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ANTOLOGÍA
DE
CUENTOS
HISPANOAMERICANOS
Lengua castellana y literatura 4º ESO
IES Aquis Querquernis
HORACIO QUIROGA (uruguayo, 1879-1937)
“El almohadón de plumas” (de la obra Cuentos de amor, de locura y de muerte, 1917)
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su
marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces
con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una
furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la
amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres meses ―se habían casado en
abril― vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en
ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de
su marido la contenía siempre. La casa en que vivían influía un poco en sus
estremecimientos. La blancura del patio silencioso frisos, columnas y estatuas de mármol-
producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco,
sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible
frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un
largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia. En ese extraño nido de amor, Alicia
pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos
sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que
llegaba su marido. No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se
arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir
al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto
Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en
sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado,
redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron
retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una
palabra. Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y
descanso absolutos.
―No sé ―le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja―. Tiene una gran
debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy,
llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha
agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba
visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en
pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi
en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro,
con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el
dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada
vez que caminaba en su dirección. Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones,
confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con
los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del
respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la
boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
―¡Jordán! ¡Jordán! ―clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán
corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
―¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de
estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su
marido, acariciándola temblando. Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un
antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos. Los
médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,
desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última
consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la
muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
―Pst... ―se encogió de hombros desalentado su médico―. Es un caso serio... poco hay
que hacer...
―¡Sólo eso me faltaba! ―resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía
siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada
mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera
la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar
desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este
hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le
tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares
avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban
dificultosamente por la colcha. Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró
sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y
la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía
de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán. Alicia murió, por fin. La
sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el
almohadón.
―¡Señor! ―llamó a Jordán en voz baja―. En el almohadón hay manchas que parecen de
sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a
ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
―Parecen picaduras ―murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
―Levántelo a la luz―le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y
temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
―¿Qué hay? ―murmuró con la voz ronca.
―Pesa mucho ―articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del
comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la
sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a
los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas,
había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que
apenas se le pronunciaba la boca. Noche a noche, desde que Alicia había caído en
cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de
aquella, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del
almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo
moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a
Alicia. Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en
ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles
particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
oooooooooOOOooooooooo
JUAN RULFO (mejicano, 1918-1986)
“Nos han dado la tierra”
(de la obra El llano en llamas, 1953)
Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla
de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros. Uno ha creído a veces, en
medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar
nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay
algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y
se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza. Pero el pueblo está todavía
muy allá. Es el viento el que lo acerca. Hemos venido caminando desde el amanecer.
Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos
hacia donde está colgado el sol y dice:
―Son como las cuatro de la tarde.
Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro. Yo los
cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie. Entonces me digo:
"Somos cuatro". Hace rato, como a eso de las once, éramos veintitantos, pero puñito a
puñito se han ido desperdigando hasta quedar nada más que este nudo que somos
nosotros. Faustino dice: -Puede que llueva. Todos levantamos la cara y miramos una
nube negra y pesada que pasa por encima de nuestras cabezas. Y pensamos: "Puede
que sí". No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de
hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí
cuesta trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de
afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello. Aquí así son
las cosas. Por eso a nadie le da por platicar. Cae una gota de agua, grande, gorda,
haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola.
Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero no hay
ninguna más. No llueve. Ahora si se mira el cielo se ve a la nube aguacera corriéndose
muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las
sombras azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la
desaparece en su sed. ¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?
Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora
volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos
andado. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con
todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano, lo que se
llama llover.
No, el llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser
unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con las hojas
enroscadas; a no ser eso, no hay nada. Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie.
Antes andábamos a caballo y traíamos terciada una carabina. Ahora no traemos ni
siquiera la carabina. Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron
bien. Por acá resulta peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda
hora con "la 30" amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir a
caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río, y paseado nuestros estómagos por
las calles del pueblo para que se les bajara la comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener
todos aquellos caballos que teníamos. Pero también nos quitaron los caballos junto con la
carabina. Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le
resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas lagartijas
salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten la tatema del
sol corren a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero nosotros, cuando tengamos
que trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh? Porque a nosotros nos
dieron esta costra de tapetate para que la sembráramos. Nos dijeron:
―Del pueblo para acá es de ustedes.
Nosotros preguntamos:
―¿El Llano?
― Sí, el llano. Todo el Llano Grande.
Nosotros paramos la jeta para decir que el llano no lo queríamos. Que queríamos lo que
estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados
casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama
Llano. Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con
nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo:
―No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.
―Es que el llano, señor delegado...
―Son miles y miles de yuntas.
―Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.
―¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En cuanto allí
llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran.
―Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se
entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el
azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada
nacerá.
―Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que
atacar, no al Gobierno que les da la tierra.
―Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro.
Todo es contra el Llano... No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos
dicho... Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar por donde íbamos...
Pero él no nos quiso oír. Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren
que sembremos semillas de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se
levantará de aquí. Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la
carrera; tratando de salir lo más pronto posible de este blanco terregal endurecido, donde
nada se mueve y por donde uno camina como reculando. Melitón dice:
―Esta es la tierra que nos han dado.
Faustino dice:
―¿Qué?
Yo no digo nada. Yo pienso: "Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el calor el
que lo hace hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la
cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos han dado, Melitón? Aquí no
hay ni la tantita que necesitaría el viento para jugar a los remolinos." Melitón vuelve a
decir:
―Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas.
―¿Cuáles yeguas? ―le pregunta Esteban.
Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él. Lleva
puesto un gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como
una gallina. Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven
los ojos dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto:
―Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina?
―Es la mía ―dice él.
―No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?
―No la merqué, es la gallina de mi corral.
―Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?
―No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de
comer; por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella.
―Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire.
Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice:
―Estamos llegando al derrumbadero.
Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la
barranca y él va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la
zangolotea a cada rato, para no golpearle la cabeza contra las piedras.
Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un
atajo de mulas lo que bajara por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos gusta.
Después de venir durante once horas pisando la dureza del Llano, nos sentimos muy a
gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe a tierra. Por encima del
río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas verdes.
Eso también es lo que nos gusta. Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a
nosotros, y es que el viento que viene del pueblo retacha en la barranca y la llena de
todos sus ruidos. Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las
primeras casas. Le desata las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina
desaparecen detrás de unos tepemezquites.
―¡Por aquí arriendo yo! ―nos dice Esteban. Nosotros seguimos adelante, más adentro
del pueblo. La tierra que nos han dado está allá arriba.
oooooooooOOOooooooooo
JULIO CORTÁZAR (Argentino, 1914-1984)
“No se culpe a nadie” (de la obra Final de juego, 1956)
El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra
piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo
de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el
pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y
sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta
de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del
espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver,
pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin
asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un
aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De
un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero
ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al
extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra
manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del
pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar
por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de
nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra
complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo
tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que
mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los
dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo
seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya
debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan
apenas por la mitad de las mangas. por más que tira nada sale afuera y ahora se le
ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que
reanudó la tarea, y que ha hecho la tonteria de meter la cabeza en una de las mangas y
una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendria que salir fácilmente pero
aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos
aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana
azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo
que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se
va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul.
Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire al frío de afuera, por
lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto
que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver por eso lo que él creía el
cuello le está apretando de esa manera la cara sofocándolo cada vez más, y en cambio la
mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede
hacer es seguir abriéndose paso respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a
poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire
que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y
además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando
la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque
no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana,
está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le
gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de
una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la
puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano
derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la
habitación es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir
subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento
clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo
malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que
el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra
la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de
poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho
no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y
estará ahi arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese
pulóver lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una
mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una
de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica
que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue
prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está
afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que
sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una
silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha
perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia
eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso
de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria
y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería
sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta
de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha
desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridiculo renunciar a esa altura
de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira
hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con
esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira
hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las
pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga
izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano
izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi
imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izqulerda fuese
una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a
menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano
prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su
mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere
intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera
de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia
atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza
a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas,
prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del
pulóver, sunque su mano izquierda le duela cads vez más como si tuviera los dedos
mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los
dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en
el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano
derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle
el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que
pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído
de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del
pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no
quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fria, esa delicia es el aire
libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un
tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar
así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la
lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a
sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los
párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es
todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia
arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se
endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver,
donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y
doce pisos.
oooooooooOOOooooooooo
MARIO BENEDETTI (uruguayo, 1920-2009)
“Miss Amnesia” (de la obra La muerte y otras sorpresas, 1968)
La muchacha abrió los ojos y se sintió apabullada por su propio desconcierto. No
recordaba nada. Ni su nombre, ni su edad, ni sus señas. Vio que su falda era marrón y
que la blusa era crema. No tenía cartera. Su reloj pulsera marcaba las cuatro y cuarto.
Sintió que su lengua estaba pastosa y que las sienes le palpitaban. Miró sus manos y vio
que las uñas tenían un esmalte transparente. Estaba sentada en el banco de una plaza
con árboles, una plaza que en el centro tenía una fuente vieja, con angelitos, y algo así
como tres platos paralelos. Le pareció horrible. Desde su banco veía comercios, grandes
letreros. Pudo leer: Nogaró, Cine Club, Porley Muebles, Marcha, Partido Nacional. Junto a
su pie izquierdo vio un trozo de espejo, en forma de triángulo. Lo recogió. Fue consciente
do una enfermiza curiosidad cuando se enfrentó a aquel rostro que era el suyo. Fue como
si lo viera por primera vez. No le trajo ningún recuerdo. Trató de calcular su edad. Tendré
dieciséis o diecisiete años, pensó. Curiosamente, recordaba los nombres de las cosas
(sabía que esto era un banco, eso una columna, aquello una fuente, aquello otro un
letrero), pero no podía situarse a sí misma en un lugar y en un tiempo. Volvió a pensar,
esta vez en voz alta: “Sí, debo tener dieciséis o diecisiete”, sólo para confirmar que era
una frase en español. Se preguntó si además hablaría otro idioma. Nada. No recordaba
nada. Sin embargo, experimentaba una sensación de alivio, de serenidad, casi de
inocencia. Estaba asombrada, claro, pero el asombro no le producía desagrado. Tenía la
confusa impresión de que esto era mejor que cualquier otra cosa, corno si a sus espaldas
quedara algo abyecto, algo horrible. Sobre su cabeza el verde de los árboles tenía dos
tonos, y el ciclo casi no se veía. Las palomas se acercaron a ella, pero en seguida se
retiraron, defraudadas. En realidad, no tenía nada para darles. Un mundo de gente
pasaba junto al banco, sin prestarle atención. Sólo algún muchacho la miraba. Ella estaba
dispuesta a dialogar, incluso lo deseaba, pero aquellos volubles con templadores siempre
terminaban por vencer su vacilación y seguían su camino. Entonces alguien se separó de
la corriente. Era un hombre cincuentón, bien vestido, peinado impecablemente, con alfiler
de corbata y portafolio negro. Ella intuyó que le iba a hablar. ¿Me habrá reconocido?
pensó. Y tuvo miedo de que aquel individuo la introdujera nuevamente en su pasado. Se
sentía tan feliz en su confortable olvido. Pero el hombre simplemente vino y preguntó:
―¿Le sucede algo, señorita?
Ella lo contempló largamente. La cara del tipo le inspiró confianza. En realidad, todo le
inspiraba confianza.
―Hace un rato abrí los ojos en esta plaza y no recuerdo nada, nada de lo de antes.
Tuvo la impresión de que no eran necesarias más palabras. Se dio cuenta de su propia
sonrisa cuando vio que el hombre también sonreía. Él le tendió la mano. Dijo:
―Mi nombre es Roldán, Félix Roldán.
―Yo no sé mi nombre, dijo ella, pero estrechó la mano.
―No importa. Usted no puede quedarse aquí. Venga conmigo. ¿Quiere?
Claro que quería. Cuando se incorporó, miró hacia las palomas que otra vez la rodeaban,
y reflexionó: Qué suerte, soy alta. El hombre llamado Roldán la tomó suavemente del
codo, y le propuso un rumbo.
―Es cerca, dijo.
¿Qué sería lo cerca? No importaba. La muchacha se sentía como una turista. Nada le era
extraño y sin embargo no podía reconocer ningún detalle. Espontáneamente, enlazó su
brazo débil con aquel brazo fuerte. El traje era suave, de una tela peinada, seguramente
costosa. Miró hacia arriba (el hombre era alto) y le sonrió. Él también sonrió, aunque esta
vez separó un poco los labios. La muchacha alcanzó a ver un diente de oro. No preguntó
por el nombre de la ciudad. Fue él quien le instruyó:
―Montevideo.
La palabra cayó en un hondo vacío. Nada. Absolutamente nada. Ahora iban por una calle
angosta, con baldosas levantadas y obras en construcción. Los autobuses pasaban junto
al cordón y a veces provocaban salpicaduras de un agua barrosa. Ella pasó la mano por
sus piernas para limpiarse unas gotas oscuras. Entonces vio que no tenía medías. Se
acordó de la palabra medias. Miró hacia arriba y encontró unos balcones viejos, con ropa
tendida y un hombre en pijama. Decidió que le gustaba la ciudad.
―Aquí estamos―, dijo el hombre llamado Roldán junto a una puerta de doble hoja.
Ella pasó primero. En el ascensor, el hombre marcó el piso quinto. No dijo una palabra,
pero la miró con ojos inquietos. Ella retribuyó con una mirada rebosante de confianza.
Cuando él sacó la llave para abrir la puerta del apartamento, la muchacha vio que en la
mano derecha él llevaba una alianza y además otro anillo con una piedra roja. No pudo
recordar cómo se llamaban las piedras rojas. En el apartamento no había nadie. Al abrirse
la puerta, llegó de adentro una bocanada de olor a encierro, a confinamiento. El hombre
llamado Roldán abrió una ventana y la invitó a sentarse en uno de los sillones. Luego trajo
copas, hielo, whisky. Ella recordó las palabras hielo y copa. No la palabra whisky. El
primer trago de alcohol la hizo toser, pero le cayó bien. La mirada de la muchacha recorrió
los muebles, las paredes, los cuadros. Decidió que el conjunto no era armónico, pero
estaba en la mejor disposición de ánimo y no se escandalizó. Miró otra vez al hombre y se
sintió cómoda, segura. Ojalá nunca recuerde nada hacia atrás, pensó. Entonces el
hombre soltó una carcajada que la sobresaltó.
―Ahora decime, mosquita muerta. Ahora que estamos solos y tranquilos, eh, vas a
decirme quién sos.
Ella volvió a toser y abrió desmesuradamente los ojos.
―Ya le dije, no me acuerdo.
Le pareció que el hombre estaba cambiando vertiginosamente, como si cada vez
estuviera menos elegante y más ramplón, como si por debajo del alfiler de corbata o del
traje de tela peinada, le empezara a brotar una espesa vulgaridad, una inesperada
antipatía.
―¿Miss Amnesia? ¿Verdad?
Y eso ¿qué significaba? Ella no entendía nada, pero sintió que empezaba a tener miedo,
casi tanto miedo de este absurdo presente como del hermético pasado.
―Che, miss Amnesia, estalló el hombre en otra risotada, ―¿sabes que sos bastante
original? Te juro que es la primera vez que me pasa algo así. ¿Sos nueva ola o qué?
La mano del hombre llamado Roldán se aproximó. Era la mano del mismo brazo fuerte
que ella había tomado espontáneamente allá en la plaza. Pero en rigor era otra mano.
Velluda, ansiosa, casi cuadrada. Inmovilizada por el terror, ella advirtió que no podía
hacer nada. La mano llegó al escote y trató de introducirse. Pero había cuatro botones
que dificultaban la operación. Entonces la mano tiró hacia abajo y saltaron tres de los
botones. Uno de ellos rodó largamente hasta que se estrelló contra el zócalo. Mientras
duró el ruidito, ambos quedaron inmóviles. La muchacha aprovechó esa breve espera
involuntaria para incorporarse de un salto, con el vaso todavía en la mano. El hombre
llamado Roldán se le fue encima. Ella sintió que el tipo la empujaba hacia un amplio sofá
tapizado de verde. Sólo decía:
―Mosquita muerta, mosquita muerta.
Se dio cuenta de que el horrible aliento del tipo se detenía primero en su pescuezo, luego
en su oreja, después en sus labios. Advirtió que aquellas manos poderosas, repugnantes,
trataban de aflojarle la ropa. Sintió que se asfixiaba, que ya no daba más. Entonces notó
que sus dedos apretaban aún el vaso que había tenido whisky. Hizo otro esfuerzo
sobrehumano, se incorporó a medias, y pegó con el vaso, sin soltarlo, en el rostro de
Roldán. Éste se fue hacia atrás, se balanceó un poco y finalmente resbaló junto al sofá
verde. La muchacha asumió íntegramente su pánico. Saltó sobre el cuerpo del hombre,
aflojó al fin el vaso (que cayó sobre una alfombrita, sin romperse), corrió hacia la puerta,
la abrió, salió al pasillo y bajó espantada los cinco pisos. Por la escalera, claro. En la calle
pudo acomodarse el escote, gracias al único botón sobreviviente. Empezó a caminar
ligero, casi corriendo. Con espanto, con angustia, también con tristeza y siempre
pensando: Tengo que olvidarme de esto, tengo que olvidarme de esto. Reconoció la plaza
y reconoció el banco en que había estado sentada. Ahora estaba vacío. Así que se sentó.
Una de las palomas pareció examinarla, pero ella no estaba en condiciones de hacer
ningún gesto. Sólo tenía una idea obsesiva: Tengo que olvidarme, Dios mío haz que me
olvide también de esta vergüenza. Echó la cabeza hacia atrás y tuvo la sensación de que
se desmayaba. Cuando la muchacha abrió los ojos, se sintió apabullada por su
desconcierto. No recordaba nada. Ni su nombre, ni su edad, ni sus señas. Vio que su
falda era marrón y que su blusa, en cuyo escote faltaban tres botones, era de color crema.
No tenía cartera. Su reloj marcaba las siete y veinticinco. Estaba sentada en el banco de
una plaza con árboles, una plaza que en el centró tenía una fuente vieja, con angelitos y
algo así como tres platos paralelos. Le pareció horrible. Desde el banco veía comercios,
grandes letreros. Pudo leer: Nogaró, Cine Club, Porley Muebles, Marcha, Partido
Nacional. Nada. No recordaba nada. Sin embargo, experimentaba una sensación de
alivio, de serenidad, casi de inocencia. Tenía la confusa impresión de que esto era mejor
que cualquier otra cosa, como si a sus espaldas quedara algo abyecto, algo terrible. La
gente pasaba junto al banco. Con niños, con portafolios, con paraguas. Entonces alguien
se separó de aquel desfile interminable. Era un hombre cincuentón, bien vestido, peinado
impecablemente, con portafolio negro, alfiler de corbata y un parchecito blanco sobre el
ojo. ¿Será alguien que me conoce? pensó ella, y tuvo miedo de que aquel individuo la
introdujera nuevamente en su pasado. Se sentía tan feliz en su confortable olvido. Pero el
hombre se acercó y preguntó simplemente:
―¿Le sucede algo, señorita?
Ella lo contempló largamente. La cara del tipo le inspiró confianza. En realidad, todo le
inspiraba confianza. Vio que el hombre le tendía la manó y oyó que decía:
―Mi nombre es Roldán. Félix Roldán.
Después de todo, el nombre era lo de menos. Así que se incorporó y espontáneamente
enlazó su brazo débil con aquel brazo fuerte.
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“El niño cinco mil millones”
En un día del año 1987 nació el niño Cinco Mil Millones. Vino sin etiqueta, así que podía
ser negro, blanco, amarillo, etc. Muchos países, en ese día eligieron al azar un niño Cinco
Mil Millones para homenajearlo y hasta para filmarlo y grabar su primer llanto. Sin
embargo, el verdadero niño Cinco Mil Millones no fue homenajeado ni filmado ni acaso
tuvo energías para su primer llanto. Mucho antes de nacer ya tenía hambre. Un hambre
atroz. Un hambre vieja. Cuando por fin movió sus dedos, estos tocaron tierra seca.
Cuarteada y seca. Tierra con grietas y esqueletos de perros o de camellos o de vacas.
También con el esqueleto del niño 4.999.999.999. El verdadero niño Cinco Mil Millones
tenía hambre y sed, pero su madre tenía más hambre y más sed y sus pechos oscuros
eran como tierra exhausta. Junto a ella, el abuelo del niño tenía hambre y sed más
antiguas aún y ya no encontraba en si mismo ganas de pensar o creer. Una semana
después el niño Cinco Mil Millones era un minúsculo esqueleto y en consecuencia
disminuyó en algo el horrible riesgo de que el planeta llegara a estar superpoblado.
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EDUARDO GALEANO (uruguayo, 1940)
“Los alumnos”
(del libro Patas arriba, 1998)
Día tras día, se niega a los niños el derecho de ser niños. Los hechos, que se burlan de
ese derecho, imparten sus enseñanzas en la vida cotidiana. El mundo trata a los niños
ricos como si fueran dinero, para que se acostumbren a actuar como el dinero actúa. El
mundo trata a los niños pobres como si fueran basura, para que se conviertan en basura.
Y a los del medio, a los niños que no son ricos ni pobres, los tiene atados a la pata del
televisor, para que desde muy temprano acepten, como destino, la vida prisionera. Mucha
magia y mucha suerte tienen los niños que consiguen ser niños. Los de arriba, los de
abajo y los del medio. En el océano del desamparo, se alzan las islas del privilegio. Son
lujosos campos de concentración, donde los poderosos sólo se encuentran con los
poderosos y jamás pueden olvidar, ni por un ratito, que son poderosos. En algunas de las
grandes ciudades latinoamericanas, los secuestros se han hecho costumbre, y los niños
ricos crecen encerrados dentro de la burbuja del miedo. Habitan mansiones amuralladas,
grandes casas o grupos de casas rodeadas de cercos electrificados y de guardias
armados, y están día y noche vigilados por los guardaespaldas y por las cámaras de los
circuitos cerrados de seguridad. Los niños ricos viajan, como el dinero, en autos
blindados. No conocen, más que de vista, su ciudad. Descubren el subterráneo en París o
en Nueva York, pero jamás lo usan en San Pablo o en la capital de México. Ellos no
viven en la ciudad donde viven. Tienen prohibido este vasto infierno que acecha su
minúsculo cielo privado. Más allá de las fronteras, se extiende una región del terror donde
la gente es mucha, fea, sucia y envidiosa. En plena era de la globalización, los niños ya
no pertenecen a ningún lugar, pero los que menos lugar tienen son los que más cosas
tienen: ellos crecen sin raíces, despojados de la identidad cultural, y sin más sentido
social que la certeza de que la realidad es un peligro. Su patria está en las marcas de
prestigio universal, que distinguen sus ropas y todo lo que usan, y su lenguaje es el
lenguaje de los códigos electrónicos internacionales. En las ciudades más diversas, y en
los más distantes lugares del mundo, los hijos del privilegio se parecen entre sí, en sus
costumbres y en sus tendencias, como entre sí se parecen los shopping centers y los
aeropuertos, que están fuera del tiempo y del espacio. Educados en la realidad virtual, se
deseducan en la ignorancia de la realidad real, que sólo existe para ser temida o para ser
comprada.
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“Peligro en el camino”
(del libro Espejos. Una historia casi universal)
Alrededores de Sevilla, invierno de 1936: se acercan las elecciones españolas. Anda unseñor recorriendo sus tierras, cuando un andrajoso se le cruza en el camino. Sin bajarsedel caballo, el señor lo llama y le pone en la mano una moneda y una lista electoral. Elhombre deja caer las dos, la moneda y la lista, y dándole la espalda dice:
—En mi hambre, mando yo.
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“Los nadies” (del libro El libro de los abrazos, 1993)
Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, quealgún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte;pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae delcielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la manoizquierda, o se levanten con el pié derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.Los nadies: los hijos de los nadies, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, losninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos: Que no son,aunque sean. Que no hablan idiomas, sino dialectos. Que no profesan religiones, sinosupersticiones. Que no hacen arte, sino artesanía. Que no practican cultura, sinofolklore. Que no son seres humanos, sino recursos humanos. Que no tienen cara, sinobrazos. Que no tienen nombre, sino número. Que no figuran en la historia universal, sinoen la crónica roja de la prensa local. Los nadies, que cuestan menos que la bala que losmata.
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“Mayo 15” (del libro Los hijos de los días, 2011)
En el año 2011, miles de jóvenes, despojados de sus casas y sus empleos, ocuparon lasplazas y las calles de varias ciudades de España. Y la indignación se difundió. La buenasalud resultó más contagiosa que las pestes, y las voces de los indignados atravesaronlas fronteras dibujadas en los mapas. Así resonaron en el mundo: Nos dijeron ―¡a la putacalle!‖, y aquí estamos. Apaga la tele y enciende la calle. La llaman crisis, pero es estafa.No falta dinero: sobran ladrones. Los mercados gobiernan. Yo no los voté. Ellos tomandecisiones por nosotros, sin nosotros. Se alquila esclavo económico. Estoy buscando misderechos. ¿Alguien los ha visto? Si no nos dejan soñar, no los dejaremos dormir.
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“Abril 22 Día de la tierra” (del libro Los hijos de los días, 2011)
Einstein dijo, alguna vez: —Si las abejas desaparecieran, ¿cuántos años de vida lequedarían a la tierra? ¿Cuatro, cinco? Sin abejas no hay polinización, y sin polinización nohay plantas, ni animales, ni gente. Lo dijo en rueda de amigos. Los amigos se rieron. Élno. Y ahora resulta que en el mundo hay cada vez menos abejas. Y hoy, Día de la tierra,vale la pena advertir que eso no ocurre por voluntad divina ni maldición diabólica, sino porel asesinato de los montes nativos y la proliferación de los bosques industriales; por loscultivos de exportación, que prohíben la diversidad de la flora; por los venenos que matanlas plagas y de paso matan la vida natural; por los fertilizantes químicos, que fertilizan eldinero y esterilizan el suelo, y por las radiaciones de algunas máquinas que la publicidadimpone a la sociedad de consumo.
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ISABEL ALLENDE (chilena, 1942)
“Dos palabras” (del libro Cuentos de Eva Luna, 1990)
Tenía el nombre de Belisa Crepusculario, pero no por fe de bautismo o acierto de su
madre, sino porque ella misma lo buscó hasta encontrarlo y se vistió con él. Su oficio era
vender palabras. Recorría el país, desde las regiones más altas y frías hasta las costas
calientes, instalándose en las ferias y en los mercados, donde montaba cuatro palos con
un toldo de lienzo, bajo el cual se protegía del sol y de la lluvia para atender a su clientela.
No necesitaba pregonar su mercadería, porque de tanto caminar por aquí y por allí, todos
la conocían. Había quienes la aguardaban de un año para otro, y cuando aparecía por la
aldea con su atado bajo el brazo hacían cola frente a su tenderete. Vendía a precios
justos. Por cinco centavos entregaba versos de memoria, por siete mejoraba la calidad de
los sueños, por nueve escribía cartas de enamorados, por doce inventaba insultos para
enemigos irreconciliables. También vendía cuentos, pero no eran cuentos de fantasía,
sino largas historias verdaderas que recitaba de corrido sin saltarse nada. Así llevaba las
nuevas de un pueblo a otro. La gente le pagaba por agregar una o dos líneas: nació un
niño, murió fulano, se casaron nuestros hijos, se quemaron las cosechas. En cada lugar
se juntaba una pequeña multitud a su alrededor para oírla cuando comenzaba a hablar y
así se enteraban de las vidas de otros, de los parientes lejanos, de los pormenores de la
Guerra Civil. A quien le comprara cincuenta centavos, ella le regalaba una palabra secreta
para espantar la melancolía. No era la misma para todos, por supuesto, porque eso
habría sido un engaño colectivo. Cada uno recibía la suya con la certeza de que nadie
más la empleaba para ese fin en el universo y más allá. Belisa Crepusculario había
nacido en una familia tan mísera, que ni siquiera poseía nombres para llamar a sus hijos.
Vino al mundo y creció en la región más inhóspita, donde algunos años las lluvias se
convierten en avalanchas de agua que se llevan todo, y en otros no cae ni una gota del
cielo, el sol se agranda hasta ocupar el Horizonte entero y el mundo se convierte en un
desierto. Hasta que cumplió doce años no tuvo otra ocupación ni virtud que sobrevivir al
hambre y la fatiga de siglos. Durante una interminable sequía le tocó enterrar a cuatro
hermanos menores y cuando comprendió que llegaba su turno, decidió echar a andar por
las llanuras en dirección al mar, a ver si en el viaje lograba burlar a la muerte. La tierra
estaba erosionada, partida en profundas grietas, sembrada de piedras, fósiles de árboles
y de arbustos espinudos, esqueletos de animales blanqueados por el calor. De vez en
cuando tropezaba con familias que, como ella, iban hacia el sur siguiendo el espejismo
del agua. Algunos habían iniciado la marcha llevando sus pertenencias al hombro o en
carretillas, pero apenas podían mover sus propios huesos y a poco andar debían
abandonar sus cosas. Se arrastraban penosamente, con la piel convertida en cuero de
lagarto y sus ojos quemados por la reverberación de la luz. Belisa los saludaba con un
gesto al pasar, pero no se detenía, porque no podía gastar sus fuerzas en ejercicios de
compasión. Muchos cayeron por el camino, pero ella era tan tozuda que consiguió
atravesar el infierno y arribó por fin a los primeros manantiales, finos hilos de agua, casi
invisibles, que alimentaban una vegetación raquítica, y que más adelante se convertían en
riachuelos y esteros. Belisa Crepusculario salvó la vida y además descubrió por
casualidad la escritura. Al llegar a una aldea en las proximidades de la costa, el viento
colocó a sus pies una hoja de periódico. Ella tomó aquel papel amarillo y quebradizo y
estuvo largo rato observándolo sin adivinar su uso, hasta que la curiosidad pudo más que
su timidez. Se acercó a un hombre que lavaba un caballo en el mismo charco turbio
donde ella saciara su sed.
–¿Qué es esto?–preguntó.
–La página deportiva del periódico –replicó el hombre sin dar muestras de asombro ante
su ignorancia.
La respuesta dejó atónita a la muchacha, pero no quiso parecer descarada y se limitó a
inquirir el significado de las patitas de mosca dibujadas sobre el papel.
–Son palabras, niña. Allí dice que Fulgencio Barba noqueó al Nero Tiznao en el tercer
round.
Ese día Belisa Crepusculario se enteró que las palabras andan sueltas sin dueño y
cualquiera con un poco de maña puede apoderárselas para comerciar con ellas.
Consideró su situación y concluyó que aparte de prostituirse o emplearse como sirvienta
en las cocinas de los ricos, eran pocas las ocupaciones que podía desempeñar. Vender
palabras le pareció una alternativa decente. A partir de ese momento ejerció esa profesión
y nunca le interesó otra. Al principio ofrecía su mercancía sin sospechar que las palabras
podían también escribirse fuera de los periódicos. Cuando lo supo calculó las infinitas
proyecciones de su negocio, con sus ahorros le pagó veinte pesos a un cura para que le
enseñara a leer y escribir y con los tres que le sobraron se compró un diccionario. Lo
revisó desde la A hasta la Z y luego lo lanzó al mar, porque no era su intención estafar a
los clientes con palabras envasadas. Varios años después, en una mañana de agosto, se
encontraba Belisa Crepusculario en el centro de una plaza, sentada bajo su toldo
vendiendo argumentos de justicia a un viejo que solicitaba su pensión desde hacía
diecisiete años. Era día de mercado y había mucho bullicio a su alrededor. Se escucharon
de pronto galopes y gritos, ella levantó los ojos de la escritura y vio primero una nube de
polvo y enseguida un grupo de jinetes que irrumpió en el lugar. Se trataba de los hombres
del Coronel, que venían al mando del Mulato, un gigante conocido en toda la zona por la
rapidez de su cuchillo y la lealtad hacia su jefe. Ambos, el Coronel y el Mulato, habían
pasado sus vidas ocupados en la Guerra Civil y sus nombres estaban irremisiblemente
unidos al estropicio y la calamidad. Los guerreros entraron al pueblo como un rebaño en
estampida, envueltos en ruido, bañados de sudor y dejando a su paso un espanto de
huracán. Salieron volando las gallinas, dispararon a perderse los perros, corrieron las
mujeres con sus hijos y no quedó en el sitio del mercado otra alma viviente que Belisa
Crepusculario, quien no había visto jamás al Mulato y por lo mismo le extrañó que se
dirigiera a ella.
–A ti te busco– le gritó señalándola con su látigo enrollado y antes que terminara de
decirlo, dos hombres cayeron encima de la mujer atropellando el toldo y rompiendo el
tintero, la ataron de pies y manos y la colocaron atravesada como un bulto de marinero
sobre la grupa de la bestia del Mulato. Emprendieron galope en dirección a las colinas.
Horas más tarde, cuando Belisa Crepusculario estaba a punto de morir con el corazón
convertido en arena por las sacudidas del caballo, sintió que se detenían y cuatro manos
poderosas la depositaban en tierra. Intentó ponerse de pie y levantar la cabeza con
dignidad, pero le fallaron las fuerzas y se desplomó con un suspiro, hundiéndose en un
sueño ofuscado. Despertó varias horas después con el murmullo de la noche en el
campo, pero no tuvo tiempo de descifrar esos sonidos, porque al abrir los ojos se
encontró ante la mirada impaciente del Mulato, arrodillado a su lado.
–Por fin despiertas, mujer– dijo alcanzándole su cantimplora para que bebiera un sorbo de
aguardiente con pólvora y acabara de recuperar la vida. Ella quiso saber la causa de
tanto maltrato y él le explicó que el Coronel necesitaba sus servicios. Le permitió mojarse
la cara y enseguida la llevó a un extremo del campamento, donde el hombre más temido
del país reposaba en una hamaca colgada entre dos árboles. Ella no pudo verle el rostro,
porque tenía encima la sombra incierta del follaje y la sombra imborrable de muchos años
viviendo como un bandido, pero imaginó que debía ser de expresión perdularia si su
gigantesco ayudante se dirigía a él con tanta humildad. Le sorprendió su voz, suave y
bien modulada como la de un profesor.
–¿Eres la que vende palabras?– preguntó.
–Para servirte– balbuceó ella oteando en la penumbra para verlo mejor.
El Coronel se puso de pie y la luz de la antorcha que llevaba el Mulato le dio de frente. La
mujer vio su piel oscura y sus fieros ojos de puma y supo al punto que estaba frente al
hombre más solo de este mundo.
–Quiero ser Presidente—dijo él.
Estaba cansado de recorrer esa tierra maldita en guerras inútiles y derrotas que ningún
subterfugio podía transformar en victorias. Llevaba muchos años, durmiendo a la
intemperie, picado de mosquitos, alimentándose de iguanas y sopa de culebra, pero esos
inconvenientes menores no constituían razón suficiente para cambiar su destino. Lo que
en verdad le fastidiaba era el terror en los ojos ajenos. Deseaba entrar a los pueblos bajo
arcos de triunfo, entre banderas de colores y flores, que lo aplaudieran y le dieran de
regalo huevos frescos y pan recién horneado. Estaba harto de comprobar cómo a su paso
huían los hombres, abortaban de susto las mujeres y temblaban las criaturas, por eso
había decidido ser Presidente. El Mulato le sugirió que fueran a la capital y entraran
galopando al Palacio para apoderarse del gobierno, tal como tomaron tantas otras cosas
sin pedir permiso, pero al Coronel no le interesaba convertirse en otro tirano, de ésos ya
habían tenido bastantes por allí y, además, de ese modo no obtendría el afecto de las
gentes. Su idea consistía en ser elegido por votación popular en los comicios de
diciembre.
–Para eso necesito hablar como un candidato. ¿Puedes venderme las palabras para un
discurso?– preguntó el Coronel a Belisa Crepusculario.
Ella había aceptado muchos encargos, pero ninguno como ése, sin embargo no pudo
negarse, temiendo que el Mulato le metiera un tiro entre los ojos o, peor aún, que el
Coronel se echara a llorar. Por otra parte, sintió el impulso de ayudarlo, porque percibió
un palpitante calor en su piel, un deseo poderoso de tocar a ese hombre, de recorrerlo
con sus manos, de estrecharlo entre sus brazos. Toda la noche y buena parte del día
siguiente estuvo Belisa Crepusculario buscando en su repertorio las palabras apropiadas
para un discurso presidencial, vigilada de cerca por el Mulato, quien no apartaba los ojos
de sus firmes piernas de caminante y sus senos virginales. Descartó las palabras ásperas
y secas, las demasiado floridas, las que estaban desteñidas por el abuso, las que ofrecían
promesas improbables, las carentes de verdad y las confusas, para quedarse sólo con
aquellas capaces de tocar con certeza el pensamiento de los hombres y la intuición de las
mujeres. Haciendo uso de los conocimientos comprados al cura por veinte pesos, escribió
el discurso en una hoja de papel y luego hizo señas al Mulato para que desatara la cuerda
con la cual la había amarrado por los tobillos a un árbol. La condujeron nuevamente
donde el Coronel y al verlo ella volvió a sentir la misma palpitante ansiedad del primer
encuentro. Le pasó el papel y aguardó, mientras él lo miraba sujetándolo con la punta de
los dedos.
–¿Qué carajo dice aquí?–preguntó por último.
–¿No sabes leer? –Lo que yo sé hacer es la guerra– replicó él.
Ella leyó en alta voz el discurso. Lo leyó tres veces, para que su cliente pudiera
grabárselo en la memoria. Cuando terminó vio la emoción en los rostros de los hombres
de la tropa que se juntaron para escucharla y notó que los ojos amarillos del Coronel
brillaban de entusiasmo, seguro de que con esas palabras el sillón presidencial sería
suyo.
–Si después de oírlo tres veces los muchachos siguen con la boca abierta, es que esta
vaina sirve, Coronel– aprobó el Mulato.
–¿Cuánto te debo por tu trabajo, mujer?– preguntó el jefe.
–Un peso, Coronel.
–No es caro– dijo él abriendo la bolsa que llevaba colgada del cinturón con los restos del
último botín.
–Además tienes derecho a una ñapa. Te corresponden dos palabras secretas– dijo Belisa
Crepusculario.
–¿Cómo es eso?
Ella procedió a explicarle que por cada cincuenta centavos que pagaba un cliente, le
obsequiaba una palabra de uso exclusivo. El jefe se encogió de hombros, pues no tenía ni
el menor interés en la oferta, pero no quiso ser descortés con quien lo había servido tan
bien. Ella se aproximó sin prisa al taburete de suela donde él estaba sentado y se inclinó
para entregarle su regalo. Entonces el hombre sintió el olor de animal montuno que se
desprendía de esa mujer, el calor de incendio que irradiaban sus caderas, el roce terrible
de sus cabellos, el aliento de yerbabuena susurrando en su oreja las dos palabras
secretas a las cuales tenía derecho.
–Son tuyas, Coronel –dijo ella al retirarse–. Puedes emplearlas cuanto quieras.
El Mulato acompañó a Belisa hasta el borde del camino, sin dejar de mirarla con ojos
suplicantes de perro perdido, pero cuando estiró la mano para tocarla, ella lo detuvo con
un chorro de palabras inventadas que tuvieron la virtud de espantarle el deseo, porque
creyó que se trataba de alguna maldición irrevocable. En los meses de septiembre,
octubre y noviembre el Coronel pronunció su discurso tantas veces, que de no haber sido
hecho con palabras refulgentes y durables el uso lo habría vuelto ceniza. Recorrió el país
en todas direcciones, entrando a las ciudades con aire triunfal y deteniéndose también en
los pueblos más olvidados, allí, donde sólo el rastro de basura indicaba la presencia
humana, para convencer a los electores que votaran por él. Mientras hablaba sobre una
tarima al centro de la plaza, el Mulato y sus hombres repartían caramelos y pintaban su
nombre con escarcha dorada en las paredes, pero nadie prestaba atención a esos
recursos de mercader, porque estaban deslumbrados por la claridad de sus proposiciones
y la lucidez poética de sus argumentos, contagiados de su deseo tremendo de corregir los
errores de la historia y alegres por primera vez en sus vidas. Al terminar la arenga del
candidato, la tropa lanzaba pistoletazos al aire y encendía petardos y cuando por fin se
retiraban, quedaba atrás una estela de esperanza que perduraba muchos días en el aire,
como el recuerdo magnífico de un cometa. Pronto el Coronel se convirtió en el político
más popular. Era un fenómeno nunca visto, aquel hombre surgido de la guerra civil, lleno
de cicatrices y hablando como un catedrático, cuyo prestigio se regaba por el territorio
nacional conmoviendo el corazón de la patria. La prensa se ocupó de él. Viajaron de lejos
los periodistas para entrevistarlo y repetir sus frases, y así creció el número de sus
seguidores y de sus enemigos.
–Vamos bien, Coronel– dijo el Mulato al cumplirse doce semanas de éxito.
Pero el candidato no lo escuchó. Estaba repitiendo sus dos palabras secretas, como
hacía cada vez con mayor frecuencia. Las decía cuando lo ablandaba la nostalgia, las
murmuraba dormido, las llevaba consigo sobre su caballo, las pensaba antes de
pronunciar su célebre discurso y se sorprendía saboreándolas en sus descuidos. Y en
toda ocasión en que esas dos palabras venían a su mente, evocaba la presencia de
Belisa Crepusculario y se le alborotaban los sentidos con el recuerdo de olor montuno, el
calor de incendio, el roce terrible y el aliento de yerbabuena, hasta que empezó a andar
como un sonámbulo y sus propios hombres comprendieron que se le terminaría la vida
antes de alcanzar el sillón de los presidentes.
–¿Qué es lo que te pasa, Coronel?– le preguntó muchas veces el Mulato, hasta que por
fin un día el jefe no pudo más y le confesó que la culpa de su ánimo eran esas dos
palabras que llevaba clavadas en el vientre.
–Dímelas, a ver si pierden su poder– le pidió su fiel ayudante.
–No te las diré, son sólo mías– replicó el Coronel.
Cansado de ver a su jefe deteriorarse como un condenado a muerte, el Mulato se echó el
fusil al hombro y partió en busca de Belisa Crepusculario. Siguió sus huellas por toda esa
vasta geografía hasta encontrarla en un pueblo del sur, instalada bajo el toldo de su oficio,
contando su rosario de noticias. Se le plantó delante con las piernas abiertas y el arma
empuñada.
–Tú te vienes conmigo– ordenó.
Ella lo estaba esperando. Recogió su tintero, plegó el lienzo de su tenderete, se echó el
chal sobre los hombros y en silencio trepó al anca del caballo. No cruzaron ni un gesto en
todo el camino, porque al Mulato el deseo por ella se le había convertido en rabia y sólo el
miedo que le inspiraba su lengua le impedía destrozarla a latigazos. Tampoco estaba
dispuesto a comentarle que el Coronel andaba alelado, y que lo que no habían logrado
tantos años de batallas lo había conseguido un encantamiento susurrado al oído. Tres
días después llegaron al campamento y de inmediato condujo a su prisionera hasta el
candidato, delante de toda la tropa.
–Te traje a esta bruja para que le devuelvas sus palabras, Coronel, y para que ella te
devuelva la hombría– dijo apuntando el cañón de su fusil a la nuca de la mujer.
El Coronel y Belisa Crepusculario se miraron largamente, midiéndose desde la distancia.
Los hombres comprendieron entonces que ya su jefe no podía deshacerse del hechizo de
esas dos palabras endemoniadas, porque todos pudieron ver los ojos carnívoros del
puma tornarse mansos cuando ella avanzó y le tomó la mano.
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JORGE LUIS BORGES (argentino, 1899-1986)
“Emma Zunz”
(del libro El Aleph, 1949)
El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y
Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo
que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la
inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja;
Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y
había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de
su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río Grande, que no podía saber que se
dirigía a la hija del muerto. Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de
malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de
temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa
voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el
mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente
lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya
había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería. En la creciente oscuridad,
Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos
días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay,
recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron,
recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio,
recordó los anónimos con el suelto sobre ―el desfalco del cajero‖, recordó (pero eso
jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era
Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de
los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni
siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía
que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía;
Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder. No durmió aquella
noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su
plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la
fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las
seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta.
Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las
bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss
discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y
nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le
inspiraban, aún, un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa de tapioca y
unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial,
pasó el viernes quince, la víspera. El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia,
no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y
que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en
La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por
teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo
sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el
temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana.
Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del
paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan
que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le
depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó
y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había
dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer
y la rompió. Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá
improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus
terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no
creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma
Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que
esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos,
publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es
conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova… Entró en dos o tres
bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del
Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro,
quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El
hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera
tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a
los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los
hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda
como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los
forman. ¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones
inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el
sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su
desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su
madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se
refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue
una herramienta para Emma como esta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él
para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de
luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como
antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se
arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la
tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma
lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el
último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina
subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero,
para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles,
que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos,
viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes.
Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los
pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin. Aarón Loewenthal era, para
todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica,
solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la
fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver.
Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer -¡una Gauss,
que le trajo una buena dote!-, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo
bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso;
creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de
oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba
rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz. La
vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio
hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban
como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor
Loewenthal oiría antes de morir. Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma
Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el
firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la
intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana.
(No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.)
Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las
cosas no ocurrieron así. Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su
padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo,
después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías.
Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones
de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la
venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando
este, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había
sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo
se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se
rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en
ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio,
el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios
obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado
(―He vengado a mi padre y no me podrán castigar…), pero no la acabó, porque el señor
Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender. Los ladridos
tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el
saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó
el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha
ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de
la huelga… Abusó de mí, lo maté… La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a
todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz,
verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había
padecido; solo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.
oooooooooOOOooooooooo
MARIO VARGAS LLOSA (peruano, 1936)
“El abuelo”
(del libro Los jefes, 1959)
Cada vez que crujía una ramita, o croaba una rana, o vibraban los vidrios de la
cocina que estaba al fondo de la huerta, el viejecito saltaba con agilidad de su
asiento improvisado, que era una piedra chata, y espiaba ansiosamente entre el
follaje. Pero el niño aún no aparecía. A través de las ventanas del comedor,
abiertas a la pérgola, veía en cambio las luces de la araña encendida hacía rato, y bajo
ellas sombras imprecisas que se deslizaban de un lado a otro, con las cortinas,
lentamente. Había sido corto de vista desde joven, de modo que eran inútiles sus
esfuerzos por comprobar si ya cenaban o si aquellas sombras inquietas provenían
de los árboles más altos. Regresó a su asiento y esperó. La noche pasada había
llovido y la tierra y las flores despedían un agradable olor a humedad. Pero los
insectos pululaban, y los manoteos desesperados de don Eulogio en torno del
rostro, no conseguían evitarlos: a su barbilla trémula, a su frente, y hasta las
cavidades de sus párpados, llegaban cada momento lancetas invisibles a punzarle
la carne. El entusiasmo y la excitación que mantuvieron su cuerpo dispuesto y febril
durante el día habían decaído y sentía ahora cansancio y algo de tristeza. Le
molestaba la oscuridad del vasto jardín y lo atormentaba la imagen, persistente,
humillante, de alguien, quizá la cocinera o el mayordomo, que de pronto lo sorprendía
en su escondrijo. "¿Qué hace usted en la huerta a estas horas, don Eulogio?" Y
vendrían su hijo y su hija política, convencidos de que estaba loco. Sacudido por un
temblor nervioso, volvió la cabeza y adivinó entre los macizos de crisantemos, de nardos
y de rosales, el diminuto sendero que llegaba a la puerta falsa esquivando el palomar. Se
tranquilizó apenas, al recordar haber comprobado tres veces que la puerta estaba junta,
con el pestillo corrido, y que en unos segundos podía escurrirse hacía la calle sin ser
visto. "¿Y si hubiera venido ya?", pensó, intranquilo. Porque hubo un instante, a los
pocos minutos de haber ingresado cautelosamente a su casa por la entrada casi
olvidada de la huerta, en que perdió la noción del tiempo y permaneció como
dormido. Sólo reaccionó cuando el objeto que ahora acariciaba sin saberlo, se
desprendió de sus manos y le golpeó el muslo. Pero era imposible. El niño no podía
haber cruzado la huerta todavía, porque sus pasos asustados lo hubieran
despertado, o el pequeño, al distinguir a su abuelo, encogido y dormitando justamente
al borde del sendero que debía conducirlo a la cocina, habría gritado. Esta reflexión lo
animó. El soplido del viento era menos fuerte, su cuerpo se adaptaba al ambiente,
había dejado de temblar. Tentando los bolsillos de su saco, encontró el cuerpo duro y
cilíndrico de la vela que compró esa tarde en el almacén de la esquina. Regocijado, el
viejecito sonrió en la penumbra: rememoraba el gesto de sorpresa de la
vendedora. Él había permanecido muy serio, taconeando con elegancia, batiendo
levemente y en círculo su largo bastón enchapado en metal, mientras la mujer pasaba
bajo sus ojos, cirios y velas de diversos tamaños. "Esta", dijo él, con un ademán rápido
que quería significar molestia por el quehacer desagradable que cumplía. La
vendedora insistió en envolverla pero don Eulogio no aceptó y abandonó la tienda con
premura. El resto de la tarde estuvo en el Club Nacional, encerrado en el pequeño
salón del rocambor donde nunca había nadie. Sin embargo, extremando las
precauciones para evitar la solicitud de los mozos, echó llave a la puerta. Luego,
cómodamente hundido en el confortable de insólito color escarlata, abrió el maletín que
traía consigo y extrajo el precioso paquete. La tenía envuelta en su hermosa
bufanda de seda blanca, precisamente la que llevaba puesta la tarde del hallazgo. A la
hora más cenicienta del crepúsculo había tomado un taxi, indicando al chofer que
circulara por las afueras de la ciudad; corría una deliciosa brisa tibia, y la visión entre
grisácea y rojiza del cielo sería más enigmática en medio del campo. Mientras el
automóvil flotaba con suavidad por el asfalto, los ojitos vivaces del anciano, única señal
ágil en su rostro fláccido, descolgado en bolsas, iban deslizándose distraídamente
sobre el borde del canal paralelo a la carretera, cuando de pronto lo divisó.
"¡Deténgase!" dijo, pero el chofer no le oyó. "¡Deténgase! ¡Pare!". Cuando el auto
se detuvo y en retroceso llegó al montículo de piedras, don Eulogio comprobó que se
trataba, efectivamente, de una calavera. Teniéndola entre las manos, olvidó la brisa y el
paisaje, y estudió minuciosamente, con creciente ansiedad, esa dura, terca y hostil forma
impenetrable, despojada de carne y de piel, sin nariz, sin ojos, sin lengua. Era pequeña, y
se sintió inclinado a creer que era de niño. Estaba sucia, polvorienta, y hería su
cráneo pelado una abertura del tamaño de una moneda, con los bordes astillados.
El orificio de la nariz era un perfecto triángulo, separado de la boca por un puente
delgado y menos amarillo que el mentón. Se entretuvo pasando un dedo por las
cuencas vacías, cubriendo el cráneo con la mano en forma de bonete, o hundiendo su
puño por la cavidad baja, hasta tenerlo apoyado en el interior entonces, sacando
un nudillo por el triángulo, y otro por la boca a manera de una larga e incisiva
lengüeta, imprimía a su mano movimientos sucesivos, y se divertía enormemente
imaginando que aquello estaba vivo. Dos días la tuvo oculta en un cajón de la
cómoda abultando el maletín de cuero, envuelta cuidadosamente, sin revelar a
nadie su hallazgo. La tarde siguiente a la del encuentro permaneció en su
habitación, paseando nerviosamente entre los muebles opulentos de sus
antepasados. Casi no levantaba la cabeza; se diría que examinaba con devoción
profunda y algo de pavor, los dibujos sangrientos y mágicos del círculo central de la
alfombra, pero ni siquiera los veía. Al principio, estuvo indeciso, preocupado; podían
sobrevenir complicaciones de familia, tal vez se reirían de él. Esta idea lo indignó y tuvo
angustia y deseo de llorar. A partir de ese instante, el proyecto se apartó solo una vez
de su mente: fue cuando de pie ante la ventana, vio el palomar oscuro, lleno de
agujeros, y recordó que en una época aquella casita de madera con innumerables
puertas no estaba vacía, sin vida, sino habitada por animalitos grises y blancos que
picoteaban con insistencia cruzando la madera de surcos y que a veces revoloteaban
sobre los árboles y las flores de la huerta. Pensó con nostalgia en lo débiles y
cariñosos que eran: confiadamente venían a posarse en su mano, donde siempre
les llevaba algunos granos, y cuando hacía presión entornaban los ojos y los
sacudía un brevísimo temblor. Luego no pensó más en ello. Cuando el mayordomo
vino a anunciarle que estaba lista la cena, ya lo tenía decidido. Esa noche durmió
bien. A la mañana siguiente olvidó haber soñado que una perversa fila de grandes
hormigas rojas invadía súbitamente el palomar y causaba desasosiego entre los
animalitos, mientras él, desde su ventana, observaba la escena con un catalejo.
Había imaginado que limpiar la calavera sería algo muy rápido, pero se equivocó.
El polvo, lo que había creído polvo y era tal vez excremento por su aliento
picante, se mantenía soldado a las paredes internas y brillaba como una mina de
metal en la parte posterior del cráneo. A medida que la seda blanca de la bufanda
se cubría de lamparones grises, sin que desapareciera la capa de suciedad, iba
creciendo la excitación de don Eulogio. En un momento, indignado, arrojó la
calavera, pero antes que ésta dejara de rodar, se había arrepentido y estaba fuera de
su asiento, gateando por el suelo hasta alcanzarla y levantarla con precaución.
Supuso entonces que la limpieza sería posible utilizando alguna sustancia grasienta.
Por teléfono encargó a la cocina una lata de aceite y esperó en la puerta al mozo a quien
arrancó con violencia la lata de las manos, sin prestar atención a la mirada
inquieta con que aquél intentó recorrer la habitación por sobre su hombro. Lleno
de zozobra empapó la bufanda en aceite y, al comienzo con suavidad, después
acelerando el ritmo, raspó hasta exasperarse. Pronto comprobó entusiasmado que el
remedio era eficaz; una tenue lluvia de polvo cayó a sus pies, y él ni siquiera notaba que
el aceite iba humedeciendo también el filo de sus puños y la manga de su saco. De
pronto, puesto de pie de un brinco, admiró la calavera que sostenía sobre su
cabeza, limpia, resplandeciente, inmóvil, con unos puntitos como de sudor sobre la
ondulante superficie de los pómulos. La envolvió de nuevo, amorosamente; cerró su
maletín y salió del Club Nacional. El automóvil que ocupó en la Plaza San Martin
lo dejó a la espalda de su casa, en Orrantia. Había anochecido. En la fría semioscuridad
de la calle se detuvo un momento, temeroso de que la puerta estuviese
clausurada. Enervado, estiró su brazo y dio un respingo de felicidad al notar que
giraba la manija y la puerta cedía con un corto chirrido. En ese momento escuchó voces
en la pérgola. Estaba tan ensimismado, que incluso había olvidado el motivo de ese trajín
febril. Las voces, el movimiento fueron tan imprevistos que su corazón parecía el balón
de oxígeno conectado a un moribundo. Su primer impulso fue agacharse, pero lo
hizo con torpeza, resbaló de la piedra y cayó de bruces. Sintió un dolor agudo en la
frente y en la boca un sabor desagradable de tierra mojada, pero no hizo ningún esfuerzo
por incorporarse y continuó allí, medio sepultado por las hierbas, respirando
fatigosamente, temblando. En la caída había tenido tiempo de elevar la mano que
conservaba la calavera de modo que ésta se mantuvo en el aire, a escasos
centímetros del suelo, todavía limpia. La pérgola estaba a unos veinte metros de su
escondite, y don Eulogio oía las voces como un delicado murmullo, sin distinguir lo que
decían. Se incorporó trabajosamente. Espiando, vio entonces en medio del arco de los
grandes manzanos cuyas raíces tocaban el zócalo del comedor, una silueta clara y
esbelta y comprendió que era su hijo. Junto a él había otra, más nítida y
pequeña, reclinada con cierto abandono. Era la mujer. Pestañeando, frotando sus
ojos trató angustiosamente, pero en vano, de divisar al niño. Entonces lo oyó reír: una
risa cristalina de niño, espontánea, integral, que cruzaba el jardín como un animalito.
No esperó más; extrajo la vela de su saco, a tientas juntó ramas, terrones y
piedrecitas y trabajó rápidamente hasta asegurar la vela sobre las piedras y colocar
a ésta, como un obstáculo, en medio del sendero. Luego, con extrema delicadeza
para evitar que la vela perdiera el equilibrio, colocó encima la calavera. Presa de gran
excitación, uniendo sus pestañas al macizo cuerpo aceitado, se alegró: la medida
era justa, por el orificio del cráneo asomaba el puntito blanco de la vela, como un nardo.
No pudo continuar observando. El padre había elevado la voz y, aunque sus palabras
eran todavía incomprensibles, supo que se dirigía al niño. Hubo como un cambio de
palabras entre las tres personas: la voz gruesa del padre, cada vez más enérgica,
el rumor melodioso de la mujer, los cortos grititos destemplados del nieto. El ruido
cesó de pronto. El silencio fue brevísimo; lo fulminó el nieto, chillando: "Pero
conste: hoy acaba el castigo. Dijiste siete días y hoy se acaba. Mañana ya no voy".
Con las últimas palabras escuchó pasos precipitados. ¿Venía corriendo? Era el
momento decisivo. Don Eulogio venció el ahogo que lo estrangulaba y concluyó su
plan. El primer fósforo dio sólo un fugaz hilito azul. El segundo prendió bien.
Quemándose las uñas, pero sin sentir dolor, lo mantuvo junto a la calavera, aun
segundos después de que la vela estuviera encendida. Dudaba, porque lo que veía
no era exactamente lo que había imaginado, cuando una llamarada súbita creció entre
sus manos con brusco crujido, como de un pisotón en la hojarasca, y entonces quedó
la calavera iluminada del todo, echando fuego por las cuencas, por el cráneo, por la
nariz y por la boca. "Se ha prendido toda", exclamó maravillado. Había quedado
inmóvil y repetía como un disco "fue el aceite, fue el aceite", estupefacto, embrujado ante
la fascinante calavera enrollada por las llamas. Justamente en ese instante escuchó
el grito. Un grito salvaje, un alarido de animal atravesado por muchísimos venablos. El
niño estaba ante él, las manos alargadas, los dedos crispados. Lívido, estremecido,
tenía los ojos y la boca muy abiertos y estaba ahora mudo y rígido pero su
garganta, independientemente, hacía unos extraños ruidos roncos. "Me ha visto, me
ha visto", se decía don Eulogio, con pánico. Pero al mirarlo supo de inmediato que no lo
había visto, que su nieto no podía ver otra cosa que aquella cabeza llameante. Sus ojos
estaban inmovilizados con un terror profundo y eterno retratado en ellos. Todo había
sido simultáneo: la llamarada, el aullido, la visión de esa figura de pantalón corto
súbitamente poseída de terror. Pensaba entusiasmado que los hechos habían sido
más perfectos incluso que su plan, cuando sintió voces y pasos que venían y
entonces, ya sin cuidarse del ruido, dio media vuelta y a saltos, apartándose del
sendero, destrozando con sus pisadas los macizos de crisantemos y rosales que
entreveía a medida que lo alcanzaban los reflejos de la llama, cruzó el espacio que lo
separaba de la puerta. La atravesó junto con el grito de la mujer, estruendoso también,
pero menos sincero que el de su nieto. No se detuvo, no volvió la cabeza. En la
calle, un viento frío hendió su frente y sus escasos cabellos, pero no lo notó y
siguió caminando, despacio, rozando con el hombro el muro de la huerta
sonriendo satisfecho, respirando mejor, más tranquilo.
oooooooooOOOooooooooo