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Revista de Cultura Contemporánea
Número
9 Madrid Casa Americana 1958
AnáxÉco
Nuevas tendencias en el Teatro Norteamericano, por Alice Griffin 5
Constitución de una Arquitectura, por John Ely Burcbard 31
De Poe a Hemingway pasando por Baroja, por J. Raimundo Bartrés 63
Átomos para la Paz, por el doctor Arthur Compton 73
El Legado de John Adams (I), por Clinton Rossiter 83
Cuaderno del Director 105
Libros: Earl P. Hanton: Transformación: El moderno Puerto Rico (Ricardo Gullón). James A. Michenen The Bridge at Andau (Andrés Révesz). Luis G. Marqués: Gobierno y Administración local en los Estados Unidos (Donald Mulligan) 107
¿Quiénes son? 119
NUEVAS TENDENCIAS EN EL TEATRO
NORTEAMERICANO
por Alice Grifñn
F I | N los últimos veinte años, la palabra «teatro» ha adquirido un nuevo significado en casi todas partes de los Estados Unidos. Hubo un tiempo, a principios de siglo, cuando se suponía que al hablar de «teatro» se aludía a las compañías ambulantes, que representaban melodramas del Atlántico al Pacífico, aun en las ciudades más pequeñas. Pero en los años de 1920 a 1930, el cine mató virtualmente este teatro, extendido por todo el país, apoderándose de sus edificios y de su público; y la palabra teatro vino a significar la actividad escénica en una pequeña zona a lo largo de Broadway, en Nueva York, donde los costes de producción eran muy elevados y los productores confiaban en fórmulas ya experimentadas para poner en escena las comedias y las comedias musicales que suponían que tendrían éxito. Sólo a partir de las dos últimas décadas ha venido el teatro a significar otra vez en millares de localidades
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norteamericanas el drama vivo —Shakespeare, Sófocles, Moliere, y los modernos dramaturgos— interpretados en nuevos escenarios en producciones interesantes. El teatro regional se está convirtiendo hoy en parte integrante de la vida cultural de las ciudades norteamericanas, comparable con las bibliotecas públicas y los conciertos gratuitos. No pasará mucho tiempo sin que el buen teatro esté al alcance de todos.
En un país que abarca tres millones de millas cuadradas, se ha exigido siempre del teatro la cantidad tanto como la calidad. Aun cuando los primeros teatros estaban siendo construidos en las colonias del Este a principios del siglo XVIII, algunos de los actores más osados llevaron el teatro a las ciudades de la frontera de colonización. A fines del siglo siguiente, unas tres mil quinientas ciudades norteamericanas poseían teatros en donde actuaban compañías locales y compañías ambulantes. Al igual que en muchos teatros del siglo XIX de otros países del mundo, su repertorio estaba compuesto casi exclusivamente por melodramas, y tal cual que otra obra de Shakespeare, algunas veces en el mismo programa.
Como protesta contra el comercialismo de las compañías teatrales y de Broadway, los «pequeños teatros», o teatros de cámara, que florecieron aproximadamente desde 1 9 1 0 hasta 1925, se inspiraron en los Teatros Li-
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bres de Europa. Aunque fueron los precursores de los grupos regionales actuales, los miembros de los pequeños teatros no sentían tanto interés por su público como por ellos mismos y por su propia participación en obras de ensayo. El resultado tenía con frecuencia más apariencia de arte que verdadero contenido artístico. A fines de la tercera década de este siglo, el cine se convirtió en el pasatiempo popular de la nación. Los teatros, con sus dorados cupidos y sus rojas cortinas de felpa, se convirtieron en salas de cine. Durante los años de 1930 a 1939, el Teatro Federal, el único experimento norteamericano en teatros subvencionados por el Gobierno, resucitó brevemente la escena viva regional, pero por poco tiempo, y el cine, que ofrecía escape y aventura, siguió siendo más popular que las obras del Teatro Federal. A partir de esos años, los empresarios han enviado algunas veces en jiras artísticas una obra de Broadway, pero los elevados costes de producción han limitado estas compañías a unas pocas que pueden permanecer largas temporadas en las carteleras de las grandes ciudades, en lugar de ofrecer representaciones de una sola noche en muchas ciudades distintas, como hacían las antiguas compañías ambulantes.
A pesar de la escasez de teatro, en las dos últimas agitadas décadas, ha aumentado el público de las obras teatrales serias. Los es-
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pectadores que abandonaron el melodrama del viejo teatro por el melodrama del cine han estado buscando algo que pudiera ofrecerles representaciones auténticamente teatrales. Las organizaciones productoras regionales emprendieron la tarea de cubrir esta necesidad, aunque hace veinte años eran pocas las que disponían de edificios, servicios o directores adecuados. Con sus propias manos, personas que sentían profundo interés por el teatro convirtieron iglesias, garajes y tiendas en escenarios; planearon su administración con sentido común, y pusieron en escena sus obras teatrales de. manera interesante. A partir de entonces, un público cada vez más numeroso ha hecho posible la creación de nuevos edificios, y las escuelas de arte dramático de las universidades han proporcionado obras teatrales a las localidades a que pertenecían, así como también actores y directores experimentados a otras ciudades. Los grupos regionales han resucitado el teatro en todo el país, y lo han hecho con seriedad de propósito y puntos de vista modernos. Sin duda alguna, desempeñarán un papel importante en la formación del teatro americano del porvenir.
Sería imposible presentar un informe amplio sobre los teatros regionales de hoy, de los que existen unos tres mil, mas unos ejemplos típicos servirán para indicar sus actividades y los éxitos que han alcanzado. Algu-
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nos de ellos, ahora en sus comienzos, están todavía en una etapa de ensayo; otros han logrado ya representaciones acertadas, pero cuyo valor no ha sido realmente destacado; un tercer grupo realiza un trabajo muy satisfactorio, y un cuarto ofrece producciones notables, de alto valor imaginativo en su concepción y gran competencia de ejecución. Creemos que las dos primeras categorías representan las fases transitorias del desarrollo de los teatros regionales, por lo que nos limitaremos a tomar nuestros ejemplos de las dos últimas.
La principal razón de existencia del teatro regional hoy día es que hay un público regional. Uno de los comentarios más agudos sobre este público fué hecho por el dramaturgo español Federico García Lorca. Alabó al público de los teatros regionales por su capacidad para aceptar la ilusión y gozar de ella, y para reaccionar más con las emociones que con la mente, ante la sustancia de la obra. Esto explica por qué el público de las pequeñas ciudades de América no queda ni confundido por los autores . modernos ni abrumado por los clásicos —reacciones que se producen muy a menudo en Broadway—. El mejor teatro regional no es ni un acontecimiento social ni un ejercicio intelectual, sino la experiencia emotiva que Aristóteles dijo que debía ser. De aquí que haya habido obras que fueron verdaderos éxitos en
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los teatros regionales después de fracasar en Broadway, donde el público parecía preferir el análisis intelectual a la apreciación emotiva.
No fué raro, por ejemplo, encontrar en un pequeño escenario que no reunía muy buenas condiciones, en Silvermine, Connecticut, una interpretación infinitamente más comprensiva y conmovedora de la obra de Tennessee Williams, Camino Real, que la costosa producción de Broadway.
Representado para un público constituido casi enteramente por los habitantes de la localidad, Camino Real formaba parte de una serie de obras teatrales patrocinadas por el Silvermine Guild of Artists, que se compone de pintores, escultores y bailarines. Su programa teatral, dirigido por Basil Burwell. que fué quien dirigió Camino Real, está dedicado a la producción de obras modernas poco corrientes u obras clásicas reinterpretadas en términos modernos, y en él han figurado obras como Sweeney Agonistes, de T. S. Eliot; Ótelo y The Emperor Jones (El Emperador Jones), de Eugene O'Neill.
Durante la misma temporada en que Camino Real apareció por poco tiempo en la cartelera de Broadway, The Crucible (El Crisol), de Arthur Miller, se anunció bastante fríamente en la prensa. Tratando del porvenir de esta obra en Broadway, Miller indicó que quizá The Crucible no fuera, después
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de todo, una obra de gran público. Sin embargo, después de la "breve temporada que su obra estuvo en los carteles de Broadway, Mr. Miller ha recuperado su fe en ella, ya que en el pasado año The Crucible ha sido la obra más representada en los teatros regionales.
Tanto The Crucible como Camino Real, son obras no solamente de temas serios, sino más libres en estructura y más poéticas en su lenguaje que las bien acabadas obras de hace veinte años, y mientras que el público de Broadway tiende a mirar con recelo cualquier cosa que se aparte de las normas que conoce, el público regional está acostumbrado a muy distintas clases de teatro, desde el de los antiguos clásicos hasta el de los maestros modernos. Por lo que las obras no naturalistas de los a u t o r e s modernos europeos, como Fry, Anouilh y Lorca, han gozado de un triunfo mucho más señalado en el teatro regional que en Broadway.
En Nueva Y o r k pueden verse e s t a s o t r a s off-Broadway, un término que indica las obras representadas por compañías de
profesionales y semí-profesionales que no pertenecen a la zona de Broadway. Representadas en su mayoría en el distrito de Greenwich Village, en salas de teatro que han sido anteriormente almacenes, «cabarets» o salas de música, obtienen de los poderosos sindicatos teatrales de Broadway reducciones en los costes de producción —la mano de obra, agentes de prensa, etc.—, de modo que sus obras puedan representarse a un coste reducido y el precio de las entradas sea suficientemente bajo para atraer a estudiantes residentes del barrio, catedráticos y otras personas que no pueden permitirse el lujo de asistir a las representaciones de Broadway con regularidad. Son los teatros locales neoyorquinos.
Un solo ejemplo ilustrará el valor de estas producciones para un autor novel: El Thea-ter Guild of Webster Groves (Missouri), creado hace veintiocho años, es una compañía local típica. El edificio estaba medio en ruinas cuando la compañía, formada por particulares, lo compró, en 1951. Ellos mismos lo renovaron, y el trabajo que no pudieron hacer ellos fué efectuado gratuitamente por obreros especializados de la localidad. El edificio terminado se compone de una sala de doscientas butacas, oficinas, una sala de reuniones y otras dependencias. Los comerciantes de la ciudad aportaron los muebles, los cuadros y adornos y las cortinas. Unas
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1.300 personas de la ciudad (cuya población asciende a 28.000 habitantes) son socios del teatro, en el que se representan obras clásicas y modernas, y se sostiene un teatro infantil y un taller experimental.
Para estimular a los nuevos dramaturgos, el Guild patrocina concursos de obras de un acto, y en 1936 presentó una obra escrita por el ganador de un concurso, un joven de una ciudad próxima a San Luis del Missouri, ninguna de cuyas obras había sido puesta en escena. La obra era The Magic Tower (La Torre Mágica); su autor era Tom (Tennessee) Williams.
Í~J ACE cinco años, un grupo de diez poetas y autores formó The Poets' Theater, en Cambridge, Massachusetts, para fomentar las obras originales de teatro en verso, creando una oportunidad de que los poetas y actores aprendieran la técnica del teatro. Durante el primer año se representaron siete de sus obras, y desde entonces se han representado veintiséis obras más, entre las que figuran Agamenón, de William Alfred; The Gospel Witch (La Bruja del Evangelio), de Lyon Phelps, y Fire Exit (Escape de Incendios) y í Too Have Lived in Arcadia (Yo también vivo en Arcadia), de V. R. Lang. Las obras se representan en un antiguo taller de
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reparaciones de automóviles, que ha s i d o transformado en un teatro en miniatura, con una galería de arte aneja. Para proporcionar la representación necesaria a los actores y autores, The Poets' Theater ofrece también obras escritas por dramaturgos consagrados.
En los últimos años, como la ópera y el baile se han convertido cada vez más en la distracción de la mayoría en lugar de culto de la minoría, muchos teatros regionales, especialmente los teatros universitarios, han tomado sobre sí la responsabilidad que supone la preparación y la producción de estas artes hermanas. El año pasado, se representó por primera vez en América, en Hartford (Connecticut) La Piedra de Toque, de Rossini, de acuerdo con el manuscrito que se descubrió en Italia hace algunos años. La producción, realizada por la Hartt School of Music, fué patrocinada por el Hartt Opera Guild, una compañía local. Fué una representación magnífica, en la que la interpretación, la música, el campo y los decorados estaban unificados por el espíritu que penetra esta obra romántica y efervescente, bajo la excelente dirección musical de Moshe Paranov. Los artistas, bajo la dirección de E. Nagy, actuaron con estilo e ingenio.
El tercer miembro de las artes teatrales —el baile— está menos extendido en el teatro regional. No obstante, el baile moderno recibe cada vez más atención en los colegios
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mayores y en las universidades, donde forma a menudo parte de los programas de educación física. Algunas escuelas han establecido programas de baile en sus cursos de artes del teatro, y los instructores son con frecuencia famosos artistas.
La ópera y el baile han tenido un comienzo afortunado en el teatro regional, ya que la misma naturaleza de estas artes ha exigido que los profesores y los directores sean técnicos. El desarrollo de las representaciones de las obras de Shakespeare ha sido historia completamente distinta. Careciendo de un teatro nacional que subvencione representaciones oficiales de los clásicos, no ha existido una tradición en la representación de Shakespeare por actores profesionales; apenas se han distinguido unos pocos actores o directores norteamericanos como técnicos capacitados que a su vez pudieran enseñar a otros. Los productores de Broadway se quejan de que Shakespeare no tiene óxido de taquilla, pero en sus manos ha sido un dramaturgo al que se ha hecho más daño que el daño que haya podido causar él. Las representaciones de Shakespeare en el teatro comercial durante los quince últimos años han sido tan malas, que ha sido una suerte que hayan sido tan pocas. Todavía peores han sido las ofrendas hechas en el altar del Bardo por artistas cuyo nivel era únicamente el de aficionados o el de clubs sociales. Que
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también se haya realizado una labor digna de elogio se debe por completo a los teatros universitarios y locales, en los que bajo la dirección de directores competentes, algunas compañías de actores han establecido una tradición de la producción de Shakespeare en la que se combina una interpretación acertada e imaginativa con el respeto al espíritu de la obra.
Una fase de experimentación especialmente valiosa e interesante del teatro regional es la que se refiere al empleo de una reproducción del escenario de la época isabelina para la representación de las obras de Shakespeare.
Probablemente la más auténtica, y sin duda alguna una de las más bellas reproducciones de los escenarios de la época de Shakespeare en los Estados Unidos, es la de Hofstra College, Hempstead (Long Island).
Cuando el Hofstra estaba realizando las gestiones para construir un escenario isabeli-no basado en las investigaciones realizadas por su presidente, el Dr. John Granford Adams, autor de la obra The Globe Play-house (El Teatro del Globo), los presupuestos ascendían a unos 30.000 dólares, cantidad muy superior a los fondos con que podía contar el College. Sin desanimarse, los estudiantes construyeron el escenario ellos mismos, costando el material 2.000 dólares. El escenario, sólidamente construido, se eri
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ge anualmente durante un festival que dura una semana.
El mismo escenario impresiona, en primer lugar, por su colorido: los ricos tonos de las cortinas que separan la parte interior (estudio) y la superior (cámara) del escenario, el «cielo» azul y oro representando el zodíaco, un techo sobre una parte de la amplia plataforma del escenario, y los paneles tallados y multicolores de los pilares que sostienen el «cielo». Al avanzar la representación, se da uno cuenta de que mientras que nuestro escenario moderno es predominantemente horizontal en sus efectos visuales, moviéndose la acción de un lado a otro, el escenario isabeli-no hacía uso constante del plano vertical, con el movimiento de la parte superior a la plataforma de abajo. De este modo, en cuadros en los que se emplean todas las zonas de acción del plano vertical o muchas de ellas, el efecto es similar al de un tapiz o vidriera de colores, que eran los medios conocidos en la época isabelina para la representación pictórica de los acontecimientos señalados.
El empleo de un escenario isabelino hace posible poner en escena las obras de Shakespeare en la forma de su representación original. Las escenas se suceden continuamente una tras otra, y no es necesario cortar la obra para compensar las interrupciones por cambio de decorado. En otras palabras, se
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conservan el ritmo y el valor dramático de los textos completos. En la puesta en escena por Hofstra del primer acto de Enrique IV, por ejemplo, que fué dirigida p o r Bernard Beckerman, las escenas de la batalla eran cortas escaramuzas en las distintas zonas de acción, tomando parte en cada
una de ellas únicamente unos cuantos soldados. De esta forma se escribieron las escenas, y era un método mucho más efectivo y convincente que la actual representación realista en un proscenio, con muchos extras cruzando sus espadas. El método de Hofstra permitió también la inclusión de tres rápidas escenas mudas o pantomimas después de las escenas de la batalla para sugerir el pillaje y el robo que acompañan a la gloria de la guerra. Las dimensiones de la plataforma del escenario permitieron la procesión de los andrajosos reclutas de Falstaff, y el despliegue de la escena final, que mostró muy claramente cómo se lograban los efectos visuales calidoscópicos del fausto y la pompa en el escenario isabelino sin necesidad de decorados, sino únicamente median-
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te el movimiento de los actores vestidos con los vistosos ropajes de la época.
Algunos de los mejores públicos del teatro de Shakespeare se encuentran en las ciudades y pueblos del Sur, donde durante diez años la compañía del Barter Theater (literalmente, el Teatro de Cambio) de Virginia ha realizado jiras artísticas representando obras de Shakespeare y de otros clásicos. El teatro debe su nombre a la creencia de su fundador, un enérgico virginiano llamado Robert Por-terfield, de que durante los años difíciles de la crisis económica un actor podía seguir su profesión y ganarse la vida si el público estaba dispuesto a «cambiar» productos de sus granjas por unas horas de solaz. El proyecto tuvo éxito, y durante aquellos años el teatro pagó sus derechos de autor en jamones de Virginia, a lo que únicamente hubo un dramaturgo que objetara: el convencido vegetariano George Bernard Shaw.
Hacia el año 1946 esta compañía profesional había adquirido tal importancia, que el Estado de Virginia le concedió una subvención anual, siendo de este modo el primer estado que sostuvo un teatro. En 1949, cuando los Estados Unidos fueron invitados a representar Hamlet en el Castillo de Kronborg, en Elsinore (Dinamarca), se envió la compañía del Barter Theater, asignándose a uno de sus actores más destacados, Robert Breen (actualmente coproductor y director de Por-
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gy and Bess), el papel de Príncipe de Dinamarca.
Hay que añadir también que al mismo tiempo que ofrecen al público lo mejor del teatro europeo, clásico y moderno, los teatros regionales conservan las tradiciones del teatro norteamericano. Han representado, por ejemplo, las obras de Eugene O'Neill, tanto las más famosas como las menos conocidas. La conocida compañía del Hedgerow Theater, en Moylan (Pennsylvania), mantiene una larga tradición de representaciones de O'Neill. La compañía, que cuenta treinta y dos años, está dirigida por Jasper Deeter, amigo de O'Neill y asociado del dramaturgo en los años de sus comienzos en Province-town. Poco después de escribirse, la mayoría de las obras de O'Neill se representaron en Hedgerow, donde a partir de entonces se han vuelto a representar periódicamente.
Rara vez se representan otra vez en Broad-way obras famosas que ya se han estrenado, de dramaturgos modernos, pero se representan continuamente en los teatros regionales, donde pueden verse, además de obras de O'Neill, Williams y Miller, las obras de autores como Maxwell Anderson, Thornton Wilder y William Saroyan. Con «realismo mágico» en su estilo y compasión en su espíritu, Helio Out There (¡Hola!), The Beau-tiful People (Gente Bella) y My Heart's in the Highlands (Mi Corazón está en la Mon-
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taña), de Saroyan, son obras especialmente preferidas. El verano antepasado, se representaron estas obras en el Festival de Saroyan, en Dallas (Texas), presentadas por el Roundup Theater, compañía de autores negros, compuesta en su mayor parte por profesores y estudiantes de escuelas de dicha ciudad; entre el público que asistió a estas representaciones figuraban indistintamente blancos y negros. Cuando el director, Mau-rice Alevy escribió a Saroyan sobre los planes del festival, el famoso dramaturgo, que es uno de los pocos que no consideran Broad-way como el único fin al que hay que tender, envió una obra nueva para que se representara en el festival si los actores así lo deseaban. La obra, A Lost Child's Fireflies (Luciérnagas de un Niño Perdido), ha sido descrita por el autor como «obra en tono menor que sigue, al parecer, las líneas (en textura, tono, disposición de ánimo) de Chekhov, pero que probablemente no sigue demasiado las líneas del gran hombre». Las luciérnagas del título son simbólicas, y representan los sueños que persisten pasada la infancia. La obra alude también a las diferencias sociales.
Recibidas de un modo estusiasta, las obras del Festival de Saroyan fueron llevadas a escena en forma impresionista que reflejaba en estilo simbólico el espíritu de las obras, empleándose bastidores intercambiables en los decorados para representar los diferentes
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lugares. Como la mayoría de los actores de teatros locales, los miembros de la compañía trabajaban durante el día en diferentes empleos y ensayaban por la tarde, cuatro o cinco días a la semana desde las siete hasta las diez y media, aumentando el tiempo durante las semanas que precedían a la representación de las obras. Uno de los actores principales trabajaba en una compañía de productos químicos, y una de las actrices más inteligentes era ama de casa.
The Roundup Theater es una de varias compañías locales que proyectan actualmente nuevos edificios de teatros, porque la construcción se ha mantenido al ritmo de la producción en el teatro regional, que es donde se encuentran las tendencias más modernas de la arquitectura y del attrezo de escenarios. Algunas compañías, como las de las universidades de Yale, Wisconsin e Indiana, han construido edificios de un millón de dólares; otras han transformado en teatros locales que habían sido cualquier otra cosa en un principio, desde oratorios hasta almacenes del ejército. La Universidad de Washington fué la primera que resucitó el anfiteatro, con el público alrededor de la zona de representación. Otro tipo popular de escenario, empleado en el Antioch College de Ohio, es la plataforma rodeada por el público por tres lados, reservándose el restante para las decoraciones.
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Un motivo importante de que el buen teatro se esté extendiendo hoy día por todo el país, es que existen directores, dibujantes de vestuario y técnicos preparados en los departamentos de arte dramático universitarios para satisfacer la demanda de artistas profesionales. En 1914, el Instituto de Tecnología Carnegie, de Pittsburgh (Pennsylvania), estableció por vez primera en una institución docente norteamericana de estudios superiores un plan de estudios de cuatro años de artes teatrales, al final del cual se podía obtener un título académico. Desde entonces son ya más de doscientas las universidades en las que pueden seguirse cursos que permiten graduarse en arte dramático, y hay además 1.600 colegios mayores que patrocinan la representación de obras de teatro, la mayoría de ellos bajo la dirección de instructores capacitados.
El programa de estudios de un teatro universitario puede ilustrarse tomando como ejemplo el de la Universidad Católica de América, en Washington, cuya escuela de artes dramáticas se fundó en 1937. El programa está dividido en tres partes: el estudio de la filosofía del teatro, orientado hacia una comprensión intelectual de la naturaleza del arte dramático; el estudio de las grandes obras de teatro del pasado y del presente en las cuales puede discernirse su naturaleza y examinarse su estructura, y la preparación en
la técnica del teatro. El teatro universitario puede florecer solamente si la calidad de la instrucción en sus escuelas dramáticas es práctica —en términos escénicos— y al mismo tiempo profunda —en términos de la literatura dramática—. Sería ciertamente difícil sobreestimar el papel desempeñado en el renacimiento del teatro regional por el grupo relativamente reducido de hombres que dirigen las escuelas dramáticas. No solamente han proporcionado buen teatro a los lugares en donde residen, ya que sus alumnos trabajan en los teatros regionales de todo el país. Estos hombres son desconocidos en Broadway y en Hollywood, pero no obstante, a la larga, su influencia en el desarrollo del teatro en los Estados Unidos excederá sin duda alguna a la de la potente industria del espectáculo.
Una de estas personas es el Padre Gilbert V. Hartke, O. P., que ha dirigido la sección de teatro de la Universidad Católica desde su fundación. En su teatro, que fué anteriormente un almacén del Ejército, el Padre Hartke pone en escena producciones imaginativas que alcanzan gran éxito de taquilla, y desde su tranquila oficina guía un programa que la mayoría de los productores de Broadway hubiera rechazado por demasiado audaz. Se trata de la actuación de dos teatros profesionales, cuyo cuadro de actores está compuesto por sus graduados, en Olney
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(Maryland) y Winoo-ski (Vermont). Durante el invierno, estos actores, cuya edad media es de veintiséis años, suben a una camioneta o un tren y emprenden una jira artística representando obras de Moliere y de Shakespeare en salones de actos, teatros escolares y academias del Atlántico al Pacífico.
Otro ejemplo lo constituye Frank Whiting, director del Teatro de la Universidad de Minnesota. Observarlo mientras trabaja con sus alumnos es darse cuenta de las condiciones especiales que debe reunir un profesor de arte dramático. Con voz suave, pero penetrante, el Profesor Whiting instruye pacientemente a sus alumnos en los múltiples aspectos de la producción teatral, estimulando a la gente joven con su propio entusiasmo por el teatro como arte además de como profesión. El Profesor Whiting muestra especialmente la flexibilidad mental del director regional, que ofrece fuerte contraste con la especiali-zación de Broadway. Inmediatamente después de poner en escena una obra infantil en la que se combinaban emociones sencillas
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con efectos visuales «mágicos», Whiting comenzó los preparativos para la más difícil y atractiva de las grandes tragedias, Edipo Rey, producción poco corriente en su aplicación especial de la música y la danza a las secuencias corales, Dirige todos los años la formación de dos grupos de estudiantes que efectúan jiras artísticas, uno de ellos para representar obras en la parte norte del centro de la nación y Canadá, y el otro en los colegios superiores de las localidades próximas.
Otro defensor del útil aprendizaje que proporciona una jira artística es C. Robert Kase, jefe de la sección de arte dramático de la Universidad de Delaware. Sus alumnos actúan como directores y como intérpretes en el teatro infantil ambulante, que representa sus obras en las escuelas y salas de conciertos locales en todo Delaware y en los estados próximos. El doctor Kase se ha preocupado especialmente de estimular la asistencia de los jóvenes al teatro profesional, y ha ideado un método para proporcionar a los estudiantes, a precio muy reducido, las localidades sobrantes en taquilla. Su método ha sido adoptado en Wilmington (Delaware), así como en otras ciudades. La Delaware Drama-tic Association, organizada por él, es una compañía de teatro cooperativa que no pertenece a una sola localidad, sino a todo el estado, y que ha sido imitada en otros muchos estados.
Actualmente, los teatros locales, que fueron anteriormente teatros de aficionados, emplean cada día mayor número de artistas profesionales procedentes de las universidades, señal de que el teatro regional está alcanzando su mayoría de edad. La historia de la compañía y de la labor del Sacramento (California) Ciyic Repertory Theater es en muchos aspectos la historia del teatro local en Norteamérica. La ciudad fué sede del primer teatro que se edificó en California, el Eagle, erigido durante la fiebre del oro del año 1849. Sacramento siguió siendo una buena «ciudad con teatro» durante los setenta años siguientes, hasta que, como ocurrió en todo el país, su último teatro profesional se cerró en 1923, ocupando el cine su lugar. En 1942 un grupo de particulares, convencidos de que Sacramento podía mantener un teatro, crearon el Civic Repertory Theater. Contrariamente a los «pequeños» teatros de las pasadas décadas, se trataba de un negocio al mismo tiempo que de una aventura; en su consejo de administración figuraban banqueros, abogados y hombres de negocios juntamente con aquellas personas capacitadas para fijar las normas artísticas, Cuando hay que tomar una decisión comercial los primeros tienen la última palabra; cuando se trata de una decisión artística, es la opinión de los últimos la que prevalece, y los hombres de negocios dan su asentimiento.
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En 1949, exactamente cien años después de que el Eagle levantara el telón por vez primera, la compañía inauguró el teatro Ea-glet, con quinientas butacas, y cuya primera sección está planeada como centró teatral. En el año 1950 se añadieron una escuela' y un escenario para los ensayos, y más tarde, una taquilla moderna y un local destinado a la administración. Una sala de 1.800 butacas completará el centro. Durante sus trece años de existencia el teatro ha mantenido como norma o lema «lo mejor en comedia, farsa, poesía y tragedia de cualesquiera países y épocas». Entre las obras representadas en las dos últimas temporadas figuran: La Cui-sine des Anges, de Albert Husson; Antígona, de Sófocles; Twelfth Night, de Shakespeare; The Lady's Not for Burning (La Señora no se quema), de Fry, y la obra clásica india Shakuntala.
Un grupo de empleados y más de ochocientos voluntarios de la localidad trabajan en la organización, cuyas actividades incluyen, además de la serie de seis obras anuales, una escuela, un teatro infantil y el atender a una taquilla del Teatro Cívico, que se encarga de llevar al amplio auditorio municipal de la ciudad compañías ambulantes profesionales para que den allí funciones de teatro, ballet y ópera. Durante el verano el teatro de Sacramento erige un teatro al aire libre de 1.400 butacas y patrocina una temporada
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de teatro profesional de diez comedias musicales y operetas. Un sentido cívico y de servicio a la comunidad guía todas sus actividades. Cuando una sinagoga local, el Templo B'Nai Israel, celebró su centenario, sus miembros pidieron al Teatro Cívico de Sacramento que pusiera en escena una obra dramática para conmemorar este acontecimiento, y la compañía teatral llevó a escena la obra The Dyhbuk. Para el Camellia Festival de 1955, celebrado en Sacramento, la compañía presentó, muy apropiadamente, La Dame aux camelias.
Los teatros regionales se extienden del Atlántico al Pacífico. La Universidad de Washington, en Seattle, cuenta con tres teatros y una compañía ambulante. El Teatro '55 de Dallas (Texas) tiene un anfiteatro fundado hace ocho años por Margo Jones v dedicado a la representación de obras nuevas escritas por autores que prometen —entre ellos Tennessee Williams y William Inge—. La Cleveland Playhouse de Ohio, fundada hace cuarenta años, cuenta con tres teatros bien equipados, en los que están empleadas sesenta personas, y que dan de quince a veinte representaciones por año. Existe también el Erie Playhouse de Pennsylvania, donde 18.000 personas, casi, el 15 por 100 de la población total de la ciudad, se abonan anualmente para asistir a todas las obras de la temporada antes de, ver una sola repre-
sentación, Hay también teatros al aire libre, en barracas, en locales de un millón de dólares, en capillas y graneros reformados, en sótanos, en desvanes y en patios.
Entre los restaurantes baratos y las tiendas poco tentadoras de la parte baja de la Segunda Avenida de Manhattan, lejos del bullicio de Broadway, hay un teatro de amplias dimensiones. Ya fué teatro en otro tiempo, antes de que el distrito del teatro, al igual que los comercios famosos, se trasladara de allí. Este teatro se convirtió entonces en una sala de cine, cerrándose después durante algún tiempo. Hace dos años se abrió de nuevo al público, representándose en él obras de Shaw, Ibsen, Chekhov, Shakespeare y Sidney Howard. Sus empresarios le pusieron por nombre el Fénix, y este nombre podría servir para designar a todos los teatros que han surgido a través de la nación. En sentido muy real, el símbolo es adecuado, ya que estos teatros han resurgido de las cenizas de los palacios de rojas cortinas de felpa y adornos dorados que acogieron a los actores ambulantes de otra época. La chispa del teatro vivo, que casi se había extinguido, ha sobrevivido a pesar de todo, y vive hoy en los corazones de la gente de todas partes.
Extractado de Perspectives No. 14.)
coNsr/ruc/ON DE UNA ARQUITECTURA
¿Q por John Eiy Burchard
UÉ es arquitectura? No incluye el concepto, evidentemente, todo cuanto el hombre ha edificado. Para que un edificio merezca ser juzgado obra de arquitectura tendrá que ajustarse más o menos ceñidamente a los tres famosos y venerables cánones de Vitrubio. Por lo menos deberá haber tenido en cuenta la firmeza, la comodidad y el encanto del resultado. Si falla en su propósito, acaso pueda ser clasificada como obra de arquitectura mediocre. Mas el edificio que hace caso omiso de estos tres cánones y los desprecia de antemano queda automáticamente ellende las fronteras de la arquitectura y cae fuera de la crítica arquitectónica.
Podemos reconstruir imaginaria o realmente los chamizos alzados con rudos tablones en la frontera americana y al hacerlo dotarlos de características amables que jamás tuvieron, mas no debemos mezclar el romanticismo y la nostalgia de tiempos idos con la ar-
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quitectura. Una cosa es jugar a insuflar vida en el pasado muerto, y soñado como nunca fué, el cruzar las calles en silencio de ciudades reconstruidas de antaño y verlas bellas y deseables olvidando su inmundicia de entonces, y otra encararse con la realidad histórica. Si examinamos los edificios de muchas de estas ciudades fantasmales es probable que hallemos en ellas poca arquitectura.
El encanto de un edificio tiene indiscutible importancia para que pueda ser clasificado como obra arquitectónica, mas al interpretar el significado de la palabra «encanto» no debemos permitir que su significación verdadera quede suplantada por conceptos extraños. No debemos, por ejemplo, prestar demasiada atención al concepto ideológico ya pasado de moda, que tan categóricamente expresó en 1938 Bruno Taut al decir que todo lo que funciona bien es bello, ni siquiera aunque añadamos al punto, como él hizo, que lo que funciona bien no puede ser feo.
Si ahora pasamos a definir qué es arquitectura americana, nuestras dificultades suben de grado.
Podemos comenzar por decir que no aludimos a las construcciones anteriores a Cristóbal Colón ni a la arquitectura canadiense o mejicana.
Aunque la teoría provocará encendidas protestas, diremos que las diferentes direcciones en que la arquitectura americana se
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ha desarrollado tienen por arranque la arquitectura de los colonizadores ingleses. Los franceses dejaron una cierta cantidad de vestigios duraderos, pero ni se origina en ellos una tradición ni constituyen fuente de inspiración a la que acudan posteriores constructores. Algo más hicieron los españoles en el Suroeste y, sobre todo, en California, pero tampoco lo suficiente.
California también era americana y su historia más importante es americana. Incluso suponiendo que la influencia española hubiera durado más en California, el efecto hubiese sido de naturaleza puramente local. América avanzaba hacia el Pacífico desde el este y traía en pos la cultura y la arquitectura del este. Y la cultura y la arquitectura de California, como las de otras regiones del lejano oeste, deben más a las corrientes que llegaron hasta allí venidas luego de haber salvado las Montañas' Rocosas o de haber doblado el cabo de Hornos en naves salidas de los puertos de Nueva Inglaterra.
Cada región americana modificó y alteró los recuerdos que llegaban hasta ellas al avanzar los Estados Unidos hacia el Pacífico. Por ello, cualesquiera variaciones, por efímeras que fueran, resultan interesantes. Pero si deseamos trazar una ruta breve, razonable y clara a través de la historia, hemos de seguir el curso principal de la corriente sin detenernos en remansos y meandros, por deleito-
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sos que sean. Si permitimos que nos oscurezcan la vista los esfuerzos para crear o conservar determinados regionalismos, no llegaremos a percibir las características fundamentales del desarrollo de la arquitectura en Norteamérica. Estos esfuerzos han sido a las veces encantadores, y nada malo tiene el sentirse discretamente nostálgico o sentimental con tal que comprendamos que tales regionalismos son adventicios y únicamente pueden resistir a la marcha de lo «americano» usando procedimientos artificiales. Es indudable que para el visitante de discernimiento Nueva York es más interesante que Boston y Los Angeles que San Francisco, en tanto que Chicago, naturalmente, es más digno de atención que esas cuatro deliciosas ciudades puestas juntas.
CALVADO el obstáculo de un regionalismo que tiende a desaparecer, todavía hemos de decidir qué llamaremos «americano)). No comentaremos la inepcia de exigir que el arquitecto sea nacido en América. Mas, ¿será necesario para juzgar como americana determinada arquitectura que presente determinadas características indígenas? ¿Hemos, por ejemplo, de concentrar nuestra atención sobre edificios que se nos antojan representativos de lo americano porque las finalidades
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que sirven han recibido más atención en América que en otros países, tales como escuelas, audiencias provinciales y rascacielos? ¿Hemos de insistir en que la arquitectura sea de invención americana o haber alcanzado aquí especial desarrollo, como en el caso del rascacielos? Todas estas restricciones parece que nos llevarían a formar una idea incompleta. Para que un edificio sea americano únicamente cabe exigirle una condición : que haya sido alzado en América.
En este sentido, el estilo jorgiano de América de mediados del siglo XVIII, aunque algo menos refinado que el correspondiente inglés, es tan completamente americano como las mansiones de estilo griego, que aquí alcanzaron m á s desarrollo que en Europa. Y tanto el uno como el otro estilo son tan americanos como el de las casas de campo de Frank Lloyd Wright o como el estilo llamado de Chicago, que puede haber s i d o originario d e Chicago y puede no haberlo sido. En cuanto a l o s arquitectos que aquí han trabajado, podremos distin-
guir en ellos características más indígenas en unos, como Sullivan y Wright, que en otros, como Latrobe o Harrison, pero todos serán americanos si aquí han realizado su obra.
Este punto de vista será rechazado por muchos. Ya viene de antiguo la idea de que América iba a ser «distinta». Y la idea, que es no poco complicada, aún subsiste. Observamos en ella algo que nos recuerda el punto de vista de los primeros puritanos, expresado por uno de ellos en Nueva Inglaterra cien años después de desembarcar los Peregrinos emigrantes en las costas americanas: «Pues es más noble el emplearse en servir al prójimo y en abastecerlo de lo necesario que en simplemente complacer los gustos de cualesquiera. El que asido a la mancera cultiva los trigales es de mayor utilidad a la humanidad que el pintor que dibuja sin más propósito que el de halagar la vista. El carpintero que construye una casa buena para protegernos del viento y la inclemencia es más útil que el curioso tallador que usa de su arte para deleitar.» (*).
Las voces del nacionalismo se tornaron más estridentes después de la separación de Inglaterra. Se oyeron gritos de que debíamos crear una novela nacional y poesía nacional, bailes nacionales, música nacional, pintura nacional y arquitectura nacional. Estas ex-
(*) De un folleto anónimo, citado por O. Larkin en "Life and Artin America", Rinehart, 1929.
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hortaciones encerraban algo más que patrio-terismo. Eran consecuencia de la idea de que esta tierra de oportunidades constantes en donde lo por venir siempre era mejor que lo pasado, de vastedad impresionante y bellezas naturales y climas violentos y majestuosos, venía obligada, si es que era posible encontrar medios para expresar todo esto, a desarrollar artes que fueran tan distintas de las europeas como distintas de las del viejo mundo parecían ser nuestras economía, sociología y técnica, y que esto únicamente podría lograrse si los americanos dejábamos de contemplar la escena europea para concentrarnos en nosotros mismos. Por mucho que los hechos pudieran contradecir el aserto, la idea de que los americanos superábamos en inventiva a los europeos estaba viva y aún palpita. Y aunque hayamos recibido nuestras ideas relativas a la arquitectura de lugares muy distintos, persiste el criterio de que debiéramos crear nuestra propia arquitectura. Era éste uno de los principios propugnados por los «trascendentalistas», desde Emerson a Thoreau, a Whitman, a Sullivan, a Wright. Se oponían a él quienes sentían mayor respeto por la tradición, por el señorío, quienes argumentaban por su parte que la frontera no podía continuar eternamente siendo frontera, y que, al menos para comenzar, América alcanzaría más rápidamente la civilización estudiando lo que Europa tenía que ofrecer y
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considerando lo que de todo ello era posible trasladar a nuestras costas con la menor cantidad posible de modificaciones. Los arquitectos partidarios de la tradición podían ser hombres tan diferentes como McKím, Hunt y Richardson y estar inspirados en principios estéticos, morales y filosóficos tan distintos como los de Stanford White y Ralph Adams Cram. Todos ellos, de acuerdo con nuestra definición, creaban arquitectura americana y, sin embargo, unos se nos antojan más americanos que otros. Algún motivo nos lleva a clasificar a Richardson como más americano que Hunt, McKim o Cram. Y a Wright como más que Poe. ¿Por qué?
No porque su genio fuera mayor o porque sus concepciones fueran menos imitadas explícitamente en Europa. Si pudiéramos contestar a este porqué, quizá lográramos un atisbo de lo que es la arquitectura americana. Pero no podemos desear que la respuesta nos obligara a excluir como no americanos a hombres como Cram, Hunt, Walter, Upjohn, Costigan, Shryock, Thornton o La-trobe.
No solemos hablar de «arquitectura francesa». Existe, indudablemente, un espíritu francés de la arquitectura. Podemos hablar, sin miedo a confusiones, del gótico francés, del renacimiento francés, del barroco francés. Quiere esto decir que este espíritu gálico encarnó en cada una de las formas y en
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cada uno de los tipos de construir que adquirieron importancia en Europa y luego construyó en Francia edificios en armonía con principios generalmente aceptados, p e r o dándoles un cierto sabor nacional francés. Algunas veces, modos y formas aparecieron en Francia antes que en otro lugar, mas otras llegaron a ella al cabo de largo tiempo. Algunas veces fueron ideas francesas, como el románico normando o el borgoñón; otras nacieron en tierras lejanas, como el Renacimiento. Algunas encajaban mejor que otras en el carácter francés y con el gusto de Francia. A veces el estilo fué perfeccionado hasta alcanzar un portentoso apogeo, como ocurre con las grandes catedrales del siglo XII en la Isla de Francia; otras, aunque no frecuentes, la versión francesa resultó ser la menos feliz de todas. Mas ningún francés será tan necio que sostenga que únicamente deben ser consideradas como productos de la arquitectura francesa la catedral de Chartres y sus contemporáneas. En el panteón de la arquitectura francesa hallaremos muchas deidades. Hay abundancia de ellas, aunque no tantas, en el panteón de la arquitectura americana.
La arquitectura americana tuvo que comenzar creando su versión de un estilo residual, aunque bello, el estilo del tiempo de los Jorges ingleses, el jorgiano, y hubo de ajustarse, en una atmósfera fronteriza, a las
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ideas, de gran agudeza intelectual pero estéticamente romas, de la Ilustración; y experimentar también con interpretaciones de te-m a s originados e n Egipto, en Grecia, en Roma, en la Isla de Francia, en las universidades inglesas y en 1 o s ensayos victoria-nos. Hasta poco antes de 1890 no pudo la arquitectura americana comenzar a conside
rar nuevos instrumentos de la técnica que podían acaso ofrecer nuevas oportunidades, y problemas nuevos, a la arquitectura, y que si eran manejados con la necesaria audacia quizá llevaran a la creación de un nuevo estilo, el primer estilo nuevo de verdadera importancia desde el siglo XVI. Era una oportunidad que se le presentaba a América, o por mejor decir al mundo de Occidente, de crear un nuevo modo de construir que acaso pudiera figurar en los textos del porvenir junto al griego y al gótico.
Mas esta oportunidad no se dibujaría con claridad hasta comenzado el siglo XX. Su estudio es el estudio de un estilo que balbucea, tratando de interpretar un tema contem-
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poráneo. Para sumar a esto más complicaciones, el resto del mundo Occidental también desarrolló su industria y contaba con nuevos métodos técnicos, aunque quizá enfocara el problema desde un ángulo diferente, pues ni todas las invenciones estaban concentradas en América ni resultaba probable que algún día llegaran a estarlo. Por tanto, aunque era posible que América representara en la arquitectura del porvenir un papel más importante que el que tuvo en la arquitectura del pasado, sería engañarse el pensar que esta arquitectura sería exclusivamente americana. Y sería necio suponer que todas las mejores obras de la nueva arquitectura estarían en América y peor que necio protestar contra un «estilo internacional». Lo único que podía esperarse era que la versión americana de estos nuevos métodos fuera excelente.
Algunas veces la versión americana sería mejor que la de otros países, y algunas veces sería peor. Algunas veces debería mucho de su filosofía básica a la inventiva americana. Una versión de esta índole tendría un marcado sabor americano, pero el fenómeno era preciso que ocurriera de manera natural y no mediante esfuerzos conscientes en esa dirección.
Muchas eran las fuerzas que trabajaban conjuntamente para subvenir a las necesidades de construcción del siglo XX y en el di-
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seño y desarrollo de las herramientas para la obra precisas. Algunas de ellas eran internacionales, y era de esperar que tuviesen influencia visible sobre la construcción en todas partes, aunque su perfeccionamiento fuera perseguido con mayor vigor en algunos lugares que en otros. Otras eran nacionales, y por ello sus efectos serían probablemente más locales. La técnica sería probablemente internacional. Algunos de sus procedimientos tuvieron resultados evidentes —el soldado Bessemer, el ascensor, el motor de combustión interna, la autopista—. Otros tuvieron un efecto menos perceptible —la lámpara incandescente, el teléfono, la máquina de escribir, el altavoz, la válvula de televisión—. Los factores políticos también ejercieron influencia en algunas partes, como las revoluciones de 1848, pero estos efectos serían probablemente de carácter localizado. Otros no resultaba fácil ligarlos a resultados palpables. Por ejemplo, si las relaciones entre Estados Unidos y el Japón se estrechaban, y un número suficiente de arquitectos jóvenes visitaban el Japón, este estrechamiento de relaciones pronto se manifestaría en la estructura de los nuevos edificios. Pero, ¿dónde buscar una arquitectura populista, o una arquitectura radical, como podíamos buscar y hallar una novela radical, que en su radicalismo no buscaba cambiar la forma de la novela, sino la estructura de la sociedad?
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Pasó América rápidamente de ser una colonia en la costa del Atlántico a estado continental. Duró el proceso principal de la transformación apenas setenta y cinco años. Como colonia coincidió con la arquitectura de Peter Harrison. El suave estilo jorgiano evolucionó, casi imperceptiblemente, hacia los clasicismos de Latrobe, de Strickland y de Shryock. Estos edificios civilizados lograron salvar de alguna manera el obstáculo de las montañas Alleghenies, y siguiendo el curso de los ríos hacia el oeste se manifestaron en comarcas lejanas. Y resulta admirable el observar cuántos y cuántos ejemplos de este arte, elegante y reposado, en el que despertó de nuevo el arte griego, se encuentran, por ejemplo, en Ohio y en Kentucky.
Más al oeste, allende las lindes de la Fe-serva Occidental, escasean estos ejemplares arquitectónicos. El impulso hacia el Pacífico obedecía a otra fuerza diferente; pocos eran los que se detenían en el camino según el terreno se hacía menos invitador para establecer en él residencia permanente. Incluso lugares de la importancia de St. Joseph, último poblado importante antes de dar el salto al Oeste, conservó su carácter de ciudad fronteriza, primitiva, y no buscó adquirir estabilidad arquitectónica h a s t a mucho después, hasta que quizá fué harto tarde. Y colonias residenciales como Salt Lake City se mostraban demasiado ocupadas en extenderse fe-
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brilmente para pensar en semejante consolidación. Allí, en donde existieron oportunidades para cultivar la arquitectura, el temperamento de los mormones pareció preferir las colmenas al arte del «curioso tallador». Cuando estalló la Guerra Civil, casi todo lo que pudiera merecer el nombre de arquitectura americana se encontraba al este del Mis-sissippi, y casi todo al este de las Appala-chians.
]_A enorme aceleración de los adelantos técnicos, coincidentes con la Guerra Civil e indudablemente por ella estimulados, nos trajo nuevos materiales de construcción, particularmente el acero, los cuales pedían, y recibieron, nuevos métodos de construcción. Los vastos sistemas de comunicaciones que comenzaban a extenderse por el país empezaron a hacer posible que el arquitecto no tuviera que depender exclusivamente de los materiales que cada lugar pudiera suministrar, aunque la dependencia de los materiales locales persistió, en cierto modo, hasta más tarde, al llegar la electricidad, que hizo posible el construir sin prestar atención al clima.
El desarrollo de la nueva nación hizo nacer enormes fortunas, y las gentes adineradas buscaron demostrar su importancia edifican-
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Sección Gráfica
ARQUITECTURA AMERICANA
Rockefeller Center, Nueva York.
Torre del Chicago Tribune, Chicago.
Rockefeller Center, Nueva York. I
Rascacielos, Chicago.
El Merchandise Mart (izq.), Chicago.
El Manufacturers Trust C o m p a n y , Nueva York.
Times Square y Broadway, Nueva York.
l· la derecha, T o r r e del Tribune, Chicago.
Rockefeller Center, Nueva York.
L o n d o n Guarantee and Accident Building (izq.) y Wriglev Building
(der.), Chicago.
do. Si el fabricante de jabón de 1957 vivía en una casa difícil de identificar y ensalzaba sus jabones y cantaba sus glorias con el esplendor de las oficinas en que trabajaba, el magnate ferroviario de 1880 prefería anunciar su grandeza con la opulencia de su casa particular. Estos palacios, y los arquitectos que los construían, acabarían, inevitablemente, por topar con Chicago, con sus edificios comerciales y con los arquitectos que los alzaban. La historia de este conflicto ha sido narrada muchas veces.
MIENTRAS tanto, la población venía aumentando muy prodigiosamente, haciéndose más homogénea, y su centro de gravedad se desplazaba paulatinamente desde Baltimore hacia el oeste, al Illinois central. La estructura económica i b a cambiando también al ir desapareciendo poco a poco las diferencias de riqueza, o apuntando esta desaparición que era indicio d e l camino em-
prendido por Norteamérica para llegar a ser una nación sin otra clase social que la clase media. Mas, antes de que estos fenómenos hubieran dejado sentir toda su influencia, una clase distinta de estímulos técnicos hizo su aparición, estímulos más sutiles, de mayor alcance y menos fáciles de dominar y gobernar. El motor de combustión interna, el automóvil de gasolina, la. carretera macadami-zada, hicieron más fácil el escapar de la ciudad, lo que, durante algún tiempo, hizo creer que la ordenación urbana había perdido importancia. Otra consecuencia fué el poner al alcance de cualquier viajero la totalidad de América, como jamás había logrado hacerlo el ferrocarril, y esto significó otro fuerte golpe para el regionalismo. Las exorbitantes arterias urbanas que constituyen la versión norteamericana de la Vía Apia no son más que una de las más desagradables consecuencias de estas innovaciones, que en principio no parecían demasiado nocivas. El automóvil hizo viejas a las ciudades en forma que ni el tranvía ni el ferrocarril subterráneo pudieran haberlo hecho. Mientras estos últimos métodos de transporte urbano permaneciesen ligados ineluctablemente a sus túneles, y cables y rieles elevados por encima del nivel de las calles, los núcleos urbanos que se apiñaban alrededor de ellos, residenciales o comerciales, podían alimentar esperanzas de perdurar. Mas el autobús y el automóvil par-
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ticular podían abrir en cualquier momento nuevas rutas, y cada nueva arteria que se/
abría no solamente significaba que la anterior se tornaba anticuada, sino que provocaba la aparición de nuevas calles muertas y estimulaba el trazado de nuevas vías, que, a su vez, decaían y se tornaban en torpes remansos de vida ciudadana estancada, Las ciudades nuevas que no contaban con la fuerza estabilizadora de un sistema de transporte público bien desarrollado se encontraron completamente desapercibidas, y, como Los Angeles, resultaron atomizadas. Por muy encantadoras y estimulantes que pudieran resultar para el turista, como confirmación de su concepto previo sobre lo que es América, el americano las hallaba bastante menos convincentes. E incluso las ciudades de más añosa tradición sufrieron en su periferia los efectos de la erosión originada en el aluvión de automóviles que la desgastaban, en tanto que sus núcleos iban siendo estrangulados por el anárquico estacionamiento de los vehículos, y la economía del transporte público se resquebrajaba. Se abrieron entonces grandes arterias, que cortaban a través de la ciudad, para que si las gentes no podían moverse con libertad en la ciudad al menos pudieran hacerlo a través de ella, La arquitectura ciudadana, creada pensando en su apreciación por el viandante espacioso, no podía juzgarse idónea cuando llegó lá vesania motorizada ni
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apreciable por ojos que pasaban a 70 o 90 kilómetros por hora, y mucho menos por quienes dejaban caer la mirada sobre las calles desde la carlinga de un aeroplano. Al llegar el año 1957 no se había, encontrado solución satisfactoria, ni circulatoria ni estética, aunque a veces se lograra accidentalmente dotar a algunas ciudades americanas de gran belleza, apreciable cuando llegamos a ellas volando, sobre todo si es de noche. Lo que un arquitecto zahori debió haber comprendido, al mismo tiempo que su cliente, es que el edificio aislado carecía de significado en la ciudad de mañana, y que la competencia entre edificios aislados únicamente podía resultar en su mutua aniquilación estética y en caos. Incluso hoy día existen pocos ejemplos en América de grupos de edificios que constituyan un conjunto feliz y logrado. La ribera de Detroit, el Golden Triangle (o Triángulo Dorado), de Pittsburgh, el ensanche residencial del sur de Chicago, todos desperdiciaron por uno u otro motivo la oportunidad de lograr una obra de belleza arquitectónica, y los agrupamientos de edificios de la índole del Centro Rockef eller en Nueva York escasean notoriamente. Proyectos tales como los de los Boston y Albany Yards, en Boston, o las obras del Near North Side, en Chicago, parecen haber perdido buena parte del profundo interés que suscitaron los planes primitivos al ser interpretados sobré los table-
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ros de dibujo de arquitectos que, por lo general, no han sido los mismos que iniciaron los proyectos. Si ha de alcanzarse el éxito al tratar de producir deleite con la contemplación de las bellezas urbanas, este éxito pertenece al mañana, y si este día se aleja demasiado puede ocurrir que la ciudad americana no tenga un «mañana».
i ARA que el rascacielos fuera posible, era menester la coincidencia de los ascensores, del acero, del automóvil, de la electricidad. Mas estos elementos no lo hacían ni inevitable ni deseable. Un elemento más era preciso: la ambición humana, el impulso de la competencia. Mas hablemos aquí de una influencia técnica más sutil, que encontraremos implícita en la invención de la lámpara incandescente. La bombilla eléctrica t u v o como efecto alargar la jornada de la ciudad hasta las 24 horas. Alteró el sentido americano del tiempo y rompió las fronteras de oscuridad, que se alzaban al caer la noche y no se abrían hasta la salida del sol. Cierto es que también destruyó algunas de las compensaciones de la vida más breve. Cambió el sentido del tiempo en América, y también el sentido del espacio y el sentido del color. Acreció el miedo a la oscuridad. Uno de los métodos de contrarrestar este temor era dar
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muerte a la noche, y cuando así se hizo la ciudad se trocó visualmente en dos ciudades, la ciudad de día y la nocturna, Evidentemente, los problemas de cada una de ellas desde el punto de vista arquitectónico eran distintos, pero este hecho fué reconocido pocas veces, Lo más frecuente fué procurar remedar con la iluminación la luz del sol, olvidando las sombras huidizas que resultan del movimiento del astro a través del firmamento, y esto nos trajo el inundar los edificios de luz indirectamente, con lo que se consiguieron efectos que recuerdan más la pastelería que la arquitectura, En contraste con esta iluminación externa, existía la interior, la cual, si se le permitía manifestarse en la calle oscurecida, convertía la solidez de los edificios en oquedad y viceversa. Podía ocurrir que el hueco de una escalera, no perceptible de día, se convirtiese en la parte más señalada de un edificio al llegar la noche; que los colores interiores de una casa dieran un carácter definitivo a la misma, aunque de día no pudieran advertirse; o que una escultura del interior adquiriese preponderancia, No obstante, parecía que casi todos estos efectos fueran accidentales, Venían luego los anuncios luminosos, los que prestan encendida rutilancia a la pedestre belleza de Broadway y de la calle 45 en Nueva York, y los que accidentalmente nos ofrecen el sereno reposo de una zona iluminada con parsi-
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monia, como el Charles River, en Boston. Pero las posibilidades de toda esta luz, de
toda esta penumbra y todos estos colores, y también las de la luz y del color en movimiento, no han sido aprovechadas de manera consciente, y los efectos accidentales que se han logrado no suelen descollar por su felicidad. No es posible en 1957 decir de muchos edificios de Nueva York, como pudiera decirse del edificio del Manufacturers' Trust, en esa ciudad, que se hayan percatado verdaderamente de la existencia de la bombilla eléctrica, y mucho menos aún de la del tubo de «neón».
Al m i s m o tiempo que se dejaban sentir estas fuerzas, nacidas de determinados avances técnicos, acaeció el movimiento que bus-c a b a arrinconar 1 a idea del aislamiento americano nacido de la comprensión de que América, para mal o para bien, tenía que representar su papel en escenario más vasto. No progresó este movimiento de mane-
ra firme y segura, pero la tendencia que expresaba resulta claramente evidente. Este suceso fué, indiscutiblemente, uno de los más significativos en la historia de la arquitectura norteamericana. América se convirtió en exportadora de arquitectura en lugar de ser importadora de ese artículo. Venían ahora los estudiantes franceses a América, en lugar de ocurrir todo lo contrario, como fué la costumbre durante mucho tiempo.
Y ha de advertirse aún otra tendencia, aunque muchos rechazarán su existencia. América se iba haciendo más y más colectiva No se trataba de un colectivismo puramente socialista relativo a la distribución de la riqueza, el cual no merecía la aprobación en público de buena cantidad de gente. Significaba más bien la mayor frecuencia con que era necesario el esfuerzo colectivo, o la decisión de grupo, para alcanzar un fin perseguido. Todo parece indicar hace veinticinco a ñ o s que la importancia del esfuerzo colectivo aumenta sin cesar en América. Esto nos puede parecer admirable y nos puede parecer digno de deplorar, pero lo que no puede hacerse es negar la existencia del hecho. Y ocurrió durante esos años que aunque era muy posible hablar en contra de esta tendencia, y conducir campañas en contra de ella y resultar elegido para tal o cual puesto como adversario de ella, la tendencia progresó indiscutiblemente como si todas esas campañas no
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fueran con ella. De hecho, el presidente de los Estados Unidos resultó ser el presidente de un comité, y otro tanto ocurrió con los presidentes, o directores generales, de las grandes empresas.
Según los proyectos arquitectónicos se hicieron más vastos y más complicados, exigieron más y más clases de conocimientos y habilidades, hasta que llegó el momento en que ningún hombre resultó capaz de saber todo lo que era menester saber ni de hacer todo lo que había que hacer. Y se suscitó la cuestión de si también el arquitecto tendría que mudarse en presidente de una comisión. La mayor parte de los arquitectos y de los críticos opinaron que esto sería la muerte de la arquitectura. Y no resultaba menos amenazada por el hecho de que también cada cliente se había convertido en un comité, en un grupo.
Se alzaron ante esta amenaza los más arrojados defensores del individualismo, los pintores, los escultores y los poetas. Y cuanto más individualistas se mostraban, menos entendía la sociedad lo que estaban tratando de decir. Tanto es así, que a veces parecía como si estos adalides estuvieran exacerbando su individualismo hasta el punto de sentirse más seguros al no ser entendidos y que únicamente al ser incomprendidos p o d í a n salvar su sacrosanta individualidad del apetito voraz de la sociedad colectivizante. La
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sociedad no los arrojaba de su seno, sino que eran ellos los que más bien se apartaban de ella. Y también esto suscitó problemas para la arquitectura, que no podía operar en un plano personal de semejante aislamiento, ni podía frecuentemente despreciar la posibilidad de que quizá también quien fuera a utilizar el edificio tenía algunos derechos.
América no había conocido nunca una época en la cual la escultura y la pintura estuvieran plenamente integradas en la arquitectura, como fué el caso en Grecia, Egipto, Pèrsia, India y la Europa románica y gótica. Hubo críticos, como Herbert Read, que sostenían que los métodos de construcción del siglo XX, y lo que de los edificios se exigía en él, prohibían tan estrecha colaboración, que él calificó de «operativa». Pensaban otros que las otras artes habían huido de la arquitectura, porque los edificios carecían de ideas que expresar simbólicamente, las cuales pudieran haber sido manifestadas por las artes afines. Aún otros decían que los artistas carecían de oportunidad de expresarse debido a la arrogancia de los arquitectos, quienes interpretaban escultóricamente su obra arquitectónica. Es posiblemente exacto que como consecuencia de esta separación, la pintura y la escultura se habían convertido en artes independientes. Si esto fué cosa buena o cosa mala, aún quedaba por verse. Mas también existían opiniones que sospechaban
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que todo esto carecía de sentido, y que la arquitectura ag regia exigía la combinación por a l g ú n procedimiento de todas las artes visuales, quizá incluyendo las artes visuales m ó v i l e s , las cuales todavía no habían merecido ser tenidas en consideración en relación con la arquitectura. Empero, el camino para llegar a esta colaboración parecía presentarse más difícil en 1957 que cuando Latrobe empleó hojas de tabaco, en lugar de las de acanto, en los capiteles de las columnas de la Sala de Representantes en el Capitolio de los Estados Unidos, o cuando encargó las pinturas murales de la Biblioteca de Boston a Sargent, Abbey y Puvis de Cha-vannes, o cuando Magonigle y Goodhue trabajaron tan esforzadamente en su colaboración con Lee Lawrie para lograr una escultura arquitectónica, de la cual es ejemplo el Capitolio Nacional de Nebraska en Lincoln, Pues al tiempo que escultor y pintor habían progresado hasta alcanzar la idiosincrasia personal, o se habían retraído a ella, el arquitecto había progresado, o retrocedido,
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hasta convertirse en un ser social y cooperador. Quién de ellos se sentía más feliz con todo esto, queda por dilucidar. Pero no cabía dudar de lo que quería decir para el porvenir de la arquitectura americana. No era difícil advertir los arrecifes al otear el horizonte.
No es imposible que el elemento más importante que nació en Chicago desde el punto de vista de la arquitectura no fuera el Transportation Building, o los Almacenes Meyer-Schlesenger, sino el principio de coordinación que comenzó a ser comprendido por Burnham entonces y que comprendió más plenamente cuando se convirtió en planeador de grandes ciudades, principio que fué adaptado intuitivamente por hombres como Adler cuando concibieron el Auditorio de Chicago. Fueron éstos los hombres que anunciaban el porvenir, Burnham y Adler, no Sullivan y Root, aunque los primeros no fueron tampoco hombres completos y sus ideas dejaron de ser bellas cuando se separaron los autores de ellas.
También pecaron estos creadores de gusto por una especie de indiferencia hacia asuntos económicos, e incluso utilitarios. Era corriente oír a los bibliotecarios que el arquitecto era su enemigo, al decir lo cual atacando a McKim olvidaban que se ha dicho de los bibliotecarios que son los enemigos del lector. Una vez más fueron hombres como Adler los que reconocieron y aceptaron la
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responsabilidad que un arquitecto tenía en relación con quienes fueran a utilizar el edificio construido, y tras Adler vinieron otros hombres, grandes coordinadores, generalmente nacidos en América o a ella venidos a edad temprana, hombres que estudiaron en América, hombres que no se sentían ofendidos por la América industrial, pero que tampoco se inclinaban a interpretarla románticamente, como les ocurría a algunos europeos del siglo XX en países poco industriales, hombres de la clase de Richard Shreve, Albert Kahn, Louis Skidmore.
El edificio aislado, el solar aislado, la labor constructora que podía ser concebida enteramente por un solo hombre, fueron perdiendo terreno, no sin dolor, y nunca hasta el punto de desaparecer. Mas la marcha impetuosa de la nación exigiría inevitablemente proyectos en mayor número y de mayor envergadura, sin otras alternativas que colaboraciones difusas y débiles entre artistas arquitectos dominados por clientes de buena intención, pero no siempre comprensivos; o, como segunda alternativa, el reunir más y más personas competentes y ligarlas mediante algún método de colaboración eficaz, quizá en una inmensa empresa constructora que pudiera tener carácter temporal o duradero. La elección no era fácil, pues no se desconocía en América que las grandes empresas rara vez han producido obras arquitectónicas de
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valía. Las fábricas de Kahn, que él no estimaba como obras de arquitectura, tenían elegancia; sus bibliotecas, que sí tenía por productos de la arquitectura, eran mediocres, o peor que mediocres. Burnham, desde que murió John Root, produjo proyectos dignos de alabanza, pero edificó pocas cosas de mérito. El Empire State Building, de Shreve, fué fenómeno ejemplar de la rapidez y de la seguridad con que era posible hacer fluir materiales desde todos los puntos del globo a la cima del edificio más alto del mundo, pero aunque el edificio fuera el más alto difícilmente pudiera ser incluido entre los mejores. En este revuelto mundo de grandes proyectos de la década 1930 a 1940, descuella la figura fantasmal de Raymond Hood, en quien apreciamos un progreso positivo de sentido artístico. Comienza en la Torre del Chicago Tribune, construida mirando hacia atrás, hacia el gótico, se advierte en las líneas más sencillas y más vigorosas de los edificios de McGraw-Hill y del Daily Neios y triunfa en el Rockefeller Center. Cruzados en el camino de la evolución de la arquitectura, podían descubrirse avisos que nos decían que se estaban realizando experimentos más imaginativos, más variados y más bellos en otros senderos menos importantes que esta carretera real, que quizá fueran más gratos también, y que no debían amurallarse para separarlos de esta gran vía los caminos
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secundarios en que trabajaban un Wright. un Mies o un Saarinen. En tanto, se cimentaba la leyenda de que una gran empresa constructora y coordinadora nunca podría crear «gran» arquitectura. Mas al mismo tiempo sonaban voces que advertían al arquitecto particular que corría el peligro de querer abarcar demasiado, que si pretendía abarcar la Costa de Oro, Hong-Kong, Fargo, Dakota del Norte y su ciudad de residencia —San Francisco, Boston, Chicago— las ventajas iniciales que pudiera haber tenido sobre la empresa constructora quedarían disipadas en tan grande extensión.
Pocos, acaso ninguno, de los arquitectos que operaban en pequeñas oficinas se encontraban dispuestos en 1957 a aceptar encargos de poca monta, y muchos de los que poseían talento se vieron obligados a convertirse en coordinadores ellos mismos. Al alistarse en estas empresas se encontraron con frecuencia que estaban perdiendo la batalla no en beneficio de las empresas coor-
amadoras que tan acerbamente habían atacado, sino de otras empresas comerciales que no estaban dotadas de grandes sentimientos artísticos y no abundaban en conciencia, los mercachifles de la arquitectura. En tanto, algunas de las grandes organizaciones, tales como la de Skidmore, andaban haciendo toda clase de experimentos para encontrar la manera de dividir el trabajo de modo que pudiera un
hombre hacerlo, de permitir a los hombres de talento que en su organización hubiera proyectar edificios que tuvieran la personalidad de su autor y no únicamente un remedo de los estilos de Skidmode, de Owings, de Merrill, fueran los que fueran los orígenes de tal estilo. Si iban alcanzando él éxito que se figuraban es cosa para decidir sobre la cual faltaban elementos de juicio el año 1957. Era necesario esperar a que estuvieran alzados más edificios. En 1957 no se podía predecir si el arquitecto en pequeño perduraría ocupado en construcciones 4e gran envergadura,
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ni si las grandes empresas lograrían encontrar la manera de estimular el talento y las innovaciones dentro de su organización, o si ambos resultarían derrotados por las fuerzas de la propaganda con todo lo que esto significaría. Era la segunda mitad del siglo XX la que tendría mucho que decir acerca de la arquitectura americana y su porvenir.
^)I los americanos serían capaces de olvidarse de sus ambiciones de crear una arquitectura nacional para alcanzar el éxito de su creación dedicándose a edificar edificios bellos; si lograrían hacer sus ciudades consistentes con el automóvil y el aeroplano; si aprenderían a utilizar las posibilidades estéticas de la luz eléctrica; si conseguirían crear una arquitectura «operativa» que lograra aprovechar orgánicamente el talento individual de arquitecto, pintor, escultor e incluso otras clases de artistas, cuyas actividades son menos tradicionales; si podrían resolver los problemas del colectivismo con referencia a la organización y al ejercicio de la arquitectura; todas éstas eran preguntas que bien pudieron los arquitectos considerar al dirigirse a la inauguración de los festivales que marcarían el centesimo aniversario de la fundación de su facultad profesional, Si conseguían resolverlas satisfactoriamente, aún
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podría nacer una arquitectura americana, o una versión americana de la arquitectura universal, que pudiera ocupar un lugar destacado en las salas de honor de la arquitectura, a la par que las arquitecturas de Atenas y de Bizancio y del corazón de Europa. Si no lograban alcanzar su solución, el galardón que evidentemente le estaba reservado a la arquitectura en esta época de automation iría a parar a otras manos. Y un americano que contemplara la escena contemporánea, acaso encontrara motivos para profetizar sin pecar de insensato: «Sí, América creará su arquitectura. »
(Extractado de Architectural Record; Copyright 1957. por F. W. Dodge Corporation.)
DE POE A HEMINGWAY PASANDO POR BAROJA
por J. Raimundo Bartrés
Sólo algunos hombres dotados de una peculiar energía consiguen vislumbrar en ciertos instantes las actitudes de eso que Bergson llamaría el yo profundo. De cuando en cuando llega a la superficie de la conciencia su voz recóndita. Pues bien: Baroja es el caso extrañísimo, en la esfera de mi experiencia único, de un hombre constituido exclusivamente por ese fondo insobornable y exento por completo del yo convencional que suele envolverlo, JOSÉ ORTEGA Y GAS-SET: El Espectador.
P, IO Baroja, en su prólogo la La dama errante —prólogo escrito, no para la primera edición, aparecida en 1908, sino para la de la Biblioteca Nelson, publicada unos diez años después—, nos dijo:
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«Mis admiraciones en literatura no las he ocultado nunca. Han sido y son: Dickens, Balzac, Poe, Dostoyewski y, ahora, Sten-, dhal. D
En efecto, la admiración de Baroja por Edgar Poe ya era antigua en aquella época. Al escribir sus primeros cuentos don Pío, cuentos que luego agrupó en Vidas sombrías —su primer volumen, aparecido en 1900—, ya conocía a fondo al inmortal autor de El Escarabajo de oro, tanto, que no es difícil hallar en aquellos bellísimos cuentos ciertas sutiles influencias del gran norteamericano.
Esa admiración tan profunda, en un hombre de la talla de don Pío, significa mucho, y tal admiración sin límites no decreció con el tiempo: se mantuvo firme dentro del exigente espíritu fiscal de Baroja, como se mantuvieron sin altibajos sus otras admiraciones —Dostoyewski, Dickens, Balzac, etc., en literatura, o por Beethoven y Mozart, en música—.
En su libro autobiográfico Juventud, egolatría, Baroja nos ofrece una magnífica definición sintetizada del insuperado escritor que ahora nos ocupa:
«Poe: La esfinge misteriosa que hace temblar con sus ojos de lince; el orfebre de maravillas mágicas.»
En Europa y en América han surgido, naturalmente, infinidad de imitadores de Ed-
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gar Poe, pero no lian conseguido ni acercársele. En la faceta de lo fantástico, su obra se ha enfrentado con pri-merísimas figuras, pero siempre ha salido victorioso; en la faceta de lo analítico, su avasalladora superioridad es tal, que no vale la pena ni el menor comentario.
Don Pío consideraba a El Cuervo el mejor poema de Poe, y El Escarabajo de oro el mejor cuento.
Sobre esas auténticas obras maestras ha razonado varias veces nuestro vasco, siempre encomiásticamente.
Del mentado libro Juventud, egolatría, me permito copiar los tres siguientes párrafos :
«Edgar Poe ha escrito varias historias, El Escarabajo de oro, por ejemplo, presentando primero el enigma impenetrable, resuelto como por un talismán, y dando después una lección de criptografía, en que desaparece el talismán y le sustituyen las facultades conjeturales de un espíritu de un razonamiento fuerte.
Algo parecido ha hecho en el poema El
es
Cuervo, obra literaria de la que sigue un análisis de su gestación, titulado La génesis de un poema. ¿Qué sería más maravilloso, escribir El Cuervo por inspiración, o escribirlo por técnica? ¿Encontrar el tesoro con el talismán de El Escarabajo de oro, o con las facultades analíticas del protagonista del cuento de Poe?
Pensando bien, llegaríamos a la conclusión de que una cosa y otra son igualmente maravillosas. »
^ ) I el lector conoce la obra de Baroja, habrá observado que, al referirse a Poe, lo hace siempre sobre su genial obra, y no sobre su persona, por la cual ninguna devoción sentía, y sí mucha lástima.
Como digo, la obra, sí, pues la había leído y releído íntegra; en este punto, posiblemente que sólo Baudelaire, y quizá Verlaine, le han aventajado.
De Poe aprendió Baroja: su espíritu deductivo, tan necesario a todo novelista, debe no poco al atormentado Edgar. En su libro postumo La decadencia de la cortesía, es fácil hallar reconocibles huellas de lo que aquí se asevera.
Curioso contraste: Ernest Hemingway —que nació precisamente en 1898, es decir, cuando el famosísimo año de la famosísima
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generación de la que Baroja es, sin duda alguna, su máximo exponente— debe mucho a Baroja.
Don Pío sentía una gran admiración por el hombre Hemingway. Muy poca por el escritor; consideraba, y opino que con razón, que la demasiado famosa novela Por quién doblan las campanas no vale gran cosa. En cambio, como digo, al hombre le consideraba un ejemplar humano magnífico, casi le envidiaba —y que no se interprete aquí este verbo en su primera acepción—, con una envidia sana, regocijante, como algo digno de ser imitado, algo que él, Baroja, hubiera querido ser, pero que unas circunstancias adversas, y quizá también algún defecto congénito, ahogaron en flor, dejando el amargo poso de un resentimiento perenne y unas siluetas literarias de falsos héroes que nada poseen de heroico.
Porque no debemos de olvidar que, a lo largo de sus cien y pico de libros, Baroja no nos ha trazado la silueta de un auténtico Héroe —así, con mayúscula—. Todas sus criaturas predilectas, incluso las que empiezan con un buen acopio de energías, van perdiendo gas, hasta quedar flaccidas, abúlicas, o acaban repentinamente de forma trágica: Quintín, César Moneada, Zalacaín y Andrés Hurtado —por sólo citar cuatro célebres personajes barojianos—, dan fe a mi aseveración: ni una sola criatura barojiana escala ningún Everest.
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A Baroja le habría gustado, de joven, hacer de Robinsón, ir a Australia, por ejemplo, coger para sí un pedazo de mundo virgen y transformarlo a su gusto, y ello salpimentado de inefables peligros, Con vivir de tal forma dos o tres años, intensamente, y luego recordarlos, se habría conformado. La realidad se presentó más modesta, y en España escribió, a los treinta y cuatro años, lo que se le había ocurrido en un viaje a Tánger: el formidable libro anticolonista Paradox, Rey, pieza satírica de primer orden.
No debe de extrañarnos, p u e s , que las aventuras del hombre Hemingway fueran para el novelista Baroja un magnífico tema novelable,
Z OR su parte, Hemingway, que desde hace a ñ o s conoce parcialmente a España, y bastante la extensa obra de Baroja, con admirable y conmovedora nobleza manifestó pública y reiteradamente su barójismo durante el último mes de vida del inmortal escritor vasco.
El 9 de octubre, Hemingway se presentó en el domicilio de Baroja. Por desgracia, el cerebro del gran vasco ya llevaba unos meses ausente, y, en realidad, no hubo diálogo en este primer —y último— encuentro entre los dos colosos.
El gesto de Heming-way fué simpático, cordial, y con miras a que los sesudos del Instituto Nobel se fijaran justicieramente en el autor de El árbol de la ciencia.
Yo no presencié la histórica escena, me encontraba en Barco-lona; pero Julio Caro Baroja, el sobrino dilecto, y Vicente Silió,
el fiel amigo, mudos espectadores de la misma, me la contaron con detalles. Además, había presentes otro amigo y un fotógrafo del diario Arriba,
El autor de El viejo y el mar obsequió al de Las inquietudes de Shanti Andía con una botella de whisky, unos calcetines y un jersey, ambos de lana de Cachemira, y un ejemplar de su Adiós a las armas, en el cual allí mismo estampó una cordial dedicatoria:
«A don Pío Baroja, como homenaje de un discípulo. Ernesto Hemingway.»
Con movimientos escuetamente mecánicos, el enfermo se hizo cargo de los objetos. Y a continuación, el norteamericano se arrodilló junto a don Pío, para que le oyera mejor, y, religiosamente, susurró:
—Permítame que le rinda este sencillo ho-
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menaje a usted, que tanto nos enseñó a los que, siendo jóvenes, queríamos ser escritores. Yo lamento que no le hayan dado el Premio Nobel, cuando se lo han dado a tanta gente que lo merece menos, como yo, que no soy más que un aventurero...
La escena fué de gran emoción. Todos los allí presentes hicieron esfuerzos para evitar sus lágrimas, incluido el propio Heming-way..., excepto, claro, el pobre Baroja, en realidad, ausente.
VEINTIDÓS días después, a las nueve y media de la mañana, me encontraba yo ante el cadáver del Maestro, amortajado en una sábana: había fallecido apenas hacía dieciocho horas, y el entierro había de verificarse dentro de unos minutos, a las diez del 31 de octubre de 1956...
No obstante esa precipitación en darle sepultura, en la recoleta calle de Alarcón se habían congregado cientos de personas, por la escalera del 12 era difícil abrirse paso, y en el tercer piso, el modesto y espacioso piso del ilustre hombre, ya la densidad se hacía acongojante, tanto más cuando un silencio sepulcral flotaba en el ambiente.
Unos veinte minutos antes del entierro se presentó Hemingway, que, enfermo y sudoroso, abandonó su lecho del Hotel Felipe II,
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de El Escorial, para asistir al triste entierro. Su inconfundible humanidad creo que fué
reconocida por casi todos los asistentes. Hemingway se situó a mi vera, junto al
cuerpo yacente del amado Maestro, cuyo macilento rostro denotaba una grave serenidad.
Reconcentrado, Hemingway no apartaba su penetrante mirada del cuerpo ya sin vida de Baroja. Yo observaba a ambos...
De esta beatitud nos sacó un nuevo personaje, que entró en la cámara mortuoria, un elevado personaje de la política española —Don José Félix de Lequerica—, que, humildemente, rezó ante los restos de don Pío.
Poco después, se presentó el teniente general Martínez Campos, Duque de la Torre, preceptor del Príncipe Juan Carlos.
Llegó el emocionante momento de cerrar el ataúd, y luego bajarlo. Ello no fué confiado a hombros mercenarios, claro. Cuatro amigos cuidaron de ese postumo y honroso cometido. A Hemingway le fué ofrecido, pero declinó:
—Demasiado honor para mí —dijo. A cien metros escasos del 12 de la calle de
Alarcón, con cierto desorden y precipitación, se despidió la primera tanda de los asistentes. Y desde allí, directamente, unos trescientos continuaron hasta el recinto civil del Cementerio de la Almudena, entre ellos el autor de Tener y no tener, enfebrecido y lloroso.
Una temperatura agradable y un sol otoñal
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entonaron y presidieron respetuosamente la histórica escena.
Ni la más mínima pompa, todo se desarrolló bajo el signo de la más estricta sencillez; proceder de otra forma habría sido una traición al que, en 1917, escribió Juventud, egolatría.
Y cuando las primeras paletadas de tierra —mezcladas con un puñado de vasca, traída de Vera, su Vera de Bidasoa, exactamente de su Itzea: simbólico tributo a la memoria de aquel inolvidable Juan de Álzate—, y cuando las primeras paletadas de tierra —repito— cayeron sobre el modesto ataúd, produciendo un ruido terrorífico, de escalofriante hueco, se me vino a la memoria el más famoso poema de Poe, y aquel taladrante y repetido estribillo : |Nunca más, nunca más\...
... nunca más me sería dado estrechar la gloriosa mano de don Pío, nunca más escuchar su armoniosa voz, nunca más deleitarl e con aquella su inolvidable sonrisa de conejo, de hombre superior que todo lo adivina y todo lo intuye...
... pero, afortunadamente, los hombres superiores nunca mueren del todo: queda su obra, la obra inmortal que resiste a todos los embates más violentos y fugaces.
... y Baroja, el espíritu de Baroja, tampoco ha muerto, como no ha muerto el de Poe, el de Dostoyeski, el de Beethoven, el de Cervantes o el de Shakespeare.
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ÁTOMOS PARA
LA PAZ
pur el Dr. Arthur H. Compton
LJ X 1 E sido invitado a hablar sobre lo que, desde un punto de vista más amplio, puede suponer para la humanidad la energía del núcleo atómico.
Será mi primordial preocupación la urgencia de la cooperación mundial en beneficio de la humanidad, que es resultado de la posibilidad de utilizar la energía atómica. Es hacia esa cooperación hacia donde hoy hemos de mirar para el ulterior desarrollo humano.
En el programa «Átomos para la Paz» se ha hecho hincapié en la utilidad de la energía nuclear. Así debe ser. Estamos empleando esta energía en su aspecto de irradiación para diagnosticar y sanar enfermedades. Estamos empleando los isótopos como instrumento* científicos e industriales. Con los importantes pasos ya dados podemos prever energía eléctrica, producida térmicamente con combustible nuclear, suficiente para hacer frente
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a una gran necesidad humana durante mucho tiempo.
Consideremos como ejemplo el uso de las irradiaciones nucleares en el arte terapéutico. Este empleo se inició con el descubrimiento de los rayos X y del radio, aproximadamente a comienzos de siglo. Se han hecho cálculos acerca de la eficacia de estos rayos para diagnosticar y curar. Tales cálculos arrojan resultados que, por fuerza, han de ser solamente aproximados, pero indican que gracias al empleo de esos rayos se han salvado en el mundo varias decenas de millones de vidas. Esta cifra es aproximadamente igual al número de vidas cercenadas en todas las guerras habidas desde los descubrimientos citados. Aunque considerásemos el asunto únicamente desde este punto de vista, nuestras actividades relativas al átomo han hecho posibles a una gran multitud de hombres y mujeres vida y salud más completas. Si esto es importante, no constituye el punto principal de nuestro pensamiento al considerar la energía nuclear y el desarrollo humano. El punto primordial es éste: la ciencia y la tecnología nos han facilitado fuerzas nuevas y sin precedentes. Nos damos perfecta cuenta de que estas fuerzas pueden acarrearnos mayores posibilidades que nunca, y también la destrucción y la muerte. La energía nuclear no es sino un ejemplo impresionante de las nuevas facilidades que nos ofrece la
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ciencia, posibilidades de hacer el bien y posibilidades de hacer el mal en proporciones verdaderamente tremendas. Y la velocidad con que la ciencia viene poniendo a disposición del hombre estas fuerzas sin precedentes va aumentando de manera fenomenal. Además, cada uno de estos adelantos técnicos multiplica la eficacia de los que le precedieron. Tal situación se asemeja a la que la ciencia conoce por el nombre de inestabilidad dinámica, y debido a ella es de esperar que el centro de gravedad del poderío del mundo se desplace continuamente, a tenor de los nuevos progresos técnicos que sobrevengan en partes diferentes del globo y logren hacer más eficaz el empleo de las fuerzas de que ya dispone el hombre. Lo que nos jugamos es la estabilidad de la misma civilización.
Embebecidos por la tarea inaplazable de salvaguardar la libertad, no debemos echar en olvido el oteo del futuro. Durante un período de limitada duración podemos confiar en impedir la guerra manteniendo medios de defensa potentes y seguros, y nunca ha sido tan necesario como hoy el permanecer alerta y dispuestos a la defensa. Mas para conseguir la estabilidad internacional entre países soberanos únicamente existe un camino : esos países han de unirse en el empeño de alcanzar una meta humana digna de su poderío. No existe otra esperanza de paz duradera.
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Si la humanidad lia.- de prosperar, e incluso si la civilización ha de salvarse, es necesario que se den pasos que garanticen que las nuevas fuerzas de que disponemos no sean utilizadas para destruir, sino que sean dedicadas a hacer posible el adelantamiento de hombres y mujeres. Este es el momento en que precisamos la seguridad de que la fuerza técnica va a ser empleada humanamente. Cada día que nos retrasemos disminuirá de manera importante las posibilidades que la humanidad tiene de sobrevivir.
No exagero. La gravedad de los peligros y la grandeza de las posibilidades que a ellos corresponden resultan palmarias para cuantos han estudiado la situación cambiante en que la humanidad se encuentra.
¿Qué puede hacerse para que este nuevo poder descubierto por el hombre sea empleado para mejora y no para destruir nuestra civilización?
Séame permitido la reiteración: si al antagonismo de las naciones ha de suceder la colaboración entre ellas, esto únicamente se alcanzará si convienen en establecer una meta común capaz de suscitar el apoyo fervoroso de sus gentes. Semejante meta no puede ser una que anteponga los intereses de una nación a los de otra. Para que sea proclamada por todas las naciones ha de referirse a las necesidades del conjunto entero del género humano.
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Existe una meta de esa índole, la cual ha alumbrado la esperanza en el corazón de todos los hombres del mundo durante los últimos años. En los Estados Unidos nos ha sido conocida esta esperanza desde antes de ser fundada nuestra nación. La conocemos por el nombre de «el sueño americano». Soñamos con un lugar en donde todos los seres humanos puedan desarrollar plenamente sus posibilidades ingénitas y ser premiados por lo que hagan para facilitar a otros hombres y otras mujeres la oportunidad de compartir esa posibilidad.
Veamos la contestación que este soñado ideal ofrece a la cuestión principal que nos ocupa. Expresado específicamente, lo que proponemos es lo siguiente: que cada nación declare que la base de su política es hacer cuanto le sea posible para abrir a todos sus ciudadanos el camino que conduzca a su pleno desarrollo y colaborar con las naciones que se sumen a ese propósito en el sentido de brindarse ayuda mutua para ofrecer esa oportunidad a sus ciudadanos.
De acuerdo con ese principio, cada país se comprometería a gobernar sus actos de manera que no entorpecieran los que las demás naciones pusieran en práctica al esforzarse en beneficio de sus gentes. Cada país consultaría anticipadamente a los demás antes de dar un paso que pudiera afectar los planes de otra nación colaboradora.
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La intención de esta propuesta es encauzar los recursos mundiales hacia la capacitación de hombres y mujeres para ser ciudadanos responsables en sus países respectivos. Cada una de las naciones asociadas para el logro de este fin conservaría su poder soberano para elegir los métodos de facilitar a sus gentes oportunidades incrementadas. Y cada una contaría con la ayuda de las otras para el establecimiento y la defensa de esas oportunidades.
¿Puede un gobierno, cuya obligación primordial es procurar la seguridad y el bienestar de sus ciudadanos, aceptar normas que encierran tan manifiesto contenido altruista?
Decimos como respuesta que es notorio que todas las naciones necesitan para disfrutar de seguridad y bienestar que los demás países le aseguren su colaboración. No hay meta de importancia inferior a la de abrir el camino de todos los hombres hacia la plenitud vital que encierre suficiente fuerza para lograr que la nación que la proclame pueda conseguir la cooperación de otros países libres. Al aceptar este objetivo como alternativa del que busca el engrandecimiento nacional, la seguridad y el bienestar de todos los ciudadanos de una nación quedarían tan firmemente garantizados como es posible en las actuales condiciones del mundo.
Se puede contar con que tal política tendría apoyos poderosos. Y, así, los dirigentes
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de cada nación deben reconocer que tínicamente en la medida en que sus conciudadanos mejoren de salud y entendimiento y presten su apoyo cordial a los objetivos nacionales puede una nación desarrollar plenamente su fuerza. Mas tal desarrollo, en el mejor de los casos, únicamente puede conseguirse mediante la cooperación internacional, además de nacional.
Todas las organizaciones en las que el hombre busca inspiración tienen como mira que todos los hombres tengan posibilidad de llevar una vida que signifique algo. Si nuestra devoción cimera se eleva hasta el Eterno, o si procura el trato equitativo de nuestro prójimo, o si se concentra sobre un sistema político dado, en todos los casos la más alta expresión de nuestra lealtad será el fomentar la salud y el desarrollo del género humano. El comprometerse al logro de meta humana tan egregia es precisamente lo que se necesita para ofrecer incentivo a los esfuerzos de un ser humano que busca perfeccionarse y dar finalidad a su existencia.
En grado cada día mayor, la sociedad galardona a los que ofrecen nuevas oportunidades de las que todos puedan disfrutar. El premio de «Átomos para la Paz» es ejemplo de esta tendencia de ofrecer públicas recompensas. La presión económica y la opinión pública animan los esfuerzos que se hacen para ofrecer a los hombres y mujeres mayores
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oportunidades de alcanzar plenitud humana. Durante el otoño de 1945, Niels Bohr, ga
nador del primer premio de «Átomos para la Paz», aprovechó la ocasión de un viaje que hicimos juntos a Washington para' hablar conmigo. Antes, en Los Alamos, habíamos pasado varias horas hablando de cómo el uso de la bomba atómica, recientemente perfeccionada, pero aún no probada, podría encaminarse hacia el logro de una paz armónica y duradera. Tras estas conversaciones quedó en' su mente una idea que me formuló durante el viaje con una pregunta. Me dijo si no le sería posible a los Estados Unidos llevar a cabo un gesto de profundo significado moral que ofreciera esperanzas al mundo. Describí algo semejante a lo que fué el Plan Marshall. Bohr me respondió que esa idea estaba bien, pero que no era lo que se necesitaba. Durante aquella conversación no logramos definir qué gran acción moral llevada a cabo por nuestro país pudiera lograr lo que Bohr tenía en la cabeza. Quizá no había llegado la hora. La experiencia de la última década nos ha abierto los ojos. El sueño americano se ha convertido en el sueño del mundo. Este sueño ha de convertirse ahora en la meta inspiradora de un mundo unido.
Comenzó la era de fuerza atómica hace quince años como resultado de una cooperación internacional sin precedentes. Aquellos cuyos esfuerzos hicieron posible el alborear
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de la nueva era, y particularmente los hombres de ciencia, se sentían inspirados por la esperanza de que esta nueva fuerza descubierta pudiera lograr mayor plenitud de vida para toda la humanidad. El premio «Átomos para la Paz» es símbolo de que nuestra nación comparte esa esperanza y la alimenta. Niels Bohr se ha dirigido a Norteamérica para pedirle que se ponga a la cabeza de otro gran experimento de colaboración. Ese experimento es el de dedicar los esfuerzos aunados de las naciones al logro del desarrollo humano del hombre. Si nos declaramos sinceramente dispuestos a encauzar los mayores esfuerzos de los Estados Unidos hacia ese fin, si conseguimos que el mundo emplee todas las fuerzas y recursos de la ciencia y de la tecnología en ello, las brillantes esperanzas inspiradas en la energía nuclear darán plenitud de fruto.
Proclamemos claramente que los Estados Unidos de América creen que lo que durante tanto tiempo ha sido en el fondo de nuestros corazones un sueño bienamado será desde ahora la piedra clave de nuestra política nacional. Apelemos a todas las naciones para que colaboren en esta política junto a nosotros, para que el mundo pueda trabajar unido para ofrecer a todos los hombres oportunidad de alcanzar plena estatura humana. Y pongamos en práctica esta política asegurando a cuantas naciones deseen compartir con
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nosotros esta decisión que las consultaremos acerca de nuestros planes de interés internacional y que cooperaremos con ellas para facilitar a sus gentes y a las nuestras los medios de desarrollarse saludablemente.
Alzando tal bandera en el angustiado mundo presente podemos estar seguros de lograr amigos en abundancia. Y podemos alimentar la esperanza de que este primer paso llevará a colaboraciones más amplias y confiar razonablemente en que los antagonismos vayan siendo reemplazados por confianza mutua y que de ello nazca una paz basada en la armonía.
No disminuirán ni la competencia ni las sanas rivalidades, pero las animará otro espíritu nuevo. Según el sueño del mundo vaya transformándose en un propósito a u n a d o , hombres y naciones buscarán vencer a los demás en lograr más plenamente el acrecentamiento de la dignidad humana. Y al adquirir la vida un nuevo significado, nuestra civilización resultará vitalizada por una fuerza nueva.
Poseedores de fuerzas como la energía atómica, la necesidad de proclamar esta unidad de propósitos es de toda urgencia; es vital para la humanidad. Si los Estados Unidos no aceptan el dar el primer paso, ¿a quién podremos volver los ojos?
EL LEGADO DE JOHN ADAMS
por Clinton Rossiter
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F I [T, indicio más elocuente del actual esta
do de ánimo de los americanos es nuestra costumbre de apelar a la tradición. A pesar de nuestra juventud como nación, o más probablemente a causa de ella, siempre hemos sido aficionados al ritual y a los lemas que nos ligan a los muertos legendarios. Hoy, en una época de vacilaciones angustiosas, proclamamos a voces nuestra devoción a la tradición americana en todos los rincones, en todos los tribunales y en todas las aulas del país. Nunca hemos rebuscado con mayor determinación en el pasado hechos que nos inspiren y palabras que nos consuelen; nunca hemos evocado con tanta diligencia lo pretérito para iluminar la actualidad.
Si hemos hallado inspiración y consuelo en nuestra devoción por los grandes hombres que forjaron nuestras tradiciones, menester es decir que hemos logrado de ellos poca luz. Para muchos americanos el citar a Jeffer-
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son y Lincoln ha venido a convertirse en un sucedáneo de la reflexión; para muchos otros en un refugio contra la realidad, y para todos nosotros resulta ser un arma fácil de blandir y difícil de contrarrestar, y por ello arma que empleamos arriesgadamente.
Sin embargo, este apelar al pasado puede acarrear beneficios inmensos si lo templamos con precaución y sentido común. Si miramos a nuestros grandes hombres con amor inquisitivo, si juzgamos de su valía con honradez y no solamente con idolatría, si reconocemos sus errores a la par que nos deleitamos en sus triunfos, descubriremos que tienen que ofrecernos mucho más de lo que habíamos imaginado. Tanto es así que me atrevo a decir que no hemos hecho más que comenzar a darnos cuenta del valor de los hechos y las palabras que nos han sido legados para que de ellos gocemos con recta administración, y que cuando los tasemos con buena fe, como honrados administradores, nos hallaremos mejor apercibidos que nunca para enfrentarnos con nuestros problemas confiados en el espíritu de la libertad.
Quisiera hacer e s t a valuación de John Adams, cuyo legado a la América moderna ha permanecido ya demasiado tiempo encerrado en cofres sellados por la indiferencia y la hostilidad. Rara vez se le permite a Adams unirse al círculo egregio de Washington, Jef-ferson, Franklin, Hamilton, Marshall, Lin-
?/•
coln y L e e , excepto c o m o quien remedia un olvido comprensible, y si hasta él llega es para dejarle luego solo, aislado, acongojado y tímido, c o m o ser difícil de comprender. Al tratar a Adams con esta indiferencia cometemos un gravísimo error, pues tiene tanto que enseñarnos c o m o cualquier otro americano que h a y a vivido.
El mismo Adams, en carta típicamente masoquista a Benjamín Rush, escrita en 1809, predice que su nombre y sus obras no merecerán gran atención y acaso caigan en el olvido: «Nunca se me erigirán mausoleos, estatuas o monumentos... No se escribirán romances panegíricos ni se pronunciarán discursos elogiosos que me hagan vivir en lo por venir con colores brillantes.»
Durante los primeros años de su retiro tuvo motivos para apiadarse de sí mismo, pues nadie había trabajado con mayor devoción que él por la causa de la libertad desde 1765 a 1801 y nadie había merecido menos aplausos. Como vicepresidente y presidente de los Estados Unidos, Adams dio más a la nueva
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república que ningún otro hombre, excepto Washington. Si la Marina no hubiera sido su preocupación constante, si no hubiera ejercido el arte diplomático en Holanda con tan singular éxito en 1782, si él no hubiese nombrado Justicia Mayor a John Marshall en 1801, la historia de Norteamérica hubiese fluido menos suavemente hacia la grandeza. Si hubiese sucedido en la Presidencia a cualquier hombre excepto Washington, si hubiese sospechado algo antes la perfidia de sus más íntimos colaboradores en la Presidencia, y, sobre todo, si hubiese asistido a la Convención de 1787, la vida del propio Adams le hubiese llevado más directamente a la fama.
Parece particularmente adecuado tener en cuenta dos hechos de la vida de Adams al tratar de apreciar justamente el valor de su legado: su defensa en 1770 del capitán Tilomas Preston y de los ocho soldados del 29 Regimiento, que pasaron a la historia porque el pánico les llevó a perpetrar la Matanza de Boston, y sus actividades para lograr en 1799 la paz con Francia desafiando los sueños imperiales de Alexander Hamilton. Se necesitó una insólita independencia de criterio en un dirigente de la causa patriótica para buscar que Preston lograra tratamiento justo; y se precisó acerado valor en un presidente federalista para resumir las negociaciones con el Directorio francés. Mas Adams poseía sobradamente independencia de criterio y valor,
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y en esas dos coyunturas, tan ampliamente separadas, desempeñó con gusto y éxito su papel preferido: el de hombre no. popular. De todos sus hechos y servicios, me siento seguro que él hubiese calificado estos dos de «los diamantes de mayor esplendor» de su legado a nuestra América. Le muestran en sus mejores momentos y le aproximan notablemente a una generación que se ve confrontada por peligros y problemas muy semejantes.
Es cierto que en otras ocasiones erró precisamente como consecuencia de estas cualidades. El error peor de su carrera fué un acto de omisión: el fallo, quizá inevitable en aquellas circunstancias, que le llevó a no nombrar a sus propios colaboradores cuando fué elevado a la Presidencia en 1797. Al aceptar por completo el Gabinete elegido por Washington, que en su mayoría era fiel a Hamilton, condenó su mandato presidencial al desorden y a disgustos que no se hicieron esperar.
Al final, sus muchos triunfos y sus pocos fracasos quedaron empequeñecidos por el hecho de importancia preponderante de la verdadera competencia con que desempeñó su misión conservadora. Todos nuestros historiadores han escrito acerca de las alzas y bajas de la política en América, del modo providencial en que a épocas de conservadurismo han seguido las progresistas a lo largo
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de nuestra historia. Pero pocos han comprendido verdaderamente, y por ello pocos han reconocido su justicia, la necesidad de un conservadurismo cíclico. Y, en consecuencia, la mayor parte de ellos no han sabido apreciar los inmensos servicios que a la causa de la libertad y del progreso han prestado los conservadores ponderados. Puede defenderse la teoría de que el imperio del conservadurismo debe ser breve y poco frecuente; y que los conservadores deben estar siempre en minoría. Pero no cabe negar que hombres como Adams tienen una misión que cumplir, que sin su freno es muy posible que la República h u b i e r a embarrancado hace mucho tiempo en los bajíos de las innovaciones.
No es cosa fácil, ni siquiera para un Adams, ser conservador sin vacilaciones. Pues ello pide al hombre razonable que desconfíe de la razón; al hombre bondadoso que aconseje paciencia ante el sufrimiento; al hombre susceptible que se exponga a los dardos de los jacobinos y a las flechas de los «tories». Y hay que recordar que Adams era razonable, bueno y susceptible. No obstante, se dedicó a su labor conservadora con entusiasmo considerable, y pudo juzgar de su éxito por las cicatrices de su recio espíritu. Como consecuencia de su oposición a todos los innovadores, de su desprecio por las opiniones utópicas de Hamilton acerca de Detroit, de sus dudas relativas a los sueños arcádicos de Jefferson,
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vino a ser el blanco preferido de los extremistas, tanto de la derecha como de la izquierda. Los conservadores de nuestros tiempos, cogidos entre dos fuegos hostiles, pueden hallar consuelo en el recio ejemplo de Adams.
Era Adams, como una vez dijo Lord Howe en su presencia, «un personaje decidido», un excepcional amasijo dé fuerza y debilidad, hasta el punto de que tan admirable es su reciedumbre y tan deplorable su debilidad, que se siente uno tentado a pensar en él como si de dos personas se tratase. Era, según testimonio general, hombre de acendradísima virtud, y por ello especialmente digno de ser considerado por quienes olvidan que el gobierno libre es, más que nada, un ejercicio práctico de ética. Ya me he referido a dos de sus excelencias más señaladas, su independencia y su valentía, y sería redundante insistir largamente en que nunca se unió al vulgo y que jamás se mostró cobarde.
Sus otras cualidades las encontramos descritas en las páginas de la historia: poseía una integridad anticuada, anticuada incluso para sus tiempos, pues nunca quiso saber nada de la moda que permitió las especulaciones en tierras y en títulos; era de sencillez no menos anticuada que le hacía añorar cuando le rodeaba el esplendor «unos calzones y una zamarra, un cardillo y una pala»; y poseía la laboriosidad y la frugalidad que constituían la fórmula norteña para alcanzar la li
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bertad, y que practicó con una perseverancia que hubiese asustado a Franklin; añádase a esto su caridad cristiana, que endulzaba la aspereza de una manera de ser con frecuencia i n t o 1 erante con la bondad de un corazón siempre comprensivo. Y acaso su cualidad más relevant e fuera su empeño de
inquirir sin cansancio en la conducta y en los motivos de John Adams.
Hombre mesurado en la mayor parte de las cosas, mostraba a menudo intemperancia al analizarse a sí mismo. Tenía harto aguzada la percepción de ser perseguido y excesivamente desarrollado el deseo perverso de no ser comprendido, así como capacidad desmesurada para rebajar su propio mérito. Y esta capacidad para juzgarse con severidad injusta perjudicó indudablemente su capacidad para hacer el bien como servidor de la comunidad. Hasta el punto de que este aspecto de su carácter hace difícil sentir amor 3or John Adams. No se abraza uno con de-eite a quien ceñía el más áspero cilicio sobre as carnes más sensibles de toda la historia
de América, Y por su parte, Adams hubiese
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sospechado de nuestras intenciones al abrazarle. Si era duro con los demás, era aún más duro consigo mismo. Si otros hombres le hallaban vano, carente de tacto, prosopopé-yico y estrecho de conciencia, él se juzgaba mucho menos abordable todavía. Cuando Franklin escribió desde Francia que Adams era «siempre honrado, a menudo sabio y prudente, pero que a veces parecía perder la cabeza en algunas cosas», no hacía sino expresar algo que Adams hacía años que sabía.
No parece que tenga utilidad el tratar de clasificar a un hombre como Adams, y, no obstante, quisiera expresar mi sentir de que no puede entendérsele adecuadamente, excepto como modelo de verdadero conservadurismo. Respondía a los estímulos conservadores y conservadoras eran sus costumbres, le atraían las virtudes conservadoras y su vida fué siempre conservadora. Fué hombre reverente si no lo fué pío siempre, y que se disciplinaba con rigor aunque a las veces se saliera de sí. Admiraba profundamente la prudencia, aunque él no la mostrara. Su sentido de la historia, maestra sin par, era agudo; su devoción a la tradición, esencia de la sabiduría, era respetuosa; su confianza en Dios era tributo que pagaba a sus antepasados y resultas de su humanidad. Y, finalmente, su preocupación por el bien general, sostenida por un patriotismo inmaculado y expresada durante muchos años de servicios
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mal pagados, era la marca del verdadero aristócrata, aunque él mismo hubiese creado su aristocracia.
La parte más valiosa d e l legado de Adams la hallaremos en sus escritos sobre los hombres y la política. O c u l t o en la
cuantiosa producción de sesenta años de incesante especular, hallaremos un auténtico tesoro, toda una teoría política y una de las pocas que en este país se han formulado. Tan rico es este tesoro en visión penetrante, tan impresionante por su alcance, que la mayor parte de los historiadores de la mente americana están acordes en que nadie aventaja a Adams y que nadie le iguala excepto Cal-houn, Madison y Jefferson entre todos los pensadores políticos de este hemisferio. Se deleitaba en el estudio del gobierno !—para él «ninguna novela es más entretenida»— y sus escritos irradian tal entusiasmo que a la fuerza ha de afectar incluso al lector hostil.
Las fuentes del pensamiento de Adams son de interés especial. Basta con hojear al azar la Defensa de la Constitución y contemplar el largo desfile de filósofos e historiadores que pasa espaciosamente para darse cuenta de que Adams poseía una erudición igualada
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por pocos en su tiempo. Como todos sus colegas, era esencialmente un pensador inglés; al contrario que la mayoría de ellos, sentía orgullo en reconocerlo. Jamás en sus largas excursiones por la cultura de los siglos se distanció de Locke, Milton, Sidney, Boling-broke y Harrington. Estudió con los escritores de la antigüedad, principalmente con Aristóteles, Cicerón y Polibio. Mucho aprendió de Montesquieu y de Adam Smith, y más aún de Hobbes, Hume y Maquiavelo —aunque de los tres últimos no aceptó nada que pudiera corromper el enfocado ético de los problemas del poder político—, y permaneció hasta el final buen conservador, para quien las egregias normas de Cicerón, el constitucionalismo de Locke y el republicanismo de Harrington eran la suma de la sabiduría política.
Su propósito también permaneció inmutable desde su Disertación sobre el Derecho Canónico y Feudal hasta su postrera carta a Jefferson, sesenta años más tarde: defender inteligentemente, con erudición y con reverencia, un orden político que hallaba el mejor posible incluso en sus momentos más imaginativos. Su tema constante fué la conservación, no el logro o el aumento, de la libertad humana, y la naturaleza de sus pensamientos reflejan este elevado propósito. La mejor manera de describirlo es decir que se trataba de una finalidad muy profunda y amargamente
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opuesta a la ideología. Maestro consumado en el ejercicio de la mofa, Adams reservó sus escarnios más truculentos para aquellos a quienes clasificaba de «ideólogos» y «profetas del progreso», como Condorcet y Turgot, que despreciaban la experiencia en honor a la esperanza y adoraban la razón pura como esencia de la sabiduría. La filosofía de tales hombres era para él «la más insensata jamás profesada en este mundo desde la edificación de Babel». La suya era la más sensata, producto de « h e c h o s , observación y experimentos ».
La médula del pensamiento político de Adams era una opinión austera de la naturaleza humana, formada por una mezcla de escepticismo, desconfianza, lástima y caridad. Rechazando por igual el dogma de la absoluta depravación del hombre que le fué enseñada de joven, y la visión de su total inocencia con que se le tentó en Francia, Adams hallaba al hombre como mezcla admirable de excelencias ennoblecedoras y de imperfecciones degradantes. Esta aleación era universal: todos los hombres, incluidos los tres veces bendecidos americanos, eran un atadijo de vicios y virtudes. Y la condición era permanente, sin que ninguna cantidad de progreso social pudiera jamás depurar de maldad el corazón del hombre, en el que la inocencia llevaba las de perder más que otra cosa, pues las virtudes del hombre eran pocas
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y producto de su nutrición, en tanto que sus vicios eran muchos y en gran medida producto natural.
Nada original tenía Adams que decir sobre ' la identidad de estas virtudes y estos vicios. Igual que la mayor parte de sus eruditos colegas en la fundación de la República, concedía que el hombre poseía una naturaleza social, una dignidad innata, «benevolencia y afectos de índole general», deseo de libertad y, gracia salvadora del hombre que hace posible la civilización, una asombrosa capacidad para ser educado. No se mostraba mucho más truculento que sus camaradas al comentar la irracionalidad, egoísmo, indolencia y avaricia que subyacen eternamente el barniz de conducta civilizada. Mas sí se apartó del conocido camino de los primeros pensadores americanos —debe n o t a r s e que siguiendo a Adam Smith— al insistir que la «pasión de distinguirse» y «el amor al poder» eran los supremos motores del espíritu humano. Este descubrimiento no sorprendió en absoluto a Adams ni provocó en él la más mínima congoja. Evidentemente, estos dos impulsos, íntimamente relacionados entre sí, habían sido la causa de todas las desavenencias y calamidades desde el comienzo de la vida humana, mas también habían sido fuente de libertad y de progreso. En su opinión, las fuerzas de ias que resultaba el equilibrio en el corazón de cada hombre con relación
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al Bien y al Mal, el deseo de ser estimado y el ansia de dominar, actuaban permanentemente en ambos sentidos al mismo tiempo. Debidamente gobernadas y dirigidas podrían conducir a la libertad por el camino de la ambición; desgobernadas y mal encaminadas, llevarían fatalmente a la tiranía a través de la corrupción. La finalidad de la ciencia política era hallar métodos para encauzar estos instintos hacia fines buenos y fructíferos. .
Adams dedicó sus más felices lucubraciones al problema de la igualdad, y no es posible errar al apreciar la naturaleza y las implicaciones de sus puntos de vista. Para él el hecho concreto de la desigualdad de los hombres era tan evidente, y no menos esencial que ellas para «el ordenamiento de la sociedad» y para su beneficio, que las aparejadas pasiones de destacarse y dominar. Pensador adscrito durante toda su vida a la escuela de los derechos y la ley naturales, Adams concedía con gratitud el hecho de la igualdad moral. Todos los hombres fueron creados iguales; todos eran iguales a los ojos de Dios; todos tenían derecho a ser tratados como fines y no como instrumentos. Mas, como escribió a Taylor en lo más empeñado de su celebrada controversia.
«Enseñar que todos los hombres nacen con iguales potencias y facultades, con igual influencia social, con iguales bienes y ven-
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t a j a s , es tan burdo fraude, tan evidente engaño, q u e aprovecha la credulidad humana, como cualquiera en que hayan incurrido los fanáticos, los druidas, los brahmi-nes, los sacerdotes del Lama inmortal, o aquellos que se concedieron el nombre de filósofos de la Revolución Francesa, Seamos honrados, Mr. Taylor, y por amor de la verdad y de la virtud, que los filósofos y los políticos americanos desprecien tal mentira.»
Incluso su «más querida amiga», Abigail, hubo de escucharle a Adams homilías sobre éste, su tema favorito:
«Por ley de la naturaleza, todos los hombres son hombres y no ángeles, hombres, que no leones; hombres y no ballenas, hombres y no águilas. Es decir, todos pertenecen a la misma especie; y esto es cuanto puede decirse sobre su igualdad. Mas, naturalmente, difiere un hombre de otro casi tanto como se distingue de una bestia. La igualdad de la naturaleza es únicamente moral y política, y significa que todos los hombres son independientes. Pero la desigualdad física, la desigualdad intelectual notoria, fueron establecidas irremediablemente por el Autor de la naturaleza; y la sociedad tiene derecho a establecer cualesquiera otras desigualdades que crea y estime convenientes a su felicidad.»
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Adams hubiera insistido en que esta última consideración fuera interpretada ceñidamente. Lo que estoy seguro de que quiso significar es que diferencias palmarias en «fuerza, estatura, actividad, valor, resistencia, templanza, constancia, paciencia, ingenio, industria, fortuna, conocimientos, fama, donosura y sabiduría» surgirán en toda sociedad; que el efecto callado de las reglas convertirán tales disparidades en costumbres aceptadas e intereses creados; y que al ir madurando la sociedad, acaso llegue un día en que, por mor de su propia estabilidad, reconozca algunas de estas desigualdades aceptando en sus leyes títulos y privilegios. Adams albergaba la esperanza de que le fuera dado a él vivir en una sociedad en la que las desigualdades legales fueran mínimas, pero se mostraba dispuesto a conceder que la igualdad únicamente puede ser lograda en aquel grado que es «compatible con la seguridad del pueblo contra la invasión extranjera y la usurpación interior». No obstante, incluso en las sociedades más atacadas, ninguna obligación del gobierno puede ser juzgada de mayor importancia que la de extender por igual a todos sus gobernados la protección de las leyes. La firme creencia de Adams en la igualdad moral y en el deber del gobierno de proteger, depuraba su sistema de cualquier debilidad que hubiese podido llevarle a aceptar la autocracia o la esclavitud.
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Las opiniones de Adams acerca de la raza humana poseen un candor fresco y amable, tanto más cuanto él, a su manera, estaba lleno de benevolencia y buenos deseos hacia ella. Mas si juzgaba a los hombres merecedores de piedad y de amor, sentía que era también obligatorio el ser con ellos honrado, y nunca se mostró'más adulador en público que en su vida particular. Es verdaderamente asombroso que un hombre que hablaba tan abiertamente acerca de la «flaqueza y depravación generales en los hombres» pudiera cosechar tantos éxitos en las urnas electorales de un país libre.
{ > O le preocupaba menos a Adams la sociedad y su estructura que el hombre y su naturaleza. No quería saber nada de anarquismo e individualismos, pues reconocía claramente la naturaleza social del hombre. «La naturaleza —escribió— destinó al hombre a la sociedad.»
De acuerdo con sus puntos de vista conservadores, la buena sociedad está caracterizada por la estabilidad, el orden, la paz, la justicia y la equidad. Le sobraba, sin duda, realismo para creer que habían sido muchas las sociedades que en siglos pasados hubieran podido ser juzgadas buenas según este criterio. Las envidias entre los hombres
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y los conflictos entre las clases habían mantenido a casi todas las sociedades en un estado de turbulencia o de agotamiento. Adams no encontraba en toda la historia una sociedad libre de las desdichas de la lucha de clases. No obstante, en su bien amada Nueva Inglaterra hallaba un modelo vivo de una sociedad en la que las rivalidades podrían ser atemperadas y los privilegios utilizados para beneficiar, el' progreso. Las características de su orden social ideal eran las siguientes:
Estaría compuesta por grupos prescriptos antes que por individuos solitarios, El grupo clave, naturalmente, era la familia, institución ordenada por Dios y por la naturaleza que merecía toda clase de protecciones por parte de la autoridad constituida. Estaría basada en una economía sencilla y agraria. Adams fué toda su vida esencialmente un pensador agrario. Hamilton soñaba con una América repleta de fábricas y ciudades populosas, lo que infundía a Adams tanto terror como a Jefferson.
Los cambios quedarían frenados por la desconfianza popular de las innovaciones y mediante una dispersión de la autoridad para iniciar reformas. El mismo Adams desconfiaba de las reformas, por motivos tanto intelectuales como de temperamento, y le preocupaba primordialmente que las corrientes inexorables que provocan las mudanzas fue-
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ran cautamente dirigidas para alimentar el caudal del progreso verdadero.
Para terminar, la sociedad estaría organizada en estructura de clases, Adams nunca se expresó con verdadera claridad, o con auténtica consistencia acerca de sus teorías de las clases sociales. A las veces, parecía estar pensando en un número infinito de capas, en una gran cadena en la cual cada individuo tenía su lugar y en la que el lugar de cada hombre era diferente. Otras, caía en la fácil dicotomía de los pocos y los muchos, los aristócratas y los demócratas, «el señorío y el pueblo». Mas, por lo general, pensaba en la existencia de tres clases principales. Como en su Nueva Inglaterra, la sociedad deseable estaría formada por «los mejores», «los regulares» y «los de clase inferior», aunque estos últimos serían «inferiores» tan sólo de manera relativa.
Confiaba Adams especialmente en la clase media. La saludaba como «esa grande y excelente parte de la sociedad de la que en tan grande medida dependen la libertad y la prosperidad de las naciones». No mostraba muy inferior estima por las clases bajas, en las que le decía la experiencia que se encuentran siempre hombres de virtud y de tenaz propósito. Pero su verdadera preocupación se concentraba en los mejores, y es Adams justamente conocido como uno de los más agudos pensadores de tendencia aristocrática
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que podemos encontrar en toda la historia del pensamiento político. De la vasta y desigual masa de sus escritos sobre este tema es posible entresacar lo esencial de su sistema:
No ha habido ninguna sociedad en la cual la aristocracia no haya sido una fuerza. En una nota marginal que Adams puso en la Revolución francesa de Mary Wollstone-craft, el pensador estalla con una vehemencia que incluso él, vehemente anotador, rara vez igualó: «Y, ¿supone esta mujer sandia que podrá liberarse de una aristocracia? Dios Todopoderoso decretó al crear la naturaleza humana una eterna aristocracia e n t r e los hombres. El mundo siempre ha sido, y siempre será gobernado por ella.»
Surge la aristocracia de la desigualdad natural entre los hombres y las cosas de este mundo en que se manifiesta mayor desigualdad entre ellos, «belleza, posición, cuna, talento y virtud», son sus cinco columnas. Las últimas dos cualidades merecíanle a Adams excelente opinión. Hablaban Hamilton y sus partidarios de «los sabios, los buenos y los acaudalados», mas Adams abreviaba la fórmula diciendo «los sabios y los buenos». La plutocracia era la única clase de aristocracia que rechazaba, y observaba con angustia el paulatino avance de los adinerados hacia las cimas de la vida en América.
La idea de aristocracia ha de ser entendida en buena parte como capacidad para
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influir sobre las normas sociales. En un famoso párrafo de su diálogo con John Taylor, Adams escribió: «Sin acudir a las autoridades, Mr. Taylor, le diré en unas pocas palabras lo que entiendo por aristócrata, y, por tanto, por aristocracia. Llamo aristócrata a todo hombre que puede recabar dos votos; uno además del suyo.»
Para acabar, la civilización es en gran medida la obra de unos cuantos hombres de talento y energía poco corrientes, y, por tanto, es función obligatoria de la civilización el buscar aristócratas verdaderos. Si no los halla, deberá resignarse a la decadencia y la destrucción.
No obstante, ¿qué acontece cuando este rebuscar tiene éxito, cuando hombres de mérito son elevados a puestos de gobierno e influencia? La respuesta que da Adams, que jamás desperdició una ocasión de helar la esperanza con el escepticismo, es que los aristócratas se convierten en una de las más graves preocupaciones de la civilización. En una carta característica que dirigió a Benjamín Rush, Adams expresó esta opinión de dos valores: «No repetiré con frecuencia bastante jamás que esta aristocracia es un monstruo que ha de ser encadenado; mas encadenado de tal forma que no sufra daño, pues es bestia útilísima y muy necesaria en sus menesteres. Nada podemos lograr sin ella. Atemos, pues, la aristocracia con doble cor-
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del. Encerrémosla en una jaula de la que podamos soltarla oportunamente para alcanzar el bien sin que pueda hacer el mal.»
Reconocimiento de su estado, protección de sus bienes, deferencia por sus dictámenes, galardón por sus servicios; todas estas cosas le serían otorgadas por la buena sociedad a la aristocracia, por ley y por uso, lo que la llevaría a sentirse animada hacia el bien y disuadida de perseguir el mal. Lo más importante de todo para el bienestar de la aristocracia y la paz mental del vulgo, sería poner freno duro al poder político de la aristocracia. «En mi parecer, —escribió Adams—, todo depende de la forma de gobierno.»
De YALÍ BBVIBW.
El final de este articulo se publicara en el próximo número <le ATLÁNTICO,
Cuaderno del Director
El año pasado publicamos (N." 4) una reseña extensa del importante libro del profesor Stanley Williams, The Spanish Back-ground of American Literature. Y ahora nos agrada sobremanera saber que los dos tomos de la obra han sido traducidos y puestos a la disposición del lector español por Editorial Gredos. Pulcra presentación y buena traducción.
Lo de la traducción es una calle de dos vías. En los Estados Unidos el año pasado han aparecido en las librerías dos elegantes traducciones de Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez. Una es de.Eloise Roach, y fué publicada por la University of Texas Press, y la otra de William and Mary Roberts (New York, Philip Duschnes). Las dos tenían dibujos de sobria originalidad. En una reseña se
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decía: «Un libro exquisito, rico, resplandeciente y en verdad incomparable.»
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Me ha asombrado y complacido el trabajo en pro de las relaciones culturales hispanoamericanas que lleva a cabo el Instituto de Estudios Norteamericanos de Barcelona. Su nuevo local es sumamente elegante y adecuado para sus propósitos: conferencias, coloquios, cine-club, exposiciones, reuniones sociales, etc. ¡Enhorabuena! Asimismo, el Centro de Estudios Norteamericanos de Valencia, más joven, parece activo y prometedor. Su nuevo local adquirido y equipado a pesar de las consabidas dificultades, fué inaugurado este mes por el Embajador John D. Lodge.
La vida artística de España está decididamente en auge en Nueva York y otras partes de los Estados Unidos. Recientemente. José Greco, Andrés Segòvia^ Rey de la Torre, han actuado en Nueva York, y la exposición de la arquitectura de Antonio Gaudí en el Museo de Arte Moderno tuvo un rotundo éxito.
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LIBROS Earl Parker Hanson. Transformación: El
moderno Puerto Rico. México. Editorial Intercontinental, 1957.
Para entender y juzgar según sus méritos el libro de Mr. Parker será necesario partir del supuesto de que no se trata de una historia, sino de una crónica de ciertos acontecimientos, escrita por quien ha tomado alguna parte en ellos y no podría, si tal fuere su pretensión, contarlos y menos analizarlos con la objetividad del historiador.
Tal puntualización es necesaria, y arrancando de ella podemos seguir con detalle, en este libro, el proceso de transformación del moderno Puerto Rico, debido en principalísima parte a la energía y el talento de un gran político, el gobernador Luis Muñoz Marín, que ha planeado para su pueblo un programa de vida distinto de las fórmulas hasta ahora aceptadas para concluir los regímenes coloniales. El programa está actualmente en vías de ejecución y su éxito de-
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pende de muchos y muy varios factores, pero sobre todo de que perdure la política preconizada por Muñoz Marín, hasta ahora aceptada por la mayoría del pueblo puertorriqueño.
Estudia Mr, Parker un período que va desde 1898 hasta el presente. Las seis u ocho páginas dedicadas a los cuatro siglos de gobierno español son insuficientes, en todos los sentidos; pero esa insuficiencia no deberá serle reprochada al autor, pues su propósito no era narrar la historia de Puerto Rico, sino simplemente la de su transformación actual. En cambio, expone con pluma brillante y apasionada «el dolor del colonialismo» en los primeros lustros de ocupación norteamericana, con el asentamiento y toma de poder, en la isla, de las grandes compañías azucareras continentales y otras empresas no menos codiciosas, y, por otra parte, las estériles tentativas puestas en práctica para sustituir la enseñanza del español por la del inglés, con los inevitables trastornos derivados de tal pretensión.
La exposición del autor se esfuerza generalmente por ser imparcial, y a menudo lo es; por eso mismo choca la acritud manifiesta al referirse a los nacionalistas puertorriqueños, pues en este caso no se advierte la voluntad de comprender (de comprenderles partiendo de su pasión) que resplandece en otros capítulos de la obra.
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Sin duda, los más densos y eficaces son los dedicados a explicar el ascenso de Muñoz Marín a la jefatura y el esfuerzo realizado por el actual gobernador para mejorar las condiciones de vida en la isla. Como es sabido, la solución que éste preconiza es la ahora vigente, de «Estado libre asociado» con los Estados Unidos. No la independencia, pero una flexible fórmula de libertad interior dentro de una ciudadanía común. Los puertorriqueños son ciudadanos norteamericanos, mas su Estado no forma parte de la federación americana en calidad de tal, sino como territorio dependiente (de facto, al menos) del Congreso y el Presidente de Estados Unidos.
En sucesivos capítulos estudia Mr. Parker las realizaciones logradas bajo el Gobierno de Muñoz Marín, respecto a las cuales es acertado h a b l a r de transformación, pues ciertamente la isla ha mejorado en muchos aspectos, y especialmente en lo relativo al problema social. La paulatina industrialización del país, con las hábiles medidas adoptadas para promover la instalación en el de nuevas industrias, ha procurado un bienestar al proletariado agrícola y ciudadano que antes sólo disfrutaban las capas de la población mejor situadas.
La creación de fuerza motriz abundante; la notable mejora lograda en la sanidad pública; el esfuerzo por atraer el turismo, y los
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adelantos en la educación y cultura del pueblo son en esta obra bien observados y comentados. Son importantes las páginas dedicadas a los problemas del crecimiento de la población y de la emigración, tan estrechamente vinculados y tan decisivos. Recordemos que en 1952 la población de Puerto Rico pasaba de dos millones y cuarto de habitantes, con una densidad de 261 habitantes por kilómetro cuadrado. Si el crecimiento continuara al ritmo de la década 1942-1951 la población se duplicaría en unos veinticinco años.
En el capítulo final el autor se plantea algunas cuestiones acerca del futuro de Puerto Rico y de los sentimientos de los puertorriqueños en relación con ese futuro. No parecen mal fundadas, pero cuanto se refiere al porvenir debe quedar en la sombra que le es propia, sin aventurarse a especulaciones cuya solidez o fragilidad sólo podrá declararla el tiempo.—Ricardo Guillan.
James A. Michener. The Bridge at Andau. New York. Random House, 1957.
La impresionante y conmovedora rebelión húngara me sorprendió en los Estados Unidos. Por ausencia obligada del corresponsal de A B C tuve que sustituirle en los días 25 y 26 de octubre del año pasado. Telegrafié a mi diario que el triunfo de los sublevados era
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imposible, que Rusia no cedería ni intervendría el mundo libre, porque Austria era neutral y no dejaría pasar sus tropas.
No me atribuyo ningún mérito por haber previsto con dolorosa claridad cuanto iba a ocurrir. Se necesitaba una fuerte dosis de optimismo romántico para esperar lo contrario. Yo conocía necesariamente la historia de Hungría, la guerra de independencia contra Austria en 1848-49, en que Hungría, vencedora, fué finalmente derrotada gracias a la invasión de doscientos mil soldados del zar Nicolás I. Si bien en el primer caso nos encontramos con un imperio de extrema derecha y en el segundo de una república de extrema izquierda, ambas intervenciones eran reaccionarias, pues se dirigían contra el anhelo de libertad, liberalismo y democracia de todo un pueblo.
El autor norteamericano, que es ante todo un excelente y escrupuloso periodista o cronista de la historia de nuestros días, rechaza la tesis moscovita de que la rebelión era obra de reaccionarios, antiguos partid a r i o s de Horthy, el alto clero, la aristocracia, etc. No; los sublevados eran todo lo contrario: comunistas antaño convencidos, estudiantes, obreros de las fábricas metalúrgicas de Cse-pel, orgullo del régimen; en fin, la crema de la sociedad comunista, que se revolvía contra la imposición de los rusos y sus cómplices húngaros. «Somos nueve millones de
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reaccionarios, aristócratas, obispos, terratenientes —decían sarcásticamente los luchadores—, pero, afortunadamente, una docena de ministros han permanecido fieles a Moscú.» Los ejemplos que relata Michener indican claramente que la revolución tenía raíces populares; hubiera surgido de todos modos, aun sin el aliento de Radio Free Europe, porque las crueldades del AVO —la Cheka de Hungría— habían alcanzado un grado inconcebible. Los húngaros se decían que ya nada podían perder, y su odio a los dominadores rusos llegó a ser superior a cualquier otra consideración, Fueron precisamente los jóvenes, hasta cierto punto mimados por el régimen, los que con mayor resolución se volvían contra él. La mayor parte de los doscientos mil refugiados eran jóvenes —en término medio de veintitrés años de edad—, lo que representa una dramática sangría para el país. Los que lo han abandonado eran intelectuales, ingenieros, trabajadores especializados, elementos que cualquier país necesita.
Y llegados aquí surge una pregunta, a la que nadie ha contestado hasta la fecha, ni siquiera el escrupuloso Michener. ¿Por qué toleraban los rusos la huida de tantos húngaros? Sin la menor duda hubieran podido impedir el fantástico éxodo mediante una vigilancia de las carreteras que conducen a la frontera con Austria, que no es muy ex-
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tensa, Hubieran podido minar la línea fronteriza, destruir el puente de Andau, que a pesar de su nombre alemán (el de la aldea más cercana, ya en Austria) se halla en territorio húngaro, Nada en tal sentido hicieron los rusos ni el Gobierno de Budapest; por el contrario, según relata Michener, la huida fué bastante fácil, ¿Cómo se explica tal anomalía? Acaso por el deseo de verse desembarazados de los elementos anticomunistas («bon débarras»); acaso con el deseo de substituir a tantos magiares por rusos; acaso simplemente porque fallaron las precauciones, a consecuencia de los ocultos sentimientos de los propios soldados que fueran húngaros o rusos, muchos de los cuales habían llegado a simpatizar con los enemigos de la cruel policía secreta.
A través del libro de Michener se nota que el movimiento era más antirruso que anticomunista, Un comunismo nacional, sin tropas moscovitas, sin el envío a Rusia de las riquezas del país (como el uranio), hubiera satisfecho a millones de húngaros. Habría sido algo entre Gomulka y Tito. Pero, poco después de iniciarse, la rebelión tomó carácter anticomunista, aunque no reaccionario. Los principales jefes eran buenos izquierdistas, no sólo el desgraciado Imre Nagy, sino también el general Maleter, héroe de la defensa de los cuarteles Kilian,
Los rusos no habían contado con una reac-
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ción tan acentuada y resuelta; así se explican sus primeros reveses, con tanques débiles y vulnerables. Ellos mismos habían enseñado al pueblo húngaro cómo podían defenderse contra los carros de asalto. Con decisión y cálculo fríos retiraron sus tropas de la capital, permitiendo que los húngaros se entregasen a la ilusión de verse triunfantes y libres. La ilusión, compartida con muchos observadores extranjeros, sólo hubo de durar cinco días, plazo suficiente para que se desencadenasen las pasiones, durante tantos años reprimidas. En los cinco días fueron cometidos varios excesos, lamentables, aunque explicables por el indomable odio de la gente contra los miembros del AVO (Destacamento de Defensa del Estado). El Gabinete de Imre Nagy fué desbordado y los rusos encontraron un pretexto para presentar el movimiento como nacionalista, reaccionario e incluso fascista. Y también fué suficiente el plazo para que los rusos sustituyesen a sus tropas que simpatizaban con los magiares por mongoles todavía no contaminados.
La única «venganza» de los patriotas vencidos consistía en expatriarse, infligiendo un serio quebranto moral, y hasta material, a la Hungría comunista, sometida a la Unión Soviética. Doscientos mil refugiados equivalen proporcionalmente a cerca de un millón en España, y a cinco millones en los Estados Unidos. Casi todos ellos (muy pocos cruza-
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ron la frontera con Yugoslavia) fueron socorridos y alimentados por la pequeña Austria, ante cuya generosidad se inclina Miche-ner, pues se sabe que el país alpino se encargó temporalmente de una tarea tan ardua, como si Norteamérica hubiese tenido que acoger inesperadamente a cinco millones de huéspedes. Hubo aldeas en Burgen-land que tenían más húngaros que vecinos propios.
Los sacrificios de los patriotas han resultado estériles, aunque sólo en el aspecto exterior. De todos modos, ha demostrado al mundo entero que la vida bajo la doble dominación ruso - comunista era insoportable, que los gobernantes del Kremlin no podían tener confianza 311 los intelectuales, ni en los honrados obreros de los países satélites, y que ni siquiera las tropas y la policía regular eran de fiar; finalmente, que los propios soldados rusos, en contacto con la población sometida, acababan con simpatizar con ésta, seducidos por una cultura superior a la suya. Hoy sabemos de un modo palpable —escribe el autor— que «halagos, amenazas, purgas y promesas han resultado igualmente fútiles; sólo la fuerza bruta puede retener al satélite».
La obra de Michener es digna de ser leída y meditada por todos cuantos se interesan por la quintaesencia del comunismo. Al mismo tiempo de ser el relato concienzu-
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do (hasta los nombres propios con ortografía exacta) del levantamiento del pueblo magiar contra sus opresores, es una exposición inteligente y nada exagerada de los métodos del comunismo, en su categoría de gobernante y de invasor. La lectura de El puente de Andau haría reflexionar a millones de filosoviéticos en cualquier país del globo. Es obra de útil propaganda, sin proponérselo.— Andrés Révesz.
Luis G., Marqués. Gobierno y administración local en los Estados Unidos. ((Informaciones Municipales», Barcelona, 1957.
El autor de este libro, Luis G. Marqués, estuvo durante el curso 1955-56, estudiando con una beca del Gobierno norteamericano en la Universidad de Pennsylvania. Allí obtuvo el Master's Degree en Government (especie de licenciatura en ciencias políticas), y también la mayor parte de la información que le era necesaria para su estudio sobre el gobierno y la administración local norteamericanos.
Marqués destaca en su introducción que son los Estados Unidos, y no el Gobierno Federal, los que regulan la vida local en los Estados Unidos: «No existe un régimen local, sino cuarenta y ocho regímenes distintos, en los que, a su vez, se pueden encontrar las variedades locales m,ás insólitas y paradóji
co
cas. Se tropieza, por ejemplo, con las dificultades dimanantes de la variedad de formas por que se gobiernan los municipios de los Estados Unidos. Y es que en Norteamérica se considera al municipio como una especie de laboratorio político donde realizar experimentos del gobierno representativo, y donde la opinión pública va moldeando a presión la organización políticoadministrativa del mismo.»
El autor cita cinco, que pudiéramos llamar artículos de fe de los americanos en materia de política, de los que debemos partir si queremos comprender el carácter del gobierno local americano. Estos artículos de fe, que él llama working polítical ideas, son los siguientes: (1) Fe en la competencia general - Convencimiento de que cada ciudadano puede comprender los problemas de la nación, estado o municipio. (2) Desconfianza hacia el perito - creencia de que el self - made man debe ser preferido para el ejercicio de cargos públicos. (3) Desconfianza hacia los grupos privilegiados. (4) Administración por la habilidad técnica. (5) Localismo y seccionalismo - Los autogobiernos locales son uno de los fundamentos de la democracia americana.
Las divisiones del libro tratan ampliamente de los siguientes aspectos: entidades administrativas locales —condados, ciudades, municipios y distritos; áreas metropolitanas;
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supremacía del Estado; códigos municipales; formas de gobierno; alcaldes; consejos municipales; poderes municipales; responsabilidades municipales; finanzas y rentas públicas; presupuestos; recaudación de impuestos; contadurías, y procesos legales locales.
Marqués analiza detenidamente cada uno de los temas citando muchos ejemplos de actualidad. Resume los cambios ocurridos en el gobierno local americano, a lo largo de este siglo, como la adquisición de más poderes por parte de los alcaldes y la presencia de un nuevo elemento en el plan de gobierno local, el cuy manager, elegido por el consejo municipal para que se encargue de la administración del Municipio.
Concluye diciendo Marqués: «Podemos afirmar con completa seguridad que, en tanto que el pueblo norteamericano siga siendo impulsivo, humorista, impaciente, generoso y juvenil, y continúe creyendo en los principios básicos de la Declaración de Independencia, el progreso y la vitalidad del gobierno local estarán garantizados.))
El libro está enriquecido con una valiosa bibliografía sobre el asunto, recopilada por el autor.—Dohald Mulligan.
¿Quiénes son? Alice Griffin.-Doctora en filosofía y letras, ha estudiado en las universidades de Colúmbia, Birmingham y Londres. Esposa de John Griffin, el autor teatral inglés. Codirectora de la revista Theatre Arts Magazine y directora de la sección Notas Teatrales de Actualidad en el Shakespeare Quartely.
John Ely Burchard.- Decano de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Fundación Farwell Bernis, en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, galardonado con la Medalla Presidencial al Mérito en 1948. Presidente de la Academia Americana de Artes y Ciencias.
J. Raimundo Bartrés.- Discípulo y gran amigo del gran escritor Pío Baroja, a quien ha dedicado innumerables trabajos. Nacido en Barcelona, es asiduo colaborador de importantes publicaciones españolas e hispanoamericanas.
Arthur Holly Compton.-Premio Nobel de Física en 1927, poseedor de más de 25 títulos universitarios honoríficos. Destacado elemento del equipo descubridor de la bomba ato
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mica, acerca de lo cual ha escrito un libro notable, La Busca Atómica. Es profesor de Filosofía Natural en la Universidad de Washington, St. Louis. El artículo que se publica es el texto de su discurso en el acto de entrega del primer premio «Átomos para la Paz», concedido en Washington al Dr. Niels Bohr, otro premio Nobel, de nacionalidad danesa.
Clinton Rossiter.- Presidente del Departamento de Administración de la Universidad de Corneli. Entre sus libros más conocidos: Sementera Republicana, El Conservadurismo en Norteamérica, La Presidencia Americana.