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coordenadas (Lonely Planet: Japón)
coordenadas (Lonely Planet: Japón) Jonathan Hilton Project 2010-2011 Pablo Esteve Febrero 2011
notas de edición
Me llamó Jose, su compañero de piso y propietario del mismo. Pagó el alquiler
del último mes y se largó. Yo andaba buscando un piso céntrico y cuadró. Se
llevó su ropa, maletas, sus sábanas, todo menos estos papeles y objetos. Sobre
la mesa, grapadas y corregidas, hojas de 90 gramos impresas, versiones sobre
su “plan”, notas en cuadernos arrancadas, tickets y abonos que recogería del
suelo del autobús porque me hablaba de eso. Creía que cada uno de ellos
contaba la historia del tacto de un mes, de las vueltas de una persona por el
mundo con sus ilusiones, su cotidiano feroz y que eran pistas que él solo podía
descubrir porque estaban codificados y él, como trabajador de la CTM había
aprendido. Antes creíamos que estaba como una cabra, aunque sé que nunca
contaba estas cosas a las chicas con las que se acostaba, con las que ligaba en
los pubs. Era un tipo normal, festivo, alegre. Solo en ocasiones le daba una
crisis y podía llamarnos a las 3 de la madrugada, cansado de la vida, de “su”
vida y le parecía que todos los demás eran felices. Una noche, después de
cenar, me llamó para contarme una historia. Le encantaba hacerlo y nosotros
que lo hiciera, cuando nos reuníamos en un bar o en una cafetería y los demás
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nos extendíamos en cuestiones del trabajo o nuestras relaciones, él asentía,
negaba, seguía las conversaciones, se reía hasta que contaba algo que había
visto, escuchado, o lo que relacionaba con lo que había leído en la página 34
del periódico. A partir de eso, creaba una historia nueva, que a algunos les
cansaba y yo admiraba esa capacidad de, no evadirse, sino de abrir campos,
puertas, ventanas, de airear las camas, de agitar las cortinas, de mover las
ramas de los árboles, de huracanar las persianas hasta abatirlas de par en par y
la habitación quedaba abierta en canal. Aire era su palabra favorita. Y océano.
Aquella historia de aquella noche me sedujo tanto que comprendí el alcance de
su plan y lo maravilloso. Me dijo que recibió un paquete con sus datos
correctamente acentuados y la dirección sin error alguno. Era una guía de
Lonely Planet y el país descrito, Japón. Nunca habíamos hablado de ese país y
eso que habíamos fantaseado con irnos a recorrer Argentina de punta a punta o
perdernos por Estados Unidos y pasar de ver las películas a vivirlas. Pero de
Japón nada de nada. No la había visto hasta que entré en su habitación y ahí, en
una esquina de la estantería, nuevecita. Su escritorio era un inmenso campo de
batalla, siempre le gustaron interminables como este, robustos, tallados
oscuros. Tenía libros nuevos que no leía, solo los abría y escogía palabras o
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párrafos al azar y los copiaba en una libreta de media carilla y escribía su
propio texto. Creo que no leyó nunca un libro completo pero había escrito
miles, más personales, a su medida, los que le encajaban como un guante y eso
que su biblioteca se reservaba con un plantel de grandes autores
seleccionados. Si le hablabas de Las ciudades invisib es de Calvino, él te
hablaba de su “Calvino” y si te gustaba te regalaba su producto. Y asi
conocimos “su Rayuela” con varios de los personajes y con otros suyos, su
“Lolita” de Nabokov a la que desgajó y sus líneas necesitaban ventiladores a la
máxima potencia para liberar todo el calor acumulado. Abrí los tres cajones y
había fotografías y un sobre con algunas seleccionadas con un título que se
repetía y repartía: coordenadas. Otra carpeta bajo unos libros con esa palabra,
pero no había ni un resquicio de orden por ningún lado, anarquía total. Por eso,
para mi mente más científica les puse números, más o menos con un sentido.
En otro de los cajones encontré dos cartas de respuesta, abiertas y un par de
textos que parecían extraídos o escritos a partir de noticias del periódico.
Alquilé la habitación tres meses para que todo esto tuviera un principio y un
final. Algo que me llamó la atención relacionado con esto de darle un sentido :
no sé cuántas veces leí la palabra “ausencia”. Me parece que la disolvía en las
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innumerables tazas de té que apuraba cada noche cuando terminaba su turno.
Ausencia e insomnio tenían la consistencia de unos voluminosos cortinones
decimonónicos y le pesaban por los hombros más que una estatua de mármol o
con el mismo frío. No sé cuántas semanas empleó en dejar este cuarto plagado
de termitas en forma de papeles que se comían cada resto que levantase la voz
ausente o insomne.
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No había truco ni maquillaje. Le miraba directamente a los labios, dulcemente.
Ella seguía contándole no sé qué historias, de la secretaria del jefe, de no sé
cuántos compañeros porque los nombraba como si los conociera, me daba
exactamente igual, flamante americana impoluta y sus labios carnosos aún sin
domesticar lo suficiente. Tenía que aguantar esos rollos, esas demostraciones
de que la vida no le está oxidando. Cada una de las chicas con las que se citaba
hacían lo mismo, hablaban de sí mismas, parecía que escuchaban y lo único
que querían era verse delante de un espejo, actuante, ellas orgullosas
engreídas pero con las mismas ganas que él de satisfacerse temporalmente,
exudación, rozamiento, gemido, caerse de la cama. Luego se pillan de uno,
buscan bombones en un trato donde no figuraban ni por asomo, donde todo
quedó transparente, ni tampoco las llamadas repetidas constantes, solo porque
echan de menos su reflejo, mi d sponibilidad. En él se resumían todos los
aspectos que evitaban, en lo que jamás acabarían : mi aire de abatido, de
alegría momentánea, de fulgor inesperado pero tenue, mi cier o fracaso. En uno
de sus ratos libres había leído la historia de Grisha Perelman, el matemático
que abandonó reconocimientos, premios, el tipo resolvió la conjetura de
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Poincaré, no tengo ni idea que es esto pero parece de lo más serio, y el tipo,
dijo que no, que además viendo cómo se comportaba esa realidad de los
matématicos que no podía ser otra cosa que perfecta, sin fallo, dijo adiós, ahí
os quedáis. Para él, la realidad ya había pasado la ITV y no le gustaba nada, el
resultado fue negativo. Tenía la manía de hacer un gestito delante del vaho del
espejo cada mañana antes de ducharse : ponía el índice y el pulgar a manera de
pistola y se lo ponía en la sien. Era una costumbre estúpida que no tenía que
ver con el suicidio sino que lo veía como una manera de ofrecer a ese mundo
que estaba fuera, su condena, su rechazo. Hasta que un día, se miró, se vio tan
humano que reconoció que todos estábamos hechos de la misma pasta, que
aquello que le incrementaba la úlcera no era ajeno y que él podía arreglar todo
este tinglado. Se comprometió con la vida tan decidido que se coló en su raíz,
en sus posibilidades. Por eso, escribía cartas para continuar las historias que se
quebraban o para crearlas allí donde pudo ser. Cada vez que lo hacía sabía que
estaba sustituyendo la realidad y ya había recibido gritos de señoras porque no
paraba donde debía, tan concentrado como andaba. Recordaba aquella moto
que tuvo que vender y con la que recorrió mil veces las rondas de Barcelona
porque eso le permitía pensar y vuelta tras vuelta después del trabajo. Escribir.
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Era lo que había encontrado como sistema eficaz. Había desarrollado tanto la
técnica de la escritura que solo tenía que mirar y el fino hilo que abría una
botella semivacía le impulsaba a completar una historia a su medida, se le
aceleraba el pulso cuando pensaba en la de cartas que estaban surgiendo. A
veces, en las noches de otoño, le sobrevenían todos los destinatarios y nacían,
se encontraban en un limbo sin alas, y mantenían conversaciones. Menos mal
que solo era a veces porque de lo contrario hubiera acabado loco por completo
y no era precisamente su intención.
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Todo en su vida tenía un poso amargo o de renuncia. Todo acto implica una
renuncia, lo había escuchado mil veces. Estaba hasta las narices porque ni
siquiera él sabía qué significaba esto y lo aplicaba a rajatabla y así le había ido
todo. Su trabajo como conductor de autobuses empeoró su salud. Se aburría
metódicamente, se pinchaba con la impresión de que todos sus compañeros
habían triunfado y él había acabado vistiendo la camisa azul cielo, el jersey azul
oscuro, el pantalón azul oscuro y los zapatos negros. Ese dato, « negro » que a
un viandante común pasaba desapercibido para él significaba que todo tenía su
lógica, que aunque estuvieras empantanado, hasta las cejas de deudas, hay una
dispersión, algo que lima las asperezas, que no huye hacia las nubes, eso es el
fracaso, no, existían unos zapatos negros con fondo azul que encajaban a la
perfección en un sábado de coladas.
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Desayunaba a las 8h30 en la cafetería restaurante La regenta, lo de siempre, un
cortado y unas tostadas bien cargadas de mantequilla y con mermelada de
fresa, exclusivamente. La leche, caliente, porque le emocionaba alargar ese
momento y olvidar la tragedia de tantos amores rotos a los que no se
entregaba por completo porque al final no eran capaces de entender que las
cosas funcionan a otro ritmo y que él también tenía derecho al suyo. Eso de
tragedia sonó forzado, ridículo, teatral. Le gustaba tanto sentirse la víctima…
Juan Aparicio, nº 5243, turno de tarde-noche hasta las 23h. A veces, cambiaba
el turno como hoy, con uno de sus mejores amigos. Estaría en casa hacia las
tres y podría ver las noticias. Creía que en cualquier instante, encendería la
radio o la televisión y comenzarían con una pantalla en arcoiris como la carta
de ajuste o con un picnic derretido, noticias humanas, que nos hacen sentir
felices. El turno no fue ni mucho menos interesante: asuntos mecánicos,
asintiendo formalmente, hola, buenos días, me abre la puerta, vayan hacia
atrás, perdón, no pica. A las 14h55 estaba en casa y nada más entrar encendió
el fuego y puso un cazo con agua y un poco de sal. Le apetecía arroz con
verduras. El vapor...Escuchó en la tele que hablaban de una manifestación por
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la justicia (sinceramente solo escuchó un ruido ininteligible de la presentadora
del informativo, piquetes, reivindicaciones salariales) y pensó en esa relación
tan idílica con Julia que terminó en poco menos que en una carga policial.
Nunca sabrá si era lo que esperaba para moverse, pero el caso es que desde
aquel día y cierta acidez de estómago le hizo concebir la idea de una actuación
y mandarle una carta de ahí te quedas cariño con todas las repercusiones que
podría tener. Bye, bye, tampoco soy tan estúpido.
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La técnica. Se compró un bloc de 120 hojas, suficientes para escribir unas
cuantas. Un lote de BIC (rojo negro azul verde). Color. Era lo que buscaba.
Color, variedad, multitud, todo lo que menos tenía que ver con la soledad. En
sus cartas no hablaría de sustantivos abstractos, estaba cansado de ellos, no le
decían nada, solo llenan la boca y si bajan un poco más obstruyen la garganta.
Cada vez que terminaba un circuito le sobraban unos cinco minutos
dependiendo del tráfico y como no tenía muchas ganas de observar
pasivamente, de completar su cerebro con hechos causales que se escapaban
en estado embrionario, sucio, deforme, los aprovechaba. Esos cinco minutos
ganados a la rutina serían los que sentarían la base de las cartas. Era su forma
útil de hacer el mismo gesto del espejo, pegar un tiro a esa vida, que no era a
la vida sino al conformismo, mejor dicho, al sentarse cómodamente en el sofá
nada más llegar a casa encender la televisión efectuar tareas higiénicas y
prácticas para el siguiente día, y repetición de gestos. Quería sacar de raíz ese
endurecimiento de la piel, ese quiste, esa berruga a la que le salen unos pelos
horribles, duros, cuando se descuida. Como el amor. La técnica. Elegiría los
personajes de todas sus vueltas por la ciudad, línea 50 : una chica con los
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gestos de otra, un novio con los rasgos de tres o cuatro que entraron, objetos
de todos. María, la destinataria, era laura, julia, engracia, elisabeth, isabella, los
complementos de todas ellas la definirían. Su manera de coger el libro o mejor,
nada de libros, es más sofisticada y enreda sus dedos entre su cabello rizado o
juega con el collar que le trajeron de Zanzíbar. Había un reposabrazos cerca de
la puerta, ese sería su escritorio.
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El primer libro que entró en su vida fue algo de Emilio Salgari, con portada roja
y ciertas líneas doradas en una edición demasiado barroca. Iba de un lado a
otro de casa, entraba a las habitaciones de sus hermanas repitiendo el nombre.
Salgari, Salgari. Le parecía un grito de guerra, el bastón de mando de una tribu
desconocida, una despedida entre desconocidos en un andén brumoso de
película en blanco y negro. No fue algo de un día. Seguía una agenda de
cumplimiento obligatorio y solo en los días que figuraban con un círculo rojo
grueso, solo esos eran de Salgari. Sin embargo, nunca leyó ese libro. Nunca.
Miraba las portadas curioseaba entre las páginas y escribía algunas frases
sueltas, nombres de otros personajes, objetos varios y los dejaba en una hoja
de papel para que tomaran la fisonomía de nuevas historias. Creía que saldrían
solas, que potencialemente todo lo que entraba en contacto con Salgari, con
esa varita mágica, cobraba vida. El último fue hace unos días, esta guía de
Lonely Planet de Japón. Como el primer libro, no tuvo nada que ver. No la había
pedido.
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Sonó el timbre. Dos veces. No había quedado con nadie. Contestó y desde
abajo una voz funcionaria. Le dijo que tenía un paquete a su nombre. No había
comprado nada. Nadie le había informado del envío, esa prudencia que se
toman las personas para que no se pierda nada, solo por el hecho de no
fracasar, sentir que lo que hicieron tenía un sentido. Su nombre y su dirección,
todo correcto. El remitente le sonaba de algo, de algún artículo comprado hacía
ya un tiempo. Cerrada la transacción, fin de la historia. A santo de qué, tenía
ese paquete. Con seguridad, se trataba de un error. Estuvo a punto de
devolverlo pero no tenía coste de reembolso y la curiosidad le invadió de la
cabeza a los pies. Sin nota, sin ninguna pista. Lonely Planet: Japón. Nunca había
pensado ni pensaba viajar a Japón. Alguna vez, dijo en voz alta como de
pequeño Salgari, Tokio, Tokio. Era tan contundente, tan precisa. Tokio. Tokio.
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Algo así como en One our photo o Retra os de una obsesión ese Parrish
meticuloso, intrincado, fino como una hebra, intenso como una bolita de
pimienta en la lengua. Eso sí, sin acabar como una puta cabra. Era lo que se
dice, cliché, un tipo normal, más bien ordinario con unos hábitos cortados a la
medida del 80 por ciento de las caras cansadas del metro, de los andenes a
rebosar a las 7 y media de la mañana y a las dos del mediodía. Imaginaba unas
chinchetas marcando en un corcho la línea divisoria de los kilómetros de esa
carta expuesta. Desestimó este hecho por considerarlo enfermizo y además le
vinieron a la cabeza los asesinos en serie de las películas o la del número 23,
las paredes repletas de recortes de periódicos ya amarillentos, fotografías
rotas, ajadas, arrugadas. No, las quería mantener impolutas, vivas no
desmembradas. Mantenerlas siempre dispuestas a mezclarse, a crear infinitas
maternidades.
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Las primeras cartas no eran nada del otro mundo, le salían sin chispa, apenas
cinco líneas con un regusto a lo pomposo de los salones franceses de la
Ilustración. Impaciente en la número uno. Había decidido que las distancias
crecerían a medida que se ampliaban las líneas y las hojas. Ruth García Linares
fue algo local casi vecinos. Una línea más y saldría de esa ciudad, hasta
entonces escribiría por su barriada.Tenía que poner sumo cuidado en el
vocabulario que emplearía, uno intermedio bastaría, sin ofender, sin incomodar
y sobre todo, sin que diera a entender que era un acosador, un pervertido sino
que era una historia que intervendría en su vida directamente. El azar hacía el
resto, le daba ese punto de curiosidad que buscaba, necesario. La dirección era
la puerta abierta, el hecho discordante en la mente de ella. Esa carta la haría
propia, ese imprevisto en su vida incidiría en su cotidiano, rompería la simetría.
Se encontraría con varias amigas y les contaría este hecho y la potencialidad
aumentaría, lo contaría como algo suyo, íntimo, dudaría entre abrirla o no,
preguntaría a la casera, y confirmaría que nunca hubo una chica llamada así,
buscaría en Google, Facebook, no, no existe, o sí porque alguien le ha escrito.
Dentro escribiría un remitente, un contéstame y a partir de esa inquisición, la
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apertura medida, la apertura rasgante, imperfecta, si hay una respuesta. Él
tendría la constancia. Y si no, esto habrá desencadenado sin apenas esfuerzo
una cadena de microhistorias, de posibilidades. Siempre la posibilidad. Quizás
se consuma como un café en un desayuno o sea motivo de regreso cuando las
cosas no vayan como quiere uno. Solo le aterraba un poco que terminaran
muchas de ellas sin recoger o tiradas sin abrir en el cubo de la basura entre
peladuras de patatas, yogures caducados, huesos de pollo asado.
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Estaba solo desde hacía un año y sabía que todos los insultos, recriminaciones,
reproches, todas esas palabras tan sucias, cenagales, salieron de su boca
porque se le fue la mano. Iban dirigidas a él mismo, pero claro, necesitamos un
cuerpo delante y le tocó a ella, que era él. Nunca lo comprendió y como para
comprenderlo. Le encantaban las mujeres, las adoraba hasta con sus más
viperinas estrategias. Realmente son más agudas que los hombres, más
incisivas y saben lo que quieren y cómo conseguirlo. Anda que no se han hecho
programas especiales sobre este asunto. Tan obvio. No tienen moderación, se
entregan con las tripas. No podía quitarse de la cabeza que estaba en una
carnicería pidiendo la vez y dependiendo del día de la semana, escogía cordon
bleu, pechuga de pollo, muslos, lomo de cinta adobado, ternera, aguja,
salchichas o pasaba a la sección de embutidos y mortadelas. Consistencia.
Carnívoro. Sin excepción saciaba el apetito y eso sabía que, a la larga,
terminaría matándolo, lentamente pero certero y esas visiones se completaban
con un ridículo disfraz de diana. En fin, no era tan difícil, señalar, decir la
cantidad, pagar el importe y salir con la bolsa de plástico. Aunque “el cambio se
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ha agotado. Será el momento de dejar de fumar”, rotundo y los tornillos se
pasan de rosca, las tuercas se aflojan y la carnicería cierra por reformas. A la
suerte hay que tenderle trampas y, tarde o temprano, cuál es tu número de
teléfono.
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Siempre, pero cuando digo “siempre” es así, me equivocaba en los cumpleaños.
Desde niño. Siempre terminaba fingiendo un dolor de estómago y claro, para
un niño y más si es el que organiza, el hecho de que termine la tarta o el bol de
las patatas fritas llenos de vómito le condiciona hasta tal extremo que no presta
demasiada atención a tu ausencia. Creo que por ese motivo no tuve
demasiados amigos porque no pensaba en lo que podían necesitar o le
encantaba y siempre caía un libro inverosímil cuando el agraciado pensaba en
el último guerrero de Mattel o lo más anunciado en la TV que éramos niños a
punto de dejar de serlo y debíamos aprovechar los últimos desvelos. Poco a
poco, me deshacía en la presentación y felicitaciones y sé que ni uno solo de
mis regalos permanecerá en la vitrina de sus recuerdos y no será referencia
adulta de nostalgias ni siquiera en su lista de cosas que se llevaría a una isla
desierta. Es un fracaso y punto.
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"En 1947, después de la muerte de su esposa, Jorge Guillén pasó varios días
encerrado en un cuarto, leyendo una por una todas las cartas que él le había
escrito a lo largo de dieciséis años". Solo fue un hola, qué tal las vacaciones y
después fueron creciendo y pasando por todas las etapas de la vida: lactancia,
niñez, escuelas, jardines de infancia, aprender a andar, nadar, ir en bicicleta sin
pegarse morrazos, adolescencias, timideces, acné, siempre la clase B, la de los
gamberros como decía mi madre, el instituto y los de delante y los de atrás
montándola, el primer beso y el segundo, la universidad, los viajes
transatlánticos buscando el mar o algunas chinitas para los bolsillos a fin de no
volar a todas horas, los hijos, los atardeceres y la madurez, así guillotinados,
pasos con zapatillas de casa de cuadros con goma, las arrugas, o sí, las
arrugas, la muerte silenciosa con olor a cueva y ese color a cera que mata, y
luego, "en 1947, después de la muerte de su esposa, Jorge Guillén pasó varios
días encerrado en un cuarto, leyendo una por una todas las cartas que él le
había escrito a lo largo de dieciséis años". El rescate. Paré de contar las cartas
cuando llegué a las 126.
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Comprobó que la ropa estaba seca. Su camiseta de la selección, sus pantalones
cortos (los que tienen tantos bolsillos y que siempre son motivo de bronca que
si has dejado unas piedras, que por qué no quitaste la arena de dentro, que si
papeles, que si cinco euros, que si un cartón...). Las zapatillas secas, ayer se las
empapó jugando al fútbol por la tarde en un terreno con mucho barro, habían
sacado el césped a patadas. Su abuelo le iba a llevar al centro a cambiar sus
cromos y miraba con mucha atención el reloj de pulsera de su abuelo y este, ni
corto ni perezoso, le dijo toma y él se lo puso con una sonrisa a corazón
abierto. Sí, le colgaba hasta el suelo, le quedaba muy suelto, no importaba y
menos cuando vio cómo una niña suspendía entre sus dedos un pájaro de
papel arrugado. Pensó, habrá volado desde Etiopía sin escalas. El día no podía
ser mejor: su padre le había contado como un secreto entre hombres que a su
vuelta tendría spaguetti con albóndigas y queso cheddar, su preferido. Siempre
había sido un chico resolutivo, despierto, que se emocionaba con esas
pequeñas cosas que todo el mundo teme y ama a partes iguales. Más tarde,
entendió que lo evidente era demasiado fácil y que en la vida lo que opera y
mueve los hilos tiene medidas rayando lo invisible. El amor por ejemplo, no es
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el beso, es una mirada, un imperceptible cric cric, y después lo obvio y el
orgasmo. Nunca le faltó, pero parece que le pasaba como a aquel reloj de su
abuelo, que le resultaba holgado.
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El mar. Era una manía incontrolable, un latigazo en medio del cogote cada vez
que asistía a una reunión o me presentaban a alguien. El mar. Eran las 6 de la
mañana y al abrirse las puertas me quedé mirando una de esas pegatinas de
“Literatura móvil” y puede ser tan trascendente como un cambio de gobierno y
Juan Farias me susurró que una mañana de aguas vivas en agosto, casi casi
como la de hoy, pura coincidencia, trajo un tronco grande, posiblemente un
mástil de barco o un poste de teléfono. Desde ese momento, desmontar la idea
de que el mar era algo misterioso, cerrado, inabarcable flotando sobre su
propio fango inconsistente, cambiante, se constituyó como una finalidad en mi
tiempo libre. Manías del ser humano por fijar residencias con lo que nos
supera. Pepe Hierro decidió ser poeta para poner voz a lo que sentía en el mar y
por ahí, Baricco decidió nombrar “mar” sin decir “mar” porque no tenía gracia.
Ese tronco no aleatorio, nada azaroso reivindicaba con su presencia unas
coordenadas precisas, un mundo existente, con sus patas, sus problemas
existencialistas, su necesidad diaria de preparar la comida y fregar los platos.
Era justo el impulso que necesitaba porque sucedía lo mismito con las cartas,
eran un espacio nuevo, una grieta, una forma maravillosa de trazar las líneas
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maestras del mar, sus coordenadas. Tras una noche de bares residuales me
confiaron como un secreto que para ser marino mercante necesitaba una buena
guía de estrellas y la trigonometría y eso me recordó instantáneamente a lo
variable de las vidas, de las direcciones tan expuestas a mudanzas, reparto de
bienes, herencias, defunciones, ampliaciones familiares y cualquier
extravagancia que nos hace cerrar con fuerza la cremallera de la maleta y dejar
tras de sí ese mundo que se hunde. Por eso, dos mañanas más tarde cogí el
primer vuelo a Barcelona y me senté en el puerto con un cuaderno de notas a
observar en el rostro de los que se embarcaban un indicio, una marca, como el
del que regresaba y compararlos, tomar al vuelo sus direcciones. Después,
terminado el trabajo las situé en la ciudad, ganada al mar, es decir, antes era
mar y ahora el destino de mis cartas. Decidí que las cartas irían a la costa y que
Barcelona y San Sebastián serían el primer destino de ellas. Después cuando se
hicieran más grandes, Buenos Aires y por último, Canadá con su Vancouver.
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En el supermercado hay tantas secciones como ausencias o como desparejados
que buscan llenar ese vacío con los yogures o el kilo de naranjas. Me contaron
una historia buenísima sobre dos que se encuentran en el super y solo queda
una caja de cereales o un tarro de mermelada de fresa. Sus manos se
encuentran o sus miradas o se chocan los carros, no lo recuerdo bien y el final
de la historia es de reality show. Parece mentira que abunde tanta cursilería.
Hoy está lloviendo y me apetece pensar en estas situaciones. A veces sirven y
otras saben a todo el mar en la boca, así por completo y saladísimo. Duele,
duele, es algo como una niebla que sube desde los pies, al principio es gracioso
porque hace cosquillas y luego, no sé cuándo se vuelve turbia, ennegrece y en
este punto irrita la piel y cuando ya ha llegado a los labios es tan áspera que
cuesta digerirlo. Llegas un día a casa y estás tan harto, tan quemado de las
valoraciones, de la interpretación de los gestos, actuaciones, actuaciones que te
vuelves contra su fantasma y tiras todas sus cartas con todas sus palabras por
la ventana y rezas para que llueva como nunca “desde hace 20 años nunca vi
algo parecido”. Después del incendio, repueblan el monte. Lo mismo con las
cartas. No te voy a recuperar, no me interesa, no está en mis planes. Iré
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cerrando habitaciones, una a una y cuando llegue a la puerta de la calle,
esperaré un instante, comprobaré que todo está en orden y la cerraré
cuidadosamente y sin llave. Nada de re-, es hora de crear, con todo su encanto
de esfuerzo, porque tiene que costar, todo está marcado con un precio, este
café en esta luz tenue, la vida, se murió Kirchner y Cristina le llora, el país está
a un paso de ser devorado por las mismas jaurías de siglos. Es otoño y algunas
hojas caídas en los sumideros son vidrios rotos de cerveza.
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Entre la cena y el ordenar las cosas para el día siguiente, entre Tirso de Molina y
Tribunal, entre el Bingo y la fábrica de Bosch, entre “depuración” y “bandeja de
salida”, entre “tengo que” y “me gustaría”, el incendio no es algo que figure en
la agenda y no sirve de nada que prepares la mesa con velas de canela y
naranja o te compres un conjunto interior de encaje o el nuevo Kenzo, no.
Cuando sucede, te levantas como un resorte, tiritante, como aprendiendo de
nuevo a subir en bicicleta, desencajado, desliado y se nota, das traspiés para
habituarte al nuevo paso, un cambio de piel como una anaconda o una mantis
religiosa. No hay vuelta atrás y descubres que la piel es un papel secante, que
hay regiones sin escritura, descuidadas, y, joder, nos damos cuenta de que nos
estábamos comiendo con patatas una vida de tragaperras, de cera, como
borregos.
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Suspense. Las ventanas se cerraron de golpe, las cafeterías terminaron por
romper las últimas tazas del día y los niños, por primera vez, no tuvieron que
copiar 5 veces la lección 17. Suspense. La medianoche avanza con ese vaho con
el que disfrutamos los no fumadores desde la infancia. Buscamos un refugio
con olor delicioso a café y conversaciones interrumpidas. Sé más del mar que
de la noche, así que informadme aquellos que tenéis piel de secano, qué pasa
con los campos de trigo en madrugadas de luna llena. Después, después de
pulirme los discos de los Beatles y hasta los de los Duncan Dhu es de día y una
serenidad de cuento chino murmura la lluvia a las 10 de la mañana de un
martes de ceniza o de posos de té. Enero avanza hacia la primavera con todos
los matices del arcoiris. Así "se inventaron los-sueños-dorados / entre las
perfumadas basuras / de la calle donde estuvimos esperando / voló por los
aires / un camisón perfectamente frágil y rosado / voló como un hada
protectora / a la hora triste y perfecta de la tarde", Paco Urondo ha abierto
zanjas en mis cortinas con el cigarrillo prendido. El tiempo fulmina al tiempo, y
nada más cerrar los ojos, los domingos se pintan los labios de rojo y me dejan
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con los calcetines bajados. Tras aquello del « No, lo siento. No bailo.-dijo él,
mientras apuraba la décima copa. Tengo una cita...Y al fondo del patio, el ruido
de la puerta avisó de un pintalabios rojísimo y una sonrisa... ». Nada de
suspense, chico, es la realidad, ya no existen príncipes azules y aquello de
besar al sapo es asqueroso, perdí todas las hojas del cuento. Ciertas noches de
Madrid guardan la lluvia y los zapatos rojos en calles silenciosas, pegajosas,
melancólicas. Lugares donde sucede todo repentinamente: una pareja
besándose y sobrepasando la dosis recomendada por los médicos, un mechero
sustituye a la luna, unas manos que se escapan por una esquina y fotografías
tiradas por el suelo de un tal Michael. Nada de suspense. Hay que moverse y
dejar de lanzar besos por la ventana cuando pasan las borrachas cantando a
Britney, eso es de lo más deprimente. Así que ponte los calzoncillos limpios y
pierde los papeles, si es estrictamente necesario.
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Mirar a los zapatos para ver el cielo, el que mira directamente al cielo está
huyendo y camina sobre arenas movedizas. Hay más zapatos que pies para
calzar, son la invasión lenta y pienso que esto es así porque nos pegan gritos,
son el testimonio de que el mundo está para ser gastado, que es antinatural
meterse las manos en los bolsillos y decir, sí, sí, a todo, como uno de esos
perros en la bandeja del maletero. He cambiado de vestuario tantas veces,
sobre todo a las mujeres, y les he dado tanta vida comprándoles sin que se
enteraran collares, complementos, medias de infarto, tacones de fiesta de
cumpleaños o de nochevieja, les he igualado el maquillaje, retirándoles el
innecesario, me he enamorado de un total de doce. He desprendido las
etiquetas, he limado los bordes de las piezas metálicas y he deshilachado las
blusas más conmovedoras. Ventajas de ser el chófer.
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En Japón, 36 Norte 138 Oeste, no hay habitaciones número 4 en los hoteles ni
en los hospitales. Dicen que tiene el mismo sonido que « muerte ». Creo que el
centro de la ciudad es un gran contenedor de números 4 porque todos tenemos
uno, una especie de armario donde dejamos los cuatros en desuso, ajados, una
muerte que implica una vía de abandono y una carretera hacia un destino a mil
kilómetros. Caminar entre ellos es como entre espectros que nos atemorizan
con manos saliendo por las puertas a plena luz del día, bajar por Montera
donde todos absolutamente todos están fuera para evitar enfrentarse a esos
números 4. Yo me estoy enfrentando, estoy estableciendo unas coordenadas.
Cuatro es volátil, inflamable. El trébol de cuatro hojas es una muerte diminuta,
una salvajada del destino que discrimina otras opciones. Curiosamente las
disyuntivas, siempre elige una elige otra, esta o aquella, aquí y ahora, la tercera
es una variable prudente o cobarde, del que huye y no es capaz de elegir y coge
el primer autobús que pasa por el cruce de caminos. La cuarta es la correcta, la
que está por crear, pero conociendo previamente las reglas, un poco como
hicieron los románticos en sus orígenes. En fin, que no se me quitaba de la
cabeza qué haría con las direcciones, al azar o inventaría números y algunos se
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me escaparían de las manos, quedarían en promesas mojadas, desechadas
hasta que, tan ridículo como una tarde sin nada que hacer y una noticia sobre
costumbres japonesas, se coló el “shi” entre el sushi y el arroz, sonoro como un
espejismo y real como la corteza de un castaño, cortante como un papel recién
comprado.
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Cuando termine mi turno pasaré por la papelería de Jacinto Benavente y me
pondré manos a la obra. Me perderé entre papeles ciruela frambuesa cáñamo
vainilla castaño arena cemento mármol, nunca imaginé que los papeles
tuvieran otro nombre que no fuera el suyo “papel”. Extraños insomnios que
llevaron a alguien a procurar la definición de los más débiles dotándoles de
nombre y apellidos y descendencia. Aceitado. Apergaminado. Avitelado.
Carbón. Cebolla. Continuo. Cuché. De barba. De China. De estraza. De filtro.
De fumar. De hilo. De lija. De tina Estucado. Higiénico. Litográfico. Manila.
Pluma.Satinado. Secante. Tela. Vegetal. Vergé. Y en la impaciencia reuniré más
datos, más incógnitas en la ecuación con los sellos, las estafetas de correos. Ni
en un millón terminaría, caballero, touché.
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Al próximo que diga que la vida es una mierda, le cierro la boca de un
puñetazo. Así a tiro limpio. Ya lo sabemos. Mi modelo no es Batman sino Jóker.
Los días cotidianos están llenos de esa ceniza que dejan las miradas tristes,
caídas, en la cuneta. No me da la gana de seguir pagando con mi respiración
tanto gris, tanta corbata perfectamente anudada, tanta prisa por coger un
asiento en el metro. Mis superhéroes han cambiado de acera. Elijo a los malos
porque siempre sonríen y los buenos siempre tienen cara de momia. Por lo
tanto, al próximo que me escriba una nota por debajo de la puerta y lea que la
vida es un asco, lo atropello con un camión de Coca Cola.
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Noviembre entra de puntillas, se sienta a mi lado apenas con el chasquido de
un cigarrillo. Le digo que no fume más, que lo matará un día. Se ríe sabiendo
perfectamente que yo terminaré fumando una pipa con tabaco suave. Nadie
podría decir que estoy empapado si no se acercan y me huelen la ropa, el
cuello, las manos, la mirada. Aún tengo manchas de grasa en las botas y
heridas abiertas en las palmas. Me dice que le cuente por qué volví si mar
adentro está la razón de todo, la utopía que se desvela y se concreta en algo
espeso, masticable. Le digo que algunos hombres se quedaron allí y pidieron
que alguien se quedase en la orilla para hablar de ellos, para que no se
perdieran, para que otros supieran el camino. Noviembre entorna los ojos, dice
eureka, y pregunta si hay algo para comer y estruja la colilla en el cenicero, a
veces desearía ser abril pero me tocó el mes de as rebajas y las fotos de
posta es. Me río, ya prepa o algo para saciarnos esta noche.
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No sé por qué últimamente Madrid huele a mar. Mejor dicho, a mí. Será que en
esencia está llamándome poderosamente al exilio, nuevamente. Huele también
a violetas frescas. Esa mezcla me gusta, mucho. Mar, violetas frescas y colada.
Sí, colada en domingo como si fuera en sábado. Y los sábados son el
preámbulo a un salto sin red de la semana, de ese lunes que a veces con un
cortado se resuelve en algo esperanzador. Recuerdo esos versos míos "varias
son las vueltas y continúo girando". Pienso que hay millones de personas que
viven en Madrid y están bien o llanamente están. Pienso que hay gente con el
rostro curtido por el mar y la sal y están bien, siempre me los imagino soñando
más allá del horizonte. Aquí en Madrid te tapa los sueños el siguiente bloque
de edificios o las peleas de madrugada o las ambulancias a todas horas. Hasta
las amapolas se marchitan en apenas unas horas a pesar de manos dulces. No
se puede permitir que unas amapolas, que unas violetas, que unos tulipanes
sean tan efímeros con tanto sueño derramado en ellos. Porque los sueños dicen
que permanecen siempre. Está atardeciendo, la luz es extraordinaria como un
gigante que se adormece intuyendo al fondo del escenario un resto de océano.
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Me había comprado una Sony DCR-SX73E Videocámara de definición estándar
con memoria Flash Excelentes imágenes, hasta 11 h de vídeo en memoria
interna de 16 GB, para prolongar el tiempo de grabación, con zoom potente
que le permite acercarse más. Me gustaba y hallé mi alter ego, mi alma gemela
en Fallen Angels porque cuando me dejó ella ya no tenía a quién enviar nada (o
no me dio la gana o la pereza me carcomió las entrañas). No estaba de acuerdo
con el protagonista ya que no me lo autoenviaría. Me meterían en la cárcel si
enviara algo como un vídeo o una foto. Tentaciones.
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Buesa, Buesa, con “B”. José Ángel Buesa. Tantas veces había recibido negativas
en su búsqueda, que acababa por obsesionarse como me pasó con Sobre
héroes y tumbas incluso en esta ocasión, lo empecé a leer contraviniendo mis
normas de comportamiento. Era una tarde vulgar, de cocacolas en un bar cerca
de la parada. Aún quedaba hora y media para el turno y ya había ingerido todas
las tilas capaces de soportar. Estábamos a mediados de diciembre y era una
locura, si no evitabas las calles principales. No encontré ninguna actividad más
entretenida que pasarme un momento por la sección de poesía de la FNAC,
desplazada del pasillo principal y emancipada humildemente en une chambre
de boursier. Siempre me distrajeron las conversaciones ajenas, quizás para
sentir que en alguna de ellas estaba incluido sin querer, una de esas
generalidades estentóreas, suspendido en la idea de que nos creemos únicos e
irrepetibles y no es así, alguien vive nuestra vida exactamente en otra parte del
mundo. Por lo menos deseo que sea así, porque encontrarme conmigo mismo
sería un quiebro filosófico que no lo concibo ni como supositorio. Tampoco me
entristece este hecho, ni me cuelga en una depresión de esparto. Simplemente
lo constato, lo sé y punto y juego con descubrir en esas conversaciones rasgos
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,
que podrían ser lo mismo y construir un nuevo Juan Aparicio con las piezas de
veinte conversaciones. Así que, en el tiempo que escribí esto estaba mirado las
novedades y ex-novedades, y una chica hizo la pregunta que yo hacía
comúnmente y escuchó la respuesta que invariablemente escuchaba yo para
muchos de mis libros, de los cuales más de tres cuartas partes no he leído una
línea. ¿Pero es colombiano andaluz? Me di la vuelta y la chica estaba
preocupada y no estaba nada mal. No, cubano, cubano. Le aseguraron que no
tenían ni una sola obra de este tipo y esa seguridad daba la sensación de que
jamás harían el mísero esfuerzo por tener algo suyo. Antes de ser conductor,
trabajé en una empresas de suministros sanitarios como comercial y me
pareció divertido poner en práctica esas técnicas en un escenario diferente. No
era una gran vendedor, pero sabía aprovechar el momento y ese era uno de
esos, no lo dejé escapar. Me acerqué a la chica, se llamaba Ana, logré
convencerle de que Buesa era mi poeta preferido, que dormía con sus textos y
de que casualmente, de tan memorizado que lo tenía, quería desprenderme de
uno de mis ejemplares y estaba en standby hasta que alguien lo deseara tanto
como yo. Se me pasó el tiempo de un lado para otro y nos intercambiamos los
móviles y esa fue su sentencia porque al día siguiente era mi día libre y acabé
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de madrugada en su casa, en su cama, sudoroso y mil papeles mojados que
había llevado para reforzar la venta. En fin, Buesa con “B”.
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Le gustaba que el aire y la luz entraran oblicuos por la ventana del salón. Solo
permitía como un exceso la radio a volumen bajito. De la ducha aún salía ese
calor húmedo y de vaho con goteo. Usaba ropa dos tallas más grande,
agradable al tacto, ajustable a sus formas y que no encogiera ni a tiros. No lo
soportaba. Esto no. Podía salir despeinado, con tirabuzones mortales o con un
calcetín a rayas negras y blancas y el otro liso y verde o con el día cruzado.
Cualquier cosa. En cambio, odiaba hasta la extenuación estirar una camiseta,
ponérsela y descubrir que, por mucho que tirara de abajo, aquella indeseable
se obstinaba en permanecer arriba. Por eso, sentía que las cartas tenían que
soltar amarras, bonita metáfora, tópico de tópicos, pero viene al pelo, poder
tirar del hilo de ariadna y hacer el camino inverso hacia el laberinto. Jugaría con
lo que pasa en cualquier conversación, en esa mesa que está enfrente. La dosis,
la dosis. Hasta dónde podemos contar, hasta dónde queremos. Somos unos
aprendices de comerciales, sin saberlo, todos. Las cartas tendrán que hablar,
expresarse, ser pura piel en el papel, arrastrarse o pillar la curva recta-recta a
toda pastilla, clavar el pie en el acelerador o meter la marcha atrás, recular,
meterse en camisa de once varas o en el huerto del vecino, con dos líneas o con
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cincuenta o frenar repentinamente como al ver un venado en una carretera
secundaria y el pánico, hacernos cometer el mayor de nuestros errores o salir
indemnes.
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Beta o VHS. Carne o pescado. A máquina o a mano. Tus letras parecen
cucarachas. A los diez años esa escenita en el encerado. En un minuto,
escondiendo las manos en los bolsillos. Los niños son unos hijos de puta,
muertos de la risa y luego aguantando las bromitas durante todo el calendario
de actividades extraescolares del semestre. Alguno, en el colmo de la
excelencia y de la sofisticación compró una cucaracha a cuerda y la metieron en
mi bolsa de deporte. Desde ese momento, usé la siniestra, perfeccioné tanto mi
caligrafía con los cuadernos Rubio que me convertí en ambidiestro. La derecha
sería una cucaracha, una maniobra de evasión para que le dejaran en paz, para
no concentrar la atención en él, en fin, para hacer lo que le dé la gana con la
izquierda, la que vale, la que se ha desarrollado. La otra, queda como un
apéndice intimamente relacionado con la pasividad de la mitad de la sociedad,
la misma que encontrará mis cartas y sin más las tirará a la basura, sin pensar
siquiera si hay alguna cucaracha de plástico con muelle o un boleto de lotería o
un cheque al portador. La derecha es una fotografía en sepia de esos
compañeros que no saben que el que ríe el último, ríe mejor. Y yo soy el último
con un as en la manga. Escribiré a mano todo. Lo demás, no elijo, carne y
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pescado, beta y vhs, que al elegir elimino mil posibilidades y eso para mi
combinatoria no es nada sano.
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Lo importante no es el desnudo, recorrer esas finas formas monticulares
coronadas por un pezón sonrosado, endurecido y luego, blando y viceversa. Ni
siquiera el carrousel de las caricias del cómo reaccionará cuando le bese el
ombligo o cuando una de mis manos descienda más de lo debido y se cuele, se
pierda decidida y a veces temblorosa, buscando provocar una bomba nuclear
más expansiva que la de Hiroshima y Nagasaki. Lo que más me incita es el
cómo desnudarla, ese acto que comienza en invierno desmintiendo a la nieve
que entierra las botas, y ese jersey de cuello alto ha desaparecido, aniquilado a
mis pies. Cómo será la precisión de mis dedos, exactamente cuántas pieles
guarda, a qué huelen sus manos, la camiseta interior, su sujetador, sus bragas,
si estarán húmedas, si llevaba medias o pantys en invierno o si el leve vello que
cubre sus piernas se habrá erizado. Cómo será el clic del sujetador, por detrás.
A partir de ahí, todo será lo mismo que una actuación con ajustes de escenas,
con indagaciones, qué es lo que pide el público, una adecuación del catálogo
institucional del Kamasutra. Me lo sé de memoria. Lo que nunca encontré en los
archivos fue un manual de emergencia que indicara con todo lujo de detalles
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los pasos necesarios para ese salto al vacío sin paracaídas que es que pierda
los papeles y la ropa.
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El otro día entró una mujer con un abrigo de visón, con su abono caducado,
pitando, incorporando en las paredes del autobús un sinfín de recriminaciones
que me daban igual. La dejé pasar, justo cuando lo que ella pedía era
consideración, algo que yo no estaba dispuesto a concederle. Ella esperaba una
reprimenda o no tengo ni idea qué. Yo no tenía ni el día ni las ganas de perder
el tiempo de escritura en su banalidad ni en su insistencia inútil. Hay gente que
vive así, pendiente de las cosas más insignificantes que nada tienen que ver con
la elección para la próxima carta de un papel más caro o con un matiz de hilo
de oro por las esquinas. Sin embargo, la interrupción por idioteces afectan a mi
equilibrio emocional y en este momento activé el piloto automático.
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Al principio, conservaba una copia para él, pero ese acto le pareció al poco
tiempo algo impío y que manchaba su intención primera. No hacía nada de esto
para él, no era el destinatario. El juego que había aceptado no contenía esa idea
de museo, no quería mostrar lo que había hecho sino provocar acciones que no
eran las suyas. Decisiones, quizás dar esa patada que estaban pidiendo a
gritos. Aceptó las reglas, conocía de sobra la volatilidad del papel, destructible,
reducible a cenizas en apenas un minuto o menos, fragmentable y dos o tres
pérdidas de sus trocitos significaba no descifrar el mensaje. Y a la vez, tan
cortante, certero, infalible, lleno de armas, de secretos desvelados y otros
huidizos, tan james bond con el clásico del espía “este mensaje se
autodestruirá en diez segundos” y un fleco de humo sellando ese maleficio de
lo efímero e importante. No era tonto y sabía que eran disparos y que algunos
darían en el blanco, diana, cuarenta puntos, y muchos más errarían el tiro y el
olvido adquirirá el aire lechoso de la nieve en Plovdiv o la incongruencia de una
saca de correos dando vueltas en Melbourne o Reims o en el cubo de la basura
de una urbanización alicantina. Solo conservó unas cuantos, las que olvidó en
los cajones entre otros papeles, quizás pruebas, no sé si las envió porque no
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llevaba un censo ni una agenda de las direcciones. Las descubrí cuando alquilé
su habitación. Siempre olía a incienso o a madera quemada o a vela consumida.
Había muchas cerillas en un cenicero. Y una propaganda del Carrefour con una
esquina arrancada y un resto de tinta azul en uno de sus márgenes. En uno de
los periódicos estaba escrito « cheshire », tres veces, como dicho en voz alta. Y
un papel con una esquina arrancada, eso ya lo dije.
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He contado unos siete aviones en menos de diez minutos. Un rápido cálculo
suma un total de unas dos mil historias, multiplicadas por un dos o tres
familiar. No cuento las que cada uno de ellos piensa. Sería una pesadilla para
mí, escribirlas todas. Leí algo de eso en Borges y me siento un poquito
bibliotecario metiendo la pata de lleno en un agujero inaudito. Por lo tanto, más
me vale seleccionar las conchas, el cuarzo que deposita el océano a mis pies y
mantenerlo en mi palma, con mi sudor como un secreto hasta mediodía y
después, soltarlo, entregarlo.
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cosas concretas
coordenadas (Lonely Planet: Japón) Jonathan Hilton Project 2010-2011 Pablo Esteve Febrero 2011
Latitud: 57.053429 (57° 3' 12.34'' N) Longitud: -92.605820 (92° 36' 20.95'' W)
Port Nelson (Canadá)
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Latitud: 39.175853 (39° 10' 33.07'' N) Longitud: -9.351768 (9° 21' 6.36'' W) Maceira (Portugal)
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Latitud: 43.532620 (43° 31' 57.43'' N) Longitud: -6.722260 (6° 43' 20.14'' W) Navia
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Latitud: 47.234490 (47° 14' 4.16'' N) Longitud: -2.191772 (2° 11' 30.38'' W) Saint-Nazaire (Francia)
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Latitud: 41.945192 (41° 56' 42.69'' N) Longitud: 3.239594 (3° 14' 22.54'' E) Begur
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El motor encendió a la primera. Las direcciones estaban claras, había
despejado.
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Construiré tu ciudad, la que diseñaste en un plano y dejaste en la guantera.
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No hace falta que limpies tu alma, solo tienes que amarme con los intestinos.
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Aquella noche la pasó pensando en qué debía comprar en el supermercado y cuándo hablaría con ella.
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Latitud: 36.529688 (36° 31' 46.88'' N) Longitud: -6.292657 (6° 17' 33.57'' W)
Cádiz
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Huan Yue Jorge Wang. 25 años. Operario de una fábrica a las afueras de Pekín.
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Rubén González Sánchez. 46 años. Dependiente de una tienda de corbatas.
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Kalim Nasser. 27 años. Escultor en Argelia. Electricista en Madrid.
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John Edwald. 37 años. Teleoperador y mimo.
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Rodrigo Ruiz Álvarez. 32 años. Repartidor y pirotécnico.
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correspondencias
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Hola Edith
Es mi última apuesta. Te he buscado por las librerías que frecuentabas y por las
tiendas de abalorios. He preguntado a tus ex-compañeras dónde te has metido.
Debí callarme aquella tarde. Me enamoré de ti, no pasa nada si eso te asusta,
solo necesitaba decírtelo porque no pienso estas cosas dos veces, las digo si
las siento. Como todo en mi vida, así me va, no me callo y si alguien no me
gusta lo digo, no tengo la cortesía francesa ni la diplomacia británica. Haz lo
que quieras. Tienes una cita permanente en el café Barbieri. Si vas y no me
encuentras, deja un mensaje en la barra. Cuidate mucho.
Salí de casa y l ovía Desde que dejé de fumar movía demasiado los dedos
tenía que sostener cua quier cosa con ellos: un billete antiguo, un envol orio de
caramelo y cada vez más consistente, un paraguas, unas gafas de sol, una
cuchara de sopa. Me compré e móvil más voluminoso del mercado para eso.
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Hola Elena
¡Qué bueno reencontrarnos de nuevo después de tantos años, después del
instituto! Ya te casaste, tuviste hijos, algo típico, de lo que se habla cuando
tienes 30 años, el pelo menos rizado, menos en sí, y con más canas que dinero
en el banco. Lo pasé muy mal porque tuve que irme de aquí, sí, un poco el
desengaño con Cristina, novia a la que conociste y con la que llevaba desde los
17 años. Todo el mundo me presionaba y yo no sabía ni lo que quería hacer.
Me largué y trabajé de camarero en un pueblo cerca de Glasgow. Eso no te lo
conté porque todo eran recuerdos del instituto y todas esas banalidades que se
cuentan en una reunión de risas y nostalgias. Luego si lo piensas fríamente,
cuando aparece el insomnio, te pones a llorar como si el esqueleto te crujiera,
como si ese antepasado del que hablaba Umbral se hiciera tú mismo y antes de
morir, te convirtieras en duro antepasado en la médula de una carne que se
evapora, ligera, inerte. Tampoco quiero que te entristezcas, me vino estupendo
veros a Mario y a ti tan felices, tan ordenados. Al final, cuando sucede esto eres
un poco más real, más en el curso del río y no como me dicen a mí, como noto
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que piensan por encima de mi hombro. El caso es que deberíamos repetir esto,
nos viene bastante bien contarnos batallitas.
Mi gran temor, lo escr bo al ma gen, es que dentro de unos años no nos
econoceremos y no seremos más que unas apariencias, unos paños turbios,
unos monstruos o un hospi a desahuciado o un pa o tardío. Lo más probable
es que yo tenga una cara de niño cagado de miedo, lloriqueando.
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Hola Juan
Me decías siempre que no se podía jugar al balón en el patio. Tu madre
echándome la bronca en el barrio, abría las ventanas y nos tiraba unos gritos
que no veas. Luego, fuimos amigos y ahora tengo que pedirte un favor. Te
resultará extraño que recurra a ti después de siete años y de aquello. No hay
ningún misterio sin resolver y la única explicación que encuentro es mi manía
por saltarme todas las normas de comportamiento a la torera. Todo el día
recriminándome, por aquí y por allá, terminó por convertirme en un imbécil que
actúa desordenadamente y para quien la sensatez no existe y así me va. Todos
se enteraron de lo que pasó menos tú, o al menos, tú fuiste el último y eso
jode. Ni lo pensé en el momento. Te has aprovechado de mi since idad, has
comerciado con ella como te ha venido en gana, la has manoseado. Vale, la
información que me diste sobre Leticia fue primordial para usurparla, para
convencerla de que yo era un tipo interesante y excitarla hasta tal punto que la
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volví medio loca y te rehuía. Pero te necesito y como eres abogado...El martes
estaré en el café Malabar a las 18h30, te lo pido, déjame al menos explicarte.
Me basta con rozar la piel de tus manos para sentirme a mónico. El silencio de
las primeras horas de las tardes de domingo con frío. El contratiempo de café a
deshoras. Me basta con el ruido del p ás ico de un paquete de galletas en la
cocina. Me bas a con escuchar la puerta del baño, justo antes de gira el grifo
de agua caliente. Me bastaba con que estuvieras delan e, te qui aras los
pendientes de ámba y los dejaras, con sumo cuidado, sobre la mesilla.
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Hola Julia
Ese aire maternalista no te merece nada. Eres mucho más fiera, más
consistente. La próxima vez ponte esa minifalda, sutil que te viene de perlas. La
misma que te pusiste cuando quedamos y tu marido estaba ya tan perdido por
su amiga de la infancia que te empezaron a salir ojeras permanentemente.
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Como un di ector de orquesta te a lojaba los botones de tu panta ón, te
desabrochaba el suje ador po detrás besándote a la vez, era un artista sin
impaciencia. Mis dedos enloquecían y anunciaban una plaga de serpientes por
odo tu cuerpo, deslizadas a tumba abierta, s ncronizándose con tus espasmos
Sin puerta de salida, con todos los servicios de eme gencia en huelga de celo
no había escapa oria y de ahí, saldríamos d oses o est opajos. Lo sabías y me
dirigías la mano hac a tu ingle para que te desprendiera toda la tris eza de un
plumazo. Después era todo encontrar el espacio, el punto de fisura y
entregarnos sin pasapor e ni medida hasta que las gotas de sudor, enfurecidos
se desplomaran cabecero abajo. Me decías ¿tienes hambre? y el absurdo de
unos spaguetti con tomate y queso, me hacía eír y contestar que no, que así
estaba bien y en aquel momento descubríamos que habíamos recuperado el
habla, los sonidos articulados, la gramá ica que el saco ro o donde creíamos
que los habíamos lanzado, estaba in acto, que alguien a nuestras espaldas le
había cosido la par e inferior. Ahí seguían. Como si nada. Y yo, direc o de
orquesta, saludaba al público y el espejismo se nos iba con un pañuelo de seda
recorriendo la f ente. “Ven, vamos a quedarnos así un rato”.
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Hola María.
Siento haberme despedido de esa forma el otro día. Tuve un mal en el trabajo,
parece que para los demás soy un estúpido y que cada vez que entro en la
oficina, el ambiente se enrarece. ¿Por qué no me pasa lo mismo contigo?
Cuando fuimos a cenar al Malabar, nos enganchó tanto el ambiente que no
tuvimos más remedio que besarnos. Y menudo beso, casi crujiente. Sabía que
tenías que irte por un tiempo y perdona si fui brusco pero me dolió tanto que
me lo dijeras a última hora, casi sin poder reaccionar. Quiero que sepas que
siempre tendremos una cita pendiente en el café Barbieri.
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Insisto porque me da la gana. Los cabos sueltos nunca me han gustado. La
llamé unas cua enta veces. Sin mala intención, tragándome un número de
insultos ano ados cuidadosamen e en una lib eta que dejo sob e la mesita de
noche, justo cuando aparecen los fan asmas en cons elaciones y juegan a las
ca as hasta que la oscuridad es una mandíbula dispuesta a hincar los dientes a
plomo. Odio apagar la luz, tengo un miedo a oz po que me ecuerda a ti cada
una de las ar ugas de mi cama y todos los olo es de los armarios son termitas o
mejor cucarachas, arañas ino ensivas, dañ nas con su presencia y basculan mi
organismo haciéndome desear algo que nunca deseé : que empiece el día ya.
Chica, te echo de menos, es cierto y ven ilo varias veces al día la hab ación y
paso el asp rador cada dos d as y friego el suelo todas las mañanas. Y sigues,
sigues a ravesando las paredes. Empezó acabó, no lo pod ía asegurar, cuando
me invitaste a desayuna y yo no llegué a una hora moderada y cada una de las
excusas inven adas, eran pu a paja o h erbajos pasto de las llamas.
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Hola Susana.
¿Cuántas veces hemos quedado ya? Recuerdo la primera vez y cómo te
enredabas los dedos en tu pelo rizado. Me reí varias veces, te conté un par de
chistes malos, como para destensar el ambiente, para llevarnos al frenesí que
luego sucedió. Pensamos cuando nos despedimos que ese “te llamaré pronto”
era la forma ambigua de decirnos adiós para siempre, tanta película en mi
imaginario. Seremos la excepción que confirma la regla. Aún me quedan un par
de meses aquí y pasaré una semana en Lisboa y de ahí, una nota bajo tu puerta
con “Nos vemos a las 19h30 en el Barbieri” y no habrá sustitutos que te
excusen ni nescafé con crema en dosis invididuales.
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Tu amiga María. Ella. Sabías que no nos soportábamos mu uamen e. Esto suele
pasar no es a go trascendente y ella no era quién para hablar de relaciones
porque siempre se liaba con el más estúpido y el que peo la trataba y ella
venga a escribirles venga a p eocuparse de si es aban bien, y cómo no iban a
estar recuperados si a las primeras de cambio se pillaban a la típica salida de
disco eca y se lo mon aban en el aparcamien o, de ás del coche. Que se deje
de historias. La cantinela de “no duraréis ni dos días” cansaba tanto que ya no
tenía ni pies n cabeza y ella lo decía por su propia incapacidad y eso terminaba
por desquiciarme y a la vez, qué impo a ya, me a raía.
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Hola Vicky
Tras la fiesta me marché porque no me sentía bien. Ya sé que era tu
cumpleaños y que habías montado todo con mucho amor y mucha dedicación.
Para contrarrestar esta ausencia, te invito un día de estos. Por eso, te envío una
carta física, para que la tengas como una invitación sin fecha para cuando te
apetezca. Tienes mucho trabajo y viajas bastante, no te robaré más de diez
minutos o cinco horas, tú dispones de los días, tú dispones del tiempo. ¿En tu
cafetería preferida? ¿O innovamos?
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Fue después de una conversación telefónica de cas dos horas. Lo cuidé todo y
no perdí un solo de alle: in cio, saludo, la in oducción, el cuerpo, la despedida
No salió ni una sola abrevia ura, las comas no estaban donde tenían que esta
Quizás fue ese el maldito p oblema, no acer ar con la colocación, molesta me
los calcetines, picarme el jersey, agob a me el abrigo. Salté a o ro párrafo y
parece que pe dí la línea na ural. A m , al t po que escribe desde los doce años,
me tumbó una pausa mal justi icada Aunque a veces pienso que mucho
tuvieron que ver los labios de Úrsula y el clic de su sujetador antes de
p ecipitarse íquido al suelo.
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Hola Esther
Los viajes en tren de mi casa a mi trabajo me recuerdan que hace dos años nos
despedimos en Montparnasse y no sabías muy bien qué ibas a hacer, pero te
largaste y me dejaste con la envidia a flor de piel. Nunca lo aclaraste, si había
alguien más o necesitabas caminar por unas calles medio vacías o comprarte
nueva lencería, más fina, más de la que adorabas y no dejarte llevar como
hacías últimamente. Haciendo limpieza entre mis cajas apareció esta dirección,
la de tus padres y tenté a la suerte. No sé si aún vivirán ahí. En fin, se me vino a
la cabeza el armario de tu entrada que siempre estaba abarrotado de maletas, y
no era algo casual porque podía ser un paragüero o un arcoiris. Incluso tu
padre me llegó a ofrecer una, quizás porque lo estaba pasando fatal y entendió
que debía hacer algo y claro, no encontró mejor solución que esa.
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Sabía que ten a que p ovocarles la curiosidad, con algún toque enigmático,
pa ab as a veces rec én p anchadas, abrigos de visón que encajan a la
per ección o gaba dinas corregidas en movimiento, algo que les hicie a c ic en
el cerebro. Me hacen gracia las señoras con la bandera del que más sabe el
diablo por viejo que por diablo, enjoyadas, disfrazadas para pasar
desapercibidas Son escáneres de la infancia, adolescencia, madurez, son
estadísticas vivientes, estudios de mercado Lo logré va as veces con igo y eso
me conmueve. “Hechizante”, me decías con la boca a ascada de magdalenas o
los labios manchados de bechamel.
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Hola Alberto
No te contesté antes porque no me dio la gana. Estaba tan enfurecida que mi
carta hubiera estado llena de obscenidades, reproches tangibles, tan
comestibles que te hubieran dado arcadas. No fue tu culpa lo sé, pero esa tía
que te acompañó a la gala era una furcia y todo el mundo estaba al tanto. ¿Por
qué no le mandaste a la mierda? ¿Por qué desapareciste hacia los baños con ella
de la mano y luego, te venías ajustando la camisa?
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Sí, sí, te puedo mandar a toma por culo en los anuncios. Y no pasa nada, qué
va a pasar, pura consecuencia de una eacción mecánica. Sin embargo, si te lo
dice tu padre, por primera vez, es lo más dolo oso que puedas imaginar, queda
en ti, rebota, incide en tu masa cerebral como un percutor. Que bueno
decírselo a ella, sí, es como caminar torpe sobre un tejado de zinc caliente, será
una onda exp osiva que tendrá consecuencias más Hiroshima que otra cosa.
Porque se reparte, porque las mujeres son más que bicéfalas y recibes un
promed o de cinco bofetadas por sistema en cada embestida Sí, claro que le
puedo mandar a tomar por culo, pero esto es una declaración de guer a frontal
y por los flancos. Realmente no duele, solo mutila, saquea, pero do er, duele
que el que te lo diga sea tu padre por primera vez. E res o, sonará como unas
castañuelas, ya se curará.
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Hola Pablo
Sí, ya sé que que te parecerá impensable que te escriba después de nuestra
acalorada discusión del otro día cuando te dije que se acabó, que la situación
era insostenible. Me mirabas con un aire ceniciento, como si te hubieran
apagado todas las luces de la habitación, un instante después de decirme que
la oscuridad te aterraba. No era mi culpa, todo fue demasiado rápido, una
mirada intensa algo que se asemejaba más a un vaso de cristal que al reflejo en
el Limingen. Ayer me fui de casa con lo puesto. Que lo sepas. No lo creerás
pero ya está.
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Ni siquiera me dejó una nota. Un día, legué a casa y un olor a cerrado me
indicó que algo había pasado y lo asum con la misma parsimonia con la que
colgué el abrigo, dejé las llaves en el cenicero de la en ada, revisé el
contestador, escuché var os mensajes y pensé en preparar la cena. Recuerdo
que me duché, vi la TV y me dormí. Fin de la historia. No llegué ni a los
créditos. Eso sí, al día siguiente, venti é las habitaciones e hice una colada y
limpieza general.
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Hola Ingrid
Todavía no me he repuesto de la impresión que tuve al ver a tu bebé. Hemos
pasado tantas horas uno enfrente del otro, horas perdidas entre las 10h15 y las
10h45, hablando y hablando, tomando café, pensando en qué días son los que
pediste para las vacaciones de semana santa o a quién han despedido después
de llevar toda la vida en la empresa. Hemos coincidido en que hacía falta una
nueva máquina de café porque está malísimo y a veces no pone ni el azúcar ni
la cucharilla. Me contabas que los informes a última hora de la tarde te
envejecen tres años cada día. En fin, que todavía no me he repuesto porque no
me lo esperaba ni por asomo y parece que he sido el tonto, el último en
enterarme.
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Mira que tra aba de hab ar con ella, de decirle que tampoco estábamos tan mal
un poco engañándome. Luego, escuchaba las conversaciones de los viajeros
que siemp e tienen la manía de hablar pa a el universo, hacerse no ar como
que impo a conseguir gra uitamente, sin esfuerzo un público, decir a todos,
ey, escuchad tengo amigos, elaciones sociales. Terminaba o iendo todo a
patchuli para tapar su propia insigni icancia. Ese olor se me ha quedado
a ravesado. No sé por qué me dio por ahí. Una mañana me sentí peo que de
costumbre, una mala posición en la cama, una torcedura y, a par ir de esa
fragilidad, empecé a pensar en negro, oscurísimo y ese maldi o olor a patchuli
que abre sus válvu as en cuan o se levan a algo de vien o.
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Hola Marta
Cinco años sin saber de ti y ahora me pasaron tu nueva dirección y en esta
tarde de sábado, con tiempo porque estoy enfermo, te escribo unas líneas.
Cada segundo que pasa es una apuesta desleal, es un juego de arena, es una
promesa incumplida “ya hablaremos”. Solo me queda ese recuerdo tuyo de una
noche antes del taxi, tenías el maquillaje desaparecido, el rímel corrido y solo
decías me lo he pasado genial, genial, dame tu móvil, chicos qué mal me
encuentro. No somos unos adolescentes y aquello de la pandilla, del colegueo
se reconfigura en fines de semana de pareja, compras de supermercado o de
tiendas. A todos nos ha pasado, tenemos treinta años, todos salimos del
pueblo o de provincias a comernos la ciudad y nos la hemos comido con una
mezcla de pieles, de borracheras, de tocar de puerta en puerta y recibir ostias
sucesivas. Que la vida iba en serio, lo descubrimos más adelante, cuántas veces
repetíamos esto de Biedma, como un chiste, como algo evidente. Cinco años
han pasado y no sé nada de ti, salvo lo que me contó Rubén. Si algo me define,
es que me gusta que me digan las cosas directamente y si alguien quiere hablar
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conmigo, que no sean segundas personas. Por eso he decidido escribirte, casi
sin esperar respuesta, pero había que dar un paso y siempre tenemos esa idea
de que si ella no me escribe, yo no le escribo y viceversa. Y al final, no importa
que se solapen, lo que es realmente concluyente es que se diga, que se respire
una respuesta, un hola, sigo vivo, esto que es cada vez más importante. Ya no
es ese juego estético de escribir sobre suicidios, muertes, típico de los chicos
que hacen sus primeras intervenciones literarios y tratan de parecer adultos con
un cigarrillo en la boca, siendo más duros que Robert Mitchum. Cómo te
gustaba esa película y lo enamorada que estabas de ese actor.
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Hola Natalia
Eres infalible, acertaste de lleno. Cuando me comentaste en la cena del Liberty
aquello de que o hacía algo o me daban más palos que otra cosa. En el trabajo
no me iba demasiado bien, bueno, nada bien, la verdad. Los horarios eran
espantosos y tener que pasar en el metro dos horas me agriaba tanto, que
miraba a todos con despecho y hasta con cierto odio, todo me molestaba, hasta
el sonido elástico del cierre de las puertas. Lo que pasa es que si estás dentro
no te das ni cuenta y eres más conformista que un perro en su guarida o un
niño con el estómago lleno que duerme la siesta. Me lo pusiste todo delante y
nada, yo empeñado en el no, en que había solución, que las cosas se
solucionarían tarde o temprano, pero, cariño, nunca he sido un devoto de las
divinidades y no, no, o saltas en marcha o ya te digo. Y diste en el clavo. Bueno,
el 17 de septiembre estaré en el café Malabar a las 19h30 y si sigues
trabajando en la inmobiliaria, sé que te pilla de camino. Te contaré cómo me
fue en Berlín, que eso ya es otra historia larga de contar.
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De niño mis padres no nos contaban cuentos. En la calle, la imag nación se
educía a un balón de fútbol y a p ntar las rayas de la po ería y el campo con
tiza, algo que pa eciera rea y que lo superara. En casa por mis hermanas,
cayeron los Hollister o e c ub de los Cinco y sin percata me, se fue on
acumulando en las estanterías el Vale y las revistas t picas de adolescentes con
pósters y pegatinas en plena acele ación de hormonas. Más tarde, en los
entrenamientos por un campo de tierra más ba ro, exp anada ganada a la
fábrica de galletas, nos refugiábamos de la lluvia ba o una tejabana y
contábamos historias de ter or,sobre todo, y nos hipnotizábamos. No podía
hacer otra cosa que en m mente coincidieran lluvia e historias y cuando
viajábamos al sur de vacaciones, pasaba po delante de los chicos con el ego
ascendido a los cielos, como si poseyera un don, y solo yo y los nor eños
pudiéramos crear historias y conta las porque ellos carecían de lo más
impor ante: la lluvia. Y ésta era sinónimo de gasolineras polvorientas en medio
de una car etera, con las puertas ba idas por el viento (hasta el lejano oeste nos
llevaba nuestra imaginación y las pelícu as de las cinco y med a por TVE) y
bosques con cruj dos. Claro que siemp e estaba el silbato del entrenador con
un “qué coño hacéis ahí” que a pesar de nuestros doce años sellábamos con un
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con inua á que duró con la m sma eficacia que el aroma a cane a y a dulce de
las galletas y de las chimeneas.
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Hola Teresa.
Tiempo, tiempo. No es justo que pase tan rápido, fugaz entre los dedos de un
reloj de aceite, forma más evidente de decirnos ey, tempus fugit. No te rías,
todo esto es porque leí un artículo en Quo sobre cómo nos degradamos, las
transformaciones químicas y todo eso, con esos gusanos que dicen que habitan
nuestros intestino. Me hacen pensar en la fragilidad y, más aún, en los
cumpleaños no felicitados, los regalos devueltos y en por qué al chico que te
pidió tantas veces que te casaras con él le diste tantas largas. Sí, ese chico que
era yo. Ni el tiempo ni la vida son justas. Luego te liaste con Rubén y te pasaste
los siguientes ocho años de puerto en puerto, algo perdida, sé que no fue del
todo bueno por las cartas que me enviaste, después perdieron el norte y
cesaron. Tengo que decir que las olía, las miraba por un lado y por otro.
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Hola Martín
Me dejaste esta tarjeta, esta dirección dentro de mi bolso en un descuido. Lo
esperaba, sabía que antes de pagar era el momento, por eso me fui al baño,
deseando que hicieras algo, un gesto. Me sobrevino un rubor infinito y ya
conoces a las mujeres que son muchos años de cine con subtítulos y tantas
imágenes de cine al aire libre y él se acerca y ella se deja llevar. Qué quieres,
nos gusta alargar el instante, sentirnos atravesadas de punta a punta, carne de
gallina. Tuve que ir al baño también a respirar hondo porque la opresión del
pecho terminó por desquiciarme, bloquearme. Nos despedimos, que si cojo el
pr mer taxi que pase, y justo apareció uno, cuando no lo esperas, cuando
desearías estirar la distancia entre él y tú, ahí está, con los intermitentes
incordiando, exigiendo que no te demores en la despedida.
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¿La conocí? Gestos: retorce se los dedos entre el pelo, morderse las uñas, el
labio inferio Termino jugando al despiste y cuando llegué a conocerla,
cambiaba, imponía deberes a las tardes de domingo, sobre todo eran esos días
y cier o olo a mustio abría las camisas que esperaban su turno sobre la tabla
de la p ancha. El lunes volvía a las mismas especulaciones, a los mismos
movim entos frenéticos de manos, brazos, pestañas y algunos sábados cuando
colgaba la ropa, adqu ía un formato en technicolor que casi parecía indecen e.
El prob ema es que me gustaba sin embargo, no sé hasta qué punto la conocí.
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Hola Maribel
Hablamos. Eso me dijiste. No es del todo cierto que te odiara, que te
despreciara hasta lo más bajo de mi ser. Nada de eso que dijiste es cierto. En La
Rochelle estará lloviendo y aquel Hotel de l’Île tendrá sábanas limpias con el
perfume que repetías una y otra vez: “esto huele a mango y a frambuesa”.
2739 kilómet os en total. N uno más y ni uno menos. Duino ilum nado de
fondo, abajo una ranchera y un porche que después descubr íamos a la
secretaria y al jefe en la habitación de al lado. Ho el de fron era, pocas
personas y Rilke, iluminado. Estaba yo tan emocionado con las Elegías que no
eparé en que te habías desnudado y que todo olía a ecién duchada.
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Hola Esteban
Hoy es el día más feliz de mi vida. Por fin, tengo el trabajo que quería y hace
dos semanas me fui con Jose a nuestro nidito de amor. Ya tenemos las llaves y
la lista de compra porque faltan muebles, estanterías y tarros de conservas. Me
dijiste que teníamos una cena pendiente y creo que es el momento, si te
parece. Cuando nos cruzamos el mes pasado estabas tan despistado que no me
reconociste, tan ocupado con tus nenes que acababan de empezar en la escuela
y todo era un sinvivir de mochilas, zumos con el nombre escrito para no
confundirlos, el vocabulario que crece intenso subiendo por los andamios de
las historias que están deseosos por contarnos. Te divorcias, creí escuchar, te
perderás muchas cosas...
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Alguien te preguntará por el tipo aquel que t abaja como conductor, sí, el que
tenía buen gusto combinando la mirada y una conversación sostenida densa y
a la vez igera. Sí, no está tan mal. Ese tipo Por pu a curiosidad o po satis ace
un último deseo de que haya gente que está peor que uno mismo cuando los
días pasan más rápido y el té mino « aburr miento » es sinónimo de derrota,
más que de no saber qué hacer. Ese alguien será a guna amiga en común, y tú
le dirás, qui ándole la máxima impor ancia como sacudiéndote los hombros,
“parecía envejecido, más desaliñado, le ha sentado fatal lo nuestro, se lo
merecía, es su problema” po no decir que sí, que era más v ejo, pasa on unos
3 años y medio, pero que lo viste y se te subió un horm gueo como el primer
día, salvaje, y te resistes por miedo a hacerte permeable y te atraviesen
lág imas con fecha de caducidad pasada y que puedan dañar e más de lo que
pensabas. « Parecía estar pasando por un mal momento, no recibía noticias de
su ex-mujer, sí, había tenido un hijo al que pasaba una pensión », dirás todo
eso, mezcla dispersa de ve dades a medias y mentiras de postre, lo dirás pa a
no sent e ma , con ganas de gritar en la sob emesa. No s ve de nada eso del
“ponle un bizcochito a este café” que vi estampado en un vasito de plást co.
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Hola Fátima
¿Te conté que el otro día dejaron en mi buzón First Among Equals de Archer
Jeffrey. Jose me recomendó efusivamente que lo tirara inmediatamente a la
papelera porque comprobamos marcas de alguna inundación que se comió
varias páginas. Pero a mí me fascinaron las anotaciones sobre vocabulario, la
letra femenina de grafito y al final, la fecha: 09/11/94. Coincidía casi casi con
la del día que lo recibí, salvo por el año. Tíralo, escuchaba desde la sala
mientras el tío buscaba el partido Valencia-Real Madrid en el Plus. Ya sabes
cómo le gusta y cómo es mi tortura.
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Inservibles. ¿Dónde se acumulan esas horas que pasamos juntos? ¿Dónde
aquellas 11 de la noche que fuimos a bailar porque te hab as puesto los
zapatos adecuados y nos quedamos solos en e ga ito más tu bio de Malasaña?
Y, tardes de verano con olo a calamares, bañadores mojados, vamos a darnos
otro baño, qué fácil, dónde, dónde, el agua está congelada y habrá que volver,
dónde está eso maldita t ampa chapucera que nos pusie on, dónde las espe as
en el Char es de Gaulle, la quimera las nuevas canciones que ad untamos a
nuestro reper orio sol ero, las medianoches en taxi o los via es en bus con
bu acas reservadas, el reservado de cie tas esquinas con chasquido y cosquillas
por el vientre. Dónde. Inservibles como juguetes olvidados en un cajón que
cuesta abrirlo.
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Hola Ignacio
Estoy aún aturdido por las consecuencias que tuvieron mis palabras. No sirvió
de mucho dejarlo claro el primer día, justo cuando sabíamos que aquella
escenita sería vital para nuestras vidas. Lo supimos después. Lo que algunos
llaman supervivencia, yo lo llamo canibalismo. Mira, solo copié las primeras
letras de tu listín sin saber que eran los peces gordos, los super clientes y de
cara a la empresa fue un golpe de suerte y para ti, el despido inmediato. Nos
acusamos mutuamente como niños a los que les hacen falta en un partido de
fútbol.
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Canibalismo es lo que tenía con igo Puro y duro. No hay o ro calificativo que
defina mejor el d a a día de mat imonio bien avenido Nos encan aba ab ir el
armario y disfrazarnos. Casi me ado mecía cuando en alguna mañana de
noviembre sacaba un pa de galletas (el sonido del plástico me hacía vibrar) y
sonaba la ja a del agua en ebullición y al trasluz se veían las burbu itas y el
vapor. La ten ación de lanzarme en picado y sin salvavidas era una cues ión
delicada y muchas veces me traicionaba el agu jón y a partir de ahí, todo se
desmontaba, desar iculaba rodaba por el suelo de la cocina, se quemaba el
estofado y e silbido de la cafe era italiana enfebrecida cavaba una fosa común
de la que escapábamos por túneles subterráneos. Primero, erguidos, co iendo
y años después, a rastras y perdiendo los nervios.
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Hola Carol
No te comenté nada y el verano terminó como vino, sin entender muy bien por
qué los días se acortan tanto. Me confundí de libro a propósito para que
tuvieras que volver a verme. Fue una estrategia arriesgada. Los pilares de la
tierra no eran de tu estilo, cómo no saberlo si hemos pasado un montón de
tardes perdidos, rompiendo los esquemas espacio-temporales y provocando
marejadas en océanos completamente en calma. Parece que no funcionó
porque me dejaste de hablar, cambiaste de móvil, te mudaste de casa y quisiste
darte un nuevo punto de inicio y arrasaste con lo que oliera a indefinido. No me
sorprendes, te conozco desde la adolescencia. Aunque ahora que lo pienso,
más que arriesgarme fue un suicidio cobarde, un no decir las cosas a la cara.
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Ni un 20%. Sacas tu conclusión ahora que todo se ha ido al garete. Para mí,
espero que no te sienta ma saberlo, era una gran burbuja durante estos años,
siempre al límite de la resis encia, o como una goma que sabes que se
omperá, pero no cuándo. Aprovechabas cuando trabajaba para desplegar el
mapa de mis rasgos en forma de cientos de fo ografías para ver si descubrías
ealmente quién era, para chupa me la sangre como un vampiro.
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21
Hola Juanan
Nunca sabes dónde te surgirán unas palabras, un inicio de contacto. Andamos
tan estresados, que todo se convierte en un sprint, en un 100 metros lisos
continuo. Estoy de viaje entre Burgos y Soria, un cortado con sandwich de
jamón y queso, mis vacaciones ya se terminaron y la familia, perfectamente
como siempre, ese concepto tan general. Es como si no cambiara. Te escribí un
par de emails pero ya sabes que cuando hay una necesidad, más permanente,
algo como una veleta estancada oxidada que se rebela al viento y marca
obstinadamente un destino, cuando hay ganas de que cada palabra cuente y
cada resto de aceite de las croquetas que he apurado hace unos segundos,
señala coordenadas como ejes geográficos y escribe a mano. Todo esto para
decirte que, a pesar del viaje, me corroe una duda.
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Veleta. Eso lo dejaba t eso No le hacía ni pizca de gracia que le dije an “vele a”
sinónimo de no hacer las cosas por sí mismo como si alguien fuera dueño de
sus actos. ¿Quién había decidido que enviara todas las cartas? Posiblemen e ella
diría que de alguna forma el programa de televisión, la señora que entró
llorando porque le acababan de comunicar que le quedaban dos meses de vida
y hac a doce años y t es semanas que no había vuelto a ver a sus nietos.
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22
Hola Ángela
Tiritabas de frío glacial mientras en vertiginosos espasmos el mar sucedía al
orden vigente en esta ciudad más de alga que de musgo. Te daba por raspar las
paredes que no te gustaban, desconchándolas y sustituyéndolas por
habitaciones con espejos, pinturas con una profundidad primaveral casi infinita.
Creo que lo hacías por si acaso, por si a la vuelta de la esquina o del papel
pintado hubiera una caja de música, un pasadizo por el que había un inicio, una
puerta abierta. O era una excusa para llamar la atención, para que te invitara a
bailar porque no te controlabas y jugabas conmigo al escondite con esa mirada
de cuento hasta diez y te sorprendo con un destello de cucurucho cuatro
sabores o con un estallido de sandía a borbotones o con una tormenta de
perfume, no del nuevo, sino del que apenas te quedaban un par de gotas.
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Casi diez eu os por una bote la de Bordeaux. Era el fina apoteósico que
admiran los crí icos, lo mejor de lo mejor. Ya se h zo la hora de desperta se y
correr antes de que salga el último ferry que permite abandonar esta isla llena
de escayolas, piscinas con un olor a cloro impronunciab e, gangrena, de filetes
pasados. En mi agenda he marcado una fecha y he escr o “morder”. Un
mordisco con el sabor de una copa de vino compartida donde se buscan los
labios ajenos, la marca en el círculo vicioso del cristal. Y morder los tob llos de
todos los que tengan un plano de una ciudad conocida desplegado. Un
mordisco y la conquista es verme envuelto en una trama de columpio, de h e ba
húmeda goteante, recién llovida. “Quiero morderte”, masculló como una
súplica, como si aquello le quitase la v da “Muérdeme hasta que se desgas en
los colmillos”. E a la época de usar más los dientes y la ternu a que los olv dos.
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constataciones
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(ella)
Tengo las piernas demasiado delgadas, los jeans me sientan siempre mal y no
encuentro ni uno, es insufrible. Solo me queda ya que me toque la lotería o
jugármelo todo al bingo. Soy una auténtica vaga y parece que, en vez de
sangre, tengo horchata. Ya se murieron papá y mamá para sacarme las
castañas del fuego, el juego de la vida se me presentó un día en la puerta de
casa cuando esperaba un paquete de mis primos. Correos, el servicio postal es
de lo más incompetente. ¿Por qué soy yo siempre la elegida y la publicidad del
Carrefour y las cartas que no son para mí las dejan en mi buzón? A veces
pienso que mi tristeza se transparenta más allá de las noches de insomnio, los
lingotazos de gintonic, telecuranderos, teletiendas y ojeras. En esta, no figura
ni el remite pero es mi dirección correcta, la calle minuciosamente escrita con
una caligrafía decente, diría yo puntillosa, cuidada, ni siquiera han errado en el
código postal. El único problema es que mi nombre no es María Jiménez
Cumplido. No es una carta certificada, más bien parece que es una carta de
amistad o de pedida de mano o de segunda oportunidad o de primera, una
declaración unilateral de amor, menudas ocurrencias, eso me pasa porque
todavía no ha empezado el día como decía Marías, no he abierto los ojos y el
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que no desayuna, permanece en la esfera de orfeo, sin duda, es esto. Otra nota
curiosa: el papel está escogido, el sello precioso, simétricamente pegado al
milímetro sin sobrar por la derecha por la izquierda por arriba por abajo. Bah,
ahí se queda, en la mesa. ¿Quién vivía antes aquí? Tengo que colgar la ropa.
Quehaceres, hermosa palabra, qué hacer y ese plural que desborda incendiario
un bidón de gasolina de 20 litros.
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(él)
Apagó la televisión de mala leche, le dolía todo el cuerpo y cualquier
interferencia le irritaba hasta lo más hondo. Llevaba más de cuarenta y ocho
horas sin salir de casa y no le estaban sentando nada bien. Tampoco era tan
difícil ducharse, coger un pantalón vaquero, una cazadora y las converse de
cuero y largarse. Lo que pasa es que sentía la casa como un refugio o lo menos
malo para que la realidad le arrebatase la libertad. Era su engaño porque sabía
que nada más salir fuera respiraría. Creo que lo que estaba haciendo era
autoflagelarse y esa rabia contenida le cosía a tiros frente al espejo de su
guardarropa. Se tragó varias películas de aventuras, una era la de Reg eso al
futuro 2 y la otra, A enas salvajes, sobre un monstruo-oruga que salía de una
mina abandonada. Un auténtico bodrio, pero eso le permitió ganar tiempo
hasta las siete de la tarde, ya anochecida. Aburrimiento infernal, él que nunca
se aburría y llamaba a alguna amiguita aburrida como él y se lo pasaban en
grande. Le gustaba reservar una suite de un hotel y quedar con la primera que
estuviera disponible y pasar allí la tarde y salir como quien no quiere la cosa
cuando les daba la gana y no volver. Pero, la gente crece, abunda, cierra
puertas y ventanas y se muda a la conforme existencia de una casa, marido,
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domingo bajo manta, peli, y al terminar, baja una cortina de humo con un
mensaje en una botella estrellada en la nuca: hay que pensar en mañana, qué
opa ponerme, tengo que planchar la camisa, no saldré hasta las ocho, esas
divinas palabras que terminan provocando una úlcera de estómago. El caso es
que no llego ni a eso y veo un especial Hombre en el dom nical y me troncho al
ver a una pa eja medio hippie saliendo de un vele o más pijo que pi o. Sin
embargo, tir to, tiemblo como una txalupa a la que el v ento del nor e ha
cortado amarras y está a la deriva y nadie, absolutamente nadie, echa en falta.
Abrí la ven ana pa a que el olo a corteza de castaños consumiéndose en
alguna chimenea e ana rasgara mis fosas nasales hasta los pulmones, un
harakir que lo despertara. La basura, la basura sería su única salida. Sin querer,
miré el co eo porque el viernes no lo había hecho. Descubrí una car a y el
mecanismo hizo crac crac y una rueda dentada engrasó su deseo. No es del
banco no es publicidad del chino de la esquina ni del supermercado, dos po
uno, ofertas en carnicería, no, es una ca a con papel elegido, con caligra ía
clara, como esc ita con el mejor de los deseos. Deseo: tendencia de la voluntad
a conseguir algo. Lo que no entiendo es por qué está mi dirección correcta sin
errores, sin posib lidad de errores, muy claro muy limpio no hay 4 que parezca
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un 9 ni nada po el estilo. Es mi dirección y todo cuadra. El problema es que yo
no me llamo Natalia Estrada Gutierre. Ni conozco a nadie con ese nombre.
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Frédéric
1
Realmente, nadie sabía qué hacía ese tipo allí a las 4 de la tarde. Su Canon E50
lo delató enseguida y lo desaconsejó para una conversación normal. No era
cierto aquello que nos contó la camarera sobre su procedencia, que si había
vivido en Amsterdam o que había recorrido medio Brasil trabajando donde
podía y que nada más conseguir algo de dinero se embarcaba en lo primero
que avanzara kilómetros y echaba millas hasta la otra punta, sin más intención
que la de hacerse lo más insospechadamente anónimo o la de cubrir de
impulsos o de vida la habitación de Verónica, que en vez de aferrarse a
sobrevivir, desistía. Pero no, esa no era la intención porque su egoísmo podía
más que sus buenas razones. Aquella tarde estaba feliz porque le habían
contestado de un trabajo en el mejor de los estudios de Madrid y por fin, podría
quedarse a vivir. Se fija en Rebeca, ella no porque mira desorientada al libro
que no avanza, a la pareja que se tocan, se besan, se lanzan promesas
inaudibles con lápiz y goma, redactan un texto en común que no parece que
tiene fin esta tarde y por último la calle, le atrae lo suficiente como para perder
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el sentido en breve. No le gusta el azúcar en el café. Todos salen ganando en
este café: unos azucarillos, una nota, un teléfono en una servilleta, un sueño en
unas postales gratis donde flotan los cisnes, sucesión de elementos actores que
se interrumpen cuando Frédéric decide largarse y se arregla el pelo, coge la
cámara, la bandolera, sus papeles y elige dos postales y, sin venir a cuento,
accede a la vida de esa pareja que ha perdido definitivamente las agujas del
reloj. No sé qué les dice, ellos se callan, desanudan sus manos y le siguen en su
desaparición larga por el decorado.
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Hoy su lugar, ese que insistentemente se coló en un jueves de marzo en Pablo y
en Cris y en Denis, lo ocupa una tal Rebeca que viene de Frankfurt y tiene la
mirada más perdida desde Bette Davis en Dange ous. Próximamente, una chica
con guiños negros y rojos, con el índice más desarrollado que los demás dedos.
Me pregunto que le llevó a ocupar mi lugar, mi espacio, mi camarote en esta
tarde de abril, a mediados, justo ahora que no tengo ni la menor idea de cómo
continuaré. Cada uno que se cruza conmigo tiene la mirada más larga que la
lengua o las dos cosas. Limpiamente saben del futuro. Cuando llegué el lunes
al trabajo, me dijeron que la primavera estaba a punto de terminar,
asombrosamente verano. O al menos, pensaba. ¿Por qué no deja de mirarme,
seré la musa? Siempre soy yo el que me concentro, el que deseo, el que hago
que deseen otros lo que nunca jamás soñaron más que en mi imaginación. Esta
vez, será ella la que pulse varias del piano, las más altas. Esta vez no se me
escapa ni ella ni Frédéric.
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En otoño me lo volví a encontrar. Dos días seguidos. Su pelea por el periódico
lo delató. Creo que me reconoció, o más bien, se le hizo conocida mi cara.
Había olvidado que fumaba y en su manera de encender el cigarrillo. Se iguala
en atracción fatal a Alberto, quizás todo se reduzca a la calma, al hábito
perfeccionado en cómo cogen el mechero y cómo lo prenden. Fuera está
jarreando y los ventiladores de aspas interrumpen a ritmo constante la luz
fluida sobre las conversaciones impregnantes de los salones del Pepe. Él no es
ningún salvavidas, se limita a fumar, a leer el periódico secuestrado, a escuchar
música, a atusarse el pelo despeinado, un aire a película en blanco y negro y de
cine mudo. Magnetismo dirán unos cuantos, yo hablaría de composición
química, como ese olor casi original que nos ha atravesado siglo tras siglo, de
costado a costado. Se fue treinta y siete minutos más tarde y volví a preguntar a
la camarera si le conocía y me contó que había vuelto de un viaje por Rusia, que
había enamorado a tres chicas y que no salió en una semana del hotel de
Sebastopol. Inmediatamente, busqué su figura cómo desaparecía y miré
cuántas postales quedaban en la repisa, sin percatarme de que estaban
desordenadas y sé que en otra esquina, en otro café estará cortando cabezas.
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Mario
Mario subió las escaleras de tres en tres y se le cayó el café que había
comprado en la máquina. Una llamada fue lo que desencadenó la ilusión
porque aquello sabía que era mejor que un cupón de la Once premiado. Ella.
Ella le había llamado y le había puesto « Just Like Heaven » de The Cure y solo
le dijo, "ven" y el insomnio, los dolores de cabeza persistentes, las ojeras, las
canas, el mate de su piel desaparecieron y se imaginó en el mar que conoció
con ella contando todas las estrellas del universo y escribiendo nuevos cuentos
para las que se incorporaran. Nunca entendieron sus amigos por qué sentían
eso el uno por el otro, una coctelera de marshmallows, savia de pino, charcos,
luna, el frío de diciembre y el de enero, las sonrisas y miles de argumentos para
sospechar que esconden algo en la chistera y no es un conejo.
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Llátzer
“Había comenzado a decaer, tras la muerte de Rubianes. En los últimos meses
no tenía ganas de comer ni de fumar, una muy mala señal”, Llátzer soñó por
última vez con la mañana tibia del 87 apenas levantar la persiana del puesto de
pipas y gominolas que regentaba en la Barceloneta, decía que así la vida era un
torbellino de lo dulce y lo salado, tanto que se relamía al pensar en los besos
de Eugenia. Al principio, sus convecinos le miraban con recelo porque dejaba
que los niños del barrio le robaran un par de bolsas de maíces o algunos
ladrillos de goma o puritos de chocolate. Pensaban que no se daba ni cuenta.
No era cierto. Esos hurtos le proyectaban a puertos holandeses o a neblina de
los fiordos noruegos o a llovizna de los mares del norte. Lo que era un misterio
para todos es que cada día se levantaba al alba, mucho antes incluso, y conocía
al dedillo los horarios de carga y descarga del puerto, y contaba una a una las
grúas para comprobar que estaban todas, pasaba la lista a todas las farolas y
les daba la orden de apagarse. Cuando había cumplido este oficio de marinero
sin destino, hacía sonar la bocina, señal de que ya había amanecido y eso
significaba que algo podía suceder, porque en la noche todo se muere un poco.
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Julián Galindo
Ahí donde lo veis, t ene 93 años. La camarera no se cortó un pelo, po que estoy
comprometida que si no…La clientela le conocía porque nadie lo nombró.
Llevaba una gabardina ocre y pidió un rioja. Ah, y unos morros de cerdo. Sonrió
perspicaz (definitiva palabra para este anciano demoledor) con la aristocracia
medida. Sabe que esa arquitectura en el Sacramental de San Isidro, dedicada a
un tal Godia, le corresponde a él. Porque lo vale. El otoño ya está aquí y
mientras todo el mundo se asusta, él se alegra porque es la temporada de las
cafeterías, de encontrarse en la misma respiración, en el mismo vaho de los
cristales. Se á el invie no más lluvioso de la h sto ia y apura su copa de vino,
sonríe mirando desde un futuro ideal con la arrogancia del que sabe que ha
triunfado y del que es feliz comiendo unos morros de cerdo en el bar más cutre
de la ciudad las noticias después de esta his oria tan increíble porque a lo a le
tocó la loter a y ti ó el cupón a la basura. Trabajó en los estibadores, y por arte
de magia se vio en las oficinas controlando las importaciones y exportaciones.
Ante su mesa, dejaban documentos en sueco, inglés, chino, búlgaro y francés.
Hasta le llegó uno en ruso. Los distinguía perfectamente, cada uno de ellos
tenía manchas de los barcos, del sudor de los marineros, tenían la marca de un
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lugar en medio del mar del que solo podía conocer eso, esa marca, ese punto y
aparte, restos de gasoil, ese olor a óxido, el ruido del mascarón de proa, del
empuje en medio de los mares del sur, regresaba cuando le reclamaban el sello
de la autoridad portuaria. Estaba ahí justo al apagarse las farolas del puerto, al
abrirse la verja y dejar entrar a los trailer que desgastarían la sal para
convertirla en tierra adentro. Y uno de los días, pensó que en eso consistía la
vida, una llegada desde el océano, una espera en un barracón del puerto, la
lluvia, el sol empalagoso y brutal de agosto, el documento, el trailer y el
destino, la tierra, consumirse, secarse. Creyó que había invertido el proceso
porque nunca había salido del mar, siempre lo había respirado cada mañana al
abrir las ventanas de la planta segunda. Decidió irse. Cada error lo llevaba hacia
ella, en esa cafetería, repetida, tras verla, le inquietó la idea de que debía
quedarse un tiempo, pescarla con detenimiento, y que ella también estaba
haciendo lo mismo, él mordió el anzuelo. Se casó y volvió a la tierra, y sabía
que todo estaba bien, ella murió y él estaba a orillas de lo mismo, lo aceptaba y
antes de eso, se enfundaría su gabardina y saldría con el estámago lleno y con
muda limpia, que a la muerte hay que espera la con las mejo es galas
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Realmente fue el invierno más lluvioso de la historia, qué tipo quién habría
dicho que tenía 93 años.
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condensación (un posible final)
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Cualquiera del bar diría que estaban borrachos. Le susurraba al oído la historia
de cómo Nika y Fede conocieron el tango una tarde de lluvia en Buenos Aires,
calle Florida o de qué había tras la inquietante, estimulante puerta roja con un
ojo de buey, que invitaba a explorar su vientre. Lluvia. Goterones discurriendo
por las repisas boca abajo. 41º N 2º E. ¿Sabes nadar? Fue mi segunda pregunta.
Lluvia. Los calcetines empapados. El chasquido permanente de los neumáticos,
el martilleo de las gotas sobre las lonas de los restaurantes con luz de fondo
amarillenta o de las embarcaciones deportivas. Lluvia. No quiero una zodiac, sé
nadar y el sur no está tan lejos. Las persianas metálicas hasta la mitad colocan
el punto y final a la sugerencia del camarero, ce amos.
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Miraste de reojo para asegurarte que los calamares seguían fresquísimos, « es
así como sale una paella estupenda », y te relamías con esta palabra. De
repente, tuve unas cuantas alucinaciones : el queso gruyère se vació de huecos,
las esclusas se abrieron dejando al descubierto años de mecanismos y
engranajes, Golosinas and Company cerró la sesión de la Bolsa con ganancias,
los kilómetros eran elásticos. « Despierta, ya está todo listo », y un crujido de
teléfono colgado, me empapa las manos de presencia y tengo hambre
carnívora.
Guía
notas de edición
coordenadas
cosas concretas
correspondencias
constataciones
condensación (un posible final) © Pablo Esteve. Jonathan Hilton Project 2011. Febrero. San Sebastián.