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Mafalda controversial: humor, ideología y violencia (Argentina, 1969-
1976)
Isabella Cosse
CONICET / IIEGE –UBA
Este trabajo es una primera versión que ruego NO hacer circular. Para citarlo: Isabella
Cosse, “Mafalda controversial: humor, ideología y violencia (Argentina, 1969-1976)”,
Viñetas serias, Segundo Congreso Internacional sobre Historietas y Humor Gráfico,
Ciudad de Buenos Aires, 26 al 29 de Septiembre de 2012.
Resumen
Mafalda, creada por Quino (Joaquin Lavado) en 1964, conformó un fenómeno cultural sin
precedentes que es hoy unánimemente celebrada. Esta potente imagen es útil pero oculta las
luchas sobre el sentido político y social de la tira que acompañaron a la tira desde su misma
aparición. Dichas discusiones resultan especialmente intensas y significativas entre 1973 y
1976, cuando Quino había dejado de producir nuevas tiras y el país enfrentaba el ascenso
de la radicalización, la represión y el autoritarismo. Esta ponencia analiza dichas contiendas
para otorgarle nuevos sentidos a las tiras. Primero abordo el sentido que asumió la tira en
los años setenta y luego reconstruyo las críticas a la supuesta ideología burguesa de
Mafalda (permeadas por los análisis de Dorfman y Mattelart) y los usos que le dieron las
fuerzas represivas a la tira. Mi estudio, basada en el análisis de tiras, comentarios, artículos
y noticias de diarios y revistas y entrevistas a informantes claves, trata de aportar a la
comprensión de los dilemas enfrentados por la sociedad argentina en su pasado reciente.
Palabras claves: Mafalda – Quino – Humor – Años sesenta – Argentina
Abstract
Controversial Mafalda: Ideology, Humor (Argentina, 1969-1976)
The comic strip Mafalda, created by Quino (Joaquin Lavado) in 1964, has an undisputed
place in present Argentinean society. Its powerful image obscures the debates over the
strip’s political and social meanings that arose as soon as it appeared in print. These
heightened in intensity and became more complex from 1973 to 1976, after Quino stopped
producing the strip and radicalisation, repression, and authoritarianism escalated in the
country. My analysis focuses on these disputes to find new meanings in the strips. First, I
examine the political sense of Mafalda in the seventies. Then I study the reviews that
criticized Mafalda’s alleged bourgeois ideology (drawing on Dorfman and Mattelart) and
the appropriations by the dictatorial forces to use the strip. To do that I look at the strip,
commentary, press stories, and interviews with key observers in an effort to shed light on
the dilemmas faced by Argentine society in its recent past.
WORD: Mafalda, Quino, Argentina, Sixties, Humor
Introducción
En el acto de asunción del segundo mandato de Cristina Kirchner podía divisarse
una enorme Mafalda inflable en el centro de la Plaza de Mayo. Quino nunca fue peronista
pero la presencia de su creación no resulta extraña. Mafalda se ha ganado el reconocimiento
de la sociedad argentina que se apresta a rendirle nuevos homenajes al filo de cumplir
cincuenta años. Desde tiempo atrás, la tira ha quedado consagrada en el espacio urbano de
Buenos Aires: existe una estatua, una plaza lleva su nombre y un mural con Mafalda y sus
amigos decora una estación de céntrica del subte. En el interior del país, el éxito de una
exposición, que recorrió diferentes localidades una década atrás, mostró que los tributos
excedían a la Capital. Este unánime reconocimiento esconde las controversias que la tira
suscitó en el pasado y que este artículo se propone reconstruir. Concretamente, estás
páginas analizarán las contiendas que Mafalda despertó cuando las mismas fueron
especialmente intensas y significativas: entre 1970 y 1976 en el marco del ascenso de la
polarización y el autoritarismo.
En ese período, como han planteado los antecedentes de investigación, la revolución
cubana abrió nuevos dilemas al campo cultural que tensionaban la relación entre la
producción intelectual y el compromiso revolucionario (Terán: 1993, Sigal, 1991; Longoni
y Metsman, 2000; Gilman, 2003). Lejos de ser ajenos, los historietistas y los humoristas
estuvieron atravesados por los desafíos abiertos por la figura del “intelectual
comprometido” (esta expresión en Gilman, 2003; para el campo de la historieta, Vázquez,
2010). Se ha señalado, en especial, que las nuevas revistas –como Satiricón y Chaupinela–
surgidas en los años setenta apelaron a una auto-reflexión satírica de un público politizado
y de clase media que podía identificarse con los sujetos satirizados (Manzano, 2010). Este
mecanismo había estado en el centro de la estrategia humorística de Quino en Mafalda que,
de modo diferente, había estado vertebrada por una visión irónica. La tira, surgida en 1964,
había compuesto una representación compleja y heterogénea de la clase media que trabajó
sobre las contradicciones abiertas con la modernización social, la contestación cultural y las
limitaciones de la democracia en la sociedad argentina (Cosse, 2010).
En este marco, este artículo reconstruye las controversias y los sentidos políticos de
la tira –aún inexplorados– en el momento de ascenso de la polarización y la violencia. Me
interesa comprender cómo el clima ideológico permeó al humor y, especialmente, cómo
Mafalda fue interpretada y usada políticamente. El texto está dividido en dos secciones.
Primero analizo el sentido político de Mafalda durante la dictadura del general Juan Carlos
Onganía y el ascenso de la radicalización política hasta junio de 1973, cuando Quino deja
de producir nuevas tiras. En segundo lugar, abordo las discusiones sobre la ideología y los
efectos políticos y sociales de Mafalda en los tres años siguientes. Estudio la operación
política de integrantes de las fuerzas represivas que intentaron apropiarse de la tira con
intenciones contrapuestas: revertir su sentido ideológico y reafirmarlo al usarla como
amenaza. La estrategia de análisis le otorga densidad histórica a Mafalda mediante un
énfasis en la reconstrucción diacrónica y la contextualización. Para ello, se consultaron las
versiones originales de Mafalda, se identificaron críticas, comentarios y reseñas
contemporáneas, se entrevistaron a informantes claves y se utilizaron escritos, ensayos y
testimonios de quienes vivieron la época.
Mafalda: símbolo antiautoritario
Mafalda se despidió de los lectores en junio de 1973. En sus nueve años de
existencia, Quino no había variado la estrategia de humor basada en la complicidad del
lector/a para completar el sentido de las tiras, la puesta en relación de lo político con lo
cotidiano y en la tensión entre la ironía corrosiva –propia de una mirada incisiva y
demoledora adulto/juvenil– y la ternura despertada por los niños que la enunciaban. En
cambio, había enriquecido la línea del dibujo, había creado nuevos personajes, había
complejizado sus caracterizaciones y el mundo que ellos habitaban. Esas mutaciones
dialogaron con las conmociones que sacudían a la sociedad argentina y, con ellas, los
sentidos sociales de la tira fueron transformándose (Cosse, 2010).
En sus orígenes –en Primera Plana y luego en el diario El Mundo– la tira trabajó
sobre las contradicciones de la clase media ante la modernización sociocultural, la
inestabilidad económica y la debilidad de la democracia. Lo hizo asumiendo el ángulo de
un personaje –el de Mafalda– que encarnaba la desestabilización del orden de género y
generacional. Con el tiempo, esta composición fue complejizándose. La niña
intelectualizada asumía el papel de la vocera de la ideología de la clase media progresista y
comprometida que se afirmaba en la diferencia con sus contrincantes encarnados en las
figuras como Susanita y Manolito, situados en las antípodas ideológicas que encarnaban a
la clase media con mentalidad tradicional y conservadora (retomaba el prototipo femenino
de la “señora gorda” creada por Landrú) y la clase media de origen inmigrante con el
espíritu capitalista de un pequeño cuentapropista, respectivamente. En este marco, la tira
compuso una visión heterogénea de la clase media (dividida por las diferencias ideológicas
y culturales) que incorporaba percepciones contrapuestas que circulaban en la época y que
la concebían responsable de los males o las expectativas de futuro (Cosse, 2010).
Con el golpe de Estado del general Juan Carlos Onganía (1966), Mafalda asumió un
sentido nuevo. Se convirtió en un símbolo antidictatorial. En el mismo ejemplar en el que
se informaba del derrocamiento de Arturo Illia, los lectores encontraron en la tira una
Mafalda descorazonada que se preguntaba: “¿Entonces, ESO que me enseñaron en la
escuela…?” (Quino, “Mafalda”, El Mundo, 29/06/1966:16). No había duda de que “ESO”
eran los contenidos de la materia Educación Democrática que recibían los adolescentes en
las escuelas secundarias, en las cuales, por otra parte, las autoridades ensalzarían al nuevo
gobierno. Como explicará la revista Acción retrospectivamente: “la historieta comienza
(con esa tira) su etapa de madurez” (“Mafalda, infancia y realidad”, Acción, 23/05/1973)
Unos meses después, en ocho horas se agotaron los cinco mil ejemplares del primer
cuaderno con una compilación de tiras. La idea había surgido cuando Quino notó que la
gente recortaba la tira y la colocaba en las paredes o en las ventanillas de los negocios. La
intuición fue correcta. Jorge Álvarez, la editorial identificada con las corrientes culturales y
políticas más radicales que estaba en la picota de la censura del gobierno, vendió cuarenta
mil ejemplares en dos meses. Al año siguiente, Mafalda alcanzaba estatura nacional cuando
comenzó a ser reproducida en diferentes diarios del interior del país (Córdoba de la
provincia homónima, El Litoral de Santa Fe, Noticias de Tucumán). Indudablemente, su
sentido autoritario había entroncado con un importante segmento de la opinión pública. La
asociación entre la sopa y el autoritarismo le permitía a Quino aludir de modo velado pero
claro a la represión y la censura mediante juegos indirectos y juegos de sentido. Según
explicó, por entonces, la revista latinoamericana Visión, Mafalda representaba una “carga
explosiva” en un país sometido a un gobierno militar que no podía dejar de molestar a los
sectores oficialistas (“Dulce y venenosa”, Visión, 6/09/1968: 76).
En ese contexto, la popularidad de Mafalda no dejaba de crecer. En 1968, los
primeros posters con su imagen fueron puestos en el mercado por Jorge Álvarez editores
que la seleccionó –junto a los Beatles, Robert Kennedy y Jane Fonda– mediante una
encuesta que tenía el objetivo de identificar a los “ídolos” de los argentinos, entre quienes
la niña intelectualizada era el único personaje de historieta (“Extravagario”, Primera Plana,
22/10/1968, p. 72). Al año siguiente, el diario platense El Día consideraba que el tango y la
Costanera habían dejado de representar la identidad nacional y que era Quino quien había
retratado las “inhibiciones”, “vacilaciones” y “complejos” que verdaderamente definían a
los argentinos. El Buenos Aires Herald compartía esta percepción y proponía que lo que
definía a la tira era su sentido antiautoritario (Alasdair, Buenos Aires Herald,
7/03/1970:12). En 1969, una viñeta que aludía a la represión trascendió los recuadros de la
tira y fue convertida en un afiche que pobló casas, habitaciones y oficinas de quienes
habían descubierto en la calle y en su propio cuerpo la dureza de los bastones policiales.
Como veremos en el siguiente apartado, la viñeta fue parte central de las contiendas por la
re-significación de Mafalda en el escenario de la represión y la violencia de Estado.
Quino, “Mafalda”, El Mundo, 29 de junio de 1966, p. 14
En busca de la ideología perdida
En 1970, el éxito de Mafalda se coronaba en el exterior con la publicación de una
compilación de la tira en Italia –seguida un año después de la edición española– cuando las
rebeliones estudiantiles conmovían Paris, Roma y Praga. Justamente, el prólogo de
Umberto Eco consideraba al personaje una “heroína de nuestro tiempo” que simbolizaba la
contestación generacional al mundo de los adultos. Esto no le impedía reconocer que la
niña intelectualizada “en materia política tenía ideas confusas”. No entendía qué sucedía en
Vietnam, por qué existía los pobres y la preocupaban los chinos. Solo sabía claramente,
según Eco, que “no estaba conforme” (Quino, Todo Mafalda: 63) pero creía que eso
bastaba. Para entonces, el filósofo italiano se había interesado en el género de la historieta y
pensaba que el dibujante –como los artistas– tenía un margen de libertad ante el lugar que
ocupaban en el “sistema de producción” de la industria cultural, como ha planteado Laura
Vázquez. Estas discusiones fueron centrales en la Bienal Mundial de la Historieta –
organizada por David Lipszyc y Oscar Masotta en el Instituto Torcuato Di Tella en 1967–
que legitimó el género en el espacio artístico e intelectual. Allí, Masotta argumentó que la
historieta era capaz de producir un lenguaje nuevo y tener un sentido político
revolucionario (Vázquez, 2010: 77-98). Su posición confrontaba con un vasto conjunto de
textos que presuponían –con disímiles influjos teóricos– la manipulación ideológica de los
medios de comunicación del imperialismo y las clases dominantes en una clave de
denuncia que entroncaba con la creciente radicalización y politización (Entel et al., 1999).
Estas visiones asumieron densidad en el marco del reforzamiento de la censura, la
persecución a artistas e intelectuales y las cruzadas moralistas del gobierno autoritario, que
vigorizó la radicalización política y polarizó las posiciones al compás de las luchas obreras
y estudiantiles. Esto produjo, por un lado, la demanda a intelectuales y artistas de un
compromiso al servicio explícito de la revolución en la línea del giro que, en 1969, operó
Héctor Oesterheld sobre El Eternauta (Vázquez, 2010: 114; De Santis, 14-17). Por el otro
lado, este contexto eclipsó las visiones heterogéneas sobre la clase media. Al descrédito de
la modernización –y sus interpretaciones optimistas sobre el papel de dicha clase– se sumó
la expansión / cristalización de las críticas de la cultura de izquierda y, especialmente, los
efectos de la auto-mortificación en la generación de jóvenes dispuestos a vengar las culpas
de sus mayores en el derrocamiento del peronismo (Altamirano, 1997:81-105).
Este clima operó directamente sobre las lecturas de Mafalda. En 1971, Oscar
Steimberg le reconocía a Quino una “línea expresiva” que integraba la “sucesión mayor de
la creación gráfica” pero criticaba su construcción que ofrecía una “visión racional y segura
de la Historia” en la que se usaba simplificaciones y se reafirmaba los estereotipos (“el hijo
de un gallego bruto es un gallego bruto”). Esta visión asumía sentido social porque el
humor conceptual de Quino vehiculizaba, según Steimberg, un “guiño a la opinión explícita
de su público” que era “la clase media liberal”. Ello explicaba su éxito: “Mafalda atrapa a
sus lectores con la ilusión de un ejercicio de lectura anticonformista, fundado en una
ideología que reniega del establishment. Pero la agilidad y la transparencia de sus juegos
conceptuales se fundan en un repertorio de tipos humano a lo Pizzurno. Determinados, muy
pedagógicamente, por un elemental Medio Ambiente en el que campean, cómodamente, las
caracterizaciones sociales del sentido común” (Steimberg, 1971: 6-7, énfasis original). Es
decir, el reconocimiento de la articulación entre la tira y su público, conducían a Steimberg
a criticar ideológicamente a Mafalda suponiendo que los personajes hablaban por Quino y
que éste, a su vez, reiteraba las estructuras mentales (limitadas) de sus lectores.
Rápidamente, la interpretación tuvo reverberaciones. Un par de meses después,
Clarín dedicó un ensayo que execraba a la tira –y a Quino– por su ideología y su escaso
alcance revolucionario: “La familia, Mafalda y sus amigos son porteños, pequeños
burgueses y barriales. Ostentan, con meditada crueldad, todos los defectos y prejuicios de
clase que les corresponden (salvo cuando se ponen demasiado intelectuales y frívolos). Son
los portavoces de un reformismo tristón y sin salida. Todos, en fin, se joroban y sufren
mucho.” Esto imponía preguntarle a Quino: “¿para qué tanta preocupación por dar un
mensaje si el pobre mensaje se muere en sí mismo?”. La conclusión era contundente: la tira
era “el reflejo del nihilismo, del cansancio, del apoliticismo, de la protesta escéptica, de los
sectores de media y la pequeña burguesía de la ciudad de Buenos Aires […]”. Y
sentenciaba que era “previsible que el matrimonio de Quino y sus enanitos también se
convierten en una rutina, participen de la alienación y envejezcan en paz, hasta la muerte,
que a todos nos llega.” (JMC, “Mafalda”, 8/07/1971: 18)
La imagen de una Mafalda envejecida refería a las dificultades para actualizar una
trama y personajes canonizados y surgidos en un contexto diferente a la realidad de una
sociedad dividida por barreras infranqueables cimentadas por la violencia. Quino intentó
esa actualización con la creación de nuevos personajes. En especial, Libertad, en 1970, fue
la figura en la que se proyectaron las innovaciones políticas. La niña de tamaño pequeño,
en consonancia con la libertad en Argentina, encarnó un prototipo asible para los lectores:
el universo de la clase media intelectual y politizada. Pero la radicalización no fue
completa. Libertad mantuvo una posición situada más en la crítica que en el compromiso.
No obstante, eso no significaba despreocupación ante lo político. Para ello, Quino usó de
dos herramientas: la tira en sí misma y unas viñetas que se sobreimprimían a las mismas.
La idea había surgido cuando, en 1968, comenzó a publicar la tira en la revista Siete Días,
en donde los tiempos de edición exigían que los originales fueran entregados con
demasiada antelación, en comparación con el ritmo diario al que Quino estaba
acostumbrado en el diario El Mundo –en donde Mafalda se publicó entre 1965 hasta su
cierre en 1967. Esas viñetas fueron centrales para seguir el pulso de la coyuntura. Así, por
ejemplo, en 1972, podía verse un Mafalda borroneada de la “niña intelectualizaba” que
interrogaba a los lectores: “¿A uds. nunca les pasa sentirse medio indefinidos?”. La
dubitación política dejaba lugar a la desazón cuando, unos días después de la masacre de
Trelew, una Mafalda descorazonada veía avanzar el plato de sopa y se preguntaba: “¿Hoy
también es San Estómago Mártir?” (“Mafalda”, Siete Días, 28/08/1972).
En este contexto, no faltaron quienes intentaron operar por sí mismos la
radicalización de “Mafalda la contestataria” porque, como reconoció la revista Grandes
Chicos, el personaje había ascendido de tal modo que “corporizó cuanta rebeldía andaba
suelda en Buenos Aires y sus alrededores”. Sin embargo, la perdurabilidad de esta imagen
rebelde, no impidió que se amplificaran los reclamos de un compromiso más radical de la
niña intelectualizada en los cuales podían encontrarse los ecos de las críticas a los sectores
“progresistas” en el supuesto de que sólo oponían críticas (y no se comprometían desde la
acción) al “sistema”. El grado de radicalización hacía posible que las críticas al escaso
compromiso de Mafalda se filtrasen en La Nación. En 1971, el diario reconoció la
importancia de la tira, dedicándole una página. Los especialistas consultados –Ema
Kestelboim de la Universidad Nacional de la Plata y María Lella Ivancovich, estudiante de
psicología de la UBA– coincidían en que la niña intelectualizada revelaba un análisis lúcido
y sensibilidad social pero no ofrecía una imagen “sana” porque su “pensar lúcido” no
conducía a la acción (“Mafalda en el diván”, La Nación, 11/09/1971, s/p). En otros
registros, esta interpretación asumía más crispación. Así, podía concebirse a Mafalda “una
objetivación de la mala conciencia de legiones de personas ganadas por el sistema”
(“Mafalda, una nena”, Grandes Chicos, mayo de 1972) o podía considerase a los padres de
la niña intelectualizada “símbolos de un estrato social temeroso, refugiado en la seguridad
amurallada del hogar y en la soledad asfixiante del grupo familiar” (“Mafalda”, Acción,
16/05/1973).
En 1973, la publicación de la edición francesa y la aparición de la tira en cine y
televisión fueron una oportunidad para la celebración a Mafalda pero, también, para
reafirmar las evaluaciones críticas. Las controversias involucraban una polarización inédita
de la sociedad argentina que asumió aún más envergadura con el retorno del peronismo al
poder, atravesado él mismo por las luchas entre quienes tenían la seguridad de una
revolución inminente y quiénes no dudaba en usar los escuadrones de la muerte para
impedirla. El país –y no solo sus clases medias– estaba enfrentando una fisura que
contrastaba con la visión de la sociedad emanada de Mafalda. En la tira, los personajes
organizados en función de su confrontación ideológica compartían una identidad expresada
en el barrio y la amistad. Como explicó Nora Pfluger, Quino retrataba a los seres humano
con sus virtudes y con sus peores defectos y lo hacía de modo tal que el lector no sentía
rabia por los personajes (Nora Pfluger, Revista Cristiana, julio de 1973). La tira contenía,
en efecto, una visión ácida del ser humano, la sociedad argentina y la clase media pero la
corrosión de la mirada no impedía que, finalmente, las diferencias terminaran saldándose y
fuera posible una reconciliación. Esa capacidad de reconciliar lo opuesto contrastaba con el
carácter violento que asumía la tramitación violenta de las diferencias en la sociedad
argentina.
Desde mucho tiempo atrás Quino había manifestado el agobio que se generaba
producir la tira y la intención de abandonarla pero concretó la decisión a mediados de 1973.
Los últimos cuadros podrían leerse como una reflexión nostálgica sobre el fin de una
Argentina en la cual se había ocluido el mundo amable en el cual Susanita y Mafalda
separadas por su ideología seguían unidas por una amistad que había prevalecido sobre las
diferencias durante más de una década. El 25 de junio, los lectores se encontraban con la
tira de despedida en el mismo ejemplar en el cual habían se informaba que la llegada de
Juan Domingo Perón había terminado en sangre, pocos días atrás. La masacre de Ezeiza
había mostrado que la violencia se cernía sobre la cotidianeidad de una sociedad argentina
fatalmente signada por la polarización política.
“Para leer a Mafalda” en medio de la polarización y la represión
Mafalda había dejado de publicarse pero se mantuvo si vigencia. No faltó quienes
discutieron sobre sus sentidos y la intentaron usar políticamente. Justamente, a fines de
1973, en una clase de Filosofía y Letras, en la que se debatía sobre los alcances de la
historieta, un estudiante provocó a sus compañeros al plantearles que Mafalda era una
pequeñoburguesa de ideología reaccionaria. La tesis despertó el rechazo unánime de los
estudiantes. La idea de Pablo Hernández extremaba una línea crítica que, como vimos, se
había manifestado anteriormente pero que se agudizó a medida que crecía la polarización
política. Decidido a probar su tesis, el estudiante trabajó en los años siguientes. En 1972,
publicó Para leer a Mafalda (Hernández, 1975). Su intención era desenmascarar a
Mafalda. Bajo una imagen progresista, explicaba, la tira que transmitía la forma de pensar
de la “clase media liberal” (aunque coqueteaba con la izquierda) que desconocía al
peronismo y a la clase obrera y era parte de la estrategia de deformación de las clases
dominantes y el imperialismo.
El autor de Para leer a Mafalda asimiló de modo directo las opiniones de los
personajes y el argumento de la tira, la ideología de Quino y la posición de la clase media.
Las furiosas recriminaciones a los personajes (que catalizaban las que le merecía la clase
media) se combinaban con un aparato erudito –referencias a Dorfman y Mattelart, Arturo
Jauretche, Juan José Hernández Arregui, Wrigth Mills– utilizado para mostrar que Mafalda
y sus amigos encarnaban el “desviacionismo”, “individualismo”, “gatopardismo” y
“sobreestimación del libre albedrío” de la clase media que le hacía el juego al “camelo
liberal” en sintonía con su falta de “conciencia nacional”, “solidaria” y “popular”. Esta
interpretación estaba sostenida en sucesivos “desenmascaramientos”. El padre de Mafalda,
por ejemplo, era criticado porque “su ideología y la de los demás compañeros de su trabajo
les impide agruparse, para tratar por el único medio posible, la fuerza que da un
movimiento colectivo, de mejorar el actual sistema de cosas”. (28) La tira en la que
Mafalda da vuelta el mundo para revertir el lugar ocupado por el Sur (que retomaba a
Torres García) era considerado un planteo “subliminalmente retrógrado” porque la cuestión
no se limitaba al nivel de la creencia sino del poder (y eran los países del norte los que
tenían el poder de hacer los mapas). Además, la idea contenía una “falacia”: “los problemas
no se solucionan dando vuelta el mapa que cuelga en el dormitorio de Mafalda, sino con el
traspaso del poder que concentra el imperialismo a los pueblos sometidos (…) (y) la
voluntad individual de una persona no puede poner fin a ninguna situación: sí la toma de
conciencia por parte del pueblo” (73). Los razonamientos daban cuenta, indudablemente, de
la feroz interpelación a la clase media (concebida unilateralmente) y que la radicalización
política iba de la mano de la supresión del hiato entre lo ficcional y lo social, lo humorístico
y lo ideológico.
El prólogo al libro, escrito por Ruben Bortnik, establecía cierta distancia con esta
interpretación de Hernández que, de todos modos, elogiaba. Consideraba que ocultaba la
heterogeneidad de la clase media y del propio peronismo que era en sí mismo
policlasisimo. Esta advertencia quizás explique que Hernández intentase amortiguar sus
críticas y proponerlas como un aporte a la necesidad de unión entre todos los sectores que
estaban en lucha contra el imperialismo yanqui. Y, para ello, su texto se propondría
demostraba las “limitaciones” de la clase media: “Recién el día que ella y quienes sienten
sus intereses como propios logren la liberación nacional y social, la clase media podrá
desprenderse de los falsos parámetros que la condenan a esta odiosa existencia”. Sin
embargo, su conclusión era lapidaria: “hemos probado que Mafalda posee la ideología que
los amos yanquis pretenden que posea. Es en este sentido que debe ser irremediablemente
sentenciada”. No obstante, el autor reconocía –posiblemente empujado por su prologuista–
que algunos sectores de la clase media podían sumarse a la liberación nacional o social.
Pero vaticinaba que, cuando el pueblo y el socialismo triunfen “Mafalda será sólo un
recuerdo negativo. Mientras tanto, debemos enfrentarla por ser una variante más de la
colonización pedagógica” (Hernández, 1975: 15 y 110).
El libro agotó su edición en cuatro meses y despertó críticas rápidamente
(Hernández, entrevista, ca. 2010). En la revista Cuestionario, Jorge H. Giertz explicaba que
Hernández había leído Mafalda con “una exagerada seriedad o, tal vez, en medio de un
desengaño”. El autor olvidaba que “Quino no es Frantz Fanon: de lo contrario, en vez de
una tira cómica habría hecho un estudio sobre el colonialismo”. Agregaba que sería
“absurdo” que “Mafalda que razone como Rosa Luxemburgo”. El conformismo y la
indecisión de sus padres no eran casuales: formaban parte de la realidad de un país que
ofrecía “todas las peripecias de un libreto fantástico” y que “corre peligro de convertirse en
el país de ´los visitantes de la noche´. Y cabe precisar, que frente a esa realidad, no hay una
conjura: hay un largo tiempo de siembra silenciosa”.
Las críticas al escaso compromiso revolucionario de la clase media no agotaban los
sentidos políticos de la tira. Según recuerda Quino, por entonces, con unos amigos
reprodujo la tira –que había creado en 1970– en la que Mafalda señalaba el bastón de
abollar ideologías. Poco después, el impacto de ese afiche –y la importancia social y
política de Mafalda– dieron lugar a una operación de los servicios de inteligencia para
revertir su sentido y usarla en la confrontación ideológica con la izquierda (“¿Mafalda?,
Alberdi, 16/08/1975: 5). El 25 de Mayo de 1975, en ocasión de las celebración de la
revolución de independencia, varias escuelas de la Capital aparecieron empapeladas con un
afiche en donde Manolito había tomado con idéntica actitud el lugar de Mafalda y le decía:
“´Ves Mafalda, gracias a este palito hoy podés ir a la escuela´” (Mónica Maristain, 2004: 4-7).
La operación ponía de relieve los esfuerzos por re-significar un afiche que
simbolizaba el espíritu antiautoritario y el rechazo de la represión política. Esa
resignificación empalmaba con los esfuerzos de las Fuerzas Armadas para ganar apoyo y
legitimar el golpe de Estado entre la población. Según argumentó la revista Educación
Popular, no era casual que se hubiera usado la figura de Manolito: él representaba a la
pequeña burguesía comercial con actitudes individualistas y sueños de ascenso social. La
operación de las fuerzas de inteligencia apuntaba a movilizar los reclamos de orden y de
seguridad de ese sector de la clase media ubicado política e ideológicamente en las
antípodas de Mafalda y Libertad (“¿Mafalda?, Alberdi, 16/08/1975: 5). Con la firma
“Agrupación Cerezas al marrasQUINO”, el afiche no sólo manifestaba intenciones de
intervenir sobre la opinión pública sino que asumía un carácter amenazante en el contexto
en el cual el gobierno de María Estela Martínez de Perón autorizó, en octubre de 1975, la
intervención de las Fuerzas Armadas con el fin de “aniquilar” a la subversión en todo el
país y los cadáveres acribillados por la Triple A mostraban la impunidad con la que
cumplía sus amenazas.
El 24 de marzo de 1976, el golpe militar instituyó el terrorismo de Estado. Poco
después, Quino abandonó el país cuando encontró la puerta de su casa destrozada. Las
fuerzas represivas sabían el sentido antimilitarista de sus composiciones. Incluso, utilizaron
a Mafalda para amenazar a quienes estaban dispuestos a enfrentar la dictadura (Pablo
Llonto, GatoPardo, octubre de 2004, s/p.). El 4 de julio de 1976 fueron asesinados los
sacerdotes Alfredo Leaden, Alfredo Kelly y Pedro Duffau y los seminaristas Salvador
Barbeito y Emilio Barletti. Sobre sus cuerpos, la foto forense registró el afiche de Malfalda
con el “palito de abollar ideologías”.
Foto Publicada en la causa penal en el juzgado federal de Guillermo Rivarola. Reproducida
en http://ar.fotolog.com/ratticidio_hxc8/39338227/
Seguramente, los asesinos encontraron el afiche en las paredes de las oficinas de la Iglesia
y, al verlo, decidieron usarlo para hacer una broma macabra. Las armas de fuego habían
ocupado el lugar de los bastones largos y el asesinato sistemático se había convertido en la
estrategia militar para silenciar las ideologías.
Conclusiones
Estas páginas han mostrado las fuertes controversias que despertó Mafalda en los
tempranos años setenta. Si eso sucedió, fue por la potente significación que adquirió la tira
en la sociedad argentina y por las formas propias del humor de Quino que trabajaba en la
brecha misma entre las experiencias y las expectativas de sus lectores que debían participar
activamente en la producción de los sentidos.
En primer lugar, la virulencia de las discusiones sobre la verosimilitud de los
personajes y los efectos de la tira sobre la realidad social y política presupone la capacidad
del humor de moldear e intervenir sobre los dilemas que enfrentaban los argentinos. Los
temores sobre las consecuencias sociales de las historietas estuvieron presentes desde la
propia emergencia del género pero en la Argentina de los años sesenta se produjeron en un
contexto singular. Las lecturas críticas estaban marcadas por los dilemas que impuso el
compromiso revolucionario a los intelectuales y artistas latinoamericanos que asumió
formas precisas en el campo de la historieta con la interpretación de Dorfman y Mattelart y
con la creación (y el pacto de lectura propuesto) por Héctor Oesterheld.
En segundo lugar, las controversias sobre Mafalda catalizaron la feroz interpelación
sobre el compromiso revolucionario y el papel de la clase media en el marco de la
radicalización y la polarización política. Este contexto fortaleció las miradas unívocas de la
clase media –nutridas de la corriente nacional y popular, de la “literatura de
automortificación y expiación”– que la responsabilizaban de los problemas nacionales y le
endilgaban su dubitación, moralismo, esnobismo, etc. Esta visión unilateral confrontaba
con la representación de la tira que proponía una clase media heterogénea (organizada en
oposiciones ideológicas y culturales) en la cual las diferencias podían convivir en una
misma identidad. En ese sentido, puede pensarse que esta imagen, a medida que avanzó la
polarización, quedó ocluida por una sociedad en la cual las diferencias solo podían ser
saldadas mediante la violencia.
En tercer lugar, los usos políticos que intentaron dársele a la tira mostraban que el
“humor intelectual” de Quino confrontaba per se con las composiciones lineales y la
intención de encasillarlo ideológicamente al punto de dar lugar a visiones enfrentadas. El
uso de la tira con intenciones de movilizar a los sectores medios a favor del golpe de Estado
quedó contrapuesto con haberla convertido en una amenaza ejercida en el marco de un
crimen de lesa humanidad. Si como plantea Gilles Deleuze, la ironía y el humor son las
formas esenciales del pensamiento a través de las cuales nosotros aprehendemos las leyes al
tensionarlas con los principios ideales, Mafalda trabajaba sobre la distancia entre las reglas
(sociales, culturales, políticas) y los principios que idealmente debían regir la sociedad
(Deleuze: 1991, 81-90). Justamente, esa importancia político-social ilumina el carácter de
la fractura instituida por la violencia de Estado que impuso una desestructuración de esas
reglas al punto de tornar imposible la ironía.
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Entrevista
HERNÁNDEZ, P. J. (S/F) (entrevista)
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revisado)
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