Dom pas 6 c

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Ciclo C

Domingo de Pascua, pero muy cercano a la Ascensión de Jesús. Durante cuarenta días se va apareciendo a sus apóstoles para confirmarles en la fe y para recordarles los principales mensajes que les había dado en su vida y especialmente en su despedida de la Última Cena.

Hoy la Iglesia nos presenta la idea de que Jesús se va, pero se queda. Se va a ir visiblemente en su Ascensión al cielo; pero permanece de diversos modos: Permanece en sus representantes, permanece en la Eucaristía; pero hoy resalta el hecho de que permanece en quien le ama.

Jesús se despide de los apóstoles en la Ultima Cena y les revela grandes enseñanzas para

nosotros.

El evangelio (Jn 14, 23,29) podemos dividirlo en tres partes:

1ª parte: En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:

El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.

Las despedidas entre personas que se quieren mucho, especialmente si es en un final de vida, siempre son dolorosas. Ciertamente que Jesús les había dicho que no les iba a dejar huérfanos. Eran palabras un poco enigmáticas.

También les había expresado sobre su imponente presencia en la realidad de la Eucaristía. Pero ahora nos va a asegurar su presencia, juntamente con su Padre, en

aquellos que quieran recibirle con amor.

Y nos dice:

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Y vendremos

a él y haremos morada

en él.

Y vendremos a él y haremos morada en él.

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La idea antigua de Dios, hasta entre los hebreos, era la de un Dios lejano. Se le solía representar por el rayo, el trueno o el fuego.

Jesús nos enseña la imagen de Dios Padre. Dios está cercano a nosotros, de modo que somos tenidos por hijos, camina con nosotros y espera para abrazar a quien se ha perdido y se arrepiente.

Hoy nos habla de una intimidad mayor. No sólo está con nosotros, sino que quiere vivir y morar dentro de nosotros mismos. “Hacer morada” es una expresión de amor. Es la morada de aquel que está enamorado. Es lo más que podemos pensar y desear.

Hasta tal punto Dios nos ama que no sólo ha venido entre nosotros o nos habla desde fuera, sino que se hace intimidad.

Como decía san Agustín: Está más íntimo en nosotros que nosotros mismos.

Esta es la mayor maravilla que podemos vivir. Quien tiene conciencia de esta maravillosa realidad ya no se siente solo, siente que es querido y amado, ya no ve razón para sentirse triste o débil.

Quien vive esta realidad de la presencia de Dios ya no teme sentirse menospreciado. Tampoco necesita un lugar especial para orar ni necesita mirar al cielo. El cielo lo tiene dentro de sí. Basta ponerse a la escucha.

Quien vive esta realidad de la presencia de Dios respeta al prójimo, porque sabe que Dios está en él, aunque no lo sienta.

Quien vive esta realidad de la presencia de Dios hace lo posible para llevar al mundo la palabra de Dios y el amor. No trabajando según los propios criterios sino según el parecer de quien mora principalmente, que es Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Vivir esa realidad es vivir el cielo anticipado. Es poder decir de corazón: Yo tengo dentro de mi

todo el cielo.

Yo tengo dentro de mi todo el cielo.

Automático

Yo tengo dentro de mi todo el cielo.

Yo soy un ascua de luz.

Tu me tomaste en tus manos, me diste aliento de vida.

Mi cuerpo humilde, que es barro, se hace imagen divina.

Mi cuerpo humilde, que es barro, se hace imagen divina.

Yo tengo dentro de mi todo el cielo.

Yo tengo dentro de mi todo el cielo.

Yo soy un ascua de luz.

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Esta es la finalidad del cristiano: llegar a sentir a ese Dios que está con nosotros, en nuestra propia intimidad. Entonces el cielo comenzaría desde aquí. Pero ¿Qué es lo que debemos hacer para merecer esa presencia divina y divinizadora?

Recordamos lo que nos ha dicho hoy Jesús: “El que me ama guardará mi palabra” Y “el que no me ama no guardará mis palabras. A veces no nos damos cuenta que para Jesucristo su palabra más importante es la del amor.

No sólo debemos guardar la palabra en el corazón, de modo que nos agrade, sino debemos cumplirla con las obras.

Se trata de un amor verdadero, que no se confunda con egoísmo. Es difícil separar el amor puro de un egoísmo camuflado. Por eso necesitamos al Espíritu Santo que nos lo recuerde y enseñe, como continúa Jesús diciendo en el evangelio de hoy. Y es necesario que dejemos actuar al Espíritu en nosotros.

2ª parte:

Os he hablado ahora que estoy a vuestro lado; pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.

Si en nosotros vive el Espíritu Santo, que es Dios, por el amor, sentiremos la paz. Jesús tenía un deseo muy grande de que los apóstoles tuvieran la paz de espíritu, de conciencia. Por eso les da la paz ahora en la despedida y se la dará después de resucitado. Y les dice:

3ª parte: La paz os dejo, mi Paz os doy: No os la doy como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.

También Jesús nos quiere dar la paz a nosotros. Que no es la paz como la que piensa el mundo. El mundo está lleno de egoísmo; y donde hay egoísmo no puede haber verdadera paz.

Esta paz viene con la presencia del Espíritu Santo.

Por eso les dice Jesús a los apóstoles que les conviene que se vaya, para que pueda enviar el

Espíritu Santo de una manera grandiosa.

Esto sucedería el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo revolucionó la vida de los apóstoles para bien de ellos y de los demás. Esta es la Iglesia, cuando la llamamos también el Reino de Dios.

De hecho hay muchos inscritos que no pertenecen al Reino de Dios. Cuando reina el amor y la paz, podemos figurar la Iglesia a una ciudad hermosa, como nos lo dice el Apocalipsis, hoy en la 2ª lectura:

Apocalipsis 21, 10-14. 22-23

El ángel me transportó en éxtasis a un monte altísimo, y me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, enviada por Dios, trayendo la gloria de Dios. Brillaba como una piedra preciosa, como jaspe traslúcido. Tenía una muralla grande y alta y doce puertas custodiadas por doce ángeles, con doce nombres grabados: los nombres de las tribus de Israel. A oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, y a occidente tres puertas.La muralla tenía doce basamentos que llevaban doce nombres: los nombres de los apóstoles del Cordero.Santuario no vi ninguno, porque es su santuario el Señor Dios todopoderoso y el Cordero. La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero.

A este ideal de ciudad aspira la Iglesia. En este mundo es muy difícil ver la belleza de la Iglesia como comunidad, porque vamos en camino y encontramos demasiadas dificultades en el mismo mundo en que va creciendo y caminando.

Pero sí encontramos mucha belleza, la que describe el Apocalipsis, en almas particulares. Cuando uno puede ver, aunque sea por una ventana, el esplendor del alma de una persona santa, podemos decir que Dios planta su morada entre nosotros.

La Iglesia nos pone como modelos la vida de los santos para que sintamos palpitar el amor de Dios que se derrama en la tierra y pone su morada en quien le acepta con grato corazón.

También en la iglesia como templo debemos ver la belleza de la morada de Dios por la presencia eucarística. De aquí que ayuda la belleza externa, que no es lo mismo que el lujo.

Si tenemos mirada sobrenatural para la vida interna de los que viven su fe con plenitud; si miramos el templo con ojos espirituales y en la comunidad, que es la Iglesia, reina el amor, podemos ver la Jerusalén celestial en nuestra tierra y podemos exclamar:

Jerusalén, qué bonita eres: calles de oro, mar de cristal.

Automático

Jerusalén, qué bonita

eres: calles de oro, mar

de cristal.

Por esas calles vamos a caminar: calles de oro, mar de cristal.

Por esas calles vamos a caminar: calles de oro, mar de cristal.

En el cielo todos cantan: aleluya. Yo también voy a cantar.

En el cielo todos

cantan: aleluya.

Yo también voy a

cantar.

Yo también voy a cantar.

Aleluya. Yo también voy a cantar.

Jerusalén, qué bonita eres: calles de oro, mar de cristal.

Jerusalén, qué bonita eres: calles de oro, mar de cristal.

Por esas calles vamos a caminar: calles de oro, mar de cristal.

Por esas calles vamos a caminar: calles de oro, mar de cristal.

Con la ayuda de María,

esperamos alabar al Señor

en el cielo.

AMÉN