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Los Cuadernos del Pensamiento
SCHOPENHAUER, VERDUGO DE «LA RAZON»
Juan Ignacio Fernández Bayo
«Adiós, tú te vas a lo irracional; yo me quedo en lo irreal».
Andre Malraux a José Bergamín. París, mayo de 1968.
e onfundir lo real con lo racional ha sido el principal mecanismo utilizado para desprestigiar lo irracional, intuitiva y consecuentemente identificado con lo
irreal. Numerosos filósofos, a lo largo de la historia, han señalado el límite de la realidad justamente en el límite de la capacidad de comprensión humana, subjetivando la metafísica antropomórlicamente. Tal pretensión no tiene mayores fundamentos que el orgullo, la vanidad y la superioridad con que el hombre se ha mostrado tradicionalmente en sus relaciones con el resto de la realidad. Ello ha permitido que una superficial mirada sobre nuestro mundo pueda producirnos la impresión de que se halla sometido al dominio despótico del racionalismo, en su acepción mas peyorativa: material y positivista, patente en las más diversas manifestaciones de la sociedad desarrollada. Bajo esta apariencia parecería gratuito y divorciado de la cotidianidad dedicar nuestro tiempo a reflexionar sobre el irracionalismo, considerando el tema como parcela apenas visitada por decadentes historiadores de la filosofía, amantes de lo esotérico y sin mayor significación en el contexto de la cultura actual. La opinión así formada se halla tan extendida y solidificada que vale la pena recordar que el irracionalismo se halla en la base de expresiones culturales tan íntimamente implicadas en la vida de nuestro siglo como el existencialismo, las «ciencias ocultas», el psicoanálisis o las diversas corrientes artísticas desarrolladas desde el impresionismo. Ello sin olvidar la carga irracionalista de las teorías científicas que contribuyeron al desmoronamiento de la concepción euclidiana del mundo físico y sin adentn1rnos en una metodología científica de nuestros días con netas implicaciones irracionalistas como es la elaborada por Feyerabend.
Para comprender el porqué de la vigencia del irracionalismo en este mundo aparentemente racionalizado es necesario deslindar el concepto y aclarar que el excesivo culto al poder de la mente humana para descifrar la realidad nos ha llevado al desprecio intuitivo de todas aquellas manifestaciones naturales que no se ajustan a los parámetros de la lógica actual y, cuando estas manifesta-
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ciones no son eludibles, a la complaciente confianza en que la ciencia conseguirá, antes o después, encajarlas en sus esquemas. Si el planteamiento se limitase a señalar como campo propio del irracionalismo aquellas parcelas de la naturaleza cuyos mecanismos no han sido aún aprehendidos por el conocimiento humano la solución al problema sería tangible en un determinado espacio de tiempo, pero el irracionalismo va más allá y pretende evidenciar la imposibilidad de llegar a racionalizar la realidad en su conjunto, su origen y sus principios más elementales, señalando el carácter indeterminado de éstos. Este carácter ha sido avalado y afianzado en este siglo por el principio de Heisehberg. La cuestión no tendría mayor trascendencia en el plano teórico, aunque exigiría un planteamiento agnóstico de dogmas y axiomas, convertidos en hipótesis por Rieman, posibilitando el desarrollo práctico del racionalismo tal como hiciera Kant. Sin embargo, el elemento irracional aflora en el ser humano de forma constante y evidente y es precisamente por ello por lo que el irracionalismo cobra importancia, más allá de sus funciones de relativismo metodológico-filosófico.
La filosofía tradicional nos enseña que las facultades del alma (la psique o como se prefiera) son fundamentalmente dos: la inteligencia y la voluntad. Entre ambas se ha tendido, habitualmente, un nexo que condiciona ésta a aquélla. El irracionalismo ha venido a minusvalorar este nexo y conferir entidad propia a la voluntad independizándola del conocimiento. Mucho más allá del carácter racional que tendemos a conferir a nuestros actos volitivos, la voluntad aquí expresada se refiere al hecho mismo del deseo, a la tendencia, instinto o apetencia que el individuo muestra desde que inicia su existencia y que le acompaña durante toda ella. La inteligencia, capacidad cognoscitiva, permite nuestra relación con el mundo, pero dado el carácter socio-cultural que la conforma y desarrolla se convierte en elemento inhibidor, que no anulador, de nuestra voluntad irracional. La libertad del individuo, cuya consecución se ha convertido en meta de nuestra civilización, encuentra en el enfrentamiento de la voluntad con la inteligencia un obstáculo de difícil superación, ya que si bien el conocimiento posibilita nuestra capacidad de decisión anula o disminuye nuestra capacidad de deseo y por tanto de actuación. Absolutizando ambas tendencias encontraríamos por una parte una voluntad insaciable, irracional y omniapetente y, por otra, una inteligencia total, racional y determinista pero, por ello precisamente, pasiva, lasa y decadente. La lucha por la libertad exige la rebaja del elemento coactivo que la sociedad im- · pone a nuestra personalidad. El conocimiento, como expresión del inconsciente colectivo, el superyo freudiano o como quiera llamarse el poso moral y cultural que la civilización nos proporciona, se convierte en un impedimento de nuestra
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libertad. Nos llega a través de la educación o del mero contacto empírico con el mundo y se convierte en determinante de nuestra conducta, aunque no de forma suficiente ni necesaria porque el individuo conserva, quien más y quien menos, resquicios por los que aflora la voluntad y que entran en conflicto con nuestra racionalidad. Este mecanismo es, desde Freud, campo fructífero de especulaciones y teorías que remiten a la constatación de los dos principios constitutivos de nuestra personalidad que se hallan en constante tensión: la voluntad (el subconsciente, el instinto, el deseo ... ) y el conocimiento (la cultura, la racionalidad, el superyo ... ). Conceder la prioridad esencial, tanto del individuo como del mundo, a uno u otro principio constituye la linde entre el pensamiento racionalista y el irracionalista. El racionalismo nos conducirá a un mundo ordenado por la razón, con una visión teleológica del mismo y cuyo principio es, necesariamente, posterior a la normativa que lo rige. El irracionalismo permite, simplemente, la descripción del universo como consecuencia de un azar o como fruto de una voluntad absolutamente libre, negando por ello que nos encontremos en el mejor de los mundos
· posibles. Su concepción no es teleológica ya quela voluntad como deseo no tiene objeto; la querencia concretada, con una meta determinada,procede de un proceso racional. Ambas concepciones permiten la recurrencia o la no recurrenciaa un absoluto fundamental (Dios) pero la diferencia estriba en que mientras el racionalismo trascendental pretenderá demostrar la existencia deese absoluto a través de la realidad conocida, losirracionalistas consideran el problema como meramente dependiente de la fe.
Las raíces modernas del irracionalismo se encuentran en estado embrionario en la teoría voluntarista de Ockham. Afirma este pensador del siglo XIV que el mundo no tiene razón de ser, ni ontológica ni estructuralmente más que en la voluntad de Dios. Dicho de otra manera, es tarea inútil buscar un fundamento racional del mundo porque meramente de la voluntad divina depende que el mundo exista, que sea como es y que le rijan unas determinadas reglas; reglas que Dios habría podido sustituir por otras, insospechadas para nuestros estrechos límites racionales. Ockham fundamenta su posición en el hecho, dogmáticamente admitido por la teología, del infinito poder de Dios, no coartado ni por reglas lógicas ni morales, sino expresión de su ilimitada libertad de decisión. Admitir esta concepción conlleva la negación de una moral natural positiva y de un fundamento racionalmente asequible de la constitución del universo. Al margen de la recurrencia a un absoluto fundamental, ineludible en la filosofía de su época, su original concepción, apenas asimilada por sus contemporáneos, es, posiblemente, más revolucionaria que la cartesiana, considerada por la histori� como el punto de partida del pensa-
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miento moderno. Su influencia se muestj:a plenamente en el irracionalismo decimonónicó aunque mediatizada, inevitablemente, por los filósofos que los separan a lo largo de cinco siglos. La posición de Ockham es un oasis en el desierto escolástico, pero no el único y así lo subrayan diversas manifestaciones socio-culturales de la indefinida transición medieval-moderna. Así, Arnold Hauser intuye presupuestos irracionalistas en la reforma protestante y en la corriente artística manierista. La nueva concepción religiosa contrapone la fe a toda lógica y a toda moral positiva anulando el concepto del pecado merced a una fe paradójica, insondable para la razón, una fe vívida, sentida, no comprendida. El aserto de Lutero «La fe tiene que aprender a estar sobre la nada» es una antesala evidente de la concepción religiosa de Kierkegaard. El manierismo, por su parte, es considerado por Hauser como· una reacción contra la racionalidad renacentista basada en la lógica y la proporción, en el orden y la composición, resaltando el voluntario alejamiento de los manieristas del realismo formal. En sus obras se resalta la pasión, la tensión y la vida contrastando con el quietismo del Cuatroccento. En otro orden de cosas, la época medieval-moderna conoce el florecimiento de brujos y alquimistas, cuya actividad presupone la aceptación de la existencia de un determinado tipo de vida o voluntad en los seres inanimados, en el mundo inorgánico, constituyendo un precedente de las modernas «ciencias ocultas» y reconociendo una cierta irracionalidad del universo.
Pero no encontramos un sistema que recoja en pureza el irracionalismo hasta que es asumido plenamente en los inicios de la edad contemporánea iniciándose una poderosa reacción contra la creciente pujanza del racionalismo de la Ilustración. El hombre que posibilita este proceso es Arthur Schopenhauer.
Marcado por la huella de la epistemología kantiana, consciente de la fuerza que la ciencia va adquiriendo, asombrado por las religiones filosóficas orientales y por las primitivas telúrico-animistas, Schopenhauer surge como el primer síntoma de que la civilización occidental, a medida que avanza en el conocimiento y consiguiente dominio de la naturaleza, retrocede en el campo del conocimiento del hombre mismo y de su destino, si es que éste existe. Las concepciones teológicas de la realidad apenas pueden engancharse al tren de los descubrimientl'ls científicos que las contradicen y, consecuentemente, la filosofía (sólo una teología disfrazada, al decir de Schopenhauer) se encuentra evidentemente desbordada por los avances científicos. El optimismo que la razón y la investigación provocan en el hombre de la época es fácilmente convertible en pesimismo cuando se percata de la imposibilidad de conocer el origen y destino de la naturaleza. La ciencia elimina los argumentos más
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inmediatos demostrativos de la existencia de un ser superior, avalista de nuestro deseo de inmortalidad y el agnosticismo impregna las más modernas teorías del pensamiento dejando un angustioso vacío, fruto de la indecisión que conlleva. ¿Para qué entonces esforzarnos en desvelar los misterios de la naturaleza? ¿ Qué recompensa podemos esperar de nuestra actuación? No será Schopenhauer quien pretenda endulzarnos la cuestión buscando elementos que afiancen la posibilidad de un más allá esperanzador, sino que, convencido de su inexistencia, subrayará con fuerza la contingencia y efimeridad de la existencia, de tal suerte que uno de los elementos que configurarán su pensamiento será, precisamente, el pesimismo de su filosofía. George Simmel, en un acercamiento a su pensamiento en relación con el de Nietzsche, explica el carácter optimista de éste frente a Schopenhauer, pese a la común negación de una finalidad teleológica, por el ideal de la continua superación del hombre en busca del futuro «superhombre» que justifique el esfuerzo humano por el progreso; no deja de ser éste un ideal contingente, obscuro y finito, pero es la tendencia que la vida, en su evolución, muestra y, dada la importancia que la fuerza vital tiene para estos dos pensadores, debe constituir la excusa de nuestra pervivencia. Pero Schopenhauer refuerza su pesimismo apuntando la continua evidencia cotidiana del doior y su preeminencia a lo largo de la existencia del individuo. Los raros momentos de felicidad no alcanzan a compensar los de angustia y sufrimiento, pero, pese a todo, el hombre procura ignorarlos y prosigue tenazmente su peregrinaje. ¿Qué le mueve? Schopenhauer contesta: la voluntad. Voluntad de vivir expresada por toda la naturaleza más allá de las motivaciones razonadas. Ni siquiera la existencia del suicidio niega la fuerza del instinto de supervivencia que es consustancial a toda vida ya que el suicida manifiesta la más punzante de las protestas pero con respecto a la vida que le ha tocado vivir, no con respecto a la vida en sí, aunque habitualmente justifique su acto en sentido contrario mediatizado por una especulación razonada, inteligente y desafiante acerca de la vida. De la importancia de esta reflexión consciente nos habla el hecho de que el hombre sea el único ser viviente capaz de suicidarse. En esta ocasión la inteligencia se vuelve contra la vida, rebelándose contra su instinto que, libre de la coacción racional, lucharía por sobrevivir.
La problemática expuesta se halla íntimamente ligada a la angustia característica de nuestro tiempo y será recogida por vitalistas y existencialistas, encontrando expresión emocionada en pensadores como Unamuno que, por encima de su razón, abraza sin condiciones la voluntad de inmortalidad fijando en ella su horizonte vital. Así nos lo resume Luis Martínez Gómez hablando del filósofo español: «El conflicto de fe y razón, ciencia y vida, intelecto y voluntad o sentimiento,' es
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el tema que repitió monótonamente». Conflicto éste que se produce en cada individuo de nuestro tiempo sin exigir una respuesta unánime sino, más bien, tolerando una respuesta individualizada, fruto de una libertad teórica de elección. El hecho mismo de elegir, de decidirse, es el camino que los existencialistas señalan para salir de la angustia y en ello consiste, probablemente, la tan manoseada «realización personal». Pero para Schopenhauer, muy anterior al existencialismo, la elección no satisface al individuo, puesto que el sentimiento. de insatisfacción se halla inevitable e íntimamente unido a su condición. Después de su obra, pocos pensadores han podido obviar esta problemática ni desligarse de la posición vital adoptada, pese a lo cual, el mismo Schopenhauer, asustado tal vez por la responsabilidad contraída, evita dar solución a la cuestión y la utiliza más bien como punto de partida de una visión más metafísica que vitalista de la voluntad, reminiscencias del concepto de filosofía que heredó. Este concepto sería transformado durante el siglo XIX en busca de un mayor acercamiento de la filosofía al individuo. Ello implica la metamorfosis del pensamiento teórico en busca del pragmatismo. Por ello no· puede entenderse el pensamiento de Kierkegaard, de Marx, de los existencialistas o de Nietzsche sino como un estímulo a la acción, como una invitación a la resolución práctica. Esta acción permite comprender el optimismo nietzscheano, pues el obrar del hombre posibilitará su progreso, pero ¿qué le resta al individuo en la visión de Schopenhauer? la resignación, la pasividad y la lasitud inercial, dada la inutilidad del esfuerzo humano. Las consecuencias político-sociales del planteamiento permiten observar con José Francisco Ivars que « ... el pesimismo aparece de este modo formulado en su crudeza: es la cortina de humo, la justificación filosófica de la carencia de sentido de toda acción política» ¿Estamos pues ante una filosofía del inmovilismo? ¿ante un representante de la burguesía que intenta perpetuar su privilegiada posición? Así lo han de ver numerosos pensadores. Lukács, habituado a designar a todo irracionalismo como fascismo más o menos encubierto, suscribe la respuesta afirmativa a las dos interrogantes desde su particular posición, en la cual no caben ideologías o pensamientos inocentes y donde cada sistemafilosófico supone una toma de postura en relacióncon la lucha de clases· y las relaciones de producción. Es netamente esclarecedor respecto a su opinión de los irracionalistas del pasado siglo el siguiente párrafo: «Es verdad (y ello distingue a losSchopenhauer, Kierkegaard y Nietzsche de los filósofos realmente grandes) que aquella corrientede la vida de que se nutrían sus especulaciones y acuya fuerza arrolladora se adelantaban con supensamiento era el ascenso de la re.acción burguesa». Ello no le impide ensalzar las capacidadesde abstracción, elaboración y síntesis de los trespensadores pero degradando su posición comoalevines de la reacción. Contempla el pesimismo
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de Schopenhauer como la justificación de los errores y contradiciones del ser humano inherentes a su naturaleza y por tanto inalterables. Considera apologías indirectas las diatribas del filósofo contra el cristianismo y el egoísmo, basándose en citas breves que más bien parecen recursos estilísticos o malinterpretaciones por separación del contexto. Solidifica su crítica Lukács acudiendo a fórmulas ajenas al sentido de refutación abstracta como subrayar el carácter de rentista del filósofo decimonónico, haciendo irónicas referencias a su aburguesado acomodo. Más objetivo nos parece Thomas Mann, el genial novelista alemán, que resalta el carácter conservador de Schopenhauer y cita su reaccionaria postura evidenciada en ocasiones como la revolución de 1848, pero señala que la auténtica raíz del fascismo y del totalitarismo se encuentra en la concepción hegeliana del estado, doctrina denostada por Schopenhauer.
Pero no es el campo de la política el que justifica el interés de su pensamiento, sino el atrevimiento de acometer contra la «razón», ampliamente mitificada durante la Ilustración. Destronar a la razón significa entronizar a la voluntad como fuente, origen y principio de todo. Al preguntarnos por el origen de la naturaleza estamos planteando el conflicto fundamental puesto de relieve por Schopenhauer, ya que nos indica, en su opinión, la preeminencia de la voluntad sobre el conocimiento. La voluntad se nos muestra intuitiva, que no temporalmente, como anterior al conocimiento, ya que es su presupuesto necesario aunque no suficiente. Sin una curiosidad inicial, una voluntad, un deseo, que lo empujara, el proceso intelectivo no sería concebible. Pero no sólo en este arranque se descubre la labor que la voluntad ejerce, ya que, sin la permanente presencia de la curiosidad, el intelecto se paralizaría. La 'inteligencia se hace por ello incomprensible sin el concurso continuo de la voluntad, pero esta dependencia no es recíproca pues el impulso voiitivo se presenta de forma independiente y en ausencia de presupuestos intelectuales. La naturaleza muestra de continuo ejemplos de tal aserto en lo·s reinos animal y vegetal y asimismo, según Schopenhauer, en el reino mineral, pues se trata de manifestaciones individualizadas de una única voluntad que constituye el «ser en sí» del universo y que podría traducirse en términos de «energía». Volviendo pues a la disyuntiva planteada en torno al origen del mundo nos indica Schopenhauer que sólo una concepción mítica (léase religiosa) puede admitir la existencia de una inteligencia rectora creadora del mundo de acuerdo con un código lógico.
De toda la exposición no se deduce, evidentemente, la negación del papel desempeñado por la inteligencia sino que se circunscribe su parcela operativa. Esta parcela viene delimitada por la relación sujeto-objeto. El fenómeno cognoscitivo
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surge de la relación fenoménica y conforma el llamado «mundo de la representación». El sujeto no conoce sino la representación del mundo exterior y los procesos que reconoce en la naturaleza se encuentran conformados apriorísticamente por su especial situación en relación con el espacio, el tiempo y la causalidad. Esta formulación metafísica se apoya evidentemente en Kant aunque, ignorando la labor profundamente ecléctica de éste, remonta la historia filosófica hasta entroncar con el platonismo en su más depurada configuración. El idealismo de Schopenhauer se configura con propiedad como un subjetivismo gnoseológico psicologista en cuanto atañe al mundo de la representación, pero reconoce en la realidad un «ser en sí» marginado de la relación sujeto-objeto (conocimiento-ser conocido) y por tanto desprovisto de la cualidad lógica inherente a esta relación. Evidentemente este «ser en sí» se corresponde con la voluntad que, lejos de ser un producto de la inteligencia, es motor que permite
1 el desarrollo de ésta. La inteligencia se nos aparece de hecho como propia de los estadios superiores de la naturaleza, secundarios cronológicamente, mientras que la voluntad se nos muestra inmediatamente al observar cualquier objeto, cualquier fenómeno, suponiendo una provocación para el entendimiento, tanto de la voluntad en el objeto por mostrarse como en el sujeto por aprehender. Si la inteligencia es posterior a la voluntad, ésta se nos aparece como carente de «razones» y por tanto de fines, operando de una forma ciega e impetuosa. Se niega con ello el papel del conocimiento como presupuesto de la libertad. No es la motivación (querencia razonada) el motor de la acción, sino la voluntad la que exige satisfacción a su insaciable voracidad. El hombre decora esta instintiva tendencia con el ropaje de la motivación, racionalmente fundamentada, pero quien obra, de forma inconscie�te para el individuo, es la omnipotente voluntad.
Aunque esta fundamentación metafísica de la preeminencia de la voluntad ha sido objeto de refutaciones, mutaciones y olvidos y la figura de Schopenhauer ha sido criticada, desprestigiada y relegada al común apartado de los filósofos tradicionales, no cabe duda que su sello ha marcado las posiciones vitalistas posteriores y ha permitido su · desarrollo. La esperanza de solución para la crisis vital del hombre de nuestro tiempo es probable que se apoye en el desarrollo de las filosofías de la vida y la existencia y con ello la figura del pensador alemán, pese al pesimismo que impregnó su filosofía, nos habrá proporcionado una valiosa ayuda. En cualquier caso, la figura del misógino burgués que fue, constituirá, para cualquiera que se acerque a su obra,. un excelente acicate para plantearse, siquiera_ sea, cu-eriosa o metodológicamente, una alterna-tiva a J}uestro racionalizado universo.