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Los Cuadernos de Música
ARQUEOLOGIA DE UN ALLIGATOR
Antonio Martínez Sarrión
A José Mari Guelbenzu y José Luis Rubio Por aquellos años
PLEISTOCENO
D e igual forma que los conjuros de amenazantes sombras africanas, que Elvin Jones extendía en ráfagas cuando andaba con el gran Trane a principio de los se
senta, así mi primera, ignorantísima juventud en una Universidad del Sureste, en lo que a música afroamericana se refiere: a un corto sector de educandos de cierta pedante adustez, se nos motejó enseguida como la peña «el rollo». Y todo porque se nos ocurría dedicar los ocios a escuchar en el mastodóntico «pickup», la no escasa ración
de música clásica del Colegio Mayor. Entre aquellos primeros Karajan, Bruno Walter y Fürtwangler (¡ quién los cazara a estas alturas!) solía escamotearse un elepé de durísima baquelita y diecisiete centímetros, con una grabación hoy mítica: el frenético «Flying Home» de 1942 de Lionel Hampton, que todos los muchachos oían en sus carlingas a la vuelta de la campaña del Pacífico, sofocados de buena conciencia y collares tropicales. Tengo para mí que a Lester Y oung, el cual andaría almacenado en los retretes de cola de su bombardero, le sería difícil ocultar una mueca más agri que dulce.
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Este era todo mi bagaje en el año cincuenta y siete, si descontamos las apariciones, en siquedélico tecnicolor, de Harry James -un oscuro forajido blanco- en aquellos engendros de la Metro con bañistas o los fondos musicales, ya más cargados, de algún film negro de Lang o Ray: charol de la ciudad, farolas azotadas por la lluvia, flores para los muertos, abisales pupilas de Gene Tierney ...
P ALEOLITICO SUPERIOR
Hace casi veinte años aterricé en mi ciudad natal con un título de licenciado en derecho bajo el brazo y problemas afectivos. Mala marcha. Mis sábados de sufrido opositor, disfrutaron de un impagable ojo de buey para mirar a las constelaciones: Casiopea-Armstrong, Betelgeuse-Hines. Aldebaran-Parker.
Me gustaría saber qué ha sido de aquel punto: era un profesor de latín, algo pusilánime e hipocondríaco, solterón con madre y calvo, con dentadura postiza y ventripotente, pese a sus treinta y pocos años. Una fiera para el «jazz». No sólo tenía una colección de discos excelente, fruto de sus viajes al exterior y una vocación docente probadísima, sino libros con esas fotografías contrastadas y humosas, en las que los instrumentos destellan como diamantes: ¡ Y los restos paroxísticos de Lady Day, de Sarah Vaughan, de Ella Fitzgerald! Mi pasión tomó cuerpo en aquellas lejanas tardes. Tardaría en abandonarme.
PALEOLITICO INFERIOR
Aún con duros frenazos y sobresaltos -la ejecución de Julián Grimau es inolvidable- Madrid era una fiesta hacia la primavera de 1963. Sería la edad, pero Aranguren, Tamames y Pradera inauguraban la sede del Fondo de Cultura Económica, Pablo VI era elegido a despecho del Gobierno, la estación, por la Castellana y de la cintura de una moza, olía aún a lilas y los cielos del atardecer, de la Moncloa a Rosales, parecían más de teatro que nunca. Tras la escueta cena, peregrinábamos al «Whisky and Jazz» de la calle de Villamagna. Allí se corporeizó, por fin, el viejo sueño: negros de la base de Torrejón, progres variopintos, copas caras, luz tenue, otra galaxia. Y los músicos. Casi siempre eran los mismos: Iturralde, Montoliú, Lou Benett. Daba igual. Los fines de semana en que el dinero no alcanzaba, en mi pensión del barrio de Salamanca -vieja dama coja venida a menos- y en un tocata imposible, nos pasábamos la noche oyendo lo poco que teníamos en sesión continua: tres elepés, tres, absolutamente inolvidables y hoy regalados, perdidos o inaudibles a fuerza de hachazos: un Ray Charles de su primera época, con temas tan abrasados como «Georgia on my mind», «Ruby» o «Hallelujah I love her so»; el primero o segundo disco del «Bird» que se
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editó entre nosotros: «The pick of Parker», con estos conjurados: Thelonious, Dizzy, Miles, «Klook», Max Roach et alía, y un Fats Waller de casa de putas caras y jocunda esperpentización de «standards» acaramelados de los «roaring twenties», tales «The sheik of Arabie», «Rosetta» o la escalofriante «Ain't misbehavin». Nos juzgábamos unos parias pero no era para tanto: ahora pienso que disponíamos de uno de los más grandes pianistas de la época «swing», de un paradigma del blues urbano y de los «boppers» más grandes. A lo largo de una convalecencia, recuerdo con gozo la febril frecuentación de dos elepés de la, para mí, mejor época de Armstrong-Hot Sive y Hot Seven del 26-27. Ya, espasmódicamente, a través de préstamos, compras, visitas, chantajes, trapicheos y endeudamientos hasta los ojos, los discos afluían con regularidad. Y también los libros y revistas. Mi Biblia era el Berendt, pero el salero lo ponían las crónicas de Boris Vian en «Jazz Hot», entonces recopiladas. Para estar al día, el quiosco florecía cada mes con «Jazz Magazine».
NEOLITICO Y TIEMPOS PROPIAMENTE
HISTORICOS
El «galop» fue indetenible: es imposible -cómo me gustaría- rememorar todos los hitos: en mi memoria quedarán siempre las muescas de aquel «I can't get started» soplado por Lesten Young en la penumbra, oblicuo al mundo como un desventrado buho de felpa, que te dejan en la butaca tras recibir los santos óleos. Pertenecía a los míticos conciertos de Los Angeles, que organizó Norman Granz para la J. A. T. P. en 1946. Cuando lo oí por primera vez en el abigarrado estudio de Felix Grande, me oculté en un rincón y tuvieron que sacarme de allí con gato hidráulico y, desde luego, con el elepé debajo del brazo. Con «Prez» tocaba el Pájaro, dándole a la caza alcance como un San Juan de la Cruz redivivo. Si en cualquier bazar del planeta lo encontrais, vendeos como esclavos, si no tenéis un níquel, pero mandárselo a vuestros descendientes ancestros, amantes, asesinos y militares sin graduación. Jamás lamentarán el canje.
Otra «imago», que diría el difunto etrusco de La Habana: Edward Kennedy Ellington (no pertenecía al clan de Hyannis Port por pelos, y no precisamente crespos, porque el Duke se alisaba los suyos marcándose unos «konks» de toma pan y moja) encontró un buen día por un camino de pedregullo a otro gnomo mofletudo, moreno y de ojos de miel y ¡oh casualidad, oh hados!, también noble por cuna: el Conde William Basie. Decidieron hacérselo juntos, con otros nibelungos y elfos bozales y allí estaba yo. Quiero decir en casa del director de cine Jesús Franco, solidísimo entendido, que poseía el primer gran equipo de alta fidelidad que me fue dado escuchar. Su adorable
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mujer, Nicole, nos servía, riente y sin pausa, licores de pera, de albérchigo, de moras, que su abnegada abuela normanda con cofia, amantísima les destilaba como si fueran los Duques de Berry. Era de ver cómo la pareja adivinaba los solos entre carcajadas: éste de dibujo a lo Cocteau y cuello de garza posada en un atolón, Johnny Hodges; éste que parece que te rozara el oído con un saxo de puro damasco, Ben Webster; aquél que aguanta el chaparrón de verano junto al macizo de lentiscos, mientras sigue la farra y sube la niebla desde Pacific Palisades, Jay Jay; y, atiende ¿no es aquél del fondo Jo Jones veteranísimo calvo, l' oreille absolue, según no sé qué crítico gabacho, al cual -a Jo- le leí las primeras desconfianzas respecto a la «new thing» de los sesenta: «Mira, tío, cuando ya no se puede llevar el ritmo con el pie, ahí precisamente se acaba el jazz»? Me acuerdo que al dejar a Jess Frank y a Nicole, a madrugada bien entrada, volábamos, literalmente planeábamos por el asfalto pringoso de Madrid.
Y los viajes: de Barcelona me traje un Coltrane en el «Birland» de Nueva York, pocos meses an-
tes de su absurda muerte. En Las Palmas, donde saldaban existencias innumerables barcos y en la red de comercios de rebajas que se llaman, creo, «El duro», hallé, revueltos entre bragas y delantales, tres records con grabaciones de puro escándalo de Dinah Washington, que cantaba blues y baladas con tal despecho, con tamaño fuego, que te guardas el salivazo en un kleenex y tu armario queda perfumado para los restos, de salvia y limones salvajes. Y la busca trapera en los tenduchos de discos rebajados de los alrededores del British, donde saltaba un Sonny Rollins cuando estaba con Clifford Brown, o un Scott La Faro, y
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apretando el gatillo, dejaba caer tu libra y pico, cobrabas la pieza y a empujarte una pinta templada. Algún «mea culpa» he de entonar: en mis viajes nunca tuve suerte con las actuaciones «live». He pasado por la puerta de «Le chat qui peche», del «Ronnie Scott», del «Café Montmartre» de Copenhague del «Golden Circle» de Estocolmo -donde grabara aquel doble, el inmenso Ornette Coleman-. Me hubiera querido quedarme, con manta muiera y brasero de cisco, para aguardar la llegada de los Demiurgos. No pudo ser. Me siento orgulloso, a cambio, de haber conocido y charlado con Johnny Griffin en Madrid y, hace días a un chaval panameño negro, en el «Café Manuela» que, y no es poco, se sabía a sus clásicos -Parker, Trane Rollins-, como dios.
Y los libros: «El perseguidor» y «Rayuela» me tiraron de la silla. Aquella pasión, aquella lucidez de los opinantes del «Club de la serpiente», bajo cuya máscara habla el maestro argentino. Escuchar a Ronald: «La influencia de la técnica en el arte. Estos tipos de antes del long play, tenían menos de tres minutos para tocar. Ahora te viene un pajarraco como Stan Getz y se te planta veinticinco minutos delante del micrófono, puede soltarse a gusto, dar lo mejor que tiene. El pobre Bix se tenía que arreglar con un coro y gracias, apenas entraba en calor, zas, se acabó. Lo que habrán rabiado cuando grababan discos».
Y, por fin, el último o penúltimo avatar de mi pasión jazzística: la «new thing», el «jazz free» o como diablos se llamara aquel invento. Ahí hizo acto de presencia la política, vivida vicariamente, claro está. Con cierto papanatismo admirábamos que Archie Shepp viajara, de concierto en concierto, con un maletín de libros de filosofia y psicoanálisis y una bordada chilaba mauritana. Los volúmenes de Leroy J ones echaban más leña al fuego. Los postcoltranianos, que habían musulmanizado sus nombres, picaban nuestra curiosidad: Pharaoa Sanders, Albert Ayler, Cecil Taylor, hasta un músico danés de raza negra, que ya era afinar, llamado John Tchicai. Esperábamos, por emplear un verso de Gil de Biedma «algo definitivo y general». Que sé yo: que el incendio de los ghettos americanos, a fuerza de rabia y sonido, prendiera en los encinares del Pardo y pocilgas adláteres. El propio Miles tuvo frases especialmente despectivas y duras a la muerte de Satchmo, acusándole, muy a toro pasado, de tiotomismo. Pero aquellas panteras fueron disuadidas a tiros, volvieron a sus madrigueras y, pese al apoyo cerrado de la crítica francesa, siempre tan «snob», no quedó ni rastro del intento. En definitiva, mucho ruido -y nunca mejor traído, dado el galimatías cacofónico de aquellos jóvenes turcosY pocas nueces. Demás está señalar que mis elepés de los «enragés» acumulan capas de polvo en los surcos. Las casas españolas que se atrevieron a editarlos, debieron hacer peinetas con aquel
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plástico, a los pocos meses de ponerlo a la venta. La década de los setenta, orientó mis devocio
nes, en lo que a música se refiere, al «rock» y reavivó mi vieja devoción a la clásica. Fue todo aquel mogollón del ácido, el zen, la contracultura, hoy asimismo difuntos. El resto es silencio. Confesaré que hoy escucho poco jazz nuevo: Keith Jarret y sus revoleras rilkeanas del concierto de Colonia de enero del 75, McCoy Tynner, Gato Barbieri, pocos más: que mis devociones vuelven cada vez más la espalda a cualquier forma de cultura yanki, por una antipatía indetenible, por despecho, qué sé yo. Uno de estos últimos días me metieron, engañado, a un cine: ví un engendro americano horripilante llamado «1941». Ya sabéis: supuesto ataque japonés al sacrosanto territorio de la libertad. U na bufonada siniestra: treinta millones de dólares despilfarrados en quemar maquetas y en que un brutal granjero de California nos enseñe su sucio culo. Lo único digno de tal mierda chovinista eran un oficial nazi a lo Jünger, interpretado por Cristopher Lee y un marino japonés que me recordó al invicto Takeo Kurita. Realmente uno se sentía profundamente fascista ante tal incuria. Se me ocurrió que al Imperio, no le cumple mejor destino que su aniquilación, y puestos a soñar, pues soñé en el audaz rescate de tres docenas de gringos, de las cuales media serían, naturalmente, músicos. Paranoias de impotencia, música celestial, cartas marcadas, apocalipsis de a duro, persistente resaca.
CODA
Pongámonos, metidos ya en fogatas, en el tópico problema del incendio. Si un disco de los míos tuviera que salvar, ni un instante dudaría: se trata de una grabación fantasmal, Columbia 33CX 10020, cuya carpeta nunca llegué a tener, de las sesiones de la J.A.T.P., y, sin duda, de los finales cuarenta. Un puñado de galeotes tocan «live», en el Carnegie Hall, tres temas encadenados por los aullidos del personal: el «Perdido» de Tizol y sus jocosas secuelas: «Mordido» y «Endido». Son, con toda evidencia, «boppers» de artillería, zapadores, ganapanes, mercenarios destrozados y a sueldo. Aquellas mesnadas que seguían, a golpe de machete, a los caballeros del asunto; en esta ocasión incendian Maracaibo entre carcajadas, codazos y tientos a la garrafa de «bourbon», marcándose el vacile más encanallado, ardiente y malicioso desde la rebelión de Nat Turner. Solamente soy capaz de reconocer a uno de los dinamiteros: al saxo tenor Mr. Illinois Battiste Jacquet, nacido en Houston (Texas) en el año de gracia de 1922, hoy viajero en qué «Grey Hound» por las calcinadas praderas del Midwest, lavaplatos en qué suburbio de Shenandoa, «si-deman» en qué astrosa orquesta de gira opor Finlandia, catatónico en qué mu-griento hospital de Tuscaloosa.