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E l olor de té recién hecho le cosquilleó la nariz y le transmitió como por encanto una sensa-
ción de bienestar, igual a la que sentía cuando estaba en su casa de Marejalwar. Varias semanas atrás fue al mercado a comprarlo con el intendente de la fami-lia, Moktaf Khan, en el puesto de Abdel, que queda-ba en la calle principal del bazar, más abajo de la mezquita Id Kah y poco antes de la vereda de los fabricantes de sombreros, siempre tan atareados. La reputación de Abdel, el mejor especialista de la ciu-dad, se debía a sus inconfundibles mezclas. Tenía muy bien alineadas una multitud de especias, hier-bas y flores secas de las que este alquimista se servía para inventar nuevas e insólitas asociaciones. Moktaf Khan escogió una de té ligeramente ahumado, aro-matizado con pétalos de rosas diminutas, jazmín y
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las hojitas de unas plantas de naturaleza imprecisa que crecían en puntos aún menos definidos, a orillas de los lagos del Pamir. Solo Abdel los conocía y pro-tegía esos rincones de visitantes inoportunos con un secreto impenetrable.
Sentado en el suelo, a pocos pasos de la tienda que compartía con dos de los ayudantes de su padre, Omar saboreaba uno de los momentos más agrada-bles de la jornada, la instalación del campamento y la degustación del té de Abdel. Luego de un día ago-tador, que le había parecido extraordinario, su padre había escogido un sitio para acampar diferente, como le había dicho en la mañana, antes de iniciar la etapa.
*—Omar, vamos a pasar la noche en un lugar especial. Tengo una noticia importante que darte y sé que te va a gustar.
Alí Nohkur puso cara de misterio y los ojos casi siempre serenos le chispearon de picardía, como cuando contaba al hijo mayor las aventuras de héroes históricos o imaginarios y se preparaba a anunciarle una culminación inesperada del relato.
—Falta mucho de aquí a la noche y…
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—¡Shut! Ya te dije lo que tenía que decirte. Ten paciencia y ve con Mansur y Charmer a terminar de aparejar a los animales. Dentro de poco nos vamos.
Todavía era muy temprano y la claridad no había logrado disipar los restos de oscuridad. A esa hora, cuando la partida era inminente, la media luz daba unos matices del rosa al malba a las gigantescas dunas del desierto de Taklamakán*. Los cambiantes relieves dorados cantaban al desplazarse con lentitud, produ-ciendo un murmullo melódico que, según Charmer y Mansur, provenía de antiguas ciudades, sepultadas junto con tesoros inestimables bajo cerros de arena, acumulados a través de siglos. Aseguraban que los ha-bitantes de aquellos parajes decrépitos y solitarios no los habían abandonado y que se los oía recitar aún viejas fórmulas mágicas, entonadas sin descanso para alejar a los intrusos. Los dos compañeros, como tan-tos otros antes que ellos, transmitían en historias se-ductoras, que narraban a quien les prestara atención, las viejas leyendas del desierto.
La inmensidad de arena asediaba a los oasis y sus laboriosos moradores la mantenían a raya sembrando árboles y toda suerte de plantas, regadas con un siste-ma de canales que conducía sabiamente el agua desde
* NOTA: Todas las palabras seguidas de un asterisco se explican en el Glosario, página 153.
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las cordilleras. Una tupida barrera de álamos, altos y elegantes, donde de vez en cuando aparecía un esbelto ginkgo biloba, de hojas en abanico, marcaba la fron-tera entre la soledad estéril del desierto y la anima-ción del reino de los hombres.
A las órdenes de Alí Nohkur, jefe de la caravana, y de sus asistentes principales, Azim Khan y Ramjam el Hindú, los mil doscientos camellos de Bactriana se pusieron en marcha. Las dos gibas de los animales, bien cuidados y mejor alimentados, estaban llenas de grasa y se erguían en sus lomos. Cuando no iba a ca-ballo, Omar se instalaba entre ellas cómodamente, cubriendo este espacio con un mullido tapete para amortiguar los baches del camino, sobre todo cuando se lanzaba al galope para alcanzar al padre. Como le gustaba caminar, se las arreglaba para hacer parte de la jornada a pie, junto con los demás. Con más razón ahora que ya no era un niño.
La gran mayoría de los camellos iban cargados con mercancías valiosas: jade de Marejalwar, alfombras de Khotan, pieles de allende los Montes Celestes, zafiros de un azul único, profundo, de la remota isla de Se-rendib*, esmeraldas translúcidas, verde agua plácido, procedentes del otro lado del Himalaya, chales de Cachemira, livianos como una nube y tan finos que pasaban por un anillo, turquesas del prodigioso Im-
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perio Persa, lapizlázuli del orgulloso Afganistán y es-pecias de las distantes costas del sur. Omar había escuchado que en los muy lejanos puertos de Mala-bar*, la pimienta y los clavos de olor se almacenaban por montañas y se vendían a precio de oro.
Entre las riquezas más codiciadas y mejor guarda-das de la caravana estaban los caballos de Dayuán*. Venían de Asia central y valían tanto o más que las piedras preciosas, el oro o las especias raras. Conoci-dos desde los primeros tiempos del Imperio Celeste, gracias a viajeros y peregrinos, su fama se extendía hasta los últimos confines del extenso territorio im-perial. Sabios, magos y adivinos habían predicho que corceles de origen divino arribarían del oeste. A fuer-za de ser rápidos, sus gráciles patas parecían aladas y, envueltos en el polvo dorado del desierto, daban la impresión de surgir de uno de los cien cielos.
De regreso, los caravaneros no volvían con las bolsas vacías. Buena parte del producto de las ventas la inver-tían en adquirir cascadas de la magnífica seda de Chi-na, etérea como ninguna. En Marejalwar se la esperaba con impaciencia y de allí salía hacia el oeste, atravesan-do desiertos terribles, las montañas más altas del mun-do y mares turbulentos, traicioneros, al sur de las míti-cas Indias orientales. Cuando los viajeros llegaban al país de Taklamakán los mercaderes les arrancaban de
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las manos el musk* chino, de un aroma refinado y em-briagador, para confeccionar perfumes delicados. El té, presentado en forma de pequeños ladrillos compactos, tan perfectos que no parecían hechos por seres huma-nos, era otra de las mercaderías muy apreciadas de la tierra de los Han. Los médicos de Marejalwar, cuya ciencia gozaba de un gran renombre desde la Anti-güedad, encargaban gingseng, ginkgo y otras plantas medicinales por sus virtudes curativas casi milagro-sas. Como lo pregonaba una creencia generalizada, prolongaban la vida y abrían el entendimiento.
Desde la adolescencia, el padre de Omar iba a ven-der estos y otros tesoros por toda la ruta de la seda, que culminaba al este en Chang’an*, la vieja capital Han. Primero, acompañó a su padre para aprender el oficio de mercader y luego fue jefe de caravana, cuan-do Abderramán Nohkur se hizo demasiado viejo para ir tan lejos. No solo transportaba sus propios bienes, sino los de los comerciantes más respetados del famo-so gran bazar de Marejalwar, donde convergían las más fabulosas mercaderías de Asia central, del Impe-rio Chino y de las Indias exuberantes. Su responsabi-lidad era inmensa, a la medida de la confianza depo-sitada en él por colegas y amigos. Su honestidad era legendaria no solo en la Marejalwaria, sino en cada ciudad del itinerario tradicional, el mismo desde
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tiempos inmemoriales, desde que sus antepasados co-menzaron a transitar por los vericuetos del comercio.
Ahora era el turno de Omar, tal como había sido, años atrás, el de su padre, el del abuelo o el del bis-abuelo. Tenía que prepararse para ayudar a Alí y suce-derlo cuando decidiera retirarse. Pero el aprendizaje era largo, muy largo, de toda una vida y, por si fuera poco, difícil. Lo acompañaba desde hacía cinco años, había comenzado por trayectos cortos y progresiva-mente las expediciones duraron más y más. Empezó a los nueve años y al mismo tiempo estudiaba desde pequeño los idiomas más hablados en esas regiones y la aritmética. En el futuro, le serían útiles para enten-derse con compradores y vendedores, manejar el di-nero de la caravana y rendir cuentas a quienes le con-fiaran sus riquezas. La religión no se dejó de lado, tuvo excelentes maestros y una enseñanza esmerada pero, de padre musulmán y madre budista, el asunto era más bien complejo. Desde los tres años, cuando apenas empezaba a hablar bien, sus padres lo inicia-ron en los arcanos de la escritura, atendiendo a no restringirlo a la de Marejalwar. Como Louham, su madre, venía del Imperio del Medio, también apren-dió a descifrar los artísticos ideogramas de los Han.
—¡Qué bonitos son! —le decía cuando esta em-pezó a darle lecciones—. Mira este, parece un hom-
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brecito con un sombrero. Y este otro, un señor cami-nando.
A los catorce años, Omar había desentrañado par-te del misterio de esos signos enrevesados, pero toda-vía le quedaba mucho por hacer. Por eso, los estudios continuaban en la caravana. No se limitaban al aspec-to físico del trabajo —saber montar bien un camello o un caballo, armar una tienda, cazar— ni a calibrar la calidad de las mercaderías para conocer su valor justo. Algunos de los maestros prolongaban las clases durante la ruta para que el alumno captara mejor las sutilezas de la conversación en chino y el sentido de la escritura Han. El contacto directo con la gente, allá en el Imperio del Dragón Celeste, haría el resto.
*En una delicada taza de cerámica celadón*, Charmer le sirvió el humeante té de Abdel. Exhalaba un aroma suave y penetrante a la vez, Omar lo aspiró, cerró los ojos unos instantes con satisfacción y lo dejó enfriar un poco. Así alcanzaría la temperatura ideal para libe-rar todo su sabor, como le había enseñado el amigo del bazar en persona. Cuando cumplió con la totali-dad del rito, comenzó a beberlo despacio y su hechizo lo transportó a la abigarrada tienda de Abdel, siempre
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alegre con la visita constante de vecinos y amigos, en busca de los mismos pequeños placeres que la familia Nohkur. Aunque los lagartijos apergaminados, colga-dos en racimos del techo, junto con raíces y otras co-sas extrañas, le inspiraban un poco de temor. Lo ha-bían apaciguado explicándole que, reducidos a un polvo fino, disuelto en infusión, los lagartos curaban los reumatismos. Seguro que por eso Alí Nohkur lo añadía con frecuencia a las bebidas.
Al enderezarse para respirar más hondo, después de los primeros sorbos de té, su torso delgado y esbel-to se destacó contra la luz rojiza del crepúsculo. El reflejo cambiante de la hoguera en la que se había calentado el agua, le iluminó el rostro. En él se mez-claban rasgos de varios mundos, entrecruzándose con armonía. Tenía los ojos un poco más rasgados que los de Alí. Por el lado del padre, los había heredado de los temibles invasores mongoles* que descendieron en estampida de las estepas del norte. Por parte de madre, de los ancestros Han, enemigos acérrimos de los antepasados de Alí. El rostro ovalado, el verde oli-va de la mirada y una nariz levemente aquilina reve-laban también la existencia de ascendientes venidos del oeste, con intenciones poco pacíficas, por los sen-deros escarpados del Hindukuch y los altísimos puer-tos del Pamir. Durante siglos, la Marejalwaria había
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sido y seguía siendo un nudo en el que se entrelaza-ban diferentes razas y culturas. En períodos de inva-siones, los habitantes combatieron, y en épocas de paz vivían en una vecindad basada en el respeto de ciertas reglas de convivencia.
*Omar se puso de pie para ir a ayudar en la organiza-ción del campamento y en el cuidado de los animales. Le gustaba darles de comer. Se pasó la mano por la cara y se acarició el mentón y la barbilla, con la espe-ranza de descubrir una barba naciente. Pero nada… ni siquiera un anuncio. Después del descanso, se sintió reposado y tranquilo, listo para recibir la noticia de la que Alí Nohkur le había hablado en la mañana. Sin duda era un regalo por sus catorce años.