Post on 24-Jul-2016
description
transcript
Nieves Lacasta
RECOPILACIÓN
[Algunos relatos]
http://nieveslacasta.blogspot.com.es
[ l a c a s t a . n i e v e s @ g m a i l . c o m ]
hhttttpp::////nniieevveessllaaccaassttaa..bbllooggssppoott..ccoomm..eess
Pág
ina3
Nunca he dejado de escribir
porque es la única forma que tengo
de liberar decentemente
mis pensamientos.
Quizás, también, por dejar mi conciencia en paz
-Nieves-
Índice
P
á
g
.
5
Pág
ina5
PANTOMIMAS HIPÓCRITAS ................................................................................. 7
PAREDES DE PAPEL ............................................................................................ 13
NEGRO ............................................................................................................... 19
EL HALCÓN DE COLA ROJA ................................................................................. 23
CARAMELOS DE SABOR A MENTA ..................................................................... 27
LA SÁBANA ......................................................................................................... 29
TRIÁNGULO ESCALENO ...................................................................................... 31
VOLVERÉ A BUSCARTE, TE LO PROMETO .......................................................... 37
7:38 AM ............................................................................................................. 43
GÉLIDO SEPULCRO ............................................................................................. 49
SÍ ........................................................................................................................ 51
COME ................................................................................................................. 53
TOLDO ................................................................................................................ 55
LA LATA METÁLICA DE GALLETAS ...................................................................... 57
ARIPIPRAZOL ...................................................................................................... 59
UNA GUERRA CUALQUIERA ............................................................................... 61
MATILDE Y SU CANTAR ...................................................................................... 63
CHANEL Nº 5 ...................................................................................................... 65
MENTIRAS .......................................................................................................... 67
FUERA SE OÍAN GRITOS ..................................................................................... 69
DESPLANTE, TORO Y TORERO ............................................................................ 71
Nieves Lacasta
Pág
ina6
UN LUGAR QUE NO CONOCÍAMOS .................................................................... 73
COLOR AVELLANA .............................................................................................. 75
NAVEGANTE ESPACIAL ....................................................................................... 77
CUANDO LOS MONSTRUOS CAMPAN A SUS
ANCHAS .............................................................................................................. 79
LEGO LA NADA ................................................................................................... 83
EL LUGAR DE LOS DIFUNTOS ............................................................................. 85
UN SIMPLE GORGOJO EN SU VIDA .................................................................... 87
AQUÉL EDÉN DE NOMBRE IGNOTO ................................................................... 89
EL GRITO ............................................................................................................ 91
Pantomimas hipócritas
P
á
g
.
7
Pág
ina7
P
ágin
a7
PANTOMIMAS HIPÓCRITAS
La habitación estaba situada en un cuarto piso de un edificio de
reciente construcción, bastante moderno para el gusto de Juan. Era de
esos que ahora los arquitectos llaman arquitectura moderna. Carente
de ornamentos, de planta octogonal, algo asimétrico. La ausencia de
decoración en su fachada y los grandes ventanales conformados por
perfiles de acero, lo hacían parecer un gran barco a la deriva, ya que
dependiendo de la zona de la ciudad por la que te asomaras para verlo
podías descubrir que ya se había empezado a escorar por proa,
dejando la popa a la vista de los curiosos que se asomaban por el este.
En definitiva era una mole de hormigón armado, feo, oscuro y privado
de estética, pero tenía sus ventajas, su interior era luminoso y diáfano
y precisamente lo que andaba buscando Juan.
Se había mudado hacía poco. Cuando acabó su relación con Susana. En
su despedida sólo consiguió la tele pequeña, un par de sillas
desparejadas, la mesa del ordenador y la cama de matrimonio, porque
Susana no quería hundirse nuevamente en el socavón que se había
formado en el colchón de su desengaño.
Desde la ventana de la cocina podía divisar el parque infantil que había
frente a su casa. No tenía hijos pero el alboroto de las niñas y niños
aquella tarde de primavera lo hacía encontrarse mejor. Quizás porque
pensara que la vida merecía la pena ser vivida después de todo. No sé,
eran impresiones, puede que tomadas un tanto la ligera, pero a fin de
cuentas uno tenía que quedarse con las cosas pequeñas si quería
pensar a lo grande.
Lo primero que tenía que hacer era darle un poco de vida a aquél
apartamento si no quería hundirse en la miseria para siempre. Tenía
que comprar algunos muebles, unos cuadros alegres, lámparas y por
qué no un gato que saltara de sofá en sofá, de cortina en cortina y que
durmiera sus largas siestas acurrucado entre sus piernas. Susana no
sólo lo había dejado sino que con su marcha, decía que a buscar una
bocanada de aire fresco, le había dejado el alma helada para siempre.
Él la quería como jamás había querido a nadie, no es que dependiera
de ella, pero los pasos a su lado habían sido tan seguros, tan
constantes, que su vida se había convertido en una tranquila balsa de
Nieves Lacasta
P
á
g
.
8
Pág
ina8
aceite. Sabía que con ella todo era posible, y a la vez previsible, lo que
nunca imaginó es que un día le dijera de sopetón –Ahí te quedas que
yo me voy a Londres–. Bueno, la frase no salió de ella así como así,
Juan antes le preguntó si tenía algo que contarle. A bailar. ¡Qué
tontería! A bailar. ¿No bailaba ya en el Real Conservatorio Superior de
Danza? ¡Qué más quería!. ¿Por qué entre sus planes, entre su equipaje
no estaba él? La hubiera seguido al fin del mundo. La seguridad que le
proporcionaba su compañía lo hacía ser alguien en la vida, de eso
estaba seguro, era su hombro en el que se apoyaba para llorar, su
compañera de juegos, quién le acompañaba en sus largas caminatas
por el campo, su confidente en penas y alegrías, su bastón los días en
que le costaba trabajo levantarse de la cama y afrontar el mundo con
todas las consecuencias, la que le daba los consejos exactos y
apropiados para cada situación, y la que los días de lluvia le
parapetaba la bufanda bien apretada en el cuello y le ponía el
sombrero que le había regalado las Navidades en que se conocieron,
antes de salir de casa para que no cogiera una pulmonía.
Menudencias, sí es verdad, pero naderías que lo hacían sentir
afortunado al saber que por fin alguien le demostraba un poco de
afecto, ternura y cordialidad en el día a día. ¿Por qué lo dejó?. Ella
sabía perfectamente como era, un ser poco sociable, sí, es cierto, algo
apocado, también, rozando la depresión, vale, pero seguramente el
que más la había querido de todos los hombres con los que había
estado. No entendía por qué, ahora de buenas a primeras decía que la
desilusión se había hecho dueña de su relación, estaba decepcionada,
eso no era con lo que ella había soñado, quería alguien a su lado que
luchara con uñas y dientes para mantener una interconexión fuerte,
dura, viva, y no alguien que la encadenara para siempre a la
mediocridad, con ella no había término medio, o todo o nada.
Él no se merecía escuchar aquellas palabras, pero aguantó, quizás su
vida no merecía la pena tanto como la de ella o es que a lo mejor no
esperara tanto o simplemente dejaba que los acontecimientos lo
sorprendieran a cada paso que daba, mejor eso que quebrarse la
cabeza constantemente para discurrir nuevos retos a conseguir, para
alcanzar nuevos desafíos, fanfarronadas inútiles, pantomimas
hipócritas, sólo eran representaciones caricaturescas de alguien que
ha creído tocar el cielo con la punta de los dedos, ideas ridículas y
exageradas, en definitiva aires de grandeza, porque lo suyo también
era existir y lo hacía con verdadera dignidad y sentir de esa manera no
lo hacía un ser inferior a nadie.
Pantomimas hipócritas
P
á
g
.
9
Pág
ina9
P
ágin
a9
Paseando por la nueva habitación, absorto entre pensamientos del
pasado miraba las paredes vacías y todavía se sentía más sólo. Tenía
de una vez por todas que decidirse por la decoración que le ofrecería a
su nueva casa. Consideró la posibilidad de dejar el cable eléctrico que
colgaba del techo desnudo. Sí, sería el eslabón que lo dejara unido
para siempre a Susana. Al verlo pensaría en ella. Porque Susana odiaba
los techos carentes de lámparas, decía que lo primero que había que
poner en una vivienda eran todas las lámparas, porque era lo que le
proporcionaba el verdadero ambiente de calor al hogar, la energía
fluía de otra manera, ya que la luz brusca del neón se tamizaba a
través de las tulipas y se creaba un tono acogedor, necesario para
empezar con buen pie en una nueva casa. Pero Juan no sabía a ciencia
cierta si quería que aquella casa lo acogiera para siempre.
Susana nunca quiso tener hijos, su silueta no podía ser deformada por
un ser indeseable que holgazaneara nueve meses dentro de ella y que
después, encima, le dejara el pecho flácido al tener que ser
amamantado otros tres o cuatro meses por lo menos. Su cuerpo lo era
todo para ella. Esa figura esbelta, bien contoneada, sin un gramo de
grasa, que le había costado 29 años conseguir no iba a ser desfigurada
por ningún intruso, lo sabía desde siempre y me lo hizo saber nada
más conocerme. –Si quieres hijos has llegado al lugar equivocado, yo
no quiero mocosos rondando a mí alrededor, ensuciándolo todo,
reclamando atención–. Y no me importó, quizás porque sus palabras
no alcanzaron mi entendimiento porque yo vagaba entre sus ojos
verdes, su pelo negro, su sonrisa afable y aquel lunar en la base del
cuello. Pero ella no es que fuera egoísta, tan sólo es que su profesión
estaba por encima de los sentimientos maternales. Sí, sentimientos
que nunca se habían posado en ella ni tan sólo la habían tocado de
refilón, pero como digo eso no la hacía ser mala persona, me quería a
su manera, aunque ahora tuviera que prescindir de mí. Decía que no
entendía la existencia sin bailar. Que cuando lo hacía se olvidaba de
todo y todos y que se transportaba a otra dimensión. Si la hubiera
convencido de lo contrario, tal vez un hijo la hubiera retenido a mi
lado, ¡quién sabe!. Pero ya a estas alturas era de idiotas pensarlo
siquiera.
La casa que había compartido con Susana era de su propiedad, de ahí
el tener que irse él del hogar conyugal cuando su relación se hizo
añicos. Cuando se conocieron Juan estaba alquilado en un pequeño
apartamento del centro de la ciudad, era oscuro y contaba con cuatro
muebles escasos, decrépitos, que le había dejado el casero y que
Nieves Lacasta
P
á
g
.
1
Pág
ina1
0
habían sido propiedad del anterior inquilino. Así que la mudanza fue
rápida, una maleta con los enseres personales y la tele pequeña que
colocaron en el dormitorio, encima de la cómoda que Susana había
heredado de su abuela materna, y que encendían todas las noches un
rato para acabar de ver la película abrazados, dándose calor
mutuamente, continuidad al vínculo que habían creado y sobre todo
esperanza. ¿Dónde había quedado todo eso?. Si ahora Susana partía a
otras tierras a buscar un viento céfiro que la dejara, decía, en paz
consigo misma, que al finalizar sus días no tuviera que arrepentirse de
no haber luchado por sus ideales y que la corta vida a la que estamos
destinados a soportar la hiciera valedora de ocupar un lugar en la
mente de las generaciones futuras. Sí, sus ideales eran pasar a los
anales de la historia como una de las mejores bailarinas del momento,
Isadora Duncan, Anna Pavlova, Margot Fonteyn, Moira Shearer, Alicia
Alonso, Irina Kolpakova o la misma Tamara Rojo debían postrarse ante
ella, allá en el cielo de Terpsícore, que era sin lugar a dudas el lugar
donde irían a parar las musas de la danza, porque ellas no iban a
mezclarse con el resto de los mortales para ensuciar sus karmas.
Ya sé que sus aires de grandeza chocaban con mis ideales de vida, lo
he dicho, lo he dicho y lo repito, yo no aspiraba a tanto, me bastaba
con sobrevivir día a día, pero verla comerse el mundo a veces a mí
también me alimentaba, me dejaba saciado porque aunque no quiera
reconocerlo en toda su extensión, entendía que existían criaturas
superiores a otras, individuos que habían nacido para dominar el
mundo o para levantarse una y otra vez tras las caídas sin más o para
simplemente darle belleza al entorno que habitaban, como era el caso
de Susana que cual cisne retornaba a su forma humana todas las
noches, ella la Odette, la joven reina Odette del “lago de los cisnes”,
volvía en forma humana para mí todas y cada una de las noches, y yo,
su príncipe Sigfrido, aunque le juraba amor eterno para deshacer el
hechizo al que había sido sometida por el malvado y terrorífico mago
Rothbart, no conseguía encadenarla a mis días, pero me bastaba saber
que me pertenecía íntegra, absoluta, incondicional y completa noche
tras noche, porque eso nadie podría quitármelo jamás.
El día que Juan descubrió el billete de avión a Londres no sabía dónde
meterse, primero pensó que se trataba de una equivocación o que
sería para Susana, la amiga de Susana, que vivía en el piso de abajo y
que muchas veces dejaba cosas personales en casa, pero no, en el
billete podía leerse bien claro “Susana Fuencarral Gimeno”, y no
“Susana no se qué González”. Un sólo billete de ida, huérfano,
Pantomimas hipócritas
P
á
g
.
1
Pág
ina1
1
Pág
ina1
1
desvalido, sin vuelta que lo acompañara para el día 27 de febrero,
quedaba una semana y media, diez días escasos para hacer el
equipaje, despedirse de la familia y amigos, y quién sabe si entre sus
planes estaba también el de despedirse de él. Juan lloró
amargamente, no entendía nada. ¿Cómo podía dejarlo así por las
buenas?. ¿Es que él no contaba para nada en aquella relación?. Quiso
correr, huir él el primero, pero su cobardía lo paró en seco. Pediría
explicaciones, se iría con ella si era necesario, abandonando su
trabajo, al resto de su familia, sus amigos, todo antes que quedarse
sólo, sin la persona a quien más amaba. Pero Susana ya había
decidido, había hecho sus planes en solitario, en diez días cogería sus
maletas y se iría a Londres. Le dijo que se buscara otra residencia
porque quizás alquilaría el piso si su estancia en Londres se
prolongaba. Fue fría, estuvo distante, Juan fue incapaz de reconocerla.
Él calló como de costumbre. Sacó su vieja maleta de cuero marrón del
altillo del cuarto de invitados y la llenó con su ropa, arrojó encima el
peine, el cepillo de dientes y la pasta dentífrica. Luego cerró la
cremallera y dejó el bártulo apoyado en la pared, al lado de la cómoda
que Susana había heredado de su abuela materna, para que no
estorbara y salió de la habitación dejando a Susana sentada en la
cama. Las náuseas le revolvían el estómago. Se dirigió a la puerta de la
calle, la abrió y al salir tiró de la puerta con tal suavidad que no hizo
ningún ruido. Al salir del portal del edificio sintió un mareo, se inclinó y
vomitó, con la arcada expelió toda su ira, su angustia, las palabras
calladas, la rabia contenida, el desasosiego que sentía. Se sentó en la
acera, entre dos coches, y tras un largo suspiro hundió su rostro entre
las manos y pidió a gritos a todas las fuerzas del mal que acabasen de
una vez por todas con aquella maldita pesadilla.
Tres días después había alquilado un piso en la cuarta planta de un
edificio de reciente construcción. La primera noche la pasó sentado en
una silla, quieto, inmóvil, mirando fijamente a la cama, imaginándose
a Susana postrada en el borde del lecho hablando sin levantar la voz,
tampoco la mirada, sus palabras se agolpaban en la mente de Juan sin
poder ordenarlas para darles sentido. Y los días continuaron y la razón
no llegaba, al cuarto día se encontraba en la habitación, se había
duchado y vestido para ir al trabajo, tenía turno de noche, los niños en
la calle se gritaban unos a otros formando una algarabía
ensordecedora, quizás debió alquilar la octava planta que también
estaba disponible, allí el vocerío llegaría más amortiguado, llevaba el
traje de chaqueta endrino de corte inglés, camisa celeste, la corbata a
rayas de mil colores, los calcetines finos a juego con los zapatos negros
Nieves Lacasta
P
á
g
.
1
Pág
ina1
2
recién abrillantados, se quedó mirando al níveo techo, observando el
cable eléctrico que colgaba todavía desolado, él se sentía igual, se
aflojó un poco el nudo de la corbata, se desabrochó el primer botón de
la camisa, necesitaba aire, hubiera sido muy fácil no pensarlo dos
veces, estirar el nudo corredizo de la tira de seda rayada que rodeaba
su cuello sin deshacerlo del todo, subirse a la cama, colocar una silla
en el centro del colchón que ya había claudicado a su obsesión de
verse bien ataviado y no sometido a un revoltijo de sábanas revueltas,
subirse en ella y anudar fuertemente la corbata por un extremo del
cable, y tras rodear su cuello con la lazada que había dejado
preparada, dejar caer el peso de su cuerpo al tiempo que pateaba la
silla que se iría a estampar en el frío suelo de mármol. Se desvanecería
casi al instante, sin oponer resistencia a la falta de oxígeno,
abandonado a sus pensamientos que vagarían ya a esas alturas lejos
de su cuerpo, porque ya no le pertenecería. Susana lo rodearía con los
brazos, lo acurrucaría entre sus cálidos senos, y así tranquilo, seguro,
libre, acariciándole el pelo como hacía cada noche, le diría entre
susurros que nunca lo dejaría, que estarían juntos para siempre. Pero
no, se dio media vuelta, cogió las llaves, y sin mirar atrás salió a la
calle, alcanzó el autobús que acababa de estacionar en la parada y
continuó su vida sin Susana esperando que el futuro le deparara,
quizás, una vida algo mejor.
Paredes de papel
P
á
g
.
1
Pág
ina1
3
Pág
ina1
3
PAREDES DE PAPEL
La vivienda, ubicada en un cuarto piso, exactamente a 28 metros del
suelo, los mismos que distaban de la azotea, no tenía nada que ver con
las construcciones hechas con buen gusto y sobre todo con buenas
calidades.
La pared de la derecha daba al este, aunque si no tenías una brújula a
mano no podías saber que el sol comenzaba su ascenso cada mañana
por ese lugar, ya que carecía de ventanal alguno que te dejara ver la
estrella refulgir cada alborada como por arte magia. Justo enfrente,
con orientación oeste, había un pequeño ventanuco que servía de
respiración e iluminación al habitáculo, pintado de azul, con dos
pequeñas hojas abatibles que impedían que te pudieras asomar por
ellas, aunque la vista no era nada del otro mundo, pues a través de los
cristales lo único que divisabas era la ropa tendida de los vecinos del
inmueble y alguna que otra antena de TV que los inquilinos habían
colocado cada cual en su ventana para ver mejor los programas
televisivos, porque la antena colectiva había sido boicoteada en
repetidas ocasiones y los residentes en bloque se negaron una vez más
a sufragar las costas para su arreglo. Mirando al norte, yo había
colocado un póster marino de 2 x 1 metros, encima de la cama para
sentir el aire fresco del mar cada vez que abría desde el sur la puerta
de la calle, y sobre todo para que le diera la inmensidad de que carecía
aquel aposento, de exactamente 25 metros cuadros.
Las paredes parecían de papel. Por la derecha, los privilegiados que
podían ver el sol nacer todos los días eran un matrimonio de edad
avanzada, Daniela y Nicolás, los ocupantes más longevos del edificio.
Eran discretos, tan sólo el arrastrar de sus pies camino del cuarto de
baño o de la cocina delataban su presencia entre aquellos muros. Se
movían como fantasmas, ni una sola voz, eran tan considerados con el
resto del vecindario que parecían portar las cadenas en la mano para
no hacer demasiado ruido o eso me pareció a mí al principio. Por la
izquierda, vivía Matilde, la viuda de toda la vida a la que su hija sólo
visitaba un viernes sí y otro no. Vivía con su perro Mateo, el que nos
alertaba a toda la planta de cuando entraban y salían de casa todos los
residentes o de cuando el cartero llevaba paquetes certificados a
domicilio o de cuando el panadero hacía el reparto diario de pan y
Nieves Lacasta
P
á
g
.
1
Pág
ina1
4
dulces a las 9 en punto de la mañana. Supe que el nombre le había
pertenecido anteriormente al difunto marido de Matilde y que ella
rebautizó al can tras su muerte para no sentirse abandonada.
A su lado convivían un hombre y una mujer con tres hijos
maleducados que alborotaban más de la cuenta. Tenían escasos
treinta años y parecía que el tiempo se había instalado en sus vidas
igual que el malhumor y la desazón, de tal manera que todo se lo
decían a gritos. Inconforme ella con la nula actuación en la vida
doméstica de él, él con la actitud chulesca del hijo mayor, el de la
chulería con el pequeño a causa de la poca intimidad con la que
contaba y sobre todo porque le sisaba las estampas de fútbol cuando
estaba fuera de casa y eso era junto con la mala hostia de su padre lo
poquito que no podía soportar. Y, por último, la que ocupaba la
segunda posición en la dinastía Rodríguez-Morales que renegaba de
toda la familia al completo y que maldecía con alaridos el haber tenido
que nacer en aquella maldita familia con todas las que seguramente
habría mejor repartidas por el ancho mundo.
Detrás del póster marino vivía una pareja un tanto singular. Casi no
hablaban, sus únicas estridencias se producían alrededor de las 6 de la
tarde. Era un martilleo constante, repetitivo que sólo duraba un par de
minutos, pero que hacía que la pared que sujetaba el póster marino
retumbara como si un terremoto de 7 grados de magnitud en la escala
de Richter tuviera su epicentro en aquel mar estático. Todo aquello
culminaba en un grito unas veces por parte de ella y otras por parte de
él, nunca se ponían de acuerdo o más bien eran un tándem tan
perfecto que se complementaban de tal manera que hasta en la
práctica de gozar tenían su turno. Yo todavía no les había visto la cara,
y eso que llevaba ya tres semanas viviendo en aquel piso diminuto. No
sabía si eran gordos o delgados, si feos o agraciados, si bajos o altos, si
jóvenes o viejos, su fisonomía se me escapaba por completo pero para
mí era como si viviéramos juntos, llegué a saber más de ellos que
ningún otro vecino y por supuesto más que ellos mismos sabrían
nunca el uno del otro.
Mi cuartucho tenía un aseo pequeño independiente, no hacía falta
que extendiera los brazos para tocar las dos paredes opuestas,
disponía de water, lavabo y una ducha que colgaba de encima de la
puerta y que cuando la usaba dejaba todo el recinto encharcado y allí
estaba yo, fregona en mano, recogiendo el exceso de agua que no se
había querido ir por el desagüe colocado en el centro del baño. La
cocina americana contaba con una hornilla de dos fuegos eléctricos,
Paredes de papel
P
á
g
.
1
Pág
ina1
5
Pág
ina1
5
un escurreplatos, un pequeño mueble donde guardaba el menaje: seis
platos, seis vasos, dos hoyas y una sartén; un fregadero de un solo
seno, un frigorífico enano y un microondas colgado de la pared a la
altura de mi barbilla. En el centro de la sala coloqué una pequeña
mesa, con dos sillas ajustadas, apretadas en su interior. La mesa de 80
x 70 centímetros hacía la función de escritorio cuando no tenía que
alimentar mi escuálido cuerpo, y es que ni ganas de comer me
entraban después de ver una y otra vez esas cuatro paredes
mugrientas, que alguna vez fueron blancas, a las que tuve que
mudarme cuando perdí el empleo. Como decoración final mi cama de
90 centímetros debajo del póster marino 200 x 100 cm, que me servía
además de para dormir, de sofá los días que necesitaba estirar un
poco las piernas después de las largas caminatas que hacía para
despejar mi alma.
Desde que me quedé en paro cogí la manía de medir, enumerar y
contarlo todo. Daba igual lo que contar, las horas, el ruido, las veces
que me cortaba las uñas, las cosas que tenían en el piso, las salidas a la
calle o las repetidas ocasiones en que la pareja tras el póster marino
hacía escandalosamente el amor. Sí, también atisbaba a mis vecinos.
Decidí prestarles un poco más de atención. Pero todo no siempre fue
así. Yo Luisa Beltrán no tenía espíritu de cotilla, ya digo que era sólo
prestarles un poco más de atención, eso es todo. Las circunstancias se
dieron de esta manera, la escasa intimidad de aquellas paredes de
papel hizo que mis oídos se agudizaran y aquellos individuos que me
rodeaban entraran sin saberlo a formar parte inseparable de mi
arruinada vida. Puede que la deformación por mi anterior empleo
tuviera algo que ver con todo esto, yo había sido contable de una
pequeña empresa que se dedicaba a la manufactura textil. Allí el
metro era imprescindible para todo, incluido para mi trabajo, ya que
mi jefe medía tanto el tiempo que yo dedicaba a grabar las facturas
como el que pasaba fuera de la oficina los días que tenía que hacer el
ingreso de las nóminas en la entidad bancaria o mis salidas para ir a
Hacienda cuando tocaba presentar las declaraciones trimestrales del
IVA. Todo siempre estuvo bien medido incluso el día de mi despido, un
31 de marzo de 2010, a las dos de la tarde coincidiendo con el fin de la
jornada laboral y el fin de mes, el día anterior a cumplir mi tercer año
en la compañía y se supone que el último día de mi eventualidad, ya
que el 1 de abril sería fija en la empresa según las promesas hoy
vulneradas por el maldito empresario.
Nieves Lacasta
P
á
g
.
1
Pág
ina1
6
La hija de Matilde la visitaba un viernes alterno al mes. Comía con ella
y de postre tomaban los pasteles que Lucía traía de una famosa
pastelería que había a la vuelta de la esquina. Comían en silencio, con
la ventana abierta tanto en verano como en invierno. El frío no les
asustaba. Yo las observaba disimuladamente, me hacía la distraída
como si no fisgoneara en sus vidas. El único que me delataba era el
chucho que me ladraba a través de la ventana para que dejara de
mirar a su dueña, y con ello no le robara los pensamientos, las
palabras calladas que ninguna de las dos mujeres se decían, y que
seguramente querían, necesitan expulsar, reproches mutuos,
soledades, desatenciones, carencias del pasado, que habían hecho de
esos dos seres que en un tiempo habían estado durante nueve meses
una dentro de la otra formado parte inseparable, indivisible y que hoy
parecía que no se conocían, que no tenían nada que contarse. Cada
viernes de visita una miraba el reloj insistentemente deseosa de que
llegara la hora de partir y la otra resignada al saber que le quedaba
poco tiempo para perder a su pequeña no deseaba que las manecillas
corrieran de forma acelerada.
Yo no sé si todos ellos también me espiaban en secreto, puede. Pero
poco a poco pude saber sus pequeñas mentiras guardadas con
cautela. Descubrí por ejemplo que Daniela y Nicolás, los viejos
adorables, no se soportaban. Ella cansada de sus reproches un día
decidió negarle la palabra. Puede que porque fuera lo más valioso que
encontró para robarle. Le ponía religiosamente la mesa, le lavaba la
ropa, le hacía la cama, le compraba el periódico pero desde hacía 15
años no le dirigía la palabra. Él, impedido de las piernas, no podía salir
de casa y su única conversación la tenía con el ATS que todos los días
venía a ponerle el inyectable recetado de por vida, aunque la suya
hubiera caducado hacía ya muchos años.
Matilde dejó de vivir cuando murió su marido. Decía que él la adoraba
pero que la dejó sepultada entre aquellas paredes para siempre. Su
pensión mínima no le daba para mucho, un poco de comida barata
para ella y su perro, los dos comían lo mismo. Lucía se marchó
agobiada por las lágrimas constantes de su madre. No entendía como
lo echaba tanto de menos si en sus 34 años de casados había estado
más tiempo sola que acompañada. Él prefería la compañía de sus
amigos en la tasca de la esquina que disfrutar con su esposa de un
paseo o de una amena tertulia de sobremesa. A Lucía se la llevaban los
demonios cuando intentaba hacer entrar en razón a su madre y ésta
seguía erre que erre alabando las proezas del marido perfecto. Marido
Paredes de papel
P
á
g
.
1
Pág
ina1
7
Pág
ina1
7
y padre que había brillado por su ausencia según la opinión de Lucía,
así que recogió sus escasas pertenencias y un día se fue de casa para
no volver más que un viernes sí y otro no a comer con ella, más que
nada por lástima para no dejarla abandonada para siempre.
La familia de los gritos constantes enmudecía pasadas las 2 de la
madrugada cuando el alcohol había hecho el efecto sedante en sus
organismos. Los niños también dormían puede que tuvieran pesadillas
o que fantasearan con plácidos sueños, no sé, la pequeña ventana no
me dejaba entrar en la parte onírica de las personas, pero yo adivinaba
sus sueños a la mañana siguiente cuando el más pequeño se levantaba
el primero y tendía la sábana mojada en el tendedero.
Mi ignorante vecino de detrás del póster marino salía muy temprano
cada mañana. Ella se levantaba pasadas las diez. A las 10:35 todos los
días sonaba el telefonillo del portero automático y una voz varonil,
que no se parecía en nada a la del ignorante vecino, decía –abre –. Yo
lo sabía porque en una ocasión descolgué el auricular antes que ella y
fui testigo impasible de la palabra clave. Diariamente igual, el mismo
verbo, sin más parafernalia ni complemento que lo acompañase, un
simple –abre – lo decía todo, a los pocos segundos sonaba un pulso
largo que convertía la petición en acción, y seguía una carrera veloz de
tacones hacia la puerta de entrada del piso, la misma carrerilla
subiendo las escaleras de dos en dos, puede que de tres en tres, dos
corazones acelerados por la urgencia, cada día que pasaba la prisa no
cesaba, es más se acentuaba, yo cronometraba desde el toque del
portero automático hasta el traqueteo producido por el epicentro del
terremoto, esta vez de casi 9 grados de magnitud en la escala de
Richter que se producía en la pared en la que colgaba mi póster
marino, y que en más de una ocasión estuvo a punto de desencajarlo,
y no pasaban más de tres minutos. Los jadeos eran inmediatos, se oían
palabras inconexas, deshilvanadas de cualquier conversación, dichas
sin sentido como gritadas para atestiguar que el gozo era infinito pero
la locución innecesaria. Al final un grito al unísono retumbaba en el
bloque entero. Los dos habían llegado a puerto, juntos, de la mano
como quien camina una noche estival mirando hacia la luna. Después
un casi inaudible abrir y cerrar de puerta los dejaba saciados hasta la
mañana siguiente. Sobre las 6 de la tarde, el marido ajeno a todo,
deseoso de devorar el cuerpo de aquella mujer adúltera, ignorante de
su doble vida, regresaba al hogar conyugal y el terremoto volvía como
las moscas en verano.
Nieves Lacasta
P
á
g
.
1
Pág
ina1
8
Y aquí me tenéis, como una vieja huraña, a mis 37 años, sin empleo,
casi sin recursos, cobrando el desempleo que para lo que únicamente
me llega es para pagar la casa de tres habitaciones, dos cuartos de
baño, salón, cocina y terraza de 15 metros, que el banco me quitó por
impago pero que todavía reclama entre el 1 y el 5 de cada mes su
cuota obligatoria. ¡Para cuándo la dación en pago!. Y así es como vine
a parar a esta zahúrda, por eso comencé a espiar a mis vecinos, por
eso lo cuento y lo recuento todo, y por eso lloro todas las noches
cuando el perro de mi vecina Matilde ladra, ella le regaña para no
sentirse sola, los padres de los tres pequeños se insultan o brindan, los
niños se pelean o duermen, el matrimonio vetusto camina sigiloso sin
dirigirse la palabra y la pareja de detrás del póster marino ahoga sus
suspiros ora uno ora el otro entre sábanas revueltas, aunque ella
sueñe con su visita matutina.
Negro
P
á
g
.
1
Pág
ina1
9
NEGRO Seudónimo: “Francisca Cavero”
Obra ganadora del
I Certamen Taller de Escritura del Ateneo de Valencina
Reseña de la Obra ganadora
Pedro Luis Ibáñez Lérida (JJJUUURRRAAADDDOOO)
- NEGRO -
\\ La motivación luctuosa del certamen nos sorprende con este
relato que se desvincula del proceso de duelo y agita los demonios del
amor filial y paternal. El significativo título adjetiva de principio a fin el
texto, infundiéndole un rictus quebrado por el dolor. La pesadumbre y
el amargor que rezuma la reflexión en primera persona, deviene en el
fúnebre color y el carácter desabrido de la desconsoladora lluvia.
Mescolanza de evocaciones que ahoga cualquier atisbo de ternura o
roce porque nunca existieron, salvo la soledad. Nominación,
curiosamente, del personaje femenino con la pretensión de acrisolar la
resistencia al amor que siempre le fue vetado. Hay un regusto de cruel
y extraña complacencia en acompañar al motivo de la infelicidad hasta
el mismo nicho que se convierte en lugar de olvido en el que revolotea
El cuervo, de Edgar Allan Poe. El ajuste de cuentas con los ancestros
nos acerca a otra mirada en el día de los difuntos, con matiz
despectivo y reprobador. En Negro nos hallamos ante un relato
equilibrado, con imágenes acertadas y la sencilla y adusta expresión en
la forma que requiere el insondable fondo de angustia, temor y dolor
que contiene. //
Nieves Lacasta
P
á
g
.
2
Pág
ina2
0
Llovía. Siempre llueve por esas fechas. Precisamente ese dos de
noviembre amaneció gris y oscuro, sin un rayo de sol que lo
acompañara, sin una nube juguetona que simulara ser un oso, casa o
pantera. Amaneció el día oscuro y gris, yo ya lo veía venir. No es que
sea supersticioso, es que los días nebulosos y plomizos me dejan el
alma helada. Sabía que mi hermana llegaría dos horas antes.
Comprendía que no era fácil para ninguno de los dos aquella situación,
pero era inevitable nuestra presencia. Mamá había dejado escrito en
nuestras mentes que el día de su entierro lleváramos luto riguroso.
Siempre fue igual con los colores o mejor dicho con la ausencia de
ellos. Nunca la vi vestida con flores alegres o rayas multicolor,
tampoco con tonos azulados ni siquiera violetas, sólo el luminoso
verde de sus ojos embellecía a veces su escuálido cuerpo y la estancia
por la que vagaba tan sombría, luctuosa y digna de llanto que dejó tras
la muerte de papá. Papá murió el día de los difuntos del año 72. ¡No
pudo escoger otro día para que lo recordáramos siempre!. Mamá no
lloró su muerte, tan solo corrió las cortinas y dejó que el polvo se
amontonara en los muebles, las repisas y las alfombras, al final acabó
lagrimeando por la alergia que le produjo tanta partícula muerta a su
alrededor. Justo veinte años después, el dos de noviembre, murió
mamá. Seguro que lo hizo a conciencia para dejar constancia que la
vida no es un lecho de rosas, es un camino plagado de espinas que te
atraviesan el corazón a la mínima de cambio. Papá no nos quiso nunca,
mamá creo que tampoco. Soledad, mi hermana, puede atestiguarlo.
Llovía, el dos de noviembre llovía. Yo me había retrasado debido al
escaso aparcamiento que había en las inmediaciones al cementerio.
Cuando llegué mi querida hermana lloraba junto a su féretro, soltaba
lastre de la única forma posible que podía hacerlo, derramando toda la
angustia, el temor y el dolor que mamá nos fue metiendo dentro
durante años. Al verla lloré con ella. Puede que por puro mimetismo,
ya que por fin la vida nos aliviaba un poco. Mamá se fue un dos de
noviembre, día de los difuntos. Llovía, siempre llueve ese día, quizás
porque es otoño y las lluvias aparecen súbitamente. El coche fúnebre
comenzó su marcha, tras él, Soledad, refugiada bajo un paraguas
empapaba el suelo con su tempestad incontrolada. Yo aparqué en
Negro
P
á
g
.
2
Pág
ina2
1
aquel momento mis lágrimas para siempre. Respiré hondo y me juré
no volver a pisar en el resto de vida que me quedaba aquel
camposanto. El ataúd con los restos de mamá dentro fue introducido
en un nicho mayúsculo para su esquelética figura, tan inmenso como
el desamor que sentía por nosotros o como las lágrimas que Soledad
desparramaba por el pavimento asfaltado, carente de color, negro,
negro.
P
á
g
.
2
El halcón de cola roja
P
á
g
.
2
Pág
ina2
3
EL HALCÓN DE COLA ROJA
I
Su risa provocó una reacción inesperada, todo a su alrededor quedó
callado durante unos segundos, ni la respiración de los parroquianos
que decoraban el ambiente ni el aleteo de las moscas que se
merendaban la tortilla de patatas ni el portazo que pegó su padre
Ezequiel, pudo oírse. La risa de Esteban de pronto se tornó en sonrisa
forzada, para pasar inmediatamente a mueca de dolor o eso le pareció
a él al recordarlo con los años, para convertirse a la velocidad de un
galgo que persigue a su presa por el prado desnudo, en llanto amargo,
de difícil control. Todos los presentes fijaron sus ojos en él, de pronto
la quietud se transformó en confusión, unos comenzaron a gritar,
otros se llevaban las manos a la cabeza como intentando sujetársela
con firmeza por si también se les fugaba volando y sobre todo, nadie
comprendió jamás por qué su primera reacción fue la de reventar en
carcajadas.
Esteban sólo tenía nueve años aquel mayo del 62, puede que sólo por
eso su estado de ánimo pasara tan aprisa de la alegría al desconsuelo y
no porque entendiera a ciencia cierta lo que acababa de pasar o
porque su futuro se vería envuelto a partir de entonces en
incertidumbre e inseguridades extremas o porque la visión que
acababa de presenciar lo perseguiría eternamente hasta su lecho de
muerte, por no haberlo descifrado a tiempo, por no haber hecho nada
por evitarlo.
Aunque en el fondo nadie tenía la culpa de que Elena, su madre,
conversara con seres extraños, invisibles y numerosos que
deambulaban por los rincones de la casa y que nadie podía ver más
que ella. Su ausencia de madre la transportaba desde el día en que él
nació, porque ese día, Elena, entraría para siempre en un mundo
exclusivo al que nadie tendría acceso.
Su depresión postparto de la que nunca se repondría, porque
desencadenó en psicosis obsesiva compulsiva, la tendría alejada de las
conversaciones triviales del resto de los mortales para siempre.
Nieves Lacasta
P
á
g
.
2
Pág
ina2
4
Pero aquél día, el de la primera comunión de su único hijo, parecía tan
feliz, bien camuflada en el paisaje, con su vestido de colores alegres,
su collar de perlas australianas y sus ojos esmeralda más vivaces que
nunca, que nadie hubiese pensado que haría una cosa semejante.
II Mamá se levantó temprano como cada mañana, y yo con ella, porque
estaba tremendamente nervioso. Papá le preparó el desayuno, a mí no
me hizo nada porque decía que aquél día debía ayunar, así que el gran
tazón de leche con cereales tuvo que esperar para la mañana
siguiente. A mamá le preparó una infusión de hierbas aromáticas con
tostadas, untadas en dorada mantequilla, que acompañó con una
hilera de pastillas multicolor y que yo me hubiese comido de golpe,
porque las tripas me sonaban como una gran tamborrada aragonesa.
Permanecí en silencio sentado a su lado, contemplando absorto su
masticar lento y pausado, a la vez que la oía musitar una retahíla de
frases que para mí no significaban nada, a las que verdaderamente no
les prestaba demasiada atención porque mi mente estaba volando en
ese momento lejos de allí, concretamente se situaba en los regalos, en
la gran fiesta que me esperaba tras digerir mi primer alimento del día,
mi primera y única hostia consagrada.
Papá dispuso cuidadosamente la vestimenta de los tres como hacía
siempre. A mí me hizo cepillarme los dientes concienzudamente
aunque no había probado bocado y cuando estuvimos todos
preparados bajamos al garaje, a coger el coche para dirigimos a la
iglesia. Allí nos esperaban amigos y familiares, todos con sus flamantes
trajes de domingo, cámaras fotográficas en mano, nos metimos todos
juntos en el templo para que yo recibiera límpido a Dios en cuerpo y
alma. Un Dios al que luego odié hasta la eternidad, al que dejé cadáver
y no le dirigí la palabra nunca más, no por no parecerme a mi madre y
hablar con seres incorpóreos, sino porque no hizo nada por intervenir
en el plan que rondaba la mente de mamá.
El verano anterior habíamos estado toda la familia de vacaciones
durante dos semanas. Concretamente fuimos al Parque Nacional de
Exmoor, situado sobre el canal de Bristol, al suroeste de Inglaterra.
Mamá quería ver de cerca los halcones de cola roja, es cierto que
dónde hay más y mejor se ven, es en los Estados Unidos, pero papá
El halcón de cola roja
P
á
g
.
2
Pág
ina2
5
decía que no había dinero para tanto. Nunca entendí aquella lucidez
que pareció invadirla de pronto. De buenas a primeras se interesó por
algo, la cetrería, cosa rara. Se pasaba el día entero recortando
fotografías de aves que luego pegaba cuidadosamente en un cuaderno
de pastas azul celeste cielo. Era su tesoro más preciado, nadie podía
tocarlo, si no lo encontraba en su sitio, deambulaba como loca hasta
que papá se lo ponía entre las manos y entonces se pasaba las horas
muertas contemplándolo.
A mí me hubiese gustado más ir a África. A papá también, pero decidió
darle el capricho. Los animales de cuatro patas nos parecen a los dos
más alucinantes. Ver en directo el galopar de una gacela hubiese sido
fantástico. Papá decía que algún día iríamos, no cazaríamos, por
supuesto, porque los dos estamos en contra de matar animales, pero
sí los perseguiríamos por la selva para buscar la mejor instantánea.
Nunca fuimos, yo creo que ya nunca iré, sobre todo ahora que papá
sucumbió a permanecer en este mundo.
Mamá llegó a obsesionarse tanto con las aves que a veces se creía una
de ellas. En casa, cuando veía en la tele algún documental de los
muchos que le grabábamos en cintas de vídeo, se levantaba
repentinamente del sofá y comenzaba a batir sus brazos a modo de
alas y se paseaba por la habitación expulsando sonidos cortos y
agudos, similar al que hacen las palomas. Aquello le duró algunos
meses, luego se quedó en letargo como los osos permanecen en el frío
invierno, puede que el aumento de pastillas multicolor que el doctor
que la trataba recomendó, hubiesen intervenido en el proceso.
No sé, nadie lo sabe, lo que sí comprendo ahora es la desolación en la
que estaba sumida, quizás sufría quizás no, eso ya es demasiado tarde
para averiguarlo.
Pero aquella mañana de mi primera comunión, mamá se levantó feliz,
desayunó feliz, me acompañó a la iglesia feliz, regresamos a casa
familiares y amigos para disfrutar del banquete con la misma felicidad
con la que los animales salvajes parecen estar en sus jaulas del zoo, a
resguardo de sus depredadores. Aquella mañana mamá me pertenecía
en cuerpo y alma, como creía que yo le pertenecería in aetérnum a
Dios en cuerpo y alma. Pero el cuerpo es una cosa y el alma no existe.
Igual que no existe Dios. Mi felicidad se truncó al soltar esa estúpida
carcajada al ver a mamá salir volando por el balcón, con sus brazos
abiertos intentando encaramarse hasta el horizonte. Papá corrió
escaleras abajo tras ella, pero no llegó a alcanzarla. Ya se sabe que el
Nieves Lacasta
P
á
g
.
2
Pág
ina2
6
vuelo del halcón es superior que el trotar de las gacelas. Y cuando
llegó a la calle la encontró con sus alas quebradas y una gran cola roja
decorando el sucio suelo.
Caramelos de sabor a menta
P
á
g
.
2
Pág
ina2
7
CARAMELOS DE SABOR A MENTA
Sabía que debía dejar el tabaco, no porque mi hija me insistiera
constantemente o porque mi mujer me mirara con mala cara cada vez
que encendía un cigarrillo en su presencia, más bien era debido al
picor y a la tos que se habían instalado en mi garganta y que no
pensaban abandonarme. Pero cuando lo consideraba desistía al
instante, ya que era a lo único a lo que podía agarrarme con fuerza si
no quería hacer un disparate.
Sí, había dejado de ser feliz hacía mucho tiempo. No sé si Guadalupe,
mi mujer, había tenido algo que ver, o Sonia, mi hija; o quizás era
solamente yo el causante de todo el descalabro. No quería buscar
culpables del estropicio que se había formado en mi vida y que
derrumbó todos los esquemas que fui confeccionando con esmero
durante décadas para sentirme seguro. No pedía mucho, sólo quería
salir de este maldito agujero en el que me había enterrado hasta el
tuétano y sobre todo quería hacerlo de inmediato. Ya no soportaba mi
existencia.
Matarme hubiese sido muy fácil, así al menos ellas hubiesen cobrado
el seguro de vida que me hice hace años y no me maldecirían para
siempre. Huir también era otra salida. ¿Pero a dónde?. Hoy te
encuentran te escondas donde te escondas. ¡Maldito Internet, maldito
mundo globalizado!.
Las posibilidades de escapatoria eran escasas o crueles, poco
ortodoxas quizás, por no decir que no eran justas para todos. Y eso sí,
yo soy un hombre de principios, sobre todo solidario y recto. Ya me lo
decía mi madre –Nicolás, así llegarás lejos–. No me gusta dañar por
dañar y mucho menos hacérselo a los seres que más he querido no
mucho tiempo atrás.
Existía otra posibilidad que barajé como la más factible, y fue la que
llevé a cabo. Reconquistar de nuevo mi vida, reconquistar a mi esposa,
a mi hija, mi trabajo, mis amigos, todo lo abandonado, era una batalla
brutal pero merecía la pena luchar con uñas y dientes. Y de pronto me
sentí un poderoso guerrero, como el Cid Campeador en su última
batalla, sí, muerto, pero a lomos de su caballo Babieca, blandiendo a
Nieves Lacasta
P
á
g
.
2
Pág
ina2
8
Tizona y expulsando a Ben Yusuf de su querida Valencia. Yo también
echaría fuera mi desidia.
Así que dejé el tabaco a cambio de unos caramelos de sabor a menta,
regalé flores, ofrecí mis mejores sonrisas, brindé por un sol radiante
cada día, prometí serenidad y abrigo, insinué canciones con final feliz,
invité a pasear por mi corazón que bombeaba jovialidad y alborozo,
corté ramilletes de esperanza y confianza, invité a los míos a travesías
de conversaciones serenas y entusiastas risas, proyecté castillos de
naipes que constantemente caían pero que reconstruíamos juntos,
ideé caminos secretos para alcanzar las estrellas, inventé un nuevo
lenguaje con el que comunicar alegrías, desterré soledades y silencios,
y descubrí que la vida merecía ser vivida en compañía y deseé no
perder ya nunca lo que había podido salvar del naufragio.
La sábana
P
á
g
.
2
Pág
ina2
9
LA SÁBANA
Habría jurado que lo vi apostado en la esquina del edificio frente a mi
casa, inmóvil, altivo, desafiante. Sentí miedo.
Habría jurado que disimulaba toqueteando su teléfono móvil. Intuía
que nuevamente me espiaba. Quise correr.
Habría jurado que en ese preciso instante pasó un avión y, además de
dejar una estela blanca en el cielo, bloqueó cualquier sonido audible
producido a mí alrededor. No pude chillar.
Habría jurado que el policía que prestaba sus servicios como escolta
para que Daniel no me matara, también lo había visto, pero encendió
un cigarrillo. El pánico de antaño volvió a mí.
Habría jurado que el cuchillo de cocina de 20 cm y mango de madera
con incrustaciones de nácar que portaba Daniel pegado a la pernera
del pantalón, resplandeció cegándome por completo. Era mi fin, lo
sabía.
Sí, reaccioné tarde. Era él. Disimulaba. Pasó un avión. Dejó una estela
blanca. Me cegó el refulgir del acero. Recordé las incrustaciones de
nácar en la empuñadura que llevaban sus iniciales grabadas. El policía
también debió cegarse. No lo culpo. Tiró el cigarrillo inmediatamente.
Yo caí a cámara lenta sobre el asfalto. Casi sin hacer ruido. Como
siempre he pasado por la vida. Y sentí miedo. Quise correr. No pude
chillar. El pánico de antaño volvió a mí. Era mi fin. Lo sabía. Y dejé este
mundo tumbada en un asqueroso pavimento envuelta en una sábana
blanca, tornándose poquito a poco de un tono rojo, pero en el más
sepulcral de los silencios.
P
á
g
.
3
Triángulo escaleno
P
á
g
.
3
Pág
ina3
1
TRIÁNGULO ESCALENO
Amaneció grisáceo y nebuloso el día en que Manuela regresaba a su
antigua casa. Era octubre y tenía miedo. Había cruzado el estrecho de
Gibraltar en un barco de la empresa Trasmediterránea hacía cincuenta
años. En esa ocasión iba acompañada de sus padres y de su única
hermana, partía de su ciudad natal, Ceuta, rumbo a Algeciras. No lo
hacía con agrado, detrás dejaba todo lo que había conocido hasta el
momento, amigos, familia, la única tierra que conocía. Se le clavó un
dolor profundo en el pecho. Su padre trabajaba en la Corporación de
Prácticos del Puerto de Ceuta, lo destinaban a Tarifa. Él nunca lo
hubiera solicitado voluntariamente, pero el traslado era forzoso, no
cabía un sí o un no, se iba a Tarifa o dejaba el trabajo para siempre, así
que cogió a su familia y todos tomaron un rumbo nuevo. Eran tiempos
de cambio, quizás con el ascenso las oportunidades de prosperar para
todos fueran mayores. Después de todo, el reto, quizás merecía el
intento.
Manuela tampoco hacía esta vez el camino de vuelta sola. Portaba una
pequeña maleta con un par de mudas y el traje de chaqueta negro que
se había comprado para la boda de su sobrino Mario, hacía ya cinco
años. Pensaba estar solamente tres días, los días que había pedido de
permiso en la empresa de limpieza donde trabajaba, y que, por las
circunstancias especiales, estaban obligados a concederle.
Se acomodó en uno de los sillones del barco, hundió su cuerpo en él,
cerró los ojos y recordó de nuevo el lugar en el que realmente había
sido feliz de niña, con su hermana mayor Costanza, a la que adoraba,
jugando por las calles del barrio ceutí, después de salir del colegio, con
un trozo de pan en una mano y algo de chocolate negro en la otra,
mientras correteaban las dos como locas camino del puerto para
recoger a su padre.
El buque comenzó a soltar amarras. Fuera los marineros sabían
perfectamente lo que tenían que hacer cada uno, nadie recibía
órdenes, todo estaba milimetrado y bien dispuesto. Manuela
temblaba, no de frío sino de pensar en lo que le esperaba una vez que
llegara a puerto.
Nieves Lacasta
P
á
g
.
3
Pág
ina3
2
Costanza no la acompañaba, se había quedado enterrada en el
cementerio de Sant Pere en Badalona. Manuela lloró al recordarla. Se
sentía sola, triste.
¡Seis años ya desde la muerte de su hermana!.
Llevaba en un pequeño trozo de papel arrugado, color violeta, algo
descolorido, una dirección apuntada, Calle Bentolia, número 16,
Ceuta. En el bolsillo portaba una llave que no sabía si encajaría en la
cerradura de la casa, que por un tiempo fue su primer hogar, y que le
dio su padre Manuel el día que cumplió los cuarenta años. Sabía que
ella era la más fuerte de toda la familia, por eso confió en Manuela.
Manuel viajaba con ella. No lo hacía sentado a su lado, sino en la
bodega del barco, yerto, en una caja de roble sin inscripción alguna ni
crucifijo que lo acompañase, así lo pidió en su lecho de muerte, nadie
de su familia era creyente, no existía ningún Dios que los acompañara.
Manuel sabía que ya nunca iba a regresar a Ceuta con vida, sabía que
sus días acabarían a 1.154 Km. de distancia de la ciudad que lo había
visto nacer y le hizo prometer a Manuela que lo enterraría junto a los
suyos, en su casa, en su verdadero hogar. ¿Pero realmente dónde
estaban los suyos?. ¿A quién se refería con los suyos?. ¡Qué locura!.
Por un momento Manuela pensó en la insensatez que estaba
haciendo. Repartía los restos de sus seres queridos por toda la
geografía española.
Su madre había muerto nada más llegar a la península, acarreaba una
enfermedad congénita que la tenía debilitada, y que por suerte ni su
hermana ni ella ni Mario habían heredado. Elena murió en Tarifa, allí la
dejaron, sola, con un ramo de flores secas en un jarrón de plástico y
una inscripción que decía: “Tu esposo e hijas te recordarán siempre”.
No era cierto. Manuela la había olvidado, ya no recordaba su cara,
tampoco recordaba sus gestos, ni su olor, ni su estatura, y lo peor de
todo es que ya no recordaba a qué sabían sus besos. ¡Maldita sea!.
Detrás murió Costanza. Lo hizo en Badalona, ciudad en la que se
instalaron tras el traslado nuevamente forzoso de Manuel, esta vez la
Corporación de Prácticos del Puerto necesitaba ampliar su sede en la
Ciudad Condal. Un infarto acabó en tres minutos con el corazón y la
vida de Costanza, nadie se dio cuenta, ni Mario, su hijo, que jugaba a
los pies del sillón en el que se había desplomado su madre, ni Manuel,
Triángulo escaleno
P
á
g
.
3
Pág
ina3
3
que dormitaba en la sala contigua, ni Manuela que fregaba los platos
de la cena. Se fue sin hacer ruido, discreta como siempre había sido,
viuda, pero con una sonrisa en su cara.
Ahora su padre Manuel también la abandonaba, se quedaba huérfana
sin remedio y sin quererlo. Mario la dejó también a los dos años de
casarse, había emigrado a Alemania, cansado de no encontrar un
trabajo digno con el que alimentar en condiciones a los gemelos y a su
esposa Elvira.
No era esta la vida que Manuela soñaba cuando correteaba camino
del puerto comiendo chocolate y persiguiendo a su hermana Costanza
para recoger a su padre a la salida del trabajo.
Ceuta se divisaba a lo lejos, quedaban escasos diez minutos para que
el barco atracara y ella saliera a buscar los restos de su padre. Lloró en
silencio. Su vida no había sido fácil, aunque éste, sin duda, era el
momento más amargo al que jamás se había enfrentado. Antes
contaba para todo con Costanza, las dos se apoyaban mutuamente y
cuando una flaqueaba la otra la animaba y juntas soslayaban el
problema. Irremediablemente en esta ocasión estaba sola y tenía que
afrontarlo.
Un coche fúnebre esperaba a la salida de la bodega del barco para
recoger su inerte carga. Manuela entregó toda la documentación a la
corte de policías que estaba esperándola para poder desembarcar el
cuerpo de su padre. El olor de su infancia volvió a ella y se sintió
mejor. Respiró hondo y barrió con su mirada el puerto. No reconocía
el lugar, había cambiado desde la última vez que lo había pisado, hacía
ya cincuenta largos años. Un nudo le aprisionó la boca del estómago.
Se sintió abatida, terriblemente abandonada. La de veces que habían
jugado Costanza y ella por ese embarcadero cuando eran pequeñas, la
de caras conocidas que les regañaban para que no se escondiesen tras
los fardos de mercancías que iban a ser embarcados en los buques
dirección a la península y otros lugares lejanos y, ahora, no reconocía
ni el lugar ni a ningún ser humano que por allí pisoteaba. Sólo veía
caras extrañas que no reparaban en ella, sólo en el ataúd de su padre.
Unos se santiguaban y pasaban corriendo, otros volteaban la cabeza
quizás para no recordar la escena, otros seguían trabajando sin
importarle que dentro de la caja fúnebre estuviese Manuel, puede que
un antiguo compañero suyo.
Una vez concluido el papeleo los restos mortales de Manuel se
dirigieron al cementerio municipal. Manuela seguía de cerca al coche
Nieves Lacasta
P
á
g
.
3
Pág
ina3
4
mortuorio sentada en la parte trasera de un taxi. El caos circulatorio,
el ruido, el ir y venir de los transeúntes, los puestos de ropa y verduras
callejeros, la gente cruzando la carretera sin respetar los pasos de
cebra y los semáforos, los niños que salían del colegio con sus pesadas
carteras, los turistas fotografiándolo todo, hizo que se relajase en el
asiento y se sintió otra vez en casa. Confió en el taxista y dejó que la
guiara hasta el campo santo, donde dejaría a Manuel para siempre, y
por un instante abandonó las riendas de su destino y su mente se
quedó en blanco, lo necesitaba.
El entierro fue rápido, ella contribuyó algo en ello. Tres personas
componían la escena. Manuela, el enterrador y un cura viejo y
decrépito que pronunció unas palabras sin emoción ninguna:
Yo soy la resurrección, y la vida, dice el Señor:
el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá;
y todo aquel que vive, y cree en mí no morirá eternamente.
Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo:
y después de deshecho este mi cuerpo, aún he de ver a Dios:
al cual yo tengo de ver por mí, y mis ojos lo verán, y no otro.
Nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar.
El SEÑOR dio, y el SEÑOR quitó;
bendito sea el Nombre del SEÑOR.
Una retahíla aprendida de carrerilla desde el seminario y, que parecía
que estaba deseoso de acabar cuanto antes, para que su ayudante
comenzara a esparcir el cemento, que tenía preparado al lado de los
ladrillos, y pudiera sellar el nicho de una vez por todas.
Manuela no sabía rezar, nadie le había enseñado. Así que no supo
acompañar al sacerdote cuando éste empezó a rezar el Padre Nuestro.
“Padre nuestro que estás en el cielo...”, no, su padre no estaba en el
cielo, su padre estaba dentro de un cajón de madera de roble, pulido y
abrillantado que se pudrirían irremediablemente los dos juntos con el
paso del tiempo. “...Hágase tu voluntad así en la tierra como en el
cielo...”, maldita voluntad la de dejarla desvalida y desamparada a ella
y, perdido y desorientado en una tierra en la que no había sido capaz
de echar raíces, porque siempre añoró lo que dejó atrás, a su pobre
padre. Ahora quizás podría volver a encontrarse con su pasado, sentir
la brisa del mar que tan bien conocía y confundirse en las aguas del
Estrecho de Gibraltar, ese estrecho que para él lo significó todo, la
Triángulo escaleno
P
á
g
.
3
Pág
ina3
5
puerta abierta al mundo, el paso de civilizaciones en busca de nuevas
conquistas, la separación de dos continentes, Europa y África. “... y no
nos dejes caer en la tentación...”, Manuela no soportó más la presión y
cayó fulminada al suelo, a los pies del enterrador, ante la mirada
atónita del capellán que no sabía si concluir la oración con un “Amén”
rápido, o desprenderse del crucifijo que llevaba en una mano y el misal
en la otra y ayudarla a que recobrase la verticalidad del cuerpo, pero,
sobre todo, la conciencia perdida.
Una vez recuperada y su padre bien dispuesto para la eternidad, se
alejó cabizbaja con el alma desparramada por el pavimento. Empezaba
otra batalla antes de regresar, no sabía si para siempre.
El taxi que la había llevado al cementerio la esperaba a la salida. Le
pasó al taxista el papel arrugado, color violeta, algo descolorido por los
años, que había permanecido en la mano derecha de Manuela durante
toda la homilía, bien apretado, asiéndose a él como a una tabla de
salvación, y que contenía las señas de su antigua casa. El vehículo
comenzó la marcha. No sabía si se encontraría la casa deshabitada o
por el contrario alguien le habría dado una patada a la puerta y se
habría instalado cómodamente. Su padre siempre se negó a vender la
casa, su ilusa intención era la de regresar. Una vez en el portal, miró
hacia arriba, del balcón colgaban unos cordeles con ropa tendida. Era
ropa de niño pequeño, camisetas, pantalones vaqueros, muchos
calcetines y una chilaba en miniatura azul cobalto. Suspiró
profundamente. Por un momento dudó en si subir las escaleras
corriendo y pedir explicaciones a esos seres anónimos que se habían
asentado en su casa paterna. Se metió la mano en el bolsillo, tocó la
llave que la había acompañado en el trayecto desde Badalona, la sacó
y la tiró al sumidero que había bajo sus pies. No merecía la pena.
Quizás alguien era feliz donde ella también lo había sido antaño, y
para qué truncar el bienestar ajeno, quién era ella para llegar después
de cincuenta años y pretender usurpar algo que ya no le pertenecía,
porque el tiempo y el uso se lo había cedido a otro.
Manuela decidió regresar. Tomó el primer barco en dirección a
Algeciras. Visitaría a su madre.
Cogió la pequeña libreta que llevaba en el bolso, en la que apuntaba
las cosas de casa que tenía que comprar y que no quería olvidar, sacó
el bolígrafo y comenzó a dibujar la geometría de su vida. Le salía un
“Triángulo escaleno”.
Nieves Lacasta
P
á
g
.
3
Pág
ina3
6
Ninguno de sus lados era igual. Pensó, mamá en Tarifa, Costanza en
Badalona, papá en Ceuta. Ninguno de sus muertos eran iguales. Y
dibujó tres puntos en el cuaderno, dispuestos según la ciencia de la
cartografía. El punto situado más abajo representaba a Ceuta, el que
colocó un poco más arriba y a la izquierda, era Tarifa, para concluir con
la última marca que dispuso arriba del todo de la hoja, en medio de los
dos anteriores. Cerró con líneas rectas los puntos como si fuera uno de
esos dibujos infantiles que consisten en unir los números
correlativamente para que te salga al final una figura divertida. Así
dispuso a sus muertos, en un triángulo, que le salía escaleno. Manuela
no se rió en absoluto.
Comprendió en ese preciso instante que su tarea a partir de ahora se
iba a centrar en recuperar esa parte perdida de su vida, sí, estaba
como nunca había estado, sin nadie que la acompañara, pero
restablecería al fin el camino, encontraría el equilibrio perdido, no iba
a hundirse.
Sabía que en todas las religiones el triángulo era importante. Ella no
tenía ninguna creencia pero había leído bastante. Para los cristianos,
Dios es uno en tres personas: es el Padre, es el Hijo y es el Espíritu
Santo; para los budistas, es la Triple Joya o Triratna: Budha, Dharma y
Sangha; en el hinduismo, la trinidad la expresan con: Brahma, Vishnu y
Shiva; y para el Egipto ancestral, el triángulo divino está formado por
Isis, por Osiris y por Orus. Y habría seguramente alguna más, pero ya
no la recordaba.
Su triángulo lo formaban Elena, Manuel y Costanza. Serían sus dioses,
sus divinidades a venerar, la energía que la movería todas las mañanas
al despuntar el día, el último recuerdo en su lecho vacío al acostarse,
su memoria viva y presente, para que sus almas y su recuerdo
pudieran perdurar, inalterablemente, hasta la eternidad.
Volveré a buscarte, te lo prometo
P
á
g
.
3
Pág
ina3
7
VOLVERÉ A BUSCARTE, TE LO PROMETO
A la tercera señal de llamada ella descolgó el teléfono, no dio tiempo a
mucho, sólo una frase y la desolación se marcó en su rostro, pero
estaba sola y nadie podía atestiguar que aquello era cierto.
No, no dio tiempo a mucho, una frase corta, compuesta tan sólo de
tres palabras, las necesarias para que al corazón de Julia le diera un
vuelco de 180 grados y estuviera a punto de producirle un infarto de
miocardio.
Sólo una frase corta para saber que ya no podía haber reconciliación y
muchos menos una despedida. Tal vez nunca la hubiese habido, pero
ya era demasiado tarde para tales tesituras.
Esperaba esa llamada hacía días, se había preparado para ello, pero no
por eso dejaba de ser dolorosa. No por eso quería tener que oírla, no
por eso sabía que no cabía otra expresión que poner que la de
angustia o desconsuelo o pena, quizás tristeza, desolación, congoja,
puede que algo de alivio en el fondo, o una mezcla de todo, en el
fondo ella no era rencorosa, o únicamente la del deseo de ser ella
misma la destinataria de la palabra muerte, la que le deseó su madre
el día que dejó el pueblo, sola, perdida, y con un dolor difícil de quitar
con ningún analgésico, agarrado en lo más profundo de su pecho.
Mamá ha muerto.
El auricular cayó al suelo, Julia se desplomó tras él. Su hermana al otro
lado del hilo telefónico gritó su nombre varias veces ante el ruido
ensordecedor que acababa de oír. No obtuvo respuesta a su llamada.
Julia, por Dios. ¿Qué te pasa?. Repitió una y mil veces ante su
interlocutora ausente.
Dos interminables minutos después, el débil timbre de voz que Julia
pudo exhalar, resonó de nuevo.
¿Cuándo ha sido?. Preguntó.
Acaba de ocurrir. Te he llamado la primera.
Nieves Lacasta
P
á
g
.
3
Pág
ina3
8
Voy ahora mismo, tardo tres horas más o menos. No hagas nada
hasta entonces, prométemelo, quiero verla antes de que la toque
nadie.
De acuerdo, –dijo Eva– no tardes. Y un largo pitido le hizo colgar el
receptor inalámbrico sin pronunciar una palabra más.
Los recuerdos se agolparon de pronto en la mente de Julia. Su olor, su
ausencia de risa, su carácter tosco, sus últimas palabras, que no sabía
entonces que serían las últimas palabras que oiría pronunciar a su
madre, volvieron a su cabeza como el invierno vuelve detrás del otoño
año tras año. –"Ojalá te mueras" –.
Julia se fue a la habitación, se sentó en el filo de la cama todavía
deshecha de la noche anterior, cerró los ojos y las lágrimas empezaron
a derramarse como hileras de orugas en procesión por sus pálidas
mejillas. No sabía verdaderamente por qué y por quién lloraba. Si por
ella, por su madre, por Eva, por todo o por nada. Estaba hundida, sabía
que le costaría trabajo conducir las tres horas que la separaban desde
Barcelona hasta su ciudad natal, Berdún. No tenía fuerzas y lo peor es
que no sabía dónde buscarlas.
Se subió a una silla para coger la maleta del altillo del armario, donde
estaba bien cobijada. Abrió todos los cajones de la cómoda
compulsivamente. Más que parecer que se disponía a hacer el
equipaje parecía ser una ladrona buscando enseres de valor,
escondidos concienzudamente por la inquilina desalmada que
habitaba aquel inmueble. Intentó serenarse, pero se desplomó
nuevamente, esta vez sobre la silla que le había servido minutos antes
de escalera para coger la Samsonite S'Cure, la que se había comprado
por Internet, hacía tan solo dos meses. Era una maleta moderna,
irrompible según el anuncio del vendedor, con cuatro ruedas, de color
rojo, fácil y cómoda de transportar. Una maleta muy distinta a la que
trajo de Berdún cuando decidió empezar de cero, en otro lugar
distinto, sin semejanza alguna al lugar que la había visto crecer. Una
ciudad grande, donde poder pasar desapercibida, donde nadie supiera
de su existencia, y lo más importante, donde no se sintiera juzgada por
sus acciones. Se lo pensó mucho antes de huir, pero dio el gran salto.
Sabía que estaba huyendo, sabía que era cobarde, pero era mejor para
todos. No se consideraba una mujer de pueblo, no estaba chapada a la
antigua, no era sumisa, no se sentía atada a ningún lugar, y menos a
ese, ya había vivido en una gran ciudad, lo hizo durante los tres años
Volveré a buscarte, te lo prometo
P
á
g
.
3
Pág
ina3
9
de carrera universitaria, los tres años en los que vivió en Pamplona,
feliz, cuando estudió periodismo y conoció a Juan.
Su madre nunca lo entendió. Julia intentó explicárselo una y mil veces,
pero ella sí que era una mujer de pueblo y no iba a bajarse del burro
en el que se había subido y mucho menos tolerar una acción
semejante.
Volver embarazada, soltera, sin un padre para el hijo que esperaba era
lo último que una madre había pensado que haría su hija mayor. ¡Así
le pagaba tantos años de sacrificio! Mucho menos pensar que iba a
darle los ahorros de toda una vida para que se deshiciera de ese
“engendro del diablo”, como si no hubiese pasado nada.
Pero Julia no pensaba tener ese hijo, lo tenía bien claro y el parecer de
su madre no iba a cambiar un ápice la decisión tomada, pensara lo que
pensara su madre, lo tenía bien decidido, era su cuerpo, su vida, su
futuro.
Se dijeron cosas horribles. Bueno, Julia sólo al principio, después no
dijo nada más, su boca permaneció cerrada, su mirada fija en el rostro
de su madre, altiva, sin demostrarle miedo, pero sin entender ninguna
de las maldades que salían de su boca espumosa. Ella nunca entendió
que las palabras se volvieran cada vez más crueles, en cada palabra
dicha soltaba un poco más de la amargura y de la hiel que llevaba
dentro. Nunca fue feliz y lo demostraba a diario. Para Julia fue un
respiro salir tres años de aquella casa, siempre a oscuras como el
corazón de su madre. Una mujer áspera como la piel del melocotón,
como la lengua de un gato.
Eva, espectadora en el anonimato, lloraba acurrucada en un rincón de
la cocina, lo hacía en silencio. Había elegido un pequeño hueco para
esconderse entre la despensa y el fregadero, aguantaba entre las
manos un trozo de pan que había sisado minutos antes, y que
estrujándolo con sus pequeños dedos lo hizo añicos, igual que el
cariño que le profesaba a su madre.
Desde allí sólo podía ver media escena, las piernas de Julia y las de su
madre, quietas, inmóviles, sin acción ni reacción ninguna, era lo poco
que podía vislumbraba por debajo de la mesa maciza de roble de la
cocina, pero las palabras le llegaban completas, como balas que salían
de una ametralladora M249 SAW de calibre 5,56 mm, y no había lugar
seguro para esconderse. Nadie la vio, nadie sabía que ella, una niña
pequeña e indefensa de tan sólo cinco años, fantaseaba escondida
Nieves Lacasta
P
á
g
.
4
Pág
ina4
0
otra escena distinta, les dio movimiento a los pies que estaban a
metro y medio de ella y los comenzó a girar, primero bailaron un vals,
después un bolero, para terminar con el mejor tango ejecutado jamás.
Las palabras dichas se tornaron en bellas canciones, hasta que no
pudo aguantar más y soltó el chillido más desgarrador de su vida.
¡Bastaaaaaaaaa!
Salió de la cocina, por la puerta que daba al patio trasero, corrió
sendero abajo hasta el río. Sólo Julia fue tras ella a buscarla. La
encontró arañada, entre las zarzas, sangraba, pero esas heridas no le
dolían. Ya no lloraba, había entendido que las lágrimas no iban a
sacarla del laberinto en el que vivía. Eva supo, sin que nadie le dijera
nada, que a partir de entonces se quedaría sola, viviendo bajo el
mismo techo, compartiendo mesa y mantel con la cruel verdugo que la
separaba de la única persona que verdaderamente la hacía reír.
¿Te vas, verdad?
Volveré a buscarte, te lo prometo. Julia mintió, sabiendo que esa
promesa nunca podría cumplirla.
Juan fue su auténtica tabla de salvación por un tiempo. Con él pasó los
tres años mejores de su vida. Vivieron como si no hubiese un mañana.
Y efectivamente, ese mañana no estaba escrito ni pensaba escribirse,
porque cuando Juan supo de la futura existencia de un ser que llevaría
sus genes, desapareció de su lado dejándola sola al pie del precipicio.
Lo siento, yo no estoy preparado para esto, –le dijo–. La besó en la
mejilla, se dio media vuelta y se fue.
Así de simple, así de sencillo. Julia volvía a estar sola. Se sentía
traicionada, las palabras dichas, la promesa de estar siempre juntos se
habían borrado como por arte de magia, igual que un día se le borró
sin querer el rostro de su padre muerto, al que verdaderamente
quería, al que su hermana no conoció y su madre nunca quiso, y
siempre le echaba en cara cuando iba a visitar su tumba el haberla
dejado desamparada con una mocosa de nueve años y otra enredada
en su vientre a punto de nacer.
Según Julia su madre pagó en vida la maldad que hacía que todo lo
que la rodease acabara igual de muerto que ella. Su lenta y dolorosa
agonía la dejó postrada en la cama de un hospital durante un año,
repleta de cables, sueros y tubos que la mantenían pegada a la vida sin
oír sus súplicas de poder abandonar este mundo cuanto antes. Luego
Volveré a buscarte, te lo prometo
P
á
g
.
4
Pág
ina4
1
los médicos la desahuciaron, la mandaron a casa y allí ha permanecido
otro año más, agónica, consumida, con la sola presencia de Eva, una
niña pequeña, de tan sólo dieciséis años, dulce, cariñosa, afable, que
se prometió un día permanecer a su lado hasta poder ver con sus
propios ojos cómo era enterrada. Ya casi está a punto de conseguirlo.
Su madre nunca la dejó visitar a su hermana, el único contacto que
pudo tener con ella fue a través de Internet. ¡Bendito Internet! Las
hermanas se conectaban en secreto, cuando la madre dormía o salía
de casa, hablaban de todo lo que harían cuando estuvieran juntas,
maldecían su situación y sobre todo soñaban con que pronto podrían
reunirse.
Ya quedaba menos.
Julia abrió el coche que tenía aparcado en la segunda planta del garaje
de su edificio, metió la llave en el contacto, puso la primera marcha,
pisó a fondo el embrague, lo fue soltando poco a poco, mientras
apretaba a su vez el acelerador, el corazón también se le aceleró en
exceso, suspiró profundamente, se aferró con fuerza al volante y
mientras el coche comenzaba a ascender por la rampa del garaje,
recordó las palabras que Eva y ella se dijeron el día de su despedida
hacía ya once años.
¿Te vas, verdad? –Dijo Eva–
Volveré a buscarte, te lo prometo. –Le contestó Julia–
Julia mintió aquel día, sabiendo que mientras su madre estuviera viva
esa promesa nunca podría cumplirla, pero tal vez ahora comenzaba
una vida plena para las dos.
P
á
g
.
4
7:38 am
P
á
g
.
4
Pág
ina4
3
7:38 AM
A la tercera señal de llamada ella descolgó el teléfono, llegó
atropelladamente hasta el aparato porque tropezó con una caja y
estuvo a punto de caerse de bruces al suelo. Al otro lado del hilo
telefónico la voz de un hombre le sonó familiar pero no pudo
reconocerlo enseguida.
¿Manuela?
Sí, al aparato. ¿Quién eres? –Preguntó ella, sin mostrar mucha alegría–
La voz familiar, pero aún desconocida, la sacó de la abstracción en la
que se encontraba. Eran las 7:40 de la mañana. Se estaba vistiendo. La
noche anterior había estado metiendo todos los enseres de David en
cajas que le habían dado en la droguería de debajo de su casa. Eran
cajas de productos con nombres de perfumes, unos le resultaban
agradables, en cambio otros casi la hacían perder la conciencia, hasta
que su pituitaria se mareó y dejó de percibir cualquier olor. Habían
pasado diez años, hasta entonces no pudo hacerlo. Pensaba, algunas
veces hasta en voz alta, por qué no decidió ir aquella tarde del
miércoles 10 de marzo de 2004, a pescar con David y su amigo Pedro.
A David le gustaba pescar y aunque a ella al principio le parecía de lo
más aburrido, al final se aficionó también.
Soy Pedro. ¿Quieres que os recoja?
Perdona, no te he conocido, tenía la cabeza en otro lado. No, no hace
falta.
Las largas tardes que pasaban David y ella juntos en el río Ucero,
callados para no espantar a las truchas, todavía las añoraba. Se
apostaban cada uno al lado del otro a escasos cuatro metros de
distancia, para no enredar el sedal. No hablaban, sólo se dirigían
miradas cómplices y, de vez en cuando, alguna señal con el dedo en
dirección al agua, siempre por parte de David, para indicar el
movimiento de los peces que los rodeaban.
A Manuela algunas veces le hubiera gustado conversar de cualquier
cosa, alguna banalidad ocurrida durante la semana, del almuerzo que
había preparado a las 6 de la mañana para estar en el río pescando a
las 7:30, del hijo que nunca llegaba, de cuándo se decidirían por fin a ir
Nieves Lacasta
P
á
g
.
4
Pág
ina4
4
al Registro para inscribirse como pareja de hecho o de la monotonía
que se había instalado en sus vidas y no pensaba abandonarlos.
Vale, pues entonces nos vemos allí. –Dijo Pedro–
Bien, te llamo cuando estemos cerca. –Y colgó el auricular–
David tenía una pequeña casa heredada de sus padres difuntos, en El
Burgo de Osma, en Soria. Al estar tan cerca de Madrid todos los fines
de semana cogían algo de ropa, la comida que quedaba en el
frigorífico, las botas de montaña y se iban a la salida del trabajo el
viernes por la tarde. Los aperos de pesca los guardaban en el pueblo.
David tenía una colección magnífica de cañas de pescar, también
herencia de su padre muerto. Las había de todas clases, telescópicas,
de varas, de tramos, para Manuela cualquiera servía, sin importarle el
estado en que se encontrara. Manuela sabía que aunque usara la
mejor del muestrario expuesto en la pared del garaje, David le
recriminaría la elección y la amonestaría con su discurso preparado.
“Manuela, fíjate, el anzuelo debe estar correctamente atado por el
nylon, que a su vez debe estar correctamente atado en el rotor, el
nailon no tiene que presentar melladuras ni daño alguno, y la carnada
debe ser fresca y debe estar bien presentada en el anzuelo, atada con
hilo elástico si es el caso, de tal manera que el anzuelo casi no sea
visible, pero a la vez, que sea eficaz su posición para cuando
encañemos logremos enganchar el pez”.
A Manuela todo aquello le importaba “una mierda”, dicho sea rápido y
sin rodeos. Ella iba a pescar por no quedarse sola en la casa, por estar
en medio de la naturaleza y poder oler el río, los árboles, las flores,
para que le diera el aire en la cara, por salir del caos, el tráfico y la
polución, y sobre todo por estar con David aunque fuera a cuatro
metros del él y sin mencionar palabra alguna.
David era un tipo simple. No pedía mucho. Le bastaba con su trabajo
de camarero mal pagado, su Citroën 2CV, azul cobalto, descapotable;
un piso alquilado en la calle Olivar, en Lavapiés y disponer de los fines
de semana completos para tener la posibilidad de irse a desconectar
del bullicio de la gran ciudad. Quizás por eso Manuela estaba con él, a
ella tampoco le gustaba la gran ciudad y eso que se trasladó a Madrid
antes que él, cuando era pequeña y sus padres decidieron comenzar
una nueva vida en un lugar con más oportunidades.
Manuela trabajaba se secretaria en una agencia de seguros en el
barrio de La Latina. Hace diez años hacía el trayecto en metro. Cogía la
7:38 am
P
á
g
.
4
Pág
ina4
5
Línea 3, hasta Embajadores donde se bajaba y transbordaba con la
Línea 5 que la llevaba a su destino, La Latina. El trayecto completo no
eran más de 15 minutos, los suficientes como para leer el periódico
gratuito que cogía a la entrada del suburbano. Ahora hacía el recorrido
en autobús, tardaba un poco más, pero no le importaba. Manuela no
ganaba mucho, lo suficiente como para pagar a medias el piso con
David, comprarse alguna ropa y salir de cuando en cuando a tomarse
una copa. Nada de caprichos caros, nada de comidas fuera, pero aún
así podía ahorrar un poco. ¡Menos mal! Porque ahora tenía que tirar
de las reservas que había ido acumulando.
David nunca cogía el metro. Tenía la suerte de trabajar al lado de casa,
en la calle de la Primavera, bonito nombre para una calle. Trabajaba
de lunes a viernes, sirviendo comidas en un pequeño local. Tenía un
buen horario, de once de la mañana a cinco de la tarde, pero aquél
miércoles 10 de marzo tenía el día libre y se fue a pescar con Pedro.
Manuela no quiso ir.
Podría haber pedido el día libre en el trabajo e irse con ellos, pero para
Manuela el amigo de David no era santo de su devoción. (Hoy en día
ya no culpa a Pedro de nada).
Por eso Manuela se quedó sola en casa.
David no quiso coger el coche aquel día. Se fueron en el coche de
Pedro.
Si hubiera ido Manuela con él, David, Manuela y Pedro se habrían ido
en el Citroën azul cobalto, descapotable. (Hoy se cae a pedazos en un
garaje, Manuela no conduce).
Por eso David se fue enfadado aquél día, porque Manuela no quiso
acompañarlos.
David se fue en el tren de cercanías a casa de Pedro. (Pedro vive en
Alcalá de Henares).
David después de ir a pescar volvió con Pedro a su casa y pasó la
noche con él.
El 11 de marzo de 2004 David se levantó muy temprano. (Más
temprano que ningún día. Le molestaba madrugar).
Cogió un tren a las 7:01. (No podía perderlo, a las once comenzaba su
turno y antes tenía que ducharse).
Nieves Lacasta
P
á
g
.
4
Pág
ina4
6
A las 7:05, Manuela se despertó para ir a trabajar. Tocó con la mano
aún dormida el lado derecho de su cama, la encontró vacía.
A las 7:15, Manuela no tenía prisa por levantarse, aún le faltaban dos
horas para tener que fichar, así que se dio otra vuelta.
A las 7:29, Manuela siguió amodorrada en la cama, rumiando la idea
de dejar a David, pensando que ya no merecía la pena intentar salvar
la relación.
A las 7:30, le sonó el teléfono móvil. Era David, le dijo que llegaría en
media hora más o menos.
La conversación duró cinco minutos.
A las 7:31, David le pidió perdón por haberse ido de esa manera, pero
a veces Manuela lo exasperaba.
A las 7:32, David le dijo que realmente con quien le gustaba ir a pescar
era con ella.
A las 7:33, David le susurró muy bajito que la quería, le daba
vergüenza que lo oyeran el resto de pasajeros que iban en el tren, por
eso lo dijo tan bajo.
A las 7:34, David le dijo muy seguro que quería tener un hijo con ella.
A las 7:35, Manuela después de colgar el teléfono móvil muy muy
contenta, se fue al baño y se regaló una gran sonrisa delante del
espejo.
A las 7:36, Manuela se recriminó a sí misma, delante del mismo espejo
al que le había regalado la sonrisa un minuto antes, por haber tenido
el pensamiento de abandonar a David.
A las 7:37, David iba sentado dentro del convoy número 5, del tren
21431, donde en tan sólo un minuto harían explosión tres bombas. El
tren estaba situado en la vía 2, dentro de la estación de tren de
Atocha, muy cerca ya de Manuela.
A las 7:38 del jueves 11 de marzo de 2004, estalló la primera bomba
de las tres que hicieron explosión dentro del tren 21431, situado en la
vía 2, de la estación de Atocha. David murió en el acto.
A las 7:39, una de las 191 personas que perdieron la vida en los
atentados del ya conocido 11M, fue David, pero Manuela, aunque a
esa hora no lo sabía, también murió un poco por dentro.
7:38 am
P
á
g
.
4
Pág
ina4
7
A las 7:40 del mismo día, pero de diez años después, Manuela se
estará vistiendo para ir por primera vez a la estación de trenes de
Atocha. Hasta entonces ha sido incapaz de hacerlo. Sonará el teléfono,
será Pedro por si quiere que vaya a su casa y poder ir juntos. Manuela
no reconocerá su voz de inmediato.
A las 7:39 del mismo día, pero de diez años después, Manuela pensará
que no puede seguir fingiendo que la vida es igual, porque
desgraciadamente la vida ya no es igual por mucho que intente
recomponer el recuerdo de David.
A las 7:38 del mismo día, pero de diez años después, a la misma hora
en la que murió David, Manuela despertará a su hijo de 9 años para
que la acompañe a la estación de trenes de Atocha, todos los años
celebran un homenaje en honor a las víctimas. Ese hijo que también se
llama David y que no conoció a su padre, irá con ella. Por fin llorarán
acompañados al padre que nunca supo que aquel jueves 11 de marzo
de 2004, a las 7:38 de la mañana, ya se estaba gestando su hijo dentro
del vientre de Manuela.
Gélido sepulcro
P
á
g
.
4
Pág
ina4
9
GÉLIDO SEPULCRO
El río, la luz, el sol, cosas maravillosas que ya no me consuelan.
Tú has muerto y soporto contigo la ausencia de vida.
Desapareces, sin importarte que sea yo sólo el que sostenga el terrible
peso de los recuerdos que fuimos acopiando, igual que hacen las
ardillas con los alimentos para pasar acurrucadas el frío invierno.
Que sea yo el único portador de los sueños planeados, ya irrealizables.
Que cargue a mi espalda con la promesa de amor eterno, a estas horas
incumplida.
Que le trampee a mis días el regusto amargo de vacío que tu huida
provoca, camuflando el sabor por dúctil refugio de estrellas.
Que guarde un pavoroso silencio cuando le imploro a mi mente que
me traiga tu rostro alegre y contento y sólo me devuelva la mortífera
imagen del sueño eterno.
Me guareceré del hostil contratiempo que el destino me ha enviado.
Fantasearé con nuestro encuentro, con caricias generosas y ternura
pródiga.
Te llevaré flores el día de los difuntos y agonizaré un poco más, si
cabe, cuando vea el retrato bello y perfecto, que decora el gélido
sepulcro de mármol en el que habitas.
P
á
g
.
5
Sí
P
á
g
.
Pág
ina5
1
SÍ
Sonó el teléfono móvil, lo cogió por inercia, sin mirar quién podría ser,
una voz familiar dijo su nombre e inmediatamente el aparato cayó al
suelo, un transeúnte que pasaba lo pisó, otro se quedó mirando con
cara de asombro, pero no dijo nada, y si lo dijo no pudo oírse, pues se
llevó la mano a la boca en señal de profundo dolor, Raúl, no el nombre
que acababa de sonar al otro lado del hilo telefónico, sino la persona
en sí, la dueña del nombre, la dueña del teléfono, la persona
destinataria de aquella llamada, no pudo contener las lágrimas al ver
la máquina hecha mil pedazos desparramada por el adoquinado (ya
sabemos cómo es capaz de esparcirse un cristal que ha perdido su
condición de compacta, que sí, que sigue siendo un sólido pero en
fragmentos mucho más pequeños que ya no sirven para nada), eso no
podía pasarle a él, pero sí, era su teléfono el que había caído de su
mano cual catarata que es difícil de atrapar y yacía, fragmentado,
reventado, imposible de volver a ser recompuesto, igual que le pasaría
a su arteria aorta un minutos después, aunque Raúl todavía no lo
sabía.
Come
P
á
g
.
5
Pág
ina5
3
COME
- Come, -dijo su madre-
- No, que huele mal -respondió Daniel-
- Tu hermano está comiendo y a él no le huele mal.
- Mi hermano es idiota y él también huele mal.
- No me enfades y come.
Daniel no comió, se limitó a meterse las dos salchichas, una en cada
orificio nasal, para que desapareciera de una vez por todas ese maldito
olor que lo tenía mareado, taponando así la entrada del efluvio
pestilente que recibía del plato. Bizqueó y miró a su hermano Germán.
Éste no se rió. Daniel pudo comprobar que tenía razón, ya no olía mal,
su hermano era idiota y además Germán olía peor que la comida
minutos antes, aunque a esas alturas ya no podía confirmarlo.
Toldo
P
á
g
.
5
Pág
ina5
5
TOLDO
Toldo camina alegre, no le importa que los niños se metan con él o lo
persigan por la calle. Camina seguro, sabe que aunque el día se presta
al llanto, es día de difuntos, su misión es llegar al cementerio antes de
que lo haga Elvira, porque seguro que de un grito seco lo mandará de
nuevo a casa.
Elvira llegará provista de cubos, trapos, limpia cristales y un gran ramo
de narcisos níveos como la leche, tan grande que perfumará las
tumbas colindantes y algún que otro forastero la criticará por el
exceso de efluvios. Se afanará en dejar la sepultura de su difunto
esposo tan limpia como tiene la casa. Después llorará y al final lo
maldecirá por haberla dejado sola.
Toldo no entiende que Elvira sea tan egoísta y crea que es ella,
únicamente, la que ha sido abandonada.
Después de todo Elvira solo se acuerda de su extinto esposo el día de
los difuntos.
Toldo lo visita a diario. Sabe que su amigo lo agradece. Él le lleva lo
poco o mucho que se encuentra a su paso. Quizás una hoja de acacia,
un pañuelo usado o un vaso roto. Toldo comprende que el finado no
puede decirle a Elvira que él también tiene derecho a agasajarlo.
Elvira dice que es raro. Que nunca ha visto una cosa semejante. Que
sólo a ella le pasan estas desgracias, tener un esposo muerto y a
Toldo, un gato loco.
P
á
g
.
5
La lata metálica de galletas
P
á
g
.
5
Pág
ina5
7
LA LATA METÁLICA DE GALLETAS
La niña que me miraba desde la fotografía con cara sonriente y gesto
afable, era yo.
Habían pasado 58 años desde que me hice ese retrato y creo que a lo
largo de mi vida no me he hecho muchos más, bueno los
reglamentariamente obligatorios para ir renovando los documentos
oficiales.
Dicen que todos llevamos el niño que fuimos dentro, que lo
acarreamos para el resto de nuestros días y que tenemos que estar en
paz con él para poder crecer a gusto.
Yo creo que mi niña se había ido hacía tiempo, quizás me abandonó o
la perdí por el camino sin darme cuenta o se desvaneció porque ya no
quería estar conmigo o puede que cuando emigré no quiso
acompañarme porque el destino tenía para ella reservada una vida
venturosa.
No he sido feliz lo confieso. Fui hija única. No me casé. No tuve hijos.
Cuidé a mis padres hasta el día de su muerte y yo también transité
hacia el mundo de los muertos un poquito junto a ellos.
He portado un peso demasiado molesto y fastidioso, hoy me duelen
los huesos y hasta el alma.
Ahora, haciendo balance, postrada en la misma cama que vio morir a
mis padres, con la única compañía de mi gato enfermo y un puñado de
fotografías que acabo de sacar de la lata metálica de galletas,
comprendo que esa niña me abandonara. He de reconocer que me ha
hecho ilusión volver a verla y, por un momento, las dos hemos estado
frente a frente sonriéndonos. Ahora lloro y la maldigo y rompo su foto
en mil pedazos, por rabia, por dejarme sola, por despecho, por miedo
a que algún día alguien la encuentre entre la basura y quiera crearle
una historia feliz, en la que yo, no participe.
P
á
g
.
Aripiprazol
P
á
g
.
5
Pág
ina5
9
ARIPIPRAZOL
¡Callar! – dijo Euterio, en voz alta –
No había nadie más en la estancia y enseguida comenzó a doblar la
servilleta que tenía en la mano haciéndole mil pliegues.
¡Callar! – Repitió –
Sus ojos se abrieron como paraguas bajo la lluvia y acto seguido
depositó el trapo arrugado encima de la mesa. Lo puso al lado del
frasco de pastillas “Aripiprazol”, recetadas para aliviar el grave
trastorno delirante que sufría.
Se levantó de la silla en la que estaba arrellanado y dio un par de
vueltas alrededor del tablero, nervioso, mirando fijo a los dos objetos,
esta vez mudo por completo, pero las voces no cesaban. Se sujetó la
cabeza con fuerza y gritó:
¡Callad de una vez!
Miles de alaridos le golpeaban la mente. No lo dejaban pensar con
facilidad. Corrió a la cocina y cogió un cuchillo para defenderse.
¡Callar! – Lo dijo alto y claro, frente al espejo, blandiendo el acero
frente a su rostro –
La mano de su madre apareció de la nada, con cautela tomó la hoja
afilada y un reguero de sangre cayó al suelo.
¡Calla, Euterio, ya estoy aquí! Tomó el bote de píldoras, le ofreció
una y desdobló la servilleta para taponar su herida.
P
á
g
.
6
Una guerra cualquiera
P
á
g
.
Pág
ina6
1
UNA GUERRA CUALQUIERA
Abrió la ventana para ver el mundo desde arriba. Encontró el paisaje
desolado, la batalla se libraba ante su puerta.
Venció el miedo, dejó el cristal abierto y una ráfaga de metralla campó
a sus anchas por el salón.
Destapó sus oídos para percibir risas infantiles, clavó los ojos en las
copas de los árboles lejanos por si encontraba alegrías ajenas, nada
halló. Pensó, elevamos sueños, izamos banderas, guardamos silencio
para que la brisa matutina no despierte la mala bestia que llevamos
dentro, pero aún así seguían cayendo condenados proyectiles de
incomprensibles guerras.
Matilde y su cantar
P
á
g
.
Pág
ina6
3
MATILDE Y SU CANTAR
Matilde había notado que esa profesora tenía predilección por ella.
Sabía que le exigía más que a sus demás compañeros y compañeras de
clase. A veces se sentía algo saturada de trabajo, pero a sus dieciséis
años entendió que el mundo no iba a darle muchas más
oportunidades.
Sacó ese curso con las mejores calificaciones, también lo hizo en los
siguientes hasta terminar la universidad. Se graduó la primera de la
clase. Ahora se enfrentaba al mundo laboral. No tenía miedo, aunque
sabía que aquello ya era otro cantar, pero llegados a ese punto, había
que luchar hasta el final.
Chanel nº 5
P
á
g
.
Pág
ina6
5
CHANEL Nº 5
Tenía la certeza de que aquella mañana mi vida cambiaría. Destapé el
frasco de “Chanel nº 5” que había comprado dos semanas atrás, las
mismas que habían transcurrido desde que Fran me abandonó. Era
San Valentín y no tenía a nadie con quién festejar el día, así que unas
gotas de esa esencia no pasarían desapercibidas para ningún mortal.
Rocié con dos dedos un poco de líquido tras los lóbulos de mis orejas,
lo mismo en el envés de mis muñecas y partí a la calle esperando
encontrar algo de fortaleza, para que me diera las fuerzas suficientes
de seguir transitando por el mundo de los vivos.
Nadie se volvió a mirarme. Nadie me regaló una sonrisa. Ni tan
siquiera una promesa de afecto. Entonces recordé que la colonia que
había adquirido era una burda imitación, tan falsa como las ilusiones,
la esperanza, de abrazar otro amor. Lloré en silencio.
Mentiras
P
á
g
.
Pág
ina6
7
MENTIRAS
Se lo dije con flores. Surtió efecto o eso me pareció a mí al principio.
No, no era así. Unas flores pueden resultar conmovedoras para la
persona que las recibe porque quizás los efluvios que emanan te
atontan de tal manera que eres incapaz de poner otra cara que no sea
la de un perfecto idiota. Eso hizo ella, eso me sucedió a mí. Corrí hacia
ella con mi ramo de margaritas en la mano, lo deposité en las suyas,
sonrió, apretó el ramillete contra su pecho y acto seguido soltó una
ráfaga de improperios que ahora no puedo reproducir por miedo a
que penséis que cómo pude aguantar semejante vapuleo sin decir una
palabra. Y es que ella lo había dicho todo, y es que yo sabía que tenía
razón, y es que ella estaba cansada de mis mentiras, y es que yo sabía
que había dejado de quererla.
Fuera se oían gritos
P
á
g
.
Pág
ina6
9
FUERA SE OÍAN GRITOS
El ascensor se paró en seco entre las plantas dieciséis y diecisiete.
Fuera se oían gritos. Dentro el silencio fue sepulcral. Todas las manos
corrieron a apretar los botones para volver a poner el mecanismo en
marcha. No lo consiguieron.
La luz se apagó. Alguien musitó “este es nuestro fin”. Una mano le
abofeteó la cara.
Se oyó un crujido de cables. Esta vez el murmullo fue generalizado.
Hubo quien se santiguó. Otros bajaron la cabeza en señal de
resignación. Una niña lloró.
El elevador se precipitó a gran velocidad hacia las entrañas de la tierra,
haciendo caso omiso a su significado de ascender.
Fuera se seguían oyendo gritos, esta vez acompañados de sirenas de
ambulancia.
Cuando los bomberos llegaron, hallaron entre el amasijo de hierros
doce cadáveres, todos tenían las piernas rotas.
Desplante, toro y torero
P
á
g
.
Pág
ina7
1
DESPLANTE, TORO Y TORERO
Desplante. Duende. Empaque. Bravura. Valentía, tal vez miedo de
morir a causa de una cornada traicionera, pero la vida le va en ello.
- No, rectifico, porque el torero vive para el ruedo.
No puede vivir sin el toro aunque el toro deba morir para que su vida
cobre sentido.
Incongruencias necesarias para que el toro subsista, dicen unos, y el
torero salga por la puerta grande cada tarde de faena, dicen otros.
Unas veces me pregunto si debería prohibirse la fiesta, otras
recapacito y opino que no.
- Pero ahora, me paro en seco, lo pienso como es debido y sí, debo
rectificar otra vez, sí, sí, sí, un SÍ con mayúsculas, porque el toro
siempre muere en el coso a los pies del torero.
Un lugar que no conocíamos
P
á
g
.
7
Pág
ina7
3
UN LUGAR QUE NO CONOCÍAMOS
No hace falta que te diga que ya no me duele tu amor.
Me dijo sin dirigirme la mirada mientras le hacía carantoñas a nuestro
hijo.
Yo sí lo miré, le arrebaté a Iván de su campo visual y me lo llevé al
dormitorio, en silencio, sin hacer ruido, lo más calmado que puede
hacerse mientras una persona derrama ríos de amargo dolor, hicimos
la maleta y avanzamos con sigilo hacia el mundo de los vivos, un lugar
que no conocíamos.
Color avellana
P
á
g
.
7
Pág
ina7
5
COLOR AVELLANA
Me hizo gracia ver cómo caía al suelo. Luego lo he imaginado a cámara
lenta y mi cara debe ser un poema, sobre todo para aquél o aquella
que me vea sin saber lo que estoy pensando en ese momento, y como
digo me descojono de risa, porque me digan lo que me digan, una
caída siempre hace gracia.
Yo iba detrás de ella. Reconozco que le miraba el culo, pero era
porque todavía no había visto sus ojos. Un perro se cruzó entre
ambos, se le había soltado a su dueño, que con una mano portaba la
cuerda del can y con la otra escribía algún texto en el teléfono móvil,
no hay que mirar su dispositivo ni ser un lince como para saber que se
trataba de un WhatsApp, pues como digo que en esas el chucho salió a
toda leche, lió la correa en su pie izquierdo y ella cayó de bruces al
suelo sin poder evitarlo.
El espécimen del móvil tardó en reaccionar, miraba todavía su pantalla
táctil, el canino olfateó a la presa que acababa de derribar y yo
comencé a reírme como un poseso, luego ella me diría que como un
auténtico payaso y casi ni le hago caso a la pobre accidentada. Ella no
se reía, es más creo que tenía ganas de llorar porque un centelleo le
invadió el cristalino. Se había echado una rodilla abajo, sangraba, pero
no miraba sus heridas. Fijó sus bellos ojos color avellana en los míos
¡menos mal! porque yo seguía con una sonrisa en la boca y al intentar
levantarla me dijo que no, que la dejara un rato en el suelo para que
se le pasara el estado de ansiedad en el que estaba entrando. Yo me
quedé junto a ella. Creo que allí mismo me enamoré. Luego vino el
idiota del Smartphone y quiso deshacer el desaguisado que habían
formado entre su sabueso y él. Lo echamos con una mirada asesina. Se
disculpó, cogió la cinta de cuero, que todavía estaba sujeta al tacón de
la bella de ojos pardos, guardó su maquinita de 5” en el bolsillo y no
vimos por dónde se fue. Nosotros nos quedamos allí, absortos durante
un buen rato, después ella me dijo que la acompañara al coche, yo
antes le ofrecí un poco de agua que portaba en mi mochila, ella bebió
un sorbo largo, como para pasar una pena de las que se te atascan en
la garganta y es difícil hasta pronunciar palabra, apoyada en mí
hombro recorrimos los cien metros que nos separaban de su Opel
negro, me dio las gracias y la vi alejarse. Todavía me rio al recordar su
Nieves Lacasta
P
á
g
.
Pág
ina7
6
caída, pero también lloro en silencio, porque para el mundo aunque
soy un tipo duro, al pensar que fui un tremendo imbécil por dejarla
marchar, por no acompañarla hasta su casa o hasta mi cama y
recuerdo sus ojos color avellana iluminado por las futuras lágrimas que
seguro derramaría, los míos también se inundan como las margaritas
desbordan los campos en primavera.
Navegante espacial
P
á
g
.
7
Pág
ina7
7
NAVEGANTE ESPACIAL
Ocurrió no hace mucho, allá por 1987, para ti es mucho ¿verdad?
Tenías 5 años y vimos juntas el gran cometa. Decían que no pasaría
hasta dentro de miles años. Ya no estaríamos aquí ninguna de las dos.
Pero la noticia no nos importó. Nos tumbamos en las hamacas
corroídas por el sol, nos tapamos con la manta y mientras tú bebías un
jugo de naranja yo disfrutaba de una cerveza importada. Hablamos.
Me contabas que cuando fueras mayor serías astronauta. Que volarías
por encima de los edificios que nos rodeaban. Que me llevarías
contigo para que viera la Tierra igual de diminuta que una margarita
que señalabas con tu minúsculo dedo. El tiempo pasó, te hiciste
pediatra y hoy vives lejos de mí. Mi pequeña. Mi pequeña navegante
espacial. Mi luz en el cosmos. Mi flor, la pequeña flor de mi vida, que
perfuma mi orbe, desde la lejanía.
P
á
g
.
Cuando los monstruos campan a sus anchas
P
á
g
.
7
Pág
ina7
9
CUANDO LOS MONSTRUOS CAMPAN A
SUS ANCHAS
Lucrecia permanecía sentada en la silla, esa noche no pudo dormir, se
levantó a las tres de la madrugada cansada de dar vueltas, seguía
mirando al frente, aunque en realidad no prestaba atención a nada
concreto. Su mano acariciaba el fusil que tenía en el regazo, lo hacía
como quien arrulla a un bebé que llora desconsolado. Era el 3 de
febrero de 1938. No estaba contenta con la forma en que lo había
limpiado, pero ya no había tiempo para volver a la faena y lustrarlo
nuevamente. Dos balas descansaban en su interior, las únicas que le
cabían y las únicas que le harían falta. Sabía lo que le esperaba. Podía
sentirlo en los latidos de su corazón, bombeando a mil por hora. Era
de noche todavía, pronto amanecería. A lo mejor ya nada importaba.
A lo mejor ese era su fin y no había fuerza exterior capaz de detener la
barbarie que había ideado, quizás todo estaba escrito en las estrellas y
ella era sólo el medio para llevarlo a la práctica, y no podía hacer nada
por detenerlo, no, no había goma de borrar lo suficientemente
potente como para desdibujar el desenlace fatal que se avecinaba,
pero había que hacerlo, era justo, ya no cabía la marcha atrás.
Tres días antes había cumplido con su deber. Ese fue el detonante de
todo, seguro.
Rosa, también acompañó esta vez a Lucrecia en su misión. Rosa era
igual de novata que ella, pero el tiempo de guerra les había enseñado
que el miedo no podía paralizar el cuerpo y la mente, de ellas
dependía la vida de muchos hombres y mujeres, igual de infelices y
desdichados, igual de condenados que ellas a ver morir a sus hijos, a
sus seres queridos, impasibles, sin poder hacer mucho más, pero con
la conciencia tranquila de saber que las injusticias serían reparadas
pronto o ese era su gran sueño. Otra España podía resurgir de entre
los escombros, otra España era posible y Lucrecia, sobre todo, había
tomado cartas en el asunto.
Caminaban en silencio. Aunque tenían muchas cosas que contarse.
Muchas desazones que las podían mantener horas relatando,
justificando y rabiando, quemándoles en las entrañas como quema un
caldo recién apartado del fuego, pero el mutismo en el que se
Nieves Lacasta
P
á
g
.
Pág
ina8
0
sumieron era peor que expresar la ira, porque cada una maquinaba en
su cabeza qué haría si encontraban algún franquista “hijo de puta” por
el camino y desde luego, no pensaban ninguna de las dos estarse
quietecitas. No era rencor, era sencillamente justicia, la que les habían
negado al marido de Rosa cuando de madrugada lo sacaron a
empujones de casa y en la mismísima tapia del cementerio le
descerrajaron cuatro tiros en la nuca, lo despojaron de sus ropas y de
una patada lo tiraron a la zanja, la que él, quince minutos antes, había
excavado junto a otros tres compañeros que tuvieron la misma suerte.
O lo que le hicieron al hijo pequeño de Lucrecia, Felipe, que por
negarse a decir de dónde había sacado aquellas octavillas que
encontraron en su escarcela, se pudría en el “Penal de Ocaña”, y
moriría con el frío calado en sus huesos, tosiendo, los pulmones
reventados y cansado de llorar y de blasfemar inútiles palabras que no
perdurarían en tiempo y que su madre nunca escucharía y tampoco
podría ya aliviar.
Sí, la historia de Lucrecia y Rosa era igual de aciaga que la de mucha
gente. Un pueblo sometido por tener ideas de equidad. Un pueblo que
no se estuvo quieto y que luchó pensando que la victoria estaría de su
lado. Un pueblo que no sopesaba la idea de arrodillarse, bajar la
cabeza, aniquilar su voz y dejarse morir en silencio vencido por el
espanto.
El camino era empinado. Este era su segundo viaje. Se habían
aprendido el trayecto de memoria, el herrero les había trazado la ruta
en un papel, pero les había hecho jurar y perjurar que lo destruirían
una vez aprendido al dedillo. Así lo hicieron. Los árboles, álamos
centenarios las salvaguardaban de miradas despiadadas, el sudor
corría por sus ropas oscuras, las cestas de comida cada vez pesaban
más. El fusil lo portaban a la espalda, el cañón apuntando hacia el
cielo, esta vez estaba azul, no como la semana anterior que de negro
parecía como si una bandada de cuervos se hubiese posado en la nube
que las perseguía colina arriba. La falda arremangada, trabada en la
correa de la cintura, para no caer de bruces al suelo, la espalda cada
vez más encorvada hacia adelante para mantener el equilibrio, la
respiración a cada paso dado más agitada, la angustia a flor de piel, los
cinco sentidos alerta para no ser descubiertas.
Las campanas de la iglesia revelaron que eran las nueve de la mañana
cuando ya habían atravesado el río, se oían como el crepitar del fuego
lejano y ambas sabían que si no se daban prisa, la guardia civil, en su
primera ronda, las alcanzaría en el cruce del molino. Estaban cerca.
Cuando los monstruos campan a sus anchas
P
á
g
.
8
Pág
ina8
1
Francisco las esperaba para conducirlas a su guarida secreta, una
cueva escavada en las montañas. Cinco hombres y dos mujeres
arrancados de sus cotidianidades, malvivían junto a fieras salvajes.
Maquis los llamaban. Un grupo organizado del pueblo les llevaba
víveres una vez por semana, no podían arriesgarse a subir más, así que
debían abastecerse de lo que el monte les proporcionaba y de la
hogaza de pan blanco y el embutido que les llevaban las mujeres.
Lucrecia y Rosa repetían por segunda vez en quince días. La semana
anterior les pidieron que trajeran algunas vendas limpias. Josué se
desangraba. Un tiro le había atravesado el hombro izquierdo en la
última reyerta y la herida ennegrecía sin remedio. Rosa había
estudiado la medicina natural con su abuela, por eso estaba allí, sabía
cómo sanar contusiones, torceduras, quemaduras, aunque nadie le
había enseñado a curar un balazo. Hacía lo que podía. Preparó a
escondidas un potingue a base de hierbas y hongos del bosque, los
coció, machacó y coló para después administrarlo en cataplasma al
enfermo, dejó suficiente ungüento como para que en los próximos
siete días sus compañeros pudieran limpiar la herida, sabía que
aquello dejaría huella en Josué para siempre, quizás el brazo le
quedara inútil, pero por lo menos la infección desaparecería y lo
dejaría vivir tranquilo algunos años más.
Mientras era atendido por las mujeres, Josué, tras tomar un trago
largo de licor para soportar mejor la punzada que le hacía retorcer el
cuerpo entero como si fuera una culebra estrangulando a su presa, y
que de insoportable lo dejaba sin sentido en más de una ocasión, rozó
la mano de Lucrecia, le dijo que se acercara, ya que el dolor no lo
dejaba exhalar más que un pequeño hilillo de voz. Así lo hizo Lucrecia,
se inclinó sobre él y aproximó su cabeza, de modo que la oreja casi
descansa en la boca de Josué. En ese instante se enteró de por qué
Rosa era viuda, de por qué su hijo no regresaría jamás del campo y le
daría de comer, le lavaría la ropa y cuidaría de su prole.
Rosa y Lucrecia hicieron el camino de vuelta embriagadas por el
sufrimiento, en el mismo silencio sepulcral con el que habían
emprendido la ida, esta vez no por temor a ser descubiertas, porque
ya nada importaba, la vida no tenía sentido o si cabía la posibilidad
más remota e ínfima de seguir viviendo sin amargura, era para dejar
las cosas en el sitio que les correspondía.
Hasta aquí una historia cualquiera, contada miles de veces, de esta u
otra manera, lo que nadie sabe y jamás ningún mortal averiguará, es
que Lucrecia, ese mismo amanecer del día 3 de febrero de 1938, mató
Nieves Lacasta
P
á
g
.
Pág
ina8
2
al párroco. Él fue el que delató a su hijo, el que inculpó al marido de
Rosa y a muchos otros más que fueron murieron sin remedio durante
los dos años de guerra civil que llevaban. Lucrecia lo degolló a sangre
fría. Sí, y no se arrepiente en absoluto. Aunque llevaba el fusil con dos
balas en la recámara, preparado para ser apuntado y disparado, quizás
en dirección al corazón o a la cabeza del sacerdote, el puñal que
segundos antes había sido arrebatado del pecho de una dolorosa
vestida de luto, que decoraba un estante de la Sacristía, fue el que
atravesó la garganta del vicario. Lucrecia encontró al siervo de Dios
arreglando el altar, oficiaría la primera misa del día en tan sólo una
hora, allí mismo le asestó una única cuchillada que le seccionó de
cuajo la arteria aorta, allí mismo lo vio desvanecerse, exhalar su última
palabra inconclusa, y contemplar el charco de sangre que fue
formándose en rededor de su cuerpo convulso. Allí, junto al Cristo
desnudo crucificado, con la mirada de un angelito que portaba una
ballesta con flecha a punto de ser lanzada, mirándola fijamente a los
ojos, lo vio morir. Esos fueron los dos únicos testigos del suceso.
Lucrecia sabe que no la delatarán. Sabe que su secreto está a salvo con
ellos. Sabe que cuando pase frente a la iglesia, la que no solía
frecuentar porque ella no es creyente, recordará lo sucedido y no
volverá a traspasar el umbral del lugar del crimen, bueno para ella no
es un crimen, es sólo el desvarío de una vieja que no sabe lo que hace,
el delirio de una madre que no encuentra respuesta a la muerte
injusta e inmerecida de un hijo sano, que tenía toda una vida
dispuesta en bandeja de plata para ser gozada, y que un ser maligno le
arrebató por inquina, es, en definitiva, la insensatez que habita en
tiempos de guerra, cuando los monstruos campan a sus anchas y todo
vale y nada pesa.
Lego la nada
P
á
g
.
8
Pág
ina8
3
LEGO LA NADA
Bebió un trago de agua, largo, tan largo como un día nublado. Estaba
sentado en el borde de la cama con los pies descalzos, en la mesilla de
noche descansaba una flor, también un ejemplar de Borges, un lápiz
sobresalía de entre las páginas, lo abrió y leyó “El suicida”.
El libro se lo había regalado Rebeca, la dedicatoria “te querré siempre”
decoraba tímidamente la portadilla. La flor la había cortado la noche
anterior del rosal del parque donde rompió con ella. Cerró
bruscamente el libro, se lo puso debajo del brazo izquierdo, cogió la
flor, la machacó con su diestra y la tiró con indolencia al suelo,
después de pisotearla continuó su marcha musitando: “…lego la nada
a nadie…”
“El suicida
por Jorge Luis Borges No quedará en la noche una estrella. No quedará la noche. Moriré y conmigo la suma del intolerable universo. Borraré las pirámides, las medallas, los continentes y las caras. Borraré la acumulación del pasado. Haré polvo la historia, polvo el polvo. Estoy mirando el último poniente. Oigo el último pájaro. Lego la nada a nadie.”
El lugar de los difuntos (A Celestina DC)
P
á
g
.
8
Pág
ina8
5
EL LUGAR DE LOS DIFUNTOS
(A Celestina DC)
Una primavera con flores es lo normal, aunque ventee, llueva o
truene.
Una primavera sin ti no es normal o por lo menos amarga el corazón.
Y lo malo es que vendrán más primaveras en las que ya no estés.
Y lo malo es que cada primavera me recordará que viviste, que fuiste
parte del paisaje, de la memoria que legaré a mis hijos. Tu recuerdo,
seguro, permanecerá tranquilo en el aliento de los que te amaron,
como una barca en un mar sereno, mecida por la brisa que sosiega la
rabia de los presentes.
Para mí, cada 27 de marzo, recién estrenada la primavera, evocaré tu
nombre, triste y abatida por la ausencia que has dejado, inconsolable
mi llanto derramado ahogará la razón por la que partiste al lugar de
los difuntos, que me enoja, desconsuela, mortifica y destroza al saber
que ya no podré conversar jamás contigo en el crepúsculo de mis días.
Un simple gorgojo en su vida
P
á
g
.
8
Pág
ina8
7
UN SIMPLE GORGOJO EN SU VIDA
Me he levantado somnoliento y con dolor de cabeza. Soñaba
plácidamente, y de pronto me he despertado sobresaltado, ya no he
vuelto a dormirme, todo ha sido por culpa de mi madre, ayer me dijo
que no iba a visitarla y, es verdad, últimamente tengo mis
pensamientos en otro sitio.
Sofía Cortés, así se llaman mis cavilaciones. Ella no sabe que existo, yo
la observo, unas veces de lejos, otras me aproximo pero soy invisible
para ella. Trabaja en una tienda, frente al lugar en el que suelo comer
los días en que mis compromisos laborales me hacen permanecer en
la oficina la tarde completa.
— Mamá está sola, papá la ignora y el petardo de Moisés, mi
hermano, vive lejos de nosotros.
Me siento siempre junto a la cristalera del bar y la veo moverse con
soltura dentro del local de chocolates de Bariloche. La desnudo con mi
imaginación, la beso y respiro a escasos centímetros de su boca, pero
Sofía no se inmuta, no me devuelve la mirada y mucho menos la
ternura que yo le regalo.
— Mamá debería de buscarse amigas con las que salir, eso le haría
bien, a mí también.
Un día le diré a Sofía que la quiero, seguramente el día que no vea
aparecer a ese hombre de complexión fuerte, que se pasea con una
bolsa de deporte en la mano, con una sonrisa decorando su cara de
semental y una rosa roja en la otra los días que viene a visitarla, y que
suelen coincidir con los que yo mastico sin gana alguna alimentos
insípidos que después regurgitaré en casa cual pajarillo que le da de
comer a su prole.
— Mamá me exaspera, exige en demasía mi atención.
Otras veces imagino, camuflado tras la vidriera en la que se pueden
leer los platos del día, que ese hombre soy yo, que le llevo no una flor,
sino todo un ramo, porque ella, una mariposa multicolor, necesita el
néctar para subsistir, y así me convierto en su héroe salvador, aunque
cuando comprendo la purita realidad, agachado sobre la taza del
wáter, arrojando por el desagüe la ensalada de frutos del mar, adivine
lo que soy, un simple gorgojo en su vida.
Nieves Lacasta
P
á
g
.
Pág
ina8
8
— Esta tarde le compraré a mamá una “Caja de chocolate surtido
corazón”, sus preferidos.
En la descripción que aparece en un lateral del estuche, indica que su
diseño de corazones es ideal para regalar a tus seres queridos. Sofía
también me lo refirió la última vez que me envolvía la caja grande.
¡Cómo me gustaría presentarle a Sofía a mamá! O mejor, ¡cómo me
gustaría comprarle a Sofía una gran caja de bombones! Algo imposible,
porque aunque soñé con ella anoche, ahora lo recuerdo, la realidad
me estallará de lleno al entrar en la “Chocolatería La Mexicana”, como
siempre me pasa al traspasar su umbral, sé que no podré alcanzarla,
sé que si me acerco demasiado emprenderá la huída, puede hacerlo,
ya sabéis, que tiene alas de mariposa.
Aquél edén de nombre ignoto
P
á
g
.
8
Pág
ina8
9
AQUÉL EDÉN DE NOMBRE IGNOTO
Mamá habita desde hace dos años en un lugar lleno de flores. En
primavera da gusto ir a visitarla porque el olor que nace de la tierra
inunda tus sentidos. No quiero decir que no me entren ganas de
darme una vuelta en otra época del año, pero en primavera es
especial, hay rosas de mil colores que desprenden un aroma dulce que
atrae a miles de insectos para saborear su néctar, margaritas tatuadas
con una paleta multicolor que se camuflan entre siemprevivas
mezcladas de amarillo, blanco, rosa y rojo; pájaros que trinan
entonando hermosísimas canciones y, a veces, un aire vespertino que
se pasea furtivo y espabila tu rostro dormido.
Mamá siempre dijo que quería que le lleváramos flores el día de los
difuntos. Por eso, hoy que es día de difuntos le traigo flores. Están
pintadas de lila, iba a comprarlas del color que atrapa el dolor de mi
pecho, pero ese esmalte es de tinte triste y sombrío y, al fin y al cabo,
ella qué culpa tiene de estar muerta.
En el lugar donde habita mamá la gente mantiene un tono de voz
suave, habla en susurros como intentando no despertar a los
inquilinos afincados en aquellos nichos minúsculos. Tengo que
reconocer que me hace gracia, pero yo también los respeto y esbozo
tan sólo una disimulada sonrisa para que no recriminen mi descaro.
Nadie lo sabe, pero la purita realidad es que gritaría a no poder más
pidiéndole a mi madre que volviera.
Antes de entrar al lugar donde habita mamá hay un cartel que pone
“Cementerio”. No traspaso su cancela desde que mamá ha muerto, ya
de pequeña lo visitaba para ver al abuelo. Hago memoria y no consigo
descifrar el motivo que me llevó a dejar de hacerlo, quizás mamá
pensó que era mejor resguardarme del dolor y renunció a acarrear
conmigo los sábados.
De pequeña siempre pensé que los muertos se vengaban de mí o
quizás fuera mi abuelo por haberlo abandonado, poniendo ante mis
ojos, en letras de molde gigantes, el nombre del terreno en el que
habito, anunciando así el lema de la frontera que separa nuestros,
Nieves Lacasta
P
á
g
.
Pág
ina9
0
demostrarme que la vida al otro de la muralla es hermosa y serena, no
como mi urbe llamada “Cementerio”, plagada de engaños y falacias.
Por unos años viví en una ciudad bautizada “Cementerio”, allí crecí,
jugué, fui al colegio, me enamoré, mientras mi abuelo disfrutaba de un
vergel de nombre incierto, lugar en el que ahora mamá dormita
eternamente, no sé si hoy desde mis ojos de adulta pienso igual, si he
de darle la vuelta a mi vida como a un calcetín, ponerle de una vez por
todas el nombre que se merece el lugar de los difuntos y renombrar
de nuevo el terreno que ocupo. Tampoco sé si mis ojos de niña nunca
me engañaron y mi extramuros sí es el “Cementerio” y aquel edén de
nombre ignoto, un oasis que inunda los sentidos.
El grito
P
á
g
.
9
Pág
ina9
1
EL GRITO
Volví a enfocar su figura uniformada en la mirilla del rifle, todavía no
me había descubierto pero era cuestión de tiempo, mi dedo índice
tenía que ser más rápido que el suyo, mi vida dependía de ello. Él
paseaba nervioso, algo torpe, pistola en mano, mirando en todas
direcciones para no ser cazado tampoco, pero hacía excesivo ruido,
parecía como si quisiera que lo matasen. Mis nervios no eran
menores, allí, agazapado en el arbusto a resguardo de la fina lluvia que
empezaba a desplomarse del cielo, tragaba saliva y el sudor me caía a
goterones. Un grito nos sacó a los dos del campo de batalla, mamá
anunciaba la hora de comer, Juan y yo corrimos a casa, las arma de
fuego yacieron inertes en la tierra mojada.