Post on 31-Jan-2016
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LA MISERICORDIA DEL SEÑOR LLENA LA TIERRA
Sal 33,7
Plan Pastoral 2015-16
Año Santo de la Misericordia
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INTRODUCCIÓN
“La misericordia divina puede ser considerada la síntesis de la fe cristiana y
por eso tenemos siempre necesidad de contemplarla como fuente de alegría, de
verdad y de paz, condición de nuestra salvación”; con estas palabras, el papa
Francisco, al comienzo de la bula Misericordiae Vultus, nos invita a participar
en este Año de la Misericordia desde el día de la Inmaculada del presente año
hasta el final del Año litúrgico siguiente en la Festividad de Jesucristo, rey del
Universo (8 de diciembre de 2015 – 20 de noviembre de 2016).
Respondiendo a esta iniciativa del Papa, el presente plan pastoral quiere
aprovechar el acontecimiento de gracia que es siempre un Año Santo de manera
que, no sólo a título individual, sino en todas las actividades pastorales
diocesanas, se le tenga presente y dé frutos abundantes.
El objetivo de este plan, como cada año, es que el tema que se va a
profundizar se enriquezca con la participación de todos y que tenga
consecuencias pastorales prácticas que puedan ser aplicables y revisables. Para
facilitar este fin se incorporarán preguntas al término de cada uno de los tres
capítulos que componen este plan (uno para cada trimestre del curso pastoral).
De la misma forma que el año pasado la exhortación Evangelii Gaudium fue
el eje vertebrador de todo el plan pastoral, este año la ya citada Misericordiae
Vultus nos servirá de referencia. En ella, el papa Francisco expresa su “deseo de
que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de
misericordia corporales y espirituales”. Nada mejor, pues, que siguiendo el
deseo del papa “redescubrir las obras de misericordia” para desde ahí extraer los
criterios e iniciativas pastorales concretas para el próximo curso.
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Primer trimestre
CONOCER Y TRANSMITIR LA MISERICORDIA DE DIOS
“Como se puede notar, la misericordia en la Sagrada Escritura es la palabra
clave para indicar el actuar de Dios hacia nosotros. Él no se limita a afirmar su
amor, sino que lo hace visible y tangible. El amor, después de todo, nunca podrá
ser una palabra abstracta. Por su misma naturaleza es vida concreta:
intenciones, actitudes, comportamientos que se verifican en el vivir cotidiano. La
misericordia de Dios es su responsabilidad por nosotros. Él se siente
responsable, es decir, desea nuestro bien y quiere vernos felices, colmados de
alegría y serenos. Es sobre esta misma amplitud de onda que se debe orientar el
amor misericordioso de los cristianos. Como ama el Padre, así aman los hijos.
Como Él es misericordioso, así estamos nosotros llamados a ser misericordiosos
los unos con los otros.
La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en
su acción pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a
los creyentes; nada en su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede
carecer de misericordia. La credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino
del amor misericordioso y compasivo. La Iglesia «vive un deseo inagotable de
brindar misericordia». Tal vez por mucho tiempo nos hemos olvidado de indicar
y de andar por la vía de la misericordia. Por una parte, la tentación de
pretender siempre y solamente justicia ha hecho olvidar que ella es el primer
paso, necesario e indispensable; la Iglesia no obstante necesita ir más lejos para
alcanzar una meta más alta y más significativa. Por otra parte, es triste
constatar cómo la experiencia del perdón en nuestra cultura se desvanece cada
vez más. Incluso la palabra misma en algunos momentos parece evaporarse. Sin
el testimonio del perdón, sin embargo, queda solo una vida infecunda y estéril,
como si se viviese en un desierto desolado. Ha llegado de nuevo para la Iglesia
el tiempo de encargarse del anuncio alegre del perdón. Es el tiempo de retornar
a lo esencial para hacernos cargo de las debilidades y dificultades de nuestros
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hermanos. El perdón es una fuerza que resucita a una vida nueva e infunde el
valor para mirar el futuro con esperanza.
No podemos olvidar la gran enseñanza que san Juan Pablo II ofreció en su
segunda encíclica Dives in misericordia, que en su momento llegó sin ser
esperada y tomó a muchos por sorpresa en razón del tema que afrontaba. Dos
pasajes en particular quiero recordar. Ante todo, el santo Papa hacía notar el
olvido del tema de la misericordia en la cultura presente: « La mentalidad
contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece
oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y
arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el
concepto de misericordia parecen producir una cierta desazón en el hombre,
quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia y de la técnica, como
nunca fueron conocidos antes en la historia, se ha hecho dueño y ha dominado
la tierra mucho más que en el pasado (cfr Gn 1,28). Tal dominio sobre la tierra,
entendido tal vez unilateral y superficialmente, parece no dejar espacio a la
misericordia … Debido a esto, en la situación actual de la Iglesia y del mundo,
muchos hombres y muchos ambientes guiados por un vivo sentido de fe se
dirigen, yo diría casi espontáneamente, a la misericordia de Dios».
Además, san Juan Pablo II motivaba con estas palabras la urgencia de
anunciar y testimoniar la misericordia en el mundo contemporáneo: «Ella está
dictada por el amor al hombre, a todo lo que es humano y que, según la
intuición de gran parte de los contemporáneos, está amenazado por un peligro
inmenso. El misterio de Cristo me obliga al mismo tiempo a proclamar la
misericordia como amor compasivo de Dios, revelado en el mismo misterio de
Cristo. Ello me obliga también a recurrir a tal misericordia y a implorarla en
esta difícil, crítica fase de la historia de la Iglesia y del mundo». Esta enseñanza
es hoy más que nunca actual y merece ser retomada en este Año Santo.
Acojamos nuevamente sus palabras: «La Iglesia vive una vida auténtica, cuando
profesa y proclama la misericordia –el atributo más estupendo del Creador y del
Redentor– y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del
Salvador, de las que es depositaria y dispensadora».
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La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón
palpitante del Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón
de toda persona. La Esposa de Cristo hace suyo el comportamiento del Hijo de
Dios que sale a encontrar a todos, sin excluir ninguno. En nuestro tiempo, en el
que la Iglesia está comprometida en la nueva evangelización, el tema de la
misericordia exige ser propuesto una vez más con nuevo entusiasmo y con una
renovada acción pastoral. Es determinante para la Iglesia y para la credibilidad
de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la misericordia. Su
lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón
de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre.
La primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. De este amor, que llega
hasta el perdón y al don de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los
hombres. Por tanto, donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la
misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las comunidades, en las
asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera
debería poder encontrar un oasis de misericordia.
(Misericordiae Vultus, números 9-12)
Con toda claridad señala el papa hasta qué punto la misericordia constituye el
núcleo central del verdadero conocimiento de Dios y de la vida misma de la
Iglesia. Conocer la misericordia divina es tanto como conocer al mismo Dios,
desconocerla supone ignorar su verdadero rostro.
Estamos en tiempos en los que la idea de Dios sufre tanto las consecuencias
del relativismo como del individualismo tan presentes en nuestro mundo. Se da
hoy el riesgo de un cierto sincretismo que recogiendo elementos extraños de
distintas comprensiones religiosas den como resultados una especie de Dios-
mosaico que poco tiene que ver con lo que Él mismo nos ha revelado de sí. En
otros casos, puede darse un Dios a la carta, en el que cada uno subjetivamente
construye y entiende la trascendencia según sus propias proyecciones, deseos o
preferencias.
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El problema es que ninguno de estos caminos conducen al verdadero
conocimiento del Dios vivo y verdadero, rico en misericordia, presente en la
historia de los hombres y dado a conocer plenamente en Jesucristo.
Encontramos, en cambio, un Dios creado por el hombre, sea como consenso de
contrarios, sea como respuesta a los anhelos individuales, que ni existe ni es
para el hombre fuente de vida y salvación. Tampoco el Dios de los filósofos,
deducido directamente de la inteligencia humana, nos da la verdadera medida
del misterio divino. Ni a través de una visión unilateral en la que sólo se
destaquen algunos aspectos de su misterio olvidando otros (Dios vengador o
Dios conseguidor) llegamos a Él.
En definitiva, como ya sucedió en los días de Babel, todo intento del hombre
de intentar alcanzar a Dios, de “conquistarlo” apoyado en sus solas fuerzas no
alcanza jamás su meta. Para conocer a Dios es preciso descubrir aquello que Él
mismo nos ha ido revelando de modo paulatino y progresivo. De hecho esta es
la primera muestra de su misericordia: Dios ha ido adaptándose en distintas
ocasiones y de muchas maneras a las edades del hombre (cf. Hbr 1,1ss) para así
darnos a conocer su verdadero rostro y su proyecto de amor a los hombres. Y
todo esto, que llamamos Revelación, se contiene en las páginas de la Sagrada
Escritura.
Un primer objetivo y primordial de esta Plan pastoral para el Año de la
Misericordia bien podría ser el de dar a conocer a todos la misericordia de
Dios. Al fin y al cabo como nos recordaba el propio papa Francisco, “la Iglesia
tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del
Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda
persona”.
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Enseñar al que no sabe. Mostrar el Dios de la misericordia
A esta tarea iluminadora de la Iglesia se refiere la primera obra de
misericordia espiritual: enseñar al que no sabe. La ignorancia es una de las
formas más lastimosas de pobreza en el ser humano y no hay ninguna verdad
más importante que el hombre deba conocer que la de saberse amado
incondicionalmente por Dios. Con razón puede decir el papa que ésta es la
primera verdad de la Iglesia y a ello debe dedicar el mayor y mejor de sus
empeños.
Ahora bien, para poder llevar a cabo cualquier tarea con eficacia y
credibilidad, la Iglesia ha de tener experiencia de lo que quiere transmitir. Así
fue desde el primer anuncio pascual hasta nuestros días, “esto, que hemos visto
y oído, os lo anunciamos para que estéis en comunión con nosotros y nuestra
comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1Jn 1,3). El encuentro
personal con el Dios de la misericordia a través de la oración es la fuente
primordial de la que se nutre el cristiano pero no sólo de modo individual, sino
también comunitario. Una oración personal pero no aislante sino abierta a los
otros, de modo que a todos pueda alcanzar la misericordia de Dios. Así pues,
rogar a Dios por todos, vivos y difuntos, es el punto de partida que nos recuerda
la iniciativa de Dios en todo y la primacía de la gracia en la vida de la Iglesia.
Quizá ésta pueda ser un hermoso pórtico al plan de este año: no comenzar
ninguna actividad eclesial (reuniones, encuentros, entrevistas, convivencias)
sin elevar una oración al Señor: “muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu
salvación” (Sal 85,8).
A partir de aquí, la misión de mostrar a quien no lo conoce el misterio de la
misericordia infinita de Dios, obliga a distinguir dos planos diferentes:
- En primer lugar, habría que hablar de aquellos que viven alejados de la fe,
desligados de la vida de la Iglesia y que, por lo mismo, tienen una idea de Dios
deficiente cuando no inexistente. Por desgracia el fenómeno de la secularización
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combinado con el de un laicismo presente de distintos modos en la vida de la
sociedad ha dado como resultado el abandono, por parte de muchos, de la fe en
la que fueron bautizados.
- Junto a ello no se puede dejar de reconocer el efecto tan pernicioso que ha
tenido en el corazón de muchas personas el testimonio negativo y, en
demasiadas ocasiones escandaloso, de los cristianos. Estas actitudes
antievangélicas, sean por acción o por omisión, han dado como resultado el que
muchos hayan dado la espalda a la Iglesia, a Cristo y a veces al mismo Dios en
todo o en parte. Estos, los alejados, como nos recordaba el beato Pablo VI en la
exhortación Evangelii Nuntiandi han de ocupar un lugar privilegiado en la tarea
evangelizadora de la Iglesia. Esto lo sabemos pero lo difícil es encontrar las
ocasiones para poder anunciar el evangelio de la misericordia a quien, de suyo,
tiene escaso o nulo contacto con la Iglesia.
No obstante se abren antes nosotros tres caminos o actitudes que, con
paciencia y humildad, pueden hacer posible entrar en contacto con quienes, por
no conocer el verdadero rostro de Dios, se encuentran ajenos a la vida de la
Iglesia:
- La salida a las periferias existenciales de las que tanto nos habla el papa
en Evangelii Gaudium, a aquellos lugares “donde hay sufrimiento,
ceguera y esclavitud”. Se trata ciertamente de un ejercicio de audacia
evangélica que, por otra parte, es exigida por la misma misión de la
Iglesia. Periferias que tanto pueden ser lugares de diversión de los
jóvenes, como de marginación y exclusión social, de soledad y dolor, de
conflicto o división o directamente de pecado estructural evidente.
- Aprovechar el acercamiento puntual y aunque sea puramente formal de
quienes se hallan alejados, sea para buscar la asistencia de la Iglesia
(Cáritas), sea para acceder a algún sacramento o en la despedida de sus
seres queridos difuntos. Posiblemente la motivación que les hace
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acercarse a la Iglesia no sea una fe formada, como tampoco lo fue la de la
hemorroisa que quiso tocar a Jesús (Mt 9,20-21). Siguiendo a Jesús
estamos llamados a volvernos hacia ellos decirles “¡Ánimo!” y como san
Pablo hacernos débiles con los débiles para ganar a los débiles (1Cor
9,22): al fin y al cabo, justo esto significa la palabra misericordia.
- Normalmente lo que ha alejado a muchos de la fe ha sido tanto las
palabras u opiniones, como también las actitudes o actos concretos de
miembros de la Iglesia. Por eso es muy importante cuidar este aspecto: se
trata por tanto de mostrar la misericordia de Dios tanto con las palabras
como con los gestos, con los hechos. Tal como recuerda el papa, la
credibilidad de la Iglesia pasa por el camino del amor misericordioso y
compasivo. A veces nuestras opiniones o posturas, seguramente muy
celosas de la verdad, pueden mostrar una severidad o rigidez que
muestren más una Iglesia que prohibe como juez, que una Iglesia que
recibe como madre.
En tal sentido, y esto vale para todos los casos, es primordial cuidar la
acogida y el trato dado a las personas que arrastran consigo una herida en la fe.
Al fin y al cabo, si cualquier relación humana en la Iglesia ha de estar
impregnada de la fraternidad, el respeto y la capacidad de comprensión que
caracterizan el ser cristiano, cuánto más en estos casos. Con profunda humildad
reconoce el papa que “tal vez por mucho tiempo nos hemos olvidado de indicar
y de andar por la vía de la misericordia por una tentación de pretender siempre y
solamente justicia”. Es importante esta afirmación que nos recuerda que la
vuelta aunque sea fugaz de quien se halla lejos de la Iglesia no es momento para
exigencias morales, ni para fríos formalismos ni siquiera para una respetuosa
indiferencia. Como en la parábola evangélica lo que termina por cambiar al hijo
pródigo es la misericordia del Padre y la acogida recibida en la casa familiar.
Es fundamental ahondar en esta actitud de acogida tan propia del evangelio
pero que quizá, en una tierra de viejas raíces sociológicas cristianas, no hemos
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cuidado suficientemente. No es así en otros lugares donde el cristianismo es
minoritario o la Iglesia convive en pie de igualdad con otras confesiones
cristianas: es algo esencial, no puramente una estrategia o marketing, mostrar el
rostro bondadoso y misericordioso de la Iglesia desde el momento del primer
contacto a quien se asoma a ella desde fuera. El tema, por tanto, de la acogida
familiar, cercana y educada a quienes se acercan, sea por el motivo que sea,
a la Iglesia ha de ser un objetivo pastoral primordial para este Año de la
Misericordia.
Dar buen consejo al que lo necesita. Dirección espiritual y Lectio Divina
Ahora bien, esta ocasión de profundizar en el misterio de la misericordia de
Dios no sólo debe entenderse como propicia a quienes por una u otra razón se
hallan lejos del corazón de la Iglesia. Dado que “la misericordia es la viga
maestra que sostiene la vida de la Iglesia”, todos estamos llamados a un
conocimiento más completo de esta verdad. En este contexto quizá sería bueno
recordar otra de las obras espirituales de misericordia: dar buen consejo al que
lo necesita, en relación con la importancia del consejo espiritual, de la
dirección o acompañamiento espiritual hoy más preciso que nunca, pues nos
movemos en un mundo plagado de informaciones contradictorias y amenazado
por la dictadura del relativismo
Pero además, incluso en el contexto intraeclesial cada vez son más frecuentes
las situaciones irregulares, sobre todo en el ámbito matrimonial y familiar (lo
que tuvimos ocasión de trabajar en el Plan Pastoral de hace dos años). La
dirección espiritual, la “cura de almas” es una tarea primordial de los sacerdotes,
como buenos pastores, para la que han de estar siempre disponibles, por más que
otras exigencias pastorales dificulten esta tarea. Hoy más que nunca “dar buen
consejo”, ofrecer una palabra de verdad, de consuelo, de exhortación o de
esperanza es obra de misericordia para con los hermanos.
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Los fieles cristianos, por su parte, deben aprovechar este Año de gracia para
encontrar a quienes, como instrumentos del Señor, les ayuden a conocer mejor la
voluntad de Dios en su vida y a cumplirla fielmente.
Una vez más, conviene recomendar la práctica de la Lectio Divina, cada
vez más apreciada como modo de acceso a la Palabra en muchos creyentes y
presente ya de modo habitual en algunas parroquias y comunidades. La
familiaridad y cotidianidad con la lectura sapiencial y creyente de la Palabra de
Dios es, sin duda el mejor camino para un mejor conocimiento y encuentro con
Dios y purifica, además, las diversas imágenes a veces muy incompletas que
tenemos de Él. La Lectio Divina es un método que proviene de la más genuina
Tradición de la Iglesia y que bien puede extenderse a distintos momentos y
actividades de la vida diaria de la Iglesia (catequesis, formación, oración
comunitaria, acción social, etc.).
Es un tiempo propicio para mostrar, a la luz de la Palabra de Dios, el rostro
misericordioso de Dios que permita superar determinadas concepciones
excesivamente rigoristas que, a veces, impiden vivir gozosamente la experiencia
cristiana. Es frecuente el caso de personas, incluso en el seno de la Iglesia, para
quienes resulta difícil la lectura del Antiguo Testamento y el reconocimiento del
rostro amoroso de Dios ya presente antes de la venida de Jesucristo. Por eso es
oportuno el colocar la Palabra de Dios en su integridad en el centro de la vida de
la Iglesia, para sacar del único tesoro de las Escrituras lo nuevo y lo antiguo (cf.
Mt 13, 52).
Tal y como nos recuerda el papa, “eterna es su misericordia” es el estribillo
que acompaña cada verso del Salmo 136 mientras se narra la historia de la
revelación de Dios. En razón de esa misericordia, todas las vicisitudes del
Antiguo Testamento están cargadas de un profundo valor salvífico”. Ahora bien,
no cabe duda que es “Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre” que en
Él “se ha vuelto viva, visible y ha alcanzado su culmen”. En otras palabras, para
conocer al Dios rico en misericordia es preciso acercarse a quien nos lo ha dado
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a conocer. Como nos recuerda san Juan Pablo II en Dives in misericordia (nº 2),
“en Cristo y por Cristo se hace particularmente visible Dios en su misericordia,
Él la encarna y la personifica de modo que, Él mismo es en cierto sentido, la
misericordia”.
Orar por vivos y difuntos. Celebrar y peregrinar. Indulgencias
No es casual que este Año Santo se enmarque entre dos fiestas litúrgicas que
se pueden ver como origen y culmen del misterio del Dios Encarnado: la
Inmaculada Concepción de la Virgen María, que abre el camino a la
Encarnación y Jesucristo Rey del Universo, por su victoria sobre toda forma de
mal a través del misterio pascual de su amor. La coincidencia con el año
litúrgico de este tiempo de gracia nos ofrece un recorrido que posibilita vertebrar
toda la vida celebrativa así como la predicación desde la clave de la misericordia
de Dios manifestada en Cristo, su encarnación, sus palabras y signos, su entrega
pascual. Y esto tanto en el tiempo ordinario, como especialmente en los así
llamados “tiempos fuertes” (Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua).
En este contexto, el papa señala medios concretos que nos han de servir en
este año de gracia. Así, la peregrinación es un signo peculiar en el Año Santo,
porque es imagen del camino de cada persona y expresa la salida de sí mismo
hacia la propia de la conversión, “Me levantaré y me podré en camino adonde
está mi padre” (Lc 15,18). Además de Roma, cada Diócesis ha designado
lugares que sirven de meta para la peregrinación de este Año Santo pero sin
duda el más importante y significativo es la Catedral.
Tanto a título individual como por parte de las parroquias y de otras
realidades eclesiales no debería desaprovecharse cualquier momento del Año
Santo que incluye asimismo a otros lugares significativos como las basílicas y
santuarios diocesanos. En todo caso, lo deseable es que las peregrinaciones se
acompañen de una adecuada preparación y con momentos de oración y
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celebrativos del perdón, bien sea en la propia catedral, bien en los días
anteriores o posteriores a su realización.
Aunque cualquier momento del Año Jubilar es propicio para llevar a cabo este
signo, el papa invita a vivir sobre todo la Cuaresma con especial intensidad. Si
en el tiempo cuaresmal hacemos presente la peregrinación del pueblo de Dios en
la espera de la misericordia, este año adquiere particular relevancia. “¡Cuántas
páginas de la Sagrada Escritura pueden ser meditadas en las semanas de
Cuaresma para redescubrir el rostro misericordioso del Padre!”.
Este sentido comunitario y peregrinante de la vida cristiana que nos ayuda a
descubrir el tiempo de Cuaresma, nos introduce en otro de los signos
importantes de este Año Santo, como es el de las indulgencias, a veces tan poco
comprendido en la propia Iglesia. La parábola del hijo pródigo nos puede servir
de nuevo para mejor explicar el sentido de este misterio eclesial, en concreto las
palabras dichas a su padre cuando le sale a su encuentro. “Padre, he pecado
contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo, trátame como a
uno de tus jornaleros” (Lc 15,19).
Ciertamente que el pecado daña dolorosamente la relación con Dios e incluso
desdibuja la misma dignidad del pecador como hijo suyo, de modo que ya no
merece participar de las riquezas del Padre. Sin embargo ni siquiera el pecado
puede borrar ni abolir esta condición que, por pura misericordia suya, recibimos
en el bautismo. Aún en su pecado el hombre sigue siendo hijo de Dios, no un
jornalero, de modo que, abriéndose a su perdón, hasta la herida más profunda
del pecado es sanada y las riquezas que le corresponden como hijo son
devueltas, por eso exclama el padre: "Traed aprisa el mejor vestido y vestidle,
ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies” (Lc 15,22). A eso
llamamos indulgencias y este es el tiempo propicio para recibirlas como Dios las
da a sus hijos, a manos llenas.
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Preguntas
1. ¿Qué frase del texto del papa Francisco te ha llamado más la
atención?
2. ¿Qué iniciativas concretas crees que pueden ayudar a que la Iglesia,
en la vida cotidiana se muestre ante el mundo como expresión de la
misericordia de Dios?
3. ¿Cómo hacer posible un mejor conocimiento de la misericordia de
Dios a través de la palabra en la vida ordinaria de la Iglesia?
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Segundo trimestre
ACOGER EL DON DE LA MISERICORDIA
La Cuaresma de este Año Jubilar sea vivida con mayor intensidad, como
momento fuerte para celebrar y experimentar la misericordia de Dios. ¡Cuántas
páginas de la Sagrada Escritura pueden ser meditadas en las semanas de
Cuaresma para redescubrir el rostro misericordioso del Padre! Con las palabras
del profeta Miqueas también nosotros podemos repetir: Tú, oh Señor, eres un
Dios que cancelas la iniquidad y perdonas el pecado, que no mantienes para
siempre tu cólera, pues amas la misericordia. Tú, Señor, volverás a
compadecerte de nosotros y a tener piedad de tu pueblo. Destruirás nuestras
culpas y arrojarás en el fondo del mar todos nuestros pecados (cfr 7,18-19).
Las páginas del profeta Isaías podrán ser meditadas con mayor atención en
este tiempo de oración, ayuno y caridad: «Este es el ayuno que yo deseo: soltar
las cadenas injustas, desatar los lazos del yugo, dejar en libertad a los
oprimidos y romper todos los yugos; compartir tu pan con el hambriento y
albergar a los pobres sin techo; cubrir al que veas desnudo y no abandonar a tus
semejantes. Entonces despuntará tu luz como la aurora y tu herida se curará
rápidamente; delante de ti avanzará tu justicia y detrás de ti irá la gloria del
Señor. Entonces llamarás, y el Señor responderá; pedirás auxilio, y él dirá:
«¡Aquí estoy!». Si eliminas de ti todos los yugos, el gesto amenazador y la
palabra maligna; si partes tu pan con el hambriento y sacias al afligido de
corazón, tu luz se alzará en las tinieblas y tu oscuridad será como al mediodía.
El Señor te guiará incesantemente, te saciará en los ardores del desierto y
llenará tus huesos de vigor; tú serás como un jardín bien regado, como una
vertiente de agua, cuyas aguas nunca se agotan » (58,6-11).
La iniciativa “24 horas para el Señor”, de celebrarse durante el viernes y
sábado que anteceden el IV domingo de Cuaresma, se incremente en las
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Diócesis. Muchas personas están volviendo a acercarse al sacramento de la
Reconciliación y entre ellas muchos jóvenes, quienes en una experiencia
semejante suelen reencontrar el camino para volver al Señor, para vivir un
momento de intensa oración y redescubrir el sentido de la propia vida. De nuevo
ponemos convencidos en el centro el sacramento de la Reconciliación, porque
nos permite experimentar en carne propia la grandeza de la misericordia. Será
para cada penitente fuente de verdadera paz interior.
Nunca me cansaré de insistir en que los confesores sean un verdadero signo
de la misericordia del Padre. Ser confesores no se improvisa. Se llega a serlo
cuando, ante todo, nos hacemos nosotros penitentes en busca de perdón. Nunca
olvidemos que ser confesores significa participar de la misma misión de Jesús y
ser signo concreto de la continuidad de un amor divino que perdona y que salva.
Cada uno de nosotros ha recibido el don del Espíritu Santo para el perdón de los
pecados, de esto somos responsables. Ninguno de nosotros es dueño del
Sacramento, sino fiel servidor del perdón de Dios. Cada confesor deberá acoger
a los fieles como el padre en la parábola del hijo pródigo: un padre que corre al
encuentro del hijo no obstante hubiese dilapidado sus bienes. Los confesores
están llamados a abrazar ese hijo arrepentido que vuelve a casa y a manifestar
la alegría por haberlo encontrado. No se cansarán de salir al encuentro también
del otro hijo que se quedó afuera, incapaz de alegrarse, para explicarle que su
juicio severo es injusto y no tiene ningún sentido delante de la misericordia del
Padre que no conoce confines. No harán preguntas impertinentes, sino como el
padre de la parábola interrumpirán el discurso preparado por el hijo pródigo,
porque serán capaces de percibir en el corazón de cada penitente la invocación
de ayuda y la súplica de perdón. En fin, los confesores están llamados a ser
siempre, en todas partes, en cada situación y a pesar de todo, el signo del
primado de la misericordia.
Durante la Cuaresma de este Año Santo tengo la intención de enviar los
Misioneros de la Misericordia. Serán un signo de la solicitud materna de la
Iglesia por el Pueblo de Dios, para que entre en profundidad en la riqueza de
este misterio tan fundamental para la fe. Serán sacerdotes a los cuales daré la
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autoridad de perdonar también los pecados que están reservados a la Sede
Apostólica, para que se haga evidente la amplitud de su mandato. Serán, sobre
todo, signo vivo de cómo el Padre acoge cuantos están en busca de su perdón.
Serán misioneros de la misericordia porque serán los artífices ante todos de un
encuentro cargado de humanidad, fuente de liberación, rico de responsabilidad,
para superar los obstáculos y retomar la vida nueva del Bautismo. Se dejarán
conducir en su misión por las palabras del Apóstol: «Dios sometió a todos a la
desobediencia, para tener misericordia de todos» (Rm 11,32). Todos entonces,
sin excluir a nadie, están llamados a percibir el llamamiento a la misericordia.
Los misioneros vivan esta llamada conscientes de poder fijar la mirada sobre
Jesús, «sumo sacerdote misericordioso y digno de fe» (Hb 2,17).
Pido a los hermanos Obispos que inviten y acojan estos Misioneros, para que
sean ante todo predicadores convincentes de la misericordia. Se organicen en las
Diócesis “misiones para el pueblo” de modo que estos Misioneros sean
anunciadores de la alegría del perdón. Se les pida celebrar el sacramento de la
Reconciliación para los fieles, para que el tiempo de gracia donado en el Año
jubilar permita a tantos hijos alejados encontrar el camino de regreso hacia la
casa paterna. Los pastores, en especial durante el tiempo fuerte de Cuaresma,
sean solícitos en invitar a los fieles a acercarse « al trono de la gracia, a fin de
obtener misericordia y alcanzar la gracia » (Hb 4,16).
(Misericordiae Vultus, números 17-18)
En este Año Santo se nos invita no sólo a profundizar y contemplar el
misterio de la misericordia de Dios tal como nos ha sido revelado en su Palabra
desde antiguo hasta llegar a la plenitud en Cristo.
Como en todo Año Jubilar, un aspecto muy importante es la acogida del don
de gracia y misericordia que de manera particularmente significativa se ofrece a
la Iglesia a través de los sacramentos y en especial del sacramento de la
Reconciliación.
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Este sacramento, en la diversidad de formas y de nombres que ha tenido en la
historia (sacramento de la penitencia, de la confesión, del perdón, de la
reconciliación), expresa la riqueza del misterio de la misericordia divina que se
ofrece gratuitamente a los hombres a través de la mediación de la Iglesia.
Entre las varias y preciosas descripciones que el papa hace de la misericordia
al comienzo de la bula hay una que recoge casi a modo de definición en qué
consiste este atributo/acción divinos: “Misericordia: es el acto último y supremo
con el cual Dios viene a nuestro encuentro”.
Dios que, por pura gracia, se inclinó hacía el hombre para crearlo y que desde
ese momento siempre ha tenido su mirada amorosa vuelta hacia nuestra
pequeñez, incluso cuando el hombre le dio la espalda con el pecado “no lo
abandonó a su suerte, sino que tendió la mano a todos, para lo encuentre todo el
que le busca” (Plegaria IV del Misal Romano).
Por lo tanto, a partir del pecado, el del primer hombre, el de cada hombre, el
pecado del mundo, la misericordia de Dios adquiere otra dimensión aún más
admirable. Ya no es sólo que Dios se complaciese en el hombre, la preferida de
sus criaturas y que, por pura gracia, le haya invitado a participar de su propia
vida, la vida eterna. Además, cuando el hombre rechaza impíamente esa oferta
de Dios, Él deja siempre abierta la puerta y expedito el camino del perdón y la
reconciliación y por eso decimos con verdad que su misericordia es mucho
mayor y vence a cualquier pecado y a la multitud de pecados. Estas dos
experiencias –la del perdón y la de la reconciliación– son, por esa razón,
imprescindibles para adentrarse en el verdadero alcance de la misericordia de
Dios.
De hecho, desde que entró en el mundo el pecado y, por el pecado, la muerte,
la experiencia del perdón es absolutamente vital para el ser humano. El hombre
necesita saberse perdonado y aceptado pese a sus errores, limitaciones y
contradicciones o de lo contrario arrastra, lo reconozca o no, un sentimiento de
culpa, de frustración y de vacío. La pregunta es ¿y quién es el que puede
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perdonar al hombre? ¿Quién puede satisfacer esa sed de paz, esa “nostalgia de
reconciliación” que habita en lo hondo de su ser? Nadie sino Dios, capaz de
recrear aquello que el pecado destruye, de hacer nuevas todas las cosas en el
hombre y en el mundo.
Esa necesidad de la misericordia que habita en cada ser humano, no
constituye sin embargo un valor en alza en nuestro mundo. El hombre se siente,
cada vez más, dueño de la tierra – dados los avances de la ciencia y la técnica–
y sujeto único y absoluto de la vida moral –por los sucesivos cambios culturales
e ideológicos–. Por eso, es la sociedad (sea la mayoría democrática, el consenso
político, los llamados lobbys, grupos de presión o los medios de comunicación)
quien, no pocas veces, determina qué es lo verdadero o lo falso, lo bueno o lo
malo, qué cosa sea un error o cuál un delito. De este modo, lo socialmente
admitido y legalmente permitido tiende a considerarse sin más como lo
moralmente aceptable.
Desde esta comprensión de la realidad puramente intramundana no cabe el
concepto del pecado como alejamiento de la voluntad de un Dios que busca
nuestro bien ni de la misericordia como el camino seguro por el que Dios nos
vuelve a atraer hacia Él. Lejos de esta comprensión religiosa, una cierta
autosuficiencia en el hombre de hoy explica por qué tantas personas afirmen
ufanamente no arrepentirse de nada de lo hecho en su vida y, ya en el contexto
intraeclesial, la razón por la que muchos cristianos no sienten la necesidad del
recibir el perdón o simplemente no descubren en sí mismos pecado alguno que
reconocer o del que convertirse.
Corregir al que yerra. El sacramento para la conversión
Es cierto que en etapas pasadas y dentro de la propia Iglesia ha podido primar
una visión rigorista y legalista ante el pecado y el perdón, visión marcada por
una cierta severidad y que también esto ha podido constituirse en un freno u
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obstáculo para el verdadero conocimiento del perdón y la misericordia de Dios.
Sea como fuere, es también una obra de misericordia corregir al que yerra y por
eso mismo somos invitados como el hijo menor de la parábola a aprovechar este
año para, con humildad, ayudarnos unos a otros, como el pueblo de Israel, a
reconocer en qué nos hemos alejado de Dios y a ponernos en camino hacia Él,
tomando la senda humilde – y por eso mismo verdadera– de la conversión.
Pero, sin duda, el signo más importante, el que de forma más clara y eficaz
expresa el misterio de la misericordia divina es el sacramento de la penitencia,
que debe ocupar un lugar central tanto en este plan pastoral como a lo largo del
Año Jubilar. Ya se ha aludido a las dificultades que hoy se presentan a la hora de
reconocer el misterio del pecado –mysterium iniquitatis y de la misericordia –
mysterium pietatis– que son dos caras, opuestas pero inseparables, de la misma
verdad. Por desgracia, la experiencia pastoral nos señala que este sacramento
que en la Iglesia se expresa y se realiza de manera cotidiana y eficaz el perdón
de Dios viene arrastrando un importante declive de años.
No dedica, sin embargo, una sola línea el papa a lamentarse de esta situación
sino que nos invita a aprovechar esta ocasión para redescubrir nosotros y dar
mejor a conocer el don inmenso que Jesús dejó a su Iglesia instituyendo el
sacramento del perdón. Es más, se habla en el documento de ciertos signos de
recuperación de este sacramento en la Iglesia y especialmente en muchos
jóvenes y es verdad que los acontecimientos y las celebraciones significativas,
suelen venir acompañadas con una gran afluencia al sacramento del perdón
como una llamada interior del Espíritu Santo a recibir la gracia de la
reconciliación.
Es este tiempo adecuado para hacer especialmente accesible el sacramento de
la penitencia, para tener abiertas y disponibles las capillas penitenciales y los
confesonarios, para valerse de la riqueza litúrgica que se ofrece desde el
Vaticano II en el modo de la celebración sea individual como comunitaria.
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Ya hace unos años san Juan Pablo II nos dejó su preciosa exhortación
Reconciliatio et Poenitentiae que nos da claves preciosas sobre el sacramento de
la reconciliación. En sus páginas se recoge lo que ya era una verdad intuida y
vivida a partir de la renovación del concilio, esto es, resaltar y recuperar su
aspecto medicinal, curativo y no sólo el jurídico o punitivo. En otras palabras,
que más que un tribunal donde se inquiere, se juzga o se castiga este sacramento
sea visto como el lugar de encuentro donde se acoge, se escucha y se sanan las
heridas del pecado. En palabras de san Agustín “Yo quiero curar, no quiero
acusar”. En este sentido, es importante que no sólo los ministros, sino el
conjunto de los fieles ayuden a difundir esta comprensión renovada del
sacramento donde, no sólo se hace presente la justicia divina, sino que ésta es
elevada y enriquecida por su infinita misericordia.
El sacramento de la penitencia es, pues, el lugar privilegiado en el corazón
mismo de la Iglesia para el encuentro entre el hombre herido por el pecado y
Dios rico en misericordia. Es evidente que el perdón que ahí se da depende
exclusiva y absolutamente de la misericordia divina. Pero también es cierto que
Dios, respetuoso siempre de la libertad del hombre, nada quiere hacer sin la
participación y el querer humanos: “eso es lo que espera Dios del hombre
practicar el derecho, amar la bondad y ser humilde ante Él” (Miq 6,8). No se
trata de una condición que Dios pone para perdonar al hombre, sino más bien de
un “permiso”, de una llamada a la puerta del hombre para no violentar su
voluntad, “mira que estoy a la puerta y llamo, si alguien escucha mi voz y abre
la puerta, entraré en su casa” (Ap 3.20).
No obstante no es fácil al hombre actual dar ese paso tal y como nos recuerda
el mismo san Juan Pablo II en el mismo texto:
Al hombre contemporáneo parece que le cuesta más que nunca reconocer los
propios errores y decidir volver sobre sus pasos para reemprender el camino
después de haber rectificado la marcha; parece muy reacio a decir «me
arrepiento» o «lo siento»; parece rechazar instintivamente, y con frecuencia
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irresistiblemente, todo lo que es penitencia en el sentido del sacrificio aceptado
y practicado para la corrección del pecado
Precisamente como una ayuda a esta respuesta del hombre a la oferta
misericordiosa de Dios allí se proponen cuatro catequesis sobre elementos
relacionados con el misterio de la misericordia divina:
- La tentación y el pecado
- La reconciliación y el perdón
- La penitencia y la conversión del corazón
- La conciencia moral y su formación
Sería un instrumento pastoralmente útil la elaboración de un examen de
conciencia completo, claro y actualizado. En él se daría nombre, y esto es muy
importante sobre todo de cara a la confesión, a las distintas situaciones o
acciones morales negativas, ayudando a identificarlas. Si entendemos el
sacramento desde su perspectiva medicinal, nada como una buena descripción y
análisis de los síntomas para una completa curación del mal. Pero además es
interesante que se incluyan elementos y sensibilidades que antes no estaban
presentes en la vida ordinaria, como sucede con algunas adicciones, el uso de las
redes sociales, actitudes discriminatorias, etc. Sería asimismo la ocasión de
presentar de modo correcto las distintas dimensiones de la vida moral (personal
y social, espiritual y material, por acción y por omisión).
Por otro lado, conviene aquí recordar la verdadera naturaleza del sacramento
que, lejos de propiciar una fría rendición de culpas a modo de interrogatorio
judicial, debe entenderse como un encuentro interpersonal basado en el diálogo
franco y sereno. Justamente para garantizar esta comprensión del sacramento es
por lo que es un elemento básico la confesión individual y privada de los
pecados con la seguridad absoluta de su confidencialidad y sigilo que se
garantiza por parte del ministro.
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Salvando la necesidad de la confesión individual, en el resto de los elementos
que constituyen el sacramento, ofrece la liturgia una gran riqueza de formas
celebrativas especialmente en lo que se refiere a las “celebraciones
comunitarias del sacramento de la penitencia”. Este es sin duda unos de los
grandes logros de la renovación conciliar y este Año de la Misericordia es
ocasión propicia para seguir difundiéndolo de modo que sea cada vez más
cotidiano en nuestras parroquias y no sólo en los tiempos fuertes.
Aprovechemos, según cada situación, las múltiples posibilidades que se recogen
en el ritual (elección de lecturas, preparación y examen de conciencia,
penitencia individual o colectiva, etc.) y que ayudan a recuperar la dimensión
eclesial y comunitaria en un sacramento que ha adolecido durante siglos de un
cierto individualismo.
Justamente la penitencia o satisfacción es, según el parecer de muchos, la
parte del sacramento más necesitada de revitalización de modo que deje de ser
entendida como una especie de “precio que se paga por el pecado absuelto”
consistente en el rezo de alguna oración. Sin despreciar en absoluto este modo
tradicional de “cumplir la penitencia”, tenemos, sin embargo, ocasión de
recordar que ésta consiste en “restablecer el equilibrio y la armonía rotos por el
pecado, cambiando de dirección, incluso a costa de sacrificio” en algún aspecto
de la propia vida. Para ello es importante tener en cuenta los siguientes aspectos
fundamentales:
- La penitencia debe ser pedagógica, ayudando así al penitente a
desenmascarar la verdadera naturaleza y gravedad de sus faltas, más allá
de las justificaciones u ofuscaciones que el propio pecado genera y en este
sentido es muy importante la proporcionalidad entre el pecado y la
satisfacción.
- Al mismo tiempo ha de ser medicinal de modo que ayude a sanar al
propio pecador y aquí encuentra su sentido la invitación a la oración. A
todo esto habría que añadir lo que a menudo supone un déficit del modo
23
en que se administra el sacramento de la penitencia y es la ausencia de la
palabra de Dios que podría resolverse en gran medida invitando a leer la
Palabra de Dios como medicina saludable. Podría ser útil, incluso, la
elaboración de un elenco de lecturas bíblicas seleccionadas a tal efecto
tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento o acudir a alguno de
los que ya existen.
- Finalmente la penitencia debería ser satisfactoria de modo que ayude a ese
cambio de dirección aludido y a la reparación en el caso y modo que sea
posible y prudente, del daño causado a otros.
Evidentemente en estos aspectos, tienen una responsabilidad principal los
sacerdotes a los que, por cierto, el papa Francisco invita a sumarse a su iniciativa
de ser enviados como “misioneros de la misericordia” con autoridad de
perdonar también los pecados que están reservados a la Sede Apostólica y
cuya función será, además de la celebración del sacramento de la reconciliación,
el anuncio de la alegría del perdón y de la misericordia a través de misiones
popular y otras iniciativas. No obstante, el propio papa recuerda a los sacerdotes
que esta es misión indeclinable de todo sacerdote y ocasión de crecer en la
disponibilidad al pueblo para el sacramento de la confesión y al mismo tiempo a
buscar ellos mismos el perdón sacramental. Asimismo invita el papa a
participar en la iniciativa “24 horas para el Señor”, durante el viernes y
sábado que anteceden el IV domingo de Cuaresma en las que se conjugue al
mismo tiempo la adoración a Dios en el Sacramento de la Eucaristía y la acogida
de su perdón en el de la Reconciliación.
Perdonar las injurias y sufrir con paciencia los defectos de los demás.
Reconciliación con Dios y con los hermanos
Precisamente hablando de reconciliación es bueno recordar que ésta, fundada
y realizada en el misterio de la Cruz no debe ser entendida exclusivamente en la
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dirección que podríamos denominar vertical, esto es entre Dios y el propio
pecador. Si es verdadera, la reconciliación ha de extenderse a su vez
horizontalmente, esto es de unos para con otros, de modo que una no se entiende
ni concibe sin la otra.
Por tanto si cuando vas a presentar la ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí
mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el alter
y vete a reconciliarte con tu hermano y entonces vuelve a presentar tu ofrenda.
Con el que te pone pleito ponte procura arreglarte enseguida, mientras vais
todavía de camino. (Mt 5,23-24).
El pecado individual genera estructuras de pecado que trascienden a las
personas y dañan y escandalizan a muchos. Por este motivo, el Año Jubilar tenía,
ya en el antiguo Israel, un claro sentido de restauración de la voluntad de Dios
tantas veces herida por los egoísmos y abusos surgidos del pecado de los
hombres. Se trata, por tanto, de aprovechar este año de perdón e indulgencia
para desalojar todo rastro de resentimiento o de rencor que no debería tener
cabida en el corazón de un cristiano, sea entre matrimonios, en las familias,
entre los amigos, en las distintas relaciones humanas. La justicia, como se sabe,
no es incompatible con la misericordia, ni la verdad con el perdón, ni la razón
con la indulgencia. ¡Cuánto daño podemos hacer cuando con un compromiso
eclesial visible y notorio coinciden en nuestra vida situaciones donde triunfa el
rencor, el pleito o el resentimiento a veces incluso con los más cercanos!
La necesidad de superar heridas no se dan solamente en el plano personal,
sino también en el comunitario, institucional y eclesial, tal y como lamentaba el
papa Francisco en su encíclica Evangelii Gaudium: “Dentro del Pueblo de Dios
y en las distintas comunidades ¡cuántas guerras!”. Existen en nuestras
parroquias, entre instituciones, asociaciones o comunidades cuestiones
pendientes, agravios arrastrados en el tiempo, a veces situaciones injustas que
impiden la comunión plena que, para ser verdadera, ha de ser también visible.
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Esta es ocasión propicia sin duda para buscar la reconciliación, derribando
barreras y olvidando ofensas pasadas pero no como mero ejercicio de
voluntarismo, sino confiando en la gracia y la misericordia de Dios que se nos
prometen y ofrecen este año.
Se trata, por tanto, de un tiempo propicio para llevar a la práctica otras dos
obras de misericordia espirituales, perdonar las injurias y sufrir con paciencia
los defectos de los demás mediante la conversión y la reconciliación que a nivel
institucional debe pasar por un análisis de las actitudes, acciones, omisiones a la
luz del carisma o misión originaria de cada uno. También es imprescindible una
revisión a fondo en la relación con otras instituciones, comunidades o realidades
eclesiales para restañar heridas, superar prejuicios, buscar la reconciliación, esto
es para contribuir a la comunión querida por Dios en la Iglesia como expresión
de su amor misericordioso a todos los hombres.
Preguntas
1. ¿Qué frase del texto del papa Francisco te ha llamado más la atención?
2. ¿De qué manera crees que puede lograrse revitalizar el sacramento de
la Reconciliación en la Iglesia?
3. ¿Qué iniciativas podrían ayudar a conseguir una verdadera
reconciliación que haga crecer la comunión de la Iglesia?
26
Tercer Trimestre
PRACTICAR LA MISERICORDIA CON TODOS
Queremos vivir este Año Jubilar a la luz de la palabra del Señor:
Misericordiosos como el Padre. El evangelista refiere la enseñanza de Jesús:
«Sed misericordiosos, como el Padre vuestro es misericordioso» (Lc 6,36). Es un
programa de vida tan comprometedor como rico de alegría y de paz. El
imperativo de Jesús se dirige a cuantos escuchan su voz (cfr Lc 6,27). Para ser
capaces de misericordia, entonces, debemos en primer lugar colocarnos a la
escucha de la Palabra de Dios. Esto significa recuperar el valor del silencio
para meditar la Palabra que se nos dirige. De este modo es posible contemplar
la misericordia de Dios y asumirla como propio estilo de vida.
La peregrinación es un signo peculiar en el Año Santo, porque es imagen del
camino que cada persona realiza en su existencia. La vida es una peregrinación
y el ser humano es viator, un peregrino que recorre su camino hasta alcanzar la
meta anhelada. También para llegar a la Puerta Santa en Roma y en cualquier
otro lugar, cada uno deberá realizar, de acuerdo con las propias fuerzas, una
peregrinación. Esto será un signo del hecho que también la misericordia es una
meta por alcanzar y que requiere compromiso y sacrificio. La peregrinación,
entonces, sea estímulo para la conversión: atravesando la Puerta Santa nos
dejaremos abrazar por la misericordia de Dios y nos comprometeremos a ser
misericordiosos con los demás como el Padre lo es con nosotros.
El Señor Jesús indica las etapas de la peregrinación mediante la cual es
posible alcanzar esta meta: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no
seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará: una medida
buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos.
Porque seréis medidos con la medida que midáis» (Lc 6,37-38). Dice, ante todo,
no juzgar y no condenar. Si no se quiere incurrir en el juicio de Dios, nadie
puede convertirse en el juez del propio hermano. Los hombres ciertamente con
27
sus juicios se detienen en la superficie, mientras el Padre mira el interior.
¡Cuánto mal hacen las palabras cuando están motivadas por sentimientos de
celos y envidia! Hablar mal del propio hermano en su ausencia equivale a
exponerlo al descrédito, a comprometer su reputación y a dejarlo a merced del
chisme. No juzgar y no condenar significa, en positivo, saber percibir lo que de
bueno hay en cada persona y no permitir que deba sufrir por nuestro juicio
parcial y por nuestra presunción de saberlo todo. Sin embargo, esto no es
todavía suficiente para manifestar la misericordia. Jesús pide también perdonar
y dar. Ser instrumentos del perdón, porque hemos sido los primeros en haberlo
recibido de Dios. Ser generosos con todos sabiendo que también Dios dispensa
sobre nosotros su benevolencia con magnanimidad.
Así entonces, misericordiosos como el Padre es el “lema” del Año Santo. En
la misericordia tenemos la prueba de cómo Dios ama. Él da todo sí mismo, por
siempre, gratuitamente y sin pedir nada a cambio. Viene en nuestra ayuda
cuando lo invocamos. Es bello que la oración cotidiana de la Iglesia inicie con
estas palabras: «Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme»
(Sal 70,2). El auxilio que invocamos es ya el primer paso de la misericordia de
Dios hacia nosotros. Él viene a salvarnos de la condición de debilidad en la que
vivimos. Y su auxilio consiste en permitirnos captar su presencia y cercanía. Día
tras día, tocados por su compasión, también nosotros llegaremos a ser
compasivos con todos.
En este Año Santo, podremos realizar la experiencia de abrir el corazón a
cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con
frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea. ¡Cuántas situaciones de
precariedad y sufrimiento existen en el mundo hoy! Cuántas heridas sellan la
carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado
a causa de la indiferencia de los pueblos ricos. En este Jubileo la Iglesia será
llamada a curar aún más estas heridas, a aliviarlas con el óleo de la
consolación, a vendarlas con la misericordia y a curarlas con la solidaridad y la
debida atención. No caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad
que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que
28
destruye. Abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas
de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos
provocados a escuchar su grito de auxilio. Nuestras manos estrechen sus manos,
y acerquémoslos a nosotros para que sientan el calor de nuestra presencia, de
nuestra amistad y de la fraternidad. Que su grito se vuelva el nuestro y juntos
podamos romper la barrera de la indiferencia que suele reinar campante para
esconder la hipocresía y el egoísmo.
Es mi vivo deseo que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre
las obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo para
despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la
pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los
pobres son los privilegiados de la misericordia divina. La predicación de Jesús
nos presenta estas obras de misericordia para que podamos darnos cuenta si
vivimos o no como discípulos suyos. Redescubramos las obras de misericordia
corporales: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al
desnudo, acoger al forastero, asistir los enfermos, visitar a los presos, enterrar a
los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: dar consejo
al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al
triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia las personas molestas, rogar
a Dios por los vivos y por los difuntos.
No podemos escapar a las palabras del Señor y en base a ellas seremos
juzgados: si dimos de comer al hambriento y de beber al sediento. Si acogimos
al extranjero y vestimos al desnudo. Si dedicamos tiempo para acompañar al que
estaba enfermo o prisionero (cfr Mt 25,31-45). Igualmente se nos preguntará si
ayudamos a superar la duda, que hace caer en el miedo y en ocasiones es fuente
de soledad; si fuimos capaces de vencer la ignorancia en la que viven millones
de personas, sobre todo los niños privados de la ayuda necesaria para ser
rescatados de la pobreza; si fuimos capaces de ser cercanos a quien estaba solo
y afligido; si perdonamos a quien nos ofendió y rechazamos cualquier forma de
rencor o de violencia que conduce a la violencia; si tuvimos paciencia siguiendo
el ejemplo de Dios que es tan paciente con nosotros; finalmente, si
29
encomendamos al Señor en la oración nuestros hermanos y hermanas. En cada
uno de estos “más pequeños” está presente Cristo mismo. Su carne se hace de
nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga
para que nosotros los reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado.
No olvidemos las palabras de san Juan de la Cruz: «En el ocaso de nuestras
vidas, seremos juzgados en el amor».
(Misericordiae Vultus, números 13-15)
Se ha hecho ya habitual hablar de “sociedad del bienestar” al referirnos al
modo de vida presente y, en gran medida, es cierto que tanto los avances de la
ciencia y de la técnica como la toma de conciencia de derechos antes ignorados
han logrado paliar muchas de las fuentes de angustia y sufrimiento de otras
épocas. No obstante sigue siendo verdad lo que el papa proclama: “¡Cuántas
situaciones de precariedad y sufrimiento existen en el mundo hoy!”. Hasta ahora
hemos hablado sobre todo de la misericordia que Dios tiene con nosotros,
aunque ya hemos señalado la dimensión horizontal de la misericordia desde la
perspectiva de la reconciliación. Ahora se nos invita a hacerlo también desde la
perspectiva de la compasión tal y como ésta es entendida en la Sagrada Escritura
y en particular en el Evangelio.
Dios, nuestro Padre, es compasivo y misericordioso y siente ternura por
sus fieles que hemos sido elegidos por pura misericordia –miserando atque
eligendo–. Ahora bien, “la misericordia no es sólo el obrar del Padre, sino que
ella se convierte en el criterio para saber quiénes son realmente sus hijos”. De
hecho este es el lema que el papa ha querido para este Año Santo
“misericordiosos como el Padre”, de modo que superando la tentación de la
indiferencia o del cinismo que destruye el amor cristiano, no nos habituemos al
dolor ajeno. Somos invitados, en cambio, a abrir los ojos para mirar las miserias
del mundo, las heridas de tantos hermanos y a escuchar su grito de auxilio. Se
nos recuerda, de este modo, el último gran discurso de Jesús en el evangelio de
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San Mateo en el que casi a modo de testamento nos dice: “cada vez que lo
hicisteis con uno de estos, mis hermanos pequeños, conmigo lo hicisteis”
(25,40).
El papa, desde el principio, quiere llamar la atención sobre el drama de la
pobreza ante el que nuestras conciencias, muchas veces aletargadas, deben
despertar. Así, si escuchamos la predicación de Jesús, entraremos todavía más en
el corazón del Evangelio para darnos cuenta si vivimos o no como discípulos
suyos.
Al respecto, es muy recomendable la lectura del reciente documento de los
obispos españoles Iglesia, servidora de los pobres escrito como respuesta a las
nuevas situaciones de pobreza consecuencia de la actual crisis económica.
Referirse a la totalidad de ámbitos y situaciones en los que la pobreza y el
sufrimiento se hacen dolorosamente presentes en nuestra sociedad es tarea casi
imposible para un plan pastoral como éste. Sin embargo, siguiendo el consejo
del papa, “redescubramos las obras de misericordia corporales”, como
respuesta a las grandes cuestiones y desafíos sociales del tiempo presente.
Conviene recordarlas aludiendo a las nuevos desafíos que, consecuencia del
pecado de los hombres, se oponen al plan de Dios y por lo mismo dañan o
amenazan el bien común de la sociedad.
Dar de comer al hambriento. El desafío de la pobreza y el hambre
1. El desafío de la pobreza y del hambre –dar de comer al hambriento–. Jesús
en su ministerio público, tras su Bautismo en el Jordán, pronunciará su primera
palabra tomándola del profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí porque
Él me ha ungido. Me ha enviado a llevar el evangelio a los pobres, a proclamar a
los cautivos la libertad y a los ciegos la vista; a liberar a los oprimidos, a
proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19; Is 61,1-2). Con toda
intención evita el Señor las palabras de venganza divina que completan la cita
31
del profeta y muestra así la primacía de la misericordia desde el mismo inicio de
su misión. Ungidos como el Señor por su mismo Espíritu, los bautizados
estamos llamados a seguir fielmente sus pasos. De modo que, igual que para Él,
al anuncio de la Buena Noticia a los pobres ha de ser elemento prioritario en la
misión no sólo de la Iglesia, sino de cada cristiano.
Es cierto que la Iglesia, preocupada en todas las épocas por los más
desfavorecidos, se ha sentido llamada a mostrar el rostro samaritano de Jesús a
través de muchas instituciones tanto en la vida diocesana como en la religiosa.
No obstante, no hemos de entender esta labor como limitada a un determinado
sector de la comunidad eclesial, sino que cada cristiano, como nos recuerda el
papa, está llamado a ser “otro Cristo”. Nadie puede sentirse ajeno a la llamada
de mostrar el rostro misericordioso de Dios a los pobres. Como nos recordaba
Benedicto XVI en su primera encíclica, Deus Caritas est: “La naturaleza íntima
de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios
(kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (liturgia) y servicio de la
caridad (diakonia). Son tareas que se implican mutuamente y no pueden
separarse una de otra”. Ante esta llamada que la Iglesia, por fidelidad al Señor,
hace a cada uno de sus hijos, la respuesta suele ser la que encontramos en el
evangelio: “¿Quién es mi prójimo?”, esto es: “¿Quiénes de verdad merecen la
preferencia en la Iglesia? ¿Cómo ayudarles o apoyarles?”. La respuesta, dada
por Jesús en la parábola del Buen Samaritano nos brinda las claves que han de
servirnos de eje para este aspecto fundamental en la vida cristiana. Aquel
samaritano, figura de Jesús, y también de cada cristiano “se compadeció, se
acercó a él y vendó sus heridas”, tres acciones concretas que resumen bien a las
claras el sentido solidario de la parábola:
- Sensibilización: el camino que conduce al encuentro con los pobres debe
partir de la conversión, de la apertura del corazón a quienes sufren la
precariedad y la humillación de la pobreza. Ahora bien, esta toma de
conciencia no se limita al ámbito personal y emotivo, sino que se traduce
32
en la acción concreta de las instituciones dedicadas a la solidaridad en la
Iglesia como Cáritas o Manos Unidas. Éstas, lejos de ser meros
instrumentos de recaudación de fondos para la ayuda concreta juegan un
papel decisivo en la concienciación y sensibilización. Una iniciativa
importante en este Año Santo, para no pasar de largo como el levita de la
parábola, es prestar particular atención en las parroquias y otras
instituciones a la Campaña contra el Hambre de Manos Unidas y a
las campañas e iniciativas llevada a cabo por Cáritas Diocesana.
- Implicación: el sentirse cerca de los pobres, reconocerlos como hermanos
se ha de traducir asimismo en acciones concretas. Es importante, una vez
más el tema de la acogida, sea en las parroquias como en cualquier otro
ámbito de la Iglesia. Evitemos cualquier forma dañina de acepción de
personas que suponga una forma displicente y fría de contacto con los
pobres que llegan en busca de ayuda. De hecho, el texto evangélico
detalla que el samaritano “lo montó en su propia cabalgadura”. Es cierto
que, en muchas ocasiones, no es fácil el trato con los pobres, no
olvidemos que , a menudo, llevan consigo las heridas de la indiferencia, el
maltrato o la humillación. La capacidad de escucharlos o de atenderlos
con la dignidad que merecen hace posible que puedan sentirse en la
Iglesia como en casa propia. Pero hay más: así como hablábamos de este
Año Santo como de una ocasión propicia para la reconciliación, lo ha de
ser también para la justicia. La llamada a la justicia social y al respeto a
los derechos especialmente de los más débiles –al trabajo, a un sueldo
digno, a determinadas condiciones laborales, a la atención sanitaria, al
descanso– y de los deberes sociales, por ejemplo tributarios, se ha de
llevar escrupulosamente a la práctica tanto en el ámbito privado como en
el institucional. Ésta es señal inequívoca de que la misericordia con los
pobres va más allá de la buena intención.
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- Ayuda o atención concreta: es evidente que ante una persona herida y
maltratada, como la de la parábola, lo más urgente, antes incluso de la
denuncia o de la restitución de sus bienes y derechos es curar sus heridas.
Como las llagas del pobre Lázaro, la herida de la pobreza amenaza con
desangrar e infectar el cuerpo completo de la sociedad. Es interesante que
el samaritano atiende, primero personalmente curando las heridas y luego
institucionalmente, llevándolo a la posada y pagando el gasto generado.
No nos deberíamos quedar satisfechos por el hecho de colaborar
económicamente con las instituciones de la Iglesia a favor de los pobres,
con ser esto importante. Una parte de la vida de cada cristiano debería
estar, de una u otra, manera dedicada a la atención a los más
desfavorecidos. Hoy se ha extendido en la Iglesia, quizá más que nunca,
el fenómeno del voluntariado entre jóvenes, adultos y ancianos. En
nuestra diócesis, sea en los distintos lugares de asistencia concreta
(comedores, centros de acogida) como en las ONG’s esta presencia es
creciente y podría ser este Año Santo ocasión propicia para estimular y
dar a conocer estos lugares donde la misericordia de Dios a través de
la acción humana se hace especialmente visible.
Dar de beber al sediento. El desafío de la defensa de la naturaleza
2. El desafío de la defensa de la naturaleza –dar de beber al sediento–: en su
última encíclica Laudato si el papa ha abordado el tema de la defensa del medio
ambiente. Como allí mismo se recuerda se trata de una cuestión novedosa en el
magisterio eclesial y por lo mismo bastante ausente tanto de la reflexión como
de la vida ordinaria de la Iglesia. El papa la plantea, no desde una perspectiva
práctica o desde el mero naturalismo, sino atendiendo a los presupuestos de la fe
y la revelación presentes en la Palabra de Dios. La creación de Dios se ve
amenazada como consecuencia del pecado que rompe el equilibrio del ser
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humano consigo mismo, con Dios, con los demás pero también con el resto de
las criaturas que fueron puestas por Dios bajo la tutela del hombre no para ser
expoliadas sino cuidadas por él como deber sagrado. En la Iglesia es muy
relevante el papel que juega, por ejemplo, el Movimiento Scout Católico a la
hora de ayudar a descubrir en niños y jóvenes a través del misterio de la
naturaleza y el respeto a las criaturas, así como en una concepción antropológica
cristiana, la huella de Dios y la dignidad y el papel del hombre en el mundo.
Llama la atención sobre todo la importancia que tiene el agua como
elemento imprescindible para la vida de los hombres, así como la cuestión de la
contaminación del aire y de la degradación del medio. El compromiso con la
conservación de la naturaleza no ha de ser entendida una moda pasajera sino que
es una exigencia en primer lugar del respeto a la obra creadora de Dios, en
segundo lugar de defensa del bien común y en tercer lugar es una cuestión de
misericordia ya que finalmente las víctimas directas o indirectas de las
agresiones al medio suelen ser los más pobres y desfavorecidos (inundaciones,
contaminaciones tóxicas, perdida de la potabilidad del agua, destrucción
forestal…).
Nos interesa especialmente conocer los principios propuestos en esta
encíclica para contribuir activamente en esta tarea:
- Lo primero, desde luego ha de ser la toma de conciencia personal y
colectiva del tema ecológico en la Iglesia de modo que deje de ser una
cuestión “exótica” en la vida de la Iglesia, sino que entre naturalmente en
su enseñanza, catequesis y educación.
- En segundo lugar la superación del paulatino alejamiento de la naturaleza
cada vez más evidente como consecuencia de la primacía de lo
tecnocrático. Las nuevas generaciones desconocen el misterio de la
naturaleza en una vida cada vez más urbana, dado el declive de lo rural y
la fascinación por las novedades tecnológicas –móviles, internet, etc–.
Quizá sería interesante aprovechar esta llamada del papa para recuperar
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las actividades pastorales en el ámbito natural como campamentos,
peregrinaciones, convivencias o retiros.
- Una tercera iniciativa muy importante se refiere a la apuesta por otro
estilo de vida menos individualista y dominado por el consumismo e
indiferente al respeto al bien natural. Se trataría de valerse de los medios
técnicos con moderación, de no derrochar lo que no es preciso, en especial
el agua, de no dañar el medio ambiente siendo cuidadoso con el destino
de los residuos y basuras. En definitiva una cierta misericordia ecológica
que cuida y se preocupa de algo tan indefenso y vulnerable como la
naturaleza.
Vestir al desnudo. El desafío de los marginados
3. El desafío de los marginados –vestir al desnudo–. El papa está llamando la
atención sobre lo que él llama la peligrosa “sociedad del descarte” en la que se
ha logrado un nivel y calidad de vida impensable en otros tiempos, pero sólo
para una minoría, incluso en un aparente “estado de bienestar” que alcanza a la
mayoría de la población, por la que se paga un alto precio, pues muchos, como
el herido de la parábola, quedan al borde del camino del progreso, descartados
sea por razones de orden natural (ancianos, dependientes) o social (adictos,
inadaptados, sin techo) llegando incluso a aberraciones evidentes (aborto,
eutanasia). La triste realidad oculta es que a quienes no pueden seguir el ritmo
del “progreso” se les deja caer, se les descarta con indiferencia. Pero la palabra
de Jesús es clara al respecto. Para el cristiano el “pasar de largo”, el “sálvese
quien pueda” es inaceptable de modo que es preferible ralentizar el ritmo de
progreso a dejar que haya quienes queden marginados por él.
En nuestra sociedad, no obstante, hay signos de esperanza que se hacen
visibles en tantas iniciativas e instituciones dedicadas a atender y ayudar
reincorporar a estos hermanos nuestros que deben ocupar el lugar de privilegio
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en el corazón de la Iglesia. Una iniciativa pastoral muy oportuna es promover la
implicación de cada vez más cristianos en cada una de estas iniciativas
(defensa del derecho a la vida y la dignidad de los más débiles, protección de
disminuidos psíquicos, ayudas a dependientes, acompañamiento de ancianos,
recuperación de enfermos o de personas con alguna adicción…).
Acoger al forastero. El desafío de la inmigración
4. El desafío de la inmigración –acoger al forastero– es un tema
absolutamente candente en nuestro tiempo y en nuestro mundo. El tema de la
inmigración desde lugares sometidos a la pobreza y a la violencia extremas en
busca del bienestar y la seguridad de la sociedad occidental está teniendo
consecuencias que el papa no ha dudado en calificar de “vergonzosas”. Más allá
de análisis sociológicos o políticos que aquí no corresponden, podemos afirmar
que el caudal incesante de sufrimiento, humillación, o violencia generado por el
fenómeno de la inmigración es también consecuencia en última instancia del
pecado de los hombres, del egoísmo, de la avaricia, del odio, etc.
Como ante el hambre en el mundo o la cuestión ecológica, no está en nuestras
manos la solución de este drama de alcance internacional. Sí lo está, sin
embargo, y además como exigencia de la misericordia, el sentirnos afectados por
las consecuencias de esta realidad, cada día más presente entre nosotros.
En general nos cuesta mucho acoger y aceptar a que es extraño, y sin
embargo, ésta es una actitud irrenunciable del evangelio. De hecho, el que
atiende al herido de la parábola es un samaritano que, como tal, pertenece a otro
pueblo y otra religión. En este sentido la Iglesia no se conforma con llamarnos a
superar cualquier forma de xenofobia, incompatible con nuestro ser cristiano
y especialmente católico (es decir, universal), sino incluso a superar el mero
respeto pasivo y desconfiado para, en la medida en que nos sea posible,
colaborar en una integración activa.
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Ciertamente, como para cualquier ser humano, lo cultural tiene un peso
grande en nuestra vida, pero para un cristiano por encima ha de estar el
Evangelio. Cualquier acepción de personas, en el trato ordinario, como en la
vida laboral o escolar y más aún en la vida eclesial, supone una contradicción y
un escándalo. Adquiramos en este Año Santo de la misericordia el compromiso
de desterrar cualquier forma de discriminación, desprecio o desconfianza a
quienes viniendo de lejos, como la Sagrada Familia en Belén, piden lugar en
nuestra posada.
Asistir al enfermo. El desafío de la enfermedad
5. El desafío de la enfermedad –asistir a los enfermos –. La asistencia a los
enfermos, el “curar sus heridas” es una llamada permanente al corazón de cada
ser humano que se convierte en prioritario desde la fe cristiana. La enfermedad
nos hace experimentar la vulnerabilidad de la propia vida, su finitud y nos hace
salir del sueño de la autosuficiencia para reconocer la dependencia que tenemos
de los otros. Por todo ello y porque suele ir acompañada del dolor, la
enfermedad es lugar privilegiado de misericordia. Hoy, gracias a Dios, los
medios técnicos y la universalización de la salud pública han hecho que la
Iglesia no tenga, como antaño, que asumir en exclusiva esta actividad. No
obstante, si hay un lugar donde el cristiano tiene siempre accesible el ejercicio
de la misericordia es el de la enfermedad, en las casas o en los hospitales,
visitando, curando, consolando en el dolor, alentando la esperanza o
asistiéndolos con los sacramentos.
En cada vez más parroquias se van constituyendo grupos de visita a los
enfermos que extienden una tarea que antes realizaban los párrocos, muchas
veces solos. Otra iniciativa posible para este Año de la Misericordia es afianzar
e incorporar nuevos miembros, o instaurar en aquellas parroquias que no lo
poseen, este ministerio de visita y asistencia a los enfermos. Es bueno
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recordar que el patrono de la Diócesis, San Juan Grande dedicó toda su vida a
practicar la misericordia en el cuidado de los enfermos y junto a ellos descansan
sus reliquias, cerca de los hermanos de san Juan de Dios. Precisamente el
Santuario Diocesano, es lugar propicio para encontrarse con este testigo de
la misericordia y, siguiendo su ejemplo, una llamada a nuestra diócesis a
descubrir en cada enfermo el rostro y la presencia misteriosa de Cristo Redentor.
Visitar a los encarcelados. El desafío de la delincuencia
6. El desafío de la delincuencia –visitar a los encarcelados–. La pastoral
penitenciaria no es en absoluto una actividad fácil ni accesible a todos. Sin
embargo, resuena la palabra del profeta en relación al ayuno que Dios quiere:
“soltar las cadenas injustas, desatar los lazos del yugo, dejar en libertad a los
oprimidos y romper todos los yugos” (Is 58,6).
En otras épocas, por no estar garantizados ni el estado de derecho ni las
libertades individuales, junto a delincuentes comunes convivían presos por
razones ideológicas, religiosas o morales. Hoy, aún con las limitaciones de la
justicia humana, quienes se encuentran privados de libertad en la cárcel, deben
estarlo como consecuencia de su comportamiento contrario a las leyes y dañino
a la sociedad. Pero en una sociedad donde el perdón, como ya vimos, es una
palabra cada vez más ajena y más aún el pecado, la pastoral penitenciaria
recuerda que “allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20) y
que la misericordia de Dios es infinitamente mayor que la multitud y la
gravedad de los pecados de los hombres. Como recuerda el papa: “El Jubileo
siempre ha sido la ocasión de una gran amnistía, destinada a hacer partícipes a
muchas personas que, incluso mereciendo una pena, sin embargo han tomado
conciencia de la injusticia cometida y desean sinceramente integrarse de nuevo
en la sociedad dando su contribución honesta. Que a todos ellos llegue
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realmente la misericordia del Padre que quiere estar cerca de quien más necesita
de su perdón” (Carta con motivo del Jubileo de la Misericordia).
Es esta regeneración espiritual, que proviene de sentirse amado y perdonado
por Dios de modo incondicional, la que garantiza una verdadera y permanente
reinserción social. Y como sucede con el mundo de la enfermedad, éste es
también lugar privilegiado, aún en su evidente dificultad, para que se haga
manifiesta la grandeza de la misericordia divina.
Como iniciativa concreta podría constituirse, con aquellos que se sientan
llamados por el Señor para esta tarea, un grupo de laicos que puedan
acompañar a los sacerdotes y religiosos que habitualmente desarrollan esta
misión para que quienes se hallan encarcelados reciban el testimonio de fe y el
aliento de la oración de seglares que pueden enriquecerlos con su testimonio de
vida y de misericordia.
Como en el caso de los inmigrantes, de los marginados, de los sin techo… es
imprescindible, también aquí, caminar por la senda de la integración, evitando
cualquier forma de estigmatización, por desgracia frecuente frente a quienes han
salido de la cárcel. No se puede obviar el daño que estas personas arrastran, no
sólo como consecuencia del pecado, a veces muy grave, sino a menudo
provocada por una degradación social y familiar incluso previa. En cualquier
caso, la solución de esas profundas heridas que dificultan la reinserción no son
ni el rechazo, ni la sospecha, sino más bien la confianza y la cercanía fraterna.
Enterrar, consolar y orar. El desafío de la muerte
7. El desafío de la muerte –enterrar a los muertos y consolar al triste–. La
sepultura de los que han muerto es, desde antiguo, considerada una obra de
humanidad y de misericordia por cuanto expresa el respeto debido al último
resto que queda de una persona en este mundo. Hoy, afortunadamente, no es
preciso preocuparse de la suerte material de los restos de los que han muerto
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como sí lo era en otras épocas en las que esta necesidad daría lugar incluso al
nacimiento de muchas hermandades y cofradías. No podemos, sin embargo,
olvidar el consejo del Santo Padre: “La indulgencia jubilar, por último, se puede
ganar también para los difuntos. A ellos estamos unidos por el testimonio de fe y
caridad que nos dejaron. De igual modo que los recordamos en la celebración
eucarística, también podemos, en el gran misterio de la comunión de los santos,
rezar por ellos para que el rostro misericordioso del Padre los libere de todo
residuo de culpa y pueda abrazarlos en la bienaventuranza que no tiene fin”
(Carta con motivo del Año de la Misericordia).
Este último desafío pastoral conjuga una obra de misericordia corporal –
enterrar a los muertos– y otra espiritual –consolar al triste–. La muerte, situación
límite y absoluta para el hombre, puede considerarse la experiencia más decisiva
de su vida y, a la vez, como consecuencia del pecado, es un momento
especialmente dramático y oscuro. En ella, el ser humano sufre el desgarro más
radical, acompañado en muchas ocasiones del dolor, de la angustia y de la
soledad radical. Por tanto, el lugar en que la misericordia divina juega su papel
definitivo es la muerte del hombre.
La llamada a “consolar al triste” se convierte aquí en una exigencia de la
misericordia y esto en una doble perspectiva:
- Acompañamiento de los agonizantes. En un mundo cada vez más
individualista no es nada infrecuente que haya personas que mueran, bien
en su casa, bien en los hospitales, completamente solas. Por eso, aún
cuando está en relación con la pastoral de enfermos, merece la pena la
referencia a esta posibilidad pastoral. Es también importante recuperar el
sacramento de la unción de enfermos, está dotado de gracias decisivas
para este momento, aunque, venturosamente, ha perdido ya su condición
de “extremaunción”. No cabe duda que sería importante la superación de
un pudor que puede llegar a convertirse en negligencia, ofreciendo con
delicadeza y valentía este sacramento, como un auxilio del Señor en la
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enfermedad y el peligro, invitando a participar además a la familia en esta
celebración como la Iglesia recomienda.
- Acompañamiento de las familias. Para quienes pierden un ser querido, la
experiencia supone un golpe psicológico pero también espiritual.
Justamente por lo decisivo del momento, por la obligada referencia a la
trascendencia y al valor decisivo de la vida, éste es un lugar pastoralmente
determinante. Ante la muerte, las personas se plantean cuestiones antes
inexistentes para ellos y se sumergen en el misterio pero también pueden
sucumbir a la desesperación por el dolor de la pérdida. Hoy en día, sobre
todo en las poblaciones más grandes, la muerte suele suceder fuera de la
casa –en el hospital– y lo mismo sucede con el velatorio o las exequias –
en el tanatorio–, lo que puede llegar a ser un hándicap para la pastoral, se
salva con la atención, la oración y la compañía a la familia por parte
del párroco y la comunidad parroquial en el mismo tanatorio. Aun
respetando la intimidad tanto personal como familiar que es sagrada en
estos casos, siempre es posible ofrecer una oración por los difuntos y sus
familiares en los tiempos de vela cumpliendo así la última obra de
misericordia: orar por los vivos y por los difuntos.
Preguntas
1. ¿Qué frase del texto del papa Francisco te ha llamado más la atención?
2. ¿Qué signos concretos podrían hacer más visible el rostro samaritano
de la Iglesia con los pobres y los que sufren?
3. ¿En qué campos de los citados como lugares de ejercicio de las obras
de misericordia corporales crees que podría hacerse más presente la
Iglesia?
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DOCUMENTOS
- Bula de Convocación del Jubileo Extraordinario de la Misericordia,
Misericordiae Vultus (11-04-2015)
- Carta Encíclica de S. Juan Pablo II sobre la misericordia divina, Dives in
Misericordia (30-11-1980)
- Exhortación Apostólica post-sinodal de S. Juan Pablo II sobre la
reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia hoy, Reconciliatio
et Paenitentia (2-12-1984)
- Instrucción Pastoral de la CV Asamblea Plenaria de la Conferencia
Episcopal Española, Iglesia, servidora de los pobres (24-04-2015)
- Carta del papa Francisco con la que se concede la indulgencia con ocasión
del Jubileo extraordinario de la Misericordia (1-09-2015)
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ANEXO. LAS OBRAS DE MISERICORDIA
Hay catorce obras de misericordia: siete corporales y siete espirituales.
Obras de misericordia corporales: 1) Visitar a los enfermos2) Dar de comer al hambriento3) Dar de beber al sediento4) Dar posada al peregrino5) Vestir al desnudo6) Visitar a los presos7) Enterrar a los difuntos
Obras de misericordia espirituales: 1) Enseñar al que no sabe2) Dar buen consejo al que lo necesita3) Corregir al que se equivoca4) Perdonar al que nos ofende5) Consolar al triste6) Sufrir con paciencia los defectos del prójimo7) Rezar a Dios por los vivos y por los difuntos.
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ANEXO II. PARA LA CONFESIÓN
El pasado año, el papa Francisco obsequió a los fieles en la Plaza de San
Pedro un folleto especial por Cuaresma titulado “Custodia el corazón”, que fue
entregado por varios indigentes de Roma. En él se encuentra un examen de
conciencia de treinta preguntas para hacer una buena confesión, así como una
breve explicación sobre las razones para acudir al sacramento.
¿Por qué confesarse?
¡Porque somos pecadores! Es decir, pensamos y actuamos de modo contrario
al Evangelio. Quien dice estar sin pecado es un mentiroso o un ciego. En el
sacramento el Padre perdona siempre a sus hijos, que a pesar de haber negado su
identidad, confiesan al mismo tiempo sus pecados y la misericordia de Dios. Y
puesto que el pecado de cada uno daña al cuerpo de Cristo que es la Iglesia, el
sacramento tiene también como efecto la reconciliación con los hermanos.
¿Cómo confesarse?
No siempre es fácil confesarse: no se sabe qué decir, se piensa que no es
necesario dirigirse al sacerdote… Tampoco es fácil confesarse bien: hoy como
ayer, la dificultad más grande es la exigencia de orientar de nuevo nuestros
pensamientos, palabras y acciones que culpablemente están lejos del evangelio.
Es necesario un camino de auténtica conversión, que conlleva la liberación
del pecado, y la elección del bien enseñado por el Evangelio de Jesús.
Para una buena celebración del sacramento de la Penitencia el camino
comienza por el examen de conciencia que es escuchar la voz de Dios, después
el arrepentimiento y el propósito de enmienda. Decir los pecados al confesor es
invocar la misericordia divina que se nos concede gratuitamente mediante la
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absolución y la satisfacción es cumplir la penitencia con la alabanza a Dios por
el perdón recibido y una vida renovada.
¿Qué confesar?
«El que quiere obtener la reconciliación con Dios y con la Iglesia debe
confesar al sacerdote todos los pecados graves que no ha confesado aún y de los
que se acuerde tras examinar cuidadosamente su conciencia. Sin ser necesaria
de suyo, la confesión de las faltas veniales está recomendada vivamente por la
Iglesia» (Catecismo 1493).
Examen de conciencia
En relación a Dios
- ¿Me dirijo a Dios sólo cuando lo necesito?
- ¿Participo en Misa los domingos y días de fiesta?
- ¿Comienzo y termino mi jornada con la oración?
- ¿Uso en vano el nombre de Dios, de la Santa Hostia, de la Virgen, de los
Santos?
- ¿Me he avergonzado de mostrarme católico?
- ¿Qué hago para crecer espiritualmente? ¿cómo? ¿cuándo?
- ¿Me revelo contra los planes de Dios? ¿Pretendo que Él haga mi
voluntad?
En relación al prójimo
- ¿Sé perdonar, compadecerme y ayudar al prójimo?
- ¿Juzgo a los demás sin piedad con mis pensamientos y palabras?
- ¿He calumniado, robado, despreciado a los humildes y a los indefensos?
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- ¿Juzgo sin piedad tanto de pensamiento como con palabras?
- ¿Soy envidioso, colérico o parcial?
- ¿Me preocupo de los pobres y de los enfermos?
- ¿Soy honrado y justo con todos o alimento la “cultura del descarte”?
- ¿Incito a otros a hacer el mal?
- ¿Observo la moral sexual y familiar que enseña el Evangelio?
- ¿Cómo cumplo mi responsabilidad en la educación de los jóvenes?
- ¿Honro y respeto a mis padres?
- ¿He rechazado la vida recién concebida? ¿He ayudado a hacerlo?
- ¿Respeto el medio ambiente?
En relación a mí mismo
- ¿Soy un poco tibio, demasiado mundano o poco creyente?
- ¿Me he excedido en el comer, beber, fumar o en mis diversiones?
- ¿Me preocupo demasiado de mi salud física, de mis bienes?
- ¿Cómo utilizo mi tiempo? ¿Soy perezoso?
- ¿Quiero sólo ser servido?
- ¿Amo y cultivo la pureza de corazón, de pensamientos y de acciones?
- ¿Planeo venganzas, alimento rencores?
- ¿Soy manso, humilde, y constructor de paz?
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