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3LaberintoDePasiones

Date post: 04-Jan-2016
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Los Reyes Normandos 03jean plaidy
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Jean Plaidy Jean Plaidy SAGA AGA N NORMANDA ORMANDA , 3 , 3 LABERINTO DE LABERINTO DE PASIONES PASIONES
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Jean PlaidyJean Plaidy

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LABERINTO DELABERINTO DE PASIONESPASIONES

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ÍNDICE

Árbol Genealógico. .Error: Reference source not foundLABERINTO DE PASIONES

El rey decide casarse 4La boda y la coronación 18En la alcoba imperial 34Los ojos del poeta 38El juramento de lealtad a Matilde 50Esposa a la fuerza 68Los amantes 80Un empacho de lampreas 93Hugo Bigod 107La misteriosa dolencia del rey 114La transformación de la reina 125La canción del trovador 131El triunfo de Matilde 136El prisionero de Matilde 149La huida de Londres 163El cortejo fúnebre 173Huida a través del hielo 178Las separaciones 187El último encuentro 196El fin de una época 202

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA......................................205

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JEAN PLAIDY LABERINTO DE PASIONES

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El rey decide casarse

«Un rey no puede tener demasiados hijos salvo que sean bastardos —pensó Enrique—. Sólo con los legítimos tiene que ser mesurado. Demasiados hijos legítimos pueden provocar conflictos, tal como ha ocurrido en mi familia. En cambio, a los bastardos uno puede regalarles castillos y concederles honores y títulos, con los cuales alardearán toda la vida de su real parentesco y serán leales, pues un hombre siempre es fiel a aquello de lo que se enorgullece. Aun así, a un rey le conviene tener más de un hijo legítimo, pues gran desgracia sería para él perder a su único heredero.»

Esa era precisamente la desgracia que le había acontecido a él, el rey Enrique I de Inglaterra. Desde la muerte de su único hijo legítimo se había vuelto tremendamente irascible mientras que, antes de la tragedia, era conocido como un hombre justo, a pesar de sus crueldades y de sus ocasionales estallidos de cólera.

Nadie era capaz de calmarlo con tanta facilidad como su sobrino Esteban, del cual se rumoreaba que podría ser nombrado heredero.

El apuesto joven era de natural amable y trataba a todo el mundo con benevolencia, tanto si ello podía reportarle un beneficio como si no.

Desde la muerte de su esposa acaecida dos años antes, Enrique I de Inglaterra buscaba solaz en los animales salvajes y las mujeres, cosas ambas que siempre le habían deparado un gran placer y permitían que en su real mesa se sirvieran los mejores venados y jabalíes y que su lecho lo ocuparan las damas más deseables de Inglaterra.

La causa de su desazón y de su cambio de carácter había sido el reciente fallecimiento de su hijo Guillermo a bordo del malhadado Barco Blanco, embarrancado en aguas de Barfleur cuando se disponía a cruzar el canal desde Normandía a Inglaterra. Con él se habían ahogado también una hija y un hijo bastardos del rey.

A sus cincuenta y dos años, Enrique, amo y señor de Inglaterra y Normandía, era viudo y no tenía ningún hijo varón que pudiera heredar el trono.

El rey era amante del orden y algunos decían incluso que habría tenido que ser escribano, hasta el extremo de que los franceses lo llamaban Henri Beauclerc1. Amaba el conocimiento y favorecía a los eruditos. Aunque todavía no tenía intención de morir, deseaba con toda su alma asegurar la sucesión al trono tal como había hecho su padre Guillermo el Conquistador.

No podría estar tranquilo hasta que tomara una determinación, aunque a menudo olvidaba sus cuitas en medio del ejercicio de la caza o de los favores de la señora de algún castillo. Pero con las primeras luces del día, la preocupación hacía nuevamente presa en él: tenía cincuenta y

1 Beauclerc: En francés, literalmente «buen escribano». (N. de la T.)

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dos años y ningún hijo legítimo para sucederlo en el trono.Una de sus mayores distracciones consistía en repasar

personalmente las cuentas de su casa, siempre y cuando no tuviera que trasladarse a Normandía para aplastar alguna revuelta de los barones de allí. Mientras viviera su sobrino Guillermo, llamado el Clito, hijo de su hermano Roberto, muchos se congregarían en torno a él e intentarían arrebatarle Normandía. Esto era algo que aceptaba, aunque también le exacerbaba más de lo que podía soportar. Su esposa sólo le había dado dos descendientes, una hija y un hijo, y después de años de esterilidad, había muerto; su único hijo varón había perecido ahogado y él, Enrique, que siempre había procurado tenerlo todo previsto, se dio de bruces con la cruel realidad de que los planes que tan cuidadosamente había ideado, habían fracasado.

Los números de las cuentas danzaban ante sus ojos. Vio que el canciller de los capellanes había recibido su tarta de frutas, su medida de vino, su gruesa vela de cera, cuarenta cabos de vela y cinco chelines al día. Los vigilantes sólo recibían cuatro velas, comida y medio penique diario. Todos los miembros de su casa, desde los cancilleres, que eran los que estaban al frente de toda la administración, hasta los más humildes servidores, habían recibido su paga y las cuentas cuadraban a la perfección, de modo que no tenía nada de qué lamentarse.

Apartó a un lado las cuentas y le ordenó a uno de sus pajes que fuera en busca de su sobrino Esteban.

Esteban acudió inmediatamente a su llamada. Aunque nadie osaba jamás hacer esperar al rey, durante las últimas semanas todos procuraban actuar incluso con mayor prontitud, pues él parecía dispuesto a montar en cólera ante el menor contratiempo, lo cual provocaba terror en sus criados.

El rey pareció tranquilizarse al ver a su sobrino, hijo de su hermana preferida Adela, casada con Esteban de Blois y siempre dispuesta a hacerle un favor a cambio de que él, a su vez, favoreciera a su hijo. Y él lo había favorecido a manos llenas, regalándole tierras y dándole por esposa nada menos que a la sobrina de su difunta esposa Matilde. Desde la muerte del hijo del rey, Esteban no se apartaba ni un solo momento de su lado y nadie se habría sorprendido si el soberano lo hubiera nombrado heredero.

Enrique contempló con afecto a su apuesto sobrino.—Siéntate, Esteban —le dijo.Esteban inclinó la cabeza y se sentó en un escabel al lado del rey.—Estoy muy afligido —dijo Enrique.—Habéis sufrido muchos quebrantos —replicó Esteban en voz baja.—Es cierto. Sueño continuamente con el Barco Blanco, no puedo

olvidarlo, Esteban. Era un barco precioso, el mejor de mi flota. Oigo los gritos de los desventurados…

—Todavía es muy pronto, señor. Ya os serenaréis más adelante.—Es posible, pero no puedo por menos que preguntarme qué he

hecho yo para que Dios me tenga tan abandonado.—Habéis sido un rey bueno y justo, señor. Dios os lo tendrá en

cuenta.—Pues entonces, ¿por qué se ha llevado a mi único hijo?

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—Sus caminos son misteriosos —contestó Esteban, tratando de reprimir el temblor de su voz. ¿Sería él acaso el elegido? ¿Sería por eso que había muerto Guillermo, para no entorpecerle el camino que conducía al trono?

—Muy misteriosos en efecto —dijo el rey—. Durante años la reina fue estéril. ¿Por qué no pude tener hijos con ella? Otras podían darme hijos. ¿Por qué no la reina?

—La reina estaba enferma, señor. Mientras gozó de buena salud os dio dos hijos espléndidos, Guillermo y Matilde…

Esteban recordó a Matilde; hacía más de seis años que no la veía, desde que se casara con el emperador de Alemania, pero jamás la había olvidado. Si hubiera podido casarse con ella… Pero el tercer hijo del conde de Blois jamás habría podido contraer matrimonio con la hija del rey de Inglaterra. Si ella no estuviera casada ahora que el único hijo y heredero del rey había muerto, tal vez Enrique le hubiera concedido la mano de Matilde. Se preguntaba a menudo cómo debía de ser su vida al lado de un anciano emperador que le llevaba cuarenta años.

Recordaba con todo detalle sus encuentros con ella. La pasión jamás los había arrastrado a rebasar ciertos límites, pues hubiera sido demasiado arriesgado y Matilde estaba deseando convertirse en emperatriz y ambicionaba el poder más que el amor. ¿Y si él la hubiera dejado preñada? Ya se imaginaba la cólera del rey. Matilde significaba una alianza con Alemania contra Francia, y el emperador no habría querido que su joven esposa de doce años le ofreciera un hijo engendrado antes de su casamiento con él.

Esteban tembló sólo de pensarlo. La justicia del rey era veloz e implacable. Ni siquiera su sobrino favorito se habría salvado de ella. Ya podía verse prisionero de por vida; quizá incluso le habrían arrancado los ojos como compensación por la perdida virginidad de Matilde.

Pero se había librado del desastre. Él y Matilde se habían limitado a suspirar el uno por el otro y a hacer el amor con la mirada y las palabras. Pero por apasionada que fuera Matilde no quería perder la corona de emperatriz, del mismo modo que Esteban no quería perder sus ojos.

—Ahora Matilde es emperatriz —dijo el rey—, pero, si no estuviera en Alemania y no fuera la esposa del emperador, sería la heredera del trono de Inglaterra.

—Una mujer… —dijo Esteban.—Sí, una mujer.—¿Podría una mujer mantener unido un país como éste? ¿Podría

gobernar Normandía?—Matilde, sí —contestó el rey.—Matilde, sí —repitió Esteban como un eco.—Siempre pensé —añadió Enrique, cerrando los ojos mientras en su

rostro se dibujaba una mueca de amargura e irritación—, que Matilde debería haber nacido varón.

—Tiene mucho temple, señor.—Guillermo era un joven extraordinario, aunque tal vez un poco

débil de carácter —dijo el rey—. Me recordaba a mi hermano Ricardo, a quien todo el mundo apreciaba. Guillermo era así, Esteban, y como él, también murió. A veces pienso que algunos hombres son demasiado

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buenos para este mundo.—Es posible, señor. Pero Guillermo era también un buen soldado.—Como Ricardo. Mi padre tenía depositadas todas sus esperanzas en

él y creo que era su preferido.—Si vuestro padre hubiera vivido más años —dijo Esteban—, vos

habríais sido su preferido. Ojalá el Conquistador hubiera vivido para ver vuestra grandeza, señor.

—He hecho todo lo que he podido… a menudo con grandes dificultades.

—Sois un gran rey, señor, y nadie se os puede comparar, salvo el propio Conquistador.

—Ninguno de nosotros puede rivalizar con él, Esteban.—No, señor, para él las conquistas eran su única razón de ser, el

único sentido de su vida, aunque las batallas no enriquecen la existencia de un hombre. Los ejercicios de la mente son mucho más provechosos. Vos, señor, habéis asombrado al mundo con vuestra erudición, habéis sido muy generoso y habéis proporcionado placer a muchas personas, y el afecto, señor, es algo mucho más valioso que la guerra.

Enrique miró a su sobrino con benevolencia. Esteban era un gran consuelo para él. Se preguntaba a menudo si Dios lo habría querido castigar por aquella lascivia que el joven Esteban calificaba de «generosidad».

—Esteban —le dijo a su sobrino—, me alegro de tenerte a mi lado en estas horas tan amargas. Los reyes no pueden entregarse al duelo tal como pueden hacer los hombres de humilde condición.

—Muy cierto, señor.—Cuando un rey se queda sin heredero, forzosamente tiene que

forjar un plan.—Tenéis una hija legítima, señor.—¡Matilde, la emperatriz! No, Esteban, ella no podría ser reina de

Inglaterra y esposa del emperador al mismo tiempo. Muchos temerían que Alemania quisiera apoderarse de Inglaterra y someterla a vasallaje. No, Matilde es la emperatriz de Alemania.

—¿Lamentáis su boda, señor?El rey dudó un instante antes de contestar.—Como bien sabes, Esteban, fue algo muy beneficioso para mí. Al

rey de Francia le sentó muy mal esa boda, lo cual significa que debió de ser buena para mí. Y, sin embargo, si no la hubiera concertado, ahora mi hija estaría aquí y te juro por todos los santos, Esteban, que la habría educado para que gobernara este país y fuera mi heredera.

—Pero, tal como vos mismo decís, ya es demasiado tarde. Ella es la emperatriz.

—Eso es precisamente lo que me ha inducido a tomar una decisión, Esteban.

El joven evitó mirar a su tío, pues temía que la emoción lo traicionara.

El momento había llegado, estaba seguro de ello. El rey le iba a decir que, en su calidad de hijo de su hermana preferida y valeroso soldado que había combatido a sus órdenes en Normandía y siempre se había mostrado dispuesto a satisfacer la voluntad del rey, iba a nombrarlo su

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heredero.Sería el momento más grande de su vida. «¿Por qué no puedo ser yo

el rey de Inglaterra? —se preguntó—. ¿Acaso no soy nieto del Conquistador?» De los tres hijos que habían sobrevivido al gran Guillermo, Rufo había muerto, Roberto, duque de Normandía, era prisionero de su hermano Enrique y el propio Enrique tenía cincuenta y dos años y carecía de heredero varón.

Le pareció que ya tenía la corona en sus manos. El destino había casado a Matilde con el emperador de Alemania, lo cual impedía que la joven se convirtiera en reina de Inglaterra (además, ¿cómo reaccionaría el pueblo si tuviera que ser regido por una mujer?). Guillermo había muerto en el hundimiento del Barco Blanco. Él, Esteban, había sido enviado a muy temprana edad a la corte inglesa y gozaba del favor del rey. Ya casi podía sentir el peso de la corona sobre su cabeza.

El tiempo pareció detenerse mientras los pensamientos se arremolinaban en su mente.

—Sí, he pensado mucho en esta cuestión —dijo el rey—. Es un paso muy delicado, pero ya no soy muy joven, Esteban. He vivido cincuenta y dos inviernos. Sé que es una buena edad y estoy en la plenitud de mis fuerzas, pero debo pensar en el futuro. Un reino sin heredero no tiene por menos que ser inestable. Antes de que yo muera, el pueblo ha de saber que hay alguien que seguirá mi huella. Confío en ti, Esteban. Has demostrado ser un buen amigo para mí y para este país.

—Mi señor, os serviré a vos y a este país toda mi vida.—Lo sé, Esteban. Si tuviera una esposa y ésta esperara un hijo mío,

aún tardaría un año en tenerlo, y para entonces yo tendría cincuenta y tres años.

Esteban asintió con la cabeza.—Sois muy prudente, señor. Siempre he admirado vuestro amor a la

verdad. Siempre habéis contemplado los acontecimientos cara a cara y sin temor. Admiro esta cualidad vuestra, y trataré de emularos siempre.

—Por eso —dijo el rey— he decidido volver a casarme y lo haré sin pérdida de tiempo. Tengo que dejar preñada sin tardanza a mi nueva esposa.

Esteban se quedó sin habla y, por una vez, no supo qué decir.—Sí, me casaré enseguida —añadió el rey sin percatarse de la

decepción de su sobrino—. El reino necesita un heredero. Cuando nazca mi hijo, jurarás por las reliquias de los santos ser su defensor en caso de que yo muera antes de que él haya alcanzado la edad de poder defenderse por sí solo. Sé que lo harás de todos modos, pero necesitaré tu juramento… y el de todos los que me sirven. Sí, Esteban, ya lo he decidido. No me queda más remedio que tomar esposa.

Esteban inclinó en silencio la cabeza. Sus esperanzas se habían hecho añicos y su mayor ambición no había sido más que un sueño.

Esteban cubrió a caballo la distancia entre Westminster y la Torre Real, el soberbio palacio que Enrique le había regalado en ocasión de su boda. En el Chepe los mercaderes lo reconocieron y se inclinaron a su paso. Sabía que muchos le consideraban el futuro rey, por cuyo motivo

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las mujeres no solían negarle sus favores.Pasó por delante de unas casas de madera con techumbre de paja

hasta llegar a la gran fortaleza de piedra que se levantaba entre el Chepe y Watling Street; era un espléndido palacio, pero en modo alguno la residencia de un rey, pensó con amargura.

Su esposa se encontraba bordando con sus damas en la solana. Le miró con una sonrisa y lo mismo hicieron sus damas, algunas de las cuales habían mantenido relaciones íntimas con él. Esteban disimuló su amargura y les indicó con un gesto de la mano que volvieran a sentarse, pues todas se habían levantado para hacerle una reverencia, a excepción de su esposa.

—Os ruego que no os molestéis —les dijo sonriendo.Su esposa se dio cuenta de que algo ocurría y despidió a sus damas

para poder hablar a solas con él.—Esteban, debes de haber recibido una mala noticia —le dijo.—¿Acaso se me nota? —preguntó él.—Lo noto sólo yo, que te conozco muy bien —contestó Matilde.Esteban se sentó en un escabel y apoyó la cabeza sobre las rodillas

de su esposa, quien le acarició el hermoso cabello, alegrándose de que su disgusto lo hubiera empujado de nuevo hacia ella.

«¡Mi dulce Matilde! —pensó Esteban con tristeza—. Eres una buena esposa, pero deberían haberte puesto otro nombre, pues el tuyo siempre me recuerda a otra Matilde.» La pobrecilla jamás había despertado la menor pasión en él, ni siquiera en los primeros tiempos de su matrimonio.

—Vienes, de ver al rey —dijo dulcemente Matilde.—Sí.—¿Acaso está enfadado contigo?—No, sigo siendo su leal sobrino. Me ha dicho que quiere volver a

casarse.Matilde guardó silencio. Esteban había sufrido una decepción y su

esperanza ya no se podría cumplir, de lo cual ella se alegraba en cierto modo, pues no se veía en el papel de reina.

—Aunque se case —dijo—, puede que no tenga un varón.—Eso es lo que yo me digo. —Esteban tomó la mano de su esposa y

la miró a los ojos—. Es viejo, por más que la lujuria no lo haya abandonado.

—La reina no le pudo dar hijos al final.—No —dijo Esteban con tono sombrío—, pero es posible que otras se

los puedan dar.—Ya veremos. Si no tuviera hijos…—Si no tuviera hijos, ¿quién sabe? —dijo Esteban, animándose de

repente.Estaba seguro de que el rey era demasiado viejo para tener hijos. Su

natural optimismo lo inducía a creer cualquier cosa que deseara creer.—Te quiere mucho —dijo Matilde—. Eres como un hijo para él.—El pueblo estaría de mi lado. Pero, aunque el rey no tenga un hijo,

no perderá la esperanza y no nombrará heredero.—Se dará cuenta a su debido tiempo. Tú le conoces muy bien. Es un

hombre que lo quiere tener todo ordenado.—Pero podría morir de repente, como su hermano.

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—En tal caso, Esteban… tú podrías tomar las riendas del futuro.—¡Soy el tercer hijo de mi madre! Mi hermano Teobaldo tendría

prioridad.—Los ingleses jamás aceptarían a Teobaldo. Tú llevas mucho tiempo

aquí y el pueblo te conoce. Te elegirían a ti, Esteban.—Sí, el pueblo me elegiría a mí, pero yo preferiría que el rey no

hubiera decidido casarse. Sería mejor que me hubiera nombrado heredero y me hubiese enseñado el oficio de rey, cosa con la cual llevo soñando desde que murió Guillermo.

—Ten paciencia, Esteban.—La necesitaré. Aun así, soy afortunado, pues gozo del favor del rey,

pero mi mayor tesoro es el amor de mi buena esposa.Palabras, pensó ella, sólo palabras. Antes de que terminara el día, se

iría a retozar con su nueva amante y le diría que ella era la mujer más importante de su vida. La existencia era muy dura para algunas mujeres. Su buena tía Matilde había tenido que sufrir la misma humillación. El rey había demostrado que apreciaba a su esposa; incluso se decía que en el momento de casarse la amaba, pero ella había tenido que soportar su infidelidad. ¿Era acaso éste el destino de todas las mujeres? «Tal vez ser criada en un convento no es el mejor modo de llegar a entender a los hombres», se dijo Matilde.

Ella había pasado su infancia en la abadía de Bermondsey, soñando con amar y ser amada, sabiendo que, cuando llegara el momento, abandonaría aquella retirada vida de sosiego para casarse.

Así se lo había dicho su madre al describirle la desdichada infancia que ella y su hermana la reina Matilde habían tenido, primero en la abadía de Rumsey y después en la de Wilton, bajo la tutela de su tiránica tía, la abadesa Cristina.

Había visitado la corte del rey en un par de ocasiones en compañía de su madre, y allí había conocido no sólo a su futuro marido Esteban, sino también a su primo Guillermo, el heredero de la corona, y a su prima Matilde. Se había enamorado de Esteban nada más verlo y cuando él se convirtió en su marido se sintió inmensamente feliz. Pero entonces no sabía que los encantos de su esposo no estaban reservados exclusivamente para ella, sino que los prodigaba a todas por igual, sobre todo si se trataba de bellas mujeres.

Jamás podría olvidar a su hermosa, arrogante y autoritaria prima Matilde. Se alegró mucho cuando supo que se había casado con el emperador de Alemania, pues siempre había temido que Esteban se sintiera atraído por ella.

La dicha de su compromiso con Esteban se vio enturbiada por la súbita muerte de su madre, la condesa de Bolonia, en la abadía de Bermondsey donde Matilde se había educado. Allí la habían enterrado y ella solía visitar a menudo su tumba.

Muchas veces pensaba que debería haberse conformado con tener por esposo al apuesto Esteban, pues aunque éste no era el héroe con que había soñado, seguía siendo el hombre más atractivo de la corte, y también el más atento de los esposos, siempre que ella no interfiriera en sus aventuras amorosas.

Ahora trató de tranquilizarlo, señalándole la dificultad de que el rey

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tuviera un hijo y recordándole que Matilde, la hija del rey, se encontraba en la lejana Alemania.

—¿A quién podrá recurrir el rey sino a ti? —le dijo.

Enrique decidió visitar al obispo Rogelio de Salisbury, el hombre más sagaz e inteligente del reino. De paso, aprovecharía para disfrutar de los placeres de la caza en el Bosque Nuevo.

A pesar de su condición de clérigo, Rogelio era un hombre encantador y tolerante. Enrique lo había descubierto en Caen, donde le había llamado la atención la rapidez con la que oficiaba la misa.

Inmediatamente le había ofrecido un puesto que Rogelio aceptó sin dilación, abandonando su pequeña ciudad normanda para trasladarse a Inglaterra con el rey. Allí demostró enseguida sus condiciones de hombre de estado; fue nombrado obispo de Salisbury y no tardó en convertirse en uno de los principales consejeros reales que controlaban los asuntos de Estado siempre que el rey se veía obligado a viajar a Normandía.

Rogelio era, además, uno de los hombres más ricos e influyentes del país, y con él decidió Enrique discutir los pormenores de su plan.

El viaje a Salisbury fue muy placentero y en su transcurso el rey fue agasajado en los distintos castillos de sus leales súbditos, en los cuales siempre encontraba a alguna complaciente dama dispuesta a otorgarle sus favores. De ese modo olvidaba, al menos temporalmente, lo infortunada que había sido su vida, y sólo excepcionalmente se mostraba irascible.

El Bosque Nuevo le hacía evocar el fatídico día en que su hermano Guillermo, conocido como Rufo, había salido a cazar lleno de salud para regresar al día siguiente convertido en un cadáver. Todavía recordaba las emociones que había sentido veinte años atrás.

Recordaba claramente el cuerpo ensangrentado y cubierto de barro y malas hierbas. ¿Cuántos hombres habían perdido los ojos, las orejas o la nariz por haber cazado y robado uno de los venados del rey? ¿Cuántos habían lanzado maldiciones contra Rufo —y antes de él contra su padre— porque habían sido expulsados de sus casas y se habían visto en la ruina sólo porque el rey quería un gran bosque en el que practicar su deporte favorito? Sin duda, los espíritus de aquellos hombres vagarían por el bosque esperando el momento de vengarse.

Enrique, que había devuelto el imperio de la ley y la justicia al país, no había introducido la menor modificación en las crueles leyes forestales dictadas por su padre y su hermano, pues la caza era para él una diversión tan arraigada como lo había sido para ellos.

Recordaba su veloz cabalgata hasta Winchester, sabiendo que su futuro y su corona dependían de la rapidez con que llegase. Era el hijo menor del rey y su hermano mayor Roberto, duque de Normandía, tenía partidarios tanto en Inglaterra como en Normandía. Gracias a toda una serie de promesas que después no pudo cumplir, había conseguido apoderarse de la corona y conservarla durante veinte años y, por si fuera poco, le había arrebatado el ducado de Normandía a su hermano Roberto, quien languidecía desde entonces en una prisión de Cardiff. Podía decirse que desde aquel infausto día en que Rufo había muerto misteriosamente

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en el Bosque Nuevo, había conseguido muchísimas cosas.Nunca se había sentido tan seguro —aun cuando le constaba que en

Normandía siempre habría dificultades—, y entonces el Barco Blanco había zozobrado, llevándose consigo a su hijo y heredero.

Por eso tenía que visitar ahora al obispo de Salisbury.Rogelio lo esperaba en su palacio en compañía de su amante, la bella

Matilde de Ramsbury. El rey no le reprochaba al obispo su comportamiento, pese a la existencia de una ley que prohibía el matrimonio a los clérigos, muchos de los cuales, tras haberse casado, habían sido excomulgados y apartados de su oficio, viéndose obligados a mendigar el pan por las calles.

La difunta reina lo había lamentado con toda su alma y su intercesión a favor de los clérigos desplazados había irritado a Enrique, quien no hizo nada al respecto, pues ésa era una de las condiciones para reconciliarse con la Iglesia. Lo que más escandalizaba a la reina era el que los eclesiásticos más poderosos, como Rogelio, ignoraban sus súplicas, y algunos, como Nigel, obispo de Ely y sobrino de aquél, incluso estaban casados y no hacían nada por ocultarlo.

Enrique nunca pudo hacerle entender a su esposa la necesidad de un compromiso. Matilde era demasiado buena; ése había sido su gran defecto. Pero ahora ya estaba muerta y no había razón para que Enrique no pudiera consultar a Rogelio.

—Me alegro de veros, amigo mío —dijo el rey—. Y a vos también —añadió, dirigiéndose a la bella Matilde—. Veo que cuidáis muy bien de mi amigo.

En el palacio se había preparado un espléndido banquete para el rey, pero el obispo sabía muy bien que Enrique estaba impaciente por hablar con él a solas y no tardó en acompañarlo a sus aposentos privados.

—Rogelio —le dijo el rey—, vos conocéis todas mis penas desde la infausta tragedia.

—Así es, mi señor.—Necesito un heredero. Si mi hija Matilde no estuviera en Alemania,

mandaría que todos le juraran lealtad, pero ¿qué podría hacer una mujer, Rogelio?

—Si hubiera alguna mujer capaz de gobernar un reino, ésa sería la emperatriz Matilde, mi señor. Es, en verdad, una digna hija de Vuestra Majestad.

—El país necesita a un hombre. ¿Por qué me ha castigado Dios, Rogelio, llevándose a mi único hijo?

—Los caminos de Dios son inescrutables —dijo piadosamente Rogelio, recordando fugazmente que era miembro de la Iglesia.

—¿Vos creéis que debo aceptar la divina voluntad y nombrar heredero… a mi sobrino Esteban, por ejemplo?

«¡Esteban! —pensó Rogelio—. ¡Dios no lo quiera!» Sabía que Esteban no lo favorecería.

—No, mi señor. Creo que no debéis perder la esperanza.—¿Y cómo no voy a perderla si no tengo un hijo varón que me

herede… ni una esposa que me lo pueda dar?Rogelio conocía a su señor. Quería que él le sugiriera lo que ya había

decidido hacer. Le parecía muy bien. Que se casara si quisiera y que

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tuviera un hijo, el cual sería educado por la Iglesia, es decir, por el obispo de Salisbury, quien se ocuparía muy bien de moldear la voluntad del futuro rey en su propio beneficio y en el de su familia, Rogelio le Poer, nacido de su unión con Matilde de Ramsbury; su sobrino Nigel, ya nombrado obispo de Ely; y su otro sobrino Alejandro, para quien ambicionaba la sede episcopal de Lincoln. Rogelio deseaba verse rodeado de una fuerte muralla de parientes, interesados en asuntos de Estado, que trabajaran para el rey, por supuesto, pues eso no sólo sería bueno para el país, sino también para la familia.

—Podríais tomar una nueva esposa, mi señor —le dijo al rey.El rostro de Enrique se iluminó.—Confieso que he estado pensando en ello.—Puede que la idea del matrimonio os desagrade —añadió

tranquilizadoramente Rogelio—, pero debéis pensar en el bien del reino.¡Desagradarle la idea del matrimonio! Nada habría podido ser más

de su agrado que la perspectiva de casarse otra vez. Rogelio lo sabía, pero quería aplacar al rey, que no parecía tan perspicaz como solía ser. Enrique necesitaba reprimir su irascibilidad, pues ésta acabaría por poner a todos en su contra. La perspectiva de un matrimonio con una mujer joven y atractiva podía serle de gran ayuda en todos los sentidos.

—Sí —dijo el rey—, accedería a casarme con tal de que pudiera dar un heredero al país.

—Pero ¿con quién os vais a casar?—Eso es lo que tenemos que descubrir.—La esposa ha de ser joven, mi señor.—Bueno, yo no soy muy joven —dijo el rey—. Pienso que una mujer

de unos treinta años podría ser apropiada, tal vez una viuda que ya hubiera demostrado su capacidad de tener hijos.

¡Una viuda! Una mujer experta y astuta. Una nueva influencia sobre el rey. No, pensó Rogelio, mejor una mujer más joven a la que él pudiera moldear a su antojo.

—Una doncella sería más de vuestro agrado —sugirió Rogelio.—Suelen resultar muy aburridas —dijo el rey—, y yo ya no tengo

paciencia para aguantarlas.—Al contrario, yo creo que la joven se sentiría impresionada por

vuestra grandeza. Las mujeres maduras suelen ser muy tercas.—La reina nunca lo fue.—Porque vos la moldeasteis a vuestro gusto. Era doncella e

inexperta cuando se casó con vos.—Tenía sus propias ideas, Rogelio, y no siempre estaba de acuerdo

conmigo. En los asuntos de la Iglesia, por ejemplo. No sabéis cómo se indignó al enterarse de que vos vivíais aquí con vuestra Matilde.

Rogelio asintió con la cabeza. Todo aquello se tenía que acabar. Mejor que el rey se casara con una doncella.

Como había previsto que más tarde o más temprano el rey sentiría la necesidad de tomar nueva esposa, a Rogelio ya se le había ocurrido una posible candidata.

Era una joven de unos dieciocho años, perteneciente a una casa no demasiado encumbrada, la cual agradecería sin duda el favor del hombre que la ayudaría a convertirse en reina de Inglaterra.

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Rogelio comenzó a hablar acerca de lo encantadoras que podían ser las jóvenes vírgenes. El rey comentó que había tenido aventuras con varias doncellas, pero que nunca había pensado en casarse con una; la idea le parecía sorprendente y estimulante.

Durante la conversación Rogelio mencionó a la joven que hacía tiempo tenía en mente por si se daba el caso de que el rey quisiera contraer matrimonio otra vez.

—Me han dicho que el duque de Brabante tiene una hija muy hermosa —dijo.

—¿El duque de Brabante? —repitió el rey con tono dubitativo.—Una dulce doncella de unos diecisiete años. Tengo entendido que

la llaman la Bella de Brabante. Ella y su familia se sentirían muy felices ante la perspectiva de emparentar con la casa real de Inglaterra.

—¿Qué sabéis de esa doncella, Rogelio?—Sólo que es joven y que sus orígenes se remontan a Carlomagno.—No suena del todo imposible —dijo el rey.Rogelio sonrió para sus adentros. Las negociaciones debían iniciarse

sin tardanza. Cuando el rey se casara, se terminarían las esperanzas de Esteban, lo cual era justo lo que él quería.

En la corte de Maguncia, Matilde pensaba en Inglaterra. No hacía otra cosa desde la muerte de su hermano Guillermo en el Barco Blanco. A menudo anhelaba estar en casa y muchas veces se acordaba de su primo Esteban. ¿Pensaría alguna vez en ella, se preguntaba, o se habría conformado con su pequeña y sumisa esposa? ¿Iría de amante en amante? Y aunque así lo hiciera, ¿se acordaría alguna vez de su prima Matilde?

Tendida en su lecho imperial, pensó en su pobre esposo Enrique. ¿Qué podía esperarse de un hombre de casi sesenta años de edad, aun cuando su propio padre era, a los cincuenta, tan viril como siempre? Qué pena que la hubieran concedido por esposa a un hombre que era casi un anciano.

El matrimonio no había tenido hijos, de lo cual nadie se extrañaba. Tenía noticias de que Esteban trataba de ganarse el favor de todos los que le pudieran ser útiles. ¡Qué halagado se habría sentido si alguien le hubiera dicho que ella lo recordaba!

«Eso se debe —pensó— a que estoy casada con un viejo impotente y, siendo la emperatriz, no me está permitido tener amantes. De haberlos tenido, ya me habría olvidado de ti, mi señor Esteban, del mismo modo que tú, libertino, te habrás olvidado de mí entre los brazos de tus muchas queridas.»

Hablarle como si lo tuviera delante constituía un gran consuelo para ella. A pesar de los siete años transcurridos, lo recordaba con toda claridad.

«Ayúdame, Señor —pensaba—. Estoy enamorada de él.» Pero se preguntaba por qué lo amaba. Seguramente porque ambos eran muy distintos. Discutía y se peleaba con él, pero, a pesar de todo, le tenía cariño.

Había estado peligrosamente a punto de ceder a sus requerimientos,

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aunque él nunca se atrevía a traspasar ciertos límites. Esteban era prudente y siempre pensaba antes de actuar; ella nunca lo hacía. Cuando montaba en cólera jamás se detenía a pensar en las consecuencias. Esteban siempre —o casi siempre— sabía controlarse a sí mismo. Era dulce y zalamero. «Un seductor —se dijo Matilde—. Pero ése es el motivo por el que la gente lo quiere.»

Ella también lo quería por eso. Esteban buscaba el aprecio de todo el mundo, lo necesitaba, en tanto que ella era autoritaria y le daba igual que la quisieran o que la odiaran con tal de que pudiera salirse con la suya.

—Yo soy fuerte y tú eres débil, Esteban —solía decirle—. Tú te apoyas en la amistad de los demás y yo no necesito a nadie. Me valgo por mí misma.

—Ya verás cuando seas mayor quién tiene razón y quién se equivoca —replicaba Esteban—. Entonces comprenderás que no es prudente crearse enemigos.

¡Cómo echaba de menos aquellos enfrentamientos verbales! Podía verse a sí misma, contemplándole fascinada, mientras él reía, sin poder disimular el deseo que ardía en sus ojos.

Matilde quería regresar a Inglaterra. Necesitaba ver a Esteban.Miró la ornada cabecera de la cama. Estaba elegantemente repujada

y pintada al esmalte. Era grande, y en ella se había esperado que ella diese a luz al hijo del emperador.

Se alegraba de que tal cosa no hubiera ocurrido y jamás pudiera ocurrir, y a menudo se preguntaba qué sucedería si falleciese su padre, pues, ahora que Guillermo había muerto, ella era la heredera del trono de Inglaterra o lo habría sido si no se hubiera casado con el emperador de Alemania.

Al ser la esposa del emperador, jamás podrían proclamarla reina de Inglaterra. Ya se imaginaba a los barones y a los obispos discutiendo el asunto. En primer lugar, su dignidad no les permitiría aceptar que los gobernase una mujer, y en segundo lugar, no consentirían que la esposa del emperador fuera, al mismo tiempo, reina de Inglaterra. Temerían que Alemania quisiera unificar ambos países. Tal cosa no ocurriría mientras viviera el emperador…

Pero el emperador no viviría eternamente.Mientras ella meditaba, Enrique entró en la alcoba y se sentó

pesadamente en un escabel. Le faltaba la respiración y tenía los ojos ligeramente empañados.

Contempló a su joven y bella esposa y se le iluminó ligeramente el semblante mientras trataba infructuosamente de levantarse.

«Pobre viejo —pensó despectivamente Matilde—, ni siquiera tienes fuerza para eso.»

—¿Aún estás en la cama, amor mío? —preguntó el emperador.—Sí —contestó Matilde—, me levantaré cuando me apetezca.—Bueno, bueno —dijo el emperador.Matilde ya había dejado bien claro al llegar a Alemania recién

cumplidos los doce años que siempre se saldría con la suya, a lo cual su esposo no había puesto el menor reparo.

Comparó a su esposo con Esteban y un viejo y familiar sentimiento de anhelo y rencor se apoderó de ella.

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—Se han recibido noticias de Inglaterra —dijo el emperador— y he pensado que te agradaría conocerlas.

Matilde se enfureció. Eran noticias de Inglaterra y se las enviaban a su esposo. Su padre debería habérselas enviado a ella. ¿Acaso no era su hija? Por lo visto, la emperatriz no tenía la menor importancia, pues era sólo una mujer. Ya les enseñaría ella de lo que era capaz una mujer.

Les enseñaría que era capaz de gobernar como un hombre. ¿Por qué no iba ella a poder gobernar Inglaterra? Era lo que siempre había deseado y estaba segura de que lo habría hecho mucho mejor que su pobre hermano Guillermo. Había oído decir que el Barco Blanco había zozobrado porque toda la tripulación estaba borracha. Desde la muerte de Guillermo soñaba con regresar a Inglaterra y ser coronada reina.

Sin embargo, el mayor obstáculo era el pobre emperador, pues, mientras él viviera, ella debería permanecer en Alemania. Su único consuelo era pensar que su esposo no podría vivir eternamente.

Los bosques de Inglaterra le parecían más verdes que los de Alemania y habría dado cualquier cosa por poder recorrerlos montada en un brioso corcel. Los ciervos eran más veloces y los jabalíes más salvajes, los cantos de los juglares más dulces y la gente más alegre. Ansiaba regresar a Inglaterra y quería reclamar aquello que por derecho le correspondía. Y, por encima de todo, deseaba ver a Esteban.

«Esteban —le diría—, ahora soy viuda. Ya no es necesario que tomemos precauciones…»

Podía imaginarse la respuesta.¡Ah, si llegase a ser reina! Podía verlo, hincando la rodilla en tierra

delante de ella para rendirle homenaje.«Tú eres mi amor, Esteban —le diría ella con los ojos—, pero nunca

olvides que no sólo soy tu amante en la alcoba sino también en todas las cuestiones de Estado.»

Por desgracia, aquel viejo se interponía entre ella y sus sueños.—Te falta la respiración, Enrique —le dijo—. ¿Acaso las noticias te

han alterado los nervios?—No, tú sabes que no.«Pobre hombre —pensó Matilde—, no creo que dure mucho.

Entonces seré libre.»Matilde asintió con fingida compasión.—¿Qué son estas noticias de Inglaterra? —preguntó.—Se va a celebrar una boda.—¿Una boda? ¿Quién se va a casar?—Nada menos que el rey.—¿Mi padre? Pero si ya es un viejo para eso.—Tiene unos siete años menos que yo —dijo el emperador, y sonrió.Por un instante, Matilde estuvo tentada de decirle: «A esa edad un

hombre es demasiado viejo para casarse.» Sin embargo, reprimió el impulso y dijo:

—Mi madre murió hace apenas dos años.—Es un período de luto razonable. Desde la muerte de tu hermano…Matilde asintió en silencio. El hundimiento del Barco Blanco había

sumido a su padre en la desesperación y había alimentado en ella la esperanza de convertirse algún día en reina de Inglaterra.

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—Seguramente quiere tener un heredero —dijo con amargura. Su padre se casaría, tendría un hijo, y ése sería el fin de los sueños de Matilde.

—De eso no me cabe la menor duda —replicó el emperador—. ¿Qué otro motivo podría tener para volver a casarse? Ya ha elegido a la dama.

—¿Quién es?—Adelicia de Lovaina.—No sé nada de ella.El emperador volvió a sonreír.—Tu padre no debe de considerar necesario pedir tu aprobación,

amor mío.—Adelicia de Lovaina —repitió Matilde—. ¿Es joven? ¿Estará en

condiciones de darle un hijo?—En la medida en que los hombres podemos conocer esos misterios,

la respuesta es que sí.Matilde hubiera querido dar rienda suelta a su enojo y arrojarle la

almohada a la cara. Siempre le había resultado muy difícil dominar su exaltado temperamento. Esteban, que siempre se mostraba sereno y reposado, solía burlarse de ella.

—Tendré que felicitar a mi padre.—Los dos tendremos que hacerlo —dijo el emperador, levantándose

como si quisiera acercarse a ella.Al ver que Matilde lo miraba con ceño, dio media vuelta y se retiró.Matilde estaba furiosa. ¡Su padre se iba a casar! ¿Y si la nueva

esposa le daba varios hijos varones? Ella, que había estado a un paso del trono, quedaría tan lejos de él que ya jamás podría abrigar la esperanza de alcanzarlo.

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La boda y la coronación

La princesa Adelicia de Lovaina sabía que algo importante estaba a punto de ocurrir, pues unos enviados de un país extranjero habían llegado al castillo y sus padres habían mantenido varias conversaciones con ellos; sabía que el tema de las conversaciones había sido ella, lo cual sólo podía significar que se estaba preparando una boda.

Había esperado aquel momento desde que cumpliera los diecisiete años. El hecho de que aún no estuviera casada se debía sin duda a que ningún pretendiente había sido considerado digno de ella. Su madre descendía del gran Carlomagno, cosa que ella no olvidaba jamás ni permitía que olvidara su familia.

Su hermana la estaba observando con el rabillo del ojo, pero Adelicia simulaba estar enfrascada en su labor de bordado con hilos de oro sobre seda. Cuando apenas contaba cinco años, su institutriz solía decirle:

—Vamos, Adelicia, tienes que esmerarte un poco más. Nunca tendrás un buen marido si no perseveras con la aguja.

Se preguntaba por qué los maridos atribuían tanta importancia a las labores de costura. Si el suyo sólo buscaba eso, podía estar más que satisfecho. Todo el mundo decía que el estandarte de batalla que había bordado para su padre era una obra maestra.

—He oído que los emisarios vienen de Inglaterra —dijo su hermana.—De Inglaterra —repitió Adelicia. Sabía dónde estaba Inglaterra, por

supuesto. El rey de Inglaterra viajaba a menudo a Normandía y, en su calidad de soberano de Inglaterra y duque de Normandía, era uno de los hombres más poderosos de Europa.

—No sé en nombre de quién habrán venido —añadió su hermana—. No puede ser en nombre del rey, aunque éste enviudó recientemente, pues ya es demasiado viejo para casarse.

—¿Y por qué piensas que han venido para hablar de matrimonio? —preguntó Adelicia—. ¿No podrían haber venido por otra cosa?

—No, seguro que han venido para hablar de matrimonio. Todos lo dicen. Y eso te concierne a ti, Adelicia, pues tú eres la mayor. Mi turno vendrá después.

Adelicia se estremeció levemente. Le daba miedo abandonar su hogar para irse a vivir a un país lejano.

Volvió a su labor.—No comprendo cómo puedes seguir bordando en un momento como

éste —dijo la hermana con tono impaciente—. Si me vinieran a ofrecer un marido, estaría emocionadísima.

Adelicia sonrió levemente. En su fuero interno, se sentía muy inquieta, pero ¿de qué le habría servido expresar sus sentimientos? Prefería esperar a ver qué ocurría. Justo en aquel momento apareció una criada y le dijo que su padre el duque deseaba verla de inmediato.

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La joven apartó a un lado su labor de costura y se levantó.—Estoy deseando saber de qué se trata, Adelicia —le dijo su

hermana—. Prométeme que vendrás enseguida a decírmelo.Adelicia se encaminó sin prisas hacia los aposentos de su padre.—Entra, hija mía —le dijo el duque.Su madre, que también estaba presente, la estrechó entre sus brazos

y le dio solemnemente un beso.«Está contenta —pensó Adelicia—. Eso significa que se trata de

alguien a quien considera digno de su linaje.»—Mi querida hija, qué gran honor —murmuró el duque—. Pero

siéntate.Godofredo de Lovaina era un hombre muy sentimental y siempre

había lamentado que las hijas tuvieran que abandonar sus hogares. Pero así era la vida y a todas les ocurría lo mismo. Quería profundamente a su hija mayor y le dolía que los hombres como él tuvieran que alejarse tan a menudo de sus casas para proteger o recuperar sus propiedades. Los hombres tenían que irse a luchar y las mujeres tenían que irse para casarse. Era ley de vida.

Se acarició la suave mejilla según el hábito adquirido antes de que se la rasurara unos trece años atrás. Lo seguían llamando Godofredo Barbatus en recuerdo de la exuberante barba que llevaba antes del año 1107. Había jurado no volver a rasurarse hasta que consiguiera recuperar la Baja Lorena, perteneciente a sus antepasados. Ahora su terso rostro proclamaba a los cuatro vientos la recuperación de lo que antes había perdido.

—Mi querida hija —dijo—, ya sabes que han llegado unos emisarios al castillo. Vienen de Inglaterra y es posible que ya hayas adivinado con qué propósito. Ya no eres una niña y siempre ha sido mi deseo y el de tu madre encontrarte un esposo.

—Un esposo adecuado —puntualizó la duquesa.—Tenía que ser digno de nuestra casa, y ése es el motivo de que

ahora estemos tan complacidos.Adelicia esperó con ansiedad.—Seguro que ya lo has adivinado —dijo la madre—. Vienen de

Inglaterra y allí sólo hay upo a quien nosotros podríamos tomar en consideración.

—El rey de Inglaterra pide tu mano —dijo el padre.—¿El rey de Inglaterra? ¡Pero si es un viejo! —protestó Adelicia.—Es un rey —replicó su madre con tono de reproche.—Cincuenta años no son muchos —añadió el padre— y, además, el

rey de Inglaterra tiene un aire muy juvenil.Adelicia sintió miedo. ¡Un viejo! Había oído decir que era hijo de

Guillermo el Conquistador, de quien siempre se hablaba con reverencia y respeto.

Habría deseado caer de rodillas y suplicarles a sus padres que le permitieran quedarse en casa con ellos y no la enviaran a Inglaterra.

—Es una boda excelente —dijo la duquesa—. No habrá demora. El rey desea que la ceremonia se celebre enseguida.

—Le han hablado muy bien de ti —dijo el padre.—Y con razón —terció la duquesa—. ¿Quién hubiera podido hablar

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mal de una doncella tan impecablemente educada?Adelicia miró aterrorizada a sus padres, pero ellos fingieron no darse

cuenta.—El rey fue un buen marido para su primera esposa —explicó el

duque—. Cómo no ha de serlo con otra que es mucho más joven y bella. Todo irá bien, mi queridísima hija. Es necesario que contraigas esta boda. No podrías encontrar nada mejor. Serás feliz con el rey de Inglaterra.

—Serás reina y no me cabe duda de que muy pronto serás la madre del heredero —dijo la duquesa.

Eso era lo que más le asustaba. Adelicia sólo tenía una vaga idea acerca de cómo se traía un hijo al mundo, pero lo poco que sabía le daba mucho miedo.

Sus padres la besaron solemnemente.Fue como si hubieran sellado un pacto. La entregarían a su esposo,

se celebrarían todas las ceremonias correspondientes y ella no podría echarse atrás.

Sus padres estaban muy complacidos porque el rey de Inglaterra había llegado con ellos a un acuerdo muy satisfactorio.

—¡Es un hombre muy generoso! —exclamó la duquesa.Su esposo le explicó que el rey de Inglaterra llevaba personalmente

todas sus cuentas y que incluso quienes lo admiraban jamás habrían podido calificarlo de generoso.

—Pues entonces eso significa que aprecia de veras a nuestra hija —replicó la duquesa.

El rey visitaría sin tardanza el castillo y se llevaría a su prometida a Inglaterra.

—Pero ¿te parece bien que se lleve a nuestra hija sin que primero se case con ella? —preguntó el duque con semblante preocupado.

—Después del acuerdo que hemos firmado, sí —contestó la duquesa, y agregó que no habría pagado tanto por ella si no hubiese sido ésa su intención. Además, todo el mundo sabía que el rey ya no era demasiado joven y necesitaba tener cuanto antes un heredero.

El rey acudiría a Lovaina en persona y se llevaría a Adelicia con él. Su pueblo insistía en que la ceremonia de la boda tuviese lugar en Inglaterra, y cuanto antes. «¿Por qué he de irme tan pronto?», se preguntaba Adelicia mientras presenciaba los preparativos para su partida.

Su hermana había averiguado algo más sobre el futuro esposo, pues en el castillo todo el mundo hacía comentarios en voz baja acerca del acontecimiento. No sabía si decírselo a Adelicia o dejar que lo descubriera por sí sola. Finalmente decidió que lo mejor era que su hermana estuviese preparada para lo que le aguardaba.

Adelicia era muy soñadora y siempre se imaginaba a sí misma como una de las exquisitas figuras que solía bordar en sus labores. Su largo cabello rubio enmarcaba las bellas facciones de un rostro ovalado en el que destacaban unos ojos tan grandes y azules como el cielo. Mientras permanecían sentadas junto al ventanal mientras contemplaba el tortuoso camino que conducía al foso y al puente levadizo, su hermana le dijo:

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—Ya sé a quién estás esperando.—Vendrá muy pronto, cabalgando al frente de la comitiva —dijo

Adelicia.—Por eso se están haciendo tantos preparativos. Se celebrará un

gran banquete. Nuestro padre no recibe todos los días a un rey que, además, muy pronto será su yerno. Debe de ser tan viejo como nuestro padre. Qué curioso que un yerno sea tan viejo como el suegro.

—Debe de ser algo muy corriente.—Claro, porque muchas veces los viejos se casan con mujeres muy

jóvenes. No sé cómo lo pasarás, casada con un viejo.—Dicen que parece muy joven para su edad.—¡Pero tiene cincuenta y dos años, Adelicia!Adelicia no contestó.—Dicen que gusta a las mujeres y que es muy mujeriego. Lo cual

significa que tú le vas a gustar.—Procuraré complacerlo.—Lo conseguirás porque eres muy bella, Adelicia.—Espero que me encuentre de su agrado.—Tendría que estar ciego para que no le gustaras. Dicen que es

mejor que se case, pues, de lo contrario, seguirá engendrando más y más hijos bastardos.

—¡No está bien eso que dices! —replicó Adelicia con tono de reproche.

—Digo la verdad, hermana. Presta atención. ¿No oyes unos caballos? ¡Sí, creo que sí! ¡Mira el estandarte!

Adelicia no podía apartar los ojos de los jinetes. En cuanto estuvieron un poco más cerca, vio al hombre que cabalgaba al frente del cortejo. No era joven, pero parecía muy apuesto.

En todo el castillo se escuchaban voces y pasos apresurados.—¡Es el rey de Inglaterra! —gritó alguien.Bajaron el puente levadizo y Adelicia vio a su madre en el patio,

sosteniendo en sus manos la copa que sólo se reservaba a los más ilustres visitantes. A su lado estaba el duque. El rey de Inglaterra, vestido con armadura y montado en su caballo, aceptó la copa de bienvenida que le ofrecía la duquesa y poco después el duque sostuvo el estribo de su montura para que desmontara.

Así llegó el rey de Inglaterra al castillo del duque de Lovaina.

Las damas ataviaron a Adelicia con esmero con un vestido azul de mangas holgadas y ancha orla bordada. Después le peinaron el largo cabello y se lo dejaron suelto alrededor de los hombros. Nunca había estado más bella, susurraron las damas entre sí.

Después, su madre acudió a recogerla a sus aposentos y la acompañó a una antecámara de la sala del banquete donde Adelicia vio por primera vez a su futuro esposo.

No era tan alto como le había parecido desde arriba y en su abundante cabellera negra se veía alguna que otra hebra gris. Su mirada parecía franca y sincera, y a pesar de que tenía cincuenta y dos años su juvenil encanto resultaba extremadamente tranquilizador.

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No era el esposo de sus sueños, por cierto, pero tampoco se parecía al repugnante ser que ella había creado con su torturada imaginación. Se sintió agradecida porque así fuera.

El rey tomó su mano e inclinó la cabeza. Después, la estudió detenidamente. «Es muy bella —pensó—. Los informes no mentían.» Sin embargo, se desanimó al ver que era demasiado joven y visiblemente inexperta. A su edad, no le apetecía tener que cortejar a una mujer. Hubiera preferido una mujer madura y apasionada como, por ejemplo, su antigua amante Nesta de Gales, a quien habría podido tomar por esposa. Sin embargo, cuando sólo era un joven príncipe cuyas esperanzas dependían de la generosidad de sus partidarios, no le había sido posible y, más tarde, al subir al trono, había tenido que casarse por motivos políticos con la princesa sajona Matilde de Escocia. Siempre había tenido claro que era rey y que la corona estaba por encima de todo.

Por eso precisamente necesitaba volver a casarse, para tener un heredero. Si hubiese podido actuar según sus inclinaciones, habría seguido retozando con sus numerosas amantes. Pero era imprescindible que tuviese un hijo. Pronto sería viejo y le resultaría imposible. Además, sabía que se acercaba el día en que tendría que responder por sus pecados y deseaba abandonar la vida de placeres sexuales que llevaba desde que era un adolescente y a la que ni siquiera su primer matrimonio había conseguido poner fin.

¡Qué triste era la vejez en la que un hombre tenía que renunciar a los placeres de la tierra para no perder los bienes del cielo!

Le encantaba que la joven fuese bella. Era delgada, como todas las de su edad, lo cual era preferible a que tuviese aspecto de matrona. Pero lo tendría. Precisamente para eso se casaba con ella. Sin duda, sería una esposa dócil, aunque él hubiese preferido una mujer de más carácter.

Enrique besó tiernamente la mano de Adelicia y percibió su leve temblor. Pobre niña, no tenía nada que temer de él, pensó, y se preguntó si habría oído hablar de su fama de mujeriego. En caso afirmativo, estaba seguro de que se habría escandalizado.

—Sois muy hermosa —le dijo— y no me cabe duda de que seremos muy felices.

A la hora del banquete, Adelicia se sentó a su lado y él le habló de su corte, de la vida en Inglaterra y de su hijo Guillermo, que había perecido en el naufragio del Barco Blanco, sin mencionarle para nada a los dos hijos bastardos que también habían perdido la vida en tan desdichada tragedia.

—Vos me consolaréis de la pérdida —le dijo—. No tardaremos en tener un hijo y entonces se acabarán todas mis penas.

La joven asintió en silencio, y el miedo que aquel hombre le inspiraba fue reemplazado por el deseo de consolarlo.

—Podríamos casarnos hoy mismo —dijo Enrique—, pero a veces los deseos de un rey tienen que estar gobernados por sus súbditos. Querrán presenciar la ceremonia y ésta la tendrá que oficiar mi arzobispo. No temáis, pronto os convertiré en mi reina.

Los padres de Adelicia se alegraron al ver la buena impresión que su hija le había causado a su futuro esposo. Adelicia siempre había sido una joven muy buena y obediente, pero habría podido rebelarse ante el hecho

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de que la obligaran a abandonar su hogar para entregarla a un viejo.Se celebraron grandes festejos en el castillo y, a su debido tiempo, el

cortejo emprendió viaje hacia la costa para embarcar rumbo a Inglaterra.

Durante la travesía, el rey se fue prendando cada vez más de su futura esposa. Aunque al parecer era bastante inteligente, carecía de la erudición de su primera esposa, Matilde, aunque en aquellos tiempos muy pocas mujeres recibían la educación que ella había recibido. Él, por su parte, siempre había favorecido a los estudiosos y era muy aficionado a los libros. Adelicia nunca sería tan buena compañera como lo había sido Matilde, pero sería más sumisa. No obstante, hacer el amor con ella constituiría un verdadero placer, y Enrique ardía en deseos de yacer con ella, ya que ése era el motivo por el que la tomaba por esposa.

Poco a poco se fue ganando el aprecio de la joven con su conversación animada y sus sutiles cumplidos. Hubiera podido llevársela al lecho antes de llegar a Windsor donde se celebraría la ceremonia de la boda, pero temió dejarla preñada y que su hijo no fuera más que otro bastardo.

No podía correr ese peligro. Si quería acostarse con ella durante el tedioso viaje a Windsor, primero se tendría que celebrar una ceremonia.

Mandó llamar a su capellán y le expuso el dilema.—Mi señor —fue la respuesta—, la boda tiene que celebrarse con

toda la solemnidad que merecen el rey y la nueva reina de Inglaterra.—Lo sé, lo sé —contestó Enrique, procurando reprimir su irritación

—, pero vos conocéis mi naturaleza ardiente. ¿No se podrían adelantar los votos matrimoniales?

—Mi señor, no queráis condenar vuestra alma. Vuestra futura esposa no es una mujer corriente que vos podáis tomar a vuestro antojo.

—Eso también lo sé. En tal caso, celebraremos una sencilla ceremonia y no se hable más del asunto. Disponed todo lo necesario.

En Ely se pronunciaron las palabras de rigor y Adelicia se convirtió en la esposa de Enrique I de Inglaterra.

Adelicia era sumisa, en efecto, y muy bella, aunque demasiado joven y un poco sosa; sin embargo, en cuanto el ansiado hijo empezara a crecer en sus entrañas, el rey se daría por satisfecho.

La comitiva real emprendió viaje desde Ely a Windsor, en cuyo castillo esperaba el amigo y principal consejero de Enrique, el obispo Rogelio de Salisbury con su amante Matilde de Ramsbury a la que Adelicia tomó por su esposa no sin cierta perplejidad, pues ella creía que los clérigos no podían casarse.

Rogelio se mostró respetuoso y Matilde era amable y simpática. Durante los últimos meses Adelicia había vivido tantas experiencias insospechadas, que aceptó la situación con cierta naturalidad. Sin duda las leyes de Inglaterra debían de ser distintas de las de su país, se dijo.

Matilde acompañó a Adelicia a sus aposentos, donde la ayudó a cambiarse de vestido y prepararse para el banquete que se iba a celebrar a continuación.

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—Vais a ser muy feliz —dijo la bella Matilde—. El rey será un esposo indulgente si os esforzáis en complacerlo.

Adelicia lanzó un suspiro de alivio.Entretanto, Rogelio se reunió en sus aposentos con el rey.—Como sé que sois una persona impaciente, mi señor, la ceremonia

de la boda debe celebrarse sin demora —le dijo al soberano.—¿Creéis acaso que habría tenido paciencia para esperar la

ceremonia? El matrimonio ya se ha consumado.—Confío en que a plena satisfacción de mi señor.—No es más que una niña, Rogelio.—Tengo entendido que no os desagradan las vírgenes jóvenes.—Era virgen, pero ya no lo es. Espero haber plantado en ella una

buena semilla.—Me alegro, mi señor. Pero ¿y la ceremonia?—Un capellán nos casó en Ely y, desde entonces, la he tenido todas

las noches en mi lecho.—O sea que ha habido una ceremonia. Me complace sobremanera,

pues hay espías que vigilan todos nuestros movimientos. Estoy seguro de que el duque de Lovaina se indignaría si supiera que su hija había perdido la virginidad sin previo contrato matrimonial.

—Ya estamos casados, pero repetiremos la ceremonia para que el pueblo la vea. No quiero que en el extranjero se diga que no se ha celebrado ninguna ceremonia. Siempre habría quienes dijeran que mi hijo es un bastardo.

—Permitidme que insista en que la boda ha de celebrarse sin dilación y, como Windsor pertenece a mi diócesis, reclamo el derecho de casaros.

—¿Y el viejo Ralph de Canterbury?—Es un anciano decrépito. No, yo os casaré aquí sin demora, pues el

hijo que os dará la reina tiene que nacer dentro de los límites de tiempo previstos.

—No temáis. Cuando ella me comunique su preñez, yo me alegraré aunque el niño nazca un poco antes de lo previsto.

—En tal caso, dispondré todo lo necesario para la ceremonia —dijo Rogelio.

No era de esperar que el arzobispo de Canterbury se quedara cruzado de brazos mientras Rogelio de Salisbury le arrebataba sus privilegios.

Rogelio, que era un hombre extremadamente ambicioso, no deseaba perder la batalla por el poder y sabía que el hecho de casar al rey de Inglaterra y a la nueva reina no sólo lo convertiría en el hombre más importante del Estado —después del rey, naturalmente— sino también de la Iglesia.

La comitiva había llegado a Windsor poco antes de Navidad y Enrique quería dejarlo todo resuelto antes de que los festejos se iniciaran.

—Mi única preocupación es que la ceremonia se celebre cuanto antes —dijo.

Al enterarse de lo que estaba ocurriendo, Ralph de Canterbury y sus

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partidarios montaron en cólera.Inmediatamente llegó un emisario del arzobispo y pidió ser recibido

por el rey. Enrique comprendió que tendría que aplacar a Ralph.—Debéis explicarle al arzobispo —le dijo al emisario— que lo he

dispuesto así porque él perdió parcialmente el habla al sufrir un ataque y he pensado que, teniendo los labios medio paralizados, preferiría librarse de la enojosa tarea de casarnos, cosa que Rogelio no tendrá el menor inconveniente en hacer.

Ralph no aceptó la explicación. Todo el mundo sabía que Rogelio de Salisbury era muy ambicioso. Sin embargo, habría sido una inmoralidad que un hombre que vivía en pecado celebrara la ceremonia de la boda del rey, aparte el hecho de que tal celebración era una prerrogativa exclusiva del arzobispo de Canterbury.

El rey se enfureció. Ya estaba harto de los arzobispos que, sólo porque estaban al frente de la Iglesia de Inglaterra —aunque a las órdenes del Papa, por supuesto— se creían autorizados a gobernar el país. Ya había discutido bastante con Anselmo, el anterior arzobispo de Canterbury, y no pensaba discutir con su sucesor.

Ralph convocó inmediatamente un concilio para establecer si la ceremonia la podía celebrar el obispo en cuya diócesis se encontraba la real pareja o bien debía oficiarla el arzobispo de Canterbury, que tenía jurisdicción sobre todas las diócesis.

Entretanto, el rey empezaba a impacientarse. Esperaba cada día que Adelicia le comunicase que estaba embarazada y la espera lo irritaba.

Por su parte, Adelicia ya había conocido a algunos miembros de la corte y apreciaba especialmente a Esteban, el sobrino del rey, y a su encantadora esposa Matilde, quien comprendía muy bien su desconcierto inicial.

—Esteban es un hombre muy correcto y jamás se mostró descortés conmigo —le dijo Matilde—. Pero recuerdo muy bien lo extraño que me parecía todo durante mis primeras semanas de casada. Tened en cuenta que me eduqué en una abadía y de ella pasé directamente a la corte.

Adelicia le contestó que, aunque estaba un poco desconcertada, el rey era muy bueno con ella, por lo que no le cabía la menor duda de que pronto se acostumbraría a su nueva existencia.

Sin embargo, Matilde no le dijo a la joven esposa del rey lo mucho que le habían hecho sufrir las infidelidades de su marido, y que sabía que una vez que el soberano supiese que Adelicia llevaba un hijo suyo en el vientre, se dedicaría, como siempre había hecho, a buscar placer en los brazos de otras mujeres.

Al final, el concilio estableció que el privilegio de oficiar la ceremonia de la boda real correspondía al arzobispo de Canterbury.

Ralph se puso inmediatamente en camino hacia Windsor mientras el rey trataba de calmar al indignado Rogelio. Aquella decisión mermaba su poder. Su objetivo había sido ver a sus familiares ocupando los puestos más altos del Estado, y con un arzobispo tan decrépito como el primado, no le había costado imaginarse al frente de la Iglesia de Inglaterra.

—No os preocupéis, Rogelio —le dijo Enrique—. El viejo está en su derecho y el concilio lo respalda. La ceremonia tendrá que oficiarla él y ya no se puede demorar por más tiempo. De todos modos, se tendrá que

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celebrar la coronación de la reina y os prometo que vos presidiréis la ceremonia.

Rogelio se tranquilizó.Ralph d'Escures hizo el doloroso viaje desde Canterbury a Windsor.Desde que había sufrido el ataque no era el mismo, los viajes lo

agotaban enormemente, pero aun así no estaba dispuesto a permitir que Rogelio de Salisbury usurpara sus derechos.

Le parecía un escándalo que éste viviera abiertamente con su amante. El rey había tenido más amantes que ningún otro hombre de Inglaterra, pero un rey era un rey, por muy deplorable que fuera su conducta, mientras que los clérigos que desafiaban las leyes de la Santa Madre Iglesia merecían la excomunión. Sin embargo, Rogelio dictaba sus propias leyes, de las cuales quedaban excluidos los pobres clérigos que no tenían su poder ni influencias. Ralph se preguntaba cómo el rey, que era tan meticuloso en muchos aspectos, se lo permitía. Tal vez se debía, simplemente, a que apreciaba a Rogelio y quería concederle privilegios especiales. O quizá se debía a que, como era un libertino, se mostraba muy indulgente con cierta clase de pecadores.

Ralph se consideraba un hombre virtuoso porque los deseos carnales apenas lo habían atormentado. Ahora que estaba medio paralizado, casi no podía hablar y ya tenía un pie en el sepulcro, sólo pensaba en tales cuestiones para condenarlas.

El rey necesitaba un heredero, pues Dios le había castigado por sus pecados llevándose a su único hijo legítimo. Dios había dejado bien clara su voluntad, llevándose al único hijo legítimo de un hombre que había repartido indiscriminadamente hijos bastardos por todo el reino.

El arzobispo aprobaba la boda y esperaba que Dios perdonara al rey y le concediera otro hijo, pero no quería que nadie más que él oficiara la ceremonia.

Al llegar a Windsor, estaba tan agotado que tuvo que irse a la cama. El rey lo visitó en su alcoba y lamentó que hubiera hecho el viaje estando tan delicado de salud.

—Mi señor —dijo el arzobispo, arrastrando las palabras de tal forma que el rey tuvo que acercarse para poder entenderle—, yo sé cuáles son mis obligaciones.

—Yo os quería ahorrar las molestias —dijo el rey—. El obispo de Salisbury en cuya diócesis nos encontramos habría celebrado con mucho gusto la ceremonia.

—De eso no me cabe la menor duda —replicó Ralph.—Pero, si por la mañana no estuvierais en condiciones de levantaros

de vuestro lecho…—Lo estaré —dijo el arzobispo con firmeza—. Me he pasado muchas

horas de rodillas, pidiéndole a Dios que bendiga esta unión con un hijo.—Os lo agradezco —dijo el rey, pensando que Dios escucharía la

petición de un hombre tan piadoso como Ralph con más benevolencia que la suya—. La reina es joven y creo que me podrá dar muchos hijos.

—Es una dama muy buena y piadosa y no hay razón para que eso no ocurra —dijo el arzobispo, y recordando la pecaminosa vida del rey, agregó—: Mi señor, tenéis que rezar mucho y con gran humildad, pues habéis engendrado muchos hijos, siguiendo una conducta contraria a las

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leyes de Dios.—Sí. Dios me ha dado muchos hijos a los que amo profundamente. Ya

conocéis a mi hijo Roberto de Gloucester… —Enrique siempre se emocionaba al hablar de su hijo preferido, nacido de su unión con la princesa Nesta de Gales—. ¡Es un hijo excelente! Dios me miró sonriendo el día en que él nació.

—Pero frunció el ceño la noche en que el Barco Blanco naufragó, llevándose consigo a vuestro único hijo legítimo.

—Y a otros dos a los que yo amaba tiernamente.—De Dios nadie se puede burlar —dijo el arzobispo—. No olvidéis

que los pecados que cometemos tendremos que pagarlos.—Ya pagué los míos cuando perdí a Guillermo.—Sólo Dios puede decir si los habéis pagado por entero.«¡Qué pesado se está poniendo este viejo!», pensó el rey. ¿Por qué

siempre tenían que profetizarle desgracias? Le había ocurrido lo mismo con Anselmo. Se consideraban tan virtuosos que sólo podían ver los pecados de los demás. A los ojos de Enrique, los hombres como Ralph y Anselmo no tenían nada de qué sentirse orgullosos. Para él, los hombres que no deseaban a las mujeres —y aun así satisfacían sus deseos— eran, en alguna medida, menos que hombres. Carecían de deseos y predicaban piedad y devoción a quienes sí los tenían. Por eso prefería la compañía de Rogelio y quería verlo al frente de la Iglesia, porque sabía lo que era desear a una mujer. ¡Y qué mujer, nada menos que Matilde de Ramsbury! Sin duda, en muchos aspectos ésta era parecida a Nesta.

Como no estaba de humor para seguir escuchando el sermón de Ralph, el rey se levantó y dijo:

—Mañana oficiaréis la ceremonia.

La ceremonia se celebró en la capilla de Windsor y muchos temieron que el anciano arzobispo de Canterbury no sobreviviera a ella. Hablaba con tanta dificultad que apenas se le entendía e incluso hubo un momento en que pareció que se iba a desplomar al suelo.

El rey estaba furioso con aquel anciano decrépito y latoso, pero sabía que era mejor no ponerse en contra de la Iglesia. Bastantes preocupaciones tenía ya. Normandía era como una rueda de molino atada alrededor de su cuello. Su hermano Roberto estaba encarcelado en el castillo de Cardiff, pero Guillermo el Clito, el hijo de Roberto, seguía disfrutando de libertad en Normandía y sus partidarios podían provocar una insurrección de un momento a otro. Sólo le hubiera faltado un nuevo conflicto con la Iglesia. Por consiguiente, el viejo tenía que oficiar la ceremonia por mucho que Rogelio se ofendiera.

Contempló a Adelicia, sentada a su lado. Hubiera deseado sentir un poco más de entusiasmo por ella, pero era demasiado joven, sumisa y aquiescente. Pobre niña, no podía compararse ni de lejos con su amante Nesta, casada con Gerardo de Windsor, el marido que él le había buscado veinte años atrás cuando se había visto obligado a contraer matrimonio con su primera esposa, Matilde. ¿Cuántas amantes había tenido a lo largo de los años? ¿Y cuántos hombres habían compartido el lecho de Nesta? No importaba. Ella era para él y él para ella.

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No le pareció correcto pensar en su amante durante la ceremonia de su boda con la joven Adelicia. Dios podía castigarle con un matrimonio estéril.

«Ya basta de pensar en otras mujeres», se dijo, y le rogó al Señor que Adelicia le diera descendencia enseguida.

La boda se celebró con grandes festejos y el rey presidió la mesa, teniendo a un lado a su esposa y al otro a Rogelio.

Al ver que Rogelio estaba muy taciturno, Enrique trató de animarlo.—Pensé que no llegaríamos al final de la ceremonia —dijo—. Juro que

le vi a punto de caer más de una vez.—Es un pobre viejo idiota —masculló Rogelio.—Pero no por ello deja de ser el arzobispo —replicó el rey.

Volviéndose hacia su esposa, le dijo—: Mañana, amor mío, nos trasladaremos a Westminster donde serás coronada reina de Inglaterra.

—Os doy gracias, mi señor.El rey tomó la mano de su esposa y le dijo a Rogelio:—Ésta es mi amada esposa. Dios ha sido muy bondadoso conmigo al

otorgármela.—Y lo seguirá siendo.—No me cabe la menor duda. Pronto veréis el fruto de nuestras

noches —dijo el rey—. Mi reina lo desea tanto como yo, y ambos rezamos por ello.

—Al igual que todos vuestros leales súbditos. Con la bendición de Dios, pronto tendréis un heredero.

—Amén —dijo el rey—. Nos coronaréis a los dos en Westminster, Rogelio. Estoy deseando ver la corona sobre esta rubia cabeza.

Rogelio esbozó una sonrisa. No había podido oficiar la ceremonia de la boda del rey, pero lo olvidaría cuando celebrara la de la coronación y él mismo colocara la corona sobre la cabeza de la reina.

Tendido en su lecho, Ralph descansaba de las agotadoras actividades de la jornada.

Pensaba en los pacíficos días de su juventud y en la turbulencia del presente, pero entonces era sólo un humilde monje que más tarde se había convertido en prior y abad del monasterio de Séez. Al llegar a Inglaterra, su talante jovial le había ganado la enemistad de muchos que no lo consideraban propio de un clérigo, si bien sus altas cualidades morales habían logrado que se le perdonara aquella ligera frivolidad.

Desde que sufriera el ataque, se había vuelto un poco más irritable. Sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida y dudaba que viviera lo bastante como para ver al heredero del rey.

Uno de sus servidores entró apresuradamente en la estancia.—Mi señor arzobispo —dijo—, el cortejo real ha emprendido la

marcha hacia Westminster.—¿Tan pronto? —se quejó Ralph.—La reina tiene que ser coronada sin demora, mi señor, y dicen que

Rogelio de Salisbury oficiará la ceremonia.

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—Jamás —exclamó el arzobispo al tiempo que se levantaba de la cama—. Sólo hay uno que pueda hacerlo.

—No estáis en condiciones, mi señor.—No me aconsejes sobre lo que tengo o no tengo que hacer. Que

vengan de inmediato todos mis servidores.Las venas de las sienes le latían con fuerza, las piernas apenas si le

sostenían y estaba un poco mareado, pero le daba igual.—Ayudadme a vestirme sin tardanza —dijo a sus servidores—. Y

disponed todo lo necesario para la partida. Nos vamos a Westminster ahora mismo.

El arzobispo entró sin resuello en la abadía. Todos los presentes contemplaron con asombro cómo avanzaba hacia el altar con paso un tanto vacilante, pero decidido.

Rogelio ya había colocado las coronas sobre las cabezas del rey y la reina; al ver aquello, Ralph se puso tan furioso que muchos creyeron que se iba a morir allí mismo.

El arzobispo se acercó al rey y le preguntó, levantando la voz para que todos pudieran oírle:

—¿Quién ha colocado esta corona sobre vuestra cabeza?Enrique lo miró con incredulidad. ¿Cómo era posible que aquel

hombre viejo y enfermo lo hubiera seguido con tal celeridad? Había ordenado que la ceremonia se celebrara sin dilación para que terminara antes de que pudiese surgir alguna protesta.

Estaba claro que no había logrado su propósito. Una coronación era una ceremonia mucho más importante que una boda y Enrique debería haber comprendido que el arzobispo no estaría dispuesto a permitir que la oficiara otro.

Se había equivocado al tratar de aplacar a Rogelio de aquella manera.

—Si la ceremonia no se ha celebrado debidamente —murmuró el rey—, se tendrá que repetir.

—En efecto, mi señor —replicó el arzobispo, mirándolo enfurecido.Después levantó la correa que, ajustada bajo la barbilla del rey,

sujetaba la corona sobre su cabeza y la corona cayó de lado sobre el hombro del soberano.

Los presentes contuvieron la respiración.El arzobispo cogió a continuación la corona y, colocándola con

firmeza sobre la cabeza de Enrique, siguió adelante con la ceremonia.Los presentes contemplaron la escena consternados. Muchos veían

continuamente presagios —buenos o malos— en todo, y el hecho de que al rey le hubieran quitado la corona de la cabeza fue considerado un mal presagio.

—Eso son tonterías —dijo Enrique que, como su padre, siempre prefería ver el lado bueno de todas las cosas—. Más bien es una buena señal. Perdí a mi hijo y, aunque momentáneamente he perdido la corona, me la han vuelto a colocar sobre la cabeza. De la misma manera, mi joven y bella reina volverá a llenar la cuna real. Os prometo que nuestro matrimonio será fructífero y sé que muy pronto la reina me dará el hijo que tanto espero.

Se celebraron festejos por todo el país mientras el rey y la reina

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rezaban cada día para que pronto hubiera alguna señal, pero no había ninguna.

«¿Por qué mis amantes conciben hijos y mi esposa no?», se preguntaba el rey.

Enrique se mostraba cada vez más inquieto y apesadumbrado. Había transcurrido un mes desde la boda oficial y Adelicia seguía sin mostrar la menor señal de preñez, aun cuando desde su boda en Ely habían hecho el amor cada noche.

Rogelio había regresado a Salisbury con su amada Matilde y el rey echaba de menos su compañía. Esteban le alegraba el corazón y su esposa Matilde era extremadamente amable y cariñosa; los juglares y trovadores hacían todo lo posible por distraerle, pero él estaba cada vez más preocupado. Deseaba ser joven otra vez. Aunque gozaba de buena salud había comenzado a tener algunos achaques y su digestión lo tenía a maltraer, a pesar de que no bebía ni comía en exceso… a no ser que le sirvieran uno de sus platos preferidos. Sentía una debilidad especial por las lampreas con las cuales sus cocineros le solían preparar un delicioso estofado, pero en otras cosas era más bien moderado. Lo suyo eran sobre todo las mujeres y la caza… nunca la comida o la bebida.

Disfrutaba de la compañía de Esteban, aun cuando éste había cambiado ligeramente de actitud. Enrique sabía que el joven abrigaba la esperanza de sucederle en el trono y no se lo echaba en cara, pues él habría sentido lo mismo en su lugar. Ahora, a pesar del afecto que le profesaba al rey, Esteban no podía por menos que alegrarse en secreto de que la reina aún no hubiera concebido ningún hijo. Aunque esto levantaba ciertas barreras entre ellos, Enrique no podía reprocharle a Esteban su ambición.

Cuanto antes tuviera un hijo, mejor. Entonces Esteban comprendería que ya no podía abrigar ninguna esperanza. Entretanto, la situación era difícil y él ya estaba empezando a temer que la reina fuera estéril.

Había un hombre con cuya compañía Enrique solía encontrar solaz. Se llamaba Lucas de Barré y no sólo era uno de sus mejores soldados sino también un poeta. Ambos se conocían desde la infancia y siempre habían sido muy buenos amigos.

Enrique mandó llamar a Lucas y le pidió que le cantara algunas de sus más recientes composiciones.

Lucas obedeció. A pesar de que algunas veces las canciones eran un poco atrevidas y contenían ciertas alusiones al rey, a éste le hacían gracia y lo ayudaban a olvidar sus sinsabores.

Mientras Lucas cantaba, llegó un mensajero. Había cabalgado al galope desde la frontera de Gales y traía muy tristes nuevas. Los galeses estaban marchando sobre Chester, cuyo conde había muerto recientemente.

El rey se levantó de su asiento.—No me queda más remedio que trasladarme a Gales sin demora —

dijo.

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Adelicia rompió a llorar.El rey la besó con ternura.—Quién sabe —le dijo—, a lo mejor, cuando vuelva ya tendrás una

noticia para mí. Si la tuvieras, mándame un emisario dondequiera que yo esté.

—Lo haré, mi señor, y rezaré por vos día y noche.¿De qué servían las plegarias?, pensó el rey con cierta impaciencia.

Los hijos se engendraban en cálidos lechos, no en capillas llenas de corrientes de aire.

Pero si Adelicia quería rezar, que lo hiciera. Tenía tantos deseos de darle lo que él quería como él de que se lo diera.

—Me entristece mucho dejarte, mi hermosa reina —le dijo Enrique.Recordó que, en vida de Matilde, se había inventado unos disturbios

en Gales para poder trasladarse al castillo de Carew y reunirse con Nesta.

Adelicia subió a la torre para verlo alejarse. Enrique volvió la cabeza y levantó la mano en gesto de despedida.

—Oh, Dios mío —rezó Adelicia—, haz que conciba un hijo.

No le fue difícil domeñar a los galeses. El enemigo se retiró y él marchó sobre Snowdown. Pronto los rebeldes no pudieron por menos que aceptar su victoria. Enrique insistió en que debían pagar un tributo, algo que siempre le había encantado ya que, al igual que su padre antes de él, sentía una devoción especial por el dinero. Dinero, tierras, posesiones… todo ello significa poder. Rufo había sido como él en este aspecto; sólo el tonto de Roberto no había heredado esta característica de la familia, y así había terminado: en la cárcel después de haber perdido su amado ducado de Normandía. Enrique decidió tomar como rehenes a los hijos de los príncipes de Gales en la certeza de que así conseguiría que el rescate fuese pagado.

Acto seguido se trasladó al castillo de Carew.—Me dejas asombrado, Nesta —le dijo a su antigua amante—. Cada

vez que te veo recuerdo lo deseable que eres.—No tendrías que olvidarlo jamás —le dijo ella.Gerardo de Windsor no tenía más remedio que mostrarse

complaciente, pues el rey le había otorgado inmensas riquezas a cambio de que fuera el esposo de su querida amante.

—Contigo me siento rejuvenecer —añadió el rey.Ella se reclinó sobre la almohada y sonrió.—Estábamos hechos el uno para el otro, Enrique, y tú lo sabes —le

dijo.—Si no hubiera accedido al trono… ¿Tú crees que eran mejores los

tiempos anteriores a que me convirtiera en rey?—El mejor tiempo es siempre el de ahora —contestó Nesta—. En eso

consiste el secreto. Mi queridísimo rey, no tienes que arrepentirte de nada. Nuestro amor nunca ha tenido un carácter doméstico. ¿Habría sido lo mismo si hubiéramos permanecido juntos noche y día?

—Muchas veces tengo que alejarme de la corte, pero incluso en medio de las batallas habría pensado en ti.

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—En ese caso las habrías perdido.—No, habría combatido con más denuedo para poder regresar

cuanto antes a tu lado.—Tienes que saber, amor mío, que el destino no siempre nos da lo

que le pedimos. Vamos, no te entristezcas. Háblame de tu nueva esposa. Me han dicho que es muy bella.

—Es una hermosa criatura, en efecto.—Pues, en tal caso, me alegro por ti.—Yo no puedo alegrarme más que cuando estoy contigo. Tu lecho es

el único en el que ansío yacer.—Siempre fuiste muy galante conmigo, Enrique, pero no siempre te

he creído. Vamos, sé sincero, ¿no te parece una tarea placentera preñar a esa adorable criatura?

—Pues la tarea no está resultando muy fácil.—Dicen que las vírgenes no conciben con tanta facilidad como las

que ya han parido. Tienes que refrenar tu impaciencia. Pronto llegará un mensajero a Gales para comunicarte la noticia de que la semilla ya ha fructificado.

—¿Por qué hablamos de otros hijos cuando tú y yo ya tenemos los nuestros?

—Porque ésos no pueden ser los herederos del trono. Pero olvídate de tus inquietudes, te lo suplico. No perdamos las preciosas horas de esta noche con lamentaciones. Alegrémonos, pues al menos por una noche volvemos a estar juntos.

Allí estaba su amada Nesta haciéndole olvidar sus cuitas; jamás en su vida había conocido Enrique mujer más hermosa y deseable.

Qué feliz habría sido si hubiera podido permanecer en Gales, pero no podía olvidar que era rey y que tenía un reino que proteger.

Se lanzó al galope por el valle en compañía de sus hombres y, mientras los estandartes volaban al viento, pensó en Nesta y decidió pasar otra noche con ella antes de abandonar aquellas tierras.

Los combates ya habían terminado y él había cumplido su misión. Descansaría un poco, fingiría ocuparse de los asuntos de Estado y, por la noche, sería huésped del castillo de Carew y dormiría en el lecho de la turbadora Nesta.

Mientras cabalgaba por territorio inglés, sintió que una flecha le alcanzaba el pecho. De no haber sido por la armadura, le habría traspasado el corazón.

—Por todos los santos —exclamó—, esta flecha no la ha disparado una mano galesa.

Ordenó que recogieran la flecha y se la entregaran. Se pasó un buen rato examinándola. Si no hubiera llevado la armadura, en aquellos momentos tal vez estuviese tendido en el suelo como Rufo. Recordó el cuerpo ensangrentado y cubierto de barro de su hermano, el cual no llevaba armadura porque simplemente había salido a cazar. Rufo no estaba protegido contra la flecha asesina… en caso de que hubiera sido efectivamente una flecha asesina. La muerte de Rufo siempre había sido un misterio, pero alguien tenía que saber la verdad.

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El incidente de la flecha le produjo una cierta desazón. La muerte lo había rozado. Ahora paseaba sentado a lomos de su caballo, pero hubiera podido estar muerto.

Cuan vulnerables eran los reyes; mucho más que la mayoría de los hombres.

Tendría que recordarlo. No debería haber pasado la noche con Nesta. Debía regresar cuanto antes junto a la reina. Tenía que tener un hijo. «Quién sabe —se dijo—, quizá cuando regrese ella me dé la noticia de que está embarazada.»

Por desgracia, no fue así.

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En la alcoba imperial

En la corte imperial de Utrecht, la emperatriz Matilde esperaba ansiosamente que llegaran noticias de Inglaterra. Sabía que el matrimonio de su padre aún no había dado ningún fruto y se alegraba en secreto de ello.

¡Cómo deseaba estar allí! Cuánto le habría gustado ver la decepción de Esteban al enterarse de la boda. Cómo se habría burlado de él.

¡Él, que ni siquiera era el hijo mayor del conde de Blois, esperaba heredar la corona de Inglaterra! Si hubiese estado allí se habría reído de sus pretensiones. Cuánto añoraba los tiempos en la corte de su padre.

Pero estaba casada con un viejo al que apenas podía soportar, aunque procuraba disimularlo, pues él adoraba a su bella y joven esposa que tan prudentes consejos sabía darle en muchas ocasiones. El gran emperador de antaño ya empezaba a chochear.

Matilde se preguntaba a menudo cuánto tiempo viviría su esposo y qué sería de ella después. A pesar del violento carácter que ponía de manifiesto en privado con sus servidores, en público se mostraba encantadora y todo el mundo la consideraba una buena esposa y una emperatriz magnánima. Era ella la que, en realidad, gobernaba el país bajo mano a medida que el emperador se iba debilitando…

Pobre Enrique, cómo había cambiado desde su nuevo matrimonio. Se estaba convirtiendo en un anciano. ¿Quién heredaría su trono cuando muriese? Matilde no podía dejar de pensar en ello. ¿Y si la reina Adelicia fuera efectivamente estéril? ¿Y si su padre no tuviera el ansiado heredero? El rey de Inglaterra no podía olvidar que tenía una hija y que era la siguiente en la escala de sucesión. ¡Ella, una reina! ¿Aceptaría el pueblo que lo gobernase una mujer? Deberían hacerlo. Qué excitante sería regresar a su añorado país, ver el efecto que su presencia producía en Esteban… el pobre Esteban, que tanto la amaba y que era tan diferente de ella, casado con otra Matilde a la que no amaba y privado de la corona que tanto ambicionaba.

Se desperezó en el lecho imperial y contempló a su esposo, que dormía a su lado. Con su camisa de noche resultaba más repulsivo que con su uniforme imperial. Al verlo tan frágil, pensó que muy pronto se vería libre de él.

Se quedó medio dormida y soñó con Inglaterra. De pronto, despertó sobresaltada y advirtió que el emperador se había levantado de la cama.

Lo vio acercarse a la ventana entre gemidos. Entonces se levantó de un salto y le preguntó:

—¿Qué os ocurre, Enrique? ¿Acaso estáis indispuesto? —Apoyó una mano en su brazo y percibió su temblor.

—Matilde —dijo el emperador—, mi buena esposa Matilde…—Por supuesto que soy yo —dijo ella—. ¿Qué otra mujer podría

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encontrarse en vuestra alcoba?—No puedo dormir —dijo el emperador.—Vuestras noches son siempre muy agitadas. Volved al lecho. Estáis

frío.—Me muero de miedo.—¿De qué tenéis miedo? Estamos muy bien protegidos. El pueblo

aprecia la labor del emperador y ama a la emperatriz.—No temo una mano asesina, Matilde. La recibiría con agrado… si

estuviera bien dispuesto.—Enrique, estáis enfermo.—Enfermo de la cabeza —dijo el emperador.«Sí, pobre viejo. Eso ya lo sé yo desde hace tiempo», pensó Matilde.—Volvamos al lecho y, si lo deseáis, hablemos.Enrique permitió que lo acompañara de nuevo al lecho. Después,

Matilde encendió una vela y la colocó sobre un escabel, al lado de la cama.

—¿Por qué os habéis levantado? ¿Acaso os disponíais a visitar a alguna amante, mi señor?

—No es posible que hayas pensado semejante locura.—No, por supuesto que no. —En su fuero interno, Matilde pensó:

«Eres un viejo impotente incapaz de satisfacer a ninguna mujer»—. Era sólo una broma. Decidme qué os ocurre.

—Estoy muy cansado de la vida —contestó el emperador—. Quisiera morir, pero antes deseo ponerme a bien con Dios, y eso me llevaría muchos años de penitencia. Le pido al Señor que me dé tiempo para expiar mis pecados.

—Ya habéis manifestado vuestro arrepentimiento. Tened la certeza de que Dios os ha perdonado.

—Mi querida Matilde, tú no puedes imaginar el alcance de mi maldad.

—Hablad si eso os sirve de alivio.—Tú ya sabes que mi hermano Conrado y yo conspiramos contra

nuestro padre el emperador.—Muchos hijos han hecho lo mismo.—Obramos mal.—Tal vez no, siempre y cuando la usurpación de la corona fuera

beneficiosa para el país.—¡Un hijo alzándose contra su propio padre!—Muchos hijos se han rebelado, Enrique.—¿Y cuál será su castigo en el Cielo?—Eso no os lo puedo decir, pues nunca me rebelé contra mi padre ni

estuve jamás en el Cielo.—Cuando mi hermano Conrado tomó parte en la rebelión contra

nuestro padre, yo me alié con él —continuó el emperador.—Os dejasteis dominar por vuestro hermano mayor.—No. Yo era ambicioso… mucho más que Conrado. Estaba

firmemente decidido a convertirme en emperador y, como Conrado había encabezado una rebelión contra mi padre, fui proclamado heredero. Pero no soportaba la espera, Matilde, pues era muy ambicioso. Tú ya sabes lo que hice, pues todo el mundo está al corriente de ello. Le tendí una

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trampa a mi propio padre. Nos reunimos y nos reconciliamos y, cuando le tuve en mi poder, lo obligué a abdicar para conseguir la corona imperial. Encarcelé al pobre viejo, él escapó y entonces estalló entre nosotros una guerra que duró hasta su muerte.

—Eso ocurrió hace mucho tiempo y es mejor olvidarlo —dijo Matilde—. Después el país disfrutó de largos años de paz.

—Le arrebaté la corona a mi padre…—Pero habéis sido un buen emperador para vuestro pueblo.—Pienso a menudo en toda la sangre que se derramó en Italia

cuando obligué al Papa a llegar a un entendimiento conmigo.—La cuestión de las investiduras tenía que resolverse, y vos lo

hicisteis.—Hubo muchos derramamientos de sangre. A veces, en mis sueños,

veo los cadáveres amontonados.—Todos los gobernantes tienen que guerrear.—Fui cruel y despiadado.—Todos los gobernantes tienen que serlo en algún momento.—Sé que intentas consolarme, Matilde, porque has sido una buena

esposa para mí. Jamás olvidaré la primera vez que te vi. Tenías apenas doce años.

—¡Y vos me llevabais cuarenta!—Pobre niña, no me tuvisteis miedo.—No me asusto fácilmente —reconoció Matilde—. Vos me mimasteis.

Dejando aparte vuestro empeño en obligarme a hablar alemán y a comportarme como una alemana, siempre fuisteis muy bueno conmigo.

—Ojalá hubiéramos tenido hijos.«Eras demasiado viejo para eso —pensó Matilde— Si hubiéramos

tenido hijos, jamás habría podido abandonar Alemania y habría tenido que quedarme aquí toda la vida, a pesar de que mi corazón está en Inglaterra.»

—Procurad dormir —dijo Matilde.—No puedo. No soporto la oscuridad de la noche. En la oscuridad,

me asaltan las imágenes del pasado. Sólo de día desaparecen.—Pues entonces dejaré la vela encendida.—Háblame, Matilde. Cuando me hablas, me siento mejor. Me

consuela oírte decir que no has sido desdichada a mi lado.Matilde volvió a tenderse en la cama y contempló las grotescas

sombras que la llama de la vela proyectaba sobre las paredes. El emperador dijo algo y ella le contestó, pero sus pensamientos estaban en otra parte.

«Ya no puede vivir mucho tiempo. Y entonces seré libre», pensó.¡La libertad! Había observado cómo los pájaros volaban sin el menor

esfuerzo. Cuánto había deseado poder volar como ellos… y regresar a Inglaterra.

—¿Estás dormida, Matilde?«Oh, Dios mío —pensó—, ¿ya empieza otra vez? Duérmete de una

vez, viejo estúpido. Ya estoy harta de ti.»El emperador lanzó un suspiro y ya no dijo nada más. Matilde

permaneció inmóvil, pensando en Inglaterra. ¿Qué estaría ocurriendo allí en aquellos momentos? La pobre Adelicia estaría durmiendo al lado de su

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esposo… Adelicia, la estéril, Y Esteban estaría con Matilde o, más probablemente, con alguna amante. Conocía muy bien a Esteban.

Se preguntó si la habría olvidado. Si lo había hecho, en cuanto regresara a Inglaterra volvería a recordarla. Pero ¿cómo podría regresar mientras estuviera atada a aquel viejo estúpido?

Aquella noche, sin embargo, a la luz de la vela, le había parecido ver la imagen de la muerte en el amarillento rostro del trémulo emperador.

«Que sea pronto —rogó—. Que yo pueda recuperar la libertad. Que Adelicia siga siendo estéril. Y que mi padre el rey, en su desesperación por no haber tenido un hijo, recuerde que tiene una hija fuerte e inteligente.

»Que ocurran todas estas cosas y que yo pueda regresar a Inglaterra… y reunirme con Esteban».

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Los ojos del poeta

El rey estaba muy triste. ¿Cómo era posible que, a pesar de sus esfuerzos, Adelicia no quedase embarazada?

Adelicia tampoco era feliz e ignoraba por qué razón no podía darle al rey el hijo que con tanta urgencia necesitaba. Todas las noches el rey visitaba su lecho, pero cada vez era más evidente que sólo lo hacía por obligación.

En un arrebato de dolor y melancolía, Enrique decidió enviar a la viuda de su hijo junto a su padre. Apreciaba a la encantadora Matilde, pero la joven le hacía recordar demasiado a su difunto vástago y a su querida esposa Matilde que a tan temprana edad había dejado de darle hijos.

Mandó llamar a Rogelio para plantearle la cuestión.—No es que no le tenga cariño, Rogelio. Matilde es muy buena, pero

su presencia me hace recordar constantemente a Guillermo y su muerte en el Barco Blanco. Entonces pienso que Dios me ha abandonado y que me arrebató a mi hijo y ya no volverá a darme otro.

—Sois muy impaciente, mi señor.—Con razón. ¿No veis que me estoy haciendo viejo?—Yo sólo veo a un hombre en la plenitud de sus fuerzas, señor. La

reina ansia demasiado concebir un hijo y yo he oído decir a las parteras que, cuando el deseo es demasiado intenso, la semilla no echa raíces.

—La culpa no es mía, de eso estoy seguro. Tengo bastardos suficientes como para demostrar que puedo preñar a una mujer.

—A su debido tiempo, nacerá el heredero.—¡A su debido tiempo! —gritó el rey—. No soy joven y no puedo

esperar demasiado.Rogelio trató de tranquilizar a su señor.—Creo que me habéis llamado para discutir la cuestión de vuestra

nuera, señor —dijo, cambiando de tema.—La dulce Matilde. Cada vez que la miro veo el Barco Blanco. La

contemplación de la viuda de mi hijo intensifica mi dolor.—Pues entonces, hay que enviarla a donde no podáis verla.—¿Y adonde puedo enviarla?—A Anjou, junto a su padre.—Así lo haré. Lo malo es que vino con una generosa dote. Creo que

Fulco recibiría a su hija con los brazos abiertos si ella regresara con la dote.

—Una dote muy cuantiosa —dijo Rogelio—. Fulco se alegró tanto de emparentar con la familia real que pagó el honor a precio de oro.

—En efecto. Pero el matrimonio duró muy poco y Fulco querrá volver a casar a su hija.

—Y exigirá la devolución de la dote —dijo Rogelio.

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—La exigirá, pero yo no sé la devolveré.Rogelio soltó una carcajada.—Ya me lo suponía.—Le devolveré su hija, pero no la dote que él pagó para que se

convirtiera en la esposa de mi hijo. ¿Acaso no se casó con él?—Por supuesto que sí.—Lo cual significa que yo cumplí mi palabra. Le di mi hijo por esposo

a su hija y él me entregó la dote.—Se pondrá furioso.—Peor para él —dijo Enrique—. ¿Creéis que me importa el conde de

Anjou?—Es una provincia muy útil, mi señor. —En eso tienes razón, y nuestra alianza fue muy beneficiosa, pero

ahora hay paz en Normandía, mi hijo ha muerto y la hija de Fulco es su viuda. Por consiguiente, la enviaré de nuevo junto a su padre, pero la dote se quedará aquí. La pobrecilla recordará toda su vida que hubiera podido ser la reina de Inglaterra. Eso bien merece la dote que se pagó.

—Por supuesto, mi señor, aunque ella nunca pueda ver cumplidas sus esperanzas.

—Muy bien, pues. Disponedlo todo y decidle a la joven que lamento su partida. Yo mismo iré a verla, pues la aprecio de todo corazón. Tiene que irse, pero sin dote, Rogelio. Ella se va, pero el dinero se queda.

Enrique se despidió de su nuera, estrechándola afectuosamente en sus brazos.

—Me apena, mi querida hija, que tengas que dejarnos, pero tu permanencia aquí es un recuerdo demasiado doloroso para los dos. Regresarás a casa de tu padre y estoy seguro de que, a su debido tiempo, él te buscará otro esposo al que podrás darle hijos y que te hará olvidar esta etapa de tu vida.

La joven le dio las gracias por su bondad y el rey pareció lamentar sinceramente su partida, la cual no sirvió, sin embargo, para borrar su tristeza. Según decían los cortesanos, nunca se libraría de ella hasta que tuviera un hijo.

Fulco de Anjou recibió a su hija en la creencia de que ésta llevaba consigo la cuantiosa dote que él le había pagado al rey de Inglaterra por la boda. Al enterarse de que no era así, se puso furioso. Había pagado tan enorme suma de dinero para ver a su hija convertida algún día en reina de Inglaterra. El que su esposo hubiese muerto y ella hubiera perdido su oportunidad no era razón para que se resignase ante el hecho de que había pagado por algo que no había recibido.

—¡El rey de Inglaterra es un miserable! —gritó—. Su padre también arramblaba con todo lo que podía. Son codiciosos por naturaleza, pero yo quiero recuperar lo que es mío. Juro que Enrique de Inglaterra recordará el día en que quiso engañar a Fulco de Anjou.

Anjou era la provincia más poderosa de Francia y la historia de la familia de Fulco era una epopeya tan extraordinaria como la de los grandes duques de Normandía, el primero de los cuales, llamado Rollón, había sembrado tanta devastación en todo el país que finalmente el rey

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de Francia se había visto obligado a cederle Normandía. El fundador del linaje había sido Tortulfo, un cazador y forajido del siglo IX que habitaba en el bosque y que se hizo famoso por sus dotes cinegéticas y por su valentía.

Por aquel entonces, los daneses asolaban las hermosas tierras de Francia y de Inglaterra y Tortulfo se puso al servicio del rey Carlos el Calvo y juntos expulsaron a los nórdicos. Como recompensa, Tortulfo pidió territorios y éstos le fueron concedidos. Más tarde, con la ayuda de su hijo Ingelger, que era tan hábil como él en el campo de batalla, obtuvo el territorio llamado Anjou.

El más célebre del linaje fue Fulco el Bueno, quien devolvió la paz y la prosperidad a Anjou. Bajo su sucesor, el duque Godofredo Veste Gris, los angevinos perdieron su poder y se convirtieron en meros vasallos de los vecinos señores de Blois y Champaña.

Pero de aquel triste vasallaje surgió, cual ave fénix, el gran Fulco el Negro, dispuesto a convertir Anjou en la provincia más poderosa de Francia. Fulco era cruel y despiadado hasta el extremo de haber mandado quemar en la hoguera a su esposa infiel y haber castigado a su hijo Godofredo, que se había rebelado contra su tiranía, ensillándolo como si fuera una bestia de carga y obligándolo a arrastrarse a sus pies en demanda de un perdón que no esperaba recibir. Al final, el joven fue perdonado por su condición de futuro conde de Anjou, no por afecto paternal.

Agobiado por la culpa, como ocurría en aquellos tiempos con hombres que habían sido crueles desde su juventud, Fulco, temiendo el castigo divino, peregrinó a Jerusalén, donde se hizo azotar públicamente. Pero al regresar a Anjou volvió a las andadas, convencido de que con la dureza de los azotes ya había expiado con creces todos sus pecados pasados y futuros.

Ésos eran los antepasados de Fulco de quien Enrique se había burlado, devolviéndole a su hija sin la dote.

El orgulloso y poderoso conde de Anjou no podía tolerar semejante actitud y se preguntó de qué forma podría vengarse de Enrique de Inglaterra.

Había alguien que, a juicio de muchos, tenía más derecho que Enrique a la corona de Inglaterra, y ese alguien era el duque Roberto de Normandía, el hijo mayor del Conquistador y hermano de Enrique, quien lo mantenía encarcelado en el castillo de Cardiff.

Si el hijo de Roberto, Guillermo el Clito, conseguía arrebatarle Normandía al usurpador Enrique, cabía la posibilidad de que intentara arrebatarle también el trono de Inglaterra. Fulco sabía que una de las mayores inquietudes de Enrique era su sobrino, el Clito, por cuyo motivo envió discretamente mensajeros para tantear al joven.

Guillermo el Clito se parecía mucho a Roberto y aspiraba a recuperar Normandía para la rama de su familia y a liberar a su padre (a quien el Conquistador había dado el sobrenombre de Calzas Cortas debido a sus cortas piernas). A pesar de ser tan atolondrado como su progenitor, el joven tenía muchos partidarios y pensaba constantemente en su padre, preso en una mazmorra de su despiadado tío Enrique de Inglaterra.

Fulco lo recibió con grandes muestras de respeto, lo cual,

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considerando la reciente alianza con Enrique a través del casamiento de su hija, resultaba por demás sospechoso. Pero el Clito, al igual que su padre, estaba dispuesto a aceptar la amistad de quien se la ofreciese sin hacer demasiadas preguntas.

—Mi querido príncipe —le dijo Fulco—, os halláis ante un hombre que acaba de sufrir una gran decepción. Cometí un gran error al confiar en el rey de Inglaterra.

—Aliándoos con él, cometisteis traición contra el duque —le recordó el Clito.

—Permitidme que os lo explique. Amo esta tierra y creo que ya hemos sufrido demasiadas guerras. El país necesitaba paz y vuestro padre no se la podía dar. Creí que Enrique podría hacerlo. Fue una terrible decisión, pero quise anteponer el interés del país al mío propio.

—Y aprovechasteis de paso para casar a vuestra hija con el heredero de mi tío.

—Me pareció lo más acertado. Los jóvenes se amaban y yo no quise oponerme a la unión. —Fulco entornó los ojos. Se preguntó si habría llegado demasiado lejos. Su hija era tan joven por aquel entonces que el matrimonio ni siquiera se pudo consumar una vez celebrada la ceremonia—. Fueron felices, pero después ocurrió la tragedia que ya conocéis.

—Y es por esta razón por lo que… —dijo el Clito.—Mi señor, mi razón ha hecho que ahora me percate de mi error. En

efecto, Enrique no es el legítimo duque de Normandía, e incluso no creo que sea el legítimo rey de Inglaterra. Ocupa el trono desde hace veinte años, pero no es el hijo mayor del Conquistador.

—El mayor es mi padre y a él le corresponde la corona.—Rufo ha muerto y Enrique reina… y algunos dicen que sabe algo

sobre la muerte de Rufo. En cambio, el hijo mayor del gran Guillermo permanece prisionero en Inglaterra.

—No siempre será así.—Por supuesto que no. Quiero que vos y yo nos mantengamos

unidos. Anjou es la más poderosa de las provincias y podéis contar con mi apoyo incondicional. Deseo por encima de todo la derrota de Enrique y su expulsión de Normandía. Ese será el primer paso. Después conseguiremos la liberación de vuestro padre y buscaremos la manera de recuperar Inglaterra.

Un destello de emoción se encendió en los ojos del Clito. Como su padre, era mejor hablando de la victoria que luchando por ella. En la mirada de Fulco advirtió el odio que éste sentía por el rey de Inglaterra.

—Ya hablaremos de todo eso más tarde. Primero comeremos y después oiréis tocar y cantar a mis hijas, pues os aseguro que merece la pena.

—¿Vuestra hija, la que estuvo casada con mi primo Guillermo?—Sí, su viuda. Ahora está conmigo la pobrecilla. Me alegro de que

así sea. No me gustaba que viviera en la corte de aquel… miserable de Inglaterra. Tiene una hermana… —añadió el conde, estudiando con interés al Clito.

Sibila era una joven tan bella y encantadora como Matilde. Fulco decidió de inmediato que exigiría la boda de Sibila con el Clito a cambio de sus servicios.

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Soltó una carcajada al imaginar la cara de Enrique cuando recibiera la noticia. La hija de Fulco casada con su sobrino, el auténtico heredero de Normandía. Enrique sabría que eso significaba problemas en puerta. Sabría muy bien de qué lado estaba ahora Fulco. Sabría también que no se conformaría con Normandía, sino que aspiraría también a conquistar Inglaterra.

La noticia del compromiso de Sibila con el Clito le provocó a Enrique un arrebato de cólera tan violento que durante todo un día nadie se atrevió a acercársele.

Al final, Adelicia le suplicó tímidamente que se calmara.Enrique la miró como si no la viera. ¿Cómo hubiera podido explicarle

lo ocurrido? Se había equivocado. Debería haberle devuelto la dote a Fulco. La vida le había enseñado que no había nada más costoso que la guerra, y que siempre había modos de evitar llegar a ella.

Fulco era muy astuto. ¿Cómo se atrevía a casar a su hija con el Clito? Eso significaba que ahora se había puesto de parte de Roberto y de su hijo y que juntos dispondrían de un gran ejército. Era su Respuesta a la devolución de su hija sin la dote.

Enrique comprendió que no tenía tiempo que perder; debía actuar de inmediato.

Esteban pidió audiencia y entró cautelosamente en la estancia, pues sabía cuál era el estado de ánimo de su tío.

—Señor —le dijo—, vengo para preguntaros qué deseáis de mí. ¿Debo prepararme para acompañaros a Normandía?

Enrique lo miró con afecto.—Me alegra ver que hay alguien en cuya lealtad puedo confiar —

murmuró.—¿Deseáis emprender el viaje de inmediato? —preguntó Esteban.Enrique asintió con la cabeza. No habría más remedio. Lo peor que

podía ocurrir era que Fulco de Anjou emparentara con el Clito; si tal cosa ocurría sería culpa suya.

Ahora estaba seguro de que Dios lo había querido castigar por su lascivia, dándole por esposa a una mujer estéril.

Contempló a Esteban, pensando que, al final, no tendría más remedio que nombrarlo heredero.

—Sí, Esteban —contestó Enrique—, nos vamos a Normandía. Quiero que Fulco de Anjou conozca mi cólera. El compromiso entre su hija y el Clito sólo puede significar una cosa.

—Mi señor, ¿no están emparentados el Clito y la hija de Fulco? —preguntó Esteban—. Si no me equivoco, son primos en quinto grado.

Enrique estalló de pronto en una sonora carcajada.—Es cierto —rugió.—En tal caso, mi señor, el Papa…—¡Sí, el Papa!Ambos guardaron silencio, recordando que el desventurado

Guillermo y Matilde, la hija de Fulco, también eran primos en quinto grado y, sin embargo, nadie les había negado el derecho a casarse en razón de su consanguinidad. Había sido el mismo tipo de relación que

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existía entre el Clito y Sibila.—¿Creéis, mi señor…?—Creo, Esteban, que el Papa será lo bastante sensato como para

apoyar a Enrique, rey de Inglaterra, en contra de un simple conde de Anjou. Manda llamar a Rogelio. Él se encargará de resolver la cuestión con el Papa. Y tú y yo, sobrino, partiremos sin demora hacia Normandía.

Enrique se despidió de su esposa sin lamentar demasiado tener que dejarla. Ya casi había perdido la esperanza de tener un hijo con ella y, por el camino, podría disfrutar de encuentros más placenteros.

Adelicia, por su parte, tampoco lamentó ver partir a Enrique. Se sentía agobiada por la urgente necesidad de tener un hijo y sería muy agradable sentirse tranquila durante algún tiempo.

Por la noche ocuparía ella sola la cama y pensaría en sus bordados o en las nuevas canciones que deseaba aprender a tocar y a cantar. Y no se sentiría abrumada por el peso de la culpa.

Se había hecho amiga de Matilde, la esposa de Esteban, y estaba muy encariñada con su hijo Balduino, un niño cuya fragilidad preocupaba a su madre.

Matilde, por su lado, estaba desolada con la partida de Esteban. Tenía un extraño poder para hacer que la gente lo apreciara. Era apuesto y cortés, aunque entre sus virtudes no estaba la de ser fiel a su esposa.

Cuando los hombres se hubieron marchado, ambas jóvenes se sentaron a bordar y hablar de sus cosas. Adelicia siempre buscaba signos allí donde no los había.

—Como no haya muy pronto una señal —le dijo Adelicia—, comprenderé que es inútil esperar, lo cual, en cierto modo, será un alivio.

—Pobre Adelicia. Pero el rey ha sido muy bueno contigo, ¿no es cierto?

—Sí, pero yo sé que lo he decepcionado.—El rey es demasiado viejo para engendrar hijos. Tendría que

echarse la culpa a sí mismo en lugar de echártela a ti.—No creo que lo haga.—Dicen por ahí que tiene más hijos que cualquiera de sus súbditos.Adelicia se ruborizó.—Tú lo sabes muy bien —dijo Matilde—. No seas tan vergonzosa

conmigo. No vayas a pensar que Esteban es un esposo fiel.—¡Esteban no!—Tiene amantes. En eso se parece al rey. Una sola mujer no les

basta, y no podemos hacer otra cosa que aceptarlo. Menos mal que no tengo que vigilar lo que hace con Matilde.

—¿Con qué Matilde?—Mi tocaya, la hija del rey. Ya habrás oído hablar de ella.—Debe de hacer muchos años que abandonó la corte.—Se fue hace más de diez años. Ahora debe de tener veintidós. Yo

sólo la veía cuando abandonaba Bermondsey para visitar la corte, pero no es posible olvidar a Matilde y sé que Esteban jamás la ha olvidado. Lo adivino por la expresión de su rostro cuando alguien menciona su nombre.

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—Pero era muy joven cuando se fue.—He oído hablar mucho de ella y, a veces, cuando Esteban pronuncia

mi nombre… me parece que piensa en ella.—¿Cómo es posible? No era más que una niña cuando se marchó.—Tenía algo especial.—Estás celosa, Matilde.—¿De veras? Sé que Esteban tiene amantes y ya ni siquiera pienso

en ellas. Él dice que no significan nada para él y yo le creo. Pienso más bien en Matilde y me pregunto qué debe de estar haciendo en Alemania… y si alguna vez piensa en nosotros.

delicia sacudió la cabeza y dio una puntada en el lienzo de seda azul que estaba bordando.

—Tienes mucha imaginación, Matilde. ¿Cómo se te ocurre que puede seguir pensando en ella al cabo de diez años? No olvides que en el momento de abandonar Inglaterra no era más que una niña. Todo esto te obsesiona casi tanto como a mí la necesidad de tener un hijo. Nuestros maridos se han ido. Recemos para que pronto alcancen la victoria y, entretanto, procuremos no ponernos tristes, pues yo no puedo hacer nada por tener un hijo y, en cuanto a ti, la Matilde que te obsesiona es la emperatriz de Alemania y no tiene ninguna posibilidad de arrebatarte a tu esposo.

—Tienes razón, Adelicia. Vamos a pensar qué podemos pedirles a los músicos que actúen esta noche.

Había transcurrido un año y el rey se encontraba todavía en Normandía tras haber convencido al Papa de que impidiera la boda entre el Clito y Sibila. Así se enteraría Fulco de la clase de adversario que era el rey de Inglaterra.

Por mucho que Fulco se enfureciera con el Papa que tan despreocupado se mostraba con algunos matrimonios y tan severo con otros según le conviniera, de nada le serviría. Roma había decretado que la boda no podía celebrarse.

Sin embargo, aunque su hija no pudiera casarse con el legítimo heredero de Normandía, no por eso el conde de Anjou dejaría de ser enemigo del rey de Inglaterra, a quien combatió con mayor fiereza aún.

A pesar de los años que tenía, Enrique no había perdido sus facultades de estratega. Había alcanzado varias victorias, aunque sólo parciales, pues los barones se levantaban incesantemente contra él y el rey de Francia no olvidaba la inquina que le tenía.

Una de las cosas que más le dolió a Enrique fue la traición de su viejo amigo el poeta Lucas de Barré, que había decidido pasarse al enemigo y se había puesto al servicio del joven Clito, a quien consideraba el legítimo heredero de Normandía.

—Jamás pensé que Lucas de Barré podría traicionarme —dijo el rey.Ahora Lucas se dedicaba a parodiar a Enrique en unas

composiciones que el rey conocía y cuyo contenido le había provocado un acceso de furia tan violento que los juglares ya no se atrevieron a cantar ninguna canción de Lucas hasta que les advirtieron de que sería peor para ellos si no lo hacían.

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Algunas de las composiciones eran cantos de batalla destinados a dar ánimos a los enemigos de Enrique; otras proclamaban la bondad de la causa del Clito y las injusticias de Enrique y algunas se referían a las aventuras amorosas que el rey había tenido con mujeres que frecuentaban las tabernas y posadas.

—Te juro por la sangre de Cristo —le dijo Enrique a Esteban— que, si cae en mis manos, deseará no haber nacido.

El Clito había heredado de su padre una extraordinaria capacidad para el fracaso. Era un hombre que no sabía estar en el lugar adecuado en el momento preciso. Enrique, con su meticulosidad, su experiencia y el respeto y el miedo que inspiraba, era un adversario tan seguro de su éxito como el Clito temeroso de su derrota.

Uno a uno los castillos fueron cayendo en manos del rey de Inglaterra, y al llegar la Pascua, quedó claro que las defensas rebeldes se estaban desmoronando y que aquella fase de la guerra ya había tocado prácticamente a su fin.

Se hicieron miles de prisioneros, entre los cuales se encontraba el bardo guerrero Lucas de Barré.

—Ahora verá lo que les ocurre a quienes se burlan del rey —dijo Enrique, soltando una carcajada.

Aquella noche en su alcoba, se preguntó qué venganza resultaría más dolorosa para su antiguo amigo. ¡La condena a muerte! Conocía a Lucas. Se encogería de hombros en actitud filosófica, compondría una oda a la belleza de la muerte y afrontaría valientemente su ejecución. No era castigo suficiente para él.

Los ojos. ¡Por supuesto, los ojos! Aquellos ojos soñadores que tanto admiraban las mujeres y con los cuales él contemplaba el mundo que después satirizaba o ensalzaba líricamente en sus canciones.

Ésa sería la sentencia. El destino que más temían los hombres era el de verse privados de la luz y condenados a la oscuridad para el resto de sus días.

Él mismo dio la orden: Lucas de Barré sería conducido al cadalso y allí le arrancarían públicamente los ojos.

El conde de Flandes, pariente del rey, pidió audiencia.—¿Qué deseáis? —le preguntó Enrique.—Perdonadme, mi señor, pero quisiera hablaros del poeta Lucas de

Barré.—¿Aún no se ha ejecutado la sentencia?—Todavía no, mi señor, y os ruego que revoquéis la orden.—¿Y por qué intercedéis en favor de un traidor? —preguntó el rey.—Ciertamente es un traidor, pero es más poeta que guerrero, señor.—¿Me estáis diciendo que debería perdonar a un hombre que me ha

insultado?—No, mi señor, pero este castigo… permitidme que lo conduzca a

vuestra presencia. De rodillas os pedirá perdón.—No lo dudo, pues ahora es mi prisionero.—No fueron más que palabras.—¡Palabras! ¿Acaso no conocéis el poder de las palabras? A veces

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son más eficaces que la espada.—Os pido que tengáis compasión de ese hombre, señor.—¡No y mil veces no! —gritó el rey—. Ese hombre compuso

descaradas canciones y las cantó para que mis enemigos se burlaran de mí. Dios lo ha entregado a mis manos. Quiero que todos vean lo que les ocurre a quienes se burlan de mí para que otros no se atrevan a hacerlo.

—Señor…—Retiraos si no queréis provocar mi cólera —gritó el rey.Una vez solo, Enrique musitó entre dientes:—Ahora, Lucas de Barré, verás lo que cuesta insultar al rey.

—¡Mis ojos! —gritó Lucas de Barré—. Mis ojos, no. Quitadme la vida… pero no los ojos.

—Mi señor —contestó el guardián—, son órdenes del rey.—Mis ojos, mis preciosos ojos… Eso no puede ser. Conducidme ante

la presencia del rey.—El conde de Flandes ha intercedido en favor vuestro, pero el rey ha

jurado que no tendría compasión.—Daré todo lo que tengo… tierras, riquezas… todo… a cambio de mis

ojos.El guardián no contestó.Lucas de Barré permaneció toda la noche encerrado en la mazmorra.

Pidió una vela y material para escribir al rey, pero todo le fue negado.Enrique era despiadado y Lucas lo sabía. Su hermano Roberto o

incluso el Clito habrían sido más compasivos con su amigo, pero Enrique estaba acostumbrado a triunfar desde el día en que se había adelantado en su carrera hacia Winchester donde se había proclamado rey.

Juntos habían vivido sorprendentes aventuras. Apenas conocerse congeniaron. A Enrique le gustaba que lo acompañara en sus correrías amorosas para luego hablar seriamente de importantes asuntos. Siempre habían estado muy unidos, ya que al rey le gustaba rodearse de artistas y eruditos.

Enrique debía de recordar aquellos días de amistad. No podía negarse a verlo.

¿Por qué habría escrito aquellas canciones? Enrique había obrado mal, apoderándose de Normandía. El Clito, o su padre, eran los legítimos herederos.

Enrique tenía que comprenderlo porque era un hombre justo, aunque cruel y despiadado…

—Oh, Dios mío —rezó—, permíteme ver al rey. Concédeme la gracia de poder hablar con él.

Pero el rey no quiso recibirlo. El conde de Flandes entró a ver al prisionero.

—He intentado hacerle entrar en razón —dijo—, pero se muestra inflexible. Tus canciones lo han irritado profundamente.

—Fui un insensato. Nunca pensé que pudiera vengarse de esta manera.

El conde lo miró con tristeza.—Hiciste una mala elección —le dijo—. Y ahora tienes que pagar por

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ello. No comprendiste que el Clito jamás podría derrotar al rey.—Pensé que su causa era justa.—¡Cómo osaste burlarte de él! ¿No sabías que jamás te lo

perdonaría?—Pensé que podría hablar con él. Siempre le han gustado los

debates. Creí que podríamos discutir como en los viejos tiempos.El conde sacudió la cabeza y Lucas se cubrió los ojos con las manos.—De modo que no hay ninguna esperanza —dijo.El conde guardó silencio.—Mis ojos, mis ojos… —murmuró Lucas—. Jamás me separaré de

ellos hasta el día en que me muera.El conde trató de consolarlo, pero no podía haber consuelo para un

hombre que tendría que caminar a tientas en la oscuridad hasta el fin de sus días.

Lo condujeron al cadalso. Todo el pueblo de Ruán se había congregado para presenciar los sufrimientos de un hombre cuyas desavenencias con el rey eran del dominio común.

El alto y apuesto Lucas de Barré, con las manos atadas a la espalda, miró a su alrededor como si no quisiera perderse el menor detalle antes de que la luz de sus ojos se apagaras para siempre.

En el cadalso había un brasero y unos hierros al rojo vivo.«Ayúdame, Dios mío —rezó Lucas de Barré—. Tú sabes que no puedo

vivir sin mis ojos.» Luego se dirigió en voz alta a los hombres que lo custodiaban:

—Decidle al rey que jamás lo olvidaré y que él jamás me olvidará.Después, emitiendo un repentino grito, escapó de sus guardianes.

Ellos le siguieron sin demasiada prisa, pues llevaba las manos atadas a la espalda y la huida habría sido imposible. Muchos de los presentes se compadecieron de él, el poeta enemigo del rey de Inglaterra, y más de una mujer lo habría ocultado de buena gana, pues aunque ya no era joven no había perdido un ápice de su encanto.

—Detenedlo —gritó un guardián, pero nadie se movió.Entonces Lucas de Barré se volvió hacia la multitud, diciendo:—No quiero despedirme de vosotros, ojos míos, pues vosotros y yo no

podemos separarnos jamás.Acto seguido, echó a correr hacia adelante, inclinó la cabeza y se la

golpeó contra el muro de piedra.La multitud contempló horrorizada cómo la sangre manaba a

borbotones de la cabeza mientras él se la golpeaba una y otra vez contra el muro.

De repente, Lucas se desplomó al suelo y los guardianes se inclinaron sobre él.

Lucas de Barré se estaba muriendo, pero aún le quedaban unos momentos de lucidez.

—No me ha podido arrancar los ojos —le oyeron decir en un susurro—. Veo… y seguiré viendo hasta que muera. Él nunca me olvidará… nunca podrá olvidarme mientras viva.

Así murió Lucas de Barré antes de que se pudiera cumplir la orden

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del rey.Cuando le comunicaron la noticia, Enrique se sintió profundamente

apesadumbrado.

El rey apartó a un lado los pensamientos tristes. Por el momento las rebeliones de Normandía habían sido aplastadas y Fulco de Anjou no había atacado porque aún no lo consideraba oportuno, pero estaba furioso por la decisión papal contraria a la boda de su hija con el Clito.

Enrique sabía que si se alejaba de Normandía los rebeldes se levantarían de inmediato. El Clito seguía en libertad y el conde de Anjou esperaba un momento favorable. ¿Qué podía hacer sino quedarse?

Las noticias de Inglaterra no eran muy buenas, pues la guerra con Normandía había obligado a imponer al pueblo nuevos tributos. El delito de la desvalorización de las monedas había decrecido. A veces, las monedas de una libra quedaban tan reducidas por los recortes que valían sólo la mitad de su precio en oro, por lo que Enrique había promulgado unas leyes extremadamente duras. La mutilación era el factor más disuasivo. Nadie quería perder una mano, un pie, la nariz, una oreja y mucho menos los ojos a cambio de un poco de dinero.

Sin embargo, el rey sabía que todas aquellas medidas eran impopulares y que aunque el pueblo reconocía que él había llevado la paz y el orden a Inglaterra, todo tenía un límite.

A Enrique la vida le resultaba cada vez más insoportable desde el naufragio del Barco Blanco. Pensaba en la esterilidad de Adelicia y ya había perdido la esperanza de que ésta concibiera un hijo.

A veces, en la quietud de la noche, se sentía abrumado por una profunda tristeza. Dios lo había abandonado… aunque no en todo. Le había otorgado victorias, salud y riquezas, pero no quería concederle un hijo y él se sentía agobiado bajo el peso de sus culpas.

Recordaba los tiempos en que sólo era un príncipe sin fortuna, el hijo menor del gran Conquistador a quien éste sólo había legado cinco mil libras de plata mientras que a sus hermanos Roberto y Rufo les había dejado Normandía e Inglaterra. «Pero ten paciencia —le había profetizado su padre—, y superarás a tus hermanos en riqueza y poder.»

Y así había sido. Sin embargo, a sus cincuenta y seis años se sentía dominado por una infinita tristeza. Llevaba veinticuatro años en el trono de Inglaterra y su padre habría estado orgulloso de sus hazañas. Ambos tenían un carácter similar, aunque la lascivia de Enrique estaba muy lejos de parecerse a la autoridad del Conquistador. Éste había sido un hombre frío y un esposo fiel, que no le dedicaba mucho tiempo al amor porque casi siempre se encontraba en algún campo de batalla.

«A lo mejor —se dijo Enrique—, cuando un hombre llega a mi edad, la melancolía suele ser su compañera.»

Pensó en la dulce Adelicia que siempre había tratado de complacerlo. Recordó el interés que había mostrado por los animales salvajes de su jardín, a pesar del miedo que les tenía. Pero en una cosa no podía complacerlo, porque no estaba en su mano. «Precisamente en lo único que yo esperaba de ella», pensó con amargura.

Por la noche no podía dormir. Se iba a la cama agotado, pero el

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sueño tardaba en llegar.Y, cuando conseguía quedarse dormido, era un sueño agitado y

superficial.Una noche se despertó sobresaltado. Alguien se encontraba de pie

junto a su cama. Se incorporó, sudando profusamente y vio un rostro con un extraño brillo en los ojos.

—¿Me recuerdas, Enrique? Juré que nunca jamás me olvidarías.—Lucas —dijo el rey—. ¿Eres tú, Lucas?Miró alrededor, pero no vio a nadie.Volvió a tenderse, presa de una gran desazón. ¿Lo perseguiría Lucas

de Barré hasta el fin de sus días?

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El juramento de lealtad a Matilde

Había otra persona que también vivía atormentada por los remordimientos. Matilde, que soportaba cada noche los monólogos del emperador Enrique V, pensaba que, al final, su esposo iba a volverse loco. A menudo se preguntaba qué ocurriría entonces. ¿Lo encerrarían en algún sitio? ¿Qué sería de ella? No tenía hijos y, por consiguiente, no podría ser la madre del futuro emperador; sin su esposo, no tendría ninguna importancia, y si él perdía el juicio nadie le prestaría la menor atención.

En ocasiones, mientras contemplaba al anciano, Matilde pensaba en lo injusta que había sido la vida con ella. Si su padre hubiera sabido que su heredero iba a morir pronto y que él no conseguiría tener más hijos legítimos, no la habría enviado tan lejos. ¿Se hubiera casado entonces con Esteban? Eran primos. ¡Bah! ¿Quién podía saberlo? Se echaba a reír cada vez que oía que el Papa había desautorizado el matrimonio entre el Clito y la hija del conde de Anjou alegando que estaban unidos por lazos de consanguinidad. En asuntos como éste, había una ley para los poderosos y otra para los menos poderosos.

Ahora resultaba que Adelicia era estéril y, si Matilde enviudaba del emperador, su padre seguramente la llamaría a Inglaterra y la nombraría heredera, aunque fuese una mujer. Ya se encargaría ella de demostrarles que una mujer podía gobernar tan bien como cualquier hombre.

Pero, por culpa de aquel viejo, tenía que permanecer prisionera en Alemania.

Por las noches, las inquietudes del emperador se agudizaban. Hablaba incesantemente de sus pecados y de su traición, pensaba en el más allá y no sabía cómo aplacar a Dios para ganarse un lugar en el Cielo. Le había ocurrido lo que a muchos que, en su juventud, se abrían paso a espada y fuego y, al llegar a la ancianidad, se sentían tan arrepentidos de sus pecados que emprendían peregrinajes y se lanzaban a los caminos descalzos y vestidos con un simple sayal.

A sus veinticuatro años, Matilde se burlaba de todo eso, pues aún no tenía edad para temer la muerte o hacer penitencia.

Su bisabuelo Roberto el Magnífico, tras usurpar el trono de su hermano y, al decir de algunos, asesinarlo, se había convertido en santo, haciendo una peregrinación a Tierra Santa donde había muerto. El pillaje, los incendios, la usurpación de una corona no tenían la menor importancia siempre y cuando uno se arrepintiera a su debido tiempo, sufriera unos cuantos azotes, se irritara la piel con un sayal y peregrinara descalzo a Jerusalén. Lo malo era que todo eso había que hacerlo a tiempo y, si uno era soldado, cabía la posibilidad de que la muerte lo sorprendiera antes de haberse arrepentido. Su abuelo el Conquistador, más célebre que Rollón, el fundador de la dinastía, y que su padre

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Enrique I, llamado el León de Justicia, jamás había emprendido una peregrinación para salvar su alma, pues no le había usurpado la corona ni a su padre ni a su hermano sino que simplemente se la había arrebatado a Harold Godwin de Inglaterra. Matilde admiraba a su abuelo y soñaba con ser algún día tan grande como él.

Pero por el momento estaba condenada a escuchar todas las noches los desvaríos de aquel viejo.

—Dime, Matilde, ¿qué mayor pecado puede haber que el de un hijo que toma las armas contra el hombre que lo ha engendrado?

—Fue un gran pecado —contestaba ella con aire distraído—, pero muchos han hecho lo mismo.

—Siento el peso de mis pecados. ¿Qué puedo hacer para expiarlos, Matilde, qué puedo hacer?

—No os aflijáis —murmuraba ella—, o acabaréis por enfermar.Pero constantemente se preguntaba qué estaría ocurriendo en la

corte de su padre y si Adelicia habría concebido un hijo de éste.—Nunca podré recuperar la paz… —decía el emperador.«Ni yo, mientras no me dejes tranquila», pensaba Matilde.—Tiene que haber algún medio. Tiene que haberlo.«¿Cuánto tardará en morir?»Estaba muy débil y sus ministros lo sabían.—Procurad dormir —le musitaba Matilde en tono tranquilizador.—No puedo… no tengo paz. Mis pecados me pesan demasiado.Matilde fingía dormir mientras él seguía con sus lamentos.—¿Qué haría si el emperador moría y su padre no la mandaba

llamar?, se preguntaba. Pues en ese caso le pediría permiso para regresar.

Habían ocurrido muchas cosas desde que ella había partido de Inglaterra y seguramente todo habría cambiado. Su madre y su hermano habían muerto y el rey tenía una nueva esposa. «Te deseo que sigas siendo estéril, mi querida madrastra. Para mí eso es muy importante», pensaba.

Finalmente, el emperador dejó de gemir y se quedó dormido.Matilde soñó que su padre la mandaba llamar y ella contemplaba de

nuevo los verdes campos de Inglaterra.Su primo Esteban la estaba esperando para sujetarle el caballo y, en

el momento de desmontar, la sostenía y estrechaba con fuerza entre sus brazos.

Despertó de repente. Había una vela encendida en la estancia. Sobre la pared se proyectaba la alargada sombra de un anciano que parecía un mal espíritu. «¿Enrique?», se preguntó.

De pie junto a la cama, el emperador respiraba afanosamente; llevaba la cabeza descubierta y se había puesto una especie de túnica sin forma, como la de los peregrinos. Matilde vio que cogía un bastón y se encaminaba descalzo hacia la puerta.

¿Adonde iría?Al llegar a la puerta, el emperador sopló para apagar la vela y la

posó sobre un escabel. Matilde le oyó abrir la puerta y salir.«No es posible que tenga una amante», pensó, y rió ante lo absurdo

de semejante pensamiento. Seguramente el viejo había perdido el juicio.

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Alguien lo vería paseando descalzo por el palacio, lo acompañaría de nuevo a su alcoba y hablaría discretamente con Matilde, dándole a entender que el emperador no estaba en sus cabales.

Lo encerrarían en algún sitio, elegirían a un nuevo emperador y se olvidarían de ella porque no tenía ningún hijo.

¿Y si el emperador diera a menudo aquellos paseos nocturnos?, se preguntó. A lo mejor, los criados lo sabían y no le decían nada a ella. Debía de imaginarse que era un peregrino. ¡Y paseaba por el palacio, creyendo que estaba en Tierra Santa!

No cabía duda de que estaba loco.Esperó despierta su regreso, pero, al final, se quedó dormida.

Cuando despertó, el emperador aún no había regresado.Los ministros le comunicaron que el emperador había muerto

durante la noche. Todos sabían que estaba muy débil y que tal cosa podía ocurrir en cualquier momento.

Matilde pensó en aquel pobre anciano que había abandonado la alcoba descalzo.

—¿Dónde está? —preguntó.La condujeron a una pequeña estancia iluminada tan sólo por la luz

que penetraba a través de unas angostas troneras. Sobre un lecho descansaba un cuerpo cubierto con un lienzo.

—¿Es el emperador? —preguntó.Le contestaron que sí. Su muerte no había sorprendido a nadie y el

funeral se celebraría sin demora. Los ministros se intercambiaron unas furtivas miradas, pero ella no pidió explicaciones. No quería saber, sencillamente.

El emperador fue enterrado con la pompa acostumbrada y ella dispuso que se erigiera un monumento en su honor en la catedral de Spira.

Matilde rogó que la dejaran sola para llorar la muerte de su esposo.Le encantaba interpretar el papel de viuda desconsolada. Se encerró

en sus aposentos y se preguntó qué ocurriría a continuación. En realidad lo sabía y se alegraba. Sus días de esclavitud habían tocado a su fin.

Los ministros se presentaron en sus aposentos para expresarle respetuosamente su condolencia.

Confiaban en que se quedara en Alemania, el único lugar donde seguramente encontraría consuelo.

Ella les dio las gracias por su gentileza.—Ocurrió tan de repente —dijo al tiempo que los estudiaba con

atención—.; Aunque ya sabía que estaba enfermo y me preocupaba su estado mental…

Los ministros asintieron solemnemente. No querían que un loco ocupara el trono imperial, pero respetaban sinceramente a su esposa. Sin embargo, Matilde no tenía la intención de quedarse en Alemania. «No sois los únicos que os habéis librado de él, caballeros», pensó.

—Creo que mi padre me ordenará regresar —dijo—. Si lo hace, tendré que obedecerle.

Después les dio las gracias por todo y añadió que había sido muy

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dichosa en Alemania, pero que aún no sabía lo que haría, pues aún se sentía muy trastornada.

Los ministros inclinaron la cabeza y se retiraron.

La ceremonia fue impresionante. Matilde escuchó los salmos de difuntos, pensó en el pobre Enrique y se preguntó dónde estaría en aquellos momentos.

De vuelta en palacio, se encerró en sus aposentos para llorar la muerte de su esposo, según dijo, pero lo que quería, en realidad, era pensar en su futuro.

La vida era otra vez excitante para ella.

Enrique recibió a Adelicia en Ruán y se alegró de su compañía. La joven se desvivía por complacerle como si con ello quisiera compensar su esterilidad. Él le dijo que su presencia era un consuelo y le suplicó que le perdonara sus ocasionales estallidos de mal humor, pues en ocasiones los hombres no sabían medir sus palabras y mucho menos delante de su esposa. Adelicia aceptó sus disculpas y siguió rezando para que Dios le concediera un hijo.

Pero el rey ya había perdido las esperanzas.Cuando se recibió la noticia de Alemania, Enrique la discutió primero

con su esposa. Era un asunto de familia, dijo, aunque podía convertirse en un asunto de Estado.

—¡Matilde se ha quedado viuda y no tiene hijos! Debo hacer que regrese a Inglaterra cuanto antes, Adelicia.

—Por supuesto, Enrique.—Me pregunto qué aspecto tendrá ahora. Tiene veinticuatro años…

los mismos que tú. Podríais ser hermanas.—Pobre Matilde. Debe de estar muy triste.—Viuda… y sin hijos. Si hubiera tenido un hijo, todo sería distinto.Adelicia lanzó un suspiro, pensando en su propio defecto.—Sí, tiene que regresar a casa sin tardanza. Ya no espero que me

puedas dar un hijo, Adelicia…—Mi señor esposo, me apena que…—Lo sé, lo sé, pero es la voluntad de Dios, que al menos me ha

dejado una hija. La nombraré heredera, Adelicia… a menos que tú me des un hijo ahora.

—Si pudiera…—Sí, lo sé. Es probable que ésa sea la respuesta. Sin embargo, se

trata de una mujer.—¿Creéis que el pueblo la aceptará, Enrique?—Lo hará si yo lo digo.Adelicia inclinó la cabeza.—Mandaré llamar inmediatamente a Matilde —dijo Enrique—.

Quiero que se reúna con nosotros aquí, pues sólo Dios sabe cuánto tiempo más permaneceré en este mundo. Hay traidores por todas partes. Cuando llegue, la proclamaré heredera.

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Presa de una incontenible emoción, Matilde contempló la ciudad amurallada de Ruán. Desde lejos, parecía un enorme castillo. El Sena brillaba con reflejos de plata y el sol reverberaba en las piedras de la Torre de Rollón. Una oleada de orgullo se apoderó de ella. Aquélla había sido la capital de su célebre abuelo, y ahora estaba en manos de su padre, el único hijo del Conquistador digno de él.

Estaba orgullosa de sus antepasados. Aquél era el lugar donde le correspondía estar… la plaza fuerte de los duques normandos que le habían arrebatado el territorio a los franceses. Y luego, Inglaterra, donde ella había nacido y se había criado.

Sus años de esclavitud ya habían, terminado. Se había librado de su decrépito esposo y ahora era nuevamente libre.

Cruzó las puertas y entró en la ciudad. Algunos la miraron con curiosidad sin saber quién era, aunque comprendieron, por su séquito, que debía de tratarse de alguien muy importante.

Bajaron el puente levadizo y allí estaban esperándola el rey y la reina para darle la bienvenida.

Padre e hija se miraron unos instantes en silencio. Después, Enrique estrechó a Matilde entre sus brazos.

—Matilde, hija mía, cuánto me alegra verte.—Padre mío —contestó Matilde, emocionada—, yo también esperaba

con ansia este momento.Enrique pensó: «Es una joven muy bella y, a sus veinticuatro años,

aún puede volver a casarse. Sí, tendrán que aceptar a Matilde. Posee la dignidad necesaria y se ve que ha nacido para mandar.»

Matilde pensó a su vez: «¡Cómo ha envejecido! Parece un anciano. No puede durar muchos años. Cinco o seis. Quizá diez. No, demasiados. Pero es fuerte. Un auténtico león.»

Ambos se enorgullecían el uno del otro.—Aquí tienes a la reina —dijo Enrique.Matilde se inclinó ante Adelicia y ésta se apresuró a tomarla de las

manos y a besarla.—Bienvenida —le dijo—. Esperábamos con impaciencia tu llegada.«Demasiado humilde y sumisa —pensó Matilde—. Completamente

dominada por mi padre. Pero, a lo mejor, es la esposa más adecuada para él.»

El rey condujo a su hija hasta el interior del castillo. En la espaciosa sala, los caballeros esperaban el momento de ser presentados a la hija del rey, quien deseaba que la ceremonia revistiera la mayor solemnidad posible.

Mientras observaba a su hija recibiendo el homenaje de sus caballeros, Enrique lanzó un suspiro de alivio. Qué gran mujer, pensó. Alemania le había sentado bien. Era toda una emperatriz y no necesitaría que nadie le enseñase cómo reinar.

Uno a uno los caballeros se fueron acercando para rendirle pleitesía. Un destello de orgullo se encendió en los ojos del rey cuando Roberto, conde de Gloucester, se inclinó delante de su hija. Cuánto amaba a aquel hijo nacido de su unión con su bella amante. ¡Cuántas veces había deseado que Roberto fuera un hijo legítimo! Si así hubiese sido él no

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habría tenido que contraer aquel segundo matrimonio que no le había reportado nada en absoluto.

El joven llevaba varios años en la corte y el rey lo había favorecido casándolo con la rica heredera Mabel, hija de Roberto Fitzhamon y señora de las tierras de Gloucester. Mabel había demostrado ser una excelente esposa y le había dado varios hijos que eran la alegría de su corazón.

Roberto, excelente soldado y fiel servidor, era el resultado de una ardiente pasión, en tanto que sus hijos legítimos no lo eran, por más que él hubiera apreciado a su primera esposa Matilde, madre de Matilde y del desventurado Guillermo. Sin embargo, la mujer a la que él había querido por encima de cualquier otra era la madre de Roberto de Gloucester, y por eso deseaba tener constantemente a su lado al vivo recordatorio de aquel amor.

Roberto hincó la rodilla en tierra delante de Matilde y Enrique confió en que éste permaneciera siempre al lado de su hija y le prestara su apoyo siempre que ella lo necesitara.

Una vez finalizada la ceremonia, Adelicia acompañó a su hijastra a los aposentos que le habían preparado.

—No he visto a mi primo Esteban entre los caballeros —dijo Matilde.—Esteban abandonó la corte hace algunas semanas —le explicó

Adelicia—. Se encuentra en Bolonia.—Sé que se ha casado con Matilde de Bolonia.—Estuvo con el rey en Normandía y, ahora que el territorio ya se ha

pacificado, ha marchado a Bolonia para comprobar el estado de las propiedades de su esposa.

Matilde se sentía decepcionada, pues había esperado con ansia reunirse con Esteban, aunque su mayor deseo era convertirse en la heredera de su padre.

—No creo que tarde mucho en regresar —dijo Adelicia—. Nunca permanece mucho tiempo alejado del rey.

Matilde sonrió. Pronto podría verlo, estar con él. «Sé muy bien por qué nunca se aparta del lado de mi padre», pensó.

Él también aspiraba a la corona. A Matilde le hizo gracia que ambos tuvieran las mismas ambiciones y pensó que ello añadiría un nuevo aliciente a su relación.

Antes de que transcurriera una semana de la llegada de su hija a Ruán, Enrique tomó una decisión.

Mandó llamar a Matilde, dispuesto a hablar con ella francamente, y le dijo:

—Tú ya sabes, hija mía, lo mucho que me preocupa no tener un heredero varón.

—Vuestra esposa es muy joven, mi señor —replicó Matilde—. Aún lo podéis tener.

Enrique sacudió la cabeza.—Me temo que no. Adelicia es estéril. Ya llevamos seis años casados.—Pero vos habéis estado ausente muy a menudo.—He estado con ella el tiempo suficiente como para saber que no

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puedo tener hijos. Estoy casado… pero ya he perdido las esperanzas.—Comprendo vuestra aflicción.—No me quejo de los designios de Dios. Tendré que resolver la

cuestión de otra manera.—Sois un león justo y prudente —dijo Matilde.—Y tú eres mi único vástago legítimo y, por consiguiente, deberás

ocupar el lugar de tu difunto hermano.Matilde sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. El

momento con el que había soñado durante tantos años por fin había llegado.

—Padre mío —dijo—, tened la certeza de que sabré cumplir con mi obligación.

—Lo sé. He visto en ti mi espíritu y el de tu abuelo. No temeré dejar la corona en tus manos.

—Para eso faltan todavía muchos años. —«Cuatro o cinco. Puede que menos», pensó Matilde—. Tendré tiempo de aprender. Seré una alumna aventajada.

—Lo sé. No creas que el reino de Inglaterra y el ducado de Normandía son fáciles de gobernar.

—Es una gran herencia y una gran responsabilidad.—Ya veo que lo comprendes. Desde mi acceso al trono he disfrutado

de pocos momentos de paz. Muchos años de mi reinado los he tenido que pasar lejos de Inglaterra. He gobernado con dureza, pero con justicia. En Normandía he luchado con denuedo y tendré que seguir haciéndolo, pues nunca debí dejar en libertad al Clito. En su calidad de hijo mayor de mi hermano, muchos lo consideran el legítimo heredero de Inglaterra y Normandía. No viviré tranquilo mientras él viva. Como sabes, su padre, mi hermano mayor Roberto, se encuentra encarcelado en Inglaterra; sé que está en buenas manos, pues mi hijo bastardo Roberto de Gloucester se encarga de su custodia. Pero el Clito no dejará de reclamar sus derechos y siempre tendrá partidarios. Por consiguiente, no pienses que reinar sólo consiste en presidir banquetes y ser aclamado por el pueblo.

—Conozco muy bien estas cuestiones, pues mi esposo tuvo que enfrentarse con ellas constantemente.

—Estás muy bien preparada y quiero nombrarte heredera, pero antes debo asegurarme de que el pueblo te acepte. Mientras yo viva, estoy seguro de que lo hará… pero, cuando yo ya no esté, quién sabe lo que podría ocurrir. Temo lo que pueda hacer el Clito. Ordenaré a todos mis caballeros y mis nobles que te juren lealtad, pero primero tendré que convencerlos.

—¿Y eso por qué? —preguntó Matilde.—Porque eres una mujer.—Les demostraré que una mujer puede gobernar tan bien como un

hombre.—Creo que así será… a su debido tiempo. Pero ellos todavía no lo

saben. Por eso me he propuesto reunidos y pedirles que te juren lealtad, uno a uno. Luego regresaremos a Inglaterra y proclamaré un edicto por el cual todos aquellos que convoque a Londres deberán hacer ese juramento.

—¿A quiénes convocaréis?

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—A todos aquellos a quienes les concierna este asunto.—Eso incluye a mi primo Esteban, ¿verdad? Creo que ahora se

encuentra en Bolonia. ¿Lo llamaréis también a él?—Por supuesto. Es muy importante que Esteban te jure lealtad.—Supongo que interiormente se sentirá algo desilusionado.El rey asintió con la cabeza.—No olvides que su madre era mi hermana, y que es tan nieto del

Conquistador como tú. Ha sido un excelente sobrino, e incluso consideré la posibilidad de nombrarlo mi sucesor. Sin duda él esperaba que lo hiciera. Pero eso era cuando el emperador, tu difunto esposo, aún vivía y no había razón para que te hiciese regresar.

—Será un honor para mí que los hombres más poderosos del reino me acepten —dijo Matilde, que ansiaba volver a ver cuanto antes a Esteban.

En septiembre regresaron a Inglaterra. Matilde se emocionó al contemplar otra vez la verde campiña, las grises piedras del castillo que jamás había dejado de considerar su hogar.

Matilde iba entre el rey y la reina. Enrique le dijo que había nacido en aquellas tierras poco después de que su padre las conquistara, y que siempre se había considerado un hijo del país. Esa era una de las razones por las que el pueblo lo había aceptado. Sus hermanos habían sido normandos, pero él se sentía absolutamente inglés.

—Yo también he nacido aquí.—Y el pueblo lo sabe.Al llegar a Londres, Enrique convocó a todos los principales

miembros de la nobleza y el clero y les anunció solemnemente que, en caso de que él muriera sin un heredero varón, deseaba que aceptaran, sin dudarlo un instante, a su hija Matilde como soberana.

El anuncio fue acogido en silencio.—Ésa es mi voluntad —gritó el rey.El silencio continuó.Rogelio, obispo de Salisbury, fue el primero en hablar.—Corren tiempos muy difíciles, mi señor —dijo—. Algunos de

nosotros tememos que una mujer, por muchas cualidades que tenga, no posea la fuerza suficiente para aplastar una rebelión.

El rey frunció el Geno y los presentes se echaron a temblar. Todos sabían lo irascible que era Enrique, mucho más desde la tragedia del Barco Blanco, y que su ira podía ser incontenible cuando alguien lo desairaba o se mostraba remiso a obedecer sus deseos.

Por un instante, Rogelio y el rey se miraron fijamente a los ojos. Rogelio le estaba pidiendo una reunión en privado para poder elaborar un plan que convirtiera la voluntad real en un decreto.

—Os concedo tiempo para pensarlo —dijo el rey—. Pero tened por cierto que ésa es mi voluntad y no consentiré que ninguno de vosotros intente desafiarme.

Los presentes se retiraron cabizbajos.Cuando se quedó a solas con el rey, el obispo de Salisbury le dijo:—Debéis perdonar mis palabras, señor. Puede que, si no se hubiera

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disuelto la asamblea, algunos hubieran podido decir algo de lo que luego sin duda se habrían arrepentido. Habéis elegido a la emperatriz como heredera. Veamos qué se puede hacer para que el clero y la nobleza la acepten.

—La aceptarán —dijo el rey—. Todos la aceptaréis.—Sin duda, mi señor, pero procuremos presentarlo de tal forma que

parezca una conclusión acertada.—Es mi voluntad y, por consiguiente, tiene que ser acertada.Rogelio esbozó una leve sonrisa. Enrique se estaba haciendo viejo y

necesitaba un sucesor.—¿Queréis que Matilde herede conjuntamente Inglaterra y

Normandía? —preguntó.—No tengo intención de separar ambos territorios.Rogelio asintió en silencio.—Y no podemos olvidar a Guillermo el Clito —añadió Enrique—.

Debe quedar bien claro que no tiene ningún derecho sobre Normandía.Ambos guardaron silencio. Nadie hubiera podido negar que, en su

calidad de hijo de Roberto a quien el Conquistador había legado Normandía, el Clito era el legítimo heredero.

—Normandía me pertenece por derecho de conquista —añadió Enrique—. Así obtuvo mi padre Inglaterra.

—Y Matilde tiene sangre sajona por parte de madre.—En efecto —dijo Enrique.—Hicisteis bien en casaros con una descendiente de los reyes

sajones, mi señor.—Lo sé. Aquella boda me ayudó a acceder al trono. Uní a los

normandos y a los sajones y los convertí en ingleses tal como quería el pueblo.

—Ahora les recordaremos a todos que Edgar Atheling era tío de vuestra esposa y muchos lo consideraban el verdadero rey. El Conquistador se adueñó de Inglaterra y le dio paz y prosperidad. Por consiguiente, vuestra hija tiene derecho a ceñir la corona como descendiente del Conquistador por vía paterna y de la real casa de Atheling por la materna.

—Así es —dijo el rey—, pero quiero que todos conozcan mi voluntad y la cumplan.

—No os quepa la menor duda de que la cumplirán —replicó Rogelio.

La corte se había trasladado a Windsor, una de las residencias preferidas del rey desde que su primera esposa Matilde, tan aficionada a la arquitectura como él, se encargara de reformarla, aprovechando sus largas estancias en Normandía.

Allí decidió el rey convocar a los más altos representantes del clero y de la nobleza. Nadie sabía en qué consistiría la ceremonia, pero todos asistieron por temor a incurrir en la ira del rey.

El día en que Esteban llegó a Windsor, Matilde a duras penas pudo contener su emoción. Lo vio llegar desde la ventana de una torre. Había cambiado un poco, pero había sido para mejor. Ahora era todo un hombre.

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Vio que su insignificante esposa sonreía como una tonta mientras él la ayudaba cortésmente a desmontar.

Cuando todos se reunieron en la gran sala y ocuparon sus lugares correspondientes, Matilde advirtió que Esteban miraba ansiosamente a su alrededor; enseguida adivinó a quién estaba buscando.

Por fin, los ojos de ambos se cruzaron y Matilde sintió deseos de ponerse a saltar de alegría. Se preguntó si él sentiría lo mismo que ella.

Después del banquete, Esteban se acercó a ella y se sentó a su lado.—¡Bienvenida a casa! —le dijo.—Gracias.—Eres la misma de siempre, Matilde.—Y tú has cambiado muy poco, Esteban. ¿Sabías que yo estaba aquí?—Todo el mundo lo sabe.—Pero no te has apresurado a venir a verme.—Vine con toda la rapidez que pude.Matilde se encogió de hombros.—Pues has tardado mucho. Bolonia no está tan lejos.—Tengo tierras y obligaciones. El Clito me acosaba y no podía venir

sin antes derrotarlo y obligarlo a retirarse.—Esteban —dijo Matilde—, ¿querrás jurarme lealtad?—Con todo mi corazón —contestó Esteban.

Qué hermoso era el bosque. Qué emocionante era cabalgar por aquellos parajes, sabiendo que Esteban formaba parte de la partida de caza.

Ambos eran más importantes el uno para el otro que los venados y los jabalíes.

Se apartaron del resto de los cazadores sin ninguna dificultad. «¡Qué apuesto es! —pensó Matilde—. Debe de ser uno de los hombres más apuestos del reino. ¡Cuánto me alegro de haber regresado a casa!» Atrás habían quedado sus años con el viejo emperador mientras Esteban soñaba con ella y ella soñaba con él.

—Oh, Esteban —exclamó, cuando él acercó su montura a la suya—, qué hermosa es Inglaterra. No hay en el mundo un bosque igual.

—Eso es porque la emperatriz lo visita.—A lo mejor, tú prefieres los bosques de Bolonia.—Depende de quién estuviera a mi lado.—Pero éste es nuestro bosque, Esteban. Mira el castillo. ¿No te

parece una maravilla? ¿Sabías que el rey Arturo vivió aquí… y que Merlín hizo surgir un bosque en estas alturas? Aquí estaba la Tabla Redonda.

—Eso no son más que leyendas —dijo Esteban—. Lo importante es que tú y yo estamos aquí… juntos.

—¿Lo crees así?—Por supuesto. Y tú también lo crees.—No me desagrada estar aquí.—Pues entonces tengo que alegrarme de que la arrogante

emperatriz no esté descontenta.

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—Este lugar recibió el nombre de Wyndleshore2, por los recodos de la orilla del río. ¿Lo sabías, Esteban?

—Ni lo sabía ni me importaba —contestó Esteban.—Mi madre lo amplió y lo convirtió en lo que hoy es. Antes eso no

era más que un pabellón de caza. Recuerdo cuando lo vi por primera vez.—¿Y también recuerdas cuando me viste a mí por primera vez?—Sí. ¡Nuestro primo Esteban! Ya entonces me gustabas más que mi

propio hermano.—Y tú me gustabas más que toda la corte junta.Matilde se ruborizó y bajó la mirada.—¡Pero me casaron con un viejo! —exclamó.—Estabas deseando convertirte en emperatriz. Te diste muchos

humos en cuanto supiste que te ibas a casar con el emperador de Alemania. El título te compensaría de todo lo demás.

—No es cierto, Esteban, prefiero ser reina.—Reina de Inglaterra —dijo Esteban.Matilde levantó la cabeza y lo miró con expresión desafiante.—No olvides, Esteban, que estás aquí porque vas a jurarme lealtad.—Lo sé muy bien. El rey ha expresado claramente su voluntad.—¿Y tú la cumplirás?—Si no lo hiciera, provocaría su ira.—¿Y sólo por ese motivo jurarás servirme?—Por ese… y por otros.—¿Cuáles son los otros?—Mi mayor deseo siempre fue tu felicidad.—Oh, Esteban, qué injusta fue la vida con nosotros. Entregarme a mí

a aquel viejo y a ti darte por esposa a esa estúpida…—Matilde es una buena mujer.—Una buena mujer… ¿Y era eso lo que querías, Esteban? ¿Es por eso

por lo que me querías a mí?—Te quería porque eras la única que me importaba.—¿Y ahora?—Yo nunca cambio.—Deberían habernos casado, Esteban. Si lo hubieran hecho ahora

todo sería distinto.—Y yo habría tenido por esposa a una marimandona en lugar de una

mujer dócil y obediente que trata por todos los medios de complacerme.—Pero la marimandona habría sido más de tu agrado. Reconócelo,

Esteban… si te atreves.—No lo niego.—Algún día yo seré tu reina.—Calla. Hablar así es anticipar la muerte del rey. Y eso es traición.—¿Acaso él no la anticipa convocándoos a todos aquí para que me

juréis lealtad?—En cierto modo, sí. Pero él cree que aún tendrán que pasar muchos

años. ¿Quién sabe? Puede que para entonces ya haya tenido un hijo.—Jamás. La reina es estéril.—Hay árboles estériles que, al cabo de muchos años, dan

2 En inglés, «ribera tortuosa». (N. de la T.)

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repentinamente fruto.—Ella es estéril y él un viejo. Estoy a salvo. Sólo lo dices para

zaherirme.—Te suplico que tengas cuidado, por tu propio bien.—Pobre Esteban —dijo Matilde con tono burlón—. Tú soñabas con el

trono, ¿verdad?—Hubo un tiempo en que sí.—Y ahora yo he frustrado tus esperanzas.—Tú nunca podrías decepcionarme.—Ni tú a mí, Esteban. Pero insisto, tendrían que habernos casado.

Reconozco que tienes cierto derecho a reclamar el trono. Juntos tú y yo hubiéramos gobernado muy bien. Pero entonces mi hermano aún vivía. Murió demasiado tarde.

—¿Hubieras preferido que adelantara su partida de este mundo? —preguntó Esteban.

—Ya estás acosándome otra vez. Me alegro de haber regresado a casa, Esteban. Y me alegro de verte. Pero no eres lo bastante audaz, primo. Nunca lo fuiste. Temías que nos dejáramos arrastrar por nuestros sentimientos, ¿verdad? Temías que te arrancaran los ojos si me dejabas preñada. Te falta valor, Esteban.

—Tú apenas tenías doce años.—A esa edad algunas ya son muy maduras. Si no estuvieras casado,

ahora sería posible, Esteban. A mi padre le gustas. Eres su sobrino del alma y tu madre siempre fue su hermana predilecta. Creo que, si fueras libre, permitiría que nos casáramos.

—Pero no soy libre, Matilde.Se oyeron en la distancia los cascos de unos caballos. Algunos

componentes de la partida de caza ya estaban regresando. Matilde espoleó su cabalgadura.

—Tienes que aprender a ser un poco más atrevido, Esteban —dijo Matilde, y se alejó al galope.

Finalmente cedieron. Sabían que debían hacerlo. Aunque les repugnase la idea de que una mujer los gobernara, no podían desobedecer la voluntad del rey.

Al llegar a Windsor, Enrique se congratuló con Rogelio de su astucia al haber sabido subrayar el carácter profundamente inglés de Matilde, quien era, al mismo tiempo, la nieta del gran conquistador normando.

En aquellos momentos, ambos estaban discutiendo unas cuestiones de protocolo.

—Yo creo que el arzobispo de Canterbury querrá ser el primero en prestar juramento de lealtad —dijo Rogelio.

—Es comprensible, puesto que se trata del primado de la Iglesia de Inglaterra —dijo el rey—. Recuerdo la cólera del anciano Ralph cuando vos acababais de coronar a la reina y él exigió que la ceremonia se repitiese desde el principio. No quiero que vuelva a ocurrir lo mismo.

Rogelio hizo una mueca.—En tal caso, tendré que prestar juramento después que él.—Guillermo de Corbeil no es un mal arzobispo dentro de lo que cabe.

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Pero está firmemente decidido a hacer valer sus derechos. Prefiero no provocar conflictos. Como muy bien sabéis, la Iglesia puede ser una auténtica pesadilla para un rey.

—Pero pensad en los cuantiosos beneficios que se consiguen algunas veces cuando la Iglesia y el Estado colaboran, mi señor.

—No olvido los buenos servicios que me habéis prestado, Rogelio. Quisiera favoreceros a vos en lugar de a Guillermo, pero la sede de Canterbury es la primada de Inglaterra.

—Lo sé y no pienso quejarme. Después de mí prestará juramento vuestro cuñado, el rey de Escocia, por ser el laico de mayor rango. Al siguiente habrá que elegirlo con sumo cuidado.

—Yo había pensado en mi hijo Roberto.—Sé muy bien cuánto estimáis al conde de Gloucester.—Mucho más que eso, Rogelio. Cada vez que lo miro no puedo dejar

de pensar: «Ojalá fuera un hijo legítimo.»—Ahí está lo malo, mi señor. A pesar de todas sus virtudes, es un

bastardo.—Por desgracia.—Y Esteban, que es legítimo, es hijo de vuestra hermana.—Los estimo mucho a los dos, Rogelio.—Bien, mi señor, ¿cuál de ellos deberá preceder al otro?—No estoy muy seguro. Si Matilde no fuera viuda, yo diría que

Esteban, pues, aunque sea mi sobrino, es hijo legítimo. Y ahora, además, está Matilde. No sé, Rogelio. Dejadme que lo piense y ya os comunicaré mi decisión.

—En cuanto lo hayáis decidido, el resto será muy fácil.

Cuando Esteban se enteró de que el rey quería que Roberto de Gloucester le precediera en el juramento, sufrió una amarga decepción. Todo el mundo pensaría —con razón— que el rey atribuía más importancia a su hijo bastardo que a su sobrino y él no podía consentirlo.

Sólo a su esposa Matilde le manifestó su enojo, pues no se fiaba de los demás y por nada del mundo quería ofender al rey.

—No lo entiendo. Es un insulto. No puedo ir detrás del hijo de una de sus amantes.

—Tú sabes, Esteban —le dijo Matilde—, lo mucho que él aprecia a Roberto de Gloucester.

—Eso lo sabemos todos. Pero es un bastardo.—Pero hijo del rey, al fin y al cabo —puntualizó Matilde.—Si el rey permite que eso ocurra, no me quedará más remedio

que… regresar a Bolonia inmediatamente después de la ceremonia.—El rey podría sentirse ofendido si lo hicieras.—Estaré en Bolonia antes de que pueda expresarme su desagrado.—No te atrevas a ofender al rey, Esteban.—Me da igual. Si me trata de esta manera, quiere decir que ya no

piensa en mí… para misiones más altas.Matilde conocía muy bien a su esposo. Conocía las ambiciones que

abrigaba y que raramente ponía de manifiesto delante de otras personas. Sabía, también, que podía ser muy cruel, como en más de una ocasión lo

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había demostrado en el campo de batalla. No era tan abierto y sincero como aparentaba. Muchos hombres y, en especial, muchas mujeres, lo consideraban afable y encantador, pero ignoraban los propósitos que sus acciones ocultaban. Nadie sabía que desde la muerte del príncipe Guillermo Esteban ansiaba apasionadamente convertirse en rey de Inglaterra.

Matilde siempre había temido, ante todo, dos cosas. La primera era que el rey muriera y Esteban se apoderara del trono; la segunda, que la emperatriz Matilde regresara a Inglaterra. Esto último ya había ocurrido y ella se preguntaba a menudo cuáles debían de ser las relaciones entre aquella mujer y su marido.

—Ten cuidado, Esteban —le dijo, apoyando cariñosamente una mano en su brazo.

—Lo tendré —contestó él, esbozando una tierna sonrisa—. A ti te puedo contar estas cosas, porque confío en ti, Matilde.

—¿Y en quién puede confiar un hombre sino en su mujer?—Te doy gracias por todo —dijo Esteban.Matilde se preguntó si, mientras hablaba con ella, su esposo estaría

pensando en la otra Matilde.

Esteban recibió con gran alegría a su hermano Enrique en Windsor.En su afán de complacer a su hermana Adela, aquel año el rey había

invitado a otro de sus sobrinos a la corte para darle una oportunidad de hacer fortuna. Enrique siempre había estado en buenos términos con su hermana y ésta lo mantenía constantemente informado de los movimientos del Clitoen Normandía, de modo que no era de extrañar que el rey se lo pagara favoreciendo a sus hijos.

Esteban ya era más inglés que normando y Adela pensaba que tenía muchas posibilidades de ceñir la corona a la muerte de su tío, Ahora la viudez de Matilde había modificado toda la situación y Adela lamentaba que su hijo no se hubiera casado con ella. No obstante, ya estaba hecho y nada podía cambiarlo, pero al menos el rey le había ofrecido al cuarto hijo de su hermana, llamado también Enrique, una posibilidad de progresar.

El soberano le había escrito una carta en la que le decía: «Ahora puedo ofrecerá tu hijo la abadía de Glastonbury, lo cual será sólo el principio. No veo por qué razón no podría alcanzar, a su debido tiempo, honores más altos.» Adela se alegró, pues sabía que su hermano quería colocar en puestos clave de la Iglesia a hombres que sirvieran a sus intereses, y ¿quién mejor para eso que su propio sobrino?

«Si Enrique me demuestra una lealtad semejante a la de Esteban —añadía el rey en su carta— no tendrá que preocuparse por su futuro.»

El joven Enrique, criado en el monasterio de Cluny, aceptó la invitación. Esteban lo recibió calurosamente, no sólo porgue era su hermano, sino porque sabía que podría contar con su apoyo siempre que lo necesitara.

Enrique era astuto y conocía perfectamente los anhelos y temores de Esteban, Ambos hermanos discutieron de inmediato el significado del orden de precedencia.

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A juicio de Enrique, semejante afrenta no se podía consentir.—Y, sin embargo —dijo Esteban—, si el rey ordena que Roberto me

preceda, ¿qué podré hacer?—Creo, hermano, que debes abandonar la corte sin demora.—¿Y no prestar juramento de lealtad a la emperatriz?—Si no lo hicieras, eso podría significar el fin de tus ambiciones.—Es muy posible. El rey siempre ha sido muy bueno conmigo, pero si

no obedeciera su orden, porque se trata de una orden, provocaría su cólera, y puede que me encerrara en una mazmorra. Sería incluso capaz de matarme o de arrancarme los ojos.

—Tienes que prestar juramento de lealtad a la emperatriz Matilde, Enrique, pero, si el rey coloca a Roberto de Gloucester por delante de ti, debes pedirle permiso para abandonar la corte e irte a Bolonia con tu mujer y tu hijo.

—Es lo único que puedo hacer.—Es una verdadera lástima que el emperador haya fallecido. Si el

rey hubiera muerto primero…—Calla, Enrique, ahora eres tú el indiscreto. La emperatriz está aquí

y es la hija del rey. No tenemos más remedio que aceptarlo.Esteban esbozó una sonrisa, pensando en Matilde. La altiva

emperatriz no podía ocultar el afecto que sentía por él, a pesar de su arrogancia. ¿Cómo podía lamentar, a pesar de las circunstancias, que ella hubiera regresado a casa?

La emperatriz se encontraba en la sala con su hermanastro Roberto, conde de Gloucester, que era un hombre sumamente respetuoso., «Parece muy satisfecho de sí mismo —pensó Esteban mientras se acercaba a ellos—. Y no es para menos.» El rey sentía un afecto especial por él. Se decía que entre todos sus hijos bastardos —y tenía más de veinte—, Roberto era su favorito. El rey lo había colmado de honores y riquezas, y era bien sabido que una de las mayores penas del soberano era que no fuese su hijo legítimo, especialmente por la combinación de valor y erudición que en él se daba.

—Aquí viene nuestro primo —dijo Matilde, estudiando a Esteban con interés.

—Salud, primo —dijo Roberto.«Salud, bastardo», hubiera querido contestarle Esteban, pero, en su

lugar, le dedicó una encantadora sonrisa.—Estábamos hablando de la ceremonia —dijo Matilde—. Me

encantará veros arrodillados a ambos a mis pies para prestarme juramento de lealtad.

—Espero el momento con ansiedad —dijo Esteban.—Mira cómo me adula, Roberto —dijo Matilde—. Es posible que tú

seas más culto, pero Esteban sabe hablar mejor que tú.—Las cosas que yo digo —replicó Roberto— tardan más en llegarme

a los labios porque me salen del corazón.—¿Quieres decir que yo soy un hipócrita? —le preguntó Esteban.—No riñáis por mí, os lo ruego —dijo Matilde—. No lo quisiera por

nada del mundo.

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«Es lo que más te gustaría, mi querida Matilde —pensó Esteban—. Si te adulo y miento un poco es porque tú y yo somos iguales. Estamos hechos el uno para el otro. En cambio, este bastardo es distinto.»

—Ya sé que los dos me serviréis muy bien —añadió Matilde—. Y eso me complace.

Los tres comentaron los preparativos de la ceremonia, pero no se habló directamente de la cuestión de la precedencia, aunque Matilde hizo una velada alusión a ella. Esteban sabía que su prima deseaba fervientemente que le declarase su pasión, pero no se daba cuenta de que tal cosa habría sido tan arriesgada como antes.

No obstante, Matilde amaba el peligro y siempre quería ser el centro de la atención.

Esteban hubiera deseado ser fiel a su esposa y no sentir aquella irresistible atracción por su prima, pero no lo podía remediar, aun cuando temía que aquella relación lo condujese al desastre.

Los dos jóvenes caballeros se estudiaron con cautela. Roberto de Gloucester conocía muy bien las aspiraciones de Esteban al trono. Y Esteban ya sabía que sus esperanzas se habían truncado, pero no estaba dispuesto a permitir que Roberto de Gloucester tuviera derecho de precedencia sobre él. Sin embargo, recordó los consejos de su esposa y de su hermano Enrique.

—La cuestión de la precedencia reviste una gran importancia, mi señor —le dijo Rogelio de Salisbury al rey.

—No lo creo —dijo Enrique.—Para Esteban, sí.—Vamos, Rogelio, ¿por qué no puede mi hijo preceder a mi sobrino?—Porque es un bastardo.—¿Y eso qué más da en la ceremonia? Jamás amé a una mujer tanto

como a su madre. Y quiero profundamente a mi hijo.—Pero es un bastardo, señor, y Esteban se sentirá mortalmente

ofendido si le anteponéis a Roberto.—¿Que Esteban se sentirá ofendido? ¿Acaso no he hecho todo lo que

he podido por él? ¿Dónde estaría sin mí? En Blois… el tercer hijo de un conde. Le he dado tierras, riquezas, incluso una esposa… ¡Y encima se ofende!

—Esteban es un joven obediente y estoy seguro de que prestará juramento de lealtad a Matilde, pero sé de buena tinta que, en cuanto finalice la ceremonia, os pedirá permiso para retirarse a Bolonia, pues aquí ya no habrá nada que lo retenga.

—Comprendo.—Esteban siempre; ha combatido valerosamente por vos. Ha sido

leal y os quiere como a un padre. Ahora la emperatriz ha regresado y él Ja apoyará, pero si permitís que un bastardo tenga precedencia sobre él, lo considerará un insulto y más tarde o más temprano regresará a Bolonia. ¿Es eso lo que vos queréis, mi señor, estando el Clito en libertad y siempre a la caza de aquellos que ya no os profesan la misma lealtad que antaño?

—¿Me estáis sugiriendo acaso que Esteban podría convertirse en un

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traidor?—No de inmediato. Pero si se fuera… Si se quedara en Bolonia… Mi

señor, Esteban ha luchado recientemente por vos contra el Clito y se quedará aquí. Será vuestro leal servidor y el día en que Matilde necesite su apoyo, él se lo prestará. Espero, mi señor, que lo tengáis en cuenta antes de cometer esta indignidad con vuestro sobrino.

—Muy bien —dijo el rey tras reflexionar un instante—. Que se arrodillen ante la emperatriz en el siguiente orden. Primero el arzobispo de Canterbury y después vos, Rogelio, seguido del rey de Escocia, de Esteban y de Roberto.

Rogelio inclinó la cabeza.—Habéis sido muy prudente, como de costumbre, mi señor.

Comprendo vuestros motivos. Queríais que Esteban se diera cuenta de que todos los privilegios de que goza os los debe a vos. De no ser por vos… todavía estaría en Blois. Ahora, en cambio, el protocolo lo sitúa detrás del rey de Escocia. Se quedará en Inglaterra, permanecerá a vuestro lado y no olvidará este día.

El rey asintió. Rogelio tenía razón, pensó, y dio por zanjada la cuestión del orden de precedencia.

En la gran sala de Windsor que Enrique había transformado, convirtiendo lo que no era más que un pabellón de caza en un soberbio castillo, Matilde permanecía sentada en una especie de trono para recibir el juramento de lealtad de sus futuros súbditos.

La emperatriz mostraba una actitud regia y orgullosa. Sus sueños estaban a punto de convertirse en realidad. Estaba otra vez en Inglaterra, su madrastra era estéril y su padre la había nombrado heredera al trono. Era la culminación de sus ambiciones.

Windsor, el hermoso castillo de Windsor en el que su madre había preparado unos espléndidos aposentos reales para cuando el rey regresara de Normandía. Recordó los días anteriores a su partida hacia Alemania. Era el lunes de Pentecostés y habían celebrado la fiesta en el renovado castillo. Precisamente en aquella sala su padre la había mandado llamar para comunicarle que el emperador de Alemania la había pedido en matrimonio.

Windsor, con sus bosques y sus leyendas sobre el rey Arturo, de quien su madre debía de ser descendiente. Matilde no vería cumplidos sus deseos hasta que sintiera el peso de la corona sobre su cabeza. Ya casi la tenía al alcance de la mano. Su padre estaba envejeciendo a ojos vista. Los criados decían que sufría frecuentes indigestiones. ¿Cuántos años… dos, tres? ¿Cinco todo lo más?

Al contemplar a los caballeros que se habían congregado en la sala, recordó otras ceremonias… la de Utrecht, donde la habían casado con el emperador, y la de Maguncia donde el arzobispo de Tréveris había colocado la corona imperial sobre su cabeza. Se había sentido emocionada ante los honores que le rendían y había tratado de no ver al anciano que estaba a su lado, quien había hecho que todo aquello fuese posible. ¡Qué diferente habría sido todo si se hubiera casado con el joven y apuesto Esteban! Pero la pompa y la ceremonia habían sido

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compensación más que suficiente. Homenajes, pleitesías, poder… todo eso era lo que realmente ambicionaba. Pero con los años se dio cuenta de que el amor también era importante.

Entonces recordó al pobre anciano que en mitad de la noche se había levantado del lecho y, vestido con un sayal, había recorrido descalzo las silenciosas salas de su castillo. «Ahora él ha muerto —pensó—, esa etapa de mi vida ha terminado. La emperatriz pronto se convertirá en reina.»

Su padre permanecía sentado a su lado en compañía de su pobre esposa Adelicia, cuya esterilidad había hecho necesaria aquella ceremonia. Matilde no se compadecía para nada de ella.

Uno a uno, sus futuros súbditos se arrodillaron. Primero el arzobispo Guillermo de Corbeil, seguido de Rogelio, obispo de Salisbury y de David I de Escocia, el hermano de su madre, recientemente coronado rey tras la muerte de su hermano Alejandro. Enrique había hecho bien al exigir el juramento de lealtad de su vasallo el rey de Escocia. Por fin, llegó el momento tan ansiado. Allí estaba Esteban, un Esteban triunfante que había ganado su batalla contra Roberto de Gloucester y ahora precedería al bastardo del rey.

«¡Qué apuesto es! —pensó—. Los demás son insignificantes a su lado.» Si su hermano Guillermo se hubiera ahogado en el Barco Blanco antes de que a ella la hubieran casado con un viejo, todo habría sido distinto.

Pero ahora el destino le sonreía. La emperatriz y futura reina tenía arrodillado a sus pies al hombre más apuesto de Inglaterra, en cuyos ojos ardía una pasión a la cual Matilde correspondía con todas sus fuerzas.

La vida era generosa con ella, pues le ofrecía una corona, que era lo que más ambicionaba en el mundo. Y Esteban le juraría inquebrantable lealtad.

¿Qué más podía pedir? Debía olvidarse para siempre de aquel anciano decrépito y loco que caminaba descalzo por su palacio.

Esteban besó su mano y, levantando los ojos, la miró con una sonrisa en los labios.

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Esposa a la fuerza

El rey se había reunido con Rogelio en sus aposentos privados. Acababan de llegar muy malas noticias procedentes de Normandía. El rey de Francia, eterno enemigo de Inglaterra, había ofrecido al Clito la mano de Juana, hermanastra de su esposa.

—¡Por la sangre de Cristo! —exclamó Enrique—. Siempre fueron aliados, pero ahora lo serán mucho más. Lo hace para provocar mi cólera. Es una señal, ya lo veréis. Pronto habrá revueltas en Normandía.

—¿Y cuándo no las ha habido? —dijo Rogelio—. Si el ducado está en vuestras manos no sólo se debe a vuestras dotes como estratega.

—No habrá paz —dijo Enrique—, pues Luis de Francia le va a regalar al Clito el Vexin… y esta región, situada junto a nuestra frontera, ya me ha causado más quebraderos de cabeza que ninguna otra. Muy pronto tendré que partir rumbo a Normandía.

Mientras discutían aquellos asuntos, llegó un mensajero con nuevas aún más preocupantes. El conde de Flandes había muerto asesinado y, como no tenía herederos, el rey de Francia había otorgado sus tierras a Guillermo el Clito.

—Luis; está depositando cada vez más poder en manos de este chico —dijo Enrique—. Pronto no habrá quien pueda pararle los pies.

—No olvidéis a Fulco de Anjou —dijo Rogelio—. Desde que le devolvisteis a su hija sin la dote ha estado esperando el momento de vengarse.

—Fulco es el más temible de todos, Rogelio, tanto por sus cualidades como soldado como por su astucia. Si lo tuviera de mi parte, podría enfrentarme al Clito y a Luis.

—Hubo un tiempo en que fuisteis amigos.—Cuando él creía que su hija llegaría a ser algún día la reina de

Inglaterra. Todos mis males tienen su origen en la desgracia del Barco Blanco, Rogelio…

—Una boda fue el comienzo de la amistad, pero…—Tiene un hijo —dijo el rey—. De apenas trece años. Y Matilde tiene

veinticuatro.—La edad no se toma en consideración en las bodas reales.—Eso es cierto. ¿Qué podríamos hacer?—Una alianza con Fulco cambiaría toda la situación.—Ya me imagino la cara de Luis cuando se entere —dijo Enrique

sonriendo.—Recordad la ayuda que nos prestó cuando la boda de vuestro hijo

con su hija.—Lo recuerdo muy bien.—Las cosas podrían volver a cambiar.—Un niño de trece años y mi hija… ¿Podría engendrar hijos un niño

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de esta edad?—Por supuesto, mi señor. Vos no erais mucho mayor cuando

engendrasteis al primero de vuestros hijos.—Es que yo era muy precoz.—Una mujer fuerte como vuestra hija sería una buena maestra.—Creo que en eso tenéis razón, Rogelio —dijo el rey— Pero tengo

que pensarlo. Quería que Matilde volviera a casarse, de ser posible con un inglés. Algunos, al exigirles yo el juramento de lealtad, me insinuaron la conveniencia de no casarla con un extranjero. El pueblo no quiere ver a un extranjero en el trono.

—El trono lo ocuparía Matilde.—Pero el marido sería extranjero.—A un niño se lo puede moldear fácilmente. Mejor que sea joven.—Necesitamos la ayuda de Fulco.—Os aconsejo que lo pensemos un poco, mi señor.—Un prudente consejo, Rogelio. Así lo haré.

El rey mandó llamar a su hija pues debía exponerle una cuestión de la máxima importancia.

«Me mira como si ella fuera la reina y yo un simple súbdito —pensó Enrique al verla entrar en la estancia—. Cuando llegue el momento, sabrá sostener el cetro y el orbe con dignidad.»

—Siéntate, hija mía —le dijo—. Se trata de algo que hay que resolver sin demora. Como heredera al trono, tu primer deber será dar al país el heredero que necesita.

Matilde guardó silencio, recordando la imagen del anciano emperador, abandonando descalzo la alcoba. Recordó la noticia de su muerte y el entierro. No había visto el rostro del hombre que yacía en el ataúd.

—Por consiguiente —añadió el rey—, tenemos que resolver la cuestión de tu boda. No tuviste hijos con el emperador, pero ahora tienes que proporcionarle un heredero al país.

—Sí, padre —dijo Matilde en un susurro.—Te hemos buscado un esposo. La boda traerá la paz al país y a

Normandía…—O sea que pensáis utilizarme.—Mi querida hija, a todos nos utilizan. Yo me casé con tu madre

porque era una princesa sajona y, a pesar de que había nacido y me había criado en Inglaterra y era hijo de un rey normando, tuve que someterme.

—Mi madre siempre decía que vuestro matrimonio había sido, por amor.

—Es cierto que la cortejé, pero lo hice porque sabía lo beneficiosa que aquella boda sería para el país.

—Y para aseguraros el trono.—Muy cierto. Obré con prudencia. Y tú también debes hacer lo

mismo. El país quiere un heredero y tú tienes que dárselo.—¿Y quién ha sido elegido para ser el padre?—Godofredo de Anjou.—¿Quién es?

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—El hijo de Fulco.—¡Vuestro enemigo!—Por el momento. Era mi amigo cuando su hija se casó con tu

hermano.—Y yo tendré que casarme con su hijo.—El cual heredará Anjou, la provincia más importante de

Normandía. El conde puede perjudicarme mucho si quiere. Pero, siendo mi amigo, todo cambiará.

—Y, por culpa de la deslealtad de su padre, ese hombre tendrá que ser el padre de mis hijos.

—Sabes muy bien que tienes que casarte y yo he elegido para ti a Godofredo de Anjou.

—Pero es que yo todavía no deseo casarme.—Quiero que te cases sin demora.—¿Cómo es Godofredo de Anjou?—Un poco joven, pero eso el tiempo lo arregla.—¿Qué edad tiene?—Va a cumplir catorce años.—¿Catorce? ¡Pero si es un niño!—Crecerá enseguida.—No lo quiero.El rey se puso de pie y lanzó a su hija una mirada enfurecida. Matilde

se levantó a su vez y le devolvió la mirada sin temor.—Creo que estás muy equivocada —dijo el rey—. Todavía no

gobiernas este país y eres tan sierva mía como el más humilde criado de este castillo. ¡No lo olvides! De la misma manera que te he encumbrado, puedo hundirte. Y lo haré si no me obedeces.

—Y, cuando me hayáis hundido, ¿quién será vuestro heredero?—Hay otros.—¿Qué podríais anteponer a vuestra propia hija?—Hay otros miembros de mi familia que podrían sucederme en el

trono.—¿Mi primo Esteban, o acaso alguno de vuestros bastardos? Creo

que son veinte… o tal vez más.—Y me dan más alegrías que mis hijos legítimos. Uno murió… y la

otra es una criatura autoritaria que quiere gobernar el país antes de subir al trono.

Matilde comprendió que el rey sería capaz de desheredarla y decidió ser un poco más cauta.

—Pero padre —balbució—, es un niño que ni siquiera ha cumplido los catorce años.

—Crecerá.—Soy una mujer, padre. No quiero a un niño por esposo.—Es necesario. Esta boda nos conviene. Tenemos que aplicar a

Fulco, de lo contrario correrá mucha sangre en Normandía. El Clito es cada vez más poderoso. Yo no le temo, pero conozco la fuerza de Fulco. Sólo una boda lo atraerá a nuestro bando. Por consiguiente, seguiremos adelante con las negociaciones. Como eso nos llevará algún tiempo, aún tardarás unos meses en trasladarte a Anjou.

—¡Trasladarme yo a Anjou! ¿Y por qué no puede venir él aquí?

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—Porque sus posesiones están en Anjou.—Pero…—Todavía no eres la reina de Inglaterra, conviene que no lo olvides.

Cuando yo muera, regresarás con él y gobernarás este país. Entretanto, tendrás que ir a Anjou.

¡Irse a Anjou y abandonar Inglaterra! ¡No ver a Esteban! Sería tan horrible como estar en Alemania. Había escapado del fuego para caer en las brasas.

No podría resistirlo. Tendría que hacer algo. Matilde tomó rápidamente una determinación.

—Padre, hay algo que debo deciros. Se refiere a mi esposo.El rey la miró con ceño.—¿El emperador?Matilde asintió. —Puede que… no haya muerto.—¿Qué quieres decir?—Una noche abandonó nuestro lecho. Yo lo vi envuelto en una túnica

de lana… una especie de sayal de peregrino. Abandonó la alcoba, descalzo, y jamás volví a verlo.

—¿Y eso qué significa? —preguntó el rey, mirándola con los ojos entornados—. ¿Acaso no asististe a su funeral, no fue enterrado y se erigió un monumento en su honor?

—En efecto, pero no puedo jurar que el cuerpo que enterraron en Spira fuera el suyo. Ya no volví a verlo después de aquella noche. Sólo me dijeron que había muerto.

—Pero debiste de verle la cara. ¡Tú, su mujer… no lo reconociste!—No.—No me creo esta historia tan descabellada.—Puede que sea descabellada, pero, cuando alguien enloquece,

ocurren cosas muy extrañas.—¿Quién enloqueció?—Sabéis muy bien que el emperador no estaba en su sano juicio. La

usurpación del trono de su padre lo obsesionaba. No hablaba de otra cosa. No sabéis lo que sufrí a su lado. Por las noches deliraba y no podía conciliar el sueño. Creo que abandonó el palacio para convertirse en peregrino, o que se lo llevaron a algún sitio pues no querían que la corona imperial estuviera en manos de un loco.

—Eso no puede ser cierto —dijo el rey, mirando horrorizado a su hija.—Sabéis muy bien que sí.—¿Y por qué no exigiste conocer la verdad?—Porque no quería conocerla. Bastante tiempo había tenido que

soportar a aquel loco. Quería regresar a casa.—Si lo enterraron, puede considerarse que está muerto.—Si yo me casara y tuviese hijos y mi primer esposo estuviera vivo,

mis hijos no serían más que unos bastardos.—¡Dios bendito! —exclamó el rey.—Si me enviáis para que me case con un niño de catorce años, es

muy posible que lo rechace, pues al no saber si mi primer esposo está vivo o muerto, no puedo convertirme en esposa de otro y tener unos hijos que serían los herederos de Inglaterra.

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—¿Te niegas a casarte con Godofredo de Anjou?—Os he expuesto mis razones y vos reconocéis que son válidas.—No —tronó el rey—, yo no las considero válidas. Eres viuda y lo

sabes.—¿Cómo puedo saberlo si…?—Porque lo digo yo.Una amarga sonrisa se dibujó en el rostro de Matilde, quien se

apresuró a reprimirla al ver la fría cólera de su padre. Cuando apenas era una niña el rey la había casado con el emperador de Alemania, después le había ordenado que regresase para convertirla en su heredera, y ahora quería unirla en matrimonio con un Anjou. No podía enfrentarse con su padre, pues éste no la amaba en la misma medida que a su bastardo Roberto de Gloucester. Su única fuerza era su legitimidad. Esteban también hubiera podido ceñir la corona, pues muchos preferían ser gobernados por un hombre que por una mujer.

Tendría que ser prudente, pues de lo contrario corría el peligro de que alguien la hiciera desaparecer como al pobre emperador.

Estaba jugando un juego muy peligroso.—Te quedan todavía muchas cosas que aprender —le dijo fríamente

su padre—. Yo soy el rey y tengo muchos años por delante… mal que a ti te pese.

—No me pesa, padre mío —se apresuró a decir Matilde.—Tendrás que obedecerme. Tú ya sabes lo que les ocurre a los que

no me obedecen.—Sé que sois justo y que no dudáis en castigar a los malhechores.—Quienesquiera que éstos sean. Mis súbditos han de obedecerme sin

discusión. Y tú eres una súbdita, por más que seas mi hija.—Lo sé, padre.—Considérame más bien tu rey. Lo que me has dicho me ha

inquietado profundamente, pero sé que la boda que he dispuesto para ti y que tan beneficiosa será para tu país no es de tu agrado, y creo que te has inventado esta descabellada historia porque no quieres casarte con el hombre que te he elegido.

—No, padre, la historia es cierta.—Eso ya lo averiguaré. Entretanto, harás lo que yo diga. No le

contarás esta historia a nadie y, para evitar que eso ocurra, no mantendrás tratos con la corte.

—¿Me vais a enviar lejos de aquí?El rey reflexionó un instante.—Eso no lo puedo hacer, pero necesitarás a alguien que te acompañe

y le pediré a la reina que te reciba en sus aposentos. Te quedarás allí con ella hasta que yo te dé permiso para salir.

—Os lo suplico, padre, prometo no decir ni una sola palabra…—Hay algo que tendrás que aprender, Matilde. Los años que has

vivido en una corte extranjera te han hecho olvidar que yo soy el amo. Espera aquí hasta que yo vuelva.

El rey se retiró y Matilde se sentó en un escabel, temblando de pies a cabeza. ¿Qué había hecho? Se había convertido en la prisionera de su padre, claro que al menos no tendría que casarse con aquel odioso niño. La idea le resultaba insoportable. ¡Abandonar Inglaterra para irse a

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Anjou, dejar todas las cosas por las cuales había regresado… el poder… y Esteban!

El rey regresó, acompañado de la reina. «La pobre Adelicia parece asustada —pensó Matilde—, lo cual no es sorprendente con el esposo que tiene.»

—Le he dicho a la reina que deseo que descanses un poco —dijo Enrique—. Ella cuidará de ti en sus aposentos. Cuida de mi hija, Adelicia, y encárgate de que nadie la moleste. No quiero que reciba visitas. Tú serás su constante compañera y, de este modo, estoy seguro de que, a su debido tiempo, recuperará la salud.

Matilde no tuvo más remedio que irse a los apartamentos de la reina, pues su padre le había dado a entender claramente que era su prisionera.

Matilde contempló el patio del castillo de Windsor desde la ventana. Estaban celebrando la Natividad, pero ella debería permanecer allí arriba con la reina.

En la gran sala todo el mundo pensaría en ella, aunque nadie la mencionara. Todos se extrañarían de que, después de haber obligado a los hombres más poderosos del reino a prestarle juramento de lealtad, el rey la mantuviera alejada de los festejos que se estaban celebrando en el castillo.

Esteban sin duda también estaría allí, con su esposa, la otra Matilde. ¿Pensaría en ella? Por supuesto que lo haría. ¿Sería capaz de arriesgarlo todo por su verdadero amor como hacían los caballeros de las historias que cantaban los juglares? No, Esteban no era esa clase de hombre. Jamás osaría provocar la ira del rey porque conocía muy bien las consecuencias de ello. Matilde, cuya mayor ambición era ceñir la corona, comprendía y respetaba la actitud de Esteban. Debían haberse casado cuando aún eran jóvenes. Ahora ella sería la reina y él su consorte. «¡Qué maravilloso habría sido vivir con él!», pensó Matilde. Pero todo aquello no eran más que sueños.

Y así pasaban los días, Adelicia bordando mientras Matilde paseaba arriba y abajo, miraba por la ventana y se quejaba de las injusticias que se habían cometido con ella.

Adelicia intentaba consolarla diciéndole que todo lo que el rey hacía era por su bien. Matilde replicaba entonces que su padre sólo pensaba en aquello que podía reportarle algún beneficio. Adelicia entonces contestaba que lo que era bueno para el rey era bueno para su hija, quizá algún día regiría los destinos del país.

Adelicia le explicó que apreciaba al emperador porque éste había ayudado a su padre a recuperar el territorio de la Baja Lorena.

—Fue muy bueno con mi padre —dijo.—Recuerda siempre una cosa —replicó cínicamente Matilde—. Los

soberanos nunca son buenos con otros soberanos. Sólo son buenos para sí mismos. Puedes estar segura de que el emperador ayudó a tu padre porque le convino.

Adelicia sacudió la cabeza y dijo que en el mundo había muchas personas buenas.

«Menuda compañera me ha tocado —pensó Matilde—. ¿Por qué no

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viene a verme Esteban?»Todo parecía ir mal. Matilde tuvo la horrible premonición de que

jamás sería reina de Inglaterra.¿Y si su padre descubría que efectivamente el emperador no había

muerto? ¿Qué habrían hecho con él? ¿Lo tendrían encerrado en algún sitio? ¿Y si viviera años y años y ella no pudiera volver a casarse?

¿Y si ella no pudiera subir al trono? ¿Quién lo haría entonces? ¿Esteban? ¿Roberto de Gloucester? Era el que hubiera preferido el rey, pero el pueblo no lo aceptaría. Sin embargo, el Conquistador era hijo ilegítimo y, antes de recibir aquel sobrenombre, lo llamaban el Bastardo. Su padre Roberto el Magnífico había obligado a sus vasallos a aceptarlo como duque, pero a costa de provocar unas sangrientas guerras que asolaban desde entonces Normandía.

Matilde se horrorizaba de sólo pensarlo.Nunca más debía ocurrir algo así.

Matilde llevaba más de ocho semanas en los aposentos de Adelicia y ya había llegado la primavera. Desde su ventana veía los retoños de los árboles y oía el canto de los pájaros.

El rey entró en su aposento, se sentó y la miró con el semblante muy serio.

—Creo que ya debes de estar harta de estos muros —le dijo.—Os juro que ya no puedo más. —A lo mejor, estás dispuesta a ser un poco más razonable.—Preferiría cualquier cosa con tal de no tener que permanecer

encerrada aquí.—Me alegro, pues muy pronto abandonarás estos aposentos.—¿Volveré a la corte?—No puedo mantener encerrada indefinidamente a mi hija.—La gente lo encontraría extraño.—Eres viuda y estás de luto, muchos podrían pensar que quieres

estar sola, pero ya es hora de que salgas de aquí. El lunes de Pentecostés habrá grandes festejos para celebrar tus esponsales.

Matilde esperó, conteniendo la respiración. El rey hizo una pausa antes de añadir:

—Con Godofredo de Anjou.El rey pensó que iba a escuchar unas palabras de protesta, pero no

fue así. Matilde había aprendido la lección.—¿El niño ha accedido a tomarme por esposa?—Su padre dice que sí.—Pobre niño, su opinión vale tan poco como la de su prometida.—Así son las bodas reales. Tendrás la satisfacción de saber que has

salvado muchas vidas que de otro modo se habrían perdido en los campos de batalla de Normandía.

—Y el niño pagará el precio, supongo.—Tú serás su maestra y harás con él lo que quieras.Matilde se encogió de hombros. No tendría más remedio que

aceptar. Estaba harta de permanecer encerrada.

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En la gran sala del castillo de Windsor se celebraron solemnemente, los esponsales de Matilde con Godofredo de Anjou.

Si su padre hubiera sabido hasta qué extremo lo odiaba, se habría asustado. «Espero que muera antes de que yo vuelva —pensó Matilde— y confío en que no tarde mucho.» El rey sólo la utilizaba para sacarle provecho, casándola primero con un hombre que le llevaba cuarenta años y ahora con un niño diez años más joven que ella.

Tendría que partir inmediatamente hacia Ruán donde se celebraría la boda. Una vez más, los principales hombres del reino le rindieron pleitesía como señora de Inglaterra y Normandía.

Antes de partir, Matilde tuvo ocasión de hablar brevemente con Esteban.

—Supongo que me habrás echado mucho de menos, primo —le dijo.—Más de lo que te imaginas.—Sabías que estaba en los aposentos de la reina.—Sí.—Y no intentaste ir a verme.—No quería contrariar al rey.—Algunos quizá lo hubieran hecho.—Nadie se atreve a ir en contra de los deseos de Enrique de

Inglaterra.—¿Tan cobarde eres entonces?—Me considero valiente, pero, a pesar de lo grandes que eran mis

deseos de verte, no habría podido soportar que más tarde tú apartaras la vista horrorizada al ver mi rostro.

—Mi padre es un hombre muy duro, Esteban.—Es el rey y debemos obedecerlo.—Tú sabes que muy pronto me iré de aquí. Me quedan sólo unos

días. Me van a casar… con un niño, Esteban.—Es el niño más afortunado de la tierra.—Oh, Esteban, ¿estás pensando lo mismo que yo?—Creo que sí. Ojalá te hubieran casado conmigo.—¡Qué felices hubiéramos sido! Adiós, Esteban.—No tardarás mucho en regresar.—¿Y qué ocurrirá cuando regrese?—¿Quién sabe? Puede que entonces las cosas hayan cambiado.Unos días después Matilde se fue. El rey ordenó que la acompañaran

Roberto, conde de Gloucester, y Brian Fitzcount.

«¡Lástima que no me acompañara Esteban!», pensó Matilde. Pero habría sido muy peligroso. El temor a lo que hubiera podido ocurrir los había mantenido constantemente apartados. Otros lo habrían arriesgado todo por amor. Pero no Matilde, ni tampoco Esteban. Enrique no habría tenido la menor compasión con ellos.

«Debo olvidar a Esteban durante algún tiempo», pensó Matilde. Al menos, lo había visto y sabía que la llama del deseo no se había apagado, lo cual era un gran consuelo.

Su hermanastro Roberto se había hecho muy amigo de Matilde, por

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lo que ésta se dispuso a seducir a Brian, llamado Fitzcount por ser hijo bastardo del conde de Bretaña. Cuando era muy chico, su padre le había pedido al rey Enrique que lo acogiera en su corte y lo instruyera en las artes de la guerra y la caballería. El rey había accedido a la petición y el muchacho se había ganado su favor. Ahora Enrique le demostraba una vez más su aprecio enviándolo con Roberto de Gloucester para que escoltara a Matilde hasta Ruán.

Brian estaba deseando congraciarse con la altiva emperatriz. Antes de llegar a Ruán, ambos jóvenes ya habían jurado servirla hasta el fin de sus días. Aunque su padre había ordenado a Roberto de Gloucester que la boda se celebrara de inmediato, Matilde buscó excusas para aplazarla. La primera fue que los preparativos llevarían su tiempo, pues la ciudad debía ser engalanada para la ocasión. Las calles estaban llenas de saltimbanquis y juglares, pues Enrique había proclamado un edicto según el cual la boda de la heredera al trono de Inglaterra con el hijo del conde de Anjou debía ser recibida con evidentes muestras de regocijo.

Los heraldos hacían sonar sus trompetas y anunciaban en las esquinas que, según había ordenado el rey: «Ningún hombre, fuera nativo o extranjero, rico o pobre, noble o plebeyo, podía mantenerse al margen del regocijo real. Quien así lo hiciere, sería declarado culpable de ofensa al rey.»

Así, a la llegada de Matilde todo el mundo debía mostrarse alegre.

El arzobispo de Ruán visitó a Matilde en palacio. La joven lo recibió con una arrogancia que ya estaba empezando a molestar a más de uno.

—Mi señora —dijo el arzobispo—, tengo órdenes del rey vuestro padre de celebrar cuanto antes vuestra boda con el hijo del conde de Anjou.

—Todavía no estoy preparada —contestó Matilde.—Son órdenes del rey.—No podréis obligarme a hacer los votos si me rehúso a abrir la boca

—replicó Matilde.—Habéis venido para casaros, si no me equivoco.—Cuando esté dispuesta. No quiero que me atosiguen.—El pueblo ya está celebrando el acontecimiento.—Me parece muy bien. Pero yo decidiré cuándo quiero casarme.El arzobispo se sentía atrapado entre las órdenes del rey y la

obstinada determinación de su hija. Sabía, como todo el mundo, que el rey ya estaba muy viejo y que ella había sido proclamada su heredera.

Al final, decidió aplazar la ceremonia.

Al enterarse de la desobediencia de Matilde, el rey montó en cólera, pero, tras discutir el asunto con Rogelio de Salisbury, llegó a la conclusión de que un pequeño retraso no sería perjudicial. El futuro esposo era jovencísimo. Dieciséis años sería una edad más razonable y Fulco estaba tranquilo porque Enrique había enviado a su hija a Normandía.

A su debido tiempo, el rey se trasladaría a Normandía y acabaría con

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los caprichos de su hija.Lo hizo antes de lo esperado, pues, poco después de la llegada de

Matilde, estallaron nuevos disturbios en el ducado, de modo que tuvo que trasladarse allí.

Una vez en Ruán, el rey le preguntó a Matilde la razón de su negativa.

—Necesitaba tiempo —contestó ella—. Es un paso muy importante, sobre todo teniendo en cuenta la edad de mi…

Enrique levantó la mano.—Tu boda se celebrará en cuanto yo haya aplastado la revuelta —dijo

—. Te doy de tiempo hasta entonces para que te vayas haciendo a la idea.Matilde sonrió satisfecha. Aquello significaba una victoria, pequeña,

pero victoria al fin.

Con el apoyo del rey de Francia, Guillermo el Clito se había convertido en una amenaza muy grave, mayor de lo que lo había sido nunca. Tan pronto como Enrique aplastaba una revuelta, estallaba otra en otro lugar.

Matilde ya llevaba un año en Ruán y aún no se había casado.En junio, Enrique pudo abandonar finalmente el campo de batalla y

regresar a Ruán. Godofredo ya había cumplido quince años y el rey decidió que la boda se celebrara sin tardanza.

Fulco llegó a Ruán con su hijo y ambos jóvenes fueron presentados. Ninguno de ellos se llevó una favorable impresión del otro. Matilde vio a un muchacho malhumorado y Godofredo vio a una mujer arrogante.

Después, el rey se retiró para conversar con Fulco y la feliz pareja se quedó sola un rato «para congratularse mutuamente por lo afortunados que eran».

Cuando Matilde y Godofredo estuvieron a solas, se miraron fijamente. Ella estaba decidida a que aquel chicuelo comprendiera desde el principio que la que mandaba era ella.

—No vayáis a pensar que deseo esta boda —dijo.—Pues yo la deseo tan poco como vos —replicó Godofredo.—Deberíais alegraros de vuestra suerte.—No veo por qué razón, señora —contestó Godofredo con insolencia.—Yo sería la que tendría que quejarme. No sois más que un niño…—¡Y yo tengo que casarme con una vieja!—¿Vieja yo? Lo que ocurre es que sois un chiquillo.Godofredo se encogió de hombros.—Vuestro padre tiene mucho interés en que se celebre esta boda —

dijo Matilde.—Y el vuestro también, si no me equivoco.—Ellos lo han decidido.—Lo cual significa que ambas partes ganarán algo.—No me interesa hablar de sus motivos. Están más claros que el

agua.—Vos habéis empezado, señora.—Ya veo que vais a ser un niño insoportable.—Y vos seréis una arpía.

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—Con lo bien que nos entendemos, seguro que seremos muy felices —comentó sarcásticamente Matilde.

—Por desgracia, no tendremos más remedio que soportarnos el uno al otro.

—En tal caso, más vale que nos resignemos.—Me temo que sí.Matilde le dio la espalda a su futuro esposo y se volvió cara a la

ventana. Poco después, el rey y el conde regresaron a la sala.—Perdonad que interrumpamos esta feliz reunión —dijo Fulco,

rebosante de satisfacción—. Te felicito, hijo mío, pues vas a pasar el resto de tu vida con esta encantadora dama.

Matilde observó que su padre parecía también muy complacido. Por lo visto, todo el mundo se alegraba de la inminente boda salvo los propios interesados.

Fulco le había anunciado a Enrique su intención de peregrinar a Jerusalén para expiar sus pecados, pero, antes de irse, pensaba cederle todos sus bienes a Godofredo, quien se convertiría de inmediato en conde de Anjou. Partiría en cuanto se hubiera celebrado la boda.

Nada podía haber deleitado más al rey. Su futuro yerno era joven y, por lo tanto, influenciable, y el condado de Anjou pasaría prácticamente a manos de Enrique. Su más grande enemigo se había convertido, gracias a aquel matrimonio, en su principal aliado.

Por su parte, Fulco se alegraba de poder expiar sus pecados antes de morir y de que el ducado de Normandía pasara a poder de su familia a través de su hijo. Vería de ese modo cumplidos los anhelos de toda su vida. En cuanto Godofredo se casara con la hija del rey de Inglaterra, marcharía a Tierra Santa y allí batallaría por la causa de Dios y, aunque cometiera crueldades, no sería un pecado sino una obra meritoria.

Ya no había razón para retrasar aún más la boda.El rey armó caballero a Godofredo de Anjou y la comitiva real

emprendió viaje a Le Mans, donde el 17 de junio de 1128 el joven se casó con Matilde.

El matrimonio estaba condenado inmediatamente al fracaso, pues ambos esposos estaban firmemente decididos a que así fuera.

La antipatía mutua no disminuyó con el trato, hasta el punto de que el pasatiempo preferido de la pareja consistía en insultarse el uno al otro.

Enrique tuvo que abandonar inmediatamente Le Mans para aplastar una nueva revuelta en otro lugar de Normandía, lo cual era un recordatorio de que el Clito seguía siendo un formidable enemigo.

Pero la suerte estaba de parte del rey, pues acababa de recibir la noticia de que, en el campo de batalla de Alost, su sobrino había resultado levemente herido en el pulgar por la punta de una lanza y se había retirado al monasterio de San Bertín con el fin de recuperarse.

—¿Tan preocupado está el pobre chico por un simple arañazo? —preguntó el rey, soltando una carcajada.

Sin embargo, no fue un simple arañazo, pues el pulgar se infectó y el veneno se extendió por todo el cuerpo del Cuto.

El joven murió antes de que transcurriera una semana.

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Enrique no podía dar crédito a lo ocurrido. Anjou estaba en su poder gracias a la boda de su hija con el joven conde y el Cuto, al que muchos consideraban el heredero legítimo de Normandía e incluso de Inglaterra, había muerto.

Todos sus deseos se estaban cumpliendo. Ahora habría paz en Normandía, pues su hermano Roberto, prisionero en Inglaterra, no estaba en condiciones de gobernar y, por consiguiente, nadie podría disputarle la corona de Inglaterra y Normandía.

Regresaría a su país y disfrutaría de un poco de tranquilidad doméstica. No sentía el menor interés por Adelicia, pero ésta era buena y obediente y él había alcanzado una edad en la que ya no le atraían las locas aventuras de la juventud.

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Los amantes

Cuando el rey estaba ocupado en otras cosas, no pensaba demasiado en el pasado, pero, a su regreso de la pacificada Normandía, empezó a repasar los acontecimientos más significativos de su vida.

Una y otra vez le contaba a su esposa la triste historia del Barco Blanco que había marcado el comienzo de todas sus desventuras, pues, si su hijo no hubiera muerto, él no habría tenido necesidad de volver a casarse para engendrar otro heredero. La pobre Adelicia bajaba los ojos como si pidiera disculpas.

—Has sido una buena esposa en todo menos en una cosa —le dijo él en cierta ocasión, dándole una palmada en la mano.

—Lo más importante.—Aun así, has sido un gran consuelo para mí.Y era cierto. La reina, a pesar de no ser demasiado culta, podía

pasarse horas y horas escuchando las peroratas de su esposo sobre sus muchos pecados y su necesidad de expiarlos.

—Fulco de Anjou se ha ido a Tierra Santa y tengo entendido que va a casarse con Melisenda, la hija de Balduino, de modo que cuando éste muera él se convertirá en rey de Jerusalén. Lo ha podido hacer porque tenía un hijo a quien ceder sus posesiones de Anjou. ¿Podría yo ir a Jerusalén? ¿Podría peregrinar a Tierra Santa? ¿Qué sería de Inglaterra y Normandía? ¿Quién me podría sustituir?

Adelicia señaló que Dios quizá estaría dispuesto a perdonarlo en Inglaterra sin necesidad de que se trasladara a Tierra Santa.

—Todo es más fácil para un hombre que ha empuñado la espada —decía él—, pues en tal caso, cuando combate contra los infieles combate por Dios, y cuando respeta Tierra Santa respeta a Dios. Los pecados le son perdonados y recupera la pureza. Fulco fue un gran pecador, ¡pero ahora ya se ha salvado!

Adelicia creía que la cosa no era tan sencilla y que, puesto que Enrique había traído la paz a Inglaterra y Normandía, quizá Dios se lo tendría en cuenta.

Pese a ello, a Enrique le remordía la conciencia.Una noche, Adelicia despertó de repente a causa de los gritos que

profería su esposo en sueños. Trató de tranquilizarlo, pero el rey saltó de la cama y empuñó la espada.

—¿Adonde vais, Enrique? —le preguntó.—Quiero matar a esos hombres que se burlan de mí… están ciegos,

pues yo ordené que les arrancaran los ojos. Me señalan con sus muñones, pues mandé que les cortaran las manos. Tienen los rostros mutilados porque yo…

—Aquí no hay nadie, Enrique.—¿Entonces todo ha sido un sueño? —preguntó el rey, mirando a su

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alrededor.—Sólo un sueño.Adelicia lo ayudó a regresar al lecho.—Era como si estuvieran aquí… en esta alcoba… los muertos… los

mutilados.—No penséis en ellos.—Durante el día consigo olvidarlo, pero hace mucho tiempo que

pueblan mis sueños.—Rezad para que Dios os conceda unos sueños más serenos. Rezad

para que os perdone los pecados del pasado.—Así lo haré, Adelicia.Enrique permaneció despierto un buen rato mientras su mujer

dormía. Había cometido muchos pecados. Había sido cruel y despiadado, sí, pero también había obrado bien en incontables ocasiones.

Inglaterra era un país próspero, del cual su padre, el gran Conquistador, se habría sentido orgulloso.

Tenía sesenta y dos años. Pocos hombres alcanzaban esa edad. Sentía los remordimientos propios de la vejez. No viviría muchos años. Había acumulado tesoros en la tierra y no soportaba la idea de tener que dejarlos. Su padre había tenido un final muy lamentable, pues su cuerpo ni siquiera había recibido sepultura. Su hermano Ricardo había muerto durante una cacería en el Bosque Nuevo; su hermano Rufo, al que tantos temían, había sido trasladado a Winchester en un carro tirado por unos patanes, pues nadie había querido enterrarlo. Cuando al final lo enterraron en la catedral, la torre se vino abajo y muchos dijeron que había sido un castigo de Dios por haber sepultado a un hombre tan perverso en lugar sagrado.

En la hora de la muerte, todos los reyes perdían su dignidad, incluso los más grandes.

Su hermano Roberto languidecía en una mazmorra. ¿Y si se arrepintiera y le devolviese la libertad? ¿Qué ocurriría entonces? Roberto era un hombre destrozado y todavía más viejo que él, pues ya rondaba los setenta.

«Somos una raza muy longeva si se nos permite vivir todo el tiempo que nos ha sido asignado», pensó.

Si dejara en libertad a Roberto, cabía la posibilidad de que los rebeldes se agruparan en torno a él. No, mejor dejar a Roberto dónde estaba. Era más feliz en su mazmorra y, además, él sabía que su bastardo Roberto de Gloucester cuidaría de su tío.

No sabía qué hacer para manifestarle a Dios su arrepentimiento.A la mañana siguiente, se burló de sus escrúpulos. «Hice lo que tenía

que hacer. Nadie podrá decir que Enrique I Beauclerc, o como quieran llamarme, no dejó el reino en mejor estado que en el que lo encontró.»

Conversar con Rogelio lo consolaba. Jamás, desde el célebre año de 1066, había gozado el país de tanta prosperidad, le decía Rogelio. La toma de Normandía y la boda de su hija con Godofredo de Anjou habían sido actos propios de un soberano prudente. La muerte del Clito había sido la confirmación de la bondad de todo lo que el rey había hecho hasta

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entonces.Ahora podría mejorar sus relaciones con la Iglesia y fundar unas

cuantas abadías para salvar su alma.Enrique decidió seguir el consejo de su amigo. Poco después, se

recibió la mala noticia de que Matilde había abandonado a su infantil esposo y se había marchado a Ruán.

—Tengo que ir inmediatamente a Ruán —dijo el rey.Embarcó en compañía de Adelicia y, agotado por el peso de los años,

se presentó en el castillo donde Matilde se había instalado.A pesar de la frialdad con la cual lo recibió Matilde, el rey aprovechó

la primera oportunidad que se le presentó para hablar a solas con ella.—¿Qué significa esto? —le preguntó—. ¿Cómo te atreves a

abandonar a tu esposo?—¿Llamáis esposo a ese niño?—Ahora ya no es tan niño.—No sabéis lo que le he tenido que aguantar.—Todos tenemos que adaptarnos a nuestros consortes.—Dudo que vos os hayáis adaptado alguna vez a mi madre o a

vuestra segunda esposa.—Mis asuntos no son de tu incumbencia. Estamos hablando de los

tuyos.—¿Qué otra cosa podíais esperar que hiciera, casándome con ése?—No negarás que es bastante bien parecido…—¡Bastante! ¿Bastante para quién? No para mí. ¡En cuanto le vi la

cara de tonto que tiene, me puse furiosa!—Y seguramente se lo dijiste.—A mi esposo no le puedo mentir.—Eres la mujer más insoportable de la tierra.—Soy vuestra hija.—No te pido un imposible, Matilde.—Sí, puesto que me exigís considerar a ese niño como mi esposo.—Tendrás que vivir en paz con él.—Nos odiamos.—¿Tan necia eres como para no haber comprendido el propósito de

esta boda?—Lo sé muy bien. Para que Anjou sea vuestro amigo y no vuestro

enemigo.—Ése fue el propósito inicial, pero ahora hay otro… todavía más

importante. Para ser la reina de Inglaterra, es necesario que tengas herederos. ¿Acaso lo has olvidado?

—Os equivocáis si creéis que este niño puede ser su padre.—Tengo entendido que es capaz de procrear.—Es muy posible.—Conviene que te deje embarazada.—¿Qué clase de hijos creéis que van a ser?—Me basta con que sean hijos tuyos. Dame un nieto que pueda ser, a

su debido tiempo, rey de Inglaterra y yo le otorgaré mi favor y a ti te compensaré con creces por habérmelo dado.

—Me pedís mucho.—Te pido tan sólo que cumplas con tu deber.

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—Podríais haberme entregado como esposa a otro.—Te ofrecí un matrimonio excelente.—Con un viejo.El rey se inquietó tal como siempre le ocurría cuando se mencionaba

al emperador.—Ahora tienes a un esposo que es muy joven y que sin duda te,

podrá dar unos hijos espléndidos. Debes olvidar las desavenencias. Muchas parejas reales no se tienen cariño, pero saben que necesitan herederos y los tienen. Ahora oye lo que voy a decirte; regresarás junto a Godofredo y le dirás que deseas vivir en paz con él. Serás una buena esposa para él y él será un buen esposo para ti. Te ordeno que me obedezcas de inmediato.

Fue entonces cuando Matilde decidió sacarse un as de la manga.—No puedo hacerlo, padre, por la sencilla razón de que él no me

quiere.El rey la miró en silencio.—Es cierto —dijo Matilde—. Nos peleamos y, al final, él me dijo:

«Vete. No quiero verte nunca más. Maldigo el día en que me casé contigo y no me importan las consecuencias. Lo único que quiero es verme libre de ti.»

El rey comprendía los sentimientos de Godofredo. Pero ¿cómo podía ordenarle que aceptara de nuevo a Matilde y la dejara embarazada?

Su suerte había cambiado. Había conseguido Anjou y el Clito había muerto. Pero si Matilde no tenía hijos, ¿quién heredaría el trono? El pueblo había aceptado a regañadientes a una mujer. ¿Seguiría aceptándola si no concebía un heredero? Con un hijo varón la situación habría sido muy distinta.

Sin embargo, Matilde y Godofredo no querían tener descendencia y se odiaban a muerte.

Enrique no podía hacer otra cosa que llevarse a su hija a Inglaterra.

Esteban se alegró del regreso de Matilde y de que su matrimonio con Godofredo hubiera fracasado. «Si me hubiese casado con ella, habría podido ser rey», pensó.

De todos modos, no tenía motivos para quejarse. Contaba con la compañía de su buena Matilde, tan valiosa como la emperatriz, y con dos hijos a los que amaba con todo su corazón, el pequeño Balduino y la dulce Matilde.

Entretanto, la arrogante emperatriz Matilde, ahora condesa de Anjou, había regresado a la corte. Dos matrimonios fallidos no la habían ablandado en absoluto, pero, aun así, seguía siendo la mujer más fascinante del mundo.

En sus ojos se encendía un brillo de emoción cuando miraba a Esteban, quien sabía que lo estaba tentando para que cometiera una locura y que, cuando llegase el momento, él no podría resistirse.

No era que ella lo buscase, pero a menudo se encontraban a solas, por lo general en el transcurso de alguna cacería. El rey seguía siendo tan afecto como siempre a la caza, y era un pasatiempo del que nunca se cansaba. Se decía que ya no cazaba tantas mujeres como hubiera

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deseado, pero lo cierto es que su pasión ya no era la de antes. También para el rey los años pasaban.

Una tarde, durante una de aquellas cacerías, Esteban y Matilde se encontraron en el bosque de Windsor; él siempre se apartaba de los demás cazadores, pues sabía que su prima también lo haría.

—Al fin has llegado —le dijo Matilde—. Te estaba esperando.El joven inclinó la cabeza.—Te vas a perder la caza, Esteban.—No me importa.—Siempre has sabido halagar a las mujeres.—Procuro agradarte en todo lo que hago.—Y lo consigues. Te conozco muy bien, Esteban, y, sin embargo…—Y, sin embargo, sientes debilidad por mí.—Y no comprendo por qué. Eres muy holgazán, primo. No sabes

aprovechar las oportunidades.—¿A qué oportunidades te refieres?—A todas.—Hay una oportunidad que deseo por encima de cualquier otra —

dijo Esteban, acercándose a ella para tomarle la mano.—Pero no la aprovechas.Esteban desmontó y estaba a punto de atar la cabalgadura a un árbol

cuando ella soltó una carcajada.—¿Crees acaso que soy la hija de un guardabosque con la que

puedes retozar entre los helechos? —dijo al tiempo que espoleaba su caballo.

Esteban volvió a montar y se lanzó al galope en dirección contraria, pero ella no tardó en darle alcance, siguiendo otro camino.

—Hay un lugar y un momento para todo —dijo Matilde.—Dime dónde y cuándo.—No te atreverías, Esteban.—Tú sabes lo que siempre hemos sentido el uno por el otro.—Lo sé muy bien. Ojalá te hubieran casado conmigo en lugar de

entregarme a aquel viejo decrépito y a ese mocoso.—¡Qué felices habríamos sido, Matilde!—Ya tienes a tu Matilde. ¿Cómo se atreve a llamarse igual que yo?—Es un nombre muy común entre las damas de alto linaje.—Deberían haberme puesto otro nombre. Mi madre, mi abuela… y

esa mujer tan tonta que tienes.—Tu madre no se llamaba Matilde, en realidad. Adoptó ese nombre

en honor de nuestra abuela.—Somos parientes muy próximos, Esteban… primos hermanos. Los

primos no se pueden casar. Habríamos tenido que obtener una dispensa, ¿no crees?

—¡Eso es muy fácil!—¿Pues por qué no la pidieron? Han destrozado nuestras vidas,

Esteban, la tuya y la mía. Pero puede que la tuya no esté destrozada. Pareces muy satisfecho con la tonta de tu esposa.

—Es una mujer muy buena —dijo Esteban, ruborizándose levemente—. No tengo ninguna queja contra ella.

—Sí, estás muy satisfecho. Te gusta tu mujer y quisieras que yo fuera

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tu amante. Yo, una emperatriz y futura reina de Inglaterra. Eso es lo que quisieras, Esteban de Blois.

—Eres una bruja.—Mi maridito estaría de acuerdo contigo.—¡Pobre hombre!—De hombre tiene muy poco. Me casaron con él, Esteban, pero yo no

pienso aguantarlo. No regresaré a su lado. Me quedaré aquí y tú y yo estaremos juntos.

Había llegado el momento de la tentación y Esteban lo sabía. Su pasión por ella se mezclaba con el odio. No estaba muy seguro de amarla, pues era cruel e insensible. Ella, por su parte, conocía sus ambiciones y lo consideraba un cobarde. ¿Qué ocurriría si los descubrieran? ¿Qué posibilidades tendrían de salvarse? Pero ¿qué le importaban a ella su infantil marido y su tiránico padre? ¿Y si el rey la desheredara? ¿Y si decidiera sentar en el trono a su bastardo Roberto? Sería muy capaz. Si ella y Esteban fueran sorprendidos en adulterio, tendría una excusa para hacerlo.

—Matilde —dijo Esteban.—Aquí, no —dijo ella.—Pues entonces dime dónde, por el amor de Dios.—En mi alcoba.—Eso sería una locura.—Es una locura, Esteban. Te espero.—Si nos descubren…—En tal caso, pensaremos que mereció la pena.Cabalgaron juntos a través del bosque y se reunieron con el resto de

la partida para regresar al castillo.

Cuando Esteban regresó a sus aposentos de palacio, su esposa lo estaba esperando con ansia.

—¿Qué ocurre? —le preguntó él.—El pequeño Balduino tiene fiebre y está delirando.Esteban entró en la habitación del niño, quien tenía el rostro

arrebolado y las sienes empapadas de sudor. Se arrodilló, apoyó una mano en su frente y notó que le ardía como el fuego.

—Padre —dijo Balduino, abriendo los ojos.Esteban sintió un nudo en la garganta.—¿Has llamado al médico? —le preguntó a su mujer.—Vendrá enseguida —contestó ella.El niño volvió a cerrar los ojos y Esteban se levantó.—¿Cuánto tiempo lleva así?—Desde esta mañana.—Debe de ser una dolencia infantil sin mayor importancia.—Así lo espero.Grimbaldo, el médico sajón del rey, entró en la estancia y examinó al

niño.—Tiene fiebre —dictaminó.—¿Se le pasará? —preguntó Matilde.—Eso ya lo veremos, señora. Le prepararé una pócima para bajarle

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la fiebre.La pócima no sirvió de nada. Esteban y Matilde se sentaron en

sendos escabeles junto a la cama.De vez en cuando, el niño abría los ojos.—Nuestra presencia lo consuela —dijo Matilde.Esteban asintió en silencio.Qué frágil y hermoso era el niño. Esteban contempló el doliente

rostro de su mujer y pensó que parecía una imagen de la Virgen. Recordó los ardientes ojos de la otra Matilde, en el bosque. Habría despedido a sus damas y estaría esperando en su alcoba que él llamara suavemente con los nudillos a la puerta, tras haber subido por la escalera secreta que ambos conocían.

Había llegado el gran momento. Cuando se disponía a marcharse, el niño abrió los ojos.

—Quédate, padre —le dijo en un susurro.Esteban volvió a sentarse, miró a Matilde y vio el temor reflejado en

sus ojos.Entró un sirviente. El rey se había enterado de la enfermedad del

niño y esperaba fuera. Esteban se levantó de inmediato y abandonó la estancia para hablar con su tío.

—Esteban, sobrino mío —dijo Enrique, mirándolo con inquietud—, me he enterado de la noticia.

—Mi señor, me temo que…El rey apoyó una mano en el brazo de Esteban.—Sé lo que eso significa —le dijo—. Yo mismo lo he sufrido. ¿El niño

está consciente?Esteban asintió con la cabeza.Enrique se acercó a la cama, pero el pequeño Balduino no advirtió su

presencia; sin embargo, lanzó un suspiro de alivio cuando su padre volvió a sentarse a su lado.

—Me quedaré con él —dijo Esteban.El rey apoyó la mano en la cabeza de Matilde y le dijo:—Mis pensamientos están con vosotros. Dios os bendiga a los dos y

salve a vuestro hijo.Dicho lo cual se retiró y Esteban y Matilde se pasaron toda la noche

en vela junto al lecho de su hijo.

El pequeño Balduino había muerto. Una fiebre repentina se lo había llevado. La noticia se propagó por todo el castillo.

Su madre se encerró en sus aposentos y sólo Esteban podía consolarla.

—Está en buenas manos —dijo el rey—, pues Esteban es un buen esposo y un padre ejemplar. Es mejor que los dejemos solos.

Esteban se pasó varios días tratando de calmar a su mujer, que amaba a su hijo más que a nadie en el mundo. Quería mucho a la pequeña Matilde y a Esteban, pero profesaba por Balduino un cariño muy especial, tal vez porque había sido el primer fruto de sus entrañas.

Le agradeció a Esteban su ternura y su preocupación por ella y la forma en que había sabido explicarle a la pequeña Matilde la muerte de

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su hermano. Sabía que le era infiel y conocía su pasión por la otra Matilde, pero era el mejor esposo con el que habría podido soñar.

El niño fue enterrado en el priorato de la Santísima Trinidad, en las afueras de Aldgate… fundado precisamente por su tía, la primera esposa del rey.

La corte lloró su muerte y especialmente Enrique, pues la tragedia le recordaba la muerte de su propio hijo en el naufragio del Barco Blanco.

Matilde pensó que, al final, Esteban sucumbiría a su lado, y lo que ocurriese estaría en manos del destino. Pero ¿y si la dejaba embarazada? Regresaría a Anjou, obligaría a Godofredo a pasar una noche con ella aunque tuviera que darle un filtro amoroso; así, el hijo que hubiese engendrado con Esteban se convertiría algún día en rey de Inglaterra.

Pero Esteban no se había presentado aquella noche y su hijo había muerto. Ya habría otra ocasión, pues ella no sabía estarse quieta y amaba el peligro.

Un día en que Matilde se encontraba en sus aposentos, una de sus damas le comunicó que un hombre extraño, un santo varón, tal vez, había llegado al castillo y deseaba hablar con ella.

—¿Estás segura?—Dice que tiene que hablar con la emperatriz Matilde, mi señora.—¿Un santo varón dices? Tráelo a mi presencia.El hombre, que resultó ser un monje, fue conducido hasta sus

aposentos.—¿Vos sois la emperatriz Matilde? —le preguntó.—Yo soy —contestó Matilde—. ¿Qué os trae hasta aquí?—Lo que debo deciros, señora, sólo vuestros oídos pueden oírlo.Matilde le hizo señas a la dama de que se retirara. Después le dijo al

desconocido:—Decidme, buen monje, ¿por qué habéis venido?El monje miró a su alrededor.—Tenemos que estar completamente solos —dijo.—Lo estamos. Seguid.—Vengo de parte del emperador, vuestro esposo.—El emperador murió.—No, mi señora, aunque le falta muy poco. Desea veros antes de

abandonar este mundo.—Pero ¿qué disparates son éstos? Os digo que el emperador murió.

Lo enterraron en Spira y allí se erigió un monumento a su memoria.—No es cierto. Lleva años trabajando en un hospital en penitencia

por sus muchos pecados, dice.—¿Dónde está?—En Westchester, y os implora que vayáis a verlo. Desea pediros

perdón por lo que hizo. Quiere que sepáis la verdad.—¿Y cómo puedo estar segura de que lo que decís es cierto?—Si me acompañáis, mi señora, yo os conduciré hasta él. Me ha

confesado sus pecados y me ha impuesto este deber. Es la última petición de un moribundo.

—Aguardad aquí un instante.

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Matilde regresó a la estancia en compañía de su padre.—Escuchad lo que dice el monje —le dijo Matilde al rey.El rey escuchó y después dijo:—Tú y yo, hija mía, nos trasladaremos a Westchester. Iremos solos

con este monje.

No cabía la menor duda de que el hombre que yacía en el catre era el emperador. Su semblante demacrado mostraba una expresión de serenidad que Matilde no le había visto jamás.

—Matilde —dijo el emperador en un susurro.Matilde se arrodilló junto al lecho mientras su padre la observaba

desde cierta distancia.—Estoy aquí, Enrique —dijo Matilde.—Has sido muy buena al venir. Tenía que hacerlo. Mis pecados me

pesaban demasiado en la conciencia. Perdóname, Matilde… por haberme ido.

—Encontrasteis la paz —dijo ella.El emperador asintió con la cabeza.—La paz, y creo que el perdón de mis pecados.—Entonces aquella noche abandonasteis el castillo…—Sí, me fui, sin más. Ya lo había preparado previamente con mi

confesor. Me condujeron a Inglaterra, he trabajado en el hospital de los monjes de Westchester haciendo las tareas más humildes, y así he podido encontrar la paz, Matilde.

—Vuestros ministros sabían…—Pensaban que estaba loco. Querían encerrarme en un sitio…

Aprovecharon la ocasión para declararme muerto. Pero fue mejor así, esposa mía… pues de ese modo pude expiar mis pecados.

—No habléis —dijo ella—. Procurad descansar.—Quédate a mi lado, Matilde. Dime que me perdonas.Matilde se inclinó hacia él y le besó la frente.—Hicisteis bien —dijo—. Ahora estáis en paz.—Es un gran alivio, Matilde… alcanzar la paz… al final de la vida.El emperador apoyó la cabeza en la almohada y cerró los empañados

ojos. El rey se acercó a su hija y le rozó el hombro.—Pediré que venga el sacerdote —le dijo.Enrique y Matilde permanecieron en la estancia mientras el

sacerdote administraba los últimos sacramentos al moribundo.

En el transcurso de las semanas siguientes el rey pareció recuperar en parte su antiguo vigor. Siempre le ocurría lo mismo cuando tenía algún asunto importante entre manos.

Estaba profundamente afectado por lo que había ocurrido en Westchester y había vuelto a recordar su necesidad de arrepentirse, pero antes tenía que resolver otro asunto de la mayor importancia.

Como el emperador no había muerto en el momento de la boda de Matilde con Godofredo de Anjou, éstos no estaban legalmente casados. Afortunadamente, no habían tenido hijos, lo cual habría dado lugar a una

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situación difícil en el futuro, por muy bien que se hubiera guardado el secreto.

Por otra parte, él tenía que asegurarse la sucesión. Había fracasado con Adelicia y sólo le quedaba su hija Matilde.

Ahora que el emperador había muerto, su mayor deseo era reunir a Matilde y Godofredo, celebrar otra ceremonia para que el vínculo fuera legal y conseguir que Matilde tuviera descendencia.

Mandó llamar a Rogelio de Salisbury y le contó lo ocurrido.—Es una suerte que la emperatriz haya regresado a Inglaterra —dijo

Rogelio—, pues de otro modo el emperador habría muerto en el anonimato y el misterio jamás se hubiera podido resolver. Ahora lo primero es reunir a los esposos.

—Que no estaban legalmente casados —aclaró el rey.—Debe celebrarse otra ceremonia. Se podría llevar a cabo en

secreto.—Lo malo es que esos dos se odian y están encantados de no verse el

uno al otro —dijo el rey.—Vuestra hija, como heredera al trono de Inglaterra, tiene que

comprender cuáles son sus responsabilidades.—Puede que todo dependa del conde de Anjou.—No permitáis que ese chicuelo se burle de vos, mi señor. Podemos

tantearlo discretamente. Podemos insinuarle que vos estáis muy disgustado y que si se niega a reunirse con su esposa vuestro enojo se dejará sentir en Anjou.

—Tienen que reunirse, Rogelio —dijo el rey—. Quiero ver a mi nieto. Una vez que vea a un varón saludable, fruto del vientre de mi hija, empezaré a pensar en la expiación de mis pecados.

—Espero mi señor, que no nos abandonéis para iros a un hospital, como hizo el emperador.

—Tengo demasiadas responsabilidades como para eso. Podría haberlo hecho mucho antes si Dios no me hubiera arrebatado a mi único hijo varón legítimo.

—Los caminos del Señor son insondables. Pero vuestros esfuerzos han sido coronados por el éxito, lo cual significa que Dios aprueba vuestra conducta. La boda con el conde de Anjou en el momento preciso, la muerte del Cuto… y ahora la del emperador.

—Sois un hombre muy prudente, Rogelio. Lo supe en cuanto os vi en aquella pequeña iglesia de Caen.

—Diciendo misa a una velocidad que fue muy del agrado de mi señor.El rey soltó una carcajada.—Primero, lo de Anjou —dijo—. Godofredo le pedirá a su mujer que

regrese y yo le ordenaré a ella que lo haga.—Entonces se celebrará la ceremonia. Ahora ya han crecido y

comprenderán lo que se espera de ellos. Estoy seguro de que muy pronto podréis abrazar a vuestro nieto.

El rey miró a su amigo con gratitud.

Enrique hizo llamar a su hija.—Debes regresar junto a tu esposo —le dijo—. Se celebrará una

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ceremonia en secreto y viviréis juntos.—¿Y si me niego? —dijo Matilde.El rey la miró, enfurecido. En ocasiones como aquélla, se arrepentía

de haberla nombrado su sucesora.—En tal caso, te desheredaré —dijo—. Y no vayas a pensar que

encontrarías apoyos. La noticia sería acogida con júbilo. Debes saber que si el clero y la nobleza te aceptaron sólo se debió a mi insistencia. No les gusta ser gobernados por una mujer, y mucho menos por una mujer tan arrogante como tú.

Matilde guardó silencio un instante. Vio la expresión del rostro de su padre y comprendió que debía ser prudente.

—Se celebrará una ceremonia válida y después quiero que tengas hijos —dijo Enrique—. ¿Me has entendido? Quiero nietos, y enseguida.

—¿Y qué me decís de Godofredo? Es posible que se niegue.—Godofredo, como tú, obedecerá a su rey o sufrirá las

consecuencias.Así era el León de Justicia, el rey que había recibido de Rufo un país

arruinado y que, con sus severas, pero justas leyes, le había devuelto la paz y la prosperidad.

Matilde inclinó la cabeza. Sabía que debía obedecer. Tendría que casarse con aquel joven y hacer todo lo posible por darle a su padre el nieto que tanto ansiaba tener.

La boda se celebró en presencia del rey, que estaba muy satisfecho al ver que todo iba tal como él lo había planeado.

Matilde estaba firmemente decidida a tener un hijo cuanto antes. Conocía a su padre y sabía que, a menos que le diera pronto un sucesor, era muy probable que la desheredara.

Matilde sabía que no gozaba de popularidad entre el pueblo —no sólo por ser una mujer, sino también por su carácter—, y que éste prefería a Esteban. El joven siempre había procurado ganarse el favor de cuantos lo rodeaban, cosa que ella jamás había hecho.

Matilde pensaba en todo momento en Esteban. Aquel a quien tan apasionadamente amaba era, al mismo tiempo, su rival. Si su padre la desheredaba, ¿a quién recurriría sino a Esteban? Su sobrino era nieto del Conquistador y estaba casado con una mujer perteneciente a la estirpe real sajona. El pequeño Balduino había muerto, pero Matilde era una mujer sana y todavía joven y podrían tener más hijos.

Sólo si lograba convertir a Esteban en su amante podría soportar al odioso Godofredo de Anjou.

Estaba casada con aquel joven y ambos se verían obligados a tener un hijo a pesar deja mutua antipatía que se profesaban.

—Es necesario que tengamos un hijo —le dijo Matilde a su esposo en la alcoba.

Él la miró enfurecido.—Vamos, estúpido. Ya ves que no soy fea —le espetó ella—, y cuando

no pones esa cara de asco, tú tampoco estás nada mal. No vayas a creer que me gustas, pero no tenemos más remedio.

Godofredo lo comprendió.

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Ella lo tomó de la mano y lo acompañó al lecho.

Esteban formaba parte del séquito del rey, pero aún no había perdido el miedo a lo que pudiera ocurrir.

—Hemos perdido tantas oportunidades que, si perdiéramos otra, mereceríamos no volvernos a ver nunca más —le dijo Matilde.

—¿Y si te dejara embarazada?—¿Quién lo sabría aparte de nosotros? Si fuera un varón, algún día

sería el rey de Inglaterra.Esteban se emocionó al oír aquellas palabras y decidió dar rienda

suelta a su pasión.

¡Qué apasionados eran los encuentros entre ambos! Jamás podrían volver a vivir nada igual, pero no sabían cuánto podría durar su dicha, pues el rey podía dejar de un momento a otro Normandía y regresar a Inglaterra. Fueron unos días inolvidables. Sólo sus encuentros con Esteban permitían que Matilde cumpliera su deber con el joven que le habían dado por esposo y al que tanto despreciaba.

Cada encuentro con Esteban era una aventura apasionante, pues corrían el riesgo de que los sorprendieran. Constantemente se preguntaba: «¿Habrá fructificado la semilla de Esteban? ¿Será su hijo o el de Godofredo el que herede el trono?»

La felicidad que sentía se reflejaba en su rostro y la gente comentaba:

—A Matilde le sienta bien el matrimonio.El rey ya estaba más tranquilo. Sus confidentes le habían dicho que

ambos jóvenes compartían el lecho y estaban firmemente dispuestos a que su unión diese el fruto esperado.

Una vez resueltos los asuntos de Normandía, Enrique decidió regresar a Inglaterra.

Esteban debería partir con él, de modo que aquello significaba el final de la primera fase de la aventura. Los amantes se despidieron con gran desconsuelo.

—Vencimos nuestros temores y mereció la pena, ¿no es cierto, Esteban?

—Antes preferiría morir que no haber vivido estos últimos meses.—Éste no es el final, Esteban. Nuestros destinos están entrelazados.

¿Quién sabe? A lo mejor, llevo un hijo tuyo en mis entrañas. No sería imposible, ¿verdad?

—¿Entonces es cierto?—No lo sé —contestó Matilde—. Ni siquiera sé si estoy embarazada,

pero, si lo estuviera, tendría que preguntarme si era tuyo o de Godofredo. ¿Y si el niño se convirtiera en rey de Inglaterra?

Mientras él la abrazaba, Matilde vio un interrogante en sus ojos. Esteban no había logrado ver cumplida su ambición, pero puede que ésta se hiciera realidad en su hijo.

En eso consistía la esencia del placer. En la incertidumbre y en el descubrimiento no sólo de los cuerpos sino también de las mentes.

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—¿Qué voy a hacer sin ti, Esteban? —preguntó Matilde.—¿Y yo sin ti? —replicó él.—Espérame —dijo Matilde—. Habrá otras ocasiones.Así pues, Esteban emprendió viaje de regreso a Inglaterra y Matilde

se quedó sola con su joven esposo.

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Un empacho de lampreas

La tranquilidad hizo que el rey volviera a obsesionarse con sus pecados. Requería constantemente la compañía de su esposa, pues era la única persona que podía tranquilizarlo.

Adelicia ya estaba acostumbrada a que Enrique se despertara de noche y la llamara a gritos, pues sus pesadillas eran cada vez más frecuentes.

Una noche el rey despertó y, empuñando la espada, empezó a dar tajos contra las colgaduras y los cortinajes.

Adelicia despertó sobresaltada y se levantó de la cama para calmarlo.

—Aquí no hay nadie —le aseguró—. Regresad a la cama, Enrique —añadió descorriendo las cortinas para que viera que detrás de ellas no había nadie escondido.

El rey dejó la espada, se sentó en la cama y se cubrió el rostro con las manos.

—Acabo de ver a Barré, Adelicia. ¿Recuerdas a Lucas de Barré? Era mi amigo. Solíamos ir juntos de parranda en los días de nuestra juventud. Con el tiempo escribió versos contra mí, enardeció los ánimos de mis enemigos y se burló de mi persona. Y yo ordené que le arrancaran los ojos.

—Lo sé —dijo Adelicia—. Fue castigado por sus pecados.—Pero había sido mi amigo y creo que, en el fondo, no quería

causarme daño. Le gustaba jugar con las palabras, Adelicia, y algunas veces se dejaba arrastrar por ellas. Decía una cosa y yo le replicaba y entonces me decía: «Pero ved lo bien que suena. Tengo que decirlo porque es poesía.» Y yo mandé que le arrancaran los ojos, Adelicia, el don más preciado que él tenía, pues amaba más que nadie las flores y los árboles, la hierba y el sol. Los glorificaba. ¡Y yo mandé que le arrancaran los ojos! Prefirió quitarse la vida antes que perderlos. Y ahora me persigue.

—Ha sido sólo un sueño, Enrique.—Vienen de noche… los hombres a quienes maté. ¿A cuántos crees

tú que he matado en toda mi vida, Adelicia?—Muchas veces un rey tiene que matar para sobrevivir. Lo hace por

necesidad política, de modo que no puede ser considerado asesinato.—Mi buena Adelicia. No te he amado lo suficiente ni te he hecho

feliz.—No he sido desgraciada pues habéis hecho por mí lo que

considerasteis mejor. Mi mayor pena es no haberos podido dar el hijo que tanto deseabais.

—Oh, Adelicia, quédate a mi lado y háblame hasta que despunte la aurora.

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A la mañana siguiente, Adelicia mandó llamar a Grimbaldo, el médico real, y le contó lo ocurrido.

Grimbaldo pidió hablar con el rey y Adelicia no tuvo más remedio que confesarle a su esposo lo que había hecho.

—Lo has hecho por mi bien —dijo Enrique—. Que pase Grimbaldo.Cuando el médico entró en la cámara real, el soberano dijo:—Sufro terribles pesadillas por la noche. A veces es algún agricultor

que se acerca a mi lecho dispuesto a atacarme con sus instrumentos de labranza. He sido injusto con ellos; no he parado de subirles los impuestos para financiar mis guerras. Los expulsé de sus casas para tener un bosque sólo para mí y poder disfrutar de mi afición a la caza. En mis sueños, Grimbaldo, aparecen hombres mutilados que rodean mi lecho. Yo fui el causante de sus mutilaciones. Veo soldados y caballeros. Vienen hacia mí, y son tan reales que me levanto de la cama y echo mano de mi espada.

Grimbaldo asintió con la cabeza y le dijo:—Mi señor, os remuerde la conciencia por acciones que antaño

considerasteis necesarias. Ahora vuelven a vos por la noche y os atormentan. Si no fuerais un poderoso rey, os prescribiría una peregrinación a Tierra Santa para que pudierais obtener la absolución de esos pecados que tanto os preocupan. Pero os debéis a vuestro país y Dios no quiere que lo abandonéis.

—Mi abuelo Roberto el Magnífico hizo una peregrinación y dejó el ducado de Normandía en manos de mi padre, que entonces contaba sólo siete años.

—El gran Conquistador habría podido morir en su infancia si Dios no lo hubiera conservado para un destino más alto.

Grimbaldo se santiguó e inclinó la cabeza. Roberto el Magnífico había muerto durante su peregrinación a Tierra Santa, expiando de este modo sus pecados de usurpación y asesinato.

—Y yo y mis hermanos no habríamos nacido —dijo el rey—. En cambio, yo no tengo un hijo en cuyas manos pueda depositar mi reino, sino tan sólo una hija y mucho me temo que, si me fuera y dejara el cetro en sus manos, estallarían disturbios.

—No, mi señor, debéis quedaros en el lugar donde Dios os ha colocado. Pero podríais enmendar vuestra vida. Procurad ser un marido fiel.

—Soy demasiado viejo para otra cosa, Grimbaldo, por consiguiente en eso no tendría mucho mérito.

—Rezad y fundad abadías. Servid a la Iglesia, pues vuestros males no se deben a una enfermedad del cuerpo sino del alma.

—He ayudado mucho a las abadías —dijo Enrique—. Yo y mis esposas fundamos varias. Rahere, uno de mis juglares, fundó el priorato de San Bartolomé y yo le presté mi apoyo en la construcción de un hospital anexo en el que se ha hecho mucho bien a los enfermos y los moribundos. En el campo cerca de Clerck's Well, al norte de mi ciudad de Londres, Jordán Bliset fundó un priorato de monjas benedictinas. Mi primera esposa Matilde se desvivía por ayudar a los menesterosos y mandó construir muchos hospitales. Uno de ellos fue el San Gil de Cripplegate donde se atendía a los pobres leprosos. También construyó iglesias e incluso

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puentes como el Bow Bridge y, aunque éstos no se construyeran para mayor gloria de Dios, no cabe duda de que han sido muy beneficiosos para el pueblo.

—Todo eso está muy bien —dijo Grimbaldo—, pero vos sentís la necesidad de expiar vuestras culpas. Lo conseguiréis fundando más abadías y favoreciendo a la Iglesia.

El rey le dio las gracias a su médico y fue en busca de Adelicia para discutir con ella qué podría hacer para la gloria de Dios y la salvación de su alma.

Pero a pesar de sus esfuerzos Enrique seguía sufriendo pesadillas por las noches.

En ocasiones le decía a Adelicia que Dios lo había abandonado. Se había esforzado por hacer grande a Inglaterra y el Señor le había arrebatado a su único hijo varón legítimo y se había negado a darle otro. Sin duda, estaba disgustado con él.

Una y otra vez Adelicia le enumeraba todas las obras buenas que había hecho, pero, aun así, la tristeza no lo dejaba vivir.

Un día se recibió la gozosa noticia de que Matilde estaba preñada.—Quizá Dios ha escuchado finalmente mis plegarias —le dijo el rey a

su esposa.Aquellas Navidades las pasaron en Windsor, pero el rey se puso

enfermo y no pudo celebrarse ningún festejo. Adelicia no se apartó de su lecho mientras él repetía una y otra vez que Dios lo había abandonado. Sin embargo, no podía peregrinar a Tierra Santa, pues tenía que gobernar el país.

A primeros de año se declaró en Londres un gran incendio que arrasó media ciudad.

Postrado en su lecho, el rey se enteró de la noticia.—Es una señal de que Dios está enojado conmigo —dijo.Pocas semanas después, el panorama pareció cambiar, pues Matilde

dio a luz un niño precioso.«Deseamos llamarlo Enrique, como su abuelo», le escribió a su

padre.El rey se levantó de la cama, pensando que Dios ya no estaba

enfadado con él, pues le había dado lo que más deseaba.¡Un nieto! ¡Un heredero que se iba a llamar Enrique!Ordenó que tocaran las campanas de todas las iglesias, que se

encendieran hogueras y que se celebraran festejos por todo el país.Dios por fin había otorgado a Inglaterra el ansiado heredero.

Tendría que ir a Normandía para conocer a su nieto. Las noticias decían que se trataba de un niño saludable y el rey estaba ansioso por verlo.

Pero antes decretó que se hiciera un juramento de lealtad a su nieto, el futuro rey de Inglaterra.

Rogelio le dijo que la reina aún podía darle un hijo.—Olvidáis, Rogelio —dijo el rey, sacudiendo tristemente la cabeza—,

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que ya soy un viejo. Todas mis esperanzas están depositadas en este nieto.

Así pues, se prestaron los juramentos de lealtad y el rey emprendió viaje a Normandía, dejando a Adelicia como regente con la ayuda de Rogelio de Salisbury.

—No tardaré mucho en volver —dijo el rey—, pero tengo que ver a mi nieto.

En el momento en que el rey subía a la embarcación real, el cielo se nubló de repente. En cuanto zarparon, la oscuridad se intensificó y los marineros empezaron a preocuparse. Uno de ellos gritó que una sombra parecía cubrir una parte del sol. En efecto, estaba tan oscuro que tuvieron que encender linternas como si fuera de noche. Los marineros, que eran muy supersticiosos, no podían disimular su temor.

—Un mal presagio —dijeron—. Jamás alcanzaremos las costas de Normandía.

Todos creían que alguna amenaza se cernía sobre el rey. Era muy viejo y la travesía podía ser peligrosa incluso en verano.

Todo el mundo recordaba la tragedia del Barco Blanco.Mientras permanecía en cubierta contemplando la oscuridad del

cielo en el que incluso habían asomado las estrellas, el rey se sintió invadido por una profunda tristeza. Tenía más de sesenta años y su fin no podía estar muy lejano. Dios le había mostrado su enojo, pero también su benevolencia al concederle un nieto. Sin embargo, aquella extraña experiencia lo llenaba de espanto.

De pronto, se oyó un grito. El sol estaba emergiendo de las sombras, las estrellas se apagaron y ya no hubo necesidad de mantener las linternas encendidas.

—Vamos a Normandía —gritó el rey—. A ver a mi nieto.Mientras reanudaban sus tareas, los marineros murmuraron que

aquello había sido un mal presagio.—Si el rey llega sano y salvo a Normandía —dijeron—, jamás volverá

a ver Inglaterra.

¡Qué contento estaba el rey con su nieto en brazos!—Es un niño perfecto —dijo después de examinarlo detenidamente.Incluso Matilde parecía más simpática desde que era madre.El rey recorría arriba y abajo la estancia sin soltar ni por un instante

a su nieto. Pensaba en lo mucho que había rezado pidiendo un hijo y cómo Dios de alguna manera había oído sus plegarias.

—Es un niño espléndido —exclamó Enrique mientras sostenía en brazos a su nieto—. Este niño será grande —añadió—, pero no me preguntéis cómo lo sé. Dios ha escuchado mis plegarias. Ojalá pudiera vivir diez o quince años más para verle crecido.

Matilde también estaba muy orgullosa de su hijo, pero le faltaba la ternura propia de una madre. Por su parte, Godofredo estaba muy contento de haberse convertido en padre y éste era el motivo de que la relación con su esposa hubiese mejorado.

El rey ordenó que se celebraran grandes festejos en honor de su nieto. Los trovadores y juglares se superaron en sus canciones,

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ensalzando el amor y los frutos del amor, de los cuales aquel tierno infante era un cumplido ejemplo.

Mientras acunaba a su nieto en sus brazos, Enrique pensó que Inglaterra estaba en las expertas manos de Rogelio y Adelicia y que, por consiguiente, él podía permitirse el lujo de permanecer algún tiempo en Ruán con el futuro heredero. Ya no le importaba que su esposa fuera estéril e incluso estaba dispuesto a aceptar la arrogancia de Matilde, pues todos sus deseos y esperanzas se habían cumplido en aquel niño.

Un día, Matilde acudió a ver al rey y le comunicó que estaba nuevamente embarazada.

—¡Otro hijo! —exclamó el rey—. Es la mejor noticia que he escuchado desde que nació el pequeño Enrique. Si llevas otro varón en tus entrañas, será señal de que Dios está con nosotros. ¡Dos varones! Por desgracia, sé muy bien que siempre es mejor tener más de uno.

Matilde lo interrumpió sin contemplaciones.—Sí, sí, ya hemos oído lo del Barco Blanco y lo de que os casasteis

con Adelicia para tener un hijo que no tuvisteis. Pero ahora mi pequeño Enrique lo ha resuelto todo y, si yo tuviera otro varón…

—Rezaré para que así sea —dijo el rey, pensando en lo áspera que era Matilde y en lo mucho que él hubiera deseado desheredarla. Sin embargo, siendo él tan viejo y el niño tan pequeño, de haberlo hecho habría podido estallar una guerra civil.

No, perdonaría a Matilde porque a pesar de todo le había dado al pequeño Enrique.

Durante un banquete en el castillo de Ruán, llegó un mensajero procedente de Inglaterra. Las noticias que éste traía sumieron al rey en una profunda melancolía.

Su hermano Roberto había muerto en el castillo de Cardiff.Llevaba veintiocho años sin ver a Roberto, quien debía de haber

cambiado mucho, pues tenía ochenta años… una edad que muy pocos hombres alcanzaban, f

El rey abandonó el banquete y se retiró a sus aposentos. Aquella noche sufrió unas pesadillas más violentas que de costumbre.

Mandó llamar a uno de los criados-guardianes de su hermano para que le contara todos los detalles de los últimos días de Roberto.

—Quiero que me digas la verdad —le dijo—. Si profirió alguna maldición contra mí, quiero saberlo. No temas por tu seguridad. Por dura que sea la verdad, la quiero conocer.

—El duque no era un hombre vengativo, mi señor —contestó el guardián—. No despotricaba contra vos. Solía decir que os comprendía y que vos os parecíais mucho a vuestro ilustre padre.

—¿Eso decía?—Sí, mi señor. Con el paso de los años, se acostumbró al encierro.—Tenía mucho encanto, pero le faltaban cualidades para ser un buen

gobernante.—Al final, él mismo se dio cuenta de ello. Quería que le contáramos

todo lo que ocurría en Inglaterra y acostumbraba decir: «Mi padre estaría muy complacido. Es curioso que sólo nuestro hermano menor haya salido

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a él.»El rey se alegró al oír aquellas palabras, pese a no estar muy seguro

de que fueran ciertas.—¿Aceptó su encierro? —preguntó—. ¿Nunca se quejó de que yo lo

mantuviera prisionero?—A veces, mi señor, decía que se sentía como un pájaro enjaulado,

pues podía contemplar los verdes campos, pero no pasear por ellos. Había un roble que solía contemplar con especial interés. Se emocionaba cuando brotaban los retoños y se entristecía cuando las hojas caían. Solía decir: «Ha pasado otro año y yo sigo siendo el prisionero del rey.»

—Languideció durante veintiocho años en mis castillos —dijo Enrique en un susurro—. Si le hubiera devuelto la libertad, muchos se habrían congregado en torno a él. Fue una vida muy triste, pues perdió a su mujer y a su hijo. Ella murió hace muchos años al dar a luz.

—Una tragedia, mi señor, una de las más dolorosas de la vida del duque.

—Sin embargo, corrieron rumores de que mi hermano quería librarse de ella y de que la muerte se debió a un veneno.

El guardián no contestó. Sabía que al rey le remordía la conciencia. Él no creía la historia que se contaba del duque, pero sabía que al soberano le consolaba pensar que su hermano, con quien muchos consideraban que había sido injusto, tampoco era un santo.

—Se dijo que quería casarse con la viuda de Guillermo Guiffard —dijo el rey—, quien poseía grandes riquezas y había prometido reunir todas las fuerzas de su poderosa familia y poner en sus manos todas sus posesiones en caso de que muriera la esposa de mi hermano y él se casara con ella. Y, de repente, se muere su mujer…

—Y, sin embargo, mi señor, él no contrajo matrimonio con la viuda de Guiffard.

—No hubo tiempo, pues se pasaba la vida en el campo de batalla. Después perdió a su hijo, en quien debía de tener depositadas todas sus esperanzas. ¿Cómo acogió la noticia de la muerte del Clito?

—Por aquel entonces se encontraba en el castillo de Devizes, mi señor. Soñó que estaba combatiendo en Normandía y una lanza le traspasaba el brazo. Despertó gritando que había perdido el brazo derecho y él mismo interpretó el significado del sueño. «Mi hijo ha muerto», dijo. Y así fue. Muy pronto se recibió la noticia de que Guillermo el Clito había sido herido por una lanza y el veneno había penetrado en su cuerpo y le había provocado la muerte.

—La vida es muy extraña —dijo el rey—. ¿Quién nos hubiera dicho cuando jugábamos de niños en los castillos de nuestro padre que llegaríamos a esta situación? Ricardo y Rufo muertos en el Bosque Nuevo; Roberto prisionero durante veintiocho años y yo, señor de Inglaterra y Normandía, aunque mis penas han sido tan grandes como las de mis hermanos. Cuéntame algo más. He mantenido a mi hermano en una ciudadela real, rodeado de comodidades.

—A veces no quería comer, mi señor. Decía que prefería morir antes que vivir prisionero.

—Pero no fue así. Mi hermano nunca cumplía sus propósitos. Tenía a su disposición los mejores manjares y yo le enviaba ricas vestiduras.

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—Pero él decía que el rey sólo le daba las prendas que desechaba.—Y era justo que así fuera. ¿Acaso no era mi prisionero?—Yo creo, mi señor, que el duque no fue muy desdichado. Siempre

fue un soñador y en su encierro seguía soñando.—Quiero que se le rindan honores reales. Yo estaré presente en la

iglesia abacial de Gloucester y mandaré erigir un monumento en su memoria.

Quería tributar a Roberto los honores que las circunstancias de la vida le habían negado.

Pero, aun así, Roberto se convirtió en un nuevo fantasma de sus pesadillas.

El siguiente mes de mayo Matilde lo pasó en cama. El parto iba a ser difícil y su vida corría peligro. El rey esperaba impaciente la noticia del nacimiento del niño.

—La emperatriz está muy débil, pues el parto se está prolongando en exceso —dijeron los médicos.

Enrique mandó llamar a los mejores médicos para que salvaran a su hija, pero pasaban las horas y el niño no nacía.

«La muerte me rodea por todas partes —pensó—. Roberto ha muerto. ¿Será Matilde la siguiente? Creía que la próxima vez me iba a tocar a mí. ¿Acaso Dios va a llevarse también a mi hija?»

Pensó en lo que la muerte de Matilde significaría para la sucesión. Un rey de más de sesenta años y un niño de sólo uno. Sería un desastre. ¿Quién iba a reinar?

Estaba su sobrino Esteban, quien en aquellos momentos se hallaba en Bolonia. En un tiempo Enrique había estado a punto de nombrarlo su sucesor. Eso había sido cuando Matilde estaba en Alemania y el emperador aún vivía y gobernaba. Pero el pequeño Enrique lo había cambiado todo, pues algún día se convertiría en rey de Inglaterra bajo el nombre de Enrique II.

«Dios mío —rezó—, si te llevas a mi hija, dame unos cuantos años más de vida para que pueda asegurar la sucesión.»

Pensó en Lucas de Barré, que solía burlarse de las locuras de los hombres y decía que los que fingían adorar a Dios pretendían, en realidad, dictarle lo que tenía que hacer. «¿Permitiríais vos, mi rey, que vuestros criados os dijeran lo que teníais que hacer? —le preguntó en cierta ocasión—. Pues eso es lo que hacen los hombres cuando tienen alguna necesidad. Constantemente le indican a su Hacedor lo que tiene que hacer.»

Los recuerdos de Lucas lo perseguían. Oía su voz diciendo: «¿Me vais a arrancar los ojos? Sólo un monstruo sería capaz de hacerlo.»

Si Matilde moría, ¿qué ocurriría? Un rey niño, rodeado de toda una serie de hombres ambiciosos y ávidos de poder. Mejor Esteban. ¿Sería Esteban capaz de conservar la corona hasta que Enrique alcanzara la mayoría de edad? Esteban había perdido a su hijo, pero tendría otros, y era natural que aspirara al trono para sí y sus descendientes.

«Matilde no puede morir. Señor, no lo permitas», pensó Enrique. Se arrodilló y rezó como nunca lo había hecho en su vida. Rezaba

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fervientemente, pero no por el amor que pudiese sentir hacia su hija, sino porque quería evitarle al país los horrores de una guerra civil.

Sus plegarias fueron escuchadas.—Ya ha nacido la criatura, señor —anunciaron los médicos.—¿Y la madre?—Agotada y muy débil, señor, pero es digna hija vuestra y está

firmemente decidida a vivir.—Se recuperará —dijo el rey, recordando de pronto que no había

preguntado cuál era el sexo de la criatura.—Es un varón —le dijeron.—Otro varón fuerte y sano. O sea que ya tengo dos nietos.Dios no lo había abandonado.

El segundo niño era tan hermoso como el primero y el rey se pasaba largas horas en el cuarto infantil, contemplando al recién nacido y jugando con el pequeño Enrique.

Matilde, la madre de Enrique y Godofredo, pues así se llamaba el nuevo vástago, se mostraba más arrogante que nunca y quería que la siguieran llamando emperatriz, le gustaba cómo sonaba la palabra.

Después de la breve tregua que había supuesto el nacimiento de los dos niños, las peleas de la pareja volvían a ser; sin embargo, Godofredo, que ya era algo mayor, no podía por menos que admirar a su autoritaria esposa. Ahora que él ya había madurado un poco, la diferencia de edad no resultaba tan evidente y, aunque el matrimonio no pudiera considerarse dichoso, tenían dos hijos espléndidos y él mantenía excelentes relaciones con el rey de Inglaterra.

Matilde estaba deseando que su padre muriera, pero éste se aferraba obstinadamente a la vida.

Un día Godofredo le comentó el gran cariño que el rey sentía por sus hijos.

—Las criadas me dicen que entra en el cuarto y los contempla cuando están dormidos. Y que a menudo habla con Enrique como si el niño pudiera entenderle.

—Lo quiere mucho —reconoció Matilde—. El deseaba tener un hijo y, al nacer Enrique, creyó que sus plegarias habían sido escuchadas.

—Pues, en tal caso, tendría que hacer algo por él.—Lo considera el futuro rey.—Aún falta mucho para eso —replicó Godofredo—. Primero tiene que

heredar la corona su madre. Pero ¿qué me dices de Normandía? ¿Por qué no le otorga ahora mismo Normandía a Enrique?

—¡Otorgarle Normandía a Enrique! ¿Cómo podría un niño gobernar Normandía?

—Pues en ese caso debería cedérsela al padre del niño para que la gobernara en su nombre.

—¿A ti?—¿Por qué no? ¿Por qué no puedo gobernar en representación suya?

Sería una prueba tangible del amor que siente por el niño. Me prometió varios castillos cuando nos casamos. ¿Por qué no me los da?

—Mi padre siempre ha sido muy avaricioso. Es un defecto de la

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familia. Mi abuelo se aferraba a todo lo que ganaba.—Tendríamos que pedirle a tu padre que cumpliera sus promesas.—Lo haremos. Lo pillaremos desprevenido cuando esté en el cuarto

de los niños. Le diremos que, puesto que siempre anda diciendo que quiere mucho a Enrique, le demuestre su cariño de una manera más concreta.

Lo hallaron en el cuarto de los niños, sosteniendo a Enrique sobre sus rodillas mientras el pequeño Godofredo dormía plácidamente en su cuna.

—Ya sabíamos que os íbamos a encontrar aquí, padre —le dijo Matilde.

—Este niño ha crecido mucho en los últimos días —dijo el rey—. Fijaos cómo me sonríe. Sabe que soy su abuelo. ¿Verdad que sí, Enrique?

Matilde tomó al niño y lo sostuvo en brazos.—Vamos, mi niño, tú ya sabes que soy tu madre, ¿verdad? —le dijo.Después se lo entregó a una criada y le mandó retirarse.—Padre —le dijo al rey en cuanto se quedaron solos—, ¿estáis

satisfecho de vuestros nietos?—No es necesario que me hagas esta pregunta. Conoces muy bien

mis sentimientos.—Te han compensado de la esterilidad de la reina.—Son la bendición de mi vejez.—Pues, si tanto los queréis, tendríais que demostrarlo.—¿Acaso no lo hago?—Venís a verlos a su cuarto, sentáis a Enrique sobre vuestras

rodillas y seguramente haréis lo mismo con Godofredo cuando crezca. Pero eso os exige muy poco esfuerzo. Me gustaría ver alguna prueba de vuestro amor por mis hijos y de lo agradecido que estáis conmigo por habéroslos dado.

—Has cumplido con tu deber —dijo el rey—. A su debido tiempo, Enrique será el rey de Inglaterra, ¿acaso podría haber un honor más grande?

—Tendríais que cederle Normandía —dijo Matilde.—También la tendrá a su debido tiempo.—Nosotros creemos que debería ser ahora —terció Godofredo.El rey se enfureció. Aquél era el joven a quien él había armado

caballero y a quien había regalado un corcel español, una cota de malla de acero, unas espuelas de oro y un escudo de armas decorado con unos leones de oro. Y, no contento con eso, le había regalado una espada hecha por Gallard, el más grande de todos los armeros.

Y ahora se mostraba insolente por el simple hecho de ser el padre de los nietos del rey.

—¿Qué vosotros creéis dices? —gritó Enrique—. ¿Cuándo te he dado yo permiso para decidir lo que tengo que hacer con mis bienes y posesiones?

—Me hicisteis unas promesas —dijo Godofredo—. Me prometisteis unos castillos en Normandía cuando me casé. ¿Dónde están?

—Los tendrás a su debido tiempo.—Los exijo ahora.—¿Qué los exiges? —la cólera encendió el rostro del rey—. ¿Olvidas

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que soy tu rey y tú no eres más que un súbdito? No me digas lo que tengo que hacer si no quieres acabar encerrado en una mazmorra.

—Tuvisteis necesidad de la ayuda de mi padre en otros tiempos.—Ahora ya no necesito la ayuda de nadie. Soy el hijo del rey más

grande que jamás haya existido en este mundo, y tú no eres más que el vástago de una familia cuyas tierras sólo eran importantes por la situación que ocupaban. No lo olvides.

—La ayuda de mi padre os fue muy útil… —dijo Godofredo.—Concerté un trato con él y en el trato se incluía tu boda con mi hija.

No te consideres demasiado grande, Godofredo. No te conviene.—No habéis tratado a Godofredo según vuestras promesas —le

recordó Matilde.—¡Ya basta! —tronó el rey al tiempo que se encaminaba hacia la

puerta hecho una furia.Una vez que estuvieron solos, Matilde y Godofredo se echaron a reír.—Unas cuantas escenas como ésta y reventará de cólera —dijo

Godofredo—. Es lo que les suele ocurrir a los hombres de temperamento tan exaltado como el suyo.

—Y, según tú, en ese caso ya no será necesario pedir favores —dijo Matilde.

—No, pues sencillamente los tomaré —dijo Godofredo.—Siempre y cuando yo quiera concedértelos.Godofredo soltó una carcajada. Estaba seguro de que, cuando llegara

el momento, obligaría a su mujer a obedecerle, pues por muy hija del rey que ella fuese, él era, al fin y al cabo, su marido.

Matilde esbozó una sarcástica sonrisa. Ya adivinaba lo que estaba pensando Godofredo.

Pues se iba a llevar una buena sorpresa. De una cosa estaba segura: el país lo gobernaría ella sola.

El rey estaba muy disgustado a causa de la discusión con su hija y su yerno.

—Mientras yo viva —dijo—, no permitiré que nadie mande en mi casa.

Godofredo abandonó la corte. Poco después el rey se enteró de que se había apoderado de un castillo del vizconde de Beaumont, casado con una de sus hijas ilegítimas. Inmediatamente ordenó que el castillo fuera devuelto a su dueño. Godofredo contestó que, como el rey no le daba lo que era suyo, él lo había tomado.

Enrique replicó que no aceptaba insolencias de nadie y que si su yerno se comportaba como un enemigo le serían arrebatados su mujer y sus hijos y él se convertiría en un forajido. La disputa entre el rey y Godofredo de Anjou dio lugar a la formación de dos bandos. Guillermo Talvas y Rogelio de Toesny se aliaron con Godofredo.

El rey no tuvo más remedio que reunir sus fuerzas para someter a los nobles sediciosos. Por desgracia, mientras se hallaba empeñado en aquella lucha, recibió la urgente noticia de que los galeses habían cruzado la frontera y se habían apoderado de un castillo.

Siempre ocurría lo mismo. Jamás podría haber paz.

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—Desde que ceñí la corona de Inglaterra, no he conocido ni un solo año de paz —le dijo al conde Warren de Surrey, hijo de su hermana Gundred, echándole toda la culpa a Godofredo—. Tendría que estarme agradecido, pero él me pide constantemente más.

No sabía si regresar a Inglaterra para aplastar la insurrección galesa o si quedarse en Normandía. Por fin, decidió enviar a sus mejores soldados a Inglaterra y quedarse él con los otros en Normandía.

Después se fue al cuarto de los niños para consolarse de sus penas. Tomó a Enrique en brazos y empezó a pasearse con él arriba y abajo de la estancia.

—Y pensar, mi precioso niño —le dijo—, que tu padre es la causa de todos mis males y que, por haberte engendrado a ti, tengo que ser indulgente con él. ¡Ojalá ya fueras un hombre, mi amado Enrique II! ¡Cómo me gustaría poder ver la corona en tu amada cabeza!

»¿Sabes, criatura, que un vínculo nos une? —dijo el rey. El niño lo miró perplejo y se echó a reír.

El rey hizo prisionero a Guillermo Talvas.—Encerradlo en una mazmorra —dijo—. Ya decidiré qué hacemos

con él.Mientras estaba en el cuarto de los niños, Matilde entró en la

estancia y le dijo que tenía que hablar con él acerca de Talvas.—No quiero hablar de traidores en el cuarto de mi nieto.—Él no sabrá de qué estamos hablando.—No quiero saber nada de él —rugió el rey.—Pero yo sí —dijo Matilde—, y os pido clemencia.—Cuando digo que no quiero hablar de estos asuntos en el cuarto de

mi nieto, hablo en serio.—Cuidad vuestra salud, padre —dijo Matilde—. La ira es peligrosa.—Será peligrosa para otros, ya lo verás.—Si una hija no puede hablar con su padre…—Sólo te consideraré hija mía cuando vea en ti una actitud de

respeto filial… Me duelen tu insolencia y tu arrogancia. Recuerda que yo te elevé hasta el lugar que ahora ocupas y que puedo hundirte si quiero.

—Vuestros nobles juraron servirme.—Puedo cambiar el juramento.—¿Y desheredaríais a vuestro nieto?—Jamás.—Pensé que queríais desheredarme y colocar a otro en el trono.

¿Quién podría ser? ¿Acaso Esteban?—¿Esteban? —dijo el rey.—¿Por qué no? Hubo un tiempo en que quisisteis entregarle a él lo

que era mío. Es vuestro sobrino y nunca os ofende, mide sus palabras y os ayuda servilmente… «Mi querido tío, os estoy muy agradecido por todo. Vos todo lo hacéis bien. Os obedeceré siempre. Me arrastraré a vuestros pies…»

—Cállate.—Digo la verdad. Odiáis tanto a mi esposo que quisierais

desheredarme para que él no pueda apoderarse jamás de vuestras

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posesiones.El rey guardó silencio. La sangre le pulsaba violentamente en las

sienes.—En cambio, Esteban es encantador —continuó Matilde— y sabe

cómo halagaros.—Pensaba que tú y él erais amigos… —dijo el rey.—¿Cómo podría ser amiga de mi… rival?—¿Tanto lo odias? Pues no deberías. Es muy buen amigo mío y

también lo sería tuyo.—¿No hubo un tiempo en que queríais casarme con él?—No —respondió el rey—. Tú estabas destinada al emperador y él es

muy feliz con Matilde de Bolonia. Deberías tratar de hacerte amiga de tu primo, Matilde. Es bueno y te serviría bien. Te ha jurado lealtad.

—Ahora vos preferiríais que fuera mi esposo en lugar de Godofredo.—Nunca se pueden prever los acontecimientos. Siempre has sido

muy autoritaria, Matilde. No has cambiado.—Vos le apreciáis, pues en otros tiempos pensabais cederle la

corona.—Fue antes de que muriera el emperador. Te he convertido en mi

sucesora, Matilde. Recuerda que puedo cambiar de parecer.—No lo haréis, y el motivo es vuestro nieto. Cualquier cosa que yo

haga, nunca podréis olvidar que él será el rey de Inglaterra.—Ten cuidado, Matilde.—Devolvedle la libertad a Talvas.—¿Por qué? ¿Por qué es aliado del muy traidor de mi yerno ?—Porque yo os lo pido.—No seas insensata. Recuerda lo que te he dicho. No toleraré

ninguna insolencia ni de ti ni de tu esposo —dijo el rey, y a continuación se retiró. Las discusiones con Matilde lo ponían enfermo, pero no quería que ella supiera hasta qué extremo le afectaban.

Se fue a su alcoba y se tendió en el lecho. Su sobrino el conde de Surrey le preguntó si deseaba que avisara al médico.

—No, Warren —contestó el rey—. La emperatriz me causa muchos disgustos. No soporto sus modales autoritarios. Verdaderamente, me compadezco de su esposo.

Warren guardó silencio. No quería criticar a alguien que tal vez pronto se convertiría en el nuevo gobernante.

El rey deseó de todo corazón que Adelicia estuviera a su lado. Necesitaba su presencia y sus palabras de consuelo. A diferencia de su yerno Godofredo, había sido muy afortunado en sus dos matrimonios. Sin embargo, en su juventud habría sabido cómo poner en cintura a una mujer como Matilde. Pero ahora era viejo, estaba cansado y no le gustaba reñir. Todo lo que quería era paz y tranquilidad.

Warren permaneció con él por si acaso necesitaba algo.En otros tiempos lo odiaba, pues ambos habían aspirado a la mano

de Matilde, su primera esposa, quien se había prendado de él a pesar de ser un príncipe sin fortuna.

Durante una cacería en el bosque con el rey Rufo, todos se habían burlado de él y lo habían llamado Pata de Ciervo porque no tenía caballo y había tenido que seguir la cacería a pie.

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Pero el rey le había perdonado a su sobrino aquellos insultos y ahora confiaba en él.

Enrique se preguntaba por qué cuando un hombre se hacía viejo y enfermo encontraba consuelo recordando el pasado. Él lo hacía a menudo, y en ocasiones le parecía que vivía más en el ayer que en el presente.

Después de su violenta escena con Matilde, permaneció en la cama unos días y, al levantarse, se enteró de que su hija había abandonado el castillo para reunirse con su esposo, llevando consigo a sus hijos.

Siempre que sufría alguna pena, el rey, como todos los miembros de su familia, buscaba consuelo en la caza. Era en los bosques donde podía dejar de lado sus preocupaciones y gozar por unas horas de su pasatiempo favorito. Después de una jornada de caza Enrique se sentía incluso más joven y con más fuerzas para hacer frente a sus problemas.

—Nos trasladaremos a Lyons-la-Forét y allí iniciaremos la cacería —dijo.

Un brumoso día de noviembre la corte se puso en marcha. La cacería fue muy satisfactoria y el rey regresó de muy buen humor al castillo de Ruán.

—Estoy hambriento —dijo—. La caza me eleva el ánimo y me abre el apetito. Me apetece un buen plato de lampreas estofadas.

—Mi señor —le dijo su sobrino Warren—, los médicos os han advertido de que este plato no es apropiado para vos. Nunca os sienta bien.

—Los médicos siempre le echan la culpa a algo cuando no pueden averiguar la verdadera causa de las dolencias. ¿Cómo puede ser mala una cosa que tanto me gusta?

Warren lo miró con aire dubitativo mientras él pedía a gritos la presencia de su cocinero.

—¡Lampreas! —le dijo al hombre cuando lo tuvo delante—. Un buen plato de lampreas, pues me muero de hambre.

Aquel plato de lampreas sería recordado durante muchos años, pues el rey se sintió indispuesto nada más comérselo. Enseguida lo ayudaron a acostarse y avisaron al médico.

Los médicos sacudieron la cabeza al enterarse de que el rey había comido lampreas, pues en varias ocasiones le habían aconsejado que no lo hiciera. ¿Cómo le habían preparado sus cocineros aquel plato, sabiendo lo mal que le sentaba?

Los cocineros contestaron que se habían limitado a cumplir las órdenes del rey. Todos pensaron que sería una indigestión sin importancia, otra más de las muchas que había padecido Enrique a lo largo de los años.

Pero no fue así, pues el rey no se recuperó. El lunes se había ido de caza y el jueves su estado se agravó.

Tenía sesenta y siete años… una edad muy provecta. Las personas activas no solían vivir tanto tiempo. El Conquistador había muerto en un accidente y Guillermo Rufo también, pero su hermano Roberto había fallecido a los ochenta años. Eran una familia muy longeva… cuando no

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sufrían accidentes.Era obvio que el fin del rey estaba muy próximo. Roberto de

Gloucester se trasladó a toda prisa a Ruán para ver a su padre.—Mi querido Roberto —le dijo el rey—, quédate a mi lado. Te

necesito.Roberto quiso llamar después al arzobispo Hugo de Ruán.—Eso significa que ha llegado mi hora —dijo el rey—. Sabía desde

hace tiempo que no podía durar mucho más.El arzobispo de Ruán hizo acto de presencia e instó al rey a

arrepentirse de sus pecados.En su lecho de muerte los hombres recordaban pecados que, en el

momento de cometerlos, les habían parecido simples actos de justicia.El rey vio a su sobrino Guillermo Warren, conde de Surrey, con el

conde de Perche, esposo de su hija ilegítima, ahogada en el Barco Blanco. Se alegraba de tenerlos a todos allí, especialmente a Roberto.

—Te he querido mucho, Roberto —le dijo—. Cuántas veces me he dicho: «Ojalá fuera mi hijo legítimo.» Tu madre ha sido el amor de mi vida. Pasé con ella muchos ratos felices y tú has sido un constante recordatorio suyo.

Roberto se arrodilló junto al lecho del rey, con lágrimas en los ojos.—Es bueno que a uno lo lloren —dijo Enrique—. Quisiera tener a la

reina a mi lado. Ha sido una esposa fiel y bondadosa. Deseo que cuidéis de ella cuando yo no esté. Es joven y tiene muchos años por delante.

Roberto dijo que cumpliría su voluntad y que Dios lo fulminara si no lo hiciera.

—No hagas juramentos extraños, hijo —le dijo el rey—, pues no siempre es fácil cumplirlos. Se avecinan tiempos muy agitados. Matilde… ¿Dónde está Matilde?

—Está con su esposo, señor, y aún no conoce vuestra enfermedad.El rey frunció el entrecejo.—La he convertido en heredera de la corona. Mis nobles y clérigos le

han jurado lealtad. A veces me pregunto si cometí un error. Una mujer, Roberto, y qué mujer…

—Es vuestra hija, señor.—Muy cierto. Si mi hijo Guillermo no hubiera muerto… Si tú,

Roberto, hubieras sido hijo legítimo… ahora moriría tranquilo. A veces pienso que debí dejarle la corona a mi sobrino Esteban. Es bueno y el pueblo lo ama; sin duda lo habría aceptado mucho mejor que a Matilde.

—No os inquietéis, señor. ¿No deseáis poneros a bien con Dios?—Sí, hijo mío. Volveré a confesarme, pues cuando miro hacia atrás

los pecados olvidados se burlan de mí. Quiero recibir la sagrada comunión y la extremaunción. Te encomiendo la custodia de mi tesoro de Falaise, Roberto. Quiero que saques de él sesenta mil libras. Paga a mis servidores y a los que han sido contratados para combatir conmigo y el resto dalo a los pobres. Pide a todos que recen por mi alma. Hazlo así, Roberto, hijo mío. Y de esta manera, tras reinar en Inglaterra treinta y seis años y veintinueve en Normandía, Enrique I cerró los ojos al mundo para siempre.

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Hugo Bigod

Mientras regresaba de una cacería, Esteban, que se encontraba en Bolonia con su esposa, vio que un jinete se acercaba al galope al castillo.

Esteban se detuvo y esperó. Llevaba algún tiempo aguardando una noticia. El hecho de que el jinete cabalgara al galope en dirección al castillo significaba que las nuevas que traía eran de la máxima importancia.

¿Sería posible? El rey llevaba algún tiempo enfermo. Cada vez se fatigaba más y su genio empeoraba día a día. Su deseo de penitencia, sin embargo, no parecía haber decrecido, y el último año había hecho una enorme cantidad de buenas obras. El mensajero se acercó lentamente, había reconocido a Esteban.

—Mi señor —dijo casi sin resuello—, el rey ha muerto.—¿Estás seguro de lo que dices?—Quienes me envían a vos han visto su cuerpo. Murió de un

empacho de lampreas.—Seguramente no se debió sólo a eso; estaba muy débil

últimamente.—Las lampreas acabaron con él, mi señor. Su hijo bastardo Roberto

estuvo a su lado hasta el final. A él le comunicó su voluntad.—Gracias —dijo Esteban—. Serás debidamente recompensado. Ahora

ve a refrescarte un poco. Esteban se dirigió inmediatamente a los aposentos de su esposa,

quien estaba embarazada.—El rey ha muerto —le dijo.Matilde lo miró consternada.—¿Qué vas a hacer? —le preguntó.—Tengo que regresar a Inglaterra de inmediato.—¿Para apoyar a Matilde?Esteban guardó silencio y su esposa lo miró con tristeza. Se

encontraba a gusto en Bolonia y jamás podría ser feliz cerca de la arrogante emperatriz. Sospechaba que ella y su esposo habían sido amantes y sabía que existía entre ambos un vínculo muy fuerte.

Esteban quería regresar a Inglaterra para estar al lado de la emperatriz cuando ésta reclamara el trono.

Pero Matilde no comprendía en absoluto las razones de su esposo.—Veo que estás ansioso por volver a Inglaterra. Quieres ponerte a

las órdenes de tu prima. Siempre he sabido lo que sientes por ella.Esteban miró fijamente a su mujer, la asió por los hombros y le dijo:—No voy a Inglaterra para sentar a mi prima en el trono sino para

tomarlo yo.—Pero, Esteban, ¿cómo puedes hacer eso? Matilde es la hija del rey

y su legítima heredera. Su padre la nombró sucesora.

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—No —dijo Esteban—. Matilde es una mujer y el pueblo no desea ser gobernado por una mujer.

—Le prestaste juramento de lealtad.—Ya no está en Inglaterra. Tiene un esposo, y Godofredo de Anjou no

puede ser rey de Inglaterra.—No tiene por qué serlo. Ella sería la reina y él su consorte.—No, el pueblo no los quiere, y es el pueblo quien decide.Matilde sacudió la cabeza, lloró y trató de disuadir a Esteban, pero

éste no le hizo caso. Ya se veía con la corona de oro en la cabeza. Esteban, que era amable, cortés y considerado, se había convertido de repente en un hombre ambicioso.

Pretendía apoderarse del trono aun cuando le había jurado lealtad a su prima Matilde y, como ésta no se dejaría avasallar fácilmente, habría amargas contiendas y derramamiento de sangre.

—Te mandaré llamar más tarde, Matilde, cuando ya esté sentado en el trono —dijo Esteban, abrazando a su esposa.

Después tomó unos cuantos hombres y bajó a Wissant donde zarpó rumbo a Dover.

Los relámpagos surcaban el cielo seguidos de unos truenos ensordecedores. Llovía tanto que el barco corría peligro de zozobrar. Los hombres avanzaban a tientas por la cubierta en medio de una oscuridad sólo interrumpida por el espectral resplandor de los relámpagos.

—Jamás vi tormenta igual —dijo uno.—Eso es el fin del mundo —dijo otro.Esteban contempló el cielo como si esperara la aparición de algún

portento. ¿Qué significaría aquello? Un gran rey acababa de morir, pero había cometido el grave error de legarle el reino a su hija. Nadie quería servir a las órdenes de una mujer y él se iba a apoderar de la corona a pesar de haberle prestado juramento de lealtad a Matilde. ¿Sería aquélla la respuesta de Dios a un hombre que acababa de quebrantar su juramento? ¿Moriría ahogado junto con los hombres que lo habían apoyado en aquella empresa?

Musitó unas oraciones, pidiendo el perdón de sus pecados, pero no mencionó la prevista usurpación del trono. Aún no había cometido aquel pecado, pero Dios ya conocía sus intenciones. Sin embargo, había una cosa que no podía hacer: prometer a Dios que si lo salvaba renunciaría a la corona. No importaba lo que pudiera pasarle, jamás abandonaría sus sueños y sus esperanzas.

Permaneció de pie en cubierta desafiando la tormenta. Estaba aterrorizado por las posibles represalias, pero era el precio que debería pagar si pretendía acceder al trono.

La tormenta amainó poco a poco, el barco navegó sin contratiempos y pronto aparecieron ante sus ojos las blancas rocas de Dover.

En el momento de pisar suelo inglés, Esteban experimentó una emoción incontenible. Se había enfrentado a la furia de los elementos y ahora tendría que enfrentarse con el veredicto del pueblo inglés y con la furia de la emperatriz.

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Ascendió con sus hombres la colina del castillo de Dover. La tormenta los había dejado agotados, se morían de frío y estaban hambrientos.

Pero la puerta del castillo no se abrió para ellos.—¿Quién vive?—Esteban, el sobrino del rey —fue la respuesta—. Viene de Bolonia

para reclamar lo que es suyo. Abrid y dejadme entrar.—¿Qué habéis venido a reclamar?—La corona —contestó Esteban.—Aquí somos leales a la legítima reina Matilde. El castillo no os

abrirá las puertas.Esteban se sintió profundamente abatido. ¿Sería aquello un ejemplo

de la clase de acogida que iba a recibir en toda Inglaterra?—El castillo pertenece a Roberto de Gloucester —le dijo en voz baja

uno de sus hombres—. Se ha puesto del lado de Matilde.—Maldito sea —musitó Esteban entre dientes.—Lo que ocurre, mi señor, es que hemos desembarcado en Dover. Si

hubiéramos desembarcado en otro sitio, todo habría sido distinto. Muchos se congregarán en torno a vos, pues Matilde nunca ha sido querida por el pueblo.

Esteban contempló el inexpugnable castillo. No disponía de medios para asediarlo.

—Vamos a Canterbury —dijo.Por desgracia, al llegar a Canterbury tropezaron en las puertas con

unos hombres de Roberto de Gloucester que les impidieron la entrada en la ciudad.

—Qué amable bienvenida —dijo Esteban, recordando, sin embargo, que aquél era el territorio de Roberto de Gloucester.

Tras recobrar fuerzas en una posada y, tras descansar un rato, emprendieron el camino de Londres.

Allí la situación era distinta.Se acababa de recibir la noticia de que el rey había muerto a causa

de un empacho de lampreas y de que su sobrino Esteban iba a reclamar la corona.

Muchos conocían a Esteban, el amable y generoso joven que vivía en la Torre Real, cerca del Chepe y de Watling Street. Se había granjeado el afecto de la gente y era tan respetuoso con los ricos como con los pobres.

Había vuelto a Inglaterra para reclamar la corona. Nadie quería que la hija del rey ocupara el trono. Muchas veces la habían visto recorrer las calles en actitud arrogante, sin mostrar el menor interés por nadie.

¿Quién podía querer que lo gobernase una mujer como Matilde? No, todo el mundo prefería al amable, bondadoso y apuesto Esteban, quien recorrió las calles de Londres entre vítores y aclamaciones.

Esteban convocó de inmediato a los ciudadanos más destacados.—Amigos míos —les dijo—, el rey ha muerto. Vosotros tenéis que

elegir ahora a vuestro futuro rey. Algunos quieren colocar en el trono a la hija del rey, una mujer que se ha pasado la mayor parte de su vida en

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territorio extranjero y que no ama al pueblo de este país.—No queremos a Matilde —gritó una voz.—No la queremos —gritaron otras voces.—En tal caso, mis buenos ciudadanos de Londres, ¿querréis

aceptarme a mí?—Con ciertas condiciones —dijo un hombre.—Por supuesto que sí. La gente que elige al soberano tiene que

saber lo que éste le puede ofrecer. Decid qué deseáis de mí.—La paz —respondió el hombre—. Una paz que nos permita vivir

tranquilos.—Eso os lo garantizo. Mi mayor deseo es vivir en paz.—¿Y juraréis pacificar el reino en bien de todos nosotros?—Lo juro —contestó Esteban.—Si así fuere, os apoyaremos con todas nuestras fuerzas mientras

viváis.—Os doy las gracias, mis buenos ciudadanos de Londres —replicó

Esteban—, pues, sin vuestro apoyo, ningún hombre podría ceñir la corona. Ahora tengo que ir a Winchester para presentarme al pueblo de allí y, si éste se muestra tan sabio y prudente como vosotros, habrá paz en el reino.

¿Qué le importaban Dover y Canterbury si Londres estaba con él?

Mientras cabalgaba hacia Winchester, Esteban le agradeció a Dios la presencia de su hermano Enrique de Inglaterra, donde, tras haber causado una favorable impresión como abad de Glastonbury, había sido elegido obispo de Winchester.

Sabía que podría contar con el apoyo de Enrique y no se equivocó. Al llegar a las puertas de la ciudad, su hermano lo recibió al frente de una asamblea de notables.

Habían ido a su encuentro para proclamarlo rey.Esteban entró entre aclamaciones y su hermano lo condujo a su

palacio, conocido con el nombre de El Castillo, para discutir con él los siguientes pasos.

Enrique era un piadoso miembro de la Iglesia, pero, al mismo tiempo, un hombre muy ambicioso que no desdeñaba los métodos mundanos para alcanzar sus fines.

Sabía que el que su hermano fuera proclamado rey podía por menos que ser beneficioso tanto para la Iglesia como para el Estado.

—Nos necesitamos mutuamente, Esteban —dijo Enrique.Esteban se mostró de acuerdo.—Tenemos que celebrar inmediatamente la ceremonia de la

coronación —continuó Enrique—, pues en cuanto ésta haya tenido lugar, tú serás indiscutiblemente el rey.

—Me preocupa Guillermo de Corbeil.—Es un hombre de severos principios. Lástima que prestara

juramento de lealtad a Matilde… tal como tú también hiciste.—Me coaccionaron —dijo Esteban—. Lo cual significa que ahora

somos libres de cambiar de opinión. El pueblo no aceptará a Matilde. Estallaría una guerra civil si ella regresara.

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—¿Y tú crees que no regresará, Esteban?—No lo sé. Ahora se encuentra en Normandía y tiene dos hijos.

Godofredo de Anjou intentará arrebatarme Normandía y tengo que estar preparado.

—Si le digo a Guillermo de Corbeil que has jurado respetar la libertad de la Iglesia, puede que lo convenza —dijo Enrique.

—Tenemos que atraer a Corbeil a nuestro bando.—Y también a Rogelio de Salisbury. Lástima que todos esos hombres

hayan jurado ser leales a Matilde. El rey cometió un error al nombrarla heredera y, como lo sabía, hizo que el clero y la nobleza le juraran lealtad. Sus sentimientos familiares se impusieron al sentido común.

—Aun así, conseguiremos nuestro propósito —dijo Esteban.—No me cabe la menor duda. Pero la ceremonia de la coronación ha

de celebrarse sin demora —dijo el obispo—. Si Matilde pusiera en estos momentos los pies en Inglaterra, podría haber dificultades.

—Me temo que lo hará. Es autoritaria y aspira al trono. No tardará mucho tiempo en reclamarlo.

—Hay que evitar que eso ocurra. Tienes que traer a tu esposa a Inglaterra, pues también ella ha de ser coronada.

—Lo haré.—Y procura tener pronto un hijo varón. Es lo que más agrada al

pueblo.—Tú y yo juntos, Enrique, no podemos fracasar.Ambos se desearon mutuamente salud y prosperidad, pero aquella

noche apenas pudieron dormir. Enrique pensó en Guillermo Corbeil y en los hombres que habían jurado lealtad a Matilde. Esteban también pensó en Matilde, en la violenta, orgullosa y apasionada mujer que había dominado su vida; pensó en la mujer que había amado, a la que aún amaba, y a quien había traicionado. ¿Qué diría, qué haría cuando se enterase que él se había apoderado del trono?

Esteban se imaginó su cólera y su rabia, mayores aún por tratarse de una mujer tan apasionada, y temió su reacción.

A Guillermo de Corbeil no le gustaba complicarse la vida, pero era un hombre de principios y, cuando Enrique de Winchester acudió a él, rogándole que coronara a Esteban como rey de Inglaterra, lo miró consternado.

—¿Y cómo puedo hacer eso, habiendo prestado juramento de lealtad a la hija del rey?

—El juramento fue consecuencia de una coacción —dijo Enrique.—No lo creo —replicó Guillermo—. Y además, un juramento es un

juramento. ¿Me estáis pidiendo que ponga en peligro mi alma?¡Qué necio era aquel hombre!, pensó el obispo de Winchester.

¿Acaso no se daba cuenta de que Esteban contaba con el apoyo de todo el país? ¿Acaso no comprendía que el pueblo jamás aceptaría a Matilde?

—Esteban ha jurado respetar las libertades de la Iglesia —dijo Enrique—. ¿Creéis que Matilde haría lo mismo?

—A mí no me preocupan las libertades de la Iglesia sino mi juramento.

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—En tal caso, no cumplís vuestros deberes para con la Iglesia.—Cumplo mis deberes para con Dios. No puedo cometer perjurio

pues condenaría mi alma.«Dios nos libre de los necios», pensó Enrique de Winchester. Lo malo

era que la ceremonia de la coronación tenía que celebrarla Guillermo de Corbeil en su calidad de arzobispo de Canterbury.

Y Matilde pronto haría sentir su presencia.

La situación la resolvió la llegada a Inglaterra de Hugo Bigod.Los Bigod eran una familia que había adquirido una enorme

importancia bajo el reinado del Conquistador cuando Roberto Bigod le advirtió a éste de una conjura que se estaba fraguando contra él. Roberto fue espléndidamente compensado y su hijo Rogelio entró al servicio del rey, quien le otorgó tierras en Norfolk. A su vez, el rey Enrique le había pagado sus servicios con el castillo de Framlingham. Guillermo, el hijo mayor de Rogelio, se había ahogado en el Barco Blanco y el segundón Hugo había heredado las tierras.

De niño, el rey había tomado a Hugo a su servicio. Como la mayoría de los hombres, ahora debía tomar partido por alguno de los dos bandos. Era una decisión difícil, pues en caso de hacer una elección incorrecta podía perder todo lo que él y su familia habían acumulado a lo largo de cincuenta años; sin embargo, lo contrario podía significar que duplicase sus posesiones.

Hugo era astuto y estaba seguro de que Matilde no tenía ninguna posibilidad, ya que todos estaban contra ella. Esteban era su esperanza, pero él no se conformaba con servirle sino que quería hacer algo que llamara espectacularmente la atención.

Esteban contaba ya con el apoyo de Londres y Winchester. Su hermano, el poderoso Enrique, estaba de su lado, pero el arzobispo de Canterbury rehusaba a coronarlo.

Por consiguiente, Hugo se presentó ante Enrique de Winchester y Esteban.

—Tengo algo muy importante que deciros —les anunció—. El rey desheredó a su hija Matilde. Discutió con ella poco antes de morir y nombró sucesor a su sobrino Esteban.

—Eso hace que ahora todo sea diferente. Tenéis que acompañarme a la sede del arzobispo de Canterbury y decirle exactamente a él lo que me acabáis de decir a mí —dijo Enrique.

—Lo haré con sumo gusto.Esteban le dio las gracias con lágrimas en los ojos.—Mi señor rey —replicó Hugo—, un hombre de honor no hubiera

podido hacer otra cosa. El rey repudió a Matilde en su lecho de muerte. Su sucesor tenía que ser su sobrino Esteban a quien ya tenía intención de nombrar heredero tras la muerte de su hijo en el naufragio del Barco Blanco. Después decidió nombrar heredera a su hija, pero inmediatamente se dio cuenta de que el pueblo jamás la aceptaría, por su carácter, y por ser mujer.

—Tenemos que ir a ver enseguida a Guillermo de Corbeil. Vuestras palabras disiparán todas sus dudas.

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El arzobispo de Canterbury escuchó las palabras de Hugo Bigod; su situación comenzaba a ser inestable y temió que Esteban pudiera obligarlo a coronarlo rey.

Él ya era muy viejo y sólo quería vivir en paz.Sin embargo, Bigod juraba que Enrique había desheredado a

Matilde. Pensando que el nuevo rey le recompensaría los servicios con un condado, Bigod no tuvo el menor reparo en jurar sobre los Evangelios que Enrique había desheredado a Matilde en su lecho de muerte y había nombrado sucesor a Esteban.

—En tal caso —dijo el arzobispo de Canterbury—, todos los que prestaron juramento de lealtad quedan ahora exonerados de sus votos.

Por consiguiente, gracias a la llegada de Hugo Bigod, podría llevar a cabo la ceremonia de la coronación.

El 26 de diciembre, festividad de san Esteban —lo cual era por demás simbólico—, Esteban fue coronado en Westminster. Prometió no sólo respetar todas las leyes y libertades existentes durante los reinados de Enrique y de Eduardo el Confesor sino también velar por la paz del reino.

El rey estaba casado con una princesa de sangre sajona que le había dado dos hijos, uno de los cuales había muerto, por desgracia. Pero ahora la esposa del rey volvía a estar embarazada y todo el mundo esperaba que diera a luz un varón y que la paz y la prosperidad siguieran imperando en Inglaterra.

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La misteriosa dolencia del rey

Adelicia lloró amargamente la muerte de su esposo, aun cuando sabía que él sólo se había casado con ella para tener un heredero legítimo. Recordaba las pesadillas de Enrique y su incapacidad de consolarlo. Tenía un temperamento violento y respiró aliviada cuando tuvo que partir rumbo a Normandía. Ahora no lo vería nunca más.

Se extrañó de que Esteban fuera proclamado rey a su regreso a Londres. ¿Cómo era posible? ¿Acaso no había prestado juramento de lealtad a Matilde? ¿Acaso el rey no había decretado que su hija lo sucediera?

Antes de su partida hacia Normandía, el rey le había dicho:—Adelicia, no sabes cuánto me alegro del nacimiento de este niño.

Esto hará que todos acepten a Matilde, pues dirán: «Pronto tendremos a otro gran rey Enrique que será como su abuelo y su bisabuelo.»

Y ahora Esteban pretendía coronarse rey. Era todo muy desconcertante.

El pincerna del rey pidió audiencia. Adelicia se la concedió sin tardanza. Se trataba de Guillermo de Albim, el copero del rey. Adelicia lo conocía bien y lo apreciaba. Era algunos años mayor que ella pero parecía muy joven si se le comparaba con Enrique. Siempre se había mostrado amable y diligente con ella.

—¿Queréis hablar conmigo? —le preguntó.—Mi señora, ya sabéis que vamos a tener un nuevo rey cuando todos

esperábamos una reina.—Ya me he enterado. ¿A vos qué os parece? Conmigo podéis hablar

con toda libertad —le dijo Adelicia al ver que dudaba.—Me parece, mi señora, que el pueblo es más partidario de Esteban

que de la emperatriz. Pero los nobles prestaron juramento de lealtad a Matilde y podría haber dificultades.

—Espero que eso no ocurra.—Podría estallar una guerra civil.—Dios no lo quiera. El rey siempre comparaba la paz y la

prosperidad de Inglaterra con el desorden de Normandía.—Estoy pensando en vuestra seguridad, mi señora.—¿En la mía? ¿Qué tengo yo que ver con todo eso?—Cuando estalla una guerra, los que ocupan altos puestos se pueden

ver arrastrados a situaciones de peligro. ¿Me permitís una sugerencia?—Os lo ruego.—Alejaos de la corte. Será comprensible porque estáis de luto por el

rey. Podríais permanecer durante algún tiempo en alguna de las abadías que habéis fundado o en vuestro castillo de Arundel.

Adelicia guardó silencio y se ruborizó levemente al ver la mirada del joven.

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—Me gustaría abandonar la corte —dijo—. Puede que el nuevo rey lo desee. Siempre fue amable conmigo, pero las personas cambian. El rey jamás me dijo que quisiera desheredar a Matilde ni creo que lo hiciera tal como dicen algunos.

—Preveo dificultades y por eso creo que haríais bien en dejar la corte —insistió Guillermo.

—Gracias por vuestro interés. Seguiré el consejo. Me iré a pasar una temporada a Arundel. Es un lugar muy agradable y allí encontraré la paz.

—¿Podré tener el privilegio de visitaros?—Sería un placer —contestó Adelicia. Guillermo de Albini se inclinó

en profunda reverencia y se retiró con la venia de la reina viuda.

El cuerpo del rey fue conducido a Inglaterra embalsamado con varias capas de sal y envuelto en el pellejo de un toro pues el cortejo había tenido que esperar cuatro semanas en Caen hasta que soplara viento favorable.

Se consideró oportuno enterrarlo en la abadía de Reading, que el propio rey había fundado unos catorce años atrás.

Esteban estuvo presente en el entierro y lloró por su tío, que tanto lo había favorecido. Sus lágrimas eran sinceras; Enrique había sido generoso con él y su muerte le permitía la gloria de acceder al trono.

Después de que el rey fuese inhumado, Adelicia partió rumbo a Arundel donde Guillermo de Albini la solía visitar a menudo.

Al enterarse de lo ocurrido, Matilde se puso furiosa.¿Cómo se había atrevido Esteban a hacer tal cosa, él que debería

haber sido su más firme defensor? ¡Cómo lo odiaba!Había descubierto que estaba embarazada, lo cual la situaba en

inferioridad de condiciones y la obligaba a depender demasiado de su joven esposo con quien se había reconciliado a pesar de no amarle.

El único vínculo que los unía era la ambición, pues la importancia de Godofredo dependía del puesto que ella ocupara y, para adquirirlo y conservarlo, Matilde sólo contaba con la ayuda de su marido, a quien siempre le recordaba que si no se hubiese casado con ella no sería nada.

—Tu padre estaba impaciente por aliarse con el mío —decía él—. ¿Lo habría hecho si no tuviésemos ninguna importancia?

—Sólo lo hizo para conservar sus propiedades.Era un tema constante entre ellos. Nunca una palabra de ternura o

afecto.El pueblo había empezado a llamar Plantagenet a Godofredo por su

costumbre de lucir un ramito de retama en el sombrero. Era la planta genista que la gente llamaba «plantagenet». Godofredo la lucía constantemente e incluso había ordenado que la plantaran en sus tierras.

Matilde estaba firmemente dispuesta a regresar a Inglaterra, encarcelar a Esteban y mandar que le arrancaran los ojos, aquellos mismos ojos que la habían mirado con ardor y deseo. Le enseñaría a Esteban de Blois lo que les ocurría a quienes se burlaban de la reina de Inglaterra.

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—Primero tenemos que asegurarnos de conservar Normandía —dijo Godofredo.

—¿Por qué me ha tenido que pasar esto ahora que estoy embarazada? —preguntó Matilde.

—Algunas mujeres no están hechas para gobernar —contestó Godofredo para fastidiarla.

Matilde montó en cólera. Pero ¿por qué malgastar su odio en aquel joven estúpido? A quien verdaderamente odiaba era a Esteban.

—Nadie lo seguirá. Me juraron lealtad a mí. ¿Cuándo me desheredó mi padre?

—Bigod dice que en su lecho de muerte. No deberías haberte peleado con él.

—Tú también te peleabas. ¿Quién le pidió los castillos de Normandía?

—Tú dijiste que estábamos en nuestro derecho.En lugar de elaborar planes, se pasaban el rato discutiendo.Sin embargo, ella era la reina de Inglaterra y la duquesa de

Normandía, aunque por el momento le bastaría con consolidar su poder en el ducado.

Las ciudades fronterizas se rindieron a ella, pero el resto del territorio de Normandía dejó bien claro que seguiría a Esteban.

Hasta que no naciera su hijo, en julio, Matilde apenas podría hacer nada. Godofredo, que era ambicioso, estaba dispuesto a luchar por ella en la equivocada creencia de que más tarde podría gobernar a través de su esposa. Estaba equivocado, por supuesto, pero tenía sus propios sueños y deseaba ver que se convertían en realidad.

Matilde se sentía inmensamente frustrada. ¡Porque no habría estado en Inglaterra cuando murió su padre! Aquel maldito plato de lampreas había acabado con la vida del rey y estaba a punto de poner fin a sus aspiraciones al trono. Godofredo sostenía que ella era la única responsable de que las cosas fuesen así, pero Matilde lo atribuía a su mala suerte.

Roberto de Gloucester había regresado a Inglaterra y quería que se cumpliera la última voluntad del difunto rey. Sin embargo, no sabía qué hacer. No creía que el rey hubiera desheredado a su hija, pues, a pesar de que no la amaba, ella era su legítima sucesora.

Algunos de sus amigos le habían aconsejado que reclamara el trono, pero él se había negado en redondo, pues sabía que semejante cosa habría provocado una guerra civil.

—Pero tú eras el hijo preferido del rey —le decían—. Si hubieras sido legítimo te habría nombrado su sucesor.

Eso era verdad. Pero ocurría que no era el hijo legítimo de Enrique, quien tenía una hija y un sobrino, además.

Otros hubieran podido decir que el hermano mayor de Esteban, el conde Teobaldo de Blois, tenía más derecho que él a la corona, pero Esteban era el protegido y, en determinado momento, el rey había considerado la posibilidad de convertirlo en su heredero.

Roberto sabía que Rogelio de Salisbury había decidido ponerse al

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servicio de Esteban, que había sido coronado por el arzobispo de Canterbury tras haber escuchado la declaración de Hugo Bigod. Cuando el representante de Esteban se presentó en Falaise para exigir la entrega del tesoro que el rey había depositado en manos de Roberto éste no tuvo reparo en entregárselo.

En su fuero interno, Roberto no creía que Enrique hubiera desheredado a Matilde, pues ello habría significado el repudio del nieto al que tanto quería y al que ya solía llamar Enrique II.

Roberto tendría que luchar para que su hermanastra recuperara la corona.

Pero ¿cómo? Esteban se había apoderado de Inglaterra y se apoderaría de Normandía. Por otra parte, Matilde era odiada por el pueblo y su joven e inexperto esposo Godofredo Plantagenet era tan arrogante como ella.

Sin embargo, las cosas podían cambiar. Por el momento, Roberto fingiría estar de acuerdo con la voluntad del pueblo.

Esteban le mandó decir que lo esperaba en Inglaterra. Quería saber qué pensaba y a quién prestaba su apoyo.

Roberto envió una carta a Esteban en la que le hacía saber que deseaba volver a Inglaterra aun cuando había jurado ser leal a la hija del rey. Si fuera cierto que éste la había desheredado, él aceptaría a Esteban como rey de Inglaterra y se pondría a su servicio. A cambio, exigiría poder conservar los territorios que tenía en Inglaterra.

Esteban dictó una orden por la cual Roberto conservaría todos los territorios que su padre le había otorgado.

«En tal caso, os serviré como rey», le contestó Roberto.Roberto de Gloucester regresó a Inglaterra la Pascua siguiente.

Matilde, la esposa de Esteban, descendió del barco que la había trasladado a Inglaterra. Estaba a punto de dar a luz y habría preferido que Esteban cumpliera su juramento de lealtad a su prima la emperatriz en lugar de apoderarse de la corona.

Ésa era la razón de que regresara al país. Si la criatura que llevaba en el vientre era un varón, sería el heredero del trono y, por consiguiente, tenía que nacer en Inglaterra.

Esteban la esperaba en Dover, revestido de su nueva dignidad real. Pero Matilde se sentía incómoda con el título de reina de Inglaterra. El nacimiento de la criatura que llevaba en su seno la compensaría de la pérdida del pequeño Balduino. Sin embargo ya no se sentía tan feliz como la primera vez que había quedado embarazada, puesto que si su hijo era varón, sería el heredero del trono y ya no le pertenecería a ella sino al país.

—Temía por tu seguridad y por la de la criatura —le dijo Esteban, abrazándola afectuosamente.

—La travesía ha sido un poco incómoda, pero podría haber sido peor. ¿Cómo te encuentras?

—Tú misma lo podrás ver. El pueblo me aclama. Quiere que sea su soberano, Matilde.

Matilde sonrió y no dijo nada. Más tarde, cuando ambos estuvieran a

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solas, quizá podría hablar con él, aunque sabía que Esteban no le diría toda la verdad. Era un hombre de temperamento cambiante. A veces creía que era infalible y que todo el mundo lo apreciaba; otras estaba convencido de que todo lo hacía mal y que los que se decían sus amigos confabulaban contra él.

Ella conocía las debilidades de su esposo mejor que nadie. Ahora estaba eufórico y quería que compartieran juntos sus sueños. Se consideraba a sí mismo rey por la voluntad de su pueblo; la gente lo quería; además Enrique lo había nombrado su heredero. ¿No lo había confirmado así Hugo Bigod, que había recibido un condado a cambio de sus servicios? Esteban era muy generoso con quienes le servían. Siempre decía: «Hay que ser amigo de todos.» ¡Qué diferencia con Enrique y el Conquistador! Ellos jamás compraban lealtades, sino que les bastaba con exigir que se obedecieran sus leyes.

Mientras cabalgaban a Londres, Esteban le dijo a su esposa:—Al pueblo le gustará verte así. Quieren que la sucesión esté

asegurada.Poco después de su llegada a Londres, Matilde dio a luz un varón.

Esteban estaba exultante, pues lo consideraba una prueba del favor de Dios.

El niño recibió el nombre de Eustasio y Esteban, que tanto había amado a la emperatriz, dejó de pronto de pensar en ella y se consagró por entero a su esposa. Si alguna vez se encontrara con Matilde, no sería en una alcoba sino en un campo de batalla.

—Dios me ha otorgado la corona y ahora me ha dado un hijo varón —decía.

Era inevitable que estallaran disturbios. El rey David de Escocia no tardó en invadir Inglaterra. No comprendía por qué razón Esteban ocupaba el trono cuando tanto los nobles como los caballeros, así como los poderosos señores de la Iglesia, habían prestado juramento de lealtad a su sobrina, la emperatriz Matilde.

Esteban se dirigió con su ejército al norte entre las aclamaciones de los habitantes de todas las poblaciones por las que pasaba. Por el camino muchos jóvenes se incorporaron a su ejército, por lo que, al llegar a Durham, el número de sus fuerzas era tan impresionante que los escoceses se llenaron de espanto y el rey David solicitó firmar inmediatamente la paz.

El rey Enrique habría tomado represalias, pero Esteban no quiso hacerlo, pues deseaba que todos lo apreciaran, incluso sus enemigos. Cuando David le dijo que no podía jurarle lealtad porque ya lo había hecho con Matilde, Esteban no insistió. Fue entonces cuando muchos empezaron a dudar de su capacidad como gobernante.

Era un hombre afable, sí, y en absoluto cobarde; siempre había luchado al frente de sus tropas. Pero no sabía cómo infundir terror en el corazón de los hombres, pues sabían que si se mostraban sumisos y arrepentidos, serían perdonados. Parecía razonable, entonces, que trataran de sacar el mejor provecho, pues tenían mucho que ganar y poco que perder.

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Esteban incluso decidió tomar bajo su protección a Enrique, el hijo del rey de Escocia, prometiendo que le otorgaría tierras. Aunque muchos criticaron su comportamiento con el enemigo, el rey había conseguido aplastar la rebelión, que era lo que realmente importaba. En camino de regreso al sur recibió tantas muestras de afecto y lealtad que consideró que el problema suscitado por los escoceses era otro indicio de que contaba con la aprobación de Dios.

Para mostrar su agradecimiento a su amada esposa, Esteban quiso que la ceremonia de su coronación tuviera lugar por Pascua y que se celebrara con grandes festejos en todo el país.

Deseaba demostrar que era un rey benévolo y magnánimo. Su abuelo había sido un gran conquistador, pero el pueblo no lo amaba; su tío había sido llamado el León de Justicia, pero los hombres temblaban ante su presencia. Habían sido grandes gobernantes, pero crueles e inescrupulosos. Pero los tiempos habían cambiado y Esteban quería ser reconocido por su bondad.

Aprovechó la ocasión de la coronación de su esposa para tranquilizar al pueblo y asegurarle que el suyo sería un reinado de paz y bienestar. Tranquilizó también a las jerarquías eclesiásticas, señalando que, en caso de que algún obispo muriera, no se apoderaría de sus bienes tal como habían hecho el Conquistador y Enrique, sino que pasarían al obispo que fuera elegido sucesor.

La costumbre de Rufo y Enrique de apoderarse de tierras y riquezas que no les pertenecían había sido deplorada por todos. Rufo y Enrique también habían dictado leyes que prohibían a la gente que vivía en los bosques cortar leña o matar un solo ciervo. Les bosques, no importaba a quién perteneciesen, eran considerados lugar sagrado de caza para la realeza. El pueblo odiaba esta ley, por eso su derogación por Esteban fue recibida en todo el país con grandes muestras de alegría. También fue abolido el odiado impuesto de dos chelines por cada fanega de tierra, a pesar de los muchos años que llevaba en vigor

—Es el monarca más generoso que hemos tenido —decía la gente—. Mantiene las buenas leyes del rey Enrique y deroga las malas. Conoce las necesidades de los hombres, no importa su condición.

Esteban se sentía inmensamente feliz. Había conseguido la corona mucho más fácilmente de lo que había pensado; tenía un hijo varón que gozaba de excelente salud y una esposa sumisa y generosa. ¿Qué más podía pedir un hombre?

Hubo, sin embargo, un pequeño contratiempo, pues en el banquete que se celebró después de la coronación de la reina Esteban quiso sentar a su derecha al príncipe Enrique de Escocia por el que sentía un especial aprecio. Esto provocó el enfado de Guillermo de Corbeil, pues aquel lugar le correspondía por ser el primado de la Iglesia de Inglaterra. El arzobispo no podía consentir que el hijo de un rey que se había declarado enemigo de Esteban pasara por delante de él, por lo que inmediatamente abandonó la sala del banquete, rodeado de sus servidores.

Muchos caballeros comentaron que aquello había sido un insulto a la Iglesia y criticaron la imprudencia del rey.

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Esteban se quedó perplejo, pues él sólo pretendía que el muchacho se sintiera a sus anchas. Aunque su padre se hubiera revelado, él era un firme partidario del perdón a los enemigos.

Al enterarse de lo ocurrido, el rey de Escocia se sintió molesto, pues a él le parecía muy natural que su hijo, como futuro rey de Escocia, ocupara el lugar de honor. En caso de que en la corte inglesa no se reconociera su dignidad, el joven regresaría a Escocia.

Todo el mundo empezó a preguntarse si Esteban había vencido realmente al rey de Escocia. Guillermo el Conquistador y Enrique I no habrían permitido que nadie los desafiara.

Poco después de aquellos acontecimientos, la reina despertó una mañana y vio a Esteban sumido en un extraño estupor. Le pregunto que le ocurría, pero él respondió que no sabía cómo explicárselo, y se limitó a decirle que no le apetecía levantarse.

—Estás agotado —dijo la reina, y ordenó que nadie lo molestara.Esteban permaneció todo el día en la cama. «Está exhausto —pensó

Matilde—. Con un buen descanso se le pasará».Pero al día siguiente el rey tampoco tuvo ánimos para levantarse.—Esteban —dijo Matilde—, ¿me puedes decir qué te ocurre? —Al ver

que él no le contestaba, añadió—: Ordenaré que vengan los médicos.Los médicos rodearon el lecho del rey sin comprender qué le ocurría,

pues no parecía interesado en ellos ni en nada.Matilde mandó que le llevaran al pequeño Eustasio, pero Esteban lo

miró con los ojos empañados. Los médicos estaban perplejos, pues Esteban no se parecía en nada al hombre afable y enérgico que solía ser, e incluso se mostraba indiferente con su querida esposa.

No podía comer ni dormir, y la situación se prolongó una semana sin que los médicos pudieran hacer nada por él, pues jamás en su vida habían visto nada igual.

Los cortesanos empezaron a murmurar.—El rey se ha vuelto loco —decían.—El rey está a punto de morir.¿Sería un castigo de Dios por haber usurpado el trono? Sin embargo,

hombres importantes como Rogelio de Salisbury, Roberto de Gloucester y el anciano arzobispo Guillermo de Canterbury lo apoyaban sin reservas. ¿Tal vez Dios quería hacerle entender que cuanto más alto se subía más fuerte era la caída?

Si Esteban hubiera sido un anciano todo habría sido más comprensible, pero era joven y siempre había gozado de excelente salud.

Pronto Inglaterra tendría un nuevo rey, pues Dios estaba dando a entender claramente su voluntad.

Matilde se asustó; comenzó a temer que alguien hubiera administrado un sutil veneno a su esposo. Decidió prepararle ella misma las comidas.

Lo amaba profundamente, a pesar de sus infidelidades, a pesar de que había usurpado el trono. Su presencia lo confortaba, no soportaba estar lejos de ella, entonces, ¿por qué se mostraba ahora tan indiferente? Matilde se preguntó si acaso a su esposo le remordía la conciencia. ¿Estaría arrepentido de lo que había hecho? Ya no creía que amase a

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Matilde, pues en tal caso no le habría arrebatado lo que ella más ansiaba poseer. ¿Qué extraña fascinación ejercía la corona que nadie podía resistirse a ella? Esteban había sido incapaz de hacerlo. ¿Sería ésa la razón del estado de abatimiento en que se encontraba?

—El rey se muere —decía la gente.Hugo Bigod, el que había declarado bajo juramento que Enrique I

había desheredado a su hija en su lecho de muerte, decidió fortificar el castillo de Norwick. Balduino de Redvers, hijo del conde de Devon, encabezó una revuelta contra el rey con la ayuda de Roberto de Bampton; Godofredo Plantagenet estaba a punto de invadir Normandía y Roberto de Gloucester se había declarado partidario de Matilde.

Esteban miró a su esposa, sentada junto a su lecho, y le dijo:—Estás muy triste.—¿Cómo quieres que no lo esté, estando tú tan enfermo?—¿Qué me ocurre?—No lo sé. Y los médicos tampoco lo saben.—Siento un gran peso en mi cuerpo y en mi espíritu. Sólo deseo

descansar y aguardar la muerte.—¿Cómo puedes decir eso, teniendo tantas responsabilidades de

gobierno?—Estoy demasiado cansado. Otros lo harán mejor—¿Qué te ha sucedido, Esteban?—No lo sé.—Si pudieras levantarte…—¿Por qué? ¿Porque tengo un reino que gobernar? Muchos dicen

que no tengo ningún derecho, Matilde.—Tienes una esposa, una hija y un hijo. Es tu obligación protegerlos.—Es cierto, Matilde. Dios os bendiga. Dame la mano y ayúdame a

levantarme.Matilde así lo hizo, pero el rey apenas podía sostenerse en pie.—Aún estás demasiado débil —dijo la reina—, pero ahora sé que

pronto te recuperarás.—Debo hacerlo, mi querida esposa. Por ti y por mis hijos.—Gracias a Dios —dijo Matilde, y llamó a los criados—. Traed las

prendas del rey. Se encuentra mucho mejor y quiere vestirse.La ropa le colgaba por todas partes, pues había adelgazado

muchísimo.—Yo misma te prepararé la comida —dijo la reina—. No permitiré

que nadie lo haga.Esteban comió con apetito.—Doy gracias a Dios de que te haya sacado de este pozo de

desesperación —exclamó Matilde.

Esteban se recuperó de su misteriosa dolencia con la misma rapidez con que había enfermado. Tenía que emprender una acción inmediata contra los caballeros que se habían alzado contra él.

Hugo Bigod no se había rebelado sino que se había limitado a

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fortificar su castillo. En cuanto el rey se restableció, retiró las fortificaciones.

En cambio, Roberto de Bampton se había dedicado a asolar la campiña, robando y violando por doquier como en tiempos del rey Guillermo Rufo. Esteban marchó sobre Bampton, hizo prisionero a Roberto y lo llevó ante un tribunal, que lo condenó a ser desposeído de todas sus propiedades.

Balduino de Redvers era un hombre muy ambicioso que había heredado de su padre el título de conde de Devon junto con vastos territorios no sólo en Devon, sino también en la isla de Wight. El León de Justicia ya había muerto y muchos decían que el nuevo rey se estaba muriendo, por lo que Balduino creyó que había llegado el momento de rebelarse e imponer su ley en sus tierras. Empezó en la ciudad de Exeter donde nadie estaba a salvo de noche; los hombres ricos eran secuestrados y mantenidos como rehenes y eran torturados hasta que entregaban el dinero, sus mujeres o cualquier otra cosa que se les exigiera.

Los ciudadanos reclamaron la ayuda del rey. Balduino soltó una carcajada.

—El rey está medio muerto —dijo—. Se acabaron las limitaciones que hemos tenido que sufrir durante tantos años.

Pero estaba equivocado.Pronto recibió la noticia del restablecimiento del rey, quien se dirigía

a Devon con sus fuerzas y ya había enviado una avanzadilla de doscientos caballeros.

Balduino se lo tomó a broma. Fortificó el castillo de Exeter, pero, como no tenía la menor intención de morirse de hambre en su interior, decidió encomendar la defensa de éste a sus hombres, no sin antes hacerles jurar que no se rendirían. Como muestra que no huiría, dejó como rehenes a su esposa Adelisa y a sus hijos.

Esteban llegó con su ejército y acampó en los alrededores del castillo. El asedio comenzó de inmediato y, siguiendo la costumbre de su tío, Esteban dejó unas tropas para que continuaran el asedio y se fue a tomar otros castillos y otras tierras pertenecientes a Balduino.

El asedio duró tres meses. Los pozos del interior del castillo se agotaron y los sitiados se vieron obligados a utilizar vino para cocinar. Esteban ordenó que se arrojaran antorchas encendidas por encima de las murallas, ya que de ese modo el enemigo se vería obligado a utilizar vino para apagar los incendios que se produjeran.

Estaba claro que los sitiados no tardarían en rendirse.Pidieron una tregua para que dos de sus más destacados caballeros

pudieran salir a parlamentar con el rey.Esteban los recibió y, al ver su extrema delgadez, se compadeció de

ellos. Su hermano Enrique de Winchester permaneció a su lado durante la entrevista.

—Mi señor rey —dijo uno de los caballeros—, nosotros no teníamos ninguna intención de rebelarnos contra vos, pero juramos lealtad a nuestro señor el conde de Devon, y fue él quien nos ordenó resistir el asedio.

Esteban iba a contestar cuando su hermano le tiró de la manga.

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—El rey lo tendrá en cuenta —dijo Enrique.Esteban mandó retirarse a los hombres y una vez a solas con

Enrique, éste le dijo:—Pronto se rendirán. ¿No has visto que están en los huesos? Se

mueren de sed. No tienes que hacer ningún trato con ellos sino insistir en la rendición incondicional.

—Están sufriendo mucho —replicó Esteban.—Los hombres que se encuentran en una situación de superioridad

no hacen tratos con los traidores, a no ser que ello les reporte algún beneficio.

Finalmente, Esteban se dejó convencer.—Rendición incondicional —dijo.Los hombres se fueron no sin antes haber comprendido que el rey

había dudado y que sólo la influencia de su hermano lo había impulsado a tomar aquella decisión.

Más tarde llegó otro emisario del castillo. Era Adelisa, la esposa de Balduino. Se presentó descalza y con el cabello suelto cayéndole sobre los hombros. Arrojándose a los pies de Esteban, la mujer rompió a llorar amargamente.

—Os suplico que tengáis piedad de nosotros, mi señor —dijo—. Mis hijos se están muriendo de hambre. Vos tenéis hijos y lo comprenderéis.

El rey se conmovió al ver a aquella hermosa mujer y fueron necesarios todos los poderes persuasivos de Enrique para evitar que ordenara el inmediato levantamiento del asedio. A pesar de la reticencia del rey, Enrique consiguió su propósito y la mujer de Balduino regresó llorando al castillo.

Esteban convocó a sus consejeros, entre quienes figuraban, naturalmente, su hermano Enrique y el conde Roberto de Gloucester.

—Balduino ha huido —dijo Esteban—. Sus soldados y sus criados están a nuestra merced. Podría acabar con todos ellos.

—Y es lo que tienes que hacer —dijo Enrique.—No se puede acabar con la vida de tantas personas —intervino

Roberto—, y, además, sería injusto elegir sólo a unos cuantos para que pagaran las culpas de todos. ¿Qué delito han cometido esos hombres? Han jurado lealtad a su señor y le han obedecido.

—Su señor ya me había jurado lealtad a mí —le recordó Esteban.—Muy cierto, pero no los hombres —señaló el de Gloucester.—Si los dejas libres —terció Enrique—, todos los señores podrán

levantarse contra ti y dejar que combatan sus hombres, sabiendo que cuando tú los derrotes y los hagas prisioneros, ellos podrán decir: «Nos limitamos a cumplir las órdenes de nuestro señor.»

—Me he propuesto ser un rey magnánimo —dijo Esteban.—Sólo puede haber reyes magnánimos en los países que disfrutan de

paz —replicó Enrique.Roberto de Gloucester estaba pensando que Esteban, en su afán de

ser bueno, amable y generoso con todo el mundo, era un hombre muy débil que sólo ansiaba vivir en paz. Sin embargo, el país necesitaba ser gobernado por un hombre fuerte. El Conquistador y Enrique I lo habían sido y habían conseguido grandes logros, pero la tarea aún no había terminado y lo que con tanto esfuerzo se había ganado podía perderse en

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un santiamén.Además, Roberto había jurado lealtad a su hermana y Esteban era un

usurpador. Si se había declarado dispuesto a servirlo, sólo había sido porque, de otro modo, lo habrían encerrado en una mazmorra, y él quería ver a Matilde sentada en el trono de Inglaterra.

Por eso le aconsejaba a Esteban que fuera compasivo mientras Enrique de Winchester le aconsejaba lo contrario.

Sin embargo, el rey haría lo que considerara más conveniente. No podía quitarse de la cabeza la imagen de aquella hermosa mujer descalza con el cabello suelto alrededor de los hombros ni lo que le había dicho sobre sus hijos.

Y así cometió su primera equivocación. Aceptaría la versión según la cual los asediados habían actuado obedeciendo las órdenes del conde de Exeter, a quien habían jurado fidelidad. No eran ellos quienes habían cometido el delito, sino su señor.

El asedio terminó sin que hubiera represalias. La noticia corrió por todo el país. Los nobles se podían rebelar con total impunidad, pues nadie los consideraría responsables. Era, lisa y llanamente, una invitación a la rebelión.

En la isla de Wight Balduino se sorprendió tanto de la insólita actitud del rey que decidió fortificar el castillo de Carisbrooke para imponer su dominio desde allí, reuniendo en torno a sí a un grupo de piratas con el fin de que asaltaran los barcos que navegaban entre Inglaterra y Normandía.

Esteban, aunque magnánimo con los enemigos, no vacilaba en actuar contra ellos, por cuyo motivo organizó de inmediato una flota y se trasladó a la isla de Wight.

El verano había sido muy seco y caluroso y los pozos de Carisbrooke se secaron como los de Exeter. Los hombres de Esteban vieron en ello una señal del favor de Dios.

Balduino se vio obligado a rendirse, pero Esteban volvió a cometer otra grave equivocación. No encarceló a Balduino sino que se limitó a despojarlo de todos sus bienes y a desterrarlo.

¿Adónde iría Balduino?A Anjou, donde Matilde y su esposo estaban elaborando planes para

derrotar al usurpador Esteban.

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La transformación de la reina

Jamás en su vida la emperatriz Matilde se había sentido más impotente y decepcionada. Había soñado durante mucho tiempo con gobernar Inglaterra y había esperado con impaciencia la muerte de su padre, y cuando ésta ocurrió fue incapaz de sacar provecho de ello.

Ahora estaba a punto de dar a luz y su tercer parto iba a ser tan largo y laborioso como lo habían sido los dos anteriores. Finalmente, alumbró otro varón.

¡Qué irónica era la vida! ¡Su padre, que tanto ansiaba un varón, se había casado con la pobre Adelicia que era estéril! Ella, en cambio, había tenido tres con Godofredo Plantagenet, el pequeño Enrique, de tres años, Godofredo y el recién nacido Guillermo. «Será el último —pensó—, pues ya estoy harta de su padre y tres son más que suficiente.»

Lo más importante era conseguir la corona.Pensaba constantemente en Esteban. ¡Cuánto lo amaba! ¡Cuánto lo

odiaba! Si su padre los hubiera casado en lugar de darlo a él a la insignificante Matilde de Bolonia y a ella al decrépito emperador y, más tarde, a ese odioso chicuelo.

Pero Esteban la había traicionado. Aquel hecho la enrarecía y alegraba a la vez. Hubo un tiempo en que había planeado la mejor manera de seducirlo; ahora experimentaría el mismo placer, planeando la mejor manera de burlarse de él. Cuando le arrebatara la corona, se complacería en atormentarlo y humillarlo.

Entretanto, debería reunir en torno a sí el mayor número de partidarios posible. El afán de Esteban de agradar a todo el mundo no era más que una insensatez. Ésa no era manera de gobernar. Los súbditos tenían que saber que no habría piedad para ellos si quebrantaran las leyes. No se gobernaba por medio de la amabilidad sino de la fuerza.

¡El pobre Esteban tenía muchas cosas que aprender! Cuando estuviera encerrado en una mazmorra, puede que ella lo visitara y le recordara las noches que habían pasado juntos. Luego lo mandaría encadenar de pies y manos para que nunca olvidara que era su prisionero.

Se había burlado de ella, haciéndole creer que siempre estaría a su lado y la defendería mucho mejor que aquel pobre estúpido de Godofredo. Y ella le había creído y había confiado en él.

Jamás se lo perdonaría. Ella no era tan blanda como lo era él.Cuando le arrebatara la corona, el pueblo comprendería que con la

hija de Enrique no se podía jugar. Seguiría los pasos de su padre y de su abuelo, pasando por la espada, amputando miembros y arrancando ojos para que aprendieran.

Pero por el momento no podía hacer nada. Esteban, que creía que Dios estaba de su parte, había sido coronado y la muy tonta de Matilde

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era la reina de Inglaterra.—Me las pagarás, Esteban de Blois —dijo en voz alta.Presentó su caso al Papa, a quien pidió que Esteban fuese

excomulgado, pues ella era la legítima sucesora y el clero y la nobleza le habían prestado juramento de lealtad. Todos tendrían que apoyarla contra aquel hijo de un conde —y ni siquiera primogénito— que había usurpado el trono.

Godofredo de Anjou entró en la alcoba. Matilde lo miro con desprecio pues, a pesar de su apostura, jamás se hubiera podido comparar con Esteban. Se lo imaginó de pie frente a ella. Le habría pedido que se acercara a su lecho, y a pesar de lo débil que estaba, lo habría insultado, le habría arañado el rostro y mordido las manos, para luego exhausta, entregarse a él, apasionadamente.

Pero Esteban se encontraba en Inglaterra y ella tenía que conformarse con aquel necio que siempre lucía un lacito de retama en el sombrero y se hacía llamar Plantagenet.

—¿Hay alguna noticia? —le preguntó.—Ninguna.—¿Nada de Roma?—Nada. Inocencio no quiere enemistarse con Esteban.—Es un insensato. No sabe que a Esteban cualquiera puede

ofenderlo. Es demasiado gentil y cortés. Nadie se pelea jamás con él.—Algunos de sus caballeros, sí. Tiene ciertas dificultades con ellos.Matilde guardó silencio. Quería que lo derrocasen, pero no que lo

mataran. Un mundo sin Esteban perdería todo su sabor. Lo necesitaba vivo.

—¿Y tú qué vas a hacer? —le preguntó a Godofredo—. Cualquier otro en tu lugar ya estaría en Inglaterra, tratando de arrebatarle la corona al traidor que se la ha robado a su mujer. Pero ¿qué se puede esperar de un niño como tú?

—¡Menuda capitana estás tú hecha! ¡Dando órdenes desde la cama! ¿Qué ocurriría si me fuera a Inglaterra? ¿Qué ocurriría en Normandía? Todavía no lo has comprendido.

—¿Qué es lo que no he comprendido?—Que el pueblo no te quiere.—¿Quería acaso a mi abuelo?—Tu abuelo fue un gran gobernante.—Enseguida se darán cuenta de que su nieta no lo es menos.—Los hombres lo respetaban.—Yo los obligaré a que me respeten.—Puedes torturarlos y encarcelarlos, pero no puedes obligarlos a

respetarte.—Tienes muchas cosas que aprender, mi querido Godofredo. Si no

estuviera tan débil por haber alumbrado a tu hijo…—Por lo menos, soy lo bastante hombre como para haberte dado un

varón.—Pues vaya una hazaña. Bueno, mi señor Plantagenet ahora quiero

que sometas a mis rebeldes súbditos normandos. Si no puedes conseguir para mí la corona real inglesa, asegúrame, por lo menos, la ducal.

—Me parece que al pueblo no le gustas demasiado.

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—Le obligaré a aceptarme. Espera a que me recupere.—Ya veremos. Tengo una noticia para ti. Tu primo está en

Normandía.—¿Esteban?—El rey de Inglaterra. —Godofredo hizo una burlona reverencia—.

Ha derrotado a Balduino de Redvers y pretende que su hijo Eustasio sea reconocido como el futuro duque. Ha venido para rendir tributo de vasallaje al rey de Francia.

Matilde entornó los ojos. Esteban se hallaba en Normandía. El mar ya no los separaba. Se llenó de júbilo y pensó que muy pronto recobraría las fuerzas.

Godofredo se fue con sus tropas para intentar recuperar el ducado de Normandía. Ésa era la razón por la que había accedido a casarse con Matilde. Porque su padre le había dicho que un día él sería el duque de Normandía. Inglaterra no le importaba; en cambio, amaba Normandía con pasión.

Matilde no tardó mucho en recibir la noticia de que los partidarios de Esteban habían puesto cerco a la ciudad de Le Sap donde Godofredo se encontraba atrapado y necesitaba ayuda.

¿Dónde estaría Esteban en aquellos momentos? ¿Su mujer lo habría acompañado a Normandía o acaso el la había dejado en Inglaterra como regente? ¡Menuda inútil! ¿Qué sabría ella del gobierno de una nación?

Matilde reunió un contingente de tropas y se dirigió a Le Sap. Les demostraría que, aunque fuera una mujer, era capaz de emprender una acción decisiva. Cuando llegara con sus fuerzas de rescate, tendría el placer de poner en fuga a los partidarios de Esteban.

Pero el desenlace no fue el que ella esperaba.Al llegar a Le Sap, Godofredo había resultado herido tuvieron suerte

de poder escapar. Todo lo que podía hacer Matilde era tratar de reponerse por completo. Por lo demás, se sentía tan frustrada como siempre.

En el castillo de Arundel, Adelicia se sentía completamente al margen de los acontecimientos que estaba viviendo el país.

Se había enterado de la enfermedad de Esteban y se había compadecido de la dulce Matilde, por quien sentía una especial simpatía. Al parecer, Esteban por fin empezaba a apreciar las cualidades de su buena esposa.

Una de las mayores distracciones de Adelicia consistía en el cuidado de las flores de sus jardines y de las hierbas de su huerto que después utilizaba para la elaboración de perfumes y ungüentos.

Jamás había sido tan dichosa. Los años al lado del rey Enrique no habían sido muy fáciles, pues siempre se había sentido agobiada por el peso de su esterilidad, sabía que Enrique no sentía el menor interés por ella y había tenido que soportar las risitas de los cortesanos y las veladas alusiones a los hijos ilegítimos de su esposo.

La muerte del rey había sido un alivio para ella, pues ya no tendría que seguir intentando alcanzar lo imposible ni que soportar las terribles pesadillas de Enrique. A sus treinta y tantos años era feliz en Arundel,

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donde de vez en cuando recibía la visita de Guillermo de Albini, que solía mantenerla informada de los acontecimientos de la corte y comentarle los placeres de su finca de Norfolk mientras paseaba con ella por el jardín.

Precisamente estaba pensando en él cuando oyó de pronto el rumor de los cascos de su caballo.

Un mozo se hizo cargo de su cabalgadura y él desmontó, subió por la escalera de piedra, tomó las manos de Adelicia y se las besó.

—Me alegro de veros —le dijo Adelicia.—Vengo para despedirme de vos —le anunció él.Adelicia no pudo evitar una expresión de pesar.—¿Significa esto que mi ausencia os entristecerá? —preguntó

Guillermo.—Decidme cuánto tiempo estaréis ausente.—Confío en que no mucho. Voy a Francia para asistir a la boda del

hijo del rey.—Estoy segura de que participaréis en los torneos.—No os quepa la menor duda.—Y causaréis el asombro de todos los presentes con vuestra

destreza. Ojalá pudiera veros.—Lo haría mejor si vos me mirarais. Quiero deciros algo antes de

partir. Sabéis que os aprecio desde hace mucho tiempo. Solía envidiar al rey.

—Muchos envidian la corona de un rey.—No era la corona lo que yo envidiaba. Ahora sois libre. He estado

ensayando mucho lo que os iba a decir, pero ahora me faltan las palabras. Vos sois una reina…

—Una reina sin esposo y sin la menor importancia.—Yo no soy más que un simple caballero…—Os ruego que no tengáis reparo en hablar.Guillermo tomó sus manos y se las besó.—Adelicia, ¿podríais olvidaros de que fuisteis una reina para

convertiros en la esposa de un humilde caballero?—Sólo así podría ser feliz.—En tal caso, sellemos nuestro compromiso, pues ambos hemos

aprendido a disfrutar de los placeres de la vida sencilla y sé en el fondo de mi corazón que estaréis dispuesta a cambiar las glorias de la corte por ellos.

No había ninguna razón para que Esteban o la reina pusieran reparos a la boda.

Pensaban casarse en cuanto Guillermo regresara de su misión en Francia.

Matilde la reina de Inglaterra, ya no era la misma desde su esposo había accedido al trono. Atrás había quedado la doncella que había llegado a la corte desde la abadía de Bermondsey para casarse con Esteban de Blois y cuya humildad tanto contrastaba con la arrogancia de la otra Matilde, acostumbrada desde muy niña a darse humos por el hecho de estar comprometida en matrimonio con el emperador de Alemania.

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Nunca había comprendido muy bien a Esteban y no sabía si era amable con todo el mundo simplemente porque no quería esforzarse en hacer otra cosa. Lamentaba que hubiera dejado escapar a Balduino de Redvers, pero se alegraba de su magnanimidad con los vencidos.

Sabía que ella no excitaba los sentidos de su esposo como lo hacía la emperatriz, y que Esteban era un esposo infiel y tenía hijos bastardos, pero también sabía que ella era la única persona en quien él confiaba por entero.

En el fondo de su corazón creía que Esteban había obrado mal al ceñir la corona tras haber jurado lealtad a su prima, pero, al mismo tiempo, se alegraba de que lo hubiera hecho, pues ello significaba que no amaba a la emperatriz. Sin embargo, era su esposa y le ayudaría a conservar lo que tenía.

—Me voy, sabiendo que cuidarás de mis asuntos como nadie podría hacerlo —le había dicho Esteban antes de su partida—. Los hombres que han jurado servirme lo harán mientras les convenga. En cambio, en ti puedo depositar toda mi confianza.

Matilde se había convertido en la reina que apoyaría firmemente a su esposo tanto en el triunfo como en el fracaso.

Su tarea no sería fácil y ella sabía que cada vez lo sería menos. Esteban se encontraba en Normandía donde siempre había habido conflictos y donde, desde que él subiera al trono, muchos de los barones que habían asolado el territorio, aterrorizando a la gente con sus crueldades y sus actos de bandidaje, habían visto la posibilidad de regresar a los tiempos de Guillermo Rufo, antes de que Enrique, el León de Justicia, impusiera la paz y el orden con sus severas leyes. El hecho de que Esteban se hubiera mostrado tan benévolo con Balduino de Redvers y con sus seguidores constituía un ejemplo de lo que se podía esperar de él.

Habían estallado disturbios por todo el país. La catedral de Rochester había sido incendiada y se habían declarado incendios en otras muchas ciudades, incluso en algunas tan alejadas como York y Bath. El rey de Escocia se disponía a invadir nuevamente el país y los insurgentes que enarbolaban el estandarte de la emperatriz Matilde habían tomado el castillo de Dover y pensaban conservarlo en su poder hasta que ella llegara a Inglaterra.

La reina estaba alarmada, pues se daba cuenta de la importancia de Dover ante la eventualidad de una invasión. Era un lugar que Esteban debía conservar costara lo que costase. Convocó a sus consejeros y les ordenó que reunieran de inmediato un ejército. Ella misma se pondría al frente para marchar sobre Dover.

Pusieron tímidas objeciones al proyecto, pero finalmente tuvieron que aceptarlo, pues la reina impuso su recientemente adquirida autoridad. Dover no podía caer, dijo Matilde con determinación.

Los consejeros se mostraron escépticos. ¿Qué podría hacer una mujer?

—El país está empezando a dirigir sus ojos hacia la emperatriz —le dijeron—. Dicen que Hugo Bigod cometió perjurio y que Enrique jamás desheredó a su hija, y tanto menos a su joven nieto Enrique. El rey de Escocia está a punto de invadirnos. Mejor sería que os reunierais con el rey en Normandía en lugar de intentar la toma de Dover.

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Matilde rechazó tajantemente sus consejos.No la creían capaz de gobernar, pero ella les demostraría que

estaban equivocados.Antes de iniciar la marcha sobre Dover, ordenó que los súbditos de

Bolonia hostigaran el castillo desde el mar e impidieran el paso de cualquier barco con provisiones.

Así comenzó el asedio del castillo de Dover, dirigido por una reina que hasta hacía muy poco tiempo sólo había sido una insulsa princesa.

Los sitiados habrían podido resistir si no hubiese sido por el pueblo de Bolonia, el cual, deseoso de mostrar su lealtad a la princesa, respondió con entusiasmo a su llamada. Atacados por todas partes, los rebeldes de Dover no tardaron en caer.

Todo el mundo se vio obligado a cambiar de opinión con respecto a la reina, que había demostrado ser una mujer fuerte e ingeniosa.

Cuando Esteban regresó, Dover ya era suyo.El rey se extrañó del comportamiento de su mujer.—¿Por qué? —replicó ella—. Tú sabes que tu causa es la mía,Esteban se dio cuenta entonces de la clase de mujer con la que se

había casado.Casi no hubo tiempo para celebrar la victoria de Dover, pues Enrique

se vio obligado a dirigirse inmediatamente al norte para someter a los escoceses.

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La canción del trovador

Guillermo de Albini estaba impaciente por regresar a Inglaterra. Llevaba mucho tiempo enamorado de Adelicia y ahora su mayor deseo era alejarse de los fastos de la corte y llevar una vida retirada.

Era un hombre extremadamente apuesto y su habilidad en los torneos le había hecho acreedor a una bien merecida fama. Por esta razón le habían llamado para que tomara parte en los festejos de la boda de la heredera de Aquitania con el nuevo rey de Francia.

La joven Leonor había sido nombrada duquesa de Aquitania tras morir su padre durante una peregrinación a Santiago de Compostela adonde éste se dirigía para pedir la intercesión del santo con el fin de que la boda que pensaba contraer le diera el ansiado fruto de un heredero varón.

Leonor tenía quince años y era extremadamente bella y ambiciosa. La reina viuda, Adelaida, no le iba a la zaga y no parecía demasiado afligida por su reciente viudez.

En presencia de la reina y de su corte, Guillermo de Albini participó en los torneos entre la admiración general y obtuvo el preciado trofeo que se concedía al ganador.

En el estrado real se encontraban los jóvenes desposados y la reina viuda de Francia.

Guillermo se acercó al estrado y, mientras se inclinaba en una profunda reverencia, vio tres pares de ojos que lo miraban. Los del joven rey le parecieron amistosos pero los de las mujeres lo dejaron perplejo.

La agraciada novia lo miró con una expresión que él había visto muy a menudo en el semblante de muchas mujeres, aunque nunca en el de una tan joven. Sin embargo, quien más lo sorprendió fue la reina viuda. Con voz ronca y suave a la vez, lo felicitó y le dijo que jamás en su vida había presenciado una actuación tan brillante en ningún torneo.

Guillermo hizo una reverencia, aceptó el trofeo y se retiró. Más tarde, le extrañó un poco que la reina viuda mandara llamar a su presencia a un caballero que, a pesar de su destacada actuación en el torneo, no tenía demasiada alcurnia. Al verlo, la reina despidió inmediatamente a sus damas y se acercó a él.

—Quería comunicaros el gran placer que me ha deparado vuestra actuación —le dijo.

—Sois muy generosa conmigo —dijo Guillermo.—Y vos sois muy valiente y apuesto. Jamás vi a nadie como vos.—Me siento muy honrado…La reina lo miró con una sonrisa y, tomando su mano, le dijo:—Sentaos conmigo.Después se acomodó en un adornado sillón y le indicó un escabel que

había a su lado.

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—Cuanto más os miro, más me gustáis —le dijo desde su encumbrado asiento—. Acercaos, mi buen amigo, y no pongáis esta cara de asombro. ¿Acaso nunca os ha sonreído una dama?

—Lo que ocurre, señora, es que no esperaba esta amable…—Muy pronto os acostumbraréis. Os aprecio tanto que deseo teneros

a mi lado.Guillermo se levantó.—Pido vuestra venia para retirarme.—No os la concedo —dijo la reina—. Creo que me tenéis miedo y el

miedo no es propio de un caballero.—No me asusto fácilmente —replico dignamente Guillermo—. Pero

temo verme obligado a hablar con franqueza y ofenderos.—Habrá sinceridad entre nosotros. Me gustáis y no hay ningún

motivo para que no podáis permanecer en mis aposentos.—No podría.—Soy viuda de un rey. Podría casarme con vos. ¿Qué diríais a eso?—Diría que estoy seguro de que no cometeríais semejante

imprudencia.La reina se levantó y se acercó a él. Qué diferencia con Adelicia,

pensó Guillermo. Lo único que ambas tenían en común era su condición de reinas viudas.

—Estoy dispuesta a ser imprudente por un hombre como vos.—Puede que más tarde lo lamentéis.—No lamentaré nada. Ya basta de recelos. No soporto perder el

tiempo en conversaciones ociosas cuando hay cosas mucho más agradables que hacer.

—Os pido vuestra venia para retirarme, señora —insistió Guillermo, mirándola horrorizado.

—No os la concedo —repitió la reina—. Sois un necio. ¿Acaso no comprendéis lo que os ofrezco?

—Lo comprendo, señora, y me asombra que seáis tan generosa.—Vamos, mi apuesto caballero, no sois tan tímido como parecéis. Me

gustáis. En cuanto os vi, decidí quedarme con vos. Tendríais que alegraros de vuestra buena suerte.

No era la primera vez que Guillermo de Albini se encontraba en un trance tan apurado. Su prestancia, su habilidad ecuestre y su alta y esbelta figura despertaban la constante admiración de las damas, pero nunca se había enfrentado con una mujer tan dominante como aquélla.

Por regla general, unas palabras hábilmente elegidas le bastaban para librarse del embrollo y conseguir, al mismo tiempo, que la importuna dama saliera airosa de la situación. Pero aquella reina era tan descarada que no tendría más remedio que hablar claro.

—Señora —le dijo—, debo informaros que estoy comprometido en matrimonio y quiero ser fiel a mi futura esposa. Ya hemos hecho las promesas.

La reina soltó una sonora carcajada.—Nos olvidaremos de vuestra pequeña inglecita, mi señor. Ahora vos

y yo estamos en Francia y es muy probable que, cuando nos conozcamos un poco mejor, no sintáis ningún deseo de regresar junto a ella.

—No lo creo, señora.

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—Estáis loco. Vuestra estúpida doncella no os puede dar ni la décima parte de los deleites que yo os ofrezco. Vamos, no perdamos más el tiempo. La noche es nuestra. Os haré una promesa…

—Debo deciros, señora, que estoy comprometido en matrimonio con la reina viuda de Inglaterra.

—¡La viuda del rey Enrique!—Nos casaremos a mi regreso. Confío, señora, en que ahora

comprendáis mi situación.—Esa mujer es estéril —dijo la reina—. El rey sólo visitaba su lecho

para tener unos hijos que ella no le pudo dar. El placer lo buscaba en otra parte. ¡Y vos me rechazáis por esa mujer!

Guillermo ya no podía aguantar más. Hizo una reverencia y, dando media vuelta, se encaminó hacia la puerta.

—¡Deteneos! —gritó la reina.Guillermo volvió la cabeza y vio una mirada tan llena de odio que su

único deseo fue alejarse cuanto antes de allí.

La reina viuda de Francia se puso hecha una furia. No estaba acostumbrada a recibir semejante trato. Si en vida de su esposo el rey ningún hombre se había negado a complacer sus deseos, ¿por qué razón le ocurría ahora que no tenía compromisos?

—Ese hombre se da muchos aires —dijo—. Ya es hora de que aprenda una lección.

Sus servidores esbozaron una sonrisa. Conocían los gustos de su señora y sabían que, cuando mandaba 11amar a alguien, éste respondía de inmediato, pues Adelaida era insaciable y no soportaba que nadie la contrariase. Además, en la corte no se hablaba de otra cosa.

A la joven Leonor le hacía gracia la situación. Su suegra por fin tendría que aceptar que ella era la mujer más joven y atractiva de la corte. Al parecer, el apuesto Guillermo de Albini estaba comprometido con otra reina. Su nombre era Adelicia, y también era viuda, en este caso del rey de Inglaterra.

Aquello bien merecía una canción, pensó Leonor.La reina viuda de Francia estaba en sus aposentos, furiosa.—Hay centenares de hombres, señora —le dijo Leonor, tratando de

calmarla—. ¿Por qué empeñaros en tener éste?—Me ha ofendido —contestó la reina viuda—. No ha querido saber

nada de mí.Leonor reprimió una sonrisa.—Es un villano —dijo— y estoy segura de que vos os tomaréis

cumplida venganza de él.—Quisiera que le arrancaran los miembros uno a uno —dijo la reina

viuda—. Puede que entonces no estuviera tan orgulloso de su bello cuerpo.

—Deberíais dejar que uno de vuestros leones se divirtiera con vuestro apuesto caballero, ya que él no permite que lo hagáis vos.

La reina viuda entornó los ojos.—Tengo un león en la cueva de mi jardín…Leonor extendió las manos.

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—¿Lo veis? Esa es la respuesta.Hablaba en broma, pero la reina viuda se lo tomó en serio.—Por todos los santos que estoy dispuesta a hacerlo —dijo.

—Lo va a hacer —le dijo Leonor a su esposo—. Está tan furiosa que mandará que lo echen a la cueva del león.

—Ya se le pasará —dijo el joven rey de Francia.—Lo hará antes de que se le pase el enfado.—Le gustan demasiado los hombres apuestos como para estropear

su belleza.—Sólo si puede disfrutar de ella. He visto en sus ojos una furia

asesina.Leonor sonrió para sus adentros. A ella también le gustaban los

hombres apuestos. Era muy joven e ingenua y se creía todas las historias que se contaban sobre los fieles caballeros enamorados de sus damas hasta la muerte, y que eran tema de tantas baladas. Le gustaban los trovadores. Su propio abuelo había sido poeta y ministril y ella conocía muchos de sus poemas.

Pensó en lo emocionante que habría sido que el joven y apuesto caballero prefiriese ser arrojado al león antes que renunciar a su amor, aun a riesgo de que la fiera lo hiciese pedazos. Esas cosas no ocurrían en ¡as canciones donde triunfaba el amor y los cuerpos de los gentiles caballeros jamás podían convertirse en una masa sanguinolenta pues algún poder mágico los salvaba de los leones y les permitía regresar junto a su amada y ser felices para siempre.

Sabía que la reina viuda quería vengarse de Guillermo de Albini por haberla rechazado. «La canción del trovador tendrá que ser muy triste», pensó Leonor, e hizo una mueca. De inmediato envió un mensaje a Guillermo de Albini, suplicándole que regresara a Inglaterra sin tardanza, o de lo contrario moriría.

Guillermo no era tonto y conocía muy bien a las mujeres como la reina viuda. Había visto el odio reflejado en sus ardientes ojos y sabía que si no podía disfrutar de él en el lecho, disfrutaría destruyéndolo. Siguió el consejo y abandonó de inmediato la corte de Francia.

Cuando Leonor se enteró de su partida, escribió una canción. Un caballero amaba a una dama en Inglaterra y en a la corte de Francia, donde destacó en un torneo. Una dama de alto rango lo deseó nada más verlo. Le ofreció honores y riquezas a cambio de que fuera su amante. El caballero era fiel a su enamorada y, en un rebato de furia, la dama de alto rango lo arrojó a una cueva donde había un terrible león. Pero la virtud triunfó sobre la maldad, pues el caballero descubrió que tenía poderes sobrenaturales y, cuando el león se abalanzó sobre él, le introdujo la mano en las fauces y le arrancó el corazón, provocándole una muerte inmediata.

«El corazón… —pensó Leonor—. No, no habría podido hacer algo así. Mejor la lengua. Sería más verosímil.» Y así la bestia murió y el caballero pudo regresar junto a su verdadero amor.

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Leonor entonó la canción mientras más de uno recordaba al apuesto caballero que había desaparecido de manera tan repentina. La historia se convirtió en leyenda y, con el tiempo, la gente, por supuesto, la creyó.

A partir de aquel momento, la reina viuda comprendió que tendría que andarse con cuidado con su nuera, quien ya se estaba preparando para iniciar sus propias aventuras amorosas. En cuanto a Guillermo de Albini, dio gracias al Cielo por su buena suerte.

Al regresar a Inglaterra, le manifestó a Adelicia su deseo de casarse cuanto antes, con lo cual ella estuvo de acuerdo. El rey no puso ninguna objeción y la reina se alegró, pues apreciaba a Adelicia y sólo quería su felicidad.

Se instalaron en Arundel y Guillermo asumió el título de conde de Arundel. Adelicia, que había sido estéril en su matrimonio con Enrique I, quedó muy pronto embarazada y, a su debido tiempo, dio a luz un hijo que fue bautizado con el nombre de Guillermo, como su padre.

Jamás en su vida había sido tan feliz.

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El triunfo de Matilde

Habían transcurrido casi cuatro años desde la muerte de su padre, pensó la emperatriz Matilde, y aún no había conseguido apoderarse de Inglaterra. Cuando murió el rey Enrique estaba embarazada, cada parto era un verdadero suplicio, tenía un esposo inútil y no había logrado afianzarse en Normandía y tanto menos reclamar sus derechos a la corona de Inglaterra.

Pero este estado de cosas no podía continuar por más tiempo.Esperaba noticias de dos fieles aliados suyos: su tío el rey de

Escocia, que hostigaba constantemente al rey Esteban, y su hermanastro Roberto de Gloucester, que en un principio había fingido ser partidario de Esteban, pero siempre la había mantenido informada de lo que ocurría.

Roberto le había escrito que se acercaba el momento en que ella podría desembarcar en Inglaterra para reclamar su herencia. Los ingleses estaban decepcionados con el comportamiento de un rey cuya debilidad era cada vez más evidente. No era cobarde, pero le faltaban condiciones para el liderazgo. Era demasiado amable cuando debía ser implacable; demasiado amistoso cuando debía ser severo; demasiado magnánimo cuando debía ser firme, y hasta cruel. La gente, en particular las mujeres, lo apreciaba, pero no lo respetaba.

«Es cada vez más impopular —le escribió Roberto su hermanastra—, pues, con la ayuda de su esposa, ha contratado a unos mercenarios flamencos al mando de un tal Guillermo de Ypres, quien ejerce una gran influencia sobre él. Sus hombres son temidos en todo el país, pues se dedican al pillaje y siembran el terror por todas partes en nombre del rey. Gracias a ellos la gente se está volviendo contra Esteban. Debes trasladarte a Inglaterra cuanto antes.»

Matilde comprendió que la esposa de Esteban no era tan tonta como parecía y que el rey confiaba cada vez más en ella. Estaba deseando regresar para ver a su primo cara a cara y vengarse de él.

Sin embargo, no pudo zarpar hasta el mes de setiembre.Roberto la esperaba con ciento cuarenta caballeros.—¿Dónde está el ejército que necesito? —preguntó Matilde.Roberto le contestó que lo tendrían que reunir por el camino. Había

tardado demasiado en regresar, pues en aquellos momentos el país disfrutaba de un cierto período de paz, le dijo. Esteban había sometido a los rebeldes y se había apoderado de varios castillos. Por consiguiente, lo mejor sería que ella se fuera a Arundel y buscara cobijo junto a su madrastra y el esposo de ésta, Guillermo de Albini.

Como no podía hacer otra cosa, Matilde aceptó el consejo.Adelicia se sorprendió cuando uno de sus servidores le comunicó que

un grupo de caballeros se acercaba por el camino. Subió con Guillermo a la torre más alta y no reconoció a los jinetes.

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Guillermo ya estaba en el patio cuando llegaron.—¡Roberto de Gloucester! —exclamó—. Y… —Miró consternado a la

arrogante mujer montada en un corcel al lado del conde. —Es Matice, la verdadera reina de Inglaterra —le explico Roberto.Guillermo hincó la rodilla en tierra y Matilde lo saludo, con un leve

movimiento de la cabeza.—¿Dónde está mi madrastra? —preguntó Matilde—. Ah, ya la veo.Adelicia acababa de salir al patio.—Estoy cansada, pues vengo de muy lejos —dijo Madilde—. Necesito

comida y una cama.—Bienvenida —le dijo Adelicia—. Te ruego que entres en el castillo.Matilde permitió que la ayudaran a desmontar y Adelicia la abrazó al

tiempo que pensaba: «¿Qué significa todo eso? ¿Qué hemos hecho? ¿Acaso ha venido para reclamar la corona?»

—Te prepararán el mejor aposento —dijo Adelicia—. Tienes que descansar.

Los caballeros acamparon en los alrededores del castillo y los servidores prepararon unos aposentos para Matilde y otros para Roberto.

Matilde les explicó a sus anfitriones el propósito de su visita.—Esteban usurpó el trono —les dijo— y yo he venido a recuperarlo.—Ya lo ocupa desde hace cuatro años —le recordó Adelicia.—Pues yo espero que no tarde ni cuatro semanas en abandonarlo.—¿Significa eso que queréis luchar, mi señora? —preguntó

Guillermo, imaginándose un posible enfrentamiento entre los ciento cuarenta caballeros de Matilde y el ejército de mercenarios flamencos de Esteban.

—Reuniré un ejército para recuperar la corona que me pertenece.«Dios mío —pensó Adelicia—, que no se quede aquí. Que se vaya a

otra parte para que nosotros no nos veamos envueltos en este conflicto.»—¿Quieres recorrer el país? —le preguntó.—Primero he de reunir un ejército, y ten por cierto que no me será

muy difícil. Mi primo tendrá que dejar la corona y pronto se acabará la historia del rey Esteban y de la reina Matilde. ¿Cómo se atreve ésa a llevar mi nombre? Aquí sólo hay una reina Matilde: yo.

—Si se entera de que estás aquí… —dijo Adelicia.—No tardará en enterarse y vendrá sin pérdida de tiempo —replicó

Matilde, riéndose.—Si viene con su ejército… —dijo Guillermo.—Que venga. No le tengo miedo.«Tú no —pensó Guillermo—, pero nosotros sí, y nos estás obligando a

ponernos de tu parte y en contra del rey.»—Estoy deseando ver a Esteban —añadió Matilde.Roberto dijo que no sería difícil reunir un ejército pues muchos ya

estaban hartos de Esteban y creían que Matilde era la legítima reina. Cuando ya contara con un ejército, Matilde se pondría al frente del mismo. Entretanto, sería aconsejable que permaneciera en Arundel con su madrastra.

La paz de Arundel quedó repentinamente turbada, pues Matilde era

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una huésped muy exigente.Dejó bien claro que todos, desde el más encumbrado al más humilde,

debían obedecerle sin objeción alguna. De lo contrario tendrían que atenerse a las peores consecuencias.

Roberto de Gloucester se había ido a Bristol y ella esperaba de un momento a otro la noticia de que el pueblo de Inglaterra se había plegado a su causa y estaba dispuesto a ayudarla a expulsar al usurpador del trono y colocarla a ella en su lugar.

Mientras Adelicia disimulaba su inquietud fingiendo bordar un tapiz, Matilde le explicó lo que iba a hacer cuando ciñera la corona de Inglaterra.

—Confío en que lo puedas conseguir sin derramamiento de sangre —dijo Adelicia.

—No vacilaré en derramar la sangre de los traidores que opongan resistencia. —Adelicia se estremeció.

—Las guerras son muy dolorosas. Sobre todo cuando los hombres de un mismo país se enfrentan entre sí.

—Creo que a mi primo Esteban le remuerde la conciencia. Lo mejor que podría hacer sería emprender una peregrinación. —Sonrió—. Se lo diré cuando lo vea sin corona y encadenado a mis pies.

—Espero que todo se pueda resolver amistosamente —dijo Adelicia, horrorizada por el tono de voz de su hijastra.

—Esperas demasiado —replicó Matilde—. ¿No te parece curioso que yo esté de nuevo bajo tu techo? ¿Recuerdas cuando mi padre me puso bajo tu custodia? Habría sido mejor que te hubiera puesto a ti bajo la mía. Pero ahora que he regresado a Inglaterra, no olvidaré tu amistad.

Adelicia no dijo nada. Dudaba de que Matilde pudiera apoderarse tan fácilmente del trono.

—Sí —prosiguió Matilde—, mi padre me puso bajo tu custodia. ¿Recuerdas aquellas Navidades en que tuve que permanecer en tus aposentos? El rey temía que hablara con los cortesanos y me fuera de la lengua.

—Eso me dijeron.—¡Que contara por ahí que mi primer esposo vivía y estaba loco y

había desaparecido sin más de su lecho! Pero eso fue exactamente lo que hizo, Adelicia. Se levantó de nuestro lecho y se perdió en la oscuridad de la noche, con un bastón en la mano y vestido tan sólo con un sayal de peregrino. ¡Estaba loco, Adelicia! ¡Qué mal nos tratan a las mujeres! Nos casan cuando no somos más que unas niñas, y sin nuestro consentimiento. Yo tenía doce años cuando fui entregada al emperador, Adelicia. ¿Qué edad tenías tú cuando te casaran con mi padre?

—Dieciocho años.—Tuviste suerte, aunque me imagino que mi padre debía de ser un

esposo muy exigente. Era un viejo cuando se caso contigo, como el emperador Enrique cuando nos unimos en matrimonio. Aunque eso no es lo peor, siempre y cuando se mueran antes de que nosotras seamos demasiado viejas como para elegir por nuestra cuenta, tal como has hecho tú.

—Soy muy afortunada, pues tengo el mejor esposo del mundo —dijo Adelicia.

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—¿Cuántos años estuviste casada con mi padre?—Catorce.—Es mucho tiempo, pero te voy a decir una cosa Adelicia, cuando al

llegar te vi, me pareció que tu rostro era tan lozano como el de una niña.—Soy feliz en mi matrimonio.Matilde pareció crispada.—Se te nota —dijo—. Ojalá yo pudiera decir lo mismo. No fue

suficiente con que primero me casaran con un viejo, pues después me entregaron a un joven arrogante.

—Tienes tres hijos espléndidos.—Sí, es cierto, pero me complacerían más si pudiera admirar a su

padre.—Son tu consuelo.—Oh, Adelicia, tú siempre ves el lado bueno de las cosas. Eres una

excelente esposa y madre, todo lo que un hombre puede desear, pues quieren que seamos complacientes y que nos dobleguemos a su voluntad.

—Yo tengo mi propia opinión sobre muchas cuestiones.—Pero no la impones a los demás. Me hace gracia que dos veces me

hayas dado cobijo en tu casa, siendo tú y yo tan distintas. Si estuvieras en mi lugar, aceptarías sin más el hecho de que Esteban fuera el rey y pensarías que es mejor que un hombre ciña la corona.

—Me resulta un poco difícil imaginarme en tu lugar.—Tanto como a mí imaginarme en el tuyo. Tienes un marido muy

apuesto y me han dicho que se enfrentó a un león por ti. Yo nunca permitiría que un hombre me mandara. Quiero mandar yo.

—Tal vez por eso el destino te convirtió en emperatriz.—Cuando era emperatriz, tenía que actuar con mucho tino. Era una

extranjera en un país extranjero. Ahora, en cambio soy la legítima reina de Inglaterra por derecho y este derecho nadie me lo va a arrebatar.

—Pero sabes muy bien que Esteban se opondrá a tu reclamación.—¡Esteban! —exclamó Matilde con un brillo de emoción en los ojos

—. ¿Crees acaso que le temo? Ya lo conocía muy bien antes de que tú llegaras a Inglaterra, Adelicia. Entonces era mi buen primo. Después Guillermo murió yo era una mujer que, por si fuera poco, no vivía Inglaterra y a él se le metió en la cabeza la idea de que iba a ser rey. Muchas veces pienso que deberíamos haber sido marido y mujer.

—En tal caso, no habría surgido este conflicto.—Siempre habría existido algún conflicto, pero, estando casados,

habría sido de tipo doméstico, no nacional.Matilde sonrió para sus adentros, imaginando su vida con Esteban.«Es muy pagada de sí —pensó Adelicia—, pero puede que no le falte

razón, pues Esteban ocupa gran parte de sus sueños.»

En la quietud de la alcoba, la reina estudió detenidamente a su esposo. Sabía que estaba más preocupado de lo que le había dado a entender.

—O sea que… la emperatriz ha desembarcado en Inglaterra —le dijo.—Tenía que ocurrir más tarde o más temprano.—Me extraña que haya tardado tanto.

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—No se ha atrevido a venir antes —contestó Esteban.—Roberto de Gloucester es su más firme defensor, y eso me

preocupa.—Es comprensible, siendo su hermanastro.—Pero te juró lealtad a ti.—Creo que lo hizo para servirla mejor a ella.—Se cansará de su arrogancia y de su mal carácter —dijo la reina—.

Nunca agradece los servicios que se le prestan y ésa no es forma de tratar a los partidarios.

Esteban guardó silencio. No podía explicarle a su mujer que, a pesar de estar de acuerdo con ella, comprendía muy bien el poder de Matilde. A lo mejor, el apasionado temperamento de la emperatriz ejercía un efecto irresistible en los demás. Había venido a reclamar la corona. Eran enemigos, y eso provocaría el estallido de una guerra civil. Sin embargo, Esteban sentía una excitación que no había experimentado desde que la viera por última vez.

—Y encima se hospeda en casa de la reina viuda —añadió Matilde—. ¿Cómo se ha atrevido, sabiendo que así coloca a Adelicia en una situación sumamente embarazosa?

—Adelicia sabe que yo comprenderé que no ha obrado por propia voluntad. ¿Qué otra cosa podía hacer sino recibirla?

—Podría haberte enviado un mensaje y pedirte permiso.—Sabe muy bien que yo estoy al corriente de la llegada de Matilde y

de su paradero.—Eres demasiado blando, Esteban. Siempre ves las dos versiones de

las cosas.—Porque siempre las hay, amor mío.—Un rey no debe actuar así. Para tu tío y tu abuelo no había más

versión que la suya.—Estaban equivocados.—Pero instauraron la paz y todo el mundo les temía.—No me gusta inspirar temor. Deberías haberte casado con otro

hombre, Matilde.—Sabes muy bien que no te cambiaría por ninguno.—Menos mal que, por lo menos, tengo un súbdito fiel —dijo Esteban

con una sonrisa.—Fiel hasta la muerte. Pero tienes que hacer prisionera a la

emperatriz cuanto antes.—Por supuesto que sí.—Aprovecha que Roberto se ha ido a Bristol y ella se encuentra en

Arundel sin protección. No debes permitir que Matilde se reúna con su hermanastro, pues en tal caso podría reunir un ejército contra ti.

—La haré prisionera.—Sin tardanza —exigió la rema.—Yo mismo me trasladaré a Arundel.—No —dijo la reina—, tú no debes ir. Mejor envía a otro que la

prenda y la encierre en un lugar seguro, donde no te pueda hacer ningún daño. Recuerda el trato que dispensó tu tío a su hermano Roberto. En cuanto lo encerró ya no hubo tantos derramamientos de sangre en Normandía. En cambio, dejó en libertad al Clito y ya ves los males que le

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causó.—Te has convertido en una estadista, Matilde.—En defensa de tu casa. ¿Enviarás tropas a Arundel? Tienes que

enviar a un hombre de tu máxima confianza para que haga prisionera a Matilde. Después buscaremos una prisión adecuada. Ella quiere que su hijo Enrique herede algún día el trono. Pero nosotros no podemos olvidar a nuestro Eustasio.

—Yo jamás lo olvido.—Entonces enviarás tropas a Arundel.—Las enviaré —dijo Esteban.

Esteban quería permanecer un rato a solas para pensar. Recordaba la ardiente mirada de Matilde que sólo la consumación del amor podía suavizar. Creía que su relación con la emperatriz ya pertenecía al pasado, pero ahora que ella había regresado, volvía a desearla con todas sus fuerzas. Quería tenerla otra vez entre sus brazos, y no le importaban las consecuencias.

¿Cómo podía pedirle a un tercero que la hiciera su prisionera? Matilde lo consideraría un insulto. Si el rey quería convertirla en su prisionera, la tendría que hacer él mismo.

Se trasladaría a Arundel y le diría: «Eres mi prisionera» Ya se la imaginaba, soltando una carcajada. Sin embargo él se mostraría firme y le haría comprender que el tercer hijo del conde de Blois era el rey de Inglaterra y por muy grande que fuera su orgullo de emperatriz, ella tendría que reconocerlo como tal.

Su esposa le había aconsejado que no fuese personalmente a Arundel y él sabía por qué. No quería que se viera cara a cara con la emperatriz. Temía los poderes de su rival, pues los conocía muy bien.

Pero ¿cómo podía enviar a otro para prender a Matilde?Quería que se enfrentase a la verdad. Quería ir personalmente y

entrar en el castillo con la seguridad que sólo un rey podía tener. Quería que comprendiese que él era el amo y señor. Nunca en su vida Esteban había deseado algo tanto como esto. Matilde siempre lo había despreciado y jamás se había preocupado en disimular sus sentimientos. Ella era arrogante y nunca cambiaría. E incluso en los momentos en que la pasión había arrojado a uno en los brazos del otro, ella no había dejado de recordarle que se consideraba superior a él y a todos.

«Pobre Matilde —pensó Esteban—, sólo tú podrás comprender hasta qué extremo estoy disfrutando de este momento.»

Era típico de él que mientras le estaba diciendo a su esposa que enviaría a alguien a tomar prisionera a Matilde, estuviese planeando el modo de hacerlo él mismo.

Mandó llamar a su hermano Enrique, obispo de Winchester, y le comunicó su intención de trasladarse a Arundel donde Adelicia y Guillermo de Albini habían acogido a la emperatriz Matilde bajo su techo.

—La harás prisionera, supongo —dijo Enrique.—Supones bien.—Roberto de Gloucester está reuniendo a mucha gente en Bristol.—Me he enterado de ello, pero en cuanto se sepa que la emperatriz

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ha sido hecha prisionera, sus partidarios se dispersarán.—Si la haces prisionera, saldrás fortalecido —dijo Enrique—. Arundel

no está muy bien fortificado. Podría pedirle a Adelicia que te la entregara. No podría negarse.

—Me ha enviado un mensaje en el que me dice que la emperatriz se presentó allí sin invitación y ella no tuvo más remedio que acogerla. Teniendo en cuenta lo orgullosa que es la emperatriz, temo que se resista a ser entregada.

—Es una mujer a la que hay que tratar con sumo cuidado —dijo Enrique.

—Estoy de acuerdo. Por eso tengo que ir personalmente a Arundel.

Esteban se puso al frente de sus tropas y la reina le vio alejarse con tristeza, pues ella mejor que nadie comprendía sus motivos.

Esteban ya se imaginaba a Matilde en el castillo de Arundel, dando órdenes a diestro y siniestro y quizá observando su llegada desde la torre más alta, con una sonrisa en los labios.

Cuando se vieran cara a cara, el amor y el odio que sentían el uno por el otro se desbordarían y mezclarían en una experiencia jamás vivida por ninguno de los dos.

Las tropas de Esteban acamparon frente al castillo. Desde una de las ventanas de la torre, Matilde las contempló, pensando: «Estoy atrapada. Me puede hacer prisionera si quiere, pues este castillo no está preparado para resistir un largo asedio.»

—El rey está ahí fuera —le anunció Adelicia—. Ha venido personalmente para sacarte de aquí.

—¿Y tú lo vas a permitir? ¿Quebrantarás las leyes de la hospitalidad? ¿Querrás entregar a tu reina… sí, a tu verdadera reina… a un traidor? Ten mucho cuidado, madrastra. Creo que no te haría mucha gracia que tu esposo fuera despojado de sus posesiones y acusado de traidor.

—Te suplico que no me mezcles en esta contienda —le dijo Adelicia—. Mi esposo sólo quiere ser fiel al legítimo soberano.

—Pues ésa soy yo.—El rey no lo cree así.—¿Y tú qué crees?—Obedeceré a mi soberano…—¿Tu soberano es el presunto rey o la verdadera reina?—Quienquiera que sea reconocido como tal.—Juegas con las palabras. ¿Acaso mi padre enseñó su dulce esposa a

obrar de esta forma?—No puedo desobedecer las órdenes del rey.—¿Esteban? ¡Bah! Ése no es capaz de declararle la guerra a una

mujer. Es demasiado blando y remilgado Dile que yo te pedí hospitalidad y que te viste obligada a ofrecérmela. Dile también que deseo hablar con él.

—¿Crees que entrará en el castillo para negociar contigo?—Es muy posible que lo haga.—Nos pondrá sitio y perderemos nuestras tierras.—Las perderéis cuando yo alcance el poder si ahora no me

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obedecéis.Adelicia fue a consultar con su esposo. Guillermo dijo que tenían que

transmitirle al rey el mensaje de la emperatriz. Esteban era un hombre razonable. Comprendería que ellos se habían convertido en anfitriones a la fuerza. Matilde le pedía al rey que le concediera el honor de su visita. Y esperaba, decía en su mensaje, que él tuviera a bien concedérselo.

Esteban comprendió que tendría que ir a visitarla, pues, de lo contrario, ella pensaría que le tenía miedo. Y además, quería verla para decirle que él era el amo y señor y ella su prisionera. Podía hacer con ella lo que quisiera, arrojarla a una mazmorra o cometer cualquier otra indignidad.

—¿No irás a verla, supongo? —le preguntó alarmado su hermano Enrique.

—Me temo que tendré que hacerlo.—¿Por qué ella te lo pide? No está en condiciones de pedir nada.—Es nuestra prima, Enrique.—Y tu mayor enemiga.—No le tengo miedo.—No tienes por qué mientras se encuentre en tu poder. Pero, si

escapara…—Se encuentra en mi poder y quiero que ella lo comprenda.—O sea que irás a verla.—Sí —contestó el rey—. Iré a verla.

Matilde esperó triunfalmente la llegada de Esteban. Nada más verle, experimentó una profunda emoción. Los años no habían empañado su apostura sino que más bien la habían acrecentado. Si ambos se hubieran casado, el país no tendría que enfrentarse ahora a una guerra civil.

Por supuesto, fue ella quien primero superó la inicial emoción.—Conque ahora eres Esteban, el sedicente rey.Él sintió una excitación mil veces superior a la que sentía cuando

marchaba a la batalla.—Soy tu soberano, el rey Esteban. Deberías arrodillarte ante mi

presencia y temer por tu vida.—Tú eres quien debería rendirme homenaje y temer por su vida.—Bromeas, Matilde. No olvides que eres mi prisionera.—O sea que entras en una casa amiga y después anuncias tu

voluntad de saquearla. ¿Es ése el concepto que tienes de la realeza, Esteban de Blois?

—El rey Esteban exige obediencia.—Siempre exiges demasiado.—Vamos, Matilde, seamos razonables. Tú eres mi prima, pero yo soy

el rey y has venido a disputarme mi derecho a la corona, ¿no es así?—¿Tu derecho a la corona? ¿Qué estás diciendo? ¿Qué derecho

tienes tú a la corona?—El derecho de posesión.—No será por mucho tiempo, ya lo verás.

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—Estás pidiendo a gritos que te encierre en una mazmorra.—¿Crees acaso que mis partidarios no me rescataría y te encerrarían

a ti? Entérate bien, Esteban de Blois cualquier cosa que me hicieras te sería hecha a ti, pero de manera mil veces más cruel.

—De eso no me cabe la menor duda… en caso de ocurrir—Estás muy seguro de ti mismo.—No, eres tú quien lo está.—Lo estamos los dos —dijo Matilde en tono más conciliador—. O sea

que has sido un falso amigo y amante Tú, que decías quererme, ahora estarías dispuesto a ser cruel conmigo.

Esteban la asió por los hombros y la atrajo hacia sí. Matilde reprimió una sonrisa de triunfo y le preguntó en un susurro:

—¿Tan pronto lo has olvidado?—Sabes que nunca lo olvidaré.—Juntos pasamos horas muy felices —dijo Matilde—, Jamás habíamos

vivido una experiencia parecida… ni tú con tu estúpida reina que se atreve a llevar mi nombre ni yo con el pobre emperador o con el chicuelo que tengo por esposo. Reconócelo, Esteban.

—Jamás lo he negado.—Por lo menos, fuiste sincero en una cosa. Y ahora dices que me

quieres encerrar en una mazmorra. No serías capaz de hacerlo, Esteban. ¿Cómo podrías dormir tranquilo si lo hicieras? ¿Cómo podrías dormir tranquilo, sabiendo que yo estoy aquí… y los dos estamos separados?

—Matilde…—Sí, yo soy tu Matilde, por encima de todo.Se abrazaron con tal fuerza —él con total imprudencia y ella

calculando los riesgos— que, al final, ambos se dejaron arrastrar por los sentimientos.

Mientras permanecían estrechamente enlazados como si la fuerza de su pasión pudiera impedir la necesidad de separarse, Matilde dijo:

—Esteban, ¿qué importa todo lo demás si estamos juntos.—Tendremos que separarnos —contestó Esteban, lanzando un

suspiro—. Siempre nos ha ocurrido lo mismo. Cuando éramos niños, comprendimos que deberíamos estar juntos… pero siempre hemos estado en realidad separados.

—Puede que algún día, Esteban…—¿Cómo?—Tú tienes a la tonta de Matilde y yo tengo al insensato de

Godofredo. ¿Quién sabe…?—Matilde siempre ha sido una buena esposa.—Porque siempre ha dicho que sí a todo, por eso dices que ha sido

buena. ¿Te ha dado ella lo que yo te he dado? Has sentido alguna vez por ella lo que sientes por mí?

—Sabes muy bien que no.—Pues entonces déjate de hipocresías. Tú quieres a esta Matilde —

dijo la emperatriz, golpeándose el pecho con la mano— Me necesitas a mí. Porque he llevado tu semilla en mis entrañas, porque estábamos destinados el uno al otro…

Esteban la miró fijamente.—¿Quieres decir, Matilde… quieres decir que… el pequeño Enrique…

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?Matilde bajó los ojos y esbozó una sonrisa.—¡Cómo os envanecéis los hombres cuando creéis que habéis

engendrado un varón! Os sentís renacer. El pequeño Enrique es un niño precioso… todo lo que un hombre podría desear en un hijo.

—¡Y es mío! —gritó Esteban.—Tú lo has dicho, no yo.—Matilde —dijo Esteban, cogiéndola de la mano—. Dime la verdad.

Él niño… el pequeño Enrique…Matilde soltó una carcajada.—Ese será mi secreto… por el momento —contestó—, primero quiero

ver cómo me tratas. Hace un momento decías que querías arrojarme a una mazmorra.

—Jamás permitiré que te maltraten.—¿Hace falta que me lo digas? Me ofendes. ¿Acaso me he rendido a

ti hace un momento?—Oh, Matilde, ¿pero es que acaso te has rendido alguna vez a mí?

¿No he sido más bien yo quien se ha rendido a ti?—Esteban, déjame ir a Bristol —pidió la emperatriz—Allí está tu hermano.—Sí, deja que me reúna con él.—Roberto de Gloucester es mi enemigo. ¿Me pides que te permita

reunirte con mi enemigo? —preguntó Esteban.Matilde le arrojó los brazos al cuello.—Déjame salir de aquí, Esteban.—No puedo.—Debes hacerlo porque a mí no me puedes negar nada.—Todos esperan que te deje al cuidado de alguien.—No, eso sería convertirme en prisionera. ¿Quieres hacer prisionera

a la hija del rey que te dio todo lo que tienes? Mi padre te favoreció. Él te trajo a Inglaterra. Te dio tierras y una esposa rica. Él me dio la vida y yo he sido tuya, Esteban. ¿Quieres ofender la memoria de mi padre, haciendo prisionera a su hija?

—¿Y qué ocurrirá si vas a Bristol?—Puede que regrese a Anjou. Mi hermano me escoltará.Esteban sabía que Matilde mentía, pero el recuerdo de su amor era

más fuerte que las promesas matrimoniales y que la corona por la que ambos luchaban.

—Entonces me dejarás ir a Bristol, ¿verdad, Esteban? Y tú me irás a ver allí. Cuando esté allí haremos planes para otro encuentro.

Esteban lanzó un suspiro.—Gracias, Esteban. Gracias, mi amor —dijo Matilde. A continuación

abandonó la estancia llamando a gritos a su madrastra—. Adelicia, Adelicia, ¿dónde estás? El rey ha sido generoso conmigo. Me ha dado su venia para ir a Bristol.

Esteban la siguió a trompicones. «¡Necio! —se dijo—. Estás loco. No puedes permitir que se escape.»

La encontró con su madrastra.Adelicia parecía muy contenta.—Oh mi señor rey Esteban —dijo—, cuánta nobleza la vuestra.

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Aunque vos siempre habéis sido así.—Tengo que irme inmediatamente —dijo Matilde, esbozando una

sonrisa triunfal—. Mi querida Adelicia, tus temores eran infundados. Tenías miedo, ¿verdad? Temías ofender al rey y ya ves lo bueno que ha sido conmigo.

Esteban no dijo nada. Luchaba por acallar unas voces interiores que lo llamaban insensato.

Más tarde fue a ver a su hermano el obispo de Winchester y le explicó que había concedido permiso a Matilde para ir a Bristol.

Enrique lo miró consternado.—Es nuestra prima —dijo Esteban, tratando de justificarse—. Tú y yo

le debemos todo lo que tenemos a su padre, nuestro tío el rey Enrique I. ¿Cómo puedo hacerla prisionera?

—Ella no vacilaría en arrojarte a una mazmorra.Esteban sacudió la cabeza. Pensaba en las emociones que acababa

de vivir. ¿Cómo podían hacerse daño unos amantes?—No, ella también tendría en cuenta el parentesco que nos une.Enrique no era hombre de muchas palabras. «Mi hermano es un

necio», pensó, pero no dijo nada.—Irá a Bristol —dijo Esteban—. He empeñado mi palabra.«A Bristol —pensó Enrique—, donde su hermanastro el de Gloucester

está reuniendo un ejército para expulsar a Esteban del trono y colocar en él a Matilde.»

—Supongo que todavía no se ha ido —dijo Enrique.—Le he dado mi palabra —le recordó Esteban—. La enviaré con una

escolta y, como en todo el reino no hay nadie en quien confíe como en ti, la escolta serás tu.

Enrique inclinó la cabeza.Le gustaba la perspectiva de viajar en estrecho con tacto con Matilde

y tener la oportunidad de conocer mejor a la mujer que había sido lo bastante astuta como para engañar a su hermano. Admiraba a Matilde y pensaba que tal vez en el futuro se vería obligado a tornar una importante decisión.

Matilde cabalgaba al frente del grupo en compañía del obispo Enrique de Winchester. Se la veía muy satisfecha del resultado de su encuentro con Esteban… y con razón. Enrique estaba seguro de que su hermano ya se habría arrepentido de su imprudencia.

El obispo de Winchester era un hombre ambicioso, y si había apoyado a Esteban no lo había hecho sólo porque era su hermano. Ante todo era nieto del Conquistador, y como tal deseaba gobernar. Como jerarca de la Iglesia deseaba influir en los asuntos del país y, siendo Esteban tan débil, no había ninguna razón para que la Iglesia no impusiera su voluntad sobre el Estado.

El comportamiento del rey lo había obligado a llegar a la conclusión de que su hermano no estaba en condiciones de regir los destinos de Inglaterra. La gente comenzaba a darse cuenta de que no era un León de

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Justicia. Inglaterra necesitaba hombres fuertes como Guillermo el Conquistador y Enrique I.

De momento seguiría apoyando a su hermano, pero cada vez con mayor frecuencia se preguntaba si no se habría equivocado. Muchos decían que Esteban había usurpado el trono, y era verdad. Matilde, la hija del rey Enrique, era la auténtica heredera, y si mucha gente había aceptado a Esteban sólo lo había hecho porque se negaba a ser gobernada por una mujer. Si Esteban hubiera sido fuerte todo habría sido distinto, pero había puesto de manifiesto su debilidad al perdonar a sus enemigos y al permitir que Matilde se le escapara de las manos.

Acaso no sabía que Roberto de Gloucester estaba reuniendo un ejército contra él? Matilde lo había hechizado, apartándole de su deber para con el país y para con todos aquellos que le habían jurado lealtad.

Estaba claro que más tarde o más temprano Esteban perdería la corona y, cuando tal cosa ocurriera, el obispo Enrique de Winchester quería estar en el bando vencedor.

Matilde era altiva y arrogante, pero se había dignado a hablar con él durante el viaje. Le había preguntado qué distancia habían recorrido y cuánto les faltaba para llegar.

—Os sorprende que vuestro hermano me haya permitido ir a Bristol, ¿no es cierto, mi señor obispo? —le había preguntado en determinado momento.

—Confieso que sí —contestó Enrique.—Esteban es un insensato —dijo Matilde.El obispo Enrique hizo una mueca de desagrado. No se podían

utilizar semejantes calificativos para hablar de un rey.—Debéis saber —añadió Matilde, soltando una carcajada—, que no

pienso permitir que se quede con lo que me ha robado. ¿Os extrañan mis palabras, mi señor obispo? No temáis que eso sea una traición. Temed más bien las acciones del pasado. Todos los que han apoyado a Esteban son mis enemigos.

El obispo guardó silencio.—Estaría dispuesta a perdonar a los que se pusieran de mi parte

ahora que estoy aquí —añadió Matilde—. Por consiguiente, vuestra situación no es desesperada. Sé que yo estaba lejos y que lo más prudente era apoyar al usurpador. Mi propio hermanastro fingió hacerlo… Y estoy segura de que otros debieron de actuar de la misma forma.

—Es probable —dijo cautelosamente el obispo.—Y vos mi señor obispo, sois su hermano, pero también mi primo. Le

debéis mucho a mi padre. A él no le gustaría que os opusierais a la legítima heredera del trono por el simple hecho de que vuestro hermano os hubiera pedido vuestro apoyo. Vamos, mi señor obispo. Todavía estáis a tiempo. Sé que sois un hombre muy astuto. ¿Creéis que Esteban podrá conservar la corona ahora que yo estoy aquí?

—Ha sido coronado rey de Inglaterra.—Por parte de unos traidores. ¿Y qué ha hecho él por vos, mi señor

obispo? Vamos, decid la verdad. Cuando murió el anciano Guillermo de Canterbury, ¿acaso no aspirabais a su puesto? No contestáis. Ni falta que hace, todos sabemos que sois un hombre ambicioso. Erais el sucesor

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natural de Guillermo, pero no fuisteis elegido arzobispo de Canterbury. ¿Sabéis por qué?

—El Papa no dio su consentimiento.—¿Y sabéis por qué no lo dio? Os lo diré. Porque Esteban se opuso…

a instancias de la muy estúpida de su mujer. Sí, ésa está empezando a ejercer mucha influencia sobre el hombre al que vos llamáis el rey. Sólo por eso se le tendría que destronar. Juntos confabularon contra vos.

Matilde sonrió al ver que había dado en el clavo. Enrique estaba furioso porque esperaba la sede de Canterbury. En cambio, seguía en Winchester. ¿Ésa era la recompensa que Esteban reservaba a quien le había ayudado a hacerse con el trono?

—Y entonces eligieron a Teobaldo —añadió Matilde.—El Papa siempre me ha mostrado su favor —dijo Enrique—. Me

nombró delegado de Inglaterra, un puesto casi tan importante como el del arzobispo de Canterbury.

—Estoy segura de que vos ejercéis mucha influencia en mi reino y de que sois un hombre prudente —dijo Matilde—. Por esta razón dejaréis de apoyar al usurpador y abrazaréis la causa de la legítima reina.

—El rey es mi hermano…—Decid más bien el usurpador. La lealtad se la debéis a vuestra

prima. Y no os la pido, porque pedir no es propio de mi naturaleza. Os la exijo. Y haríais bien, mi señor arzobispo, en ofrecérmela sin tardanza. No suelo tratar con benevolencia a los que se oponen a mí. Yo no soy como vuestro hermano Esteban.

—Bien lo sé, señora.—Pues entonces, cuando llegue el momento, me recibiréis en

Winchester.Ambos detuvieron por un instante sus monturas y se miraron a los

ojos.—Ya veo que me ofreceréis vuestra lealtad —dijo Matilde—. Os

prometo que no os arrepentiréis. No pienso arrebataros ni un adarme de vuestro poder y dejaré en vuestras manos los nombramientos episcopales y abaciales. Creo que nos hemos entendido.

—Sí mi señora, estoy seguro de que sí.Matilde asintió con la cabeza y espoleó su caballo.«Tiene tantos humos que cualquiera diría que ya es la reina de

Inglaterra —pensó Enrique de Winchester—. Mi hermano es un necio y estoy seguro de que, de no haber sido por él y su mujer Matilde, a estas horas yo sería el arzobispo de Canterbury.»

No tendría más remedio que cambiar de bando y apoyar a Matilde contra Esteban.

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El prisionero de Matilde

La noticia de que Esteban había dejado en libertad a la emperatriz Matilde y de que ésta se dirigía a Bristol para reunirse con Roberto de Gloucester, dejó boquiabiertos de asombro a los partidarios de Esteban. El rey debía de estar loco, pensaban. ¿Era posible que aquella extraña dolencia que había sufrido le hubiera afectado la cabeza?

Cierto que era amable con todo el mundo, pero había sido muy débil con los enemigos y el hecho de haber dejado escapar a su rival constituía un claro indicio de locura.

Matilde era efectivamente la legítima heredera del trono y contaba con el apoyo de Roberto de Gloucester, el hijo bastardo del difunto rey a quien muchos habrían querido ver en el trono, aunque él había rechazado aquella posibilidad, señalando que la única heredera legítima era su hermanastra Matilde.

Así pues, cuando Matilde se reunió con Roberto en Bristol, muchos caballeros y barones ya habían decidido pasarse a su bando.

Después de dejar Arundel, Esteban regresó a Westminster donde la reina lo esperaba con ansia. Al enterarse de que su esposo había dejado en libertad a Matilde, se sintió horrorizada. Al principio no creyó que fuese posible, pero cuando cayó en la cuenta de lo que en realidad significaba, lo entendió muy bien. Esteban había sido atrapado por los encantos de la emperatriz. ¿Dónde residía el poder de aquella mujer? La reina era consciente de que Matilde era una mujer hermosa, pero su carácter distaba mucho de ser atractivo; era arrogante, altanera, pedante. Y aun así, su hermano Roberto, que era un hombre respetable, estaba de su lado, y Esteban se sentía tan atraído por ella que no dudaba en poner en peligro su corona dejándola en libertad.

Recordó los días en que había abandonado la abadía de Bermondsey para casarse con el apuesto y gentil Esteban. Recordó también lo feliz que se había sentido. Mientras la otra Matilde era obligada a abandonar su hogar y a contraer matrimonio con un anciano, ella se convertía en la esposa del encantador Esteban. ¿Tan afortunada había sido? Sí, porque lo amaba. A pesar de todos los sinsabores que le había hecho sufrir, quería protegerlo. Qué extraño que ella, la sumisa e insignificante Matilde de Bolonia, se diese cuenta ahora de que, en realidad, siempre había sido más fuerte que su marido.

Cuando Esteban llegó, ella lo recibió afectuosamente. Tenía cara de preocupación pues suponía que Matilde ya se habría enterado que la emperatriz estaba camino de Bristol. Esperaba que le reprochase el haber sido tan tonto y el que la hubiese engañado una vez más con aquella mujer, pero no lo hizo. Había habido otras mujeres antes que la emperatriz, pero había sido diferente. «Querido, adorado Esteban —pensó Matilde—, ¿por qué no sabes decir no aun cuando con tu actitud

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pones la corona en peligro?»Después de cenar y cuando ambos ya se encontraban a solas en su

alcoba, Matilde le dijo a su esposo:—Quiero hablar contigo, Esteban.Él asintió con la cabeza.—Tengo entendido que muchos se están pasando al bando de la

emperatriz.Esteban no contestó.—Ten Por seguro que se desatará una contienda.—Me quedan muchos seguidores.—¿Cómo puedes saber quién te es leal?—Sólo conozco a una persona que lo es con toda certeza —contestó

Esteban, tomando el rostro de su esposa entre sus manos.—De mí te puedes fiar, ocurra lo que ocurra —dijo ella.Esteban se avergonzaba de haber sucumbido ante la emperatriz.

Debería haber permanecido al lado de su esposa que lo amaba con generosidad y sin el menor egoísmo, en lugar de traicionarla con su apasionada enemiga la emperatriz. En aquellos momentos Matilde seguramente estaría comentando con Roberto de Gloucester su victoria y la facilidad con la cual había conseguido engañar a su primo el rey.

—Oh, mi queridísima Matilde —le dijo Esteban a su esposa—, no me dejes nunca. Quédate siempre conmigo.

—Siempre defenderé tu causa, pero es posible que no siempre pueda quedarme contigo.

Esteban miró alarmado a su mujer. La posibilidad de perderla lo aterraba, pues ella era su roca y su fortaleza. No podía prescindir de ella y, sin embargo, tampoco le podía ser fiel.

—Esteban —dijo Matilde—, es posible que nos quede muy poco tiempo. Pronto estallará una guerra civil en este país. Roberto de Gloucester está reuniendo un ejército y, cuando la emperatriz se reúna con él, muchos se pasarán a su bando. No sabemos si marcharán sobre Winchester o si lo harán sobre Londres, y tú tienes que estar preparado para enfrentarte con ellos.

—¿Por qué me eligieron rey si no me querían? —se preguntó Esteban.

—Cuando te coronaron te querían, Esteban. Pero los nombres cambian de parecer. «Nunca, habrían cambiado —pensó con tristeza— si tú, mi querido esposo, te hubieras comportado como tu tío Enrique y como tu abuelo el Conquistador.»

Sin embargo, no le dijo nada, pues los reproches de nada habrían servido. Ahora era necesario hacer plan para el futuro.

—El pueblo es muy inconstante —dijo él.Matilde rodeó a Esteban con sus brazos.—Te volverá a apoyar cuando vea que eres fuerte —le dijo.—Les demostraré quién soy yo —dijo Esteban.«No podrás hacerlo mientras sigas cediendo ante la emperatriz y

dejes escapar a tus enemigos», pensó Matilde.—Eres un luchador muy valiente, Esteban. Todo el mundo lo sabe.

Nadie que te haya visto en el campo de batalla puede dudar de tu valor.—Lucharé a muerte por la corona si es necesario —dijo él. Hizo una

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pausa, luego miró fijamente a su esposa y agregó—: Me reprochan que haya dejado en libertad a la emperatriz.

La reina apartó la mirada.—Tú me lo reprochas, Matilde.La reina sacudió la cabeza sin decir nada.—Es mi prima, Matilde. Nos criamos juntos… No podía hacerla

prisionera. ¿Qué esperaban que hiciera? ¿Que la encerrara en una mazmorra?

—No, eso no.—Recordé cuando éramos niños y jugábamos juntos.Matilde lo miró como si se preguntara a qué juegos se refería en

realidad.—Es mi prima —añadió Esteban—. Y no es bueno luchar contra los

propios parientes.—A veces es necesario, si ellos luchan contra ti.Esteban miró a Matilde, cabizbajo.—Esteban —dijo la reina—, no pensemos en el pasado y veamos qué

podemos hacer en el futuro. Con la ayuda de su hermano Roberto, la emperatriz está reuniendo a sus partidarios en Bristol y muy pronto marcharán contra ti. Tienes que estar preparado.

—No temas, los venceremos —dijo Esteban—. Y después, tú y yo viviremos en paz y armonía para siempre. Quiero demostrarte lo mucho que te amo, hasta qué punto confío en ti y lo mucho que tú significas para mí…

Matilde lo miró y sonrió. Eran las palabras propias de un marido que quería tranquilizar su conciencia.

—Sé que me aprecias, esposo mío —le dijo—, y tenemos que pensar en nuestros hijos. La emperatriz luchará con desnuedo no sólo en su propio interés, sino también en el de su hijo.

—No me cabe la menor duda.—Nosotros también tenemos un hijo, Esteban. Nuestro Eustasio. Y

Guillermo. Tenemos que luchar por nosotros y por ellos. Está en juego la herencia del trono… para tu hijo o para el hijo de la emperatriz.

Esteban bajó los ojos. No quería que su esposa adivinara el secreto. Matilde conocía el vínculo que existía entre el rey y la emperatriz, pero jamás debería saber que quizá el pequeño Enrique de Anjou, del que tan orgulloso se sentía su abuelo, no era hijo de Godofredo sino suyo.

«Enrique y Eustasio… mis dos hijos», pensó Esteban. Pero ¿sería Enrique hijo suyo? Era probable que ni la emperatriz lo supiera con certeza.

De repente, se sintió invadido por una oleada de odio hacia su prima a la que siempre llamaba la emperatriz, pues la reina era su esposa. El hijo de la emperatriz no debería heredar la corona. Ésta tenía que ser para Eustasio.

—La corona será para Eustasio —gritó Enrique—. Empeño en ello mi vida.

Nunca más dejaría que la emperatriz lo volviese a tentar. El amor de su dulce esposa lo merecía todo, mientras que su pasión por la otra Matilde no era más que una fuerza destructora.

—Tenemos que organizar las cosas, Esteban —le dijo la reina—. No

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podemos olvidar Normandía. Hay que aplacar al rey de Francia. Si él fuera nuestro aliado, Normandía estaría a salvo y tú podrías dedicarte por entero a Inglaterra.

—Tendrías que haberte dedicado a la política, Matilde.—La necesidad obliga. Yo seré tu principal ministro. Esteban, pues

como comprenderás nuestra situación es desesperada. Lo he estado pensando mucho. Nuestro Eustasio será algún día rey de Inglaterra. Si el rey de Francia aceptara el compromiso entre su hija y nuestro hijo, concertaríamos una alianza contra la cual ningún enemigo se atrevería a luchar.

—Tienes mucha razón. Pero ¿cómo puedo abandonar ahora Inglaterra para ir a ver al rey de Francia?

—Podrías enviar un embajador.—¿Quién?—La única persona que puede defender tu causa mejor que nadie. Tu

propia esposa.—¿Tú, Matilde?—Ni más ni menos. Me iré a Francia con Eustasio y convenceré al

rey de los beneficios mutuos que semejante alianza podría reportar a ambas casas.

—Ya veo que mi amada reina se ha convertido en una auténtica estadista —dijo Esteban, mirándola con afecto.

Transcurrieron varios meses muy dolorosos. Esteban no era un cobarde, pero siempre había deseado mantener buenas relaciones con todo el mundo y estaba muy apenado por el hecho de que algunos lo odiaran hasta el extremo de querer arrebatarle la corona.

De no haber sido por su prima Matilde, el pueblo lo habría aceptado sin reservas, pues muchos recordaban la dureza de su tío y de su abuelo y preferían ser gobernados por un rey más benévolo.

Entretanto, la reina se encontraba ya en Francia, en cuya corte había sido recibida con todos los honores, pues llevaba consigo una cuantiosa dote para la hija del rey. Se trataba de una costumbre a la inversa, ya que, por regla general, era la novia la que solía pagar la dote al novio, pero la situación era muy delicada y Matilde sabía que la alianza con el monarca francés le reportaría a su esposo un crecido número de soldados y armas. Ella se encargaría de que Roberto de Gloucester y la emperatriz Matilde se enteraran cuanto antes de la noticia.

El rey de Francia estaba seguro de que Esteban derrotaría a su prima, pues no podía concebir que un país fuera gobernado por una mujer. El trato se concertó sin dilatación. Eustasio, el hijo y heredero del rey Esteban, se convertiría en yerno del rey de Francia a través de su matrimonio con Constanza, la hija del soberano francés.

La emperatriz y sus seguidores recibieron la noticia con consternación y Esteban dio gracias a Dios por tener una esposa tan leal e inteligente.

Habían transcurrido apenas seis años desde la muerte del León de

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Justicia cuyas severas leyes habían devuelto la paz y el orden que imperaban en el país en tiempos del Conquistador. Pero ahora que el trono lo ocupaba Esteban, las cosas habían cambiado. Habían surgido castillos por todas partes y sus señores asolaban el territorio, secuestrando y torturando a la gente hasta conseguir que les entregaran sus bienes y haciendas.

Los caminos ya no eran seguros y muchos incautos viajeros eran capturados y conducidos a los castillos donde se los torturaba sin piedad hasta morir, utilizando instrumentos de tortura tales como el llamado sáchentele, una especie de collar de hierro sujeto a un listón de madera y provisto de unas afiladas púas, que se ajustaba alrededor del cuello de la víctima, o la crucet house, una caja aplanada en la que se introducía a la víctima con unas afiladas piedras encima, colocando después sobre la caja unos pesos que aplastaban el cuerpo del infortunado.

Otras torturas consistían en colgar a la víctima por los pies y encender una hoguera debajo, anudar una cuerda alrededor de la cabeza y tensarla hasta conseguir que penetrara en el cerebro o encerrar a la víctima en una mazmorra llena de sapos, ratas y serpientes.

El pacífico país del que tan orgullosos se sentían Guillermo y Enrique se había convertido ahora en el imperio de la anarquía.

A la vista de lo que estaba ocurriendo, la reina envió unos mercenarios desde Bolonia, pero lo que al principio parecía una bendición acabó siendo justamente lo contrario, pues muy pronto aquellos hombres empezaron a dedicarse al pillaje y a toda suerte de actos violentos.

Finalmente, la temida guerra civil había estallado.Los barones y los caballeros se estaban apartando cada vez más de

Esteban. Había demostrado ser un rey débil y este defecto había sumido al país en la anarquía. Pero el rey estaba decidido a defender su trono aun a riesgo de su propia vida. A menudo pensaba en su reina Matilde, que le había dado un ejemplo de fortaleza y había concertado la boda de su hijo para contribuir así a la causa de su esposo. Esteban comenzó a recorrer el país sitiando los castillos cuyos señores se habían pasado al enemigo.

Al principio, le fueron bien las cosas y pareció que la suerte lo favorecía, pero la batalla decisiva se libró en Lincoln el día de la Candelaria del año 1141.

Al enterarse de que el rey se dirigía a Lincoln, el conde Ranulfo de Chester comprendió que necesitaría ayuda y dejó el castillo al cuidado de su hermano y de su joven esposa, hija de Roberto de Gloucester, en la certeza de que éste acudiría en su auxilio en cuanto él se lo pidiera.

La situación era desesperada, pues Esteban, cuya popularidad había menguado considerablemente en los últimos meses, contaba con un ejército muy bien preparado. Cuando Ranulfo llegó a Gloucester donde el conde Roberto se encontraba con su hermanastra la emperatriz Matilde, el rey ya había acampado en las afueras de Lincoln.

Tanto Roberto como Ranulfo estaban preocupados por la suerte de la mujer que era hija del uno y esposa del otro. Se la imaginaban demacrada

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y desgreñada o, peor todavía aquejada de alguna de las temibles dolencias que se solían contraer en semejantes circunstancias.

—Tenemos que derrotarlo sin pérdida de tiempo —dijo la emperatriz Matilde tras escuchar el relato del conde Ranulfo—. Es nuestra gran oportunidad. Quiero que lo conduzcan a mi presencia encadenado. Así aprenderá que nadie puede arrebatarme la corona.

—Confío en que vos no seáis tan indulgente con él, como él lo fue con vos, mi señora —dijo Roberto.

—No soy tonta, hermano —se limitó a contestar Matilde.—Tenemos que reunir un ejército —añadió Roberto—. Si

conseguimos atraparlo en Lincoln, tendremos muchas posibilidades de vencerlo. Ahora sólo contamos con un puñado de hombres desesperados.

—Combatirán con arrojo porque no tienen nada que perder y sí mucho que ganar —dijo Ranulfo.

—Ciertamente, todo lo que pueden perder es la vida —dijo Roberto con tono sombrío—. Lo que hay que hacer ahora es reunir cuanto antes un ejército —insistió.

El conde de Gloucester sabía que aquella batalla sería muy importante en la campaña de la emperatriz y estaba empeñado en ganarla por el bien de su hija.

La emperatriz vio alejarse a ambos hombres, sabiendo que lucharían por la joven que se encontraba atrapada en el castillo de Lincoln con más determinación que por su causa.

Sonrió. Algo le decía que la victoria estaba próxima. De pronto, experimentó un repentino temor. No quería que mataran a Esteban. No podría soportarlo. Ni siquiera el trono de Inglaterra podría compensarla de su pérdida. Quería que lo hicieran prisionero y lo humillaran y le hicieran comprender lo necio que había sido al pensar que podría derrotarla. Jamás, ni siquiera durante sus apasionados encuentros, se había sometido a él. Siempre era Esteban el que suplicaba. ¡Qué feliz la había hecho al dejarla escapar! No porque de ese modo le permitiera ir a Bristol, sino porque le demostraba a todo el mundo lo tonto que era. Nunca Esteban había sido tan completamente suyo como en el momento en que decidió ir Arundel, y eso hacía que la emperatriz se sintiera inmensamente feliz.

Ahora Esteban caería en sus manos. Cada día subía con impaciencia a la torre a la espera de un mensajero que trajera la ansiada noticia de que su primo había caído prisionero.

Roberto de Gloucester y su yerno tuvieron más suerte de la que esperaban. El pueblo estaba harto de la debilidad de Esteban y quería un rey fuerte que hiciera respetar las leyes por muy duras que éstas fueran.

La alternativa era una mujer que, sin embargo, podría contar con los consejos de Roberto de Gloucester, un hombre íntegro y valiente que estaría constantemente a su lado cuando ella fuera reina. El propio Enrique de Winchester, el hermano del rey, ya había manifestado su intención de abandonar a Esteban y pasarse al bando de Matilde.

En su camino hacia Lincoln, Roberto consiguió reunir un ejército importante.

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Estaban a finales de enero y había llovido mucho en aquella pantanosa región. Cuando llegaron al río Witham, no lo pudieron cruzar a causa de la crecida.

Entretanto, Esteban ya había acampado en las inmediaciones de la catedral y había ordenado que se iniciara el asedio del castillo.

El 2 de febrero, día de la Candelaria, Esteban, que sabía que la batalla estaba a punto de comenzar, entró en la catedral para oír misa. Durante la celebración se produjo uno de esos incidentes de los que el Conquistador sabía sacar provecho. Pero Esteban no era su abuelo. En el transcurso de la misa la vela que sostenía en la mano se quebró de repente. Se produjo un profundo silencio mientras Esteban, con el cabo en la mano, contemplaba cómo el trozo de vela encendida rodaba por el suelo.

El rey cogió otra vela y la encendió sin dar la menor importancia al incidente, pero muchos de los presentes comentaron:

—Es un signo de Dios. Eso significa que la luz de Esteban se apagará como la de esta vela.

Por fin, el ejército de Roberto de Gloucester consiguió cruzar los pantanos y vadear el río.

Empapados hasta los huesos, los soldados escucharon las elocuentes palabras de Roberto de Gloucester, quien les dio a entender con toda claridad lo poco que valdrían sus vidas en caso de que fueran derrotados y los grandes beneficios que obtendrían si vencían. Al enterarse de la arenga que Roberto había dirigido a sus soldados, Esteban ordenó que uno de sus seguidores, Balduino Fitz-Gilbert, un hombre de voz de trueno, arengara a sus soldados y tratara de desanimar al enemigo.

Balduino así lo hizo, recordando a los hombres de Roberto de Gloucester que éste era un bastardo y que los bastardos de los reyes eran muy peligrosos.

—¿Vais a luchar a las órdenes de Roberto el Bastardo? —les preguntó a voz en grito a los hombres del ejército enemigo.

—Lo haremos —fue la unánime respuesta de los soldados, que resonó como un eco sobre los pantanos.

El rey estaba en una posición ventajosa, pues su ejército se encontraba en una ligera pendiente en tanto que el enemigo se hallaba en terreno llano. Sin embargo, su situación podría ser muy comprometida en caso de que las fuerzas de Roberto lo obligaran a retroceder hacia las murallas de la ciudad.

Estaba a punto de enfrentarse con su mayor enemigo, pues, si Roberto no se hubiera puesto de parte de su hermana, ésta no habría logrado consolidar su posición. Sin embargo no podía olvidar que el hermanastro de Matilde era primo suyo e hijo del difunto rey Enrique I.

¡Qué unidos habían estado! Y ahora combatían el uno contra el otro. Pariente contra pariente. A Esteban se le encogió el corazón; él sólo quería la paz, pero para eso habría tenido que cederle la corona a Matilde.

«¡Oh, Dios! —pensó—. ¿Por qué me has dado a la Matilde equivocada por esposa?»

Nuevamente pensaba en lo feliz que habría sido si hubiera podido casarse con la emperatriz. Era orgullosa y de carácter tempestuoso, sin

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duda, ¡pero tan atractiva excitante! Agotaba cada momento de vida hasta las heces, y jamás perdía ocasión de recordarle que era la legítima heredera.

Esteban sacudió la cabeza; no era momento de pensar en sueños imposibles. La emperatriz era su enemiga Su vida y su futuro, así como el de su esposa e hijo, corría peligro. Debía luchar contra Roberto de Gloucester y vencerlo.

Dio órdenes de que su ejército se adelantara y bajase al llano para luchar en igualdad de condiciones con el ejército enemigo.

Los hombres no podían dar crédito a sus oídos. El rey debía de estar loco. Con aquella táctica desaprovechaba toda la ventaja posicional con que contaba. No se podía ser tan magnánimo en la guerra. Había perdido su mejor oportunidad al dejar en libertad a la emperatriz cuando la tenía en sus manos y ahora no quería aprovechar su ventaja inicial. ¿Qué podía esperar su ejército de un hombre así? ¿Acaso la vela no se había quebrado en su mano?

La batalla fue muy breve. Los hombres de Esteban ya habían perdido la confianza en él y no tuvieron ánimos para enfrentarse con el increíble arrojo y la valentía de que hicieron gala los hombres de Roberto, quien estaba firmemente decidido a ganar la batalla de Lincoln porque creía que su causa era justa y porque, además, le había jurado a Enrique I que apoyaría a Matilde y tenía que liberar a su hija, atrapada en el interior del castillo.

Al darse cuenta de que la batalla estaba perdida, los hombres que habían apoyado a Esteban por los beneficios que ello pudiera reportarles, empezaron a abandonarlo. El rey comprendió que su suerte estaba echada. Por todas partes se oían los gritos y ayes de sus hombres, traspasados por las lanzas enemigas.

«Me vas a vencer, Matilde —pensó—. Dijiste que siempre me tendrías dominado, pero no será así a poco que yo pueda impedirlo…»

Recordó a la otra Matilde que se encontraba en Francia y tardaría algún tiempo en enterarse de la noticia. Por ella y por Eustasio seguiría luchando y no se rendiría.

¿Cómo era posible que sus hombres lo abandonaran a pesar del buen trato que siempre les había dispensado? Matilde era arrogante y sería muy cruel con ellos. ¿Por qué habían decidido apoyarla? Porque ella era la hija del rey a quien habían jurado lealtad y él sólo era su sobrino.

El enemigo lo tenía rodeado.—Nunca me rendiré —gritó—. Nunca, nunca, nunca.Ahora sólo le quedaba la infantería. Dio tajadas a diestro y siniestro

con la espada y vio sangre por todas partes.Luchaba con todas sus fuerzas y todos se asombraban de su valor.

Los hombres iban cayendo uno tras otro, pero el enemigo se estaba cobrando también un sangriento tributo entre los suyos.

De pronto, Esteban vio el rostro de un hombre muy cerca del suyo. Consiguió traspasarlo con su espada, pero ésta se le rompió y su caballo dobló las patas. Era su final. El enemigo lo rodeaba y le quedaban muy pocos seguidores capaces de protegerlo y de combatir a su lado.

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Alguien puso en sus manos un hacha de guerra con la cual empezó a dar tajos a derecha e izquierda.

Luchó como un valiente, pero todo fue inútil.El conde Ranulfo de Chester se estaba acercando para tener el honor

de capturar o matar al rey. Esteban lo atacó con el hacha. Ranulfo esquivó el golpe, pero cayó de su montura.

—Muere, traidor —gritó Esteban, pero, antes de que pudiera descargar el golpe fatal, una piedra lo alcanzó y lo derribó al suelo.

Alguien le arrancó el yelmo.—¡El rey! —gritaron—. ¡Tenemos al rey!De este modo, Esteban fue conducido al castillo A Gloucester donde

la emperatriz Matilde esperaba las noticias de la batalla.

La emperatriz vio acercarse al mensajero y bajó al patio para recibirlo. El hombre desmontó e hincó la rodilla en tierra.

—La batalla ha terminado, mi señora. El rey ha caído y es vuestro prisionero.

Matilde esbozó una sonrisa. ¡Esteban prisionero!Acompañó al jinete al interior del castillo y ella misma le ofreció una

copa para que saciara su sed.—Decidme lo que sabéis.El mensajero le explicó que la batalla se había librado en Lincoln y

que las fuerzas del rey lo habían abandonado al percatarse de que la derrota era inevitable.

—Mi hermano no tardará en llegar con el rey —dijo Matilde—. Un rey que ahora ya no es más que mi prisionero Esteban de Blois.

Los vio acercarse al castillo. Roberto marchaba al frente del grupo y, entre los jinetes, cabalgaba el derrotado rey Esteban.

Entraron en el patio, su fiel hermano Roberto y Esteban…—Mi querido hermano —dijo Matilde, abrazando a Roberto cuando

éste subió a sus aposentos—, gracias por todo lo que habéis hecho.—Os traigo al traidor.—Lo he visto abajo —dijo Matilde con una sonrisa en los labios.—Allí está.—Me alegro de que me lo hayáis traído vivo. —«Jamás te habría

perdonado el que me lo hubieras traído muerto», pensó la emperatriz.—Se batió como un león para asombro de todos. Jamás había visto a

un hombre luchar como hoy ha luchado Esteban en Lincoln.—De poco le ha servido —dijo despectivamente Matilde.—Cierto, pero hay que reconocer que ha sido muy valiente. Parecía

dominado por el demonio. Uno a uno iban cayendo sus seguidores y a él no había nadie que pudiera derribarlo

—Pero finalmente lo han conseguido.—En efecto, pero muchos decían que parecía que un Dios hubiera

bajado repentinamente a la tierra.—Un dios que finalmente ha sido hecho prisionero. Tendré que

pensar lo que hago con él.—Deberéis mantenerlo en un encierro digno de su rango.—Es mi prisionero. Quiero que lo encadenen y lo arrojen a una

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mazmorra.Roberto miró a su hermana, aterrado.—Recordad lo indulgente que él fue con vos —dijo.—Yo sólo recuerdo su necedad —replicó Matilde—. Este hombre ha

usurpado mi corona y merece la muerte.—Pensaba que sentíais cierto afecto por él —dijo Roberto.—Mandad que me envíen al prisionero —dijo la emperatriz con una

sonrisa.—Matilde, os ruego…Matilde miró a su hermano, extrañada. Por lo visto, no había

comprendido el significado de la victoria. Era su hermano, o más bien su hermanastro, y, por si fuera poco, bastardo, pero ella era la reina y sus órdenes se tenían que obedecer.

—Tendré que recordaros que nadie puede discutir mis ordenes. Sois mi hermano y habéis cumplido muy bien con vuestra obligación, pero yo soy vuestra reina y esta victoria significa que todo el país me reconocerá como tal. Traedme enseguida al prisionero.

Esteban fue llevado a su presencia flanqueado dos guardianes. Al verlo tan abatido, Matilde deseó proclamar a gritos su triunfo.

—Retiraos —ordenó a los guardianes.Ellos vacilaron, pues temían dejarla sola con un hombre que

probablemente estaba desesperado.—Dejadnos —repitió Matilde en tono perentorio.Los hombres no se atrevieron a desobedecerla y la dejaron sola con

Esteban.—Matilde… —dijo Esteban, haciendo ademán de acercarse a ella.—Quédate dónde estás, prisionero —le ordenó ella.Esteban se detuvo en seco.—Te veo cansado, Esteban —dijo la emperatriz—. Y me han dicho

que has combatido con mucho valor. Puedes sentarte en ese escabel si quieres.

El rey se sentó y permaneció cabizbajo, sin atreverse a mirarla a la cara.

—Tenía miedo de que mis amigos te hubieran matado —añadió Matilde.

Esteban levantó la cabeza y la miró esperanzado.—Me alegro de que no lo hayan hecho —dijo ella—. Quería verte así.

Tu cadáver, mi querido Esteban, no me habría servido de nada.Esteban se levantó e hizo una vez más ademán de acercarse a ella.

Quería estrecharla entre sus brazos y decirle que nada le importaba cuando estaba a su lado.

—No te he dado permiso para que te acerques —dijo Matilde.—No, por eso me lo tomo yo.—No olvides que soy la reina y me debes obediencia.—Cuando tú y yo estamos juntos, somos Esteban y Matilde, un

hombre y una mujer. Rey o reina… ¿qué importancia tiene?—Tuvo importancia cuando me arrebataste la corona.—Deberían habernos casado.

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—Pero no lo hicieron, y tú te apoderaste de lo que no era tuyo, lo cual significa que eres un ladrón. ¿Crees que perdonaré alguna vez?

—Tú estabas lejos, Matilde, y los ingleses no habrían no habrían aceptado a una mujer.

—Pues ahora tendrán que aceptar a su reina. Van a ser gobernados por una mujer que será tan fuerte como lo fueron su padre y su abuelo.

—Tú no gobernaras con severidad.—¿Qué no? ¿Quieres que gobierne como tú y que me convierta en el

hazmerreír de propios y extraños? Eres un necio, Esteban.—Tú me querías.—Me gustaba tu cuerpo, pero desprecio tu mente. Fuiste un tonto,

Esteban. Me dejaste ir. Ahora podría ser tu prisionera y, sin embargo… me dejaste ir.

—Lo hice porque recordé lo que había entre nosotros.—Lo que había entre nosotros era una corona, Esteban —dijo

Matilde, y soltó una carcajada—. Los dos aspirábamos a ella. Pero tú has sido un necio. La tenías al alcance de la mano y la has soltado… como me soltaste a mí. A partir de aquel momento, estuviste perdido y jamás permitiré que vuelvas a apoderarte del trono de Inglaterra. Eres mi prisionero y enseguida verás que la verdadera reina no tiene un pelo de tonta.

—¿Qué vas a hacer conmigo, Matilde, ahora que me tienes en tus manos?

—Lo que voy a hacer no te va a gustar. No permitiré que el pueblo se burle de mí.

—¿Me mantendrás cerca de ti?—Te mantendré en un lugar del que jamás podrás escapar. Te

encerraré en una mazmorra, Esteban, que es lo que mereces. Mi padre mantuvo prisionero a su hermano durante más de veinte años. Se vio obligado a hacerlo, pues mientras Roberto estuvo libre los partidarios de éste trataron de arrebatarle Normandía. Cuando me acueste por la noche en mi cálido lecho, Esteban… puede que me acuerde e ti… tendido en el jergón de tu fría mazmorra… tal vez en la compañía de alguna rata. Y entonces pensaré: «Ése era el Esteban que tanto me quería. Si me hubiera amado hubiera cumplido la promesa que le hizo a mi padre, habría ocupado un lugar de honor a mi lado. Pero me engañó y me arrebató la corona y ahora tendrá que pagar por ello.» Ya puedes empezar a prepararte, Esteban. —Matilde dio unas palmadas y apareció un paje—. Llama a los guardias —le dijo.

Los guardias se presentaron de inmediato.—Encadenad a este hombre —dijo—. Será conducido al castillo de

Bristol y desde allí a la mazmorra que yo elija donde permanecerá encerrado hasta que yo quiera.

—Matilde… —dijo Esteban, mirándola horrorizadoPero ella hizo un autoritario gesto de despedida con la mano.—Llevaos al prisionero —ordenó.

Roberto entró en la estancia con expresión consternada.—¿Ya se han llevado a nuestro cautivo? —le preguntó Matilde.—Se dirige a Bristol con una escolta armada.

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—Me alegro.—¿Os parecía necesario encadenarlo?—¿Necesario, tratándose de un enemigo y usurpador? Hubiera

querido atarle las piernas bajo el vientre de un asno para que a su paso la gente se burlara de él.

—Es nuestro primo, Matilde.—Es el hombre que me juró lealtad y que, en su lugar, me arrebató la

corona.—Muy cierto, pero algunos juraron que vuestro padre lo había

nombrado heredero en su lecho de muerte.—Mentira —replicó Matilde—. Todo mentira. Y os ruego, hermano,

que no mencionéis el tema si no queréis que os considere un traidor.—¿Podríais hacerlo después de lo bien que os he servido?—Sois un buen hermano, Roberto, pero estoy firmemente decidida a

cumplir mi voluntad. Pronto sabréis cómo trato a los traidores.—Tal vez un poco de generosidad no estaría de más.—Ya habéis visto de lo que le ha valido la generosidad a Esteban.—Fue en verdad muy benévolo con vos.—Decid más bien que fue un necio. No os preocupéis por él,

hermano, pues no me agrada que os compadezcáis tanto de un enemigo.Roberto la miró con inquietud. Todavía no era la reina y su

arrogancia ya resultaba insoportable.—Vuestro primer paso deberá ser el de ir a Winchester para tomar

posesión de la corona y del tesoro real, cuando los tengáis en vuestro poder, iréis a Londres para ser coronada en Westminster —dijo él.

—Sé muy bien lo que tengo que hacer —replicó Matilde—. Nos dirigiremos a Winchester sin tardanza.

—No olvidemos que Winchester está en manos de su poderoso obispo, que es, casualmente, hermano de Esteban.

—Hablé con Enrique de Blois durante nuestro viaje desde Arundel y me parece que sé cómo tratarlo.

—Es un hombre muy poderoso.—Yo lo ablandaré —dijo Matilde.Roberto estaba cada vez más preocupado. Matilde siempre había

sido autoritaria, pero desde que había hecho prisionero a Esteban lo era todavía más y constantemente le recordaba a todo el mundo que ella era la reina. Sin embargo, no lo sería hasta que fuese coronada en Westminster, por lo que él debería recordarle diplomáticamente que semejante objetivo aún no se había alcanzado.

En su fortaleza de Winchester el obispo Enrique había sido informado de que Matilde se dirigía a la ciudad. Se encontraba ante una encrucijada, pues sabía que Esteban no estaba capacitado para gobernar, pero no podía olvidar que el rey era su hermano y que su prima Matilde era una mujer muy arrogante.

No estaba preparado para defender Winchester de Matilde y Roberto de Gloucester, sin embargo, no quería entregar la ciudad a la emperatriz sin mostrar cierta reticencia.

Así pues, convocó una reunión de sus clérigos para discutir el asunto

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con ellos.—Esteban es mi hermano —dijo— y mis vínculos fraternales me

obligan a actuar en un sentido mientras que la conciencia me obliga a actuar en otro. Mi primera lealtad es para con la Iglesia y no para con la corona y sin embargo, consideraría una inmoralidad ceder ante los enemigos de mi hermano estando él vivo.

Los clérigos dijeron que comprendían sus sentimientos fraternales, pero que debería actuar en la forma que más conviniera a los intereses de la Iglesia.

El obispo Enrique creía que lo mejor sería reunirse con la emperatriz fuera de las murallas de la ciudad y, si consideraba que lo más beneficioso para la Iglesia y el país era depositar Winchester en sus manos, lo haría sin vacilar un instante.

Matilde, que era consciente del poder del obispo, accedió a reunirse con él en un campo situado fuera de las murallas. El encuentro tuvo lugar a finales de marzo, un mes después de la batalla.

Era un día frío y nublado. Matilde se adelantó dejando atrás su escolta y el obispo hizo lo propio.

—Bien, mi señor obispo —dijo la emperatriz—, ¿qué tenéis que decirme? Pensaba que echaríais las campanas al vuelo para dar la bienvenida a vuestra reina y que no le exigiríais que se reuniese con vos en un campo azotado por el viento, fuera de las murallas de la ciudad.

—No olvidéis que mi hermano es vuestro prisionero —replicó el obispo.

«Y también mi amante —pensó Matilde—. Pero yo lo he encerrado en una mazmorra con grilletes en las manos y en los pies.»

—Vuestro hermano —dijo la emperatriz—, ha demostrado ser incapaz de gobernar.

—Es cierto que ha sido un poco débil —reconoció el obispo.—Tened por seguro, mi señor obispo, que yo no lo seré. Seré fuerte

como mi padre y mi abuelo, y los hombres temblarán al oír mi nombre.—Necesito asegurarme de que la Iglesia no sufrirá ninguna

consecuencia.—¿Por qué iba yo a someter a la Iglesia bajo mi poder?—Algunos monarcas creen que tienen ese derecho.—¿Y qué me pediríais para la Iglesia?—Que yo pudiera controlar los asuntos que le competen. Que la

Iglesia no estuviera sometida al Estado y que los nombramientos episcopales y abaciales fueran de mi competencia.

—¿Y si yo dijera que sí a todas vuestras exigencias?—Os abriría las puertas de la ciudad de Winchester y os daría la

bienvenida. Os recibiría como la señora de Inglaterra y, una vez coronada reina, os escoltaría a la ciudad con un cortejo de monjes y monjas. Lo haría para que todos supieran que respaldo vuestra reclamación al trono.

Matilde no soportaba que le dijeran lo que tenía que hacer, pero aquel hombre era muy poderoso y Esteban se había proclamado rey gracias a su apoyo. El hecho de que el obispo la escoltara hasta el interior de la ciudad sería un triunfo. Sonrió al imaginarse lo que sentiría Esteban cuando se enterara en su mazmorra de que su hermano lo había traicionado. Su desasosiego sería completo.

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—Acepto vuestras condiciones, Enrique de Winchester —dijo Matilde.

Y así fue como la emperatriz entró en la ciudad de Winchester.

Matilde sostuvo en sus manos la corona que era el símbolo del poder. Se la colocó en la cabeza y se sintió verdaderamente una reina.

Esteban había ceñido aquella misma corona. Deseaba presentarse ante él para que viese quién la llevaba ahora.

Sin embargo, hasta que no se celebrara la ceremonia de la coronación, no podría llamarse reina. Debía partir rumbo a Londres a toda prisa. No estaría tranquila hasta que la proclamasen reina de Inglaterra.

Enrique reunió a la asamblea de clérigos para comunicarles su decisión. La tarea no sería fácil, pues había abandonado a su hermano cuando éste más lo necesitaba para pasarse al bando de la emperatriz y tendría que convencer a los clérigos de la conveniencia de jurar lealtad a Matilde. Debían hacerlo aun cuando algunos afirmaran que a la muerte del rey Enrique su hija Matilde se encontraba en un país extranjero y se dijera que antes de entregar su alma al Señor el anterior monarca había nombrado nuevo sucesor a Esteban. Matilde había demorado mucho en reclamar la corona para sí.

—Me duele tener que reconocer —dijo Enrique— que bajo el reinado de mi hermano la justicia ha desaparecido en este país y nadie está a salvo de los ataques de los malhechores. Ha vuelto la anarquía que imperaba en nuestras tierras antes de la llegada de Guillermo el Conquistador. Aunque amo a mi hermano y siento tener que actuar contra él, amo todavía más la causa de mi Padre inmortal. Dios ha entregado a mi hermano a sus enemigos por su debilidad y ahora Dios me manda que acepte a la emperatriz Matilde para que este reino no se tambalee y se desmorone.

Se hizo un profundo silencio. Su decisión no podía justificarse fácilmente, pero nadie hubiera podido negar que la anarquía imperaba en el país y que ésta era el resultado de la debilidad del gobierno de Esteban y de la guerra civil que se había desatado entre los dos aspirantes a la corona.

—La Iglesia tiene la prerrogativa de elegir y consagrar al soberano —terminó diciendo Enrique—. Dios nos ha dado a esta señora para que gobierne en Inglaterra y Normandía. Es la hija de un rey que fue un pacificador, un noble y glorioso rey que nos exigió que apoyáramos a su hija y le jurásemos lealtad.

Enrique hizo una pausa y miró ansiosamente a su alrededor. Se produjo un momento de vacilación antes de que estallaran los aplausos. Los hombres de la Iglesia se habían dado cuenta de que el ejército de Matilde era cada vez más numeroso y habían decidido apoyar al obispo.

Winchester le había abierto las puertas a Matilde. Su siguiente paso sería Londres y la coronación.

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La huida de Londres

En el castillo de Arundel Adelicia seguía con inquietud el desarrollo de los acontecimientos. Estaba embarazada por tercera vez, ella que había sido estéril en su matrimonio con el rey Enrique. Ahora ya tenía a Guillermo y al pequeño Reyner y muy pronto daría a luz a su tercer vástago. Su felicidad habría sido completa si su esposo Guillermo no hubiera estado al servicio de Esteban y se hubiera visto obligado a tomar parte en las batallas.

A menudo recordaba el período que Matilde había pasado en Arundel —sin que ella la invitara, por cierto—. Había sido una difícil situación pues seguramente su hijastra era la huésped más arrogante y exigente que se podía imaginar.

Guillermo se había alegrado de que el rey dejara en libertad a Matilde en lugar de retenerla en Arundel, pues tal cosa hubiera sido una fuente de dificultades para él, pero, al mismo tiempo, se había extrañado de que lo hiciera, pues con ello había dado lugar a los conflictos que se habían desatado desde entonces en todo el país.

Adelicia vivía en un permanente estado de ansiedad, cada vez que un jinete se acercaba al castillo temblaba por las noticias que pudiese traer. Rezaba para que aquel terrible conflicto cesara de una vez a fin de que su amado esposo pudiera regresar al hogar. ¡Qué feliz sería entonces! Qué diferente era la vida con su querido Guillermo después de haber tenido que convivir con el rey Enrique, quien sólo se acordaba de ella cuando le remordía la conciencia. Se había mostrado afectuoso con ella, sin duda, ¡pero qué diferente era la devoción que le profesaba Guillermo! ¡Qué hermosa habría sido su existencia si hubiese abandonado Lovaina para casarse con él! Habrían vivido en paz con los hijos de ambos. Sin embargo, debía agradecerle a Dios el que finalmente le hubiese concedido la gracia de un marido como aquél. Por eso oraba cada día, para que regresase sano y salvo.

Un frío y desapacible día de febrero Adelicia fue informada por sus damas de que una partida de jinetes se acercaba al galope al castillo. Adelicia se levantó y bajó apresuradamente al patio. Para su gran alegría, la partida estaba encabezada por Guillermo, que no parecía herido ni enfermo.

Éste desmontó y la abrazó afectuosamente. Una vez en el interior del castillo, la propia Adelicia le quitó las botas y ordenó que le trajeran agua y ungüentos para lavarle y desentumecerle los miembros.

No le preguntó qué nuevas traía, pues sabía que si éstas hubieran sido buenas él se habría apresurado a comunicárselas. Sin embargo, al final no pudo resistir la curiosidad.

—Esteban ha sido derrotado en Lincoln y Matilde lo ha hecho prisionero.

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«¿Qué significará eso para Guillermo? —fue el primer pensamiento de Adelicia—. ¿Cómo se comportará Matilde con los que han sido leales al rey?»

—Tengo entendido que lo ha enviado encadenado a Bristol —añadió Guillermo.

—¡Encadenado!—La emperatriz es muy vengativa.—Y, sin embargo…—Sí, se tenían un cierto aprecio. Creo que Esteban cometió un

terrible error al permitir que saliera de aquí, y estoy seguro de que eso le ha costado la corona.

Adelicia apartó el rostro para disimular su temor.—No debes inquietarte, Adelicia —dijo Guillermo—, es malo para la

criatura. Vamos a ver a los niños. Dime cómo se ha portado el muy granuja de Guillermo en mi ausencia. Por favor, no te preocupes, pues en caso de que ella decidiera actuar contra mí, lo sabríamos de antemano. Tengo buenos amigos y no olvides que en este país muchos aún creen que Esteban es el legítimo rey.

—Muchos juraron servir a Matilde.—Pero otros dicen que el rey Enrique cambió de parecer en su lecho

de muerte, pues se había peleado con su hija y se había dado cuenta de que el pueblo no la querría y no sólo por su condición de mujer, sino por su carácter autoritario y vengativo.

—Guillermo, ¿tú crees que de verdad Enrique eligió a Esteban como sucesor suyo en su lecho de muerte?

—Lo creo, y por eso lo considero mi rey.—¿Y nunca querrás servir a Matilde?—Lucharé por Esteban mientras viva, pues, a pesar de no ser fuerte

como su tío, lo considero el verdadero monarca, ha sido solemnemente coronado y es nuestro rey y señor.

—Pero si está encarcelado en Bristol…—No siempre lo estará.—Oh, Dios mío, no sabes cuánto deseo el fin de esta contienda.—Eso no ocurrirá hasta que Esteban recupere el trono y la

emperatriz sea expulsada del país, amor mío. Entretanto, yo estoy aquí contigo y los niños.

—¿Estás a salvo?—Como cualquier otro ciudadano de este país.—Puede que Matilde envíe unos guardias para prenderte. Sabrá que

has luchado en el bando de Esteban.—Ya te he dicho que tengo amigos que me avisarán, vamos, no te

preocupes, ahora estamos juntos y somos felices.Cada vez que oía el rumor de unos cascos de caballos en el patio, a

Adelicia le daba un vuelco el corazón. Cada vez que pasaba por delante de una ventana, oteaba el horizonte, temiendo ver unos jinetes en lontananza.

Pronto se recibió la noticia de que Matilde había entrado en Winchester y había sido recibida por el hermano de Esteban. Era el mayor golpe que el rey podría haber recibido, dijo Guillermo, pues el obispo ejercía una gran influencia en todo el país.

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—¿Qué será de nosotros? —preguntó Adelicia.—Hay que esperar a ver lo que ocurre. Matilde aún no ha sido

coronada.—Pero ya está en Londres. No creo que la ceremonia se retrase

demasiado.—En cuanto se haya celebrado, temo por la vida de Esteban. No creo

que viva mucho tiempo.—Espero que ella no lo mande ejecutar. Nunca he comprendido sus

sentimientos hacia él.Guillermo miró afectuosamente a su esposa. ¿Cómo habría podido

ella comprender el tempestuoso carácter de una mujer como la emperatriz?

Pronto Arundel recibió otra visita y Adelicia supo que no podrían mantenerse al margen del conflicto. Era Matilde, la esposa de Esteban, que acababa de llegar a Inglaterra procedente de Francia.

Quería que Guillermo de Albini, que era buen amigo de Esteban, la pusiera al corriente de la situación.

Adelicia dio la bienvenida a Matilde y se compadeció de ella, pues sabía lo mucho que amaba a Esteban. A menudo le había dicho a Guillermo: «Es la esposa perfecta. Esteban debería agradecer a Dios el que le haya bendecido con una mujer así.»

Pero la reina había cambiado. Parecía más seria, más distante, preocupada por los problemas de Estado. Adelicia la recordaba en los primeros tiempos de su matrimonio, cuando casi no podía creer que la hubiesen casado con el hombre más apuesto y encantador de la corte.

Nunca había querido ser reina. Al igual que Adelicia, habría preferido vivir una vida tranquila, en el campo, cuidando de sus hijos. Pero Esteban era ambicioso y anhelaba la corona, y ella era una esposa fiel que estaría siempre a su lado.

—No me ocultéis nada —le dijo Matilde a Guillermo—, necesito saberlo todo. —Ya sabía que la emperatriz había hecho prisionero a Esteban y temblaba imaginándolo en una sucia y fría mazmorra—. ¿Cómo se ha atrevido? —exclamó—. ¿Cómo puede haberle hecho eso a Esteban?

Al enterarse de la traición del obispo Enrique, se quedó petrificada. Le parecía increíble que el propio hermano del rey se hubiera revuelto contra él.

—Si ha cambiado de bando, es porque está seguro de nuestro Esteban tiene todas las de perder —dijo Guillermo.

—Se ha perdido una batalla, pero no la guerra —replicó Matilde.Guillermo guardó silencio. ¡Esteban encadenado y Matilde en

Londres a punto de ser coronada! ¿Cómo podía pensar la reina que su esposo tenía alguna posibilidad de recuperar el poder?

—Venceremos —dijo la reina—. Esteban será liberado y proclamado rey de Inglaterra. Lo juro.

Guillermo tenía sus dudas. No veía de qué manera podría aquella mujer reunir un ejército para luchar contra las fuerzas de Roberto de Gloucester y la emperatriz Matilde. ¿Quién le prestaría su apoyo? La emperatriz pronto se convertiría en la nueva reina.

—Aún no ha sido coronada —añadió la reina—. Sé que si yo

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enarbolara el estandarte de Esteban muchos se congregarían en torno a él. Creo que vos lo haríais, Guillermo.

—Serviría al rey con todas mis fuerzas.—Lo sé —dijo la reina—. Guillermo de Ypres me ha enviado un

mensaje y pienso reunirme con él en Kent.—¿Dónde está ahora? —preguntó Adelicia.—En Kent, esperando el momento más oportuno. Me ha mandado

decir que sus hombres fueron derrotados en Lincoln y que él huyó del campo de batalla al ver que no podía ayudar al rey. Le pareció más conveniente reservar sus fuerzas para una mejor ocasión.

—¿Podéis confiar en él?—Tengo que hacerlo —contestó la reina con firmeza.Adelicia pensó que, si la reina se pudiera fiar verdaderamente de él,

Guillermo de Ypres sería un buen aliado. Era hijo del conde de Ypres y de una flamenca que trabajaba como cardadora de lana. Mientras él estuviera dispuesto a apoyar la causa de Esteban, no todo estaría perdido.

—La población de Kent es leal a Esteban —añadió la reina— y los ciudadanos de Londres siempre lo han querido. Teníamos muchos amigos allí cuando vivíamos en la Torre Real. Esteban solía conversar con los mercaderes, todo el mundo lo conocía y él siempre tenía una sonrisa y una palabra amable para todos, tanto ricos como pobres.

Tan segura estaba la reina del triunfo que Guillermo y Adelicia se dejaron arrastrar por su optimismo. No cabía duda de que el regreso de la reina a Inglaterra mejoraría la suerte de Esteban.

La emperatriz ya estaba instalada en Westminster. En abril, dos meses después de la derrota de Esteban, había sido proclamada señora de Inglaterra y Normandía en Winchester y, al pasar por Wiliton, Reading, Oxford y St. Albans, había sido aclamada y recibida con todos los honores. Entró en Londres en plena canícula.

Tan segura estaba de la buena acogida que le iban a dispensar que ni siquiera le pasó por la cabeza la posibilidad de que el pueblo de Londres no la aceptara. De todos modos, la opinión de sus súbditos no le interesaba para nada. Ella era la reina y todos le debían obediencia.

Desde su llegada a Winchester, su arrogancia se había vuelto insoportable. Era áspera con sus amigos y sus modales sacaban de quicio incluso a Roberto y a Enrique de Winchester.

Por su parte, la reina Matilde se había ido a vivir a la Torre Real y tanto sus servidores como las gentes de las calles de Londres le habían manifestado su adhesión. No podían apoyar abiertamente a Esteban, pero querían mostrarle su simpatía a su esposa.

La reina estaba convencida de que Guillermo de Ypres conseguiría reunir un ejército para liberar al rey.

Al mismo tiempo, pensaba que, si lograra hablar con la emperatriz, tal vez podría convencerla de que dejara en libertad a Esteban.

Acudió al palacio de Westminster y pidió audiencia a la señora de Inglaterra.

La emperatriz soltó una carcajada al enterarse de que fuera

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esperaba la mujer que se hacía llamar reina de Inglaterra. Al principio, dijo que no la recibiría.

—No tengo tiempo para atender a todos los pedigüeños que acuden a palacio —dijo.

Después pensó que le haría gracia ver a la mujer de Esteban y ordenó que la condujeran ante su presencia.

La hizo esperar un buen rato y, cuando finalmente se dignó recibirla, la obligó a permanecer de pie hasta que ella decidió que ya era hora de prestarle atención.

La reina no podía comprender que una persona de la familia, que en su infancia había sido compañera de juegos de su esposo, pudiera comportarse con ella de semejante manera.

—Matilde —le dijo—, he venido para pedirte…La emperatriz arqueó las cejas.—No olvides que estás hablando con la reina —le dijo.—Ignoraba que ya se hubiera celebrado la ceremonia de la

coronación, Matilde. No olvides que yo he sido coronada reina de Inglaterra.

—Te conviene no recordármelo. Tú y tu marido os apoderasteis de una corona que no os pertenecía. Ahora el está pagando sus pecados. Tú eres muy atrevida y yo tendría que castigarte de la misma manera.

—He venido para pedirte que dejes en libertad a Esteban.—¿Dejar en libertad al hombre que usurpó el trono que me

pertenecía por herencia? ¿Por qué habría de hacer tal cosa?—Porque es tu primo y porque tu padre lo nombro sucesor suyo.—Eso es mentira. Los que cometen traición sufrirán la muerte que se

reserva a los traidores.La reina sólo pensaba en la liberación de su esposo. Si para ello era

necesario que se sometiese a la arrogancia de la emperatriz, lo haría. Por consiguiente, decidió olvidarse de todo lo demás y apelar a los sentimientos.

—Esteban se encuentra en una mazmorra —dijo— recibe el trato que se dispensa al peor de los criminales Es tu primo. Te suplico que, si consideras que debe permanecer encerrado, al menos lo traslades a una prisión más cómoda.

—Debe permanecer encerrado y las prisiones no suelen ser cómodas, prima…

—¿Recuerdas que pasasteis la infancia juntos?La emperatriz esbozó una sonrisa. «¡Amigos! Algo más que eso, mi

buena y fiel esposa de Esteban —pensó—. Fue mi amante y no podía resistir mis encantos. Me ha querido mucho más que a ti, estúpida. No eres fea, pero te falta fuego. Esteban estaba dispuesto a arriesgarlo todo por mí… como efectivamente ha hecho. Pero no puedo perdonarle que me arrebatara la corona. Por eso tiene que permanecer encerrado en una mazmorra. Su traición le hará desear no haber nacido.»

—Eso no tiene nada que ver con nuestros juegos infantiles —contestó la emperatriz—. No tengo tiempo para hablar contigo. Te ruego que me dejes en paz.

La reina hizo una reverencia y levantó los ojos hacia el rostro de su rival.

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—Apártate de mi vista —gritó enfurecida la emperatriz— si no quieres que llame a los guardias para que se te lleven. Vete antes de que te arroje también a ti a una mazmorra, pero no a la misma en la que ahora se encuentra encerrado tu marido, eso ni lo sueñes.

Habría sido inútil seguir insistiendo. ¿Cómo podría la reina ayudar a Esteban si la emperatriz ordenaba que la encarcelaran?

La reina abandono el palacio en el que tantos años había vivido. Salió a la calle y se arrebujó en su capa, algunas personas la reconocieron.

—¡Es la reina! —murmuraron.—Ha venido para pedir clemencia a la señora por su esposo.—Pobrecilla, siempre fue buena con nosotros.—Qué distinta de…Un hombre se le acercó y, tomando su mano, se la besó.La reina se emocionó y apuró el paso. La indiferencia de la

emperatriz la había dejado anonadada, pero sabía que ella y su esposo contaban con el afecto del pueblo de Londres.

La reina no podía olvidar fácilmente la furia asesina que vio en los ojos de la emperatriz cuando fue a implorar clemencia para Esteban. Decidió abandonar Londres cuanto antes y reunirse con Guillermo de Ypres en Kent.

Había recibido noticias muy preocupantes de Normandía donde Godofredo de Anjou no había tenido la menor dificultad en convencer a los barones de que la causa de Esteban ya estaba perdida y, por consiguiente, los que habían jurado lealtad a Eustasio como heredero de Normandía deberían hacerlo ahora a la emperatriz Matilde y a su hijo Enrique.

Esto significaba otro duro golpe para la causa de Esteban, pero la reina comprendió que lo verdaderamente importante era liberar cuanto antes a su esposo y restituirlo en el trono. Una vez que esto ocurriera, Normandía sería recuperada sin dificultad.

Pero entretanto la emperatriz se había instalado en Londres para ser proclamada reina de Inglaterra mientras Esteban permanecía encadenado en una mazmorra.

Había que ser muy optimista para creer que la situación podía cambiar, pero la reina estaba decidida a no dejarse dominar por la desesperación. Al llegar a Kent, se llevó una agradable sorpresa al ver que Guillermo de Ypres había conseguido reunir a elevado número de hombres, pues muchos de los que antaño apoyaban a la emperatriz se estaban apartando de ella a causa de su arrogancia.

Matilde pensó que aún quedaban esperanzas.

La visita de la reina había turbado profundamente a la emperatriz. No cabía duda que la esposa de Esteban era extremadamente hermosa y, por si fuera poco, poseía unas singulares dotes de estadista, tal como había demostrado cerrando un ventajoso compromiso entre el joven Eustasio y la hija del rey de Francia. Esto significaba que Esteban era desafortunado en todo excepto en una cosa: no podía tener una esposa

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mejor.Todo ello enfurecía a la emperatriz, que distaba mucho de sentirse

dichosa a pesar de que muy pronto iba a ser coronada reina de Inglaterra. Se había vengado de Esteban, pero aún no estaba satisfecha.

Roberto de Gloucester le había aconsejado que procurara dominarse.—Perderéis a los amigos si no los tratáis con más respeto —le dijo.—¿Perderlos? No son ellos quienes pueden decidir si me quieren

retirar o no su amistad. Tendrían que estarme agradecidos de que les haya hecho el honor de elegirlos.

—Puede que disimulen, pero el resentimiento arderá en sus corazones —dijo Roberto.

—Presumís demasiado —replicó la emperatriz—. No olvidéis que, a pesar de ser mi hermanastro, sois un hijo bastardo de mi padre.

Ante semejante muestra de ingratitud, Roberto se quedó sin habla. Comenzaba a arrepentirse de haber dado su apoyo a aquella mujer. Esteban era un rey débil, infinitamente más bueno y considerado que ella. La emperatriz se estaba convirtiendo en un ser tiránico.

El obispo de Winchester, que se había trasladado a Londres para convencer a los ciudadanos de que prestaran apoyo a la emperatriz, también estaba molesto con ella. La emperatriz parecía haber olvidado que aquellos hombres eran muy poderosos y sin ellos apenas podría nada.

La servidumbre la odiaba y en Londres la gente decía que la señora de Inglaterra era una «vieja bruja», completamente distinta del bondadoso y magnánimo rey Esteban, que solía caminar por las calles con una eterna sonrisa en los labios, dispuesto siempre a dar una limosna si topaba con algún pordiosero.

—¿Por qué no se puede celebrar inmediatamente la ceremonia de mi coronación? —le preguntó la emperatriz a Roberto—. ¿A qué viene este retraso?

Roberto le explicó que primero tenían que obtener el apoyo del pueblo de Londres.

—¿Qué la reina tiene que obtener el apoyo del pueblo? Winchester me aclamó con entusiasmo. Otras ciudades me han aceptado.

—Pero ésta es la capital —dijo Enrique—. Si Londres se pusiera en vuestra contra y se negara a aceptaros, no sería fácil conservar el apoyo del resto del país.

—Convocad una asamblea de las principales ciudades —ordenó Matilde—. Me dirigiré en persona a sus representantes.

—Sería aconsejable que les transmitierais vuestra gratitud por el hecho de haber sido tan favorablemente acogida en su ciudad.

—¿Su ciudad? Esta ciudad es mía, pues yo soy la reina.—No hasta que hayáis sido coronada —le recordó Enrique.—Pues que me coronen cuanto antes, por el amor de Dios.—Necesitamos dinero para celebrar la ceremonia con toda la pompa

que exige vuestro rango —le explicó Roberto.—Hay que sacarlo de donde sea. ¿A qué esperáis? Insisto en que me

obedezcáis. Convocad una asamblea sin tardanza.Roberto y Enrique se intercambiaron una mirada—Daré a conocer vuestra voluntad —dijo finalmente Enrique.En cuanto la emperatriz abandonó la estancia el obispo le comentó a

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Roberto:—Como siga comportándose de esta manera, temo una revuelta del

pueblo.Roberto asintió con la cabeza. Ninguno de los dos sabía que los

temores del obispo muy pronto se convertirían en realidad.

Enrique se dirigió a la asamblea de ciudadanos y les presentó a Matilde, la hija del difunto rey al que tanto reverenciaban. En ella, la legítima heredera de Inglaterra, les dijo, encontrarían a una digna sucesora del monarca que tan buenas leyes había promulgado y que había traído la prosperidad al país.

Los ciudadanos manifestaron su disconformidad. Era la legítima heredera, sin duda, pero también era una mujer. Recordaban a Guillermo el Conquistador y al León de Justicia, sucesor de su hermano Guillermo Rufo, y soñaban con una era de paz como las que habían vivido bajo sus reinados.

Los asistentes a la asamblea se reunieron para deliberar y declararon que estarían dispuestos a aceptar a Matilde siempre y cuando ésta respetara los privilegios que su padre les había otorgado.

Matilde los miró, enfurecida. ¿Cómo se atrevían a imponerle condiciones? Sin embargo, no le extrañaba, pues era la misma gente que había apoyado a Esteban. ¿Acaso no había sido el pueblo de Londres el primero en aceptarlo? Londres siempre había favorecido a Esteban y su esposa, y ahora se negaban a aceptar su voluntad.

—Sois muy atrevidos al hablar de privilegios, vosotros hasta hace muy poco tiempo habéis prestado vuestro apoyo a mis enemigos —les dijo.

El obispo se mostró irritado al oír aquellas palabras y Roberto se alarmó visiblemente. Sin embargo, Matilde estaba tan segura de su fuerza que no tuvo el menor reparo en decirles a los reunidos que necesitaba dinero y que para ello impondría nuevos tributos al pueblo de Londres.

El portavoz de los ciudadanos pidió permiso para deliberar.Matilde asintió con la cabeza.—Os lo concedo, pero no tardéis mucho —le advirtió—. Soy una

mujer muy impaciente.

Roberto trató de hacerla entrar en razón.—Temo que se hayan ofendido —dijo.—Peor para ellos. Mientras me den el dinero, me importa un bledo

que estén ofendidos.—Un gobernante siempre tiene que complacer al pueblo.—¿Acaso vas a decirme cómo tengo que comportarme… tú, que eres

un bastardo?«Está ebria de poder —pensó Roberto—. Tengo que hacerle una seria

advertencia.»—Siempre es necesario complacer al pueblo, ya os daréis cuenta.—Eres tan débil como Esteban. Así solía comportarse él, ¿no es

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cierto? Pidiendo las cosas por favor a todo el mundo, sonriendo por aquí y por allá, perdonando a los enemigos y dejando que se le escaparan de las manos.

—Sois un necio, Roberto.—¿Cómo podéis decir eso? ¿Acaso no he sido yo quien os ha

proporcionado un ejército?—Eres un buen hermano, pero no sabes lo que significa pertenecer a

la realeza.—Nuestro padre me mantuvo constantemente a su lado, estuve a

menudo con él cuando se debatían asuntos de Estado y él me enseñó muchas cosas.

—Lo sé, Roberto —dijo Matilde casi con dulzura—. Me has servido muy bien, pero yo pertenezco a una familia real. Tienes que comprenderlo. Soy hija de un rey y la esposa de un emperador. Sé que un gobernante tiene que ser fuerte. No hagas que me ponga nerviosa, Roberto pues no quisiera perder la paciencia contigo. No olvides que eres mi hermano y te aseguro que serás debidamente recompensado.

—Recompensadme comportándoos con un poco más de prudencia, Matilde. Eso es lo que más me podría complacer.

—Eres como Esteban… sois todos iguales. Pero mira a dónde lo ha conducido su debilidad. A una mazmorra donde yace encadenado.

—Al pueblo no le gusta que esté allí.—Lo sé, hermano, pero basta que me guste a mí. Estoy hambrienta.

Espero que tengan a punto un buen trozo de carne en el asador. De lo contrario…

—Vamos, Matilde, están demasiado atemorizados como para no tener la carne de venado a punto.

—Entonces vamos a comer y discutiremos contigo y con el obispo los pormenores de la coronación, pues sé muy bien que mis acobardados súbditos van a darme lo que les pida. Ya verás como tengo razón cuando vengan mañana con sus bolsas de oro. Vamos a la sala.

La emperatriz estaba satisfecha de la jornada. Se burlaría de Roberto y del obispo cuando aquellos ciudadanos se presentaran servilmente con el dinero. Entonces les diría: «¿Veis cómo sé gobernar?»

Acababa de ocupar su asiento en la cabecera de la mesa y aún no le habían servido la carne cuando, de pronto, se oyó un terrible estruendo, como si todas las campanas de la ciudad se hubieran puesto repentinamente a repicar.

Roberto se levantó, alarmado.—Qué ocurre? —preguntó.Uno de los criados se acercó a la mesa. Temblaba de pies a cabeza y

apenas podía hablar.—La gente se está reuniendo en la calle, muchos empuñan espadas y

otras armas. Vienen hacia palacio.—No hay tiempo que perder —dijo Roberto.Cogió a Matilde del brazo antes de que ella pudiera protestar. Toda

la ciudad de Londres se había levantado contra ella. Los hombres de la asamblea habían decidido

La emperatriz siguió a Roberto hasta las cuadras y montó mientras su hermano le sujetaba la cabalgadura.

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Sabía que, si el pueblo la atrapara, la haría pedazos. Los ciudadanos de Londres la odiaban y ella no podría esperar la menor compasión. La habían acogido a regañadientes, pero querían a Esteban y a su esposa Matilde.

El populacho entró en palacio poco después de que la emperatriz lo hubiera abandonado con un reducido grupo de seguidores.

Al no encontrar a quien ellos buscaban, los enfurecidos ciudadanos saquearon las estancias y se llevaron todos los tesoros que pudieron encontrar. Estaba claro que Londres había rechazado a la emperatriz Matilde.

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El cortejo fúnebre

Nada más enterarse de la precipitada huida de la emperatriz, la reina Matilde decidió regresar sin pérdida de tiempo a Londres en compañía de su hijo Eustasio.

El pueblo los recibió entre aclamaciones y muchos se acercaron para besar la mano de la reina. Nadie quería ser gobernado por aquella vieja bruja.

—Mis buenas gentes —dijo la reina—, os doy las gracias en nombre de mi esposo el rey, quien se encuentra ahora prisionero de esa mujer a la que vosotros acabáis de rechazar, aunque confío en que pronto recupere la libertad.

—Pronto estará libre —repitió el pueblo como un eco.—Mi buen amigo Guillermo de Ypres ha reunido un ejército y

marcharemos sobre Winchester, donde la bruja se ha refugiado. Si alguno de vosotros quiere unirse a nosotros…

—Sí, queremos —fue el unánime grito de la multitud.De este modo, la reina se fue de Londres acompañada de numerosos

seguidores que posteriormente se unieron a las fuerzas de Guillermo de Ypres.

El ejército de la reina permaneció dos meses acampado delante de las puertas de Winchester. En el interior de la ciudad sitiada se encontraba la emperatriz, a quien resultaba difícil de creer que las tornas se hubiesen vuelto tan pronto. Su hermano le había dicho que ella era la culpable de lo ocurrido por su actitud hacia los londinenses. No se podía tratar a los súbditos como si fueran siervos.

Matilde estaba furiosa. Había confiado demasiado los demás. Miraba a su alrededor en busca de algún chivo expiatorio, pero no encontraba ninguno. Su único consuelo era saber que Esteban se hallaba en peor situación que ella.

Animada por los acontecimientos, la reina pidió audiencia al obispo de Winchester, quien también empezaba a arrepentirse de haber apoyado a la emperatriz. Consciente de que la situación había cambiado y que la reina llevaba las de ganar, el obispo Enrique accedió a reunirse con ella en Guildford.

Trató de justificar su traición, explicando que su principal deber era servir a la Iglesia y que, por esta causa, se había pasado al bando de la emperatriz. Ahora comprendía su error y creía que, efectivamente, el rey había nombrado sucesor a Esteban en su lecho de muerte.

La reina no se llamó a engaño, pero lo disimuló porque necesitaba la ayuda de su cuñado. Enrique era un hombre muy poderoso y el hecho de que estuviera dispuesto a rectificar constituía una buena señal, pues

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significaba que finalmente se había dado cuenta de que la emperatriz jamás sería aceptada por el pueblo de Inglaterra.

Así pues, Enrique y la reina sellaron un pacto por el cual ambos harían todo lo posible por derrotar a la emperatriz y liberar a Esteban de su encierro.

La reina regresó muy animada al campamento que su ejército había levantado delante de las puertas de Winchester.

En el castillo, la emperatriz estaba cada vez más nerviosa. Ardían edificios constantemente, cada noche se arrojaban bolas de fuego por encima de las murallas de la ciudad, el aire olía a quemado. Los alimentos empezaban a escasear y la gente enfermaba.

La emperatriz maldecía su destino. Había tenido la corona al alcance de la mano. Roberto le había advertido que debía cambiar de actitud, pero ella lo había desoído. Lanzaba improperios contra el pueblo de Londres y juraba que cuando saliera de allí mandaría ahorcar a quienes le habían negado el dinero y habían alzado a la gente contra ella. Dejaría que sus soldados asolaran las calles entregaran a la violación y el pillaje. Todo eso haría cuando pudiera abandonar Winchester para marchar triunfante sobre Londres.

—Primero —dijo serenamente Roberto—, tenemos que romper el cerco.

Pasaban las semanas y la situación era cada vez más angustiosa. La comida era cada vez más escasa y los enfermos eran muchos. La emperatriz mandó llamar a Roberto y a su buen amigo Brian Fitzcount, quien era casi un hermano para ella.

—Esto no puede seguir así —les dijo—. Tenemos que hacer algo.—Si nos rendimos, seréis prisionera de la reina —le recordó Roberto.—¡Eso nunca! —gritó Matilde—. ¡Cualquier cosa menos eso!—Significaría la restauración de Esteban.—¡Y yo sería su prisionera! Jamás.—Pues entonces no tenemos más remedio que resistir el asedio.La emperatriz se acercó con su hermano a una ventana. Mientras

ambos contemplaban los devastados edificios, vio a un hombre apoyado contra una pared.

—Se está muriendo de enfermedad o de hambre —dijo—. Es una situación a la que todos nos tendremos que enfrentar. Si pudiéramos salir de aquí…

—Podríamos intentarlo —intervino Brian Fitzcount—. O eso o esperar la rendición cuando ya estemos exhaustos.

—Llevamos dos meses confinados en este castillo, ya no puedo más —dijo Matilde.

Ni Roberto ni Brian se atrevieron a recordarle que la culpa de todo la tenía ella. Sin embargo, ambos hombres la apreciaban; el uno por ser su hermano y el otro porque la conocía desde la infancia y todo lo que tenía se lo debía a su padre. Por eso le serían fieles hasta el final, a pesar de que era intolerante y la arrogancia era, sin duda su peor enemigo, había algo en aquella mujer que hacia que sintiesen el deseo de servir a sus órdenes. Tal vez fuera su belleza, tal vez su fortaleza de espíritu y su

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determinación.Tanto Roberto como Brian sabían que, pasara lo que pasase,

seguirían a su lado hasta el final.De pronto, un cortejo fúnebre bajó por la calle… dos hombres

portaban un tosco féretro, seguidos de un pequeño grupo de personas.—Otro muerto —dijo la emperatriz—. Me pregunto cuántos habrán

fallecido cuando termine este asedio. Fijaos, lo sacan por una de las puertas de la ciudad.

—La reina ha dado órdenes de que se permita el paso a quienes deseen enterrar a sus muertos fuera de las murallas de Winchester.

—Es tan compasiva como su marido —dijo despectivamente Matilde.—Pero es una mujer muy fuerte. Desde que empezaron las

desgracias, ha demostrado poseer una determinación que muy pocas mujeres podrían igualar.

—Esteban ha tenido suerte con ella.—La reina es una mujer muy bondadosa, eso debemos reconocerlo.Matilde, que antes la despreciaba, la odiaba ahora con toda su alma.

«Tengo que salir de aquí —pensó—. Si no salgo pronto, ella me vencerá y yo seré su prisionera.»

Estaba dispuesta a correr cualquier riesgo con tal de conseguirlo. Sus ojos se posaron en el cortejo fúnebre, el cuerpo envuelto en unas sábanas y las cabezas gachas de los acompañantes.

—Ya sé lo que haré —dijo—. Me convertiré en un cadáver, me envolverán en un sudario, me atarán a unas andas y me sacarán de la ciudad.

—No, eso no —dijo Roberto.—Haré que me acompañen dos o tres personas de confianza —

continuó la emperatriz—. Seré como ese pobre hombre al que ahora están sacando… sólo que yo no estaré muerta.

Ambos hombres la miraron fijamente.—¿Lo creéis posible? —preguntó Brian.—Por supuesto que sí. No pienso morirme de hambre y convertirme

en prisionera de la mujer de Esteban.Roberto la miró con aire pensativo, pero Matilde comprendió que

estaba sopesando todos los aspectos de una posible fuga.—Yo no podría ser uno de los acompañantes, pues me reconocerían

—dijo Roberto—. ¿Vos, Brian…?—Yo iré. Uno de nosotros tiene que ir con vos, Matilde. Me

disfrazaré para que no me reconozcan y os acompañaré.—¿Y una vez las andas hayan cruzado las puertas de la ciudad?—Tendría que haber unos caballos esperándonos.—Pero ¿cómo?—Ahí está la cuestión. Estaremos en campo enemigo.—Quizá será necesario trasladar las andas hasta Gloucester.—Si no hay más remedio, así se hará.—¿Podrá Matilde resistir el viaje?—Os aseguro que resistiré lo que sea con tal de no caer en manos de

esa mujer.—Merece la pena intentarlo, pues no hay otro camino —dijo Roberto

—. Si no intentamos escapar, será la muerte o la rendición.

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—¿Y qué harás tú, Roberto, cuando yo me haya ido? —preguntó Matilde.

—No me quedaré aquí. Buscaré la manera de escapar.—¿Utilizarás unas andas funerarias?—No, eso sólo se puede hacer una vez. Confiaré bien en mi espada.—Doy gracias a Dios de que, por lo menos, podamos hacer algún

plan —dijo Matilde—. Me vuelvo loca aquí dentro. ¿Cuándo lo haremos?—Cuanto antes, mejor. Mañana al anochecer. Ya habrá ocurrido

cuando crucemos el campamento. La noche será nuestra aliada.—Pues mañana entonces —dijo Matilde.

Envuelta en un sudario, la emperatriz se introdujo en el tosco féretro bajo la inquieta mirada de quienes la rodeaban. Estaba segura de que el plan daría resultado. Los soldados, que se enfrentaban constantemente con el peligro, sentían un temor reverencial por la muerte. Jamás se atreverían a levantar los extremos de un sudario para ver quién había dentro. Sin embargo, en cuanto se supiera que la emperatriz Matilde había escapado utilizando aquel subterfugio, cabía la posibilidad de que examinaran todos los féretros o que prohibieran la salida de otros a partir de aquel momento.

Salían tantos cortejos fúnebres que los sitiadores debían de pensar que la ciudad ya estaba a punto de sucumbir. ¿Le habría escrito la reina a su esposo para comunicarle que la emperatriz que lo había arrojado a una mazmorra muy pronto sufriría la misma suerte que él?

Le molestaba el olor del sudario y de la madera del féretro y esperaba no tener que permanecer mucho tiempo metida allí. Mientras ataban el féretro a las andas con unas cuerdas, le pareció que estaba efectivamente muerta y la llevaban a enterrar. Pero no, le quedaban todavía muchos años de vida… y de reinado.

Ya estaban preparados; el féretro fue colocado sobre los hombros de cuatro hombres robustos, que se pusieron en marcha de inmediato.

Matilde oyó voces a su alrededor. Sabía que la gente estaba abriendo paso al cortejo y que muchos se santiguaban pensando: «Otro. ¿Cuánto tiempo tardaré en salir de la ciudad en una caja como ésta?»

«¡Libre! —pensó Matilde—. Muy pronto seré libre.»Tenía el rostro medio tapado y apenas podía ver nada pues Brian

había dicho que si alguien la veía la reconocería al instante por sus bellas facciones.

—¡Alto! —gritó un guardia de la reina.—Otro pobrecillo camino de la tumba —dijo alguien.Hubo una breve pausa y Matilde sintió que el corazón le latía

violentamente. ¿Y si alguien la hubiera traicionado?El cortejo reanudó la marcha. Todo iba bien.Ya habían dejado atrás el campamento y se encontraban en el

cementerio. El féretro fue bajado al suelo.—¿Y ahora qué? —dijo Brian.—Ahora tenemos que echar a andar para que, cuando amanezca, ya

estemos muy lejos de aquí.—Si tuviéramos caballos.

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—¡Caballos! ¿Dónde están aquí los caballos? Tenemos que seguir adelante y llevar a la emperatriz hasta Gloucester.

¡Hasta Gloucester con los hombres a pie y ella envuelta en un sudario y dentro de un féretro!

Era lo único que se podía hacer. Había cruzado el campamento enemigo y era libre, pero tenía que ser conducida hasta Gloucester dentro de un féretro portado a hombros por dos fornidos partidarios suyos.

Jamás olvidaría aquel viaje, magullada por los golpes que recibía en el interior del féretro, hambrienta y muerta de frío. Estaba demasiado débil para quejarse cuando, al llegar a un solitario paraje, salió del féretro para estirar un poco las piernas, siempre con el temor de que aparecieran de repente los soldados de la reina, se la llevaran prisionera y le hicieran lo mismo que, ella le había hecho a Esteban.

«Nunca caeré en manos de esa mujer —pensó—. Nunca le daré esa satisfacción. Ya tiene a Esteban, y es más que suficiente.»

Tendida en el interior del féretro, notó que le dolían las articulaciones y que tenía los miembros magullados. Por fin, llegaron a la ciudad amurallada de Gloucester, el territorio de su hermanastro, donde estaría a salvo durante algún tiempo.

Acababa de instalarse en el castillo cuando recibió la peor noticia que hubieran podido darle. Roberto d Gloucester había sido capturado y hecho prisionero por la reina Matilde mientras intentaba huir de Winchester.

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Huida a través del hielo

Cuando Roberto de Gloucester fue conducido ante la presencia de la reina, ésta no pudo ocultar su alegría, pues sabía que sin la ayuda de su hermano, la emperatriz estaba perdida. Qué hombre tan espléndido. No era de extrañar que el rey estuviera tan orgulloso de él. Un personaje tan noble merecía ser tratado con el máximo respeto.

—Sois mi prisionero como el rey lo es de la emperatriz —dijo la reina—. Decidme, ¿qué nuevas tenéis de mi esposo?

—No lo he visto, pero sé que está severamente confinado.—Temo por su salud.La reina miró a Roberto y adivinó sus pensamientos. Creía que ella lo

trataría tal como la emperatriz había tratado a Esteban. Su esposo era un hombre de acción y se sentiría desesperado ante la perspectiva de pasarse meses, quizá años, encerrado en una mazmorra.

—No he visto al rey —insistió Roberto—, pero si estuviera enfermo, ya me habría enterado.

La reina recordó aquel extraño letargo que había sufrido el rey y que muchos habían considerado una forma de locura.

—La emperatriz lo ha sometido a un trato muy cruel —dijo Matilde—, pero sé muy bien que ése no era vuestro deseo. No creáis que pienso trataros de la misma manera. Os encomendaré a la custodia de Guillermo de Ypres y gozaréis de la máxima libertad posible dentro de las circunstancias. Debéis comprender que sois prisionero.

—Lo comprendo y os doy las gracias —dijo Roberto.La reina indicó por señas a los guardias que se lo llevaran y mandó

llamar a Guillermo de Ypres.—Es un noble caballero —le dijo— y debemos tratarlo con todo el

respeto que su rango exige.Guillermo de Ypres no puso el menor reparo.—Mientras lo tengamos en nuestro poder, todo irá bien, pues la

emperatriz no podrá hacer nada sin Roberto; fue gracias a él que consiguió escapar de Londres. La derrotaremos y se verá obligada a abandonar el país.

—Nunca se sabe —dijo la reina—. Cuando capturaron a Esteban muchos dijeron que nuestra causa estaba perdida.

—Ignoraban la fuerza y la inteligencia de su esposa.—No sabemos si alguien ocupará el lugar de Roberto de Gloucester

al lado de la emperatriz.—No debemos olvidarnos de Brian Fitz-Count. Ése no se apartará de

su lado.—Lo sé. El conflicto no termina con la captura de un hombre, por

importante que éste sea.—Sin embargo, la pérdida de Roberto será un golpe muy duro para

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ella.—Y una gran suerte para nosotros, pues pienso ofrecerlo a cambio de

Esteban.Guillermo de Ypres guardó silencio. La reina era una mujer muy

fuerte y demostraba poseer unas dotes políticas extraordinarias. Había conseguido convertir el desastre inicial en una victoria. La reina adivinaba qué estaba pensando Guillermo. Tal y como estaban las cosas, podían proseguir la guerra, pero si Roberto de Gloucester era devuelto al enemigo, éste se sentiría más fuerte y haría que la emperatriz aprendiera la lección y se mostrara más prudente en el futuro. Pero lo que ganarían con el cambio sería ver nuevamente libre a Esteban.

—Iniciaré inmediatamente las negociaciones para la liberación de Esteban —dijo la reina.

—¿A cambio de Roberto?—¿Acaso no sabéis que Esteban se encuentra encerrado en una

miserable mazmorra? Cualquiera sabe cómo podría estar enfermo, al borde de la muerte, incluso.

—Les devolvemos a su mejor capitán.—Ningún precio es suficientemente alto a cambio de la libertad del

rey.La reina hablaba como mujer mientras que Guillermo de Ypres

razonaba como un soldado, pero sabía que la reina se saldría con la suya, pues era muy obstinada.

La emperatriz caminaba arriba y abajo en sus aposentos. Estaba furiosa. Aquella mujer quería que le devolvieran a su esposo… ¡a cambio de Roberto! Le habían dicho que la presencia de su hermanastro era necesaria no sólo por sus dotes de soldado sino también por el efecto que ejercía sobre sus partidarios.

—Por supuesto que necesitamos a Roberto —dijo la emperatriz—, pero no quiero entregar a Esteban.

—Es el precio que pide la reina.—Dejadme sola. Os digo que no pienso entregarlo.Los hombres se retiraron y ella empezó a golpear la pared con los

puños hasta que le sangraron. Ya se imaginaba el regreso de Esteban a los amorosos brazos de su esposa.

—No —gritó—. No lo soltaré. No permitiré que regrese junto a esa mujer. Se quedará en la mazmorra a la que lo he arrojado hasta que ya no quede ni sombra del apuesto y gentil Esteban.

Mandó llamar a sus consejeros.—Ofrecedle a la reina una fuerte suma de dinero y doce de los

mejores capitanes de Esteban a cambio de Roberto —dijo.—No nos escuchará.—Transmitidle mis deseos. Decidle que lo piense bien—No estamos en posición de…—No me digáis en qué posición estoy. Haced lo que os digo si no

queréis que os mande encarcelar.Era imposible hacerla entrar en razones. La respuesta fue la que

todos esperaban. A cambio de Roberto sólo se aceptaría la liberación de

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Esteban.La emperatriz se puso hecha una furia, pues sabía que no podía

prescindir de su hermanastro.Al final, no tuvo más remedio que ceder.

La reina no cabía en sí de alegría; pálido y demacrado allí estaba otra vez Esteban, a su lado.

—Yo te cuidaré y verás cómo enseguida te recuperas —le aseguró a su esposo.

—Lo que has hecho es un milagro —dijo el rey—. Nunca pensé que pudieras alcanzar semejante victoria. Siempre supe que eras una mujer buena y fiel, pero ahora has demostrado ser una excelente estratega.

En la mazmorra, Esteban había sufrido inicialmente grandes privaciones y penalidades, pero más adelante, el carcelero, que era el señor del castillo, había tenido que ir a la guerra y entonces su esposa había sido mucho menos dura con él. Mandó que le quitaran los grilletes de los tobillos y se encargó de que disfrutara de ciertas comodidades.

—Ahora tenemos que hacer planes para acabar con esta guerra —agregó Esteban.

—Hay que obligar a la emperatriz a regresar a Anjou —dijo la reina, siempre temerosa de que pudiera haber algún encuentro entre su esposo y su rival y de que él no tuviera la fuerza de resistir.

Muchos le habían reprochado al rey que hubiera dejado a la emperatriz escapar de Arundel, pero no la reina. Él ya había sufrido bastante y se había convencido, al parecer, de que su prima era su mortal enemiga, aun cuando siguiese siendo deseable.

Durante algunos días, el rey volvió a sumirse en aquel extraño letargo que ya había sufrido en otra ocasión. La reina lo mantuvo confinado en su alcoba y ella misma lo cuidó, pero, aun así, la noticia se divulgó y muchos pensaron que el rey estaba muy enfermo, al borde, incluso, de la muerte.

Sin embargo, la enfermedad desapareció como la primera vez, sin dejar ninguna huella.

La emperatriz se alegró al ver a Roberto, pero lamentaba con toda su alma haber tenido que entregar a Esteban. Reprendió a su hermanastro por haberse dejado capturar y entonces éste le contestó:

—Mi querida hermana, vos escapasteis en un féretro y yo no podía permanecer en el castillo, pues o me habrían matado o me habrían capturado. Merecía la pena intentarlo.

Matilde sabía que Roberto tenía razón, pero necesitaba desahogarse un poco. Llevaba demasiado tiempo controlándose por miedo a seguir perdiendo partidarios.

—Tenemos que atacar enseguida —gritó—. ¿A qué esperamos?—No estamos en condiciones de atacar en este momento. Ellos nos

llevan ventaja.—Porque hemos liberado a Esteban.—Un ejército siempre se anima cuando recupera a su jefe.

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—Malditos los que te apresaron y maldita esa mujer que no quiso aceptar otra alternativa.

—Se comprende que no lo hiciera.Matilde soltó una carcajada.—Ahora lo estará cuidando con esmero.—Es una buena esposa y nadie sabe qué habría hecho, el rey sin su

ayuda.—Esteban debe de estarle muy agradecido. Yo, en cambio, tengo un

esposo inútil que se ha quedado en Anjou mientras yo lucho por mi reino. Tendría que estar a mi lado. Es necesario que venga, Roberto.

Roberto estudió la sugerencia. El hecho de que el esposo de la emperatriz acudiera en su ayuda con unas tropas de refuerzo podía elevar la moral de los soldados.

—Sí —dijo—, tiene que venir. La reina ha utilizado a Eustasio y no hay nada como un joven para despertar el entusiasmo del pueblo. Ha sido muy inteligente y se ha ganado muchas simpatías, cabalgando al frente de ejército con su hijo al lado.

—Necesito a Enrique a mi lado. Sí, es necesario que Godofredo lo traiga. Mandaré de inmediato un mensajero, pidiendo a mi esposo que venga a Inglaterra en mi ayuda.

Godofredo chasqueó los dedos al enterarse de que Matilde quería que fuera a Inglaterra. ¿Reunirse con aquella arpía? Ni hablar. Él se encontraba muy a gusto en su provincia, le gustaba la buena vida y las batallas podían ser muy incómodas.

Si querían que él fuera a Inglaterra, Roberto de Gloucester tendría que ir a buscarle.

Al recibir el mensaje, la reina se enfureció con su esposo. Sin embargo, tenía miedo de viajar sin escolta.

—Es un cobarde —dijo—. Id a buscarlo, Roberto, y decidle que lo desprecio. Sólo quiero que venga para que luche por mí, no porque le tenga cariño.

—Es mejor que no se lo diga.En la certeza de que la presencia de Godofredo sería una ayuda para

la emperatriz, Roberto decidió trasladarse inmediatamente a Anjou.—Pero primero tengo que velar por vuestra seguridad —dijo—. El

castillo de Oxford es prácticamente inexpugnable. Es la mejor fortaleza del país. Creo que estaríais más protegida allí que en cualquier otro lugar.

—Pues entonces me iré a Oxford y allí esperaré vuestro regreso.—Regresaré con el conde de Anjou y vuestro hijo Enrique y

enseguida organizaremos una campaña para derrotar a Esteban y colocar la corona sobre vuestra cabeza, tal como corresponde.

Matilde se despidió afectuosamente de su hermanastro y se instaló en el castillo de Oxford para esperar su regreso.

La emperatriz no soportaba permanecer cruzada de brazos y recordaba a menudo su último encuentro con Esteban y pensaba que

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ojalá pudiera tenerlo de nuevo delante de ella… preferiblemente encadenado. Deseaba verlo, saber que lo había humillado, pero también deseaba revivir la pasión que afloraba en cada uno de sus encuentros.

Seguía pensando en él, lo necesitaba, lo deseaba, lo amaba… y lo odiaba. ¡Cuánto lo odiaba! Si al morir el rey Enrique él le hubiera ofrecido su afecto en vez de arrebatarle la corona, ahora estarían juntos. La guerra no habría estallado, ella habría sido coronada reina y él se habría convertido en su amante favorito. Godofredo y la otra Matilde no habrían significado nada. Ella y Esteban habrían estado juntos siempre que lo quisieran.

¡Qué ironía que hubieran terminado peleando el uno contra el otro!Bajo su ventana discurría el río que serpeaba entre prados y valles

hasta llegar a Londres, el escenario de su gran humillación. Maldijo su precipitada huida de Westminster. Cada vez que olía a carne asada, la recordaba.

Se acercaba el invierno. Pero no sólo el invierno. Habían transcurrido apenas unas cuantas semanas de la partida de Roberto cuando un día le comunicaron la noticia de que el ejército de Esteban se estaba acercando. Su objetivo no podía ser otro que sitiar el castillo.

Una vez más estaba sitiada, y esta vez por parte de Esteban. El invierno era muy crudo y las tormentas de nieve azotaban las murallas del castillo. Envuelta en su capa forrada de piel, la emperatriz temblaba de frío.

El ejército de Esteban llevaba tres meses acampando alrededor del castillo y ya casi se les habían terminado las provisiones. Sentada junto a su ventana, la emperatriz contempló el helado río y se preguntó cuánto tiempo podrían resistir. Sabía que si Esteban la atrapaba, jamás volvería a soltarla, pero su orgullo no le permitiría convertirse en prisionera.

¿Dónde estaría Roberto? ¡Disfrutando de la vida Anjou con el muy insensato de Godofredo! ¿Qué mas les daba a esos dos que ella padeciera frío y hambre y tuviera al enemigo en sus puertas? Olvidaba que ella misma había ordenado a Roberto ir a Anjou en busca de Godofredo. Ella era la única culpable de todo lo que estaba ocurriendo, pero su orgullo le impedía darse cuenta Sin duda no había aprendido la lección que habían querido enseñarle los londinenses.

Habló con Brian y éste procuró tranquilizarla. Era más paciente que Roberto y la comprendía mejor, pues se conocían desde que eran niños. Él sabía que Matilde era muy exigente y que nunca se daba por satisfecha, pero la amaba y admiraba desde el día en que se había convertido en la reina indiscutible del cuarto infantil.

Un día Brian le dijo que varios criados estaban enfermos y otros se estaban muriendo de hambre. Les faltaban provisiones y no creía que pudieran resistir mucho tiempo.

—Pues entonces, ¿qué se supone que debemos hacer? —le preguntó Matilde.

—Si no recibimos ayuda de inmediato, nos veremos obligados a rendirnos.

—¡Jamás me rendiré a Esteban!

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—Dentro de unas semanas estaremos todos muertos y puede que antes el enemigo ya haya asaltado el castillo. Saben que no podremos resistir el ataque.

Matilde apretó los puños y se golpeó el pecho como solía hacer cuando montaba en cólera.

—No permitiré que Esteban me haga prisionera, Brian.—Pues no encuentro la manera de evitarlo. El tiempo está

empeorando y la nieve se amontona por todas partes. El río está helado y es uno de los inviernos más crudos que se recuerdan.

—Eso es tan duro para ellos como para nosotros.—Pero ellos tienen comida y leña para calentarse. El invierno es su

aliado y nuestro enemigo.—¿Por qué no viene Roberto?—Lo haría si fuera posible.—Ya tendría que estar aquí con Godofredo. Si vinieran con unas

tropas de refuerzo y sorprendieran a Esteban por la retaguardia…—Con este tiempo no creo que tal cosa sea posible.—No quiero que me hagan prisionera, Brian. Lo dije antes y lo repito

ahora.—Tuvimos suerte cuando escapasteis en el féretro.—Me volveré a escapar.—¿Cómo? En otro ataúd supongo que no. Además, no dejan salir a

nadie. ¿Cómo podríais escapar con este tiempo?—No tienes espíritu de lucha. Sois todos iguales. Siempre decís que

no a todo. Supongo que tú te quedarías aquí y permitirías que Esteban te hiciera prisionero.

—No veo qué otra cosa podemos hacer.—Pues algo habrá que hacer. Ya te he dicho que no quiero ser

prisionera de Esteban… y juro que no lo seré.Brian sacudió la cabeza y pidió la venia de la emperatriz para

retirarse.—Vete ya que no me sirves para nada —gritó Matilde.

La emperatriz temblaba, de frío en el catre de paja.La situación no podía prolongarse por mucho tiempo. Ya casi no

quedaba comida, ni siquiera para ella, «Prefiero morirme de hambre antes que ser su prisionera», pensó.

Ya se imaginaba lo que ocurriría si caía en las manos de Esteban. «Ahora me toca a mí, Matilde», le diría.

A lo mejor, la reina estaría a su lado para impedir que ella volviera a hechizarlo.

¿Qué haría el apuesto Esteban, amado por su esposa y deseado por la emperatriz? Obedecería a su esposa porque era débil y ella era una mujer de carácter capaz de hacer con él lo que quisiera.

Sólo tendría alguna posibilidad si conseguía verlo a solas, pero la reina no era tonta y no lo permitiría.

Se levantó de la cama y se arrebujó en su capa forrada de piel. La luna creciente iluminaba el paisaje blanco y desolado. Todo estaba en silencio.

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El hielo del río tardaría varias semanas en fundirse a no ser que el tiempo cambiara y de repente empezara a hacer calor. La capa de hielo era tan gruesa que habría podido soportar el peso de hombres y caballos.

De pronto, se le ocurrió una idea. Si se vestía de blanco, si las nubes ocultaban la luna y empezaba a nevar, nadie podría distinguirla.

Tenía que hacerlo. Sería la única forma de escapar de aquella situación tan vergonzosa.

No esperó a que se hiciera de día. Llamó a una de sus criadas y le ordenó que avisara inmediatamente a Brian Fitz-Count.

Éste acudió a su llamada medio dormido.—Acércate a la ventana —le dijo ella.Brian obedeció.—Mira el río. La capa de hielo es tan gruesa que soportaría el peso

de un batallón de soldados. Las nubes ocultan la luna. Mira qué oscuro está todo. Si me vistiera de blanco como la nieve, nadie me vería.

Brian ya se había despejado totalmente.—Es una posibilidad y lo vamos a intentar —añadió Matilde—. Tú, yo

y unos cuantos hombres especialmente elegidos. Vestiremos de blanco. Tú me bajarás con unas cuerdas y los demás me seguirán. No nos verán porque iremos vestidos de blanco de la cabeza a los pies. No te atrevas a decirme que es imposible.

—Sería… posible —dijo Brian.—Tenemos que estar preparados… lo haremos cuando llegue el

momento. Mañana tal vez. Quién sabe cuándo decidirá Esteban asaltar el castillo.

La emperatriz eligió a unos hombres de su máxima confianza. Todos deberían actuar con el mayor sigilo, pues podía haber espías en el castillo. Ella misma elegiría las prendas que se iba a poner… lo bastante gruesas y abrigadas como para permitirle resistir el frío y, por encima de ellas, una capa blanca. Eso sería esencial.

Brian estaba muy emocionado, pues pensaba que la idea podía ser un éxito; en todo caso, era tan ingenioso como la huida en un féretro.

La noche sería tormentosa.—Tiene que ser hoy —dijo Matilde.Las cuerdas ya estaban guardadas en su alcoba. La emperatriz

mandó retirarse muy temprano a sus damas y apenas éstas se hubieron marchado entraron en la estancia Brian y los ocho caballeros que iban a acompañarlos. Todos llevaban capas blancas y se cubrían la cabeza con capucha. Matilde se puso su capa.

Esperó con impaciencia mientras los dos primeros caballeros se deslizaban por la cuerda. Después le tocó el turno a ella. Anudaron las cuerdas alrededor de su cuerpo y la bajaron poco a poco. Llegó abajo sin ninguna dificultad y en muy poco tiempo el resto del grupo se reunió con ella. Bajaron a la orilla del río y comprobaron la solidez de la capa de hielo. Parecía muy firme. El grupo comenzó a cruzar el río; la emperatriz iba en medio.

El viento le cortaba el rostro y los ojos le escocían a causa del frío, pero a Matilde le daba igual, pues sólo pensaba en que el triunfo estaba

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cerca.Cuando Esteban tomara el castillo, por asalto descubriría que ella ya

no se encontraba allí.Brian la cogió del brazo al llegar a la otra orilla del río, pues se

encontraban muy cerca del campamento de Esteban.Avanzaron con toda la rapidez que les permitía el resbaladizo suelo.

Reinaba un profundo silencio alrededor y sus pies se hundían en la nieve sin producir el menor ruido. Impulsados por la urgencia de la situación caminaron sin desmayo y no se detuvieron hasta casi una legua de distancia del campamento. Entonces Matilde hizo una pausa para mirar hacia atrás. No se veía nada en aquella blanca desolación. Sabía que, por segunda vez, había protagonizado una fuga milagrosa, pero no dio gracias a Dios ni a sus seguidores sino tan sólo a su propia inteligencia.

Caminaron en medio de la oscuridad de la noche y su esfuerzo fue tan grande que la distancia de legua y media que los separaba de Abingdon les pareció de cinco leguas.

Matilde estaba agotada y necesitaba urgentemente comida caliente y una cama tibia, pero Brian dijo que sería peligroso detenerse, pues cabía la posibilidad de que ya hubieran descubierto su fuga, de modo que lo más conveniente era seguir hasta Wallingford.

En Abingdon, Brian consiguió unos caballos y pudieron hacer el viaje hasta Wallingford con más comodidad, aunque bajo una fuerte tempestad de nieve y con peligro de que los animales resbalaran en cualquier momento.

Finalmente, llegaron al castillo de Wallingford. Matilde tenía los pies entumecidos y las manos tan frías que ni siquiera las sentía. Enseguida les sirvieron comida caliente y encendieron una gran chimenea para que entraran en calor.

La emperatriz comió con mucho apetito y casi de inmediato cayó en un profundo sueño.

Cuando despertó a la tarde del día siguiente, la chimenea estaba encendida y fuera seguía nevando.

Oyó voces en el castillo y preguntó:—¿Quién anda ahí?A los pocos minutos, un niño entró en su alcoba.Matilde lo miró unos segundos, en silencio. Después se levantó y

exclamó:—¡Enrique, hijo mío!El pequeño corrió hacia ella y, por un instante, la emperatriz se

sintió invadida por una súbita e insólita oleada de ternura. ¡Su hijo mayor! El niño al que tanto amaba su padre el rey. ¡Su hijo Enrique de tan sólo nueve años!

—Madre —dijo el niño—, he venido para luchar por vos.Matilde lo abrazó.Qué triunfo tan grande. Había huido de Esteban, había cruzado el

helado Támesis, era libre y su hijo Enrique había llegado para luchar por ella.

Roberto de Gloucester entró en la estancia e hincó la rodilla en tierra

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ante ella.—Recibí la noticia de que estabais aquí y hemos venido sin pérdida

de tiempo.—He cruzado el río congelado —dijo Matilde.—Lo sé. Brian me lo ha contado.—Esteban no se percató de nuestra huida.—Fue una idea muy ingeniosa. Habéis burlado por completo a

vuestro primo.—¿Veníais en nuestra ayuda?—En cuanto hubiera reunido un ejército.—Habría sido demasiado tarde. ¿Ha venido Godofredo?—No. No ha querido abandonar Anjou. Pero os envía a vuestro hijo.—Enrique me será mucho más útil que ese descastado maridito que

tengo. —Volviéndose hacia su hijo, Matilde apoyó una mano en su hombro y le dijo—: Juntos, hijo mío, recuperaremos la corona de Inglaterra.

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Las separaciones

Las esperanzas de Matilde no se cumplieron. La debilidad de Esteban y las fechorías de los barones eran, en opinión de muchos, males menores comparados con la arrogancia de Matilde y su descarado intento de cobrar tributos a los habitantes de Londres.

Sin embargo, con la ayuda de Roberto de Gloucester, el pequeño Enrique estaba empeñado en luchar por la causa de su madre. Era un niño dotado de una enorme energía y algunos creían ver en él muchas de las cualidades del Conquistador. Mientras pudiera contar con la ayuda de Roberto de Gloucester, Matilde sería formidablemente fuerte.

La guerra civil se prolongaba y nadie sabía cuándo podría terminar. Los caminos eran inseguros y las fechorías de los barones no se podían controlar. El país necesitaba vivir en paz, pero tal cosa no sería posible mientras Matilde, su hijo y Roberto de Gloucester les disputaran la corona a Esteban y a la reina.

Esteban no podía olvidar lo que su esposa había hecho por él y su afecto por ella era mayor que nunca. Se maravillaba de sus dotes de estadista y le sorprendía que la hubiese conocido tan poco, pues siempre la había considerado una mujer bondadosa pero poco inteligente.

Poco después de su reencuentro, el rey y la reina tuvieron una hija a la que bautizaron con el nombre de María.

La reina se sentía inmensamente feliz y no estaba tan preocupada por las relaciones entre Esteban y la emperatriz. Había oído comentar que ésta era cada vez más insoportable y que incluso sus más fieles seguidor como Roberto de Gloucester y Brian Fitz-Count, se sentían a menudo tan molestos con ella que muchos creían que acabarían por abandonarla. Jamás lo hicieron. Era tal su magnetismo que no podían vivir sin ella.

Seguramente Esteban ya habría aprendido la lección pensaba la reina, que participaba activamente en todas las decisiones sobre la guerra, pues su esposo ahora sólo tenía oídos para ella. Sin embargo, la reina dedicaba la mayor parte del tiempo a estar con su familia; Eustasio era un joven muy ambicioso y Esteban y la reina lo eran por él.

—No te preocupes —le decía el rey a su esposa—, conservaré la corona hasta que muera y sólo entonces la cederé, pero será a mi hijo Eustasio.

Habían decidido que Inglaterra fuera para Eustasio y que Guillermo heredara el condado de Bolonia a través de su madre. María era todavía demasiado pequeña como para que se pudiera planificar su futuro.

De vez en cuando, llegaba un mensajero para anunciar que el ejército de la emperatriz estaba atacando alguna plaza fuerte y entonces recordaban que la guerra aún no había terminado.

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La emperatriz estaba cansada. Los años pasaban y ella seguía sin alcanzar sus propósitos, aun cuando contaba con la inestimable ayuda de Roberto de Gloucester. Alguna vez conseguía derrotar al ejército de Esteban, pero después volvían a cambiar las tornas. Ninguna batalla era decisiva para ninguno de los contendientes y la guerra seguía su curso.

Su único consuelo era su hijo Enrique, quien se había convertido en un experto soldado bajo la guía de Roberto. No tendría más remedio que serlo, pues Eustasio estaba tan firmemente dispuesto a heredar la corona de Inglaterra como él a arrebatársela.

Su esposo, el conde de Anjou, ya estaba empezando a perder la paciencia. Llevaba tres años sin ver a su hijo mayor por cuyo motivo envió un mensaje a Matilde expresándole su deseo de que Enrique regresara a su lado. La emperatriz montó en cólera. ¿Qué había hecho él por ella? Se avergonzaba de que fuera su marido. Era un holgazán que lo único que hacía era pasearse por ahí con un ramito de retama en el sombrero, por lo cual se había ganado el apodo de Godofredo Plantagenet.

Pero era su esposo y tenía derecho a manifestar su opinión sobre el futuro de Enrique. Godofredo quería que el muchacho regresara a Anjou. ¿Qué sentido tenía que el muchacho malgastara sus años por una causa perdida?

Roberto también opinaba que Enrique debía regresar a Anjou.—Ha aprendido mucho sobre la guerra —dijo— y eso le será muy útil

en los años venideros. Aquí no puede hacer nada y ya tendrá ocasión de regresar cuando sea un poco mayor. Entonces quizá pueda traer consigo un ejército de Anjou. Permitid que se vaya.

Así pues, Roberto acompañó al príncipe de doce años hasta Warham donde un grupo de nobles angevinos lo esperaba para escoltarlo hasta el otro lado del canal.

Allí Enrique se despidió afectuosamente de su tío al que tanto apreciaba y del que tanto había aprendido. Sin embargo, el niño se alegraba de regresar a su tierra, pues, aunque quería mucho á su madre, vivir con ella le resultaba un poco difícil a causa de su carácter exaltado y dominante.

—Cuando regrese, lo haré con mi ejército, tío —le dijo Enrique a Roberto—. Entonces lucharemos juntos y terminaremos esta odiosa guerra.

—Así será —dijo Roberto.Ambos se abrazaron y después Roberto permaneció de pie

contemplando el cortejo hasta que lo perdió de vista en el horizonte.

Roberto de Gloucester estaba desanimado. Sabía que los ingleses jamás aceptarían a la emperatriz y que la culpa era sólo era de ella.

Si hubiera tenido un carácter como el de Esteban hubiera mostrado una sincera preocupación por el bienestar del país tal como había hecho su padre, quizá habría podido ceñir la corona, pues era la legítima heredera, a diferencia de Esteban que era un simple nieto del Conquistador por vía materna y ni siquiera era el hijo mayor de sus padres. Además, era débil, y este defecto había hecho que las buenas

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leyes promulgadas por Guillermo I y Enrique I se hubiesen convertido en papel mojado.

«Necesitamos un rey fuerte», pensaba a menudo Roberto.Su gran esperanza era Enrique, quien poseía una madurez impropia

de sus años. Pero aún era muy joven. Sólo por él seguía luchando sin desfallecer. A su juicio, Eustasio era demasiado débil y excesivamente ambicioso y, por si fuera poco, carecía del encanto de su padre y del sentido común de su madre.

Roberto, que aparte sus dotes de soldado era un estadista y un hombre de letras, creía que la salvación de Inglaterra estaba en los Plantagenet. Si el príncipe Enrique de Anjou se convertía en el segundo Enrique de Inglaterra, sus esfuerzos no habrían sido inútiles.

Mientras los jinetes se perdían en la distancia, Roberto pensó que el joven que cabalgaba al frente de ellos era la única esperanza de Inglaterra.

Después regresó a Bristol para informar a la emperatriz de la partida de su hijo.

Matilde ya no confiaba en ocupar algún día el trono, pero seguía dispuesta a luchar contra Esteban y el deseo de verlo encadenado a sus pies aún la obsesionaba.

—La próxima vez no se me escapará —decía.Pero Roberto dudaba de que hubiese próxima vez.Aquel otoño Roberto contrajo un resfriado que se transformó en algo

mucho más grave. Murió rodeado de esposa y de sus seis hijos, que lo lloraron sinceramente pues había sido un padre y esposo ejemplar.

No sólo la familia lloró su muerte, ya que había sido un buen hombre y jamás había maltratado a aquellos que había conquistado. Las condiciones de vida de éstos incluso mejoraron bajo su autoridad, excepto, por supuesto cuando se veía obligado a imponer nuevos impuestos o construir nuevos castillos a causa de la guerra.

Su desaparición supuso una gran desgracia para la emperatriz, quien entonces, demasiado tarde ya, se dio cuenta de que nunca había apreciado lo bastante su genio. No sólo había perdido a un hermano, sino a su mejor consejero y al más firme defensor de su causa.

Poco después de que Roberto fuera enterrado en un sepulcro de jaspe verde en el priorato benedictino que él mismo había fundado fuera de las murallas de Bristol, Matilde comprendió que no tendría más remedio que dejar Inglaterra en manos de Esteban.

Aunque a regañadientes, abandonó el país y se reunió con su esposo en Anjou.

Esteban celebró jubilosamente su partida y se echaron las campanas al vuelo para celebrar la paz y la victoria sobre el enemigo.

Aquel año las Navidades se celebraron en Lincoln con gran pompa y esplendor.

—Mi enemiga ha huido —exclamó Esteban—. Ahora podré empezar a gobernar el reino.

Adelicia había seguido en Arundel las vicisitudes de la guerra civil con gran preocupación. Su esposo tenía que ausentarse constantemente para luchar por la causa de Esteban y el temor y la inquietud la habían

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empujado a la meditación religiosa.Durante aquellos años había dado a luz siete hijos: Guillermo y

Reyner, seguidos de Enrique, Godofredo Alicia, Olivia y Águeda. Los cuidaba con infinita devoción y muchas veces se había preguntado si llegaría el día en que los mayores tuvieran que marchar a la batalla.

Cuando la emperatriz regresó a Anjou, Adelicia pensó que finalmente podría disfrutar de un poco de paz con su familia.

Desde hacía varios años, su hermano favorito, Enrique de Lovaina, deseaba ingresar en un monasterio. Solía visitarla en Arundel y juntos habían comentado la vanidad de los fastos del mundo y la paz de la vida retirada.

Escuchando las palabras de su hermano, Adelicia sintió deseos de tomar el hábito.

—Estoy cansada de las tensiones del mundo —dijo—. Cuando era la esposa del rey, me atormentaba mi incapacidad de tener hijos. Después creí encontrar el sosiego al lado de Guillermo, pero, cuando él se va, nunca sé si lo volveré a ver y la angustia me destroza. Temo que mis hijos se pasen la vida luchando tal como suelen hacer los nobles de este país y quisiera apartarme del mundo y dedicarme a la oración.

Sólo con su hermano podía Adelicia hablar de esas cosas.En cuanto la emperatriz se hubo marchado a Anjou, Guillermo

regresó a su casa y enseguida se dio cuenta del cambio que se había operado en su esposa.

En 1149, dos años después de la partida de la emperatriz —unos años de paz, en los cuales prosiguieron, sin embargo, los desmanes de los barones—, Enrique de Lovaina escribió una carta a su hermana en la que le comunicaba que había tomado el hábito y que era monje en el monasterio de Affigham, en Alost, Flandes.

Adelicia conocía el monasterio, pues lo había fundado su propio padre.

Guillermo, que estaba a su lado cuando recibió la carta, fue testigo de su alegría.

—Enrique ya es monje —exclamó Adelicia—. ¡Qué feliz debe de sentirse!

—Hablas como si le tuvieras envidia —dijo Guillermo.—Ahora conocerá la verdadera paz —dijo Adelicia—. Olvidará todas

las cuitas de este mundo y se sentirá más cerca de Dios y de los santos. ¿Acaso no envidiarías tú al hombre que puede vivir esta bendita experiencia?

—Yo creo, Adelicia —contestó Guillermo—, que una vida retirada te haría más dichosa que la vida que llevas con tu familia.

—Os quiero mucho a todos —dijo ella—, pero ansío la paz que nunca he conocido. El país vive unos tiempos muy turbulentos y siempre hay motivos para la preocupación. El rey es muy débil y temo que estalle alguna revuelta y que tú tengas que partir a defender algún castillo o territorio. Temo también que muy pronto Guillermo tenga edad suficiente para acompañarte. Los oigo practicar en el patio con las espadas, las lanzas y los arcos. Estoy segura de que volverá a estallar una guerra.

—¿Crees que podrías ser más feliz en un convento?—Para mí sería imposible dejaros.

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—Quiero que seas feliz —dijo Guillermo. Sabía que la salud de Adelicia se había deteriorado y que tal vez por este motivo le era más difícil resistir las tensiones de la vida.

Él mismo le facilitó las cosas. ¿Por qué no se recluía una temporada en un convento para ver si allí conseguía encontrar la paz que tanto buscaba?, le propuso.

Poco después de que su hermano entrara en el monasterio de Affigham, Adelicia ingresó en un convento de la misma orden.

Murió al cabo de dos años.

El regreso de la emperatriz a Anjou fue un alivio para la reina Matilde. El rey le estaba muy agradecido y quería que lo acompañara a todas partes para resarcirla de los pasados sinsabores. Creía que la emperatriz lo había hechizado con poderes infernales, pues de otro modo él jamás la habría dejado escapar ni hubiera tenido que pagar el amargo precio de su humillante encierro en una mazmorra.

Ahora era feliz con su amada esposa y sus tres hijos—Tenemos que compensar todos los años de separación —dijo

Matilde—. Hemos superado una dura prueba y Dios ha tenido misericordia de nosotros. Debemos agradecérselo.

La mejor manera de dar gracias a Dios consistía invariablemente en la construcción de algún monumento a su mayor honra y gloria y, ¿qué mejor monumento podía haber sino un monasterio en el que su nombre fuera eternamente alabado?

Matilde decidió construir una abadía en Faversham. Para que ella pudiera supervisar los trabajos, la corte se trasladó a Canterbury.

A pesar de la tranquilidad de que finalmente disfrutaba, Matilde se cansaba fácilmente y no tenía más remedio que reconocer que las angustias del pasado se habían cobrado un fuerte tributo. Había sufrido demasiadas tensiones luchando por la causa de su esposo, y ahora comenzaba a sentir los efectos. Le faltaba el aliento, se resfriaba con mucha facilidad y le costaba reponerse; se desmayaba a menudo y sufría de vértigo.

Trataba de que Esteban no se enterara de sus dolencias, pero sus más cercanos servidores estaban al corriente de ellas y temían que su salud empeorase.

La reina también estaba preocupada por su hijo Eustasio, que si bien crecía sano y fuerte, no había heredado ninguna de las cualidades de su padre. No tenía amigos, pues era extremadamente altivo y orgulloso. Matilde no podía dejar de pensar en su propio esposo, que cuando sólo era el hijo del conde de Blois conversaba afablemente con los criados y demás miembros de la servidumbre, que lo apreciaban enormemente.

Eustasio había oído hablar de Enrique de Anjou durante la estancia de éste en Inglaterra. Al parecer, el muchacho había causado una favorable impresión en todo el mundo y la gente lo apreciaba por ser descendiente directo del Conquistador a través de su madre Matilde, su única nieta legítima.

El heredero de Esteban era muy autoritario y en todas partes hacía valer su condición de primogénito del rey. Su hermano Guillermo imitaba

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su ejemplo, aun cuando sabía que no estaba destinado a ceñir la corona de Inglaterra. En cambio, la pequeña María era una niña buena y obediente que ya había manifestado su intención de ingresar en un convento.

Fue precisamente durante este período de paz que la reina se dio cuenta de que su salud se estaba deteriorando por momentos y le preocupaba lo que pudiera ocurrirle a Eustasio cuando tuviera unos cuantos años más.

Para Esteban las cosas siempre marchaban bien. No veía las dificultades hasta que no las tenía delante de las narices. No se daba cuenta de los defectos de Eustasio, lo cual inquietaba a Matilde.

Cuando la reina comenzó a creer que no le quedaba mucho tiempo de vida, se sintió sumamente ansiosa. Sabía que Esteban la necesitaba, pues ella era la fuerte de la pareja. Temía lo que pudiera ocurrir cuando ella ya no estuviera. Fue por eso que decidió hablar seriamente con su esposo acerca de Eustasio.

—Eustasio es el heredero de la corona —dijo el rey—, pero teme que el pueblo prefiera a Enrique de Anjou. Por eso se comporta de esta manera.

—Espero que Dios no quiera que se vea obligado a luchar por el trono tal como has tenido que hacer tú —dijo la reina.

—No, eso ya se terminó —dijo Esteban con su sempiterno optimismo—. Enrique heredará Anjou y ya no se acordará para nada de Inglaterra.

—Ojalá sea cierto.—Te veo muy preocupada, pero te aseguro que todo irá bien.—No olvidemos quién es Enrique, Esteban.Esteban no se atrevió a mirar a su esposa a los ojos ¿Y si el hijo de la

emperatriz, de quien todos se hacían lenguas, fuera también hijo suyo? Quería creer que si y no podía evitar sentirse orgulloso cada vez que oía hablar de sus hazañas.

—Está en la línea directa de sucesión, Esteban —le recordó la reina.—Lo habría estado si la emperatriz me hubiera arrebatado la corona,

pero ahora mi heredero directo es Eustasio.—Tengo miedo de que…—¿De qué cuando yo muera el joven Enrique intente apoderarse del

trono? No, mi querida esposa, el único heredero será tu hijo y nadie más. He decidido hacer algo que será sin duda de tu agrado. Convocaré a todos los barones y caballeros y los obligaré a prestar juramento de lealtad a Eustasio. Los obligaré a jurar que a mi muerte lo aceptarán como rey.

—¿Y crees que accederán a hacerlo, Esteban?—¿Olvidas que soy el rey y que tienen que obedecerme, Matilde?

Iremos a Lincoln y allí los convocaremos. Iniciaremos los preparativos sin tardanza.

Viajaron a Lincoln y allí Esteban convocó a los nobles del reino. Al enterarse de la intención del rey, muchos se mostraron reticentes.

Guillermo de Albini le recordó a Esteban los males que habían provocado los juramentos exigidos por el difunto rey, pues muchos no sabían si cumplir el juramento de fidelidad a la emperatriz que el rey les había exigido o si pasarse al otro bando en caso de que el rey hubiera

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cambiado efectivamente de parecer en su lecho de muerte. Todo ello había provocado el estallido de una sangrienta guerra civil.

—En tal caso —dijo Esteban—, no hay más que una respuesta. Coronaremos a Eustasio como heredero forzoso. Se celebrará una solemne ceremonia y la corona será colocada sobre su cabeza. De esta manera, nadie podrá dudar de mi voluntad.

—Mi señor —replicó Guillermo—, no creo que los nobles den su conformidad, y considero imprudente colocar la corona en la cabeza de un nuevo rey cuando su antecesor aún vive. El príncipe tiene apenas trece años y estáis en la flor de la edad. Creo que convendría dejar esta cuestión para más adelante.

Esteban se mostró de acuerdo y se lo explicó a la reina.—Tienen razón, Matilde, y, además, temo que Eustasio se vuelva más

arrogante.Matilde no protestó, pero pensó que el difunto rey Enrique habría

exigido obediencia a los nobles. Tenía la absoluta certeza de que Enrique de Anjou reclamaría el trono en cuanto Esteban muriera.

Ni siquiera esperó a eso. Mientras Matilde y Esteban se encontraban en Faversham, recibieron la noticia de que Enrique de Anjou había llegado a Inglaterra y que David de Escocia, quien siempre se había mostrado favorable a la emperatriz, había cruzado la frontera para apoyarlo.

Esteban reunió inmediatamente un ejército. El pueblo, que no quería que los escoceses invadieran su territorio y ya estaba harto de la guerra, al enterarse de que Enrique de Anjou había desembarcado con un pequeño ejército, decidió congregarse alrededor de Esteban para poner fin al conflicto cuanto antes.

La fortuna sonrió a Esteban. El rey de Escocia se retiró al otro lado de la frontera y el joven Enrique lo acompañó, con lo cual la prevista guerra ni siquiera llegó a estallar. El pueblo de Inglaterra lo celebró y Esteban fue unánimemente elogiado por la rapidez y efectividad con que había actuado.

—Debemos estar atentos —dijo el rey—, pues nuestros enemigos están al otro lado de la frontera.

Poco después, le extrañó recibir un mensaje de Enrique en el que éste le explicaba que se encontraba en un apuro y pensaba que él podría ayudarlo a resolverlo.

Sus fuerzas eran demasiado exiguas para atacar, decía el joven, y, aunque en aquellos momentos se encontraba en Escocia, su deseo era regresar a Anjou con su ejército. Sin embargo, no tenía dinero para pagar a sus hombres ni para costear el viaje. Sabía que el rey era muy generoso y le pedía ayuda para trasladarse con sus fuerza a Anjou.

La petición no sólo fue considerada audaz, sino también impertinente. El joven que poco antes había pretendido arrebatarle la corona a Esteban ahora tenía la osadía de pedirle dinero para trasladar a sus hombres a Anjou.

A Esteban le hizo gracia.—No es posible que hable en serio —dijo la reina.

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—Pues yo creo que sí.—Es un descarado. ¿Cómo se atreve a pedirte ayuda justamente a ti?—¿Cómo podrá pagar a sus hombres y llevarlos a Anjou sin mi

ayuda?—Eso es cosa suya. Que se vayan dando cuenta del príncipe que

tienen. Puede que en un futuro no estén tan dispuestos a ayudarlo.—Es un joven muy testarudo —dijo Esteban sin poder evitar un cierto

sentimiento de ternura hacia él.Eustasio era su hijo. ¿Lo sería también Enrique? Estaba casi seguro

de que sí. ¿A quién podía recurrir el joven sino a su propio padre?Nadie pudo disuadirle de su propósito. Esteban envió dinero a

Enrique y éste le escribió una nota de agradecimiento y regresó con sus tropas a Anjou.

Todo el mundo se preguntaba si el rey se había vuelto loco. Por muy generoso que fuera y por mucho que desease vivir en buenos términos con todo el mundo, no podía olvidar que aquel joven descarado era su mayor enemigo.

La gente recordaba cómo había permitido que la emperatriz se le escapara de las manos y pensaba que a veces se comportaba como si no estuviera en su sano juicio.

El regreso de Enrique a Anjou trajo de nuevo la paz al país. Sin embargo, la reina estaba muy preocupada por los recientes acontecimientos. La negativa de los barones a que Eustasio fuese proclamado rey, la llegada de Enrique de Anjou y el extraño comportamiento de Esteban con aquel joven… habían contribuido a minar su delicada salud.

La muerte de Adelicia le había causado un profundo dolor. Entendía que hubiese pasado los últimos años de su vida recluida en un convento. La pobrecilla no había vivido lo suficiente como para disfrutar de un poco de paz.

Matilde se sentía muy cansada. Cayó enferma y, esta vez no lo pudo disimular. Esteban, que siempre lo veía todo con optimismo, se quedó perplejo al conocer la verdad.

Matilde pidió un confesor.—Creo que ya no volveré a levantarme de esta cama, Esteban —le

dijo a su esposo.—No, no, te suplico que no hables así —dijo Esteban, presa del

pánico.—Es la verdad, Esteban.—¿Cómo es posible que te hayas puesto enferma tan de repente?—No ha sido tan de repente. Llevo algún tiempo así… más de un año.—Yo no sabía nada. ¿Por qué no me lo dijiste? Por Dios, Matilde,

¿qué haré sin ti?La reina esbozó una dulce sonrisa.—He sido muy feliz a tu lado, Esteban. Sólo he vivido para servirte.Esteban le besó las manos una y otra vez como si le implorase que no

lo dejara.—Nosotros ya no podemos hacer nada, Esteban —dijo Matilde.Sus hijos Eustasio, Guillermo y María se acercaron a la cama.—Oh, Esteban —dijo Matilde en un susurro—, ojalá pudiera

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quedarme para cuidar de todos vosotros…Esteban rompió a llorar amargamente. ¿Cómo podría vivir sin ella? A

pesar de todo lo ocurrido, aún no se había dado cuenta de lo mucho que aquella mujer significaba en su vida. ¡Cuánto deseaba haber sido un esposo mejor!

—Ojalá tuviera otra oportunidad —murmuró.Matilde se limitó a sonreír.Durante varios días, la reina se debatió entre la vida y la muerte

hasta que un hermoso día de mayo del año 1152, su vida se apagó.La enterraron en la abadía de Faversham, que ella y Esteban

acababan de fundar. Esteban sabía que jamás se consolaría de su pérdida, pues la amaba mucho más en su muerte de lo que nunca la había amado en vida.

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El último encuentro

El rey estaba muy triste y le remordía la conciencia. Su fiel esposa había muerto y ya nunca podría decirle lo mucho que ella había significado en su vida. Pensaba a menudo en el pasado y en las mujeres con las cuales la había traicionado. A una, en particular, jamás podría olvidarla.

Matilde era una santa y nadie podría cuidarlo jamás como ella lo había hecho. Su muerte significaba una pérdida irreparable. Esteban temía volver a sufrir un ataque de aquella misteriosa enfermedad que lo sumía en un extraño letargo. ¿Quién mantendría el secreto de su dolencia? Había perdido a su ángel de la guarda y ya no podría explicarle que la otra Matilde lo había hechizado y que sólo por arte de brujería lo había apartado de ella.

Poco después Esteban recibió la noticia del fallecimiento de Godofredo de Anjou y se preguntó cómo se habría tomado Matilde la muerte de aquel esposo al que tanto despreciaba, pero cuya desaparición no podía por menos que influir en el futuro.

Pensaba continuamente en ella y en el fondo de su corazón deseaba volver a verla. También le hubiera apetecido ver a Enrique quien ya tenía veinte años y era tan ambicioso como su padre. «Ojalá que no haya heredado su carácter», pensó Esteban. La posibilidad de que Enrique fuera hijo suyo lo llenaba de emoción. Eustasio su hijo legítimo, pero no podía evitar un sentimiento de orgullo cada vez que pensaba en Enrique.

En ocasiones, cuando se sentía melancólico, soñaba que se había casado con la altiva Matilde y que el hijo de ambos, el valiente, malicioso y robusto Enrique, se convertía en rey de Inglaterra.

Entonces volvía a la realidad y comprendía que Enrique era tan enemigo de él como lo había sido su madre la emperatriz.

El hecho de que el Plantagenet se hubiera negado a acudir en ayuda de su mujer a requerimiento de Roberto de Gloucester había obedecido a su deseo de asegurarse Normandía, pues el rey estaba tan ocupado en la tarea de conservar la corona de Inglaterra que no había podido defender el ducado. Ahora que Godofredo había muerto, Normandía había pasado a manos del joven Enrique, que había logrado consolidar su posición por medio de una ventajosa alianza matrimonial.

La boda escandalizó a muchos, pues Leonor de Aquitania, doce años mayor que él, había estado previamente casada con el rey de Francia Luis VII, quien se había divorciado de ella al enterarse de que se había enamorado del apuesto Plantagenet, quien enseguida decidió proclamarse duque de Aquitania y Normandía.

Esteban ya se imaginaba lo mucho que se habría preocupado su difunta esposa ante el modo en que se estaban desarrollando los acontecimientos. «Hoy es Normandía —habría dicho Matilde— y mañana

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será Inglaterra. El duque de Normandía es Eustasio, no el hijo de la emperatriz.»

Eustasio se puso furioso y le dijo a su padre lo que él habría hecho si hubiera podido enfrentarse cara a cara con Enrique Plantagenet.

Lo mejor sería que entablaran negociaciones, le dijo Esteban. Eustasio debería trasladarse a la corte francesa con su joven esposa Constanza. El rey Luis era muy poderoso y podía declararlo duque de Normandía. Si Eustasio estuviera dispuesto a convertirse en vasallo suyo, el rey Luis accedería a apoyarlo. Su hermana era la esposa de Eustasio y su mujer lo había engañado con el joven Enrique. Por este motivo Luis no quería que éste heredara Normandía y prefería que el ducado fuera a parar a manos de su cuñado Eustasio.

Así se volvió a recuperar Normandía. La reina Matilde habría sonreído satisfecha. Qué idea tan acertada la de haber enviado a Eustasio a Francia en el preciso momento en que el rey Luis acababa de divorciarse de su mujer y ésta se había casado con Enrique de Anjou.

Esteban había enviado un mensaje al rey de Francia, advirtiéndole de que el joven pretendía robar Normandía de la misma manera que a él le había robado la mujer.

El rey de Francia contestó que se alegraba mucho de haber perdido de vista a su mujer, pues estaba seguro de que ésta le daría a su joven esposo tantos quebraderos de cabeza como el ducado de Normandía solía dar a todos sus duques.

Esteban ya se imaginaba la furia de la emperatriz. En aquellos momentos, sin embargo, su mayor preocupación era la sucesión. Para ello, insistiría en coronar a Eustasio, pues sabía que siempre era mucho más difícil destronar a un rey ya aceptado que expulsarlo cuando sólo era un heredero forzoso.

Había fracasado una vez en su intento, pero ahora lo iba a conseguir, pues era lo que Matilde habría deseado.

Convocó a los máximos representantes de la Iglesia y les manifestó su voluntad.

Ellos le dijeron que no estaban de acuerdo.—Tendréis que estarlo, pues soy vuestro rey y os exijo obediencia.Los clérigos se reunieron para deliberar. Esteban era el rey, en

efecto, pero muchos aún lo consideraban un usurpador. Habían visto a Eustasio y también al joven Plantagenet; en su opinión, este último era el heredero legítimo de la corona por ser nieto de Enrique I, mientras que Esteban sólo era su sobrino. Habían aceptado a Esteban como rey sólo para acabar con la guerra civil y porque no querían que los gobernase una mujer, mucho menos si era la emperatriz Matilde. Apreciaban a Esteban por sus cualidades; no era un rey fuerte, pero tampoco era cruel. Sin embargo, no estaban dispuestos de ninguna manera a aceptar a su hijo.

Ése fue el veredicto que jamás se habrían atrevido a dar a Enrique I, pero que no vacilaron en dar a Esteban.

Por una vez, Esteban perdió los estribos. Los mandaría encarcelar a todos, dijo. Permanecerían encerrados hasta que se doblegaran a su

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voluntad, pues él estaba firmemente decidido a que su hijo Eustasio fuese coronado rey.

Así lo hizo, pero el encierro consistió simplemente en mantenerlos a todos confinados en una casa, algo muy característico de él.

Nadie se sorprendió demasiado de que el arzobispo de Canterbury consiguiera escapar. La situación era absurda, pues sin la presencia de éste un rey no podía ser coronado.

Muy pronto se recibió la noticia de que el arzobispo había cruzado el canal y en aquellos momentos estaba tratando de convencer a Enrique Plantagenet de que hiciera un nuevo intento de apoderarse de la corona de Inglaterra.

Enrique no perdió el tiempo. Su boda con una mujer tan enérgica, su certeza de que él era el verdadero heredero de la corona de Inglaterra y la insistencia de su madre lo indujeron a tratar de apoderarse de lo que a su juicio le pertenecía.

Esteban marchó al encuentro del ejército invasor. No comprendía muy bien los sentimientos que lo embargaban. Iba a enfrentarse con un joven al que no podía apartar de sus pensamientos. ¡Nada menos que con el hijo de Matilde! Naturalmente, un hijo de tal madre no podía por menos que salirse de lo corriente. Sonrió al imaginarse a Enrique seduciendo a la esposa del rey de Francia y casándose con ella dos meses antes de que naciera su hijo. Estaba claro que el joven no iba a seguir un camino muy ortodoxo.

Ahora estaba a punto de enfrentarse con él en el campo de batalla y un extraño letargo se apoderó de su mente. No, quizá no fuera la antigua dolencia sino más bien el firme convencimiento de que él y aquel joven no debían luchar entre sí.

Hacía frío y los caminos estaban helados. Mientras Esteban cabalgaba al frente de su ejército, su caballo resbaló y lo arrojó al suelo. Un murmullo se propagó entre las filas de los soldados. Semejante incidente se consideraba un mal presagio, sobre todo cuando ocurría poco antes de entrar en combate.

Esteban se levantó y volvió a montar como si tal cosa. El caballo volvió a resbalar casi de inmediato y lo derribó. El rey montó una vez más, el caballo volvió a resbalar y Esteban fue arrojado al suelo por tercera vez.

La primera caída habría podido ser motivo de inquietud, la segunda podría haberse convertido en motivo de alarma, pero la tercera no podía por menos que considerarse una señal inequívoca.

Muchos de los hombres que aguardaban el comienzo de la batalla pensaron que Esteban ya estaba derrotado antes de empezar.

Aún era noche cerrada. La batalla comenzaría al amanecer. El rey recorrió el campamento y conversó con sus hombres, sentados alrededor de las hogueras. Les habló de la victoria, pero ellos comprendieran que no tenía ánimos para luchar. Esteban se preguntó cuántos de sus soldados desertarían por la mañana.

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Guillermo de Albini entró en la tienda del rey y solicitó hablar con él.—Os veo muy apenado, mi buen amigo —le dijo Esteban—. Teméis el

resultado de la batalla.—Temo, mi señor, el efecto que una guerra larga y encarnizada

pueda tener sobre el pueblo de este país.—¿Una guerra decís? ¿Lo creéis posible?—Sí, mi señor, a menos que se llegue a un entendimiento, las

guerras no acabarán jamás. Y ya veis, mi señor, cómo sufre el pueblo por esta causa. Cuando murió el último rey, gozábamos de paz y prosperidad y todo el mundo respetaba las leyes. Desde entonces, la guerra civil ha sido casi constante. Poned fin a esta situación, mi señor, antes de que sea demasiado tarde.

—Es lo que estoy intentando hacer.—No a través de una batalla. De ésas ya hemos tenido suficientes.—¿Teméis la batalla?—No, mi señor, lo sabéis muy bien. Llevo muchos años lejos de mi

hogar desde que me casé.—Haciéndolo así, habéis defendido vuestro hogar.—Habría preferido que no fuera necesario. Mi amada esposa Adelicia

no soportaba las tensiones del mundo y decidió recluirse en un convento. Ahora ella ha muerto y yo me he quedado viudo.

—Lo mismo que yo. Nos casamos con unas santas, Guillermo.—Eran mujeres muy prudentes, mi señor. Querían la paz. Sabían que

el país la necesitaba. En memoria suya, tenemos que conseguirla.—La alcanzaremos cuando yo derrote al enemigo.Albini sacudió la cabeza.—No, la paz no vendrá a través de la guerra. Vos sabéis, mi señor,

que Enrique Plantagenet reclama el trono como heredero directo de Enrique I. ¿No podríais llegar a un acuerdo con él?

—¿Cederle el trono? No hablaréis en serio, supongo. Si así fuera, os consideraría un traidor.

—Siempre he sido vuestro fiel servidor y por eso precisamente me atrevo a sugeriros que hagáis un trato con él. Vos podríais reinar hasta vuestra muerte y Enrique Plantagenet podría ser vuestro sucesor.

—¿Y mi propio hijo…?Albini sacudió nuevamente la cabeza.—Os he planteado una posibilidad, mi señor. Os ruego que lo

penséis. Si pudierais llegar a este acuerdo, por la mañana nadie moriría. Pensad en lo que esto podría significar para el país.

Guillermo de Albini hizo una profunda reverencia y abandonó en silencio la tienda del rey.

Esteban no podía dormir. Pensaba en la batalla. Sólo tenía cuarenta y seis años, pero se sentía muy viejo. Se había pasado muchos años de su vida en el campo de batalla y ya no tenía fuerzas para seguir luchando. ¡Y, sin embargo, no podía traicionar a su hijo Eustasio!

«¿Acaso Enrique no es tu hijo?», pareció susurrarle una voz.Uno de sus hombres entró en la tienda.—Mi señor, aquí fuera hay una mujer que quiere hablar con vos.

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—¿Una mujer? ¿Quién es?—Una vieja gitana. Dice que tiene algo que deciros. Algo que es de la

máxima importancia… para vos, mi señor.—¿Y para qué tengo yo que hablar con una vieja gitana?—No quiere irse, mi señor.—Traedla ante mi presencia.La mujer iba envuelta en una larga capa, llevaba el cabello suelto

sobre los hombros y sus botas estaban manchadas de barro.—¿Por qué has venido? —le preguntó el rey.—Porque tengo que hablar con vos1, Esteban.El rey se sobresaltó al oír pronunciar su nombre.—Déjanos —le ordenó el rey al soldado que guardaba su tienda.En cuanto el soldado se hubo retirado, Esteban se acercó a la mujer,

la cogió por los hombros y la sacudió con fuerza.—¡Matilde! —exclamó.—Me has reconocido.—¿Cómo quieres que no te reconozca? ¿Qué haces aquí?—He venido a verte.—¿Tú… en mi campamento?—Es un buen disfraz. A los soldados les gusta que les digan la

buenaventura. Estoy con los hombres de mi hijo y he venido disfrazada a tu campamento porque quería verte. No es la primera vez que me abro paso entre tus líneas. La primera fui un cadáver, la segunda me escapé caminando sobre el hielo, y ahora vengo vestida de gitana.

Esteban volvió a sentir la emoción de antaño. El poder de fascinación de Matilde no había disminuido en absoluto.

—¿Por qué, Matilde?—Para verte. Puede que sea la última vez, Esteban… Por eso he

venido.—¿Acaso me estás vaticinando la muerte?Matilde sacudió la cabeza.—Hemos estado separados mucho tiempo y muchas veces. Por

desgracia, nuestras vidas han sido breves encuentros y largas separaciones. ¿Lo lamentas, Esteban?

—Ya no. Si te hubieran casado conmigo…—La vida quizá no habría tenido tanto… sabor. Puede que al final

hubiera acabado despreciándote como a mi pobre Godofredo. Pero estoy perdiendo el tiempo. He venido para pedirte que mañana no presentes batalla. Temo que tú y Enrique podáis enfrentaros cuerpo a cuerpo y que uno de los dos muera. Quiero a mi hijo, Esteban. Te sorprende, ¿verdad? Tú no me creías capaz de querer a nadie. Pero la verdad es que te quiero a ti y lo quiero a él. Será un gran rey… mucho más grande que tú. Tú eres demasiado blando y generoso, Esteban. En tu afán de complacer a todo el mundo, puedes acabar por no complacer a nadie. A lo largo de los años me he ablandado un poco. He aceptado mi derrota… pero no la de mi hijo. Ahora te pido que no luches y que firmes un acuerdo. Cédele la corona a tu muerte. Sabes que le pertenece por derecho, del mismo modo que a mí me pertenecía por derecho. Si lo haces, Esteban, te perdonaré.

—Olvidas, Matilde, que mi fiel esposa me dio un hijo.Matilde soltó un juramento al oír mencionar a su rival. Jamás le

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había perdonado que no fuera tan tonta como ella creía y que hubiera sido capaz de urdir ingeniosos planes en favor de su esposo.

—Esta batalla es cruel y contraria a la naturaleza. ¿Te parece bien que un padre mate a su propio hijo y que un hijo mate a su padre?

—¿Me estás diciendo que Enrique es hijo mío?—Tú sabes lo que hubo entre nosotros.—¡Entonces es mi hijo!—No diré más —contestó Matilde—. Pero una cosa sí quiero decirte.

Si mañana decides iniciar la batalla, no te irán bien las cosas. Si mi hijo te matara, no se lo podría perdonar y, si tú lo mataras a él, tampoco te lo perdonaría.

—Tienes que decirme la verdad, Matilde.—¿La verdad? ¿Qué verdad? ¿Quién sabe la verdad? Durante mucho

tiempo sólo supe oír mis propias opiniones y mira adonde me han llevado. Perdí Londres. Mi triunfo se convirtió en fracaso. No vayas tú a fracasar como yo, Esteban.

—Matilde, yo quisiera saber…—Todos quisiéramos saber muchas cosas si fuera posible. Ya me voy.

Piensa en lo que te he dicho y haz lo que te digo. De lo contrario, correrá tanta sangre en esta Inglaterra forjada por mi padre y nuestro abuelo, que ellos jamás te lo perdonarán… ni yo tampoco. —Dicho esto, Matilde dio media vuelta y abandonó la tienda.

Esteban hizo ademán de seguirla, pero se detuvo.Se sentó en su cama. «Matilde —pensó—. Jamás ha habido ninguna

como tú.» La emperatriz hablaba con la misma arrogancia de siempre, pero había cambiado.

¿Cuál habría sido la causa? ¿Tal vez el amor por su hijo… por el hijo de ambos?

Se cubrió el rostro con las manos y así permaneció un buen rato.Por fin, levantó la cabeza, se acercó a la puerta de la tienda y llamó a

uno de sus soldados.—Tráeme a Guillermo de Albini —le dijo.Guillermo entró en la tienda.—He pensado en vuestras palabras —le dijo el rey—. Quiero que se

envíe un mensaje a Enrique Plantagenet Decidle que estoy dispuesto a parlamentar personalmente con él al amanecer. Nos reuniremos entre los dos ejércitos y ambos nos acercaremos el uno al otro en solitario.

Guillermo cayó de hinojos.—Te doy gracias, Dios mío, por tu gran misericordia —dijo.

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El fin de una época

Cuando Eustasio se enteró de la firma del Tratado de Wallingford, se puso hecho una furia.

¿Cómo se había atrevido su padre a desheredarlo en favor de Enrique Plantagenet? Su padre era un cobarde que temía pelear y por eso había regalado su herencia al enemigo.

—¿Lo vamos a consentir? —gritó a sus soldados—. Marchemos contra el rey. Marchemos contra ese usurpador de Enrique Plantagenet.

Pero los soldados se alejaron de él, pues estaban tan hartos de la guerra como todos los demás.

Algunos, sin embargo, permanecieron a su lado, pues en el ejército siempre había descontentos. Muchos esperaban los despojos de la batalla.

Con un grupo de seguidores, Eustasio se dirigió a Bury St. Edmunds y entró en el monasterio.

El abad lo recibió y ofreció cobijo a sus hombres.—Nosotros lo que queremos es dinero para luchar contra el rey que

ha entregado mi herencia al Plantagenet —gritó Eustasio.El abad le contestó que sólo le podía ofrecer techo y comida, a lo

cual Eustasio replicó con muy malos modos que en la abadía tenía que haber muchos tesoros y que éstos debían utilizarse para crear un ejército. Estaba furioso y necesitaba descargar su cólera contra alguien. Si hubiera tenido a mano a su padre, lo habría matado pero, como no lo tenía, se desahogó con los monjes.

Irrumpió en las capillas, tomó los ornamentos de oro y plata de los altares y arrancó las preciosas colgaduras bordadas con hilo de oro y plata. Después ordenó que sus hombres sacaran el trigo de los graneros de la abadía y que, entretanto, otros prepararan un buen festín del que él y sus hombres darían buena cuenta en el refectorio.

En las bóvedas del techo resonaban los gritos y las risotadas de los hombres de Eustasio.

Tan violento fue su enojo que, mientras estaba comiendo, se atragantó repentinamente y cayó al suelo, presa de un ataque.

Fue sacado de la sala casi sin conocimiento y murió al día siguiente.Era el castigo, dijeron los monjes, por haber profanado la abadía.Fue enterrado en Faversham al lado de su madre. Esteban lloró

amargamente su muerte. Sabía, desde hacía mucho tiempo, que su primogénito no poseía las cualidades necesarias para ser un buen monarca, pero no podía olvidar que era su hijo y recordaba los días de su infancia, cuando él y la reina solían deleitarse con sus gracias.

«Y, sin embargo —pensó—, eso despeja el camino de Enrique.»Ahora le parecía más justo que nunca que Enrique lo sucediera.

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Esteban regresó a su palacio de Westminster y allí permaneció algún tiempo encerrado en sus aposentos para meditar sobre todo lo ocurrido, dijo, y para hacer las paces con la reina Matilde.

Hablaba con ella como si la tuviera a su lado y le explicaba por qué razón había actuado de aquella manera.

—Tenía que haber paz, Matilde. Ningún país puede prosperar sin ella.

Era lo que siempre decía la reina.¿Y Eustasio? Ella lo comprendería.—No habría sido un buen rey, Matilde. Estoy seguro de que lo

comprendes. ¿Y qué sucede cuando un país como éste cae bajo el gobierno de un hombre débil? Ya viste lo que ocurrió conmigo. Yo no soy como el Conquistador ni como el León de Justicia. Me falta su fuerza. A ellos no les importaba la opinión de los demás. Estaban preparados para que los odiaran, mientras que yo quiero que me aprecien.

»Ésa ha sido mi desgracia. Y ahora el joven Enrique ya está esperando para ocupar mi sitio. Confío en él más de lo que jamás habría confiado en Eustasio, Matilde.

Estaba comprensiblemente orgulloso del muchacho y sabía que iba a ser un buen rey.

—Inglaterra volverá a su época de mayor esplendor. Enrique la conducirá de nuevo al camino del que se apartó por culpa de la debilidad de un rey.

Vivía más en el pasado que en el presente, pero había aprendido su lección de la misma manera que la emperatriz Matilde había aprendido la suya.

Ambos estaban juntos en espíritu y le deseaban lo mejor al siguiente rey.

¿Estaba Matilde en paz? Era difícil creer que lo estuviera.¿Lo estaba él? Por supuesto que no. Pero ahora aguardaba

serenamente el final.Aproximadamente un año después de la firma del Tratado de

Wallingford, Esteban enfermó repentinamente.«Es el fin», pensó. Estaba preparado y casi lo deseaba.Tendido en su lecho se despidió de su hijo Guillermo que había

tomado parte en una conspiración para asesinar a Enrique, y afortunadamente había sido descubierto a tiempo, y de su hija María.

Guillermo de Albini también estaba presente.—Adiós a todos —dijo Esteban—. Ha llegado mi hora. No lloréis por

mí, pues estoy preparado para el viaje.—Sois demasiado joven para morir —dijo Guillermo de Albini.—He vivido cincuenta y un inviernos y ya es suficiente —dijo el rey—.

Me reuniré con mi amada esposa y juntos descansaremos en la abadía de Faversham que ambos levantamos para mayor gloria de Dios. Adiós, Guillermo, hijo mío. Ve a Bolonia y cuida de las propiedades que te dejó tu madre. Y tú, mi querida María, vete a Rumsey. Allí descubrirás si la vida del convento es verdaderamente tu vocación. Parto con la conciencia

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tranquila. Grandes son mis pecados, pero estoy seguro de que Dios me perdonará.

Los monjes que se encontraban junto a su lado le ofrecieron el crucifijo y él lo estrechó con fuerza contra su pecho.

Muchos lloraron por él y los londinenses recordaron su amabilidad y gentileza para con todo el mundo. Había sido bueno como hombre, pero débil como rey en unos tiempos en que el país necesitaba un monarca fuerte.

Por eso, mientras lloraba su muerte, el pueblo de Inglaterra comenzó a mirar esperanzado hacia el futuro.

Era el final de los reyes normandos y se iniciaba la época de los Plantagenet.

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RESEÑA BIBLIOGRÁFICARESEÑA BIBLIOGRÁFICA

JEAN PLAIDY

Eleanor Alice Burford, nació el 1 de septiembre de 1906 en Kensington, un suburbio de Londres y falleció el 18 de enero de 1993.

Su padre Joseph Burford, le enseñó a leer y le inculcó su amor por la lectura. Eleanor ya leía con sólo 4 años. Al acabar los estudios primarios, aprendió taquigrafía, mecanografía francés y alemán. En los años 20 contrajo matrimonio con George Hibbert quien compartía su pasión por los libros. Ahora podía dedicarse a su sueño: escribir. Pero sus primeras obras inspiradas en sus autores favoritos, las hermanas Brontë, Dickens, Victor Hugo y Tolstoy, o las obras sobre la vida contemporánea e incluso tres sobre la Inquisición española, no tuvieron éxito en su intento de publicación.

Un editor, que alabó su redacción, le aconsejó probar con algo romántico. Así, en 1949 se publicó su primera novela, Beyond the Blue Mountains, un romance histórico bajo el seudónimo de Jean Plaidy, con el que publicó unas 90 novelas.

En 1960, asesorada por su editor, publicó su primera novela de suspense romántico y ambientación gótica como Victoria Holt, Mistress of Mellyn (La señora de Mellyn), con el que alcanzó fama internacional.

En 1972, escribió The miracle at St Bruno's (Milagro en San Bruno) bajo su último seudónimo: Philippa Carr, con esta novela comenzó una larga saga familiar llamada Daughters of England (Hijas de Inglaterra).

Aunque algunos críticos descartaron su trabajo, otros reconocieron su talento como escritora, con detalles históricos muy bien documentados y con personajes femeninos como protagonistas absolutos. Esta incansable autora no dejó de escribir nunca, en total publicó más de 200 romances que se tradujeron a veinte idiomas.

LABERINTO DE PASIONES

Ésta es la historia de un hombre y una mujer de temperamentos irreconciliables, cuyas vidas se debatieron entre el amor y el odio: El bondadoso y encantador rey Esteban, decidido a conservar el trono pero a punto de perderlo a causa de la irresistible pasión que sentía; y la emperatriz Matilde, mujer altiva y dominante. Ambos, enemigos y amantes, en ningún momento dejaron de luchar encarnizadamente por la posesión de la corona...

Ambientada magníficamente hacia finales de la época normanda, Laberinto de pasiones concluye con brillantez esta saga y constituye una de las mejores recreaciones históricas de la autora.

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SAGA NORMANDA

1. The Bastard King (1974) / El rey bastardo

2. The Lion of Justice (1975) / El león de justicia

3. The Passionate Enemies (1976) / Laberinto de pasiones

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JEAN PLAIDY LABERINTO DE PASIONES

GÉNERO: Narrativa históricaTítulo Original: The Passionate Enemies

Traducido por: María Antonia MeniniEditor Original: Robert Hale Ltd., 03/1976

Editorial: Plaza & Janés Editores, 01/1995Colección: Los Jet de Plaza&Janés, 249/5

ISBN: 978-84-01-46705-9

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