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“COMO DON BOSCO, CON LOS JOVENES, PARA LOS JOVENES”
6 ETAPAS EN PREPARACIÓN HACIA
EL ENCUENTRO MUNDIAL DEL MOVIMIENTO JUVENIL SALESIANO
PARA LA CELEBRACIÓN DEL BICENTENARIO DEL NACIMIENTO DE DON BOSCO
10-16 AGOSTO 2015
TURÍN Y COLLE DON BOSCO
ORACIONES Y REFLEXIONES
PARA GRUPOS JUVENILES
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Queridos amigos,
SYM DON BOSCO 2015 es parte de un viaje muy vivo a nivel regional extendido en las
diversas partes del mundo. La participación está abierta a jóvenes de 132 países.
El objetivo es facilitar el intercambio directo entre los jóvenes de diferentes luagares del
mundo para: compartir las mejores prácticas del asociacionimso local; el compromiso a
nivel social de los diversos grupos en favor de los más desfavorecidos; elaborar
propuestas educativas para la formación permanente en el liderazgo y la animación.
Lo que proponemos a continuación es un itinerario para grupos de jóvenes,
animadores Salesianos y adultos que los acompañan, que desean prepararse
de la mejor manera posible para el SYM Don Bosco 2015.
El itinerario plantea seis etapas o encuentros que tienen como objetivo profundizar en
el tema seleccionado para este encuentro internacional: Como Don Bosco, con
los jóvenes, para los jóvenes.
En primer lugar, nos centramos en la necesidad de ser profundamente conscientes de la
alegría que brota del encuentro con Jesús y su Evangelio. Luego, Don Bosco invita a
aquellos que desean seguirlo a vivir el Evangelio con los jóvenes y para los jóvenes. La
proclamación de la Buena Nueva es el centro de nuestra identidad apostólica, la cual
nos pide además trabajar por el Reino de Dios en esta sociedad. El mandato misionero
nos recuerda que Jesús llama a cada uno de nosotros y nos pide dar fruto.
La nueva edición del Cuadro de referencia de la Pastoral Juvenil Salesiana nos ha
guiado en la selección de los textos del Evangelio que iluminan este itinerario. El uso de
las imágenes propuestas al final de cada Lectio Divina ha sido excepcionalmente
autorizado por los editores del Cuadro de referencia antes mencionado.
Que María Auxiliadora nos guíe en este camino de preparación de modo que
esta experiencia que estamos compartiendo produzca abundantes frutos de
santidad juvenil.
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6 etapas para grupos juveniles:
1) Verdadera felicidad
2) Una misión específica
3) Hacerse presente a los demás con amor
4) La proclamación de la Buena Noticia
5) Siervos para el Reino de Dios
6) Elegidos para ir y dar fruto
Cada etapa incluye:
Evangelio, elegido entre las escenas evangelicas que introducen los Capítulos de la
nueva edición del Cuadro de Referencia de la Pastoral Juvenil Salesiana
Pasajes de los escritos de o sobre Don Bosco
Citas de la Exhortación Apostólica de Papa
Francisco Evangelii Gaudium
Oraciones
Lectio Divina
Un ícono del Cuadro de Referencia de la
Pastoral Juvenil Salesiana
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1) Verdadera felicidad
Fruto del encuentro personal con el Señor Jesús, la caridad pastoral es el
“corazón del espíritu salesiano”, “principio de identidad y criterio de orientación
de la espiritualidad salesiana”. Así pues, la cita elegida para introducir este
capítulo se centra en el compromiso de Jesús, verdadero pastor, de dar vida y
una vida sin medida. Justo por esto ha venido al mundo.
La “pasión educativa” se aprende si, y cuando, alguien se sabe amado
apasionadamente y guiado amorosamente por Jesús buen pastor hacia lo que
Don Bosco describia como “verdadera felicidad”, y que Papa Francisco elegio
como titulo de su primera y programatica Exortacion Apostolica, la “Alegria del
Evangelio”.
«Yo he venido para dar vida a los hombres
y para que la tengan en plenitud.»
(Jn 10, 10)
Jn 10, 10b no es parte, propiamente, de la presentación de Jesús como buen pastor,
pero es su más inmediato prólogo. Jesús ha iniciado el discurso con una polémica: hay
una forma de ser pastor que no es buena para el rebaño. Con la doble imagen de la
puerta del redil y del pastor del rebaño, Jesús alude a la relación personal que
mantiene con la comunidad de discípulos. La familiaridad con sus ovejas le permite
comunicárseles con facilidad, guiarlos con seguridad y defenderlos con eficacia. Como
la puerta da acceso al rebaño y a la vida, Jesús permite entrar en la comunidad y
concede la vida en abundancia: todos los demás no son dignos de obediencia y, más que
dar vida, la roban. La opción por Jesús conduce a la vida eterna porque Él ha venido a
dar la vida.
En aquel tiempo, dijo Jesús: 1 “Os aseguro que quien no entra por la puerta en el redil de las ovejas,
sino por cualquier otra parte, es ladrón y salteador. 2 El pastor de las
ovejas entra por la puerta. 3 A éste le abre el guarda para que entre, y
las ovejas escuchan su voz; él llama a las suyas por su nombre y las saca
fuera del redil. 4 Cuando han salido todas las suyas, se pone delante de
ellas y las ovejas lo siguen, pues conocen su voz. 5 En cambio, nunca
siguen a un extraño, sino que huyen de él, porque su voz les resulta
desconocida”. 6 Jesús les puso esta comparación, pero ellos no comprendieron su
significado. 7 Entonces Jesús se lo explicó:
“Os aseguro que yo soy la puerta, por la que deben entrar las ovejas. 8
Todos los que vinieron antes que yo, eran ladrones y salteadores. Por
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eso, las ovejas no les hicieron caso. 9 Yo soy la puerta. Todo el que entre
en el redil por esta puerta, estará a salvo, y sus esfuerzos por buscar el
sustento no serán en vano. 10 El ladrón va al rebaño únicamente para
robar, matar y destruir. Yo he venido para dar vida a los hombres y
para que la tengan en plenitud”.
I. ENTENDER el texto, releyéndolo
Juan 10 se concibe como un debate en dos partes entre Jesús y los
judíos. En la segunda, ambientada en el templo (Jn 10, 22-39), el
conflicto se intensificará porque Jesús se ha identificado con Dios.
Nuestro texto pertenece a la primera (Jn 10, 1-21). Una doble alusión a la reacción de
los oyentes (Jn 10, 6.19-21) señala dos secciones, introducidas por una formulación
idéntica (Jn 10, 1.7) que son, en realidad, un único discurso de Jesús, basado en
diferentes alegorías: ladrón, asalariado vs. pastor, puerta.
El vocabulario y las imágenes se toman del mundo pastoril. En un primer momento, la
descripción es genérica, impersonal (Jn 10, 1-5); en el segundo, Jesús se identifica con
dos imágenes que ha mencionado antes (Jn 10, 7-10). Aunque las imágenes son
familiares para los oyentes, el contenido permanece enigmático, no podrán entenderlo
(Jn 10, 6).
El símil del pastor y el ladrón (Jn 10, 1-6) se funda en la vida ordinaria de los pastores,
una realidad a la que los que escuchan a Jesús estaban bastante acostumbrados. Todo
pastor, propietario o asalariado, tenía su propio ganado con el que convivía todo el día.
Durante las noches, los diversos rebaños eran conducidos a un único redil cuya puerta
estaba custodiada por un guardián. Quien pensara en robar las ovejas ajenas debía
entrar en el redil haciendo un agujero en el muro o saltándolo. Por la mañana, bastaba
con que las ovejas oyeran la voz de su dueño para salir del redil y dejarse guiar por su
pastor.
Curiosamente, en las palabras de Jesús, la figura del ladrón/salteador/extraño
envuelve, dejando en el centro (Jn 10, 1b.5), a la del pastor (Jn 10, 2-4). El contraste
entre esas dos figuras queda establecido por el modo de actuar, cuando se avecinan al
redil (Jn 10, 1-3a) y en su modo de salir, seguidos o no, por las ovejas (Jn 10, 3b-5). La
forma de entrar en el redil y, una vez dentro, la relación de intimidad que establece con
las ovejas caracteriza al pastor legítimo.
El verdadero pastor entra por la puerta, a plena luz del día. Su voz es familiar, se sabe
los nombres. Va delante de su rebaño, sin que a éste le importe dónde se le dirija. El
extraño asalta el redil, no conoce a las ovejas. El éxito de uno y el fracaso del otro es
evidente en el rebaño que conoce la voz de su guía, porque puede llamar a cada oveja
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por su nombre (Jn 10, 4.5; cf. Is 43, 7): la convivencia lleva a la familiaridad; la
familiaridad es razón del seguimiento; ser seguido es lo que da validez al verdadero
liderazgo.
Con la explicación que hace de la parábola, Jesús va más allá de la simple aclaración.
En realidad, continúa el discurso, repitiendo la introducción (Jn 10, 1.7) e
identificándose con la puerta (Jn 10, 7-10) y con el buen pastor (Jn 10, 11-18). Llama
la atención que la puerta (Jn 10, 1-2) era, en primer lugar, criterio para distinguir al
pastor bueno del malo. Pero después, Jesús es la puerta de entrada al redil (Jn 10, 7) y
de salida hacia buenos pastos (Jn 10, 9; cf. Ez 34, 14.25-31): vía de acceso y de salida
hacia la vida, Jesús se ofrece como medio y meta de la salvación. Quien entra por él
está salvado; quien sale a través de él encuentra la vida.
En Jn 10, 10 Jesús se enfrenta a los pastores ladrones, los que no entran por la puerta,
los que viven de las ovejas y no por ellas. De hecho, dice aún más: cuantos hayan
venido antes de él son ladrones, han robado la vida de sus ovejas en vez de dársela (Jn
10, 8.10): quien no es Jesús es un ladrón, un extraño, que hará estragos en vez de dar
vida. Más que acompañar, conocer y ser conocido y seguido, dar la vida por el rebaño
es la prueba de autenticidad del verdadero y único pastor.
En boca de Jesús aparece la confesión de fe de la comunidad cristiana, una convicción
que nace de lo experimentado día a día: sólo en Jesús se siente segura, guiada y
alimentada. Aunque no se diga expresamente, Jn 10, 10 sirve de seria advertencia
para los líderes de la comunidad: como Cristo, puerta y pastor, deben entregar su vida
por ella; si no lo hacen, están viviendo de ella.
II. APLICAR el sentido, apropiándose de él
Jesús se presenta como pastor del rebaño y como puerta del redil, dos imágenes que
pueden parecer lejanas a nuestra realidad, pero que definen bien la misión que Jesús
quiere desarrollar en nuestras vidas y en nuestras comunidades. El pastor guía al
rebaño porque convive con él. Es su líder, porque no tiene otra ocupación que su
rebaño; conoce sus ovejas porque pasa junto a ellas todo el día y la noche. Su rebaño
reconoce su voz porque comparte su descanso y su alimento. Porque camina delante de
él, puede seguírsele con facilidad; a diferencia del agricultor, el pastor vive con su
rebaño y se prodiga con él.
Presentándose como pastor, Jesús nos desvela su compromiso de convivencia, su
compromiso por compartir tiempo y lugar, descanso y fatigas, con los que lo siguen.
Como guía, conoce el camino que debe llevar su rebaño porque lo ha hecho él primero;
como pastor, no comerá hasta que su rebaño haya encontrado pastos ni descansará
hasta que los suyos estén descansando. Por este motivo, se conocen tan bien: la
convivencia prolongada deriva en intimidad; del compartir juntos penas y esfuerzos
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nace naturalmente la confianza y de la confianza surge sin esfuerzo la obediencia.
Seguir a quien avanza junto a nosotros, precediéndonos durante el trayecto,
buscándonos alimento y preparándonos el descanso, no tiene que costar demasiado.
Caminar detrás de quien se ha hecho compañero de camino, confiar en quien ha
consagrado su vida para cuidar de nosotros, obedecer a quien conoce nuestras mismas
dificultades, porque las ha hecho suyas, no debería suponer una carga.
Pero, desafortunadamente, todo esto no basta para que Jesús llegue a convertirse en
nuestro pastor. Sin rebaño que guiar, nadie puede hacerse la ilusión de ser pastor. Si
no se lo permitimos, ignorando su compromiso o ignorando su voz, infravalorando sus
atenciones o trasgrediendo sus mandatos, no será jamás pastor y guardián de nuestras
almas. Para que lo sea realmente es necesario que convivamos con él y le confiemos
nuestras vidas, nuestro caminar y nuestro descanso. Sin jamás asentir totalmente,
cordialmente, a sus decisiones, no podremos sentirlo cerca ni lo sabremos en nuestro
interior. No basta, pues, que él se comprometa a caminar junto a nosotros en la vida, si
rehusamos seguirlo toda la vida. Sin tomar en serio su compromiso ni ver sus
atenciones, no podremos jamás sentirlo comprometido con nosotros ni valorar sus
atenciones.
Nadie que haya abandonado a Dios tiene derecho a sentirse abandonado por Él; si
seguimos otras voces o respondemos a nuestros intereses, no podemos esperar que Dios
nos hable. El pastor da la vida a quien comparte con él su estilo de vida, acepta su
liderazgo y sabe proponerse ser su amigo. Para obtener las atenciones de un pastor y
la seguridad que da un guía, será necesario vivir en su compañía, caminar por sus
caminos y someterse a sus exigencias.
Tendremos, pues, que preguntarnos por qué vivimos cada día más estresados y
preocupados, menos seguros y confiados. Pasamos la vida prácticamente ignorado a
Dios y su voluntad y, sin embargo, no sentimos que él se esté transformando en un
desconocido, que seguimos a los extraños y nos alejamos de Él y que Dios no nos
resulte entonces tan familiar y cercano como antes; no hacemos su voluntad y nos
sorprende que su amor nos resulte extraño. Al no permitirle que nos apaciente, que
nos guíe precediéndonos y nos defienda caminando a nuestro lado, sentimos su falta: si
Él fuese nuestro pastor, nada nos faltaría; su bondad y su pobreza nos acompañarían
todos los días de nuestra vida.
Volvamos, pues, bajo su cuidado, dejémonos guiar por su voz y aceptemos de nuevo su
colaboración: buscará para nuestra vida la abundancia, la seguridad y el reposo. Jesús
será pastor de nuestras vida y lo dará todo para protegernos, si nos encontramos entre
los que lo siguen; sabremos que camina con nosotros, si caminamos tras sus huellas
siguiendo su voz. Tiene valor en abundancia, no conoce el miedo, quien está seguro de
caminar toda su vida junto a su Dios. No podemos sentirnos abandonados por un Dios
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que quieres ser nuestro guardián, siempre que, previamente, no lo hayamos nosotros
abandonado a él.
No es fácil entender este compromiso de Jesús de ser guía y compañero, guardián
celoso y amigo íntimo. Pero para sentirse seguro, el rebaño debe pasar por la puerta;
para alcanzar la vida, el cristiano debe pasar, en cuerpo y alma, a través de Cristo; no
hay otro camino que lleve a la vida que garantice descanso, alimento y refugio:
entrando a través de él, nos encontramos con él. Sólo Cristo puede dar satisfacción a
cuanto deseamos, colmar la necesidad de intimidad que tenemos, darnos seguridad
frente a los peligros que tememos y conducirnos hacia donde ya nos tiene preparada la
mesa y el hogar. Y lo hará, se ha comprometido a ello: ¡ha muerto y resucitado por ello!
Es lamentable que continuemos empeñándonos en arañar un poco de felicidad, en
procurarnos satisfacciones momentáneas a cualquier precio, en asegurarnos una
libertad que aumenta nuestra soledad y nuestra desazón y que perdamos la
oportunidad que Jesús nos da de entrar a través de él en la vida, y una vida en
plenitud. Ninguno merece nuestra atención y nuestra obediencia si no nos asegura sus
atenciones y nuestra vida: Jesús ha declarado justo esto proclamándose guardián fiel
de nuestras vidas y umbral auténtico para la vida eterna. No sé a qué esperamos...,
¿habrá alguien que pueda ofrecernos más? No perdamos la ocasión: volvamos hoy, en
cuerpo y alma, a la obediencia y al seguimiento de Cristo, cueste lo que cueste, y nos
sentiremos cuidados por Cristo y completamente seguros, Si el Señor es nuestro
pastor, nada nos falta... Podremos caminar por valles tenebrosos, con la certeza de
tener delante a quien se preocupa tanto por nosotros que por nosotros ha dado su vida.
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Ninguna palabra como el término “vida” consigue, en las diversas lenguas, resumir de
manera signifi cativa las máximas aspiraciones del ser humano. «Vida» indica el
conjunto de bienes deseados y, al mismo tiempo, lo que los hace posibles, accesibles,
perdurables. ¿La historia de los jóvenes no está, quizás, marcada por la búsqueda de
algo o alguien que pueda asegurarles la vida? Pero, ¿qué vida? La vida “en
abundancia” de Dios, que sobrepasa todas las aspiraciones que pueden nacer en el
corazón humano, como la puesta de sol ilumina los campos. La vida es un lugar entre
las manos de Dios, como los pájaros que tienen el nido entre las ramas fl oridas del
árbol. La vida nueva se irradia en cada ámbito de la experiencia humana de los
jóvenes: en la familia, en la escuela, en el trabajo, en las actividades de cada día y en el
tiempo libre. La vida comienza a fl orecer aquí y ahora. Signo de su presencia y de su
crecimiento es la caridad pastoral. Un gran número de educadores salesianos, en el día
a día, se dan con generosidad, con creatividad y con competencia en favor de la vida de
las nuevas generaciones.
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De la Introducción de
“El Joven Cristiano Instruido”
EL JOVEN CRISTIANO INSTRUIDO
Prólogo
Dos son los ardides principales de que se vale el demonio para alejar a los jóvenes de
lavirtud. El primero consiste en persuadirles de que el servicio del Señor exige una vida
melan-cólica y exenta de toda diversión y placer. No es así, queridos jóvenes. Voy a indicaros un plande
vida cristiana que pueda manteneros alegres y contentos, haciéndoos conocer al
mismotiempo cuáles son las verdaderas diversiones y los verdaderos
placeres, para que podáisexclamar con el santo profeta David: “Sirvamos al
Señor con alegría”: Servite Domino inlaetitia. Tal es el objeto de este devocionario; esto
es, deciros cómo habéis de servir al Señor sin perder la alegría.El otro ardid de que se vale
el demonio para engañaros es haceros concebir una falsaesperanza de vida larga,
persuadiéndoos de que tendréis tiempo de convertiros en la vejez o a lahora de la muerte. ¡Sabedlo, hijos míos,
que así se han perdido infinidad de jóvenes! ¿Quién osasegura larga vida? ¿Podéis acaso hacer un
pacto con la muerte para que os espere hasta unaedad avanzada? Acordaos de que la
vida y la muerte están en manos de Dios, quien puededisponer de ellas como le plazca.Aun
cuando quisiese el Señor concederos muchos años de vida, escuchad, no obstante,la advertencia que os dirige:
“El hombre sigue en la vejez, y hasta la muerte, el mismo caminoque ha emprendido en su adolescencia”:
Adolescens iuxta viam suam etiam cum senuerit, nonrecedet ab ea.
Esto significa que si empezamos temprano una vida cristiana, la continuaremoshasta la vejez y tendremos
una muerte santa, que será el principio de nuestra bienaventuranzaeterna. Si, por el contrario, nos
conducimos mal en nuestra juventud, es muy probable quecontinuemos así hasta la
muerte, momento terrible que decidirá nuestra eterna condenación.Para prevenir una
desgracia tan irreparable, os ofrezco un método de vida corto y fácil,
perosuficiente, para que podáis ser el consuelo de vuestros padres, buenos ciudadanos en la
tierra ydespués felices poseedores del cielo.
Queridos jóvenes: os amo con todo mi corazón, y me basta que seáis aún de tierna edad para amaros
con ardor. Hallaréis escritores mucho más virtuosos y doctos que yo,
perodifícilmente encontraréis quien os ame en Jesucristo más que yo y
que desee más vuestra verdadera f e l i c i d a d .
Y o s a m o p a r t i c u l a r m e n t e p o r q u e e n v u e s t r o s c o r a z o n e s
c o n s e r v á i s a ú n e l i n a p r e c i a b l e t e s o r o d e l a v i r t u d , c o n e l c u a l
t e n é i s t o d o , y c u i a p é r d i d a o s h a r í a l o s m á s i n f e l i c e s
d e s v e n t u r a d o s d e l m u n d o .
Que el Señor sea siempre con vosotros y os conceda la gracia de poner en práctica misconsejos para poder
salvar vuestras almas y aumentar así la gloria de Dios, único fin que me he propuesto al escribir este
librito.Que el cielo os dé largos años de vida feliz, y el santo temor de Dios sea siempre el grantesoro que os
colme de celestiales favores en el tiempo y en la eternidad.
Afmo. in C. J.,
JUAN Bosco,, PBRO.
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De la Exhortación Apostólica de Papa Francisco Evangelii Gaudium
La alegría del Evangelio
1. La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran
con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del
vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría. En
esta Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos para invitarlos a una nueva
etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar caminos para la marcha de la
Iglesia en los próximos años.
I. Alegría que se renueva y se comunica
2. El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo,
es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda
enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se
clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los
pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya
no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo,
cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos,
sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para
nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.
3. Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a
renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la
decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón
para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda
excluido de la alegría reportada por el Señor»[1]. Al que arriesga, el Señor no lo
defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya
esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para decirle a
Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero
aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo,
Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien
volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de
perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que
nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona
setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá
quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos
permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos
desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la
resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada
pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!
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2) Una misión específica
La actualización ‘salesiana’ de la misión evangelizadora de Jesucristo, en cuyo
centro se encuentra la revelación de Dios Amor, privilegia como destinatarios “los
jóvenes, especialmente los más pobres” y como vía de realización el sistema
preventivo. Las palabras de Jesús, expresión de su programa de vida, hacen
saber, escribe Don Bosco, la que “fue la misión del Hijo” y “se pueden aplicar
literalmente a la juventud de nuestros días”.
«... para conseguir la unión de todos los hijos de Dios
que estaban dispersos.»
(Jn 11,52)
La cita es un comentario ‘teológico’ del evangelista (Jn 11, 52) a la condena a muerte de
Jesús (Jn 11, 53), decidida durante una sesión del sanderín, reunido de urgencia para
reaccionar frente a las conversiones que la resurrección de Lázaro estaba provocando en
el pueblo (Jn 11, 45). El cronista ‘lee’ como profética la postura de Caifás, sumo sacerdote
aquel año (Jn 11, 50-51): interpreta y explica las palabras de Caifás ampliando los
beneficiarios de la muerte por él anunciada. En él habla la comunidad cristiana que
confiesa que la pena capital, clara decisión ‘políticamente apropiada’, ha hecho posible,
en realidad, una salvación universal.
45 Al ver lo que Jesús había hecho, muchos de los judíos, que habían ido a
visitar a María, creyeron en él. 46 Otros, en cambio, fueron a contar a los
fariseos lo que había hecho. 47 Entonces, los jefes de los sacerdotes y los
fariseos convocaron una reunión del sanderín. Se decían:
“¿Qué hacemos? Este hombre está realizando muchos signos. 48 Si
dejamos que siga actuando así, toda la gente creerá en él. Entonces las
autoridades romanas tendrán qeu intervenir y destruirán nuestro
templo y nuestra nación”. 49 Uno de ellos, llamado Caifás, que era el sumo sacerdote aquel año, les dijo:
“Estáis completamente equivocados. 50 ¿No os dais cuenta de que es
preferible que muera un solo hombre por el pueblo, a que toda la nación
sea destruida?”
[51 Caifás no hizo esta propuesta por su cuenta, sino que, como
desempeñaba el oficio de sumo sacerdote aquel año, anunció bajo la
inspiración de Dios que Jesús iba a morir por toda la nación; 52 y no
solamente por la nación judía, sino para conseguir la unión de todos
los hijos de Dios que estaban dispersos].
53 A partir de este momento tomaron la decisión de dar muerte a Jesús.
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I. ENTENDER el texto, releyéndolo
La escena, crónica de una reunión del sanedrín (Jn 11, 45-53), sucede
inmediatamente al relato de la resurrección de Lázaro, el último de
los signos realizados por Jesús y el punto culminante de su obra de revelación (Jn 2, 1-
12; 4, 46-54; 5, 1-9; 6, 1-5.16-21; 9, 1-7): su victoria sobre la muerte consumada (Jn 11,
14.39), y de un amigo suyo muy querido (Jn 11, 35-36.38), prueba que Jesús no es un
sanador más, sino “la resurrección y la vida”, como él mismo se presenta ante Marta
(Jn 11, 25). La afirmación de Jesús va más allá del hecho realizado: dar vida a otros, si
bien fuera de lo común, no significa de hecho que él sea la vida. Por esto mismo, la
resurrección de Lázaro es sólo un signo.
Un solo signo, sin embargo, que basta para preocupar a las autoridades de Israel; se
preguntan qué hacer ante tantos signos realizados por Jesús (Jn 11, 47) y a la fe en él
de muchos judíos (Jn 11, 45). Es significativo que prevean que la fe en Jesús de todos,
si lo dejan hacer, pueda provocar la ruina del templo y del pueblo (Jn 11, 48). Son los
líderes, sacerdotes y fariseos, quienes ponen en relación directa el creer en Jesús con la
muerte de Israel, la antítesis de cuando Jesús había declarado: “el que cree en mí,
aunque haya muerto, vivirá” (Jn 11, 25). Creer es cuestión de vida o muerte; depende
de en quién —no en qué— se crea.
Una clara intervención del sumo sacerdote, llena de lógica, establece la ‘solución’: uno
debe morir por todos. Condenar a Jesús salvará al pueblo (Jn 11, 53): quien podía dar
vida a los demás, tuvo que dar su propia vida por todos. Lázaro devuelto a la vida fue
sólo eso, un signo, el último, de una próxima y definitiva resurrección: “todo el que esté
vivo y crea en mí, jamás morirá” (Jn 11, 26). Pero para que Jesús resucite y se
convierta en garantía de vida para todos, debe morir: y “a partir de este momento
tomaron la decisión de dar muerte a Jesús” (Jn 11, 53).
Pocas veces se oye, en el relato de Juan, la propia voz del narrador. Aquí aparece para
hacer entender (intus-legere) el sentido profundo de la sentencia del sumo sacerdote.
La da por buena (Jn 11, 51: “Jesús iba a morir por toda la nación”), pero la corrige
enseguida (Jn 11, 53: “y no solamente por la nación judía”). Surge así una confesión
central y primordial de la fe cristiana: con la muerte de Jesús ha llegado la salvación
para todos. El cronista narra aquello en lo que cree su comunidad.
La muerte de Jesús, tantas veces anunciada en el evangelio (Jn 5, 8.16-18; 7, 1.32.45;
8, 40.59; 10, 31.33.39), se ha decidido finalmente (Jn 11, 53). Condenado en su
ausencia, Jesús no se deja ver más y se retira al desierto, “y se quedó allí con sus
discípulos” (Jn 11, 54). Se aproxima la pascua y los peregrinos se dirigen a Jerusalén
(Jn 11, 54) donde las autoridades le esperan para poderlo detener (Jn 11, 57).
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II. APLICAR el sentido, apropiándose de él
La ironía, característica típica de Juan, está patente en el breve episodio de la condena
a muerte de Jesús. Quien puede dar la vida a un muerto ha sido condenado a muerte.
Quien cree que él es la vida no morirá para siempre. En realidad, Jesús no muere por
haber dado la vida a su amigo sino por los muchos signos que realiza..., porque,
advierte Caifás, existe el peligro de que todos crean en él. Es la fe, no los signos
realizados, lo que amenaza la seguridad de los no creyentes.
El signo, aun siendo extraordinario, divide al pueblo. Muchos, viendo lo sucedido,
creen (Jn 11, 45); otros conspiran y advierten a las autoridades (Jn 11, 45-46), que
deciden matarlo (Jn 11, 47-53). Nadie niega el hecho ni lo interpretan de manera
distinta. Se preguntan: “¿Qué hacemos?... Toda la gente creerá en él” (Jn 11, 47-48).
¡Creer en Jesús es más desestabilizante, más provocativo que resucitar a un muerto!
Quien no cree no niega la realidad, un Lázaro redivivo, sino que se niega a acepta la
persona de Jesús, el dador de vida.
La fe de muchos —no la vida de Lázaro— es, pues, el motivo real de la pena de
muerte: ¡que se crea en él resulta una amenaza para él mismo! Jesús ha pagado un
gran precio por tener creyentes. La fe es un don precioso, porque ha sido altísimo el
precio desembolsado. Debe, pues, cuidarse muy bien y protegerse mucho. Ningún
esfuerzo es excesivo, cuando ha costado tanto conseguirla.
Quien cree en Jesús acepta su muerte como el inicio y el fundamento de la propia vida:
la cruz no es una tragedia personal ni un mero veredicto injusto; es el camino, la
posibilidad de llegar a la fe. Cuando el evangelista comenta que la condena a muerte
es una ‘profecía’, refleja la convicción de la comunidad cristiana, que confiesa saberse
salvada en aquella muerte obligada. Ha llegado la hora en la que aquellos que
escuchen su voz vivirán (Jn 5, 24-25) y quienes se han alimentado de él, de su Palabra,
resucitarán (Jn 6, 39-40.54-55). Es cristiano quien se siente salvado en Jesús
crucificado, quien puede, pues, ver su condena a muerte como liberación de la propia
muerte: “el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” (Jn 11, 25).
Si para quien cree en Jesús su propia muerte no permanecerá invicta, para el Jesús
objeto de la fe su vida definitiva pasa —ha pasado— por la propia muerte. No se le ha
arrebatado la vida, él la ha entregado (cf. Jn 10, 10.14-18). Los no creyentes —las
autoridades judías del relato— se han movilizado en contra: la voluntad de Jesús de
dar la vida a cuantos creen en él va acompañada, reforzada diríamos, por la voluntad
de los que quieren hacerlo morir porque no creen. ¡Jesús y el no creyente se han
encontrado en el procurar la salvación a los creyentes! A veces pensamos que la fe en
Jesús es demasiado fácil, sólo porque no nos cuesta mucho... ¡a nosotros! Él la ha
pagado con su vida. Y quien no cree en él es ya uno de los que desean matarlo. Él ha
muerto, pero no sólo para sí mismo, por su propio beneficio, por su propia gloria: su
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gloria no es otra que dar la vida por reunir a “otras ovejas que no están en este redil...
Por esto... doy mi vida, para tomarla de nuevo” (Jn 10, 16-17).
Otra muestra de la ironía joánica aparece en el uso del verbo reunirse (Jn 11, 47-52):
las autoridades se han reunido para condenar a muerte a quien poco antes se había
denominado “la vida”. Jesús morirá para reunir a los hijos dispersos. Reunir es la
forma que Dios tiene de salvar; de Egipto libera a los esclavos de los que hace una
nación santa (Éx 36, 24); de Babilonia hará retornar un resto para conducirlo a su
tierra (Ez 36, 24). Como Dios, Jesús salva reuniendo en un solo rebaño (Jn 10, 16) a los
hijos de Dios dispersos atrayéndolos a todos hacia sí (Jn 12, 32). Pero a diferencia del
Dios de Israel, Jesús no salva a su pueblo — ‘sus’ ovejas, dice Jn 10, 11.14-15— sino a
“todos los hijos de Dios dispersos”, es decir las “otras ovejas que no están en este redil”
(Jn 10, 16). Donde hay salvación, nace la vida común, la cual no se fundamenta en la
voluntad de compartir la vida con los hermanos, sino que brota de la vida entregada
por el Señor, buen Pastor. La vida en común de los creyentes en Jesús es, pues, el
modo de vivir la salvación que su muerte nos ha obtenido. Una salvación que no
produce la vida en común de los hijos dispersos es una salvación fallida. Una salvación
que no exige la entrega de la propia vida no es una auténtica salvación cristiana.
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Jesús rezó por sus discípulos y por todos los que creerían en él, en todo tiempo y en
todo lugar (cielo estrellado). Rezó entonces también por las personas de nuestra época,
también por nuestros jóvenes. Gente cansada en el desierto, que ha caminado bajo el
sol, sin orientación, con la cara quemada por la fatiga, el dolor, el cansancio... Gente
que lo busca, porque desea escucharlo. Jóvenes que buscan el descanso verdadero, que
tienen necesidad de palabras de salvación, palabras eternas, palabras que
permanecen... caminan hacia el Señor (el cáliz, entre la tierra y el cielo). Las manos de
Dios se estiran para reunir y acariciar a los hijos dispersos. Nos corresponde a
nosotros mantener la esperanza, haciendo de manera que puedan experimentar la
acción providente de Dios. Él es una brisa de comunión que nos empuja los unos hacia
los otros.
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De Las Memorias del Oratorio de San Francisco de Sales
Don Cafasso y las visitas a los jovenes de las carceles de Turín
Don José Cafasso, que desde seis años atrás era mi mentor, fue también mi director
espiritual. Si he hecho algún bien en la vida, a este digno eclesiástico se lo debo. Puse
en sus manos todas mis aspiraciones, todas mis decisiones y todas mis actuaciones.
Empezó primero por llevarme a las cárceles, en donde aprendí en seguida a conocer
cuán grande es la malicia y la miseria de los hombres. Me horroricé al contemplar
cantidad de muchachos, de doce a dieciocho años, sanos y robustos, de ingenio
despierto, que estaban allí ociosos, atormentados por los insectos y faltos en absoluto
del alimento espiritual y material.
En estos infelices estaban personificados el oprobio de la patria, el deshonor de la
familia y su propia infamia. Pero ¡cuál no fue mi asombro y mi sorpresa cuando me di
cuenta de que muchos de ellos salían con propósito firme de una vida mejor y que luego
volvían a ser conducidos al lugar de castigo de donde habían salido pocos días antes!
En esas ocasiones constaté que algunos volvían a la cárcel porque estaban
abandonados a sí mismos. «¡Quién sabe, decía para mí, si estos muchachos
tuvieran fuera un amigo que se preocupase de ellos y los atendiese e
instruyese en la religión los días festivos, quién sabe si no se mantendrían
alejados de su ruina, o por lo menos si no se reduciría el número de los que
vuelven a la cárcel!».
Comuniqué mi pensamiento a don José Cafasso y, con su consejo y su luz, me puse a
estudiar la manera de llevarlo a cabo, dejando el éxito en manos del Señor, sin el cual
resultan vanos todos los esfuerzos de los hombres.
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De la Exhortación Apostólica de Papa Francisco Evangelii Gaudium
CAPÍTULO PRIMERO
LA TRANSFORMACIÓN MISIONERA DE LA IGLESIA
I. Una Iglesia en salida
Primerear, involucrarse, acompañar, fructificar y festejar
24. La Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que
se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan. «Primerear»: sepan
disculpar este neologismo. La comunidad evangelizadora experimenta que el Señor
tomó la iniciativa, la ha primereado en el amor (cf. 1 Jn 4,10); y, por eso, ella sabe
adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y
llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos. Vive un deseo inagotable
de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del
Padre y su fuerza difusiva. ¡Atrevámonos un poco más a primerear! Como
consecuencia, la Iglesia sabe «involucrarse». Jesús lavó los pies a sus discípulos. El
Señor se involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para
lavarlos. Pero luego dice a los discípulos: «Seréis felices si hacéis esto» (Jn 13,17). La
comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los
demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la
vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los
evangelizadores tienen así «olor a oveja» y éstas escuchan su voz. Luego, la comunidad
evangelizadora se dispone a «acompañar». Acompaña a la humanidad en todos sus
procesos, por más duros y prolongados que sean. Sabe de esperas largas y de aguante
apostólico. La evangelización tiene mucho de paciencia, y evita maltratar límites. Fiel
al don del Señor, también sabe «fructificar». La comunidad evangelizadora siempre
está atenta a los frutos, porque el Señor la quiere fecunda. Cuida el trigo y no pierde la
paz por la cizaña. El sembrador, cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no
tiene reacciones quejosas ni alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se
encarne en una situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia
sean imperfectos o inacabados. El discípulo sabe dar la vida entera y jugarla hasta el
martirio como testimonio de Jesucristo, pero su sueño no es llenarse de enemigos, sino
que la Palabra sea acogida y manifieste su potencia liberadora y renovadora. Por
último, la comunidad evangelizadora gozosa siempre sabe «festejar». Celebra y
festeja cada pequeña victoria, cada paso adelante en la evangelización. La
evangelización gozosa se vuelve belleza en la liturgia en medio de la exigencia diaria
de extender el bien. La Iglesia evangeliza y se evangeliza a sí misma con la belleza de
la liturgia, la cual también es celebración de la actividad evangelizadora y fuente de
un renovado impulso donativo.
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3) Hacerse presente a los demás con amor
El educador Salesiano está llamado a “vivir ‘por’ los jóvenes [...], a crecer ‘con’ ellos”.
Éste es el método adoptado por Jesús Resucitado para ganarse de nuevo a los suyos en
el camino a Emaús. Y, como pretende subrayar Lc 24, 15a, “implica que se llegue a la
persona en su individualidad, ‘en un tú a tú’, incluso cuando —si bien no sólo, ni
principalmente— está activamente inserta en un ambiente o en un grupo”.
«Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos.»
(Lc 24, 15)
La narración del camino a Emaús de los dos discípulos se presenta como modelo de un
posible ‘procedimiento’ que seguir para llegar a la experiencia pascual. Todos los que
no han visto personalmente al Resucitado deberán recurrir a la mediación eclesial
para convertirse en creyentes: palabra de Dios que desvela el sentido de la propia
experiencia y mesa común en la que se parte y reparte el Pan, recordando la muerte de
Jesús, son las etapas de este camino. Pero quienes lo recorrieron se convirtieron en
creyentes cuando —y porque— se encontraron con Jesús vivo, o mejor dicho, él se
encontró con ellos. Como todos nosotros. La narración lucana tiene el mérito de
subrayar el acompañamiento personal como método en el camino hacia la fe. Primero
el desconocido acompaña a los dos desconcertados discípulos compartiendo su fatiga y
desorientación; una vez escuchado y reconocido, los discípulos vuelven a la comunidad
donde su fe será acompañada y salvaguardada por la fe de los hermanos.
13 Aquel mismo día, dos de los discípulos se dirigían a una aldea llamada
Emaús, que dista de Jerusalén unos once kilómetros. 14 Iban hablando de
todos estos sucesos. 15 Mientras hablaban y se hacían preguntas, Jesús en
persona se acercó y se puso a caminar con ellos. 16 Pero sus ojos estaban
ofuscados y no eran capaces de reconocerlo. 17 Él les dijo:
“¿Qué conversación es la que lleváis por el camino?”
Ellos se detuvieron entristecidos, 18 y uno de ellos, llamado Cleofás, le
respondió:
“¿Eres tú el único en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días?” 19 Él les preguntó: “¿Qué ha pasado?” Ellos contestaron:
“Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras
ante Dios y ante todo el pueblo. 20 ¿No sabes que los jefes de los sacerdotes y
nuestras autoridades lo entregaron para que lo condenaran a muerte, y lo
crucificaron? 21 Nosotros esperábamos que él fuera el libertador de Israel. Y
sin embargo, ya hace tres días que ocurrió esto. 22 Bien es verdad que algunas
de nuestras mujeres nos han sobresaltado, porque fueron temprano al
sepulcro 23 y no encontraron su cuerpo. Hablaban incluso de que se les habían
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aparecido unos ángeles que decían que está vivo. 24 Algunos de los nuestros
fueron al sepulcro y lo hallaron todo como las mujeres decían, pero a él no lo
vieron”. 25 Entonces Jesús les dijo:
“¡Qué torpes sois para comprender, y qué cerrados estáis para creer lo que
dijeron los profetas! 26 ¿No era preciso que el Mesías sufriera todo esto para
entrar en su gloria?” 27 Y empezando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo
que decián de él las Escrituras. 28 Al llegar a la aldea adonde iban, Jesús hizo
ademán de seguir adelante. 29 Pero ellos le insistieron diciendo:
“Quédate con nosotros, porque es tarde y está anocheciendo”.
Y entró para quedarse con ellos. 30 Cuando estaba sentado a la mesa con
ellos, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. 31 Entonces se les abrieron
los ojos y lo reconocieron, pero Jesús desapareció de su lado. 32 Y se dijeron
uno a otro: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y
nos explicaba las Escrituras?”
33 En aquel mismo instante se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén,
donde encontraron reunidos a los once y a todos los demás, 34 que les dijeron:
“Es verdad, el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón”. 35 Y ellos contaban lo que les había ocurrido cuando iban de camino y cómo
lo habían reconocido al partir el pan.
I. ENTENDER el texto, releyéndolo
Tras el descubrimiento de la tumba vacía por parte de las mujeres y el
primer anuncio, no creído, de la resurrección de Jesús (Lc 24, 1-11),
Lucas nos recuerda, caso único en la tradición evangélica, el episodio de
Emaús. El relato, uno de los más exitosos de todo el NT, tiene una estructura formal fácil
de descubrir: la narración se abre con la presentación de los personajes, de camino a
Emaús, y la fecha del acontecimiento, en el día de la Pascua (Lc 24, 13-14).
Por el camino conversan sobre lo que ha sucedido en Jerusalén (Lc 24, 15-29): aparece un
desconocido, el diálogo domina el relato (Lc 24, 17-27.29b). El narrador cede así la
palabra a sus personajes: identifica su mensaje con la conversación de los viandantes. No
basta con saber lo que ha sucedido en Jerusalén, si no se contemplan los hechos a la luz
del plan de Dios. La incredulidad aleja de Jerusalén a estos dos discípulos; el camino de
Emaús lo recorren conversando sobre cuanto había sucedido en Jerusalén. Cuanto más
hablan, más se alejan, efectiva y afectivamente, de Jerusalén y de cuando había allí
sucedido. Siendo ya testigos de todo lo que había sucedido no podían aún ser testigos del
Resucitado.
Jesús, sin que lo reconozcan, comparte el camino con ellos porque quiere entrar en su
conversación: se ocupa de lo que les estaba preocupando (Lc 24, 15). No lo reconocieron
porque no podían: sus ojos estaban ofuscados (Lc 24, 16): ¿cómo es posible que los mismos
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que tenían tantas esperanzas puestas en Jesús (cf. Lc 24, 18-24) no fueran capaces de
reconocerlo junto a ellos? Los ojos que lo vieron vivo y lo saben muerto no bastan para
creerlo resucitado. Deberán ver algo más, algo nuevo (cf. Lc 24, 31).
El desconocido parece no conocer el tema de la conversación pero se da cuenta de que la
tristeza embarga a sus interlocutores (Lc 24, 17). Su ignorancia resulta inexplicable para
Cleofás (Lc 24, 18) que toma la palabra y le informa: Jesús de Nazaret, al que habían
considerado un verdadero hombre de Dios (Lc 24, 19), ha sido ajusticiado (Lc 24, 20); su
muerte había enterrado toda esperanza (Lc 24, 21). Cierto, algunas mujeres seguían
diciendo que habían encontrado su tumba vacía (Lc 24, 22-23). Pero ninguno lo ha visto
vivo todavía; y ninguno se lo puede creer (Lc 24, 24).
Por no ver lo que ha sucedido a la luz de la voluntad divina, dice el desconocido, no
entienden con el corazón aquello que saben decir con la boca (Lc 24, 25). Y continuando el
viaje a Emaús, les hace recorrer un nuevo camino a través de las Escrituras; en ellas se
predecía ya el destino de Jesús, su camino de pasión hacia la gloria (Lc 24, 27). Una vez
llegados a Emaús, con una nueva comprensión de lo que había sucedido y con un corazón
nuevo (cf. Lc 24, 32), invitan al desconocido a acompañarles y quedarse con ellos: está
anocheciendo (Lc 24, 29). Jesús, todavía desconocido, no puede dejarles solos, porque no
lo han reconocido aún. El viandante se hace huésped (Lc 24, 30a); el compañero de
camino, comensal (Lc 24, 30b): el pan bendito y repartido es el gesto que les abre los ojos
y el corazón: ¡quién si no su Señor pudo darles el pan bendito (Lc 24, 31)!
Una vez reconocido, el Resucitado desaparece. Saberlo vivo hace innecesaria su
presencia. Pero los que lo saben deben volver, de noche y con prisa, a la ciudad que había
sido la tumba de su fe y a la comunidad que habían abandonado (Lc 24, 33): allí, al ser
recibidos, recibirán también el anuncio de la fe común: “Es verdad, el Señor ha
resucitado y se ha aparecido a Simón” (Lc 24, 34). El encuentro con el Señor Resucitado
debe concluir re-encontrando a la comunidad de los testigos.
II. APLICAR el sentido, apropiándose de él
La cita elegida revela la iniciativa de Jesús Resucitado al unirse y acompañar a los
discípulos un poco perdidos por los acontecimientos vividos. El relato ofrece un relato
de nuestra vida cristiana que es de sorprendente actualidad. Todos podemos vernos
representados en esos dos discípulos que, en el mismo día de la Resurrección, cuando
ya Jesús estaba vivo y se había dejado ver por algunos, volvían desilusionados a sus
casas y a sus ocupaciones previas. La sensación de fracaso, la desilusión que les
dominaba mientras caminaban solos y sin esperanza es hoy símbolo de la situación
actual de tantos de nosotros.
Nos resulta tan fácil comprender a estos dos discípulos que, desilusionados con Jesús,
al que daban por muerto, volvían a su casa y a sus ocupaciones familiares, porque así
disculpamos mejor nuestro cansancio en el vivir cotidianamente la fe y en nuestro
abandono del seguimiento. Como aquellos dos discípulos de Emaús, llevamos la
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tristeza en el corazón y las tinieblas en los ojos, porque la vida, incluso la vida
cristiana, no ha satisfecho todas las esperanzas que nos habíamos hecho cuando
habíamos decidido seguir a Jesús, y porque la muerte ha estado cerca demasiadas
veces, tantas que vivimos temiéndola siempre.
En suma, no está mal identificarse con aquellos dos discípulos doloridos. Ya que,
entonces, podremos alimentar la esperanza de que el Resucitado está a punto de
acercársenos, ponerse junto a nosotros y hacerse compañero nuestro. El hecho es que,
como aquellos discípulos, nosotros también podemos pasar horas hablando con Jesús
sin sentirnos entusiasmados por él. Como ellos, sabemos relatar su vida y milagros sin
que eso cuente realmente para nosotros. Resulta prometedor que el Resucitado, ayer
en Emaús y hoy con nosotros, no exija ser reconocido para salirnos al encuentro y
comenzar a acompañarnos. Nuestro descorazonamiento no le descorazona, ni nos
abandona cuando lo hemos abandonado; no le importa que seamos lentos para
comprender o fríos de corazón: si le damos una oportunidad, volverá a acercarse y,
explicándonos lo que no entendemos, nos devolverá el entusiasmo perdido y la fe. Si el
Resucitado acompaña a quien lo está abandonando, tenemos pues razones para esperar
que un día se haga el encontradizo y se prodigue en entusiasmarnos.
Sin reconocerlo todavía, aquellos discípulos se atrevieron a invitarlo para que
permaneciera con ellos. Oscurecía el día y su fe aún no se despertaba; pero ofrecieron su
casa al desconocido, compartieron mesa y pan con quien habían compartido camino y
conversación; y mientras cenaba con ellos, partiendo el pan, se dieron cuenta de que su
invitado era el Señor: el viandante desconocido era en realidad Jesús Resucitado. Ayer
como hoy, la Eucaristía, convivencia casual entre viandantes y memoria obligada del
Señor para conocerlo, es el lugar privilegiado para reconocer al Resucitado: para saberlo
ya vivo y cercano no es necesario más que compartir su mesa y recibir su pan.
Saberlo vivo hizo innecesaria su presencia. La experiencia del Resucitado no es un
gozo momentáneo, sino más bien una convicción que proclamar. Reconocido, Cristo se
vuelve invisible: saberlo vivo es más decisivo que tenerlo a mano; percibir su presencia
vuelve inútil el sufrimiento por su ausencia. Y dado que no pudieron callar su alegría
ni callar su experiencia común, volvieron, de noche, a Jerusalén para comunicar a los
hermanos su maravillosa aventura.
He aquí las etapas fundamentales del itinerario que deberíamos recorrer, si deseamos
recuperar la certeza de que Cristo vive y la alegría de saberlo cercano a nosotros.
1. Los de Emaús no dejaron irse al compañero, aunque fuera desconocido: le
ofrecieron la propia casa y el alimento. Aunque con esto no han hecho nada fuera
de lo común, han vivido una experiencia extraordinaria: el invitado resultó ser su
Señor. Quién sabe si perdemos a Dios, no ya porque no lo sintamos lo suficiente, ni
porque no podamos reconocerlo mientras camina a nuestro lado por el camino, sino
porque no nos atrevemos a acogerlo en nuestra casa; por no hacerle un hueco en
nuestra vida de familia, por no ofrecerle nuestra casa y nuestra intimidad, Jesús
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continúa pasando de largo. Debería hacernos pensar que Jesús no se hace conocer
durante el trayecto, mientras explicaba las Escrituras, sino en casa, en torno a la
mesa: la lección es evidente; pedimos a Dios que permanezca con nosotros, le
pedimos que no caiga la tarde sobre nuestras casas y nuestra fe sin que Él
comparta la mesa con nosotros. Quien no pueda ya reconocer a Dios es porque no
le ha permitido entrar en su intimidad, en su familia, en su casas; para conocer a
Dios, hace falta invitarlo a pasar por nuestra vida y pedirle que permanezca con
nosotros. ¿Quizás está ya anocheciendo?
2. Los de Emaús reconocieron a Jesús en su huésped “al partir el pan”. Fueron lentos
de corazón y cerrados de entendederas hasta que vieron el gesto característico de
Jesús: la distribución del pan les hace salir de su ignorancia y recuperan el
entusiasmo de la fe; lo recordaban muy bien, porque fue la última cosa que había
hecho con ellos antes de morir; supieron entonces que el maestro vivía realmente;
nadie como él sabía bendecir y partir el pan, antes de ofrecerlo. Mientras haya
quien, en su nombre y a su debido tiempo, nos parta el pan bendito, Jesús
continuará mostrándose vivo a los suyos, abriendo los ojos a la inteligencia y
volviendo a llenar de fervor los corazones: basta ver como parte el pan delante de
nosotros para no poder dudar que está entre nosotros. Quien no quiera perder a
Cristo Resucitado, no deberá perderse el momento en el que Cristo parte su pan.
3. Los de Emaús, cuando supieron que el Señor estaba vivo, volvieron a Jerusalén.
Dejaron la cena sin terminar y la casa vacía. No quisieron dormir esa noche hasta
que todos conocieran lo que había sucedido: los mismos que se habían alejado,
desilusionados por todo, volvieron a gran velocidad para transmitir su experiencia.
Nadie que haya visto al Señor puede callarse: quien sabe que Jesús vive, porque se
ha partido el pan delante de él, no puede sino compartir su experiencia con todos
los invitados; esto obliga a vivir en común la propia fe; la casa del testigo del
Resucitado no es su propia casa, sino más bien la comunidad cristiana.
Comprometerse a ser cristiano por uno mismo o en la más estrecha intimidad
quiere decir arriesgarse a perder de vista a Cristo y dejar de saberlo vivo. Ni más
ni menos.
No nos lamentemos, pues, de no haber visto al Señor; no tenemos ningún derecho a
sentirnos defraudados por él, si no hemos recorrido personalmente nuestro camino a
Emaús. Jesús, y éste Resucitado, puede esperarnos en cualquier camino para hacerse el
encontradizo, explicarnos las Escrituras y devolvernos la fe y el valor. Pero no lo
olvidemos: hasta que no volvamos a la comunidad y al testimonio, fascinados por
Jesús, no sabremos realmente que lo hemos encontrado.
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Jesús se une, en el camino, a los dos desconsolados discípulos de Emaús. Reconoce a
sus hijos en cada ángulo del mundo. Los acompaña, “camina junto a ellos”... El Señor
nos acompaña en nuestra actividad cotidiana de caminantes. Y cambia el corazón, los
ojos y el camino de cada uno. En el fondo, como Don Bosco: ¡cuántos gozaron de la
riqueza de un encuentro capaz de alterar la vida! El Señor nos pide a nosotros,
educadores salesianos, el coraje de ponernos en camino, hacernos compañeros de viaje,
no solo del viaje exterior (sentados en el camino), sino también del viaje interior
(escucha). Cada presencia salesiana se cruza con el viaje de los jóvenes del mundo,
sueña hacer de la casa salesiana una familia para ellos. Por esto, se necesita una
Comunidad Educativo-Pastoral que llame a cada uno por su nombre, que se mida por
la calidad de las relaciones humanas que instaura.
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De la Carta de Roma, 10 Mayo 1884
[…]Familiaridad con los jóvenes, especialmente en el recreo.
Sin la familiaridad no se puede demostrar el afecto, y sin esta demostración no
puede haber confianza. El que quiere ser amado es menester que demuestre que ama.
Jesucristo se hizo pequeño con los pequeños y cargó con nuestras
enfermedades. ¡He aquí el maestro de la familiaridad!
El maestro al cual sólo se ve en la cátedra es un maestro y nada más; pero, si
participa del recreo de los jóvenes, reconvierte también en hermano.
Si a uno se le ve en el púlpito predicando, se dirá que no hace más que cumplir con
su deber, pero, si se le ve diciendo en el recreo una buena palabra, habrá que reconocer
que esa palabra proviene de una persona que ama.
¡Cuántas conversiones no fueron efecto de alguna de sus palabras pronunciadas de
improviso al oído de un jovencito mientras se divertía! El que sabe que es amado,
ama, y el que es amado lo consigue todo, especialmente de los jóvenes. Esta
confianza establece como una corriente eléctrica entre jóvenes y superiores. Los
corazones se abren y dan a conocer sus necesidades v manifiestan sus defectos.
Este amor hace que los superiores puedan soportar las fatigas, los -disgustos, las
ingratitudes, las faltas de disciplina las ligerezas, las negligencias de los jóvenes.
Jesucristo, he aquí vuestro modelo. Entonces no habrá quien trabaje por
vanagloria; ni quien castigue por vengar su amor propio ofendido; ni quien se retire del
campo de la asistencia por celo a una temida preponderancia de otros; ni quien
murmure de los otros para ser amado y estimado de los jóvenes, con exclusión de todos
los demás superiores, mientras, en cambio, no cosecha más que desprecio e hipócritas
zalamerías; ni quien se deje robar el corazón por una criatura y, para agasajar a ésta,
descuide a todos los demás jovencitos; ni quienes, por amor a la propia comodidad,
menosprecien el deber de la asistencia; ni quienes, por falso respeto humano, se
abstengan de amonestar a quien necesite ser amonestado. Si existe este amor efectivo,
no se buscará otra cosa más que la gloria de Dios y el bien de las almas.
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De la Exhortación Apostólica de Papa Francisco Evangelii Gaudium
CAPÍTULO SEGUNDO
EN LA CRISIS DEL COMPROMISO COMUNITARIO
Sí a las relaciones nuevas que genera Jesucristo
91. Un desafío importante es mostrar que la solución nunca consistirá en escapar de
una relación personal y comprometida con Dios que al mismo tiempo nos comprometa
con los otros. Eso es lo que hoy sucede cuando los creyentes procuran esconderse y
quitarse de encima a los demás, y cuando sutilmente escapan de un lugar a otro o de
una tarea a otra, quedándose sin vínculos profundos y estables: «Imaginatio locorum et
mutatio multos fefellit». Es un falso remedio que enferma el corazón, y a veces el
cuerpo. Hace falta ayudar a reconocer que el único camino consiste en aprender a
encontrarse con los demás con la actitud adecuada, que es valorarlos y aceptarlos como
compañeros de camino, sin resistencias internas. Mejor todavía, se trata de aprender a
descubrir a Jesús en el rostro de los demás, en su voz, en sus reclamos. También es
aprender a sufrir en un abrazo con Jesús crucificado cuando recibimos agresiones
injustas o ingratitudes, sin cansarnos jamás de optar por la fraternidad.
92. Allí está la verdadera sanación, ya que el modo de relacionarnos con los demás que
realmente nos sana en lugar de enfermarnos es una fraternidad mística,
contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe descubrir a
Dios en cada ser humano, que sabe tolerar las molestias de la convivencia aferrándose
al amor de Dios, que sabe abrir el corazón al amor divino para buscar la felicidad de
los demás como la busca su Padre bueno. Precisamente en esta época, y también allí
donde son un «pequeño rebaño» (Lc 12,32), los discípulos del Señor son llamados a
vivir como comunidad que sea sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-16). Son
llamados a dar testimonio de una pertenencia evangelizadora de manera siempre
nueva. ¡No nos dejemos robar la comunidad!
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4) La proclamación de la Buena Noticia
La pastoral juvenil salesiana pretende preparar “a los jóvenes para descubrir la
profundidad de su propia experiencia, de cara a captar la llamada religiosa, la
plena comunión con Jesucristo. Es un encuentro gradual en el que Jesucristo se
convierte poco a poco en el eje en torno al cual se organiza la vida”.
La meta que proponemos “a todo joven es la de construir la propia personalidad
teniendo a Cristo como referencia fundamental”. El encuentro de Jesús con la
samaritana nos ofrece un ejemplo de encuentro con Jesús preciso y exitoso.
«... Dame de esa agua; así ya no tendré más sed.»
(Jn 4, 15)
En el diálogo de Jesús con la samaritana, Juan estimula a sus lectores a recorrer de
nuevo el camino personal de fe y les guía para descubrir en el que tiene sed a Aquél
que puede saciar la suya, en el desconocido a Aquél que lo conoce íntimamente. Más
allá de conocer mejor nuestra miseria existencial —éste es el punto de partida y el
motivo del encuentro— tendremos que tener paciencia para dejarnos guiar y valor
para reconocer y aceptar nuestras necesidades más ocultas, pero no menos reales. Y si,
como la samaritana, nos dejamos guiar por Jesús, lo conoceremos mejor —más aún,
nos sentiremos conocidos a fondo por él— y lo reconoceremos inmediatamente como
nuestro salvador.
5 Llegó a un pueblo llamado Sicar, cerca del terreno que Jacob dio a su hijo
José. 6 Allí estaba también el pozo de Jacob. Jesús, fatigado por la caminata,
se sentó junto al pozo. Era cerca de mediodía. 7 En esto, una mujer
samaritana se acercó al pozo para sacar agua.
Jesús le dijo:
“Dame de beber”.
[8Los discípulos habían ido al pueblo a comprar alimentos]. 9La samaritana dijo a Jesús:
“¿Cómo es que tú, siendo judío te atreves a pedirme agua a mí, que soy samaritana?”
[Es de advertir que los judíos y los samaritanos no se trataban]. 10 Jesús le respondió:
“Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, sin duda que tú misma
me pedirías a mí y yo te daría agua viva”. 11 Contestó la mujer:
“Señor, si ni siquiera tienes con qué sacar el agua, y el pozo es hondo, ¿cómo puedes
darme ‘agua viva’? 12 Nuestro padre Jacob nos dejó este pozo del que bebió él mismo,
sus hijos y sus ganados. ¿Acaso te consideras mayor que él?” 13 Jesús replicó:
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“Todo el que bebe de esta agua, volverá a tener sed; 14 en cambio, el que beba del agua
que yo quiero darle, nunca más volverá a tener sed. Porque el agua que yo quiero darle
se convertirá en su interior en un manantial del que surge la vida eterna”. 15 Entonces la mujer exclamó:
“Señor, dame de esa agua; así ya no tendré más sed y no tendré que venir hasta aquí
para sacarla”. 16 Jesús le dijo:
“Vete a tu casa, llama a tu marido y vueve aquí”. 17 Ella le contestó:
“No tengo marido”.
Jesús prosiguió:
“Cierto; no tienes marido. 18 Has tenido cinco, y ése, con el que ahora vives, no es tu
marido. En esto has dicho la verdad”. 19 La mujer replicó:
“Señor, veo que eres profeta. 20 Nuestros antepasados rindieron culto a Dios en este
monte; en cambio vosotros, los judíos, decís que es en Jerusalén donde hay que dar
culto a Dios”. 21 Jesús respondió:
“Créeme, mujer, está llegando la hora, mejor dicho, ha llegado ya, en que para dar
culto al Padre, no tendréis que subir a este monte ni ir a Jerusalén. 22 Vosotros, los
samaritanos, no sabéis lo que adoráis; nosotros sabemos lo que adoramos, porque la
salvación viene de los judíos. 23 Ha llegado la hora en que los que rindan verdadero
culto al Padre lo harán en espíritu y en verdad. El Padre quiere ser adorado así. Dios
es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad”. 25 La mujer le dijo:
“Yo sé que el Mesías, es decir, el Cristo, está a punto de llegar; cuando él venga nos lo
explicará todo”. 26 Entonces Jesús le dijo:
“Soy yo, el que está hablando contigo”.
I. ENTENDER el texto, releyéndolo
Jn 4, 15 es una frase extraída de una larga conversación de Jesús con
una samaritana (Jn 4, 5-26), un relato emotivo por su poder evocador.
Es significativo que la narración sea, en realidad, la crónica de un
diálogo que Jesús —Palabra de Dios— inicia y mantiene con diversos interlocutores:
primero, la samaritana (Jn 4, 7-26); después, los discípulos (Jn 4, 27-38); finalmente,
los samaritanos (Jn 4, 39-42). El encuentro con Jesús se produce en el diálogo.
La mujer, y las tres confesiones que se atreve a realizar, todas provocadas por Jesús
(Jn 4, 19: profeta; Jn 4, 29: cristo; Jn 4, 42: salvador), junto a la entrada en escena de
los discípulos (Jn 4, 27.31) y de los habitantes del pueblo (Jn 4, 30.39), indican la
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presencia de tres escenas (Jn 4, 5-26.27-38.39-42). Cuando aparecen nuevos
personajes, cambia el tema del diálogo y el escenario se complica. Su presencia
introduce en el relato nuevos motivos: los discípulos, que habían ido a comprar algo
para comer (Jn 4, 8.31) se sorprenden del discurso de Jesús sobre la voluntad del
Padre como alimento (Jn 4, 31-38). Los samaritanos, viendo a Jesús, no tendrán
necesidad del testimonio de la mujer para creer en él (Jn 4, 39-40).
El protagonista indiscutible es Jesús, que no sale de la escena en ningún momento y
que se va dando a conocer progresivamente (Jn 4, 10.22.25.32.42). Los títulos: judío
(Jn 4, 9), mayor que Jacob (Jn 4, 12), profeta (Jn 4, 19), mesías (Jn 4, 29), salvador del
mundo (Jn 4, 42) señalan etapas fundamentales y sucesivas de la revelación de su
identidad personal y del camino de fe de quien los pronuncia. “Salvador”, el título que
cierra este itinerario de fe, es un título divino en la tradición bíblica (Is 12, 2; 19, 20;
43, 3; Zac 9, 9) utilizado por el cristianismo primitivo (Lc 1, 47; 2, 11; Hch 5, 31; 13,
23). En boca de los samaritanos es muy revelador: en un mundo en el que abundan los
salvadores, sean dioses o emperadores, Jesús es proclamado salvador universal, la
máxima confesión de fe posible para los paganos. El relato termina cuando un Jesús,
de paso y “fatigado” (Jn 4, 6), encuentra descanso durante dos buenos días allí donde
ha encontrado creyentes en él (Jn 4, 40-41).
El agua viva (Jn 4, 7.10.11.13.14.15), la que surge de una fuente, es el tema del
encuentro con la mujer, que tiene lugar junto al pozo de Jacob (Jn 4, 6.11.12.14). Se
presenta la reunión como algo totalmente casual: Jesús se toma un descanso junto al
pozo; la mujer llega al pozo a buscar agua (Jn 4, 7b-15). Se abre la escena con Jesús,
sediento, pidiendo agua (Jn 4, 7), y se cierra cuando la mujer anónima confiesa su
propia sed y pide el agua que le sacie la sed (Jn 4, 15). Dos intervenciones de Jesús (Jn
4, 7.10) provocan el estupor de la samaritana (Jn 4, 9.11-12), lo cual lleva a Jesús a
una primera revelación (Jn 4, 13-14) a la que la mujer responde con una petición
adicional: querría no tener más necesidad de agua y convertirse ella misma en fuente
de agua viva (Jn 4, 15.14). Jesús, sin embargo, no satisface su deseo: no le da el agua.
Al contrario, le pide una conversión radical de vida: descubre su situación familiar
irregular (Jn 4, 16-17) y anuncia un nuevo culto dedicado, en espíritu y verdad, a Dios.
Jesús no ha venido a acallar las necesidades humanas, sino a restablecer la relación
con Dios.
Finalmente, un detalle no insignificante: la mujer permanece con Jesús un tiempo lo
suficientemente largo como para ‘escandalizar’ a los discípulos. Después, Jesús
permanecerá con los samaritanos dos días. En ambos casos, este permanecer junto a
Jesús fue lo que llevó la fe a los samaritanos. Los discípulos, por el contrario, se habían
alejado del maestro, cierto que por un buen motivo..., pero serán los únicos que no
realizan una verdadera profesión de fe.
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II. APLICAR el sentido, apropiándose de él
De vuelta a Galilea desde Jerusalén (Jn 4, 3), y cansado de caminar (Jn 4, 6), Jesús se
entretiene solo, a mediodía, con una mujer semipagana, en un lugar que recuerda el
pasado patriarcal común de judíos y samaritanos (Jn 4, 6-12). Jesús no pretendía
evangelizar, buscaba sólo reposo. Pide agua, como Israel en el desierto (Éx 17,2; Nm
21,16), pero se la pide a una samaritana, iniciativa sorprendente en un judío (Jn 4, 9).
Su petición, sin embargo, no nace de su necesidad, sino de su voluntad de dar (el don
de Dios) y de darse (a conocer: Jn 4, 10): le ha pedido un poco de agua para saciar la
sed de él para siempre; le ha pedido una cosa cualquiera para poder darle todo.
Comenta san Agustín: “Si Jesús pide agua es porque tenía sed de la fe de la mujer...
Muestra una necesidad suya de recibir y, al mismo tiempo, se declara capaz de dar
plenitud y saciar”.
La necesidad de Jesús no es falsa. Estaba fatigado, y si se tiene en cuenta el motivo de la
ausencia de los discípulos, quizás hambriento. Un Jesús solitario, cansado y sediento va
a ser reconocido, al final, como el “salvador del mundo”: un estado de necesidad y
comienzos tan pobres pueden conducir a una estupenda profesión de fe, si está presente
Jesús... Su sed, una debilidad tan humana, no impide llegar a la fe en Él. ¿Por qué no me
agrada tanto encontrarme con un Jesús impotente, débil, solo? ¿Que Jesús haya sentido
necesidad de reposo, como yo, lo hace demasiado normal y poco fiable?
La samaritana encuentra a Jesús junto al pozo, porque incluso él tiene necesidad de
agua. Su necesidad, absolutamente común, explica el inesperado encuentro. En aquel
momento, mediodía, era poco corriente que una mujer fuera a por agua; normalmente
se hacía temprano por la mañana. El encuentro es ocasional, provocado por la
necesidad —cotidiana— de la mujer. ¿Cómo hacer para convertir mis necesidades más
comunes en oportunidad para encontrarme con Jesús? ¿Cuáles serían las necesidades
más normales que me llevarían a Él? ¿Podría encontrar embarazoso toparme con
alguien que, como Jesús, tiene necesidad de mí y me pide ‘de beber’?
El ‘camino’ de la samaritana —que recorre siempre a través del diálogo que
mantienen— comienza con una petición de Jesús, una petición normal..., ¡si no fuese
judío! Jesús pide para que se le pida, desea para que se le desee, pregunta para que se
le pregunte; muestra su verdadera sed para salvar a la mujer de sus necesidades más
profundas. “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber”... Para
entrar en contacto con la mujer, Él se abaja ‘a la medida’ de la miseria de ella. Este
‘detalle’ de salvador amoroso no será percibido hasta que la mujer no descubra su
pobreza. Le bastaría con ‘reconocer el don’, es decir, con reconocerlo a él como El que
da el Don. Incluso si mi pobreza es etapa y motivo de la venida de Jesús a mí, Él es
siempre don, no de agua de pozo, sino de agua que se convierte en fuente viva a quien la
bebe. No basta, pues, conocer las propias miserias, es preciso reconocer a Jesús como
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don del Padre, como aquello que sacia mi sed y satisface — y gratuitamente— mis
necesidades más profundas.
La segunda etapa comienza cuando la mujer desea el don ofrecido por Jesús, un agua
mejor que la del pozo de Jacob, regalo del patriarca a sus hijos. Ella lo pide porque no
quería tener más sed ni necesidad de ir más a por agua; Él le descubre su necesidad, más
personal e intima, de ser amada. Antes de que le fuera ‘desvelada’ por Jesús, la ha debido
desear como satisfacción para su sed; pero Jesús no se conforma con ‘cubrir’ necesidades
normales, sino que hace surgir en nosotros las más profundas, las peor reconocidas y
jamás confesadas. No siempre, y no todos, estamos dispuestos a sentirnos así de expuestos,
descubiertos, desnudos en nuestras necesidades más profundas; y justo por eso tememos
encontrarnos con Él y nos resistimos a verlo como don.
‘Conocida’ en su intimidad, la samaritana cree. Su profesión de fe es todavía imperfecta,
pero ha comenzado a fiarse de Jesús como profeta y le confía una preocupación profunda
suya, que es la de su pueblo: dónde y cómo adorar al verdadero Dios. El adorador de Dios
“en espíritu y verdad” debe antes enfrentarse a su propia existencia, sin engañarse ni
ponerse máscaras, aceptando lo que es. El Dios de Jesús no quiere ser adorado donde los
adoradores piensen que pueda estar. El Dios a adorar es espíritu y vida; sus adoradores
pueden encontrarlo donde sea, inmerso en sus vidas.
La última etapa del camino de fe de la samaritana —conclusión y garantía— es el
testimonio: “Me ha dicho todo lo que he hecho”, repetirá. Para creer, hace falta encontrar;
ha sido el encuentro personal en la conversación compartida lo que le ha llevado a la fe. Y
quien cree se convierte en testigo; quien tiene fe, la transmite. Después los samaritanos
creerán..., después de haber vivido junto a él durante dos días. Permanecer junto a Jesús
—aunque sean sólo dos días— puede hacer creyente a un pueblo. ¿Por qué mi
seguimiento de Jesús, que ha durado ya años, no ha podido hacerme creyente en él? ¿No
será que, como los discípulos, nos esforzamos por satisfacer las necesidades materiales —
el alimento-comida— y nos olvidamos la sed de nosotros que sufre Él?
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Jesús atraviesa la tierra de los samaritanos, forastero en medio de gente de otra
tradición y religión. En este andar libre, hace que nazca la sed y él mismo ofrece el
cántaro de agua. Jesús alcanza la sed profunda de aquella mujer ofreciendo un “más”
de belleza, de bondad, de vida, de primavera: «Te daré un agua que es fuente que
brota». En realidad, Dios es Fuente inagotable de la vida fresca desde el inicio de los
tiempos, desde que fueron creadas las especies terrestres (ciervo), el mar (peces) y el
aire (pájaro). Jesús regala a la samaritana la ocasión de encontrarse en su fuente y de
convertirse, ella misma, en fuente. Una imagen bellísima. La mujer de Samaría de ojos
claros, felices, serenos y llenos de bondad. No calmará su sed bebiendo hasta saciarse,
sino calmando la sed de otros; se iluminará alumbrando a otros, recibirá alegría dando
alegría. Ser fuente, bellísimo proyecto de vida para cada evangelizador: hacer brotar y
difundir esperanza, acogida, amor.
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De Las Memorias del Oratorio de San Francisco de Sales
Juan Bosco y su amigo Jonás
Durante el año de humanidades, estando todavía en el café de Juan Pianta, entablé
amistad con un joven hebreo llamado Jonás. Frisaba éste los dieciocho años.
Era de hermosísimo aspecto y cantaba con una voz preciosa. Jugaba bien al billar. Nos
conocíamos de encontrarnos en la librería de un tal Elías. Apenas llegaba al café,
preguntaba por mí. Yo le tenía gran cariño, y él, a su vez, sentía por mí una gran
amistad. Rato libre que tenía, venía a pasarlo conmigo en mi aposento. Nos
entreteníamos cantando, tocando el piano, leyendo y relatando mil historias.
Un día tomó parte en una reyerta, que podía acarrearle tristes consecuencias, por lo que
corrió a aconsejarse conmigo. Yo le dije:
-Querido Jonás: si fueras cristiano, te acompañaría en seguida a confesarte; pero esto
no te es posible.
-También nosotros vamos a confesarnos, si queremos.
-Vais a confesaros, pero vuestro confesor no está obligado al secreto, y no tiene poder
para perdonar los pecados, ni puede administrar ningún sacramento.
-Si quieres acompañarme, iré a confesarme con un sacerdote.
-Yo te podría acompañar, pero se requiere una larga preparación.
-¿Cuál?
-La confesión perdona los pecados cometidos después del bautismo. Por lo tanto, si tú
quieres recibir cualquier sacramento, se precisa recibir el bautismo primero.
-¿Qué debo hacer para recibir el bautismo?
-Instruirte en la religión cristiana, creer en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero
hombre. Entonces, sí podrías recibir el bautismo.
-¿Y qué ventajas me traería el bautismo?
-El bautismo te borra el pecado original y todos los pecados actuales, te abre la puerta
para recibir otros sacramentos; en fin te hace hijo de Dios y heredero del paraíso.
-Entonces los judíos, ¿no nos podemos salvar?
-No, querido Jonás. Después de la venida de Jesucristo, los judíos no pueden salvarse
sin creer en él.
-¡Pobre de mí si mi madre llega a enterarse de que quiero hacerme cristiano!
-No temas; Dios es el señor de los corazones, y si te llama para hacerte cristiano, él
hará de modo que tu madre se conforme o proveerá de otro modo al bien de tu alma.
-Tú que me aprecias tanto, si estuvieras en mi lugar ¿qué harías?
-Empezaría por instruirme en la religión cristiana; mientras tanto, Dios abriría los
caminos para cuanto deba hacerse en lo porvenir. Toma, pues, el catecismo elemental y
empieza a estudiarlo. Ruega a Dios que te ilumine y te haga conocer la verdad.
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De la Exhortación Apostólica de Papa Francisco Evangelii Gaudium
CAPÍTULO TERCERO
EL ANUNCIO DEL EVANGELIO
Persona a persona
127. Hoy que la Iglesia quiere vivir una profunda renovación misionera, hay una
forma de predicación que nos compete a todos como tarea cotidiana. Se trata
de llevar el Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos
como a los desconocidos. Es la predicación informal que se puede realizar en medio de
una conversación y también es la que realiza un misionero cuando visita un hogar.
Ser discípulo es tener la disposición permanente de llevar a otros el amor de
Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle, en la
plaza, en el trabajo, en un camino.
128. En esta predicación, siempre respetuosa y amable, el primer momento es un
diálogo personal, donde la otra persona se expresa y comparte sus alegrías, sus
esperanzas, las inquietudes por sus seres queridos y tantas cosas que llenan el
corazón. Sólo después de esta conversación es posible presentarle la Palabra, sea con
la lectura de algún versículo o de un modo narrativo, pero siempre recordando el
anuncio fundamental: el amor personal de Dios que se hizo hombre, se entregó por
nosotros y está vivo ofreciendo su salvación y su amistad. Es el anuncio que se
comparte con una actitud humilde y testimonial de quien siempre sabe aprender, con
la conciencia de que ese mensaje es tan rico y tan profundo que siempre nos supera. A
veces se expresa de manera más directa, otras veces a través de un testimonio
personal, de un relato, de un gesto o de la forma que el mismo Espíritu Santo pueda
suscitar en una circunstancia concreta. Si parece prudente y se dan las condiciones, es
bueno que este encuentro fraterno y misionero termine con una breve oración que se
conecte con las inquietudes que la persona ha manifestado. Así, percibirá mejor que ha
sido escuchada e interpretada, que su situación queda en la presencia de Dios, y
reconocerá que la Palabra de Dios realmente le habla a su propia existencia.
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5) Servos para el Reino de Dios
Jesús se ofrece como ejemplo vivo de la norma que debe guiar la vida del discípulo:
“el más importante ha de ser como el menor, y el que manda como el que sirve” (Lc
22, 26b). El compromiso del animador salesiano debe estar pensado y debe
realizarse como acto de humilde servicio a los jóvenes. . Una auténtica fe —que
nunca es cómoda e individualista— siempre implica un profundo deseo de
cambiar el mundo, de trabajar para el bien comun, de preparar desde ahora,
eligiendo el servicio a los pobres, la venida del Reino de Dios.
«Yo estoy entre vosotros
como el que sirve»
(Lc 22, 27b)
A diferencia de los otros dos sinópticos (Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-25), Lucas sitúa un breve
discurso de Jesús (Lc 22, 24-37) en el contexto de la última cena (Lc 22, 14-20). Su
propósito es evidente: la celebración de la cena pascual se presenta, significativamente,
como el escenario en el cual se debe entender una instrucción a los discípulos que resulta
altamente importante por definitiva. Estas últimas palabras de Jesús, dirigidas a sus
seguidores más fieles son la explicación culminante de su propia vida. Como hará de una
forma más arriesgada el cuarto evangelio (cf. Jn 13, 13 – 16, 33); Lucas ha creado un
discurso reelaborando motivos ya bien conocidos (cf. Mt 18, 1; 20, 25-28; Mc 9, 34-36; 10,
42-45; Jn 13, 12-17); pero el hecho de que lo introduzca en la noche, “antes de la pasión”,
durante el banquete que tanto había deseado celebrar Jesús (cf. Lc 22, 15), nos ofrece
una clave de lectura: la serie de palabras de Jesús nos abre a la comprensión de su
cercana muerte como un acto consciente de servicio supremo. La cena en la que se dicen
estas palabras es, al mismo tiempo, profecía y memorial de la muerte redentora. La
muerte de Jesús será, como lo ha sido también toda su vida (Mc 10, 35), un servicio que
presta a los suyos: porque es el que más sirve, justo por eso, es el más grande.
24 También se produjo entre ellos una discusión sobre quién debía ser
considerado el más importante. 25 Jesús les dijo:
“Los reyes de las naciones ejercen su dominio sobre ellas, y los que tienen
autoridad reciben el nombre de bienhechores. 26 Pero vosotros no debéis
proceder de esta manera. Entre vosotros, el más importante ha de ser como el
menor, y el que manda como el que sirve. 27 ¿Quién es más importante, el que
se sienta a la mesa o el que sirve? ¿No es el que se sienta a la mesa? Pues bien,
yo estoy entre vosotros como el que sirve. 28 Vosotros sois los que habéis
perseverado conmigo en mis pruebas. 29 Y yo os hago entrega de la dignidad
real que mi Padre me entregó a mí, 30 para que comáis y bebáis a mi mesa
cuando yo reine, y os sentéis en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel”.
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I. ENTENDER el texto, releyéndolo
El breve discurso de Jesús, en el contexto de la última cena (Lc 22, 14-38), se presenta
casi como su ‘testamento’ (Lc 22, 24-34). El marco narrativo inmediato lo vuelve si
cabe más significativo: las palabras de Jesús se sitúan después del desconcertante
anuncio de la traición de Judas (Lc 22, 21-23) y antes del presagio de la negación de
Pedro (Lc 22, 31-34). Jesús vaticina su muerte afirmando que “la mano del que le
entrega está junto a él en la mesa” (Lc 22, 21) y hace saber a Pedro que, lejos de
perseverar en la prueba, va a “negar tres veces que le conoce” (Lc 22, 34); predicciones
ambas que se realizarán al punto y literalmente (Lc 22, 47.54-61). La atmósfera de
cordialidad e intimidad traicionada (Lc 22, 15), el hecho de que sean las últimas
palabras de Jesús dirigidas sólo a los discípulos, y la causa directa de la instrucción —
una pregunta bastante impertinente en dichas circunstancias (Lc 22, 24: quién debía
ser considerado el más importante)— dan al discurso de despedida de Jesús un relieve
particular y bastante destacado.
En las palabras de Jesús se distinguen dos secciones. La primera concierne al motivo,
central en la tradición evangélica (Mc 9, 33-37/Lc 9, 33-37; Mt 18, 1-5; Mc 10, 42-45/Mt
20, 25-28; Jn 13, 1-20), del servicio en este mundo (Lc 22, 24-27). La segunda (Lc 22,
28-30) es la promesa de Jesús de recompensar con la gloria a quienes han perseverado
“con él en sus pruebas” (Lc 22, 28). Centrándonos en la primera sección, en la que
aparece nuestra cita (Lc 22, 27b) causa sorpresa, si no incomprensión, la secuencia
narrativa: si bien la exhortación al servicio fraterno “a la mesa” es lógica en el contexto
de la cena pascual (cf. Jn 13, 3-16), la discusión sobre la primacía entre los discípulos
que la ha provocado es harto desagradable. No es la primera vez que, mientras Jesús
piensa en la entrega de su vida, sus seguidores discuten “sobre quién era el más
importante” (Mc 9, 34). ¡Qué manera más evidente de mostrar la enorme distancia que
separa a Jesús de los suyos!
La respuesta de Jesús parte de un dato de la experiencia; contrapone dos modos de
ejercer la autoridad: el de los gobernantes de los pueblos, para darse importancia y
recibir privilegios (Lc 22, 25), y el que debe reinar en la comunidad de los discípulos,
donde ha de gobernar sólo quien sirve y donde el grande se hace el más pequeño (Lc
22, 26). Jesús no desafía la existencia de la autoridad ni pretende reformar el gobierno
terrenal; ni siquiera se opone al ejercicio del poder entre los suyos. Pero afirma el
poder servir a todos como el único legítimo. Que lo diga quien está dispuesto a
sacrificar su propia vida (Lc 22, 19a) como servicio brindado a todos, confiere a esta
regla de vida común un valor de obligatoriedad: les pide a los suyos aquello que él está
dispuesto a hacer y aquello que deberá hacer quien recuerde su muerte. Dado que no
habrá una ‘memoria eficaz’ de la muerte de Jesús (Lc 22, 19b: “haced esto en memoria
mía”) si quien la celebra en la eucaristía no repitiera su humilde gesto.
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En ese momento tan deseado para él (Lc 22, 15), Jesús impone a los suyos un
comportamiento que él mismo ha inaugurado: deberán vivir como él ha querido vivir y
morir. De hecho, en Lc 22, 22b, Jesús, en primera persona, se presenta como modelo. Y
para concederle más fuerza a su razonamiento, pregunta con énfasis quién es más
importante, el que se sienta a la mesa o el que sirve (Lc 22, 22a; cf. Mc 10, 45).
Compara así su comportamiento con el del esclavo que sirve mientras los demás
comen. La última cena, como solemne contexto, y el valor ‘testamentario’ de sus
palabras impiden entenderlas como simple exhortación a la humildad entre los
creyentes o como norma contracultural respecto al ejercicio de la autoridad. Jesús está
proclamando un nuevo orden —verdadera revolución— en las relaciones personales:
dar la vida es el servicio ordinario que presta el más importante en la comunidad
cristiana. Jesús, justo porque cuando lo recordamos en la eucaristía está siempre en
medio de nosotros, continúa siendo nuestro siervo para siempre, dándose a sí mismo.
Servir la mesa —vivir y morir por los demás— no es una ocupación fortuita y casual,
es la habitual actitud del cristiano, como lo es de Cristo.
II. APLICAR el sentido, apropiándose de él
No puede dejar de asombrarnos el que fuera en la última cena cuando Jesús se haya
dado cuenta de cuán alejados estaban de él y del proyecto de vida que el Padre le ha
conferido “los que han perseverado con él en sus pruebas” (Lc 22, 28). La presencia física
no implica fidelidad auténtica. Y no pensemos tan sólo en Judas, el traidor (Lc 22, 48) ni
sólo en Pedro, el que lo negó (Lc 22, 56-62). Mientras Jesús les entrega el pan, y su vida,
los discípulos se dejan atrapar por las ansias de ser considerados los más importantes,
honorables y respetados. Que no haya sido la única vez que han mantenido esta
discusión (cf. Lc 9, 46) no lo hace más comprensible.
De hecho, la intimidad con Jesús que logran los discípulos en la noche pascual y la
revelación que aquél hace sobre el sentido profundo del pan compartido hacen aún más
desconcertante la reacción de éstos. ¡Nunca hasta ahora han estado tan opuestos! Si en
la primera eucaristía surgió esta brecha, ¿por qué considerar nuestras eucaristías —
reconocido memorial del ‘servicio’ que Jesús nos ha brindado— como tan sólo un
momento de gozo, cuando se está agudizando y desvelando la distancia entre nosotros y
Jesús y su proyecto? Estamos acostumbrados a olvidar que quien no sirve como Jesús, no
sirve para ‘recordarlo’, es decir que quien no entrega la vida —no a sino por— los demás
no puede dar a los demás el pan bendito. Quien celebra el ‘memorial de Cristo’ se
compromete a servir como Él, viviendo y muriendo por todos.
La disparidad de perspectivas, tan clamorosa, que separa a los discípulos de Jesús
resulta todavía más dramática si se advierte que Jesús les promete, justo por haberle
sido fieles en sus pruebas, una recompensa estupenda. Habían logrado vivir con Jesús,
acompañándolo, pero no podían vivir como Él, sirviendo a todos ni, mucho menos, morir
como Él, por la salvación de todos. Si seguir a Jesús es requisito previo para permanecer
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con Él, no es condición suficiente para ser como Él: la permanente compañía física no
asegura que se haya asumido su programa en su integridad. Podemos convivir en
intimidad con Él, como hicieron los discípulos en la última cena, y seguir separándonos
unos de otros por la búsqueda de la propia gloria. Quien sigue a Jesús no puede perseguir
su propio proyecto personal ni tener las miras puestas en su propia gloria.
En la comunidad de discípulos se da un modo de gobierno que no reproduce la norma al
uso entre las naciones. El poder del cristiano, verdadero seguidor de Cristo, consiste en el
poder servir a los demás. Beneficiar a los demás, en lugar de ser visto como un
bienhechor, es el salario del servicio cristiano. No todo lo que se hace en favor del prójimo
se convierte en servicio cristiano; para que lo sea hace falta que en la asistencia concreta
se entregue toda la vida y al mismo tiempo se renuncie a toda compensación. Servir no
da derecho a retribución alguna: a los siervos no se les paga; pero exige una entrega total
de la vida: los siervos se libran de servir sólo cuando dejan de existir.
Detrás de esta regla se encuentra una nueva concepción —tan nueva que seguirá siendo
contracultural— de la grandeza. Los cristianos son los mejores de todos si sirven a
alguien; ejercen el poder cuando se ponen a disposición, se hacen grandes con tal de
permanezcan pequeños. Si el servicio es la marca de la grandeza cristiana, ésta está al
alcance de todos. Éste es el aspecto positivo. No hay que saber más, ni tener más, ni
estar entre los primeros; basta con saberse siervo de todos. No siempre la comunidad
cristiana vive según la voluntad de Jesús. ¿O no es cierto que su “vosotros no debéis
proceder de esta manera” sigue siendo más bien un deseo, una orden no obedecida?
Ningún discípulo puede considerarse más grande, eso está claro, que su maestro. Pero
para los seguidores de Jesús es igualmente evidente que entre ellos él ha estado siempre
“como el que sirve”. Apoyándose, pues, en la experiencia cotidiana de sus discípulos,
Jesús se presenta como el mejor modelo de lo que exige. Él no se ha sentado a la mesa
esperando ser atendido. No espera de ellos nada que no les haya dado; reclama de
aquellos a quienes ha servido que sirvan a todos. Justo por eso es su maestro: ha
realizado cuanto ordena. El discípulo que sirve “a la mesa”, que hace de la entrega vital
un ministerio diario, se asemeja a su Maestro. Y es ésta, y no otra, la recompensa: hace
presente a su Señor (“estoy entre vosotros”) quien como él es siervo para todos (“como el
que sirve”).
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“Como el que sirve”. Servir: verbo dulce y comprometedor al mismo tiempo. En estos
versículos encontramos la imagen auténtica, real y concreta de la animación y la
coordinación de la acción pastoral. La corresponsabilidad da forma concreta a la
comunión, supone entrenar el discernimiento espiritual, la escucha mutua, el
compartir, el testimonio recíproco, hasta que madure, según la responsabilidad de
cada uno, una propuesta coordinada y orgánica. La acción educativo-pastoral no está
hecha de intervenciones inconexas, sino que todo entra en un plan compartido, en
opciones y recorridos formativos adecuados. La Pastoral Juvenil Salesiana pone en
marcha todas las energías, acompaña con sus dinamismos las modalidades de
animación.
Don Bosco recibido en audiencia por Papa Pio IX, 1866
“Mi política es la política del Padre nuestro”, contestó Don Bosco a Pio IX. En el
Patedruestro suplicamos todos los días que venga el Reino del Padre celestial en
la tierra, que se extienda cada más vivo y más glorioso. "Venga tu Reino" Eso
es lo que importa ".
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De la Exhortación Apostólica de Papa Francisco Evangelii Gaudium
CAPÍTULO CUARTO
LA DIMENSIÓN SOCIAL DE LA EVANGELIZACIÓN
La enseñanza de la Iglesia sobre cuestiones sociales
182. Las enseñanzas de la Iglesia sobre situaciones contingentes están sujetas a
mayores o nuevos desarrollos y pueden ser objeto de discusión, pero no podemos evitar
ser concretos —sin pretender entrar en detalles— para que los grandes principios
sociales no se queden en meras generalidades que no interpelan a nadie. Hace falta
sacar sus consecuencias prácticas para que «puedan incidir eficazmente también en las
complejas situaciones actuales». Los Pastores, acogiendo los aportes de las distintas
ciencias, tienen derecho a emitir opiniones sobre todo aquello que afecte a la vida de
las personas, ya que la tarea evangelizadora implica y exige una promoción integral de
cada ser humano. Ya no se puede decir que la religión debe recluirse en el ámbito
privado y que está sólo para preparar las almas para el cielo. Sabemos que Dios quiere
la felicidad de sus hijos también en esta tierra, aunque estén llamados a la plenitud
eterna, porque Él creó todas las cosas «para que las disfrutemos» (1 Tm 6,17), para
que todos puedan disfrutarlas. De ahí la conversión cristiana exija revisar
«especialmente todo lo que pertenece al orden social y a la obtención del
bien común».
183. Por consiguiente, nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad
secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional, sin
preocuparnos por la salud de las instituciones de la sociedad civil, sin opinar sobre los
acontecimientos que afectan a los ciudadanos. ¿Quién pretendería encerrar en un
templo y acallar el mensaje de san Francisco de Asís y de la beata Teresa de Calcuta?
Ellos no podrían aceptarlo. Una auténtica fe —que nunca es cómoda e
individualista— siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de
transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra.
Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad
que lo habita, con todos sus dramas y cansancios, con sus anhelos y esperanzas, con
sus valores y fragilidades. La tierra es nuestra casa común y todos somos hermanos.
Si bien «el orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de
la política», la Iglesia «no puede ni debe quedarse al margen en la lucha por
la justicia». Todos los cristianos, también los Pastores, están llamados a preocuparse
por la construcción de un mundo mejor. De eso se trata, porque el pensamiento social
de la Iglesia es ante todo positivo y propositivo, orienta una acción transformadora, y
en ese sentido no deja de ser un signo de esperanza que brota del corazón amante de
Jesucristo. Al mismo tiempo, une «el propio compromiso al que ya llevan a cabo en el
campo social las demás Iglesias y Comunidades eclesiales, tanto en el ámbito de la
reflexión doctrinal como en el ámbito práctico».
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6) Elegidos para ir y dar fruto
Jesús afirma que la actuación del discípulo es consecuencia de una previa elección
personal: darán fruto quienes, y porque, han sido elegidos por Él. Así pues, si reconocemos
que nuestro compromiso pastoral es el fruto de una predilección personal del Señor Jesús,
recibimos entusiasmo y motivaciones para un renovado impulso misionero. No somos
elegidos para conservar esta alegria. El discípulo está llamado a convertirse en apóstol de
ese Jesús a quien muchos jóvenes están todavía hoy buscando o esperando.
«Fui yo quien os elegí a vosotros [...],
para que deis fruto»
(Jn 15, 16)
En Jn 15 Jesús continúa su largo discurso de despedida, “la noche en que iba a ser
entregado” (Jn 13, 21-30; cf. 1 Cor 11, 23), en el que desarrolla la idea de que permanecer
en él es la forma y medio de vida del discípulo. Después de haber empleado el símil de la
vid y los sarmientos (Jn 15, 1-8), aclara ahora que ese permanecer no es inactividad
pietista ni abandono de la propia iniciativa (Jn 15, 9-16): permanecer en Él exige seguir
sus mandatos, el amor se expresa en la obediencia estricta y es fuente de alegría plena.
Y así como el mandamiento nace del amor que Dios nos tiene, se refiere también al amor
que debemos tenernos unos a otros. Este amor, impuesto por aquél que nos l ha
enseñado, no tiene límites, ni siquiera la propia vida, porque es necesario estar
dispuestos a darla por los amigos. Quien obedece no es siervo, sino amigo del Amante. No
hay felicidad mayor. El cristiano que no se siente amado, difícilmente podrá amar ni
saberse feliz. Dios nos ama no porque lo invoquemos ni porque lo deseemos, sino porque
hacemos su voluntad, amando al prójimo sin límites, con toda la vida.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 9 “Como el Padre me ama a mí,
así os amo yo a vosotros. Permaneced en mi amor. 10 Pero sólo permaneceréis
en mi amor, si cumplís mis mandamientos, lo mismo que yo he observado los
mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. 11 Os he dicho todo esto
para que participéis en mi gozo, y vuestro gozo sea completo. 12 Mi
mandamiento es éste: Amaos los unos a los otros, como yo os he amado. 13
Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos. 14 Vosotros
sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. 15 En adelante, ya no os llamaré
siervos, porque el siervo no conoce lo que hace su señor. Desde ahora os llamo
amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído a mi Padre. 16 No me
elegisteis vosotros a mí; fui yo quien os elegí a vosotros. Y os he destinado para
que vayáis y deis fruto abundante y duradero. Así el padre os dará todo lo que
le pidáis en mi nombre. 17 Lo que yo os mando es esto: que os améis los unos a
los otros”.
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I. ENTENDER el texto, releyéndolo
El evangelista explica teológicamente el símbolo de la vid (Jn 15, 1).
Permanecer en Cristo (Jn 15, 4) se comprende ahora como permanecer
en su amor, que tiene su origen en el del Padre (Jn 15, 9-10). Se afirma dos veces la
importancia del discurso (Jn 15, 7.16). Una doble mención al Padre, que ama (Jn 15, 9)
y que da (Jn 15, 16) cierra el párrafo.
El amor, origen y fundamento de la relación Padre-Hijo (Jn 3, 35; 5, 20; 10, 17) es el
motivo y el punto de comparación en la relación que debe existir entre Jesús y sus
discípulos (Jn 15, 9). El Padre es la fuente del amor que Cristo tiene por los suyos; ese
amor es, en realidad, reflejo e imitación del amor con el que Cristo se siente amado.
Permanecer en esa relación amorosa, intra-divina, se logra con una obediencia
concreta (Jn 15, 10), como la del Hijo. El mismo principio sirve para Cristo (Jn 14, 31)
y para el cristiano: amar y cumplir los mandamientos es la misma cosa (Jn 14,
15.21.23). El paralelismo de la formulación refuerza la audacia de la afirmación:
observar la voluntad de Jesús, concretada en sus mandamientos, se ve como amor.
Cristo permanece en el amor del Padre porque observa sus mandamientos. Lo que es
meta alcanzada en Cristo es para el cristiano objetivo a lograr; la actuación del Hijo es
estímulo y fuente de la de los creyentes.
El gozo, beneficio mesiánico, que Jesús, obediente y amado, siente como suyo será,
entonces, patrimonio completo de los discípulos dóciles (Jn 15, 11). Ante un Cristo que
debe ausentarse, los cristianos sabrán conservar la alegría si se aman: la obediencia
debida al Señor se identifica con el amor mutuo (Jn 15, 12; 13, 34); la alegría de vivir
acompaña a la vida fraterna, hasta que vuelva el Señor. La medida de ese amor
fraterno que no es libre, sino objeto de mandamiento, no está bajo el arbitrio del
discípulo: el amor del cristiano tiene el amor de Cristo como norma y límite. Entregar
la propia vida alude a la muerte voluntaria de Jesús (Jn 15, 15.24). Es esto lo que
sustenta la obligatoriedad de su mandamiento y establece sus fronteras. Este amor,
por tanto, “es distinto de aquél con el que se aman los hombres como hombres” (San
Agustín): mientras tenga vida, el cristiano deberá amar a su hermano y puede incluso
llegar a perderla con tal de no dejar de amarlo (Jn 15, 12-13; 1 Cor 13, 3). La
disponibilidad a hacer la voluntad del Padre puede llevarnos, pues, hasta dar la propia
vida por los amigos. La alegría vivida en obediencia no es engañosa, ni siquiera ante la
propia muerte.
La aseveración de Jesús, que llama amigos a sus discípulos es única en el NT (Jn 15,
14; 11, 11) y no se vuelve a emplear en el cristianismo posterior. La amistad depende
no tanto de la obediencia del discípulo como de la obediencia del Maestro (Jn 13, 1; 17,
26). No hay que olvidar que el Jesús joánico ha dado ya la vida por aquellos que él
ama; el criterio de amistad no es aquello que se puede sentir por los demás, sino la vida
entregada. Permanece en la amistad de Jesús quien permanece como discípulo suyo
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obediente, es decir, quien como Él ama hasta dar la vida por los amigos (cf. Jn 13, 36-
38; 21, 15-19).
Como íntimos de Jesús (Jn 15, 15), los discípulos conocen las intenciones de su señor.
El siervo recibe órdenes, el amigo, confidencias e intimidad. El criterio que garantiza
la nueva relación que se establece entre Jesús y los suyos se enraíza ahora en la
participación de estos en sus planes, en el conocimiento de su programa, en las
confidencias compartidas (cf. Jn 17, 26) y no en una igualdad natural o en la opción
previa por parte de los discípulos. La iniciativa no ha partido de ellos; aunque deba
existir reciprocidad, no hay igualdad; han sido elegidos y destinados, seleccionados y
enviados por delante con la tarea de llevar al mundo el fruto duradero: amar al
hermano y ser escuchado por el Padre (Jn 15, 16). De hecho, para esto Jesús no sólo los
ha elegido, sino que los ha constituido, es decir, les ha confiado el encargo y ha puesto
a su disposición los medios para llevarlo a cabo con eficacia. Los discípulos han sido
investidos, capacitados (Jn 15, 2 dice cómo: ¡Dios poda los sarmientos que dan fruto!)
para realizar aquello para lo que se les escogió.
Amados por Jesús, en adelante no son ya siervos, no ignoran nada, sino que conocen su
tarea (Jn 15, 17). Ser amado exige el deber amar; sólo a quien le ha sido concedido
experimentar el amor se le puede exigir que ame. Para el amado, amar no es tarea
impuesta, sino necesidad a satisfacer.
II. APLICAR el sentido, apropiándose de él
Si no fuera porque hemos oído hablar del mandamiento del amor fraterno con demasiada
frecuencia, nos resultaría incómoda, casi insoportable, la exigencia de Jesús: “Mi
mandamiento es este: Amaos los unos a los otros, como yo os he amado”. ¿Porque, bien
mirado, quién de nosotros cree que sea posible, que sea exigible, amar al prójimo? Parece
que según vamos avanzando poco a poco en la vida, nos hacemos una idea distinta,
preferible a ir acumulando desengaños en este campo. Y no es que no contemos con el
amor de cuantos no conocemos o que demos por sentada la indiferencia de los
desconocidos; es que ni siquiera llegamos a amar a los que nos aman como se merecerían,
como les habíamos prometido. Los enamorados prometen o exigen amor eterno. Si el
amor al pariente, al conocido, al amigo es tan inconcebible, ¿cómo es posible que Jesús
nos imponga el amor al prójimo, al desconocido, al no amado?
Sería conveniente recordar esto: debemos amarnos porque hemos sido objeto de amor.
“Como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros. Permaneced en mi amor”. Antes
de que debamos buscar al prójimo a quien amar, Cristo ha venido junto a nosotros, se nos
ha acercado, nos ha elegido con su amor: “No me elegisteis vosotros a mí; fui yo quien os
elegí a vosotros”. Viniendo a nuestro encuentro, habiéndonos escogido como personas a
quienes amar, Jesús nos ha facilitado el cumplimiento de su voluntad: nos bastaría
permanecer en su amor. “¿Es el amor lo que nos hace observar sus preceptos o es la
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observancia de sus preceptos lo que genera el amor?” se preguntó san Agustín. Y
respondía: “Quien no ama no tiene motivos para observar los preceptos [...] No
observamos sus preceptos para que él nos ame, si él no nos ama, no podemos guardar sus
palabras”. No fuimos elegidos porque ya fuésemos buenos, somos amados para que
lleguemos a serlo.
Aquí, sin duda, está la raíz de nuestra incapacidad para amar. No sabemos amar,
creemos imposible el amor por los demás, porque no nos sabemos amados por Dios,
porque, sinceramente, no creemos posible que Él, Dios, nos ame. No damos fruto porque
no nos sentimos elegidos. Sólo por no entender o no aceptar su modo de amarnos nos
estamos privando de sentirnos amados. Y quien no se siente amado es incapaz de amar.
No creyéndonos dignos de haber sido escogidos por Dios, no vemos como algo posible
producir los frutos que Él espera.
El discípulo de Jesús se sabe amado y sabe cómo permanecer en ese amor: dejándose
amar por el maestro amigo, que ha dado la vida por él. Permitiendo que su voluntad sea
la nuestra, haciendo su voluntad, no nos alejaremos de sus exigencias ni nos
desalentaremos ante una tarea tan aparentemente imposible como el amor fraterno.
Tenemos que dar al mundo de hoy, tan incrédulo del amor gratuito, tan sediento de un
amor fácil, sin compromisos que duren ni responsabilidades que no terminen, el
testimonio del amor posible, el amor cristiano, el amor al cual Cristo obliga a los suyos
porque nos lo ha demostrado; si no lo damos, nosotros que nos sabemos amados por Jesús
hasta el final, ¿quién lo hará? No se trata de saber si podremos o no, amarnos unos a
otros, se trata de que Jesús ya nos ha amado y quiere que nos amemos: vosotros sois mis
amigos, si hacéis lo que yo os mando.
La amistad de Jesús se consigue, pues, con la obediencia a su voluntad, por utópica e
irrealizable que pueda parecernos. Jesús encuentra a sus amigos entre aquellos que le
son obedientes. Antes de lamentarnos de su falta de amor, deberemos examinar si nos
falta obediencia. ¿Cuáles son —y cómo son— nuestras obras de caridad? No puede soñar
con ser apreciado por Dios quien no aprecia su voluntad; no sería lógico esperar que Dios
se interese por quien vive desinteresado de su voluntad; el amigo se distingue porque
hace la voluntad de su amigo. Cuando dudamos del amor que Dios nos tiene y parece que
cada día y cada situación nos dan nuevas razones para dudar de él, estamos confesando
nuestra propia desobediencia.
Lo sabemos por experiencia: el amigo infiel, el amante que no puede conservar la
fidelidad es el que normalmente más duda de la fidelidad del amado. Sucede lo mismo en
nuestra relación con Dios: nuestra infidelidad nos hace sospechar que Dios no nos es fiel.
Nuestra incapacidad de amar al prójimo nos hace no sentirnos amados por Dios; como el
mal amigo, justificamos nuestra indiferencia por Dios, acusándolo de indiferencia. ¿Por
qué los hombres más obedientes a Dios son también los que son sus mejores amigos? No
duda en seguir la voluntad de Dios quien no ha dudado en cumplirla. Así pues, todos
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tenemos un camino abierto para sentir hoy el amor que Dios nos tiene: “sólo
permaneceréis en mi amor, si cumplís mis mandamientos”.
No basta, pues, aunque ya sea mucho, cumplir su voluntad para sentirse amados por
Dios. Jesús distingue entre el amigo y el siervo: ambos hacen lo que se espera de ellos,
ambos siguen las órdenes de su señor; pero sólo el amigo sabe el porqué, sólo el íntimo
conoce a su señor, no sólo sus mandamientos. Es posible que seamos, más o menos,
obedientes, sin que lleguemos a sentirnos jamás amigos. La obediencia que Jesús pide a
sus discípulos no es ciega; aunque sea muy exigente, no es nunca servil. Jesús no
convierte a sus amigos en sus siervos; su amor no lo obtienen aquellos que viven como
siervos, haciendo todo lo que se les dice sin saber bien por qué deben hacerlo. Jesús no
quiere tener alrededor a gente educada que le obedece sólo porque teme desobedecerle; no
es un jefe implacable, sino el mejor de los amigos: nos pide nuestra vida, nuestra
obediencia porque ha dado su vida por nosotros. Busca amigos que se fíen tanto de él que
se atrevan a vivir con libertad esa amistad de la que no dudarán jamás.
El fruto de la obediencia a Dios es el amor fraterno y el fruto del amor fraterno es la
confianza ilimitada en el Dios que ama. No sabemos lo que nos estamos perdiendo al
malgastar nuestro tiempo en tantas ocupaciones y tantas otras preocupaciones que no
son el cumplimiento de la voluntad de Dios: nuestros proyectos no perduran ni se
escuchan nuestras palabras porque tienen poco que ver con la voluntad de Dios. ¿Nos
atreveremos a vivir del amor de Dios amando a aquellos a quienes Dios ama? Sería una
suerte para nosotros, porque contamos con el amor de un Dios que no niega a su prójimo
el amor que le debe. Y sería, también, una suerte para Dios, porque vería que su amor en
nosotros es más fuerte que la indiferencia y el odio, que somos amigos de su Hijo y
merecedores de su Amor.
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“Yo os he elegido”. Y esta llamada es, precisamente, lo que garantiza nuestra efi cacia
apostólica, la fecundidad de nuestro servicio. Somos campesinos pacientes y confi ados,
pero debemos examinar dónde y cómo damos fruto. Dios se preocupa, como nadie, de
este campo sembrado, de este pequeño huerto que son nuestras obras: trabaja, poda,
cada día sentimos sus manos sobre nosotros. La mirada se concentra en la fecundidad;
no dar vida es morir. El árbol de nuestras obras apostólicas se renueva, multiplica la
vida. La semilla va donde sopla el viento, lejos del clamor y del ruido, se planta en los
surcos de la historia y de los pueblos. Nuevas presencias educativas y pastorales nacen
porque la misión salesiana contiene muchas más energías de cuanto no aparece,
mucha más luz y gérmenes divinos. Todo un volcán de vida: la yema cambia en flor, la
flor en fruto, el fruto en semilla.
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Quinto sueño misionero de Don Bosco. Barcelona, 9-10 aprile 1886
Entonces descendió de aquel montículo y, después de caminar un rato, llegó a otro
desde cuya altura descubrió una selva, pero cultivada y atravesada por caminos y
senderos.
Desde allí dirigió su mirada alrededor, proyectándola hasta el horizonte, pero, antes
que la retina, quedó impresionado su oído por el alboroto que hacía una turba
incontable de niños. A pesar de cuanto hacía por descubrir de dónde procedía aquel
ruido, no veía nada; después, a aquel rumor sucedió un griterío como el que estalla al
producirse una catástrofe. Finalmente vio una inmensa cantidad de jovencitos,
los cuales, corriendo a su alrededor, le decían: “¡Te hemos esperado, te hemos
esperado mucho tiempo, pero finalmente estás aquí; ahora estás entre
nosotros y no te dejaremos escapar!”.
Don Bosco no comprendía nada y pensaba qué querrían de él aquellos niños; pero
mientras permanecía como atónito en medio de ellos, vio un inmenso rebaño de
corderos conducidos por una pastorcilla, la cual, una vez que hubo separado los jóvenes
y las ovejas y colocado a los unos en una parte y a las ovejas en otra, se detuvo junto a
él y le dijo: “Ves todo lo que tienes delante?”. “Sí que lo veo”, replicó el siervo de Dios.
“Pues bien, te acuerdas del sueño que tuviste a la edad de diez años?” “¡Oh, es muy
difícil recordarlo! Tengo la mente cansada, no lo recuerdo bien ahora”. “Bien, bien;
reflexiona y lo recordarás”.
Después, haciendo que los muchachos se acercasen a Don Bosco, le dijo: “Mira ahora
hacia esa parte, dirige allá tu mirada; haced vosotros lo mismo y leed lo que veáis
escrito... Y bien, qué veis?
“Veo, contestó el siervo de Dios, montañas, colinas, y más allá más montañas y mares”.
Un niño dijo: “Yo leo: Valparaíso”. “Yo, Santiago, dijo otro”. “Yo”, añadió un tercero,
“leo las dos cosas. “Pues bien”, continuó la pastorcilla, “parte ahora desde aquel punto
y sabrás la norma que han de seguir los Salesianos en el porvenir. Vuélvete ahora
hacia esta parte, tira una línea visual y mira”. “Veo montañas, colinas, mares...” Y los
jóvenes afinaban la vista exclamando a coro: “Leemos Pekín”. Don Bosco vio entonces
una gran ciudad. Estaba atravesada por un río muy ancho sobre el cual había
construidos algunos puentes muy grandes. “Bien”, dijo la doncella que parecía su
Maestra,” ahora tira una línea desde una extremidad a la otra, desde Pekín a
Santiago, haz centro en el corazón de África y tendrás una idea exacta de cuanto deben
hacer los Salesianos”.
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“Pero cómo hacer todo esto?”, exclamó don Bosco “Las distancias son inmensas, los
lugares difíciles y los Salesianos pocos”. “No te preocupes. No ves allá cincuenta
misioneros preparados? Y más allá no ves más y muchos más aún? Traza una
línea desde Santiago al África Central. Qué ves?” “Diez centros de misión”.
“Bien; estos centros que ves serán casas de estudio y de noviciado que se
dedicarán a la formación de los misioneros que han de trabajar en estas
regiones. Y ahora vuélvete hacia esta parte. Aquí verás otros diez centros desde el
corazón del África a Pekín. También estas casas proporcionarán misioneros a todas
estas otras regiones. Allá está Hong - Kong, allí Calcuta, más allá Madagascar. En
todas estas ciudades y en otras más habrá numerosas casas, colegios y noviciados”
Don Bosco escuchaba mientras observaba detenidamente todo aquello, después dijo: “
Y dónde encontrar tanta gente y cómo enviar misioneros a esos lugares? En esos
países existen salvajes que se alimentan de carne humana; hay herejes y
perseguidores de la Iglesia: cómo hacer?” “Mira”, replicó la pastorcilla, “es menester
que emplees toda tu buena voluntad. Sólo tienes que hacer una cosa: recomendar que
mis hijos cultiven constantemente la virtud de María”. “Bien, sí; me parece haber
entendido. Repetiré a todos tus palabras”. “Y guárdate del error actual, o sea el de
mezclar a los que estudian las artes humanas con los que se dedican al estudio de las
artes divinas, pues la ciencia del cielo no quiere estar unida a las cosas de la tierra”.
Don Bosco quería continuar hablando, pero la visión desapareció; el sueño había
terminado
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De la Exhortación Apostólica de Papa Francisco Evangelii Gaudium
CAPÍTULO QUINTO
EVANGELIZADORES CON ESPÍRITU
I. Motivaciones para un renovado impulso misionero
El encuentro personal con el amor de Jesús que nos salva
264. La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos
recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo
siempre más. Pero ¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser
amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer? Si no sentimos el intenso deseo de
comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a
cautivarnos. Nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el
corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial. Puestos ante Él con el corazón
abierto, dejando que Él nos contemple, reconocemos esa mirada de amor que descubrió
Natanael el día que Jesús se hizo presente y le dijo: «Cuando estabas debajo de la
higuera, te vi» (Jn 1,48). ¡Qué dulce es estar frente a un crucifijo, o de rodillas delante
del Santísimo, y simplemente ser ante sus ojos! ¡Cuánto bien nos hace dejar que Él
vuelva a tocar nuestra existencia y nos lance a comunicar su vida nueva! Entonces, lo
que ocurre es que, en definitiva, «lo que hemos visto y oído es lo que anunciamos» (1
Jn 1,3). La mejor motivación para decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo
con amor, es detenerse en sus páginas y leerlo con el corazón. Si lo abordamos de esa
manera, su belleza nos asombra, vuelve a cautivarnos una y otra vez. Para eso urge
recobrar un espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir cada día que
somos depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida nueva. No
hay nada mejor para transmitir a los demás.
265. Toda la vida de Jesús, su forma de tratar a los pobres, sus gestos, su coherencia,
su generosidad cotidiana y sencilla, y finalmente su entrega total, todo es precioso y le
habla a la propia vida. Cada vez que uno vuelve a descubrirlo, se convence de que eso
mismo es lo que los demás necesitan, aunque no lo reconozcan: «Lo que vosotros
adoráis sin conocer es lo que os vengo a anunciar» (Hch 17,23). A veces perdemos el
entusiasmo por la misión al olvidar que el Evangelio responde a las
necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos sido creados
para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor
fraterno. Cuando se logra expresar adecuadamente y con belleza el
contenido esencial del Evangelio, seguramente ese mensaje hablará a las
búsquedas más hondas de los corazones: «El misionero está convencido de que
existe ya en las personas y en los pueblos, por la acción del Espíritu, una espera,
aunque sea inconsciente, por conocer la verdad sobre Dios, sobre el hombre, sobre el
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camino que lleva a la liberación del pecado y de la muerte. El entusiasmo por anunciar
a Cristo deriva de la convicción de responder a esta esperanza».
El entusiasmo evangelizador se fundamenta en esta convicción. Tenemos un tesoro de
vida y de amor que es lo que no puede engañar, el mensaje que no puede manipular ni
desilusionar. Es una respuesta que cae en lo más hondo del ser humano y que puede
sostenerlo y elevarlo. Es la verdad que no pasa de moda porque es capaz de penetrar
allí donde nada más puede llegar. Nuestra tristeza infinita sólo se cura con un infinito
amor.
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Oraciones
Para cada etapa en preparación hacia
SYM Don Bosco 2015 proponemos de
hacer referencia a estas oraciones,
respectivamente a Maria Auxiliadora y
San Juan Bosco.
Oración a Maria Auxiliadora
¡Oh María Virgen poderosa! Tú, la
grande e ilustre defensora de la Iglesia;
Tú, Auxiliadora del pueblo cristiano; Tú,
terrible como un ejército en orden de
batalla; Tú, que sola destruyes los
errores del mundo, defiéndenos en
nuestras angustias, auxílianos en
nuestras luchas, socórrenos en nuestras
necesidades, y en la hora de la muerte,
recíbenos en el eterno gozo.
Amén
Oración a San Juan Bosco
Padre y Maestro de la juventud, san Juan Bosco,
que, dócil a los dones del Espíritu Santo
y abierto a las realidades de tu tiempo,
fuiste para los jóvenes,
especialmente para los pequeños y los pobres,
signo de la predilección amorosa de Dios.
Enséñanos a ser amigos del Señor,
para que descubramos,
en él y en su Evangelio,
el sentido de la vida
y la fuente de la verdadera felicidad.
Ayúdanos a responder con generosidad
a la vocación recibida de Dios,
para ser, en nuestra vida diaria,
Constructores de comunión
y, unidos a toda la Iglesia,
colaborar con entusiasmo
en la edificación de la cultura del amor.
Concédenos la gracia de perseverar
en la vivencia intensa de la vida cristiana,
según el espíritu de las Bienaventuranzas,
y haz que, guiados por María Auxiliadora,
nos encontremos un día contigo
en la gran familia del cielo.
Amén.
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Dado el carácter global tanto de la misión salesiana cuanto del encuentro del
Movimiento Juvenil Salesiano en agosto,
nos proponemos además orar a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo,
en las primeras cinco etapas o en los cinco primeros encuentros,
por los jóvenes de cada uno de los cinco continentes, dando gracias
continuamente por los dones que ofrece a los jóvenes de cada diferente
continente, y pidiendo que les ayude en los desafíos más difíciles que enfrentan.
Por último, en la sexta etapa o sexto encuentro,
por los jóvenes que el Señor confía a cada uno de nosotros en nuestro
contexto particular de vida y de misión.
Confiamos a la creatividad y sensibilidad de cada uno,
la elección de las canciones y signos
a escoger para estas propuestas de oración y reflexión.
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