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aguaparaelefantes

Date post: 03-Mar-2016
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Tengo noventa años. O noventa y tres. Una de dos.Cuando tienes cinco te sabes tu edad al día. Incluso

a los veinte sabes qué edad tienes. Tengo veintitrés, dices, otal vez veintisiete. Pero luego, a los treinta, te empieza a pa-sar una cosa rara. Al principio no es más que un simple ti-tubeo, un instante de duda. ¿Qué edad tienes? Ah, tengo...,empiezas a decir seguro de ti, pero te detienes. Ibas a decirtreinta y tres, pero no es verdad. Tienes treinta y cinco. Y derepente empiezas a preocuparte, porque te preguntas si noserá el principio del fin. Lo es, por supuesto, pero pasarándécadas antes de que lo reconozcas.

Empiezas a olvidar palabras: las tienes en la puntade la lengua, pero en vez de soltarlas sencillamente, allí sequedan. Subes al piso de arriba a por algo y cuando llegasallí no te acuerdas de lo que ibas a buscar. Llamas a tus hi-jos por el nombre de todos los demás y al final te lo dicenellos antes de que logres recordarlo. A veces olvidas quédía es. Y acabas por olvidar el año.

Lo cierto es que yo no he olvidado exactamente.Es más bien que he dejado de prestar atención. Hemoscambiado de milenio, eso sí lo sé —tanto escándalo y tan-ta preocupación para nada, todos los jóvenes asustados ycomprando comida en conserva porque algún perezosodecidió dejar espacio para dos dígitos, en vez de para cua-tro—, pero eso ha podido ocurrir el mes pasado o hace tresaños. Y además, ¿qué más da? ¿Qué diferencia hay entretres semanas, tres años o tres décadas de guisantes deshe-chos, tapioca y pañales para adultos?

Tengo noventa años. O noventa y tres. Una de dos.

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O ha habido un accidente o están haciendo obrasen la carretera, porque una pandilla de ancianitas perma-nece pegada a la ventana del final del pasillo como niñaspequeñas o presidiarios. Son desgarbadas y frágiles, con elpelo tan fino como la niebla. La mayoría de ellas son unabuena década más jóvenes que yo, y eso me pasma. Inclu-so cuando tu cuerpo te traiciona, la mente lo niega.

Estoy aparcado en el pasillo junto a mi andador.He mejorado mucho desde que me rompí la cadera, y ledoy gracias a Dios por ello. Al principio parecía que nopodría volver a andar —ésa fue la razón principal para queme trajeran aquí—, pero cada dos horas me levanto y doyunos pasos, y cada día llego un poco más lejos antes denotar que necesito dar la vuelta. Puede que todavía quedealgo de vida en este viejo perro.

Ahora ya son cinco, cinco ancianas de pelo blancopegadas unas a otras y señalando al otro lado del cristalcon sus dedos torcidos. Espero un poco a ver si se van.Pero no se van.

Bajo la mirada para comprobar que los frenos es-tán echados y me levanto con cuidado apoyándome en elbrazo de la silla de ruedas para hacer el arriesgado cam-bio al andador. Una vez que he logrado estabilizarme,me aferro a los asideros de goma gris de los brazos y em-pujo el andador hasta que tengo los codos estirados, queresulta ser exactamente la anchura de una de las baldosasdel suelo. Arrastro el pie izquierdo hacia delante, me ase-guro de que está firme y arrastro el otro a su lado. Empu-jo, arrastro, espero, arrastro. Empujo, arrastro, espero,arrastro.

El pasillo es largo y mis pies no responden comoantes. A Dios gracias, no es como la cojera que tenía Ca-mel, pero me obliga a ir bastante despacio. Pobrecillo Ca-mel; hacía años que no me acordaba de él. Los pies le col-

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gaban inertes al final de las piernas de manera que teníaque levantar las rodillas y balancearlos hacia delante. Yoarrastro los pies, como si pesaran, y como tengo la espaldaencorvada, me paso el día mirándome las zapatillas en-marcadas por el andador.

Me lleva un rato llegar al otro lado del pasillo, peroal final lo consigo... Y sobre mis propias piernas. Estoy fe-liz como un chiquillo, aunque una vez allí me doy cuentade que luego tendré que volver.

Las ancianas señoras se separan para hacerme sitio.Éstas son las activas, las que pueden moverse por sí mis-mas o tienen amigas que las empujan en la silla de ruedas.Estas chiquillas todavía conservan la lucidez y son muybuenas conmigo. Yo soy un ejemplar raro por aquí: unanciano en un mar de viudas a las que todavía duele en elalma la pérdida de sus hombres.

—Eh, a ver —cloquea Hazel—. Dejad que Jacobeche una mirada.

Retira la silla de ruedas de Dolly unos pasos paraatrás y se acerca a mí, dando palmas y con un brillo espe-cial en sus ojos lechosos.

—¡Oh, es muy emocionante! ¡Llevan así toda lamañana!

Me arrimo al cristal y levanto la mirada, entornan-do los ojos para protegerme de la luz del sol. Éste brillatanto que me cuesta un momento ver lo que pasa. Luegolas formas empiezan a aclararse.

En el parque que hay al final de la manzana se le-vanta una carpa de lona con anchas rayas blancas y ma-gentas y una inconfundible cúpula puntiaguda...

El corazón me late tan fuerte que tengo que llevar-me una mano al pecho.

—¡Jacob! ¡Oh, Jacob! —grita Hazel—. ¡Dios mío!¡Dios mío! —agita las manos sin saber qué hacer y se vuel-ve hacia el pasillo—: ¡Enfermera! ¡Enfermera! ¡Rápido! ¡Esel señor Jankowski!

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—Estoy bien —digo tosiendo y dándome un gol-pe en el pecho. Eso es lo que pasa con estas ancianas. Siem-pre tienen miedo de que vayas a estirar la pata—. ¡Hazel!¡Estoy bien!

Pero es demasiado tarde. Oigo el ñic-ñic-ñic de lassuelas de goma y unos instantes después soy asaltado porlas enfermeras. Supongo que, después de todo, no va a ha-cer falta que me preocupe por cómo voy a volver a la silla.

—Bueno, ¿y qué tenemos en el menú de hoy? —gru-ño mientras me llevan al comedor—. ¿Gachas? ¿Puré de gui-santes? ¿Papilla? Ah, déjeme que lo adivine. Es tapioca, ¿ver-dad? ¿Es tapioca? ¿O esta noche nos toca arroz con leche?

—Ay, señor Jankowski, es usted tronchante —dicela enfermera sin expresión. Sabe muy bien que no hace fal-ta que responda. Siendo viernes, hoy nos toca la nutritiva ynada interesante combinación de pastel de carne, maíz a lacrema, puré de patatas instantáneo y una salsa que quizáshaya visto un trozo de carne alguna vez en su vida. Y no en-tienden por qué pierdo peso.

Ya sé que algunos de los residentes no tienen dien-tes, pero yo sí, y quiero un buen asado. Como el de mi es-posa, con sus rígidas hojas de laurel y todo. Quiero zana-horias. Quiero patatas hervidas con su piel. Y quiero unintenso y aromático cabernet sauvignon para bajarlo todo,no zumo de manzana envasado. Pero, sobre todas las co-sas, quiero una mazorca de maíz.

A veces pienso que si tuviera que elegir entre unamazorca de maíz y hacer el amor con una mujer, elegiríael maíz. Y no es que no me gustara darme un último re-volcón en la paja —sigo siendo un hombre y hay cosasque nunca cambian—, pero sólo de pensar en esos dul-ces granos estallando entre mis dientes se me hace laboca agua. Es una fantasía, ya lo sé. No va a pasar nin-guna de las dos cosas. Pero me gusta sopesar las posibili-

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dades como si me encontrara delante de Salomón: un úl-timo revolcón en la paja o una mazorca de maíz. Quémaravilloso dilema. A veces sustituyo el maíz por unamanzana.

Todo el mundo, en todas las mesas, habla del cir-co. Es decir, los que pueden hablar. Los silenciosos, los delas caras inexpresivas y los miembros laxos y aquelloscuyas cabezas y manos tiemblan con demasiada violen-cia para sostener los cubiertos se sientan a los extremosacompañados de sanitarios que les dan pequeñas canti-dades de comida a la boca y les convencen de que masti-quen. Me recuerdan a las crías de los pájaros, salvo por laabsoluta falta de entusiasmo. Con la sola excepción deun ligero movimiento de las mandíbulas, sus caras per-manecen inmóviles y aterradoramente inexpresivas. Ate-rradoras porque sé bien cuál es el camino que llevo. To-davía no estoy así, pero me voy acercando. Sólo hay unaforma de evitarlo, y tampoco puedo decir que me encan -te esa alternativa.

La enfermera me aparca delante de la comida. A lasalsa que cubre el pastel de carne ya se le ha formado unatelilla. Pruebo a pincharla con el tenedor. Su superficie re-cupera la forma, burlándose de mí. Asqueado, levanto lamirada y encuentro los ojos de Joseph McGuinty.

Está sentado enfrente de mí; es un recién llegado,un intruso: un abogado jubilado de mandíbula cuadra-da, nariz picada y orejas enormes y blandas. Las orejasme recuerdan a Rosie, pero nada más. Ella era un espíri-tu delicado y él... Bueno, él es un abogado jubilado. Nologro imaginar qué pensaron que podrían tener en co-mún un abogado y un veterinario, pero colocaron su si-lla de ruedas delante de mí la primera noche, y allí llevadesde entonces.

Me mira furioso, moviendo la mandíbula adelan-te y atrás como una vaca que rumia el pasto. Increíble. Selo está comiendo de verdad.

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Las señoras charlan como colegialas, felizmentedespreocupadas.

—Están aquí hasta el domingo —dice Doris—.Billy se ha acercado a preguntarlo.

—Sí, dos funciones el sábado y una el domingo.Randall y sus chicas me van a llevar mañana —dice Nor-ma. Se gira hacia mí—: Jacob, ¿tú vas a ir?

Abro la boca para hablar, pero antes de que puedahacerlo Doris interviene:

—¿Y habéis visto los caballos? De verdad, qué bo-nitos. Cuando yo era pequeña teníamos caballos. Ah, có -mo me gustaba montar —su mirada se pierde en la dis-tancia, y por un instante me doy cuenta de lo hermosaque debió de ser de joven.

—¿Os acordáis de cuando el circo viajaba en tren?—dice Hazel—. Los carteles aparecían unos días antes.¡Y cubrían todas las superficies de la ciudad! ¡No se podíaver ni un ladrillo entre ellos!

—Claro que sí. Me acuerdo muy bien —dice Nor-ma—. Un año pegaron unos carteles en la pared de nues-tro granero. Los hombres le dijeron a mi padre que usabanuna cola especial que se disolvería un par de días despuésdel espectáculo, ¡pero os juro que aquellos carteles seguíanpegados a la pared del granero meses después! —se ríe sa-cudiendo la cabeza—. ¡Mi padre se puso como una fiera!

—Y luego, unos días más tarde, llegaba el tren.Siempre al amanecer.

—Mi padre nos llevaba a la estación a verles des-cargar. Dios mío, aquello merecía la pena verse. ¡Y luegovenía el desfile! Y el olor de los cacahuetes tostados...

—¡Y de las garrapiñadas!—¡Y de las manzanas con caramelo, los helados y

la limonada!—¡Y el serrín que se te metía por la nariz!—Yo les llevaba el agua a los elefantes —dice Mc-

Guinty.

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Dejo caer el tenedor y levanto la mirada. Es evi-dente que está henchido de orgullo y espera que las chicasse queden admiradas.

—No es verdad —digo.Hay un momento de silencio.—¿Cómo has dicho? —pregunta.—Tú no les llevabas agua a los elefantes.—Por supuesto que sí.—De eso nada.—¿Me estás llamando mentiroso? —dice con len-

titud.—Si dices que les llevabas agua a los elefantes, sí.Las chicas me miran con la boca abierta. El cora-

zón me late con fuerza. Sé que no debería hacer esto, perono puedo controlarme.

—¡Cómo te atreves! —McGuinty se aferra al bor-de de la mesa con sus manos sarmentosas. En sus antebra-zos aparecen unos ligamentos tensos.

—Escucha, amigo —le digo—. Llevo décadas oyen-do a viejos mamarrachos como tú decir que han llevadoagua a los elefantes, y ahora yo te digo que no es verdad.

—¿Viejo mamarracho? ¿Viejo mamarracho? —Mc-Guinty se levanta con esfuerzo y empuja su silla de ruedashacia atrás. Me señala con un dedo nudoso y se desplomacomo si le hubiera derrumbado una carga de dinamita. De-saparece bajo el canto de la mesa con los ojos perplejos y laboca abierta.

—¡Enfermera! ¡Oh, enfermera! —gritan las ancia-nas damas.

Se escucha el rumor familiar de las suelas de cre-pé y unos instantes después dos enfermeras levantan aMcGuinty de los brazos. Él farfulla, haciendo débiles es-fuerzos por liberarse de ellas.

Una tercera enfermera, una neumática chica negravestida de rosa pálido, se planta delante de la mesa con lasmanos en las caderas.

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—¿Qué demonios pasa aquí? —pregunta.—Ese viejo H de P me ha llamado mentiroso —di -

ce McGuinty sólidamente reinstaurado en su silla. Se arre-gla la camisa, levanta la barbilla entrecana y cruza los bra-zos delante de sí—. Y viejo mamarracho.

—Bah, estoy segura de que el señor Jankowski noquería decir eso —dice la chica de rosa.

—Sí que quería decir eso —digo yo—. Y lo es. Pfffff.Que les llevaba el agua a los elefantes... ¿Tienes la menor ideade la cantidad de agua que bebe un elefante?

—Vaya, qué cosas —dice Norma frunciendo loslabios y sacudiendo la cabeza—. Le aseguro que no en-tiendo lo que le ha dado, señor Jankowski.

Ah, vaya, vaya. O sea que así están las cosas.—¡Es un escándalo! —dice McGuinty inclinán-

dose hacia Norma ahora que sabe que cuenta con el apo-yo popular—. ¡No sé por qué voy a tener que soportarque me llamen mentiroso!

—Y viejo mamarracho —le recuerdo.—¡Señor Jankowski! —exclama la chica negra le-

vantando la voz. Se pone detrás de mí y quita los frenosa mi silla de ruedas—. Me parece que tal vez debería pa-sar algún tiempo en su habitación. Hasta que se tran-quilice.

—¡Espere un momento! —grito mientras me ale-ja de la mesa y me empuja hacia la puerta—. No necesitotranquilizarme. ¡Y además, no he comido!

—Le llevaré su cena —me dice desde atrás.—¡No quiero cenar en mi cuarto! ¡Vuelva a llevar-

me al comedor! ¡No me puede hacer esto!Pero parece que sí puede. Me empuja por el pasi-

llo a la velocidad de la luz y gira bruscamente en mi habi-tación. Tira de los frenos con tanta fuerza que la silla en-tera tiembla.

—Voy a volver —digo mientras ella levanta los re-posapiés.

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—Ni se le ocurra hacer tal cosa —dice colocándo-me los pies en el suelo.

—¡No es justo! —digo elevando la voz hasta con-vertirla en un lamento—. Llevo toda la vida sentándomea esa mesa. Él sólo lleva aquí tres semanas. ¿Por qué sepone todo el mundo de su lado?

—Nadie se pone del lado de nadie —se inclinahacia delante y coloca su hombro debajo del mío. Cuan-do me levanta, mi cabeza descansa muy cerca de la suya.Tiene el cabello desrizado con productos químicos y hue-le a flores. Al dejarme sentado en el borde de la cama losojos me quedan justo a la altura de su pecho rosa pálido.Y de la chapa con su nombre.

—Rosemary —digo.—¿Sí, señor Jankowski? —dice ella.—Él está mintiendo, ¿sabe?—Eso yo no lo sé. Y usted tampoco.—Pero yo sí que lo sé. Yo estuve en el circo.Parpadea irritada.—¿Qué quiere decir?Dudo y me lo pienso mejor.—No tiene importancia —digo.—¿Trabajó usted en un circo?—Ya le he dicho que no tiene importancia.Durante un instante hay un silencio incómodo.—El señor McGuinty podría haber resultado grave-

mente herido, ¿sabe? —dice colocándome las piernas. Tra-baja deprisa, con eficacia, pero sin llegar a resultar mecánica.

—No lo creo. Los abogados son indestructibles.Se me queda mirando un buen rato, observándo-

me a mí como persona real. Por un momento me parecepercibir en ella un resquicio. Luego vuelve a ponerse enmarcha.

—¿Le llevará su familia al circo este fin de semana?—Sí, sí —digo con cierto orgullo—. Viene alguien

todos los domingos. Como un reloj.

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Desdobla una manta y me la coloca sobre las piernas.—¿Quiere que le traiga la cena?—No —digo.Hay un silencio tenso. Me doy cuenta de que de-

bería haber añadido «gracias», pero ya es demasiado tarde.—De acuerdo entonces —dice—. Volveré dentro

de un rato a ver si necesita algo.Ya. Sí, claro. Eso es lo que dicen siempre.

Pero, mira tú por dónde, aquí está.—Esto no se lo cuente a nadie —dice mientras

abre mi mesita plegable y me la pone sobre las piernas.Coloca en ella una servilleta de papel, un tenedor de plás-tico y un bol de fruta que tiene una pinta realmente apeti-tosa, con fresas, melón y manzana—. La había traído paracenar. Estoy a dieta. ¿Le gusta la fruta, señor Jankowski?

Le contestaría, pero tengo la mano delante de laboca y estoy temblando. Manzana, por el amor de Dios.

Me da una palmada en la otra mano y sale delcuarto ignorando discretamente mis lágrimas.

Me meto un trozo de manzana en la boca y sabo-reo sus jugos. La lámpara fluorescente del techo arroja suáspera luz sobre mis dedos nudosos, que sacan trozos defruta del bol. Me parecen de otro. Desde luego no puedenser míos.

La edad es una ladrona implacable. Justo cuandoempiezas a tomar el pulso a la vida te arranca la fuerza de laspiernas y te encorva la espalda. Produce dolores y enturbiala cabeza y silenciosamente infesta a tu mujer de cáncer.

Metastásico, dijo el médico. Cuestión de semanaso meses. Pero mi amada era frágil como un pájaro. Muriónueve días más tarde. Después de sesenta y un años jun-tos, sencillamente agarró mi mano y expiró.

Aunque hay veces que daría cualquier cosa por te-nerla aquí de nuevo, me alegro de que se fuera la primera.

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Perderla fue como si me partieran por la mitad. Ése fue elmomento en que todo acabó para mí, y no me habría gus-tado que ella hubiera pasado por esa situación. Ser el quesobrevive es una cagada.

Antes pensaba que prefería envejecer a la alternati-va, pero ahora no estoy tan seguro. A veces la monotoníadel bingo, los karaokes y los ancianos polvorientos apar-cados en el pasillo en sus sillas de ruedas me hacen desearla muerte. Sobre todo cuando recuerdo que yo soy uno delos ancianos polvorientos archivado como una especiede trasto inservible.

Pero no hay nada que hacer. Lo único que puedohacer es pasar el rato hasta que llegue lo inevitable, obser-vando cómo los fantasmas de mi pasado deambulan pormi presente inane. Se mueven a sus anchas y se sientencomo en su casa, básicamente porque no tienen compe-tencia. He dejado de luchar contra ellos.

En este mismo momento están haciendo lo quequieren.

Poneos cómodos, chicos. Quedaos un rato. Oh, losiento... Veo que ya lo habéis hecho.

Malditos fantasmas.

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