+ All Categories
Home > Documents > Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto,...

Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto,...

Date post: 24-Jul-2020
Category:
Upload: others
View: 0 times
Download: 0 times
Share this document with a friend
48
Algunos cuentos de Horacio Quiroga
Transcript
Page 1: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

Algunos cuentos de Horacio Quiroga

Page 2: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

1

CUENTOS

Las moscas

Los buques suicidantes

Más allá

El ocaso

El perro rabioso

El hijo

El vampiro

La insolación

Para nombre de insomnio

A la deriva

El yaciyateré

El hombre muerto

Page 3: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

2

Las moscas [Cuento - Texto completo.]

Horacio Quiroga

Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda

su extensión aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de

la corteza en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo

largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.

Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado perdido por

la sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco,

el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la

columna vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte contra un raigón.

Tal como he caído, permanezco sentado -quebrado, mejor dicho- contra el árbol.

Desde hace un instante siento un zumbido fijo -el zumbido de la lesión medular- que lo

inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas

uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza.

Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del suelo

mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez.

Esta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda. Todas las

otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo, en un pasado que

tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe

asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.

¿Pero cuándo? ¿Qué segundos y qué instantes son éstos en que esta exasperada conciencia

de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?

Nadie se acerca en este rozado: ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad alguna.

Para el hombre allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las lluvias se sucederán

mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y cabellos, hasta que el monte rebrote y

unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado.

¡Y nada, nada en la serenidad del ambiente que denuncie y grite tal acontecimiento! Antes

bien, a través de los troncos y negros gajos del rozado, desde aquí o allá, sea cual fuere el

punto de observación, cualquiera puede contemplar con perfecta nitidez al hombre cuya vida

está a punto de detenerse sobre la ceniza, atraída como un péndulo por ingente gravedad: tan

pequeño es el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su situación: se muere.

Esta es la verdad. Mas para la oscura animalidad resistente, para el latir y el alentar

amenazados de muerte, ¿qué vale ella ante la bárbara inquietud del instante preciso en que

este resistir de la vida y esta tremenda tortura psicológica estallarán como un cohete, dejando

por todo residuo un ex hombre con el rostro fijo para siempre adelante?

Page 4: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

3

El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora sobre mis ojos un velo de densa tiniebla

en que se destacan rombos verdes. Y en seguida veo la puerta amurallada de un zoco

marroquí, por una de cuyas hojas sale a escape una tropilla de potros blancos, mientras por

la otra entra corriendo una teoría de hombres decapitados.

Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un cuartito de hospital, donde cuatro

médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los observo en

silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento.

-Entonces -dice uno de aquéllos -no le queda más prueba de convicción que la jaulita de

moscas. Yo tengo una.

-¿Moscas?…

-Sí -responde-, moscas verdes de rastreo. Usted no ignora que las moscas verdes olfatean la

descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción del sujeto. Vivo aún el

paciente, ellas acuden, seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa mas sin perderla de

vista, pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que se conozca. Por

eso yo tengo algunas de olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a precio módico.

Donde ellas entran, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor cuando usted quede solo,

y abrir la puerta de la jaulita que, dicho sea de paso, es un pequeño ataúd. A usted no le queda

más tarea que atisbar el ojo de la cerradura. Si una mosca entra y la oye usted zumbar, esté

seguro de que las otras hallarán también el camino hasta usted. Las alquilo a precio módico.

¿Hospital…? Súbitamente el cuartito blanqueado, el botiquín, los médicos y su risa se

desvanecen en un zumbido…

Y bruscamente, también, se hace en mí la revelación. ¡Las moscas!

Son ellas las que zumban. Desde que he caído han acudido sin demora. Amodorradas en el

monte por el ámbito de fuego, las moscas han tenido, no sé cómo, conocimiento de una presa

segura en la vecindad. Han olido ya la próxima descomposición del hombre sentado, por

caracteres inapreciables para nosotros, tal vez en la exhalación a través de la carne de la

médula espinal cortada. Han acudido sin demora y revolotean sin prisa, midiendo con los

ojos las proporciones del nido que la suerte acaba de deparar a sus huevos.

El médico tenía razón. No puede ser su oficio más lucrativo.

Mas he aquí que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una beata

imponderabilidad. No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella por gravísima

tortura. Siento que fluye de mí como la vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del

sol, la fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a este árbol,

a aquella liana. Puedo ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de remoto existir, puedo todavía

ver, al pie de un tronco, un muñeco de ojos sin parpadeo, un espantapájaros de mirar vidrioso

y piernas rígidas. Del seno de esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia

en un billón de partículas, puedo alzarme y volar, volar…

Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que prestan

su fuego a nuestra obra de renovación vital.

Page 5: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

4

Los buques suicidantes [Cuento - Texto completo.]

Horacio Quiroga

Resulta que hay pocas cosas más terribles que encontrar en el mar un buque abandonado. Si

de día el peligro es menor, de noche no se ven ni hay advertencia posible: el choque se lleva

a uno y otro.

Estos buques abandonados por a o por b, navegan obstinadamente a favor de las corrientes o

del viento, si tienen las velas desplegadas. Recorren así los mares, cambiando

caprichosamente de rumbo.

No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino

con uno de estos buques silenciosos que viajan por su cuenta. Siempre hay probabilidad de

hallarlos, a cada minuto. Por ventura las corrientes suelen enredarlos en los mares de sargazo.

Los buques se detienen, por fin, aquí o allá, inmóviles para siempre en ese desierto de algas.

Así, hasta que poco a poco se van deshaciendo. Pero otros llegan cada día, ocupan su lugar

en silencio, de modo que el tranquilo y lúgubre puerto siempre está frecuentado.

El principal motivo de estos abandonos de buque son sin duda las tempestades y los incendios

que dejan a la deriva negros esqueletos errantes. Pero hay otras causas singulares entre las

que se puede incluir lo acaecido al María Margarita, que zarpó de Nueva York el 24 de

Agosto de 1903, y que el 26 de mañana se puso al habla con una corbeta, sin acusar novedad

alguna. Cuatro horas más tarde, un paquete, no teniendo respuesta, desprendió una chalupa

que abordó al María Margarita. En el buque no había nadie. Las camisetas de los marineros

se secaban a proa. La cocina estaba prendida aún. Una máquina de coser tenía la aguja

suspendida sobre la costura, como si hubiera sido dejada un momento antes. No había la

menor señal de lucha ni de pánico, todo en perfecto orden; y faltaban todos. ¿Qué pasó?

La noche que aprendí esto estábamos reunidos en el puente. Íbamos a Europa, y el capitán

nos contaba su historia marina, perfectamente cierta, por otro lado.

La concurrencia femenina, ganada por la sugestión del campo de batalla presente, oía

estremecida. Las chicas nerviosas prestaban sin querer inquieto oído a la voz de los marineros

en proa. Una señora recién casada se atrevió:

-¿No serán águilas?…

El capitán se sonrió bondadosamente:

-¿Qué, señora? ¿Águilas que se lleven a la tripulación?

Todos se rieron y la joven hizo lo mismo, un poco avergonzada.

Page 6: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

5

Felizmente un pasajero sabía algo de eso. Lo miramos curiosamente. Durante el viaje había

sido un excelente compañero, admirando por su cuenta y riesgo, y hablando poco.

-¡Ah! ¡si nos contara, señor! -suplicó la joven de las águilas.

-No tengo inconveniente -asintió el discreto individuo-. En dos palabras -y en los mares del

norte, como el María Margarita del capitán- encontramos una vez un barco a vela. Nuestro

rumbo -viajábamos también a vela- nos llevó casi a su lado. El singular aire de abandono que

no engaña en un buque, llamó nuestra atención, y disminuimos la marcha observándolo. Al

fin desprendimos una chalupa; abordo no se halló a nadie, y todo estaba también en perfecto

orden. Pero la última anotación del diario databa de cuatro días atrás, de modo que no

sentimos mayor impresión. Aún nos reímos un poco de las famosas desapariciones súbitas.

“Ocho de nuestros hombres quedaron abordo para el gobierno del nuevo buque. Viajaríamos

de conserva. Al anochecer nos tomó un poco de camino. Al día siguiente lo alcanzamos, pero

no vimos a nadie sobre el puente. Desprendiose de nuevo la chalupa, y los que fueron

recorrieron en vano el buque: todos habían desaparecido. Ni un objeto fuera de lugar. El mar

estaba absolutamente terso en toda su extensión. En la cocina hervía aún una olla con papas.

“Como ustedes comprenderán, el terror supersticioso de nuestra gente llegó a su colmo. A la

larga, seis se animaron a llenar el vacío, y yo fui con ellos. Apenas abordo, mis nuevos

compañeros se decidieron a beber para desterrar toda preocupación. Estaban sentados en

rueda y a la hora la mayoría cantaba ya.

“Llegó mediodía y pasó la siesta. A las cuatro, la brisa cesó y las velas cayeron. Un marinero

se acercó a la borda y miró el mar aceitoso. Todos se habían levantado, paseándose, sin ganas

ya de hablar. Uno se sentó en un cabo y se sacó la camiseta para remendarla. Cosió un rato

en silencio. De pronto se levantó y lanzó un largo silbido. Sus compañeros se volvieron. Él

los miró vagamente, sorprendido también, y se sentó de nuevo. Un momento después dejó la

camiseta en el cabo arrollado, avanzó a la borda y se tiró al agua. Al sentir el ruido, los otros

dieron vuelta la cabeza, con el ceño ligeramente fruncido. En seguida se olvidaron, volviendo

a la apatía común.

“Al rato otro se desperezó, restregose los ojos caminando, y se tiró al agua. Pasó media hora;

el sol iba cayendo. Sentí de pronto que me tocaban en el hombro.

“-¿Qué hora es?

“-Las cinco -respondí.

“El viejo marinero me miró desconfiado, con las manos en los bolsillos, recostándose

enfrente de mí. Miró largo rato mi pantalón, distraído. Al fin se tiró al agua.

“Los tres que quedaban se acercaron rápidamente y observaron el remolino. Se sentaron en

la borda, silbando despacio, con la vista perdida a lo lejos. Uno se bajó y se tendió en el

puente, cansado. Los otros desaparecieron uno tras otro. A las seis, el último se levantó, se

compuso la ropa, apartose el pelo de la frente, caminó con sueño aún, y se tiró al agua.

“Entonces quedé solo, mirando como un idiota el mar desierto. Todos, sin saber lo que

hacían, se habían arrojado al mar, envueltos en el sonambulismo moroso que flotaba en el

buque. Cuando uno se tiraba al agua, los otros se volvían momentáneamente preocupados,

Page 7: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

6

como si recordaran algo, para olvidarse en seguida. Así habían desaparecido todos, y supongo

que lo mismo los del día anterior, y los otros y los de los demás buques. Esto es todo.”

Nos quedamos mirando al raro hombre con excesiva curiosidad.

-¿Y usted no sintió nada? -le preguntó mi vecino de camarote.

-Sí, un gran desgano y obstinación de las mismas ideas, pero nada más. No sé por qué no

sentí nada más. Presumo que el motivo es este: en vez de agotarme en una defensa angustiosa

y a toda costa contra lo que sentía, como deben de haber hecho todos, y aún los marineros

sin darse cuenta, acepté sencillamente esa muerte hipnótica, como si estuviese anulado ya.

Algo muy semejante ha pasado sin duda a los centinelas de aquella guardia célebre, que

noche a noche se ahorcaban.

Como el comentario era bastante complicado, nadie respondió. Se fue al rato. El capitán lo

siguió un rato de reojo.

-¡Farsante! -murmuró.

-Al contrario -dijo un pasajero enfermo, que iba a morir a su tierra-. Si fuera farsante no

habría dejado de pensar en eso, y se hubiera tirado al agua.

Page 8: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

7

Más allá [Cuento - Texto completo.]

Horacio Quiroga

Yo estaba desesperada -dijo la voz-. Mis padres se oponían rotundamente a que tuviera

amores con él, y habían llegado a ser muy crueles conmigo. Los últimos días no me dejaban

ni asomarme a la puerta. Antes, lo veía siquiera un instante parado en la esquina,

aguardándome desde la mañana. ¡Después, ni siquiera eso!

Yo le había dicho a mamá la semana antes:

-¿Pero qué le hallan tú y papá, por Dios, para torturarnos así? ¿Tienen algo que decir de él?

¿Por qué se han opuesto ustedes, como si fuera indigno de pisar esta casa, a que me visite?

Mamá, sin responderme, me hizo salir. Papá, que entraba en ese momento, me detuvo del

brazo, y enterado por mamá de lo que yo había dicho, me empujó del hombro afuera,

lanzándome de atrás:

-Tu madre se equivoca; lo que ha querido decir es que ella y yo -¿lo oyes bien?- preferimos

verte muerta antes que en los brazos de ese hombre. Y ni una palabra más sobre esto.

Esto dijo papá.

-Muy bien -le respondí volviéndome, más pálida, creo, que el mantel mismo-: nunca más les

volveré a hablar de él.

Y entré en mi cuarto despacio y profundamente asombrada de sentirme caminar y de ver lo

que veía, porque en ese instante había decidido morir.

¡Morir! ¡Descansar en la muerte de ese infierno de todos los días, sabiendo que él estaba a

dos pasos esperando verme y sufriendo más que yo! Porque papá jamás consentiría en que

me casara con Luis. ¿Qué le hallaba?, me pregunto todavía. ¿Que era pobre? Nosotros lo

éramos tanto como él.

¡Oh! La terquedad de papá yo la conocía, como la había conocido mamá.

-Muerta mil veces -decía él- antes que darla a ese hombre.

Pero él, papá, ¿qué me daba en cambio, si no era la desgracia de amar con todo mi ser

sabiéndome amada, y condenada a no asomarme siquiera a la puerta para verlo un instante?

Morir era preferible, sí, morir juntos.

Yo sabía que él era capaz de matarse; pero yo, que sola no hallaba fuerzas para cumplir mi

destino, sentía que una vez a su lado preferiría mil veces la muerte juntos, a la desesperación

de no volverlo a ver más.

Page 9: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

8

Le escribí una carta, dispuesta a todo. Una semana después nos hallábamos en el sitio

convenido, y ocupábamos una pieza del mismo hotel.

No puedo decir que me sentía orgullosa de lo que iba a hacer, ni tampoco feliz de morir. Era

algo más fatal, más frenético, más sin remisión, como si desde el fondo del pasado mis

abuelos, mis bisabuelos, mi infancia misma, mi primera comunión, mis ensueños, como si

todo esto no hubiera tenido otra finalidad que impulsarme al suicidio.

No nos sentíamos felices, vuelvo a repetirlo, de morir. Abandonábamos la vida porque ella

nos había abandonado ya, al impedirnos ser el uno del otro. En el primero, puro y último

abrazo que nos dimos sobre el lecho, vestidos y calzados como al llegar, comprendí, marcada

de dicha entre sus brazos, cuán grande hubiera sido mi felicidad de haber llegado a ser su

novia, su esposa.

A un tiempo tomamos el veneno. En el brevísimo espacio de tiempo que media entre recibir

de su mano el vaso y llevarlo a la boca, aquellas mismas fuerzas de los abuelos que me

precipitaban a morir se asomaron de golpe al borde de mi destino a contenerme… ¡tarde ya!

Bruscamente, todos los ruidos de la calle, de la ciudad misma, cesaron. Retrocedieron

vertiginosamente ante mí, dejando en su hueco un sitio enorme, como si hasta ese instante el

ámbito hubiera estado lleno de mil gritos conocidos.

Permanecí dos segundos más inmóvil, con los ojos abiertos. Y de pronto me estreché

convulsivamente a él, libre por fin de mi espantosa soledad.

¡Sí, estaba con él; e íbamos a morir dentro de un instante!

El veneno era atroz, y Luis inició él primero el paso que nos llevaba juntos abrazados a la

tumba.

-Perdóname -me dijo oprimiéndome todavía la cabeza contra su cuello-. Te amo tanto que te

llevo conmigo.

-Y yo te amo -le respondí-, y muero contigo.

No pude hablar más. ¿Pero qué ruido de pasos, qué voces venían del corredor a contemplar

nuestra agonía? ¿Que golpes frenéticos resonaban en la puerta misma?

-Me han seguido y nos vienen a separar… -murmuré aún-. Pero yo soy toda tuya.

Al concluir, me di cuenta de que yo había pronunciado esas palabras mentalmente pues en

ese momento perdía el conocimiento.

***

Cuando volví en mí tuve la impresión de que iba a caer si no buscaba donde apoyarme. Me

sentía leve y tan descansada, que hasta la dulzura de abrir los ojos me fue sensible. Yo estaba

de pie, en el mismo cuarto del hotel, recostada casi a la pared del fondo. Y allá, junto a la

cama, estaba mi madre desesperada.

¿Me habían salvado, pues? Volví la vista a todos lados, y junto al velador, de pie como yo,

lo vi a él, a Luis, que acabada de distinguirme a su vez y venía sonriendo a mi encuentro.

Fuimos rectamente uno hacia el otro, a pesar de la gran cantidad de personas que rodeaban

Page 10: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

9

el lecho, y nada nos dijimos, pues nuestros ojos expresaban toda la felicidad de habernos

encontrado.

Al verlo, diáfano y visible a través de todo y de todos, acababa de comprender que yo estaba

como él: muerta.

Habíamos muerto, a pesar de mi temor de ser salvada cuando perdí el conocimiento.

Habíamos perdido algo más, por dicha… Y allí, en la cama, mi madre desesperada me

sacudía a gritos mientras el mozo del hotel apartaba de mi cabeza los brazos de mi amado.

Alejados al fondo, con las manos unidas, Luis y yo veíamos todo en una perspectiva nítida,

pero remotamente fría y sin pasión. A tres pasos, sin duda, estábamos nosotros, muertos por

suicidio, rodeados por la desolación de mis parientes, del dueño del hotel y por el vaivén de

los policías. ¿Qué nos importaba eso?

-¡Amada mía!…-me decía Luis-. ¡A qué poco precio hemos comprado esta felicidad de

ahora!

-Y yo -le respondí- te amaré siempre como te amé antes. Y no nos separaremos más, ¿verdad?

-¡Oh, no!… Ya lo hemos probado.

-¿E irás todas las noches a visitarme?

Mientras cambiábamos así nuestras promesas oíamos los alaridos de mamá que debían ser

violentos, pero que nos llegaban con una sonoridad inerte y sin eco, como si no pudieran

traspasar en más de un metro el ambiente que rodeaba a mamá.

Volvimos de nuevo la vista a la agitación de la pieza. Llevaban por fin nuestros cadáveres, y

debía de haber transcurrido un largo tiempo desde nuestra muerte, pues pudimos notar que

tanto Luis como yo teníamos ya las articulaciones muy duras y los dedos muy rígidos.

Nuestros cadáveres… ¿Dónde pasaba eso? ¿En verdad había habido algo de nuestra vida,

nuestra ternura, en aquellos dos pesadísimos cuerpos que bajaban por las escaleras,

amenazando hacer rodar a todos con ellos?

¡Muertos! ¡Qué absurdo! Lo que había vivido en nosotros, más fuerte que la vida misma,

continuaba viviendo con todas las esperanzas de un eterno amor. Antes… no había podido

asomarme siquiera a la puerta para verlo; ahora hablaría regularmente con él, pues iría a casa

como novio mío.

-¿Desde cuándo irás a visitarme? -le pregunté.

-Mañana -repuso él-. Dejemos pasar hoy.

-¿Por qué mañana? -pregunté angustiada-. ¿No es lo mismo hoy? ¡Ven esta noche, Luis!

¡Tengo tantos deseos de estar a solas contigo en la sala!

-¡Y yo! ¿A las nueve, entonces?

-Sí. Hasta luego, amor mío…

Page 11: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

10

Y nos separamos. Volví a casa lentamente, feliz y desahogada como si regresara de la primera

cita de amor que se repetiría esa noche.

***

A las nueve en punto corría a la puerta de calle y recibí yo misma a mi novio. ¡Él en casa, de

visita!

-¿Sabes que la sala está llena de gente? -le dije-. Pero no nos incomodarán

-Claro que no… ¿Estás tú allí?

-Sí.

-¿Muy desfigurada?

-No mucho, ¿creerás? ¡Ven, vamos a ver!

Entramos en la sala. A pesar de la lividez de mis sienes, de las aletas de la nariz muy tensas

y las ventanillas muy negras, mi rostro era casi el mismo que Luis esperaba ver durante horas

y horas desde la esquina.

-Estás muy parecida -dijo él.

-¿Verdad? -le respondí yo, contenta. Y nos olvidamos en seguida de todo, arrullándonos.

Por ratos, sin embargo, suspendíamos nuestra conversación y mirábamos con curiosidad el

entrar y salir de las gentes. En uno de esos momentos llamé la atención de Luis.

-¡Mira! -le dije-. ¿Qué pasará?

En efecto, la agitación de las gentes, muy viva desde unos minutos antes, se acentuaba con

la entrada en la sala de un nuevo ataúd. Nuevas personas, no vistas aún allí, lo acompañaban.

-Soy yo -dijo Luis con ligera sorpresa-. Vienen también mis hermanas

-¡Mira, Luis! -observé yo-. Ponen nuestros cadáveres en el mismo cajón … Como estábamos

al morir.

-Como debíamos estar siempre -agregó él-. Y fijando los ojos por largo rato en el rostro

excavado de dolor de sus hermanas:

-Pobres chicas… -murmuró con grave ternura. Yo me estreché a él, ganada a mi vez por el

homenaje tardío, pero sangriento de expiación, que venciendo quién sabe qué dificultades,

nos hacían mis padres enterrándonos juntos.

Enterrándonos… ¡Qué locura! Los amantes que se han suicidado sobre una cama de hotel,

puros de cuerpo y alma, viven siempre. Nada nos ligaba a aquellos dos fríos y duros cuerpos,

ya sin nombre, en que la vida se había roto de dolor. Y a pesar de todo, sin embargo, nos

habían sido demasiado queridos en otra existencia para que no depusiéramos una larga

mirada llena de recuerdos sobre aquellos dos cadavéricos fantasmas de un amor.

-También ellos -dijo mi amado- estarán eternamente juntos.

-Pero yo estoy contigo -murmuré yo, alzando a él mis ojos, feliz.

Page 12: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

11

Y nos olvidamos otra vez de todo.

***

Durante tres meses -prosiguió la voz- viví en plena dicha. Mi novio me visitaba dos veces

por semana. Llegaba a las nueve en punto, sin que una sola noche se hubiera retrasado un

solo segundo, y sin que una sola vez hubiera yo dejado de ir a recibirlo a la puerta. Para

retirarse no siempre observaba mi novio igual puntualidad. Las once y media, aun las doce

sonaron a veces, sin que él se decidiera a soltarme las manos, y sin que lograra yo arrancar

mi mirada de la suya. Se iba por fin, y yo quedaba dichosamente rendida, paseándome por la

sala con la cara apoyada en la palma de la mano.

Durante el día acortaba las horas pensando en él. Iba y venía de un cuarto a otro, asistiendo

sin interés alguno al movimiento de mi familia, aunque alguna vez me detuve en la puerta

del comedor a contemplar el hosco dolor de mamá, que rompía a veces en desesperados

sollozos ante el sitio vacío de la mesa donde se había sentado su hija menor.

Yo vivía -sobrevivía-, lo he repetido, por el amor y para el amor. Fuera de él, de mi amado,

de la presencia de su recuerdo, todo actuaba para mí en un mundo aparte. Y aun

encontrándome inmediata a mi familia, entre ella y yo se abría un abismo invisible y

transparente, que nos separaba a mil leguas.

Salíamos también de noche, Luis y yo, como novios oficiales que éramos. No existe paseo

que no hayamos recorrido juntos, ni crepúsculo en que no hayamos deslizado nuestro idilio.

De noche, cuando había luna y la temperatura era dulce, gustábamos de extender nuestros

paseos hasta las afueras de la ciudad, donde nos sentíamos más libres, más puros y más

amantes.

Una de esas noches, como nuestros pasos nos hubieran llevado a la vista del cementerio,

sentimos curiosidad de ver el sitio en que yacía bajo tierra lo que habíamos sido. Entramos

en el vasto recinto y nos detuvimos ante un trozo de tierra sombría, donde brillaba una lápida

de mármol. Ostentaba nuestros dos solos nombres, y debajo la fecha de nuestra muerte; nada

más.

-Como recuerdo de nosotros -observó Luis- no puede ser más breve. Así y todo -añadió

después de una pausa-, encierra más lágrimas y remordimientos que muchos largos epitafios.

Dijo, y quedamos otra vez callados.

Acaso en aquel sitio y a aquella hora, para quien nos observara hubiéramos dado la impresión

de ser fuegos fatuos. Pero mi novio y yo sabíamos bien que lo fatuo y sin redención eran

aquellos dos espectros de un doble suicidio encerrados a nuestros pies, y la realidad, la vida

depurada de errores, elévase pura y sublimada en nosotros como dos llamas de un mismo

amor.

Nos alejamos de allí, dichosos y sin recuerdos, a pasear por la carretera blanca nuestra

felicidad sin nubes.

Ellas llegaron, sin embargo. Aislados del mundo y de toda impresión extraña, sin otro fin ni

otro pensamiento que vernos para volvernos a ver, nuestro amor ascendía, no diré

sobrenaturalmente, pero sí con la pasión en que debió abrasarnos nuestro noviazgo, de

Page 13: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

12

haberlo conseguido en la otra vida. Comenzamos a sentir ambos una melancolía muy dulce

cuando estábamos juntos, y muy triste cuando nos hallábamos separados. He olvidado decir

que mi novio me visitaba entonces todas las noches; pero pasábamos casi todo el tiempo sin

hablar, como si ya nuestras frases de cariño no tuvieran valor alguno para expresar lo que

sentíamos. Cada vez se retiraba él más tarde, cuando ya en casa todos dormían, y cada vez,

al irse, acortábamos más la despedida.

Salíamos y retornábamos mudos, porque yo sabía bien que lo que él pudiera decirme no

respondía a su pensamiento, y él estaba seguro de que yo le contestaría cualquier cosa, para

evitar mirarlo.

Una noche en que nuestro desasosiego había llegado a un límite angustioso, Luis se despidió

de mí más tarde que de costumbre. Y al tenderme sus dos manos, y entregarle yo las mías

heladas, leí en sus ojos, con una transparencia intolerable, lo que pasaba por nosotros. Me

puse pálida como la muerte misma; y como sus manos no soltaran las mías:

-¡Luis! -murmuré espantada, sintiendo que mi vida incorpórea buscaba desesperadamente

apoyo, como en otra circunstancia. Él comprendió lo horrible de nuestra situación, porque

soltándome las manos, con un valor de que ahora me doy cuenta, sus ojos recobraron la clara

ternura de otras veces.

-Hasta mañana, amada mía -me dijo sonriendo.

-Hasta mañana, amor -murmuré yo, palideciendo todavía más al decir esto.

Porque en ese instante acababa de comprender que no podría pronunciar esta palabra nunca

más.

Luis volvió a la noche siguiente; salimos juntos, hablamos, hablamos como nunca antes lo

habíamos hecho, y como lo hicimos en las noches subsiguientes. Todo en vano: no podíamos

mirarnos ya. Nos despedíamos brevemente, sin darnos la mano, alejados a un metro uno del

otro.

¡Ah! Preferible era…

La última noche, mi novio cayó de pronto ante mí y apoyó su cabeza en mis rodillas.

-Mi amor -murmuró.

-¡Cállate! -dije yo.

-Amor mío -recomenzó él.

-¡Luis! ¡Cállate! -lancé yo, aterrada-. Si repites eso otra vez …

Su cabeza se alzó, y nuestros ojos de espectros -¡es horrible decir esto!- se encontraron por

primera vez desde muchos días atrás.

-¿Qué? -preguntó Luis-. ¿Qué pasa si repito?

-Tú lo sabes bien -respondí yo.

-¡Dímelo!

Page 14: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

13

-¡Lo sabes! ¡Me muero!

Durante quince segundos nuestras miradas quedaron ligadas con tremenda fijeza. En ese

tiempo pasaron por ellas, corriendo como por el hilo del destino, infinitas historias de amor,

truncas, reanudadas, rotas, redivivas, vencidas y hundidas finalmente en el pavor de lo

imposible.

-Me muero… -torné a murmurar, respondiendo con ello a su mirada. Él lo comprendió

también, pues hundiendo de nuevo la frente en mis rodillas, alzó la voz al largo rato.

-No nos queda sino una cosa que hacer… -dijo.

-Eso pienso -repuse yo.

-¿Me comprendes? -insistió Luis.

-Sí, te comprendo -contesté, deponiendo sobre su cabeza mis manos para que me dejara

incorporarme. Y sin volvernos a mirar nos encaminamos al cementerio.

¡Ah! ¡No se juega al amor, a los novios, cuando se quemó en un suicidio la boca que podía

besar! ¡No se juega a la vida, a la pasión sollozante, cuando desde el fondo de un ataúd dos

espectros sustanciales nos piden cuenta de nuestro remedo y nuestra falsedad! ¡Amor!

¡Palabra ya impronunciable, si se la trocó por una copa de cianuro al goce de morir!

¡Sustancia del ideal, sensación de la dicha, y que solamente es posible recordar y llorar,

cuando lo que se posee bajo los labios y se estrecha en los brazos no es más que el espectro

de un amor!

Ese beso nos cuesta la vida -concluye la voz-, y lo sabemos. Cuando se ha muerto una vez

de amor, se debe morir de nuevo. Hace un rato, al recogerme Luis a sí, hubiera dado el alma

por poder ser besada. Dentro de un instante me besará, y lo que en nosotros fue sublime e

insostenible niebla de ficción, descenderá, se desvanecerá al contacto sustancial y siempre

fiel de nuestros restos mortales.

Ignoro lo que nos espera más allá. Pero si nuestro amor fue un día capaz de elevarse sobre

nuestros cuerpos envenenados, y logró vivir tres meses en la alucinación de un idilio, tal vez

ellos, urna primitiva y esencial de ese amor, hayan resistido a las contingencias vulgares, y

nos aguarden.

De pie sobre la lápida, Luis y yo nos miramos larga y libremente ya. Sus brazos ciñen mi

cintura, su boca busca mi boca, y yo le entrego la mía con una pasión tal, que me

desvanezco…

Page 15: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

14

El ocaso1

Horacio Quiroga

Noche de kermesse en un balneario de moda. A dos kilómetros del hotel, la playa ha sido

convertida en oasis. Grandes palmeras, alineadas en losange, se yerguen en la arena. Sobre

la costa misma, y paralelo al mar, se levanta el bazar de caridad. Entre las plantas se hallan

dispuestas mesas para el servicio del bar. A la alta hora de la noche que nos ocupa, el área de

la fiesta -bazar, palmeras y arena- luce solitaria al resplandor galvánico de los focos.

Solitaria, tal vez no, pues aunque el bazar ha apagado sus luces, a excepción del buffet, en el

oasis del palmar algunas personas desafían aún la fresca brisa marina.

Tres jóvenes en smoking y dos señoras de edad madura, concurrentes tardíos al bar, acaban

de sentarse a una mesa cubierta en breve tiempo de botellas y fiambres; y en menos tiempo

todavía, su atención y sus ojos se han vuelto a una mesa distante, donde un hombre y una

mujer, que no tienen por delante sino un helado y una copa de agua, conversan frente a frente.

Él es un hombre de edad, más todavía de lo que haría suponer su apostura aún joven. Este

hombre, años atrás, ha interesado fuertemente a las mujeres. No ha sido un tenorio. Aunque

no se nombra nunca a conquista alguna suya, se está seguro del peligro que representa. Mejor

aún: que representaba.

Ella, la mujer que con un codo en la mesa tiene fijos los ojos en su interlocutor, es muy joven.

Mejor aún: una criatura de diecisiete años. Pero los recién venidos nos informarán más

ampliamente sobre ella.

-Ahí está la Perra de Olmos, tratando de conquistar a Renouard -interpreta una de las señoras.

-¿Perra... ? -inquiere alguno de los jóvenes.

-Sí, Lucila Olmos -explica la dama-. Un apodo de familia... Cuando era chica se emperraba

sin dar por nada su brazo a torcer... De aquí su nombre.

-Lindísima, a pesar de ello... -comenta el mismo joven.

-¡Ya lo creo! Y bastante bien que ha usado de su hermosura... No, no digo tanto... Ahora

vuelve de Europa. ¡Pobre del ex buen mozo de Renouard, si a la Perra se le ocurre sacarlo de

sus casillas!

-¿Es ése su fuerte?

-¡Oh, no! Pero tiene un estilo fijo: hacer lo que no debe. Y demasiado equilibrada, digo yo

siembre, para la edad en que su madre la tuvo: cuarenta y cinco años, por lo menos... Vean

la atención inmóvil con que escucha a Renouard.

1 Quiroga, H. (21 de octubre de 2019). Espacio latino. Obtenido de http://letrasuruguay.espaciolatino.com/quiroga/el_ocaso.html

Page 16: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

15

-Bellísima... -murmura a su vez otro de los jóvenes que sin lugar a dudas participa de la

opinión del primero.

-Sí, nadie lo niega... -se encoge de hombros la enterada dama-. Pero no tan joven como

ustedes creen...

-Pero

-Sí, ya sé lo que va usted a decir... Desde su punto de vista, es una criatura... No ha cumplido

todavía diecisiete años. ¿Pero qué importa la edad? El corazón es lo que marca la edad de

una mujer. ¿Y saben ustedes lo que la Perra de Olmos ya ha hecho en esta vida? ¡Casi nada!

¿Se acuerdan ustedes de los conciertos de Saint-Rémy, hace dos años? Una noche que el

maestro tocaba en lo de X... de pronto la luz se apagó, no se sabe todavía cómo. En los breves

mo-mentos que duró la obscuridad, Saint-Rémy sintió que dos brazos se abrazaban a su

cuello, y que una boca se unía a la suya. Todo duró lo que un relámpago. Cuando la luz se

encendió de nuevo, Saint-Rémy se encontró solo. Y la señora más próxima se hallaba a varios

metros de él. Durante los escasos segundos de obscuridad, una mujer había cruzado el espacio

vacío con una audacia sin nombre; había satisfecho su pasión en los labios del músico, y

había tenido tiempo todavía para retirarse antes que la luz se encendiera.

“Saint-Rémy reanudó su sonata como pudo. Y cuando al concluir fuimos todas las damas a

felicitarlo, en vano el maestro sondeó los ojos de todas, tratando de descubrir por la

inseguridad de la mirada a su incógnita adoradora.

“Cualquiera se hubiera turbado. Lucila no. Era ella. Acababa de cumplir quince años.

“¿Se dan ustedes cuenta del tupé que para hacer eso necesita una chica de esa edad? Y digo

chica por decir algo, pues la Perra tiene ese cuerpo y esa belleza que ustedes le hallan desde

los trece años. ¡Bien aprovechados, digo yo!

-Otra historia -solicita alguien en el grupo.

-¡Y qué más! -protesta la señora informante-. Pregunten a sus íntimos. Tal vez ellos sepan

otras.

-Sumamente joven... -murmura el anterior solicitante.

-Ya lo he dicho: diecisiete años no cumplidos. Y ya divorciada.

-¿Eh...?

-Sí, divorciada. ¡Ah! Es toda una historia... Y esta vez para concluir con ellas. Cuando el año

pasado Amsterdam entero aguardaba como al Mesías al explorador Else que volvía del polo,

todas las mujeres, casadas y solteras, estaban ya locas por él. El avión en que llegaba se

incendió, y sólo se pudo salvar del héroe una espantosa cosa sin ojos, sin brazos... ¡Un horror!

Su misma madre, de haber vivido, no se hubiera atrevido a mirarlo. Lucila se casó con él.

-¡Chic! -exclama en voz alta un joven del grupo, volviéndose del todo a la causante.

-Sí, muy chic -concluye la señora-. A los dos meses estaba divorciada.

Page 17: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

16

Se hace un largo silencio. En la brisa demasiado fresca se oye a la sordina, bajo los duros

golpes del mar, el frufrú de las palmeras, cuyas sombras erizadas danzan agitadas sobre la

arena.

Altas llamadas al mozo y nuevas copas concluyen con el tema en la mesa del grupo.

Pero en la mesita distante nuestros recién conocidos proseguían animados su charla. Hacía

tres horas que estaban allí, solos y ausentes del espacio y del tiempo, como personas que se

encuentran por fin en esta transitoria vida.

Él tenía ya el cabello blanco, y ella era todavía un capullo. Pero para conversar,

comprenderse, soñar, tal diferencia de edad nada implica, conforme se verá por lo que sigue.

-¿Qué edad tiene usted? -acababa de preguntar ella.

-Sesenta años bien cumplidos -respondió Renouard, sin prisa mas tampoco sin demora.

-No parece -observó la joven, examinándolo con detención.

Él hizo un gesto, llevándose la mano a los cabellos aún abundantes.

-Es por esto -dijo.

-No -negó ella, sacudiendo despacio la cabeza-. Es porque... -y suspendiendo el vaivén

agregó, mientras miraba netamente en los ojos-: ... porque lo siento.

El hombre que había constituido un peligro para la mujer que lo tratara de cerca, no iba a

equivocarse a su edad sobre la extensión de tal respuesta.

-Es usted una honrada chica -repuso con grave cariño; Renouard calló, pero agregó después

de un momento-: Usted no se equivoca sobre lo que quiero decir, ¿verdad?

-Creo que no... La honradez que conserva, a pesar de todo, una mujer deshonrada... ¿no es

eso?

-Así es.

-¿Y usted, Renouard, tampoco se equivoca sobre mi respuesta?

-¡Oh no! Usted es...

Renouard se detuvo.

-¿Qué soy? -preguntó Lucila.

-Nada. Lo que...

-Renouard -interrumpió la joven, oprimiéndose más a la mesa-: usted debe haber tenido

mucho éxito con las mujeres, ¿no es cierto?

Sin responder a la pregunta, Renouard prosiguió:

-Lo que iba a decir, al interrumpirme usted, es que usted se parece infinitamente en todo:

cuerpo, rostro y modo de ser, a una persona cuyo recuerdo me es, no sé ya si querido, pero sí

Page 18: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

17

infinitamente doloroso. Esa persona podría responder, si conserva aún el recuerdo de mí, a

la pregunta que usted acaba de hacerme.

-El recuerdo de esa persona que yo le evoco le es a usted doloroso, pero mi presencia no le

es a usted dolorosa en modo alguno. ¿Por que?

Renouard corrió ante el resplandor juvenil de aquella criatura que impregnaba de mórbida

tibieza el fresco oasis nocturno.

-¿Por qué recuerdo yo tanto a esa persona? Porque es usted misma -murmuró él; y arrepentido

acaso, prosiguió en tono más ligero-: ¿Usted cree en la transmigración de las almas en vida,

Lucila?

-Dígame Perra.

-¿Qué?

-Dígame Perra. Usted me llamó Lucila. Dígame Perra.

Entre el helado sin concluir y la copa de agua vacía, la mano del hombre, grande y franca, se

apoyó sobre la de la joven.

-Perra -sonrió.

Los rasgos de la joven perdieron su tensión batalladora, y retirando los dedos satisfecha: -

Ahora sí -dijo- seremos siempre amigos.

-Yo lo soy ya muy grande de usted, Lucila.

-Perra.

-Y ojalá...

-¡No! ¡Ojalá, no! ¡Perra!

Bajo los cabellos blancos de Renouard, sus ojos todavía jóvenes se ensombrecieron de vida.

Y fijándolos de pleno en los de la joven, como sabe hacerlo un hombre:

-¿Usted sabe lo que está haciendo? -dijo.

-Sí -repuso ella.

Se hizo otro silencio. Renouard lo rompió en voz baja.

-Usted es el crimen -murmuró.

Y ella, en voz también más baja:

-Lo soy.

Tornó a hacerse otro silencio, que nadie rompió esta vez. El grupo de jóvenes y damas

acababa de retirarse abandonando un servicio completo de buffet sobre la mesa. El mar

sonaba más hondo, y la arena parecía más blanca, fría y estéril.

Renouard, por fin, apoyó ambos brazos en la mesa y comenzó así:

Page 19: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

18

-Al decirle a usted hace un rato que la persona que usted me evocaba era usted misma, no

dije sino la verdad. Un hombre no ve levantarse un trozo punzante de vida desde el fondo de

su pasado sin sentirse turbadas sus horas. Ese recuerdo podría responder a usted sobre mis

pretendidos éxitos con las mujeres. He tenido la suerte de todos, nada más. Pero dudo de que

nadie guarde una mancha como la que debo a ese recuerdo. Usted, a lo que parece, ha oído

hablar de mis conquistas. ¿Quiere que le hable yo ahora de mis fracasos? ¿Es capaz de oír

una historia escabrosa?

-Sí, si me la cuenta entera.

-Oiga, entonces. Yo tenía en aquel tiempo veinte o veintiún años. Logré, con una rapidez

increíble, la conquista de una mujer...

-Parecida a mí.

-Sí, pero menos joven. Si yo hubiera tenido algunos años más, habría comprendido que

mucho más que el amor era la curiosidad lo que echaba a mi amada en mis brazos. Observó

con atento mutismo mi aparente desenvoltura, mi fatuidad de adolescente, mi prisa misma

por hacerla feliz: todo lo que rendí ante la espiritual criatura que había condescendido a

dejarse amar por un vano y lindo muchacho.

“Yo era entonces un brioso adolescente, y ese brío constituía mi orgullo. Por esto creía haber

entendido mal cuando al reanudarme la corbata ante el espejo, oí estas palabras enunciadas

lentamente: -¡Curioso! Tengo la sensación de no haber estado con un hombre...

“Me volví con la presteza de un rayo. Ella permanecía sentada en la cama, con los brazos

pendientes inmóviles y la mirada perdida.

“¿Comprende usted? Yo era un fuerte muchacho. Y exhausto yo mismo, oía a la mujer que

había amado soñar insatisfecha porque no había estado con un hombre...

“Pero hay que ser ya hombre para valorar lo que eso significa. Lo comprendí apenas en

aquella ocasión. Es sólo más tarde cuando he apreciado en toda su profundidad el abismo de

nulidad en que me hundí ante aquella mujer. Fue mi amante esa sola tarde. Jamás volvió a

fijar los ojos en mí, como si nunca hubiera yo existido para ella.

Renouard calló. En la lejanía de las palmeras heladas de rocío, la Luna en menguante surgía

trunca sobre el mar. La joven, muda también, proseguía en la misma postura.

-¡Renouard! -llamó.

Él se volvió a ella.

-Renouard: usted me dijo que yo me parecía mucho a aquella mujer. ¿Es cierto, Renouard?

-¡Pero si es usted misma! -clamó él-: ¿Lo comprende ahora? ¿Comprende que yo daría

cualquier cosa por no conservar ese recuerdo que su hermosura, su cuerpo, exasperan hasta...

-Tómeme.

Bruscamente Renouard palideció. Ella, pálida también, lo miraba sin desviar los ojos.

-Repita lo que dijo -murmuró Renouard.

Page 20: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

19

-Es muy fácil -contestó la joven-. ¿Aquel recuerdo lo tortura a usted mucho? ¿Daría cualquier

cosa, como ha dicho, por borrarlo?

-Sí.

-Soy suya. Tómeme.

-¡Lucila! -bramó de felicidad el hombre de cabello blanco.

-Tómeme.

Si después de este ofrecimiento, bastante grande por sí solo para matar de dicha a un hombre;

si esa noche misma, ante la Luna en menguante, ese hombre de sesenta años se hubiera

pegado un tiro de felicidad, hubiera cumplido dignamente con su vida y su deber.

No vio o no pudo ver su camino de Damasco. Porque cuando horas más tarde, al tener a

Lucila en sus brazos, creyó poder alcanzar el cénit de su destino, sintió que su desesperada

impotencia para confiar a la joven una dicha ya exhausta, lo alucinaba como una pesadilla.

Como ocho lustros atrás, se vio en brazos de una criatura bellísima y curiosa hasta la más

loca generosidad. Como en aquella circunstancia tornó a verla sentada, con los ojos perdidos

en el vacío. Y como cuarenta años antes oyó, como había oído a la madre exclamar ante la

insípida aurora de un varón, repetir a la hija ante su lamentable ocaso:

-¡Curioso! Tengo la impresión de no haber estado con un hombre...

Page 21: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

20

El perro rabioso [Cuento - Texto completo.]

Horacio Quiroga

El 20 de marzo de este año, los vecinos de un pueblo del Chaco santafecino persiguieron a

un hombre rabioso que en pos de descargar su escopeta contra su mujer, mató de un tiro a un

peón que cruzaba delante de él. Los vecinos, armados, lo rastrearon en el monte como a una

fiera, hallándolo por fin trepado en un árbol, con su escopeta aún, y aullando de un modo

horrible. Viéronse en la necesidad de matarlo de un tiro.

* * * * *

Marzo 9

Hoy hace treinta y nueve días, hora por hora, que el perro rabioso entró de noche en nuestro

cuarto. Si un recuerdo ha de perdurar en mi memoria, es el de las dos horas que siguieron a

aquel momento.

La casa no tenía puertas sino en la pieza que habitaba mamá, pues como había dado desde el

principio en tener miedo, no hice otra cosa, en los primeros días de urgente instalación, que

aserrar tablas para las puertas y ventanas de su cuarto. En el nuestro, y a la espera de mayor

desahogo de trabajo, mi mujer se había contentado -verdad que bajo un poco de presión por

mi parte- con magníficas puertas de arpillera. Como estábamos en verano, este detalle de

riguroso ornamento no dañaba nuestra salud ni nuestro miedo. Por una de estas arpilleras, la

que da al corredor central, fue por donde entró y me mordió el perro rabioso.

Yo no sé si el alarido de un epiléptico da a los demás la sensación de clamor bestial y fuera

de toda humanidad que me produce a mí. Pero estoy seguro de que el aullido de un perro

rabioso, que se obstina de noche alrededor de nuestra casa, provocará en todos la misma

fúnebre angustia. Es un grito corto, metálico, de agonía, como si el animal boqueara ya, y

todo él empapado en cuanto de lúgubre sugiere un animal rabioso.

Era un perro negro, grande, con las orejas cortadas. Y para mayor contrariedad, desde que

llegáramos no había hecho más que llover. El monte cerrado por el agua, las tardes rápidas y

tristísimas; apenas salíamos de casa, mientras la desolación del campo, en un temporal sin

tregua, había ensombrecido al exceso el espíritu de mamá.

Con esto, los perros rabiosos. Una mañana el peón nos dijo que por su casa había andado uno

la noche anterior, y que había mordido al suyo. Dos noches antes, un perro barcino había

aullado feo en el monte. Había muchos, según él. Mi mujer y yo no dimos mayor importancia

al asunto, pero no así mamá, que comenzó a hallar terriblemente desamparada nuestra casa a

medio hacer. A cada momento salía al corredor para mirar el camino.

Sin embargo, cuando nuestro chico volvió esa mañana del pueblo, confirmó aquello. Había

explotado una fulminante epidemia de rabia. Una hora antes acababan de perseguir a un perro

en el pueblo. Un peón había tenido tiempo de asestarle un machetazo en la oreja, y el animal,

Page 22: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

21

babeando, el hocico en tierra y el rabo entre las patas delanteras, había cruzado por nuestro

camino, mordiendo a un potrillo y un chancho que halló en el trayecto.

Más noticias aún. En la chacra vecina a la nuestra, y esa misma madrugada, otro perro había

tratado inútilmente de saltar el corral de las vacas. Un inmenso perro flaco había corrido a un

muchacho a caballo, por la picada del puerto viejo. Todavía de tarde se sentía dentro del

monte el aullido agónico del perro. Como dato final, a las nueve llegaron al galope dos

agentes a darnos la filiación de los perros rabiosos vistos, y a recomendarnos sumo cuidado.

Había de sobra para que mamá perdiera el resto de animación que le quedaba. Aunque de

una serenidad a toda prueba, tiene terror a los perros rabiosos, a causa de cierta cosa horrible

que presenció en su niñez. Sus nervios, ya enfermos por el cielo constantemente encapotado

y lluvioso, provocáronle verdaderas alucinaciones de perros que entraban al trote por la

portera.

Había un motivo real para este temor. Aquí, como en todas partes donde la gente pobre tiene

muchos más perros de los que puede mantener, las casas son todas las noches merodeadas

por perros hambrientos, a que los peligros del oficio -un tiro o una mala pedrada- han dado

verdadero proceder de fieras. Avanzan al paso, agachados, los músculos flojos. No se siente

jamás su marcha. Roban -si la palabra tiene sentido aquí- cuánto les exige su atroz hambre.

Al menor rumor -no huyen porque esto haría ruido, sino se alejan al paso, doblando las patas.

Al llegar al pasto se agazapan, y esperan así, tranquilamente, media o una hora, para avanzar

de nuevo.

De aquí la ansiedad de mamá, pues siendo nuestra casa una de las tantas merodeadas,

estábamos desde luego amenazados por la visita de los perros rabiosos, que recordarían el

camino nocturno.

En efecto, esa misma tarde, mientras mamá, un poco olvidada, iba caminando despacio hacia

la portera, oí su grito:

-Federico! ¡Un perro rabioso!

Un perro barcino, con el lomo arqueado, avanzaba al trote en ciega línea recta. Al verme

llegar se detuvo, erizando el lomo. Retrocedí, sin volver el cuerpo, para descolgar la escopeta,

pero el animal se fue. Recorrí inútilmente el camino, sin volverlo a hallar.

Pasaron dos días. El campo continuaba desolado de lluvia y tristeza, mientras el número de

perros rabiosos aumentaba. Como no se podía exponer a los chicos a un terrible tropiezo en

los caminos infestados, la escuela se cerró, y la carretera, ya sin tráfico, privada de este modo

de la bulla escolar que animaba su desamparo, a las siete y a las doce, adquirió lúgubre

silencio.

Mamá no se atrevía a dar un paso fuera del patio. Al menor ladrido miraba sobresaltada hacia

la portera, y apenas anochecía, veía avanzar por entre el pasto ojos fosforescentes. Concluida

la cena se encerraba en su cuarto, el oído atento al más hipotético aullido.

Hasta que la tercera noche me desperté, muy tarde ya: tenía la impresión de haber oído un

grito, pero no podía precisar la sensación. Esperé un rato. Y de pronto un aullido corto,

metálico, de atroz sufrimiento, tembló bajo el corredor.

Page 23: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

22

-¡Federico! -oí la voz traspasada de emoción de mamá- ¿sentiste?

-Sí -respondí, deslizándome de la cama. Pero ella oyó el ruido.

-¡Por Dios, es un perro rabioso! ¡Federico, no salgas, por Dios! ¡Juana! ¡Dile a tu marido que

no salga! -clamó desesperada, dirigiéndose a mi mujer.

Otro aullido explotó, esta vez en el corredor central, delante de la puerta. Una finísima lluvia

de escalofríos me bañó la médula hasta la cintura. No creo que haya nada más profundamente

lúgubre que un aullido de perro rabioso a esa hora. Subía tras él la voz desesperada de mamá.

-¡Federico! ¡Va a entrar en tu cuarto! ¡No salgas, mi Dios, no salgas! ¡Juana! ¡Dile a tu

marido!…

-¡Federico! -se cogió mi mujer a mi brazo.

Pero la situación podía tornarse muy crítica si esperaba a que el animal entrara, y encendiendo

la lámpara descolgué la escopeta. Levanté de lado la arpillera de la puerta, y no vi más que

el negro triángulo de la profunda tiniebla de afuera. Tuve apenas tiempo de asomar el cuerpo,

cuando sentí que algo firme y tibio me rozaba el muslo; el perro rabioso se entraba en nuestro

cuarto. Le eché violentamente atrás la cabeza con un golpe de rodilla, y súbitamente me lanzó

un mordisco, que falló en un claro golpe de dientes. Pero un instante después sentí un dolor

agudo.

Ni mi mujer ni mi madre se dieron cuenta de que me había mordido.

-¡Federico! ¿Qué fue eso? -gritó mamá que había oído mi detención y la dentellada al aire.

-Nada: quería entrar.

-¡Oh!…

De nuevo, y esta vez detrás del cuarto de mamá, el fatídico aullido explotó.

-¡Federico! ¡Está rabioso! ¡Está rabioso! ¡No salgas! -clamó enloquecida, sintiendo el animal

a un metro de ella.

Hay cosas absurdas que tienen toda la apariencia de un legítimo razonamiento: Salí afuera

con la lámpara en una mano y la escopeta en la otra, exactamente como para buscar a una

rata aterrorizada, que me daría perfecta holgura para colocar la luz en el suelo y matarla en

el extremo de un horcón.

Recorrí los corredores. No se oía un rumor, pero de dentro de las piezas me seguía la

tremenda angustia de mamá y mi mujer que esperaban el estampido.

El perro se había ido.

-¡Federico! -exclamó mamá al sentirme volver por fin-. ¿Se fue el perro?

-Creo que sí; no lo veo. Me parece haber oído un trote cuando salí.

-Sí, yo también sentí… Federico: ¿no estará en tu cuarto?… ¡No tiene puerta, mi Dios!

¡Quédate adentro! ¡Puede volver!

Page 24: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

23

En efecto, podía volver. Eran las dos y veinte de la mañana. Y juro que fueron fuertes las dos

horas que pasamos mi mujer y yo, con la luz prendida hasta que amaneció, ella acostada, yo

sentado en la cama, vigilando sin cesar la arpillera flotante.

Antes me había curado. La mordedura era nítida, dos agujeros violeta, que oprimí con todas

mis fuerzas, y lavé con permanganato.

Yo creía muy restrictivamente en la rabia del animal. Desde el día anterior se había empezado

a envenenar perros, y algo en la actitud abrumada del nuestro me prevenía en pro de la

estricnina. Quedaban el fúnebre aullido y el mordisco; pero de todos modos me inclinaba a

lo primero. De aquí, seguramente, mi relativo descuido con la herida.

Llegó por fin el día. A las ocho, y a cuatro cuadras de casa, un transeúnte mató de un tiro de

revólver al perro negro que trotaba en inequívoco estado de rabia. En seguida lo supimos,

teniendo de mi parte que librar una verdadera batalla contra mamá y mi mujer para no bajar

a Buenos Aires a darme inyecciones. La herida, franca, había sido bien oprimida, y lavada

con mordiente lujo de permanganato. Todo esto, a los cinco minutos de la mordedura. ¿Qué

demonios podía temer tras esa corrección higiénica? En casa concluyeron por tranquilizarse,

y como la epidemia -provocada seguramente por una crisis de llover sin tregua como jamás

se viera aquí- había cesado casi de golpe, la vida recobró su línea habitual.

Pero no por ello mamá y mi mujer dejaron ni dejan de llevar cuenta exacta del tiempo. Los

clásicos cuarenta días pesan fuertemente, sobre todo en mamá, y aún hoy, con treinta y nueve

transcurridos sin el más leve trastorno, ella espera el día de mañana para echar de su espíritu,

en un inmenso suspiro, el terror siempre vivo que guarda de aquella noche.

El único fastidio, acaso, que para mí ha tenido esto, es recordar punto por punto lo que ha

pasado. Confío en que mañana de noche concluya, con la cuarentena, esta historia, que

mantiene fijos en mí los ojos de mi mujer y de mi madre, como si buscaran en mi expresión

el primer indicio de enfermedad.

* * * * *

Marzo 10

¡Por fin! Espero que de aquí en adelante podré vivir como un hombre cualquiera, que no tiene

suspendidas sobre su cabeza coronas de muerte. Ya han pasado los famosos cuarenta días, y

la ansiedad, la manía de persecuciones y los horribles gritos que esperaban de mí, pasaron

también para siempre.

Mi mujer y mi madre han festejado el fausto acontecimiento de un modo particular:

contándome, punto por punto, todos los terrores que han sufrido sin hacérmelo ver. El más

insignificante desgano mío las sumía en mortal angustia:

-¡Es la rabia que comienza! -gemían.

Si alguna mañana me levanté tarde, durante horas no vivieron, esperando otro síntoma. La

fastidiosa infección en un dedo que me tuvo tres días febril e impaciente, fue para ellas una

absoluta prueba de la rabia que comenzaba, de donde su consternación, más angustiosa por

furtiva.

Page 25: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

24

Y así el menor cambio de humor, el más leve abatimiento, provocáronles, durante cuarenta

días, otras tantas horas de inquietud.

No obstante esas confesiones retrospectivas, desagradables siempre para el que ha vivido

engañado, aún con la más arcangélica buena voluntad, con todo me he reído buenamente.

-¡Ah, mi hijo! ¡No puedes figurarte lo horrible que es para una madre el pensamiento de que

su hijo pueda estar rabioso! Cualquier otra cosa… ¡pero rabioso, rabioso!…

Mi mujer, aunque más sensata, ha divagado también bastante más de lo que confiesa. ¡Pero

ya se acabó, por suerte! Esta situación de mártir, de bebé vigilado segundo a segundo contra

tal disparatada amenaza de muerte, no es seductora, a pesar de todo. ¡Por fin, de nuevo!

Viviremos en paz, y ojalá que mañana o pasado no amanezca con dolor de cabeza, para

resurrección de las locuras.

* * * * *

Marzo 15

Hubiera querido estar absolutamente tranquilo, pero es imposible. No hay ya más, creo,

posibilidad de que esto concluya. Miradas de soslayo todo el día, cuchicheos incesantes, que

cesan de golpe en cuanto oyen mis pasos, un crispante espionaje de mi expresión cuando

estamos en la mesa, todo esto se va haciendo intolerable.

-¡Pero qué tienen, por favor! -acabo de decirles-. ¿Me hallan algo anormal, no estoy

exactamente como siempre? ¡Ya es un poco cansadora esta historia del perro rabioso!

-¡Pero Federico! -me han respondido, mirándome con sorpresa-. ¡Si no te decimos nada, ni

nos hemos acordado de eso!

¡Y no hacen, sin embargo, otra cosa, otra que espiarme noche y día, día y noche, a ver si la

estúpida rabia de su perro se ha infiltrado en mí!

* * * * *

Marzo 18

Hace tres días que vivo como debería y desearía hacerlo toda la vida. ¡Me han dejado en paz,

por fin, por fin, por fin!

* * * * *

Marzo 19

¡Otra vez! ¡Otra vez han comenzado! Ya no me quitan los ojos de encima, como si sucediera

lo que parecen desear: que esté rabioso. ¡Cómo es posible tanta estupidez en dos personas

sensatas! Ahora no disimulan más, y hablan precipitadamente en voz alta de mí; pero, no sé

por qué, no puedo entender una palabra. En cuanto llego cesan de golpe, y apenas me alejo

un paso recomienza el vertiginoso parloteo. No he podido contenerme y me he vuelto con

rabia:

-¡Pero hablen, hablen delante, que es menos cobarde!

Page 26: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

25

No he querido oír lo que han dicho y me he ido. ¡Ya no es vida la que llevo!

* * * * *

8 p.m.

¡Quieren irse! ¡Quieren que nos vayamos! ¡Ah, yo sé por qué quieren dejarme!…

* * * * *

Marzo 20 (6 a.m.)

¡Aullidos, aullidos! ¡Toda la noche no he oído más que aullidos! ¡He pasado toda la noche

despertándome a cada momento! ¡Perros, nada más que perros ha habido anoche alrededor

de casa! ¡Y mi mujer y mi madre han fingido el más perfecto sueño, para que yo solo

absorbiera por los ojos los aullidos de todos los perros que me miraban!…

* * * * *

7 a.m.

¡No hay más que víboras! ¡Mi casa está llena de víboras! ¡Al lavarme había tres enroscadas

en la palangana! ¡En el forro del saco había muchas! ¡Y hay más! ¡Hay otras cosas! ¡Mi

mujer me ha llenado la casa de víboras! ¡Ha traído enormes arañas peludas que me persiguen!

¡Ahora comprendo por qué me espiaba día y noche! ¡Ahora comprendo todo! ¡Quería irse

por eso!

* * * * *

7.15 a.m.

¡El patio está lleno de víboras! ¡No puedo dar un paso! ¡No, no!… ¡Socorro!…

* * * * *

¡Mi mujer se va corriendo! ¡Mi madre se va! ¡Me han asesinado!… ¡Ah, la escopeta!…

¡Maldición! ¡Está cargada con munición! Pero no importa…

* * * * *

¡Qué grito ha dado! Le erré… ¡Otra vez las víboras! ¡Allí, allí hay una enorme!… ¡Ay!

¡Socorro, socorro!!

* * * * *

¡Todos me quieren matar! ¡Las han mandado contra mí, todas! ¡El monte está lleno de arañas!

¡Me han seguido desde casa!…

Ahí viene otro asesino… ¡Las trae en la mano! ¡Viene echando víboras en el suelo! ¡Viene

sacando víboras de la boca y las echa en el suelo contra mí! ¡Ah! pero ese no vivirá mucho…

¡Le pegué! ¡Murió con todas las víboras!… ¡Las arañas! ¡Ay! ¡Socorro!!

* * * * *

Page 27: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

26

¡Ahí vienen, vienen todos!… ¡Me buscan, me buscan!… ¡Han lanzado contra mí un millón

de víboras! ¡Todos las ponen en el suelo! ¡Y yo no tengo más cartuchos!… ¡Me han visto!…

Uno me apunta…

Page 28: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

27

El hijo [Cuento - Texto completo.]

Horacio Quiroga

Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede

deparar la estación. La naturaleza, plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.

Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.

-Ten cuidado, chiquito -dice a su hijo, abreviando en esa frase todas las observaciones del

caso y que su hijo comprende perfectamente.

-Si, papá -responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de

su camisa, que cierra con cuidado.

-Vuelve a la hora de almorzar -observa aún el padre.

-Sí, papá -repite el chico.

Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte. Su padre lo

sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.

Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del

peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no

tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos

aún de sorpresa infantil. No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con

la mente la marcha de su hijo.

Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.

Para cazar en el monte -caza de pelo- se requiere más paciencia de la que su cachorro puede

rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el

bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo

Juan ha descubierto días anteriores. Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la

pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá -menos

aún- y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha

regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre

y pólvora blanca.

Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de

aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe…

No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo,

educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies

y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la

escasez de sus propias fuerzas.

Page 29: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

28

Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan

fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!

El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si

desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.

De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a

su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles,

sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.

Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir

más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento.

Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller

una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de

caza.

Horrible caso… Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece

haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo y seguro del porvenir.

En ese instante, no muy lejos, suena un estampido.

-La Saint-Étienne… -piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en

el monte…

Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.

El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire -piedras, tierra,

árboles-, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que

llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora

toda la vida tropical.

El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte. Su hijo debía

estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro -el padre de sienes

plateadas y la criatura de trece años-, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: “Sí,

papá”, hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo

partir. Y no ha vuelto.

El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan

fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo

mientras se descansa inmóvil?

El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en

el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum,

e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de

la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido.

Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.

¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un

hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde

la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que

pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.

Page 30: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

29

Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha

visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un

alambrado, una gran desgracia…

La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte,

costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.

Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza

conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da

en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.

Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría, terrible y consumada: ha

muerto su hijo al cruzar un… ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es

tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio ! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos

con la escopeta en la mano…

El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire… ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a

otro lado, y a otro y a otro…

Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha

llamado a su hijo. Aunque su corazón clama por él a gritos, su boca continúa muda. Sabe

bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de

su muerte.

-¡Chiquito! -se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar,

tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.

Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre

buscando a su hijo que acaba de morir.

-¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! -clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.

Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la

frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque, ve

centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su…

-¡Chiquito…! ¡Mi hijo!

Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la más atroz pesadilla tienen

también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente

desembocar de un pique lateral a su hijo.

A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin

machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.

-Chiquito… -murmura el hombre. Y, exhausto, se deja caer sentado en la arena albeante,

rodeando con los brazos las piernas de su hijo.

La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia

despacio la cabeza:

-Pobre papá…

Page 31: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

30

En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres…

Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.

-¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora…? -murmura aún el primero.

-Me fijé, papá… Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí…

-¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!

-Piapiá… -murmura también el chico.

Después de un largo silencio:

-Y las garzas, ¿las mataste? -pregunta el padre.

-No.

Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra

de espartillo, el hombre vuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los

suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque

quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.

Sonríe de alucinada felicidad… Pues ese padre va solo.

A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y

con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto

desde las diez de la mañana.

Page 32: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

31

El vampiro [Cuento - Texto completo.]

Horacio Quiroga

-Sí -dijo el abogado Rhode-. Yo tuve esa causa. Es un caso, bastante raro por aquí, de

vampirismo. Rogelio Castelar, un hombre hasta entonces normal fuera de algunas fantasías,

fue sorprendido una noche en el cementerio arrastrando el cadáver recién enterrado de una

mujer. El individuo tenía las manos destrozadas porque había removido un metro cúbico de

tierra con las uñas. En el borde de la fosa yacían los restos del ataúd, recién quemado. Y

como complemento macabro, un gato, sin duda forastero, yacía por allí con los riñones rotos.

Como ven, nada faltaba al cuadro.

En la primera entrevista con el hombre vi que tenía que habérmelas con un fúnebre loco. Al

principio se obstinó en no responderme, aunque sin dejar un instante de asentir con la cabeza

a mis razonamientos. Por fin pareció hallar en mí al hombre digno de oírle. La boca le

temblaba por la ansiedad de comunicarse.

-¡Ah! ¡Usted me entiende! -exclamó, fijando en mí sus ojos de fiebre. Y continuó con un

vértigo de que apenas puede dar idea lo que recuerdo:

-¡A usted le diré todo! ¡Sí! ¿Que cómo fue eso del ga… de la gata? ¡Yo! ¡Solamente yo!

Óigame: Cuando yo llegué… allá, mi mujer…

-¿Dónde allá? –le interrumpí.

-Allá… ¿La gata o no? ¿Entonces?… Cuando yo llegué mi mujer corrió como una loca a

abrazarme. Y en seguida se desmayó. Todos se precipitaron entonces sobre mí, mirándome

con ojos de locos. ¡Mi casa! ¡Se había quemado, derrumbado, hundido con todo lo que tenía

dentro! ¡Esa, esa era mi casa! ¡Pero ella no, mi mujer mía! Entonces un miserable devorado

por la locura me sacudió el hombro, gritándome:

-¿Qué hace? ¡Conteste!

Y yo le contesté:

-¡Es mi mujer! ¡Mi mujer mía que se ha salvado!

Entonces se levantó un clamor:

-¡No es ella! ¡Esa no es!

Sentí que mis ojos, al bajarse a mirar lo que yo tenía entre mis brazos, querían saltarse de las

órbitas ¿No era esa María, la María de mí, y desmayada? Un golpe de sangre me encendió

los ojos y de mis brazos cayó una mujer que no era María. Entonces salté sobre una barrica

y dominé a todos los trabajadores. Y grité con la voz ronca:

-¡Por qué! ¡Por qué!

Page 33: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

32

Ni uno solo estaba peinado porque el viento les echaba a todos el pelo de costado. Y los ojos

de fuera mirándome. Entonces comencé a oír de todas partes:

-Murió.

-Murió aplastada.

-Murió.

-Gritó.

-Gritó una sola vez.

-Yo sentí que gritaba.

-Yo también.

-Murió.

-La mujer de él murió aplastada.

-¡Por todos los santos! -grité yo entonces retorciéndome las manos-. ¡Salvémosla,

compañeros! ¡Es un deber nuestro salvarla!

Y corrimos todos. Todos corrimos con silenciosa furia a los escombros. Los ladrillos volaban,

los marcos caían desescuadrados y la remoción avanzaba a saltos.

A las cuatro yo solo trabajaba. No me quedaba una uña sana, ni en mis dedos había otra cosa

que escarbar. ¡Pero en mi pecho! ¡Angustia y furor de tremebunda desgracia que temblaste

en mi pecho al buscar a mi María!

No quedaba sino el piano por remover. Había allí un silencio de epidemia, una enagua caída

y ratas muertas. Bajo el piano tumbado, sobre el piso granate de sangre y carbón, estaba

aplastada la sirvienta.

Yo la saqué al patio, donde no quedaban sino cuatro paredes silenciosas, viscosas de alquitrán

y agua. El suelo resbaladizo reflejaba el cielo oscuro. Entonces cogí a la sirvienta y comencé

a arrastrarla alrededor del patio.

Eran míos esos pasos. ¡Y qué pasos! ¡Un paso, otro paso otro paso!

En el hueco de una puerta -carbón y agujero, nada más- estaba acurrucada la gata de casa,

que había escapado al desastre, aunque estropeada. La cuarta vez que la sirvienta y yo

pasamos frente a ella, la gata lanzó un aullido de cólera.

¡Ah! ¿No era yo, entonces?, grité desesperado. ¿No fui yo el que buscó entre los escombros,

la ruina y la mortaja de los marcos, un solo pedazo de mi María!

La sexta vez que pasamos delante de la gata, el animal se erizó. La séptima vez se levantó,

llevando a la rastra las patas de atrás. Y nos siguió entonces así, esforzándose por mojar la

lengua en el pelo engrasado de la sirvienta -¡de ella, de María, no maldito rebuscador de

cadáveres!

-¡Rebuscador de cadáveres! -repetí yo mirándolo-. ¡Pero entonces eso fue en el cementerio!

Page 34: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

33

El vampiro se aplastó entonces el pelo mientras me miraba con sus inmensos ojos de loco.

-¡Conque sabías entonces! -articuló-. ¡Conque todos lo saben y me dejan hablar una hora!

¡Ah! -rugió en un sollozo echando la cabeza atrás y deslizándose por la pared hasta caer

sentado-: ¡Pero quién me dice al miserable yo, aquí, por qué en mi casa me arranqué las uñas

para no salvar del alquitrán ni el pelo colgante de mi María!

No necesitaba más, como ustedes comprenden -concluyó el abogado-, para orientarme

totalmente respecto del individuo. Fue internado en seguida. Hace ya dos años de esto, y

anoche ha salido, perfectamente curado…

-¿Anoche? -exclamó un hombre joven de riguroso luto-. ¿Y de noche se da de alta a los

locos?

-¿Por qué no? El individuo está curado, tan sano como usted y como yo. Por lo demás, si

reincide, lo que es de regla en estos vampiros, a estas horas debe de estar ya en funciones.

Pero estos no son asuntos míos. Buenas noches, señores.

Page 35: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

34

La insolación [Cuento - Texto completo.]

Horacio Quiroga

El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y perezoso. Se detuvo

en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil, y se sentó

tranquilo. Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte

y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del monte. Éste cerraba el horizonte,

a doscientos metros, por tres lados de la chacra. Hacia el Oeste el campo se ensanchaba y

extendía en abra, pero que la ineludible línea sombría enmarcaba a lo lejos.

A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiría reposada nitidez. No

había una nube ni un soplo de viento. Bajo la calma del cielo plateado el campo emanaba

tónica frescura que traía al alma pensativa, ante la certeza de otro día de seca, melancolías de

mejor compensado trabajo.

Milk, el padre del cachorro, cruzó a la vez el patio y se sentó al lado de aquél, con perezoso

quejido de bienestar. Ambos permanecían inmóviles, pues aún no había moscas.

Old, que miraba hacía rato a la vera del monte, observó:

-La mañana es fresca.

Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija, parpadeando distraído. Después

de un rato dijo:

-En aquel árbol hay dos halcones.

Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba y continuaron mirando por costumbre las

cosas.

Entretanto, el Oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el horizonte había perdido

ya su matinal precisión. Milk cruzó las patas delanteras y al hacerlo sintió un leve dolor. Miró

sus dedos sin moverse, decidiéndose por fin a olfatearlos. El día anterior se había sacado un

pique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente el dedo enfermo.

-No podía caminar -exclamó en conclusión.

Old no comprendió a qué se refería. Milk agregó:

-Hay muchos piques.

Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su cuenta, después de largo rato:

-Hay muchos piques.

Uno y otro callaron de nuevo, convencidos.

Page 36: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

35

El sol salió, y en el primer baño de su luz, las pavas del monte lanzaron al aire puro el

tumultuoso trompeteo de su charanga. Los perros, dorados al sol oblicuo, entornaron los ojos,

dulcificando su molicie en beato pestañeo. Poco a poco la pareja aumentó con la llegada de

los otros compañeros: Dick, el taciturno preferido; Prince, cuyo labio superior, partido por

un coatí, dejaba ver los dientes, e Isondú, de nombre indígena. Los cinco foxterriers, tendidos

y beatos de bienestar, durmieron.

Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del bizarro rancho de dos pisos

-el inferior de barro y el alto de madera, con corredores y baranda de chalet-, habían sentido

los pasos de su dueño, que bajaba la escalera. Míster Jones, la toalla al hombro, se detuvo un

momento en la esquina del rancho y miró el sol, alto ya. Tenía aún la mirada muerta y el

labio pendiente tras su solitaria velada de whisky, más prolongada que las habituales.

Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas, meneando con pereza el

rabo. Como las fieras amaestradas, los perros conocen el menor indicio de borrachera en su

amo. Alejáronse con lentitud a echarse de nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo presto

abandonar aquél por la sombra de los corredores.

El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes: seco, límpido, con catorce horas de

sol calcinante que parecía mantener el cielo en fusión, y que en un instante resquebrajaba la

tierra mojada en costras blanquecinas. Míster Jones fue a la chacra, miró el trabajo del día

anterior y retornó al rancho. En toda esa mañana no hizo nada. Almorzó y subió a dormir la

siesta.

Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora de fuego, pues los yuyos

no dejaban el algodonal. Tras ellos fueron los perros, muy amigos del cultivo desde el

invierno pasado, cuando aprendieron a disputar a los halcones los gusanos blancos que

levantaba el arado. Cada perro se echó bajo un algodonero, acompañando con su jadeo los

golpes sordos de la azada.

Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente de sol, el aire vibraba a

todos lados, dañando la vista. La tierra removida exhalaba vaho de horno, que los peones

soportaban sobre la cabeza, envuelta hasta las orejas en el flotante pañuelo, con el mutismo

de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban a cada rato de planta, en procura de más

fresca sombra. Tendíanse a lo largo, pero la fatiga los obligaba a sentarse sobre las patas

traseras, para respirar mejor.

Reverberaba ahora adelante de ellos un pequeño páramo de greda que ni siquiera se había

intentado arar. Allí, el cachorro vio de pronto a Míster Jones que lo miraba fijamente, sentado

sobre un tronco. Old se puso en pie meneando el rabo. Los otros levantáronse también, pero

erizados.

-Es el patrón -dijo el cachorro, sorprendido de la actitud de aquéllos.

-No, no es él -replicó Dick.

Los cuatro perros estaban apiñados gruñendo sordamente, sin apartar los ojos de míster Jones,

que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro, incrédulo, fue a avanzar, pero Prince le

mostró los dientes:

-No es él, es la Muerte.

Page 37: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

36

El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.

-¿Es el patrón muerto? -preguntó ansiosamente. Los otros, sin responderle, rompieron a

ladrar con furia, siempre en actitud temerosa. Pero míster Jones se desvanecía ya en el aire

ondulante.

Al oír los ladridos, los peones habían levantado la vista, sin distinguir nada. Giraron la cabeza

para ver si había entrado algún caballo en la chacra, y se doblaron de nuevo.

Los foxterriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizado aún, se adelantaba y

retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo de la experiencia de sus compañeros que

cuando una cosa va a morir, aparece antes.

-¿Y cómo saben que ése que vimos no era el patrón vivo? -preguntó.

-Porque no era él -le respondieron displicentes.

¡Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, las patadas, estaba sobre ellos!

Pasaron el resto de la tarde al lado de su patrón, sombríos y alerta. Al menor ruido gruñían,

sin saber hacia dónde.

Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en la calma de la noche plateada

los perros se estacionaron alrededor del rancho, en cuyo piso alto míster Jones recomenzaba

su velada de whisky. A media noche oyeron sus pasos, luego la caída de las botas en el piso

de tablas, y la luz se apagó. Los perros, entonces, sintieron más el próximo cambio de dueño,

y solos al pie de la casa dormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro, volcando sus

sollozos convulsivos y secos, como masticados, en un aullido de desolación, que la voz

cazadora de Prince sostenía, mientras los otros tomaban el sollozo de nuevo. El cachorro sólo

podía ladrar. La noche avanzaba, y los cuatro perros de edad, agrupados a la luz de la luna,

el hocico extendido e hinchado de lamentos -bien alimentados y acariciados por el dueño que

iban a perder-, continuaban llorando a lo alto su doméstica miseria.

A la mañana siguiente míster Jones fue él mismo a buscar las mulas y las unció a la carpidora,

trabajando hasta las nueve. No estaba satisfecho, sin embargo. Fuera de que la tierra no había

sido nunca bien rastreada, las cuchillas no tenían filo, y con el paso rápido de las mulas, la

carpidora saltaba. Volvió con ésta y afiló sus rejas; pero un tornillo en que ya al comprar la

máquina había notado una falla, se rompió al armarla. Mandó un peón al obraje próximo,

recomendándole cuidara del caballo, un buen animal, pero asoleado. Alzó la cabeza al sol

fundente de mediodía, e insistió en que no galopara ni un momento. Almorzó en seguida y

subió. Los perros, que en la mañana no habían dejado un segundo a su patrón, se quedaron

en los corredores.

La siesta pesaba, agobiada de luz y silencio. Todo el contorno estaba brumoso por las

quemazones. Alrededor del rancho la tierra blanquizca del patio, deslumbraba por el sol a

plomo, parecía deformarse en trémulo hervor, que adormecía los ojos parpadeantes de los

foxterriers.

-No ha aparecido más -dijo Milk.

Page 38: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

37

Old, al oír aparecido, levantó vivamente las orejas. Incitado por la evocación el cachorro se

puso en pie y ladró, buscando a qué. Al rato calló, entregándose con sus compañeros a su

defensiva cacería de moscas.

-No vino más -agregó Isondú.

-Había una lagartija bajo el raigón -recordó por primera vez Prince.

Una gallina, el pico abierto y las alas apartadas del cuerpo, cruzó el patio incandescente con

su pesado trote de calor. Prince la siguió perezosamente con la vista y saltó de golpe.

-¡Viene otra vez! -gritó.

Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido el peón. Los perros se

arquearon sobre las patas, ladrando con furia a la Muerte, que se acercaba. El caballo

caminaba con la cabeza baja, aparentemente indeciso sobre el rumbo que debía seguir. Al

pasar frente al rancho dio unos cuantos pasos en dirección al pozo, y se desvaneció

progresivamente en la cruda luz.

Míster Jones bajó; no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montaje de la carpidora, cuando

vio llegar inesperadamente al peón a caballo. A pesar de su orden, tenía que haber galopado

para volver a esa hora. Apenas libre y concluida su misión, el pobre caballo, en cuyos ijares

era imposible contar los latidos, tembló agachando la cabeza, y cayó de costado. Míster Jones

mandó a la chacra, todavía de sombrero y rebenque, al peón para no echarlo si continuaba

oyendo sus jesuísticas disculpas.

Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón, se había conformado

con el caballo. Sentíanse alegres, libres de preocupación, y en consecuencia disponíanse a ir

a la chacra tras el peón, cuando oyeron a míster Jones que le gritaba pidiéndole el tornillo.

No había tornillo: el almacén estaba cerrado, el encargado dormía, etc. Míster Jones, sin

replicar, descolgó su casco y salió él mismo en busca del utensilio. Resistía el sol como un

peón, y el paseo era maravilloso contra su mal humor.

Los perros salieron con él, pero se detuvieron a la sombra del primer algarrobo; hacía

demasiado calor. Desde allí, firmes en las patas, el ceño contraído y atento, veían alejarse a

su patrón. Al fin el temor a la soledad pudo más, y con agobiado trote siguieron tras él.

Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia, desde luego, evitando la

polvorienta curva del camino, marchó en línea recta a su chacra. Llegó al riacho y se internó

en el pajonal, el diluviano pajonal del Saladito, que ha crecido, secado y retoñado desde que

hay paja en el mundo, sin conocer fuego. Las matas, arqueadas en bóveda a la altura del

pecho, se entrelazan en bloques macizos. La tarea de cruzarlo, sería ya con día fresco, era

muy dura a esa hora. Míster Jones lo atravesó, sin embargo, braceando entre la paja

restallante y polvorienta por el barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatiga y acres

vahos de nitrato.

Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecer quieto bajo ese sol y ese

cansancio. Marchó de nuevo. Al calor quemante que crecía sin cesar desde tres días atrás,

agregábase ahora el sofocamiento del tiempo descompuesto. El cielo estaba blanco y no se

sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíaca, que no permitía concluir la

respiración.

Page 39: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

38

Míster Jones adquirió el convencimiento de que había traspasado su límite de resistencia.

Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido de las carótidas. Sentíase en el aire, como

si de dentro de la cabeza le empujaran el cráneo hacia arriba. Se mareaba mirando el pasto.

Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez… Y de pronto volvió en sí y se halló en

distinto paraje: había caminado media cuadra sin darse cuenta de nada. Miró atrás, y la cabeza

se le fue en un nuevo vértigo.

Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua afuera. A veces, asfixiados,

deteníanse en la sombra de un espartillo; se sentaban, precipitando su jadeo, para volver en

seguida al tormento del sol. A1 fin, como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote.

Fue en ese momento cuando Old, que iba adelante, vio tras el alambrado de la chacra a míster

Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos. El cachorro, con súbito recuerdo, volvió

la cabeza a su patrón, y confrontó.

-¡La Muerte, la Muerte! -aulló.

Los otros lo habían visto también, y ladraban erizados, y por un instante creyeron que se iba

a equivocar; pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo con sus ojos celestes, y

marchó adelante.

-¡Que no camine ligero el patrón! -exclamó Prince.

-¡Va a tropezar con él! -aullaron todos.

En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero no directamente sobre ellos

como antes, sino en línea oblicua y en apariencia errónea, pero que debía llevarlo justo al

encuentro de míster Jones. Los perros comprendieron que esta vez todo concluía, porque su

patrón continuaba caminando a igual paso como un autómata, sin darse cuenta de nada. El

otro llegaba ya. Los perros hundieron el rabo y corrieron de costado, aullando. Pasó un

segundo y el encuentro se produjo. Míster Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y se

desplomó.

Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron a prisa al rancho, pero fue inútil toda el agua;

murió sin volver en sí. Míster Moore, su hermano materno, fue allá desde Buenos Aires,

estuvo una hora en la chacra, y en cuatro días liquidó todo, volviéndose en seguida al Sur.

Los indios se repartieron los perros, que vivieron en adelante flacos y sarnosos, e iban todas

las noches con hambriento sigilo a robar espigas de maíz en las chacras ajenas.

Page 40: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

39

Para noche de insomnio

A Ningún hombre, lo repito, ha narrado con más magia

las excepciones de la vida humana y de la naturaleza, los ardores de la

curiosidad de la convalecencia, los fines de estación cargados de esplendores

enervantes, los tiempos cálidos, húmedos y brumosos, en que el viento del

sud debilita y distiende los nervios como las cuerdas de un instrumento, en

que los ojos se llenan de lágrimas que no vienen del corazón; la alucinación,

dejando al principio bien pronto conocida y razonadora como un libro; el

absurdo instalándose en la inteligencia y gobernándola con una espantable

lógica; la histeria usurpando el sitio de la voluntad, la contradicción

establecida entre los nervios y el espíritu, y el hombre desacordado hasta el

punto de expresar el dolor por la risa.

Baudelaire (Vida y obras de Edgar Poe)

A todos nos había sorprendido la fatal noticia; y quedamos aterrados cuando un criado nos

trajo —volando— detalles de su muerte. Aunque hacía mucho tiempo que notábamos en

nuestro amigo señales de desequilibrio, no pensamos que nunca pudiera llegar a ese extremo.

Había llevado a cabo el suicidio más espantoso sin dejarnos un recuerdo para sus amigos. Y,

cuando lo tuvimos en nuestra presencia, volvimos el rostro, presos de una compasión

horrorizada.

Aquella tarde húmeda y nublada hacía que nuestra impresión fuera más fuerte. El cielo estaba

lívido, y una neblina fosca cruzaba el horizonte. Condujimos el cadáver en un carruaje,

apelotonados por un horror creciente. La noche venía encima; y por la portezuela mal cerrada

caía un río de sangre que marcaba en rojo nuestra marcha

Iba tendido sobre nuestras piernas, y las últimas luces de aquel día amarillento daban de pleno

en su rostro violado con manchas lívidas. Su cabeza se sacudía de un lado para otro. A cada

golpe en el adoquinado, sus párpados se abrían y nos miraba con sus ojos vidriosos, duros y

empañados.

Nuestras ropas estaban empapadas en sangre; y por las manos de los que le sostenían el

cuello, se deslizaba una baba viscosa y fría que a cada sacudida brotaba de sus labios.

No sé debido a qué causa, pero creo que nunca en mi vida he sentido igual impresión. Al solo

contacto de sus miembros rígidos, sentía un escalofrío en todo el cuerpo. Extrañas ideas de

superstición llenaban mi cabeza. Mis ojos adquirían una fijeza hipnótica mirándolo y, en el

Page 41: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

40

horror de toda mi imaginación, me parecía verle abrir la boca en una mueca espantosa,

clavarme la mirada y abalanzarse sobre mí, llenándome de sangre fría y coagulada.

Mis cabellos se erizaban, y no pude menos de dar un grito de angustia, convulsivo y delirante,

y echarme para atrás.

En aquel momento el muerto se escapaba de nuestras rodillas y caía al fondo del carruaje

cuando era completamente de noche, en la oscuridad, nos apretamos las manos, temblando

de arriba abajo, sin atrevernos a mirarnos.

Todas las viejas ideas de niño, creencias absurdas, se encarnaron en nosotros. Levantamos

las piernas a los asientos, inconscientemente, llenos de horror, mientras en el fondo del

carruaje el muerto se sacudía de un lado a otro.

Poco a poco nuestras piernas comenzaron a enfriarse. Era un hielo que subía desde el fondo,

que avanzaba por el cuerpo, como si la muerte fuese contagiándose en nosotros. No nos

atrevíamos a movernos. De cuando en cuando nos inclinábamos hacia el fondo, y nos

quedábamos mirando por largo rato en la oscuridad, con los ojos espantosamente abiertos,

creyendo ver al muerto que se enderezaba con una mueca de delirio, riendo, mirándonos,

poniendo la muerte en cada uno, riéndose, acercaba su cara a las nuestras, en la noche

veíamos brillar sus ojos, y se reía, y quedábamos helados, muertos, muertos, en aquel carruaje

que nos conducía por las calles mojadas...

Nos encontramos de nuevo en la sala, todos reunidos, sentados en hilera. Habían colocado el

cajón en medio de la sala y no habían cambiado la ropa del muerto por estar ya muy rígidos

sus miembros. Tenía la cabeza ligeramente inclinada con la boca y nariz tapadas con algodón.

Al verlo de nuevo, un temblor nos sacudió todo el cuerpo y nos miramos a hurtadillas. La

sala estaba llena de gente que cruzaba a cada momento, y esto nos distraía algo. De cuando

en cuando, solamente, observábamos al muerto, hinchado y verdoso, que estaba tendido en

el cajón.

Al cabo de media hora, sentí que me tocaban y me di vuelta. Mis amigos estaban lívidos.

Desde el lugar en que nos encontrábamos, el muerto nos miraba. Sus ojos parecían

agrandados, opacos, terriblemente fijos. La fatalidad nos llevaba bajo sus miradas, sin darnos

cuenta, como unidos a la muerte, al muerto que no quería dejarnos. ¡Los cuatro nos quedamos

amarillos, inmóviles ante la cara que a tres pasos estaba dirigida a nosotros, siempre a

nosotros!

Dieron las cuatro de la mañana y quedamos completamente solos. Instantáneamente el miedo

volvió a apoderarse de nosotros.

Primero un estupor tembloroso, luego una desesperación desolada y profunda, y por fin una

cobardía inconcebible a nuestras edades, un presentimiento preciso de algo espantoso que

iba a pasar.

Afuera, la calle estaba llena de brumas, y el ladrido de los perros se prolongaba en un aullido

lúgubre. Los que han velado a una persona y de repente se han dado cuenta de que están solos

con el cadáver, excitados, como estábamos nosotros, y han oído de pronto llorar a un perro,

han oído gritar a una lechuza en la madrugada de una noche de muerte, solos con él,

Page 42: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

41

comprenderán la impresión nuestra, ya sugestionados por el miedo, y con terribles dudas a

veces sobre la horrible muerte del amigo.

Quedamos solos, como he dicho; y, al poco rato, un ruido sordo, como de un barboteo

apresurado recorrió la sala. Salía del cajón donde estaba el muerto, allí, a tres pasos, lo

veíamos bien, levantando el busto con los algodones esponjados, horriblemente lívido,

mirándonos fijamente y se enderezaba poco a poco, apoyándose en los bordes de la caja,

mientras se erizaban nuestros cabellos, nuestras frentes se cubrían de sudor, mientras que el

barboteo era cada vez más ruidoso, y sonó una risa extraña, extrahumana, como vomitada,

estomacal y epiléptica, y nos levantamos desesperados, y echamos a correr, despavoridos,

locos de terror, perseguidos de cerca por las risas y los pasos de aquella espantosa

resurrección.

Cuando llegué a casa, abrí el cuarto, y descorrí las sábanas, siempre huyendo, vi al muerto,

tendido en la cama, amarilleando por la luz de la madrugada, muerto con mis tres amigos que

estaban helados, todos tendidos en la cama, helados y muertos...

Page 43: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

42

El Yaciyateré2

Cuando uno ha visto a un chiquilín reírse a las dos de la mañana como un loco, con una fiebre

de cuarenta y dos grados, mientras afuera ronda un yaciyateré, se adquiere de golpe sobre las

supersticiones ideas que van hasta el fondo de los nervios.

Se trata aquí de una simple superstición. La gente del sur dice que el yaciyateré es un

pajarraco desgarbado que canta de noche. Yo no lo he visto, pero lo he oído mil veces. El

cantito es muy fino y melancólico. Repetido y obsediante, como el que más. Pero en el norte,

el yaciyateré es otra cosa.

Una tarde, en Misiones, fuimos un amigo y yo a probar una vela nueva en el Paraná, obra de

nuestro ingenio. También la canoa era obra nuestra, construida en la bizarra proporción del

1:8. Poco estable, como se ve, pero capaz de filar como una torpedera.

Salimos a las cinco de la tarde, en verano. Desde la mañana no había viento. Se aprontaba

una magnífica tormenta, y el calor pasaba de lo soportable. El río corría untuoso bajo el cielo

blanco. No podíamos quitarnos un instante los anteojos amarillos, pues la doble rever-

beración de cielo y agua enceguecía. Además, principio de jaqueca en mi compañero. Y ni

el más leve soplo de aire.

Pero una tarde así en Misiones, con una atmósfera de esas tras cinco días de viento norte, no

indica nada bueno para el sujeto que está derivando por el Paraná en canoa de carrera. Nada

más difícil, por otro lado, que remar en ese ambiente.

Seguimos a la deriva, atentos al horizonte del sur, hasta llegar al Teyucuaré. La tormenta

venía.

Estos cerros del Teyucuaré, tronchados a pico sobre el río en enormes cantiles de asperón

rosado, por los que se descuelgan las lianas del bosque, entran profundamente en el Paraná

formando hacia San Ignacio una honda ensenada, a perfecto resguardo del viento sur.

Grandes bloques de piedra desprendidos del acantilado erizan el litoral, contra el cual el

Paraná entero tropieza, remolinea y se escapa por fin aguas abajo, en rápidos agujereados de

remolinos. Pero desde el cabo final, y contra la costa misma, el agua remansa lamiendo

lentamente el Teyucuaré hasta el fondo del golfo.

En dicho cabo, y a resguardo de un inmenso bloque para evitar las sorpresas del viento,

encallamos la canoa y nos sentamos a esperar. Pero las piedras barnizadas quemaban

literalmente, aunque no había sol, y bajamos a aguardar en cuclillas a orillas del agua.

El sur, sin embargo, había cambiado de aspecto. Sobre el monte lejano, un blanco rollo de

viento ascendía, arrastrando tras él un toldo azul de lluvia. El río, súbitamente opaco, se había

rizado.

Todo esto es rápido. Alzamos la vela, empujamos la canoa, y bruscamente, tras el negro

bloque, el viento pasó raspando el agua. Fue una sola sacudida de cinco segundos; y ya había

2 Quiroga, H. (2018). Para noche de insomnio y otros cuentos. México: Santillana.

Page 44: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

43

olas. Remamos hacia la punta de la restinga, pues tras el parapeto del acantilado no se movía

aún una hoja. De pronto cruzamos la línea –imaginaria, si se quiere, pero perfectamente

definida–, y el viento nos cogió.

Véase ahora: nuestra vela tenía tres metros cuadrados, lo que es bien poco, y entramos con

35 grados en el viento. Pues bien; la vela voló, arrancada como un simple pañuelo y sin que

la canoa hubiera tenido tiempo de sentir la sacudida. Instantáneamente el viento nos arrastró.

No mordía sino en nuestros cuerpos; pero era bastante para contrarrestar remos, timón, todo

lo que hiciéramos. Y ni siquiera de popa; nos llevaba de costado, borda tumbada como una

cosa náufraga.

Viento y agua, ahora. Todo el río, sobre la cresta de las olas, estaba blanco por el chal de

lluvia que el viento llevaba de una ola a otra, rompía y anudaba en bruscas sacudidas

convulsivas. Luego, la fulminante rapidez con que se forman las olas a contracorriente en un

río que no da fondo allí a sesenta brazas. En un solo minuto el Paraná se había transformado

en un mar huracanado, y nosotros, en dos náufragos. Íbamos siempre empujados de costado,

tumbados, cargando veinte litros de agua a cada golpe de ola, ciegos de agua, con la cara

dolorida por los latigazos de la lluvia y temblando de frío.

En Misiones, con una tempestad de verano, se pasa muy fácilmente de cuarenta grados a

quince, y en un solo cuarto de hora. No se enferma nadie, porque el país es así, pero se muere

uno de frío.

Pleno mar, en fin. Nuestra única esperanza era la playa de Blosset –playa de arcilla,

felizmente–, contra la cual nos precipitábamos. No sé si la canoa hubiera resistido a flote un

golpe más; pero cuando una ola nos lanzó a cinco metros dentro de tierra, nos consideramos

bien felices. Aún así tuvimos que salvar la canoa, que bajaba y subía al pajonal como un

corcho, mientras nos hundíamos en la arcilla podrida y la lluvia nos golpeaba como piedras.

Salimos de allí; pero a las cinco cuadras estábamos muertos de fatiga –bien caliente esta vez–

. ¿Continuar por la playa? Imposible. Y cortar el monte en una noche de tinta, aunque se

tenga un Collins en la mano, es cosa de locos.

Esto hicimos, no obstante. Alguien ladró de pronto –o, mejor, aulló; porque los perros de

monte sólo aúllan–, y tropezamos con un rancho. En el rancho había, no muy visible a la

llama del fogón, un peón, su mujer y tres chiquilines. Además, una arpillera tendida como

hamaca, dentro de la cual una criatura se moría con un ataque cerebral.

—¿Qué tiene –preguntamos.

—Es un daño –respondieron los padres, después de volver un instante la cabeza a la arpillera.

Estaban sentados, indiferentes. Los chicos, en cambio, eran todo ojos hacia afuera. En ese

momento, lejos, cantó el yaciyateré. Instantáneamente los muchachos se taparon cara y

cabeza con los brazos.

—¡Ah! El yaciyateré –pensamos–. Viene a buscar al chiquilín. Por lo menos lo dejará loco.

El viento y el agua habían pasado, pero la atmósfera estaba muy fría. Un rato después, pero

mucho más cerca, el yaciyateré cantó de nuevo. El chico enfermo se agitó en la hamaca. Los

padres miraban siempre el fogón, indiferentes. Les hablamos de paños de agua fría en la

Page 45: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

44

cabeza. No nos entendían, ni valía la pena, por lo demás. ¿Qué iba a hacer eso contra el

yaciyateré?

Creo que mi compañero había notado, como yo, la agitación del chico al acercarse el pájaro.

Proseguimos tomando mate, desnudos de cintura arriba, mientras nuestras camisas humeaban

secándose contra el fuego. No hablábamos; pero en el rincón lóbrego se veían muy bien los

ojos espantados de los muchachos.

Afuera, el monte goteaba aún. De pronto, a media cuadra escasa, el yaciyateré cantó. La

criatura enferma respondió con una carcajada.

Bueno. El chico volaba de fiebre, porque tenía una meningitis, y respondía con una carcajada

al llamado del yaciyateré.

Nosotros tomábamos mate. Nuestras camisas se secaban. La criatura estaba ahora inmóvil.

Sólo de vez en cuando roncaba, con un sacudón de cabeza hacia atrás.

Afuera, en el bananal esta vez, el yaciyateré cantó. La criatura respondió enseguida con otra

carcajada. Los muchachos dieron un grito y la llama del fogón se ahogó.

A nosotros, un escalofrío nos corrió de arriba abajo. Alguien, que cantaba afuera, se iba

acercando, y de esto no había duda. Un pájaro; muy bien, y nosotros lo sabíamos. Y a ese

pájaro que venía a robar o enloquecer a la criatura, la criatura misma respondía con una

carcajada a cuarenta y dos grados.

La leña húmeda llameaba de nuevo, y los inmensos ojos de los chicos lucían otra vez. Salimos

un instante afuera. La noche había aclarado, y podríamos encontrar la picada. Algo de humo

había todavía en nuestras camisas; pero cualquier cosa antes que aquella risa de meningitis...

Llegamos a las tres de la mañana a casa. Días después pasó el padre por allí, y me dijo que

el chico seguía bien, y que se levantaba ya. Sano, en suma.

Cuatro años después de esto, estando yo allá, debí contribuir a levantar el censo de 1914,

correspondiéndome el sector de Yabebirí-Teyucuaré. Fui por agua, en la misma canoa, pero

esta vez a simple remo. Era también de tarde.

Pasé por el rancho en cuestión y no hallé a nadie. De vuelta, y ya al crepúsculo, tampoco vi

a nadie. Pero veinte metros más adelante, parado en el ribazo del arroyo y contra el bananal

oscuro, estaba un muchacho desnudo, de siete a ocho años. Tenía las piernas sumamente

flacas –los muslos más aún que las pantorrillas– y el vientre enorme. Llevaba una vara de

pescar en la mano derecha, y en la izquierda sujetaba una banana a medio comer. Me miraba

inmóvil, sin decidirse a comer ni a bajar del todo el brazo.

Le hablé, inútilmente. Insistí aún, preguntándole por los habitantes del rancho. Echó, por fin,

a reír, mientras le caía un espeso hilo de baba hasta el vientre. Era el muchacho de la

meningitis.

Salí de la ensenada; el chico me había seguido furtivamente hasta la playa, admirando con

abiertos ojos mi canoa. Tiré los remos y me dejé llevar por el remanso, a la vista siempre del

idiota crepuscular, que no se decidía a concluir su banana por admirar la canoa blanca.

Page 46: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

45

El hombre muerto [Cuento - Texto completo.]

Horacio Quiroga

El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos

calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por

delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los

arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla. Mas al bajar el

alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza

desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el

hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.

Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca,

que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como

hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras

el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad

de la hoja del machete, pero el resto no se veía.

El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del

machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la

trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la

seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia. La muerte. En el transcurso

de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días

preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y

prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese

momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro. Pero entre el instante

actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos

en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación

del escenario humano! Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones

mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún! ¿Aún…?

No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han

avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las

divagaciones a largo plazo: se está muriendo. Muerto. Puede considerarse muerto en su

cómoda postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué

cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible

acontecimiento?

Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.

El hombre resiste -¡es tan imprevisto ese horror!- y piensa: es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué

ha cambiado? Nada. Y mira: ¿no es acaso ese el bananal? ¿No viene todas las mañanas a

limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las

anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora

no se mueven… Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce. Por entre los bananos,

Page 47: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

46

allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé

el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas

está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el

fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el

sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy

gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar…

¡Muerto! ¿pero es posible? ¿no es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de

su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No

está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el

alambre de púa? ¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino;

mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo… Es el muchacho que pasa todas

las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando… Desde el poste

descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal

del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al

levantar el alambrado, midió la distancia.

¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su

monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos de hormigas,

silencio, sol a plomo… Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos

su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él

mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas

manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una

cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: Se muere.

El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre

a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto

mira. Sabe bien la hora: las once y media… El muchacho de todos los días acaba de pasar el

puente.

¡Pero no es posible que haya resbalado…! El mango de su machete (pronto deberá cambiarlo

por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el

alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de

monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de

costumbre. ¿La prueba…? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la

plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y

ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente;

sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del

poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del

anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve.

Todos los días, como ése, ha visto las mismas cosas.

…Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos… Y a las

doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el

bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás,

la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!

¿No es eso…? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo… ¡Qué

pesadilla…! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva,

Page 48: Algunos cuentos de Horacio Quiroga...No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su

47

sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara

inmóvil ante el bananal prohibido.

…Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado

volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte

virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano

izquierda, a lentos pasos. Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere

abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de

siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado

empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero,

obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho

y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un

pequeño bulto asoleado sobre la gramilla -descansando, porque está muy cansado.

Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve

también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las

voces que ya están próximas -¡Piapiá!- vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al

bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha

descansado.

Bibliografía

Ciudad seva. (21 de octubre de 2019). Obtenido de Horacio Quiroga:

https://ciudadseva.com/autor/horacio-quiroga/cuentos/

Quiroga, H. (2018). Para noche de insomnio y otros cuentos. México: Santillana.

Quiroga, H. (21 de Octubre de 2019). Espacio latino . Obtenido de http://letras-

uruguay.espaciolatino.com/quiroga/el_ocaso.htm


Recommended