Algunos cuentos de Horacio Quiroga
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CUENTOS
Las moscas
Los buques suicidantes
Más allá
El ocaso
El perro rabioso
El hijo
El vampiro
La insolación
Para nombre de insomnio
A la deriva
El yaciyateré
El hombre muerto
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Las moscas [Cuento - Texto completo.]
Horacio Quiroga
Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda
su extensión aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de
la corteza en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo
largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.
Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado perdido por
la sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco,
el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la
columna vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte contra un raigón.
Tal como he caído, permanezco sentado -quebrado, mejor dicho- contra el árbol.
Desde hace un instante siento un zumbido fijo -el zumbido de la lesión medular- que lo
inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas
uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza.
Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del suelo
mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez.
Esta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda. Todas las
otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo, en un pasado que
tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe
asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.
¿Pero cuándo? ¿Qué segundos y qué instantes son éstos en que esta exasperada conciencia
de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?
Nadie se acerca en este rozado: ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad alguna.
Para el hombre allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las lluvias se sucederán
mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y cabellos, hasta que el monte rebrote y
unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado.
¡Y nada, nada en la serenidad del ambiente que denuncie y grite tal acontecimiento! Antes
bien, a través de los troncos y negros gajos del rozado, desde aquí o allá, sea cual fuere el
punto de observación, cualquiera puede contemplar con perfecta nitidez al hombre cuya vida
está a punto de detenerse sobre la ceniza, atraída como un péndulo por ingente gravedad: tan
pequeño es el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su situación: se muere.
Esta es la verdad. Mas para la oscura animalidad resistente, para el latir y el alentar
amenazados de muerte, ¿qué vale ella ante la bárbara inquietud del instante preciso en que
este resistir de la vida y esta tremenda tortura psicológica estallarán como un cohete, dejando
por todo residuo un ex hombre con el rostro fijo para siempre adelante?
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El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora sobre mis ojos un velo de densa tiniebla
en que se destacan rombos verdes. Y en seguida veo la puerta amurallada de un zoco
marroquí, por una de cuyas hojas sale a escape una tropilla de potros blancos, mientras por
la otra entra corriendo una teoría de hombres decapitados.
Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un cuartito de hospital, donde cuatro
médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los observo en
silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento.
-Entonces -dice uno de aquéllos -no le queda más prueba de convicción que la jaulita de
moscas. Yo tengo una.
-¿Moscas?…
-Sí -responde-, moscas verdes de rastreo. Usted no ignora que las moscas verdes olfatean la
descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción del sujeto. Vivo aún el
paciente, ellas acuden, seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa mas sin perderla de
vista, pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que se conozca. Por
eso yo tengo algunas de olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a precio módico.
Donde ellas entran, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor cuando usted quede solo,
y abrir la puerta de la jaulita que, dicho sea de paso, es un pequeño ataúd. A usted no le queda
más tarea que atisbar el ojo de la cerradura. Si una mosca entra y la oye usted zumbar, esté
seguro de que las otras hallarán también el camino hasta usted. Las alquilo a precio módico.
¿Hospital…? Súbitamente el cuartito blanqueado, el botiquín, los médicos y su risa se
desvanecen en un zumbido…
Y bruscamente, también, se hace en mí la revelación. ¡Las moscas!
Son ellas las que zumban. Desde que he caído han acudido sin demora. Amodorradas en el
monte por el ámbito de fuego, las moscas han tenido, no sé cómo, conocimiento de una presa
segura en la vecindad. Han olido ya la próxima descomposición del hombre sentado, por
caracteres inapreciables para nosotros, tal vez en la exhalación a través de la carne de la
médula espinal cortada. Han acudido sin demora y revolotean sin prisa, midiendo con los
ojos las proporciones del nido que la suerte acaba de deparar a sus huevos.
El médico tenía razón. No puede ser su oficio más lucrativo.
Mas he aquí que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una beata
imponderabilidad. No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella por gravísima
tortura. Siento que fluye de mí como la vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del
sol, la fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a este árbol,
a aquella liana. Puedo ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de remoto existir, puedo todavía
ver, al pie de un tronco, un muñeco de ojos sin parpadeo, un espantapájaros de mirar vidrioso
y piernas rígidas. Del seno de esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia
en un billón de partículas, puedo alzarme y volar, volar…
Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que prestan
su fuego a nuestra obra de renovación vital.
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Los buques suicidantes [Cuento - Texto completo.]
Horacio Quiroga
Resulta que hay pocas cosas más terribles que encontrar en el mar un buque abandonado. Si
de día el peligro es menor, de noche no se ven ni hay advertencia posible: el choque se lleva
a uno y otro.
Estos buques abandonados por a o por b, navegan obstinadamente a favor de las corrientes o
del viento, si tienen las velas desplegadas. Recorren así los mares, cambiando
caprichosamente de rumbo.
No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino
con uno de estos buques silenciosos que viajan por su cuenta. Siempre hay probabilidad de
hallarlos, a cada minuto. Por ventura las corrientes suelen enredarlos en los mares de sargazo.
Los buques se detienen, por fin, aquí o allá, inmóviles para siempre en ese desierto de algas.
Así, hasta que poco a poco se van deshaciendo. Pero otros llegan cada día, ocupan su lugar
en silencio, de modo que el tranquilo y lúgubre puerto siempre está frecuentado.
El principal motivo de estos abandonos de buque son sin duda las tempestades y los incendios
que dejan a la deriva negros esqueletos errantes. Pero hay otras causas singulares entre las
que se puede incluir lo acaecido al María Margarita, que zarpó de Nueva York el 24 de
Agosto de 1903, y que el 26 de mañana se puso al habla con una corbeta, sin acusar novedad
alguna. Cuatro horas más tarde, un paquete, no teniendo respuesta, desprendió una chalupa
que abordó al María Margarita. En el buque no había nadie. Las camisetas de los marineros
se secaban a proa. La cocina estaba prendida aún. Una máquina de coser tenía la aguja
suspendida sobre la costura, como si hubiera sido dejada un momento antes. No había la
menor señal de lucha ni de pánico, todo en perfecto orden; y faltaban todos. ¿Qué pasó?
La noche que aprendí esto estábamos reunidos en el puente. Íbamos a Europa, y el capitán
nos contaba su historia marina, perfectamente cierta, por otro lado.
La concurrencia femenina, ganada por la sugestión del campo de batalla presente, oía
estremecida. Las chicas nerviosas prestaban sin querer inquieto oído a la voz de los marineros
en proa. Una señora recién casada se atrevió:
-¿No serán águilas?…
El capitán se sonrió bondadosamente:
-¿Qué, señora? ¿Águilas que se lleven a la tripulación?
Todos se rieron y la joven hizo lo mismo, un poco avergonzada.
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Felizmente un pasajero sabía algo de eso. Lo miramos curiosamente. Durante el viaje había
sido un excelente compañero, admirando por su cuenta y riesgo, y hablando poco.
-¡Ah! ¡si nos contara, señor! -suplicó la joven de las águilas.
-No tengo inconveniente -asintió el discreto individuo-. En dos palabras -y en los mares del
norte, como el María Margarita del capitán- encontramos una vez un barco a vela. Nuestro
rumbo -viajábamos también a vela- nos llevó casi a su lado. El singular aire de abandono que
no engaña en un buque, llamó nuestra atención, y disminuimos la marcha observándolo. Al
fin desprendimos una chalupa; abordo no se halló a nadie, y todo estaba también en perfecto
orden. Pero la última anotación del diario databa de cuatro días atrás, de modo que no
sentimos mayor impresión. Aún nos reímos un poco de las famosas desapariciones súbitas.
“Ocho de nuestros hombres quedaron abordo para el gobierno del nuevo buque. Viajaríamos
de conserva. Al anochecer nos tomó un poco de camino. Al día siguiente lo alcanzamos, pero
no vimos a nadie sobre el puente. Desprendiose de nuevo la chalupa, y los que fueron
recorrieron en vano el buque: todos habían desaparecido. Ni un objeto fuera de lugar. El mar
estaba absolutamente terso en toda su extensión. En la cocina hervía aún una olla con papas.
“Como ustedes comprenderán, el terror supersticioso de nuestra gente llegó a su colmo. A la
larga, seis se animaron a llenar el vacío, y yo fui con ellos. Apenas abordo, mis nuevos
compañeros se decidieron a beber para desterrar toda preocupación. Estaban sentados en
rueda y a la hora la mayoría cantaba ya.
“Llegó mediodía y pasó la siesta. A las cuatro, la brisa cesó y las velas cayeron. Un marinero
se acercó a la borda y miró el mar aceitoso. Todos se habían levantado, paseándose, sin ganas
ya de hablar. Uno se sentó en un cabo y se sacó la camiseta para remendarla. Cosió un rato
en silencio. De pronto se levantó y lanzó un largo silbido. Sus compañeros se volvieron. Él
los miró vagamente, sorprendido también, y se sentó de nuevo. Un momento después dejó la
camiseta en el cabo arrollado, avanzó a la borda y se tiró al agua. Al sentir el ruido, los otros
dieron vuelta la cabeza, con el ceño ligeramente fruncido. En seguida se olvidaron, volviendo
a la apatía común.
“Al rato otro se desperezó, restregose los ojos caminando, y se tiró al agua. Pasó media hora;
el sol iba cayendo. Sentí de pronto que me tocaban en el hombro.
“-¿Qué hora es?
“-Las cinco -respondí.
“El viejo marinero me miró desconfiado, con las manos en los bolsillos, recostándose
enfrente de mí. Miró largo rato mi pantalón, distraído. Al fin se tiró al agua.
“Los tres que quedaban se acercaron rápidamente y observaron el remolino. Se sentaron en
la borda, silbando despacio, con la vista perdida a lo lejos. Uno se bajó y se tendió en el
puente, cansado. Los otros desaparecieron uno tras otro. A las seis, el último se levantó, se
compuso la ropa, apartose el pelo de la frente, caminó con sueño aún, y se tiró al agua.
“Entonces quedé solo, mirando como un idiota el mar desierto. Todos, sin saber lo que
hacían, se habían arrojado al mar, envueltos en el sonambulismo moroso que flotaba en el
buque. Cuando uno se tiraba al agua, los otros se volvían momentáneamente preocupados,
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como si recordaran algo, para olvidarse en seguida. Así habían desaparecido todos, y supongo
que lo mismo los del día anterior, y los otros y los de los demás buques. Esto es todo.”
Nos quedamos mirando al raro hombre con excesiva curiosidad.
-¿Y usted no sintió nada? -le preguntó mi vecino de camarote.
-Sí, un gran desgano y obstinación de las mismas ideas, pero nada más. No sé por qué no
sentí nada más. Presumo que el motivo es este: en vez de agotarme en una defensa angustiosa
y a toda costa contra lo que sentía, como deben de haber hecho todos, y aún los marineros
sin darse cuenta, acepté sencillamente esa muerte hipnótica, como si estuviese anulado ya.
Algo muy semejante ha pasado sin duda a los centinelas de aquella guardia célebre, que
noche a noche se ahorcaban.
Como el comentario era bastante complicado, nadie respondió. Se fue al rato. El capitán lo
siguió un rato de reojo.
-¡Farsante! -murmuró.
-Al contrario -dijo un pasajero enfermo, que iba a morir a su tierra-. Si fuera farsante no
habría dejado de pensar en eso, y se hubiera tirado al agua.
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Más allá [Cuento - Texto completo.]
Horacio Quiroga
Yo estaba desesperada -dijo la voz-. Mis padres se oponían rotundamente a que tuviera
amores con él, y habían llegado a ser muy crueles conmigo. Los últimos días no me dejaban
ni asomarme a la puerta. Antes, lo veía siquiera un instante parado en la esquina,
aguardándome desde la mañana. ¡Después, ni siquiera eso!
Yo le había dicho a mamá la semana antes:
-¿Pero qué le hallan tú y papá, por Dios, para torturarnos así? ¿Tienen algo que decir de él?
¿Por qué se han opuesto ustedes, como si fuera indigno de pisar esta casa, a que me visite?
Mamá, sin responderme, me hizo salir. Papá, que entraba en ese momento, me detuvo del
brazo, y enterado por mamá de lo que yo había dicho, me empujó del hombro afuera,
lanzándome de atrás:
-Tu madre se equivoca; lo que ha querido decir es que ella y yo -¿lo oyes bien?- preferimos
verte muerta antes que en los brazos de ese hombre. Y ni una palabra más sobre esto.
Esto dijo papá.
-Muy bien -le respondí volviéndome, más pálida, creo, que el mantel mismo-: nunca más les
volveré a hablar de él.
Y entré en mi cuarto despacio y profundamente asombrada de sentirme caminar y de ver lo
que veía, porque en ese instante había decidido morir.
¡Morir! ¡Descansar en la muerte de ese infierno de todos los días, sabiendo que él estaba a
dos pasos esperando verme y sufriendo más que yo! Porque papá jamás consentiría en que
me casara con Luis. ¿Qué le hallaba?, me pregunto todavía. ¿Que era pobre? Nosotros lo
éramos tanto como él.
¡Oh! La terquedad de papá yo la conocía, como la había conocido mamá.
-Muerta mil veces -decía él- antes que darla a ese hombre.
Pero él, papá, ¿qué me daba en cambio, si no era la desgracia de amar con todo mi ser
sabiéndome amada, y condenada a no asomarme siquiera a la puerta para verlo un instante?
Morir era preferible, sí, morir juntos.
Yo sabía que él era capaz de matarse; pero yo, que sola no hallaba fuerzas para cumplir mi
destino, sentía que una vez a su lado preferiría mil veces la muerte juntos, a la desesperación
de no volverlo a ver más.
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Le escribí una carta, dispuesta a todo. Una semana después nos hallábamos en el sitio
convenido, y ocupábamos una pieza del mismo hotel.
No puedo decir que me sentía orgullosa de lo que iba a hacer, ni tampoco feliz de morir. Era
algo más fatal, más frenético, más sin remisión, como si desde el fondo del pasado mis
abuelos, mis bisabuelos, mi infancia misma, mi primera comunión, mis ensueños, como si
todo esto no hubiera tenido otra finalidad que impulsarme al suicidio.
No nos sentíamos felices, vuelvo a repetirlo, de morir. Abandonábamos la vida porque ella
nos había abandonado ya, al impedirnos ser el uno del otro. En el primero, puro y último
abrazo que nos dimos sobre el lecho, vestidos y calzados como al llegar, comprendí, marcada
de dicha entre sus brazos, cuán grande hubiera sido mi felicidad de haber llegado a ser su
novia, su esposa.
A un tiempo tomamos el veneno. En el brevísimo espacio de tiempo que media entre recibir
de su mano el vaso y llevarlo a la boca, aquellas mismas fuerzas de los abuelos que me
precipitaban a morir se asomaron de golpe al borde de mi destino a contenerme… ¡tarde ya!
Bruscamente, todos los ruidos de la calle, de la ciudad misma, cesaron. Retrocedieron
vertiginosamente ante mí, dejando en su hueco un sitio enorme, como si hasta ese instante el
ámbito hubiera estado lleno de mil gritos conocidos.
Permanecí dos segundos más inmóvil, con los ojos abiertos. Y de pronto me estreché
convulsivamente a él, libre por fin de mi espantosa soledad.
¡Sí, estaba con él; e íbamos a morir dentro de un instante!
El veneno era atroz, y Luis inició él primero el paso que nos llevaba juntos abrazados a la
tumba.
-Perdóname -me dijo oprimiéndome todavía la cabeza contra su cuello-. Te amo tanto que te
llevo conmigo.
-Y yo te amo -le respondí-, y muero contigo.
No pude hablar más. ¿Pero qué ruido de pasos, qué voces venían del corredor a contemplar
nuestra agonía? ¿Que golpes frenéticos resonaban en la puerta misma?
-Me han seguido y nos vienen a separar… -murmuré aún-. Pero yo soy toda tuya.
Al concluir, me di cuenta de que yo había pronunciado esas palabras mentalmente pues en
ese momento perdía el conocimiento.
***
Cuando volví en mí tuve la impresión de que iba a caer si no buscaba donde apoyarme. Me
sentía leve y tan descansada, que hasta la dulzura de abrir los ojos me fue sensible. Yo estaba
de pie, en el mismo cuarto del hotel, recostada casi a la pared del fondo. Y allá, junto a la
cama, estaba mi madre desesperada.
¿Me habían salvado, pues? Volví la vista a todos lados, y junto al velador, de pie como yo,
lo vi a él, a Luis, que acabada de distinguirme a su vez y venía sonriendo a mi encuentro.
Fuimos rectamente uno hacia el otro, a pesar de la gran cantidad de personas que rodeaban
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el lecho, y nada nos dijimos, pues nuestros ojos expresaban toda la felicidad de habernos
encontrado.
Al verlo, diáfano y visible a través de todo y de todos, acababa de comprender que yo estaba
como él: muerta.
Habíamos muerto, a pesar de mi temor de ser salvada cuando perdí el conocimiento.
Habíamos perdido algo más, por dicha… Y allí, en la cama, mi madre desesperada me
sacudía a gritos mientras el mozo del hotel apartaba de mi cabeza los brazos de mi amado.
Alejados al fondo, con las manos unidas, Luis y yo veíamos todo en una perspectiva nítida,
pero remotamente fría y sin pasión. A tres pasos, sin duda, estábamos nosotros, muertos por
suicidio, rodeados por la desolación de mis parientes, del dueño del hotel y por el vaivén de
los policías. ¿Qué nos importaba eso?
-¡Amada mía!…-me decía Luis-. ¡A qué poco precio hemos comprado esta felicidad de
ahora!
-Y yo -le respondí- te amaré siempre como te amé antes. Y no nos separaremos más, ¿verdad?
-¡Oh, no!… Ya lo hemos probado.
-¿E irás todas las noches a visitarme?
Mientras cambiábamos así nuestras promesas oíamos los alaridos de mamá que debían ser
violentos, pero que nos llegaban con una sonoridad inerte y sin eco, como si no pudieran
traspasar en más de un metro el ambiente que rodeaba a mamá.
Volvimos de nuevo la vista a la agitación de la pieza. Llevaban por fin nuestros cadáveres, y
debía de haber transcurrido un largo tiempo desde nuestra muerte, pues pudimos notar que
tanto Luis como yo teníamos ya las articulaciones muy duras y los dedos muy rígidos.
Nuestros cadáveres… ¿Dónde pasaba eso? ¿En verdad había habido algo de nuestra vida,
nuestra ternura, en aquellos dos pesadísimos cuerpos que bajaban por las escaleras,
amenazando hacer rodar a todos con ellos?
¡Muertos! ¡Qué absurdo! Lo que había vivido en nosotros, más fuerte que la vida misma,
continuaba viviendo con todas las esperanzas de un eterno amor. Antes… no había podido
asomarme siquiera a la puerta para verlo; ahora hablaría regularmente con él, pues iría a casa
como novio mío.
-¿Desde cuándo irás a visitarme? -le pregunté.
-Mañana -repuso él-. Dejemos pasar hoy.
-¿Por qué mañana? -pregunté angustiada-. ¿No es lo mismo hoy? ¡Ven esta noche, Luis!
¡Tengo tantos deseos de estar a solas contigo en la sala!
-¡Y yo! ¿A las nueve, entonces?
-Sí. Hasta luego, amor mío…
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Y nos separamos. Volví a casa lentamente, feliz y desahogada como si regresara de la primera
cita de amor que se repetiría esa noche.
***
A las nueve en punto corría a la puerta de calle y recibí yo misma a mi novio. ¡Él en casa, de
visita!
-¿Sabes que la sala está llena de gente? -le dije-. Pero no nos incomodarán
-Claro que no… ¿Estás tú allí?
-Sí.
-¿Muy desfigurada?
-No mucho, ¿creerás? ¡Ven, vamos a ver!
Entramos en la sala. A pesar de la lividez de mis sienes, de las aletas de la nariz muy tensas
y las ventanillas muy negras, mi rostro era casi el mismo que Luis esperaba ver durante horas
y horas desde la esquina.
-Estás muy parecida -dijo él.
-¿Verdad? -le respondí yo, contenta. Y nos olvidamos en seguida de todo, arrullándonos.
Por ratos, sin embargo, suspendíamos nuestra conversación y mirábamos con curiosidad el
entrar y salir de las gentes. En uno de esos momentos llamé la atención de Luis.
-¡Mira! -le dije-. ¿Qué pasará?
En efecto, la agitación de las gentes, muy viva desde unos minutos antes, se acentuaba con
la entrada en la sala de un nuevo ataúd. Nuevas personas, no vistas aún allí, lo acompañaban.
-Soy yo -dijo Luis con ligera sorpresa-. Vienen también mis hermanas
-¡Mira, Luis! -observé yo-. Ponen nuestros cadáveres en el mismo cajón … Como estábamos
al morir.
-Como debíamos estar siempre -agregó él-. Y fijando los ojos por largo rato en el rostro
excavado de dolor de sus hermanas:
-Pobres chicas… -murmuró con grave ternura. Yo me estreché a él, ganada a mi vez por el
homenaje tardío, pero sangriento de expiación, que venciendo quién sabe qué dificultades,
nos hacían mis padres enterrándonos juntos.
Enterrándonos… ¡Qué locura! Los amantes que se han suicidado sobre una cama de hotel,
puros de cuerpo y alma, viven siempre. Nada nos ligaba a aquellos dos fríos y duros cuerpos,
ya sin nombre, en que la vida se había roto de dolor. Y a pesar de todo, sin embargo, nos
habían sido demasiado queridos en otra existencia para que no depusiéramos una larga
mirada llena de recuerdos sobre aquellos dos cadavéricos fantasmas de un amor.
-También ellos -dijo mi amado- estarán eternamente juntos.
-Pero yo estoy contigo -murmuré yo, alzando a él mis ojos, feliz.
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Y nos olvidamos otra vez de todo.
***
Durante tres meses -prosiguió la voz- viví en plena dicha. Mi novio me visitaba dos veces
por semana. Llegaba a las nueve en punto, sin que una sola noche se hubiera retrasado un
solo segundo, y sin que una sola vez hubiera yo dejado de ir a recibirlo a la puerta. Para
retirarse no siempre observaba mi novio igual puntualidad. Las once y media, aun las doce
sonaron a veces, sin que él se decidiera a soltarme las manos, y sin que lograra yo arrancar
mi mirada de la suya. Se iba por fin, y yo quedaba dichosamente rendida, paseándome por la
sala con la cara apoyada en la palma de la mano.
Durante el día acortaba las horas pensando en él. Iba y venía de un cuarto a otro, asistiendo
sin interés alguno al movimiento de mi familia, aunque alguna vez me detuve en la puerta
del comedor a contemplar el hosco dolor de mamá, que rompía a veces en desesperados
sollozos ante el sitio vacío de la mesa donde se había sentado su hija menor.
Yo vivía -sobrevivía-, lo he repetido, por el amor y para el amor. Fuera de él, de mi amado,
de la presencia de su recuerdo, todo actuaba para mí en un mundo aparte. Y aun
encontrándome inmediata a mi familia, entre ella y yo se abría un abismo invisible y
transparente, que nos separaba a mil leguas.
Salíamos también de noche, Luis y yo, como novios oficiales que éramos. No existe paseo
que no hayamos recorrido juntos, ni crepúsculo en que no hayamos deslizado nuestro idilio.
De noche, cuando había luna y la temperatura era dulce, gustábamos de extender nuestros
paseos hasta las afueras de la ciudad, donde nos sentíamos más libres, más puros y más
amantes.
Una de esas noches, como nuestros pasos nos hubieran llevado a la vista del cementerio,
sentimos curiosidad de ver el sitio en que yacía bajo tierra lo que habíamos sido. Entramos
en el vasto recinto y nos detuvimos ante un trozo de tierra sombría, donde brillaba una lápida
de mármol. Ostentaba nuestros dos solos nombres, y debajo la fecha de nuestra muerte; nada
más.
-Como recuerdo de nosotros -observó Luis- no puede ser más breve. Así y todo -añadió
después de una pausa-, encierra más lágrimas y remordimientos que muchos largos epitafios.
Dijo, y quedamos otra vez callados.
Acaso en aquel sitio y a aquella hora, para quien nos observara hubiéramos dado la impresión
de ser fuegos fatuos. Pero mi novio y yo sabíamos bien que lo fatuo y sin redención eran
aquellos dos espectros de un doble suicidio encerrados a nuestros pies, y la realidad, la vida
depurada de errores, elévase pura y sublimada en nosotros como dos llamas de un mismo
amor.
Nos alejamos de allí, dichosos y sin recuerdos, a pasear por la carretera blanca nuestra
felicidad sin nubes.
Ellas llegaron, sin embargo. Aislados del mundo y de toda impresión extraña, sin otro fin ni
otro pensamiento que vernos para volvernos a ver, nuestro amor ascendía, no diré
sobrenaturalmente, pero sí con la pasión en que debió abrasarnos nuestro noviazgo, de
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haberlo conseguido en la otra vida. Comenzamos a sentir ambos una melancolía muy dulce
cuando estábamos juntos, y muy triste cuando nos hallábamos separados. He olvidado decir
que mi novio me visitaba entonces todas las noches; pero pasábamos casi todo el tiempo sin
hablar, como si ya nuestras frases de cariño no tuvieran valor alguno para expresar lo que
sentíamos. Cada vez se retiraba él más tarde, cuando ya en casa todos dormían, y cada vez,
al irse, acortábamos más la despedida.
Salíamos y retornábamos mudos, porque yo sabía bien que lo que él pudiera decirme no
respondía a su pensamiento, y él estaba seguro de que yo le contestaría cualquier cosa, para
evitar mirarlo.
Una noche en que nuestro desasosiego había llegado a un límite angustioso, Luis se despidió
de mí más tarde que de costumbre. Y al tenderme sus dos manos, y entregarle yo las mías
heladas, leí en sus ojos, con una transparencia intolerable, lo que pasaba por nosotros. Me
puse pálida como la muerte misma; y como sus manos no soltaran las mías:
-¡Luis! -murmuré espantada, sintiendo que mi vida incorpórea buscaba desesperadamente
apoyo, como en otra circunstancia. Él comprendió lo horrible de nuestra situación, porque
soltándome las manos, con un valor de que ahora me doy cuenta, sus ojos recobraron la clara
ternura de otras veces.
-Hasta mañana, amada mía -me dijo sonriendo.
-Hasta mañana, amor -murmuré yo, palideciendo todavía más al decir esto.
Porque en ese instante acababa de comprender que no podría pronunciar esta palabra nunca
más.
Luis volvió a la noche siguiente; salimos juntos, hablamos, hablamos como nunca antes lo
habíamos hecho, y como lo hicimos en las noches subsiguientes. Todo en vano: no podíamos
mirarnos ya. Nos despedíamos brevemente, sin darnos la mano, alejados a un metro uno del
otro.
¡Ah! Preferible era…
La última noche, mi novio cayó de pronto ante mí y apoyó su cabeza en mis rodillas.
-Mi amor -murmuró.
-¡Cállate! -dije yo.
-Amor mío -recomenzó él.
-¡Luis! ¡Cállate! -lancé yo, aterrada-. Si repites eso otra vez …
Su cabeza se alzó, y nuestros ojos de espectros -¡es horrible decir esto!- se encontraron por
primera vez desde muchos días atrás.
-¿Qué? -preguntó Luis-. ¿Qué pasa si repito?
-Tú lo sabes bien -respondí yo.
-¡Dímelo!
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-¡Lo sabes! ¡Me muero!
Durante quince segundos nuestras miradas quedaron ligadas con tremenda fijeza. En ese
tiempo pasaron por ellas, corriendo como por el hilo del destino, infinitas historias de amor,
truncas, reanudadas, rotas, redivivas, vencidas y hundidas finalmente en el pavor de lo
imposible.
-Me muero… -torné a murmurar, respondiendo con ello a su mirada. Él lo comprendió
también, pues hundiendo de nuevo la frente en mis rodillas, alzó la voz al largo rato.
-No nos queda sino una cosa que hacer… -dijo.
-Eso pienso -repuse yo.
-¿Me comprendes? -insistió Luis.
-Sí, te comprendo -contesté, deponiendo sobre su cabeza mis manos para que me dejara
incorporarme. Y sin volvernos a mirar nos encaminamos al cementerio.
¡Ah! ¡No se juega al amor, a los novios, cuando se quemó en un suicidio la boca que podía
besar! ¡No se juega a la vida, a la pasión sollozante, cuando desde el fondo de un ataúd dos
espectros sustanciales nos piden cuenta de nuestro remedo y nuestra falsedad! ¡Amor!
¡Palabra ya impronunciable, si se la trocó por una copa de cianuro al goce de morir!
¡Sustancia del ideal, sensación de la dicha, y que solamente es posible recordar y llorar,
cuando lo que se posee bajo los labios y se estrecha en los brazos no es más que el espectro
de un amor!
Ese beso nos cuesta la vida -concluye la voz-, y lo sabemos. Cuando se ha muerto una vez
de amor, se debe morir de nuevo. Hace un rato, al recogerme Luis a sí, hubiera dado el alma
por poder ser besada. Dentro de un instante me besará, y lo que en nosotros fue sublime e
insostenible niebla de ficción, descenderá, se desvanecerá al contacto sustancial y siempre
fiel de nuestros restos mortales.
Ignoro lo que nos espera más allá. Pero si nuestro amor fue un día capaz de elevarse sobre
nuestros cuerpos envenenados, y logró vivir tres meses en la alucinación de un idilio, tal vez
ellos, urna primitiva y esencial de ese amor, hayan resistido a las contingencias vulgares, y
nos aguarden.
De pie sobre la lápida, Luis y yo nos miramos larga y libremente ya. Sus brazos ciñen mi
cintura, su boca busca mi boca, y yo le entrego la mía con una pasión tal, que me
desvanezco…
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El ocaso1
Horacio Quiroga
Noche de kermesse en un balneario de moda. A dos kilómetros del hotel, la playa ha sido
convertida en oasis. Grandes palmeras, alineadas en losange, se yerguen en la arena. Sobre
la costa misma, y paralelo al mar, se levanta el bazar de caridad. Entre las plantas se hallan
dispuestas mesas para el servicio del bar. A la alta hora de la noche que nos ocupa, el área de
la fiesta -bazar, palmeras y arena- luce solitaria al resplandor galvánico de los focos.
Solitaria, tal vez no, pues aunque el bazar ha apagado sus luces, a excepción del buffet, en el
oasis del palmar algunas personas desafían aún la fresca brisa marina.
Tres jóvenes en smoking y dos señoras de edad madura, concurrentes tardíos al bar, acaban
de sentarse a una mesa cubierta en breve tiempo de botellas y fiambres; y en menos tiempo
todavía, su atención y sus ojos se han vuelto a una mesa distante, donde un hombre y una
mujer, que no tienen por delante sino un helado y una copa de agua, conversan frente a frente.
Él es un hombre de edad, más todavía de lo que haría suponer su apostura aún joven. Este
hombre, años atrás, ha interesado fuertemente a las mujeres. No ha sido un tenorio. Aunque
no se nombra nunca a conquista alguna suya, se está seguro del peligro que representa. Mejor
aún: que representaba.
Ella, la mujer que con un codo en la mesa tiene fijos los ojos en su interlocutor, es muy joven.
Mejor aún: una criatura de diecisiete años. Pero los recién venidos nos informarán más
ampliamente sobre ella.
-Ahí está la Perra de Olmos, tratando de conquistar a Renouard -interpreta una de las señoras.
-¿Perra... ? -inquiere alguno de los jóvenes.
-Sí, Lucila Olmos -explica la dama-. Un apodo de familia... Cuando era chica se emperraba
sin dar por nada su brazo a torcer... De aquí su nombre.
-Lindísima, a pesar de ello... -comenta el mismo joven.
-¡Ya lo creo! Y bastante bien que ha usado de su hermosura... No, no digo tanto... Ahora
vuelve de Europa. ¡Pobre del ex buen mozo de Renouard, si a la Perra se le ocurre sacarlo de
sus casillas!
-¿Es ése su fuerte?
-¡Oh, no! Pero tiene un estilo fijo: hacer lo que no debe. Y demasiado equilibrada, digo yo
siembre, para la edad en que su madre la tuvo: cuarenta y cinco años, por lo menos... Vean
la atención inmóvil con que escucha a Renouard.
1 Quiroga, H. (21 de octubre de 2019). Espacio latino. Obtenido de http://letrasuruguay.espaciolatino.com/quiroga/el_ocaso.html
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-Bellísima... -murmura a su vez otro de los jóvenes que sin lugar a dudas participa de la
opinión del primero.
-Sí, nadie lo niega... -se encoge de hombros la enterada dama-. Pero no tan joven como
ustedes creen...
-Pero
-Sí, ya sé lo que va usted a decir... Desde su punto de vista, es una criatura... No ha cumplido
todavía diecisiete años. ¿Pero qué importa la edad? El corazón es lo que marca la edad de
una mujer. ¿Y saben ustedes lo que la Perra de Olmos ya ha hecho en esta vida? ¡Casi nada!
¿Se acuerdan ustedes de los conciertos de Saint-Rémy, hace dos años? Una noche que el
maestro tocaba en lo de X... de pronto la luz se apagó, no se sabe todavía cómo. En los breves
mo-mentos que duró la obscuridad, Saint-Rémy sintió que dos brazos se abrazaban a su
cuello, y que una boca se unía a la suya. Todo duró lo que un relámpago. Cuando la luz se
encendió de nuevo, Saint-Rémy se encontró solo. Y la señora más próxima se hallaba a varios
metros de él. Durante los escasos segundos de obscuridad, una mujer había cruzado el espacio
vacío con una audacia sin nombre; había satisfecho su pasión en los labios del músico, y
había tenido tiempo todavía para retirarse antes que la luz se encendiera.
“Saint-Rémy reanudó su sonata como pudo. Y cuando al concluir fuimos todas las damas a
felicitarlo, en vano el maestro sondeó los ojos de todas, tratando de descubrir por la
inseguridad de la mirada a su incógnita adoradora.
“Cualquiera se hubiera turbado. Lucila no. Era ella. Acababa de cumplir quince años.
“¿Se dan ustedes cuenta del tupé que para hacer eso necesita una chica de esa edad? Y digo
chica por decir algo, pues la Perra tiene ese cuerpo y esa belleza que ustedes le hallan desde
los trece años. ¡Bien aprovechados, digo yo!
-Otra historia -solicita alguien en el grupo.
-¡Y qué más! -protesta la señora informante-. Pregunten a sus íntimos. Tal vez ellos sepan
otras.
-Sumamente joven... -murmura el anterior solicitante.
-Ya lo he dicho: diecisiete años no cumplidos. Y ya divorciada.
-¿Eh...?
-Sí, divorciada. ¡Ah! Es toda una historia... Y esta vez para concluir con ellas. Cuando el año
pasado Amsterdam entero aguardaba como al Mesías al explorador Else que volvía del polo,
todas las mujeres, casadas y solteras, estaban ya locas por él. El avión en que llegaba se
incendió, y sólo se pudo salvar del héroe una espantosa cosa sin ojos, sin brazos... ¡Un horror!
Su misma madre, de haber vivido, no se hubiera atrevido a mirarlo. Lucila se casó con él.
-¡Chic! -exclama en voz alta un joven del grupo, volviéndose del todo a la causante.
-Sí, muy chic -concluye la señora-. A los dos meses estaba divorciada.
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Se hace un largo silencio. En la brisa demasiado fresca se oye a la sordina, bajo los duros
golpes del mar, el frufrú de las palmeras, cuyas sombras erizadas danzan agitadas sobre la
arena.
Altas llamadas al mozo y nuevas copas concluyen con el tema en la mesa del grupo.
Pero en la mesita distante nuestros recién conocidos proseguían animados su charla. Hacía
tres horas que estaban allí, solos y ausentes del espacio y del tiempo, como personas que se
encuentran por fin en esta transitoria vida.
Él tenía ya el cabello blanco, y ella era todavía un capullo. Pero para conversar,
comprenderse, soñar, tal diferencia de edad nada implica, conforme se verá por lo que sigue.
-¿Qué edad tiene usted? -acababa de preguntar ella.
-Sesenta años bien cumplidos -respondió Renouard, sin prisa mas tampoco sin demora.
-No parece -observó la joven, examinándolo con detención.
Él hizo un gesto, llevándose la mano a los cabellos aún abundantes.
-Es por esto -dijo.
-No -negó ella, sacudiendo despacio la cabeza-. Es porque... -y suspendiendo el vaivén
agregó, mientras miraba netamente en los ojos-: ... porque lo siento.
El hombre que había constituido un peligro para la mujer que lo tratara de cerca, no iba a
equivocarse a su edad sobre la extensión de tal respuesta.
-Es usted una honrada chica -repuso con grave cariño; Renouard calló, pero agregó después
de un momento-: Usted no se equivoca sobre lo que quiero decir, ¿verdad?
-Creo que no... La honradez que conserva, a pesar de todo, una mujer deshonrada... ¿no es
eso?
-Así es.
-¿Y usted, Renouard, tampoco se equivoca sobre mi respuesta?
-¡Oh no! Usted es...
Renouard se detuvo.
-¿Qué soy? -preguntó Lucila.
-Nada. Lo que...
-Renouard -interrumpió la joven, oprimiéndose más a la mesa-: usted debe haber tenido
mucho éxito con las mujeres, ¿no es cierto?
Sin responder a la pregunta, Renouard prosiguió:
-Lo que iba a decir, al interrumpirme usted, es que usted se parece infinitamente en todo:
cuerpo, rostro y modo de ser, a una persona cuyo recuerdo me es, no sé ya si querido, pero sí
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infinitamente doloroso. Esa persona podría responder, si conserva aún el recuerdo de mí, a
la pregunta que usted acaba de hacerme.
-El recuerdo de esa persona que yo le evoco le es a usted doloroso, pero mi presencia no le
es a usted dolorosa en modo alguno. ¿Por que?
Renouard corrió ante el resplandor juvenil de aquella criatura que impregnaba de mórbida
tibieza el fresco oasis nocturno.
-¿Por qué recuerdo yo tanto a esa persona? Porque es usted misma -murmuró él; y arrepentido
acaso, prosiguió en tono más ligero-: ¿Usted cree en la transmigración de las almas en vida,
Lucila?
-Dígame Perra.
-¿Qué?
-Dígame Perra. Usted me llamó Lucila. Dígame Perra.
Entre el helado sin concluir y la copa de agua vacía, la mano del hombre, grande y franca, se
apoyó sobre la de la joven.
-Perra -sonrió.
Los rasgos de la joven perdieron su tensión batalladora, y retirando los dedos satisfecha: -
Ahora sí -dijo- seremos siempre amigos.
-Yo lo soy ya muy grande de usted, Lucila.
-Perra.
-Y ojalá...
-¡No! ¡Ojalá, no! ¡Perra!
Bajo los cabellos blancos de Renouard, sus ojos todavía jóvenes se ensombrecieron de vida.
Y fijándolos de pleno en los de la joven, como sabe hacerlo un hombre:
-¿Usted sabe lo que está haciendo? -dijo.
-Sí -repuso ella.
Se hizo otro silencio. Renouard lo rompió en voz baja.
-Usted es el crimen -murmuró.
Y ella, en voz también más baja:
-Lo soy.
Tornó a hacerse otro silencio, que nadie rompió esta vez. El grupo de jóvenes y damas
acababa de retirarse abandonando un servicio completo de buffet sobre la mesa. El mar
sonaba más hondo, y la arena parecía más blanca, fría y estéril.
Renouard, por fin, apoyó ambos brazos en la mesa y comenzó así:
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-Al decirle a usted hace un rato que la persona que usted me evocaba era usted misma, no
dije sino la verdad. Un hombre no ve levantarse un trozo punzante de vida desde el fondo de
su pasado sin sentirse turbadas sus horas. Ese recuerdo podría responder a usted sobre mis
pretendidos éxitos con las mujeres. He tenido la suerte de todos, nada más. Pero dudo de que
nadie guarde una mancha como la que debo a ese recuerdo. Usted, a lo que parece, ha oído
hablar de mis conquistas. ¿Quiere que le hable yo ahora de mis fracasos? ¿Es capaz de oír
una historia escabrosa?
-Sí, si me la cuenta entera.
-Oiga, entonces. Yo tenía en aquel tiempo veinte o veintiún años. Logré, con una rapidez
increíble, la conquista de una mujer...
-Parecida a mí.
-Sí, pero menos joven. Si yo hubiera tenido algunos años más, habría comprendido que
mucho más que el amor era la curiosidad lo que echaba a mi amada en mis brazos. Observó
con atento mutismo mi aparente desenvoltura, mi fatuidad de adolescente, mi prisa misma
por hacerla feliz: todo lo que rendí ante la espiritual criatura que había condescendido a
dejarse amar por un vano y lindo muchacho.
“Yo era entonces un brioso adolescente, y ese brío constituía mi orgullo. Por esto creía haber
entendido mal cuando al reanudarme la corbata ante el espejo, oí estas palabras enunciadas
lentamente: -¡Curioso! Tengo la sensación de no haber estado con un hombre...
“Me volví con la presteza de un rayo. Ella permanecía sentada en la cama, con los brazos
pendientes inmóviles y la mirada perdida.
“¿Comprende usted? Yo era un fuerte muchacho. Y exhausto yo mismo, oía a la mujer que
había amado soñar insatisfecha porque no había estado con un hombre...
“Pero hay que ser ya hombre para valorar lo que eso significa. Lo comprendí apenas en
aquella ocasión. Es sólo más tarde cuando he apreciado en toda su profundidad el abismo de
nulidad en que me hundí ante aquella mujer. Fue mi amante esa sola tarde. Jamás volvió a
fijar los ojos en mí, como si nunca hubiera yo existido para ella.
Renouard calló. En la lejanía de las palmeras heladas de rocío, la Luna en menguante surgía
trunca sobre el mar. La joven, muda también, proseguía en la misma postura.
-¡Renouard! -llamó.
Él se volvió a ella.
-Renouard: usted me dijo que yo me parecía mucho a aquella mujer. ¿Es cierto, Renouard?
-¡Pero si es usted misma! -clamó él-: ¿Lo comprende ahora? ¿Comprende que yo daría
cualquier cosa por no conservar ese recuerdo que su hermosura, su cuerpo, exasperan hasta...
-Tómeme.
Bruscamente Renouard palideció. Ella, pálida también, lo miraba sin desviar los ojos.
-Repita lo que dijo -murmuró Renouard.
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-Es muy fácil -contestó la joven-. ¿Aquel recuerdo lo tortura a usted mucho? ¿Daría cualquier
cosa, como ha dicho, por borrarlo?
-Sí.
-Soy suya. Tómeme.
-¡Lucila! -bramó de felicidad el hombre de cabello blanco.
-Tómeme.
Si después de este ofrecimiento, bastante grande por sí solo para matar de dicha a un hombre;
si esa noche misma, ante la Luna en menguante, ese hombre de sesenta años se hubiera
pegado un tiro de felicidad, hubiera cumplido dignamente con su vida y su deber.
No vio o no pudo ver su camino de Damasco. Porque cuando horas más tarde, al tener a
Lucila en sus brazos, creyó poder alcanzar el cénit de su destino, sintió que su desesperada
impotencia para confiar a la joven una dicha ya exhausta, lo alucinaba como una pesadilla.
Como ocho lustros atrás, se vio en brazos de una criatura bellísima y curiosa hasta la más
loca generosidad. Como en aquella circunstancia tornó a verla sentada, con los ojos perdidos
en el vacío. Y como cuarenta años antes oyó, como había oído a la madre exclamar ante la
insípida aurora de un varón, repetir a la hija ante su lamentable ocaso:
-¡Curioso! Tengo la impresión de no haber estado con un hombre...
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El perro rabioso [Cuento - Texto completo.]
Horacio Quiroga
El 20 de marzo de este año, los vecinos de un pueblo del Chaco santafecino persiguieron a
un hombre rabioso que en pos de descargar su escopeta contra su mujer, mató de un tiro a un
peón que cruzaba delante de él. Los vecinos, armados, lo rastrearon en el monte como a una
fiera, hallándolo por fin trepado en un árbol, con su escopeta aún, y aullando de un modo
horrible. Viéronse en la necesidad de matarlo de un tiro.
* * * * *
Marzo 9
Hoy hace treinta y nueve días, hora por hora, que el perro rabioso entró de noche en nuestro
cuarto. Si un recuerdo ha de perdurar en mi memoria, es el de las dos horas que siguieron a
aquel momento.
La casa no tenía puertas sino en la pieza que habitaba mamá, pues como había dado desde el
principio en tener miedo, no hice otra cosa, en los primeros días de urgente instalación, que
aserrar tablas para las puertas y ventanas de su cuarto. En el nuestro, y a la espera de mayor
desahogo de trabajo, mi mujer se había contentado -verdad que bajo un poco de presión por
mi parte- con magníficas puertas de arpillera. Como estábamos en verano, este detalle de
riguroso ornamento no dañaba nuestra salud ni nuestro miedo. Por una de estas arpilleras, la
que da al corredor central, fue por donde entró y me mordió el perro rabioso.
Yo no sé si el alarido de un epiléptico da a los demás la sensación de clamor bestial y fuera
de toda humanidad que me produce a mí. Pero estoy seguro de que el aullido de un perro
rabioso, que se obstina de noche alrededor de nuestra casa, provocará en todos la misma
fúnebre angustia. Es un grito corto, metálico, de agonía, como si el animal boqueara ya, y
todo él empapado en cuanto de lúgubre sugiere un animal rabioso.
Era un perro negro, grande, con las orejas cortadas. Y para mayor contrariedad, desde que
llegáramos no había hecho más que llover. El monte cerrado por el agua, las tardes rápidas y
tristísimas; apenas salíamos de casa, mientras la desolación del campo, en un temporal sin
tregua, había ensombrecido al exceso el espíritu de mamá.
Con esto, los perros rabiosos. Una mañana el peón nos dijo que por su casa había andado uno
la noche anterior, y que había mordido al suyo. Dos noches antes, un perro barcino había
aullado feo en el monte. Había muchos, según él. Mi mujer y yo no dimos mayor importancia
al asunto, pero no así mamá, que comenzó a hallar terriblemente desamparada nuestra casa a
medio hacer. A cada momento salía al corredor para mirar el camino.
Sin embargo, cuando nuestro chico volvió esa mañana del pueblo, confirmó aquello. Había
explotado una fulminante epidemia de rabia. Una hora antes acababan de perseguir a un perro
en el pueblo. Un peón había tenido tiempo de asestarle un machetazo en la oreja, y el animal,
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babeando, el hocico en tierra y el rabo entre las patas delanteras, había cruzado por nuestro
camino, mordiendo a un potrillo y un chancho que halló en el trayecto.
Más noticias aún. En la chacra vecina a la nuestra, y esa misma madrugada, otro perro había
tratado inútilmente de saltar el corral de las vacas. Un inmenso perro flaco había corrido a un
muchacho a caballo, por la picada del puerto viejo. Todavía de tarde se sentía dentro del
monte el aullido agónico del perro. Como dato final, a las nueve llegaron al galope dos
agentes a darnos la filiación de los perros rabiosos vistos, y a recomendarnos sumo cuidado.
Había de sobra para que mamá perdiera el resto de animación que le quedaba. Aunque de
una serenidad a toda prueba, tiene terror a los perros rabiosos, a causa de cierta cosa horrible
que presenció en su niñez. Sus nervios, ya enfermos por el cielo constantemente encapotado
y lluvioso, provocáronle verdaderas alucinaciones de perros que entraban al trote por la
portera.
Había un motivo real para este temor. Aquí, como en todas partes donde la gente pobre tiene
muchos más perros de los que puede mantener, las casas son todas las noches merodeadas
por perros hambrientos, a que los peligros del oficio -un tiro o una mala pedrada- han dado
verdadero proceder de fieras. Avanzan al paso, agachados, los músculos flojos. No se siente
jamás su marcha. Roban -si la palabra tiene sentido aquí- cuánto les exige su atroz hambre.
Al menor rumor -no huyen porque esto haría ruido, sino se alejan al paso, doblando las patas.
Al llegar al pasto se agazapan, y esperan así, tranquilamente, media o una hora, para avanzar
de nuevo.
De aquí la ansiedad de mamá, pues siendo nuestra casa una de las tantas merodeadas,
estábamos desde luego amenazados por la visita de los perros rabiosos, que recordarían el
camino nocturno.
En efecto, esa misma tarde, mientras mamá, un poco olvidada, iba caminando despacio hacia
la portera, oí su grito:
-Federico! ¡Un perro rabioso!
Un perro barcino, con el lomo arqueado, avanzaba al trote en ciega línea recta. Al verme
llegar se detuvo, erizando el lomo. Retrocedí, sin volver el cuerpo, para descolgar la escopeta,
pero el animal se fue. Recorrí inútilmente el camino, sin volverlo a hallar.
Pasaron dos días. El campo continuaba desolado de lluvia y tristeza, mientras el número de
perros rabiosos aumentaba. Como no se podía exponer a los chicos a un terrible tropiezo en
los caminos infestados, la escuela se cerró, y la carretera, ya sin tráfico, privada de este modo
de la bulla escolar que animaba su desamparo, a las siete y a las doce, adquirió lúgubre
silencio.
Mamá no se atrevía a dar un paso fuera del patio. Al menor ladrido miraba sobresaltada hacia
la portera, y apenas anochecía, veía avanzar por entre el pasto ojos fosforescentes. Concluida
la cena se encerraba en su cuarto, el oído atento al más hipotético aullido.
Hasta que la tercera noche me desperté, muy tarde ya: tenía la impresión de haber oído un
grito, pero no podía precisar la sensación. Esperé un rato. Y de pronto un aullido corto,
metálico, de atroz sufrimiento, tembló bajo el corredor.
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-¡Federico! -oí la voz traspasada de emoción de mamá- ¿sentiste?
-Sí -respondí, deslizándome de la cama. Pero ella oyó el ruido.
-¡Por Dios, es un perro rabioso! ¡Federico, no salgas, por Dios! ¡Juana! ¡Dile a tu marido que
no salga! -clamó desesperada, dirigiéndose a mi mujer.
Otro aullido explotó, esta vez en el corredor central, delante de la puerta. Una finísima lluvia
de escalofríos me bañó la médula hasta la cintura. No creo que haya nada más profundamente
lúgubre que un aullido de perro rabioso a esa hora. Subía tras él la voz desesperada de mamá.
-¡Federico! ¡Va a entrar en tu cuarto! ¡No salgas, mi Dios, no salgas! ¡Juana! ¡Dile a tu
marido!…
-¡Federico! -se cogió mi mujer a mi brazo.
Pero la situación podía tornarse muy crítica si esperaba a que el animal entrara, y encendiendo
la lámpara descolgué la escopeta. Levanté de lado la arpillera de la puerta, y no vi más que
el negro triángulo de la profunda tiniebla de afuera. Tuve apenas tiempo de asomar el cuerpo,
cuando sentí que algo firme y tibio me rozaba el muslo; el perro rabioso se entraba en nuestro
cuarto. Le eché violentamente atrás la cabeza con un golpe de rodilla, y súbitamente me lanzó
un mordisco, que falló en un claro golpe de dientes. Pero un instante después sentí un dolor
agudo.
Ni mi mujer ni mi madre se dieron cuenta de que me había mordido.
-¡Federico! ¿Qué fue eso? -gritó mamá que había oído mi detención y la dentellada al aire.
-Nada: quería entrar.
-¡Oh!…
De nuevo, y esta vez detrás del cuarto de mamá, el fatídico aullido explotó.
-¡Federico! ¡Está rabioso! ¡Está rabioso! ¡No salgas! -clamó enloquecida, sintiendo el animal
a un metro de ella.
Hay cosas absurdas que tienen toda la apariencia de un legítimo razonamiento: Salí afuera
con la lámpara en una mano y la escopeta en la otra, exactamente como para buscar a una
rata aterrorizada, que me daría perfecta holgura para colocar la luz en el suelo y matarla en
el extremo de un horcón.
Recorrí los corredores. No se oía un rumor, pero de dentro de las piezas me seguía la
tremenda angustia de mamá y mi mujer que esperaban el estampido.
El perro se había ido.
-¡Federico! -exclamó mamá al sentirme volver por fin-. ¿Se fue el perro?
-Creo que sí; no lo veo. Me parece haber oído un trote cuando salí.
-Sí, yo también sentí… Federico: ¿no estará en tu cuarto?… ¡No tiene puerta, mi Dios!
¡Quédate adentro! ¡Puede volver!
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En efecto, podía volver. Eran las dos y veinte de la mañana. Y juro que fueron fuertes las dos
horas que pasamos mi mujer y yo, con la luz prendida hasta que amaneció, ella acostada, yo
sentado en la cama, vigilando sin cesar la arpillera flotante.
Antes me había curado. La mordedura era nítida, dos agujeros violeta, que oprimí con todas
mis fuerzas, y lavé con permanganato.
Yo creía muy restrictivamente en la rabia del animal. Desde el día anterior se había empezado
a envenenar perros, y algo en la actitud abrumada del nuestro me prevenía en pro de la
estricnina. Quedaban el fúnebre aullido y el mordisco; pero de todos modos me inclinaba a
lo primero. De aquí, seguramente, mi relativo descuido con la herida.
Llegó por fin el día. A las ocho, y a cuatro cuadras de casa, un transeúnte mató de un tiro de
revólver al perro negro que trotaba en inequívoco estado de rabia. En seguida lo supimos,
teniendo de mi parte que librar una verdadera batalla contra mamá y mi mujer para no bajar
a Buenos Aires a darme inyecciones. La herida, franca, había sido bien oprimida, y lavada
con mordiente lujo de permanganato. Todo esto, a los cinco minutos de la mordedura. ¿Qué
demonios podía temer tras esa corrección higiénica? En casa concluyeron por tranquilizarse,
y como la epidemia -provocada seguramente por una crisis de llover sin tregua como jamás
se viera aquí- había cesado casi de golpe, la vida recobró su línea habitual.
Pero no por ello mamá y mi mujer dejaron ni dejan de llevar cuenta exacta del tiempo. Los
clásicos cuarenta días pesan fuertemente, sobre todo en mamá, y aún hoy, con treinta y nueve
transcurridos sin el más leve trastorno, ella espera el día de mañana para echar de su espíritu,
en un inmenso suspiro, el terror siempre vivo que guarda de aquella noche.
El único fastidio, acaso, que para mí ha tenido esto, es recordar punto por punto lo que ha
pasado. Confío en que mañana de noche concluya, con la cuarentena, esta historia, que
mantiene fijos en mí los ojos de mi mujer y de mi madre, como si buscaran en mi expresión
el primer indicio de enfermedad.
* * * * *
Marzo 10
¡Por fin! Espero que de aquí en adelante podré vivir como un hombre cualquiera, que no tiene
suspendidas sobre su cabeza coronas de muerte. Ya han pasado los famosos cuarenta días, y
la ansiedad, la manía de persecuciones y los horribles gritos que esperaban de mí, pasaron
también para siempre.
Mi mujer y mi madre han festejado el fausto acontecimiento de un modo particular:
contándome, punto por punto, todos los terrores que han sufrido sin hacérmelo ver. El más
insignificante desgano mío las sumía en mortal angustia:
-¡Es la rabia que comienza! -gemían.
Si alguna mañana me levanté tarde, durante horas no vivieron, esperando otro síntoma. La
fastidiosa infección en un dedo que me tuvo tres días febril e impaciente, fue para ellas una
absoluta prueba de la rabia que comenzaba, de donde su consternación, más angustiosa por
furtiva.
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Y así el menor cambio de humor, el más leve abatimiento, provocáronles, durante cuarenta
días, otras tantas horas de inquietud.
No obstante esas confesiones retrospectivas, desagradables siempre para el que ha vivido
engañado, aún con la más arcangélica buena voluntad, con todo me he reído buenamente.
-¡Ah, mi hijo! ¡No puedes figurarte lo horrible que es para una madre el pensamiento de que
su hijo pueda estar rabioso! Cualquier otra cosa… ¡pero rabioso, rabioso!…
Mi mujer, aunque más sensata, ha divagado también bastante más de lo que confiesa. ¡Pero
ya se acabó, por suerte! Esta situación de mártir, de bebé vigilado segundo a segundo contra
tal disparatada amenaza de muerte, no es seductora, a pesar de todo. ¡Por fin, de nuevo!
Viviremos en paz, y ojalá que mañana o pasado no amanezca con dolor de cabeza, para
resurrección de las locuras.
* * * * *
Marzo 15
Hubiera querido estar absolutamente tranquilo, pero es imposible. No hay ya más, creo,
posibilidad de que esto concluya. Miradas de soslayo todo el día, cuchicheos incesantes, que
cesan de golpe en cuanto oyen mis pasos, un crispante espionaje de mi expresión cuando
estamos en la mesa, todo esto se va haciendo intolerable.
-¡Pero qué tienen, por favor! -acabo de decirles-. ¿Me hallan algo anormal, no estoy
exactamente como siempre? ¡Ya es un poco cansadora esta historia del perro rabioso!
-¡Pero Federico! -me han respondido, mirándome con sorpresa-. ¡Si no te decimos nada, ni
nos hemos acordado de eso!
¡Y no hacen, sin embargo, otra cosa, otra que espiarme noche y día, día y noche, a ver si la
estúpida rabia de su perro se ha infiltrado en mí!
* * * * *
Marzo 18
Hace tres días que vivo como debería y desearía hacerlo toda la vida. ¡Me han dejado en paz,
por fin, por fin, por fin!
* * * * *
Marzo 19
¡Otra vez! ¡Otra vez han comenzado! Ya no me quitan los ojos de encima, como si sucediera
lo que parecen desear: que esté rabioso. ¡Cómo es posible tanta estupidez en dos personas
sensatas! Ahora no disimulan más, y hablan precipitadamente en voz alta de mí; pero, no sé
por qué, no puedo entender una palabra. En cuanto llego cesan de golpe, y apenas me alejo
un paso recomienza el vertiginoso parloteo. No he podido contenerme y me he vuelto con
rabia:
-¡Pero hablen, hablen delante, que es menos cobarde!
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No he querido oír lo que han dicho y me he ido. ¡Ya no es vida la que llevo!
* * * * *
8 p.m.
¡Quieren irse! ¡Quieren que nos vayamos! ¡Ah, yo sé por qué quieren dejarme!…
* * * * *
Marzo 20 (6 a.m.)
¡Aullidos, aullidos! ¡Toda la noche no he oído más que aullidos! ¡He pasado toda la noche
despertándome a cada momento! ¡Perros, nada más que perros ha habido anoche alrededor
de casa! ¡Y mi mujer y mi madre han fingido el más perfecto sueño, para que yo solo
absorbiera por los ojos los aullidos de todos los perros que me miraban!…
* * * * *
7 a.m.
¡No hay más que víboras! ¡Mi casa está llena de víboras! ¡Al lavarme había tres enroscadas
en la palangana! ¡En el forro del saco había muchas! ¡Y hay más! ¡Hay otras cosas! ¡Mi
mujer me ha llenado la casa de víboras! ¡Ha traído enormes arañas peludas que me persiguen!
¡Ahora comprendo por qué me espiaba día y noche! ¡Ahora comprendo todo! ¡Quería irse
por eso!
* * * * *
7.15 a.m.
¡El patio está lleno de víboras! ¡No puedo dar un paso! ¡No, no!… ¡Socorro!…
* * * * *
¡Mi mujer se va corriendo! ¡Mi madre se va! ¡Me han asesinado!… ¡Ah, la escopeta!…
¡Maldición! ¡Está cargada con munición! Pero no importa…
* * * * *
¡Qué grito ha dado! Le erré… ¡Otra vez las víboras! ¡Allí, allí hay una enorme!… ¡Ay!
¡Socorro, socorro!!
* * * * *
¡Todos me quieren matar! ¡Las han mandado contra mí, todas! ¡El monte está lleno de arañas!
¡Me han seguido desde casa!…
Ahí viene otro asesino… ¡Las trae en la mano! ¡Viene echando víboras en el suelo! ¡Viene
sacando víboras de la boca y las echa en el suelo contra mí! ¡Ah! pero ese no vivirá mucho…
¡Le pegué! ¡Murió con todas las víboras!… ¡Las arañas! ¡Ay! ¡Socorro!!
* * * * *
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¡Ahí vienen, vienen todos!… ¡Me buscan, me buscan!… ¡Han lanzado contra mí un millón
de víboras! ¡Todos las ponen en el suelo! ¡Y yo no tengo más cartuchos!… ¡Me han visto!…
Uno me apunta…
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El hijo [Cuento - Texto completo.]
Horacio Quiroga
Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede
deparar la estación. La naturaleza, plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.
Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.
-Ten cuidado, chiquito -dice a su hijo, abreviando en esa frase todas las observaciones del
caso y que su hijo comprende perfectamente.
-Si, papá -responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de
su camisa, que cierra con cuidado.
-Vuelve a la hora de almorzar -observa aún el padre.
-Sí, papá -repite el chico.
Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte. Su padre lo
sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.
Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del
peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no
tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos
aún de sorpresa infantil. No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con
la mente la marcha de su hijo.
Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.
Para cazar en el monte -caza de pelo- se requiere más paciencia de la que su cachorro puede
rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el
bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo
Juan ha descubierto días anteriores. Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la
pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá -menos
aún- y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha
regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre
y pólvora blanca.
Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de
aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe…
No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo,
educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies
y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la
escasez de sus propias fuerzas.
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Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan
fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!
El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si
desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.
De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a
su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles,
sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.
Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir
más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento.
Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller
una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de
caza.
Horrible caso… Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece
haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo y seguro del porvenir.
En ese instante, no muy lejos, suena un estampido.
-La Saint-Étienne… -piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en
el monte…
Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.
El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire -piedras, tierra,
árboles-, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que
llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora
toda la vida tropical.
El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte. Su hijo debía
estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro -el padre de sienes
plateadas y la criatura de trece años-, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: “Sí,
papá”, hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo
partir. Y no ha vuelto.
El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan
fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo
mientras se descansa inmóvil?
El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en
el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum,
e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de
la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido.
Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.
¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un
hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde
la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que
pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.
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Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha
visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un
alambrado, una gran desgracia…
La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte,
costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.
Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza
conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da
en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.
Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría, terrible y consumada: ha
muerto su hijo al cruzar un… ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es
tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio ! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos
con la escopeta en la mano…
El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire… ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a
otro lado, y a otro y a otro…
Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha
llamado a su hijo. Aunque su corazón clama por él a gritos, su boca continúa muda. Sabe
bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de
su muerte.
-¡Chiquito! -se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar,
tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.
Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre
buscando a su hijo que acaba de morir.
-¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! -clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.
Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la
frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque, ve
centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su…
-¡Chiquito…! ¡Mi hijo!
Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la más atroz pesadilla tienen
también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente
desembocar de un pique lateral a su hijo.
A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin
machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.
-Chiquito… -murmura el hombre. Y, exhausto, se deja caer sentado en la arena albeante,
rodeando con los brazos las piernas de su hijo.
La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia
despacio la cabeza:
-Pobre papá…
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En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres…
Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.
-¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora…? -murmura aún el primero.
-Me fijé, papá… Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí…
-¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!
-Piapiá… -murmura también el chico.
Después de un largo silencio:
-Y las garzas, ¿las mataste? -pregunta el padre.
-No.
Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra
de espartillo, el hombre vuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los
suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque
quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.
Sonríe de alucinada felicidad… Pues ese padre va solo.
A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y
con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto
desde las diez de la mañana.
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El vampiro [Cuento - Texto completo.]
Horacio Quiroga
-Sí -dijo el abogado Rhode-. Yo tuve esa causa. Es un caso, bastante raro por aquí, de
vampirismo. Rogelio Castelar, un hombre hasta entonces normal fuera de algunas fantasías,
fue sorprendido una noche en el cementerio arrastrando el cadáver recién enterrado de una
mujer. El individuo tenía las manos destrozadas porque había removido un metro cúbico de
tierra con las uñas. En el borde de la fosa yacían los restos del ataúd, recién quemado. Y
como complemento macabro, un gato, sin duda forastero, yacía por allí con los riñones rotos.
Como ven, nada faltaba al cuadro.
En la primera entrevista con el hombre vi que tenía que habérmelas con un fúnebre loco. Al
principio se obstinó en no responderme, aunque sin dejar un instante de asentir con la cabeza
a mis razonamientos. Por fin pareció hallar en mí al hombre digno de oírle. La boca le
temblaba por la ansiedad de comunicarse.
-¡Ah! ¡Usted me entiende! -exclamó, fijando en mí sus ojos de fiebre. Y continuó con un
vértigo de que apenas puede dar idea lo que recuerdo:
-¡A usted le diré todo! ¡Sí! ¿Que cómo fue eso del ga… de la gata? ¡Yo! ¡Solamente yo!
Óigame: Cuando yo llegué… allá, mi mujer…
-¿Dónde allá? –le interrumpí.
-Allá… ¿La gata o no? ¿Entonces?… Cuando yo llegué mi mujer corrió como una loca a
abrazarme. Y en seguida se desmayó. Todos se precipitaron entonces sobre mí, mirándome
con ojos de locos. ¡Mi casa! ¡Se había quemado, derrumbado, hundido con todo lo que tenía
dentro! ¡Esa, esa era mi casa! ¡Pero ella no, mi mujer mía! Entonces un miserable devorado
por la locura me sacudió el hombro, gritándome:
-¿Qué hace? ¡Conteste!
Y yo le contesté:
-¡Es mi mujer! ¡Mi mujer mía que se ha salvado!
Entonces se levantó un clamor:
-¡No es ella! ¡Esa no es!
Sentí que mis ojos, al bajarse a mirar lo que yo tenía entre mis brazos, querían saltarse de las
órbitas ¿No era esa María, la María de mí, y desmayada? Un golpe de sangre me encendió
los ojos y de mis brazos cayó una mujer que no era María. Entonces salté sobre una barrica
y dominé a todos los trabajadores. Y grité con la voz ronca:
-¡Por qué! ¡Por qué!
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Ni uno solo estaba peinado porque el viento les echaba a todos el pelo de costado. Y los ojos
de fuera mirándome. Entonces comencé a oír de todas partes:
-Murió.
-Murió aplastada.
-Murió.
-Gritó.
-Gritó una sola vez.
-Yo sentí que gritaba.
-Yo también.
-Murió.
-La mujer de él murió aplastada.
-¡Por todos los santos! -grité yo entonces retorciéndome las manos-. ¡Salvémosla,
compañeros! ¡Es un deber nuestro salvarla!
Y corrimos todos. Todos corrimos con silenciosa furia a los escombros. Los ladrillos volaban,
los marcos caían desescuadrados y la remoción avanzaba a saltos.
A las cuatro yo solo trabajaba. No me quedaba una uña sana, ni en mis dedos había otra cosa
que escarbar. ¡Pero en mi pecho! ¡Angustia y furor de tremebunda desgracia que temblaste
en mi pecho al buscar a mi María!
No quedaba sino el piano por remover. Había allí un silencio de epidemia, una enagua caída
y ratas muertas. Bajo el piano tumbado, sobre el piso granate de sangre y carbón, estaba
aplastada la sirvienta.
Yo la saqué al patio, donde no quedaban sino cuatro paredes silenciosas, viscosas de alquitrán
y agua. El suelo resbaladizo reflejaba el cielo oscuro. Entonces cogí a la sirvienta y comencé
a arrastrarla alrededor del patio.
Eran míos esos pasos. ¡Y qué pasos! ¡Un paso, otro paso otro paso!
En el hueco de una puerta -carbón y agujero, nada más- estaba acurrucada la gata de casa,
que había escapado al desastre, aunque estropeada. La cuarta vez que la sirvienta y yo
pasamos frente a ella, la gata lanzó un aullido de cólera.
¡Ah! ¿No era yo, entonces?, grité desesperado. ¿No fui yo el que buscó entre los escombros,
la ruina y la mortaja de los marcos, un solo pedazo de mi María!
La sexta vez que pasamos delante de la gata, el animal se erizó. La séptima vez se levantó,
llevando a la rastra las patas de atrás. Y nos siguió entonces así, esforzándose por mojar la
lengua en el pelo engrasado de la sirvienta -¡de ella, de María, no maldito rebuscador de
cadáveres!
-¡Rebuscador de cadáveres! -repetí yo mirándolo-. ¡Pero entonces eso fue en el cementerio!
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El vampiro se aplastó entonces el pelo mientras me miraba con sus inmensos ojos de loco.
-¡Conque sabías entonces! -articuló-. ¡Conque todos lo saben y me dejan hablar una hora!
¡Ah! -rugió en un sollozo echando la cabeza atrás y deslizándose por la pared hasta caer
sentado-: ¡Pero quién me dice al miserable yo, aquí, por qué en mi casa me arranqué las uñas
para no salvar del alquitrán ni el pelo colgante de mi María!
No necesitaba más, como ustedes comprenden -concluyó el abogado-, para orientarme
totalmente respecto del individuo. Fue internado en seguida. Hace ya dos años de esto, y
anoche ha salido, perfectamente curado…
-¿Anoche? -exclamó un hombre joven de riguroso luto-. ¿Y de noche se da de alta a los
locos?
-¿Por qué no? El individuo está curado, tan sano como usted y como yo. Por lo demás, si
reincide, lo que es de regla en estos vampiros, a estas horas debe de estar ya en funciones.
Pero estos no son asuntos míos. Buenas noches, señores.
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La insolación [Cuento - Texto completo.]
Horacio Quiroga
El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y perezoso. Se detuvo
en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil, y se sentó
tranquilo. Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte
y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del monte. Éste cerraba el horizonte,
a doscientos metros, por tres lados de la chacra. Hacia el Oeste el campo se ensanchaba y
extendía en abra, pero que la ineludible línea sombría enmarcaba a lo lejos.
A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiría reposada nitidez. No
había una nube ni un soplo de viento. Bajo la calma del cielo plateado el campo emanaba
tónica frescura que traía al alma pensativa, ante la certeza de otro día de seca, melancolías de
mejor compensado trabajo.
Milk, el padre del cachorro, cruzó a la vez el patio y se sentó al lado de aquél, con perezoso
quejido de bienestar. Ambos permanecían inmóviles, pues aún no había moscas.
Old, que miraba hacía rato a la vera del monte, observó:
-La mañana es fresca.
Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija, parpadeando distraído. Después
de un rato dijo:
-En aquel árbol hay dos halcones.
Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba y continuaron mirando por costumbre las
cosas.
Entretanto, el Oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el horizonte había perdido
ya su matinal precisión. Milk cruzó las patas delanteras y al hacerlo sintió un leve dolor. Miró
sus dedos sin moverse, decidiéndose por fin a olfatearlos. El día anterior se había sacado un
pique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente el dedo enfermo.
-No podía caminar -exclamó en conclusión.
Old no comprendió a qué se refería. Milk agregó:
-Hay muchos piques.
Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su cuenta, después de largo rato:
-Hay muchos piques.
Uno y otro callaron de nuevo, convencidos.
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El sol salió, y en el primer baño de su luz, las pavas del monte lanzaron al aire puro el
tumultuoso trompeteo de su charanga. Los perros, dorados al sol oblicuo, entornaron los ojos,
dulcificando su molicie en beato pestañeo. Poco a poco la pareja aumentó con la llegada de
los otros compañeros: Dick, el taciturno preferido; Prince, cuyo labio superior, partido por
un coatí, dejaba ver los dientes, e Isondú, de nombre indígena. Los cinco foxterriers, tendidos
y beatos de bienestar, durmieron.
Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del bizarro rancho de dos pisos
-el inferior de barro y el alto de madera, con corredores y baranda de chalet-, habían sentido
los pasos de su dueño, que bajaba la escalera. Míster Jones, la toalla al hombro, se detuvo un
momento en la esquina del rancho y miró el sol, alto ya. Tenía aún la mirada muerta y el
labio pendiente tras su solitaria velada de whisky, más prolongada que las habituales.
Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas, meneando con pereza el
rabo. Como las fieras amaestradas, los perros conocen el menor indicio de borrachera en su
amo. Alejáronse con lentitud a echarse de nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo presto
abandonar aquél por la sombra de los corredores.
El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes: seco, límpido, con catorce horas de
sol calcinante que parecía mantener el cielo en fusión, y que en un instante resquebrajaba la
tierra mojada en costras blanquecinas. Míster Jones fue a la chacra, miró el trabajo del día
anterior y retornó al rancho. En toda esa mañana no hizo nada. Almorzó y subió a dormir la
siesta.
Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora de fuego, pues los yuyos
no dejaban el algodonal. Tras ellos fueron los perros, muy amigos del cultivo desde el
invierno pasado, cuando aprendieron a disputar a los halcones los gusanos blancos que
levantaba el arado. Cada perro se echó bajo un algodonero, acompañando con su jadeo los
golpes sordos de la azada.
Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente de sol, el aire vibraba a
todos lados, dañando la vista. La tierra removida exhalaba vaho de horno, que los peones
soportaban sobre la cabeza, envuelta hasta las orejas en el flotante pañuelo, con el mutismo
de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban a cada rato de planta, en procura de más
fresca sombra. Tendíanse a lo largo, pero la fatiga los obligaba a sentarse sobre las patas
traseras, para respirar mejor.
Reverberaba ahora adelante de ellos un pequeño páramo de greda que ni siquiera se había
intentado arar. Allí, el cachorro vio de pronto a Míster Jones que lo miraba fijamente, sentado
sobre un tronco. Old se puso en pie meneando el rabo. Los otros levantáronse también, pero
erizados.
-Es el patrón -dijo el cachorro, sorprendido de la actitud de aquéllos.
-No, no es él -replicó Dick.
Los cuatro perros estaban apiñados gruñendo sordamente, sin apartar los ojos de míster Jones,
que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro, incrédulo, fue a avanzar, pero Prince le
mostró los dientes:
-No es él, es la Muerte.
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El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.
-¿Es el patrón muerto? -preguntó ansiosamente. Los otros, sin responderle, rompieron a
ladrar con furia, siempre en actitud temerosa. Pero míster Jones se desvanecía ya en el aire
ondulante.
Al oír los ladridos, los peones habían levantado la vista, sin distinguir nada. Giraron la cabeza
para ver si había entrado algún caballo en la chacra, y se doblaron de nuevo.
Los foxterriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizado aún, se adelantaba y
retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo de la experiencia de sus compañeros que
cuando una cosa va a morir, aparece antes.
-¿Y cómo saben que ése que vimos no era el patrón vivo? -preguntó.
-Porque no era él -le respondieron displicentes.
¡Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, las patadas, estaba sobre ellos!
Pasaron el resto de la tarde al lado de su patrón, sombríos y alerta. Al menor ruido gruñían,
sin saber hacia dónde.
Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en la calma de la noche plateada
los perros se estacionaron alrededor del rancho, en cuyo piso alto míster Jones recomenzaba
su velada de whisky. A media noche oyeron sus pasos, luego la caída de las botas en el piso
de tablas, y la luz se apagó. Los perros, entonces, sintieron más el próximo cambio de dueño,
y solos al pie de la casa dormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro, volcando sus
sollozos convulsivos y secos, como masticados, en un aullido de desolación, que la voz
cazadora de Prince sostenía, mientras los otros tomaban el sollozo de nuevo. El cachorro sólo
podía ladrar. La noche avanzaba, y los cuatro perros de edad, agrupados a la luz de la luna,
el hocico extendido e hinchado de lamentos -bien alimentados y acariciados por el dueño que
iban a perder-, continuaban llorando a lo alto su doméstica miseria.
A la mañana siguiente míster Jones fue él mismo a buscar las mulas y las unció a la carpidora,
trabajando hasta las nueve. No estaba satisfecho, sin embargo. Fuera de que la tierra no había
sido nunca bien rastreada, las cuchillas no tenían filo, y con el paso rápido de las mulas, la
carpidora saltaba. Volvió con ésta y afiló sus rejas; pero un tornillo en que ya al comprar la
máquina había notado una falla, se rompió al armarla. Mandó un peón al obraje próximo,
recomendándole cuidara del caballo, un buen animal, pero asoleado. Alzó la cabeza al sol
fundente de mediodía, e insistió en que no galopara ni un momento. Almorzó en seguida y
subió. Los perros, que en la mañana no habían dejado un segundo a su patrón, se quedaron
en los corredores.
La siesta pesaba, agobiada de luz y silencio. Todo el contorno estaba brumoso por las
quemazones. Alrededor del rancho la tierra blanquizca del patio, deslumbraba por el sol a
plomo, parecía deformarse en trémulo hervor, que adormecía los ojos parpadeantes de los
foxterriers.
-No ha aparecido más -dijo Milk.
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Old, al oír aparecido, levantó vivamente las orejas. Incitado por la evocación el cachorro se
puso en pie y ladró, buscando a qué. Al rato calló, entregándose con sus compañeros a su
defensiva cacería de moscas.
-No vino más -agregó Isondú.
-Había una lagartija bajo el raigón -recordó por primera vez Prince.
Una gallina, el pico abierto y las alas apartadas del cuerpo, cruzó el patio incandescente con
su pesado trote de calor. Prince la siguió perezosamente con la vista y saltó de golpe.
-¡Viene otra vez! -gritó.
Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido el peón. Los perros se
arquearon sobre las patas, ladrando con furia a la Muerte, que se acercaba. El caballo
caminaba con la cabeza baja, aparentemente indeciso sobre el rumbo que debía seguir. Al
pasar frente al rancho dio unos cuantos pasos en dirección al pozo, y se desvaneció
progresivamente en la cruda luz.
Míster Jones bajó; no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montaje de la carpidora, cuando
vio llegar inesperadamente al peón a caballo. A pesar de su orden, tenía que haber galopado
para volver a esa hora. Apenas libre y concluida su misión, el pobre caballo, en cuyos ijares
era imposible contar los latidos, tembló agachando la cabeza, y cayó de costado. Míster Jones
mandó a la chacra, todavía de sombrero y rebenque, al peón para no echarlo si continuaba
oyendo sus jesuísticas disculpas.
Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón, se había conformado
con el caballo. Sentíanse alegres, libres de preocupación, y en consecuencia disponíanse a ir
a la chacra tras el peón, cuando oyeron a míster Jones que le gritaba pidiéndole el tornillo.
No había tornillo: el almacén estaba cerrado, el encargado dormía, etc. Míster Jones, sin
replicar, descolgó su casco y salió él mismo en busca del utensilio. Resistía el sol como un
peón, y el paseo era maravilloso contra su mal humor.
Los perros salieron con él, pero se detuvieron a la sombra del primer algarrobo; hacía
demasiado calor. Desde allí, firmes en las patas, el ceño contraído y atento, veían alejarse a
su patrón. Al fin el temor a la soledad pudo más, y con agobiado trote siguieron tras él.
Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia, desde luego, evitando la
polvorienta curva del camino, marchó en línea recta a su chacra. Llegó al riacho y se internó
en el pajonal, el diluviano pajonal del Saladito, que ha crecido, secado y retoñado desde que
hay paja en el mundo, sin conocer fuego. Las matas, arqueadas en bóveda a la altura del
pecho, se entrelazan en bloques macizos. La tarea de cruzarlo, sería ya con día fresco, era
muy dura a esa hora. Míster Jones lo atravesó, sin embargo, braceando entre la paja
restallante y polvorienta por el barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatiga y acres
vahos de nitrato.
Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecer quieto bajo ese sol y ese
cansancio. Marchó de nuevo. Al calor quemante que crecía sin cesar desde tres días atrás,
agregábase ahora el sofocamiento del tiempo descompuesto. El cielo estaba blanco y no se
sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíaca, que no permitía concluir la
respiración.
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Míster Jones adquirió el convencimiento de que había traspasado su límite de resistencia.
Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido de las carótidas. Sentíase en el aire, como
si de dentro de la cabeza le empujaran el cráneo hacia arriba. Se mareaba mirando el pasto.
Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez… Y de pronto volvió en sí y se halló en
distinto paraje: había caminado media cuadra sin darse cuenta de nada. Miró atrás, y la cabeza
se le fue en un nuevo vértigo.
Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua afuera. A veces, asfixiados,
deteníanse en la sombra de un espartillo; se sentaban, precipitando su jadeo, para volver en
seguida al tormento del sol. A1 fin, como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote.
Fue en ese momento cuando Old, que iba adelante, vio tras el alambrado de la chacra a míster
Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos. El cachorro, con súbito recuerdo, volvió
la cabeza a su patrón, y confrontó.
-¡La Muerte, la Muerte! -aulló.
Los otros lo habían visto también, y ladraban erizados, y por un instante creyeron que se iba
a equivocar; pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo con sus ojos celestes, y
marchó adelante.
-¡Que no camine ligero el patrón! -exclamó Prince.
-¡Va a tropezar con él! -aullaron todos.
En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero no directamente sobre ellos
como antes, sino en línea oblicua y en apariencia errónea, pero que debía llevarlo justo al
encuentro de míster Jones. Los perros comprendieron que esta vez todo concluía, porque su
patrón continuaba caminando a igual paso como un autómata, sin darse cuenta de nada. El
otro llegaba ya. Los perros hundieron el rabo y corrieron de costado, aullando. Pasó un
segundo y el encuentro se produjo. Míster Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y se
desplomó.
Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron a prisa al rancho, pero fue inútil toda el agua;
murió sin volver en sí. Míster Moore, su hermano materno, fue allá desde Buenos Aires,
estuvo una hora en la chacra, y en cuatro días liquidó todo, volviéndose en seguida al Sur.
Los indios se repartieron los perros, que vivieron en adelante flacos y sarnosos, e iban todas
las noches con hambriento sigilo a robar espigas de maíz en las chacras ajenas.
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Para noche de insomnio
A Ningún hombre, lo repito, ha narrado con más magia
las excepciones de la vida humana y de la naturaleza, los ardores de la
curiosidad de la convalecencia, los fines de estación cargados de esplendores
enervantes, los tiempos cálidos, húmedos y brumosos, en que el viento del
sud debilita y distiende los nervios como las cuerdas de un instrumento, en
que los ojos se llenan de lágrimas que no vienen del corazón; la alucinación,
dejando al principio bien pronto conocida y razonadora como un libro; el
absurdo instalándose en la inteligencia y gobernándola con una espantable
lógica; la histeria usurpando el sitio de la voluntad, la contradicción
establecida entre los nervios y el espíritu, y el hombre desacordado hasta el
punto de expresar el dolor por la risa.
Baudelaire (Vida y obras de Edgar Poe)
A todos nos había sorprendido la fatal noticia; y quedamos aterrados cuando un criado nos
trajo —volando— detalles de su muerte. Aunque hacía mucho tiempo que notábamos en
nuestro amigo señales de desequilibrio, no pensamos que nunca pudiera llegar a ese extremo.
Había llevado a cabo el suicidio más espantoso sin dejarnos un recuerdo para sus amigos. Y,
cuando lo tuvimos en nuestra presencia, volvimos el rostro, presos de una compasión
horrorizada.
Aquella tarde húmeda y nublada hacía que nuestra impresión fuera más fuerte. El cielo estaba
lívido, y una neblina fosca cruzaba el horizonte. Condujimos el cadáver en un carruaje,
apelotonados por un horror creciente. La noche venía encima; y por la portezuela mal cerrada
caía un río de sangre que marcaba en rojo nuestra marcha
Iba tendido sobre nuestras piernas, y las últimas luces de aquel día amarillento daban de pleno
en su rostro violado con manchas lívidas. Su cabeza se sacudía de un lado para otro. A cada
golpe en el adoquinado, sus párpados se abrían y nos miraba con sus ojos vidriosos, duros y
empañados.
Nuestras ropas estaban empapadas en sangre; y por las manos de los que le sostenían el
cuello, se deslizaba una baba viscosa y fría que a cada sacudida brotaba de sus labios.
No sé debido a qué causa, pero creo que nunca en mi vida he sentido igual impresión. Al solo
contacto de sus miembros rígidos, sentía un escalofrío en todo el cuerpo. Extrañas ideas de
superstición llenaban mi cabeza. Mis ojos adquirían una fijeza hipnótica mirándolo y, en el
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horror de toda mi imaginación, me parecía verle abrir la boca en una mueca espantosa,
clavarme la mirada y abalanzarse sobre mí, llenándome de sangre fría y coagulada.
Mis cabellos se erizaban, y no pude menos de dar un grito de angustia, convulsivo y delirante,
y echarme para atrás.
En aquel momento el muerto se escapaba de nuestras rodillas y caía al fondo del carruaje
cuando era completamente de noche, en la oscuridad, nos apretamos las manos, temblando
de arriba abajo, sin atrevernos a mirarnos.
Todas las viejas ideas de niño, creencias absurdas, se encarnaron en nosotros. Levantamos
las piernas a los asientos, inconscientemente, llenos de horror, mientras en el fondo del
carruaje el muerto se sacudía de un lado a otro.
Poco a poco nuestras piernas comenzaron a enfriarse. Era un hielo que subía desde el fondo,
que avanzaba por el cuerpo, como si la muerte fuese contagiándose en nosotros. No nos
atrevíamos a movernos. De cuando en cuando nos inclinábamos hacia el fondo, y nos
quedábamos mirando por largo rato en la oscuridad, con los ojos espantosamente abiertos,
creyendo ver al muerto que se enderezaba con una mueca de delirio, riendo, mirándonos,
poniendo la muerte en cada uno, riéndose, acercaba su cara a las nuestras, en la noche
veíamos brillar sus ojos, y se reía, y quedábamos helados, muertos, muertos, en aquel carruaje
que nos conducía por las calles mojadas...
Nos encontramos de nuevo en la sala, todos reunidos, sentados en hilera. Habían colocado el
cajón en medio de la sala y no habían cambiado la ropa del muerto por estar ya muy rígidos
sus miembros. Tenía la cabeza ligeramente inclinada con la boca y nariz tapadas con algodón.
Al verlo de nuevo, un temblor nos sacudió todo el cuerpo y nos miramos a hurtadillas. La
sala estaba llena de gente que cruzaba a cada momento, y esto nos distraía algo. De cuando
en cuando, solamente, observábamos al muerto, hinchado y verdoso, que estaba tendido en
el cajón.
Al cabo de media hora, sentí que me tocaban y me di vuelta. Mis amigos estaban lívidos.
Desde el lugar en que nos encontrábamos, el muerto nos miraba. Sus ojos parecían
agrandados, opacos, terriblemente fijos. La fatalidad nos llevaba bajo sus miradas, sin darnos
cuenta, como unidos a la muerte, al muerto que no quería dejarnos. ¡Los cuatro nos quedamos
amarillos, inmóviles ante la cara que a tres pasos estaba dirigida a nosotros, siempre a
nosotros!
Dieron las cuatro de la mañana y quedamos completamente solos. Instantáneamente el miedo
volvió a apoderarse de nosotros.
Primero un estupor tembloroso, luego una desesperación desolada y profunda, y por fin una
cobardía inconcebible a nuestras edades, un presentimiento preciso de algo espantoso que
iba a pasar.
Afuera, la calle estaba llena de brumas, y el ladrido de los perros se prolongaba en un aullido
lúgubre. Los que han velado a una persona y de repente se han dado cuenta de que están solos
con el cadáver, excitados, como estábamos nosotros, y han oído de pronto llorar a un perro,
han oído gritar a una lechuza en la madrugada de una noche de muerte, solos con él,
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comprenderán la impresión nuestra, ya sugestionados por el miedo, y con terribles dudas a
veces sobre la horrible muerte del amigo.
Quedamos solos, como he dicho; y, al poco rato, un ruido sordo, como de un barboteo
apresurado recorrió la sala. Salía del cajón donde estaba el muerto, allí, a tres pasos, lo
veíamos bien, levantando el busto con los algodones esponjados, horriblemente lívido,
mirándonos fijamente y se enderezaba poco a poco, apoyándose en los bordes de la caja,
mientras se erizaban nuestros cabellos, nuestras frentes se cubrían de sudor, mientras que el
barboteo era cada vez más ruidoso, y sonó una risa extraña, extrahumana, como vomitada,
estomacal y epiléptica, y nos levantamos desesperados, y echamos a correr, despavoridos,
locos de terror, perseguidos de cerca por las risas y los pasos de aquella espantosa
resurrección.
Cuando llegué a casa, abrí el cuarto, y descorrí las sábanas, siempre huyendo, vi al muerto,
tendido en la cama, amarilleando por la luz de la madrugada, muerto con mis tres amigos que
estaban helados, todos tendidos en la cama, helados y muertos...
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El Yaciyateré2
Cuando uno ha visto a un chiquilín reírse a las dos de la mañana como un loco, con una fiebre
de cuarenta y dos grados, mientras afuera ronda un yaciyateré, se adquiere de golpe sobre las
supersticiones ideas que van hasta el fondo de los nervios.
Se trata aquí de una simple superstición. La gente del sur dice que el yaciyateré es un
pajarraco desgarbado que canta de noche. Yo no lo he visto, pero lo he oído mil veces. El
cantito es muy fino y melancólico. Repetido y obsediante, como el que más. Pero en el norte,
el yaciyateré es otra cosa.
Una tarde, en Misiones, fuimos un amigo y yo a probar una vela nueva en el Paraná, obra de
nuestro ingenio. También la canoa era obra nuestra, construida en la bizarra proporción del
1:8. Poco estable, como se ve, pero capaz de filar como una torpedera.
Salimos a las cinco de la tarde, en verano. Desde la mañana no había viento. Se aprontaba
una magnífica tormenta, y el calor pasaba de lo soportable. El río corría untuoso bajo el cielo
blanco. No podíamos quitarnos un instante los anteojos amarillos, pues la doble rever-
beración de cielo y agua enceguecía. Además, principio de jaqueca en mi compañero. Y ni
el más leve soplo de aire.
Pero una tarde así en Misiones, con una atmósfera de esas tras cinco días de viento norte, no
indica nada bueno para el sujeto que está derivando por el Paraná en canoa de carrera. Nada
más difícil, por otro lado, que remar en ese ambiente.
Seguimos a la deriva, atentos al horizonte del sur, hasta llegar al Teyucuaré. La tormenta
venía.
Estos cerros del Teyucuaré, tronchados a pico sobre el río en enormes cantiles de asperón
rosado, por los que se descuelgan las lianas del bosque, entran profundamente en el Paraná
formando hacia San Ignacio una honda ensenada, a perfecto resguardo del viento sur.
Grandes bloques de piedra desprendidos del acantilado erizan el litoral, contra el cual el
Paraná entero tropieza, remolinea y se escapa por fin aguas abajo, en rápidos agujereados de
remolinos. Pero desde el cabo final, y contra la costa misma, el agua remansa lamiendo
lentamente el Teyucuaré hasta el fondo del golfo.
En dicho cabo, y a resguardo de un inmenso bloque para evitar las sorpresas del viento,
encallamos la canoa y nos sentamos a esperar. Pero las piedras barnizadas quemaban
literalmente, aunque no había sol, y bajamos a aguardar en cuclillas a orillas del agua.
El sur, sin embargo, había cambiado de aspecto. Sobre el monte lejano, un blanco rollo de
viento ascendía, arrastrando tras él un toldo azul de lluvia. El río, súbitamente opaco, se había
rizado.
Todo esto es rápido. Alzamos la vela, empujamos la canoa, y bruscamente, tras el negro
bloque, el viento pasó raspando el agua. Fue una sola sacudida de cinco segundos; y ya había
2 Quiroga, H. (2018). Para noche de insomnio y otros cuentos. México: Santillana.
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olas. Remamos hacia la punta de la restinga, pues tras el parapeto del acantilado no se movía
aún una hoja. De pronto cruzamos la línea –imaginaria, si se quiere, pero perfectamente
definida–, y el viento nos cogió.
Véase ahora: nuestra vela tenía tres metros cuadrados, lo que es bien poco, y entramos con
35 grados en el viento. Pues bien; la vela voló, arrancada como un simple pañuelo y sin que
la canoa hubiera tenido tiempo de sentir la sacudida. Instantáneamente el viento nos arrastró.
No mordía sino en nuestros cuerpos; pero era bastante para contrarrestar remos, timón, todo
lo que hiciéramos. Y ni siquiera de popa; nos llevaba de costado, borda tumbada como una
cosa náufraga.
Viento y agua, ahora. Todo el río, sobre la cresta de las olas, estaba blanco por el chal de
lluvia que el viento llevaba de una ola a otra, rompía y anudaba en bruscas sacudidas
convulsivas. Luego, la fulminante rapidez con que se forman las olas a contracorriente en un
río que no da fondo allí a sesenta brazas. En un solo minuto el Paraná se había transformado
en un mar huracanado, y nosotros, en dos náufragos. Íbamos siempre empujados de costado,
tumbados, cargando veinte litros de agua a cada golpe de ola, ciegos de agua, con la cara
dolorida por los latigazos de la lluvia y temblando de frío.
En Misiones, con una tempestad de verano, se pasa muy fácilmente de cuarenta grados a
quince, y en un solo cuarto de hora. No se enferma nadie, porque el país es así, pero se muere
uno de frío.
Pleno mar, en fin. Nuestra única esperanza era la playa de Blosset –playa de arcilla,
felizmente–, contra la cual nos precipitábamos. No sé si la canoa hubiera resistido a flote un
golpe más; pero cuando una ola nos lanzó a cinco metros dentro de tierra, nos consideramos
bien felices. Aún así tuvimos que salvar la canoa, que bajaba y subía al pajonal como un
corcho, mientras nos hundíamos en la arcilla podrida y la lluvia nos golpeaba como piedras.
Salimos de allí; pero a las cinco cuadras estábamos muertos de fatiga –bien caliente esta vez–
. ¿Continuar por la playa? Imposible. Y cortar el monte en una noche de tinta, aunque se
tenga un Collins en la mano, es cosa de locos.
Esto hicimos, no obstante. Alguien ladró de pronto –o, mejor, aulló; porque los perros de
monte sólo aúllan–, y tropezamos con un rancho. En el rancho había, no muy visible a la
llama del fogón, un peón, su mujer y tres chiquilines. Además, una arpillera tendida como
hamaca, dentro de la cual una criatura se moría con un ataque cerebral.
—¿Qué tiene –preguntamos.
—Es un daño –respondieron los padres, después de volver un instante la cabeza a la arpillera.
Estaban sentados, indiferentes. Los chicos, en cambio, eran todo ojos hacia afuera. En ese
momento, lejos, cantó el yaciyateré. Instantáneamente los muchachos se taparon cara y
cabeza con los brazos.
—¡Ah! El yaciyateré –pensamos–. Viene a buscar al chiquilín. Por lo menos lo dejará loco.
El viento y el agua habían pasado, pero la atmósfera estaba muy fría. Un rato después, pero
mucho más cerca, el yaciyateré cantó de nuevo. El chico enfermo se agitó en la hamaca. Los
padres miraban siempre el fogón, indiferentes. Les hablamos de paños de agua fría en la
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cabeza. No nos entendían, ni valía la pena, por lo demás. ¿Qué iba a hacer eso contra el
yaciyateré?
Creo que mi compañero había notado, como yo, la agitación del chico al acercarse el pájaro.
Proseguimos tomando mate, desnudos de cintura arriba, mientras nuestras camisas humeaban
secándose contra el fuego. No hablábamos; pero en el rincón lóbrego se veían muy bien los
ojos espantados de los muchachos.
Afuera, el monte goteaba aún. De pronto, a media cuadra escasa, el yaciyateré cantó. La
criatura enferma respondió con una carcajada.
Bueno. El chico volaba de fiebre, porque tenía una meningitis, y respondía con una carcajada
al llamado del yaciyateré.
Nosotros tomábamos mate. Nuestras camisas se secaban. La criatura estaba ahora inmóvil.
Sólo de vez en cuando roncaba, con un sacudón de cabeza hacia atrás.
Afuera, en el bananal esta vez, el yaciyateré cantó. La criatura respondió enseguida con otra
carcajada. Los muchachos dieron un grito y la llama del fogón se ahogó.
A nosotros, un escalofrío nos corrió de arriba abajo. Alguien, que cantaba afuera, se iba
acercando, y de esto no había duda. Un pájaro; muy bien, y nosotros lo sabíamos. Y a ese
pájaro que venía a robar o enloquecer a la criatura, la criatura misma respondía con una
carcajada a cuarenta y dos grados.
La leña húmeda llameaba de nuevo, y los inmensos ojos de los chicos lucían otra vez. Salimos
un instante afuera. La noche había aclarado, y podríamos encontrar la picada. Algo de humo
había todavía en nuestras camisas; pero cualquier cosa antes que aquella risa de meningitis...
Llegamos a las tres de la mañana a casa. Días después pasó el padre por allí, y me dijo que
el chico seguía bien, y que se levantaba ya. Sano, en suma.
Cuatro años después de esto, estando yo allá, debí contribuir a levantar el censo de 1914,
correspondiéndome el sector de Yabebirí-Teyucuaré. Fui por agua, en la misma canoa, pero
esta vez a simple remo. Era también de tarde.
Pasé por el rancho en cuestión y no hallé a nadie. De vuelta, y ya al crepúsculo, tampoco vi
a nadie. Pero veinte metros más adelante, parado en el ribazo del arroyo y contra el bananal
oscuro, estaba un muchacho desnudo, de siete a ocho años. Tenía las piernas sumamente
flacas –los muslos más aún que las pantorrillas– y el vientre enorme. Llevaba una vara de
pescar en la mano derecha, y en la izquierda sujetaba una banana a medio comer. Me miraba
inmóvil, sin decidirse a comer ni a bajar del todo el brazo.
Le hablé, inútilmente. Insistí aún, preguntándole por los habitantes del rancho. Echó, por fin,
a reír, mientras le caía un espeso hilo de baba hasta el vientre. Era el muchacho de la
meningitis.
Salí de la ensenada; el chico me había seguido furtivamente hasta la playa, admirando con
abiertos ojos mi canoa. Tiré los remos y me dejé llevar por el remanso, a la vista siempre del
idiota crepuscular, que no se decidía a concluir su banana por admirar la canoa blanca.
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El hombre muerto [Cuento - Texto completo.]
Horacio Quiroga
El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos
calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por
delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los
arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla. Mas al bajar el
alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza
desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el
hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.
Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca,
que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como
hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras
el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad
de la hoja del machete, pero el resto no se veía.
El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del
machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la
trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la
seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia. La muerte. En el transcurso
de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días
preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y
prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese
momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro. Pero entre el instante
actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos
en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación
del escenario humano! Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones
mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún! ¿Aún…?
No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han
avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las
divagaciones a largo plazo: se está muriendo. Muerto. Puede considerarse muerto en su
cómoda postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué
cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible
acontecimiento?
Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.
El hombre resiste -¡es tan imprevisto ese horror!- y piensa: es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué
ha cambiado? Nada. Y mira: ¿no es acaso ese el bananal? ¿No viene todas las mañanas a
limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las
anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora
no se mueven… Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce. Por entre los bananos,
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allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé
el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas
está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el
fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el
sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy
gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar…
¡Muerto! ¿pero es posible? ¿no es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de
su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No
está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el
alambre de púa? ¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino;
mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo… Es el muchacho que pasa todas
las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando… Desde el poste
descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal
del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al
levantar el alambrado, midió la distancia.
¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su
monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos de hormigas,
silencio, sol a plomo… Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos
su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él
mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas
manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una
cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: Se muere.
El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre
a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto
mira. Sabe bien la hora: las once y media… El muchacho de todos los días acaba de pasar el
puente.
¡Pero no es posible que haya resbalado…! El mango de su machete (pronto deberá cambiarlo
por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el
alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de
monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de
costumbre. ¿La prueba…? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la
plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y
ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente;
sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del
poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del
anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve.
Todos los días, como ése, ha visto las mismas cosas.
…Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos… Y a las
doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el
bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás,
la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!
¿No es eso…? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo… ¡Qué
pesadilla…! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva,
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sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara
inmóvil ante el bananal prohibido.
…Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado
volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte
virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano
izquierda, a lentos pasos. Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere
abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de
siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado
empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero,
obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho
y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un
pequeño bulto asoleado sobre la gramilla -descansando, porque está muy cansado.
Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve
también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las
voces que ya están próximas -¡Piapiá!- vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al
bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha
descansado.
Bibliografía
Ciudad seva. (21 de octubre de 2019). Obtenido de Horacio Quiroga:
https://ciudadseva.com/autor/horacio-quiroga/cuentos/
Quiroga, H. (2018). Para noche de insomnio y otros cuentos. México: Santillana.
Quiroga, H. (21 de Octubre de 2019). Espacio latino . Obtenido de http://letras-
uruguay.espaciolatino.com/quiroga/el_ocaso.htm