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AMADÍS DE GAULA. S.XIV
Garci Rodr íguez de Montalvo
LIBRO SEGUNDO
COMIENZA EL SEGUNDO LIBRO DE AMADÍS DE GAULA
Y PORQUE LAS GRANDES COSAS QUE EN EL LIBRO CUARTO DE AMADÍS DE GAULA SE DIRÁN, FUERON DESDE LA ÍNSULA FIRME, ASÍ CÓMO POR ÉL PARECE, CONVIENE QUE EN ESTE SE-
GUNDO SE HAGA RELACIÓN QUÉ COSA ESTA ÍNSULA FIRME FUE Y QUIÉN AQUELLOS ENCA N-
TAMIENTOS QUE EN ELLA HUBO Y GRANDES DEJÓ. PORQUE SIENDO ÉSTE EL COMIENZO DEL DICHO LIBRO, EN EL LUGAR QUE CONVIENE VAYA RELATADO.
La novela cuenta la histor ia de Amad ís de Gaula, nacido de reyes fuera de l matr imonio y echado al mar para esconder la deshonra. Criado en Escocia por un noble señor, acude muy joven a la corte de l rey Lisuarte para inic iarse como caba l lero. Al l í conoce a la pr incesa Ori a-na, que será el obje to de todos sus desve los y t r ibutos. Amadís -conocido entonces como Donce l del Mar- se revela pronto como uno de los mejores caba l leros de la Bretaña, tanto por su habi l idad en e l combate como por su va lor, just ic ia y f ide l idad. Recorre el orbe defendie n-do a doncel las injur iadas y, como dir ía Cervantes, "desfaciendo entuertos". Al conocerse su verdadera ident idad, cont inúa junto a hermanos, parientes y amigos de su misma condición sus aventuras por mundos reales o maravi l losos, hasta alcanzar e l favor defin i t ivo de la bel la Oriana.
En Grecia , fue un rey casado con una he r-mana del emperador de Constant inopla, en
la cua l hubo dos hi jos muy hermosos, espe-cia lmente el mayor, que Apol idón hubo
nombre, que así de fortaleza de cuerpo co-mo de esfuerzo de corazón en su t iempo
ninguno igual le fue. Pues éste, dándose a las ciencias de todas artes con e l su sut i l
ingenio, que muy pocas veces con la gran
valent ía se concuerda, tanto de el las a l-canzó, que así como la clara luna entre las
estrel las, más que todos los de su t iempo resplandecía, especia l en aquel las de n i-
gromancia, aunque por él las cosas impos i-
ble parece que se obran.
Pues este rey, su padre de estos dos infantes, s iendo muy r ico de dinero y pobre
de la v ida, según su gran vejez, viéndose
en el extremo de la muerte, mandando que el su hi jo Apol idón por ser mayor el rey no
le quedase, a l otro los sus grandes tesoros y l ibros, que muchos eran, y mucho val ían,
dejaba. Mas é l de esto no contento, con
muchas lágrimas a su padre decía que con aquel lo casi desheredado era. El padre to r-
ciendo sus manos, no pudiendo más hacer, en gran angust ia su corazón estaba. Mas
aquel famoso Apol idón, que así para las grandes afrentas como para los autos de
vi rtud su corazón digno era, viendo la cui ta
del padre y la poquedad de l hermano d i jo
que porque su alma consolada fuese, que tomando él los tesoros y sus l ibros, a su
hermano dejar ía el re ino, de lo cual e l rey, su padre, muy consolado, con muchas
lágr imas de p iedad, su bendic ión le dio.
Pues tomando Apol idón los grandes
tesoros y los l ibros, aparejar hizo c iertas naves, así de buenos caba l leros escogidos,
como de bast imentos y armas. Y en el las metido, por la mar se fue no a otra parte
sino donde la ventura lo guiaba, la cual
viendo cómo este infante en su arbitr io se ponía, quiso que aquel la grande obediencia
de su vie jo padre, dada con mucha g lor ia y mucha grandeza, pagada le fuese, trayendo
viento próspero que sin entrevalo la su f l o-
ta en el imperio de Roma arr ibó, donde a la sazón emperador era el Siudán l lamado, del
cual fue muy b ien recibido.
Y al l í estando algún espacio de t iempo
juntos sus grandes cosas en armas, que antes por otras t ierras había hecho, de las
cuales en gran est ima era su gran loor en-salzado con las presentes que al l í hizo, fue
causa que con demasiado amor de una
hermana del emperador, Gr imanesa l lama-da, amado fue, que por todo el mundo su
gran fama y hermosura en aquel t iempo entre todas las mujeres f lorec ía. De que se
siguió que así é l amándola como amado era, no teniendo e l uno y otro esperanza de
ser sus amores en efecto venidos por ni n-
guna guisa, a consentimientos de los dos,
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sal ida Gr imanesa de los palacios del empe-rador, su hermano, y puesta en la f lota de
su amigo Apol idón, por la mar navegando,
a la Ínsula F irme aportaron, que de un g i -gante bravo señoreada era. Donde Apol idón
fue s in saber qué t ierra fuese, mandó sacar una t ienda y un r ico estrado en que su se-
ñora holgase, que muy enojada de la mar
andaba. Mas luego, a la hora, e l bravo g i -gante armado, a e l los v in iendo en gran so-
bresalto los puso, con lo cual , según la gran costumbre de la Ínsula por salvar a su
señora y a s í y a su compaña, Apol idón se combat ió. Y venciéndole con su gran sobra-
da bondad y valent ía, quedando muerto en
el campo, fue Apol idón l ibre señor de la misma Ínsula , que después de haber v isto
la su gran fortaleza, no solamente al empe-rador de Roma, a quien enojado tenía por
le haber así t ra ído a su hermana, mas a
todo el mundo no temía. En la cual , por ser el gigante tan mhalo y soberb io, muy des-
amado de todos era, y Apol idón, después de ser conocido, muy amado fue.
Ganada la Ínsula Fi rme por Apol idón, como habéis o ído, en e l la con su amiga
Gr imanesa moró diec is iete años, con tanto placer que sus ánimos sat is fechos fueron
de aquel los deseos mortales, que e l uno por el otro pasado habían.
En aquel t iempo fueron hechos muy r icos edi f ic ios, así con sus grandes r ique-
zas, como con su sobrado saber, que a cualquier emperador o rey por r ico que fue-
se fueran muy graves de acabar. En cabo
de estos años, mur iendo e l emperador de Grecia s in heredero, conociendo los gr iegos
las bondades de este Apol idón y ser de aquel la sangre y l ina je de los emperadores
y por parte de su madre de todos en una
concord ia y voluntad, eleg ido fue, enviando a él, a l l í donde en la Ínsula estaba, sus
mensajeros por los cuales le hacían saber querer lo por su emperador Apol idón, v iendo
ofrecérsele un tan gran imperio, comoquie-
ra que en aquel la Ínsula todos los de lei tes que ha l lar se podr ían alcanzase, y cono-
ciendo que de los grandes señoríos antes fat igas y trabajos que delei tes y placeres
se a lcanzan y, s i a lgunos hay, son mezcl a-dos con amargos jaropes, s iguiendo lo na-
tura l de los hombres mortales, cuyo deseo
nunca es contento ni harto, acordó con su amiga, que dejando aquél los donde esta-
ban, tomasen el imper io que se les ofrecía , mas el la, habiendo gran manci l la que una
cosa tan seña lada, como lo era aquel la
Ínsula donde tales y tan grandes cosas quedaban, poseída por aquél su grande
amigo, e l mejor cabal lero en armas que en el mundo se ha l laba y por el la que por el
semejante sobre todas las de su t iempo su
gran hermosura loada era, y junto con es-to, ser amados de si mismos en la misma
perfección que el amor alcanzar se puede, rogó a Apol idón que antes de su pa rt ida
dejase a l l í por su gran saber como en los
venideros t iempos, aquel lugar señoreado no fuese sino por persona que así en fort a-
leza de armas como en lea ltad de amores y de sobrada hermosura a el los entrambos
pareciese.
Apol idón le d i jo:
—Mi señora, pues que así os place yo
lo haré de guisa que de aquí n ingún señor
ni señora ser pueda, s ino aquél los que más señalados en lo que habéis d icho sean.
Entonces hizo un arco a la entrada de
una huerta en que árboles de todas naturas
había, y otrosí , había en el la cuatro cáma-ras r icas de extraña labor y era cercada de
tal forma que ninguno a el la podía entrar s ino por debajo de l arco. Encima de él puso
una imagen de hombre de cobre y tenía una t rompa en la boca como que quería
tañer. Y dentro en él un pa lac io de aquél los
puso dos f iguras a semejanza suya y de su amiga, ta les que vivas parecían, las caras
propiamente como las suyas y su estatura y cabe e l las una piedra jaspe muy c lara e
hizo poner un padrón de hierro de cinco
codos en a lto, a un medio techo de bal lesta en un campo grande, que ende era y d i jo:
—De aquí ade lante no pasará ningún
hombre ni mujer s i hubieron errado, y
aquél los que primero comenzaron a amar, porque la imagen que veis tañerá aquel la
trompa con son tan espantoso a humo y l lamas de fuego, que los hará ser tul l idos y
así como muertos serán de este si t io lanza-
dos. Pero si ta l cabal lero, dueña o doncel la aquí vinieren que sean dignos de acabar
esta ventura, por la gran lealtad suya como ya d i je, entrarán s in ningún entrevalo y la
imagen hará tan dulce son que muy sabroso sea de o ír a los que lo oyeren, y éstos
verán las nuestras imágenes que sus nom-
bres escr itos en el jasque que no sepan quién los escr ibe.
Y tomándola por la mano a su amiga,
la h izo entrar por debajo del arco y la ima-
gen hizo el dulce son y mostró le las imáge-nes y sus nombres de el los en e l jaspe e s-
cr itos. Y sal iéndose fuera hubo Grimanesa gana de lo hacer probar y mandó entrar
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algunas dueñas y doncel las suyas, mas la imagen hizo el espantoso son con gran
humo y l lamas de fuego, luego, fueron t u-
l l idas sin sent ido alguno, y lanzadas fuera del arco y los cabal leros por e l semejante,
de que Grimanesa, s iendo c ierta, s in pel i -gro ser , con mucho placer de el los, se reía
agradeciendo mucho a su amado amigo
Apol idón aquel lo que tanto en sat is facc ión de su voluntad había hecho, y luego le d i -
jo:
—Mi señor, pues ¿qué será de aquel la
r ica cámara en que tanto placer y dele ite hubimos?.
—Ahora —di jo é l— , vamos a l lá y veréis
lo que ahí haré.
Entonces, se subieron donde la cámara
era y Apol idón mandó traer dos padrones uno de piedra y otro de cobre y e l de pi e-
dra hizo poner a c inco pasos de la puerta
de la cámara y el de cobre otros cinco más desviado y d i jo a su amiga:
—Ahora, sabed que en esta cámara no
puede hombre ni mujer entrar en ninguna
manera ni t iempo, hasta que aquí venga tal caba l lero que de bondad de armas me pase,
ni mujer si a vos de hermosura no pasare. Pero si ta les vinieren, que a mí de armas y
a vos de hermosura venzan, sin estorbó alguno entrarán.
Y puso unas let ras en el padrón de cobre que decían:
—De aquí pasarán los caba l leros en que gran bondad de armas hubiere, cada
uno según su va lor, as í pasará ade lante.
Y puso otras let ras en el padrón de
piedra que decían:
—De aquí no pasará s ino el cabal lero que de bondad de armas a Apol idón pasare.
Y encima de la puerta de la cámara puso unas letras que decían:
—Aquél que me pasare de bondad, en-trará en la r ica cámara y será señor de esta
Ínsula y as í l legarán las dueñas y donce-l las, así que ninguna entrará dentro si a
vos de hermosura no pasare, e hizo su sa-bidur ía ta l encantamiento que con doce
pasos a l derredor, ninguno a la cámara l l e-
gar podía, ni tenía otra entrada, s ino por la vía de los padrones que habéis o ído, y
mandó qué en aquel la Ínsula hubiese un gobernador que r ig iese y cogiese las rentas
de el la y fuesen guardadas para aquel ca-
bal lero que ventura hubiese de entrar en la cámara y fuese señor de la Ínsula , y mandó
que los que fal lec iesen en lo del arco de los amadores, que sin les hacer honra los
echasen fuera y a los que lo acabasen los
sirviesen, y di jo más, que los caba l leros que la cámara probasen y no pudiesen en-
trar a l padrón de cobre que dejasen las armas a l l í , y los que algo del padrón pasa-
sen que no les tomasen s ino las espadas, y los que al padrón de mármol l legasen, que
no les tomasen sino los escudos, y si ta les
viniesen que de este padrón pasasen y no pudiesen entrar , que les tomasen las e s-
puelas, y a las donce l las y dueñas que no les tomasen cosa, sa lvo que diciendo sus
nombres los pusiesen en la puerta del ca s-
t i l lo, señalando a do cada una había l lega-do, y di jo:
—Cuando esta is la hubiere, señor, se
deshará e l encantamiento para los caba l l e-
ros, que l ibremente podrán pasar por los padrones y entrar en la cámara, pero no lo
será para las mujeres hasta que venga aquél la que por su gran hermosura la ven-
tura acabara y albergare dentro en la r ica cámara con el caba l lero que el señor ío
habrá ganado.
Esto así hecho, Apol idón y Gr imanesa,
dejando a ta l recaudo la Ínsula Fi rme, co-mo oído habéis, en sus naos part ieron den-
de y pasaron en Grecia, donde fueron em-
peradores y hubieron hi jos, que en el impe-r io, después de sus d ías, sucedieron.
Mas ahora, de jando de hablar más en esto, se os contará lo que Amadís y sus
hermanos y Agrajes, su pr imo, hicieron después que fueron part idos de casa de la
hermosa reina Br io lanja.
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EL ABENCERRAJE Y LA HERMOSA JARIFA
Dize e l cuento, que en t iempo de l infante don Fernando, que gano a Antequera, fue
un caval lero que se l lamó Rodrigo de na r-vaez, notable en v irtud, y hechos de armas.
Este peleando contra moros hizo cosas de mucho esfuerço: y part icularmente en
aque l la empresa, y guerra de Antequera
hizo hechos d ignos de perpetua memoria: s ino que esta nuestra España t iene en tan
poco el esfuerço (por ser le tan natura l y ord inario) que le paresce, que quanto se
puede hazer es poco: no como aquel los
Romanos, y Gr iegos, que al hombre que se aventurava a mor ir una vez en toda la v ida
le hazian en sus escr iptos inmorta l, y le tras ladavan en las estrel las. Hizo pues este
caval lero tanto en servicio de su ley, y de su Rey, que después de ganada la v i l la , le
hizo a lcayde d'e l la: para que pues auia sido
tanta parte en ganal la lo fuesse en defen-del la . Hizole tambien alcayde de Alora, de
suerte que tenía a cargo ambas fuerças, repart iendo e l t iempo en ambas partes, y
acudiendo s iempre a la mayor necess idad.
Lo mas ord inario res idia en A lora, y al l i tenia c inquenta escuderos hi josda lgo a los
gages del Rey, para la defensa y seguridad de la fuerça: y este numero nunca faltava,
como los immortales del rey Dar io, que en
mur iendo uno, ponian otro en su lugar. Te-nian todos el los tanta fee y fuerça en la
vi rtud de su Capitan, que ninguna empresa se les hazia di f ic i l : y assi no dexavan de
ofender a sus enemigos, y defenderse de-l los, y en todas las escaramuças que entra-
van sa l ian vencedores, en lo qual ganavan
honra y provecho, de que andavan siempre r icos. Pues una noche acabando de cenar,
que haz ia e l t iempo muy sossegado, el a l-cayde dixo a todos e l los estas palabras.
Paresceme hi josdalgo (señores y he r-manos mios) que ninguna cosa despierta
tanto los coraçones de los hombres, como el cont inuo [e]xerc ic i o de las armas: por-
que con e l se cobra experiencia en las pr o-
prias, y se p ierde miedo a las agenas. Y desto no ay para que yo traya test igos de
fuera: porque vosotros soys verdaderos test imonios. Digo esto, porque han passado
muchos dias que no hemos hecho cosa que nuestros nombres acresciente, y ser ia dar
yo mala cuenta de mi y de mi of ic io, s i t e-
niendo a cargo tan vi r tuosa gente y val ie n-te compañia dexasse passar e l t iempo en
balde. Paresceme (si os paresce) pues la clar idad y seguridad de la noche nos com-
bida, que sera bien dar a entender a nue s-tros enemigos, que los valedores de A lora
no duermen. Yo os he dicho mi voluntad, hagase lo que os paresciere. El los respon-
dieron, que ordenasse, que todos le segu i-
r ian. Y nombrando nueve del los, los hizo armar: y s iendo armados, sal ieron por una
puerta fa lsa que la fortaleza tenia , por no ser sent idos: porque la forta leza quedasse
a buen recado. Y yendo por su camino ade-
lante; ha l laron otro que se d iv id ia en dos. El a lcayde les dixo, Ya podria ser, que yen-
do todos por este camino, se nos fuesse la caça por este otro. Vosotros cinco os yd
por e l uno, yo con estos quatro me yre por el otro: y si acaso los unos toparen enem i-
gos que no basten a vencer, toque uno su
cuerno, y a la señal acudirán los otros en su ayuda. Yendo los c inco escuderos por su
camino adelante, hablando en d iversas co-sas, e l uno d'e l los d ixo. Teneos compañe-
ros, que o yo me engaño, o v iene gente. Y
metiendose entre una arboleda, que junto al camino se hazia , oyeron ruydo. Y miran-
do con mas atencion, vieron venir por don-de e l los yvan un gent i l moro en un caval lo
ruano: e l era grande de cuerpo, y hermoso
de rostro, y parescia muy bien a caval lo. Traya vest ida una mar lota de carmesi , y un
albornoz de damasco d'e l mismo color , todo bordado de oro y p lata. Traya el braço de-
recho regaçado y labrada en el una hermo-sa darna, y en la mano una gruessa y he r-
mosa lança de dos hierros. Traya una darga
y c imitarra, y en la cabeça una toca tunezi , que dandole muchas bueltas por e l la , le
servia de hermosura y defensa de su per-sona. En este habito venia el moro, mos-
trando genti l cont inente: y cantando un
cantar que e l compuso en la dulce mem-brança de sus amores, que dez ia:
Nascido en Granada,
cr iado en Cartama:
enamorado en Coyn,
frontero de Alora.
Aunque a la musica fa ltava e l arte, no fa l tava al moro contentamiento: y como
traya el coraçon enamorado, a todo lo que
dezia dava buena gracia. Los escuderos trasportados en verle, erraron poco de
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dexarle passar, hasta que dieron sobre el .
E l v iendose salteado, con animo genti l bo l-
vio por si , y estuvo por ver lo que har ian. Luego de los cinco escuderos los quatro se
apartaron, y el uno le acomet io: mas como el moro sabia mas de aquel menester, de
una lançada d io con e l y con su caval lo en
el suelo. Visto esto de los quatro que que-davan los tres le acometieron, paresciendo-
les muy fuerte: de manera que ya contra el moro eran t res Christ ianos, que cada uno
bastava para diez moros, y todos juntos no
podian con este so lo. Al l i se vio en gran pel igro: porque se le quebro la lança, y los
escuderos le davan mucha priessa: mas f ing iendo que huya, puso las piernas a su
caval lo, y arremetio a l escudero que derr i-bara: y como una ave se colgo de la s i l la , y
le tomo su lança, con la qual bolvio a hazer
rostro a sus enemigos, que le yvan s iguien-do (pensando que huya) y d iose tan buena
maña que a poco rato tenia de los tres los dos en e l sue lo. El otro que quedava, vie n-
do la necess idad de sus compañeros, toco
el cuerno, y fue a ayudarlos. Aqui se travo fuertemente la escaramuça: porque el los
estavan afrontados de ver que un caval lero les durava tanto, y a el le yva mas que la
vida en defenderse del los. A esta hora le dio uno de los dos escuderos una lançada
en un muslo, que a no ser el golpe en sos-
layo, se le passara todo. El con rabia de verse her ido, bolv io por s i : y diole una la n-
çada, que dio con el y con su caval lo muy mal herido en t ierra .
Rodr igo de Narvaez, barruntando la necessidad en que sus compañeros estavan,
atravesso el camino, y como traya mejor caval lo se adelanto: y viendo la valent ia de l
moro quedo espantado porque de los cinco
escuderos tenia los quatro en el sue lo y el otro cas i a l mismo punto. E l le dixo. Moro
vente a mi, y s i tu me vences yo te assegu-ro de los demas. Y començaron a travar
brava escaramuça: mas como el a lcayde
venia de refresco, y el moro y su caval lo estavan her idos, dava le tanta pr iessa, que
no podia mantenerse: mas viendo que en sola esta batal la le yva la vida y contenta-
miento, dio una lançada a Rodrigo de Na r-vaez, que a no tomar el golpe en su darga,
le huviera muerto. El en rescibiendo el go l-
pe, arremetio a e l, y dio le una her ida en e l braço derecho, y cerrando luego con e l, le
travo a braços: y sacandole de la si l la , d io con e l en e l sue lo. Y yendo sobre el , le
dixo. Caval lero, date por vencido, s i no ma-
tarte he. Matarme bien podras, dixo el mo-
ro, que en tu poder me t ienes: mas no po-
dra vencerme, sino quien una vez me ven-
cio. El a lcayde no paro en e l myster io con que se dez ian estas palabras, y usando en
aquel punto de su acostumbrada vi rtud, le ayudo a levantar porque de la herida que le
dio el escudero en e l muslo, y de la del
braço, aunque no eran grandes, y del gran cansancio y cayda, quedo quebrantado: y
tomando de los escuderos aparejo, le l igo las her idas. Y hecho esto, le h izo subir en
un cava l lo de un escudero, porque el suyo
estava herido: y bolvieron el camino de Alora. Y yendo por el adelante hablando en
la buena d isposicion y valent ia del moro, el dio un grande y profundo sospiro: y hablo
algunas palabras en Algaravia, que ninguno entendio. Rodrigo de Narvaez yva mirando
su buen tal le y dispus icion, acordavasele de
lo que le vio hazer: y parecia le que tan gran t r is teza en animo tan fuerte no podia
proceder de so la la causa que a l l i parescia . Y por informarse de l , le d ixo. Caval lero,
mirad que el pr is ionero que en la pr is ion
pierde el animo, aventura e l derecho de la l ibertad. Mirad que en la guerra los caval l e-
ros han de ganar y perder: porque los mas de sus t rances estan subjectos a la fortuna:
y paresce f laqueza que quien hasta aqui ha dado tan buena muestra de su esfuerço, la
de aora tan mala. S i sospirays de l dolor de
las l lagas, a lugar vays do sereys bien cu-rado? Si os duele la pr is ion jornadas son de
guerra a que estan subjectos quantos la siguen. Y si teneys ot ro dolor secreto f ia lde
de mi, que yo os prometo como hijoda lgo
de hazer por remediar le lo que en mi fuere. El moro, levantando el rostro, que en el
suelo tenia , le dixo. Como os l lamays cava-l lero que tanto sent imiento mostrays de mi
mal. E l le dixo, A mi l laman Rodr igo de
Narvaez, soy Alcayde de Antequera y Alora. El moro tornando e l semblante algo alegre,
le dixo. Por cierto aora pierdo parte de mi quexa: pues ya que mi fortuna me fue ad-
versa, me puso en vuestras manos, que aunque nunca os vi , s ino aora g ran not icia
tengo de vuestra v ir tud y expir iencia de
vuestro esfuerço: y porque no os parezca que el dolor de las heridas me haze sosp i-
rar y tambien porque me paresce, que en vos cabe qualquier secreto, mandad apartar
vuestros escuderos, y hablaros he dos pa-
labras. El A lcayde los hizo apartar: y que-dando solos e l moro arrancando un gran
sospiro, le dixo.
Rodr igo de Narvaez, a lcayde tan nom-
brado de Alora, esta[te] atento a lo que te
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dixere, y veras s i bastan los casos de mi
fortuna a derr ibar un coraçon de un hombre
capt ivo. A mi l laman Abindar[r]aez el moço, a diferencia de un t io mio hermano de mi
padre, que t iene el mismo nombre. Soy de los Abencerra jes de Granada, de los qua les
muchas vezes avras oydo dez ir : y aunque
me bastava la last ima presente, s in acordar las passadas, todavia te quiero contar esto.
Huvo en Granada un l inage de caval l e-
ros, que l lamavan los Abencerrajes, que
eran f lor de todo aquel reyno: porque en genti leza de sus personas, buena gracia,
disposicion, y gran esfuerço, hazian ventaja a todos los demas, eran muy est imados del
rey y de todos los caval leros, y muy ama-
dos y quistos de la gente comun. En todas las escaramuças que entravan, sa l ian ven-
cedores: y en todos los regozi jos de cava-l ler ia se seña lavan. El los inventavan las
galas y los trages. De manera que se podia bien dez ir , que en exercicio de paz y de
guerra, eran regla y ley de todo el reyno.
Dizese, que nunca huvo Abencerra je esca s-so, n i covarde, ni de mala dispos icion. No
se tenia por Abencerraje e l que no servia dama, ni se tenia por dama la que no tenia
Abencerraje por serv idor. Quiso la fortuna
enemiga de su bien, que de esta excelencia cayessen de la manera que oyras. E l Rey de
Granada hizo a dos de estos Caval leros, los que mas val ian, un notable & injusto agra-
vio, movido de fa lsa informacion, que con-
tra el los tuvo. Y quisose dez ir (aunque yo no lo creo) que estos dos, y a su instancia
otros diez, se conjuraron de matar al Rey: y div idi r e l Reyno entre si , vengando su
injur ia. Esta conjuracion, s iendo verdadera, o fa lsa, fue descubierta: y por no escanda-
l izar el Rey el reyno, que tanto los amava,
los hizo a todos una noche degol lar: porque a di latar la injust icia , no fuera poderoso de
haze l la . Ofrescieronse al Rey grandes re s-cates por sus vidas: mas el aun escuchal lo
no quiso. Quando la gente se vio sin espe-
rança de sus vidas, començo de nuevo a l lorar los. Lloravanlos los padres que los
engendraron, y las madres que los par i e-ron; l loravanlos las damas ( 1 ) a quien ser-
vian, y los caval leros con quien se acompa-ñavan. Y toda la gente comun alçava un tan
grande y cont inuo alar ido, como si la c i u-
dad se entrara de enemigos: de manera que si a precio de lagrymas se huvieran de
comprar sus vidas, no murieran los Abence-rra jes tan miserablemente. Vees aqui en lo
que acabo tan esclarescido l inage, y tan
principales Caval leros como en el avia:
considera quanto tarda la fortuna en subir
un hombre y quan presto le derr iba. Quanto
tarda en crescer un arbol , y quan presto va al fuego. Con quanta di f icultad se edi f ica
una casa, y con quanta brevedad se quema. Quantos podr ian escarmentar en las cabe-
ças destos desdichados: pues tan sin culpa
padecieron con publ ico pregon, s iendo tan-tos y ta les y estando en el favor del mismo
rey, sus casas fueron derr ibadas, sus here-dades enajenadas: y su nombre dado en el
reyno por traydor. Resulto deste infel ice
caso, que ningun Abencerra je pudiesse v ivir en Granada, salvo mi padre y un t io mio
que ha l laron innocentes deste del icto: a condicion, que los hi jos que les nascie s-
se[n] embiassen a cr iar fuera de la c iudad: para que no bolv iessen a el la , y las hi jas
casassen fuera de l reyno.
Rodr igo de Narvaez, que estava miran-
do con quanta passion le contava su desd i-cha, le dixo. Por c ier to cava l lero, vuestro
cuento es estraño, y la sinrazon que a los
Abencerrajes se hizo fue grande, porque no es de creer que siendo e l los ta les come-
t iessen t raycion. Es como yo lo digo, d ixo el. Y aguardad mas y vereys como desde
al l i todos los bencerrajes deprendimos a
ser desdichados.
Yo sa l i a l mundo del vientre de mi ma-dre y por cumpl ir mi padre e l mandamiento
del Rey, embiome a Cartama al A lcayde que
en e l la estava, con quien tenia estrecha amistad. Este tenia una hi ja, casi de mi
edad, a quien amava mas que a si ( 2 ) : por-que a l lende de ser so la y hermosissima, le
costo la muger que mur io de su parto. E s-
ta, y yo, en nuestra niñez, s iempre nos t u-vimos por hermanos (porque assi nos oya-
mos l lamar) . Nunca me acuerdo aver pa s-sado hora que no estuviessemos juntos.
Juntos nos cr iaron, juntos andavamos, jun-tos comiamos y beviamos. Nascionos desta
conformidad un natural amor que fue s iem-
pre crec iendo con nuestras hedades. Acuerdome que entrando una siesta en la
huerta, que d izen de los jazmines, la hal le sentada junto a la fuente, componiendo su
hermosa cabeça. Mirela vencido de su he r-
mosura, y paresciome a Salmac is: y dixe entre mi. O quien fuera Trocho para pare s-
cer ante esta hermosa diosa. No se como me peso de que fuesse mi hermana: y no
aguardando mas fuyme a el la: y quando me vio, con los braços abiertos me sal io a re s-
cebir , y sentandome junto a si , me dixo.
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Hermano, como me dexastes tanto t iempo
sola? Yo la respondi, Señora mia: porque
ha gran rato que os busco, y nunca ha l le quien me dixesse do estavades, hasta que
mi coraçon me lo d ixo. Mas dez idme aora, que cert in idad teneys vos de que seamos
hermanos? Yo, dixo e l la, no otra, mas del
grande amor que te tengo, y ver que todos nos l laman hermanos. Y si no ( 3 ) lo fuera-
mos, dixe yo, quis ierasme tanto? No ves, dixo e l la , que a no serlo, no nos dexara mi
padre andar s iempre juntos y so los. Pues s i
esse bien me avian de qui tar , dixe yo, mas quiero e l mal que tengo. Entonces e l la en-
cendiendo su hermoso rostro en color , me dixo. Y que pierdes tu en que seamos her-
manos? Pierdo a mi y a vos, dixe yo. Yo no te ent iendo, dixo e l la , mas a mi me paresce
que solo ser lo, nos obl iga a amarnos nat u-
ralmente. A mi, so la vuestra hermosura me obl iga, que antes essa hermandad paresce
que me resfr ia a lgunas vezes. Y con esto baxando mis ojos, de empacho de lo que le
dixe, vi la en las aguas de la fuente al pro-
prio como el la era: de suerte que donde quiera que bolvia la cabeça hal lava su ima-
gen, y en mis entrañas la más verdadera. Y deziame yo a mi mismo (y pesarame que
alguno me lo oyera) S i yo me anegasse ao-ra en esta fuente, donde veo a mi señora,
quanto mas desculpado morir ia yo que Na r-
ciso! Y s i e l la me amasse como yo la amo, que dichoso ser ia yo! Y si la fortuna nos
permit iesse v ivir s iempre juntos, que sa-brosa vida ser ia la mia. Diz iendo esto le-
vanteme, y bolviendo las manos a unos
jazmines, de que la fuente estava rodeada, mezclandolos con arrayan, hize una hermo-
sa guirnalda, y poniendola sobre mi cabeça me bolv i a el la coronado y vencido. El la
puso los ojos en mi (a mi pare scer) mas
dulcemente que sol ia , y quitandomela, la puso sobre su cabeça. Paresciome en aquel
punto mas hermosa que Venus, quando sa-l io a l juyzio de la mançana, y bolv iendo el
rostro a mi, me dixo. Que te paresce aora de mi Abindarraez? Yo la dixe Paresceme
que acabays de vencer el mundo, y que os
coronan por reyna y señora de l. Levantan-dose me tomo por la mano, y me dixo. Si
esso fuera hermano no perdierades vos na-da. Yo sin la responder la segui hasta que
sal imos de la huerta. Esta engañosa v ida
trax imos mucho t iempo, hasta que ya e l amor por vengarse de nosotros nos descu-
brio la cautela , que como fuymos crec iendo en edad ambos acabamos de entender que
no eramos hermanos. El la no se lo que s i n-t io a l pr incipio de saberlo: mas yo nunca
mayor contentamiento recebi aunque des-
pues aca lo he pagado bien. En e l mismo
punto que fuymos cert i f icados desto, aquel amor l impio y sano que nos teniamos, se
començo a dañar y se convert io en una ra-viosa enfermedad, que nos durara hasta la
muerte. Aqui no huvo pr imeros movimien-
tos que escusar, porque e l pr incipio destos amores fue un gusto y deleyte fundado so-
bre bien: mas despues no v ino e l mal por pr incipios, s ino de golpe y todo junto, ya
yo tenia mi contentamiento puesto en el la ,
y mi a lma hecha a medida de la suya. Todo lo que no via en e l la me parecia feo escu-
sado y sin provecho en el mundo. Todo mi pensamiento hera en el la . Ya en este t iem-
po nuestros pasat iempos heran d i fferentes; ya yo la mirava con rece lo de ser sent ido,
ya tenia invidia del sol que la tocava. Su
presencia me last imava la vida, y su ausen-cia me enflaquescia e l coraçon. Y de todo
esto creo que no me devia nada, porque me pagava en la misma moneda. Quiso la fo r-
tuna, embidiosa de nuestra dulce v ida, qu i-
tarnos este contentamiento en la manera que oyras.
E l Rey de Granada, por mejorar en ca r-
go al a lcayde de Cartama, embiole a man-
dar, que luego dexasse aquel la fuerça, y se fuese a Coyn (que es aquel lugar frontero
del vuestro) y que me dexasse a mi en Ca r-tama en poder de l a lcayde que a el la v i -
niesse. Sabida esta desastrada nueva por
mi señora y por mi, juzgad vos (si a lgun t iempo fuystes enamorado) lo que podr ia-
mos sent ir . Juntamonos en un lugar secreto a l lorar nuestro apartamiento. Yo la l lama-
va, señora mia, a lma mia, so lo bien mio (y otros dulces nombres que e l amor me en-
señava.) Apartandose vuestra hermosura
d'mi, terneys alguna vez memor ia deste vuestro capt ivo? Aqui las lagrymas y sosp i-
ros ata javan las palabras. Yo esforçandome para dezir mas, malparia algunas razones
turbadas de que no me acuerdo: po rque mi
señora l levo mi memor ia cons igo. Pues quien os contasse las last imas que el la
haz ia (aunque a mi s iempre me paresc ian pocas.) Dez iame mil dulces pa labras, que
hasta aora me suenan en las orejas: y al f in porque no nos s int iessen, despedimonos
con muchas lagrymas y sol loços, dexando
cada uno a l otro por prenda un abraçado, con un sospiro arrancado de las entrañas. Y
porque el la me vio en tanta necessidad y con señales d'muerto ( 4 ) me d ixo. Abindarra-
ez a mi se me sa le el a lma en apartarme de
t i: y porque s iento de t i lo mismo, yo qui e-
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ro ser tuya hasta la muerte, tuyo es mi co-
raçon, tuya es mi vida, mi honra, y mi
haz ienda: y en test imonio desto l legada a Coyn, donde aora voy con mi padre, en t e-
niendo lugar de hablarte, o por ausencia o indisposic ion suya (que ya desseo) yo te
avisare. Yras donde yo estuviere, y a l l i yo
te dare lo que solamente l levo conmigo, debajo de[ l] nombre de esposo, que de
otra suerte ni tu lea ltad, ni mi ser lo con-sent ir ian, que todo lo demas muchos dias
ha que es tuyo. Con esta promessa mi co-
raçon se sossego algo y besela las manos por la merced que me promet ia. E l los se
part ieron otro d ia, yo quede como quien caminando por unas fragosas y asperas
montañas, se le eclypsa el sol . Comence a sent ir su ausencia asperamente buscando
falsos remedios contra el la . Mirava las ven-
tanas do se sol ia poner, las aguas do se vañava, la camara en que dormia, e l jardin
do reposava la s iesta. Andava todas sus estaciones y en todas el las ha l lava repr e-
sentacion de mi fat iga. Verdad es, que la
esperança que me dio de l lamarme, me sos-tenía: y con e l la engañava parte de mis
trabajos, aunque algunas vezes de ver la alargar tanto me causava mayor pena , y
holgara que me dexara del todo desespera-do: porque la desesperacion fat iga hasta
que se t iene por c ierta, y la esperança ha s-
ta que se cumple el desseo. Quiso mi ven-tura, que esta mañana mi señora me cum-
pl ió su palabra, embiandome a l lamar con una cr iada suya, de quien se f iava: porque
su padre era part ido para Granada, l lamado
del rey para bolver luego. Yo resuscitado con esta buena nueva apercebime: y
dexando venir la noche por sa l ir mas secr e-to, puseme en e l habi to que me encontras-
tes, por mostrar a m i señora el a legria de
mi coraçon: y por cier to no creyera yo que bastaran cient cava l leros juntos a tenerme
campo, porque t raya mi señora comigo, y s i tu me venciste, no fue por esfuerço (que
no es possib le) s ino porque mi corta sue r-te, o la determinación de l c ie lo, quis ieron
atajarme tanto bien. Assi , que, considera tu
aora, en el f in de mis palabras, e l bien que perd i, y el mal que tengo. Yo yva de Ca r-
tama a Coyn breve jornada (aunque el des-seo la alargava mucho) el mas hufano
Abencerraje que nunca se vi o, yva a l lama-
do de mi señora, a ver a mi señora, a gozar de mi señora, y a casarme con mi señora.
Veome aora herido, capt ivo, y vencido: y lo que mas siento que el termino y coyuntura
de mi b ien se acaba esta noche. Dexame pues Christ iano consolar entre m is sospi-
ros, y no los juzgues a f laqueza: pues lo
fuera muy mayor tener animo para sufr ir
tan r iguroso trance.
Rodr igo de Narvaez quedo espantado y
apiadado del estraño acontescimiento del moro: y paresc iendole que para su negocio,
ninguna cosa le podr ia dañar mas que la di lacion, le dixo. Abindarraez, quiero que
veas que puede mas mi vi rtud, que tu ruyn fortuna. Si tu me prometes como caval lero
de bolver a mi pr is ion dentro de tercero
dia, yo te dare l ibertad para que s igas tu camino: porque me pesar ia de ata jarte tan
buena empresa. El moro quando lo oyo, se quiso de contento echar a sus p ies, y le
dixo. Rodrigo de Narvaez, s i vos esso
hazeys, avreys hecho la mayor gent i leza de coraçon, que nunca hombre hizo, y a mi me
dareys la vida. Y para lo que ped is, tomad de mi la seguridad que quisieredes, que yo
lo cumplire . El Alcayde l lamo a sus escude-ros, y les d ixo. Señores f iad de mi este pr i-
s ionero, que yo salgo f iador de su rescate.
El los dixeron que ordenasse a su voluntad. Y tomando la mano derecha entre las dos
suyas al moro, le dixo. Vos prometeysme como Caval lero de bolver a mi cast i l lo de
Alora a ser mi pr is ionero dentro de tercero
día? El le d ixo. S i prometo. Pues yd con la buena ventura, y si para vuestro negocio
teneys necessidad de mi persona, o de otra cosa alguna, tambien se hara. Y diz iendo
que se lo agradescia , se fue camino de
Coyn a mucha priessa. Rodr igo de Narvaez y sus escuderos se bolvieron a Alora,
hablando en la va lent ia y buena manera de el Moro. Y con la pr iessa que el Abencerra-
je l levava, no tardo mucho en l legar a Coyn, yendose derecho a la fortaleza, como
le era mandado, no paro hasta que ha l lo
una puerta que en el la avia: y deteniendose al l i , començo a reconoscer el campo, por
ver si avia algo de que guardarse, y viendo que estava todo seguro, toco en el la con el
cuento de la lança, que esta era la seña l
que le avia dado la dueña. Luego el la mi s-ma le abr io, y le d ixo. En que os ave is d e-
tenido señor mio? que vuestra tardança nos ha puesto en gran confusion. Mi señora ha
rato que os espera: apeaos y subireys don-de esta. El se apeo, y puso su caval lo en
un lugar secreto, que al l i hal lo. Y
dexa[n]do lança con su darga y c imitarra, l levandole la dueña por la mano, lo mas
passo que pudo, por no ser sent ido de la gente de l cast i l lo , subio por una esca lera,
hasta l legar al aposento d' la hermosa Xar i fa
(que assi se l lamava la dama.) E l la que ya
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avia sent ido su venida, con los braços
abiertos le sal io a rescebir . Ambos se abr a-
çaron, s in hablarse palabra, del sobrado contentamiento. Y la dama le d ixo. En que
os aveys detenido, señor mio? que vuestra tardança me ha puesto en gran congoxa y
sobresalto. Mi señora, d ixo el , vos sabeys
bien que por mi negl igencia no avra sido: mas no s iempre succeden las cosas como
los hombres dessean. El la le tomo por la mano, y le metio en una camara secreta. Y
sentandose sobre una cama que en e l la
avia , le dixo. He quer ido Abindarraez, que veays en que manera cumplen las capt ivas
de amor sus palabras porque desde el dia que os la d i por prenda de mi coraçon, he
buscado aparejos para quitarosla . Yo os mande venir a este mi cast i l lo a ser mi pr i -
s ionero, como yo lo soy vuestra, y hazeros
señor de mi persona, y de la hazienda de mi padre, debaxo de nombre de esposo,
aunque esto, segun ent iendo, sera muy contra su voluntad, que como no t iene tan-
to conoscimiento de vuestro valor y expe-
r iencia d'vuestra virtud como yo quisiera darme marido mas r ico: mas yo, vuestra
persona y mi contentamiento tengo por la mayor r iqueza del mundo. Y diz iendo esto
baxo la cabeça, mostrando un cierto empa-cho d'averse descubierto tanto. E l moro la
tomo entre sus braços, y besandola muchas
vezes las manos por la merced que le haz ia, la dixo. Señora mia, en pago d'tanto
bien como me aveys ofresc ido, no tengo que daros que no sea vuestro, s ino sola
esta prenda, en seña l que os rescibo por mi
señora y esposa. Y l lamando a la dueña se desposaron. Y siendo desposados se acos-
taron en su cama, donde con la nueva ex-periencia encendieron mas el fuego de sus
coraçones. En esta conquista passaron muy
amorosas obras y pa labras, que son mas para contemplacion, que para escr iptura.
Tras esto al moro vino un profundo pensa-miento, y dexando l levarse del d io un gran
sospiro. La dama no pudiendo sufr ir tan grande ofensa d'su hermosura y voluntad
con gran fuerça de amor le bolv io a s i , y le
dixo. Ques esto Abindarraez? paresce que te has entr istecido con mi alegria: yo te
oyo sospirar rebolv iendo el cuerpo a todas partes: pues si yo soy todo tu bien y con-
tentamiento, como me dezias por quien
sospiras? y s i no lo soy, porque me enga-ñaste? si has al lado a lguna falta en mi pe r-
sona, pon los ojos en mi voluntad, que ba s-ta para encubri r muchas: y si s irves otra
dama dime quien es para que la si rva yo: y si t ienes otro dolor secreto de que yo no
soy ofendida, d imelo, que o yo mor ire , o te
l ibrare del . E l Abencerraje corr ido de lo que
avia hecho, y paresciendole que no decl a-rarse, era ocasion d'gran sospecha, con un
apassionado sospiro la dixo. Señora mia s i yo no os quis iera mas que a mi, no huviera
hecho este sent imiento: porque el pesar
que comigo traya, sufr ia le con buen animo, quando yva por mi so lo: mas aora que me
obl iga a apartarme d'vos no tengo fuerças para sufr ir le, y assi entendereys que mis
sospiros se causan mas de sobra de lealtad
que de falta de l la . Y porque no e steys mas suspensa sin saber de que, quiero dezi ros
lo que passa. Luego le conto todo lo que avia succedido: y al cabo la dixo. De suerte
señora que vuestro capt ivo lo es tambien del a lcayde de Alora, yo no siento la pena
de la pr is ion, que vos enseñastes mi cora-
çon a sufr i r : mas vivi r s in vos, tendria por la misma muerte. La dama con buen sem-
blante, le d ixo. No te congoxes Abindarra-ez, que yo tomo el remedio de tu rescate a
mi cargo: porque a mi me cumple mas. Yo
digo assi , que qua lquier cava l lero que diere la pa labra de bolver a la pr is ion, cumplira
con embiar el rescate que se le puede pe-dir : y para esto ponedle vos mismo e l nom-
bre que quis ierdes, que yo tengo las l laves de las r iquezas de mi padre, yo os las po r-
ne en vuestro poder, embiad de todo e l lo lo
que os paresciere. Rodr igo d'naruaez es buen caval lero, y os d io una vez l ibertad, y
le f iastes este negocio, que le obl iga aora a usar de mayor v irtud: yo creo que se con-
tentara con esto, pues teniendoos en su
poder ha de hazer lo mismo. El Abencerra je la respondio: bien parece señora mia que lo
mucho que me quereys nos ( 5 ) dexa que me aconsejeys b ien por c ierto no cayre yo en
tan gran yerro porque si quando venia a
verme con vos que yva por mi solo estava obl igado a cumpli r mi palabra, aora que soy
vuestro se me a doblado la obl igacion. Yo bolvere a Alora y me porne en las manos
del A lcayde de l la y t ras hazer yo lo que devo, haga e l lo que quis iere, Pues nunca
Dios quiera d ixo Xar i fa , que yendo vos a
ser preso quede yo l ibre, pues no lo soy, yo quiero acompañaros en esta jornada que ni
e l amor que os tengo, ni e l miedo que he cobrado a mi padre de averle offendido me
consenti ran hazer otra cosa. El moro l lo-
rando de contentamiento la abraço y le dixo siempre vays señora mia acrescentan-
dome las mercedes hagase lo que vos qu i-sierdes que assi lo quiero yo y con este
acuerdo aparejando lo necessario. Otro dia de mañana se part ieron l levando la Dama el
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rostro cubierto por no ser conoscida. Pues
yendo por su camino adelante hablando en
diversas cosas, toparon un hombre v ie jo la dama le pregunto donde yva. El la d ixo.
Voy a Alora a negocios que tengo con el a lcayde del la, que es el mas honrado y vi r-
tuoso caval lero que yo jamas v i. Xari fa se
holgo mucho de oyr esto, paresciendole que pues todos hal lavan tanta v irtud en
este cava l lero, que tambien la ha l lar ian el los que tan necess itados estavan del la. Y
bolv iendo al caminante, le d ixo. Dezid he r-
mano, sabeys vos d 'esse cava l lero alguna cosa que aya hecho notable? Muchas se,
dixo el , mas contaros he una por donde entendereys todas las demas. Este cava l l e-
ro fue pr imero a lcayde de Antequera, y al l i anduvo mucho t iempo enamorado de una
dama muy hermosa, en cuyo servic io hizo
mil gent i lezas que son largas de contar: y aunque e l la conoscia el va lor deste caval l e-
ro amava a su mar ido tanto, que haz ia poco caso del . Acontesc io ass i, que un d ia de
verano acabando de cenar, e l la y su mar ido
se baxaron a una huerta que tenia dentro de casa: y el l levava un gavi lan en la mano,
y lançandole a unos paxaros, e l los huyeron, y fueronse a socorrer a una çarça, y el ga-
vi lan, como astuto, t irando e l cuerpo afue-ra, metio la mano, y saco y mato muchos
del los. E l caval lero le cebo, y bolv io a la
dama, y la dixo, Que os paresce señora del astucia con que el gavi lan encerro los
paxaros, y los mato? pues hagoos saber, que cuando el a lcayde de Alora escaramuça
con los moros, ass i los sigue, y assi los
mata. E l la f ingiendo no le conoscer, le pre-gunto quien era. Es e l mas va l iente y v i r -
tuoso caval lero, que yo hasta oy v i. Y co-menço a hablar del muy al tamente, tanto
que a la dama le v ino un cierto arrepent i -
miento, y dixo. Pues como! los hombres estan enamorados deste Cava l lero, y que
no lo este yo de el, estandolo el de mi! Por cierto yo estare b ien disculpada de lo que
por el hiz iere pues mi marido me ha info r-mado de su derecho, otro dia ade lante se
ofresc io que el mar ido fue fuera de la c i u-
dad y no pudiendo la dama sufr irse en s i embiole l lamar con una cr iada suya. Rodr i -
go de Narvaez estuvo en poco de tornarse loco de p lazer aunque no dio credi to a e l lo
acordandosele de la aspereza que s iempre
le avia mostrado. Mas con todo esso a la hora concertada muy a recado fue a ver la
Dama que le estava esperando en un lugar secreto y al l i e l la echo de ver e l yerro que
avia hecho y la vergüença que passava en requer ir aquel de quien tanto t iempo avia
sido requer ida pensava tambien en la fama
que descubre todas las cosas temia la i n-
constancia de los hombres y l a offensa de l marido y todos estos inconvenientes (como
suelen) aprovecharon de vencerla mas, y passando por todos el los le resc ibio dulc e-
mente y le met io en su camara donde pas-
saron muy dulzes pa labras, y en f in de l las le d ixo. Señor Rodrigo de Narvaez, yo soy
vuestra de aqui ade lante s in que en mi po-der quede cosa que no lo sea, y esto no lo
agradezcays a mi que todas vuestras pa s-
siones y d i l igencias fa lsas, o verdaderas, os aprovecharan poco comigo, mas agrades-
celdo a mi mar ido que tales cosas me dixo d'vos que me han puesto en e l estado en
que aora estoy. Tras esto le conto quanto con su mar ido avia passado y a l cabo le
dixo y cierto señor vos deveys a mi marido
mas que e l a vos: Pudieron tanto estas pa-labras con Rodr igo de Narvaez que le cau-
saron confus ion y arrepentimiento del mal que haz ia a quien del dezia tantos bienes y
apartandose afuera, d ixo. Por cierto señora
yo os quiero mucho y os querre de aqui adelante mas nunca Dios quiera que a
hombre que tan aff ic ionadamente ha habla-do en mi haga yo tan cruel daño. Antes de
oy mas he de procurar la honra de vuestro marido como la mia propria pues en ningu-
na cosa le puedo pagar mejor e l bien que
de mi dixo. Y s in aguardar mas, se bolv io por donde avia venido. La dama devio de
quedar bur lada: y c ier to (señores) el cava-l lero, a mi parescer uso de gran vi rtud y
valent ia , pues vencio su misma voluntad. El
Abencerraje y su dama quedaron admirados del cuento: y alabandole mucho, el d ixo,
que nunca mayor vi rtud avia v isto d'hom-bre. El la respondio, Por dios señor yo no
quisiera serv idor tan v irtuoso: mas el devia
estar poco enamorado, pues tan presto se sal io afuera: y pudo mas con el la honra
del mar ido que la hermosura de la muger. Y sobre esto d ixo otras muy graciosas pa la-
bras. Luego l legaron a la fortaleza: y l l a-mando a la puerta, fue abierta por las
guardas, que ya tenian not ic ia de lo passa-
do. Y yendo un hombre corr iendo a l lamar al a lcayde le d ixo. Señor en el cast i l lo esta
el moro que venciste, y trae cons igo una genti l dama. A l a lcayde le dio el coraçon lo
que podia ser: y baxo abaxo. El Abencerra-
je tomando su esposa de la mano, se fue a el, y le dixo. Rodr igo de Narvaez, mira si te
cumplo bien mi pa labra, pues te promet i de traer un preso, y te t rayo dos, que el uno
basta para vencer otros muchos. Ves aqui mi señora, juzga si he padescido con justa
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causa. Rescibenos por tuyos, que yo f io mi
señora y mi honra de t i . Rodr igo de Narva-
ez holgo mucho de verlos, y d ixo a la da-ma. Yo no se qua l de vosotros deve mas al
otro: mas yo devo mucho a los dos. Entrad y reposareys en esta vuestra casa: y tene l-
da de aqui ade lante por ta l, pues lo es su
dueño. Y con esto se fueron a un aposento que les estava aparejado y de ay a poco
comieron: porque venian cansados del ca-mino. Y e l a lcayde pregunto al Abencerra je.
Señor que ta l venis de las heridas? Pare s-
ceme señor que con el camino las trayo enconadas, y con algun dolor. La hermosa
Xar ifa muy a lterada, dixo. Que es esto se-ñor, her idas teneys vos de que yo no sepa?
Señora, quien escapo de las vuestras, en poco terna otras: verdad es que de la esca-
ramuça de la otra noche saque dos peque-
ñas heridas, y e l camino y no averme cura-do me avran hecho a lgun daño, Bien sera
dixo e l A lcayde, que os acosteys y verna un çurujano que ay en el cast i l lo, Luego la
hermosa Xari fa le començo a desnudar con
grande alteracion y v in iendo e l maestro y viendole, dixo que no hera nada, y con un
ungüento que le puso le qui to el dolor y de ay a t res dias estuvo sano. Un dia acaescio
que acabando de comer el Avencerra je dixo estas palabras. Rodrigo de Narvaez segun
eres d iscreto en la manera de nuestra ven i-
da entenderas lo demas, yo tengo esperan-ça que este negocio que esta tan dañado se
ha de remediar por tus manos: esta dueña es la hermosa Xar ifa de quien te huve dicho
es mi señora y mi esposa no quiso quedar
en coyn, de miedo d 'aver offendido a su padre todavia se teme deste caso, b ien se
que por tu vi rtud te ama el Rey, aunque eres Chr ist iano, supl icote a lcances del que
nos perdone su padre, por aver hecho esto
sin que el lo supiesse, pues la fortuna lo traxo por este camino. El Alcayde les d ixo,
Consolaos, que yo os prometo de hazer en el lo quanto pudiere. Y tomando t inta y pa-
pel , escr ivio una carta al Rey, que dez ia ass i.
Carta de Rodrigo de Nar-
vaez A lcayde de Alora, para el
Rey de Granada.
Muy a lto y muy poderoso rey de Grana-da Rodrigo d'Narvaez, a lcayde de Alora tu
servidor, beso tus reales manos: y d igo
ass i, Que el Abencerra je Abindarraez e l
moço, que nascio en Granada, y se cr io en
Cartama en poder de el Alcayde de el la, se enamoro de la hermosa Xari fa su hi ja . Des-
pues tu por hazer merced al a lcayde, le passaste a coyn. Los enamorados por asse-
gurarse, se desposaron entre s i . Y l lamado
el por ausencia del padre, que cont igo t i e-nes, yendo a su fortaleza, yo le encontre
en el camino, y en cierta escaramuça que con el tuve, en que se mostro muy val iente,
le gane por mi pr is ionero. Y contandome su
caso, ap iadandome de l le h ize l ibre por dos dias: el se fue a ver con su esposa, de
suerte que en la jornada perdio la l ibertad, y gano e l amiga. V iendo el la que el Abence-
rra je bolvia a mi pr is ion se vino con el y ass i estan aora los dos en mi poder. Supl i-
cote que no te ofenda el nombre de Aben-
cerra je, que yo se que este y su padre fue-ron sin culpa en la conjuracion que contra
tu real persona se h izo: y en test imonio del lo v iven. Supl ico a tu real a l teza, que e l
remedio destos t r istes se reparta entre t i y
mi. Yo les perdonare e l rescate, y les solt a-re graciosamente. solo haras tu que e l pa-
dre del la los perdone y resciba en su gra-cia . Y en esto cumpli ras con tu grandeza, y
haras lo que de el la s iempre espere.
Escr ipta la carta, despacho un escudero
con el la, que l legado ante e l rey, se la dio: el qual sabiendo cuya era, se holgo mucho,
que a este so lo Christ iano amava por su
vi rtud y buenas maneras. Y como la leyo, bolv io el rostro al a lcayde de Coyn, que al l i
estava y l lamandole a parte, le dixo. Lee esta carta, que es de l a lcayde de Alora. Y
leyendola, resc ibio grande alteracion. E l rey le dixo. No te congoxes, aunque tengas
porque, sabete que ninguna cosa me pedira
el a lcayde de Alora que yo no lo haga. Y ass i te mando que vayas luego a Alora y te
veas con el , y perdones tus hi jos, y los l l e-ves a tu casa, que en pago deste servicio a
el los y a t i hare siempre merced. El moro lo
sint io en el a lma: mas viendo que no podia passar el mandamiento de e l Rey, bolv io de
buen cont inente, y d ixo, que ass i lo haria como su alteza lo mandava. Y luego se pa r-
t io a Alora donde ya sabian de l escudero todo lo que avia passado, y fue de todos
rescebido con mucho regozi jo y alegr ia. El
Abencerraje y su hi ja parescieron ante el con harta vergüença, y le besaron las ma-
nos. El los rescibio muy bien, y les dixo. No se trate aqui de cosa passada, yo os pe r-
dono averos casado sin mi voluntad, que en
lo demas, vos hija escogistes mejor mar ido,
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que yo os pudiera dar. E l a lcayde todos
aquel los dias les haz ia muchas f iestas: y
una noche acabando de cenar en un jard in, les d ixo. Yo tengo en tanto aver sido parte
para que este negocio aya venido a tan buen estado, que ninguna cosa me pudiera
hazer mas contento: y assi digo, que sola
la honra de averos tenido por mis pr is ione-ros quiero por rescate de la pr is ion. De oy
mas vos señor Abindarraez soys l ibre de mi para hazer de vos lo que quisierdes. El los
le besaron las manos por la merced y bien
que les haz ia: y otro dia por la mañana part ieron de la fortaleza, acompañandolos
el A lcayde parte del camino. Estando ya en Coyn gozando sossegada y seguramente e l
bien que tanto avia desseado. El padre les dixo. Hi jos aora que con mi volun tad soys
señores de mi haz ienda, es justo que mos-
treys e l ( 6 ) agradescimiento que a Rodrigo de Narvaez se deve, por la buena obra que
os hizo: que no por aver usado con voso-tros de tanta genti leza ha de perder su re s-
cate, antes le meresce muy mayor. Yo os
quiero dar seys mi l doblas zaenes, embiad-selas, y tenelde de aqui ade lante por am i-
go, aunque las leyes sean di ferentes. Abi n-darraez le beso las manos y tomandolas
con quatro muy hermosos caval los y quatro lanças con los hierros y cuentos de oro, y
otras quatro dargas, las embio al a lcayde
de Alora, y le escr ivio ass i.
Carta del Abencerra je Abin-
darráez, a l Alcayde de Alora.
Si p iensas Rodr igo de Narvaez, que con darme l ibertad en tu cast i l lo , para venirme
al mio, me dexaste l ibre: engañaste, que quando l ibertaste mi cuerpo, prendiste mi
coraçon ( las buenas obras, pr is iones son de los nobles coraçones). Y s i tu por alcançar
honra y fama acostumbras hazer b ien a los
que podrias destruyr: yo por parescer a aquel los donde vengo, y no degenerar de la
alta sangre de los Abencerra jes, antes co-
ger y meter en mis venas toda la que de l los
se vert io, estoy obl igado a agradescer lo, y servi r lo. Rescibi ras de esse breve presente
la voluntad de quien le embia, que es muy grande y de mi Xari fa: otra tan l impia y
leal , que me contento yo de el la . El a lcayde
tuvo en mucho la grandeza y curiosidad de l presente: y rescibiendo de l los caval los ,y
lanças, y dargas, escr ivio a Xari fa assi
Carta de el Alcayde de
Alora, a la hermosa
Xar ifa
Hermosa Xar ifa . No ha querido Abinda-
rraez dexarme gozar de el verdadero tr iumpho de su pr is ion, que consiste en
perdonar y hazer b ien: y como a mi en esta t ierra nunca se me ofresc io empresa tan
generosa, ni tan digna de Capitan Español ,
quisiera gozar la toda y labrar del la una e s-tatua para mi poster idad y descendencia.
Los caval los y armas rescibo yo para ayu-darle a defender de sus enemigos. Y si en
embiarme el oro se mostro cava l lero gene-
roso, en rescebir lo yo paresc iera cobdicioso mercader: yo os si rvo con el lo en pago de
la merced que me hezistes en serviros de mi en mi cast i l lo. Y tambien señora yo no
acostumbro robar damas, s ino servir las y honrarlas. Y con esto les bolv io a embiar
las doblas. Xari fa las rescib io, y dixo. Quien
pensare vencer a Rodrigo de Narvaez, de armas, y cortes ia, pensara mal .
De esta manera quedaron los unos de los
otros muy sat is fechos y contentos, y
travados con tan estrecha amistad,
que les duro toda la
vida.
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LOS SIETE LIBROS DE DIANA
Jorge de Montemayor.S.XVI
LIBRO PRIMERO
Bajaba de las montañas de León el olvidado
Sireno a quien Amor, la fortuna, e l t iempo tratavan de manera que del menor mal que
en tan tr iste vida padecía , no se esperava menos que perde l la . Ya no l lorava el de s-
venturado pastor el mal que la ausencia le
prometía, ni los temores de olvido le impo r-tunavan, porque vía cumplidas las profec ías
de su recelo, tan en perjuyz io suyo, que ya no tenía más infortunios con que amenaza-
l le . Pues l legando el pastor a los verdes y dele itosos prados que el caudaloso r ío Ez la
con sus aguas va regando, le v ino a la me-
mor ia e l gran contentamiento de que en algún t iempo al l í gozado avía , s iendo tan
señor de su l ibertad, como entonces sub-jecto a quien s in causa lo tenía sepultado
en las t in ieb las de su o lvido. Considerava
aquel d ichoso t iempo que por aquel los pra-dos y hermosa r ibera apacentava su gana-
do, poniendo los ojos en solo e l interesse que de t rael le bien apacentado se le segu-
ía, y las horas que le sobravan, gastava el
pastor en solo gozar del suave olor de las doradas f lores, a l t iempo que la pr imavera,
con las a legres nuevas de l verano, se e s-parze por e l universo, tomando a vezes su
rabel que muy pul ido en un çurrón s iempre traía , otras vezes una çampoña, al son de
la qual componía los dulces versos con que
de las pastoras de toda aquel la comarca era loado. No se met ía el pastor en la con-
sideración de los malos o buenos sucessos de la fortuna ni en la mudança y variac ión
de los t iempos; no le passava por el pen-
samiento la d i l igencia y codic ias de l amb i-cioso Cortesano, n i la confianza y presump-
ción de la Dama, ce lebrada por el solo voto y parecer de sus apassionados; tampoco le
dava pena la hinchazón y descuydo de l o r-gul loso privado. En el campo se cr ió, en el
campo apacentava su ganado y ass í no sa l -
ían del campo sus pensamientos hasta que el crudo amor tomó aquel la posessión de su
l ibertad que él sue le tomar de los que más l ibres se imaginan. Venía, pues, el tr iste
Si reno, los ojos hechos fuentes, e l rostro
mudado y el coraçón tan hecho a sufr i r desventuras que, s i la fortuna le quisiera
dar algún contento, fuera menester buscar otro coraçón nuevo para recebi l le . El vest i -
do era de un saya l tan áspero como su ven-
tura, un cayado en la mano, un çurrón de l
braco yzquierdo colgando. Arr imóse a l p ie de una haya; començó a tender sus ojos
por la hermosa r ibera hasta que l legó con el los al lugar donde primero avía visto la
hermosura, grac ia, honest idad de la past o-ra Diana, aquel la en quien naturaleza sumó
todas las perf ic iones que por muchas pa r-
tes avía repart ido. Lo que su coraçón si n-t ió, imagínelo aquel que en algún t iempo se
hal ló met ido entre memor ias tr istes.
No pudo el desventurado pastor poner s i-
lencio a las lágrimas, ni escusar los sosp i-ros que del a lma le sal ían. Y bolviendo los
ojos al cie lo, començó a dez ir desta mane-ra:
—¡Ay, memoria mía, enemiga de mi descan-so! ¿No os ocupárades mejor en hazerme
olvidar desgustos presentes, que en po-nerme delante los ojos contentos passados?
¿Qué dezís, memor ia? Que en este prado vi
a mi señora Diana. Que en él comencé a sent ir lo que no acabaré de l lorar. Que jun-
to a aquel la clara fuente, cercada de al tos y verdes a l isos, con muchas lágrimas algu-
nas vezes me jurava que no avía cosa en la
vida, ni vo luntad de padres, ni persuasión de hermanos, ni importunidad de parientes
que de su pensamiento la apartasse. Y que, quando esto dez ía, sal ían por aquel los
hermosos ojos unas lágrimas, como or ien-tales perlas, que parecían test igo de lo que
en el coraçón le quedava, mandándome, so
pena de ser tenido por hombre de baxo entendimiento, que creyesse lo que tantas
vezes me dezía . Pues espera un poco, me-mor ia, ya que me avé is puesto de lante los
fundamentos de mi desventura —que tales
fueron el los, pues el bien que entonces passé, fue principio de mal que ahora pa-
desco— no se os o lv iden para templarme este descontento de ponerme delante los
ojos uno a uno los t rabajos, los dessassos-siegos, los temores, los recelos, las sospe-
chas, los celos, las desconfianzas que aun
en e l mejor estado no dexan al que verda-deramente ama. ¡Ay, memor ia, memoria ,
destruydora de mi descanso, quán cierto está responderme quel mayor trabajo que
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en estas cons ideraciones se passava era
muy pequeño en comparación del conten-
tamiento que, a trueque dé l recebía! Vos, memoria , tené is mucha razón, y lo peor
del lo es tenel la tan grande.
Y estando en esto, sacó del seno un papel
donde tenía embueltos unos cordones de
seda verde y cabel los —¡y qué cabel los!—
y, poniéndolos sobre la verde yerba, con
muchas lágrimas sacó su rabe l, no tan l o-çano como lo t ra ía a l t iempo que de Diana
era favorecido, y començó a cantar lo s i -guiente:
¡Cabel los, quánta mudança
he v isto después que os v i, y quán mal parece ay
essa color de esperança!
(.. .)
No acabara tan presto Sireno el tr iste canto si las lágr imas no le fueran a la mano; ta l
estava como aquel a quien fortuna t iene atajados todos los caminos de su remedio.
Dexó caer su rabel , toma los dorados cabe-
l los, bué lvelos a su lugar, d iz iendo:
—¡Ay, prendas de la más hermosa y des lea l pastora que humanos ojos pudieron ver!
¡Quán a vuestro sa lvo me avé is engañado!
¡Ay, que no puedo dexar de veros, estando todo mi mal en averos v isto!
Y quando de l çurrón sacó las mano acaso
topó con una carta que en t iempo de su
prosperidad Diana le avía embiado; y, como la v io, con un ardiente sospiro que del a lma
le sal ía , dixo:
—¡Ay, carta , carta, abrasada te vea por
mano de quien mejor lo pueda hazer que yo, pues jamás en cosa mía pude hazer lo
que quis iesse! ¡Malaya quien aora te leye-re! Mas ¿quién podrá dexar de haze l lo?
Y descogiéndola, vio que dezía desta mane-ra:
CARTA DE DIANA A SIRENO
«Sireno mío, ¡quán mal suffr i r ía tus pala-bras quien no pensasse que amor te las haz ía dezi r! Dízesme que no te quiero quanto devo, no sé en qué lo vees, ni e n-t iendo cómo te pueda querer más. Mira que ya no es t iempo de no creerme, pues vees que lo que te quiero me fuerça a creer lo que de tu pensamiento me dizes. Muchas vezes imagino que, assí cono imaginas
que no te quiero, queriéndote más que a mí, assí deves pensar que me quieres, t e-niéndome aborrescida. Mira, Sireno, quel t iempo lo ha hecho mejor cont igo de lo que al pr incipio de nuestros amores sospecha s-te y que, quedando mi honrra a sa lvo, la qua l te deve todo lo del mundo, no avr ía rosa en él que por t i no hiz iesse. Supl ícote todo quanto puedo, que no te metas entre celos y sospechas, que ya sabes quán po-cos escapan de sus manos con la v ida, la qua l te de Dios con e l contento que yo te desseo.»
—¿Carta es ésta —dixo Sireno sospirando—
para pensar que pudiera entrar olvido en el coraçón donde tales palabras sa l ieron? Y
palabras son éstas para passa l la s por la
memoria a t iempo que quien las d ixo, no la t iene de mí. ¡Ay, tr iste, con quánto conten-
tamiento acabé de leer esta carta, quando mi señora me la embió, y quántas vezes en
aquel la hora misma la bolví a leer! Mas págola aora con las setenas, y no suf fr ía
menos sino venir de un extremo a otro, que
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mal contado le ser ía a la fortuna dexar de
hazer comigo lo que con todos haze.
A este t iempo, por una cuesta abaxo que
del a ldea venía a l verde prado, vio Si reno
venir un pastor su passo a passo, parándo-se a cada trecho, unas vezes mirando el
cie lo, otras, e l verde prado y hermosa r ib e-ra que desde lo al to descubría; cosa que
más le augmeutava su tr isteza, v iendo el lugar que fue pr inc ip io de su desventura.
Si reno lo conosció y dixo, buelto el rostro
haz ia la parte donde venía:
—¡Ay, desventurado pastor, aunque no tan-
to como yo! ¿En qué han parado las compe-
tencias que comigo t raías por los amores de Diana, y los disf favores que aquel la
crue l te hazía, poniéndolo a mi cuenta? Mas, s i tú entendieras que tal avía de ser la
summa, ¿quánto mayor merced ha l laras que
la fortuna te hazía en sustentarte en un infe l ice estado que a mí en derr ibarme dé l
a l t iempo que menos lo temía?
A este t iempo el desamado Sylvano tomó
una çampoña y tañendo un rato, cantava con gran tr isteza estos versos:
Amador soy, mas nunca fuy amado; quise bien y querré, no soy querido;
fat igas passo y nunca las he dado;
sospiros di , mas nunca fuy oído; quexarme quise y no muy escuchado;
huir quise de Amor, quedé corr ido; de solo olv ido no podré quexarme,
porque aun no se acordaron dolvidarme.
(.. .)
No estava ocioso Sireno al t iempo que Sy l-
vano estos versos cantava que con sospiros
respondía a los últ imos accentos de sus palabras y con lágrimas solennizava lo que
del las entendía. El desamado pastor, de s-pués que uvo acabado de cantar , se co-
mençó a tomar cuenta de la poca que con-sigo tenía , y cómo por su señora Diana avía
olvidado todo e l hato y rebaño, y esto era
lo menos. Considerava que sus serv ic ios eran s in esperança de galardón, cosa que,
a quien tuviera menos f irmeza, pudiera fáci lmente ata jar el camino de sus amores.
Mas era tanta su constancia que,
puesto en medio de todas las causas que
tenía de o lv idar a quien no se acordava dél ,
se sa l ía tan a su salvo del las y tan sin pe r-juiz io del amor que a su pastora tenía, que
sin [miedo] alguno cometía qualquiera ima-ginación que en daño de su fe le sobrev i -
niesse. Pues, como vio a S ireno junto a la
fuente, quedó espantado de vel le tan tr iste,
no porque ignorasse la causa de su tr ist e-
za, mas porque le pareció que, s i é l uviera
recebido el más pequeño favor que Sireno algún t iempo rec ibió de Diana, aquel con-
tentamiento bastara para toda la vida tene-l le . Llegóse a él , y, abraçándose los dos
con muchas lágr imas, se bolv ieron a sentar
encima de la menuda yerba, y Sylvano co-mençó a hablar desta manera:
—¡Ay, Si reno, causa de mi desventura o de l poco remedio de l la! ; nunca Dios quiera que
yo de la tuya reciba vengança que, quando muy a mi salvo pudiesse hazel lo, no permi-
t ir ía el amor que a mi señora Diana tengo,
que yo fuesse contra aquel en quien el la con tanta voluntad lo puso. S i tus trabajos
no me duelen nunca en los míos, aya f in; s i luego que Diana se quiso desposar, no se
me acordó que su desposorio y tu muerte avían de ser a un t iempo, nunca en otro
mejor me vea que éste en que aora estoy.
¿Pensar deves, Si reno que te quer ía yo mal porque Dios te quería bien? ¿y que los f a-
vores que el la te hazía , eran parte para que yo te desamasse? Pues no era de tan baxos
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qui lates mi fe , que no siguiesse a mi seño-
ra, no sólo en querer la, s ino en querer todo
lo que el la quis iesse. Pesarme de tu fat iga, no t ienes por qué agradecérmelo; porque
estoy tan hecho a pesares que aun de bie-nes míos me pesaría , quanto más, de males
agenos.
No causó poca admiración a Si reno las pa-
labras del pastor Sylvano, y assí estuvo un poco suspenso, espantado de tan gran su-
fr imiento y de la qua l idad de l amor que a
su pastora tenía. Y bolv iendo en sí , le re s-pondió desta manera:
—¿Por ventura, Sylvano, as nacido tú para
exemplo de los que no sabemos sufr i r las
advers idades que la fortuna delante nos pone? ¿O acaso te a dado natura leza tanto
ánimo en el las, que no sólo baste para su-fr ir las tuyas, mas que aun ayudes a sobr e-
l levar las agenas? Veo que estás tan con-
forme con tu suerte que, no te prometiendo esperança de remedio, no sabes pedi l le
más de lo que te da. Yo te digo, Sylvano, que en t i muestra bien el t iempo que cada
día va descubriendo novedades muy agenas de la imaginación de los hombres. ¡O,
quánta más embidia te deve tener este sin
ventura pastor, en verte sufr i r tus males, que tú podrías tene l le a él a l t iempo que le
vías gozar sus bienes! ¿V iste los favores que me hazía? ¿V iste la blandura de pal a-
bra con que me manifestava sus amores?
¿Viste cómo l levar el ganado a l r ío, sacar los corderos al soto, t raer las ovejas por la
siesta a la sombra destos al isos, jamás s in mi compañía supo hazel lo? Pues nunca yo
vea e l remedio de mi mal s i de Diana e s-
peré ni desseé cosa que contra su honrra fuesse y, s i por la imaginación me passava,
era tanta su hermosura, su valor, su hones-t idad y la l impieza de l amor que me tenía ,
que me quitavan de l pensamiento qualquie-ra cosa que en daño de su bondad imag i-
nasse.
—Esso creo yo por cierto —dixo Sylvano
sospirando— , porque lo mismo podré afi r-
mar de mí. Y creo que no v iviera nadie que en Diana pusiera los ojos, que osara desse-
ar otra cosa, s ino verla y conversarla . Aun-que no sé s i hermosura tan grande en
algún pensamiento, no tan subjecto como
el nuestro, hiz iera algún excesso, y más, s i como yo un día la vi , acertara de ve l la , que
estava sentada cont igo junto a aquel arroyo peinando sus cabel los de oro, y tú le est a-
vas teniendo el espejo en que de quando
en quando se mirava. Bien mal sabíades los dos que os estava yo acechando desde
aquel las matas altas que están junto a las dos enz inas, y aun se me acuerda de los
versos que tú le cantaste sobre averle ten i-do el espejo en quanto se peinava.
—¿Cómo los uviste a las manos? —dixo S i-reno.
Sylvano le respondió :
—El otro día siguiente ha l lé aquí un papel en que estava[n] escr itos, y los lehí y aún
los encomendé a la memor ia. Y luego vino
Diana por aquí l lorando por ave l los perd ido, y me preguntó por el los; y no fue pequeño
contentamiento para mí ver en mi señora lágr imas que yo pudiesse remediar. Acué r-
dome; aquél la fue la pr imera vez que de su boca oy palabras s in ira; y mira quán ne-
cessi tado estava de favores, que de dezi r-
me el la que me agradecía darle lo que bus-cava, h ize tan grandes rel iquias que más de
un año de gravíssimos males desconté por aquel la so la pa labra que t raía a lguna appa-
rencia de b ien.
—Por tu vida —dixo Sireno— que digas los
versos que d izes que yo la canté, pues los tomaste de coro.
—Soy contento —dixo Si lvano—; desta ma-nera dezían:
Quando esto acabó Sireno de oír , dixo con-tra Sylvano:
—Plega Dios, pastor , que e l amor me dé esperança de algún b ien impossible , s i ay
cosa en la v ida con que yo más fác i lmente la passasse que con tu conversac ión, y si
agora en estremo no me pesa que Diana te
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aya sido crue l que s iquiera no mostrasse
agradecimiento a tan leales servic ios y a
tan verdadero amor como en el los as mos-trado.
Sylvano le respondió sospirando:
—Con poco me contentara yo, s i mi fortuna quisiera; y bien pudiera Diana, s in ofender
a lo que su honrra y a tu fe devía , darme
algún contentamiento, mas no tan sólo huyó s iempre de dármele, mas aun de
hazer cosa por donde imaginasse que yo algún t iempo podr ía tene l le . Dezía yo mu-
chas vezes entre mí: —¿Aora esta f iera en-durecida no se enojar ía algún día con Sir e-
no de manera que por vengarse dél , f i n-
giesse favorecerme a mí? Que un hombre tan desconsolado y fa lto de favores, aun
f ing idos los temía por buenos. Pues, quan-do desta r ibera te part iste, pensé verdade-
ramente que el remedio de mi mal me esta-
va l lamando a la puerta, y que el olv ido era la causa más c ierta que, después de la au-
sencia, se esperava, y más en coraçón de muger. Pero quando después vi las lágrimas
de Diana, e l no reposar en e l a ldea, e l
amar la soledad, los cont inuos sospiros,
Dios sabe lo que sent í . Que puesto caso que yo sabía ser e l t iempo un médico muy
aprovado para el mal que la ausencia suele causar, una sola hora de tr is teza no quisi e-
ra yo que por mi señora passara, aunque
del la se me siguieran a mí cien mil de alegr ía. Algunos d ías, después que te fui s-
te, la vi junto a la dehesa de l monte, arr i -mada a una enzina, de pechos sobre su
cayado, y desta manera estuvo gran p ieça
antes que me viesse. Después alço los ojos, y las lágrimas le estorvaron verme. Devía
el la entonces imaginar en su tr iste so ledad, y en e l mal que tu ausencia le hazía sent ir ,
pero de ay un poco, no s in lágrimas, acom-pañadas de t r istes sospiros, sacó una çam-
poña que en el çurrón traía y la conmençó
a tocar tan dulcemente que el val le , e l monte, el r ío, las aves enamoradas y aun
las f ieras de aquel espesso bosque queda-ron suspensas y, dexando la çampoña al
son que en el la avía tañido, començó esta
canción:
(.. .)
Acabando Sylvano la amorosa canción de Diana, d ixo a Sireno que como fuera de s í
estava oyendo los versos que después de
su part ida la pastora avía cantado:
—Quando esta canción cantava la hermosa Diana, en mis lágr imas pudieran ver si yo
sent ía las que el la por tu causa derramava,
pues no queriendo yo del la entender que la avía entendido, diss imulando lo mejor que
pude, que no fue poco podel lo hazer, l l e-guéme a donde estava.
Si reno entonces le ata jó d iz iendo:
—Ten punto, Si lvano, ¿que un coraçón que tales cotas sent ía pudo mudarse? ¡O cons-
tancia , o f irmeza, y quán pocas vezes haz-
éis assiento sobre coraçón de hembra! Que quanto más subjecta está a quereros, tanto
más prompta para olvidaros. Y bien creía yo que en todas las mugeres avía esta fa l -
ta, mas en mi señora Diana jamás pensé
que naturaleza avía dexado cosa buena por
hazer.
Prosiguiendo, pues, Sylvano por su histor ia
adelante, le dixo:
—Como yo me l legasse más adonde Diana estava, vi que ponía los ojos en la clara
fuente, adonde, pros iguiendo su acostum-
brado of icio, començó a dez ir : ¡ay, ojos, y quánto más presto se os acabarán las
lágr imas que la ocas ión de derramal las! ; ¡ay, mi Si reno! P lega a Dios que, antes que
el desabrido invierno desnude el verde pra-
do de frescas y olorosas f lores, y el val le ameno, de la menuda yerva, y los árboles
sombr íos, de su verde hoja, vean estos ojos tu presencia tan deseada de mi ánima, co-
mo de la tuya devo ser aborrecida. A este punto a lçó el div ino rostro y me vido: tr a-
bajó por dis imular el tr is te l lanto, mas no
lo pudo hazer de manera que las lágr imas no ata jassen el passo a su dis imulación.
Levantóse a mí d iz iendo: —Siéntate aquí , Sylvano, que assaz vengado estás y a costa
mía. B ien paga esta desdichada lo que d i-
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zes que a su causa sientes, s i es verdad
que es el la la causa. ¿Es poss ible, Diana —
le respondí— , que esso me quedava por oír? En f in, no me engaño en dez ir que nací
para cada día descubr ir nuevos géneros de tormentos, y tú, para hazerme más s inra-
zones de las que en tu pensamiento pueden
caber. ¿Aora dudas ser tú la causa de mi mal? Si tú no eres la causa dél , ¿quién sos-
pechas que mereciesse tan gran amor? ¿o qué coraçón avría en el mundo, si no fue s-
se el tuyo, a quien mis lágrimas no uvie s-
sen ablandado? Y a esto añadí otras mu-chas cosas de que ya no tengo memoria .
Mas la cruel , enemiga de mi descanso, atajó mis razones d iz iendo:
—Mira, Sylvano, s i otra vez tu lengua se atreve a tratar de cosa tuya y a dexar de
hablarme en el mi Si reno, a tu plazer te dexaré gozar de la clara fuente donde es-
tamos sentados. ¿Y tú no sabes que toda cosa que de mi pastor no t ratare, me es
aborrecible y enojosa— . ¿Y que, a la perso-
na que quiere bien, todo el t iempo que ga s-ta en o ír cosa fuera de sus amores, le pa-
recee mal empleado? Yo entonces de miedo que mis palabras no fuessen causa de per-
der e l descanso que su v ista me ofrecía,
puse si lencio en el las y estuve al l í un gran rato, gozando de ver aquel la hermosura
sobrehumana, hasta que la noche se dexó venir con mayor presteza de lo que yo qu i-
siera, y de al l í nos fuymos los dos con
nuestros ganados al a ldea.
Si reno, sospirando, le dixo:
—Grandes cosas me as contado, Sylvano, y
todas en daño mío. ¡Desdichado de mí,
quán presto viene a esperimentar la poca constancia que en las mugeres ay! Por lo
que les devo, me pesa. No quisiera yo, pa s-tor , que en a lgún t iempo se oyera dezir que
en un vaso, donde tan gran hermosura y
discrec ión juntó naturaleza, uviera tan mala mixtura, como es la inconstancia que
comigo a usado. Y lo que más me l lega al a lma, es que e l t iempo le a de dar a
entender lo mal que conmigo, lo a hecho;
lo qual no puede ser , s ino a costa de su descanso. ¿Cómo le va de contentamiento,
después de casada?
Sylvano respondió:
—Dízenme algunos que le va mal , y no me
espanto, porque, como sabes, Del io, su esposo, aunque es r ico de los bienes de
fortuna, no lo es de los de natura leza, que
en esto de la disposic ión, ya ves quán mal le va, pues de otras cosas de que los pa s-
tores nos preciamos, como son tañer, can-tar, luchar, jugar al cayado baylar con las
mocas e l domingo, parece que Del i o no ha nacido para más que mira l lo.
—Aora, pastor —dixo Sireno— , toma tu ra-bel e yo tomaré mi çampoña, que no hay
mal que con la música no passe, ni t r isteza que con el la no se acreciente.
Y templando los dos pastores sus intrumen-tos con mucha gracia y suavidad, comença-
ron a cantar lo s iguiente:
No mucho después que los pastores dieron f in a l t r iste canto, v ieron sal ir , dentre e l
arboleda que junto al r ío estava, una pas-tora tañendo con una çampoña, y cantando
con tanta gracia y suavidad como tr is teza; la qual encubría gran parte de su hermosu-
ra, que no era poca, y preguntando Sireno,
como quien avía mucho que no repastava por aquel val le, quién fuesse, Sylvano le
respondió:
—Esta es una hermosa pastora que de po-cos días acá apacienta por estos prados,
muy quexosa de amor y, según dizen, con
mucha razón, aunque otros quieren dez ir que a mucho t iempo que se burla con el
desengaño.
—¿Por ventura —dixo Sireno— está en su
mano e l desengañarse?
—Sy —respondió Sylvano— , porque no pue-do yo creer que ay muger en la vida que
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tanto quiera, que la fuerça de l amor le e s-
torve entender si es quer ida o no.
—De contrar ia opinión soy.
—¿De contrar ia? —dixo Sylvano— , pues no te irás alabando, que bien caro te cuesta
aver ie f iado en las pa labras de Diana, pero
no te doy culpa que, ass í como no hay quien no vença su hermosura, assí no avrá
a quien sus pa labras no engañen.
—¿Cómo puedes tú saber esso, pues e l la
jamás te engañó con palabras ni con obras?
—Verdad es —dixo Sylvano— que s iempre
fuy del la desengañado, mas yo osaría jurar ,
por lo que después acá a sucedido, que jamás me desengañó a mí, s ino por enga-
ñarte a t i . Pero dexemos esto y oíamos esta pastora, que es gran amiga de Diana y,
según lo que de su gracia y d iscrec ión me dizen, b ien merece ser oída.
A este t iempo l lega va la hermosa pastora junto a la fuente, cantando este soneto:
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LAZARILLO DE TORMES
Anónimo.1554
TRATADO PRIMERO
CUENTA LÁZARO SU VIDA Y CUYO HIJO FUE
Pues sepa vuestra merced, ante todas cosas, que a mí l laman Lázaro de Tormes,
hi jo de Tomé González y de Antona Pérez,
natura les de Tejares, a ldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del r ío Tormes,
por la cual causa tomé el sobrenombre, y fue desta manera. Mi padre, que Dios per-
done, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña que está r ibera de aquel r ío,
en la cual fue mol inero más de quince
años. Y estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomóle el parto y
parióme al l í . De manera que con verdad me puedo decir nacido en el r ío.
Pues siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi padre c iertas sangrías mal
hechas en los costa les de lo que al l í a mo-ler venían, por lo cual fue preso, y confesó
y no negó, y padeció persecución de just i-
cia . Espero en Dios que está en la glor ia, pues el Evangel io los l lama bienaventura-
dos. En este t iempo se hizo c ierta armada contra moros, entre los cua les fue mi pa-
dre, que a la sazón estaba desterrado por el desastre ya dicho, con cargo de acemi l e-
ro de un caba l lero que al lá fue. Y con su
señor, como leal cr iado, feneció su v ida.
Mi viuda madre, como s in mar ido y sin abrigo se viese, determinó arr imarse a los
buenos por ser uno del los, y vínose a v iv ir
a la ciudad, y a lqui ló una cas i l la, y metióse a guisar de comer a ciertos estudiantes, y
lavaba la ropa a c iertos mozos de cabal los del comendador de la Magdalena, de mane-
ra que fue frecuentando las cabal ler izas.
E l la y un hombre moreno de aquel los
que las best ias curaban vinieron en cono-cimiento. Éste algunas veces se venía a
nuestra casa y se iba a la mañana. Otras
veces, de d ía l legaba a la puerta, en acha-que de comprar huevos, y entrábase en
casa. Yo al pr incipio de su entrada pesá-bame con él y había le miedo, viendo el c o-
lor y mal gesto que tenía; mas de que vi
que con su venida mejoraba e l comer, fui le queriendo bien, porque siempre t raía pan,
pedazos de carne, y en e l invierno leños, a que nos calentábamos.
De manera que, cont inuando la posa-da y conversación, mi madre v ino a darme
un negrito muy bonito, e l cual yo br incaba y ayudaba a calentar.
Y acuérdome que, estando el negro de mi padrastro t rebejando con el mozuelo,
como el niño ve ía a mi madre y a mí b lan-cos y a él no, huía de él, con miedo, para
mi madre, y, seña lando con el dedo, decía:
«¡Madre, coco!»
Respondió é l r iendo: «¡Hideputa!»
Yo, aunque bien muchacho, noté
aquel la palabra de mi hermanico y di je e n-tre mí: «¡Cuántos debe de haber en e l
mundo que huyen de otros porque no se ven a s í mismos!»
Quiso nuestra fortuna que la conve r-sación de l Zaide, que así se l lamaba, l legó
a oídos del mayordomo, y hecho pesquisa hal lóse que la mitad por medio de la ceba-
da que para las best ias le daban hurtaba, y
salvados, leña, a lmohazas, mandi les y las mantas y sábanas de los caba l los hacía
perd idas, y cuando otra cosa no tenía, las best ias desherraba, y con todo esto acudía
a mi madre para cr iar a mi hermanico. No
nos maravi l lemos de un c lér igo ni fra i le porque el uno hurta de los pobres y el otro
de casa para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre esclavo el
amor le animaba a esto.
Y probóse le cuanto di jo y aún más.
Porque a mí, con amenazas, me pregunt a-ban, y como niño, respondía y descubría
cuanto sabía , con miedo: hasta ciertas
herraduras que por mandado de mi madre a un herrero vendí.
A l tr iste de mi padrastro azotaron y
pr ingaron y a mi madre pusieron pena por
just icia , sobre e l acostumbrado centenario, que en casa de l sobredicho comendador ni
entrase, n i a l last imado Za ide en la suya acogiese.
Por no echar la soga tras e l caldero, la tr iste se esforzó y cumplió la sentencia.
Y por evi tar pe l igro y quitarse de malas lenguas, se fue a servi r a los que al pre-
sente viv ían en e l mesón de la Solana. Y al l í , padeciendo mil importunidades, se
acabó de cr iar mi hermanico, hasta que
supo andar, y a mí hasta ser buen mozuelo,
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que iba a las huéspedes por vino y cande-las y por lo demás que me mandaban.
En este t iempo vino a posar al mesón un ciego, el cua l, pareciéndole que yo ser ía
para adestrar le , me pidió a mi madre, y e l la me encomendó a él , diciéndole cómo era
hi jo de un buen hombre, el cual , por ensa l-
zar la fe, había muerto en la de los Gelves, y que el la confiaba en Dios no saldr ía peor
hombre que mi padre y que le rogaba me tratase b ien y mirase por mí, pues era
huérfano.
É l respondió que así lo har ía y que me
rec ib ía, no por mozo, sino por hi jo. Y así le comencé a serv ir y adestrar a mi nuevo y
vie jo amo.
Como estuvimos en Salamanca a lgu-
nos días, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia a su contento, determinó irse
de al l í , y cuando nos hubimos de part i r yo
fui a ver a mi madre, y, ambos l lorando, me d io su bendic ión y di jo:
—Hijo: ya sé que no te veré más. Pro-
cura de ser bueno, y Dios te guíe. Cr iado te
he y con buen amo te he puesto: vá lete por t i .
Y as í, me fui para mi amo, que es-
perándome estaba.
Sal imos de Sa lamanca, y l legando a la
puente, está a la entrada de el la un animal de piedra, que casi t iene forma de toro, y
el ciego mandóme que l legase cerca del
animal , y a l l í puesto, me d ijo:
—Lázaro, l lega el oído a este toro y oirás gran ruido dentro dél .
Yo simplemente l legué, creyendo ser así . Y como s int ió que tenía la cabeza par
de la p iedra, afi rmó recio la mano y diome una gran ca labazada en e l d iablo del toro,
que más de tres días me duró e l dolor de la
cornada, y dí jome:
—Necio, aprende que el mozo del c ie-go un punto ha de saber más que e l d iab lo.
Y r ió mucho la bur la.
Parecióme que en aquel instante des-
perté de la s impleza en que, como niño dormido, estaba. Dije entre mí:
«Verdad dice éste, que me cumple av i -var el ojo y avisar , pues so lo soy, y pensar
cómo me sepa valer .»
Comenzamos nuestro camino, y en
muy pocos d ías me mostró jer igonza. Y co-mo me viese de buen ingenio, holgábase
mucho y decía:
—Yo oro ni p lata no te lo puedo dar;
mas avisos para vivi r muchos te mostraré.
Y fue as í: que, después de Dios, éste
me d io la vida, y s iendo ciego me a lumbró y adestró en la carrera de v iv ir .
Huelgo de contar a vuestra merced estas niñerías, para mostrar cuánta v irtud
sea saber los hombres subir s iendo bajos, y dejarse bajar s iendo a ltos cuánto vicio.
Pues, tornando al bueno de mi c iego, y contando sus cosas, vuestra merced sepa
que, desde que Dios cr ió el mundo, ninguno formó más astuto ni sagaz. En su oficio era
un águi la . C iento y tantas oraciones sabía de coro. Un tono bajo, reposado y muy so-
nable, que hacía resonar la igles ia donde
rezaba; un rostro humilde y devoto, que con muy buen cont inente ponía cuando re-
zaba, s in hacer gestos ni visajes con boca ni ojos, como otros suelen hacer.
A l lende desto, tenía otras mil formas y maneras para sacar el dinero. Decía saber
oraciones para muchos y d iversos efectos, para mujeres que no parían, para las que
estaban de parto, para las que eran malca-
sadas que sus maridos las quisiesen b ien. Echaba pronóst icos a las preñadas: s i tra ía
hi jo o hi ja .
Pues en caso de medicina, decía que
Galeno no supo la mitad que él para muela, desmayos, males de madre. F inalmente,
nadie le decía padecer alguna pasión que luego no le decía:
«Haced esto, haréis estotro, coged tal hierba, tomad ta l ra íz .»
Con esto andábase todo e l mundo tras
él, especia lmente mujeres, que cuanto les
decía creían. Déstas sacaba él grandes pro-vechos con las artes que digo, y ganaba
más en un mes que cien c iegos en un año.
Mas también quiero que sepa vuestra
merced que, con todo lo que adquir ía y tenía, jamás tan avariento ni mezquino
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hombre no v i ; tanto, que me mataba a mí de hambre, y a s í no se remediaba de lo
necesario. Digo verdad; si con mi sut i leza y
buenas mañas no me supiera remediar, mu-chas veces me f inara de hambre; mas con
todo su saber y aviso, le contraminaba de tal suerte, que siempre, o las más veces,
me cabía lo más y mejor . Para esto le hacía
burlas endiabladas, de las cua les contaré algunas, aunque no todas a mi salvo. É l
tra ía el pan y todas las otras cosas en un fardel de l ienzo, que por la boca se cerraba
con un argol la de hierro y su candado y su l lave, y al meter de todas las cosas y sa-
car las, era con tan gran v igi lancia y tanto
por contadero, que no bastara hombre en todo el mundo hacerle menos una migaja.
Mas yo tomaba aquel la laceria que é l me daba, la cual en menos de dos bocados era
despachada.
Después que cerraba el candado y se
descuidaba, pensando que yo estaba en-tendiendo en otras cosas, por un poco de
costura, que muchas veces del un lado de l
fardel descosía y tornaba a coser, sangraba el avariento fardel , sacando no por tasa
pan, mas buenos pedazos, torreznos y lon-ganiza. Y así buscaba conveniente t iempo
para rehacer, no la chaza, s ino la endiabla-da fa lta que el mal ciego me fa ltaba.
Todo lo que podía sisar y hurtar t ra ía en medias blancas, y cuando le mandaban
rezar y le daban blancas, como é l carecía de vista, no había él que se la daba ama-
gado con e l la , cuando yo la tenía lanzada
en la boca y la media aparejada, que por presto que é l echaba la mano, ya iba de mi
cambio aniqui lada en la mitad de l justo precio. Quejábaseme el mal c iego, porque
al t iento luego conocía y sent ía que no era
blanca entera, y decía:
—¿Qué diablo es esto, que después que conmigo estás no me dan sino medias
blancas, y de antes una blanca y un mara-
vedí hartas veces me pagaban? En t i debe estar esta desdicha.
También él abreviaba e l rezar y la
mitad de la oración no acababa, porque
tenía mandado que en yéndose el que la mandaba rezar, le t i rase por cabo del ca-
puz. Yo así lo hacía . Luego é l tornaba a dar voces, d ic iendo:
«¿Mandan rezar ta l y ta l oración?», como sue len decir .
Usaba poner cabe sí un jarr i l lo de v i -no, cuando comíamos; yo muy de presto le
asía y daba un par de besos cal lados y
tornábale a su lugar. Mas duróme poco. Que en los t ragos conocía la fa lta, y por
reservar su vino a salvo nunca después desamparaba e l jarro, antes lo tenía por e l
asa asido. Mas no había piedra imán que
así t ra jese a s í como yo con una paja larga de centeno, que para aquel menester tenía
hecha, la cua l, met iéndola en la boca del jarro, chupado el v ino lo dejaba a buenas
noches. Mas, como fuese e l tra idor tan a s-tuto, p ienso que me s int ió, y dende en ade-
lante mudó propósito y asentaba su jarro
entre las p iernas y atapábale con la mano, y así bebía seguro.
Yo, como estaba hecho al vino, moría
por él, y viendo que aquel remedio de la
paja no me aprovechaba ni val ía , acordé, en el suelo de l jarro hacer le una fuenteci l la
y agujero sot i l , y del icadamente, con una muy delgada tort i l la de cera, taparlo, y a l
t iempo de comer, f ing iendo haber fr ío, e n-
trábame entre las piernas de l tr is te ciego a calentarme en la pobreci l la lumbre que ten-
íamos, y al ca lor del la, luego derret ida la cera, por ser muy poca, comenzaba la fuen-
tec i l la a dest i larme en la boca, la cual yo de ta l manera ponía que maldita la gota se
perd ía. Cuando el pobreto iba a beber, no
hal laba nada.
Espantábase, maldecíase, daba a l dia-blo el jarro y e l vino, no sabiendo qué pod-
ía ser.
—No diré is , t ío, que os lo bebo yo —
decía— , pues no le qui tá is de la mano.
Tantas vue ltas y t ientos dio e l jarro,
que hal ló la fuente y cayó en la burla; mas así lo d is imuló como s i no lo hubiera sent i -
do.
Y luego, otro d ía, teniendo yo rezu-
mando mi jarro como sol ía , no pensando en el daño que me estaba aparejado ni que e l
mal ciego me sent ía, sentéme como sol ía;
estando recib iendo aquel los dulces tragos, mi cara puesta hacia el cie lo, un poco ce-
rrados los ojos por mejor gustar el sabroso l icor , s int ió el desesperado ciego que agora
tenía t iempo de tomar de mí venganza, y con toda su fuerza, a lzando con dos manos
aquel dulce y amargo jarro, le dejó caer
sobre mi boca, ayudándose, como digo, con todo su poder, de manera que e l pobre
Lázaro, que de nada desto se guardaba, antes, como otras veces, estaba descuidado
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y gozoso, verdaderamente me pareció que el cie lo, con todo lo que en é l hay, me hab-
ía caído encima.
Fue tal e l golpeci l lo, que me desat inó
y sacó de sent ido, y el jarrazo tan grande, que los pedazos de él se me metieron por
la cara, rompiéndomela por muchas partes,
y me quebró los dientes, s in los cua les has-ta hoy día me quedé. Desde aquel la hora
quise mal a l mal ciego, y, aunque me que r-ía y regalaba y me curaba, b ien vi que se
había holgado del cruel cast igo. Lavóme
con vino las roturas que con los pedazos del jarro me había hecho, y, sonr iéndose,
decía:
—¿Qué te parece, Lázaro? Lo que te
enfermó te sana y da salud.
Y otros donaires, que a mi gusto no lo eran.
Ya que estuve medio bueno de mi ne-gra trepa y cardenales, cons iderando que a
pocos golpes ta les e l crue l c iego ahorrar ía de mí, quise yo ahorrar de él ; mas no lo
hice tan presto por hacer lo a mi sa lvo y
provecho. Aunque yo quisiera asentar mi corazón y perdonarle el jarrazo, no daba
lugar al maltratamiento que el mal ciego dende al l í ade lante me hacía , que sin causa
ni razón me her ía, dándome coscorrones y repe lándome.
Y si a lguno le decía por qué me trata-ba tan mal , luego contaba e l cuento de l
jarro, diciendo:
—¿Pensaré is que este mi mozo es
algún inocente? Pues oíd si e l demonio en-sayara otra ta l hazaña.
Sant iguándose los que lo oían, decían:
—¡Mira quién pensara de un muchacho tan pequeño tal ru indad!
Y reían mucho del art i f ic io, y decían-le:
—Cast igadlo, cast igadlo, que de Dios lo habré is .
Y é l, con aquel lo, nunca otra cosa
hacía .
Y en esto yo s iempre le l levaba por
los peores caminos y adrede, por le hacer mal y daño: si había piedras, por el las; s i
lodo, por lo más al to. Que aunque yo no iba por lo más enjuto, holgábame a mí de
quebrar un ojo por quebrar dos al que ni n-
guno tenía. Con esto, s iempre con el cabo alto de l t iento me atentaba el colodr i l lo , e l
cual s iempre traía l leno de to londrones y pelado de sus manos. Y aunque yo juraba
no lo hacer con mal ic ia, s ino por no hal lar
mejor camino, no me aprovechaba ni me cre ía más: ta l era el sent ido y el grandís i -
mo entendimiento del tra idor.
Y porque vea vuestra merced a cuánto
se extendía el ingen io de este astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él me
acaecieron, en e l cual me parece dio b ien a entender su gran astucia . Cuando sal imos
de Sa lamanca, su mot ivo fue venir a t ierra de Toledo. Porque decía ser la gente más
r ica, aunque no muy l imosnera. Arr imábase
a este refrán: «Más da el duro que el des-nudo.» Y vinimos a este camino por los me-
jores lugares. Donde hal laba buena acogida y ganancia, deteníamonos; donde no, a te r-
cero día hacíamos San Juan.
Acaeció que, l legando a un lugar que
l laman Almoroz al t iempo que cogían las uvas, un vendimiador le d io un racimo de-
l las en l imosna. Y como sue len i r los cestos
maltratados, y también porque la uva en aquel t iempo está muy madura, desgraná-
base e l racimo en la mano. Para echarlo en el farde l tornábase mosto, y lo que a él se
l legaba.
Acordó de hacer un banquete, as í por
no lo poder l levar como por contentarme: que aquel día me había dado muchos cod i-
l lazos y golpes. Sentámonos en un va l ladar
y di jo:
—Agora quiero yo usar cont igo de una l iberal idad, y es que ambos comamos este
rac imo de uvas y que hayas de él tanta
parte como yo. Part i r lo hemos de esta ma-nera: tú picarás una vez y yo otra, con tal
que me prometas no tomar cada vez más de una uva. Yo haré lo mismo hasta que lo
acabemos, y de esta suerte no habrá enga-ño.
Hecho as í e l concierto, comenzamos; mas luego al segundo lance, el t ra idor
mudó propósito, y comenzó a tomar de dos en dos, considerando que yo debr ía hacer
lo mismo. Como vi que él quebraba la pos-
tura, no me contenté i r a la par con él ; más aun pasaba adelante: dos a dos y tres a
tres, como podía las comía. Acabado el r a-
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cimo, estuvo un poco con el escobajo en la mano, y meneando la cabeza, d i jo:
—Lázaro: engañado me has. Juraré yo a Dios que has tú comido las uvas de a
tres.
—No comí —dije yo—; mas, ¿por qué
sospecháis eso?
Respondió e l sagacís imo c iego:
—¿Sabes en qué veo que las comistes
tres a tres? En que comía yo dos a dos y cal labas.
A lo cua l yo no respondí. Yendo que íbamos así por debajo de unos soporta les,
en Esca lona, adonde a la sazón estábamos en casa de un zapatero, había muchas so-
gas y otras cosas que de esparto se hacen,
y parte de el las dieron a mi amo en la ca-beza. El cual , a lzando la mano, tocó en
el las, y viendo lo que era d í jome:
—Anda presto, muchacho: salgamos
de entre tan mal manjar , que ahoga sin comer lo.
Yo, que bien descuidado iba de aque-
l lo, miré lo que era, y como no vi s ino so-
gas y c inchas, que no era cosa de comer, dí je le:
—Tío, ¿por qué decís eso?
Respondióme:
—Cal la, sobr ino; según las mañas que l levas, lo sabrás y verás como digo verdad.
Y as í pasamos adelante por el mismo portal , y l legamos a un mesón, a la puerta
del cua l había muchos cue rnos en la pared, donde ataban los recueros sus best ias, y
como iba tentando s i era al l í e l mesón
adonde é l rezaba cada día por la mesonera la oración de la emparedada, as ió de un
cuerno, y con un gran suspiro d i jo:
—¡Oh, mala cosa, peor que t iene la
hechura! ¡De cuántos eres deseado poner tu nombre sobre cabeza a jena y de cuán
pocos tenerte ni aun o ír tu nombre por ni n-guna vía!
Como le o í lo que decía , di je:
—Tío, ¿qué es esto que decís?
—Cal la, sobrino, que a lgún d ía te dará este que en la mano tengo alguna mala
comida y cena.
—No le comeré yo —di je— , y no me la
dará.
—Yo te digo verdad; s i no, verlo has,
s i v ives.
Y as í pasamos adelante, hasta la
puerta del mesón, adonde p luguiere a Dios nunca al lá l legáramos, según lo que me
sucedía en é l.
Era, todo lo más que rezaba, por me-
soneras, y por bodegoneras y turroneras y rameras, y así por semejantes mujerc i l las,
que por hombre cas i nunca le vi deci r ora-ción.
Re íme entre mí, y aunque muchacho, noté mucho la d iscreta consideración de l
ciego.
Mas, por no ser pro l i jo, dejo de contar
muchas cosas, así graciosas como de notar , que con este mi pr imer amo me acaecieron,
y quiero decir e l despidiente y con él aca-bar. Estábamos en Escalona, v i l la de l duque
del la , en un mesón, y diome un pedazo de longaniza que le asase. Ya que la longaniza
había pr ingado y comídose las pr ingadas,
sacó un maravedí de la bolsa y mandó que fuese por é l de v ino a la taberna. Púsome
el demonio e l aparejo delante de los ojos, e l cual , como suelen decir , hace al ladrón,
y fue que había cabe el fuego un nabo pe-
queño, largui l lo y ruinoso, y ta l que, por no ser para la o l la , debió ser echado al l í .
Y como al presente nadie estuviese
sino é l y yo so los, y como me v i con apet ito
goloso, habiéndome puesto dentro el sa-broso o lor de la longaniza, del cua l sol a-
mente sabía que había de gozar, no miran-do qué me podría suceder, pospuesto todo
el temor por cumpli r con el deseo, en tanto
que el c iego sacaba de la bolsa e l d inero, saqué la longaniza y muy presto metí e l
sobredicho nabo en e l asador. El cual , mi amo, dándome e l dinero para el vino, tomó
y comenzó a dar vueltas al fuego, querie n-do asar al que de ser cocido, por sus de-
méritos, había escapado.
Yo fui por el vino, con e l cua l no
tardé en despachar la longaniza, y cuando vine hal lé a l pecador del ciego que tenía
entre dos rebanadas apretado e l nabo, al
cual aún no había conocido por no lo haber
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tentado con la mano. Como tomase las re-banadas y mordiese en el las , pensando
también l levar parte de la longaniza, ha l l ó-
se en fr ío con el f r ío nabo. A lteróse y di jo:
—¿Qué es esto, Lazari l lo?
— ¡Lacerado de mí! —di je yo— . ¿Si
queréis a mí echar a lgo? ¿Yo no vengo de traer e l vino? A lguno estaba ahí y por bur-
lar har ía esto.
—No, no —di jo é l— , que yo no he de-
jado e l asador de la mano; no es posible .
Yo torné a jurar y per jurar que estaba
l ibre de aquel trueco y cambio; mas poco me aprovechó, pues a las astucias del ma l-
dito c iego nada se le escondía. Levantóse y asióme por la cabeza y l legóse a o lerme. Y
como debió sent ir e l huelgo, a uso de buen podenco, por mejor sat is facer la verdad y
con la gran agonía que l levaba, as iéndome
con las manos abr íame la boca más de su derecho y desatentadamente metía la nar iz .
La cual tenía luenga y af i lada, y a aquel la sazón, con el enojo, se había aumentado un
palmo. Con el pico de la cua l me l legó a la
gul i l la.
Y con esto, y con el gran miedo que tenía, y con la brevedad del t iempo, la ne-
gra longaniza aún no había hecho asiento
en el estómago; y lo más pr inc ipa l: con e l dest iento de la cumplidís ima nariz medio
cas i ahogándome, todas estas cosas se jun-taron y fueron causa que el hecho y golos i-
na se manifestase y lo suyo fuese vuel to a su dueño. De manera que, antes que el mal
ciego sacase de mi boca su trompa, ta l a l -
teración s int ió mi estómago, que le d io con el hurto en el la , de suerte que su nariz y la
negra malmascada longaniza a un t iempo sal ieron de mi boca.
¡Oh gran Dios, quién estuviera a aque l la hora sepultado, que muerto ya lo
estaba! Fue ta l e l coraje del perverso c iego que, si a l ruedo no acudieran, p ienso no me
dejara con la vida. Sacáronme de entre sus
manos, dejándoselas l lenas de aquel los po-cos cabel los que tenía, arañada la cara y
rasguñado el pescuezo y la garganta. Y e s-to b ien lo merecía , pues por mi maldad me
venían tantas persecuciones.
Contaba el mal c iego a todos cuantos
al l í se a l legaban mis desastres, y dábales cuenta una y otra vez, as í de la de l jarro
como de la del racimo y agora de lo pre-
sente. Era la r isa de todos tan grande, que
toda la gente que por la cal le pasaba en-traba a ver la f iesta; mas con tanta gracia
y donaire recontaba el c iego mis hazañas,
que, aunque yo estaba tan maltratado y l lorando, me parecía que hacía sinjust icia
en no se las re ír.
Y en cuanto esto pasaba, a la memo-
ria me vino una cobardía y f lo jedad que hice porque me maldecía , y fue no dejar le
sin nar ices, pues tan buen t iempo tuve para el lo, que la mitad de l camino estaba anda-
do. Que con sólo apretar los dientes se me
quedaran en casa, y, con ser de aquel ma l-vado, por ventura lo detuviera mejor mi
estómago que retuvo la longaniza, y no pareciendo el las pudiera negar la demanda.
Pluguiera a Dios que lo hubiera hecho, que eso fuera así que as í.
Hic iéronnos amigos la mesonera y los que al l í estaban, y con el vino que para
beber le había tra ído laváronme la cara y la garganta. Sobre lo cual d iscantaba el mal
ciego donaires, d iciendo:
—Por verdad, más vino me gasta este
mozo en lavatorios al cabo de año que yo bebo en dos. A lo menos, Lázaro, eres en
más cargo a l v ino que a tu padre, porque él
una vez te engendró, mas e l vino mil te ha dado la vida.
Y luego contaba cuántas veces me
había desca labrado y harpado la cara y con
vino luego sanaba.
—Ya te d igo —di jo— que si hombre en el mundo ha de ser bienaventurado con
vino, que serás tú.
Y reían mucho, los que lavaban, con
esto, aunque yo renegaba. Mas el pronóst i-
co del c iego no sa l ió mentiroso, y después acá muchas veces me acuerdo de aquel
hombre, que s in duda debía tener espír i tu de profecía , y me pesa de los sinsabores
que le hice, aunque b ien se lo pagué, con-siderando lo que aquel día me di jo sa l irme
tan verdadero como adelante vuestra mer-
ced o irá .
Visto esto y las malas burlas que e l ciego burlaba de mí, determiné de todo en
todo dejar le, y como lo tra ía pensado y lo
tenía en voluntad, con este postrer juego que me hizo afirmélo más. Y fue así que
luego otro día sa l imos por la vi l la a pedir l imosna y había l lovido mucho la noche an-
tes. Y porque el d ía también l lov ía, andaba
rezando debajo de unos portales que en
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aquel pueblo había, donde no nos mojába-mos; mas como la noche se venía y el l l o-
ver no cesaba, dí jome el ciego:
—Lázaro: esta agua es muy porfiada,
y cuanto la noche más c ierra, más recia . Acojámonos a la posada con t iempo.
Para ir a l lá habíamos de pasar un arroyo, que con la mucha agua iba grande.
Yo le d i je:
—Tío: el arroyo va muy ancho; mas si queréis, yo veo por donde atravesemos más
aína s in nos mojar, porque se estrecha al l í
mucho, y sal tando pasaremos a p ie enjuto.
Pareció le buen consejo y di jo:
—Discreto eres; por esto te quiero
bien. L lévame a ese lugar donde el arroyo se ensangosta, que agora es invierno y sa-
be mal e l agua, y más l levar los pies moja-dos.
Yo que vi e l aparejo a mi deseo, sa-quéle debajo de los porta les y l levé lo dere-
cho de un p i lar o poste de piedra que en la plaza estaba, sobre e l cua l y sobre otros
cargaban sa ledizos de aquel las casas, y
dí je le:
—Tío: éste es el paso más angosto que en e l arroyo hay.
Como l lovía recio y e l t r is te se moja-ba, y con la pr isa que l levábamos de sa l ir
del agua que encima nos caía , y, lo más principal , porque Dios le cegó aquel la hora
el entendimiento ( fue por darme de él ven-
ganza), creyóse de mí y di jo:
—Ponme bien derecho y sa lta tú el arroyo.
Yo le puse b ien derecho enfrente del pi lar, y doy un salto y póngome detrás de l
poste, como quien espera tope de toro, y dí je le:
—¡Sus! Saltá todo lo que podáis, por-que de is deste cabo del agua.
Aun apenas lo había acabado de decir, cuando se abalanza el pobre c iego como
cabrón y de toda su fuerza arremete, to-mando un paso atrás de la corr ida para
hacer mayor sal to, y da con la cabeza en el poste, que sonó tan recio como s i d iera con
una gran calabaza, y cayó luego para atrás medio muerto y hendida la cabeza.
—¿Cómo, y o l iste la longaniza y no el poste? ¡Ole! ¡Ole! — le di je yo.
Y dejé le en poder de mucha gente que lo había ido a socorrer , y tomé la puerta de
la vi l la en los pies de un trote, y antes que la noche viniese d i conmigo en Torr i jos. No
supe más lo que Dios hizo dél , ni curé de lo saber.
TRATADO III
CUENTA CÓMO LÁZARO SE ASENTÓ CON EL
ESCUDERO
(.. .)Andando as í discurr iendo de puerta en puerta, con harto poco remedio, porque ya
la car idad se subió a l c ie lo, topóme Dios
con un escudero que iba por la ca l le con razonable vest ido, bien peinado, su paso y
compás en orden. Miróme, y yo a é l, y dí jome:
-Mochacho, ¿buscas amo?
Yo le di je: -Sí , señor.
-Pues vente t ras mí -me respondió- que Dios te ha hecho merced en topar conmigo.
Alguna buena oración rezaste hoy.
Y seguí le, dando gracias a Dios por lo que
le o í, y también que me parecía, según su hábito y cont inente, ser e l que yo había
menester.
Era de mañana cuando este mi tercero amo
topé, y l levóme tras s í gran parte de la ci u-dad. Pasábamos por las plazas do se vendía
pan y otras provis iones. Yo pensaba y aun deseaba que al l í me quer ía cargar de lo que
se vendía, porque ésta era propia hora
cuando se suele proveer de lo necesario; mas muy a tendido paso pasaba por estas
cosas. "Por ventura no lo ve aquí a su con-tento -decía yo- y querrá que lo compremos
en otro cabo."
Desta manera anduvimos hasta que dio las
once. Entonces se entró en la ig les ia ma-yor, y yo tras él , y muy devotamente le v i
oír misa y los otros of icios d iv inos, hasta que todo fue acabado y la gente ida. En-
tonces sal imos de la iglesia .
A buen paso tendido comenzamos a ir por
una ca l le abajo. Yo iba el más alegre del mundo en ver que no nos habíamos ocupa-
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do en buscar de comer. Bien consideré que debía ser hombre, mi nuevo amo, que se
prove ía en junto, y que ya la comida esta r-
ía a punto tal y como yo la deseaba y aun la había menester.
En este t iempo dio e l re loj la una después
de mediodía , y l legamos a una casa ante la
cual mi amo se paró, y yo con él ; y derr i -bando el cabo de la capa sobre el lado i z-
quierdo, sacó una l lave de la manga y abr ió su puerta y entramos en casa; la cual tenía
la entrada obscura y lóbrega de tal manera que parece que ponía temor a los que en
el la entraban, aunque dentro del la estaba
un pat io pequeño y razonables cámaras.
Desque fuimos entrados, quita de sobre s í su capa y, preguntando si tenía las manos
l impias, la sacudimos y doblamos, y muy
l impiamente soplando un poyo que al l í e s-taba, la puso en é l. Y hecho esto, sentóse
cabo del la , preguntándome muy por exten-so de dónde era y cómo había venido a
aquel la c iudad; y yo le d i más larga cuenta que quisiera,
porque me parecía más conveniente hora
de mandar poner la mesa y escudi l lar la ol la que de lo que me pedía. Con todo eso,
yo le sat isf ice de mi persona lo mejor que mentir supe, diciendo mis bienes y cal lando
lo demás, porque me parecía no ser para
en cámara.
Esto hecho, estuvo ansí un poco, y yo lue-go v i mala señal , por ser ya casi las dos y
no le ver más al iento de comer que a un
muerto. Después desto, cons ideraba aquel tener cerrada la puerta con l lave ni sent ir
arr iba ni abajo pasos de viva persona por la casa. Todo lo que yo había visto eran pare-
des, s in ver en e l la s i l leta , n i ta jo, n i ba n-co, n i mesa, ni aun tal arcón como e l de
marras: f ina lmente, e l la parecía casa en-
cantada. Estando así , dí jome: -Tú, mozo, ¿has comido?"
No, señor -d i je yo-, que aún no eran dadas
las ocho cuando con vuestra merced en-
contré.
-Pues, aunque de mañana, yo había a lmor-zado, y cuando ans í como a lgo, hágote sa-
ber que hasta la noche me estoy ans í. Por eso, pásate como pudieres, que después
cenaremos.
Vuestra merced crea, cuando esto le oí ,
que estuve en poco de caer de mi estado, no tanto de hambre como por conocer de
todo en todo la fortuna serme adversa. Al l í
se me representaron de nuevo mis fat igas,
y torné a l lorar mis trabajos; a l l í se me v i-no a la memoria la cons ideración que hacía
cuando me pensaba ir del clér igo, diciendo
que aunque aquél era desventurado y míse-ro, por ventura topar ía con otro peor: f i -
nalmente, a l l í l loré mi trabajosa vida pasa-da y mi cercana muerte venidera. Y con
todo, dis imulando lo mejor que pude, le
di je:
-Señor, mozo soy que no me fat igo mucho por comer, bendito Dios. Deso me podré yo
alabar entre todos mis iguales por de mejor garganta, y ansí fu i yo loado de l la fasta
hoy día de los amos que yo he tenido.
(.. .)
—Virtud es ésa —di jo é l— , y por eso te querré yo más. Porque el hartar es de
los puercos y el comer regladamente es de
los hombres de bien.
«¡B ien te he entendido! —di je yo en-tre mí— . ¡Maldi ta tanta medic ina y bondad
como aquestos mis amos que yo hal lo
hal lan en la hambre!»
Púseme a un cabo del portal y saqué unos pedazos de pan del seno, que me hab-
ían quedado de los de por Dios. Él , que v io
esto, dí jome:
—Ven acá, mozo. ¿Qué comes?
Yo l legueme a él y mostré le e l pan.
Tomóme él un pedazo de tres que eran: el mejor y más grande. Y dí jome:
—Por mi vida, que parece éste buen pan.
—¡Y cómo! ¿Agora —di je yo— , señor,
es bueno?
—Sí, a fe —di jo él— . ¿Adónde lo
hubiste? ¿Si es amasado de manos l impias?
—No sé yo eso — le d i je—; mas a mí
no me pone asco el sabor de l lo.
—Así plega a Dios —di jo e l pobre de
mi amo.
Y l levándolo a la boca, comenzó a dar en é l tan f ieros bocados como yo en lo
otro.
—Sabrosís imo pan está —di jo— , por
Dios.
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Y como le sent í de qué pie coxqueaba, dime priesa. Porque le vi en disposic ión, s i
acababa antes que yo, se comedir ía a ayu-
darme a lo que me quedase. Y con esto acabamos casi a una. Y mi amo comenzó a
sacudir con las manos unas pocas de miga-jas, y bien menudas, que en los pechos se
le habían quedado. Y entró en una camare-
ta que al l í estaba y sacó un jarro desboca-do y no muy nuevo, y desque hubo bebido
convidóme con él. Yo, por hacer el cont i-nente, di je:
—Señor, no bebo vino.
—Agua es —respondió— . Bien puedes beber.
Entonces tomé e l jarro y bebí . No mu-cho, porque de sed no era mi congoja.
As í estuvimos hasta la noche, hablan-
do en cosas que me preguntaba, a las cua-
les yo le respondí lo mejor que supe. En este t iempo metióme en la cámara donde
estaba el jarro de que bebimos y d í jome:
—Mozo: párate al l í y verás cómo
hacemos esta cama, para que la sepas hacer de aquí ade lante.
Púseme en un cabo y él del otro e
hicimos la negra cama. En la cual no había
mucho que hacer. Porque el la tenía sobre unos bancos un cañizo, sobre el cual estaba
tendida la ropa encima de un negro colchón. Que por no estar muy cont inuado
a lavarse no parecía colchón, aunque servía
de él , con harta menos lana que era me-nester . Aquél tendimos, haciendo cuenta de
ablandarle . Lo cual era imposible , porque de lo duro mal se puede hacer blando. El
diab lo de l enjalma mald ita la cosa tenía
dentro de sí . Que puesto sobre el cañizo, todas las cañas se señalaban y parecían a
lo propio entrecuesto de f laquís imo puerco. Y sobre aquel hambriento colchón, un al fa-
mar de l mismo jaez, del cua l e l color yo no pude a lcanzar.
Hecha la cama y la noche venida, dí jome:
—Lázaro: ya es tarde y de aquí a la plaza hay gran trecho. También en es ta
ciudad andan muchos ladrones, que siendo de noche capean. Pasemos como podamos y
mañana, venido el d ía, Dios hará merced. Porque yo, por estar solo, no estoy prove í-
do; antes he comido estos días por al lá
fuera. Mas agora hacer lo hemos de otra manera.
—Señor: de mí —di je yo— ninguna pena tenga vuestra merced, que sé pasar
una noche y aun más, s i es menester, s in comer.
—Vivirás más y más sano —me res-pondió— . Porque, como decíamos hoy, no
hay ta l cosa en e l mundo para v ivir mucho que comer poco.
«Si por esa v ía es —di je entre mí— , nunca yo mor iré , que siempre he guardado
esa regla por fuerza, y aun espero, en mi desdicha, tener la toda la vida.»
Y acostóse en la cama, poniendo por cabecera las ca lzas y el jubón. Y mandóme
echar a sus pies, lo cual yo hice. Mas ma l-dito el sueño que yo dormí. Porque las ca-
ñas y mis sal idos huesos en toda la noche
dejaron de r i far y encenderse. Que con mis trabajos, males y hambres, p ienso que en
mi cuerpo no había l ibra de carne, y tam-bién, como aquel d ía no había comido casi
nada, rabiaba de hambre, la cua l con e l
sueño no tenía amistad. Maldí jeme mil ve-ces (Dios me lo perdone) y a mi ruin fort u-
na, a l l í , lo más de la noche, y, lo peor, no osándome revolver por no despertar le, pedí
a Dios muchas veces la muerte.
La mañana venida, levantámonos, y
comienza a l impiar y sacudir sus ca lzas y jubón, sayo y capa. Y yo, que le serv ía de
pel i l lo. Y v ístese muy a su placer, de espa-cio. Echéle aguamanos, pe inóse y puso su
espada en e l ta labarte, y a l t iempo que la
ponía, dí jome:
—¡Oh, si supieses, mozo, qué p ieza es
ésta! No hay marco de oro en e l mundo por que yo la diese. Mas así , ninguna de cuan-
tas Antonio hizo no acertó a poner le los aceros tan prestos como ésta los t iene.
Y sacóla de la vaina y tentóla con los dedos, d iciendo:
—¿Vesla aquí? Yo me obl igo con el la a
cercenar un copo de lana.
Y yo di je entre mí:
«Y yo con mis d ientes, aunque no son
de acero, un pan de cuatro l ibras.»
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Tornóla a meter y ciñóse la, y un sar-ta l de cuentas gruesas del ta labarte. Y con
un paso sosegado y el cuerpo derecho,
haciendo con él y con la cabeza muy gent i -les meneos, echando el cabo de la capa
sobre e l hombro y a veces so el brazo, y poniendo la mano derecha en e l costado,
sal ió por la puerta diciendo:
—Lázaro: mira por la casa en tanto
que voy a oí r misa, y haz la cama y ve por la vas i ja de agua a l r ío, que aquí bajo está,
y cierra la puerta con l lave, no nos hurten
algo, y ponla aquí a l quic io, porque si yo viniese en tanto pueda entrar .
Y súbese por la ca l le arr iba con tan
genti l semblante y cont inente, que quien no
le conociera pensara ser muy cercano pa-r iente de l conde de Arcos, o a lo menos
camarero que le daba de vest i r .
«¡Bendito seáis vos , Señor —quedé yo
diciendo— , que dais la enfermedad y ponéis el remedio! ¿Quién encontrará a aquel mi
señor, que no piense, según e l contento de sí l leva, haber anoche bien cenado y do r-
mido en buena cama, y, aunque agora es de mañana, no le cuenten por muy bien
almorzado? ¡Grandes secretos son, Señor,
los que vos hacéis y las gentes ignoran! ¿A quién no engañará aquel la buena dispos i-
ción y razonable capa y sayo? ¿Y quién pensará que aquel gent i l hombre se pasó
ayer todo e l día s in comer, con aquel men-
drugo de pan que su cr iado Lázaro tra jo un día y una noche en el arca de su seno, do
no se le podía pegar mucha l impieza, y hoy, lavándose las manos y cara, a fa lta de
paño de manos se hacía servir de la ha lda
del sayo? Nadie por cierto lo sospechará. ¡Oh Señor, y cuántos de aquéstos debéis
vos tener por el mundo derramados, que padecen por la negra que l laman honra lo
que por vos no sufr ir ían!»
Así estaba yo a la puerta, mirando y
considerando estas cosas y otras muchas, hasta que el señor mi amo traspuso la larga
y angosta cal le. Y como le v i t rasponer, tornéme a entrar en casa, y en un credo la
anduve toda, a lto y bajo, s in hacer represa
ni hal lar en qué. Hago la negra dura cama y tomo e l jarro y doy conmigo en e l r ío,
donde en una huerta vi a mi amo en gran recuesta con dos rebozadas mujeres, a l
parecer de las que en aquel lugar no hacen
fal ta. Antes muchas t ienen por est i lo de irse a las mañanicas del verano a refrescar
y almorzar, s in l levar qué, por aquel las frescas r iberas, con conf ianza que no ha de
fa l tar quien se lo dé, según las t ienen puestas en esta costumbre aquel los hida l -
gos de l lugar.
Y como digo, é l estaba entre el las,
hecho un Macías, d ic iéndoles más dulzuras que Ovidio escr ibió. Pero como sint ieron de
él que estaba bien enternecido, no se les
hizo de vergüenza pedir le de almorzar con el acostumbrado pago.
É l , s int iéndose tan fr ío de bolsa cuan-
to estaba cal iente del estómago, tomóle ta l
calofr ío, que le robó la calor del gesto y comenzó a turbarse en la p lát ica y a poner
excusas no vál idas.
E l las, que debían ser bien inst ituidas,
como le s int ieron la enfermedad, dejáronle para el que era.
Yo, que estaba comiendo ciertos tron-
chos de berzas, con los cuales me des-
ayuné, con mucha d i l igencia , como mozo nuevo, sin ser visto de mi amo, torné a
casa. De la cua l pensé barrer a lguna parte, que era b ien menester; mas no ha l lé con
qué. Púseme a pensar qué haría , y pare-
cióme esperar a mi amo hasta que e l día demediase y si vin iese y por ventura tra je-
se a lgo que comiésemos; mas en vano fue mi experiencia .
Desque vi ser las dos y no venía y la hambre me aquejaba, cierro mi puerta y
pongo la l lave do mandó y tórnome a mi menester. Con baja y enferma voz e incl i-
nadas mis manos en los senos, puesto Dios ante mis ojos y la lengua en su nombre,
comienzo a pedir pan por las puertas y ca-
sas más grandes que me parecía . Mas como yo este oficio le hubiese mamado en la l e-
che, quiero decir que con e l gran maestro el ciego lo aprendí , tan suficiente d iscípulo
sal í que aunque en este pueblo no había
car idad ni e l año fuese muy abundante, tan buena maña me di , que antes que el re loj
diera las cuatro ya yo tenía otras tantas l ibras de pan ens i ladas en el cuerpo y más
de otras dos en las mangas y senos. Volv í -
me a la posada, y al pasar por la tr iper ía pedí a una de aquel las mujeres, y d iome un
pedazo de uña de vaca con otras pocas de tr ipas cocidas.
Cuando l legué a casa, ya el bueno de mi amo estaba en el la, doblada su capa y
puesta en el poyo y él paseándose por el pat io. Como entro, vínose para mí. Pensé
que me quería reñir la tardanza; mas mejor lo h izo Dios.
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Preguntóme do venía. Yo le di je:
—Señor: hasta que dio las dos estuve
aquí, y de que vi que vuestra merced no venía, fuime por esa ciudad a encomenda r-
me a las buenas gentes, y hanme dado esto que veis.
Mostré le el pan y las tr ipas, que en un cabo de la halda traía , a lo cua l é l mostró
buen semblante, y d i jo:
—Pues esperado te he a comer, y de
que vi que no viniste, comí. Mas tú haces como hombre de bien en eso. Que más vale
pedir lo por Dios que no hurtar lo. Y as í é l me ayude como e l lo me parece bien, y so-
lamente te encomiendo no sepan que vives
conmigo, por lo que toca a mi honra. Aun-que bien creo que será secreto, según lo
poco que en este pueblo soy conocido. ¡Nunca a é l yo hubiera de venir!
—Deso p ierda, señor, cuidado — le di je yo— , que mald ito aquel que ninguno t iene
de pedirme esa cuenta ni yo de darla .
—Agora, pues, come, pecador. Que, si
a Dios p lace, presto nos veremos si n nece-sidad. Aunque te d igo que después que en
esta casa entré nunca bien me ha ido. Debe ser de mal sue lo. Que hay casas desdicha-
das y de mal p ie , que a los que viven en
el las pegan la desdicha. Ésta debe ser, s in duda, del las; mas yo te prometo, acabado
el mes, no quede en e l la aunque me la den por mía.
Sentéme al cabo del poyo, y, por que no me tuviese por glotón, ca l lé la merien-
da. Y comienzo a cenar y morder en mis tr ipas y pan, y dis imuladamente miraba a l
desventurado señor mío, que no part ía sus
ojos de mis haldas, que a aquel la sazón servían de plato. Tanta lást ima haya Dios
de mí como yo había dél , porque sent í lo que sent ía y muchas veces había por e l lo
pasado y pasaba cada día. Pensaba si ser ía bien comedirme a convidal le; mas, por me
haber dicho que había comido, temíame no
aceptar ía el convite . Finalmente, yo desea-ba que e l pecador ayudase a su t rabajo de l
mío y se desayunase como el d ía antes hizo, pues había mejor aparejo, por ser
mejor la v ianda y menos mi hambre.
Quiso Dios cumpli r mi deseo, y aun
pienso que e l suyo. Porque como comencé a comer y él se andaba paseando, l legóse a
mí y dí jome:
—Dígote, Lázaro, que t ienes en comer la mejor grac ia que en mi vida v i a hombre
y que nadie te lo verá hacer que no le pon-
gas gana aunque no la tenga.
«La muy buena que tú t ienes —di je yo entre mí— te hace parecer la mía hermo-
sa.»
Con todo, parecióme ayudar le, pues
se ayudaba y me abría camino para e l lo, y dí je le:
—Señor: el buen aparejo hace buen art í f ice. Es te pan está sabros ís imo y esta
uña de vaca tan bien cocida y sazonada, que no habrá a quien no convide con su
sabor.
—¿Uña de vaca es?
—Sí, señor.
—Dígote que es el mejor bocado de l mundo y que no hay fa isán que así me se-
pa.
—Pues pruebe, señor, y verá qué ta l
está.
Póngole en las uñas la otra y tres o
cuatro rac iones de pan de lo más b lanco. Y asentóseme al lado y comienza a comer
como aquel que lo había gana, royendo ca-da hueseci l lo de aquel los mejor que un ga l-
go suyo lo hiciera.
—Con almodrote —decía— , es éste
singular manjar.
—Con mejor salsa lo comes tú —
respondí yo paso.
—Por Dios, que me ha sabido como s i hoy no hubiera comido bocado.
«¡Así me vengan los buenos años co-mo es el lo!», d i je yo entre mí.
P idióme el jarro del agua, y díselo como lo había t ra ído. Es señal que, pues no
le fa ltaba e l agua, que no le había a mi amo sobrado la comida. Bebimos, y muy
contentos nos fu imos a dormir, como la
noche pasada.
Y por evitar prol i j idad, de esta mane-ra estuvimos ocho o diez d ías, yéndose el
pecador en la mañana con aquel contento y
paso contado a papar aire por las ca l les,
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teniendo en el pobre Lázaro una cabeza de lobo.
Contemplaba yo muchas veces mi de-sastre: que, escapando de los amos ruines
que había tenido y buscando mejoría, vini e-se a topar con quien no sólo no me mantu-
viese, mas a quien yo había de mantener.
Con todo, le quería bien, con ver que no tenía ni podía más. Y muchas veces, por
l levar a la posada con que él pasase, yo lo pasaba mal.
Porque una mañana, levantándose el tr is te en camisa, subió a lo al to de la casa
a hacer sus menesteres, y en tanto, yo, por sal i r de sospecha, desenvolv í le e l jubón y
las calzas, que a la cabecera dejó, y ha l lé
una bolsi l la de terciopelo raso, hecha cien dobleces y sin maldita la blanca ni seña l
que la hubiese tenido mucho t iempo.
«Éste —decía yo— es pobre y nadie
da lo que no t iene; mas el avariento ciego, y el malaventurado mezquino clér igo, que,
con dárselo Dios a ambos, a l uno de mano besada y al otro de lengua suel ta, me ma-
taban de hambre, aquél los es justo de s-amar y aquéste de haber manci l la.»
Dios me es test igo que hoy d ía, cuan-do topo con alguno de su hábito con aquel
paso y pompa, le he lást ima con pensar si padece lo que aquél le vi sufr ir . Al cua l,
con toda su pobreza, holgaría de servir más
que a los otros por lo que he d icho. Sólo tenía dél un poco descontento. Que quis i e-
ra yo que no tuviera tanta presunción; mas que abajara un poco su fantas ía con lo mu-
cho que subía la necesidad. Mas, según me
parece, es regla ya entre el los usada y guardada. Aunque no haya cornado de
trueco, ha de andar e l bir rete en su lugar. El Señor lo remedie, que ya con este mal
han de mor ir .
Pues estando yo en ta l estado, pasan-
do la v ida que d igo, quiso mi mala fortuna, que de perseguirme no era sat is fecha, que
en aquel la t rabajada y vergonzosa v ivienda
no durase. Y fue, como el año en esta t i e-rra fuese estér i l de pan, acordaron en
ayuntamiento que todos los pobres extran-jeros se fuesen de la ciudad, con pregón
que el que de al l í adelante topasen fuese punido con azotes. Y así , e jecutando la ley,
desde a cuatro días que el pregón se dio, v i
l levar una procesión de pobres azotando por las cuatro cal les. La cua l me puso tan
gran espanto, que nunca osé desmandarme a demandar.
Aquí v iera, quien verlo pudiera, la abst inencia de mi casa y la tr isteza y si le n-
cio de los moradores; tanto, que nos acae-
ció estar dos o tres d ías sin comer bocado ni hablar palabra. A mí d iéronme la vida
unas mujerci l las h i landeras de algodón, que hacían bonetes y v ivían par de nosotros,
con las cuales yo tuve vecindad y conoc i-
miento. Que de la laceria que les tra ían me daban alguna cos i l la, con la cual muy pasa-
do me pasaba.
Y no tenía tanta lást ima de mí como
del last imado de mi amo, que en ocho d ías mald ito e l bocado que comió. A lo menos
en casa, bien lo estuvimos s in comer. No sé yo cómo o dónde andaba y qué comía. ¡Y
ver le venir a mediodía la cal le abajo, con est i rado cuerpo, más largo que ga lgo de
buena casta!
Y por lo que toca a su negra, que d i -
cen, honra, tomaba una paja, de las que aun asaz no había en casa, y sa l ía a la
puerta escarbando los dientes, que nada
entre sí tenían, quejándose todavía de aquel mal solar , diciendo:
—Malo está de ver, que la desdicha
desta vivienda lo hace. Como ves, es lóbre-
ga, tr is te, oscura. Mientras aquí estuviér a-mos, hemos de padecer. Ya deseo que se
acabe este mes por sa l ir de el la.
Pues estando en tan af l ig ida y ham-
brienta persecución, un día , no sé por cuál dicha o ventura, en el pobre poder de mi
amo entró un rea l. Con e l cual é l v ino a casa tan ufano como si tuviera tesoro de
Venecia, y con gesto muy a legre me lo dio,
diciendo:
—Toma, Lázaro, que Dios ya va abriendo su mano: ve a la plaza, merca pan
y vino y carne; ¡quebremos el ojo a l diablo!
Y más te hago saber, por que te huelgues: que he alqui lado otra casa y en ésta desas-
trada no hemos de estar más de en cum-pl iendo e l mes. ¡Mald ita sea e l la y el que
en el la puso la pr imera te ja , que con mal
en el la entré! Por nuestro Señor, cuanto ha que en e l la vivo, gota de vino ni bocado de
carne no he comido ni he habido descanso ninguno; mas ¡ta l v ista t iene y ta l oscur i -
dad y t r is teza! Ve y ven presto, y comamos hoy como condes.
Tomo mi real y jarro y, a los pies dándoles pr iesa, comienzo a subir mi cal le ,
encaminando mis pasos para la plaza, muy contento y alegre. Mas ¿qué que me apro-
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vecha s i está const ituido en mi tr iste fort u-na que ningún gozo me venga sin zozobra?
Y así fue éste. Porque, yendo la cal le arr i-
ba, echando mi cuenta en lo que emplearía mi real , que fuese mejor y más provecho-
samente gastadlo, dando infini tas gracias a Dios que a mi amo había hecho con d inero,
a deshora me vino al encuent ro un muerto,
que por la cal le abajo muchos clér igos y gente en unas andas t ra ían.
Arr iméme a la pared, por darle lugar,
y desque el cuerpo pasó, venía luego a par
del lecho una que debía ser mujer del d i -funto, cargada de luto, y con e l la otras mu-
chas mujeres; la cual iba l lorando a gran-des voces y d iciendo:
—Marido y señor mío: ¿adónde os me l levan? ¡A la casa tr is te y desdichada, a la
casa lóbrega y oscura, a la casa donde nunca comen ni beben!
Yo que aquel lo oí , juntóseme el cie lo con la t ierra y di je:
«¡Oh desdichado de mí! Para mi casa
l levan este muerto.»
Dejo el camino que me l levaba y hendí
por medio de la gente, y vuelvo por la cal le abajo, a todo el más correr que pude, para
mi casa. Y, entrando en el la, cier ro a gran-
de pr iesa, invocando el auxi l io y favor de mi amo, abrazándome dél, que me venga a
ayudar y a defender la entrada. El cual, a lgo al terado, pensando que fuese otra co-
sa, me di jo:
—¿Qué es eso, mozo? ¿Qué voces
das? ¿Qué has? ¿Por qué cierra s la puerta con tal fur ia?
—¡Oh señor —di je yo—: acuda aquí, que nos t raen acá un muerto!
—¿Cómo as í? —respondió é l.
—Aquí arr iba lo encontré, y venía d i-ciendo su mujer: «Marido y señor mío:
¿adónde os l levan? ¡A la casa lóbrega y oscura, a la casa t r is te y desdichada, a la
casa donde nunca comen ni beben!» Acá,
señor, nos lo t raen.
Y ciertamente, cuando mi amo esto oyó, aunque no tenía por qué estar muy
r isueño, r ió tanto, que en muy gran rato
estuvo s in poder hablar . En este t iempo tenía yo echada la a ldaba a la puerta y
puesto el hombro en el la por más defensa. Pasó la gente con su muerto, y yo todavía
me recelaba que nos le habían de meter en
casa. Y desque fue ya más harto de re ír que de comer el bueno de mi amo dí jome:
—Verdad es, Lázaro; según la viuda lo
va d ic iendo, tú viste razón de pensar lo que
pensaste; mas, pues Dios lo ha hecho me-jor y pasan adelante, abre, abre y ve por
de comer.
—Déjalos, señor, acaben de pasar la
cal le —di je yo.
A l f in v ino mi amo a la puerta de la cal le y ábrela esforzándome, que bien era
menester, según e l miedo y alteración, y
me tornó a encaminar. Mas aunque com i-mos bien aquel día , maldi to e l gusto yo
tomaba en el lo. Ni en aquel los tres d ías torné en mi color . Y mi amo, muy r isueño
todas las veces que se le acordaba aquel la
mi consideración.
Desta manera estuve con mi tercero y pobre amo, que fue este escudero, a lgunos
días, y en todo deseando saber la intención
de su venida y estada en esta t ierra . Po r-que desde el pr imer día en que con él me
asenté le conocí ser extranjero, por e l poco conocimiento y t rato que con los natura les
del la tenía .
Al f in se cumpl ió mi deseo y supe lo
que deseaba. Porque un d ía que habíamos comido razonablemente y estaba a lgo con-
tento, contóme su hacienda, y d í jome ser de Cast i l la la Vieja y que había dejado su
t ierra no más de por no quitar e l bonete a
un caba l lero su vecino.
—Señor —di je yo—: s i é l era lo que
decís y tenía más que vos, ¿no errábades en no quitárselo pr imero, pues decís que él
también os lo quitaba?
—Sí es y sí t iene y también me lo qu i-
taba él a mí; mas, de cuantas veces yo se lo quitaba primero, no fuera malo comedi r-
se é l a lguna y ganarme por la mano.
—Parésceme, señor — le di je yo— , que
en eso no mirara, mayormente con mis ma-yores que yo y que t ienen más.
—Eres muchacho —me respondió— y
no sientes las cosas de la honra, en que el
día de hoy está todo e l caudal de los hom-bres de bien. Pues te hago saber que yo
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soy, como ves, un escudero; mas vótote a Dios, s i a l conde topo en la ca l le y no me
quita muy bien quitado del todo e l bonete,
que otra vez que venga me sepa yo entrar en una casa, f ing iendo yo en e l la a lgún ne-
gocio, o atravesar otra ca l le , s i la hay, a n-tes que l legue a mí, por no quitárselo. Que
un hidalgo no debe a otro que a Dios y a l
rey nada, ni es justo, s iendo hombre de bien, se descuide un punto de tener en mu-
cho su persona. Acuérdome que un día deshonré en mi t ierra a un ofic ia l y quise
poner en é l las manos porque cada vez que le topaba me decía: «Mantenga Dios a
vuestra merced.» «Vos, don vi l lano ruin —
le di je yo— , ¿por qué no sois b ien cr iado? "¿Manténgaos Dios" me habéis de decir ,
como s i fuese quienquiera?» De al l í adelan-te, de aquí acul lá , me qui taba el bonete y
hablaba como debía;
—¿Y no es buena manera de sa ludar
un hombre a otro —di je yo— decir le que le mantenga Dios?
—¡Mira, mucho de enhoramala! —di jo él— . A los hombres de poca arte d icen eso;
mas a los más altos, como yo, no les han de hablar menos de: «Beso las manos de
vuestra merced», o, por lo menos: «Béso-
os, señor, las manos», si e l que me habla es caba l lero. Y así , aquel de mi t ierra que
me atestaba de mantenimiento nunca más le quise sufr i r , n i sufr i r ía, n i sufr iré a hom-
bre del mundo, del rey abajo, que «Manténgaos Dios» me diga.
«Pecador de mí —dije yo— , por eso t iene tan poco cuidado de mantenerte,
pues no sufre que nadie se lo ruegue.»
—Mayormente —di jo— que no soy tan
pobre que no tengo en mi t ierra un solar de casas que, a estar e l las en p ie y bien l a-
bradas, d ieciséis leguas de donde nací , en
aquel la costani l la de Val ladol id, valdr ían más de doscientas veces mi l maravedís,
según se podrían hacer grandes y buenas. Y tengo un palomar, que, a no estar derr i-
bado como está, dar ía cada año más de doscientos pa lominos. Y otras cosas que me
cal lo, que dejé por lo que tocaba a mi hon-
ra. Y vine a esta c iudad pensando que hal lar ía un buen as iento; mas no me ha
sucedido como pensé. Canónigos y señores de la iglesia muchos ha l lo; mas es gente
tan l imitada, que no los sacarán de su paso
todo e l mundo. Cabal leros de media ta l la también me ruegan; mas servir con éstos
es gran trabajo. Porque de hombre os hab-éis de convert i r en mal i l la, y si no «Andá
con Dios» os dicen. Y las más veces son los pagamentos a largos p lazos, y las más y las
más ciertas comido por servido. Ya, cuando
quieren reformar conciencia y sat isfaceros vuestros sudores, sois l ibrados en la r e-
cámara, en un sudado jubón o raída capa o sayo. Ya, cuando asienta un hombre con un
señor de t í tu lo, todavía pasa su laceria .
¿Pues, por ventura, no hay en mí habi l idad para servir y contentar a éstos? Por Dios, s i
con é l topase, muy gran su privado pienso que fuese y que mil servicios le hiciese,
porque yo sabr ía menti l le tan bien como otro y agrada l le a las mil maravi l las. Reír le
hía mucho sus donaires y costumbres, aun-
que no fuesen las mejores del mundo. Nun-ca decir le cosa que le pesase, aunque mu-
cho le cumpliese. Ser muy di l igente en su persona, en dicho y hecho. No me matar
por no hacer bien las cosas que é l no hab r-
ía de ver. Y ponerme a reñir, donde lo oye-se, con la gente de servicio, porque pare-
ciese tener gran cuidado de lo que a él t o-caba. Si r iñese con algún su cr iado, dar
unos punti l los agudos para le encender la ira y que pareciesen en favor del culpado.
Decir le bien de lo que bien le estuviese y,
por el contrar ío, ser mal ic ioso, mofador, mals inar a los de casa y a los de fuera,
pesquisar y procurar de saber vidas a jenas para contárselas, y otras muchas galas de
esta ca l idad, que hoy día se usan en pal a-
cio y a los señores dél parecen b ien. Y no quieren ver en sus casas hombres v irtuo-
sos; antes los aborrecen y t ienen en poco y l laman necios y que no son personas de
negocios ni con quien el señor se puede
descuidar. Y con éstos los astutos usan, como digo, el día de hoy, de lo que yo
usaría; mas no quiere mi ventura que le hal le.
Desta manera lamentaba también su adversa fortuna mi amo, dándome re lac ión
de su persona valerosa.
Pues, estando en esto, entró por la
puerta un hombre y una vie ja . El hombre le pide el a lqui ler de la casa y la vie ja el de la
cama. Hacen cuenta, y de los dos meses le alcanzaron lo que él en un año no alcanza-
ra. P ienso que fueron doce o trece reales. Y él les dio muy buena respuesta: que
saldr ía a la plaza a t rocar una pieza de a
dos y que a la tarde volviesen; mas su sal i-da fue sin vuel ta.
Por manera que a la tarde volv ieron;
mas fue tarde. Yo les di je que aún no era
venido. Venida la noche y é l no, yo hube
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miedo de quedar en casa solo, y fuime a las vecinas y conté les el caso, y a l l í dormí.
Venida la mañana, los acreedores vuelven y preguntan por el vecino; mas a
estotra puerta. Las mujeres le re sponden:
—Veis aquí su mozo y la l lave de la
puerta.
E l los me preguntaron por él , y d í je les
que no sabía adónde estaba y que tampoco había vuelto a casa desde que sal ió a tr o-
car la pieza, y que pensaba que de mí y de el los se había ido con el t rueco.
De que esto me oyeron, van por un alguaci l y un escr ibano. Y he los do vuelven
luego con el los, y toman la l lave, y l lámanme, y l laman test igos y abren la
puerta, y entran a embargar la hacienda de mi amo hasta ser pagados de su deuda.
Anduvieron toda la casa, y hal láronla de s-
embarazada, como he contado, y dícenme:
—¿Qué es de la hacienda de tu amo: sus arcas y paños de pared y alhajas de
casa?
—No sé yo eso — les respondí .
—Sin duda —dicen— , esta noche lo deben haber alzado y l levado a alguna par-
te. Señor alguaci l: prended a este mozo, que él sabe dónde está.
En esto vino el a lguaci l y echóme ma-no por el col lar del jubón, d ic iendo:
—Muchacho: tú eres preso si no des-
cubres los bienes de tu amo.
Yo, como en otra ta l no me hubiese
visto —porque as ido del col lar s í había sido muchas e inf initas veces; mas era mansa-
mente dél tratado, para que mostrase el
camino a l que no veía— , hube mucho mie-do, y, l lorando, prometí le decir lo que pre-
guntaban.
—Bien está —dicen el los— . Pues di
todo lo que sabes y no hayas temor.
Sentóse e l escr ibano en un poyo para escr ibir e l inventario, preguntándome qué
tenía.
—Señores —di je yo—: lo que este mi
amo t iene, según é l me d ijo, es un muy
buen solar de casas y un palomar derr iba-do.
—Bien está —dicen el los— . Por poco que eso valga, hay para nos entregar de la
deuda. ¿Y a qué parte de la c iudad t iene eso? —me preguntaron.
—En su t ierra — les respondí.
—Por Dios, que está bueno e l negocio
—di jeron e l los— . ¿Y adónde es su t ierra?
—De Cast i l la la Vieja me di jo é l que era — les di je yo.
Riéronse mucho el a lguaci l y e l escr i-bano, d ic iendo:
—Bastante re lac ión es ésta para co-
brar vuestra deuda, aunque mejor fuese.
Las vecinas, que estaban presentes,
di jeron:
—Señores: éste es un niño inocente y
ha pocos d ías que está con ese escudero, y no sabe más que vuestras mercedes, s ino
cuando el pecadorc ito se l lega aquí a nue s-tra casa y le damos de comer l o que pode-
mos, por amor de Dios, y a las noches se
iba a dormir con é l.
V ista mi inocencia, dejáronme, dándome por l ibre. Y el a lguaci l y e l escr i-
bano piden al hombre y a la mujer sus de-
rechos. Sobre lo cua l tuvieron gran con-t ienda y ruido. Porque el los a legaron no ser
obl igados a pagar, pues no había de qué ni se hacía el embargo. Los otros decían que
habían dejado de i r a otro negocio, que les
importaba más, por venir a aquél .
Fina lmente, después de dadas muchas voces, a l cabo carga un porquerón con el
vie jo a l famar de la vie ja , aunque no iba
muy cargado. Al lá van todos c inco dando voces. No sé en qué paró. Creo yo que e l
pecador al famar pagara por todos. Y b ien se empleaba, pues el t iempo que había de
reposar y descansar de los t rabajos pasa-
dos se andaba a lqui lando.
Así , como he contado, me dejó mi po-bre tercero amo, do acabé de conocer mi
ru in d icha. Pues, señalándose todo lo que
podía contra mí, hacía mis negocios tan al revés, que los amos, que suelen ser deja-
dos de los mozos, en mí no fuese así , mas que mi amo me dejase y huyese de mí.
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El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha Miguel de Cervantes Saavedra.1ªParte 1605
http://cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/293299804052069364150357/p0000001.htm#17
Capítu lo I
Que trata de la condición y e jerc icio del famoso hidalgo Don Qui jote de la Mancha En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho t iempo
que vivía un hidalgo de los de lanza en a s-t i l lero, adarga ant igua, rocín f laco y ga lgo
corredor. Una ol la de algo más vaca que
carnero, salpicón las más noches, due los y quebrantos los sábados, lantejas los vie r-
nes, a lgún palomino de añadidura los do-mingos, consumían las tres partes de su
hacienda. El resto de l la concluían sayo de
velarte, ca lzas de ve l ludo para las f iestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días
de entresemana se honraba con su ve l lor í de lo más f ino. Tenía en su casa una ama
que pasaba de los cuarenta, y una sobr ina
que no l legaba a los veinte, y un mozo de campo y p laza, que así ens i l laba e l roc ín
como tomaba la podadera. Fr isaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años;
era de complexión recia , seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo
de la caza. Quieren decir que tenía el so-
brenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna di ferencia en los autores
que deste caso escr iben; aunque por conje-turas veros ími les se deja entender que se
l lamaba Qui jana. Pero esto importa poco a
nuestro cuento: basta que en la narrac ión dél no se salga un punto de la verdad. Es,
pues, de saber que este sobredicho hida l-go, los ratos que estaba ocioso, que eran
los más del año, se daba a leer l ibros de caba l ler ías, con tanta af ic ión y gusto, que
olvidó casi de todo punto e l e jercicio de la
caza, y aun la administrac ión de su hacie n-da; y l legó a tanto su curios idad y desat ino
en esto, que vendió muchas hanegas de t ierra de sembradura para comprar l ibros
de cabal ler ías en que leer , y as í, l levó a su
casa todos cuantos pudo haber del los; y de todos, n ingunos le parecían tan b ien como
los que compuso el famoso Fe l ic iano de Si lva; porque la c lar idad de su prosa y
aquel las entr icadas razones suyas le pare c-
ían de per las, y más cuando l legaba a leer aquel los requiebros y cartas de desaf íos,
donde en muchas partes hal laba escr ito: «La razón de la s inrazón que a mi razón se
hace, de tal manera mi razón enflaquece,
que con razón me quejo de la vuestra fe r-
mosura». Y
también cuando le ía: «.. . los altos cie los que de vuestra div in idad d iv inamente con
las estrel las os fort i f ican, y os hacen mere-cedora del merecimiento que merece la
vuestra grandeza». Con estas razones perd-
ía el pobre cabal lero el juic io, y desve lába-se por entender las y desentrañarles el sen-
t ido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Ar istóteles, s i resucitara para
sólo el lo. No estaba muy bien con las her i -
das que don Bel ianís daba y recebía , po r-que se imaginaba que, por grandes maes-
tros que le hubiesen curado, no dejar ía de tener e l rostro y todo el cuerpo l leno de
cicatr ices y seña les. Pero, con todo, a laba-
ba en su autor aquel acabar su l ibro con la promesa de aquel la inacabable aventura, y
muchas veces le v ino deseo de tomar la pluma y da l le f in a l pie de la letra , como
al l í se promete; y s in duda alguna lo hic i e-ra, y aun sa l iera con el lo, s i otros mayores
y cont inuos pensamientos no se lo estorba-
ran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto,
graduado en Sigüenza), sobre cuá l había sido mejor caba l lero: Palmerín de Ingalat e-
rra, o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás,
barbero del mismo pueblo, decía que ni n-guno l legaba al Cabal lero del Febo, y que s i
a lguno se le podía comparar, era don Gala-or , hermano de Amadís de Gaula, porque
tenía muy acomodada condic ión para todo; que no era caba l lero mel indroso, n i tan
l lorón como su hermano, y que en lo de la
valent ía no le iba en zaga. En resoluc ión, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le
pasaban las noches leyendo de c laro en claro, y los días de turbio en turb io; y as í,
del poco dormi r y del mucho leer se le secó
el celebro de manera, que v ino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquel lo
que le ía en los l ibros, así de encantamentos como de pendencias, bata l las, desafíos,
her idas, requiebros, amores, tormentas y
disparates imposibles; y asentósele de ta l modo en la imaginación que era verdad
toda aquel la máquina de aquel las soñadas invenciones que le ía, que para é l no había
otra histor ia más cierta en el mundo. Decía él que e l Cid Ruy Díaz había s ido muy buen
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caba l lero; pero que no tenía que ver con e l Cabal lero de la Ardiente Espada, que de
sólo un revés había part ido por medio dos
f ieros y descomunales gigantes. Mejor e s-taba con Bernardo del Carpio, porque en
Roncesval les había muerto a Roldán e l e n-cantado, val iéndose de la industr ia de
Hércules, cuando ahogó a Anteo, e l hi jo de
la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del g igante Morgante, porque, con ser
de aquel la generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, é l solo era
afable y bien cr iado. Pero, sob re todos, estaba b ien con Reina ldos de Monta lbán, y
más cuando le veía sal i r de su cast i l lo y
robar cuantos topaba, y cuando en al lende robó aquel ídolo de Mahoma que era todo
de oro, según d ice su histor ia . Diera él, por dar una mano de coces al t ra idor de Ga-
la lón, a l ama que tenía, y aun a su sobr ina
de añadidura. En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en e l más extraño pensa-
miento que jamás dio loco en e l mundo; y fue que le pareció convenib le y necesario,
así para e l aumento de su honra como para el servicio de su repúbl ica, hacerse cabal l e-
ro andante, y i rse por todo e l mundo con
sus armas y cabal lo a buscar las aventuras y a e jerci tarse en todo aquel lo que él había
le ído que los caba l leros andantes se e jerc i-taban, deshaciendo todo género de agravio ,
y poniéndose en ocas iones y pel igros don-
de, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado
por e l va lor de su brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda; y as í, con estos tan
agradables pensamientos, l levado del e x-
traño gusto que en el los sent ía , se d io pr iesa a poner en efeto lo que deseaba. Y
lo pr imero que hizo fue l impiar unas armas que habían s ido de sus bisabuelos, que,
tomadas de or ín y l lenas de moho, luengos sig los había que estaban puestas y olv ida-
das en un r incón. Limpió las y aderezolas lo
mejor que pudo, pero vio que tenían una gran fal ta, y era que no tenían celada de
encaje, s ino morr ión simple; mas a esto supl ió su industr ia , porque de cartones hizo
un modo de media celada, que, encajada
con el morr ión, hacían una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si
era fuerte y podía estar a l r iesgo de una cuchi l lada, sacó su espada y le dio dos go l-
pes, y con el pr imero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana; y no
dejó de parecerle mal la faci l idad con que
la había hecho pedazos, y, por asegurarse deste pe l igro, la tornó a hacer de nuevo,
poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de ta l manera, que é l quedó sat i s-
fecho de su fortaleza y, s in querer hacer
nueva experiencia de l la, la di putó y tuvo
por ce lada f inís ima de encaje. Fue luego a ver su roc ín, y aunque tenía más cuartos
que un rea l y más tachas que el cabal lo de
Gonela, que tantum pel l is et ossa fu it , le pareció que ni e l Bucéfa lo de Alejandro ni
Babieca el de l C id con él se igualaban. Cua-tro d ías se le pasaron en imaginar qué
nombre le pondr ía; porque (según se decía
él a sí mesmo) no era razón que cabal lo de caba l lero tan famoso, y tan bueno él por sí ,
estuviese s in nombre conocido; y así , pr o-curaba acomodársele de manera que decla-
rase quién había s ido antes que fuese de caba l lero andante, y lo que era entonces;
pues estaba muy puesto en razón que, mu-
dando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso y de e s-
truendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba; y así ,
después de muchos nombres que formó,
borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, a l f in
le vino a l lamar Rocinante, nombre, a su parecer, a lto, sonoro y s igni f icat ivo de lo
que había s ido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y pr imero
de todos los roc ines del mundo.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su ca-bal lo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este
pensamiento duró otros ocho días, y al ca-bo se v ino a l lamar Don Qui jo te; de donde,
como queda dicho, tomaron ocasión los
autores desta tan verdadera histor ia que, s in duda, se debía de l lamar Qui jada, y no
Quesada, como otros quisieron decir . Pero, acordándose que e l va leroso Amadís no
sólo se había contentado con l lamarse
Amadís a secas, s ino que añadió el nombre de su re ino y patr ia , por hacerla famosa, y
se l lamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caba l lero, añadir a l suyo el nombre de
la suya y l lamarse Don Qui jote de la Man-cha, con que, a su parecer, declaraba muy
al vivo su l ina je y patr ia, y la honraba con
tomar el sobrenombre del la . Limpias, pues, sus armas, hecho de l morr ión ce lada, pue s-
to nombre a su roc ín y confi rmándose a sí mismo, se d io a entender que no le fa ltaba
otra cosa sino buscar una dama de quien
enamorarse: porque el cabal lero andante sin amores era árbol s in hojas y s in fruto y
cuerpo sin alma. Decíase é l : «Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena
suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ord inario les acontece a
los cabal leros andantes, y le derr ibo de un
encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o, f inalmente, le venzo y le r indo, ¿no será
bien tener a quien enviar le presentado, y que entre y se hinque de rodi l las ante mi
dulce señora, y diga con voz humi lde y
rendida: «Yo, señora, soy el gigante Cara-
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cul iambro, señor de la ínsula Mal indrania, a quien venció en s ingular bata l la e l jamás
como se debe a labado cabal lero don Qui jo-
te de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante vuestra merced, para que
la vuestra grandeza disponga de mí a su talante»? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen
caba l lero cuando hubo hecho este discurso,
y más cuando ha l ló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un
lugar cerca del suyo había una moza labra-dora de muy buen parecer, de quien é l un
t iempo anduvo enamorado, aunque, según se ent iende, el la jamás lo supo, n i le d io
cata de l lo. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a
ésta le pareció ser bien darle t í tulo de se-ñora de sus pensamientos; y, buscándole
nombre que no desdi jese mucho del suyo, y que t irase y se encaminase al de princesa y
gran señora, v ino a l lamar la Dulc inea de l
Toboso, porque era natural del Toboso; nombre, a su parecer, músico y peregrino y
signi f icat ivo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.
Capítu lo II
Que trata de la pr imera sal ida que de su t ierra hizo el ingenioso Don Qui jote Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más t iempo a poner en efeto su
pensamiento, apretándole a el lo la fa l ta
que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pen-
saba deshacer, tuertos que enderezar, s i n-razones que enmendar, y abusos que mejo-
rar, y deudas que sat isfacer. Y así , s in dar
parte a persona alguna de su intención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes
del d ía, que era uno de los ca lurosos del mes de ju l io, se armó de todas sus armas,
subió sobre Rocinante, puesta su mal com-puesta celada, embrazó su adarga, tomó su
lanza, y, por la puerta fa lsa de un corral ,
sal ió a l campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta faci l idad había
dado princip io a su buen deseo. Mas, ape-nas se vio en el campo, cuando le asa ltó un
pensamiento terr ible , y ta l, que por poco le
hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no era arma-
do cabal lero, y que, conforme a ley de ca-bal ler ía , ni podía ni debía tomar armas con
ningún cabal lero; y, puesto que lo fuera, había de l levar armas blancas, como novel
caba l lero, s in empresa en el escudo, hasta
que por su esfuerzo la ganase. Estos pen-samientos le hicieron t i tubear en su propó-
sito; mas, pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar
caba l lero de l pr imero que topase, a imit a-
ción de otros muchos que as í lo h icieron, según é l había le ído en los l ibros que tal le
tenían. En lo de las armas b lancas, pensaba
l impiar las de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un armiño; y con
esto se quietó y pros iguió su camino, sin l levar otro que aquél que su cabal lo quería ,
creyendo que en aquel lo consist ía la fuerza
de las aventuras. Yendo, pues, caminando nuestro f lamante aventurero, iba hablando
consigo mesmo y diciendo: ¿Quién duda sino que en los venideros t iempos, cuando
salga a luz la verdadera histor ia de mis famosos hechos, que el sabio que los escr i-
biere no ponga, cuando l legue a contar es-
ta mi pr imera sa l ida tan de mañana, desta manera? Apenas había el rubicundo Apolo
tendido por la faz de la ancha y espaciosa t ierra las doradas hebras de sus hermosos
cabel los, y apenas los pequeños y pintados
pajar i l los con sus harpadas lenguas habían saludado con dulce y mel i f lua armonía la
venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del ce loso mar ido, por las
puertas y ba lcones de l manchego hor izonte a los mortales se mostraba, cuando el f a-
moso caba l lero Don Qui jote de la Mancha,
dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caba l lo Rocinante; y comenzó a ca-
minar por e l ant iguo y conocido campo de Mont ie l». Y era la verdad que por él cam i-
naba. Y añadió dic iendo: Dichosa edad, y
sig lo d ichoso aquél adonde sa ldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de enta l larse
en bronces, esculpi rse en mármoles y p i n-tarse en tablas, para memoria en lo futuro.
¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que
seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina histor ia! Ruégote que no te
olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y carr e-
ras. Luego volv ía dic iendo, como si verda-deramente fuera enamorado: ¡Oh princesa
Dulcinea, señora deste caut ivo corazón!
Mucho agravio me habedes fecho en despe-dirme y reprocharme con el r iguroso af in-
camiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de
membraros deste vuestro sujeto corazón,
que tantas cuitas por vuestro amor padece. Con éstos iba ensartando otros disparates,
todos a l modo de los que sus l ibros le hab-ían enseñado, imitando en cuanto podía su
lenguaje; y, con esto, caminaba tan despa-cio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto
ardor, que fuera bastante a derret ir le los
sesos, s i a lgunos tuviera. Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de
contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque quis iera topar luego con quien
hacer experiencia del valor de su fuerte
brazo. Autores hay que dicen que la pr ime-
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ra aventura que le avino fue la del Puerto Lápice; otros dicen que la de los mol inos
de v iento; pero, lo que yo he podido aver i-
guar en este caso, y lo que he hal lado e s-cr ito en los anales de la Mancha, es que é l
anduvo todo aquel día , y, a l anochecer, su rocín y él se ha l laron cansados y muertos
de hambre; y que, mirando a todas partes
por ver si descubrir ía a lgún cast i l lo o algu-na majada de pastores donde recogerse y
adonde pudiese remediar su mucha hambre y neces idad, v io, no lejos de l camino por
donde iba, una venta, que fue como s i vi e-ra una estre l la que, no a los portales, s ino
a los alcázares de su redención le encami-
naba. Diose priesa a caminar, y l legó a el la a t iempo que anochecía. Estaban acaso a la
puerta dos mujeres mozas, destas que l l a-man «del part ido», las cuales iban a Sevi l la
con unos arr ieros que en la venta aquel la
noche acertaron a hacer jornada; y como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba,
veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar a l modo de lo que había le ído, luego
que vio la venta se le representó que era un cast i l lo con sus cuatro torres y chapit e-
les de luc iente p lata, s i n fa ltar le su puente
levadiza y honda cava, con todos aquel los adherentes que semejantes cast i l los se pi n-
tan. Fuese l legando a la venta, que a é l le parecía cast i l lo , y a poco trecho del la det u-
vo las r iendas a Rocinante, esperando que
algún enano se pusiese entre las a lmenas a dar seña l con alguna trompeta de que l l e-
gaba cabal lero al cast i l lo . Pero como vio que se tardaban y que Rocinante se daba
priesa por l legar a la caba l ler iza, se l legó a
la puerta de la venta, y v io a las dos di s-tra ídas mozas que al l í estaban, que a él le
parecieron dos hermosas doncel las o dos graciosas damas que delante de la puerta
del cast i l lo se estaban solazando. En esto sucedió acaso que un porquero que andaba
recogiendo de unos rastrojos una manada
de puercos (que, s in perdón, a sí se l laman) tocó un cuerno, a cuya señal e l los se reco-
gen, y al instante se le representó a Don Qui jote lo que deseaba, que era que algún
enano hacía señal de su venida, y así , con
extraño contento l legó a la venta y a las damas, las cuales, como vieron venir un
hombre de aquel la suerte armado, y con lanza y adarga, l lenas de miedo se iban a
entrar en la venta; pero Don Quijote, co l i -giendo por su huida su miedo, alzándose la
visera de papelón y descubriendo su seco y
polvoroso rostro, con genti l ta lante y voz reposada, les di jo: Non fuyan las vuestras
mercedes, ni teman desaguisado alguno; ca a la orden de cabal ler ía que profeso non
toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más
a tan al tas doncel las como vuestras pre-
sencias demuestran. Mirábanle las mozas, y andaban con los ojos buscándole el rostro,
que la mala visera le encubr ía; mas como
se oyeron l lamar doncel las, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la r isa,
y fue de manera que Don Qui jote v ino a correrse y a decir les: Bien parece la mesu-
ra en las fermosas, y es mucha sandez,
además, la r isa que de leve causa procede; pero no vos lo digo porque os acuitedes ni
mostredes mal ta lante; que el mío non es de ál que de servi ros. El lenguaje, no en-
tendido de las señoras, y e l mal ta l le de nuestro cabal lero acrecentaba en el las la
r isa , y en él e l enojo, y pasara muy adela n-
te si a aquel punto no sa l iera el ventero, hombre que, por ser muy gordo, era muy
pací f ico, e l cual , v iendo aquel la f igura con-trahecha, armada de armas tan desigua les
como eran la br ida, lanza, adarga y cosele-
te, no estuvo en nada en acompañar a las doncel las en las muestras de su contento.
Mas, en efeto, temiendo la máquina de tan-tos pertrechos, determinó de hablar le co-
medidamente, y así le di jo: Si vuestra me r-ced, señor cabal lero, busca posada, amén
del lecho (porque en esta venta no hay
ninguno), todo lo demás se hal lará en e l la en mucha abundancia . Viendo Don Qui jote
la humi ldad de l a lca ide de la forta leza, que tal le pareció a él e l ventero y la venta,
respondió: Para mí, señor castel lano, cua l-
quiera cosa basta, porque mis arreos son las armas, mi descanso el pelear , etcétera.
Pensó e l huésped que el haberle l lamado castel lano había sido por haber le parecido
de los sanos de Cast i l la, aunque é l era an-
daluz, y de los de la playa de Sanlúcar, no menos ladrón que Caco, n i menos maleante
que estudiante o paje, y así le respondió: Según eso, las camas de vuestra merced
serán duras peñas, y su dormir, s iempre velar; y siendo así , bien se puede apear,
con segur idad de ha l lar en esta choza oca-
sión y ocas iones para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche. Y, diciendo
esto, fue a tener el estr ibo a Don Qui jote, e l cual se apeó con mucha di f icul tad y tr a-
bajo, como aquél que en todo aquel d ía no
se había desayunado. Di jo luego al huésped que le tuviese mucho cuidado de su caba-
l lo, porque era la mejor pieza que comía pan en e l mundo. Miró le el ventero, y no le
pareció tan bueno como Don Qui jote decía, ni aun la mitad; y acomodándole en la ca-
bal ler iza, vo lv ió a ver lo que su huésped
mandaba, al cual estaban desarmando las doncel las, que ya se habían reconci l iado
con é l; las cuales, aunque le habían quit a-do el peto y el espaldar, jamás supieron ni
pudieron desencajar le la gola , n i qui ta l le la
contrahecha celada, que traía atada con
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unas cintas verdes, y era menester corta r-las, por no poderse quitar los ñudos; mas
él no lo quiso consenti r en ninguna manera,
y así , se quedó toda aquel la noche con la celada puesta, que era la más graciosa y
extraña f igura que se pudiera pensar; y al desarmar le (como él se imaginaba que
aquel las tra ídas y l levadas que le desarma-
ban eran algunas principales señoras y da-mas de aquel cast i l lo) les d i jo con mucho
donaire:
-Nunca fuera caba l lero de damas tan bien servido
como fuera Don Qui jote
cuando de su aldea vino: doncel las curaban dél;
pr incesas, del su Rocino.
o Rocinante, que éste es el nombre, seño-
ras mías, de mi cabal lo, y Don Qui jote de la Mancha el mío; que, puesto que no quis iera
descubr irme fasta que las fazañas fechas en vuestro servicio y pro me descub rieran,
la fuerza de acomodar al propósito presen-te este romance v ie jo de Lanzarote ha sido
causa que sepáis mi nombre antes de toda
sazón; pero, t iempo vendrá en que las vuestras señor ías me manden y yo obedez-
ca, y el va lor de mi brazo descubra el de-seo que tengo de servi ros. Las mozas, que
no estaban hechas a oír semejantes retór i-
cas, no respondían palabra; sólo le pregun-taron si quería comer alguna cosa. Cua l-
quiera yantaría yo, respondió Don Qui jote, porque, a lo que ent iendo, me haría mucho
al caso. A d icha, acertó a ser v iernes aquel
día, y no había en toda la venta s ino unas rac iones de un pescado que en Cast i l la l l a -
man abadejo, y en Andalucía baca l lao, y en otras partes curadi l lo , y en otras t ruchuela.
Preguntáronle si por ventura comería su merced t ruchuela; que no había otro pes-
cado que dal le a comer. Como haya muchas
truchuelas -respondió Don Qui jote -, podrán servi r de una trucha; porque eso se me da
que me den ocho reales en senci l los que en una pieza de a ocho. Cuanto más, que
podría ser que fuesen estas truchuelas co-
mo la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabri to que el cabrón. Pero, sea lo que
fuere, venga luego; que el trabajo y peso de las armas no se puede l levar s in el g o-
bierno de las tr ipas. Pus iéronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y trújo le
el huésped una porc ión del mal remojado y
peor cocido baca l lao y un pan tan negro y mugriento como sus armas; pero era mate-
r ia de grande r isa verle comer, porque, co-mo tenía puesta la ce lada y a lzada la v ise-
ra, no podía poner nada en la boca con sus
manos s i otro no se lo daba y ponía, y as í,
una de aquel las señoras serv ía deste me-nester . Mas al darle de beber, no fue pos i -
ble , ni lo fuera s i e l ventero no horadara
una caña, y puesto el un cabo en la boca, por e l otro le iba echando el vino; y todo
esto lo recebía en paciencia , a trueco de no romper las cintas de la celada. Estando en
esto, l legó acaso a la venta un castrador de
puercos; y, as í como l legó, sonó su si lbato de cañas cuatro o c inco veces, con lo cua l
acabó de confi rmar Don Qui jote que estaba en algún famoso cast i l lo, y que le serv ían
con música, y que el abadejo eran truchas; el pan candeal, y las rameras, damas, y el
ventero castel lano de l cast i l lo , y con esto
daba por bien empleada su determinación y sal ida. Mas lo que más le fat igaba era e l no
verse armado cabal lero, por parecerle que no se podría poner legít imamente en aven-
tura alguna s in recebir la orden de caba-
l ler ía.
Capítu lo III
Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo Don Qui jote en armarse cabal lero Y as í, fat igado deste pensamiento, abrevió
su venteri l y l imitada cena; la cual acaba-da, l lamó al ventero y, encerrándose con él
en la cabal ler iza, se hincó de rodi l las ante él, d iciéndole: No me levantaré jamás de
donde estoy, va leroso caba l lero, fasta que
la vuestra cortesía me otorgue un don que pedir le quiero, el cual redundará en a la-
banza vuestra y en pro de l género humano. El ventero, que vio a su huésped a sus pies
y oyó semejantes razones, estaba confuso
mirándole, s in saber qué hacerse ni decir le, y porf iaba con él que se levantase, y jamás
quiso, hasta que le hubo de decir que él le otorgaba el don que le pedía. No esperaba
yo menos de la gran magni f icencia vuestra, señor mío, respondió Don Quijote; y as í, os
digo que el don que os he pedido y de
vuestra l iberal idad me ha s ido otorgado es que mañana en aquel día me habéis de a r-
mar caba l lero, y esta noche en la capi l la deste vuestro cast i l lo ve laré las armas, y
mañana, como tengo dicho, se cumpli rá lo
que tanto deseo, para poder, como se debe ir por todas las cuatro partes del mundo
buscando las aventuras, en pro de los me-nesterosos, como está a cargo de la caba-
l ler ía y de los caba l leros andantes, como yo soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es
incl inado. El ventero, que, como está dicho,
era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de la fa lta de ju ic io de su hué s-
ped, acabó de creerlo cuando acabó de o ír semejantes razones; y por tener qué reí r
aquel la noche, determinó de seguir le el
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humor; y as í, le di jo que andaba muy ace r-tado en lo que deseaba y pedía y que tal
prosupuesto era propio y natural de los
caba l leros tan principa les como él parecía y como su ga l larda presencia mostraba; y
que é l, ans imesmo, en los años de su mo-cedad, se había dado a aquel honroso eje r-
cicio, andando por diversas partes del
mundo buscando sus aventuras, s in que hubiese dejado los Perche les de Málaga,
Islas de R iarán, Compás de Sevi l la , Azogue-jo de Segovia, la Ol ivera de Valencia, Ron-
di l la de Granada, P laya de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Venti l las de Toledo, y
otras diversas partes, donde había e jerci ta-
do la l igereza de sus pies y sut i leza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recue s-
tando muchas v iudas, deshaciendo a lgunas doncel las y engañando a algunos pupi los,
y, f ina lmente, dándose a conocer por cuan-
tas audiencias y t r ibunales hay cas i en toda España; y que a lo ú l t imo, se había venido
a recoger a aquel su cast i l lo , donde viv ía con su hacienda y con las ajenas, recogien-
do en él a todos los cabal leros andantes, de cualquiera cal idad y condición que fue-
sen, sólo por la mucha afición que les tenía
y porque part iesen con é l de sus haberes, en pago de su buen deseo. Dí jo le también
que en aquel su cast i l lo no había capi l la a lguna donde poder velar las armas, porque
estaba derr ibada para hacerla de nuevo;
pero que, en caso de neces idad, él sabía que se podían ve lar dondequiera, y que
aquel la noche las podría velar en un pat io del cast i l lo; que a la mañana, s iendo Dios
servido, se har ían las debidas ceremonias,
de manera que él quedase armado caba l l e-ro, y tan cabal lero, que no pudiese ser más
en el mundo. Preguntole si tra ía d ineros; respondió Don Qui jote que no t raía b lanca,
porque él nunca había le ído en las histor ias de los cabal leros andantes que ninguno los
hubiese tra ído. A esto di jo el ventero que
se engañaba: que, puesto caso que en las histor ias no se escr ibía, por haberles pare-
cido a los autores del las que no era menes-ter escrebir una cosa tan c lara y tan nece-
saria de traerse como eran d ineros y cam i-
sas l impias, no por eso se había de creer que no los trujeron; y así , tuv iese por cie r-
to y averiguado que todos los caba l leros andantes, de que tantos l ibros están l lenos
y atestados, l levaban bien herradas las bo l-sas, por lo que pudiese suceder les; y que
asimesmo l levaban camisas y una arqueta
pequeña l lena de ungüentos para curar las her idas que recebían, porque no todas ve-
ces en los campos y desiertos donde se combat ían y sa l ían heridos había quien los
curase, s i ya no era que tenían algún sabio
encantador por amigo, que luego los so-
corr ía, trayendo por e l a ire, en alguna nu-be, a lguna donce l la o enano con a lguna
redoma de agua de ta l vi rtud, que en gus-
tando alguna gota del la , luego al punto quedaban sanos de sus l lagas y her idas,
como si mal a lguno hubiesen tenido; mas que, en tanto que esto no hubiese, tuvieron
los pasados cabal leros por cosa acertada
que sus escuderos fuesen prove ídos de d i-neros y de otras cosas necesarias, como
eran hi las y ungüentos para curarse; y cuando sucedía que los ta les cabal leros no
tenían escuderos (que eran pocas y raras veces), e l los mesmos lo l l evaban todo en
unas al for jas muy sut i les, que casi no se
parecían, a las ancas del cabal lo, como que era otra cosa de más importancia; porque,
no siendo por ocasión semejante, esto de l levar al for jas no fue muy admit ido entre
los cabal leros andantes; y por esto le daba
por consejo, pues aún se lo podía mandar como a su ahijado, que tan presto lo había
de ser, que no caminase de al l í adelante sin d ineros y sin las prevenciones refer idas,
y que vería cuán bien se hal laba con el las cuando menos se pensase. Promet io le Don
Qui jote de hacer lo que se le aconsejaba,
con toda puntual idad, y así , se d io luego orden como ve lase las armas en un corral
grande que a un lado de la venta estaba; y recogiéndolas Don Quijote todas, las puso
sobre una pi la que junto a un pozo estaba,
y embrazando su adarga, as ió de su lanza, y con genti l cont inente se comenzó a pase-
ar delante de la pi la; y cuando comenzó el paseo comenzaba a cerrar la noche. Contó
el ventero a todos cuantos estaban en la
venta la locura de su huésped, la vela de las armas y la armazón de caba l ler ía que
esperaba. Admiráronse de tan extraño género de locura y fuéronselo a mirar des-
de le jos, y vieron que con sosegado ademán, unas veces se paseaba; otras,
arr imado a su lanza, ponía los ojos en las
armas, s in quitar los por un buen espacio del las. Acabó de cerrar la noche; pero con
tanta clar idad de la luna, que podía compe-t ir con el que se la prestaba, de manera
que cuanto e l nove l cabal lero hacía era
bien visto de todos. Antojósele en esto a uno de los arr ieros que estaban en la venta
ir a dar agua a su recua, y fue menester quitar las armas de Don Qui jote, que est a-
ban sobre la p i la; e l cual , v iéndole l legar, en voz alta le di jo: Oh tú, quienquiera que
seas, atrevido cabal lero, que l legas a tocar
las armas del más va leroso andante que jamás se ciñó espada, mira lo que haces y
no las toques, s i no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento. No se curó e l
arr iero destas razones (y fuera mejor que
se curara, porque fuera curarse en salud);
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antes, t rabando de las correas, las arrojó gran t recho de sí . Lo cual v isto por Don
Qui jote, a lzó los ojos al cie lo y, puesto el
pensamiento (a lo que pareció) en su seño-ra Dulc inea, di jo: Acorredme, señora mía,
en esta pr imera afrenta que a este vuestro avasal lado pecho se le ofrece: no me des-
fa l lezca en este pr imero trance vuestro fa-
vor y amparo; y d ic iendo éstas y otras se-mejantes razones, sol tando la adarga, a lzó
la lanza a dos manos y dio con el la tan gran golpe al arr iero en la cabeza, que le
derr ibó en e l suelo, tan maltrecho, que s i segundara con otro, no tuviera necesidad
de maestro que le curara. Hecho esto, r e-
cogió sus armas y tornó a pasearse con el mismo reposo que primero. Desde al l í a
poco, s in saberse lo que había pasado (porque aún estaba aturdido el arr iero),
l legó otro con la mesma intención de dar
agua a sus mulos y, l legando a quitar las armas para desembarazar la p i la , s in hablar
Don Qui jote palabra y sin pedir favor a na-die , sol tó otra vez la adarga y a lzó otra vez
la lanza y, s in hacer la pedazos, hizo más de tres la cabeza de l segundo arr iero, porque
se la abr ió por cuatro. Al ru ido acudió toda
la gente de la venta, y entre e l los e l vent e-ro. Viendo esto Don Qui jote, embrazó su
adarga y, puesta mano a su espada, di jo: ¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y v i -
gor del debi l i tado corazón mío! Ahora es
t iempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu caut ivo cabal lero, que tamaña
aventura está atendiendo. Con esto cobró a su parecer tanto ánimo, que s i le acomet i e-
ran todos los arr ieros del mundo, no volv i e-
ra el p ie atrás. Los compañeros de los her i -dos, que ta les los vieron, comenzaron de s-
de lejos a l lover piedras sobre Don Quijote, e l cua l, lo mejor que podía, se reparaba
con su adarga, y no se osaba apartar de la pi la , por no desamparar las armas. E l ven-
tero daba voces que le dejasen, porque ya
les había d icho como era loco, y que por loco se l ibrar ía, aunque los matase a todos.
También Don Qui jote las daba mayores l lamándolos de alevosos y tra idores, y que
el señor del cast i l lo era un fo l lón y mal na-
cido cabal lero, pues de tal manera consent-ía que se tratasen los andantes cabal leros;
y que s i é l hubiera recebido la orden de caba l ler ía , que él le diera a entender su
alevosía; pero de vosotros, soez y baja ca-nal la, no hago caso alguno: t irad, l legad,
venid, y ofendedme en cuanto pudiéredes;
que vosotros veréis e l pago que l leváis de vuestra sandez y demasía . Decía esto con
tanto br ío y denuedo, que infundió un t e-rr ible temor en los que le acomet ían; y así
por esto como por las persuasiones de l
ventero, le dejaron de t irar , y él dejó ret i -
rar a los heridos y tornó a la vela de sus armas, con la misma quietud y sosiego que
primero. No le parecieron b ien al ventero
las burlas de su huésped, y determinó abreviar y dar le la negra orden de cabal le r-
ía luego, antes que otra desgracia sucedie-se. Y as í, l legándose a él, se desculpó de la
insolencia que aquel la gente baja con él
había usado, sin que él supiese cosa algu-na; pero que b ien cast igados quedaban de
su atrevimiento. Dí jole como ya le había dicho que en aquel cast i l lo no había capi l la ,
y para lo que restaba de hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar
armado cabal lero cons ist ía en la pescozada
y en el espaldarazo, según é l tenía not ic ia del ceremonia l de la orden, y que aquel lo
en mitad de un campo se podía hacer; y que ya había cumplido con lo que tocaba a l
velar de las armas, que con solas dos horas
de ve la se cumplía , cuanto más que él hab-ía estado más de cuatro. Todo se lo creyó
Don Qui jote, y di jo que él estaba al l í pron-to para obedecerle , y que concluye se con la
mayor brevedad que pudiese; porque s i fuese otra vez acometido y se viese armado
caba l lero, no pensaba dejar persona viva
en el cast i l lo, eceto aquél las que él le mandase, a quien por su respeto dejar ía.
Advert ido y medroso desto el castel lano, trujo luego un l ibro donde asentaba la paja
y cebada que daba a los arr ieros, y con un
cabo de vela que le t ra ía un muchacho, y con las dos ya dichas doncel las, se v ino
adonde Don Quijote estaba, a l cua l mandó hincar de rodi l las; y, leyendo en su manual
como que decía alguna devota oración, en
mitad de la leyenda alzó la mano y dio le sobre e l cue l lo un buen golpe, y t ras é l,
con su mesma espada, un gent i l espaldaza-ro, s iempre murmurando entre dientes, co-
mo que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquel las damas que le c iñese la espada,
la cua l lo h izo con mucha desenvoltura y
discrec ión, porque no fue menester poca para no reventar de r isa a cada punto de
las ceremonias; pero las proezas que ya habían visto del nove l caba l lero les tenían
la r isa a raya. Al ceñi r le la espada, di jo la
buena señora: Dios haga a vuestra merced muy venturoso cabal lero y le dé ventura en
l ides. Don Qui jote le preguntó cómo se l l a-maba, porque él supiese de a l l í adelante a
quién quedaba obl igado por la merced re-cebida, porque pensaba dar le a lguna parte
de la honra que alcanzase por e l valor de
su brazo. El la respondió con mucha humi l-dad que se l lamaba la Tolosa, y que era
hi ja de un remendón natura l de Toledo que vivía a las tendi l las de Sanchobienaya, y
que donde quiera que el la estuvie se le ser-
vi r ía y le tendría por señor. Don Qui jote le
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repl icó que, por su amor, le hic iese merced que de al l í ade lante se pus iese don y se
l lamase doña Tolosa. El la se lo prometió, y
la otra le ca lzó la espuela; con la cua l le pasó cas i e l mismo coloquio que con la de
la espada. Preguntole su nombre, y d i jo que se l lamaba la Mol inera y que era hi ja
de un honrado mol inero de Antequera; a la
cual también rogó Don Quijote que se pu-siese don y se l lamase doña Mol inera, ofr e-
ciéndole nuevos servicios y mercedes. Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta
al l í nunca vistas ceremonias, no v io la hora Don Qui jote de verse a cabal lo y sal i r bu s-
cando las aventuras; y ens i l lando luego a
Rocinante, subió en él y, abrazando a su huésped, le di jo cosas tan extrañas, agra-
deciéndole la merced de haberle armado caba l lero, que no es posible acertar a refe-
r ir las. El ventero, por ver le ya fuera de la
venta, con no menos retór icas, aunque con más breves pa labras, respondió a las suyas
y, s in pedir le la costa de la posada, le dejó ir a la buen hora.
Capítu lo IV
De lo que le sucedió a nuestro cabal lero cuando sa l ió de la venta La del a lba ser ía cuando Don Quijote sal ió de la venta, tan contento, tan gal lardo, tan
alborozado por verse ya armado caba l lero,
que el gozo le reventaba por las c inchas del cabal lo. Mas, v iniéndole a la memoria
los consejos de su huésped cerca de las prevenciones tan necesar ias que había de
l levar consigo, especia l la de los d ineros y
camisas, determinó volver a su casa y aco-modarse de todo, y de un escudero,
haciendo cuenta de recebir a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hi jos,
pero muy a propósi to para el of ic io escude-r i l de la cabal ler ía. Con este pensamiento
guió a Rocinante hacia su aldea, el cua l,
cas i conociendo la querencia , con tanta gana comenzó a caminar, que parecía que
no ponía los pies en e l sue lo. No había an-dado mucho, cuando le pareció que a su
diestra mano, de la espesura de un bosque
que al l í estaba, sal ían unas voces de l ica-das, como de persona que se quejaba; y
apenas las hubo o ído, cuando di jo: Gracias doy al cie lo por la merced que me hace,
pues tan presto me pone ocasiones de lante donde yo pueda cumplir con lo que debo a
mi profesión, y donde pueda coger el fruto
de mis buenos deseos. Estas voces, s in du-da, son de algún menesteroso, o meneste-
rosa, que ha menester mi favor y ayuda; y volviendo las r iendas, encaminó a Rocinan-
te hacia donde le pareció que las voces
sal ían. Y a pocos pasos que entró por e l bosque, vio atada una yegua a una encina,
y atado en otra a un muchacho, desnudo de
medio cuerpo arr iba, hasta de edad de quince años, que era el que las voces daba,
y no sin causa, porque le estaba dando con una pret ina muchos azotes un labrador de
buen tal le, y cada azote le acompañaba con
una reprehensión y consejo. Porque decía: La lengua queda y los ojos l istos. Y el mu-
chacho respondía: No lo haré otra vez, se-ñor mío; por la pas ión de Dios, que no lo
haré otra vez, y yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el hato.
Y viendo Don Qui jote lo que pasaba, con voz a irada d i jo: Descortés caba l lero, mal
parece tomaros con quien defender no se puede; subid sobre vuestro caba l lo y tomad
vuestra lanza (que también tenía una lanza
arr imada a la encina adonde estaba arren-dada la yegua) que yo os haré conocer ser
de cobardes lo que estáis haciendo. E l l a-brador, que vio sobre sí aquel la f igura l lena
de armas blandiendo la lanza sobre su ros-tro, túvose por muerto, y con buenas pala-
bras respondió: Señor cabal lero, este mu-
chacho que estoy cast igando es un mi cr i a-do, que me sirve de guardar una manada
de ovejas que tengo en estos contornos; el cual es tan descuidado, que cada d ía me
fal ta una; y porque cast igo su descuido, o
bel laquer ía, dice que lo hago de miserable, por no pagal le la soldada que le debo, y en
Dios y en mi ánima que miente. ¿Miente delante de mí, ru in v i l lano? di jo
Don Qui jote. Por el sol que nos alumbra,
que estoy por pasaros de parte a parte con esta lanza. Pagadle luego sin más répl ica;
s i no, por el Dios que nos r ige, que os con-cluya y aniqui le en este punto: desatadlo
luego. E l labrador bajó la cabeza y sin re s-ponder palabra, desató a su cr iado, a l cua l
preguntó Don Quijote que cuánto le debía
su amo. Él d i jo que nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta Don Qui jo-
te y ha l ló que montaban sesenta y tres r e-ales, y d í jo le a l labrador que a l momento
los desembolsase, s i no quería mori r por
el lo. Respondió e l medroso v i l lano que para el paso en que estaba y juramento que
había hecho (y aún no había jurado nada), que no eran tantos; porque se le habían de
descontar y recebir en cuenta t res pares de zapatos que le había dado, y un rea l de dos
sangr ías que le habían hecho estando en-
fermo. B ien está todo eso, repl icó Don Qu i-jote, pero quédense los zapatos y las
sangr ías por los azotes que sin culpa le habéis dado; que si é l rompió e l cuero de
los zapatos que vos pagastes, vos le habéis
rompido e l de su cuerpo; y si le sacó e l
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barbero sangre estando enfermo, vos en sanidad se la habéis sacado; así que, por
esta parte, no os debe nada. El daño está,
señor cabal lero, en que no tengo aquí dine-ros: véngase Andrés conmigo a mi casa,
que yo se los pagaré un real sobre ot ro. ¿Irme yo con é l, d i jo el muchacho, más?
¡Mal año! No, señor, ni por p ienso; porque
en v iéndose solo, me desol lará como a un San Barto lomé. No hará tal , repl icó Don
Qui jote, basta que yo se lo mande para que me tenga respeto; y con que é l me lo jure
por la ley de cabal ler ía que ha recebido, le dejaré i r l ibre y aseguraré la paga. Mire
vuestra merced, señor, lo que dice, di jo el
muchacho, que este mi amo no es caba l l e-ro, n i ha recebido orden de caba l ler ía a lgu-
na; que es Juan Haldudo el r ico, e l vecino del Quintanar. Importa eso poco, respondió
Don Qui jote, que Haldudos puede haber
caba l leros; cuanto más, que cada uno es hi jo de sus obras. As í es verdad di jo
Andrés; pero este mi amo, ¿de qué obras es hi jo, pues me niega mi so ldada y mi s u-
dor y trabajo? No n iego, hermano Andrés, respondió el labrador, y hacedme placer de
veniros conmigo, que yo juro por todas las
órdenes que de cabal ler ías hay en el mundo de pagaros, como tengo dicho, un rea l s o-
bre otro, y aun sahumados. Del sahumer io os hago gracia , d i jo Don Qui jote; dádselos
en reales, que con eso me contento; y m i-
rad que lo cumpláis como lo habéis jurado; si no, por el mismo juramento os juro de
volver a buscaros y a cast igaros, y que os tengo de hal lar , aunque os escondáis más
que una lagart i ja . Y s i queré is saber quién
os manda esto, para quedar con más veras obl igado a cumpl ir lo, sabed que yo soy e l
valeroso Don Qui jote de la Mancha, e l de s-facedor de agravios y sinrazones; y a Dios
quedad, y no se os parta de las mientes lo prometido y jurado, so pena de la pena
pronunciada. Y en d ic iendo esto, picó a su
Rocinante, y en breve espacio se apartó del los. Siguiole el labrador con los ojos y
cuando vio que había traspuesto del bosque y que ya no parecía, vo lvióse a su cr iado
Andrés, y d í jo le: Venid acá, hi jo mío, que
os quiero pagar lo que os debo, como aquel deshacedor de agravios me dejó mandado.
Eso juro yo, di jo Andrés; y ¡cómo que an-dará vuestra merced acertado en cumpli r e l
mandamiento de aquel buen caba l lero, que mil años viva; que, según es de va leroso y
de buen juez, vive Roque, que si no me
paga, que vuelva y ejecute lo que d ijo. También lo juro yo, d i jo e l labrador; pero,
por lo mucho que os quiero, quiero acre-centar la deuda, por acrecentar la paga. Y
asiéndole del brazo, le tornó a atar a la
encina, donde le d io tantos azotes, que le
dejó por muerto. L lamad, señor Andrés, ahora, decía el labrador, a l desfacedor de
agravios, veréis cómo no desface aquéste.
Aunque creo que no está acabado de hacer, porque me viene gana de desol laros v ivo,
como vos temíades; pero, a l f in, le desató y le dio l icencia que fuese a buscar su juez,
para que ejecutase la pronunciada senten-
cia . Andrés se part ió algo mohíno, jurando de i r a buscar al va leroso Don Qui jote de la
Mancha, y contal le punto por punto lo que había pasado, y que se lo había de pagar
con las setenas. Pero, con todo esto, é l se part ió l lorando y su amo se quedó r iendo. Y
desta manera deshizo el agravio el va leroso
Don Quijote; e l cua l , content ís imo de lo sucedido, pareciéndole que había dado fe-
l ic ís imo y al to pr inc ip io a sus cabal ler ías, con gran sat is fación de sí mismo iba cam i-
nando hacia su a ldea, d iciendo a media
voz: B ien te puedes l lamar d ichosa sobre cuantas hoy viven en la t ierra, ¡oh sobre
las bel las be l la Dulcinea del Toboso! pues te cupo en suerte tener sujeto y rendido a
toda tu voluntad e ta lante a un tan val iente y tan nombrado caba l lero como lo es y será
Don Quijote de la Mancha; e l cua l, como
todo e l mundo sabe, ayer rescib ió la orden de caba l ler ía , y hoy ha desfecho el mayor
tuerto y agravio que formó la s inrazón y cometió la crue ldad: hoy quitó el lát igo de
la mano a aquel despiadado enemigo que
tan s in ocasión vapulaba a aquel del icado infante. En esto, l legó a un camino que en
cuatro se dividía , y luego se le vino a la imaginación las encruc i jadas donde los ca-
bal leros andantes se ponían a pensar cuál
camino de aquél los tomarían; y, por imita r-los, estuvo un rato quedo, y a l cabo de
haberlo muy b ien pensado, soltó la r ienda a Rocinante, dejando a la voluntad del roc ín
la suya, el cua l s iguió su pr imer intento, que fue el i rse camino de su cabal ler iza. Y
habiendo andado como dos mi l las, descu-
brió Don Qui jote un grande t ropel de gen-te, que, como después se supo, eran unos
mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murc ia. Eran seis , y venían con sus
quitasoles, con otros cuatro cr iados a caba-
l lo y tres mozos de mulas a p ie . Apenas los divisó Don Qui jote, cuando se imaginó ser
cosa de nueva aventura; y por imitar en todo cuanto a él le parecía posib le los pa-
sos que había le ído en sus l ibros, le pareció venir a l l í de molde uno que pensaba hacer.
Y así , con genti l cont inente y denuedo, se
afi rmó b ien en los estr ibos, apretó la lanza, l legó la adarga al pecho, y puesto en la
mitad del camino, estuvo esperando que aquel los caba l leros andantes l legasen, que
ya él por ta les los tenía y juzgaba; y cuan-
do l legaron a trecho que se pudieron ver y
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oír , levantó Don Quijote la voz, y con ademán arrogante d ijo: Todo el mundo se
tenga, si todo el mundo no conf iesa que no
hay en el mundo todo doncel la más hermo-sa que la emperatr iz de la Mancha, la s in
par Dulcinea del Toboso. Paráronse los mercaderes al son destas razones, y a ver
la extraña f igura de l que las decía , y por la
f igura y por las razones luego echaron de ver la locura de su dueño; mas quisieron
ver despacio en qué paraba aquel la confe-sión que se les pedía, y uno de l los, que era
un poco bur lón y muy mucho d iscreto, le di jo: Señor caba l lero, nosotros no conoce-
mos quién sea esa buena señora que decís;
mostrádnosla: que si e l la fuere de tanta hermosura como signi f icáis , de buena gana
y s in apremio a lguno confesaremos la ve r-dad que por parte vuestra nos es pedida. S i
os la mostrara, repl icó Don Qui jote, ¿qué
hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin
ver la lo habéis de creer, confesar, af irmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois
en batal la, gente descomunal y soberbia . Que, ahora vengáis uno a uno, como pide
la orden de cabal ler ía , ahora todos juntos,
como es costumbre y mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero,
confiado en la razón que de mi parte ten-go: Señor cabal lero, repl icó e l mercader,
supl ico a vuestra merced, en nombre de
todos estos pr ínc ipes que aquí estamos, que, porque no encarguemos nuestras con-
ciencias confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída, y más s iendo tan en
per juicio de las emperatr ices y reinas de l
Alcarr ia y Extremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos algún retrato de
esa señora, aunque sea tamaño como un grano de tr igo; que por el h i lo se sacará e l
ovi l lo , y quedaremos con esto sat is fechos y seguros, y vuestra merced quedará conten-
to y pagado; y aun creo que estamos ya
tan de su parte que, aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y que del
otro le mana bermellón y p iedra azufre, con todo eso, por complacer a vuestra merced,
diremos en su favor todo lo que quis iere.
No le mana, cana l la infame, respondió Don Qui jote, encendido en cólera; no le mana,
digo, eso que decís , s ino ámbar y alga l ia entre algodones; y no es tuerta ni corcova-
da, s ino más derecha que un huso de Gua-darrama. Pero ¡vosotros pagaréis la grande
blasfemia que habéis dicho contra tamaña
beldad como es la de mi señora! Y en d i-ciendo esto, arremet ió con la lanza baja
contra el que lo había dicho, con tanta f u-r ia y enojo, que si la buena suerte no hicie-
ra que en la mitad del camino tropezara y
cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido
mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su amo una buena pieza por el campo; y
queriéndose levantar , jamás pudo: ta l em-
barazo le causaban la lanza, adarga, espue-las y celada, con e l peso de las ant iguas
armas. Y entre tanto que pugnaba por l e-vantarse y no podía, estaba d ic iendo: Non
fuyáis , gente cobarde; gente caut iva, aten-
ded; que no por culpa mía, s ino de mi ca-bal lo, estoy aquí tendido. Un mozo de mu-
las de los que al l í venían, que no debía de ser muy b ien intencionado, oyendo decir a l
pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo sufr ir s in darle la respuesta en las cost i l las.
Y l legándose a él, tomó la lanza y después
de haberla hecho pedazos, con uno del los comenzó a dar a nuestro Don Qui jote ta n-
tos palos, que, a despecho y pesar de sus armas, le mol ió como cibera. Dábanle voces
sus amos que no le diese tanto y que le
dejase; pero estaba ya el mozo picado y no quiso dejar el juego hasta envi dar todo el
resto de su cólera; y acudiendo por los de-más trozos de la lanza, los acabó de des-
hacer sobre el miserable caído, que, con toda aquel la tempestad de pa los que sobre
él vía , no cerraba la boca, amenazando a l
cie lo y a la t ierra , y a los malandri nes, que tal le parecían. Cansóse el mozo, y los
mercaderes s iguieron su camino, l levando qué contar en todo él del pobre apaleado.
El cual , después que se vio solo, tornó a
probar si podía levantarse; pero s i no lo pudo hacer cuando sano y bueno, ¿cómo lo
har ía mol ido y casi deshecho? Y aún se ten-ía por d ichoso, pareciéndole que aquél la
era propia desgracia de cabal leros andan-
tes, y toda la atr ibuía a la fa l ta de su caba-l lo; y no era posib le levantarse, según ten-
ía brumado todo el cuerpo.
Capítu lo V
Donde se prosigue la narración de la de s-gracia de nuestro caba l lero Viendo, pues, que, en efeto, no podía me-
nearse, acordó de acogerse a su ord inario remedio, que era pensar en algún paso de
sus l ibros; y trújo le su locura a la memor ia
aquél de Valdovinos y de l marqués de Man-tua, cuando Carloto le dejó her ido en la
montiña, histor ia sabida de los niños, no ignorada de los mozos, ce lebrada y aun
cre ída de los viejos, y con todo esto, no más verdadera que los mi lagros de Ma-
homa. Ésta, pues, le pareció a él que le
venía de molde para el paso en que se hal laba; y así , con muestras de grande sen-
t imiento, se comenzó a volcar por la t ierra y a decir con debi l i tado al iento lo mesmo
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que dicen decía e l her ido cabal lero del bos-que:
-¿Donde estás, señora mía, Que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora, O eres fa lsa y des leal .
Y desta manera fue pros iguiendo e l r o-mance, hasta aquel los versos que dicen:
-¡Oh noble marqués de Mantua,
Mi t ío y señor carnal! Y quiso la suerte que, cuando l legó a este
verso, acertó a pasar por a l l í un labrador
de su mesmo lugar y vecino suyo, que ven-ía de l levar una carga de tr igo a l mol ino; e l
cual , v iendo aquel hombre a l l í tendido, se l legó a él y le preguntó que quién era y qué
mal sent ía, que tan tr istemente se quejaba.
Don Qui jote creyó, s in duda, que aquél era el marqués de Mantua, su t ío, y as í, no le
respondió otra cosa si no fue proseguir en su romance, donde le daba cuenta de su
desgracia y de los amores de l hi jo del Em-perante con su esposa, todo de la mesma
manera que el romance lo canta. El labra-
dor estaba admirado oyendo aquel los di s-parates; y quitándole la v isera, que ya e s-
taba hecha pedazos de los palos, le l impió el rostro, que le tenía cubierto de polvo, y
apenas le hubo l impiado, cuando le conoció
y le di jo: Señor Qui jana, que as í se debía de l lamar cuando él tenía ju ic io y no había
pasado de hida lgo sosegado a caba l lero andante, ¿quién ha puesto a vuestra mer-
ced desta suerte? Pero él seguía con su
romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen hombre, lo mejor que pudo le
quitó e l peto y espaldar, para ver si tenía alguna herida; pero no vio sangre ni seña l
a lguna. Procuró levantarle del sue lo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento,
por parecer cabal ler ía más sosegada. Reco-
gió las armas, hasta las ast i l las de la lanza, y l io las sobre Rocinante, a l cual tomó de la
r ienda, y del cabestro al asno, y se enca-minó hacia su pueblo, bien pensat ivo de o ír
los disparates que Don Qui jote decía; y no
menos iba Don Qui jote, que, de puro mol i-do y quebrantado, no se podía tener sobre
el borr ico, y de cuando en cuando daba unos suspiros que los ponía en e l cie lo; de
modo, que de nuevo obl igó a que el labra-dor le preguntase le d i jese qué mal sent ía;
y no parece s ino que el diab lo le tra ía a la
memoria los cuentos acomodados a sus su-cesos, porque, en aquel punto, o lv idándose
de Valdovinos, se acordó del moro Abin-darráez, cuando el A lca ide de Antequera,
Rodr igo de Narváez, le prendió y l levó cau-
t ivo a su alca idía . De suerte que cuando el
labrador le volv ió a preguntar que cómo estaba y qué sent ía, le respondió las mes-
mas pa labras y razones que e l caut ivo
abencerra je respondía a Rodr igo de Nar v-áez, del mesmo modo que él había le ído la
histor ia en la Diana de Jorge de Montema-yor, donde se escr ibe; aprovechándose de-
l la tan a propósito, que el labrador se iba
dando al d iablo, de oír tanta máquina de necedades; por donde conoció que su vec i -
no estaba loco, y dábale pr iesa a l legar al pueblo, por excusar el enfado que Don Qu i-
jote le causaba con su larga arenga. A l ca-bo de lo cua l, di jo: Sepa vuestra merced,
señor don Rodrigo de Narváez, que esta
hermosa Jar i fa que he dicho es ahora la l inda Dulc inea del Toboso, por quien yo he
hecho, hago y haré los más famosos hechos de caba l ler ías que se han visto, vean ni
verán en el mundo. A esto respondió e l la-
brador: Mire vuestra merced, señor, ¡peca-dor de mí! que yo no soy don Rodr igo de
Narváez, n i e l marqués de Mantua, s ino Pedro Alonso, su vecino; n i vuestra merced
es Valdovinos, ni Abindarráez, s ino el hon-rado hidalgo del señor Qui jana. Yo sé quién
soy, respondió Don Quijote, y sé que puedo
ser , no sólo los que he d icho, s ino todos los doce Pares de Francia , y aun todos los
Nueve de la Fama, pues a todas las haza-ñas que e l los todos juntos y cada uno por
sí hic ieron se aventajarán las mías. En es-
tas p lát icas y en otras semejantes l legaron al lugar, a la hora que anochecía; pero el
labrador aguardó a que fuese algo más no-che, porque no viesen al mol ido hidalgo tan
mal caba l lero. Llegada, pues, la hora que le
pareció, entró en e l pueblo, y en la casa de Don Qui jote, la cua l hal ló toda alborotada;
y estaban en el la e l cura y el barbero de l lugar, que eran grandes amigos de Don
Qui jote, que estaba diciéndoles su ama a voces: ¿Qué le parece a vuestra merced,
señor l icenciado Pero Pérez (que así se
l lamaba el Cura) de la desgracia de mi se-ñor? Tres días ha que no parecen él , ni e l
rocín, n i la adarga, n i la lanza ni las armas. ¡Desventurada de mí! que me doy a enten-
der, y as í es e l lo la verdad como nací para
mor ir , que estos malditos l ibros de caba-l ler ías que é l t iene y suele leer tan de ord i-
nar io le han vuelto el ju icio; que ahora me acuerdo haberle oído decir muchas veces,
hablando entre sí , que quer ía hacerse caba-l lero andante, e irse a buscar las aventuras
por esos mundos. Encomendados sean a
Satanás y a Barrabás tales l ibros, que as í han echado a perder el más del icado en-
tendimiento que había en toda la Mancha. La Sobrina decía lo mesmo, y aun decía
más: Sepa, señor maese Nicolás (que éste
era el nombre del barbero) que muchas
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veces le aconteció a mi señor t ío estarse leyendo en estos desa lmados l ibros de de s-
venturas dos días con sus noches, a l cabo
de los cua les, arrojaba el l ibro de las ma-nos, y ponía mano a la espada, y andaba a
cuchi l ladas con las paredes; y cuando est a-ba muy cansado dec ía que había muerto a
cuatro g igantes como cuatro torres, y el
sudor que sudaba de l cansancio decía que era sangre de las fer idas que había receb i-
do en la batal la , y bebíase luego un gran jarro de agua fr ía , y quedaba sano y sose-
gado, d iciendo que aquel la agua era una precios ís ima bebida que le había tra ído el
sabio Esqui fe, un grande encantador y am i-
go suyo. Mas yo me tengo la culpa de todo, que no avisé a vuestras mercedes de los
disparates de mi señor t ío, para que los remediaran antes de l legar a lo que ha l le-
gado, y quemaran todos estos descomulga-
dos l ibros; que t iene muchos que b ien me-recen ser abrasados, como s i fuesen de
herejes. Esto digo yo también, di jo el Cura, y a fe que no se pase el día de mañana sin
que del los no se haga auto públ ico, y sean condenados a l fuego, porque no den oca-
sión a quien los leyere de hacer lo que mi
buen amigo debe de haber hecho. Todo esto estaban oyendo el labrador y Don Qu i-
jote, con que acabó de entender el labrador la enfermedad de su vecino, y así , comenzó
a decir a voces: Abran vuestras mercedes
al señor Valdovinos y al señor marqués de Mantua, que viene mal fer ido, y a l señor
moro Abindarráez, que trae caut ivo el val e-roso Rodr igo de Narváez, a lca ide de Ante-
quera. A estas voces sal ieron todos, y como
conocieron los unos a su amigo, las otras a su amo y t ío, que aún no se había apeado
del jumento, porque no podía, corr ieron a abrazarle . Él d i jo: Ténganse todos, que
vengo malfer ido, por la culpa de mi caba-l lo: l lévenme a mi lecho y l lámese, s i fuere
posib le, a la sabia Urganda, que cure y ca-
te de mis fer idas. Mira en hora mala, d i jo a este punto el ama, si me decía a mi b ien mi
corazón del pie que cojeaba mi señor. Suba vuestra merced en buen hora; que, s in que
venga esa hurgada, le sabremos aquí curar .
Mald itos, digo, sean otra vez y otras ciento estos l ibros de cabal ler ías, que ta l han pa-
rado a vuestra merced. L leváronle luego a la cama, y catándole las fer idas, no le
hal laron ninguna; y él d i jo que todo era mol imiento, por haber dado una gran ca ída
con Rocinante, su cabal lo, combat iéndose
con d iez jayanes, los más desaforados y atrevidos que se pudieran fa l lar en gran
parte de la t ierra . Ta, ta, di jo el cura, ¿jayanes hay en la
danza? Para mi sant iguada que yo los que-
me mañana antes que l legue la noche.
Hiciéronle a Don Quijote mi l preguntas, y a ninguna quiso responder otra cosa sino que
le diesen de comer y le dejasen dormir , que
era lo que más le importaba. Hízose así , y el cura se informó muy a la larga del labra-
dor del modo que había ha l lado a Don Qu i-jote. É l se lo contó todo, con los disparates
que a l ha l lar le y al traerle había dicho; que
fue poner más deseo en el Licenciado de hacer lo que otro día hizo, que fue l lamar a
su amigo el barbero maese Nico lás, con el cual se v ino a casa de Don Qui jote.
Capítu lo VI Del donoso y grande escrut inio que el Cura y e l Barbero hicieron en la l ibrer ía de nues-tro ingenioso hida lgo El cua l aún todavía dormía. Pidió las l laves,
a la sobrina, del aposento donde estaban los l ibros autores del daño, y e l la se las dio
de muy buena gana; entraron dentro todos,
y la ama con el los, y hal laron más de c ien cuerpos de l ibros grandes, muy b ien encua-
dernados, y otros pequeños; y as í como e l ama los v io, volviose a sa l ir de l aposento
con gran priesa, y tornó luego con una es-cudi l la de agua bendi ta y un hisopo, y di jo:
Tome vuestra merced, señor l icenciado;
rocíe este aposento, no esté aquí a lgún encantador de los muchos que t ienen estos
l ibros, y nos encanten, en pena de la que les queremos dar echándolos del mundo.
Causó r isa a l l icenciado la s impl icidad del
ama, y mandó al barbero que le fuese dan-do de aquel los l ibros uno a uno, para ver
de qué trataban, pues podía ser ha l lar a l -gunos que no mereciesen cast igo de fuego.
No, di jo la sobr ina, no hay para qué perdo-
nar a ninguno, porque todos han s ido los dañadores: mejor será arrojar los por las
ventanas al pat io, y hacer un r imero del los y pegar les fuego; y s i no, l levar los al co-
rral , y a l l í se hará la hoguera, y no ofe n-derá el humo. Lo mismo dijo el Ama: ta l
era la gana que las dos tenían de la muer te
de aquel los inocentes; mas e l cura no vino en el lo s in pr imero leer siquiera los t í tu los.
Y el pr imero que maese Nicolás le dio en las manos fue Los cuatro de Amadís de
Gaula, y d i jo e l cura: Parece cosa de mist e-
r io ésta; porque, según he o ído decir , es te l ibro fue e l pr imero de cabal ler ías que se
impr imió en España, y todos los demás han tomado pr inc ipio y or igen déste; y as í, me
parece que, como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos, s in excusa a l-
guna, condenar al fuego. No, señor -di jo el
barbero-, que también he o ído decir que es el mejor de todos los l ibros que de este
género se han compuesto; y así , como a único en su arte, se debe perdonar. As í es
verdad, di jo el cura, y por esa razón se le
otorga la vida por ahora. Veamos esotro
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que está junto a él . Es, di jo el barbero, las Sergas de Esplandián, h i jo legít imo de
Amadís de Gaula. Pues, en verdad, d i jo el
cura, que no le ha de valer a l hi jo la bon-dad del padre. Tomad, señora ama: abrid
esa ventana y echadle al corra l, y dé pri n-cipio al montón de la hoguera que se ha de
hacer. ( . . .)
pero ¿qué haremos destos pequeños l ibros que quedan? Éstos, d i jo el cura no deben
de ser de caba l ler ías, s ino de poesía . Y abriendo uno, v io que era La Diana de Jo r-
ge de Montemayor, y di jo, creyendo que todos los demás eran del mesmo género:
Éstos no merecen ser quemados, como los
demás, porque no hacen ni harán el daño que los de cabal ler ías han hecho; que son
l ibros de entendimiento, s in per juicio de tercero. ¡Ay señor! d i jo la sobr ina. Bien los
puede vuestra merced mandar quemar, co-
mo a los demás; porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor t ío de la
enfermedad cabal leresca, leyendo éstos se le antojase de hacerse pastor y andarse por
los bosques y prados cantando y tañendo, y lo que sería peor, hacerse poeta, que,
según dicen, es enfermedad incurable y
pegadiza. Verdad d ice esta donce l la , di jo el cura, y será b ien quitar le a nuestro amigo
este tropiezo y ocasión delante. Y pues co-menzamos por La Diana de Montemayor,
soy de parecer que no se queme, s ino que
se le qui te todo aquel lo que trata de la sa-bia Fel ic ia y de la agua encantada, y casi
todos los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa, y la honra de ser pr i -
mero en semejantes l ibros. Éste que se s i -
gue, d i jo el barbero, es La Diana l lamada Segunda del Salmantino; y éste otro que
t iene e l mesmo nombre, cuyo autor es Gi l Polo. Pues la del Sa lmant ino, respondió el
cura, acompañe y acreciente el número de los condenados al corral,( .. .)
Pero, ¿qué l ibro es ése que está junto a
él? La Galatea de Miguel de Cervantes, di jo el barbero. Muchos años ha que es grande
amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su
l ibro t iene algo de buena invención; propo-
ne algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete;
quizá con la emienda alcanzará de l todo la misericord ia que ahora se le niega; y entre
tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre, que me
place, respondió e l barbero: y aquí vienen
tres, todos juntos ( .. .)
Capítu lo VII
De la segunda sa l ida de nuestro buen caba-l lero Don Qui jote de la Mancha Estando, en esto, comenzó a dar voces Don
Qui jote, d ic iendo: Aquí, aquí, va lerosos caba l leros; aquí es menester mostra r la
fuerza de vuestros valerosos brazos; que los cortesanos l levan lo mejor del torneo.
Por acudir a este ruido y estruendo, no se
pasó adelante con el escrut inio de los de-más l ibros que quedaban; y así , se cree
que fueron al fuego, s in ser v istos ni oído s, La Carolea y León de España, con los
hechos de l Emperador, compuestos por don Luis de Ávi la, que, s in duda, debían de e s-
tar entre los que quedaban, y quizá, s i e l
cura los v iera, no pasaran por tan r igurosa sentencia . Cuando l legaron a Don Qui jote,
ya é l estaba levantado de la cama, y pro-seguía en sus voces y en sus desat inos,
dando cuchi l ladas y reveses a todas partes,
estando tan despierto como si nunca hubi e-ra dormido. Abrazáronse con él y por fue r-
za le volv ieron a l lecho; y después que hubo sosegado un poco, volviéndose a
hablar con e l cura, le di jo: Por cierto, señor arzobispo Turpín, que es gran mengua de
los que nos l lamamos doce Pares dejar tan
sin más ni más, l levar la vitor ia deste to r-neo a los caba l leros cortesanos, habiendo
nosotros los aventureros ganado el prez en los tres d ías antecedentes. Ca l le vuestra
merced, señor compadre, di jo el cura; que
Dios será servido que la suerte se mude y que lo que hoy se p ierde se gane mañana,
y at ienda vuestra merced a su salud por agora; que me parece que debe de estar
demasiadamente cansado, s i ya no es que
está malfer ido. Ferido no, di jo Don Qui jote, pero mol ido y quebrantado, no hay duda en
el lo; porque aquel bastardo de don Roldán me ha molido a palos con el tronco de una
encina, y todo de envidia porque ve que yo solo soy el opuesto de sus va lent ías. Mas
no me l lamaría yo Reina ldos de Monta lbán
si en levantándome deste lecho, no me lo pagare a pesar de todos sus encantamen-
tos; y por ahora t rá iganme de yantar, que sé que es lo que más me hará al caso, y
quédese lo del vengarme a mi cargo. Hici é-
ronlo as í: diéronle de comer, y quedose otra vez dormido, y e l los, admirados de su
locura. Aquel la noche quemó y abrasó el ama cuantos l ibros había en e l corra l y en
toda la casa, y ta les debieron de arder que merecían guardarse en perpetuos archivos;
mas no lo permit ió su suerte y la pereza
del escrut iñador, y así , se cumpl ió e l refrán en el los de que pagan a las veces justos
por pecadores. Uno de los remedios que e l cura y el barbero dieron, por entonces, pa-
ra el mal de su amigo, fue que le murasen
y tapiasen e l aposento de los l ibros, porque
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cuando se levantase no los hal lase (quizá quitando la causa, cesaría el e feto) , y que
di jesen que un encantador se los había l l e-
vado, y el aposento y todo; y as í fue hecho con mucha presteza. De a l l í a dos d ías se
levantó Don Qui jote, y lo pr imero que hizo fue ir a ver sus l ibros; y como no ha l laba el
aposento donde le había dejado, andaba de
una en otra parte buscándole. L legaba adonde sol ía tener la puerta, y tentábala
con las manos, y volv ía y revolv ía los ojos por todo, sin decir palabra; pero al cabo de
una buena p ieza, preguntó a su ama que hacia qué parte estaba el aposento de sus
l ibros. El ama, que ya estaba b ien advert i-
da de lo que había de responder, le di jo: ¿Qué aposento, o qué nada, busca vuestra
merced? Ya no hay aposento ni l ibros en esta casa, porque todo se lo l levó el mesmo
diablo. No era diablo, repl icó la sobrina,
s ino un encantador que vino sobre una nu-be una noche, después del día que vuestra
merced de aquí se part ió, y apeándose de una sierpe en que venía caba l lero, entró en
el aposento, y no sé lo que se hizo dentro, que a cabo de poca pieza sal ió volando por
el te jado, y dejó la casa l lena de humo; y
cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos l ibro ni aposento alguno;
sólo se nos acuerda muy bien a mí y al ama, que, a l t iempo del part irse aquel mal
vie jo, di jo en a ltas voces que por enemi s-
tad secreta que tenía al dueño de aquel los l ibros y aposento, dejaba hecho e l daño en
aquel la casa que después se vería . Di jo también que se l lamaba el sabio Muñatón.
Frestón dir ía, d i jo Don Qui jote. No sé, re s-
pondió e l ama, si se l lamaba Frestón o Fr itón; só lo sé que acabó en tón su nom-
bre. Así es, di jo Don Qui jote; que ése es un sabio encantador, grande enemigo mío, que
me t iene ojer iza, porque sabe por sus artes y letras que tengo de venir, andando los
t iempos, a pe lear en singular batal la con
un cabal lero a quien é l favorece, y le tengo de vencer, s in que él lo pueda estorbar, y
por esto procura hacerme todos los sinsa-bores que puede; y mándole yo que mal
podrá é l contradecir n i evitar lo que por el
cie lo está ordenado. ¿Quién duda de eso? di jo la sobrina. ¿pero quién le mete a vue s-
tra merced, señor t ío, en esas pendencias? ¿No será mejor estarse pací f ico en su casa
y no irse por el mundo a buscar pan de trastr igo, s in considerar que muchos van
por lana y vuelven trasqui lados? ¡Oh sobr i -
na mía! respondió Don Qui jote, y cuán mal que estás en la cuenta: pr imero que a mí
me tresqui len tendré peladas y quitadas las barbas a cuantos imaginaren tocarme en la
punta de un solo cabel lo. No quis ieron las
dos repl icar le más, porque vieron que se le
encendía la có lera. Es, pues, el caso que él estuvo quince días en casa muy sosegado,
sin dar muestras de querer segundar sus
pr imeros devaneos, en los cua les días pasó gracios ís imos cuentos con sus dos compa-
dres el cura y el barbero, sobre que él de-cía que la cosa de que más neces idad tenía
el mundo era de cabal leros andantes y de
que en é l se resucitase la cabal ler ía andan-tesca.
El cura algunas veces le contradecía y otras concedía, porque si no guardaba este art i -
f ic io, no había poder aver iguarse con él . En este t iempo, so l ic i tó Don Qui jote a un l a-
brador vecino suyo, hombre de b ien (s i es
que este t í tulo se puede dar a l que es po-bre) , pero de muy poca sa l en la mol lera.
En resolución, tanto le di jo, tanto le pe r-suadió y prometió, que el pobre v i l lano se
determinó de sal i rse con é l y servir le de
escudero. Decía le , entre otras cosas, Don Qui jote que se dispusiese a ir con él de
buena gana, porque tal vez le podía suce-der aventura, que ganase, en quítame al lá
esas pajas, a lguna ínsula, y le dejase a él por gobernador de l la . Con estas promesas y
otras ta les, Sancho Panza, que así se l l a-
maba el labrador, dejó su mujer y hi jos y asentó por escudero de su vecino. Dio lue-
go Don Qui jote orden en buscar dineros, y vendiendo una cosa, y empeñando otra, y
malbaratándolas todas, l legó una razonable
cant idad. Acomodose asimesmo de una ro-dela , que p idió prestada a un su amigo, y
pertrechando su rota celada lo mejor que pudo, avisó a su escudero Sancho del día y
la hora que pensaba ponerse en camino,
para que él se acomodase de lo que viese que más le era menester; sobre todo, le
encargó que l levase a lfor jas. Él di jo que sí l levar ía, y que ansimesmo pensaba l levar
un asno que tenía muy bueno, porque é l no estaba duecho a andar mucho a pie . En lo
del asno reparó un poco Don Qui jote, ima-
ginando si se le acordaba si a lgún caba l lero andante había tra ído escudero cabal lero
asna lmente, pero nunca le v ino a lguno a la memoria; mas, con todo esto, determinó
que le l levase, con presupuesto de acomo-
darle de más honrada caba l ler ía en habien-do ocas ión para e l lo, quitándole el cabal lo
al pr imer descortés cabal lero que topase. Proveyose de camisas y de las demás cosas
que él pudo, conforme al consejo que e l ventero le había dado; todo lo cual hecho y
cumplido, s in despedirse Panza de sus hi jos
y mujer, n i Don Qui jote de su ama y sobr i-na, una noche se sal ieron del lugar s in que
persona los viese; en la cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por s e-
guros de que no los hal lar ían aunque los
buscasen. Iba Sancho Panza sobre su j u-
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mento como un patr iarca, con sus al for jas y bota, con mucho deseo de verse ya gobe r-
nador de la ínsula que su amo le había
prometido. Acertó Don Qui jote a tomar la misma derrota y camino que el que él había
tomado en su primer via je , que fue por e l campo de Montie l, por el cua l caminaba con
menos pesadumbre que la vez pasada, por-
que, por ser la hora de la mañana y heri r-les a soslayo los rayos del so l, no les fat i-
gaban. Dijo en esto Sancho Panza a su amo: Mire vuestra merced, señor cabal lero
andante, que no se le olvide lo que de la ínsula me t iene prometido; que yo la sabré
gobernar, por grande que sea. A lo cua l le
respondió Don Quijote: has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre muy usa-
da de los cabal leros andantes ant iguos hacer gobernadores a sus escuderos de las
ínsulas o reinos que ganaban, y yo tengo
determinado de que por mí no fa lte tan agradecida usanza; antes pienso aventa-
jarme en el la: porque el los algunas veces, y quizá las más, esperaban a que sus escu-
deros fuesen viejos, y ya después de hartos de servir y de l levar malos días y peores
noches, les daban a lgún t ítulo de conde, o,
por lo mucho, de marqués, de algún va l le o provinc ia de poco más a menos; pero si tú
vives y yo vivo, bien podría ser que antes de se is d ías ganase yo tal re ino, que tuvi e-
se otros a él adherentes, que v iniesen de
molde para coronarte por rey de uno de-l los. Y no lo tengas a mucho; que cosas y
casos acontecen a los ta les cabal leros, por modos tan nunca vistos ni pensados, que
con faci l idad te podría dar aún más de lo
que te prometo. De esa manera, respondió Sancho Panza, s i yo fuese rey por algún
milagro de los que vuestra merced dice, por lo menos, Juana Gut iérrez, mi oís lo,
vendría a ser reina, y mis hi jos infantes. ¿Pues quién lo duda? respondió Don Qui jo-
te. Yo lo dudo, repl icó Sancho Panza; po r-
que tengo para mí que, aunque l loviese Dios re inos sobre la t ierra, ninguno asen-
tar ía bien sobre la cabeza de Mar i Gut ié-rrez. Sepa, señor, que no va le dos mara-
vedís para re ina; condesa le caerá mejor , y
aun Dios y ayuda. Encomiéndalo tú a Dios, Sancho, respondió Don Qui jote, que él le
dará lo que más le convenga; pero no apo-ques tu ánimo tanto, que te vengas a con-
tentar con menos que con ser adelantado. No lo haré, señor mío, respondió Sancho -,
y más teniendo tan princ ipa l amo en vues-
tra merced, que me sabrá dar todo aquel lo que me esté bien y yo pueda l levar.
Capítu lo VIII
Del buen suceso que e l va leroso Don Quijo-te tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los mol inos de viento, con otros sucesos d ignos de fel ice recordación En esto, descubrieron t reinta o cuarenta
mol inos de viento que hay en aquel campo, y así como Don Qui jote los vio, d i jo a su
escudero: La ventura va guiando nuestras
cosas mejor de lo que acertáramos a dese-ar; porque ves al l í , amigo Sancho Panza,
donde se descubren t reinta, o pocos más, desaforados gigantes, con quien pienso
hacer bata l la y quitar les a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enr i-
quecer; que ésta es buena guerra, y es
gran servicio de Dios qui tar tan mala s i -miente de sobre la faz de la t ierra. ¿Qué
gigantes? di jo Sancho Panza. Aquél los que al l í ves, respondió su amo, de los brazos
largos, que los suelen tener algunos de casi
dos leguas. Mire vuestra merced, respondió Sancho, que aquél los que al l í se parecen no
son gigantes, s ino molinos de viento, y lo que en e l los parecen brazos son las aspas
que volteadas de l v iento hacen andar la piedra del mol ino. B ien parece, respondió
Don Quijote, que no estás cursado en esto
de las aventuras: el los son gigantes; y si t ienes miedo, quítate de ahí , y ponte en
oración en e l espacio que yo voy a entrar con e l los en f iera y desigua l bata l la . Y d i-
ciendo esto, dio de espuelas a su cabal lo
Rocinante, s in atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirt iéndole
que, s in duda alguna, eran mol inos de vien-to, y no gigantes, aquél los que iba a aco-
meter. Pero él iba tan puesto en que eran
gigantes, que ni oía las voces de su escu-dero Sancho, ni echaba de ver, aunque e s-
taba ya bien cerca, lo que eran; antes iba diciendo en voces a ltas: Non fuyades, co-
bardes y vi les cr iaturas; que un solo caba-l lero es e l que os acomete. Levantóse en
esto un poco de viento, y las grandes aspas
comenzaron a moverse, lo cual visto por Don Qui jote, d i jo: Pues aunque mováis más
brazos que los del gigante Br iareo, me lo habéis de pagar. Y diciendo esto, y enco-
mendándose de todo corazón a su señora
Dulcinea, pid iéndole que en ta l t rance le socorr iese, bien cubierto de su rodela , con
la lanza en e l r is tre , arremetió a todo el galope de Rocinante y embist ió con el pr i -
mero molino que estaba de lante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento
con tanta fur ia , que hizo la lanza pedazos,
l levándose tras sí a l cabal lo y a l cabal lero, que fue rodando muy maltrecho por e l
campo. Acudió Sancho Panza a socorrer le, a todo el correr de su asno, y cuando l legó
hal ló que no se podía menear: ta l fue el
golpe que d io con é l Rocinante. Válame
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Dios, d i jo Sancho: ¿no le di je yo a vuestra merced que mirase b ien lo que hacía, que
no eran sino molinos de viento, y no lo
podía ignorar sino quien l levase otros ta les en la cabeza?
Cal la , amigo Sancho, respondió Don Qui jo-te, que las cosas de la guerra, más que
otras, están sujetas a cont inua mudanza;
cuanto más, que yo p ienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el
aposento y los l ibros ha vue lto estos gigan-tes en mol inos por qui tarme la g lor ia de su
vencimiento: ta l es la enemistad que me t iene; mas a l cabo al cabo, han de poder
poco sus malas artes contra la bondad de
mi espada. Dios lo haga como puede, re s-pondió Sancho Panza; y ayudándole a l e-
vantar , tornó a subir sobre Rocinante, que medio despa ldado estaba, y hablando en la
pasada aventura, s iguieron el camino de l
Puerto Lápice, porque al l í decía Don Qui jo-te que no era posible dejar de hal larse mu-
chas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero, s ino que iba muy pesaroso,
por haber le fa ltado la lanza; y d iciéndoselo a su escudero, le d i jo: Yo me acuerdo
haber le ído que un cabal lero español l l a -
mado Diego Pérez de Vargas, habiéndosele en una batal la roto la espada, desgajó de
una encina un pesado ramo o tronco, y con él hizo ta les cosas aquel día , y machacó
tantos moros, que le quedó por sobrenom-
bre Machuca, y as í é l como sus decendien-tes se l lamaron desde aquel d ía en adelan-
te Vargas y Machuca. Hete dicho esto po r-que de la pr imera encina o roble que se me
depare pienso desgajar otro t ronco, ta l y
tan bueno como aquél que me imagino; y pienso hacer con él ta les hazañas, que tú
te tengas por b ien afortunado de haber merecido venir a verla, y a ser test igo de
cosas que apenas podrán ser creídas. A la mano de Dios, di jo Sancho, yo lo creo todo
así como vuestra merced lo dice; pero en-
derécese un poco; que parece que va de medio lado, y debe de ser de l mol imiento
de la caída. As í es la verdad, respondió Don Qui jote, y si no me quejo del dolor , es
porque no es dado a los cabal leros andan-
tes quejarse de her ida alguna, aunque se le salgan las tr ipas por el la . Si eso es as í, no
tengo yo qué repl icar, respondió Sancho, pero sabe Dios si yo me holgara que vues-
tra merced se quejara cuando alguna cosa le dol iera. De mí sé decir que me he de
quejar del más pequeño dolor que tenga, s i
ya no se ent iende también con los escude-ros de los cabal leros andantes eso de l no
quejarse. No se dejó de reí r Don Qui jote de la simpl icidad de su escudero; y así , le de-
claró que podía muy bien quejarse como y
cuando quisiese, s in gana o con el la; que
hasta entonces no había le ído cosa en con-trar io en la orden de caba l ler ía . Dí jole San-
cho que mirase que era hora de comer.
Respondiole su amo que por entonces no le hacía menester; que comiese él cuando se
le antojase. Con esta l icencia, se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su jumen-
to, y sacando de las a lfor jas lo que en e l las
había puesto, iba caminando y comiendo detrás de su amo muy de su espacio, y de
cuando en cuando empinaba la bota, con tanto gusto, que le pudiera envid iar e l más
regalado bodegonero de Málaga. Y en tanto que é l iba de aquel la manera menudeando
tragos, no se le acordaba de ninguna pr o-
mesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, s ino por mucho descan-
so, andar buscando las aventuras, por pe l i -grosas que fuesen. En resolución, aquel la
noche la pasaron entre unos árboles, y de l
uno de l los desgajó Don Quijote un ramo seco que casi le podía servi r de lanza, y
puso en él e l hierro que quitó de la que se le había quebrado. Toda aquel la noche no
durmió Don Qui jote, pensando en su señora Dulcinea, por acomodarse a lo que había
le ído en sus l ibros, cuando los cabal leros
pasaban sin dormir muchas noches en las f lorestas y despoblados, entretenidos con
las memor ias de sus señoras. No la pasó así Sancho Panza; que, como tenía el est ó-
mago l leno, y no de agua de chicor ia, de
un sueño se la l levó toda, y no fueran parte para despertar le , s i su amo no lo l lamara,
los rayos de l sol , que le daban en e l rostro, ni e l canto de las aves, que, muchas y muy
regoci jadamente, la venida de l nuevo d ía
saludaban. A l levantarse d io un t iento a la bota, y hal lóla algo más f laca que la noche
antes, y af l ig ióse le el corazón, por parece r-le que no l levaban camino de remediar tan
presto su fa lta. No quiso desayunarse Don Qui jote, porque, como está d icho, dio en
sustentarse de sabrosas memorias. Torna-
ron a su comenzado camino del Puerto Lápice, y a obra de las tres de l día le de s-
cubr ieron. Aquí , d i jo en viéndole Don Qu i-jote, podemos, hermano Sancho Panza, me-
ter las manos hasta los codos en esto que
l laman aventuras. Mas advierte que, aun-que me veas en los mayores pel igros del
mundo, no has de poner mano a tu espada para defenderme, si ya no vieres que los
que me ofenden es canal la y gente baja, que en ta l caso bien puedes ayudarme; pe-
ro si fueren cabal leros, en ninguna manera
te es l íc i to ni concedido por las leyes de caba l ler ía que me ayudes, hasta que seas
armado cabal lero. Por cierto, señor, re s-pondió Sancho, que vuestra merced sea
muy bien obedecido en esto; y más, que yo
de mío me soy pací f ico y enemigo de me-
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terme en ruidos ni pendencias; b ien es ver-dad que en lo que tocare a defender mi
persona no tendré mucha cuenta con esas
leyes, pues las div inas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quis iere
agraviar le . No digo yo menos, respondió Don Qui jote, pero en esto de ayudarme
contra caba l leros has de tener a raya tus
natura les ímpetus. Digo que así lo haré, respondió Sancho, y que guardaré ese pr e-
ceto tan b ien como e l día del domingo. E s-tando en estas razones, asomaron por el
camino dos fra i les de la orden de San Ben i-to, cabal leros sobre dos dromedar ios; que
no eran más pequeñas dos mulas en que
venían. Traían sus antojos de camino y sus quitasoles. Detrás de l los venía un coche,
con cuatro o cinco de a caba l lo que le acompañaban y dos mozos de mulas a pie .
Venía en el coche, como después se supo,
una señora vizca ína, que iba a Sevi l la , don-de estaba su marido, que pasaba a las I n-
dias con un muy honroso cargo. No venían los fra i les con el la, aunque iban e l mesmo
camino; mas apenas los div isó Don Qui jote, cuando di jo a su escudero: O yo me enga-
ño, o ésta ha de ser la más famosa aventu-
ra que se haya visto; porque aquel los bu l-tos negros que a l l í parecen deben de ser, y
son, s in duda, a lgunos encantadores que l levan hurtada a lguna pr incesa en aquel
coche, y es menester deshacer este tuerto
a todo mi poderío. Peor será esto que los mol inos de viento, di jo Sancho; mire, se-
ñor, que aquél los son fra i les de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pa-
sajera. Mire que d igo que mire bien lo que
hace, no sea el diab lo que le engañe. Ya te he dicho, Sancho, respondió Don Qui jote,
que sabes poco de achaque de aventuras; lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás.
Y dic iendo esto, se adelantó y se puso en la mitad del camino por donde los fra i les
venían, y en l legando tan cerca que a él l e
pareció que le podr ían oír lo que di jese, en alta voz di jo: Gente endiablada y descomu-
nal , dejad luego a l punto las a ltas pr ince-sas que en ese coche l levá is forzadas; s i
no, aparejaos a recebir presta muerte, por
justo cast igo de vuestras malas obras. De-tuvieron los fra i les las r iendas, y quedaron
admirados, así de la f igura de Don Qui jote como de sus razones, a las cuales respon-
dieron: Señor caba l lero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, s ino dos re l i -
giosos de San Benito que vamos nuestro
camino, y no sabemos si en este coche vie-nen, o no, ningunas forzadas princesas.
Para conmigo no hay palabras b landas; que ya yo os conozco, fementida canal la , di jo
Don Qui jote: y sin esperar más respuesta,
picó a Rocinante y la lanza baja, arremetió
contra el pr imero fra i le, con tanta fur ia y denuedo que, s i e l f ra i le no se dejara caer
de la mula, é l le h ic iera venir a l sue lo mal
de su grado, y aun mal fer ido, s i no cayera muerto. El segundo rel ig ioso, que v io de l
modo que trataban a su compañero, puso piernas a l cast i l lo de su buena mula, y co-
menzó a correr por aquel la campaña, más
l igero que e l mesmo viento. Sancho Panza, que v io en el suelo al fra i le , apeándose
l igeramente de su asno, arremet ió a él y le comenzó a quitar los hábi tos. Llegaron en
esto dos mozos de los fra i les y preguntá-ronle que por qué le desnudaba. Respon-
dió les Sancho que aquel lo le tocaba a él
legí t imamente, como despojos de la batal la que su señor Don Qui jote había ganado.
Los mozos, que no sabían de bur las, n i e n-tendían aquel lo de despojos ni batal las,
viendo que ya Don Quijote estaba desviado
de al l í , hablando con las que en el coche venían, arremetieron con Sancho y d ieron
con él en e l suelo, y s in dejar le pelo en las barbas, le mol ieron a coces y le dejaron
tendido en e l suelo s in a l iento ni sent ido; y sin detenerse un punto, tornó a subir e l
fra i le , todo temeroso y acobardado y sin
co lor en el rostro; y cuando se v io a caba-l lo, picó tras su compañero, que un buen
espacio de a l l í le estaba aguardando, y e s-perando en qué paraba aquel sobresa lto, y
sin querer aguardar el f in de todo aquel
comenzado suceso, s iguieron su camino, haciéndose más cruces que s i l levaran al
diab lo a las espaldas. Don Qui jote estaba, como se ha d icho, hablando con la señora
del coche, d iciéndole: La vuestra fermosu-
ra, señora mía, puede facer de su persona lo que más le v in iere en talante, porque ya
la soberb ia de vuestros robadores yace por el sue lo, derr ibada por este mi fuerte bra-
zo; y porque no penéis por saber el nombre de vuestro l ibertador, sabed que yo me
l lamo Don Qui jote de la Mancha, caba l lero
andante y aventurero, y caut ivo de la sin par y hermosa doña Dulcinea de l Toboso; y
en pago del beneficio que de mí habéis r e-cebido, no quiero otra cosa sino que vol v-
áis a l Toboso, y que de mi parte os pre-
sentéis ante esta señora y le d igá is lo que por vuestra l ibertad he fecho. Todo esto
que Don Quijote decía escuchaba un escu-dero de los que el coche acompañaban, que
era vizca íno, el cua l, viendo que no quer ía dejar pasar el coche adelante, s ino que
decía que luego había de dar la vuelta al
Toboso, se fue para Don Qui jote y asiéndo-le de la lanza, le d i jo, en mala lengua ca s-
tel lana y peor vizca ína, desta manera: An-da, cabal lero que mal andes; por e l Dios
que cr iome, que, s i no dejas coche, así te
matas como estás ahí v i zcaíno. Entendiole
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muy bien Don Qui jote, y con mucho sos iego le respondió: S i fueras cabal lero, como no
lo eres, ya yo hubiera cast igado tu sandez
y atrevimiento, caut iva cr iatura. A lo cual repl icó el vizcaíno: ¿yo no cabal lero? Juro a
Dios tan mientes como cr ist iano: si lanza arrojas y espada sacas, e l agua cuán presto
verás que a l gato l levas; v izcaíno por t i e-
rra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo, y mientes que mira s i otra dices cosa. Aho-
ra lo veredes, di jo Agrages, respondió Don Qui jote; y arrojando la lanza en e l suelo,
sacó su espada y embrazó su rodela, y arremetió al vizca íno, con determinación de
quitar le la v ida. El vizca íno, que así le vio
venir, aunque quisiera apearse de la mula, que, por ser de las malas de alqui ler, no
había que f iar en el la , no pudo hacer otra cosa sino sacar su espada; pero avínole
bien que se hal ló junto al coche, de donde
pudo tomar una almohada, que le si rv ió de escudo, y luego se fueron el uno para e l
otro, como si fueran dos mortales enemi-gos. La demás gente quisi era poner los en
paz; mas no pudo, porque decía el v izcaíno en sus mal trabadas razones que s i no le
dejaban acabar su batal la , que él mismo
había de matar a su ama y a toda la gente que se lo estorbase. La señora de l coche,
admirada y temerosa de lo que ve ía, hizo al cochero que se desviase de al l í a lgún poco,
y desde le jos se puso a mirar la r igurosa
cont ienda, en e l d iscurso de la cual dio el vizca íno una gran cuchi l lada a Don Qui jote,
encima de un hombro, por encima de la rodela , que, a dárse la sin defensa, le abrie-
ra hasta la c intura. Don Qui jote, que s int ió
la pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio una gran voz, dic iendo: Oh señora de
mi alma, Dulcinea, f lor de la fermosura, socorred a este vuestro cabal lero, que por
sat is facer a la vuestra mucha bondad, en este r iguroso trance se hal la. El decir esto,
y e l apretar la espada, y el cubri rse b ien de
su rodela, y el arremeter a l vizca íno, todo fue en un t iempo, l levando determinación
de aventurar lo todo a la de un golpe so lo. El vizcaíno, que así le vio venir contra él ,
bien entendió por su denuedo su coraje, y
determinó de hacer lo mesmo que Don Qu i-jote; y así , le aguardó bien cubierto de su
almohada, sin poder rodear la mula a una ni a otra parte; que ya, de puro cansada y
no hecha a semejantes niñerías , no podía dar un paso. Venía, pues, como se ha d i -
cho, Don Quijote contra el cauto vizcaíno,
con la espada en alto, con determinación de abri r le por medio, y el v izcaíno le
aguardaba ans imesmo levantada la espada y aforrado con su almohada, y todos los
ci rcunstantes estaban temerosos y colgados
de lo que había de suceder de aquel los t a-
maños golpes con que se amenazaban; y la señora del coche y las demás cr iadas suyas
estaban haciendo mil votos y ofrec imientos
a todas las imágenes y casas de devoción de España, por que Dios l ibrase a su escu-
dero y a el las de aquel tan grande pel igro en que se hal laban. Pero está el daño de
todo esto que en este punto y término deja
pendiente el autor desta histor ia esta bata-l la, disculpándose que no hal ló más escr ito
destas hazañas de Don Qui jote de las que deja refer idas. B ien es verdad que el se-
gundo autor desta obra no quiso creer que tan cur iosa histor ia estuviese entregada a
las leyes del olv ido, ni que hubiesen sido
tan poco cur iosos los ingenios de la Man-cha, que no tuv iesen en sus archivos o en
sus escr itor ios algunos papeles que deste famoso caba l lero tratasen; y as í, con esta
imaginación, no se desesperó de hal lar e l
f in desta apacible histor ia , e l cual , s iéndole el cie lo favorable, le hal ló de l modo que se
contará en la segunda parte.
Capítu lo IX Donde se concluye y da f in a la estupenda
batal la que e l gal lardo v izcaíno y el val ie n-
te manchego tuvieron Dejamos en la pr imera parte desta histor ia
al valeroso v izcaíno y al famoso Don Qui j o-te con las espadas altas y desnudas, en
guisa de descargar dos fur ibundos fendien-
tes, ta les, que s i en l leno se acertaban, por lo menos, se dividi r ían y fenderían de arr i -
ba abajo y abri r ían como una granada, y en aquel punto tan dudoso paró y quedó des-
troncada tan sabrosa histor ia , s in que nos
diese not icia su autor dónde se podría hal lar lo que del la fa ltaba. Causome esto
mucha pesadumbre, porque el gusto de haber le ído tan poco se volvía en d isgusto,
de pensar el mal camino que se ofrec ía pa-ra hal lar lo mucho que a mi parecer, fa lt a-
ba de tan sabroso cuento. Pareciome cosa
imposible y fuera de toda buena costumbre que a tan buen caba l lero le hubiese fa ltado
algún sabio que tomara a cargo e l escrebir sus nunca v istas hazañas, cosa que no faltó
a ninguno de los cabal leros andantes, de
los que dicen las gentes que van a sus aventuras, porque cada uno del los tenía
uno o dos sabios, como de molde, que no solamente escr ib ían sus hechos, s ino que
pintaban sus más mínimos pensamientos y niñerías, por más escondidas que fuesen; y
no había de ser tan desdichado tan buen
caba l lero, que le fa ltase a él lo que sobró a Plat i r y a otros semejantes. Y así , no podía
incl inarme a creer que tan gal larda histor ia hubiese quedado manca y estropeada, y
echaba la culpa a la mal ignidad de l t iempo,
devorador y consumidor de todas las cosas,
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el cual , o la tenía oculta o consumida. Por otra parte, me parecía que, pues entre sus
l ibros se habían hal lado tan modernos como
Desengaño de ce los y Ninfas y Pastores de Henares, que también su histor ia debía de
ser moderna, y que ya que no estuviese escr ita, estar ía en la memoria de la gente
de su a ldea y de las a el la c ircunvecinas.
Esta imaginación me traía confuso y deseo-so de saber real y verdaderamente toda la
vida y mi lagros de nuestro famoso español Don Qui jote de la Mancha, luz y espejo de
la caba l ler ía manchega, y el pr imero que en nuestra edad y en estos tan ca lamitosos
t iempos se puso a l t rabajo y e jercicio de
las andantes armas, y al desfacer agravios, socorrer viudas, amparar donce l las, de
aquél las que andaban con sus azotes y pa-lafrenes, y con toda su vi rgin idad a cues-
tas, de monte en monte y de val le en val le;
que s i no era que a lgún fo l lón, o a lgún v i -l lano de hacha y capel l ina, o algún desco-
munal gigante las forzaba, donce l la hubo en los pasados t iempos que, a l cabo de
ochenta años, que en todos el los no durmió un d ía debajo de tejado, se fue tan entera
a la sepultura como la madre que la había
parido. Digo pues que por estos y otros muchos respetos es d igno nuestro gal lardo
Qui jote de cont inuas y memorables alaban-zas, y aun a mí no se me deben negar, por
el t rabajo y d i l igencia que puse en buscar
el f in desta agradable histor ia; aunque b ien sé que si e l cie lo, e l caso y la fortuna no
me ayudaran, el mundo quedara fa lto y s in el pasat iempo y gusto que bien cas i dos
horas podrá tener el que con atención la
leyere. Pasó, pues, el hal lar la en esta ma-nera.
Estando yo un d ía en el A lcana de Tole-
do, l legó un muchacho a vender unos ca r-tapacios y papeles v iejos a un sedero; y
como yo soy afic ionado a leer , aunque sean
los papeles rotos de las cal les, l levado de s-ta mi natura l inc l inación, tomé un cartapa-
cio de los que e l muchacho vendía, y vi le con caracteres que conocí ser arábigos, y
puesto que aunque los conocía , no los sab-
ía leer , anduve mirando s i parecía por al l í a lgún morisco al jamiado que los leyese, y
no fue muy di f icul toso hal lar intérprete se-mejante, pues aunque le buscara de otra
mejor y más ant igua lengua, le hal lara. En f in, la suerte me deparó uno, que d ic iéndo-
le mi deseo y poniéndole el l ibro en las
manos le abrió por medio, y leyendo un poco en é l se comenzó a reír . Preguntéle yo
que de qué se reía, y respondiome que de una cosa que tenía aquel l ibro escr ita en el
margen por anotación. Dí je le que me la
di jese, y él s in dejar la r isa di jo: Está, c o-
mo he dicho, aquí en el margen escr ito es-to: «Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces
en esta histor ia refer ida, dicen que tuvo la
mejor mano para sa lar puercos que otra mujer de toda la Mancha». Cuando yo oí
decir Dulcinea de l Toboso, quedé atónito y suspenso, porque luego se me representó
que aquel los cartapacios contenían la hist o-
r ia de Don Qui jote. Con esta imaginación, le dí pr iesa que leyese el pr incip io, y
haciéndolo así , volv iendo de improviso el arábigo en castel lano di jo que decía: «Hi s-
tor ia de Don Qui jote de la Mancha, escr i ta por Cide Hamete Benengel i , histor iador
arábigo». Mucha d iscrec ión fue menester
para d is imular el contento que recebí cuan-do l legó a mis oídos el t í tulo del l ibro; y
salteándosele al sedero, compré al mucha-cho todos los papeles y cartapacios por
medio rea l; que si é l tuviera discreción y
supiera lo que yo los deseaba, bien se pu-diera prometer y l levar más de seis reales
de la compra. Aparteme luego con el mori s-co por e l claustro de la iglesia mayor, y
roguele me volv iese aquel los cartapacios, todos los que trataban de Don Qui jote, en
lengua caste l lana, s in quitar les ni añadir les
nada, ofreciéndole la paga que é l quisiese. Contentose con dos arrobas de pasas y dos
fanegas de t r igo, y promet ió de traducir los bien y f ie lmente y con mucha brevedad;
pero yo por fac i l i tar más e l negocio y por
no dejar de la mano tan buen ha l lazgo, le truje a mi casa, donde en poco más de mes
y medio la tradujo toda de l mesmo modo que aquí se refiere. Estaba en e l pr imer
cartapacio pintada muy al natural la bata l la
de Don Qui jote con el vizca íno, puestos en la mesma postura que la h istor ia cuenta,
levantadas las espadas, el uno cubierto de su rode la, e l otro de la almohada, y la mula
del v izcaíno tan a l vivo, que estaba mos-trando ser de alqui ler a t iro de ba l lest a.
Tenía a los pies escr ito el vizca íno un t ítulo
que decía: Don Sancho de Azpet ia , que, s in duda, debía de ser su nombre, y a los pies
de Rocinante estaba otro que decía: Don Qui jote: estaba Rocinante maravi l losamente
pintado, tan largo y tendido, tan atenuado
y f laco, con tanto espinazo, tan hét ico con-fi rmado, que mostraba bien al descubierto
con cuánta advertencia y propriedad se le había puesto el nombre de Rocinante: junto
a él estaba Sancho Panza, que tenía del cabestro a su asno, a los p ies del cua l es-
taba otro rótulo que decía: Sancho Zancas,
y debía de ser que tenía a lo que mostraba la pintura, la barr iga grande, el ta l le corto
y las zancas largas, y por esto se le debió de poner nombre de Panza y de Zancas;
que con estos dos sobrenombres le l lama
algunas veces la histor ia. Otras a lgunas
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menudencias había que advert ir ; pero todas son de poca importancia y que no hacen al
caso a la verdadera relac ión de la h istor ia,
que ninguna es mala como sea verdadera. Si a ésta se le puede poner alguna objeción
cerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, s iendo muy
propio de los de aquel la nación ser ment i-
rosos, aunque por ser tan nuestros enemi-gos, antes se puede entender haber queda-
do fal to en el la que demasiado; y así me parece a mí, pues cuando pudiera y debiera
extender la p luma en las alabanzas de tan buen caba l lero, parece que de industr ia las
pasa en s i lencio: cosa mal hecha y peor
pensada, habiendo y debiendo ser los hi s-tor iadores puntua les, verdaderos y no nada
apasionados, y que ni e l interés ni e l mie-do, e l rancor ni la afic ión no les hagan to r-
cer del camino de la verdad, cuya madre es
la h istor ia, émula de l t iempo, depósito de las acciones, test igo de lo pasado, e jemplo
y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir. En ésta sé que se hal lará todo lo
que se acertare a desear en la más apac i-ble; y si a lgo bueno en el la fa ltare, para mí
tengo que fue por culpa del galgo de su
autor , antes que por fa l ta de l sujeto. En f in, su segunda parte, s iguiendo la tradu-
ción, comenzaba desta manera.
Puestas y levantadas en a lto las cortado-
ras espadas de los dos valerosos y enoja-dos combat ientes, no parecía sino que e s-
taban amenazando al cie lo, a la t ierra y al abismo: ta l era el denuedo y cont inente
que tenían. Y el pr imero que fue a descar-
gar el golpe fue el colér ico v izcaíno; el cual fue dado con tanta fuerza y tanta fur ia,
que a no volvérse le la espada en el camino, aquel solo golpe fuera bastante para dar
f in a su r igurosa cont ienda y a todas las aventuras de nuestro caba l lero; mas la
buena suerte, que para mayores cosas le
tenía guardado, torció la espada de su con-trar io, de modo que, aunque le acertó en e l
hombro izquierdo, no le hizo otro daño que desarmar le todo aquel lado, l levándole de
camino gran parte de la celada, con la m i-
tad de la oreja; que todo el lo con espant o-sa ruina vino al suelo, dejándole muy ma l-
trecho. ¡Válame Dios, y quién será aquél que bue-
namente pueda contar ahora la rabia que entró en el corazón de nuestro manchego,
viéndose parar de aquel la manera! No se
diga más, s ino que fue de manera, que se alzó de nuevo en los estr ibos y apretando
más la espada en las dos manos, con tal fur ia descargó sobre e l v izcaíno, acertándo-
le de l leno sobre la almohada y sobre la
cabeza, que, s in ser parte tan buena defen-
sa, como s i cayera sobre él una montaña, comenzó a echar sangre por las narices, y
por la boca, y por los oídos, y a dar mues-
tras de caer de la mula abajo, de donde cayera, s in duda, si no se abrazara con e l
cuel lo; pero, con todo eso, sacó los pies de los estr ibos, y luego sol tó los brazos, y la
mula, espantada del terr ible golpe, dio a
correr por e l campo, y a pocos corcovos, dio con su dueño en t ierra . Estábase lo con
mucho sosiego mirando Don Quijote, y co-mo lo v io caer, saltó de su caba l lo y con
mucha l igereza se l legó a é l, y poniéndole la punta de la espada en los ojos, le d i jo
que se r ind iese; si no, que le cortar ía la
cabeza. Estaba el vizcaíno tan turbado, que no podía responder palabra; y él lo pasara
mal, según estaba c iego Don Qui jote, s i las señoras de l coche, que hasta entonces con
gran desmayo habían mirado la pendencia,
no fueran adonde estaba y le pidieran con mucho encarecimiento les hiciese tan gran
merced y favor de perdonar la vida a aquel su escudero. A lo cual Don Qui jote respon-
dió, con mucho entono y gravedad: Por cierto, fermosas señoras, yo soy muy con-
tento de hacer lo que me pedís; mas ha de
ser con una condición y concierto: y es que este cabal lero me ha de prometer de ir a l
lugar del Toboso y presentarse de mi parte ante la s in par doña Dulc inea, para que e l la
haga dél lo que más fuere de su voluntad.
Las temerosas y desconsoladas señoras, s in entrar en cuenta de lo que Don Qui jote
pedía, y sin preguntar quién Dulc inea fue-se, le promet ieron que el escudero haría
todo aquel lo que de su parte le fuese man-
dado. Pues en fe de esa palabra, yo no le haré más daño, puesto que me lo tenía bien
merecido.
(.. .)
Capítu lo XV
Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó Don Qui jote en topar con unos desa lmados yangüeses (.. .) Sancho acomodó a Don Qui jote sobre e l
asno y puso de reata a Rocinante, y l levan-
do al asno de cabestro, se encaminó, poco más a menos, hacia donde le pareció que
podía estar el camino real . Y la suerte, que sus cosas de b ien en mejor iba guiando,
aún no hubo andado una pequeña legua, cuando le deparó el camino, en el cual de s-
cubr ió una venta, que, a pesar suyo y gus-
to de Don Qui jote, había de ser cast i l lo . Porf iaba Sancho que era venta, y su amo
que no, s ino cast i l lo; y tanto duró la porf ía, que tuvieron lugar, s in acabar la, de l legar a
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el la , en la cua l Sancho se entró, s in mas aver iguación, con toda su recua.
Capítu lo XVI
De lo que le sucedió al ingenioso hida lgo en la venta que él imaginaba ser cast i l lo El ventero, que vio a Don Qui jote atravesa-
do en el asno, preguntó a Sancho qué mal tra ía . Sancho le respondió que no era nada,
sino que había dado una caída de una peña abajo y que venía algo brumadas las cost i -
l las. Tenía e l ventero por mujer a una, no de la condic ión que suelen tener las de se-
mejante trato, porque naturalmente era
car itat iva y se dol ía de las ca lamidades de sus prój imos; y as í, acudió luego a curar a
Don Qui jote, y h izo que una hi ja suya don-cel la, muchacha y de muy buen parecer, la
ayudase a curar a su huésped. Servía en la
venta asimesmo una moza asturiana, ancha de cara, l lana de cogote, de nariz roma, del
un ojo tuerta y del otro no muy sana. Ve r-dad es que la gal lardía de l cuerpo supl ía
las demás faltas: no tenía siete palmos de los p ies a la cabeza, y las espaldas, que
algún tanto le cargaban, la hacían mirar a l
suelo más de lo que e l la quis iera. Esta gen-t i l moza, pues, ayudó a la donce l la , y las
dos hic ieron una muy mala cama a Don Qui jote en un camaranchón que, en otros
t iempos daba manif iestos indic ios que hab-
ía serv ido de pajar muchos años; en el cua l también a lojaba un harr iero, que tenía su
cama hecha un poco más al lá de la de nuestro Don Quijote, y aunque era de las
enjalmas y mantas de sus machos, hacía
mucha ventaja a la de Don Qui jote, que sólo contenía cuatro mal l isas tablas sobre
dos no muy iguales bancos, y un colchón que en lo sut i l parecía colcha, l leno de bo-
doques, que a no mostrar que eran de lana por algunas roturas, a l t iento, en la dureza,
semejaban de guijarro y dos sábanas
hechas de cuero de adarga, y una frazada cuyos hi los, s i se quisieran contar , no se
perd iera uno solo de la cuenta. En esta mald ita cama se acostó Don Qui jote, y lue-
go la ventera y su hi ja le emplastaron de
arr iba abajo, a lumbrándoles Mar itornes, que as í se l lamaba la astur iana y como a l
bizmarle viese la ventera tan acardenalado a partes a Don Quijote, d i jo que aquel lo
más parecían golpes que caída. No fueron golpes, di jo Sancho, s ino que la peña tenía
muchos p icos y tropezones, y que cada uno
había hecho su cardenal. Y también le d i jo: Haga vuestra merced, señora, de manera
que queden algunas estopas, que no fal tará quien las haya menester; que también me
duelen a mí un poco los lomos. ¿Desa ma-
nera, respondió la ventera, también debiste vos de caer? No caí , di jo Sancho Panza,
s ino que del sobresal to que tomé de ver
caer a mi amo, de ta l manera me duele a mí el cuerpo, que me parece que me han
dado mi l palos. B ien podrá ser eso, di jo la doncel la, que a mí me ha acontecido mu-
chas veces soñar que caía de una torre
abajo, y que nunca acababa de l legar al suelo, y cuando despertaba del sueño,
hal larme tan molida y quebrantada como si verdaderamente hubiera caído. Ahí está el
toque, señora, respondió Sancho Panza: que yo, s in soñar nada, s ino estando más
despierto que ahora estoy, me hal lo con
pocos menos cardenales que mi señor Don Qui jote. ¿Cómo se l lama este cabal lero?
preguntó la astur iana Mari tornes. Don Qu i-jote de la Mancha, respondió Sancho Panza,
y es cabal lero aventurero, y de los mejores
y más fuertes que de luengos t iempos acá se han visto en el mundo. ¿Qué es caba l le-
ro aventurero? repl icó la moza. ¿Tan nueva sois en el mundo, que no lo sabéis vos?
respondió Sancho Panza: pues sabed, he r-mana mía, que caba l lero aventurero es una
cosa que en dos pa labras se ve apaleado y
emperador: hoy está la más desdichada cr iatura del mundo y la más menesterosa, y
mañana tendrá dos o t res coronas de re inos que dar a su escudero. Pues ¿cómo vos,
s iéndolo deste tan buen señor, di jo la ven-
tera, no tenéis , a lo que parece, s iquiera algún condado? Aún es temprano, respon-
dió Sancho, porque no ha s ino un mes que andamos buscando las aventuras, y hasta
ahora no hemos topado con ninguna que lo
sea. Y ta l vez hay que se busca una cosa y se hal la otra: verdad es que, s i mi señor
Don Qui jote sana desta her ida o caída y yo no quedo contrecho del la , no t rocaría mis
esperanzas con e l mejor t í tu lo de España. Todas estas p lát icas estaba escuchando
muy atento Don Quijote, y sentándose en el
lecho como pudo, tomando de la mano a la ventera, le di jo: Creedme, fermosa señora,
que os podéis l lamar venturosa por haber alojado en este vuestro cast i l lo a mi pers o-
na, que es ta l que s i yo no la alabo, es por
lo que suele decirse que la a labanza propia envi lece; pero mi escudero os di rá quién
soy: sólo os digo que tendré eternamente escr ito en mi memor ia el serv ic io que me
habedes fecho, para agradecéroslo mien-tras la v ida me durare; y pluguiera a los
altos cie los que el amor no me tuviera tan
rendido y tan sujeto a sus leyes y los ojos de aquel la hermosa ingrata que digo entre
mis d ientes; que los desta fermosa donce l la fueran señores de mi l ibertad. Confusas
estaban la ventera y su hi ja y la buena de
Mari tornes oyendo las razones del andante
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caba l lero, que así las entendían como si hablara en griego; aunque bien alcanzaron
que todas se encaminaban a ofrec imiento y
requiebros; y como no usadas a semejante lenguaje, mirábanle y admirábanse, y pa-
rec ía les otro hombre de los que se usaban; y agradeciéndole con venteri les razones sus
ofrecimientos, le dejaron, y la astur iana
Mari tornes curó a Sancho, que no menos lo había menester que su amo. Había el
harr iero concertado con el la que aquel la noche se refoci lar ían juntos, y el la le había
dado su pa labra de que en estando sosega-dos los huéspedes y durmiendo sus amos le
ir ía a buscar y sat isfacerle el gusto en
cuanto le mandase. Y cuéntase desta buena moza que jamás dio semejantes pa labras
que no las cumpl iese, aunque las d iese en un monte y sin test igo alguno, porque pre-
sumía muy de hidalga, y no tenía por afren-
ta estar en aquel e jerc ic io de servi r en la venta, porque decía el la que desgracias y
malos sucesos la habían traído a aquel e s-tado. El duro, estrecho, apocado y fement i -
do lecho de Don Qui jote estaba primero en mitad de aquel estre l lado establo, y luego
junto a é l hizo el suyo Sancho, que sólo
contenía una estera de enea y una manta, que antes mostraba ser de anjeo tundido
que de lana: sucedía a estos dos lechos e l del harr iero, fabricado, como se ha dicho,
de las enja lmas y todo el adorno de los dos
mejores mulos que t raía, aunque eran do-ce, luc ios, gordos y famosos, porque era
uno de los r icos harr ieros de Arévalo, según lo dice el autor desta histor ia, que
deste harr iero hace part icular mención,
porque le conocía muy bien, y aun quieren decir que era algo pariente suyo. Fuera de
que Cide Hamete Benengel i fue histor i ador muy curioso y muy puntual en todas las
cosas, y échase b ien de ver, pues las que quedan refer idas, con ser tan mínimas y
tan rateras, no las quiso pasar en si lencio;
de donde podrán tomar ejemplo los hist o-r iadores graves, que nos cuentan las acci o-
nes tan corta y sucintamente, que apenas nos l legan a los lab ios, dejándose en el
t intero, ya por descuido, por mal icia o i g-
norancia, lo más sustancia l de la obra. Bien haya mi l veces el autor de Tablante de R i-
camonte, y aquel del otro l ibro donde se cuentan los hechos del Conde Tomil las; ¡y
con qué puntual idad lo descr iben todo! D i-go, pues, que después de haber vis itado el
arr iero a su recua y dádole el segundo
pienso, se tendió en sus enjalmas y se d io a esperar a su puntua l ís ima Maritornes. Ya
estaba Sancho bizmado y acostado, y aun-que procuraba dormir , no lo consentía e l
dolor de sus cost i l las; y Don Quijote, con e l
dolor de las suyas, tenía los ojos abiertos
como l iebre. Toda la venta estaba en s i le n-cio, y en toda e l la no había otra luz que la
que daba una lámpara, que colgada en me-
dio del porta l ard ía. Esta maravi l losa qui e-tud, y los pensamientos que siempre nues-
tro cabal lero tra ía de los sucesos que a cada paso se cuentan en los l ibros autores
de su desgracia, le trujo a la imaginación
una de las extrañas locuras que buenamen-te imaginarse pueden; y fue que é l se ima-
ginó haber l legado a un famoso cast i l lo (que, como se ha d icho, cast i l los eran a su
parecer todas las ventas donde a lojaba), y que la hi ja del ventero lo era del señor de l
cast i l lo , la cua l, venc ida de su genti leza, se
había enamorado dé l y prometido que aquel la noche, a hurto de sus padres,
vendría a yacer con é l una buena pieza; y teniendo toda esta quimera, que él se hab-
ía fabricado, por f i rme y valedera, se co-
menzó a acuitar y a pensar en el pe l igroso trance en que su honest idad se había de
ver, y propuso en su corazón de no come-ter a levosía a su señora Dulcinea del Tobo-
so, aunque la mesma reina Ginebra con su dama Quintañona se le pusiesen delante.
Pensando pues en estos d isparates se l legó
el t iempo y la hora (que para él fue men-guada) de la venida de la astur iana, la cual
en camisa y descalza, cogidos los cabel los en una albanega de fustán, con tác itos y
atentados pasos entró en e l aposento don-
de los t res alojaban, en busca de l harr iero; pero apenas l legó a la puerta cuando Don
Qui jote la sint ió, y sentándose en la cama a pesar de sus bizmas y con dolor de sus co s-
t i l las tendió los brazos para recebir a su
fermosa doncel la la astur iana, que toda recogida y ca l lando iba con las manos de-
lante buscando a su querido: topó con los brazos de Don Quijote, e l cua l la asió fue r-
temente de una muñeca, y t i rándola hacia sí , s in que el la osase hablar palabra, la
hizo sentar sobre la cama. Tentole luego la
camisa, y aunque e l la era de arp i l lera, a él le pareció ser de f inís imo y de lgado cendal .
Tra ía en las muñecas unas cuentas de v i-dr io, pero a él le d ieron vis lumbres de pre-
ciosas perlas or ientales: los cabel los, que
en alguna manera t iraban a cr ines, é l los marcó por hebras de lucid ís imo oro de Ara-
bia, cuyo resplandor al del mesmo sol escu-rec ía, y el a l iento que sin duda alguna o l ía
a ensa lada f iambre y trasnochada, a él le pareció que arrojaba de su boca un olor
suave y aromát ico; y f ina lmente é l la pintó
en su imaginación de la misma traza y mo-do que lo había le ído en sus l ibros de la
otra pr incesa que vino a ver el mal fer ido caba l lero vencido de sus amores, con todos
los adornos que aquí van puestos; y era
tanta la ceguedad de l pobre hidalgo, que el
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tacto, ni e l a l iento, ni otras cosas que tra ía en s í la buena doncel la, no le desengaña-
ban, las cua les pudieran hacer vomitar a
otro que no fuera harr iero; antes le parecía que tenía entre sus brazos a la Dios a de la
hermosura: y teniéndola bien as ida, con voz amorosa y baja le comenzó a decir :
Quisiera hal larme en términos, fermosa y
alta señora, de poder pagar tamaña merced como la que con la v ista de vuestra gran
fermosura me habedes fecho; pero ha que-r ido la fortuna, que no se cansa de perse-
guir a los buenos, ponerme en este lecho, donde yago tan mol ido y quebrantado, que
aunque de mi voluntad quisiera sat is facer a
la vuestra, fuera imposible; y más que se añade a esta imposib i l idad otra mayor, que
es la promet ida fe que tengo dada a la sin par Dulc inea de l Toboso, única señora de
mis más escondidos pensamientos; que s i
esto no hubiera de por medio no fuera yo tan sandio cabal lero, que dejara pasar en
blanco la venturosa ocas ión en que vuestra gran bondad me ha puesto. Mar itornes es-
taba congojadís ima y trasudando, de verse tan asida de Don Qui jote, y sin entender ni
estar atenta a las razones que le decía,
procuraba sin hablar palabra desasi rse. E l bueno del arr iero, a quien tenían despierto
sus malos deseos, desde el punto que entró su coima por la puerta la sint ió; estuvo
atentamente escuchando todo lo que Don
Qui jote decía, y celoso de que la astur iana le hubiese fa l tado a la palabra por otro, se
fue l legando más a l lecho de Don Qui jote, y estúvose quedo hasta ver en qué paraban
aquel las razones que él no podía entender;
pero como vio que la moza forcejaba por desasirse, y Don Qui jote t rabajaba por t e-
ner la, pareciéndole mal la bur la, enarboló el brazo en a lto y descargó tan terr ible pu-
ñada sobre las estrechas quijadas del ena-morado caba l lero, que le bañó toda la boca
en sangre; y no contento con esto, se le
subió encima de las cost i l las, y con los pies mas que de trote, se las paseó todas de
cabo a cabo. El lecho, que era un poco endeble y de no
f i rmes fundamentos, no pudiendo sufr ir la
añadidura del arr iero, dio consigo en el suelo, a cuyo gran ruido despertó el vente-
ro y luego imaginó que debían de ser pen-dencias de Mar itornes, porque habiéndola
l lamado a voces no respondía. Con esta sospecha se levantó y encendiendo un can-
di l se fue hacia donde había sent ido la p e-
laza. La moza, viendo que su amo venía, y que era de condic ión terr ible , toda medro-
sica y alborotada se acogió a la cama de Sancho Panza, que aún dormía, y al l í se
acorrucó y se hizo un ovi l lo. El ventero
entró diciendo: ¿Adónde estas, puta? a
buen seguro que son tus cosas éstas. En esto, despertó Sancho, y sint iendo aquel
bulto cas i encima de sí , pensó que tenía la
pesadi l la y comenzó a dar puñadas a una y otra parte, y entre otras, a lcanzó con no sé
cuantas a Maritornes, la cual , sent ida de l dolor , echando a rodar la honest idad, dio el
retorno a Sancho con tantas, que a su des-
pecho le qui tó el sueño; el cual , v iéndose tratar de aquel la manera y s in saber de
quién, a lzándose como pudo se abrazó con Mari tornes, y comenzaron entre los dos la
más reñida y graciosa escaramuza de l mun-do. Viendo, pues e l harr iero a la lumbre del
candi l del ventero, cuál andaba su dama,
dejando a Don Quijote acudió a da l le el socorro necesar io: lo mismo hizo e l vent e-
ro, pero con intención d iferente, porque fue a cast igar a la moza, creyendo, sin du-
da, que el la sola era la ocas ión de toda
aquel la armonía. Y as í como suele decirse el gato al rato, e l rato a la cuerda, la cue r-
da al palo; daba el harr iero a Sancho, San-cho a la moza, la moza a él, e l ventero a la
moza, y todos menudeaban con tanta pr i e-sa que no se daban punto de reposo; y fue
lo bueno que a l ventero se le apagó el can-
di l , y como quedaron a escuras, dábanse tan s in compasión, todos a bulto, que a
doquiera que ponían la mano no dejaban cosa sana. A lojaba acaso aquel la noche en
la venta un cuadri l lero de los que l laman de
la Santa Hermandad Vieja de Toledo, el cual , oyendo ans imesmo el extraño es-
truendo de la pelea, asió de su media vara y de la caja de lata de sus t í tulos, y entró a
escuras en el aposento, d ic iendo: Ténganse
a la just icia , ténganse a la Santa Herman-dad; y el pr imero con quien topó fue con e l
apuñeado de Don Quijote, que estaba en su derr ibado lecho, tendido boca arr iba, s in
sent ido a lguno; y echandole a t iento mano a las barbas no cesaba de decir : Favor a la
just icia; pero v iendo que el que tenía as ido
no se bul l ía n i meneaba, se d io a entender que estaba muerto, y que los que al l í de-
ntro estaban eran sus matadores, y con esta sospecha, reforzó la voz, d ic iendo:
Ciérrese la puerta de la venta, miren no se
vaya nadie, que han muerto aquí a un hombre. Esta voz sobresaltó a todos, y ca-
da cua l dejó la pendencia en el grado que le tomó la voz. Ret irose el ventero a su
aposento, e l harr iero a sus enjalmas, la moza a su rancho; solos los desventurados
Don Qui jote y Sancho no se pudieron mover
de donde estaban. So ltó en esto e l cuadr i-l lero la barba de Don Qui jote, y sal ió a
buscar luz, para buscar y prender los del i n-cuentes; mas no la hal ló, porque el vente-
ro, de industr ia , había muerto la lámpara
cuando se ret i ró a su estancia , y fue le fo r-
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zoso acudir a la chimenea , donde, con mu-cho trabajo y t iempo, encendió el cuadri l l e-
ro otro candi l .
Capítu lo XX
De la jamás v ista ni o ída aventura que con más poco pe l igro fue acabada de famoso caba l lero en el mundo, como la que acabó el valeroso Don Qui jote de la Mancha (.. .)No es pos ib le, señor mío, s ino que es-
tas yerbas dan test imonio de que por aquí cerca debe de estar a lguna fuente o arroyo
que estas yerbas humedece, y así sera b ien que vamos un poco más adelante, que ya
toparemos donde podamos mit igar esta t e-
rr ible sed que nos fat iga, que, s in duda causa mayor pena que la hambre. Pareciole
bien e l consejo a Don Qui jote y tomando de la r ienda a Rocinante, y Sancho de l cabes-
tro a su asno, después de haber puesto
sobre él los rel ieves que de la cena queda-ron, comenzaron a caminar por el prado
arr iba a t iento, porque la escuridad de la noche no les dejaba ver cosa alguna; mas
no hubieron andado docientos pasos, cuan-do l legó a sus o ídos un grande ruido de
agua, como que de a lgunos grandes y l e-
vantados r iscos se despeñaba. A legroles el ru ido en gran manera; y parándose a escu-
char hacia qué parte sonaba, oyeron a de s-hora otro estruendo que les aguó el con-
tento del agua, especia lmente a Sancho,
que naturalmente era medroso y de poco ánimo. Digo que oyeron que daban unos
golpes a compás, con un cierto cruji r de hierros y cadenas, acompañados de l fur ioso
estruendo del agua, que pus ieran pavor a
cualquier otro corazón que no fuera e l de Don Qui jote. Era la noche, como se ha d i-
cho escura, y el los acertaron a entrar entre unos arboles altos, cuyas hojas, movidas
del b lando viento, hacían un temeroso y manso ruido; de manera, que la soledad, el
s it io , la escuridad, e l ru ido del agua, con el
susurro de las hojas, todo causaba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los
golpes cesaban, ni e l viento dormía, ni la mañana l legaba; añadiéndose a todo esto
el ignorar e l lugar donde se ha l laban. Pero
Don Qui jote, acompañado de su intrépido corazón, saltó sobre Rocinante y embra-
zando su rodela , terc ió su lanzón y di jo: Sancho amigo, has de saber que yo nací ,
por querer del c ie lo, en esta nuestra edad de hierro, para resuci tar en e l la la de oro,
o la dorada, como suele l lamarse. Yo soy
aquél para quien están guardados los pe l i -gros, las grandes hazañas, los va lerosos
hechos. Yo soy, d igo otra vez, quien ha de resucitar los de la Tabla Redonda, los Doce
de Francia y los Nueve de la Fama, y el que
ha de poner en olvido los Plat ires, los Ta-blantes, Ol ivantes y Tirantes, los Febos y
Bel ianises, con toda la caterva de los famo-
sos cabal leros andantes de l pasado t iempo, haciendo en éste en que me hal lo ta les
grandezas, extrañezas y fechos de armas, que escurezcan las más claras que e l los
f ic ieron: b ien notas, escudero f ie l y legal,
las t in ieblas desta noche, su extraño s i le n-cio, e l sordo y confuso estruendo des tos
arboles, e l temeroso ruido de aquel la agua en cuya busca venimos, que parece que se
despeña y derrumba desde los altos montes de la luna; y aquel incesable golpear que
nos hiere y last ima los oídos; las cua les
cosas, todas juntas y cada una por sí , son bastantes a infundir miedo, temor y espan-
to en e l pecho del mesmo Marte, cuanto más en aquel que no está acostumbrado a
semejantes acontecimientos y aventuras.
Pues todo esto que yo te p into son incent i -vos y despertadores de mi ánimo, que ya
hace que el corazón me reviente en e l pe-cho, con el deseo que t iene de acometer
esta aventura, por más d i f icultosa que se muestra. As í que, apr ieta un poco las ci n-
chas a Rocinante, y quédate a Dios , y
espérame aquí hasta tres d ías no más, en los cuales s i no volviere, puedes tú volverte
a nuestra a ldea, y desde a l l í , por hacerme merced y buena obra, irás al Toboso, donde
dirás a la incomparable señora mía Dulc i-
nea que su caut ivo cabal lero mur ió por acometer cosas que le h ic iesen digno de
poder l lamarse suyo. Cuando Sancho oyó las pa labras de su amo comenzó a l lorar
con la mayor ternura del mundo, y a deci r -
le: Señor, yo no sé por qué quiere vuestra merced acometer esta tan temerosa aven-
tura: ahora es de noche, aquí no nos vee nadie: bien podemos torcer el camino y
desvia rnos del pe l igro, aunque no bebamos en tres días; y pues no hay quien nos vea,
menos habrá quien nos note de cobardes;
cuanto más que yo he oído predicar a l cura de nuestro lugar, que vuestra merced bien
conoce, que quien busca el pel igro perece en é l ; as í que no es bien tentar a Dios
acomet iendo tan desaforado hecho donde
no se puede escapar sino por mi lagro, y bastan los que ha hecho e l c ie lo con vues-
tra merced en l ibrar le de ser manteado, como yo lo fu i, y en sacar le vencedor, l ibre
y sa lvo de entre tantos enemigos como acompañaban al d i funto. Y cuando todo
esto no mueva ni ablande ese duro co-
razón, muévale e l pensar y creer que ape-nas se habrá vuestra merced apartado de
aquí, cuando yo, de miedo dé mi anima a quien quisiere l levarla . Yo sal í de mi t ierra
y dejé hi jos y mujer por venir a servir a
vuestra merced, creyendo valer más y no
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menos; pero, como la cudic ia rompe e l sa-co, a mí me ha rasgado mis esperanzas,
pues cuando más vivas las tenía de a lcan-
zar aquel la negra y malhadada ínsula que tantas veces vuestra merced me ha prome-
t ido, veo que, en pago y trueco del la, me quiere ahora dejar en un lugar tan aparta-
do de l trato humano. Por un solo Dios, se-
ñor mío, que no se me haga ta l desaguisa-do; y ya que del todo no quiera vuestra
merced desist ir de acomete r este fecho, di látelo, a lo menos, hasta la mañana; que,
a lo que a mí me muestra la c iencia que aprendí cuando era pastor , no debe de
haber desde aquí a l a lba t res horas, porque
la boca de la bocina está encima de la ca-beza, y hace la media noche en la l ínea de l
brazo izquierdo. ¿Cómo puedes tú, Sancho, di jo Don Qui jote, ver dónde hace esa l ínea,
ni dónde está esa boca o ese colodri l lo que
dices, s i hace la noche tan escura, que no parece en todo el cie lo estrel la a lguna? Así
es, di jo Sancho, pero t iene e l miedo mu-chos ojos, y vee las cosas debajo de t ierra ,
cuanto más encima, en el cie lo; puesto que, por buen d iscurso, b ien se puede en-
tender que hay poco de aquí a l día . Fal te lo
que fal tare, respondió Don Qui jote, que no se ha de decir por mí, ahora ni en ningún
t iempo que lágrimas y ruegos me apartaron de hacer lo que debía a est i lo de caba l lero;
y as í, te ruego, Sancho, que ca l les; que
Dios , que me ha puesto en corazón de acometer ahora esta tan no v ista y tan t e-
merosa aventura, tendrá cuidado de mirar por mi sa lud y de consolar tu t r isteza. Lo
que has de hacer es apretar b ien las c in-
chas a Rocinante, y quedarte aquí; que yo daré la vuelta presto, o vivo o muerto.
Viendo, pues, Sancho la úl t ima resoluc ión de su amo, y cuán poco val ían con é l sus
lágr imas, consejos y ruegos, determinó de aprovecharse de su industr ia , y hacer le
esperar hasta el día , s i pudiese; y así ,
cuando apretaba las c inchas al caba l lo, bo-nitamente y sin ser sent ido ató con el ca-
bestro de su asno ambos pies a Rocinante, de manera, que cuando Don Qui jote se qu i-
so part ir , no pudo, porque el cabal lo no se
podía mover s ino a saltos. Viendo Sancho Panza el buen suceso de su embuste, d i jo:
Ea, señor, que e l cie lo, conmovido de mis lágr imas y p legarias, ha ordenado que no
se pueda mover Rocinante; y si vos queréis porf iar , y espolear, y dal le , será enojar a la
Fortuna, y dar coces, como dicen, contra el
aguijón. Desesperábase con esto Don Qu i-jote, y por más que ponía las p iernas al
caba l lo, menos le podía mover; y sin caer en la cuenta de la l igadura, tuvo por bien
de sosegarse y esperar, o a que amanecie-
se, o a que Rocinante se menease, creyen-
do, s in duda, que aquel lo venía de otra parte que de la industr ia de Sancho; y así ,
le di jo: Pues as í es, Sancho, que Rocinante
no puede moverse, yo soy contento de es-perar a que r ía e l a lba, aunque yo l lore lo
que e l la tardare en venir. No hay que l l o-rar, respondió Sancho, que yo entretendré
a vuestra merced contando cuentos desde
aquí a l d ía, s i ya no es que se quiere apear y echarse a dormir un poco sobre la verde
yerba, a uso de caba l leros andantes, para hal larse más descansado cuando l legue el
día y punto de acometer esta tan deseme-jable aventura que le espera. ¿A qué l lamas
apear, o a qué dormir? di jo Don Qui jote.
¿Soy yo, por ventura, de aquel los caba l le-ros que toman reposo en los pe l igros?
Duerme tú, que naciste para dormir , o haz lo que quis ieres; que yo haré lo que viere
que más viene con mi pretens ión. No se
enoje vuestra merced, señor mío, respondió Sancho, que no lo di je por tanto. Y l legán-
dose a é l, puso la una mano en el arzón delantero y la otra en e l otro, de modo,
que quedó abrazado con el muslo izquierdo de su amo, sin osarse apartar dél un dedo:
ta l era e l miedo que tenía a los golpes que
todavía alternat ivamente sonaban. Díjole Don Qui jote que contase algún cuento para
entretenerle , como se lo había prometido; a lo que Sancho di jo que sí hiciera, s i le de-
jara el temor de lo que oía. Pero, con todo
eso, yo me esforzaré a decir una histor ia , que, s i la acierto a contar y no me van a la
mano, es la mejor de las histor ias; y esté-me vuestra merced atento, que ya comien-
zo: Érase que se era, e l b ien que viniere
para todos sea, y el mal, para quien lo fue-re a buscar; y advierta vuestra merced,
señor mío, que el pr incipio que los ant iguos dieron a sus consejas no fue as í como quie-
ra, que fue una sentencia de Catón Zonzo-r ino, romano, que dice: «y el mal para
quien le fuere a buscar», que viene aquí
como ani l lo a l dedo, para que vuestra mer-ced se esté quedo, y no vaya a buscar el
mal a ninguna parte, s ino que nos volvamos por otro camino, pues nadie nos fuerza a
que sigamos éste, donde tantos miedos nos
sobresaltan. S igue tu cuento, Sancho, di jo Don Qui jote, y de l camino que hemos de
seguir déjame a mí e l cuidado. Digo pues prosiguió Sancho, que en un lugar de Ex-
tremadura había un pastor cabrer izo, quie-ro decir, que guardaba cabras, e l cua l pa s-
tor o cabrer izo, como digo de mi cuento, se
l lamaba Lope Ruiz; y este Lope Ruiz andaba enamorado de una pastora que se l lamaba
Torra lva, la cual pastora l lamada Torra lva era hija de un ganadero r ico; y este gana-
dero r ico.. . S i desa manera cuentas tu
cuento, Sancho, di jo Don Qui jote, repit ie n-
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do dos veces lo que vas dic iendo, no aca-baras en dos días; di lo seguidamente, y
cuéntalo como hombre de entendimiento, y
si no, no digas nada. De la misma manera que yo lo cuento respondió Sancho se
cuentan en mi t ierra todas las consejas y yo no sé contar lo de otra, ni es b ien que
vuestra merced me pida que haga usos
nuevos. Di como quis ieres, respondió Don Qui jote, y pues la suerte quiere que no
pueda dejar de escucharte, prosigue. As í que, señor mío de mi ánima, pros iguió San-
cho, que, como ya tengo d icho, este pastor andaba enamorado de Torralva la pastora,
que era una moza rol l iza, zahareña, y t ir a-
ba algo a hombruna, porque tenía unos po-cos de bigotes, que parece que ahora la
veo. Luego, ¿conocístela tú? di jo Don Qu i-jote. No la conocí yo, respondió Sancho,
pero quien me contó este cuento me di jo
que era tan c ierto y verdadero, que podía bien, cuando lo contase a otro, af irmar y
jurar que lo había v isto todo. As í que, yen-do días y viniendo días, e l d iab lo, que no
duerme y que todo lo añasca, hizo de ma-nera, que e l amor que el pastor tenía a la
pastora se volviese en omeci l lo y mala vo-
luntad; y la causa fue, según malas le n-guas, una cierta cant idad de ce l i l los que
el la le dio, ta les, que pasaban de la raya y l legaban a lo vedado; y fue tanto lo que e l
pastor la aborrec ió de al l í adelante, que,
por no verla , se quiso ausentar de aquel la t ierra e i rse donde sus ojos no la viesen
jamás. La Torralva, que se vio desdeñada del Lope, luego le quiso b ien, más que
nunca le había quer ido. Ésa es natural con-
dición de mujeres, d i jo Don Qui jote: de s-deñar a quien las quiere y amar a quien las
aborrece: pasa ade lante, Sancho. Sucedió, di jo Sancho que e l pastor puso por obra su
determinación y antecogiendo sus cabras se encaminó por los campos de Extremadura
para pasarse a los reinos de Portugal: la
Torra lva, que lo supo se fue tras él , y s e-guíale a pie y desca lza desde le jos con un
bordón en la mano y con unas al for jas a l cuel lo, donde l levaba, según es fama, un
pedazo de espejo y otro de un pe ine, y no
sé qué boteci l lo de mudas para la cara; mas l levase lo que l levase, que yo no me
quiero meter ahora en averiguarlo, só lo diré , que dicen que e l pastor l legó con su
ganado a pasar el r ío Guadiana, y en aque-l la sazón iba crecido y casi fuera de madre,
y por la parte que l legó no había barca ni
barco, n i quien le pasase a él, ni a su ga-nado de la otra parte de lo que se congojó
mucho porque ve ía que la Torra lva venía ya muy cerca, y le había de dar mucha pesa-
dumbre con sus ruegos y lágrimas; mas
tanto anduvo mirando, que v io un pescador
que tenía junto a sí un barco, tan pequeño, que solamente podían caber en é l una pe r-
sona y una cabra; y con todo esto, le
habló, y concertó con él que le pasase a é l y a trecientas cabras que l levaba. Entró el
pescador en el barco, y pasó una cabra; volvió, y pasó otra; tornó a volver , y tornó
a pasar otra. Tenga vuestra merced cuenta
en las cabras que e l pescador va pasando, porque s i se p ierde una de la memor ia, se
acabara e l cuento, y no será posible contar más pa labra dél . Sigo, pues, y digo que el
desembarcadero, de la otra parte, estaba l leno de c ieno y resbaloso, y tardaba el
pescador mucho t iempo en ir y volver. Con
todo esto, volvió por otra cabra, y otra y otra. Haz cuenta que las pasó todas, d i jo
Don Qui jote: no andes yendo y viniendo desa manera, que no acabarás de pasar las
en un año. ¿Cuantas han pasado hasta ago-
ra? d i jo Sancho. Yo ¿qué d iablos sé? res-pondió Don Qui jote. He ahí lo que yo di je:
que tuviese buena cuenta; pues por Dios que se ha acabado el cuento, que no hay
pasar adelante. ¿Cómo puede ser eso? re s-pondió Don Qui jote. ¿Tan de esencia de la
histor ia es saber las cabras que han pasa-
do, por extenso, que si se yerra una de l número no puede seguir adelante con la
histor ia? No, señor, en ninguna manera, respondió Sancho, porque as í como yo pre-
gunté a vuestra merced que me di jese
cuántas cabras habían pasado, y me res-pondió que no sabía, en aquel mesmo in s-
tante se me fue a mí de la memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de
mucha virtud y contento. ¿De modo, d i jo
Don Qui jote que ya la histor ia es acabada? Tan acabada es como mi madre, di jo San-
cho. Dígote de verdad, respondió Don Qu i-jote que tú has contado una de las más
nuevas consejas, cuento o histor ia , que nadie pudo pensar en el mundo, y que tal
modo de contar la n i dejar la , jamás se
podrá ver ni habrá v isto en toda la v ida, aunque no esperaba yo otra cosa de tu
buen discurso; mas no me maravi l lo , pues quizá estos golpes, que no cesan, te deben
de tener turbado el entendimiento. Todo
puede ser , respondió Sancho, mas yo sé que en lo de mi cuento no hay más que
decir : que a l l í se acaba do comienza e l ye-rro de la cuenta del pasaje de las cabras.
Acabe norabuena donde quisiere, d i jo Don Qui jote, y veamos s i se puede mover Roc i-
nante. Tornole a poner las p iernas, y él
tornó a dar sa ltos y a estarse quedo: tanto estaba de bien atado. En esto, parece ser ,
o que el fr ío de la mañana, que ya venía, o que Sancho hubiese cenado a lgunas cosas
lenit ivas, o que fuese cosa natura l (que es
lo que más se debe creer) , a él le v ino en
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voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por é l; mas era tanto el mie-
do que había entrado en su corazón, que
no osaba apartarse un negro de uña de su amo. Pues pensar de no hacer lo que tenía
gana, tampoco era posible; y así , lo que hizo, por b ien de paz, fue so ltar la mano
derecha, que tenía as ida al arzón trasero,
con la cua l, bonitamente y sin rumor a lgu-no, se soltó la lazada corrediza con que los
calzones se sostenían, s in ayuda de otra alguna, y en quitándosela , d ieron luego
abajo, y se le quedaron como gr i l los; t ras esto, a lzó la camisa lo mejor que pudo, y
echó a l a i re entrambas posaderas, que no
eran muy pequeñas: hecho esto (que él pensó que era lo más que tenía que hacer
para sal i r de aquel terr ib le aprieto y angus-t ia), le sobrevino otra mayor, que fue que
le pareció que no podía mudarse sin hacer
estrépito y ru ido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros , recogien-
do en s í e l a l iento todo cuanto podía; pero, con todas estas d i l igencias, fue tan desd i-
chado, que al cabo al cabo vino a hacer un poco de ruido, b ien di ferente de aquel que
a él le ponía tanto miedo. Oyólo Don Qui j o-
te, y d i jo: ¿Qué rumor es ése, Sancho? No sé, señor, respondió él. A lguna cosa nueva
debe de ser; que las aventuras y desventu-ras nunca comienzan por poco. Tornó otra
vez a probar ventura, y sucedio le tan bien,
que, s in más ruido ni a lboroto que el pasa-do, se ha l ló l ibre de la carga que tanta pe-
sadumbre le había dado. Mas como Don Qui jote tenía el sent ido de l ol fato tan v ivo
como el de los oídos, y Sancho estaba tan
junto y cos ido con é l, que cas i por l ínea recta subían los vapores hacia arr iba, no se
pudo excusar de que algunos no l legasen a sus nar ices; y apenas hubieron l legado,
cuando él fue a l socorro, apretándolas en-tre los dos dedos, y con tono algo gangoso,
di jo: Paréceme, Sancho, que t ienes mucho
miedo. S í tengo, respondió Sancho, mas ¿en qué lo echa de ver vuestra merced aho-
ra más que nunca? En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar, respondió Don
Qui jote. Bien podrá ser, di jo Sancho, mas
yo no tengo la culpa, s ino vuestra merced, que me trae a deshoras y por estos no
acostumbrados pasos. Ret írate tres o cua-tro al lá , amigo, di jo Don Qui jote (todo esto
sin quitarse los dedos de las narices) , y desde aquí adelante ten más cuenta con tu
persona, y con lo que debes a la mía; que
la mucha conversación que tengo cont igo ha engendrado este menosprecio. Apostaré,
repl icó Sancho que piensa vuestra merced que yo he hecho de mi persona a lguna cosa
que no debo. Peor es menearlo, amigo San-
cho, respondió Don Qui jote. En estos col o-
quios y otros semejantes pasaron la noche amo y mozo; mas viendo Sancho que a más
andar se venía la mañana, con mucho t ien-
to des l igó a Rocinante, y se ató los calzo-nes. Como Rocinante se v io l ibre, aunque él
de suyo no era nada brioso, parece que se resint ió, y comenzó a dar manotadas; po r-
que corvetas, con perdón suyo, no las sabía
hacer. Viendo, pues, Don Qui jote que ya Rocinante se movía, lo tuvo a buena señal
y creyó que lo era de que acomet iese aque-l la temerosa aventura. Acabó en esto de
descubr irse el a lba, y de parecer d ist int a-mente las cosas, y v io Don Quijote que e s-
taba entre unos árboles altos, que e l los
eran castaños, que hacen la sombra muy escura. Sint ió también que el golpear no
cesaba, pero no v io quién lo podía causar; y as í, s in más detenerse, hizo sent ir las
espuelas a Rocinante, y tornando a despe-
dirse de Sancho, le mandó que al l í le aguardase t res días, a lo más largo, como
ya otra vez se lo había d icho, y que si a l cabo del los no hubiese vue lto, tuviese por
cierto que Dios había sido servido de que en aquel la pel igrosa aventura se le acaba-
sen sus días. Tornole a refer ir e l recado y
embajada que había de l levar de su parte a su señora Dulcinea, y que en lo que tocaba
a la paga de sus serv icios no tuviese pena, porque é l había dejado hecho su testamen-
to antes que sa l iera de su lugar, donde se
hal lar ía grat i f icado de todo lo tocante a su salar io, rata por cant idad, del t iempo que
hubiese servido; pero que si Dios le sacaba de aquel pel igro sano y salvo y s in cautela ,
se podía tener por muy más que cierta la
prometida ínsula. De nuevo tornó a l lorar Sancho oyendo de nuevo las last imeras ra-
zones de su buen señor, y determinó de no dejar le hasta el úl t imo tránsito y f in de
aquel negocio. Destas lágrimas y determ i-nación tan honrada de Sancho Panza saca
el autor desta histor ia que debía de ser
bien nacido, y por lo menos, cr ist iano vie jo. Cuyo sent imiento enterneció algo a su amo;
pero no tanto que mostrase f laqueza algu-na; antes, d is imulando lo mejor que pudo,
comenzó a caminar hacia la parte por don-
de le pareció que el ru ido del agua y del golpear venía. Seguía le Sancho a p ie, l l e-
vando, como tenía de costumbre, de l ca-bestro a su jumento, perpetuo compañero
de sus prósperas y adversas fortunas; y habiendo andado una buena pieza por entre
aquel los castaños y arboles sombr íos, d i e-
ron en un pradeci l lo que al pie de unas a l-tas peñas se hacía, de las cuales se prec i -
pitaba un grandísimo golpe de agua; a l pie de las peñas estaban unas casas mal
hechas, que más parecían ruinas de edi f i -
cios que casas, de entre las cuales advir t i e-
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ron que sa l ía el ru ido y estruendo de aquel golpear, que aún no cesaba. A lborotóse
Rocinante con el estruendo del agua y de
los golpes, y sosegándole Don Quijote, se fue l legando poco a poco a las casas, en-
comendándose de todo corazón a su seño-ra, supl icándole que en aquel la temerosa
jornada y empresa le favoreciese, y de ca-
mino se encomendaba también a Dios, que no le olvidase. No se le quitaba Sancho de l
lado, e l cua l a largaba cuanto podía el cue-l lo y la v ista, por entre las piernas de Roc i-
nante, por ver si ver ía ya lo que tan sus-penso y medroso le tenía . Otros c ien pasos
ser ían los que anduvieron, cuando, al do-
blar de una punta, pareció descubierta y patente la misma causa, s in que pudiese
ser otra, de aquel horr ísono y para el los espantable ruido, que tan suspensos y me-
drosos toda la noche los había tenido. Y
eran (si no lo has, oh lector , por pesadum-bre y enojo) se is mazos de batán, que con
sus al ternat ivos golpes aquel estruendo formaban. Cuando Don Qui jote v io lo que
era, enmudeció y pasmose de arr iba abajo. Mirole Sancho, y vio que tenía la cabeza
incl inada sobre el pecho, con muestras de
estar corr ido. Miró también Don Qui jote a Sancho, y viole que tenía los carr i l los hi n-
chados, y la boca l lena de r isa, con eviden-tes señales de querer reventar con el la , y
no pudo su melanconía tanto con él , que a
la vista de Sancho pudiese dejar de reírse; y como vio Sancho que su amo había co-
menzado, soltó la presa de manera, que tuvo neces idad de apretarse las i jadas con
los puños, por no reventar r iendo. Cuatro
veces sosegó, y otras tantas volvió a su r isa , con el mismo ímpetu que primero; de
lo cua l ya se daba al diab lo Don Qui jote, y más cuando le oyó decir, como por modo
de f isga: Has de saber oh Sancho amigo que yo nací por querer del cie lo en esta
nuestra edad de hierro para resucitar en
el la la dorada, o de oro: yo soy aquél para quien están guardados los pel igros, las
hazañas grandes, los valerosos fechos; y por aquí fue repit iendo todas o las más ra-
zones que Don Quijote di jo la vez pr imera
que oyeron los temerosos golpes. V iendo, pues, Don Qui jote que Sancho hacía burla
dél , se corr ió y enojó en tanta manera, que alzó e l lanzón y le asentó dos palos, ta les,
que si como los recibió en las espa ldas los rec ib iera en la cabeza, quedara l ibre de
pagar le el salar io, s i no fuera a sus herede-
ros. Viendo Sancho que sacaba tan malas veras de sus burlas, con temor de que su
amo no pasase adelante en el las, con mu-cha humildad le di jo: Sosiéguese vuestra
merced; que por Dios que me burlo. Pues
porque os burlá is , no me bur lo yo, respon-
dió Don Quijote. Venid acá, señor alegre: ¿paréceos a vos que si como éstos fueron
mazos de batán fueran otra pe l igrosa aven-
tura, no había yo mostrado e l ánimo que convenía para emprenderla y acabarla? ¿E s-
toy yo obl igado, a dicha, s iendo, como soy, caba l lero, a conocer y dist inguir los sones,
y saber cuáles son de batán o no? Y más,
que podr ía ser , como es verdad, que no los he v isto en mi v ida, como vos los habréis
visto, como vi l lano ruin que sois , cr iado y nacido entre e l los. S i no, haced vos que
estos seis mazos se vuelvan en se is jaya-nes, y echádmelos a las barbas uno a uno,
o todos juntos, y cuando yo no diere con
todos patas arr iba, haced de mí la bur la que quis iéredes. No haya más, señor mío,
repl icó Sancho, que yo confieso que he an-dado algo r isueño; en demasía . Pero d íga-
me vuestra merced, ahora que estamos en
paz, así Dios le saque de todas las aventu-ras que le sucedieren tan sano y salvo co-
mo le ha sacado désta: ¿no ha sido cosa de reír , y lo es de contar, e l gran miedo que
hemos tenido? A lo menos, el que yo tuve; que de vuestra merced ya yo sé que no le
conoce, ni sabe qué es temor ni espanto.
No niego yo, respondió Don Qui jote que lo que nos ha sucedido no sea cosa digna de
r isa, pero no es digna de contarse; que no son todas las personas tan d iscretas, que
sepan poner en su punto las cosas. A lo
menos, respondió Sancho, supo vuestra merced poner en su punto el lanzón,
apuntándome a la cabeza, y dándome en las espa ldas: grac ias a Dios y a la d i l ige n-
cia que puse en ladearme; pero vaya que
todo saldrá en la colada; (. . .) Capítu lo XXII
De la l ibertad que dio Don Qui jote a mu-chos desdichados que, mal de su grado, los
l levaban donde no quisieran ir
Cuenta Cide Hamete Benengel i , autor ará-bigo y manchego, en esta gravís ima, al t iso-
nante, mínima, dulce e imaginada histor ia, que después que entre el famoso Don Qu i-
jote de la Mancha y Sancho Panza, su es-
cudero, pasaron aquel las razones que en el f in de l capítulo ve inte y uno quedan refer i -
das, que Don Qui jote alzó los ojos y v io que por el camino que l levaba venían hasta
doce hombres a pie, ensartados, como cuentas en una gran cadena de hierro, por
los cue l los, y todos con esposas a las ma-
nos. Venían ans imismo con el los dos hom-bres de a cabal lo y dos de a pie; los de a
caba l lo, con escopetas de rueda, y los de a pie , con dardos y espadas; y que así como
Sancho Panza los vio, di jo: Ésta es cadena
de galeotes, gente forzada del Rey, que va
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a las ga leras. ¿Cómo gente forzada? pre-guntó Don Qui jote. ¿Es posible que el Rey
haga fuerza a ninguna gente? No digo eso,
respondió Sancho, sino que es gente que por sus de l i tos va condenada a servi r a l
Rey en las ga leras de por fuerza. En reso-lución, repl icó Don Qui jote, como quiera
que e l lo sea, esta gente, aunque los l levan,
van de por fuerza, y no de su voluntad. Así es, di jo Sancho. Pues desa manera, di jo su
amo, aquí encaja la e jecución de mi oficio: desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los
miserables. Advierta vuestra merced, d i jo Sancho que la just ic ia, que es e l mesmo
Rey, no hace fuerza ni agravio a semejante
gente, s ino que los cast iga en pena de sus del i tos. Llegó, en esto, la cadena de los
galeotes, y Don Qui jote con muy corteses razones p id ió a los que iban en su guarda
fuesen servidos de informarle y decir le la
causa o causas porque l levan aquel la gente de aquel la manera. Una de las guardas de a
caba l lo respondió que eran galeotes, gente de su majestad, que iba a galeras, y que no
había más que decir, ni é l tenía más que saber. Con todo eso, repl icó Don Qui jote,
querr ía saber de cada uno del los en part i-
cular la causa de su desgracia . Añadió a éstas otras ta les y tan comedidas razones
para mover los a que di jesen lo que desea-ba, que la otra guarda de a cabal lo le di jo:
aunque l levamos aquí e l registro y la fe de
las sentencias de cada uno destos malaven-turados, no es t iempo éste de detenernos a
sacarlas ni a leer las: vuestra merced l legue y se lo pregunte a e l los mesmos, que el los
lo di rán si quisieren; que s í querrán, po r-
que es gente que rec ibe gusto de hacer y decir bel laquer ías. Con esta l icencia , que
Don Qui jote se tomara aunque no se la d i-eran, se l legó a la cadena y al pr imero le
preguntó que por qué pecados iba de tan mala guisa. Él le respondió que por enamo-
rado iba de aquel la manera. ¿Por eso no
más? repl icó Don Qui jote, pues si por ena-morados echan a galeras, d ías ha que pu-
diera yo estar bogando en e l las. No son los amores como los que vuestra merced pien-
sa, di jo e l ga leote, que los míos fueron que
quise tanto a una canasta de colar atestada de ropa blanca, que la abracé conmigo tan
fuertemente, que a no quitármela la just i-cia por fuerza, aún hasta agora no la
hubiera dejado de mi voluntad: fue en fra-gante, no hubo lugar de tormento; concl u-
yose la causa, acomodáronme las espa ldas
con ciento, y por añadidura tres precisos de gurapas, y acabose la obra. ¿Qué son
gurapas? preguntó Don Qui jote. Gurapas son ga leras, respondió el galeote. El cual
era un mozo de hasta edad de ve inte y cua-
tro años, y d i jo que era natural de P ie-
drahita . Lo mesmo preguntó Don Qui jote al segundo, el cua l no respondió palabra,
según iba de tr iste y malencónico; mas
respondió por él e l pr imero, y di jo: Éste, señor, va por canario, d igo, por músico y
cantor. Pues, ¿cómo? repit ió Don Qui jote ¿por músicos y cantores van también a ga-
leras? Sí, señor, respondió e l galeote, que
no hay peor cosa que cantar en e l ansia . Antes he yo oído decir, di jo Don Qui jote
que quien canta, sus males espanta. Aca es al revés, di jo el galeote, que quien canta
una vez, l lora toda la vida. No lo ent iendo, di jo Don Qui jote; mas una de las guardas le
di jo: Señor caba l lero, cantar en el ans ia se
dice entre esta gente non santa confesar en el tormento. A este pecador le dieron
tormento y confesó su del i to, que era ser cuatrero, que es ser ladrón de best ias, y
por haber confesado le condenaron por seis
años a galeras, amén de doscientos azotes, que ya l leva en las espaldas; y va siempre
pensat ivo y tr is te porque los demás ladro-nes que al lá quedan y aquí van le maltratan
y aniqui lan, y escarnecen, y t ienen en po-co, porque confesó, y no tuvo ánimo de
decir nones. Porque d icen el los que tantas
letras t iene un no como un s í, y que harta ventura t iene un de l incuente, que está en
su lengua su v ida o su muerte, y no en la de los test igos y probanzas; y para mí te n-
go que no van muy fuera de camino. Y yo
lo ent iendo as í, respondió Don Qui jote. E l cual , pasando a l tercero, preguntó lo que a
los otros; el cua l, de presto y con mucho desenfado, respondió y di jo:
Yo voy por c inco años a las señoras gura-pas por fa ltarme diez ducados. Yo daré
veinte de muy buena gana, d i jo Don Qui jo-te por l ibraros desa pesadumbre. Eso me
parece, respondió e l galeote como quien t iene dineros en mitad del gol fo, y se está
mur iendo de hambre, s in tener adonde
comprar lo que ha menester: dígolo porque si a su t iempo tuviera yo esos ve inte duca-
dos que vuestra merced ahora me ofrece, hubiera untado con el los la péndola de l
escr ibano, y avivado el ingenio del procu-
rador, de manera que hoy me viera en m i-tad de la plaza de Zocodover, de Toledo, y
no en este camino, atrai l lado como galgo; pero Dios es grande: paciencia , y basta.
Pasó Don Qui jote al cuarto, que era un hombre de venerable rostro, con una barba
blanca que le pasaba del pecho; el cual ,
oyéndose preguntar la causa por que al l í venía , comenzó a l lorar y no respondió pa-
labra; mas el quinto condenado le s irvió de lengua, y di jo: Este hombre honrado va por
cuatro años a ga leras, habiendo paseado
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las acostumbradas, vest ido, en pompa y a caba l lo.
Eso es, di jo Sancho Panza, a lo que a mí
me parece, haber sal ido a la vergüenza. Así es, rep l icó el galeote, y la culpa porque le
dieron esta pena es por haber s ido corredor de oreja, y aun de todo e l cuerpo. En efec-
to, quiero decir que este caba l lero va por
alcahuete, y por tener asimesmo sus puntas y col lar de hechicero. A no haber le añadido
esas puntas y co l lar , di jo Don Qui jote, por solamente e l a lcahuete l impio no merecía é l
ir a bogar en las ga leras, s ino a mandar las y a ser general del las. Porque no es as í
como quiera el of ic io de a lcahuete; que es
of icio de discretos, y necesarís imo en la repúbl ica bien ordenada, y que no le debía
ejercer sino gente muy bien nacida; y aun había de haber veedor y examinador de los
ta les, como le hay de los demás of icios,
con número deputado y conocido, como corredores de lonja, y desta manera se e x-
cusarían muchos males que se causan por andar este of ic io y ejerc icio entre gente
idiota y de poco entendimiento, como son mujerc i l las, de poco más a menos, pajec i-
l los y t ruhanes, de pocos años y de poca
experiencia , que a la más necesar ia oca-sión, y cuando es menester dar una traza
que importe, se les hie lan las migas entre la boca y la mano, y no saben cua l es su
mano derecha. Quisiera pasar ade lante y
dar las razones por que convenía hacer elecc ión de los que en la repúbl ica habían
de tener tan necesar io oficio; pero no es el lugar acomodado para el lo: a lgún día lo
diré a quien lo pueda proveer y remediar:
solo d igo ahora que la pena que me ha causado ver estas blancas canas y este ros-
tro venerable en tanta fat iga por alcahuete, me la ha quitado e l adjunto de ser hechice-
ro. Aunque bien sé que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la vo-
luntad, como a lgunos s imples piensan; que
es l ibre nuestro a lbedrío, y no hay yerba ni encanto que le fuerce. Lo que sue len hacer
algunas mujerci l las simples y algunos em-busteros bel lacos es algunas mixturas y
venenos, con que vuelven locos a los hom-
bres, dando a entender que t ienen fuerza para hacer querer b ien, s iendo, como digo,
cosa imposib le forzar la voluntad. Así es, di jo el buen viejo; y en verdad, señor, que
en lo de hechicero que no tuve culpa; en lo de alcahuete no lo pude negar; pero nunca
pensé que hacía mal en e l lo , que toda mi
intención era que todo el mundo se holgase y v iv iese en paz y quietud sin pendencias ni
penas; pero no me aprovechó nada este buen deseo para dejar de i r adonde no e s-
pero volver , según me cargan los años y un
mal de or ina que l levo, que no me deja re-
posar un rato: y aquí tornó a su l lanto co-mo de pr imero; y túvole Sancho tanta com-
pasión, que sacó un real de a cuatro del
seno y se le d io de l imosna. Pasó adelante Don Quijote y preguntó a otro su del i to, e l
cual respondió con no menos, s ino con mu-cha más gal lardía que el pasado. Yo voy
aquí porque me bur lé demasiadamente con
dos pr imas hermanas mías, y con otras dos hermanas que no lo eran mías; f inalmente,
tanto me bur lé con todas, que resultó de la burla crecer la parentela tan intr icadamen-
te, que no hay d iablo que la declare. Probóseme todo, fa ltó favor, no tuve d ine-
ros, víame a pique de perder los tragade-
ros, sentenciáronme a ga leras por seis años, consentí : cast igo es de mi culpa; mo-
zo soy: dure la vida, que con e l la todo se alcanza. S i vuest ra merced, señor cabal le-
ro, l leva alguna cosa con que socorrer a
estos pobretes, Dios se lo pagará en el c i e-lo, y nosotros tendremos en la t ierra cuid a-
do de rogar a Dios en nuestras oraciones por la vida y salud de vuestra merced, que
sea tan larga y tan buena como su buena presencia merece. Éste iba en hábito de
estudiante, y d i jo una de las guardas que
era muy grande hablador y muy genti l lat i-no. Tras todos éstos venía un hombre de
muy buen parecer, de edad de tre inta años, s ino que a l mirar metía e l un o jo en el
otro; un poco venía di ferentemente atado
que los demás, porque traía una cadena al pie , tan grande, que se la l iaba por todo el
cuerpo, y dos argol las a la garganta, la una en la cadena, y la otra de las que l laman
guarda-amigo o pie de amigo; de la cual
descendían dos hierros que l legaban a la cintura, en los cuales se asían dos esposas,
donde l levaba las manos, cerradas con un grueso candado, de manera, que ni con las
manos podía l legar a la boca, n i podía bajar la cabeza a l legar a las manos. Preguntó
Don Qui jote que cómo iba aquel hombre
con tantas pr is iones más que los otros. Respondiole la guarda: porque tenía aquél
solo más del i tos que todos los otros juntos, y que era tan atrevido y tan grande be l l a-
co, que aunque le l levaban de aquel la ma-
nera, no iban seguros dél , s ino que temían que se les había de huir. ¿Qué del i tos pue-
de tener, d i jo Don Qui jote, s i no han mere-cido más pena que echarle a las galeras?
Va por diez años, repl icó la guarda, que es como muerte cevi l . No se quiera saber más
sino que este buen hombre es el famoso
Ginés de Pasamonte, que por otro nombre l laman Ginesi l lo de Parapi l la . Señor comisa-
r io, d i jo entonces e l galeote, váyase poco a poco, y no andemos ahora a des l indar
nombres y sobrenombres. Ginés me l lamo,
y no Gines i l lo, y Pasamonte es mi alcurnia ,
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y no Parapi l la, como voacé dice; y cada uno se dé una vuelta a la redonda, y no hará
poco. Hable con menos tono, repl icó e l co-
misario, señor ladrón de más de la marca, s i no quiere que le haga ca l lar, mal que le
pese. B ien parece, respondió e l galeote que va e l hombre como Dios es serv ido; pero
algún día sabrá a lguno s i me l lamo Gines i-
l lo de Parapi l la, o no. ¿Pues no te l laman así , embustero? d i jo la guarda. Sí l laman,
respondió Ginés; más yo haré que no me lo l lamen, o me las pelar ía donde yo d igo en-
tre mis d ientes. Señor cabal lero, s i t iene algo que darnos, dénoslo ya, y vaya con
Dios; que ya enfada con tanto querer saber
vidas a jenas; y s i la mía quiere saber, sepa que yo soy Ginés de Pasamonte, cuya vida
está escr i ta por estos pulgares. Dice ver-dad, di jo el comisar io: que él mesmo ha
escr ito su histor ia, que no hay más, y deja
empeñado e l l ibro en la cárcel , en doscie n-tos reales. Y le pienso qui tar , di jo Ginés, s i
quedara en doscientos ducados. ¿Tan bue-no es? di jo Don Qui jote. E s tan bueno, res-
pondió Ginés, que mal año para Lazar i l lo de Tormes y para todos cuantos de aquel
género se han escr ito o escr ibieren. Lo que
le sé decir a voacé es que trata verdades, y que son verdades tan l indas y tan donosas,
que no pueden haber menti ras que se le igualen. Y ¿cómo se int i tu la e l l ibro? pre-
guntó Don Quijote. La v ida de Ginés de
Pasamonte, respondió el mismo. ¿Y está acabado? preguntó Don Qui jote. ¿Cómo
puede estar acabado, respondió él , s i aún no está acabada mi v ida? Lo que está escr i-
to es desde mi nacimiento hasta el punto
que esta últ ima vez me han echado en ga-leras. Luego, ¿otra vez habéis estado en
el las? di jo Don Qui jote. Para serv ir a Dios y al rey, otra vez he estado cuatro años, y ya
sé a qué sabe el bizcocho y el corbacho, respondió Ginés, y no me pesa mucho de ir
a el las, porque al l í tendré lugar de acabar
mi l ibro; que me quedan muchas cosas que decir , y en las ga leras de España hay más
sosiego de aquel que ser ía menester , aun-que no es menester mucho más para lo que
yo tengo de escr ibi r, porque me lo sé de
coro. Hábi l pareces, di jo Don Qui jote. Y desdichado, respondió Ginés, porque s iem-
pre las desdichas persiguen a l buen inge-nio. Pers iguen a los bel lacos, di jo el com i-
sar io. Ya le he d icho, señor comisar io, re s-pondió Pasamonte, que se vaya poco a po-
co; que aquel los señores no le dieron esa
vara para que malt ratase a los pobretes que aquí vamos, sino para que nos guiase y
l levase adonde su Majestad manda. S i no, por v ida de. . . basta, que podr ía ser que
sal iesen algún día en la colada las manchas
que se hicieron en la venta; y todo e l mun-
do cal le, y viva b ien, y hable mejor y cam i-nemos; que ya es mucho regodeo éste. A lzó
la vara en a lto el comisar io para dar a Pa-
samonte, en respuesta de sus amenazas; mas Don Quijote se puso en medio, y le
rogó que no le maltratase, pues no era mu-cho que quien l levaba tan atadas las manos
tuviese a lgún tanto suelta la lengua. Y vo l-
viéndose a todos los de la cadena, di jo: De todo cuanto me habéis d icho, hermanos
car ís imos, he sacado en l impio que, aunque os han cast igado por vuestras culpas, las
penas que va is a padecer no os dan mucho gusto, y que vais a el las muy de mala gana
y muy contra vuestra voluntad; y que pod r-
ía ser que el poco ánimo que aquél tuvo en el tormento, la fa lta de d ineros déste, e l
poco favor de l otro y f ina lmente, e l torcido juicio del juez, hubiese sido causa de vue s-
tra perdición, y de no haber sa l ido con la
just icia que de vuestra parte teníades. To-do lo cual se me representa a mí ahora en
la memoria de manera que me está d icie n-do, persuadiendo y aun forzando, que
muestre con vosotros el efeto para que el cie lo me arrojó a l mundo, y me hizo profe-
sar en é l la orden de caba l ler ía que profe-
so, y e l voto que en el la hice de favorecer a los menesterosos y opresos de los mayo-
res. Pero, porque sé que una de las partes de la prudencia es que lo que se puede
hacer por b ien no se haga por mal, quiero
rogar a estos señores guardianes y comisa-r io sean servidos de desataros y dejaros ir
en paz; que no fa ltarán otros que si rvan a l rey en mejores ocas iones; porque me pare-
ce duro caso hacer esclavos a los que Dios
y naturaleza hizo l ibres. Cuanto más, seño-res guardas, añadió Don Quijote, que estos
pobres no han cometido nada contra voso-tros. A l lá se lo haya cada uno con su peca-
do; Dios hay en e l cie lo , que no se descui-da de cast igar al malo ni de premiar al
bueno, y no es b ien que los hombres hon-
rados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en el lo. Pido esto con
esta mansedumbre y sosiego, porque ten-ga, s i lo cumplís , a lgo que agradeceros ; y
cuando de grado no lo hagáis, esta lanza y
esta espada, con el valor de mi brazo, harán que lo hagáis por fuerza. Donosa
majader ía, respondió el comisar io: bueno está el donaire con que ha sal ido a cabo de
rato: los forzados de l Rey quiere que le dejemos, como s i tuviéramos autoridad pa-
ra soltar los, o él la tuviera para mandá r-
noslo: váyase vuestra merced, señor, nora-buena su camino adelante, y enderécese
ese bacín que t rae en la cabeza, y no ande buscando tres pies a l gato. Vos sois e l ga-
to, y el rato y el be l laco, respondió Don
Qui jote. Y diciendo y haciendo, arremetió
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con él tan presto, que sin que tuviese lugar de ponerse en defensa dio con é l en el sue-
lo, malherido de una lanzada; y avínole
bien, que éste era el de la escopeta. Las demás guardas quedaron atóni tas y sus-
pensas del no esperado acontecimiento; pero volviendo sobre sí , pusieron mano a
sus espadas los de a cabal lo, y los de a p ie
a sus dardos, y arremetieron a Don Qui jote, que con mucho sosiego los aguardaba; y
sin duda lo pasara mal, s i lo s galeotes, viendo la ocas ión que se les ofrecía de a l -
canzar l ibertad, no la procuraran, procu-rando romper la cadena donde venían en-
sartados. Fue la revuelta de manera, que
las guardas, ya por acudir a los galeotes, que se desataban, ya por acometer a Don
Qui jote, que los acometía, no hicieron cosa que fuese de provecho. Ayudó Sancho, por
su parte, a la so ltura de Ginés de Pasamon-
te, que fue el pr imero que sa ltó en la cam-paña l ibre y desembarazado, y arremet ien-
do a l comisario caído, le quitó la espada y la escopeta, con la cual, apuntando al uno
y seña lando a l otro, s in disparal la jamás, no quedó guarda en todo e l campo, porque
se fueron huyendo, así de la escopeta de
Pasamonte como de las muchas pedradas que los ya suel tos galeotes les t iraban. En-
tr is teciose mucho Sancho deste suceso, porque se le representó que los que iban
huyendo habían de dar not icia del caso a la
Santa Hermandad, la cual , a campana her i-da, saldr ía a buscar los del incuentes, y así
se lo di jo a su amo, y le rogó que luego de al l í se part iesen, y se emboscasen en la
sierra, que estaba cerca. Bien está eso,
di jo Don Qui jote, pero yo sé lo que ahora conviene que se haga. Y l lamando a todos
los ga leotes, que andaban a lborotados y habían despojado a l comisar io hasta dejar le
en cueros, se le pus ieron todos a la redon-da para ver lo que les mandaba, y así les
di jo: De gente bien nacida es agradecer los
benef icios que reciben, y uno de los peca-dos que más a Dios ofende es la ingrat itud.
Dígolo porque ya habéis visto, señores, con manif iesta experiencia , e l que de mí habéis
recebido; en pago de l cual querr ía, y es mi
voluntad, que, cargados de esa cadena que quité de vuestros cue l los, luego os pongáis
en camino y va is a la ciudad de l Toboso, y al l í os presentéis ante la señora Dulc inea
del Toboso y le digá is que su cabal lero el de la Tr iste F igura se le envía a encomen-
dar, y le conté is punto por punto todos los
que ha tenido esta famosa aventura hasta poneros en la deseada l ibertad; y hecho
esto, os podréis ir donde quis iéredes ,a la buena ventura. Respondió por todos Ginés
de Pasamonte, y d i jo: Lo que vuestra me r-
ced nos manda, señor y l ibertador nuestro,
es imposible de toda imposibi l idad cumpli r -lo, porque no podemos i r juntos por los
caminos, s ino solos y divid idos, y cada uno,
por su parte, procurando meterse en las entrañas de la t ierra , por no ser ha l lado de
la Santa Hermandad, que, s in duda alguna, ha de sal ir en nuestra busca. Lo que vues-
tra merced puede hacer, y es justo que
haga, es mudar ese servicio y montazgo de la señora Dulc inea del Toboso en alguna
cant idad de avemarías y credos, que noso-tros d iremos por la intención de vuestra
merced, y ésta es cosa que se podrá cum-pl i r de noche y de d ía , huyendo o reposan-
do, en paz o en guerra; pero pensar que
hemos de volver ahora a las o l las de Egi p-to, digo, a tomar nuestra cadena, y a po-
nernos en camino de l Toboso, es pensar que es ahora de noche, que aún no son las
diez de l d ía , y es pedir a nosotros eso co-
mo pedir peras al olmo. Pues voto a ta l , di jo Don Qui jote (ya puesto en cólera) don
hi jo de la puta, don Ginesi l lo de Paropi l lo, o como os l lamáis, que habéis de i r vos
solo, rabo entre p iernas, con toda la cade-na a cuestas. Pasamonte, que no era nada
bien sufr ido (estando ya enterado que Don
Qui jote no era muy cuerdo, pues tal dispa-rate había cometido como e l de querer da r-
les l ibertad), viéndose t ratar de aquel la manera, h izo de l ojo a los compañeros, y
apartándose aparte, comenzaron a l lover
tantas piedras sobre Don Qui jote, que no se daba manos a cubrirse con la rodela; y
el pobre de Rocinante no hacía más caso de la espuela que si fuera hecho de bronce.
Sancho se puso tras su asno, y con él se
defendía de la nube y pedr isco que sobre entrambos l lov ía. No se pudo escudar tan
bien Don Quijote, que no le acertasen no sé cuántos gui jarros en e l cuerpo, con tan-
ta fuerza, que dieron con é l en e l suelo; y apenas hubo caído, cuando fue sobre él e l
estudiante, y le qui tó la bacía de la cabeza,
y diole con e l la t res o cuatro golpes en las espa ldas y otros tantos en la t ierra, con
que la hizo pedazos. Quitáronle una ropi l la que traía sobre las armas, y las medias ca l -
zas le quer ían qui tar , s i las grebas no lo
estorbaran. A Sancho le qui taron el gabán, y dejándole en pe lota, repart iendo entre sí
los demás despojos de la batal la , se fueron cada uno por su parte, con más cuidado de
escaparse de la Hermandad que temían que de cargarse de la cadena e ir a presentarse
ante la señora Dulc inea del Toboso. Solos
quedaron jumento y Rocinante, Sancho y Don Qui jote; el jumento, cabizbajo y pen-
sat ivo, sacudiendo de cuando en cuando las orejas, pensando que aún no había cesado
la borrasca de las piedras, que le persegu-
ían los oídos; Rocinante, tendido junto a su
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amo: que también v ino al suelo de otra pe-drada; Sancho, en pelota y temeroso de la
Santa Hermandad; Don Qui jote, mohin ís imo
de verse tan malparado por los mismos a quien tanto bien había hecho.
(.. .)
Capítu lo XXV
Que trata de las extrañas cosas que en Sie-rra Morena sucedieron al va l iente cabal lero de la Mancha, y de la imitac ión que hizo de la penitencia de Bel tenebros (.. .)A lo cual respondió Sancho: Escr íbala
vuestra merced dos o tres veces ahí en el
l ibro, y démele, que yo le l levaré bien guardado; porque pensar que yo la he de
tomar en la memoria es disparate; que la tengo tan mala, que muchas veces se me
olvida cómo me l lamo. Pero, con todo eso,
dígamela vuestra merced, que me holgaré mucho de oír la; que debe de i r como de
molde. Escucha, que así d ice, di jo Don Qu i-jote:
Carta de Don Quijote a Dulc inea del Toboso
Soberana y alta señora:
«El fer ido de punta de ausencia y el l lagado de las telas del corazón, dulc ís ima
Dulcinea del Toboso, te envía la salud que
él no t iene. S i tu fermosura me desprecia , s i tu valor no es en mi pro, s i tus desdenes
son en mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufr ido, mal podré sostenerme en
esta cuita, que además de ser fuerte, es
muy duradera. Mi buen escudero Sancho te dará entera relación, oh bel la ingrata,
amada enemiga mía, del modo que por tu causa quedo: si gustares de acorrerme,
tuyo soy; y si no, haz lo que te viniere en gusto; que con acabar mi v ida habré sat i s-
fecho a tu crueldad y a mi deseo.
Tuyo hasta la muerte,
El Cabal lero de la Tr iste Figura.»
Por vida de mi padre, di jo Sancho en oyen-
do la carta, que es la más al ta cosa que jamas he oído. ¡Pesia a mí, y cómo que le
dice vuestra merced ahí todo cuanto quie-re, y qué bien que encaja en la f i rma «El
Cabal lero de la Tr iste Figura» Digo de ve r-
dad que es vuestra merced el mesmo dia-blo, y que no haya cosa que no sepa. Todo
es menester, respondió Don Qui jote para e l of ic io que traigo. Ea pues, d i jo Sancho,
ponga vuestra merced en esotra vue lta la
cédula de los tres pol l inos, y f í rmela con mucha c lar idad, porque la conozcan en
viéndola. Que me place, di jo Don Qui jote. Y
habiéndola escr ito, se la leyó; que decía así : «Mandara vuestra merced, por esta
pr imera de pol l inos, señora sobrina, dar a Sancho Panza, mi escudero, tres de los ci n-
co que dejé en casa y están a cargo de
vuestra merced. Los cuales tres pol l inos se los mando l ibrar y pagar por otros tantos
aquí recebidos de contado; que con ésta y con su carta de pago serán bien dados.
Fecha en las entrañas de Sierra Morena, a veinte y dos de agosto deste presente
año.»
Buena está, di jo Sancho: f í rmela vues-
tra merced. No es menester f i rmar la, d i jo Don Qui jote, s ino solamente poner mi
rúbrica, que es lo mesmo que f i rma, y para
tres asnos, y aun para tresc ientos, fuera bastante. Yo me confío de vuestra merced,
respondió Sancho. Déjeme, i ré a ens i l la r a Rocinante, y aparéjese vuestra merced a
echarme su bendic ión; que luego p ienso part i rme, sin ver las sandeces que vuestra
merced ha de hacer, que yo d iré que le v i
hacer tantas que no quiera más. Por lo me-nos, quiero, Sancho, y porque es menester
así , quiero, d igo, que me veas en cueros, y hacer una o dos docenas de locuras, que
las haré en menos de media hora, porque
habiéndolas tú visto por tus ojos, puedas jurar a tu sa lvo en las demás que quisieres
añadir ; y asegúrote que no d irás tú tantas cuantas yo pienso hacer.( .. .)
Capítu lo XXXI
De los sabrosos razonamientos que pasaron entre Don Qui jote y Sancho Panza su escu-dero, con otros sucesos Todo eso no me descontenta; prosigue ade-
lante, d i jo Don Qui jote. L legaste, ¿qué ha c-
ía aquel la reina de la hermosura? A buen seguro que la ha l laste ensartando perlas, o
bordando alguna empresa con oro de cañu-t i l lo para este su caut ivo cabal lero. No la
hal lé, respondió Sancho s ino ahechando
dos hanegas de tr igo en un corral de su casa. Pues haz cuenta, di jo Don Qui jote
que los granos de aquel tr igo eran g ranos de per las, tocados de sus manos. Y si m i-
raste, amigo, el t r igo ¿era candeal, o tr e-chel? No era sino rubión, respondió San-
cho. Pues yo te aseguro, di jo Don Qui jote
que, ahechado por sus manos, hizo pan candeal, s in duda alguna. Pero pasa ade-
lante: cuando le diste mi carta, ¿besola? ¿Púsosela sobre la cabeza? ¿Hizo a lguna
ceremonia digna de tal carta, o qué hizo?
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Cuando yo se la iba a dar, respondió San-cho, el la estaba en la fuga del meneo de
una buena parte de t r igo que tenía en la
cr iba, y dí jome: Poned, amigo, esa carta sobre aquel costal ; que no la puedo leer
hasta que acabe de acr ibar todo lo que aquí está. Discreta señora, di jo Don Qui j o-
te, eso debió de ser por leer la despacio y
recrearse con el la: adelante, Sancho; y en tanto que estaba en su menester , ¿qué co-
loquios pasó cont igo? ¿Qué te preguntó de mí? ¿Y tú qué le respondiste? Acaba, cuén-
tamelo todo; no se te quede en e l t intero una mínima. E l la no me preguntó nada, di jo
Sancho, mas yo le di je de la manera que
vuestra merced, por su servicio, quedaba haciendo penitencia , desnudo de la cintura
arr iba, metido entre estas sierras como si fuera salvaje, durmiendo en e l suelo, s in
comer pan a manteles ni s in pe inarse la
barba, l lorando y maldiciendo su fortuna. En decir que maldecía mi fortuna di j iste
mal, di jo Don Qui jote, porque antes la ben-digo y bendeciré todos los d ías de mi vida,
por haberme hecho digno de merecer amar tan alta señora como Dulcinea de l Toboso.
Tan alta es, respondió Sancho, que a buena
fe que me l leva a mí más de un coto. Pues ¿cómo, Sancho? d ijo Don Qui jote, ¿haste
medido tú con el la? Medime en esta mane-ra, le respondió Sancho: que l legándole a
ayudar a poner un costal de t r igo sobre un
jumento, l legamos tan juntos que eché de ver que me l levaba más de un gran palmo.
Pues ¡es verdad, repl icó Don Qui jote que no acompaña esa grandeza y la adorna con
mil mi l lones de gracias del a lma! Pero no
me negarás, Sancho, una cosa: cuando l l e-gaste junto a e l la , ¿no sent iste un o lor sa-
beo, una fragancia aromát ica, y un no sé qué de bueno, que yo no acierto a darle
nombre, digo, un túho o tufo como s i est u-vieras en la t ienda de algún curioso guan-
tero? Lo que sé decir , di jo Sancho es que
sent í un o lorc i l lo a lgo hombruno; y debía de ser que e l la , con el mucho ejerc icio,
estaba sudada y algo correosa . No ser ía eso, respondió Don Qui jote, s ino que tú
debías de estar romadizado, o te debiste de
oler a t i mismo; porque yo sé bien a lo que huele aquel la rosa entre espinas, aquel l i r io
del campo, aquel ámbar des leído. Todo puede ser, respondió Sancho, que muchas
veces sa le de mí aquel o lor que entonces me pareció que sal ía de su merced de la
señora Dulc inea; pero no hay de qué mara-
vi l larse: que un diab lo parece a otro. Y bien, prosiguió Don Qui jote, he aquí que
acabó de l impiar su t r igo y de enviar lo al mol ino. ¿Qué hizo cuando leyó la carta? La
carta, d i jo Sancho no la leyó, porque d i jo
que no sabía leer n i escr ib ir ; antes la rasgó
y la hizo menudas p iezas, d ic iendo que no la quería dar a leer a nadie, porque no se
supiesen en el lugar sus secretos, y que
bastaba lo que yo le había dicho de palabra acerca del amor que vuestra merced le ten-
ía y de la peni tencia extraordinar ia que por su causa quedaba haciendo y f inalmente,
me di jo que d ijese a vuestra merced que le
besaba las manos, y que a l l í quedaba con más deseo de verle que de escr ibi r le; y
que, as í, le supl icaba y mandaba, que, v ista la presente, sal iese de aquel los matorrales
y se dejase de hacer disparates, y se pu-siese luego en camino del Toboso, s i otra
cosa de más importancia no le sucediese,
porque tenía gran deseo de ver a vuestra merced: r iose mucho cuando le di je cómo
se l lamaba vuestra merced «el Cabal lero de la Triste F igura»: preguntéle si había ido
al lá el vizca íno de marras; d í jome que sí , y
que era un hombre muy de bien. También le pregunté por los galeotes, mas d íjome
que no había v isto hasta entonces alguno. Todo va b ien hasta agora, di jo Don Qui jote;
pero dime ¿qué joya fue la que te dio, a l despedirte , por las nuevas que de mí le
l levaste? porque es usada y ant igua co s-
tumbre entre los caba l leros y damas andan-tes dar a los escuderos, donce l las o enanos
que les l levan nuevas, de sus damas a el los, a el las de sus andantes, a lguna r ica
joya en a lbr icias, en agradecimiento de su
recado. Bien puede eso ser así , y yo la te n-go por buena usanza; pero eso debió de ser
en los t iempos pasados: que ahora sólo se debe de acostumbrar a dar un pedazo de
pan y queso, que esto fue lo que me dio mi
señora Dulcinea, por las bardas de un co-rral , cuando del la me despedí; y aun por
más señas era el queso ovejuno. Es l iberal en extremo, di jo Don Qui jote, y s i no te d io
joya de oro, s in duda debió de ser porque no la tendría al l í a la mano para dártela;
pero buenas son mangas después de pa s-
cua, yo la veré, y se sat is fará todo. ¿Sabes de qué estoy maravi l lado, Sancho? De que
me parece que fu iste y veniste por los a i -res, pues poco más de tres días has tarda-
do en ir y venir desde aquí a l Toboso,
habiendo de aquí a l lá más de tre inta l e-guas; por lo cua l me doy a entender que
aquel sabio nigromante que t iene cuenta con mis cosas y es mi amigo, porque por
fuerza le hay, y le ha de haber, so pena que yo no sería buen caba l lero andante,
digo que éste ta l te debió de ayudar a ca-
minar, s in que tú lo s int ieses; que hay sa-bio destos que coge a un caba l lero andante
durmiendo en su cama, y s in saber cómo o en qué manera, amanece otro día más de
mil leguas de donde anocheció. Y si no fue-
se por esto, no se podrían socorrer en sus
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pel igros los caba l leros andantes unos a otros, como se socorren a cada paso; que
acaece estar uno pe leando en las s ierras de
Armenia con algún endriago, o con algún f iero vest iglo, o con otro cabal lero, donde
l leva lo peor de la batal la y está ya a punto de muerte, y cuando no os me cato, asoma
por acul lá , encima de una nube, o sobre un
carro de fuego, otro caba l lero amigo suyo, que poco antes se ha l laba en Ingalaterra,
que le favorece y l ibra de la muerte, y a la noche se ha l la en su posada, cenando muy
a su sabor; y suele haber de la una a la otra parte dos o tres mil leguas. Y todo
esto se hace por industr ia y sabiduría des-
tos sabios encantadores que t ienen cuidado destos va lerosos cabal leros: as í que, amigo
Sancho, no se me hace d i f icultoso creer que en tan breve t iempo hayas ido y venido
desde este lugar a l de l Toboso, pues, como
tengo d icho, a lgún sabio amigo te debió de l levar en volandi l las, s in que tú lo sint i e-
ses. Así ser ía , di jo Sancho, porque a buena fe que andaba Rocinante como s i fuera a s-
no de g itano con azogue en los o ídos. ¡Y cómo s i l levaba azogue! di jo Don Qui jote, y
aun una legión de demonios, que es gente
que camina y hace caminar s in cansarse todo aquel lo que se les antoja; pero dejan-
do esto aparte, ¿qué te parece a t i que de-bo yo de hacer ahora cerca de lo que mi
señora me manda que la vaya a ver? Que
aunque yo veo que estoy obl igado a cum-pl i r su mandamiento, véome también impo-
sib i l i tado de l don que he promet ido a la pr incesa que con nosotros viene, y fuérza-
me la ley de caba l ler ía a cumpl ir mi palabra
antes que mi gusto; por una parte me aco-sa y fat iga el deseo de ver a mi señora, por
otra me inci ta y l lama la prometida fe y la glor ia que he de alcanzar en esta empresa;
pero lo que pienso hacer será caminar apriesa y l legar presto donde está este g i -
gante, y en l legando, le cortaré la cabeza,
y pondré a la pr incesa pací f icamente en su estado, y a l punto daré la vue lta a ver a la
luz que mis sent idos alumbra; a la cual daré tales disculpas, que el la venga a tener
por buena mi tardanza, pues verá que todo
redunda en aumento de su g lor ia y fama, pues cuanta yo he alcanzado, alcanzo y
alcanzare por las armas en esta v ida, toda me viene de l favor que el la me da y de ser
yo suyo. ¡Ay! di jo Sancho, ¡y cómo está vuestra merced last imado de esos cascos!
Pues d ígame, señor, ¿p iensa vuestra mer-
ced caminar este camino en balde, y dejar pasar y perder un tan r i co y tan pr inc ipal
casamiento como éste, donde le dan en dote un reino, que a buena verdad que he
oído decir que t iene más de ve inte mi l l e-
guas de contorno, y que es abundantís imo
de todas las cosas que son necesarias para el sustento de la vida humana, y que es
mayor que Portugal y que Cast i l la juntos?
Cal le , por amor de Dios, y tenga vergüenza de lo que ha dicho, y tome mi consejo, y
perdóneme, y cásese luego en el pr imer lugar que haya cura; y si no, ahí está nues-
tro l icenciado, que lo hará de perlas: y ad-
vierta que ya tengo edad para dar conse-jos, y que éste que le doy le v iene de mo l-
de, y que más vale pájaro en mano que buitre volando, porque quien bien t iene y
mal escoge, por bien que se enoja no se venga. Mira, Sancho, respondió Don Qui j o-
te, s i e l consejo que me das de que me ca-
se es porque sea luego rey en matando a l gigante, y tenga cómodo para hacerte me r-
cedes y darte lo prometido, hágote saber que sin casarme podré cumpli r tu deseo
muy fáci lmente; porque yo sacaré de ada-
hala , antes de entrar en la bata l la , que, sal iendo vencedor del la, ya que no me ca-
se, me han de dar una parte de l re ino, para que la pueda dar a quien yo quisiere; y en
dándomela, ¿a quién quieres tú que la dé sino a t i? Eso está c laro, respondió Sancho,
pero mire vuestra merced que la escoja
hacia la marina, porque, si no me contenta-re la vivienda, pueda embarcar mis negros
vasal los y hacer del los lo que ya he d icho: y vuestra merced no se cure de i r por agora
a ver a mi señora Dulc inea, s ino váyase a
matar a l g igante, y concluyamos este nego-cio; que por Dios que se me as ienta que ha
de ser de mucha honra y de mucho prove-cho.( .. .)
Capítulo XXXV
Que t rata de la brava y descomunal bata l la que Don Qui jote tuvo con unos cueros de vino t into, y se da f in a la novela de l cur i o-so impert inente Poco más quedaba por leer de la novela ,
cuando del caramanchón donde reposaba
Don Qui jote sa l ió Sancho Panza todo albo-rotado, diciendo a voces: Acudid, señores,
presto y socorred a mi señor, que anda en-vuelto en la más reñida y trabada batal la
que mis ojos han visto: vive Dios, que ha
dado una cuchi l lada a l gigante enemigo de la señora princesa Micomicona, que le ha
tajado la cabeza cercen a cercen, como s i fuera un nabo. ¿Qué decís , hermano? d i jo
el cura, dejando de leer lo que de la novela quedaba. ¿Estáis en vos, Sancho? ¿Cómo
diablos puede ser eso que decís, estando el
gigante dos mil leguas de aquí? En esto, oyeron un gran ruido en e l aposento, y que
Don Quijote decía a voces: Tente, ladrón, malandr ín, fo l lón; que aquí te tengo, y no
te ha de va ler tu cimitarra; y parecía que
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daba grandes cuchi l ladas por las paredes. Y di jo Sancho: No t ienen que pararse a escu-
char, s ino entren a despart i r la pe lea, o a
ayudar a mi amo; aunque ya no será me-nester , porque, sin duda alguna, el gigante
está ya muerto, y dando cuenta a Dios de su pasada y mala vida; que yo vi correr la
sangre por el sue lo, y la cabeza cortada y
caída a un lado, que es tamaña como un gran cuero de vino. Que me maten, d i jo a
esta sazón el ventero si Don Qui jote o don diab lo no ha dado alguna cuchi l lada en a l-
guno de los cueros de vino t into que a su cabecera estaban l lenos, y e l v ino derra-
mado debe de ser lo que le parece sangre a
este buen hombre. Y con esto, entró en el aposento, y todos t ras él , y ha l laron a Don
Qui jote en el más extraño tra je del mundo. Estaba en camisa, la cual no era tan cum-
pl ida, que por delante le acabase de cubrir
los muslos, y por detrás tenía se is dedos menos; las piernas eran muy largas y f l a-
cas, l lenas de vel lo y no nada l impias; tenía en la cabeza un bonet i l lo col orado grasien-
to, que era de l ventero; en e l brazo i z-quierdo tenía revuelta la manta de la cama,
con quien tenía ojer iza Sancho, y é l se sab-
ía bien el porqué; y en la derecha, desen-vainada la espada, con la cual daba cuch i-
l ladas a todas partes, diciendo palabras como s i verdaderamente estuviera pe leando
con a lgún gigante. Y es lo bueno que no
tenía los ojos abiertos, porque estaba dur-miendo y soñando que estaba en bata l la
con e l g igante; que fue tan intensa la ima-ginación de la aventura que iba a fenecer,
que le h izo soñar que ya había l legado al
re ino de Micomicón, y que ya estaba en la pelea con su enemigo; y había dado tantas
cuchi l ladas en los cueros, creyendo que las daba en el gigante, que todo el aposento
estaba l leno de v ino. Lo cua l v isto por el ventero, tomó tanto enojo, que arremetió
con Don Quijote, y a puño cerrado le co-
menzó a dar tantos golpes, que si Cardenio y e l cura no se le quitaran, él acabara la
guerra de l g igante; y con todo aquel lo, no despertaba el pobre cabal lero, hasta que e l
barbero t rujo un gran caldero de agua fr ía
del pozo, y se le echó por todo e l cuerpo de golpe, con lo cual despertó Don Qui jote;
mas no con tanto acuerdo, que echase de ver de la manera que estaba. Dorotea, que
vio cuán corta y sot i lmente estaba vest ido, no quiso entrar a ver la bata l la de su ayu-
dador y de su contrar io. Andaba Sancho
buscando la cabeza del g igante por todo e l suelo, y como no la hal laba di jo: Ya yo sé
que todo lo desta casa es encantamento; que la otra vez en este mesmo lugar donde
ahora me ha l lo, me d ieron muchos mojico-
nes y porrazos, s in saber quién me los da-
ba, y nunca pude ver a nadie; y ahora no parece por aquí esta cabeza que vi cortar
por mis mismísimos ojos, y la sangre corr ía
del cuerpo como de una fuente. ¿Qué san-gre ni qué fuente dices, enemigo de Dios y
de sus santos? di jo el ventero; ¿no ves, ladrón, que la sangre y la fuente no es otra
cosa que estos cueros que aquí están hora-
dados y el vino t into que nada en este apo-sento, que nadando vea yo el a lma en los
inf iernos de quien los horadó? No sé nada, respondió Sancho: só lo sé que vendré a ser
tan desdichado, que, por no hal lar esta ca-beza, se me ha de deshacer mi condado
como la sa l en el agua. Y estaba peor San-
cho despierto que su amo durmiendo: ta l le tenían las promesas que su amo le había
hecho. El ventero se desesperaba de ver la f lema del escudero y el maleficio de l señor,
y juraba que no había de ser como la vez
pasada, que se le fueron s in pagar, y que ahora no le habían de valer los pr iv i legios
de su cabal ler ía para dejar de paga r lo uno y lo otro, aun hasta lo que pudiesen costar
las botanas que se habían de echar a los rotos cueros. Tenía e l cura de las manos a
Don Qui jote, e l cua l, creyendo que ya había
acabado la aventura, y que se ha l laba de-lante de la pr incesa Micomicona, se hincó
de rodi l las delante de l cura, diciendo: B ien puede la vuestra grandeza, a lta y famosa
señora, v iv ir , de hoy más segura que le
pueda hacer mal esta mal nacida cr ia tura; y yo también de hoy más soy quito de la pa-
labra que os d i, pues con e l ayuda del a lto Dios y con e l favor de aquel la por quien yo
vivo y respiro, tan b ien la he cumplido. ¿No
lo di je yo? di jo oyendo esto Sancho; sí que no estaba yo borracho; mirad si t iene pues-
to ya en sal mi amo a l gigante: ciertos son los toros, mi condado está de mo lde .
¿Quién no había de reír con los disparates de los dos, amo y mozo? Todos re ían sino
el ventero, que se daba a Satanás; pero, en
f in, tanto hic ieron e l barbero, Cardenio y e l cura, que con no poco trabajo, dieron con
Don Qui jote en la cama, el cua l se quedó dormido, con muestras de grandísimo can-
sancio. Dejáronle dormir , y sal iéronse a l
portal de la venta a consolar a Sancho Pan-za de no haber ha l lado la cabeza del g igan-
te, aunque más tuvieron que hacer en apla-car al ventero, que estaba desesperado por
la repentina muerte de sus cueros.(. . .)
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Historia de la vida del Buscón Llamado Don Pablos, Ejemplo De
Vagamundos Y Espejo De Tacaños Francisco De Quevedo.1626
Libro pr imero
Capítu lo I
En que cuenta quién es el Buscón
Yo, señora, soy de Segovia; mi padre se
l lamó Clemente Pablo, natural del mismo pueblo; Dios le tenga en el cie lo. Fue, ta l
como todos dicen, de of icio barbero, aun-que eran tan altos sus pensamientos que se
corr ía de que le l lamasen así , d ic iendo que
él era tundidor de meji l las y sastre de ba r-bas. Dicen que era de muy buena cepa, y
según él bebía es cosa para creer. Estuvo casado con Aldonza de San Pedro, hi ja de
Diego de San Juan y nieta de Andrés de San Cristóba l. Sospechábase en el pueblo
que no era cr is t iana vieja , aun viéndola con
canas y rota, aunque el la , por los nombres y sobrenombres de sus pasados, quiso e s-
forzar que era decendiente de la glor ia. Tuvo muy buen parecer para letrado; mujer
de amigas y cuadr i l la , y de pocos enemi-
gos, porque hasta los tres de l a lma no los tuvo por ta les; persona de va lor y conocida
por quien era. Padeció grandes trabajos rec ién casada, y aun después, porque ma-
las lenguas daban en decir que mi pad re
metía el dos de bastos para sacar e l as de oros. Probósele que a todos los que hacía
la barba a navaja, mientras les daba con el agua levantándoles la cara para el lavato-
r io, un mi hermanico de siete años les sa-caba muy a su salvo los tuétanos de las
fa ldr iqueras. Murió e l angel ico de unos azo-
tes que le dieron en la cárcel . Sint ió lo mu-cho mi madre, por ser ta l que robaba a t o-
dos las voluntades. Por estas y otras niñe r-ías estuvo preso, y r igores de just icia , de
que hombre no se puede defender, le saca-
ron por las cal les. En lo que toca de medio abajo t ratáronle aquel los señores rega la-
damente. Iba a la
br ida en best ia segura y de buen paso, con mesura y buen día . Mas de medio arr iba,
etcétera, que no hay más que decir para
quien sabe lo que hace un p intor de suela en unas cost i l las. Diéronle docientos esco-
gidos, que de al l í a seis años se le conta-ban por encima de la ropi l la. Más se movía
el que se los daba que él, cosa que pareció
muy bien; d iv irt ióse a lgo con las alabanzas que iba oyendo de sus buenas carnes, que
le estaba de perlas lo co lorado. Mi madre, pues, ¡no tuvo ca lamidades! Un
día, a labándomela una v ie ja que me cr ió, decía que era ta l su agrado que
hechizaba a cuantos la trataban. Y decía,
no s in sent imiento: -En su t iempo, hi jo, eran los virgos como
soles, unos amanecidos y otros puestos, y los más en un día mismo amanecidos y
puestos.
Hubo fama que reedi f icaba doncel las, r e-suscitaba cabel los encubr iendo canas, em-
preñaba p iernas con pantorr i l las post izas. Y con no tratar la nadie que
se le cubr iese pelo, solas las ca lvas se la cubr ía, porque hacía cabel leras; poblaba
quijadas con d ientes; a l f in v ivía de ado r-
nar hombres y era remendona de cuerpos. Unos la l lamaban zurcidora de gustos,
otros, a lgebr ista de voluntades desconce r-tadas; otros, juntona; cuál la l lamaba en-
flautadora de miembros y cuál te jedora de
carnes y por mal nombre alcagüeta. Para unos era tercera, pr imera para otros y f lux
para los dineros de todos. Ver, pues, con la cara de r isa que el la oía esto de todos era
para dar mi l gracias a Dios.
Hubo grandes di ferencias entre mis padres
sobre a quién había de imitar en el of ic io, mas yo, que s iempre tuve pensamientos de
caba l lero desde chiqui to, nunca me apl iqué a uno ni a otro. Decíame mi padre:
-Hijo, esto de ser ladrón no es arte mecá-
nica sino l iberal . Y de a l l í a un rato, habiendo suspirado,
decía de manos: -Quien no hurta en e l mundo, no v ive. ¿Por
qué p iensas que los alguaci les y
jueces nos aborrecen tanto? Unas veces nos dest ierran, otras nos azotan y otras
nos cuelgan... , no lo puedo decir s in lágr i -mas ( l loraba como un niño e l buen vie jo,
acordándose de las que le habían batanado las cost i l las) . Porque no querr ían que don-
de están hubiese otros ladrones s ino e l los y
sus minist ros. Mas de todo nos l ibró la buena astucia. En mi mocedad siempre an-
daba por las ig les ias, y no de puro buen cr ist iano. Muchas veces me hubieran l lor a-
do en e l asno s i hubiera cantado en el po-
tro. Nunca confesé s ino cuando lo mandaba
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la Santa Madre Igles ia. Preso estuve por pedigüeño en caminos y a pique de que me
esteraran e l tragar y de acabar todos mis
negocios con d iez y se is maravedís: diez de soga y seis de cáñamo. Mas de todo me ha
sacado el punto en boca, el chitón y los nones. Y con esto y mi of ic io, he sustent a-
do a tu madre lo más honradamente que he
podido. -¿Cómo a mí sustentado? -di jo el la con
grande cólera. Yo os he sustentado a vos, y sacádoos de las cárce les con indus-
tr ia y mantenídoos en el las con dinero. Si no confesábades, ¿era por vuestro ánimo
o por las bebidas que yo os daba?
¡Gracias a mis botes! Y si no temiera que me habían de o ír en la cal le, yo d ijera lo
de cuando entré por la chimenea y os sa-qué por el te jado.
Metí los en paz diciendo que yo quer ía
aprender vi rtud resuel tamente y ir con mis buenos pensamientos adelante, y que para
esto me pusiesen a la escue la, pues sin leer ni escr ibi r no se podía hacer nada. Pa-
rec ió les b ien lo que decía, aunque lo gr u-ñeron un rato entre los dos. Mi madre se
entró adentro y mi padre fue a rapar a uno
(así lo di jo é l) no sé s i la barba o la bolsa: lo más ordinar io era uno y otro. Yo me
quedé solo, dando gracias a Dios porque me hizo hijo de padres tan celosos de mi
bien.
Capítu lo II
De cómo fue a la escuela y lo que en el la le
sucedió
A otro d ía ya estaba comprada la cart i l la y
hablado e l maestro. Fui , señora, a la escuela; recibióme muy alegre d ic iendo
que tenía cara de hombre agudo y de buen entendimiento. Yo, con esto, por no
desmentir le di muy b ien la l ic ión aquel la
mañana. Sentábame e l maestro junto a s í , ganaba la palmator ia los más d ías por
venir antes y íbame el postrero por hacer algunos recados a la señora, que as í
l lamábamos la mujer del maestro. Teníalos
a todos con semejantes car ic ias obl igados; favorecíanme demasiado, y con
esto creció la envidia en los demás niños. Llegábame de todos, a los hi jos de
caba l leros y personas principales, y part icularmente a un hi jo de don Alonso
Coronel de Zúñiga, con e l cual juntaba
meriendas. Íbame a su casa a jugar los días de f iesta y acompañábale cada día .
Los otros, o que porque no les hablaba o que porque les parecía demasiado punto el
mío, s iempre andaban poniéndome nombres
tocantes a l of ic io de mi padre. Unos me
l lamaban don Navaja, otros don Ventosa; cuál decía, por d isculpar la invidia , que me
quería mal porque mi madre le había chu-
pado dos hermanitas pequeñas de noche; otro decía que a mi padre le habían l levado
a su casa para que la l impiase de ratones (por l lamarle gato). Unos me decían «zape»
cuando pasaba y otros «miz». Cuál decía:
-Yo la t iré dos berenjenas a su madre
cuando fue obispa.
Al f in, con todo cuanto andaban royéndome los zancajos, nunca me fa ltaron, glor ia a
Dios. Y aunque yo me corr ía d is imulaba;
todo lo sufr ía, hasta que un día un mucha-cho se atrevió a decirme a voces hi jo de
una puta y hechicera; lo cua l, como me lo di jo tan claro (que aun si lo d i jera turb io
no me diera por entendido) agarré una pie-
dra y descalabré le . Fuime a mi madre co-rr iendo que me escondiese; contéla e l ca-
so; dí jome: -Muy b ien hiciste: bien muestras quién
eres; sólo anduviste errado en no pregun-tar le quién se lo d i jo.
Cuando yo o í esto, como siempre tuve altos
pensamientos, vo lvíme a el la y roguéla me declarase si le podía desmenti r
con verdad o que me dijese s i me había concebido a escote entre muchos o s i era
hi jo de mi padre. R ióse y d i jo:
-¡Ah, noramaza! ¿eso sabes decir? No serás bobo; gracia t ienes. Muy b ien hic iste en
quebrarle la cabeza, que esas cosas, aun-que sean verdad, no se han de decir.
Yo con esto quedé como muerto y d ime por
novi l lo de legít imo matr imonio, determ ina-do de coger lo que pudiese en breves días
y sa l irme de en casa de mi padre: tanto pudo conmigo la vergüenza. Disimulé, fue
mi padre, curó al muchacho, apaciguólo y volvióme a la escue la , adonde el maestro
me recibió con i ra hasta que, oyendo la
causa de la r iña, se le aplacó el enojo con-siderando la razón que había tenido.
En todo esto, s iempre me vis itaba aquel hi jo de don Alonso de Zúñiga, que se l l a-
maba don Diego, porque me quería bien
natura lmente, que yo trocaba con él los peones si eran mejores los míos, dábale de
lo que almorzaba y no le pedía de lo que él comía, comprábale estampas, enseñábale a
luchar, jugaba con é l a l toro, y entretenía le siempre. As í que los más días, sus padres
del caba l ler ito, viendo cuánto le regoci jaba
mi compañía, rogaban a los míos que me dejasen con é l a comer y cenar y aun a
dormir los más d ías. Sucedió, pues, uno de los pr imeros que
hubo escuela por Navidad, que vini endo por
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la cal le un hombre que se l lamaba Poncio de Aguirre, e l cua l tenía
fama de confeso, que el don Dieguito me
di jo: -Hola, l lámale Poncio Pi lato y echa a correr.
Yo, por darle gusto a mi amigo, l laméle Poncio Pi lato. Corr ióse tanto el hombre que
dio a correr t ras mí con un cuchi l lo desnu-
do para matarme, de suerte que fue forzo-so meterme huyendo en casa de mi maestro
dando gr itos. Entró el hombre tras mí y defendióme e l maestro de que no me mata-
se, asigurándole de cast igarme. Y así luego (aunque señora le rogó por mí, movida de
lo que yo la servía , no aprovechó), mandó-
me desatacar y azotándome, decía t ras ca-da azote:
-¿Diré is más Poncio Pi lato?
Yo respondía:
-No, señor.
Y respondí lo veinte veces a otros tantos
azotes que me dio. Quedé tan esca rmenta-do de decir Poncio Pi lato y con ta l miedo,
que mandándome el día siguiente decir ,
como sol ía , las oraciones a los otros, l l e-gando a l Credo (advierta V. Md. la inocente
mal icia), a l t iempo de decir «padeció so e l poder de Poncio Pi la to», acordándome que
no había de decir más Pi latos, di je: «pade-
ció so el poder de Poncio de Aguirre». Dió le al maestro tanta r isa de oí r mi s impl ic idad
y de ver el miedo que le había tenido, que
me abrazó y dio una f i rma en que me pe r-
donaba de azotes las dos pr imeras veces que los mereciese. Con esto fu i yo muy
contento.
En estas niñeces pasé algún t iempoapren-diendo a leer y escrebir . L legó (por no en-
fadar) e l de unas Carnesto lendas, y t razan-
do el maestro de que se holgasen sus mu-chachos, ordenó que hubiese rey de gal los.
Echamos suertes entre doce señalados por él y cúpome a mí. Avisé a mis padres que
me buscasen galas.
Llegó el d ía y sal í en uno como cabal lo,
mejor d i jera en un cofre v ivo, que no andu-vo en peores pasos Roberto el diablo,
según andaba é l. Era rucio, y rodado el que iba encima por lo que caía en todo. La edad
no hay que tratar , b iznietos tenía en ta-
honas. De su raza no sé más de que sospe-cho era de judío según era medroso y de s-
dichado. Iban tras mí los demás niños t o-dos aderezados.
Pasamos por la plaza (aun de acordarme tengo miedo), y l legando cerca de las me-
sas de las verduras (Dios nos l ibre) , agarró
mi caba l lo un repol lo a una, y ni fue visto ni o ído cuando lo despachó a las tr ipas, a
las cuales, como iba rodando por e l gazna-te, no l legó en mucho t iempo. La bercera
(que s iempre son desvergonzadas) empezó
a dar voces; l legáronse otras y con el las pícaros, y alzando zanorias, garrofa les, na-
bos fr isones, tronchos y otras legumbres, empiezan a dar tras e l pobre rey. Yo, v ie n-
do que era batal la nabal y que no se había de hacer a cabal lo, comencé a apearme;
mas tal golpe me le d ieron al caba l lo en la
cara que, yendo a empinarse, cayó conmigo en una (hablando con perdón) pr ivada.
Púseme cua l V. Md. puede imaginar. Ya mis muchachos se habían armado de piedras y
daban tras las revendederas -y descalabra-
ron dos.
Yo, a todo esto, después que ca í en la pr i -vada, era la persona más necesar ia de la
r iña. Vino la just ic ia, comenzó a hacer i n-formación, prendió a berceras y muchachos
mirando a todos qué armas tenían y
quitándose las, porque habían sacado algu-nos dagas de las que traían por gala y
otros espadas pequeñas. L legó a mí, y viendo que no tenía ningunas, po r-
que me las habían quitado y met ídolas
en una casa a secar con la capa y sombre-ro, p idióme, como digo, las armas, a l
cual respondí , todo sucio, que si no eran ofensivas contra las narices, que yo no
tenía otras. Quiero confesar a V. Md. que
cuando me empezaron a t i rar los tronchos, nabos, etcétera, que, como yo
l levaba p lumas en e l sombrero, entendiendo que me habían tenido por mi
madre y que la t i raban, como habían hecho otras veces, como necio y muchacho,
empecé a decir : «Hermanas, aunque
l levo p lumas, no soy A ldonza de San Pedro, mi madre» (como s i e l las no lo
echaran de ver por el ta l le y rostro) . El miedo me disculpó la ignorancia , y el
sucederme la desgracia tan de repente.
Pero, vo lv iendo al a lguaci l , quísome l levar
a la cárcel, y no me l levó porque no hal laba por donde asirme (tal me había
puesto del lodo). Unos se fueron por una parte y otros por otra, y yo me vine a mi
casa desde la p laza mart ir izando cuantas
nar ices topaba en el camino. Entré en e l la , conté a mis padres el suceso, y
corr iéronse tanto de verme de la manera que venía que me quis ieron maltratar.
Yo echaba la culpa a las dos leguas de
rocín exprimido que me dieron.
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Procuraba sat is facer los, y, viendo que no bastaba, sa l íme de su casa y fuime a
ver a mi amigo don Diego, a l cual hal lé en
la suya desca labrado, y a sus padres resuel tos por el lo de no inviar le más a la
escuela . A l l í tuve nuevas de cómo mi rocín, viéndose en aprieto, se esforzó a
t irar dos coces, y de puro f laco se le
desgajaron las dos piernas y se quedó sembrado para otro año en el lodo, bien
cerca de expirar .
Viéndome, pues, con una f iesta revuelta, un pueblo escandal izado, los padres
corr idos, mi amigo desca labrado y el caba-
l lo muerto, determinéme de no volver más a la escue la ni a casa de mis padres,
s ino de quedarme a serv ir a don Diego o, por mejor decir , en su compañía, y esto
con gran gusto de los suyos, por e l
que daba mi amistad al n iño. Escr ibí a mi casa que yo no había menester más ir a
la escue la porque, aunque no sabía bien escr ibir , para mi intento de ser cabal lero
lo que se requería era escr ibi r ma l , y que así , desde luego renunciaba la escuelapor
no darles gasto y su casa para ahorrar los
de pesadumbre. Avisé de dónde y cómo quedaba y que hasta que me diesen
l icencia no los ver ía. Capítu lo III
De cómo fue a un pupi la je por cr iado de
don Diego Coronel Determinó, pues, don Alonso de poner a su
hi jo en pupi la je, lo uno por apartar le de su regalo, y lo otro por aho-
rrar de cuidado. Supo que había en
Segovia un l icenciado Cabra que tenía por of icio e l cr iar hi jos de caba l leros, y
envió a l lá el suyo y a mí para que le acom-pañase y s irviese.
Entramos, pr imero domingo después de Cuaresma, en poder de la hambre
viva, porque ta l lacer ia no admite encare-
cimiento. Él era un c lér igo cerbatana, largo sólo en el ta l le, una cabeza pequeña,
los ojos avecindados en e l cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan hun-
didos y escuros que era buen sit io el
suyo para t iendas de mercaderes; la nariz , de cuerpo de santo, comido el pico,
entre Roma y Francia , porque se le había comido de unas búas de resfr iado, que
aun no fueron de vicio porque cuestan d i -nero; las barbas descolor idas de miedo
de la boca vecina, que de pura hambre pa-
rec ía que amenazaba a comérse las; los dientes, le fa ltaban no sé cuántos, y p ienso
que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate largo co-
mo de avestruz, con una nuez tan sal ida
que parecía se iba a buscar de comer fo r-zada de la necesidad; los brazos secos;
las manos como un manojo de sarmientos
cada una. Mirado de medio abajo parecía tenedor o compás, con dos piernas
largas y f lacas. Su andar muy espacioso; si se descomponía algo, le so-
naban los güesos como tabl i l las de San
Lázaro. La habla ét ica, la barba grande, que nunca se la cortaba por no gastar, y
é l decía que era tanto el asco que le daba ver la mano de l barbero por su cara,
que antes se dejar ía matar que tal perm i-t iese. Cortábale los cabel los un
muchacho de nosotros. Tra ía un bonete los
días de sol ratonado con mi l gateras y guarniciones de grasa; era de cosa que fue
paño, con los fondos en caspa. La sotana, según decían algunos, era mi lagr o-
sa, porque no se sabía de qué color era.
Unos, viéndola tan s in pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era
i lusión; desde cerca parecía negra y desde lejos entre azul. L levábala sin ceñidor ;
no tra ía cuel lo ni puños. Parecía , con esto y los cabel los largos y la sotana y e l
bonetón, teat ino lanudo. Cada zapato podía
ser tumba de un f i l isteo. Pues ¿su aposento? Aun arañas no había en é l. Con-
juraba los ratones de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba.
La cama tenía en el suelo, y dormía
s iempre de un lado por no gastar las sába-nas. Al f in, é l era archipobre y
protomiseria . A poder déste, pues, vine, y en su poder
estuve con don Diego, y la noche
que l legamos nos señaló nuestro aposento y nos hizo una p lát ica corta, que aun
por no gastar t iempo no duró más. Dí jonos lo que habíamos de hacer. Estuvimos
ocupados en esto hasta la hora de comer. Fuimos al lá; comían los amos primero
y serv íamos los cr iados.
El ref itor io era un aposento como medio celemín. Sentábanse a una mesa
hasta cinco cabal leros. Yo miré lo pr imero por los gatos, y como no los v i,
pregunté que cómo no los había a un cr iado
ant iguo, e l cual , de f laco, estaba ya con la marca del pupi la je. Comenzó a en-
ternecerse, y d i jo: -¿Cómo gatos? Pues ¿quién os ha d icho a
vos que los gatos son amigos de ayunos y peni tencias? En lo gordo se os
echa de ver que sois nuevo. ¿Qué t iene
esto de refitor io de Jerónimos para que se cr íen aquí?
Yo, con esto, me comencé a af l ig ir , y más me susté cuando advert í que todos
los que vivían en e l pupi la je de antes est a-
ban como leznas, con unas caras que
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parecía se afeitaban con d iaqui lón. Sentóse el l icenciado Cabra y echó la
bendición. Comieron una comida eterna, s in
pr incipio ni f in. Trujeron caldo en unas escudi l las de madera, tan claro, que
en comer una del las pel igrara Narciso más que en la fuente. Noté con la ans ia
que los maci lentos dedos se echaban a
nado t ras un garbanzo güérfano y solo que estaba en e l sue lo. Decía Cabra a
cada sorbo: -Cierto que no hay tal cosa como la o l la ,
digan lo que di jeren; todo lo demás es vicio y gula .
Y, sacando la lengua, la paseaba por los
bigotes, lamiéndoselos, con que dejaba la barba pavonada de caldo. Aca-
bando de decir lo, echóse su escudi l la a pechos, diciendo:
-Todo esto es sa lud, y otro tanto ingenio.
-¡Mal ingenio te acabe!, decía yo entre mí, cuando vi un mozo medio espír i tu
y tan f laco, con un p lato de carne en las manos que parecía que la había quitado
de s í mismo. Venía un nabo aventurero a vueltas de la carne (apenas), y di jo e l
maestro en viéndole:
-¿Nabo hay? No hay perdiz para mí que se le iguale. Coman, que me huelgo
de ver los comer. Y tomando el cuchi l lo por el cuerno, picóle
con la punta y asomándole a las
nar ices, t rayéndole en proces ión por la po r-tada de la cara, meciendo la cabeza
dos veces, di jo: -Conforta realmente, y son cordia les.
Que era grande adulador de las legumbres.
Repart ió a cada uno tan poco carnero que entre lo que se les pegó en las
uñas y se les quedó entre los d ientes, pienso que se consumió todo, dejando des-
comulgadas las t r ipas de part ic ipantes. Cabra los miraba y decía:
-Coman, que mozos son y me huelgo de ver
sus buenas ganas. ¡Mire V. Md. qué al iño para los que boste-
zaban de hambre! Acabaron de comer y quedaron unos mendrugos en la
mesa, y en el plato dos pel le jos y unos
güesos, y di jo el pupi lero: -Quede esto para los cr iados, que también
han de comer; no lo queramos todo.
-¡Mal te haga Dios y lo que has comido, lacerado -decía yo-, que tal amenaza
has hecho a mis tr ipas!
Echó la bendic ión, y di jo: -Ea, demos lugar a la genteci l la que se re-
papi le, y váyanse hasta las dos a hacer e jercic io, no les haga mal lo que han
comido.
Entonces yo no pude tener la r isa , abriendo toda la boca. Enojóse mucho y
dí jome que aprendiese modest ia y tres o
cuatro sentencias viejas y fuese. Sentámonos nosotros, y yo, que vi e l nego-
cio malparado y que mis t r ipas pedían just ic ia, como más sano y más fue r-
te que los otros, arremetí a l plato,
como arremetieron todos, y emboquéme de tres medrugos los dos y e l un
pel lejo. Comenzaron los otros a gruñir ; a l ru ido entró Cabra, dic iendo:
-Coman como hermanos, pues Dios les da con qué. No r iñan, que para todos
hay.
Volvióse al so l y dejónos solos. Cert i f ico a V. Md. que vi a l uno del los, que
se l lamaba Jurre, vizcaíno, tan o lvidado ya de cómo y por dónde se comía, que
una cortec i l la que le cupo la l levó dos ve-
ces a los ojos, y entre tres no le acertaban a encaminar las manos a la boca.
Pedí yo de beber, que los otros, por estar casi en ayunas, no lo hacían, y d i é-
ronme un vaso con agua, y no le hube bien l legado a la boca, cuando, como si fuera
lavatorio de comunión, me le qui tó
e l mozo espir i tado que di je. Levantéme con grande dolor de mi a lma, v iendo que
estaba en casa donde se br indaba a las tr ipas y no hacían la razón. Diome gana
de descomer, aunque no había comido, d i-
go, de proveerme, y pregunté por las necesarias a un ant iguo, y d í jome:
-Como no lo son en esta casa, no las hay. Para una vez que os proveeréis
mientras aquí estuviéredes, dondequiera
podréis; que aquí estoy dos meses ha y no he hecho tal cosa sino el día que entré,
como agora vos, de lo que cené en mi casa la noche antes.
¿Cómo encareceré yo mi tr isteza y pena? Fue tanta, que considerando lo
poco que había de entrar en mi cuerpo, no
osé, aunque tenía gana, echar nada dél . Entretuvímonos hasta la noche. Decí a-
me don Diego que qué haría él para persuadir a las t r ipas que habían comido,
porque no lo querían creer. Andaban
váguidos en aquel la casa como en otras ahítos.
Llegó la hora de cenar; pasóse la mer ienda en blanco, y la cena ya que no se
pasó en blanco, se pasó en moreno: pasas y a lmendras y candi l y dos
bendiciones, porque se di jese que cenába-
mos con bendic ión. «Es cosa saludable (decía) cenar poco, para tener e l estómago
desocupado», y citaba una arretahí la de médicos infernales. Decía alabanzas de
la d ieta y que se ahorraba un hombre
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de sueños pesados, sabiendo que en su casa no se podía soñar otra cosa s ino
que comían. Cenaron y cenamos todos y no
cenó ninguno. Fuímonos a acostar y en toda la noche pu-
dimos yo ni don Diego dormir, é l trazando de quejarse a su padre y pedir
que le sacase de a l l í y yo aconsejándole
que lo hiciese; aunque últ imamente le di je: -Señor, ¿sabéis de cierto s i estamos v ivos?
Porque yo imagino que en la pendencia de las berceras nos mataron, y
que somos ánimas que estamos en el Purgatorio. Y as í, es por demás decir que
nos saque vuestro padre, s i a lguno no
nos reza en alguna cuenta de perdones y nos saca de penas con alguna misa en
a ltar previ legiado. Entre estas plát icas y un poco que dorm i-
mos, se l legó la hora de levantar .
Dieron las seis y l lamó Cabra a l ic ión; fu i -mos y oímosla todos. Mandáronme leer
e l pr imer nominat ivo a los otros, y era de manera mi hambre que me desayuné
con la mitad de las razones, comiéndome-las. Y todo esto creerá quien supiere lo
que me contó e l mozo de Cabra, diciendo
que una Cuaresma topó muchos hombres, unos metiendo los pies, otros las
manos y otros todo el cuerpo en el portal de su casa, y esto por muy gran ra-
to, y mucha gente que venía a sólo
aquel lo de fuera; y preguntando a uno un día que qué sería (porque Cabra se
enojó de que se lo preguntase) respondió que los unos tenían sarna y los otros
sabañones y que en metiéndolos en aquel la
casa mor ían de hambre, de manera que no comían desde al l í adelante. Cert i-
f icóme que era verdad, y yo, que conocí la casa, lo creo. Dígolo porque no parezca
encarecimiento lo que di je. Y vo lviendo a la l ic ión, d iola y decorámosla. Y
prosiguió s iempre en aquel modo de
vivi r que he contado. Sólo añadió a la c o-mida toc ino en la ol la, por no sé qué que
le di jeron un d ía de hidalguía al lá fuera. Y así , tenía una caja de hierro, toda
agujerada como salvadera, abría la y metía
un pedazo de tocino en e l la que la l lenase y tornábala a cerrar y metía la co l -
gando de un cordel en la ol la, para que la diese algún zumo por los agujeros y queda-
se para otro día el toc ino. Pareció le después que en esto se gastaba mucho, y
dio en sólo asomar el tocino a la ol la .
Dábase la ol la por entendida del toc ino y nosotros comíamos algunas sospechas
de perni l . Pasábamoslo con estas cosas como se puede imag inar.
Don Diego y yo nos v imos tan al cabo que,
ya que para comer al cabo de un
mes no ha l lábamos remedio, le buscamos para no levantarnos de mañana; y así ,
trazamos de decir que teníamos algún mal.
No osamos decir ca lentura, porque no la teniendo era fác i l de conocer el enredo.
Dolor de cabeza u muelas era poco estorbo. Di j imos al f in que nos dol ían las
tr ipas y que estábamos muy malos de
achaque de no haber hecho de nuestras personas en t res d ías, f iados en que a
trueque de no gastar dos cuartos en una melecina, no buscaría el remedio. Mas
ordenólo el d iablo de otra suerte, porque tenía una que había heredado de su
padre, que fue bot icar io. Supo el mal , y
tomóla y aderezó una melecina, y haciendo l lamar una v ieja de setenta años,
t ía suya, que le servía de enfermera, di jo que nos echase sendas gaitas. Empeza-
ron por don Diego; el desventurado
atajóse, y la v ie ja, en vez de echársela d e-ntro, d isparóse la por entre la camisa y
e l espinazo y diole con el la en el cogote, y vino a serv ir por defuera de guarnic ión
la que dentro había de ser aforro. Quedó e l mozo dando gritos; v ino Cabra y,
viéndolo, di jo que me echasen a mí la otra,
que luego tornarían a don Diego. Yo me res ist ía, pero no me val ió, porque, t e-
niéndome Cabra y otros, me la echó la vie ja , a la cual de retorno di con el la en
toda la cara. Enojóse Cabra conmigo y
di jo que él me echaría de su casa, que b ien se echaba de ver que era bel laquer ía
todo. Yo rogaba a Dios que se enojase tan-to que me despid iese, mas no lo quiso
mi ventura.
Quejábamonos nosotros a don Alonso, y e l Cabra le hacía creer que lo
hacíamos por no asist i r a l estudio. Con esto no nos val ían p legarias.
Metió en casa la v ie ja por ama, para que guisase de comer y sirviese a los
pupi los y despidió al cr iado porque le ha l ló
un viernes a la mañana con unas migajas de pan en la ropi l la. Lo que pasa-
mos con la vieja, Dios lo sabe. Era tan sorda que no oía nada; entendía por señas;
ciega, y tan gran rezadora que un día
se le desensartó el rosario sobre la o l la y nos la t rujo con el caldo más devoto
que he comido. Unos decían: -«¡Garbanzos negros! Sin duda son de Et iopía».
Otro decía: -«¡Garbanzos con luto! ¿Quién se les habrá muerto?» Mi amo fue el
pr imero que se enca jó una cuenta, y a l
mascar la se quebró un diente. Los viernes sol ía inviar unos güevos, con tantas barbas
fuerza de pelos y canas suyas que pudieran pretender corregimiento u abo-
gacía Pues meter e l badi l por e l cucharón
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y inviar una escudi l la de ca ldo empedrada era ord inario. Mi l veces topé yo
sabandijas, pa los y estopa de la que hi laba
en la ol la. Y todo lo metía para que hiciese presencia en las tr ipas y abultase.
Pasamos en este t rabajo hasta la Cuares-ma; v ino, y a la entrada de l la estuvo
malo un compañero. Cabra, por no gastar ,
detuvo el l lamar médico hasta que ya él pedía conf is ión más que otra cosa. L lamó
entonces un plat icante, e l cual le tomó el pulso y di jo que la hambre le había
ganado por la mano en matar aquel hombre. Diéronle el Sacramento, y el po-
bre, cuando le vio (que había un día que
no hablaba), di jo: -Señor mío Jesucristo, necesar io ha sido el
veros entrar en esta casa para persuadirme que no es el inf ierno.
Imprimiéronseme estas razones en el co-
razón. Murió e l pobre mozo, enterrámosle muy pobremente por ser fo-
rastero, y quedamos todos asombrados. Divulgóse por el pueblo el caso atroz, l legó
a oídos de don Alonso Coronel y como no tenía otro hi jo, desengañóse de
los embustes de Cabra y comenzó a dar
más crédito a las razones de dos sombras, que ya estábamos reducidos a tan
miserable estado. V ino a sacarnos de l pup i-laje y teniéndonos delante nos
preguntaba por nosotros. Y ta les nos vio
que s in aguardar a más, tratando muy mal de palabra al l icenciado Vig i l ia, nos
mandó l levar en dos si l las a casa. Despedímonos de los compañeros, que nos
seguían con los deseos y con los
ojos, haciendo las lást imas que hace el que queda en Argel viendo venir
rescatados por la Tr in idad sus compañeros. Capítu lo IV
De la convalecencia y ida a estudiar a A l -calá de Henares
Entramos en casa de don Alonso y echáron-
nos en dos camas con mucho t iento, porque no se nos desparramasen los
huesos de puro ro ídos de la hambre. Trujeron exploradores que nos buscasen los
ojos por toda la cara, y a mí, como
había s ido mi t rabajo mayor y la hambre imperia l, que a l f in me trataban como a
cr iado, en buen rato no me los hal laron. Trujeron médicos y mandaron que nos
l impiasen con zorras el polvo de las bocas, como a retablos, y b ien lo éramos de
due los. Ordenaron que nos diesen sustan-
cias y pistos. ¡Quién podrá contar, a la pr imera almendrada y a la pr imera ave, las
luminar ias que pusieron las tr ipas de contento? Todo les hacía novedad. Manda-
ron los dotores que por nueve d ías no
hablase nadie rec io en nuestro aposento, porque como estaban güecos los
estómagos sonaba en el los e l eco de cua l-
quiera palabra. Con estas y otras prevenciones comenza-
mos a volver y cobrar algún al iento, pero nunca podían las qui jadas desdobla r-
se, que estaban magras y a lforzadas , y
así se dio orden que cada día nos las aho r-masen con la mano de l a lmirez.
Levantábamonos a hacer pin icos dentro de cuarenta días, y aún parecíamos
sombras de otros hombres, y en lo amari l lo y f laco simiente de los Padres de l
yermo. Todo el día gastábamos en dar gra-
cias a Dios por habernos rescatado de la capt iv idad de l f ier ís imo Cabra, y rogá-
bamos a l Señor que ningún cr ist iano cayese en sus manos crue les. Si acaso, c o-
miendo, alguna vez nos acordábamos
de las mesas de l mal pupi lero, se nos a u-mentaba la hambre tanto que
acrecentábamos la costa aquel día . Sol í a-mos contar a don Alonso cómo a l
sentarse en la mesa nos decía males de la gula (no habiéndola él conocido en su
vida), y reíase mucho cuando le contába-
mos que en e l mandamiento de No matarás, metía perd ices y capones, ga l l inas
y todas las cosas que no quería darnos, y, por el consiguiente, la hambre,
pues parecía que tenía por pecado e l
matarla, y aun e l her ir la , según regateaba el comer.
Pasáronsenos tres meses en esto, y, a l ca-bo, trató don Alonso de inviar a su
hi jo a A lcalá a estudiar lo que le fa l taba de
la Gramática. Dí jome a mí si quería ir , y yo, que no deseaba otra cosa sino sa l ir
de t ierra donde se oyese e l nombre de aquel malvado perseguidor de estómagos,
ofrecí de serv ir a su hi jo como vería . Y con esto diole un cr iado para ayo que le
gobernase la casa y tuviese cuenta de l
dinero del gasto, que nos daba remit ido en cédulas para un hombre que se
l lamaba Jul ián Merluza. Pusimos el hato en el carro de un Diego Monje; era una
media camita y otra de cordeles con ruedas
para meterla debajo de la otra mía y del mayordomo, que se l lamaba Baranda,
cinco colchones, ocho sábanas, ocho almohadas, cuatro tapices, un cofre con
ropa b lanca, y las demás zarandajas de casa. Nosotros nos metimos en un coche,
sal imos a la tardecica, una hora antes
de anochecer, y l legamos a la media noche, poco más, a la s iempre maldita venta
de Viveros. El ventero era morisco y ladrón, que en mi
vida vi perro y gato juntos con la
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paz que aque l día . Hízonos gran f iesta, y como él y los minist ros del carretero
iban horros (que ya había l legado también
con el hato antes, porque nosotros veníamos de espacio), pegóse a l coche,
diome a mí la mano para sa l i r del estr ibo, y dí jome si iba a estudiar . Yo le respondí
que s í; metióme adentro, y estaban dos
rufianes con unas mujerc i l las; un cura r e-zando al olor; un v ie jo mercader y
avar iento procurando olvidarse de cenar andaba esforzando sus ojos que se
durmiesen en ayunas: arremedaba los bos-tezos, d ic iendo: -«Más me engorda un
poco de sueño que cuantos fa isanes t iene
el mundo». Dos estudiantes fregones, de los de mantel l ina, panzas al t rote, an-
daban aparecidos por la venta para engul l i r . Mi amo, pues, como más nuevo en
la venta y muchacho, di jo:
-Señor güésped, déme lo que hubiere para mí y mis cr iados.
-Todos los somos de V. Md. -d i jeron a l pun-to los rufianes-, y le hemos de
servi r. Hola , güésped, mirad que este caba-l lero os agradecerá lo que hiciéredes.
Vaciad la d ispensa.
Y, d iciendo esto, l legóse el uno y quitó le la capa, y di jo:
-Descanse V. Md., mi señor. Y púsola en un poyo. Estaba yo con esto
desvanecido y hecho dueño de la
venta. Di jo una de las mujeres: -¡Qué buen tal le de cabal lero! ¿Y va a e s-
tudiar? ¿Es V. Md. su cr iado? Yo respondí, creyendo que era as í como lo
decían, que yo y el otro lo
éramos. Preguntáronme su nombre, y no bien lo di je , cuando e l uno de los
estudiantes se l legó a él medio l lorando y dándole un abrazo apretadísimo, d i jo:
-Oh, mi señor don Diego, ¿quién me di jera a mí, agora d iez años, que había
de ver yo a V. Md. desta manera? ¡Desd i-
chado de mí, que estoy tal que no me conocerá V. Md.!
Él se quedó admirado, y yo también, que juráramos entrambos no haberle
visto en nuestra vida. El otro compañero
andaba mirando a don Diego a la cara, y di jo a su amigo:
-¿Es este señor de cuyo padre me di j istes vos tantas cosas? ¡Gran dicha ha
s ido nuestra conocel le según está de gran-de! ¡Dios le guarde!
Y empezó a sant iguarse. ¿Quién no creyera
que se habían cr iado con nosotros? Don Diego se le ofreció mucho, y
preguntándole su nombre, sal ió e l ventero y puso los mante les, y o l iendo la
estafa, d i jo:
-Dejen eso, que después de cenar se hablará, que se enfr ía.
Llegó un rufián y puso as ientos para todos
y una si l la para don Diego, y el otro trujo un plato. Los estudiantes d i jeron:
-Cene V. Md., que, entre tanto que a noso-tros nos aderezan lo que hubiere,
le servi remos a la mesa.
-¡Jesús! -di jo don Diego-; V. Mds. se s ien-ten, s i son servidos.
Y a esto respondieron los rufianes, no hablando con el los:
-Luego, mi señor, que aún no está todo a punto.
Yo, cuando vi a los unos convidados y a los
otros que se convidaban, afl ig íme y temí lo que sucedió. Porque los estudia n-
tes tomaron la ensalada, que era un razonable plato, y mirando a mi amo, d i j e-
ron:
-No es razón que donde está un caba l lero tan pr inc ipal se queden estas
damas sin comer. Mande V. Md. que alcan-cen un bocado.
Él, haciendo del galán, convidólas. Sentá-ronse, y entre los dos estudiantes y
e l las no dejaron s ino un cogol lo, en cuatro
bocados, el cual se comió don Diego. Y al dársele, aquel mald ito estudiante le
di jo: -Un agüelo tuvo V. Md., t ío de mi padre,
que jamás comió lechugas, y son
malas para la memoria, y más de noche, y éstas no son tan buenas.
Y diciendo esto sepultó un paneci l lo , y el otro, otro. Pues ¿ las mujeres? Ya
daban cuenta de un pan, y el que más co-
mía era e l cura, con el mirar só lo. Sentáronse los rufianes con medio cabrito
asado y dos lonjas de tocino y un par (.. .)Capí tu lo V
De la entrada de Alcalá, patente y burlas que le hicieron por nuevo
Antes que anocheciese sa l imos del mesón a
la casa que nos tenían alqui lada, que estaba fuera la puerta de Santiago,
pat io de estudiantes donde hay muchos juntos, aunque esta teníamos entre tres
moradores d iferentes no más. Era el
dueño y güésped de los que creen en Dios por cortes ía o sobre fa lso; moriscos
los l laman en el pueblo. Recib ióme, pues, el güésped con peor cara que s i yo
fuera e l Sant ís imo Sacramento. Ni sé s i lo hizo porque le comenzásemos a tener
respeto o por ser natura l suyo del los, que
no es mucho que tenga mala condic ión quien no t iene buena ley. Pusimos nuestro
hat i l lo, acomodamos las camas y lo demás, y dormimos aquel la noche.
Amaneció, y he los aquí en camisa a todos
los estudiantes de la posada a pedir
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la patente a mi amo. Él, que no sabía lo que era, preguntóme que qué quer ían, y
yo, entre tanto, por lo que podía suceder,
me acomodé entre dos colchones y sólo tenía la media cabeza fuera, que pa-
rec ía tortuga. Pidieron dos docenas de reales; diéronselos y con tanto comenzaron
una grita de l diab lo, d ic iendo:
-¡Viva el compañero, y sea admit ido en nuestra amistad! Goce de las
preeminencias de ant iguo. Pueda tene r sar-na, andar manchado y padecer la
hambre que todos. Y con esto (¡mire V. Md. qué previ legios!)
vo laron por la esca lera, y a l
momento nos vest imos nosotros y tomamos el camino para escue las. A mi amo
apadr ináronle unos colegia les conocidos de su padre y entró en su genera l, pero
yo, que había de entrar en otro d iferente y
fui solo, comencé a temblar. Entré en el pat io, y no hube metido bien un pie,
cuando me encararon y comenzaron a decir : -«¡Nuevo!». Yo por dis imular d i en
reír , como que no hacía caso; mas no bastó, porque l legándose a mí ocho o nue-
ve, comenzaron a re írse. Púseme
co lorado; nunca Dios lo permit iera, pues a l instante se puso uno que estaba a mi
lado las manos en las nar ices y apartándo-se, di jo:
-Por resucitar está este Lázaro, según ol i s-
ca. Y con esto todos se apartaron tapándose
las narices. Yo, que me pensé escapar, puse las manos también y di je:
-V. Mds. t ienen razón, que huele muy mal .
Dioles mucha r isa y, apartándose, ya est a-ban juntos hasta ciento.
Comenzaron a escarrar y tocar al arma y en las toses y abri r y cerrar de las
bocas, v i que se me aparejaban gargajos. En esto, un manchegazo acatarrado
hízome alarde de uno terr ible , diciendo:
-Esto hago. Yo entonces, que me vi perdido, di je:
-¡Juro a Dios que ma.. .! Iba a decir te , pero fue tal la bater ía y l l u-
via que cayó sobre mí, que no pude
acabar la razón. Yo estaba cubierto el ros-tro con la capa, y tan blanco, que
todos t i raban a mí, y era de ver cómo to-maban la puntería . Estaba ya nevado de
pies a cabeza, pero un be l laco, v iéndome cubierto y que no tenía en la cara cosa,
arrancó hacia mí d iciendo con gran cólera:
-¡Baste, no le dé is con el palo! Que yo, según me trataban, cre í del los que
lo harían. Destapéme por ver lo que era, y al mismo t iempo, el que daba las
voces me enclavó un gargajo en los
dos ojos. Aquí se han de considerar mis angust ias. Levantó la inferna l gente una
gr ita que me aturd ieron, y yo, según lo que
echaron sobre mí de sus estómagos, pensé que por ahorrar de médicos y bot icas
aguardan nuevos para purgarse. Quisieron tras esto darme de pescozones
pero no había dónde s in l levarse en las
manos la mitad del a feite de mi negra ca-pa, ya blanca por mis pecados.
Dejáronme, y iba hecho zufaina de vie jo a pura sal iva. Fuime a casa, que apenas
acerté, y fue ventura el ser de mañana, pues só lo topé dos o t res muchachos, que
debían de ser bien inc l inados porque no me
t iraron más de cuatro o seis t rapajos y luego me dejaron.
Entré en casa, y el morisco que me vio co-menzóse a re ír y a hacer como que
quería escupirme. Yo, que temí que lo
hiciese, di je: -Tené, güésped, que no soy Ecce -Homo.
Nunca lo d i jera, porque me dio dos l ibras de porrazos, dándome sobre los
hombros con las pesas que tenía . Con esta ayuda de costa, medio derrengado,
subí arr iba; y en buscar por dónde as ir la
sotana y el manteo para qui tármelos, se pasó mucho rato. A l f in, le quité y me eché
en la cama y colgué lo en una azutea. Vino mi amo y como me hal ló durmiendo y
no sabía la asquerosa aventura,
enojóse y comenzó a darme repe lones con tanta pr isa, que a dos más, despierto
calvo. Levantéme dando voces y quejándo-me, y él , con más cólera, di jo:
-¿Es buen modo de servir ése, Pablos? Ya
es otra vida. Yo, cuando oí decir «otra vida», entendí
que era ya muerto, y di je: -Bien me anima V. Md. en mis t rabajos. Vea
cuál está aquel la sotana y manteo, que ha servido de pañizuelo a las
mayores narices que se han visto jamás
en paso, y mire estas cost i l las. Y con esto empecé a l lorar. É l, viendo mi
l lanto, creyólo, y buscando la sotana y v iéndola, compadecióse de mí y
di jo:
-Pablos, abre el ojo que asan carne. Mira por t i , que aquí no t ienes otro
padre ni madre. Conté le todo lo que había pasado y
mandóme desnudar y l levar a mi aposento (que era donde dormían cuatro
cr iados de los güéspedes de casa).
Acostéme y dormí; y con esto, a la noche, después de haber comido y cenado
bien, me hal lé fuerte y ya como s i no hubiera pasado por mí nada. Pero, cuando
comienzan desgracias en uno, parece que
nunca se han de acabar, que andan
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encadenadas y unas tra ían a otras. Vini é-ronse a acostar los otros cr iados y,
saludándome todos, me preguntaron s i e s-
taba malo y cómo estaba en la cama. Yo les conté el caso y, a l punto, como s i en
el los no hubiera mal n inguno, se empezaron a sant iguar, d iciendo:
-No se hic iera entre luteranos. ¿Hay tal
maldad? Otro decía:
-El retor t iene la culpa en no poner reme-dio. ¿Conocerá los que eran?
Yo respondí que no, y agradecí les la mer-ced que me mostraban hacer. Con esto
se acabaron de desnudar, acostáronse, ma-
taron la luz, y dormíme yo, que me parecía que estaba con mi padre y mis
hermanos. Debían de ser las doce cuando e l uno del los
me despertó a puros gr itos,
diciendo: -¡Ay, que me matan! ¡Ladrones!
Sonaban en su cama, entre estas voces, unos golpazos de lát igo. Yo levanté la
cabeza y di je: -¿Qué es eso?
Y apenas la descubr í, cuando con una ma-
roma me asentaron un azote con hi jos en todas las espaldas. Comencé a
quejarme; quíseme levantar; quejábase el otro también; dábanme a mí só lo. Yo co-
mencé a decir :
-¡Just ic ia de Dios! Pero menudeaban tanto los azotes sobre
mí, que ya no me quedó, por haberme t irado las frazadas abajo, otro
remedio s ino el de meterme debajo de la
cama. Hícelo así , y a l punto los t res que dormían empezaron a dar gr i tos también,
y como sonaban los azotes, yo cre í que a l -guno de fuera nos daba a todos. Entre
tanto, aquel maldito que estaba junto a mí se pasó a mi cama y proveyó en e l la , y
cubr ió la, vo lviéndose a la suya. Cesaron los
azotes y levantáronse con grandes gr itos todos cuatro, diciendo:
-¡Es gran be l laquería, y no ha de quedar así!
Yo todavía me estaba debajo de la cama
quejándome como perro cogido entre puertas, tan encogido que parecí a
galgo con calambre. Hic ieron los otros que cerraban la puerta, y yo entonces sa l í
de donde estaba y subíme a mi cama, preguntando s i acaso les habían hecho mal.
Todos se quejaban de muerte.
Acostéme y cubríme y torné a dormir, y como entre sueños me revolcase,
cuando desperté ha l léme proveído y hecho una necesaria . Levantáronse todos y
yo tomé por achaque los azotes para no
vest i rme. No había d iablos que me
moviesen de un lado. Estaba confuso, con-siderando si acaso, con e l miedo y la
turbación, s in sent i r lo, había hecho aquel la
vi leza, o si entre sueños. A l f in, yo me hal laba inocente y culpado y no sabía cómo
disculparme. Los compañeros se l legaron a mí, queján-
dose y muy dis imulados, a
preguntarme cómo estaba; yo les d i je que muy malo, porque me habían dado
muchos azotes. Preguntábales yo que qué podía haber sido, y el los decían:
-A fee que no se escape, que el matemático nos lo di rá. Pero, dejando esto,
veamos s i está is herido, que os quejábades
mucho. Y diciendo esto, fueron a levantar la r opa
con deseo de afrentarme. En esto, mi amo entró d iciendo:
-¿Es posib le , Pablos, que no he de poder
cont igo? Son las ocho ¿y estáste en la cama? ¡Levántate enhoramala!
Los otros, por asegurarme, contaron a don Diego el caso todo y p idiéronle
que me dejase dormir. Y decía uno: -Y si V. Md. no lo cree, levantá, amigo.
Y agarraba de la ropa. Yo la tenía asida con
los d ientes por no mostrar la caca. Y cuando el los v ieron que no había
remedio por aquel camino, d i jo uno: -¡Cuerpo de Dios y cómo hiede!
Don Diego d i jo lo mismo, porque era ve r-
dad, y luego, tras él , todos comenzaron a mirar s i había en el aposento
algún servicio. Decían que no se podía estar a l l í . Di jo uno:
-¡Pues es muy bueno esto para haber de
estudiar! Miraron las camas y qui táronlas para ver
debajo, y di jeron: -S in duda debajo de la de Pablos hay algo;
pasémosle a una de las nuestras y miremos debajo del la .
Yo, que veía poco remedio en el negocio y
que me iban a echar la garra, f ing í que me había dado mal de corazón:
agarréme a los pa los, hice v isa jes. . . E l los, que sabían e l mister io, apretaron conmigo,
diciendo:
-¡Gran lást ima! Don Diego me tomó e l dedo del corazón y,
a l f in, entre los cinco me levantaron, y al a lzar las sábanas fue tanta
la r isa de todos viendo los recientes no ya pa lominos sino palomos grandes, que se
hundía el aposento.
-¡Pobre dél! -decían los be l lacos (yo hacía del desmayado)-; t í re le V. Md.
mucho de ese dedo de l corazón. Y mi amo, entendiendo hacerme bien, tanto
t iró que me le desconcertó. Los
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otros trataron de darme un garrote en los muslos, y decían:
-El pobreci to agora sin duda se ensució,
cuando le d io el mal . ¡Quién dirá lo que yo sent ía , lo uno con la
vergüenza, descoyuntado un dedo y a pel igro de que me diesen garrote! A l f in, de
miedo de que me le d iesen, que ya
me tenían los cordeles en los muslos, h ice que había vuelto, y por presto que lo
hice, como los be l lacos iban con mal ic ia, ya me habían hecho dos dedos de señal
en cada pierna. Dejáronme dic iendo: -¡Jesús, y qué f laco so is!
Yo l loraba de enojo, y el los decían adrede:
-Más va en vuestra salud que en haberos ensuciado. Cal lá.
Y con esto me pusieron en la cama, de s-pués de haberme lavado, y se fueron.
Yo no hacía a solas sino cons iderar cómo
cas i era peor lo que había pasado en Alcalá en un d ía que todo lo que me su-
cedió con Cabra. A mediodía me vest í , l impié la sotana lo mejor que pude, laván-
dola como gualdrapa, y aguardé a mi amo que, en l legando, me preguntó cómo
estaba. Comieron todos los de la casa
y yo, aunque poco y de mala gana. Y des-pués, juntándonos todos a parlar en el
corredor, los otros cr iados, después de darme vaya, declararon la burla . Riéronla
todos, doblóse mi afrenta, y di je entre mí:
-«Avisón, Pablos, a lerta». Propuse de hacer nueva vida, y con esto, hechos am i-
gos, v ivimos de al l í adelante todos los de la casa como hermanos, y en las escue-
las y pat ios nadie me inquietó más.
Capítu lo VI De las crueldades de la ama, y travesuras
que hizo «Haz como viere» dice e l refrán, y d ice
bien. De puro considerar en é l, vine a resolverme de ser bel laco con los be l lacos,
y más, s i pudiese, que todos. No sé s i
sal í con e l lo, pero yo aseguro a V. Md. que hice todas las d i l igencias pos ib les.
Lo pr imero, yo puse pena de la v ida a todos los cochinos que se entrasen en
casa y a los pol los de la ama que de l corral
pasasen a mi aposento. Sucedió que un d ía entraron dos puercos de l mejor ga r-
bo que vi en mi vida. Yo estaba jugando con los otros cr iados, y o í los gru-
ñir, y di je al uno: -Vaya y vea quién gruñe en nuestra casa.
Fue, y d i jo que dos marranos. Yo que lo o í,
me enojé tanto que sa l í a l lá diciendo que era mucha be l laquería y atre-
vimiento venir a gruñir a casa a jena. Y diciendo esto, envásole a cada uno a pue r-
ta cerrada la espada por los pechos, y
luego los acogotamos. Porque no se oyese el ru ido que hacían, todos a la par
dábamos grandísimos gri tos como que
cantábamos y así expiraron en nuestras manos. Sacamos los v ientres, recogimos la
sangre, y a puros jergones los medio chamuscamos en el corra l, de suerte que
cuando vinieron los amos ya estaba
todo hecho, aunque mal, s i no eran los vientres, que aún no estaban acabadas de
hacer las morci l las. Y no por fa lta de pr isa, en verdad, que por no detenernos la s
habíamos dejado la mitad de lo que el las se tenían dentro, y nos las comimos las
más como se las t ra ía hechas el cochino en
la barr iga. Supo, pues, don Diego e l caso, y enojóse
conmigo de manera que obl igó a los huéspedes (que de r isa no se podían
valer) a volver por mí. Preguntábame
don Diego que qué había de decir s i me acusaban y me prendía la just icia , a lo
cual respondí yo que me l lamaría a hambre, que es el sagrado de los estudiantes;
y que si no me va l iese, d ir ía que como se entraron s in l lamar a la puerta como en
su casa, que entendí que eran nuestros.
Riéronse todos de las disculpas. Di jo don Diego:
-A fee, Pablos, que os hacéis a las armas. Era de notar ver a mi amo tan quieto y re-
l ig ioso y a mí tan travieso, que e l uno
exageraba al otro o la v irtud o el vicio. No cabía el ama de contento conmigo, po r-
que éramos dos a l mohíno: habíamonos conjurado contra la despensa.
Yo era el despensero Judas, de botas
a bolsa, que desde entonces hereda no sé qué amor a la s isa este ofic io. La carne
no guardaba en manos de la ama la orden retór ica, porque siempre iba de más a
menos; no era nada carnal , antes de puro penitente estaba en los güesos. Y la vez
que podía echar cabra u oveja no echaba
carnero, y si había güesos, no entraba cosa magra. Era cercenadora de porciones
como de moneda, y as í hacía unas ol las ét icas de puro f lacas, unos ca ldos que
a estar cuajados se pudieran hacer
sartas de cr ista l de l los. Las Pascuas, por di ferenciar, para que estuviese gorda la
ol la , sol ía echar cabos de vela de sebo y así decía que estaban sus ol las gordas
por e l cabo. Y era verdad según me lo parló un pabi lo que yo masqué un día .
El la decía , cuando yo estaba de lante:
-Mi amo, por cierto que no hay servicio como el de Pabl icos, s i é l no fuese
travieso; consérvele V. Md., que bien se le puede sufr i r e l ser bel laqui l lo por la
f idel idad; lo mejor de la p laza tray.
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Yo, por e l consiguiente, decía de l la lo mi s-mo y así teníamos engañada la casa.
Si se compraba ace ite de por junto , carbón
o tocino, escondíamos la mitad, y cuando nos parecía , decíamos e l ama y yo:
-Modérese V. Md. en el gasto, que en ve r-dad que si se dan tanta pr isa no
baste la hacienda del Rey. Ya se ha acaba-
do el ace ite o el carbón. Pero tal pr isa le han dado. Mande V. Md. comprar más y a
fee que se ha de lucir de otra manera. Denle dineros a Pabl icos.
Dábanmelos y vendíamosles la mitad sis a-da, y de lo que comprábamos
sisábamos la otra mitad; y esto era en t o-
do, y si a lguna vez compraba yo algo en la plaza por lo que val ía, reñíamos adrede
el a lma y yo. El la decía: -No me digas a mí, Pabl icos, que esto son
dos cuartos de ensa lada.
Yo hacía que l loraba, daba voces, íbame a quejar a mi señor, y apretábale
para que inviase al mayordomo a sabel lo, para que ca l lase la ama, que adrede
porf iaba. Iban y sabíanlo, y con esto ase-gurábamos al amo y a l mayordomo, y
quedaban agradecidos, en mí a las obras, y
en el ama a l celo de su bien. Decía le don Diego, muy sat isfecho de mí:
-¡As í fuese Pabl icos apl icado a vi rtud como es de f iar! ¿Toda esta es la
lealtad que me decís vos dél?
Tuvímoslos desta manera, chupándolos co-mo sangui juelas. Yo apostaré que
V. Md. se espanta de la suma de dinero que montaba al cabo del año. E l lo
mucho debió de ser, pero no debía obl igar
a rest itución, porque e l ama confesaba y comulgaba de ocho a ocho días
y nunca la vi rastro de imaginación de volver nada ni hacer escrúpulo, con ser,
como digo, una santa. Tra ía un rosario al cue l lo siempre, tan
grande, que era más barato l levar un
haz de leña a cuestas. Dél colgaban mu-chos manojos de imágines, cruces y
cuentas de perdones que hacían ruido de sonajas. Bendecía las ol las y al espumar
hacía cruces con e l cucharón. Yo pienso
que las conjuraba por sacarles los esp ír i tus, ya que no ten ía carne. En todas
las imágines decía que rezaba cada noche por sus bienhechores; contaba c iento
y tantos santos abogados suyos, y en verdad que había menester todas estas
ayudas para desquitarse de lo que
pecaba. Acostábase en un aposento encima del de mi amo, y rezaba más
oraciones que un c iego. Entraba por el Jus-toJuez y acababa en el Conquibules,
que e l la decía , y en la Salve Rehína. Decía
las orac iones en lat ín adrede por
f ing irse inocente, de suerte que nos despe-dazábamos de r isa todos. Tenía ot ras
habi l idades; era conquer idora de volunta-
des y corchete de gustos, que es lo mismo que alcagüeta; pero disculpábase
conmigo diciendo que le venía de casta como al rey de Francia sanar lamparones.
¿Pensará V. Md. que siempre estuvimos en
paz? Pues ¿quién ignora que dos amigos, como sean cudiciosos, s i están jun-
tos, se han de procurar engañar el uno al otro? «Ésta ha de ser ruin conmigo, pues
lo es con su amo», decía yo entre mí; e l la debía de decir lo mismo porque choca-
mos de embuste el uno con el otro, y
por poco se descubriera la hi laza. Queda-mos enemigos como gatos y gatos, que
en despensa es peor que gatos y perros. Yo, que me vi ya mal con el ama, y que no
la podía burlar , busqué nuevas
trazas de holgarme y di en lo que l laman los estudiantes correr o arrebatar . En
esto me sucedieron cosas graciosís imas, porque yendo una noche a las nueve
(que anda poca gente) por la ca l le Mayor, vi una confiter ía y en el la un cofín de
pasas sobre e l tab lero, y tomando vuelo,
vine a agarrar le y d i a corre r . El confi tero dio t ras mí, y otros cr iados y ve-
cinos. Yo, como iba cargado, vi que aunque les l levaba ventaja, me habían de
alcanzar, y a l vo lver una esquina,
sentéme sobre é l y envolví la capa a la pierna de presto y empecé a decir, con la
pierna en la mano, f ingiéndome pobre: -¡Ay! ¡Dios se lo perdone, que me ha pisa-
do!
Oyéronme esto y en l legando, empecé a decir : «Por tan alta Señora», y lo
ord inario de la «hora menguada» y «a ire corrupto». E l los se venían desgañi fando,
y di jéronme: -¿Va por aquí un hombre, hermano?
-Ahí ade lante, que aquí me p isó, loado sea
el Señor. Arrancaron con esto y fuéronse; quedé so-
lo, l levéme el cofín a casa, conté la burla , y no quis ieron creer que había suce-
dido así , aunque lo celebraron mucho.
Por lo cual , los convidé para otra noche a verme correr ca jas. Vinieron, y
advirt iendo el los que estaban las cajas de-ntro la t ienda y que no las podía tomar
con la mano, tuviéronlo por imposib le, y más por estar el confitero, por lo que
sucedió al otro de las pasas, a lerta. V ine,
pues, y metiendo doce pasos atrás de la t ienda mano a la espada, que era un e s-
toque recio, part í corr iendo, y en l legando a la t ienda, d i je:
-«¡Muera!». Y t iré una estocada por de lante
del conf itero. É l se dejó caer
Pá
gin
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pid iendo confes ión, y yo di la estocada en una caja y la pasé y saqué en la
espada y me fui con el la . Quedáronse e s-
pantados de ver la t raza y muertos de r isa de que el conf itero decía que le mir a-
sen, que sin duda le había herido, y que era un hombre con quien él había tenido
palabras. Pero, volv iendo los ojos,
como quedaron desbaratadas al sal ir de la ca ja las que estaban a lrededor, echó
de ver la bur la, y empezó a sant iguarse que no pensó acabar. Conf ieso que nunca
me supo cosa tan bien. Decían los compañeros que yo solo podía
sustentar la casa con lo que corr ía ,
que es lo mismo que hurtar, en nombre revesado. Yo, como era muchacho y oía
que me alababan el ingenio con que sa l ía destas travesuras, animábame para
hacer muchas más. Cada día tra ía la pret i-
na l lena de jarras de monjas, que les pedía para beber y me venía con el las; i n-
troduje que no diesen nada s in prenda pr imero.
Y así , promet í a don Diego y a todos los compañeros, de quitar una noche las
espadas a la mesma ronda. Señalóse cuál
había de ser , y fuimos juntos, yo delante, y en columbrando la just ic ia, l l e-
guéme con otro de los cr iados de casa, muy a lborotado, y di je:
-¿Just ic ia?
Respondieron: -S í.
-¿Es el corregidor? Di jeron que sí . Hinquéme de rodi l las y di je:
-Señor, en sus manos de V. Md. está mi
remedio y mi venganza y mucho provecho de la repúbl ica; mande V. Md.
oírme dos palabras a solas, s i quiere una gran pris ión. ..