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“La catarata del cielo” · unos minutos habíamos pasado de volar con un sol de justicia a...

Date post: 29-Jul-2020
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“La catarata del cielo” Nacho Parra Capítulo 1 ©Todos los derechos reservados
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Page 1: “La catarata del cielo” · unos minutos habíamos pasado de volar con un sol de justicia a penetrar en una de esas tormentas tropicales capaces de descargar el diluvio universal

“La catarata del cielo”Nacho Parra

Capítulo 1©Todos los derechos reservados

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Capítulo 1: Un lugar perdido en la selva.

Aquella masa de agua era mucho más grande de lo que había

imaginado. Se extendía de Este a Oeste y lo abarcaba todo.

Solo algunas pequeñas islas y algunas embarcaciones rompían

la monotonía del azul. Un azul casi plata en el reflejo de sus

aguas. Y cuando el comandante viró la nave, un mar verde se

abrió ante mis ojos. Al sur del río Orinoco, uno de los ríos más

grandes que mis ojos han contemplado jamás, comienza la

selva venezolana. Una basta extensión de tierra virgen

totalmente inexpugnable para el ser humano en la que, a

excepción de los claros de sus ríos que tratan de escapar de

ella para ir a morir al mar, no se observa ni un solo palmo de

lugar sin su frondosa vegetación, sin su manto verde. Es un

bosque infinito, una selva imposible, el corazón mismo de la

madre naturaleza. Es el mar verde en medio del continente. Un

lugar lleno de vida al que hasta hace unos años solo se podía

acceder remontando sus ríos, que son la fuente de la vida y el

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único medio para el trasporte en muchos cientos de kilómetros

a la redonda.

Cinco minutos después ya no se apreciaba ninguna otra cosa

en tan majestuoso paisaje. Solo la inmensa arboleda. Y así

continuó prácticamente durante la media hora larga que duró el

trayecto. Porque 10 minutos antes de tomar tierra una nube

apareció sin previo aviso ante nosotros y desde ese momento

ya solo observé el blanco esponjoso de la tormenta y el miedo

en los ojos de mis compañeros de avioneta.

Hasta ese instante poco habíamos hablado entre nosotros.

Unos leves saludos, alguna sonrisa pasajera y poco más. Pero

cuando la avioneta dio su primera sacudida violenta movida por

los vientos que envolvían en sí misma a la nube, un silencio

sepulcral se adueñó del lugar y de todos nosotros. En apenas

unos minutos habíamos pasado de volar con un sol de justicia

a penetrar en una de esas tormentas tropicales capaces de

descargar el diluvio universal en media hora, inundar todo a su

paso y después desaparecer tan rápida y sigilosa como ha

aparecido. No se veía absolutamente nada. Pero el verdadero

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problema no era que desde mi posición en la ventanilla

izquierda yo no viera nada, el verdadero problema era que el

cristal de delante de la avioneta, el cristal que utiliza el piloto

para ver por dónde vuela, para observar los peligros,

anticiparlos y esquivarlos y que yo tenía un metro en frente de

mi, no permitía ver tampoco absolutamente nada. Las nubes

blancas parecían viajar con nosotros. Pegadas al avión.

Pegadas al cristal. Y no dudaron ni un instante en descargar

toda su furia sobre nuestros temores. La lluvia trajo el viento. O

quizá fue al revés. El caso es que llegaron cogidos de la mano.

Cuando las granes gotas empezaron a golpear el fuselaje el

estruendo se volvió aterrador. Y el viento nos mecía

violentamente haciendo que los 3 pasajeros que nos dirigíamos

a Canaima, en el corazón de la selva, nos agarráramos

fuertemente a los asideros de la avioneta, con los músculos en

tensión y el corazón bombeando sangre como si fuera la última

vez que lo hiciera. Cuando la tormenta se volvió sonora,

cuando los rayos que iluminaban las nubes comenzaron a

ensordecer el sonido del motor, nos agarramos las manos unos

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a otros y la muchacha de mi derecha comenzó a rezar. Lo que

le daba al trágico momento un puntito más de desconcierto y

humana temeridad.

Las grandes tormentas dentro de un avión son momentos de

verdadera tensión y en ocasiones de verdadero miedo. Pero os

aseguro que no es lo mismo viajar en un avión de 100 metros

de longitud y varias toneladas de peso a 8000 metros de altura,

que hacerlo en una sospechosa avioneta de 4 metros de largo,

1000 kilos de peso y a una altura desde la que casi se puede

ver a los monos selváticos saltando de rama en rama. Es

mucho más complicado. Los movimientos de la nave eran

continuos y violentos. Lo suficiente como para pensar que cada

sacudida sería la última. Y cuando descubres que no lo es,

piensas si en algún momento, de la masa blanca que

atravesábamos y que no nos permitía ver más allá de la hélice

que nos abría paso, aparecería un árbol, una roca o uno de los

tepuis que pueblan la zona a la que nos dirigíamos y por donde

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la navegación aérea es muy complicada por la orografía y los

vientos que ésta forma.

Viajábamos a ciegas, seguro que con un altímetro y un radar,

pero tampoco me daban ninguna sensación de seguridad. Nos

podía caer un rayo y no estoy seguro que la caja de Faraday,

ese invento que hace que si un rayo alcanza un avión éste

salga por el otro extremo, fuera a funcionar en esos cuatro

hierros con alas. Nos podía tirar el viento, el agua, podíamos

perder altura y estrellarnos en la selva o chocar contra la pared

de las muchas montañas y precipicios planos que pueblan el

lugar. Pero el piloto ni se inmutó. Seguía su rumbo y nos

avisaba con una sonrisa en los labios de que ése era el tiempo

normal en esa época del año en Canaima, en la profunda selva

de Venezuela. Esa climatología en tierra, en una cabaña, al

aire libre o en el mismo río no es tan preocupante como ahí

arriba. Me atrevería a decir que de hecho una tormenta de ese

calibre desde tierra es una maravilla de la naturaleza. Algo

digno de ver. Pero desde ahí arriba cambiaba las perspectiva

de las cosas. Mis compañeros llevaban los ojos cerrados y la

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cabeza bien apoyada en los asientos mientras se apretaban

fuertemente las manos. Tratando de encontrar en sus

respiraciones acompasadas y en sus lastimosas peticiones ese

puntito de fuerza y valor que habíamos perdido presas del

miedo y la incertidumbre. Por eso no vieron la belleza del lugar

cuando, de repente, en cosa de segundos, salimos de la

tormenta y volvimos al cielo azul y al sol de justicia.

Bajo nuestros pies solo el manto verde de la selva. Y un poco

más adelante, se empezaba a apreciar una enorme laguna que

partía la arboleda, como si de una herida en su piel se tratara,

por la que descendían no menos de 4 cataratas. Era imposible

desde ahí arriba determinar exactamente su tamaño, pero el

simple hecho de compararlas con una canoa que en ese

instante pasaba frente a ellas, hacía indicar que eran unas

cataratas de un tamaño más que considerable. Aunque en

realidad no tuve tiempo de apreciarlas lo suficiente ni de coger

la cámara para sacar una foto aérea. El avión volvió a virar

bruscamente y entonces descubrí nuestro destino claramente

ante nosotros. Una diminuta pista de asfalto y tierra en medio

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de la selva. Había que volver a rezar o a cruzar los dedos para

que el piloto calculara bien y no terminara estacionando la

avioneta encima de los árboles. Algo que por otra parte parecía

lo más probable debido sus diminutas dimensiones y a la

cercanía de la selva de aquel trozo de olvidado asfalto. Cuando

enfiló la pista tras un giro de 180º la tormenta apareció de

nuevo ante nosotros, imponente, de cientos de metros de altura

y envuelta sobre sí misma por la acción de los violentos vientos

virando del blanco al negro y descomponiendo los rayos de luz

que la cruzaban formando dos bellos arco iris a cada uno de

sus lados. Aunque con la suficiente lejanía como para que no

participara del aterrizaje y dejara todo en manos de nuestro

intrépido y siempre sonriente piloto.

La cortina de agua se veía caer con fuerza nublando la vista

más allá de ella, a escasos kilómetros de nosotros, sobre la

selva verde y frondosa. Pero el viento que le precedía ya

estaba a nuestra altura y a medida que avanzábamos y

descendíamos nos sacudía, nos meneaba, nos hacía

desplazarnos lateralmente llegando casi a la línea de la selva

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que marcaba la arboleda, nos devolvía a la pista, nos volvía a

sacar… Aferrado a los mandos de la nave, nuestro

comandante trataba de mantener el avión en línea con la pista,

pero tampoco se le veía hacer demasiados aspavientos para

conseguirlo. Se mantenía en calma, como había hecho el resto

del trayecto. Y rectificaba el rumbo. Y descendía unos metros.

Y los árboles estaban cada vez más cerca. Y cuando mis

compañeros de viaje volvieron a cerrar los ojos, el Señor

Gonzales, con una pericia sorprendente puso la nave en tierra,

apagó los motores y nos dio la bienvenida a Canaima. Al

corazón de la selva venezolana.

El aeropuerto de Canaima no es un aeropuerto al uso, como

los que estamos acostumbrados a vivir y a sufrir. El aeropuerto

de Canaima es la pista que he descrito y una caseta de madera

con tejados de hoja de palma y unos bancos donde sentarse.

Aquí no hay torre de control, no hay finger, no hay terminal, ni

autobuses, ni taxis, ni coches de alquiler, ni restaurantes, ni

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arcos de seguridad. No hay nada. La pista y la cabaña. Y a dos

metros otra vez la selva.

Lo que sí que había en tierra eran varios militares armados

hasta los dientes y unos hombres vestidos con camisas rojas

que nada más detener el motor de la avioneta se acercaron

hasta nosotros y, con una irónica sonrisa en sus caras, nos

saludaron, nos indicaron hacia dónde debíamos ir, algo que por

otra parte era una obviedad al no haber más rastro humano en

todo la zona, y reteniendo al piloto y nuestras mochilas le

pedieron una serie de papeles que no llegué a escuchar con

claridad de qué se trataban. Aquello me inquietó

momentáneamente. Pero pronto descubriría quiénes eran

aquellos temidos hombres de rojo.

Nada más llegar a la cabaña, una muchacha indígena nos pidió

nuestros nombres y que pagáramos la tasa de entrada al

parque. “La mordida” pensé yo, aunque luego entendería que

era dinero con un objetivo. Y un objetivo, al que si de verdad se

lo dedicaban, era algo más que un honesto objetivo. El trámite

no duró más que lo tardamos en sacar nuestras carteras y

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entregar unos billetes a la guapa y joven indígena que te da la

bienvenida al lugar. Al atravesar la puerta construida con tres

ramas de bambú y que simboliza la entrada en el parque, un

hombre de unos 45 años, delgado, curtido por el Sol y con una

melena recogida en una larga y fina coleta se acercó hasta

nosotros y mentó nuestros nombres con un signo de

interrogación al final de la frase. Era Jose, sin tilde, nuestro

guía de la selva. Un hombre que me impactó desde el principio.

Vestía un vaquero cortado a dentadas a la altura de las rodillas,

una camiseta sin mangas negra y llevaba los pies desnudos.

Del cuello, colgado de un collar de cuero, un colmillo de algún

animal que por su aspecto seguramente habría cazado un

tiempo atrás, le adornaba el pecho y le hacía de amuleto. En

cuanto notó mi acento preguntó. Y en cuanto respondí me salió

con su primera historia. La primera de muchas.

“¡Mi querido Donosti!” fue la primera expresión que lanzó al aire

con felicidad y cierta nostalgia en su tono. “Yo era el

compañero de fatigas del Cojo Manteca”. Esa fue su segunda

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expresión. Y así entendí de primeras que Jose era una un tipo

con mucho mundo a sus espaldas.

El “Cojo Manteca” era un icono de la guerra urbana de los 80 a

quien el caballo le ganó la batalla. Como a muchos de sus

amigos. Pero Jose está hecho de otra pasta. Es un

superviviente. Con mayúsculas. Una de esas personas de las

que te alegras encontrar por la vida. Su historia es una historia

de aventuras que roza el romanticismo. Y su personalidad y su

conocimiento de la Gran Sabana venezolana lo convierten en

el mejor guía que he conocido en mi vida. Parece 10 años

menos de los que tiene. Y eso que nunca se preocupó

demasiado de cuidar su propia carrocería. Este venezolano

marchó a Europa con su familia siendo aún adolescente.

Seguramente no era la vida que deseaba, pero prefirió

aprovechar la ocasión. Así que cogió una moto y se marchó.

Durante años recorrió el viejo continente. Vivió en diferentes

países y aprendió varios idiomas. Resultaba un libro abierto en

medio de la selva.

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El destino le llevó a España en una época convulsa. Eran los

años 80. Lo vivió todo y lo probó todo. Y lo disfrutó. A caballo

entre Madrid y Donosti se hizo un grupo de amigos de esos a

los que la policía no quitaba el ojo de encima. La cara conocida

de la banda era el famoso “Cojo Manteca”. Un personaje que

con una sola pierna era el azote de las fuerzas de seguridad en

la “kale borroka” vasca y en cualquier algarada revolucionaría

en Madrid.

Aquella generación desapareció a manos de la droga. Del

maldito caballo. De la heroína. Pero Jose esquivó la muerte.

Era un tío listo y con recursos. Y una bonita mañana de

primavera, hizo la maleta y se volvió al país que le había visto

nacer. A Venezuela. Era consciente de que tenía que cambiar

de vida. Y lo hizo drásticamente. Así que fue a la selva donde

lleva 20 años.

En Canaima conoció a su mujer. Una indígena del lugar. Y ésta

le dio 5 hijos. 5 bocas a las que alimentar. Así que tocaba

trabajar. Y trabajar duro. Empezó como guía pero su pasión por

la naturaleza y su don de gentes pronto lo convirtieron en “El

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Guía”. En la jungla, perdido entre Tepuis o remontando un río

salvaje lo conoce todo. Es la Wikipedia hablante de la Gran

Sabana. O la Wikibana como me gustaba llamarle. Pero

además es un tío simpático, siempre dispuesto a ayudar, a

agradar, de sonrisa permanente y soluciones para todo. Un tío

con una vida muy aprovechada y miles de historias para quien

quiera escucharlas. Algo que a la postre resulta imprescindible.

Una vez allí, su compañía es tan importante como el destino y

el propio viaje. Jose te lleva a ver cataratas, te hace cruzar bajo

ellas, te enseña a comer hormigas, te guía por la selva, te

muestra los Tepuis, te explica su historia, te presenta el Salto

de Ángel, te acerca hasta él y cuando te quieres dar cuenta es

uno más del grupo, uno más de la familia. Y su vocación de

“ayudante para todo” se vio desde el primer momento.

Al parecer los hombres de rojo son agentes gubernamentales

que en un lugar donde la ley llega a duras penas, imponen su

mandato. Un mandato que no es otro que el de cobrar un

dinero extra a las avionetas que aterrizan en la zona. El “modus

operandi” es muy sencillo. Ellos tienen que dar la conformidad

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de los vuelos. Es decir, son ellos los que dicen si un avión

puede despegar o no. Cómo y cuándo. Y ya te imaginas cuál

es el corte. Quien paga y quien no. Aunque en realidad, pagan

todos porque si no, no sales. Al parecer, cuando se acercaron

hasta la avioneta no solo pidieron al piloto los papeles si no el

dinero que les “correspondía” a ellos por dejarle estar ahí y por

permitirle volar. Él hombre, acostumbrado a estas acciones de

ley, había alegado que no era un vuelo regular, si no privado y

contratado en el último momento por lo que no le habían dado

el dinero para pagarles. Y no lo pensaba hacerlo de su bolsillo.

La avioneta no era suya. Y no estaba dispuesto a dejarse

extorsionar. El siguiente paso fue entonces el de pedirnos el

dinero directamente a nosotros. Jugaban con la ventaja de que

nuestras mochilas seguían en el interior de la nave y que si no

satisfacíamos sus necesidades económicas se podían volver a

Puerto Ordaz, su lugar de origen, sin que nos permitieran

desembarcarlas. Pero allí estaba Jose. Que también tenía sus

trucos. En Venezuela, como en muchos otros países, hay dos

tipos de personas: los que pertenecen al gobierno y los que no.

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Tener un familiar o un amigo político en el partido que gobierna

evita muchos problemas. Jose me guiñó el ojo, me contó la

historia que tenía que defender y junto al resto del pasaje nos

dirigimos a los hombres de rojo. Yo sería “El Primo de España”

de Luis de Benavente, un político chavista bien colocado. Me

había escogido a mi entre los tres porque ni Mike, el rubio de

Sheffield, ni Amanda, la joven australiana, tenían pinta de

latinos ni siquiera de octava generación. Así que serían

simplemente unos compañeros míos de universidad que

debían tener la boca cerrada. Me temblaban las piernas. Mentir

a los representantes del gobierno nada más llegar en un país

en el que con esas cosas no se debe jugar ni lo más mínimo,

no eran en absoluto plato de buen agrado. Creo que me bajó el

color de la cara a un blanco nuclear y la voz se me afeminó dos

o tres tonos. Tenía el estómago anudado a sí mismo. Y no dije

mucho, repetí las 4 cosas que Jose me había dicho que me

iban a preguntar e improvisé un par de respuestas más de las

que éste no me había visado. Pero me mantuve firme. Y esa

firmeza y el rápido movimiento de aparecer tras ellos con una

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coartada le dio credibilidad al asunto. Así que cinco minutos

después y todavía con el corazón en la garganta salíamos del

claro del aeropuerto para adentrarnos con nuestra mochilas de

lleno en la selva.

El lugar era una explosión de naturaleza. Los árboles debían

tener 30 metros de altura y sus ramas ocultaban casi por

completo el cielo. El suelo, de arena marrón, se convirtió en un

tremendo barrizal cuando dos minutos después de iniciar la

marcha la tormenta que habíamos vivido y sufrido en el aire

llegó hasta donde ahora nos encontrábamos y el diluvio se hizo

universal. Sacamos los plásticos y nos cubrimos por completo

incluidas nuestras maletas. Excepto Jose, que silbaba para que

Brutus, su perro y fiel acompañante las 24 horas del día, los 7

días de la semana, viniera tras nosotros y dejara de enredar o

otros perros que vagabundeaban libremente por la zona de la

selvática terminal. Brutus era un Pitbull negro y marrón de esos

que cuando avistas por primera vez te hacen retroceder

irremediablemente. Era musculoso y joven. Rápido y curioso. Y

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cuando llegó hasta nuestra altura descubrimos que era también

un pedazo de pan acostumbrado a la gente y a los extraños.

Jugaba con cualquiera que tuviera comida y, sabedor de sus

puntos fuertes, si a la tercera no conseguía su premio te daba

un golpecito con el lomo avisando de que simpático sí, pero Pit

Bull también.

Saltaba por los charcos que nosotros esquivábamos.

Aceleraba, desaparecía y a los pocos segundos volvía a

aparecer a toda velocidad y con la lengua fuera. Empapado.

Chorreando agua por todos los churros que ésta formaba en su

pelo. Y se sacudía para quitársela de encima. Más por

costumbre que por molestia. Porque el agua que caía del cielo

tenía una particularidad. Estaba caliente. Tengo recuerdos de

Perú y del Sureste Asiático donde el agua de la lluvia tenía una

temperatura indefinida. Ni fría ni caliente. Lugares donde

aunque te coja la tromba y te cale hasta los huesos no deja que

te enfríes. Simplemente te moja, lo notas y en poco tiempo el

ambiente tórrido te ha secado otra vez. Pero esta se notaba al

caer porque su temperatura era superior a la de cualquier otra

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lluvia que yo hubiera probado. Se estaba más caliente mojado

que seco. Algo que para mi supina ignorancia resultaba de los

más novedoso y particular.

Llovió con fuerza. Como si no hubiera llovido en los últimos 10

años. Pero había llovido exactamente igual la tarde anterior.

Ese era el secreto de extrema naturaleza del lugar. Durante

más de 10 horas al día brillaba un sol de justicia. El Sol del

Ecuador que era prácticamente la altura del planeta en la que

nos encontrábamos. Un sol que calienta, que quema y que

abrasa, pero que es la fuente de energía imprescindible para

que las plantas se desarrollen y crezcan con semejante fuerza.

Con una fuerza inimaginable que solo se encuentra en algunas

selvas del mundo. Y a ese sol y a ese calor, hay que sumarle

una o dos trombas inmundas de agua al día que duran entre 30

minutos y una hora cada una. Depende del día y por supuesto

de la estación. Pero al estar entrando en la época de lluvias era

la tónica general del día a día y provocaba una explosión de

naturaleza que convertía la selva en un lugar complicado, de

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acceso casi imposible, donde la flora y la fauna marcaban el

paso y lo dominaban absolutamente todo.

Empapados hasta los huesos a pesar del poncho, con barro

hasta las rodillas y tras haber caminado durante unos 10

minutos por la selva donde avistamos algunas cabañas

solitarias, llegamos hasta la que sería nuestra morada esa

noche.

Nuestra gran cabaña se encontraba en un claro entre la

arboleda talado exclusivamente para ello y cuya madera había

sido utilizada en su construcción. Pero las copas de los árboles

sobresalían más allá de la azotea que en realidad era una

tercera planta. La primera, a la que se accedía desde el camino

de barro y que cruzaba el bosque, era una especie de garaje

taller donde se arreglaban y se ponían a punto las barcas que

después se lanzan al río para remontarlo durante 150

kilómetros. La distancia a la que se encuentra el Salto de

Ángel. Mi motivo del viaje, mi objetivo y, a la postre, el salto de

agua más alto de la Tierra. En la planta superior se encontraba

la estancia común con un par de grandes mesas corridas, la

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cocina, el baño, 4 habitaciones y una amplia zona con

hamacas que daban directamente a la arboleda y a la laguna

de Canaima que se intuía entre sus ramas. Y la azotea, un

lugar sin luz ni acondicionamiento pero desde donde las vistas

alcanzaban a ver parte de las cataratas que había descubierto

desde el aire y tras ellas, en el fondo, los primeros tepuis

empezaban a aparecer en la distancia. Era un lugar único. Es

uno de los paisajes más antiguos de la Tierra y posiblemente

uno de los más hermosos. Uno de esos lugares donde la mano

del hombre no ha llegado y por lo tanto tampoco la destrucción.

Es selva virgen, ríos vírgenes, montañas vírgenes y una

explosión de fauna y flora como en muy pocos lugares del

mundo. Se veían los pájaros. En gran cantidad y de numerosas

especies. Aunque no sabía reconocerlos. Sobrevolaban

nuestra cabaña a gran velocidad y se escondían de nuestra

vista entre los árboles. Se camuflaban, aunque seguramente

ellos nos seguían observando desde allí. Desde sus guaridas

naturales.

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Además de nuestro enclave había algunos otros diseminados

por la zona. De diferentes categorías. Y aunque

mayoritariamente se trataba de lugares humildes sin

demasiadas comodidades, en primera línea de la laguna

habían levantado un complejo de esos que destacan por sus

estrellas en la fachada. Con sus habitaciones en forma de

cabaña a orillas de la playa, con un buen restaurante y un

servicio de lujo. Y es que hasta este lugar se acercan una serie

de personas que, si bien son una escasa minoría, quieren

descubrir la catarata más importante del mundo, enclavada en

medio de la selva, con todas las comodidades que se pueda

sin importar el coste. El económico y el ecológico. Aunque a

decir verdad, una vez que abandonan las comodidad de sus

cuatro paredes y el servicio de habitaciones, tienen que pasar

las mismas penurias y los mismos malos tragos que los

mochileros. Porque desde allí hasta el Salto solo hay río y

selva. Y la única manera de alcanzarlo es remontar el río cauce

arriba durante dos días en unas barcas de madera y un pobre

motor, y dormir a la intemperie en una hamaca amarrada a un

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árbol. Eso no hay dinero que lo sustituya. Es así porque no

existe otra posibilidad. Porque aquí en Canaima no hay

carreteras ni caminos. Una vez que llegas a los límites que

marca la laguna al Norte y el pequeño poblado al Sur, no hay

más que selva y ríos, unas veces navegables y otras veces no.

Aquí no se puede pedir una carta de almohadas ni una

almohada para tus posaderas en el lento y duro caminar sobre

las aguas del turbulento río. Aquí no hay carta de postres. Ni de

entrantes, ni de nada. Aquí solo hay el alimento que seas

capaz de cargar y cocinar al fuego de una hoguera si el tiempo

lo respeta. Pero todo el mundo tiene el mismo derecho de

conocer un paraíso como este, y si la primera y la última noche

quieren descansar en mullidas camas con aire acondicionado

están en su derecho. Otra cosa será cómo se acostumbren a la

travesía después de tanta comodidad. Aunque en realidad sí

que existe una pega. Pero es solo un pequeño matiz moral.

Visitar la selva buscando el lujo te puede hacer perder la

esencia del viaje. No vas a tener muchas posibilidades de

viajar a una selva. Mucho menos a una selva como la de la

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Gran Sabana venezolana. Y es conveniente vivirla en todos los

sentidos. Comer lo que comen sus gentes en vez de un buffet

libre con 10 platos que podríamos encontrar en cualquier

ciudad, dormir en la naturaleza, escuchar sus sonidos, respirar

sus aromas, sentir a los animales en la cercana distancia. Por

eso entiendo mejor el lujo en lugares como New York o París

que en lugares como la selva o el desierto. Y afortunadamente

la gente que me acompañaba ese día, eran de mi misma forma

de ver las cosas. Todos llegaban con sus mochilas a la

espalda, con muchos kilómetros sobre ellas, con historias

fascinantes y algunas casi increíbles. Y especialmente, con la

ilusión de alcanzar por fin uno de los más importantes rincones

del país y descubrir uno de los elementos más maravillosos

que nos ha regalado la madre naturaleza.

Había gente de lo más variopinta. De diferentes

nacionalidades, de diferentes edades e incluso con diferentes

objetivos. No todos iríamos en busca del Salto de Ángel. Otros

se adentrarían en la Gran Sabana en busca de sus animales,

otros tomarían una ruta alternativa para alcanzar otros

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poblados indígenas de la zona y otras impresionantes

cataratas, pero todos buscábamos la naturaleza y sus

vicisitudes.

Cuando el Sol volvió a brillar en lo alto, aunque ya un poco más

cerca del horizonte de donde se encontraba la última vez que

lo observamos entre las nubes, me volví a adentrar en el

camino de la selva que comunicaba las diferentes cabañas

para dirigirme, en la dirección que Jose me había indicado, a la

laguna. Al llegar a ella me quedé mudo. Era el mismo lugar que

había visto desde el aire, pero desde tierra era mucho más

bello e impresionante. No solo porque se apreciaban bien todos

los detalles de las espectaculares caídas de agua que

interrumpían momentáneamente el curso del río, si no porque

además la escala volvía a su tamaño normal y convertía el

escenario en un lugar enorme que parecía sacado de una

película de Hollywood. Y no iba mal encaminado. Pero ésa es

una historia que te contaré después. Al salir de la arboleda

desemboqué en una playa de arena color crema hasta la que

llegaba el agua en una serie de olas diminutas empujadas por

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la corriente que crea las cataratas que la flanqueaban. El agua

era roja y traía en sus lomos una espuma blanca que

contrastaba con esta y con el color de la arena. Era extraño.

Una laguna de agua roja, de espuma blanca y arena tostada. Y

frente a ellas, la banda sonora y el ambientador del lugar.

Debían tener unos 40 metros de altura y por el sonido que

emanaban desplazar millones de litros por segundo. Se

precipitaban al vacío y en su caída formaban una película de

agua que se alejaba flotando en el aire en una eterna nube

húmeda. Y al impactar en la laguna, al desplomarse por la

caída y chocar contra las aguas, un ruido ensordecedor lo

inundaba todo. Era un ruido constante. Invariable. Un ruido

fluido que le daba una particular musicalidad a la estampa. Y

alrededor, solo selva. Árboles. Verde.

La laguna tenía forma ovalada y estaba totalmente rodeaba

con la única excepción de las cataratas y la playa en la que me

encontraba y que se situaba en un extremo de esta, en el lado

contrario al que fluyen las aguas tras precipitarse por los saltos.

Y frente a mi, tres palmeras alineadas nacían del agua y se

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elevaban decenas de metros creando una postal imposible.

Una postal de cuento. En la arena descansaban algunas

canoas como la que había visto en el taller bajo mi cabaña y

que esperan su momento para emprender el camino. Y junto a

ellas, algunas mujeres lavaban la ropa en la orilla con el agua

rojiza de la laguna. Como era de esperar, el agua corriente no

llegaba hasta aquí. En las cabañas para turistas han excavado

la tierra hasta encontrar pozos que se encuentran a escasa

profundidad y con un motor extraen el agua para hacerla llegar

hasta las duchas y los grifos de las habitaciones. Pero no todos

los habitantes del poblado de Canaima se pueden permitir un

lujo como este. De hecho, casi nadie se lo puede permitir y

siguen viviendo como lo hacían sus antepasados. Lavando en

el río, escurriendo a mano y cargando con la ropa de toda la

familia en un barreño sobre la cabeza o acudiendo al centro del

pueblo a extraer agua con una bomba del pozo cada vez que

necesitan agua para beber o cocinar. Podría parecer un

engorro. Un retraso de la civilización. Pero esto sucede en

muchas latitudes del planeta. Se ve en los Andes, en la

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mayoría de los países de Asia y en gran parte de África. Pozos

y manivelas con las que extraer el agua manualmente. En el

campo y en la ciudad. Y que no sirve solo para proveer a los

ciudadanos del líquido elemento, también sirve para que

quienes tenemos toda el agua del mundo solo con abrir uno de

los tantísimos grifos con los que cuentan nuestras casas, nos

demos cuenta en ese mismo momento de que pertenecemos a

una estirpe privilegiada que disfruta de una serie de lujos que

aunque no los vemos, ni así los consideramos, son grandes

detalles que hacen nuestra vida mucho más fácil y cómoda y

nos colocan en una élite mundial de la que no somos

conscientes, pero a la que pertenecemos a todas luces. Una

diferencia real en nuestras vidas. No diferencias insignificantes

como el color de nuestra piel o el país de nacimiento.

Diferencias que de verdad marcan a las personas y a su

destino.

Consciente de su feliz desgracia, me acerqué a ellas y me

senté a observarlas. Era hermoso. Una anciana frotaba cada

esquina del vestido que tenía entre las manos con cuidado y

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reiteradamente. Hasta dejarla impoluta. Sin ninguna presión

temporal que le empujara a limpiar a todo correr para terminar

cuanto antes y aprovechar su tiempo en otras cosas a priori

más interesantes. Simplemente limpiaba. Dejando el tiempo

correr. Igual que lo hacía el agua que pasaba junto a sus pies

procedentes de las cascadas y que descansaban a su lado

unos instantes antes de poner de nuevo rumbo hacia al mar. Al

que todavía le quedaban cientos de kilómetros para llegar.

Y en ese momento descubrí algo interesante: mi cabeza había

encontrado el silencio, había dejado de oír el sonido de las

cataratas, el sonido del agua precipitándose al vacío y

chocando violentamente contra el nuevo curso del río. Eso no

significa que hubieran dejado de producirlo. No significa que no

estuviera ahí y lo siguiera inundando todo. Pero yo

simplemente ya no lo percibía. Me había acostumbrado a él

rápidamente y ahora pertenecía a esos ruidos de fondo que el

cerebro analiza y al descubrir que son residuales elimina de tu

percepción. Es como quien vive junto al mar y deja de escuchar

las olas. Como el que vive junto a una autopista y deja de oír

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los coches. O el que vive en un bajo en la gran ciudad y deja

de escuchar todas las noches el camión de la basura con su

escalofriante serenata. Es lo mismo aunque salvando las

distancias. “Same, same but different” que dicen en la India.

Porque desde allí donde me encontraba, desde allí donde

había dejado de escuchar el sonido del agua, solo veía la

arena, las mujeres lavando en la laguna, las cataratas y un

poco más allá los tepuis, esas formaciones geológicas más

antiguas incluso que la propia vida y que cubrían todo aquello

hasta donde abarcaba mi vista. Era un lugar con embrujo. De

esos que solo existen un puñado sobre la faz de la Tierra. Y

decidí mimetizarme con el ambiente. Asumir sus costumbres y

sus biorritmos. Así dejé que el tiempo pasara entre las

pequeñas olas rojas y la violencia del agua de fondo. Como si

el tiempo no tuviera valor. Como si no me importara que se

escapara. Y un remanso de sossiego y felicidad se apoderó de

mi y fue el patrón de mi nave durante las siguiente dos horas

que permanecí inmóvil sentado en la arena de aquella

particular playa.

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Antes de que el Sol se perdiera por el horizonte me puse en

camino de nuevo hacia la cabaña. No quería que la noche

cayera y, a pesar de que la distancia no era mayor a 10

minutos caminando, perderme en medio de la selva y tardar

horas en encontrarla. Así que volví sobre mis pasos y antes de

que las últimas luces apagaran el cielo estaba de vuelta con

Jose y el resto de compañeros que ya se preparaban para la

cena y para escuchar las indicaciones de nuestro plan de ruta,

de nuestro viaje, cuyas primeras pinceladas Jose ya dejaba

entrever. Un viaje que comenzaría al día siguiente por la

mañana y que nos llevaría en un trayecto de dos días de ida y

uno más de vuelta por los cauces de los ríos Carrao y Churún,

desde la laguna de Canaima hasta el Salto de Ángel.


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