“La catarata del cielo”Nacho Parra
Capítulo 1©Todos los derechos reservados
Capítulo 1: Un lugar perdido en la selva.
Aquella masa de agua era mucho más grande de lo que había
imaginado. Se extendía de Este a Oeste y lo abarcaba todo.
Solo algunas pequeñas islas y algunas embarcaciones rompían
la monotonía del azul. Un azul casi plata en el reflejo de sus
aguas. Y cuando el comandante viró la nave, un mar verde se
abrió ante mis ojos. Al sur del río Orinoco, uno de los ríos más
grandes que mis ojos han contemplado jamás, comienza la
selva venezolana. Una basta extensión de tierra virgen
totalmente inexpugnable para el ser humano en la que, a
excepción de los claros de sus ríos que tratan de escapar de
ella para ir a morir al mar, no se observa ni un solo palmo de
lugar sin su frondosa vegetación, sin su manto verde. Es un
bosque infinito, una selva imposible, el corazón mismo de la
madre naturaleza. Es el mar verde en medio del continente. Un
lugar lleno de vida al que hasta hace unos años solo se podía
acceder remontando sus ríos, que son la fuente de la vida y el
único medio para el trasporte en muchos cientos de kilómetros
a la redonda.
Cinco minutos después ya no se apreciaba ninguna otra cosa
en tan majestuoso paisaje. Solo la inmensa arboleda. Y así
continuó prácticamente durante la media hora larga que duró el
trayecto. Porque 10 minutos antes de tomar tierra una nube
apareció sin previo aviso ante nosotros y desde ese momento
ya solo observé el blanco esponjoso de la tormenta y el miedo
en los ojos de mis compañeros de avioneta.
Hasta ese instante poco habíamos hablado entre nosotros.
Unos leves saludos, alguna sonrisa pasajera y poco más. Pero
cuando la avioneta dio su primera sacudida violenta movida por
los vientos que envolvían en sí misma a la nube, un silencio
sepulcral se adueñó del lugar y de todos nosotros. En apenas
unos minutos habíamos pasado de volar con un sol de justicia
a penetrar en una de esas tormentas tropicales capaces de
descargar el diluvio universal en media hora, inundar todo a su
paso y después desaparecer tan rápida y sigilosa como ha
aparecido. No se veía absolutamente nada. Pero el verdadero
problema no era que desde mi posición en la ventanilla
izquierda yo no viera nada, el verdadero problema era que el
cristal de delante de la avioneta, el cristal que utiliza el piloto
para ver por dónde vuela, para observar los peligros,
anticiparlos y esquivarlos y que yo tenía un metro en frente de
mi, no permitía ver tampoco absolutamente nada. Las nubes
blancas parecían viajar con nosotros. Pegadas al avión.
Pegadas al cristal. Y no dudaron ni un instante en descargar
toda su furia sobre nuestros temores. La lluvia trajo el viento. O
quizá fue al revés. El caso es que llegaron cogidos de la mano.
Cuando las granes gotas empezaron a golpear el fuselaje el
estruendo se volvió aterrador. Y el viento nos mecía
violentamente haciendo que los 3 pasajeros que nos dirigíamos
a Canaima, en el corazón de la selva, nos agarráramos
fuertemente a los asideros de la avioneta, con los músculos en
tensión y el corazón bombeando sangre como si fuera la última
vez que lo hiciera. Cuando la tormenta se volvió sonora,
cuando los rayos que iluminaban las nubes comenzaron a
ensordecer el sonido del motor, nos agarramos las manos unos
a otros y la muchacha de mi derecha comenzó a rezar. Lo que
le daba al trágico momento un puntito más de desconcierto y
humana temeridad.
Las grandes tormentas dentro de un avión son momentos de
verdadera tensión y en ocasiones de verdadero miedo. Pero os
aseguro que no es lo mismo viajar en un avión de 100 metros
de longitud y varias toneladas de peso a 8000 metros de altura,
que hacerlo en una sospechosa avioneta de 4 metros de largo,
1000 kilos de peso y a una altura desde la que casi se puede
ver a los monos selváticos saltando de rama en rama. Es
mucho más complicado. Los movimientos de la nave eran
continuos y violentos. Lo suficiente como para pensar que cada
sacudida sería la última. Y cuando descubres que no lo es,
piensas si en algún momento, de la masa blanca que
atravesábamos y que no nos permitía ver más allá de la hélice
que nos abría paso, aparecería un árbol, una roca o uno de los
tepuis que pueblan la zona a la que nos dirigíamos y por donde
la navegación aérea es muy complicada por la orografía y los
vientos que ésta forma.
Viajábamos a ciegas, seguro que con un altímetro y un radar,
pero tampoco me daban ninguna sensación de seguridad. Nos
podía caer un rayo y no estoy seguro que la caja de Faraday,
ese invento que hace que si un rayo alcanza un avión éste
salga por el otro extremo, fuera a funcionar en esos cuatro
hierros con alas. Nos podía tirar el viento, el agua, podíamos
perder altura y estrellarnos en la selva o chocar contra la pared
de las muchas montañas y precipicios planos que pueblan el
lugar. Pero el piloto ni se inmutó. Seguía su rumbo y nos
avisaba con una sonrisa en los labios de que ése era el tiempo
normal en esa época del año en Canaima, en la profunda selva
de Venezuela. Esa climatología en tierra, en una cabaña, al
aire libre o en el mismo río no es tan preocupante como ahí
arriba. Me atrevería a decir que de hecho una tormenta de ese
calibre desde tierra es una maravilla de la naturaleza. Algo
digno de ver. Pero desde ahí arriba cambiaba las perspectiva
de las cosas. Mis compañeros llevaban los ojos cerrados y la
cabeza bien apoyada en los asientos mientras se apretaban
fuertemente las manos. Tratando de encontrar en sus
respiraciones acompasadas y en sus lastimosas peticiones ese
puntito de fuerza y valor que habíamos perdido presas del
miedo y la incertidumbre. Por eso no vieron la belleza del lugar
cuando, de repente, en cosa de segundos, salimos de la
tormenta y volvimos al cielo azul y al sol de justicia.
Bajo nuestros pies solo el manto verde de la selva. Y un poco
más adelante, se empezaba a apreciar una enorme laguna que
partía la arboleda, como si de una herida en su piel se tratara,
por la que descendían no menos de 4 cataratas. Era imposible
desde ahí arriba determinar exactamente su tamaño, pero el
simple hecho de compararlas con una canoa que en ese
instante pasaba frente a ellas, hacía indicar que eran unas
cataratas de un tamaño más que considerable. Aunque en
realidad no tuve tiempo de apreciarlas lo suficiente ni de coger
la cámara para sacar una foto aérea. El avión volvió a virar
bruscamente y entonces descubrí nuestro destino claramente
ante nosotros. Una diminuta pista de asfalto y tierra en medio
de la selva. Había que volver a rezar o a cruzar los dedos para
que el piloto calculara bien y no terminara estacionando la
avioneta encima de los árboles. Algo que por otra parte parecía
lo más probable debido sus diminutas dimensiones y a la
cercanía de la selva de aquel trozo de olvidado asfalto. Cuando
enfiló la pista tras un giro de 180º la tormenta apareció de
nuevo ante nosotros, imponente, de cientos de metros de altura
y envuelta sobre sí misma por la acción de los violentos vientos
virando del blanco al negro y descomponiendo los rayos de luz
que la cruzaban formando dos bellos arco iris a cada uno de
sus lados. Aunque con la suficiente lejanía como para que no
participara del aterrizaje y dejara todo en manos de nuestro
intrépido y siempre sonriente piloto.
La cortina de agua se veía caer con fuerza nublando la vista
más allá de ella, a escasos kilómetros de nosotros, sobre la
selva verde y frondosa. Pero el viento que le precedía ya
estaba a nuestra altura y a medida que avanzábamos y
descendíamos nos sacudía, nos meneaba, nos hacía
desplazarnos lateralmente llegando casi a la línea de la selva
que marcaba la arboleda, nos devolvía a la pista, nos volvía a
sacar… Aferrado a los mandos de la nave, nuestro
comandante trataba de mantener el avión en línea con la pista,
pero tampoco se le veía hacer demasiados aspavientos para
conseguirlo. Se mantenía en calma, como había hecho el resto
del trayecto. Y rectificaba el rumbo. Y descendía unos metros.
Y los árboles estaban cada vez más cerca. Y cuando mis
compañeros de viaje volvieron a cerrar los ojos, el Señor
Gonzales, con una pericia sorprendente puso la nave en tierra,
apagó los motores y nos dio la bienvenida a Canaima. Al
corazón de la selva venezolana.
El aeropuerto de Canaima no es un aeropuerto al uso, como
los que estamos acostumbrados a vivir y a sufrir. El aeropuerto
de Canaima es la pista que he descrito y una caseta de madera
con tejados de hoja de palma y unos bancos donde sentarse.
Aquí no hay torre de control, no hay finger, no hay terminal, ni
autobuses, ni taxis, ni coches de alquiler, ni restaurantes, ni
arcos de seguridad. No hay nada. La pista y la cabaña. Y a dos
metros otra vez la selva.
Lo que sí que había en tierra eran varios militares armados
hasta los dientes y unos hombres vestidos con camisas rojas
que nada más detener el motor de la avioneta se acercaron
hasta nosotros y, con una irónica sonrisa en sus caras, nos
saludaron, nos indicaron hacia dónde debíamos ir, algo que por
otra parte era una obviedad al no haber más rastro humano en
todo la zona, y reteniendo al piloto y nuestras mochilas le
pedieron una serie de papeles que no llegué a escuchar con
claridad de qué se trataban. Aquello me inquietó
momentáneamente. Pero pronto descubriría quiénes eran
aquellos temidos hombres de rojo.
Nada más llegar a la cabaña, una muchacha indígena nos pidió
nuestros nombres y que pagáramos la tasa de entrada al
parque. “La mordida” pensé yo, aunque luego entendería que
era dinero con un objetivo. Y un objetivo, al que si de verdad se
lo dedicaban, era algo más que un honesto objetivo. El trámite
no duró más que lo tardamos en sacar nuestras carteras y
entregar unos billetes a la guapa y joven indígena que te da la
bienvenida al lugar. Al atravesar la puerta construida con tres
ramas de bambú y que simboliza la entrada en el parque, un
hombre de unos 45 años, delgado, curtido por el Sol y con una
melena recogida en una larga y fina coleta se acercó hasta
nosotros y mentó nuestros nombres con un signo de
interrogación al final de la frase. Era Jose, sin tilde, nuestro
guía de la selva. Un hombre que me impactó desde el principio.
Vestía un vaquero cortado a dentadas a la altura de las rodillas,
una camiseta sin mangas negra y llevaba los pies desnudos.
Del cuello, colgado de un collar de cuero, un colmillo de algún
animal que por su aspecto seguramente habría cazado un
tiempo atrás, le adornaba el pecho y le hacía de amuleto. En
cuanto notó mi acento preguntó. Y en cuanto respondí me salió
con su primera historia. La primera de muchas.
“¡Mi querido Donosti!” fue la primera expresión que lanzó al aire
con felicidad y cierta nostalgia en su tono. “Yo era el
compañero de fatigas del Cojo Manteca”. Esa fue su segunda
expresión. Y así entendí de primeras que Jose era una un tipo
con mucho mundo a sus espaldas.
El “Cojo Manteca” era un icono de la guerra urbana de los 80 a
quien el caballo le ganó la batalla. Como a muchos de sus
amigos. Pero Jose está hecho de otra pasta. Es un
superviviente. Con mayúsculas. Una de esas personas de las
que te alegras encontrar por la vida. Su historia es una historia
de aventuras que roza el romanticismo. Y su personalidad y su
conocimiento de la Gran Sabana venezolana lo convierten en
el mejor guía que he conocido en mi vida. Parece 10 años
menos de los que tiene. Y eso que nunca se preocupó
demasiado de cuidar su propia carrocería. Este venezolano
marchó a Europa con su familia siendo aún adolescente.
Seguramente no era la vida que deseaba, pero prefirió
aprovechar la ocasión. Así que cogió una moto y se marchó.
Durante años recorrió el viejo continente. Vivió en diferentes
países y aprendió varios idiomas. Resultaba un libro abierto en
medio de la selva.
El destino le llevó a España en una época convulsa. Eran los
años 80. Lo vivió todo y lo probó todo. Y lo disfrutó. A caballo
entre Madrid y Donosti se hizo un grupo de amigos de esos a
los que la policía no quitaba el ojo de encima. La cara conocida
de la banda era el famoso “Cojo Manteca”. Un personaje que
con una sola pierna era el azote de las fuerzas de seguridad en
la “kale borroka” vasca y en cualquier algarada revolucionaría
en Madrid.
Aquella generación desapareció a manos de la droga. Del
maldito caballo. De la heroína. Pero Jose esquivó la muerte.
Era un tío listo y con recursos. Y una bonita mañana de
primavera, hizo la maleta y se volvió al país que le había visto
nacer. A Venezuela. Era consciente de que tenía que cambiar
de vida. Y lo hizo drásticamente. Así que fue a la selva donde
lleva 20 años.
En Canaima conoció a su mujer. Una indígena del lugar. Y ésta
le dio 5 hijos. 5 bocas a las que alimentar. Así que tocaba
trabajar. Y trabajar duro. Empezó como guía pero su pasión por
la naturaleza y su don de gentes pronto lo convirtieron en “El
Guía”. En la jungla, perdido entre Tepuis o remontando un río
salvaje lo conoce todo. Es la Wikipedia hablante de la Gran
Sabana. O la Wikibana como me gustaba llamarle. Pero
además es un tío simpático, siempre dispuesto a ayudar, a
agradar, de sonrisa permanente y soluciones para todo. Un tío
con una vida muy aprovechada y miles de historias para quien
quiera escucharlas. Algo que a la postre resulta imprescindible.
Una vez allí, su compañía es tan importante como el destino y
el propio viaje. Jose te lleva a ver cataratas, te hace cruzar bajo
ellas, te enseña a comer hormigas, te guía por la selva, te
muestra los Tepuis, te explica su historia, te presenta el Salto
de Ángel, te acerca hasta él y cuando te quieres dar cuenta es
uno más del grupo, uno más de la familia. Y su vocación de
“ayudante para todo” se vio desde el primer momento.
Al parecer los hombres de rojo son agentes gubernamentales
que en un lugar donde la ley llega a duras penas, imponen su
mandato. Un mandato que no es otro que el de cobrar un
dinero extra a las avionetas que aterrizan en la zona. El “modus
operandi” es muy sencillo. Ellos tienen que dar la conformidad
de los vuelos. Es decir, son ellos los que dicen si un avión
puede despegar o no. Cómo y cuándo. Y ya te imaginas cuál
es el corte. Quien paga y quien no. Aunque en realidad, pagan
todos porque si no, no sales. Al parecer, cuando se acercaron
hasta la avioneta no solo pidieron al piloto los papeles si no el
dinero que les “correspondía” a ellos por dejarle estar ahí y por
permitirle volar. Él hombre, acostumbrado a estas acciones de
ley, había alegado que no era un vuelo regular, si no privado y
contratado en el último momento por lo que no le habían dado
el dinero para pagarles. Y no lo pensaba hacerlo de su bolsillo.
La avioneta no era suya. Y no estaba dispuesto a dejarse
extorsionar. El siguiente paso fue entonces el de pedirnos el
dinero directamente a nosotros. Jugaban con la ventaja de que
nuestras mochilas seguían en el interior de la nave y que si no
satisfacíamos sus necesidades económicas se podían volver a
Puerto Ordaz, su lugar de origen, sin que nos permitieran
desembarcarlas. Pero allí estaba Jose. Que también tenía sus
trucos. En Venezuela, como en muchos otros países, hay dos
tipos de personas: los que pertenecen al gobierno y los que no.
Tener un familiar o un amigo político en el partido que gobierna
evita muchos problemas. Jose me guiñó el ojo, me contó la
historia que tenía que defender y junto al resto del pasaje nos
dirigimos a los hombres de rojo. Yo sería “El Primo de España”
de Luis de Benavente, un político chavista bien colocado. Me
había escogido a mi entre los tres porque ni Mike, el rubio de
Sheffield, ni Amanda, la joven australiana, tenían pinta de
latinos ni siquiera de octava generación. Así que serían
simplemente unos compañeros míos de universidad que
debían tener la boca cerrada. Me temblaban las piernas. Mentir
a los representantes del gobierno nada más llegar en un país
en el que con esas cosas no se debe jugar ni lo más mínimo,
no eran en absoluto plato de buen agrado. Creo que me bajó el
color de la cara a un blanco nuclear y la voz se me afeminó dos
o tres tonos. Tenía el estómago anudado a sí mismo. Y no dije
mucho, repetí las 4 cosas que Jose me había dicho que me
iban a preguntar e improvisé un par de respuestas más de las
que éste no me había visado. Pero me mantuve firme. Y esa
firmeza y el rápido movimiento de aparecer tras ellos con una
coartada le dio credibilidad al asunto. Así que cinco minutos
después y todavía con el corazón en la garganta salíamos del
claro del aeropuerto para adentrarnos con nuestra mochilas de
lleno en la selva.
El lugar era una explosión de naturaleza. Los árboles debían
tener 30 metros de altura y sus ramas ocultaban casi por
completo el cielo. El suelo, de arena marrón, se convirtió en un
tremendo barrizal cuando dos minutos después de iniciar la
marcha la tormenta que habíamos vivido y sufrido en el aire
llegó hasta donde ahora nos encontrábamos y el diluvio se hizo
universal. Sacamos los plásticos y nos cubrimos por completo
incluidas nuestras maletas. Excepto Jose, que silbaba para que
Brutus, su perro y fiel acompañante las 24 horas del día, los 7
días de la semana, viniera tras nosotros y dejara de enredar o
otros perros que vagabundeaban libremente por la zona de la
selvática terminal. Brutus era un Pitbull negro y marrón de esos
que cuando avistas por primera vez te hacen retroceder
irremediablemente. Era musculoso y joven. Rápido y curioso. Y
cuando llegó hasta nuestra altura descubrimos que era también
un pedazo de pan acostumbrado a la gente y a los extraños.
Jugaba con cualquiera que tuviera comida y, sabedor de sus
puntos fuertes, si a la tercera no conseguía su premio te daba
un golpecito con el lomo avisando de que simpático sí, pero Pit
Bull también.
Saltaba por los charcos que nosotros esquivábamos.
Aceleraba, desaparecía y a los pocos segundos volvía a
aparecer a toda velocidad y con la lengua fuera. Empapado.
Chorreando agua por todos los churros que ésta formaba en su
pelo. Y se sacudía para quitársela de encima. Más por
costumbre que por molestia. Porque el agua que caía del cielo
tenía una particularidad. Estaba caliente. Tengo recuerdos de
Perú y del Sureste Asiático donde el agua de la lluvia tenía una
temperatura indefinida. Ni fría ni caliente. Lugares donde
aunque te coja la tromba y te cale hasta los huesos no deja que
te enfríes. Simplemente te moja, lo notas y en poco tiempo el
ambiente tórrido te ha secado otra vez. Pero esta se notaba al
caer porque su temperatura era superior a la de cualquier otra
lluvia que yo hubiera probado. Se estaba más caliente mojado
que seco. Algo que para mi supina ignorancia resultaba de los
más novedoso y particular.
Llovió con fuerza. Como si no hubiera llovido en los últimos 10
años. Pero había llovido exactamente igual la tarde anterior.
Ese era el secreto de extrema naturaleza del lugar. Durante
más de 10 horas al día brillaba un sol de justicia. El Sol del
Ecuador que era prácticamente la altura del planeta en la que
nos encontrábamos. Un sol que calienta, que quema y que
abrasa, pero que es la fuente de energía imprescindible para
que las plantas se desarrollen y crezcan con semejante fuerza.
Con una fuerza inimaginable que solo se encuentra en algunas
selvas del mundo. Y a ese sol y a ese calor, hay que sumarle
una o dos trombas inmundas de agua al día que duran entre 30
minutos y una hora cada una. Depende del día y por supuesto
de la estación. Pero al estar entrando en la época de lluvias era
la tónica general del día a día y provocaba una explosión de
naturaleza que convertía la selva en un lugar complicado, de
acceso casi imposible, donde la flora y la fauna marcaban el
paso y lo dominaban absolutamente todo.
Empapados hasta los huesos a pesar del poncho, con barro
hasta las rodillas y tras haber caminado durante unos 10
minutos por la selva donde avistamos algunas cabañas
solitarias, llegamos hasta la que sería nuestra morada esa
noche.
Nuestra gran cabaña se encontraba en un claro entre la
arboleda talado exclusivamente para ello y cuya madera había
sido utilizada en su construcción. Pero las copas de los árboles
sobresalían más allá de la azotea que en realidad era una
tercera planta. La primera, a la que se accedía desde el camino
de barro y que cruzaba el bosque, era una especie de garaje
taller donde se arreglaban y se ponían a punto las barcas que
después se lanzan al río para remontarlo durante 150
kilómetros. La distancia a la que se encuentra el Salto de
Ángel. Mi motivo del viaje, mi objetivo y, a la postre, el salto de
agua más alto de la Tierra. En la planta superior se encontraba
la estancia común con un par de grandes mesas corridas, la
cocina, el baño, 4 habitaciones y una amplia zona con
hamacas que daban directamente a la arboleda y a la laguna
de Canaima que se intuía entre sus ramas. Y la azotea, un
lugar sin luz ni acondicionamiento pero desde donde las vistas
alcanzaban a ver parte de las cataratas que había descubierto
desde el aire y tras ellas, en el fondo, los primeros tepuis
empezaban a aparecer en la distancia. Era un lugar único. Es
uno de los paisajes más antiguos de la Tierra y posiblemente
uno de los más hermosos. Uno de esos lugares donde la mano
del hombre no ha llegado y por lo tanto tampoco la destrucción.
Es selva virgen, ríos vírgenes, montañas vírgenes y una
explosión de fauna y flora como en muy pocos lugares del
mundo. Se veían los pájaros. En gran cantidad y de numerosas
especies. Aunque no sabía reconocerlos. Sobrevolaban
nuestra cabaña a gran velocidad y se escondían de nuestra
vista entre los árboles. Se camuflaban, aunque seguramente
ellos nos seguían observando desde allí. Desde sus guaridas
naturales.
Además de nuestro enclave había algunos otros diseminados
por la zona. De diferentes categorías. Y aunque
mayoritariamente se trataba de lugares humildes sin
demasiadas comodidades, en primera línea de la laguna
habían levantado un complejo de esos que destacan por sus
estrellas en la fachada. Con sus habitaciones en forma de
cabaña a orillas de la playa, con un buen restaurante y un
servicio de lujo. Y es que hasta este lugar se acercan una serie
de personas que, si bien son una escasa minoría, quieren
descubrir la catarata más importante del mundo, enclavada en
medio de la selva, con todas las comodidades que se pueda
sin importar el coste. El económico y el ecológico. Aunque a
decir verdad, una vez que abandonan las comodidad de sus
cuatro paredes y el servicio de habitaciones, tienen que pasar
las mismas penurias y los mismos malos tragos que los
mochileros. Porque desde allí hasta el Salto solo hay río y
selva. Y la única manera de alcanzarlo es remontar el río cauce
arriba durante dos días en unas barcas de madera y un pobre
motor, y dormir a la intemperie en una hamaca amarrada a un
árbol. Eso no hay dinero que lo sustituya. Es así porque no
existe otra posibilidad. Porque aquí en Canaima no hay
carreteras ni caminos. Una vez que llegas a los límites que
marca la laguna al Norte y el pequeño poblado al Sur, no hay
más que selva y ríos, unas veces navegables y otras veces no.
Aquí no se puede pedir una carta de almohadas ni una
almohada para tus posaderas en el lento y duro caminar sobre
las aguas del turbulento río. Aquí no hay carta de postres. Ni de
entrantes, ni de nada. Aquí solo hay el alimento que seas
capaz de cargar y cocinar al fuego de una hoguera si el tiempo
lo respeta. Pero todo el mundo tiene el mismo derecho de
conocer un paraíso como este, y si la primera y la última noche
quieren descansar en mullidas camas con aire acondicionado
están en su derecho. Otra cosa será cómo se acostumbren a la
travesía después de tanta comodidad. Aunque en realidad sí
que existe una pega. Pero es solo un pequeño matiz moral.
Visitar la selva buscando el lujo te puede hacer perder la
esencia del viaje. No vas a tener muchas posibilidades de
viajar a una selva. Mucho menos a una selva como la de la
Gran Sabana venezolana. Y es conveniente vivirla en todos los
sentidos. Comer lo que comen sus gentes en vez de un buffet
libre con 10 platos que podríamos encontrar en cualquier
ciudad, dormir en la naturaleza, escuchar sus sonidos, respirar
sus aromas, sentir a los animales en la cercana distancia. Por
eso entiendo mejor el lujo en lugares como New York o París
que en lugares como la selva o el desierto. Y afortunadamente
la gente que me acompañaba ese día, eran de mi misma forma
de ver las cosas. Todos llegaban con sus mochilas a la
espalda, con muchos kilómetros sobre ellas, con historias
fascinantes y algunas casi increíbles. Y especialmente, con la
ilusión de alcanzar por fin uno de los más importantes rincones
del país y descubrir uno de los elementos más maravillosos
que nos ha regalado la madre naturaleza.
Había gente de lo más variopinta. De diferentes
nacionalidades, de diferentes edades e incluso con diferentes
objetivos. No todos iríamos en busca del Salto de Ángel. Otros
se adentrarían en la Gran Sabana en busca de sus animales,
otros tomarían una ruta alternativa para alcanzar otros
poblados indígenas de la zona y otras impresionantes
cataratas, pero todos buscábamos la naturaleza y sus
vicisitudes.
Cuando el Sol volvió a brillar en lo alto, aunque ya un poco más
cerca del horizonte de donde se encontraba la última vez que
lo observamos entre las nubes, me volví a adentrar en el
camino de la selva que comunicaba las diferentes cabañas
para dirigirme, en la dirección que Jose me había indicado, a la
laguna. Al llegar a ella me quedé mudo. Era el mismo lugar que
había visto desde el aire, pero desde tierra era mucho más
bello e impresionante. No solo porque se apreciaban bien todos
los detalles de las espectaculares caídas de agua que
interrumpían momentáneamente el curso del río, si no porque
además la escala volvía a su tamaño normal y convertía el
escenario en un lugar enorme que parecía sacado de una
película de Hollywood. Y no iba mal encaminado. Pero ésa es
una historia que te contaré después. Al salir de la arboleda
desemboqué en una playa de arena color crema hasta la que
llegaba el agua en una serie de olas diminutas empujadas por
la corriente que crea las cataratas que la flanqueaban. El agua
era roja y traía en sus lomos una espuma blanca que
contrastaba con esta y con el color de la arena. Era extraño.
Una laguna de agua roja, de espuma blanca y arena tostada. Y
frente a ellas, la banda sonora y el ambientador del lugar.
Debían tener unos 40 metros de altura y por el sonido que
emanaban desplazar millones de litros por segundo. Se
precipitaban al vacío y en su caída formaban una película de
agua que se alejaba flotando en el aire en una eterna nube
húmeda. Y al impactar en la laguna, al desplomarse por la
caída y chocar contra las aguas, un ruido ensordecedor lo
inundaba todo. Era un ruido constante. Invariable. Un ruido
fluido que le daba una particular musicalidad a la estampa. Y
alrededor, solo selva. Árboles. Verde.
La laguna tenía forma ovalada y estaba totalmente rodeaba
con la única excepción de las cataratas y la playa en la que me
encontraba y que se situaba en un extremo de esta, en el lado
contrario al que fluyen las aguas tras precipitarse por los saltos.
Y frente a mi, tres palmeras alineadas nacían del agua y se
elevaban decenas de metros creando una postal imposible.
Una postal de cuento. En la arena descansaban algunas
canoas como la que había visto en el taller bajo mi cabaña y
que esperan su momento para emprender el camino. Y junto a
ellas, algunas mujeres lavaban la ropa en la orilla con el agua
rojiza de la laguna. Como era de esperar, el agua corriente no
llegaba hasta aquí. En las cabañas para turistas han excavado
la tierra hasta encontrar pozos que se encuentran a escasa
profundidad y con un motor extraen el agua para hacerla llegar
hasta las duchas y los grifos de las habitaciones. Pero no todos
los habitantes del poblado de Canaima se pueden permitir un
lujo como este. De hecho, casi nadie se lo puede permitir y
siguen viviendo como lo hacían sus antepasados. Lavando en
el río, escurriendo a mano y cargando con la ropa de toda la
familia en un barreño sobre la cabeza o acudiendo al centro del
pueblo a extraer agua con una bomba del pozo cada vez que
necesitan agua para beber o cocinar. Podría parecer un
engorro. Un retraso de la civilización. Pero esto sucede en
muchas latitudes del planeta. Se ve en los Andes, en la
mayoría de los países de Asia y en gran parte de África. Pozos
y manivelas con las que extraer el agua manualmente. En el
campo y en la ciudad. Y que no sirve solo para proveer a los
ciudadanos del líquido elemento, también sirve para que
quienes tenemos toda el agua del mundo solo con abrir uno de
los tantísimos grifos con los que cuentan nuestras casas, nos
demos cuenta en ese mismo momento de que pertenecemos a
una estirpe privilegiada que disfruta de una serie de lujos que
aunque no los vemos, ni así los consideramos, son grandes
detalles que hacen nuestra vida mucho más fácil y cómoda y
nos colocan en una élite mundial de la que no somos
conscientes, pero a la que pertenecemos a todas luces. Una
diferencia real en nuestras vidas. No diferencias insignificantes
como el color de nuestra piel o el país de nacimiento.
Diferencias que de verdad marcan a las personas y a su
destino.
Consciente de su feliz desgracia, me acerqué a ellas y me
senté a observarlas. Era hermoso. Una anciana frotaba cada
esquina del vestido que tenía entre las manos con cuidado y
reiteradamente. Hasta dejarla impoluta. Sin ninguna presión
temporal que le empujara a limpiar a todo correr para terminar
cuanto antes y aprovechar su tiempo en otras cosas a priori
más interesantes. Simplemente limpiaba. Dejando el tiempo
correr. Igual que lo hacía el agua que pasaba junto a sus pies
procedentes de las cascadas y que descansaban a su lado
unos instantes antes de poner de nuevo rumbo hacia al mar. Al
que todavía le quedaban cientos de kilómetros para llegar.
Y en ese momento descubrí algo interesante: mi cabeza había
encontrado el silencio, había dejado de oír el sonido de las
cataratas, el sonido del agua precipitándose al vacío y
chocando violentamente contra el nuevo curso del río. Eso no
significa que hubieran dejado de producirlo. No significa que no
estuviera ahí y lo siguiera inundando todo. Pero yo
simplemente ya no lo percibía. Me había acostumbrado a él
rápidamente y ahora pertenecía a esos ruidos de fondo que el
cerebro analiza y al descubrir que son residuales elimina de tu
percepción. Es como quien vive junto al mar y deja de escuchar
las olas. Como el que vive junto a una autopista y deja de oír
los coches. O el que vive en un bajo en la gran ciudad y deja
de escuchar todas las noches el camión de la basura con su
escalofriante serenata. Es lo mismo aunque salvando las
distancias. “Same, same but different” que dicen en la India.
Porque desde allí donde me encontraba, desde allí donde
había dejado de escuchar el sonido del agua, solo veía la
arena, las mujeres lavando en la laguna, las cataratas y un
poco más allá los tepuis, esas formaciones geológicas más
antiguas incluso que la propia vida y que cubrían todo aquello
hasta donde abarcaba mi vista. Era un lugar con embrujo. De
esos que solo existen un puñado sobre la faz de la Tierra. Y
decidí mimetizarme con el ambiente. Asumir sus costumbres y
sus biorritmos. Así dejé que el tiempo pasara entre las
pequeñas olas rojas y la violencia del agua de fondo. Como si
el tiempo no tuviera valor. Como si no me importara que se
escapara. Y un remanso de sossiego y felicidad se apoderó de
mi y fue el patrón de mi nave durante las siguiente dos horas
que permanecí inmóvil sentado en la arena de aquella
particular playa.
Antes de que el Sol se perdiera por el horizonte me puse en
camino de nuevo hacia la cabaña. No quería que la noche
cayera y, a pesar de que la distancia no era mayor a 10
minutos caminando, perderme en medio de la selva y tardar
horas en encontrarla. Así que volví sobre mis pasos y antes de
que las últimas luces apagaran el cielo estaba de vuelta con
Jose y el resto de compañeros que ya se preparaban para la
cena y para escuchar las indicaciones de nuestro plan de ruta,
de nuestro viaje, cuyas primeras pinceladas Jose ya dejaba
entrever. Un viaje que comenzaría al día siguiente por la
mañana y que nos llevaría en un trayecto de dos días de ida y
uno más de vuelta por los cauces de los ríos Carrao y Churún,
desde la laguna de Canaima hasta el Salto de Ángel.