Date post: | 28-Apr-2015 |
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LEY MORAL NATURAL (complemento de la exposición del módulo).
De acuerdo a las enseñanzas del realismo moral, en primer lugar,
debemos tener presente que todo ser existe en razón de algo y, por
consiguiente, existe para algo, para su fin propio. Por lo tanto, toda
actividad se explica por esa tendencia intrínseca del ser hacia su fin,
que es también su bien, porque bien y fin se identifican (Derisi, "Los
fundamentos metafísicos del orden moral", Educa, Bs. As., 1980, pág. 25).
El movimiento revela el tránsito de la potencia al acto que lleva a cabo todo
ser creado para alcanzar su perfección y acabamiento. Ahora bien, ese
proceso no puede acaecer de una manera caótica, sino ordenada y orgánica,
porque de lo contrario, el ser no verá satisfechas las exigencias de su
estructura esencial. Se precisa, entonces, de un modelo, ejemplar o
paradigma que guíe la conducta u obra del sujeto agente. En nuestro caso,
LA REGLA Y MEDIDA DEL OBRAR SON LAS NORMAS O
LEYES MORALES (NATURALES Y POSITIVAS, GENERALES Y
PARTICULARES), LAS CUALES CONSISTEN EN PRECEPTOS O
PRESCRIPCIONES QUE DICEN LA CONDUCTA VIRTUOSA. La
ley expresa cómo ha de ordenarse la conducta humana en la relación del
hombre consigo mismo, para el logro del bien personal, y con los demás,
para alcanzar mediatamente el bien común.
SER
MATERIA
FORMA
MOVIMIENTO
FIN
EJEMPLO, MODELO
O PARADIG
MA
Y en la MORAL, ¿cómo se plasma ese esquema?
En segundo lugar, la ley moral no sólo dilucida la conducta
virtuosa a fin de iluminar la acción (nuestro movimiento en el campo de lo
moral) sino que también lo impera. Exige determinadas conductas, con
la amenaza de una cierta sanción para el supuesto que no se satisfaga
el débito. En otras palabras, la ley no se limita a describir una conducta a
modo de ejemplo, modelo, paradigma o idea imitativa, sino que la manda,
pretende que efectivamente se lleve a cabo. La ley moral es una
proposición imperativa dirigida a ordenar eficazmente las operaciones
de todo el hombre y de todos los hombres. Por ese motivo, LA LEY
MORAL NATURAL Y LAS NORMAS MORALES POSITIVAS
EJERCEN COERCIÓN PORQUE INFLUYEN SOBRE EL LIBRE
ALBEDRÍO DEL SUJETO, IMPULSÁNDOLO AL
CUMPLIMIENTO ESPONTÁNEO DE SUS DEBERES ÉTICOS. Así
como el escultor es la causa eficiente de donde procede el movimiento que
tiene como término a la estatua, las reglas (naturales y positivas,
generales y particulares) son la causa eficiente de la moral porque
instan a los sujetos, que son sus destinatarios, a que encarnen en sus
conductas lo virtuoso que han definido y mandado.
LEYES NATURALE
S O POSITIVAS
S
CONDUCTAS HUMANAS OBRAR
VIRTUOSO
PERFECCIÓN
NATURAL DEL
HOMBRE
BIEN PROPIO
Si la ley moral, en ejercicio de sus funciones de ejemplaridad
y de eficiencia, se dirige al hombre como ser inteligente y libre, debe
consistir en una medida racional de sus actos. Por ello, se trata de un
producto, del resultado de un acto de la razón. “El valor intrínseco de los
preceptos morales procede … inmediatamente, de su carácter racional”
(Lachance, “El concepto de Derecho según Aristóteles y Santo Tomás”,
pág. 185, 1953, Bs. As.). La primera norma de la razón es la ley moral
natural, por lo que “toda ley humana tendrá el carácter de ley en la
medida que se derive de la ley de la naturaleza” (Santo Tomás). Si una
ley se adecua a la naturaleza, entendida como la esencia o estructura misma
del ser, su propósito o finalidad será promover la satisfacción de las
exigencias de la condición humana y salvaguardar la posibilidad de la
plenitud personal (Casares, “La Justicia y el Derecho”, pág. 117, Abeledo
Perrot, 1974, Bs. As.). En tal caso, tienen fuerza de obligar en
conciencia.
LEY
ORDENACIÓN DE LA RAZÓN
ADECUACIÓN A LA NATURALEZA
PROMOCIÓN DE LA SATISFACCIÓN DE LAS EXIGENCIAS DE LA CONDICIÓN HUMANA QUE SÓLO PUEDE OBTENERSE
MEDIANTE LA VIDA EN RELACIÓN Y SALVAGUARDA DE LA POSIBILIDAD DE LA PLENITUD PERSONAL
OBLIGATORIEDADEN
CONCIENCIA
Precisamente, LA LEY MORAL NATURAL CONSISTE EN LOS
PRIMEROS PRINCIPIOS JURÍDICOS, UNIVERSALES Y
NECESARIOS, QUE DEBEN REGIR LAS RELACIONES DEL
HOMBRE CON SUS SEMEJANTES PARA QUE LA PERSONA
ALCANCE SU BIEN PROPIO, SU PERFECCIÓN.
Por lo tanto, no toda regulación moral que se impone, QUE
PREDOMINA, QUE ESTÁ VIGENTE en la convivencia por el
consenso logrado en la comunidad social o por voluntad de la mayoría es
obligatoria. Por el contrario, ESA REGULACIÓN SERÁ VÁLIDA Y
POR LO TANTO OBLIGATORIA, SÓLO SI ES CONFORME CON
LA LEY MORAL NATURAL.
POR SER PRIMEROS EN TODO SENTIDO, LOS PRINCIPIOS
DE LA LEY ÉTICA NATURAL PREEXISTEN A LA MORAL
POSITIVA, PREVALECEN IDEALMENTE SOBRE ELLA Y ES POR
ELLOS QUE LA MORAL POSITIVA ES JUZGADA.
Ahora bien, ¿de dónde provienen o cómo surgen esos principios?
La LEY ETERNA es la misma razón y voluntad de Dios que establece y
prescribe el cumplimiento y conservación del orden natural del universo.
La LEY MORAL NATURAL es la participación del hombre en la ley
eterna. LA RAZÓN PRÁCTICA DEL HOMBRE capta sus propias
inclinaciones, sus tendencias, su misma naturaleza, sus exigencias
ontológicas y, POR VÍA INDUCTIVA, las ABSTRAE, FORMULA LOS
PRECEPTOS CONSTITUTIVOS DE LA LEY MORAL NATURAL,
MEDIANTE UNA PROPOSICIÓN UNIVERSAL, Y LOS PRESCRIBE
COMO DEBER. La razón práctica, reiteramos, conoce el ser, aprehende lo
bueno de la cosa en sí misma y, a partir de la misma naturaleza humana,
formula los preceptos o dictámenes de la ley moral natural : los originarios,
primarios o comunísimos, captados de manera inmediata en su verdad
evidente y enunciados por la SINDÉRESIS, y los preceptos secundarios,
que no se pueden captar inmediatamente sino inferirse con mayor o menor
facilidad a modo de conclusiones próximas o remotas de los anteriores. NO
HAY EN EL HOMBRE PRINCIPIOS “A PRIORI” O INNATOS, como
sostienen algunos autores como San Agustín.
LAS VIRTUDES MORALES.(Exposición basada en las enseñanzas del Dr. Juan A. Casaubón)
La rectitud ética de los actos humanos no puede lograrse, con habitualidad,
sin la posesión y ejercicio de las virtudes morales. Virtud como palabra,
deriva de la latina virtus, y ésta de vis, que significa fuerza. De manera que
la virtud no es una actitud negativa y cobarde, sino por el contrario, algo
positivo y hasta viril (varón viene del latín vir, y este término tiene también
su origen etimológico en vis, fuerza).
En una primera época, pre – filosófica, virtud significó cualquier habilidad,
sobre todo en el orden técnico (la virtud del guerrero – su valentía y
destreza – o la del zapatero, por ejemplo) o aún cualidades positivas de
entes irracionales, como la virtud de tal o cual caballo.
En cuanto a la significación filosófica de la palabra virtud, se trata de un
hábito operativo bueno. Es un hábito, o sea una cualidad firmemente
implantada; y no es cualquier hábito, sino un hábito operativo bueno, es
decir, que se dispone a operar bien. A la virtud se opone el vicio, que es un
hábito operativo malo, que dispone a obrar mal.
Las virtudes, en el orden natural, se dividen en intelectuales, que
perfeccionan el intelecto, y las morales, que perfeccionan nuestras
tendencias apetitivas (voluntad y apetitos sensitivos). Circunscribiéndonos
a las virtudes morales, tenemos que son más propiamente virtudes que las
intelectuales, porque no se reducen a facultarnos para operar bien, sino que
esencialmente son inclinaciones hacia el buen uso de las respectivas
facultades, o sea, inclinaciones a obrar bien.
Recordemos que Santo Tomás de Aquino reconoce al entendimiento y a la
voluntad sus respectivos ámbitos. El objeto del entendimiento es la verdad,
vale decir, el ser en su cognoscibilidad, en tanto que el objeto de la
voluntad es lo bueno, el ser en cuanto apetecible. Pero son inseparables,
porque la voluntad no conoce, es ciega de por sí, y el entendimiento no
apetece. Sabido es que distinción y separación no es lo mismo. El bien
presupone la verdad, es decir, el entendimiento precede a la voluntad
iluminándola para que vea lo que debe y lo que puede querer. Y a su vez, el
entendimiento es activo solamente cuando la voluntad lo saca de la
potencia al acto. La voluntad es, como toda facultad apetitiva, una fuerza
impulsora, motor, principio de actividad. En este sentido, es superior al
entendimiento. Para la virtud no basta el recto saber solo. En esto reside el
error del intelectualismo griego, que es tan intenso en Sócrates, quien
vincula indisolublemente el conocimiento del bien con el obrar positivo
conforme a él. Este intelectualismo no tiene en cuenta la importante
función de la voluntad. Nuestra experiencia nos demuestra que muchas
veces nuestro entendimiento capta el bien y no es puesto en obra a causa de
la debilidad volitiva. Ovidio decía: “veo que sea lo mejor, lo pruebo, pero
sigo lo peor”.
Las virtudes morales principales se llaman cardinales, porque sobre ellas
se fundan las demás virtudes morales, y todas las virtudes morales
secundarias pueden reducirse a las cardinales o sea principales.
Las virtudes cardinales son cuatro, tanto por razón de su sujeto como por
razón de su objeto. El objeto propio de las virtudes morales es el bien
moral, o sea, el bien que es tal según el recto dictamen de la razón práctica.
Este bien moral o racional puede considerarse 1º) en los medios para
alcanzarlo, que son discernidos e imperados por la virtud de la prudencia
(la cual es a la vez virtud intelectual y virtud moral); 2º) en cuanto bien
(fin) referente a las operaciones relativas a otros, que es logrado por la
justicia; 3º) en cuanto se refiere a las pasiones que impiden alcanzar un
bien o fin difícil, arduo, y que la razón sin embargo dictamina como
necesario o conveniente, tales pasiones son ordenadas y moderadas por la
virtud de la fortaleza, la cual vence el temor y refrena la audacia ciega; y
4º) en cuanto se refiere a las pasiones que impelen a bienes deleitables de
un modo contrario a la razón, tales pasiones son moderadas por la
templanza.
En cuanto al sujeto de tales virtudes, la prudencia reside en la razón
práctica; la justicia en la voluntad; la fortaleza en el apetito llamado
irascible (el que tiende al bien arduo, difícil) y la templanza en el apetito
llamado concupiscible, que tiende a lo deleitable a los sentidos.
Como puede observarse, de las cuatro virtudes morales mencionadas, tres
se refieren al fin del hombre: la templanza (bien propio), la fortaleza (bien
propio) y la justicia (bien del otro). Efectivamente, la templanza dispone al
hombre a no apartarse del debido fin por la concupiscencia; la fortaleza, a
que no se aparte de él por temor; la justicia, a que no se aparte del debido
fin por quedarse con el bien del otro. En cambio, la prudencia se refiere a
los medios para alcanzar ese fin; es decir, versa sobre las obras singulares,
ordenándolas hacia el debido fin último. La prudencia, por lo tanto, inclina
a juzgar rectamente, con juicio estrictamente práctico, sobre las obras
singulares, en orden al fin último.
Las virtudes morales consisten en un justo medio entre dos excesos, que
son dos vicios. Así, la fortaleza está en un justo medio entre la cobardía y la
audacia ciega. Pero conviene añadir que: 1) ese justo medio no es de
mediocridad sino de eminencia, así como el vértice superior de un
triángulo está en el medio de los otros dos, pero no a la misma altura, sino
más arriba; y 2) en ciertos casos, ese justo medio está más cerca de uno de
los vicios que del otro; por ejemplo, la fortaleza está más cerca de la
audacia que de la cobardía. Usando el mismo ejemplo metafórico del
triángulo, cabe decir que a veces, en materia de virtud moral, ese triángulo
no es perfectamente equilátero o no perfectamente isósceles.
Las virtudes morales están todas conectadas entre sí y con el último fin. La
falta de una perjudica a las demás. Por ejemplo, un Juez sin virtud de
fortaleza, puede sentenciar injustamente por temor a alguna amenaza;
asimismo, un gobernante puede obrar imprudentemente por excesiva
afición al alcohol, esto es, por no poseer la virtud de la templanza.
Centrándonos en la virtud de la prudencia, tenemos que es una virtud
moral cardinal que reside en el entendimiento práctico, y que su objeto
propio no es el fin de la acción humana, sino la determinación, en cada
caso, de los debidos medios para llegar a ese fin. Puede definirse como una
virtud del entendimiento práctico que habilita al hombre para dirigirse
rectamente en la elección de los medios conducentes al último fin. A la
prudencia toca, por lo tanto, determinar en cada caso cuál es el justo medio
en que cada acto virtuoso consiste, teniendo en cuenta las peculiares
circunstancias en que ese acto se dé, y ayudándose con la memoria del
pasado, la inteligencia del presente y la previsión del porvenir.
Santo Tomás de Aquino se plantea lo siguiente:
1) ¿Tal virtud radica en la voluntad o en la razón? Y contesta diciendo
que la prudencia es providente (cuida de lo porvenir; lo pre – ve); por
lo tanto, es acto de la razón, no de la voluntad.
2) ¿Está sólo en la razón práctica o también en la especulativa? La
prudencia incluye el consejo; tal acto es de la razón práctica, y por lo
tanto, la prudencia radica allí solamente.
3) ¿Conoce los singulares? Sí, pues ella aplica los principios
universales y particulares a los casos singulares y concretos; y por
eso es necesario que conozca a éstos. Así, el Juez aplica la ley al
caso concreto, y para hacerlo debidamente, tiene que examinar y
valorar prudentemente a ese caso con todas sus circunstancias.
4) ¿Es una virtud? Sí, pues es un hábito operativo bueno, y más aún: no
es sólo virtud intelectual (por residir en la razón práctica), sino que a
la vez es virtud moral, pues su objeto es el justo medio en los actos
humanos.
5) ¿Es una virtud especial? Sí, porque tiene un objeto propio. Su misión
consiste en dirigir debidamente hacia el fin a todas las demás
virtudes morales, eligiendo los medios adecuados a cada caso.
6) ¿Prescribe el fin a todas las virtudes morales? La prudencia no
determina el fin (último). Tal fin se conoce por la sindéresis y lo
apoyan la fortaleza, la templanza y la justicia. La prudencia aplica
los principios universales (fundados en el fin último), a los casos
singulares.
7) ¿Determina el justo medio en las virtudes morales? Sí, le
corresponde en cada caso determinar el medio racional de la
conducta virtuosa, evitando los dos extremos, que implican otros
tantos vicios. Por ejemplo, determinará que la virtud de la fortaleza,
en tal caso determinado, debe realizar un acto valeroso, que sea ciega
audacia, ni mucho menos cobardía.
8) ¿El acto más propio de la prudencia es el imperar (o preceptuar)? Sí,
porque la prudencia dirige a) el consejo, b) el juicio discretito de los
medios y c) su aplicación a la práctica (uso) mediante el imperio. Por
eso, las leyes son imperativas, son reglas prudenciales (por lo menos,
las leyes positivas).
9) ¿La prudencia se extiende al gobierno de la multitud?. Santo Tomás
distingue el bien particular de cada uno, del bien común de una
sociedad, y sostiene que la prudencia es necesaria tanto para regirse a
sí mismo como para regir a la multitud.
10) ¿La prudencia que busca el bien propio es la de la misma
especie que la que se extiende al bien común? No, porque siendo el
bien común diferente por esencia del bien particular, la prudencia
que dirige hacia el bien común no es de la misma especie que la que
procura el bien particular: hay entre ellas solamente analogía, no
identidad de especie. Porque la prudencia individual, que basta para
dirigirse a sí mismo, no basta para la más difícil tarea de dirigir la
multitud hacia el bien común. Un particular prudente en su vida
privada no es necesariamente un buen gobernante. Y de allí toma
Santo Tomás ocasión para dividir la prudencia en tres clases: la
individual, la doméstica o familiar (que dirige hacia el bien de la
familia y reside en los padres), y la política, que dirige el bien común
de la sociedad política, y que debe residir principalmente en el
legislador o autoridad, luego en el juez (prudencia judicial) y en
menor grado en los súbditos o ciudadanos.
Finalmente plantea Santo Tomás el problema de las partes de la virtud
de la prudencia, y distingue tres clases de partes: las integrales, las
subjetivas y las potenciales.
Las partes integrales son aquellas que concurren juntamente para
formar un todo, así como la cabeza, el tronco y las extremidades son
partes integrales del cuerpo humano. La prudencia tiene parte integrales,
esto es, virtudes parciales que, juntas, forman la virtud total de la
prudencia; esas partes son: memoria, inteligencia, docilidad, sagacidad,
razón, providencia (previsión del futuro), circunspección (virtud que
toma en cuenta todas las circunstancias que rodean a un caso concreto)
y precaución.
También tiene la prudencia partes subjetivas. Se llaman así, las
especies de un género. En la prudencia tenemos como especies o partes
subjetivas, la prudencia particular, la prudencia doméstica o familiar, la
prudencia social o política, dividida en gubernativa y cívica (y
podríamos añadir la prudencia judicial) y la prudencia militar.
Las partes potenciales de una virtud son ciertas virtudes que no llegan
a ser prudencia, pero le sirven como auxiliares; ellas son la eubulia, o
virtud del buen consejo; la sinesis, esto es, la sensatez, así como la
gnome, resolución equitativa, que sirven al acto del juicio prudencial; la
sensatez, en los casos ordinarios; la resolución equitativa en los casos
extraordinarios, en que para servir debidamente a la justicia, resulta
necesario apartarse de la ley general para adecuarse a lo imprevisto del
caso concreto.
LA CONCIENCIA
Según Gómez Pérez, la conciencia es un juicio o dictamen del
entendimiento práctico que califica la bondad o la malicia de un acto hecho
o por hacer. Hay que recordar que la inteligencia humana posee dos
dimensiones: una teórica y otra práctica. Sus juicios están basados en
primeros principios evidentes por sí mismos e indemostrables. El primer
principio del entendimiento teórico es el de no contradicción: nada puede
ser y no ser a la vez, en el mismo sujeto y en el mismo aspecto. El primer
principio del entendimiento práctico también es evidente: hay que hacer el
bien y evitar el mal. El hábito intelectual de los primeros principios morales
es la sindéresis, y la conciencia es un acto que, en forma de juicio,
dictamina sobre la bondad o maldad de un caso particular. Para ello, la
conciencia juzga de acuerdo con unos criterios anteriores, que ella no crea,
sino que descubre: la ley natural y la ley humana en cuanto aplicación o
explicitación de la ley natural. En otras palabras, la conciencia no es
autónoma si por autonomía se entiende crear su propia ley; si, en cambio,
por autonomía se entiende libertad, la conciencia es autónoma, en el
sentido de que nunca es lícito coaccionar la conciencia.
ESTADOS EN QUE PUEDE ENCONTRARSE LA CONCIENCIA.
En razón del acto.
Conciencia antecedente y conciencia consecuente. La antecedente juzga
sobre un acto que se va a hacer; la consecuente, sobre un acto ya realizado.
En razón de la conformidad con la ley moral.
Conciencia recta y conciencia errónea.
Conciencia recta, llamada también verdadera, es la que juzga
rectamente, de acuerdo con los principios verdaderos, aplicados al caso
concreto. Por ejemplo, se actúa con conciencia recta o verdadera cuando se
dictamina que el homicidio es ilícito.
Conciencia errónea, llamada también falsa, es la que, de acuerdo con
principios falsos (que, sin embargo, se estima que son verdaderos) juzga
sobre la licitud o ilicitud de algo.
La conciencia errónea puede presentarse también en otras situaciones:
- conciencia escrupulosa: la que estima mala una acción, basándose
en razones que no lo son y, a menudo, en detalles que carecen de
importancia;
- conciencia perpleja: la que por todas partes ve mal, tanto si se
decide por un extremo como si se decide por el otro;
- conciencia laxa: la que no concede importancia a lo que, en sí, es
objetivamente grave y moralmente negativo; si esa laxitud se hace
crónica, hasta el punto de no plantearse problema moral alguno, se
habla de conciencia cauterizada;
- conciencia farisaica o hipócrita: la que concede gran importancia a
asuntos que no la tienen y, simultáneamente, pasa por alto
actuaciones gravemente inmorales.
En razón del asentimiento.
Conciencia cierta, conciencia probable y conciencia dudosa.
La conciencia cierta es la que juzga con seguridad que una acción es
buena o mala. Se está seguro y no hay miedo a equivocarse.
La conciencia probable es la que dictamina que un acto es bueno o
malo, pero con temor a equivocarse.
La conciencia dudosa es la que pronuncia un juicio positivo con
prudente temor de equivocarse, o pronuncia un juicio negativo declarando
que no sabe si el acto es lícito o no.
Una conciencia cierta no es necesariamente una conciencia recta. Se
actúa con conciencia cierta cuando no se tiene duda alguna sobre la bondad
o malicia de la acción; sin embargo, ese juicio puede estar equivocado y
darse, por tanto, una conciencia cierta y, a la vez, errónea.
Ordinariamente, toda conciencia recta es conciencia cierta, porque la
verdad comunica la certeza; pero también es muy frecuente que una
conciencia cierta, segura de sí misma, esté objetivamente equivocada.
Se puede resumir, entonces, que para la buena actuación moral, es
preciso obrar con conciencia recta y cierta.
CONCIENCIA VERDADERA Y CONCIENCIA ERRÓNEA.
La conciencia invenciblemente errónea es cierta, es decir, se cree que
es verdadera subjetivamente. El acto de una conciencia invenciblemente
errónea es un acto humano libre, una decisión a favor de la ley moral
(aunque se equivoque). Como esta equivocación no es conocida, no seguir
esa conciencia sería ir contra la ley moral y contra la propia libertad: sería,
en definitiva, elegir el mal en lugar del bien. Santo Tomás enseña que el
que obra con conciencia errónea, creyendo que es recta (de lo contrario, no
obraría con conciencia invenciblemente errónea sino contra conciencia), no
hace sino adherirse a esa conciencia errónea por causa de la rectitud que
supone haber en ella. Es decir, cuando la conciencia errónea no puede
corregirse normalmente (es invenciblemente errónea), no se le puede
imputar la malicia del acto.
Ante los casos de conciencia venciblemente errónea, lo ético es superar
ese error (cosa posible); estamos obligados a corregir la conciencia
venciblemente errónea puesto que serían moralmente imputables los actos
realizados en esa condición, sobre todo cuando están comprometidos
legítimos intereses y expectativas de terceros; por lo tanto, es muy
frecuente en la actuación profesional. Ordinariamente siempre es posible
salir del error a través de una investigación más atenta, pidiendo consejo,
revisando precedentes, etc. Nunca es lícito, por lo tanto, mantenerse
conscientemente en una conciencia venciblemente errónea. Esto
equivaldría a una conciencia laxa.
En el extremo contrario se sitúa la conciencia escrupulosa. La
conciencia escrupulosa no ha de ser seguida nunca. En el lenguaje
corriente, por conciencia escrupulosa se entiende a veces (sin propiedad) la
esmerada, legítima y obligatoria investigación de todos los detalles. En ese
sentido impropio, la llamada conciencia escrupulosa no es más que la
rectitud de conciencia.
A mitad de camino entre la conciencia laxa y la escrupulosa está la
conciencia perpleja, es decir, la que en los dos o más supuestos que se ven
como posibles encuentra el mismo peso y valor. En este caso, lo ético es
superar esa perplejidad mediante los mismos medios válidos para salir de la
conciencia venciblemente errónea: mejor investigación, consulta, etc. Si,
por cualquier motivo, esto no es posible, lo ético es decidirse, sin
escrúpulos, por la solución que mejor salvaguarde los principios morales.
Hay que tener en cuenta que la perplejidad acompaña con frecuencia la
actuación profesional, sobre todo en los inicios del desempeño de una
ocupación. En cierto modo, la competencia profesional equivale a salir
progresivamente de la perplejidad.
CONCIENCIA CIERTA Y CONCIENCIA DUDOSA
Con conciencia cierta, la voluntad se decide por algo sin miedo a errar. La
certeza es la adhesión firme del entendimiento a lo que se conoce. Puede
ser intrínseca (basada en la misma naturaleza de las cosas: ahora es de día)
o extrínseca (se apoya en el testimonio autorizado de otra persona).
Clásicamente, la certeza también se divide en física (el sol saldrá
mañana), metafísica (hay que hacer el bien, lo que ha sido no puede haber
no sido) y moral (mi mejor amigo me engaña). La certeza puede ser
estricta, que excluye cualquier duda razonable, y lata, basada en motivos
fundados, pero sin excluir algún género de duda. Finalmente, la certeza
puede ser directa, que es la que nace de principios claros y manifiestos, o
indirecta, que se basa de ordinario en presunciones (por ejemplo, estoy en
la certeza de que A no es culpable de parricidio porque toda su vida y
conducta apoyan la presunción de una actuación claramente filial).
La certeza total, plena y sin el más mínimo género de duda es poco
corriente, salvo en algunas cuestiones fundamentales. Ahora bien, sólo la
conciencia cierta (directa o indirecta) es regla suficiente para actuar, pero
de ordinario basta con una conciencia lata. Es decir, puede ser conciencia
cierta la que llega a la certeza a través de presunciones fundadas, aunque
quede algún tipo de inquietud.
En general, se presupone que existe conciencia cierta cuando se actúa
con diligencia, cuando no se abandonan los estudios profesionales,
cuando existe un interés positivo por estar al día, cuando se repasan con
frecuencia los principios fundamentales, cuando los asuntos son
resueltos después de seria y madura reflexión, cuando existe el hábito de
aconsejarse con personas que conocen mejor el tema.
Lo contrario de la conciencia cierta es la conciencia dudosa. Se trata de
un estado en el que se da un asentimiento sin certeza, con algún miedo
al error. Los motivos de duda no impiden el asentimiento, pero hacen
que éste sea inseguro y frágil.
Existen varios tipos de duda:
- duda de derecho (falta de certeza sobre la existencia de una norma)
y duda de hecho (falta de certeza sobre si se ha dado no un hecho
concreto);
- duda positiva (se funda en graves razones; hay motivos serios para
dudar de la rectitud de lo que se va a hacer) y duda negativa (las
razones son leves o colaterales a la sustancia del asunto).
El principio fundamental en esta materia es el siguiente: no es lícito
actuar con conciencia prácticamente dudosa (es decir, si hay duda sobre
si esto, en concreto, es bueno o malo) cuando la duda es positiva
(fundada en graves razones). Por ejemplo, no es lícito que el Juez que
duda de la comisión de un delito (con una duda fundada en graves
razones) dé sentencia absolutoria. Las dos únicas soluciones éticas son:
resolver la duda, si es posible, o absolver al presunto reo, ya que toda
persona es inocente, mientras no se demuestre lo contrario.
La duda puede resolverse apelando a principios directos (mayor y mejor
investigación, consulta, etc.) o a principios indirectos. La práctica
jurídica conoce desde antiguo aforismos que son principios indirectos
para resolver la duda.
DETERMINACIÓN DE LA MORALIDAD DE UN ACTO
Nos preguntamos ahora a qué criterios hay que atender para determinar
que un acto es bueno o malo. Estos criterios son: 1) el contenido o
resultado que trae consigo la acción u omisión; 2) las circunstancias que
rodean al acto; y 3) el fin subjetivo que pretende el que realiza el acto.
Estos criterios de determinación de la moralidad de un acto se
denominan también principios o fuentes de la moralidad.
EL OBJETO O FINALIDAD OBJETIVA DE LA ACCIÓN.
Aquello a lo que tiende cualquier acción humana es la finalidad
intrínseca de esa acción, su objeto. En cuanto al criterio de moralidad, el
objeto de un robo no es la cosa en sí robada, sino adueñarse de la cosa
en cuanto es ajena, sin el permiso de su dueño. El objeto del soborno no
es entregar dinero u otra clase de bien a alguien, sino entregarlo a
cambio de una acción injusta.
El objeto es el primero y principal criterio de moralidad. La cualidad del
objeto se conoce atendiendo a la ley moral. Hay que mirar a la ley moral
(natural y positiva) para saber qué actos son moralmente buenos, malos
o indiferentes.
LAS CIRCUNSTANCIAS
Circunstancia es una condición que modifica más o menos gravemente
la sustancia del acto moral. No se aplica a las circunstancias que para
nada afectan a la actuación moral. Por ejemplo, un robo no es más o
menos grave porque el ladrón tenga los ojos negros o azules.
Las circunstancias que afectan el acto moral han sido clasificadas
tradicionalmente así:
Quién: se refiere a la calidad del agente. No es lo mismo la mentira de
un amigo a otro que la mentira de un testigo en un proceso.
Qué: designa la calidad o cantidad del objeto. No es lo mismo robar
cinco pesos que un millón. No es lo mismo falsificar el propio
documento de identidad que un billete.
Dónde: es la especificación del lugar. El robo en una iglesia de un
objeto sagrado es, además de robo, ofensa a la religión y sacrilegio.
Con qué medios: el apropiarse con engaño de lo ajeno es estafa; con
violencia es robo.
Por qué: expresa el fin extrínseco que se pretende con el acto. Esta
circunstancia se confunde con el fin del agente.
Cómo: indica el modo moral (no instrumental) con el que se realiza el
acto: con pasión, por juego, etc.
Cuándo: es la especificación moral. No es lo mismo mentir durante una
charla informal con el propio abogado que en el desarrollo de un
proceso.
Las circunstancias tienen importancia porque pueden modificar e
incluso cambiar totalmente la calidad del acto. En unos casos
disminuyen la culpabilidad, en otros la agravan. Son las circunstancias
eximentes, atenuantes o agravantes, dicho con la terminología jurídica.
LA FINALIDAD DEL AGENTE
Se entiende con esto, la finalidad subjetiva que persigue el agente, o
mejor, los motivos que lo llevan a obrar así. El fin del agente modifica
la moralidad del acto. Por ejemplo, un acto indiferente (pasear) puede
convertirse en algo bueno si se pretende con ello acompañar a alguien
que lo necesite; es malo si se hace con el objeto de encontrar una
ocasión de robar. Un acto bueno (por ejemplo, ayudar económicamente
a otro) puede hacerse menos bueno si se pretende presumir de ello; o
incluso malo, si se pretende sentar las bases para un chantaje posterior.
Finalmente, el fin pretendido con una acción mala puede disminuir su
gravedad (robar para ayudar a uno que necesita dinero), pero nunca
convertirla en una acción buena, ya que el robo sigue siendo robo a
pesar de la “buena” intención del agente. El fin no justifica los medios.
CONDICIONES Y CONDICIONAMIENTOS DE LOS ACTOS
HUMANOS.
Acto humano es el que procede de la deliberada voluntad del hombre.
La expresión acto humano es sinónima de acto libre, acto voluntario,
acto moral, acto imputable. La ética se refiere sólo a esos actos,
excluyendo por lo tanto los actos meramente naturales (la respiración),
los físicamente coaccionados (que llegan a anular por completo la
voluntad), los no imputables (los de enfermos mentales graves, niños
pequeños, los realizados en sueños, etc.).
CONDICIONES PARA QUE SE DÉ UN ACTO MORAL
El hombre, a diferencia de los animales, está dotado de inteligencia y de
libre voluntad. Por eso, para que se pueda hablar de acto moral han de
darse dos condiciones o requisitos: el conocimiento o advertencia y la
voluntad libre.
EL CONOCIMIENTO O ADVERTENCIA.
El acto moral requiere, para serlo, que se sepa lo que se hace, que haya
conocimiento, advertencia. Ese conocimiento ha de ser anterior a la
realización del acto.
IMPEDIMENTOS A LA ADVERTENCIA.
El principal impedimento a la advertencia es la ignorancia o carencia
de la ciencia debida, de aquel conocimiento que se debe y se puede tener.
Ignorancia no es nesciencia (carencia de conocimiento no debido),
inadvertencia (falta de atención), ni olvido (ausencia de un conocimiento
que se tenía).
En los ordenamientos jurídicos se prescribe que la ignorancia de las
leyes no excusa de su cumplimiento. En el orden moral, en cambio, la
ignorancia ejerce un influjo indudable en la culpabilidad.
Se distinguen diversos tipos de ignorancia:
a) Según el objeto: ignorancia de derecho (se ignora que exista la
ley que manda o prohíbe algo) e ignorancia de hecho (se ignora
que un hecho esté comprendido en determinada ley).
b) Según el sujeto: ignorancia invencible (ignorancia que no sabe
que lo es y, por lo tanto, no puede ser evitada, vencida) e
ignorancia vencible (la que puede ser vencida, superada, con una
razonable diligencia). La ignorancia vencible juega un papel
importante en la actuación moral. No es lo mismo la ignorancia
vencible simple (implica la simple ausencia de una acción que
podría superarla) que la ignorancia crasa (indica que nada se ha
hecho expresamente por vencer la ignorancia). Mayor gravedad
revisten los actos realizados con ignorancia vencible afectada, es
decir, conscientemente falsa: no se quiere poner los medios para
vencer la ignorancia.
c) Según el tiempo: ignorancia antecedente, es la que precede a la
voluntad y, por lo tanto, es en parte involuntaria; en realidad, en
muchos casos se identifica con la ignorancia invencible;
ignorancia concomitante, cuando acompaña a la acción, pero no
la origina y el acto se hubiera originado aunque no hubiera habido
ignorancia; ignorancia consiguiente es la que sigue al acto y
supone una negligencia querida por la voluntad, con lo que, de
alguna forma, se asemeja a la ignorancia vencible.
En la práctica, los tipos de ignorancia más influyentes son la invencible
y la vencible, en su combinación con la antecedente y la consiguiente.
El concepto clave es la diligencia debida, y de ahí la importancia de
estas nociones en la actuación profesional.
Sentadas estas bases, pueden deducirse las siguientes conclusiones:
- la ignorancia invencible no trae consigo responsabilidad moral,
aunque sí posible responsabilidad jurídica, porque se presume
siempre el conocimiento de la ley, ya que de otro modo, cualquier
norma podría ser burlada apelando a la ignorancia;
- la ignorancia vencible trae siempre consigo responsabilidad
moral; más leve en la ignorancia simple que en la crasa; la
ignorancia afectada aumenta la malicia moral del acto;
- la ignorancia antecedente excusa de culpa moral si es invencible;
no excusa si es vencible. Hay que añadir que no se puede éticamente
admitir una ignorancia antecedente en aquellos temas o asuntos que,
por oficio o profesión, han de conocerse bien;
- la ignorancia concomitante revela también una falta de disposición
habitual para conocer la moralidad y, por este motivo, puede ser
culpable;
- la ignorancia consiguiente de ordinario implica culpa moral. Por
ejemplo, un profesional es responsable de las consecuencias que se
siguen de sus actos cuando con una diligencia razonable podrían
evitarse. Así, en el caso de una intervención quirúrgica en una
persona gravemente afectada de una dolencia cardiaca desconocida
por el médico, pero que podría haberse conocido y debería haber
sido conocida.
LA VOLUNTARIEDAD.
Acto voluntario es el que procede de un principio intrínseco, con
conocimiento del fin. Ese principio es la voluntad. No son actos
voluntarios, por no cumplir estos requisitos, los naturales (la circulación
de la sangre), los instintivos, los físicamente coaccionados.
El acto voluntario que se realiza con plena advertencia se llama
perfecto; imperfecto, si falla en algún aspecto la advertencia.
El acto voluntario que se quiere por sí mismo, intentándolo
directamente, se llama voluntario libre; el que no se quiere por sí mismo
pero es permitido al intentar otro que sí se desea, se llama voluntario
indirecto.
Los actos voluntarios también se modifican según la atención con la que
son realizados: actual (atención mantenida en la realización), virtual
(atención que se mantiene durante la realización pero no de forma
expresa), habitual (atención que se ha tenido alguna vez y se presume
que sigue existiendo mientras que no haya actos en contra).
En la práctica, estas distinciones tienen, como consecuencia, los
siguientes principios:
- el voluntario imperfecto disminuye la responsabilidad moral, bien
por falta de advertencia o por falta de consentimiento;
- el voluntario realizado con atención actual, virtual y habitual es
imputable moralmente, de modo especial en los asuntos ordinarios y
en los actos de la ocupación profesional. La atención se presume
siempre.
Se llama voluntario indirecto al acto que no se pretende por sí mismo,
pero que es consecuencia de otro que sí se desea en sí mismo. Un acto
voluntario indirecto puede tener de ordinario dos efectos: el querido
directamente y el que sucede indirectamente. En el caso de que esos dos
efectos sean buenos, no hay problema moral alguno. Los problemas,
muy frecuentes, se plantean cuando, al realizar una acción, se sigue un
efecto bueno y otro malo. Por ejemplo, un farmacéutico vende un
fármaco y el cliente lo utiliza para suicidarse.
Para que sea lícito realizar un acto del que se sigue un efecto indirecto
malo, se requieren todas estas condiciones:
a) que la acción sea buena en sí, o indiferente;
b) que el efecto primero o inmediato sea el bueno, es decir, que el bien
que se pretende no debe ser consecuencia del efecto malo;
c) que el fin del que actúa sea honesto, es decir, que intente primera y
únicamente el efecto bueno, no queriendo expresamente el efecto
malo; a lo más, se limita a permitir el resultado malo ya que es
inseparable del bueno. Así, el médico que interviene quirúrgicamente
a una mujer embarazada y aquejada de un tumor (de lo cual se sigue
el aborto) quiere la curación (efecto bueno), y sólo permite el posible
aborto (efecto malo). Caso muy distinto, y por lo tanto es un
supuesto de ilícito, es de matar a un niño en el seno de la madre para
salvar la vida de ésta; aquí lo que se intenta primera y directamente
es un acto malo. Tampoco es lícito mentir para ayudar a otra
persona. Una vez más hay que insistir en el principio de que un fin
bueno no justifica nunca el empleo de un acto intrínsecamente malo;
d) que exista una causa proporcionada a la gravedad el efecto malo que
se produce. En el ejemplo anterior de la extirpación de un tumor
existe esa causa proporcionada. Se da también una justa causa en la
actuación de un abogado defensor que, con el fin – intrínsecamente
bueno – de defender a su cliente, ha de descubrir situaciones que
suponen, para otras personas, la revelación de hechos que les
perjudican pero hasta entonces desconocidos.
IMPEDIMENTOS A LA VOLUNTARIEDAD
Afectan a la voluntariedad del acto: las pasiones, la violencia o
coacción, los hábitos o costumbres.
LAS PASIONES.
Se entiende por pasión el movimiento de la sensibilidad (apetito
sensitivo) que se origina de la aprehensión del bien o del mal sensible,
lo cual produce cierta conmoción en el organismo. Abarcan las pasiones
todo lo que, en el lenguaje ordinario, se entiende por emociones, estados
intensos de sensibilidad.
La clasificación clásica de las pasiones nace de la distinción entre el
apetito o tendencia al bien que agrada (apetito concupiscible) y el
apetito que tiende hacia el bien arduo, difícil de conseguir (apetito
irascible).
Respecto del bien agradable, al que tiene el apetito, resulta:
Cuando es aprehendido … el amor
Cuando algo se opone a ese bien … el odio
Cuando se trata de un bien futuro … el deseo
Cuando se trata de un mal futuro … la aversión, la fuga
Cuando se trata de un bien presente … el gozo
Cuando se trata de un mal presente … la tristeza
Respecto al bien difícil de conseguir, resultan las siguientes pasiones:
Cuando ese bien es considerado posible … esperanza
Cuando es considerado imposible … desesperación
Cuando se trata de un mal todavía no presente pero superable …
audacia
Cuando se trata de un mal aún no presente pero insuperable … temor,
miedo
Cuando se trata de un mal presente … ira
Por otro lado, estas pasiones pueden ser antecedentes al acto o
directamente queridas. En general, las pasiones antecedentes aumentan
la voluntariedad del acto, pero disminuyen su libertad. Otra cosa son las
pasiones directamente queridas para reforzar el acto; en este caso
aumentan la responsabilidad moral. Por ejemplo, el que es “atacado”
repentinamente por una pasión como la ira e injuria a otro, es
moralmente culpable; pero lo es más aún si alimenta esa ira para obrar
con más fuerza y contundencia.
Las pasiones fuertes no directamente queridas, resultado quizás del
temperamento o de una situación difícil y no buscada, disminuyen la
libertad. El que, pensando que en un accidente ha matado a alguien, cae
en la desesperación y en la tristeza y huye, es culpable; pero esas
pasiones son también atenuantes de su conducta.
Entre las pasiones hay que situar el miedo, o estado ansioso ante un mal
presente o futuro. Lo que se realiza con miedo o por miedo es
plenamente voluntario; sin embargo, pueden darse casos de miedo
antecedente grave, que ofusca la razón y, por lo tanto, disminuye la
responsabilidad moral, llegando a veces a suprimirla del todo. Para que
el miedo pueda ser atenuante o excusante ha de tratarse de un miedo
injusto, lo que equivale a una forma de violencia.
LA VIOLENCIA
Violencia es la fuerza física o moral ejercida contra alguien,
coaccionándole para que haga lo que no quiere o no haga lo que quiere.
No puede haber violencia contra el acto interno de la voluntad que
obedece sólo a la propia libertad. La voluntad puede resistir así a la peor
violencia física o moral; pero no se puede decir lo mismo del hombre
entero. Las amenazas de un daño físico (lo que es, ya antes de
cumplirse, una violencia moral) pueden influir tan decisivamente en la
conducta que, de ese modo, se realicen actos no queridos. Estos actos no
son, por lo tanto, morales, y su autor no es responsable de ellos.
Moralmente, si no existe consentimiento interno en aquello a lo que se
es coactivamente llevado a hacer, no hay tampoco culpa. Se trata de
actos involuntarios y, por lo tanto, no morales.
LOS HÁBITOS.
Algunas actuaciones morales están enraizadas en hábitos adquiridos.
Puede darse que, por la fuerza de un hábito inmoral, la persona realice
inconscientemente o con una atención habitual actos que
conscientemente reprobaría. En estos casos, los actos son voluntarios,
pero están disminuidos en su libertad, con tal de que exista la voluntad
de corregir ese hábito. Sin embargo, cuando los hábitos no sólo son
rechazados sino reforzados, los actos procedentes de él son más
voluntarios, tanto si se trata de un acto moral como si es un acto
inmoral. Por ejemplo, quien ha adquirido el hábito de mentir, es
culpable moralmente cada vez que miente, aunque tenga la impresión de
que lo hace sin darse cuenta. El habituado a recibir injustamente dinero
u otros bienes a cambio de un favor que lesiona la justicia distributiva,
es responsable por diversas razones: por haber adquirido ese hábito, por
no desarraigarlo, por cada acto de injusticia.
CONDICIONAMIENTO DE LOS ACTOS HUMANOS.
Ordinariamente, se justifica la inmoralidad de algunos actos recurriendo
a expresiones tales como “presión social”, “condicionamientos
externos”, “ambiente en que se vive”, etc. Otras veces esas
justificaciones hacen referencia al temperamento (introvertido,
extrovertido, estable, inestable), a la edad, al sexo, a la herencia, etc.
Hay que decir que, en los casos normales, esos factores constituyen, a lo
más, circunstancias atenuantes de la moralidad del acto, por falta de
advertencia y, más raramente, por falta de voluntariedad. Sin duda, los
condicionamientos pueden hacer más difícil el conocimiento de la ley
moral o su práctica, pero no convierten los actos en algo desligado de la
moralidad. Si así fuera, cualquier comportamiento inmoral se justificaría
por el simple darse: un usurero estaría condicionado por su condición de
tal, por el hábito adquirido, por el ambiente en que se mueve; un
explotador del trabajo ajeno tendría fácil excusa en una situación más o
menos extendida de explotación. En el límite, un comportamiento ético
en un ambiente de falta de ética tendría que ser considerado inmoral,
precisamente por escapar de esos condicionamientos.
Es distinta la perspectiva en los estados patológicos, en los trastornos
mentales de diversa gravedad. Es suficientemente conocido que algunos
de estos estados patológicos eximen completamente de responsabilidad
moral, al afectar a las dos condiciones esenciales de los actos humanos:
la advertencia y la voluntariedad.
LEYES MERAMENTE PENALESLeyes penales son las que inflingen una pena por la violación de otras leyes. A estas leyes es aplicable todo lo dicho anteriormente sobre las leyes en general. Se llaman, en cambio, leyes meramente penales, según algunos, las que no obligan en conciencia en cuanto al contenido de la misma ley, pero sí en cuanto al cumplimiento de la pena aneja a su infracción. Suelen incluirse en este supuesto, las leyes fiscales, leyes sobre exportación de divisas, leyes de tránsito, etc. La cuestión es importante porque, si se admite la no obligatoriedad moral de las leyes meramente penales, no habría culpa moral alguna en transgredirlas. Quienes defienden la
existencia de leyes meramente penales, se basan modernamente en la realidad creciente del intervencionismo estatal. Si cualquier normatividad es obligatoria en conciencia, el ciudadano está continuamente expuesto a un comportamiento antiético. Además, en el caso de las leyes fiscales, se objeta que el producto de la recaudación fiscal está destinado, con frecuencia, a fines contrarios a la ley moral: ayuda a prensa y a cinematografía inmorales, programas de anticoncepción, clínicas que facilitan el aborto, etc. Una forma de defensa o resistencia ante estas realidades sería la consideración de esas leyes como meramente penales. Los que niegan la existencia de leyes meramente penales argumentan que, en principio, toda ley está encaminada a la consecución del bien común. Además, la deseducación que significaría distinguir leyes meramente penales puede fácilmente trasladarse al resto del ordenamiento jurídico. Por otro lado, algunas de las leyes consideradas meramente penales acarrean, en caso de incumplimiento, consecuencias importantes en la vida personal y social; piénsese, por ejemplo, en las leyes de tránsito. En principio, parece que nada se viola cuando se marcha a 120 km/h en una carretera con indicación de un límite de 100 km./h; pero del incumplimiento de esta norma pueden originarse accidentes mortales. Se trata de una cuestión muy discutida, aunque es preciso reconocer que, después de una creciente importancia en el siglo XIX y a principios del XX, hoy existen menos partidarios de las leyes meramente penales. Una opinión intermedia ha sido reflejada así por autores recientes: como parece lo normal que una ley imponga la obligación inmediata de cumplirla, las leyes meramente penales pueden considerarse relativamente excepcionales. Por esta razón, su existencia sólo debe admitirse cuando lo abonen razones suficientes y fundadas. Entre éstas pueden contarse: a) la forma expresamente disyuntiva de la ley; b) el carácter superficial y ligero de la prescripción, en la cual no es posible descubrir la existencia de una obligación moral, sino la de una sanción para lograr una determinada conducta; c) según muchos teólogos, también la intención manifiesta de la ley se revela al castigar con multas considerablemente pequeñas lesiones de los intereses del Estado. Opinión de la Cátedra: Es necesario plantearse las siguientes cuestiones: 1ª) ¿Cómo fundamenta la moralidad (naturalidad) a la positividad?, o más específicamente, ¿toda ley escrita o todo consenso, para ser fuente de derecho, debe estar fundado en la moral (naturaleza)? Estos interrogantes se refieren a la extensión de la fundamentación. Podría sostenerse que la naturaleza es la base de algunos derechos, tal vez los de mayor importancia, pero no de todos ellos. De aceptarse esta tesitura, ya sea el orden natural o ya sea el orden positivo perdería su condición jurídica, al menos en lo relativo a aquel sector de derechos fundado absolutamente en la voluntad del Estado o en el consenso. En efecto, el derecho concreto de
una comunidad política requiere la presencia de la naturalidad y de la positividad para alcanzar la plenitud del orden jurídico. Es que el orden jurídico completo se integra con elementos del derecho natural y del derecho positivo. Cada parte es en sí sola incompleta y únicamente unida a la restante puede cumplir su misión (Bernardino Montejano (h), “Curso de Derecho Natural”, Bs. As., Abeledo – Perrot, 1983, pág. 260). Por consiguiente, admitir una reducción de la proposición universal del Iuspositivismo, en el sentido que “Algún(os) derecho(s) proviene(n) exclusivamente de la voluntad del hombre” (formulación particular), es tanto como aseverar que la naturalidad deja de tener fundamento directriz en tal derecho o en tales derechos. Pero si la naturalidad pierde la función reguladora de los aspectos permanentes de una realidad contingente, como lo es la conducta del hombre, surge seriamente la duda no sólo respecto de su juridicidad, de su carácter normativo en los restantes casos, sino también acerca de su real existencia. En efecto, ¿puede concebirse una naturalidad de ese tipo, despojada de todo elemento universal y necesario? y de ser así, ¿por qué motivo habrían de existir algunos derechos provenientes de una “naturalidad particular y contingente”? Y de llegar a propiciarse que la naturaleza conserva incólume, en toda su extensión, las funciones directriz y normativa, cabe entonces señalar que, en tal caso, lo extrajurídico será la fuente humana, estatal o consensual, que de manera exclusiva y excluyente establece algunos derechos.
2ª) Partiendo de que toda positividad y todo consenso deben estar fundados en la naturaleza, ¿esa fundamentación es una estructura vacía de contenido o de contenidos mínimos? Surge de inmediato la respuesta negativa. El derecho es la conducta justa debida. Justa, en el sentido que se adecua ontológicamente a la personeidad de su sujeto. Por tal razón, resulta incuestionable que el mandato de las autoridades o el consenso deben adecuarse a NORMAS JUSTAS, en el sentido que deben prescribir conductas justas, y no consistir meramente en ser fuente de derechos establecidos de manera imperativa, cualquiera sea su contenido. Si bien es cierto que la legislación positiva es heterónoma, que la voluntad del legislador o del acuerdo social tiene una eminencia fundamental con respecto al arbitrio individual, ello es así siempre y cuando los derechos hayan sido establecidos para el logro del bien común y, mediatamente, para que los hombres alcancen la plenitud de su bien personal (razón última de la sociedad política). De lo contrario, la heteronomía concluye y el deber de obediencia queda sin fundamento, con la salvedad de los casos de “injusticia relativa”, en que el sujeto está autorizado a cierta resistencia, siempre y cuando ello sea oportuno y no se cause un perjuicio superior con el desorden. En conclusión, ha de defenderse un Iusnaturalismo de contenido y no principios “naturales” meramente formales que exijan la instauración de un orden, la obediencia a la autoridad o el respeto al
consenso, sin imperativos axiológicos de carácter jurídico, como así tampoco “contenidos mínimos del derecho natural” justificados en “consideraciones más simples y menos filosóficas”, como propone Herbert L. A. Hart.
3ª) La tercera cuestión a desentrañar es ¿cómo la positividad es
intrínsecamente fundada por la naturalidad? Siguiendo a Julio Raúl
Méndez (“La Articulación del Derecho Concreto”, en Revista “Persona
y Derecho”, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra,
Vol. 26 – 1992), podemos responder que todo contenido jurídico se
halla en la naturalidad, pero no de la misma manera. O sea, la
fundamentación de contenido extensivamente universal de la
naturalidad se da intensivamente de distintos modos en los diferentes
niveles de intervención de la fuente estatal o consensual, en virtud de la
multiplicidad de aspectos de la materia jurídica. Así, la participación
natural no tiene la misma gradación en el caso de los derechos de los
padres respecto de los hijos, los derechos de autor, los derechos
posesorios o los derechos que confieren las reglas de tránsito.
Particularmente, en el ámbito de los derechos humanos, donde está en
juego la personeidad y la consiguiente dignidad eminente del hombre,
lo justo natural tiene el máximo nivel de intervención, por tratarse de
un asunto que se halla en la cúspide de la jerarquía interna del
universo jurídico.
Conclusiones: 1) No existen leyes meramente penales. A) Toda ley
positiva se fundamenta en la ley ética natural, que comprende al
derecho natural, aunque B) esa fundamentación no tiene la misma
intensidad en toda clase de leyes positivas: tiene más fuerza, por
ejemplo, en las leyes de familia, que en los derechos reales, y en éstos
más que en las leyes fiscales o de tránsito. 2) Por lo tanto, al estar todas
fundadas en el orden natural, son obligatorias en conciencia; de lo
contrario, existe el deber de resistencia contra la ley humana injusta,
con los límites señalados en el punto anterior (justicia absoluta y
relativa).
El principio de lealtad procesal. Facultades de los jueces en resguardo de la buena fe procesal.
El proceso tiene su propia razón de ser; él constituye el camino de las partes para argumentar sobre sus pretensiones y fundamentos fácticos y jurídicos ante el Juez, que está habilitado por la comunidad para conducir el juicio y determinar qué le corresponde en justicia y en derecho a cada una de las partes. El proceso es algo jurídico y, por consiguiente, algo ético, contiene derechos y deberes. Por lo tanto, no sólo el Juez está obligado éticamente a resolver con justicia y en derecho, sino que toda etapa del proceso anterior a la sentencia incluye determinadas conductas de las partes y del Juez exigibles moral y jurídicamente.
Conductas debidas de las partes en el proceso El proceso, como ha demostrado Chiovenda, no es algo de los
particulares sino que, al contrario, es algo perteneciente al campo del derecho público, se trata del ejercicio de una potestad pública. Los particulares que actúan en el proceso tienen deberes y derechos para con las contrapartes y para con el Juez, y es éste el que debe velar para que no se viole el debido proceso, es decir, aquel que encuentra su fundamento en la ética y además en el derecho. Asegurando el Juez el debido proceso, contribuye a la práctica profesional “buena” de los abogados y, además, posibilita el camino para su prudente resolución.
Las partes pueden violar ese debido proceso, e incurren en tal supuesto en conductas procesales indebidas. Concretamente son cinco: negligente, dilatoria, temeraria, maliciosa e irrespetuosa.
NEGLIGENTE: consiste en no satisfacer ciertas exigencias definidas por el derecho positivo y que trae aparejada la frustración de actos procesales cuya realización se intentaba. Tales conductas no trascienden a la contraparte ni le provocan un daño; el perjuicio directo lo padece la propia parte negligente, no logrando la concreción de lo pretendido. La ética del abogado no aparece desinteresada de este tipo de comportamientos, dado que exige que el profesional actúe en conocimiento de las normas jurídicas, y en la medida que nos encontremos con una capacitación inadecuada o con una atención indebida a la causa encomendada, estaremos frente a una falta a aquella ética. El Juez no puede permanecer al margen de este problema, puesto que el orden del proceso exige que los pedimentos respondan a la fundamentación de hecho y derecho apropiada, y debe por razones éticas aplicar la sanción que ha previsto el derecho positivo para estas conductas procesales negligentes. Así, por ejemplo, se frustra una prueba por no reiterarla dentro del plazo previsto; se desestima un pedido de nulidad por no expresar el perjuicio sufrido; etc.
DILATORIA: el proceso debido tiene cierto ritmo y su conclusión es necesario que resulte oportuna. Toda conducta que altere ese ritmo, prolongando el proceso más de lo razonable, atenta contra la seguridad jurídica que genera la sentencia judicial al definir equitativamente los derechos y obligaciones de las partes, y además provoca una justicia tardía que por ser tal puede llegar a ser injusta. Los elementos caracterizadores de esta conducta son: a) afecta el tiempo del proceso más de lo razonable; b) provoca un daño en la contraparte al ver demorada la atribución de lo “suyo”; y c) la conducta dilatoria carece de la intención de generar el resultado que efectivamente produce, y esta característica es la que permite distinguirla de la maliciosa. Es cierto que dicha distinción es sutil y que, además, no resulta fácil entrar a valorar intenciones, pero no hay dudas de que desde el punto de vista teórico cabe una dilación maliciosa o dolosa y otra culposa o, incluso, de buena fe, y esta distinción tiene importancia a los efectos de graduar la sanción de la parte que haya incurrido en conducta procesal indebida. TEMARARIA: procesalmente, es temerario aquel que afronta una aventura judicial sin haber concretado previamente un análisis y valoración de sus posibilidades y fundamentos fácticos y jurídicos. La conducta temeraria es típicamente culposa; no revela un propósito de provocar daños, pero éste, sin embargo, acaece al
iniciarse una acción o al contestarla apresuradamente sin la debida prudencia. Mientras que en la conducta dilatoria no se pone en duda la razón de ser del proceso, sino su extensión desmedida, en la temeraria no es problema el tiempo de él, sino el haber dado a luz una causa que no tenía el suficiente justificativo para ser, y que en consecuencia se hubiese podido evitar, de realizar una ponderación apropiada del proceso que se iniciaba. MALICIOSA: esta conducta se caracteriza por el dolo procesal, o sea, hay alguien que se sirve concientemente del proceso, utilizando los medios que éste le brinda, para ocasionar un daño a la contraparte. En la malicia hay una deliberada intención de emplear procesalmente hechos o derechos falsos con vista a una sentencia favorable, o para postergar la decisión judicial o para en definitiva provocar un daño económico o moral, aún a costa de perder la causa. Es decir que una de las variedades de la malicia procesal es incurrir en la invocación de hechos falsos, pues por medio de la mentira se pretende ilícitamente eludir el cumplimiento de una obligación o de beneficiarse con un derecho. En el proceso rige el deber de no mentir, más que el de decir la verdad, pues como señala Santo Tomás, “debe decirse que una cosa es callar la verdad y otro proponer la falsedad. De las cuales la primera es permitida en algún caso. Pues nadie está obligado a confesar toda verdad, sino sólo la que de él puede y debe requerir el Juez según el orden del derecho”. Aquí también, como en los casos anteriores, el Juez al comprobar que la parte se ha servido del proceso indebidamente, debe procurar la reparación del daño y además sancionar al responsable; el proceso y el derecho es una cosa seria, como es la justicia y la seguridad que por él se intenta brindar, y que constituyen su razón de ser. IRRESPETUOSA: la ética profesional lo exige, y el derecho positivo generalmente así lo consagra, que el estilo y forma de las actuaciones procesales satisfaga ciertos requisitos que impliquen garantizar el debido respeto a la contraparte y al Juez mismo. La conducta procesal irrespetuosa no sólo no favorece la solución del problema, sino que además normalmente termina agravándolo o generando nuevos problemas. La litis no es un campo en donde rija el maquiavelismo de que todos los medios son válidos, pues el Juez está por encima de las partes y entre sus deberes aparece el de exigir un comportamiento externo y lenguaje apropiado al caso, ya l la seriedad misma del proceso. La irrespetuosidad carece de toda razón de ser, y sólo fomenta las discordias; es por ello que la ética del Juez impone el deber de sancionar cualquier exceso en este terreno.
Concurrencia de facultades disciplinarias. Diversidad de órdenes normativos.
(La exposición deberá ser adaptada a lo dispuesto por las normas vigentes en cada jurisdicción)
La atribución, no sólo como facultad o derecho, sino como deber de los tribunales, de poder imponer sanciones disciplinarias en determinadas circunstancias a los litigantes, funcionarios y partes, ha sido pacífica y tradicionalmente admitida. Emana del poder de policía inherente al Estado y es ejercido por cada una de las ramas del gobierno, para el eficaz desenvolvimiento de sus funciones específicas y el logro del cumplimiento de sus fines. El Poder Judicial no puede ser excepción al principio de que toda facultad de gobierno debe estar dotada del poder o imperio necesario para hacerla efectiva. Es una potestad connatural e irrenunciable, que la ejercita aún cuando no estuviese expresamente reglamentada. Claro está, no en forma arbitraria. Leyes orgánicas, códigos de procedimientos y algunas leyes especiales la contemplan. Las sanciones se imponen. Abarcan las injurias proferidas en juicio, los desbordes apasionados, las expresiones indecorosas u obscenas, el entorpecimiento de trámites y audiencias, el desorden, ciertas desobediencias, temeridad y malicias procesales, etc. Las sanciones varían según leyes orgánicas, códigos de procedimientos o de regulación de la profesión, contemplando el apercibimiento o prevención o llamado de atención, la amonestación pública, multas y suspensiones hasta ciertos límites. Es criterio aceptado que las faltas deben ser sancionadas por el Tribunal ante el cual se han cometido. Los caracteres que definen el poder disciplinario judicial son: a) general. Lo ejercen todos los tribunales, contra todos los que falten a la autoridad o decoro (y buena marcha de la justicia); b) limitado en el tipo y duración de las penalidades; c) discrecional, en cuanto a la elección de la sanción, pero motivada, apreciándolo con justicia y equidad. Pueden sumarse otras notas distintivas: d) recurrible, pues la discreción puede transformarse en arbitrariedad o animosidad, puede no ser proporcionada y hasta afectar el derecho de defensa; e) igualitario, pues no admite excepciones ni inmunidades; f) imperativo, se aplica de oficio y es un deber; también pueden pedirlo las partes; g) específico, respecto de las faltas cometidas en juicio.En la Provincia de Salta, el Código Procesal Civil y Comercial establece que el deber de los jueces prevenir y sancionar todo acto contrario al deber de lealtad, probidad y buena fe y declarar en oportunidad de dictar la sentencia definitiva, la temeridad o malicia en que hubieren incurrido los litigantes o profesionales intervinientes (art. 34 – inc. 5º), y que para mantener el buen orden y decoro en los
juicios, los jueces y tribunales podrán: 1) Mandar en oportunidad de dictar sentencia, que se teste toda frase injuriosa o redactada en términos indecorosos u ofensivos, sin perjuicio de las facultades que el artículo 38 confiere a los secretarios; y 2) Aplicar las correcciones disciplinarias autorizadas por este Código, la Ley Orgánica y el Reglamento para la Justicia Provincial. Ahora bien, la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Provincia de Salta determina que los jueces deben velar para que las actividades judiciales se desarrollen dentro de un ambiente de orden y respeto y reprimirán todas las infracciones en que incurrieran los abogados, escribanos, procuradores, secretarios y demás auxiliares o particulares; en las audiencias, en los escritos presentados o dentro del recinto de cada Tribunal, mediante sanciones disciplinarias (art. 13). Las sanciones disciplinarias consistirán en: apercibimientos, multas, suspensiones y arrestos, conforme a la gravedad de la falta cometida y a los antecedentes del causante. La multa no excederá del cincuenta por ciento (50%) de la remuneración fijada para los jueces de Primera Instancia, la suspensión de un año y el arresto de treinta días. Los arrestos se cumplirán en el domicilio particular del sancionado (art. 14). Las sanciones serán registradas en el legajo de cada magistrado, funcionario, empleado o profesional inscripto en la Corte de Justicia. Cuando el gobierno de la respectiva matrícula profesional corresponda a otra entidad, se le cursará comunicación (art. 15). El auxiliar de la justicia que hubiere sido pasible por tercera vez de sanciones, podrá ser suspendido en el ejercicio de su cargo o profesión por un plazo de uno a seis meses. La suspensión será ordenada por la Corte de Justicia. Cuando se tratare de suspensiones o arrestos reiterados, la Corte de Justicia podrá imponer también la inhabilitación del causante para el ejercicio de funciones en el Poder Judicial o de auxiliar de la Justicia (art. 16). Contra el auto que impusiere sanciones disciplinarias, las partes pueden deducir los recurso de reposición o apelación en la forma y plazos previstos por el Código Procesal Civil y Comercial para el recurso en relación. El Tribunal competente para conocer en la apelación, en los casos en que las sanciones se vinculen con algún proceso, será el Tribunal de Alzada del respectivo fuero. En los demás casos entenderá la Corte de Justicia. Las sanciones impuestas por la Corte de Justicia solamente podrán recurrirse pidiendo la reconsideración por escrito fundado, presentado en el plazo de diez días (art. 17). A su vez, el art. 18 prescribe que los Jueces ejercerán las facultades inherentes al Poder de Policía para velar por el mantenimiento del orden en el recinto de cada Tribunal. En los Tribunales Colegiados, tal facultad será ejercida por el Presidente.
Queda en pie, sin embargo, la facultad y obligación de hacer saber la infracción al Colegio de Abogados, que tiene su propia esfera de facultades disciplinarias, independiente de los magistrados y que no se circunscribe a las conductas procesales sino a todo comportamiento profesional.
Así, en la Provincia de Salta, rige la Ley Nº 5.412 para el ejercicio de las profesiones de Abogados y Procuradores. El art. 33 especifica que las normas de ética que establece esta ley, se aplican a todo el ejercicio de la abogacía. Los abogados inscriptos en el Colegio de Abogados y Procuradores quedan obligados a su fiel cumplimiento, aún fuera de esta Provincia. El Tribunal de Ética y Disciplina y el Consejo Directivo, pueden establecer y declarar otras conductas que resulten violatorias de las reglas de ética profesional, no previstas en esta ley, a cuyo efecto deberá concurrir la mayoría de los dos tercios de votos de todos los miembros de ambos órganos, con antelación al juzgamiento de algún profesional matriculado por violación de la nueva conducta sancionable. A su turno, el art. 91 preceptúa que el derecho disciplinario abarca todos los aspectos de la actuación del abogado y del procurador matriculado; el art. 92, que la potestad disciplinaria es ejercida por el Colegio en forma genérica para todos los actos que afectan la ética del ejercicio profesional y, en forma específica por el Poder Judicial en los actos que afectan el decoro de la administración de justicia. El art. 93 acota que el Colegio ejercerá la potestad disciplinaria genérica, sin perjuicio de la que corresponda al Poder Judicial y de las responsabilidades civiles, penales, administrativas y fiscales que puedan emerger de un mismo hecho. El art. 94 contempla que también ejercerá dicha potestad respecto a faltas cometidas en la esfera específicamente reservada al Poder Judicial, cuando éste no ejerciere sus facultades disciplinarias en el caso. El art. 95 norma que la justicia disciplinaria en la esfera de competencia del Colegio será administrada por El Tribunal de Ética y Disciplina y la Corte de Justicia en pleno. El Tribunal de Ética y Disciplina, intervendrá en el grado originario y, la Corte de Justicia en pleno, lo hará como Tribunal de Apelación. El art. 103 reglamenta que las actuaciones disciplinarias se sustanciarán respetando las siguientes pautas: a) Garantizará la defensa en juicio y el debido proceso; b) Arbitrará un procedimiento sumario e inquisitivo en la faz instructoria, impulsando de oficio las actuaciones. El art. 106 señala que las sanciones de advertencia y apercibimiento serán inapelables, salvo recurso de reposición por error material o de hecho ante el mismo Tribunal. Las de multa, suspensión e inhabilitación para el ejercicio profesional serán apelables para ante la Corte de Justicia de Salta en pleno. La apelación se interpondrá, concederá y sustanciará, en el término, forma y condiciones previstas para el recurso libre en el Código Procesal Civil y Comercial de la Provincia, pero ante la Corte de Justicia en pleno. El art. 107 manda que las sentencias dictadas, una vez firmes, deberán ser difundidas mediante su publicación por los medios generales cuando impongan
las sanciones de suspensión por más de seis meses o inhabilitación para el ejercicio profesional. En los demás supuestos será facultativo del Tribunal disponerlo y sus formas. En cuanto a las sanciones disciplinarias, el art. 108 estipula que las infracciones a los deberes profesionales quedan sujetas a las siguientes:
a) Advertencia individual.b) Apercibimiento individual o ante el Tribunal de Ética y Disciplina.c) Multa de hasta el importe de dos sueldos de Juez de Primera Instancia,
vigentes al momento del hecho.d) Suspensión en el ejercicio profesional de quince días a tres años.e) Inhabilitación para el ejercicio profesional.
Según el art. 109, para la graduación de las sanciones se tomará en consideración, la modalidad y grado de reincidencia del inculpado, las atenuantes y agravantes y demás circunstancias del caso. Y por último, el art. 110 establece que los jueces en ejercicio de la potestad disciplinaria específica podrán imponer las sanciones que correspondieren, conforme a la Ley Orgánica de Tribunales y Códigos Procesales, y el art. 117, que los abogados y procuradores que fueran sancionados por infracciones cometidas en la esfera de competencia del Poder Judicial o por condena en juicio penal, también podrán ser juzgados por el Colegio por los hechos que hayan afectado su esfera de competencia.Es importante destacar que, a tenor del art. 118, los jueces y funcionarios judiciales tienen obligación de comunicar al Colegio las sanciones que impongan por infracciones cometidas afectando su esfera de competencia (inc. a). Lo propio deben hacer las autoridades administrativas, para su debido juzgamiento por el Colegio (art. 119). Tema controvertido es el concerniente a la posible aplicación simultánea o sucesiva de sanciones disciplinarias (judiciales y de los colegios), penales y civiles. Dado que las infracciones al orden disciplinario lesionan un vínculo de sujeción que no tiene nada que ver con el círculo de intereses protegidos por el derecho penal común y por el Derecho Penal contravencional, las sanciones disciplinarias pueden concurrir con las penales y contravencionales cuando las respectivas infracciones resulten del mismo hecho, sin que se viole el principio “non bis in idem”. Cuando el caso se refiera a un mismo hecho o situación, es aconsejable aguardar en el orden disciplinario la sentencia del tribunal penal o contravencional, para evitar pronunciamientos contradictorios. Ello no impide que la decisión penal fundada en razones de derecho sustantivo, no permita el análisis independiente de la cuestión disciplinaria.
UNIDAD 9. EL COLEGIO PÚBLICO DE ABOGADOS
9.1. El principio de colegialidad. La colegiación obligatoria; su constitucionalidad.
Es doctrina de la Corte Suprema de Justicia de la Nación la que reconoce que la facultad de reglamentar el ejercicio de las profesiones liberales no es contraria a los derechos constitucionales. Tan es así, que la cuestión es de aquellas que pueden considerarse insustanciales pese a su carácter federal, y buena parte de los precedentes se ocupan con más detalle de afirmar la existencia de tal facultad, que de precisar su extensión y límites, en especial en relación a los poderes del Estado Nacional y las provincias (Fallos, 65 – 68; 97 – 367; 115 – 82, 343; 117 – 432; 145 – 47; 156 – 290; 164 – 113; 197 – 596; 199 – 202; 207 – 159; 214 – 17; 237 – 397; 258 – 315; 286 – 187; 302 – 231; 305 – 1094, causa C. 656 – XX, “Consejo Profesional de Ciencias Económicas c. Henry Martín y Cía” de noviembre 5 – 1985; y las citas contenidas en ella). Que esto sentado, cabe considerar si la entidad creada por la ley tiene formas de asociación civil o gremial, impropias de su carácter de persona de derecho público a la que es indispensable vincularse para el ejercicio de una profesión liberal en la Capital Federal, y si resulta fruto de un empleo irrazonable del poder estatal de reglamentar el ejercicio de tales profesiones. Así, se ha admitido la delegación en organismos profesionales del control del ejercicio regular de sus labores y un régimen adecuado de disciplinas y se ha señalado que al margen del juicio que merezca el sistema adoptado por el legislador, su razonabilidad está avalada por el directo interés de sus miembros en mantener el prestigio de su profesión, así como porque cabe reconocerles autoridad para vigilar la conducta ética en el ejercicio de aquélla (Fallos, 237 – 397). Esta delegación ha alcanzado a muy diversos aspectos del ejercicio de la profesión, tales como la determinación de la remuneración (Fallos, 214 – 17) y la percepción de aportes de terceros( Fallos, 258 – 315) y de sus propios miembros, en proporción a los honorarios recibidos (Fallos, 286 – 187) con finalidades provisionales. El argumento central para desarrollar este primer punto gira en torno a la inscripción obligatoria en la matrícula profesional que la Ley Nº 23.187 ha confiado al Colegio Público de Abogados de la Capital Federal. La respuesta que da la Corte Suprema de Justicia de la Nación (caso “Ferrari, Alejandro M. vs. Estado Nacional – PEN – CS, junio 26 – 1986) es ésta: tal obligación no es inconstitucional porque no implica el ingreso compulsivo a una asociación. Si el Colegio fuera una asociación, y la incorporación a tal asociación fuera impuesta obligatoriamente por la ley, el sistema pugnaría con la Constitución. Los tres votos en común (de los doctores Caballero, Fayt y Bacqué) y los votos separados (de los doctores Petracchi y Belluscio) procuran razonar acerca de que el citado
Colegio no es una asociación, no es una forma asociativa surgida de la adhesión libre y espontánea de cada componente. El Colegio es, para el fallo, otra cosa. Sin duda, es una entidad o persona de derecho público, con fines públicos, y tales fines son propios del Estado, pero éste los transfiere a la entidad que crea, en ejercicio de la facultad de reglamentar razonablemente las profesiones liberales. En el caso, se trata de la profesión de abogado como auxiliar de la administración de justicia. Pero, ¿por qué el Colegio no es una asociación? ¿Cuál es la frontera nítida que deslinda lo que es una asociación, de las entidades que no son asociaciones? Este es el punto que la doctrina está llamada a esclarecer. Para Germán J. Bidart Campos, la frontera no pasa por la naturaleza de derecho público o privado y, por ende, no cabe decir que si la entidad es de derecho público no es una asociación, y si es de derecho privado sí es una asociación. Los partidos políticos (por ejemplo) son, sin duda, asociaciones, y su naturaleza de derecho público parece difícil de negar, más allá de lo que puedan decir las leyes (en tal sentido, dice bien la Corte que la naturaleza jurídica de una institución no deriva de las definiciones legales sino de los elementos y facultades de la institución). Cabe preguntarse, ¿el Colegio no es una asociación porque su origen emana de una decisión estatal, es decir, porque no ha surgido de una creación libre y espontánea de los particulares?; ¿no es una asociación porque sus fines son públicos? (los de los partidos también lo son, al menos para algunos autores); ¿ no es una asociación porque quienes lo forman son únicamente los tres órganos que según la ley lo componen (asamblea de delegados, consejo directivo y tribunal de disciplina), y no los matriculados?; ¿no es una asociación porque entre los matriculados no hay vínculo societario?; pero, ¿cuál es la pauta que permite decir que no lo hay? ¿Y por qué no es una organización “gremial”? ¿Tampoco es una organización “profesional”? ¿Por qué? Algunos intentos aclaratorios se dieron en el voto disidente de Sagarna y Casares, que cita extensamente Belluscio. Pero sin duda hay mucho todavía por dilucidar en el plano doctrinario. El tema es, de por sí, arduo y confuso, y requiere alcanzar perfiles que diseñen mejor lo que es una asociación y lo que no lo es. Sobre todo porque primero hay que saber con precisión cada cosa, luego que la Corte reitera que el ingreso compulsivo a una “asociación” resulta inconstitucional. En cambio, no ofrece objeción todo cuanto se dice acerca de la razonabilidad de los fines asignados al Colegio, de las cargas públicas y los servicios personales, de la matriculación, del poder disciplinario, de las formas participativas de consulta, de la función auxiliar de la justicia, de la naturalidad del grupo profesional, etc. De ahí que la pregunta final sea ésta: ¿basta la razonabilidad de todo ese plexo para que sea
constitucional la colegiación compulsiva?; ¿seguiría siéndolo sobre la base de aquellos fines y funciones aunque la doctrina llegara a decir (en oposición a la Corte) que el Colegio es una “asociación”?Restarían otras reflexiones acerca de la disidencia de Sagarna y Casares que cita el voto de Belluscio. La “naturalidad” del grupo socio – profesional que forman los abogados ¿difiere de la que es propia de todos los que realizan una actividad análoga: maestros, bancarios, comerciantes, empleados públicos, metalúrgicos, etc. etc.?; ¿y podría imponérseles la colegiación?, ¿y un partido político no se forma también por afinidad de sus adherentes?