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Date post: 01-Dec-2015
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RECUPERACIÓN IDEAS PARA PENSAR LA EDUC POLÍTICA Y PEDAG EL C ÁT TE ED DR RA A: : P PE ED DA AG GO OG ÍA A I I A ÑO O Apunte Nº 5 N DEL VALOR POLÍTICO DE LA EDU CACIÓN CONTEMPORÁNEA. LA DOCENCIA Y GÓGICA. PARTICULARIDADES DEL OFICIO DE L CONCEPTO DE DOCENTE REFLEXIVO Autores: Citados en los textos C Ci ic cl lo o A Ac ca ad ém mi ic co o 2 20 01 11 1 Compilación: Prof. Jorge Luis Bonifacio UCACIÓNLA RESPONSABILIDAD E ENSEÑAR.
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“RECUPERACIÓN DEL VALOR POLÍTICO DE LA EDUCACIÓN

IDEAS PARA PENSAR LA EDUCACIÓN CONTEMPORÁNEA. POLÍTICA Y PEDAGÓGICA

EL CONCEPTO DE DOCENTE REFLEXIVO

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Apunte Nº 5

RECUPERACIÓN DEL VALOR POLÍTICO DE LA EDUCACIÓN

IDEAS PARA PENSAR LA EDUCACIÓN CONTEMPORÁNEA. LA DOCENCIA Y LA RESPONSABILIDADY PEDAGÓGICA. PARTICULARIDADES DEL OFICIO DE ENSEÑAR

EL CONCEPTO DE DOCENTE REFLEXIVO

Autores: Citados en los textos

CCCiiiccclllooo AAAcccaaadddééémmmiiicccooo 222000111111 Compilación: Prof. Jorge Luis Bonifacio

RECUPERACIÓN DEL VALOR POLÍTICO DE LA EDUCACIÓN”

LA DOCENCIA Y LA RESPONSABILIDAD

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Apunte Nº 5

DE SARMIENTO A LOS SIMPSONS (EXTRACTO)

CINCO IDEAS PARA PENSAR LA EDUCACIÓN CONTEMPORÁNEA Por Marcelo Caruso y Inés Dussel.

Yo me convierto en piedra y mi dolor persiste. Y si cierro los ojos, ¿cómo saber si lo que tengo es realmente dolor? ¿Qué clase de sufrimiento puede imputársele a las piedras? Wittgenstein Nuestra exploración aborda ahora el tema de los sujetos. La metáfora de Ítalo Calvino sobre el arco y las piedras parece dejarnos el segundo lugar pero, como dice Wittgenstein, pensar sobre los sujetos es un poco "imaginar lo que no puede serlo", como imaginar las piedras con conciencia. Y sin embargo, ¿por qué no? Para abordar esta paradoja, vayamos por partes. YO, TÚ, ÉL: ¿QUIÉN ES EL SUJETO? La educación es, indudablemente, una actividad humana. Cualquiera sea la definición del término que adoptemos, apuntará a la realización de deseos o expectativas puestas en otro (adulto, niño), tratando de formar, indoctrinar o desarrollar ciertos rasgos y no otros. En este sentido, la educa-ción siempre ha guardado una dimensión de futuro. Toda teoría educativa, dice el filósofo inglés Alisdair MacIntyre, puede reducirse a dos propósitos: la educación para un puesto o plaza social, o la educación de las capacidades inherentes al individuo. En general, en los sistemas educativos modernos ha primado la primera visión (MacIntyre, 1990). Pero la cuestión de la perspectiva con la que trabajamos no es sólo una posibilidad para el futuro, sino una cuestión del presente1. El sistema educativo y los docentes trabajan con identidades su-puestas. La escuela trata de contener al niño, de iniciar al infante, de socializar al adolescente. Hoy, estas categorías que definían a los que se sentaban en las aulas están en plena transforma-ción. Veamos los casos de la infancia y la adolescencia. Se ha señalado recientemente que la infancia se ve acorralada por una temprana "juvenilización", pre-diciendo algo así como la desaparición de la infancia. En un artículo reciente, se subrayan los efectos del consumismo y de las nuevas relaciones paterno-filiales en la construcción de teorías, por parte de los chicos, sobre la sexualidad y la procreación. También se señalan las nuevas demandas hacia los adultos para trabajar estos temas, teniendo en cuenta que los chicos vienen "informados hasta el de-talle" pero siguen compartiendo los mismos temores y atracciones que los de otras generaciones2. En, términos pedagógicos, la infancia como una posición desigual de acceso al conocimiento está en discusión. Por un lado, como se argumentó en el capítulo anterior, la proliferación de medios de co-municación pone al alcance de los chicos grandes masas de información y maneras novedosas de pro-cesamiento. Para algunos, esta nueva posibilidad pone a la infancia en proceso de "desaparición" (Postman, 1984). Dos investigadores argentinos, Ricardo Baquero y Mariano Narodowski, han criticado tal postura: para ellos, el que nos encontremos en la sociedad de la información no significa que todos nos posicionemos ante los medios de comunicación con las mismas herramientas y posibilidades de lectura y comprensión (Baquero y Narodowski, 1994). Por otro lado, algunas investigaciones acerca de lo que significa aprender en la "sociedad de la información" han-confirmado que no sólo los accesos a la misma son heterogéneos según la clase social y sexo sino que las valoraciones que se hacen de la información son fundamentalmente distintas (Tully, 1994). En todo caso, la discusión manifiesta que este sujeto supuesto -"la infancia" o "la niñez"- que está en la base de la tarea escolar está sufriendo transformaciones. El sentido popular lo expresa de diversas maneras: "los chicos de ahora son más inquietos", "más cuestionadores", "más desinhibi-dos", "ahora aprenden más rápido"; en definitiva: "los chicos ya no vienen como antes". Paralelamente, la identidad adolescente/juvenil también ocupa un lugar distinto. Es cierto que hasta hace un siglo la juventud casi no existía como etapa vital, ya que se pasaba de la niñez al mundo del trabajo o directamente a tener una familia propia. Para algunos sociólogos, la juventud -y más aún la adolescencia- es producto de la escolarización masiva, que ha abierto un interregno

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entre la primera infancia y la asunción de responsabilidades "completas" en el mundo laboral y social. En los últimos años, esta etapa se ha extendido en longitud. En los países europeos, todo estudio que tome a la juventud como sujeto llega hasta los 30 años. Otro cambio muy importante ha sido el desplazamiento del lugar que la identidad juvenil ocupa en la sociedad (Lenzen, 1991). Hoy la juventud es más prestigiosa que nunca, como conviene a culturas que han pasado por la desestabilización de los principios jerárquicos. La infancia ya no proporciona un sustento adecuado a las ilusiones de felicidad, suspensión tranquilizadora de la sexualidad e inocencia (...). La juven-tud es un territorio en el que todos quieren vivir indefinidamente (Sarlo, 1994). ¿Cómo podrán esos jóvenes, -esos sujetos que la propaganda y los mensajes, masivos ponen en un pedestal- sentarse 40, 80 minutos, o toda una mañana ante conocimientos envejecidos? ¿Qué armas emplean aquéllos que portan ciertos valores corno la flexibilidad, la fuerza y el, descom-promiso juvenil en una escuela que sólo ha podido responder precariamente a todos los ajustes, incluso los culturales? ¿Cómo se relacionan el sujeto juvenil y el sujeto niño actuales -ambas cons-trucciones históricas- con los sujetos pedagógicos que las escuelas producen? Para analizar estas cuestiones, queremos comenzar por una revisión del concepto de sujeto. ¿Qué se quiere decir cuando se utiliza la palabra sujeto para caracterizar a las personas, la gente, los individuos o los integrantes del sistema educativo, la comunidad educativa y otras tantas denomi-naciones? ¿Es lo mismo plantear que el sistema educativo forma personas que decir que forma sujetos? Creemos que no. La categoría sujeto plantea otra manera de concebir las identidades y las subjetividades que pensar simplemente en personas. Para fundamentar nuestra respuesta, proponemos una vuelta por la teoría. SUJETO/SUBJETIVIDAD: CONCEPTOS PARA LA IDENTIDAD Muchos cursos de filosofía en el colegio secundario empiezan con una distinción un poco evidente pero considerada importante: la diferencia entre el sujeto y el objeto. Así se nos dice que el sujeto es el que conoce y el objeto es el que es conocido. El sujeto es activo y el objeto es pasivo. El suje-to transforma y los objetos son transformados. El movimiento del conocer va del sujeto al objeto. A estos conceptos podemos denominarlos con-cepción ingenua del sujeto epistémico. Por otro lado, largos y trabajosos análisis sintácticos nos han dejado en claro que las oraciones que componen nuestro hablar y nuestro entender se forman básicamente con un sujeto y un predica-do. El sujeto, se nos ha dicho, realiza la acción. Puede ser que el sujeto esté implícito, en cuyo caso se lo llama tácito. Implícito o explícito, el sujeto, siempre está, salvo cuando llueve. A este concep-to lo denominaremos concepción sintáctica del sujeto. Para complicar el panorama, diremos que la palabra sujeto proviene de un verbo que complejiza las posibles significaciones: el verbo sujetar. Aquí se abre una doble significación. En la primera el sujeto es aquél que realiza una acción. Pero otro sentido posible es el contrario: el sujeto aparecería como aquél que es sujetado. ¿Por quién? La respuesta varía según la teoría y el ámbito. Para el derecho, está atado por el ordenamiento jurídico en general y por las leyes en particular. Para los sociólogos está sujetado por sus condiciones sociales. Para los psicólogos aparece sujetado por su historia personal y su presente de vida. Para los historiadores, por el peso y significación del pasado en su actualidad. Vemos, por lo tanto, que sujeto puede convocar significados ambivalentes. Creemos que esta cuestión no es casual y que estas posibilidades encontradas de entender a los sujetos (sujeto epistémico, sujeto sintáctico, sujeto "sujetado") nos hablan de una contradicción que probable-mente manifieste mejor la complejidad de las sociedades y las acciones que se dan en ella. Por nuestra parte, queremos proponer una definición provisoria que iremos analizando con dete-nimiento: podemos definir al sujeto como una construcción explicativa de la constitución de redes de experiencias en los individuos y en los grupos. Tales redes tienen una cualidad: no son perma-nentes ni definitivas y las experiencias que podían ser positivas pueden ser consideradas poste-riormente como negativas o viceversa. El sujeto se constituye La primera cuestión que rompe con nuestro sentido común es que el sujeto no está ahí dado; sino que se constituye. No hay condiciones predeterminadas que determinen que uno sea lo que es, por el solo hecho de existir. Muchas veces los hijos de inmigrantes, en la Argentina, rechazaron más que ningún otro a los "gringos" que vinieron después. Así también, un hijo de un obrero –

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aunque permanezca en la escala más baja de los salarios- puede constituir su identidad justamen-te en contraposición con sus condiciones de vida familiares y justificar la desigualdad y la explota-ción aunque él sea una víctima de ella. Esto implica que la condición de pertenencia a una clase social o a un grupo de referencia no determina una identidad de manera automática. La constitución de los sujetos implica, de forma central, la relación entre libertad y necesidad. Según algunos, nuestras experiencias no las organizamos como queremos sino como podemos. Según otros, siempre hay un margen de libertad que determina el orden de la subjetividad. Lo cru-cial en este punto se centra en la importancia dada a la estructura y sus relaciones con la actividad humana. El origen de la visión del sujeto epistémico y del sujeto sintáctico que reseñamos en el apartado anterior se da a partir de la reflexión de René Descartes (1596-1650). El famoso "pienso, luego existo", más que probar, como él buscaba, la existencia de Dios, fue el puntapié de la concepción moderna del conocimiento que terminó poniéndolo en cuestión. Esta concepción se basa en un sujeto con un dominio unitario (es uno que piensa), soberano (porque él mismo garantiza su inde-pendencia) y omnipotente: él, al pensar, demuestra que las cosas existen. Su herramienta funda-mental es la razón, con la que es posible conocer el mundo. Pero tempranamente se advirtió que el sujeto, lejos de ser soberano, no está solo en el mundo y que por lo tanto, lo que hace y es aparece condicionado por una serie de factores: su posición social, fami-liar, su historia particular, su ideología. Este sujeto está determinado por estas y otras dinámicas; ser libre es la posibilidad de darse cuenta del espacio que ocupa y del que no es consciente. Esta definición de libertad es diferente de aquélla que supone un sujeto que sólo usa su razón, porque marca que la libertad no es enteramente libre pero la necesidad tampoco es absoluta. Por otra parte, el psicoanálisis informó que el sujeto no sólo no es autónomo, sino que tampoco está claro quién es. Atrás de la racionalidad, había algo que se le escapaba al hombre y que era fundamen-tal en su personalidad: el inconsciente (Freud, 1893)3. Así, a la vieja idea de que el sujeto estaba de-terminado socialmente, se agregó la idea de que no controlaba su voluntad (Assoun, 1981). Otro aporte a la crítica al sujeto cartesiano, más contemporánea, lo hace el politólogo argentino Ernesto Laclau, que se pregunta qué ha quedado de la confianza en el sujeto como sede de la razón (1990). Para él, la concepción de sujeto soberano, poseedor de la razón y libre de aplicarla es una abstracción. En primer lugar, así como el sujeto se constituye, la razón se construye, no es un supuesto. Pero, y fundamentalmente, si la razón se construye pasa a ser un resultado deseado más que una realidad diaria. Todos tenemos conductas que parecen irracionales; sobre eso dese-aría actuar la educación racionalista, controlando y poniendo "en caja" todos los desvíos. Un se-gundo argumento contra la primacía de la razón es que, paradójicamente o no tanto, el exceso de racionalidad organizativa lleva a irracionalismos. El nazismo y los campos de concentración son un buen ejemplo de cómo una organización totalmente racional -calcular la cantidad de gente por vagones y barracas, administrar a millones de prisioneros, pensar en los sistemas para mantener-los engañados, eliminarlos, ver qué hacer con los cadáveres- no garantiza ni libertad ni proyectos de futuro ni "racionalidad". En un plano menos dramático, algunos autores de la escuela nueva o escuela activa plantearon que los efectos de la educación basada en la razón eran poco satisfacto-rios para una sociedad racional (Luzuriaga, 1958; Jesualdo, 1943). Para salir del atolladero, Laclau propone revisar la relación entre lo que antes se veía como el "individuo" y la "estructura". El planteo de Laclau no parte del supuesto de que el sujeto está de-terminado sino, justamente, plantea que el sujeto se va produciendo cuando organiza sus expe-riencias. En esta visión, el sujeto no es externo a la estructura. No puede afirmarse que la estructu-ra ya existe y el sujeto lo único que hace es acomodarse. Si la estructura estuviera completa y la conociéramos bien, sería posible plantear una suerte de adivinación del futuro social. Pero sabe-mos que el presente cambia, que la estructura nunca se completa. Así como ya no creemos en el sujeto de la razón completo en sí mismo y con la herramienta que le permite conocer/gobernar el mundo, tampoco podemos plantearnos que la realidad ya está allí y es completa o es algo fuera del sentido que le damos4. Veamos un ejemplo. Si ponemos a dos psicólogos educativos frente a un niño que realiza conduc-tas imitativas de la televisión, el piagetiano dirá que es parte de la función simbólica y el conduc-

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tista dirá que es una imitación que produce un aprendizaje dentro del esquema estímulo-respuesta. El hecho es el mismo, el sentido que se le da puede variar. La realidad no es el conjunto de todos los hechos (algo abstracto que no se podría definir) sino las formas en que los diversos aspectos de la experiencia humana se entrelazan y el sentido que adquieren. Puede proponerse otro ejemplo, muy actual en la docencia. Si se planteara en la Argentina de 1995 una propuesta de escala de sueldos docentes por productividad (más allá de los criterios que se usen para establecer qué significa este término), muchos docentes acordarían que es bueno que el docente esté estimulado y que a una mejor tarea le corresponda una mejor remuneración. Ahora bien, en el marco de las condiciones actuales (salarios bajos, pluriempleo, políticas del go-bierno nacional al respecto), no se da esta opinión favorable sino que aparece una oposición, por-que se puede pensar que esta propuesta, más que una reestructuración global para mejorar el trabajo docente, tiene como objeto únicamente una reducción de sueldos, cargos o presupuesto. Vemos así que el sentido de la medida propuesta no depende sólo de lo que, dice la medida sino de su contexto. Esto es, retomando la cuestión de la estructura, se plantea que la realidad no es algo objetivo -en el sentido tradicional: está ahí, dada, de una vez y para siempre-:lo que se consi-dera "realidad" no es independiente del sentido que demos a las cosas. Esos sentidos pueden ser múltiples: algunos enfatizarán unas conexiones y otros se sumarán a interpretaciones distintas. A esta compleja lógica por la cual la estructura es "completada" (más adelante diremos: reescrita) por los sentidos, le corresponde la imagen de un sujeto que al atribuir significados al mundo tiene un campo de decisiones que tomar. Estas decisiones no siempre son racionales, ni conscientes, pero en ellas se producen esos sujetos. Es decir, el sujeto se produce en relación con las estructu-ras pero no depende totalmente de ellas. El espectro de posibilidades dentro de las que podemos tomar decisiones marca que nuestra ex-periencia no es una continuidad, sino que también hay rupturas. Estas rupturas definen que el sujeto sea parcialmente autónomo porque "constituye el locus de una decisión no determinada" por la estructura (Laclau, 1990; 30). La estructura no tiene una eficacia completa. Y esto no es por-que sea deficiente, sino porque las estructuras nunca están completas: nunca pueden abarcar la totalidad de las posibilidades. Por ejemplo, supongamos una sociedad súper tecnificada y progra-mada; sin embargo, sucede un terremoto, una hecatombe natural, o bien un pequeñísimo error humano que desencadena un vendaval de calamidades. Esto puede ocurrir, aunque nos intranqui-lice; el terremoto reciente de Kobe es una muestra de que ni en las sociedades más tecnificadas de la actualidad, es posible predecir y prevenir todo. Y aunque no hubiera ocurrido, la sola posibilidad de un suceso tal convierte a la estructura en incompleta. Precisamente en estas "fallas" de las es-tructuras, en esta incompletud, en este espectro de decisiones, se constituyen los sujetos. Jesualdo, un maestro uruguayo de la década del 30, escribe en su diario una situación ilustrativa. Tenía que lidiar con un grupo de chicas de 9-11 años que se destacaban en su escuela por su bajo rendimiento, y dedicación, y por mostrar nulo interés. Jesualdo se halla ante una estructura esco-lar que sólo tiene un número limitado de respuestas ante esa situación: los castigos, algunas pro-puestas de enseñanza personalizada (que aparecen en la escuela como un imposible porque la escuela es justamente la instancia de enseñanza grupal), el desinterés. Jesualdo opta por cierto histrionismo: las cita, las lleva a un patio a solas, las increpa, pero no para retarlas, sino para plan-tearles un acuerdo donde las etiquetas desaparecen. "Basta de tarambana", reclama. Posiciona a las chicas en otro lugar: confiar en lo que ellas pueden implica no adoptar las clasificaciones esco-lares (los burros, los inteligentes, los desviados). A partir de ejercicios con mayor autonomía, las chicas empezaron a mostrar habilidades antes no trabajadas (Jesualdo, 1937). Jesualdo está planteando en esa increpación abandonar el sistema de lugares -esa especie de ma-pa mental- mediante el cual la escuela de ese momento producía sus sujetos. Jesualdo actúa en la falla de las estructuras al entender el "fracaso escolar" de las chicas no como culpas personaliza-das sino como respuesta a un sistema de clasificación que las inhibía, entre otras cosas. Ante la estructura escolar que tiene presente, con sus fallas, Jesualdo genera una nueva decisión con res-pecto a lo que se creía posible en esa situación. Pongamos esto en términos teóricos: podríamos enriquecer nuestra definición diciendo que el sujeto es la distancia entre la decisión y una estructura sobre la cual no se pueden tomar decisiones. El filóso-

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fo Alain Badiou puede ayudarnos a entender la cuestión del sujeto. Apela a los modelos de la matemá-tica conceptual y a la teoría de los conjuntos, y plantea que dadas tres letras "B": B B B y ante la pre-gunta de si son iguales, uno puede responder con un SÍ; pero ante la interrogación de si son las mismas debe contestar con un NO. Entonces, ¿qué las diferencia entre sí para que no sean la misma? Lo que las diferencia es el lugar que ocupan. Podemos hablar de "la B de la izquierda", "la del cen-tro", "la de la derecha": La identidad, entonces, puede definirse por dos términos: lo que la "B" es en sí y el lugar que ocupa. Y estos dos términos siempre están en tensión. Así ocurre con los sujetos. Por ejemplo, el sujeto obrero ocupa en la literatura marxista el lugar del sujeto revolucionario. Marx planteó que el proletariado nace en la estructura capitalista. Tenía una serie de cuestiones iguales a las de otros sujetos capitalistas como la burguesía: estar en contra de la sociedad feudal, independizarse del tutelaje ideológico de la Iglesia. Bajo este aspecto, ambos sujetos eran clases. Pero no eran lo mismo: el proletariado era explotado, se le robaban los frutos de su trabajo, se lo transformaba a él mismo en una mercancía. Cuando Marx identificó al sujeto proletario como revolucionario anunció el predominio de lo no-mismo sobre lo igual; para pensar la política, Marx enfatizó la condición de explotado más que el hecho de que el proletariado fuera un sujeto capitalista. En este caso, el lugar que ocupaba el proletariado era más importante que la definición de lo que era. Los socialdemócratas de finales del siglo XIX invirtieron el punto de vista y consideraron más im-portante ver qué eran los proletarios antes que definir el lugar que ocupaban en la sociedad. Así la condición de explotados pasó a segundo término; para ellos, la mejora general del sistema capita-lista traería mejoras para los obreros. Predominó lo igual sobre lo no-mismo. Las identidades polí-ticas que cada sector promovió, entonces, nos muestran la tensión entre lo que uno es y el lugar que ocupa. Esta es una tensión que no se resuelve. Volviendo a Jesualdo, las chicas del ejemplo "eran las de antes", incluso con sus dificultades frente a lo escolar. Pero no eran el mismo sujeto porque Jesualdo quiso proponer otro mapa para la construcción, otro sistema de lugares donde ellas se ubicarían para construir mejores aprendizajes. Produjo una decisión que constituyó los sujetos escolares de manera diferenciada. El sujeto en las redes de experiencias Supongamos que un soldado inglés enviado a Irlanda del Norte tiene en su mira a un integrante del Ejército Republicano Irlandés (IRA) que tira piedras. Debe decidir si dispara o no. Su decisión no sólo dependerá de la situación concreta de peligro que se plantee. Si la situación se produce con el mismo miembro del IRA cuando éste tiene 11 años, el soldado dudará seguramente mucho más: disparar o no en cada caso significa cosas distintas si el miembro del IRA tiene 11 años o 25. La persona es la misma. El sujeto no. El niño de 11 años puede ser construido por el soldado como niño -con todas las connotaciones que la palabra niño evoca en las sociedades occidentales del siglo XX- antes que como miembro del IRA. Si la misma persona tuviera 25 años, es menos proba-ble que el soldado inglés tenga tales consideraciones. Es en este terreno resbaladizo de tensiones donde se constituye la experiencia. Cuando la escuela define la masa de chicos que entran por sus puertas todos los días como "alumnos", también está poniendo énfasis en un aspecto de la complejidad del sujeto. Cuando se llama a un niño "alumno" prevalece el lugar que el chico ocupa en la institución antes que la que el chico es. Esta preferencia no es inocente5. Tiene grandes consecuencias a la hora de la enseñanza. Por ejemplo, muchas ve-ces el currículum y la didáctica se basan en el concepto de "necesidades de los niños". Puede ser que el maestro considere que estas necesidades son iguales para todos. O bien el maestro puede vislumbrar intuitivamente la complejidad del sujeto y preguntarse si "las necesidades" prescriptas para todos los niños son las necesidades de un niño en particular. En el primer caso, se piensa en los chicos como "alumnos", y se les prescriben determinados aprendizajes y determinadas mane-ras de hacerlos. En cambio, la utopía de la enseñanza individualizada define al niño sólo por lo que es y no por el lugar que ocupa. Allí importan sólo sus necesidades, no hay otra consideración acer-ca de objetivos educativos y sociales y sólo se le enseña lo que al chico le interesa, como si esos intereses ya estuvieran definidos de una vez y para siempre. Por ello, la concepción de sujeto de Badiou, al comprender ambas dimensiones -lo que no es y el lugar que ocupa- nos plantea un nuevo espacio para comprender que la didáctica y el currículum pueden moverse en el espacio de la tensión. Esto podría fundamentar una didáctica tan alejada del individualismo dogmático de la educación indi-

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vidualizada como de la pedagogía que impone a los chicos las recetas de una serie de conocimientos sin los cuales -según esta pedagogía- no podrían vivir ni desarrollarse en la sociedad. Los sujetos se construyen en las experiencias, entre ellas la escolar. Ahora bien, ¿qué se entiende por experiencia? Ya en 1920, John Dewey planteó que era necesario salir de la categoría experiencia según el sentido común. De acuerdo con este concepto, las experiencias se realizan a partir de objetos parti-culares. Cuando se habla de una "experiencia" de educación popular, pareciera que se alude a la indi-vidualidad de tal trabajo. "La experiencia no se puede transmitir", se dice. Dewey propone un nuevo concepto de experiencia. Plantea que la experiencia "da por resultado una visión general concreta y una determinada capacidad organizada para la acción" (Dewey, 1986; 106). Entonces, si bien la expe-riencia sí se realiza sobre los objetos particulares, genera algo más allá de ella "una visión general con-creta". "La dificultad no nace de una experiencia incompleta que puede remediarse mediante alguna experiencia mejor realizada. La experiencia misma, como tal experiencia, es incompleta, y por esa razón es inevitable e irremediable el error" (Dewey, 1986; 106). De esta manera, Dewey quiere vincu-lar el hacer y el pensar, por tanto tiempo separados en la tradición occidental: "esta íntima conexión entre el obrar y el sufrir o padecer es lo que llamamos experiencia " (Dewey, 1986, 110). Destacamos de la posición de Dewey dos elementos. El primero refiere al hecho de que la expe-riencia no es exclusivamente empírica: las cosas que nos pasan siempre las pensamos desde una red de conceptos (una red de experiencias previas) que dan significado a estas experiencias nue-vas. En toda experiencia hay elementos conceptuales que la organizan. Esto va en contra de un lugar común en la formación docente: que la experiencia "se hace en la práctica", como si la práctica fuera un momento a-teórico o vacío de conceptos. Aquí ya entramos al segundo elemento: para Dewey, hay una conexión fundamental entre el hacer y el pensar; el pensamiento es una acción en un plano no material. Este concepto de expe-riencia no sólo liga lo conceptual y lo empírico, sino que une las acciones y los pensamientos. Lo que hagamos, entonces, puede plantear cambios para lo que pensamos y viceversa. Lo que vemos puede modificar nuestros conceptos. Aprender nuevos conceptos puede cambiar la manera de ver las cosas y, por ende, las cosas que hacemos según nuestra visión. Cuando aludimos al sujeto como "red de experiencias" nos referimos a esta compleja unión entre modos de ver el mundo y modos de actuar sobre él. Oscar Wilde planteaba en su elegante pesi-mismo que experiencia es el nombre que le damos a todos nuestros errores y fracasos para auto justificarnos; Wilde, a su manera, podía entrever que, esa manera de ver los "errores" propios hace que no cambiemos nuestras conductas y los sigamos cometiendo. SUJETO, PODER Y DESEO Hasta ahora hemos visto la cuestión de la construcción de la experiencia como producto de las relaciones entre los sujetos y el mundo. Pero lo social plantea que este "mundo" está poblado por otros sujetos, otras redes de experiencias. Estas diferentes visiones no son todas iguales: algunas se imponen como legítimas, otras fracasan y son reprimidas o marginadas o desvalorizadas. Se trata de ver, entonces, que la construcción de la experiencia, del sujeto, de la subjetividad está atravesada por las relaciones de poder. Si bien en el capítulo siguiente vamos a abordar este tema con mayor profundidad, no podemos dejar aquí de inscribir al sujeto en las relaciones de poder, que la atraviesan y la constituyen. Estamos volviendo a la noción de "sujeto sujetado" al que hici-mos referencia al comienzo del capítulo. La obra de Michel Foucault es central para pensar la cuestión del poder. Su concepción de la rela-ción entre sujeto y poder queda clara en la siguiente definición: "El sujeto constituye la intersec-ción entre los actos que han de ser regulados y las reglas de la que ha de hacerse" (Foucault, 1991; 72). Estamos lejos del sujeto como "distancia", como margen de libertad en fin, de Badiou. Antes bien, la definición de Foucault pone el énfasis en que el tejido de las experiencias no es algo que hagamos autónomamente según nuestras posibilidades personales: este tejido está plantean-do "las reglas de la que ha de hacerse", reglas impuestas de muchas maneras, entre ellas a través de la educación, y que son aplicadas a los actos. Una cuestión importante es que estos actos son actos "que han de ser regulados"; el problema, entonces, es ver cuál de las regulaciones se impo-ne. Aquí Foucault abre el espacio para plantear los tipos de regulaciones que tenemos así como la posibilidad de tener otras. Su sujeto es una "intersección" entre esta posibilidad general de regu-lación y las regulaciones que terminan imponiéndose. Foucault investigó intensamente en sus

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obras cómo se impusieron esas regulaciones, cómo esas redes de experiencias fueron construidas desde algún control y no espontáneamente. Aunque esta concepción de cómo se constituye el sujeto plantea preguntas interesantes, es posi-ble considerarla como incompleta, centrada en la dominación. Por nuestra parte, afirmamos que la construcción de las redes de experiencias no es sólo la que las redes de poder hacen con noso-tros. Si fuera así, correríamos el riesgo de que las mismas sean una estructura terminada que bo-rra las posibilidades de libertad; ya hemos argumentado largamente que ese cierre es imposible. ¿Qué es la que la hace imposible? Una respuesta es la de la catástrofe impredecible, o la suma de azares. El psicoanálisis proporciona otra respuesta. Esta corriente plantea que existe algo que siempre perma-nece como molestia, que nunca puede ser satisfecho. Hay como una roca dura que no se disuelve, que hace que los sujetos se sacudan y produzcan nuevas redes de experiencias (Zizek, 1992). Esa roca tiene varias denominaciones; la más conocida es el deseo. Uno puede plantear que tiene deseo de determinada cosa: de relacionarse con una persona, de comprar algo, de tomar vengan-za de alguien, de enseñar alguna materia. Pero sabemos que realizar tales deseos no implica que el deseo desaparezca como tal. Siempre aparecen nuevos motivos, nuevos motores que implican nuevas redes de experiencias a partir de modos de ver y de actuar. La lógica del deseo es que ex-cede a todos los objetos que pueden satisfacerlo. Sigue estando allí. Podría plantearse, entonces, que la insatisfacción es parte de la condición humana y que la satisfacción del deseo equivale a la muerte misma (Dor, 1987). En una relación amorosa, por ejemplo, la completa adaptación al de-seo del otro probablemente destruya el deseo, o más bien provoque que el deseo busque otro objeto de satisfacción. En tanto el deseo no está nunca agotado o totalmente satisfecho, tampoco el sujeto está terminado (Donald, 1992). Veamos algunos otros ejemplos. Cuando un alumno cumple todas las demandas de la realidad, se dice que se ha "sobre adaptado", que no tiene más capacidad de imaginar, de crear, de pensar en contra de lo pensado, de jugar. Asimismo, en cursos de entrenamiento aeronáutico, cuando se contrata a un piloto de aviación, se prefiere a aquellos candidatos que tienen algo de miedo -no un miedo paralizante- antes que a los que no tienen ningún temor. Estos últimos parecen mostrar en esa ausencia de miedo ciertas tendencias suicidas. Así, lo importante del sujeto es la distancia con respecto a esas normas de perfección. Existe sujeto en tanto hay desfasaje con las demandas; el sujeto es algo que está inscripto en las estructuras (sociales, políticas, psicológicas, escolares) pero éstas nunca están dadas de una vez y para siempre, por la que las experiencias que se construyen sobre ellas son una compleja trama entre deseos, posibilidades e historias. El hecho de que las experiencias sean el resultado del poder pero también del deseo nos plantea una nueva tensión. Hemos dicho que el sujeto es una red de experiencias. Pero tal red no es una presencia estable. Esa red es el campo de lucha entre el deseo que no se cumple (el sujeto en po-sición de "exceder" lo dado) y el poder que intenta ordenar las experiencias (el sujeto en posición de "obedecer"). Los sentidos que le damos a las cosas, que suplementan a la que percibimos como realidad, cambian en función de cómo las fuerzas del deseo y del poder, del poder del deseo y del deseo de poder se posicionan e interactúan. Así, pese a lo que aprendimos en la psicología de la escuela secundaria o de la escuela normal, la identidad no es la que "permanece a pesar de los cambios". Esta era la visión del sujeto cartesiano, autónomo y soberano. Pero, después de la crítica que hemos detallado, más bien parece al revés: las identidades son intentos de organización de las experiencias que no tienen garantía ni de per-manecer ni de cambiar repentinamente. Son provisorias y son relacionales: se definen por la parti-cular inscripción del yo en una estructura. A diferencia del sujeto cartesiano, la identidad del suje-to contemporáneo no está garantizada, porque es un espacio de confrontación y de historia. LOS SUJETOS EDUCATIVOS HOY Después de esta inmersión en la teoría, quisiéramos reflexionar sobre nosotros, sujetos educativos contemporáneos en la Argentina de 1995. ¿Qué identidades portamos? ¿Cuáles son nuestros suje-tos supuestos y cuáles son las experiencias que nos constituyen? Desde hace dos siglos, las identidades educativas han sido, ricas y variadas, pero estuvieron marcadas a fuego por una característica: la fuerza de la cultura escolar. Como la educación iba a redimir o salvar a la población de la ignorancia o la barbarie, se les pedía a los sujetos sociales (gauchos, obreros, ciru-jas, amas de casa, católicos o protestantes) que dejaran en la puerta de la escuela su cultura y concu-

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rrieran allí justamente a construirse otra identidad. Como hemos señalado en el capítulo anterior, la educación moderna se basaba en la negación de las culturas familiares, regionales, sociales que pre-existían a la escuela y a las cuales ésta tenía que pasar por el tamiz de la razón. La educación era el mecanismo por el cual un padre esperaba que el hijo fuera más de lo que él era. Identidades como "el buen alumno", "el burro", "los normalistas", aparecían como portadoras de significaciones intensas. La cultura de la escuela parecía predominar sobre las culturas anteriores: a través de la escuela, se quería que el sujeto pedagógico suprimiera o dominara al sujeto social. En esta línea, muchos políticos y educadores sostuvieron programas de formación de nuevos sujetos sociales a través de la educación escolar. Manuel Belgrano lo manifestaba así en la Memoria de 1796: había que fundar la Escuela de Agricultura porque a partir de ella se conformaría el agricultor moder-no, científico, racional, sujeto social inexistente en el Río de la Plata de ese entonces. Asimismo, Sar-miento planteaba que el sujeto pedagógico formaría a los ciudadanos, teniendo siempre en su imagi-nario al pequeño colono propietario y activo miembro de su comunidad. Otros políticos-pedagogos latinoamericanos, como José Pedro Varela (Uruguay) y Gabino Barreda (México) formularon proyectos similares en la segunda mitad del siglo XIX. Si bien la construcción de sujetos sociales recorrió caminos más tortuosos de lo que ellos pensaron, ya que la gente “tejía” sus experiencias desde muchos lugares, cuando se hablaba de una identidad educativa, la mirada se dirigía a la escuela. Allí, sí, la acción pe-dagógica intentaba que los "alumnos" olvidaran sus culturas originales. Los malestares frente a esta situación datan de lejos. La madre de “M'hijo, el doctor” encubría la vida irregular de su hijo porque para ella la cuestión de su identidad escolar, el ser "estudiante", predomi-naba por sobre las otras cualidades o vicios que el personaje presentaba. El vecindario tenía, al respec-to, otra posición. El desprecio del hijo educado hacia sus padres ignorantes apareció innumerables veces en el arte po-pular, en el folletín, la novela, el cine. Sin embargo, tales manifestaciones no cuestionaban la identidad escolar. La identidad que producía la escuela existía y luchaba contra otras para imponerse. Esta primacía de lo escolar en la definición de las identidades sociales se ha roto. El maestro hoy es un trabajador muchas veces agremiado, y los cambios profundos de las identidades de niños y adolescen-tes dejan impotentes a las escuelas argentinas; que tienen dificultades para encontrar "la sintonía de los chicos". La escuela ya no promete futuros mejores, pero, a la vez, sigue siendo mejor ir que no ir. Los sujetos que activamente participaban de la construcción de sus identidades en y a través del sis-tema educativo (aunque no exclusivamente), ahora entran a la escuela de una manera diferente, con otras identidades previas, y con pocas ganas de asumir la identidad "escolar". La escuela es vivida mu-chas veces como una amenaza a la identidad que como niños y jóvenes están adquiriendo. La pedagogía habla aún del "niño" y del "adolescente". Como hemos dicho antes, estas identida-des no han sido eternas. No sólo se han transformado, sino que han cobrado otro lugar en la so-ciedad. Retomamos la pregunta: ¿se mantendrá un adolescente cinco horas sentado en un banco mientras es endiosado por los medios de comunicación como la identidad deseable, como la etapa de la vida sin problemas, la del cuerpo firme, sin la carga de un hogar? Parece poco probable. Cuando la escuela intentaba borrar las identidades que la precedían, cuando creaba sujetos pe-dagógicos -una de cuyas manifestaciones era la imagen del alumno- lo hacía porque la legitimidad de la escuela y de su cultura era fuerte. Pero hoy esa legitimidad está en crisis. Una de las características de las sociedades contemporáneas es la fractura de las autoridades tra-dicionales. En el mundo católico, por ejemplo, si bien el Papa conserva una profunda y extendida autoridad espiritual como institución, hay muchos católicos -incluso altos prelados- que han asu-mido sus propias posiciones en relación con el uso de preservativos -sobre todo ante la aparición del desafío del SIDA-, o frente a temas como el aborto o la homosexualidad. La serie española "Ay, Señor, Señor", que se exhibe por televisión abierta, muestra las nuevas formas que asume la tarea pastoral para habérselas con la sociedad actual. Esto es, una identidad de tanta tradición como la católica está viendo la aparición de nuevas redes de experiencias que se dicen católicas y que re-claman nuevas interpretaciones del dogma en función de esas experiencias6. De manera similar, las autoridades tradicionales de padres sobre hijos, de maestros sobre alum-nos, de gobernantes sobre gobernados, han cambiado. Muchas veces, esta desarticulación de las autoridades tradicionales es vivida como una crisis. Así, generaciones educadas bajo ellas no se integran con beneplácito a esta nueva situación y viven quejándose del ruido de las discotecas o

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de la juventud "perdida " que baila hasta muy tarde. Los argumentos, a veces gerontocráticos, de los adultos (Adriana Puiggrós habla de "narcisismo generacional"), se mezclan con críticas cultura-les más profundas sobre los cambios de valores y la era que se avecina. En este cruce de experiencias, en tensión, se ubica la interacción cotidiana que hoy tiene lugar en las escuelas. Hay reformulaciones de las identidades educativas, que tienen efectos disímiles entre docentes y alumnos. Los docentes mismos han visto su identidad cruzada por nuevas figuras. La crisis de los años ’80 planteó con más fuerza que antes la importancia de la sindicalización docente. El modelo abnega-do de Jacinta Pichimahuida no podía sostenerse más. Las condiciones concretas de remuneración y trabajo docentes estuvieron en la base de una serie de huelgas importantes y se vio a muchos maestros por primera vez en sus vidas realizar una protesta en la "Marcha blanca" de 1988. A par-tir de allí, las imágenes sobre los docentes también se han fracturado: está el docente sospechado de no querer trabajar, y también el docente como una de las pocas figuras públicas que permane-ce (junto con la escuela) en la gran crisis de los años 1988-1991. Podría sostenerse que las redes de experiencias que constituyen a los docentes de los años '90 pasan tanto por la conciencia del envejecimiento de conocimientos y estrategias que aportan, como por los avances en una nueva regulación de su trabajo por parte de las autoridades educativas, vía la reestructuración del Esta-tuto del Docente o los cursos de perfeccionamiento. La experiencia que conforma la identidad docente también se realiza en el aula. En tanto hemos definido a la identidad como relacional, esto es, conformada en la relación con lo igual y lo no-mismo, adquiere especial importancia cómo se conceptualiza a los alumnos. Hay que notar que en el aula la mayoría de los educadores tenemos acerca de los comportamientos de los alumnos teor-ías espontáneas o más elaboradas, que mezclan discursos científicos, periodísticos, morales, y ejemplos para reproducir el sistema de lugares docente/alumno en las escuelas. Veamos un ejemplo sobre la conceptualización de la adolescencia, que muestra tanto lo antes di-cho sobre la reacción narcisista de adultos hacia las nuevas generaciones como la sospecha larga-mente asentada en el sistema educativo sobre la cultura no escolar. La siguiente escena se pre-senció en una escuela secundaria, en clase de Lengua y Literatura en un 3er Año: Profesor- ¿Qué influencia puede tener el grupo de pares? Alumnos- Positiva y negativa. P- Si se junta con un grupo en el que sus compañeros fuman, van a las maquinitas, etc., por la ley de contagio se va a escapar de clase él también. De lo contrario, no... Por lo tanto, ¿qué tiene que hacer? Alumno- Elegir bien. (Un alumno se ríe) P- ¡Si te reís, te vas de la clase! Creo que es importante lo que estamos hablando. Otra característi-ca de la adolescencia es tomar a risa cosas serias y es un síntoma de inseguridad. El docente habla de las "malas influencias", y esquematiza la temática adolescente en simplificadoras lecciones morales. La apelación a "la ley de contagio" no resistiría ninguna crítica adulta, pero, dicha por un docente en el marco de la clase, se convierte en una opinión autorizada. En este diálogo, el do-cente no piensa que el alumno puede elegir, disentir y/o acordar, o desarrollar estrategias propias frente al consumo o las modas: todo se pone en un mismo molde que discrimina buenos y malos, mo-rales e inmorales. Probablemente, esto produzca en los adolescentes respuestas igualmente estereo-tipadas, ya sea de adhesión a la proclama del docente o de rechazo y adopción de una cultura contra-escolar. La adolescencia aparece aquí como una etapa "lamentable", biológicamente determinada y peligrosa que debe estar permanentemente bajo control adulto7. Otra manera de descalificar es la forma que puede adoptar la propia propuesta escolar. Algunas observaciones de clase realizadas en los últimos años muestran que en muchos casos existe una puerilización marcada de los adolescentes. Un alumno de 5to año cuenta: Hoy nos enseñaron "cómo ordenar carpetas en un comercio". Te lo muestro para que veas lo ridí-culo: nos dijeron que las carpetas pueden estar en posición horizontal o vertical. Una hora copian-do esto. Se creen que somos idiotas. Lo peor de todo es que perdemos el tiempo... Mientras tanto, la cultura adolescente y juvenil se ha venido fortaleciendo. Desde el film Rebelde sin causa (1955), que se fijó como frase emblemática para caracterizar ciertos comportamientos juveniles, los jóvenes han ganado independencia económica y social. A veces tal independencia se

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alcanza por cambios en el manejo familiar del dinero o por la creación de pequeños empleos, mal pagos, como el de los restaurantes de comida rápida o los cadetes -ahora en crisis debido al fax, los débitos automáticos y otras facilidades que llevan a un esquema de autoadministración-. Sea por la vía que fuere, se ha creado un verdadero mercado adolescente, mercado de empleo y mer-cado de consumo. Por otra parte, los jóvenes (cada vez más jóvenes, como las modelos) han pasa-do a ser los íconos, las figuras que identifican vastas zonas del consumo. Esta independencia no siempre se expresa en independencia simbólica: es sabido que las subculturas adolescentes no se diferencian por un fuerte tono contestatario, sino que en muchos casos la independencia desem-boca en ir al shopping o a bailar al lugar de onda con la misma ropa que todos sus conocidos. Mu-chos parecen estar convencidos de que "uno es lo que viste", preparando las nociones de legitimi-dad para aceptar a la tarjeta de crédito como papel desigual de ciudadanía. Por supuesto, no hay que tomar la parte (así sea grande) por el todo. La cita de Jovanotti que figu-ra al comienzo de este apartado explicita que, a pesar de la mistificación, la juventud no es un es-pacio dorado. Balanceando el peso del consumismo estandarizado en ciertos grupos de adolescen-tes, se puede observar que, las músicas juveniles y las poéticas urbano-juveniles han proliferado. En muchos casos, esta puesta en cuestión de las autoridades tradicionales ha tenido efectos de producción simbólica importantes. Un caso local es el de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Música fuerte, estética sobria y apocalíptica a la vez, un trabajo subterráneo por la cultura del un-derground de Buenos Aires desemboca en fiestas de 50.000 personas con una constante negación de propaganda massmediática. El grupo se ha resistido a una comercialización de masas e intenta generar un circuito económico paralelo, cuya expresión es grabar con un sello discográfico propio. La poética de Los Redondos ha generado frases de la lengua juvenil. Su público se identifica como "re-dondos": "somos todos redonditos, redonditos de Ricota", canta el público en los recitales. Este fenó-meno, que no ha sido sistemáticamente indagado, está acompañado de una poética fuerte, de un gra-do de metaforicidad importante. En sus textos pueden leerse en forma alusiva muchas cuestiones li-gadas a la realidad política, al amor, a la libertad y una serie de valores como los de la figura del perde-dor y del marginal, que son verdaderos personajes sociales y que producen identificaciones fuertes. Estas poéticas y procesos de producción simbólica son raramente recuperados por la escuela. Si bien en nuestro medio no hay información al respecto, tenemos algunos datos de Francia. Pregun-tados los profesores de liceo sobre el nombre de tres grupos de música escuchados por sus alum-nos, las respuestas mayoritarias fueron balbuceos, hojas en blanco o menciones a presencias con-sagradas como los Beatles8. Si uno debiera graficar las dinámicas en las que se están conformando las identidades educativas en las escuelas de hoy, debería hacer referencia al menos a dos corrientes encontradas. Por el lado de los adultos, se observa que los docentes que trabajan con "adolescentes" (identidad que excede la escue-la media y abarca los terciarios o la Universidad tanto como los últimos años de nuestra actual escola-ridad primaria) desconocen o desvalorizan la sociabilidad y la cultura juveniles. Por el lado de los ado-lescentes, el aspecto escolar que los jóvenes más valoran es la posibilidad de encuentro con sus pares, los recreos, la gente que se conoce. Mientras se produce un divorcio entre culturas, los jóvenes sólo valoran a la escuela en tanto extensión de la sociabilidad que se desarrolla fuera de ella. Mal comienzo para lograr algún tipo de compromiso o participación en la dura tarea del aprendizaje. Consideremos ahora la que sucede con respecto a la infancia. ¿Podemos aún suscribir una imagen monolítica de infancia? Fuera de la escuela tenemos "chicos de la calle". Dentro de la escuela, hay chicos que trabajan, chicos que hacen actividades extracurriculares, chicos que tienen computado-ra en la casa, chicos que van a clubes. Estas variaciones, si bien antes existían, parecen haberse exacerbado, acompañando un proceso de aumento de las brechas sociales desde la década de 1980. Esta pluralidad de "las infancias" parece ser escasamente tenida en cuenta. Hasta ahora, son fragmentarios los intentos de recuperación de las potencialidades infantiles. Un best seller euro-peo del año 1993 es un libro que un profesor de filosofía noruego escribió sobre el modo de ver el mundo que tiene su hija. El mundo de Sofía revela una riqueza y una sutileza de análisis importan-te. Pero no hay que olvidar que es justamente la visión de una hija de un profesor de filosofía. Hemos hablado de la dificultad de la escuela para plantear otro diálogo entre las redes de expe-riencias de los sujetos juveniles y los sujetos docentes. Esto está asociado a muchos factores: algu-nos han sido señalados en el capítulo anterior, como la sospecha sobre la cultura contemporánea

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y la construcción de muros alrededor de la escuela. Otros aparecieron a lo largo de este capítulo: la pobreza simbólica " y los estereotipos a la hora de reformular las identidades educativas en un panorama en que la escuela y la cultura proveen experiencias completamente distintas. Pero además, hay que señalar que la escuela no es la única institución con este tipo de dificultades. Para algunos autores, lo que está en crisis es el sujeto moderno y no solamente el escolar. Ellos sostie-nen que asistimos a la desaparición del sujeto como tal (Vattimo, 1990). Dado que ya no podrían reali-zarse generalizaciones respecto a las identidades (educativas o sociales) y las subjetividades, el sujeto como concepto no tendría sentido y estaría completamente disuelto (Helsper, 1991: 22). Por nuestra parte, creemos que, antes que abandonar la tarea, puede re-proponerse la construc-ción de las identidades, a condición de reconocerlas como provisorias y relacionales. Habría que empezar por la propia institución escolar. Más que el baluarte de los conocimientos gastados o de la pura ciencia, la escuela es un lugar donde transitan saberes. Por saberes entendemos los cono-cimientos científicos pero también todo otro conjunto de cogniciones que no son científicas pero que pueden ser válidas, necesarias, eficaces (Foucault, 1992). Los saberes integran las redes de experiencia de los sujetos y van transformándose por una serie de experiencias nuevas, entre ellas la escolar. Lo que es nuevo es el peso creciente de estas otras experiencias: la cultura infantil y juvenil se construye diariamente con inusitada fuerza en las nuevas formas de convivencia fami-liar, en la televisión, en los lugares de socialización como las discotecas, los videojuegos, los res-taurantes de comida rápida, los recitales. Esa cultura es, día a día, más fuerte y, por ende, más difícil de olvidar (Margulis, 1993; Sarlo, 1994). Quizás estamos asistiendo a una época donde las identidades sociales -que se han fragmentado y diversificado- articulan la identidad escolar y no viceversa. Quizás la conexión de la tarea pedagógica tenga como requisito la consideración no sólo de las complejidades psicológicas y las demandas sociales, sino también la revisión del lugar de alumno, que no es un lugar de ausencia de cultura, de vacío de contenidos. La escuela no debe renunciar a proyectos de transformación. Quizás de esta crisis devenga algo positivo: la crítica a la omnipotencia anterior. En el acto en que la modernidad le dio a la escuela la tarea de borrar lo anterior, hacer tabula rasa del pasado y crear identidades completamente nue-vas, le estaba dando un gran poder pero también una gran carga. Esta nueva modestia de la escue-la, obligada por los medios, los cambios en las familias, en las nociones de independencia, más que verse como una desgracia anti-educativa puede ser la base de una acción más realista y menos moralista que construya otros sujetos. La sociedad contemporánea nos demanda sujetos que no se congelen, con capacidad de conocer y de conocer contra lo conocido, con la capacidad de resol-ver problemas, pero también de hacerse preguntas nuevas. El desafío es ver si la escuela puede proveer, y proveerse, de experiencias que habiliten para la constitución de estos sujetos. 1 Por ejemplo, si una niña indígena, emigrada al Gran Resistencia y en cuya casa se habla toba, es impulsada a hablar castellano como primera lengua es porque la expectativa sobre su futuro se encuentra en una sociedad donde tal lengua predomina. Relegar su lengua familiar para instruir en otra supone un beneficio futuro. Esto es, cuando el currículum o el maestro plantean opciones cuentan -no siempre de manera conciente- las imágenes de futuro que les atribuyen a los chicos. Estas imágenes producen efectos. Si se cree que la niña toba puede aspirar a integrar el servicio doméstico de alguna casa de la ciudad de Resisten-cia, el maestro puede justificar que es más importante que la niña obedezca, comprenda consignas y Tenga habilidades básicas -como la lectoescri-tura y la aritmética elemental- que el acceso a las ciencias naturales, al multiculturalismo de la sociedad chaqueña, a la historia regional. Este maes-tro está trabajando con un sujeto supuesto. También lo haría en el caso contrario: si quisiera enseñarle instrumentos para que acceda a un empleo mejor, a través del conocimiento de las leyes laborales, el estudio de las condiciones productivas de la región, o bien a través del inglés y la computación: en todos los casos, hay un sujeto su-puesto que estructura el vínculo. 2 Véase el artículo de Roxana Russo, "¿Tu novio usa calzoncillos y también usa pito?", en Página/12, Buenos Aires, domingo 30 de octubre de 1994, p. 14 3 La interpretación de los sueños es una de las primeras obras en que Freud desarrolla la cuestión del inconciente. Anteriormente, lo había estudiado a través de la histeria. Véase también la aproximación de Laplanche y Pontalis en su Diccionario de Psicoanálisis (1993). 4 La cuestión del sentido será retornada en otro capítulo, a propósito de la desconstrucción. 5 Otros desarrollos de la misma idea pueden encontrarse en Baquero y Narodowski (1994). 6 Es cierto que la autoridad papal ya ha sido cuestionada varias veces en la historia. Un ejemplo trascendente fueron las reformas protestantes del siglo XVI, comandadas por Lutero y Calvino entre otros. Pero los cuestionamientos actuales al Papado comparten muchas de las características de los cuestionamientos a las otras autoridades instituidas en nuestra cultura. 7 Esto es común a la mayor parte de las escuelas medias argentinas, y también de otros lugares del mundo. Nos basamos en el artículo de R. Taka-nishi (1993), "Changing views of adolescence in contemporary society", en el que se discute esta noción de la adolescencia como grupo de riesgo y se propone en cambio la de etapa de oportunidades. 8 Cf. Der Spiegel, Nº49 .1993.

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LA DOCENCIA Y LA RESPONSABILIDAD POLÍTICA Y PEDAGÓGICA Queremos proponer la idea de una responsabilidad política y pedagógica en la formación de las nuevas generaciones, que permita separarse tanto de la omnipotencia como de la victimización. DOSSIER Inés Dussel y Myriam Southwell La docencia es hoy un trabajo en el que recaen grandes expectativas y, a la vez, grandes cuestiona-mientos y sospechas. Del lado de las expectativas está la visión, muchas veces desmedida, de que la docencia será capaz de resolver enormes tareas sociales: la transmisión de conocimientos básicos, la adquisición de hábitos de disciplina y morales que las familias parecen no poder garantizar, la educa-ción sexual y vial, la asistencia afectiva y material a la infancia; por mencionar sólo los que más se es-cuchan hoy. Del lado de los cuestionamientos, las críticas de las familias y sobre todo de los medios, sin contar el trabajo que han hecho algunas teorías pedagógicas y políticas educativas de los últimos cua-renta años, han dudado de la capacidad de los docentes para hacer frente a estas tareas. Emilio Tenti, en el artículo que sigue a éste, plantea una revisión de los debates sobre el trabajo docente en las últimas décadas que permite entender mejor cómo es que se da esta confluencia de expectativas y sospechas. El cruce entre las políticas educativas, la acción de los actores educativos y las transformaciones de la cultura y la sociedad han producido modelos complejos y hasta contradictorios sobre lo que define al trabajo docente frente a un grupo de alumnos. ¿Se es trabajador o profesional? ¿Se es servidor público o miembro de la burocracia estatal? ¿Qué lugar tienen el compromiso y la politización, y la vocación docente? Estas preguntas resuenan en muchos colegas que saben que el viejo modelo normalista ya no es practicable ni deseable, pero que no siempre alcanzan a avizorar otro igualmente poderoso para orientar la práctica cotidiana. En lo que sigue, y complementando los aportes de otros colegas en este dossier, nos gustaría cen-trarnos en la transmisión de la cultura, entendiendo que allí reside el eje del sentido del trabajo docente. Queremos, también, proponer que esa transmisión sea entendida como una responsabi-lidad político-pedagógica fundamental de la docencia, como la posibilidad de una acción propia, comprometida y singular. La responsabilidad es un concepto central en la filosofía política contemporánea, que discute, después del Holocausto y de los traumas del siglo XX -incluidos los que sufrimos en el pasado re-ciente en la Argentina-, cómo fue posible el horror y qué lugar (responsabilidad) le cupo a cada quien en esos desenlaces trágicos. De esa reflexión que abre en muchas direcciones, creemos que es importante rescatar el dejar de considerar al conjunto de la sociedad como mera víctima, lo que niega la posibilidad de ser sujetos de la historia, y entender que siempre hay una trama compleja de posibilidades que permiten asumir posiciones disidentes.1 En el caso de las y los docentes, la noción de responsabilidad político-pedagógica supone abandonar esa posición de víctimas de los designios de otros (el gobierno, el Estado, el sindicato o los padres) y asumir un lugar ético y políti-co centrado en las posibilidades que se abren, contrario a los discursos deterministas que dicen que “con estos chicos no se puede” y que se resignan a un vínculo frustrante con sus alumnos y con el conocimiento. La docencia y lo político-pedagógico Sin lugar a dudas, lo que funda el sentido del trabajo de enseñar es la relación con la cultura; esto es, la relación propia y la que propiciamos para los otros. Cuando decimos relación propia estamos pensando que, antes que docentes, somos ciudadanos que nos insertamos y vinculamos con una sociedad poniéndonos en diálogo con sus tendencias, sus problemas, sus urgencias, sus dilemas. La palabra “diálogo” quiere alejarse de la idea de obedecer un mandato inapelable de la transmi-sión, y acercar la de una interacción que involucra la crítica, el aporte propio, el compromiso, las múltiples perspectivas, la decisión ética. Pero también aludimos a que a partir de la propia relación habilitamos, abrimos, acompañamos, una relación de los otros –fundamentalmente nuestros alumnos y alumnas- con una cultura y una sociedad en la que viven y que les pertenece. Es impor-tante ofrecer un repertorio rico de la cultura para que esas posibilidades puedan abrirse. El reper-torio rico involucra lo mejor de la cultura que tengamos para ofrecerles, incluidas las disciplinas que son formas de pensamiento, lenguajes y procedimientos que la sociedad humana ha ido ela-borando para dar respuesta a problemas concretos: la comunicación, la naturaleza, la sociedad, el

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desarrollo social, el cuerpo. Sobre la base de ofrecer repertorios de la cultura, asentamos nuestro trabajo con un sentido que se nutre permanentemente de ese enriquecimiento y transformación de la cultura, que genera crecimiento propio y a nuestro alrededor. También habría que decir que el trabajo de la enseñanza supone construcción de formas de auto-ridad: el currículum constituye una autoridad cultural que selecciona qué enseñar, cómo y a quié-nes; el Estado y las instituciones donde desarrollamos nuestro trabajo establecen formas de auto-ridad que pasan por los diseños curriculares y por los programas que apoyan unas u otras peda-gogías; el conocimiento científico y pedagógico se constituye en una autoridad; y de la misma ma-nera, un docente esforzándose por desarrollar puentes que no solo son con su saber específico sino también con la sociedad en la que vivimos y en la que queremos vivir, también construye una autoridad. Esa autoridad es también una responsabilidad política-pedagógica: es la que habilita caminos, y la que permite a los otros elegir con cuál de esas filiaciones o propuestas que les hace-mos quieren y pueden quedarse. Es importante considerar que la escuela construye una relación con la cultura y la política no so-lamente a través de los espacios curriculares que destina para ello, sino por el modo en que la jus-ticia y la ética circulan por los pasillos, los patios; en las palabras que se ponen en juego y tantos otros lugares en los que la escuela les da paso a formas específicas de la política, la autoridad y la justicia. Como sabemos, más allá de las prescripciones existentes, el modo en que las formas de la justicia y la protección de niños y adultos entra en juego en la vida escolar, encierra una serie de cuestiones que no tienen respuesta prefijada, sino que cobran sentido en el devenir de la práctica en un terreno de decisión que no está previa ni completamente cartografiado. Por eso “lo político-pedagógico”: es en el cruce de una relación de autoridad reflexiva y democrática y de una relación con el saber, donde se configura la acción docente. Mediación del docente como responsabilidad Hay otra metáfora que puede pensarse en relación a la docencia, y es la de mediación: una media-ción respecto a la cultura, la sociedad, la política, la alteridad. Enseñar es -a riesgo de ser un poco esquemáticas- establecer una relación; esto es, construir una posición que no está situada en co-ordenadas predefinidas, fijas y definitivas sino una posición que sufre alteraciones y que busca e inventa respuestas. Esa relación se establece con la cultura, el poder, los saberes y las formas de su enseñanza; una relación con los otros y lo que ellos generan en uno, con la política y la socie-dad; con el mundo del trabajo y las múltiples estrategias que desarrollamos para ubicarnos en él. La idea de mediación nos fue sugerida por un texto breve pero poderoso de la filósofa española María Zambrano2 sobre la tarea mediadora del maestro (lo dice así, en masculino). En él se retrata el momento de comenzar a dar clase en un aula. Zambrano dice: El maestro […] ha de subir a la cátedra para mirar desde ella hacia abajo y ver las frentes de sus alumnos todas levantadas hacia él, para recibir sus miradas desde sus rostros que son una interrogación, una pausa que acusa el silencio de sus palabras en espera y en exigencia de (que) suene la palabra del maestro, “ahora, ya que te damos nuestra presencia -y para un joven su presencia vale todo danos tu palabra”. Y aun, “tu palabra con tu presencia, la palabra de tu presencia o tu presencia hecha palabra a ver si co-rresponde a nuestro silencio… y que tu gesto corresponda a nuestra quietud”. 3 El texto, datado en una época en que existía un púlpito desde el cual se daba clase y al que los jóvenes ofrecían su atención con pocas resistencias, dice algo que sin embargo trasciende a su época. Habla de la relación de enseñanza que concita presencia y escucha, silencio y palabra, es-pera y exigencia. Detrás de muchas actitudes transgresoras de los alumnos, es posible encontrar parte de esa espera y esa exigencia de que les demos algo valioso a cambio de su escucha y de su presencia. Ellos y ellas están, insisten, se hacen palpables en las aulas, de a ratos nos dan su escu-cha y nos piden que les enseñemos, les marquemos señas, de los caminos que pueden tener en su futuro. Sigue diciendo Zambrano: […] Y así, el maestro, bien inolvidable le resulta a quien ejerció ese minis-terio, calla por un momento antes de empezar la clase, un momento que puede ser terrible, en que es pasivo, en que es él el que recibe en silencio y en quietud para aflorar con humilde audacia, ofreciendo presencia y palabra, rompiendo el silencio, sintiéndose medido, juzgado, implacable-mente y sin apelación, remitiéndose pues a ese juicio, mas por encima de ese juicio, a algo por en-

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cima de las dos partes que cumplen el sacrificio que tiene lugar desde que las ha habido en un aula, al término inacabable de su mediación.4 Ese momento de silencio y de espera, con todas las miradas puestas sobre el o la docente, puede ser terrible, y exige audacia para romper la quietud, y exige fortaleza para sentirse por encima de ese juicio infantil o adolescente que seguramente supondrá que otros lo harían mejor, más fácil, más entretenido. Pero nos toca a nosotros, los docentes, ofrecer presencia y palabra también, hacer esa mediación y ese puente con los saberes que portamos y los caminos que están abrién-dose o pueden abrirse para nuestros alumnos. A ese encuentro, a esa mediación, vamos equipados con problemas clásicos y con otros nuevos, y con algunas herramientas útiles y otras que habrá que revisar. Se hará necesario recurrir a nuevas preguntas, revisar nuestros “conocimientos por defecto”, como señala Terigi en su artículo; o traer al diálogo a Borges, como propone Pineau, o al Quijote o al Eternauta, para incluir nuevas miradas que permitan hacerles lugar a la novedad de situaciones, la pluralidad de infancias, adolescencias y juventudes, y para acompañar situaciones inéditas. Esto, sin lugar a dudas, es una tarea compleja que requiere formación y reflexión sobre la experiencia, que demanda políticas educativas que fortalezcan las condiciones para ejercer el trabajo, y también la asunción de una posición que re-cupere la responsabilidad y la importancia que tenemos los educadores. Notas: 1 Esto no quiere negar que efectivamente haya víctimas y perpetradores. Para la sociedad argentina, vale la pena revisar uno de los debates más relevantes y ricos que se han dado en el último tiempo en torno a la auto-crítica de la izquierda sobre la violencia revolucionaria de los años 60 y 70, especialmente los textos que se publicaron en la revista La Intemperie y que se compilan en dos volúmenes que se llaman, no casualmente, No matar. Sobre la responsabilidad, editados por la Universidad de Córdoba. 2 María Zambrano (1904-1991) fue una filósofa española que escribió bellísimas páginas sobre la educación, el lenguaje y la verdad. Republicana, conoció el exilio durante la dictadura franquista. 3 María Zambrano, “La mediación del maestro” (1965), en: Filosofía y educación, Manuscritos, editado por Ángel Casado y Juana Sánchez-Gey, Editorial Ágora, Málaga, 2007, pp. 116. 4 Ibíd., p. 117.

PARTICULARIDADES DEL OFICIO DE ENSEÑAR DOSSIER Emilio Tenti Fanfani* Desde el punto de vista sociológico no existe algo así como “un ser docente”. La docencia, al igual que cualquier otro objeto social, no es una sustancia que posee una esencia que es preciso descu-brir y definir de una vez por todas. Su especificidad puede ser definida a partir de la identificación de un conjunto de características, cuya combinatoria define su particularidad en cada sociedad y en cada etapa de su desarrollo. Digamos en primer lugar, la docencia es un servicio personal, es un trabajo con y sobre los otros y, por lo tanto, requiere algo más que el dominio y uso de conocimiento técnico racional especializado. El que enseña tiene que invertir en el trabajo su personalidad, emociones, sentimientos y pasiones, con todo lo que ello tiene de estimulante y riesgoso al mismo tiempo. Por otra parte, los que prestan servi-cios personales en condiciones de copresencia deben dar muestras ciertas de que asumen una especie de compromiso ético con los otros, que les interesa su bienestar y su felicidad. Por otro lado, es preciso tener presente que el trabajo del maestro es cada vez más colectivo, en la medida en que los aprendizajes son el resultado, no de la intervención de un docente individual, sino de un grupo de docentes que, en forma diacrónica o sincrónica, trabajan con y sobre los mis-mos alumnos. Pese a esa especie de “fordismo pedagógico” que todavía tiende a dominar en mu-chas escuelas, es obvio que el tipo de cooperación mecánica y aditiva (lo que hace un maestro se suma a lo que hacen otros) tiene limitaciones insalvables. Por lo tanto, para aumentar la “produc-tividad” del trabajo docente será preciso reconocer que los efectos de la enseñanza sobre los aprendices son estructurales; son el efecto de una relación. Mientras más integrada es la división del trabajo, mejores serán los resultados obtenidos en términos de aprendizajes efectivamente desarrollados. Otra característica distintiva del trabajo docente es que se trata de una actividad especializada a la que le cambian radicalmente los problemas a resolver. En este sentido, el contenido del trabajo docente cambia con el tiempo, como sucede con los objetos de las ciencias sociales (Augé, M.; 2008). Los profesionales de la salud también deben hacer frente a nuevas patologías. Las enfer-medades también tienen historia social y cambian con el tiempo, pero no podría decirse que las

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“nuevas patologías” reemplacen radicalmente a las antiguas en el trabajo cotidiano de la mayoría de los médicos. Estos ocupan la mayor parte de su tiempo en resolver problemas conocidos (por ejemplo, enfermedades infecciosas, gastrointestinales, cardiológicas, etcétera) con diagnósticos y terapias más o menos novedosos. Los que evolucionan son los recursos tecnológicos disponibles para atacar viejas y nuevas enfermedades, pero el ritmo de cambio en los problemas no es tan acelerado y radical como en el caso de la educación1. Esta es quizás una de las razones por las cuales en el campo de la pedagogía es tan difícil acumular conocimientos. Cada vez en mayor medida, el docente tiende a ser una especie de “improvisador obligado”, un artesano que fabrica las herramientas al mismo tiempo que las va necesitando. En el campo de la enseñanza, el equilibrio entre conocimientos prácticos y formalizados se desplaza sin cesar hacia el segundo término de la relación. La docencia como trabajo cada vez más concreto Por tener que atender situaciones cada vez más complejas, el trabajo de los docentes se vuelve cada vez más “concreto”, es decir, contextualizado. Cualquier trabajo es más “concreto” (en el sentido marxista clásico del término) cuando el que lo ejecuta usa no solo sus competencias gené-ricas (determinados procedimientos técnicos) sino sus propias cualidades personales, tales como el interés, la pasión, la paciencia, la voluntad, sus convicciones, la creatividad, la capacidad comu-nicativa y otras cualidades de su personalidad que no están codificadas ni estandarizadas, ni se pueden aprender fácilmente mediante “cursos” o entrenamientos formales. En las condiciones actuales, el oficio tiende a construirse cada vez más a través de la experiencia y no consiste tanto en ejercer un rol o una función preestablecida (incluso reglamentada), sino en construirla usando la imaginación y los recursos disponibles. La personalidad como totalidad se convierte en una competencia para construir su función. En este sentido, puede decirse que el trabajo del docente se convierte en performance (Virno, P.; 2004). Es decir, un trabajo sin produc-to, una representación (como la del artista). El éxito o fracaso de su “función” tiende a verse como producto de una personalidad. No es que hayan desaparecido las normas que enmarcan su trabajo en el contexto de una organización todavía burocrática (o de burocracia degradada), sino que las nuevas condiciones les obligan a definir su oficio como una realización habilidosa, como una expe-riencia, como una construcción individual realizada a partir de elementos sueltos y hasta contra-dictorios: cumplimiento del programa, respeto a un marco formativo, preocupación por la persona del aprendiz, respeto por su identidad, particularidad y autonomía, búsqueda de rendimientos, realización de la justicia, etcétera. Es obvio que existe una tensión no resuelta, o más o menos bien resuelta, por cada agente entre las exigencias del funcionario (que cumple una función, respeta un reglamento, se hace responsable del logro de objetivos sistémicos o de política educativa general, etcétera) y las del sujeto actor (autónomo, creativo, responsable, etcétera). Sentidos diversos de la profesionalización docente La profesionalización parecería ser la respuesta “universal” a todos los nuevos problemas que en-frentan quienes ejercen este viejo oficio. Pero, más allá de los discursos ideológicos e interesados, existe más de una forma de entender la “profesionalización docente”. Muchas de las propuestas de profesionalización se inscriben en políticas más amplias que buscan introducir cambios sustan-tivos en la organización del sistema educativo como totalidad (descentralización, autonomía de las instituciones, financiamiento a la demanda) y en la dinámica y estructura de las propias institucio-nes educativas autónomas (el director como “gerente” o “gestor” del proceso de formación, con capacidad de contratar docentes, “liderar” proyectos institucionales, coordinador del trabajo en equipo). En este sentido, el programa de profesionalización docente no sería más que la transferencia (con las necesarias adaptaciones) de los modelos de organización y gestión del nuevo capitalismo pos-fordista y globalizado al campo de la educación pública. Pero este es solo uno de los sentidos posibles de la profesionalización, ya que en el debate sobre la profesionalización docente se enfrentan dos tipos puros de racionalización laboral. Por una par-te, el modelo “tecnológico” y, por la otra, el modelo “orgánico”. El primero, en línea con los princi-pios tradicionales de la burocracia, privilegia la racionalidad instrumental (medio/fin), la optimiza-ción de los recursos, la eficiencia en el uso de los mismos y la estandarización de objetivos y de

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procedimientos, la medición y evaluación de resultados, etcétera. Mientras que el segundo apunta a la puesta en práctica de lógicas “indefinidas e interactivas”, confiando en una especie de “impro-visación normalizada” (Lang, V.; 2006). Desde este segundo paradigma no se trata solo de imponer una racionalidad de tipo instrumental, sino de realizar una actividad que se fundamenta en consideraciones culturales, ético/morales y políticas. Mientras que en el primer modelo reina el profesional como tecnócrata, en el segundo predomina la idea de un profesional “clínico”. Es decir, capaz de diagnosticar, de definir estrategias en función de diversos esquemas y lógicas (no solo instrumentales) y de producir resultados mensurables y no mensurables, inmediatos y mediatos, etcétera. El primer modelo privilegia un control técnico de la actividad (mediante la estandarización de pro-cedimientos y objetivos, evaluación en función de resultados inmediatos, mensurables y preesta-blecidos.); el segundo confía en un autocontrol basado en la autonomía y la responsabilidad del colectivo docente. Todo parece indicar que la mayoría de las políticas de profesionalización docente, que se ensaya-ron con mayor o menor éxito durante el tiempo de las denominadas “reformas educativas de los años 90”, se inspiraron más en la racionalidad técnico-instrumental que en la racionalidad orgáni-ca. La mayoría de ellas tendieron a proponer mayores dosis de “autonomía” y la “accountability” de los docentes (a la vez que apelaban a su creatividad, su compromiso, liderazgo, trabajo en equipo, por proyecto, etcétera), al mismo tiempo que desplegaban un conjunto de dispositivos de medición de calidad de los resultados del aprendizaje (evaluación de rendimiento mediante prue-bas estandarizadas), definición de mínimos curriculares y estándares de aprendizaje, evaluaciones de la calidad profesional de los docentes (mediante la identificación de “competencias” pedagógi-cas), pago por rendimiento, etcétera, que constituían dispositivos que, en los hechos, significaban un reforzamiento de los controles externos sobre el trabajo de los docentes. Esta contradicción explica la oposición generalizada de los sindicatos docentes a esas iniciativas de profesionalización generadas por expertos y técnicos, que jugaron un rol relevante en los progra-mas de reforma educativa. Perspectivas La profesión, que en ciertas ocasiones tiende a reducirse al mejoramiento de formación docente incorporando dosis crecientes de conocimiento científico-técnico en el trabajo docente, no se re-duce a esta cuestión. Hoy, el aspecto determinante de la lucha por la profesionalización no pasa por la cuestión de una más prolongada y mejor formación de los docentes (la formación en el nivel superior, de licencia-tura, incluso maestría y doctorado), sino por la cuestión del control sobre el desarrollo del oficio. Este es el lado más conflictivo de la cuestión de la profesionalización y es aquí donde se enfrentan distintas posiciones, intereses y actores colectivos. En la mayoría de los países de América Latina, al igual que en muchos países desarrollados, en la lucha por el contenido de la profesionalización participan tanto los responsables de la gestión de los sistemas educativos (los políticos y los altos funcionarios, asesores y expertos); el personal jerárquico y territorial (los supervisores y directores de establecimientos); el cuerpo de los espe-cialistas, investigadores y formadores de docentes, y los propios sindicatos que expresan al colec-tivo de los “trabajadores de la educación”. En todos los casos, la disputa es por el control de la formación y la definición de los requisitos de acceso y carrera docente, las condiciones de trabajo y las recompensas materiales y simbólicas asociadas. La diferencia de posiciones (político, funcionario, experto, dirigente gremial) determina diferentes intereses, visiones y estrategias de profesionalización. En muchas reformas educativas de los años 90, la iniciativa en materia de profesionalización docente corrió por cuenta de los responsables políticos y administrativos de los ministerios de Educación. En el caso de México y de Chile, las políticas e innovaciones de profesionalización efectivamente desarrolladas se realizaron mediante la negociación y los acuerdos con las organizaciones sindicales docentes. En el caso de la Argentina, las propuestas de profesionalización corrieron por cuenta de la conduc-ción político/técnica del Ministerio de Educación. Estas suscitaron la fuerte oposición de los sindi-

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catos docentes, quienes llegaron incluso a rechazar la idea misma de profesionalización, en la me-dida que la identificaban con la propuesta oficialista que ellos interpretaban como un intento de limitar el poder de la corporación sobre la definición de las condiciones de trabajo del docente. Estas diferencias nacionales en la estructura del campo de la política educativa explican por qué el sindicalismo docente mexicano terminó haciendo suyas las consignas de la profesionalización do-cente, mientras que los sindicatos argentinos, ante la oferta de profesionalización que venía del Estado, prefirieron insistir en su identidad de “trabajadores de la educación”, que habían construi-do en la década de los 70. El informe producido por el profesor François Dubet y otros especialistas en Francia (Dubet, F.; Ber-gounioux, A.; Duru-Bellat, M; Gauthier, R.-F.; 1999) propone un compromiso entre lo que él denomina “el modelo del management” (diversificación de la oferta educativa, atención a la demanda, evalua-ción, autonomía, eficiencia en el uso de los recursos, preocupación por la evaluación de resultados, etcétera) y el modelo republicano (educación para todos, conocimiento como derecho, papel integra-dor de la escuela, formación de la ciudadanía, la cultura común, etcétera). En ambos casos, el rol de docente es distinto. En el primero, el docente es definido como un experto (pedagogo, didacta en sentido estricto); en el segundo, un movilizador o promotor social (compromiso político, etcétera). Los partidarios del primer modelo insisten en fortalecer el componente científico-técnico del ofi-cio. Los del segundo, insisten en su compromiso social y político con las causas de los derechos humanos universales, la justicia, la libertad, la integración social, una sociedad de iguales). Unos insisten en la función pedagógica; los otros, en la función social. Los oficios públicos propios del Estado Benefactor se desarrollan en medio de esta tensión entre “el habitus de transmisión que funda una identidad profesional basada en la formación, el ideal y las doctrinas del oficio, y un Ethos social (...) mucho más abierto que su definición institucional, pero también mucho más di-versificado socialmente en términos de opiniones sociales” (Verpraet, G.; 2001, pág. 191). Los do-centes viven una tensión de identidad (...) entre las dos polaridades de la “expertise” y la de la me-diación. La identidad técnica se argumenta y se concreta en términos de saber, de la formación, de la experiencia. Esta identidad de la productividad también designa la identidad del aprendizaje, del hombre cognitivo. La identidad social en cambio se ubica en la relación, el servicio, la mediación pero también el ethos social. La tensión se traduce entre un habitus fuertemente sistematizado (formación, concursos, disciplinas, saberes), resultado de una trayectoria biográfica burocrática (disciplina, estatuto, carrera, selección de alumnos, etcétera), y un ethos social más abierto hacia diversos horizontes sociales (el militantismo, corporativismo social, etcétera). Por lo tanto, los do-centes deben desarrollar capacidades de acción que se sitúan en diversos registros, tanto para responder a los controles y determinaciones estructurales que provienen de la administración, como de las situaciones concretas que deben resolver en la vida cotidiana y que no están previstos en los reglamentos, leyes y ordenamientos jurídicos que estructuran su práctica. Es probable que una nueva identidad del trabajo docente pase por una combinación renovadora de componentes de la profesión, la vocación y la politización. Las tres dimensiones de este oficio deben encontrar una nueva articulación a la altura de las posibilidades y desafíos del momento actual. La racionalidad técnico instrumental del oficio debe ser fortalecida para potenciar las capa-cidades del docente en la solución de los problemas complejos e inéditos de la enseñanza y el aprendizaje. Pero es preciso acompañar esta dimensión racional técnica del oficio con elementos de tipo afec-tivo, asociados a la vieja idea de la vocación. Como se dijo antes, la docencia requiere un plus de compromiso ético/moral, de respeto, de cuidado y de interés por el otro; es decir, por el aprendiz concebido como sujeto de derechos. Por último, la docencia no es una actividad neutra, no es un trabajo individual sino doblemente colectivo. Es colectivo en la medida en que el maestro no trabaja solo, sino que la enseñanza aprendizaje es el resultado de un trabajo en equipo (el docente como intelectual colectivo). Y es colectivo en cuanto trasciende la mera “formación de recursos humanos”. En este sentido, es una actividad profundamente política.

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Es decir, comprometida con la formación de la ciudadanía activa y la construcción de una sociedad más justa, más libre y por lo tanto más “humana”. Las evidencias indican que estos tres compo-nentes están presentes, en mayor o menor medida en la consciencia colectiva de la mayoría de los docentes latinoamericanos (Tenti Fanfani, E.; 2005). Para institucionalizar una nueva síntesis se requieren políticas de negociación y acuerdo entre los actores colectivos interesados (gobierno, expertos, corporaciones docentes, etcétera), que permitan conciliar los legítimos intereses corpo-rativos del colectivo docente con los intereses generales de la sociedad. 1 En efecto, no solo cambian los contenidos a enseñar, sino y sobre todo, las condiciones en que se desarrolla la enseñanza y los propios sujetos del aprendizaje. Bibliografía citada Augé, Marc, Où est passé l’avenir? Panama, París, 2008. Dubet F., Bergounioux A., Duru-Bellat M., Gauthier R.-F. Le Collège de l’an 2000. La Documentation Française, París, 1999. Lang,Vincent. “La construcción social de las identidades profesionales de los docentes en Francia. Enfoques históricos y sociológicos”. En: Tenti Fanfani, E. (comp.); El oficio de docente. Vocación, trabajo y profesión en el siglo XXI. Siglo XXI, Buenos Aires, 2006. Tenti Fanfani, E. La condición docente. Análisis comparado de la Argentina, Brasil, Perú y Uruguay. Editorial Siglo XXI, Buenos Aires, 2005. Verpraet, Gilles. Les enseignants et la précarieté social. Le regard de la Seine-Saint-Denis. PUF, París, 2001. Virno, P. Gramática de la multitud. Para un análisis de las formas de vida contemporánea. Granica, Buenos Aires, 2003.

LECTURA COMPLEMENTARIA

REVISANDO EL CONCEPTO DE DOCENTE REFLEXIVO Jeremy Brophy señala que “en la mayoría de los estudios sobre las decisiones interactivas de los maestros, éstas son descritas más como reactivas que reflexivas, más intuitivas que racionales y más rutinarias que conscientes” (citado en Edwin, 1987:1) Desde una revisión histórica que nos sitúa en el origen del término, encontramos los aportes de John Dewey (1903) quien había escrito sobre la necesidad del pensamiento reflexivo ocupándose de este tema en dos libros: How we think (Cómo pensamos) (1910, 1933, y Logia: The theory of inquirí (Lógica: teoría de la indagación (1938), donde el autor nos plantea la necesidad de reflexio-nar de una manera crítica y analítica, sobre nuestra práctica. Para Dewey la verdadera práctica reflexiva se da cuando el/la docente reflexiona sobre situaciones problemáticas reales como lo denominaba; “reflexión lógica y analítica, aplicada a situaciones problemáticas reales”. En el texto: “Raíces históricas de la enseñanza reflexiva”, Zeichner y Liston hace referencia a los aportes de Dewey, señalando las tres actitudes básicas en una docencia reflexiva: � Mente abierta: referida a la disposición de escuchar puntos de vistas y cuestionar los propios; � Responsabilidad: considerar con mucha atención las consecuencias de cada acción, personales,

académicas, sociales y políticas; � Honestidad: mente abierta y responsabilidad son componentes centrales de la vida profesional

del/ la maestro/ a reflexivo/ a. La honestidad es la que permite examinar sus propias creencias. (3-41996, Zeichner y Liston)

Los aportes de Donald Schön (1983,1987) nos hablan de la necesidad de una práctica reflexiva, con la finalidad de fortalecer la práctica docente. En el año 1992 Schön identifica niveles y dimensio-nes del proceso reflexivo: nos manifiesta la existencia de una reflexión en la acción y una reflexión sobre la acción, la primera se da sobre la marcha, es un diálogo que se da en solitario en la acción misma; la segunda se da un diálogo con otros sobre la acción realizada, implica describir o nombrar lo ocurrido. Por su parte Killion y Todnem (1991) plantean tres tipos de reflexión, to-mando como base los trabajos iniciales de Schön: “reflexión sobre la práctica, la reflexión en la práctica y la reflexión para la práctica”. Para estos autores la reflexión para la práctica es el resul-tado deseado de los dos tipos de reflexión previos que permiten, por su naturaleza, anticiparse a los problemas. Para entender, Habermas (1968), en su obra Conocimiento e interés (versión española 1982), realiza una clasificación de los ‘intereses rectores del conocimiento’ en tres grupos: ‘conocimiento técnico’, ‘conocimiento práctico’ y ‘conocimiento emancipatorio’.

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El interés técnico se manifiesta cuando las personas muestran una orientación básica hacia el con-trol del medio social y natural en el que viven. Y en el terreno de la educación supone un intento de controlar las condiciones de la enseñanza mediante la regularización de la práctica docente. Y puesto que la investigación generada desde esta orientación se basa en relaciones hipotético-deductivas, su objetivo es descubrir e identificar las regularidades del medio educativo con la in-tención de formular reglas de intervención adecuadas. Desde esta orientación, el modelo de currí-culum que se genera persigue controlar las condiciones de aprendizaje y se interesa por la pres-cripción de la práctica docente preocupándose, fundamentalmente, por la eficacia, considerada como relación entre los resultados y los objetivos previstos. Es el modelo de currículum por objeti-vos o currículum como producto. Los aportes de Van Manen (1977), toma los aportes de Dewey y Habermas quienes nos hablan de un modelo jerárquico señalando tres niveles de reflexión asociados al crecimiento del/la maestro/ a: � Un primer nivel vinculado a la aplicación eficaz de las habilidades y conocimientos técnicos apli-

cados en el aula, enfocada a la selección y uso adecuado de estrategias didácticas en el aula. Este primer nivel está vinculado al interés técnico, que supone un intento de controlar las condicio-nes de la enseñanza mediante la regularización de la práctica docente. Y puesto que la investiga-ción generada desde esta orientación se basa en relaciones hipotético-deductivas, su objetivo es descubrir e identificar las regularidades del medio educativo con la intención de formular re-glas de intervención adecuadas.

� Un segundo nivel, según el autor, es “reflexionar sobre aquellos presupuestos implícitos en las prácticas específicas de aula, así como determinadas consecuencias, aplicando criterios para la toma de decisiones”. Este segundo nivel está vinculado al interés práctico que se orienta hacia el deber ser y deber hacer, es decir, se ubica en una dimensión moral. El saber necesario para este tipo de interacción no lo proporcionan las ciencias naturales, sino las histórico-hermenéuticas. Desde esta perspectiva el currículum se entiende como proceso en el que los/ as estudiantes y los/ as profesores/ as interactúan para comprender y dar sentido al medio social y natural, por los tanto, todos los/ as agentes han de participar en su diseño, desarrollo y evaluación. Y el aprendizaje, como un proceso de construcción de significados.

� Un tercer nivel denominado “reflexión crítica, referida a un cuestionamiento de base asociado a los criterios morales, éticos y normativos relacionados con el aula”. Este nivel está asociado al in-terés emancipador que se propone lograr que las personas, individual y colectivamente, sean responsables y gestoras de su propio destino, que posean el control autónomo de sus actos y además sean conscientes de ello. Desde esta perspectiva crítica se entiende el currículum como praxis, es decir, como algo que se construye en la práctica mediante la reflexión, de este modo: planificación, acción, reflexión e investigación están íntimamente relacionadas e integradas en el proceso. (Habermas)

En investigaciones realizadas sobre pensamiento reflexivo, Geogea Sparks-Langer y Amy Colton postulan la existencia de tres elementos: � El elemento cognitivo: asociado a los conocimientos que deben poseer los/ as buenos/ as docen-

tes para tomar decisiones � El elemento crítico: concierne a “los aspectos morales y éticos de la compasión y la justicia so-

cial”(Sparks-Langer y Colton 1991: 39) � El elemento narrativo: asociado a las narraciones del/ la docente; lo central del elemento narrativo

del pensamiento reflexivo consiste en que tales relatos, permiten contextualizar la experiencia en el aula, tanto para los/ as docentes como para otras personas, lo que favorece una comprensión más rica de lo que ocurre y de la construcción de la realidad por parte del/ la maestro/ a

Los aportes de Smiyth (en Escudero, 1997) quien plantea un modelo para la reconstrucción de la práctica docente, a través de un ciclo reflexivo que implica:

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� Describir: responder a la pregunta ¿qué es lo que hago? � Explicar: ¿qué principios inspiran mi enseñanza? � Confrontar: ¿cuáles son las causas? � Reconstruir: ¿cómo podría cambiar? Estos ciclos de reflexión llevan al/a docente a analizar su ser y su quehacer educativo revelando nuevas imágenes de la práctica. El ser un/ a docente reflexivo/ a implica una actitud de cuestio-namiento, de continuo crecimiento, es decir, convertirse en investigador/ a de su propia práctica. BIBLIOGRAFÍA � Aravena, M. y Zúñiga C. (2002) Sistematización y Evaluación de Experiencias en Educación. Universidad Arcis. Magíster en Educación. Santiago:

Lom ediciones � Carr, W. y Kemmis, S. (1988). Teoría crítica de la enseñanza. Barcelona: Martínez Roca. � De Tezanos, A. (1998). Una etnografía de la etnografía; aproximaciones metodológicas para la enseñanza del enfoque cualitativo-

interpretativo en la investigación social. Santafé de Bogotá: Antropos. � Elliot , J. (1994). La investigación-acción en educación. Madrid: Morata. � Giroux, H. A. (1997). Los profesores como intelectuales: hacia una pedagogía crítica del aprendizaje. Barcelona: Paidós. � Freire, P. (2003) El grito Manso. Buenos Aires: editores Argentinas S. A � Grundy, S (1994). Producto o praxis del currículo. Madrid: Morata. � Inostroza, G y Equipo Docente de la Universidad Católica de Temuco. (1996) Alternativas en Formación Docente para el cambio de la práctica

de aula. Temuco. UNESCO. Edit. DOLMEN � Kemmis, S. y McTaggart, R. (1988). Cómo planificar la investigación acción. Alertes: Barcelona. � McKernan, J. (1999). Investigación-acción y curriculum. Madrid: Morata. � Muñoz, J. F., Quintero, J., Munévar, R. A. (2001). Cómo desarrollar competencias investigativas en educación. Bogotá: Cooperativa Editorial

Magisterio. � Olson, M. W. (1991). La investigación-acción entra al aula. Argentina: AIQUE. � Pérez, G. (1994). La investigación cualitativa. Retos e interrogantes. Madrid. Editorial la Muralla.S.A � Prieto, M. (2001)La Investigación en el Aula: ¿Una tarea Posible?, PUCV – MINEDUC Proyecto FFID. Ediciones Universitarias de Valparaíso. � Quintero, J. y Muñoz, J. F. (1999). Experimentación de un modelo formativo reflexivo en investigación educativa (Avance de tesis doctoral).

Trabajo presentada en el Congreso de Investigación Educativa de la Universidad Nacional del Comahue, Cipolletti Río Negro, Argentina. � Schön, D. A. (1994). La formación de profesionales reflexivos. Hacia un nuevo diseño de la enseñanza y el aprendizaje en las profesiones.

Barcelona: Paidós. � Stenhouse, L. (1998). La investigación y el desarrollo del currículum (4ª. Ed.). Madrid: Morata. � Taylor, S. J. y Bogdan, R. (1996) Introducción a los métodos cualitativos de investigación. Barcelona: Paidós. � Wittrock, M. C. (Coord.). (1997). La investigación de la enseñanza: Vol I. Enfoques, teorías y métodos. Barcelona: Piados.

EL CONTENIDO DEL PRESENTE APUNTE DEBERÁ SER EXPUESTO EN FORMA GRUPAL (NO MÁS DE TRES ALUMNOS) EN EL EXAMEN FINAL DE LA MATERIA. SE RECOMIENDA UN PROFUNDO ANÁLISIS DEL MISMO, DESTACANDO LOS PRINCIPALES CONCEPTOS VERTIDOS PARA SER DESPLEGADOS ANTE LA MESA EXAMINADORA. SE SUGIERE RECURRIR A AYUDAS TALES COMO MAPAS CONCEPTUALES, CUADROS SINÓPTICOS, GRÁFICOS, ETC. QUE FACILITEN SU PONENCIA. SE RECUERDA QUE SI BIEN LA EXPOSICIÓN PERMITE QUE CADA ALUMNO EXPRESE UNA SERIE DE TEMAS YA CONSENSUADOS PREVIAMENTE, LA TOTALIDAD DEL MATERIAL DEBE SER AMPLIAMENTE CONOCIDO POR TODO EL GRUPO, DADO QUE LA MESA DE EXAMEN SE RESERVA ALTERAR EL ORDEN, TANTO DE LA EXPOSICIÓN COMO DE LOS CONTENIDOS.


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