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ARIOC. LA ALIANZA DE...

Date post: 02-Feb-2020
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José Antonio Flores Yepes. ARIOC: La alianza de Lucifer / 1

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ARIOC: LA ALIANZA DE LUCIFER Por: José Antonio Flores Yepes www.jfloresyepes.com Diciembre 2014 EDITA: TALLER DE PRENSA COMUNICACIÓN.

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CAPÍTULO UNO. Venganza

Cuando volvió en sí, comprendió que no podía despegar los labios ya que

estaban cosidos. El dolor no solo venía del abdomen, lo sentía en casi todas las

partes del cuerpo. Abrió los ojos. La intensa luz impedía ver. Los cerró de nuevo. El

sufrimiento aumentaba por momentos y pensó que perdería el conocimiento, que

desconectaría para evitar la tortura, pero no sucedía nada y seguía presa de una

angustia que jamás antes había experimentado. Quería gritar, aunque no podía.

Escuchó una voz y movió torpemente la cabeza. Los abrió de nuevo. Todo se

volvía borroso en la distancia, la luz le cegaba como una tortura añadida. Bajó la

vista, estaba sentado en el suelo, apoyado a una pared. Sentía frío, mucho. Al verse

a sí mismo observó la sangre. Todo parecía pintado de rojo, incluidas las ropas, el

suelo... Las tripas se descolgaban visibles, quedando extendidas por las losas de

mármol. La vista se nubló de nuevo, pero antes pudo ver el corte en el abdomen. No

sintió la extremidad; lo supo porque trató de sujetárselo, pero solo encontró en su

lugar mucho dolor. Y es que faltaba el brazo izquierdo. Amputado. Intentó recordar

cómo había llegado allí, qué había sucedido. ¿Un accidente? Su mente había

quedado en blanco...

* «Nacerá algo, no será persona, algo que no debería nacer. Será morador de

los reinos del cielo y del infierno, y visitará la tierra, haciendo que la gente valore lo

efímera que es la vida», Grigori Lefimovich Rasputin.

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CAPÍTULO DOS. La bruja

Era una calle estrecha, sin aceras. Algunos edificios habían perdido la

verticalidad y se asemejaban a los ancianos encorvados que apenas podían

mantenerse en pie, apiñados unos con otros. Le habían indicado la dirección

apuntada en un papel «¡No lo tires!, luego me lo devuelves», le había dicho

Sheridan.

El trazo irregular estaba escrito con lápiz y se observaba borroso. Miraba de

nuevo la nota para cerciorarse de que no se había equivocado. La calle, los edificios,

se situaban en un barrio marginal, a las afueras de la ciudad. La casa consignada en

el papel, se distinguía por el tono de su fachada: marrón oscuro, casi negro; y por los

desconchados de mortero desprendidos, que dejaban ver unos ladrillos rojos

descoloridos y degradados por la erosión. Y estaba el tiempo, siendo la tónica

característica de las fachadas de aquel olvidado barrio.

Estaba seguro del lugar, pero aun así, fue contando los números. El once, el

portal que buscaba. La puerta de madera, había sido lacada de marrón claro, dando

la impresión de parecer nueva, desentonando del reto de la fachada. Estaba

entreabierta y él la empujó lentamente.

—Me llamo Henry, ¿puedo pasar?

No hubo respuesta. El pasillo era oscuro y estrecho. Parecía un calco de la

calle. Miró en busca de un interruptor, pero terminó pasando la mano por la pared

intentando encontrarlo. Pronto desistió y siguió avanzando con la convicción de un

ligero resplandor de luz al fondo que le marcaba el camino.

Llegó a otra puerta. La luz se filtraba a través de la rendija entre la hoja y el

marco. Llamó con los nudillos. Esperó unos segundos antes de volver a llamar.

Nada. Buscó la manija y abrió con decisión.

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Encontró un nuevo pasillo añadiendo confusión a Henry. Este era más ancho,

y se iluminaba con varias velas distribuidas sobre unas lejas de obra, enlucidas de

yeso blanco. También sobre la base, habían esparcido hojas secas y pétalos de

flores de distintos colores.

Henry respiró el aire enrarecido por el humo de la cera consumida, y siguió

andando.

—¡Me llamo Henry! ¿Hay alguien? —volvió a declamar su presencia sin

obtener respuesta alguna.

Siguió hasta la otra puerta que cerraba el pasillo. Al llegar, se detuvo unos

segundos, pero esta vez no llamó. Entró con decisión, arrastrado por un impulso

irracional. Encontró un salón de no más de veinte metros cuadrados. Esa era toda la

casa, y se preguntó Henry cómo se podía vivir así. La cocina de leña, como si el

tiempo o la modernidad no hubieran entrado allí, estaba encendida, y en la hoya de

fundición hervía un caldo que llenaba la sala de un olor agradable. La tapa de barro

saltaba borboteando, haciendo que fuese el único sonido audible. La anciana estaba

tras una mesa y se mecía en una mecedora de madera.

—Te esperaba desde hace tiempo —dijo la anciana rompiendo el sonido de la

ebullición —puedes sentarte—, apuntó con una voz que no acompañaba a su edad

que a los oídos de Henry llegó dulce, joven, extraña.

Sin decir nada, movido por la incomodidad de haber entrado sin llamar, fue

obediente hasta la silla y se sentó justo enfrente. Había velas encendidas sobre la

mesa, y otras tantas en las paredes, sobre soportes metálicos. Ahora podía verla

mucho mejor. Era una mujer mayor, pero le resultó imposible estimar su edad. Las

arrugas recorrían su rostro como un mapa de sombras que se movían por el efecto

de la luz de las velas. El pelo recogido era blanco y parecía muy largo. Se echó

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hacia delante y puso las manos sobre la mesa, dejando ver unos largos y nudosos

dedos, que parecían sarmientos retorcidos de viñedos. Varios anillos, tres de ellos

con piedras de esmeralda verde intenso, un verde vivo, inusual.

—Sheridan me ha dado algo para usted.

Henry sacó del bolsillo del abrigo una bolsa de terciopelo negro; la dejó sobre

la mesa. Parecía contener algún tipo de gránulo, o semilla. En realidad, no había

mirado el contenido.

—¿Qué quieres de mí, Henry? —dijo la anciana imponente.

—Antes dijo que me esperaba. ¿Cómo puede ser eso? De ser así, ya sabe a

qué he venido.

—Sé a qué has venido, pero debes decirlo tú, las peticiones son peticiones.

—No me andaré por las ramas en tal caso. Necesito llegar al infierno. Quiero

llegar hasta Lucifer.

—¿Por qué no esperas a que él venga por ti? Lo hará pronto, lo sé —Henry

guardó silencio, pero la mirada no era la de esperar a que algo así pudiera suceder.

La mujer abrió la bolsa negra de terciopelo. Dejó caer sobre la mesa parte del

contenido. Eran semillas de color marrón oscuro.

—Sobre la lumbre, justo al lado de la hoya, hay un recipiente con agua

caliente. Coge dos tazas de esa leja, tráelas aquí y llénalas de agua. ¡No te quemes!

Henry obedeció. Las dejó sobre la mesa y vertió el agua. Ella echó unas

semillas dentro de cada taza.

—Bebe —le dijo autoritaria al tiempo que ofrecía la taza a Henry.

—¿Qué son esas cosas?

—Algo que abrirá tu mente.

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Nada más beber el contenido, la habitación cambió ante los ojos de Henry.

Las paredes lisas, pintadas de un blanco oscurecidas por el humo de la chimenea,

se tornaron de un color azul purpura, con tonos violáceos que se volvieron rojos

intensos.

—Tú eres distinto, pero no lo sabes —dijo la anciana con una voz que sonaba

omnisciente.

Los ojos de la mujer, que parecían grises, ahora eran negros, aunque

cambiante.

—¿Perdiste a tu mujer y tu hija? Puedo sentir tu dolor. El odio te consume.

Pero yo quiero algo a cambio de la ayuda que me pides.

La mujer dejó caer sobre la mesa una fotografía. Henry la cogió. Se trataba

de un hombre de unos sesenta años. Había una dirección apuntada al dorso, que

había sito tachada, pero se entendía perfectamente.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó Henry, confuso; y, al mismo tiempo,

sintiéndose adormecido.

—Dame la mano —dijo la mujer extendiendo la suya.

Henry no lo pensó, asintió con la cabeza y la colocó sobre la suya. Observó al

poner la mano que ella llevaba un dedal en el índice, que antes no estaba, de oro

con una aguja visible en la punta. Ella le sujetó suavemente la mano y le clavó, sin

que él lo impidiera, el objeto punzante. Extrajo la punta y chupó la sangre que había

quedado adherida al metal. Después bebió el líquido de su taza y permaneció en

silencio, en trance, con los ojos en blanco y las manos extendidas sobre la mesa.

Luego los cerró y la vela se apagó como si un soplo de aire hubiese barrido la

habitación.

—A cambio de lo que te diré, vendrás cada año, así durante cinco.

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—¿Solo me pides eso?

—No. Hay algo más que debes hacer por mí. Tendrás que encontrar y matar

al de la foto.

—¿No crees que es demasiado?

—¿Te supone un problema matar? —dijo ella dejándose caer sobre la

mecedora.

—No.

—Hay una organización. Llevan tiempo con el objetivo que deseas. Ya tienen

los elementos necesarios para cruzar, pero solo encuentran el fracaso. Una cosa

debes saber si quieres completar tu misión: para entrar tienes que morir.

—Hablas en clave. No me gustan los acertijos.

—El de la foto es el contacto que necesitas para llegar a ellos. Él me quitó un

objeto por la fuerza, es una cadena, una cadena fina, muy especial. Si la encuentras

observarás que es de un metal muy brillante, está bendecida, de hecho, será un

préstamo porque la necesitarás para tu misión, con ella podrás defenderte de cosas

que ni siquiera tú comprendes..., dile antes de matarle, que Serena te envía. Si

decides quedártela, tendrás que volver dos veces más.

—No soy de abalorios, no me gustan las joyas —dijo convencido.

Ella rió sonoramente.

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CAPÍTULO TRES. La cadena.

Henry miró de nuevo la foto que le había dado Serena. Luego, la placa de

color azul que aparecía clavada justo en la esquina de la calle. No coincidía con la

dirección que aparecía en el dorso. Comenzó a andar hacia el edificio de pisos. El

portal número catorce se distinguía por el lujo que recorría tanto la entrada, como la

fachada de granito y piedra caliza, aunque a la luz de las farolas no se apreciaba

realmente del resto de edificios. Sonó el teléfono.

—Sí, lo he encontrado, gracias por la información —dijo Henry.

Entró forzando hábilmente la cerradura de la puerta de acero inoxidable y

cristal. En el hall se detuvo en los buzones. El nombre que buscaba aparecía

ubicado en la cuarta planta, en el piso C. Subió por la escalera sin encender la luz.

Hacía poco que había oscurecido y esperaba encontrarle allí. Llamó al timbre de la

puerta y esperó.

Morris Nomen miraba por la mirilla y, tras recrearse en la duda de si sería un

vendedor que se habría colado, se decidió a preguntar.

—Me manda, su sobrina —dijo Henry.

Utilizaba la información que le había dado Sheridan, su contacto, y que era

tan fidedigna como siempre. Morris abrió confiado y Henry entró.

—¿Dice que le manda mi sobrina?

Henry sin responderle, cerró la puerta al mismo tiempo que sacaba la pistola

de la parte trasera del pantalón.

—¿Qué significa esto? —preguntó Morris con cara de circunstancia.

En la foto parecía más mayor, pero no había cumplido los cincuenta. De pelo

corto canoso y unas arrugas visibles, le hacían parecer más mayor. Ojos marrones

pequeños. Le había sorprendido vestido con un pijama largo, azul a cuadros.

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Retrocedió alejándose de Henry pero no parecía tener miedo. El piso parecía

un museo. Estanterías repletas se estatuas, figuras, libros y papeles por todos lados.

—Ahora Morris hablaremos de tus aficiones —dijo Henry con frialdad.

—Creo que te has equivocado de persona —replicó Morris plantando cara y

sacando ímpetu.

Henry metió la mano en el bolsillo y sacó un silenciador que enroscó

lentamente y en silencio. Morris no reaccionó. Altivo y orgulloso esperó con la

cabeza alta pensando que Henry le mataría; pero no era la intención, no hasta

cumplir su objetivo. Tras sonreírle sarcásticamente, le disparó en la pierna.

Morris cayó al suelo.

—¡Maldito cabrón! —dijo Morris con lágrimas en los ojos que surgían en vez

del grito supuesto.

Henry se acercó. Señaló silencio colocando el dedo en la boca. Luego, sacó

del bolsillo una jeringa con un líquido blanco.

—Esto te calmará el dolor —le dijo a Morris al tiempo que le inyectaba la

morfina, y le apartaba el brazo que trataba de impedírselo. —Háblame de la

organización en la que estás… te colocaré un torniquete tranquilo, no quiero que

mueras, aun… por cierto, me manda Serena, ¿te acuerdas de ella?, dice que le

quitaste algo.

—Esa bruja… ¡hija de puta!

—Tienes un montón de libros. Te gusta leer. Eso es bueno, eres inteligente,

nos entenderemos enseguida. ¿Y la cadena?

La cabeza de Morris se ladeó ligeramente. La morfina causaba efecto. Señaló

con la mano un mueble de la entrada. Comprendió Henry que la cadena estaría en

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alguno de los cajones. Efectivamente la encontró en el interior de un estuche de

madera.

—Es bonita. Ahora seguiremos con las preguntas. Necesito esa información.

La organización. ¡Dime!

—No te diré absolutamente nada —dijo Morris mostrándole el índice de la

mano a modo de insulto.

En un movimiento inesperado para Morris, Henry le cogió el dedo y se lo

rompió. Ni siquiera la morfina pudo impedir que esta vez saliese un grito de su boca.

Henry sacó raudo, del bolsillo de la chaqueta, la cinta americana y le tapó la

boca. Intentó quitársela pero solo encontró un nuevo disparo en el brazo.

Morris perdió el conocimiento.

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CAPÍTULO CUATRO. El elegido.

El frío había helado la calle, pero la prostituta seguía aguantando en la

esquina esperando que alguien contratase sus servicios. De vez en cuando, sacaba

del bolso negro que mantenía sujeto bajo el brazo, una botella de whisky que bebía

ávidamente para poder seguir aguantando sin desfallecer. Por fin se acercó un

coche.

Era un vehículo viejo, abollado y con la pintura desgastada. El Mercedes tenía

más de veinte años y, para algunos, se trataba de un modelo de coleccionista; pero

eso no era lo importante para el negocio de la chica. Al ver el vehículo, pensó

equivocada que se trataba de otro viejo roñoso, asimilando el aspecto del coche a su

dueño; pero al bajar la ventanilla, comprobó que no era así. Se trataba de un hombre

joven, de unos treinta. Ella negociaría cualquier precio con tal de salir de allí, de

montar en ese u otro coche que la mantuviera caliente al menos una hora; y por esa

noche, si había suerte, tal vez cerraría el negocio, e incluso pasaría la noche en un

hotel.

Alguien observaba desde la calle de enfrente. Llevaba varios días siguiendo

al individuo, al Mercedes recién adquirido por un caprichoso de las remodelaciones.

La furgoneta Ford de color azul oscuro, estaba aparcada a escasos metros.

Subió en ella y se marchó siguiendo el coche.

*

La sala estaba repleta de aparatos de gimnasia. Completamente desnudo, a

pesar del intenso frío que hacía visible el vapor de agua que salía en cada bocanada

de aire, se exhibía siguiendo un intenso entrenamiento. Se había colgado por los

pies en la barra y se marcaban los abdominales, así como el resto de músculos del

cuerpo en el esfuerzo de subir y bajar. Se trataba de una persona fuerte, muy fuerte.

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Solo había que verle desnudo. Músculos de brazos, espalda y piernas, se marcaban

en proporciones de culturista; incluso su cara parecía esculpida en una piedra, y la

prominente barbilla con unos dientes perfectos, le confería un aspecto rudo, salvaje.

Llevaba el pelo tintado de castaño, pero lo tenía rubio y muy corto. Sus ojos de azul

claro se volvían grisáceos si la luz no incidía de forma directa.

Terminó la tabla de ejercicios danzando sobre un tatami, pero no era un baile,

solo una sesión de artes marciales que parecían imitar las posiciones de un baile

exótico, pero que en un extremo sería letal.

Henry vivía ocupando toda una planta del edificio. El lugar había sido

insonorizado del resto, y se sentía aislado del mundo pero dentro del mundo.

Apenas había muebles, ni decoración, solo aquello imprescindible. Un armario que

recogía diez trajes iguales, así como otros tantos abrigos largos de piel negra. Diez

camisas y cuatro pares de zapatos; todos en perfecta replica.

Se vistió y cogió una pistola Walther P22, un cuchillo de caza de unos veinte

centímetros de hoja y una cadena fina que se rodeó en la mano derecha, de un

metal parecido al titanio. El regalo de Serena, el presente de una bruja con la que

estaba en deuda.

El chaquetón negro disimulaba las dos armas que colocó en sendos

compartimentos hechos adrede. Se miró en el espejo y abrió un cajón del armario.

Se detuvo recorriendo con los dedos para escoger entre una extensa colección de

cejas, bigotes, barbas y perillas. En el segundo, varios juegos de lentillas de un solo

uso y de distintos colores. En el tercero, prótesis que introdujo en el maxilar inferior

de la boca haciendo más prominente la mandíbula. El cuarto cajón, mucho más

amplio, contenía pelucas de todo tipo y colores, perfectamente ordenadas por tonos

que recorrían desde el moreno al pelirrojo.

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Abrió un maletín metálico que también disponía de varios apartados. Introdujo

cuidadosamente lo seleccionado en cada cajón. Luego, salió del edificio. La gente lo

saludaba, le conocían como Henry, pero nada más. Siempre que salía y entraba en

su piso, lo hacía con el mismo aspecto distinto al real, igualmente trasfigurado: un

hombre moreno de prominente mandíbula, ojos marrones y pelo negro, a juego con

un bigote no exagerado.

Entró en el parking. Allí estaba la furgoneta azul, cerrada en la zona de carga,

sin cristales. Entró por la parte trasera y se quitó la peluca negra, el bigote, las

lentillas y las prótesis. Del maletín, extrajo otra peluca; negra, pero esta vez más

larga, otro color de lentillas que oscurecían sus ojos y una barba del mismo color

que la cabellera.

*

Tras conducir más de una hora, llego al destino y aparcó el vehículo. Pudo

ver que el Mercedes estaba en la calle, el mismo que dos días antes había servido

para recoger a la prostituta. Esperó paciente a que saliera del dúplex y se marchara

en el coche.

Henry esperó un rato; por si un olvido en el último momento le hacía volver.

Luego, movió la furgoneta aparcándola a una manzana de distancia. Fue a pie hasta

la casa, con el maletín plateado en la mano. El dúplex adosado, de ladrillo marrón,

se diferenciaba del resto por las jardineras que exhibían plantas de distinta especie,

y sobre todo por el ficus de gran tamaño.

Forzó la cerradura con la habilidad de la experiencia. Entró y cerró la puerta.

Anduvo revolviendo toda la casa hasta que descubrió lo que buscaba. El arcón

refrigerador estaba en una habitación, en la planta superior. Allí estaba la chica, la

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prostituta. Comprobó que faltaba una parte, el corazón. Una bolsa de plástico justo

en un lado de la nevera lo delataba. Allí estaba.

Henry se sentó a esperar. Morris le había explicado que se preparaban para

otra tentativa. Ya tenían a las chicas. Solo faltaba el corazón. El elegido: John Board;

por eso, disfrutaba de la vida como si se fuese a terminar pronto, y era muy probable

que así sucediera, pero no como él había pensado.

*

Sobre la tres de la mañana John volvía al dúplex. Entró bebido y con alguna

sustancia estupefaciente circulando por las venas. Cerró de un portazo.

Tambaleante, entró en la cocina y se sirvió un vodka; luego subió tropezando y

tirando parte del líquido por las escaleras. Con el vaso en la mano, llegó hasta la

habitación. Era moreno de ojos oscuros, delgado y muy alto. El pelo engominado se

le había vuelto crispado y desaliñado.

Meó entre la taza del inodoro y la pared, en un intento inútil de acertar, y tras

beber el vaso de un solo trago, se tiró o cayó desplomado sobre la cama, que venía

a ser casi lo mismo.

No sintió el pinchazo de la jeringuilla. Ni siquiera se inmutó. Ahora, dormiría

aún más profundamente.

*

Henry le inyectó otro líquido de color ligeramente blanquecino. Se había

quitado la camisa para colocarse una toalla rodeándole la cintura, sobre el pantalón.

No quería mancharse de sangre. Del abrigo, cuidadosamente doblado sobre una

silla, cogió la pistola y el cuchillo. Dejó el arma de fuego sobre la mesa, pero se

quedó con el cuchillo. La cadena en la mano derecha y el puñal en la izquierda.

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Le había llevado a la cocina. Atado a una silla con precinto en brazos y

piernas. Ajeno y dormido, el joven seguía con la cabeza descolgada hacia adelante.

Había sangre en el suelo resbalando desde el brazo. El puñetazo en la cara le hizo

desperezarse.

—¡Vamos, despierta! —dijo Henry, al tiempo que se situaba en cuclillas de

frente.

El joven tosió. Intentaba hablar, pero no podía, aunque ya era consciente.

—No te ralles. No sabes quién soy, ni porqué estoy aquí. ¿Me escuchas?

Asintió levemente, pero no salió una sola palabra de su boca.

—Te preguntarás porqué estoy así, casi desnudo, con este frio. Lo mismo

piensas que estoy loco, pero no lo siento como tú. En realidad, hace tiempo que dejé

de sentir, de manera que el calor o el frío no significan nada. Ahora debes

concentrarte porque necesito toda tu atención.

John Board tosió. Pudo ver la sangre en el suelo y reaccionó tirando de las

manos y pies en un intento de soltarse. El nuevo golpe sobre la cara le anuló su

voluntad. Un reguero de sangre caía de su boca.

—Así está mejor. Bueno, iré al grano, que el tiempo corre —dijo Henry

limpiándose con un papel de cocina los nudillos—. Llevo algún tiempo siguiéndote.

Morris me explicó casi todo sobre vosotros, y tú me contarás el resto.

—¡Jódete!

—Llevo cinco años haciendo encargos. Es curioso cómo se repiten los

patrones de comportamiento. Solo exijo un requisito y tú lo cumples. Verás, he visto

lo que tienes ahí arriba, John, no me das lastima.

Henry le sujetó la mano y le cortó dos dedos. John sintió cómo los cortaba,

pero no el dolor que debía venir asociado al hecho de la amputación.

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—No te duele porque te he puesto una elevada dosis de morfina. Si sigues

con esa actitud te iré cortando poco a poco partes de tu cuerpo. A medida que vaya

pasando el tiempo, serás consciente de cómo pasa el efecto de la droga y sentirás

un dolor que irá creciendo hasta que te resulte insoportable. Como puedes ver, mi

traje no se manchará, te lo aseguro. ¡John!, ¿me comprendes?

Asintió sin voluntad con la cabeza.

—Tu vida, John Boar, ahora es mía.

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CAPÍTULO CINCO. La secta.

El Mercedes llegó al descampado, a seis kilómetros a las afueras de la

ciudad. El camino se estrechaba cada vez más, hasta que la maleza y las piedras

impedían proseguir el paso del vehículo. Solo un todo terreno podría llegar hasta la

casa. Henry se apeó. Su aspecto, su cara sobre todo, era la de John Boar, pero en

realidad no era él. Había hecho un buen trabajo, puesto que el parecido era casi

idéntico. Incluso parecían coincidir en altura.

Henry no contaba con tener que dejar el coche tan lejos y eso le haría llegar

tarde. Comenzaba a oscurecer, si bien el sendero estaba claramente identificado en

el suelo. Podía observar que, como mínimo, tendría que andar un kilómetro hasta la

casa de la organización. Se trataba de una antigua fábrica de quesos cedida por un

adepto. Allí tenían la reunión, allí le esperaban.

Dejó la mente en blanco. Sabía cómo hacer eso. Llevaba tiempo entrenando

no solo el cuerpo, sino también el espíritu. Estiró los brazos, así sintió la tensión de

sus músculos, prestos para la acción. Respiró profundo sintiendo el olor del romero

que lo inundaba todo, y siguió andando hacia la casa.

La quesería había dejado su actividad hacía mucho. La puerta de madera

estaba cerrada. Había luz dentro, se podía ver a través de unos cristales torpemente

encalados. Llamó. Tres golpes más dos. La señal que John le había indicado.

Un hombre abrió. Era de color y bien vestido, con una metralleta en la mano.

—Llegas tarde —dijo sin prestar demasiada atención a Henry. «Funcionaba el

engaño», pensó al mismo tiempo que relajaba la mano sobre la empuñadura del

cuchillo.

Acompaño a Henry hacia el interior. Recorrieron el pasillo iluminado

atravesando paredes alicatadas de azulejos blancos. Los focos fluorescentes, típicos

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de una industria agroalimentaria, habían sido sustituidos por lámparas de aceite.

Tras pasar por otra puerta interior, llegaron a un espacio abierto, una sala de

elaboración transformada en otra cosa. Henry contó a diez personas, además del

negro que le acompañaba. Cuatro, llevaban armas; el resto, eran miembros de la

secta, invocadores.

Siguió andado hacia la reunión. La mesa redonda del centro se adornaba con

siete sillas. En cada una, sentada, una chica joven, de no más de veinte años. Su

mente, al ver a las muchachas, le traicionó un segundo. Además, sus emociones le

delataron. Los siete del círculo se volvieron hacia él y le miraron recelosos, habían

detectado sus miedos y dejaban claro que no eran gentes normales. Aquellos

denominados invocadores tenían ciertos poderes. Henry reaccionó rápido y se

estabilizó. Otra vez, dejó la mente en blanco.

Las chicas no eran conscientes de nada, habían sido drogadas y volaban en

un viaje de fantasía, ajenas a la realidad de un sacrificio colectivo. Henry reconoció

la mesa de madera. Tallada a mano por el llamado Constructor; un artesano italiano

que terminó quemado en la hoguera, acusado de brujería. Se lo había contado

Morris y era una de las piezas más importantes, un objeto de valor incalculable.

Las sillas estaban giradas. De espaldas a la mesa. Y las chicas sonreían

capaces de hacer cualquier cosa.

—¡Ya era hora de que llegases! —dijo uno de los siete claramente enfadado.

Henry guardó silencio. Observó con más atención al que le había hablado.

Era el más viejo. Pelo y barba blanca como la nieve. Ojos marrones y cejas no muy

grandes, que no habían perdido aún el color negro, y que le conferían un aspecto

llamativo, por el contraste de un rostro altamente bronceado.

—¿Lo has traído? —volvió a preguntar el mismo.

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Henry, sin decir nada, asintió con la cabeza y metió la mano en el bolsillo del

abrigo. Sacó una bolsa de plástico y se la extendió.

—Perfecto. El corazón de una prostituta.

El anfitrión de la ceremonia, como intuyó Henry acertadamente, se volvió

hacia la mesa. Abrió el plástico y extrajo la víscera de la bolsa. Lo cogió con las

manos sin reparo y lo colocó sobre la mesa, en un hueco que parecía hecho para tal

fin. El ayudante le aportó un trapo para limpiarse.

Henry se acercó curioso para ver dónde había depositado la víscera. La

superficie de la mesa dibujaba labrados de figuras serpenteantes entre árboles y

animales extraños; algunos grotescos, claramente creados por una mente alucinada.

El corazón de una prostituta, de la chica que ya no pasaría más frío, pensó cayendo

de nuevo en las emociones y sabiendo que ese pensamiento le podía delatar. En

esta ocasión, no hubo reacción, ya estaban concentrados en el ritual.

Los siete adeptos al ritual se situaban al lado de cada chica. Allí, esperaron a

que les dieran las herramientas. Dos de los hombres armados, soltaron las

metralletas que quedaron suspendidas por las correas, y fueron hasta unos bolsos

negros. El silencio solo se rompía por las risas y sonidos que salían de las

muchachas, adornado de unas luces anaranjadas que titilaban con vida propia.

Sacaron con sumo cuidado los objetos que iban entregando, uno a uno, a los siete.

Al mismo tiempo, a medida que los invocadores recogían sus herramientas,

colocaban las cabezas de las muchachas hacia atrás, tocando la mesa con la nuca.

Henry dudó. Su mente comenzó a perder el equilibrio. Sabía que podía

actuar, que debía hacerlo, terminar con aquellos indeseables que las matarían sin

ningún remordimiento, pero... recordó su misión y cerró los ojos. Tenía que aislarse

de las emociones que le traicionaban.

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*

Se habían colocado las máscaras. Negras, rojas, con ojos blancos y

cabelleras anaranjadas, con fondos en tonos azules y marrones. Otras con cuernos.

Hasta con cuerdas engarzadas, simulando cabellos lacios. Incluso con inserciones

de huesos que dibujaban mandíbulas y dientes. Ya no se distinguían unos de otros,

solo siete figuras deformes, animales de otro tiempo, o de otra dimensión,

dispuestos a arrebatar la vida a otras personas, o su alma, como ellos decían para

pasar al otro lado, al encuentro con el maligno, con Lucifer.

Tenían sobre sus manos las herramientas, que consistían en largos y

extraños cuchillos, con formas curvas en la hoja y empuñaduras de hueso y marfil.

Uno de ellos ya colocaba el filo sobre el cuello de la muchacha.

Finalmente, el ayudante dejó el arma en el suelo, y sujetó en sus manos un

libro pesado, de aspecto tosco y viejo, de hojas gruesas con formas impresas de un

rojo oscuro, casi negro en algunas palabras. Henry reconoció el libro, sabía que el

texto estaba escrito en latín; palabras trazadas a mano con la sangre de muchachas

como las que había en la mesa. El hombre de la máscara de cuernos, el invocador,

el maestro, con el cuchillo sobre el cuello de la muchacha, comenzó a leer. Lo hacía

adornando las frases con sonidos guturales que no tenían significado para Henry.

Era la primera vez que escuchaba algo así y esperaba que fuese la última.

Henry dudaba, llevó la mano atrás y tocó la culata de la pistola, pero otra vez

apartó la mano, ya que su propósito estaba por encima del acto vandálico al que

asistía. Pensó, para conformarse, que la venganza vendría después.

Al tocar el cuello con el cuchillo, apareció la primera gota de sangre que se

convirtió en un pequeño reguero a los pocos segundos; al mismo tiempo e

inexplicablemente sobre la mesa, se formaba una puerta de madera rodeada por un

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dintel cuadrado de piedra negra, brillante. Se había abierto una entrada hacia un

lugar prohibido.

Morris le había explicado a Henry, que la misión de John Board se decidió en

El Consejo, y se trataba de un honor personal otorgado al último miembro que había

sido reclutado por la secta. Debía acceder al portal a través de la puerta, y moriría

en el intento si no conseguía completar el camino. Ahora se había convertido en la

misión de Henry.

Sin vacilaciones, retirando la vista de la chica, no pudo evitar que sus ojos se

empañaran de lágrimas. Respiró con un nudo en la garganta, ya que nunca más

volvería a ser el mismo. Y es que permitía un crimen que se producía en ese preciso

momento en el que cortaban uno a uno los cuellos de las chicas. De manera que la

sangre comenzó a resbalar lentamente por la mesa, cubriendo los surcos y dejando

ver nuevas figuras labradas en la madera por el líquido viscoso que las rodeaba. La

puerta ya no estaba, solo el dintel de piedra, con un fondo que comenzaba en gris

oscuro y se hacía negro justo en el centro.

—¡Entra! —dijo el hombre de la máscara de cuernos que había leído.

El ayudante, sin vacilación, colocó una escalera de madera junto a la mesa.

Henry subió los peldaños lentamente. Miró a la chica, que seguía con una sonrisa y

los ojos muy abiertos, unos ojos verdes que iban perdiendo el brillo a medida que

escapaba su vida. ¡Control!, se dijo de nuevo, internamente, para no matarles a

todos.

Volvió la vista. El hombre que había colocado la escalera de madera, le

ofreció una linterna. Respiró y miró al suelo para no pisar sobre los surcos de

sangre.

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Al encender la linterna y apuntar al acceso solo encontró oscuridad. La luz era

absorbida por una sombra que parecía moverse alrededor del haz luminoso,

haciéndola desaparecer. No se vislumbraba nada y sintió un escalofrío, recordó a

Morris y sus instrucciones, había olvidado el corazón. Se detuvo y retrocedió dos

pasos. Tras recogerlo, sin pensar, siguió avanzando hacia el interior. Siete puertas,

siete llaves, siete muertes.

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CAPÍTULO SEIS. La caverna

Apenas se distinguía nada con la luz de la linterna, pero las paredes tenían

miles de formas puntiagudas. Henry tocó la pared con la mano y sintió los cortes, la

sangre brotó y las gotas cayeron al suelo. Avanzó despacio, cauto, conteniendo un

miedo que quería apoderarse de él.

Era como meterse en una cueva, una caverna extraña y sinuosa donde cada

paso se perdía del anterior; el rumbo solo se podía prever por las paredes que solo

llevaban en una dirección.

El camino se hacía más estrecho. Cada vez más. Pasar implicaba rozarse

con unas paredes que cortaban como cuchillas. Ahora tenía que seguir de lado. La

ropa se desgarró. La sangre brotaba de su pecho y espalda. La rodilla también. El

brazo y la cara. Siguió despacio, anulando un dolor con su mente que hacía tiempo

dejó de sentir. Por fin, cuando parecía que solo podía regresar por donde había

entrado, el espacio se ensanchó. Se miró los cortes con la linterna, era patético ver

que toda la ropa estaba hecha jirones. Se quitó el abrigo negro de piel y lo tiró al

suelo.

Llegó a una nueva pared, distinta, oscura, con partículas brillantes que

reaccionaban a la luz de la linterna. «La última puerta», pensó con cierto

nerviosismo. Un pedestal de mármol veteado de rojo, con una oquedad en el centro.

Hasta ahora, según le indicaba Morris, sus predecesores habían colocado el

corazón sobre la piedra redondeada, esperando que se abriese el camino, pero no

había funcionado.

Se trataba del intento número dieciséis de la secta que se hacía llamar: Los

Elegidos. Lo que suponía que, además de los dieciséis corazones, habían matado a

cuarenta y dos chicas como las que yacían en la entrada. Sintió rabia contrapuesta

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por un sentimiento de hipocresía, porque él lo había consentido y había sido

cómplice de esas muertes. ¿Elegidos? Dijo Henry en voz alta, apretando los puños.

Se dio la vuelta. La entrada había desaparecido. No parecía que hubiese

vuelta atrás. Tenía que pensar. Recordó a Serena. Ahora vino a su mente, como si

estuviera allí en ese preciso instante, tomando aquella infusión de semillas que no

pudo identificar.

Pensó otra vez en las chicas, preguntándose si había merecido la pena. Se

convenció por enésima vez de que no había otro modo de estar allí.

La premonición le indicaba que pronto terminaría todo. El suelo empezó a

cambiar. La luz de la linterna seguía alumbrando y pudo ver como de las paredes

salían puntas brillantes, quizás de acero. También lo hacían desde el techo y el

suelo comenzó a resquebrajarse. Podía entender que las grietas irían creciendo

hasta caer a un subsuelo incandescente o, tal vez, quedaría atravesado por aquellas

puntas. Habían llegado y allí encontraban el final los enviados.

Henry llegó a la convicción de saber qué tenía que hacer para entrar en el

reino de la oscuridad, en el feudo del demonio; en la casa de Satán, de Lucifer.

Serena le había dado la pista, la clave.

Apagó la linterna. Tras dejarla en el suelo, rodó cayendo en una de la grietas.

Las partículas brillantes ahora lo hacían con más intensidad. Sacó el cuchillo. Para

la locura que iba a hacer, no necesitaba ver. Se sentó en el suelo, que iba

desapareciendo poco a poco, y se cortó las venas de las muñecas

longitudinalmente. Comenzó a desangrarse, tras los cortes profundos, pero había

girado el cuchillo extremadamente afilado para no cortar los tendones. Nada más

iniciar la pérdida de sangre, sintió cómo se detenía todo. Esperó paciente y pronto

comenzó a sentir mucha sed, además de un sueño que le absorbía. Se desplomó

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cayendo de lado. Allí acostado, sobre una superficie de piedra agrietada, sintiendo el

calor que venía de las hendiduras del suelo, pensaba en lo que no había hecho y lo

que dejó de hacer. ¿Moriría en vano? John Boar solo sabía llegar hasta el pedestal...

Serena se lo había dicho… entonces, algo sucedió.

*

Primero solo era una voz. Ofrecía un tono de vibración grave; difuso, pero

entendible perfectamente.

—¿Qué quieres de mí? —dijo la voz.

—Un trato —indicó Henry convencido—. Mi alma a cambio de poder.

—Ya eres muy poderoso. ¿Acaso no tienes suficiente?

Las paredes cambiaron. Ya no estaba en una cueva. El suelo era del mismo

material que el pedestal que aún seguía allí, justo enfrente, y no había grietas; sin

embargo, todo había cambiado. Henry miró el sillón de piedra labrada y alrededor,

dejando un espacio de varios metros, podía ver centenares de criaturas que nunca

antes había visto. Se agolpaban unas al lado de otras, intentando atravesar una

barrera que las retenía alejadas, pero no solo eran animales. También distinguía

entre las criaturas, personas deformes. Miró alrededor, pero no sintió miedo. Tras

recorrer con la vista el círculo que se había formado, observó de nuevo el sillón.

Ahora sí había alguien sentado. Se tocó las muñecas. No había sangre, nada, y los

cortes habían desaparecido.

Observó un reflejo de sí mismo sentado en el sillón, sin el disfraz que llevaba

imitando a John Board. Rubio, de ojos azules. Vestido con su traje habitual y una

camisa blanca.

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—El poder requiere de alimento —dijo el que aparecía sentado—. Para ello

tendrás que matar. ¿Estás dispuesto? La mente humana es quebradiza, inestable.

No todo el mundo puede llevar esa carga.

—Hace tiempo que eso no supone un laste. Asumir la muerte es la solución y

yo llevaré la cura necesaria a este mundo.

—¿Quieres erradicar el mal? Te has equivocado de lugar, yo me alimento del

mal. De asesinos, de pecadores. Estas almas que nos rodean y te miran deseando

devorarte. Todos ellos me pertenecen.

—No sabía que las almas tuvieran ese aspecto. Interesante —dijo Henry sin

entender muy bien la frialdad con la que asumía la situación—. Yo haré que

aumente el número de esas criaturas. Que vengan antes a este lugar.

—Eres ocurrente. Eso que ves ahí es lo que la gente quiere. Así imaginan el

infierno, con fuego por todos lados y almas devorándose unas a otras. Criaturas

grotescas y animales sacados de las tinieblas, o más bien de la imaginación de

mentes perturbadas. Quería saber si tenías miedo, pero no lo tienes, aunque eso ya

lo esperaba.

—No te equivoques conmigo, sí que tengo miedo —dijo Henry en un

momento de sinceridad.

—Lo que me propones no me interesa —indicó tajante aquel doble de Henry.

—No tengo prisa, al final todos llegan. Tú buscas venganza, te mueve el odio y no te

comprendo, llevas cinco años haciendo de sicario. Sé que Sheridan te ayudó a llevar

a fin tu venganza personal. Puedo ver tu mente, cómo lo hiciste.

—He matado, sí, por eso no me da miedo seguir haciéndolo. Pero a los que

he matado merecían morir.

—No me necesitas. Lo haces bien.

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—No sé qué me ha traído aquí. Es una fuerza que me arrastra. Es verdad que

les maté, pero no encuentro paz… Has hablado de Sheridan, como si le conocieras

personalmente.

—Inteligente, pero no tendrías que haber venido, en verdad, tu visita me

sorprende. No te esperaba.

—Esos de ahí afuera han matado a siete chicas hace un momento, sin ningún

tipo de remordimiento y no es la primera vez. Deberían estar aquí ahora, tras ese

círculo, no dentro de unos años. Yo purgaré este mundo de gente así, porque soy

como ellos. Pero mi propósito es distinto, ellos matarían por codicia, por tener más

poder, por dinero o por motivos vulgares. Yo los mataré porque odio cómo son. Yo

purgaré sus pecados.

—Han matado a esas chicas para que tú estés aquí. ¿Lo has olvidado?

—Ya no espero salvación, sólo servirte y cumplir la misión que me he

propuesto.

—Henry, no puedo darte lo que me pides. A ti no.

—No te tengo miedo, ni tampoco a ser como ellos.

—Eso es porque no comprendes. Tu ignorancia te guía, es más veloz que tu

sentido común. El dolor puede ser físico, hay personas que lo soportan… tú, por

ejemplo, dominas el cuerpo. Has soportado las heridas sin pestañear, pero no es

eso lo que yo manejo. El dolor del alma no cesa nunca, es una tortura que te

consume sin poder saciarse. ¿Qué sentiste cuando perdiste a tu mujer y a tu hija?

Ese dolor lo sentirás multiplicado por cien. ¿Y si supieras que a los que mataste eran

inocentes, y ése que hablaba contigo ahí afuera fue el que cortó el cuello de tu

mujer, que su corazón estuvo en el mismo pedestal que has empleado para llegar a

mí?

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—No te creo.

—Y si yo te dijera que fui quien mató a tu hija. Que me comí su corazón. Que

les hice parecer culpables. Que todo es una treta para conseguir que vinieras, solo

por tener tu alma.

A medida que hablaba, las imágenes aparecieron en la cabeza de Henry. Era

como ver lo que sucedía en una hipnosis real. Sin dudar, sin pensarlo, Henry se

lanzó con el cuchillo en la mano. Sabía que era un impulso absurdo y primitivo que

no llevaba a nada, pero lo hizo.

Alcanzó el pecho de su objetivo, que no trató de esquivarle. Pudo ver sus

ojos. Ya no eran azules como los suyos. Se habían vuelto negros, vacíos, no había

nada. Una sonrisa apareció en el rostro, pero Henry no reaccionó.

—Nadie se ha atrevido a tocarme en dos mil años. ¿Te sientes halagado?

Sólo era una prueba para ver tu reacción. Lo que quieres, cambiará las cosas,

transformará el futuro. El ser humano tiene la bendición de Dios, les rige el libre

albedrio y eso ni tu ni yo podemos cambiarlo. No obstante, te concederé parte de lo

que pides. Haré que despiertes, y este cuchillo que has introducido en mi cuerpo

será un arma que podrás usar contra tus… víctimas. Con él robarás las almas de

sus cuerpos, pero así tú mismo te condenas. Esta reunión ha concluido.

Le arrojó al suelo de un empujón. El aspecto cambió. Ya no era el reflejo de

Henry. La piel se tornó rojiza, dura. Su rostro dibujó la silueta de un esqueleto

deforme, mezcla de perro y ser humano. Henry, en el suelo, se alejó arrastrándose

sin dejar de mirarle. Había extraído el cuchillo que no tenía sangre. Observaba con

miedo, pero también con satisfacción, ya que el objetivo estaba conseguido.

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CAPíTULO SIETE. Regreso del infierno.

Cuando volvió en sí, Henry estaba tumbado sobre la mesa. La sangre que

empapaba su cara seguía caliente y sus ropas estaban aún más desgarradas de lo

que había supuesto. Recordó como un flash que la sangre era de ellas. Miró

alrededor observando la euforia de los miembros de la secta. Lo había conseguido,

estaba de vuelta.

—¿Lo has visto? —preguntó impaciente el del pelo blanco, que hacía rato se

había quitado la máscara de cuernos.

Henry seguía con el aspecto de John Board y continuaban crédulos de que

era él. No contestó a la pregunta, reflexionó sobre lo sucedido y no sintió nada en su

interior que le hiciera pensar que había regresado distinto. Miró el cuchillo que

llevaba en la mano al mismo tiempo que se incorporaba. Esperaba algún indicio,

algo que le llevara a pensar que aquellas muertes habían servido para algo y, por

otro lado, que lo vivido no había sido una alucinación. Se sentó ligeramente

mareado, tal vez por el olor dulce de la sangre, pero no era eso. Al mirar el cuchillo,

se arrepintió de no haber cogido otro más hermoso, con más detalles. La pistola

seguía como un objeto olvidado entre el pantalón y las lumbares.

Se levantó. Seguía sin decir nada, ante la impaciencia nerviosa de los

miembros que les exasperaba su silencio. La sangre caía resbalando, mezclándose

con la propia provocada por las heridas, y no pudo evitar que sus ojos se llenaran de

lágrimas. Henry seguía sin decir nada, tan solo crecía una rabia incontrolada por sus

actos que les llevaba al castigo, así que sacó la pistola y disparó a los cuatro

hombres armados. Los tres impactos certeros en la cabeza les hicieron caer sin

saber cómo había sucedido; el cuarto, en el corazón. Sin vacilación. Los siete

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invocadores quedaron desconcertados, indefensos ante un demonio que regresaba

del infierno, llegó a pensar más de uno.

—¿Qué haces? —dijo el del pelo blanco—. ¿Te has vuelto loco?

Henry no dijo nada. Podía imitar la voz de John Board. Pudo practicar lo

suficiente, pero seguía sin delatarse, no tenía nada que decir.

Bajó despacio de la mesa. Ellos siguieron allí, esperando una respuesta,

manteniendo la compostura y quitando importancia al incidente que, según

pensaban, no tenía nada que ver con ellos.

—Esos no eran necesarios, ¿qué has visto ahí dentro? Sé que lo has

conseguido, has salido. ¡Venga!, ¡dinos algo! Llevamos muchos años esperando el

milagro. Queremos ser los siervos de Lucifer.

—He visto a Dios.

—¿Qué dices?, ¡no es posible! Es el diablo, anticristo… es Lucifer. Hemos

abierto una puerta hasta su casa... ¡Qué coño te pasa! Debí de ir yo —dijo con

desprecio mirando a Henry, pero sabiendo que nunca se hubiera atrevido.

—Ahora él es mi Dios y vais a verle pronto, el final se acerca. Venid a mí,

acercaros, os contaré lo que he visto.

Obedientes, pero recelosos, los siete se acercaron tímidamente hasta Henry,

que impertérrito por lo que había hecho, y observando que no huían atemorizados,

se había sentado en el borde de la mesa. Se miró las manos, podía ver la sangre

que le recordaba su pecado. Empujó Henry, para hacerse más sitio, a una de las

chicas que, inerte, caía desplomada al suelo.

—Os contaré el primer secreto. Yo no soy John Board —una sonrisa se

contagió entre los siete que pensaron que había perdido la cabeza—. Una vez tuve

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una hija y una esposa. Ellas están en el cielo y sé que nunca las veré, porque es

más fácil llegar al infierno.

El primero en caer fue el del pelo blanco. El cuchillo le seccionó el cuello. Dos

de los seis intentaron defenderse, y es que aún llevaban las dagas del ritual en la

mano. No obstante, el intento les llevó a una muerte que ni siquiera vieron venir. La

velocidad de Henry, su preparación para el arte de la lucha... con solo un giro,

terminó la contienda seccionándoles el cuello. En el suelo, intentaban evitar que la

sangre se perdiera. Henry no solo quería matarles, deseaba verles sufrir, que

sintieran lo mismo que las muchachas que habían asesinado, aunque ellas estaban

drogadas y posiblemente no padecieran. El resto salió corriendo, pero no llegaron a

la puerta. Henry disparó en la pierna a dos más, los más alejados. Los demás se

arrodillaron, atenazados por el miedo. Allí, en el suelo quedaron seis, desangrados,

con la garganta seccionada. Con cada muerte, sentía el poder que crecía en su

interior. Se hizo eco de la realidad del pacto, tras convertirse en un siervo de Lucifer,

un demonio que mataría con la convicción de un ángel. Había dejado a uno con

vida, un mensajero con una terrible advertencia.

—Le dirás al resto que Lucifer me envía y que todo termina hoy. Si he de

buscarles, si te vuelvo a ver, os arrancaré el corazón y me lo comeré.

Henry suponía que la secta de Los Elegidos quedaría disuelta. Y el

superviviente lanzaría el aviso.

Era noche cerrada cuando salió del local. Pensó, en ese momento, que

estaba en deuda con Serena.

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CAPÍTULO OCHO. Transformaciones.

Henry había regresado a su piso. Sin pensarlo, y por primera vez, no llevaba

disfraz; de hecho, había dejado el maletín en la furgoneta. Decidió en ese momento,

o quizás lo hubiera hecho horas antes, que ya no tenía que disfrazarse más; tal vez,

por la euforia de sentir cómo crecía en él un poder que le hacía capaz de superar

cualquier obstáculo.

Había tratado de quitarse la sangre que aún permanecía como una sombra

pálida sobre las manos y resto del cuerpo. Y podía ver, con un sentimiento de culpa,

la piel teñida por no haber impedido el sacrificio. El fin justifica los medios, y aun a

pesar de estar condenado, ellos pagarían por sus pecados. Se dijo para acallar la

conciencia.

Abstraído de lo sucedido no se dio cuenta, pero había dos personas en el

piso, que le esperaban en la sala de entrenamiento. Un hombre de color y otro rubio.

Henry sabía que nunca descuidaba la seguridad. Además, la cerradura estaba

echada. Era seguro que había girado los dos cierres. ¿Cómo habían entrado?

No mostraron sorpresa, ni miedo, sin duda le esperaban. Llevaban abrigos de

piel, largos, casi hasta el suelo y abiertos en el centro, como los que él empleaba.

Pelo corto, corpulentos, hubiera jurado por el aspecto que eran militares.

—¿Quiénes sois vosotros? ¿Qué hacéis aquí? —dijo Henry con la mano

sobre la pistola.

—Hemos venido a matarte. Queremos tu alma. El equilibrio se rompe cuando

alguien como tú sale a la luz. La pistola no te servirá de nada —dijo el hombre de

color.

Comenzaron a andar hacia Henry. Sin vacilación y desoyendo el comentario,

sacó el arma y les disparó. Aún estaban lejos, pero acertó de pleno.

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Inesperadamente, ellos seguían andado como si nada. Al principio, un escalofrió

recorrió su nuca. ¿Qué eran aquellas criaturas con aspecto humano que iban hacia

él?, se preguntó sin saber cómo podía detenerlas. Pensó que si se había convertido

en un demonio, entonces debían de ser ángeles, pero… querían matarle y no tenía

sentido, porque los ángeles no mataban.

—No creo que haya muchos como yo —dijo Henry tirando la pistola al suelo—

. Yo traeré orden a este mundo de desorden que vosotros no sois capaces de

arreglar. Esto es una contradicción.

—No es nuestra misión. Los humanos tienen libre albedrío y nosotros

órdenes acerca de ti.

—¿Qué sois vosotros, ángeles cabreados? ¿Quién os manda?

Henry se había colocado la cadena en la mano izquierda, liada entre los

dedos. Como otro flash, volvió a recordar a Serena, que tal vez vio el futuro,

precisamente el suyo. Deslizó la mano hacia la trasera del pantalón y cogió el

cuchillo sujetándolo con el filo hacia abajo. Los dos se miraron incrédulos, no podían

creer que les plantara cara. Era como una broma, un increíble chiste. Sonrieron sin

poder aguantar una risa impulsada por las carcajadas que llenaron el salón. Henry

no se inmutó. Pensó que si ése era su final, lo aceptaría de buen grado, pero

lucharía. Además, un presentimiento le decía que la risa que se escuchaba pronto

quedaría quebrada.

—Una cuestión que me gustaría conocer, ¿vosotros tenéis alma? —preguntó

Henry, contrarrestando el ataque con otra risa dibujada en el rostro—. No esperaba

esto, lo confieso, pero no os resultará tan fácil matarme.

—¡No tienes miedo! —dijo el rubio, extrañado, al tiempo que dejaba caer al

suelo el abrigo largo de piel.

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Arrancaron a caminar de nuevo, pero esta vez más rápido. Sacaron al

unísono dos espadas cortas. Relucían emitiendo una luz blanca, aunque poco

intensa. Henry no se movió. Esperó hasta que uno de ellos usó el arma contra él. Se

giró sobre su cuerpo, esquivando el envite del rubio, y con el giro, al mismo tiempo,

clavó el cuchillo en el cuello del negro. Aquel lanzó otro movimiento con la espada,

pero Henry ya sujetaba la muñeca y le golpeaba con la rodilla.

Extrajo el cuchillo del negro antes de que cayera inerte al suelo con os ojos

cetrinos. Al derrumbarse, el polvo sacudió la habitación. Henry quedó

desconcertado. El rubio volvía a la carga, pero ahora sentía miedo, puesto que ya no

era rival para Henry.

Volvió a esquivar la espada. Fácil por todos los años de entrenamiento en

artes marciales. Henry podía prever sus movimientos. La persistencia de los ataques

del rubio y su torpeza resultaban exasperante. Eran golpes que se habían vuelto

alocados y sin control. Henry podía matarle, pero se contenía una y otra vez.

El golpe con el puño y la cadena envuelta entre los dedos, hicieron que

saliera fuego de la cara. El hueso de la mandíbula se dibujó bajo la piel y el musculo.

Comprendió que la cadena era especial. De nuevo, quedaba presente la deuda con

Serena.

Henry levantó la mano derecha haciendo un alto a la pelea. El rubio se detuvo

confuso.

—Mira, yo no quiero esto. No sabía que iba a morir. Mi guerra no es con

vosotros —dijo Henry soltando el cuchillo y dejándolo caer al suelo.

—No lo entiendes pobre mortal, tus armas no te servirán, siento odio y quiero

matarte —dijo el rubio al mismo tiempo que se lanzaba reincidente sobre Henry.

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Esta vez, Henry se dejó caer rodando cogiendo el cuchillo, al mismo tiempo

que impedía con el brazo izquierdo que le golpease con la espada, lo insertó en el

abdomen.

—Lo siento —dijo en voz alta Henry.

El rubio cambió el rostro. No lo entendía y podía verse la sorpresa. El odio

que había sentido le había perdido, lo comprendía al mismo tiempo que se

desvanecía su vida. La piel se volvía mortecina, marcándose los capilares de las

venas que pasaban del azul a otro blanco grisáceo. Los ojos se le hundieron,

desvaneciendo su globo ocular. Con el cuchillo aún en la mano, el cuerpo se

convirtió en polvo.

Una extraña pena le invadió. No quería eso, él solo quería terminar con

aquellos que causaban el mal, pero no así.

—En realidad, no tienes por qué sentir pena.

La voz venía del extremo de la sala, sentado de espaldas en un sillón y se

podía ver como el humo de un cigarro se dispersaba en el aire.

*

Henry avanzó lentamente en dirección a la voz. Al llegar junto al sofá le vio.

Era él, de nuevo su reflejo, pero esta vez distinto, sonriente hasta el punto de

parecerle burlón. Sabía quién era y pensó que últimamente veía demasiados

reflejos. Sin embargo, apenas pensó en ello, la forma física, así como la vestimenta,

cambiaron. Seguía el cigarro en la mano derecha, pero podía verle moreno, de pelo

largo y perilla con bigote fino. Sus manos huesudas lucían tres anillos de plata: dos

de ellos con figuras serpenteantes que rodeaban sus dedos, y que terminaban en

sendos cráneos con piedras preciosas por ojos. Otro, con una cabeza de dragón que

parecía, por momentos fugaces a la vista de Henry, escupir fuego de verdad.

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—No hemos roto el equilibrio —dijo Lucifer transformado—. No es verdad,

nosotros no lo hemos hecho, tú no lo has hecho. En realidad, es la tercera vez que

esto sucede desde el comienzo del tiempo de los tiempos, y es obvio que todos

están nerviosos; incluso yo mismo lo estoy.

Henry observó que no entendía nada de lo que le decía Lucifer.

—¿Quiénes eran esos?, ¿de verdad eran ángeles?

—Bueno, más o menos; son tercos; viven obcecados en sus misiones y unas

creencias que ni ellos mismos entienden. Tu viaje inesperado a mi encuentro, ha

revolucionado todo un poco. Es probable que sin mi ayuda, terminen arrebatándote

el alma. De hecho, sin ese cuchillo ahora no sé si estaríamos charlando.

La risa irónica llenó el salón. La luz titiló al mismo tiempo que la risa.

—Ya sabes que eso no me importa demasiado. No tengo miedo a la muerte

—dijo Henry con semblante serio.

Lucifer se llevó el cigarro a la boca. Chupó con fuerza y miró la brasa que se

había formado.

—No he venido hasta aquí para hablar de tu cruzada personal, o de esos

inútiles abnegados con creencias sesgadas sobre el bien y el mal. Ya sé que tú

también lo crees así, pero esto no es como tú lo imaginas. Te confesaré un secreto,

el mejor guardado de toda la humanidad.

Hizo una pausa y se quedó mirando el puro.

—Los placeres de la carne siempre me han fascinado. Aún recuerdo cuando

los fumaba. Yo también viví una época como humano. ¿No lo sabías?, claro, pocos

lo saben. Dios nos hace pasar por sus reinos para experimentar la carne… Bueno,

volviendo al asunto que te comentaba. Jesucristo es mi hermano, y nos repartimos

esto que conoces y que llamas La Tierra junto con sus almas. De las almas procede

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la energía que nos mantiene vivos. Y es que necesitamos las almas porque ellas

generan nuestro alimento, pero el que más las necesita es nuestro Padre. Buenas o

malas, ¿qué más da? Todos son buenos y malos al mismo tiempo. No estoy aquí

por tu misión, ya te lo dije, ¿unas pocas almas antes de tiempo?; en realidad, y

metete esto en tu dura cabeza, por muchos que mates, no es nada comparado con

los que mueren todos los días por diversas causas.

—Eso que dices no me importa. En mi misión haré cuanto pueda. Esos que

he matado, están mejor así.

—Sí, está claro. Quizás todo esto parece un juego para no aburrirnos… En

realidad y aunque te resulte difícil de asimilar, no queremos que mueran. En verdad,

los necesitamos vivos, puesto que ellos captan la energía del universo y sus almas

en ese contenedor que llaman cuerpo son especiales. Cuando mueren, gestionamos

esa energía para revertirla de nuevo.

—¿Qué me estás contando? No puedo creerte, aunque fuese verdad, no lo

aceptaría. Tienes que saber que odio lo que representas con toda mi alma.

—Lo dices porque perdiste a tu mujer y tu hija. Ya. Ese asunto lo dejaremos

para más adelante. Henry, no he venido a mentirte. Me da igual que me creas o no.

Tu opinión, tu vida, lo que pienses, en realidad, me da igual, pero fastidiar a mi

hermano, eso...—de nuevo la risa de Lucifer llenó la sala.

—¿Tu hermano?, esperas que te crea. Aunque fuera verdad, no es mi misión,

ya lo sabes.

—Eres cargante. La ignorancia me aburre.

Sin darse cuenta, sin poder siquiera reaccionar, Henry se vio con la mano de

Lucifer sujetando su cuello. No sabía cómo le había cogido, no le había visto

moverse. Era su alma saliendo del cuerpo, arrebatada a la fuerza. Podía ver como

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una boca animal, similar a la de un lobo, con una hilera de dientes rodeados de un

fuego rojo, la mordían por el cuello. Sintió el dolor que le quemaba en un sufrimiento

que nunca antes había sentido. Lucifer le soltó y Henry cayó exhausto al suelo.

—Necesitas mi ayuda y tendrás que confiar en mí. Deja tu odio aparcado, tal

vez estés equivocado. Recuerda y repasa mentalmente todo lo que te he dicho. Más

tarde vendrán a buscarte, son amigos, no los mates.

La risa, nuevamente, sonó en el piso y cuando Henry levantó la cabeza,

Lucifer ya no estaba.

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CAPÍTULO NUEVE. Adentrándose en el submundo.

Pensar en el destino era una cosa, obsesionarse con el futuro, podía suponer

condenarse en vida. Una reflexión que, a menudo, se hacía Henry.

Los ángeles, o lo que fuera o fuesen aquellas cosas que se convirtieron en

polvo tras clavarles el cuchillo, no habían vuelto a aparecer. Tampoco había venido

nadie a buscarle. Todo había pasado y formaba parte de un recuerdo, y solo sería

eso, un simple repaso mental si no fuese porque, cada noche, el descanso se veía

truncado en un sobresalto que le levantaba de la cama. El recuerdo de los dientes

clavándose en aquella forma etérea y blanquecina, le hizo llevarse, una vez más, la

mano al cuello.

Solo sentía una cosa, una llamada o misión, que llegaba a su mente de un

modo sutil. Algo le arrastraba a reunirse con Sheridan; y allí estaba, en la puerta del

restaurante La Bohème. La tapadera o la máscara de un jefe mafioso al que había

prestado numerosos servicios, de todo tipo; y de algún modo, a pesar de saber que

era un ser despreciable en la mayoría de ocasiones, para Henry era como un amigo.

Sheridan le había ayudado y él, a cambio, había pagado con otros favores. La nota

para encontrar a Serena, la tapadera oculta de Morris, y en su día, tiempo atrás, con

los que habían secuestrado y asesinado a su familia.

Por primera vez, o tal vez por intuición, allí en la puerta del restaurante, pensó

que en Sheridan había más, algo oculto, ajeno al traje de empresario mafioso.

Respiró y empujó la puerta de cristal. La noche anterior, además de

despertarse sobresaltado, había tenido un sueño extraño en el que salía Sheridan, y

de algún modo comprendió que debía venir a verle. Sueños, interpretaciones,

misticismo; en cualquier caso, allí estaba entrando a ver a su amigo. El salón,

sutilmente adornado, con tonos pasteles en paredes y techos, disponía de

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numerosas mesas donde se servía comida francesa; incluso un cocinero traído del

país se encargaba de la cocina. La barra con unos taburetes de madera, quedaba a

la izquierda. Pero tras la tapadera gastronómica de cierta perfección, en otro salón

situado a la derecha, separado tan solo por una puerta vigilada por dos guardias de

enorme envergadura, había varias mujeres aún más selectas que la propia cocina;

prostitutas atendiendo a otros clientes, o los mismos después de los buenos platos.

Henry no tuvo problema en entrar. Allí podía ver cómo bebían al calor de

pronunciados escotes y faldas que apenas tapaban la ropa interior. La zona discreta

donde Sheridan pasaba la mayor parte del tiempo, quedaba en un lateral del

segundo salón, en un reservado. En la segunda entrada, había otros dos hombres.

Tampoco tuvo problema con ellos. Le dejaron pasar sin reparo. Nada más

abrir la segunda puerta, Sheridan le vio.

—¡Querido amigo, cuánto tiempo! —dijo sentado en un amplio sillón, al fondo

de la sala reservada.

Delgado, muy moreno, con el pelo negro engominado, y unos ojos que

parecían combinar con el resto de su imagen, como si el conjunto de su persona lo

hubiera diseñado a propósito un estilista; incluso, se observaban un par de cicatrices

no muy grandes que le daban un aire rudo. Vestía un traje de Armani al que faltaba

la chaqueta que había dejado tirada sobre una alfombra persa, un Rolex de oro y un

anillo con dos diamantes visibles desde la entrada, engarzados en oro blanco y un

pendiente a juego con el anillo.

Sheridan estaba acompañado de seis guardaespaldas repartidos por el

reservado y dos chicas, una a cada lado, que completaban el ajuar de champagne,

joyas y cocaína sobre la mesa de cristal.

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—Tengo un asunto que tratar —indicó Henry cuando llegó hasta él. —Es

importante y… confidencial. A estos no les importa.

—¡Venga!, seguro que estas dos han escuchado y han visto cosas más

importantes que lo que tú puedas decirme, hasta me han visto desnudo…

Sheridan miró a la chica que se situaba a su derecha y la besó en la boca, al

tiempo que metía la mano entre las piernas dejando ver que no llevaba bragas.

Estaba claro que iba pasado de todo, faltaban varias rallas en el cristal de la mesa.

Henry mantuvo el silencio observando como la otra, la de la izquierda, le acariciaba

el pecho. Ambas sonreían complacientes, y no se irían a no ser que Sheridan les

diera la orden. Pero, en ese momento en que las miraba, supo que el anfitrión de la

casa no era cómo él creía. Tal vez, su poder le permitía ver más allá de los simples

envoltorios.

—Supongo que no te convenceré para que se marchen.

—No, amigo, ven aquí. Nunca tendrás algo así en tus manos. ¿No son una

preciosidad?

—Sí, lo son. Son preciosas, pero te he dicho que es muy importante. Haz que

se vayan, luego podrás jugar cuanto quieras.

—Me estás cabreando. Las gatitas no se van, estoy muy cachondo y estos

tampoco, coño qué pesado te pones —dijo provocando Sheridan.

Los guardaespaldas del interior del reservado, al ver molesto a su jefe, se

acercaron a Henry con ánimo incluso de echarle si seguía insistiendo. En ese

momento, sintió algo que le sobresaltó, una intuición que le alertaba. Henry supo

entonces que no eran simples seres humanos, pero ¿qué eran ellos? Protegían a

Sheridan, aunque… no solo era eso. Llegó a la conclusión irracional de que se

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trataba de engendros recogidos por Sheridan. Pensó, sin saber muy bien el porqué

del razonamiento, que ni siquiera tenían alma.

No lo meditó. Henry sacó el arma y comenzó a disparar. Caían, uno tras otro,

pero eran demasiados. Los dos de la puerta entraron y la bala se incrustó en el

brazo. Otra, en el hombro. Y en la pierna. Cayó al suelo. Recargó el arma. Sin

pensar en el dolor que sentía y que podía controlar, acabó con los dos últimos. Solo

quedaron las dos chicas y Sheridan le maldecía por lo que había hecho, pero no

hizo nada para impedírselo.

Empapado en sangre, Henry se sentó justo enfrente. No cambió su rostro a

pesar de las heridas.

—Las balas no me matarán —dijo irracional y sin saber porqué.

Hizo una señal con la pistola a las chicas. Esta vez no esperaron la

aprobación de Sheridan y salieron corriendo. Una sonrisa se dibujó en el rostro del

empresario. La apariencia era distinta, pero no había miedo.

—Estás como una puta cabra —dijo al tiempo que se pasaba la mano por la

cara. —¿Qué coño has hecho, Henry? ¿Sabes lo difícil que es encontrar

guardaespaldas tan abnegados?

La puerta se abrió de golpe y Sheridan hizo un gesto con la mano para que la

cerrasen. Eran los dos que estaban en la puerta más alejada.

—Me manda quien tú ya sabes. Necesito tu ayuda. Parece que quieren

matarme.

—¿Quién quiere matarte? Tú te sabes defender, no necesitas mi ayuda.

—Sabes a qué me refiero. Algo me ha traído aquí y quiero respuestas, sé que

tú me las puedes dar. Tarde o temprano vendrán y, por lo que estoy viendo, no estar

informado es como estar muerto.

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—¡Menudo desastre has provocado! No tengo ninguna instrucción, estás

equivocado y no voy a ayudarte. El problema lo has generado tú, y entrar en este

juego supone un grave peligro para mi existencia. Aquí pululamos muchos, y no nos

metemos en los asuntos de los demás. Ellos me dejan en paz y yo hago lo mismo.

Si te consideran un peligro... no sé porqué.

—Ya, pero hay cosas que no comprendo, ¿por qué a mí me consideran una

amenaza y a ti no?

—¿Será porque yo no he matado a ninguno? Oye, escucha, no me hagas

demasiado caso; voy un poco pasado, tal vez no sea por eso. Pero no lo sé, quizás

sea porque yo no puedo hacerlo… Lo que veo es que estás descontrolado. Mira lo

que has hecho, no tiene sentido. Deberías pensar en ello.

—¿Cómo sabes que les he matado...?

—Aquí se sabe todo. En serio, no puedo ayudarte. Ya puedes irte, pronto

vendrá la Policía y este desastre... —otra sonrisa se dibujó en el rostro, absurda por

el problema que suponía aquello.

—He venido porque él me ha guiado hasta aquí. Piensa en ello.

*

El coche de Policía había llegado a la puerta del restaurante. Henry escuchó

la sirena. Demasiada gente fuera... «Seguro que habían avisado al escuchar los

disparos, pensó comprendiendo su estupidez.

Se miró. Iba cubierto de sangre. Las heridas no dolían o, como siempre, aisló

el dolor haciendo lo que se le daba bien. Pero el caso es que sangraban. No entraba

en sus planes seguir matando, aunque no dudaría en hacerlo si fuera necesario.

Sheridan se sirvió una copa de champagne y le hizo un gesto con la mano

para que se fuera.

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—Buena suerte, capullo —le dijo sonriendo.

Henry, confuso, salió del reservado. La entrada principal era un error. Fue

hacia la puerta trasera. Pensaba que tendría más suerte, que saldría sin problemas,

pero no era el día. Otro coche de Policía había llegado cerrando el paso desde el

callejón.

—¡Joder! —dijo Henry sonoramente.

La policía ya llevaba la pistola en la mano y el acompañante, apoyado en el

coche, apuntaba a la puerta. Eran jóvenes, mucho.

—¡Quieto, señor! ¡Arrójese al suelo! —dijo la chica.

Les podía matar pero... algo le detuvo. No quería involucrar a gente inocente.

Los guarda espaldas eran…

No vaciló cuando comprendió que no eran personas, pero estos… allí

pensando que no había conseguido nada, se maldecía por la estupidez. La soberbia,

aumentada por el poder que había adquirido, le había vencido.

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CAPÍTULO DIEZ. Encuentro.

Se dejó coger, a pesar de las consecuencias y del error de pensar que no le

importaría acabar con cualquier obstáculo. Se arrepentía por lo absurdo de la

situación que había provocado. Recordaba cuando cuidaba esas cosas. La

muchacha, que al verle sangrar no lo tenía claro, le colocó las esposas por la parte

delantera, mientras su compañero, le apuntaba con su arma.

—Usted necesita una ambulancia. Las heridas… —dijo la policía al verle

sangrar. Le hizo un aviso a su compañero y éste llamó por radio a emergencias.

—No se preocupe, estoy bien. No necesito la ambulancia. Pronto dejarán de

sangrar —dijo Henry convencido de que sería así.

Le quitaron la pistola y el cuchillo. Después, el policía le sujetó empujándole al

interior del coche.

—Te ha caído una buena —dijo el muchacho, orgulloso por el arresto, al

tiempo que la chica usaba la radio para comunicarse con la central.

—Te llevaremos nosotros al hospital —apuntó ella ignorando el comentario de

Henry, al que creyó drogado y, por consiguiente, ajeno al dolor.

Dentro del vehículo, la chica miraba por el retrovisor, no entendía lo que

veía… los disparos en la ropa, la sangre. Era inexplicable. Otro policía salía por la

puerta trasera del restaurante. Se notaba desconcertado.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el agente que la acompañaba y que aún no

había entrado en el coche patrulla.

El policía que salía se encogió de hombros.

—Aquí dentro no hay nada. Si han matado a alguien se han llevado los

cadáveres. Y lo han limpiado rápido porque tampoco hay sangre.

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Miraron las ropas de Henry, los agujeros, las manchas de sangre. Quedaron

desconcertados.

—Después del hospital, le llevaremos a Comisaría para interrogarle —dijo el

policía, dubitativo, sin dejar de mirar a la chica y esperando su aprobación.

Henry pensó que Sheridan se había movido rápido, pero ¿cómo se podía

deshacer de tantos cadáveres en tan poco tiempo...? Era evidente que tenía

recursos.

*

Al dar marcha atrás, el coche patrulla frenó en seco. Había dos personas

impidiendo que pudieran salir del callejón. Se trataba de una chica, casi tan joven

como la agente que conducía, y otro hombre mucho mayor.

La joven avanzó hacia el automóvil. El que aún seguía en la puerta trasera del

restaurante, también comenzó a andar hacia ellos. Intuyó algo porque sacó el arma.

—¡Eh, vosotros!, apartaos del coche —gritó, tratando de que se dispersaran.

Ella seguía caminando, como si nada, ignorándole. El policía, la apuntó con el

arma repitiendo el aviso. Al mismo tiempo, salió del coche el otro agente,

percatándose del aviso de su compañero. También llevaba la pistola en la mano.

—¡Atrás! —gritó sin entender porqué la chica se acercaba de ese modo, y

cómo es que ignoraba las ordenes de su compañero y la propia.

La duda de los dos policías, ante el hecho evidente de no hacer caso a sus

órdenes, les llevaba a considerar la posibilidad de disparar sus armas. Sin embargo,

ella iba desarmada y, finalmente, se miraron desconcertados dejando de apuntarla.

El hombre que la acompañaba, a quien no le habían prestado atención por

haberse quedado atrás, abrió los brazos y dio una palmada hacia el frente. El coche

policial salió volando y dio dos vueltas de campana en el aire, arrastrando con el

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impacto, al agente que venía desde la puerta. La chica, que ni siquiera se movió,

resultó inmune a la onda de energía. El policía que había salido del coche, se había

golpeado con la pared. Aturdido, había perdido el arma y estaba tumbado en el

suelo. Ella, absolutamente decidida, le golpeó con la mano en el pecho, con tal

fuerza, que pudo escucharse un sonido de huesos quebrados; el joven policía moría

sin saber qué había sucedido.

Henry, en el asiento de atrás y esposado, se sentía indefenso. Podía ver que

la chica policía apenas podía moverse. Intuyó que estaba bien, a pesar de lo

aparatoso del golpe, pero necesitaba ayuda. Comprendió que venían a por él,

estaba seguro de ello y ahora se arrepentía por dejarse coger.

El hombre arrancó la puerta de un tirón. Luego, sacó a Henry del asiento

posterior empujándole al suelo. Le arrastró, tirándole de una pierna hasta la pared

del callejón, alejándolo del coche que comenzaba arder. Apartados del fuego, le

recogió del suelo levantándolo por el cuello. No comprendía, se suponía que

vendrían amigos, pero estos…

—Sin tu cuchillo no eres tan valiente, ¿verdad? —dijo con las pupilas

inyectadas de un rojo intenso.

El aspecto era el de un hombre corriente. Vaqueros, camisa azul a cuadros,

metro setenta, tez ligeramente oscurecida por el sol, cara ancha con una boca de

gruesos labios, nariz abierta, y pelo corto canoso... pero sus ojos, así como su

fuerza, desvelaban que no era alguien común.

Henry seguía esposado. Intentaba romper sus ataduras, pero no lo

conseguía. A pesar de que su fuerza había crecido, no cedían y finalmente desistió,

incapaz de reaccionar. El coche ardía, las llamas y el humo se expandían cada vez

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más. La chica cogió el cuchillo del interior del coche e ignoró a la policía, que

parecía no importarle.

Henry seguía sujeto por el cuello, se sentía débil por la sangre que había

perdido; pero, aun así, intentó golpearle levantando las manos esposadas en un

movimiento que trataba de encontrar su cara. La reacción que encontró al esfuerzo

terminó de anularle, era como si aquel hombre, o lo que fuera, le hubiera adivinado

el pensamiento, y con la mano izquierda bloqueó el envite. Se preguntaba confuso

por qué un ángel actuaba así. La vio llegar hasta él. Rubia, pecosa, de ojos claros;

no destacaba físicamente y era más bien obesa. Sus ropas, de lo más normales: un

vestido blanco ajustado en la parte superior dejando ver unos voluptuosos senos,

pies pequeños cubiertos por botines marrones. El pelo lacio caía sobre su rostro

tapando parte del mismo. Mostraba el cuchillo con intención de usarlo.

—Ahora morirás —dijo ella, al tiempo que lo hundía en su costado.

La oscuridad llegó al callejón. Sintió como su espíritu se helaba, como se

rompía desgranándose poco a poco, perdiendo la consciencia... pero se resistía,

luchaba y, sin poder evitarlo, el cuerpo cedía, mientras que la carne, el envoltorio

terrenal, se descomponía sin que pudiera hacer nada. En esos momentos

angustiosos en los que todo lo que había imaginado se desvanecía, algo sucedió,

justo cuando todo estaba perdido, cuando la carne se dispersaba visible en

diminutos fragmentos de ceniza que salían volando... El que le sujetaba por el

cuello, casi ahogándole, terminó por soltarle. El cuchillo permaneció hundido en el

costado, pero la mujer ya no lo empujaba, le había dejado. El coche ardía en su

totalidad y pensó en la chica.

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CAPÍTULO ONCE. Redención

Sheridan le despertó ajetreando su cuerpo como si fuese un saco de patatas.

Cuando Henry abrió los ojos observó que se hallaba tumbado en el suelo de una

habitación desconocida. Estaba completamente helado y el lugar también lo parecía.

—Te resistes a la muerte —dijo Sheridan nada más verle abrir los ojos.

Sobre el suelo, y por primera vez en su vida, o desde que él recordaba en su

uso de razón, sentía mucho frío.

—El alma es muy puñetera —indicó Sheridan al mismo tiempo que vertía

whisky en dos vasos, y ofrecía uno de ellos a Henry—. La tuya no quiere dejar tu

cuerpo, aunque este receptáculo que la contiene es demasiado débil. Si sigues aquí

es porque Lucifer te protege más que a nosotros, o quizás haya sido suerte. Sea por

el motivo que fuere él ha venido a verme. Te confieso que nunca le había visto, y

solo puedo decirte que todo fue etéreo, extraño... Ha dejado bien claro que tengo

que servirte, y también tengo que explicarte algo.

Bebió el whisky con avidez, pero no era eso lo único que necesitaba Henry;

sentía una sed insaciable.

—¿Puedes darme un poco de agua?

—Claro. Agua, sí… ¿no prefieres otro…? Vale, agua.

—No creo en la suerte... —dijo Henry, pensando que no le saldrían las

palabras de la boca—. Me dejaron por algún motivo. Ya estaba perdido, ¿cómo ha

sucedido? ¿Tú sabes algo?

—Nada más salir del reservado, tuve que limpiar la sala. El estropicio que

dejaste. Escuché más sirenas de la Policía y tenía poco margen.

—Fue curioso ver la cara de extrañeza del policía cuando salió diciendo que

no había nada —dijo Henry esperando algo más concreto.

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—La limpieza es fácil, tengo mis recursos. Te contaré un secreto, solo dos

personas en este mundo lo conocen, Serena y ahora tú. Es parecido a cuando tú te

disfrazas de algo que no eres. Este bastón que llevo no lo necesito, en verdad no

cojeo.

Giró la empuñadura de madera labrada y apareció una punta, de unos diez

centímetros, de acero que pronto comenzó a cambiar, a brillar con una luz rosácea

amarillenta.

—Después del pacto con Lucifer hice nuevos amigos. Somos como una

familia. No sé de donde vienen estas cosas, pero son efectivas. Serena me dijo

dónde encontrar ésta y otras cosas que guardo con más celo que el dinero. Con esto

hice desvanecer sus cuerpos. La carne, los huesos, todo se convierte en ceniza…

—Pero no eran… ¿verdad?

—Observador. Siempre has sido un hijo de puta atento a los detalles —dijo

Sheridan, echándose otro whisky—. No, no eran humanos; bueno, si ser humano es

medir un metro noventa y vestir bien, lo eran. Pero no sientas pena por ellos, si es lo

que te preocupa.

—¿Qué pasó en ese callejón? —preguntó Henry sentándose con la espalda

apoyada en la pared.

—No lo sé. Cuando salí a la calle os vi a los tres, no sabía que te tenían. Me

había imaginado en Comisaría intentando explicar a los policías que esa sangre que

llevabas en la camisa era falsa, pero en ese momento, justo cuando pensaba como

librarte de ellos, todo se oscureció. El fuego del coche se extinguió de golpe. Como

si una lluvia invisible hubiera caído sobre el vehículo. Aunque, en realidad, la

sensación que puedo describirte es que el calor que generaban las llamas

desaparecía absorbido por algo. Las paredes de los edificios cambiaron. Fue la

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sensación de ir, o de estar, en otro lugar; el cielo, la calle, la oscuridad, como si todo

el maldito callejón hubiera viajado a otro sitio, a no sé dónde… Ellos se

desvanecieron como sombras. Te recogí bajo un viento seco que me quemaba la

garganta, te saqué el cuchillo y cuando pensaba que estabas muerto, cogiste una

bocanada de aire y todo volvió a la normalidad. El coche siguió ardiendo y traté de

sacar a la chica, pero ya era tarde.

—Joder, Sheridan, parece que sí que ibas pasado.

—No, amigo, no iba tan pasado. Algo pasó en ese callejón, que no puedo

explicar, y te aseguro que he visto muchas cosas. ¡Bien!, vamos… tengo que decirte

que tu mujer y tu hija siguen vivas.

—¿Qué coño dices? No me jodas con esas cosas. No tiene ninguna gracia —

dijo apretando los dientes y los puños.

—Es verdad lo que te digo.

—Si me estás mintiendo, no habrá arma en este mundo que impida que te

mate.

—Hay cosas con las que nunca jugaría… y menos contigo. Mira, yo solo

cumplo instrucciones, órdenes que me llegan como pensamientos, mensajes en un

cristal. Alguien me dice algo saliéndose de la conversación que mantenemos, o por

la calle sin conocerlo de nada... de muchas formas. El propósito que nos ha llevado

hasta aquí lo desconozco, eso solo lo saben ellos. Llevé a tu casa a una puta, que

trabajaba en el restaurante, y a su hija. Recogieron a tu mujer a la salida de la

tienda. Las llevaron a las afueras de la ciudad y las dejaron en algún lugar. Solo

cumplí sus órdenes, nada más. Pero él sabía que algo iba a suceder y, por algún

motivo, decidió salvarlas. Luego se confirmó que asaltaron tu casa; el resto ya lo

conoces. Simplemente mataste a los asesinos de otra madre y su hija, pero el

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encargo para eliminarlas era un hecho. Ya sé que todo esto es paranoico y, créeme,

no sabría darte una explicación racional, pero ellos son así. Solo tengo una cosa

muy clara: debo seguir sus instrucciones sin cuestionar, sin dudar; de no hacerlo, no

estaría aquí contigo.

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

—Porque no estaba en las instrucciones; como te he dicho, solo cumplo sus

cometidos. Luego, olvido con facilidad aquello que no me está permitido, tal vez por

eso me paso a veces.

—¿Dónde están ellas?

—No sé dónde están. Puedo intentar enterarme, pero no lo sé. El mensaje a

tu mujer era sencillo: si volvían a verte os matarían a ti y a tu hija. Un argumento

convincente, ¿no crees?

—¿Por qué lo hiciste? No lo entiendo Sheridan, no puedo entenderlo.

—No es a mí quien a quien debes hacer esa pregunta. Si alguna vez puedes,

házsela a él.

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CAPÍTULO DOCE. El objetivo

Se encontraban en la casa de Sheridan. Henry nunca había estado allí. Era

un lugar grande, lujoso en detalles y decoración, en contraste con su deplorable

gusto. El dinero se reflejaba en multitud de objetos que apostaban más por la

extravagancia que por la definición de espacios. El salón llamaba la atención por una

gran alfombra persa de mosaicos en colores vivos. Los sillones blancos de corte

moderno, de piel, se rodeaban de muebles antiguos. Cuadros en paredes

multicolores al lado de otros hiperrealistas con ánforas entre ellos, armaduras de

caballeros, e incluso un florero con una base de mármol blanco.

—¿Cómo te reclutó Lucifer? —preguntó Henry al tiempo que se levantaba, ya

casi recuperado, estirándose la camisa arrugada que exhibía un gran corte, además

de los agujeros de bala y la sangre seca.

—Cuando llegué a esta ciudad trabajé de camarero. En ese restaurante en el

que has estado hoy. Llevaba tres meses observando cómo se movía el dinero.

Parecía increíble. La gente se muere de hambre y otros al mismo tiempo… lo cierto

es que había una chica, Sophie. A veces, en realidad muchas, ella tenía que hacer

trabajos desagradables y puedes imaginar a qué me refiero. Órdenes y obediencia

ciega, para seguir subsistiendo. Me gustaba demasiado y me enamoré

perdidamente de ella...

—No te imagino enamorado —dijo Henry, cambiando una mueca de dolor por

una sonrisa que rompía su rígido rostro.

—Intenté sacarla del negocio y cometí un error, pensé que tenían escrúpulos.

La mataron ante mis ojos; solamente por decirle al jefe que quería casarme con ella.

Bueno, y porque ese día no fue a realizar el encargo que le habían asignado.

Hubiese hecho cualquier cosa, daba igual qué trabajo. Solo deseaba estar con ella.

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—Lo siento. Eso mismo sentí yo cuando… —Sheridan siguió hablando,

cortando a Henry.

—Después de pegarle un tiro en la cabeza justo delante de mí, me preguntó:

«¿Quieres algo más Sheridan?».

—Hay personas que sobran, ¿no crees? Ése es mi propósito, acabar con

ellos, y por eso estoy aquí; es lo que me ha llevado a buscarle, a pactar con él.

—No te engañes conmigo Henry, perdí la humanidad con esa bala.

Comprendí que el mundo es una mierda y es mejor ser como ellos, porque todo esto

está hecho para gente así. Mírame ahora, ¿crees que siendo camarero estaríamos

hablando?, ¿tendría todo esto? En relación a la pregunta que me hacías, de cómo

llegué hasta Lucifer —se llenó de nuevo el vaso de whisky y ofreció otro a Henry,

que aceptó—, te contaré. No era casualidad que yo me fijase en los detalles, como

haces tú. Y no como ahora, que solo pienso en follar y en la puta coca. En todo

aquel tiempo que trabajé en el restaurante, observé que Nathan Cuaque, mi jefe, un

chorizo del tres al cuarto que había llegado hasta allí por usar una violencia extrema

en todo lo que hacía, era un auténtico supersticioso. El miedo al ocultismo era su

talón de Aquiles. Pregunté a unos y a otros. Gasté el dinero que ganaba en reliquias,

cualquier cosa que llamase mi atención. Visité y hablé con todos aquellos que tenían

algún poder excepcional o presumían de ello.

Bebió Sheridan, descargando el vaso de un solo trago, volvió a llenarlo.

Estaba eufórico, seguramente era la primera vez que le contaba algo así a alguien.

—Un día, por casualidad, tras comprar este objeto que llevo siempre colgado

del cuello a un comerciante sirio —le enseñó a Henry un medallón de plata con la

figura de un hombre perro, erguido, sosteniendo un tridente—, me preguntó qué era

lo que realmente buscaba. Le dije, sin vacilación, que quería un pacto con Lucifer,

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quería el poder de la oscuridad, buscaba venganza sin remordimiento y, a cambió,

entregaría mi alma. El comerciante me miró con sus diminutos ojos negros, que se

perdían entre las arrugas de su cara. Me dio apuntada una dirección. En el mismo

papel que años después yo te di, ¿recuerdas? Ése que te llevó hasta Serena. Pasé

tres días en su casa. No te diré lo que me hizo hacer, eso solo queda para mí. El

tercero y último bebí algo que me dio. Ella me dijo: «Ahora viajarás, si regresas, ya

no serás el mismo, pero él decide si te concede el don, si no, morirás, ¿estás

dispuesto?». Asentí con la cabeza y no recuerdo nada más, o tal vez decidí olvidarlo

inconscientemente. Cuando volví de mi viaje, maté con mis manos a Nazan y a

todos sus guardaespaldas fieles que le reían sus atrocidades; luego bebí su sangre

brindando por el alma de Sophie.

—También te pidió Serena… algunos trabajos.

—En realidad, lo que ella quiere es compañía. Se siente sola, es una forma

de hacer que vuelvas a verla. Tal vez te acompañe. Quién sabe…

—¿Y ahora?

—Tenemos que hacer una visita. Será mejor prepararse. ¿Estás ya bien?

Henry afirmó con la cabeza. Sheridan salió de la sala al mismo tiempo que le

hacía un gesto para que le acompañase. El pasillo, con varias puertas de roble

oscuro, dejaba ver entre puertas la exhibición de un cuadro. Todos estaban firmados

y Henry incluso pudo identificar el nombre de alguno. Al fondo, en el extremo del

pasillo, se exponía el más llamativo y no solo por la pintura. Un lienzo de Picasso,

que estaba iluminado con dos focos en la esquina superior. Sheridan tocó en una

parte del marco, un interruptor perfectamente disimulado que hizo girar la obra hacia

un lateral de la pared. La puerta era de piedra con multitud de formas de niños

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esculpidas. El realismo de las figuras reflejaba la maestría de un genio y parecían

cobrar vida propia.

A la derecha de la puerta, había una combinación. Diez ruedas dispuestas

verticalmente; una sobre otra, con diez figuras distintas que giraban sin detenerse.

Sheridan las fue parando una a una, dejando ver los símbolos. «Son ruedas

aleatorias», pensó Henry, incapaz de repetir los movimientos de Sheridan. Cuando

paró las diez, la puerta se abrió.

En la sala había varias estanterías de madera y un par de mesas en el centro.

Objetos de todo tipo. Desde platos y vasijas, a máscaras de distintos tamaños

colores y formas, armas, dinero, joyas, velas, huesos esparcidos por paredes y

suelos, como si aquel lugar hubiese salido de un cementerio.

Sheridan se acercó a la mesa. Había varias espadas, cuchillos, numerosos

objetos punzantes...

—¿Y esto? —preguntó Henry, al mismo tiempo que sostenía sobre la mano

un mazo pesado de metal.

—Como te he dicho, tengo que llevarte a ver a alguien. Esas son mis

instrucciones.

—¿A quién?

—Imagina que eres un gato y te piden ir de visita a la perrera. Eso es lo que

me ordena hacer. Si preguntas más, no podré contestarte y, en confianza, no creo

que podamos ni acercarnos a un kilómetro. Es lo que me gusta de sus juegos; ellos,

en realidad, solo miran cómo nos destruimos, siempre he pensado que apuestan

para ver si lo conseguimos. Supongo que es un buen juego y divertido, si no tienes

nada que hacer… por supuesto, si no participas en él.

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—Estas armas… algunas son… muy viejas —la duda era visible en Henry—.

Coge, por instinto, solo aquello que intuyas que pudieras utilizar. No te fijes en su

aspecto, no son objetos vulgares, todos tienen una utilidad.

—Creo que no voy a coger nada. Con la cadena y el cuchillo tengo bastante.

Es como llevar un peso innecesario. ¿No tienes una pistola?

—¿Crees que una pistola sirve para algo?, ¿ves alguna por aquí? Yo sí

cogeré algunas cosas.

—Me parecen inútiles. Todo esto…

—Quizás te lo parezca, pero yo también soy supersticioso. No sé por qué —la

risa de Sheridan era más sarcástica que otra cosa.

*

El edificio de veinte plantas parecía más un hotel que un inmueble de

viviendas. Construido en los años cuarenta, seguía pareciendo recién estrenado. La

fachada de piedra arenisca, con ventanales más grandes de lo habitual, dejaba ver

una terraza en el ático totalmente acristalada. Allí era donde debían ir. La entrada

principal, en una de las avenidas más céntricas de la ciudad, parecía sacada de un

cuento de fantasía. El dintel de mármol negro se sostenía en sendas columnas de

granito. Y había dos ángeles de piedra en las respectivas esquinas. En cada planta,

los extremos de los forjados sobresalían en cornisas de más de un metro,

recorriendo toda la fachada. Sobre los salientes, y cada cuatro o cinco metros,

habían colocado gárgolas de roca caliza, aunque no servían para la evacuación de

aguas, siendo únicamente decorativas. La iluminación de la fachada, desde la parte

inferior, daba la falsa sensación de que cobraban vida, proyectando sombras que

parecían moverse bajo una brisa suave.

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Dos vigilantes controlaban la entrada. La puerta se recercaba con un marco

de más de un metro de madera maciza labrada. El resto, dos hojas de cristal.

—¿Lo ves? —preguntó Sheridan esperando confirmación.

—¿Ver?, sí, veo a esos dos.

—No me refería a eso.

—¿Qué tendría de ver? —indicó Henry confuso sin comprender a qué se

refería.

—Toma, ponte estas gafas.

Se trataba de unas lentes solares. Henry dudó en ponérselas. No era lógico,

ya que había caído la noche. Al final, accedió.

Al colocarlas, todo cambió. Las dos figuras tenían un aura visible, una luz los

envolvía. El edificio desprendía la misma radiación azul por las ventanas, mostrando

la evidencia de que dentro había más seres como los de la puerta. Se las quitó.

—Me acerco y les hablo —dijo Sheridan en su plan improvisado—. Tú vienes

por detrás y les matas. Aléjate un poco, que no vean que vamos juntos, yo iré en dos

minutos.

—¿Así, sin más?

—Ya me has oído. ¿Crees que nos dejaran entrar por las buenas? Hazme

caso.

Sheridan esperó los dos minutos y comenzó a andar hacia la puerta. Los dos

hombres se pusieron alerta. Llevaron las manos a los bolsillos. Cuando casi había

llegado, dejó caer un objeto esférico al suelo. El fogonazo de luz les cegó.

Henry clavó el cuchillo por detrás y Sheridan usó el bastón golpeando al otro

que, atascado, había sacado algo del bolsillo. La punta del bastón no funcionaba

como él había previsto. El vigilante cayó de rodillas por el golpe, pero se levantó. La

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luz que le había desconcertado momentáneamente perdía su efecto, pero Henry no

dio opción a más y terminó el trabajo.

Solo quedaron dos trajes en el suelo; el polvo se desvaneció arrastrado por el

viento. Henry tocó la ropa con el pie. El objeto que habían sacado del bolsillo se

trataba de una vara corta de madera. Sintió curiosidad, pero Sheridan, raudo, la

cogió y la guardó.

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CAPÍTULO TRECE. Ascensión

Entraron en el recibidor. No había nadie. No eran viviendas, sino que

parecían oficinas. Había multitud de placas con logotipos en la pared y un mostrador

cerrado. Los ascensores, en un lateral del mostrador.

—Al ático, ¿no? —preguntó Henry, confuso.

—Sí, eso tenemos que hacer. Estoy un poco nervioso. En realidad, subir no

es una buena idea y venir aquí, tampoco. No sé por qué...

Sin dilación, y obviando los comentarios de Sheridan, Henry pulsó el botón

del ascensor y subieron hasta el último piso. No hubo resistencia, a pesar de que

esperaban encontrarla en cada planta y que el ascensor se detendría y todo

terminaría. Sin embargo, no encontraron a nadie.

Se abrió la puerta metálica de la cabina. La salida desembocaba en una

especie de recibidor. Al fondo, una puerta entreabierta. Ambos avanzaron recelosos.

Tal vez se trataba de una trampa, pero llegaron a la puerta.

Henry empujó la pesada hoja de madera abriéndola completamente.

—Pasar, vamos —dijo un hombre vestido de negro que se situaba en un

ventanal en el extremo del salón, justo al fondo.

Seguían recelosos. Henry se veía arrastrado por los comentarios y

observaciones de Sheridan, que le había contagiado el miedo. Era obvio que no

encontraban lo que habían pensado.

—No era necesario matar a los dos de abajo. Tenían órdenes de dejaros

entrar. Las suposiciones suelen ser erróneas... en la mayoría de los casos. El miedo

nos hace cobardes, ¿verdad Sheridan?

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—Lo siento —contestó Henry en defensa de Sheridan—, últimamente

suponer otra cosa sería pecar de ingenuidad, ¿no cree usted? —siguió Henry sin

remordimiento por lo que había hecho—. ¿Por qué quieres matarme?

—¿Matarte? Estás confundido e indudablemente no estás muerto. Pero

tienes razón, no es agradable sentirse amenazado.

—He venido para dejar clara mi casusa —dijo Henry llevando una iniciativa

presa de la anticipación—. Mis enemigos son los que causan el mal, no los que

hacen lo contrario. A no ser... que esté frente al mal.

—Has venido porque te han enviado. No insultes mi inteligencia —dijo tajante

el hombre que vestía de negro.

Henry se dio cuenta de que Sheridan no decía nada. Había quedado justo

tras él. Al girarse, ya no estaba y un presentimiento funesto le vino como una

premonición.

—El bien y el mal es solo semántica —dijo de nuevo, sin girarse—, como la

vida y la muerte. ¿Si al morir vas a un lugar mejor, entonces por qué quieres seguir

viviendo? La gente se aferra a la vida porque es tangible, material. La posesión es

una enfermedad. El placer de la carne, también. El miedo de Sheridan a perder lo

que tiene, por ejemplo, le hace cobarde, irracional y un poco tonto, la verdad.

El hombre que hablaba seguía sin girarse, mirando absorto la cristalera.

Henry solo podía ver con claridad un traje negro, y el reflejo de un rostro

indeterminado en el cristal. Por fin, como si pudiera escudriñar su pensamiento, se

giró. El traje combinado con una camisa blanca se ajustaba perfecto. Ojos negros y

grandes, a juego con las cejas y el pelo peinado hacia atrás. Tez bronceada en un

rostro de mandíbula prominente, nariz aguileña y un poco pequeña en proporciones.

Solo podía distinguirse una cicatriz en el lóbulo derecho muy bien disimulada.

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—¿Y Sheridan? —preguntó Henry.

—¿Te preocupa ese indeseable?

—Bueno, le tenía cierto apego, le conozco hace tiempo.

—No te preocupes por él, ya está en la calle corriendo hacia su restaurante.

Te pido disculpas, ha habido un lamentable error. Los que te atacaron en el callejón

no tenían que hacerte daño; sus órdenes eran traerte a mí. Resulta difícil hacerse

entender.

Henry pensó que mentía.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó yendo al grano.

—Pronto estaremos en guerra y necesitamos tu ayuda. No eres consciente de

tu poder, pero yo puedo mostrártelo.

—No estoy aquí para hacer guerras.

—Antes de tomar decisiones, de hablar sobre lo que harás o no, debes

escucharme. Todos tenemos opciones, ya has escuchado antes lo del libre albedrio,

pero no creas que siempre podrás hacer lo que te venga en gana...

Henry asintió con la cabeza.

—Te escucharé. Es cierto que precipitamos nuestros actos sin saber qué

consecuencias derivan de ellos.

*

La sala del ático se quedó a oscuras. Luego cambió de aspecto. Los grandes

ventanales habían desaparecido. El ambiente, el suelo, las paredes, el techo, los

muebles, nada. El lugar era distinto, parecía la sala de un palacio. Grande,

majestuosa. El techo y las paredes aparecían decoradas con figuras labradas y

visibles colores predominantemente rojos, salpicados de tonos azules y ocres,

aunque en menor proporción. No había ventanales y tampoco se observaban

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puertas. Una sala circular y ninguna vista aparente que no fuera la de estatuas y

antorchas situadas en el suelo con grandes pedestales. Las llamas llenaban de luz,

sombras y calor, aquel espacio de color rojizo. Por uno de los laterales apareció la

penumbra. El rojo quedó oculto por el negro. La entrada de aquellas curiosas

imágenes se distinguía por el reflejo que provocaba en un arco vertical de resplandor

que apenas duraba una fracción de segundo. De la oscuridad aparecieron varios

seres, semejantes en su forma a cualquier hombre, o a él mismo. Pero, eso sí,

luciendo atuendos que nunca antes había visto.

—¿Sorprendido? —preguntó el hombre que vestía de negro dando la espalda

a Henry de nuevo y mirando a los soldados.

Llevaban capas carmesí que ocultaban casi todo el cuerpo, sobre todo

cuando no se movían. Los cascos brillantes tapaban la práctica totalidad del rostro,

quedando sólo visible parte de la barbilla. Parecían de oro puro; lisos, sin ninguna

marca o relieve. Dos agujeros a modo de líneas finas en la parte de los ojos. La

capa de uno de ellos se deslizó, enseñando una lanza corta de madera con dos

puntas. Parecía que el tiempo allí se había detenido en otra época. Una pistola

contra aquellas armas obsoletas… Henry recordó a Sheridan, o cuando él les

disparó en su casa.

—¿Quién eres?, ¿dónde estamos?, ¿cómo hemos llegado aquí? —Las

preguntas se amontonaban, pero Henry mantenía una entereza que sorprendía al

anfitrión.

La sala, de un suelo negro brillante, y la bóveda, suspendida por las enormes

columnas que se retorcían como una maroma trenzada, cambió. Todo parecía

alterado en un juego que Henry no podía comprender. Al mirar la bóveda, aparecía

un cielo intenso de estrellas, tan denso y cristalino que no dejaba indiferente.

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—Estás en mi casa. Aquí no existen las mismas reglas que tú conoces o has

podido conocer. Esos que ves ahí son ángeles. ¿Sabes por qué les llamamos así?

Henry asintió con la cabeza y el hombre que vestía de negro sonrió.

—Tú supones, al decir esa palabra, que pertenecen al reino de Jesucristo.

Que son los buenos, los defensores del bien, de la conducta. Es la historia que te

han contado. Pero, en realidad, todo es mucho más sencillo, son ángeles porque

pueden volar. Bajo esa capa se esconden sus alas. No todos podemos surcar los

cielos. Desde mi casa, mi reino, lo escudriño todo. Yo soy el responsable de recoger

almas perdidas, extraviadas, almas desorientadas que no asumen su fin o han

quedado dispersas. Ése es mi propósito. Antes tuve otro… pero de eso hace ya

demasiado.

—¿Qué hago aquí? —preguntó Henry impaciente y un poco nervioso, por no

entender demasiado, o casi nada, de lo que sucedía.

—Te debo una disculpa, no he sido demasiado claro, aunque no es fácil

hacer que comprendas.

—Siempre he tenido la mente abierta.

—He observado tu reacción al traerte aquí… también he visto los últimos

acontecimientos; sorprende la frialdad con la que los afrontas todo esto. Sin duda,

eso ayudará.

Hizo una pausa, al mismo tiempo que hacía un gesto con la mano. Los

guardias, «o ángeles», como él los llamó, se marcharon envueltos en una nueva

oscuridad que se formó en el lateral de una de las paredes.

—En este tiempo que se te ha concedido, se avecinan cambios. Yo elegí una

opción, igual que tú. Mi alianza con Lucifer, al igual que mi compromiso y lealtad, es

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un hecho. Para empezar, debes saber que es el más comprensivo de los dos

hermanos y su vínculo con los humanos es mucho mayor que el de Jesucristo.

—¿Por qué dices hermanos? Él también lo dijo, tenía entendido que Lucifer

era un ángel desterrado. Él es el diablo y mi alma está condenada por haber hecho

lo que hice. Estos comentarios me parecen charlatanería.

—¿Diablo? —soltó una sonora carcajada—, aquí no hay diablos ni demonios.

En cualquier caso, ese ángel al que mencionas soy yo. La Biblia interpreta y dice

muchas cosas. Escrita por humanos, con la ayuda de Jesucristo. Aquello que se

desconoce, infunde miedo; aquello que se teme, es fácil de controlar.

—¿Dices que la Biblia solo intenta infundir miedo?

—No —respiró como si la conversación fuese aburrida—. Cuando conozcas

la verdad, tú mismo tendrás una opinión al respecto.

—No ayudas demasiado. Cada vez tengo más preguntas —dijo Henry

intentando encontrar paciencia de una situación que no entendía.

—En realidad, cuando supimos de tu existencia pensamos en un juego, una

broma pesada de Dios, el creador. Reconozco que tengo propensión a rebelarme.

Quizás tú eres un aviso, pero no sabemos para qué estas aquí. Es la realidad,

sincera y sencilla.

—No es por faltarte al respecto, pero no me estoy enterando de nada y,

francamente, me gustaría volver a mi vida ya que tengo cosas más importantes que

hacer y no puedo perder el tiempo —dijo Henry molesto.

La sala cambió de nuevo. Ahora volvían al ático. La luz eléctrica regresó.

Podía ver la cristalera desde la que se intuían las luces, los edificios de la ciudad,

una pareja andando y dos coches que se cruzaban iluminado con sus faros la

calzada.

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—La dimensión de lo espiritual, se reparte en quien conoces por el nombre de

Jesús de Nazaret y Lucifer. Dios es el padre de ambos.

—Esto es paranoico. ¿Quieres que me lo trague?

—¡No me interrumpas! Te digo la verdad. Ellos se reparten la gestión de las

almas. En principio, aunque no es ésa la idea ni el propósito, la verdad es que

cuantas más almas tienen a su cargo, en su gestión, más poder tienen. Si bien, por

ser hijos de Dios, sería ridículo pensar en rivalidades de poder, o en contar si tienen

más o menos almas en su haber —la cara le cambió al hombre vestido de negro,

Henry percibió envidia en su rostro, en sus palabras—. Debes saber que Jesús creó

lo del perdón para tener más almas en su reino, y eso le funcionó. No obstante, es el

primero, el favorito del padre. En este mundo, hay más malos que buenos, créeme,

pero si perdonas a los malos... sé todo esto porque hubo un tiempo en el que tuve la

gestión del Limbo, un lugar intermedio, de tránsito, de almas contaminadas por el

cuerpo, por el contenedor. Un espacio para almas que necesitan restaurarse,

purificarse; no es como tú lo entiendes, pero Jesucristo no me consideró digno de tal

responsabilidad.

La cara cambió de nuevo. Su rostro se puso rígido y se percibía el odio en

sus palabras. Henry ató cabos, no había que ser muy listo para comprender: envidia,

odio…

Le vino a la mente un comentario que le había dicho con anterioridad.

—Hablabas de guerra —dijo Henry aprovechando la pausa.

—Llevo mucho tiempo reteniendo almas perdidas. Hay otro lugar entre lo que

entiendes como cielo e infierno. El mundo espiritual está en otra dimensión y es fácil

buscar un espacio donde perderlas. Allí he ido acumulando cada vez más. Sé que

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Jesús está enfadado conmigo y lo entiendo perfectamente. Yo estaría aún más

enfurecido. Sin embargo, Lucifer me apoya.

—¿En serio, todo esto que me cuentas es verdad? No quiero ser

impertinente, pero es que es tan… no sabría cómo explicarlo.

—Has hecho un trato con Lucifer, eso nos convierte en socios. Si unimos

fuerzas, tendremos el poder suficiente para desequilibrar la balanza. No son más

que entes etéreos con un poder basado en la energía que genera el espíritu. No

hacen nada más que esperar… accidentes, enfermedades, muertes naturales. El ser

humano es una antena que absorbe la energía del universo y necesitan de ella, Dios

la precisa. Las almas son las antenas y el cuerpo el receptáculo que las mantiene.

—Lo que dices... bueno, no sé qué te propones. Pero no creo que yo pueda

ser de utilidad en algo así. Oyéndote, diría que estás loco.

—Es posible que todos lo estemos, pero ha llegado el momento de actuar.

Pronto tendrás más información del propio Lucifer, por supuesto.

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CAPÍTULO CATORCE. Metamorfosis.

No era fácil de asimilar para Henry. Se hacía la pregunta de si todo formaba

parte de una broma, de una alucinación sufrida y que le remontaba al líquido que

Serena le dio en su momento. Pensó que era eso, que de algún modo había

consumido alucinógenos y que todo lo que experimentaba era parte de su efecto.

Quizás no fue ella, tal vez Sheridan en el whisky...

Henry seguía en el ático, deseaba salir de allí, pero no parecía que fuera una

opción tan sencilla. El hombre que vestía de negro parecía eufórico.

—No me has dicho aún cómo te llamas.

—Tienes razón, Henry. Mi descortesía no tiene límites. Me conocen por el

nombre de Asracel. Tú puedes llamarme así.

Se dirigió hasta la mesa de madera de cerezo y se sirvió una copa de vino de

una botella cuya etiqueta apenas se distinguía. No le ofreció a Henry y bebió un

sorbo.

—¿Por qué me necesitas? Sigo confuso.

—Lo primero que debes saber es que no eres humano, aunque en este

momento de tu existencia lo pienses. A veces, Dios crea cosas. Yo mismo soy una

creación suya. Somos fenómenos, tal vez engendros si nos pudieran ver en nuestra

forma primigenia; en cualquier caso, como te digo, somos producto de su ingenio.

Supongo que cuanto más se esmera más cariño profesa. La particularidad es que en

su universo existe el principio de libre albedrío. Tú eres especial. Pero el propósito

de tu creación es desconcertante, porque el equilibrio se rompe; y eso nos pone

nerviosos. Incluso el propio Lucifer desconoce el fin de tu creación. El propósito es

algo que no se revela, por lo menos a nosotros, solo podemos suponer. Quizás tu

objetivo es matarme, tal vez sea crear otra zona de recogida, o... bueno, ¿quién

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sabe? Sin embargo, el hecho de que terminases pidiendo ayuda a Lucifer, o tu

misión de matar a aquellos que infringen las normas establecidas, significa… o lo

presuponemos, que tu opción es la de estar a nuestro lado.

—Esto es sorprendente. Esperas que me crea lo que dices. Está claro que

todos somos criaturas de Dios. No sé cómo explicarte, pero lo que me has contado

echa por tierra todo lo que me han enseñado a lo largo de mi vida. Cierto que Lucifer

me dio poder. Hice un pacto con él... si me quiere a su lado, pues que así sea.

—¿Pacto...? Entiende que Lucifer no puede ser tu dueño. Esto que te digo

debiera omitirlo, pero nadie conoce tu destino y no quiero que me recuerdes como

alguien que te mintió. Dios se identifica más con Jesucristo y su reino de almas es

mayor. Eso del perdón, como ya te dije, funciona mejor... Tal vez, después de todo,

solo sea hipocresía, nadie lo sabe.

—Yo no busco poder, solo quiero matar a aquellos que causan el mal, ése es

mi propósito.

—¡Buen vino! —dio otro sorbo—. Los placeres de este mundo me fascinan…

Primero tendrás que ayudarnos, tu misión vendrá después. No obstante, aún no

tienes el poder que necesitas, solo ese cuchillo y la ridícula cadena que llevas en el

bolsillo. Bueno, basta de conversación, nos vamos de excursión.

Con un movimiento de la mano, Asracel apagó las luces del ático. Cuando la

oscuridad llegó, la habitación cambió, y Henry sintió cómo sucedía. Ya no estaban

en el confortable establecimiento; ahora se extendía ante ellos un páramo rojizo y

desolado, con aire caliente que quemaba las fosas nasales al respirar. El aspecto

físico de Asracel cambió ante los ojos de Henry. El aspecto humano desapareció.

Para Henry ahora era un demonio; sin duda, un siervo del mal fiel a Lucifer. Se

volvió más alto y corpulento, con brazos musculosos y un rostro marcado por una

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forma ósea muy definida, destacando sobre los músculos. El traje había

desaparecido. En su lugar, quedaba un pantalón de piel oscura. Los ojos brillaban

con tonos ambarinos de rojo blanco y verde. Henry no se inmutó, pero aquello

suponía que lo que le había contado debía ser verdad. La confusión era cada vez

mayor.

Asracel abrió la mano. Llevaba una bola metálica. Comenzaron a salir

cadenas del metal. Se introducían en la carne recorriendo todo el cuerpo.

—Éste es mi aspecto real —dijo, enseñando dos filas de dientes afilados y

una lengua roja como la sangre que destacaba de la piel anaranjada—. ¿Quieres ver

el tuyo?

—No creo que…

Asracel extendió la mano y entregó otra bola metálica a Henry.

Dudó en cogerla, pero finalmente lo hizo. Al sujetarla, comprobó que estaba

fría y luego comenzó a calentarse poco a poco. Las cadenas salieron de la bola. Al

clavarse en la carne, sintió un dolor desgarrador, pero soportable. Pensó que podría

controlar algo así, como otras veces, pero entonces fue distinto. Las cadenas no

solo se metían atravesando sus músculos y huesos, sino que comenzaron a

quemar. En realidad, sentía que la sangre hervía y se evaporaban sus tejidos. Henry

comenzó a cambiar. Las ropas habían desapareciendo entre humo y cenizas.

Poco a poco, aumentaba la temperatura. Era como si las cadenas actuasen

de catalizador, y finalmente, aparecieron las llamas quemando su piel. Salieron dos

cuernos que se retorcieron hacia abajo, de la frente, terminando casi en la boca.

Huesos prominentes en los codos. Los hombros se habían separado hacia el

exterior, y su pecho se había estriado con surcos que parecían una segunda piel

extremadamente dura. Se miró las manos. Grandes, fuertes. Los dedos eran más

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largos y nudosos. Sintió unos pómulos prominentes y duros. Tocó los cuernos. Ya

no tenía pelo.

—Ahora ya sabes cómo eres. Tu nombre es Arioc; así te llama Lucifer. Esto

es, el yermo de Inea. Pertenecemos realmente a este mundo paralelo en dimensión

y que se enlaza con el resto de mundos. Todos hemos disfrutado de una vida

terrenal, como ahora tú tienes. Pero terminará y entonces serás lo que ves. Podrás

controlar tu aspecto, a la vez que la forma humana.

Henry, o Arioc, como le había llamado Asracel, respiraba nervioso. Había

perdido el control, no lo asimilaba y aquel aire caliente no ayudaba. Cayó de rodillas.

Allí, mirando aquella superficie degradada y dura, intentaba entender lo ocurrido.

Asracel le ayudó a levantarse, al mismo tiempo que la bola volvía a su mano,

haciendo que las cadenas salieran de su cuerpo.

—Tranquilo. La angustia pasará pronto —dijo para tranquilizarle.

Desde allí, podía verse un rayo de luz blanca en la lejanía. Se confundía con

el cielo rojizo y denso, pero se distinguía claramente. Del rayo salían estelas que

entraban y salían, perdiéndose en el cielo.

—¿Y eso? —las palabras salieron de la boca de Henry, con un tono que

nunca antes había escuchado; gutural, pero fuerte.

—Ésa es la ciudad de la Luz, allí vive Jesucristo.

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CAPÍTULO QUINCE. Chantaje

A continuación, la luz volvió a la sala. Salía humo blanco de ambos cuerpos.

Henry ya sabía, a ciencia cierta, que aquello no había sido un sueño o alucinación.

Todo era verdad y debía asumir la realidad tal y como se le mostraba. Aun así, una

reflexión, a raíz de tantas contradicciones, asaltó su mente. Ayudarles era blasfemia,

ir en contra de sus principios. Si bien al pensar en los hechos, en lo sucedido, en lo

que había visto, además de su pacto con Lucifer, no llegó a conclusión alguna.

—Asracel —indicó Henry—, interpreto por lo que me has dicho. Y es que soy

libre de tomar mis propias decisiones. No obstante, siendo como soy, para mí un

trato es un trato, aunque tengo el presentimiento de haber sido manipulado.

—Efectivamente, las prácticas de Lucifer cercanas al mundo terrenal son…

bueno, parecen un juego. Supongo por la observación, que te refieres a tu familia.

En la época terrenal es fácil dejarse embaucar. Es evidente que tu punto débil es tu

familia. Por tu mujer e hija has sido capaz de llegar hasta su casa, rompiendo todas

las reglas, del modo más brutal. Pero una advertencia te hago, en este juego no te

enfrentes a Lucifer. En la decisión tomada, y ante el peligro de una muerte segura, él

las protegió, porque no hacerlo supondría cuestionar esta alianza. Jesucristo

apuesta por el libre albedrió, él no hubiera hecho nada. Sin duda, al protegerlas sella

la alianza, pero ya te he dicho que necesitamos tu ayuda.

—Sheridan dijo que estaban a salvo. Él, sin embargo, me dijo otra cosa.

—Deberías repasar lo que realmente dijo. Respecto a Sheridan, él forma

parte de tu pasado, es una marioneta del mundo terrenal. Sirve para un propósito y

sigue sus órdenes. Para tu conocimiento, debes saber que Serena tiene el don de la

videncia, ella sabía lo que sucedería. Gracias a Serena están vivas. Después, él las

ha protegido, pero también espera que mantengas tu decisión.

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—No me gusta lo que estoy escuchando, Asracel. Tú estás con Lucifer en

todo esto, y es obvio que este rollo ha sido artificiado para que me uniera a vosotros,

pero no quiero escuchar que mi decisión pueda ser consecuente con que les pase

algo. Vuestra causa es una guerra contra Jesucristo, que no es la mía. Ayudaré por

mi compromiso, y por un pacto auspiciado por una trama, pero yo lo elegí así y

asumiré mi responsabilidad.

Asracel sonrió y volvió a la mesa, cogió de nuevo la copa y bebió otro trago

de vino.

—Ellas morirán un día. Debes aceptarlo, pero entiende que la vida terrenal

carece de valor para mí. La miseria del cuerpo, con sus lacras de comer, beber y

defecar, las enfermedades y limitaciones. No sé por qué Dios diseñó algo así.

—Te he visto beber vino. ¿No te contradices? Observo ropa cara, una casa

confortable…

—En nuestra apariencia humana, en este contacto con el mundo terrestre,

reconozco que recoger los frutos que proporciona el sexo, la bebida, o la comida, sin

lugar a dudas, es un placer que satisface agradablemente mi mente. No me refería a

eso. No tengo el problema de envejecer o de la enfermedad. Ellos, sí.

—Si lo que buscas son almas y las recoges cuando muere el cuerpo, no

puedes hacer algo perfecto —Henry lo había dicho sin pensar.

—Una observación interesante. Pero no te dejes confundir por mis palabras,

de estos seres se saca mucho más. El universo es un fluir de energía, y ellos son

catalizadores. Ya lo irás viendo.

—Asracel, quiero ver a mi mujer y mi hija. He contenido mi paciencia tanto

como he podido, pero necesito verlas.

Asracel asintió con la cabeza y bebió lo que restaba de la copa de vino.

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—Vamos a ver a tus hembras. Con tu llegada, Arioc, comienza una nueva

era. Pronto emprenderemos la marcha hacia la Ciudad de la Luz.

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CAPÍTULO DIECISÉIS. Alianza.

Salieron del ático y entraron en el ascensor. Henry se sorprendía por usar el

elevador, era como volver a la realidad. Bajaron hasta el sótano, al parking. Una

limusina esperaba aparcada.

—No imaginaba que subiríamos a un coche después de lo visto —dijo Henry,

mientras intentaba ver al conductor.

—Nada será como imaginas. Estamos en la Tierra; aquí tenemos reglas,

normas que no debemos romper.

—No parece que te importe mucho destrozarlas —dijo Henry, sospechando

de que así era.

—Eres observador. Cuando les miro, siento dos cosas: envidia por la

ignorancia de no conocer nada de nada y recordando mi era terrenal, la necesidad

de disfrutar del don que se les concede y que, obviamente, no saben valorar.

—No termino de entender lo segundo.

—Ellos pueden amar. Tú, en esta fase terrenal, también puedes. Morirás

como cualquier humano y, después de eso, todo esto será un recuerdo del pasado.

Sin embargo, el sabor de su vida, poder disfrutar de un envoltorio con el que

interactuar con el medio puede ser sublime. Ese vino que bebía tiene trescientos

años. No te ofrecí porque no sabrías apreciarlo. A esas cosas me refiero.

Por más interés que puso, Henry no pudo distinguir al conductor. La limusina

llevaba los cristales oscuros con varios compartimentos en la parte trasera. Tampoco

era una prioridad, y estaba nervioso por la posibilidad de ver a su mujer y su hija.

Después de tanto tiempo, de pensar que las había perdido, ahora…

Ya en la limusina, Asracel abrió un compartimento en el respaldo del asiento.

Cogió una empuñadura de madera cilíndrica de unos doce centímetros de longitud.

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Llevaba enrollada en la parte central, de unos seis o siete centímetros, una cuerda

hecha de piel de color negro con engarces de plata. Se la entregó a Henry.

—La voz del conductor sonó por los altavoces de la parte trasera. Preguntaba

a dónde les llevaba.

—A ver a su familia —dijo Asracel, sin más explicaciones. Era evidente que

sabía donde ir.

Lo que Asracel le había dado, era como lo que Sheridan les quitó a los dos

guardias de la entrada. Un misterio que pronto se aclararía. La puerta metálica del

parking se abrió y salieron a la calle. Al tomar la calle principal, la luz de las farolas

se apagó. Entonces, el escenario cambió. No era una carretera asfaltada de ciudad

entre edificios y farolas, con aceras de cemento. De nuevo, se encontraban en la

explanada desértica, bajo un cielo rojizo.

—Cambiamos de una dimensión a otra. En este lugar vamos adonde

queremos; ya ves que podemos hacer pasar cualquier cosa. Luego volvemos a

entrar. Es más fácil y rápido llegar a los lugares.

—¿Cómo lo haces? Es sorprendente.

—Se accede a través de la oscuridad. Por eso, la gente le tiene ese miedo

instintivo a lo que no puede ver, no saben lo que encierra. El modo de pasar es

sencillo, solo se necesita cierto poder. Aún no estás preparado.

—¿Y esta madera que me has dado?

—Es un arma. Distinta a lo que has manejado nunca, pero efectiva para los

enemigos a los que nos vamos a enfrentar.

Volvieron a entrar. Un fogonazo de luz les cubría como un aura azulada. De

nuevo, coches aparcados en una calle que se iluminó súbitamente al entrar. Tras

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unos minutos de seguir por una calle solitaria, el automóvil se detuvo. Asracel salió y

Henry le imitó.

—Ahí, en esa casa; ésa de color verde, al fondo de la calle… las tienes —dijo

señalando con la mano el extremo de la calzada, que no parecía tener salida.

Otra figura salió andando de un callejón oscuro. Asracel inclinó la cabeza, era

Lucifer. No había nadie en la calle. Las farolas que iluminaban el camino con su luz

anaranjada de sodio se volvieron a apagar.

El lugar cambió. Otra vez, se encontraban en el páramo yermo. Henry pensó

que alguien podía haber visto lo sucedido, pero no parecía importarles lo más

mínimo. La apariencia física del hombre cambió; ahora parecía una mezcla de

hombre y animal. Extendió dos grandes alas negras.

—Nos volvemos a ver. Hay demasiados ojos puestos en ti. En este lugar no

pueden escucharnos —dijo Lucifer—. Tus hembras han estado bajo nuestra

protección, ya las verás más tarde. Ahora tenemos cosas más importantes que

tratar. Henry no compartía la observación, pero no estaba en posición de llevarle la

contraria.

Henry ya había visto parte del aspecto de Lucifer, si bien ahora era distinto.

Mucho más alto y salvaje; su forma se asemejaba más a un animal que a un

hombre, pero cambiaba en instantes. La cara alargada, con la mandíbula marcada

por unos dientes largos y separados en un extremo que dejaban ver unas orejas

puntiagudas. La forma cambiante ahora se distinguía y su rostro se convertía en una

forma ovalada, haciendo desaparecer la nariz pronunciada en la que solo se

observaban los dos agujeros marcados por el hueso del tabique nasal. Las orejas,

parecidas a las de un animal, tampoco estaban, y la piel, se volvió más oscura y

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negra, con marcas rojas que recorrían el cuerpo en surcos y espirales. Las dos alas

negras proporcionaban una envergadura de más de cuatro metros.

Asracel y Henry mantenían su aspecto humano, y Lucifer, en una

transformación final, también volvió a su aspecto terrenal.

—Dios prevé tiempo de cambios. Lo presiento. Mi hermano se prepara para la

guerra, mis espías lo han confirmado. Después de tanto tiempo...

—Contigo, seremos invencibles —dijo Asracel con una sonrisa que cambió su

rostro, mudándolo de un aspecto humano a otro que dejaba ver sus dientes blancos

y afilados—. Uniremos los dos reinos en uno solo. El bien y el mal, las distintas

religiones, todas las almas en un único reino.

—¡Asracel! —dijo Lucifer tajante—, esa decisión me corresponde a mí, no lo

olvides. Los reinos seguirán como están, la pretensión de mi padre no es cambiar

eso. Tendrás tu recompensa. Podrás recuperar el Limbo, con eso será suficiente.

Tú, Arioc, te unirás a mí en esta lucha. Con tu fuerza y la mía le doblegaremos.

Comprendió Henry que Asracel no estaba en sintonía con Lucifer y sus

pretensiones eran distintas.

—¿De verdad, vamos a una guerra contra Jesucristo? No sé si puedo luchar

en esta causa, yo… —Henry dudaba, sus principios, sus pensamientos, las ideas

preconcebidas...

—Me debes obediencia, tu pacto te obliga y no olvides que he mantenido

vivas a tus hembras. Si decides traicionarme, eso puede cambiar —dijo Lucifer,

tajante, al mismo tiempo que golpeaba el suelo con un cetro que apareció de la

nada.

Henry bajó la cabeza, ya había dicho que sí, se había comprometido y no

podía echarse atrás.

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—Lo haré. Perdona mis dudas.

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CAPÍTULO DIECISIETE. La guerra

—Ven —dijo Lucifer a Henry con semblante conciliador.

Obediente, se acercó.

—Ahora verás la luz y comprenderás.

Lucifer tocó la cabeza de Henry. Un calor tremendo recorrió su cuerpo. Las

imágenes bullían inconexas en un cerebro que se saturaba de información. Vio los

reinos divididos en una tierra de dimensión paralela al espacio-tiempo de la Tierra.

No eran un infierno y un cielo, solo un terreno compartido bajo un mismo cielo que

nunca cambiaba. El alcance de la dimensión no solo abarcaba un planeta. Nueve

más nueve mundos, incluida Tierra, con distintos nombres, pero con formas

parecidas absorbiendo la energía del universo. Pudo ver el rostro y la forma de los

numerosos Titanes que vigilaban cada mundo, libres de normas y leyes; o eso

parecía.

Los ángeles alados solo eran policías de cada reino; el resto, seres menores

y dispersos por el resto de planetas. La imagen se extendía por toda la explanada y

parecía que habían sido reunidos para la gran batalla auspiciada por Lucifer y

Asracel. Como en todas las guerras, ellos serían los que morirían defendiendo

ambos bandos. En la cabeza de Henry, se confundían los pensamientos propios con

las imágenes que llegaban aportando una información que debía procesar.

Los ángeles contenían más de un alma, y el resto, solo una. Pero los elegidos

para servirles, los llamados a organizar los reinos, tenían más energía que la de los

humanos. Era la gran diferencia; aunque todos fueran hijos de Dios.

Asracel, parecía más bien un error del creador, como seguramente lo era

Arioc. Se había convertido en una escisión del orden, motivada por la vanidad, la

envidia, la rabia y el odio. Cuando Jesucristo solicitó ayuda a Dios para la gestión de

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sus almas, éste lo creó, aunque con el tiempo su mente se nubló debido a un

excesivo trato con los terrestres, sus costumbres, sus vicios...

«No sería de fiar, en tal caso», pudo reflexionar Arioc, aún con la mano de

Lucifer en su cabeza. Su reino, el Limbo, ahora pertenecía también a Jesucristo.

Henry seguía sin encontrar la respuesta a la pregunta de por qué estaba él allí, y por

qué Dios le había creado.

Concluía que Asracel era un cúmulo o sinsentido de contradicciones. Ansiaba

el poder y, aunque ni siquiera podía soñar con ello, él quería el reino de Jesucristo.

Lo anhelaba con tanta ansiedad que estaba dispuesto a todo. Lucifer, a cambio de

su ayuda, le ofrecía el Limbo que una vez tuvo; había quedado claro. Eso

aumentaría el control sobre las almas y recobraría sus privilegios, pero nada más.

Más almas, mayor poder, ése era el trato. Seguía racionalizando al mismo tiempo

que las imágenes llegaban, y se preguntaba Arioc para qué tanto poder, qué

obtenían a cambio. ¿Sería la avaricia la que les hacía insaciables? ¿Y si Lucifer

tenía razón y el Limbo le fue arrebatado por la ambición de Jesucristo? No parecía

lógico, analizando la naturaleza de Asracel.

Sin poder evaluar aquel conocimiento que le llegaba, ni la veracidad de los

datos, comprendió Henry que también Lucifer sentía odio. Pero ese sentimiento no

hacía referencia a su hermano. Lo que en realidad quería, según observó, era la

ciudad de la Luz, pero no por quitársela a Jesucristo. Su decisión iba más allá del

reino de su hermano. Comprendió Henry que aquella guerra y tal alboroto, su

motivación, eran por odio a Dios. Cuando intentó averiguar más, el por qué, encontró

una barrera. Y no recibió más de Lucifer, no pudo sondear más.

A Henry le hubiese gustado poder hablar con Jesucristo para alcanzar una

visión imparcial, pero era algo imposible en su posición.

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—Ya has visto que nada era como creías. ¿Comprendes cuál es la situación?

—Me has enseñado mucho, pero no todo ha sido aclarado. La paciencia es

algo que aprendí en mi entrenamiento. La meditación, el control... El tiempo saciará

mi curiosidad —dijo Henry, Arioc, bajando la cabeza en señal de agradecimiento al

don que le había ofrecido Lucifer. —Ahora quiero ver a mi mujer y a mi hija. Me

gustaría verlas, hablar con ellas, ¿puedo?

—Pensaba que después de conocer el poder que nos mantiene unidos,

comprenderías que ellas son insignificantes. Debes desarraigarte de tus falsos

orígenes. Tu era terrenal toca a su extinción, pronto solo formará parte de tu

recuerdo.

—Mi era terrenal sigue siendo mí tiempo; un espacio concedido por Dios con

un propósito, ya lo sabes. Quiero verlas, por favor. No es tan fácil renunciar a una

vida en la Tierra, que arrastra muchos recuerdos. Debo despedirme, porque la

cruzada que has iniciado puede terminar mal, y aunque parece que tengo la gracia

del Padre, es probable que perezca en esta guerra.

*

Como si nada hubiera ocurrido, Henry se encontraba frente a la puerta de la

casa. En realidad, se trataba de un edificio de dos plantas. Respiró profundo.

Nervioso. Imaginaba la situación, el hecho de volver a verlas, el pensar tanto tiempo

que las había perdido... Un minuto antes, le decía a Lucifer que mantenía

autocontrol; y, poco después, todo se desvanecía en un estado de nervios

incontrolable. Por ellas había cruzado las puertas del infierno, se había enfrentado a

Lucifer y, ahora, también lucharía contra Jesucristo.

Sujetó el pomo de bronce. La mano le temblaba al intentar girar aquella bola

metálica de una puerta de madera mal pintada. Estaba cerrada con llave, pero al

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girar, la cerradura cedió notando una fuerza sobrehumana. Entró al rellano con paso

tembloroso. Miró el buzón interior. Allí estaba el nombre de su esposa, su letra

garabateada en un papel, bajo el vinilo transparente. Subió las escaleras de madera

que crujían a cada paso y que le hacían sentir aún más nervioso. Debía llegar a la

primera planta. Dos pisos por planta. Cuatro inquilinos. Al concentrarse, como algo

nuevo e inesperado, pudo ver sus caras en su mente. La sensación le provocó cierta

confusión.

La puerta se abrió. No llegó a llamar. Ella estaba justo detrás, como si supiera

que él llegaba, una intuición que quizás él mismo había provocado al prensar en ella

con la obsesión del reencuentro.

—Sabía que venías. No sé cómo —dijo ella.

Él se abalanzó, sin decir nada, y la besó. La niña llegó hasta la puerta. Él se

arrodilló y también la besó, al tiempo que la abrazaba, aunque su reacción fue

gélida, ya que no se acordaba de él.

—¿Dónde has estado? —preguntó la mujer, intentando que no se viesen las

lágrimas que resbalaban por las mejillas. Continuamente, se pasaba la mano por la

cara. Se arrodilló también y se abrazaron.

—He estado fuera, trabajando.

—Me dijeron que… —dijo ella.

—Ya sé lo que te dijeron, no pasa nada.

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CAPÍTULO DIECIOCHO. El reino de Dios

Habían pasado varios días en los que Henry había recuperado su vida junto a

ellas. Su hija ya no mostraba extrañeza, todo lo contrario, pero la llamada de su

hermano, Lucifer, esperaba ser atendida.

Henry tocó sus cabezas. Se concentró en el pensamiento de que ellas le

recordarían sin la angustia de la pérdida. Sentía un poder que nunca antes había

imaginado y seguía creciendo poco a poco. Su misión le aguardaba, sintió como

Lucifer rondaba en la calle aguardando impaciente, junto con Asracel. Al menos,

sabía que ellas estarían bien.

Salió del piso. Observó a una pareja que iban paseando de la mano. Supo

sus nombres, dónde vivían, sus problemas, pensamientos, también que ella tenía un

amante... En la calle, buscó la zona donde las farolas seguían apagadas. Cerró los

ojos, una vez que entró en el umbral de la oscuridad, atravesando el tiempo y el

espacio hasta llegar a la dimensión de los dos reinos.

Asracel y Lucifer le estaban esperando, pero en ese breve transcurso de

tiempo en el que había vivido con ellas, todo había cambiado. El soldado le ofrecía

una montura. Un caballo adornado con hilos brillantes en crines y cola. La cabezada

de oro, a juego con los estribos. Los laterales, quedaban protegidos por una

armadura blanca. Se miró a sí mismo y mantenía su apariencia humana. Podía pedir

la bola metálica a Asracel, pero interiorizo que no lo necesitaba, podía controlar su

aspecto y prefirió seguir así. A los pocos minutos, trajeron dos monturas más. Eran

distintas. Animales de gran envergadura, de cabeza peluda y seis patas. Las

protecciones brillantes sobresalían en formas puntiagudas. Arneses dobles que

terminaban en cintas de oro. Monturas para la guerra, pensó Henry; aquello iba en

serio, y parecía que todo estaba preparado para una batalla que no podía entender

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ni imaginar. Siguió observando que la silla de montar parecía de piel auténtica y no

quiso imaginar de dónde había salido. La parte delantera quedaba protegida por dos

corazas adicionales, conformadas por el dibujo, o la forma, de plumas de ave o alas

de ángeles.

Al asomarse, comprobó que el ejército cubría la llanura perdiéndose a la vista.

Armaduras que brillaban devolviendo al cielo sus reflejos rojizos. Observaba que

llevaban sujetos al cinto, los mismos palos que Asracel le dio a él.

—Hermoso, ¿verdad? —dijo Lucifer. —Esos de negro y azul oscuro son

arcángeles sin alas, fieles a Asracel. Los grises y negros te servirán a ti. Tus

órdenes serán mis órdenes. No tenemos demasiados ángeles alados, los puedes

identificar porque llevan capas carmesí. Es una pena, eso sí nos daría ventaja.

—Las guerras debieran solucionarse de otro modo. He llegado aquí y

encuentro lo mismo que ha definido la historia de los humanos. La guerra se

extiende por todos sitios, es como un cáncer de la vida —dijo Henry, Arioc en aquel

lugar.

—La guerra es la precursora del orden, aunque también del odio. Es la purga

de la vida, necesaria como el fuego en la naturaleza. Ves como no pensamos igual.

Para nosotros, los conflictos bélicos son como una recolección de frutos o una

renovación de los envoltorios.

—¿Para qué sirve esta empuñadura de madera? Aún no sé… no me lo han

enseñado.

—Es una espada. Solo un arma blanca, rudimentaria, noble. No la pierdas;

¿tienes aún el cuchillo?

—Sí, claro. También llevo la cadena que me dio Serena.

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—Serena... —Lucifer quedó pensativo. —¿Estás preparado?, nos queda un

largo viaje hasta el reino de mi hermano. Si decides cambiar de aspecto tendrás otra

montura, una como la nuestra. Piénsalo, así ellos te verán como un Dios.

—De momento, lo prefiero así. Gracias.

Asracel se había separado de ellos. Recorría orgulloso el grueso de su

ejército. Daba órdenes a lo que debían ser sus generales. Arioc cogió la

empuñadura. La miró y pensó en el arma que le había indicado Lucifer. Al sujetarla,

se extendieron dos formas aceradas muy brillantes. Una espada doble. Nunca antes

había manejado una así. Pensó en solo una hoja y se replegó la segunda. Durante

su entrenamiento en artes marciales había manejado catanas. Una hoja sería

suficiente.

La forma de Lucifer era de nuevo humana; tal vez porque Arioc lo había

preferido así. Su atuendo, bajo una capa carmesí, como la de los ángeles alados, se

distinguía del resto por no llevar la cara cubierta. El traje era negro con relieves rojo

intenso. Formas y letras de un alfabeto de símbolos en los brazos. El pecho

marcado con estrías que hacían sobresalir la musculatura y, como señal de su

poder, un cetro en la mano derecha.

—Jesús ya sabe esto, ¿no? —preguntó Arioc, conocedor de la respuesta.

—Siempre lo ha sabido. Libre albedrío dado por quien nos gobierna,

proporcionado por Dios. Tú has volcado la balanza hacia un lado, el acuerdo con

Asracel no es secreto, él lo sabe todo; pero todo esto no hubiese prosperado sin tu

ayuda. Eres hijo de Dios, como Jesucristo, igual que yo. Asracel es otra cosa, un

ángel descarriado, un hijo menor.

—Siempre vimos en la Tierra a Jesús como algo puro, noble, el bien... es

difícil asimilar una lucha contra él.

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—Ya sabes que todo eso es mentira. Te dije que debías liberarte de tus

orígenes. Estás aquí conmigo, no lo olvides.

—En mi ignorancia diré que no creo que Dios quiera esta guerra. Si es como

dices, y me ha creado con un propósito, estoy seguro de que no será para esto.

Lucifer quedó pensativo, pero no iba a cambiar de opinión.

Arioc avanzó observando las tropas que se apiñaban, unos soldados junto a

otros. Todos a la espera de recibir las órdenes oportunas. Parecían humanos y las

formas lo eran, a excepción de Asracel; pero en aquel lugar, ya no eran lo que

aparentaban. Cascos tapando casi toda la cara, lisos, en los que solo se distinguían

finas líneas paralelas unas a otras, como una espiga de trigo marcando y cambiando

el color negro o gris del traje, por otro mucho más claro. No veía sus rostros, no

había visto aún a ninguno, ni ángeles ni arcángeles, solo la fachada, que coincidía

en trajes ajustados de un tejido flexible con marcas y símbolos en relieve. Solo

cambiaban los colores y los relieves, al mirarles en esa diferencia nimia, era como si

llevaran el nombre impreso.

Arioc regresaba junto a Lucifer cuando le vio golpear el suelo tres veces

seguidas. Los soldados comenzaron a moverse separándose, rompiendo la

formación, dejando amplios huecos entre ellos. Entonces, la tierra se abrió

lentamente y comenzaron a salir otras cosas. Criaturas mucho más grandes.

—Animales enterrados en el pasado y en el olvido —dijo sin mirar a Arioc—,

guardianes de mundos desterrados a la vista de los seres terrestres.

Parecían perros. Algunos con seis patas. Oscuros, negros a no ser por el

fuego que salía de algunas de sus partes, de sus articulaciones y de la unión de las

mismas al torso. Las branquias laterales de algunos, se cubrían de un líquido que

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goteaba fuego. Los ojos rojos y amarillos resaltaban del cuerpo como faros que

hacían cambiar el rojo del cielo por otro color más claro.

—¿Y esto? —dijo Arioc en voz alta encontrando la respuesta en su mente.

—Sí, majestuoso, ¿verdad? Los más grandes son Titanes. Hace tiempo que

nadie sabe de ellos. Guardianes y controladores de mundos. Hacerles salir es tan

difícil como manejarles. Dios les castigó a la oscuridad. Él les controla, pero yo

también he aprendido. Hace tiempo bajé a su retiro. La oscuridad impregna sus

almas y el fuego sus cuerpos. Casi pierdo un brazo al hacerlo, pero mereció la pena.

He reunido a varios centenares.

—No parecen fáciles de controlar.

—No lo son, pero nos ayudaran. Ya verás como mi hermano no es tan

pacífico como crees.

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CAPÍTULO DIECINUEVE. La ciudad de la Luz

La marcha había durado varios días. Pero el tiempo en aquel lugar llevaba

otro pulso y medida. No necesitaban comer o beber, solo avanzar sin percibir el

cansancio. Por fin, llegaron a una loma y Lucifer levantó la mano. Todos se

detuvieron.

La Ciudad de la Luz estaba amurallada. Las defensas parecían

infranqueables. Arioc no pudo evitar mirarles, con la duda en su mente de si habían

perdido el juicio. Un barranco de más de cincuenta metros recorría el perímetro de la

muralla. Y estaba la altura de la pared lisa, difícil de estimar, desde aquella distancia,

con no menos de otros cuarenta metros. Los ángeles y Lucifer tenían alas, pero el

resto de las tropas... incluso Asracel o él...

La luz salía del interior hacia el cielo. Ahora podía verse el devenir de la

fluctuación de energía. Y los rayos que tornaban tonos suaves de verde, azul, o rojo,

pero siempre ocultos por un blanco tan brillante que impedía fijar la vista durante

mucho tiempo. La ciudad, desde la distancia, y tras la muralla, parecía de ámbar y

marfil con adornos de nácar negro. Un lugar muy distinto al que había imaginado y

absolutamente cautivador, destacando considerablemente del yelmo sin vida que

había pisado hasta llegar a aquella loma. Extensiones vacías, muertas de tierra dura

y rojiza a juego con un cielo del mismo color. Las montañas no tenían aristas, todo

parecía desolado. Apenas corría el viento, y cuando lo hacía, quemaba la boca y la

garganta llegando hasta los pulmones. Pensaba Arioc que no había visto el reino de

Lucifer, o lo que ellos llamaban infierno. No aparecía en su mente, pero podía

suponer que sería otra ciudad como la que ahora veía ante sus ojos.

Arioc mantuvo un silencio prudente. Las tropas se habían detenido.

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En uno de los salientes de la muralla, apareció una figura. Vestía de blanco.

Podían verse dos alas también níveas. La apariencia era la de un humano, como la

del resto de las tropas, igual que la de Arioc. Llevaba un cetro en la mano derecha,

muy parecido al de Lucifer, pero se podía ver el brillo incluso desde allí.

Los nervios eran visibles. Nada más aparecer la figura, como si la tierra

hubiera sido movida por un terremoto, las tropas se agitaron rompiendo la formación.

Intentaban mantener una falsa calma y el miedo de los guerreros se repartía hacia

los dos hermanos.

Extendió las alas y saltó. En el tiempo de un parpadeo, apareció ante ellos.

Llegó hasta la loma haciendo que el suelo se resquebrajase visiblemente al caer.

La escolta que les acompañaba, unos lanceros fieles a Lucifer y abnegados,

se lanzó sobre él. Giró el cetro, golpeando al más cercano que desapareció en miles

de figuras incandescentes. El resto frenó el ímpetu, pero volvieron a la carga,

haciendo caso omiso a la advertencia de que, al hacerlo, podrían morir. Tras golpear

el suelo, como si quisiera clavar la base, una onda visible les arrastró varios metros

dejándoles tendidos. Arioc sintió una fuerza que casi le tira de la montura. El gesto

de la mano de Lucifer terminó la absurda contienda.

—¿Qué haces Lucifer?, ¿qué significa esto? —dijo el alado blanco.

Asracel, al amparo de su protector, dio un paso hacia Jesús, intentando

colocarse a su izquierda.

—¡Asracel!, eres como las serpientes, hoy decidiré si te dejo con vida —dijo la

figura con el rostro oculto por el casco blanco, parecido al del resto de tropas.

Asracel quedó inmóvil, su espíritu quedó roto por la advertencia.

Era muy alto, con una capa blanca que ocultaba un traje del mismo color. Las

terminaciones en relieves de formas y símbolos, en gris claro. Parecía muy fuerte,

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con una musculatura desarrollada que se marcaba en el traje ajustado a modo de

guante. Asracel bajó la cabeza y sólo se atrevió a mirar a Arioc.

—Hermano, sabes que estás en desventaja. Hemos unido fuerzas y Arioc

desequilibra la balanza. ¿Y si llegamos a un acuerdo?

—Arioc..., sí, Padre desconcierta a veces... Hermano, no creo que esté tan

descompensada esta contienda. En última instancia, si corto el flujo de energía,

nuestro Padre se enfurecerá y todo esto tendrá consecuencias. La Luz sale sólo de

aquí. ¿Quieres que dé la orden?

—No te atreverás. Este conflicto tenemos que resolverlo nosotros. No querrás

ser el responsable de eso. No juegues conmigo, hermano.

—No vamos a negociar nada. No debí dejar que esto llegase tan lejos. Ahora

recogerás todo este circo y volverás por donde habéis venido.

Lucifer bajó de la montura. Estaba ligeramente nervioso. Su aspecto de nuevo

era el de un humano. Se acercó hasta Jesucristo.

—Yo creo, sin embargo, que las fuerzas están descompensadas. Si no

negociamos, habrá guerra. ¿Es lo que quieres hermano? —dijo Lucifer, intentando

que cediese a sus pretensiones.

—Supones una lucha en la que Arioc y tú os enfrentáis a mí. Te entiendo,

pero ya sabes que puedo ver el futuro. Ese poder también lo tenías y lo perdiste

hace tiempo, ¿recuerdas? Si quieres, en este momento te mostraré lo qué sucederá

en el caso de que esto siga adelante.

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CAPÍTULO VEINTE. La batalla

Jesucristo miraba a su hermano Lucifer y esperaba su aprobación para lo que

iba a hacer. Lucifer sabía que aceptar la visión sería funesto para sus planes.

Primero, porque perdía la fuerza del respeto de sus legiones y se doblegaba al

deseo de su hermano. Pero lo más importante, el futuro que Jesucristo le mostraría,

solo significaba la conclusión de la derrota; de no ser así, nunca lo revelaría. No

obstante, en el juego del poder, pensaba Lucifer, cabía la posibilidad del engaño;

una burda manipulación del futuro por parte de Jesucristo para no desencadenar la

batalla. Dudas, decisiones que debía tomar en ese preciso momento.

—Demasiadas expectativas para terminarlas así, sin más —dijo Lucifer.

—¿Crees que trataré de engañarte?, ¿me crees capaz de algo así?

Al final, Lucifer asintió con la cabeza. Se alejó un poco sabiendo que había

cedido a la visión del futuro que le mostraría su hermano.

Jesús, hizo un semicírculo con el cetro, barriendo el espacio desde el suelo

hasta el cielo, y volviendo de nuevo al suelo del origen opuesto. En primer lugar,

apareció fuego intenso, y es que podía sentirse el calor que salía del trazo que había

marcado, del espacio atemporal que había creado, y que supuestamente, mostraba

el futuro de la contienda.

—En este tiempo transcurrido desde nuestro último encuentro, han sucedido

cosas que ignoras —dijo Jesucristo con tono de rabia en sus palabras—. He

observado, escudriñado el universo que nos rodea. Nuestro padre se hace viejo. Le

he visto enfurecerse porque el equilibrio que él creó conspira para romperse. La

entropía del universo se vuelve en contra nuestra, y en la suya. Tú y tus envidias, tus

ansias de poder acrecentadas por las palabras de Asracel, no admitir tu error,

pensar que la Ciudad de la Luz sería tuya algún día... Arioc no está aquí para tu

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propósito; es presuntuoso haberlo pensado. Te mostraré qué pasará en esta guerra

que has organizado, y en la que nunca pensé que llegarías tan lejos. Pero no solo

verás eso, sino que conocerás mis nuevos dones y sabrás de mi poder.

Asracel se apartó aún más del grupo, hasta que pudiera olerse su miedo.

Había regresado a su forma humana, era la primera vez que lo hacía desde que se

reunieron los ejércitos; seguramente para inspirar lástima. Arioc pensó, en ese

preciso momento, que la guerra se desvanecía dejando a un lado el resto de

intenciones. El miedo a Jesucristo, a Dios, que le amparaba como hijo fiel y leal, ya

suponía el fracaso de la contienda; lo demás, una pantomima.

Jesucrito seguía con el cetro en alto. Arioc podía ver la esbelta vara de oro

labrada. Cuatro esferas, doblando el diámetro del bastón, se distribuían

verticalmente, blancas, de plata. En la parte superior, sobresalían cuatro alas,

dispuestas dos a dos y a noventa grados, que se juntaban en una punta. En el

centro de las alas, una lágrima negra, parecía una perla, hermosa, enorme.

—Con la orden de ataque dada por Asracel, anticipada a tu consentimiento,

dará comienzo esta batalla —dijo Jesucristo.

Lucifer miró a Asracel y éste bajó la mirada. Jesucristo siguió con el cetro en

alto.

—Los puentes que deberían llegar desde el planeta Omion han sido

destruidos. Yo mismo me encargué de quemarlos. Mira cómo arden junto con tus

seguidores más abyectos, arrojados a una muerte segura por cumplir tus órdenes.

Se observaba la imagen de un infierno de llamas, devorando maderas

puntiagudas, algunas ya carbonizadas o incandescentes. Travesaños y ruedas

ardiendo, maderas retorcidas que formaban parte de máquinas preparadas para la

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guerra. Luego, un sembrado de miles de seres, algunos moviéndose torpemente,

otros ya muertos.

—Sabes, hermano, que sin esos puentes nunca alcanzarás la muralla. Tus

ángeles y los de Asracel, los únicos capaces de llegar, serán atravesados por diez

mil flechas disparadas a mi orden por detrás de las defensas.

Un nuevo movimiento de la muñeca blandió el cetro sobre el círculo de

imágenes, y apareció una lluvia negra de rayas con puntos visibles como la luz. Las

plumas blancas brillaban en el aire y los ángeles que volcaban sus espadas

desenvainadas, caían abatidos. Solo unos pocos consiguieron salir de la primera

oleada, pero no alcanzaron la muralla. Terminó con sus almas que salían de sus

cuerpos con un resplandor visible de luz blanca azulada. Y, al mismo tiempo, caían

al suelo o al abismo los cuerpos inertes sin vida. Las flechas seguían llegando como

una lluvia sobre los soldados. Algunos se protegían con una defensa de escudos;

pero el número era tal que terminaban atravesándolos.

Finalmente los seguidores de Lucifer y Asracel parecían indefensos, además

de abatidos.

—Tal vez pensaste, hermano mío, que los Titanes y esas criaturas sacadas

del olvido eran tu baza mejor guardada, pero como puedes observar, los mismos en

número saldrán del foso que rodea la ciudad y se enfrentarán los unos contra los

otros. Yo controlo su poder. ¿Creías que solo tú podías convocarlos?

Lucifer retrocedió un paso. Era el fin de la lucha que había recreado en su

mente. Tampoco los Titanes habían sorprendido a su hermano. A medida que

Jesucristo hablaba, podía verse en el círculo que había trazado la escena de la

batalla, las repetidas oleadas las flechas que seguían diezmando aquellos seres que

esperaban poder luchar. Los titanes salían del barranco que separaba la ciudad de

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las tropas. Otros seres de cuatro brazos y dos patas, acorazados, acompañan a las

enormes criaturas. El valle quedaba repleto de cadáveres, de envoltorios sin alma

capaces de sangrar. La tierra era más roja.

Lanzas y espadas clavadas que se acumulaban en los Titanes más cercanos.

Los otros, erguidos, dejaban cuatro brazos libres que blandían mazas y espadas.

Los golpes lanzaban a los soldados a varios metros. Las criaturas, devoraban a

cuantos pillaban a su paso, o los aplastaban con sus patas.

Animales contra animales. Mordiéndose. Golpeándose. Los enviados por

Jesucristo, ayudados por los seres de seis extremidades les hacían retroceder.

Yacían muertos, destrozados y esparcidos por el suelo, junto a miles de soldados

que caían impotentes.

Luego, pudo verse en la escena a Jesucristo, alado, en el punto más alto de

la muralla. Movió hacia el cielo su cetro y cayeron del cielo un millar de asteroides,

de distintos tamaños que llenaron la atmosfera con sus estelas. Los escudos se

rompían. Las corazas se abrían, y el fuego, se extendía sembrando de llamas toda

la explanada.

Los seres que aún quedaban en pie, corrían en un intento inútil por escapar.

De las heridas brotaba sangre de fuego y lava que se solidificaba al poco de salir.

Jesucristo seguía mostrando la lucha. Les miró a ambos, Asracel ya siquiera

estaba cerca.

—Ahora veréis hasta donde alcanza mi poder.

En el fragor de la batalla, con los ángeles diezmados y sin opción de

atravesar los muros, Jesucristo se plantó ante Lucifer. Demostraba así que no tenía

miedo, que se enfrentaría a ellos. Arioc se había transformado, llevaba una espada

de luz de la que brotaba un halo de fuego azul. Intentó golpearle, pero encontró el

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suelo, su velocidad era muy superior a la de cualquiera de ellos. El cetro de

Jesucristo, girándolo en el aire para coger fuerza, chocó contra el de Lucifer y una

emisión de fluorescencia cegó a todos los que aún quedaban en el valle. La fuerza

con la que le golpeó le hizo caer al suelo desplazándolo de la montura que quedaba

también en el suelo abatida. Asracel, que mantenía su entereza en contra de la

realidad que ahora vivía, probó suerte, pero solo encontró su final. La espada que él

mismo blandía, le atravesó el corazón, llevada de la mano de Jesucristo.

Arioc comprendió que aquella lucha no tenía sentido, la superioridad de

Jesucristo era absoluta. Tiró la espada al suelo. Lucifer trataba de levantarse, pero la

montura se lo impedía. Avanzó hacia su hermano y le señaló con su cetro. La

imagen del futuro probable desapareció.

—Esto es lo que sucederá, ahora tú ya lo has visto. Si has de continuar

hermano, debes comprender que este acto llegará a sus máximas consecuencias.

Los que queden, serán enviados al planeta Sirom. Allí serán perseguidos y

devorados por sus criaturas.

De nuevo, la imagen al girar el cetro. Apareció en ese momento la vista del

planeta del que hablaba Jesucristo. Un cielo azul verdoso lleno de criaturas aladas.

Otras, en el suelo con ojos grandes y aspecto felino con dientes afilados. Corrían,

podía verse como los supervivientes de la batalla intentaban escapar. Ya no

llevaban mascaras. Orejas puntiagudas, ojos rasgados y boca pequeña que se

perdía en unos orificios nasales casi inexistentes. Los monstruos alados eran

dragones, y les daban caza devorando a sus víctimas.

—Padre, siempre te prefirió a ti —dijo Lucifer, impotente a las visiones.

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—Padre quiere lo mismo que yo, el equilibrio. Tu ansia de poder, tu rabia, te

lleva a esto. Lo decepcionante es que te dejes arrastrar por él —señaló—, eso te

degrada.

Lucifer agachó la cabeza. El error era obvio y sintió vergüenza.

—¡Tú, Asracel, devolverás las almas!, si no yo mismo te llevaré a Sirom y

descubrirás que no te queda nadie a quien pedir ayuda. Hermano, dispersa a estos

ángeles y ven a verme con Arioc, tenemos que hablar… o empieza algo de lo que,

en verdad, te arrepentirás.

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CAPÍTULO VEINTIUNO. El propósito de Arioc

Jesucristo extendió las alas. Con una ligera flexión de piernas, salió tan veloz

que solo se distinguía una estela de luz cruzando el cielo. Lucifer golpeó con el cetro

el suelo; al mismo tiempo, lanzaba una maldición en un idioma que no pudieron

descifrar.

Asracel, con sus planes desechos y fuera del alcance de sus pretensiones,

también rabiaba de ira e impotencia. Contagiado por Lucifer, observó abiertamente y

en voz alta que Jesucristo les había engañado, que se había burlado de su

hermano, con las imágenes de un futuro que no existía, y que nunca se produciría.

Todo un esfuerzo y un tiempo perdidos para nada, los ejércitos dispuestos para una

guerra simulada por la mente de Jesucristo. La impotencia de los perdedores, «por

supuesto», pensó Arioc, que prefería un final así.

Lucifer miró a Asracel. No tenía por qué dar explicaciones, pero de algún

modo lo hizo.

—Yo tuve el poder de la omnisciencia. Además, podía ver el futuro tal y como

nos lo ha mostrado. Es fácil pensar en el engaño, pero él no nos ha mentido. No

toleraré más comentarios, Asracel. Esta guerra ha terminado.

Comprendió que debía callar, su osadía podía ser castigada y ya sabía que

cualquier amonestación le degradaría aún más.

Tras unos minutos en los que Lucifer había vuelto a su aspecto humano,

observando como todos empezaban a moverse lentamente, extendió las alas y

sujetó a Arioc de un brazo. Con un impulso, salieron volando en dirección a la

ciudad.

El barranco no tenía fondo, una luz tenue se vislumbraba en la profundidad y

hacía suponer que se trataba de magma fundido. La muralla tenía más de diez

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metros de grosor. En la parte más alta, se podían ver máquinas con millares de

ángeles alados y arcángeles moviéndose. Las tropas a las que hacía referencia

Jesús estaban preparadas. No había mentido en que podían lanzar diez mil flechas.

Arcos manejados por seres con varios brazos, otros con apariencia normal. Desde la

altura, allí balanceado de un brazo, Arioc se sorprendió ante la posibilidad de que

pudieran lanzar tres flechas al mismo tiempo. Otros, sin arcos, esperaban con

espadas aún desenvainadas, visibles desde el cielo. Tras la muralla, los efectivos

eran aún más numerosos.

Arioc sentía el aire caliente sobre el rostro. El brazo de Lucifer le asía con

fuerza y el batir de las enormes alas le arrastraba en un movimiento de tirones, a

veces, desagradables. Miró hacia la ciudad que se retranqueaba más de cien metros

de la muralla. Podía ver los edificios puntiagudos como antenas. Seguramente todos

estaban protegiendo la ciudad, preparados para la lucha. Y pensó que el sube y baja

cada vez le tiraba más fuerte del brazo. No vio a nadie más, solo el ejército.

Lucifer avanzaba volando hacia un punto concreto. Hacia la luz. Arioc pudo

ver algo que hasta entonces parecía inexistente en aquel lugar: agua que se

concentraba en algunos puntos concretos y servía para una decoración del lugar,

más que para una necesidad básica. No había necesitado comer o beber desde que

llegó.

Se acercaban cada vez más hacia la fuente de luz, se observaba inmensa

ante sus ojos, y podía ver millones de haces enlazados que brillaban y se apagaban

en intensidad, además de cambiar en sutiles colores brillantes de magentas, rojos,

azules... Pero aún faltaba. Lucifer dio un giro inesperado hacia la derecha, en la

dirección de uno de los edificios que dejaba ver una terraza abierta, como un ojo de

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pez, con una lengua que salía hacia el exterior. Al poco de avanzar en la dirección,

supo Arioc que allí les esperaba Jesús.

Lucifer soltó a Arioc, que cayó de pie sobre lo que parecía un nácar negro

perfecto. La sala, de más de cien metros cuadrados se mostraba austera; la

decoración se reducía a unas paredes y techos con la forma interior de la boca del

pez. Jesucristo estaba al fondo, sentado, rodeado de cuatro seres con corazas

doradas y armados con lanzas. Al avanzar, observó un sillón de piedra, sin figuras,

ni adornos. Varias antorchas encendidas aportaban un calor innecesario, allí no

hacía frío. Quizás la luz del fuego ofrecía un entorno afable.

—Estoy cansado de tus pataletas, hermano —dijo Jesús, mostrando su

malestar antes de llegar a donde él estaba—. ¿Esta pantomima a qué ha venido?

No tienes derecho a revelarte así. Nuestro padre está dispuesto a tomar acciones y

yo he tenido que frenarle.

—¿Tanto cuesta el perdón? ¿No he pagado aún mi desplante? Tú fuiste

humano, y me juzgas por ceder ante su amor. No esperes sumisión, hermano.

—Todo esto lo provocaste tú. Tuviste un hijo, querías que gobernase la Tierra

y Dios no lo acepto, no tergiverses la verdad. Cediste parte de tu poder en su

creación y todavía lo añoras; le diste a esa mortal dones a cambio de la

desobediencia. Asume tu error, él ya te castigó, pero así solo conseguirás sentir su

ira. ¿Es lo que deseas?

Arioc ató cabos. ¿Hablaban de Serena? No podía ser otra.

—Siempre fuiste más sabio que yo. Mi debilidad por la raza humana, por la

Tierra... es probable que esté ocioso de más, o enfadado, no sé. La llegada de Arioc

me desconcertó, pensé que Padre podría cambiar las cosas. Ya sé que esta ciudad

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es inexpugnable, quizás todo es fruto de un deseo irracional, pero en cualquier caso,

he logrado llamar su atención, ¿no?

—Hermano, no es necesario todo esto. En los dieciocho mundos coexiste el

bien y el mal. Un seis y un nueve enfrentados que se mantienen en equilibrio. En el

centro de esos dos números hay dos seres, los hijos de Dios, tú y yo. El orden existe

porque hay desorden. Tú recoges la energía y las almas descarriadas por su

naturaleza, o por las circunstancias de los seres que las contienen. Y yo las otras.

Es así y siempre lo será. Si tienes algo más que decir, es el momento.

—No, hermano. Esto ha terminado. Me retiraré a mi reino. Pondré orden a

Asracel y si no acepta pagará su osadía.

—No, no hemos terminado. Una vez aclaradas las cosas, quiero transmitir la

palabra de nuestro padre. Conocerás el propósito de Arioc, el cometido que tanto te

ha perturbado. Ya sabes que las quejas de todos los seres bajo nuestra tutela es

siempre la misma. Acusan a un Dios injusto que permite hechos no entendibles a

sus mentes. No comprenden la necesidad del libre albedrío, tampoco entienden la

naturaleza del pecado, que se les permita en la libertad del espíritu y, en definitiva, la

posibilidad de poder pecar. No obstante, y dicho esto, el pecado tiene magnitud y,

del mismo modo, tiene que ser el castigo. Los asesinos tendrán miedo. Éste es su

mensaje: «Desde la oscuridad que nos une, la que nos hace pasar de un mundo a

otro, llegará un ser enviado por Dios, la mano vengadora del Padre, un hijo que

pondrá orden, destruyendo almas oscuras y perversas. Los seres que las corrompan

y que provoquen actos reprobables, pagarán con sus vidas». Arioc, sobre esa mesa

tienes tus armas. El juramento que hiciste a Lucifer, a nuestro hermano, es

precisamente el objeto de tu misión. Darás cuenta a él. No en vano, él es

responsable de ellas. En tu juramento, damos fe, porque estamos aquí presentes,

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pero tu alma nunca será suya, ni tampoco mía. Sabe Arioc que nuestras almas solo

pertenecen a nuestro padre, al creador, Dios.

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CAPÍTULO VEINTIDÓS. Nuevos mundos.

Lucifer, en su forma humana, asintió con la cabeza. La verdad era liberadora.

El miedo al Padre, a que el castigo le degradara aún más, quedaba fuera de lugar.

—Hermano, intercederé por ti a nuestro Padre. Sé que no guarda rencor y

pronto seremos iguales. Los tres.

Jesucristo se levantó y, con un gesto conciliador, le abrazó.

—Ve con Dios —le dijo haciendo una reverencia con la cabeza a Lucifer, que

le imitó.

Salió volando sin decir nada más. Todo había terminado. El poder de

Jesucristo no tenía comparación, y la pretensión de Lucifer solo era una ilusión, o

una treta para averiguar qué tramaba el Padre. Jesucristo seguía siendo el preferido

de Dios, y Lucifer, el hijo de luz, había cometido un nuevo error, aunque en esta

ocasión no tendría consecuencias.

Nada más abandonar la sala con su vuelo, lo cuatros seres cambiaron su

posición. Colocaron las lanzas en posición vertical y abrieron ligeramente las piernas

en señal de descanso. Henry se hizo eco del hecho y no pudo dejar de sentir

curiosidad. ¿Pensaban que Lucifer podía atacar a Jesucristo? Era obvio al verles

actuar.

Las armaduras no dejaban ver nada más, pero seguían siendo seres bípedos;

si bien podían tener cualquier aspecto bajo los atuendos.

Arioc se acercó a la mesa. Había dos cilindros no muy gruesos de marfil

blanco. Las armas prometidas parecían una broma; recordó que el trozo de madera

se convertía en una espada simple o doble, a voluntad, y podía suponer que sería

algo similar. Desde allí, en lo alto de aquella torre, miró al exterior y vio que todos,

poco a poco, se dispersaban. El orden volvía.

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—Antes decías que Lucifer tuvo un hijo. Estoy confuso, yo también tengo una

hija.

—Todos hemos vivido una era terrenal. Es la forma de observar, de saber

cómo son ellos. En ese periodo todo está permitido: sangras, sufres y, aunque no lo

pienses, también mueres, abandonando un cuerpo que sólo es el recipiente de

nuestra alma. Todos hemos sido uno más, y es un don que se nos otorga. Después

de ese periodo ya no volvemos a tener esa condición. Pero hay un recuerdo que

permanece: es un hecho que la carne seduce, el placer de una buena comida,

descorchar y saborear un vino, bañarse en el mar o hacer el amor. Serena, sí,

pensaste bien, pero su pecado y su culpa son porque eso llegó después de su era

terrenal. Tal vez fuese amor, pero los poderes que ella tiene se los cedió Lucifer a

cambio de un hijo. Y éste dominaría la Tierra. En la visión de su hijo, de su futuro,

aparecían el caos y la destrucción. Su naturaleza, por desgracia, era oscura. La

desobediencia y, sobre todo, no reconocer su error, empujó al castigó de nuestro

Padre.

—¿Qué fue de ese hijo?

—No podía permanecer en la Tierra. Olvídate de él. ¡Ven! —dijo Jesucristo,

quitándose la máscara de espigas.

Podía ver su rostro, que resultaba extraño. Se parecía a los cuadros y

esculturas que tantas veces había visto de cara alargada, pelo largo sobre los

hombros, de color castaño, barba y bigote fino, ojos grandes claros... sin embargo, al

girarse, en menos de un segundo, todo eso cambió. No había cabello, las orejas

eran pequeñas y la nariz inexistente; incluso el color de piel se volvió blanquecino. El

aspecto normal regresó como si de un déjà vu se hubiera tratado.

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Le siguió hasta una habitación. No había puertas, solo pasos de salas a otras

salas, con formas abovedadas, no muy grandes, del mismo material parecido nácar.

Sin muebles, sin nada.

En la habitación había una fuente de agua. La piedra que contenía el líquido

era blanca y negra, con vetas que parecían moverse con vida propia. Una gota de

agua cayó sobre la fuente, Arioc miró el techo, no había ninguna formación rocosa, o

rezume que pudiera identificar la salida de agua, no sabía de dónde provenía.

—Ahora, bebe y comprenderás.

Sin pensarlo demasiado y confiando en Jesucristo, Arioc metió parte del

rostro en el agua y bebió. Comprendió que tenía sed, no recordaba la última vez que

había bebido. Aquel líquido tenía sabor dulzón, como la miel.

—Échate al suelo, te vas a marear.

Arioc hizo caso y se sentó. No tardó en cambiar. Podía ver a Dios. En el cielo,

entre las estrellas, distinguía una imagen. Abarcaba en extensión cientos de

planetas. Podía ver como la luz se retorcía en el espacio, como un tubo de humo

blanco, disperso y claro a la vez, se confundía con las estrellas; salía y entraba en

todos los planetas, pero terminaban en la Ciudad de la Luz. Desde ahí, fluía hasta

un punto en que se dibujaba una parte del Padre.

Comprendía su misión, objeto y propósito. Los planetas que él tendría que

visitar y ordenar. Podía ver el reino y la ciudad de Lucifer. No había oscuridad como

había imaginado, pero tampoco luz. Aquel lugar no se regía por la influencia de un

sol que lo iluminase. Era un planeta adimensional, paralelo a todos los demás, y el

punto de unión con Dios. El catalizador se producía en ese punto, en aquella

llamada Ciudad de la Luz.

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—Todos los mundos que visitarás son similares, puesto que las almas son las

mismas, aunque muy distintos entre sí. Serás como ellos, con el mismo aspecto. Al

principio, te costará adaptarte, ya que solo conoces la Tierra, sus gentes y sus

costumbres, pero aprenderás rápido. Admite que tu familia terrenal desaparecerá

pronto. El tiempo no tiene el mismo valor y no pasa igual para ellos. Disfrútalos

cuanto puedas. No tendrás más hijos y tu hija no podrá tener descendencia. Todos,

como te he dicho, hemos pasado por esa fase. Recuerda que en la vida terrenal,

como mortal, serás vulnerable, sentirás el dolor de la carne, incluso podrás

abandonar el receptáculo que contiene tu alma, envejeciendo, en una muerte

decidida o quizás aleatoria. En ese momento, tu existencia será otra. Podrás decidir

qué forma adoptar y tu poder será el que Dios nos ha concedido.

—Es todo tan extraño. Estos últimos días…

—Eres mi hermano, y Lucifer también lo es. No te dejes influir por Asracel,

que tiene lengua de serpiente. Lucifer paga por sus actos de desobediencia. Pronto

el Padre lo perdonará, así el orden volverá a sus reinos; pero depende de su

comportamiento, así solo prolonga la penitencia. Nosotros estaremos a su lado.

Ahora, te llevaré a un planeta distinto a la Tierra, podrás aprender cómo pasar de

uno a otro y tú decidirás, una vez salgas de aquí, cuándo comenzará tu trabajo.

Puedes compaginarlo con tu vida terrenal, que se irá extinguiendo hasta completar

tu primera existencia. Podrás verme cuando lo desees.

Jesucristo le cogió la mano y le levantó del suelo. Sintió calor.

—¿Llevas tus armas?

Arioc asintió con la cabeza y desaparecieron de la sala.

*

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No supo ni pudo comprender Arioc qué había sucedido. Al volver a la

consciencia, estaba acostado en el centro de una carretera. No era de asfalto, sino

de un material distinto, plástico y duro. Las cuatro luces avanzaban a gran velocidad.

Intentó levantarse, pero seguía aturdido. Llevaba en la mano los objetos. Los dos

trozos de marfil blanco.

Lo intentó de nuevo, pero tras levantarse en un esfuerzo incomprensible para

su fuerza y agilidad, cayó desplomado al suelo. Seguía de rodillas, impotente para

evitar el choque. El vehículo le golpeó, lanzándole a varios metros de la carretera.

Sintió un dolor intenso en las costillas. La reacción inicial era que debía estar

muerto, después que tendría más de una costilla rota. No obstante, la molestia

remitió rápido. Se levantó de nuevo y allí estaba, en la cuneta de una carretera

desconocida, en un planeta por explorar y pisando un terreno de una vegetación no

muy exuberante, pero esponjosa.

Sintió al respirar una atmosfera enrarecida, con un olor intenso a oxido.

Comenzó a caminar, le costaba hacerlo. La gravedad era más intensa; por eso no

podía levantarse, incluso mover las piernas para avanzar le resultaba trabajoso y

difícil, si bien poco a poco, como si se adaptase al medio, iba desapareciendo la

sensación de presión. Llegó hasta el vehículo accidentado. Había quedado

destrozado fuera de la calzada. Allí había rocas dispersas que se mezclaban con el

terreno de hierba. El humo que desprendía parecía fosforescente, pero solo eran los

reflejos azules que se mezclaban con el negro, dando esa sensación.

Los dos ocupantes estaban muertos. Eran Un hombre y una mujer. Su

apariencia era parecida a la de los terrestres. No tenían pelo, su piel presentaba

tonos lilas y llevaban una ropa que apenas tapaba sus genitales. El ombligo visible,

los senos de ella... Observó que, además del olor característico, también hacía

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mucho calor. Se trataba de un planeta cálido, de ahí sus ropas, o de un verano

tórrido. El vehículo, volcado sobre la cuneta tenía una forma estilizada y era alto, con

forma ovalada. No tenía ruedas, solo dos varas curvadas que sobresalían y tocaban

el suelo. Una de ellas estaba destrozada con el impacto. Contaba con dos palancas

en vez de volante, sin parabrisas, con un cuadro de control con letras de un alfabeto

que comprendía. El resto parecía de acero.

Miró sus cuerpos y sintió lastima por provocar su muerte. Accidental, pero

innecesaria. Pensó instintivamente que, tal vez, podía hacer algo. Si era hijo de

Dios... Se trataba de una revelación a su naturaleza. Tocó sus cuerpos con ambas

manos y se concentró en la vida, en que ellos no debían morir por su culpa. Deseó

que volvieran y no tuvo que hacer más. Abrieron los ojos como si una descarga

eléctrica les hubiera activado; al mismo tiempo que se erguían con un espasmo

involuntario, cogían una bocanada de aire.

Pudo ver sus ojos. No eran como los terrestres. Más grandes, con el iris negro

y ovalado, como el coche, pensó Arioc. ¿Tendría él en ese lugar el mismo aspecto?

Supuso que sí, porque no reaccionaron al verle.

—Hemos chocado con algo. Ha sido horrible —dijo la hembra. Podía

entenderla sin problemas.

—¿Están bien? —preguntó Arioc, dudando del conocimiento de su lenguaje y

la pronunciación.

—Sí, estamos... estamos bien, muy bien, es extraño. Nos ha salvado la vida...

no sé por qué, pero lo sé —dijo de nuevo la mujer—. ¿Quién eres tú?

—Solo un amigo. Ahora, tengo que marcharme. Tal vez, volvamos a vernos.

Salió andando y, cuando se ocultó tras los árboles, pensó en viajar a otro

lugar, a otro mundo y… desapareció.

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CAPÍTULO VEINTITRÉS-EPÍLOGO. Treinta y uno de diciembre. Venganza.

Las chicas, de no más de catorce, lloraban desconsoladamente en el interior

de una jaula. Trecientos mil dólares por hembra que ya habían sido ingresados en

una cuenta personal. Preparadas para la fiesta de fin de año.

Entraron dos hombres. Tenían prohibido golpearlas, hicieran lo que hiciesen.

Uno las sujetaba mientras el otro inyectaba la droga. Las sacaron adormecidas del

sótano del edificio, sin voluntad. Una mansión en la que los comensales ya cenaban

y bebían. Cien mil dólares el cubierto. Platos exóticos, preparados con la exquisitez

más rigurosa. Animales en peligro de extinción, otros ya extinguidos y conservados

para la ocasión. Vinos centenarios y cubertería a juego con los mismos.

Las asearon. Varias mujeres, prostitutas sumadas al negocio, les colocaban

vestidos cortos blancos y rosas, con ropa interior a juego. Las maquillaron como si

se tratase de adultas. Ahora, con la vista perdida, esperaban sin saber nada, ajenas

a todo.

Las subieron a las habitaciones. Seis estancias para otras tantas muchachas.

Y media docena de mujeres vigilándolas, junto a seis lobos que llegarían más tarde.

A las doce y media, o a la una, sin prisas, después del champagne.

Alguien observaba desde la calle. De negro, con un traje caro y un chaquetón

de piel sobre sus hombros. Rubio de ojos azules, que a veces parecían grises.

Llamó a la puerta. Dos hombres abrieron.

—He venido a la fiesta —dijo con una sonrisa que parecía abarcar toda su

cara.

Se miraron confusos, ya estaban todos dentro.

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—Esta fiesta es privada. No puede entrar. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?, la

verja está cerrada. ¡Salga o se arrepentirá! —dijo uno de los dos abriéndose la

chaqueta y enseñando una pistola.

—Pensaba que estamos en Navidad...

—¡Fuera! —le gritó el otro y le puso la mano encima.

Al tocarle, la mano comenzó a arder. Una sonrisa se dibujó en la cara de

Arioc. Sin dar tiempo a que pudiera gritar, le seccionó la garganta.

El otro sacó la pistola que le había enseñado. No pudo siquiera apuntarle.

Arioc le atravesó el corazón. No era el cuchillo que empleó cuando bajó hasta el

reino de Lucifer. Éste era distinto. Una daga larga con el mango de marfil. En cada

mano un arma.

Su aspecto cambió. El traje de vestir ya no consistía en un pantalón, camisa y

chaqueta, con un abrigo sobre los hombros. La indumentaria era negra ajustada, con

rasgos gris marengo recorriendo el cuerpo, con protrusiones, decoraciones y

símbolos que solo pertenecían al lenguaje de la sabiduría, y solo visto en aquel

mundo en parte por los manuscritos Voinich. Así, entró en el comedor.

El casco con la espiga de trigo dejaba ver todo cuanto sucedía. Al principio,

hubo risas al verle. Cuando sacó las dagas cesaron y se activó la seguridad. Las

armas comenzaron a sonar y los disparos pronto cruzaron la estancia, destrozando

cuanto encontraban en su trayectoria. El trozo de marfil desplegó un escudo que

repelía las balas. Entregado por su hermano, parecía tener vida propia, le protegía

de la amenaza y actuaba enlazado con su mente. Aquellas balas no le matarían. Se

concentró ante la confusión y emergió una densa niebla roja que aumentó en

tamaño. Los guardaespaldas cayeron, uno a uno, sin saber de dónde venía el

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certero golpe o qué arma les arrebata la vida. Cuando la niebla se disipó, casi todos

estaban muertos y solo quedaba uno, el anfitrión y organizador.

Observó las cámaras de vigilancia del comedor. Cerró los ojos y siguió la

línea de fibra óptica hasta la sala de control.

Los monitores habían grabado la escena. Raudo, dejando el salón de

celebraciones unos minutos, entró en la sala. Había dos hombres sentados tras los

controles, que aún tenían la boca abierta. Les miró. Eran inocentes. Podía ver a

través de ellos, sus almas y su color. No eran negras. No se trataba de monstruos

disfrazados de seres humanos. Les señaló la salida y no lo pensaron, corrieron.

Tocó la mesa y los equipos comenzaron a arder.

Subió hacia las habitaciones. Ellas tampoco eran inocentes.

Las prostitutas, vigilantes de las habitaciones, yacían degolladas en el pasillo,

todas excepto una. Se trataba de una joven de diecisiete años que observaba

confusa sin saber qué sucedía. Él vio su pasado, el miedo y comprendió que era

inocente.

*

El anfitrión, superviviente de la cena, despertó apoyado en la pared del salón.

No podía despegar los labios, que tenía cosidos. El dolor taladraba su cerebro y

aumentaba en intensidad. Pensó en el abdomen, abrió los ojos y allí estaba él. Un

casco negro con una espiga brillante. Casi no podía soportar tanto sufrimiento. Iba a

perder el conocimiento y desconectaría su mente para evitar el tanto padecimiento.

Había mucha sangre. Las tripas se descolgaban hacia el lateral, dejando ver el

corte, y faltaba el brazo izquierdo. Amputado. Las seis niñas cogían la mano de

Emmanuelle. Todas ellas le miraban absortas, incrédulas. No obstante, aún seguían

bajo los efectos de la droga. El que había dado las órdenes de secuestro, quien las

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había vendido, el anfitrión de una fiesta prohibida, estaba ahí, en el suelo, castigado

por Dios, por su mano, por Arioc. Él moriría y su alma sería arrancada de su cuerpo

para que Lucifer dispusiera de ella. Quedaría en ese lugar, como ejemplo, para que

todos pudieran verle. Sobre el pecho, marcado a fuego, un dos nueves enfrentados.

Salió con ellas hasta la calle. Empezaron a llegar gentes que sintieron

curiosidad. Cuando Emmanuelle se volvió y ellas la imitaron, Arioc ya no estaba allí.

<<<<FIN>>>>


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