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Asociación Participa para la Inclusión Social · de tanta letra mis ojos se fijaron en aquellas...

Date post: 10-Aug-2020
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La mirada de Ángel

María Luisa Fernández Ilustraciones de Xan Eguía

La mirada de ÁngelDIARIO DE LA MADRE DE UN NIÑO CON AUTISMO

Edita

©María Luisa Fernández, 2014©Ilustraciones de Xan Eguía, 2014©Asociación Participa para la Inclusión Social, 2014

La autora y el ilustrador de este libro ceden la totalidad de la remuneración correspondiente a los derechos de autor a las asociaciones:

Los beneficios obtenidos por la venta de este libro, se dedicarán íntegramente a proyectos desarrollados por la Asociación Aspanaes y la Asociación Participa para la Inclusión Social.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

http://www.asocparticipa.org

ISBN: 978-84-617-3354-5Depósito Legal: C 2157-2014Impresión: SGRAF Artes Gráficas

Impreso en España / Printed in Spain

Para Sofía y Manolo; sin su amor y su complicidad,

la mirada de Ángel no tendría esta luz.

Índice

Prólogo..........................................................................1313 de diciembre 1987....................................................2730 de abril 1988............................................................3522 de mayo 1988...........................................................3729 de junio 1988...........................................................3925 de noviembre 1988..................................................4123 de enero 1989..........................................................4318 de abril 1989............................................................4524 de junio 1989...........................................................491 de febrero 1992.........................................................5320 de agosto 1992.........................................................558 de noviembre 1993....................................................5727 de diciembre 1993...................................................611 de mayo 1994............................................................6327 de diciembre 1994....................................................6519 de enero 1995..........................................................6725 de diciembre 1995....................................................7113 de agosto 1996.........................................................7330 de junio 1997...........................................................757 de octubre 1997.........................................................772 de mayo 1998.............................................................8110 de septiembre 1999..................................................837 de marzo 2001............................................................8714 de mayo 2001...........................................................957 de febrero 2002..........................................................995 de marzo 2002..........................................................10131 de marzo 2003........................................................10514 de mayo 2003.........................................................115

“Mi táctica es mirarte, aprender cómo eres,quererte como eres.

Mi táctica es hablarte y escucharte,construir con palabras

un puente indestructible”

Mario Benedetti

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Prólogo

Coincidiendo con mi jubilación, después de casi cuarenta años trabajando como médico en Rehabilitación Infantil, y contribuyendo al desarrollo de la Atención Temprana en la Comunidad Gallega, llegó a mis manos este deli-cioso libro, La mirada de Ángel, que transmite de forma clara y atractiva aquellos conceptos y sentimientos que considero deberíamos tener en cuenta los profesionales que nos dedicamos a la atención de niños con riesgo para su desarrollo; y que también representarían una gran ayu-da para sus familias que, como implícitamente nos indica la autora, son miembros fundamentales, y siempre pre-sentes, para el equipo multiprofesional que los atiende. Con frecuencia escuchamos la frase “la infancia es sa-lud”, pero esto no siempre es cierto, ya que los niños no solo padecen enfermedades a menudo breves y autolimi-tadas, sino que en ocasiones también sufren trastornos prolongados, con manifestaciones físicas, psíquicas, sen-soriales y emocionales, que incluso les pueden acompa-ñar toda su vida; como en el caso de Ángel, que nace sano y a los seis meses una grave enfermedad daña su cerebro e interfiere seriamente su desarrollo. Tras el impacto de la noticia acontece un duelo pero también la aceptación y la determinación de hacer todo lo posible para que salga adelante. Es un transcurrir del día a día sin fijarse metas lejanas, celebrando los pequeños logros. Luisa, la autora y madre de Ángel, en una visión re-trospectiva, narra en presente sus experiencias a lo largo del crecimiento de su hijo hasta la edad adulta, transcri-

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María Luisa Fernández

biendo unas maravillosas cartas que comenzó a escri-birle cuando tenía dos años y medio. A través de ellas va describiendo sus vivencias y las de su familia, en las distintas etapas por las que va pasando; etapas por las que pasan tantos niños con problemas de desarrollo. En la primera carta, escrita cuando se ha recobra-do la calma, cuando la nueva situación se ha nor-malizado, ya se vislumbra el mensaje que transmi-te este libro, un mensaje de optimismo realista, que se irá confirmando a medida que se suceden los años. Ángel, con su diversidad funcional, nos recuerda la diversidad de todos los seres humanos, no solo en capaci-dades sino también en valores y preferencias. Así mismo nos advierte que incluso la ciencia tiene limitaciones para predecir el futuro, y que en su construcción podemos in-fluir todos: familia, profesionales y sociedad en general. Ante la incertidumbre provocada por un diagnóstico muy serio, surge la esperanza y los padres de Ángel de-ciden intentar poner los medios para que su hijo tenga una vida lo más normalizada posible; y, sobre todo, que sea feliz. Por esas fechas también se iniciaba un nuevo proyecto en nuestro hospital: Atención Temprana en la Unidad de Rehabilitación Infantil; y también una espe-ranza: su eficacia. Los profesionales nos apoyábamos en la escasa bibliografía del momento, pero necesitába-mos comprobar los resultados con el paso del tiempo. Desde entonces han pasado casi treinta años y Án-gel, como otros muchos jóvenes, nos confirma que vale la pena dejar a un lado las carencias y centrarse en de-sarrollar las capacidades que quedan; llenar ese vaso, por pequeño que sea, pero que contribuirá a mejorar la

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calidad de vida de ese niño, su familia y también de su entorno, que aprenderá a valorar la grandeza de esos apa-rentemente pequeños aspectos que aportan felicidad.

Gracias, Luisa, por este reconfortante libro, cuya lectura recomiendo a todo el mundo y en especial a todas aque-llas personas, profesionales o no, que de alguna forma estén directamente relacionadas con la discapacidad in-fantil.

Javier Cairo

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Puedo recordar con total nitidez aquel día de invierno. Las paralizantes dudas que me asaltaron hasta que decidí hacer la ansiada llamada. No había resultado fácil con-seguir su teléfono porque no tenía ninguna pista sobre Blanca y su familia, más allá de una pequeña nota de prensa en el periódico de aquel domingo, acerca de una madre y un tratamiento para su hijo con una enfermedad rara. La noticia ocupaba un breve espacio, pero en medio de tanta letra mis ojos se fijaron en aquellas palabras para entonces ya impresas en mi mente: síndrome de West. Un vuelco en el corazón fue la primera reacción. Una familia de desconocidos era mi único nexo, hasta ese momento, con la enfermedad que habían diagnosticado a mi hijo Ángel hacía dos años. Hasta ahí habíamos permanecido, los tres solos, desposeídos de lo que entonces hubiera su-puesto un enorme alivio: otra familia que hablara nuestro mismo lenguaje, el del dolor, ese que no se ve ni se toca, que te permite deambular por la vida sin que nadie ad-vierta la hondura de la herida. Por eso el hallazgo de esta notica supuso un rayo de luz en medio de tanta tiniebla. Con la inestimable ayuda de un periodista a quien siem-pre estaré agradecida, logré su teléfono. Temía no saber qué decir, quién me hablaría al otro lado; había puesto tantas esperanzas en unos desconocidos. No sabía nada de aquella familia, y sin embargo un importante dato nos unía: nuestros hijos tenían la misma enfermedad, y en mi

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reducido universo de entonces con respecto a ella, ésto los convertía en únicos. Estaba nerviosa y temerosa porque no sabía cómo recibirían mi llamada, me sentía a la vez intrusa y cercana: ellos habían pasado por una dura experiencia muchos años antes que nosotros y mi intuición me decía que una madre con una vivencia simi-lar no colgaría el teléfono sin antes escucharme, no me abandonaría sabiendo que mi llamada era una petición de ayuda, la necesidad de compartir mis sentimientos, mis miedos, con otra madre que hablara el mismo idioma. Cuando por fin escuché su voz cálida, acogedora, tam-bién expectante -al fin y al cabo una perfecta desconocida estaba apelando a su sensibilidad- me fui tranquilizando. Sólo necesitaba escucharla, que me hablara de su hijo ya adolescente, para tener al menos una certeza en medio de tanta incertidumbre. Saber que podía mantener la espe-ranza, que la vida podía regalarle años a mi hijo, que tam-bién Ángel podría alcanzar la adolescencia. Hasta enton-ces sus dos años de existencia habían sido dolorosamente intensos: nuestros días se habían convertido en una carre-ra de fondo, una carrera contra el tiempo. Esa etapa de los primeros años del hijo, llena de descubrimientos, de cam-bios, de disfrutar viéndole crecer, se había detenido para Ángel a los seis meses. El tiempo discurría para nosotros entre batas blancas, pruebas, controles, ajustes de medi-cación, sesiones de fisioterapia, una larga hospitalización después de su dolorosa estancia en la UCI, caras serias, el alma en un puño ante cada posible gesto, asistir a sus elec-tros con la respiración contenida, esperando únicamente que no hubieran empeorado. Nadie se atrevía a augurarle un futuro, ni bueno ni malo, porque a la vista de su historial debía resultar muy difícil animarnos a creer que había

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futuro para él. Por eso esta llamada era tan importante. Aquella conversación fue como una bombona de oxíge-no, el aire que necesitaba para seguir adelante. No volví a contactar con ella y, sin embargo, su nombre y su teléfono han ido pasando de agenda en agenda, han permanecido en casa, quizás porque el saberlos ahí me daba la tranqui-lidad de sentir que no estaba sola, que otra madre mayor que yo, con la serenidad que dan los años, me amparaba. Ella nunca supo lo importante que fue para mí su voz, sólo su voz. Yo era muy joven, no sólo en edad, también en experiencia. Y curiosamente alguien a quien nunca llegué a conocer me aportó el consuelo tan necesario en esos delicados momentos en que el mundo se viene abajo. Aunque entonces no éramos conscientes de ello, mi marido y yo estábamos viviendo un duelo porque, ade-más de haber estado a punto de perder a nuestro hijo, nos enfrentábamos al duro trance de asumir un futuro in-cierto y la seguridad de que nuestro pequeño niño nunca volvería a ser el de antes; nos iba a necesitar siempre. Su lesión cerebral era irreversible, afectaba gravemente a su desarrollo neurológico, necesitaría tratamiento toda su vida. Habíamos sufrido, pues, ya pequeñas muertes en tan corto tiempo. Pero a diferencia del duelo por la pérdida física, Ángel estaba ahí, nos necesitaba y no podíamos permitirnos quedarnos anclados en nuestro dolor. Y fue precisamente él quien se ocupó de noso-tros. Su fortaleza, sus ganas de vivir se convirtieron en nuestra salvación porque cuando tocas fondo, cuando estás a punto de perderlo todo, el más leve progreso –en el caso de Ángel volver a respirar por sí mismo- es motivo de celebración. Y fue éste nuestro punto de in-flexión: aprendimos a celebrar cada pequeño avance,

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alimentándonos de cada pequeña alegría para poder mi-rar hacia delante, con su reto personal, el de vivir, como único objetivo, sin comparaciones con nadie ni con nada de lo que hasta entonces hubiéramos podido imaginar. Hubieron de transcurrir muchos años, creo que Ángel tendría veinte, cuando fue mi teléfono el que sonó y esta vez era a mí a quien llamaban. En esta cadena de esla-bones que es la vida, el que me había unido a Blanca me acercaba ahora a Inés. Reconocí al instante su angustia, porque esa sensación, cuando se ha vivido antes, se ins-tala para siempre en la memoria aunque aprendamos a controlarla. Aquella madre desconocida llamando a otra madre desconocida tenía un hijo muy pequeño y la intui-ción de que algo no iba bien. Su mundo se desmoronaba, se sentía sola, perdida, asustada, incomprendida, diferen-te. Era el mes de agosto, mes de vacaciones, de descanso. También ella tenía motivos en su vida para estar alegre: su hija mayor había terminado con éxito su primer curso en la universidad pero no podía ver más allá de su dolor. Ahora que precisamente más necesitaba darse pequeñas alegrías, ni se lo permitía ni sabía y, quizás, ni quería; es-taba atenazada y no había espacio ni para un respiro, por-que presentía que estaba a punto de enfrentarse a un duro diagnóstico, que no dejaba espacio más que para esta in-certidumbre. Y al mismo tiempo necesitaba que llegara ya septiembre para acudir a valoración y diagnóstico en Aspanaes y encontrar la ayuda que tanto necesitaba. Para entonces mi hijo era ya un joven que había encontrado su espacio en el centro de día Castelo de Aspanaes y yo for-maba parte del patronato de la Fundación Autismo Coruña. Y fue así como ella contactó conmigo, alguien le dio mi teléfono y la historia se repetía: madre que busca consuelo

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en otra madre y soledad que se mitiga cuando se comparte. Afortunadamente, en los últimos veinticinco años, han mejorado las circunstancias en que los padres se en-frentan a un diagnóstico como el Trastorno del Espectro Autista o cualquier otra enfermedad limitante que, sabe-mos, acompañará a nuestro hijo en todo su proceso vital. Queda mucho por hacer pero existe una mayor sensibi-lización social y una red de servicios más integral, a la que han contribuido de manera notable entidades como Aspanaes, una Asociación que, fruto del esfuerzo y de-dicación de familias y profesionales, se ha consolidado como una entidad merecedora del respeto y considera-ción en el tercer sector, a la que desde hace unos años se une la Fundación Autismo Coruña, fundación tutelar creada por Aspanaes con el fin de asegurar para nues-tros hijos una vida de calidad, garantizando su amparo cuando los padres ya no estemos aquí para protegerlos. Y en esta red de amparo, mi familia cuenta también con el apoyo de Atam (Asociación Telefónica para la atención a las personas con discapacidad). A nuestro lado desde la adolescencia de Ángel, su sólido sistema de pro-tección social ofrece a cada familia soluciones individua-les, adaptadas a las necesidades que las distintas etapas de la vida nos van presentando. Confío en este vínculo, sé que también en el futuro permanecerá al lado de mi hijo. Pero hay algo que no ha cambiado entre aquella ma-dre que era yo hace tantos años y cualquier otra madre de hoy, y es la sensación de soledad ante el diagnósti-co. Ese momento en que algo se muere dentro, el tiempo se detiene y parece que todo transcurre a cámara lenta. Entras en una especie de burbuja que no puedes rom-per, que te separa de lo que hasta entonces era tu mun-

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do y una profunda sensación de soledad se apodera de ti, arrancándote de cuajo todas las ilusiones. Pero no esta-mos tan solos, hoy no. Compartiendo experiencias con muchas de las familias de Aspanaes pude aprender que, como en un duelo, cada uno se enfrenta a la pérdida como puede, cada uno necesitamos nuestro tiempo, pasamos las fases a nuestra manera, porque ese proceso es íntimo y personal. Pero el simple hecho de saber que podemos contar con el apoyo de otras familias, con profesionales que van a dar respuestas donde antes sólo había interro-gantes, produce un gran alivio. Y no quisiera pecar de op-timista, pero puedo asegurar, por propia experiencia, que con una actitud positiva, si incorporamos a nuestras vidas sentido del humor, paciencia y toda la ternura que poda-mos acopiar –no en vano la nuestra es una carrera de fon-do- seremos capaces de controlar nuestra vida, pactando con esta realidad que es la nuestra sencillamente porque es la de nuestro hijo. Porque la actitud, como la fuerza de voluntad, es una cuestión de entrenamiento y nosotros hemos de mantenernos en forma toda la vida: cuidarnos, querernos, valorar todo lo que tenemos y no desaprove-char ningún recurso, aunque en muchos momentos pa-rezca que todos los astros se ponen en nuestra contra. En una palabra, aprender a sobrevivir. Y de verdad que se consigue. No existe un manual, ni claves determinadas, cada uno ha de encontrar las que le funcionen y esto nos puede llevar mucho tiempo, pero a la larga da sus fru-tos porque sólo lo que duele, lo que requiere esfuerzo, tiene auténtico valor. Y esta escuela de supervivencia a la que nos apunta la realidad de nuestros hijos supone un gran aprendizaje para la vida. Contar, además, con un entorno favorable, donde familia y amigos permanezcan

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a nuestro lado, genera la necesaria energía que permite recargar nuestra batería cuando llegan las horas bajas. Unas veces vamos a necesitar apoyo físico, otras logís-tico y siempre la complicidad de quien nos conoce bien y nos sabe acompañar en los momentos más delicados. Y fue precisamente esta reflexión y la insistencia de algunas personas muy queridas para mí, personas espe-ciales que saben de la existencia de las cartas que desde que era muy pequeño le escribía a Ángel, las que me han animado a compartirlas, convencida de que por encima de mi enorme pudor debía prevalecer el posible bálsamo que para algunas familias pudiera suponer conocer los más íntimos sentimientos de una madre que encontró en esta comunicación con su hijo su particular terapia cuan-do el alma duele. Resultaría más fácil hablar de mis sentimientos desde la distancia y la serenidad que dan los años, hablar ahora de cómo lo viví. Pero seguro que, aún siendo igualmente sincera, no podría trasmitirlo como entonces lo sentí, con el mismo realismo, a padres que ahora se enfrentan a un duro diagnóstico. Si consigo lo que Blanca me regaló a mí, que un solo padre, una sola familia, halle un rincón para la esperanza, que logre creer que puede recuperar las riendas de su vida, una vida que ya no será como había imaginado, será distinta, pero no por ello triste ni menos plena; si lo logro, habrá valido la pena esta exposición pública de tan íntimos sentimientos, estos que ahora voy a compartir.

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Ángel nació en la primavera de 1985. Fuerte y sano se ganó el calificativo de niño de libro, hasta que mis obse-siones de madre primeriza robaron todo protagonismo a tanta felicidad. Con seis meses, mi hijo fue diagnosticado de síndrome de West (desorganización de la actividad eléctrica cere-bral: hipsarritmia). La vida nos había situado allí a los tres, poniendo a prueba nuestra resistencia.Permaneció tres meses hospitalizado –entre los seis y los nueve meses-. Fueron días tensos e intensos, de un conti-nuo subir y bajar escaleras, de carreras entre dos mundos que discurrían paralelos: hospital y trabajo.A los nueve meses, Ángel recibió el alta hospitalaria. Su vida continuaría muy vinculada al hospital durante mu-cho tiempo todavía, pero volvíamos con nuestro hijo a casa, el mejor de los estímulos para continuar con nues-tras vidas. Tenía dieciocho meses cuando comenzaron a reducirle muy paulatinamente parte del tratamiento que más estaba afectando a su tono muscular, y poco a poco fueron lle-gando también sus celebrados progresos. Entonces em-pecé a relajarme y un buen día me encontré escribiendo al dictado de mi propia mente la primera carta a Ángel, a la que seguirían otras muchas. Un viejo cuaderno se convertiría en mi fiel confidente, en el lugar de encuentro con mi hijo, con la esperanza de que un día hallaríamos un lenguaje para los dos.

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13 de Diciembre 1987

Estoy con Ángel, desayuno mientras él me acompaña. Me ha sonreído. Son esas miradas suyas penetrantes, profundas, elocuentes. No necesito que me lo diga para sentirme querida. En momentos como éste, nadie sabe lo que siento, la paz que me invade, el amor que mi hijo me transmite. No es la primera vez que su mirada, tan tierna, me hace pensar si efectivamente no será un ángel. No necesitamos palabras entre nosotros: sus ojos y su piel hablan, dicen tanto, aunque él no lo sepa. Si no fuera por tu ayuda, mi niño, qué difícil resultaría continuar, pero quién puede abandonar esta lucha contra el destino, después de haberte mirado. Es tan fácil levan-tarse, Ángel, después de mirarte. Hay tanta vida en ti, tantas ganas de luchar, que he de estar a tu altura. Por eso cuando alguien me dice que admira nuestra ilusión por seguir luchando, pienso en ti, en las veces que sin saberlo me has ayudado. Y han sido muchas. He llegado por mo-mentos derrotada, triste, con mil preguntas sin respuesta, cansada… Y una mirada tuya, Ángel, ha sido suficiente para revivir, para recuperar la ilusión. Ha sido la nuestra una batalla contra el tiempo, casi desde que llegaste aquí, mi niño. Yo siempre había que-rido retenerlo. A todos nos ocurre mientras disfrutamos de momentos felices, como los primeros meses de vida de un hijo. Al principio, cuando supe que íbamos a ser padres, deseaba que esos nueve meses fueran largos, me gustaba sentirte dentro de mí. Recuerdo la seguridad y el orgullo

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con que caminaba sintiéndote dentro, Ángel. Éramos muy felices. Luego, nos confirmaron que serías un niño. Lo cierto es que nunca nos había preocupado o intrigado esto, pero ya teníamos un dato más acerca de tu identi-dad. Lo que entonces no sabíamos es que más que un niño serías un ángel. Cómo describir el día que naciste, hijo. Fue una mañana preciosa -estrenaste el mes de mayo-, precedida de una larga noche que juntos tú y yo pasamos preparándonos para mirarnos por primera vez. Recuerdo las innumera-bles veces que me levantaba entre contracción y contrac-ción y, apoyada en la ventana, mirando las luces de la ciudad y la quietud de la calle pensaba en lo privilegiada que era porque mi dolor tenía un sentido: la vida, mien-tras en otras plantas del mismo hospital –qué ironía-, las mismas camas, las mismas sábanas, personas como yo con historias, ilusiones rotas por otro tipo de dolor. Sin embargo yo saldría de allí con el regalo más grande: tú, mi hijo. Llegó la mañana y también nuestro momento. Todo sucedió deprisa desde primera hora. De pronto te habían puesto sobre mi pecho y sentía tu cuerpecito tan pequeño y perfecto y tus ojos, ya tan expresivos. “Tiene usted un niño grande”. Fueron las primeras pala-bras acerca de tu aspecto. Yo sólo veía unos ojos inmen-sos. Lo siguiente que recuerdo es la cara de tu papi, sus ojos, que son como los tuyos. Nada podía hacerme más feliz aquel día, mi niño. Aquellos seis primeros meses pasaron deprisa, mien-tras crecías fuerte y feliz. Hasta que de golpe, sin previo aviso, se apoderó de nosotros esa sensación de pérdida de control que como en un cataclismo te lleva de tenerlo todo a la nada más absoluta. Recuerdo aquel triste vier-

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nes, Ángel. Tenías seis meses. Llevabas puesto un traje-cito de punto verde y blanco que yo misma había hecho –siempre me ha gustado tejer alguna prenda para ti-. Ha-cía días que papi y yo estábamos inquietos. Presentíamos que algo pasaba, pero nunca hubiéramos imaginado que el destino te reservara algo tan duro, mi niño. Aquella tarde, cuando el neurólogo nos dijo que tenías una gra-ve lesión en tu cabecita, el tiempo se paró. Era la pri-mera vez que escuchábamos las palabras: “síndrome de West”. Durísimas palabras por su gesto serio y el tono de su voz. Ya tenías un diagnóstico. Hubiera querido mo-rirme, desaparecer. Te tenía en mis brazos, eras un niño perfecto: grande, guapo, feliz. Tenías hambre, era la hora de la merienda. Sentía que era injusto, que no podía ser, a ti no podía pasarte algo así. Yo era una mujer sana, me había cuidado durante el embarazo, habías nacido fuer-te, de modo natural, sin ninguna ayuda, yo te amaman-taba... cómo aceptarlo. Era egoísta, pensaba: por qué a nosotros. Y por qué a los demás me pregunto ahora. Lo que ignorábamos era que aún pasaríamos pruebas más duras. Cuando pienso que estuvimos a punto de perderte se me encoge el corazón. Por eso, mi niño, a partir de ahí, lo nuestro fue y es una lucha contra el tiempo. Otros padres desean que se alargue y nosotros necesitábamos que transcurriera deprisa, para ver tu respuesta, porque habíamos emprendido un largo viaje con una inquietan-te compañera: la incertidumbre. Nos enfrentábamos a un túnel que no sabíamos cuánto sería de largo, ni siquiera si tendría alguna luz al final. Sólo sabíamos que debíamos recorrerlo. Habíamos entrado en la consulta del médico con nuestro precioso hijo y salíamos con el alma rota y un bebé que tenía que merendar aquella tarde y sentir

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nuestro calor y nuestra seguridad como hasta entonces. El mundo se abría a nuestros pies pero tú nos necesitabas. Aquella misma tarde nada más salir de la consulta nos fuimos al Materno. Así, de cuajo, entramos en aquel os-curo túnel; no existía marcha atrás, no había otra salida. Tenías que empezar un tratamiento que precisaba tu in-greso hospitalario para un exhaustivo control. Aparece-rían efectos secundarios graves y había que controlar tu capacidad de respuesta. Fueron veinte días de escuchar palabras nuevas, raras, pruebas que nunca hubiéramos imaginado para ti, tan pequeño. Recuerdo un día, senta-dos en el interior del coche en el aparcamiento del hospi-tal, tu padre y yo, después de una de aquellas desoladoras noticias sobre tu futuro inmediato. El coche estaba esta-cionado mirando hacia el colegio Santa María del Mar, era media mañana y desde allí, sentados, paralizados, ob-servábamos el bullicio de los niños y con lágrimas en los ojos contemplamos la estampa que nunca veríamos de nuestro hijo. Era como un sueño del que quería despertar, volver a empezar, regresar a donde lo habíamos dejado, a ese instante en que la alegría nos había abandonado, regresar a la plenitud de los días tranquilos, oliéndote, bañándote, mirándote mientras crecías feliz. Pero no ha-bía marcha atrás, no podía volverte a mi vientre para en-sayar un nuevo futuro para ti. Mi bebé era el que esperaba todo mi cariño en la habitación número diecinueve de Lactantes y no había más. Sin tu ayuda y la de papi no lo hubiera soportado, Ángel.

Recuerdo tu estancia en la UCI, aquellas navidades, tus primeras navidades. Sólo habían transcurrido tres meses desde el diagnóstico, cuando llegó el más duro de los

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golpes. Tenías un muy bajo tono muscular que iba en au-mento y un durísimo tratamiento que trataba de frenar las posibles convulsiones que dañarían más tu cabecita –no olvidaré aquellas inyecciones diarias de ACTH-. Aquel terrible día habías tenido una aspiración tomando el biberón y, la hipotonía, esa enemiga que competía con tu fortaleza, ganó la batalla: tus pulmones no pudieron responder, no podías expectorar, parecías un pajarito in-defenso. Aquello terminó en una neumonía que te man-tuvo en el umbral de la muerte quince eternos días. Los detalles sobre nuestra carrera desde la consulta del pedia-tra hasta el hospital, con la sensación de levitar, de cami-nar entre las nubes contigo cianótico entre mis brazos, se quedan para mí. Cada noche, en la UCI, nos dejaban entrar a tocarte, a olerte, porque nadie daba un duro por tu vida. Tan pequeño, tan frágil en tu carpa. Tu cabecita rasurada, tocada por agujas y vías. Apenas había comen-zado la historia de tu vida y ya te enfrentabas al más duro reto: sobrevivir a una muerte para todos segura. Aquellas enfermeras actuaban como ángeles, te trataban con tanta ternura. Se portaron muy bien con nosotros, creo que les inspirábamos compasión. Éramos tan jóvenes y estába-mos a punto de perderte. Sus miradas eran muy elocuen-tes, decían más que las cortas y asépticas citas médicas, que no dejaban espacio a la esperanza. Lo recuerdo bien: a la una de la tarde, con el corazón en la boca cruzábamos aquella fría puerta de información y nos sentábamos en silencio frente a la mirada distante de un médico que cam-biaba de cara pero no de pronóstico. Tocaba tus piececi-tos hinchados, como tu carita, Ángel. Tu cabeza era una bolita, y de perfil, tus mofletitos hinchados por la cortiso-na apenas dejaban ver la nariz. Pero tú eres fuerte, muy

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fuerte y Dios nos escuchó, era navidad y el Niño Jesús estaba contigo, no nos abandonaría. Otras veces, cuando te miraba y abrías los ojitos, siempre tan expresivos, in-cluso entonces que no podías respirar sin ayuda, le pedía a Dios que no te llevara. Le pedí tantas veces que me tra-jera lo peor a mí, que me llevara, pero no a ti. Y ahora que estás aquí, con nosotros, pienso que me escuchó y algo de “ángel” te dio porque tus ojos, mi niño, tus minúsculas manos me hacen estremecer. Todos los años hay un juguete que se pone de moda, y el año que tú naciste el “gusiluz”, un gusanito que se encendía cuando se tocaba, era el juguete de Reyes para los bebés. Antes de que todo esto empezara lo habíamos elegido como el primer juguete que le pediríamos a los Reyes Magos para ti; así que no me preguntes de dónde sacamos las fuerzas pero, contigo en la UCI, tu padre y yo nos recorrimos sin descanso todas las tiendas de ju-guetes de la ciudad, donde se habían agotado las existen-cias. Pero la misma noche de Reyes conseguimos aquel gusanito mágico. Algo nos decía que si tratábamos de mantener nuestra normalidad, nuestras ilusiones, algo de esa energía te alcanzaría. Lo cierto es que llegamos an-siosos con nuestra pequeña alegría a la UCI como si se tratara de una medicina salvadora, habíamos logrado lo que nos habíamos propuesto y cuando levantamos la vis-ta hacia ti tras aquel cristal que nos separaba, observamos que los Reyes ya habían llegado al hospital y tu camita estaba adornada con los regalos que habían dejado para tí: un precioso globo y un simpático Snoopy durmiendo sobre la luna. Cuando volvimos a casa contigo también custodiaron tu cuna durante mucho tiempo, como si de fieles amuletos se tratara.

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Ya apenas recuerdo tus primeros meses, sólo sé que me pareces un maravilloso regalo. Tienes dos años y medio y hace unos días dijiste “mamá”. Hacía tiempo que lo intentabas. Creo que todavía no sabes que esa soy yo, pero sé que lo sabrás. Sé que me conoces, que te gusta, como cuando naciste, posar tu cabecita sobre mi pecho, escuchar mi latido. Y a mí me gusta quedarme en silencio cuando te duermes en mis brazos, escuchar tu respira-ción.

¡Cuántas cosas me has enseñado, mi niño! Y más que aprenderemos el uno del otro, porque tú eres un luchador.

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30 de abril 1988

Cuando era pequeño, los cumpleaños de Ángel se con-vertían en una fiesta muy especial. ¡Esos primeros años había tanto que celebrar! Recuerdo la importancia que te-nía la elección de la tarta. Cada vela que se iba sumando simbolizaba un año más que ganaba a la vida. La paste-lera, que lo conocía desde bebé, se esmeraba en decorarla cada vez con motivos diferentes, hasta el punto de que me costaba cortar la tarta y deshacer aquella dulce obra de arte. Aunque nunca entrábamos en comparaciones con otros niños, sus cumpleaños me mostraban la realidad de su edad a través de sus primos, que iban creciendo a pasos agigantados, siempre apagaban las velas por él, y terminaban abriendo y estrenando aquel juguete –casi siempre didáctico- que tanto nos costaba encontrar para Ángel.

Ángel, mañana cumplirás tres años ya. Tus cumpleaños son para mí el único nexo con tu edad cronológica. Po-drían ser lo mismo dos, cuatro... La verdad es que poco importa. Me resulta difícil explicar lo que siento estos días, es algo que me sucede cada año: unos días antes de tu cumpleaños siento una especial sensibilidad, una mezcla de tristeza-alegría, no sé cómo definirlo. Es como si de pronto lo que sucede a mi alrededor no me impor-tara, me abstraigo y se agolpan en mi mente multitud de pequeños detalles, y siempre como imagen permanente tus ojos, tan expresivos, la primera vez que te vi, el mo-mento en que nuestra piel entró en contacto, tu olor de re-

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cién nacido sobre mi pecho, la comadrona, el olor de las sábanas, la noche del ingreso, tú y yo juntos en el pa-sillo, juntos por primera vez en la camilla, papi con el periódico bajo el brazo y su gesto de sorpresa, alegría y emoción. ¡Qué felicidad! Las compañeras de habitación. Recuerdo sus caras, nuestras conversaciones de madres recién estrenadas, la primera vez que te cambié el pañal, la raya del pelo recién bañado, tu boquita inerte en mi pecho, la preocupación de si aprenderías a mamar. El pri-mer día en casa, recuerdo que te cambié como siete veces seguidas. Cómo se transformó la casa con tu presencia. No podíamos ser más felices. Y hoy te miro y sigues teniendo esa misma expresión tan dulce en tus ojos, y tus brazos siempre dispuestos a abrazarme. Y doy gracias a Dios por tenerte aquí, por po-der ayudarte a crecer, por lo que tú sin saberlo haces por mí. Tu papi, Ángel, te ha comprado una lámina preciosa para tu habitación de barco, que él mismo ha decorado, y hoy ha ido a recogerla para que mañana que es tu cum-pleaños puedas verla. Este año llegas a tu cumpleaños andando por tu propio pie. Caminas sin rumbo, no sabes orientarte pero caminas y el próximo año seguro que ya apagarás las velas, aunque eso no importa demasiado, realmente. Lo verdaderamente importante es que estás aquí, que eres feliz y que te queremos mucho, mi niño.

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22 de mayo 1988

Ángel comenzó a caminar a los tres años. Su altura tam-poco se lo ponía muy fácil, teniendo en cuenta que esta-ba por encima de la media de su edad. Era grande, pero sus movimientos eran los propios de los primeros pasos: piernas abiertas, brazos en cruz y ese balanceo caracte-rístico que todavía hoy le acompaña. Caminaba con mu-cha inseguridad y esfuerzo, y además sin rumbo. Y desde luego, no tenía iniciativa para desplazarse si no era con apoyo.

Ángel, todavía me late deprisa el corazón. No sé si te has dado cuenta de lo que has logrado, pero hoy es ya para mí uno de los días más felices de mi vida. Sólo siento que papi no estuviera aquí con nosotros para compartirlo los tres, porque me cuesta creer lo que ha pasado. Como cada día, te he dejado tumbado en nuestra cama mientras limpiaba tus zapatos, antes de salir. Te dejé con el chupete para que estuvieras más tranquilo. Cuando ce-rré la puerta del tendedero y me giré ahí estabas tú, con los brazos estirados hacia mí y una amplia sonrisa de sa-tisfacción. Tuve que abrazarte fuerte para creerlo. Hacía tiempo que sabías bajarte de la cama y gatear, pero hoy te has decidido a bajar solo y buscarme caminando. Algo se está despertando en tu cabecita, a pesar de la medicación que te mantiene tan sedado –sabemos que es necesaria o una convulsión podría darnos un tremendo susto-, pero con mucha calma y de un modo imperceptible, nuestro

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deseo de ver pequeños logros se va cumpliendo y así con tu esfuerzo nos estimulas también a nosotros. Estoy de-seando que llegue papi para celebrarlo. He soñado tan-tas veces con este momento; te he imaginado en tantos instantes apareciendo en la cocina, que hoy no puedo creerlo, pero, a veces, los sueños se hacen realidad. O será, tal vez, que ahora vemos la vida de diferente ma-nera y cobran relevancia cosas que normalmente pasan inadvertidas siendo vitales; cosas que podemos perder en cuestión de segundos: respirar, levantarse y que cada músculo, cada articulación cumpla su función. Y cuando las perdemos o, lo que es peor, las pierde un hijo, adquie-ren la importancia que realmente tienen. Ahora que te tengo a ti y veo tu esfuerzo, a veces, cuando me levanto de la cama me detengo a pensar la cantidad de órdenes que emite mi cerebro desde que me despierto y me parece un milagro que todo esté tan perfectamente orquestado. Y pienso también en lo desagradecidos que somos con la vida. Sólo cuando nos golpea nos preguntamos por qué a nosotros y, sin embargo, cuando disfrutamos del privi-legio que supone tener autonomía nos parece un derecho natural, no pensamos en aquellos a quienes les es negado.

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29 de junio 1988

Es tan importante reconocer el valor de lo que tene-mos… Y para mí, nada tan valioso como la complicidad de mi marido. Siempre mira la realidad de frente. Ad-miro, sobre todo, esa actitud positiva que le caracteriza, su predisposición para encontrar un camino por peque-ño que sea. Admiro su enorme capacidad de adaptación.

Ángel Manuel (es bonito tu nombre), hoy voy a ha-blarte de tu papi. Nunca te había escrito nada sobre él. No porque no tenga mucho que contarte, al contrario. Me gusta miraros cuando estáis juntos; sois tan iguales. Hoy como tantos otros días, me ha provocado una enor-me ternura observaros mientras jugabais. Papi te decía que golpearas la pelota, mientras tú mirabas hacia otra parte. Te cuesta mucho centrar la mirada. Cuántas veces habrá deseado, como cualquier padre, llevarte al parque con tu bicicleta, enseñarte a andar en ella, jugar al balón, y tantos otros juegos, pero yo no le doy mucha opción de que me cuente sus ansias, sus ilusiones, porque casi siempre está más ocupado en ayudarme con las mías. Tu papi tiene una enorme paciencia y podrás apren-der muchas cosas con él. Verás, hijo, cuando estabas enfermo, de bebé, yo me volví muy aprensiva. Es una secuela que arrastro desde tu diagnóstico. Así que no paro de agobiarle con mis fantasmas, mis hipotéticas enfermedades. Te contaré la última: ayer fui al ginecó-logo porque estaba convencida de que tenía algo en el pecho. Presentía que algo malo iba a suceder. Este vi-

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vir pegados a batas blancas me ha vuelto vulnerable. Pues, como te decía, tu padre, que es muy sereno, tie-ne una gran capacidad para afrontar las situaciones sin derrumbarse por fuera, aunque sufra tanto como yo. Es tan equilibrado que tira de mí y consigue serenarme. Cuando todo esto comenzó, él, que nunca dejó de estu-diar, estaba inmerso en un curso que requería un plus de disciplina y concentración, teniendo en cuenta que debía además atender un trabajo de responsabilidad. Dicen que la verdadera dimensión de las personas se conoce en las situaciones especiales, y él es un claro ejemplo de ello. Admiro su talante, su serenidad, porque, a pesar de todo, no bajó la guardia, continuó con sus proyectos sin des-atender a su familia. Tiene un mérito enorme por su fé-rrea voluntad, ahora que nuestra vida ha cambiado tanto y soy consciente de que esta actitud suya tan positiva me ha ayudado a ponerme las pilas; al fin y al cabo nos duele y nos ilusiona también lo mismo: tú.

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25 de noviembre 1988

Me encantan los niños, y antes de nacer Ángel teníamos claro que no sería hijo único. Sin embargo, durante sus primeros años ni se me pasó por la cabeza la posibilidad de tener otro hijo. Vivíamos inmersos en sus necesidades, y me asustaba la sola idea de pensar que pudiera tener una enfermedad. Cuando me enteraba del embarazo de alguien rezaba por que todo saliera bien y me parecía tan valiente su decisión…

Hace una semana pasé un día especial, muy especial. Fui con tu abuelita María al Teatro Colón. Allí actuaban un grupo de niños “especiales”. Sabía que aquello me im-presionaría pero lo que no sabía es lo que me iba a emo-cionar. Es difícil explicar con palabras lo que sobre aquel escenario se veía: su trabajo estaba cargado de disciplina, responsabilidad, horas de ensayo, ternura, mucha ternu-ra. Sus ojos y sus manos, Ángel, me recordaban a ti. Nun-ca un silencio estuvo cargado de tanta admiración. Los que aquella noche asistíamos al espectáculo ¡aprendimos tanto! Aún no te he dicho de qué se trataba. Era el Psico-ballet de Maite León, una mujer admirable que transmitía serenidad y amor, a la vez que una enorme satisfacción. Era envidiable verla sobre el escenario con sus discípu-los, todos tan dignos, tan seguros en su imperfección, tan contentos. Salí atontada de allí, por mí y por la sorpresa que se advertía en las caras de la gente con la que me cruzaba: era como si de una bofetada hubieran sacudido los tópi-

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cos que sobre niños como vosotros, “especiales”, arras-tramos. Me gustaría que alguien se preocupara de formar aquí un grupo similar y poder llevarte. Eso te ayudaría a expresarte a través del movimiento. Hoy estoy un poco llorona y lo cierto es que no tengo motivos, quizá mi espíritu necesite liberarse y en cuanto encuentra la ocasión no la desaprovecha. Es de esos días tontos que no puedo controlar. Me gustaría que tuvieras un hermano o hermana (no importa) y siento que no ten-go derecho, que yo no puedo tener un hijo sano, que sería un acto de irresponsabilidad por nuestra parte, teniendo en cuenta la gravedad de tu enfermedad y la terrible duda que siempre nos atenaza ante la posibilidad de que se re-pita. Siento como si se me hubiera cerrado esa puerta, que no tengo derecho a abrirla de nuevo. Por otra parte siento que sería injusto tener un hijo que compartiera el tiempo que ahora es sólo tuyo, que nos diera las alegrías que tu enfermedad nos impidió disfrutar como a cual-quier padre. Creo que si él juega, habla, corre... No sería justo que tú no pudieras hacer lo mismo. No sé, pero últi-mamente me siento muy reprimida, irritable, que ya nada es como planeábamos, apenas salimos, no nos damos un respiro. Mientras tanto, esta temporada tú has mejorado mucho, pero yo aún me siento culpable de que no puedas expresar tus deseos, de que no te pelees con tus primos y de tantas cosas que me hacen daño. Te quiero, hijo.

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23 de enero 1989

Qué importante es soñar. Aunque no se pueda expresar en alto, aunque parezca una utopía, tener un sueño es poseer energía para continuar hacia delante. Muchas no-ches, cuando era pequeño, soñaba que mi hijo hablaba. Recuerdo que me despertaba intentando atrapar su voz para guardarla. A veces me concentraba en entrar de nue-vo en el sueño, con la esperanza de prolongar nuestro maravilloso diálogo. Siempre me decía cosas tan hermo-sas… También sueño despierta, continúo tejiendo sueños para él que termino por hacer míos. No importa cuántos se cumplan, mientras mantengan mi ilusión quiero seguir soñando.

Ángel, está claro que eres especial. Hace quince días aproximadamente que estás muy alegre. Te mueves con más desenvoltura y sonríes con gran claridad. Me gusta que me busques en la cocina, llegas y te apoyas en mi espalda, estirando tus brazos, conoces cada rincón de mi cuerpo donde sabes que hay un posible asidero; toda yo soy un bastón que te ofrece seguridad. Lo dejo todo y te abrazo, no puedo hacer otra cosa viendo tus ojos, tu mi-rada, tan profunda; nunca podré describirla. Tengo ante mí la foto de estudio que te hice este verano y lo primero que llama la atención son tus ojos, tu expresión cuando me miras fijamente y sonríes. Me gustaría que entendie-ras lo que siento. Tengo ganas de que un día me mires y me digas: “eres la mami más guapa”. Podría contarte tantos sueños. Sueño que ya tienes catorce o quince años

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y nos dices que tienes un partido en el cole y no vendrás con nosotros al cine. Situaciones sencillas y cotidianas. Y puestos a soñar sueño que te vas a estudiar fuera y nos mandas una postal, me veo volando cada día al buzón. En fin, tonterías que seguro llegarán.

Sin embargo, cuando esperábamos tu nacimiento y tam-bién soñábamos, nunca soñé con todo lo que me das, con la cantidad de sensaciones y detalles que me han enrique-cido gracias a ti ¡y sólo tienes tres años! Lo que me queda por aprender contigo.

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18 de abril 1989

Días antes de cumplir los cuatro años conocimos el ori-gen de la enfermedad que padecía Ángel. Hasta entonces su diagnóstico estaba, por así decirlo, incompleto. Y llegó el día: ya teníamos un diagnóstico definitivo, el círculo se había cerrado. Aunque nada cambiaba ni su evolución ni su tratamiento, recibir aquella noticia supuso un nuevo golpe: su enfermedad era congénita.

Qué día tan triste el de hoy. Es domingo y llueve, es esa lluvia menuda que te cala y te deprime. No sé por qué desde hace algún tiempo me cuesta ex-presarme, el lenguaje se vuelve corto; será que son de-masiadas sensaciones y experiencias que se agolpan sin dejar tiempo a mi cabeza para racionalizarlas, a mi cora-zón para cicatrizar. Esta Semana Santa ha sido muy larga. Estábamos pen-dientes de una importante prueba que podría determinar el origen de tu enfermedad. Lo que más me asustaba era esa sensación inexplicable que me invade cada vez que presiento algo; y en efecto, mi corazonada se cumplió. La semana transcurrió con gran impaciencia por nuestra parte y el lunes, hace sólo cinco días, nos confirmaron el origen de tu enfermedad. Durante estos casi cuatro años de controles, electros, pruebas y más pruebas todavía no había dado la cara lo que escondía tras de sí el síndrome de West. Y llegó ese terrible momento: había un dato más para añadir a tu expediente médico, ya bastante abultado,

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pero este no era un informe cualquiera, éste era relevan-te. Aparecían nuevas palabras que intuímos duras por la expresión de tu pediatra: esclerosis tuberosa. Después de todo el dolor que habíamos pasado creía que no podríamos sufrir más, que no volvería a notar ese nudo en el pecho, esa sensación de desamparo, como si el mundo caminase en un sentido y nosotros en otro. Pero sabemos que vas a salir de todo esto, no hay más que ver-te, tan lleno de vida. Miro tus ojos y mi batería se recarga de nuevo.

Parece que sin tiempo para asumir una realidad tenemos que engullir otra y otra, como el que bebe a borbotones. Dios mío, es muy probable que no podamos tener más hi-jos porque aun siendo mínimo el riesgo de que se repita, el miedo está ahí y eso hemos de asumirlo así, de golpe; algo tan importante como es el soñar, sólo soñar que al-gún día podríamos disfrutar de un hijo sano me ayudaba a veces. Es muy probable que yo, tan miedosa, no me atreviera a dar ese paso pero soñar con esa posibilidad me aportaba ilusión. Cuando me dicen que alguien conocido va a tener un hijo, un segundo o tercero, se me enciende esa luz dentro, siento envidia, esperanza de pensar que yo también puedo... Ahora no, de repente tengo que pen-sar que esa puerta se ha cerrado para mí. Y ya son tantas las puertas que se cierran que a veces pienso que mi fe-licidad está en pensar que al menos Ángel no está en un hospital, que camina, que nosotros no estamos enfermos. Sé que tenemos cosas que agradecer, pero la vida antes era tan distinta. ¿Es que ya no tenemos derecho a soñar? Estoy hecha un lío, tengo la cabeza revuelta, quiero en-contrar un cabo, sacar fuerzas para seguir sonriendo. No

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puedo decirle a nadie lo que me pasa. ¡Cómo decirle a mis padres que no podré tener más hijos si hoy mismo tu abuelo te vio en un momento de “despiste” (ya sabes que tenemos nuestros nombres para tus crisis) y ya se en-tristeció! ¡Cómo sonreír mientras escucho a mi hermana hablar de traer una niña a la familia alguna de nosotras, si yo sé que ya no hay lugar para lazos ni patucos en mi casa!

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24 de junio 1989

A los cuatro años Ángel comenzó su etapa escolar y con ella la oportunidad de relacionarse con otros niños. Hasta entonces su vida había transcurrido entre la rehabilita-ción y la estimulación precoz, y todos consideramos que era el momento de dar un paso más en su normalización; la convivencia con otros niños supondría un gran estímu-lo para su desarrollo. Aquello fue como abrir una enorme ventana para él. Y tuvimos la suerte de que esta etapa coincidiera también con la apertura de una escuela infan-til pionera en la integración, Andaina. Estamos hablando de finales de los años ochenta, cuando la integración es-colar daba sus primeros pasos y no había muchas opcio-nes a la hora de elegir la que sería la primera escuela de nuestro hijo. Nunca olvidaré su primer día. Lo dejamos allí una hora que se hizo eterna. Su aula estaba formada por un grupo muy reducido de niños de entre uno y dos años de edad. La tutora lo sentó en un pequeño columpio. Qué miedo sentí; Ángel no tenía estabilidad, cualquier niño con un ligero movimiento podría hacerle caer, pero sabía que de-bíamos confiar, que en algún momento tendríamos que dar ese importante paso.

Esta semana has ido por primera vez a la piscina de tu colegio y has participado como un niño más de una acti-vidad propia del verano: el baño. El agua te gusta mucho, cuando aprendas a hablar estoy segura de que “agua” será una de tus palabras preferidas. En cierto modo temía que

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cuando fuera a recogerte me dijeran que te habías caído o que había pasado algo; tus movimientos son muy torpes y no tienes sentido de la orientación. Pero para mi sorpre-sa, cuando llegué y pregunté me contaron lo bien que te lo habías pasado y que habías sido el último en salir, tan contento debieron verte en el agua. A ellos les parecería normal pero lo que no sabe tu tutora, Eva, es la sensación de felicidad, de plenitud que yo sentí al escucharla. Mi hijo podía bañarse sin mi cuidado. El jueves se celebró la Asamblea de la escuela. Allí es-taban papás y mamás –alguna embarazada, qué envidia-. Era mi primera reunión de padres y me sentí muy sola y diferente de todos ellos. Esta es una escuela infantil pionera en la integración y aunque sois muy pocos los niños especiales que allí acudís, gozáis de los mismos derechos que vuestros compañeros. Cuando las educa-doras hablaron de la importancia de la integración me dieron ganas de pedir la palabra; observando a aquellos padres deduje que ninguno tenía un niño “especial” y por lo tanto no interesaba el tema. Unos bostezaban, otros se abanicaban –era verano, hacía calor- o miraban dis-traídamente a otro punto. Era obvio que el tema no les afectaba, por tanto no interesaba. Me da pena porque es-toy convencida de que los niños como tú enriquecéis el desarrollo de vuestros compañeros, porque compartiendo juegos y conviviendo con vosotros es como, de un modo espontáneo y natural tan propio de la niñez, aprendéis a convivir con la diversidad. Al fin y al cabo, todos somos diferentes y también, imperfectos. Ocurre que vuestra imperfección es evidente. Sin embargo siempre que voy a recogerte a tu aula observo que tus compañeros aceptan tus limitaciones con la misma naturalidad que aceptan

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que otro niño sea mocoso o pegón. Hace poco fue el cumpleaños de un compañero tuyo y tenía que llevar los caramelos a los demás. En casa le preguntó a su madre qué podía hacer con el caramelo de Ángel. Si se lo daba envuelto o desenvuelto. Su madre no entendía lo que le estaba diciendo, lógico si hablamos de niños de tres años (tú tenías cinco). Claro que ella tampoco te conocía a ti. Cuando entró con su hijo al aula y repartieron los caramelos descubrió al reparar en ti el porqué de la preocupación de su hijo. Y al salir de clase se dirigió a mí y me contó lo ocurrido, sorprendida por la naturalidad con que su hijo te había tratado. No le había dicho que tú eras raro o tonto, no, sencillamente había descubierto que lo tuyo no era la habilidad con las manos y buscó ayuda. Situaciones como ésta pueden ayudar a los adultos a educar en valores básicos para el desarrollo de nuestros hijos: la solidaridad, el respeto, la empatía se enseñan día a día, momento a momento, a través de la convivencia; los niños son esponjas y está en nuestras manos conseguir que la ternura y la comprensión no se pierdan cuando abandonan la niñez.

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1 de febrero 1992

Durante sus primeros años únicamente nos centramos en la recuperación de Ángel y no había otro objetivo, otra ilusión que su día a día. Hasta que de nuevo el deseo de tener otro hijo se fue haciendo firme y empezamos a contemplarlo como algo natural, aún sabiendo que los miedos estaban ahí.

Ya estamos en febrero. Dentro de unos días cumpliré treinta y cinco años. Nunca me ha preocupado esto de cumplir años, al contrario, siempre me ha parecido un motivo de alegría la oportunidad de vivir un año más. Y no es que ahora me sienta más vieja que hace un año, ¿qué importancia tienen más o menos arrugas? No es ésta mi preocupación. Pero debo confesar que empiezo a no-tar un reloj interior que va descontando el tiempo que me queda, como si de una carrera se tratara, la cuenta atrás para otro hijo. Por esto sí que a veces me siento vie-ja, o peor aún, estéril. Siento que no tengo libertad para decidir si este cuerpo que ha sido la mejor casa para ti, Ángel, podrá serlo para otra persona, si esta decisión será un acto responsable. A ratos recuerdo esos maravillosos meses de embarazo, la sensación de sentir mi cuerpo saludable, fresco, vivo, días que fueron completos, vividos en toda su plenitud, sin ñoñerías, ni caprichos asociados a ese estado tan bien llamado “de buena esperanza”. Esto último sí lo sentía, la ilusión de una nueva vida que crecía dentro. Fueron días felices hasta el mismo instante de tu nacimiento. Quizás

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la vida me quiso hacer vivir en este embarazo todos los que ya no vendrían, quizás Dios quiso compensarme en aquellos días, en aquel parto, no permitiendo que nos perdiéramos un solo detalle para que el poso de tanta fe-licidad llenara todos los vacíos que ahora siento, y de los que a veces me avergüenzo también, sabiendo cuántas madres no han podido serlo ni una sola vez.

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20 de agosto 1992

Las vacaciones familiares, sobre todo cuando se trata de viajar, no son completas si falta alguno de sus miembros. Viajar ha de ser gratificante para todos y en el caso de Ángel había que ser realistas: no se daban las condicio-nes para que él pudiera disfrutar. Así que, cuando llegaba el verano siempre echaba de menos ese viaje con nues-tro hijo, el viaje que nunca llegaba.

Hacía tres años ya que no veníamos aquí, a San Vicente do Mar. Siempre nos ha gustado este lugar para descansar en verano. Yo solía venir con mis padres y mis hermanos desde niña y después papi y yo hemos continuado vinien-do. Pero cada vez nos dice menos este lugar o cualquier otro porque tampoco este año nos acompañas tú, Ángel, y mientras así sea todos nuestros veranos, nuestras va-caciones serán incompletas. Creo que hasta el hecho de preparar las maletas, que ya es una forma de vivir las vacaciones, se nos hace penoso, porque siempre falta un bañador y una camiseta que meter, las tuyas. Por eso estas vacaciones se nos presentan un poco tris-tes aquí. Te preguntarás por qué venimos entonces; pues porque necesitamos este tiempo de descanso, tiempo para dedicarnos el uno al otro, tu papi y yo. Aún echán-dote de menos como lo hacemos, necesitamos cargar ba-terías, detenernos en medio de la responsabilidad diaria y hacer esto, aunque pueda parecer un poco incongruente. Tampoco es tanto tiempo, una semanita nada más pero muy larga sin ti. Sin embargo no debo estar triste porque

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si estamos aquí es porque no nos necesitas tanto, por-que cada vez eres un poco más independiente y todos son pasos que te acercan al momento en que nuestro deseo de viajar contigo se cumpla. Por qué no. Cosas más di-fíciles hemos logrado juntos. Además contamos con la mejor de las colaboraciones. El equipo que forman tus abuelos, siempre dispuestos a apoyarnos, a facilitarnos la vida, contentos de que podamos disfrutar de unos días para nosotros. No sé qué hubiéramos hecho sin ellos. Si yo he podido mantener mi trabajo ha sido en parte gracias a su entrega incondicional. Cuando todo a tu alrededor se desmorona es muy importante conservar tus hábitos, tu vida, en una palabra la normalidad. Esto que es bue-no para cualquiera se vuelve vital en circunstancias tan duras. Por eso el trabajo para mí ha sido, a pesar de la responsabilidad, el sostén de mi equilibrio. Ver que no todo te es robado, que hay espacios de tu vida que puedes conservar, espacios a los que te aferras en el intento de sobrevivir a tanto caos. Pero para esto es necesario contar con personas que estén a tu lado, incondicionales, leales, con esa generosidad que sólo se encuentra en la familia o en los verdaderos amigos cuando sabemos que nos espe-ra un largo camino para el que debemos hacer acopio de toda la energía que podamos recibir. Y aquí es donde tus abuelos cobran un especial significado, formando el me-jor de los equipos: tiempo, dedicación, paciencia, amor a raudales para su querido nieto han sido su generosa apor-tación a nuestra estabilidad. Sin ellos esta supervivencia hubiera sido muy distinta.

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8 de noviembre 1993

A fuerza de soñar, algunos sueños terminan por cumplir-se. Quién me hubiera dicho ocho años antes que el mis-mo lugar –un hospital-, sería testigo de dos momentos tan diferentes de mi vida. Y es que a veces la distancia entre la desdicha y la felicidad es sólo cuestión de tiem-po. Y también, por qué no, de esperanza. La nuestra ya tenía nombre: Sofía.

Hace más de un año que no acudo a este rincón nuestro donde escribir es mi terapia, mi forma de comunicarte aquello que de otro modo no sé cómo expresaría. Supon-go que cuando me encuentro inmersa en una realidad que me supera necesito un tiempo para vaciarme. Y eso me ocurre ahora. Este ha sido un año de grandes emocio-nes, de sueños cumplidos, de sensaciones nuevas, quizás sea por eso que su novedad me haya invadido sin darme tiempo a asimilarlas, tan segura estaba de que la vida no me daría más. Querido Ángel, hace también un año, más o menos, yo lavaba tu trajecito de Bautizo, lo conservo como recuerdo de tu llegada y lo saco cada cierto tiempo para mantener-lo intacto. Como siempre, lo lavaba con lágrimas en los ojos porque revivía aquel hermoso día que te vestía con las manos temblorosas por la emoción. ¡Cómo imaginar entonces que volverían ocho años después a temblarme mientras ese mismo traje cubría el tierno cuerpecito de tu hermana, Sofía! Ayer la bautizamos, como a ti, en la Iglesia de Santiago en un acto muy emotivo.

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Todavía no me lo creo, Ángel. Te miro y observo con qué naturalidad la has acogido, con qué ternura la besas o la acaricias, como si siempre hubiera estado con noso-tros. Igual que el día que papi y yo, en cuanto supimos que ibas a tener un hermanito, corrimos hacia tu habita-ción –ibas a dormir- y debiste notar algo en nuestra mi-rada, en nuestras voces alegres, estoy segura, porque te pusiste muy contento y empezaste a sonreír. Fueron nueve meses maravillosos en los que mi cuerpo, que creía estéril, se iba transformando, me sentía como esas mujeres que, ya mayores, se ven sorprendidas por la llegada de un hijo. Durante todo este tiempo volvió la misma felicidad de tu embarazo, no quería pensar en el futuro, sólo me con-centraba en ser positiva, estaba segura de que tu hermana era un regalo y yo no podía enturbiar esta nueva vida con mis miedos. Estuve tranquila, conseguí abstraerme de todo pensamiento negativo, y cuando éstos llegaban, me protegía, me convencía a mí misma de que la vida es hermosa y también podía vivir otra maternidad. Al fin y al cabo, cada hijo es diferente, ¿por qué no iba a serlo éste? Contaba, además, con la actitud positiva de tu padre que desde el primer momento disipó las dudas, los temo-res iniciales que se mezclan con la ilusión, la alegría, el susto, la esperanza. Y por fin llegó el día, Ángel. Llegamos al Materno, donde pasamos momentos tan intensos contigo, donde nunca creí que conocería otra planta que las que pisamos contigo: la UCI y Lactantes. Y allí estaba yo, a la una y media de la madrugada, con Sofía, tu hermanita. Describir ese momento resulta tan difícil. Recuerdo, como cuando tú naciste, los olores, la sala de partos, las

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caras del equipo, sus voces mientras yo insistía en que miraran bien a tu hermanita, la cara de papi, su sonrisa. Desde entonces Sofía esta pegadita a mi pecho todo el día, con esos enormes ojos negros, como los tuyos; me mira, sonríe y yo la miro y todavía no puedo creerme que nuevamente pueda hacer patucos para otro hijo. Seguro que tú, mi Ángel mensajero, has tenido mucho que ver en todo esto, porque sin ti nunca hubiera podido sentir la felicidad que ahora siento cuando os miro a los dos, sabiendo lo que Sofía aprenderá contigo y que tú, mi niño, tendrás una mano más para ayudarte a “doblar esa rodilla perezosa”.

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27 de diciembre 1993

Las analíticas forman parte de la cotidianidad de Ángel. Desde bien pequeño su gesto serio y tenso nos advertía que intuía aquel momento como una amenaza. Lo pasa-ba verdaderamente mal; imposible hacerle entender que aquello pasaría pronto. Mientras los demás niños apro-vechaban la circunstancia para reclamar el premio a su valentía por dejarse pinchar, él sencillamente sonreía, la alegría de sentirse libre era ya su premio. Siempre me ha conmovido su capacidad para generar bienestar a su alrededor, porque con su actitud disipa también nuestra propia tensión.

Está claro que nunca dejarás de sorprenderme y, mucho menos, de hacerme feliz. Hoy hemos ido los dos solos por primera vez sin papi al Materno a hacerte una analítica. He pasado una noche algo inquieta porque sé lo mal que lo pasas, pero todo salió muy bien. Qué curioso. Hoy hace ocho años también entrábamos contigo en el hospital. Entonces eras como un pajarito con sus alitas quietas y hoy cuando entrábamos, esta vez por otra puerta bien distinta, lo hacíamos de la mano y los dos algo tensos, pero estaba emocionada y agradeci-da, primero a Dios que aquel día nos hizo más fuertes y luego a los amigos que aquí hemos encontrado y que hoy hemos saludado. Pues bien, Ángel, como te decía, no dejas de sorpren-derme. A pesar de la angustia que pasas ya en el pasi-

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llo mientras remango tu camisa, te has portado como un hombrecito y cuando todo terminó eras el niño más feliz y me hacías a mí también feliz, porque tú, mi niño, tie-nes ese don; lloras lo justo cuando llega el dolor o ante aquello que temes, pero en cuanto pasa eres tan agra-decido que me haces comprender lo feliz que se puede ser sólo con una sonrisa, con levantarse por la mañana y respirar... En fin, lo que verdaderamente merece la pena. La paz que hay en tu mirada me da serenidad y me re-concilia con el mundo. Me hace concebir la esperanza de que es posible una convivencia más armónica, de que no sólo los competitivos tienen sitio aquí, que el mundo también necesita poetas, artistas... Y seres como tú, cuya única misión es hacernos mejores, recordarnos que so-mos humanos y no máquinas. Por eso nunca entenderé por qué hay personas tan insensibles e ignorantes que os llaman subnormales. Habría tanto que hablar sobre un ca-lificativo tan despectivo que muchas veces no hace sino calificar a quien lo utiliza, un término casi siempre más acorde con muchas de las actitudes y comportamientos de los llamados “normales”. Distintos, sí. Está claro que tus preocupaciones son distintas y tus valores también, pero eso no te hace inferior, si acaso especial, porque tú no eres un ser corriente, no me cabe la menor duda: tus capacidades llegan donde yo tropiezo con mis limitacio-nes, que no son pocas.

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1 de mayo 1994

Cuánto admiro el esfuerzo de Ángel. Me conmueve esa particular dignidad y gallardía con que afronta sus limitaciones. No sabe de orgullo, ni de competitividad, sencillamente acepta los apoyos. Y nunca olvida dar las gracias.

Mi querido Ángel, estás hecho un hombrecito. Hoy cum-ples nueve años, el mismo tiempo que hace que te quiero, el mismo que me ha cambiado para siempre. No había más que verte con tu pantalón y tu camisa nuevos, el jer-sey atado a la cintura. También estrenabas zapatos. Siem-pre me han gustado los zapatos y comprártelos es toda una odisea; no es fácil porque tus pies, que desnudos son perfectos, adoptan en cuanto te pones de pie una postu-ra que no deja de conmoverme desde que iniciaste tus primeros pasos. Y es así porque para ti ha sido muy difí-cil mantenerte en pie. Han sido muchas horas de trabajo, duro para un niño tan pequeño y sufrido, porque tú eres muy sufrido y muy responsable. Pareciera que ser respon-sable implicara una madurez que a ti no te corresponde por tus enormes limitaciones psíquicas. Pero éste es uno de tantos errores propios de la necesidad de simplificarlo todo cuando se habla de una persona con grave lesión cerebral. Cualquiera que haya aprendido a caminar de modo natural lo hace sin pensar y por tanto relajadamen-te. En cambio tú has hecho de ello un trabajo, conoces tus limitaciones, no das un paso a lo loco, controlas todo lo que te rodea y al menor obstáculo te paras en seco y

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buscas un asidero, seguro de que allí estaremos nosotros, una mano cómplice. Y por eso me provocas tanta ternura, viéndote tan pequeño y a la vez tan grande. Mientras los niños de tu edad corren, juegan y comienzan a ser hábi-les con el lenguaje, las matemáticas o el deporte, tú te concentras en tu cuerpo, en las voces y las manos que te aportan seguridad. Que alguien me diga si eso no es ser responsable. Te pareces a tu padre cuando se concentra en algo y ese gesto tuyo (la mirada profunda y las cejas levantadas) me inspira ternura y mucho respeto porque caminar es para ti un reto y a la vez el deseo natural de ser autónomo.

Acabas de marcharte con papi y ya te echo de menos, como sé que tú también a mí, lo noto en esos largos abra-zos que me das a la menor ocasión. Esa es tu fortaleza y de ella me nutro yo, con ella crezco poco a poco. Ya pueden ser duros los tiempos, ya puede ponernos trabas la vida que ahí estás siempre tú, con tus elocuentes silen-cios.

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27 de diciembre 1994

Ángel no habla, y su capacidad de comunicación es muy limitada. Por eso cuando está enfermo se hace muy difícil reconocer las señales de alarma. Y llegar tarde a su de-manda, me provoca una gran impotencia.

Estos días, Ángel, estamos todos un poco inquietos y ex-pectantes porque nos sentimos impotentes, a veces por mi parte incluso inútil. Estoy aquí, soy tu madre y, sin embargo, no puedo ayudarte, no puedo evitar esos im-pertinentes vómitos y menos aún lo que esconden detrás. Tampoco los médicos saben mucho más. Es la historia de siempre, cuando aparece algún síntoma nuevo, que se mantiene, la imposibilidad de que aportes algún dato que pueda darnos una orientación sobre lo que pasa, nos li-mita tanto que provoca esta enorme desazón. No tienes apetito y lo que comes lo vomitas, menos mal que cuan-do esto sucede tus crisis disminuyen y mitigan un poco nuestra ansiedad. Un día de estos nos llamará tu médi-co para darnos la fecha de ingreso en el hospital. Volve-remos así al Materno, después de nueve años, a dormir en aquella misma planta, aunque en distinta ala –ahora por edad perteneces a preescolar-, aunque a ti estas cla-sificaciones poco o nada te preocupan siempre que las enfermeras sean tan adorables como en Lactantes. Estoy segura de que así será porque tienes ese don especial que hace que quien te conoce acabe queriéndote. Deseo que pase pronto esta navidad, no puedo evi-tar recordar que fue una navidad la que estuvo a punto

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de arrancarte de nuestro lado. Todavía paso estas fechas como de puntillas porque en el fondo de mi corazón temo que un día hagan recuento en el cielo y descubran que fal-ta un ángel. Me das tanto amor, me he sentido tan querida que hay momentos que mirando tus ojitos, tan serenos y profundos después del trance de esos desagradables vó-mitos, siento que podría morirme en paz, coger tu mano, darte mi voz, oírte decir: “mamá, te quiero”, regalarte mi cerebro y que tuvieras la oportunidad de expresarte. Si un día me sentí la persona más feliz cuando toqué tu piel y sentí tu pequeño corazón sobre mi pecho, ahora me sentiría en la gloria si pudiéramos intercambiar nuestras neuronas.

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19 de enero 1995

A los nueve años tuvimos que hospitalizar a Ángel; una serie de nuevos síntomas que se escapaban al control de los médicos, les decidieron a hacerle una resonan-cia magnética que, en circunstancias normales se trataría como una cita sin más. Pero quién le explicaba a Ángel que tendría que permanecer totalmente quieto y tumba-do el tiempo que duraría la prueba. Así que activamos el “protocolo Ángel”: ingreso hospitalario.

Querido Ángel Manuel, qué escasas son las ocasiones en que te llamo por tu nombre completo. Ángel por tu abue-lo paterno –un auténtico ángel- y Manuel por tu padre. Únicamente cuando me enfado contigo, cuando te pones cabezota y te resistes a hacer aquello que no te agrada lo pronuncio entero. Pero hoy no, hoy quiero llamarte así con todo el respeto y el orgullo que me invade. Hace unos días que hemos regresado del Materno, donde hemos pa-sado cinco días juntos, sin apenas separarnos, más allá del tiempo robado para estar con tu hermana que ya hace preguntas a pesar de su corta edad, y percibe que estos son días diferentes para todos. Yo me había mentalizado de que serían días para compartir, para estar a tu lado en todo momento, no quería perderme ninguna de las prue-bas que te hicieron, sé que eso te da seguridad. El lunes, cuando ingresamos, estabas un poco nervioso, tenías motivos para esa desconfianza, intuías que tarde o temprano alguien vendría a hacerte alguna prueba y te-nías que estar prevenido, conoces muy bien esos pasillos,

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el blanco y el olor tan característicos te resultan desagra-dablemente familiares, lo sé. A partir de aquella noche yo no pegué ojo, pero no sabes lo tranquila que me sentía mirándote mientras dormías, sabiendo que cuando abrieras los ojos sería la primera persona que verías. Pues bien, mi niño, has estado en todo momento a la altura de las circunstancias, ya quisie-ra mucha gente considerada adulta comportarse con tanta serenidad. Nadie puede imaginarse lo orgullosa que me siento de ti, la fuerza que me transmites y lo pequeña que me siento a la vez cuando tus ojos se clavan en los míos mientras las enfermeras intentan sujetarte para pincharte. Me siento tan inútil, tan impotente por no poder cambiar nuestros cuerpos. Pero este sentimiento se ve compen-sado cada vez que te miro, como la mañana del viernes, cuando te trasladaron al “Juan Canalejo” para hacerte la resonancia magnética. Antes habíamos alcanzado nuestro primer reto: no podías dormir en toda la noche para que lo hicieras durante la prueba, así que la pasamos tú senta-do en una silla de ruedas y yo paseándote por los pasillos, controlando que mantuvieras los ojos abiertos. Cada vez que los cerrabas, a la ducha, así hasta cuatro veces. Las compañeras de habitación se conmovían por tu actitud, no te enfadaste en ningún momento. La primera vez que te metí en la ducha, tú tan contento, te chifla el agua, pero a la cuarta, creo que debiste pensar “mi madre está loca, teniendo aquí mi maravillosa cama y no hay forma de que me acueste”. Llegó por fin el viernes y con él el reto definitivo: tenías que permanecer inmóvil el tiempo que duraba la prueba y ni el médico ni yo estábamos seguros de que tu vigilia y el sedante fueran suficientes, teníamos la experiencia de los últimos electroencefalogramas, en

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los que siempre te despertabas antes de tiempo, así que crucé los dedos y contuve mi respiración tras aquel cristal que nos separaba. Verte durante el traslado, dormidito en la camilla, en la ambulancia hasta el hospital donde nos esperaba nuestro querido pediatra, la tensión de la noche en vela, todo se disipó de inmediato con tu actitud. Fue como si hubieras sabido a qué te enfrentabas y decidieras simplificarlo todo. Sencillamente estabas dormido y así permaneciste hasta el final y más. Volvimos en la ambu-lancia al Materno y parecía que toda la parafernalia que habíamos montado a tu alrededor para una prueba que cualquiera haría en menos de una hora, te fuera ajena, como si no fuera contigo. Te despertaste en tu habitación ante la expectación de nuestros compañeros de noches interminables como si tal cosa. A veces parece como que nos miras desde otro mundo. No conozco a nadie que con una mirada, una caricia se sienta tan reconfortado, tan fe-liz. Otro niño al que hiciera pasar por todo esto ya estaría pasando la oportuna cuenta, ya estaría rentabilizándolo y tú sólo con mi abrazo te dabas por satisfecho. Por eso digo que siempre me sorprendes, tienes una enorme ca-pacidad de sufrimiento, hace tiempo que lo sé. No sé lo que pasó aquellas navidades del ochenta y cinco, nunca sabremos por qué sobreviviste, pero de algo estoy segura: nos devolvieron la esperanza y viendo tu lucha lo menos que puedo hacer es seguir hacia delante.

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25 de diciembre 1995

Unas Navidades especiales.

Es Navidad…”dulce Navidad” que diría tu hermana. Son las cinco de la mañana y en nuestra casa hay un silen-cio que últimamente apenas se siente desde la llegada de Sofía. Acaba de nacer el Niño Jesús rodeado de ángeles y en mi casa duermen cuatro por primera vez. Esta es la primera navidad que pasamos en nuestra casa nueva y también es la primera noche de navidad que pasas con nosotros. Siempre, hasta ahora, celebrábamos la Noche-buena en casa de tus abuelos y te quedabas a dormir allí. Este año la casa estaba llena de niños, tu hermana Sofía alegre de compartirla contigo y con los primos. Acabo de ir a miraros mientras dormís, a arroparos. Qué imagen tan hermosa, la de un niño durmiendo. Podéis ser incan-sables, enérgicos, que dormidos sois todos como ángeles. Tu primo Andrés, con sólo seis años, ha tenido un gesto muy tierno contigo. Mientras los mayores cenábamos, su madre lo descubrió llorando en la sala donde los niños jugabais. Lloraba porque no quería que estuvieras solo. No eres su primo más simpático ni el que con diez años cuenta el último chiste, tampoco destacas por algo que te haga merecer la admiración de tu primo -más pequeño que tú-, no has jugado nunca con él ni le has hablado en todo este tiempo, sencillamente te quiere como eres. Y no me sorprende, esto suele ocurrir contigo: consigues que quien te conoce te quiera. Lo mismo sucede con María, su hermana, tiene tres años y hoy quería dormir en tu

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habitación. Tus primos son niños y por eso saben tratarte con naturalidad, aceptarte como eres porque siempre te han visto así. Y es que tú eres la bondad personificada. Aceptas a todo el mundo como es, tienes, cómo no, tus preferencias, pero sé que nunca harás daño a nadie, tus manos, además de cabriolas al aire, sólo saben acariciar, nunca lastimar. No sabes hablar, así que nunca pronun-ciarás palabras, ni las que te facilitarían la vida ni las que yo sueño escuchar, pero tus palabras tampoco causarán la más leve herida, porque nunca juzgarás a nadie. Tu curriculum está lleno de títulos impactantes, capaces de apabullar a cualquiera, pero tú y yo sabemos que el más importante de todos ellos, aunque no tenga un certificado que oficialmente lo confirme, es tu doctorado en ternura; ese que te permite desenvolverte con una particular sol-tura en medio de las dificultades que presenta tu día a día. Mientras yo tengo que buscar las palabras para hacerme entender, a veces sin éxito, tú a través del afecto, tu lim-pia sonrisa que irradia alegría, consigues crear un clima de tranquilidad y de empatía capaz de transformar lo que te rodea.

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13 de agosto 1996

Cualquier hora es buena para ejercitar la paciencia. Su práctica no exige apuntarse a ningún gimnasio y se per-mite cualquier tipo de prenda. Ángel y yo la practicamos a veces en pijama.

La una y media de la madrugada y tú y yo compartiendo el silencio de la noche. Estamos de vacaciones. Sofía y papi duermen tranquilamente y en mis planes también estaba acostarme. Y entonces es cuando tus gritos desde la habitación me advierten de que de momento no voy a dormir. Como tantas veces, Ángel, desbaratas mis planes y sin tener en cuenta mi estado de ánimo, mi sueño, mi cansancio o mi paciencia, logras que pase del bostezo a la más absoluta vigilia. Se acabó el sueño y respecto a la paciencia que estos días andaba bajo mínimos, se ha puesto al día de inmediato. Es como un resorte, de entrada me irrito por tus gritos inoportunos pero veo tus lágrimas, tus ojos, tu llanto y de donde no hay se inventa, se crea, y en cuestión de segundos aquí me tienes, en la sala sentada contigo que, por lo que se ve, después de descartar posibles motivos para tu demanda, creo que la cuestión está centrada: no tienes sueño y punto. Solo me queda una opción, esperar contigo a que aparezca. Puede el día haber sido largo que tu concepto del tiempo es el mismo. Siempre ha sido así y aunque parezca paradójico el tuyo termina siempre por “parar” el mío, más acelerado y a la vez más limitado. Y en este punto es donde una vocecita me dice: “tranquila,

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cálmate” y yo que me siento a veces impotente, incapaz de dar más, me veo aquí mirándote y como tú esperando a que te visite Morfeo. Sí, hijo, siempre es así contigo. Ir al colegio, al hospital, a cualquier reunión que tenga que ver contigo es dejar mi ritmo atrás y subirme al tuyo. Y cuando hago este ejercicio termino por ser un poco más paciente, un poco más serena. Te quiero.

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30 de junio 1997

Los padres solemos agradecer cualquier muestra de cari-ño hacia nuestros hijos, máxime cuando alguien tiene en cuenta sus gustos. Por eso me emocionó especialmente este delicado gesto con Ángel, que recordara lo que a mi hijo le gusta la música.

Querido hijo, hace mucho tiempo que te miro y me miras, que te sonrío y me sonríes, hace tiempo que a mis caricias respondes con esos largos abrazos. Y este intercambio de cariño dura ya diez años, los que tienes. Y continúo sorprendiéndome, ahora que ya no eres aquel bebé frágil que despertaba cariño en personas en principio ajenas a cualquier lazo de afecto contigo. Pues hoy, que ya casi eres como yo de alto, sigues despertando en los demás, no digo en todos, pero sí en cualquier persona sensible, sus mejores sentimientos, a pesar de no hacer tú ningún esfuerzo por agradar. Y eso me provoca un especial orgu-llo. No eres el número uno de tu clase, tampoco has par-ticipado nunca en ninguna de esas actividades escolares en que un padre puede decir satisfecho: “sí, ese niño, el número siete, ese es mi hijo”. Y sin embargo, consigues que quien te conoce recuerde tu nombre, incluso quien no te conoce. Hoy mismo me ha emocionado un gesto de sensibilidad por parte de alguien que no te conoce y se ha convertido en tu profesora de música, por así decirlo. Estoy escuchando a Chopin en una grabación preparada exclusivamente para ti por Cristina, profesora de músi-ca, que en cuanto supo de tu oído y memoria musical

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se ofreció a hacernos este maravilloso regalo. Ella dice que la música de Chopin “une, enternece, traslada y nos hace soñar y amar”. Si eso es así y lo creo después de escucharlo, tú eres como su música y, como ocurre con ella, no es fundamental tener grandes conocimientos mu-sicales para sentirla, como tampoco hay que conocerte a ti demasiado para quererte, basta con mirarte con los ojos del corazón, y uno siente como con esta música, paz, sosiego, serenidad; todo lo que veo yo cada día en tus elocuentes ojos.

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7 de octubre 1997

Un buen día me descubrí calzándome los náuticos de mi hijo. Era como llevar las botas de las siete leguas. Eran mágicos, me los calzaba y sentía su presencia.

Querido hijo, quiero decirte que pasa muy rápido el tiem-po que has crecido, tus abrazos son ahora de arriba hacia abajo, no sé si habrás percibido que este verano me has superado en altura. Tus náuticos de invierno, tan bonitos, ya no te sirven. El miércoles me los he puesto yo con gran orgullo; siento que llevo alas, que con ellos no me caeré, noto el pie derecho ligeramente torcido, porque tiendes a meter los pies hacia dentro al caminar, sobre todo el derecho. Algún pantalón tuyo ya lo he hecho mío, y no porque no tenga ropa, es otra la necesidad. Tú siem-pre terminas dando: la ropa que dejas nueva, los juguetes, alguno de ellos con tantos años como tú, los disfruta to-davía tu hermana, y qué decir de tu cariño, siempre tienes la sonrisa dispuesta, y tus ojos mantienen esa luz que sólo poseen los seres puros. De ella me valgo en los momen-tos de bajón. Estás creciendo, mi niño, pero no sólo crece tu cuerpo, creo que también vas sintiéndote mejor dentro de él, estás pasando una buena temporada y eso nos arrastra a los que te queremos. Observo cómo te comportas con tu hermana y me gusta cómo eres: un caballero. Eres cortés con ella, la observas para asegurarte de lo que va a hacer y luego reaccionas siempre con dulzura, a veces levantas los brazos en señal

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de protección cuando la ves muy lanzada y no sabes si te caerá encima. Cuando ella entra en escena los demás pasamos a un segundo plano, te encanta mirarla, es tan juguetona y además siempre encuentra una manera de ju-gar contigo, con la pelota, sentándose en tu regazo, a la espera de que te canses y la empujes. Eres bueno, Ángel, muy bueno y obediente. Tienes, además, una gran capa-cidad de sufrimiento. En tus cortos años lo has aprendido y me duele mucho llegar tarde a tu dolor. Soy tu madre y casi nunca llego a tiempo. Hemos aprendido a interpretar tus gestos, tus demandas, pero cuando sientes dolor pro-duce una enorme impotencia llegar tarde. Ahí es donde me siento tremendamente torpe, inútil. Me sobrecoge tu mirada, tu forma de cogerme la mano buscando el ampa-ro, la solución a tus males. Me crees mágica, salvadora, porque crees en mí, confías en mí. Esa es una parte de tu grandeza: tu inocencia y tu vulnerabilidad en perfecta ar-monía con la confianza. Sentir que confías en mí me de-vuelve la fortaleza para continuar después de uno de es-tos episodios en los que te pones malito y mi impotencia baja la batería de mi energía a mínimos. Ese vivir pegado a la realidad más inmediata que te caracteriza también me enseña a mí a relativizar. Porque cuando ha pasado el mal momento, eres el ser más feliz, no te regodeas ni dramatizas, y poco a poco vas enseñándome a tener más sentido del humor, a disfrutar de la felicidad que produce sentirse bien, a fruncir menos el ceño.

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2 de mayo 1998

Más allá de sus manifestaciones físicas sabía que la ado-lescencia de Ángel no vendría acompañada de otros des-pertares propios de la edad. Sin embargo, era muy cons-ciente de que debía mentalizarme de que ya no era un niño, para reconocer sus nuevas demandas.

Ayer cumpliste trece años, Ángel, ya eres un adolescen-te. La “primavera” empieza a despertar en ti. Tienes mo-mentos de inquietud derivados de esos cambios que ex-perimentas como cualquier chico de tu edad. Pero el día uno de mayo sigue siendo para mí igual en su esencia: los olores, la luz, las imágenes de ese día mágico vuel-ven frescas cada año a mi mente. Y cada año me siento un poco más fuerte, viéndote tan guapo, tan alto, y aquí con nosotros, con un poco más de autonomía y seguridad en ti mismo, más centrado en los que te rodeamos. Creo que últimamente eres más consciente de mí, de quien soy. Repites continuamente: “ma-má”, “ma-má” y me miras con más precisión, con la mirada más centrada. Siento la sensación de que además de mi olor, mi voz, ahora tienes algún dato más que encaja en la figura que represento. Y me das esos abrazos interminables, y noto que crezco, que no hay madre más grande que yo. Me quieres, mi niño del alma, lo sé, tengo la firme certeza de que siem-pre va a ser así, que nunca me juzgarás, que tu cariño es incondicional, y habiendo tan pocas cosas sólidas en la vida, tan cambiante, la certidumbre de tu afecto me ampara, me protege frente a los vaivenes que quebrantan nuestra estabilidad.

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10 de septiembre 1999

Algunas personas aparecen en nuestras vidas en momen-tos tan especiales, que se instalan para siempre en el ál-bum de nuestros afectos.

Querido hijo, hoy es un día especialmente triste. Nuestro pediatra se ha ido al cielo. Nunca hubiera imaginado que nos dejaría, él, que nos acompañó durante estos catorce años, compartiendo con nosotros momentos especial-mente delicados. Tantas veces portador de malas noti-cias, sabía hablarnos y tratarnos con un enorme respeto, siempre tan delicado y cariñoso contigo. Su bata blanca era la única que no te producía desasosiego. Nos conoci-mos cuando tan sólo tenías ocho meses –clínicamente el momento más duro-, y se convirtió en tu médico y depo-sitario también de muchos de mis temores. Podía llamar-le siempre que me asaltaba cualquier duda sobre tu esta-do, todavía recuerdo esa temporada que dejaste de comer, mis miedos al ver que adelgazabas y la impotencia ante las consecuencias que podría tener esa situación. Hablar con él me aportaba tanta tranquilidad… Serio y seguro como médico y cariñoso y cercano siempre, como el gran ser humano que era, que es, porque nunca lo vamos a ol-vidar. Angelito, te llamaba, porque para él siempre fuiste un niño. Hace poco le pregunté cuánto tiempo más podría ser tu médico, habías cumplido los catorce años y técni-camente ya debíamos pasar al médico de adultos, lo cual no encajaba mucho con tus necesidades. Simplemente me respondió que siempre serías paciente suyo si noso-

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tros lo queríamos y todas mis cavilaciones se disiparon. Así era él: sereno, tranquilo y tierno, nunca lo vi alterado o pasivo en tantos años. Por eso cuando esta mañana re-cibí la noticia de su muerte sentí que algo dentro se me rompía. Hacía apenas un mes que había hablado con él por teléfono, creía o necesitaba creer que superaría su enfermedad. Como siempre, me había preguntado por ti. Parecía una de tantas conversaciones, sabía que habría otras, que volveríamos a su consulta, que todo volvería a ser como antes. Recuerdo con especial emoción tu ingreso en el Ma-terno para hacerte la resonancia magnética que nos daría información clara de cómo se encontraba tu lesión cere-bral. Llegamos en la ambulancia hasta el “Juan Canale-jo” y allí estaba él esperándonos. Aquel frío edificio en obras, la camilla, tú sedado y, con su simple presencia todo cobró un aire cálido, de seguridad. Hoy tenía ganas de que regresaras del cole para com-partir mi tristeza contigo y cuando fui a recogerte a la parada del autobús, mi querido niño, bajaste especial-mente contento, con esa sonrisa tuya que me reconfor-ta, tal vez porque sabes que hay dos ángeles más custo-diándote desde el cielo. Sí, Ángel, porque en apenas dos años hemos perdido dos personas muy importantes para nosotros, primero tu neurólogo, un gran médico, amante de su profesión, entregado a sus pacientes y además un gran ser humano. Y ahora nuestro querido Dr. Quintana –“Quintanita” para tu hermana-. No me resultará difícil contártelo a ti, pero a ella, a Sofía, tan intuitiva, no sé cómo podré explicarle, con tan sólo seis años, que no volverá a jugar en su sala de juegos, el lugar mágico que ella conocía a la perfección, donde antes o después de

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pasar consulta lo mismo escribía a máquina que mecía a un bebé en su maravillosa cuna... No sé cómo decir-le que la próxima vacuna no se la pondrá él. Estábamos esperando a que se recuperara para volver con nuestras visitas de costumbre: su vacuna, los controles de Ángel, mis conversaciones con él… Nos hemos quedado un poco huérfanos, desprotegidos, pero somos afortunados por haberlos tenido en la etapa en que más los necesitá-bamos. A partir de hoy tendremos que acudir a él de dis-tinta manera o todo lo que nos dio se perdería. Tendremos suerte, tu sonrisa me dice que todo va a salir bien.

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7 de marzo 2001

A veces tras la puerta de un aula, con la paciencia que solo posee quien ama mucho su trabajo, se va creando minuto a minuto y día a día, autonomía, autoestima, se-guridad, confianza…

Mi querido hijo, hace mucho tiempo que no te escribo pero hoy la necesidad es casi vital. Tengo un montón de emociones contenidas, sentimientos encontrados que ya me oprimen dentro. Me encuentro especialmente sensi-ble, no ha ocurrido nada extraordinario, pero a veces bas-ta un pequeño detalle, un gesto tuyo para que se desaten las emociones. Hoy te he llevado al cole. Tenías que hacerte una analí-tica a las nueve de la mañana y, después de desayunar, te llevé a clase. Ya estaba yo diferente como cada vez que tenemos cualquier prueba médica. Hay obstáculos que vencer, escaleras interminables, colas que sortear entre el resto de la gente que a veces no entiende tus “privile-gios”. Y no sé qué me conmueve más: si antes, cuando era precisa la presencia de tres personas para una simple analítica y acabábamos todos agotados, o ahora que te sientas tan digno, tan resignado, en ese incómodo tabu-rete que para tu tamaño y dificultad se vuelve diminuto. Lo cierto es que has madurado tanto que se me encoge el corazón viéndote extender tu brazo, soportando a veces más de un pinchazo; después, bajas de nuevo esas inter-minables escaleras, lentamente, una a una, con tremenda dificultad, pero contento porque sabes que ya ha termina-

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do el momento de tensión. Pues, como te decía, ya estaba hoy sensible por esta actitud tuya, cuando me sorprendiste nuevamente en el colegio. Entré contigo en tu aula, allí estaban tus com-pañeras Taiza y Tamara, tu profesora, Marisol, una estu-diante en prácticas y Paloma, voluntaria. Me conmovió su dedicación. Se puso de inmediato a la tarea: ayudarte con el mandilón, tú tenías que recogerlo del perchero y, lo más difícil, abotonarlo. No pude evitar las lágrimas cuando vi tu gesto, tu expresión. Estabas concentrado en abotonarte el mandilón, tremendo reto para ti que estás trabajando la motricidad fina, una de las asignaturas que te resultan más difíciles, porque aplicas la misma fuerza para agarrarte que para asir algo y además resulta muy di-fícil hacértelo comprender, pero como tú eres un alumno ejemplar en tanto que eres muy obediente y tienes unas profes que unen a su técnica todas las dosis de pacien-cia precisas, sé que lo conseguirás. Tu gesto hoy era una mezcla de tensión por la dificultad que para ti suponía una tarea que la mayoría de los niños harían con soltura, y a la vez ese gesto de dignidad que siempre va contigo y que tanto me conmueve. Al terminar hiciste una res-piración profunda y sonreíste. Siempre ahí, tu sonrisa: objetivo cumplido. Tienes quince años, a punto de cumplir dieciséis, una barba incipiente y muchos otros signos propios de un adolescente. No veo, sin embargo, ningún gesto de rebel-día propio también de tu edad. Supongo que a esa edad los chavales experimentan otro tipo de cambios, dejan de ser niños para interesarse por cosas que hasta entonces pertenecían al mundo de los adultos, entran en conflicto con los padres, en fin, una

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etapa difícil para ellos. Yo quiero respetar ese espacio tuyo, mentalizarme de que ya no eres un niño, pero cuan-do te he visto hoy abrochándote el mandilón, he visto al adolescente esforzado en su tarea y al niño que siempre llevas en tu dulce carita. Quisiera, entonces, que te hicie-ras por un momento bebé para cogerte en brazos como a ti te gustaba que hiciera todo el tiempo que fui capaz de sujetarte en mi regazo, y comerte a besos. Pero sólo por un instante, porque el Ángel que veo me hace sentir muy orgullosa porque sé de tu esfuerzo. No importa cuáles sean las materias a las que te enfrentas en cada curso, para otros niños la dificultad está en las matemáticas o la lengua, para ti el reto es entre otros muchos llegar a controlar esos dedos temblorosos que a ratos se vuel-ven ajenos, incontrolables. Todavía recuerdo la primera vez que te puse frente a la taza del desayuno. Sujetabas concentrado y con cierta tensión la cuchara, mientras tu padre y yo contemplábamos la escena, mimetizados con-tigo y satisfechos de tu trabajado logro. Me recuerdo a mí misma conteniendo la respiración mientras llevabas la cuchara a la boca. Hubo un gesto muy tierno, cuando te resbaló un poco de leche de la boca y, como si de un proceso muy ensayado se tratara, la recogiste con total naturalidad con la cuchara. Primero creímos que sería ca-sualidad pero lo tenías tan ensayado que repetías el gesto casi tras cada cucharada como si pretendieras mostrarnos que aquello para ti, aun siendo fruto de muchas horas de trabajo, era pan comido. De sobresaliente se podría cali-ficar aquel examen, Ángel. Como para no sentirse orgu-llosos de un hijo como tú. Sabemos que te ha costado un gran esfuerzo llegar hasta dónde estás y siento verdadera admiración por tu fortaleza, por los grandes obstáculos

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que has tenido que salvar. Y no seré yo quien ponga techo a tus expectativas. No sé hasta dónde llegará tu nivel de autonomía pero ahí estaremos tu padre y yo intentando controlar esta tendencia a la protección que limitaría tu derecho a alcanzar las metas que te pertenecen. Te quie-ro, campeón. Esta experiencia de hoy con el mandilón, me hace pen-sar en profesoras, cuidadores, cocineras –qué importante para ti la comida-, en todo el personal de Aspanaes que de una u otra manera contribuye a hacerte la vida más agradable, te ayudan a aprender a desenvolverte en los actos básicos de la vida diaria, y nos permite confiar en que, además de la familia, tienes tu propio espacio de formación y relación fuera de casa, como cualquier niño o joven. Nunca olvidaré la primera vez que llegamos al que entonces era el único centro de Aspanaes, en Culleredo. Funcionaba como colegio y centro de día hasta que se abrió el Colegio de Elviña al que ahora asistes. Era un es-pacio de reducidas dimensiones, teniendo en cuenta ade-más vuestras necesidades tan particulares en cada caso. Pero tenía algo que lo hacía grande: nos recibieron con tanta naturalidad, cariño y profesionalidad, que nos per-mitió sentirnos cómodos desde el primer momento. Esto es muy importante si tenemos en cuenta que desde que tenías seis años y habías dejado la escuela infantil no ha-bía resultado fácil encontrar un centro que se adaptara a tus necesidades. Sabíamos que tenías derecho a ser esco-larizado, teníamos además una muy buena experiencia de tu etapa infantil por la normalidad con que te acogieron, pero éramos también conscientes de la ausencia de recur-sos, de la escasa oferta educativa para personas como tú,

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con necesidades especiales, en los centros ordinarios. Era como una constante lucha frente a una realidad que, lejos de ampararte, ponía obstáculos a tu inclusión. Aquello fue como si al finalizar el ciclo de educación infantil te cortaran las alas, como si todas las ilusiones, todos los esfuerzos invertidos en fisioterapia, estimulación precoz, terapia ocupacional, horas y horas de dedicación, se esfu-maran justo cuando más necesaria era tu inclusión, des-pués de esa maravillosa incursión en la escolarización. Las primeras sesiones de fisioterapia las recibías ya en la planta de Lactantes. El trabajo que hacían contigo tar-dó mucho tiempo en dar resultados porque entonces to-dos tus músculos se asemejaban a los de los muñecos de trapo. Si sujetábamos tu cabecita se caían los brazos o las piernas, tal era la hipotonía muscular. Fue ya estando en casa cuando un día tu padre y yo asistimos a uno de esos momentos inolvidables que nos darían ocasión de apren-der a disfrutar de cada pequeño avance: estabas acostado en la cuna y moviste el dedo gordo de un pie. Creímos que se trataría de un espasmo, un movimiento involunta-rio, teníamos toda la esperanza de que un día lo lograrías pero a la vez temíamos crearnos falsas expectativas. Y así, poco a poco, día a día, mes a mes llegó el premio: tendrías quince meses y no te mantenías todavía sentado, me llamó la fisioterapeuta para que pasara dentro. Venía tan sonriente que supe al instante que habías dado un gran avance. Y allí estabas tú sentadito en aquella sillita llena de correas; serio, yo creo que extrañado de verte en posi-ción vertical. Y a partir de ahí celebramos cada pequeño paso. Llegó la estimulación precoz y aquellas escaleras y la rampa que siempre ponían fin a la clase y que nada te gustaba. Todo un duro trabajo ligado a maravillosas per-

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sonas, que te permitió aprender a caminar a los tres años. Un esfuerzo que te abrió las puertas a la escolarización, a compartir juegos y actividades con otros niños. Todo esto para encontrarnos luego como al principio. Así que, como otras veces antes, tuvimos que buscar por aquí y por allá, como siempre sin una lógica orien-tación y guía, entregados al azar. Suerte de que tu mara-villosa terapeuta – nuestra querida Pilar- nos hablara de Aspronaga como posible alternativa a la utopía de una continuidad en la enseñanza normalizada. Para nosotros supuso un enorme desencanto el tener que admitir que la oferta era tan reducida, que no teníamos opción de elegir. Aunque llegamos un poco desnortados y, por qué no de-cirlo, escépticos en nuestra impotencia de padres limita-dos, allí nos acogieron muy bien. De esa etapa que duró cuatro años, guardamos nombres que se han incorporado a nuestra larga lista de personas importantes. Nombres como Ángeles, trabajadora social o Manolo, psicólogo, por representar en ellos la profesionalidad y cariño con que todos nos acogieron. Y fueron precisamente ellos quienes, a su vez, nos hablaron por primera vez de Aspa-naes, de que seguramente aquí encontraríamos una aten-ción más acorde con tus necesidades. Con cierta reticencia por nuestra parte, por lo que los cambios podían afectar a tus rutinas, pero sabiendo que debíamos aprovechar y valorar cualquier posibilidad que se presentara, tomamos este cambio como una oportu-nidad para todos nosotros. Hasta entonces nunca se nos había ocurrido pensar que pudieras encajar en un centro para personas con autismo -por puro desconocimiento-, si bien sabíamos que quienes nos estaban orientando eran profesionales, sabían de qué hablaban y además te co-

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nocían bien. Efectivamente tú no hablabas, tus intereses eran muy reducidos y tus movimientos estereotipados, para nosotros familiares, estaban directamente asociados al trastorno del espectro autista. Así que allí estábamos, receptivos ante una puerta que se nos abría y también inquietos, porque tener que tomar una decisión que va a afectar a tu vida genera cierta ansiedad, es muy grande la responsabilidad de saber que siempre va a recaer en no-sotros esta obligación y es inevitable pensar si estaremos haciendo lo mejor o lo suficiente por ti. Recuerdo que al llegar a Aspanaes te recogió Ana, la psicopedagoga del centro, que te llevaba a Valoración. Guardo grabada en mi memoria la fotografía de su ex-presión, sonriente y segura, como si te conociera de toda la vida. Una estampa que me transmitió confianza. Qué importante la confianza, siempre, pero sobre todo cuando has de depositarla en unas manos desconocidas, con la esperanza de que amparen la inocencia de tu hijo sin des-cuidar su derecho a una educación y formación acorde a sus necesidades. Una atención respetuosa con la persona, como ser único e individual y con los mismos derechos a crecer, a encontrar su propia felicidad. Aquel espacio era muy reducido, había muchas barre-ras para ti. Recuerdo la escalera que se me presentaba imposible de superar con tu enorme limitación de movi-lidad. Pero las personas que nos encontramos superaban con su actitud y profesionalidad toda limitación. Parecía que nada les sorprendía y mucho menos asustaba, acos-tumbrados como estaban a moverse entre niños como tú. Y en todo el centro, lleno de color y decorado con mucho mimo, se respiraba un ambiente de armonía. Conservo de esa etapa las primeras notas de tu también primera profe,

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Julia. Eran notas manuscritas donde relataba aspectos o incidencias del día a día con todo detalle y sobre todo con mucha ternura. A esa lista se han ido sumando otros nombres, otras personas y de cada una guardo un recuer-do entrañable, y de respeto, porque todos los que de al-gún modo te han tocado, te están ayudando a crecer feliz.

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14 de mayo 2001

Quiero para mi hijo normalidad. Que sea tratado con el mismo respeto que merece cualquier persona. Que sus derechos estén garantizados y no dependan de mis rei-vindicaciones.

Es lunes y, normalmente, cuesta más levantarse, espabi-larse. Tú te has encargado hoy de despertarme. A las siete de la mañana se levanta papi y yo espero unos minutos en la cama, mientras él se ducha, para acompañarle desayu-nando. Pero hoy no ha sido así, me levanté de inmediato después de que él fuera a darte el primer beso del día y me anunciara el incidente. Habías sangrado –ocurre a veces que metes el dedo en la nariz y alguna venita se rompe- y cuando eso sucede es superior a mí, no soporto verte así un minuto, me falta tiempo para meterte en la ducha. No es por la sangre, también a esto nos vamos acostumbrando; me doy prisa porque me produce gran impotencia verte tan indefenso, tan dependiente, que me apresuro a devolverte tu dignidad, no soporto que nada ni nadie te la arrebate ni por un segundo. Si supieran quienes a veces sin conocerte te la niegan sólo porque te ven como un expediente, si vivieran algu-no de estos momentos con un ser querido, aprenderían de respeto, de humanidad y de valores humanos que tú posees y de los que esta sociedad, a veces tan hipócri-ta, adolece, porque además de leyes y normas que am-paren a los más desfavorecidos ha de haber un cambio de mentalidad, que pasa por aprender a mirar, a respetar

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la diversidad para que esas normas cumplan el objetivo para el que han sido creadas: salvaguardar y proteger a quien no puede ejercer sus derechos por sí mismo. No soy nadie para ejemplarizar pero sí puedo hablar de la realidad que a veces me encuentro cuando represento tus intereses, cuando me topo con la falta de sentido común y sensibilidad a la hora de interpretar ciertas normas, que, por la burocracia del sistema, lleva a veros como códigos de barras, poniendo pegas a situaciones tan esperpénticas como estipular el número de pañales que has de consumir al mes. Como si tus necesidades fisiológicas se pudieran prever o prefijar. Y en situaciones así me invade una gran impotencia porque veo tu invisibilidad frente al sistema y me asusta pensar qué será de ti cuando no estemos aquí para cuidarte, para defender tus derechos, para hacerte visible. Pero lo que quería decirte es que cuando regresamos a casa nos encontramos con la sorpresa de que papi te ha-bía afeitado por primera vez. Qué guapo estabas, pareces más niño con tu piel tan suave y ese aspecto tan dulce y digno de tu porte te confiere un aire angelical. Tendré que acostumbrarme a la maquinilla de afeitar, ahora que voy a ser yo la encargada de hacerlo con más frecuencia. Estoy contenta porque estás asentándote en tu adolescencia de un modo muy tranquilo. El miércoles toca visita al neu-rólogo, seguro que tus analíticas están perfectas. Prepara tu sonrisa porque saldremos felices de la consulta, lo sé.

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7 de febrero 2002

Algunos regalos son imposibles de envolver. Cómo en-volver la ternura, la alegría, un abrazo…

Ayer fue mi cumpleaños, cuarenta y cinco años, y creo que fue el más hermoso, el más celebrado de todos, no precisamente por signos externos, aunque no faltó la tar-ta. Lo verdaderamente importante, mi regalo, lo recibí muy temprano. Sofía perdió por primera vez su autobús –se ve que quería celebrarlo así- y tuvimos que llevarla al colegio. Cómo le gustó. Era la segunda vez que te llevaba a su cole porque la primera no la voy a olvidar. Tenía ella cin-co años y aquella mañana empezabas un campamento de verano en Gandarío con tus compañeros de colegio, pero antes tuviste que hacerte una analítica, así que, como su cole está en El Carballo, nos pillaba de camino a Sada. Se me ocurrió que como era la hora del recreo, sería una es-tupenda sorpresa para ella. La observamos tras el cristal mientras jugaba con sus amigos en el patio, y en cuanto nos vio se echó a correr para abrazarnos. Tú, al verla, desplegaste tu sonrisa como sueles hacer cuando ella se acerca. Pues ayer fuiste a su cole de nuevo y luego te acerqué al tuyo. El viaje debió parecerte un tanto largo, aunque estabas contento porque te encanta ir en coche. Y fue en tu cole donde recibí una preciosa felicitación improvisa-da. Tus compañeros y profes me cantaron el cumpleaños feliz más alegre de todos. No sé describir vuestras caras,

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son tantos los matices. Estábamos en la sala de relax don-de os reciben al llegar y allí sólo se respiraba ternura, salí cargada de besos y abrazos sinceros. Ningún otro regalo podría ya superarlo. Sois tan generosos, tan dulces, tan de verdad que cualquier expresión material se queda pe-queña ante un regalo como el amor. Lo que vino después, incluidas las hermosas flores que me regalasteis en casa, se hizo más grande porque esa mañana me enseñasteis que no hay regalo más valioso que el sentirse querido como yo me siento. Gracias, Ángel, siempre gracias. Te quiero.

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5 de marzo 2002

Una conferencia diferente. Un periodista, Andrés Abe-rasturi, acostumbrado a focos, micrófonos, y sobre todo al dominio de la palabra. Pero aquella tarde, en aquella sala, era el padre de Cris, un joven con parálisis cerebral, compartiendo sentimientos, destilando a través de su in-confundible voz, humanidad.

Ya había leído el libro que Andrés Aberasturi dedica a su hijo Cris, y también había llorado a gusto, así que creí que aunque él abundara en el tema podría controlar mis emociones, y no necesitaría el pañuelo. Me equivoqué. Leyendo su libro sentí que se había hecho eco de mis palabras, mis sentimientos, mis vivencias, mi dolor, mis lágrimas. Pero no era verdad; es ciertamente un perso-naje público, con un reconocimiento o prestigio social del que yo carezco, pero en su libro y allí, en la confe-rencia, que había atraído a bastante gente, era un padre, como yo, como tantos otros, de un hijo especial. Y, claro, lloré de nuevo. Se refería a su libro como un “drenaje del corazón”. Qué verdad, porque cada vivencia, cada recuerdo, queda grabado en un rincón de nuestra alma para siempre. Y cada vez que se toca ese resorte se revive con intensidad, porque la vuestra, Ángel, no es una vida corriente, está llena de enseñanzas para las que nadie nos prepara y, a veces, nos resistimos a tan doloroso e intenso aprendizaje, porque es cierto lo que él dice respecto a que nadie te enseña cómo ser padre de un ser tan especial. En un primer momento tu única compañera es la so-

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ledad. Batas blancas, diagnósticos, palabras durísimas, aparatos, caras y más caras serias y siempre la soledad: la vuestra, Ángel, y la nuestra, la de los padres. Los de-más no saben cómo ayudarte y optan muchas veces por alejarse, es humano; pero uno sigue solo con su dolor, con su realidad, su dura realidad. Y aprende que no hay curaciones milagrosas, que puede hacer muchas cosas, pero por el hijo no puede hacer nada, a pesar de todos los adelantos de la ciencia, no es cuestión de medios, ni de dinero, no, el camino no está ahí; solo existe un camino, el amor, el amor es nuestra salvación, la vuestra, querido hijo, y la nuestra. Recordaba él a Santa Teresa cuando comparaba un dedal y una tinaja llenos de agua. Que, efectivamente, lo de menos es el tamaño, cuando alcan-zan a llenarse ambos. Pues bien, mi niño, tu padre y yo hace tiempo que sabemos que tú eres como ese dedal de agua y también hace mucho que descubrimos que eres un pozo de ternura, de bondad, de paz. Cualquiera que sepa mirar se hundirá en tus ojos. Puedo imaginar los de Cris, el hijo de Andrés, igual de profundos. Porque esa es la clave, saber mirar, ocuparse en aprender a miraros, limpiamente, sin prejuicios, sin ideas preconcebidas. Mi-raros para aprender a conoceros y así aceptar la diferen-cia. Para asumir la imperfección, la vuestra y también la nuestra, porque todos tenemos alguna incapacidad aun-que no la mostremos al mundo con la naturalidad de la que vosotros hacéis gala. Descubrí con su conferencia que la sociedad puede ser muy superficial, que debemos concienciarnos, asistiendo a estos actos, de que todos tenemos cabida aquí, de que la vida se manifiesta de muy diversas formas, de que se puede ayudar desde el conocimiento, la generosidad, la

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sensibilidad, la compasión en cuanto empatía con el otro. No debe asustarnos el dolor ajeno al punto de alejarnos, de hacernos insensibles o cobardes, porque esa percep-ción de incomodidad o de miedo genera una mayor sen-sación de soledad. Hemos de implicarnos. Gracias, An-drés, y gracias, Cris, por este maravilloso libro que es un regalo.

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31 de marzo 2003

Habíamos ido viviendo cada cumpleaños de Ángel tran-quilamente, ajenos a cualquier comparación respecto de los chicos de su edad. Pero aquel año, mi hijo cumpliría dieciocho años. Y ahí estaba yo, al vaivén de las emocio-nes.

Mi querido niño. Muy pronto dejarás de serlo para con-vertirte en adulto. No me encaja esta palabra para referirme a ti, como tampoco en su momento me encajó la de adolescente. Si no hubiera sido necesario todavía hoy no tendrías tu car-net de identidad. No porque no merezcas una identidad como todo el mundo. A ti no te hace único ni diferente un número. Tampoco has tenido nunca que mostrar tu carnet para ser identificado; en cualquier lugar al que entres por primera vez volverás siendo reconocido. Yo nunca he lo-grado ser atendida en un centro público sin identificarme y tú, en cambio, entras por segunda vez por una puerta y ya te saludan por tu nombre. Pero fue necesario en su momento que tuvieras tu docu-mento de identidad, como ahora será necesario, al alcan-zar la mayoría de edad, poner en orden esos documentos que a tu padre y a mí nos toca preparar, porque tu mayo-ría de edad no va a ser convencional, porque tú seguirás necesitando protección el resto de tu vida. Será necesaria la recalificación de tu grado de minusvalía y solicitar tu incapacitación judicial, porque sólo así podremos man-tener la patria potestad y nombrar un tutor para el día en

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que ya no estemos. El proceso que se me presenta como más duro es el de tu incapacitación judicial. Dios mío, qué palabras tan fuertes: minusvalía, incapacitación. Tu padre, que siempre me centra cuando me puede lo emo-cional, dice que para nosotros deben ser sólo palabras, que deben quedar relegadas a un informe, un archivo; papeles que tienen únicamente un sentido práctico. Y tie-ne toda la razón, porque al fin se trata de poner nombre a una realidad que ya existía. Pero yo estoy gestionando estos documentos y, aunque no te cambiaría por el hijo más sobresaliente, debo confesarte que siento una espe-cial sensibilidad estos días, estos meses. Me gustaría no tener que pasar por este proceso judicial, justo cuando alcanzas la edad en que deberías empezar a ejercer tus derechos, a emanciparte de tus padres. Y es precisamente aquí donde se produce la paradoja: somos nosotros, tus propios padres, quienes para protegerte, hemos de ins-tar el proceso de incapacitación judicial, porque sabemos que no podrás defender tus derechos ni administrar tus bienes, y hemos de solicitar la prolongación de la patria potestad. Es decir, nunca vas a alcanzar la mayoría de edad. Qué pena. Hace poco escuché a un prestigioso psiquiatra refirién-dose a una joven paciente con una grave enfermedad, y me llamó la atención cuando aludió a la tristeza de su semblante que alternaba con una hermosa sonrisa. Puede parecer paradójico pero él afirmaba que esta joven estaba viva precisamente por eso, porque la vida es una combi-nación de alegría y tristeza. Y así me siento yo, Ángel, me siento viva porque puedo sentir una enorme impoten-cia por no conseguir cambiar tu diagnóstico, pero nada ni nadie me ha hecho sentir tanta alegría y felicidad como

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tenerte en mi vida. Nunca podrás matricularte en la universidad conven-cional, y sin embargo, tienes un máster en carácter de un valor incalculable, porque te permite poner en un segundo plano todas tus limitaciones, que son muchas. Siempre te las arreglas, con tus dotes de seductor. Has crecido amparado en la confianza que generan el cariño y la naturalidad, lo que te convierte en un ser feliz, nunca te ha faltado una mano a la que agarrarte. Tienes el me-jor carácter: eres bueno, obediente, cariñoso, caballeroso, dulce, muy dulce, la paz de esta casa. Siempre dispuesto para el abrazo, nuestro maestro en disciplinas tan impor-tantes como la paciencia, la tolerancia, la solidaridad. Todos sabemos lo sabios que son los niños y yo recuer-do aquel día en que tu hermana me sorprendió con su contundencia al referirse a ti. Tendría cuatro años, venía del colegio y nada más entrar por la puerta solía contar algo de lo que pasaba en clase. Aquel día, con sus coletas medio deshechas, entró en la cocina y comentó que la profe les había preguntado a cada uno de sus compañeros que, aquellos que tuvieran hermanos dijeran algo sobre ellos. Cuando llegó su turno te describió a la perfección: “Es bueno, cariñoso y bueno”. Siendo tan pequeña ya te conoce bien. Y es que en cuanto ella entra en escena la sigues con la mirada, soportas estoicamente la forma en que juega contigo, sentándose en tus rodillas para que la empujes, provocándote como sólo saben hacerlo los niños y cuando la tienes cerca la besas con tanta delica-deza… Nunca te has peleado con ella, ni con nadie, ni por un juguete ni por nada, siempre te ve de buen humor. Ya existe entre vosotros esa complicidad de hermanos, te protege y te defiende. A pesar de ser tu hermana pequeña,

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siente que es la mayor. Me conmueve cuando se rebela con su expresivo gesto frente a algunas miradas. Sé que a ti no te importan ni los comentarios ni las miradas cu-riosas que no hacen sino dejar al descubierto la ignoran-cia y, por qué no decirlo, a veces también la curiosidad morbosa de quien no entiende que siendo diferente no eres menos feliz. Pero tu hermana, observadora donde las haya, aunque sea muy niña, conoce los matices de las miradas y ya no vale que le diga que te miran porque eres guapo. Sé que sufre porque yo misma he sentido muchas veces rabia y ganas de dar una mala contestación ante comentarios del tipo: “qué desgracia” o “qué pena… con lo guapo que es”. Y si para mí resultó doloroso cómo no va a serlo para ella, tan pequeña, tu hermana menor, que apenas supera tu cintura y ya te protege con miradas que fulminan.

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Sé que vendrán etapas en que será a ella a quien tenga-mos que proteger. Hemos de estar atentos a sus señales porque aunque está creciendo feliz junto a su hermano, consciente de sus necesidades, ella tiene las suyas pro-pias. Los hermanos suelen ir al mismo cole, vosotros no; cuando tenía una actuación en el cole o en el teatro asumía con naturalidad que asistiríamos su padre o yo, pocas veces ambos y desde luego su hermano nunca es-taba ahí para aplaudirle. Muchas veces he contenido las lágrimas asistiendo a alguna de sus actuaciones de ballet, las demás niñas con sus padres entre el público y noso-tras “cojas” de familia, y me he sentido impotente y hasta torpe a veces por no poder encontrar un recurso acorde a las circunstancias que nos permitiera disfrutar juntos de esos pequeños momentos irrepetibles. Me he cuestionado incluso, viendo las actividades a las que ella tenía acceso, cómo es que su hermano no podía disfrutar de más re-cursos, con el consiguiente sentimiento de culpa por no poder ofrecerle a mi hijo alternativas de ocio. Ella conoce tus limitaciones porque ha crecido a tu lado con naturalidad, aceptándote, queriéndote tal como eres y haciendo las preguntas que en cada momento ha necesi-tado. Precoz con el lenguaje y con la inquietud propia de una niña ávida por descubrirlo todo, se encontró con una madre a la que bien podría haber apodado “dormida”. Y es que yo siempre llegaba a las respuestas con efecto re-tardado frente a su expresivo gesto que me advertía que no le valdría cualquier respuesta. Y me he tenido que po-ner las pilas para mantener un cierto equilibrio en esta balanza que son vuestros dos mundos, tan distintos y tan apasionantes ambos. Sé que cada hijo es diferente pero entre tu parsimonia y lo previsible de tu carácter, de tus

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demandas, y lo imprevisible y arrollador de las preguntas de Sofía, siempre tan lógicas, en más de una ocasión hu-biera querido pedir una prórroga de horas. Desde siempre ha sido una delicia hablar con ella porque llenaba la casa de vida, de alegría, de espontaneidad. En un momento podía mostrarnos la cara más dulce e inocente de la niñez y de pronto sorprendernos con algo desconocido en ti, la picardía, también el egoísmo propio de los niños para el que tuve que prepararme. Recuerdo la pregunta que sabía que llegaría, aunque para mi sorpresa fue antes de lo esperado. Íbamos las dos solas en el coche y de pronto lo soltó mientras sentía sus ojos a mi espalda –yo iba conduciendo-: “mami, ¿por qué Ángel no habla?”. Siempre había pensado en ese momen-to, en cómo se lo contaríamos, en que debía controlar mi emoción para que la respuesta, no sólo la verbal, también la anímica estuviera a la altura de su curiosidad y de su edad. Efectivamente me cogió por sorpresa, como tantas veces después, por lo inesperado, por lo espontáneo de su curiosidad infantil –tenía tres años- y, cómo no, por la di-ficultad que entrañaba explicarle a mi hija algo tan duro. Pero los niños nos lo ponen muy fácil cuando son tan pequeños y se les responde con sinceridad y naturalidad, sin evasivas. La recuerdo allí, sentada en el asiento tra-sero del coche y mientras hacía la pregunta como quien pregunta adónde vamos, veía cómo sus piernecitas ape-nas colgaban del asiento mientras clavaba sus ojos en mi nuca. Nunca hubiera imaginado cuándo se produciría una pregunta semejante, ni mucho menos que sería en una situación tan cotidiana. Y fue precisamente esto lo que me facilitó la respuesta porque para ella era una de sus incógnitas como tantas otras propias de su edad, la edad

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del por qué esto por qué lo otro. Y aunque nunca hasta entonces había reparado en ello, con la lógica aplastante de los niños dedujo que algo raro ocurría cuando su her-mano no hablaba nunca, más aún teniendo en cuenta que él era mayor. Así resultó que como quien cuenta un cuento le ex-pliqué que su hermanito cuando era un bebé se había puesto malito y no había podido aprender a hablar como los demás niños porque había estado mucho tiempo en el hospital, donde se pasaba casi todo el tiempo dormidito. Después de aquel día, esto se convirtió en un ritual que se repetía de cuando en cuando y entonces ella misma provocaba que le contara su historia: “mami, cuéntame de cuando Ángel era pequeño y se puso malito”. Siempre le decía lo mismo y ella también, al igual que sucede con los cuentos escuchaba mi relato con atención, creo que buscaba reafirmar aquella evidencia, interiorizarla como normal. Y como ocurre con los cuentos, siempre había un momento en que otra cosa llamaba su atención y la historia pasaba a un segundo plano. Entonces sientes una paz enorme, sabes que tu hija lo ha asumido con la mis-ma naturalidad con que había asumido antes otras situa-ciones que creías difíciles. Se me ocurre por ejemplo el momento en que ella dejó de usar pañales definitivamen-te. Tenía dos años y su padre y yo pensamos que en al-gún momento por imitación con su hermano, por llamar nuestra atención podría volver a necesitarlos. Un buen día apareció corriendo por el pasillo llevando en la mano un pañal de su hermano, que entonces tenía diez años: “Ta, ayuda Roría” (Ángel, ayuda Sofía). Ángel no sólo estaba en su vocabulario, también en su pequeño mundo de afectos: “Ta, contento, se ríe”. “Roría quiere mucho”.

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Este cariño que siente por ti, esta naturalidad con la que convive contigo, con tus limitaciones, sé que la ayudará a madurar, que sabrá mirar con respeto y consideración a quien es diferente. Le enseñará, como a mí, a aceptar su propia fragilidad, a convivir con la vulnerabilidad y sé que esto la hará más fuerte. Sé que en muchos momentos de su vida echará de menos el apoyo de un hermano, y sé también que aunque tú no eres un hermano mayor con-vencional, ejerces como tal, a tu manera, enseñándole la importancia del cariño, del valor curativo de la ternura.

Ay, la ternura, tu ternura ha sido nuestra gran aliada a la hora de resolver más de un conflicto entre Sofía y María, vuestra prima. Siempre se han adorado, desde bien pe-queñas, pero como ocurre entre niños ellas pasaban del abrazo al enfado en cuestión de segundos. Y ahí apare-cías tú, el conciliador, sentado en tu sofá, sin moverte, conseguías reconciliarlas sin mediar palabra. Se sentaban a ambos lados de ti, inclinaban sus cabecitas sobre tus hombros y tú con un suave balanceo a izquierda y de-recha las besabas, ellas te correspondían y así hasta que transcurridos unos minutos lograbas con tu ternura resol-ver el tremendo conflicto que las ofuscaba. Me pregunto cuántos hermanos, con todo su potencial de argumentos, conseguirían alguna vez lo que tu resuelves sin mediar palabras.

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14 de mayo 2003

Cuando me dejo atrapar por la tristeza de aquello que no puedo cambiar en su vida, y me disperso en ansias inúti-les, Ángel siempre termina por rescatarme, por recondu-cir mi energía hacía lo que sí puedo darle.

Ya no eres un niño. Has cumplido dieciocho años, Án-gel, pero siempre serás mi niño del alma. El día uno fue tu cumpleaños y lo celebramos como cualquier otro año, con el mismo cariño, la misma alegría y el mismo agra-decimiento por tenerte con nosotros, porque estás bien. Estás contento, sanote, guapo, guapísimo. Eres, al me-nos ese es nuestro deseo, un chico feliz, a pesar de lo que digan esos duros y fríos informes, en que tu nombre va asociado a un número de expediente perfectamente identificado: tu código, tu diagnóstico, tu calificación de minusvalía. En fin, un expediente. Por fortuna a ti no te afecta, vives el presente como nadie, sin tener en cuenta lo que dejas atrás o si lo que vendrá será mejor. Hoy me has acompañado hasta el Imserso, a recoger ese informe tan “importante” para tu futuro porque me parecía que tratándose de algo que afecta a tu vida debía llevarte conmigo. Supongo que hay momentos en que la soledad de representarte me viene un poco grande y me siento aliviada si miro tu dulce rostro. Nunca pones nin-guna pega, todas las decisiones las tomamos por ti y me preocupa estar a la altura de lo que te mereces, querido Ángel. Con dieciocho años tendría que estar ayudándote a ma-

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tricularte en la universidad, tal vez buscando un piso en la ciudad donde estudiarías, discutiendo contigo sobre tu futuro, tus miedos, tus ilusiones, tus proyectos, tus ami-gos, quizás alguna amiga especial... Qué tonta soy. No aprendo, arrastro a ratos esta tendencia a elucubrar sobre lo que pudo ser y no fue, quizás porque nuestra vida, tan diferente de la vuestra, querido hijo, está demasiado con-dicionada por convencionalismos, estereotipos, muchas veces tan absurdos, y por números, siempre los números. La fecha de nacimiento, el día en que dais los primeros pasos, los cumpleaños, la mayoría de edad… Y claro, también cuando soñamos están presentes los números: el día en que celebraremos su primer trabajo, la fecha en que se vaya a vivir solo… Pero contigo aprendí que te-nemos lo que tenemos y yo te tengo a ti en mi vida, hoy, ahora. A tu hermana que me demuestra que nada ni nadie nos puede privar del derecho a soñar, que los sueños se cumplen. Y cuento con la complicidad de tu padre, siem-pre a mi lado, sereno, dispuesto a no rendirse, a valorar y disfrutar lo que tiene. Vosotros sois mi certeza, mi suerte. Y como lo hemos hecho hasta aquí, vamos a seguir con nuestra vida pasito a pasito, disfrutando, como tú sabes hacer tan bien, de cada día, de cada detalle a nuestro al-cance, de lo que entre todos hemos construido. Vamos a seguir mirándote con ojos nuevos, respetando tus rutinas pero manteniendo a raya la rutina, para que la ilusión no desaparezca. Y vamos a seguir soñando, muy pegados a la tierra pero sin dejar de soñar. Y tú, Ángel ¿con qué sueñas tú?

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Comencé a escribirle cartas a Ángel movida por la nece-sidad de vaciarme, de sacar fuera mis sentimientos, pero sobre todo por la urgencia de comunicarme con mi hijo. Y con la misma espontaneidad con la que un día me puse a escribir también dejé de hacerlo. Sencillamente suce-dió, coincidiendo con su mayoría de edad. Ángel llegó al final de su adolescencia, tenía el cuerpo de un hombre, su edad le convertía en adulto, pero nunca alcanzaría su madurez; sus limitaciones eran las que eran y así iba a ser siempre. Ahora que lo puedo recordar con la serenidad que da el tiempo, creo que de alguna manera yo también alcancé con él mi particular mayoría de edad, consciente de que, por mágica que pudiera parecer, ninguna edad le liberaría de su incapacidad natural, la gravedad de su le-sión cerebral no desaparecería, como si de un mal sueño se tratara. Sencillamente teníamos que asumirlo y poner en orden sus papeles, para respetar su situación, la real, suya aunque doliera. Recuerdo aquellos días entre papeles y sentimientos a flor de piel: la vida había arrebatado a mi hijo su derecho a ser mayor. Admitir que nunca estaría capacitado para valerse por sí mismo resultaba tan antinatural, sentía tanta pena que asumirlo supuso uno más de mis peque-ños duelos. No se trataba de claudicar, resignarme su-pondría colocar las necesidades de mi hijo, sus ilusiones, sus expectativas en un compartimento estanco, admitir que nada más podía ofrecerle. Era cuestión de adaptarse, para continuar con nuestras vidas. Teníamos un hijo feliz

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que cumplía dieciocho años y ninguna sentencia por con-tundente que pudiera parecer, iba a cambiar el amor que sentíamos por él ni nuestra maravillosa relación. Recuerdo que cuando me vi en aquella sala, ante el juez, me sentí serena, segura de poder asumir la responsabili-dad de continuar representándole. Y también agradecida por haber llegado hasta aquí con él, por estar viva, y te-ner la oportunidad de ser nosotros, sus padres, quienes nos ocupáramos del proceso, que nos permitió también decidir quién sería su tutor cuando nosotros ya no estu-viéramos y hacer un testamento acorde con la realidad de nuestra familia. Supe entonces que estábamos haciendo lo que teníamos que hacer, que, en cierto modo, aquel acto nos otorgaba a su padre y a mí una cierta tranquili-dad sobre el futuro bienestar de nuestro hijo. Los padres solemos soñar con ese momento en que los hijos vuelan tras sus propios sueños, y se hacen inde-pendientes. Nadie nos prepara para aceptar que algunos hijos nos van a necesitar siempre. Y esta responsabilidad, que, inexcusablemente, nos acompaña durante toda su vida, me produce, a veces, vértigo; temo apropiarme de su vida y no tomar la decisión acertada. Pienso, por ejem-plo, en la primera vez que enviamos a Ángel a los cam-pamentos de verano, que se organizaban en Gandarío, y recuerdo mis miedos. Y eso, a pesar de la enorme tran-quilidad que suponía saber que estaba a cargo del equi-po de profesionales de Aspanaes, afanados en que cada chico disfrutara de la experiencia. Puedo imaginarme los calificativos de madre “plasta”, “miedicas”, “hiperpro-tectora” que me debían adornar por aquel entonces -y se quedarían cortos-. Recuerdo nuestras visitas –a mitad de semana siempre caíamos por allí- y la alegría reinante:

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unos chicos entraban a las duchas mientras otros, per-fectamente acicalados, cantaban la canción del verano. Guardo entre mis recuerdos algunos de aquellos momen-tos como si de una secuencia fotográfica se tratara: mi hija Sofía, con cinco años, mezclándose, curiosa, entre aquel ambiente de verano y camaradería, en los lavabos, peinando a sus barbies; recuerdo el esmero de nuestra querida Beatriz –en el cole logopeda y en aquel campa-mento la particular “asistente personal” de Ángel-, mos-trándonos la litera que les habían asignado. O el regreso al campamento después de una salida, el beso de Ángel y la manera en que me desplazó porque su fila se dirigía al comedor y, naturalmente, ante la comida, ni su madre. Me soltó la mano y se dirigió, con su frágil pero deci-dido caminar, hacia su mesa. Fue de los instantes más emotivos, más felices de mi vida; en aquel momento mi hijo no me necesitaba, era autónomo, sabía lo que quería y dónde se hallaba. Aquellos campamentos fueron una gran experiencia que fue generando la confianza que más tarde nos ayudó a dar otro importante paso: el “Respiro Familiar”, con el inevitable período de adaptación, para llegar a lo que ahora tenemos: toda la familia disfrutamos de un fin de semana al mes, y en verano Ángel se va de Campamento a As Pontes con sus amigos, mientras noso-tros estiramos esos días, sacándole todo el partido a nues-tro espacio de libertad, sabiendo que, aunque en lugares diferentes, cada uno de nosotros disfrutamos de lo que tenemos. Y sobre todo, sentimos la tranquilidad de saber que nuestro hijo tiene un mundo más rico, que estamos ayudándole a ampliarlo más allá de su familia. Cada vida es única y sería irrespetuoso compararla con otra, máxime si hablamos de personas que han de afron-

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tarla con graves limitaciones que dificultan su inclusión social, en un mundo que no está suficientemente menta-lizado, ni sensibilizado con la diversidad. Por eso me pa-rece imprudente, incluso inhumano, que haya personas que se atrevan a juzgar qué vida es más o menos digna de ser vivida. Casi siempre ciertas actitudes compasivas o excluyentes hacia personas con alguna discapacidad, ciertos juicios sobre su vida y la de su familia, nacen de la ignorancia, del desconocimiento, y pueden resultar frívo-los e irrespetuosos. Todos estamos capacitados para algo, por el sólo hecho de ser personas, y todos tenemos alguna incapacidad aunque no sea evidente. ¿Acaso los prejui-cios, la intolerancia frente al diferente, la cobardía ante el dolor ajeno no son un modo de incapacidad, no son limi-tantes? Todos somos dependientes y todos somos, tam-bién, útiles para algo o para alguien. La grandeza de mi hijo, como ser humano, le sitúa en un plano que yo jamás alcanzaré: el sólo ve mis cualidades, las cosas buenas que le aporto, y no se cansa de transmitírmelo con continuas muestras de gratitud; él nunca me juzgará, nunca saldrá un reproche de su boca, me acepta y me quiere tal y como soy. Es más, tengo la certeza de que siempre me querrá. Y en un mundo donde nada es seguro, esta certidumbre me protege frente a mi propia vulnerabilidad. Maestro como nadie en el lenguaje de los afectos, Án-gel me enseñó que el amor es una fuente inagotable de esperanza cuando la vida nos golpea duramente, cuando creemos que todo está perdido. Su presencia fue la ener-gía que me ayudó a acompañar a mi padre en su especial vejez, una vejez que llegó inesperadamente. Mi querido padre, un ser lleno de luz, poseedor de la férrea voluntad de los supervivientes, encontró también en los afectos su

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razón para vivir. Se sabía querido y supo confiar, rega-lándonos generosidad, dignidad, fortaleza y amor a rau-dales. Vitalista y optimista, mi padre, la primera persona que me vio nacer, me enseñó también a entender la muer-te como parte de la vida, regalándome para siempre el mejor de los legados: una inmensa paz y la seguridad de que siempre tendré su amparo; el suyo y el de Ángel, mi mejor consuelo cuando llegó el momento de la pérdida. A lo largo de este tiempo, todos los miembros de la familia hemos ido experimentando cambios en nuestras vidas –ni mis intereses ni mis necesidades son los que te-nía a los treinta años-. También la vida de Ángel, aunque sea más previsible, aunque pueda parecer más tranquila, ha ido evolucionando más allá de sus evidentes cambios físicos. Está más asentado, a su manera ha alcanzado su propia estabilidad. Hoy es un joven más confiado, su es-pacio de relación es mucho más amplio que el de aquel niño que reaccionaba con miedo y recelo ante cada nue-vo estímulo. Hemos tratado de respetar sus capacidades y también su personalidad, procurándole los recursos a nuestro alcance, aprendiendo también nosotros a confiar en las personas que están en su vida, conscientes de que el futuro de nuestro hijo, cuando ya no nos tenga, depen-derá de ellas. Ojalá que sólo encuentre manos cálidas, amigas, como lo son las suyas. Siento por Ángel una especial admiración por la humil-dad con que admite que me necesita, por la naturalidad con que acoge a las personas que le rodean y facilitan su vida. Sabe agradecer y también confiar. Admiro y apren-do de su carácter, su especial dulzura, esa enorme capa-cidad para disfrutar con alegría de lo que tiene en cada momento; su ternura, capaz de transformar mi cansancio

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con un solo abrazo. Él me ha demostrado que, en este mundo movido por la competencia, se pueden tener otros objetivos: disfrutar del baño de cada día, degustar con la mayor de las satisfacciones su plato preferido, un paseo en coche mientras suena la música, la seguridad que para él supone una caricia o una voz que suena cariñosa, son algunas de sus prioridades. Y yo lo definiría sin temor a equivocarme como una persona feliz, sencillamente por-que posee todo lo que necesita. No suelo pensar en el futuro más allá del que vamos construyendo día a día. Hace tiempo aprendí que sólo te-nemos el presente más inmediato. Y cuando pienso en el futuro de mi hijo sólo alcanzo a imaginarlo feliz, y quiero pensar que, aunque nadie suplirá mi cariño, hay tantas manos ya en su vida que aquellas que le cuiden sabrán valorar y respetar todo el amor que sustenta su felicidad, para que nada quiebre su bienestar, ni siquiera mi ausencia.

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Mucho antes de que este libro fuera siquiera un proyec-to, fue necesario que otras personas creyeran en Ángel, auténtico protagonista de esta historia; cada una de ellas ha dejado su huella en él, le han ayudado a ser quien es. Y a todas deseo expresarles mi gratitud y mi admiración. Sería larga de enumerar la lista de rostros, de nombres, amigos que a lo largo de estos años hemos ido atesoran-do; personas que han contribuido a que Ángel encontrara su propia voz. A todas ellas va dedicada La mirada de Ángel: a las que ya conocemos y también a las que esta-mos a punto de conocer. Personas que practican la bondad en cada acto, que con-viven con el dolor y el sufrimiento humano; personas que ponen todo su afán en que otras puedan vivir. Personas comprometidas con la educación, convencidas de que ésta solo será completa cuando sea inclusiva, cuando ni un solo niño se quede “fuera del aula”. Personas entrega-das a la causa de los más vulnerables; leales, solidarias; personas que desarrollan una delicada labor en el ámbito de la acción social; personas que respetan y dignifican el valor de las diferencias. Y como los sentimientos son universales, y aquellos que se guardan se pierden, me gustaría compartir los míos, con la esperanza de que puedan aportar un poco de luz a otras familias como la mía, que conviven con la diversidad, sin perder sus ilusiones; personas resistentes, auténticos corredores de fondo; ellos y los profesionales que integran la extensa red de entidades sociales que se

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esmeran en que cada persona pueda desarrollar su propio proyecto vital. Y ya sólo me queda desear que este libro disfrute de su vuelo, que sea plácido y libre como el vuelo del pája-ro, como libres debemos vivir todos. Y que encuentre un viento favorable como el que sueño para Ángel, para las personas que tienen sus alas rotas, porque por pequeño que éste sea nadie debe impedir su recorrido.

Este libro se acabó de imprimiren el mes de diciembre

de 2014


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