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Bestiario de coartadasvolaya.github.io/web/texts/pdf/bestiario.pdf · con la fantasia y las...

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Víctor Olaya

Bestiario de coartadas

Ciclo de coartadas. Volumen IV.

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Bestiario de coartadas.Víctor Olaya.

Copyright ©Víctor Olaya, 2017

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Prólogo

Decir «bestiario» es evocar mitologías. El bestiario que así imagi-namos es un compendio de seres sobrenaturales, de «bestias» �eras,peligrosas y algo mágicas. Pero los bestiarios originales no se limitaban alas criaturas de esta clase, eran tratados primigenios de historia natural,rudimentarias claves para organizar el saber zoológico y botánico juntocon la fantasia y las creencias. Las bestias de aquellos bestiarios solíanser amistosas.

Yo quería que este bestiario fuera de aquellos primeros, acaso conun poco de fantasía, pero sin amenaza. Recopilar mis coartadas comohasta ahora, todas ellas cotidianas y nada cruentas, con la idea de con-signar las historias de una vida que, al menos cuando empecé a escribirestos diarios, se presentaba tan mundana como feliz. Iba a ser el diariode un periplo al que yo auguraba ya pocos sobresaltos, un continuoque se iba a extender a lo largo todos estos libros sin más que vaivenesdiscretos.

Está claro que no es el caso. La de este libro es otra vida, y sus notas,las bestias que aqui duermen, no son ya solo entrañables, sino tambienferoces, y no solo cotidianas, sino igualmente mitológicas. Feroces, porla amargura de algunas, que cuentan trances menos bondadosasos quelos que acostumbraban a ver estas páginas. Mitológicas, por traer consi-go invenciones y dudas, las fantasías a las que nos conduce la ignorancia,y no es sino ignorancia y miedo lo que uno tiene cuando se enfrenta asus tragedias.

La esperanza de la literatura es, en cierto modo, domar las bestiasque lo asedian a uno. Razón de más, pues, para escribir este bestiario y

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poner en el papel las mías, las de estos últimos tiempos, para ver si deesta manera pierden parte de su ferocidad y virulencia. Y que, al abrirlesla jaula en la lectura futura, salgán dociles y vengan a comer de mi mano,o al menos no tengan ya intención de devorarme.

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Un diario es una mentira con ciertos límites. Tiene su parte defantasía, sus falsedades intencionadas, sus omisiones más o menos to-lerables. En el diario se construye así un mundo distinto, a veces paradisfrutarlo en la lectura y otras para hacerlo en la escritura, en esa verdadinmediata y paralela que es poner en palabras solo algunas de nuestrasrealidades.

Es en esta última labor, en la de darnos un nuevo universo mientraslo escribimos, cuando el diario tiene más vocación de refugio. Si hayalgo de nuestra vida que no queramos legitimar, basta con no darlesu espacio en esas páginas. Nos construimos así, más a base de �ltrarsucesos que de imaginar alternativas, un mundo más habitable.

El diario, esta clase de diario siempre con un lado terapéutico, es,como digo, una mentira con ciertos límites, lo cual signi�ca que nopodemos construir un mundo demasiado distinto si es que es mucholo que queremos ignorar del mundo real, y que no basta el escribirlopara procurarse una realidad donde sentirse a salvo. A veces no quedaotro remedio que escribirlo todo y que sea la escritura de los episodiosmás dolorosos, y no la falta de ella, quien sirva de catarsis.

Este diario mío hace tiempo que camina muy cerca de esos límites.Miente demasiado, por no tener traza alguna de mis últimas tragedias,y es momento de devolverle a la verdad para que vuelva a ser legítimo.

Nunca he sido bueno dándole palabra a los fracasos. Son comofantasmas que siempre he tenido miedo de invocar, como si ponerlospor escrito precipitara otros males futuros. Claro que a veces poco

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importa lo que uno escriba, porque los desenlaces agrios de la vida realno obedecen estas reglas ridículas de la literatura.

Emilie ha decidido irse de casa; quiere vivir con otra persona, uncompañero de trabajo del que dice haberse enamorado. Y da igual quelos preámbulos de esta catástrofe hayan pasado sin dejar huella escrita,porque la vida tiene otro guión lejos de estas páginas.

Todo esto no es cosa repentina, claro, sino de meses, de esos mesessilenciosos donde, mientras discutíamos y buscábamos soluciones aeste con�icto, consignaba en este diario solo las otras historias, las me-nudencias, alegres o tristes, para no ocuparme así de estos problemas.Pero hoy no queda más remedio que empezar a hablar de ellos y ajustarcuentas con estas páginas. Y conmigo mismo.

* * *

No se irá todavía. Ha empezado a buscar una casa cerca para quesea lo más sencillo posible compartir nuestro tiempo con Inés. En esohemos estado de acuerdo desde el principio, Inés es el territorio comúnal que acudimos para seguir sintiendo que nos entendemos.

Yo me quedaré en esta casa. No me imagino viviendo en otro lugarsi he de quedarme en este país, en esta región; todo lo demás seríademasiado triste. Me siento con el derecho de reclamar al menos lacasa, o si no esta como tal, sí el derecho a habitar nuestro pasado, deseguir poseyendo el único rincón donde ha de quedarme ahora algo depertenencia. Ella está de acuerdo, aunque no sin cierto duelo, porqueeste lugar es suyo y le apena dejarlo.

Me quedaré en esta casa, que desde hoy ya es otra, hermosa tambiénpero ahora llena de esquinas desconocidas que habrá que ir descubrien-do. No diría que mantengo la casa, más bien que la recibo como serecibe una herencia, y una que en este caso viene llena de riquezas peroa la vez de deudas. El miedo a estas últimas es lo que habrá que com-batir a partir de ahora, hasta que sea capaz de demostrarme mi propiasolvencia en los trasiegos sentimentales que se avecinan, y que son deaquellos que se libran no más entre uno mismo y sus soledades.

* * *

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Hemos acordado un plazo de dos meses como mucho para separar-nos, mejor cuanto antes, pero sin apresurarse demasiado y que puedaafectar a nuestro futuro o al de Inés. Dos meses para que ella se mude ypodamos empezar con el año nuestras nuevas vidas. Muy apropiado,por aquello de que es época de hacer propósito de enmienda, que ennuestro caso no nos quedará esta vez más remedio que cumplir.

Pudieran ser unos meses de mera convivencia, sencilla como estaera antes, y luego una separación natural sin dramas, o bien ser unatransición ardua e incómoda. Ahora es todo tranquilo, pero haberpuesto en palabras el �n de la familia parece desequilibrar el resto deeste mundo, el trato mismo entre nosotros. Lo difícil no es compartirhogar con el otro, sino con este miedo a una ruptura prematura y másamarga que lo que esperamos.

* * *

Fue un paseo muy distinto. Hicimos la vuelta al pueblo por lacarretera, a un ritmo lento y nada musical. No nos vio nadie, pero quécaminantes tan poco estéticos debíamos parecer, con andares taciturnosy mirando el paisaje como si fuera a caérsenos encima.

No había ni una sola nube, era un día precioso lleno de brillo ymúsicas. Habría sido mejor si lloviese; nos habría venido mejor unode esos cielos oscuros que dejan caer la lluvia con desidia, sin dignarsesiquiera a azotarnos con ella. Habría sido mejor un mundo más deotoño, un poco de congoja en los espacios que quién sabe si volveremosa recorrer de esta manera. Nos habría hecho todo más fácil.

Allí íbamos, desacompasados de estas bondades del clima, rumian-do lo nuestro. Lo nuestro, que hoy era tragedia común, desencuentro,y que a pesar de todo queríamos pasear por nuestra ruta de costumbre.

Luego, en casa, dejamos las sentimentalidades y discutimos lospormenores de la separación, las logísticas que, a �n de cuentas, son lasque van a garantizarnos el bienestar y el de Inés, en la que no podíamosdejar de pensar.

Era todo pací�co, cordial, aunque esto era lo esperable. Intento nocaer en rencores y odios, no valen para nada. Siempre me he sentidoorgulloso de pensar de esta forma, y qué mejor ocasión que esta derecordármelo a mí mismo. Sirve de consuelo, al menos.

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Por la noche quise salir a dar un paseo a solas, pero no lo hice. Penséque me sentaría bien, pero luego me pareció que no servía de nada. Poranimarme y darme ese último empujón, lo planteé en unos términosprácticos, intentando justi�car la conveniencia de salir a airearme, peroel efecto fue el contrario: me pareció que no tenía ningún sentido.Caminar me pareció algo completamente estéril. ¿Qué conseguía yocon aquello? ¿Qué avance, qué ganancia obtenía dando un paseo enlugar de quedarme en casa? La verdad es que no solo era pasear; todo meparecía estéril. Me puse a tocar la guitarra y lo disfruté, pero al mismotiempo tenía la sensación de ocuparme en futilidades, de que aquelloera una perdida de tiempo y no me acercaba a ningún objetivo. Másaún, ¿qué objetivo es el que persigo? ¿Acaso tengo alguno ahora?

Las tristezas nos traen estos nihilismos, pero se pasarán pronto; nose puede vivir mucho tiempo con tal �losofía.

De todo esto se salva, por ahora, la escritura. Quizás porque, másallá de lo tristes que estén los ánimos, tiene siempre valor contarse dealguna manera.

* * *

Se sienta en el sofá y habla: de nuestro pasado, de la vida, del deseo,del amor. Esta situación, el �nal ya inevitable de la historia, parecehaberla librado de su celo habitual a la hora de discutir temas así; aella, que antes siempre fue demasiado pudorosa en estos asuntos. Esel tiempo de la salmodia, de la oración para reiterarse a sí misma lasrazones y designios de esto que vivimos. Yo la escucho mientras piensoque habría sido mejor no necesitar tragedia alguna para que se iniciaraen estos discursos.

Le sucede un poco como a mí con el diario, que ahora que se dacuenta de lo irreversible que es este trascurrir de episodios, ve que novale la pena callar nada, más bien al contrario. Y ella, como no tienecostumbre de escribir, en vez de ponerlo en papel lo cuenta de viva voz.

La diferencia es que yo escribo todo esto, de lo que antes evitabahablar, por haber perdido el miedo a hacerlo. Ella, por el contrario, acabade descubrir ahora ese miedo, y la palabra es no más que el conjuro paramantener alejados sus nuevos peligros.

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Tenía pensado contárselo a su madre en persona un día de estasemana, pero no pudo ser. Hablaban por teléfono, y la madre, conintuición �na, se dio cuenta de que había algo extraño. Ella acabóconfesándole todo, con más entereza de la que había esperado, y eso fueliberador, aunque, para compensar, al otro lado del teléfono la madrereaccionase con más angustia de lo previsto. Dijo que quería venir ahablar con ella, que no era su intención entrometerse en nuestra vida,pero que quería que departieran sobre esto antes de que se tomaraninguna decisión precipitada. Lo que a ella le parecía apresurado eirre�exivo, para nosotros no lo era tanto; estaba todo ya bien decantado,aunque convencerla de aquello por teléfono no era fácil, así que le dijoque sí, que viniera hoy, para que por lo menos se quedase más tranquila.

Se adelantó y apareció algo antes de las dos de la tarde. Debía haberdejado al padre y al hermano con la comida en la mesa, y una vez queya estaba segura que ellos no la necesitaban, había cogido el coche sinperder ni un minuto. El padre se supone que estaba al tanto de la historia,pero el hermano no sabía nada.

Cuando la oímos aparcar, yo estaba todavía pensando en lo quedebía hacer, si quedarme o irme. Me inclinaba más por irme, quizása hacer la compra, para que ellas hablaran a solas y no tener que estardelante. Pero no me quedó más remedio que participar.

Saludó y no dijo nada, se habría dicho que era un encuentro normal.Le propuso ir a pasear y yo me quedé en el sofá leyendo. No me invitarona ir con ellas, como si aquello no fuera conmigo.

Volvieron a la media hora. No parecían traer mucho drama encima.La madre, eso sí, estaba nerviosa; hablaba algo entrecortada y se la veíatan incómoda o más que nosotros. Ella era la única que hablaba. Alprincipio solo hablaba de Inés, de lo preocupada que estaba por ella ypor cómo iba a afectarle todo esto. Lo exageraba todo, yo creo que paradejar ver que no era solo Inés lo que le preocupaba, aunque le resultarapráctico recurrir a ella para verbalizar todas sus angustias.

Lo más raro fue después, cuando habló de sí misma. Parte de estediscurso yo ya me lo sabía, lo había echado por teléfono la víspera yyo estaba enterado, pero escucharlo en vivo era plato menos apetitoso.Contó los altibajos de su matrimonio, lo sola que se había sentidomuchas veces, la falta de comprensión con el marido, y cómo a pesar de

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todo había aguantado porque él era un hombre bueno, y lo orgullosaque estaba de ello por ver la familia hermosa que hoy tenía. Todo estopara hacerle ver a ella que tenía suerte, que nuestra relación era másíntima y rica que la suya, y que siendo así no podía entenderse que laechara a perder.

Yo no debía estar allí. No quería escuchar cómo se enunciabanrazones de aquel calibre y ver que no surtían efecto ni cambiaban nues-tro destino. Tampoco quería conocer las intimidades de los demás, esetratado sobre los deberes de una mujer en una relación de otra época,de otra generación que no era la mía, aunque por un momento —quépensamiento más desagradable este— me hubiera gustado que sí lofuese.

Se hizo algo de silencio y ella volvió a arrancar la conversación,aunque esta vez sobre temas que no tenían nada que ver, más ligeros.Se rió con sus propias historias. Luego dijo que era hora de irse, nos diounos besos y se despidió.

* * *

Fuimos a la compra al �nal de la tarde. Hacía mucho que no íbamosjuntos, porque siempre es uno de nosotros el que aprovecha que tieneque hacer otras cosas fuera de casa para encargarse de ir al supermercado.No es que fuera imperativo esta vez, aún teníamos su�ciente en casa,pero nos pareció buena idea. Un poco de tragedia y las sentimentalida-des a�oran donde menos se espera, en las costumbres que hubiéramosdicho estériles y casi indeseables.

También esto era extraño. En cada cosa que hacemos ahora haypuntos de vista incómodos. Compramos para una semana a lo sumo,pero parecía que no tenía sentido que lo hiciéramos juntos, porque elfuturo nos lleva ya por carriles distintos. No se irá en una semana, nitampoco en dos, la cosa va para más largo, pero parecía que estuviéra-mos aprovisionándonos de víveres que no eran ya para nuestra vida encomún.

Nuestros futuros distintos, divergentes, hacen distintos nuestrosahoras. Habitamos mundos que no son el mismo.

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Lo estuve ensayando una y otra vez, en el coche y también en elparque mientras les esperaba llegar, a ratos en voz alta y otros en silencio.Una y otra vez pasando por aquel puñado de frases, convencido aun asíde que no serviría de nada, porque en estas circunstancias todo teatroprevio se demuestra luego inútil.

Mis padres creían que iríamos los dos a recoger a Inés después deestas dos semanas que ha pasado con ellos. Nos esperaban en un lugaren el que ninguno de nosotros había estado, un punto convenido porsimples motivos prácticos. Ahora que lo pienso, mejor así, sin candoralguno.

Llegué yo antes, una media hora. Era un parque junto a una iglesiade la que a esa hora salía gente de misa. Me senté en un banco y me puse aleer, pero no conseguía concentrarme durante más de un par de páginas.Al cabo me volvían los nervios y repetía otra vez mi discurso, imaginabacuál podría ser su reacción, y ensayaba alguna de las respuestas quehabía pensado para cada caso. Estaba nervioso, más según se acercaba lahora. Y tenía miedo.

No sé a qué tenía miedo exactamente. Por momentos era a quesufrieran demasiado, a que, en esa facilidad que un padre tiene paraimaginar escenarios tan irreales como dramáticos en la vida de un hijo, losupusieran todo aún más doloroso, y a no saber yo convencerles de queno era de tal modo. En otros momentos, tenía miedo de lo que pudierandecirme, si entenderían mal la situación y verían en esto un fracaso mío,aun sin juzgarme. Me sentí como si volviera a tener quince años, o nisiquiera eso, porque en esa edad no hice nunca nada reprobable queme hubiera puesto frente a ellos de esa manera.

Al �nal, ni lo uno ni lo otro. Fueron comedidos, se entristecieron,hicieron algunas preguntas para despejar las preocupaciones más insi-diosas, pero nada que fuera violento para mí. Mi madre habló más, mipadre poco, también en esto estuvieron dentro de lo previsible. Era asíen realidad como lo esperaba, por mucho que esos miedos se empeñaranen agorar otras situaciones.

Inés jugaba por la calle, aunque no se alejaba mucho de mí. Me diola mano y no quería soltarla, tampoco dársela a ninguno de los abuelos.Eso me hizo sentir bien, no sin cierta ironía: mis padres estaban allídándome apoyo, haciendo como nunca su papel de padres entregados

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a mi felicidad, y yo me alegraba de que Inés pre�riera estar conmigo yles negara a ellos. Hay un sátiro disfrazado en cada hombre feliz, o almenos cuando se alimenta de esta clase de felicidades orgullosas.

Fuimos a comer y después paseamos un poco más. Nos intentamosdespedir sin demasiado trauma y me puse en marcha de vuelta a casa.

Fue un viaje feliz. Quiero decir, yo me sentía feliz. Sentía la libe-ración de haber compartido mi historia y ver que no había sido tandoloroso, y estaba alegre de llevar conmigo a Inés que, ajena a estos tran-ces, me contaba las novedades de estos días sin vernos y se entreteníacon los juguetes que yo llevaba en el coche para ella.

Se quedó dormida poco antes de llegar, cuando ya se estaba hacien-do de noche.

* * *

Me escribió mi hermana un mensaje por la noche, después de quemis padres hablaran con ella y se lo contarán. Era tarde ya para hablar,y quedamos en llamarnos hoy cuando ella terminara el trabajo.

Llamó algo antes de la cena. La esperaba más triste, mis padres mehabían dicho que al recibir la noticia se había echado a llorar, ella quees tan sensible y no tarda en llegar a las lágrimas. Ahora tenía un airedescansado, con esa dulzura que le queda a uno después de dejar atráslos pequeños traumas.

Su visión de las cosas es la más acertada de toda la familia, no hayduda. Si al principio le vence su sensibilidad y parece que todo lo quesabe hacer es llorar, luego recupera la mayor de las serenidades y es capazde una objetividad y un equilibrio envidiable. No fue una llamadalarga, pero me sentí comprendido y, de algún modo, puso en orden mispropias ideas.

Hablar con ella me procuró un sosiego increíble.

* * *

Lo más difícil, por momentos, es soportar las opiniones de otrosque llegan tarde a esta realidad. Tarde porque nosotros no habíamoscontado nada antes, no podemos pedirles más bagaje, pero tarde al�n y al cabo. Y así, nuestro diario hoy es escuchar consejos de quienes

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intentan opinar sobre todo esto aun siendo legos en nuestras propiasvicisitudes y creyendo saber más de lo que en realidad saben. La inten-ción es siempre buena, y se agradecen estos gestos, pero a ratos, ya digo,uno preferiría no congregar en torno a sus tragedias estas tertulias quesiempre se hacen con más víscera que conocimiento.

* * *

La madre insiste en convencerla de que comete un error, de quedebe olvidar estos delirios suyos y volver conmigo y que sigamos vi-viendo juntos. El tono es ahora mucho más violento, amenazante, peroel discurso es el mismo de hace unos días, cuando vino a vernos porprimera vez después de enterarse de las noticias: toda relación tiene susaltibajos y uno debe sacri�carse a veces para mantener una familia. Nohay proyecto a largo plazo que no implique alguna renuncia. En partetiene razón, no lo vamos a negar, pero su planteamiento es simplista, yahora que además se ha hecho tan agresivo, me desagrada intensamente.

Todo esto lo habla la mujer con ella como si yo no existiera. O,más exactamente, como si existiera pero no tuviera más posibilidad deactuación que la de decidir si perdonarla o no. Si concedo ese perdón,estará ya en sus manos el decidir todo el futuro de la familia.

Es simplista, como digo, porque hay muchos más factores queella no entiende. Le cuenta una vez más sus sufrires matrimoniales, ycómo, a pesar de ellos, ha sido capaz de aguantar al lado del padre ydarse felicidad mutua. Intenta convencerla de que, si ella hace lo mismo,obtendremos idéntico resultado. Pero olvida que para ello es necesarioque la otra parte también juegue igual papel. Esto es, que no solo ellasea como su madre, sino que yo sea como su padre. Y no es el caso.

Suena antiguo ese rol de esposa abnegada, las cosas han cambiadomucho de una generación a otra. Eso lo han de saber ambas, y discutencada cual desde su concepción de la familia y las relaciones. De lo queno parecen darse cuenta es de que, aunque de forma tal vez más discreta,también la actitud del hombre en la pareja ha cambiado. Ese papel demujer sacri�cada quizás garantice la cohesión en una pareja como la suya,porque satisface las necesidades del marido, pero difícilmente lo haráen la mía. Yo tengo más aspiraciones que esas, no sería capaz de teneruna vida junto a alguien que no está conmigo con su sentimentalidad al

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completo. Nos hemos hecho menos tolerantes a la resignación conyugal,pero no solo las mujeres, sino también los hombres.

Así que el perdón importa poco. Yo lo concedería sin problemas,ya digo que no guardo rencor alguno. Pero no es cuestión de perdón,sino de expectativas. Lo que yo espero es más que lo que podría tener,por mucho que sea capaz de olvidar las afrentas y empezar de nuevo.

* * *

Me llamaron mis padres algo más pronto que de costumbre. Desdeque saben todo esto, hablamos con la misma frecuencia que antes, eneso no ha cambiado nada, pero ahora los horarios son más irregulares.Algunos días, como hoy, supongo que sus preocupaciones alcanzan amedia mañana un nivel su�ciente como para que no sean capaces deesperar más, y me llaman para estar tranquilos.

Durante unos minutos, hablamos de cualquier cosa. Luego ya mepreguntan por mis humores y, si me ven poco animado o juzgan para síque debo estar en horas bajas, me recuerdan que puedo contar con ellospara cualquier cosa. Es rutinario, pero no por ello menos reconfortante.

No tienen para mí más que palabras de apoyo. Apenas inquieren,no ponen nada en duda. Se limitan a rea�rmar esa otra familia nuestra,ahora que la que yo tenía aquí se disuelve. La fe ciega de los padres en elhijo, manifestada de una manera aún más explícita que de costumbre.Cuando hablo con ellos tengo la sensación de estar al margen de la ley;haga lo que haga estos días, no van a juzgarme.

Se que lo hacen para darme seguridad, pero a veces tiene el efectocontrario: me asusta.

* * *

Dice mi madre, cuando quiere consolarme, que esto pasará prontoy que dentro de unos meses no quedará más que un mal recuerdo. Nome hacen sentir mejor estas palabras suyas, tampoco es que lo necesite,porque estoy feliz y no ando tan entristecido como ella piensa, pero nole falta razón: todo lo que sucede en estos días se olvidará por completo.De las tragedias se recuerda solo el hecho mismo, el antes y el después, lasdos mitades de nuestra vida que delimitan, pero el tiempo que duran es

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raro que perviva. El fracaso es un ente puntual, abrupto, y la transiciónque pueda llevar consigo es por completo irrelevante para el futuro.Pocos momentos tan prescindibles en la vida de uno como los queemplea en atravesar sus problemas.

Puesto que todo esto se olvidará, las paginas que escribo estos díaspodría decirse que son aún más importantes, por atestiguar lo que nova a persistirse de otro modo. Claro que, visto así, también pueden serlas más irrelevantes, las más incómodas, las más innecesarias.

* * *

Hoy hablaré de otras cosas. He estado escribiendo tan solo sobreesta separación, de lo que va trayendo día tras día, y me está quedandoun diario que se diría que no es más que la crónica de todo ello. Peroeste diario es —o yo al menos quiero que así sea— una crónica de lavida, de mi vida, y esta tiene muchas más cosas. De hecho, tiene lasmismas que antes, porque los incidentes de la vida perturban pero noborran las otras verdades y pasiones que tenemos. Eclipsadas en estosdías en este diario, siguen todas vivas y saludables en el mundo real, queallí por fortuna no se han dejado comer terreno.

Por ejemplo, la guitarra. Le sigo dedicando la misma atención desiempre, y en estos días he vuelto a estudiar algunas piezas �amencasque tenía olvidadas. Incluso fui hace una semana a una noche de sceneouverte en Marciac, quizás la más tranquila en la que nunca haya estado,casi sin público. Eso sí, el que había era muy atento, y hasta me atreví asacar algunas composiciones mías algo diferentes de las habituales.

He notado una mayor querencia por la guitarra frente al violínúltimamente. Es normal. Para narrar los sentimientos más intensos, losasuntos más viscerales, uno recurre a la lengua que mejor conoce. Poreso el insulto y la declaración de amor solo se sienten como auténticoscuando los pronunciamos en nuestro idioma. Para que la música tengahoy ese valor catártico que necesito, hay que darle voz con la guitarra,que es el instrumento que podríamos llamar «nativo» en mi caso.

También están los paseos, el paisaje ahora en este cenit del otoño, olos juegos de cartas que sigo aprendiendo al �nal del día. Todos ellos conel matiz distinto de ser hoy entes pasajeros, de no saber si mañana seráncompañeros igual de bienvenidos. ¿Me devolverá el paisaje todas las

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nostalgias que llevo compartiéndole en estos años? ¿Será un pasatiempoinsoportable de tan solitario este de los naipes y la magia?

Las mismas cosas de antes, ya digo, pero llenas ahora de incertidum-bre.

* * *

Me han llegado hoy más correcciones de mis escritos. Son parecidasa las anteriores: sobre todo detalles formales, y de nuevo buenos comen-tarios sobre las ideas y el aliento poético de los textos. Me rea�rman enla idea de recopilar la parte más lírica de estos diarios en un pequeñolibro que contenga solo esta clase de entradas, que son las que mandopara corregir.

Advierte que algunas veces la prosa se me hace demasiado farragosa.Los �nales son muy buenos, dice, le gustan mis desenlaces, pero seríamejor llegar hasta ellos por un camino menos espeso. También comentaalgunas partículas innecesarias por las que al parecer tengo querencia,y que debería usar con más moderación para que no quede el textodemasiado explicativo.

Tomo nota de ello y me pongo a revisar entradas que no le he en-viado aún, a ver si con estas ideas en la cabeza puedo pulirlas. Relectura,pues, con un �n práctico, literario. Pero a la literatura la doblegan losrecuerdos del texto y, más aún, las interpretaciones de ese entoncesa la luz de este presente tan distinto. Qué extraño es leer esto ahora,sabiendo que tantas cosas han cambiado o lo harán pronto. Se entiendemejor el pasado, o quizás sea un pasado distinto, o incluso se haga de élun juicio mejor informado. Lo que es evidente es que esta nueva lecturani siquiera sabíamos que estaba allí.

Releer es revelar la fotografía de la escritura. Y en ella, como enalgunas instantáneas misteriosas, aparecen a veces seres que no vimosallí antes, presencias inesperadas y fantasmales. Solo que en este caso elfantasma es uno mismo.

* * *

Acerca de la magia, dos apuntes adicionales:El primero, que ya he alcanzado ese punto en que tener una baraja

entre manos y operar con ella lo siento como algo natural. Es muy

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agradable esta sensación. Más aún que ver una mejoría evidente en losresultados, satisface darse cuenta de que, sin esperarlo, se interioriza lacircunstancia misma del trabajo y el esfuerzo que uno hace. Añadir unnuevo saber es siempre grato, pero esta clase de saberes, que al cabo deltiempo parecen algo innato, son aún más cautivadores.

El segundo, que he experimentado ya con las cartas algo que antessolo me había sucedido con la guitarra y el violín: una impronta visualque dejan los movimientos repetidos. Sucede lo siguiente: después deun día de muchas horas de práctica trabajando un simple gesto hastaautomatizarlo, buscando que se convierta en algo instintivo, al irme adormir, cuando cierro los ojos, veo mis manos haciendo ese gesto una yotra vez. Me dura poco, apenas unos minutos, pero, en esos primerosmomentos persiguiendo el sueño, no puedo dejar de pensar en esegesto. En realidad, no puedo dejar de ver ese gesto y ver mis manosejecutándolo. Lo extraño y fascinante es que, aunque el movimiento seha repetido cientos de veces, no lo he observado apenas, no ha habidouna componente visual. Intento tocar la guitarra y el violín sin mirar alinstrumento, y lo mismo hago con las cartas, pero de alguna forma se vacreando la imagen de ese proceso, y es esa la que se resiste a desaparecercuando doy �n a la jornada.

No quiere decir nada, es solo el resultado de la repetición exagerada,pero tiene un algo de misterio que lo hace reconfortante. O quizás seaque con�rma la buena sintonía entre el músculo y la memoria, y en esouno cree ver una buena señal para el aprendizaje.

He pasado el día revisando viejos textos (el impulso revisor despuésde las ultimas correcciones alcanza también a los escritos más allá deestos diarios), y mientras lo hacía me entretenía con una baraja en prac-ticar movimientos. Han sido bastante horas, así que es probable queesta noche vuelvan estas visiones.

* * *

Nunca me ha preocupado demasiado la completitud de estos dia-rios. Más aún, he escrito en ellos que incluso me agrada saberlos subjeti-vos y ser consciente de sus carencias. Los episodios que no han quedadoen estas páginas tienen también su signi�cado.

Con las relecturas y esto de mirar al pasado desde otras circuns-tancias, esos espacios en blanco tienen ahora algo de sabor a fracaso.

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Hay mucho más que podría contarse de aquellos tiempos, y si antesno importaba no haberlo hecho, era porque entre ese ayer y el ahorano mediaban fronteras, y todo ello era un único episodio sin �suras.Se podía regresar al pasado y acaso anotar nuevas interpretaciones, irmadurándolo en lugar de perderlo.

Las tragedias hacen lejanos los ayeres. Y más que lejanos, inalcanza-bles. La vida que he contado en estos diarios es hoy un animal extinto delque habría debido recoger más huellas. Lo que no quedara consignadoentonces, no hay forma ya de recuperarlo.

Podría sentarme y completar las faltas con los recuerdos, escribirtardíamente esos vacíos. Pero no sería �el a la realidad, porque esosrecuerdos ahora están llenos de subjetividad y opiniones condicionadas.

En resumen, que el diario es incompleto y la memoria arrastra unsesgo inevitable. Y siendo así, ¿dónde puede encontrarse la verdad deese tiempo? Se ha perdido para siempre y una parte de mí no existe,porque ya solo es alcanzable por caminos inexactos, poco �dedignos.

La vida no solo se acorta hacia el frente según nos acercamos a lamuerte, sino también en la retaguardia cuando vamos muriendo deestas otras maneras.

* * *

Lo que tengo miedo a escribir no es la tristeza o el fracaso, sino laposibilidad de estos. Los episodios ya con�rmados, sobre esos escribosin temor alguno. No hay más que ver este diario, lleno últimamente demalos instantes que, sin embargo, no pueden prologar a otros peores, ypor eso no se corre riesgo alguno al anotarlos.

La escritura hace de�nitivas las historias; lo que queda escrito es másdifícil de negar, y si es que marca una dirección, complica la retirada.Dar media vuelta no es tan sencillo cuando se han de borrar las huellas,y qué huellas tan solidas son las de la literatura.

Ese es el miedo, el de contar algo indeseado y que esto lo haga másprobable, aboque a ello como si la letra tuviera el poder de escorar elrumbo de la vida.

Voy a olvidarme de estos miedos y escribir sobre una de esas cosasdesagradables sin esperar a ningún desenlace. He aquí la historia:

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La madre de Emilie piensa que Inés tiene algún problema psicológi-co, sobre todo por su comportamiento con desconocidos. Dice que nopresta atención cuando se le habla, no hace contacto visual, y que susreacciones son a veces excesivamente dramáticas. Cree que estos puedenser síntomas de algo más grave. Nosotros no habíamos advertido nadaextraño, todo nos parecía normal, y Christine era de la misma opinióncuando se lo pregunté el otro día. Se lo conté también a mis padres ydijeron que ellos no lo encontraban raro ni preocupante, mucho menoscomo para pensar en un problema de esa clase. Me dijeron que yo a esaedad era igual o incluso más ensimismado y llorica que ella, y quizásesta sea también la razón de que a mí no me llame la atención su actitudni me inquiete. Es verdad que no acostumbra a responder si le hablan yquien lo hace no le despierta interés, y que parece tener facilidad paraabstraerse. También es obvio que es sensible y de llantina fácil, pero yonunca he visto en ninguno de estos caracteres un problema.

Nos lo comentó la madre por primera vez cuando vino a hablar conella de nuestros asuntos sentimentales. Sacó el tema con preocupación,por, según decía, haber estado barruntando estas sospechas desde hacetiempo y ver que ahora este supuesto problema de Inés podría agravarsecon nuestra situación. Yo no le hice mucho caso, y si le presté atencióndespués fue porque ella empezó a utilizarlo para presionar y eso no megustó. Instrumentalizar un asunto así me pareció feo.

Se empeñó en acompañarnos a la cita con el pediatra una semanamás tarde, y no se lo negamos. El pediatra dijo que sí, que alguna reac-ción rara quizás veía, pero que no se atrevía a dar un diagnóstico. Nosconsiguió cita para un neuropsicólogo, al que iremos dentro de unasemana.

No hablamos ahora mucho de esto, sino que esperamos con pa-ciencia y tal vez algo de inquietud ese encuentro. Si acaso, lo que hayahora es más silencio, por haber quedado nuestros asuntos de parejaalgo relegados; pudiera ser que la madre haya conseguido sembrarnos elmiedo y la culpa como parecía buscar. O quizás es que ya no tengamosmás ganas de hablar sobre nosotros, quién sabe.

En �n, esa es la historia. Yo creo que la escribo aquí porque en reali-dad no hay riesgo alguno. Quiero decir, que sé que es imposible que,

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dejándolo escrito o no, suceda algo grave a este respecto. El neuropsicó-logo podrá decir que no hay nada extraño en Inés, o que, efectivamente,sí lo hay, pero es indiscutible que ella es una niña normal, con sus ma-nías y sus rarezas (ya digo que no creo que tenga menos de estas quenosotros), pero ninguna de ellas cabe esperar que sea un problema ensu futuro. Y con esos pensamientos, se me quitan los miedos y es asíque puedo escribir esto.

La estoy viendo jugar y me doy cuenta de que no soy yo quien havencido sus miedos, sino ella la que los hace infundados. Me basta.

* * *

Ha empezado a usar los pronombres, tanto en francés como enespañol. Sigue hablando de sí misma como Inés, pero ahora tambiéndice «yo» o «a mí» algunas veces. Y cuando habla con alguien, le tuteade una forma muy graciosa, como por ejemplo esta noche, cuandoquiso que nos tumbáramos a jugar en la cama grande y me dijo «tútumbarte aquí», mientras señalaba la almohada con su peluche paraque me acostara a su lado.

Es hermoso que a uno le llamen «Papá», pero no lo es menos estanueva forma en que ahora es capaz de nombrarnos. Impersonal pero almismo tiempo dulce, con más cercanía aún, como si lo que le hubierallevado todo este tiempo no fuera el aprender esa parte del idioma, sinotomar la con�anza necesaria. Y la identidad que tenemos así al hablarcon ella no es la nuestra propia, sino también la que ella nos concede.

* * *

Sigo pensando en esos asuntos del diario y los temores de la escritura.No es miedo a escribir los fracasos, como pensaba, ni tampoco miedoa los cambios que pueden desembocar en ellos, como escribí después.Es algo más amplio: cualquier clase de cambio, cualquier inicio de algoen lo que intuya el potencial de desviar las rutinas de hoy, incluso sies para bien, me asusta escribirlo. Le tengo miedo al diario en sí, y noes siempre por pensar que lo escrito pueda acabar cumpliéndose, sinotambién por lo contrario, por pecar de demasiado soñador o agorero alconsignar algo con más importancia de la que más adelante tendrá enel curso de mi vida.

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Creo que tendría igual aprensión con un suceso que pudiera anun-ciar una felicidad futura e intensa. Es esperable que esto suceda algúndía, y también es esperable que este diario sepa de ello con algo de re-traso, cuando ya se tenga alguna certidumbre de que esos cambios hanvenido para quedarse.

Tiene sentido nuestra verdad no solo por sí misma, sino por cómohemos llegado hasta ella. Por eso recelamos de los episodios que notienen un desenlace claro, para no arriesgarnos a enturbiar nuestrorecuento si al �nal no desembocan donde esperábamos.

Si los malos augurios no se cumplen, manchan nuestra historia ydeslucen las bonanzas del presente. Y cuando son los sueños los que sefrustran, el vacío del hoy se agranda al ver lo ilusos que fuimos entonces.

Preveo una escritura llena de miedos. O, lo que es lo mismo, lle-na de lagunas y asincronías. Para escribir a diario y mantener algo de�delidad y constancia, se necesitan rutinas sólidas y una sensación deequilibrio. Sobre esta circunstancia es fácil escribir los sucesos del díacomo episodios aislados, autocontenidos, que aunque puedan prolon-garse no afectarán a esa base solida de bonanza en la que vivimos. Perosi hay algo que ahora va a faltarme es esa clase de rutinas; habrá otras,quizás también sean felices, pero al mismo tiempo tendrán sabor deincertidumbre, de ser asunto pasajero.

Seguiré escribiendo de cualquier modo, de eso no hay duda.

* * *

Empecemos por el �nal, por ser esta buena noticia: el neuropsicó-logo opina que Inés no tiene nada extraño y no hay de qué preocuparse.Timidez y demasiada capacidad de abstraerse en sus asuntos, eso nohay duda de que sí lo tiene, pero problemas no. Con�rma lo que yopensaba, y aunque fui a la cita sin inquietudes, sabe bien escucharlo envoz experta. Es como descubrir que uno ha esquivado un peligro delque ni siquiera era consciente: algo morbosamente reconfortante.

La visita fue muy agradable. Se intuía ya casi desde el inicio el desen-lace, porque el médico no nos ocultaba sus buenas impresiones. Eraun hombre mayor pero jovial, con don evidente para los niños, y nosganó a los tres desde las primeras frases. Le fue dando juguetes a Inésy proponiéndole hacer cosas con ellos; él hacía algo y ella le imitaba.

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Al principio, costaba hacer que arrancara, pero luego era ella la quepedía continuación, y se lo acabó tomando como un reto del que queríasuperar más pruebas y cada vez más difíciles. También tuvo sus mo-mentos ariscos, de no responder a ciertas preguntas, no sé bien si porvergüenza o desidia, pero da igual porque en ningún caso esto suponeun problema. Él notó eso fácilmente, y dijo que, aunque ella no quisieraresponder, se veía que estaba atenta y se daba cuenta de lo que sucedía.Explicaciones sencillas, casi obvias, que acompañadas por sus gestos nostranquilizaban y convertían aquello más en una conversación rutinariaque en un examen.

El hombre tenía aprecio por España. Había estado en Madrid hacíaun par de semanas, y al dirigirse a Inés le decía a veces algunas frases enespañol. Ella le respondía siempre en francés, porque una vez que esta-blece un idioma de conversación con alguien ya no lo cambia, y tambiénhablamos de esto, de los idiomas, de las alegrías que da verla aprenderambos al mismo tiempo, en esa mezcla de orgullo y malentendidossimpáticos.

Dijo que la zona que más le atraía de España era Extremadura, quele gustaría irse allí una vez que se jubilara, y no pudimos evitar contarlealgo de la historia que nosotros tenemos por esos rincones. Inés, comobien había dicho él, escucha aunque parezca estar distraída, y nos diobuena muestra de ello. Cuando él nos comentó que le encantaba lacocina extremeña, y que recordaba con especial placer una tortilla desetas (lo dijo así en español, «tortilla») que comió cerca de Monfragüe,ella saltó de pronto y empezó a repetir que quería también una, en unode esos arrebatos tan vocingleros que le dan a veces. Nos hizo muchagracia, a él más que a nadie, y como la vio tan decidida a irse en buscade su comida, nos dejó marchar.

Está ahora en la cama. No duerme, anda hablando con sus peluchesy haciendo sus teatros habituales, incluso con más fervor y en voz másalta que de costumbre. Pero desde aquí abajo la siento tranquila comonunca, a salvo de esos peligros que uno lleva en sí mismo, y que ahoraparecen menos �eros. Ha cenado con hambre: una tortilla de dos huevosque le he preparado con ese cariño con que uno recompensa a quienes,aun sin saberlo, le procuran la paz que necesita.

* * *

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Olvidé contarlo. Además de hablar de Inés, le consultamos al neu-ropsicólogo sobre el asunto de la separación. Le cogió de sorpresa, creoque nos veía en buena sintonía y no habría imaginado que no fuéramosuna pareja en lo mejor de su relación.

Era la primera vez que hablábamos de ello en público, así abier-tamente. Me gustó, porque no había apenas sentimiento. Era comosi todo estuviera pasado y no hiciéramos más que dar cuenta de unacircunstancia ya asumida y bien instaurada. Supongo que es buenaseñal.

Sus consejos coincidían con lo que teníamos pensado hacer, y sinos quitó las intranquilidades sobre la salud de Inés, también con estonos dio seguridad acerca de su futuro y el bienestar de sus emociones.

* * *

Esta debe ser la separación menos traumática de mi historia. Quiénlo iba a decir, cuando lo que cabía esperar era lo contrario. Viene tandiluido el sufrir después de todo este tiempo que ya no trae fuerza parahacer daño alguno. Y de la mano del desenlace han venido también lasdecepciones, el desamor, y con ellos queda un panorama gris pero sinconvulsiones. Pienso en ella y hoy lo que más siento es desidia, y es tristeverse así mientras se recuerda cómo eramos antes.

Tristeza hay. Mucha. Pero no es tristeza por ella o por el abandono.Es por el pasado, por ver terminada la época dulce en que vivíamos,la familia, la perfección de esos momentos y de esas uniones. Por noalcanzar a comprender que lo mejor que uno ha tenido, la personaque siempre supo más valiosa de su historia, haya dejado sin más deimportarle; por haber pasado del amor a la indiferencia y, ni siquieraacudiendo a la traición y la afrenta, poder explicarse a sí mismo estecambio de sentimientos. Tristeza, ya digo, hay, pero dolor, ese dolorviolento y rabioso de los amores perdidos, ese es ya imposible.

Lo venía a escribir como una buena noticia. Quería contar queestá siendo más fácil esta ruptura de lo que yo pensaba, y más fácilaún de lo que otros deben pensar cuando saben de ella. Pero no es tanclaro ahora que esto haya de celebrarse. Sí, el presente es más sencilloy el futuro vendrá con menos turbulencias de las previstas, amableincluso, pero el pasado no sale indemne y ha empezado a desleírse. Los

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momentos hermosos que atesoramos no nos resultan tan emotivoscuando sucedieron con alguien a quien ya no amamos. Dejamos deamar también a la persona de entonces, se nos olvida que allá en esetiempo sí había el amor su�ciente para toda esa belleza. El recuerdo esel ayer, pero vive en el contexto sentimental del hoy.

A ratos me pregunto si no hubiera sido mejor algo más hiriente,que dejara más lágrima y heridas, pero que respetara el ayer y no lodesluciera; una ruptura como esas otras que tuve, donde acudían elodio y la ira, la desesperanza, el llanto, pero el pasado quedaba intacto,acaso aún más idílico por desearse ahora con mayor fuerza recuperarlo.

* * *

El amanecer tiene espíritu de fuga. Un paseo temprano y al partirparece que no fueras a regresar ya nunca; te descubres fundando me-morias, preocupándote por futuras nostalgias, y al mirar hacia atrásincluso dirías que has comenzado a incubar un arrepentimiento.

Ninguna casa ha despertado aún, tú eres el único que ha vistoeste día. Dónde ha quedado, te preguntas, ese madrugar bucólico delcampo, el hacer de aquellos hombres que conocían mejor que ningúnotro instante este de los primeros carmines del alba.

Dejas que el paisaje decante sus letanías, apenas lo miras. A la vuelta,todo sigue igual: algo más de luz, pero nadie aún en pie.

Avanza el mundo sin ti en la dirección correcta: hacia la pereza yel confort, hacia el disfrute de las recompensas arduas tan solo cuandouno elige sacri�carse por ellas.

* * *

Por la tarde había, sin embargo, espíritu de regreso. Desde el primerpaso, todo era ya camino de vuelta, legua �nal de la andadura.

No iba solo, venía Inés conmigo, ella también con sensacionesparecidas, según creí entender. Salió más dispuesta que otros días adejarse guiar, me dio la mano y no la soltó hasta que hicimos un alto enel centro del pueblo. Algo extraño, porque era ella la que había pedidosalir a pasear, y cuando es así siempre anda más alborotada y rebelde.

Emilie no estaba en casa. Habíamos acordado que cada uno seocuparía de Inés un día del �n de semana, por si el otro quería hacer algo.

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Hoy era el mío y ella se había marchado después de comer. Mañanayo tendré libertad y me iré, no porque tenga ningún plan, sino portomar un poco de distancia. También puede ser que ella se vaya a casade sus padres, lo cual sería mejor aún, la verdad. En ese caso, podríaincluso dejar aquí a Inés y yo me encargaría de ella sin problema. Quizásaproveche para salir a montar en bici, pero, aparte de eso, el resto demis cosas las puedo hacer con ella igual que hoy. En �n, que nos vienebien esto de ir separando ya los tiempos, no porque la convivencia entrenosotros se haya enrarecido más de lo tolerable, sino para evitar que esosuceda.

Pero no hablemos de estas cosas, volvamos al paseo. Tampoco a latarde había nadie en el pueblo. Tan solo vimos a unos hombres quetrabajaban en un tejado, y con el rugir de las herramientas Inés se asustóy se abrazó a mis piernas, subiéndose sobre mis pies para buscar refugio,como hace ahora siempre que tiene miedo. Se acostumbró rápido alruido y siguió con sus juegos, esta vez recogiendo piedras y haciendocon ellas un círculo encima de uno de los bancos de la plaza.

El frío era distinto al de la mañana, de los que no incomodan peroaun así tienen su poso de hostilidad, y con él validan la casa en su papelde refugio. Era frío con sabor a regreso y no a distancia.

Le dije a Inés que era hora de volvernos y no protestó, se ve que hoyambos compartíamos los mismos ritmos en esta pequeña excursión.Recogió unas hojas de un arbolillo a la salida del pueblo y se sorprendióal ver lo fácil que era arrancarlas ahora que terminan su ritual de otoño.Dijo que las llevaba a casa para dárselas a uno de sus peluches. Me diola mano y deshicimos el camino.

Hubiera sido interesante encontrarnos a alguien. No por el encuen-tro en sí o por tener especial interés en ver a los vecinos, sino porqueiba yo pensando en que así van a ser a partir de ahora nuestros paseos,solos ella y yo, y que hemos quedado nosotros dos como únicos repre-sentantes de la familia en el pueblo. A Emilie la siento ya alejada deesto aunque por ahora siga viviendo con nosotros igual que antes. Lamudanza, en lo físico, sucederá un día concreto como hemos acordado,pero en lo emocional es un proceso difuso y algo caótico. Esta bien queasí sea, permite acostumbrarse a esta nueva verdad, de la que estos días

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no son sino un simulacro bien dirigido. Por el momento, parece queestoy preparado.

* * *

Al �nal se ha ido a casa de sus padres y se ha llevado a Inés con ella.Un día completo para mí de espera inocua, liberadora a ratos, preocu-pante en otros. Todavía no sé bien cómo enfrentar estas soledades, laverdad. Son bienvenidas igual que antes, como islas de individualidad ycalma en la rutina familiar, solo que ahora traen la sombra de pensarque mañana no serán así, y que incluso podrán ellas mismas hacerserutina en sustitución de aquella que se va. Y ya se sabe que las catarsishan de ser breves y puntuales, o de lo contrario devienen dolorosas.

Llaman mis padres desde Tenerife, donde están de vacaciones. Pre-guntan poco, se ocupan más en contar sus novedades y los pormenoresdel viaje. Es bueno, parece que su preocupación sobre mi situación seva moderando, o al menos así lo exteriorizan.

* * *

Le han dejado las nubes al sol un minuto de gloria, el único del día.Entre el horizonte y el techo gris y macizo de nubarrones, una pequeñarendija por la que hacer su discurso breve. Lo ha aprovechado parallenar la casa de una luz como de �n del mundo, estática, silenciosa, deun color pálido de bombilla antigua. Una generosa última voluntad delcondenado.

* * *

El niño es literal, sin metáforas ni segundas lecturas. No le da alas palabras otro barniz que la simple voz. Por eso para interpretarlotampoco se ha de ser literal, a riesgo de no comprender lo que quieredecirnos o equivocarnos después en las opiniones y los juicios. Si noes él quien lo hace, ha de ser uno quien añada el engaño, el juego deconceptos que invoque la duda. El mundo no esta hecho para contarseasí, sin al menos un poco de poesía e incertidumbre.

* * *

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Ya no mira como antes. Creo que ha empezado a ser consciente delo que es una mirada. La suya, la de los demás. No se te queda mirandosin prisa, como si curioseara en el ojo mismo y no en la persona, comomiraría a otra parte del cuerpo o a un objeto cualquiera. Ahora pasa portu mirada durante un instante, se azora y desvía la vista, y si se detienealgo más de tiempo es con intención, consciente de lo que ello signi�capara ambos, de la manera misma que lo haría cualquier otra persona.La mirada del niño es todo menos inocente.

* * *

Algunas notas sobre este diario y su escritura hoy en día.En primer lugar, admitamos que a este volumen por ahora le falta

ritmo. O más bien le sobra convulsión, demasiada dinámica, y el ritmopara ser musical ha de implicar constancia y regularidad. Esto es culpamía, no valgo para consignar tiempos tan agitados y de tanto cambio. Yome había acostumbrado a narrar lo rutinario y a buscar en su estatismolos detalles valiosos, no sé si con acierto, pero al menos con con�anza.La de estos días es una verdad voluble que no sé llevar a las palabras sinque resulte caótica.

Al diario le falta ritmo porque yo mismo soy incapaz de entenderel de mis sentimientos, las emociones sincopadas, desequilibradas, errá-ticas que ahora tengo. Cambio de parecer cada día, y nuestra situaciónes más inestable de lo que esperaba y de lo que aquí cuento. No es aúntensa, pero parece ser que ella y yo cambiamos de sentimientos dema-siado deprisa y, lo que es más grave, no en la misma dirección. No esde esperar que la situación se haga problemática, pero ojalá no existieraesta transición y ya estuviéramos cada uno en su lugar y lejos del otro.He decidido no hablar de esto con demasiado detalle, no sirve de nada.Mejor contar otras cosas. Así que, con lo que acaba llegando hasta aquí,siempre trastabillado e impreciso, queda una partitura desacompasada.

Es de suponer que todo esto acabara cuando ella se vaya de esta casay yo pueda empezar aquí otra vida, ya veremos si satisfactoria o no, peroal menos con cierto horizonte. Es decir, que volverán las rutinas, seancomo sean, y esto devolverá su ritmo a la escritura. La constancia y laseguridad a veces son bienvenidas incluso si son tristes, y yo hoy inclusodiría que es mejor una pena moderada pero estable que una situaciónmás oscilante aunque traiga momentos de gozo.

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Otra cosa que quiero comentar es que el diario es ahora una labormucho más agotadora. Me exige trabajo todo el día, de principio a�n. No es sencillo saber qué escribir, pero está claro que algo hay quetraer aquí. Dejar estos tiempos sin testimonio alguno, incluso si este esimpreciso, sería un error. Y así me paso el día dándole vueltas a todo loque sucede, intentando encontrar escenas y re�exiones que merezcansu espacio en estas líneas. Es mucho menos natural que de costumbre,tan forzado que a veces pienso que sería mejor no escribir nada y esperara que vuelva una cierta normalidad narrativa. El compromiso con estediario es estresante en estas circunstancias.

* * *

Todavía son pocos los amigos que saben de estas malas noticiasmías. La distancia hace fácil esconderlas, ni siquiera hace falta �ngirdemasiado. A algunos, los más cercanos, se lo he empezado a contar enestos días, con algo de recelo por no poder hacerlo en persona comoquerría, pero sabiendo que ya no tiene sentido no compartirlo.

Hay algo de miedo en ello. No es ese mismo miedo que tenía cuandofui a decírselo a mis padres; este es más por pensar que los amigos,en su reacción, puedan hacerle a uno sentir algo de vergüenza o deincomodidad al tratar de dar apoyo. Hablarán mal, intentarán borrar elmalestar a base de desprestigiar lo que se pierde, maldecir al otro, esaclase de cosas. La intención es legítima, pero ello no garantiza que sirvade algo.

Quizás por eso sea mejor ir contándolo de esta forma, desde ladistancia pero de uno en uno, pidiéndole a cada cual que no se lo hagasaber a los demás, que ya será uno mismo quien se encargue de ello.Así no habrá que contarlo delante de todos ellos a la vez cuando nosveamos, que sería más violento y quizás sus reacciones fueran más deesa clase que me hace sentir incómodo.

Ayer lo compartí con un amigo y con la única de mis antiguas parejascon la que sigo teniendo un trato cercano. Recibieron la noticia demanera muy similar, con sorpresa y algo de indignación, y rápidamentese lanzaron a las palabras de apoyo y las propuestas. Tenían buenaintención, la preocupación parecía sincera, pero no sabían muy bienqué decir. No son buenos en dar esta clase de ayuda, seamos sinceros.

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No lo digo como una crítica, porque yo tampoco sé qué hacer en estoscasos. De cualquier forma, me hicieron sentir bien, porque lo másvalioso que alguien cercano puede ofrecer en estas circunstancias es eso,su propia cercanía, y con demostrar algo de inquietud por uno, ya sirve.

Me imaginaba a mí mismo regresando al calor de los amigos conmás énfasis, pero no es así. Lo he visto en otros, ese acercamiento a lasamistades, siempre con algo de arrepentimiento por la atención que seles negó en otro entonces, cuando los asuntos de pareja estaban en susmomentos dulces. Tienen incluso su liturgia estos regresos; el regresadose encarga de repetir que los amigos son lo más importante, que siempreestán ahí cuando uno lo necesita, que todo lo demás puede fallarnospero ellos no, y esos amigos se encargan de repetirlo para su propiodeleite y para rea�rmar al grupo. No deja de ser otro de esos ritos untanto tribales que nos gusta conservar.

Es algo habitual, pero ya digo que no es este el caso. Siguen tenien-do esos amigos el mismo papel que antes, acaso con un poco más deintimidad después de estas confesiones, pero es cosa de unos pocos díasy luego será todo como siempre.

* * *

He comprado los billetes para ir en Navidad y �n de año a Madrid.En �n de año, iré con Inés y pasaremos allí una semana. En Navidad,iré yo solo y estaré unos pocos días. Son dos viajes en un par de semanas,pero es la única forma de que Inés pueda estar con ambas familias yde no tener que pasar yo la Navidad a solas en esta casa, que sería algotristísimo.

Lo estaba pensando hoy y se me ocurrió que, aunque tan triste,tendría su interés lo de quedarse solo a celebrar la Navidad. Aunquefuera no más por experimentar lo que es una soledad así, verdaderamen-te deprimente. Suena tan desesperado que casi dan ganas de probarlo,como un reto para la sentimentalidad de uno. Pocas soledades másdesagradables que esa pueden imaginarse.

Yo solo, sin celebración alguna, o quizás al contrario, preparándomeun fasto desproporcionado nada más que para mí mismo. Cena parauno y la chimenea encendida, que el del fuego es rito tan triste cuandose hace en solitario como el de comer. Son momentos hechos para la

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compañía, que si acontecen de otra forma saben a trámite, a burocraciagris.

Lo pensaba como idea disparatada, como quien se entretiene ima-ginando extremos y locuras innecesarias a las que enfrentarse. Todo,claro está, desde la seguridad de saber que tengo una alternativa y quees imposible pasar así esas fechas. De hecho, la idea de ir a Madrid y re-unirme con la familia, ver a mis amigos, disfrutar de un poco de ciudad,me atrae más que nunca antes. Tampoco es difícil, porque estas �estasnunca me han emocionado, pero pensar en estos planes tiene esta vez laemoción de quien viaja hacia un remedio e�caz y bien probado, haciala consecución de un triunfo seguro.

Estaré en Madrid haciendo todas esas cosas, siendo feliz probable-mente, y además con esa felicidad tan nutritiva que se tiene cuando unosabe que no es lo que en ese momento le corresponde, que no es másque una isla �rme en medio de un mar no tan amistoso. Me acordaréde esto, de que podría estar aquí a solas, y me reiré de mí mismo.

* * *

El arte requiere tensión. El amor, desequilibrio.

* * *

Comienzan a llegar los rencores. No es una visita inesperada, yo yasabía que tarde o temprano se dejarían ver. Toda ruptura tiene erroresy culpables, es cuestión de tiempo que se hagan evidentes.

No hay de qué preocuparse. No es más que una etapa natural quetambién pasará y que ahora solo viene a hacer más neblinosa la transi-ción en la que andamos. El trato no cambia, ella ni siquiera sabe de estospensamientos míos, porque de qué serviría a estas alturas compartirlos.Seguimos como antes, en la tensión inevitable de estas circunstancias,pero sin ir a más. El cambio lo lleva uno por dentro, si acaso más patenteen esas rumias catárticas a las que es necesario entregarse a veces.

Parece inocua esta entrada en el diario, pero nada más lejos. Es dolo-rosa y resulta incómodo darle un lugar en estas páginas. Es difícil escribirestos asuntos, más aún si no se tiene costumbre de dejar inquinas en elpapel. Porque, incluso sin entrar en detalle, y aunque reconozca que

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poco importa ya descubrir esto, vengo a decir aquí que ya no considerolegítimo el comportamiento de Emilie, y la pongo así en entredicho. Yesto, esta clase de palabras que ahora escribo por primera vez, es algoque hasta hace poco creía imposible.

Pienso en Inés. Siguen siendo estas entradas un testimonio paraella, esa es la única verdad que no ha cambiado en estos diarios desdeque empecé a escribirlos. Y ahora, en ese recuento de la realidad, le dejoaquí consignado este malestar mío para con su madre, que es algo quenunca pensé hacerle saber. Es violento, no vamos a negarlo, pero dequé otro modo podría ser. Con igual veracidad he contado bondades ymomentos dulces, y estos, más numerosos, eclipsarán esta opinión dehoy a la que no espero darle mucha continuidad en estas entradas. Oeso me digo, al menos, para no sentirme demasiado culpable.

* * *

Cita con el contable esta tarde. Día de poco trabajo, así que nohabía prisas, y además se levantó una jornada espléndida, con un solde invierno que invitaba a salir. En estos días, da gusto cumplir con lasobligaciones aburridas, casi se alegra uno más de que el mundo luzca asícuando tiene que ocuparse de esta clase de cosas que cuando ha previstoalguna ociosidad. Si el tiempo acompaña, el asueto satisfactorio se haceexcelso, pero el tramite que hubiera sido árido se hace incluso agradable,y este es un salto cualitativo mucho mayor.

El caso es que tocaba ir al contable y me encontraba con ganas deello, de salir de casa, y me daba igual que fuera para pasear, disfrutar delmundo de cualquier otra forma o ir a ocuparme de gestiones insulsas.

Me esperaba el hombre con lo habitual: el balance hasta la fecha, al-gunos comentarios sobre la buena marcha de la empresa y las habitualessugerencias para arañar unos impuestos aquí y allá. De estas últimas tie-ne cada vez menos, porque ve que soy poco receptivo a las triquiñuelasque propone y creo que ha decidido no perder el tiempo en ello.

El que tenía sorpresas esta vez era yo. Hablamos unos minutos y,sin esperar mucho, le puse al día de mis circunstancias sentimentales,por tener consecuencias estas en los asuntos contables. En primer lugar,Emilie está contratada un día a la semana en mi empresa, porque fueél quien me recomendó hacerlo, en uno de sus ardides �scales. Este

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contrato habrá que rescindirlo, hay algo de papeleo que ha de hacerse,y era sobre todo acerca de eso que yo venía a hablar con él.

En segundo lugar, porque, ante el panorama algo incierto que seavecina, es bueno saber las opciones que habría si es que sucediera algoimprevisto, algún cambio de planes más radical que lo que esperamos.Esto es una posibilidad remotísima, yo quiero quedarme aquí y seguircon mi vida como hasta ahora, incluidos los negocios, y estoy segurode que sucederá de este modo. Creo que si se lo conté fue tan solo pordarle voz a los pocos miedos que tengo, que aunque muy discretos einfundados, siempre existen. Son supuestos muy improbables, no valela pena discutirlos, por eso no hablo de ello con mis padres o mis amigos,a quienes les aseguro que voy a quedarme aquí, y que, salvo la falta deEmilie, todo será más o menos igual y no hay forma de que me desvíe deestos planes. Con el contable no hay la misma con�anza que con ellos,no le interesan mis sentimentalidades, y creo que fue por eso, por ladistancia, que aproveche para pronunciar esas dudas, exagerarlas comosi fueran tan probables como las otras alternativas. Él hombre reaccionócon más sorpresa aún; lo sopesó un minuto y después se puso a explicarasuntos a los que yo no prestaba ni la más mínima atención, porque loúnico que me interesaba a mí era hablar y desahogarme enunciándoleestas inquietudes. Hay quien va al psicólogo a estas cosas, o lo hablacon un cura o se lo con�esa a una prostituta. Yo liberé mi carga con elcontable, ya ven.

Dejamos de lado este tema y volvimos a las conversaciones más habi-tuales, sobre los asuntos a los que no afectan estas nuevas circunstancias.Antes de irme, llamó a alguien de la otra o�cina, una mujer, y le dijo quedebía preparar el papeleo para rescindir un contrato. Con la mujer alteléfono, me explicaron el proceso y me dijeron que me mandarían porcorreo los documentos a �rmar. Esto fue muy triste. Era imposible nover el simbolismo que encerraba este pequeño trámite. La burocraciaque, por fortuna, no nos es necesaria para separarnos, se resumía ahoraen un documento de ruptura laboral.

Al acabar, me fui a dar un paseo y luego a hacer la compra. El díahabía perdido algo de sol, pero seguía siendo agradable.

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Le he propuesto que adelantemos nuestro calendario, y que enlugar de separarnos en la fecha acordada lo hagamos un mes antes. Lehe ofrecido encargarme yo de cuidarla hasta esa fecha, para que ella sevaya ya a vivir con su nueva pareja, en casa de él. Tiene más sentidohacerlo así, le he dicho, por cuanto su familia es ahora más él que yo, yaquí vivimos hoy sin roces pero con extrañeza.

Lo entiende, no le parece mala idea, pero le entristece. Creo queno esperaba que le pidiera algo así. Le sorprende que yo me encuentretan incómodo en esta situación, ella parece que podría seguir de estamanera mucho tiempo. Es ahora cuando empezamos a darnos cuentade que toda ruptura es asimétrica, que nunca es un corte limpio el quenos separa.

* * *

La música es lenguaje y, como tal, tiene sus límites. Los limites de unlenguaje solo se vencen con otro, con otra lengua complementaria en laque puedan expresarse mejor esos rincones a los que aquella no alcanza.En el caso de la música, la palabra es su mejor compañera. Una cancióndebiera ser siempre música y palabra, esta última no en la propia melo-día, como palabra cantada, sino fuera de ella, para explicar la primera.Poner en escena una pieza musical debiera ser no solo interpretarla, sinotambién hablar de ella, narrarla.

Me fascinan los músicos que hablan de sus canciones, los que antesde tocarlas las desgranan y las convierten en protagonistas de historias,los que además de músicos son juglares y cuentacuentos. Hay siempreen una canción mucho más que lo que esta nos habla.

Hubo mucha palabra y mucha narrativa en la última noche de sceneouverte en La Peñac. Poco público pero su�ciente, un ambiente inclusomás íntimo que otras veces, e incluso aparecieron algunos músicosdistintos de los habituales. Cada cual hizo sus canciones y luego nosjuntamos todos a improvisar algunos blues con guitarras, voz, un saxoalto, y yo al �nal hasta me animé a sacar el violín. Nos entendimos bienentre los músicos y bien con el público, y es eso, la comprensión, lo queda la intimidad a los momentos.

Hubo palabra, como digo, porque en este ambiente tan familiarme apeteció explayarme más en las presentaciones de los temas, tanto

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los míos como las versiones, y allí dejé una buena colección de historiaspara acompañar a mi música. No lo hago tan a menudo como quisiera,supongo que por una cuestión de idioma. Sabe mejor el concierto así,con más detalle, de eso no hay duda, no solo por dar a cada pieza elcontexto que merece, sino porque el vínculo que uno forma con elpúblico mediante música y palabra es más estrecho que el que crecesolo con aquella.

Me doy cuenta de que estas historias que acompañan a mis cancio-nes no las he puesto por escrito. Algunas no valen la pena, tienen pocosentido como lectura independiente de la música. Otras, sin embargo,explican además de la canción mis ideas sobre lo que signi�ca tocarun instrumento, mi �losofía y mi imaginario tras una guitarra. Quizásdebería anotarlas aquí algún día. Escribo poco sobre la música y no sébien el porqué.

Ludo me propuso, antes de irme y cuando ya no quedábamos másque tres personas en el bar, escuchar una grabación de su nuevo grupo.Ha formado un trío con un batería y un contrabajista, y se le veía conganas de lucirlo. Eran no más que cuatro canciones y todas sonabanimpecables; era de entender su interés en compartirlas. Hablamos deellas, todas composiciones suyas, y de los otros músicos, para los quesolo tenía elogios. Dijo que tenía pensado hacer un concierto allí mismodentro de poco, y yo le dije que me gustaría ir a verles tocar, y con aquelloquedamos los dos satisfechos. Más palabras alrededor de la música, estavez con algo de dialogo, que también es necesario.

* * *

Qué pereza escribir mis ideas para otros. Abrirse a los demás a travésde la palabra escrita me deprime, me llena de desidia; hay algo en ello deburocracia inútil, como si uno supiera mientras redacta su pensar quehay formas más lógicas de hacerlo. Yo quiero opinar sobre algo, discutirlas verdades del mundo, dar mi punto de vista, pero no soy capaz dehacerlo de esta manera, en la escritura, cuando el destinatario es tanexplícito.

Quiero que estos textos guarden todo mi pensamiento y mi univer-so. En realidad, creo que me importa más esto que recoger mi historia;el diario tiene tanto o más de evangelio que de novela. Me gusta que

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otros lean esto como forma de conocerme, y más aún pensar que loharán en el futuro, cuando este retrato luzca más completo que hoy.Pero han de ser esos otros quienes vengan a buscarlo, por buscarme amí, y no yo quien les lleve en palabras escritas mi pensamiento.

Quería hoy escribir algo así, por ser uno de esos días que traennoticias mayúsculas de las que todo el mundo opina y no querer solover el debate desde la barrera. Pero era sentarme a ello y parecerme unalabor estéril; no fui capaz. Vengo aquí y cuento esto, menos necesario,sin interés más allá de uno mismo, pero con la sensación de que es máslegítimo y tiene más sentido.

* * *

Se levantó Inés con antojo de carricoche. A saber de dónde le habríavenido este capricho, cuando hacía muchos meses que no la paseábamosasí y las últimas veces incluso protestaba, prefería andar por su propiopie. Pero lo pidió con tanta insistencia que desempolvé el carrito y ellaal verlo pareció llenarse al instante de espíritu viajero. Se sentó en élsonriente y no dijo nada, porque ya estaba todo dicho. Allá nos fuimosa hacer camino.

Fue el paseo como un resumen de nuestro universo aquí, inespera-do por lo completo y diverso, cual un catálogo bien orquestado. Ibandes�lando todas sus piezas una tras otra, cada cual ocupando su turnojusto, ni más ni menos. Se diría que nos estaban ofreciendo su bienve-nida y todas querían presentarse antes nosotros. O quizás fuera unadespedida y venían cada una a darnos sus mejores deseos, quién sabe.

Al cielo gris le sucedió un resol jugoso, a la humedad fría de la maña-na un calor de sábanas recién madrugadas. Vinieron a saludar todos losanimales: las ovejas a la salida del pueblo, las vacas, los pajarillos, no faltóni uno al paso de nuestra comitiva. Un corzo atravesó la carretera frentea nosotros. La campana de la iglesia hizo sus anuncios puntualmente.Hubo encuentros y saludos, y también hicimos camino a solas, muysilenciosos, sin más que alguna mirada que ella me echaba para ver queyo seguía allí y dejarme una sonrisa breve.

Lo escribo y no sé bien si esto es buena señal o todo lo contrario, siante esta suerte habría que entristecerse o sentirse afortunado. Tambiénen esto el día quiere traer la paleta al completo y demostrar que aquí

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hay lugar para todos los sentimientos, algunos de ellos hirientes comoya bien sabemos.

* * *

No quería irse a dormir, pero sí tumbarse en el sofá y hacer allí susiesta. O, más bien, lo que quería era el ritual, poner el cojín a modo dealmohada, acurrucarse, arroparse con la manta, que no es de este modoque ella duerme y aquello le resultaba exótico y ceremonioso. Así lohizo. Buscaba en mí el gesto de aprobación, o quizás de reproche; alniño esto le da igual a veces si es que encuentra la manera de convocarla atención.

Se quedó muy quieta y cerró los ojos con fuerza, exageradamente.Sabía ella misma que era todo mal �ngido, pero no le importaba. Yohice lo mismo; me recosté en mi lado del sofá y me hice el dormido.Cuando abrió un ojo y me vio, dijo que ella también quería aquellapostura. Se incorporó, recolocó el cojín, y allí volvió a esceni�car susiesta.

Así estamos todavía, descabezando cada cual su sueño falso. Yoescribo y ella tiene los ojos abiertos, la mirada perdida a ratos, y de vez encuando me mira por el rabillo del ojo y disimula. La tarde va azuleandoy la pasamos de esta manera, cada uno a lo suyo y sin preocuparse delotro, compartiendo el espacio sin entrometernos más que para estarseguros de que seguimos juntos.

* * *

Emilie no estuvo hoy con nosotros. Ni en el paseo, ni en esa siestaen el sofá, ni tampoco vendrá a dormir. El próximo �n de semana seráel último que pasaremos de esta manera; luego no habitaremos esta casamás que Inés y yo. Siento que llego al �nal de un largo esfuerzo, con laliberación que eso supone.

* * *

Era de noche cuando volví de recogerla, pero no quería entrar encasa. Tampoco quedarse en el jardín. Lo que ella quería era pasear. Leabroché el abrigo, le puse la bufanda bien atada y la llevé al pueblo.

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No habíamos hecho antes un paseo así, nocturno, húmedo, conalgo de hostilidad según andábamos bajo esa fantasmagoría cariñosa delas farolas y la niebla. Todavía hay cosas por descubrir aquí, pensé, y esome pareció algo maravilloso, la mejor posible de las esperanzas.

La iglesia dio las siete, su ultimo pronunciamiento del día, cuandoestábamos justo bajo el campanario. Sonaba demasiado fuerte, casidolían los oídos desde tan cerca, pero ella no se asustó. Escuchamostodos los golpes y también el repicar de después, parados allí, de lamano, sin decir nada. Quedó tras el ultimo tañido la campana vibrando,musical y profunda, y seguimos escuchándola hasta que se hubo calladopor completo.

Luego ella tiró de mi mano y, en el mismo silencio, nos fuimos acasa.

* * *

Pasan las grullas camino del sur en mitad de la noche. Inés está enla cuna pero aún no duerme, se la oye hablar. Llegan las grullas y ella secalla. Y cuando se pierden sus cantos en la distancia, ya está dormida.

* * *

A punto de acostarme. Otro bando de grullas. Este es más nume-roso y vocinglero, parece que estuvieran todas sobre el tejado mismo,haciendo un alto en su viaje.

Salgo al jardín a escucharlas. La niebla es ahora más espesa, y conla luz de las farolas queda un cielo bajo, opaco. No se ve ni una grulla,resuenan allá al otro lado de ese cielo, como si quisieran cruzarlo y nopudieran, y toda esa estridencia no fuera sino un grito de protesta. Laalgarabía es imponente, serviría bien para una película de terror, peroal mismo tiempo es relajante, le quita a la noche toda su amenaza.

Se alejan y el mundo queda en paz consigo mismo.

* * *

No quería que me fuera. Me acerqué para despedirme de ella y queme diera un beso, y le entró una de sus rabietas. Al principio, lo únicoque decía era que no, que papá no se iba. Luego empezó a decir que ella

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también quería irse. Se calmó un poco y yo aproveché para ponermeen marcha sin que fuera demasiado evidente. Emilie la llevo hasta laventana y, desde allí, de pie sobre el sofá, me dijo adiós con la mano,llena de desgana y con el gesto compungido.

Encontré en el coche, junto a su asiento, un pequeño ratón depeluche que ayer, al volver de casa de Christine, no localizábamos conla poca luz de esas horas. Lo cogí y volví a casa para dárselo. Se alegró,aunque no demasiado, pero luego, como si hubiera hilado en su cabezatoda la historia de ayer, se le llenó la cara de alegría y empezó a reírse.Me quedé a verla disfrutar unos segundos y, antes de que se le pasará eléxtasis, me fui.

Volvió a subirse al sofá, esta vez con más energía, y desde allí medespidió sin tristeza, emocionada, agitando los brazos y lanzándomeunos besos.

No sé bien si esto debe hacer esta partida más alegre y fácil, o, alcontrario, más amarga. Alegre, por lo absoluto de la escena, por verla aella feliz y eso es lo único que importa. Amarga, por ver que, para llegara esa felicidad, uno no es necesario y pueden sustituirle sin demasiadacomplicación.

* * *

Nadie que tenga una preocupación, una tristeza, un desengaño,un sueño, puede ser insensible a la retórica de un viaje en tren. Allávendrán todas las piezas del viaje —el traqueteo de la marcha, la veloci-dad justa del paisaje, el trajín familiar de la estación— a alborotarle esoscomezones sin remedio.

Este mío era un tren viejo, de los de pasillo y compartimento conasientos enfrentados, razón de más para estas impresiones, porque loantiguo siempre trae mayor sentimentalidad incluso si no se conocióantes y no invoca nostalgias. Ninguno de los compartimentos tenía minúmero de asiento, debía ser que la numeración moderna no encajabacon la antigua, en la que faltaban muchos asientos. Había un chicopaseándose de un lado a otro del vagón con el mismo problema, yacabamos sentándonos los dos en un compartimento en el que nohabía nadie. Un poco de di�cultad viajera también ayuda a este sentirexótico y gaseoso.

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Arrancó el mundo a moverse tras el cristal, porque en el tren no esuno quien se mueve, sino el paisaje, el universo mismo que por unashoras se rige como creíamos en otro tiempo. Cayó la noche a mitad decamino y con ello se detuvo el girar del mundo.

El hotel es pequeño, familiar. La habitación no estaba lista cuandollegué. Al parecer, me había equivocado al darles la hora de llegada yme esperaban más tarde. Les dije que no había prisa, que esperaría en lasalita, y me senté a leer en una mesa.

Tardaron poco en arreglar la habitación, no más de diez minutos.Me senté sobre la cama y seguí leyendo, esta vez las entradas de este diarioque corresponden a mi visita del año pasado, en estas mismas fechas ypara esta misma conferencia. Me entristece esta forma de recuperar mistextos, como mera hemeroteca. También, en esta ocasión, por pensarque ya han empezado a aparecer estas actividades cíclicas, periódicas,que ahora se presentan frente al decorado diferente de la soledad, yver que todas ellas vendrán a recordarme lo distinta que era mi vida laúltima vez que sucedieron.

Aquella vez me acosté tarde, no tenía nada que hacer pero queríaquedarme apurando el día de alguna forma; así lo dejé escrito. Ahora,me voy a dormir pronto, sin cansancio pero con ganas de perderme enel sueño y regalarme un poco de olvido.

* * *

Qué poco hay de nosotros en cuanto escribimos. Salen las ideasal papel, y al instante ya son demasiado libres, no nos deben lealtadalguna ni llevan nada nuestro que delate el parentesco. Si acaso podemosnarrarnos allí, hablar de nosotros, y se nos reconocerá después en esaspalabras, pero no por ello serán más nuestras. No somos más dueñosde esas páginas que de otras.

Escribir es como tener un hijo que ha de partir antes de que noshaya dado tiempo a empezar a educarlo.

* * *

Hablábamos de asuntos ligeros y banalidades, que a esas alturasdel día ya no teníamos cuerpo para más charla profesional. No es que

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no fuera una discusión interesante, pero en estas conversaciones, mien-tras los demás se van pasando la palabra, a uno le da tiempo a prestaratención y también perderse en sus pensares. En eso andaba yo, en ca-vilaciones sin demasiada profundidad, cuando me sentí extraño porllevar esta otra verdad paralela sin que nadie alrededor supiera de ella.

La individualidad es algo tan necesario como doloroso. Saber quepodemos esconder en nosotros verdades, que podemos ser universosaislados, impermeables, es algo hermoso y ala vez incómodo.

Se me ocurrió pensar en cosas menos inocentes. Participaba dela conversación, pero por dentro llevaba otra muy distinta, llena deimágenes violentas, de pensamientos que escandalizarían a todos si losdijera en voz alta, de partes de mí que nunca confesaría. Era divertido.Quise ir más lejos. Empecé a fantasear escenas grotescas con los allípresentes, incómodas solo de pensarlas e imaginarse descubierto en esospensamientos. Pero era un juego seguro, nadie podía saber de aquello.

Aquellas re�exiones me separaron del resto, no solo de ese grupo,sino de todos. Me sentía aislado, solitario, era demasiado grande esaparte de mí mismo a la que ahora veía que otros no tienen acceso. Ypodría ser aun mayor, tan enorme como yo quisiera, porque el universode uno mismo es un universo en eterna expansión y todo él puedeguardarse a salvo de los demás.

Volví a los pensamientos comunes. Luego puse más atención enla conversación, como queriendo no tener nada en mí que no pudieracompartir en ese momento. Pero la soledad tardo en irse, aún no lo hahecho. Aunque quizás no tenga nada que ver con aquello.

* * *

Con el desamor llega también la desgana a la hora de compartirhistorias. Eso es lo hermoso de las relaciones, el tener siempre a alguiena quien narrarle nuestro mundo, y ese es el primer deseo que perdemos.No duele; si acaso nos entristece un poco, pero encontramos siempre al-guna forma de ejercer nuestra literatura con otros o de acostumbrarnosa ese silencio.

A mi no me entristece haber perdido el interés por contarle a Emilielos pormenores de mis días, tampoco el ver que ella debe sentir lo mismoy apenas comenta los suyos. Lo que sí me duele, sin embargo, es ver que

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entre esos deseos perdidos se ha ido el de contarnos lo que sucede conInés, las pequeñas anécdotas que deja cada día, sobre todo cuando soloes uno de nosotros quien fue testigo de ellas. Esas duele guardárselaso compartirlas con otra persona, porque no son solo historias con unvalor narrativo, sino relatos vinculantes, forjadores de pasado y heráldicasentimental. No somos nosotros los únicos que salimos perdiendo coneste silencio, es también ella como protagonista, por tener ahora dosverdades distintas que no quieren combinarse. Ella hace su teatro paraambos, pero solo uno de nosotros es quien lo atesora sin compartirlo.

El día ha sido rico en momentos. Darían para una de esas tardes desofá en que nos contábamos estos detalles sin siquiera mirarnos, cadacual atendiendo sus asuntos, un poco de lectura o una bebida lenta,y hablábamos de aquello como si nuestro relato no interesase al otro.Pero en ese dialogo íbamos completando las ausencias inevitables, ycreábamos así la ilusión de que aún podíamos dar testimonio de todolo relevante de Inés, de que habíamos estado, directa o indirectamente,en todos sus logros hasta la fecha.

Podría escribir aquí esas historias, pero de qué serviría. Se quedaríande todos modos en menos de lo que merecen, porque no hay otra formade honrarlas que compartirlas entre nosotros, y eso no es hoy ya ungesto espontáneo.

* * *

Se nos llenó el pueblo de caminantes. Celebraban, al parecer, algobené�co, uno de esos encuentros que se hacen en estas fechas. Paseo,comida, unos donativos, y el día ya queda completo. No nos unimosal evento porque en esta clase de actividades del pueblo nunca parti-cipamos a solas, y ahora ya no tenemos interés en hacer cosas juntos.Además, hoy era el último día de Emilie aquí, se fue algo después delmediodía, y con eso la estampa quedó aún más extraña. Salimos Inésy yo a pasear poco después y nos cruzamos con el grupo en el pueblo,instalándose para la comida. Para mí fue algo incómodo, no sé bien elporqué, pero tenía ganas de volverme a casa y que nadie supiera de mípor un tiempo.

La tarde fue tranquila, ella jugaba y yo intentaba ocuparme en misasuntos para no pensar demasiado, aunque sin mucho éxito.

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Nunca había imaginado verme así, frente a un futuro de paternidadindividual y solitaria, mi hija y yo en una tarde de domingo inaugurandolo que va a ser nuestra rutina de aquí en adelante. Era violento pensaren ello. No era por el drama, porque no había apenas tristeza, sino másla incomodidad de instalarse en lo desconocido, lo indeterminado, loinesperado, y no saber si habrá de devenir trance sencillo o costumbreamarga. La vida que no parece ser la de uno mismo es siempre malavisita, incluso si por el momento no trae pesares. Que el mundo seacosa de nosotros dos, Inés y yo, parece un sinsentido, algo antinaturalque debiera corregirse. La extrañeza era por eso, por pensar que no haycorrección posible, que lo natural viene a ser ya esto, ella y yo sin máscompañía.

No pienso en si estoy preparado para ello o no, porque de esono tengo dudas. Las habría tenido tiempo atrás, y en ese caso a estaincomodidad se habría sumado el miedo, pero ahora no. La preguntano es si uno es capaz de llevar algo a cabo, sino por qué ha de hacerlo enestas circunstancias.

* * *

Primera noche los dos solos. Ella duerme en su habitación, yo en lamía, y en esa ampli�cación que la soledad causa en las distancias, estaque hay entre nuestros dos cuartos se me hacen excesiva.

Me da miedo estar tan lejos.A mitad de la noche creo oírla llorar y me levanto. Al �nal no es

nada, habrá sido una imaginación. Pero ya me he desvelado y, paraquitarme la preocupación de encima, me vengo al sofá a tumbarme,para estar mas cerca, justo debajo de donde ella duerme. Aquí me sientomás seguro y no tardo en recuperar el sueño.

Lo anoto pronto, antes de que el sol salga y de ponerme a trabajar,con la manta �na aún sobre las piernas, riéndome de mí mismo y deesta suerte de indigencia, otra de esas tantas a las que el amor y el miedonos condenan a veces.

* * *

Me he puesto a decorar la casa. No es decoración propiamentedicha, porque no añado nada ni adorno lugar alguno, sino más bien

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al contrario: muevo algunas cosas de sitio y quito de en medio otras.Puede pensarse que lo hago por deshacerme de las cosas de Emilie (se haido pero aún no se llevado todas ellas), pero no es así. No me molestan,son sentimentalmente inocuas. Me sucede con estos objetos lo mismoque con ella: el sentimiento que más me despiertan es la desidia, y en elcaso de estas ni siquiera me causan incomodidad al cohabitar con ellas.

Las ordeno por la satisfacción de ver la casa con�gurada a mi gusto,por mero afán de posesión. Cambio un espacio y me detengo a mirarlo,y hay un confort cruel en saberse responsable único de su forma. Quémanera más estúpida y a la vez efectiva de apropiarse de un lugar.

Nunca antes tuve este impulso. Ni siquiera cuando nos instalamosaquí, en esos primeros días en que tenía sentido emocionarse por darlea la casa nuestra personalidad, entonces cuando venir a ella no era solomudanza sino creación misma del nido. Me importaba menos poseerlaque disfrutarla. Ahora parece ser al contrario.

Hay más espacio en la casa. Entre las cosas que se ha llevado y lasque yo he quitado, las estanterías lucen más vacías, los volúmenes seantojan más amplios. Me gusta el espacio vacío, es un hecho, pero estosme atraen por su inde�nición, por su esencia de posibilidad abierta;lugares donde pueden hacerse muchas cosas distintas y soy yo quien seocupará de ello. O, mejor aún, quien tiene la libertad de no hacerlo.

Como un conquistador, hago mía la casa despoblándola, dejandoque la habiten tan solo los objetos �eles a mi causa.

* * *

Qué poco signi�cado veo en un dormitorio. Es la pieza más despres-tigiada del hogar. En los asuntos habitacionales, el paso a la edad adultay la vida independiente me trajo sobre todo la indiferencia por esa partede la casa. Lo que antes era habitación pasó a ser solo dormitorio, lugarno más que para dormir, estéril en horas que no fuesen las del sueño.

Antes, todo mi mundo estaba en la habitación. Los libros, la mesaen la que estudiaba, los instrumentos de música que tocaba en esemismo cuarto, de pie frente al espejo o sentado en la silla desde la quetambién leía o escribía. Todo eso migró al salón de la casa, al de esasotras casas en las que viví y, �nalmente, al de esta. Y en esta casa, comoen aquellas, el dormitorio es mera funcionalidad, sin pertenencia. La

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bombilla apenas se enciende un minuto escaso antes de acostarme, nomás que lo que tardo en desvestirme antes de meterme en la cama.

No soy capaz de ocuparme en nada personal en un dormitorio, casitodo me resulta extraño allí. Nunca he entendido bien el porqué. Leer,por ejemplo. No he leído ni una sola línea en este desde que vivo aquí.La lectura es para disfrutarla en el sofá, o sentado en la alfombra juntoal fuego, o en la mesa, o en el jardín si el tiempo acompaña. No guardolibros en la mesilla, porque ni siquiera hay mesilla, para qué si no le doyuso y a la cama no llevo más que cansancio y deseo de descansar.

Debiera ser el dormitorio el rincón de la casa más doloroso dehabitar tras una ruptura, por ser el que, al menos en el imaginario de lapareja, atesora aquello que hace a dos personas tal pareja. Pero este míoes todo lo contrario, es aséptico y por ello inocuo. Fue lugar de vínculoen otro tiempo, sí, pero una vez desprovisto de sus detalles, sin más queuna cama, pierde incluso la capacidad de alimentar el recuerdo.

* * *

Hace tiempo que no intento convencerme de las ventajas de estanueva situación, aunque es evidente que también existen y no sonpocas. Todo tiene ventajas, está claro, pero insistir en ellas es una formainfantil de optimismo. Y ademas, no me hace falta. He asumido elcambio, también la pérdida, y el sufrir que pueda quedar no va a irsepor mucho protagonismo que le conceda a los placeres que ahora tengoal alcance. El placer no neutraliza el dolor, pensar que así sucede estambién inmaduro.

Esto no quiere decir que no haya cosas que no me agraden y así lodiga. Es más, me deleito en esas mejoras, que quién sabe si son solo talespor lo novedoso y reciente, y luego irán a perder su atractivo.

El cambio más relevante en este sentido es, no hay duda, la relacióncon Inés. Es extraño escribirlo, pero ahora hay mucha más cercanía.Extraño, porque incomoda decir que una circunstancia tan negativa,donde tu hija ya no tendrá un futuro familiar como el que siempredeseaste para ella, tú sabes verla como algo ventajoso. Pero es así, no esautoengaño ni falta de escrúpulo, es objetividad sin más.

Me implico más en sus juegos, tengo menos pereza para estar conella, incluso cuando quiero ocuparme en otros asuntos o ella es más ca-prichosa. Tengo también más paciencia, y esto es aún más sorprendente,

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porque la paciencia es de esas capacidades que uno cree que no puedenejercitarse, que no hay forma de ampliarlas y son un carácter inamo-vible. Pero el espíritu es maleable en todas sus dimensiones cuando esnecesario, o eso al menos parece.

Algo que también noto es una sensibilidad mayor a sus sentimien-tos, da igual si estos son �ngidos o los exagera. Me he hecho más débil,menos tolerante a sus llantos, y le es más fácil vencerme con esa estra-tegia. La responsabilidad de su tristeza, al ser ya solo mía, pesa más ytrae mayores inquietudes. Habrá que tener cuidado con esto, porqueno quiero ser un padre demasiado complaciente que no acepta ni elmás mínimo malestar para su hija. Supongo que es cuestión de tiem-po que vuelva a ser como antes, el necesario para cultivar otra vez esaindiferencia que parece haberse perdido.

En muchos sentidos, estamos empezando de nuevo. De una for-ma distinta, pero es como si nos acabáramos de conocer y fuéramosdescubriéndonos juntos. El contexto distinto nos hace frente al otropersonas distintas, y estamos en esos albores siempre curiosos de unarelación, una que se diría reincidente en este caso. Y con las perezas ylas ilusiones que esto trae.

* * *

En la voz del hijo, toma forma rápido la heroicidad del padre. Quépoco hace falta para que el más mínimo gesto de este se llene de épicacuando aquel lo bendice.

No quería esta mañana que le recogiera el pelo en una coleta, lo pre-fería alborotado y sin concierto. A ella lo que le gustan son las horquillasy los prendedores, esos se los deja poner bien, pero los que llevaba ayerhabían desaparecido y ya no había otros. Le conseguí recoger un moñomal hecho que servía de poco, le daba casi un aspecto más desaliñado,aunque al menos no le caía el pelo sobre los ojos.

Fuimos al coche, ella saltando como de costumbre, y al abrir lapuerta los vio allí, sobre el asiento, los dos prendedores rosas. No dijonada, solo se rió y me miró para con�rmar que yo también me había da-do cuenta de ello. Los cogí y aquello le hizo alegrarse más aún. Levantóla cabeza, muy coqueta, para que se los pusiera, y cuando me acercabacon ellos gritó:

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—¡Papá, los has encontrado!Todo el mérito era para mí, toda esa gesta que a ella le parecía tan

importante era solo obra mía. Y ni se me ocurrió pensar que era unlogro ridículo o que ni siquiera era yo el artí�ce, porque a veces no estámal dejarse condecorar con galardones inmerecidos. Se los puse concuidado, ella no movía la cabeza ni perdía su sonrisa, emocionada depoder ser quien disfrutara aquel gran descubrimiento supuestamentemío.

El elogio en la voz de un hijo no puede valorarse, suena siempremerecido, constructivo, justo. Dejarse llevar por los cumplidos de otroes síntoma de vanidad, a esos no hay que darles importancia. Pero nohacerlo con estos, los de nuestros propios hijos, eso sería señal de unahumanidad cuestionable.

* * *

Sentados los dos en el sofá, le he hablado de todo esto por primeravez. Lo he hecho con precaución, no quería que reaccionara mal. Sabíaque no iba a entender el calado de la situación, porque ella no sabe aúnde parejas y de convivencia, de amores y de compromisos, pero bastabacon que comprendiera lo que el futuro trae para que se disgustara y seechara a llorar o empezara una de sus rabietas.

La verdad es que no solo era por ella, sino también por mí. Letenía miedo a lo que pudiera decir. Ahora sus desaires pueden ser másdañinos, todo está en cómo uno interpreta lo que escucha. Me hasucedido ya alguna vez estos días, cuando no quiere hacer algo y pideque sea mamá quien lo haga con ella, que le dé la comida, que le cambiela ropa, y al decirle que no es posible lo reclama con más fuerza. No sepone más agresiva que antes, no hay más rechazo, pero esas palabraspueden hacerse más dolorosas. La reivindicación del otro parece ahorael desprecio del uno, y hace falta sangre fría para recordar que no es así.

No le gustó oírlo. Primero dijo que quería ir con mamá, luego quequería estar con los dos, papá y mamá. Lo primero fue triste, lo segundoenternecedor. Luego esa ternura se fue convirtiendo en tristeza segúnella olvidaba, volvía a sus juegos y parecía satisfecha de estar allí a solasconmigo.

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Le iré explicando nuestra nueva vida poco a poco, una parte conpalabras y otra dejando que sea ella misma quien lo descubra. Mi es-peranza es que, aunque sepamos de todo esto en tiempos distintos,nos acostumbremos a ello al unísono, cada cual asumiendo su parte yayudándonos el uno al otro como podamos.

* * *

Una contradicción. Ahora que estoy solo y toda la casa es paramí, me siento más parte del pueblo, como si la pertenencia, al no serya compartida, fuera más intensa. Esta realidad de�ne hoy más queantes, si cabe, mi vida. Al mismo tiempo, siento que esta cultura mees más extraña, el país menos amistoso. Me siento menos francés —ocomoquiera que nombremos a este sentimiento en mi caso— y meparece que también el pueblo ha perdido esa condición. Es un lugar sinpatria, que no pertenece a nada, o que se pertenece tan solo a sí mismo.

* * *

Visita de un amigo español que andaba de paso. Muy breve, llegóal �nal de la tarde, hizo noche y se fue a mediodía. Me había avisado deello hacía algunas semanas, pero yo lo había olvidado, o lo recordabapero no le daba importancia.

Se antojaba casi providencial, porque un amigo siempre es bienve-nido en estas circunstancias, pero acabo siendo de menos ayuda quelo que yo esperaba. En primer lugar, porque él no estaba al corrientede mis novedades y tuve que ponerle al día, y volver sobre este relatono es plato de buen gusto. Bien es cierto que lo compensamos despuéshablando de otros asuntos y riéndonos con aventuras más amables,y que en esto nos ayudó también Inés, a quien la visita de un desco-nocido le resultaba emocionante, pero no por ello fue más llevadero.En segundo lugar, porque después del tiempo que ha durado la visita,tan escaso, vuelvo a mi vida, a esta nueva vida, a la realidad a la quetodavía no termino de adaptarme, y queda esa resaca de las emocionesexcepcionales. El encuentro con un amigo no es ahora más excepcionalque antes, pero se antoja tal por parecer más necesario, más vital para elbienestar, y entristece que no sea cosa más habitual.

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Desde que él se fue hasta que recogí a Inés, la casa se me hizo porprimera vez demasiado grande. Intenté seguir trabajando, pero no eracapaz de concentrarme.

Cuando volvió Inés, recuperé el optimismo. Jugué con ella y le diun baño largo del que salió con la piel de los dedos arrugada, que esalgo que le gusta mucho, y se los miraba y tocaba toda llena de risas.Quiso luego venir conmigo a coger leña para encender la chimenea, yla dejé que me acompañara y llevara la linterna. Trajo de vuelta unamadera pequeña, orgullosa de ayudar. La puso con ceremonia frente ala chimenea y se quedó esperando a que yo iniciará la lumbre. Tendimosjuntos una lavadora al lado del fuego, y después cenamos pizza, que esla comida de los días señalados en que hay algo que celebrar o queremospremiarla. Aunque no era hoy por ella, sino por mí, por obsequiarmeese disfrute de verla comer con satisfacción y entregada a uno de susrituales.

El amigo escribió cuando llegó a destino, para decir que todo habíaido bien y agradecer la hospitalidad. Me sentía algo culpable por elhumor taciturno de las últimas horas, aunque no le dije nada. Le invitéa que volviera por aquí cuando quisiera, y el dijo que sí, que pronto,y, aunque sonaba a promesa falsa, me dejó con ilusión y con ganas derecibir más visitas.

* * *

Hacían hoy en La Peñac una tarde para niños, con pasatiempos ycomida, y me pareció buena idea llevar a Inés a que disfrutara con otrospequeños. A ella le encanta jugar con la hija de los dueños, Carmen, quees algo mayor y anda siempre por el bar. Se lo propuse y se emocionócon el plan. Anunciaban además un espectáculo de magia, que, aunquesería para un público infantil, me parecía interesante. Las pasiones noshacen ser como niños, más aún en estos estadios iniciales, y esta míapor la magia esta ahora en su punto álgido de emociones infantiles.

Había al principio un poco de sabor a traición. Emilie no sabía nadade ello, yo no le había contado nuestros planes de sábado. Le estuvedando vueltas a si debería habérselo dicho, no ya por ser este un sucesoreseñable, sino por ser la primera vez que Inés va a algo así, y esta clasede cosas es raro no compartirlas. Lo pensé, pero no lo hice, porque

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más raro aún me resultaba contárselo y no invitarla, y la idea de ir losdos juntos le restaba atractivo al plan. En realidad, no importaba quefuera la primera vez que Inés participaba en una actividad como aquella,sino que fuera la primera vez que nosotros la llevábamos. El estreno eramás para nosotros que para ella, y hubiese sido extraño haberlo hechoen estas circunstancias. Lo fue de igual modo, porque bautizarme enestas lides al poco tiempo de haber empezado mi nueva vida de padreseparado tampoco resultaba muy natural, pero creo que menos todavíalo habría sido de haber ido juntos.

En resumen, que estábamos Inés y yo solos, y yo al principio andabaun poco inseguro y con estos pensamientos, pero por suerte no tardaronen irse.

Hicimos el viaje hablando; ella iba recordándome todo el tiempo adónde íbamos, como por asegurarse que yo la llevaba a donde debía yno me había equivocado de camino. También me hablaba de lo que veía:que si las montañas al fondo, que si una charca, que si unas vacas, que silos árboles no tenían hojas. Cada cual encuentra en el paisaje su forma deemocionarse, y se podría decir que aquel las tenía para todos los gustos,porque cerca de Marciac, llegando por esas carreteras, están algunas delas mejores vistas de esta zona. Más aún en días como este, de atmósferatransparente que apenas deja un perlado ligero en la distancia, comoanuncio discreto de un cierto misterio. Yo disfrutaba conduciendofrente a ese panorama, y ella le ponía un acento de ternura que lo hacíaaún más agradable. No hay belleza por completo autosu�ciente, todopuede llevarse más allá con las palabras justas, porque narrar una verdadno es replicarla con otros medios, sino complementarla.

Al llegar, descubrimos que la de La Peñac no era la única celebra-ción, sino que todo el pueblo estaba de �esta. Mejor aún. El contornode la plaza se lo repartían los vendedores y su mercado navideño, y enel centro habían montado unos castillos hinchables, un tiovivo y otrasatracciones. Se vendía algodón de azúcar, crepes y gofres. Pasamos pordelante de todo ello sin que Inés prestara mucha atención ni se encapri-chara con nada, porque lo que ella quería era buscar a su amiguita en elbar.

Como siempre, fui puntual en exceso y a esa hora no había nadietodavía salvo el mago que preparaba el escenario para su actuación, Pía

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y Ludo, y, claro está, Carmen. Inés fue a instalarse junto a ella y cogerunas pinturas, pero no le dijo nada. Se la veía contenta, era a esto a loque había venido, aunque también algo intimidada.

Fueron llegando más niños. Empezó a hablar con Carmen, perono con ellos. Los miraba, se acercaba a husmear, pero ninguno parecíareparar en ella y ella no se atrevía a decirles nada. Eran todos mayores, sela veía algo desplazada entre ellos, demasiado consciente de esta circuns-tancia. Yo la miraba desde una silla y por momentos me daban ganas deacercarme y darle conversación, sobre todo cuando la veía hacer amagode unirse a algún juego pero los otros niños no le daban respuesta yella no tenía la decisión su�ciente para hacerse valer. No era una escenatriste, pero daba pena, como lo dan siempre las injusticias así, menores,de esas que, sin herirnos, nos dejan pesadumbre y resignación.

La de la diferencia de edades es en la infancia y la juventud unarealidad cruel. Yo recuerdo bien esa congoja frente a los mayores, esaque es mucho más grave frente al niño que nos lleva a lo sumo uno odos cursos que frente a un adulto, como si este tuviera ya la experienciay el poder de aquel pero fuera más intimidante por seguir siendo unode los nuestros. El niño que no es una persona de otra clase y edad, sinoeso, un niño todavía como uno mismo, aunque superior en todos lossentidos. El miedo a lo propio, a lo semejante.

Comenzó el espectáculo de magia y se acercaron todos salvo Inés,que no comprendía de qué iba aquello. El resto eran lo su�cientementemayores como para entender el espectáculo, participar, sorprenderseante los trucos, pero a ella no le llamaba la atención. Me buscó con lamirada, vino conmigo, y se quedó callada. Se veía que no estaba cómoda.Le habían estropeado sus juegos y eso le frustraba.

Vimos un par de trucos y empezó a protestar. No molestaba, lohacía con mucha discreción. Yo le hablaba en voz baja, susurrando, y ellame respondía de igual forma. Era gracioso. Podríamos haber aguantado,yo quería ver la magia, pero ese intento suyo de no hacer escándalo,ahogando la voz para quejarse, me enterneció. La llevé fuera comopedía y nos fuimos a explorar la plaza.

Las atracciones le hicieron sentirse aún más frustrada. Solo quería loque era para niños mayores. Se emocionó sobre todo con el tiovivo, perogiraba demasiado rápido y parecía tener una seguridad muy precaria,

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pensada para chiquillos más responsables que ella. Le entró una de susrabietas y la llevé a pasear arriba y abajo de la plaza, intentando queencontrara algo con lo que quedarse satisfecha.

Volvimos al bar cuando la actuación estaba terminando, y ella corrióa instalarse con sus pinturas. Los demás niños se fueron, o más bien lospadres de los niños se fueron y les arrastraron fuera de allí, y quedaronellas dos como al principio. Me senté a su lado y comimos unas crepes.

Vino una chica algo más tarde a contar cuentos. El público eraescaso, se ve que aquello no despertaba tanta expectación como la magia.Ni siquiera tenía escenario, se sentaba en medio del puñado de niñosque había y allí les leía historias. Los padres estaban en las mesas de laentrada tomando algo. Yo era el único que estaba cerca de ella y podíaescucharla.

Su voz era dulce, como sus gestos. Aunque no era guapa, había enella una belleza tierna, por lo hermoso de la labor, y también por elencomio con que les hablaba a los pequeños e intentaba mantenerlesentretenidos. No le prestaban demasiada atención, Inés la que menos,pero ella insistía y lo aceptaba con buen humor.

Yo no podría hacer algo así, pensé. Con Inés sí, por supuesto, perono con otros niños. Incluso si estuvieran atentos, no me interesaríancomo público, y así uno no puede actuar como debe. Se podría decir lomismo de la labor del mago, pero no es lo mismo, en ese caso el públicoimporta menos, es parecido a esos días en que yo doy un concierto yapenas hay nadie o los que hay escuchan sin interés, y en los que detodas formas disfruto tocando. Pre�ero tocar para un público adulto,pero lo haría con gusto para niños, aun sabiendo que mucho de loque intento transmitir en mis canciones no habrían de entenderlo. Sinembargo, lo de esta chica y sus cuentos era algo distinto, ya fuera que elpúblico jugara bien su papel o no.

Me dio la impresión de que no tendría hijos. Pensamiento porcompleto infundado, ya lo sé, pero no me la imaginé en el papel demadre, sino solo en este de ocuparse de niños de esa manera, que es algobien distinto. Es otra vez esa idea de que la paternidad (o maternidaden este caso) y el gusto por la infancia son cosas independientes, y quetienen pleno sentido la una sin la otra.

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Los niños fueron alejándose para seguir con sus juegos, y cuandola chica se quedó sola, recogió sus libros y se fue a sentar en una mesa.No parecía frustrada, ni siquiera daba la sensación de que aquello lepareciera un fracaso, pero yo me entristecí al verla retirarse. Por mostraralgo de apoyo, le dije unas palabras: que si los niños son difíciles, quesi no entienden todavía los cuentos y su literatura, esa clase de cosas.Asintió y respondió con otra serie de frases hechas, y ni pareció alegrarsede que alguien la comprendiera ni dio señal de que necesitara palabreríaalguna.

Inés miraba a un niño que jugaba con un camión de plástico. Ledije que si nos íbamos a casa y le pareció bien.

Al atravesar la plaza de camino al coche, vi que el tiovivo girabamuy despacio. Había un niño montado en el, y no debía tener másedad que Inés. Fui a preguntar a la mujer que vendía los tickets y medijo que a partir de dos años ya se podía montar, que cuando los niñoseran pequeños lo hacía funcionar de esa manera, al ralentí. Después dehabérselo negado durante todo el día con la excusa de que ella era aúndemasiado pequeña, se alegró de esas noticias y corrió hacia una de lassillas, una con forma de conejo.

Debía darle algo de miedo, porque estaba rígida y sin soltar el pe-queño volante. A cada vuelta del tiovivo, yo intentaba saludarla cuandopasaba por delante, hacerle una carantoña y que me devolviera un gestosimpático, pero tenía la vista perdida hacia el frente y no me veía. Sololo hizo cuando fui a sacarla de la silla. Levantó la mirada y sonrió, unasonrisa discreta de no solo haberse divertido, sino de sentirse satisfechay no necesitar ya nada más.

Esta es una sonrisa magní�ca, no hay ningún otro de sus gestos queahora me guste tanto. La reserva para las pequeñas alegrías, no para lastriunfales ni tampoco para las felicidades intensas a las que dedica unamueca más llamativa o incluso una risa. Es una sonrisa cálida, con lamedida justa para dejar entrever los dientecillos graciosos, y achinandoun poco los ojos. Es una sonrisa que despierta la emoción misma quecelebra, la de los momentos templados, la de un bienestar reconfortanteal que no hace falta darle más pompa. Yo antes me enternecía sobretodo con su risa, con el sonido de esas carcajadas que tenían algo de

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primigenio y puro. Me sigue emocionando, pero ahora es esta sonrisala que tiene más valor para mí y me trae mejores sentimientos.

Bajó del tiovivo y no dijo nada, solo me dio la mano y así fuimoshasta el coche.

Atardecía en el camino de vuelta. Igual que a la ida, fue comentandoel paisaje, ahora con piezas distintas, con colores nuevos («Mira, papá,el cielo es rosa»).

Es de noche y acabo de encender la chimenea. Ella está en el sofá ymira unos dibujos animados, yo en la mesa curioseo cosas en el ordena-dor. Viene hasta mí, me coge de la mano, y me dice que vaya a sentarmecon ella. Lo hago y me trae un libro. Ha sido un buen día y a ambosnos sabe bien regresar a nuestras rutinas. Con tanta amargura comogozo, con�eso que hoy siento esta casa ser más hogar que nunca.

* * *

Empezó a lloriquear pasadas las ocho, y a las ocho y media ya tuveque sacarla de la cama. No lloraba, solo gritaba, protestaba. Cuandosubí a por ella, me recibió con el gesto agrio y refunfuñando, aunquese dejó coger en brazos y parecía contenta de venir conmigo. Tomó elbiberón y una galleta como de costumbre, y a partir de ahí el gesto se lefue animando. Había tenido un mal sueño y su enfado no era conmigo,no era con el mundo en general como otras veces, sino con la cama y lahabitación, y lo que quería era salir de allí y empezar el día.

Se puso a jugar con sus cosas, pero me llamaba cada poco para queme uniera a ella; tenía esta mañana ganas de estar conmigo. Como vique no iba a poder trabajar, decidí ir a la compra con ella antes de llevarlacon Christine, y así aprovechar este tiempo muerto. Había pensadocomprar por la tarde, pero era mejor de esta manera.

La idea le encantó, y mentiría si dijera que a mí me emocionómenos que a ella. Era una forma perfecta de empezar el día, los dosjuntos paseándonos por el supermercado y haciendo un pequeño viaje.Los principios así le dan al día una amplitud inesperada, cuando antesde empezar con las rutinas y los desempeños cotidianos uno ya hacompletado su cartilla sentimental.

Le dejé hacer todo cuanto era posible, para que participara y dis-frutara nuestra mañana de compras. Íbamos por un pasillo y yo le

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nombraba el producto que buscábamos y, cuando ella lo veía, lo señala-ba y lo cogía del estante. A veces me lo daba y otras lo dejaba ella mismaen el carrito. A la hora de pagar, fue ella quien le dio la tarjeta a la cajera,que no era especialmente simpática pero hizo el esfuerzo de sonreírle ysoportar nuestro pequeño juego.

De allí nos fuimos a la farmacia, para comprar algo para la tos quetiene desde hace un par de días. Nada grave, más molestia que otra cosa,pero ya que estábamos cerca valía la pena ir. Hicimos además un paseopor el pueblo, ceremonioso como a ella le gustan estas cosas sociales.Sigue al pie de la letra sus rituales, que no son sino los gestos aprendidosla vez anterior, y a los que da categoría de costumbre irrevocable.

Había una chica joven en la farmacia, con una niña más o menos dela misma edad que Inés. Le dije que fuera a saludarla y se acercó a ella,pero en lugar de hablar, le dio su peluche. La madre y yo nos reímosmientras ellas se miraban sin demasiada emoción y sin saber qué hacer.Había sido una buena aproximación, pero a ninguna se la veía cómoda.Las amistades infantiles no son tan ciegas como parecen, tienen tambiénsu dinámica y su razón de ser. Hay con quienes congeniamos desdeel primer momento, y hay con quien no seremos nunca capaces deestablecer vínculo alguno, incluso sin existir disgusto ni animosidad.Esto que se cumple cuando uno ya es adulto no ha de ser muy distintoa esas edades tempranas.

Compramos un jarabe que ella llevó con mucho cuidado hasta elcoche, y desde allí fuimos directamente a casa de Christine.

El arranque del día había sido tan intenso, que al dejarla allí parecíaque era más bien la hora de recogerla. Creo que ella se sentía igual dedescolocada que yo, sin decir nada, a la espera de ver qué iba a ser losiguiente. Me dio un abrazo y se quedó mirándome mientras yo cerrabala puerta.

* * *

Han llegado hoy por correo dos nuevas entregas de estos diarios.Las he mandado imprimir para dárselas como regalo de Navidad a mitía, que es a la única a la que parecen interesarle estas páginas. También,no hace falta decirlo, son un regalo para mí, al menos en estos días enque tendré los libros conmigo antes de regalarlos, por el gozo de ver asímis historias materializadas.

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Los he impreso en un formato algo mayor. El resultado es máselegante, me convence más que la manera en la que lo venía haciendohasta ahora. Es un nuevo paso adelante en esa búsqueda de la ediciónperfecta, de la que disfruto casi tanto como de la propia escritura.

Creo que es la primera vez que estos tomos me dan la impresión derepresentar una verdad más amplia, la de toda mi vida, no solo en estetiempo que cubren, sino en el que vendrán a contar los nuevos volúme-nes que sin duda han de llegar. E incluso en el que queda atrás, antes deque iniciara este trabajo, porque algo de ese entonces es inevitable quese prolongue hasta este ahora y quede así retratado. Los veo ya comoun cimiento su�ciente, una demostración de que el proyecto de llevareste diario hasta el futuro es sólido y no ha hecho más que empezar.Es este un punto agradable, porque se tiene seguridad que desde aquíqueda mucho por hacer, hay un porvenir rico por delante, pero estáuno ya lejos de los estadios iniciales, siempre inciertos y más duros. Esuna cuestión de inercia, sucede en todos los proyectos de esta clase, alargo plazo o sin plazo de�nido, que hasta que no se saben lanzados ycon algo de futuro garantizado, uno no se siente convencido de ellos.

Los leo con un gusto que hubiera juzgado imposible hace no mu-cho, y esto, el verse así tan satisfecho, hace la lectura aún más gozosa. Noes solo el hecho de ver los libros ya terminados, o la dimensión evidentede esta empresa, sino el ir asentando el convencimiento por lo escrito,más allá de la literatura o el valor objetivo de ello.

El lector último al que se ha de convencer es uno mismo.

* * *

Una conversación sobre idiomas esta tarde en casa de Christine.Empezó con un sobresalto, cuando me dijo que veía un problema enInés. Me asusté, porque al escucharlo así esperaba algo más grave, perono era para tanto. Siempre ando a la defensiva con estas cosas, me vieneel miedo demasiado rápido cuando se trata de ella. Dice Christine queInés no pronuncia bien la uve francesa, que la pronuncia igual que labe, y que supone que será por hablar también español, donde no existeeste sonido. Algunas palabras las dice correctamente, por ejemplo verte,mientras que otras, como vache, las pronuncia leyendo la uve comobe. Ha intentado corregirla, pero al parecer es testaruda y ella insiste

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en su pronunciación. Más que un problema, era simplemente unaanécdota que se pasará cualquier día de estos. Al parecer, a Christinele entretienen tanto como a nosotros estas aventuras del idioma, oquizás incluso más aún, ya que para ella, que no sabe más que un parde palabras en español, todo esto además de maravilla tiene tambiénalgo de misterio.

Desde ahí seguimos con otras curiosidades lingüísticas, que de estasInés cada día nos regala una buena dosis. Yo les hablé de una de lascosas que más me sorprende últimamente, que es su capacidad paraadaptar palabras entre idiomas cuando las desconoce en uno de ellos.Es capaz ya de reconocer que un vocablo no suena bien en un idioma,que no tiene el soniquete que debiera para encajar en esas reglas ocultas,silenciosas, que el hablante de una lengua aplica y respeta pero no seríacapaz de explicar. Y con ello, las moldea para que suenen más naturalescuando ha de usarlas en un contexto que no les corresponde.

Hace un par de días, por ejemplo, quería ponerse una gorra, palabraesta que no conocía en español, pero sí en francés. En lugar de usar lapalabra francesa sin más y decir casquette en mitad de su frase española,adaptó la voz francesa y dijo casqueta, que no es correcta pero suena tancastellana como la más enraizada de las palabras de nuestro idioma. Estolo hace, además, sin titubeo alguno, sin vergüenza y con una seguridadabsoluta. Es algo fantástico. A quien no conozca el otro idioma, puedesonarle raro, pero si uno lo conoce y sabe trazar el linaje de esa nuevapalabra, resulta muy gracioso y a la vez fascinante.

Ella nos escuchaba sin decir nada. Sabía que hablábamos de susasuntos, pero le daba igual, no entiende aún que otros se maravillencon algo que para ella es tan innato. Con otras cosas se muestra orgu-llosa, viene a repetirlo sin importarle que sea algo insustancial, esperala reacción con impaciencia y, aunque uno le aplauda el logro de unamanera forzada, se llena de grandeza de todas formas. Pero esta de losidiomas no es una conquista que le parezca merecedora de halago, esdemasiado rutinaria.

Esto es buena señal. Que los asuntos más vitales se vayan enraizandocon tal naturalidad es buena noticia. Y también lo es ver que pone susorgullos no donde los demás desean, sino donde a ella más le reconforta.

* * *

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La de las pequeñas tareas incómodas es una terapia muy e�caz paraenfrentar la desazón. Ocupado en ellas, en esas labores que se sabendesde siempre inevitables y que aun así aborrecemos cada día más, nopensamos por unos momentos en nuestros dolores. Son distraccionese�caces, porque el tedio y la desgana, cuando son así breves, nos qui-tan todos los apetitos, incluso el de entristecernos y rumiar nuestrastragedias.

Con entretenimientos así, tan desabridos y a la vez analgésicos, hepasado este sábado a solas en casa, salpicándolos aquí y allá en la jornada,puntualmente cuando empezaban a pesarme las malas ideas. Inés sehabía ido a pasar el día con Emilie y su familia, a ver un espectáculode circo en el que colaboran la hermana y su novio. Yo también estabainvitado, la hermana había reservado entradas para mí, pero no teníasentido ir. No sabe aún lo de nuestra separación, pero yo no tengointerés en hacer teatros o �ngimientos. Tampoco entiendo por qué nopueden contárselo ya, la verdad, aunque en eso no me meto.

En �n, que me quedé en casa y, como esta circunstancia de estarsolo era entristecedora, me fui ocupando de esas pequeñas cosas que sondoblemente productivas: se esquivan con ellas los pesares más hondosy se completa el trabajo doméstico.

Empecé por el mejor de estos remedios, que es, sin duda, sacar lascosas del lavavajillas una vez este termina su trabajo. No debe haberotra tarea que invite tanto a dejarla para más tarde. En circunstanciasnormales, la hago por etapas, según paso por delante del aparato sacoun plato o un par de vasos y los llevo a su sitio, sin dar tiempo a queresulte aburrido. Vaciarlo todo de un envite requiere demasiada fuerzade voluntad. Hoy lo hice de una sola vez; cuando se trata de escapar delas malas re�exiones, se ve que uno anda más voluntarioso. Eso sí, lohice despacio, prolongando la tarea para que el efecto catártico fueramás e�caz. Y así, con esos pocos minutos de tedio, recuperé algo de pazpara poder seguir con las ociosidades habituales.

También quité las últimas hojas que han caído del tilo. Se ha acaba-do ya el otoño en lo que a hojas se re�ere. Quedan algunas en las ramas,pero son tan pocas que ni siquiera me preocuparé de recogerlas cuan-do caigan, no van a notarse. Qué destino más triste el de estas hojillas,aguantar estoicamente hasta el �nal y que nadie después te haga caso,

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cuando las que se rindieron antes incluso se llevaron la admiración deese público a quien le gustan las otoñadas. Una injusticia, no hay duda.

Ya que estaba en el jardín y hacía buen tiempo, podé la hiedra yalgunas ramas de la higuera. Cuando entré en casa, me puse a respondercorreos electrónicos que tenía acumulados desde hacía tiempo. Esta esla versión digital del lavavajillas, es insuperable en la pereza que causa.Y para culminar esta colección de actividades insulsas pero saludablespara el espíritu en horas bajas, incluso preparé una factura y terminéunos asuntos contables.

Tuve tiempo para ponerme a escribir, pero no lo hice hasta ahora.Entre esas ocupaciones tediosas, llené mi tiempo libre con diversionesvarias, todas entretenidas y reconfortantes, pero no quise venir al diario apesar de ser esta mi a�ción más importante. El problema con la escrituraes que es capaz de distraernos de otros asuntos, pero también puedea veces tener el efecto contrario, el de hacernos más conscientes, másagudos en nuestras re�exiones, por increíble que parezca. Se concentrauno en escribir, cree que con ello deja todas las demás ideas relegadasal fondo de la mente, pero los pensamientos que burbujean en esesegundo plano se hacen también más claros. Y si traen incomodidad,esta llega con más ímpetu.

A la noche parece que ya no hay necesidad de a�igirse con medita-ciones negativas, se llega al �nal del día y no es ya momento de rendirse.Mañana será un día nuevo, ya veremos si con mejores perspectivas.

* * *

Si ayer me distraje con esos pequeños trabajos domésticos, hoy lohe hecho con tareas algo más pesadas, y no en casa propia, sino en ajena.Todo sea por mantenerme distraído y no sucumbir a la voluntad dea�igirme.

Llevaba tiempo con ganas de pasar a ver a Camille y ver el castilloque está reconstruyendo. Lo ha comprado con unos amigos, con laidea no solo de vivir allí, sino de convertirlo en un lugar de encuentrosocial y cultural, algo así como un espacio en el que congregar a gentescon intereses variados y poder organizar actividades. Van poco a pocosacándolo adelante, y le propuse ir a echarle una mano.

Hago un inciso para poner en antecedentes esta historia. Sobreeste proyecto del castillo escribí hace tiempo aquí, cuando supe de él

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por primera vez, pero la entrada me pareció insulsa y la borré. No lavoy a recuperar ahora, pero sí la idea principal que contaba entonces,que era la de mi poca emoción ante proyectos así, tan idealistas, quemás que contagiarme ilusión me descorazonan. Suena hermoso lo decrear un espacio común y llenarlo de artistas, compartir experiencias ymomentos, todo ello muy humano, sí, pero estas cosas suelen ser pocoviables o acabar resultando de una manera bien distinta a lo esperado.Yo no he sido nunca de esta clase de empresas, he de reconocerlo, ymi empatía para con ellas es inexistente, incluso cuando quienes lasemprenden son gentes a quienes aprecio. Y fue por ese aprecio —ytambién por curiosidad, no lo negaremos—, que hoy fui a verles, amende por tener una excusa para no quedarme solo en casa.

Estaban ya trabajando cuando llegué, cinco personas vaciando deescombros y maderas una habitación. A un par de ellos los conocíade haberlos visto antes. Se acordaban bien de mí y de mi nombre, mesaludaron como viejos amigos y tuve que disimular que yo les reconocíapero no sabía cómo se llamaban. Se tomaron un descanso y me hicieronel recorrido de rigor por el castillo y los edi�cios anexos, estos menosseñoriales pero en mejor estado.

Lo esperaba de otra manera, la verdad. El interior del castillo es másruinoso de lo que pensaba, y solo se salva la viguería, bien conservada eimponente. Se diría que el lugar ha estado abandonado durante décadas,pero ni siquiera así uno se logra explicar el mal estado de las paredes ylos suelos, o los destrozos en las ventanas o en algunas columnas. Lacantidad de trabajo que hace falta para adecentar aquello es descomunal,algo desolador. Por lo menos para mí, que ya digo que tengo poca fe enestos asuntos. Ellos, al contrario, lo contaban todo llenos de ilusión, yno sé si esto a mí me daba algo de ánimo o me resultaba más deprimenteaún.

Ahora bien, el lugar, en un estado u otro, es maravilloso, mucho másde lo que se puede juzgar viéndolo desde fuera. El enclave es perfecto,las vistas son amplias y bien equilibradas. Es un panorama que invita asentirse dueño del mundo, de los atardeceres que desde allí han de serinabarcables, de las distancias, de todo cuanto se avista y de lo que solose alcanza a imaginar. Le resta dramatismo al estado de la construcción,porque uno piensa que eso allí es lo que menos importa, y con esas

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ideas es algo más fácil imaginar el interior ya reconstruido. El mediodíatambién ayudaba a estas fantasías, lleno de luz, templado, dejando verlo luminosas que eran las estancias.

Les ayudé con la limpieza hasta la hora de comer, sacando cubosde escombros por una ventana. Sienta bien este trabajo en compañía,algo físico y repetitivo, para darse ánimo. Es re�exivo, como todos losesfuerzos; uno se pone a pensar en sus cosas mientras trabaja, pero eseste un esfuerzo que vira los pensamientos hacia las ideas neutras, lejosde las re�exiones más aciagas.

Comimos en la entrada, frente a la escalinata, desde donde estánlas mejores vistas. Habían preparado una sopa y tenían quesos de variasclases. Yo llevé embutido y un trozo de manchego, que siempre sonbuena tarjeta de visita. Tomamos café y hablamos de su proyecto, de lasideas que tienen y cómo piensan llevarlas a cabo.

Acabé contándoles, no sé bien a cuento de qué pero sin poderesconderlo más tiempo, todas mis novedades y mis tragedias. Se sor-prendieron mucho. La última vez que me habían visto, no hacía dema-siado, Emilie estaba conmigo y no dábamos señal de ningún problema.Claro que tampoco son cosas estas que hayan de explicitarse más dela cuenta, y además, a poco que me conozcan, sabrán que yo no soyde esa clase. Fueron más bien pragmáticos, comedidos, sin demasiadoteatro ni gestos vacíos, y a mí eso me pareció una reacción perfecta, másreconfortante que la compasión estéril.

Retomaron al trabajo y yo aproveché para volver a casa. Su�cientetarea por hoy. Había sido saludable y vivi�cante, y ahora me apetecía lle-varme esas buenas sensaciones y ocuparme de otros asuntos, o venirmesin más a no hacer nada, que el descanso es la actividad más nutritivaen la que puede uno ocuparse cuando anda lleno de optimismo.

Supongo que pasaré de vez en cuando a echarles una mano, trabajohay de sobra y son compañía agradable. La verdad es que no sé porqué no nos vemos más a menudo, si es tan evidente que nos tenemosaprecio y disfrutamos estos encuentros.

* * *

La chimenea arde desde primera hora de la mañana. No la habíaencendido estos últimos días, pudiera ser por pereza, o por no parecerme

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tan malo un poco de fresco en casa si no estaba Inés, o tal vez por lasentimentalidad de la lumbre, que no es tan amistosa si se disfruta asolas. Inés vendrá después de comer y la casa estaba demasiado fría, asíque, aunque la chimenea es asunto de la tarde, la he encendido paraque al menos el salón recupere algo de calor.

Qué extraño es el fuego durante el día, sobre todo en los soleadoscomo este. Le falta todo su signi�cado. Las llamas hacen un discursovacío, un querer y no poder frente a las otras luces. Qué poca cosa esuna llama cuando no arranca resoles y sombras, sin el poder casi mágicode encender una estancia. El fuego nocturno, contemplado a solas,invoca tristeza o reconforta, eso depende de cada cual, pero este fuegomatutino es cosa triste, de lo que se apena uno no es de sí mismo, sinode la propia lumbre.

Lo dejo ardiendo y salgo a dar un paseo. Aún hay escarcha en elcampo, pero se afana el sol en alcanzar todos los rincones para ir bo-rrándola. Cuando vuelvo, no quedan ya más que brasas, pero son unasbrasas estáticas, compungidas, como con deseo de apagarse lo antesposible. A preparar su regreso esta noche, cuando tomarán venganzafrente a un enemigo más asequible.

* * *

Vino Emilie a traer a Inés de vuelta después de este par de días con sufamilia. Traía también lo que su madre le había dado: algunas cosas parala casa, comida, unos regalos para Inés e incluso un pequeño árbol denavidad. La madre no debe saber aún que ella ya no vive aquí, supondráque seguimos juntos con nuestras di�cultades, y con estas cosas intentaencauzar de vuelta nuestra relación. No tiene mala intención, pero creoque se entromete más de lo debido. Los regalos venían envueltos comopara que fuéramos nosotros quienes se los diéramos, junto al árbolque también ella nos proporcionaba, y esto me pareció excesivo. Habíademasiado paternalismo en ello y no era agradable.

En lugar de dejar a Inés y quedarse no más que unos minutos,Emilie instaló el árbol, sacó los regalos para que �ngiéramos que erannuestros e hiciéramos todo el teatro, y después se puso a cocinar paraque Inés tuviera su puré durante el resto de la semana.

Aquello fue aún más incómodo. No hace ni siquiera tres semanasque se ha ido, pero yo ya me he acostumbrado a vivir aquí solo, y la idea

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de tenerla de vuelta es perturbadora. Como un caracol en su concha, mehe replegado sobre esta casa, sobre esta vida mía aquí, para recuperar mibienestar, olvidando que en este lugar construimos nuestra vida juntosy también en él se le dio �n. No cabía otra continuación a mi historiaaquí, ¿de qué otra forma podría ser que permita sobrevivir y ser felizsino así, sobrescribiéndolo todo con premura?

En esto estamos completamente desfasados, porque ella sigue te-niendo el mismo vínculo con la casa, se siente parte de este hogar igualque antes a pesar de vivir en otro lugar, mientras que para mí ya nopertenece a él más que cualquier otra persona. Verla tan tranquila, tannatural, era como ver a un extraño entrar en mi casa a ocuparse de susrutinas con total normalidad.

No está bien que sea de esta manera, no solo ya por nosotros, sinopor Inés, que ha de entender que ahora cada cual tenemos nuestrolugar y vivimos separados. Había quedado claro que sería yo quien sequedaría en esta casa, aunque quizás no que sucedería así, de modo tantajante, tan divisivo. De esto puede ser que tenga yo la culpa, por nohaber querido discutir estos términos con claridad para evitar cualquiermalestar.

Se dio cuenta de lo que pasaba y me preguntó. Le dije que no mesentía cómodo, que ella tenía que entender que ya no vivía aquí y queno podía comportarse como antes. No lo esperaba, parece ser que a ellale ha sorprendido más que a mí darse cuenta de la mala sincronía quetenemos en este asunto de la casa. Se echó a llorar, disimuló para queInés no se diera cuenta y, después de recoger sus cosas, se fue, todavíallorando.

He vuelto al ritmo normal, con Inés a mi lado, que por fortuna noparece ser consciente del episodio. Intento no sentirme culpable. Emilieha llamado más tarde para ver si Inés estaba bien, y para recordarmeque ayer se quejó de un dolor en un oído, por si acaso volvía a deciralgo. Se la veía mejor, pero he preferido no preguntar si se sentía bien,ni tampoco si entendía que yo le hubiera dicho aquello.

* * *

Constato con emoción que Inés se ha a�cionado a las historias ylos cuentos. Por la mañana, al levantarse, coge el libro que tiene a mano

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y en voz alta va contando alguna aventura hasta que se cansa de estaren la cama y empieza a llamarme. Es capaz de estar así durante mediahora o más, inventando alrededor de un personaje toda una odisea,esceni�cado sus fantasías con voces distintas, y yo desde aquí abajo laescucho sin entender bien la narración pero disfrutando de esa puestaen escena entre lo literario y lo festivo. Por la noche, sin embargo, soyyo quien se los cuenta. La pongo en la cama y no me deja salir de lahabitación si no le leo de principio a �n uno de sus libros. Lo hacemosa oscuras, solo con la luz que entra desde la escalera, y los libros tienenpoco texto y muchos dibujos, así que el argumento corre de mi cuenta.Más que leer, se trata de ir pasando las páginas y dar forma a una tramasobre la marcha.

Invento unas historias muy pobres, he de admitirlo. No tengocreatividad alguna, y menos aún así, improvisando. A ella, pese a to-do, parece gustarle, aunque me corrige de vez en cuando, y eso le daa nuestro teatro una dinámica deliciosa. Conoce bien los libros y, siintroduzco en el relato un personaje que ella sabe que aparece en unapágina distinta, viene de inmediato a decírmelo, a avanzar hasta esapágina para que el relato y el texto se sincronicen. Lo hace con una con-descendencia muy graciosa, con severidad pero de una manera amable.Yo obedezco y continúo con mi historia dentro de los límites que ellaseñala. Otras veces, si le parece que lo que le digo no tiene cabida en eselibro, tampoco duda en decírmelo, y yo enmiendo el error y tomo otrocamino narrativo que sea de su gusto. Da la sensación que no necesita aalguien que lea el cuento o invente uno como yo hago, sino alguien queponga voz a las historias que ella imagina. Quiere contar su peripecia através de mí, la misma escenografía de por las mañanas, pero ahora conella o�ciando de director, tumbada en su cama y hablando solo paraencauzarme cuando el guión no es como ella lo hubiera imaginado.

Es inevitable pensar en cómo leerá estos textos míos si es que acasolo hace un día. Y en si a esas alturas de la vida necesitará mi ayuda paraello y será capaz como ahora de pedirla.

* * *

Acababa de dormirse Inés cuando llamó mi hermana. Venía depasar el día fuera haciendo algunas visitas y llamaba nada más llegar

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para ver si podía verla, pero ya era tarde. No es grave, trabajará por lastardes esta semana y puede llamar por las mañanas, antes de que yo lalleve con Christine.

Hablamos un poco de nuestro �n de semana, y otro poco de Inés yde estos días que ha estado con la familia francesa. Conversación consustancia pero de manera liviana, sin darle más hondura de la necesaria;para esto mi hermana tiene un gran talento.

Me contó entonces que dentro de un par de días tienen una cita enuna clínica de reproducción, porque lleva un año intentando quedarseembarazada y no lo consigue. Fue una sorpresa, no estaba al corriente deque tuvieran esos planes. La noticia, sin ser nada que haya que celebrarse,traía sabor agradable, de esas que hacen bien escucharlas. Claro que,como ella bien decía, no es algo alegre, porque se trata en realidad de unproblema al que se pretende poner solución, pero de cualquier modoel anuncio era hermoso y me llenó de ilusión. Mis padres, según medijo, reaccionaron de igual modo cuando lo supieron.

Nos despedimos y se me quedó el cuerpo con ganas de más charla,como si hubiéramos dejado de hablar con demasiada prisa. Es el lastrede las verdades que piden darles púlpito y no podemos concedérselo, elde los secretos que solo son tales porque no tenemos a nadie a quiencontárselo. Una noticia así le invita a uno a compartirla, por lo quetiene de emotiva y reveladora.

Inés se despertó y empezó a hacer ruido. Hizo un amago de llantoy después se puso a gritar. Me llamaba y decía que quería otro libro. Lehabría dejado llorar hasta que se le hubiera pasado, no sería más queuna pequeña pesadilla, pero en lugar de eso subí a verla. Le di agua yotro libro, tal como pedía. Se tumbó con él y luego me lo alcanzó paraque se lo leyera. Era la historia de unas ardillas. Pero en lugar de leérselo,le hablé de mi hermana, le conté lo que me había dicho y añadí algomás de literatura, también más emoción, fantaseé sobre ese primo oprima que ella puede ser que tenga mañana. No decía nada. Tampocosé si, tan adormilada como estaba, entendía el relato y sabía la parte quele correspondía en él, pero no importaba, porque aquella narración erapara mí mismo. Fue quedándose dormida otra vez con este cuento, yyo se lo leí hasta el �nal, pasando las páginas, �ngiendo que estaba todoallí y no en mi propia ilusión.

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Es un hecho: necesito escuchar en mi propia voz las historias valiosasque otros me cuentan.

* * *

Es la primera vez que quemo un libro. Me faltaba papel para encen-der la chimenea y no se me ocurrió nada mejor que coger unas páginasde una de esas pruebas de imprenta que tengo de mis propios libros,de las que hace tiempo que quiero librarme. No son volúmenes inú-tiles, todo lo contrario. Tienen algunas erratas, y una vez que estas secorrigen y el nuevo ejemplar llega, se quedan como una redundanciamolesta, pero por lo demás son libros normales. Si no me deshago deellos es acaso porque no me parece bien destruir un libro sin más, esalgo inapropiado. Tampoco puedo darlo a nadie, porque sabiéndoloimperfecto la idea me desagrada, me avergüenza.

Le arranqué algunas páginas para encender el fuego, y luego penséque ya no tenía sentido guardar el resto del volumen. Esperé a queprendieran las maderas y lo arrojé entero.

Ahora estoy pensando en quemar otro. No uno de los míos, sinouno cualquiera. Supongo que hará un espectáculo parecido. Aquellode que la muerte nos hace a todos iguales se ha de cumplir también paralos libros.

* * *

Día hoy de aire claro, los Pirineos al fondo bien visibles, el cieloimpúdicamente desnudo. Mirar por la ventana me lleva a pensar enesta casa y en este lugar como una cárcel dorada, es inevitable verlo deeste modo.

Cárcel dorada, sí, pero dorada al �n y al cabo. Mira ese paisaje, esesilencio, qué más hace falta si nada hoy te daría mayor calma; cómo vas,pues, a quejarte. Cárcel dorada, sí, pero no deja aun así de ser cárcel,todo intento de olvidar esto no es sino un engaño entre cruel y ridículo.

Las verdades que de pronto no son tales son las más perturbadoras.Nos gusta que el mundo tenga incertidumbres y sorpresas, pero no enaquello que en algún momento creímos estable. Los cimientos es mejorno tocarlos.

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Qué sólida parecía la verdad de esta casa, no había forma de imagi-narla enemiga. ¿En qué se puede con�ar ya, si ni siquiera nos son lealeslos refugios que nosotros mismos de�nimos?

* * *

Pienso esta noche en mí mismo. Re�exiono sobre la forma en queestoy enfrentando estos episodios, sobre lo que espero y lo que estoypreparado para vivir mañana. Pienso en ese mañana, una verdad quehasta hace poco era cosa extraña de la que más valía no ocuparse, asuntoturbio, inestable, al que daba miedo asomarse. Se va aclarando el futuro,al menos el más inmediato y al menos en esta noche que viene con algomás de optimismo; luego ya veremos, quizás sea algo pasajero, peroahora vale la pena darse a estas re�exiones.

Pienso en la forma que tendrá mi vida, y esto es algo nuevo. Antes,cuando todo estaba bien, no lo hacía, por creerla ya resuelta e inamo-vible; y en estos últimos tiempos, desde que estoy solo, por no tenerdeseo de mirar hacia adelante y por guardar una imagen también está-tica del futuro, de un futuro demasiado difuso al que no se le puedeaún dar forma. Pero ahora pienso en ello, en lo que queda por delante.Pienso en con quién lo compartiré y cómo lo haré. Es un pensamientosorprendentemente suave, no viene con emoción, ni impaciencia, niangustia. No hay necesidad de que suceda nada, pero puede suceder, esprobable que lo haga, y por primera vez estoy pensando en ello.

No quiero darme a imaginaciones estériles. Mi felicidad futura bienpodría ser esta misma, la de vivir aquí con Inés y disfrutar mi tiempocon ese puñado de pasiones que tengo y que no requieren de nada másque uno mismo. Pero es bueno ver que empieza a haber espacio parapensar en otras perspectivas, en algunos cambios que pudieran llegar,otras relaciones, otras amistades, otros lugares, quién sabe. Se avista undestino �exible, y por primera vez hay voluntad de emocionarse con él,de entender su incertidumbre como un juego amable en lugar de unmiedo.

Más que la fantasía, lo importante aquí es el hecho de admitirla; noel disfrute de pensar que lo que uno piensa pueda ocurrir, a la manera deun sueño, sino el de ver que se tiene ese sueño. El tiempo va restituyendointactos los anhelos y las esperanzas que habían dejado de ser necesarias,y esto ha de celebrarse así, con ilusión.

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Me da vergüenza escribirlo, no sé si debería tener estos pensamien-tos. No, no es verdad, no me da vergüenza escribirlo; lo que me davergüenza es hablar de ello, desearlo, pero escribirlo es asunto inocuo.Para cuando vuelva sobre estas páginas o alguien las lea, ese futuro sobreel que ando elucubrando ya habrá sucedido, de una manera u otra, yno causara rubor alguno.

Esto también es nuevo: creo que esta podría ser la primera vez queescribo sobre mi propio futuro de un manera tan evidente.

* * *

El juguete ha de servir para levantar mundos. Un juguete es elsustrato de esos universos que el niño, criatura de múltiples verdades,necesita crear para salir adelante. Los juegos que nutren otras realidades,fértiles, generadores de lo que para nosotros son fantasías y para el niñocertezas rotundas, esos son los que perduran. O si no, al menos los quevale la pena observar en la fugacidad de su gozo.

Por ejemplo, los juguetes de construcción. Mecanos y Legos, demetal, madera o plástico. Son la antesala del arte, de la literatura, dela música, que no son sino la expresión máxima de esa �losofía, la dearmar el mundo con un puñado de elementos, ya sean palabras o notaso colores. Allí construye el niño, igual que el adulto lo hará después enesas otras ocupaciones, los pilares de su mundo, las piezas mayores apartir de las fundamentales. Las otras arquitecturas de nuestra vida lascomenzamos a alzar con esos juguetes.

Luego están los que le permiten construir un futuro, que no essino otro mundo en un tiempo distinto. Los juguetes en que el niñoimagina otra edad, los que le permiten hacer las mismas cosas que losadultos y copiar sus tareas y sus rutinas. Los juegos de imitación, losjuguetes que son una reproducción a escala de lo que usan los mayores,igual que el niño es una reproducción a escala de quienes lo aman.

Y por último, los juguetes con los que no crea como tal un mundo,pero con los que es capaz de explorar los que ya tiene. Juguetes viajeros,reveladores, que dibujan escenarios e invitan al pensamiento, a la ima-ginación, al asombro. Y si aquellos otros preludiaban el ejercicio de laescritura o la música, estos nos preparan para la lectura y la escucha, parala contemplación de los paisajes, para los viajes y los descubrimientos ytodo lo que nos haga espectadores del milagro mismo que somos.

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Está montada en su caballo de madera, balanceándose adelante yatrás cada vez más rápido. Mira para comprobar que la observo, buscan-do de mí esa amonestación ligera que le hará sentirse rebelde. Sonríey baja el ritmo, ahora más dulce, trote musical, velocidad de crucero.Pierde la mirada hacia el frente y allá va, cruzando por quién sabe quéllanuras, disfrutando de quién sabe qué libertad de amazona o fugi-tivo, viajando a lomos de un balancín a través de su mundo. Lo quesucede tras la mirada de un niño mientras viaja así nunca llegaremos aentenderlo.

Se gira de nuevo hacia mí. Me mira escribir y vuelve a reírse. Sigo sinentender su viaje, pero ella, en la transparencia de ese gesto, se diría queentiende bien este mío, el de estas palabras, el de estas piezas con quejuego a ensamblar un universo para que ella pueda habitarlo mañana silo desea.

* * *

Qué tres días más plácidos estos últimos. He llevado a Inés conChristine como de costumbre, pero luego no tenía que trabajar (estoyde vacaciones durante lo que queda de año) y he podido dedicarme amis cosas. La misma soledad y tiempo libre que el �n de semana, cuandoella tampoco estuvo aquí, pero con un tinte bien distinto. Ahora novenían tristezas, solo descanso, unas verdaderas vacaciones hechas depausa y despreocupación. Empezar y terminar el día juntos, eso mebasta para que toda la jornada tenga presencia su�ciente y no hayamelancolías.

Por la noche, como para hacer más evidente la falta de responsabili-dades, me he acostado más tarde, aun cuando a veces a esas horas ya notenía deseo de hacer nada. Incluso he visto algunas películas, cosa quehago muy rara vez, y el placer no ha sido tanto el de las propias películascomo el de esa libertad, el de tener tiempo para ocuparme en asuntosmenores después de haber cumplido con las tareas fundamentales.

El jardín trae en estas madrugadas un espectáculo exquisito. Lasluces del pueblo ya se han apagado, no queda más que el brillo tenue dela luna. La niebla recolecta la luz y la �ja en una espuma gris. El aire esun cuadro hecho solo de palidez y sombras, con la profundidad ín�made una pincelada.

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Son días felices y, aunque no estará Inés conmigo, lo serán tambiénlos próximos en Madrid. Creo que esta felicidad es más intensa de lo quecabría esperar, o de lo pueden pensar los demás cuando se preocupanpor mí. Ellos asumen que debo estar triste, y no se equivocan en ciertosmomentos, pero también hay lugar para esta paz de espíritu, muchomás del que creen. En realidad, mucho más del que yo mismo habríacreído.

Al diario vienen algunos a escribir sus secretos y sus confesiones, lecuentan lo que no se atreven a decirle a otros. El diario siempre entiendea quien lo escribe y, si no lo hace, al menos no le recrimina nada. Yo estaclase de con�dencias no las practico. Tengo pocas cosas ocultas, másbien diría que ninguna, pero si las tuviera y fuera capaz de ponerlas enun diario, creo que también tendría la valentía para contarlas de vivavoz. Si hay algo que escribo aquí y no cuento son las verdades que otrosno creerían, las que por ello no tiene sentido compartir, no ya por elmiedo a hacérselas saber a otros, sino porque ese sería un gesto inútil.

Al diario traigo ahora el testimonio de esta felicidad, que tal vez seainestable, caprichosa, algo inexplicable, forzada ante las circunstanciaso antinatural, pero que es a �n de cuentas felicidad. Creo que no vale lapena intentar convencer a nadie de esto, porque no es posible explicarlea otra persona todo lo que sentimos. Predigo que en los próximos días,con todos esos encuentros navideños de familia y amigos, quien másquien menos se aventurará a hacer un juicio sobre mi estado de ánimo,ya sea para sí mismo o haciéndomelo saber. Lo más probable es que seequivoquen, pero qué importa, lo aceptaremos con paciencia.

* * *

Es siempre el mismo aeropuerto, pero cada vez es distinto. El aero-puerto, la estación de tren, el embarcadero, incluso el simple garaje dedonde sacamos el coche para empezar el viaje, todos ellos pertenecena ese destino hacia el que vamos y a ese periplo que allí comenzamos.No tiene más identidad que la que les prestan para nosotros, y de elladepende lo que nos inspiran.

Vuelo extraño este, al �nal de la tarde, hacia Madrid. El caminohasta aquí no fue amistoso, llovía y había demasiado trá�co. La entradaen la ciudad era opresiva, y está claro que cada vez soy menos capaz de

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lidiar con los atascos y la tensión que me produce la conducción fuerade esas carreteras vacías a las que estoy acostumbrado.

También el aeropuerto es más arisco de lo normal. Demasiada gente,supongo que será por las fechas.

En el control de equipaje, pasan delante de mí una pareja joven conun niño de tres o cuatro años. Lleva una maleta pequeña llena de coloresy unos peluches pequeños en la mano. Uno de ellos, una tortuga, sele ha caído por el camino y él no se ha dado cuenta. Lo he cogido y heavisado al padre. La madre al oírlo se ha girado también hacia mí, y losdos me lo han agradecido, cada uno con una sonrisa, mientras el niñoagarraba de nuevo a su tortuga con fuerza. Ha sido agradable, me hesentido bien. Luego me he acordado de nuestro viaje a Irlanda, cuandoInés perdió su peluche, y la sensación se ha hecho algo agridulce.

* * *

No sé si fue mayor la satisfacción o la vergüenza en este caso, peroambas fueron sin duda importantes. Estaba esperando para embarcarel avión, leyendo un libro. Se acercó a mí un chico de unos treinta años,con algo de inseguridad.

—Eres Víctor Olaya, ¿verdad?Al oír eso, yo ya sabía cómo iba a ir la conversación. Si alguien me

reconoce así, tiene que ser por una cuestión de trabajo. Y, efectivamente,eso era lo que venía a decirme: que me había reconocido, que trabajabaen esto de la cartografía y los ordenadores, y que había leído mis librosy era usuario de mis programas. Se excusó un par de veces por abordar-me de esa manera, diciendo que no solía hacer eso, pero que en estecaso no podía evitarlo. «Es que tú en esto eres una leyenda, te conocetodo el mundo» fue lo que dijo. Hacía un contraste curioso ese tonodiscreto, asustado, con esas palabras de pronto tan exageradas que a míme sacaban los colores al instante.

No fui muy hábil respondiéndole. Le agradecí el detalle, le preguntési vivía por aquí y en qué trabajaba, y por parecer amable le dije queme escribiera si alguna vez necesitaba algo, que yo estaba encantado deconocer otros españoles por esta zona que se dedicaran a mis mismaslabores. No se me ocurrió mucho más. La conversación no duraría nisiquiera un par de minutos. Más azorado que al inicio, se retiró sinquerer seguir molestando.

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Lo más embarazoso vino después, cuando me quedé de nuevo asolas en la �la. Junto a mí había una pareja de unos cincuenta años,los dos españoles. Sé que eran españoles porque iban hablando, perodejaron de hacerlo cuando el chico se acercó a mí, sin pudor algunopor curiosear una conversación ajena. También había una chica alta,con el pelo muy largo, que no hablaba con nadie pero leía un libroen español. Vaya, que quienes estaban en mi alrededor más inmediatoescucharon y entendieron todo aquel episodio. En lugar de volver ami libro, me quedé un momento pensando en ese encuentro. Paseéla mirada para disimular un poco, y me di cuenta de que la chica y lapareja me observaban. Ella no leía y ellos no habían vuelto a su charla.Tenían cara de incredulidad, de estar preguntándose qué clase de perso-nalidad sería yo para que un desconocido viniera así a hablar conmigoy se dirigiera a mí con frases como aquellas. Me miraban sin disimulo,concentrados, como intentando sin éxito ser capaces de adivinar en quéclase de ámbito un tipo como yo era una «leyenda». No les culpo, yoen su lugar pensaría lo mismo.

Volví a mi libro y ellos a sus asuntos. No es mal comienzo para unviaje. Hará buena historia para las cenas navideñas. Mi madre y mi tíadisfrutarán sin duda al escucharla.

* * *

De camino a la comida con los amigos de la universidad, paro enuna librería para curiosear un poco. Ambiente de compras navideñas deultima hora, mucha gente. Sin encanto alguno, aquello era más comoun supermercado de libros que una librería acogedora.

En la sección de libros infantiles, un apartado sobre libros parapadres, y en él, más visible que los demás, uno titulado Los niños frenteal divorcio de los padres. No me produce tristeza. Lo que pienso es queyo nunca compraría un libro así. Pasar con él por caja me causaría unavergüenza enorme.

* * *

Todo está siendo más natural de lo que esperaba. No soy más pro-tagonista de estas Navidades que de otras, y no hay más atención sobre

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mí o nada que delate compasión o preocupación fuera de lo habitual.No se habla del tema más que lo necesario, cuando surge de formaespontánea en la conversación. No es asunto tabú, nadie lo evita, essolo una conversación como otra cualquiera.

Dejar atrás un trauma tiene en sí algo de traumático, de vértigo,como también lo tienen las grandes alegrías y las conquistas. No es solodejar atrás algo, es también comenzar una realidad distinta. Obliga aasumir que es ya una vida nueva en la que nos instalamos.

¿Han pasado ya esos tiempos de transición dolorosa, la sensaciónde fracaso, el desnorte y la decepción con uno mismo que sucede atoda pérdida importante? ¿Es esta mi nueva vida? ¿Es aquí a dondeconducían esos sufrires? No es solo el dolor lo que se aleja, es tambiénel tiempo en que eramos vulnerables a él, y esta no es una pérdida tanbienvenida como aquella.

* * *

El amor entre padres e hijos siempre es descompensado. No por laintensidad, a veces perfectamente recíproca, sino por el signi�cado y laprofundidad. Al contrario que con una pareja o con un amigo, dondeexiste un amor de iguales, el de padres e hijos es un amor de distintos,de opuestos. Ninguno devuelve el mismo amor que recibe, sino unsentimiento diferente.

* * *

La casa está fría después de estos días fuera. Nadie me espera. Emilieha aprovechado para llevarse cosas y hay vacíos nuevos. Pero, a pesarde todo, tengo la sensación de volver al hogar, al único hogar donde elreposo es completo y no hay extrañezas.

Mañana llegarán unos amigos a pasar unos días. Visita oportunacomo pocas, vendrán a llenar lo que uno mismo no es capaz de comple-tar en estas circunstancias. Porque la casa es hogar, sí, pero no por ellobienestar o siquiera calma. Es bien sabido que la seguridad y la felicidadestán a veces reñidas.

* * *

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Mientras espero que lleguen los invitados, me ocupo en los entre-tenimientos habituales. Otra forma más de soledad, esta vez breve ytambién sin congoja; al contrario, es una soledad de lo más alegre, conla emoción de esos amigos que llegan y traen además a otras compañíasque no conozco de antes, lo cual lo hace más excitante. Una soledadque se sabe que va a resolverse de esa manera, hacia un disfrute tal, essiempre placentera y merece aprovecharse.

Preparo otra nueva colección de textos para las correcciones de estemes, después de haber recibido las del anterior. Siguen siendo valiosas yútiles, ahora quizás más que antes, porque a medida que se acumulanvan permitiendo una cierta intertextualidad. También se ve que al otrolado hay mejor conocimiento, no es solo ya un lector con capacidadliteraria y maestría en este o�cio, sino también con mayor saber acercade mí mismo, y eso queda sin duda en las críticas y los comentarios.

Vuelve a comentar el buen desenlace de los fragmentos. Los �nalesle resultan originales, sorprendentes, hermosos, de los que crean unaimagen y dejan el poso de la re�exión. Al parecer, se me dan bien estaclase de artefactos, ideales para textos así. Lo dice como un cumplido yyo me alegro de ello, pero también pienso que me gustaría que fuesede otra manera, escribir textos que no necesitasen ese golpe de efectode la última frase. El que persigo es el texto sin piezas, materia única,donde incluso después de haber eliminado todo lo super�uo, cuandoqueda el fragmento perfecto, puede tomarse una parte de él y esta siguesiendo igual de valiosa que el todo.

* * *

La recogí a media mañana. Me vio y vino hacia mí eufórica, con unade esas sonrisas suyas de rencuentro, gritando que quería ir conmigo aEspaña a ver a los abuelos. Era la primera vez que la recogía en la casadonde ahora vive Emilie, y solo por eso ya preveía un momento difícil,como si aquel fuera el último golpe necesario para romper todo lo quequedase de nosotros y del tiempo que estuvimos juntos.

No había echado mucho de menos a Inés en estos días, la verdad, yal pensar en todo ello, en esos dos mundos tan distantes que parecíande�nir mi vida, el de la casa ya solo mía y ocupada estos días por misamigos, y el de Emilie, su otro hogar y su otra familia en la que Inés

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va a pasar desde ahora parte de su vida, tenía miedo de volver a verla.Era transitar entre esas realidades tan distintas, sobre la fractura quehay hoy en mi vida y de la que a veces no es fácil ver salida. Pero, enese momento, al volver a verla, no pensé en nada de ello. Me bastabamirarla, imaginar el viaje que íbamos a hacer juntos, saber que iba adisfrutar de él, y esos dos mundos no importaban porque no era enellos en donde estábamos.

Se metió en el coche sin dudarlo, como con ganas de arrancar ya elviaje. La despedida con Emilie fue fría, yo no quería hablar y tampocoquería darle a ella la oportunidad de mostrarse cariñosa. Parece resistirsea entender lo traumático que es esto, lo dolorosa que es esta situaciónque ella ha provocado. Yo, por el contrario, cada vez lo veo más claro,no porque el dolor aumente, sino por entenderlo todo de una maneramás objetiva. Después de los días de Navidad en Madrid, he visto queeste sufrir, aunque no se haga explícito, se extiende a mi familia másde lo que yo creía, y ello me lleva inevitablemente a un mayor rencor.Podría hablarlo con ella, pero no ganaría nada, pre�ero simplementelimitar el contacto a lo necesario para que Inés no note nada incómodo.Más allá de ahí, no tengo interés alguno.

Inés solo pensaba en el viaje. A ratos le emocionaba el destino, elllegar a España y ver al resto de la familia. Los enumeraba a todos sinolvidarse ni uno, y de cada cual decía algo, como si eso fuera lo que másesperara de esa persona en el rencuentro. Otras veces, se emocionabacon el viaje, sobre todo con el vuelo. Le excitaba la idea de ver de cercalos aviones, de volar en uno de ellos.

Para ella fue un viaje de descubrimiento, un mundo nuevo lleno deverdades que había que aprender y narrar. Para mí, una transición mástranquila y fácil de lo que esperaba, porque la pasión que le despertaba loque íbamos viendo no dejaba espacio para las quejas, todo le parecía bieny obedecía sin protestar. Incluso el control de equipaje, más insidiosode lo habitual, le pareció entretenido y no perdió la paciencia.

Cuando llegamos a la puerta de embarque, faltaban casi dos horas,y el vuelo tenía además una hora de retraso. Nos pusimos a jugar, a saltarpor los sillones vacíos, a mirar los aviones rodar por la pista a través dela niebla de la tarde. Un chico joven fue a sacar de una máquina unaschocolatinas. Inés rondaba cerca y preguntaba, y él la miraba aunque no

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creo que la entendiera. Después cogimos un carrito y la llevé paseandopor las salas de embarque, y cuando volvimos y pasamos cerca de él, elchico me llamó y le dio una de sus chocolatinas a Inés. No era demasiadoamable, casi ni sonrió al hacerlo, tampoco le prestó atención a ella. Selo agradecí varias veces y apenas pareció importarle. Pero me pareció ungesto hermoso, me emocionó, quizás más por la sorpresa o por venir dealguien en quién no se intuían estos detalles. No habría sido mejor si élhubiera sido más efusivo, no era eso lo importante. Inés se apresuró aabrir la chocolatina y comérserla, y se le quedaron los labios y las manosllenas de chocolate. Hacía una imagen de lo más tierno, sobre tododespués de aquella escena, aunque a ella le diera igual que sus golosinastuvieran o no esa historia detrás.

Entró en el avión llena de entusiasmo. La espera no le había hechoperder nada de su emoción. Se portó bien, no tuvo miedo ni quisolevantarse en todo el vuelo. El aterrizaje, muy brusco, le fue indiferente.Solo se giró y me dijo «el avión se ha parado», y lo celebró con una deesas sonrisas suyas que hacen que la consecución de cualquier mínimaempresa tenga sabor de gran logro.

Nos recogieron en el aeropuerto Paula, Germán y mi tía. Paula sehabía disfrazado de león, con ese disfraz que a Inés le gusta tanto, y laesperaba muy quieta, casi como un mimo, con la cabeza algo agachadapara que se viera mejor la cara del animal. Le sorprendió verla vestida deese modo, pero se emocionó menos de lo esperado, tenía más extrañezaque felicidad. O quizás traía ya otras felicidades y otros sobresaltos, yno le quedaba ya energía para uno más. Yo no sabía tampoco nada deaquello, me sorprendí igual que ella, y quizás me emocioné más, pero mireacción no interesaba a nadie, claro. Mejor así, siempre es una ventajaque los sentimientos discurran con sigilo, si no ya por el cuidado queuno mismo ponga en ocultarlos, al menos por la poca atención que elmundo le dispense.

Llegó a casa ya cansada, pero aún capaz de unas últimas sonrisasy saltos cuando vio a los abuelos. Cenó con nosotros y abrió algunosregalos. Luego la acostamos antes de que fuera medianoche, para podercelebrar nosotros el �n de año. No dormía, decía que tenía miedo, y enesto ya no aceptaba la compañía del resto, quería solo la mía. Cuandoquedaba un minuto para las doce, yo aún estaba en la habitación con

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ella, leyéndole historias. Vinieron a buscarme para tomar las uvas, peroestuve a punto de quedarme con ella y no comerlas. Al �nal bajé, lasengullí todo lo rápido que pude, y volví a la habitación cuando ella yahabía empezado a llorar.

Así he empezado el año, calmándole el llanto con una historia, aesa distancia mínima que separa a dos personas que se narran fantasíasy en ellas van dejando con sigilo algunas de sus verdades.

Dijo que tenía miedo y que quería que me quedará con ella, dur-miendo allí mismo, en el suelo. Me tumbé y se quedó tranquila. Cuandosentí que estaba ya relajada, me fui deslizando hasta la puerta y salí sinque me viera.

* * *

El ruido en la casa es insoportable. Si hay alguna diferencia quepercibo de inmediato al venir aquí es esta. A veces me pregunto cómohe podido vivir antes con este alboroto tan violento, si siempre fue asío es simplemente que me he hecho más sensible a ello, o si es asunto deestas fechas navideñas y de sus ritmos distintos. El televisor encendidocon debates estridentes, las discusiones y los gritos entre mis padres ymi tía —mi hermana, activa como la que más, es sin embargo sigilosa,de una dulzura balsámica en comparación con el resto—, y ahora, conInés, todo el mundo intentando atraer su atención como si compitieranunos con otros por ganar su favor, a ratos casi con ferocidad.

Está claro que no estamos acostumbrados a algo así, no solo porel volumen, sino por la crispación de estos sonidos y lo poco amablesque resultan. Inés protesta, le aturde verse en medio de todo ello, y unavez incluso se puso a llorar ante tanto escándalo. A mí me entristece,sobre todo las discusiones y los reproches, y el silencio de las noches medevuelve una paz que durante el día resulta imposible.

En medio de esto, un descubrimiento curioso y reconfortante: Inéspuede ser estridente cuando llora o tiene una de sus rabietas, pero pareceno tener capacidad aún de gritar, de elevar el tono de voz de esa manera.Ese registro agresivo no tiene todavía lugar en su voz.

* * *

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Acababa de pasar junto al cartel que marca el límite de la provin-cia cuando cruzó por delante de mí una cigüeña. Tenía su silueta elper�l típico, como de posado, y pasaba con aire de protagonista. Laniebla, densa durante todo el camino, se había disuelto apenas un parde kilómetros atrás, y caía sobre la dehesa una luz limpia, más brillanteaún sobre las manchas de verde que alfombran el pie de las encinas.Quedaba así un recibimiento de lo más cinematográ�co, la escena llenade esas casualidades tan inverosímiles que no pueden entenderse sinocomo verdades, como señales claras de algo que uno habrá de dilucidara partir de ahora.

Qué hospitalidad más nutritiva la de estas tierras. Para quien yala ha disfrutado antes, tiene la esencia del hogar, de la tierra conocida,pero también el calor de lo viajero, de la forma en que se acoge a quiennada sabe y viene a descubrirlo. Queda siempre un poco de la emociónde arribar a un lugar nuevo, equilibrio exquisito entre la familiaridad yel deseo de sorpresa, entre lo cotidiano y lo forastero.

Tengo que venir más a Extremadura, está claro. Tengo que aprove-char la libertad de estas quincenas en que Inés no está conmigo, y quémejor forma de hacerlo que visitar los otros hogares que uno tiene porel mundo. Si he de hacer un propósito de año nuevo, esté me pareceuno perfecto, tan noble como realista.

* * *

La escritura en sí tiene para mí poco valor terapéutico. Me siento aescribir y ello no resta nada de dolor, si acaso distrae de las penas duranteun momento, pero al acabar siguen allí los mismos pesares. Escribir noes vaciarse de esas penas, solo llenar papeles a partir de ellas pero sindebilitarlas. La música lo es, al interpretarla y también al escucharla,pero las palabras, que en otros momentos se dejan en el papel comolastres y ello es liberador, no son capaces de arrastrar nada consigocuando el penar es de cierta envergadura.

Esta escritura de diarios empieza a ser bálsamo ahora, a medida queel texto crece y madura, y lo que reconforta no es el acto de escribir,sino el resultado. Va tomando forma el diario, se hace adulto, contieneya un universo con sus leyes y sus tiempos, y al mirarlo se encuentraun nuevo sentido a la vida. Con las incomodidades de este vivir cons-truimos otro, que todavía no sabemos bien para qué sirve, pero que de

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cualquier modo nos enorgullece, y es ese orgullo del que nos valemospara enfrentar los malos trances.

Efecto quizás inesperado, pero en estos días no negaremos quebienvenido.

* * *

Algunos diarios son prolijos, voluminosos, su objetivo es crearpaisaje y textura a base de cubrir con densidad su�ciente un tiempo.Otros son ralos, apenas algunas entradas espaciadas que ademas debreves son independientes, autocontenidas, y que en lugar de simplespinceladas sirven de miliarios líricos para inferir el trazado de ese tiempo.

A mí me gustan ambos. Escribo cada día uno de esos primeros,pero pienso en destilarlos algún día en algo más breve, las entradas máspoéticas, los pensamientos más profundos, las páginas que hablan deun tema concreto. Escribo una clase de diarios que podrían convertirseen otra con algo de trabajo. Y en esta dualidad, la vida misma que recojoparece cobrar una dimensión adicional, tener varias lecturas, y con elloser más valiosa o menos merecedora de olvido, aunque se sepa que estehabrá de llegarle de igual modo.

* * *

Inés y yo solos de nuevo. Con�eso que me siento mejor cuando nohay nadie más con nosotros, cuando solo soy yo quien se ocupa de ella.No me agrada compartirla, me encuentro incómodo. No es egoísmo, amí me gusta ver que disfruta con los demás y ver la ilusión de los otrosal estar con ella, pero me parece que somos personas distintas en esecontexto, y que no alcanzamos a desarrollar bien en él nuestra cercanía.Tampoco es solo por mí, sino por ella, porque muchas veces creo que seangustia con tanta atención simultánea, y pre�ero no añadir más cargaen esos momentos.

Nos dejaron mis padres en el aeropuerto. Se veía que aquello eraliberador para todos, y que al tiempo traía las tristezas de la separacióny avivaba las preocupaciones de los unos por los otros. Son paradojasinevitables, a nadie le sorprenden estos sentimientos en las despedidas.Pasamos el control y les dijimos adiós una última vez desde dentro de la

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zona de embarque, Inés igual de formal y diligente que en el viaje deida. El ritual de los aeropuertos parece apaciguarla, o al menos hacerlamás dócil y civilizada.

Este no fue otro viaje de descubrimiento para ella. Aquí ya no habíaapenas nada nuevo, aunque no por ello dejaba de poner igual atencióny curiosidad. Que hubiéramos pasado por todo aquello apenas unosdías atrás no le quitaba exotismo, y lo celebraba a su manera comoparte de idéntico ritual. Ella misma reconocía las etapas: los controles,el embarque, el vuelo. Lo hacía de una manera graciosa, diciendo queaquello era «como ayer». Todo tiempo pasado es «ayer» para ella,cual si no existieran magnitudes en eso del pasado y cualquier recuerdoestuviera a la misma distancia.

La llevé a una zona infantil cerca de la puerta de embarque. Habíatoboganes, colchonetas y una piscina de bolas. No había estado antes enuna, pero fue directa a ella, no sin antes pararse junto a unos niños quese entretenían en los toboganes y hablarles de una forma desvergonzada,vehemente pero a la vez dulce. «Sube por aquí, niño», le dijo a uno deellos que parecía algo reticente a encaramarse al tobogán. Él no reaccio-nó, pero sus padres se rieron, y a mí me dio ese orgullo tan ridículo delpadre que ve a su hija despertar emociones en otros. Me senté con unlibro a su lado y ella se entretuvo en la piscina sin prestarme atención.Alguna vez salía para lanzarse desde el borde, y ahí aprovechaba paramirarme con algo de picardía.

No costó que dejara sus juegos cuando fue la hora de irnos, porqueigual entusiasmo que estos le despertaba la idea de entrar en el avión. Seinstaló muy cómicamente en su asiento, ante la mirada y las sonrisas delos otros pasajeros, en especial de los más mayores, que la observabancon una especie de satisfacción añorante, o eso creía ver yo.

Después, en el coche, se quedó dormida a mitad de camino, y yofui pensando en lo buena compañera de viaje que es, porque era asícomo la sentía, no como un niño al que hubiera de llevar de un punto aotro, ni siquiera como mi hija, sino como alguien que me acompañabaen aquella aventura y la enriquecía.

La dejé en casa de Emilie, todavía adormilada. Se despidió de mí sinánimo, yo creo que ni siquiera se daba cuenta de que era una despedida.Fue algo frío, pero no quería despertarla más.

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Acabo de llegar a casa y es tarde. Apenas hay diez grados, está todofrío y demasiado ordenado (los amigos que se quedaron a pasar el �nde año aquí han dejado la estancia impoluta y aséptica, pensando másen corresponder mi hospitalidad que en los asuntos sentimentales queencierra un hogar). Estoy solo y es la primera vez que sucede de estamanera, con Emilie en su nueva casa e Inés con ella, con dos semanaspor delante para estar sin nadie. De esta nueva vida que comienzo, connuestra dinámica de padres separados establecida y por �n operativa,es la primera vez que paso por esta etapa, la que a priori habrá de ser lamás difícil, la de los días sin Inés y sin nadie.

De esto habrá que escribir mucho, tiempo no va a faltar. Pero noahora, esta entrada es sobre Inés y nuestro viaje. Me hubiese gustadoque durara algo más el tiempo juntos, me ha sabido a poco que recu-peráramos nuestra unión habitual, sin nadie salvo nosotros, durantepoco más que unas horas. Lo intento prolongar en estas páginas, bienes cierto que sin demasiado éxito.

* * *

Al llegar a Toulouse, reconoció el idioma que hablaba la gente ydijo «Estamos en Francia». Luego se arrancó a decir algunas frases enfrancés, para ella misma, como por recordarse que también aquí puedereivindicar su pertenencia.

Después de estos días en España, me gusta oírla hablar en francés yver cómo esta de aquí es también su tierra, su cultura. Yo me siento algomás alejado de esto, el choque es fuerte y hay más nostalgia por lo quehe tenido estos días, por los amigos y la familia y el país, más amistososque este regreso a la soledad de la casa y el lugar ajeno como nunca.

La oigo hablar en francés y no siento que somos aquí dos foras-teros, porque al menos ella sí que pertenece a esto y no habrá formade arrancarle las certezas. Las que yo he perdido, los arraigos que sedemostraron más volátiles de lo que creía, los recupero ahora a travésde ella en esta patria indirecta de estar juntos, uno enraizando verdadesy el otro a su lado cosechándolas.

* * *

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El amor más valioso es el que no existe en la ausencia, sino soloen la presencia. E igual que el amor, también la amistad o cualquierotro sentimiento hermoso que vincule, cualquier unión que puedamanifestarse como liberación o como lastre según la circunstancia.

Ese concepto del amor sufrido que ha de causar desasosiego cuandonos falta, de la tragedia que supone la distancia con quienes amamos,esa es la clase de amor que erradamente perseguimos hasta entenderla verdad de los sentimientos. Pero mucho más cierto que aquel esel amor que no se hace notar apenas en la ausencia, del que aun alno tenerlo cerca no perdemos la referencia y todavía nos templa alinvocarlo, pero que da su mejor verdad cuando se recupera y se vive.El amor del que descubrimos su valor al disfrutarlo, más tangible, másveraz, no solo como lejanía en la que se enraízan las melancolías. Aesta clase de amor debiéramos aspirar, al que nos permite ser nosotrosmismos cuando falta y ser mejores cuando lo tenemos, al que sobrevivea las separaciones y entrega lo mejor de sí mismo cuando se materializa.Con eso deberíamos soñar, con la imposibilidad de la melancolía, conla felicidad de los momentos compartidos, ya sean pocos o muchos,breves o duraderos, dispersos o continuos sin darnos descanso.

* * *

Cocina y lectura, qué combinación más acertada esta. Leo mientrasse termina de hacer la comida, sin alejarme demasiado del fuego, no vayaa ser que me olvide de él. Un paisaje bien literario el de los fogones, buenambiente para lecturas de toda clase. Es una combinación de contrastes,por ser la lectura algo tan individual y privado, y la cocina un asuntosocial y de encuentro, o así es al menos como a mí me gusta entenderla.También la literatura lo es, como cualquier forma de comunicación,pero lector y escritor suelen estar separados y no existe esa sensación decompartir, ese sabor tribal que sí hay en la cocina, igual que lo hay en lamúsica en vivo.

He decidido cocinar aunque esté solo. No me agrada, yo no hesido nunca a�cionado a los asuntos culinarios, aunque sí a la partesocializadora y humana. Es esa parte por la que quiero seguir cocinandoaunque sea no más que para mí, para crear la ilusión de comunidad alcalor del guiso. Cocinar para mantener lejos la soledad, quién me lo ibaa decir.

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No es tan extraño. Lo hacemos de igual manera con la escritura, alimaginar un lector que pueda hacernos compañía, incluso si ese lectorno es sino nuestro yo futuro. También con la música, al tocar pensandoen quien pudiera escucharnos, en el juicio que podría hacer de nuestrainterpretación. Yo a veces, cuando ensayo piezas que voy a tocar frentea un público, practico incluso los discursos con los que acompaño lascanciones, los pronuncio en voz alta al terminar la música. Y no es portrabajar esa parte verbal de un concierto, sino por hacer más verídica lafantasía del público.

El arte como forma más adulta y menos sospechosa de procurarnosun amigo invisible cuando ya no somos niños.

Cocino y leo, ya digo. En las manos el libro y en el fuego la melodíadel hervor, la voz de la fritura y el borboteo. La narración en las paginasy en las recetas y en los ingredientes, en los utensilios y en las tipografías.Se cocina también el libro a base de metal y jugos, y en el plato, a fuegolento, se inscriben narrativas, nudos, desenlaces, suspenses, poesías.

Ya está en su punto, pero es momento aún de paciencia. El platoal enfriarse gana su sabor como lo hace el texto cuando se guarda a laespera de mejores vapores. Comer es una relectura en la que se evalúala labor creadora del tiempo.

Dejo el libro y pongo la mesa para sentarme a comer. Otro de esosrituales extraños cuando se practican en soledad, pero ritual al �n y alcabo, y como tal sirve para convocar compañías.

Leo algunas páginas ya sentado a la mesa, al estilo de esas genteselegantes que leen el periódico por las mañanas mientras desayunan. Oeso cuentan las películas, porque yo no he visto nunca a nadie desayunarde ese modo, con toda esa ceremonia, aunque como rito es sin dudaexcelente.

Para el postre, dejo el libro y vengo a escribir esto. Así es la escritura,como un postre, no la etapa previa a la lectura, sino al contrario, elremate de esa atmósfera que queda tras leer un libro. A mí la lecturame abre el apetito de escribir, siempre ha sido así, y es por ello queleo los libros sin ritmo, sin ser capaz de concentrarme en ello durantedemasiado tiempo, porque el cuerpo me pide ser yo quien cuente losuyo en lugar de seguir en la narración de otro.

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Llama mi tía. Le hablo de lo que he cocinado y se lo enseño através del ordenador. Pavo con una salsa de mostaza, acompañado deespinacas, cebolla y champiñones, y guarnición de granos de trigo. Nadademasiado especial, pero suena elaborado y eso le agrada, a ella que estásiempre diciéndome que no me alimento bien, que como cualquiercosa y no me preocupo por tener una buena dieta.

* * *

La mayor virtud de la vida: su capacidad de recomenzar, de inhabi-litar el pasado y procurarse nuevas verdades. Es por ello que se puedeentrar a la vida de alguien a cualquier altura, sin importar cuánto quededetrás, y tomar en ella un lugar de privilegio si así se nos permite. Estoes difícil de creer, pero sucede tal cual: estamos siempre dispuestos areescribir nuestras tramas y nuestros protagonistas, pudiera ser que paracrear la ilusión de un tiempo �exible y dócil. El �nal nos viene escrito,pero podemos jugar con los inicios, convencernos de que cualquiernueva empresa, aun tardía, es el origen de todo y de nosotros mismos.No es olvido, mantenemos todo nuestro bagaje; es solo que nos procu-ramos otro comienzo, un nuevo linaje, y lo hacemos remontar hasta lamisma distancia que los otros.

Se puede buscar en cualquier momento de la vida aquello quebuscábamos en sus primeros compases. Y se puede encontrar también,sin que en estas pesquisas pueda decirse nunca que vamos tarde.

* * *

Llama Emilie por Internet al �nal de la tarde para que pueda hablarcon Inés. A Inés se la ve bien instalada en esa otra casa, feliz, y se alegrade verme igual que yo de verla a ella. Nadie diría que solo llevamos undía separados.

Es un momento hermoso, pero también irreal; hay en él demasiadaspiezas que parecen no encajar. De todas ellas, Emilie es sin duda la másdesubicada. Es ahora para mí una persona muy lejana, extraña. Esto ensí no es incómodo, todo lo contrario. Si al desamor le sigue el olvido y laindiferencia, no queda entonces lugar para el sufrimiento, y ello ha deverse como algo a celebrar, un desenlace indeseable pero afortunado de

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todos los sentimientos y experiencias anteriores. Con Inés en la escena,sin embargo, la sensación es distinta. Lo más desconcertante es ver lacercanía entre Emilie e Inés, porque la unión entre ellas es igual queantes, quién sabe si aún más intensa, y esto no parece correspondersecon mis sentimientos. Hay un desfase entre nuestros lazos; el triánguloque formábamos ha perdido todo su equilibrio. Mi hija, tan cercana ytan íntima, tiene una madre que debiera también ser así para mí, peroque sin embargo me es ajena, y que parece estar ahí usurpando un papelque no le pertenece.

No escribo apenas sobre esto, no lo necesito y no me agrada, peroes obvio que mi opinión sobre Emilie sigue empeorando. Consigodirigirla hacia esta abulia de sentimientos y evito así caer en rencores,pero cada vez hay más rechazo, no solo hacia ella, sino también hacíanuestro pasado y lo que representa. Se podría decir que el tiempo estatratando mal a este recuerdo y a la imagen que me ha quedado de ella,pero tampoco eso es cierto. No es el recuerdo, sino la verdad quien estácastigando a esta memoria. Y la verdad es un juez más implacable queel tiempo.

* * *

Hace un par de años que hicieron algunos trabajos forestales a lasafueras del pueblo. Apearon un puñado de árboles, se llevaron las trozasmás grandes, y dejaron las ramas y restos tirados en el monte, sobretodo cerca de la carretera. Desde entonces, cuando voy a caminar y pasopor allí, me traigo a veces alguna rama no muy grande para echarla a lachimenea. No es que me haga falta, tengo provisión de leña su�ciente,pero tiene encanto lo de cosechar cualquier cosa en mitad del monte,supongo que por cultivar esa ilusión de que la naturaleza nos provee lonecesario sin que haga falta más que salir a por ello.

Hoy quise hacerlo de una manera algo menos espontánea. Fui apasear como de costumbre, pero en lugar de ir con las manos vacíasllevé un pequeño saco y un serrucho. Todavía hay mucha madera aban-donada, aunque quedan ya pocas ramas largas que puedan traerse confacilidad, llevándolas a modo de bastón como hacía hasta ahora. Asíque fui a cortar unos leños más manejables y traerme madera su�cientepara el día.

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Llovía muy suave, una lluvia silenciosa. La tarde en sí era silenciosa.Paraba el serrucho y quedaba una calma con un punto de misterio,intrigante. Esa madera no le importa a nadie, y desde la carretera nisiquiera se me veía, pero como soy aprensivo para esta clase de cosas,me sentía algo azorado y serraba las ramas con la premura con la queuno desea acabar las tareas dudosas, reprobables.

Fui cortando los leños y metiéndolos en el saco, cual un botín. Dejéel serrucho allí para volver quizás mañana a por más, y regresé a casacon el saco al hombro. Como era de esperar, no me crucé con nadie enel camino.

Qué satisfacción más rústica esta. No es el contacto con la natu-raleza lo que estimula, sino la tarea primitiva, y la de la madera pareceser la que a mí más me llena. Nunca he practicado la recolección deninguna clase de fruto, tampoco la caza o la pesca. A los rusos les apa-siona la búsqueda de setas, y yo, apasionado de su cultura, veo en estouna costumbre llena de encanto y signi�cado, pero a pesar de ello nohe participado nunca en una de esas jornadas campestres escrutando elsuelo cuchillo en mano. Las otras formas de disfrutar de la naturalezadel pueblo ruso, abundantes y variadas, me han despertado siempremás interés.

Con la madera que he cogido, arde ahora el fuego. Ha costadoencenderlo, estaban los leños mojados y dan menos calor del que daríala madera seca, pero qué importa. El calor no es solo asunto de tem-peratura, más aún en un día como hoy, menos frío que los anteriores,donde el fuego tiene también vocación de compañero.

Sentado frente a la chimenea, un pensamiento al hilo de todo esto:yo nunca he tenido interés en plantar un huerto, no me satisface esaocupación como lo hace este asunto de la madera, y creo que es porquese trata de un proyecto demasiado inmediato. Apenas se prolonga enel tiempo; en el plazo de un año caben todas sus fases, se va desde lasiembra hasta la recolección del fruto. Después es vuelta a empezar,repetición de lo mismo, no es un trabajo que progresa. Creo que espor eso que el huerto me parece un labor estéril, porque da fruto, sí,pero es uno que no tiene el valor de una dedicación prolongada, másinabarcable, y a mí lo que me gustan son las empresas longevas, ya lo heescrito muchas veces. En vez de un huerto, yo plantaría un bosque. Y

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no sería por el bosque en sí, sino para, al cabo de décadas, una sola vezen la vida, ir a talarlo con mis propias manos.

* * *

Día más cálido hoy, aunque todavía gris. No he encendido la chi-menea, pero fui al bosque a por otro saco de leña. Sin tanto encantocomo ayer, aunque es una manera magní�ca de complementar el paseo.Creo que se va a convertir en rutina, al menos hasta que la madera seacabe. Eso sí, debería buscarme un serrucho mejor, porque el que usoestá oxidado y apenas corta, y es demasiado fatigoso serrar las ramasmás gruesas.

«La madera calienta dos veces: una al cortarla y otra al quemarla».Lars Mytting. El libro de la madera.

* * *

De nuevo un comentario que había escuchado de algunos amigos,esta vez viniendo de una persona distinta: mi voz tiene un sonido ra-diofónico y denso, una profundidad llamativa. Me lo dice como uncumplido, y a mí me gusta oírlo. Añade que el tono le resulta muyagradable, relajante, y que esto es más cierto aún cuando se me escuchaa través del teléfono.

Llega este comentario al mismo tiempo que algunos pensamientosmíos muy relacionados. Ando pensando últimamente que me gustaríahacer algo con mi voz, grabar algo, usarla para contar alguna historia odar vida a algo. Quizás sea para contrarrestar la frustración de no sabercantar que de vez en cuando me asalta. No sé cantar, y es una pequeñatragedia, porque haría muy buena combinación con la guitarra si fueraal menos capaz de canturrear algunas canciones, pero está visto que novalgo para ello. A veces he pensado en tomar clases de canto, algo básico,sin pretensiones, pero nunca me decido y siempre pienso que no valdráde mucho. A estas alturas, ya no tiene sentido seguir planteándoselo.

El caso es que la mía no es una voz para cantar, pero al parecer sílo es para narrar, para transmitir historias, y esto en cierto modo esincluso mejor. Por eso me gustaría encontrarle una ocupación, porquees desalentador pensar que a una de las pocas virtudes que uno tieneno se le saca todo el partido que debiera.

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Había pensado, por ejemplo, en leer estos diarios y grabarlos. Noañade mucho valor al texto en sí, pero si los diarios son un testimonioque habrá de quedarle a Inés, cabe pensar que el efecto que tendrán serádistinto si además de en el papel puede recorrerlos a través de mi propiavoz. O no sé, quizás en lugar de añadir algo le resten profundidad a laliteratura o echen a perder una parte de este proyecto, todo pudiera ser.

También es probable que no haga nada, que no estamos ya parameternos en nuevas aventuras. Seguramente sea esto lo que pase.

* * *

Otra noche llena de imprevistos en el bar de Michael, como corres-ponde a los días de sesión irlandesa, siempre erráticos y sorprendentes.No había ido a las de los últimos dos meses, por descansar un pocode ellas como ya escribí aquí, y este mes tampoco tenía intención departicipar. De hecho, ni siquiera me había acordado de que ayer habíauna hasta que Michael me escribió hace unos días para proponermehacer un pequeño concierto ayer tarde. Organizaban una tarde de idio-mas, para que los ingleses que van al bar puedan practicar su escasofrancés y los franceses hagan lo mismo con su igualmente pobre inglés.Se preveía una tarde tranquila, y en estos casos siempre recurre a mípara poner ambiente musical, no sé bien si porque mi estilo de músicava bien para tales ocasiones, o porque sabe que yo siempre acepto y voycon mi guitarra a amenizar cualquier evento a cambio de un poco deconversación y unas cervezas. Ambas razones, supongo.

En �n, que allí fui a ejercer mi papel de animador musical, y po-co antes de salir caí en la cuenta de que era día de sesión irlandesa yque está vendría después de la soirée lingüística, así que cogí todos losinstrumentos y me preparé para una larga tarde de música.

El bar estaba ya bastante lleno cuando llegué, algo extraño a esashoras de un viernes. No era, sin embargo, un ambiente tranquilo comoel que yo esperaba, y allí nadie hablaba otra lengua más que la propia.La chica que se iba a encargar del asunto de los idiomas, que al parecertrabaja como traductora, estaba sola tomándose una cerveza en la barra.No se la veía muy decepcionada, a pesar de que su propuesta no habíatenido éxito y la gente lo que quería era beber y divertirse. Yo hice lomismo, porque no parecía tener mucho sentido que tocara. Siguió

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llegando gente, casi hasta que no cabía ya nadie más, aunque lo de losidiomas se había dado por perdido desde hacía rato. Michael me ibarellenando el vaso puntualmente, con evidente satisfacción por ver queel negocio funcionaba tan bien aunque fuera de forma distinta a lo quehabía previsto.

Los músicos llegaron puntuales a la hora de costumbre. Todoscomentaban lo extraño que era el ambiente del bar, con tanta concu-rrencia y tanto bullicio. Vinieron más que de costumbre, los �jos yalgunos a los que no había visto desde hacía bastante tiempo. Patricktrajo a un amigo irlandés que tocaba el violín y la mandolina, y que erala primera vez que venía. Un músico excelente, sobre todo al violín, conun estilo particular.

Me sentí más integrado que otras veces. No sé si ha sido el efectode estos meses sin venir, o quizás sea por la composición del grupo estanoche, con otros músicos además de los habituales. Toqué bastantescanciones, e incluso me aventuré a proponer algunas. Hablé mucho conPatrick, que siempre tiene una conversación agradable sobre asuntosmusicales, a pesar de que a veces, en su erudición y su papel de ser elúnico irlandés de estas reuniones, tenga una actitud algo paternalista.

Al �nal de la noche, cuando ya el bar estaba más vacío, dejé la músicay me fui a hablar con Jean Loup, a quien hacía mucho tiempo que noveía. No se puede decir que tengamos siquiera una amistad, porque noshemos visto en contadas ocasiones, y siempre a través de otros. Tenemosun amigo común, y durante un tiempo yo toqué en un grupo con suantigua pareja, violinista ella. Pero, a pesar de ello, cuando nos cruzamossiempre hablamos con calma y es una de esas relaciones en las que, sinllegar a profundizar más o hacer intención de ello, es obvio que las dospartes se sienten cómodas y tienen aprecio mutuo.

Hablamos de música, como hacemos siempre. Él no sabía queyo tocaba el violín. Confesó que era la primera vez que pasaba por lasesión irlandesa a pesar de vivir en el pueblo. Yo ni siquiera sabía quevivía allí, pero ya digo que sé poco o nada de él y nuestra relación esmuy super�cial, aunque cuando nos veamos hablemos como viejosconocidos que supieran todo el uno del otro. Ciertas amistades tienenestas disonancias y no por ello son mejores o peores, sino simplementedisfrutables de una manera distinta.

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Sigue dedicándose a dar clases, de bajo, guitarra y canto. Comovenía yo de haber escrito acerca de mi frustración cantante y mi deseode hacer algo vocal, le quise preguntar por esas clases suyas, y le contéque me gustaría poder cantar al menos un poco. Me animó a intentarlo,en parte con buena intención, en parte con obvio interés comercial.Quién sabe, quizás tome esto como una señal y me anime a ir con él aaprender algo, como un último intento de sacar adelante esa aspiraciónde cantar que no sé bien si podré llevar a alguna parte o estoy realmentenegado para ello.

A pesar de la buena música y la conversación, no me quedé hasta el�nal de la noche. Estaba ya cansado y quería volverme. Noto última-mente que los �nales de las noches me dan una pereza enorme, me pideel cuerpo una retirada más temprana, y no es una cuestión física, decansancio, sino algo emocional. Las horas últimas de una reunión sonpoco valiosas y dejan mal regusto, mejor no apurarlas tanto.

* * *

Emilie trajo a Inés a primera hora de la mañana. Tiene una reuniónen París el lunes, y me había pedido si podría yo encargarme de cuidarlael �n de semana, mientras ella viaja. Por supuesto, le dije que sí. Unasemana sin Inés ya se me ha hecho demasiado larga, y pasar un par dedías juntos me parecía perfecto.

Vino amistosa, como siempre, y trajo además unos regalos de reyespara mí. Yo, al contrario, no tenía para ella ni regalos ni amistad. Leagradecí el detalle pero no fui capaz de más emoción. No hay agresividadalguna, pero mi trato es completamente aséptico, frío, como frente aun desconocido. No sé si para ella será incómodo este desequilibrio tanevidente, sobre todo por ser quien muestra afecto y no lo recibe, peroparece haberlo asumido. Yo, por mi parte, también lo tengo asumido.No me apena que sea así, y tampoco me perturba. Es como tratar conesas personas que son excesivamente sonrientes y dulces desde el primermomento, que exageran sus muestras de cariño, y frente a las que nopuedes responder con igual efusividad porque no las conoces y te hacefalta algo más de intimidad para ser de ese modo. Aquí la raíz es distinta,pero la situación viene a ser parecida. Y, como en ese caso, no me provocaincomodidad, lo veo simplemente como una circunstancia irrelevanteen esto de tratar con otras gentes.

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Los regalos son muy buenos, la verdad. Uno es una reproducciónde una lámina que representa las principales montañas del mundo, queyo había visto hace tiempo en una pequeña librería en un pueblo dePirineos (no recuerdo ahora cuál). El otro es un libro sobre esa clasede cartografía tan artística y lírica de montañas y ríos comparados, hoypoco común, pero que fue muy popular en el siglo XIX. Es quizás elregalo más personal que Emilie me haya hecho nunca: es acertado y de-muestra un conocimiento exquisito de las querencias del homenajeado,como ha de ser todo buen obsequio con una cierta intimidad. Noso-tros nunca fuimos de hacernos regalos, menos aún en fechas típicascomo la navidad o los cumpleaños. Quiere esto decir que esos regalosde hoy los ha pensado mucho más que todos los que me hizo en otrotiempo, cuando un regalo tenía más signi�cado entre nosotros; hay untrasfondo y una dedicación en ellos, pero a pesar de esto el esfuerzo esen vano, porque yo no veo más que meros objetos, muy interesantesambos, eso sí, pero nada más.

Me he sentado al �nal de la tarde a leer el libro, después de acostar aInés. Es un libro excelente, de los que cada página por sí sola vale tantocomo el conjunto. Disfruto la lectura, pero no hay nada de sentimien-to, nada de la ilusión que tiene el gozar de un regalo, la emoción quetrasciende al propio regalo y trae el placer adicional de celebrar un lazo.Todo el valor lo lleva el libro en sí, y sería un disfrute idéntico si en lugarde tratarse de un regalo lo hubiera comprado yo mismo.

En �n, es lo que hay. No vamos a a�igirnos por esta circunstancia.En cierto modo, quizás haya de ser incluso motivo de alegría, porquepudiera ser una buena señal. Lo mejor va a ser ni siquiera pensar en ello.

* * *

Después de su primera experiencia en la piscina de bolas del aero-puerto, pensé que sería buena idea ir con Inés a otro de esos parquesinfantiles. Busqué en Internet y encontré uno en Auch que estabaabierto todo el día. Comimos pronto y nos fuimos para allá a pasar latarde.

Me reconforta verla jugar en este escenario, en un lugar desconocido,con la compañía de otros niños de todas las edades a los que no ha vistoantes, porque el juego es revelador de sus querencias y sus mecanismos.

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Y cómo estos son semejantes a los míos, satisface ver que en esa parte denuestras identidades estamos tan próximos.

Se metió nada más llegar en la piscina de bolas, que más que piscinaera una jaula, y allí estuvo buceando entre las pelotas de colores, mirandode vez en cuando para asegurarse de que yo estaba al corriente de sudisfrute. Había muchos otros niños, casi todos algo mayores, jugandoen el otro lado de la sala con otras diversiones. Salió y vino hacia mícon gesto de ya no querer jugar más allí. Miraba a los demás niños conpena, quería meterse en sus juegos, pero yo le había dicho que no fueraa esa parte, que aquello era para los más grandes, y además ella mismaprefería las bolas. Entonces un grupo de pequeños pasó por delante y,cuando les vio zambullirse, fue detrás para unirse a ellos.

Es en esto en lo que se parece a mí, en la prioridad que concedea su vida exterior frente a la interior, en lo cómoda que se siente ensoledad, pero también en la incomodidad que esa misma soledad le causafrente a otros. Si hubiera sido la única en la sala, no le habría importadojugar ella sola durante toda la tarde, le bastaría aquella piscina de bolaspara encontrar diversión su�ciente. Es capaz de estar horas dibujandogarabatos o armando construcciones o inventando historias con un parde muñecos, esa es su vida interior profunda y bien desarrollada. Perocuando alrededor los demás interaccionan y se sociabilizan, y ella sabeque podría participar junto a ellos, todo eso queda de lado y necesita elcontacto. La soledad duele siempre que no es un estado voluntario, yesta es una verdad que no sabe de edades.

Yo experimento algo parecido, en especial en los viajes, cuando meveo entre desconocidos y no acierto a tomar parte en sus quehaceresaunque sea eso lo que más me guste como experiencia viajera. Apreciomis ocupaciones individuales con más pasión que nadie, de la música ala literatura y pasando por el simple placer de sentarse a re�exionar. Pero,en contextos así, estas no entusiasman ni son necesarias; lo fundamentales el instinto social, la comunicación. E incluso se llegan a rechazar,porque tienen el sabor agrio de los sucedáneos, y no hay nada peor quegastar nuestras pasiones en combatir con ellas las carencias de otros denuestros deseos.

Esta vez era solo ella la que buscaba compañía, no yo. Los otrospadres (o más bien madres, porque no había hombres salvo los que

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venían con sus parejas) dejaban a sus hijos jugando y hacían allí susreuniones paralelas, en algo que parecía ser parte de una rutina. Yome sentía a gusto solo. Es una cuestión de contexto, y este a mí nome generaba ninguna necesidad de socializarme, más bien al contrario.Como ya preveía esto, me llevé un libro y estuve leyendo mientras Inésjugaba. Los niños alborotaban y hacían ruido, y yo además tenía quevigilarla de vez en cuando, pero aun así conseguí leer bastante y congusto. Soy un lector feliz; quiero decir, un lector que opera bien sinmás que sentirse feliz, me basta eso para concentrarme. Un poco deserenidad y bienestar, y lo demás importa poco, la concentración llega,me abstraigo del entorno y entro en el libro por completo.

Por supuesto, no fue fácil volver a casa; ella quería quedarse y seguirjugando, pero le prometí que volveríamos pronto y aquello fue su�cien-te para que le entraran ganas de irse y cambiar de aires. Las dinámicasde un niño son algo maravilloso, mucho más que los momentos aisla-dos y los gestos y las pequeñas anécdotas. Ese cambiar de parecer sintraicionarse a sí mismo, ese salir y entrar en mundos distintos, cuántabelleza hay en ellos y cuánto futuro es capaz de articular un padre alconstatarlos.

Ahora escribo en lugar de leer, y ella se entretiene con la plastilina yviene de cuando en cuando a mostrarme sus creaciones. Qué bien sabenlos escenarios humildes cuando uno viene de sus hermanos mayores yrecrea los mismos compases, para saberse así más dueño de su verdad aestas escalas domésticas.

* * *

El libro que llevé al parque de juegos, uno de segunda mano quecompré en Navidad en Madrid, traía una dedicatoria. «¡Batallitas ati!», decía, y con esto me habría bastado para empezar a cavilar sobrecómo sería la vida del dueño original, siendo este un libro de memoriasy abundante en desventuras. A veces hay más literatura en el contextode un libro que en libro mismo. Eso, o que el lector sabe buscarla mejorallí que en las propias páginas.

En lugar de hacerlo, pensé esta vez dos cosas bien distintas: la pri-mera, que yo nunca he regalado un libro con una dedicatoria así. Lasegunda, que a mí me han regalado muy pocos libros, y que ningunode ellos traía dedicatoria alguna.

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Hablábamos Inés y yo sobre unos de sus juguetes. Ahora que pasade una casa a otra y tiene en cada una de ellas cosas distintas, se entu-siasma en estos regresos al recuperar sus pertenencias, como si todolo que encuentra fuera nuevo. Preguntó por un muñeco que echabade menos y yo le dije que no estaba aquí, que estaba en casa de mamá.Empezó a hacer memoria y acabó recitando sus juguetes favoritos ydónde quedaba ahora cada cual, si aquí o allí. Después, al compás deesta relación de cosas, se quedó pensando un instante y exclamó:

—¡Tengo dos casas! ¡La casa de papá y la casa de mamá!Había un gozo evidente en esa frase, como si de pronto descubriera

que el destino había sido con ella más benévolo de lo que creía y le habíaobsequiado una suerte valiosa, digna de celebrarse de esa manera.

Se está adaptando bien a nuestra nueva situación, de eso no hayduda. Incluso sabe verle el lado positivo. Y yo, que aún ando con misinquietudes y mis miedos, los olvido por un momento y quiero ver enesto otra razón más para convencerme de que nos aguarda un buenfuturo, a ella y a mí, tanto juntos como en la parte de nuestras vidasque ahora ya no compartimos.

* * *

Me corrige cuando uso una palabra de manera distinta a como ellalo hace. El signi�cado de la palabra es rígido, único, y todo lo que sesalga de ahí merece amonestación. En lugar de discutir con ella, recti�coy acepto su crítica, y a veces reformulo mi frase de una manera que lesatisfaga.

Aprendemos el lenguaje temprano y sin di�cultad, pero es muchodespués y no sin esfuerzo que comprendemos la manera de domarlo, latenacidad de sus límites. De poco sirve lo uno sin lo otro: el fundamentosin la creatividad, la creatividad sin la materia prima.

* * *

Mañana difícil en casa de Christine. Se había levantado Inés prontopero muy sonriente; participó en el desayuno con entusiasmo, se dejóvestir luciendo una sonrisa, y en el coche fue hablando llena de vitalidad.

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Pero al llegar y ver a Christine, se agarró a mi pierna y puso un gestohuraño, y todo lo que no fuera estar conmigo le disgustaba.

Me quedé unos minutos para que se calmase, jugando con ella.Funcionaba bien, pero cuando trataba de que Christine me diera elrelevo, reaccionaba de mala manera. Le dije que me iba y se puso a gritarcon verdadera rabia, más que una pataleta corriente. Me lo pensé uninstante, pero como vi que Christine ya iba a ocuparse de la situación,me fui y la deje allí llorando.

No me causan pena estos episodios. Sé que no tienen razón deser sus llantos, y que una buena parte de ellos es mero teatro. No soysensible a estos teatros, es un gaje inevitable siendo padre. Lo que meperturba, lo que me hace a veces sentirme mal conmigo mismo, es pensaren si estas escenas habrán de dejar en ella alguna marca. Porque yo séque no hay nada malo en dejarla allí, que volveré por la tarde a recogerlay va a estar bien, sé que es un trámite sin más, aunque pueda no seragradable. Pero, ¿qué es lo que ella entiende en ese acto de separarnos?¿Cómo interpreta mi rechazo, la negación de esa compañía que ella,ya sea con su tragicomedia o no, me pide de una manera tan visceral?¿Sabe que es un adiós inocente y que es ella la que sobreactúa, o ve enello una traición?

El contexto una vez más, que todo lo cambia. Y una despedida sincontexto deviene siempre abandono.

* * *

El día más frío del año, y quizás de todo el tiempo que llevo aquí.El termómetro marcaba ocho bajo cero a primera hora de la mañana,y yo tenía que llevar el coche al taller para que le arreglaran la luces,que ayer de pronto dejaron de funcionar. Tuve que rascar el hielo delcristal, y así no hay quien empiece el día con ánimo; no hay labor másingrata y desagradable que esta. A mí el frío ya se sabe que me gusta,pero mi desagrado por los coches se acentúa en estas circunstancias,y las bondades del invierno se disipan cuando tengo que bregar conincomodidades así.

Dejé el coche en el taller y me fui a hacer tiempo hasta que lotuvieran arreglado. Acababa de asomarse el sol y se intuía que iba aser un día radiante, ni una sola nube en el cielo. La luna brillaba en lo

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alto, muy blanca y bien per�lada. Sobre el campo caía esa luz sólida delos días así, asustada de la escarcha y los hielos, como con resquemor aderramarse por completo, y que se queda �otando sin llegar a iluminarlotodo. Luego toma con�anza y barniza los edi�cios de piedra, el ocre delos caminos, el agua, y así hasta que al �n se instala debidamente y eldía queda completo.

El taller está en las afueras, y desde allí se veía todo el campo heladoy los jardines de las primeras casas, a los que el frío parecía darles airede congoja. Fui caminando hacia el centro y, como no tenía prisa, cogítodas las callejuelas que pude, más frías, sombrías, donde el agua habíahecho algunas serpientes de hielo muy graciosas y desubicadas. Entré enun bar y pedí un desayuno como hacía tiempo que no tomaba: choco-late caliente, dos cruasanes y una chocolatine. Más que por hambre, fuepor tener una excusa para quedarme allí más tiempo, al calor. Saqué unlibro que llevaba y comí y bebí despacio mientras leía. Podría habermequedado más, leyendo un rato después de acabar el desayuno, pero medio vergüenza abusar. Terminé el último bocado, acabé la página, yvolví a la calle.

Seguía haciendo el mismo frío, pero al sol le había dado tiempoa ir templando las otras temperaturas del mundo; había más gentepaseando, todo parecía más alegre. Me fui a caminar por las carreterasque salen del centro de salud, en otro de los extremos del pueblo. Fuealgo inconsciente, cogí esas carreteras sin pensar en el recuerdo quetraían. Porque era allí a donde iba a pasear cuando Emilie venía al centrode salud a sus cursos de preparación al parto, y esto ya lo dejé escrito enotro libro y por ello las memorias vinieron de pronto, no sé bien si conintención de nostalgia o de verdadero daño.

El recuerdo era claro, visual. Detalles sobre los que no había escrito,entonces irrelevantes, volvían arrastrados por esa remembranza y sehacían de inmediato representativos, imágenes vívidas de otro tiempo,y la verdad es que más que darme tristeza o dolor me traían duda, por nosaber bien cómo interpretarlos. Esta es una clase incómoda de recuerdos:los que no tienen utilidad ni fundamento, los que no es uno capaz declasi�car en ninguna categoría sentimental y por ello se sienten ajenos.

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Por suerte, eran todos recuerdos circunstanciales, y según me alejéde allí empezaron a perder fuerza. El hecho mismo de haberlos recorda-do era ya un recuerdo en sí, uno sin apenas poder para invocar sentiralguno.

Me llamaron del taller poco después para decirme que ya estaba elcoche arreglado. Muy oportuno, porque estaba empezando a quedarmefrío y el paseo ya se me hacía excesivo. La reparación, por fortuna, fuepoca cosa. Volví a casa y me puse a trabajar como si el día acabase deempezar.

* * *

Antes de las diez de la noche ya estaba en la cama. No tenía sueño,pero no quería hacer nada. Tampoco era tristeza, sino solo desgana. Loúnico que me apetecía era meterme en la cama y dormir. Pensé quetardaría en encontrar el sueño, pero no fue así. Tenía tan poco espírituvital que mi cuerpo, aun sin fatiga, también entendió que lo mejor eraretirarse.

Me he levantado con mejor ánimo. Hoy será un día normal, supon-go.

* * *

Igual que en mi vida cotidiana, también en la escritura he ido per-diendo con el tiempo la vergüenza. Escribo sobre temas que no mehabría atrevido a tratar en otro tiempo, y entiendo hoy que hacer públi-co un sentimiento las más de las veces no provoca más que silencio. Taninútil es la vergüenza dentro como fuera del papel, esto he comprendidocon los años.

Paradójicamente, los textos que escribí tiempo atrás, cuando eramucho más pudoroso, son los que ahora me avergüenzan, no ya por lopobres que resultan, sino por lo que esa pobreza revela de mí mismo.Una circunstancia que creo haber superado, pero que, de no ser así, nosería capaz de contar hoy sin el mayor de los sofocos.

* * *

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La tarde vino con tristeza, con esa depresión sutil que inducen losdías más largos de lo que debieran. Calentaba poco la chimenea, todoen la casa andaba destemplado.

No había razón para aquello, no al menos una obvia, como tampocola había para que este humor me llegara hoy y no otro día, a esta hora yno a otra. Me puse a pensar en ello, por hacer de investigador de mispropios males, y por ver si así me distraía y se me iba el desasosiego.

Echaba de menos a Inés, eso estaba claro. Estar sin ella es liberador,pero tiene un peso inevitable en mi estado de ánimo, incluso cuandoaprovecho la libertad de no tener que cuidarla para ocuparme en asuntosque me hacen sentir feliz. Es un vacío que está siempre ahí presente,la presencia de la ausencia, siempre más tangible y corpórea que la deaquello que poseemos.

Pero Inés no lo explicaba todo, tenía que haber algo más. Creo quelo que echaba de menos era a Emilie, y la verdad es que esto no es algoque me sorprenda. Había estado aquí ayer, porque yo dejé a Inés conChristine por la mañana y ella fue luego a recogerla, pero antes de irse asu casa pasó a coger unas cosas. Me vino muy bien esa visita, Inés llególlena de ilusión y eso siempre es agradable. Con Emilie no hubo másafecto que otras veces, todo en una cordialidad justa y sin asperezas,pero parecía que me incomodaba menos tenerla en casa. Se quedó unpoco sentada en el sofá con Inés, porque pidió ver unos dibujos y yo selos puse para darle un pequeño capricho, y no me violentó tenerlas alas dos así, haciendo su vida allí sentadas mientras yo me ocupaba deunos asuntos de trabajo.

No es a Emilie a quien echo de menos, eso ya no es posible. Noquiero que vuelva ni quiero compartir mi vida con ella como antes.Pero esa presencia suya tranquila, natural, esa sí me trae nostalgia. Másque nostalgia es una mezcla de melancolía y resignación, por pensar queno solo se ha perdido algo, sino también la posibilidad de encontrarlode otra manera. No es probable que alguien vuelva a ocupar esta casajunto a mí de ese modo, como lo hacía ella en nuestra convivencia tansencilla, tan espontánea, tan orgánica. Vendrán otras personas y traeránfelicidades puntuales, algunas de ellas intensas, y en su ausencia la casaserá, por el contrario, difícil. Y ese vaivén sustituirá a la calma chichaque teníamos antes, donde todo era un término medio de bonanza y

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placidez. Eso, el reposo emocional, la sensación rutinaria de que no ha-bía emociones porque estas no se manifestaban, la compañía de alguienque tampoco se hacía notar, eso es lo que echo de menos.

Voy a dejar de escribir, porque estas re�exiones me están causandomás tristeza que liberación. Mejor olvidarse de ello y pensar que ha sidoun desánimo pasajero como tantos otros, veleidoso y sin motivo.

* * *

Tarde de librerías, el único pasatiempo por el que venir a Madridvale la pena.

En una de ellas, quizás mi favorita de la ciudad, la narrativa estáordenada por sus idiomas de origen. La sección de literatura francesa esamplia, abundante en ediciones originales, y hace como un pasillo entrelas de anglosajona y eslava, en las que recalo siempre con más deteni-miento. Por esa colección francesa, no obstante, paso normalmente sinmucha atención, porque qué sentido tiene buscar algo aquí si puedohacerlo en Francia y encontrar a buen seguro mejor surtido. No es aeso a lo que vengo.

Sin embargo, esta vez me detuve, curioseé los libros, tomé algunosy los hojeé, leí las contraportadas. Había algo que me pedía parar allí,la voz repentina de una falta que parecía haber encontrado un buenlugar en el que resolverse. No había interés literario, era no más por unacuestión personal, por el placer de recuperar una cierta familiaridadahora distante. Allí estaban las portadas reconocibles, los títulos, losautores, las señas de identidad de ese mundo editorial francés, y a travésde ellas recuperaba la de toda una cultura, que es también la de partede mi vida más reciente y la mía propia. Me invadió una sensaciónde hogar. Manoseaba los libros, buscaba señales, frases, me deteníaa veces y observaba de lejos el conjunto; quería tener lo mismo quepodía tener allá en Francia, como si de este modo fuera posible estaraquí y allí al mismo tiempo, unir esos hogares dispersos. Era comoencontrar símbolos de tu origen en un destino distante, con el calorque eso despierta en uno incluso si lo hallado tiene poco valor.

Desde allí, seguí mirando el resto de libros, ahora ya sí por la litera-tura, sin sentimentalidad alguna.

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Compré una antología completa de las obras de León Felipe en unúnico tomo, casi dos mil páginas de un papel muy �no, al estilo de unaBiblia. No hay nada nuevo, todo eso lo he leído ya repetidamente hacetiempo, pero encontrarlo así, en un solo volumen, me causó una emo-ción intensa e inesperada. Fue una de las compras con más signi�cadoque he hecho nunca, al menos en lo que a libros se re�ere.

Si este diario ha de recoger mi verdad, entonces es relevante consig-nar aquí la compra y la emoción que me produce el libro. La importan-cia de León Felipe en mi vida es mucho mayor que la de cualquier otroescritor, y va sin duda más allá de la literatura.

* * *

Avión temprano de vuelta a casa. No hay Metro a esas horas, asíque pido un taxi. El conductor es muy amable, de trato tranquilo, peroconduce demasiado rápido. Pienso en pedirle que vaya más despacio,pero me da pereza hacerlo. La oscuridad, el vacío nocturno de la ciudad,la velocidad, todo ello le da a este viaje un regusto de traición.

El de la despedida, como el de la huida, es un arte que se aprende abase de tesón y decepciones.

* * *

La niebla ejempli�ca bien la verdad de ciertas tragedias: son desagra-dables para quien las padece desde dentro, pero dueñas de una estéticaexquisita cuando se observan desde la distancia.

* * *

Un amigo mío, excelente pianista, publica en estos días su primertrabajo en solitario como cantante. Son cuatro canciones, todas ellascomposiciones propias, en las que llevaba trabajando desde hacía mesescon gran ilusión, y que ha compartido con su círculo de conocidoscon evidente entusiasmo. Las he escuchado esta mañana y el resultadoes deprimente, entristecedor, más aún si uno conoce lo buen músicoque él es y ha escuchado otros discos anteriores. Todas las cancionesson pobres, de melodías simples y arreglos obvios, y con unas letras

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infantiles que rozan lo ridículo. La grabación no es mala, pero la vozaun así suena �oja y sin carisma.

¿Cómo decirle que su trabajo no está a la altura de lo esperado?¿Cómo hacerle ver que no es este el camino a seguir, que malgasta sutalento y que sería mejor seguir en lo que hacía hasta el momento contan buen resultado? Peligroso es estancarse y no crecer, ya sea comoartista o como persona, pero más peligroso aún es evolucionar en unadirección equivocada. Así pues, situación peliaguda esta, enfrentado aese dilema de no herir al amigo pero honrar la amistad siendo sincerocon él. Veremos cómo la resuelvo.

Un pensamiento que me viene al hilo de esto: ¿y si yo estuviera sinsaberlo en este mismo caso? ¿Y si mis ocupaciones creativas no fueranbien encaminadas y me equivocara al desarrollarlas? No es solo el hechode engañarse a uno mismo y creer que el trabajo tiene más valor del quele corresponde, es ver que tenemos valía para un cierto arte, pero quepara materializar esta valía deberíamos renunciar a la forma en que lovenimos afrontando el arte hasta ahora. Si fuera este el caso ¿qué haría?¿Cambiaría igual que se le sugiere al amigo que regrese a su antiguoestilo y se olvide de estos nuevos proyectos? ¿Dejaría yo, por ejemplo,estos diarios, si recibiera una mala crítica y la recomendación de escribirotra clase de textos donde mi escritura tiene más valor?

* * *

Lo he escrito ya aquí en más de una ocasión: no hay dolor en estaseparación que venga del hecho en sí de perder a Emilie, no hay unsufrir amoroso o romántico. Todo el sufrimiento viene por la situaciónque de ello resulta, difícil para mí, y por acaso pensar en el futuro. Sontristezas que nada tienen que ver con asuntos románticos, con relacionesy parejas.

Pensaba que esto se debía al tiempo ya pasado, al desarrollo tanlento y erosivo de esta historia, quién sabe si a la manera en que miopinión sobre Emilie ha cambiado al ir descubriendo verdades. Pensabaque era algo circunstancial, algo particular de este caso. Ahora creo queno es solo eso, porque no es solo frente a ella que se mani�estan estasnuevas.

Mi forma de entender el amor y la pareja son distintas hoy. Pudieraser que a causa de esta ruptura y de esta última experiencia sentimental,

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o no más porque vamos entendiendo los sentimientos de una formadistinta conforme maduramos y hacemos acopio de experiencias. Peroya sea por una u otra causa, la pérdida del amor no representa ya para míuna tragedia tan insalvable. No es solo que perder a Emilie no me apenetanto como lo hubiera esperado o como hubiese dolido en otro tiempo;es que cualquier perdida amorosa me resulta hoy más irrelevante queantes. Duele, sí, es trágico, pero muchas otras pérdidas se antojan másdevastadoras.

De otra manera: el amor ha perdido en mi imaginario su lugar deprivilegio, y su ausencia, aun dolorosa, no justi�ca tanta amargura si sesiguen gozando otras fortunas que hoy juzgo más fundamentales.

Esta forma de pensar —o de sentir, debiéramos decir— se extiendemás allá de la realidad y de mi vida. Por ejemplo, a la literatura. El llantoamoroso, por poético que resulte, me interesa menos hoy día. Si hede buscar lecturas tristes —y las busco, porque de siempre me hanresultado las más placenteras y terapéuticas—, lo hago hoy en otroscon�nes, en los de duelos distintos a este del querer y el corazón roto.

* * *

No es solo en las tragedias sentimentales donde la literatura meresulta hoy insu�ciente. También en las bondades de lo amoroso heperdido el interés; cualquier romanticismo, sea en la celebración o en elduelo, se me hace irrelevante sobre el papel.

No consigo abstraer del poema la idea de amor, es como si se hablaratan solo de un amor especí�co, concreto, hacia una persona por la queyo no podría sentir nada parecido, y soy por tanto incapaz de compartirel sentimiento.

Lo curioso es que, al mismo tiempo, quizás me sienta ahora máscapaz de sentir amor, más dispuesto a enamorarme que nunca. Y es queel cinismo aumenta con los años, pero más lo hace aún la necesidad dedarle sentido a la vida.

* * *

Otro de los talentos asombrosos del niño: el de ampliar a ojos ajenoslas fronteras del mundo que habita.

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La veo correr por el salón. Lleva sus juegos de un rincón a otro yen cada uno instaura un reino distinto, desovilla una trama nueva quehabrá de continuarse por sí misma cuando ella salte a otro lugar, alládonde también comenzará un tiempo nuevo y una historia aún porescribirse. Se antoja in�nita la casa, como un espacio donde tuvierancabida todos los o�cios, los orgullos, las emociones, los discursos, lassuertes.

Los con�nes se diluyen cuando lo con�nado se puebla de esperanza.

* * *

Si Inés se asoma algún día a mis diarios, ningunas entradas tendrántanto interés para ella como las de este volumen. Escribo pensando enlo que a mí me gustaría poder leer de mi familia, la clase de verdades quequerría tener escritas por uno de mis padres. Y pienso ahora que, si mispadres estuvieran separados como lo estamos Emilie y yo, y más aúnsi esa separación hubiera sucedido a una edad temprana de la que yono guardara recuerdo, ninguna circunstancia querría esclarecer tantocomo esa, de ninguna otra sería tan valioso el recuento.

Estos no han de ser necesariamente mis mejores textos, tampocolos más inspirados ni los más merecedores de preservarse. Pero sí son losque no puedo dejar de escribir, los que si faltasen harían tambalearse larazón de ser del resto.

Estoy escribiendo ahora las páginas más importantes de mi vida.

* * *

Vino Emilie a recoger a Inés para que pasara el día con ella. Sigue sintrabajar los miércoles, así que, en lugar de llevar a Inés donde Christine,se ocupa ella de cuidarla, como hacíamos antes.

Estábamos en la calle, instalándola en la sillita del coche. Lo hacía-mos con prisa, porque el día era frío y soplaba un viento incómodo. PasóBernard en coche y se detuvo a nuestra altura. Le saludamos, hicimosdesde la distancia una conversación de esas insustanciales, y seguimos alo nuestro. Él arrancó pero apenas avanzó unos metros, solo soltó unpoco el freno y dejó que el coche cayera muy despacio. Le miré y él nosestaba mirando todavía, como si quisiera decirnos algo más. Emilie le

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estaba abrochando a Inés el cinturón, así que me acerqué yo a ver quéquería.

—Quiero hablar un momento con Emilie —dijo.Fui a llamarla y ella se acercó al coche mientras yo terminaba de

abrocharle el cinturón a Inés.Estuvieron un minuto, no más. Cuando volvió, le pregunté sobre

lo que habían hablado y me dijo que era acerca del alcantarillado delpueblo, de cuya instalación se habla desde hace unos meses. Al parecer,se ha abierto un periodo de revisión pública, y podemos pasar por elayuntamiento a ver el borrador y opinar al respecto. Eso era lo que que-ría decirle a Emilie, para que ella (y no yo, o ambos juntos) participarasi le era posible.

Me sentó muy mal este gesto, el hecho de dirigirse a Emilie y no amí, como si yo no tuviera nada que decir. Me enfadó este ninguneo, laforma en que lo hizo, y aunque habría sido desagradable en cualquiercircunstancia, lo era más en esta, ahora que soy el único que vive en lacasa y que Emilie y yo hemos hablado de no esperar más y hacer cuantoantes los tramites legales para que yo compre su parte de esta. No sé siBernard estará enterado de que ella ya no vive aquí, quizás no haya sidoobservador y no se haya dado cuenta de que hace ya casi dos meses quesu coche no esta aparcado frente a la casa, pero eso es lo de menos. Elgesto era feo, o al menos yo no podía interpretarlo de otra manera.

Emilie se fue con Inés y yo volví a dentro a trabajar. Se me quedó unpunto de rabia, me apetecía reivindicarme como dueño de este lugar,como si así pudiera cobrarme venganza de esta suerte de afrenta. Almismo tiempo, me daba igual el pueblo, sentirme parte o no de él, quelos vecinos piensen una cosa u otra, o que alguno de ellos, si es que estáal corriente de la situación, pueda considerar que hubiera sido mejorque yo me fuera y ella se quedase. Me es indiferente, el pueblo no espara mí hoy más que esta casa, el paisaje, mis paseos, ver jugar a Inésen el jardín y corretear por las callejuelas con ella. El pueblo soy yo, micircunstancia aquí, y lo que me importa es solo eso, lo que yo veo, loque yo de�no, mi criterio en el que puedo incluir a los demás según meconvenga.

* * *

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Nos habíamos quedado sin leña para echar al fuego y le propuse aInés salir conmigo a buscarla. Le emociona mucho ayudarme en esto,en cuanto sabe que voy a salir coge la linterna y se lanza hacia la puerta.Le puse el abrigo, el gorro y la bufanda, porque tenía pensado ir a cogerunas ramas pequeñas que hay al �nal de la parcela y es un paseo máslargo, y ella, viendo que nos pertrechábamos de aquella manera, seemocionó más aún.

Cruzamos el jardín, la carretera y toda la parcela. Ella movía lalinterna hacía todas partes, no entendía bien a dónde íbamos, pero sabíaque era importante alumbrar el camino. Le dí una madera pequeña yyo cogí el resto en una brazada. Quedó un pequeño palito en el suelo yella fue a enfocarlo con la linterna, lo agarró con la otra mano y me loacercó.

Volvimos paseando muy despacio, en silencio. El cielo estaba des-pejado, de una profundidad como pocas noches, y al mirar hacia elhorizonte ya se veía todo constelado de luces. Las noches tan oscurastienen algo primigenio, algo de hombres primitivos que encuentran enesas referencias de la noche su lugar en el mundo, y con él un poco desolaz ante las preguntas también primitivas de la vida.

Se detuvo a mi lado y observó conmigo, pero en lugar de seguircallada fue cantando las estrellas más brillantes, señalándolas y gritandopara que yo también las mirara. Y mientras lo hacía, allí fuera en mitadde la noche, sentí como nunca la soledad de este lugar, de estar los dossin nadie más, de refugiarnos en la casa que es nuestro rincón dondenos aislamos de todo y somos felices. Fue una de las soledades máshermosas que he sentido, y con esa sensación y algo de frío nos pusimosa encender la chimenea. Nos quedó un fuego muy vivo, como lleno degozo; las maderas pequeñas y bien secas ardían de una manera eléctrica.Le pregunté si era feliz y ella dijo que sí, y después sonrió con picardía yme pidió que le pusiera unos dibujos.

* * *

La literatura es pasión disgregadora, nos aleja de los demás en lugarde acercarnos. Compartirla no une apenas, no al menos como lo haceel coincidir en otras labores y otras artes; es demasiado personal. Ycuando encontramos a quien no la necesita con la misma intensidad que

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nosotros, lo hallamos extraño, incomprensible, y esto sucede tambiénde manera más dramática que con quien no nos sigue en otras pasiones.

De las pasiones que uno puede cultivar, tal vez no haya ninguna tanpeligrosa como la literatura: ninguna distorsiona tanto nuestra visióndel mundo y nos hace tan intolerantes.

* * *

Visita familiar: mis padres, mi hermana y Germán. Primera vez quevienen desde que estoy solo, y está claro que la visita no es inocente,tiene un trasfondo y una sentimentalidad distinta a cualquiera de lasanteriores. Vienen con intención de sanar, de acompañar, aunque estono sea evidente y a estas alturas ya ni siquiera sean por completo cons-cientes de ello. Se diría que vienen a cerciorarse de que mis días aquí noson tan grises como creen, a con�rmar por sí mismos que cuanto yo lesdigo es cierto y voy recuperando mi bienestar.

Llegaron tarde, casi a medianoche. Inés estaba en la cama, pero sabíade su llegada inminente y no dormía, se entretenía con los pelucheshablando y cantando. Cuando les oyó llegar, le entró una risa nerviosay todos al oír aquello quisieron subir a verla.

Qué distinta es la forma en que han tomado la casa esta vez. Nohacen nada nuevo, podría ser cualquier otra ocasión anterior, perosu presencia se siente diferente. Esta vez han traído la familia, nuestrafamilia, consigo, algo de lo que antes no eran capaces o tal vez ni siquieraintentaban. Antes se integraban como podían en la otra familia, la deEmilie y mía, que era a quien correspondía este lugar. Las nuestraseran tribus bien avenidas, amistosas, pero en cierta medida inmiscibles,porque los grupos tienen siempre algo de identidad y las identidadesalgo de orgullo que se resiste a capitular por completo sus verdades.Ahora no tenemos esas fronteras, no vienen a instalar aquí su mundosino a ampliar el mío, y en ello todos nos sentimos parte de algo mayor.

* * *

Volvíamos a casa a media tarde y me pareció buena idea parar enBazian para que diéramos un paseo y los demás vieran el pueblo. Esun pueblo de lo más pintoresco, nunca hay nadie y desde fuera no

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parece que tenga nada de interés, pero el centro es recoleto y muy bienconservado, con sus callejas alfombradas de hierba bien cortada encualquier época del año. Vive poca gente, menos incluso que aquí, perotodas las casas están en buen estado y da gusto ver el conjunto así, con suaspecto de cuento. Tiene un aire tan vivaz que uno no presta atencióna la falta de gente, es una despoblación que se antoja circunstancial ycomo tal se agradece. Siempre me había preguntado el porqué de eseaspecto tan turístico sin que el pueblo lo sea en absoluto, o más bien elporqué de que un lugar así no despierte interés a pesar de merecerlo.

Había esta vez una pareja joven por la calle. Iban con un hombremayor y dos niños de algo más edad que Inés, y cuando ella los vio sefue a jugar con ellos. Con la excusa de los pequeños, nos cruzamos unasfrases. Resultó que la pareja y los niños acababan de llegar, se habíanparado allí sin saber bien por qué, y el hombre, que vivía en el pueblo,al cruzarse con ellos se había ofrecido a enseñárselo. Ahora querían quenos uniéramos nosotros también, él por compartir su orgullo con másgente, y ellos por compartir el favor y no sentirse tan incómodos antelas atenciones inesperadas que les brindaban.

Nos abrió primero la iglesia, modesta pero tan bien conservadacomo el pueblo. Se puso a perorar sobre la historia de los frescos y de laspiedras, habló de una condesa que había contribuido a la ampliacióndel edi�cio, y el discurso, a pesar del detalle y de lo insigni�cante deaquella información, sonaba agradable y espontáneo, fácil de seguirincluso si, como era mi caso, tenía que ir traduciéndolo al español parael resto. De vez en cuando, lanzaba alguna pregunta, se reía al ver quenadie sabía la respuesta, y se la respondía él mismo con una especie deorgullo muy leve.

Nos llevó a la sacristía, en la que se guardaba un retablo de maderacromada, y allí nos enseñó unos documentos que decía haber encon-trado hace años durante una obra: facturas viejas, documentos legalesde principio de siglo, esa clase de cosas que no interesan a nadie peroque, presentadas así y por alguien con tal entusiasmo, tiene el valor delfolclore y la familiaridad. Es eso lo que uno va a buscar en esta clase deturismo tan modesto; no a ver objetos exóticos ni costumbres extrañas,sino a comprobar que allí lejos de casa la vida es como donde uno habita:hecha de piezas irrelevantes y por eso mismo tan dulce.

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Salimos a la calle, donde nos fue explicando un poco de historia decada casa, incluyendo la suya propia. De esta parte se le veía aún másorgulloso. De su propia casa, porque había sido él mismo, según dijo,quien la había reconstruido, y la labor era de una factura exquisita. Delresto, porque al parecer era él quien se encargaba de mantener el puebloen tan buen estado, y este trabajo también tenía un valor evidente.

La calle estaba salpicada de piedras con formas curiosas y pequeñas�guras, y al preguntarle por aquello dijo que era un hijo suyo escultorquien las hacía.

—Empezó pronto en esto de las piedras. Desde que tenía catorce oquince años ya le gustaba tallarlas.

Acabamos el paseo en la puerta del castillo, sobre una especie debalconada. Hizo amago de despedirse, pero apenas nos dejo tiempoa que le devolviéramos el gesto y le agradeciéramos la compañía. Encuanto vio que intentábamos atisbar al otro lado de la valla, se ofreció aabrirnos la puerta y hacernos también la visita del castillo.

Qué castillo más imponente es aquel, aunque desde fuera no loaparente; ha de ser uno de los mejores de toda la zona. Sin exageraciones,poco ostentoso, grande como corresponde a un castillo, por supuesto,aunque de una talla comedida. La puerta de entraba se diría que es deuna casa normal, elegante pero nada excesiva. Lo más impresionante erael pozo, que debía tener casi dos metros de diámetro y estaba horadadoen el suelo de roca maciza, una oquedad como una caverna a la que nosasomamos todos a mirar.

El dueño del castillo no vive en él, lo habitual en estos casos, perodaba la sensación de que acabara de irse hacía unas horas. Se veía el lugarvivo, bien cuidado, con calor aún en sus rincones y ninguna voluntadde caer en el olvido.

Inés jugaba con los otros niños en el jardín, y aquello le daba a laescena una pincelada hogareña, como si fuera nuestro propio jardín ysaliéramos a aprovechar el último sol de la tarde con quehaceres así demundanos. El juego sencillo, el disfrute inocente de los niños, y todoello puesto en un escenario como aquel, hacía un contraste agradable.

Atardecía y la luz se anaranjaba sobre las paredes del pueblo. Elhombre nos despidió a la entrada, bajo el arco, y también allí nos despe-dimos nosotros de la pareja, él más tímido, ella sonriente y dicharachera,

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comentando la suerte que había sido encontrar un guía así por casuali-dad.

Volvimos a casa y preparamos la cena. Mi madre fue a dar un paseoy regresó diciendo lo mucho que le gustan el pueblo y la casa; luego, asu manera poco prolija pero sentimental, comentó lo bueno que eraestar allí todos juntos. Yo no salí con ella ni tampoco dije nada después,pero llevaba mi orgullo prendido después de la visita de la tarde. Porquetodos tenemos orgullos sencillos, grandezas minúsculas y discretas, y vera otro dando voz a los suyos enciende de inmediato los nuestros. Aquelhombre contándonos su pueblo, mi madre recitando sus cercanías, esobastaba para que yo pensara en ser así, en que querría ser como ellos, meimaginaba aquí en algún mañana, orgulloso de este lugar y esta familia,haciendo lo propio para compartir esos sentires.

Buen �nal para una visita cercana y entrañable como pocas antes,de la que tampoco cabe sino sentirse orgulloso.

* * *

Mi primer recuerdo es de un ordenador color crema con una pan-talla de fósforo naranja. Lo teníamos en lo que llamábamos el «salónnegro», un segundo salón en la primera casa de mi familia, con un techopintado de negro. Tenía un sofá, una mesita baja y una larga encimerasobre la que descansaba un equipo de sonido, la colección de vinilos yaquel ordenador. Recuerdo entrar allí para sentarme frente al aparato yescribir aquellas primeras historias, mi primera literatura, que luego mimadre se llevaba al trabajo e imprimía y encuadernaba en una especie decarpetillas de plástico con espirales. Yo tendría siete u ocho años. Unade aquellas historias la presenté en el colegio a un concurso de literaturainfantil y no la aceptaron porque dijeron que no podía haberla escritoyo, que allí se intuía la ayuda descarada de un adulto. Esto lo supe des-pués y lo cierto es que me pareció algo por completo irrelevante, no mehizo sentir orgullo alguno ni tampoco enfado.

Después comencé a escribir poesía, decisión que no recuerdo aqué obedeció, como tampoco recuerdo mis inicios de lector de versos.Lo que sí sé es que esto lo hacía a mano, no en cuadernos sino casisiempre en cuartillas sueltas llenas de tachones. Conservo algunas deaquellas páginas, aunque nunca vuelvo a ellas; son pobres, demasiado

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inmaduras, y a la vez demasiado tardías como para tener al menos elvalor de los inicios inocentes y entrañables.

El siguiente recuerdo es de nuevo frente a un ordenador, este ya enla casa de Villaviciosa. El ordenador estaba en la terraza, sobre una mesacon ruedas. El recuerdo más nítido de esa época es el de un día probable-mente de otoño. También escribiendo poesía. Sé que era otoño porquela terraza estaba cerrada pero no tenía calefacción, y la temperatura enella era fresca aunque no tanto como lo sería durante el invierno. Sehabía hecho ya de noche, mi madre me llamaba a cenar pero yo seguíaun poco más, anotando unas últimas ideas, puliendo unas estrofas conalgo de frío pero sin querer dejarlas así, con ese pudor que siempre hetenido para las cosas que considero incompletas.

El ordenador se movió a una habitación vacía (no a mi propio cuar-to, no entiendo bien por qué si yo era prácticamente el único que loutilizaba), y en él seguí con mis versos. De ese tiempo vienen los pri-meros poemas que hoy conservo, los más antiguos con los que puedoidenti�carme y no sentir vergüenza. Esto es, las demostraciones mástempranas del escritor que hoy soy, que empezó a ser tal en esos mo-mentos, y quizás por ello también tengo algunos recuerdos claros deese lugar, ese ordenador, esa silla, esa postura, de todos los ingredien-tes fundamentales para componer aquellos poemas. (Me gusta usar elverbo «componer» cuando se trata de poemas, como si fueran piezasmusicales. Creo que «escribir» no es su�ciente, no re�eja lo que sucedecuando se crea poesía, es una forma pobre y poco poética de expresarlo.)

Saltamos después a mi primera casa, en Plasencia. Estuve allí unossiete años, hubo mucha escritura, así que no es extraño que tambiénhaya recuerdos de esta. Por ejemplo, de trabajar en mi libro sobre Rusiaa partir de las notas que traía de mis viajes en libretas arrugadas y sucias,con una caligrafía tan pobre que incluso a mí mismo me costaba enten-der lo que había escrito. También versos, sobre todo los últimos, los queescribí en las semanas tras la marcha de Celine. Después de aquello nohe vuelto a la poesía salvo en un par de estrofas perdidas, es decir, nada,y no creo que vuelva a hacerlo ya. Y luego recuerdo las muchas tardesque pasé escribiendo mi libro sobre SIG, sus cerca de mil páginas en lasque, aunque nadie lo sepa ni lo intuya por ser este un libro técnico, haymucho más de sentimentalidad que en casi todo el resto de mi literatura.

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Voy a contar esta historia, creo que por primera vez, aunque tiene taltinte literario que me parece siempre al recordarla que la he escrito anteso debo al menos haberla contado de alguna forma.

De aquel libro llegué a escribir algo menos de la mitad, pero al cabode un tiempo dejé de hacerlo por agotamiento, me superaba ese proyec-to. Mi novia de aquel entonces, que trabajaba en estos mismos asuntosde los mapas y los ordenadores, me animó un día a continuarlo, dijoque ella consultaba mucho esas primeras páginas que yo había escrito yle había dejado leer, y que ojalá pudiera algún día tener todo el libro alcompleto. Aquello me emocionó, me vino de pronto la necesidad deacabar el libro, porque me asustaba que todo ese trabajo que ya habíahecho fuera para nada si ella pensaba que era algo tan valioso. Paracanalizar ese ansia repentina, decidí que intentaría tener listo el libropara su cumpleaños, para el que quedaban unos ocho o nueve meses.Lo pienso ahora y me parece un regalo extraño, hermoso pero tambiénraro, aunque en aquel momento me emocioné tanto con la idea depoder ofrecérselo como con la idea misma de acabar el libro.

Trabajé en aquellas páginas con locura. Era diferente a escribir litera-tura, porque no dependía de inspiración alguna; avanzar en ese trabajoera solo cuestión de tiempo, de sentarse más horas frente al ordenador,y yo esto sabía hacerlo bien. Ya había trabajado así en otros de mis textostécnicos, con pasión, con dedicación algo obsesiva, pero ahora, con esafecha límite, era un cometido aún más intenso, más frenético, y, conesa opresión del tiempo, irónicamente más placentero.

En esos meses mientras escribía, ella y yo dejamos de estar juntos,pero no importó. Seguíamos siendo amigos, y el objetivo de regalarle ellibro era igual de válido. Conseguí acabarlo a tiempo y se lo di por sucumpleaños. No lo esperaba, creo que le pareció algo extravagante y nosupo al principio cómo reaccionar, pero se sintió feliz y así me lo dijo.En la primera página puse una dedicatoria para ella, como no podía serde otro modo, y eso le causó mucha vergüenza, más aún cuando el librose publicó formalmente al poco tiempo y empezó a hacerse populary venderse bien. Años más tarde lo reescribí y preparé una segundaedición, pero mantuve la dedicatoria idéntica.

El siguiente recuerdo es ya en esta misma casa. En la mesa del salón,redactando las experiencias de mis primeros días aquí, cuando, después

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de un tiempo intentando escribir sin lograr nada, me di cuenta de queera sobre estas rutinas sobre las que debía armar un libro. Un momentodecisivo del que no fui entonces muy consciente, pero que ahora alverlo desde esta perspectiva tiene un peso innegable, porque fue ahícuando entendí el signi�cado de la escritura como experiencia vital,como empresa compleja; cuando me consideré a mí mismo escritor porprimera vez, sin que por ello sintiera que era mejor que antes, pero dealguna manera sí más legítimo.

De la mesa pasé al sofá y al ordenador portátil. Acabé ese libro, nacióInés, y vino entonces la idea de estos diarios. Y así he escrito la mayorparte de ellos, aquí mismo, en tardes y noches de una puntualidad ritual,rara vez faltando a esta cita sin la que ya los días se antojan desnudos.Mismo lugar, misma costumbre, el ordenador sobre las piernas, algoque beber, el fuego encendido frente a mí en el invierno, paisaje �elpara estas prosas.

Han cambiado muchas cosas: la compañía, el humor, mi propiaescritura, la forma en que Inés participa de esta escena. Pero al recordarahora este bagaje de escritor, al memorar los escenarios en que he idopracticando esta parte fundamental de mi vida, siento que esta del pre-sente es quizás su forma de�nitiva. De igual manera que mi escrituraha evolucionado y hoy se contiene toda en estos diarios, también lo hahecho el acto mismo de escribir, del que inevitablemente arranca unaparte de lo escrito. Y es de esta manera como querría seguir haciéndolo,en tardes así, con Inés cerca ocupándose de sus juegos, y que los recuer-dos que vengan, si un día como hoy vuelvo a escribir acerca de ellos,sean imágenes reincidentes de esta misma estampa.

* * *

Leo una entrevista en un periódico. El entrevistador es bueno, inte-rroga con profundidad, con ritmo, pero sin acuciar, todo con muchamano izquierda. El entrevistado se demuestra insulso en sus respuestas,si hay algo de valor en ellas es mérito del periodista por saber sacarlo ala luz, no hay duda.

Las preguntas son genéricas, acertadas pero nada especí�cas, y meentretengo en pensar lo que yo respondería. Un humilde delirio defama, qué vamos a hacerle.

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Creo que podría hacer buen papel si fuera el protagonista, me sientocapaz de enfrentarme a un cuestionario así y salir airoso, dar lo mejorde mí mismo y dejar buenas páginas. Por el contrario, estoy seguro deque no sabría preguntar si estuviera al otro lado de esa conversación,no valgo para ello. Mi creatividad y mi verbo sirven bien para explicaruna verdad, pero no para indagar en ella. Para eso me falta inventiva,picardía, ingenio.

La literatura, en realidad, no deja de ser esto: dar respuestas, escu-char las preguntas que uno cree que la vida plantea y replicar como sisirviese de algo, como si hubiera posibilidad de que algo cambiara. Es enesto en lo que he aprendido a desenvolverme: en contarme, en detallarlo que ya sé de mí y del mundo, pero no en marcarles a otros la pautapara que se narren a sí mismos.

Echo de menos que alguien venga a preguntarme de esa manera,alguien con ese talento para indagar en mí, porque, aunque yo sepa darmi parte sin ayuda, siempre hay lugares de sí en los que uno no mirasi no es por consejo de otro. Y porque las relaciones es de esta maneracomo se a�anzan, con el fuego cruzado de interrogantes y soluciones,no solo con cada uno recitando su discurso.

Echo también de menos, aunque ya digo que soy torpe y no val-go para ello, saberme frente a alguien a quien querer preguntarle susverdades, alguien que estimule mi deseo de cuestionar y desentrañarmisterios. Mi torpeza para la pregunta suele convertirse en vergüenza sino hay la con�anza necesaria, así que se puede decir que en realidad echode menos a alguien con quien tenga esa intimidad, alguien ante quienno me avergüence y acierte así a formular las preguntas que nos haganavanzar, porque esta timidez, no cabe duda, es culpable importante demi poca pericia interrogadora.

Tampoco es extraño esto que digo; es otra forma distinta de expresarla soledad y el vacío sentimental en que ahora vivo.

* * *

Llegó en el correo una carta de Claire, la amiga de Emilie. Lo pri-mero que leí fue el remite, así que supuse que sería una carta para ella.Aún sigue llegando correo a su nombre, y yo se lo doy cuando la veo,normalmente cuando viene a recoger a Inés los miércoles. Luego vi que

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la carta venía a mi nombre, y me di cuenta de que aquello no tenía nadaque ver con Emilie. Me sorprendió, no lo esperaba, aunque una vez queentendí que era a mí a quien la mandaba, el contenido fue inmediatodeducirlo.

Claire es una persona muy hermosa, nos hemos visto apenas unpuñado de veces, pero siempre he tenido con ella buenas sensaciones.Tampoco se puede decir que hubiera cercanía o que quedara algo, nohabía vuelto a acordarme de ella en todo este tiempo desde que Emilieno vive aquí, pero viendo su carta y el buen recuerdo que tengo de ella,es grato comprobar que mis impresiones no tenían nada que ver conque fuera la mejor amiga de Emilie, sino tan solo con ella misma. Aveces los vínculos tienen esta clase de sesgos cuando gravitan en torno aellos otras relaciones, y es bueno despejar esa incógnita.

El sobre traía una postal hecha por ella misma con fotos de su nuevacasa, en la que acaba de instalarse hace poco no muy lejos de aquí. Emilieya estuvo con Inés viéndola, pero fue una visita reciente y yo ya no fuicon ellas. Me invita ahora a que vaya cuando quiera a verla y, por hacermás interesante la propuesta, añade un pequeño folleto con algunoseventos musicales que hay en la zona en las próximas fechas. Ella tieneun lado cultural que no comparte con Emilie, en eso no se parecen,pero sabe que yo sí tengo esas debilidades.

Junto a eso, como disimulado entre las otras palabras, escribe algu-nas frases personales sobre lo que ha pasado entre Emilie y yo, lo quele entristece esta historia, y me da ánimos de una forma sincera peroun tanto aséptica. Es comprensible, no es fácil escribir estas cosas desdeuna posición como la suya, queriendo transmitir apoyo y a la vez notraicionar la otra amistad. Estar a ambos lados de la contienda, inclusosi es amistosa como la nuestra, nunca es agradable.

La carta sabe bien recibirla, aun sin que haya necesidad de muchobálsamo a estas alturas. Ahora bien, una misiva así no puede dejarsesin respuesta, y aquí es donde ya resulta ofrenda más impertinente.Mi desidia para responder toda clase de correspondencia es notoria,más aun si se hace en estas circunstancias incómodas de desamores yamistades cruzadas. Volviendo a lo que escribí ayer de las preguntas yrespuestas, acusar recibo de una carta, si se hace como se debe, es unasuerte de respuesta indeseable. La carta de vuelta es más una nueva

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pregunta que una respuesta, requiere esa clase de inquisición creativapara que se mantenga vivo el ritmo. Creo que esto explica mi pereza ymi di�cultad a la hora de cumplir con este trámite.

El otro problema de responder a esta carta, con sus propuestasamables y sus ofrecimientos, es que sé que nada de lo que ella sugiere vaa suceder, y aun así no puedo escribírselo de esa manera. No voy a ir a versu nueva casa, no voy a ir a esos conciertos de los que me habla, y lo másprobable es que no vuelva a verla a ella nunca. No tengo interés, creoque esta clase de esfuerzos son estériles. Tampoco es necesario borrarciertos recuerdos, pero hay que dejarlos hundirse por sí mismos sindarles ocasión de mantenerse a �ote.

Hoy no responderé, no me siento con ánimo. Debería ponerme unanota para no olvidarlo, porque de otro modo no responderé. Aunque,siendo sincero, tampoco me inquieta mucho.

A veces me preocupa el cinismo que esta nueva situación me ha traí-do; he perdido más aún mi voluntad de cumplir con trámites estériles,la urbanidad improductiva la encuentro completamente prescindible.Todo lo que esté fuera de mi círculo más inmediato y valioso me resultaindiferente.

* * *

He empezado un nuevo proyecto de traducción, este con más visosde dar un resultado tangible que los anteriores. Mis otras incursionesen estos asuntos fueron más bien entretenimientos salpicados, piezassueltas, y no conseguí encontrar una constancia que me permitierallevarlos a buen puerto. No quiere decir que no valieran la pena o nolo disfrutara, nada de eso, pero más allá de este disfrute y de mí mismohan quedado todos inconclusos. Esta vez me he propuesto traducir unlibro completo, originalmente en inglés: My first summer in the Sierra,de John Muir. De Muir solo se ha traducido al español su Travels inAlaska, lo cual no deja de ser sorprendente, tratándose de alguien desu relevancia y con la popularidad que últimamente tiene esta clase deliteratura de la naturaleza y lo salvaje. Tanto mejor para mí.

La traducción de un libro así guarda mucho interés para un escritorcomo yo, además del que ya tiene de por sí la labor de traducir, siemprefascinante. He escrito antes que toda mi literatura se contiene hoy en

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estos diarios, y aunque la idea de empezar un nuevo libro me atrae, nome veo capaz de compaginarla con la de estas páginas. El diario es soloescritura, un trabajo que no requiere más esfuerzo que la mera prosa.La estructura, el hilo narrativo, todo eso es algo propio de cada apunte,algo muy reducido y manejable. Un nuevo libro requeriría sin embargopensar una estructura, una forma, dar identidad a los capítulos y laspartes, y después vendría la prosa a armar todo aquello. Demasiadocomplejo, ya digo, no me veo capaz hoy día de enfrentarme a ello. En latraducción, sin embargo, aunque el libro tenga su propia arquitectura,es otro quien ha hecho ese trabajo, al traductor le queda solo el cometidode prosar las ideas, esta vez en un idioma nuevo.

Me satisface esta forma de escribir que es traducir, porque, a sumanera, se parece a lo que hago en mis diarios. Hay una historia quediscurre, que en un caso es la de mi propia vida y en otro la que pensó eindustrió alguien distinto, y mi trabajo no es sino darle palabras. No soyen ello creador, no al menos más allá de unas frases, de unos párrafos, esuna escritura a una escala modesta, por ello tal vez más pura, más laborde simple prosista que de novelista o arquitecto de mundos.

Pequeña ilusión en esta doble vida de escritor: la vida real también sedesdobla. Por un lado, la mía propia, la que queda en el diario. Por otro,la de Muir llevando su rebaño de ovejas por las montañas de California,que diría que es algo de lo que yo mismo también participo. No hayforma más verídica y realista de leer que traducir lo que uno lee.

* * *

Qué tristeza daba hoy mirar el campo. Acababa de pasar una tor-menta de poca lluvia pero viento fuerte, y parecía haberlo dejado todoroto; daba lástima ver un paisaje con tan poca voluntad de vivir. Lascarreteras se habían llenado de ramas partidas, y no era solo el aspectodesastroso y caótico que tenían, sino que se diría que había algo más,una herida, un daño irreparable, algo más grave que aquel mero desor-den. No estaban solo rotas las ramas o el par de tejas caídas de algunacasa, eso era lo de menos, sino también los mecanismos del mundo,sus sistemas, su corazón mismo, todo averiado y detenido. Lo vi desdeel coche, camino del aeropuerto —Lisboa esta vez, una semana paraasuntos de trabajo—, y me pareció una manera tristísima de empezar

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un viaje, casi como si yo mismo fuera el culpable de aquella tragedia yahora escapara del lugar del crimen aprovechando la confusión. Luegome di cuenta, sin embargo, de que era una coincidencia afortunadala de partir hoy, por cuanto aquel paisaje tan deprimente no habríade sufrirlo más que en este trayecto. A la vuelta todo estaría como decostumbre, curado de estos males y en su mejor forma para volver adisfrutarse.

Me vino con este pensamiento una sensación de traición. Abando-naba a un enfermo sin socorrerle; peor incluso, a un amigo cercano nosolo enfermo sino necesitado de cercanía. Lo escribo desde el aeropuer-to, con algo de vergüenza, porque este apunte es como la nota cobardeque deja quien no tiene valor para pedir perdón tras haber fallado aquien esperaba más de él.

* * *

Estaba sentado en el avión, justo después de embarcar, esperandoa que se pusiera en marcha. En la �la de delante, una pareja. Ella, enel asiento del pasillo, se acercó hacia la ventana y los dos golpearonsuavemente la ventanilla con los nudillos. Pensé que se estarían despi-diendo de alguien y, con curiosidad algo entrometida, me asome paraver quién estaba allí diciéndoles adiós. Al instante me di cuenta de mierror, porque escenas así suceden en las dársenas de los autobuses yen las estaciones de trenes, todo ello muy cinematográ�co y a vecesmelodramático, pero en los aeropuertos quienes se quedan en tierrano llegan a la puerta de embarque y mucho menos al exterior de losaviones. Allí fuera no había más que un operario junto a una pequeñafurgoneta.

Pensé que no era mala cosa, a mí esas despedidas me resultan muydesagradables. Siempre hay mejores lugares para separarse que un trans-porte. Un aspecto positivo de esto de volar, me dije, por aquello deconvencerme a mí mismo de sus bondades a pesar de lo poco que megusta hacerlo. Al momento recordé que la única vez que he tenido unade esas despedidas viajeras llenas de drama fue en un aeropuerto. No así,a través de una ventanilla, sino en el control de equipaje. Fue el últimodía que vi a Celine, cuando ella se volvió a Estados Unidos. La vi pasarel arco del detector de metales y desde allí lejos se giró para despedirse

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con la mano antes de desaparecer. Yo me di media vuelta y me fui, yantes de salir del aeropuerto ya iba llorando.

* * *

A partir de las cinco de la mañana, se escuchaba un gallo cantar.Me acordé de que hace unos meses, en Costa Rica, me sorprendió escu-char uno en mitad de la ciudad. Aquí parecía incluso más inverosímil,en pleno centro de Lisboa. Me desperté y pensé que habría sido unaimaginación mía. Pero no, estaba en lo cierto: ahora vuelve a cantar y loescucho mientras tomo esta nota.

* * *

Me desperté pronto y pensé que era buena idea cruzar andandoLisboa hasta el barrio de Belém, donde habíamos quedado para desa-yunar. Sería un paseo largo, atravesar el centro, bajar hasta la orilla delTajo y después seguirla durante algunos kilómetros. El día era perfecto,soleado y fresco, y quizás por ser domingo no había demasiada genteen la calle.

La parte central es encantadora, incluso las callejuelas que se venolvidadas, sin interés alguno, tienen un espíritu dulce, enternecedor,como con una melancolía que no incomoda ni asusta. El paseo por laorilla del río tiene también su interés, pero es más monótono, no pidetanta atención, así que saqué un libro y fui leyendo mientras caminaba.

Estaba ya llegando a Belém y entonces sucedió: se me llenó el cuerpode un sentimiento inexplicable pero que reconocí al instante como lamás viajera de todas las sensaciones. Me sentía verdaderamente viajando;me sentía libre, desasido. Fue la combinación del paisaje, la luz del día,el agua, la brisa que soplaba, la despreocupación de andar leyendo porun sitio desconocido, la historia del libro (nada que tuviera que ver coneste lugar, nada viajero, pero emocional y pleno de libertad), todo enconjunto me desconectó del mundo, de la presencia física en un lugary de la idea de tener un origen.

Se paso pronto, duró apenas un minuto. Pensé después en cuándohabría sido la última vez que había sentido algo así, pero no lo recordaba.Sería en alguna ocasión en Rusia, ese comodín de todas mis experiencias

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viajeras que suele ser responsable tanto de mis primeras como de misúltimas veces.

Puedo escribir ahora, creo que incluso con cierto orgullo, que acabode viajar, de sentir de nuevo la experiencia fundamental del viaje, queno es la de descubrir, ni la de aprender, ni la de cambiar, ni la de crecer,sino la de por un momento no tener lugar en el mundo y aun así nosucumbir al desarraigo.

* * *

Uno de los coordinadores del equipo ha venido a esta reunióncon su mujer. Salimos a cenar todos juntos y, en un momento en quehablamos ella y yo, me cuenta que ellos ya estuvieron en Lisboa haceveinte años, y que la ciudad les pareció maravillosa. Dice que venía estavez con miedo de ver si seguiría siendo igual o habría perdido su magia,pero con�rma que, aun diferente, el espíritu es idéntico al de entonces yle despierta el mismo pensamiento: que ella podría vivir en esta ciudady ser feliz. Eso, dice, es lo que hace los lugares valiosos.

Yo pienso que el valor de los destinos se ha de juzgar por otro cri-terio. Lisboa es para mí uno de esos lugares mágicos, no hay duda, meha cautivado de inmediato. Pero yo no querría vivir aquí, como noquiero hacerlo en ninguna ciudad del mundo. Lugares menos perso-nales, menos profundos, llamados a dejar en mí menor huella, seríansin embargo mucho mejor opción para habitarlos. Me harían más felizcomo hogares que esta Lisboa tan llena de encanto.

Los lugares que marcan al viajero no son aquellos en los que piensaque podría vivir, sino en los que, aun no encontrándolos amables, legustaría experimentarlos desde la perspectiva de quien nació en ellos ylos siente suyos. Los lugares que no hacen que quiera vivir allí, sino serde allí.

Porque no se trata de poseer un lugar como lo hace quien lo habita,sino de adueñarse de su verdad como solo puede hacerlo quien se sabeprotagonista de ella.

* * *

Cerca de la torre de Belém, un hombre y una mujer están paradosjunto a una estantería portátil con folletillos llenos de imágenes religio-sas. Testigos de Jehova cumpliendo con su ineludible proselitismo, no

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hay duda. Lo curioso es que ambos tienen aspecto portugués y todoslos folletos, así como el pequeño cartel que los anuncia, están escritosen caracteres chinos.

* * *

Cena de equipo hoy, en un restaurante del centro, celebre segúndicen por sus mosaicos del siglo pasado; después a terminar la noche enun club de fado. La cena estuvo bien, un lugar agradable, buena comida,y la conversación siempre interesante de estas ocasiones. El club de fado,mejor de lo que esperaba, turístico pero a la vez genuino, y con unosmúsicos más que solventes, con �nura y arte.

El acompañamiento eran una guitarra acústica y una guitarra por-tuguesa, dos hombres de unos cincuenta años, con mucho gusto enel toque, sobre todo el de la portuguesa, que sabía meter los adornospuntualmente sin ocupar demasiado espacio. Se ponían en un lado delsalón, entre dos mesas más separadas que el resto, y tocaban en pasesde cinco o seis canciones. Hicieron tres de esos pases, cada uno de elloscon cantantes distintos. Primero un hombre, también de cierta edad,con la voz recia pero dulce. Me gustó especialmente, por estar más acos-tumbrado a escuchar el fado en voces femeninas y descubrir que asítambién tiene la misma magia, aun con matices diferentes. Luego unachica joven con una voz poderosa, brillante, mejor sin duda que la delhombre, aunque quizás menos personal. Y por último otra chica, deaire muy tímido, la piel cetrina, cantaba apoyada contra la pared comocon timidez. La voz mucho más sensual, con las imperfecciones justaspero con imperfecciones aun así, y por ello llena de carácter.

Volví al hotel con deseo de tocar, como me sucede siempre, másaún esta vez si cabe por ser el concierto acústico, sin micrófonos niampli�cadores, con los volúmenes naturales de la voz y los instrumentos.Es decir, más auténtico, más real, y es así como la música me despiertaestos anhelos.

Lo que daría ahora por tener una guitarra o un violín. Como si nofueran ya su�cientes las cosas que uno echa de menos mientras viaja.

* * *

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Una historia hermosísima, de anoche en el club de fado. Se habíaterminado el último pase y apurábamos las bebidas antes de irnos. Mecontó entonces Alexandre, el compañero portugués que se ha encargadode organizar este encuentro, que en su familia no hay a�ción musical,pero que su abuelo gusta de cantar fados en las ocasiones especiales.Lo hace sin acompañamiento, la voz a secas, y cuando le parece buenmomento se arranca y entona un par de canciones. Al parecer en lafamilia todos están orgulloso de esta a�ción suya y le invitan a cualquierencuentro a sabiendas de que acabará por obsequiarles algún cante.

El abuelo tiene noventa y dos años y acaba de cumplir su sueñode grabar un disco. No es que a estas alturas la industria musical hayadescubierto su talento, me dice Alexandre como quitándole pompa ymérito al asunto, sino que un primo suyo, él sí con éxito en esto delespectáculo, le ha grabado ese disco. El primo no sabe nada de fados,lo suyo es el hip-hop, género en el que parece que es medianamenteconocido, pero tiene su propio estudio de grabación y ha querido darleal abuelo ese regalo. Además, en su último disco, entre las bases y lasrimas de sus canciones, ha añadido algunos fragmentos de esos fadosgrabados sin instrumento alguno, como un pequeño homenaje.

Me lo contaba con orgullo de nieto, sin querer entrar a valorar lomusical, porque él, como bien repetía una y otra vez, no tiene muchaa�ción por la música, ni para tocarla ni para escucharla, y ya sea deuno u otro estilo. Y era tal vez por eso que la historia sonaba tan bella,desprovista de matices y de valores otros que los humanos, los familiares,tan entrañables y vivi�cantes de escuchar de esa manera. El abuelo, elnieto, la tradición que no continúa pero a su manera se prolonga, quépiezas más armoniosas para un relato.

No era una historia para un fado, porque dicen que el fado hablasiempre de asuntos tristes, pero qué más da eso. Hay historias que nonecesitan música, y esta es una de ellas, de esas historias completas,sencillas pero su�cientes, para las que no hay melodía o ritmo quepueda hacerlas más valiosas.

* * *

Me doy cuenta de que, cuando viajo, mis entradas en este diarioson algunas muy cortas, apenas un par de párrafos con algún pensa-miento ligero o una anécdota. Hago apuntes breves, más repentinos,

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más impulsivos. Antes era al contrario, salía de viaje y me traía historiasy desarrollos, y en casa no era capaz de componer nada. Mi vida viajerame trae ahora un tiempo hecho de pequeños momentos, atomizado,reducido a sus piezas mínimas. Existir es pasar por esta sucesión deviñetas, todo muy telegrá�co, y al ponerlas todas ellas una tras otrasuno sabe de su propia vida, igual que los fotogramas de una películadan en su conjunto sensación de movimiento.

* * *

Hablaba con Inés al �nal del día, ella a punto de acostarse y yodescansando un poco antes de salir a cenar. Las clásicas carantoñas ypoco más que algunas frases hechas, porque ella a través del ordenadoraún no ha aprendido a sentirse cercana y transmitir mucho, pero verlaasí me reconfortaba.

No había distancia, en esto la tecnología es e�caz para borrar lalejanía. Lo que sentí, más triste aún, fue una separación emocional denuestros dos mundos; ella allí, parte de un hogar y una familia, y yo aquí,solo en una habitación de hotel sin mucho más que yo mismo. Másque eso, que no deja de ser algo circunstancial, me entristeció pensarque también será de esta manera cuando vuelva a casa, por cuanto esosdos mundos, el de la vida que lleva cuando está con Emilie y el que yole ofrezco, son también distintos en ese sentido. La familia que puedodarle somos solo ella y yo, sin nadie más, sin más vínculo que aquel enel que ella misma participa. Y esto bien pudiera ser así siempre, sin quenadie más entre en ese hogar. No podrá mirarse en otros lazos, aprenderel ejemplo de otro amor, encontrar ese calor de las pequeñas multitudes.Todo eso son cosas que no encontrará conmigo, y me asusta pensarque algún día eso pueda hacer menos deseable el hogar que yo quieroformar para ella. Que este hogar no lo vea como tal, o que lo entiendaen desventaja con ese otro que también comparte.

Sensación muy extraña esta: no se tiene miedo a la soledad, sino alo que puede causar alrededor en quienes quizás no sepan enfrentarla yasumirla de modo tan e�caz como uno mismo.

* * *

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La vuelta a casa es hostil, como viene siendo habitual últimamente.No se pueden amar estos paisajes de inmediato, hace falta tiempo, ydesde la extrañeza de esos días de lejanía y algo más de bullicio, decompañías y ritmos, no es fácil en el regreso encontrarles su valor a estasestampas.

El salón está frío y tiene el olor de la inquietud, ese que tomanlas casas cuando uno tarda demasiado en volver a ellas y empiezan atemer el abandono. Enciendo la chimenea para que caliente la estanciay devuelva con un poco de humo aromas más prósperos.

A pesar de todo, me siento bien. Llevará su tiempo acostumbrarsede nuevo al lugar, a lo de ahí fuera, pero aquí dentro es todo sorprenden-temente acogedor. ¿Qué mejor lugar que este para rumiar las tristezas,incluso cuando es de estos mismos rincones de donde nacen?

* * *

Por reconciliarme con el paisaje, salí a pasear a media mañana, cuan-do el día estaba en su mejor momento. También allí fuera el olor hablabade olvidos breves, de las nostalgias mutuas entre hombre y paisaje. Unavuelta por los oteaderos de costumbre y todo volvió a ser como de cos-tumbre, para tranquilidad de uno, que siempre teme que un día estaspertenencias no puedan recuperarse por completo.

Me ocupé de acicalar un poco el jardín a la vuelta, cortando algunashierbas y retirando las ramillas y hojas caídas con el viento de estosúltimos días. El día era primaveral, soleado y cálido, musical, y merecíaalgo de atención en estos asuntos.

Se veía que el viento había sido fuerte; algunas de las ramas teníanmás de un dedo de diámetro, e incluso el pequeño comedero parapájaros que hay colgado en el tilo estaba ahora en el suelo. Encontréentre todo ello un nido caído. Era pequeño pero muy compacto, deramitas tan �nas y bien tejidas que parecía un cuenco de �eltro. Sediría que estaba abandonado, porque no tenía restos dentro y daba unaire estéril a pesar de su buen estado, aunque en lugar de abandonadoparecía estar sin estrenar, sin haber sufrido vicisitud alguna. Más tristeaun si así fuera, por ser obra que todavía no ha servido para nada yhaberse ahora malogrado todo su futuro de manera tan desafortunada.

Lo tomé en mi mano. Apenas pesaba, pero se veía robusto y pode-roso, un hogar digno sin duda. Qué diferente a la última vez que había

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tenido uno así tan cerca, sosteniéndolo vacío en lugar de mirarlo vivocon sus habitantes y sus ritmos. Aquel último debió ser hace muchostiempo, en esa época de mi vida en que me entusiasmaba la observaciónde las aves, sobre todo los pequeños pajarillos, una a�ción de infanciaque sobrevivió mal al paso de los años. Ahora el nido despierta unaemoción distinta, más lírica, más re�exiva, sin el entusiasmo del hallazgoexcepcional pero con el bienestar de quien encuentra una pieza sobrela que articular para sí mismo un relato.

Lo he dejado en la mesa. Se lo enseñaré a Inés cuando vuelva, paraque ella construya el suyo.

* * *

Se ha de vivir siempre en crecimiento, en mejoría. Que lo hecho hoysirva para cuestionar lo de ayer y demostrarlo insu�ciente. El presenteno tiene más objeto que invalidar el pasado, de otro modo no hay formade construir futuro.

Los libros que ahora leo ensombrecen mis lecturas de otro tiempo,las habilidades de hoy llenan de torpezas el ayer. Y todo amor mientrasaún vive resta signi�cado a los amores perdidos del pasado.

A grandes rasgos, cumplo estos preceptos de avanzar sin descanso,ya sea en la literatura, el amor, o los desempeños simples y fundamen-tales de la vida. Nada, sin embargo, tan importante como hacerlo conuno mismo y su verdad, negar al que uno fue, avergonzarse incluso detodo yo pasado. Cada día saberse mejor que ayer, y que ello, lejos decausar tristeza, brinde el orgullo de las causas perdidas, por saber que esuna victoria que no nos lleva a ninguna parte.

* * *

Hemos celebrado hoy el cumpleaños de Inés, con algunos días deantelación, aprovechando que podíamos vernos por ser miércoles y notrabajar Emilie. El sábado, día de su cumpleaños, estarán en casa de suspadres y lo celebrarán con el resto de la familia.

Inés sabía ya lo que signi�caba esto del cumpleaños, o si no elsigni�cado, sí al menos el ritual, que a esa edad es sin duda algo másvalioso. Vinieron a casa y trajeron un bizcocho que habían hecho esta

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misma mañana, y ella fue al cajón a buscar las velas, y de entre ellas cogiótres, una de cada color, mientras repetía como una certeza triunfal queesos eran los años que cumplía. Comió bien, con hambre y sin quejarse,y al �nal le cortamos un trozo grande del bollo y pinchamos en él lastres velas. Esperó a que las encendiéramos y sopló con decisión, y luegose echó a reír. Lo repetimos un par de veces, sin que ella lo pidiera, perocon evidente disfrute por su parte.

No hubo regalos, aunque esta parte de la celebración no la echó demenos. Le importaban sobre todo el pastel y las velas, ese era el únicoobjetivo del día.

Como el tiempo era bueno, salimos a jugar al jardín. Era una tardecolorida, hecha de luces y silencio y pájaros, y ella corría por la hierbay subía por el tobogán sin prestarnos mucha atención. Emilie y yo lamirábamos con sonrisas, cada uno con su orgullo y sus satisfacciones,y sin interactuar mucho entre nosotros. No era incómodo, al menosno tanto como otras veces, quizás por suceder todo ello en el jardín enlugar de dentro de casa, o quizás por la ocasión en sí, en la que Inés eraprotagonista por encima de nosotros y eso a mí me permitía olvidarmepor un momento de mis tensiones. Al �nal de la tarde pasamos dentro,y yo querría haberme quedado a solas con Inés, que Emilie se fuera ypudiéramos celebrar el cumpleaños nosotros dos solos, o no celebrarnada y simplemente seguir la tarde en esa intimidad nuestra que no esni especial ni más valiosa que otras, pero en la que solo tenemos cabidaella y yo.

Un año más para Inés, y sigue siendo hermoso verla crecer y verlafeliz, aun en contextos ahora menos entrañables. Habrá que quedarsecon eso para encarar el futuro sin descon�anzas.

* * *

Me estoy en serio tomando el trabajo de la traducción: le dedicotiempo y esfuerzo, consulto cuanto puedo antes de dar por terminadauna frase, e incluso me he comprado la traducción al francés del libro(Un été dans la Sierra), para poder comparar si es necesario. Trabajarcon una traducción previa en el mismo idioma creo que es un error,pero si se trata de una en un tercero, es una herramienta perfecta.

Al francés se han traducido muchos de los escritos de Muir, asíque podré seguir apoyándome en ellos si decido traducir algún libro

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más. Uno con el que podría continuar es A thousand-mile walk tothe gulf, traducido en francés como Quinze cents kilomètres à pied àtravers l‘Amérique profonde. Los franceses, al parecer, tienen tendenciaa tomarse ciertas libertades con los títulos y no traducirlos de formaliteral.

Un comentario a este respecto: me parece un error, aún siendohabitual, convertir las unidades de medida en un texto así, más aúnen el título como en este caso. Se trata de literatura, no de un asuntotécnico. No se gana nada con esas adaptaciones, y muchas veces se pierdelirismo, por cuanto las cifras han de variarse y el texto suele perder enello su buen ritmo y su soniquete. Yo he decidido respetar las unidadesoriginales del texto de Muir y emplear pies y millas en lugar de otras másadecuadas a nuestro idioma. Las cifras son así más redondas y quedatodo más compacto, mucho más literario.

Un ejemplo que me viene a la cabeza para ilustrar esto es el siguiente.Whitman escribe en su Canto a mí mismo:

And whoever walks a furlong without sympathywalks to his own funeral drest in his shroud

Una traducción en español bastante extendida es:

Y que quien camina el octavo de una milla sin amorcamina a su propio funeral envuelto en su mortaja,

Efectivamente, un furlong es el octavo de una milla y no existepalabra para designar a esta unidad en castellano, pero el resultado,aunque preciso, es espantoso y falto de toda poesía.

León Felipe traduce magistralmente el verso de la siguiente manera:

Y quien camina una legua sin amorcamina amortajado hacia su propio funeral.

En algunas versiones, sustituye «legua» por «cuadra», con idénti-co efecto.

El rigor poético sobre el rigor metrológico.

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La herida recibida es un as bajo la manga. La afrenta es una ventajaante futuras disputas: la ventaja de la superioridad moral que otorga elno haber herido antes sino haberse dejado herir, no haber traicionadosino haber sido víctima de traición. La derrota concede legitimidad a lalucha de mañana frente al mismo enemigo, que ya no puede recrimi-narnos nuestra oposición ni nuestras artes en el combate.

Malaventurado quien descubre esto, porque las heridas pasan, peroese sentir de autoridad permanece y le hace a uno un luchador mezquinoy con menos escrúpulos.

* * *

Visita de Irene para pasar unos días aquí aprovechando que tiene elviernes libre en el trabajo. Su primera vez en esta casa y, más relevantequizás, la primera vez que abro las puertas a otra persona que no seaEmilie. Y al tiempo que la dejo entrar en esa intimidad de la casa, latraigo a esta otra intimidad del diario, porque llegados a este punto notiene sentido seguir sin darle aquí su parte de protagonismo.

Ya lo dejé escrito tiempo atrás: los cambios de tanto calibre, seanpara bien o para mal, llegarán siempre a estas páginas con retraso, oincluso no llegarán nunca si es que perduran menos de lo necesario. Esuna cuestión de miedo, o mejor decir de precaución, porque, como yaconté, el episodio que llega al papel conjura a su manera la fortuna y esmejor no tentar esta demasiado. Supersticiones, vaya, pero no quierollenar este diario con más altibajos y narrativas inconclusas que lasimprescindibles. Tampoco ahora hay seguridad de nada, esta historiapodría no prosperar y acabar no siendo aquí más que una anécdota,pero creo que tiene ya la su�ciente importancia como para no podercontar mis días sin ella.

En �n, primera visita y primera mención, y veremos a dónde llevaesto en lo personal y en los asuntos diarísticos, que en ambos tengoinquietudes. El diario es un mundo duplicado, y al parecer esto sirveno solo para desdoblar recuerdos y emociones, sino también para quelas preocupaciones tengan su eco correspondiente y acucien con másinsidia.

No voy a escribir ahora todo lo que he omitido en este tiempo. Noaportaría mucho, y además creo que tengo poco talento para narrar

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esa clase de cosas, los inicios de una relación que son siempre dulces yllenos de ilusión, y que por ello mismo requieren una destreza especialpara contarse. Empezaré a contar desde aquí, o tal vez no, quién sabe,pero al menos ya con la liberación de no andar reprimiendo nada, y estoel diario lo agradece. Se sienten ahora más naturales, más espontáneasestas páginas, de eso no hay duda.

* * *

Han sido esencialmente días de descubrimiento. Por un lado, elevidente entre ella y yo, nuestra primera vez aquí juntos lejos de todo, sinmás compañía que la de nosotros mismos. Este lo hemos cumplido conbuena nota —y con qué satisfacción uno escribe esto, lleno de esperanzay orgullo—, corroborando las señales que nos habían traído hasta estapequeña aventura y descubriendo que la convivencia y el deseo noparecen ir reñidas por el momento. Por otro, los descubrimientos queyo he hecho en este entorno mío, yo que todo esto lo creía ya estáticoy sin posibilidad de sorpresa, y que sin embargo no he descansado dehacer hallazgos desde que ella llegó, por cuanto a veces no es el lugarquien pone el contexto para el hombre, sino el hombre quien matizay da situación a lo que le rodea. Qué diferente esta geografía en sucompañía, que nada tiene que ver con las que hasta ahora había tenidoaquí y revela desde detalles ín�mos hasta verdades completas que antesni existían.

Diría que esto de traer a alguien distinto a compartir conmigo loque en otro tiempo fueron rutinas y pertenecieron a otra persona sir-ve para borrar aquello, cual si se sobrescribiera el pasado. Se eliminanrecuerdos, posesiones, legitimidades, y, claro está, se releva de su prota-gonismo a la persona que antes las ostentaba. Pero no, no es así, todoeso sigue existiendo, y lo que se hace es encontrar nuevas realidades queno extinguen las de entonces, sino que lucen junto a estas sin negarlas.Y, si hay suerte, lo hacen con más brillo, eclipsándolas, que es maneramás elegante de vencerlas que quitándolas de en medio.

Descubrimos en primer lugar la casa, que es donde más signi�cadotiene una visita así, y que ha resultado ser un escenario inmejorable paranosotros y para esta historia nuestra. Descubrimiento de las estanciasy de la manera de habitarlas, de los sonidos, de la luz y el paisaje y los

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horarios en que dejamos suceder los momentos más valiosos. Inclusoahora, cuando ella acaba de irse, descubro nuevas certezas aquí, sobretodo la de las ausencias antes desconocidas, de las faltas que antes noeran posibles, de las melancolías con tanta felicidad como desasosiego.Quizás este, el de su ausencia, sea el descubrimiento más llamativo, nopor lo inesperado, sino por lo diferente. Los amores y las felicidades nose diferencian entre sí tanto como los desamores y los vacíos.

Descubrimiento del pueblo, por el que paseamos a media mañanallenos de un espíritu conquistador, al menos yo. Nos encontramos conEric y su mujer, que parecieron algo sorprendidos al principio, cuandonos vieron pasar de la mano por delante de su casa, pero que luego mesaludaron como si tal cosa, comentando el buen tiempo que hacía, unpoco quizás por disimular su extrañeza. Con�eso que esto me supo apequeña victoria, o más bien a pequeña venganza, con el regusto dulcede saber que uno se reivindica con éxito de esta manera. Hablarán deello, lo contarán a otros, ya se sabe cómo son estas cosas en los lugaresasí, y esto que en otro caso quizás no fuera bienvenido, ahora gusta y nole importa a uno en absoluto, sino todo lo contrario. No sé si deberíasentirme mal por verlo de esta manera, pero, después de lo que se havivido, uno se cree con derecho a mezquindades algo inocentes comoesta.

Fuimos por la noche al bar de Michael a tomar algo y ver un concier-to. No había mucha gente, ni siquiera los pocos conocidos de siempre,pero qué bien me supo estar allí de aquella manera, en parte como dosdesconocidos que entran en un bar cualquiera y no deben cuentas a na-die, y en parte con la seguridad de lo familiar, que no cambia aunque seañada a ello una presencia distinta. Descubrimiento este de las propiascostumbres, de los otros vínculos que, aunque modestos, articulan lavida social que llevo aquí y se dirían ahora hermanos menores del queella y yo tenemos.

Acaban estos días con otro descubrimiento, esta vez al traer devuelta a casa a Inés, a quien por ahora quiero dejar fuera de estos asuntos,pero que, aun sin saberlo, queda marcada por todo ello. La recogí porla tarde, cuando regresaba del aeropuerto, sin más tránsito entre ellasdos que el de ese trayecto en coche. Entró en casa muy alegre, comosiempre que regresa y reconoce sus juguetes y sus costumbres, con ganas

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de probarlo todo y probarse a sí misma frente a ello. Jugué con ella yluego me senté en el sofá para mirarla y ver cómo tomaba el pulso asu propia realidad. Yo también la fui reconociendo, recuperando laspautas que se olvidan durante estas separaciones, pero a la vez la sentíadistinta, porque distinto era el papel que ahora jugaba en mí y en la vidaque aquí hacemos. Quería contarle otras cosas, hacerla partícipe de mibienestar aun sin ser demasiado explícito, pero me limité a observar y alllevarla a la cama le conté un par de cuentos, tan pobres como siemprepero deteniéndome esta vez en más detalles que de costumbre, como sipudiera contar mi relato a través de esas historias.

En resumen, unos días que dejan tras de sí un mundo nuevo, o almenos una parte del mundo que se viste con otras sedas a las que hoyuno juzga más vistosas.

* * *

Me perturban los vínculos aislados, tener en el tejido de las amista-des y los amores jirones perdidos. Me inquieta tener relaciones intensascon personas a quienes nadie más de mi entorno conoce, porque el lazopuede ser sólido y cercano, pero en cierto modo es a la vez frágil, pues loúnico que une mi universo con el de esa otra persona es nuestra propiarelación. Si se pierde la conexión entre nosotros, nuestras verdades noencontrarán otro lugar común, no sabrán nada la una de la otra.

Esto lo pienso, no lo negaré, sobre todo imaginando contratiem-pos. La tragedia a un lado cualquiera de esa unión conforma un abismoinsalvable, la pérdida del único canal en que dos personas pueden de-cirse unidas. Y me angustia imaginar esta situación cuando una de esaspersonas soy yo. Hay que tomar ese hilo suelto y entretejerlo con lasotras amistades, con las otras personas que, enredadas entre sí, formanel tapiz de mi vida.

Es una manera de asentar las relaciones: imaginando que tienenestabilidad más allá de nosotros, de nuestras circunstancias, incluso denuestra propia vida.

* * *

He intentado hablar hoy una vez más con Emilie el asunto de lacasa, de nuevo sin éxito. Me gustaría acabar con ese trámite cuanto antes,

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que la casa sea mía y no vivir con esta angustia de saber que algo tanvital para mí está no solo en manos ajenas, sino en las de alguien que yase ha demostrado capaz de hacerme daño. No le daba tanta importanciaal principio —ni siquiera he mencionado esto aquí antes—, pero conel paso del tiempo pienso cada vez más en ello y lo veo como el pasode�nitivo para poder dar por cerrada esta etapa y saberme en una nueva.Si al �nal consigo que suceda como deseo, será un buen momento paraterminar esta entrega del diario: escribir una última entrada contándoloy abrir tras ello un nuevo volumen, esperemos que con un tono algomás agradable que el de este.

El intento, ya digo, fue un nuevo fracaso. Ella no está de acuerdocon lo que le pido, aunque no se muestra agresiva; al contrario, parececompadecerse de mí y dice que entiende mi malestar por esta situación,pero se ve que no lo su�ciente como para ceder. Argumenta que le dapena pensar en lo que pueda pasar en el futuro con la casa si queda soloen mis manos, lo cual es legítimo pero al mismo tiempo irrelevante enestas circunstancias. Y en lugar de querer debatir sobre este tema, loesquiva y se sale de las discusiones poniendo el gesto compungido y de-jando asomar alguna lagrimilla, como si le sorprendiese que tratáramosasuntos tales con esta vehemencia, o que para mí este sea un tema tanimportante A mí esto me irrita y me pone de mal humor, sobre todoel ver que considera que nuestra relación ha de ser como antes, no yacordial sino incluso llena de sentimientos hermosos, cuando la realidades que avanza en dirección contraria, en gran parte gracias a episodioscomo estos. Su actitud es egoísta, y resulta triste con�rmarlo cada vezque vuelvo a sacar este tema.

Llamaron mis padres como de costumbre por la tarde y quise con-társelo, pero me di cuenta de que era mejor ocultarlo, que es lo que llevohaciendo hasta ahora; se preocuparían y no pueden ayudar en nada, asíque sería un sufrimiento estéril. En su lugar, lo vengo a escribir aquípara desahogarme, y antes de ello lo hablé con Irene por teléfono al �nalde la tarde, entre el recuento de nuestro día y las inevitables frases edul-coradas que compartimos estos días después de su visita. Me arrepentíluego, no sé si es demasiado pronto todavía para hacerla partícipe deesta clase de problemas, pero ella respondió bien, escuchó con atencióny sin opinar más de lo necesario, y con ello me hizo sentir bien. Qué

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valiosa su presencia, incluso si es hoy distante y nos falta contacto, yqué persona más hermosa voy descubriendo que es ella. No se lo digode esta manera, porque ya ha sido su�ciente con hacerle escuchar mislamentaciones, y porque esta clase de confesiones tan explícitas es mejordosi�carlas, al menos a estas alturas tan tempranas de la relación. Encualquier caso, me sirvió para calmar las dudas, y recupero ahora al�nal del día, en este rato de escritura, el aprecio de este lugar y esta reali-dad, tan ligada a la casa que sin ella incluso la literatura parece perdercimiento.

* * *

Ha llegado un nuevo correo con comentarios a mis textos. Seránlos últimos, al menos por el momento y sobre las entradas de este diario,ya que he decidido no seguir participando en el taller literario a pesar dehaberme resultado muy valioso. Creo que enviar más textos sería algoredundante, salvo que quiera armar una obra con todos ellos y use eltaller como un mero servicio de corrección, que no es ya el caso. Ahorapienso que el diario tal y como lo voy creando es la mejor forma posiblepara mi literatura, y que no es buena idea destilarlo en otros textos. Entodo caso, pulirlo, limpiarlo, reordenar sus piezas, pero no construircon esas mismas piezas algo distinto.

Además de los comentarios a mis escritos, me envía algunas pocasideas generales que me han hecho sentir bien, por lo hermosas que sony lo bien que hablan de mi trabajo, sin caer en elogios vacíos ni ánimospaternalistas. Son palabras que suenan sabias, y la palabra sabia quehabla bien de uno tiene siempre un eco agradable.

Copio aquí algunas frases, en parte porque creo que una conversa-ción así merece archivarse entre estas entradas, y en parte por algo depetulancia y aún con la alegría de recibir noticias de esta clase.

A ver cuándo me cuentas que ya has preparado uno o varios conjuntoshomogéneos que tomen forma de libro. Creo que merece mucho la pena.

Hay momentos espléndidos e intensos, reflexiones originales, ternuraapoyada en detalles aparentemente sencillos. Ni que decir tiene que todoeso configura un buen escritor.

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En general, mi enhorabuena.

Le he contestado anunciándole mi decisión de no continuar enel taller, y aprovechando para comentarle la falta de interés que tengoúltimamente por publicar uno de esos conjuntos que él sugiere. Copioa continuación la parte principal de mi mensaje, o al menos la queinteresa a efectos de este diario.

Respecto a crear un conjunto homogéneo, la idea me resulta atractiva,pero no estoy convencido de que sacar historias y ordenarlas de una formadistinta a la que tienen ahora vaya a mejorar el resultado. Por una parte,es cierto que son independientes, y así es cómo las he estado enviando y túcorrigiéndolas, pero tienen un contexto como entradas dentro de un diario.Ese contexto no es tanto relativo a la historia en sí (cronología, personajes,ideas), sino más bien una cuestión de ritmo, de presencia de la historiaen un texto mayor. Sacar las mejores entradas y reunirlas en un libro lasdeja fuera de ese fondo menos lírico que forman las otras entradas, másmundanas, sin poesía, menos pulidas, más descriptivas como correspondea una entrada típica de diario. Y creo que un libro hecho solo de esa clasede fragmentos es quizás demasiado denso, se puede hacer empalagoso, yes mejor rellenarlo un poco de contenido menos brillante.

Me gusta más la idea de encontrar una de esas historias líricas de vezen cuando según se lee, y en el contraste entre estas y las otras es como gananrelevancia. Es difícil atinar en esto, no sé si yo soy capaz de hacerlo, perocreo que jugar con esos altibajos e incluir en un texto partes mas superfluaspuede ser interesante, porque revaloriza el resto y le da una dinámicaemocional a la lectura. En resumen, que me gusta que el conjunto tengaalgo de «paja» para que acabe formando un batiburrillo desigual peroal mismo tiempo sólido.

Otra cosa de la que tampoco estoy convencido es de esa homogeneidady si es de veras necesaria para formar una colección coherente y literaria.Tengo algunos temas que suelo tratar y que se prestan a usarse como hiloconductor: el campo, mi hija, la escritura, pero me parece más interesantela variedad que el aislar solo los de una temática, también por unacuestión de ritmo y de dinámica.

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Leí hace poco un texto de Monterroso en el que trataba esta cuestión;hablaba de un libro recopilatorio suyo en el que se combinaba cuento yensayo, y hacía algo así como un alegato a favor de lo heterogéneo. Meconvenció esa forma de entender el conjunto de lo que uno escribe, dondeno hacen falta hilos conductores, donde es uno mismo ese hilo y ello bastapara dar sentido a cualquier colección.

Para la última entrega que tenemos pendiente, le he enviado porprimera vez unos poemas antiguos. Me han parecido mejores que miprosa, pero algo me dice que su juicio no será tan benevolente. Creoque hay demasiado sesgo en mi opinión, se mezcla el valor literario conlos recuerdos, y lo cierto es que le tengo más cariño a mis versos que acualquiera de mis libros de prosa. Habrá que esperar al mes que vienepara saberlo.

* * *

A la luz de la tarde, hoy cremosa y lenta, los árboles parecen irreme-diablemente secos. Los robles, adornados por sus hojas marcescentes alas que les queda ya poco para caer, son los más señoriales y llamativos,de un tono riguroso y dulce. Las arrugas del tronco son más síntoma devejez que nunca, pero es una vejez sin decrepitud, saludable y orgullosa.

Parecen secos los árboles, pero no muertos, y no porque se sepaque rebrotarán en cuanto arribe la primavera, sino porque la suya es lasequedad de la madera llena de futuro, de la madera preparada para hacercon ella guitarras y cofres, sillas y mástiles y empuñaduras, para dejarsetallar y recibir las mejores ceras y barnices, las caricias de la lija, la pátinadel tiempo. Árboles vivos, sesteando hasta que llegue la primavera, quesin embargo lucen hoy mejor que nunca al imaginárselos ya concluidos,como simple madera erguida aún con entereza frente al mundo.

La estética de la muerte o de su presunción cercana, a veces taninquietantemente valiosa.

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Leo esta mañana unas greguerías de Gómez de la Serna, entre ellasla siguiente: «La T es el martillo del abecedario».

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A la cena, Inés pide una sopa de letras. Encuentra en una cucha-rada una C y me pregunta qué letra es esa. Se lo digo pero no está deacuerdo, ella sostiene que se trata de una O. Intento corregirla pero nohay manera. Para zanjar la discusión, enuncia con aplomo: «Es una O,pero está rota».

* * *

Otra más de estas greguerías involuntarias: al apagar la luz de suhabitación y ver las pegatinas fosforescentes del techo, dice: «El cometaes una estrella con forma de pulpo».

* * *

Antes de dormirse, tiene la costumbre ahora de pedirme que le déla mano. Cuando me alejo después de haberle contado alguna historiay ha bebido ya agua de su biberón, me reclama de vuelta y extiende unbrazo para que yo sostenga su mano. Lo suele hacer tumbada, a vecesofreciéndome los dos brazos, otras pidiéndome de nuevo el biberón,y mientras lo sostiene con una mano y bebe de él, agarra uno de misdedos con la otra. Se queda así unos segundos, mirándome, y cuandoconsidera que es su�ciente me deja marchar.

No he terminado de entender el porqué de este pequeño ritualnocturno, si tiene para ella algún signi�cado sentimental, si le ayuda alibrarse de algún miedo por saberme más cercano gracias a ese contacto.Tampoco sé si es algo espontáneo que ha surgido de ella misma, o quizásalgo que ha hecho con Emilie en los días que pasa con ella, y que ahorasimplemente replica conmigo. No importa, me basta ver el disfrute queestos segundos de cercanía le procuran, ya sea por una razón profundao por mero divertimento.

Hay siempre en todo amor cuestiones que uno no logra respondersobre los sentimientos del otro, siempre algo en la otra orilla que nose comprende, que se duda, que se sabe imposible de desvelar. Pero,¿de qué otro modo podría ser? El amor lo sustentan esta clase de cosas,las respuestas que sabemos inaccesibles y aun así perseguimos en otrapersona.

El amor no es asunto de uniones, sino en realidad una cuestión delímites, de inalcanzables, de fronteras.

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Toda la mañana perdida hoy fuera de casa, qué forma más depri-mente de empezar el día. Suena a cantinela de ermitaño rural y gruñón,pero estos días de hacer gestiones y tener que ir para ello a la ciudadme salen cada vez peor y me parecen más estériles. Me gustaría poderadministrar todo mi mundo desde aquí, desde mis lugares en los queme siento seguro, y el no poder hacerlo es lo que más incomoda de estasvisitas, obligadas y necesarias pero siempre tan poco productivas.

Primero fui al banco a reunirme con la directora de la o�cina, quellevaba meses intentando concertar un encuentro conmigo sin éxito. Meha llamado en múltiples ocasiones, y unas veces no he sabido qué decirle—o más bien, por esquivarla, le he dicho que no sabía en qué fecha mevendría bien ir a verla y que ya volvería yo a llamar, cosa que luego nuncahe hecho—, o directamente no he respondido a su llamada. Hace unosdías, me dejó un mensaje diciéndome que, si no me era posible acudir,ella o alguien de su o�cina podrían venir a verme a casa en persona.Ante tal servilismo, supuse que me considera ya un cliente valioso —lo cual es factible, viendo lo bien que, afortunadamente, crecen misahorros—, y que quizás tendría algo interesante que ofrecerme, por loque le propuse la fecha de hoy y ella estuvo de acuerdo.

Dejé a Inés con Christine y me fui para allá. La anterior directora,con quien tampoco tuve mucho trato, era una mujer joven demasiadolocuaz, a ratos algo excéntrica, y en general con apariencia de no serespecialmente profesional. No sabía qué esperar de esta, pero la primeraimpresión fue muy buena. Debía tener mi edad, casi mi misma estatura,y vestía con elegancia pero con un estilo bastante más desenfadado delo que uno espera en un trabajo así. Era muy guapa, con clase, y teníauna voz que sonaba noble y sin picardía. Me hizo algunas preguntassobre mi situación, yo le conté a grandes rasgos mi trabajo y los detallesfundamentales de mi empresa, y ella tomó algunas notas en un papel.Notas que, según las escribía, yo sabía que irían a la papelera, aunqueeso tampoco importa; hay gente que parece necesitar escribir de esamanera y yo he aprendido que no hay que darle importancia, porque esmás una especie de tic nervioso que otra cosa. Se había aprendido bienla lección y estaba al corriente de mis cuentas y mis movimientos, locual inspiraba con�anza, al menos en comparación con su predecesora,

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y siempre dentro, claro está, de la con�anza que un empleado de bancaes capaz de procurar, por mucho atractivo personal que tenga.

Las buenas sensaciones del principio se convirtieron en frustracióncuando, después de esos pocos minutos de cháchara, me dijo que lallamara si tenía alguna consulta, que aquella reunión había sido solopara conocerme, lo cual le alegraba mucho, como bien repitió un sin-número veces, y que esperaba verme más a menudo por allí. Se levantó,me dio un apretón de manos de lo más ridículo (con�eso que no sédar la mano a una mujer, siempre me resulta extraño), y me acompañóhasta la puerta. Había hecho mas de media hora de coche tan solo paraaquello, para satisfacer en cinco minutos la curiosidad de la directorade una o�cina bancaria por ponerle cara a sus clientes.

Para no sentir que había perdido todo ese tiempo en balde, me fuia hacer la compra. Otro error, porque así malgasté más tiempo aún. Elsupermercado es demasiado grande y nada práctico; tardé casi una horaen encontrar todo lo que buscaba y pasar por caja, y salí de allí estresado,como siempre que paso por lugares así, tan abarrotados de gente. Escurioso cómo esta intolerancia mía a las multitudes se va focalizandopaulatinamente; cada día lo paso peor cuando las encuentro en estaclase de contextos, mientras me encargo de algo tedioso o indeseado,pero apenas la sufro si ando ocupado en asuntos más llevaderos. Esbueno verlo así, porque quiere decir que lo que uno aborrece no es lagente en sí, sino las masas de gente atareadas en asuntos de esa índole,borreguiles y poco humanos.

He regresado a casa sin ganas de volver a salir en unos días.

* * *

Buenas noticias. Emilie parece haber aceptado que el mejor futuropara todos pasa por venderme su parte de la casa, y está dispuesta a queasí se haga. Le da pena, no es algo que ella quiera hacer en absoluto,pero ha visto que es un sacri�cio necesario dadas las circunstancias.

Yo no tenía esperanza de que hubiera cambiado su opinión; volví asacar el tema con poco convencimiento, pensando en que esta insisten-cia ayudaría a largo plazo, y resultó que esta vez supimos hablarlo mejor,quizás porque ella había estado pensando en ello o porque yo condujela discusión de manera más acertada. No quise enfrentarme, no caí en

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la tentación del enfado, sino que, al contrario, me mostré triste, comosi el problema de este diálogo estuviera en que ella no fuese capaz decomprender la relevancia que esto tiene para mí. Inesperadamente, dioresultado. Conseguí de alguna manera transmitirle la importancia dela casa en mi universo ahora tan frágil, mi inseguridad, mis dudas, misnecesidades. Tal vez lo exageré todo un poco y pequé por momentos deun excesivo melodrama, pero funcionó.

Qué poco orgulloso me siento de estas astucias, incluso si, comoen este caso, han sido de lo más involuntario. Recurrir a la hipérbolesentimental, a despertar la compasión en el otro, no parece una maneranoble de lograr ningún triunfo. La felicidad de este desenlace quedacon un matiz algo amargo, aunque no por ello deja de tener su sabordulce, no lo negaremos.

Hoy llamó para hablar con Inés, y yo saqué de nuevo el tema, enparte para corroborar todo lo acordado ayer, y en parte para agradecér-selo una vez más, ya que un poco de cordialidad satisface a todos y harálas cosas más sencillas. Pequeña maquinación por mi parte, pero creoque sin maldad ni culpa. Ella no habló mucho, aunque volvió a insistiren el dolor que le causa esta decisión, y en el hecho violento de que,una vez tomada la decisión, ella queda fuera de todo esto y de lo querepresenta.

Se queda —quizás incluso se haya quedado ya— fuera de todoesto, tiene razón. No solo eso, sino que también es cierto que con lacasa pierde igualmente su pertenencia y parte de la legitimidad quesus recuerdos tienen en este lugar y en mi vida aquí. Pero creo que, almismo tiempo, se instala con más �rmeza en el presente, nos hacemosjunto con Inés un grupo más sólido dentro de los lógicos límites queexisten entre nosotros, y los lazos que todavía quedan de la familia quefuimos se sienten más estables. Para mí, sin duda, es un cambio a mejor.

Parece mentira el cambio que esto obra no solo en la casa, sino encuanto sobre ella construyo, que viene a ser prácticamente toda mi vida.No quiero caer en triunfalismos anticipados, todavía queda por hacer,pero de pronto las sensaciones aquí son distintas, el paisaje tiene otrosbrillos, incluso el hecho mismo de estar con Inés guarda un signi�cadodistinto.

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El día no podía ser más luminoso, como si viniera a darme la enho-rabuena por conquistar a mi manera el territorio que alcanzo a ver, hoyamplísimo, con un aire trasparente, casi vacío.

* * *

Inés ha empezado a descubrir los rincones de su propia habitación.No la usa aún más que para dormir, no la dejo que se quede allí jugando,porque además ella pre�ere hacerlo en el salón que es donde estántodavía sus juguetes, pero antes de acostarse pasea por ella y se entretieneen algunos lugares. Le gusta especialmente el pequeño poyete de laventana, que tiene la altura justa para que se siente a descansar y desdeallí otear el resto del cuarto, y sobre él se instala con su biberón de aguay echa unos tragos entre risas. Luego da unas vueltas alrededor de lacuna y yo hago que la persigo para meterla en el saco, y se ríe un pocomás y así se va después a dormir satisfecha y más tranquila.

La dejé dormir esta mañana hasta tarde, y cuando subí hacía tiempoque estaba despierta y entregada a sus discursos. Me recibió con alegría,y lo primero que hizo fue señalar a la ventana, por donde entraba unaluz ya intensa a esas horas.

—¡Luz rosa! —gritaba, toda llena de entusiasmo.Yo no conseguí ver ni un solo tono rosado, era una luz muy clara,

blanquísima, pero me creí lo que ella decía, como si en lugar de esaluminosidad de mañana ya entrada estuviéramos contemplando la rojezpastel de un atardecer. La saqué de la cuna y ella fue hasta la ventanapara mirar al sol, quizás para explicarme algo mejor esos colores de losque hablaba. Pero en lugar de seguir hablando de la luz, comenzó acontar todo cuanto se veía: el jardín, la mesa, las sillas, los árboles, elcolor verde de la hierba, la campana del ayuntamiento si uno se acercabaal cristal y miraba escorado hacia el pueblo. Lo conocía ya todo y aunasí lo enumeraba como si fuera un descubrimiento, y en verdad lo era,aunque no el de lo inédito, sino el de las perspectivas novedosas, de lascosas a las que se les descubre un nuevo ángulo y una nueva verdad.

Qué mejor forma de recordarme mis propias sensaciones, de con-�rmar que he recuperado el entendimiento con la casa y el mundode alrededor desde que hablé hace un par de días con Emilie. Eramosella y yo contemplando desde la atalaya del cuarto nuestros dominios

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recién logrados. Y qué hermoso lucía todo, por sí mismo y por estanueva manera en que yo lo entiendo, más amistosos ahora el paisaje yel pueblo y la casa.

* * *

Paseábamos por el pueblo a media mañana y nos encontramoscon Paulette. Iba en coche y ni siquiera se bajó. Sacó el brazo por laventanilla e Inés, algo tímida pero sin miedo, le saludó y le dio la mano.Qué contraste vistoso hacían las dos manos, la una arrugada y de piel�ácida, la otra diminuta, tierna, turgente, todavía como poco más queun brote reciente. Me llamó la atención una unión tan dispareja y sinembargo tan bien coordinada, tan estética, el buen entendimiento delgesto y la piel y la complicidad del contacto.

Me preguntó por Emilie y, como vio que no iba con nosotros,se respondió a sí misma que estaría quizás en el trabajo u ocupadacon sus colmenas. Estaba claro que no sabía nada de lo nuestro. Yohabía asumido que estaría al corriente, ha pasado tiempo su�cientey estas cosas se acaban sabiendo, y ella es además una de las personasmás sociales y activas del pueblo, pero al parecer era una suposiciónincorrecta. No supe qué decirle, era una escena demasiado incómodala de contarle así esa clase de noticias, así que miré a Inés y le dije algoen español para que fuera ella quien continuara la conversación, y así,refugiándome en el idioma, esquivé el tema y todos tan contentos. Laencontraremos más veces, pero no me veo capaz de hablar con ella deeste asunto, no al menos siendo yo el primero que le haga llegar talesnovedades. Es una mujer tan alegre y transmite tanto optimismo ycariño, que abordar estos temas frente a ella se antoja muy violento.Claro que, si uno lo piensa, tampoco es menos violento ocultarle laverdad de esta manera.

Nos quedamos en la plaza jugando, y aquello de pronto le tra-jo a Inés recuerdos. Y qué recuerdos eran, todos ellos sorprendentes,inexplicablemente nítidos, que se perdieron tan pronto como habíanaparecido, dejando a su paso una mezcla dulce de asombro y belleza.Primero se sentó en uno de los bancos y dijo que allí había estado ellacon mamá comiendo queso, y que mientras tanto papá tocaba música.Se refería a la feria de los quesos, hace casi un año, y era en efecto así co-mo había sucedido, aunque parecía inverosímil que guardara recuerdo

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de ese momento. Después en�ló la calle hacía el arco de la entrada delpueblo y, al pasar junto a los lilos que crecen al borde, dijo que mamá ypapá habían estado allí trabajando, pero ella no. Supuse que hablaba dealguna de las jornadas de jardinage, cuando ella venía con nosotros y sequedaba en el carrito mientras nos peleábamos con las malas hierbas, yes verdad que en esas ocasiones ella solía estar allí, en esos metros de setoa la entrada del pueblo. Pero la última vez que habíamos participadoen una de esas mañanas de trabajo había sido aún más tiempo atrás,quizás hacía más de un año, y pensar eso, que aquellos tiempos tanprimigenios de nuestra verdad pudieran ya haberse registrado en ella,me hizo sentir un vértigo a la vez inquietante y agradable.

Antes de volver a casa, cogió una �or y me la dio sin decir nada.

* * *

Otro paseo al �nal del día. A punto de atardecer, tuvo antojo de ira ver las ranas al lavadero. Cómo negarse a estos caprichos, si ademásel día nos estaba llamando a salir y disfrutarlo un poco más. Me dio lamano al salir de casa y no la soltó hasta que llegamos, todo el caminosin decir palabra.

Las ranas no quisieron darnos la bienvenida de otros días. No saltóni una de ellas, debían estar todas ya en el agua. Nos quedamos un ratomirando.

Cuando el sol justo terminaba de hundirse en el horizonte, unaranita, animada tal vez por aquello, hizo lo propio y se sumergió saltandodesde su escondite, hacia su ocaso particular.

—Se va a hacer de noche —dijo Inés.

* * *

Un nuevo paseo, esta vez justo después de comer. Estaba todo tantranquilo como siempre, esto es, sin gente en el pueblo ni paseando porlas carreteras, sin nadie asomándose a las ventanas o dejándose ver enlos jardines, y como mucho con algún que otro coche pasando lejos.La plácida desolación del rural apenas poblado, que tanto placer daalgunos días y resulta vertiginosa en otros, según ande uno de ánimo. Y,sin embargo, parecía un mundo más solitario que de costumbre, sería

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tal vez por la hora del día, en la que uno supone a los demás comiendoo sesteando, dándole la espalda a lo que suceda de puertas hacia fuera,incluyendo en esto a uno mismo. Se sale a pasear a estas horas y se llevanesa clase de prejuicios, y con ellos cambian los ritmos y las actitudesde cuanto se observa, se moldea el escenario con las ideas que arrastraconsigo quien lo ocupa.

Fuimos a ver las ranas igual que ayer, aunque hoy no conseguimosver ninguna. Inés se instaló junto al agua y se entretuvo lanzando hier-bas y pequeñas piedras, y yo me quedé sentado a su lado leyendo ymirándola a ratos, sobre todo cuando a ella se le olvidaba que yo estabaallí y empezaba a hablar sola y a divagar. Es una estrategia perfecta estade llevar un libro para instalar un mundo paralelo en el que desaparecer,porque de otro modo ella no acaba de sentirse despegada por completoy sacar a la luz su individualidad. Uno se sumerge en el libro y ella lohace en sus propios mundos, que son después como otra literatura a laque saltar y en la que deleitarse.

Estuvimos algo más de media hora allí y después regresamos. Nosesperaba a la vuelta el mismo silencio, la misma calma, el sigilo de la vidaque sin embargo existe y pulsa alrededor de nosotros. Y según desperta-ba la tarde, se iba poblando el aire de ritmos y presencias, de bullicios,todos ellos irreales, meras connotaciones en nuestra percepción delmundo, pero aun así rotundos e ineludibles.

* * *

Una verdad que me resulta cada vez más evidente: la traducciónliteraria no pone a prueba el conocimiento que uno tiene del idiomaoriginal, sino del idioma de destino.

* * *

Inés se había acostado y yo leía algunas entradas viejas de estosdiarios, en esa relectura que es también una forma de ver cómo unopierde sus propias palabras, por cuanto hay cada vez más que releerpero no más tiempo, y cada línea escrita va recibiendo con el tiempomenos cariño. Esto nos sucede solamente a los que gustamos de revisarincesantemente la escritura pasada, y es más triste aún, ya que se da

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uno cuenta de la incapacidad de seguir revisándolo todo, y de que laspalabras se van anquilosando y algún día habrán de quedar allí inmóvilese incorregibles, para mal o para bien.

Leía, como digo, unas entradas viejas, de las que escribí al pocode nacer Inés. No las encontré esta vez más inspiradas que otras veces,tampoco menos, pero sí mucho más emotivas y valiosas. Pensé en cómosería para ella encontrar algo así escrito por su padre, y aunque esta esuna idea sobre la que había cavilado ya in�nidad de veces, ahora fue algomás verídico, una introspección más sólida sobre mi propia escriturareciente. Me emocioné, me sentí más en el papel de ser ella y poderentrar en mi vida sin ser yo mismo, con otra forma de mirarme másajena y objetiva. Me emocioné por saberme, o al menos imaginarme,capaz de emocionar a otros de esa manera.

Ilusión ridícula, porque a buen seguro todo eso, si es que acasosucede, será bien distinto a como la imagino, y además es mucho aún eltiempo que resta. Pero qué orgullo el que producen las alabanzas queuno mismo se obsequia, más aún si son tan sentimentales como estas.

* * *

El viento sopla con fuerza y lo observo hacer presa en los árboles.Los bambús de la entrada ondean con un aire divertido, en ellos se diríaque no hay sufrimiento, sino diversión.

«El bambú que se dobla es más fuerte que el roble que resiste»,dice un proverbio japones. La misma idea aparece con frecuencia en laliteratura oriental.

Para el viento y salgo a dar un paseo. En el jardín, uno de los bambúsestá en mitad de la hierba, arrancado y arrastrado por el viento. La vidaes menos poética de lo que nos gustaría.

* * *

Mi capacidad para la nostalgia es muy reducida. No me faltan mo-mentos valiosos en mi pasado, pero no hay ninguno de ellos que alrecordarlo me haga desear volver a ese tiempo, ni siquiera instantes queme emocionen más allá de un calor tímido cuando los traigo de vuelta ylos revivo, ya sea con más o menos detalle, y desde uno u otro bienestar.

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Creo que el tiempo pasa demasiado rápido por todas mis memorias ylas trata mal; les permite guardar un poco de su romanticismo, para queno dejen de tener de alguna manera el don de la melancolía, pero lasdesprovee de su fuerza, de su poder para llamar a través de la distanciade esos años que, al parecer, son en mi historia más insalvables que enla de otros.

Miraba hoy a Inés mientras se entretenía con sus juguetes, en unade sus fantasías teatrales, y me vino la certeza de que aquello sí iba aecharlo de menos. Me la imaginé algo mayor, tampoco demasiado, unospocos años no más, cuando esté a punto de dejar de ser una niña, y sentíque en ese momento sí que pensaré en este día de hoy con verdaderanostalgia. A los recuerdos que se forman hoy, intuía que el tiempo noiba a poder doblegarlos con tanta facilidad, y que en el futuro todoesto tendría un valor mayor, una voz mucho más poderosa para invocarretornos o insatisfacciones.

La echaré de menos, no por querer volver a estos días, tampocoporque sea en esta edad suya como yo la pre�era, sino por devolverlela vida a estos instantes que solo ella sabe representar al completo. Pordevolverme a mí mismo la vida, porque, quién sabe por qué, me haparecido que voy a echarme de menos tal y como soy en estos tiemposque comparto con ella. Y ni siquiera son mis mejores tiempos, y estáclaro que esta felicidad de hoy no es la más intensa ni veraz de mi vida,pero no es eso lo que ella representa. Ella, en su verdad de hoy, en loque hace y en lo que narra, es símbolo de este momento mío en el que,a pesar de todo, creo estar en la plenitud de mi vida, la madurez exacta,el clímax personal que está más allá de la satisfacción o las tragedias, lacompletitud humana que querría continuar pero sé irremisiblementeque irá decreciendo. En unos años, vendré a acordarme de esto, y laimagen de sus juegos de esta tarde será el hito al que volver y, ahí sí,llenarse de nostalgias, no por querer vivir de nuevo esto, no por quererque ella sea como es ahora, sino por desear poder vivir lo que en esefuturo yo tenga, con la entereza y el trasfondo de quien hoy soy.

* * *

Esperé a que Inés durmiera y luego llamé a Irene para que hablá-ramos por teléfono como cada noche. Tenemos conversaciones largas

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cada día justo antes de acostarnos, todas ellas sobre cosas banales e irrele-vantes, sin ningún tema en concreto ni acerca de nada que nos interesea ninguno en particular. Según colgamos, no recordaríamos ni una solafrase de las que hemos dicho, porque es todo tan irrelevante que novale la pena guardarlo, y eso es una señal maravillosa, el síntoma de queno hablamos de algo, sino simplemente hablamos, nos escuchamos,disfrutamos del hecho mismo de narrarnos con palabras que no tienenmás valor que el de vehicular nuestras cercanías.

Nos decíamos el otro día, cuando ella estuvo aquí, que sería buenaidea intentar hablar por Internet y así vernos, igual que hago yo con mifamilia. Nos parecía bien a ambos, pero lo decíamos sin demasiado con-vencimiento, yo creo que no porque nos diera pereza o no quisiéramosvernos, sino porque el teléfono tiene algo que nos atrae más, una calidezque, para esta clase de conversaciones nuestras, va mucho mejor queesas otras soluciones tal vez más funcionales pero menos románticas.

Es una cuestión de tecnologías y épocas, no hay duda. Ese mismoteléfono que en otro tiempo se juzgaría frívolo para mantener una rela-ción, hoy es ya algo viejo, superado, más anacronismo que vanguardia, ycon ello se reviste de romanticismo. Hablar por teléfono cuando pode-mos vernos, comunicarse a ciegas cuando además del sonido podríamostener también la imagen, es algo que hace entrañables nuestros contac-tos distantes y podría decirse que los ennoblece, al menos a nuestrosojos, que son aquí los únicos que importan. El teléfono es la carta ma-nuscrita de antaño, avanzando hasta esa vejez relativa que a todas lascosas y personas acaba por llegarles, y que es la única verdad absolutaen asuntos de tiempo.

En cualquier caso, qué conversaciones más sustanciosas estas, ycómo saben llenar el �nal del día. Hemos descubierto que, por algunarazón misteriosa que solo ha de comprender la compañía telefónica,las llamadas se cortan cuando llevamos una hora y diecinueve minutoshablando. Siempre al llegar a este punto, la llamada se pierde y tenemosque volver a marcar, y lo hacemos con gusto, porque es un recordatorioinocuo pero signi�cativo de que nos es fácil estar así, escuchándonos yya digo que sin contarnos nada relevante, durante horas.

Me alegran mucho estas llamadas, lo con�eso. Y me alegra ella, y loescribo aunque eso ya debiera sobreentenderse. Ha devuelto a mi vida

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felicidad y, sobre todo, seguridad, trayendo una demostración evidentede los giros propicios de la vida y del valor de la resiliencia. Me sientohoy muy afortunado.

* * *

Qué saludable esta presión de las empresas que no tienen �n, elansia de avanzar cuanto sea posible pero sin destino, el desempeño sinobjetivos al que, sin embargo, uno gusta de consagrar todo el tiempodisponible. Lo veo ahora más que nunca en este diario, que es labor en laque intento ocuparme tanto como puedo, bien sea escribiendo nuevashistorias o bien puliendo lo ya escrito. Sabe bien dejar acumuladasaquí horas de esfuerzo, como si fuera esto lo que pudiera recuperarsemañana, el tiempo mismo, y más valioso aún por ser tiempo empleadocon dedicación, con esperanza, las tardes llenas de voluntad que ojalápudieran preservarse de esta manera para luego nutrirse uno con ellas.

Qué distinta la escritura del diario a la de cualquier otro texto, no-vela, ensayo, artículo, donde existe una conclusión, por difusa que estasea. Un trabajo acotado, y la urgencia de cerrarlo es pues una urgenciatangible, predispuesta a las fechas y las condiciones. En el diario no hay�nal, toda la ansiedad que pueda despertar es por el momento presente,todo lo más por pensar que quizás no se esté sacando de él todo cuantoes posible. No hay horizonte, sino solo un aquí, un ahora.

Lo veo claro estos días al comparar el diario con la traducción, a laque dedico tanto tiempo como a este. Según crece la emoción, segúnavanzo y se va consolidando este proyecto, empiezo a pensar en su �n,persigo cada día más un objetivo, porque la distancia condiciona laintensidad del deseo. Trabajo con gusto, pero esa presión por acabares evidente, y hay un placer dulce al volver a mi escritura habitual, lade estas entradas, sin más ansiedad que la de saber capturar la bonanzade los días mientras dure. Escribir por guardar un recuento de mí mis-mo, llenar un espacio in�nito, pero llenarlo al �n y al cabo, sentir supresencia, su volumen, cada día más corpóreo. Y bien sé que no es enrealidad in�nito este espacio, sino que desconocemos sus límites, de lamisma manera que vivimos sabiendo que no somos inmortales, sinoque simplemente ignoramos cuánto nos resta.

* * *

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Por primera vez en mucho tiempo, el día tuvo sabor de rutina. Todocuanto hice hoy pareció una vuelta más en un ciclo llamado a repetirsequién sabe cuánto tiempo. Es curioso que uno, que ya creía haberinstaurado sus rutinas de�nitivas y no esperaba mucho cambio, y quelas ha visto recientemente borradas por completo, siga teniendo fe enesta clase de vida, en establecer unos ritmos y que la vida discurra en ellossin descanso. Pero fue así, no hubo novedades, solo costumbres, todasquizás recientes o al menos matizadas de un contexto muy novedoso,pero con voluntad de repetirse y de traer su mayor alegría a base dereincidencia.

Llevé a Inés con Christine por la mañana, trabajé un poco, y despuéssalí a pasear y me traje de vuelta algunas ramas y pequeños troncos. Sigocon mi costumbre de recolectar madera por el campo, ahora con másvisión de futuro que antes, porque el frío ha pasado y todo lo que traigoes para hacer acopio y prepararme para el próximo invierno. El montóndonde acumulo esta particular cosecha no para de crecer, tiene ya unacierta altura y luce hermoso, por cuanto ahora empieza a mostrar losfrutos del trabajo repetido e incesante, y no puedo por menos queentusiasmarme al pensar en la talla que puede alcanzar si continúo aeste ritmo hasta que llegue de nuevo el frío. El bosque tiene madera másque su�ciente, y yo sé que soy capaz de mantener sin descanso esta laborrecolectora, así que cabe esperar que esto no sea una fantasía imposible.

Volví al trabajo, comí, y después llegaron Paul y Michelle. Habíamosquedado para ensayar hoy, y les pedí que vinieran ellos en lugar de ir yo,para ahorrarme el viaje. Simple pereza por mi parte, pero me parecióuna petición justa. Tocamos poco últimamente, pero estos pequeñosensayos, muy familiares y sin pretensiones, no dejan de ser rutina, quizásde las pocas cosas de mi cotidiano aquí que han sobrevivido más omenos sin cambios a los contratiempos de los últimos meses.

Unas reuniones de trabajo y luego fui a recoger a Inés. Jugamosun poco, y para la cena preparé una pizza, que hacía ya tiempo que nonos dábamos ese capricho simple pero tan grati�cante, no ya por loculinario sino por lo ritual que resulta. Otra felicidad muy rutinaria, sinduda. La llevé a la cama, le conté una historia, y acabé el día hablandocon Irene, que hoy agradeció más de lo habitual estas palabras dulces dela noche, porque andaba algo resfriada y no se sentía demasiado bien.

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Como no podía ser de otro modo, acabo el día escribiendo, ele-mento fundamental de mis jornadas, y quizás el único verdaderamenteindependiente de los demás y llamado a continuar a través de todas misvicisitudes.

* * *

Primera vez este año que corto el césped. La primavera no ha llegadoaún, no hay apenas �ores ni brotes ni hojas, pero la hierba parece ponerseen marcha antes que el resto. Pocas tareas me disgustan tanto como esta,sobre todo cuando son hierbas altas y cuesta hacer avanzar la máquina.No es tan desagradable si aún esta corta, porque entonces el trabajo esmuy mecánico, no requiere concentración ni esfuerzo, y es casi comodar un paseo, incluso con su punto re�exivo. Hoy tenía aún poca altura,rala en algunas partes, así que fue un trámite rápido y hasta diría queme vino bien para descansar un poco del trabajo a media mañana.

De vivir Emilie todavía aquí, no lo habría cortado. A ella no le gustael césped corto como en un jardín bien cuidado, a ella lo que le gusta esla hierba algo más larga, más salvaje, porque así además se da ocasióna las �ores de crecer y en lugar de un tapiz verde y uniforme se acabaformando una pradera más variada. Esto está bien en la teoría, salvo quecuando la pradera ya resulta demasiado alocada, volver a civilizarla esuna tarea indeseable de llevar a cabo con la pequeña cortacésped. Comoera yo el que se encargaba de esta parte de la jardinería, discutíamos amenudo, sin acaloramientos pero con la incomodidad de todo desacuer-do, sobre si era momento o no de cortar. Al �nal, se cortaba menosde lo que yo quería y más de lo que ella deseaba, un equilibrio quesatisfacía a ambos o quizás, según empiezo a pensar ahora, a ninguno.La perspectiva cambia con el tiempo, no hay duda.

El caso es que ahora la puedo cortar cuando me venga en gana, unaventaja de esta nueva situación —ridícula aunque ventaja no obstante—, así que es de suponer que le daré más uso a la cortacésped que otrosaños y tendremos la pradera más acicalada, y que así sufriré menos conestas labores que tan poco me agradan.

Pienso ahora en aquella primera entrada con la que inauguré estosdiarios, a la que ya volví en otra ocasión. La vuelvo a copiar:

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A las afueras del pueblo hay una casa sencilla, sin valla,con un jardín simple en el que apenas hay plantados unosárboles, pero que solía tener siempre el césped bien cor-tado. El otro día, nos encontramos con los ingleses y nosdijeron que la dueña había muerto hacía un par de días,de cáncer, una muerte repentina. Era una de las pocaspersonas aquí que no conocíamos.

Hoy paso por delante mientras paseo con Inés, y veo que lahierba está alta, descuidada. La casa ha empezado a cogerun aire de abandono mientras el césped crece y le salenalgunas �ores altas y de poco color. Se con�rma que lavida de unos es siempre una señal de la muerte de otros.

Va a resultar que este de la siega es asunto más trascendental yprofundo de lo que parece a simple vista. Ya no solo es la vida y lamuerte, sino también el amor lo que se re�eja en la altura de la hierba.

* * *

Estuvo toda la noche lloviendo, una lluvia suave que dejaba sobre eltejado una música rica, como la de una pieza de música clásica, llena dedinámica, y que tan pronto era susurrante y no traía más que unas pocasgotas despistadas, como subía sin dar aviso y vertía sobre el vibráfonode las tejas algo que no se diría hecho de gotas, sino más bien un cañocontinuo de líquido. Una lluvia hermosa, pues, pero aun así con suparte de angustia y opresión, como lo son siempre las cosas de las queuno se ha de buscar refugio.

La primera noche de lluvia desde que estamos Inés y yo solos. Habíallovido otras veces, pero quizás en días en que no estaba más que yoen casa, o bien durante el día, o bien el chaparrón había comenzado yadurante el sueño. Ahora estaba lloviendo desde que me fui a la cama,y allí, tratando de dormir, pensaba en estos sonidos y en la verdad deestar nosotros dos solos, juntos sin nadie más. El universo que aquíformamos, como todos los universos ante las inclemencias foráneas,se hacía más nuestro, más privado, mas necesario. Quise subir a suhabitación y dormir allí con ella, porque era extraño estar tan lejos, elmomento pedía confortarse el uno al otro, y eso con la distancia entre

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los cuartos no se antojaba posible. No subí, me quedé en la cama y fuicogiendo el sueño, que fue seguro y profundo, como corresponde a losdías en que uno se sabe protegido allá donde descansa.

Al �nal, como por hacer todo aquello más prosaico y no caer endemasiados sentimentalismos, pensé en si tendríamos goteras, algopreocupado ante los compases más intensos de la tormenta. Se oíanalgunos ruidos distintos de vez en cuando, que recordaban a veces alrepiqueteo de alguna gota furtiva cayendo en la habitación, y despuésde tanto tiempo sin poner a prueba la techumbre, yo tenía mis dudas.También, no se ha de negar, por pensar que estos problemas domésticosson siempre incómodos e irritantes, pero más aún cuando uno está asolas para administrarlos, y lo cierto es que desde que Emilie no viveaquí no me he enfrentado a ningún contratiempo de esta clase, aunquetarde o temprano habrán de llegar. Por suerte, no hubo gotera alguna.Debía ser algún ratón correteando por el entramado del tejado, quizáscon los mismos miedos y discurrires que yo esta noche.

* * *

Seguía lloviendo esta mañana, eso sí, con menos musicalidad, todomás monótono y gris. Había pensado ir a ver a Camille al castillo, dondeorganizaban un día de trabajo colectivo. El mes pasado se juntaronallí treinta personas, al parecer fue muy productivo y entretenido, yesperaban que hoy fuera igual en cuanto a gente, o quizás incluso mejor.Yo no pude ir entonces porque estaba fuera, pero esperaba compensarcon la visita de hoy. Con este tiempo y con Inés, la idea, sin embargo, noparecía tan buena. Hemos pasado el día en casa, y tan solo salimos paradar un pequeño paseo después de comer, cuando la lluvia escampó.

Fue un día triste. No, «triste» no es la palabra exacta. Pudo sertriste, sí, pero era una tristeza sin pena, sin dolor, sin sufrimiento, másbien una felicidad de la que no pudiera disfrutarse, como inasible. Si,algo así, una ausencia de alegría, o una incapacidad, quién sabe porqué, de disfrutar esta aún teniéndola delante. El tiempo no basta paraexplicar este humor, más aún con lo feliz que uno se sentía ayer mismo.Pero pedirle constancia y coherencia a la vida es algo que ya no meatrevo a hacer, no tiene mucho sentido según he visto.

Nos entretuvimos como de costumbre, entre juegos y lecturas yalgo de música, a ratos juntos y a ratos cada cual a sus historias. Estos

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momentos a solas son ahora más fáciles que nunca, porque ella sabeentretenerse sin ayuda y ya no hace falta apenas vigilarla, y porque ponemenos atención en lo que hagan los demás. El violín, por ejemplo, queantes le disgustaba y que yo no podía tocar en su presencia sin queviniera a increparme, ahora lo tolera sin problemas, e incluso a vecesparece gustarle y olvida por un momento sus juegos para quedarseescuchándome.

El paseo debiera haber sido más alegre que el resto del día, aprove-chando el sol y la luminosidad del campo, pero lo deslució el viento,que soplaba violento y gélido. Era tan fuerte que incluso se hacía difícilcaminar. Y el pueblo, a pesar de la luz, no parecía amistoso, porque enaquellas condiciones no podía estar sino desierto. No vimos a nadie, ysi alguien nos vio debió pensar que estábamos locos, o que lo estaba yopor sacarla a pasear en un día tan desapacible. Pero la verdad es que aella no le importaba, lo disfrutaba como un día cualquiera y no parecíasufrir ni el frío ni el viento. Hace unos días llovió por la tarde, un chapa-rrón breve pero intenso, justo al volver de casa de Christine. Se empeñóen que saliéramos al jardín, y tanto insistió y tan tozuda se mostrabaa pesar de mis negativas, que acabé abriéndole la puerta e invitándolaa salir. Supondría que, tan pronto como pusiera un pie fuera, se daríacuenta de que era mejor quedarse en casa, pero ella salió bajo la lluvia yallí se quedó tan tranquila, como si fuera irrelevante que se estuvieraempapando, o ni siquiera se diese cuenta de ello. Se giró, me miró, yentre risas me invitó a salir con ella para que los dos disfrutáramos de latarde en el jardín. La metí en casa y los dos nos reímos, yo creo que ellade mí por verme tan remilgado, como sintiéndose orgullosa de tenermenos miedo que yo a la lluvia.

Paseamos sin detenernos mucho, cumplimos con el recorrido yvolvimos pronto a casa, ella algo disgustada, yo con el mismo desencanto.Ahora estamos otra vez a cubierto, sin visos de volver a salir, en estaespecie de asedio que parecemos estar sufriendo hoy. O que yo creoestar sufriendo, porque ella está tan radiante como de costumbre; se veque no le afectan los días así de la misma manera que a mí. Es buenover que es tan resistente a la meteorología en lo emocional como en lofísico.

* * *

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Aún brilla el poco sol que ha traído la tarde, pero ha comenzandode nuevo a caer una lluvia muy �na. A esta luz, las gotas no parecencaer del cielo, sino materializarse a unos metros del suelo, en un efectoextraño, algo mágico, que no creo haber visto antes. Lo observamosdesde casa, con las mismas pocas ganas de salir a hacer nada, frente a lamisma hostilidad, solo que ahora vestida con mejores galas.

* * *

Hoy fue más o menos igual que ayer. No había razón para pensarque habría de ser distinto, el domingo como repetición del sábado, lasdos mitades de un �n de semana monótono, espeso, lento. Casi nosalimos de casa, el tiempo seguía sin invitar a ello, aunque tuvimosentretenimiento, ese no era el problema.

Acaba de dormirse y es ahora que algo de la belleza de estos díasempieza a ser digerible, cuando quedan atrás, cuando ya nos asomamosa las puertas de la nueva semana y sus rutinas diferentes. Porque hansido días hermosos, de eso no hay duda, días de una unión sin �suras,infatigable, de intimidad cristalina entre padre e hija, de tal vez odiar elpaisaje gris por la ventana pero seguir atándose a él y amar sus futurosdías de esplendor, y también las esperanzas que se guardan de disfrutarlomañana junto a Inés cuando sea más sencillo gozarlo. Pero a toda estaintensidad hay que darle tiempo, es demasiado si se confía completo elbienestar a su sola carta, esa es la di�cultad de esta vida solitaria y rural,de este aislamiento hermoso y al tiempo arduo. Que reposen, pues, ymás tarde traerán su bálsamo y su enseñanza, como otra más de esascosas que solo con el tiempo cobran su verdadero valor: los viajes, losguisos a fuego lento, las amistades perdidas, el hecho mismo de vivir.

* * *

El viento sigue soplando con fuerza, más aún que los días anteriores,aunque ya sin lluvia. Salí a dar un paseo, pero volví pronto; apenasse podía caminar. No era solo un viento fuerte, sino furioso, de unaviolencia desacostumbrada, como lleno de rabia. Tenía una sonoridadcuriosa, está no tan agresiva pero sí muy variable: silbaba en los árboles�nos y desnudos, se a�autaba entre los matorrales, y en el pinar a la

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salida del pueblo, al atravesar las copas, daba una voz ronca mucho másimponente.

El mejor tono, aun así, lo hace ahora, al �nal de la tarde, y lo escuchoaquí desde casa, sin siquiera tener que abrir la ventana. El jardín estátranquilo, por aquí parece que ha dejado de soplar y ya no trae su música.Pero al otro lado de la carretera, al pasar por los árboles y los arbustosdel talud, suena a río, a corriente algo embravecida, a la fogosidad delos remolinos, a espuma, a líquido y ribera y caudal. Parece que la casadiera sobre un cauce de montaña en pleno deshielo, y que al asomarmefuera a poder deleitarme en la contemplación de esa clase de señalesprimaverales. No es día de primavera aquí, y casi se diría que este vientoviene a reclamar un poco más de tiempo para el invierno, y que es lacercanía de los días más templados lo que le tiene malhumorado. Perola primavera sabe avanzarnos su llegada de estas maneras tan sutiles yreconfortantes.

He jugado con Inés y ahora escribo mientras ella sigue entretenidahaciendo teatrillos con sus peluches. Luego traduciré algunas páginas.Llevo ya más o menos la mitad del libro. Muir y sus ovejas están ahorallegando a las cascadas de Yosemite. Muy oportuno.

* * *

Inés se ha ido con Emilie al �nal de la tarde. La recogí yo de casade Christine y Emilie vino poco después a buscarla desde el trabajo.Estuvimos juntos unos minutos haciendo una especie de despedida sindrama, y de pronto me quedé solo en casa a una hora del día en la quelos vacíos y los silencios son siempre incómodos.

Por buscarle el lado positivo a esto de estar solo, me apliqué entodos mis divertimentos, y después, ya de noche, salí a pasear, que estaes una de las pocas cosas que no puedo hacer cuando ella está conmigo.

El pueblo seguía con el mismo aire de deserción que en estos últimosdías, sin que ahora fuera a causa del tiempo, mucho más amable. Soplabaalgo de viento, pero era sorprendentemente silencioso, como si tuvieraprisa pero no quisiera molestar a su paso. La noche en sí era dulce, nadaviolenta.

Si la soledad de la casa era ardua, esta del pueblo era reconfortante,invitaba a pasearlo, a poseerlo, a reivindicar para uno mismo quién sabe

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que rincones o verdades. No vi ni una sola luz encendida a esas horas, ycon�eso que me gustó que así fuera. Creo que, secretamente, guardo laesperanza de que un día no quede nadie en este pueblo y todo esto seamío.

* * *

De camino al aeropuerto. Parece que en la lista de rutinas queconforman ahora mi vida —o lo que de ella pueda decirse estable y máso menos de�nido— es momento ya de añadir estos vuelos a Madrid yel tiempo que estoy allí. Esta vez voy para dos semanas, con lo cual sepuede decir que paso la mitad del tiempo en cada lugar, según esté o noInés conmigo, aunque está claro que el único hogar lo sigo teniendoen Francia, en las dos semanas que estoy con ella, en nuestra vida depueblo, y esto incluso lo siento con más certeza que antes. Los días enMadrid son algo distinto, como si no fuera la misma clase de presenciani uno se sintiera con legitimidad alguna cuando sale de aquí, a vecesmenos aún que un viajero casual. Casi se dirían dos vidas, y no es queesto sea mejor ni peor, sino simplemente la forma en que parece serque se va resolviendo mi existir, y de la que hoy creo que no puedoquejarme.

Antes de salir de casa, comprobé que no quedaban luces encendidasni grifos abiertos, apagué la calefacción y el calentador de agua, cerré lascontraventanas y eché la llave de todas las puertas. Lo habitual en quienva a estar fuera de casa algunos días, todo sistemáticamente comprobadoy previamente anotado en una lista, para combatir mi habitual despiste.Hasta aquí nada raro. Lo extraño fue que también hice esas cosas quesuelo reservar a ausencias mayores, a viajes entendidos en el sentidoexplorador y lejano, es decir, a despedidas en las que se parte con ciertaincertidumbre. Limpié todo escrupulosamente como si fuera a recibiruna visita de alto copete, ordené los libros (pero dejando encima dela mesa, en el angulo preciso para que los títulos se vieran claramente,algunos de ellos, no necesariamente los que ando leyendo, sino a modode paisaje literario que consideré interesante), y hasta cambié las sábanasy dejé la cama hecha. Es decir, que dejé la casa como si en efecto esperarauna visita, pero no la de un amigo que viniera a verme, sino la de alguienque pasara cuando yo no estuviera, o más bien cuando yo ya no fuera

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a volver más, para que la imagen que aquí quedase de mí fuera lo másfavorecedora posible. Lo dejé todo como si no tuviera certeza de ir aregresar, tal vez incluso como si, al contrario, tuviera la seguridad de noir a hacerlo nunca.

Qué extraña esta forma de irse, y qué extraño saber que uno tieneestos impulsos. Quizás sea por ese asunto de las dos vidas, como si fuerantan diferentes y desconectadas que saltar entre ellas es una empresa singarantías. Se ha ido despoblando la casa de ayer a hoy, primero con lamarcha de Inés, ahora con la mía, y aunque esto no es más que, ya digo,parte de un ciclo rutinario, lo ve uno por momentos como un abismoinquietante. El secreto sea tal vez no ver en todo esto una sucesión ahoraregular y abundante de partidas, sino de regresos.

* * *

Creo que estas semanas que ahora terminan han sido el mejor perio-do que nunca hemos tenido Inés y yo. Ha sido una conjunción perfectade mi buen humor y mi situación, de su carácter más sosegado que decostumbre, y de todo un conjunto de matices, detalles y pequeñas for-tunas que han hecho de estos días un tiempo inmejorable. Ha ayudadotambién la madurez de su idioma, que acaba de entrar en ese nivel en elque, aun con torpeza, puede ya mantener conversaciones y comunicar-se con solvencia. Hemos hablado mucho, también hemos escuchadomucho, y al darnos cuenta de todas las posibilidades que esto nos abre,hemos dedicado tiempo a compartir a base de palabras una parte im-portante de nosotros, para conocernos mejor y seguir aprendiendo eluno del otro.

Llego a Madrid, a ese otro hemisferio de mi vida, a pasar unos díasbien distintos. Dejo atrás ese tiempo de la manera en que se cierran lasexperiencias profundas e importantes: con partes iguales de alivio y demelancolía.

* * *

Unicamente encuentro sensualidad en las voces que hablan en es-pañol. En las demás, el atractivo que la voz en sí pueda tener, el del tonoy el timbre, el de la musicalidad y la sonoridad, ya sea dulce o rasgada,

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susurrante o poderosa, es un atractivo muy secundario y siempre insu-�ciente. Es el idioma el que da cuerpo a esa sensualidad. El lenguaje noviste a la voz, sino que es la voz quien viste al lenguaje. Es al lenguajea quien le corresponde la belleza principal, y la voz, a lo sumo, lo quepuede hacer es realzarla, pero no tomar su lugar en ningún caso.

Creo que, igual que uno se siente más atraído por las personasque comparten sus mismos rasgos étnicos (salvo bellezas fundamenta-das en el mero exotismo o tan absolutas que transcienden a cualquierotro criterio), lo ha de hacer también con las sonoridades y los acentosfamiliares, que no son otros que los de la propia lengua.

Yo he tenido parejas que hablaban todas las lenguas extranjerasque yo conozco, y me doy cuenta ahora de que, independientementede si sus voces eran hermosas o no, no sentí nunca por ellas ningunaatracción. De cada una me atrajo algo distinto, cada cual tenía una parte,física o no, que congregaba más mis querencias y mis deseos, pero la voznunca fue, en ellas, algo importante. Y no es que, casualmente, fueranlas menos agraciadas en estos asuntos. Sveta tenía una voz hermosísima,liquida, suave, y no solo al hablar sino también al cantar (no he tenidoninguna otra pareja cantante, y muy pocas con inquietudes artísticaso musicales). Además, lo hacía en ruso, y toda nuestra comunicacióntambién era en ese idioma, que es de por sí un idioma atractivo para míen todos los sentidos, incluyendo el de su sonoridad. Pero, de cualquierforma, no había atractivo alguno, o no tanto como el que podía haberen una voz simplemente agradable que contase las mismas cosas enespañol.

Emilie y Celine hablaban bien en español, casi sin acento, peroesa leve discrepancia en la pronunciación, ese detalle que dejaba verque no era su idioma, bastaba para que la magia se perdiera. No lashacía en absoluto menos interesantes a ellas, puede ser que inclusomás (la sensualidad que el acento añade a la persona en ciertos casoses innegable), pero sí, según entiendo ahora, tenía ese efecto sobre lasvoces.

Esto lo he pensado mientras venía en el avión, escuchando a lasdos chicas que tenía detrás, una de ellas con una voz que me resultómuy sensual y que me llevó a estas re�exiones. De la voz pasé al juegode imaginar el aspecto que tendría, que, cuando al aterrizar me giré

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disimuladamente a mirarla, descubrí que era muy distinto al real. Esavoz, tampoco en sí de una belleza llamativa, me resultaba más atractivaque todas las extranjeras, como si compitiera en una categoría distinta,muy superior a la de aquellas.

Es la palabra en realidad la que ostenta la sensualidad de la comuni-cación, y para la que estamos predispuestos. El lenguaje siempre porencima del resto. Lo demás no es sino ornamento, importante pero nofundamental, en esta necesidad humana de contarse ante quienes danvalor a nuestra vida con sus propias historias.

* * *

Tranquilidad y felicidad culpables las de estos días. Paso el tiempocon Irene, juntos con el entusiasmo que corresponde a las semanas deseparación, pero no descuido mis otras relaciones: llamo a mis padresincluso más a menudo que de costumbre, hablo con Inés cada día através del ordenador. Sin embargo, todo ello se siente más lejano, porser esta distancia una distancia voluntaria, una separación dolosa queen cierto modo uno elige y cultiva. La frontera entre esas dos vidas míasque empiezan a de�nirse es ahora incómoda, la una culpa a la otra, oquizás haya otra vida, la que podría ser, que acusa a estas de no cumplirsus expectativas como debieran.

Por lo demás, momentos importantes y hermosos, avances reseña-bles, todo ello de esa clase de cosas que entusiasman y dan sentido auna relación, a un futuro, a la voluntad misma de amar, y de las que soyincapaz de escribir y que por ello dejaré sin relatar aquí.

* * *

Llegó tarde, más de lo tolerable, pero qué iba a decirle yo si llevába-mos más de un año sin vernos y venía con el mismo aspecto que teníala última vez: sonriente, los gestos sinceros, el punto bien mesuradode euforia que suele lucir, todo idéntico aun siendo tan distinto esteescenario del de entonces. Un año largo desde aquella noche en Moscú,durante el que hemos hablado casi cada día como hacíamos ya antes,en prueba clara de que ella es una amiga como no he tenido nuncaotra, a pesar de que la distancia, los contratiempos, las vicisitudes de

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nuestras vidas y la burocracia siempre estéril nos pongan difícil encon-trarnos en persona. Esta, la de la burocracia, había sido nuestra barrerainfranqueable de los últimos meses, ella sin poder venir a España porun visado denegado repetidas veces, justo ahora que yo paso por aquímás a menudo que antes.

Traía el entusiasmo predecible por volver a Madrid, que es ciudadque ella ama por encima del resto. Nos parecemos en nuestra pasión porla patria del otro y por esa pincelada de alma extranjera que guardamos,la suya algo española, la mía un poco rusa, pero en lo que a lugaresrespecta no coincidimos. Ya se sabe que yo no simpatizo con ciudadalguna, y si hay ciudades con las que me entienda peor que con las demás,acaso hayan de ser su Moscú y este Madrid mío. Aun así, solemos hablarde esto, y a ella le gusta cantar las virtudes de la ciudad como lo haríaante quien no la conoce, o tal vez porque guarde la esperanza de que, siyo no termino de apreciarla, sea solo por no haber descubierto aún esoque ella conoce. Y yo escucho, porque a las amistades de este calibrese les ha de conceder el bene�cio de la duda, es decir, el de dudar desi acaso no estará uno confundido y debiera quizás replantearse susquerencias.

Habíamos quedado en el mismo centro de Madrid, y el tiempo,soleado y más cálido de lo esperable, había llenado las calles y las plazasde viandantes y turistas. La ciudad la recibía a ella con todo lo que ellaadora y a mí con todo lo que más aborrezco, pero poco importaba. Nosfuimos a una terraza a comer algo, y después, cuando se nubló y el díaquedó algo desapacible, a un bar a tomar unas cervezas.

Me trajo unos regalos rusos, un puñado de esas miniaturas quebastan para resumir un país, una cultura, un anhelo, al menos cuandoquien se enfrenta a ellas lo hace ya con sed y nostalgia de todo aquello:un turrón de sésamo, unos naipes rusos y un libro de Serguei Dovlatov.Del libro dijo que ella lo había leído hacía tiempo, y también otrosdel mismo autor, pero que de ninguno recordaba nada, por ser esteun escritor con un estilo particular pero sin narración que se preste aquedar en la memoria, un disfrute que viene de la mera lectura, de laprosa, de la intrascendencia misma de lo narrado. Literatura con unahistoria mínima, efímera, que si acaso resulta memorable lo es no máspor las sensaciones y los entusiasmos.

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Y así, como esa escritura de Dovlatov, fue el resto del día, hecho defrases y verdades saludables, amistosas, sin aspiración alguna de persis-tirse. Hablamos un poco de todo, de las mismas cosas que nos contamoshabitualmente, y aun haciéndolo esta vez en persona, la conversaciónno fue más relevante que en la distancia. No podría dar aquí más detalle,porque, igual que ella con esos libros, no recuerdo mucho salvo el buenrato que pasamos. Todo lo demás fueron adornos, maquillajes sobre elhecho mismo de nuestra amistad que no tiene trama ni desenlace, queno es historia ni relato, que no sigue orden ni argumento.

Se construyen de la misma arcilla la literatura cuando es universal yduradera, la amistad que está llamada a dejar muesca, la vida cuandouno desea poder prolongarla más de lo concedido.

* * *

Decía Chéjov que se ha de escribir «sin trama y sin �nal». Her-moso elogio, pues, las palabras de Anna sobre Dovlatov, sobre todoconsiderando que este escribió: «Se puede venerar la inteligencia deTolstói. Maravillarse con la elegancia de Pushkin. Apreciar las búsque-das morales de Dostoievski. El humor de Gógol. Y así sucesivamente.Pero sólo se quiere ser parecido a Chéjov.»

* * *

No hay justi�cación para la mala escritura, eso está claro. Pero ciertaescritura menos pulida, lejos del óptimo literario y de esa perfecciónque hace que las frases resulten solidas, de�nitivas, y puedan valerse porsí mismas, esa también tiene su razón de ser. Ya lo he dicho a veces: escuestión de ritmos y cadencias, de dinámicas, y el texto hecho solo deperlas e intachables resulta excesivo.

Me resisto a recortar más estos diarios aunque sé que debería alige-rarlos, que convendría aventar estas entradas, y por ello lo que hago esjusti�carme, escribiéndolo aquí como no podría ser de otra manera.

El lector tiene alma de vendimiador. El lector es un recolector. Legusta el fruto de su huerto, que es en este caso huerto ajeno, plantadopor el escritor, quien le concede ese usufructo tan particular que es laliteratura. Le gusta, digo, la pieza en sí, como al cazador o al pescador la

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suya, pero qué aventura más insulsa sería la de encontrarla sin más sobreel plato, lista para degustarse, sin ser uno mismo quien se la procura yla recoge con sus manos. Por ello, el escritor ha de disponer el escenariopara esta vendimia, para que la cosecha que el lector lleva a cabo nosea ni demasiado sencilla ni demasiado llena de incomodidades. Se hade cuidar el fruto, hacerlo sabroso, bello, que haga buen bodegón y sepaladee con disfrute, pero igual de importante es cuidar el paisaje, asegu-rarse de que el sol brilla y sopla una brisa alegre, o de que el lugar tiene elbucolismo de las mañanas campestres. Y eso en el libro se hace con lospasajes algo más intrascendentes, con la dosis justa de relleno plumoso,inane pero inocuo si no se usa en demasía, que viene a construir unfondo pero no eclipsa lo realmente importante del texto.

Justi�cación, ya digo, de mi pereza editora. Y también, no es difícildarse cuenta, de esta misma entrada, ni más ni menos prescindible quelas demás.

* * *

Hace muchos años, en mi época de mayor actividad poética, tradujetres libros de Sara Teasdale, una poeta americana de principios delsiglo XX. Teasdale ganó el primer premio Pulitzer de poesía y fue una�gura importante de la cultura americana, pese a lo cual el tiempo noparece haberla tratado muy bien ni a ella ni a su obra. En castellano, supoesía nunca llegó a traducirse, razón por la cual aquella me parecióuna empresa interesante y digna de acometerse. Las traducciones quehice las compartí en Internet y no llegué a editarlas como hago con misotros libros, quizás porque siempre he sentido que el hecho de traducirno es tan personal como el de escribir, y que por ello no han de ponerseal mismo nivel que mis propias creaciones a la hora de dar forma a esasuerte de portfolio vital que pretendo reunir con mis textos. Esta idea,todo sea dicho, está cambiando ahora que trabajo en la traducción de lostextos de John Muir. Ahora traducir me parece un trabajo tan personaly literario como cualquier otro, y en el que pongo de mí mismo tantocomo en, por ejemplo, las paginas de este diario.

Hoy he visto anunciada la publicación de un libro de Teasdale,Canciones de amor, en una pequeña editorial de un cierto renombre. Ellibro se promociona con la frase «Primera edición en castellano», que

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no deja de ser cierta, pero que a mí me sabe a verdad a medias. Sé que miversión no está editada, sé que desde que el texto está terminado quedaaún un largo camino que recorrer hasta llegar al libro (y qué loable esla labor de estas editoriales valientes que sacan al mercado títulos asícon mimo y verdadero coraje), pero la noticia me deja la frustracióndel triunfo que uno debió merecer al menos en parte. Tampoco es quesea triunfo el ser el primero en traducir a un autor extranjero, el valorestá en la propia traducción, pero me quedo pensando que esta perezay esta falta de ambición mías son a veces algo desquiciante.

Pienso en el trabajo que hago ahora con ese libro de John Muir. Esprobable que le espere igual destino, y también que algún día, tarde otemprano, me traiga igual frustración. O mayor aún, porque ya digo quelo entiendo como una tarea más personal que la hecha entonces. Piensoque debería mandarlo a alguna editorial cuando lo tenga terminado,seguir un camino ortodoxo y tratar de que alguien lo publique. Peroal instante me convenzo de que eso no va a suceder. Y si ahora, en elcenit de esta frustración, en el momento de mayor emoción por mistraducciones, no me veo capaz de encontrar la voluntad necesaria paraentrar con ellas en ese mundo editorial, ello quiere decir que no lo harénunca.

Se decía antes aquello de «escribir para el cajón». Hoy en día sepuede compartir lo que uno escribe, poner nuestro trabajo a la vista detodos, algo universal y accesible como en otro tiempo no podía siquierasoñarse, y que aún así siga siendo escritura para el cajón. Un cajóngrande, público, sin cerradura alguna, pero cajón al �n y al cabo, y alque bien pudiera no venir nadie a husmear. Una pequeña maravilla,en cierto modo, pues le permite a uno seguir escribiendo como si nohubiera nadie al otro lado.

* * *

Escritura hoy desde un lugar distinto: un hospital. Acompaño a mipadre mientras a mi madre la operan el hombro, los dos aquí sentadosesperando que venga el médico a informar. Yo escribo y él lee, supongoque cada cual buscándose una manera de no dejar que los nervios y lasinquietudes le hagan demasiada mella. Me decía Irene esta mañana (sucasa está aquí cerca y he venido caminando desde allí) que intentara no

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trabajar ni distraerme con mis asuntos, sobre todo durante la operación,y que en su lugar estuviera con mi padre haciéndole compañía, queestas esperas son siempre difíciles. Pero es él quien se ha sentado a leer,y yo, viéndome solo y sin ocupación, me he puesto en el ordenadorpara no sentirme intranquilo y pensar en otras cosas. Se invierten unpoco las tornas, o quizás es que baste la presencia del otro y no hayaque hablar mucho para procurarle al otro un poco de calma.

El hospital es moderno, e�caz, acogedor, la vista es hermosa, eldía soleado, y ni siquiera hay ese olor de asepsia que siempre evocamalos augurios, pero es tan desagradable como todos los hospitales. Heintentado trabajar un poco pero no soy capaz de concentrarme. Y lomás extraño es tratar de comunicarme con mis compañeros de trabajopara discutir nuestros asuntos del día, por lo lejano que parece todo. Loshospitales son de esa clase de tierras de nadie, enclavados que se sientenapartados del resto, lugares de una jurisdicción emocional diferente, porcuanto aquí uno viene a congregarse alrededor de percances y tragedias,y ese universo del enfermo se hace protagonista y deja fuera todo loque no sea inmediato. Incluso pensar ahora en hablar con Inés, aunqueresulte igual de necesario y hermoso que siempre, deja una sensación deextrañeza, como si además de la distancia física mediara hoy otra mayor:la de estar ella fuera, por fortuna, de estos asuntos hospitalarios.

[...]La operación ha salido bien. Mi tía ha llegado antes de la hora de

comer, y ahora estamos los tres en la habitación, matando el tiempo sindemasiado convencimiento, ahora ya sin inquietudes. No hay muchasganas de hablar, el tiempo es lento. Pasados los nervios, cuando noquedan riesgos ni sufrires, con el tramite ya superado, es todo unaespecie de burocracia incómoda. La tragedia, cuando es grave, une yreconcilia, pero en estos incidentes ligeros, la visita a un hospital haceardua incluso la convivencia familiar mejor engrasada, como es el casode la nuestra.

Al �nal de la tarde llegaron Paula y Germán, cuando todo era ya fácily pesaba más el cansancio que el miedo. Estuvimos una hora hablandohasta que llegó la cena, y luego nos fuimos a casa, yo de vuelta con Irene.

* * *

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Mi madre ya está en casa. Pasé la tarde con ellos y después mevine con Irene. Intentaré pasar a verles estos días del �n de semana,aunque soy de poca ayuda, pero en esa calidad de visitante quizás seamás signi�cativa y reconfortante mi presencia que si me quedase allítodo el tiempo. Todos somos ya conscientes de las veleidades extrañasdel amor y las rutinas. Estuvimos tranquilos, y nos sentó a todos bienrecuperar el hogar y reiniciar allí nuestros planes.

Hablé con Inés, que prestaba menos atención que nunca a la panta-lla, pero que estaba sonriente y muy animada, que en realidad es lo másimportante y lo que más me alegra. Distancia aún, incluso si piensoque ya en unos pocos días estaré allí con ella, pero sin que ello impidadisfrutar el vínculo.

Ahora en casa de Irene, mientras ella se arregla para salir, y aunquesigo sin interés en anotar aquí detalles (no es pudor, repito, sino torpezaliteraria), insisto en que tenemos momentos valiosos, a veces inclusode una perfección y una cercanía que nos sorprende a ambos por sutempranía. Ojalá algún día me sienta más preparado para prosarlos conel detalle y la profundidad que merecerían.

Hay en todo ello, aquí y allí, donde estoy y donde pudiera estar, unafelicidad sólida, robusta, de piezas que parecen ir encajando y empiezana formar un paisaje convincente, el de mi vida según la voy reconstruyen-do. Felicidad en todas esas piezas, con cada realidad progresando comodebe, pero no se despega aun así de mí la sensación de que esta vidafragmentada es algo incorrecto, mejorable, y de que dividir el tiempo ylos afectos no es sino multiplicar los puntos débiles en que a uno puedequebrársele su bonanza. Con qué �rmeza se ha instalado la idea deque el bienestar es una cosa unitaria, monolítica, a imagen de esa calmaque disfruté estos últimos años, con todo mi mundo en un espaciolimitado y un hilo argumental singular y único. Pero la felicidad puedeser algo caótico, múltiple, agitado, tenso, incómodo, impredecible. Nolo voy a negar: ninguna felicidad, incluso si es más intensa que la queentonces tuve, puede sustituir a esos tiempos tranquilos y rutinariosen que yo vivía. Pero ha llegado la hora de asumir que es improbablevolver a tener aquello, y que lo que hay es posibilidad de ser feliz, peroque toda buenaventura habrá de presentarse de una forma distinta yhabrá que adaptarse a ella.

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La felicidad en sí, deduzco de esto, no lo es todo. Importa tambiénla forma en que se presenta, la seguridad que nos deja, el diezmo que secobra en otros de nuestros sentimientos y emociones.

* * *

—A veces lo que más me gusta de los libros son sus títulos —dicemientras pasa su mano por algunos volúmenes de un estante, los acaricia,elige un par de ellos y lee en voz alta sus nombres como un argumentoirrebatible.

Libros que se juzgan no por su cubierta, sino por las pocas palabrasque la encabezan, el resumen mínimo de sus páginas, y que, según ella,difícilmente habrán de ser mejores que lo que sus títulos cuentan.

La librería es pequeña, y yo busco otra estantería cerca en la quehacer lo mismo, pasar por los libros sin prestar atención a todo lo demásque evocan, solo a la sonoridad de sus títulos y los pensamientos másinmediatos que alimentan.

Los títulos de los libros son la toponimia de la literatura. Los tomosen la estantería, o esparcidos sobre una mesa, o apilados en un rincón enese frágil equilibrio que parecen arrastrar siempre consigo el papel y lapalabra, y esas breves grafías de sus lomos nos orientan por el territorioinmenso que conforman. Y si soñamos frente a un mapa leyendo lanomenclatura de sus verdades, ¿cómo no hacerlo ante una bibliotecaque nos cuenta de esta manera su paisaje? ¿Cómo no imaginar ante esemundo a escala el viaje futuro que es la lectura?

* * *

Fuimos al cine en el centro de Madrid, a una sesión tardía. Miúltima vez en un cine, si no recuerdo mal, debió ser hace ocho o nueveaños, y ni siquiera sabría decir qué película vi. A Irene, como a tantos,le sorprendió saber de mi nula a�ción a este arte, y yo, por hacer másllevadero el poco entendimiento que teníamos en esto y evitar debatirsobre un tema que es ya algo fatigoso para mí —cuántos no habránintentado infructuosamente convencerme de que debo a�cionarme alceluloide—, le dije que debía considerarlo una buena señal: la de verque solo ella ha logrado en todo este tiempo llevarme a ver una película,

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síntoma claro de mi entrega en esta relación nuestra. Quizás no se lodijera tan en broma, quién sabe. Al menos ella se lo tomó con humor.

La película fue buena, emotiva, simpática, y está claro que no voy aentrar a juzgar algo en lo que mi experiencia y criterio son inexistentes,pero sin duda cumplió lo que se esperaba. Pasé un buen rato y salídel cine satisfecho. Pero no es dentro de la sala, frente a la proyección,donde se gesta mi poca a�ción por las películas, sino después, en eljuicio de esa experiencia cinematográ�ca. La satisfacción es fugaz y mesobreviene al cabo una especie de frustración, por pensar que, si bienes una experiencia interesante, enriquecedora, o al menos entretenida,no la disfruto tanto como pudiera. Porque no soy capaz de apreciar osiquiera encontrar el arte de una película, tampoco entiendo el lenguajecinematográ�co, y la narrativa de la historia me resulta siempre untanto extraña. No es aquello de que el libro es mejor que la película,sino de que es mejor para mí ; el libro es una forma comprensible, unidioma inteligible en que contar historias, mientras que la película esuna lengua que apenas entiendo, que me satisface aun sabiendo de ellauna mínima colección de vocablos, pero que me deja un malestar porver que no soy capaz de interpretar más allá de lo que ese conocimientoescaso me permite.

Le busco, quizás, demasiado valor a un hecho que podría ser másmundano. La vida está llena de diversiones sin sustancia ni trasfondo, ypor qué no podría yo entender el cine como una de ellas, igual que lohago con tantas otras, o igual que lo hace tanta gente. Sospecho que hade ser por lo cercanos que, en cierto modo, están el cine y la literatura—aunque para mí sean mundos tan distintos—, y la forma en la queentiendo esta.

Supongo que mi próxima sesión de cine no tardará tanto en llegar.Irene está segura de que le acabaré cogiendo gusto, y me pregunta siquerría repetir un día de estos. Tengo dudas de que así sea, pero le digoque sí y ella se rea�rma en su convencimiento. Luego con�esa que hadisfrutado de venir conmigo, pero que se ha quedado dormida a mitadde la película.

* * *

Recojo a Inés de casa de Christine. Recuperamos en un instantenuestros ritmos y cercanías, y salimos a dar un paseo. También ella

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vuelve ahora a casa después de los días fuera, y en qué mejor compañíaque la del otro podemos explorar estos entornos para cerciorarnos deque todo sigue tal como lo recordábamos.

Es una calma chicha reconfortante, nada de felicidades exultantesni en los reencuentros ni en nuestro tiempo juntos. Ella viene a ponerlas piezas que faltan en su sitio, da sentido a todo esto, pero en la imagen�nal que queda, completa e inmejorable, no hay gozos desbordantes nifervor alguno.

Me siento algo culpable por este reencuentro cuando pienso en losúltimos días con Irene y en que con ella han sido de otra clase, esos símás intensos, podría decirse que más necesarios o así al menos cabríajuzgarlos al ver nuestra voluntad en ellos. También nuestras despedidashan sido más dramáticas. Pero no se pueden medir todos los amorescon un mismo calibre, y la intensidad y el futuro de unos lazos, aunidénticos, se testimonian en cada uno de ellos de una manera distinta.No se puede comparar con esa otra clase de amor, y mucho menosahora que aquel anda en sus inicios. Porque la verdad del hijo es tancambiante que nuestra historia con él nunca deja de ser un inicio.

Qué calma la que ahora tenemos en casa, mientras ella juega y yo ladejo hacer. Traía la intención de no dejarla sola ni un minuto esta tarde,recuperar el tiempo perdido, preguntarle por estos días, buscar en ellatodos los cambios y los pensamientos nuevos que sin duda tiene ahora.Pero nos hemos asentado en las costumbres, sin prisas y sin ansias, sinbúsquedas, dejando en su lugar que el otro nos encuentre de maneradiscreta y solo si así lo quiere. En esto parece que coincidimos, porqueella no parece tener más interés por mí que hace unas semanas, y sinembargo viene a enseñarme sus juegos de vez en cuando, de la mismamanera necesaria y humilde que antes.

[...]Se fue a dormir sin rechistar, creo que estaba cansada. Me pidió

que le leyera un cuento y estuvimos casi media hora pasando páginas,yo sin proponerle que paráramos todavía y ella sin decir nada, escu-chándome. Pareció quedarse tranquila, no protestó, pero al cabo de unrato empezó con sus gimoteos como hace siempre. Esta vez, en lugar dedejarla quejarse a sabiendas de que es solo teatro y durará poco, subípara estar con ella. Se me hacían demasiado incómodos los lamentos,

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como si fuera demasiado pronto para ya ignorarla de esta manera, hoyque acabo de recuperarla. Dijo que no podía dormir bien, que queríair a la cama grande, y yo, aun sabiendo que no era más que capricho,la llevé y nos metimos los dos bajo el edredón, para hacer una cabañacomo a ella le gusta. No pareció disfrutarlo mucho, y en su lugar seabrazó a su peluche y se tumbó a dormir. Yo la imité, esperando que enunos segundos se levantara y comenzara a alborotar, pero no, se quedoquieta, con los ojos cerrados, y antes de que me diera cuenta estabadormida. Me quedé mirándola durante un minuto o algo menos, yluego la desperté antes de que el sueño fuera demasiado profundo. Lepropuse volver a la cuna y estuvo de acuerdo. No estaba adormilada,pero ese minuto durmiendo parecía haberle traído una paz irrevocable,gozosa. La acosté en la cuna y volvió a dormirse antes de que me hubieradado siquiera tiempo a salir de la habitación.

* * *

Pensaba que ya no volvería a encender la chimenea esta temporada,pero hoy, justo el día en que comienza la primavera, el tiempo vino fríoy la casa se quedó destemplada, y pensando en Inés decidí encenderlaunas horas al �nal de la tarde. Quemé toda la madera pequeña que habíasacado cuando mi padre podó hace unas semanas el ciruelo del otrolado de la carretera. Preferí no utilizar la provisión de ramas y troncosque voy recuperando del campo, que se ve que juzgo más valiosa, y quepor ello merece quemarse en los días crudos del invierno.

Se acercó ella al fuego cuando no había ya más madera que añadir ylo observó como se observan los paisajes, de esa forma algo indulgente.Quedaba un montón hecho de pequeños palos calcinados, blanque-cinos, a modo de pequeña choza, y bajo ellos la brasa de todos losanteriores, dejando escapar su luz por las rendijas.

—El fuego está escondido —dijo. Luego volvió a sus juguetes.

* * *

Otra más de esas imágenes involuntarias de Inés, que parecen enca-denarse en ciertos días inspirados: a la sed la llama «hambre de agua».

* * *

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Y cómo me resultaba poco plausible que nadie antes que ella hubie-ra dicho tales palabras, ya fuera por desconocimiento o con deliberadaintención lírica, he buscado en Internet está expresión. No encontrénada hermoso ni poético, sino más bien lo contrario. Efectivamente,no era aquel un circunloquio por completo novedoso, pero su historiaera bien distinta a lo que esperaba encontrar.

Fue en Formosa, Argentina, donde una mujer utilizó esa expresiónpara protestar por la falta de agua. «Hambre de agua» era lo que, ensus palabras, sufría su hijo. No es una historia tan hermosa para contar.

Raro es el relato feliz que no tiene un algún lugar su contrapartedolorosa.

* * *

La lluvia era ligera, pero la tormenta venía anunciándose con algu-nos rayos y unos truenos alicaídos que llegaban ya sin vehemencia. AInés le llamaban la atención los primeros —«luz blanca», decía—, ylos segundos le provocaban si acaso algo de inquietud, pero no miedo.Llegó la tormenta y trajo un tronar con algo más de carácter, nada quele hiciera asustarse. Entonces, de repente, hubo uno de esos truenosviolentos y explosivos, y al descargar este se fue la luz de casa. Se echó allorar y yo fui a calmarla. La cogí en brazos y le di la linterna para queno solo se sintiera segura al ver algo de luz, sino que también se entre-tuviera al ser ella quien la manejaba y así olvidara sus miedos. Habíasaltado un fusible. Cuando conecté de nuevo la electricidad, ella, conmenos miedo, preguntó que quién había apagado nuestra luz, y no sequedó muy convencida cuando le explique que no era nadie, sino quese apagaba así cuando había tormentas como aquella.

No hubo más rayos ni truenos. Quedó una llovizna mínima sin áni-mo de mayores sobresaltos, como el niño que después de una travesura,asustado ante su propia transgresión, pasa de inmediato a comportarsecon la mayor obediencia. Ya no quiso bajarse de mis brazos. Tenía losojos cerrados y se negaba a abrirlos aun sin estar asustada. Me senté enel sofá todavía sosteniéndola, y dijo que solo quería estar así, «encimade ti, papá».

Estuvimos unos minutos sentados y después la llevé a la cama. Sedejó desvestir y poner el pijama sin decir nada, a lo sumo algún comen-tario con algo de congoja, y todo ello sin abrir ni una rendija en los

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párpados. No los abrió tampoco cuando la metí en la cuna, y se quedótumbada al instante en posición de dormir. No pidió una historia, ni unpoco de agua, ni que le encendiera su pequeña luz de noche. Cuandoya me iba, me llamó con voz dudosa y me pidió que le diera la mano.Agarró un dedo durante unos segundos y luego me dejó ir.

* * *

Creo que algún día me gustaría hacer un viaje con Inés. No quierodecir llevarla a algún lugar al que yo vaya, como aquella vez que estu-vimos Emilie y yo con ella en Irlanda, sino embarcarnos juntos en unaventura común y viajar de igual a igual, de la misma forma en que unoviaja en pareja o con un compañero; una aventura equilibrada, plural,sin ánimo de descubrir nada sino de compartir el trance junto al otro,un viaje en el que nadie lleve a nadie, en el que sea el ritmo de la vidaquien lleve a ambos por donde haya de ser. Creo que Inés sería unabuena compañera de viaje en estos términos.

El de hoy no fue aún de esa clase de viajes, aunque tampoco comootros anteriores, y es esto quizás lo que le hace a uno barruntar empresasfuturas de esta clase, por el buen regusto aún reciente.

Hemos venido a Madrid para pasar unos días con mis padres ycelebrar mi cumpleaños junto a ellos este �n de semana, y aun siendo untrayecto que ya conoce bien, lo hicimos esta vez de una manera distinta,ella más viajera y con un carácter que podría decirse más maduro, yoalgo más tranquilo y disfrutando todo el camino.

La recogí de casa de Christine y fuimos desde allí al aeropuerto. Elcampo esta vez quiso despedirnos con sus mejores colores, y casi dabapena marcharse, no por dejar de disfrutar estos pocos días en que laprimavera llega de pronto a encenderlo todo, sino por una cuestiónsentimental, por dejar el lugar sin nuestro cuidado, al tiempo que unopiensa, para mayor arrepentimiento, que las cosas más hermosas acos-tumbran a ser también las más frágiles.

A los verdes y los marrones de las colinas, más intensos que nun-ca, les daban respuesta los azules y blancos del cielo, cuajado de unasnubes llenas de relieve. Cada colina tenía en lo alto su gemela hechade plumón, como un espejo que re�ejara las formas de la tierra y lescambiará los colores. Pero a Inés, siempre atenta a detalles diminutos, le

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llamó la atención un penacho redondeado que �otaba lejos del resto, ydespués de encontrarlo y compartir conmigo su descubrimiento, lo fuesiguiendo y hablando de él hasta que se perdió de vista. El resto de lasnubes no parecían interesarle tanto, y pasó entonces a comentar otraspiezas del paisaje, sobre todo los ríos y las charcas, por las que siempreha tenido debilidad.

En el aeropuerto, fuimos pasando por todas las zonas para niños, yyo la dejé jugar sin apenas entrometerme e incluso me puse a leer mien-tras ella se entretenía, convencido de que ya no era necesario vigilarlacon tanta atención. Al parecer, vamos madurando a la vez, ella comopersona y yo como padre, y es agradable ver estas sintonías. Se entre-tuvo hasta que llegaron otros niños, más pequeños y con sus padresmás vigilantes. Intentó jugar con ellos, pero no estaban tan dispuestos,y vino hacia mí frustrada, porque lo que ella quería en realidad eradisfrutar de aquellas diversiones en compañía. Este detalle no me cansode observarlo; el deseo social que le asalta a veces es un espectáculo conalgo de drama, pero también de lo más reconfortante.

Había más gente que de costumbre. Tuvimos que hacer cola en elcontrol de equipajes y también en el de pasaportes, algo poco frecuentey que en otro momento habría sido difícil con ella. Pero ahora estabatranquila y entendía bien que debía comportarse y estar a mí lado sinprotestar. Estos cambios, pequeños y tan sutiles que uno no puede sabercuándo se han producido, tienen al constatarlos un efecto balsámico.

Siguió igual en el avión, gozando todas las etapas, preguntando acada instante por lo que estaba sucediendo, riéndose a carcajadas, perobien instalada en su sitio y sin siquiera intentar quitarse el cinturón deseguridad.

El rencuentro en el aeropuerto fue como de costumbre, en esosigue manteniendo la emoción tan infantil. Luego el viaje, las risas, laspalabras nuevas, las pequeñas conversaciones que cada cual comienzapara tantear los cambios que traen los otros o cerciorarse de que lofundamental sigue como siempre.

La pusimos a dormir por primera vez en una cama, en el cuartode mi hermana. Le costó adaptarse, era tarde cuando llegamos a casa yestaba algo caprichosa a causa del sueño. Hizo sus llantos de costum-bre y después se quedó dormida, y por la mañana estaba arropada y

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acurrucada, una imagen que me resultó mucho más entrañable queverla dormir metida en su saco. También me pareció verla más adulta,ya toda una niña, y todo esto vino a unirse a la experiencia del viaje.

Mis deseos viajeros andan �ojos últimamente. Quizás cuando Inésesté preparada para acompañarme vuelvan a ser como antes, apasiona-dos e intensos. E incluso puede ser que vuelva a querer viajar a solas,sin ella o con otra persona, quién sabe. Por ahora, disfruto de calores yrutinas, sin ánimo de distancia alguna. Hoy, recién llegado a Madrid,con más razón aún si cabe.

* * *

Comentaba mi madre hoy al desayuno el sacri�cio que hago porInés quedándome en Francia, la cárcel (utilizó esa palabra) de ese puebloen el que he aceptado vivir para estar cerca de ella, los años que mequedan por delante antes de poder cambiar esto.

Después, en su papel de portavoz de la familia, añadía que era enrealidad mi padre quien así había hablado, pero que, ya se sabe, él noes de contar esa clase de cosas y le corresponde a ella sacarlo a la luz.Mi padre, junto a nosotros, no decía nada, corroboraba aquello con susilencio, y yo, protagonista involuntario, tampoco sabía bien qué decir.

Podría explicarles que no es ya como ellos lo imaginan, que la cárceltiene un lado dulce y que he empezado a disfrutarlo. Podría hablarles delas últimas esperanzas que he recuperado, de la sensación que tengo deque la vida va asentándose y vuelve a dejar un paisaje amigable. Podríaargumentarles lo que argumento frente a mí mismo en estos diarios: laresignación amable en la que me voy instalando, donde no hay salidapara algunas de mis circunstancias, pero en la que estas a su vez hantraído bondades inesperadas con las que es tan hermoso vivir como loera antes.

Pero no, no digo nada. Les dejo que sigan convencidos de su verdad.Repite mi madre esta idea del sacri�cio, y hay en ello un aprecio,

una suerte de admiración. Mi sufrir, real o imaginado, se convierte anteellos en una condecoración: piensan que soy un buen padre. Un honorasí justi�ca toda mentira, incluso la más cruel.

* * *

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Salimos a un restaurante para celebrar mi cumpleaños, y a mitadde la comida me vino de pronto el recuerdo de una de las últimasocasiones similares pero con la familia de Emilie. Era raro entoncesque no estuviéramos los dos, con una u otra familia, y el recuerdo trajoentonces un pensamiento tan equivocado como veraz: Emilie desconoceel presente de Inés. Me parecía que, por perderse estas ocasiones, porno participar de la vida que sucede mientras Inés está conmigo, ellaya no había de saber nada de quien Inés es hoy día. Tuve la sensaciónpor un instante de que Emilie no sabía nada de todo esto desde hacíameses, que aquel había sido su último contacto y no habría de repetirse,como si ella estuviera por completo fuera de nuestras vidas y no tuvieralugar alguno en nuestro futuro. De inmediato uno se da cuenta de loerróneo que es este razonamiento y lo triste que es la realidad en sulugar. Emilie sigue en contacto con Inés, sabe de su vida, la ve crecer y ladisfruta de igual manera que yo lo hago. Somos los dos quienes hemosperdido futuro frente a ella, quienes ahora tienen con ella más distanciay desconexión. Y quizás yo más que nadie.

* * *

Tenía pensado ir a la tertulia literaria que organiza E.G, el poeta,y que es la versión de carne y hueso de ese taller suyo en el que heestado participando estos meses con mis textos. Habría sido mi primeraactividad social literaria desde los tiempos en que acababa de empezar launiversidad, hace ahora ya casi veinte años. Razón su�ciente para volvera esta clase de actividades, aunque nunca fui demasiado a�cionadoa ellas, todo sea dicho. El taller se organiza apenas una vez al mes ynunca consigo coordinarme con sus fechas, así que esta ocasión había deaprovecharse. A pesar de todo, desistí en último momento y no fui. Medio una pereza enorme. De pronto se me fueron todas las ambicionesliterarias y aquello me pareció una mala idea.

Mi labor creativa, y la literaria más aún que el resto, son de naturalsolitario. Esto lo he sabido siempre, y con los años se hace más evidente.El esfuerzo de compartir con otros esta parte de mí no es algo queafronte sin antes repensarlo mucho; me paro a pensar en ello y sueloconcluir que no vale la pena, que para qué hacerlo si tampoco me hade aportar tanto, que ese tiempo podría emplearlo en ejercer la labor

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creativa a solas, dedicándome a escribir o leer, cosas siempre mejores depor sí que todo cuando se construye alrededor de ellas. Qué poco interésveo, si lo pienso bien, en unir al arte y la creación un contexto humano,una actividad social que siempre acaba resultándome super�ua.

Mi actitud es asocial, misántropa, o eso parece si solo se conoceesta parte. Pero nada más lejos de la realidad. A mí lo que me atrae esla gente, el trato cercano, el pueblo, la sociedad de uno u otro modo,pero esta manera de presentar el hecho social y humano, estos trajesentre lo cultural y lo artístico, como un asunto de gremio o tribu ohermandad, siempre me han parecido fatuos. No satisfacen ni misnecesidades personales y humanas, ni las artísticas.

Preferí esta tarde disfrutar de estas verdades por separado, comode costumbre: la de la literatura, a solas, leyendo, escribiendo y aprove-chando para ir a una librería de viejo cerca de casa de mi tía, donde nocompré nada pero eso fue lo de menos; y la humana, pasando el resto dela tarde y la noche en casa de Irene, mientras debería estar tertuliandosobre escritos propios y ajenos.

No me arrepiento de ello, y eso a �n de cuentas es lo que ha deimportar.

* * *

Hay veces en que nada me asusta más que aprender. El aprendizajedestruye tanto como edi�ca. Aprender es convertirse en alguien distinto,y esto sucede en ocasiones sin demérito de lo que dejamos atrás, peroen otras, nuestra nueva verdad es incompatible con la antigua o deja aaquella bajo una luz poco favorecedora.

En las labores creativas, aprender es negar parte del creador queveníamos siendo. Esto no es doloroso si aquel no dejó huellas que quisié-ramos preservar o, más aún, que pretendiéramos que nos representasenhoy día. Reconforta saberse mejor artista que antaño o creador másdotado, no hay duda. Pero si se arrastra un bagaje de creaciones, todoavance erosiona nuestra historia y nos deja en evidencia. ¿Vale acasola pena progresar, si desde esa nueva circunstancia veremos nuestrotrabajo de antes como algo de menor valía?

La literatura es la única de mis huellas que no quiero borrar. Con-vertirme en mejor músico no duele; todo lo contrario, me reconforta

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el comprobarlo cuando escucho alguna grabación antigua o entiendoque mis antiguas composiciones son algo superado y que hoy, aún sinllevarlo a cabo, sabría hacerlo mejor que entonces. Con mis textos, sinembargo, me asusta que una mayor madurez literaria venga a invalidar-los. Quiero que el valor de esos escritos se mantenga, que sea inamovible.Y me asusta aprender a escribir mejor, a ser más crítico con lo que yadejé anotado. Me da miedo frustar la única empresa creadora de cuantashe emprendido que creo que vale la pena. No quiero arriesgarme a seryo mismo quien pone en entredicho páginas como esta.

La fragilidad del recuerdo y el miedo a la insigni�cancia, vistos deuna manera distinta.

* * *

Un paseo después de comer por el camino habitual, distinto sinembargo desde la última vez que vine, por efecto de esta primavera quetanto azuza los galopes del paisaje. El tiempo es inmejorable desde quehemos vuelto de Madrid; estas fechas creo que son las más nutritivasdel año en lo que a temperaturas y aires se re�ere.

Salgo para dejarme ver, para que el campo y el paisaje sepan que hevuelto y podamos recuperar nuestros ritmos. Las gentes no me impor-tan hoy, con ellas no hay apegos ni desapegos su�cientes que hagan tannecesarios estos rituales. A esta hora, de hecho, sería extraño encontrara alguien. Tiene en eso el día un carácter nocturno, en lo inaudita queresulta la vida social del pueblo a estas horas, cuando cruzarse con otrapersona se antoja más sorprendente que si sucediera en mitad de lanoche. Más aún, hay un sentir de horas tardías, de madrugada oscura,porque también son nocturnos los sonidos, la brisa, el peso del aire, lapresencia de los animales. Cierra uno los ojos y, sin ver frente a sí lascolinas, juzgaría que la noche es ya cerrada y que abrirlos no servirá demucho, no verá nada nuevo.

Descubro en mí un gusto particular por estas horas, por los mo-mentos muertos de la jornada y también por las noches en que salgo apasear. Me interesa menos este mundo de aquí si es fuera de esos ins-tantes. Me siento a gusto creyéndome un ermitaño, aunque sea graciasa esta impostura de no salir más que cuando sé que todo alrededor estádesierto.

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El día es caliente, se puede ir en manga corta, pero aun así no falto ami cita con la madera y recojo unos cuantos leños del campo. El montónque voy formando tiene ya un buen tamaño, y hago una estimaciónrápida de cuánto habrá de crecer hasta el invierno si sigo con mi labor deesta manera. Pensar en el futuro y darse a tareas que hoy son innecesariasdenota un exceso de tiempo libre, es síntoma también del ermitaño, delsolitario satisfecho. Un trabajo delicioso.

* * *

Irene tiene un amigo que ha viajado mucho a Rusia, que cultivauna pasión intensa por aquel país, y que incluso ha escrito un par delibros sobre él. Es decir, una suerte de alma gemela mía, al menos enlo que a Rusia respecta. No es en realidad un amigo suyo, sino de lafamilia; el hombre tiene más de ochenta años y no fue hasta casi la edadde jubilarse que fue a Rusia por primera vez. A partir de allí, cayó en lasredes del país y no ha dejado de viajar por él, llegando incluso a vivir allíalgunas temporadas. Una historia muy similar a la mía, aun salvando eldetalle de las edades tan distintas a las que ambos hemos empezado aprofesar esta devoción nuestra.

Encontré en casa de ella uno de esos libros, del que sorprendente-mente no había oído hablar antes. Digo sorprendente por haber leídoyo cuanto ha caído en mis manos acerca de Rusia, más aún si el autores español, y por buscar siempre que puedo títulos así en mis excur-siones libreras. También sorprendente por la calidad del libro, que esmucho mejor que casi todo lo que he leído en nuestro idioma, por loque merecería ser más conocido y venderse más. Apenas me dio tiempoa echarle un vistazo rápido y leer un par de páginas, pero con solo eso yame pareció un buen libro: estaba escrito con gusto, tenía buena prosa,un enfoque interesante, y sin duda se veía que quien lo escribía conocíabien el país y sus gentes. Es más de lo que la mayoría de libros de viaje engeneral, y de Rusia en particular, pueden decir. Habrá que leerlo entero,se lo pediré la próxima vez a Irene para leerlo con calma, pero un libroque da tan buenas señales es casi seguro que vale la pena. Los librosquizás no se deban juzgar por la cubierta, pero con hojearlos un pocoya sirve para dar un veredicto que suele ser acertado, y que la lecturacompleta no hace sino con�rmar.

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He pensado que sería buena idea darle a Irene un ejemplar de miPoiejali, para que se lo haga llegar. No lo hago como gesto generoso, esobvio, sino por mi propio interés, para saber lo que alguien así puedeopinar de él. Supongo que, siendo poco común esta pasión que ambosguardamos, y menos aún el hecho de llevarla al papel, ello bastará paradespertarle algo de interés. Me lo digo a mí mismo para convencerme deque no es mala idea, porque sé que si no existiera esta pequeña ventanasentimental en la que excusarme, no mandaría así uno de mis libros aalguien de quien me interesara una lectura y una crítica.

Como hace mucho que no paso por esas páginas, la inseguridad yla duda me llevan a la relectura, a comprobar algunos pasajes sueltoscon el �n de corroborar que aún acepto este libro como tarjeta de visita.Cumple bien, creo que el tiempo ya no hace efecto sobre él, para mal opara bien, y tal vez sea momento de librarse de preocupaciones así.

Una vez me convenzo del valor de mi propio trabajo, me vieneentonces un pensamiento distinto: me apena el poco futuro de este libro.No solo de este, sino de todos los que he escrito. No me importa queno me sobrevivan, pueden perderse en el olvido igual que me perderéyo mismo. Ya he dicho que no tengo intención alguna de perpetuarme;el único símbolo de mi vida que me interesa es mi propia vida, nada decuanto hago servirá para sobrevivirme. Lo que me entristece es pensaren el valor objetivo de estos trabajos más allá de mí mismo, el interésque puedan tener para otras personas igual que ese libro de Rusia,escrito por alguien a quien no conozco, tiene interés para mí por loque en sí representa. Les llegará el olvido a estas palabras mías y dejaránentonces de procurar toda la satisfacción de la que serían capaces si nose perdieran de esa manera.

Tienen valor estos libros, un valor literario y otro de contenido,y ambos con potencial para despertar entusiasmo, placer, felicidad,aprendizaje. Pensar que en cierto momento no serán sino eso, potencial,entristece no por ser uno el autor, sino porque toda oportunidad per-dida de esa clase es triste. No debiera malgastarse en esta vida ningunafelicidad, ningún gozo.

Mejor no pensar en un futuro tan lejano. He hecho algunos re-toques en el libro y he encargado un ejemplar. Así, recuperándolo decuando en cuando y dándole uso, el libro revive y se sabe vigente, y en

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ello nos deja a nosotros mismos algo de vigencia, o al menos la conso-lación de que algo que hicimos con nuestras propias manos envejecemejor que nosotros mismos.

* * *

Tres cuartos ya del libro de John Muir traducidos, y trabajando enestos últimos días con mucha más intensidad. Se siente cerca el �nal, yes esta una sensación emocionante, que no tiene igual en otros tareascreativas, o al menos no en las literarias. Crear en completa libertad (lade traducir es una labor que se siente libre aun habiendo de seguir elpatrón que marca el texto) sabiendo con exactitud el �nal de la empresa,con una conclusión natural y no una limitación arbitraria impuestapor las circunstancias, es algo que da un color distinto a la experienciacreativa. Un disfrute nuevo y muy agradable.

El otro disfrute lógico pero a la vez sorprendente que trae el traducires el de la experiencia lectora. Ninguna forma más veraz y completa deleer un texto que traducirlo, ninguna que obligue tanto a indagar entrelos pliegues de las palabras y las ideas. Y si la cercanía con el texto esmayor, lo es aún más la que se tiene con el escritor, al que uno se equiparaen su papel de creador, pero al que al mismo tiempo se reverencia y sehonra, pues traducir es una forma de homenaje, más aún si se hace deesta manera voluntaria y convencida en que yo lo hago.

Traduzco sobre un documento en el ordenador, pero llevo siempreconmigo el libro con la traducción en francés, y a base de escrutartambién este con detalle, me voy encariñando con él de una maneracercana, yo que soy tan poco dado a establecer vínculos así con objetosde cualquier clase.

Ha llegado por correo la traducción francesa de otro de los libros deMuir, que compré hace unos días con vistas a traducirlo yo al españoluna vez termine con el que me ocupa de momento. Un libro hermoso,editado con mucho gusto. Nos hemos caído bien a primera vista y estáclaro que nos espera una buena amistad.

* * *

Llevo un tiempo con la idea de escribir otro libro sobre mi vida aquí,no en la forma de este diario, sino algo así como una segunda parte de

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ese Au village que escribí en mi primer año desde que llegamos. Aqueles un libro que me gusta, del que me siento orgulloso, pero que hoyescribiría distinto, en parte porque conozco esto mejor, en parte porqueeste tiempo ha servido para muchas re�exiones y estas cambian lo queuno piensa y también la forma en que escribe. No es exagerado decir queestos últimos años, más o menos desde que terminé ese libro, han sidolos años de mi vida en que más he cambiado, más he madurado, y en losque todos mis ritmos evolutivos parecen no solo haberse acelerado, sinotambién haber encontrado por �n un destino sólido y bien de�nido.

Sé bien desde el principio que no voy a escribir ningún libro así. Yahe dicho muchas veces que no creo poder hacer nada más allá del diario,y la verdad es que no me preocupa. Estas ideas, estas fantasías literariasque sin duda van a seguir llegando, las he de coleccionar como anécdotasque no van a llevar a ninguna parte, pero que siempre darán algo queescribir. A veces será una mera nota o el recuento de la frustración quecausan, otras quizás incluso unas pocas páginas que pueda escribir enun intento por arrancar el proyecto aun sin esperanza. De esta idea delibro en concreto, lo que saco es un prólogo, que creo que se basta depor sí para, al menos, continuar las ideas que dejé en Au village y dejarabierta una puerta por la que seguir a partir de allí. Me sirve tambiéncomo un mani�esto de mi vida aquí, algo que hoy me parece tener mássentido que nunca y que me agrada enarbolar. Lo copio a continuación.

No me gusta cultivar la tierra con mis manos, tampoco sembrar yrecolectar mi propio alimento. No me gusta lo incómodo, lo innecesa-riamente salvaje, lo primitivo. Me suenan ridículas las voluntades deregreso que otros convocan al hablar de lugares como este: el regreso a lanaturaleza, a las tradiciones, a la rusticidad de la vida, a la raíz denuestras verdades. Prefiero los avances en lugar de los regresos, y creo quelas retaguardias son cosa de cobardes. No quiero comuniones extrañas conesta naturaleza; yo no he abrazado jamás un árbol. Y qué pedantes meresultan las retóricas engoladas de quienes ven el campo de esa maneraentre lo místico y lo sobrenatural, y para remarcarlo oponen a ella laciudad como enemigo frívolo.

A mí me gusta la vida sencilla, pero que no por ello conlleve dificulta-des, una ruralidad que dé la mano a las bondades del progreso, habitar

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frente a estos horizontes con espíritu similar a quien habita la gran urbeo la pequeña ciudad de provincias. No busco sentirme más libre, no meinteresa la desconexión ni la independencia, no quiero renegar de lasociedad ni de las realidades de hoy en día.

Es todo una cuestión de paisaje. También de soledad. Eso es este lugarpara mí: horizonte y silencio, panorama y vacío, ambos en la medidajusta en la que uno los necesita y es capaz de administrarlos para buscarsu equilibrio. Todo lo demás no lo deseo de una manera distinta a comolo tendría en otro lugar cualquiera.

* * *

Pasé la mañana en el mercado. No compré casi nada, en realidadno me hacía falta. Fui porque necesitaba mirar, deambular un poco,husmear en los puestos, curiosear en historias ajenas, hacer apetitosinnecesarios, tener tentación de comprar cosas nuevas, dejarme seducirpor los vendedores locuaces o por la timidez casi sensual de los quecallan y dejan que sea el género mismo quien haga la labor comercial.Fui porque necesitaba escribir.

Qué poco he escrito sobre este mercado, o sobre cualquier otro. Ycuánto me gustan como experiencia, ya sean mercados hogareños comoeste o exóticos de esos que no han de faltar en ningún viaje. Uno quierea veces desquitarse de sus historias enquistadas, esas que deberían haberdado mejores páginas pero nunca acabaron de escribirse, e intenta forzarun poco la musa. Con ese espíritu fui yo hoy al mercado.

Lo primero es mirar los puestos; luego ya se entretendrá uno en loscompradores o en los otros curiosos que viene a echar la mañana. Lospuestos más auténticos del mercado, los más legítimos, son siempre losde productos rudimentarios, básicos, las materias primas fundamentalesde la cocina y la mesa: verduras, frutas, panes, quesos, pescados, carnes.El mercado es asunto sobre todo de valores sencillos, y los productoselaborados, aun populares, son poco más que un condimento en esteespíritu del mercadeo callejero. Aquí en el sur de Francia son populareslos que venden paella y cuscús, y quizás por ese toque folclórico quepara mí tienen, me resultan aún más pintorescos y decorativos, comoun ornamento que viene a poner en valor al resto de negocios. En lospuestos de frutas y verduras hay más debate, más intercambio, un �uir

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distinto de palabras y cuestiones y deseos. Hasta en las transaccionessilenciosas, e incluso si falta la atención necesaria en una de las partes,la actitud es más cercana, con una pizca de ternura que no hay en losdemás.

Siempre hay algún comerciante que no tiene hoy suerte y no vendecuanto debiera. Si se viene tan solamente un día, la escena es triste, pareceque el negocio está abocado al fracaso y el dueño a pasar penurias. Perosi se viene a menudo, uno se da cuenta de que este papel le correspondecada vez a alguien distinto, y que el mismo al que la última semana nole vimos ni un solo cliente, hoy tiene cola frente a sus productos o levemos cerrar una venta notable, de esas que han de concluir con algode cháchara y siempre llevan sonrisas. Ahora ya no es tan triste ver unvendedor desocupado, porque le imaginamos atareado para la próximaocasión o queremos creer que lo estuvo hace poco, y su ociosidad de hoyda un paisaje distinto frente al bullicio de otros puestos. El mercado estodo cuestión de paisaje, es el paisaje mismo condensado en un puñadode calles, con todos sus colores, formas, ritmos y actitudes.

Ahora sí, me �jo en la gente. Unos, los habituales, saben lo quebuscan, se detienen frente al puesto en que quieren comprar algo yno prestan atención a los otros. Pero entre ellos están los curiosos, losturistas, los visitantes ocasionales como yo que no tienen la asiduidadsu�ciente como para estar seguros de que nada cambia, y tantean cadalugar para ver si desde la ultima vez hubiera aparecido algo nuevo. O porrecordarse lo que han olvidado, que viene a ser otra forma de novedad.Estos son los más interesantes, porque llevan sus historias a la vista.Creen que son ellos los que observan, los que van en busca de novedades,cuando en realidad es al contrario. Qué incauto es el hombre cuandobusca algo; baja la guardia y se cree a salvo. Saberse cazador le haceolvidar de inmediato que a pesar de ello puede ser al mismo tiempopresa.

He comprado algunas cosas, sin necesidad real, tan solo por partici-par de este mercado y no ser mero espectador. Lo valioso y necesario dela mañana lo tomé sin pagar y lo anoto aquí ahora.

* * *

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La sabiduría y la ignorancia, ambas han de saber gestionarse. Lasabiduría mal llevada deviene pronto insoportable, se convierte en pe-dantería, y el conocimiento parece estéril y super�uo. La ignorancia, tanpeligroso es ostentarla como esconderla; difícil siempre de mensurar,hay, pues, que ayudar al otro a estimar hasta que punto uno desconocela vida.

Pero si el saber se ostenta con acierto, pasa casi desapercibido, esuna virtud silenciosa; y la ignorancia, asumida de una manera discreta,le hace a uno tan hermoso como cualquier erudición. Es en ese buenmanejo de nuestro saber y nuestras carencias como damos valor a cuantosomos capaces de comprender.

Lo pienso ahora y me doy cuenta de lo cierta que es en ella estaverdad. Todos sus saberes son profundos y a la vez modestos, cualidadesde esas que dejan una huella sólida pero invisible. Y sus carencias, lomucho que, al igual que todos, ella desconoce, me las hace saber de unamanera humilde y coqueta ante la que se antoja irrelevante toda falta.

Juntos, nos dedicamos a conocer o ignorar el mundo, según con-venga.

* * *

El paseo de hoy, breve y menos reseñable que otros, lo hice sinembargo con más ilusión y entusiasmo que de costumbre. Y todo porunas lecturas anoche que me hicieron recuperar mi espíritu exploradorcomo si este fuera mi primer día aquí y todo lo desconociera. Quévaliosa es a veces la literatura para recordarnos el aprecio que le debemosal mundo.

Estuve buscando nuevos libros que traducir, para continuar conesta labor que he iniciado con el libro de John Muir, y que quieroprolongar en otras de sus obras y también otros autores. No resistola tentación de armar proyectos de esta envergadura cuando tengo laocasión; pongo una pieza y empiezo ya a pensar en edi�cios futuros, enlabores descomunales. Es una forma e�caz de ganarle el pulso al pasodel tiempo, porque uno se repite a sí mismo de esta manera que quedatodavía su�ciente por delante como para acometer tales empresas, ysiendo así no hay aún de qué preocuparse.

Esta del ensayo silvestre y naturalístico es una clase de literaturaque cada vez me atrae más. Está en la familia de esas otras literaturas

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que conforman casi la totalidad de mis lecturas últimamente: diarios,memorias, ensayos, recuentos de cosas sencillas, notas hechas de ob-servaciones y pensamientos corrientes. Es una literatura documental,periodística, cercana a lo que yo escribo. Como ya he dicho muchasveces, soy incapaz de escribir una novela, porque no sé crear una his-toria o unos personajes, no tengo imaginación ni arte para esa clasede cosas. La �cción es asunto ininteligible para mí como creador. Poreso, leer una novela es una experiencia sorprendente pero distante, haysin duda algo de envidia por el escritor que es capaz de articular conmaestría lo que yo ni siquiera soy capaz de iniciar, pero no es esa envidiaodiosa, vengativa, de quien se ve superado en su propio terreno. En eldiario o el ensayo, en esos géneros más cercanos, la admiración ante unabuena obra es de otra clase, una más satisfactoria y a la vez incómoda yestimulante. No es alguien haciendo algo que para mí es impensable,sino alguien llevando un paso más allá lo que yo sí soy capaz de hacer.En el terreno en el que yo me muevo con comodidad, alguien viene asuperarme. Y a veces es una diferencia ligera, un adelantamiento en elúltimo compás de la carrera, pero otras es una superioridad exagerada,insultante, y esto es tan doloroso como fascinante, porque aquí no setrata de competición sino de aprendizaje, y un libro así es también unaespecie un libro de texto sobre el arte de prosarse a uno mismo. Cabeincluso pensar que aquel escritor, aun sin habernos visto nunca, nosconoce mejor que nosotros mismos o al menos sería capaz de hacerlosin más que un breve encuentro, y nos gustaría por un momento quealguien con esas dotes para la observación y el recuento nos hicieraprotagonistas de sus palabras.

Leo estos textos que quiero traducir y están llenos de observacionesperspicaces, de detalles, de sentimientos, todos ellos frente a paisajesy verdades que no son muy distintas de estas mías. Son naturalezascotidianas, poco exóticas o salvajes, nada que yo no tenga aquí o nohaya conocido en algún otro lugar. Y sin embargo, no he llegado ainterpretarlas de esa manera; yo las he mirado desde otro ángulo o hefallado al buscar en ellas esos mismos recovecos. Y qué entusiasmo elque esto trae, no ya por ver que se puede escribir mucho más, que eltema sobre el que uno escribe es más profundo de lo que se creía, sino

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porque es en realidad la vida misma la que gana nuevas dimensionescuando se leen libros así.

El sueño más imposible y luminoso que uno pueda tener, la fantasíaen la que arden todas sus esperanzas, todo eso puede desacreditarlo laliteratura en unas pocas frases, con un golpe exacto bajo la linea de�otación de la vida, sin más que enunciar con las palabras justas una denuestras verdades fundamentales: un atardecer, un olor, un temor, unamirada, un trino, un paisaje.

* * *

No es Inés público fácil para las historias y los cuentos nocturnos;no acepta la lectura mecánica y sin teatro, la quiere espontanea, creativa,y a ser posible con algo de improvisación y naturalidad, nada de cantine-las. Pero yo por más que lo intento no soy capaz de montar ni siquierauna fabulilla breve. Mejor desistir, no sirvo como actor o narrador, nosé improvisar una trama, y los guiones los interpreto con una torpezavergonzante.

Como quiero seguir teniendo con ella estos momentos, no me rin-do y ahora le doy a nuestras sesiones de cuentos forma de discurso, deconversación, sin narrativa ni drama, casi como lecciones o pensamien-tos en voz alta, que en eso sí me doy más maña. Parece que le gusta; sequeda escuchando y no dice nada, o a veces me interrumpe para querepita algo o le dé un giro al argumento y lo lleve por donde a ella leinteresa.

Desde el episodio de los truenos hace unos días, este, el de los true-nos, es su tema favorito. Le propongo algún otro o traigo uno de suslibros para que ella escoja alguna idea que yo pueda luego desarrollar,pero no sirve de nada: siempre me pide hablarle de truenos. Así que yohago un intento rápido de gestar alguna historieta, y como nunca loconsigo, hilo una idea tras otra, mezclo esos truenos con distintas cosas,y con todo ello armo una perorata que a ella le gusta y le relaja antes dedormirse.

Hoy de los truenos pasamos a los rayos, y de estos le conté que noera buena idea quedarse bajo un árbol durante las tormentas, porquecaían en los árboles y a veces los partían, y aquello podía ser peligroso.De ahí no se me ocurrió otra cosa que recitarle los versos de Machado,

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los del olmo seco, hendido por el rayo, etc., y, como veía que seguíainteresándole, me puse a contarle que aquello venía de un poema y tratede explicarle qué era eso de la poesía, cosa esta no tan complicada comoparece, porque en realidad es igual de imposible explicarle lo que es lapoesía a un niño que a un adulto. Según lo iba haciendo pensaba quevaya ocurrencia la mía, que lo que debía hacer era leerle un cuento deniños y quedarme yo para mí mis a�ciones, pero qué le iba a hacer si amí lo que me gusta es que ella y yo hablemos y esta es la mejor forma dehacerlo. Luego le detallé las palabras que sabía que ella no conocía, yesto le gustó mucho, que siempre pone especial atención en los asuntosdel idioma. «Hendir», repetía ella cuando yo le conjugaba el verbo yse lo explicaba, y qué hermoso soniquete era aquel, con una cadenciadulce y la voz ya algo adormilada.

No sé si acabara volviéndose loca escuchando desvaríos así cadanoche, pero no hay duda de que ambos lo disfrutamos. A veces, inclusolo comentamos por la mañana, mientras ella desayuna, si es que le vienende pronto algunos recuerdos de la noche anterior y me pregunta algo.Ahora está dormida y yo escribo, y quizás mañana, frente al biberón,quiera saber más historias de rayos y árboles, o si acaso este nuestro deljardín es un olmo o es de otra clase. Y mientras tanto, yo escribo esto yme leo a mí mismo ese poema de Machado, verso a verso, tan oportunoen esta noche en que, como en su última estrofa, «mi corazón espera /también, hacia la luz y hacia la vida, / otro milagro de la primavera.»

* * *

Otros dos días más de un teatro impecable, expresivo, vital. Eltiempo no nos permitió salir a la calle en todo el �n de semana, y en lospocos descansos que dio la lluvia, aun así desapacibles, Inés se resistióa abandonar sus juegos y no quiso asomar por la puerta. Ni siquierami propuesta de ponerle las botas de agua e ir a saltar en los charcoslogró convencerla. Así que aquí estuvimos, haciendo del salón nuestraguarida durante este par de días. Olía todo al aroma entrañable deljabón fresco, que emanaba de la colada tendida aquí mismo, y quedejaba aún más regusto a hogar, a una cercanía inevitable, insobornable,reconfortantemente personal.

Ella se entretuvo en sus juegos y yo en los míos. Escribí algunaspáginas, traduje otras tantas o más, toqué la guitarra y el violín, todo

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ello frente a sus espectáculos bien conocidos. Hablamos mucho, noscontamos nuestras historias y nos entretuvimos como es costumbre conlas palabras, en las que siempre encontramos alguna clase de disfrute.Ella se divertía insistiendo en las erres, que por primera vez intentabapronunciar como es debido, y no conseguía más que un ronroneo muyfrancés, exageradamente gutural, pero se la veía satisfecha y mirababuscando aprobación; y cuando se cansaba, regresaba a su pronuncia-ción habitual, diciéndolas como eles, y esto le causaba la felicidad de latransgresión y el error deliberado, y se echaba a reír.

Son estas complicidades algo tristes, porque crecen en la soledad y ladistancia, pero tienen también el calor de un vínculo difícil de gestar deotro modo. Nos vamos conociendo de la manera en que se conocen losnáufragos, los supervivientes, las víctimas de esas tragedias revocablestan solo si se es capaz de superarlas junto al otro.

* * *

La madurez comienza en el instante en que la felicidad deja de serposible si uno no tergiversa su propio pasado.

* * *

Salimos al jardín y ella reconoció el canto de un grillo. «Cri-cri»,dijo, e intentó torpemente encontrarlo entre la hierba, pero buscabasin criterio alguno, lanzándose a cualquier lugar y dando un manotazopara despejar la vista y ver si estaba allí el animal. La guié hacía donde seescuchaba uno de ellos, exagerando mucho los pasos para que ella meimitara y caminara con todo el sigilo posible. Como era de esperar, noconseguimos nada; el grillo se calló al acercarnos y lo mismo hicieronlos otros con los que lo intentamos, todos cautelosos y descon�ados, omás bien eramos nosotros demasiado torpes y bulliciosos. No parecióimportarle. Lo que más le entretenía era esta maniobra frustrada delacercamiento, y yo creo que ella misma sabía mientras la llevaba a caboque no había manera de lograr algo, pero le daba igual.

Entramos en casa y pensé que podría salir mañana a buscar losgrillos en solitario, indagar y encontrar sus agujeros en la tierra, recortarun poco la hierba para dejar a la vista esa casa suya de la que le he hablado,

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y después, ya con ella, hacer como recordaba haber hecho de niño yechar un poco de agua para hacerle salir al grillo y que pudiera verlo.Me di cuenta entonces de que mañana no estaría aquí, porque Emilievenía esta tarde a llevársela y entonces comenzarían mis dos semanassin ella, y de que no serviría de nada toda esa búsqueda.

Y así fue, vino Emilie a recogerla y ella se fue contenta, nos despedi-mos con muchos besos, y desde el coche, agitando las manos desde susillita, me fue diciendo adiós toda llena de sonrisas. No me quedé triste,diría que al contrario, que me dejó una parte de esa felicidad que ellallevaba.

Ahora había pensado en salir a caminar, aprovechar su ausenciapara dar uno de esos paseos nocturnos que tanto me gustan. Pero al abrirla puerta he oído de nuevo los grillos, su serenata nocturna y rítmicaque marcaba como un reloj el paso del tiempo, y me he quedado en casaasustado, inquieto, interpretando estas señales de la manera inequívocaa la que nos obliga toda distancia.

* * *

Emilie ha decidido ya el precio que le parece adecuado para vendersu parte de la casa, y me lo dijo esta tarde cuando vino. Es una cifrajusta. Le he dicho que me parece bien y no hemos hablado más del tema.Aunque suceda de una manera tan discreta, es una buen noticia. Mereconforto ahora pensando en ello, por muy materialista que parezca.

* * *

Día enorme este, casi interminable. Mucha escritura, mucha mú-sica, mucho —y provechoso— trabajo, un largo paseo y después algode labor en el jardín para aprovechar el buen tiempo, a pesar de quellevo unos días con dolor en la parte baja de la espalda —lumbago,seguramente— y tenía algunas molestias. Aun así, podé las hiedras,corté la hierba y troceé algunas ramas largas para mis reservas de leña.

El espacio que deja Inés es sorprendente. La vida se arrastra a unalentitud que es exasperante y al mismo tiempo maravillosa. Da tiempo atodo, incluso sobra. Y si lo pienso, ella tampoco me ocupa tanta parte deldía, apenas el rato en que le doy el desayuno y la cena. El resto del tiempo

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que pasamos juntos, puedo hacer mis cosas incluso si participo en susactividad: paseamos y a veces llevo un libro y voy leyendo, o la mirojugar y hablo con ella mientras estoy tocando la guitarra o escribiendoen el ordenador. Pero si ella no está, todo es lento, como esa dilataciónde las esperas inde�nidas, porque eso es en realidad lo que hago inclusosi no pienso en ella y no la echo de menos: esperar. Esperarla.

* * *

Le salieron ayer por la mañana las primeras hojas del año al tilo,con la premura habitual de cada primavera. No hay aviso previo, depronto las ramas quedan consteladas de brotecillos verdes, hojillas aúnreplegadas, acurrucadas como un bebé todavía en posición fetal, señalde que la vida surge siempre de manera tímida y recogida en sí misma.

La comida en el jardín, espontánea y rutinaria, sentado en una sillaen mitad de la hierba, con la atención perdida en los sonidos frescos delos pájaros y los insectos que consumen su tiempo con voracidad perosin angustia.

El día venía, pues, lleno de signos bonancibles, con un aire denso,corpóreo, limpio pero sustancioso en el que se veían los aromas, lossonidos, el �uir de la luz y la brisa.

Por la tarde tenía que ir al aeropuerto para recoger a Irene, y conla primavera tan elocuente y bien a�nada, pensaba que incluso el viajehabría de ser placentero, por el des�le de paisajes y ambientes, de coloresy ritmos. Entonces llamó Emilie, poco antes de que saliera, para decirmeque Inés tenía �ebre a mediodía, y que al despertar tenía cuarenta grados.Christine la había llamado para contárselo, y ella me ponía en aviso porsi acaso. No había de qué preocuparse, ella la recogería en breve y seencargaría de llevarla al médico si hacía falta, aunque lo más probablees que se la pasara rápido.

El paisaje perdió entonces toda su legitimidad; su belleza resultabade pronto estéril, y mi actitud ante él indiferente, impermeable, casialgo culpable por ver lo sensible que uno había sido a cosas que depronto se demostraban secundarias. Incluso la idea de encontrarmecon Irene tenía ahora el velo de lo inoportuno.

Quería estar con Inés. No quería dejar de ver a Irene, y esperaba quepudiéramos pasar los próximos días juntos como teníamos pensado,

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pero necesitaba al mismo tiempo que Inés estuviera cerca. Saberla en-ferma me devolvía su ausencia multiplicada, volvía a echarla de menos.Había una cierta culpa en ello: me sentía como si estuviera dejandoque un desconocido se ocupara de ella en estos momentos en los queyo debía estar allí, como si la obligación de cuidarla fuera solo mía y laestuviera descuidando. Era un pensamiento posesivo, desagradable. Noera por ella que yo pensaba así, sino por mí. Yo la necesitaba a ella másque ella a mí. Uno pre�ere las tragedias cercanas y constatables antesque la inquietud y la impotencia de las tragedias distantes sobre las queel destino aún no ha decidido su veredicto.

Me fui al aeropuerto sin poder hacer nada más, y llamé a Emiliedesde allí cuando llegué. Inés ya estaba con ella en casa y se encontrababien. Seguía con algo de �ebre, un poco gruñona y cansada, pero tododentro de lo normal. Sin ser una con�rmación de�nitiva, era su�cientepara dejar de lado la inquietud y, sobre todo, la sensación de culpa.

Llegó Irene y con ello terminé de olvidar estas preocupaciones.Aún quedaba algo de luz cuando salimos del aeropuerto, la últimaoportunidad de recuperar la compañía del paisaje. Hay que medir losvínculos bajo la luz de momentos así, con cierta di�cultad, porque deotro modo el veredicto no es por completo cierto; no hay momentomás veraz de evaluar un amor que cuando uno se siente incapaz de amarplenamente.

Llamé hoy a media mañana para ver si todo seguía bien. Se habíalevantado con unas décimas, pero aun así Emilie la había llevado conChristine, porque se la veía bien y porque después de darle el medica-mento se le había quitado ese poco de �ebre. Dijo que tenía un día largode trabajo y tendría que quedarse hasta tarde acabando un proyecto,y me preguntó si yo podría recoger a Inés por la tarde y que estuvieraconmigo hasta la hora de cenar. Le dije que no había ningún problema.No le conté que Irene estaba conmigo, ni tampoco lo que me alegrabapoder tener a Inés conmigo para comprobar en persona que todas lasmalas señales de ayer se habían ido.

Le fui hablando de Irene mientras veníamos de casa de Christine.No parecía interesarle mucho, si acaso un poco de curiosidad por saberquién era ella de la que tanto yo hablaba, pero se la veía más intrigadapor ser yo quien la recogiera en lugar de Emilie. Al salir del coche, fue

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corriendo hacia la casa, algo más emocionada y gritando su nombre porel camino.

Irene se sentía extraña, no esperaba conocer a Inés tan pronto, y seponía nerviosa al pensar con más detalle del debido en lo que aquelloquería decir. Era gracioso verla preocupada, insegura; la presencia deInés más rotunda e intimidante para ella de lo que en realidad era. Sediría que en vez de conocer a mí hija de tres años, estuviera conociendoa mis padres, a mis amigos más íntimos, gentes así que pudieran juzgarlay a los que creyera importante agradar.

Le duraron poco los nervios; Inés le puso las cosas fáciles y, antesde darse cuenta, iban las dos de la mano paseando calle arriba. Yo lasmiraba y les dejaba hacer, que encontraran sus ritmos, y sin quererpensar demasiado en aquello o darle más relevancia de la necesaria.

Pasamos la mayor parte de la tarde en la calle. Hicimos muy despaciola vuelta al pueblo por la ruta más larga, regresando por la senda quesale detrás de la salle des fêtes, que Inés llama su «camino secreto».Compartió este supuesto secreto con Irene como si ella fuera ya dignade conocer nuestros tesoros ocultos, y la llevó de la mano camino arriba,las dos disfrutando cada paso y cada explicación que ella, dicharacheray llena de con�anza a esas alturas, iba dando de cuanto encontraba.

Cenó con nosotros y la llevé después a casa de Emilie, sin casi des-pedida, de una manera muy natural.

Ahora estamos de nuevo los dos a solas en casa. Inés está bien,no solo en buena salud sino también feliz, y no hay con�rmación deesto más rotunda que la sonrisa última con que la vi y el beso que medio al despedirnos, mero gesto de cariño en el que ella no entendíaseparación alguna. No hay culpa ahora en el olvido, en despreocuparsey entregarle por unos días a otro la responsabilidad de cuidarla. Elamor, ya digo, se barema mejor en los contextos más complejos, encompañía de obstáculos y molestias, pero para cultivarlo es preferibley más saludable hacerlo sin otras preocupaciones, sin injerencia, conun punto de egoísmo mientras se ve arder con indiferencia el resto delmundo.

* * *

Días con Irene en casa. Con diferencia, el mejor de nuestros en-cuentros hasta la fecha; parece que esta progresión emocional no decae

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y cada vez superamos todo lo anterior. La tendencia es esperable, perono así el ritmo; la velocidad en que avanza esta relación sigue sorpren-diéndonos. Sorpresa agradable y sin vértigos, y por ello doblementebienvenida.

Qué fácil es para cada uno reescribir la historia del otro, la quetraíamos antes de conocernos y la que hemos escrito desde entonces, lacual vamos invalidando por mera superación.

El tiempo sigue siendo inmejorable; no creo haber tenido antesconsciencia de la primavera de una manera tan veraz como estos días.Las hojas del tilo ya desplegadas, ahora listas para crecer y cerrar lasombra.

Poco más puedo añadir. Sigo sin ser capaz de narrar esta clase deexperiencias, por su intensidad y su tono, y también porque si antestemía caer en cursilerías y banalidades, más lo hago ahora que las sensa-ciones y la felicidad que traen son aún más intensas. Creo que es buenaseñal.

* * *

Fuimos al supermercado y aprovechamos el viaje para comprar unamesa de jardín que había visto en oferta hacía unos días. La anterior,heredada cuando compramos la casa, estaba ya en un estado lamentabley, por ser un resto de ese otro tiempo inicial aquí, tenía algo de saborcatártico esto de remplazarla, más aún siendo Irene quien me acom-pañaba y quien se encargó de darle el visto bueno. A ella le resultabagracioso el venir conmigo a hacer estas tareas domésticas que se diríaque lo hacen a uno sentirse más que un mero visitante, más bien unhabitante de pleno derecho, y bromeaba con esto, con la con�anza quedenotaba que hiciéramos compras así los dos juntos, con lo que estosigni�caba entre nosotros. Y en esa frontera agradable entre la broma yla realidad que todo humor testimonia, disfrutábamos de estas labores.

Trajeron dos mesas del almacén, una para nosotros y otra para unapareja mayor que acababa de comprar la misma justo antes. El chicoque las trajo llevó una de ellas hasta su coche, más grande que el mío,y al traernos la nuestra nos dimos cuenta de que no cabía. Yo queríallevármela de alguna manera, quizás dejando el maletero entreabiertoy con una parte del paquete asomando, y mientras discutía esto con

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Irene y trataba de no tener al pobre muchacho esperando demasiadoa que nos decidiéramos, la mujer de la pareja se acercó a nosotros ypropuso llevar también nuestro paquete si es que no vivíamos lejos deellos. Parecía una proposición retórica, pero resultó que vivían aquícerca, apenas sería un desvío para ellos, y se les veía encantados con laidea de ayudarnos. A mí me incomoda recibir esta clase de generosidad,sin poder dar nada a cambio, pero pensé que no había otra forma dellevarse la mesa, y que tampoco era tanto abuso por mi parte, así queacepté su propuesta.

Fui yo delante para que me siguieran hasta casa, y por el caminoiba pensando en cómo agradecerles el favor o en qué decirles una vezque llegáramos, porque estas situaciones descompensadas, más aún sison con desconocidos, no las he llevado nunca bien. Fue Irene la quetuvo la idea de darles un par de tarros de miel de los que Emilie aún nose ha llevado, y a mí me pareció una solución perfecta, por evitar así esasensación incómoda de quedar en deuda, y también por la inevitableironía que tenía todo aquello, que no hacía sino darle aún mejor colora esta historia.

Descargamos la mesa, les dimos la miel, y como el ser agradecidoes muchas veces más asunto de actitud que de obsequios y favores,quise darles algo de conversación para que quedara clara mi gratitud.Aquello lo valoraron más que la miel, no hay duda, y fue fácil entenderel porqué cuando, entre preguntas inocentes e historias, contaron quevenían del norte de Francia, que acababan de comprar una casa en lacolina frente al pueblo, y que, aunque fuera una casa de vacaciones,tenían pensado venir a menudo. En resumen, que se veían en su papelde nuevos habitantes de este lugar, y todo lo que fuera tratar con gentede aquí les parecía interesante, para empezar a abrirse camino y sentirseparte de esto. La casa, además, descubrí que era la vecina a la de Christine,de cuyo pasado yo sabía algún que otro detalle, y con aquello tuvimostodavía más sobre lo que debatir. Al �nal, se fueron tan alegres que creoque incluso si no les hubiera dado la miel no me habría sentido mal,porque solamente con esos pocos minutos de conversación ya todossalimos ganando de aquel encuentro.

Hemos montado la mesa y la hemos estrenado con un aperitivo al�nal de la tarde. Nos contamos algunas historias y comentamos esta,

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insigni�cante, entretenida, la clase perfecta de cuento que sirve paranarrar la dulzura de ciertos episodios en apariencia banales. A los dosparece hacernos ilusión el haberla vivido juntos, como si a su manerainvistiera nuestra unión de una cierta relevancia, por compartir ya entrenosotros un cotidiano lleno de estas anécdotas domésticas.

Vendrá más veces y nos sentaremos de nuevo a esta mesa, a disfrutaresta paz de las horas vacías, o eso al menos nos decimos. No hay mejorcostumbre que imaginar el futuro sobre las señales que uno mismo haido sembrando.

* * *

Para compensar la marcha de Irene, han venido a pasar aquí la Sema-na Santa unos amigos. Es el grupo más grande que haya venido nunca,diez personas en total, y solo una de ellas por primera vez. Ni siquierahe tenido un día a solas, como si esta sustitución de una compañía porotra se obrara sin participación mía y yo no pudiera ser más que unespectador del cambio.

La visita es agradable, y sabe bien además ver que los amigos eli-gen este lugar para su rencuentro, dejándole a uno un papel de mayorprotagonismo. Días llenos de entretenimiento, de actividades y calmas,de cercanías, que sin embargo sirven poco para mitigar la melancolía,y que incluso se diría que en parte la agravan. Las ausencias de ciertotipo no pueden combatirse con presencias de una clase distinta, es unesfuerzo estéril que solo sirve para entorpecer el �ujo de las emociones.Lo dulce no borra lo amargo, como mucho lo enmascara de maneratorpe.

Es especialmente notable el efecto depresivo que en estos casostienen en mí ciertas parejas, especialmente las demasiado explícitas.Qué mal soporto su presencia cuando a mí me falta mi compañía, melleno de una envidia insana y no soy capaz de evitarlo. No hay ningunaotra situación en la que mis desventajas me resulten más intolerables,siento una especie de inferioridad humillante.

En �n, que no es todo tan impecable como pudiera ser, y que esbuena noticia tener visita estos días, pero la punta de tristeza que quedócuando se fue Irene sigue ahí y la tendré unos días, incómoda comoesas espinas que se le clavan a uno a veces y no es capaz de sacarlas, y

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que lo mejor es dejar que salgan solas y el cuerpo se encargue de ellocon sus secreciones y sus mecanismos.

Salvaría de estos días algunas conversaciones, a lo sumo en charlasde dos o tres personas, durante un paseo o en momentos tranquilosmientras el resto descansaba o se ocupaba en otras cosas. Compensan elresto de momentos, de eso no hay duda; el balance es siempre positivoy espero que estos encuentros aquí se repitan, aunque a veces tengo elmiedo de que muchas de mis amistades hayan agotado ya su interés yno regresen. Sería lo normal, por otra parte. En cualquier caso, mejordosi�car las futuras visitas. Como decía, una o dos personas me bastanpara completar los espacios, y si son más me suelen causar ahora algode incomodidad. No creo estar perdiendo mi voluntad social ni micapacidad o deseo de relacionarme con otros, pero es evidente que milabor social está cambiando sus preferencias. Los grupos grandes seme hacen inabarcables si es que existe cercanía; las relaciones han deabordarse en número inversamente proporcional a su profundidad ycon�anza. He sido siempre así en cierta forma, y parece que el tiempoo los sucesos últimos de mi vida han acentuado estas querencias.

* * *

—¿Entonces ahora Emilie tiene otro chico? —pregunta con suinocencia de niña de ocho años.

Le respondo y se queda un momento pensándolo.—¿Y tú tienes también otra novia? —dice después con una curiosi-

dad más aviesa.Se lo comento por la noche a sus padres, cuando ella ya duerme,

y me dicen que le habían hablado de esta situación para evitarle a ellasorpresas demasiado bruscas y a mí momentos incómodos, y que alenterarse pareció sentirse triste, defraudada tal vez. Según dicen, nolleva bien los cambios en su entorno, mucho menos estos de un ciertocomponente sentimental, ahora que a su edad empieza a entender loque signi�can las relaciones, las uniones, las parejas, las familias. Escurioso que alguien ajeno a estos devenires los acuse más que Inés, aquien debieran afectarle de manera más intensa que nadie. Son otrasedades, está claro, pero aun así sirve este pensamiento para sentir unacierta satisfacción.

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La fui a buscar a casa de Christine después de comer, para quepasara la tarde con las niñas. Ella ya lo sabía, se lo dije hace unos díasy Emilie se lo debía haber recordado esta mañana, pero aun así se lopregunté al recogerla, por ver su reacción.

—¿Sabes quién te está esperando en casa?—Lea, Valentina y. . . ¡Irene!Me hizo ilusión que pensara que Irene estaría aún con nosotros,

aunque a ella le entristeció saber que solo la esperaban las niñas. Noentiende aún lo que Irene signi�ca, esto es solo la aceptación de otrapersona más a la que ha visto cerca de mí, pero el día que comience aentender la mayor profundidad de ciertos vínculos, ya sea con Irene ocon otra persona, ¿cómo aceptará que puedan cambiar de un día paraotro? ¿Le resultará tan fácil asumirlo?

Se acaba una historia y uno cree que tiene entonces más libertad,que puede darse a relaciones menos imbricadas, más inestables, perosucede al contrario: la estabilidad sigue siendo lo que se quiere ofrecer,el ejemplo que se quiere dar, y en este contexto se antoja tarea máscompleja y trabajosa. Hay más vértigo en toda nueva aventura de estaclase, porque se tienen las dudas de todo inicio, de los andamiajes aúnrenqueantes, pero se le exige la misma seguridad y futuro que la quecreíamos tener en esa otra relación supuestamente �rme de entonces.

Lo estuve pensando mientras la miraba jugar con las niñas y tratarcon los demás. Es estimulante verla integrarse en todos los momentosde mi vida, incluso los que en principio se diría que le son ajenos. Enello se desvanece no solo esa falsa sensación de libertad que traen lasseparaciones y la soledad, sino también el desapego, más real, al queuno empieza a temer en estos casos. No es una nueva vida la que seempieza, sino una continuación abrupta de la anterior, e Inés es tanparte como yo mismo de mi propia vida. Y por ello cualquier cambiosigue siendo asunto de ambos, y cualquier riesgo es asumido por ella ypor mí a partes iguales.

Hablé con Irene por la noche y le conté esto. No lo de mis pensa-mientos, sino la emoción de Inés al pensar en volver a verla. Y entre lasatisfacción, la sorpresa y algo de miedo, ella vino a con�rmar mis sospe-chas bondadosas: la interacción de nuestras vidas, hoy bien equilibradasy coincidentes, y la intención sólida de seguir por ese camino.

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* * *

Al acabar la tarde, la llevé de vuelta con Emilie. Creo que lo estabadeseando desde hacía un rato; las compañías tan excesivas le incomo-dan igual que a mí y acaban pasándole factura. Se alegró de que nospusiéramos en marcha, no ya por volver con Emilie y dejar aquello, sinopor el ambiente más relajado y por quedarnos a solas ella y yo. Con laalegría le vino también una especie de ternura; me iba contando cosasque sonaban personales, sus aventuras de la tarde jugando con las niñas,narradas como si yo no las hubiera vivido con ella, y se la veía encantadade poder de nuevo hablar en esa con�anza nuestra que ninguno de losdos alcanza a tener con otros.

Se alegró al llegar con Emilie pero, a diferencia de otras veces cuandonos vemos en esta transición, no lo entendió como tal, sino como unrencuentro. Como si se sintiera bien conmigo y creyera que Emilievenía a remplazar a mis amigos, y ahora la noche la fuéramos a pasar lostres juntos. Le pedí un beso y me lo dio, y luego, sin tristeza, me dijoque me quedara.

—No quiero que te vayas. Quiero que te quedes conmigo en lacasa de mamá.

La miré, ella miró a Emilie, y yo mantuve la mirada perdida sin saberqué decir. Le expliqué que tenía que irme para ocuparme de mis amigos,no se me ocurrió nada mejor. Agitó la mano llena de entusiasmo, conmás energía que nunca, y siguió haciéndolo mientras yo me montabaen el coche y me alejaba, tratando de consolarme a mí mismo con laidea de verla tan feliz a pesar de todo.

* * *

Habíamos ido a ver un concierto en La Peñac para pasar la ultimanoche antes de que los amigos se volvieran a España. Tocaba Ludo conun contrabajista amigo suyo y, como era de esperar, el espectáculo fueexcelente. Se volvieron todos satisfechos y sorprendidos; no imaginaban,a pesar de haberles puesto yo sobre aviso, que él fuera un músico de esacategoría. El contrabajista, comedido y con cara de bonachón, estuvoa la altura, y se veía que entre ellos había un entendimiento perfecto.Musicalmente, quizás fue eso lo que más me llamó la atención, la forma

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en que manejaban ese diálogo de dos instrumentos con soltura, el unotodo el tiempo en la mente y el pulso musical del otro, leyendo de unamanera impecable sus rumbos a través de armonía, melodía y ritmo.

Acabaron de tocar e hicieron un único bis. No eramos un públiconumeroso, pero les dimos un aplauso muy sonoro, largo y entusiasta.Fue entonces, quizás al vernos a todos tan entregados, que Pía se subió alescenario a decir unas palabras. Le dedicó unos elogios a Ludo y, cuandotodo el mundo pensaba que eso era todo y se preparaba para dar otraronda de aplausos, puso un gesto más triste, cambió el tono de voz, y searrancó a contar que Ludo está deprimido, que no encuentra trabajoy nadie se interesa por su acordeón, y que si cualquiera de nosotrostenía interés en contratarle o sabía de alguien que pudiera hacerlo, quehiciera el favor de decírselo. Lo hacía de una forma pedigüeña y un pocoteatral, lastimera, o quizás solo lo parecía así por el contraste tan bruscoentre el concierto que terminaba y esa confesión. De las mieles del éxito,tan evanescentes y efímeras, a la triste realidad de una profesión difícil,y todo ello sin dejar ni siquiera tiempo a que hubiéramos comentadoun poco el espectáculo. Pero no, allí estaba ella enseñándonos la otracara de esa verdad, dejando la música aparcada por un momento y deaquella manera tan directa.

Era una escena rara, de una amargura molesta e incómoda, con ellapidiendo y casi poniéndole a él en evidencia —qué enorme la vergüenzaque yo sentiría si alguien hiciera eso por mí estando yo delante, mesiento mal solo de pensarlo—, y él a unos pocos metros, escuchandosin decir nada, y sin que nadie se girara siquiera para mirarle, como sino fuera su historia, como si su virtuosismo al acordeón lo compensaracon una absoluta incompetencia para el resto de asuntos de la vida ytuviera ella que encargarse de todo lo que no fuera música. Terminó superorata, sonrió, y sin tener mejor respuesta para aquello, comenzamostímidamente a aplaudir de nuevo, no sé bien si para ella por su entregay su sinceridad, o para Ludo por su música o por la compasión quenos había despertado el relato. Él, mientras tanto, había salido afuera afumar un cigarro, como si esa historia no le incumbiera.

Pienso ahora que yo a veces he fantaseado con ser escritor o músico,pero que siempre fue sabiendo que no tenía aquello ningún sentido;qué sueños más tontos estos y qué poco deseo de cumplirlos he tenido

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siempre en realidad. Si lo pienso bien, me doy cuenta de que no meinteresan. Me alegro de que estas pasiones mías, la música y la literatura,no sirvan más que para eso, para apasionarme y entretenerme, para sertan solo necesidades que han de satisfacerse y no herramientas con quesatisfacer otras distintas. A estas labores creativas no quiero pedirlesnada, sino al revés, entregarles todo sin esperar a cambio más que elpropio placer de emplearme en ellas. Que mi economía y mi futurodependieran de ellas me parece algo inquietante y desagradable. Tengosuerte de poder ganarme la vida de otra forma y tener tiempo paradedicarme a escribir y tocar con una libertad absoluta. Nunca la músicao la literatura, practicadas de esta manera, me han dado ningún disgusto,sino tan solo buenos momentos. Ya digo, es toda una suerte, de eso nohay duda.

* * *

Dos apuntes breves sobre libros. El primero, que uno de mis amigosme pidió recomendaciones lectoras y, de entre el puñado de libros quetengo aquí, encontré dos que podrían gustarle. Se los he dado y se losllevará con él cuando se vaya, no como un préstamo, sino como unregalo que no ha de volver. Qué placer más completo el que me dadeshacerme de un libro. Vaciar la casa de cualquier objeto es siempreagradable, pero cuando es un libro lo que entrego, la satisfacción esmucho mayor. Aspiro a leer cada día más y a no tener ni un solo tomoen mis estanterías; lo interesante es el �ujo, no el estancamiento devolúmenes en la biblioteca.

El segundo apunte, acerca de los libros de John Muir que he com-prado en su traducción francesa. Cada uno de ellos es de una editorialdistinta, sin nada que ver entre sí, pero tienen en sus primeras páginasuna lista de los otros títulos del autor que pueden encontrarse en fran-cés, de manera que se citan entre ellos. Esto es algo que ya había vistoantes en otros libros franceses, pero que con estos, al tenerlos juntosaquí, se ve quizás de una manera más evidente. Me parece un gestohermoso, creo que en el mercado editorial español no se tienen estaclase de detalles; nunca se referencia otro libro si no lo publica la mismacasa. Pero es saludable verlo de esta manera, como dando a entenderque la obra del autor, la visión global sobre su trabajo, tiene más valorque los intereses de una u otra editorial.

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Volvió el ratón esta mañana, justo antes de que el grupo de amigos sepusiera en marcha de vuelta a casa. Hicimos nuestro último desayuno ydescubrimos que había dejado sus huellas en el pan: un agujero perfectoen el centro exacto de la hogaza. Apareció hace un mes y se asomabaalgunos días por la despensa a roer el chocolate y el pan, pero llevabaun par de semanas sin dejarse ver, quizás porque me guardé bien dedejar nada a su alcance. Se ve que el ajetreo de estos días y la comida másdisponible le han traído de vuelta.

Es un ratón pequeño, limpio, simpático y muy con�ado. Le oíahurgar en los paquetes y, si me acercaba con sigilo, le llegaba a ver antesde que se escondiera. A veces, incluso se quedaba mirándome unossegundos sin asustarse.

Por la tarde volví a oírlo. Ahora en el silencio de la casa, sin el albo-roto de tanta gente, se escuchaba bien su trajín cuando salía a intentarcomer algo. Me acerqué y se escabulló rápido, me dio apenas tiempopara verlo huir y saber que era el mismo de otras veces. Lo oí de nuevoal rato, más insistente, y al acercarme no lo vi, pero seguía escuchándolo.Se había metido dentro de la caja de los biscotes y allí, ajeno a mi presen-cia, intentaba abrir el plástico de uno de los paquetes sin importarle elruido. Cogí la caja rápidamente, la cerré y la saqué al jardín. El ratoncillose movió un poco allí dentro, pero no hizo intención de salir. Dejé lacaja en el suelo y le puse encima una zapatilla, que era lo primero quetenía a mano.

¿Qué hacer ahora? El problema estaba resuelto solo a medias. Noquería matarlo ni tampoco dejarlo escapar allí mismo. Me alegraba dehaber solucionado el asunto de esta manera inesperada y tan sencilla,pero matar a la pobre criatura así, a sangre fría, me parecía muy des-agradable. Al �nal, volví a coger la caja y la llevé al cubo de la basura.Supuse que desde allí no volvería hasta casa, es mucha distancia para unratoncillo así, aunque quizás no sea verdad y ya esté de vuelta esperandopara salir a comerse mis dulces. O pudiera ser que ni haya conseguidoescapar del cubo y vaya a morir allí, sepultado entre basuras. Y quémuerte más poco simpática esa, la verdad. Habría sido mejor haberacabado con él de otra manera. En �n, mejor no pensarlo más.

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Sin la compañía del ratón, sin los amigos, sin Irene que estuvo aquíantes que ellos, y sin Inés que no volverá hasta pasado mañana, la casa esalgo casi inerte. Pero no asusta, sino que se entiende como un síntomade los ritmos de la vida, esos que nos llevan a este descanso, y que hoyvemos con certeza que habrán de devolvernos pronto a esos otros másanimados y dulces.

Me he encerrado con mis libros y mi música, y no he salido másque para dar una vuelta breve, además del paseo con el ratón hasta labasura. Tengo una mezcla confusa de melancolía, inquietud, distanciay felicidad, mucha felicidad. En el jardín cantan los pájaros, todos ellosmuy estridentes, pero sin ninguna otra voz que les haga compañía, yla ausencia de sonidos es así más punzante. No es silencio sino todo locontrario, hay un sinfín de cantos, pero se escuchan con una nitideztan perfecta que vienen a decir que más allá de ellos no hay nada, quefaltan el viento, las voces, el zumbar de los insectos, los ruidos de algunamáquina o algún coche pasando a lo lejos, otros animales o frondashaciendo su música con más o menos acierto.

Después de toda tempestad llega la calma, pero hay calmas tras laque no cabe imaginar más que una nueva temporada de despreocupa-ción y bonanza.

* * *

Al otro lado de las colinas ha de estar hoy el mar. O la nada. O uncantil desde el que no se alcance a ver más que el vacío. No cabe imaginaren la otra cara del paisaje curvas iguales que estas, continuación suavede lo cercano en la distancia.

Nunca la vista desde aquí tuvo sabor tan limítrofe y su�ciente, todoha de encontrarse en la proximidad de lo avistable.

Echaba de menos un poco de soledad, y el paisaje, que sabe de misnecesidades, viene a traerme una versión reducida de sí mismo dondeno cabe el deseo de aventurarse más allá de estos con�nes al alcance dela vista.

Todo mi mundo ahora en un simple vistazo, un breve apunte enun diario.

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Ha vuelto Inés a casa. Gruñona, el gesto algo triste, la transiciónes difícil siempre. Comió bien, le puse unos dibujos y conseguí conalgunas carantoñas y cosquillas hacer que recuperara el buen humor.Le costó dormirse más de lo normal, yo creo que por ser en la cama y noya en la cuna. Da la sensación de sentirse más desprotegida en la cama,y necesita más contacto, más ritual antes del sueño, pide más cuentos yque le dé la mano mientras intenta dormirse.

También Irene ha vuelto a casa, aunque no a esta, sino a la suyatras las vacaciones. Después de estar aquí, se fue a la playa con unasamigas. Entre eso y que yo tenía mis visitas en casa, no habíamos habladopor teléfono en los últimos cuatro o cinco días, solo algunos mensajesde texto. Hoy hemos recuperado el tiempo perdido y hemos estadopegados al aparato hasta tarde. Pero aún así nos siguen quedando cosasque contarnos, que iremos repasando puntualmente estos próximosdías.

Son las rutinas de siempre, aunque hoy, por ser el primer día desdeque se recuperan, viene algo exageradas. Dejaremos que se calmen, lasdisfrutaremos, y volveremos luego a empezar de nuevo. Mi vida esahora un océano de mareas regulares a las hay que acompasarse sin másremedio.

* * *

Curiosa estampa la que hago hoy a estas horas de la mañana. Hetraído el coche al taller para cambiarle el aceite y las pastillas de freno,después de llevar a Inés con Christine. Mientras espero que lo hagan,estoy sentando en una arboleda a la salida del pueblo donde hay unasmesas de pícnic, con el ordenador abierto y escribiendo esto. El lugartiene encanto, más aún en un día de primavera así, pero cualquiera quepase es probable que juzgue la escena como un tanto extraña. Ama-neció hoy muy frío, cero grados cuando empecé a trabajar, y ahora elsol va poniendo las cosas en sus sitio y devolviendo a cada rincón sutemperatura y su vitalidad. Acaba de pasar un señor mayor empujandoun tacatá, encorvado y con cara de tormento. Se oye correr el río, y unpar de patos se deslizan contra corriente de una manera uniforme yperfectamente continua, se diría que no se impulsan y nadan, sino quelos arrastra una fuerza invisible.

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Bucolismos del siglo XXI.

* * *

He terminado la traducción del libro de Muir. Es un texto quenecesita más pulimento que otros, como pudiera ser este diario, porhaberse escrito con mucha más premura. Es más fácil acelerarse en latraducción que en la creación, y en ello descuidar los detalles. Pero estacorrección que ahora sigue es quizás la parte más interesante del trabajo,por ser ya en un solo idioma y ser esa rumia que uno hace de su propiavoz, la orfebrería de las palabras que da igual si son en parte ajenas o no.Supongo que me llevará una o dos semanas, aunque es difícil decirlo,siendo esta la primera vez que lo hago.

Había pensado incluir un prólogo o alguna nota bibliográ�ca, algopara presentar al escritor y su obra, pero ahora no me parece buena idea.Es tomar protagonismo donde creo que no debo. Que cada cual busquelo que quiera sobre el escritor, o que no lo haga, que tampoco es malaopción. Yo he buscado mucho sobre Muir durante este tiempo, he leídosobre su vida, he visto incluso un par de documentales, pero no creoque esa clase de información aporte nada a la lectura, incluso tratándose,como en este caso, de un hombre verdaderamente maravilloso. Para latraducción, sin duda es útil conocer todo eso, pero el lector puede, yquizás debe, quedarse solo con la literatura. En �n, que no escribirénada y el libro incluirá solo el texto traducido, que es más que su�ciente.

Lo que sí haré será dejar aquí algunos pensamientos sobre este autor,demasiado personales para cualquier introducción o semblanza, peroque van bien en estas páginas en las que uno cuenta sus impresiones. Yno hay duda de que re�exiones así son relevantes, tanto por el tiempoque le dedico a este trabajo como por el signi�cado que tiene.

Ha sido un gran descubrimiento para mí el de John Muir, tantola persona como el escritor, que son verdades muy distintas inclusosi uno se involucra con ambas de esta manera tan íntima que es latraducción. Su prosa es algo engolada a veces, recargada, con un tonodemasiado eufórico y una visión de la naturaleza demasiado bondadosa,diría incluso inocente, toda hecha de alabanzas y con esa �losofía queyo no comparto en la que el hombre ha perdido en su evolución y suprogreso muchas virtudes que los animales salvajes sí tienen. Muir es un

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hombre que cree demasiado en las bondades de lo silvestre, simplista enestos postulados, pero lo interesante de su escritura es que transmite almismo tiempo una sensación de verdad, de rotundidad incluso en esasideas que uno no comparte con él; un convencimiento de que no sonesos los conceptos importantes, que si uno quiere puede prescindir dela lírica algo super�ua de sus loas a todo lo natural y salvaje, y quedarsecon el sustrato más solido que hay bajo ellas.

Todos los escritores que han trabajado este genero pecan de unacierta falsedad. Esto se ha dicho ya antes, es tan clásico el debate como elgénero mismo, porque la temática se presta a la impostura. A Thoreau,sin ir más lejos, yo siempre le he encontrado una cierta falsedad; másteoría que práctica, más �losofía y pensamiento que contacto directo.Aprecia y ama la naturaleza, es capaz de integrarse en ella, pero le falta elenfoque crudo del cientí�co, la penuria del hombre rural, la naturalidadde quien es nativo del campo y sus realidades. La de Thoreau me haparecido siempre una naturaleza burguesa y demasiado retórica. Esun escritor demasiado idílico, y el tono de sus escritos se me hace porello algo impostado. Muir no es idílico, solo suena idílico, hermoso,glori�cante, pero se intuye tras las palabras una legitimidad innegable,la de un hombre que de veras entiende la naturaleza, la siente, la disfrutay la padece por igual. Muir es un escritor legítimo para estos temas,legítimo como ningún otro.

* * *

Al mismo tiempo que corrijo la traducción de Muir, he empezadootra nueva, por aprovechar la inercia. He decidido traducir un texto deJohn Burroughs, Wake-robin, su trabajo más conocido. El estilo es muydistinto, lo encuentro por ahora algo lejano a mí, aunque esto puedeser tal vez por acabar de salir de la otra traducción, y por el vínculo queuno construye con el autor y su prosa después de tantas páginas juntos.Muir es como un viejo amigo, Burroughs es aún un desconocido y conél hay que andarse con cautela. Esto cambiará pronto, supongo.

La temática, eso sí, es mucho más afín a mis gustos. Muir es hombrede plantas, mientras que Burroughs es hombre de pájaros (de eso trataeste libro suyo), y yo por las plantas no tengo apenas interés, mientrasque los pájaros fueron en otra época una de mis pasiones. Sobre estono he escrito nunca, así que tiene sentido hacerlo ahora.

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A observar pájaros me a�cione cuando era un crío, gracias a un pro-fesor de mi colegio, Cirilo se llamaba. Era profesor de gimnasia, pero anosotros nos daba varias asignaturas, como se hace a esas edades tem-pranas. Un buen profesor, sin duda, mis padres le tenían cariño, segúnrecuerdo. Supo ver que yo era un niño inquieto, algo más estudiosoy a�cionado a números y letras que el resto, y siempre tenía para míalguna actividad adicional en la que ocuparme: un acertijo matemáticoalgo más complejo, alguna palabra más rebuscada que enseñarme, esaclase de cosas. Cuando salíamos al campo, llevaba sus prismáticos ya veces nos contaba los nombres de los pájaros que encontrábamos.A la mayoría aquello le resultaba poco interesante, pero a mí me fuecautivando eso de buscar y capturar animalillos a través de una lente,y pronto pedí en casa unos prismáticos, que obviamente mis padresno dudaron en regalarme. Como él sabía de mi gusto por los libros ypor aprender todo cuanto pudiera (se es empollón dentro y fuera de laclase), entendió rápido que aquella diversión podría convertirse en algomás relevante y me recomendó algunas guías y libros. Estas, junto conuna que, aunque poco o nada usada, ya había en mi casa, terminaronde convertirme en un joven a�cionado a la ornitología.

Pasé mucho tiempo en mi infancia viendo pájaros, memorizandodescripciones y fotografías, comprando y leyendo libros, e incluso escri-biendo algunas notas y pequeños cuadernos de campo. Lo recuerdo conplacer, fueron experiencias hermosas, no intensas pero sí muy dulces,tal y como fue, por otra parte, toda mi infancia. Siempre me gustaronlos pájaros pequeños de árboles y matorrales, a ellos les dediqué la mayorparte del tiempo. Más asequibles, más sencillos, tenían ya el atractivo delas cosas simples y rudimentarias por las que durante toda mi vida hedemostrado más querencia. Las rapaces, fascinantes siempre y más aúna esas edades en que uno es impresionable, no me interesaban tanto, notenían la humildad del pajarillo discreto. Las aves acuáticas me parecíaninsulsas y su observación algo sumamente aburrido.

Con el tiempo, la a�ción se perdió, aunque quedaron el gusto porlos pájaros en sí (es decir, que es ahora una a�ción teórica pero sinejecución práctica) y la colección de nombres, medidas y descripciones,que recuerdo tan precisamente como entonces, en uno de esos saberes

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que parecen haber quedado grabados de una manera especialmente�rme y no se borran a pesar de no darles uso alguno durante años.

Escribe Burroughs en el prólogo de su libro que «Este es en esenciaun libro sobre pájaros, o, más precisamente, una invitación al estudiode la ornitología, y el objetivo del autor se dará por cumplido en lamedida que despierte y estimule el interés del lector por esta rama dela historia natural». Creo que conmigo puede darse ya por satisfecho,incluso habiendo yo leído todavía no más que un puñado de páginas.No creo que recupere mi vieja pasión de ornitólogo con esta lectura,no voy a volver a colgarme los prismáticos ni mucho menos a salir ala búsqueda de especies nuevas, pero sí que vuelve un estímulo por laobservación como tal, por el disfrute ante la pequeña maravilla que esun pájaro, pieza fundamental como ninguna otra de todo paisaje y, enespecial, de su dinámica.

Recupero con este libro el interés por los pájaros, pero ahora de unamanera distinta, a través de su lado más lírico, que es sobre el que Bu-rroughs escribe. A mi a�ción de entonces uno la de la literatura, pasiónque siempre he tenido, incluso en aquellos tiempos tempranos, aunqueno de la misma manera. Quizás escriba algo sobre todos esos pajarillosque cantan y se dejan ver en estos días, las currucas que revolotean enla higuera y se ven desde la ventana, o las abubillas que andan por lacarretera al llegar a casa de Christine y que cuando llego salen volandocon ese vuelo ondulante tan suyo. Por ahora, sigo traduciendo.

* * *

Me ha pedido un amigo que grabe algunos textos leídos en vozalta, para un proyecto suyo. Se trata de una instalación artística en unaantigua cárcel franquista hoy recuperada como espacio cultural, en laque se escucharán algunas de las cartas que escribieron los presos deentonces, condenados a muerte. Mi amigo se encarga del montaje (todala idea de la instalación es suya), y yo pongo voz a esas cartas, al menosa un puñado de ellas.

La propuesta, por supuesto, me gusta. Es una oportunidad dehacer algo con mi voz, a la que ya he dicho otras veces que me gustaríasacar más partido, y tiene además el regusto agradable de no ser unoquien pergeña el trabajo o lo busca, sino que le viene ya dado y con elbeneplácito de una cierta con�anza.

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Me he puesto por la tarde a grabar la primera de las cartas, antes deir a recoger a Inés. Un par de intentos y no puedo decir que suene mal, lavoz convence, hay una profundidad y un ritmo, pero la encuentro faltade verdad, no transmite apenas nada. Suena impostada, algo teatral, yeso es fatal cuando uno es poco amigo de teatros y dramaturgias, comoes mi caso, y pretende justamente lo contrario.

Creo que mi poco convencimiento se puede resumir en lo siguiente:yo no sé leer en voz alta. Mi lectura de viva voz es muy pobre, válidaquizás en su sonoridad, pero no en sus emociones. Es pobre no solo encómo se escucha y se recibe desde fuera, sino, mas importante aún, enlo que yo mismo recojo durante esa lectura. Quizás esté ahí el problema,en que ya de partida no soy capaz de domar el texto. Aparte de, porsupuesto, la poca habilidad que tengo para la interpretación.

Se ve claro en el caso de estas cartas, que son todas ellas muy trágicasy capaces de emocionar. Cuando las leo en silencio, para mí mismo,entiendo el texto y sus emociones, me sitúo bien en la escena, asomaesa empatía entre el lector y quien las escribió en su día y sintió lasemociones que cuentan. Me apena leerlas, porque son tristes y no puedeser de otro modo. Pero al hacerlo en voz alta, las encuentro ajenas,distantes; estoy concentrado en la interpretación, en el proceso de darlesvoz, y soy incapaz de prestar la misma atención a su contenido. No meprovocan congoja alguna. La lectura en silencio es algo innato que noconsume mis capacidades ni nubla mis sentimientos, pero no sucede lomismo cuando leo en voz alta.

Le he mandado al amigo mi primera grabación y está satisfecho.Sugiere algunos cambios, y le he prometido hacer otro intento más tarde.Pero sigo pensando que no sonaran como deben, porque la lectura ensí no dejará de ser un impedimento.

Sería mejor simplemente hablar, como si conversara sobre mis ideassin contraparte alguna, y grabarlo de la misma manera que dejo aquíestas notas. Nada de leer, nada de tener un guión �jo, sino tan solo unaspocas pautas, como lo hago cuando doy alguna charla. En el fondo,tienen razón quienes me han dicho alguna vez que la mía es una «vozradiofónica», porque la radio sería el medio ideal para sacarle provecho.Claro que, a estas alturas, ya no anda uno para embarcarse en nuevasaventuras, así que habrá que conformarse con esto.

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* * *

Otro ratón más, esta vez atrapado en el paquete de galletas. Volvía oírlo husmear y lo capturé de la misma manera que al anterior, sinmás que cerrar el paquete. Sorprende lo con�ados que son, y uno sienteun orgullo de lo más estúpido al poder cazarlos así, con sus manosdesnudas, aunque al mismo tiempo se siente ridículo cuando descubreque, sin instinto cazador alguno, esta conquista es por completo inútil.Allí yo estaba una vez más con el ratón encerrado y ante la encrucijadade gestionar la presa.

Fue más sencillo en esta ocasión decidir su suerte; era casi la hora deir a buscar a Inés, así que le puse un trozo de celo a la caja para cerrarlay que el animal no escapara, y cuando llegó la hora me lo llevé conmigo,con la idea de soltarlo en el bosque, muy lejos de aquí. El ratón salvaba lavida, yo me libraba de él, e Inés disfrutaría al verlo. Dentro del paquete,no se oía un ruido, si acaso algún movimiento mínimo de vez en cuandoo el roer tímido de una galleta.

Recogí a Inés y le conté mí plan. Le entusiasmó la idea. Paré elcoche al borde de la carretera y fui a soltarlo sobre el asfalto, para que asíella pudiera verlo algo más de tiempo antes de que se perdiera entre lashierbas. Se puso llena de excitación al lado de la caja, yo quité el celo ynos quedamos mirando. Un par de segundos después, el ratón, que másque ratón era una musaraña minúscula, salió corriendo y desaparecióantes de que nos diéramos cuenta. A Inés le cogió de sorpresa tantavelocidad, esperaba una entrada en escena más pausada. Fue tan breveque aquello le resultó completamente indiferente, como una escenafrustrada que no hubiera llegado a suceder. No se quejó ni dijo nada,tan solo se quedó en silencio, algo defraudada, y con el gesto comode culparse a sí misma por haber esperado algo más espectacular. Lepropuse dar un paseo, pero dijo que no, que quería irse a casa.

Hablamos después con mis padres y con Emilie por el ordenador,y allí el episodio tenía ya otra intensidad; lo contaba con toda emocióny disfrutaba en ese recuento mucho más de lo que lo había hecho en sumomento. Yo me reía viéndola así, exagerando y dándole al asunto suteatro y su pompa, y se diría que se convencía a sí misma de lo emocio-nante que había sido ver a aquel ratón del que apenas había conseguidodistinguir ni el color.

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Esta no es una actitud infantil, sino al contrario: una costumbrede cualquier edad, porque siempre nos gusta agrandar nuestra historiapara que el presente nos parezca también más enjundioso. Verla a ellahacerlo de una forma tan descarada, como si ese fuese el tono naturalpara contarlo sin importar de qué manera había sucedido en realidad,es otra manera de comprobar que el niño no es sino una forma máselocuente de nosotros mismos, en la que todo resulta más sencillo deinterpretar.

Ha escuchado un ruido y ha ido rápidamente a ver lo que sucedía.Era solo un crujir de maderas, pero ella, después de escrutar la escena delcrimen unos segundos, ha sentenciado que aquello era también obradel ratón. Luego ha seguido jugando como si ya no le importara.

* * *

La diarística es un periodismo sin urgencias, sin fechas. Incluso siuno consigna el momento exacto en que se produce cada hecho y el díay la hora exactas que relata, se trata de un dato estéril que apenas matizalo escrito. La entrada de un diario es una noticia ajena al tiempo, quetrasciende esa máxima periodística de que nada hay más viejo que unanoticia del día anterior. Le sucede al diario justamente lo contrario, quesu valor le llega no con la inmediatez sino con el paso del tiempo, comosi necesitara algo de madurez. No existe el apunte fresco, inmediato,sino la nota ya reposada, es al alcanzar esa madurez que logra su vigenciay ya no la pierde.

Debería escribir estas entradas y no volver a leerlas hasta que elepisodio se haya olvidado y resulte ajeno, hasta que el sentimientoque intento describir lleve años sin haber aparecido de nuevo. Interesasaber lo que sucede ahora mismo a nuestro alrededor, tener recuentoinmediato de todo ello, pero ¿de qué sirve tener noticias de lo que pasaen nosotros? Este momento tendrá valor en otro tiempo, cuando noimporte la fecha, sino solo saber que un día fuimos de esta manera. Yhasta que volvamos a leerlo, vivir con la duda de si al hacerlo habremosde sentir orgullo, nostalgia, tristeza, miedo, la más absoluta indiferencia,o la más desagradable de las vergüenzas.

* * *

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El buzón traía hoy el aviso de una nueva jornada de jardinage estesábado; la primavera viene intensa y es momento de plantarle cara a lasmalas hierbas. Lo he estado pensando, y no sé bien si apuntarme. Inésestará aquí, pero ella ya no es excusa o inconveniente, puede venirseconmigo y pasar la mañana deambulando por el pueblo. Se ocuparántodos de vigilarla y hacerle sus carantoñas, y para mí será más fácilcuidarla así que si nos quedamos en casa sin salir. Lo que me desanimaes pensar en las preguntas que seguro que hace la gente, que al parecertodavía no se han dado cuenta de que Emilie hace tiempo que no viveen el pueblo. Preguntarán por ella y no sabré mentirles, porque unacosa es esquivar el asunto cuando me cruzo con alguien en la calle, y otraes mantener el engaño toda una mañana frente a la mitad del pueblo.Habrá que contarlo todo y, además de ser un trago incómodo, quedaráel resto de la jornada deslucido, incluyendo esa comida que se hacedespués y donde está siempre lo mejor de estos encuentros.

Ahora bien, ya puestos a sopesarlo todo, pienso que no estará malvolver a estos encuentros, más aún de esta manera, reivindicándose auno mismo, y que si hay que hacerlo en algún momento, mejor que seapronto. Aunque también, no lo negaré, pienso que para qué necesitoyo reivindicarme, para qué necesito integrarme en la vida del pueblo siahora estoy empezando a recuperar mi bienestar y mis rutinas, y estasson ya casi tan sabrosas como en otro tiempo, a pesar de ser todas ellasmás privadas y no necesitar el concurso del resto. En �n, demasiadasideas a las que darles vueltas; al �nal el asunto dependerá de cómo melevante el sábado y del humor que tenga Inés, y decidiremos sobre lamarcha.

* * *

Al �nal, nos quedamos en casa y no participamos en la mañanade jardinage. Yo me había levantado con cierto ánimo social, peroInés, aunque muy animada y sonriente desde primera hora, tenía otrosplanes. La oí despertarse y, sorprendentemente, salió de la cama y sepuso a pasear por la habitación. Era la primera vez que lo hacía. Nohablaba, que es lo que suele hacer cuando se despierta, solo se movía deun lado a otro, se paraba a ratos, y al cabo de unos minutos volvió elsilencio. Subí a ver y la encontré en la cama con un par de libros abiertos.

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Sonrió al verme llegar, como si me estuviera esperando y supiera queencontrarla así iba a hacerme sentir orgulloso de ella. Y no hay duda,qué manera más agradable de empezar el día. No sé bien si algunas deestas interpretaciones que hago de sus gestos y sus actitudes son reales osolo imaginaciones. Esta edad es difusa, no se sabe bien qué parte de loque hace es instinto, o azar, o casualidad, y qué parte es deliberada. Es laedad más incierta, estos años que ahora llegan son una especie de tierrade nadie en la que cualquier juicio se ha de hacer con incertidumbre,por estar en ella a medio camino entre el niño plenamente conscientede sí mismo y su verdad, y el bebé que todavía nada sabe y opera porsimple instinto ciego. En cualquier caso, fue una sorpresa agradableverla empezar el día frente a sus libros y con esa emoción.

De aquellos libros pasamos a otros, y de allí quiso ir a sus juguetesy sus álbumes de pegatinas, sin darse ni un respiro. Era todo energía yganas de jugar, y cuando yo le proponía salir, se negaba rotundamente;lo que a ella le interesaba era quedarse en casa y disfrutar de sus cosas.Como estaba tan concentrada, le deje hacer y me puse a leer junto aella, intentando de vez en cuando invitarla a que diéramos un paseoy fuéramos al pueblo, aunque sin éxito. A eso del mediodía, aceptósalir si lo hacíamos por la puerta trasera, y allá nos fuimos a ver si aúnhabía actividad por las calles. Estaban aún en plena faena, luchandocontra las hierbas y acicalando el pueblo. No había más que ingleses,los del pueblo y los de otros pueblos vecinos que vienen a veces. Silvieera la única francesa del grupo, pero ni siquiera pudimos hablar conella, porque estaba pasando la cortacésped y a Inés le asustaba el ruido.Nos saludó desde lejos y seguimos hacia la plaza, donde estaba casi todoel mundo.

Se limitaron a saludar y a unas pocas frases de cortesía, y no hicieronninguna pregunta. Inés se agachó a arrancar unas hierbas en el parterrede piedras que hay en la parte baja del pueblo, y después las echó en lacarretilla de los ingleses que estaban trabajando allí y que se rieron conello, pero aparte de eso se veía que no íbamos a participar en el trabajo.Pasamos como meros visitantes y ello nos libró de situaciones quizásincómodas.

Salimos del pueblo, hicimos de la mano la vuelta completa, y ellavolvió a casa de forma natural, sin que yo tuviera que decirle nada.

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Hablamos mucho, todo el camino contándonos cosas. Qué manerastan distintas tenemos de entender el paisaje, y qué hermoso es esto: unoenuncia sus sentires y el otro le responde con algo muy diferente, ycada uno sabe que esa visión del otro no sería capaz de lograrla por símismo. Hay belleza en lo complementario, en las palabras que suman ylas reciprocidades tan bien engranadas como esta nuestra.

Le propuse trabajar un poco en el jardín, por seguir en casa elejemplo de los demás. Dijo que no quería, pero se quedó a mi ladomientras yo me ocupaba de arrancar algunas hierbas. Parecía feliz.

* * *

Tercer ratón. Este se había metido en la bolsa del pan y su presenciaera mucho más discreta, un poco de ruido y algún que otro movimientoligero. Fue aún más fácil capturarlo que los anteriores. Opté por lamisma solución que la ultima vez, esto es, liberarlo lejos de casa y queInés pudiera verlo. A pesar de lo frustrante que fue el espectáculo enaquella ocasión, se emocionó con la idea y me dio al instante la manopara que saliéramos, quizás por resarcirse de aquel fracaso.

En�lamos calle abajo, salimos del pueblo, cruzamos la carreteray, cuando estuvimos a una distancia que parecía su�ciente (aunqueignoro qué distancia es necesaria para evitar que un ratón vuelva), nosparamos en el centro de la carretera para llevar a cabo nuestro segundointento de observar al animalillo. Era una estampa graciosa la nuestra,paseando los dos de la mano y yo con la bolsa de tela, como si fuéramosa hacer un pícnic en mitad del campo.

Este ratón fue mucho menos escurridizo y pudimos observarlo concalma. Puse la bolsa en la carretera, la ahueque un poco, y allí apareciósobre un trozo de pan duro, mirándonos con más vergüenza que miedo.Se quedó quieto y después se metió hacia el fondo. Cuando abrí un pocomás la bolsa, salió corriendo, aunque se detuvo a mitad de camino y nose le veía tan estresado como su compañero del otro día. Inés disfrutóviendo al ratoncillo, pero sin expresarlo apenas, de una forma tranquila.Se le intuía una alegría sin aspavientos, la de esa clase de ocasiones enque uno observa un pequeño milagro sin que ello le cause más alborozoque el de una sonrisa tímida, sin nada que celebrar pero con un placerallá adentro que va cociendo a fuego lento un poco de felicidad que

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añadir a la que ya se tiene. Recogí la bolsa, me dio la mano, y volvimosa casa sin decirnos nada.

No sé si habrá más ratones, o si los que hemos atrapado y soltadoestos días acabarán volviendo a casa y seguirán haciendo de las suyas.De cualquier forma, creo que ya hemos tenido su�cientes roedores porel momento. No hay nada ya que puedan comer en la despensa, lo hedejado todo bien guardado y cerrado. Y por si acaso, acabo de compraren Internet unas trampas.

* * *

Día de elecciones generales. Con�eso poco interés en la políticafrancesa, aun siendo consciente de que me afecta directamente, y de queesta ocasión tiene más relevancia que otras anteriores, por el contextonacional e internacional en el que suceden. Ayuda poco el hecho de nopoder votar por ser extranjero, la verdad. Es una perspectiva desalen-tadora saber que voy a vivir aquí probablemente toda mi vida, y quenunca podré participar en la elección de ningún cargo político salvo losdel propio pueblo, algo sin duda relevante pero que a veces me parecepoco más que un asunto folclórico. En �n, no es de estos asuntos de losque venía a hablar.

Salimos Inés y yo a dar un paseo a mediodía, bajo un calor que eracasi veraniego. Aquí el mediodía se respeta con una escrupulosidad muygraciosa como hora de votación. Se puede ir en cualquier momentodel día, pero hay una querencia notable por esa hora, por aquello deencontrarse con el resto y aprovechar la ocasión para verse, parlamentar,e incluso, como vi una vez, tomar el aperitivo que alguien más festivoque el resto trae consigo.

Efectivamente, había bastante gente por el pueblo cuando llegamosa la plaza, llena de coches como nunca. Incluso uno de los ingleses pasabapor allí, de camino a los cubos de basura para tirar una bolsa, yo creo quemás por dejarse ver y participar de este ambiente, aunque él tampocotuviera derecho a voto. Nos fuimos parando para hablar con todos ellos,nadie perdía la ocasión de venir a decirnos algo. Las conversaciones eranmás largas y pausadas que ayer, había más posibilidad de incurrir encuestiones incómodas, y sin embargo yo no tenía temor alguno, meparecía todo natural y seguro. Y no me equivocaba, porque preguntas

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no hubo ninguna, todo era cháchara super�cial y reconfortante entrevecinos.

Nos sentamos en el extremo de la plaza y vimos el trasiego duranteunos minutos, ahora ya sin intervenir. Luego seguimos el paseo. Másallá del ayuntamiento, el pueblo parecía más tranquilo que nunca. Erauno de esos contrastes jugosos y algo irónicos: el país hoy lleno de fer-vor, de nervios, de actividad, y aquí todo daba la impresión de haberseralentizado, de ser esta realidad hoy más distante y ajena a todas lasdemás. Y pese a ello, los vecinos votaban con convencimiento y depar-tían sobre estas cuestiones a la entrada del ayuntamiento, todo con unaidiosincrasia más hermosa y llena de encanto que nunca.

Volvimos a casa, y también aquí parecíamos estar fuera de otrosritmos, aislados de las decisiones que los demás toman por encima denuestra desidia y nuestra su�ciencia. Creo que pocas veces he sentidoesta vida nuestra como algo tan individual, el individuo único queformamos ella y yo consciente hoy de su soledad y su distancia con elresto. En el ánimo de ciertos días como este, vivimos lejos del mundo,desconectados de todo, para bien o para mal.

* * *

Inés, al ver unas hojas en el suelo: «Las hojas tienen miedo delviento. No quieren volar».

* * *

Paseo con Inés después de recogerla. Con el buen tiempo y los díaslargos, hemos vuelto a hacer de esto una rutina cada tarde.

Avanza por el borde de la carretera, sobre la hierba, que ir por elasfalto le da miedo si oye venir algún coche. Lleva un paso marcial,como de des�le militar, con las piernas rígidas, levantándolas mucho ypisando con fuerza.

—Me gusta pisar las �ores —dice riéndose.El gesto es de malicia infantil, sabedora en parte del daño que deja

tras de sí, pero sintiéndose por encima de ello. Aplasta las pequeñasmargaritas, las �orecillas anaranjadas que apenas se alzan unos pocoscentímetros del suelo, y quedan todas espachurradas, a veces rotas y conlos pétalos separados. Me mira y sonríe.

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Hay destrucción en esta escena, pero en el balance global, el mundoha ganado en belleza. Quien no lo viera de este modo, no ha compren-dido aún en qué consiste la vida.

* * *

Acaba de lavarse los dientes y va a secarse la boca. En los colgadoreshay dos toallas, una más pequeña y áspera, la otra grande y más suave.Le ofrezco la pequeña pero la rechaza, ella quiere la otra.

—Quiero esta. Esta es más. . .Y ahí se detiene y cabila, busca la palabra exacta para decir que

aquella es más esponjosa, más agradable al tacto, que no rasca tanto,que se siente uno mejor al rozarse con ella. Pero en sus pocas palabras, enla cárcel de ese lenguaje suyo aún tierno y breve, no acierta a encontrarla forma de expresar aquello.

—. . . menos dura —acaba diciendo, aún sin parecer muy convenci-da.

La llevo a la cama, le cuento una historia, y se queda dormida sinprotestar hoy mucho.

Yo vengo al ordenador y escribo esto, haciendo lo mismo que ella:tratar de contar con mi viejo y escaso puñado de palabras algo que esnuevo, desconocido, inédito aún en esta voz.

* * *

He abandonado la traducción del libro de Burroughs. Buen librotal vez como lectura —ya dije que tiene un lirismo agradable y me hahecho volver a recordar mi a�ción por los pájaros—, pero no tanto paratraducirlo. No estoy disfrutando esta traducción y es mejor dejarla. Mesirve esto para aprender que un libro y un autor puede conectar biencon uno en la lectura, pero fracasar cuando se trata de otra clase deinteracción.

Vuelvo a trabajar en otro libro de Muir, con quien parece que meentiendo mejor en estos asuntos. Creo que intentaré traducir todossus trabajos y luego, si me quedan energías, pasar a algún otro de esosautores que tengo en mi lista. Soy hombre de querencias, que cuandoencuentra su nicho le gusta agotarlo antes de pasar a otras aventuras.

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Ya lo sabía de antes, y esto no es sino una prueba más de ello. A decirverdad, me reconforta con�rmar que soy de esta manera, aunque no sébien el porqué.

* * *

Inés pasó el día con Emilie, como cada miércoles. Cuando volvieronal �nal de la tarde, Emilie se quedó un poco con nosotros, para así hacerla transición más sencilla para Inés y que no sienta que la transportamossin más de un lado a otro. A mí esto ya no me incomoda en absoluto, nome importa que Emilie se quede, incluso si a veces hace cosas que ya nodebieran ser tarea suya, como echar agua en alguna planta o abrir unacontraventana si esta entrecerrada, que hace no mucho me molestabanpor entenderlas como una manera suya de reclamar todavía su lugaraquí. Me he dado cuenta de que este lugar me pertenece solo a mí y esaposesión es ya una certeza, no depende de lo que los demás hagan; ysiendo así, puedo dejarles que se sientan como en su casa, porque yo séque no es suya sino mía.

Se quedaron dentro; fuera el tiempo era algo desapacible. Cadacual hacía lo suyo: Inés jugaba sin hacer caso a nadie, yo me puse atocar la guitarra, y Emilie se sentó en el sofá y simplemente miraba.Nos quedó una escena domestica como las de antaño, entrañable, connuestros ritmos diversos pero bien acompasados. La estampa era la deaquella convivencia �uida de otro tiempo, pero por dentro —salvoInés, que tiene esa sentimentalidad elástica y moldeable de los niños, ydisfrutaba del momento igual que entonces—llevábamos hoy verdadesmuy distintas. A mí me era indiferente el contexto, la presencia deEmilie, la falsa apariencia de familia bien engranada; estaba a mis cosasy lo demás era como un decorado incapaz de afectarme. A Emilie, sinembargo, parecía afectarle, y al mirarla un par de veces, sin que ella meviera, me di cuenta de que parecía triste. Yo creo, pensándolo ahora,que se le hacía difícil verse en una escena de nuevo tan idílica y rutinaria.Le debía traer memorias incómodas, sobre todo por recordar que eraasí como pasábamos nuestros días hace no demasiado tiempo, y queaquello no era ahora sino una circunstancia pasajera y sin profundidad.

Le preparé la cena a Inés y, mientras cenaba, Emilie aprovechó parairse, sin disimular pero intentando que Inés no notará mucho que se

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volvía a su casa. Nos ahorramos así la despedida demasiado efusiva entrenosotros, que es algo que ella acostumbra a hacer y que a mí cada vez meparece más fuera de lugar, la verdad. Nos saludó desde el jardín, y se laveía aún con la misma tristeza, la mirada llena de melancolía y ese gestode quien visita como extranjero un lugar que un día fue importante, ydonde la vida de ese entonces ya es algo muerto. No parecía tener ganasde despedirse. O quizás todo fuera tan solo una imaginación mía, quiénsabe.

Volvimos a estar solos, y yo con�eso que lo agradecí. Su presenciano me causa molestia alguna, pero esa amargura que parecía arrastrarera un visitante desagradable. Ahora sus problemas no tienen lugaraquí, aunque esto suene duro decirlo, e incluso aunque esos problemasemanen de este lugar y de mí mismo.

* * *

Un par más de esas historietas lingüísticas de Inés, esta vez en elpaseo de la tarde. Creo que van a hacerse cada vez más frecuentes, ahoraque ya tiene soltura en los dos idiomas y empieza a comprender estarealidad del lenguaje.

Nos cruzamos con un perro en la plaza del pueblo. Se asustó y sefue ladrando, y esto a ella le hizo gracia. Sin dejar de reírse, le espetó alperro con una voz vehemente pero muy graciosa:

—¡Cállate, perrito! ¡No ladres!Luego se quedó pensando un instante.—Papá, ¿cómo se dice «ladrar» en francés?Lo pensé dos veces, porque no estaba seguro de saber la palabra

exacta. Es de esas palabras que uno ha oído muchas veces pero nunca laha visto escrita o ha tenido que usarla, y por ello pueden bailarle algunossonidos.

—«Abayer» —le dije, convencido de que era una buena aproxima-ción pero casi seguro de que no era correcto.

—No, Papá, se dice «aboyer» —me respondió con un acento per-fecto, segura de lo que decía y con toda humildad, sin siquiera girarse amirarme.

Me pareció un detalle hermoso el suyo, la manera de corregirme, elhecho mismo de ser capaz ya de hacerlo y mostrar en ello esa seguridadtan sutil.

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A la salida del pueblo se paró a ver una hierbas y unas �ores, y entreellas había unos tréboles. Cogí uno para ella, le expliqué lo que eraaquello y cómo se llamaba, y ella, como hace siempre ahora ante laspalabras nuevas, me preguntó la equivalencia en francés. Se lo dije.

—No, Papá, «trè�e» no. Trébol en francés se dice «tres beau».Y después, repitió aquello unas cuantas veces, diciendo «trébol» y

«tres beau», como por hacer evidente la broma que creía ver ahí.

* * *

La del idioma no es sino una labor de atar hilos. Se aprenden laspiezas, las palabras, y después se va entendiendo la manera en que estánconectadas. Algo así como las neuronas de un cerebro, que a base deconexiones y sinapsis dan forma a la inteligencia. Conocer un idioma,ser capaz de hablarlo y comprenderlo, es haber dado forma a ese cerebrolingüistico hecho de palabras que se van hilando unas con otras en eldiscurso, el pensamiento y la literatura.

Inés usa la palabra «comprar» para decir «conseguir, lograr, en-contrar». Descubre por la casa algo que le interesa, y viene a compartirsu emoción diciendo «¡Papá, mira lo que he comprado!», o me da unlibro por la noche para que se lo lea y dice «Este lo he comprado parati». Es normal. Sin saber lo que es el dinero, ¿cómo va a saber ella que lascosas sólo se compran si uno las paga? Oye decir «comprar» a menudo,pero rara vez habrá odio mencionar el dinero, y a estas edades tampocova uno a explicárselo. Así que esas dos palabras tan necesarias la unapara la otra, tan relacionadas, que no expresan sino ángulos distintosde un mismo concepto, las aprenderá en momentos muy diferentes yuna de ellas habrá de vivir huérfana hasta entonces. Se pregunta unocuántas palabras habrá de esta clase, habitando de esta manera coja,incompleta, en casos quizás menos evidentes pero aún así semejantes aeste.

No creamos que esto acaba cuando uno ya es capaz de hablar concierta soltura. Seguimos anudando las palabras y las ideas que conoce-mos, no acabamos nunca esta tarea, y tal vez sea así una buena parte decuanto sabemos contar: nuestro vocabulario un paisaje lleno de islas.Empresa viajera, pues, esta de las lenguas, uniendo a tierra �rme nues-tras voces, haciendo cercanos y más accesibles los rincones remotos denuestro propio relato.

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* * *

Se ha tomado la primavera un descanso. Sentada al borde del ca-mino, bebe un trago y contempla la labor de los últimos días, haceretrospectiva de �ores y brotes y músicas nuevas. Ha parado de crecerla hierba con ese ímpetu de las semanas anteriores, los árboles no echanya más hojas, los pájaros cantan sin nervios, esmerándose en cada notay midiendo bien el tiempo que la mañana les concede.

Son estos los mejores días de la primavera, los despaciosos y con algode fatiga en el ambiente; la de la estación que recupera el aliento despuésdel trabajo acelerado para cortarle de una vez por todas el regreso alinvierno. Todo es más hermoso a velocidad de crucero. La lentitud esmás grati�cante que la velocidad, el solaz más estético que la prisa.

El paseo del mediodía fue lento, acompasado con el pulso del campoque parece respirar ahora sin preocupaciones, como quien duerme yva llenando el pecho de aire con cadencia también somnolienta. Lascolinas tienen esa curva tensa y palpitante del vientre satisfecho, pleno,que oscila musicalmente en mitad del sueño.

* * *

He prestado siempre poca atención a la literatura infantil y juvenil.Quizás porque me gustó desde pequeño aventurarme en libros másadultos y me salté buena parte de las lecturas que me habrían corres-pondido a esa edad, y ahora ya es demasiado tarde para recuperarlas.No diría que me gustaría deshacer esa trayectoria lectora y cambiar mislibros de juventud por otros, pero está claro que este es uno de esosavances que no son en realidad tales, sino simples disyuntivas en las quese eligió un camino tal vez más e�caz pero se perdió la oportunidad deexplorar otro también interesante.

Lo que sí voy aprendiendo es que el libro en sí, como objeto, comorealidad, como compañía, como cuerpo material de una experiencia,tiene aún más valor en el niño que en el adulto. Basta ver la manera enque interactúa con él, el protagonismo que le da en sus juegos.

La literatura para estas edades sigue sin interesarme, pero la �guradel libro, del ejemplar en sí, al que tan poco apego tengo yo cuando setrata de mis propias lecturas, se vuelve interesante cuando es en manos

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de un niño. El niño tampoco tiene apego a su objeto de papel, lo usa,lo entiende como algo transitorio, lo hace �uir a través de sus juegosy su presente. Será si acaso el adulto quien mañana, en una mezcla deliteratura y nostalgia, en el fetichismo combinado de libros y recuerdos,le dé valor y lo atesore.

Me entretengo en ver a Inés con sus libros. Sin ser capaz de en-tenderlos, los explora de maneras inesperadas, los maneja con certezacuando me los da para que se los lea, y me guía a través de sus historias.Antes de dormirse, cuando ya la dejo sola en la habitación, se levanta dela cama y corre a recoger todos los libros desperdigados. Los acumulasobre el colchón, a sus pies, después coge uno o dos de ellos y se los llevajunto a la almohada para hojearlos, y allí se queda dormida entre esamontaña desordenada de páginas, viñetas e historias.

Me preguntaba Anna el otro día, mientras hablábamos de libroscomo de costumbre, que qué pensaría si el día de mañana Inés no tienea�ción por la lectura como yo, si aquello no sería para mí una especiede fracaso. La verdad es que no lo había pensado antes, y en realidad nosé muy bien si sería o no algo que me resultara triste. Me bastará quelea lo necesario, que tenga un espíritu curioso y busque por ella mismala clase de narrativa o pensamiento que pre�era, ya sea en un libro o decualquier otra forma. Inculcar valores es fundamental, pero inculcara�ciones o tratar de que otros reproduzcan nuestras costumbres es malaidea.

Por ahora, parece que le gustan tanto los libros en sí como las his-torias, y está acostumbrada a verme leer, que, según dicen, es algo im-prescindible para que un niño desarrolle el gusto por la lectura. Lomás probable es que cultive una cierta a�ción por la letra escrita, perotampoco sirve de mucho preocuparse por ello a estas alturas.

Ojala en lugar de seguir mis pasos conserve la pasión que hoy parecetener por sus libros y por lo que cuentan, o por lo que al menos ellacree que contienen, ese gusto por el libro como una especie de juguetenarrativo. Es algo más hermoso de observar que mi pasión literaria, deeso no hay duda.

* * *

Algunas anécdotas de hoy al hilo de esto de los libros infantiles.Jarms, el escritor ruso de quién empecé hace tiempo a traducir algunos

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textos, escribió y publicó historias y poemas para niños. Hace muchoque dejé aparcadas esas traducciones, pero ayer se me ocurrió traduciruno de sus cuentos infantiles, uno breve y tan absurdo como los otrosque ya había leído antes. Lo traduje, lo memoricé, y se lo conté a Inéspor la noche, �ngiendo que estaba escrito en uno de sus libros, comohago de costumbre. Nunca la había visto antes reír tanto con un cuento.Me pidió que se lo repitiera, lo hice varias veces, y al �nal incluso ellaparticipaba y me interrumpía para contar su versión del relato. Cuandola dejé en la habitación, apenas tardó en dormirse. Tengo que traducirlealguno más, porque está claro que con estas historias disfruta más quecon las que yo trato de inventar para ella sobre la marcha.

Pensaba después en lo esquiva que es en realidad la historia queconecta con la mentalidad del niño, lo difícil que es sintonizar ese ritmoy esa narración que lo lleva a la risa y al placer del relato. Este cuento,ya digo que del mismo estilo absurdo que todos los de Jarms, tiene unpunto que estoy seguro que no existe en su literatura de adultos aunqueaquella a muchos pueda parecerle infantil y simple, ridícula, facilona dela manera en que uno imagina el relato que se hace para un crío de estaedad. Es un absurdo infantil, pero de una infantilidad y un surrealismoprecisos, bien medidos, porque ni todo lo infantil es absurdo, ni todolo absurdo es para niños.

A partir de aquí, me puse a curiosear algunas cosas en Internet sobrela literatura infantil de Jarms, busqué si acaso existía alguna traducciónde ellas en inglés o francés (no logré encontrar ninguna) y, saltandode curiosidad en curiosidad, acabé en un artículo sobre el papel de laliteratura infantil en los primeros años de la Unión Soviética, cuandoal parecer servía como vía de escape para muchos escritores, por habermenos control y censura que sobre la literatura de adultos. Del conte-nido del artículo no voy a hablar, porque no se me da bien hacer esaclase de refundición en estas notas (siempre me ha sorprendido cómootros son capaces de escribir en sus diarios esa clase de entradas que soncomo pequeños ensayos, a veces incluso dándose a la crítica literaria.Yo aquí solo sé escribir de mí mismo, si intento otra cosa lo encuentrosiempre fuera de lugar.), pero rescato una historia del �nal del textoque me pareció emotiva.

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Yakov Meksin escribió algunos cuentos y poemas para niños. Supasión por estos géneros iba más allá de escribir sus propias historias,y publicó también el primer ensayo sobre el arte grá�co en los librosinfantiles, coordinó exposiciones acerca de estos, fundó una editorialespecializada y, como culminación de este trabajo, abrió en Moscú elprimer museo de literatura infantil. Llegó a albergar más de sesenta milvolúmenes.

El museo estuvo abierto hasta 1938, cuando Meksin fue arrestadodurante la Gran Purga estaliniana, acusado de actividades contrarrevo-lucionarias y espionaje. Le condenaron a ocho años en un gulag, perofalleció antes de cumplir su condena. El museo cerró y sus libros fueroncon�scados y repartidos por la Unión Soviética. No hay hoy en Rusianingún museo como aquel.

* * *

Sábado tranquilo, buen ejemplo de cómo es ahora pasar tiempocon Inés, que es ya una niña independiente en muchos asuntos, y conla que uno puede armar su vida sin sentir que esta no consiste más queen procurarle cuidado y atención al otro.

Por la mañana no salió del cuarto más que para desayunar. Se des-pertó, la bajé a que tomara su biberón y su galleta, y después quiso subirpara entretenerse con algunos juguetes. Le había sacado unos pocos desus artilugios antiguos, y andaba emocionada redescubriéndolos. Ledejé que subiera a la habitación y yo me quedé abajo ocupado en miscosas.

Después de comer fuimos a Mirande y compramos algunas cosasen el supermercado, todas ellas innecesarias, pero era solo por entrete-nernos con algo distinto. Ella cogió uno de los carritos para niños quetenían, la primera vez que lo hacía, y lo fue empujando con decisiónde un lado a otro. Solo me dejó poner en él las cosas que eran para ella,en especial la bolsa de piruletas, que se encargó de pasear hasta la cajacon una especie de altanería muy graciosa. Estos caprichos super�uospero valiosos, inocentes, mínimos, sin riesgo de que uno vaya a malcriar-la concediéndoselos así de vez en cuando, son los que más satisfacena ambas partes. Ojalá todos nuestros rituales fuera así de sencillos yreconfortantes.

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Del supermercado nos fuimos a buscar un parque con columpiosy toboganes, pero no encontramos nada. Nos quedamos en el jardínque hay frente al ayuntamiento, donde en un rincón han puesto dosbalancines algo insulsos. Se montó en ambos durante un par de minutosy después decidió que era más divertido correr por el césped y subir lasescaleras. Luego se acercó a la fuente, grande y con una columna ampliadesde la que se vierte el agua por todos sus lados, y se quedó mirándolay escuchando su sonido, que era cosquilleante como el de una lluviamuy �na. A veces una pequeña brisa traía el vapor del agua y ella reía yhacía muecas exageradas al mojarse.

Me pidió algo de beber, y como yo no había previsto nada y había-mos venido con lo puesto, nos volvimos a casa sin que protestara porello. Bebió en su vaso favorito de estos días, uno de plástico de colorazul, y dijo después orgullosa que aquel no era ya un vaso «de bebés».

* * *

1 de mayo, lunes. Día festivo, y día además de la �esta de las or-quídeas en el pueblo. No participamos, porque no tiene interés paranosotros y es todavía un paseo demasiado largo para Inés, pero a mitadde la tarde salimos a dar una vuelta para tomar el aire. Coincidimos conel regreso de los que habían hecho el itinerario botánico, y al cruzárnos-los Inés les saludaba y les preguntaba si iban a ver las vacas, por ir decamino hacia sus coches, aparcados en esa dirección. A todos les hacíagracia, claro está.

Nos quedamos cerca de la salle des fêtes, donde llegaba más gente, yal rato ya se cansó de saludar y se entretenía rebuscando entre las piedrasy las plantas.

Se acercó a mí con una �or que acababa de coger.—Papá, ¿nos sentamos y olemos la �or?Y eso hicimos.

* * *

Tengo ganas de escribir algo con humor, quizás un nuevo librocomo los que escribí en su día sobre mis viajes a China y Estados Unidos.He conseguido trasladar a este diario prácticamente toda mi escritura,

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todos sus registros, en una mezcla a veces demasiado ecléctica pero creoque cada día más solida. El del humor, sin embargo, no he sido capazde integrarlo de igual manera; salvo algún comentario jocoso o algunapincelada de ironía en ciertas entradas, no hay aquí nada similar al tonode aquellos libros.

Lo echo de menos, creo que es un tipo de escritura igual de necesariaque esta otra, y que cumple además su función particular. Es, además,una clase de escritura que se me da bien, quizás la que mejor, o almenos la que escribo con más soltura y cuyos resultados los encuentrodespués más rotundos y satisfactorios. Releer esa clase de textos es unaexperiencia muy placentera; son ligeros y más etéreos que los demás, yse olvidan con más facilidad, de manera que la relectura trae una mayorcantidad de sorpresas agradables. A veces incluso me río con mis propiasocurrencias, como si fuera el humor de otro el que encuentro, y esto esalgo que no deja de ser sorprendente, porque la capacidad de hacersereír a uno mismo es casi inexistente, igual que eso que dicen de queuno no puede hacerse cosquillas a sí mismo. El humor es en realidaduna cosquilla inmaterial, abstracta y sin contacto, e igual de gustosa oindeseable según sea el momento o su intensidad.

El problema que tengo, ahora me doy cuenta, es que no he apren-dido aún a escribir esta clase de literatura si no hay cierta aventura queme sirva para hilar la trama. Mi humor requiere de relato, y este relatolo encontraba antes en los viajes, aun cuando estos fueran aburridos oincluso tristes. Sabía hacer humor a partir de mis peripecias viajeras, sinimportar cómo fueran estas. Con el resto de mi escritura, he conseguidoya poder crearla sin tener nada más que mi vida rutinaria, pero no asícuando se trata de escribir en este otro tono. En esa misma vida noencuentro aún contexto sobre el que escribir con humor. Quizás seacuestión de intentarlo, y quizás al hacerlo descubra una manera nuevade interpretar mi día a día.

* * *

De nuevo vuelvo sobre esa idea del valor del presente frente alfuturo, acerca de la que creo que mi círculo de amigos no dejará dediscutir nunca. Uno de ellos, con dos hijos pequeños, imagina conplacer la forma en que disfrutará de todos los elementos de su vida en

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el mañana, cuando esos niños sean adultos. Los demás le recriminantener esta clase de sueños, y que enfoque su felicidad hacia ese posiblefuturo en lugar de disfrutar el presente, único tiempo válido segúnargumentan.

A mí me parecen ambas posiciones demasiado cerradas, extremas,y por ello cada una a su manera equivocada. El cuento de la lechera delamigo, no hay duda que no es buena idea, pone demasiada esperanzaen algo dudoso, excesivamente lejano, y que, sobre todo, no habrá deser como él lo imagina, porque con esos plazos y en asunto tan volublecomo este de los padres y los hijos, toda predicción es errada. No esposible cumplir esa fantasía tal como él la sueña. Ahora bien, la actituddel resto también es equivocada. Se empeñan en cantarle al presente, aldisfrute inmediato, y juzgan errados los proyectos a largo plazo, entrelos cuales no debe haber uno de más envergadura que el de un hijo.

Ya se sabe que a mí las aventuras de largo recorrido, las rutinas yreiteraciones que tienen a su vez algo de faraónico, me parecen las másinteresantes. Bien es cierto que en este caso el disfrute es tanto el caminocomo el resultado, pero también en ocasiones he trabajado para lograralgo mañana sin que hubiera bene�cio hoy. Y también, aunque quizásno con la misma proyección con que lo aborda mi amigo, poniendomás esperanza de la debida y renunciando a otros réditos más cercanos.

Las empresas de este tipo, acometidas nada más que para obtenerun fruto futuro, e incluso si nos quitan parte de la felicidad del presente,son tan necesarias como los placeres improvisados e inmediatos. Quépobre sería el mundo si nos limitáramos al corto plazo y nos asustaranlas perspectivas más amplias solo por el hecho de poder estar sacri�can-do nuestro ahora por una consecución incierta. Pienso, por ejemplo,en la música. Yo no disfruté la guitarra, lo con�eso, hasta muchos añosdespués de empezar a practicar y estudiar con una cierta disciplina. Aveces encontraba algo de satisfacción al descubrir un avance, pero enmuchas otras era una tarea desagradable. Mi única meta era llegar aalcanzar un cierto nivel, y solo fue entonces, al lograrlo, que empecéa disfrutar con intensidad. No por el hecho de haberlo logrado, sinoporque la transformación que produce en uno un instrumento, la co-munión entre la persona y la música, esa experiencia profunda, gloriosa,brillante, es posible tan solo a ese nivel. El buen guitarrista disfruta del

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instrumento más que el a�cionado, eso es un hecho indiscutible, comotambién lo es que también sufre mucho más para llegar hasta ese punto.No todos los placeres se alcanzan a través del sufrir, pero para algunosde ellos este resulta una etapa inevitable.

Ahora aprendo las cosas de una manera distinta, con más calma,sin objetivo alguno, casi dejándome llevar. Madurez o simple como-didad, no sé bien. Lo disfruto, no hay duda, no pierdo el tiempo entormentos ni sacri�co nada, pero soy consciente de que en ningunade estas disciplinas llegaré tan lejos como sí lo hecho antes en otrasque encaré de manera distinta. Y sé que no habrán de darme toda lafelicidad que podrían, porque la realidad es que ciertas satisfaccionesrequieren dedicación, y sin ella pueden ser hermosas pero se quedan amedio camino de todo su esplendor.

Al �nal, queda todo en una cuestión de equilibrio. Ir cambiandocon el tiempo la forma de entender el recorrido de nuestros proyectos,y también tener en nuestras rutinas tanto placeres inmediatos comodesempeños que solo son la siembra de bienestares futuros.

Visto así, se podría decir que mi vida hoy es la forma perfecta deponer en práctica esta �losofía: la mitad del tiempo aquí, con Inés, enalgo que me llena de alegría pero que cada día entiendo más como unaempresa de futuro, algo cercano, no me duele decirlo, a esos pensamien-tos y anhelos de mi amigo con sus hijos; el resto del tiempo, allá dondeen cada momento me sienta más en paz, sin pensar en mañana, en lacompañía de quien me procura felicidad para ser otro en esos días yolvidar las distancias.

Oportuno escribirlo hoy: mañana volaré a Madrid para pasar unpar de semanas con Irene.

* * *

Algo más sobre Irene, ahora que está a punto de empezar estetiempo con ella (escribo desde el aeropuerto). Apenas la menciono enlas entradas de mis días franceses, en casa con Inés, pero no por ello esmenor su presencia durante estos periodos. De hecho, creo que nuestrarelación crece de igual modo en el tiempo que pasamos juntos, ya sea enuno u otro lado, que en el que pasamos cada cual habitando sus espacios.O quizás incluso se construya más unión cuando estamos separados, no

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sería tan extraño. La relación se construye a partir de la presencia, de losmomentos uno junto a otro, de las experiencias compartidas, de todasesas cosas que exigen verse, tocarse, estar en el mismo espacio; pero unavez se tiene esa materia prima, el vínculo parece consolidarse de maneramás e�caz en estos intermedios. En resumen, que hacemos acopio deinformación y sentimientos, y con ello desarrollamos nuestra relacióny le damos forma cuando no podemos vernos. Parece funcionar, porextraño que pueda resultar este mecanismo.

De esto hablamos a menudo, creo que por conjurar un poco elmiedo que tenemos a que esta situación sea menos llevadera algún día.Los dos hemos asumido bien desde el primer momento esta dinámicade encuentros y separaciones de la que no tenemos forma de librarnos,y yo eso lo veo como una buena señal, pero es evidente que hay algo deinquietud si pensamos en el futuro. Por ahora, la mantenemos a rayacon esta clase de conversaciones.

En estos días en que ya sabemos cercano el rencuentro, nuestraspláticas telefónicas viran aún más que de costumbre hacia lo íntimo, lacon�dencia, la ternura, acaso preludiando las ya cercanas intimidadesdel encuentro. Se nos está haciendo más difícil esta vez la separación, porser tres semanas en vez de dos, y eso nos lleva a ratos a esos sentimientosun poco de jovenzuelos enamoradizos y exageradamente dramáticos.Nos damos cuenta de ellos y nos reímos, y aunque nos parece de lo másridículo (pero no por ello dejamos de sufrir la distancia), también nosagrada ver que somos de esta manera.

* * *

Todavía en el aeropuerto. Es increíble, pienso, cómo pueden cam-biar las cosas en tan poco tiempo. Apenas unos meses y es todo distinto,la vida es completamente diferente, y no hay más que mirar a este diariopara darse cuenta de que en unas pocas páginas he pasado de escribir unaverdad determinada a prosar otra que nada tiene que ver con aquella.Porque ni siquiera yo soy el mismo, en todo este proceso he cambiadomás que nadie. Mi vida es distinta, pero más distinto soy yo, de eso nohay duda.

La pregunta que debe hacerse uno entonces es, ¿qué es lo que leda identidad a nuestra vida, en qué fundamentos de lo que somos y

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hacemos se guarda esa raíz? ¿Cómo es posible que cambien tanto lascircunstancias, que cambie uno mismo, y que a pesar de ello se sigateniendo la misma consciencia de poseer la vida? Por primera vez ahoravuelvo a sentir que esta vida es legítima, que es mía, quizás incluso másque la que llevaba antes, quién sabe.

Pero esto es quizás tratar de �losofar más de lo necesario. Mientrashaya felicidad, lo demás no importa.

* * *

Quizás fuese el crepúsculo más hermoso que había visto nunca.Desde el avión, asiento de ventanilla, por la que no suelo mirar peroque en esta ocasión era inevitable ante aquel espectáculo. De detrás delhorizonte brotaba un manantial de luz carmesí, como la boca de unvolcán en erupción. El cielo azul, apagándose, y todas las nubes debajoen una lisura perfecta. Por entre ellas asomaban algunas montañas,los Pirineos con una mezcla bien equilibrada de nieve y roca, y en lapenumbra de esos últimos momentos el relieve era vivo, elocuente.

Tenía la imagen un tinte de soledad y vacío. Se imaginaba uno todoaquello desierto, las montañas y los valles sin nadie que se aventurase enellos a esas horas. Y entonces en algún claro de nubes, a la falda de algunamontaña, aparecían las luces tímidas de un pueblo para reivindicar supresencia de una manera entrañable.

Se perdió la luz del horizonte, se dispersaron las nubes, quedaronatrás las montañas. Llegó la noche y parecía que ya no había nada queobservar, solo avanzar de un vacío hacia otro, de un rincón mudo de laoscuridad hasta el siguiente.

* * *

Como siempre en estas ocasiones, voy con retraso en mis asuntosdiarísticos. La escritura, por importante que sea, queda relegada en losprimeros días de rencuentro, y uno acepta con gusto prescindir de estosmomentos consigo mismo, ausentarse de las ocupaciones íntimas yprivadas, a cambio de disfrutar de una compañía que, al menos por elmomento, es más necesaria y placentera que la de sus propias pasiones.

En �n, aprovecho un momento de tranquilidad para intentar po-nerme al día, así que vamos a ello.

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Me quedo estos días en casa de Irene, de una forma más continuaque otras veces. Ella se va por la mañana y yo me quedo trabajando,instalado aquí como si fuera mi propia casa. Dicho de otro modo,durante estos días vivo aquí, habito la casa como lo hace ella, y acercade esto hemos hablado mucho, sobre todo por lo natural que ha sido ylo que nos agrada que así suceda. Se puede decir que, en estos días, ellay yo vivimos juntos con el convencimiento de que nuestras vidas noestán ya separadas, se nos olvida esa circunstancia, y por ahora parecegustarnos la experiencia. Buena señal, sin duda.

Mi madre viene cerca de aquí a hacer rehabilitación del hombrodel que la operaron hace un par de meses, y voy a desayunar con ellay mi padre todas las mañanas. Tomamos el desayuno, luego ella se vaa sus ejercicios, y mi padre y yo nos quedamos hablando un rato ypaseamos después. Él se vuelve a esperar que ella salga, y yo vuelvo acasa de Irene andando. Es una rutina perfecta y muy oportuna que mepermite acostumbrarme a este nuevo ritmo de aquí de una manera algomenos brusca.

Ayer hablábamos en el desayuno sobre este barrio y lo tranquilo quees, y mi madre, al mencionar algo que había visto en los alrededores, dijoque estaba «cerca de vuestra casa». Luego, riéndose, corrigió: «Bueno,cerca de la casa de Irene». Se lo conté después a Irene y ella también serió, yo diría que incluso hasta le gustó ese detalle.

Por la tarde solemos pasear, y después nos sentamos a tomar unacerveza en una terraza. Cocino a veces para ella, otras cenamos fuera.Coincidimos en que el tiempo parece cundir más; no hay tensión niprisa y parece que es su�ciente para todo lo que queremos hacer eincluso más. Hemos conseguido, sin proponérnoslo mucho, simpli�carlas rutinas para que no quede más que lo fundamental, y es así comodisfrutamos lo más posible de este tiempo juntos.

Si hubiera que resumir estos primeros días, bastaría decir que la vidaes fácil y sin complicaciones, �uida, sorprendentemente bien engranada.A veces, nos asomamos a esa línea que separa el gozo y el miedo, laplacidez frente a la belleza y el vértigo de lo demasiado hermoso, perola mayor parte del tiempo preferimos el optimismo y seguir tranquilos,que no es momento ya para esta clase de preocupaciones.

* * *

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Fuimos a visitar el Museo Antropológico, donde había una expo-sición de fotografías que ella quería ver. Sin especial interés por miparte, ya que los museos no son algo que me atraiga y menos aún lo esla fotografía, pero con esa satisfacción de encontrar un plan distintolos dos juntos para una tarde de sábado.

La exposición, «Mujeres del Congo», trataba sobre las atrocida-des que estas mujeres han sufrido durante la guerra. Tema doloroso,arduo, de los que, en una exposición así, dejan mal cuerpo y generanconsciencia de un sufrir y una injusticia, pero al mismo tiempo llevan apreguntarse si eso sirve de algo. Porque, siendo realistas, uno no hacemás que entristecerse y seguir su vida como de costumbre, eso sí, cre-yéndose más concienciado. El arte comprometido siempre me despiertaestos debates internos, y me causa tanta admiración como suspicacia,no lo voy a negar.

Cogí un folleto a la entrada en el que se advertía que conteníaalgunos testimonios explícitos, duros, y que no se recomendaba sulectura a menores de dieciséis años. Efectivamente, eran relatos crudos,pequeños comentarios para cada una de las fotografías, historias tanbreves como espeluznantes. Leí todo el folleto sin siquiera acercarmea las imágenes, y cuando al �n fui hasta ellas, una vez que el texto mehubo despertado el interés, fue en realidad para buscar más texto, másexplicaciones con las que completar la narrativa del folleto. Eché unvistazo a las fotografías y las recorrí muy rápidamente, sin ser capazde ver en ellas una contraparte a la altura de lo que acababa de leer,a pesar de ser ellas las protagonistas y el texto un mero apoyo sin nisiquiera valor literario. No es una sorpresa; en mi caso no es que unaimagen no valga más que mil palabras, sino que a veces un puñadode palabras valen mucho más que toda una colección de imágenes. Ellenguaje escrito es casi siempre más inteligible para mí que el visual, almenos a la hora de contar historias.

Irene cogió también el folleto, pero no lo leyó. Lo llevaba en la manoy se detenía a mirar con detalle cada imagen, pensativa, emocionada.Ella iba a la fotografía, a sacar de ella los matices, las interpretaciones,conociendo de ellas lo evidente, esto es, el hecho de que todas esasmujeres de las fotos habían pasado por sus calvarios particulares. Yo, ensu lugar, iba a leer el detalle de esos calvarios, a profundizar en lo que

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ya sabía, como queriendo buscar el dato preciso, ya fuera revestido deliteratura o no. Quizás sea esta la razón de mi preferencia por la escriturafrente a otras formas de representar una verdad: que lo escrito, aunsiendo etéreo, literario, abstracto, es de una naturaleza más cientí�ca,menos dependiente de interpretación. La escritura contiene el hechode una manera más evidente, o al menos así creo entenderlo yo. En �n,que en esto somos opuestos Irene y yo, y es agradable y hasta graciosoencontrarse con estas diferencias.

De las fotografías pasamos a la exposición permanente del mu-seo, que es una colección muy sencilla de piezas y curiosidades, nadagrandioso sino más bien humilde, con una humildad de esas que danprestancia y en ocasiones incluso trascendencia. Es un museo un pocodesordenado, batiburrillo de objetos que cuentan cada cual su historia,donde las piezas en sí importan poco y lo interesante es esa narrativade cada una de ellas y del conjunto. Esta última, la del conjunto, másvaliosa que ninguna, ya que es uno mismo quien ha de ordenar la na-rrativa de esas piezas y armar su relato. A Irene le pareció que estabatodo demasiado inconexo, pero a mí fue eso lo que más me gustó. Se veque tengo más a�ción que ella a construir universos, que es en realidadel interés que veo en una exposición así. Y está claro que esto explicatambién mi nula a�ción por los museos más artísticos, donde no hayrelato que sea necesario para sacar a la luz su valor.

Paseamos por Madrid al salir del museo, aunque sin disfrutarlodemasiado, que a los dos nos incomoda caminar entre tanta gente. Que-damos con un par de amigos míos a los que ella ya conocía y pasamosel resto de la noche de bar en bar, sin excesos. Volvimos bien entrada lanoche, en taxi, medio dormidos y recostados el uno sobre el otro en elasiento.

* * *

Poca interacción esta vez entre Inés y yo en nuestras conversacionespor Internet. A ella sigue sin interesarle verme en la pantalla, y yo cadavez siento menos emoción por estos intercambios tan insu�cientes. Enrealidad, intento con menos ganas que antes que hablemos y tengamosalguna clase de diálogo, y lo único que quiero es ver que está bien, queríe, que se acuerda de mí aunque sea para recordarme algún capricho opedirme cualquier cosa sin importancia.

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Voy asumiendo que estos días lejos de ella son más transición queotra cosa. Nuestra vida está en el tiempo que pasamos juntos; tal vezalgún día lo esté en todos ellos, en los que compartimos sin distanciay en los que ni siquiera sabremos qué hace o dónde está el otro, perohasta entonces necesitamos la cercanía. Aquí no sirven de mucho estosavances tecnológicos. Lo que podemos hacer con ellos es corroborarla buena marcha de nuestro lazo, esquivar las preocupaciones y lasincertidumbres, pero este contacto virtual es un cordón que nos unepero a través del cual no nos alimentamos.

Le gusta desde hace unos días ser ella quien corte la llamada, le daesto más felicidad que la conversación en sí. Y no ve en ello nada triste—y esto en lugar de mera indiferencia creo que ha de entenderse comoalgo hermoso—, da igual que al otro lado del aparato uno se quede soloy casi con la palabra en la boca. A ella le parece entretenido, y cuandosonríe justo antes de pulsar y colgar, esa imagen que apenas dura un se-gundo y remata la llamada compensa los minutos anteriores de diálogoa trompicones. Lo hacía la semana pasada cuando hablábamos desdecasa con Emilie o con mis padres, y ahora, conmigo en este otro ladode la pantalla, soy yo quien le recuerda esto. Cuando la conversaciónya ha perdido toda �uidez y ella está a otra cosa, le digo que cuelgue yviene de inmediato con una sonrisa, se despide apresurada y busca consu dedo el lugar exacto en el que apretar.

Con esto se contenta uno hoy, y creo que, hasta que Inés sea capazde llamarme por sí misma y podamos hablar tranquilamente sin queEmilie participe en la llamada, vendré a nuestra reunión diaria frente alordenador con este espíritu práctico y poco entusiasta. Es inquietantetener esta clase de rutinas que a uno no le alegran ni le emocionan,pero tan necesarias que sin ellas no podría encontrar esa alegría ni esaemoción en otro lugar.

* * *

Me escribe un amigo español para decirme que quizás pase porcasa a �nales de mes y preguntarme si es buena fecha para recibirle. Esuno de esos amigos cercanos a los que uno les tiene cariño, pero de losque vive completamente aislado, sin siquiera mandarse algún que otromensaje breve de vez en cuando. Si hay ocasión de vernos, no dudamos

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en escribirnos, y si el encuentro al �nal sucede, ambos lo disfrutamoscomo en los viejos tiempos, o incluso se diría que cada vez más. Perosi no, llevamos nuestras vidas cada cual por su lado, lo que demuestraque lo cercano e intenso no siempre tiene que ser también necesario.

Este amigo vino a vernos ya una vez, poco después de nacer Inés,y yo fui a visitarle de camino a Madrid a los pocos meses de aquello.Desde entonces, nada de contacto, o si lo hubo no fue en cualquiercaso su�ciente para ponerle al día de las novedades importantes de mivida. Así que, si ahora viene, se llevará la sorpresa de encontrarme soloen casa y tendré que contarle lo sucedido.

Qué pereza me da pensar en ello. Hace tiempo que ya no hablo deesto con nadie, y me gusta que así sea, por entenderlo como una señalde que mi entorno ha asumido mi nueva situación de manera tan e�cazcomo yo mismo. Volver a sacar esos detalles es hablar de algo que parecemuy distante y viejo; es hablar de otra vida distinta, de otro yo que yano existe.

La visita del amigo compensará todo esto, no hay duda, así quemejor no pensar en ello. Le respondo que puede venir cuando quiera,que no hay problema. Envía saludos y en todos sus mensajes no se dirigea mí sino a «nosotros». Pienso si sería buena idea avanzarle algo, peroeso me da más pereza aún. Le reitero que puede venir cuando quiera, yque avise cuando salga de casa.

* * *

Feria del libro usado y de ocasión. Sábado por la mañana. Irenetiene un compromiso y yo me entretengo mientras tanto buceandoentre libros gastados, más por la mera exploración que por encontraralgo que pueda interesarme o comprar. Universo de libros sin afán delectura, paisaje a recorrer hecho de piezas inertes, narrativa de elementosque narran ellos mismos otras historias ahora secundarias.

Viene Anna conmigo, aunque con�esa que no tiene tanto interéscomo yo. Los libros españoles, dice, no le despiertan la misma emociónque los rusos. Vamos charlando mientras miramos las �las de ejemplaresusados y amarillentos, y a veces sacamos alguno para comentarlo. Ahoraestas piezas son contexto de nuestra historia, y las usamos para contarnoscosas, para articular esa conversación que podríamos tener de cualquierotra forma, pero que así, apuntalada sobre libros, se diría más jugosa.

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Llegamos a la última caseta y no hemos comprado nada, pero apa-rece entonces un libro descatalogado que yo andaba buscando desdehacía tiempo (cosa esta rara en mí, que improviso mis lecturas sobre lamarcha y suelo leer cosas que se encuentran con facilidad). El precioes, además, muy correcto. Ahora el libro deja de ser pieza de un todo,ahora es él por sí mismo, las palabras y las frases, el contenido puro sinimportar el contexto. Lo compro y doy por buena la tarde, y desde allínos vamos a tomar una cerveza.

* * *

Una niña en un columpio desengrasado marca como un metróno-mo el ritmo del día. Se impulsa con brío, aunque ya sabe que no podrásubir más alto. El chirriar de las cadenas pauta la velocidad del mundo.

Al compás de ese vaivén, todo va envejeciendo, salvo ella.

* * *

Sé que muchos han de pensar así, pero yo no había oído antes anadie enunciarlo de manera tan clara, tan similar a lo que yo mismosiento.

Estábamos tomando una cerveza en una terraza, y en lugar de mi-rarme, desvió la mirada y se quedó un momento observando hacia lasmesas que había a mi espalda, llenas de parejas y amigos charlando ybebiendo igual que nosotros.

—¿Sabes? —dijo—, ahora mismo me entristece ver las vidas de losdemás. Me dan pena, porque me da la impresión de que no pueden sertan felices como yo.

Sé que otros han de sentir lo mismo, porque la felicidad y el amortienen ese efecto, el de hacernos prepotentes y que nos creamos tocadospor una fortuna superior a la del resto. Pero nadie me lo había dicho,menos aún de esa manera, con un evidente guiño a nosotros y estasuerte nuestra.

Le respondí que la entendía, que a mí me sucedía lo mismo. Des-pués miré a los demás y me compadecí de ellos.

* * *

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He preparado una pequeña pagina web para presentar mi proyectode las traducciones de John Muir. Las portadas están ya acabadas, e iréponiendo contenido a medida que termine de traducir. He traducidoya la mitad del segundo libro, y sigo avanzando a buen ritmo, un pococada día. Es un proyecto sólido, y sin duda uno en el que estoy poniendomucha ilusión, mucha más de la que en un principio esperaba.

He mandado un correo a la librería de la editorial que ha publica-do la única traducción que hay en español de un libro de John Muir,contándoles mi proyecto y proponiéndoles hablar de él si les parecíainteresante. No han contestado todavía, y algo me dice que no lo harán.

* * *

Hemos hablado de tantas cosas estos días. No valdría la pena contarnada de eso aquí, porque han sido conversaciones super�ciales, pero elacto en sí de conversar tiene entre nosotros un interés profundo. Lessucede a estas charlas lo mismo que a la literatura: que el tema importapoco, que no se ha de llegar a ninguna parte, que lo importante es elhecho en sí de la comunicación, dialogado o escrito, eso da igual.

No es percepción mía, ella también opina lo mismo, y de esto hemoshablado igualmente una de estas tardes, cuando después de sacar untema tras otro, de cruzar opiniones y posicionamientos, nos dimoscuenta de pronto de lo �uido que era hablar así, mostrarnos de esamanera, sin excesos, solo a través de pequeñas rendijas que abríamos, sinembargo, en el lugar exacto en el que el otro pedía apostarse para hacerde vigía sobre nuestras verdades. Qué precisa coordinación entre quienhabla y quien escucha, entre quien mira y quien muestra. Qué naturaleslas conversaciones en casa, o las de los paseos, o las de las noches, o lasdel desayuno, o las de la terraza primaveral donde tomamos un par decervezas a media tarde de nuestro último día juntos.

El amor es deseo con narrativa. El amor con relato lo es todo.

* * *

Pocas cosas comparto menos que ese culto exagerado al primeramor. Creo que ciertas experiencias, y el amor es tal vez la más clarade ellas, se disfrutan siempre más con la edad, desde perspectivas más

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amplias y sólidas. Adorar la experiencia del primer amor es encumbraruna forma de amor inocente, joven, desorientada, visceral aunque sinsiquiera coraje. Pero el amor más valioso es el amor maduro, lleno dere�exión y pasión a partes iguales; un amor bien formado, con bagaje yexperiencia, meditado y con el espacio justo para la espontaneidad, lapequeña locura y el desenfreno.

Yo no recuerdo mucho de mis primeros amores, y lo que recuerdono me trae apenas emoción alguna. De hecho, no sabría decir cuálde ellos merecería el honor de ser considerado como el primero detodos, porque no está claro a partir de qué punto se puede decir que elsentimiento se hizo lo su�cientemente intenso como para nombrarsede esta manera.

Yo cultivo una pasión opuesta, que no es la de rememorar y adorar elprimer amor, sino el último. El último amor, entendiendo que ha de seramor y no una relación de transición que no alcance esa profundidad,es siempre superior a los anteriores. Se comprende mejor, se aprendemás de él, se disfruta de una manera más consciente.

El último amor tiene, quizás como un forma de defenderse dela intromisión de pasados inoportunos, la capacidad de ocultar lossentimientos anteriores. Y en este culto que se le profesa, se le da unpoder que él utiliza para borrar, a la manera de los dictadores totalitarios,las huellas de sus predecesores,

Escribo esto desde casa, en esa breve transición entre llegar de Ma-drid y recoger mañana a Inés. Tierra de nadie entre mis dos vidas, dondeuno se siente feliz al comprobar que tiene todavía razones para pensarque la vida sigue avanzando y mejora cada día.

* * *

Encendí el ordenador para ponerme a trabajar, después de estas dossemanas haciéndolo en el portátil en casa de Irene. Le costó arrancar,se quedó bloqueado más de lo debido, y cuando al �n estuvo listo, lafotografía del escritorio había cambiado inesperadamente, no era lamisma de siempre. Otro habría pensado que no era algo importante,nada más que uno de esos fallos inexplicables que a veces tienen todaslas máquinas, o se habría alarmado ante el mal funcionamiento que elloindicaba. Yo, por el contrario, me emocioné, me asaltó una sensación

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de descubrimiento, de noticia, y en el breve instante hasta que me dicuenta de que no era nada relevante, aquella imagen me pareció tener unsigni�cado, como si no fuera el azar de la informática quien la hubierapuesto ahí, sino alguna fuerza mayor con intención de hacerme llegarun mensaje.

Suena extraño, pero no lo es; no, al menos, si se sabe que en la panta-lla de un ordenador así, cuando vivía con mis padres, era donde ellos medejaban a veces anuncios a modo de sorpresa. Mi padre, que sabía que,al igual que ahora, me pasaba el día frente a la pantalla, cambiaba esaimagen de fondo y ponía en su lugar esos pequeños regalos, seguro deque cuando yo llegara a casa encendería el ordenador y los encontraría.Creo que hoy, al ver esa imagen inesperada, mi reacción fue pensar quehabía sido él, o alguien con su misma estrategia, quien había urdidoaquel cambio y venía con él a contarme algo.

Hacía tiempo que no pensaba en esto, así que aprovecho el recuerdopara escribirlo aquí y anotar al menos un par de esas veces en que elfondo de escritorio del ordenador se convirtió en tablón de anuncios.

En la primera yo acababa de empezar la universidad. Tocaba laguitarra con un grupo que había encontrado a través de un anuncioen un periódico. No eran buenos músicos, y tenía que hacer bastanteskilómetros en coche para ir a ensayar un vez por semana. Tampoco meconvencía el estilo de música que hacían, y en lo personal compartíamosmuy pocas cosas, pero estuve con ellos unos meses, incapaz de decirlesque prefería dejar su proyecto de grupo, en el que todos parecían ponermucha más ilusión que yo. En esto no he cambiado apenas, ahora entodo caso evito involucrarme en aventuras de las que no me sientocompletamente seguro. Nunca he sido bueno abandonado barcos, meparece siempre demasiado temprano. Hay algo de miedo en ello, sinduda, como un conformismo hecho de temores.

Volvamos al grupo. Después de un par de meses de ensayos, consi-guieron un concierto en las �estas del pueblo, a donde venía a tocar ungrupo importante para el que habían montado un escenario bastantegrande. Nosotros tocaríamos allí el día antes de su actuación. A pesarde lo aparatoso de la instalación, del público que se preveía numeroso,y de lo poco preparadas que estaban las canciones, creo que es uno delos conciertos que he hecho con más tranquilidad, seguro de mí mismo

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y sin nervios, principalmente porque aquella música y aquel grupo meimportaban bien poco.

Salí de casa a media tarde, hicimos un ensayo rápido, nos fuimosa tomar algo, y ya entrada la noche dimos nuestro concierto. No saliódemasiado bien, tampoco fue desastroso, pero pareció satisfacer al restodel grupo y al público. El escenario era más llamativo por la noche quepor el día, con una parafernalia de luces y humo que a decir verdad eslo único que recuerdo.

Terminamos el concierto, nos fuimos de nuevo a tomar algo, ypoco después me volví a casa. Ellos se quedaban disfrutando aquel éxitocomedido pero sabroso, tenían amigos entre el público y ganas de algomás de �esta, pero a mí más allá de la música no me interesaba nada deeso. Llegué a casa y era tarde, mis padres dormían. Encendí el ordenadorpara mirar algo, y allí estaba, en el fondo de mi escritorio, una foto de mímismo sobre el escenario, tocando la guitarra entre el humo iluminadopor los focos amarillos. Mis padres habían estado en el concierto sindecirme nada, me habían visto tocar, y al volver a casa me dejaban aquelrecuerdo. No me oyeron llegar y yo no fui a despertarles, pero porla mañana vinieron a verme y yo sentí algo de vergüenza, porque elconcierto había sido pobre y toda esa indiferencia de entonces ya noexistía, ahora me importaba esa música porque sabía que ellos estabanentre el público. No creo que hubieran ido a verme a otro conciertode aquel grupo, pero un par de ensayos después dejé de tocar con ellos.No se lo tomaron bien; al contrario que yo, habían empezado a hacerseilusiones y planes después de aquel concierto.

La segunda historia también tiene que ver con un concierto. Erami tercer año de universidad. Eric Clapton anunció que vendría a tocara Madrid y yo no me enteré de ello hasta que las entradas estaban yaagotadas. Había perdido la oportunidad de ver a mi gran ídolo musicaly estaba frustrado. Tampoco me enteré cuando, algunos días después,se anunció que daría un segundo concierto, pero mis padres, más aten-tos que yo, sí que estuvieron rápidos y compraron dos entradas: unapara mí y otra para mi padre, que vendría a acompañarme. Volví declase por la tarde, encendí el ordenador, y esta vez tenía en la pantallauna de aquellas entradas, escaneada, centrada y sobre fondo negro, sinninguna explicación, por ser todo evidente. Me di la vuelta y estaban los

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dos detrás de mí, sonriendo, y mi padre tenía en la mano las entradas,abanicándolas suavemente mientras ambos esperaban mi reacción.

Hoy ya no viene nadie a sorprenderme de esta manera. Cuando medi cuenta de ello, me vino una melancolía muy suave y por un momentoincluso pensé en llamar a mis padres. No tiene mucho sentido que leseche de menos, porque acabo de estar en Madrid y verles, y ademásvendrán dentro de una semana para pasar unos días aquí con Inés, peroes ridículo que uno le pida lógica a sus nostalgias.

He quitado la foto del ordenador y he aprovechado para poner unanueva, distinta a la que había antes. He puesto una de Inés más o menosreciente en la que sale sonriendo.

* * *

No se portó bien el lugar conmigo esta vez. Parecía que mi últimaausencia le hubiera hecho enfadar y ahora me recibiera rencoroso y conmenos simpatía que de costumbre. La casa era menos acogedora y alllegar olía a cerrado como si hubiesen sido meses abandonada en lugarde un par de semanas. La hierba había crecido de una manera rabiosa yel jardín tenía también aspecto de andar malhumorado.

Me parecía todo más distante que otras veces, y al pensar en ellome di cuenta de que este regreso era distinto a los anteriores, porqueahora no volvía de pasar unos días lejos como un visitante o un turista,sino que venía de vivir en otro lugar. Cosas que son parte de mi rutina,como ir a la compra, cocinar para otra persona o salir a dar un paseoa mediodía, no las había hecho en otro sitio desde que se instauraronaquí como costumbres. Mi último viaje le había quitado legitimidad atodo esto, y el paisaje y la casa me lo echaban en cara, celosos de ver queahora le entregaba mi cotidiano a otros rincones.

Corté la hierba a media mañana con actitud marcial, como si qui-siera resolver por la fuerza esta disputa, imponiendo mi verdad.

Fui a recoger a Inés y me sentía nervioso, también por esta mismadesconexión. Era el nerviosismo de una primera cita, o el de un encuen-tro decisivo pero lleno de dudas. Sabía que ella iba a rechazarme, porquesuele hacerlo en estos cambios y protesta y pide ir con su madre, perome preocupaba que fuera más difícil aún el rencuentro, por pensar queella también podría entender estas faltas como una traición. Estaba tanconvencido de ello que incluso me sentía algo culpable.

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Andaba jugando en el jardín y vino corriendo al verme llegar. Meesperaba, no se sorprendió al ver que era yo quien la recogía. Me agachéy me dio un abrazo. Luego se echó a reír. Creo que no la había vistonunca tan feliz, su alegría era desbordante pero discreta, sin excesos. Ledi una piruleta que llevaba para ella en el bolsillo, y cuando me puse asu altura se lanzó sobre mí y me dio un beso. Después me pidió quequitara el envoltorio y se giró para mirar a Christine y asegurarse de queella veía todo aquello.

Entramos en casa con más convencimiento que nunca. Estaba claroque ella también quería recuperar sus espacios, pero en lugar de enfren-tarse a un enemigo hostil, encontraba un aliado sumiso y no tenía másque llegar y ver cómo todo se ponía de su parte. Es evidente que todoesto es ya más suyo que mío, que pertenece a esta realidad más que yo,y que es ella quien juzga los paisajes y no al contrario. Me quedé a sulado, la seguí de un cuarto a otro, jugué con ella a lo que me pidió, y asírecuperé parte de mi con�anza.

Le di la cena y después le dejé ver unos dibujos animados. Cuandose cansó, me pidió que le pusiera el pijama y la llevara a la cama. Y así,sin darse cuenta, me restituyó mi autoridad y todo volvió a ser tambiénmío: la casa, la noche, el pueblo, ella misma.

* * *

Se quebró todo a la hora de dormir. Subió a su cuarto y cogióalgunos juguetes, pero se metió en la cama en seguida. Empecé a contarleuna historia, y entonces se puso a llorar. No decía nada, solo lloraba.Le pregunté y dijo que quería dormir con papá y mamá. Luego lorepitió de varias formas, con frases distintas, como insistiendo paraque quedara claro. No me estaba pidiendo ir con Emilie, como hacea veces en los primeros días que pasa conmigo, sino que pedía queestuviéramos juntos, aquí o allí, como antes. Eso no lo dijo, no dijo«antes» ni «ayer», pero cuando le pregunté de nuevo para asegurarmede ello —es inquietante el morbo de estas conversaciones, porque eratodo evidente y aun así yo quería oírselo decir otra vez—, volvió aenunciar el mismo deseo. Por primera vez, manifestaba su tristeza al verque Emilie y yo ya no vivimos juntos, y quizás también por primera vezentiende la familia que eramos antes y que ahora no existe.

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Fue triste. No sabía bien qué decirle, y la explicación más edulcoradaque pude darle no hizo sino devolverle un llanto aún más lastimoso. Ymientras me entristecía y me sentía impotente, pensaba en Emilie y meenfurecía, me llenaba de rencor y de rabia y de odio, la culpaba de todoeso y olvidaba que ella era su madre, que la hacía feliz igual que yo ypor eso ella quería vernos de nuevo juntos, y en vez de ello la veía comoalguien ajeno que lo único que hacía era causarle sufrimiento a mi hija.

De esto, claro, no le dije nada. Seguí con mis frases dulces y midiscurso optimista, y poco a poco se fue calmando. Terminamos lahistoria y después le conté otra, y cuando la dejé en la cama y salí delcuarto, le quedaba todavía un sollozo lastimero pero ya sin fuerza.

Escribirlo ahora me sabe a desahogo y un poco a venganza: la de nodecirle nada y en su lugar dejarlo aquí y que tal vez un día lo lea. Malaidea probablemente, pero también inevitable, que de alguna manerahay que expurgar el pensamiento de estas inquinas.

Intento no pensarlo. Llamo a Irene y se lo cuento, y ella me da unosconsejos comedidos y muy apropiados. Deberíamos estar hablando denosotros, de la resaca emocional que nos queda después de habernosseparado, y sin embargo hablamos de Inés, de Emilie y de cosas que a ellale han de resultar ajenas. Pero también a estas transiciones turbulentashay que acostumbrarse, no hay más remedio. Auguro buenos tiemposa pesar de todo. Soy optimista.

* * *

Y aun con esta tristeza y esta rabia, la oía sollozar en su cuarto yagradecía escucharla, saber que estaba ahí aunque fuese con sus penas,y pensaba que así era todo más agradable y amistoso que el otro díacuando ella no estaba.

El llanto es mejor compañero que el silencio.

* * *

Por la tarde hizo un amago de nostalgia como la de ayer. Quiso quepusiéramos un plato para Emilie en la mesa, manifestó de nuevo sudeseo de que no viviéramos separados, y me cogió de la mano para salir y,según ella, ir andando por la carretera hasta donde mamá. Le expliqué lo

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mismo que ayer, quizás fui algo menos cuidadoso y le enuncié la verdadde una manera más cruda, pero no se entristeció. Lo pensó duranteun instante, insistió alguna vez más, y volvió a sus juegos. Yo, por miparte, no sentí ninguna rabia ni enfado. Al contrario, me alegré de quetuviera esos pensamientos, y me dije que, si no le causan daño, es inclusohermoso que los tenga.

* * *

Mi infancia es ayer, esta mañana misma, el mar de una memoriaa distancia siempre asequible e inmediata. De mis primeros años metraje muy pocos recuerdos nostálgicos, pero creo que a cambió me haquedado la habilidad de poder crearlos todavía hoy, tardíamente, comosi infancia y madurez se solaparan de esta manera extraña a efectos de lamemoria. Todas las melancolías, incluso las mas recientes, me saben ainfancia y tienen ese regusto triste y cálido de rememorar la niñez.

Hablamos por teléfono como cada tarde, entrando ahora en esosdías en que ya vamos abandonando el barullo emocional de la sepa-ración pero tenemos aún fresco el recuerdo dulce. Los días, vaya, enque la pesadumbre de la distancia y la felicidad por sabernos en tanbuena sintonía tienen su punto álgido de forma simultanea. Colgamosy la sensación que queda después es idéntica a la del recuerdo infantil,el recuerdo de una de esas ternuras de antaño en las que construimosnuestros horizontes.

El rencuentro, que hoy uno quiere con más intensidad que nunca,será, pues, una vuelta a la niñez; no a los lugares de la infancia, sino a lainfancia misma, a la felicidad del niño pero con la visión más certeradel adulto.

* * *

La idea me la dio Anna mientras tomábamos algo después de andarhurgando libros usados. Hablábamos de Rusia y yo le contaba una his-toria de uno de mis viajes, y ella me preguntó entonces si aquello estabaen el libro que yo había escrito. Era una historia alocada, extravagante,contada con ese humor mío que tengo ya tan bien calibrado despuésde haber narrado esta y otras aventuras parecidas una y otra vez. Le dije

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que no, que aquel libro era de otro tono, más serio y con una ambiciónliteraria distinta. «Pues deberías escribir otro con estas historias», dijoella.

Me quejaba aquí hace unos días de que quería escribir algún textoasí, humorístico, pero no encontraba un tema sobre el que hacerlo. Mehace falta todavía el viaje, decía, y no soy capaz de esta clase de escriturasin mediar esa dosis de exotismo y esa aventura. Si es así, ¿por qué noentonces volver a ese humor viajero? ¿Por qué no irse a un nuevo viaje ycontarlo de esa manera, o, mejor aún, hacerlo con algún viaje ya pasado?

He viajado por Rusia más tiempo que por ningún otro país, tengouna buena colección de anécdotas de esos viajes, y no hay ninguna otrarealidad que conozca mejor, salvo la de mi propia tierra. Pero de todoesto no he pensado nunca sacar ni un solo relato con humor, siempre hebuscado el tono re�exivo, profundo, donde dejar patente la importanciasentimental que ese país y esa cultura han tenido para mí. Y no estámal, cada verdad tiene su registro y yo necesitaba hacer mi recuento conlirismo y un poco de solemnidad, pero también se pueden narrar lascertezas de uno de manera distinta, con menos seriedad.

Me he tomado Rusia demasiado en serio, y ya digo que no es algo delo que arrepentirse, pero quizás sea momento de buscar otro enfoque.Un libro nuevo sobre ese país creo que ya no sería capaz de escribirlocon esa perspectiva, salvo si me embarcara en otro viaje como los deentonces, pero un libro de humor es algo distinto, para algo así tengomaterial más que su�ciente.

He empezado a escribir pequeñas historias, a modo de viñetas conlas que hacer un pequeño fresco lleno de ideas, curiosidades y realida-des. Quizás incluso sea más e�caz para transmitir lo que sé de Rusiaque hacerlo en otro tono, porque no en vano es así como mejor heconseguido —cuando he sido capaz de ello— despertar algo de interéspor el contenido de mis viajes y por lo que hay en aquel país. Me bastair recuperando mis propios relatos, como quien pusiera en papel latradición oral de un pueblo. Eso hago, trascribir mi propia tradiciónoral, y qué agradable es darse cuenta de que uno ya la tiene, que tienesu cosmogonía de andar por casa e incluso puede hacerla un poco másimperecedera.

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El interés de esta empresa no es tanto el libro en sí como creación oliteratura, sino encontrar una manera de preservar una parte de lo quese es, de las experiencias y los saberes, que de otro modo quedaría tansolo en el volátil almacén de uno mismo.

* * *

Preparo una charla para una conferencia a la que me han invita-do en Buenos Aires. Me propusieron ir el año pasado, pero no pudecuadrar las fechas a pesar de lo mucho que me apetecía. Este año, losorganizadores, a los que conozco indirectamente, se han aseguradode repetir su invitación con su�ciente adelanto, y yo de bloquear esasfechas para que no salgan otros compromisos. Quedan aún algunosmeses, pero me sentí con ganas de empezar a abocetar algunas ideas,y las vengo a escribir aquí, porque esta vez será una charla algo máspersonal que de costumbre y hay partes de ella que asientan bien enestas entradas.

Mi idea es hablar de esa clase de mapas que no son elementos visua-les, de esas formas de recoger un territorio que no se plasman en trazosy colores. Hay muchas formas de contar una geografía; la literatura,sin ir más lejos, es una de ellas. De esto quiero hablar, hacer un alegatoa favor de esa clase de cartografía, y para justi�carlo hablaré de mi in-capacidad para los elementos visuales y de cómo las cifras y las letras,los símbolos en lugar de las imágenes, me facilitan la comprensión demapas y mundos. Tengo pensado contar la siguiente anécdota de misaños de estudiante, que da buena idea de esto:

En la universidad, las asignaturas que más problemas me dieron—en realidad las únicas con las que tuve di�cultades— fueron las dedibujo técnico. Teníamos dos, una en primero y otra en tercero. En la detercero se hacían unos ejercicios muy básicos sobre rectas y puntos, algoasí como una especie de análisis geométrico a base de regla y compás.Ni siquiera recuerdo cómo se llamaba aquello, la verdad. El caso es queen uno de los exámenes fui incapaz de solucionar el problema, fácilpor otra parte, y como aquello siempre me había parecido algo ridículo—¿para qué utilizar líneas cuando uno puede calcular con números?—cogí mi regla, medí los puntos del problema, les di unas coordenadas,y en un papel aparte resolví el problema numéricamente. Dibujé lassoluciones y añadí algunos trazos adicionales para disimular.

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La estrategia no salió bien: suspendí el examen. Me presenté a larevisión y vi que ese ejercicio estaba puntuado como incorrecto. Nodije nada, pero al llegar hasta él, el profesor, sin ocultar su sorna, lodespachó en cuestión de segundos. Según él, aquello estaba claro quelo había copiado, porque la solución era correcta pero el proceso quellevaba hasta ella no tenía ni pies ni cabeza. Señaló hacía todas esas rayassin sentido que yo me había inventado, me miró condescendiente comodándome la oportunidad de admitir mi trampa, y como yo no me atrevía explicarle la verdad, asumió que tenía razón y salí de allí con el mismosuspenso con el que entré.

En �n, una pequeña batallita académica que contaré en su momen-to, o si no lo hago, al menos me ha servido la idea para traerla hasta aquí.Creo que tengo unas cuantas historias de mis años universitarios quequedarían bien en el papel, pero sobre esta etapa de mi vida he escritomuy poco, o más bien diría que nada. Tarde ya para ello, como muchorecuperaré algún episodio suelto, que es lo más que soy capaz de hacercuando se trata de escribir memorias.

* * *

Más charlas. Me invitan a dar otra, esta dentro de pocos días, apro-vechando mi próxima visita a Madrid. Es una presentación privada,con menos público, en una empresa importante del gremio pero conambiente amistoso y una cierta con�anza. Llevábamos un tiempo tan-teando la idea y parece que al �n nos hemos puesto de acuerdo.

La propuesta es interesante: no hablar de nada técnico. Y si es unaempresa que se dedica a estos asuntos míos de los mapas y los ordena-dores, y yo de lo que hablo normalmente es de esas mismas cosas, ¿quésentido tiene hablar de otros temas? Pues parece ser que confían enque uno tenga otras historias interesantes de las que hablar, y confíantambién en que con ellas sea capaz de montar una lección valiosa. Esuna de estas actividades entre lo lúdico y lo profesional que se llevanhoy día en cierta cultura de empresa, y aunque yo soy poco amigo desegún qué moderneces, esta me no me desagrada. No deja de ser curiosoque a uno le dejen utilizar su reputación en un terreno para contar algototalmente distinto y sin ninguna relación, como si el renombre enaquellos asuntos ya permitiera asumir que el resto de su vida es me-recedora de atención, cuando resulta evidente que no esto no ha de

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cumplirse siempre. En �n, que se me presenta una oportunidad de na-rrar, de expresarme libremente frente a un público, y ya sea que llegue aella de una u otra manera, hay que aprovecharla, sin duda.

Creo que hablaré precisamente de esto, de la comunicación, dehablar y escribir sobre mapas y sobre este trabajo que hacemos. Sindarme cuenta, he ido acumulando ya muchas charlas y muchos textosen estos años, y últimamente he estado tratando de mejorar en ello yaprender, sobre todo en esto de hablar en público. Creo que puedohacer una buena presentación y a la vez usarla para ejercer un poco esepapel de cuentacuentos que me interesa en los últimos tiempos, porquees un tema que se presta bien a darle un barniz personal, y también ala digresión gratuita para salpicar aquí y allá alguna que otra anécdotamás personal. No me atrevo a hablar de algo completamente ajeno anuestro mundo de la cartografía, no tengo con�anza para perorar sinmás sobre mí mismo o sobre algo que no sé si será bien recibido, así queme apoyo en ese interés común y de ahí ya iré sacando el resto, hablaréde música, de literatura, de algún viaje, y ya veremos en qué queda al�nal la cosa.

* * *

Vinieron mis padres a vernos y, entre la parafernalia de cosas quetraían, estaban todos mis viejos libros de poesía. Les había pedido queme los trajeran, aunque la verdad es que no sé muy bien el porqué. EnMadrid no hacían más que coger polvo, y estarán aquí mejor, me digo,aunque tampoco eso quiere decir que vayan a leerse más.

Los he colocado en la estantería sin mucho concierto, almacenadosmás que dispuestos, en varias pilas de forma que ni siquiera se venalgunos de los nombres. Tanto mejor, harán más interesante el cogeruno al azar y curiosear sus páginas, porque esta y no otra clase de lecturaes la que van a ver ya estos libros.

Hago eso, cojo uno y me siento a leerlo. Es un libro que recuerdocomo algo importante, uno de los que, haciendo memoria de esostiempos, pondría entre los más valiosos de esta colección. Intento leerlo,pero no soy capaz de conectar con él, paso con di�cultad por sus páginasy lo encuentro ajeno.

Creo que la lectura es una habilidad que se pierde si no se ejercita.Igual que un idioma que no se habla, el talento de leer se va perdiendo

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hasta que un día, cuando queremos servirnos de él, descubrimos quenos falta o está demasiado mermado. Yo ya no sé leer poesía, diría quehoy tengo a lo sumo la capacidad que tenía en el principio de esasinquietudes poéticas juveniles. He retrocedido como lector a un estadiobásico y primitivo, y es posible que pudiera recuperar rápidamentelo perdido, pero qué pereza da aprender de nuevo lo que ya se supo,avanzar hacia donde ya se estuvo. Mejor dejarlo aquí y probar suertecon otro libro, quizás uno más asequible con el que sea todavía capazde conversar.

No existe amigo más leal que un libro, decía Hemingway, pero locierto es que hay libros cuya amistad es perecedera, que salen de nuestravida como ese antiguo compañero de escuela al que seguimos recordan-do con cariño, pero con el que ya no seríamos capaces de mantener unaconversación si nos lo encontráramos por la calle.

Así pues, libros de juventud estos, pero no porque uno haya ma-durado y le queden atrás, sino, al contrario, por no ser ya capaz deacometerlos y haber perdido las facultades de entonces. Y allí quedan,recordatorio de logros que uno ya no puede recuperar, o que, peor aún,no tiene interés en volver a conquistar.

* * *

Esta vez la presencia de mis padres me trae ante todo seguridad. Hayuna sensación de infalibilidad, nada parece más sencillo que antes perosí menos arriesgado. No se diría que corremos ningún riesgo viviendoasí, reposadamente, cuidando de Inés entre todos, ocupándonos encosas sencillas. Entonces pienso en lo que es esto mismo cuando ellos noestán, y me viene un vértigo como nunca antes, un vértigo retroactivopor todo lo que ya he pasado, y otro más lleno de incertidumbres porlo que aún queda.

Qué empresa descomunal, me doy cuenta ahora, es la de cuidar yeducar a Inés en esta soledad, sin más compañía que la de ella misma,y qué fácil que en este camino aparezcan di�cultades a las que tal vezno sea posible enfrentarse sin ayuda. Lo pienso como si nunca anteshubiera valorado la dimensión de esta tarea, como el irresponsable quedescubre demasiado tarde la complejidad de la encomienda para la quese ofreció sin evaluar el compromiso. No me he parado a reconsiderar

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todo de nuevo, cambian las circunstancias pero no he vuelto a hacerel necesario balance desde esta nueva perspectiva. Y ahora, al pensarlopor primera vez, me veo indefenso y me parece que mi propia vida mequeda grande.

* * *

En la plaza encontramos una fuente antigua de manivela. Veníamosde jugar en un tobogán a las afueras del pueblo; Inés decía que tenía sed.Se inclinó bajo el caño, yo moví la manivela con cuidado, y allí brotóun hilo transparente de líquido que ella intentó capturar sin muchoacierto moviendo la cabeza en su busca. El caudal, errático como miritmo a la manivela, vino entonces abundante y desbordó sobre su cara,le mojó el pelo, pero ella en lugar de retirarse siguió allí, bajo el caño,y empezó a reírse. Intentó después usar las manos, pero no haciendocon ellas un pocillo, sino tratando de atrapar el agua a puñados. Laimposibilidad de aquello, el ver su gesto tan infructuoso y entender loridículo de aquella idea, le hizo reír más aun.

Acabó empapada y no consiguió beber más que algunas gotas. Sefue de allí todavía riendo, sin saciar su sed pero satisfecha.

* * *

Tarde extrañamente ruidosa. Cortaban la hierba al borde de lacarretera, y el estruendo parecía más fuerte que otras veces, apabullante,una ronquera de motor mal ajustado. A nuestro lado pasaban máscoches que de costumbre.

Fuimos andando hasta el lavadero para ver las ranas. No consegui-mos ver más que unos chapoteos, pero nos sentamos al borde paraesperar a que salieran, ella sobre mí con los pies cerca del agua, tantean-do la orilla. Entonces vino el silencio, un silencio amplio, vacío, silencioa pesar de los sonidos de los grillos, los pájaros y el viento. Un silenciomoteado de pequeñas voces.

Con el silencio vinieron la soledad y el desierto. Estábamos ella yyo solos en el mundo, últimos habitantes haciendo la ronda por susposesiones sin límites. El desasosiego de ser los últimos, la felicidad detenernos el uno al otro. Soledad matizada.

El camino de vuelta, despoblado como siempre. De la mano.

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* * *

Contábamos historias antes de dormir, ella dentro de la cama consu colección de libros desperdigados sobre el colchón. Cogió uno y searrancó a hablar de él en francés como si yo no estuviera allí, con unasoltura y una naturalidad como nunca. La sentí ajena, no porque mehablara en otro idioma, sino por ver de manera tan evidente que ya escapaz de hacer cosas que yo no he logrado, esa naturalidad, esa posesióndel idioma, por con�rmar que ya explora territorios que yo desconozcoy sobre los que no podremos después compartir nuestros sentires.

No hay celos en el padre que ve cómo su hijo le supera; hay mie-do. Miedo a la distancia, a la pérdida, a no saber entender desde esemomento una parte del otro.

* * *

Se fueron mis padres a primera hora. No trabajo hoy, es día festi-vo, alguna �esta francesa de la que no sé ni su nombre pero que, porsupuesto, disfruto. Nunca se me dieron bien las efemérides, apenasrecordaba las españolas en su día, y las francesas me resulta ya imposibleaprenderlas. Mejor así, porque los días festivos llegan como sorpresasagradables que no descubro hasta que no miro el calendario unos díasantes.

Mañana caliente y espesa; hay una modorra pesada en el ambientey todo se ve aún más tranquilo que de costumbre, o eso parece ahoraque en la casa solo quedamos Inés y yo y no tenemos ánimo de muchoalboroto. Le adjudicamos al mundo el carácter de la casa, al paisaje loque sucede en los adentros.

Inés está fuera, sentada en la hamaca con uno de sus libros. Vapasando las páginas muy despacio, se detiene en cada una varios minutosy escruta cada rincón atentamente. Se diría que no lo mira, que no lolee, sino que trata de descifrar algo. La lengua del libro le es extrañae intenta desentrañar el misterio. En ciertas cosas, el suyo es un tesóninquebrantable; en eso se parece a mí, a decir de mi madre.

Me senté cerca de ella, en el banco, pero no quería que me quedaráallí. Entré en casa, dejé la puerta abierta, y ahora salgo de vez en cuandoa echar un vistazo. No se mueve apenas. Si no fuera porque tiene ellibro en una página distinta, no notaría diferencia alguna.

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Pocas veces el tiempo ha pasado aquí con tal lentitud. Para bien opara mal.

* * *

Le di a Inés el primer baño de la temporada en el jardín. Tengo queconvencerla de que es mejor ducharse, porque la bañera ya se le quedaalgo pequeña. Aun así, se divirtió mucho, y luego al salir se puso a correrdesnuda por el jardín y era una imagen hermosa y llena de inocencia.Yo creo que esperaba que le dijera algo y la llamara para que viniera ypudiera vestirla, pero en vez de eso me senté en el césped y me quedémirándola, y cuando le pareció extraña tanta permisividad, fue ella laque vino y me pidió que le pusiera la ropa.

Cenamos en el jardín, aún con mucho sol, y después nos fuimos adar un paseo mientras atardecía.

Qué falsa esa sensación de cercanía que trae la soledad. Caminamospor el pueblo los dos a solas, regresamos sin ver a nadie, sin oír a nadie, ynos metimos en casa a terminar el día ella y yo sin otra compañía. Unopiensa a veces que esta intimidad de no tener en ciertos días más mundoque nosotros mismos ha de unirnos de manera más veraz, pero es meroespejismo.

Tardó en dormirse apenas cinco minutos, debía estar agotada des-pués de todo el día de juegos y carreras. Yo también tengo ganas dedormir, pero quiero escribir algo antes de acostarme. Ahora que el díaacaba, el tiempo recupera su ritmo de costumbre.

* * *

La casa ha quedado ordenada y limpia, igual que siempre que mimadre pasa por aquí. Cambiar algo de lugar se antoja violento, como sihubiera de respetarse esta disposición, este trabajo.

El orden es una forma efímera de arte, una obra hecha para perderseen cuanto el tiempo retome su curso, como los castillos de arena, lasesculturas de hielo, las fallas que arderán en el fuego. No es artístico elhecho mismo de ordenar, de dejarlo todo limpio y pulcro y en su sitio,que para eso basta la labor mecánica, sino el saber hacerlo sin quitarleal lugar su espontaneidad y su encanto. Para eso hace falta talento, arte,un cierto sentimiento tal vez.

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Así ha quedado la casa, impecable, reluciente, pero también contodo su pulso y su carisma. Así, como siempre que viene mi madre y,a pesar de las disputas, se empeña en sacarle brillo a todo y alterar elestado natural de las cosas. Y yo no se lo digo, yo lo único que hagoes refunfuñar cuando se toma demasiadas licencias con mis objetosy ordena lo que no debe, pero cuando se va, paso siempre unos díasen que veo morir con paciencia esta obra suya, pieza a pieza, según eldesorden recupera su reino, y es como si ella leyera estas palabras y alhacerlo se le fueran borrando las líneas, y al �nal, al cerrar el libro, meechara de menos y necesitara de mí nueva lectura.

* * *

Vino el amigo tal y como había anunciado. Al �nal resultó que yaestaba enterado de mis novedades, otro amigo común le había puestoal día, así que me ahorré ese trago. Todo más natural, y con menosnecesidad de actualizar lo que cada cual sabe del otro. A veces es intere-sante contarse estas cosas y repasar lo que ha sucedido desde el últimoencuentro, pero otras lo que interesa es no perder tiempo y continuarcon la amistad donde se dejó entonces. Vaya, aprovechar el encuentro.

Llegó al �nal de la tarde, cuando yo estaba ya a punto de prepararlela cena a Inés. Nos sentamos en el jardín, comimos algo ligero, y lepropuse ir al bar de Michael, donde era día de scene ouverte.

Había un grupo de cuatro ingleses sentados en la terraza, y dentrootros tantos franceses. Como no se había presentado ningún músico,estaban viendo un partido de rugby. Le pregunté a Michael si se esperabaque hubiera música, y él se encogió de hombros y después me señalócon las dos manos y se echo a reír. Nos sirvió un par de cervezas sinpreguntar.

Otro día más de concierto frustrado; parece ser que es ya una tra-dición que los días en que no aparece nadie para participar en la sceneouverte sean los días en que yo llevo a algún invitado.

Estuvimos un rato dentro, Inés pintando con los rotuladores queMichael le da siempre que viene. Luego salimos a la terraza y yo toquéla guitarra, algo que los ingleses parecieron apreciar. Mientras tocaba,Inés corría sin parar, se llevaba a mi amigo de la mano de un lado aotro, y a veces venía a interrumpirme y metía la mano en la guitarra

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para rasguearla ella. La música en realidad no la escuchaba nadie, comotantas veces allí fuera del bar, donde creo que he tocado casi siemprepara mí mismo o para públicos escasos y faltos de interés. La escena erade una intrascendencia aterradora, pero por eso mismo soportable eincluso hermosa, ya que uno la enfrenta hoy desde la tranquilidad deuna vida que vuelve a ser cómoda, plácida.

No era muy tarde cuando volvimos, pero Inés cayó rendida al pocode salir. La cogí en brazos y sin que se despertara la llevé desde el cochea la cama. Yo me acosté en la otra cama al lado de ella. Se puso a llorar alcabo de un rato, uno de esos miedos nocturnos que tiene a veces. Noconseguí que se calmara, decía que tenía miedo y que quería dormircon papá. La puse en mi cama, me tumbé al lado de ella, y ya no dijonada. Se desperto sonriente.

* * *

Además de los libros, también les pedí a mis padres que trajeran misviejos prismáticos. Pensé que sería buena idea salir algún día a ver pájaros,y estoy seguro de que en un par de salidas me haré una imagen veraz delo que se esconde entre estos árboles y arbustos. Es otra manera distintade describir lo que ya he intentado contar aquí, este mundo cercanode las cosas que me rodean, ahora a través de cuanto alcance a atisbarpor esos prismáticos. La verdad se hace de las piezas que uno entiende;para explicarnos a nosotros mismos el mundo creamos lenguajes connuestras certezas, y con esos prismáticos al cuello y un poco de nostalgiade infancia, la mía se hará hoy de currucas y agateadores y quizás algúnreyezuelo.

Qué juguete in�nito son unos prismáticos para un niño, ya seanpájaros u otras cosas lo que busque a través de ellos. Basta tener algo alo que querer acercarse, y las lentes abren un universo nuevo. Lo que seve al otro lado del ocular no es una versión agrandada de este mundo,sino un mundo distinto, paralelo y exótico. Me viene ahora el recuerdode cuando, aún novato, intentaba observar mis primeros pájaros. Erantodos comunes y poco huidizos, fáciles de mirar incluso a simple vista.Pero mi torpeza en el manejo de los prismáticos los hacía criaturasfugaces, asustadizas, que sabían a tesoro cuando lograba meterlas enese círculo misterioso, como un caleidoscopio de imágenes reales y a la

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vez hipnóticas. Localizaba al pajarillo, lo miraba un instante, y despuésme llevaba los prismáticos a los ojos y trataba de apuntar hacia él. Perono era todavía lo su�cientemente habilidoso, y el primer vistazo caíasiempre en un lugar vacío, solo hojas, o cielo, o tierra. Era como llegar aun mundo desconocido, ese mundo nuevo que había al otro lado de lalente, y caer sobre un desierto, sin referencia alguna. Desde ahí, mover elcampo de visión hasta encontrar el pajarillo, la única referencia posible,la única cara conocida en ese universo hermano. Pudiera ser que yaestuviera lejos de allí, que hubiera salido volando o hubiera cambiadode rama asustado por mi movimiento, pero si en ese barrido torpeacababa encontrándolo, entonces el gozo era enorme, el nuevo mundose hacía verídico y habitable. Lo enfocaba con precisión, lo miraba, ya veces al cabo de unos segundos, incluso si él seguía ahí, retiraba losprismáticos de los ojos para volver a mi mundo tangible, más familiar.

No sentí lo mismo hoy cuando cogí los prismáticos y fui a buscarpájaros antes de recoger a Inés. Hacía quince o veinte años que nomiraba a través de ellos, pero seguía teniendo la pericia de mis mejorestiempos. También tenía en mi memoria todos los nombres y los colores,incluso las medidas que en su día, con tesón y pasión a partes iguales,me aprendí leyéndolas una y otra vez en alguna de mis muchas guías(y que, por cierto, no he pedido a mis padres que me traigan, porquea ellas sí que no les veo ya ningún interés). Toda mi capacidad y misaber estaban ahí, intactos, conservados y listos para ejercitarse comoel día que observé mi último pájaro. Y claro, a falta de esa torpeza delprincipiante, faltaba también la emoción del novato y las sensacioneseran distintas.

De cualquier forma, el disfrute viajero de observar el mundo através de una lente estaba allí como antaño, porque no hay artilugiode esta clase que no tenga sabor a viaje. Ya digo, el mundo que nosofrece un anteojo es uno distinto y ajeno, y a los mundos desconocidosse va siempre con espíritu de singladura y deseos de descubrir la vida.Telescopios, microscopios, caleidoscopios, o esa especie de camarasde fotos con un carrusel de diapositivas que permitían viajar a otroscon�nes a través de unas pocas instantáneas descoloridas. Y sobre todoprismáticos, porque ningún viaje es tan veraz y profundo como el quenos lleva cerca, y los prismáticos nos ofrecen el destino más cotidiano,

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casi idéntico al mundo que vemos a simple vista. La ilusión del viajecotidiano, del exotismo rutinario. También —esto lo pensaba entoncesy me he dado cuanta de ello ahora nada más llevármelos a los ojos—porque el de los prismáticos es un universo dinámico, activo, en el queuno busca e indaga, deambula, yerra su camino y retrocede. El pulsodébil hace que el paisaje parezca estar en movimiento, con una sensacióncomo de tren o mundo que se nos escapa. El mundo al otro lado deunos prismáticos no se visita, no se ojea, sino que se recorre, se transita,se habla cara a cara con todos sus requiebros.

Jilgueros sobre todo en este primer intento, en bandadas ruidosassobre los árboles del otro lado de la carretera. Objetivo fácil, casi vulgar,con el que me conformo por ahora sin querer más.

* * *

Magní�ca tarde de ranas en el lavadero, sin duda la mejor que hemostenido nunca. Se las oía croar desde lejos, ranas y sapos en una orquestafuriosa llena de registros y dinámicas. Nos vieron llegar y pararon suconcierto, y después se fueron zambullendo ordenadamente, una trasotra, dejando un sonido de lluvia rítmica. Inés se instaló a la sombra,a esperar, aun sabiendo que nunca vemos nada más allá de ese primervistazo antes de que se asusten y desaparezcan. Por entre las �ores delagua volaban unas libélulas �nas, ín�mas, de un azul clarísimo.

Entonces empezaron a resurgir las ranas. No volvían a croar, so-lo asomaban la cabeza por encima del agua, se movían un poco, y sequedaban paradas ante nuestra vista. Cuando Inés localizaba una, laseñalaba ruidosamente, pero a ella no parecía importarle, seguía toman-do el sol como si nada. Y allí nos quedábamos, mirándola como estrellaabsoluta de nuestro paisaje hasta que otra distinta venía a hacerse notary le robaba su protagonismo.

No sé por qué escribo esto aquí. Estas historias tan vacías no intere-san a nadie, ni siquiera algún día a Inés, a pesar de haber sido parte deellas. Pero hay un placer innegable en poner por escrito episodios tanvacuos y entretenerse morbosamente en sus detalles. Disfruto eviden-ciando la irrelevancia de mi vida.

* * *

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Último día con Inés. Otra vuelta más de este ciclo, de este ritmo devida que ya me es tan natural como cualquier otro que haya tenido antes.Me doy cuenta ahora de que en estas transiciones me gusta recapitularlo vivido durante los últimos días, hacer un balance rápido de las dossemanas que pasamos juntos, para llevarme ese resumen conmigo amodo de equipaje en los días que siguen. Me doy cuenta también deque últimamente hay siempre un avance en nuestra relación: me sientomás cerca de ella, la entiendo mejor, siento que esta familia de dos queformamos es más familia, más sólida, más valiosa. Supongo que a estoayuda que ella vaya siendo cada vez más una niña con la que ya se puedehablar y razonar, que compartamos pensamientos y alguna que otrasentimentalidad aunque sea de manera difusa y algo torpe. En cualquiercaso, sensación de avanzar a saltos, a empellones, pero siempre en ladirección correcta y a buen ritmo.

Llama Emilie para verla por el ordenador como de costumbre. Lerecuerdo que mañana tiene que recogerla ella, y que yo voy al aeropuer-to a mediodía. Lo había olvidado, dice que pensaba ir a recogerla, sí,pero que luego quizás habría pasado por aquí para verme. Parece algodecepcionada por no poder hacerlo, y dice que ya entonces nos veremosa mi vuelta. Yo pienso que, ahora que Inés y yo nos vamos consolidandocomo una entidad autosu�ciente, no necesitamos para nada que Emilievenga, y que yo bien podría vivir sin volver a encontrarme con ella. Nome siento mal al pensar así, y eso me reconforta.

* * *

Nos sirvió de despedida el mejor día de toda esta quincena, el �nalde la tarde perfecto, con su paisaje más sabroso que nunca y una luzy un aire de presencia sutil pero cierta como en las mejores nochesdel verano. Habíamos terminado la cena y pidió «un paseito», y yose lo concedí porque en realidad tenía ganas de recorrer el pueblo unaúltima vez con ella. No llegamos más allá de la basura —aprovechamospara tirar el papel y el plástico—, pero le bastó para contentarse y a míme dio todo lo que yo necesitaba. Le pedí que me fuera contando loque veía, y ella me hizo de guía por aquellas vistas hoy tan imponentes,desde lo lejano hasta los pequeños rincones, y salpicando su discursocon algunos recuerdos simpáticos de los que incluso ella misma se reía,

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quizás al darse cuenta de lo diferente que es la manera en que ahora loentiende todo. Sabe resumir este lugar como nadie, no hay duda de quele pertenece más que a ningún otro de los que vivimos aquí, inclusomás que a quienes han pasado aquí toda una vida.

Se fue a la cama sin rechistar, y allí hicimos como de costumbrenuestro ritual de juegos y cuentos. Agarró el libro y se puso a hablarsobre él, esto lo hace a menudo, y yo me debí quedar mirándola conalgo de melancolía, porque cuando se giró y me vio, me dijo: «Papá,¿estás triste?». Le dije que sí, que un poco, pero que ella tenía queestar contenta. Dejó el libro y se tumbó, cerró los ojos, y yo salí de lahabitación mirando hacia atrás un par de veces por ver si los abría denuevo, que seguro que nos habríamos reído con aquello, pero no lohizo.

* * *

La belleza es un fenómeno involuntario.Me gustan los jardines que no parecen tales, sin demasiado orden,

con algo de vegetación espontánea y salvaje. Me gustan las personasnaturales, el estilo innato, la irónica hermosura de quien asume sinesconderla la falta de ella. Me gusta la literatura sin intención de tras-cendencia, la poesía sin afán fatuo de lirismo.

Me gusta mi vida cuando no me empeño en vivirla de esa ciertamanera en que creo que debo.

* * *

Girona un año más, para la misma conferencia de siempre. Llegoesta vez un día antes —no encontré conexiones para mañana—, y estatarde-noche la paso a solas.

Me parece que no debería estar aquí, que debería ocuparme comoestas últimas tardes de recoger a Inés, pasear con ella, darle de cenar,contarle un cuento para que se duerma. Y me siento culpable, como siestuviera faltando a esas obligaciones que alguien espera que cumpla.

* * *

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Tarde de librerías por Girona. Primero, una de libro nuevo, conbuen surtido y un catálogo seleccionado con gusto. Tuve tentación decomprar un par de cosas, pero al �nal no me veía convencido y no mellevé nada. Estuve tanto tiempo curioseando que al �nal me sentía malpor irme sin dar negocio, como si el disfrute de bucear entre los libros yentretenerse de esa manera fuera ya algo que hubiera de pagarse. Soy uncliente que no molesta apenas, no soy de los que pregunta y hace quele tengan que dedicar tiempo incluso si no tienen la intención segurade ir a comprar algo. Yo soy silencioso, autónomo, no hablo nunca conlibrero alguno (y por ello ese cariño y devoción que se supone que losgrandes lectores han de sentir por su librero de con�anza me resultaalgo extraño), y si me voy sin comprar no dejo huella a mi paso. Aunasí, tengo esa vergüenza al irme de vacío, porque a veces pienso queentrar en un negocio ya implica un cierto compromiso. Todo cuestiónde vergüenza, en realidad.

La segunda librería era de libros usados. Muy baratos y con unacolección maravillosa, no era de esas en las que hay que rebuscar entrevolúmenes sin interés para encontrar algo valioso, sino más bien elegirlos mejores entre todos los interesantes que van apareciendo. Compreseis, uno de ellos un pequeño librito sin nada en la portada, solo eltitulo escrito en el lomo: «Siberia». De 1959, en mal estado, con algunaspáginas rotas y otras pintarrajeadas. He leído ahora unas cuantas páginasy es fabuloso; bien escrito, con buen conocimiento de lo que cuenta,y con un �uir muy rítmico, limpio. Pequeño tesoro del que no habíaoído hablar antes. Busco en Internet al autor y no aparece nada más quela referencia a otros pocos ejemplares usados que se venden igual queeste mío. No logro encontrar nada de él ni ningún otro libro suyo. Asíque, un tesoro que trae además un cierto misterio, aunque solo sea elde preguntarse por qué un libro así no ha tenido mejor suerte, o cómoalguien capaz de escribirlo no ha publicado al parecer nada más en suvida.

Es inevitable pensar que mis libros quizás acaben de esta manera. Amí me gusta pensar —y estoy en parte seguro de ello, sin ser demasiadoengreído, creo yo— que tienen una cierta calidad, o que al menos bastanpara que alguien pase un buen rato y se entretenga en algunas de misaventuras o transitando sin más por esta prosa. El público de hoy es

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escaso y agradecido, y el de mañana dudo mucho que sea más abundanteo más entregado. Y a partir de cierto momento, que bien podría serdentro de poco, no se leerán nunca o en todo caso se leerán así, de formaaccidental y con más sorpresa que convencimiento. Esta, la de la lecturainesperada, la de haber escrito una curiosidad hasta entonces irrelevanteque un día viene a asomarse en el lugar y momento preciso, y ante lapersona correcta, no es mala perspectiva, la verdad. Haber encontradoeste librito me ha dado ánimo, debo confesarlo. Si algún día quedarapor ahí un ejemplar de cualquiera de mis libros, por ejemplo del demis viajes rusos, y encontrara un lector tan aplicado como lo soy yohoy frente a este relato siberiano, ello bastaría con creces para honrar lamemoria del escritor que he podido ser en este tiempo.

* * *

Poca escritura este año en mi visita a Girona. He dado una charlay un taller, todo ha salido bien como de costumbre, nada destacable.Rencuentro con los conocidos de siempre, alguna conexión nueva, con-versaciones agradables y esta especie de descanso activo que se agradecepara salirse del trabajo diario, que cada vez me resulta menos estimulan-te.

Me vuelvo con la tristeza típica de los congresos, si acaso más in-tensa esta vez, no sé muy bien por qué. Es la soledad del escenario, dever que ese pequeño mundo tan luminoso de la tarima no continúadespués cuando el espectáculo se acaba. Quizás cada vez me siento máscómodo allí arriba, quizás lo hago mejor y la reacción del público es másentregada (o me convenzo a mí mismo de ello), y al desvanecerse dejaun vacío mayor. Tengo poca necesidad de estas mieles del éxito, perodisfrutarlas deja amargura en el mundo que viene después, la transiciónse me atraganta más de lo debido.

También es esta circunstancia extraña de andar a medio caminoentre las dos vertientes de mi vida, haber dejado a Inés hace un par dedías y volar mañana temprano a Madrid para estar con Irene. Tierra denadie una vez más, pero cerca de otras tierras familiares y hogareñas. Lasoledad más incómoda es la de quien sabe que no está obligado a ella, lasoledad que se sabe circunstancial y fácil de resolver, aunque ello no seaposible en este momento exacto.

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En coche desde Girona a Barcelona con un conocido. Noche aquíy mañana temprano a Madrid. Irene me irá a buscar al aeropuerto. Seráun encuentro de contrastes bruscos, pero seguro que reconfortante.Me duermo con ese pensamiento agradable.

* * *

Al parecer, ese vacío después del éxito fugaz no solo se tiene trassubirse a un escenario, sino también en esa forma indirecta de actuar yperorar que es un libro. Recibí hace unos días el siguiente mensaje deagradecimiento por mi libro sobre SIG:

Buenos días,

Estoy preparando una oposición para Ingenieros Agró-nomos de Castilla La Mancha. Uno de los temas tratasobre los SIG, pero nunca había pasado por mis manosun tema de esta temática bien elaborado. Me puse a buscary encontré el «libro libre» que has escrito y tenía ganasde que decirte que me ha encantado. Por culpa de estelibro he dedicado mucho más tiempo del que aconseja laprudencia a elaborar un tema. No lo he leído al completoni en profundidad, pero sí que me ha despertado muchola curiosidad y me ha hecho comprender muchas cosasen las que no había reparado al utilizar el SIGPAC, el SIGque utilizamos para todo en el trabajo.

Por eso, muchísimas gracias, ha sido un placer.

Es de los mensajes que no han de dejarse sin responder, y así lo hice.Nada más recibirlo, le dediqué unos minutos a escribir una contestación.Desde entonces no ha vuelto a llegar ningún mensaje y lo lógico es queno haya ya más. Como era de esperar, me había olvidado de ello, peroahora me ha venido a la cabeza y me ha dejado también su especie devacío. En realidad, me habría gustado que hubiera más mensajes, que lapequeña declaración de ese primero continuara más allá de mi respuesta,no ya por recibir más alabanzas, sino al menos por ver que esta mínimarelación muere de una manera más progresiva.

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Creo que ya lo he escrito alguna vez aquí, pero en cualquier caso lorepito de nuevo: mi extrañeza se debe a mi incapacidad para entender aquien escribe un mensaje como este. Yo nunca lo haría, a pesar de quemi admiración por muchos escritores es mucho mayor que la que nadiehaya tenido por mí, de eso estoy seguro. Y por ello, entiendo que quienlo hace ha de sentir algo sólido, valioso, y no alcanzo a comprender quelo deje desaparecer de esa manera.

* * *

Tarde de ayer en casa de unos amigos de Irene; en realidad unaamiga cercana y un puñado de conocidos suyos. Velada muy tranquilaalrededor de un documental que han grabado dos de ellos sobre lasituación de los homosexuales en China. Para mí, claro está, la películaera algo secundario, y lo interesante, o al menos reseñable, era conocer aesta amiga de la que había oído hablar bastante, y que al parecer tambiénhabía oído hablar de mí.

Esta de las amistades y el entorno es otra exploración inevitableen toda relación entre dos personas. A veces es ardua, otras resultaagradable y no es más que una simple cuestión de dejar que �uyanhasta uno las relaciones del otro. Pero incluso si se avanza rápido enel descubrimiento mutuo, integrarse en el contexto de ese otro llevasu tiempo, que a estas alturas de la vida cada cual lleva ya sus historiasy sus gentes. El presente de una persona se aprende rápido si es quehay buen entendimiento, e incluso del futuro se puede anticipar algúnvislumbre, pero el pasado es cuestión de estudio paciente, de tiempo,de insistencia. Pero es ahí, en el pasado, donde se cimienta en ultimainstancia no ya el sentimiento, sino el porvenir que le espera.

La amiga era muy agradable, de esas amistades que uno le imaginaal otro y le sientan bien, como cortadas a las proporciones y anchuras desu persona, nada de sorpresa en esto. El documental, aun siendo de untema que no me llamaba especialmente la atención, se dejaba ver, teníauna dinámica agradable, y lucía como algo profesional a pesar de ser suprimer trabajo. Velada, pues, tranquila y dulce, ideal para apaciguar lasemociones del rencuentro.

Tomamos unas cervezas sin salir de casa, comentamos un poco eldocumental y las peripecias de su rodaje, y ellos se fueron a seguir lanoche al centro de Madrid. Nosotros volvimos a casa de Irene.

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Hablo hoy con Inés y, al recordar la tarde de ayer, pienso en la canti-dad de momentos de mi vida que no son de ninguna incumbencia paraella. Llevo una vida llena de vacíos, de espacios estériles e intrascenden-tes a efectos de ella, que vive ajena y disgregada de estas realidades. Noes solo cuestión de distancia. Lo que sucede en la vida del padre le perte-nece al hijo en cierto modo, aun cuando no esté presente y no participede ello, e incluso si no le afecta. Así era antes, yo entendía que todo mitiempo era parte del suyo, que mis gestos individuales no empujabansolo mi historia sino también la suya. Se puede decir que antes yo sentíaser padre en todo momento, incluso cuando no ejerciera directamentecomo tal y anduviera ocupándome de mis propios asuntos. Ahora lasensación es que lo soy unicamente en esos días asignados en que cuidode ella, y fuera de ahí todo es otra vida paralela, desconectada. Tambiénmás libre, por cuanto parece no haber manera de que lo que hago enesos otros días tenga in�uencia en Inés.

Esta re�exión sobre mis dos vidas me ha hecho pensar que quizássea buena idea trasladar esa situación a mis diarios y llevar ahora dos deellos: uno para los días con Inés y otro para el resto. En uno, la parteestable, ya de�nida, que va a existir siempre. En otro, la mitad incierta,la que soy yo quien la va de�niendo, y donde solo soy yo el protagonista.La idea me convence a ratos, pero en otros no le acabo de ver sentido.Bifurcar la vida de estos diarios es un cambio quizás demasiado notablepara algo en lo que creía haber encontrado ya una cierta constancia.Por ahora, seguiré escribiendo todo en uno, como hago aquí, en estevolumen que ni siquiera he tenido tiempo aún de cerrar.

* * *

Despedimos ayer a Anna, que se va de vuelta a Moscú y no volveráen al menos tres meses, aunque pudieran ser más por aquello de quela burocracia y los visados últimamente acostumbrar a entorpecerlesus planes. Entre la morriña anticipada y el miedo de pensar en esto,vino con cara triste, con ese humor taciturno del que uno quiere salirpero no encuentra la manera, y da casi más lástima por verle con esafrustración que por la tristeza en sí.

Nos fuimos a un bar a tomar algo y charlamos sin mucha emo-ción; se nos veía quizás un poco perdidos, como sin saber si había que

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otorgarle trascendencia a aquel último rato juntos o simplemente pasarpor él de la manera más honrosa posible. En cualquier caso, consegui-mos que se animara, y al �nal, cuando nos separamos, nos agradecióque le hubiéramos devuelto algo de entusiasmo. Cosa extraña, porqueella es más positiva que nosotros dos juntos, pero se ve que esta vezeramos nosotros quienes traíamos el ánimo encendido y a quienes lescorrespondía hacer que el otro recuperara un poco de su optimismo.

Nunca sabe uno si es mejor despedirse de los amigos que se van, oser uno mismo quien se marcha, porque a quien se acostumbra a lasamistades lejanas, a quien tiene su sentimentalidad desperdigada y algonómada, todo le parece hogar y destino al mismo tiempo, y así no hayquien ponga en orden los adentros. Tampoco sabe uno bien en quélugar preferiría que sucediera la despedida, si en el propio territorio o enel ajeno, porque el amigo al que ya no vamos a ver deja vacíos distintosen según qué escenarios. Yo a ella, por ejemplo, siempre la identi�carécon Moscú, y es aquella una ciudad que aprecio más que esta, perodiría que es aquí en Madrid donde su ausencia sea quizás más evidente,y donde su marcha haya de tener carácter más incisivo.

En cualquier caso, fue una despedida e�caz y sin drama. Ella fuea parar un taxi sin creer que el conductor pudiera verla, pero él sí lavio y se detuvo un poco bruscamente y en mitad del trá�co. Por nohacerle esperar, nos despachó un abrazo a tres y unos besos breves,mecánicos, como si mañana mismo fuésemos a vernos otra vez y fueranmás protocolo que muestra de cariño. Se diría que incluso da gustorecordarlo y ver lo limpiamente que dimos ese corte.

Le enviaré luego esta entrada para que la lea.

* * *

Se sentaron frente a nosotros, ella primero y luego él a su lado, peroal instante ella se desplazó al asiento contiguo y desde allí se quedómirándole con cara de pocos amigos. Él toqueteaba sin convencimientosu móvil y levantaba de vez en cuando la vista hacia ella, como esperandoalguna respuesta. El resto del vagón iba vacío.

Dos paradas más tarde ella empezó a hablar. Él no decía nada, escu-chaba los reproches y mantenía el móvil en la mano aún en la mismaposición, como una vía de escape por si hubiera de volver a ello. Noso-tros no queríamos entrometernos demasiado, así que no intentábamos

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escuchar y nos limitábamos a ver la escena, que aún sin guión era losu�cientemente elocuente.

Que incómoda la disputa ajena; nos mirábamos a veces y nos lodecíamos con una mirada breve, incluso si aquel desacuerdo era delo más pací�co y cursaba sin violencia. Tampoco teníamos esta vez laangustia del observador a quien le hacen tomar parte en el con�icto,porque aun estando tan cerca lo observábamos todo como desde ladistancia, como quien no fuera más que espectador de un teatro, y aellos les daba igual nuestra presencia. Pero qué mala compañía la deesa tensión y esa discrepancia, les veíamos con sus gestos taciturnos,con su agresividad y sus acusaciones, y nos perturbaba nuestra calma.También, todo hay que decirlo, nos reforzaba nuestra bonanza y nosservía como un recordatorio de lo hermoso que es para nosotros estarjuntos, sin esa clase de con�ictos por el momento, y creyendo ademásque nunca habrán de llegar, porque eso, nos decimos, son cosas de otrasgentes. Ah, este elitismo amoroso del que se convencen a sí mismostodos los amantes, con qué fuerza despunta estos días en nosotros.

Se bajaron antes y nos quedamos solos, con todo el vagón paranosotros y la tranquilidad de poder contarnos ya sin pudor la coleccióncompleta de nuestras alegrías.

* * *

Me envía Anna un artículo de una amiga suya para que lo lea. Diceque me gustará y que su amiga escribe muy bien, que ya me habíahablado de ella alguna vez. Efectivamente, el artículo me gusta —es unapequeña columna con un tono muy parecido a una de estas entradasde diario— y está bien escrito, o eso al menos pienso yo.

Es curioso como a veces la calidad de un texto y un escritor seperciben más fácilmente en un idioma extranjero. Yo para los textosen ruso tengo un baremo que a veces diría mejor calibrado que suequivalente en castellano, a pesar de mi menor conocimiento del idioma,o quizás precisamente por eso. Para localizar un buen texto ruso, bastanuna serie de rápidas comprobaciones, a saber: 1) Contiene un buennúmero de palabras que desconozco, lo cual denota un vocabulariomás allá de lo básico. 2) Se entiende el texto incluso si uno no comprendeesas palabras, lo que indica que el hilo narrativo es claro, que las ideas

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están expresadas de forma limpia, y que esas palabras menos comunesson una decoración e�caz pero no sostienen el peso del texto, no estánpuestas ahí con esa intención un tanto innoble, sino salpicadas congusto y de manera discreta. 3) La belleza del texto es evidente a pesar deesa comprensión de�ciente; se siente el buen �uir de la prosa, el ritmo,la dinámica de las frases.

El artículo cumple todo esto y además trae una narración intere-sante que me da qué pensar, y de la que escribo aquí ahora algunasre�exiones.

Cuenta la autora con humor las peripecias que vivió al tratar decompartir con sus parejas sucesivas su amor por la obra de ThomasMann, y los intentos fallidos por hacer que ellos leyeran alguno de suslibros. Al �nal, ha desistido de mezclar sus relaciones personales consu pasión lectora, frustrada tras tantos fracasos. Hace bien, le digo yodesde aquí después de leer con gusto sus diatribas.

Pienso, además, que algo así no podría sucederme a mí, porquenunca se me ha pasado por la cabeza traer al terreno de la literaturaa ninguna de mis parejas. La mayoría no eran apenas a�cionadas a lalectura, otras sí pero de una manera distinta a la mía, pero en cualquiercaso eso da lo mismo, porque aun si hubiera habido coincidencia nocreo que hubiéramos compartido estos asuntos. No es la literatura paramí algo social, sino personal. Y por eso mismo, tampoco habría tenidoninguna importancia, no habría hecho la relación mejor o peor, ni lehubiera dado más profundidad.

Irene siempre ha sabido de mi interés por los libros, es algo evidente,pero ahora va descubriéndolo más en detalle; le he contado algunas deesas historias de mi infancia como lector precoz, me ve siempre conun libro entre las manos, y algún día ha confesado sentirse un pocoabrumada por ello, por no ser ella una lectora tan pasional y leer muchomenos que yo. Es un miedo sin fundamento alguno, porque ya digoque no le doy importancia a esta clase de cosas. Más aún, siempre meha parecido que las pasiones y a�ciones de cada cual no tienen peso enuna relación, salvo si la di�cultan. La única pasión que cuenta es la queexiste hacia el otro, todo lo demás es mero paisaje.

* * *

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Me levanté con menos ganas de lo esperado y con algo más denervios. Me habían citado a la hora de la comida para que comiéramosallí mismo, en las o�cinas de la empresa, y después hiciera mi charla.Conforme se fue acercando la hora, empecé a animarme un poco más yse me quitaron las preocupaciones, que la verdad es que no se bien aqué venían, porque aquel era un grupo sin presión alguna y la charlauna de las menos relevantes que he dado nunca. A veces me preguntopor qué acepto compromisos así, por qué hago esta clase cosas quepodría evitar sin sentir que he perdido algo en la vida, y que, bienmiradas, no aportan tanto. Será que uno tiene la convicción, sin saber elporqué, de que también esta colección de experiencias nada reseñablesvan construyendo mi vida y son, a su manera, necesarias. Pero sí, mivida está llena de momentos en que me pregunto por qué no me habréquedado yo en casa, con mi vida rutinaria, siendo ademas que esta mesatisface y no necesito nada más para hacerla interesante.

En �n, que fui a dar la charla. Me recibieron bien, me invitaron acomer, y después hablé para unas quince personas, todas muy atentas ycon aire de estar disfrutando. Muy cómodo y agradable todo. La charla,como ya escribí aquí, fue sobre mi experiencia hablando en público, yconseguí meter una buena colección de anécdotas e historias, de formaque quedó un buen equilibrio entre el valor algo didáctico y el entreteni-miento de un cuentacuentos. Contento con la forma en que lo resolví,la verdad. Planteé una equivalencia entre lo que supone desarrollar unapresentación a partir de una serie de transparencias, como es lo habitual,y el desarrollo de una pieza de jazz, y con ello di algunos consejos y habléde los elementos que hacen que uno sea buen improvisador (o buenorador), a saber: repetición, uso de patrones, control de la dinámica,capacidad para leer de antemano el contexto armónico de los compasesque restan, esa clase de cosas. Terminé con anécdotas rusas, entre ellasla de una vez que me invitaron a hacer una �esta dentro de un enormetanque de almacenamiento de agua caliente abandonado (en Rusia,la red suministra tanto agua fría como caliente), que era una cúpulade metal completamente a oscuras, con un eco tremendo, y en la quecada cual simplemente hacía lo que quería durante unas cuantas horas,tras haber llegado hasta allí reptando por una tubería. Esta historia,

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extravagante, curiosa y muy rusa, sé que nunca falla, aunque hasta hoyno la había contado más que en privado y nunca ante un público.

Hubo preguntas al �nal, todas ellas interesantes, lo cual es buenaseñal. Me preguntaron cuánto tiempo había tardado en preparar y en-sayar la charla, y también cómo componía mis presentaciones, si seguíaalgún procedimiento para estructurarlas y darles guión. A nada de estosupe responder con precisión, porque todos estos procesos creativosson algo muy difuso que no sucede solamente frente al ordenador, sinoque uno se echa algunas ideas encima, las va rumiando, y llega un mo-mento en que le viene la idea feliz de cómo articularlas, el hilo narrativo,los giros, y después ya es sencillo darles forma. También el ensayo deestas actuaciones es algo que sucede de forma fragmentada, porque unova pensando frases y hablando consigo mismo cuando no tiene nadamejor que hacer, y yo trabajo mis presentaciones sobre todo cuandosalgo a andar, repitiéndome las partes más interesantes no sin un puntode orgullo. En �n, que no es fácil computar el tiempo que a uno le llevaesta labor ni darle a otro pautas para que opere de la misma manera. Separece mucho a la forma en que escribo estas entradas, que van con-migo durante todo el día, igual que lo hace mi deseo de encontrar laspropias historias de mi vida, y luego al sentarme a escribir lo que hagoes simplemente materializar todo eso.

Al acabar la presentación, volví pronto a casa de Irene y no tuveesta vez ese vacío post-triunfal de otras ocasiones.

* * *

El Metro debe ser el único lugar de Madrid que me agrada. Siempreme sentí cómodo en él, lo preferí en lugar del autobús sin saber real-mente el porqué; hoy incluso empiezo a verle cierto encanto, un valorcomo lugar y no como transporte.

No hay lugar más pausado de la ciudad, ni al que le vaya mejorla lentitud y el detenimiento. Todo el mundo va con prisa, es cierto,pero el espíritu de esas estaciones y esos trayectos es calmo, se presta a lacontemplación y a otros ritmos; la velocidad del mundo no le quita susosiego, de la misma manera que el pajarillo alborotado o la ardilla quecruza el camino corriendo no le restan reposo al campo cuando unopasea o se sienta a sestear bajo un árbol.

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Qué corran los demás, se dice uno a sí mismo cuando no lleva prisa,que yo me siento al margen a observar lo que va moliendo el mundo porestos rincones. Y sin detenerse, siguiendo su recorrido por el margen deese �uir de gentes, va armando su paisaje y su descanso.

* * *

El domingo, último día antes de volver a Francia, lo pasé con mispadres en casa. Buen día para verles, muy caluroso, perfecto para darseun baño en la piscina y quedarse dentro el resto del tiempo, refugiándosedel sol.

Me llevó Irene a mediodía y desde ahí se fue a casa de sus padres, acumplir ella también con sus obligaciones familiares. Quedamos en quea la vuelta, cuando pasara a recogerme, entraría y saludaría, para que nopareciera que rehuía el encuentro con mis padres. Era una forma ligerade que se conocieran, algo informal y breve, sin ser una presentaciónformal o un encuentro premeditado, que es algo que sobre lo que hemoshablado alguna vez y que creemos que aún debe esperar.

Vino algo nerviosa, según dijo luego. Que a estas edades y coneste bagaje a las espaldas a uno le incomode conocer a los padres de supareja no deja de ser algo gracioso y un tanto ridículo. Se ve que hayciertas cosas en las no acabamos de dejar atrás nuestros años de juventude inseguridad. Yo, al contrario que ella, tenía con�anza e incluso unpoco de orgullo, algo que se podría también decir que era un tantoadolescente y ridículo.

Echó un vistazo rápido a la casa, le enseñaron un puñado de cosas —fotos, algunos de los trabajos en madera de mi padre— como por haceren unos minutos el resumen de toda la familia, y mi madre habló algosobre mí mezclando el elogio con esos reproches suyos en los que ponetanto o más afecto que en las buenas palabras. En cinco minutos noshabíamos ya despedido y estábamos fuera en el coche los dos felices, ellapor haber superado el episodio holgadamente y yo por sentirla un pocomás cercana después de este primer contacto familiar. Mero trámite,pero muy agradable para todos, o eso creo. Lo esperable, por otra parte,porque ella en realidad llevaba la partida ganada ya de antemano. Mispadres son poco dados a hacer juicios, lo que les importa es verle a unocontento y ver que la cosa augura más bienestar que tragedias, y aunque

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yo no les haya dado muchos detalles de forma explícita, me conocenlo su�ciente como para darse cuenta que en eso Irene viene con unhistorial inmejorable.

Tenían mis padres en casa una de mis guitarras, la que en su díarompió Inés y que ahora no uso. Se la trajeron de Francia la última vezque vinieron a verme, porque para tenerla allí cogiendo polvo les dijeque mejor dejarla en Madrid y así tener aquí un instrumento ahoraque vengo tan a menudo. La idea era dejarla en casa de Irene, así quela recogí y nos la llevamos con nosotros. Al llegar, me dijo que no mehabía oído tocar casi nunca, y que si podía tocar un poco para ella. Hiceun pequeño concierto, y fui yo entonces quien se puso nervioso.

* * *

De qué manera tan curiosa se sinergian a veces los lugares en susbellezas. El lugar hermoso que dejamos nos prepara para disfrutar lasbondades de otro destino. Más que sinergia, uno diría que hay herman-dad, que esas bellezas distantes se hermanan, que uno va de un lugar aotro y se lleva consigo la belleza que supo ver en aquel, y esta trae unmensaje para su compañera de aquí, que viene a decirle que saque susmejores galas, por ser este momento propicio para dejarse ver con ellas.

Venía yo con la alicaidez habitual de estas transiciones; ya se sabe,la pena por acabar los días con Irene en Madrid, que aunque tengamosya asumido que ha de ser así y sea para nosotros una rutina inevitable,ello solo sirve para quitarle el dramatismo a las despedidas y no puedeevitar la pesadumbre. Iba por el camino convenciéndome a mí mismode que mañana tendría a Inés, de que entonces empezaría la otra mitaddel ciclo y que allí recuperaría la felicidad, una distinta, sin duda, peroigual de intensa. La casa era un alto en ese camino, quería sin más llegary descansar, y no pensaba en que tuviera ningún signi�cado, al menoshoy. Pero el paisaje traía otros planes para mí.

La hierba había perdido algo de ese verdor primaveral, sin agostarseaún pero ya con un bronceado saludable. Ni derrotada ni demasiadopoderosa, sin intimidar ni dar lástima. Los pájaros cantaban de maneraordenada, sin robarse espacio ni protagonismo, como si hubieran que-dado en el escenario del jardín solo los necesarios para llenar el aire detrinos muy discretos. No había exageración ni exuberancia; el mundo

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parecía bien a�nado, mínimo, exacto, óptimo. Aquello no podía mirar-se más que de manera tranquila y segura, porque era uno de esos díasen que uno habla con los colores del mundo de igual a igual.

Duró poco todo esto, porque era ya tarde y vino en seguida la noche.Los dorados del atardecer podían haber sido más jugosos, y el cielo pedíarojeces algo más imponentes, pero también en esto fue comedido elpaisaje y lo dejó marchar pronto sin querer ostentar demasiado.

Llegó entonces otra belleza distinta: la del silencio. De pronto unoquiere escuchar y se encuentra con que allí no hay nada, que sin quese diera cuenta se han ido callando los pájaros y los grillos y el viento yhasta esos murmullos algo siderales que siempre andan ahí y no se sabea qué obedecen. Lo decía el ultimo amigo que vino de visita hace unpar de semanas, él que es de un pueblecito de Burgos y conoce bien lapaz del rural: el silencio aquí es más imponente que aquel suyo, estetiene un semblante más �rme, como de verdad inquebrantable. A míme parecía algo exagerado, sería porque no acertaba a imaginarme lasnoches de su pueblo burgalés mucho más ruidosas que estas, o porla mera costumbre, pero hoy diría que tiene razón. Hay algo en lossilencios que no es cuestión de volumen o decibelios, una cualidad quelos hace más o menos valiosos, más o menos solitarios, más cómodoso más arduos de escuchar para quien teme oír en ellos el ralenti de suspropias emociones.

Así pues, reincorporación rápida en estos mis territorios, de losque uno casi sin quererlo se había ido distanciando, pero que vienen areclamar su importancia de la manera más e�caz: con la mano izquierdade la belleza.

* * *

¿Por qué sigue uno cerrando cuando está solo la puerta del baño,la de su habitación por las noches, e incluso se sorprende a veces a símismo echando el pestillo? Mera cuestión sentimental: el ejercicio de laprivacidad trae la ilusión de la compañía. Saberse tan libre y solo comopara no necesitar ocultarse en esos momentos no es sencillo de asumir.Así que seguimos con las rutinas aunque no tengan sentido, sobre todosi son de esta clase y sugieren a su manera una presencia que no tenemospero que desearíamos.

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No hay vida que no tenga alguna de estas presencias invisibles, ycada cual se procura sus fantasmas como mejor puede.

Para no perder el vínculo con el mundo y no sentirse solo, nadamejor que inventar enemigos, empuñar un arma frente al vacío, atrin-cherase como si allá fuera hubiera todo un mundo de otros que piensanen venir algún día a por uno.

* * *

Antes de irme a España, le faltaban aún señales al verano para anun-ciarse completo. Había venido ya el calor y el paisaje tenía tintura deestío, pero en la gente no había todavía símbolos de la estación. O, másbien, lo que no había era gente, que en esta vida mía del pueblo apenasme cruzo con nadie, y así cómo va uno a ver símbolos si ni siquiera veapenas un puñado de personas a lo largo de toda la semana.

Me fui a Girona y allí de pronto todo era con�rmación indudabledel verano. La calle estaba llena de rasgos inequívocos: sandalias, mangascortas, faldas, los turistas en evidente actitud veraniega paseando conuna botella de agua fresca en la mano. Después Madrid, donde la mismaestampa vino a rubricar con mayor énfasis esta certeza.

Volví a casa y el tiempo retrocedió. Día caluroso, comí en el jardínbajo el tilo, huyendo de un sol sin duda estival y en plenas facultades.Pero era solo la mitad de la identidad de este verano, el resto seguíasiendo primavera, o una tierra de nadie extraña hecha de piezas sueltas;le faltaban de nuevo aquellos símbolos evidentes.

Entonces llegó ella. La fui a buscar y me recibió con aire de juegoveraniego y un color de melancolía resuelta. Emilie la había vestido esamañana con unas ropas muy ligeras que tenían sabor a julio y agosto, avacación, a descanso.

Salimos a pasear al �nal de la tarde, cuando ya no apretaba el calor.Hizo lo de costumbre, es decir, leer el pueblo y contarlo de viva voz,con algunas frases nuevas y giros, con las palabras y la soltura que traíainédita de estos días pasados (sigue sorprendiéndome que, después deno hablar apenas en español durante dos semanas, en lugar de olvidarel idioma o costarle volver a él, lo hable mejor que antes). El de hoy erarelato de verano, no hay duda; ligero, libre, y no dejaba sin nombrarni uno solo de esos símbolos por los que la estación habrá de estallarcompleta en unos días.

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Otro bautismo juntos, otro inicio de algo antiguo que es ahora laprimera vez que lo enfrentamos ella y yo solos. Mientras queden ciclosasí sin repetir, mejor no creer que todo está ya superado.

* * *

No voy a negarlo, hay un cierto espíritu vengativo y revanchista enmis desempeños creativos. Crecer como músico o como escritor, lograralgo en estos mundos, me acerca a la posición en la que poder mirarpor encima del hombro a otros, desde la atalaya del creador que puedeargumentar su postura con su propio trabajo. Pero lo que quiero no esmostrarme superior, o presumir, o llenarme de petulancias, altiveces opresuntuosidades. Al contrario, lo que persigo es poder reivindicar queese arte puede existir sin miti�caciones autocomplacientes; mostrar queyo no creo en esas visiones rimbombantes del arte y la creación, que lamayor parte del tiempo no se trata más que de esfuerzo, y que crear esmás artesanía que arte, más terquedad que talento.

Quiero ser alguien para demostrar que componer o escribir algode valor puede hacerlo quien no es nadie, quien no cree en la élite delas musas, quien no tiene más que empeño y una punta de ilusión paraseguir en el juego.

* * *

Salto hacia atrás en el tiempo, y no hasta un tiempo agradable,precisamente. Vino Emilie a recoger a Inés como cada miércoles, seríaalgo antes del mediodía. Estuvieron jugando un rato, todo muy �uidoy fácil, pero a la hora de irse, Inés empezó a protestar y a decir quequería quedarse. Salieron al jardín y yo seguí trabajando, pensé quesería cuestión de tiempo y en breve la convencería para que se fueran.Pero seguían allí jugando y yo no decía nada, y cuando me di cuentaresultó que Emilie había decidido quedarse a pasar el día allí para noimportunar tanto a Inés. Tampoco lo dijo así, en realidad no dijo nada,pero se sobreentendía en su actitud, y de la misma manera se debiósobreentender que a mí no me importaba —aun sin ser cierto—, porqueno protesté, y cuando habría querido hacerlo ya era demasiado tarde.

A la hora de comer, preparé algo para Inés y nosotros comimos loque yo tenía ya hecho, aunque sin sentarnos los tres a la vez a la mesa.

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Me desentendí de Inés todo lo que pude, y como el día era bueno y nodemasiado caluroso, ellas pasaron casi todo el tiempo fuera.

Hace ya tiempo que no me incomoda la presencia de Emilie, niaquí ni en otros lugares. Podemos compartir el espacio y los juegoscon Inés sin problemas, en eso se podría decir que nuestro trato se hanormalizado por completo. Hoy, de hecho, no había incomodidad, yotrabajaba sin distraerme y no había tirantez alguna. Pero a pesar de ello,quedaba un poso incómodo, como de realidad que no ha de ser y de laque uno querría distanciarse; había algo que fallaba en esa escena, y yosolo esperaba que se acabara el día y empezar mañana uno nuevo en elque la vida fuera de nuevo algo tan solo de nosotros dos.

El problema era, me di cuenta entonces, que aquello parecía seruno de nuestros días familiares de antes, en particular de esos últimosdías juntos, cuando ya estaba todo decidido y la situación era extrañapor eso mismo, por saber ya que estábamos llevando una vida que hacíatiempo que no nos correspondía. Ahora, sin quererlo, la estábamosrecuperando por unas horas, y seguía sin correspondernos o lo hacíaaún menos que antes, todo ajeno y con sabor a préstamo indeseado.

Se fue al �nal de la tarde, en cuanto yo acabé mi última reuniónde trabajo y vio que ya podía ocuparme de Inés. Entonces el tiempoavanzó de pronto y me trajo de vuelta este presente, con sus luces ysus sombras, con sus convencimientos y sus arrepentimientos, y quéagradable era a pesar de ello volver a tenerlo, y qué sensación de calmala que me trajo.

Me ha dado miedo la idea de volver a mi pasado. No reniego de él,pero pensar en repetirlo me parece una idea espeluznante. Ningún otropensamiento me desagrada hoy como este, ninguna otra verdad en mivida de la que no quiera ya ser partícipe. Y creo que vengo a escribirahora solo para hacer que el tiempo corra, y alejarme así de todo aquellolo más deprisa posible.

* * *

No tenía nada especial que escribir hoy y aproveché para releeralgunas entradas recientes de este diario. Me sorprendió ver que enuna de ellas contaba exactamente lo mismo que en esta última, esasensación de recuperar el pasado familiar al estar con Emilie aquí, pero

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en aquella ocasión era ella y no yo quien sufría (o eso quise ver), y eraeso justamente lo que dejé escrito.

No es una entrada lejana, pero se me había olvidado haberlo escritoasí. Está, de hecho, tan cerca, que a efectos del diario se dirían conti-guas, porque si uno lee unas pocas páginas bien puede pasar por ambasen una misma sentada. Pero las emociones son completamente distin-tas, y el vuelco se produce —y he ahí lo sorprendente—con absolutanaturalidad.

Qué volubles son aún las impresiones que dejan esta clase de mo-mentos. Quizás no todo sea tan evidente y tan bien de�nido, sino másbien acotado entre ciertos límites, esos que nos permiten mantenerla cordialidad al mismo tiempo que sabemos que esta vida es distin-ta y el ayer un equilibrio imposible de recuerdos valiosos, rencores yarrepentimientos.

Lo que sí parece claro es que siempre al menos uno de nosotrosva a sentir en estos momentos esa clase de incomodidades; no parece-mos capaces de librarnos de ellas, sino en todo caso de desplazarlas ocompartirlas lo mejor posible. Diría que es un buen síntoma.

* * *

Otro paseo con Inés al caer el sol. Con estos calores, los días tienenalgo así como dos noches, dos periodos intransitables en que la vida hade suceder de puertas adentro o no suceder siquiera. Para compensar,el atardecer y el amanecer reintegran toda la libertad perdida, bastaríauno solo de ellos para satisfacer toda la necesidad que uno tiene de airelibre y espacio, de color y forma.

Me preguntó Inés por los girasoles de la parcela que hay a la salidadel pueblo. Se ve que le vinieron a la memoria los días hace ahora un año,cuando hacíamos paseos como este y recogíamos girasoles; primero las�ores ligeras y muy amarillas, y luego ya llenas de pipas, tan pesadas queapenas se sostenían sobre los tallos, y ella al cabo de unos minutos me lasdaba para que yo las llevara, fatigada de sujetarlas. No hay girasoles ahora,porque en su lugar crece esta vez el trigo, uno de espigas blanquecinas ymuy plumosas, todas de la misma altura, y el campo tenía a esas horasaspecto de algodón, como un mar de nubes nutritivo.

Se lo expliqué y ella preguntó que cuándo volverían a crecer allí,y como no supe responderle, cambió de tema. Me quedé yo entonces

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pensando en estos cambios, en el girasol que hoy es trigo y mañana quiénsabe, todo ello un ciclo errático que ella y yo desconocemos, donde laspiezas del paisaje siguen todas un mismo ritmo —el de las estaciones yel tiempo—, pero cada cual obedece sus episodios de manera distinta.

Las ciudades y los pueblos grandes tienen paisaje de ciclos largos,que cambian en cuestión de décadas, acaso cuando un edi�cio mudaen otro o sucede algún remoce urbanístico de ese calibre. Son la tramay el contenido los que juegan al ciclo corto; la ciudad se reinventa a símisma sin modi�car apenas su escenario, solo algo de maquillaje devez en cuando y dejar que sean quienes la habitan los que obren en símismos el cambio. Aquí sucede al contrario: el paisaje se redibuja sindescanso, saltan los colores de una parcela a otra, pero el relato de lasgentes viene a ser el mismo de ayer o avanza tan lentamente que unono lo advierte hasta que ya ha olvidado la verdad anterior.

—¡Esto no es una �or como la del girasol! —se queja Inés cuandocorto una espiga de trigo y la pongo en su mano.

Junto a un niño, qué ridículo se siente uno hablando de tiempos,cambios y evoluciones.

* * *

Algún día, mi hija no creerá las cosas que yo he visto.

* * *

Le trajeron mis padres la última vez que vinieron una casita de telaque tiene montada en su cuarto, como una tienda de campaña. Se metedentro de ella a jugar y a veces dice que quiere dormir ahí algún día.

Acababa de ver unos dibujos animados con la historia de los tres cer-ditos, su favorita de estos días. La llevé a la habitación y la dejé jugandoantes de que se durmiera. Yo me volví al salón a leer.

—¡Papá, estoy en la casita de los tres cerditos! —me gritó.—¿Cuál? ¿La de paja, la de madera, o la de ladrillo?Se quedó pensándolo unos segundos.—No lo sé.Me la imaginé dentro de la cabaña, tratando de dilucidar esta cues-

tión e imaginándose ella misma parte del cuento.

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Entonces la oí soplar. Resoplaba muy fuerte, se llenaba los pulmo-nes y echaba el aire con un sonido muy teatral. Repitió sus soplidosmedia docena de veces, cada vez con más entrega.

Se acercó a la puerta de la habitación y asomó la cabeza.—La de ladrillo —sentenció.

* * *

Soledad jugosa la de hoy; en días así este pueblo sabe convencerle auno de que no hay mejor opción que convertirse en ermitaño y disfrutarde la vida en completo ensimismamiento. A las penurias mitigadas yamigables nos ofrecemos voluntarios con más facilidad, y esta soledadde aquí es de esta clase: imposible imaginarse aislamiento más dulce.

No habíamos hecho nada en todo el día más que jugar en el salón,leer y hablar. El calor no nos dejaba tampoco mucho margen de ma-niobra para este sábado. Salí a tender una lavadora y la tranquilidadera absoluta. No se oía ni un alma y parecía que uno se ocupaba de sustareas en mitad de la nada, lo que le daba a estos quehaceres domésticosun aire algo irónico, como de futilidad e incongruencia. El olor de laropa limpia venía a poner un adorno dulce, y era casi agradable cumplircon esta labor, más aún pensando que en apenas unas horas ya estaríatodo seco y listo para recogerse.

Salió conmigo para curiosear y se quedó mirando sin participar.Cuando acabé, me miró y y se le puso en los labios una sonrisa pícara.Después entró en casa sin decir nada.

Por la tarde hicimos nuestra única salida del día: a Vic para ver sicomprábamos en la farmacia algo para ella, que llevaba más de tres díassin ir al baño. Le divertía el viaje, sobre todo cuando preguntaba la razóny yo se lo explicaba.

El pueblo parecía un poblado fantasma. El aparcamiento a la en-trada estaba desierto, y por la calle podíamos pasear por el centro sinpreocuparnos de los coches. En las dos terrazas de la plaza, la comitivade una boda disfrutaba de la tarde tomando unas cervezas, todos ellosmuy arreglados y demasiado abrigados para el calor que hacía. Másallá de eso, el ambiente era el de un abandono tan desangelante comohermoso. Y las farmacias, inesperadamente, estaban ambas cerradas.

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De vuelta en casa, aprovechamos el �nal de la tarde para ducharnoslos dos en el jardín, de nuevo en silencio, con la sensación de que aquelloera innecesario, porque para qué iba a querer uno asearse si el mundoya había llegado a su �n y solo quedábamos en él nosotros.

* * *

El domingo tampoco salimos de casa, salvo al �nal del día paradar una vuelta por el pueblo antes de que fuera la hora de acostarla.Por supuesto, no encontramos señal de vida alguna y nos paseamoscomo conquistadores, aunque nuestra conquista fuera de lo más inútily carente de valor, como reyes sin súbitos a quienes no les queda ya másdominio que el de su devaluado abolengo.

Inés se paró a jugar en la escalera que hay junto a la salle des fêtes,y yo me senté cerca y vi caer la tarde frente al espectáculo hermoso yparadójico que hacían allí hermanados esos dos milagros tan distintosque son el crepúsculo y la infancia.

* * *

Hay reconciliaciones de una belleza tal que incitan al odio, a lahostilidad, a llevar el desacuerdo hasta el último punto antes de queel desprecio se haga irreversible. Enemigos de la paz no son solo losviolentos, sino a veces también los hermosos.

* * *

Fui yo quien le vio y se acercó a saludar. Él andaba distraído estu-diando dos paquetes de arroz y tratando de elegir uno de ellos, es de esaclase de personas que hacen cosas así en el supermercado, meticulosos yconcienzudos. Se le quedó cara de incredulidad, como si hubiera vistoun fantasma. Cuando se recuperó de la sorpresa, todo lo que acertó adecir fue «¿Qué haces aquí?», y no parecía siquiera esperar respuesta aaquello.

Hacía algunos meses que no nos veíamos, desde un ensayo quehicimos en su casa. Era la época en la que yo acababa de empezar conesta rutina de compartir mi tiempo entre aquí y Madrid. Después deesa ocasión, me llamó algunas veces para ensayar con el grupo, como

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hacíamos habitualmente, pero siempre coincidía que yo estaba en Es-paña o a punto de irme. Un día dejo de llamar, y yo siempre me decíaque estaría bien ponerme en contacto con él para que quedara claroque ahora me era más difícil seguir con el grupo, explicarme un poco,pero nunca di ese paso.

Al parecer, habían interpretado a su manera la situación y creían queyo había abandonado esto de�nitivamente y que ahora vivía en Madrid.Su gesto, estaba claro entonces, traía un aire de reproche, y la preguntaen realidad quería decir «¿Qué haces viniendo al supermercado si tú yano vives aquí? Y si no es así, ¿por qué no nos has llamado para quedar atocar como hacíamos antes?».

Me supe culpable de no haber concluido bien aquel compromisodel grupo, pero no sentía culpa alguna. Las tragedias le hacen a unoegoísta y le sirven para excusarse detrás de ellas. Ahora que he recuperadouna cierta estabilidad, podría volver a ensayar con ellos aunque solofuera alguna vez en los días que ando por aquí, pero la verdad es quedespués de esta desconexión ya no le veo sentido. Y como todo esto llegaa raíz de esos días inseguros y tristes, de esos sufrires y esos desajustespor los que uno ha pasado, da la sensación de que los demás no puedenjuzgarle y lo que se siente es indiferencia y una cierta prepotencia. Laparadójica soberbia del desdichado, a veces tan peligrosa o más que lapropia desdicha.

Me dijo que ahora tocan con otro guitarrista, un amigo suyo alque yo ya conocía, y que al parecer ha aceptado ocupar mi puesto. Meinvitó a llamarle un día y pasarme a otro ensayo. Yo le dije que sí, queesta semana ya no puedo y luego me voy a Madrid de nuevo, pero quea la vuelta lo intentaría. Ninguno de los dos decía lo suyo con muchoconvencimiento.

Lo venía pensando en el coche, de camino desde el supermercado,y sabía que esto no valdría más que para sacarme una historia y llenareste par de páginas. El resto desaparecería de inmediato y todo volveríaa ser como antes. Llegué a casa, me encerré y lo que sentí fue un deseode no salir del pueblo en los días que me quedan aquí. Y nada de culpa.

* * *

Calor insoportable, las temperaturas son exageradas, más propiasde agosto o incluso demasiado altas para cualquier mes del año. En

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España no se habla de otra cosa, esta ola de calor al parecer está batiendotodos los récords y haciendo la vida imposible por allá. Aquí no es tandramático, pero no hay duda de que lo sufrimos igualmente. Hoy caíayo en la cuenta de que apenas corto la hierba; está toda agostada y nocrece, sigue igual que la última vez que pasé la máquina. El verano esépoca de panoramas tristes, y este se augura malo en ese sentido. A estepaso no quedará pulsión alguna en el paisaje.

Voy a recoger a Inés y hablo de esto con Christine. Ella tambiénse �ja en la hierba, aunque de una manera distinta a la mía: dice quele gusta andar descalza por ella, pero que ahora está tan seca que se leclava en los pies y le resulta incómodo. Dice que antes eso en junio nopasaba.

Empezamos entonces con las comparaciones y las memorias: quesi el cambio climático, que si no recuerda nada igual, que si cada año lacosa va a peor. . . la clásica conversación hecha de relates manidos.

—Yo un calor así en junio no lo he visto aquí antes —le digo.Ella me da la razón mientras Inés recoge sus peluches.Salgo por la puerta y me doy cuenta de lo ridícula que es esa frase

dicha por mí. No llevo aquí ni siquiera cinco años y hablo como unabuelo que hubiera vivido en este pueblo toda su vida, como si el tiempofuera tanto que ya uno ni siquiera recordase bien los detalles de eseantaño y todo le pareciera excepcional aun sin serlo. La necesidad debuscarse pertenencias y raíces, más inamovible y poderosa que el ciclomismo de las estaciones.

* * *

Teníamos reunión con la directora del colegio a mediodía, unode esos raros asuntos administrativos que uno hace con gusto, por loagradable que es y por además saberlo único y signi�cativo. Inés ibaemocionada, con su ánimo clásico de toda excursión, y Emilie y yotambién contentos, con entusiasmo y cordialidad, porque a ambosaquello nos parecía también emocionante y motivo de orgullo. O eso, almenos, creo yo, aunque ahora esta clase de cosas ya no las compartimosni las hablamos entre nosotros, así que tiene un poco más de misterio.O de literatura, según se quiera ver.

Era la hora a la que los niños salían de clase, y cuando Inés los viosalir se lanzó hacia ellos a pesar de que los de ese ala del edi�cio eran

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los de la escuela primaria y le doblaban la edad. La miraron como aalgo raro, más aún cuando la oyeron hablarme en español, pero a ella ledio igual. Se acercó a una niña que tenía una camiseta con lentejuelasy le preguntó por aquellas cosas brillantes. Ella no respondió. Se fuedespués a por un niño gordete de unos ocho o nueve años, con cara deser el tipo duro de la clase.

—Petit enfant, tu t‘apelle comment?El niño, algo descolocado con la pregunta, se creció y puso cara de

líder antes de responder, arrogándose el rango dudoso de la edad.—Je m‘apelle Cantin.—Et moi. . .moi j‘ai un doudou.Le enseñó el peluche y el niño ya no supo que decir.La directora era un mujer encantadora, y todo lo que nos contó

fueron cosas amables: algunas instrucciones breves y fáciles de cum-plir, algunas ideas sobre el funcionamiento del colegio y unas pocasexplicaciones acerca de cómo continuar con los otros trámites que aúnnos faltan. Inés, mientras tanto, con poco interés por estos asuntos,no hacía más que pedirnos que la dejáramos volver al patio para seguirjugando con los niños.

Salió pronto en la conversación el hecho de que Emilie y yo estamosseparados, pero fue algo muy natural, nada de tragedia. La directora nole dio importancia (sorprender a un profesor en esta clase de cosas estan poco probable como asustar a un médico con nuestras heridas, pormuy aparatosas y desagradables que nos resulten a quienes no tenemoscostumbre de verlas). Simplemente nos contó algunas cosas a tener encuenta para los papeleos, sin que nada hiciera que aquello pareciera máscomplejo en nuestras circunstancias que en otras.

Los niños ya no estaban cuando salimos, se habían ido todos a casa yen el patio no quedaba más que el calor as�xiante del verano. Estuvimosunos minutos jugando los tres en la pradera frente al castillo y luego yovolví a casa. Inés se quedó con Emilie, porque hoy se celebraba el díade la música y Michael me había pedido ir a tocar al bar por la noche.La despedida fue fácil, y también lo fue explicarle que mañana volveráconmigo. No hay ya en estos trasiegos extrañeza ni pesadumbre, y eso,más que ninguna otra cosa, es lo que normaliza nuestras dinámicasaunque nosotros mismos no hayamos terminado de convencernos por

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completo. O, al menos, eso es lo que me pasa a mí, que ya digo quela parte de Emilie ahora solo puedo intuirla y no tengo intención decorroborarla.

Hablemos de la noche y el concierto. En el cartel de la tarde estába-mos Ken y David con sus guitarras y su repertorio de folclore americano,un chico que hacía versiones de canciones populares francesas, y yo.Tocamos en la calle, con un calor insufrible pero aun así con la gracia rús-tica y cotidiana de esa terraza, que como escenario no vale mucho peroen la que a uno le parece que tiene siempre encanto hacer su música.

Empezaron Ken y David, que venían esta vez con sus mujeres ysonaban mejor que nunca, con unas armonías entre los cuatro muyhermosas y bien equilibradas. Trajeron mucho material, un desplie-gue aparatoso de altavoces, ampli�cadores, micrófonos, pedales y otrosaparatillos. Mientras lo montaban, yo hice un pequeño concierto es-pontáneo para las tres o cuatro personas ya que estaban por allí, entreellas un violinista que se animó a improvisar conmigo y sacó inclusouna armónica y me pidió que le acompañara con un blues. Luego me dicuenta de que ya le conocía; había venido a una de las sesiones irlandesasy al �nal nos habíamos quedado él y yo solos tocando. La cara no me erafamiliar, pero la forma de tocar sí, porque era zurdo y cogía el violín deuna manera poco corriente, y el sonido era muy cálido. Lo sorprendentees que él no se acordara de mí, que soy más fácil de identi�car. Y si lohizo, no dijo nada, igual que yo.

Mi actuación fue la segunda de la tarde. Quedó un poco deslavaza-da, la hice sin mucho convencimiento. El público era muy malo, ruidosoy poco atento, y a esas horas no estaban por la labor de entregarse aun concierto de guitarra. Me ayudó a darle algo de vida al espectáculoel violinista, que se animó a tocar conmigo algunas canciones. Unaimprovisación algo desordenada a ratos, pero más que su�ciente. Aunasí, tampoco cambió mucho la cosa, estábamos tan poco entregados losmúsicos como el respetable, y con la sensación de que los unos eramosprescindibles para los otros y viceversa.

El último concierto empezó cuando ya era de noche, con una tem-peratura más refrescante. No es que eso tuviera mucho efecto en elpúblico, la verdad. Allí seguían ellos, con sus bebidas y sus conversa-ciones, y a pesar de que las canciones eran más animadas y el chico se

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esforzaba en hacer pequeños discursos entre ellas, no parecía que nadietuviera más interés que antes.

Lo bueno, como siempre, vino después de los conciertos y fueradel escenario. Michael me presentó a un grupo en el que había unachica de mi edad y dos hombres de unos cincuenta años, que al parecerestaban interesados en la parte «�amenca» de la tarde (a Michael leencanta anunciarme así, se ve que confía en el efecto comercial queha de tener darle algo de exotismo y aspecto folclórico al asunto). Sehabían perdido mi número, y Michael me invitó a que lo repitiera ehiciera otra pequeña actuación, pero yo no tenía ganas. En lugar de eso,me los llevé dentro, nos pedimos una ronda de cervezas y nos pusimosa hablar. Yo tenía la guitarra e iba tocando algunos fragmentos, algunaque otra pieza completa, y les contaba cosas de estas canciones, o de�amenco, o de lo que se me iba ocurriendo. Acabamos hablando deasuntos que nada tenían que ver con la música, pero sin que yo dejarade poner hilo musical a la conversación, porque con una guitarra entrelas manos no es fácil mantenerse callado.

Fuera, el violinista se había unido con el chico francés e improvisa-ban entre las mesas. Cuando salí, cogí mi violín y me uní a ellos. Ahorala gente empezaba a responder mucho mejor: todos prestaban más aten-ción e incluso participaban o dejaban algún comentario amable. Lamúsica cercana no deja lugar a la indiferencia, esa es su principal virtud.El escenario es completamente opuesto, exige atención, y si uno nose esfuerza en ello, lo que sucede en él pasa de inmediato a un segun-do plano. Hoy todos los músicos estábamos más cómodos fuera de laplatea, reivindicándonos en la distancia corta, y los conciertos habíanservido para poco más que para darnos a conocer y que desde allí yapudiéramos dar lo mejor de cada uno en esa �esta posterior.

Se acercó una mujer y preguntó si conocíamos una canción irlan-desa (no recuerdo el nombre). No nos sonaba a ninguno, pero le dioigual, pidió que le hiciéramos unos acordes cualesquiera e intentára-mos acompañarla, y se lanzó al cante sin miramientos. Qué voz la suya,casi operística, imponente, nítida; nos cogió a todos de sorpresa. Y lomejor era la espontaneidad con la que cantaba, todavía más relajadaque nosotros mismos, con tal desparpajo que parecía que en cualquiermomento iba a pararse y volver a su mesa, dejando la canción a medias

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cuando le parecía que ya había cantado su�ciente y sin importarle elresto de los que allí estábamos. Acabó la canción y volvió a su mesa,dejándonos con ganas de más. Uno de los hombres que estaban en sugrupo pidió la guitarra y se puso a tocar algunas cancioncillas tambiénirlandesas. No tenía apenas voz y rasgueaba sin mucho arte, pero sumúsica era simpática y sobre ella podíamos añadir algunas �oriturascon los violines, y todo el mundo parecía disfrutarlo, algunos inclusohaciendo unos coros también pobres pero agradables. La mujer, por suparte, de vez en cuando se unía a la canción y su voz llegaba arrollando,imponiéndose a todos los otros instrumentos y voces, pero sin violencia,algo impresionante. Cuando se cansaba de cantar o le apetecía dar otrotrago de su cerveza, se paraba aunque dejara alguna palabra a mediocantar, como si le diera igual cómo sonara aquello, y la canción se hun-día de inmediato. Con esta dinámica saltarina hicimos un pequeñorepertorio y no hay duda de que pasamos un buen rato.

Noche muy oscura y estrellada en el camino de vuelta a casa. Sa-tisfecho pero sin ganas de repetir a corto plazo; con un rato así desocialización y música me basta para una temporada.

* * *

Escuchar una historia es ser narrador involuntario de esta, porquetan importante es lo que le llega a uno como lo que él mismo se cuenta.La historia trae su trama y lo que con ella haga quien nos la relata, perola matizamos con nuestra propia narrativa y nuestro contexto.

Me escribió Anna para contarme una historia suya reciente. Pareceque anda en una de esas épocas en que la vida concede más dramaturgiade la habitual, porque cada día tiene una nueva aventura que compartirconmigo, a cual mejor. Yo estoy en un periodo opuesto, todo es tran-quilo últimamente, así que nos coordinamos bien y ella tiene además lasatisfacción de compensar otros tiempos en que era yo quien nutria denarrativa esta amistad nuestra.

Resulta que está trabajando con grupos de turistas, haciendo detraductora y encargándose de llevarles por la ciudad. Tenía ayer ungrupo de mexicanos, la mayoría de ellos hombres con posibles y unacierta edad, y los acompañaba durante la cena en un restaurante depostín. Se levantó uno de los mexicanos y fue a hablar con una chica

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joven que comía sola en una mesa contigua. Allí se hizo entender comopudo ante la mirada de los otros, que seguían con interés las andanzasdel espontáneo galán, y al �nal, por decisión consensuada de todos ellos,le formularon a la muchacha una invitación para que les acompañara.Esta parte, claro, le tocó hacerla a Anna. Se acercó a ella con actitudcercana, distendida, por aquello de la edad similar de ambas, y le explicóquiénes eran esos señores, el trabajo que ella hacía, y que no tenía quepreocuparse, que eran buena gente y le pagarían su cena y las bebidas sies que le apetecía unirse en lugar de seguir sola. Ella aceptó, y en unosminutos se entendieron como viejas amigas y empezaron a contarse lavida, mientras los mexicanos andaban contentos de tenerla en la mesa.

En un momento de la conversación, cuando ya habían cogido con-�anza, la chica le preguntó:

—Oye, ¿pero esta gente va a querer follar?Le contestó de inmediato, espontáneamente, sin ver nada raro en

aquella frase, por estar metida de lleno en su papel de amiga reciéndescubierta y ver a la otra como una igual.

—Pues supongo que no les importaría, claro. ¡Todo el mundoquiere! —le dijo riéndose—. Pero tú tranquila, son muy majos, no tepreocupes.

—No, quiero decir que, si quieren, que no pasa nada, que me parecebien si me pagan.

Empezó a entender Anna entonces el asunto, y la jovialidad sele tornó preocupación. La chica le había contado que estudiaba enla universidad, así que pensó que tal vez hacía aquello para pagarselos estudios, la imaginó pasando por toda suerte de penurias, armóen su cabeza una tragedia completa en tres actos y siete cuadros, y seapenó tanto de la muchacha que incluso tuvo con ella algunas palabrascondescendientes.

—Diles que cobro seiscientos euros por un par de horas, o mileuros por toda la noche —le dijo la chica.

Después le habló de que no estaba tan mal aquello, y de que le dabaigual acostarse con aquel mexicano calvo y cincuentón que con alguienmás apuesto.

Ahí Anna ya no supo qué contestarle. Había empezado a sentirpena por ella hacía un par de minutos, y después de oír aquello ya se

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estaba arrepintiendo y cambiando su perspectiva una vez más. Y comono tenía más que decirle, la otra, viendo que Anna no andaba escasade virtudes y atractivo, acabó proponiéndole unirse al gremio con elargumento de que no habría de irle mal con su belleza y sus dotes paralos idiomas. Por si no le convencía aquella opción, le dejó una tarjetade visita y le dijo que le daría una comisión por cada cliente que leconsiguiera.

La muchacha se tomó unas bebidas con los mexicanos, y al cabo deun rato, viendo que nadie estaba por la labor de solicitar sus servicios,se fue a seguir con el negocio en otra parte.

Todo esto me lo ha contado apresuradamente esta mañana en unrelato atropellado, casi como si acabara de sucederle en ese mismo mo-mento. Lo contaba con risas y sorpresa, pero también con algo de ver-güenza por lo ridículas que le parecían algunas de sus intervenciones dela noche. Yo acababa de dejar a Inés en casa de Christine y trataba devolver al trabajo. El paisaje al otro lado de la ventana era de una lentitudy una pesadez angustiosa, bochornoso ya a esas horas, desierto comonunca. Allí, escuchando tales aventuras frente a esa estampa, me sentíapor momentos como si me estuviera detallando la primera travesía delPolo Norte, el relato de una expedición decimonónica, o una escena enun lugar perdido que ya no existiera, por lo inverosímil que resultabaimaginarse algo así en este mundo mío. La historia, puesta al frente demis decorados, resultaba tan extravagante como reveladora. Esa par-te del relato que corresponde al oyente la añadía yo esta vez llena deinconsistencias y contrastes.

Estuve paseando esta historia todo el día por mi cabeza, mientras elpaisaje seguía siendo el mismo y cobraba sabor de anacronismo dulce ala luz indirecta de aquella narración. Me vino un poco de melancolía,porque no hay historia rusa que no la despierte en mí, pero salpimentadaahora por la sordidez de la trama, que se antojaba al mismo tiempo uningrediente de lo mas ruso y por ello atractivo.

¿Querría yo estar allí o en otro lugar donde verme envuelto enandanzas como esa? No. La literatura hay quien la escribe, quien laedita y la publica, y quien la lee, y estas historias que nos cuentan losamigos son algo parecido. Yo a estas alturas quiero ser lector y nada más;que sean otros quienes me las traigan y otros aún más lejanos quienes las

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vivan, como ha sucedido hoy. Y si todo lector tiene su sillón favorito en elque saborear sus libros, para escuchar cómo nos narran la vida tambiénhace falta un lugar especial y este de aquí es el mío. Quiero quedarmeen la insipidez nutritiva de mis rutinas e ir leyendo desde aquí cuantosucede en el mundo, allá en esos otros rincones ajenos que pertenecenal misterio y a la vida que ya sé que no habrá de corresponderme.

* * *

Al �nal de la tarde, nos acercamos al pueblo a ver la �esta de SanJuan. Íbamos sin entusiasmo, casi como un paseo normal y sin esperarque hubiera gran cosa, pero nos encontramos buen ambiente y ademáshabía un par de niños. Cuando Inés los oyó, se echo a correr emocionada.A mí este gesto suyo, su necesidad de interactuar con otros pequeñoscomo ella, sigue emocionándome como el primer día, quizás no dejede hacerlo nunca. A la belleza se inmuniza uno más lentamente que aldolor, y a veces ni siquiera lo logra.

Los niños resultaron ser los hijos de una pareja belga que vive aun par de kilómetros de aquí. Yo había oído hablar de ellos y paso pordelante de la casa muchas veces paseando, y sabía que tenían un niño dela edad de Inés, porque cuando ella nació alguien comentó que habíaotro bebé en la zona que también acababa de nacer. Aun así, nuncahabíamos coincidido, yo creo que porque ellos se dejan ver poco. Quetodavía queden descubrimientos por hacer a tan poca distancia sirvepara animarle a uno, aunque a veces más bien apetece lo contrario: tenerla certeza de que no hay ya nada que pueda alterar lo que se sabe de estepequeño mundo.

Inés y el niño más pequeño, el de su edad, hicieron buenas migas.Los dos muy dicharacheros, se aprendieron cada cual el nombre delotro y se iban llamando entre sí en cuanto se separaban un par de metros.Y cuando estaban cerca, tenían unas conversaciones intensas, bien desa-rrolladas, con algo de prisa pero respetándose el turno entre sí. Hacíanuna pareja perfectamente orquestada y se les veía felices.

Me dio algo de envidia oírla hablar, envidia de aquel niño, quierodecir, porque conmigo no habla de esa manera tan �uida. Cuando hablacon otro niño lo hace de forma distinta, más libre. Es una diferenciasutil, pero si uno escucha uno de estos diálogos encuentra una rítmica

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distinta, una naturalidad más sólida. Se diría que al hablar con un adultolo hace en una lengua extranjera, una que domina a la perfección peroque aun así no acaba de ser suya. Su lengua nativa es la de los niños, daigual que sea en español o en francés, y cuando habla con un adultoel registro le queda grande, algo impostado. Y qué hermoso es verlalibrarse de esa impostura, de ese esfuerzo, cuando vuelve al habla innatay más auténtica que solo luce junto a otros niños.

Estuve con ella un rato y luego fui a hablar con Hicham, al quehacía tiempo que no veía. Ha terminado el cerramiento de la nave delmolino, con un arco de piedra muy llamativo, y además de contarnos unpoco nuestras vidas hablamos de eso y de los planes que tiene ahora queya la obra está completa y el edi�cio listo para utilizarse. Luego anduvedeambulando por entre los demás, saludando aquí y allá, y observandoa Inés correr llena de energía.

Cuando ya se hacía tarde, me acerqué a ella y le dije que era horade irnos a casa. Sabía que protestaría, siempre dice que quiere jugar unpoco más. Pero esta vez pidió algo distinto, en lugar de reclamar másjuego dijo: «Quiero hablar más». Ante una demanda así, uno no escapaz negarse. Se acercó al niño y volvieron a hablar, quizás para cerrartodos los temas que venían tratando a lo largo de la tarde. Parecieronquedarse ambos satisfechos con el cierre de sus pláticas, y ella entoncesvino, me dio la mano, y volvimos a casa. Hasta que la metí en la cama,no paro de hablar ni un solo minuto.

* * *

Y para continuar la actividad social de hace un par de días, hoyteníamos la �esta de los quesos. El tiempo inmejorable, lo cual es nove-doso porque esta celebración siempre cae en días de lluvia o de calorabrasador, y hoy no había ninguna de las dos cosas.

Estaban por allí pululando todos los vecinos, a los que saludamossin apenas efusión por haberles visto como quien dice ayer mismo, ytambién algunos de otros pueblos con los que me paré a intercambiarlas clásicas frases vacías. Sana manera de comprobar que todo siguesiendo tan inocuo y super�cial como siempre.

Recorrimos los puestos, que este año eran más variados que nunca.Quesos, verduras, algunas artesanías, y en una calleja en la que antes noponían nada hacían ahora demostraciones de antiguos o�cios.

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A Inés lo que más le gustó fue el tiovivo, también una novedad.Era un tiovivo muy pequeño, de cuatro barquillas con inspiraciónmarina: bote, barquito de vela, ave acuática y ballena. En cada unacabían como mucho dos niños. El dueño, vestido con ropas de marinero,colocaba a los niños y después se sentaba a dar pedales para accionar elmecanismo y hacer girar la atracción, que funcionaba sin electricidad,todo muy rústico y primitivo, con el encanto de sus pocos colores ysu velocidad comedida, como para niños de antaño que todavía noestuvieran acostumbrados a los ritmos veloces de la vida de hoy día.Se pedaleaba en pareja, como en esos botes a pedales que hay para losturistas en las playas, así que, de entre quienes venían a dejar a sushijos, alguien tenía que ofrecerse voluntario para hacer que aquello sepusiera en marcha. No había más niños, así que me tocó sentarme amí a los pedales, y, mientras Inés daba vueltas y nosotros pedaleábamoscodo con codo, le pregunté al hombre algo sobre la atracción. La habíadiseñado él, y las barquillas de los niños y el tejadillo los había fabricadotambién él mismo. La parte inferior, donde estaba el mecanismo, lahabía encargado a un herrero. Lo contaba con orgullo y no era paramenos, porque el tiovivo era una artesanía en sí misma, válida inclusocuando no lo decoraban niños y sonrisas.

De esto es en realidad de lo que yo venía a hablar aquí: de sonrisas.Inés andaba algo perdida entre tanta gente, nerviosa y sin acabar deencontrar su lugar. Se alegraba al cruzarse con algunos niños, pero nohacía intento de jugar con ellos. Y si alguien llevaba un perro y no era delos que ella conocía, se paraba a su lado y preguntaba su nombre, perono se interesaba por el animal más allá de eso. Ahora bien, fue montarseen el tiovivo y todo aquello desapareció. A bordo de su barquito, parecíaque el pueblo se había vaciado por completo, y viéndola asomarse porbabor con ilusión de navegante, se diría en su cabeza no sonaba másque el rumor de algún plácido oleaje. Yo hablaba con el hombre y leescuchaba, pero apenas le miraba, tenía la vista �ja en el tiovivo. Acada vuelta, ella aparecía con una sonrisa más amplia, escrutando unhorizonte que debía quedarle muy lejano, y regalaba unos segundosde travesía luminosa antes de perderse de nuevo para aparecer pocodespués todavía más alegre.

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Repetimos singladura un rato después, cuando se cansó de nuestrasegunda ronda por los puestos y empezó a refunfuñar. Yo de nuevo alos pedales y ella feliz desde el instante mismo de zarpar. Volvimos acasa a comer y ya no salimos.

Le duró la felicidad todo el día, de un lado para otro con la mismasonrisa llena de libertad marítima. Se le debía haber quedado dentro lamarejada justa para no echar de menos el vaivén de las olas, como losviejos lobos de mar.

* * *

Terminé hace tiempo la traducción del segundo libro de John Muir,y ando a medio camino de la tercera. Hoy, en lugar de traducir, releo loanterior en ese intentó de continuar puliéndolo antes de decidirme adejar que otros lo vean, si cabe con más vergüenza que en otros casos, portener planes algo más ambiciosos para estos libros. De esto hablaremosen otro momento, hoy todavía no; por ahora estos propósitos no sebarruntan más que en la intimidad del pensamiento y el deseo.

He pasado los textos al libro electrónico y los leo allí en lugar de enel ordenador, de manera que no es el mismo contexto el de la lecturaque el de la traducción, como sí era hasta ahora. Qué cambio másnotable este, tienen aquí las palabras sabor a literatura ajena, a texto porel que uno no hubiera pasado antes. Y con ello, traen una sensaciónextraña, que es la de leer algo que no nos pertenece pero en lo que nosreconocemos, como si hubiera caído en nuestras manos un libro en elque encontráramos una voz especialmente hermana.

Una hermandad bien avenida y muy vistosa esta del autor distante,ajeno, y el traductor que es uno mismo, cuando se lee de esta manera,convencido —aunque solo sea por hacerlo en un soporte distinto— deque esas palabras no son de uno sino que solo le traen por momentosvaharadas de su propia persona.

* * *

Puntual como cada año, mi tía me recuerda el aniversario de lamuerte de mi abuelo —treinta y un años ya desde aquello— mientrashablamos hoy por teléfono. Lo dice sin drama, como una efemérideanecdótica, y después hace la misma pregunta de siempre:

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—Tú no te acuerdas de él, ¿no? Eras muy pequeño.Tiene razón en que no me acuerdo mucho, pero sí que hay recuer-

dos e imágenes más que su�cientes para dejar algo de pena, o al menosdesempolvar alguna memoria algo incómoda y melancólica. La verdades que a mi abuelo le conocí poco como abuelo, pero en cierta forma leconocí más como padre, porque así me lo hicieron llegar siempre mi tíay mi madre con sus historias y sus recuerdos, y mi tía incluso lo siguehaciendo hoy con estos recordatorios inocentes.

No le respondo nada. Sin tristeza alguna, cambia de tema y siguecon la conversación. Cada vez dura menos esa re�exión, el tiempo muer-to tras la pregunta, y cada vez hay menos tristeza, porque no hay dolorque pueda sobrevivir treinta y un años y no acabar siendo poco másque un lejano contratiempo. Pero lo que sigue ahí es el amor de hija, laadmiración, la verdad nítida de un padre fundamental como no hubootro.

Y con eso hay que quedarse hoy: con la certeza de que, si uno esperalo su�ciente, el amor siempre acaba venciendo al llanto.

* * *

Madrid de nuevo. El rencuentro esta vez fue más intenso que nunca,necesario, urgente, �rme, y ninguno de nosotros acertaba a entenderel porqué. Pero allí estábamos, como si acabáramos de salvar la vida oencontrar a nuestro amor perdido desde hacía décadas. Tampoco ledimos muchas vueltas. Cavilar e investigar sobre las razones de nuestrastragedias es algo natural, pero de las alegrías apenas nos preocupamos; lasdejamos estar, las disfrutamos, y si acaso más adelante, cuando empiecena apagarse, trataremos de desentrañarlas.

* * *

Comida con los amigos en un restaurante del centro. Breve y sinposibilidad de extendernos demasiado, todos teníamos algo que ha-cer después, pero aun así muy agradable. Nos vemos a menudo y enNavidad siempre quedamos los cinco amigos de este grupo para haceruna cena y una noche de celebración, pero es raro que en esos otrosencuentros a lo largo del año estemos todos. Hoy se alinearon bientodos los planes, de forma un tanto inesperada.

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Sucede ahora que, aun no estando mucho tiempo sin vernos, estasreuniones las empleamos para ponernos al día los unos a los otros, comosi hiciera años que no nos hubiéramos visto. Y no es que la vida vayamás deprisa o que nos sucedan más cosas, sino que nuestras vidas separecen menos y hacen falta más explicaciones, porque lo que antes elotro podía intuir o deducir por sí mismo ahora hay que dárselo contadode una manera más explícita. Nos conocemos mejor, pero también nosdesconocemos más, y en ese vacío creciente es donde cada cual parecehaber encontrado su verdad de hoy, en un territorio por el que los demásno pasan porque tienen el suyo propio.

Lo decía uno de ellos, con buen ojo: el tiempo va acentuando losrasgos de cada cual, y cada vez tenemos identidades más fuertes, casicaricaturas de nosotros mismos tal y como éramos en otro tiempo.Y con lo distintos que somos entre nosotros, esto es otra forma dedecir que vamos divergiendo, y que debe haber algo inmóvil en lo queanclamos nuestra amistad, porque de otro modo debiéramos sentirnosajenos y extraños, siendo como son nuestras personalidades de hoytan alejadas entre sí. Hay un disfrute inherente en este hecho, en esocreo que estamos de acuerdo todos; en pensar en el logro que ha sidocultivar esta amistad hasta el punto en que podamos ser inmunes a undistanciamiento así.

Hablamos de todo un poco y nos contamos nuestros planes parael verano, sabiendo que no vamos a vernos durante esas fechas y cadauno hará sus planes. Yo les conté que Irene vendrá a pasar conmigo elverano en Francia, y eso les resultó algo chocante. Quizás es demasiadoapresurado, no lleváis tanto tiempo juntos, dijo uno. El otro preguntósi no tenía yo ganas de hacer algo distinto, quizás algún viaje en solitario.Va a ser verdad que no nos conocemos tanto como creemos, o por lomenos que esa zona desconocida es de una magnitud cada día másnotable, eso me decía yo a mí mismo.

Acabaron hablando de ella, preguntándome y dando alguna opi-nión. La amistad es esto, para bien o para mal. Los que la conocenpiensan que hacemos buena pareja, pero encuentran que nuestros in-tereses no andan en sintonía. Les parece una persona «poco ambiciosa».Yo les respondía que yo tampoco lo soy, y entonces ellos decían quesí, que tengo mis a�ciones a las que dedico mucho tiempo, mis libros,

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mi música, esas cosas. Yo no llamaría ambición a todo esto, más bienpasión, que es cosa bien distinta, pero aun así, ¿qué importa si ella no lascomparte, si todos esos son, como ya he escrito aquí otras veces, asuntossolitarios para los que no requiero compañía? Más aún, tampoco meimporta que no tenga ambiciones en absoluto, ya fueran estas similaresa las mías o no. Una persona con ambiciones, ¿es acaso más atractiva,cercana, valiosa que una que no las tiene? No lo creo. Ahí no estaban deacuerdo mis amigos, se apresuraron a responderme que para ellos esaclase de cualidades son de vital importancia en una relación. En �n, quese ve que también en eso divergimos, por suerte sin que cause traumaalguno.

Con�eso que esta clase de conversaciones no me gustan. Las delos amigos y las parejas, quiero decir, por sentir siempre que intentoarmonizar ambas partes de mi vida más de lo que debiera, y no con tantoéxito como me gustaría. Hay siempre desacuerdos entre los amigos ylas parejas; son capaces de entenderse entre sí, de aceptarse, pero noacaban siendo una misma verdad, y eso a veces me incomoda. No sébien si la culpa es de las parejas que he tenido, si de mis amigos por teneruna visión distinta a la mía acerca de lo que una pareja ha de ser, o siquizás soy yo el culpable por juntarme con unos y otras de una clasepoco convencional o al menos poco compatibles entre sí.

Me despedí de los amigos y volví a casa con Irene.

* * *

Una vez más, poco movimiento en este diario. La falta de tiempo,como es habitual, y ahora es la vida social quien tiene la culpa. Hemosestado estos días alternando por las tardes entre varios amigos de Irene,de quienes quería despedirse antes de las vacaciones, y que a su vez te-nían ya ganas de conocerme. Y para rematar la ronda de presentaciones,también conocí a sus padres y a su hermana, a su cuñado y sus dossobrinas. Puede sonar excesivo, pero la verdad es que fue todo muyagradable; gente sencilla y de trato fácil, muy distintos entre sí pero sindesentonar ninguno con el carácter de ella, y uno los ve simplementecomo un contexto saludable en el que seguir haciendo crecer esta rela-ción. El balance de los encuentros es bueno, creo que les he gustado atodos y el sentimiento es recíproco, lo cual siempre es reconfortantepensando en ocasiones futuras.

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Mucha actividad social, ya digo, y la escritura se resiente, porquepara esto hace falta que uno tenga sus momentos a solas, pero despuésde todo ese tiempo con otras personas la pareja también necesita sutiempo propio, su forma particular de vida interior, y he preferidogastarlo en eso que en venir aquí. Pocas cosas tan importantes para mícomo esta de dejarme escrito cada día, y sin embargo qué poca prioridadle doy a la hora de repartir mi tiempo. La relación que se tiene con undiario es siempre de esta clase, ilógica y llena de pasiones y traiciones,como ciertos amores que a veces acaban saliendo bien y otras terminandesembocando en odio.

Hoy ya no vamos a salir de casa. Se ha acabado nuestra pequeñavorágine social, de la que salimos tan satisfechos como agotados. Nollevamos bien el exceso de compañía, nos cansamos rápido, en eso nosparecemos. Ahora estamos cada cual haciendo su vida en un sofá distin-to, mirándonos de vez en cuando sin decir nada. Luego encenderemosla televisión y nos sentaremos juntos a verla o a no hacer nada con ellade fondo y cerca el uno del otro. Pediremos algo de comida, que notenemos ganas de cocinar. El �nal de la jornada y el �nal de este tramode semana, agitada a su manera, sabe a conquista, a descanso de guerreroque vuelve victorioso y sin heridas, pero también sin haber in�igidodemasiado daño.

Apenas cumplo malamente la tarea de resumir aquí esta semana,con unas pocas líneas y sin detalle alguno. Pero pocas entradas he escritoantes con este convencimiento tan rotundo de merecer el placer deescribirlas.

* * *

La vuelta a casa fue un verdadero viaje, en el sentido de exploracióny aventura, y hasta con un punto de emoción, como el de quien va a unlugar del que apenas sabe qué ha de esperarse. El destino era conocido,pero no así la experiencia del viaje, la manera de llegar, la certeza de quetodo estaría igual y causaría las mismas emociones.

Venía Irene conmigo, y por supuesto era aquello lo que hacía tododistinto. Nuestro primer viaje juntos, y todo lugar al que se arriba juntoa alguien por vez primera es un lugar nuevo. ¿Qué viaje mejor y másexótico que este puede, pues, imaginarse, si permite redescubrir inclusomis rutinas?

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Nos llevaron al aeropuerto sus padres, aunque no se quedaron connosotros. Descubrimos al llegar que el vuelo tenía cuatro horas de retra-so, y no es que aquello fuera algo agradable, pero nos lo tomamos con�losofía y hasta le vimos su punto entretenido. Al viajero ilusionadono le doblegan los imprevistos del camino. Estar juntos también ayuda-ba, y nos lo repetíamos de vez en cuando, casi como dos adolescentesembarcándose en su primera aventura conjunta.

Despegamos a medianoche, y cuando aterrizamos el aeropuertoestaba ya vacío, muerto. Un aeropuerto sin bullicio tiene algo de sór-dido, hay que salir de allí cuanto antes si es posible. Cogimos el coche.Ella estaba cansada y no era capaz de mantenerse despierta y darmeconversación como quería. Le dije que no se preocupara, que me sentíabien y no iba a dormirme al volante, y con los ojos ya entrecerrados y lavoz torpe me dijo que lo sentía. Cuando estaba a punto de quedarsedormida, me sugirió que, para entretenerme y no dormirme, pensaraen cómo iba a escribir aquello en mi diario. Le había dado yo a leer haceunos días algunas entradas —le gustaron mucho, según dijo— y meilusionó ver que, con aquellas lecturas y con lo que después habíamoshablado, entendía ya la importancia de estas páginas y la rutina quellevan consigo. Lo fui haciendo, aunque a esas horas no andaba muyinspirado.

Tres de la mañana cuando llegamos. El jardín lo cruzamos comose cruza una calle vacía. Fuimos directos a la cama sin reparar en nada,nos habría dado igual cualquier otro sitio. Fue una de esas noches enque uno apenas tiene consciencia del lugar que ocupa, y en las queni siquiera la compañía le importa. Ahora bien, la mañana vino muydistinta y trajo un despertar viajero: el de quien amanece con la intrigade ver lo que hay al otro lado de la ventana y juzgar si eligió con aciertosu destino.

Nos ha recibido bien el pueblo; está receptivo y de buen ánimo, ynos pone al alcance rincones nuevos en que curiosear casi a la manerade un turista que fuera de paso. Lo mismo puede decirse del paisaje yde la casa.

* * *

Pongo un poco de música. «True love will never fade», canta MarkKnop�er. Hermoso título para una canción, pero una verdad a medias

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o muy cuestionable. El amor, por muy verdadero e intenso que sea,exige cuidado y acaba muriendo si no se le nutre como es debido, y aveces incluso si se le mima todo lo posible.

Todos mis amores pasados se han desvanecido, algunos hasta noser más que anécdotas, otros hasta enquistarse en forma de recuerdosnítidos pero sin capacidad de provocar emoción alguna. ¿Debo pensarque no fueron reales, que aquello no era amor o si lo era no alcanzabaese rango de autentico y verdadero? Lo dudo. Fueron todos ellos pro-fundos, podrían no haberse consumido si las circunstancias hubieransido otras. Mejor pensar que se malograron (algunos podríamos decirque por fortuna y otros por desgracia, aunque ya importa poco), sinque ello diga nada sobre su pureza o su calidad.

También puede desvanecerse este amor de hoy, y es importanteasumir eso. Hipótesis menos amable y que se diría imposible, porquedesde dentro los amores aún frescos siempre parecen inquebrantables yeternos, pero real sin duda. A esto enseña el tiempo, supongo: a quitarleépica a los sentimientos y saber disfrutarlos mientras construyen suleyenda.

* * *

En los días que Emilie tiene a Inés, no vienen por aquí casi nunca,no recuerdo cuando sería la última vez. Me preguntó Irene, nerviosaal pensar en ello, si podría ser que vinieran a hacer una visita sorpresa,aprovechando el �nal de la tarde, cuando Emilie recoge a Inés en casade Christine. Yo le decía que sería muy raro, que en todo caso avisaría,y que no valía la pena inquietarse sin razón.

Entonces se oyó un coche pararse cerca, me asomé a la ventana, yallí estaban. Irene se fue a la habitación y yo las vi bajarse del coche yvenir hacia aquí. A Inés se la veía emocionada, le llevaba unos metros deventaja a Emilie y cruzaba el jardín corriendo. Traía para mí un puñadode tréboles que acababa de recoger.

Salí a jardín a recibirlas. No sabía bien cómo decirles que habíaalguien más en casa, y cuando Inés quiso entrar le dije que había venidoa visitarme una amiga, y ella al instante preguntó si era Irene. Le dije quesí, y cuando Irene apareció se puso a reír y fue hacia ella. Fue una buenapuesta en escena, porque se quedó con toda la atención del momento

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y todas las miradas, y evitó que nos miráramos entre nosotros y nosincomodáramos.

Hice las presentaciones. Luego estuvimos jugando un poco, habla-mos de algunas cosas, y después Inés se llevó a Irene a su habitaciónpara enseñarle juguetes y libros.

Podría haber sido todo más difícil, no vamos a engañarnos. Erauna situación tensa y lo sabíamos todos, pero cada cual hizo su papel yquedó un teatro amable. Inés, por supuesto, ajena a todo el trasfondo,disfrutaba de la situación de una manera muy natural, yendo de unoa otro y con ganas de darle a cada quien su parte: a mí, la alegría delrencuentro; a Emilie, la con�anza de querer tenerla allí a pesar de lasnovedades y las reconquistas; a Irene, la emoción de irle mostrando susrutinas y sus posesiones, para así hacerla partícipe de su mundo.

Qué satisfacción verla con esa vitalidad y esa inocencia, capaz dearmonizar y equilibrar mundos tan distintos como lo son los nuestrosahora. No hay lugar para tensiones o disputas frente a alguien quedemuestra de esa manera su disfrute de la vida, sería ignorar una leccióndemasiado valiosa.

Se quedaron más de lo que Emilie esperaba, porque Inés estabatan contenta que no valía la pena intentar irse; habría protestado deinmediato. Había ganas de que aquello terminara rápido, pero no eraincómodo, al menos no para mí.

Cuando la llevamos al coche, le preguntó a Irene si se quedaríaaquí, y aunque le respondió que sí y no parecía que aquello supieraa despedida, se la quiso llevar con ella para «enseñarle Estipouy». Sedespidieron entre risas, igual que habían llegado.

Nos hemos quedado con los nervios del después y la extrañeza dehaber vivido algo que esperábamos para más tarde o tal vez no creíamosque fuera a suceder nunca. Y al sentarnos a hablar, yo le hablo de Inés yde la alegría que, a pesar de la situación, me da haberla visto, y ella loentiende y le gusta y creo que se siente bien, feliz de estar aquí conmigo.

* * *

Dicen que el tiempo pasa deprisa cuando uno es feliz, y más lentocuando sufre, pero ¿qué decir de esos momentos en que la vida parece�uir a su ritmo exacto, sin torturarnos con su lentitud ni dejarnos

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la sensación de que hemos consumido demasiado rápido un pedazode nuestra vida? ¿Qué pensar de esas satisfacciones comedidas queequilibran los ritmos de nuestros adentros?

A eso debiéramos aspirar, a felicidades modestas que no lancen agalopar las emociones, gozos tibios que lleguen sin alterar ni el compásni el pulso de nuestras emociones. Y que si un día han de marcharse, lohagan de manera igual de silenciosa y discreta.

* * *

Esperaba saber algo para el �nal del día, a las ocho como muy tarde,por ser esa la hora limite en que su sobrina puede llamar a sus padresdesde el campamento de verano en Canadá donde pasa este primer mesde verano. Anda la familia un tanto nerviosa, son demasiado aprensivospara esto de los viajes y las distancias, y esperan estas llamadas converdadero ansia de catarsis.

Como no llegaban noticias, llamó directamente a su hermana paratener con�rmación, y aquella le dio las malas noticias: la sobrina se habíadado un golpe en la cabeza mientras hacían vela en un lago y estabaahora de camino al médico. Una monitora iba con ella y les pondría alcorriente cuando supiera más.

La llamada fue breve, información concisa y sin entrar a comentarnada, y colgaron al cabo de un par de minutos. Entonces ella se echóa llorar. Era un llanto tranquilo, de esos que uno no empuja para quesalgan, de los que se le van desbordando poco a poco, así como sonlos llantos de impotencia y nervios cuando uno siente que ni siquieravale la pena esforzarse en llorar como es debido. Vino a abrazarme y mecontó lo que había pasado.

El resto de la tarde la pasamos entre altibajos y nervios, ella intentan-do no pensar demasiado y yo haciendo lo posible para que se distrajera.Estuvimos despiertos hasta entrada la madrugada, y cuando decidimosacostarnos llegaron las buenas noticias: todo quedaba en un susto yalgo de dolor. El médico recomendaba un día de descanso hasta quepasasen las molestias en el cuello, pero no veía nada extraño

Hoy está relajada, sin nervios. Espera más noticias y ha hablado consus padres y su hermana para comprobar que todos están tranquilos ydiluir la preocupación, pero sabe que no hay motivo para inquietarse.

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Me agradece el apoyo de ayer y dice que esta clase de cosas unen, o esosiente al menos, y que pre�ere quedarse con esta lectura favorable delepisodio. Yo pienso en ella ayer mientras la poblaban todos esos miedos,y también en la fragilidad, la intimidad, la cercanía, la con�anza queveía en ella. Y me parece hermoso, aunque no lo digo.

Ahí esta otra vez ese lado estético y constructivo del sufrimiento. Sediría que no sabemos aceptar los malos momentos sin más, como algopuramente negativo e indeseable. Pero el nuestro es un optimismo suave,inocente, nada que ver con el de quienes llegan incluso a agradecer lastragedias que padecen, por querer ver en ellas más bene�cio y perdida.Nosotros necesitamos cada día un poco de belleza y la buscamos dondepodemos, pero siempre con la humildad de saber asumir los infortunios.

* * *

Mi madre se cayó por las escaleras de casa hace unos meses. Se golpeóla cara y le quedó la mitad amoratada de una manera un tanto grotesca.Algún tiempo después, se sentía mal y fue al médico, y al explorarla leencontraron un coágulo en el cerebro, probablemente consecuencia deaquella caída. Le dieron una medicación para eliminarlo, y le dijeronque, si esta no funcionaba, la operarían.

Fueron semanas extrañas, todos con el lógico miedo pero sin tratarde mostrarlo a los demás, y sabiendo aun así de la inquietud del resto.Una falta de comunicación de lo más elocuente. Seguíamos la evolucióny cada cual rumiaba las noticias a su manera, como si se tratase de unequilibrio inestable al que mejor no perturbar más de lo necesario.

Al �nal, la historia se resolvió de la manera deseada: se reabsorbióel coágulo y no hubo operación ni secuelas.

Cuento esto aquí porque la historia de la sobrina de Irene me harecordado este episodio, y lo primero que he pensado es que en sumomento no escribí nada al respecto. La verdad es que ahora ni siquierasabría decir exactamente cuándo fue, si debería haber sido parte de estediario o de uno anterior, tal es el recuerdo difuso que tengo. Y así, sepodría pensar entonces que no me preocupé por aquello; con la decosas irrelevantes que escribo aquí y de eso no hay ni rastro. Inclusoyo me siento mal conmigo mismo al pensar que quizás debiera habertraido aquí estos asuntos en lugar de otros, aunque sé bien que eso nosigni�ca nada.

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A estas alturas, ya debería saber la poca validez de estos diarios paraconocerme.

Quizás la parte más fundamental de mi vida es todo aquello queno llega a estas páginas.

* * *

Le he comprado por �n su parte de la casa a Emilie. Un �n de cicloevidente, llamativo, aunque después de tanto tiempo llegue ya algodescafeinado y no haya tanta emoción, al menos por mi parte.

Era un día perfecto para algo así, cosas del azar que a veces jugueteade esta manera. Irene está conmigo estos días y justo era hoy cuandoempezaban mis dos semanas con Inés; difícil no ver en aquello unapequeña confabulación del destino a favor de mi causa. La dejó Emiliepor la mañana en casa de Christine y yo la recogí algo antes de lo normal,y nos fuimos juntos al notario. Llegamos puntuales, pero Emilie yaestaba allí. Estaba triste, daba pena verla así, pero ni Inés supo darsecuenta de ello ni yo fui capaz de dar conversación que sirviera paraalegrarla. No esperaba verla de esa manera, igual que ella tal vez noesperase verme a mí tan alegre, aunque no fuera por el asunto de la casasino por la felicidad general que tengo estos días.

El tramite fue rápido; la notaria se comportó igual que cuandocompramos la casa hace casi cinco años, de una manera muy desenfa-dada y sin entretenerse más de lo necesario. Debía darse cuenta de lasituación, aunque es de suponer que habrá visto cosas peores. Inés seentretenía con un papel y un rotulador.

Conjuramos nuestros miedos representándolos, para así hacerlesfrente a través de esa encarnación menos temible. Esceni�camos trage-dias para desa�ar a las tragedias, miserias para huir de las miserias. Lafelicidad es cuestión de esta clase de símbolos, un asunto de ritos quesirven para apuntalarla y convencernos de que nos pertenece. Hoy esteera mi rito, tan igual a ese otro de entonces y con un signi�cado muydistinto: el mismo lugar, la misma notaria o�ciando la ceremonia, elmismo lenguaje engolado de la burocracia, Emilie y yo sentados exacta-mente igual que en aquel entonces. Y esta vez para separar en lugar deunir, para dejar de compartir en lugar de empezar a hacerlo.

Al acabar, nos fuimos con Inés a un parque. Jugaba con más ilusiónque nunca, corría y saltaba, se paraba a hablar con todos los niños y

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de vez en cuando venía a pedirnos que la acompañáramos en algúnjuego. Aquí el contraste era aún más incómodo, porque yo disfrutabaal verla, me reía con ella, y Emilie seguía con la misma actitud taciturna,más triste aún por haberse ya consumado todo aquel rito para ella másdoloroso.

Nos acompañó al coche y se despidió con algo de prisa.Llegamos a casa y todo era igual que antes. No había cambiado la

casa ni mi manera de entenderla. Esta posesión no proporciona libertadalguna. Irene esperaba en el jardín y a Inés le alegró verla. Podría habersido un día cualquiera.

Como casi todos los ritos, este pudiera no traer consigo más que eso:la ceremonia, el mito, el señalamiento de un instante en que queremosver un punto de in�exión, pero en el que en realidad no cambia apenasnada.

* * *

El sentimiento principal que un padre tiene hacia su hijo no es elamor, ni el cariño, ni la piedad, ni el miedo, ni la inquietud, ni el orgullo.Es la envidia.

* * *

En el campo de trigo a la salida del pueblo, un único girasol junto alborde recuerda al cultivo de la última temporada. Es pequeño, discreto,con aire humilde; parece un niño perdido y asustado en mitad de ungentío.

No resulta fácil verlo, hay que mirar con atención o tener la vista�na. Es Inés la que lo descubre y pide que lo cojamos. Lo agarra conilusión y lo alza.

—Papá, ¿te acuerdas de cuando cogimos un girasol y se lo dimos aHicham?

Y con este recuerdo, se pone en marcha hacía el molino, decidida arepetir aquel obsequio de entonces.

«Te acuerdas de cuando. . . ». Creo que es la primera vez que la oigodecir esa frase. Es una con�rmación hermosa de que se va instaurandoen ella la memoria como algo más que una colección de recuerdos,

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como un germen de nostalgias y melancolías, como moneda de cambioentre contemporáneos, como mitología de uno mismo, como un sextosentido atado a nuestras emociones.

Como el girasol que enarbola en esta tarde, tan simbólico, memoriaya última de todos los que un día crecieron en aquella parcela hoyrendida al enemigo.

* * *

Voy a cerrar hoy este diario y había pensado sentarme y hacer ba-lance de todo él en un par de páginas. Cuántos giros en estas entradas,cuántos vaivenes y qué distinto este �nal de aquel principio; el más agi-tado de todos mis diarios, sin duda. Puesto en páginas todo parece másveloz, más continuo; las palabras registran el contenido de un tiempo,pero no pueden reproducir su rítmica y menos aún su pulso. Lo máscomplejo de recoger en una partitura es el ritmo, la síncopa, el compás,la morosidad de ciertos silencios.

Había pensado hacer balance, digo, pero ya no me parece que valgala pena, ni tampoco que sea labor sencilla. La verdad es que de estetiempo me queda poco más que estos apuntes, tan imprecisos y sesgados,como corresponde a toda literatura. Me doy cuenta de que he olvidadomucho, o más bien de que nunca lo recordé, porque la memoria estimó—sabiamente, sin duda— que no tenía interés y era mejor deshacersepara siempre de esos momentos. Como este diario no tiene fechas, nosé, por ejemplo, qué día empezaron los problemas entre Emilie y yo,cuándo decidimos que esto no iba a ninguna parte, o en qué fecha yodecidí pedirle que cada cual hiciera su vida por separado y ella se fuerade casa. Tampoco importan mucho, es cierto, pero si ha quedado aquelayer tan difuso, para qué andar invocándolo ahora y tratar de resumirlo,si toda la nitidez que pueda lograrse tampoco va a servir de nada.

Así pues, páginas difusas que no pueden resumirse, y lo mejor serácontinuar como hasta ahora, prosando puntual lo que venga. Eso sí,ya en otro diario, por aquello de darle a las alegrías que uno esperael espacio propio que se merecen. Para cerrar este, baste decir que loempecé quizás en el peor momento de mi vida y lo termino aquí tal vezen el mejor, más convencido que nunca de todo cuanto soy y tengo, porpoco que sea. Una verdad así no hay duda que vale la pena escribirla.

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Page 304: Bestiario de coartadasvolaya.github.io/web/texts/pdf/bestiario.pdf · con la fantasia y las creencias. Las bestias de aquellos bestiarios solían ser amistosas. Yo quería que este

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Acaba de terminar de cenar y se ha sentado a ver unos dibujos antesde dormir. La miro y pienso en estos diarios, en el momento en queleerá este volumen en particular, estas páginas donde encontrará losdetalles para ella más desconocidos de nuestra historia. Y pienso que haymás falsedad en este diario que en ningún otro, y que lo que entienda deaquí será muy distinto a lo real. De entre todos mis diarios, es difícil quehaya alguno menos riguroso que este, más alejado de la verdad no porcontener mentiras, sino por los sesgos y omisiones que lleva consigo.

No nos engañemos, no hace falta mucho para darse cuenta de queesta no es toda la verdad, de que ha habido más tragedia, más sufrir,más odio, más mentira, más traición, también más remordimiento,más compasión, más ternura, y que desde la primera palabra uno hasabido a ciencia cierta que no iba a ser capaz de contarlo todo aunquequisiera. Lo he contado como a mí me gustaría que hubiera sucedido,porque incluso a los malos momentos sabemos sacarles ángulos conmejor estética y tenemos nuestras predilecciones en lo que al dolor sere�ere.

Lo que no se ha escrito a estas alturas de la obra vive ya con la garan-tía de no registrarse nunca; es demasiado tarde y los malos sentimientosprescriben ante el papel igual que ante la ley las malas acciones. Pero meda por pensar que un día quizás deba contárselo todo, sentarnos los dosy comentarle solo a ella las partes de las que uno se avergüenza, que sonmuchas. Porque peor que la vergüenza por el mal que uno ha hecho esla vergüenza por el mal que ha sufrido. Valemos más para verdugos quepara víctimas.

Veremos qué es lo que trae el tiempo.


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