Date post: | 09-Mar-2016 |
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CASTILBLANCO (BADAJOZ), ARNEDO (LA RIOJA) Y CASAS
VIEJAS (CÁDIZ), TRES NOMBRES QUE NO DEBERÍAMOS
OLVIDAR EN ESTOS MOMENTOS POLÍTICOS
Sede actual del Excmo. Ayuntamiento de Castilblanco
Los hombres modernos tenemos la tendencia a olvidar con
demasiada facilidad hechos o acontecimientos que no son de nuestro
agrado, que rechinan en nuestro subconsciente, o, simplemente, que
reconociendo ser parte culpable de ellos, intentamos pasar página y
borrarlos de nuestra memoria selectiva.
Por otra parte, la sociedad española ha alcanzado en estos últimos
cincuenta años tal grado de desarrollo y prosperidad (o eso ilusamente
habíamos creído), que difícilmente esta misma sociedad vuelve alguna vez
la cara al pasado, donde con toda seguridad podríamos encontrar las
respuestas que en estos momentos de crisis económica y de paro
preocupante nos estamos haciendo los que siempre vamos a pagar las
consecuencias de las políticas de malos gobernantes, políticos y
sindicalistas corruptos, ciudadanía sin conciencia social, etc.
Naturalmente que hay –nos dicen– diferencias de tipo social y
político entre la sociedad actual y la de los años en que se dieron los
acontecimientos que vamos a recordar, pero esas diferencias se van
borrando lentamente e, incluso, podemos ir viendo cómo cada vez hay más
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puntos de conexión entre dichos condicionamientos sociales y políticos de
la primera treintena del siglo XX y los que actualmente estamos viviendo.
Para comenzar, vamos a hacer un superficial repaso a los
acontecimientos políticos que derivaron en los enfrentamientos
revolucionarios de Castilblanco, Arnedo y Casas Viejas, origen de las
revueltas que cambiaron los destinos de España: los campesinos de toda
España esperaban que la llegada de la República representara el final de
sus graves problemas y la recompensa a tantos años de lucha y sufrimiento
por la explotación de la tierra que desde tiempos remotos habían
pertenecido, primeramente a la nobleza y a las órdenes militares, para pasar
después de las distintas desamortizaciones a la burguesía capitalista, cada
uno de los cuales les habían condenado al hambre y a la miseria, a ellos y a
sus hijos.
Los detenidos en Castilblanco son procesados en el Cuartel de Menacho, Badajoz
No debemos de olvidarnos que la agricultura era en los años 30 el
principal sector de la economía española. Los trabajadores del campo, mal
pagados y peor alimentados siempre esperaron que las prometidas reformas
fueran drásticas e inmediatas, contrarrestando las enormes diferencias
sociales existentes en Andalucía, Extremadura y Castilla, donde desde
tiempos pretéritos existían extensísimos latifundios en manos privadas.
Estas desigualdades alimentaban el resentimiento y el odio hacia los
grandes terratenientes de más de 700.000 jornaleros que vivían en la más
degradante miseria. El intento de reforma agraria emprendida por un
gobierno pusilánime y desconocedor del verdadero problema agrario, no
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sirvió más que para desilusionar a los campesinos que habían confiado
ciegamente en ellos, e irritar a los terratenientes. Pronto tuvieron
constancia, tanto unos como otros, de que la reforma era prácticamente
inviable, al menos en un corto plazo de tiempo, tan necesario por otra parte
para satisfacer las peticiones de los campesinos sin tierra. La creación del
Instituto de Reforma Agraria para controlar el plan de distribución de
tierras para más de 60.000 campesinos no llegó, dos años más tarde, a
satisfacer y regularizar la situación de más de 12.000 de estos demandantes
de tierras.
Sin embargo, frente a la desilusión de los campesinos por la lentitud
de la Reforma Agraria, se fueron encendiendo las alarmas y entre los
grandes propietarios y terratenientes empezó a cundir la idea de una posible
pérdida de sus propiedades agrarias. Por otra parte, el hambre y la miseria a
la que estaban condenados el campesinado creaban las condiciones ideales
para la reivindicación desde posiciones claramente revolucionarias. En
Castilblanco (Badajoz) estalló una huelga general el 31 de diciembre de
1931, cuyas consecuencias se le escaparon de las manos a las autoridades al
intentar éstas disolver por la fuerza las manifestaciones y reaccionar los
campesinos violentamente matando a cuatro miembros de la guardia civil.
Un acontecimiento de tales dimensiones conmocionó a todo el
pueblo español que se dio por enterado de la gravedad del problema que la
injusticia y el hambre venían ocasionando entre el campesinado español,
preferentemente en Extremadura y Andalucía, donde las diferencias de
clase y de rentas eran más acusadas.
El general Sanjurjo, responsable de la represión
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Pero quienes verdaderamente se asustaron ante los cuerpos de los
guardias civiles muertos y destrozados fueron los responsables de los
partidos políticos de izquierda, quienes venían apoyando al gobierno de
Azaña. Veamos cómo recoge el órgano oficial del Partido Socialista Obrero
Español, El Socialista, de fecha 2 de mayo de 1932 la gravedad de lo
acontecido en Castilblanco: La tierra extremeña se ha teñido estos días de
sangre, consecuencia dolorosa de una situación de violencia a la que es
urgente e imprescindible poner remedio. Por desgracia, hechos como los
que lamentamos ahora han venido siendo, de algún tiempo a esta parte,
demasiado frecuentes. Ha tenido en esto, como villanamente han
procurado poner de manifiesto sus enemigos, poca fortuna la República. A
la situación ruinosa en todos los órdenes que la monarquía legó al régimen
nuevo vino a sumarse el pavoroso problema del paro en la agricultura,
especialmente en las regiones andaluzas y extremeñas, en donde la crisis
se hacía más aguda y difícil por la notoria mala fe que en muchos casos
han empleado los propietarios para fomentarla. No necesitamos citar
ejemplos que comprueban esta afirmación. Todo ello ha creado una
situación de descontento en las zonas afectadas por la falta de trabajo. Es
natural que una población campesina que se ve azotada por el hambre
sienta la irritación que ha de producirle su propia desgracia. Y si a esta
irritación instintiva se añade la indiferencia o la hostilidad con que
aquellos que están más directamente llamados a procurar remedio
contemplan ese espectáculo de angustia, entonces nada tiene de extraño
que se produzcan hechos lamentables que en circunstancias normales
hubieran podido evitarse sin esfuerzos.
No hay peor consejera que el hambre. Es verdad. Pero conviene
añadir, a renglón seguido, que no hay nada que estimule tanto a la
insubordinación como la injusticia. Sobre todo cuando la injusticia va
acompañada de la burla. Y éste es el caso que se está repitiendo de día en
día. No solamente no han encontrado apoyo alguno los obreros de
aquellas regiones castigadas por el paro, sino que constantemente se han
visto vejados en sus más elementales derechos de ciudadanía. Se está
tratando de hacer creer que los sucesos luctuosos que se han desarrollado
en tantos pueblos de España tienen una sola causa: los pretendidos
desmanes de unos trabajadores hostigados en parte por la penuria, pero
soliviantados, principalmente, por propagandas políticas avanzadas. Con
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esa explicación tan cómoda figurando en los informes oficiales se
justifican todos los atropellos y las mayores enormidades. La realidad, sin
embargo, es bien distinta. Tan absurdo sería dar por válida esa versión
cono suponer nosotros, arrimando el ascua a nuestra sardina, que la
intervención de las autoridades en conflictos de esa naturaleza es siempre,
en todos los casos, arbitraria y despótica. Aunque no sean los más,
tenemos ejemplos, lealmente reconocidos, que demuestran lo contrario. Ni
la primera ni la segunda –menos aquélla que ésta– son afirmaciones que
puedan hacerse a priori. La clave de la cuestión es otra, sobre la cual
hemos insistido ya muchas veces y tendremos que insistir, por lo visto,
muchas más aún. Se trata, sencillamente, de que no se ha desarraigado el
viejo caciquismo rural, planta maldita que ha envilecido durante tantos
años la vida española. Al contrario, lejos de ceder, cada día parece cobrar
el caciquismo nuevos bríos. Con una extraordinaria facilidad de
adaptación ha sabido reponerse pronto del quebranto que pudo causarle el
cambio de régimen, y está reforzando de manera ostensible sus posiciones.
Tímido y cauteloso en los primeros días de la República, vuelve ya a ser
desvergonzado y cínico, como en sus mejores tiempos de desafuero. Ahí, y
no en explicaciones interesadas, es donde hay que buscar la causa
principal del descontento que existe en los pueblos y la razón de los
sucesos sangrientos que se originan con tan dolorosa frecuencia. El de
Castilblanco, más tremendo que ninguno por sus proporciones, no es sino
uno de tantos en la serie.
Campesinos prisioneros en Casas Viejas (Cádiz)
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Por lo que se refiere a la actuación de la guardia civil, es evidente
que adolece de un defecto gravísimo sobre el cual conviene meditar muy
detenidamente en interés de todos, y, acaso, más que nadie, en interés de la
propia guardia civil. Durante la monarquía, la guardia civil se vió forzada,
por exigencia de un régimen consustancial con la violencia y el abuso, a
servir intereses particulares o ilegítimos que nada tenían que ver con la
función propia que le estaba encomendada. Aunque no lo quisiera –nada
iba ganando con ello– la guardia civil ha tenido que ser una fuerza de
protección en la que escudarse el caciquismo. Cabía esperar costumbres
de la política rural. Ya se ha visto que no. Los monárquicos de ayer son
republicanos hoy. Por procedimiento tan sencillo han seguido en muchos
pueblos los caciquillos de campanario su antiguo dominio. En donde no lo
han conseguido aún, aspiran a conseguirlo el día de mañana. Y se da el
caso absurdo de que haya muchos miembros de la guardia civil que, por
explicable acomodamiento al través de varios años de relación y trato con
aquellos elementos, sigan representándose a éstos provistos de más
autoridad que quien la ejerce legítimamente por voluntad popular. Así
ocurre que muchas veces puede más en el ánimo de un jefe de puesto una
sugerencia del caciquillo que una orden de un alcalde socialista, por
ejemplo. A independizar y alejar de esa influencia a la guardia civil deben
de tender los esfuerzos del Gobierno si se quiere evitar la repetición de
hechos como los que motivan estas líneas.
Cualquier ciudadano con dos dedos de frente podrá entender y
comparar que muchos de los motivos que produjeron los fatales
acontecimientos entre el campesinado extremeño en 1932, pueden
extrapolarse a nuestros días donde los periódicos nos vienen señalando la
cifra de 5.600.000 parados, muchos de ellos sin ningún tipo de ayudas de
subsistencia y en donde más de 1.300.000 hogares españoles tienen a todos
sus miembros en paro, mientras que otra parte de la sociedad, tan
insolidaria e injusta como la de antaño, hacen alarde de su riqueza; por no
denunciar que las tierras que en la República fueron motivo de
revoluciones, luchas y enfrentamientos sangrientos, hoy en día, después de
más de treinta años de gobiernos democráticos, siguen en poder de las
mismas familias de la nobleza, de la iglesia y de la gran y mediana
burguesía (banqueros, empresarios de dudosas fortunas y artistas
pesebreros), mientras que cerca del 50 por ciento del campesinado español,
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desde los años 50 del pasado siglo, ha tenido que sufrir en sus propias
carnes la tragedia de emigrar de sus pueblos para formar parte del nuevo
desarrollismo industrial de las zonas más avanzadas tecnológicamente (con
ayudas de dineros del Estado), o, formar parte activa –aunque marginal–
del nuevo maná crematístico, como lo ha sido la construcción de viviendas
y grandes complejos turísticos, muchas de ellas construidas en suelos no
urbanizables o expropiados por medio de métodos confusos a los mismos
que ofrecían sus fuertes brazos por sueldos o subsistencias miserables.
Volvamos nuevamente con los acontecimientos que dieron lugar a
los primeros enfrentamientos entre dos clases sociales disociadas desde los
tiempos más remotos. Primeramente, señalar sin ningún tipo de dudas, que
los sucesos luctuosos de 1931 (Castilblanco), 1932, Arnedo y 1933 Casas
Viejas, se produjeron con un gobierno de izquierdas, apoyado
principalmente por el Partido Socialista, y que las dos veces que en estos
nuevos tiempos democráticos se han alcanzado cifras de paro
escalofriantes, también han coincidido con gobiernos socialistas: la primera
vez gobernando Felipe González y le segunda con Zapatero como
presidentes del gobierno español. Solamente queremos señalar estas
coincidencias para que nadie se lleve a engaños y podamos escribir sobre
estos hechos delimitando muy claramente los responsables de los mismos,
al margen de cualquier tendencia o manipulación de la historia. Que cada
palo aguante su vela.
¿Pero realmente qué sucedió en Castilblanco para que los jornaleros,
acuciados por el hambre y por el odio se enfrentaran a las autoridades?
Sería interesante que antes de responder a esta pregunta aparentemente
sencilla de resolver hiciéramos un leve repaso por la historia social de
España en la primera mitad del siglo XX, acercándonos principalmente a
Extremadura, lugar del primer suceso. España seguía siendo por esos
primeros años del siglo XX un país esencialmente agrícola, siendo esta
actividad la responsable de la obtención de la mayor parte de los recursos
de la nación. El 70 por ciento de la población activa seguía trabajando en
unos campos en poder de latifundistas y, en menor número, de
minifundistas.
Tan evidentes eran los efectos de este mal reparto de la tierra en la
economía y en las relaciones sociales de los españoles, que durante siglos,
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principalmente en el XVIII, XIX y principios del XX, los intentos por parte
de políticos con visión de futuro fueron tan numerosos como ineficaces,
debido al complejísimo sistema político en el que estábamos inmerso y al
poder político de los grandes terratenientes, entre cuyos miembros se
encontraban la iglesia, la nobleza y los banqueros, verdaderos sostenedores
de gobiernos corruptos e ineficaces. En 1901, el ministro de Agricultura
Canalejas ideó una ley para la desaparición de los latifundios y el reparto
de la tierra entre los agricultores, que junto con las clases medias formarían
un nuevo poder más justo y equitativo en el reparto de la riqueza.
Naturalmente solo fue un amago de buenas intenciones que nunca se llevó
a cabo.
Más firme en sus propuestas fue Eduardo Dato quien en 1921
proyecta: expropiar las tierras de propiedad privada que estén
abandonadas, incultas o insuficientemente explotadas, siendo objeto de
expropiación aquellas fincas que en un municipio excedan de 500
hectáreas. Tampoco nunca se llevó a cabo.
Vamos ahora, nuevamente, a recuperar los datos que nos aporta el
diputado extremeño don Pablo Castellano en su libro: Por Dios, por la
Patria y el Rey, (página 94-95), para comprender en su totalidad la
gravedad del problema del reparto de la tierra en Extremadura: En 1930 las
propiedades rústicas de los grandes de España más cualificados, los
duques de Alba, de Medinasidonia, y de Medinaceli, Peñaranda,
Vistahermosa, Fernán Núñez, Arión, del Infantado, los marqueses de la
Romana y de Comillas, el conde de Romanones, etc., se acercaban a las
600.000 hectáreas. El porcentaje de fincas que superaban las 250
hectáreas era de un 62 por ciento en Extremadura; de un 61 por ciento en
la Mancha y de un 51 por ciento en Andalucía. La República intentó
cumplir el mandato constitucional de poner esta riqueza al servicio del
interés general. Fracasó. Su Ley de Reforma Agraria, insuficiente, sólo
duró dos años y, por la impaciencia de unos y las trampas de los
encargados de su aplicación, ostensiblemente contrarios, sólo fue un
motivo más de frustración, como lo fuera la ineficacia e incumplimiento de
las normas laborales más avanzadas.
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Badajoz, en el año 1933, es la segunda provincia española con más
paro agrícola: 21.400 obreros agrícolas totalmente parados y 12.800 con
paro parcial.
El colmo de dichos despropósitos en materia de propiedad de fincas
se centraba en Andalucía y Extremadura, dándose el mayor número de
grandes propietarios absentistas que arrendaban sus fincas, que a la vez
eran subarrendadas a pequeños agricultores, quienes no se arriesgaban a
hacer mejoras en las mismas, dado que los arriendos eran a corto plazo y
las mejoras necesitaban de mayor tiempo para ser rentables, por lo que la
falta de inversión en el campo era prácticamente nula, siendo casi
desconocida la mecanización e introducción de nuevos sistemas de
producción, como lo pudiera ser el regadío en una tierra sobrante de agua
no aprovechada.
Malefakis, uno de los hispanistas que más profundamente han
estudiado el tema de las revoluciones obreras a principios del siglo XX nos
dice que: La principal tragedia de Extremadura y Andalucía consistía en
que debido a la herencia latifundista que impedía el desarrollo de las
pequeñas explotaciones familiares, el estrato social predominante no
estaba formada por pequeños propietario, sino por jornaleros sin tierras.
La miseria y la inseguridad de la mayoría de los jornaleros eran
suficientemente grandes como para convertirles en el único grupo
implícitamente revolucionario de la sociedad rural española…,
constituyendo la fuente de las convulsiones sociales que barrían el sur.”
Raymond Carr, otro hispanista de prestigio que busca respuestas a
tan importantes sucesos nos señala que: Los socialistas que participaban en
el gobierno sabían perfectamente que la lucha decisiva debía librarse en el
campo. El rápido crecimiento de la UGT en las zonas rurales debía ser
consolidado para desbaratar el anarquismo rural.
El primer conato de odio de los campesinos sin tierra se va a dar en
el pueblo de Feria, provocando la muerte de un campesino. Pocas fechas
después, este odio se traslada a Montemolín, donde un guardia es linchado
cuando el pueblo intenta ocupar el ayuntamiento. Pero donde realmente va
a convertirse en tragedia es en Caltilblanco, un pueblo de Badajoz de unos
tres mil habitantes y zona de grandes latifundios, políticamente controlado
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por la UGT. Veamos cómo nos lo cuenta el profesor Víctor Chamorro en
su importante libro Extremadura, afán de miseria: El fantasma del odio se
transformará en un aquelarre sangriento cuando estalla la desesperación
de las masas.
En 1931, la guardia civil era tan impopular en Castilblanco como en
cualquier otra parte de España. Su suerte fue terrible. Cuando intentó
impedir la reunión de la CNT, la población entera cayó sobre ella.
Mataron a cuatro guardias. Les aplastaron las cabezas; les sacaron los
ojos y mutilaron los cuerpos. En uno de los cadáveres se pudieron contar
hasta 37 navajazos. Y, como el pueblo de Fuenteovejuna de la obra de
Lope, no fue posible procesar a los asesinos. Era responsable el pueblo
entero y no una persona determinada.
Sobre tan luctuosos hechos existen varias versiones. Malefakis, da su
versión y nos dice que: Los guardias se aproximaron pacíficamente a un
grupo de huelguistas, quienes, inesperadamente, se abalanzaron contra
ellos armados de navajas. Esto explica la facilidad con que los guardias,
que iban armados con fusiles, fueron desarmados. Según otra versión, la
policía intentó dispersar a los manifestantes disparando al principio al aire
y después contra la multitud matando a un campesino e hiriendo a otro.
Esto permitiría explicar el deseo de sangre que invadió a la multitud, que
no se contentó con matar a los guardias, sino que se dedicó a descuartizar
sus cuerpos con la ayuda de palas y machetes, cortando las cabezas y
arrancando los ojos.
En Arnedo, era habitual el que los obreros vivieran en cuevas
Por los mismos motivos que los anteriormente narrados y,
seguramente, asustados por los acontecimientos extremeños, en Arnedo (La
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Rioja), la guardia civil disparó sobre los campesinos que se manifestaban a
las puertas de la Casa Consistorial, matando a siete trabajadores e hiriendo
de gravedad a otros treinta.
Hechos de tal gravedad tuvieron gran repercusión en la sociedad
española y aunque el gobierno reaccionó rápidamente destituyendo al
director de la guardia civil, general Sanjurjo, quien uno meses más tarde se
alzaría contra la República, servirían de espoleta de los episodios de
violencia acaecidos en Casas Viejas (Cádiz), donde agotada la paciencia de
los agricultores sin tierra ante la lentitud de la Reforma Agraria, los
campesinos, tras declarar el comunismo libertario asaltaron el cuartel de la
guardia civil asesinando a varios de sus números. La gravedad del nuevo
levantamiento de los campesinos y el miedo a perder el control sobre los
grupos revolucionarios llevaron a las autoridades republicanas a enviar
refuerzos y reprimir el levantamiento de forma contundente, masacrando a
los amotinados.
Recuento de los obreros asesinados en la choza de Seisdedos
A los tres días del inicio de los movimientos revolucionarios anarco-
sindicalistas en Barcelona, Madrid y Valencia, el 11 de enero de 1933
estalló inesperadamente la lucha en el pequeño pueblo andaluz de Casas
Viejas (Cádiz), agregado al Ayuntamiento de Medina Sidonia, que contaba
con unos 2.000 habitantes y 6.000 hectáreas de tierra laborable. El censo de
braceros era de unos 500 hombres, apenas 100 con ocupación segura y sólo
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durante medio años. El resto vivía de un socorro del Ayuntamiento: una
peseta a los solteros y dos a los casados. La mayoría de las familias
habitaban en chozas y sufrían hambre endémica. Según unas declaraciones
del alcalde de Medina Sidonia, Ángel Buitron, “el malestar lo produjo las
ofertas hechas en épocas electorales de reparto de tierras y otras ventajas,
ninguna de las cuales se cumplieron. Los braceros, decepcionados, se
dieron de baja en el socialismo e ingresaron en la C.N.T.”
Recuperemos la crónica de los sucesos tal y como fue publicado en
la prensa, por Eduardo Palomar Baró: Por la mañana, los jornaleros del
pueblo cortaron las líneas telefónicas y telegráficas y abrieron zanjas en
las carreteras, para proceder luego a quemar el Ayuntamiento y la Casa de
Arbitrios.
El comandante era el sargento Manuel García Álvarez, de 45 años
de edad y que se había hecho cargo del mismo tan sólo un mes antes. Los
guardias eran Román García Chuecos, natural de Lorca, de 32 años,
Pedro Salvo Pérez, hijo de un sargento del Instituto, nació en la población
gaditana de San Roque, también de 32 años y Manuel García Rodríguez,
del que se desconocen sus datos.
La casa-cuartel se vio cercada y tiroteada por unos 200 campesinos
armados de escopetas y hoces, que acababan de proclamar el comunismo
libertario. La exigua fuerza del puesto se defendió disparando sus fusiles
máuser desde las ventanas. En el intercambio de disparos resultaron
gravemente heridos en la cabeza el sargento García Álvarez y el guardia
García Chuecos, mientras que los otros dos guardias lo fueron con
carácter leve.
Pocas horas después del inicio de la refriega, llegaron refuerzos al
mando del sargento de Asalto Rafael Anarte Viera, comandante del puesto
de Alcalá de los Gazules, que se encontraba concentrado en Medina
Sidonia, ocupando el pueblo, matando a un campesino y desarmando e
hiriendo a otros dos. La casi totalidad de los afiliados al sindicato anarquista huyeron al campo.
Más tarde hicieron su aparición en Casas Viejas, doce guardias de
Asalto al frente del teniente Gregorio Fernández Artal, y cuatro guardias
civiles al mando del teniente Cayetano García Castrillón, que procedieron
a verificar registros de las casas, deteniendo a Manuel Quijada Pino,
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reconocido por la guardia civil como uno de los que disparaban por la
mañana contra el cuartel.
Las fuerzas se encaminaron hacia la choza de Francisco Cruz
Gutiérrez “Seisdedos”, donde se habían atrincherado algunos de los
anarquistas. Quiso el jefe de los guardias parlamentar con los anarquistas,
ofreciéndose como mediador el guardia de Asalto Martín Díaz. Al
aproximarse éste a la puerta de la choza, una descarga derribó al guardia
y el cabecilla y su gente se apoderaron del herido y lo encerraron con ellos
como rehén.
Lo que no habían hecho con sus padres lo harían con los huérfanos: darles pan
Los guardias, parapetados detrás de una tapia, conminaron a los
cercados a que saliesen con las manos en alto. Pero éstos respondieron a
tiros. Se produjeron nuevos disparos desde la choza, cayendo herido el guardia Madras.
El teniente Fernández Artal mandó al detenido Manuel Quijada, que
tenía esposado, con la intención de que convenciese a “Seisdedos” y a los
sitiados de que no tenían más remedio que rendirse, pues no lograrían
escapar. Manuel Quijada se adentró en la choza sumándose a los rebeldes. Una mujer le limó las esposas, recuperando la libertad de sus manos.
Se paró el tiroteo y reinó la calma hasta las once de la noche. A esa
hora llegaron más guardias de Asalto desde Cádiz, portando bombas de
mano y una ametralladora. El teniente Fernández Artal, acompañado de
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dos cabos, se acercó a la choza para lanzar algunas bombas, que no
estallaron, ya que fueron amortiguadas por la techumbre de paja.
Volvieron a exigir la rendición a los sitiados, y éstos respondieron con
descargas, resultando heridos los dos cabos. El oficial determinó suspender el ataque hasta que amaneciera.
Hacia las dos de la madrugada llegó una compañía formada por
noventa guardias al frente del capitán de Asalto, Manuel Rojas Feijenspan.
Distribuyó Rojas a las fuerzas para atacar a la choza. En este momento se
presentó el delegado del gobernador de Cádiz, Fernando Arruinaga
Martín-Barbadillo, portando un mensaje que decía: “Es orden terminante
del ministro de la Gobernación se arrase casa donde se han hecho fuertes los revoltosos.”
Una policía inmisericorde controla al pueblo casa a casa
El capitán Rojas hizo preparar unas piedras envueltas en algodón
impregnado de gasolina extraída de los coches, prendiendo fuego en la
choza inmediata a la del “Seisdedos” y rápidamente el fuego se extendió a
la techumbre de paja donde estaban los rebeldes. Además de Francisco
Cruz Gutiérrez “Seisdedos”, murieron tiroteados o carbonizados sus hijos
Pedro y Francisco, Manuel Quijada Pino, Josefa Franca Moya y su hijo
Francisco, Jerónimo Silva González, Manuela Lago Estudillo, así como el
guardia de Asalto Ignacio Martín Díaz, resultando heridos otros cuatro
guardias más. Lograron escapar una mujer y un niño, que salieron
envueltos en una bocanada de llamas y de humo. Los guardias contuvieron
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sus impulsos y los respetaron. Después dos personas fueron abatidas por
las ametralladoras. No salió nadie más de la choza, que pronto fue una
inmensa hoguera, que se extinguió, por consunción, a las seis y media de
la mañana.
El capitán Manuel Rojas convocó, a las siete de la mañana a todas
las fuerzas de Asalto en la plaza pública, arengándolas con las siguientes
palabras: “Es preciso que ahora mismo, en media hora, hagáis una razzia.”
Los guardias, rompiendo las puertas a culatazos, sacaron de sus
casas a viva fuerza a doce hombres, que fueron conducidos cerca de la
choza. Una vez allí, esposados con cuerdas, pasaron a la corraleta de la
choza de “Seisdedos”, donde se encontraba el capitán Rojas, el cual les
dijo: “Pasad a ver el cadáver del guardia.” “Pasaron, fiados en esto, y a
la voz de «¡Fuego!», dada por el capitán, dispararon algunos guardias de
Asalto y dos guardias civiles repetidas veces, siendo meros testigos
presenciales los oficiales Fernández Artal y Álvarez Rubio, además del
delegado del Gobierno” (según la declaración del teniente Fernández
Artal, leída en la Cámara en la sesión del 17 de marzo de 1933).
El capitán Rojas explicó, en la Comisión parlamentaria, lo sucedido con las siguientes palabras:
“Como la situación era muy grave, yo estaba completamente
nervioso y las órdenes que tenía eran muy severas, advertí que uno de los
prisioneros miró al guardia que estaba en la puerta y le dijo a otro una
cosa, y me miró de una forma..., que, en total, no me pude contener de la
insolencia, le disparé e inmediatamente dispararon todos y cayeron los que
estaban mirando al guardia que estaba quemado. Y luego hicimos lo
mismo con los otros que no habían bajado a ver al guardia muerto, que
me parece que eran otros dos. Así cumplía lo que me habían mandado y
defendía a España de la anarquía que se estaba levantando en todos lados de la República.”
Los asesinados, todos ellos desarmados y la mayor parte
engrilletados, fueron: el anciano Salvador Barbarán Castellet que sólo le
dio tiempo a gritar “¡No tiren, que no soy anarquista!”, Manuel Benítez
Sánchez, Andrés Montiano Cruz, Juan García Franco, José Utrera Toro,
Juan García Benítez, Juan Villanueva Garcés, Juan Silva González,
Balbino Zumaquero Montiano, Manuel Pinto González, Juan Galindo
González, Cristóbal Fernández Expósito, Manuel García Benítez, Rafael
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Mateo Vela y Fernando Lago Gutiérrez, siendo éste el único que realmente
había participado en la intentona revolucionaria.
Casas Viejas fue el punto de inflexión que llevó a los socialistas a
abandonar al gobierno de Azaña, desembocando en una crisis que les
llevaría a las elecciones de 1933.
Estado en quedó la choza de Seisdedos
Nos sigue relatando el profesor Víctor Chamorro sobre los sucesos
de Castilblanco: Naturalmente, la venganza de la guardia civil no se hizo
esperar: dos muertos y tres heridos en Zalamea de la Serena. Y la lista del
ojo por ojo se hace interminable por el ámbito rural del país: asesinatos de
obreros por terratenientes en Castellar de Santiago (Ciudad Real),
asesinatos provocados por los guardias de asalto en Casas viejas (Cádiz),
enfrentamientos en Espera (Cádiz) entre campesinos de diferente
ideología, etc.
Y en semejante estado emocional va a producirse uno de los
acontecimientos más increibles que tuvo por escenario la tierra extremeña
y por intérpretes, los hombres extremeños. Ocurrió en la provincia de
Badajoz, un día de primavera del año 1936.
Cumplido el plazo de asentamiento de 3.000 yunteros en tierras
expropiadas por la ley de reforma agraria, la FNTT ordena, en Badajoz,
una masiva ocupación de fincas. Casi 70.000 campesinos, en un orden
perfecto, se ponen en marcha al grito de ¡Viva la República! Aquella
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gigantesca marcha comienza a invadir las fincas previamente señalizadas,
y, con una tensión contenida, comienzan a roturarlas.
Las instrucciones que la FNTT ha dado a los ocupantes es la
siguiente: “Evitad los choques con las fuerzas del orden. ¡Pero ni un solo
paso atrás! ¡Aquí estoy, aquí me quedo!”
Azaña no da crédito a la noticia. Duda. Por fin, envía tropas. Los
campesinos no se enfrentan, pero se niegan a salir de las tierras ocupadas.
Se dice que, incluso, Azaña da la orden de disparar. No se dispara. Se
practican innumerables detenciones. Pero ante lo irreversible de la
situación, al gobierno no le queda otro remedio que legalizar las
ocupaciones y soltar a los presos.
Tan atrevido como inusual acontecimiento lleva a Malefakis a
escribir: Con una única ocupación los campesinos habían ocupado muchas
más tierras que las que se le habían entregado en los últimos cinco años,
merced a la puesta en marcha de la reforma agraria.
Esto es, de manera resumida, la historia de unos hechos históricos y
hoy desgraciadamente olvidados, donde la desesperación, el hambre y el
odio de unos hombres que solamente querían reclamar el derecho al trabajo
y a una vida digna para ellos y para sus hijos. Como también es la historia
de otros hombres que abusando de su poder y de su dinero, les negaron a
los primeros estos derechos. El resultado lo sabemos todos: tres años de
guerra fratricida, de muertes y de desolación por no querer –unos y otros–
adaptarse a los nuevos tiempos que España exigía, donde se respetaran los
derechos del patrón, o del terrateniente, pero también los derechos de unos
hombres que no tenían para sostenerse más que la fuerza de su trabajo. No
aprendimos nada de aquellos desgraciados acontecimientos. Ni aprendimos
en años sucesivos, donde solamente la represión y el estado militar
frenaron las ansias de libertad de un pueblo, que como cualquier otro
pueblo del mundo, sólo quería vivir en igualdad de derechos y de
obligaciones. Y no hemos aprendido nada de estos últimos sesenta años,
porque las desigualdades sociales y económicas, lejos de aminorarse, han
ido ensanchándose peligrosamente hasta el punto de que puede suceder,
como ya sucedió en aquellos años, que esa enorme masa de 5.600.000
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parados exijan con violencia lo que no han conseguido respetando las
normas impuestas por el Estado de derecho.
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