41FUNDAMENTOS DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO
CASTILLOS EN EL AIREPedro Azara
Decía Isidoro de Sevilla que Tomás era hermano gemelo de Jesús; era «físicamen-
te muy parecido» a Él. Según cuenta La leyenda dorada, un día Jesús se apareció
a Tomás y le comunicó que unos enviados del rey de la India (un rey parto que
dominaba la India), Gundosforo, encabezados por el ministro Abades, recién
llegados a Palestina, iban buscando a «un hábil arquitecto» para que edificara
un palacio espléndido, «a la romana», para el rey de Oriente, y que les había
respondido que Tomás era la persona adecuada: «estaba capacitado en este arte».
Jesús no podía menos que satisfacer al rey. Años atrás, cuando Jesús era un recién
nacido, ¿no había el sabio Gundosforo —llamado también Gaspar, de Oriente—
acudido, tras un largo viaje en pos de una estrella, a un pobre belén para visitarlo,
honrarlo y agasajarlo?
Tomás se resistió, pero Jesús acabó por convencerlo —en realidad, según cuenta
la versión de Los hechos de Tomás, lo redujo a la esclavitud y lo vendió a los
emisarios del rey por tres monedas de plata (llamadas litrae)—. Tomás dijo El caminante sobre el mar de niebla, Caspar David Friedrich, 1818.
42 II. VIAJES CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO
entonces: «Eres mi dueño, Señor, y yo soy tu servidor: hágase tu voluntad».
Luego, aceptó embarcarse hacia la India.
No bien hubo llegado a la corte, el rey interrogó a Tomás acerca de sus habili-
dades. El apóstol se presentó como carpintero y constructor: «puedo edificar
en piedra tumbas, monumentos y palacios reales», esto es, obras para seres
inmortales como reyes y dioses. El rey le pidió si podría construir un palacio.
«Lo edificaré y lo amueblaré; para esto he venido», le replicó secamente Tomás.
Entonces, Gundosforo y el apóstol salieron y cruzaron las puertas de la ciudad
mientras discurrían sobre la construcción del palacio y las cimentaciones ne-
cesarias; se dirigieron a un lugar apartado desde donde se divisaba el terreno
escogido. Tomás aprobó la elección, pero añadió que eran necesarios unos tra-
bajos previos, toda vez que la tierra era muy húmeda y estaba cubierta por un
tupido bosque. El campo estaba marcado por los excesos. El agua lo anegaba,
convirtiéndolo en una superficie inestable e ilusoria, y los árboles impedían que
la luz llegara hasta el suelo. A petición del rey, Tomás trazó los planos del edi-
ficio con una caña, se los mostró y le prometió que el palacio estaría terminado
en unos pocos meses, pues las obras empezarían en Octubre (en Dius, el primer
mes del calendario lunar helenístico) y concluirían en Abril (por Xanthicus, el
sexto mes). Hábilmente, dispuso «las puertas orientadas hacia el este para dejar
pasar la luz, las ventanas mirando al oeste para facilitar la ventilación, un horno
al sur, y situó al norte las conducciones de agua, un acueducto, para atender a las
necesidades del edificio». El rey, maravillado, lo cubrió de oro, plata y piedras
preciosas para que le construyera el palacio más hermoso que jamás se pudiera
soñar, y se ausentó de la corte.
Unos pocos meses más tarde, Gundosforo preguntó por las obras. El «pretorio»
(el palacio) estaba concluido, le respondió tranquilamente Tomás; ya sólo fal-
taba levantar el tejado, para cuya construcción el rey, confiado, entregó nueva-
mente ingentes cantidades de oro y plata.
Al día siguiente, el monarca tuvo que partir a la guerra; estuvo lejos dos años.
Apenas el rey se puso a la cabeza de los ejércitos, Tomás, decidido a cumplir con
el encargo se puso manos a la obra. Lo primero que hizo fue distribuir el oro, la
plata y las piedras relucientes entre los pobres del reino, y se recogió para meditar.
Al regresar victorioso de la guerra, el rey, impaciente, quiso tener noticias del
palacio y contemplarlo. Éste, sin duda, no debía parecerse a ninguno conocido.
Habló con sus amigos quienes le comentaron que Tomás no había hecho nada
sino que se había limitado a dilapidar la fortuna. Desesperado, meciéndose los
cabellos, moviéndose de un lado para otro como una fiera enjaulada, Gundosforo
mandó que le trajeran a Abades y a Tomás, e inquirió al apóstol por el palacio.
«Está terminado», contestó Tomás con aplomo.
«¿Dónde vamos para verlo?», le replicó el rey, a lo que Tomás, tranquilamente,
le respondió que a ningún sitio, puesto que sólo podría admirarlo en la otra vida.
Fuera de sus casillas, Gundosforo mandó que los encerraran en las celdas más os-
curas y que, al día siguiente, al alba, desollaran vivo a Tomás antes de quemarlo.
43CASTILLOS EN EL AIRE
Esa misma tarde, el príncipe Gad, hermano del rey, enfermó y, al poco, murió.
Quizá fuera de pena, pues apreciaba a Tomás. De noche, el rey, apesadumbrado,
tuvo un sueño vívido. El alma de Gad se le apareció y le comunicó que, al ascen-
der a los cielos, había vislumbrado un resplandor blanquísimo que irradiaba en
lo alto de la bóveda celestial: unos pináculos estilizados sobresalían sobre los
muros relucientes de un palacio deslumbrante que flotaba ingrávido rodeado de
ángeles. Gad les preguntó a quién pertenecía y quién lo había construido; tam-
bién solicitó poder visitarlo. Los poderes celestiales le respondieron que Tomás lo
había levantado para el rey, su hermano, pero que éste no era digno de semejante
morada, y que, si quería, podía convertirse en su nuevo dueño. Entonces, Gad,
maravillado, descendió para, en sueños, comunicar a Gundosforo lo que había
visto, y para suplicarle que perdonara a Tomás, pues éste había cumplido con el
encargo de la mejor de las maneras: le había levantado un palacio cuya contem-
plación y cuyo disfrute sólo estaba al alcance de almas benditas. Las almas pro-
saicas no verían sino un terreno yermo y vacío. El palacio resplandecía a ojos de
los espíritus. Permanecía incólume. El paso del tiempo, que destruye la materia
y borra las formas labradas, no le afectaría. Duraría una eternidad, la eternidad.
Era el sueño de todo arquitecto, de todo promotor. El nombre de Gundosforo,
asociado a su palacio, sería recordado para siempre.
Castillos en el aire: Mito y arquitectura en occidente, Gustavo Gili, Barcelona, 2005.
Las edades de la vida, Caspar David Friedrich, 1835.