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CICERÓN PERSEGUIDO Antonio Pastor -...

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CICERÓN PERSEGUIDO Antonio Pastor
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C I C E R Ó N P E R S E G U I D O

Antonio Pastor

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I

C I C E R Ó N

En diciembre del 57 se celebró en Roma, «neDa sala de­gli Orazi e Curiazi in Campidoglio», con asistencia del Presi­dente de la República Italiana y del Síndico de la Ciudad Eterna, la solemne conmemoración de la muerte de Marco Tulio Cicerón, el cual, a su vez, había sido presidente, o cepresidente, en calidad de cónsul, de otra república ro­mana muy distinta. En todo el mundo civilizado se dedica­ron artículos, lecciones universitarias, sesiones académicas, apreciaciones críticas (el más auténtico homenaje) al gran occidental, que fue transmisor insigne del pensamiento gre­co-romano al cristianismo católico, pues para Lactancio, Am­bi osio y, sobre todo, San Agustín, era el arpíñate, al lado de Virgilio, la máxima autoridad humana, sólo superada por la divina de la Sagrada Escritura. Si bien fracasó Cicerón como el defensor de la vieja república romana, ancestral y aristocrática; si bien es cierto que el hombre de letras, de pensamiento y de palabras no pxiede poseer la fuerza unila­teral ni la rapidez del rayo de un César, claro y de instan­tánea intuición egocéntrica, amoral, sin embargo es un he­cho histórico, aleccionador y consolador, que fueron «sus» convicciones y no los desafueros de un Antonio, o la paz mayestática, pero plena de elementos negativos, de los Cé-

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sares, las que triunfaron. Como dice Buchan en su admira­ble Augustus (1937), «su humanismo y su humanidad lo convirtieron en el anunciador de un mundo más benigno». Cicerón, a quien San Agustín debe el primer paso en su conversión (Confesiones, III, 4; se refiere al Hortensia, (>ese libro que cambió mi vida afectiva y dirigió a ti. Se­ñor, mis oraciones e hizo que mis deseos fueran otros»), que fue para San Ambrosio el modelo y para San Jerónimo el rex oratorum, el escritor cuya obra fue el resorte central del Renacimiento, tuvo una influencia duradera sobre el mun­do civilizado. «Mientras otros extendían los límites del Im­perio, él ensanchaba los límites del genio latino» : tributo de Julio César nada menos (Cic. Ad Brutum, 72; Plin. Nat. Hist. VII, 117).

Ocurre que, como consecuencia del olvido del griego, se pierde el acceso directo al documento original, y ya desde este momento Cicerón se convierte en maestro de maestros, pues es el transmisor de la cultura griega. La filosofía dominante es el estoicismo, «Weltanschauung» más qus filosofía crítica, pero uiu visión esencialmente civilizadora y humana. Muy poco sabríamos de ella sin el sincretis­mo filosófico ciceroniano (basado en las enseñanzas de An­tioco de Ascalón), pues los textos originales sólo pervi­ven en partículas dispersas. La ética estoica ciceroniana es base para nuestro conocimiento de la Stoa (cf. P. Mil­ton Valente, S. J., L'Ethique Stoïcienne chez Cicerón, Pa­rís, 1956). En manos del arpíñate llega a su sublimación: «Oh, guía de la existencia. Filosofía, que tienes por misión descubrir la virtud y destruir el vicio... (es decir, tu come­tido no es descubrir la verdad, resolver las antinomias del universo, sino regular racionalmente la conducta huma­na) . . . Eres tú quien has creado el estado, tú quien has llamado a la vida social a los hombres dispersos, quien los has unido, en primer lugar por la fijación del habitáculo, luego por el matrimonio y, sobre todo, por la comunidad de la lengua y de la escritura; tú quien has descubierto las leyes, quien eres la maestra de la moral y de la civiliza­ción... Un solo día que se haya vixndo honestamente y

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conforme a tus principios es preferible a una inmortalidad que bien pudiera ser inmoral» (TMJC, 5).

Para el cristianismo fue esencial el cúmulo de ideas he-lénicas que hablan en la obra ciceroniana. Actúan a través de San Agustín, en forma y de manera muy especial: re­montándonos a la generación de Escipión el Africano, la medida de la capacidad y de la cultura de un romano «clá­sico» (no quiere decir otra cosa classicus que de primera clase—superexcelente, paradigmático—; cuando los ciuda­danos fueron divididos en cinco clases, sólo los de la pri­mera «tenían clase» ; Cicerón, Acad., II, 23, 73, habla de filósofos de «quinta clase», significando escasa o ninguna autoridad: qui mihi cum iüo —Democri to— quintae classis videntur; en sentido estrictamente literario usa por prime­ra vez Aulo Celio en el siglo ll este vocablo que tan gra­ves consecuencias había de tener en la historia de las ideas) era exactamente conmensurable con la extensión de sus co­nocimientos griegos. Ser algo era ser conocedor de los auto­res griegos, por mucho que entraran, en estas cualidades de hombre superior y apto para gobernar, elementos nacionales. Naturalmente había que conocer el derecho civil y religio­so, la política con su consecuencia retórica, el arte militar, la agricultura y agrimensura, o sea, las disciplinas propias de la aristocracia senatorial. Pero hay que retener dos hechos: la enorme influencia de San Agustín se ejerce precisamente en un sentido conservador en cuanto a la forma, por mucho que supere un romanismo totemístico y ya absurdo en su tiempo. Su vocabulario está cercano, cercanísimo, del xiso clásico, hay pocos neologismos y los que se encuentran son dignos descendientes de los ciceronianos, es decir, están del todo dentro del ámbito del genio latino.

Pero hay más. Que en San Agustín el pensamiento cice­roniano penetra en el meollo mismo de la doctrina, es in­discutible. A pesar de un período intermedio, de crítica ama­blemente irónica y despreciativa, natural en quien no bus­caba más verdad que la trascendental y eterna, vuelve Mar­co Tidio a ocupar su preeminencia en la culminación de la tesis político-religiosa agustiniana. Cuando trata de la re­lación entre pax y iustitia, a fin de establecer las normas

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E L ASESINATO

Para comprender las circunstancias del crimen remontémo­nos un año. Estamos en el 44, antes de Jesucristo. César acaba de morir en los idus de marzo, hada las once de la ma­ñana, herido por treinta y cinco puñaladas, de las que una sola en el pecho fue mortal, cayendo en la curia de Pom-peyo, a los pies de la estatua de su gran enemigo, colega y pariente (Drumann-Groebe, Gesch. Roms, III, 648-58). U n mes más tarde llega su sobrino nieto Octavio (era hijo de Atia, que

cristianas, aplicables a un orden humano y político, se basa en conceptos ciceronianos. Aú se indaga y formula la jus­tificación filosófica de la vieja tradición romana de la coin­cidencia del imperium con el bonum, justwn et honestum. En el estado ideal, suma y compendio de la ciudad terrenal y de la ciudad de Dios, el derecho civil y el natural coin­ciden; ha desaparecido la oposición entre los órdenes di­vino y humano. De este modo enraizan y prolifcran en el pensamiento del obispo de Hipona las ideas platónicas y estoicas de Cicerón. Precisamente el hecho tan notable, que el concepto de pax, como sumo bien, ceda temporalmente su lugar destacado al de iustitia, es un caso darò de esta influencia. La paz es precondición para la contemplación de Dios y hasta coincide con ella; puesto que Él es el creador de todas las cosas, éstas, si no las alborotan los hombres, tienden ruturalmente a volver a su cauce, que es Dios. Pero en la ciudad terrena no hay paz, no hay concordia, sino discordia^ la destrucción del orden existente, la revolución, la guerra, no son más que grados de un círculo vicioso. Si San Agustín nos enseña que sólo los ciudadanos de la Ciu­dad de Dios pueden realizar y aprovechar una paz temporal histórica con ayuda divina, amplía en sentido cristiano los conceptos ciceronianos: el estado auténtico es la conclusión, plenitud y perfección de la naturaleza (De República, III, 33 y comienzo del libro IV).

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a SU vez lo era de Julia, hermana de Julio César), hijo adoptivo del dictador, y reclama la herencia, así como el nombre cesáreo, ya a punto de convertirse en título. Anto­nio, que había gastado gran parte de esos bienes, se muestra recalcitrante y amenaza con oponer la espada a la contabilidad. Octavio asume el nombre de Cayo Julio César Octaviano sin esperar los trámites legales y forma un ejér­cito particular, de manera manifiestamente ilegal, con ce­leridad rara, según algunos, por el prestigio que le confe­ría su condición, auténtica, de heredero de César; según otros, por su calculada generosidad: «no hay que extra­ñarse, escribe Cicerón, pues cada hombre recibe quinientos denarios», la equivalencia de una paga normal del legiona­rio durante dos años. La alianza entre Octavio y el Sena­do, identificado con los asesinos de César, no podía ser du­radera, cuando los padres conscritos, una vez vencido An­tonio, se creyeron con fuerzas suficientes para prescindir del futuro Augusto. Pero ya habían pasado los tiempos en que los soldados se entremataban para satisfacer pasiones políticas senatoriales, sobre todo cuando éstas llegaban a la demencia; los legionarios de Antonio eran los veteranos de César y el Senado acababa de declararlos fuera de la ley. Cicerón, con claro sentido político esta vez y valor cívico, se volcó en la batalla a fin de conseguir una inteligencia con Octavio, sin que lograra vencer la ceguera de sus co­legas.

Mientras Octavio negociaba y mantenía constantes rela­ciones con Cicerón, Antonio estaba en la Galia, enfrentándo­se con dos ejércitos republicanos, bajo los mandos de Lèpido y Planeo; Lèpido, antiguo general de la caballería cesárea, se pasó, como era de esperar, al bando de Antonio, explican­do al Senado que sus soldados se negaban a luchar contra sus antiguos compañeros, lo cual seguramente era verdad. Planeo fue desbordado al poco tiempo y también se unió a Anto­nio. Entre tanto abrazo de Vergara las tropas de Décimo Bruto, recién nombrado por el Senado general de ellas, se pasaron al enemigo y su jefe fue ejecutado por orden de Antonio, caso curioso de lealtad republicana, pues este Dé­cimo Bruto había sido designado cónsul por César para el

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año 42. Como Cicerón había previsto, se crea una situación en extremo peligrosa, pues Octaviano ya no podía con* trarrestar la prepotencia militar de Antonio, y éste no podía estar seguro de que sus tropas no se pasaran a las águilas del príncipe cesáreo. Hay que contemporizar, y el 19 de agosto del 44 Octaviano obliga a su Senado humillado a designar a Antonio cónsul para el año 43, y en noviembre se ratifica el triunvirato, siendo el tercero Lèpido, hombre políticamente nulo, pero de buenos antecedentes castrenses y cesáreos.

El breve régimen antoniano anterior había sido una CS' pecie de juerga, casi siempre sangrienta, pero alguna vez cómica (léase en las cartas de Cicerón). El conocido y extra­vagante libro de Syme, Roman Revolution, Oxford, 1937. con su tesis del republicanismo de Antonio frente al tota­litarismo de Octavio, no concuerda con tantos otros datos. Ahora la situación es distinta.

Cicerón había pronunciado las oraciones Filípicas, esos te­rribles, apasionados, colosales sermones contra Antonio, que retumbaron en el Senado entre septiembre 44 y abril 43, y pronto fueron llamadas así por su inevitable comparación con las oraciones clásicas y prototípicas de Demóstenes, últi­ma manifestación de la personalidad de Atenas contra Filipo de Macedonia. Es verdad que la segunda Filípica, sin duda la obra maestra latina absoluta de la invectiva política, nunca fue pronunciada (M. Grant, Rom. Ut., C. U . P., 1941). Pero quedan otras trece. Cicerón se había suicidado.

Con la vieja Roma republicana y aristocrática, pereció él. Cicerón, aunque no de rancia aristocracia de nacimien­to, sí asimilado a ella por sus altos cargos y su consecuente posición social, sin insistir aquí en su gran riqueza. Vinie­ron las proscripciones, casi el primer acto colectivo de los triunviros. Shakespeare, en la jornada cuarta del Julio Cé­sar, recrea para siempre la escena del siniestro regateo:

A n t o n i o . — E s t o s — m u c h o s — p u e s , han de morir; sus nombres están marcados.

Octavio.—^Tu hermano también debe morir. ¿Consientes, Lèpido?

Lèpido.—Consiento...

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Hemos visto, pues, en qué forma Shakespeare da vida a «su» Plutarco, que era la traucción inglesa de Sir Tho­mas North, a su vez versión de la francesa de Jacques Ay mot, esta última del griego. Sin embargo, proporcionó al genio de Shakespeare «más conocimiento esencial de la historia que a la mayoría de los hombres todo el Museo Bri­tánico», como dice T . S. Eliot {Selected Essays, 17). El he-che es que, así como Cicerón fue el puente entre las letras paganas y la incipiente cristiandad, también lo fue entre Roma y el Renacimiento temprano (Petrarca descubre en Lieja un manuscrito ciceroniano, en 1333). Plutarco y Sé­neca fueron los apóstoles del greco-romanismo, en el si­glo XVI. Montaigne, el entrañable compañero, con Homero y Horacio, de mis cruceros atlánticos, fue una de las estrellas de este extraño y tardío renacimiento y casi conjuro del pa­sado.

Los triunviros asesmaron a 300 senadores y 2.000 equt-tes o caballeros, es decir, destruyeron la alta clase media romana, una especie de patriciado burgués adinerado e ilus­trado al que el mismo Cicerón pertenecía, aunque se elevara al rango consular. En realidad, se trataba de un fantástico latrocinio: una vez que Antonio contaba temporalmente con el heredero de César y con Lèpido, en este segundo triunvirato, los tres robaron los bienes de los hombres que

Octavio.—^Márcalo, Antonio. Lèpido.—A condición que Publio no sobreviva. Antonio.—No vivirá. Mira, con un punto lo condeno. Cicerón comprendió con toda claridad la naturaleza de

esta crisis radical del estado. No había ley y sin ley no hay estado. Los tiranos podrán ser más o menos benévolos, pero, como luego se dirá de César, su clementia es «in­sidiosa» y no se trata de clemencia, sino de justicia. Mar­co Tulio exclama en la segunda Filípica, refiriéndose a Antonio: « ¡ Q u é otra cosa es la buena acción del bandido, sino que puede argüir que ha salvado la vida a aquellos a quienes no se la ha quitado!»

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habían proscrito y además la totalidad de las fortunas de las 400 mujeres más ricas y, por ello, más amenazadas de Roma. A ello añadieron un empréstito forzado de un año de ingre­sos sobre todas las fortunas, grandes o pequeñas, y un im­puesto único del dos por ciento sobre todos los capitales superiores a 400.000 sestercios (casi exactamente un millón de pesetas de 1958).

Pero abramos «nuestro» Plutarco (Vidas Paralelas, Cic, 46-49): «Mientras que ellos (los triunviros) demostra­ban que no hay bestia más feroz el hombre, cuando une la pasión al poder, Cicerón estaba en su villa de Tuscu-lum (Frascati) con su hermano (Quinto, el brillante militar cesariano, ahora del todo unido a Marco Tulio). Recibida la noticia de las procripciones, decidieron ir a Astura, pro­piedad que Cicerón poseía en la costa (cerca del río del mismo nombre, entre Anzio y Cabo Circeo—Cala dei Pes­catori—, de tantas sugestiones homéricas; véase la descrip­ción maravillosa de Bérard, La Resurrection d'Homere, 117, etc). De allí pensaban embarcar para Macedonia, pues se hablaba de que allí Pompeyo se había consolidado con grandes fuerzas. Viajaban en literas..., cuando se le ocurrió a Quinto que, careciendo de todo, mejor sería que Cicerón continuara y que él. Quinto, regresara a Roma, a fin de equi­parse y reunirse en seguida con su hermano. Pocos días des­pués fue entregado por sus esclavos y muerto con su hijo. Cicerón llegó a Astura, encontró allí un barco y navegó cos­teando hasta Circeii (puerto del Lacio, en el mismo cabo Cir­ceo). Como el viento era favorable, los pilotos querían prose­guir sin demora, pero, o bien temiendo el mar (Cicerón su­fría horriblemente de mareo, hasta el punto de subordinar graves decisiones políticas a esta debilidad; no tenía nin­gún sentido marinero; escribe a Ático que el navegar en julio, en el Mediterráneo, es negotium magnum; atque in mense Quinctilil; espera hasta el verano para unirse a Pom­peyo, como era su deber, preocupado por la navegación; Drumann-Groebe, o. c , VI, 429 , ha coleccionado los textos de la correspondencia, que revelan un verdadero complejo an­tináutico; ahora iba a morir por él) o bien no habiendo per­dido toda confianza en Octavio, desembarcó y caminó a pie

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en la dirección de Roma unos cien estadios (el stadium tie­ne 125 pasos romanos, y cada uno de éstos, cinco pies de 296 milímetros, de suerte que el paseo absurdo y peligroso fue de unos 18 kilómetros y medio, unas cuatro horas). Pero luego, entre sus incertidumbres y perplejidades, volvió a Astura (es decir, desandando todo lo navegado). Allí pasó la noche entregado a terribles reflexiones..., tomando, en la confusión de su espíritu, resoluciones contradictorias, pero acabando por ordenar a sus servidores que lo condu­jeran por mar a Gaeta (en la costa de Campania; la villa de Cicerón se llamaba Fornianum), donde poseía tierras que le ofrecían grata estancia en verano.. . Al fin desembarcó y entró en la casa de campo donde se acostó para descan­sar (era el 7 de diciembre del 47 a. J. C ) . Medio por persuasión y medio por la fuerza, sus acompañantes logra­ron transportarlo de nuevo al mar en su litera. Mientras tanto habían llegado los asesinos: un centurión, Herennio, y un tribuno militar, Popilio, a quien por cierto Cicerón había defendido, en otros tiempos, de una acusación de pa­rricidio. Encontrando las puertas cerradas, las hicieron saltar. Como la víctima no aparecía... el centurión, llevando con­sigo algunos hombres, corrió por un atajo hasta la entrada del parque. Esta carrera la había observado Cicerón y mandó a sus esclavos que pusieran en tierra Ja litera. El mismo, adoptando una actitud que le era familiar, apoyando el mentón en la mana izquierda, miraba fijamente a los asesi­nos. Su cara, cubierta de polvo y del pelo en desorden, mar­cada por los sufrimientos que lo minaban, produjo tal im­presión sobre ellos, que casi todos se velaron el rostro cuando Herennio lo inmoló: Cicerón mismo había tendido su cue­llo fuera de la litera. Iba a cumplir los sesenta y cuatro años cuando fue muerto (le faltaban veintisiete días). Le cortaron la cabeza y las manos: habían escrito las Filípicas, pues este es el nombre dado por el mismo Cicerón a sus discursos contra Antonio. La cabeza y las manos fueron llevadas a Roma. Antonio estaba entonces allí, presidiendo las elec­ciones... Hizo clavar esta cabeza y estas manos sobre los rastra (plataforma para el orador, así llamada porque se co­locaban las proas de las naves enemigas vencidas en la

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pared de detrás, cosa que se hizo ya en 338 a. }. C , des­pués de la batalla de Antium; los rastra aquí menciona­dos son, seguramente, los del edificio que César constru­yó en la parte norte del Foro, al emprender las obras de la Curia Julia, pues Augusto no hizo el suyo hasta un año después de la muerte de Cicerón), espectáculo que inspiraba horror a los romanos. Creían ver, no la faz de Cicerón, sino la imagen del alma de Antonio.. . Me han contado que César (Augusto) entró mucho tiempo después en la habitación de uno de sus nietos; éste tenía en sus manos un rollo de Cicerón y se asustó, escondiéndolo bajo su toga (lo que demuestra que, aun mucho tiempo des­pués, el mero hecho de leer una obra del arpíñate se su­ponía intolerable para el Emperador). Augusto lo vio, cogió el libro, y de pie estuvo leyendo largo rato ; luego se volvió al joven y le dijo: Fue un gran orador, hijo mío, un gran letrado (logias) y amó mucho a su patria (philópatris). La verdad es que, una vez vencido Antonio, siendo Augusto cónsul, nombró como su colega al hijo de Cicerón (en el año 30)».

Hemos omitido ciertos rasgos típicos en Plutarco, pero poco aptos para aumentar nuestra comprensión de los pro­tagonistas: su sentimentalismo, sus supersticiones (genios vengativos, detallada descripción de presagios siniestros), las anécdotas espeluznantes que él mismo desvirtúa diciendo que probablemente no son verdaderas. Lo que queda es rico en sugestiones para identificar e interpretar los carac­teres del drama. Aquí, por ejemplo, trabamos fugaz cono­cimiento con un nieto de Augusto, cuya hija, Julia, la de los tristes destinos, había tenido dos de su segundo matri­monio con Agripa, radiante personalidad del todo adicta a la causa augustea, que fueron adoptados al nacer, mejor dicho, «comprados» per aes et libram por su imperial abue­lo, el cual ya había abandonado toda esperanza de here­deros. Más bien me inclinaría a pensar que se trata del mayor. Gayo, nacido en el año 20 a. Cr., y que fué pro­clamado princeps iuventutis en el 5, entre otras razones porque su rasgo revela un espíritu independiente y altivo, cuando no «frondeur» y subversivo, heredado de su madre,

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y Gayo precisamente era conocido por su «insolencia», según Dión Casio el historiador (LV, 9, I). Sobre Julia, fascinante y parricida de intención, a la que su tercer marido, Claudio Nerón, llamado Tiberio, dejó morir de hambre y miseria en dura cárcel, debe leerse el brillante ensayo del maestro Carcopino, La véritable Julie (en Passion et poUtique chez les Césars, 1958). Tanto Cayo como su hermano menor, Lucio, murieron jóvenes; primero Lucio, a los 19 años, luego el mayor, a los 24, frustrando, una vez más, los anhelos dinásticos de Augusto y dejando libre el paso a Tiberio, a las sombras amargas de los Claudios.

Tito Livio, uno de los pocos en quienes Augusto toleraba sentimientos republicanos—era el gran historiador nacional, demasiado considerable para ser «neutralizado»—, dice con displicencia en el libro 120, que sin duda se publicó poco antes de la muerte de Augusto y del cual sólo poseemos citas fragmentarias, que «para elogiarlo dignamente uno tendría que ser Cicerón», y añade que «la muerte fue la única desgracia que soportó dignamente», echando la culpa de las estúpidas crueldades a Antonio y a los militares (nec id satis stolidae crudelitati militum fuit), pero con-siderando lógica la muerte, sobre todo, escribe con acida ironía, porque la víctima ya había cumplido 63 años, y estaba maduro para el tránsito. Ni Horacio, ni Virgilio (no me parece aceptable la tesis según la cual el hablador envi­dioso y débil de Eneida, X I , 340-1 es una caricatura de Cicerón y el padre incestuoso de VI. 623, un eco de la monstruosa acusación que pretendía manchar las relaciones entre Cicerón y su hija Tulia), ni Propercio, ni Tibulo, ni Ovidio mencionan a Cicerón. Había nombres que no se podían pronunciar.

La fama postuma fue un continuo «crescendo» ; bajo los Flavios nadie hubiera dudado en contestar a la pregunta «¿Quiénes fueron los más grandes romanos?» con «Augusto y Cicerón». De esta gloria postuma se puede decir lo que escribió un crítico griego, acaso contemporáneo de Quinti­liano, en un tratado sobre el estilo que nosotros llamamos Sobre lo sublime y atribuimos a un tal Longino inexis­tente : «Cicerón, como un incendio que se extiende, se des-

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III

Á T I C O

Tito Pomponio (109-32 a. J. C ) , llamado Ático por su larga residencia, de veinte años, en Atenas y las inmensas fincas que poseía en Grecia (se había retirado de Roma en 85 a. J. C. para alejarse del tumulto político en Italia, de la guerra civil y de la terrible reacción de Sila durante su dictadura militar, de las reformas descabelladas, de las le­yes absurdas y de la consecuente ruina), por su perfección en esa lengua—ut Athenis natus videretur—, su vasta cultu­ra helénica y su estricta observancia del más austero epicureis­mo, fue el más íntimo amigo de Cicerón, su constante corres­ponsal (16 libros de cartas) y consejero, su banquero—fue uno de los más competentes y capaces de la antigüedad romana, tan señaladamente capitalista—, su editor, el primero, cro­nológicamente hablando, del Occidente europeo; amigo de todos y aliado de na^ie, en un mundo de tremendas con­vulsiones políticas. Lo conocemos por Cornelio Nepos (me resisto al repulsivo «Nepote»), su colaborador, el cual, en De viribus ülustribus, le dedica el último de sus retratos li­terarios, fuente casi única para conocer a esta extraña e intere­santísima figura, perfecto ejemplar del abstencionismo delibe­rado y siempre coronado de éxito. Como los Medici, también banqueros, elevó su familia a la realeza, casando, en 37 a. J. C , a su hija Cecilia con Agripa, el alter ego de Augusto, y a la hija de éstos, la pequeña Vipsania Agripina, con Ti­berio, futuro César, hijastro de Augusto (era hijo de Livia y de T . Claudio Nerón, su primer marido), cuya biografía psicológica, de Marañón, es una de las escasas obras maestras

pliega y desenvuelve por todo el campo: su fuego es inte­rior, amplio y constante, distribuido por un lado y por otro y alimentado por siempre renovada materia».

Este fue Cicerón, el orador del cual poseemos todavía 58 discursos (no todos completos) y del que sabemos que pronunció y conservó en forma escrita más de cien.

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de este gènero en lengua española. Nos cuenta Suetonio (Ttb . , VII, 2, 3) que la amó tiernamente, hasta el punto de que, habiéndola repudiado por orden imperial, no sine mag' no angore animi, para casarse con la intrigante Julia, evitaba verla después del divorcio—tanto era su dolor—.

Este banquero-editorJiterato, hombre de inmensa distin­ción congenita basada en una sencillez total, cautivó al César, a pesar de su conocida amistad con Cicerón, «sólo por la elegancia de su vida», y esta elegancia era de la mejor es­tirpe, pues consistía en el ser y no en el parecer. Su casa del Quirinal, llamada Tamphiliana, la había heredado de su tío Cecilio; era anticuada y sencilla, y su nuevo propie­tario nada quiso hacer para modificarla; según Nepos, nadie fue minus aedificator, pero, rasgo típico y costosísimo, esta­ba rodeada de uno de los más espléndidos parques de Roma (silva, no hortus o jardín). Nepos expresamente nos dice que amoenitas non aedificio sed silva comtabat, parque que Ático seguía manteniendo en toda su belleza. Su cocina, la mesa de uno de los hombres más ricos del imperio, era la del perfecto anti-Trimalquión, y hasta el mismo Cicerón, su devoto y querido amigo, le escribe como algo cansado de tanta austeridad cuando le dice (Ad At. VI, i) olusculis nos pascere soles, «no nos das de comer más que repo­llitos»... Su muerte fue la consumación de tan aristocrá­tico abstencionismo, que había aprendido de los epicúreos (Fedro, el jefe, en ese momento, de la escuela, fue siempre su autoridad y maestro; cum Phaedro, quem unice diligo, se dice en De fin., V , I, 3); y se mantuvo en su epicureis­mo, aun cuando fuera una filosofía mal vista por Augusto, que no gustaba de ideas sutiles o inquietantes, con lo cual se dio un ejemplo muy concreto del antagonismo entre el intelectual (aunque fuera banquero) y el político.

Seguramente el rasgo más característico en Ático, lo excep­cional y casi extraño en esta personalidad, era precisamente el ser epicúreo y no practicar el estoicismo moderado, que era, si no la religión, por lo menos la moral, la ética y la filosofía de las clases rectoras, pues por el estoicismo se puede juzgar la enorme decadencia intelectual que mide entre el ágil, vital y luminoso complejo Platón-Aristóteles y estas toscas

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filosofías morales y consolatorias. El epicureismo nada tiene de consuelo, no es filosofía para «tiempos malos», es del todo anti-compromisario y meditación sólo para espíritus templa-dos. Por una de las frecuentes paradojas en la historia del pensamiento, la filosofía de Epicuro de Samos (341-270), cuyo fin y objeto, por la vertiente moral y práctica, había sido el conseguir «la felicidad», se había trocado en una amar­ga negativa ante la vida. Epicuro enseñaba que esta su «fe­licidad» coincidía con «imperturbabilidad» —ataraxia—, la ausencia de dolor o molestia. Para conseguirla hay que fiarse de los sentidos. La explicación de esto se halla en la teoría física que informa toda la estructura especulativa del epicu­reismo, al que tan imperfectamente conocemos (los escritos del maestro, supervivientes, se reducen a tres cartas a dis­cípulos; las Doctrinas Maestras —Kyriai Dóxai—, una es­pecie de catecismo de cuarenta aforismos de intención peda­gógica, y las Sententiae Vaticanae, que contienen ochenta aforismos éticos). Reaparece la vieja teoría de Democrito y de los atomistas. La percepción sensual (aísthesis) se debe a esta organización atómica del universo, pues todo lo que tiene existencia material emite «efluencias» atómicas, que son como «imágenes» (eídola) de sutilísima contextura que se mueven con increíble celeridad. De aquí la teoría del co­nocimiento epicúrea. Ya que nuestros sentidos están en cierto modo en contacto directo con los objetos por las «efluencias», aisthéseis, o por percepción sensual, ésta es la única base del conocimiento. El error sólo se introduce cuan­do empezamos a razonar, meditar, especular, a formar juicios y opiniones (dóxai, hypolépseis), a manipular los datos sen­suales primarios. Sólo se puede demostrar la existencia de los átomos y del vacío, la de los átomos porque en la des­trucción en cadena debe sobrevivir un elemento indestruc­tible; el vacío como postulado básico para concebir el mo­vimiento. Sin embargo, el movimiento atómico no está del todo predestinado; ellos, los átomos, pueden desviarse de la línea natural que es la recta (parenkUnein'declinare); se pro­ducen colisiones y el ciego mecanismo de Democrito tiene, de algún modo, consecuencias imprevisibles. De aquí también la ética epicúrea: se trata de evitar el dolor; el placer con-

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siste en escapar a la angustia del miedo; miedo a los dio­ses (reducidos a espectros impotentes, constituidos por los átomos más sutiles); miedo a los hombres y por ello la má­xima central del láthe biósas: vivirás oculto, no participa­rás en ningún cursus honorum, no buscarás la fama, no te distinguirás, o, si las circunstancias te obligaran, serás y harás como si no fueras, como si no hicieras (Ático). Desolado y en la soledad, cultivarás el más negativo de los placeres (hedoné), que estriba, una vez conseguido después de pro­longado entrenamiento, en un cierto equilibrio, más bien que paz interior, independiente de todos los vínculos que impone la religión y el estado. No es de extrañar la desconfianza que tenía que suscitar tal autonomía abstencionista en Augusto.

Como ética, el epicureismo ha desaparecido. Como teoría física, el atomismo que Epicuro heredó del gran Democrito, tan admirado por Cicerón, es una de las raíces de toda la físi­ca moderna. Gassendi, nacido en 1592, reintroduce el atomis­mo después de intenso estudio de restos de la obra de Epicu­ro, y desde entonces poco se ha avanzado en comprensión de lo que acaso no sea más que un complejo de imágenes. A fines del siglo pasado se pensó en abandonar el atomismo (sin que insistamos en el «nonsense» inicial de llamar «átomos» —lo indivisible—a aquello que de dividir se trata) bajo la influencia de Ostwald y de Ernst Mach. Lo que sí consiguió el atomismo es educar la sensibilidad en el sentido de que no concebimos la materia como una masa sin estructura ; hemos, en cierto modo, desmaterializado el universo. «En este sen­tido, el atomismo ha resultado infinitamente útil. Pero cuan­do más se medita sobre él, tanto más nos preguntamos si es verdad. ¿Es que realmente se funda en la estructura objetiva del mundo que nos circunda?.. . Pienso que debemos man­tener nuestro sentido crítico en alerta ante las pruebas de la existencia de partículas individuales... La riqueza de nuestros conocimientos aumenta de día en día . . . , pero nuestra com­prensión teórica de los fenómenos está disminuyendo en casi idéntica proporción» (Erwin Schroedinger, Premio Nobel de Física y Profesor en Dublin, Nature and the Greeks, C. U . P., 1954, 86-7).

Lucrecio, el más grande de los poetas romanos anteriores a

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Virgilio, supo expresar en su De Rerum Natura con incom­parable belleza lo que sus maestros Democrito y Epicuro ha­bían escrito en mediocre prosa griega, pero el gran artista no es mencionado más que una vez por Cicerón. Escribe a su hermano (Ad Quintum Fratrem, II, 9, 3) : «La poesía de Lu­crecio es exactamente como tú dices; tiene magníficos mo­mentos de genio y muestra un arte soberbio.» Para que Lu­crecio fuera apreciado tenemos que esperar tiempos moder­nos: Montaigne lo cita 149 veces; los poetas ingleses, como Tennyson y Swinburne, lo traducen y adaptan, y los marxis-tas y materialistas en general han querido dignificar sus doc­trinas apelando al terrible poeta del universo desolado.

Ático murió como perfecto hijo de Epicuro (que no cerdo), deditus Epicuro; padeciendo una úlcera, acaso un cáncer (tenesmon, dice Nepos) del intestino o del estómago, incu­rable entonces, llama a su yerno Agripa y, habiéndole hecho observar la inutilidad de los tratamientos médicos, le comuni­ca su decisión de «ponerse en regla con su conciencia», de no mantener por más tiempo su enfermedad y de dejarse morir de hambre, como lo hizo a los cinco días de inanición y a los setenta y siete años de edad, en olor de santidad filosófica.

Fueron dos ilustres amistades, harto significativas, las que dieron color a la vida del banquero-intelectual : la de Bruto y la de Cicerón. De la primera no queda más resto que una carta que ha sobrevivido a la prudente censura del mismo Ático ; de la otra, uno de los más enormes testimonios episto­lares que conoce la literatura universal; las cartas de Cicerón pertenecen a la categoría de las de San Agustín, de Santa Te­resa (no hablo, claro está, de los temas sino de su excelencia como ejemplares de esta literatura), de Madame de Sévigné, de Voltaire, de Rousseau, de Horace Walpole, de Byron. De ellas derivan casi todos los juicios adversos, todas las mons­truosidades de la persecución postuma. Conocemos a Cicerón mucho más íntimamente que a los políticos del siglo X I X y a los contemporáneos.

Poseemos 931 cartas que se extienden desde el 68 al 43 a. J. C. Sin embargo, la distribución de estos testimonios de la personalidad ciceroniana es de muy desigual densidad: 709 se escriben entre el 68 y enero del 44, veinticuatro años

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de gestación de un nuevo mundo; pero entre los comienzos del 44 y el 28 de j'ulio de] 43, última fecha —diecinueve meses—, nos confrontan 222, unas tres semanales. Del total, sólo 118 no son de Cicerón (ed. Tyrrell y Purser, VII, p. 165-167), sino de una pequeña constelación de grandes nombres —Ático, César, Bruto, Pompeyo—. Todo el conjunto es una plétora de análisis psicológico, de sentimientos móviles, sus­picacias, dudas, paradojas y miserias ^n par en la historia de las letras.

Eran dos caracteres muy distintos: Cicerón, esencialmente extra vertido ; el orador lo es y tiene que serlo por su misma naturaleza. El origen de la virtud oratoria y de su gran con-sideración en Roma se basa en la relación semifeudal entre cliente y patrono. Para defender en los tribunales era pre-ciso saber hablar. N o había periodismo y la carrera política dependía de esta capacidcíi persuasoria. Cicerón nos da la cla­v e : la oratoria es útil en el campo de la política, único que vale el esfuerzo, pues los estudios filosóficos no son más que consuelos para los malos tiempos, cuando la vida pública se atrofia o se extingue por circunstancias tiránicas. «Siempre he pensado que la capacidad para hablar copiosa y elegante­mente sobre los temas más importantes es la más perfecta de las filosofías» (Ad Fam,, I X , 8), y la razón de esto no es ar­bitraria, sino una convicción, alimentada por las fuentes grie­gas, de que la oratoria, o sea la capacidad para convencer, es el más poderoso medio para el jH-ogreso de la barbarie hacia la civilización.

El otro fué por su temperamento un anti-Cicerón. Todo romano deseaba ejercer sus derechos de ciudadano, participar en la dirección y gobierno del Estado, en el cursus hono^ rum; no así Ático : el había decidido, una vez para siempre, sacrificar «una vida mortal a la muerte inmortal» (Lucrecio). Estaba dispuesto a pagar su abstencionismo, rasgo dominan­te, con la total exclusión de los honores oficiales. Por la voz de Lucrecio su moral nos habla hoy como entonces. La angus­tia existencialista moderna es juego de niños mal educados comparada con ella.

De lo que no se puede dudar es de la amistad. Cicerón, ya

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en 6o a. J. C , escribe: «Te deseo, tengo necesidad de ti, te espero; mil cosas me inquietan, me preocupan, de las cuales un paseo contigo me aliviaría» (Ad At., I, i8) . Catorce años después no ha cambiado en nada: «Quiero morir si no sola­mente mi amado Tusculum, sino las mismas Islas Afortuna­das pudieran agradarme sin ti» (ib., XII , 3). «No ignoro nada de tu nobleza, de tu grandeza de alma, y jamás he pensado que entre nosotros hubiera otra diferencia que la accidental de la orientación de nuestras vidas; una cierta ambición me ha empujado a buscar los honores; otros principios te han conducido a preferir ocios más ilustres» (Ad. At., I, 17). Vein­ticinco años después, meses antes de su muerte, dice : «Que muera si alguien ocupa mayor sitio en mi corazón que tú» (Ad At., X V I , 5). Nada serio se ha hecho hasta ahora sobre el sentimiento en Cicerón; más bien se ha huido del tema, limitándolo tan sólo a sus relaciones con su hija.. .

En la biblioteca de Ático en Roma vemos a Cicerón sen­tado en su banquito preferido (sedeculum), bajo la imagen de Aristóteles, que él ponía por encima de la silla curul (Ad At., IV, 10). Hacía veinticinco años que Ático era el editor casi exclusivo de la enorme producción ciceroniana, editor y colaborador, como resulta de la correspondencia. Desde enton­ces todo, discursos, tratados morales, filsóficos y de retórica, escritos hoy perdidos, como el De Gloria, hasta las Filípicas, pasa por manos de Ático, el cual decide si se debe o no pu­blicar y en qué forma. Era menos genial, pero mucho más inteligente, y sabía que con Cicerón estaba apostando a ca­ballo ganador. Iba a prestar a su amigo y cliente un último, un enorme, un colosal servicio, enriqueciendo con é! a la hu­manidad para siempre: la edición de las cartas. Si es verdad (y es dudoso) que esta correspondencia se publica en 34 an­tes de J. C , como cree Carcopino; si es verdad que la auto­rizó Octavio para desacreditar a Cicerón y justificar el som­brío crimen de la proscripción, también es seguro que Ático sabía con diáfana claridad que la propaganda política es a la larga del todo inútil y que la memoria del autor de las car­tas quedaba exaltada para siempre al pequeño Olimpo no sólo de los más grandes artistas de la palabra que el mundo ha

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IV

C É S A R

Como hemos visto, hay sobradas razones para explicar la publicación de las cartas ciceronianas bajo Augusto: Ático, con seguro instinto, reconoce su valor único ; sutilmente con­vence a Antonio, primero, a Octaviano, después, de que re­presentan excelente propaganda política para justificar las proscripciones; el único hijo de Cicerón, Marco, algo botarate, )ero muy valiente (había mandado con arrojo un ala de ca-jallería en Parsalo; en esto, como en todo, lo contrario de su

padre), no se opone y aporta cartas. Con irónico ingenio Áti­co fortaleció su propia posición, consiguió el favor imperial para Marco (pronto sería cónsul con Augusto; como tal hizo demoler las estatuas de Antonio y ejecutó la damnatio memoriae; Octavio y Cicerón estaban vengados), dio a la humanidad una obra maestra y se erigió a sí mismo un mo­numento más perenne que el bronce, pues, como escribe Sé­neca (Ep., 21, 4), «las cartas de Cicerón no dejaron perecer el nombre de Ático; de nada le hubiera servido tener a Agripa de yerno, a Tiberio de yerno-nieto, a César Druso de biz­nieto. Entre tan grandes nombres él hubiera desaparecido en el silencio, si no se hubiera dado renombre por Cicerón^u Es­taba unido a la perfección absoluta; epistulis Ciceronis nihil perfectius, según Frontón, el corresponsal de Marco Aurelio. Acaso las palabras de Amiano Marcelino, el último historiador romano que merece tal nombre (nace en 330 a. J. C. ; cf. Thompson, The Hist. Work of A. M., 1947), sean definiti­vas: los detractores de Marco Tulio son como «blancuzco cachorro ladrando con infecto clamor alrededor del león ru­giente, a prudente distancia», ut jrementem leonem putredu' hs vocibus canus catulus longius circumlatrans.

Hizo mucho Julio César para atraerse a Marco Tulio. Ático

conocido, sino de los más eficaces pensadores políticos, histó' ricamente hablando. Marco Tulio fué el padre intelectual y moral de la idea del Principado.

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guarda en su archivo tres cartas: el 7 de marzo del 49 a. f. C , en plena marcha acelerada a Brindisi, le ruega que vuelva a Roma pronto, «a fin de que pueda aprovecharme de tus con-sejos, de tu autoridad y ayuda en todo. Perdona la prisa y la brevedad de mi carta». El 26 lo mismo, con acentuada defe­rencia. El 16 de abril, aviso amenazador: «Después de todo, nada podría convenir mejor a un hombre pacífico y a un ciu­dadano de pro que abstenerse de las discordias civiles». Sub­siste la influencia política de Cicerón.

Pero César también es hombre de letras, y de los más gran­des. Si Cicerón se preocupa de si le han gustado o no versos suyos o escribe a su hermano Quinto, oficial de Estado Mayor con César en Galia, que la última carta del general ha sido toda «interés, devoción, suavidad», hay que percibir la satis­facción de verse admirado, o, por lo menos, adulado, por su contemporáneo, algo más joven, cuyos discursos se conside­raban sólo inferiores a los suyos, cuya prosa, tersa, sucinta y lúcida (la más difícil), perfecto ejemplo del estilo aticista, le parecía a Quintiliano sólo carente de la perfección ciceroniana por las prisas. El mismo arpíñate hace decir a Bruto: «Mu­cho me agradan sus discursos. H e leído varios y también los Comentarios. Merecen cálido elisio, porque son sencillos, directos y elegantes (nosotros añadiremos: y rebosantes de la más hábil propaganda ; hábil porque no se hace a base de mentiras). Están exentos de adorno retórico como un cuerpo desnudo de vestimenta.» Decía Bernard Shaw con malicia que le gustaba César más que ningún otro autor latino «porque fv. observación de que toda Galia está dividida en tres par­tes, aunque ni es interesante ni es verdad, es por lo menos in­teligible».

César regresa victorioso de Montilla (Munda, 17 de mar­zo 45 a. J. C ) . El pompeyanismo nace deshecho en los cam­pos cordobeses; España toda cae en su poder durante el ve­rano, y en octubre fulio celebra su quinto triunfo, el primero en que el imperator asciende al Capitolio a causa «oficial­mente» de una victoria sobre romanos. En los cuatro ante­riores había tenido cuidado de no humillar más que a galos (Vercingétorix), africane» (Juba), egipcios (Ptolomeo X I V y Arsínoe) y pónticos (Famaces). Empieza a revelarse el Divus

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Julius, epifanía extrañamente tardía, pues hasta los cuarenta y tres años sus victorias habían sido parlamentarias y su táctica forense. Ahora igualaba, si no sobrepasaba, a los más ilustres señores de la guerra, a los Escipiones y a Aníbal, a Mario y a Sila, al gran Pompeyo, ciñendo ya sus sienes la corona in­tegral de Alejandro. «Había tomado todas las plazas que ha­bía atacado, cortado en pedazos todos los ejércitos; desde el Rhin hasta el Océano, desde la Bretaña hasta las Sirtes, desde el Nilo hasta el Ponto Euxino, sus águilas habían sobrevolado invioladas todos los mares y todos los continentes» (J. Careo-pino, César, Hist. Rom., II, 956). Los triunfos son cada vez más teatrales y nos sugieren de cerca las paradas de algún gran circo moderno. Falta la prensa sensacionalista, aunque César haya inventado el noticiario, pero la exhibición de los prisioneros en la siniestra teoría excitaba la curiosidad malsa­na con fines demagógicos ; allí caminaba hacia la muerte Ver-cingétorix, el caudillo galo; producía interés (¿acaso compa­sión?) el pequeño Juba, niño de cinco años y futuro rey de Mauritania ; allí apelaba al sadismo colectivo la reina de Egip­to, Arsínoe, la joven usurpadora de Alejandría, «pues fué César el primero que mostró a los romanos una reina carga­da de cadenas» ; como dice Goethe a Eckermann : «Nos he­mos convertido en demasiado humanos para que los triun­fos de César no nos repugnen». No nos detengamos en los juegos circenses, que tan extrañamente corresponden en su verdad histórica a los gustos y aspiraciones del «cine» mas­todòntico y en los que todo es vil y repulsivo. Pero sí recor­demos los banquetes para medir los extremos de la demago­gia en su delirio. En el epulum que ofreció César en el 46 se acostaron en 22.000 tricUnia 66.000 invitados y comie­ron y bebieron durante varios días. Se sirvieron 6.000 lam­preas que pesaban más de dos toneladas y fueron suministra­das a la fuerza por el antiguo anticesáreo C. Hirro, el pisci' cultor, cuyos viveros estaban valorados en 40 millones de ses­te rcios (algo más de 100 millones de pesetas de 1958) ; a cada grupo de nueve invitados se ofreció un cadus (38,38 li­tros) del mejor vino de Quíos ; es decir, que les tocaba a más de cuatro litros por barba (Carcopino, o. c, 961). Pero asis­tamos a otro banquete soberanamente dramático e intenso.

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Cicerón no era «gourmand» sino «gourmet»; calidad, no cantidad; «soy huésped de poquísima comida y enemigo de cenas suntuosas». En el 46 a. J. C. se ríe de las leyes suntua-rías de César, que eran, en efecto, absurdas, como suelen serlo siempre. El 5 de septiembre escribe a Papirio; «Cuando nuestro 'prefecto' se haya marchado acudiré a tus champiño­nes». En su Tusculum vive a corta distancia de Hirtio y de Dolabella, su yerno, oficial de César; «los he aceptado como discípulos en el arte de hablar y como maestros en el de co­mer». El gotoso Paetus sufre de penosos dolores; Cicerón es­pera que tenga un cocinero que no sea también artrítico, non enim arbitror cocum etiam tuum arthriticum. Y ahora va a sentar a su mesa a un temible comensal: viene a cenar Julio César, y Marco Tulio le va a dar de comer opipare et apparate. Siniestras luces iluminan el relato.

El 20 de diciembre de 45 a. J. C , dos años antes de su muer­te, fue el gran día en que recibió al dictador en su villa de Puteoli. Dudas y perplejidades al comenzar. « ¡ Cómo me equi­voqué al temer a este temible invitado! El 18, al atardecer, descendió en la casa de Filipo (padrastro de Octavio), y en el acto la villa se llenó de soldados, hasta el punto que a duras penas quedó libre la sala donde César iba a comer. Ha­bía unos dos mil y empecé a temer por mi seguridad. Afor­tunadamente acudió Casio Barba en mi ayuda. Apostó una guardia y obligó a la tropa a acampar fuera, de suerte que mi villa estaba defendida». El 20, César quedó en casa de Filipo hasta la una de la tarde. A las dos entró en su baño y luego se hizo dar un masaje. «Por fin se sentó a mi mesa. Como se había provocado un vómito esa mañana, comió y bebió mucho y estuvo de excelente humor. La comida era abundante y delicada y, me atrevo a decir, condimentada por la conversación y el ingenio. Tres mesas, ampliamente pro­vistas, habían sido preparadas para el séquito... ¿Qué más te diré?. . . César no es de los invitados a los que se dice: T e ruego te acuerdes de mí cuando vuelvas. Una vez es bas­tante» (Ad At., XIII , 52). N o había posibilidad de entendi­miento.

César había destruido la Roma de Cicerón. Primero la pretura, luego la edilidad, inmediatamente la cuestura y

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hasta había prostituido, por buenas razones cesarianas, el tí­tulo consular, confiriéndolo a diez personajes que no habían pasado de la pretura. Había aprendido el sistema de Sila, el de la disolución de las dignidades por augmentación, pero era su política frente al Senado la que más profundamente tenía que herir a Marco Tulio. Lo llenó de hombres suyos (algunos nombramientos tenían que parecer deliberados in­sultos por la falta de categoría moral de los agraciados) y, «habiéndolo reducido por el número, lo privó de su poder, a fin de sacar de él, no una reserva de colaboradores, sino más bien una escuela de cortesanos». El número excedía ya del de los magistrados que tenían derecho a entrar en la Curia. Y aun así César extendió por el orbis terrarum su se­lección. La burguesía italiana, el orden ecuestre ampliamen­te, los provincianos, ent'e ellos los españoles Titio, Decidius Saxa y L. Cornelio Balbo el Joven y otros senadores extra­ños, que apenas hablaban un latín inteligible e ignoraban el sitio donde se hallaba la Curia; se perdían en Roma.. . ne quis senatori novo curiam monstrare velit, dice Suetonio. Como hoy la periferia irrumpía en el centro destruyéndolo todo por desgaste.

Es indudable que conocemos a César sobre todo por Ci­cerón. Fue cónsul en 59 a. J. C. ; la guerra civil, por él pro­vocada, comienza en el 49; es muerto en el 44 y estos son los años de más intensa actividad epistolar, como hemos visto. Pero no se trata sólo de las cartas: no existe más que un único testimonio contemporáneo (y son éstos los que debemos tener ante todo en cuenta, regla no observa­da por los historiadores, causantes de una radical falsifica­ción) sobre Julio en su primera época, que es la cuarta Cíi-tilinaria, aunque la versión corregida, hacia el año 60, que hoy poseemos, sea posterior a la original. Cicerón dice que César es un joven de buenas posibilidades, al cual pien­sa mejorar por su amistosa influencia, aunque sea de dudo­sa moral política. Y llegamos al año del consulado ce­sáreo, el 59. Existe aquí apremiante un problema de tiempo, espacio y el movimiento que los integra. Todo es increí­blemente breve: César cónsul tenía 41 años; sólo vive quince más; está nueve años ausente en las Galias, rondando

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Roma con la apetencia del poder de su pensamiento implaca­ble, pendiente de informes de sus escasos amigos, de los cuen­tos y chismes de algún mercader ambulante, resistiendo al tedio estultificador castrense; pues bien, apenas regresado de la última guerra civil en España, ya piensa en una nueva campaña, enorme y arriesgada, contra los Partos, para la cual se hace decretar un mando de cinco años, cuando, de hecho, no ha estado en Roma gobernando más que trece meses en estos intervalos. Hay aquí un aspecto importan­te de la figura cesárea: se trata por excelencia del hombre huidizo que sabe hasta qué punto la distancia presta magia a personas y hechos, el que se ha enemistado para siempre con sus pares de la aristocracia senatorial, el tipo acabado del aristócrata renegado y revolucionario, que en Roma se sien­te incómodo ante tanto honor oficial, dictado por el miedo, pero al cual parientes y antiguos contertulios del Foro evitan y no admiten en su intimidad. Sí, hasta su capacidad pro­digiosa parece resentirse: se trata de una verdadera «ge­sundheitliche Therapie» (véase el admirable artículo de Her­man Strasburger en Historische Zeitschrift, vol. C L X X V , Cäsar im Urteil der Zeitgenossen, resumen y compendio de una nueva interpretación anti-Mommsen que coincide del todo con la ciceroniana). Hay que regresar a los ejércitos donde el mando es mando, donde la capacidad de rendimien­to parece multiplicarse como por arte de birlibirloque, donde se manifiesta un «maravilloso buen humor» del todo ausente en Roma, donde hasta después del 59 pocos le toman en serio, a pesar de su prodigiosa actividad durante el consu­lado. Las personas «serias» son un Pompeyo, un Craso; na­die prevé el imperio, excepto Catón, quien habla una y otra vez alarmado a los senadores ( A d Ai., XII , 4 , 2) .

Según nuestro Plutarco (Caes. 15, 2), Julio se condujo du­rante su consulado como «el más insolente de los tribunos de la plebe» y perdió todo crédito con la gente responsa­ble (Ad Att., II, 19, 2-3; 20, 4; 21, 5). La guerra de las Gallas fue considerada como arbitraria, ilegítima y con­traria a los más altos intereses de Roma. Estos se resumen tradicionalmente en una penetración pacífica y comercial del territorio celta, de ningún modo una acción destructiva

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que, al deshacer la organización celta preexistente, desarticu, laba al mismo tiempo las activas relaciones comerciales y culturales galo-romanas. Conocemos el alto grado de roma­nización a que había llegado la Narbonense sin lucha al­guna, y el mismo Cicerón es testigo de ella en sus discur­sos a favor de Quinctio y de Fonteyo. Para medir el terri­ble alcance de la política autocratica y colonial de César basta recordar el asedig y conquista de Marsella, vieja aliada de Roma y cabeza de puente para todo el proceso de he-lenización y romanización del mundo celta hasta la lejana Cornualla. La admirable respuesta de los marsellenses a sus amenazas la conserva el mismo César en Bellum Civi' le, 1, 35 (véase sobre Massilia y su preponderante papel de misionera cultural y comercial Carcopino, Promenades His' toriques aux Pays de La Dame de Vix, 1957); durante seis meses, en el 49 a. J. C , los masaliotas detienen las huestes ce­sáreas ante sus murallas heroicamente defendidas y Cicerón estima como la mayor vergüenza para el honor romano, ul­trajado por Julio, que en su triunfo haya figurado una re­presentación de Marsella (De Off., II, 28). En cuanto al aspec­to moral de la administración gala, las más graves críticas se expresan con frecuencia en el Senado. Es natural que el imperio haya eliminado casi todos los vestigios de este es­píritu auténticamente romano, pero sí podemos entrever, y aún reconstruir, un debate sobre el infame comportamien­to de César con las tribus de los Usípetros y los Téncteros. Los victoriosos partes del frente habían animado a los secuaces de César a organizar una fiesta nacional de gratitud, una espe­cie de Te Deum. Catón insiste en que se debía entregar a Ce­sar a los germanos traicionados a fin de no permitir que este crimen recayera sobre la ciudad y el Senado. «Sin embargo ofrezcamos sacrificios a los dioses, porque no ha­cen pagar a los soldados las demencias del general, y tienen compasión de Roma» (Plutarco, Cato Minor, 51 ; César, Bell. Gall. IV, 2, 1 5 ; Suetonio, Caes. 2 4 ; Strasburger, o. c. 239). Ahora bien. Cicerón, que en su gobierno se mos­tró tolerante y humano, que fue para sus esclavos un pa­dre y abominaba del espectáculo del sufrimiento de los ani­males en el circo (Ad. Fam., VII, 1, 3), en la guerra, su mise-

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rabie pequeña campaña contra los Cilicios, por la que reclama­ba el triunfo, se portó ni mejor ni peor que los demás, ven­diendo a los prisioneros como esclavos (Ad Att., V , 20). Sus discursos Pro Balbo y De provinciis consularibus del año 56 lo muestran arrebatado por la corriente de la expansión imperial; pero las circunstancias lo explican, pues acababa de reconciliarse con César, presionado por Pompeyo, y cabe suponer que se engañara a sí mismo, en cierto modo de buena fe, absteniéndose de crítica en una situación que había que estabilizar a toda costa para bien de todos.

El historiador Salustio, uno de los pocos, acaso el único, que seriamente esperaba de César una reforma del estado en el 50, cuatro años después le recuerda que la vieja opo­sición sigue en pie; la res publica no se había confiado a él, sino que él se había apoderado de ella, enfrentando ejér­citos de ciudadanos romanos contra sus padres y hermanos, rodeado de un estado mayor de vividores y aventureros y ejerciendo su conocida insidiosa clementia (Cic. Ad Att,, 8-12), que no engaña más que a los incautos y a la ca­nalla (multitudo et infimus quisque). Para Cicerón, que to­do lo ha hecho para evitar la guerra civil que considera el mayor de los males, se debate en una situación angustiosa. A César ya lo conoce como criminal de lesa patria, pero lo más grave es que tampoco le inspira ni respeto ni confianza Pompeyo, rodeado de una camarilla de aristócratas imbéci­les y que amenaza con espantables represalias, a la manera de Sila, en el caso de una eventual victoria.

La repulsa de César fue de todos: que los pompeyanos no le concedieran beligerancia moral alguna y con ello jus­tificaran sus crueldades, más o menos dementes como las de César, es fenómeno normal en toda guerra civil con su típica paranoia. El mismo César nos transmite las palabras de su enemigo Labieno que resumen de manera paradig­mática este atroz aspecto de las luchas internas: «No me habléis de componendas. Para nosotros no puede haber más paz que si nos traen la cabeza de César». Y Pompeyo: «¿Para qué quiero yo una vida o un derecho de ciudada­nía por la gracia de César?» Para Cicerón, el hombre de ley, la trágica contradicción moral e histórica se manifies-

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ta con diáfana claridad y con notorio valor cívico la expresa en la defensa de Labieno en 46 a. J. C , es decir, cuando la omnipotencia cesárea está en su apogeo: «Ejerce tu famosa clementia, porque no te incumbe ejercer la justicia como juez de tus contrarios» ; es decir, estás fuera de la ley y no has creado una nueva legalidad. Catón, como nos cuenta nuestro Plutarco (Cato Min., 67, 7-9; 66, 2), prefirió la muerte voluntaria a la clementia y le atribuye pocos días antes de su suicidio en Utica lo siguiente: «Pedir clemencia es cosa de vencidos y de criminales. Yo, no solamente no he sido nunca vencido en toda mi vida, sino que ahora mismo venzo y mantengo mi superioridad sobre César por obras buenas y justas. El vencido y culpable es César; de lo que siempre negaba haber emprendido contra su patria está ahora convicto y confeso... Si yo deseara salvar mi vida, no tendría que hacer más que ir a verlo. Pero no quiero encima dar las gracias al tirano por su proceder ile­gal. Pues es contrario al espíritu mismo de las leyes que pretenda indultar como señor absoluto a aquellos sobre los que no tiene jurisdicción».

Como Catón, casi todos los que lucharon contra César murieron por su propia mano, indómitos, irreconciliables. Recordémoslo y recordemos que la teoría histórica •—que, a fuerza de repetida, desde Mommsen acá, ha pasado a for­mar parte del mueblaje normal del europeo semiculto—de la inevitabilidad de la destrucción del régimen senatorial y su sustitución por un principado, no tiene la menor base en la opinión de los más eminentes ciudadanos del momento cesáreo. No fue César el creador del nuevo estado, sino Augusto.

V

DE A U G U S T O A MOMMSEN

El asesinato de César fué en cierto modo único en la historia. Es probable que no se conozca homicidio más «idealista». Más de sesenta prohombres, algunos ya desig­nados para altos cargos políticos y administrativos en el

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año 44 por el mismo Julio, se unen para realizar el atenta­do, sin que precisen juramentarse (Drumann-Groebe, o. c , III, 624), porque entre ellos no había traidores. Pero la extinta república no resurge y sigue el inevitable des­engaño. Cicerón, exultante primero, ya escribe el 9 y 10 de abril a Ático : «Horribles amenazas están suspendidas so­bre nuestras cabezas.» Es casi seguro que Antonio no pro­nunciara el grandioso discurso que Shakespeare le atribuye, siguiendo a Plutarco, porque no era capaz de ello y porque Suetonio (Div. Jul.) lo niega. La escena en el Foro, donde se incineró el cuerpo de César recostado en ebúrneas andas, fue frenética y seguida de tumultuoso desorden, capitaneado por un aventurero que se hacía pasar por sobrino de Mario. Octavio desembarca en Brindisi, viniendo de su universidad de Apolonia y, por la vía Apia, se dirige a Puteoli, donde le esperan su madre, Atia, su padrastro Filipo (viejo pom-peyano). Cicerón y algunos cesáreos. Al día siguiente ve a Balbo y a Cicerón, a quien respetuosamente saluda como pa­ter; diecinueve años frente a sesenta y dos, el último re­publicano filosófico y un adolescente (físicamente era de­licado, casi femenino, pero no afeminado), uno atento a sal­var las esencias de Roma, el otro abierto a todo lo que le empujara hacia su objetivo: vengar la muerte de su padre adoptivo y reclamar su herencia, en contra de los consejos maternales.

Su primera obligación era ir a Roma para informar al praetor urbanus de que aceptaba la adopción y la herencia, por de pronto las tres cuartas partes de la inmensa fortuna cesárea. No había que descuidar a Cicerón. El viejo visiona­rio se había convertido en su desesperada vejez en un ver­dadero «maquisard» de la política conservadora; quería «sal­var la patria», pero no es lícito dudar de su valor a última hora. Antonio trata a Octavio con estudiada grosería. Cele­bra éste los juegos en honor de las victorias de Julio y por segunda vez Antonio le niega la «silla de oro» de César. Aparece un cometa, el sidus Julium, en que el pueblo reco­noció la ascensión de Julio divinizado. Ya cuando Octavio entró en Roma, el sol había aparecido rodeado por sobrena-

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turai nimbo; recordemos que Octavio era supersticioso, no un «esprit £ort» como su descreído padre adoptivo.

La influencia de Cicerón sobre Octavio fue mayor de lo que se suponía. Estudió en De República y De Legibus doctrinas compaginables con el estoicismo universalista, aprendido de Posidonio, el cual buscaba la integración del pensamiento griego con el romano, una filosofía universal para un imperio universal. Cicerón espera durante cierto mo­mento la salvación de Octavio, al que ya en el 44 había llamado Octaviano, reconociendo así la adopción. Quiero convertirlo en instrumento: «Veo que tiene inteligencia y arranque» (Ad Att., X V , 1 2 ) ; en Fil. V exclama: «¿Qué dios ha dado al pueblo romano este divino joven?» y com­para sus hazañas con las del joven Pompeyo. «Conozco ínti­mamente todos sus sentimientos. Nada le es más deseable que un estado libre, nada pesa más con él que vuestra in­fluencia, no desea nada más que la opinión de hombres vir­tuosos, nada le es más grato que la gloria auténtica». Ahora estaba al frente del único ejército serio en Italia. Cruza el Rubicon con sus ocho legiones — ¡ q u é no habrá pensado esa noche cuando seguía el ejemplo de su «padre» I—. El praetor urbanus nombró dos procónsules para celebrar las elecciones y el 10 de agosto fue elegido el heredero de Julio. Doce buitres asistieron a los auspicios, como a los de Rómulo; Cicerón salió de Roma para no volver nunca. Octaviano llegó al consulado más joven que Pompeyo y veinticuatro años antes de la edad estatutaria. Este puer, el niño, como le llamaba Marco TxJio, había vencido en la primera vuelta.

Sin embargo, mucho es tanteo e inferencia. Se han perdido las fuentes contemporáneas, la obra total de Augusto, con los trece libros de la autobiografía, los tres de correspon­dencia con Cicerón (compárese esto con el hecho de que de las 284 obras que cita Cicerón sólo conocemos 20), las memorias de Agripa, los escritos de Asinio Polión y Mésala Corvino; sobre todo, los treinta libros de Tito Livio que corresponden a los años 44 a 9 a. J. C . . . Cicerón encuentra, en De República y De Legibus, la mezcla casi perfecta de monarquía, oligarquía y democracia en la república roma-

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na anterior a los Gracos (De Rep., II, 56; cf. Polibio, VI, 3, 7-11). La máquina estatal había funcionado con efi­cacia hasta que el primer triunvirato la había deshecho. «Los magistrados, con su derecho a la iniciativa en el Se­nado y la Asamblea, tenían amplios poderes ejecutivos que estaban moderados por la autoridad senatorial. El veto de los tribunos protegía al ciudadano. El Senado representaba la encarnación de la competencia experimentada, mientras que la elección popular de los magistrados ofrecía un método constitucional de expresión» (Buchan, o. c , 32). Se trata de volver a lo anterior, con o sin princeps, que no es más que un medio para llegar a este fin. El fracaso de la república-ciudad en el gobierno de un imperio depende de defectos administrativos, pero no de errores de principio. Ya desde 242 a. }. C. existía el tribunal que administraba el ius gen' tium y la teoría en que se basaba aparece en la definición ciceroniana de la verdadera ley (Rep,, III, 2). El milagro de Roma, pequeña ciudad amurallada, que se hace dueña de la península primero y ahora ha conquistado el mundo cono­cido, hace anacrónico el viejo sistema. Había fracasado en Italia, estaba fracasando en las provincias; los gobernantes cambiaban anualmente; unos eran buenos, otros malísimos («todas las provincias están de luto, todos los hombres libres se lamentan..., el pueblo romano ya no puede desentenderse de sus lamentaciones y lágrimas, C i c , In Verr., III, 87). Hacía años que Roma estaba deshecha por la lucha entre optimates y populares, conservadores y reformistas, que tanto os unos como los otros nombraban sus adalides militares, anulando de hecho la constitución. Ni Sila ni Mario. El ejército es indis­pensable; pero debe obedecer únicamente al jefe del Estado. Roma no tenía ejército permanente y el Senado no podía controlar fuerzas luchando en distintas fronteras. Así se for­ja la idea del princeps ante el espectáculo desolador de la república en disolución. Augusto será rey-emperador fuera de Roma; entre los romanos primus inter pares, guardan­do las viejas costumbres y respetando la tradición, tanto se­natorial como popular. A ello se agrega, lo que, acaso, cons­tituya el elemento más original, más «suyo», en toda su in­creíble carrera. No era, principalmente, militar sino por ne-

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cesidad, pero, en cambio, poseía un prodigioso sentido de la realidad económica (Tenney Frank, Econ. Hist. of Rome). Su imperio perduró por esta razón esencial, a pesar de sus lamentables sucesores. Por algo era nieto de un banquero de Velitrae, de la tribu plebeya de los Octavianos, y se había educado en las tradiciones del capitalismo romano, con su orden, su costumbre del riesgo, su sentido de empresa, ci ' vilizador y creador de riqueza, su heroico realismo. No es frecuente insistir en este aspecto. Desde que poseemos la admirable obra de Rostovtzeff, nadie debe ignorarlo.

Mommsen (Ron». Gesch., II, 3, 169; véase sobre él la superexcelente introducción de Alvaro d'Ors a Las Leyes, 1953, 9), Drumann-Groebe, Carcopino..., tantos más. To­dos persiguen a Cicerón. Sólo al más grande y anticicero­niano de ellos, Teodoro Mommsen, saludamos con venera­ción como al príncipe de los historiadores alemanes de Ro­m a ; su antipatía contra el arpíñate no admite apenas ar­gumento histórico a favor: «Marco Cicerón, político opor­tunista notorio, acostumbrado a flirtear algunas veces con los demócratas, otras con Pompeyo y otras más, a mayor distancia, con la aristocracia, a prestar sus servicios de abo­gado sin distinción de persona o partido a todo acusado que tuviera influencia —hasta Catílina fue uno de sus clientes—; acostumbrado a no pertenecer a ningún partido, o lo que es más o menos lo mismo, al partido de los intereses mate­riales que predominaba en los tribunales y veía con agrado al elocuente abogado, al cortés y divertido hombre de mun­do. Poseía relaciones suficientes, tanto en la capital como en las ciudades de provincia, para poder contar con pro­babilidades en las elecciones al lado de los candidatos de la democracia. Y puesto que la nobleza, aunque no con gusto, y también los pompeyanos votaban por él, era ele­gido por gran mayoría». Aquí nació la crítica, cuya viru­lencia culmina en el, bajo otros aspectos, admirable libro de Carcopino, al que tanto debemos (Les secrets de la CO' nespondance de Cicerón, 1947): «prodigue, viveur, manieur d'argent, prévaricateur, aveuglement chronique, doctrinaire sans doctrine, vanite maladive, fafaronnade, couardise, malice,

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fourberie, duplicité, blasphème, etc., etc.» Es una caricatu-ra diseñada con prodigiosa erudición.

Pero volvamos a Mommsen. Acaso ningún libro en todo el siglo X I X haya sido escrito con tal vigor, penetración y entusiasmo, con tanta ira et Studium, como la Römische Geschichte. Los principios son claros. «Cuando un gobierno no puede gobernar, cesa su legitimidad; el que lo dest i tU' ye tiene derecho a ello»... , peligrosa doctrina que le sona-bí a Napoleón III como música angélica y le movió a invi' tar al gran romanista a comer, dedicándole su obra sobre César. Mommsen se preocupó de que no se confundiera su defensa de César con la defensa del cesarismo: «Por la misma ley natural, por la que el organismo más humilde es mucho más que la máquina más ingeniosa, así una consti' tución imperfecta, pero que deja sitio para la libre autO' determinación de una mayoría de ciudadanos, está infinita' mente por encima del más humanitario, del más admirable absolutismo; la primera está viva, el segundo muerto».

Estas son consideraciones generales, aunque fundamen' tales. Dentro de ellas aislemos los rasgos históricos que pue-dan contribuir a nuestra comprensión. Para César su título de gloria, como tantas veces ocurre, se había convertido en un certificado de legalidad y esta gloria se basaba en la con­quista de las Galias, contraria, como hemos visto, a la polí­tica y a la ética romana. A la conquista o victoria debe se­guir la paternal cura, la obligación de amparar al vencido (Cic. De Off., II, 28; I, 24; Strasburger, o. c. II, 242-3). La omisión es pecado grave ; ya hemos aludido a la fantástica ex­plotación que organizó Julio en proporciones de sistemática in­dustria. Por un lado, César es para Cicerón el destructor; por otro, el hombre frivolo, inmoral, antipatriótico e irres­ponsable, que sólo piensa en su dignitas, y no en el bien común, que en el Bellum Civile no formula la situación jurídica de su lucha contra el Senado (¿porque no sabe, porque no puede, porque no quiere?) y se basa únicamen­te en una situación de fuerza y prestigio militar derivado de la conquista gala. Esta acción guerrera, que él esti­maba única, le daba el derecho (nótese el non sequitur) de una posición de autoridad, una dignitas igual, por lo

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menos, a la de Pompeyo. De este derecho, como todos los ilusionistas, y cuanto más grandes en mayor grado, estaba íntimamente, fanáticamente convencido, de este de-recho inexistente que más bien obedecía a una perversión radical del juicio, <(César, que trastocaba todos los conceptos del derecho divino y humano, a fin de conseguir esa preemi­nencia que él mismo se había asignado opinionis errore» (Cic. De Off., 1, 26; Ad Att., VII, 7, 6; VII, 9, 4). Para Ci­cerón era, pues, además de destructor, un enorme faran­dulero.

Nuestro Plutarco (y también Apiano) cuentan que según el cesáreo Asinio Polión, militar-literato amigo de Catulo, Horacio y Virgilio, más tarde famoso historiador, César, al cruzar el Rubicon, dijo: «La renuncia a este paso me traería mala suerte, pero el paso a toda la humanidad». Podemos pensar que por una vez fue sincero al declarai su total cinismo y fracaso interior ético. De lo que no hay duda es de su aislamiento moral: su suegro, Lucio Cal-purnio Pisón, que en el 50 había intervenido en un de­bate en el Senado, si no a favor de su yerno, sí en sentido de buscar un compromiso, y que se ofreció poco después para visitarlo a fin de encontrar una solución, una vez iniciada la guerra civil, declara el proceder de Julio criminal y se une a los pompeyanos que abandonan Roma, aunque poco después regresa para influir en sentido pacífico. Cicerón nos transmite las opiniones de C. Escribonio Curión, el mismo que había intervenido con brío y competencia en la cues­tión legal a favor de César, es verdad que comprado por éste, y son de un pesimismo integral, tanto por lo que atañe al porvenir como a sus cualidades morales. Este Curión fue el mismo que murió en Africa de manera heroica, defen­diendo la causa cesárea, acaso buscando la muerte como única salida de una vida trágicamente fracasada. Pero el caso más sugestivo es el de M. Celio Rufo, el cual, al lado de Curión, era considerado el talento más brillante y pro­metedor de la nueva generación. Ya en el 50 dijo a Ci­cerón que pensaba batirse al lado del más fuerte, es decir, César, anunciándole la guerra civil como inevitable. Fué un caso notable de cómo operaba el «charme» de Julio so-

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bre los jóvenes superdotados, cómo su amplitud aparente y genial rapidez los impresionaba, en contraste con Pom-peyó, a quien consideraban insincero y perezoso. Pues bien, esta figura llena de un atractivo que aún llega hasta nos-otros, se ve, por su misma sinceridad y falta de duplici­dad política, cada día más asqueado por el carácter y pro­ceder de Julio hasta que en el 48 rompe definitivamente con «esa causa malvada» y trata de organizar en Roma una revolución a favor de los republicanos: ((Creedme: es pre­ferible morir que ver a éstos (los cesáreos) aquí. Aparte de algún usurero (que quería recobrar las enormes deudas de los cesarianos) no hay aquí en Roma nadie, ningún grupo que no esté al lado de Pompeyo» ; y tengamos en cuenta que la sitmción militar de Pompeyo era entonces mala.

Esto ocurre antes de la derrota final de Pompeyo. Cuan­do el destino ha hablado, he aquí que la repulsa sigue sensiblemente igual. Podrá explicarse esta general opinión adversa por los rencores que había legado la guerra civil y que inevitablemente se habían de transmitir durante ge­neraciones; la oposición bajo los Césares es tema obligado de los romanistas (sobre el cual aventuraremos alguna apor­tación en breve). Pero ahora se trata de un aspecto más in­mediato. Se veía a César desde más cerca; ya no estaba en Galia y la cercanía era aún menos grata que la distancia que permitía un cierto romanticismo de medias luces. Los irreconciliables habían perecido manu militari o se habían suicidado; los supervivientes que pretendían alguna par­ticipación en la vida pública estaban obligados, como no po­seyeran la sabiduría y el aguante de un Ático, a desear un relajamiento de la tensión, una disminución de la antipatía intolerable, a fin de justificar sus compromisos con el po­der ilegal, pero operante. Es justo añadir que el usurpador laureado allanó el camino de la reconciliación y del olvidó de la manera más amplia. Pero, y es tremendo, basta em­paparse en las cartas a Ático (las Familiares, con su fácil optimismo benéfico y reconciliador, no revelan las convic­ciones íntimas de Marco Tulio) para palpar la verdad. Des­pués de la victoria cesárea y una vez establecido el primer contacto con el vencedor por los pocos prohombres super-

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vivientes, la atmósfera moral puede calificarse de desespe-rada. Se hace lo que parece exigir la obligación de ciuda­dano, el sentido de responsabilidad, se sacrifica el amor propio, ante el convencimiento de que en Cesar las cua­lidades divinas y bestiales se hallan mezcladas en insoluble mescolanza, impenetrable al consejo, a la experiencia, al CÍO moral, y fatalmente orientados a la ruina común. Sul-picio Rufo, en marzo del 45, estima : «Nos ha robado patria, honor y dignidad».

Así como no encontramos rastro de arrepentimiento entre los asesinos de César, aun después de que han visto clara­mente que no habían conseguido en modo alguno la res­tauración de la república; así, y esto es terrible como prueba contundente, Augusto no se refiere para nada, des­pués de recogida la herencia, a su «padre» y en las Res Ges­tae no habló de él como predecesor, cuando la legitima­ción de su política por antecedente podía haberle sido tan útil. Los poetas augusteos no cultivan la memoria de César, cuando no la ocultan deliberadamente (Syme, o. c , 317). Aca­so la situación especial que ocupó Tito Livio, como republica­no oficialmente no sólo tolerado, sino mimado y exaltado, se explique no tanto por su eminencia como por su antíce-sarismo altivo, amargo e irónico, cuando declara que no está seguro de si el nacimiento de César fue una felicidad o una desgracia para Roma, adoptando el partido de Pompeyo como historiador, con la plena tolerancia de Augusto, el verdadero y auténtico renovador de la cosa pública (L. Ross Taylor, Party Politics in the Age of Caesar, Berkeley, 1949).

Quisiera despedirme del lector paciente con un recuerdo personal y que acaso explique, aunque no justifique, mí osadía al evocar en este bimílenarío la compleja figura de Marco Tulio. Era en el verano de 1916, cuando nuestra Europa se debatía en una primera crisis mortal, ya recono­cida por los mejores, y desde luego en Oxford donde yo me hallaba en estudioso retiro veraniego, como una gue­rra civil y no contienda entre soberanías nacionales, por tan­to comparable a la lucha de César contra la república ro­mana. Mí «tutor», en una lista dictada de lecturas prepa­ratorias para el trimestre otoñal, al lado de Platón y Hegel,

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me había recomendado un repaso de Cicerón, muy espe­cialmente del De Of ficus y, sin duda con sutil intención, e! estudio de las tres oraciones últimas, las tres «Cesarianas», como él decía—y recuerdo el eco de su voz pausada—, «porque son las últimas, porque contienen dos ejemplos perfectos de los dos estilos (sin duda quería decir que el Pro Marcelo, sensacional intervención improvisada, es mues­trario de la exuberancia ciceroniana, de su increíble virtuosis­mo, mientras que el Pro Ligario es de ática sobriedad y aún ironía, típica del admirable abogado), porque las tres se pro­nunciaron ante César en persona y porque a base de esta lectura se puede emprender toda una reconstrucción de la personalidad de Cicerón». Continuó, aunque contrario al comentario moderno, con cálido elogio del libro de Gas­tón Boissier, Cicérott et ses amis (París, 1908). Podía haber añadido que la tercera oración, a favor de Deyotaro, tetrarca de los Gálatas celtas en Asia Menor central, es una excitante mezcla de novela oriental fantástica y de inaudita corrupción colonial, con su viejo y retorcido sultán, su monstruosa familia, el esclavo-médico perjuro, preparativos de asesina­to, el soborno de Fulvia, la mujer de Marco Antonio, des­pués de la muerte de César, mediante el presente del anciano príncipe de diez millones de sestercios (60 millones de pesetas actuales) y otras placenteras peripecias.

Para comprender la sutileza del viejo oxoniense y sacarle e' jugo inexprimido que aún contiene, reflexionemos unos instantes. El Pro Marcelo es sin duda el discurso cicero­niano más antipático o, en todo caso, el que peor se compa­gina con la sensibilidad moderna, sobre todo con la de en­tonces, hablo del año 16 en plena guerra de las «democra­cias» contra el kaiserismo. N o habían surgido aún las gran­des dictaduras, ni siquiera en Rusia, y el comportamiento de un Cicerón ante un dictador como César se prestaba a irresponsables críticas. Añadamos que el estilo asiánico de la oración tenía que añadir a nuestra repulsa, no del todo alejada de la indignación. La primera sospecha de que, una vez más, los generosos, pero poco inteligentes impul­sos, no tienen relación alguna con la realidad histórica y que por algo Cicerón se había comportado de esa ma-

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nera, por algo había cubierto de halago agradecido al dictador, él, que sólo dos años después, al ser asesinado Julio, había de prorrumpir en delirantes exclamaciones de júbilo; la sospecha de que se trata de algo infinitamen­te más complejo, en que entraba tanto el pensamiento como la emoción patriótica, se halla en efecto en Bois-sier, el primero que apuntó (no hizo más, cf. p. 289-90) consideraciones que, en última instancia, habían de invali­dar la tesis de Mommsen y, con más razón, la sistemática denigración posterior de Marco Tulio. Recordemos que a Cé­sar, juez y parte, que escuchaba a Marco Tulio, no se le escaparía ni una alusión del viejo republicano, aunque no fuera más que por interés literario, pues ellos dos encarna­ban seguramente las cumbres en ese momento de la lati­nidad en forma de arte. Ya hemos visto con qué curiosi­dad Cicerón recoge las apreciaciones de César sobre su obra y éste, a su vez, había dedicado su trabajo Sobre la Analogía al arpíñate, el cual antes del paso del Rubicon había sido su apologista y sincero admirador de su gesta militar, lo que no debe extrañarnos, pues hasta Bruto, el noble asesino, estaba del todo a su lado y precisamente le defendió de la sospecha de haber ordenado el asesinato de Marcelo. Pero antes, ¿qué es el Pro Marcelo?

Marco Claudio Marcelo, de la gens Claudia, dividida en dos ramas, una patricia y otra plebeya a la que pertene­cía éste que nos ocupa, descendía de uno de los más ilus­tres romanos, su homónimo, cinco veces cónsul y victo­rioso en la guerra de Sicilia, donde en 212 había derrotado a Arquímedes, el sabio organizador del armamento mo­derno, pero, en este caso, finalmente ineficaz. En la guerra civil Pompeyo, no menos dictador, había hecho lo posible para atraérselo y consiguió que fuera elegido cónsul. Como tal fue la causa directa de la guerra civil: se trataba de abreviar el proconsulado de César en las Galias con razo­nes constitucionales. Y no sólo esto, sino que promovió y consiguió un senatusconsulto licenciando los soldados de Cé­sar que a ello tenían derecho, es decir, adoptando el mismo sistema, tradicional ciertamente, de neutralizar al general pre­potente, como ya se había hecho con Lúculo. Además se

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declaraba ilegal toda la obra de César en la Galia Cisalpi­na —una verdadera revolución social—. Después de Par­salo, Marcelo se retiró a Mitilene, dedicado a estudios filo­sóficos y alejado de toda intervención política. Nunca pidió perdón a César, ni autorizó medida alguna en ese sentido por parte de su familia o amigos. Bruto lo admiraba gran­demente por su templanza y dignidad. Séneca cuenta que Bruto, entonces cesariano, lo visitó en su retiro isleño y helénico, sin duda por encargo de Julio. «Cuando hube de retirarme, cuando vi que me marchaba solo, pensé que era yo el que caminaba hacia el destierro y no Marcelo el que permanecía en él». Abreviemos. C. Claudio Marcelo, primo hermano del nuestro, era quizá el único pariente que con sinceridad deseaba el retorno del exilado. Como él, era cónsul (se trataba de una familia eminentemente «minis-trable»); pero no consiguió ablandar el estoicismo de su pariente, que ¡(prefería no volver a ver Roma, a verla esclavo». Aquí interviene Cicerón. El servicio más natural que podía prestar al dictador, a cambio de su propio per­dón, tan generosamente, tan insidiosamente consentido, era precisamente esta labor de atracción de republicanos dis­tinguidos, cuando no admirados por todos; se trataba de captar voluntades y justificarse a sí mismo, dignificar la aceptación de la dictadura y aún colaborar con ella.

Ahora bien, nos explicaríamos un Pro Marcelo abyecto y vil, y no lo hubo, ni hubo en realidad defensa de Marcelo, pues el discurso es acción de reconocimiento por una gra­cia ya concedida en circunstancias exaltadamente dramáti­cas. En una sesión del senado en septiembre del 46 —César está en la cumbre de su gloria guerrera y acaba de celebrar su cuádruple triunfo—, Lucio Pisón, su suegro, hizo alu­siones, generosas al parecer, a Marcelo; en ese momento el consular Cayo Marcelo imploró el perdón en actitud supli­cante; César duda, o pretende dudar, pregunta a los padres conscritos si su vida no correrá peligro al perdonar a los irreconciliables. No es fácil juzgar hasta qué punto estaba todo previsto. Lo más probable es que César deseara pro­ducir una manifestación en el senado a fin de no perdonar a quien no había solicitado perdón alguno sin estas ra-

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zones. Todos los senadores opinaron a favor del regreso del exilado y la consecuente restitución de sus honores, todos menos uno. Y entonces se levanta Cicerón, por primera vez, después de un silencio de dos años. La emoción está aquí palpable; para Marco Tulio se trata nada menos que del renacimiento de la república y, ¿debemos considerar esto tan absurdo? La oración surge improvisada al calor de un gran momento en el cual parece que los senadores representan la conciencia del orbe humano. Admiremos más bien las extraordinarias verdades que a pesar de esta emo­ción justificada entraron en el discurso, seguramente, en su forma actual, muy cerca de la versión hablada, pues sólo así se explican las anomalías e imperfecciones. Parece que este documento sensacional fue copiado en seguida y que circuló extensamente en Roma sin que se incorporaran en él posteriores depuraciones de forma y fondo. Lo significa­tivo es que rara vez se haya hecho la anatomía de la si­tuación de César con más penetrante acumen y nunca en circunstancias más difíciles, en la misma presencia del señor del universo conocido. «El día de hoy, César, lo debes poner por encima de tus espléndidos e innombrables triun­fos. Porque esto es cosa tuya únicamente; lo que como ge­neral lograste fue ciertamente grande, pero, ¡ cuántos com­pañeros de gran valor cooperaron en ello!» ( i i ) . «Mis conse­jos fueron siempre los aliados de la paz y del derecho, no de la guerra y de la violencia. He seguido a mi amigo (no lo era en realidad, hay en esto como derroche de va­lor) Pompeyo., . , sin esperanza, sin interés personal; con pleno conocimiento de causa me he como precipitado vo­luntariamente hacia mi perdición» (14). «César acaso resu­citaría a muchos que al otro mundo se han ido. En cuanto a sus enemigos, mt gente, me contentaré con recordar que todos temíamos un exceso de furor en su victoria» (17). Ya en la antigüedad se definía la diferencia entre César y Pompeyo por contrastantes fórmulas que les eran atribui­das ; Pompeyo : «Quien no está conmigo, está contra mí» ; César: «Quien no está contra mí, está conmigo». Sobre ello hemos hablado y sobre el pavoroso recuerdo de las ma­tanzas de Sila. «No temo más que los riesgos de la condi-

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ción humana.. . , la fragilidad de nuestra naturaleza, y sufro pensando que el destino de la patria, que debe ser inmor^ tal, esté suspendido de la respiración de un único mor^ tah) (22). «Si todas tus hazañas, César, no tienen como fin más que el abatimiento de tus enemigos y luego dejas la re­pública en el estado en que se halla, cuidado, César, cuida­do, no sea que obtengas un éxito de sorpresa más bien que la gloria auténtica, si la gloria coincide con el renom­bre brillante y universal de los grandes servicios presta­dos a los conciudadanos, a la patria, a toda la humani­dad; vide, quaeso, ne tua divina virtus (en el sentido de genial capacidad) admirationis plus sit habitura quam gío-riae, si quidem gloria est illustris ac pervagata magnorum vel in suos vel in patriam vél in omne genus hominum fa^ ma meritorum» (26). «Tu papel no ha terminado; falta una jornada, tienes que elaborar la república; elaborandum est ut rem publicam constituas» (27). «Pero si no aseguras a Roma un porvenir estable por tu política y tus leyes, tu nombre, vagando por todo el mundo, no encontrará nunca una mansión segura, un asilo cierto. Habrá entre los que aún han de nacer, como entre nosotros, un gran debate: unos elevarán tus hazañas hasta las nubes; otros encontrarán acaso que falta algo y aún lo esencial, si no extingues los últimos fuegos de la guerra civil...» (29). «Labora, pues, para los jueces que sentenciarán sobre ti en el transcurso de los siglos con mayor imparcialidad que nosotros: pues juzgarán sin pasión, sin envidia y sin odio» (30). Este es el discurso que los perseguidores de Marco Tulio invocan con especial fruición para demostrar su cobardía, su opor­tunismo, su rebajamiento deliberado de altos conceptos. Ri-sum teneatis.

El Pro Ligario, con todo lo que implica, sería tema para un ensayo separado, pues no es ciertamente materia frivola ni podría agotarse su significado más que dentro de amplio marco histórico. Marco Tulio se sentía más seguro esta vez que en el Pro Marcelo pocas semanas antes (últimos de sep­tiembre del 46 a. J. C , pues en octubre César regresa a Es­paña). Después de una audiencia, concedida por el dictador, ya parecía que la gracia estaba lograda y que Quintio po-

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dría regresar de su exilio africano, cuando Quinto Tube-rón, a quien y a cuyo padre Ligario había tratado con ex­cesivo rigor en Utica, cuando los destinos de la guerra los habían enfrentado, depuso una acusación de alta traición (perduelUo), que conocemos con bastante exactitud, pues Quintiliano la ha preservado (ínst. Orat., X I , 1, 7 8 ; X , 1, 23) . Ahora César, una vez más juez y parte, oyó el proceso en el Foro, de manera manifiestamente ilegal, pues es princi­pio del derecho romano que no hay acción capital contra un ausente. Nuestro Plutarco nos cuenta {Cic, 39, 65) que César estaba decidido a condenar a Ligario y que sólo mo­vido por la argumentación de Marco Tulio autorizó el li­bre retorno a Roma del desterrado. Y si esto parece exce­sivo, la lectura de la oración es aún hoy convincente de esa posibilidad. Es una obra maestra de sencillez, belleza for­mal y sentido común, sin asomo de la barroca exuberancia, tan acorde, sin embargo, con las circunstancias, ya descri­tas, del Pro Marcelo. Además, Marcelo estaba perdonado cuando se levantó a hablar Cicerón; en este caso se trata­ba de salvar una vida gravemente amenazada. El argumento es clarísimo: las diferencias políticas no pueden, no deben ser consideradas crímenes. Si eso fuera así. Cicerón no es­timaría en nada los favores de César, pues pensaría que era un criminal perdonado. «Y tú, César, ¿qué clase de servi­cio creerías haber prestado a la república, manteniendo a tanto criminal con su prestigio intacto?. . . , tú has visto no el odio, sino que ambas partes deseaban el bien de la re-pública, pero, sea por error, sea por pasión, perdiendo de vista el interés general. Los jefes de los dos partidos eran de casi igual valor, pero no sus secuaces (es decir, tú, César, no vales más que Pompeyo; la diferencia estriba en que los hombres de responsabilidad, experiencia y rango patri­cio seguían a éste, mientras que tú te ves rodeado de la canalla, de no pocos vividores, aventureros, estafadores)... Cada partido presentaba argumentos válidos; ahora tenemos que aceptar como el mejor a aquel que cuenta con el favor de los dioses» (19).

La Parca no desdeñó la tragicomedia en ambos casos. Mar­celo hizo gran demostración de gravitas romana, demoran-

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do SU salida del destierro ocho meses y no rindiendo gracias a César ni directa, ni indirectamente. En mayo del 45 des­embarcó en el Pireo, y el 26, por la tarde, fue mortalmen­te herido por un acompañante suyo que se suicidó. El pro­cónsul Sulpicio, a quien Julio sin duda había encargado es­peciales atenciones, se trasladó al puerto, pero no pudo hacer más que recoger el cadáver y erigir al eminente ene­migo del régimen un monumento marmóreo en la Acade­mia. Mucho se ha especulado sobre las causas del asesina­t o ; parece que César no tuvo parte en él (Cic. Ad Fam., IV, I I - 1 2 ; Ad Att., XIII, 10, 3).

En cuanto a Ligario, narra nuestro Plutarco que en los idus de marzo estaba enfermo. Intimo de Bruto, éste le vi­sitó y dijo: « ¡ V a y a momento para ponerte enfermo!» En­tonces él, apoyándose en el codo y cogida la mano del ami­go, respondió: «Pero si proyectas un acto digno de ti, Btuto, sano estoy» ; y podemos suponer que, bajando a la Curia, mojaría su puñal en sangre de César.


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