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Conde, Pedro- Uno de Esos Días de _ABRIL

Date post: 24-Nov-2015
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Relatos testimoniales de la guerra civil en 1965 en Santo Domingo, que luego fue aprovechada en el marco de la guerra fría para una ocupación militar norteamericana.Los relatos desenfadados de los acontecimientos permiten tener una idea de las dificultades y valentía de los dominicanos
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Uno de esos días de abril
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  • Uno de esos das de abril

  • Pedro Conde Sturla

    Uno de esos das de abril

    Santo Domingo,Repblica Dominicana

    2013

  • UNO DE ESOS DAS DE ABRIL

    Pedro Conde [email protected] [email protected]@yahoo.es

    Primera edicin, 2012Segunda edicin, 2013

    Diagramacin: Yris CuevasPortada: Gustavo Fermn Brens / Carla BreaCaricatura: Harold PriegoImpresin: Amigo del Hogar

    Pedro Conde Sturla, propietario de todos los derechos.

    ISBN 978-9945-471-16-8

  • ndice

    Sbado, 24 de abril, 1965 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

    En el palacio. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23

    El camino de Santiago . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29

    El puente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35

    Los vencidos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41

    Los vencedores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45

    La fortaleza. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53

    El asalto al cielo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63

    El botn . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75

    Uno de esos das de abril . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79

    El repliegue . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83

    La trinchera del honor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89

    La debacle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95

    La solucin final . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105

    Un antes y un despus . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111

  • a la grata memoria de amadeo conde sturla,el camarn, y de alfredo conde pausas.

  • Hay una dignidad que el vencedor no puede alcanzar.

    Jorge Lus Borges

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    Sbado, 24 de abril, 1965

    La viuda Pichardo era una de las mujeres ms cojonu-das que he conocido. Tena que serlo desde el momen-to en que se atrevi a parir ocho varones, ocho machos en fila, uno tras otro, en busca de la hembrita que no vino. Tena que serlo desde que se atrevi a quedarse viuda, jo-vencita, viuda y sola al frente de la prole. La inmensa prole en cierne.

    Viva all, en el casern republicano de la Santom 48, donde todava viven y vivirn de alguna manera los Pi-chardo: una amplia sala abarrotada de muebles de caoba, vitrinas abarrotadas de libros de derecho, armarios aba-rrotados de cachivaches, un espacio discreto a manera de oficina, un pasillo con piano, un corredor con balaustrada que comunica por afuera las habitaciones contiguas de pa-redes ciegas. Al frente, un patiecito espaol, con fuente y pecera y malas yerbas, un comedor al fondo, al lado de la cocina, y ms al fondo otro patio y la carbonera en desuso todava ms al fondo y, de repente, en direccin opuesta,

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    una empinada escalera de hierro que daba al techo, y un perro prieto, cnico y aptico que por all suba y bajaba como en un nmero de circo.

    Aparte del mobiliario y las habitaciones igualmente repletas de cachivaches, la casa de la viuda -nuestro lugar preferido de encuentro- estaba siempre invadida por mul-titud de gente. Junto a los hijos pululaban los parientes de los hijos multiplicados por los amigos de los hijos, los compaeros de los hijos, las novias de los hijos y de los compaeros de los hijos. La casa de la viuda convertida en comando de la viuda era un lugar surrealista seme-jante a un andn, una estacin de tren o de aeropuerto, recinto militar donde muchos entraban y salan frecuente-mente armados y a deshora en aquellos das de la guerra.

    En la casa de la viuda poda pasar cualquier cosa y en efecto pasaba. Cuando la situacin era normal, dentro de la anormalidad de la situacin, la viuda se desgastaba alegremente, faenando en la cocina, preparando comida como para un batalln y escuchando a veces a su segundo hijo, Nicols, en el piano, rodeado de admiradoras. Ni-cols interpretaba a menudo, o ms bien maltrataba El lago de Como, una de sus melodas favoritas, a la cual atribua gran valor afrodisaco. Pero lo de Nicols poda ser una pantalla, una distraccin a veces, para disimular o despistar.

    En la discreta oficina, casi al lado, se lleva a cabo en estos momentos una reunin a puerta cerrada del Comit

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    Central del Partido Socialista Popular, PSP, con participa-cin de los hermanos Docoudrey.

    La solemnidad y el hermetismo de los cuadros dirigen-tes contrastan con un bullicio, al extremo de la sala, donde tiene lugar otra reunin, aunque de carcter abierto, nu-meroso y vocinglero, tpico de los miembros de la Comi-sin de Cultura, que dirige Silvano Lora, aunque Silvano no est presente.

    La mesa del comedor rene a una docena de compae-ros y sobre todo compaeras que trabajan en la compagi-nacin del ltimo nmero de El popular, rgano del Partido Socialista Popular. El nombre le queda largo a un folleto que suma cuatro pginas mimeografiadas en total. Igualmente pretencioso es el logotipo en grandes caracteres rojos, osten-tosamente comunistas.

    A mano doblan los ejemplares, los empaquetan en pa-quetes pequeos y los distribuyen entre los responsables de venta de la zona de guerra, donde no hay riesgo alguno, salvo los riesgos propios de la guerra. En cambio las com-paeras se juegan el pellejo en la tarea. Ellas ocultan los pa-quetes entre las ropas ntimas y los pliegues y repliegues de sus anatomas y se marchan a cumplir la difcil misin de burlar el cerco militar, el infame cacheo, y poner a circular los peridicos en territorio enemigo, que era el pas entero, con excepcin de la Ciudad Colonial y Ciudad Nueva y unas pocas cuadras al norte de la Avenida Mella.

    Momentneamente, el acceso al patio est terminan-temente prohibido por rdenes del Gallego, y la prohibi-

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    cin se justifica. En el rea de la carbonera, junto al perro prieto que mira con inters, se instruye clandestinamente a unos combatientes imberbes en el uso, arme y desarme y reparacin de armas de fuego. Ahora el Gallego tiene en sus manos una pia, una granada de fragmentacin francesa de color amarillo, desatornilla la espoleta del artefacto y la ensea como trofeo, lanza al ruedo la granada desactivada y la sangre de los combatientes imberbes se congela en sus venas. Es inofensiva, dice, podemos jugar pelota o football con ella. Luego procede a rearmarla con su envidiable pulso. La operacin no carece de riesgo, no es inofensiva. Si fallara en el trmite, volaran todos.

    La viuda pide ayuda para pelar unos pltanos y un compaero con autoridad, entre los que compaginan pe-ridicos, seala a otros dos para que se ofrezcan de volun-tarios. De repente un obs de mortero revienta en el techo de una casa vecina y se escucha un pesado tableteo de me-tralla proveniente de las lneas del ejrcito imperial, luego la dbil respuesta de nuestras armas en la periferia de la zona de combate. Inmediatamente se produce una movili-zacin general, Nicols cierra el piano y agarra el fusil, las admiradoras desaparecen y los dems combatientes toman sus equipos blicos, en minutos regresan a sus puestos en los comandos de la resistencia. Un corre y corre.

    Los compaeros del Comit Central continan, en cambio, su reunin sin inmutarse. Era el pan de cada da, lo mismo daba quedarse que reunirse en cualquier otro lugar bajo fuego de mortero, y el comando de la viuda

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    daba ciertas garantas en aquella antesalita con puertas y ventanas cerradas.

    La viuda se acontece, se queda acontecida, desolada, pensando en la comida que estaba casi lista, y va a la habi-tacin a cambiarse el vestido blanco su uniforme de tra-bajo por uno ms elegante con ramos y flores que usaba, extraamente, en ciertas ocasiones a manera de resguardo, pensaba yo.

    Las tropas del imperio norteamericano jugaban con nosotros al gato y al ratn. Vena una comisin de la OEA de vez en cuando, en representacin del imperio, y dialo-gaba con el estado mayor en el edificio Copello de la calle El Conde, es decir, con el estado mayor, del presidente Caamao y los ministros del gobierno constitucionalista. La comisin negociaba la rendicin en trminos humi-llantes y el estado mayor y el presidente y los ministros no aceptaban, se negaban y se negaban. Luego la comisin se retiraba placidamente con su escolta, bajo la supervisin de nuestras tropas. Temamos que algo extrao, algo ajeno a nuestros designios pudiera pasarles. Los flamantes dele-gados de la OEA, los negociadores de la paz en nombre del imperio, los miembros de la comisin ad hoc quizs no lo saban, pero eran material gastable, prescindible. El imperio los habra sacrificado en caso necesario, como a la tripulacin negra del acorazado Maine en la Habana o a los marines de Pearl Harbor, con tal de fabricar el pretexto para una causa justa y jodernos tramposamente.

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    Algn tiempo despus de las negociaciones -ya era ru-tina-, las fuerzas del imperio nos castigaban religiosamen-te con lluvia de morteros, fuego de caones y metralla, a veces un pase de feria de helicpteros artillados, veinte o treinta helicpteros con capacidad para reducir la zona a un infierno, amn del captulo de francotiradores que nos cazaban como conejos desde el imponente edificio de Mo-linos Dominicanos en la margen oriental del ro, el fluente Ozama.

    La guerra, sin embargo, haba comenzado con mejores auspicios. Un sbado, 24 de abril de 1965, apenas despus de medioda, o ms bien entre la una y las dos de la tarde, la voz tonante y detonante de Jos Francisco Pea Gmez el mayor dirigente de masas en la historia nacional ha-ba inundado la radio con una proclama insurreccional, llamando a deponer el gobierno de facto y reponer el go-bierno legtimo de Juan Bosch y la constitucin de 1963.

    La conspiracin contra el gobierno de facto, el llama-do Triunvirato de dos personas (porque uno haba renun-ciado), con el fatdico Donald Reid Cabral a la cabeza, vena de lejos y haba sido descubierta por los servicios de seguridad del rgimen. El jefe de las fuerzas armadas intent, personalmente, llevarse la gloria, la dudosa gloria de desarticular el movimiento, y en un alarde de bravuco-nera se present con un squito de oficiales y soldados en el campamento militar 16 de Agosto y puso bajo arresto a varios cabecillas. Pero no cont con la reaccin del capitn Pea Taveras, el ms radical entre todos los soldados radi-

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    cales en ese momento. Pea Taveras se insubordina al fren-te de otros compaeros de conspiracin, se declaran en rebelda y empuan las armas contra sus superiores. Tras un breve intercambio de disparos y palabras altisonantes, los captores son reducidos a la condicin de cautivos. En el bautismo de fuego, y de sangre, cae herido de muer-te un oficial del bando gobiernista, apodado Nivalito. Es, quizs, el primer muerto de la guerra, uno de los muchos muertos de la guerra. El gesto heroico del insubordinado capitn Pea Taveras haba dado inicio a la insurreccin constitucionalista. As comenz todo.

    El anuncio precipitado y jubiloso de Pea Gmez en el programa radial Tribuna Democrtica del PRD, ocurra poco tiempo despus de estos acontecimientos, cuando el mismo capitn Pea Taveras lo llam por telfono para darle una informacin escueta, necesariamente escueta y alucinante. Que oficiales de las fuerzas armadas, coo, res-paldados por los alistados del campamento 16 de Agosto, coo, haban hecho prisioneros al Jefe del Estado Mayor y su escolta, coo, y se haban levantado en armas para derrocar, coazo, al Triunvirato. Tropas de elite del cam-pamento 27 de Febrero de la Marina de Guerra, al mando del Coronel Montes Arache y sus hombres rana se uniran en breve al movimiento.

    La noticia corri, literalmente, como corre la plvora y sacudi al pas con la intensidad de un terremoto. La gente de la capital y otras ciudades tom las calles como quien dice en pie de guerra, con el caudal de un ro desborda-

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    do, manifestando su vigoroso apoyo y reclamando a gritos el retorno de Bosch a la presidencia y la constitucin de 1963. El coro de consignas millares de voces en concier-to, era ensordecedor.

    Muchos recuerdan ese da como el inicio de una es-pecie de renacimiento espiritual del pueblo dominicano. De golpe, s, de golpe, retoaron las ilusiones brutalmente tronchadas por el cuartelazo contra el gobierno de Bosch y el posterior levantamiento y sofocamiento de las guerrillas del indomable Movimiento Revolucionario 14 de Junio, los catorcistas del 1J4.

    Jvenes oficiales y soldados asuman esta vez su papel como garantes del orden constitucional y nacional, junto a la inmensa masa de civiles provenientes, sobre todo, del Partido Revolucionario Dominicano, el PRD, el partido que Bosch haba fundado en sus casi treinta aos de exilio y que lo haba llevado, brevemente, al poder, aparte de la izquierda intransigente que se haba integrado en cuerpo y alma al proceso. Para muchos, el mensaje de esa tarde en la conocida voz perfectamente timbrada de Jos Fran-cisco Pea Gmez, flamante Secretario General del PRD pareca haber descendido del firmamento con su llamado a insurreccin.

    Esa misma tarde, un grupo de civiles y militares ocu-paron a Radio Santo Domingo, la emisora oficial del go-bierno que ahora servira, transitoriamente, a una causa noble, transmitiendo a los cuatro vientos un programa incendiario en el que se exhortaba a la nacin a apoyar

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    el retorno a la constitucionalidad, la democracia. Tropas leales al Triunvirato recobraron la emisora que luego caera de nuevo en nuestras manos. Ms adelante sera el esce-nario de casi tres semanas de fieros y desiguales combates en los que los defensores se jugaron el todo por el todo. Combates que los bragados locutores narraron minuto por minuto, en directo y en vivo, hasta el ltimo minuto, hasta que la obstinada resistencia fue doblegada por tropas criollas azuzadas por los invasores. A golpes de bazuca la doblegaron, a golpes de caones y tanques y metralla de la fuerza area de San Isidro.

    La mayora de los miembros de las clulas universita-rias del PSP nos congregamos espontneamente en la casa de la viuda Pichardo y de inmediato recibimos instruccio-nes de tirarnos a la calle, pintura en mano, llenar la ciudad de letreros, infinitos letreros y una consigna aterradora: Armas para el pueblo, PSP.

    Por experiencia sabamos que la propaganda poltica colocada en las esquinas de las casas, en el cruce de las calles, tiene un efecto multiplicador, y la pintura roja mul-tiplicaba el efecto. Un da despus no haba casi un espacio en la ciudad donde no resaltara la dichosa consigna. Armas para el pueblo, Armas para el pueblo y armas para el pueblo, PSP. De hecho, las armas comenzaran a fluir desde tem-prano, ms temprano que tarde.

    En el curso atropellado y a veces confuso de aquellos acontecimientos, el corrupto y cobarde Reid Cabral diri-

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    gi por todos los medios a su alcance una triste, lastimera alocucin, un ultimtum que sera prcticamente la ltima medida de su desgobierno, dando un plazo a los rebeldes para deponer las armas, amenazando y conminando en vano a la rendicin. El toque de queda, impuesto por su vocecita y gobierno tambaleantes, por nadie fue respetado.

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    En el palacio

    Al amanecer de un nuevo da, el domingo 25 de abril, soldados rebeldes, constitucionalistas, al mando del coronel Hernando Ramrez, entre otros, abandonaban los cuarteles y tomaban sin resistencia una parte considerable de la margen occidental de la ciudad junto a las masas perredestas y militantes de la izquierda revolucionaria. La cabecera del puente Duarte, una amplia plazoleta a orillas del ro Ozama, se pobl de una multitud intransigente, y fue reforzada con piezas de artillera en prevencin de un ataque de tropas gobiernistas de la base militar de San Isidro, como en efecto ocurri dos das despus

    En el transcurso de la jornada los constitucionalistas ocuparon el palacio de gobierno, depusieron y arrestaron cortsmente a los dos Triunviros, eligieron como presiden-te provisional a un eminente cabecilla civil, que durante la malograda experiencia democrtica de Juan Bosch haba estado al frente del senado, y se reunieron con delegados de las principales fuerzas beligerantes. El Triunvirato no

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    tena dolientes ni parientes ms que en la derecha cavernaria de San Isidro, sede del CEFA, el temido Centro de Ense-anza de las Fuerzas Armadas, que dispona de tanques, ar-tillera, infantera y aviacin, pero incluso la caverna de San Isidro, con el caverncola general Elas Wessin y Wessin a la cabeza, estaba dispuesta a tranzarse, a negociar una frmula de compromiso que no incluyera el retorno de Bosch.

    Cuando el coronel Hernando Ramrez y los dems constitucionalistas dejaron claramente establecido que ni el regreso de Bosch ni la constitucin de 1963 seran ob-jeto de negociacin, la caverna de San Isidro rompi las hostilidades con un ataque de la fuerza area al palacio donde todava se encontraban varios de sus representan-tes. El golpe constitucionalista, que prometa en principio ser rpido e incruento, se haba convertido de golpe en el escenario de una mayscula confrontacin.

    Desde unas horas antes de este inesperado aconteci-miento, mientras los oficiales constitucionalistas y los de-legados de la caverna se ponan en desacuerdo al ms alto nivel, un grupo heterogneo de perredestas e izquierdistas merodebamos con curiosidad por los pasillos y salones del mismo Palacio Nacional, la sede del gobierno, que se ha-ba convertido en tierra de nadie. Ni en sueos habamos previsto que alguna vez entraramos a ese lugar y mucho menos en olor de multitudes. La cantina haba sido sa-queada por integrantes de la masa que nos haba precedido o quizs por los mismos que la administraban, y se vea un reguero de papeles, cajas y sillas volteadas por todas

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    partes. Reinaba all un silencio, un desorden relativamente apacibles y poca seguridad, edecanes educadsimos que no se metan con nadie y que acaso advertan gentilmente que no pasramos de tal sitio, que no violentramos las entradas de los despachos ejecutivos, que en el segundo piso se estaba negociando y todo volvera, maana, a la normalidad.

    En el recorrido casi turstico alcanzamos a ver al fondo de un pasillo a dos soldados palaciegos que custodiaban una puerta, detrs de la cual se escuchaban voces para no-sotros conocidas, ignominiosamente conocidas. Al rato la puerta se abri y dej pasar a un camarero con una ban-deja que sostena con los dedos de la mano izquierda a la altura de la cabeza y fue entonces que vimos lo que vimos, los vimos claramente, vimos a los dos triunviros, charlan-do despreocupadamente y sirvindose bebidas de la ban-deja, comiendo aceitunas y otras picaderas, degustando un aperitivo y brindando en deshonor a sus muertos.

    Varios de los turistas de izquierda eran catorcistas, mi-litantes del Movimiento Revolucionario 14 de Junio, el 1J4, y tenan malas pulgas. En sus rostros se dibujaba un sentimiento de rabia e impotencia que los dems com-partamos. Los compaeros del 1J4 haban pagado un pesado tributo de sangre luchando contra el Triunvirato. En el alzamiento de Manaclas y los dems campamentos guerrilleros haban perdido a ms de treinta combatientes, incluido el mximo dirigente, y en la resistencia urbana otros tantos, quizs ms, la flor y nata, la crema de la ju-ventud revolucionaria.

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    El indignante cuadro de los triunviros que charlaban y coman despreocupadamente nos provoc una subleva-cin de los sentidos, la sangre hirviendo en las venas. Una sola idea cruzaba entonces por nuestras cabezas: acercarnos disimuladamente y sorprender a los guardias, desarmarlos y entrarles a tiros al par de hijos de putas que custodiaban, pero los guardias al parecer leyeron nuestras intenciones, las interpretaron claramente y nos hicieron seas de man-tener la distancia. Portaban metralletas de paracaidistas, de una marca para m desconocida, y no vena al caso desa-fiarlos a mano pelada.

    Cuatro de los compaeros catorcistas y uno del PSP se alejaron del grupo y entablaron una conversacin soterrada. Unos minutos despus nos llamaron discretamente y preguntaron si estbamos dispuestos a todo. De hecho estbamos dispuestos a todo, pero no sabamos lo qu era el todo. Los compaeros informaron que haba una posibilidad, aunque remota, de conseguir armas cortas. Ellos iran en procura de las armas mientras nosotros permanecamos merodeando, vigilando, hacindonos los desentendidos, pero con ojo avizor. La otra parte del todo consista en neutralizar, despus de la llegada de las armas, a los custodios de la puerta a punta de pistola y ajusticiar piadosamente a los triunviros. La emocin ahora nos embargaba.

    Pas una hora y otra hora y los compaeros no llegaron, nunca llegaron, se haban perdido en la madeja de los acontecimientos de ese da. Pero nosotros entonces no lo

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    sabamos y seguamos esperando, tercamente esperando. Fue una carrera contra el tiempo que perdimos. Ni el tiempo ni las circunstancias estaban a favor. Cuando escuchamos el peculiar sonido de unas aspas, chop, chop, chop, comprendimos que se iban a salir con las suyas. Un helicptero baj a recoger a los triunviros y se elev de inmediato, los vimos elevarse, ausentarse, con un sentimiento indefinido de frustracin, fuera del alcance de nuestras manos y de la justicia. Aquel par de miserables, de viejos moriran, disfrutando de la inmensa fortuna robada que legaran a su progenie y con honores de estadistas.

    Unos minutos ms tarde se produca el sorpresivo ata-que de los aviones de San Isidro al palacio. Escucharamos primero un lgubre ronquido, como si de repente se estu-vieran descorriendo las puertas del infierno. Era el sonido ms siniestro que haba odo, y provena en efecto del in-fierno, de las infernales voces roncas de los aviones artilla-dos con ametralladoras de gran calibre, sin mencionar el silbido de los cohetes o bombas que arrojaban.

    Los proyectiles de ametralladoras dejaron unos surcos en los jardines del palacio y apenas rasguaron las pare-des, y provocaron desde luego una estampida de los civi-les y militares que all estaban congregados. Las bombas tambin impactaron en el rea del jardn, pero el brutal estallido gener una onda expansiva que sacudi todos los alrededores. Dos militares rezagados, entre los que corran a refugiarse en el palacio, fueron alcanzados antes de ganar la puerta y quizs nunca supieron lo que les pas. La furia

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    los catapult, los revent en el acto contra el techo de la marquesina. Cuando abandonamos el lugar yacan lasti-mosamente al pie de los escalones en un charco de sangre, aplastados y descoyuntados, ajenos para siempre a todo en la extrema soledad de la muerte.

    El impacto de aquellas bombas fue devastador en el nimo de muchos constitucionalistas y lo que se produjo a continuacin fue como un concierto de incertidumbre, una desbandada en regla, si acaso tienen reglas las desban-dadas. Algunos uniformados cambiaron, literalmente, las armas por un traje de civil y desaparecieron del escenario. Algunos civiles se fueron sin deshonor a sus casas y otros a la embajada norteamericana para congraciarse con el imperio, con las gracias terrenales del imperio, llorando a lgrimas vivas y traicionando la causa con acusaciones falaces.

    Incluso el coronel Caamao, uno de los oficiales de elite que encabezaba el levantamiento, el valiente coronel Caamao flaque en ese momento. Se sinti anonadado, desconcertado, derrotado quizs, se asil en la embajada de Ecuador una noche, solo una noche que lamentara du-rante el resto de sus das. Por esa debilidad se castigara a s mismo llamndose cobarde frente a sus compaeros de armas en voz alta (su primo Claudio Caamao y el coronel Montes Arache) cuando fueron a buscarlo para que obe-deciera al llamado de las armas. Pero nunca ms volvera a flaquear en su vida el coronel Caamao.

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    El camino de Santiago

    La casa de la viuda Pichardo se haba convertido en un hervidero humano aquel lunes de abril, el 26 de abril. Gente que entraba y sala desorientada, nerviosa, sin saber a qu atenerse, sin entender lo que estaba pasando ni lo que poda pasar ms adelante.

    Los izquierdistas no confiaban en los militares consti-tucionalistas que, en mayor o menor medida, haban for-mado parte del aparato represivo de la tirana trujillista y del mismo Triunvirato, y los militares no podan ver ni en pintura a los izquierdistas, que se haban forjado al calor de la revolucin cubana, pero la traicionera ofensiva de la aviacin dara en breve un giro inesperado a los aconteci-mientos y a las relaciones entre unos y otros. Desde el da anterior los ataques se haban extendido a todos los puntos de importancia estratgica donde los constitucionalistas se haban hecho fuertes, incluyendo los campamentos mili-tares insurrectos, y haban desencadenado de inmediato el inicio de la resistencia popular, la construccin masiva de

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    barricadas, la organizacin de la defensa, la fabricacin de cocteles de la famosa marca molotov, la radicalizacin de las proclamas radiales, la radicalizacin de la lucha.

    Los heroicos pilotos de San Isidro comenzaron enton-ces a masacrar a la poblacin civil, causando estragos, so-bre todo, en los barrios populares de la parte alta, donde las viviendas de madera y techo de zinc se desplomaban bajo el fuego de metralla y ardan como piras, y tambin en la Ciudad Colonial donde los techos antiguos de las casas no resistan el impacto de las aterradoras balas de impresionante calibre. Entre las primeras vctimas haba nios y nias, amas de casa. Nadie era inocente para los heroicos pilotos de San Isidro.

    Los civiles desconfiaban, sobre todo, de la polica, la Polica Nacional, que durante el Triunvirato haba realiza-do los peores atropellos, y que en aquellos momentos no pareca manifestarse ni a favor ni en contra del movimien-to, pero mantena en alto el espritu represivo, tratando de preservar un orden, una autoridad que ya nadie reconoca.

    Cuando los miembros de un carro patrulla intentaron, arbitrariamente, en plena calle El Conde, tomar preso al distrado compaero Asdrbal Domnguez (un prestigio-so dirigente estudiantil del PSP), una turba lo impidi a pedradas y balazos y el carro patrulla de la polica sali muy maltrecho del episodio, se dio a la fuga.

    Para peor, en un gesto de abierto desafo, un grupo de cabezas caliente del PSP rompi la puerta de vidrio, las

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    vitrinas de vidrio relucientes del local del peridico Prensa Libre, el rgano de la reaccin por excelencia al servicio del Triunvirato y los peores intereses. Su director era el pe-riodista ms odiado y abominable del pas, Rafael Bonilla Aybar, alias Bonillita, una basura humana que alguna vez haba celebrado con infinito jbilo en su programa radial el asesinato de Manuel Aurelio Tavares Justo y sus compa-eros de armas despus de haber sido hechos prisioneros a raz del levantamiento contra el Triunvirato en Manaclas. Bonillita haba salvado milagrosamente la vida unas horas antes escapando a pie de una persecucin de masas que le pisaban los talones para lincharlo cristianamente, cosa que evit cuando logr ingresar a la embajada de sus amos.

    Bonillita no estaba all, lamentablemente. Estaba Prensa Libre en su magnifico local, con oficinas despam-panantes para los altos ejecutivos y secretarias de lujo y aire acondicionado central. Las maquinarias de primera, nuevas, supermodernas, la rotativa de ltima generacin ms flamante del pas, todo perfectamente limpio, pulcro y aceitado. Un patrimonio que a mi juicio, haba que pre-servar a toda costa.

    Cuando mis vandlicos compaeros del PSP, que no vean ms all de sus narices, arrojaron gasolina y peridi-cos y prendieron fuego a las maquinarias, intent apagar el incendio y alertar contra el despropsito, contra la im-previsin de reducir a cenizas una imprenta que nos habra debido servir ms adelante. Pero la mayora de los com-paeros del PSP, sobre todo un corpulento abogado san-

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    tiaguero, no vean como dije, ms all de sus narices, ms all de aquel momento, de aquel da, y me sacaron a empu-jones y a cocotazos, como muchacho al fin medio malcria-do, coo. Luego lloraran lgrimas de sangre por estpidos.

    Durante el incendio, que fue grande, slo lament que Bonillita no estuviera en el medio. l se mereca el infierno que haba creado participando en el derrocamiento del go-bierno democrtico de Juan Bosch, y en los innumerables crmenes de los cuales se haba hecho cmplice.

    La reaccin de los militares constitucionalistas contra los ataques de la aviacin no se hizo esperar. Ms tem-prano que tarde comenzaron a proporcionar armas para el pueblo y se inici un nuevo captulo particularmente violento: El asalto a los cuarteles policiales y varias gran-diosas jornadas de glorioso batallar. Fue, sin duda, la ms sangrienta etapa de la guerra.

    El asalto a los cuarteles policiales se realizaba con todos los medios disponibles, que no eran muchos, a veces con piedras y palos y bombas molotov y pocas armas de fuego, a veces a puros cojones. En general los policas no oponan mayor resistencia y entregaban sus armas alegremente, so-bre todo en la medida en que ms armas caan en manos de insurgentes. Otros, excepcionalmente, fueron protago-nistas de episodios de resistencia y valor a toda prueba, y en el trmite dejaron el pellejo. Los muertos se contaban por centenares, la ciudad ola a sangre, el olor a vinagre rancio y podrido, que es olor de la muerte y de la sangre, y la aviacin continuaba castigndonos duramente.

  • 33

    Pronto desapareca la desconfianza entre los principa-les y ms radicales actores de la contienda y se produciran cambios de lealtades polticas y alianzas coyunturales entre militares, comunistas, perredestas e incluso trujillistas.

    Ante el incesante acoso de la aviacin de San Isidro, un grupo de veteranos pilotos que alguna vez haban servido a un rgimen de oprobio, se prestaron a realizar una ope-racin temeraria que hubiera cambiado en breve, o quizs precipitado, el curso de los acontecimientos. Con la com-plicidad de un sargento mayor de la base area de la ciudad de Santiago, intentaran tomar unos aviones para devolver el golpe a los agresores, golpe por golpe. La operacin, dirigida y organizada por un prestigioso trujillista, el c-lebre y celebrado Vincho Castillo, contaba con el apoyo casi simblico de dos clandestinos comunistas del PSP y termin en un fracaso maysculo, rotundamente fracaso. En el momento crucial, el sargento mayor de Santiago se plume, se acobard, y la complicidad se tradujo en trai-cin y en orden de arresto para los pilotos. El prestigioso trujillista y los clandestinos comunistas pudieron escapar, pero los pilotos fueron hechos prisioneros y enviados a San Isidro. Durante varios meses nadie apostaba un centavo por sus vidas.

    Del prestigioso trujillista no volvi a saberse en mucho tiempo, no dej ni seales de humo. Volvi a aparecer en olor de santidad en el gobierno del Dr. Joaqun Amparo Balaguer Ricardo, el verdugo de los constitucionalistas, impuesto por las tropas de ocupacin del imperio durante

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    doce aos, aunque jug un papel moderado frente a la barbarie.

    En general, la vida estaba desvalorizada en esos das. Desde el momento en que los constitucionalistas se ne-garon a transigir con los gorilas de Wessin, los agentes del imperio empezaron a mover los hilos de una trama siniestra para ahogar en sangre a los miembros del movi-miento constitucionalista. Slo se trataba de ganar tiempo para desatar contra nosotros todos los perros de la guerra del mencionado complejo militar de San Isidro, el temi-do CEFA (Centro de Enseanza de las Fuerzas Armadas), que integraba unidades blindadas, artillera, infantera y aviones artillados para la masacre.

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    El puente

    En la plazoleta del puente Duarte reinaba una gran agitacin desde las primeras horas del domingo 25 de abril. Hombres y mujeres, muchachos, nios y viejos empezaron a congregarse en el lugar hasta formar la im-presionante muchedumbre que permaneci da y noche, a sol y sereno, en actitud desafiante ante las fuerzas del CEFA, que se encontraban a cierta distancia en la margen opuesta, y ante los aviones que sobrevolaban la zona con-tinuamente.

    Durante la madrugada del mismo domingo, al amparo de la confusin y las sombras, un grupo de artilleros del ejrcito se estableci en posiciones estratgicas con piezas de artillera ms o menos pesadas: unos infelices caones Krupp alemanes de edad provecta y dos o tres ametrallado-ras de calibre .30 y .50. Con esas pocas armas y el apoyo de las masas enfrentaran la embestida de aviones y tanques.

    Eran soldados jvenes y entusiastas, al mando de jve-nes oficiales de carrera, entre los que recuerdo a un gordito de carcter jovial que pareca inofensivo. El teniente Mi-

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    chel Peguero. Creo que estaba al frente de las tropas y era valiente como abeja de piedra, al igual que sus compaeros de armas.

    Nunca entend por qu haban emplazado dos de los caones al descampado en medio de la plazoleta, expues-tos al fuego enemigo, pero yo no estaba en esos momentos para entender tcticas militares, sino para agitar y escribir consignas pidiendo armas para el pueblo con mis compa-eros del PSP.

    A eso de las siete de la maana llegaron refuerzos. Toda una compaa del ejrcito nacional que qued al mando del teniente Elas Bison Mera, un personaje heroico que dejara su vida en el combate.

    Una de las primeras medidas que se tomaron fue blo-quear el puente atravesando dos camiones de transporte de caa para dificultar el paso de los blindados y las tropas de infantera. Los primeros enfrentamientos se produjeron de inmediato, con espordicos intercambios de artillera desde uno y otro lado del ro, casi como ejercicio de rutina entre soldados de la misma escuela para afinar la puntera. Mientras tanto, una serie de sangrientas escaramuzas se su-cedan sin interrupcin en los alrededores. La dotacin de un cuartel de la polica, desde el cual dispararon contra los civiles, fue masacrada literalmente, y los policas muertos en otros encuentros se contaban por docenas.

    Pero el verdadero inicio de la confrontacin ocurri a mediados del martes 27 con un episodio devastador y sorpresivo. Los aviones, que durante dos das haban so-

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    brevolado rutinariamente el lugar, tomaron altura y se or-ganizaron de repente en formacin de combate y cargaron en picada sobre la multitud, soltando bombas, cohetes y metralla, reventando seres humanos (que desde el aire pa-receran hormiguitas) como si fueran globos de feria.

    Subieron y bajaron en picada una vez y otra vez, masa-crando a la poblacin y creando un pnico infinito, inuti-lizaron los dos caones colocados romnticamente al des-campado en la amplia plazoleta, que ahora estaba sembrada de cadveres, y descojonaron la primera lnea de defensa.

    Al cabo de ese duro, interminable castigo o ablanda-miento (como se dice, eufemsticamente, en jerga militar), cerca de las dos de la tarde se inici el asalto de las temidas fuerzas del CEFA. Una columna de blindados (tanques e infantera), avanz pesadamente a travs del puente.

    La resistencia fue tan obstinada como intil. El fuego de los caones y ametralladoras provoc destrozos en las casas y edificios donde se haban parapetado las dems piezas de artillera, el espantoso incendio de una gasolinera e incontables vctimas entre los combatientes. Nada se resista, en ese espacio abierto, a la feroz ofensiva de las hordas del CEFA, y al poco tiempo los constitucionalistas empezaron a batirse en retirada, internndose en el populoso barrio de Villa Francisca. Otra lnea de defensa haba sido arrollada. Pero las bajas eran significativas en ambos bandos. El teniente Bison Mera, un temerario, haba empuado desde el primer momento del combate una de las ametralladoras pesadas y haba vendido caro el pellejo.

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    La batalla del puente Duarte y sus alrededores perte-nece ms bien a la epopeya que a la historia. Todo estaba perdido en apariencia, pero ms all del puente, en Villa Francisca, la ciudad se articulaba en una intrincada red de calles y callejuelas de difcil acceso. El combate seguira desde las azoteas, casa por casa, patio por patio, esquina por esquina, metro por metro. Las tropas del CEFA nunca anticiparon la feroz resistencia que iban a encontrar.

    El ms valioso recurso fue el material humano, solda-dos y civiles inspirados en un combate a muerte, en un frenes de obstinacin, en una lucha sin tregua, sin cuar-tel, sin esperanza, en una lucha heroica que no esperaba recompensa. Se combatira con todos los medios, pero quizs el arma decisiva fue el coctel molotov, el arma por excelencia de los desarmados, la bomba de los pobres, de los pueblos insurrectos. Sobre los tanques e infantera del CEFA, encallejonados en los vericuetos de Villa Francisca, lloveran como diluvio las eficaces bombas de fabricacin casera, los incendiarios cocteles molotov (botellas con ga-solina y aceite y un trapo a manera de mecha), y pronto empezaran a arder los tanques y los soldados de infantera.

    En lo que arreciaba el combate y cuando ya todo pre-sagiaba lo peor, el presidente provisional y los funciona-rios civiles y militares de su efmero gobierno acudieron a la embajada del imperio para pedir al embajador que detuviera la ofensiva del CEFA y abriera un espacio para negociar una tregua. El arrogante embajador el verdade-ro hombre fuerte del pas en su calidad de procnsul del

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    imperio, slo tuvo para ellos palabras despectivas cuando no ofensivas, los declar vencidos, derrotados, y proclam que lo nico que podan pedir, en semejante condicin, era la rendicin incondicional.

    El presidente provisional y otros salieron de la emba-jada para otra embajada y el exilio. El oficial de ms alto rango en ese momento, el sustituto de Hernando Ramrez (que haba enfermado de una hepatitis violenta), el coronel Francisco Alberto Caamao De, el mismo que dos das antes se haba asilado en la embajada de Ecuador durante una noche, sali en cambio con el espritu sublevado, sin ocultar su profundo sentimiento de indignacin, de rabia. Dijo que prefera la muerte a la rendicin y la humillacin. Dijo que, de hecho, se consideraba oficialmente muerto e invit, ms que ordenar, a sus subalternos a integrarse a la lucha para responder a la afrenta del procnsul. Con ellos march hacia el frente, donde persistan las hostilidades. Si alguna vez se haba asilado, ya no buscara asilo. Si algu-na vez haba vacilado, ya no vacilara, si alguna vez temi a la consecuencia de sus acciones, nunca ms temera. El procnsul del imperio recibira en breve noticias de los vencidos que se haban convertido en vencedores.

    A eso de las cuatro de la tarde llegaron al escenario de la contienda, que ya tal vez se decida sin ellos, pero el re-fuerzo inesperado caus un revuelo de jbilo, catapult la moral de los insurrectos y precipit los acontecimientos. El alto mando de los oficiales constitucionalistas y otro cen-tenar de soldados estaban presentes ahora, tomando parte

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    en la guerra que nunca haban imaginado ni en sus peores sueos. Haban sido entrenados y uniformados para repri-mir al pueblo y ahora lucharan junto al pueblo contra sus compaeros de armas, y luego contra el imperio.

    Entre los recin llegados al mando del intrpido co-ronel Montes Arache haba miembros de una unidad de elite de la marina que llamaban poderosamente la aten-cin. Eran hombres de negro, con uniformes negros como la muerte, entrenados para el combate en mar y tierra. Formaban parte de la ms aceitada mquina de guerra ja-ms creada en la historia militar del pas y otros pases. Cuarenta y seis piezas de relojera militar perfectamente afinadas para el combate. Eran los hombres rana. Los te-mibles hombres rana que pronto se convertiran en leyen-da y en el terror de las tropas yanquis. A uno de ellos lo conocera y tratara personalmente en unas duras jornadas de entrenamiento en el comando Argentina. Le decan Santiaguito, Santiaguito el rana.

    Otro que llamaba la atencin con su vistoso unifor-me de camuflaje, era un oficial extranjero de carnes ma-gras. Flaco, desgarbado, elstico, puro nervio y pellejo. Era veterano de varias guerras, ms de las que poda contar con los dedos de una mano, y era posiblemente el nico (o uno de los pocos), entre los constitucionalistas, que te-na verdadera experiencia militar. Era el instructor de los hombres rana, uno de ellos. Alto, afable, italiano. Un gue-rrero excepcional. Quizs el ms formidable condotiero que alguna vez pis esta tierra. El capitn Illio Capozzi.

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    Los vencidos

    Al empezar la batalla del puente Duarte me encontraba a una distancia prudente o ms bien imprudente del lugar, con una cuadrilla de compaeros del PSP, haciendo lo que sabamos hacer, agitando, pintando letreros, co-reando consignas.

    Desde el lugar en que estbamos no podamos ver la multitud, pero cuando los aviones bajaron en picada y desataron el pandemnium, su vmito de bombas y me-tralla, el horror nos parti el alma, se nos quebr como un vidrio, se nos enfri el valor.

    Caan bombas y ms bombas y el ronco rugir de las ametralladoras apenas se escuchaba. Lo del palacio haba sido solamente un ensayo, ahora pareca que se abra no una puerta sino todas las compuertas del infierno.

    Pareca el fin del mundo y para mucha gente lo era. El generalito Wessin y Wessin, sus pupilos del CEFA el llamado Centro de Enseanza de las Fuerzas Armadas y los pilotos de San Isidro confirmaban su vocacin de ge-nocidas.

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    En ese momento tomamos una decisin de vida o muerte, una decisin salomnica. Nos mandamos con el rabo entre las piernas hacia la casa de la viuda en la Ciudad Colonial, pero all la situacin no era mejor.

    Para empezar, la flamante Marina de Guerra, que se haba declarado neutral al inicio del conflicto, se sum a la causa de los genocidas y varias de sus naves (destructo-res y fragatas) se alinearon frente al malecn para castigar a caonazos a los constitucionalistas que quedaban en el palacio, que no eran muchos.

    Tan mal se manejaban con la artillera que pocos pro-yectiles dieron en el blanco y slo atinaron a destrozar vi-viendas de los alrededores y a matar nios y amas de casas.

    Para peor, la ms importante fuerza militar de la ciu-dad de San Cristbal, el traicionero batalln Mella, tam-bin se integr al bando de San Isidro. Un contingente de alrededor de mil guardias bien armados y bien apertrecha-dos, marchaba ahora desde el oeste hacia la capital.

    Lo peor de lo peor aunque era ms que previsible, fue el bestial viraje de los cascos blancos.

    Los feroces cascos blancos de la polica, a bordo de las perreras antimotines, haban mantenido una neutra-lidad cmplice, ms bien ambigua. Se desplazaban ame-nazantes, lentamente, por esas calles, en sus funestos ve-hculos cerrados furgones policiales a manera de carros fnebres, con un conductor y un oficial al frente, doce tripulantes en la parte trasera y varias mirillas por flanco y al frente para disparar desde todos los lados.

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    Apenas un da antes, durante el curso de una manifes-tacin en el Parque Independencia, uno de los nuestros se haba trenzado en una lucha cuerpo a cuerpo con un teniente que haba salido al mando de su tropa a responder insultos y pretenda imponer el orden disparando contra los manifestantes vociferantes. Al cabo de un breve force-jeo, le arrebat la carabina y le dio muerte y puso en fuga a los subalternos con unos disparos al aire.

    Ahora la situacin haba cambiado brutalmente. Los comandantes de las unidades de cascos blancos haban re-cibido las apetecidas rdenes de abrir fuego sin contem-placin, fuego contra todos, sin importar quienes se en-contraran en el camino.

    Se movilizaron entonces envalentonados por el ata-que de las tropas de Wessin y Wessin sobre el puente Duarte, sin prdida de tiempo, sin dudar un segundo, en direccin este, de oeste a este, por calles paralelas, ame-trallando gente a mansalva con el propsito de empujar a los sobrevivientes hacia la Fortaleza Ozama, donde sus conmilitones los recibiran a balazos.

    Al mismo tiempo, la radio de San Isidro, la voz de las gloriosas fuerzas armadas (que haba surgido como de la nada desde el ataque del CEFA), anunciaba terrorfica-mente, una vez y otra vez, el inicio de la Operacin Lim-pieza, quedarse todos en sus casas, no resistir. La limpieza de las tropas wessinistas iba a disponer de insurrectos mili-tares, perredestas y comunistas sin discriminacin.

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    La mayora de los miembros de la juventud universita-ria del PSP haba estado alguna vez en prisin y estbamos fichados y sabamos a que atenernos. Nos mirbamos unos a otros con las caras largas, afiladas y cobardes.

    En principio, habamos tenido en contra a la guardia y los tanques y la aviacin de San Isidro, y ahora se sumaban la marina, los gorilas de San Cristbal, los cascos blancos de la polica y la voz de las gloriosas fuerzas armadas. Ni el mar era una opcin para los que saban nadar, aunque muy pocos saban nadar. El ruido de metralla era estremecedor y nos dbamos por perdidos. La viuda Pichardo, mientras tanto, caminaba entre nosotros con su andar desenfadado y su colorido vestido de ramos y flores.

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    Los vencedores

    El veterano capitn Illio Capozzi, instructor de los hombres rana, advirti que la larga columna de tan-ques e infantera del CEFA, hostigada por las masas y un puado de soldados, haba avanzado ms de lo prudente por la Avenida Amado Garca Guerrero y era en extremo vulnerable, y recomend a Caamao romperla en varios puntos, dividirla en tantas partes como fuera posible, y luego aislarlas, quebrarlas, desarticularlas de tal manera que perdieran contacto con las posibles comunicaciones de mando o no pudieran cumplirlas y se convirtieran en presa fcil. Era la voz de la experiencia.

    Inferior en rango, el condotiero italiano superaba a todos sus superiores del momento en lo concerniente a formacin militar y experiencia en combate. Capozzi co-noca a fondo el arte de la guerra y era un guerrero nato. Era el verdadero estratega. Y Caamao se dejaba aconsejar.

    Las fuerzas de los constitucionalistas se reorganizaron entonces en tres unidades y fragmentaron en tres partes la

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    columna del CEFA con ataques de comandos integrados por pequeos contingentes de militares y centenares de ci-viles mal armados y desarmados. La maniobra fue dirigida principalmente por el coronel Caamao, el coronel Mon-tes Arache y sus hombres rana, y el coronel Fabio Chesta-ro. Todos se destacaron por su valenta, pero el despliegue de temeridad y habilidad que los hombres rana realizaron en el combate, con aquellas volteretas de circo con las que cruzaban las calles sin dejar de disparar y avanzando sin ce-sar contra el enemigo, dejaron a quienes los vieron mudos de asombro, admiracin y asombro. Los hombres rana se convirtieron, de hecho, en uno de los factores decisivos de la batalla del puente.

    Igualmente decisiva inesperada, sorpresiva, casi pro-videncial fue la incorporacin de un grupo de marinos que tenan ametralladoras y juegos pesados y le hicieron a las hordas del CEFA un dao irreparable. Haban desem-barcado subrepticiamente a ltima hora en el puerto de Santo Domingo, y sin hacerse notar, con la mayor celeri-dad y discrecin se colocaron a un costado, al otro flanco de la columna de blindados y la castigaron duramente con fuego de metralla de calibre .30 y .50. El comandante de los tanques del CEFA (un conocido perro de presa) tena parte del cuerpo fuera de la torreta y cay herido. Perdera un ojo y salvara milagrosamente la vida. Pero su batalla no tena salvacin. Indudablemente fueron los providen-ciales marinos de ltima hora quienes le pusieron la tapa al pomo y dieron inicio a la etapa final de la contienda.

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    Sin embargo, nada de eso se saba entonces en la Ciu-dad Colonial y no lo sabamos nosotros en la casa de la viuda Pichardo.

    Tampoco sabamos, casi nadie saba que un comando armado del PSP con el Gallego a la cabeza, otro comando con algunos hombres rana y un comando catorcista haban tomado las azoteas de las zonas aledaas a la casa de la viu-da y tenan armas largas, muy largas. Entre los miembros del Catorce, haba un combatiente en luna de miel, Amn Abel Hasbn, uno de los personajes ms extraordinarios que he conocido. Amn destilaba simpata, inteligencia y valor a flor de piel, y era uno de los ms renombrados di-rigentes estudiantiles de la universidad en ese momento. Se haba casado recientemente y estaba con su esposa en el hotel Montaa de Jarabacoa, pasando la luna de miel. Nada ms enterarse del inicio de la guerra, regres para integrarse a la primera lnea de combate, como lo hara siempre durante su corta vida. Desde esa lnea de combate les esperaba a los cascos blancos de la perrera que avanzaba por la calle Padre Billini disparando a mansalva, una suerte muy negra.

    El primer disparo alcanz en la frente al conductor y eso fue todo para l. Al oficial lo hirieron en el pecho y trat desesperadamente de escapar, no tuvo tiempo, que-d enganchado en la puerta, con la espalda reducida a un colador. Luego la perrera aminor su errtica marcha y se detuvo por inercia, exactamente en el cruce de la calle Espaillat con Padre Billiini. La tropa, en la parte trasera,

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    segua disparando sin cesar, pero est vez le devolvan el fuego. Era un fuego cruzado, desde lo alto de cuatro esqui-nas, y era un fuego maldito.

    El grupo de refugiados que nos encontrbamos en la casa de la viuda, apenas a una cuadra del lugar de los he-chos, pensbamos que se segua llevando a cabo una ma-sacre de civiles, pero era una masacre de cascos blancos.

    Algo que llam entonces nuestra atencin fue que al empezar el tiroteo en la calle Espaillat, callaron por en-canto las metralletas y fusiles de las dems perreras. Los comandantes nunca anticiparon una respuesta armada y mucho menos organizada desde la altura de azoteas inex-pugnables, y se dejaron ganar por el pnico. Poco despus alcanzamos a escuchar el ruido de unos motores forzados hasta el lmite, a plena marcha, y el clarsimo ulular de unas sirenas. Era el ruido de los motores de las perreras vergonzosamente en fuga, con las sirenas aullando en seal de que abrieran las puertas de la fortaleza para permitir la precipitada entrada, una estampida.

    Luego se produjo un silencio ensordecedor que dur varios minutos y luego un estallido, un gritero de jbilo. Salimos a la calle y nos unimos a otra gente que sala como nosotros de sus resguardos, que celebraba sin saber a cien-cia cierta lo que celebraba. El furgn policial estaba rodea-do de curiosos y ya se nos haban adelantado en el saqueo de las armas. Un soldado muy joven, con una leve herida en la frente, volte de una patada al oficial que haba que-dado enganchado en la puerta y lo arroj al pavimento. En

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    la parte trasera slo quedaba un casco blanco vivo, al cual nadie prestaba atencin y tampoco se la mereca. Aquello era un reguero de muertos sin apelacin, un muertero.

    Llam a Nicols Pichardo para que me ayudara a trans-portar al herido, y en el trmite se nos sum Teobaldo Rodrguez, un militante catorcista, noble y fornido, que tendra una destacada participacin en la contienda. En el momento en que lo cargamos, un surtidor de sangre que escapaba de una de sus venas me manch copiosamente la camisa. Fue mi bautismo de sangre. Tapon la herida hacindole presin con un dedo y lo llevamos de prisa al Hospital Padre Billini, situado frente a la casa de la viuda y lo dejamos en manos de los mdicos. En el trayecto gritaba como un nio, ay, comunitas, por favor, no me maten. Era difcil explicarle que los constitucionalistas no eran, en su inmensa mayora, comunistas, y que los pocos comunistas no ramos monstruos de dos cabezas como le haban ense-ado en la academia policial y que lo llevbamos al hospi-tal para que lo curaran, de modo que el desgraciado segua gritando, implorando, comunitas, por favor no me maten. Cuando volv a verlo en el Padre Billini estaba junto a su mujer y dos hijos y me dio un abrazo. Durante varios das anduve con la misma camisa, durmiendo en azoteas, sin baarme ni asearme, sucio, hediondo, manchado de sangre. Era sangre de casco blanco vivo, pero era sangre. Mejor suya que ma.

    En el momento en que culminaba la escaramuza de la calle Espaillat, la batalla del puente Duarte tocaba a su

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    Carmela Vicioso viuda Pichardo

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    fin. Desde la parte alta de la ciudad provena un rumor emocionado, voces y ms voces anunciaban lo increble, la extraordinaria noticia. Al cabo de unas horas de sangrien-to combate las hordas de San Isidro se batan en retirada, dejando tanques y otras armas en mano de los constitucio-nalistas. Lo imposible se haba realizado en una de la ms heroicas jornadas de la historia nacional. Un puado de soldados y el pueblo de Santo Domingo haban infligido una derrota humillante a fuerzas combinadas de la avia-cin, la guardia, la marina y la polica en la ms grande batalla jams librada en suelo dominicano. Una sola voz se escuchaba por doquiera, la voz de la victoria, dulce y amarga a la vez. Fue el mayor momento de jbilo, de j-bilo y de sangre.

    Cuando regresamos a la casa, Nicols Pichardo Vicioso se sent al piano y toc La internacional. La viuda Pichar-do doa Carmela Vicioso viuda Pichardo, entr a su habitacin y se cambi el vestido de ramos y flores por su uniforme blanco de trabajo.

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    La fortaleza

    Media hora despus de los sucesos de la calle Espai-llat, el Gallego y los dems integrantes del coman-do del PSP bajaron desde la azotea de una casa vecina al patio de la viuda para esconder las armas en la carbonera del fondo y salir en procura de otras armas que tenan a buen recaudo.

    Con admiracin y respeto, y en estricto silencio, vimos al Gallego demorar en el trmite, casi aposta, metiendo en sacos y cubriendo con carbn tras carbn las preciosas metralletas Cristbal de doble gatillo que envidibamos con los ojos. No era difcil adivinar nuestras intenciones y el Gallego era adivino.

    Al terminar la operacin de encubrimiento, el Gallego nos encar con mala cara, su cara habitual en esos casos, nos advirti que de ninguna manera hablramos de esas armas, que de ninguna manera les pusiramos las manos. Estaban destinadas a compaeros que haban hecho en-trenamiento militar en cuba y no a carajetes universitarios

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    que podan matarse entre s por falta de experiencia. La or-den era terminante: Qu nadie, en su sano juicio, se atre-va a desobedecer! Pero el juicio nuestro no era muy sano.

    Al da siguiente, mircoles 28 de abril, cuando el Ga-llego volvi a buscar las armas a la carbonera slo encontr carbn, como era de esperar, y le dio un encojonamiento, una rabieta de madre, pero a la larga tuvo que aceptar el hecho cumplido, aunque no sin haber defecado, metaf-ricamente, en las once mil vrgenes y todas las putas que nos parieron.

    Ese da, en horas de la maana, se haba iniciado el asalto a la Fortaleza Ozama y los carajetes universitarios habamos tomado las armas de la carbonera y habamos formado un comando en la azotea de la panadera de Qui-co al mando de Valentn Gir, un ex marino, hijo del poe-ta homnimo, y nos habamos fogueado por primera vez en el combate acosando a cascos blancos que escapaban de la fortaleza por la parte trasera y se rendan, salvo ex-cepciones, al primer disparo, entregando las armas. Ya no ramos carajetes universitarios, sino combatientes que en la refriega habamos capturado enemigos y nos habamos hecho dueos de ms armas que las que habamos robado al Gallego, todo un botn.

    El Gallego no volvera a empatarse con las Cristbal de la carbonera y tampoco le haran falta. Cuando volv a verlo portaba una Thompson que pesaba ms que l y luego la cambi por un fusil M1 que se adecuaba mejor a su delgada, casi frgil anatoma, y a su vozarrn de mando.

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    Mientras tanto, comenzaron a llegar a la zona compae-ros procedentes de diferentes pueblos del pas, quizs treinta o cuarenta en total. El PSP era un partido de cuadros y sus miembros caban holgadamente en cualquier saln de clases, pero la azotea de la panadera de Quico no era el lugar ideal para operar un comando con tal nmero de in-tegrantes, y nos trasladamos a la casa del compaero Bue-naventura Johnson, una amplia y slida edificacin de tres niveles en la calle Espaillat, que reuna todos los requisitos para establecer un cuartel general. Sin embargo, en ese lugar no duraramos muchos das y la partida sera precipitada.

    Los miembros de la comisin militar nos organizaron en varios grupos destinados a cumplir distintas tareas con ellos al frente. Unos se sumaran al ataque frontal que lle-vaban a cabo los militares constitucionalistas y miembros del Catorce contra la Fortaleza Ozama, y otros continua-ran hostigando a los cascos blancos fugitivos, cuyo n-mero era cada vez mayor.

    El 29 de abril, en horas de la maana, sal en una pa-trulla comandada por Lisandro Macarrulla (uno de los compaeros con mejor entrenamiento militar, segn se deca), para interceptar a cascos blancos que se escapaban hacia el norte por el puerto, con el propsito de sumarse, quizs, a las tropas del CEFA, si lograban pasar el puente. Algunos cruzaron a nado el ro en su desesperacin, inclu-yendo al comandante de la fortaleza, pero muchos de los que lo intentaron perecieron en el trayecto.

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    Tomando por la calle de Las Mercedes desembocamos en la romntica calle Las Damas, la calle de la fortaleza, donde las balas zumbaban como mosquitos. Con saltos de canguro la atravesamos sin consecuencia y nos resguarda-mos a un costado de la muy antigua Capilla de los Reme-dios, al lado del viejsimo y siempre puntual reloj de sol.

    Desde ese lugar, y a esa altura y distancia, se domina-ban todos los movimientos del puerto, pero no era mucho lo que podamos hacer para frenar la huida de los cascos blancos y apropiarnos de las armas, que era el principal objetivo.

    Un solitario guardia constitucionalista, armado con un Muser, sali como de la nada y se acerc a conversar con el comandante Macarrulla, a compartir una informacin que resultara muy valiosa, y al poco rato nos hicieron se-as de que los siguiramos. Nos infiltramos, entonces, a travs de unos vericuetos, en unas polvorientas y amplsi-mas oficinas del gobierno repletas de papeles desde el piso hasta el techo: La otrora seorial casa de la familia Dvila, la duea de la Capilla de los Remedios en poca de la co-lonia.

    El guardia descerraj de un tiro el candado de una res-petable puerta de hierro y nos condujo hacia abajo por una ruta que al parecer conoca de memoria, hasta un recinto amurallado con caones coloniales que todava surgan amenazantes desde las troneras. Luego supe que se trataba del fuerte que llaman El Invencible. Era el lugar ideal para enfrentar a los cascos blancos en fuga.

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    Diez minutos ms tarde, Lisandro Macarrulla y el so-litario guardia consticionalista, que al parecer tenan ojos ms afilados que los nuestros, divisaron una larga hilera de cascos blancos sin uniformes y sin cascos, pero con armas cortas y largas, y en nmero muy superior al nuestro, se-gn nos inform Macarrulla.

    Sin embargo, nuestra posicin en el fuerte El Invenci-ble era inmejorable y eso nos daba ventaja.

    Yo no los vi, no recuerdo haber visto a los cascos blan-cos. Lisandro nos orden bajar la cabeza y nadie los vio, salvo Lisandro y el guardia.

    Lisandro esper a que se alejaran un poco para tenerlos de espalda y no de frente, sac el cuerpo y grit alto!, muy alto, y los conmin a rendirse. Los cascos blancos tenan miedo y tenan prisa, una combinacin peligrosa.

    Algunos soltaron las armas y echaron a correr, pero otros respondieron con rfagas de ametralladora, cosa que era de esperar, y de inmediato Lisandro se agach detrs de un can colonial, bajo un diluvio de balas, y comenz a disparar casi a ciegas, igual que hicimos nosotros y el soli-tario guardia. Disparar a ciegas, por encima de la muralla arriesgando slo las manos y no la cabeza, como nos haba instruido encarecidamente el comandante Macarrulla.

    El tiroteo dur pocos minutos porque los cascos blan-cos estaban ms empeados en huir que en combatir y cuando nos dimos cuenta ya haban desaparecido. En el lugar dejaron unas cuantas Cristbal y algunos Muser y

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    ni una mancha de sangre. El intercambio de disparos ha-ba sido incruento, pero no infructuoso.

    Ms peligroso fue regresar al comando de Buena-ventura Johnson, trotando todo el tiempo en formacin compacta, como orden Macarrulla, para evitar el asalto de cantidad de gente que reclamaba y estaba dispuesta a quitarnos por la fuerza las armas que habamos obteni-do, gente a la que arrollbamos puntualmente sobre la marcha, sin romper filas, gracias a la firme determinacin del comandante, que iba al frente, repartiendo culatazos cuando era necesario.

    Lisandro Macarulla era un hombre hecho y derecho, de unos treinta aos quizs, casado y con hijos, y ejerci sobre nosotros, muchachos de apenas veinte aos cumpli-dos, una autoridad ms paternal que militar, y manifest en todo momento gran preocupacin por nuestra seguri-dad. Lo haba conocido el da anterior, en el episodio de la carbonera, junto al inolvidable Getulio de Len, ya que ambos formaban parte del comando que particip en el ametrallamiento de la perrera de la Espaillat

    Nuestra relacin no dur ms que la breve y extraa expedicin contra los cascos blancos que nunca vi, pero nos uni para siempre, a pesar de que nunca volvimos a encontrarnos. Su joven esposa vino en la tarde al comando de Buenaventura, pasaron la noche juntos y al amanecer partieron con rumbo para nosotros desconocido.

    De eso me enterara con sorpresa al cabo de un tiem-po, porque otras cosas ocupaban entonces mi atencin,

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    mltiples cosas, y el sbado, 30 de abril, volv a vivir otra experiencia extraa, casi surrealista. Casi, por poco, la l-tima de mi vida.

    Edmundo Garca, un personaje irrepetible, nico en su especie, regres de los alrededores de la fortaleza con la noticia de que en el extremo sur del puerto, casi en la des-embocadura del ro, haba una embarcacin abandonada y llena de armas, y no tuvo que hacerse de rogar para que una media docena de entusiastas partiramos de inmedia-to con l a la aventura, aunque ninguno estaba seguro de que la informacin fuera cierta.

    La embarcacin, un pequeo yate, estaba en territorio de nadie, demasiado cerca de la parte trasera de la fortaleza y demasiado expuesta a los nidos de ametralladoras de la base naval, en la ribera opuesta del Ozama, en Sans Souci, y adems tena sueltas las amarras y se encontraba a un metro del muelle, como quien dice a la deriva.

    Por fortuna, haba por todas partes contenedores, ve-hculos y cajas con mercanca que nos servan de refugio, pero para llegar al objetivo tenamos que atravesar un des-campado. An as, persistimos en el empeo y tras una breve carrera para tomar impulso saltamos a bordo de la nave.

    Haba muchas armas, en verdad, y los compaeros ms diligentes me aventajaron en la accin, las tomaron y salieron a la carrera, pero yo me qued rezagado. En un camarote encontr una funda con una pistola Colt 45 y

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    varias granadas de fragmentacin francesa, las tpicas pi-as amarillas y una Cristbal, y en el mismo momento sent que unas balas roncadoras perforaban el casco de la embarcacin.

    Sal despavorido, con la funda en la mano izquierda y la Cristbal en la derecha y vi que la embarcacin estaba ahora ms lejos de lo prudente para saltar al muelle, pero salt, de cualquier manera, impulsado por la fuerza de la desesperacin que me invada y casi de puro milagro al-canc la orilla, atraves a grandes zancadas el descampado y me puse a salvo detrs de unas cajas, pero en el salto dej caer la funda con la Colt y las granadas.

    All pas varias horas en solitario, escuchando el pe-sado tableteo de las ametralladoras y el zumbido de las balas que reventaban contra la pared del fondo. No po-da moverme y no pensaba moverme, desde luego, hasta que ocurri un hecho inesperado. Una manada de cascos blancos en fuga avanzaba al galope, en estampida, y todos avanzaban hacia m.

    Ahora estaba entre el fuego y la sartn y slo haba una cosa que hacer. Corr como un demonio, como un poseso, como una bicicleta, bajo el fuego de metralla, en direccin al malecn y quince minutos ms tarde, sin aliento, sin resuello, regres al comando de Buenaventura, donde ya nadie me esperaba vivo.

    Era la segunda gran carrera que daba y no sera la l-tima. Casi siempre, en esos das, me recuerdo corriendo

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    y casi siempre en direccin contraria al combate, comba-tiendo de espaldas.

    En el nterin, la Fortaleza Ozama haba sido tomada a sangre, a fuego, a puros cojones, y yo me haba perdido el magno evento.

    Una semana despus de la proclama en que Jos Fran-cisco Pea Gmez llamaba al pueblo a insurreccin, los constitucionalistas haban obtenido su ltima victoria. La ltima victoria de la revolucin de aquel abril. La Fortale-za Ozama, smbolo de opresin durante siglos, haba cado para constituirse en smbolo de rebelda y libertad y en la radio constitucionalista se escuchan las notas gloriosas de La Marsellesa.

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    El asalto al cielo

    El asedio de la Fortaleza Ozama empez en la maana del mircoles 28 de abril y termin el viernes 30 de abril en las tempranas horas de la tarde.

    El coronel Lora Fernndez, que haba ganado fama en mltiples episodios de la resistencia en el puente Duarte, estaba al frente de la operacin, con Claudio Caamao como segundo al mando. Algunas tropas regulares de in-fantera y un grupo de hombres rana componan la princi-pal fuerza de choque.

    Esta vez el coronel Caamao, cansado de deslealtades, traiciones y deserciones, se haba reunido, horas antes, con los izquierdistas del Catorce de Junio que lo haban secundado en la batalla del puente Duarte, y haba pedido la integracin de toda las fuerzas de izquierda al combate, incluyendo al MPD y al PSD. Ya era otro Caamao. El Caamao que peda la integracin de todas las fuerzas a la lucha sin reparar en banderas polticas.

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    Caamao inform a los catorcistas que en la Fortaleza Ozama haba ms de mil quinientas ametralladoras Cris-tbal, fusiles Muser y abundantes municiones, granadas de mano y lacrimgenas a granel, bazucas y unas treinta ametralladoras pesadas, algunas tananticuadas que tenan que ser enfriadas por agua, conectadas a una manguera, y eran prcticamente obsoletas, pero no inservibles.

    Caamao saba de lo que hablaba. A raz del golpe de estado contra el gobierno de Juan Bosch, el 25 de septiem-bre de 1963, los estudiantes de la UASD, la Universidad Autnoma de Santo Domingo, nos declaramos en rebel-da y armamos una protesta multitudinaria.

    Caamao era el jefe de los cascos blancos de la forta-leza en esa poca y nos atac con sus fuerzas por los cua-tro costados, pero sobre todo desde la entrada principal que da al Este. Nos castig con sus cascos blancos durante un da y una noche con bombas lacrimgenas a las cuales respondamos con pedradas e insultos, y eventualmente devolvamos antes de que se activaran, cosa que no ser-va para nada, aparte de hacerlos rabiar. Los cascos blan-cos usaban mscaras antigs que, adems de protegerlos, les daban un cierto aspecto repelente y monstruoso, casi como de criaturas extraterrestres.

    Luego cambiamos perversamente de tctica y empe-zamos a relanzar las bombas contra el hospital militar de las fuerzas armadas que quedaba a un costado de la puerta principal y provocamos un xodo masivo de mdicos, en-

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    fermeras y enfermos. Desde ese momento no se arrojaron ms bombas en esa rea, pero el acoso recrudeci en los dems puntos y haba momentos en que el aire se tor-naba irrespirable y muchos se desmayaban, con riesgo de asfixia, y tenan que ser evacuados en ambulancias de la Cruz Roja.

    La mejor manera de defenderse en el campus era tirarse al suelo, donde la densidad de los gases era menor, y prote-gerse ojos y nariz con un pauelo empapado en agua y vina-gre, que muy pocos tenan. Algunos se refugiaban desespe-rados en los baos para enjuagarse la cara en los lavamanos, y cuando el agua se puso escasa, no falt quien se lavara con agua de los tanques de los inodoros y otros hasta con agua contaminada de las tazas, sin pensarlo dos veces, porque la necesidad, como se sabe, tiene cara de hereje. Muy hereje.

    La persona que sali ms lesionada de aquel lance, la que se llev, sin duda, la peor parte fue la mam de Ca-amao. Durante horas, la respuesta masiva de los estu-diantes a la agresin de los cascos blancos fue gritar una y otra vez a coro, ininterrumpidamente Caamao, hijo de puta, una y otra vez Caamao hijo de puta, hasta quedar-nos afnicos, casi mudos y casi sordos, hijo de puta. Al da siguiente se retiraron las tropas de cascos blancos dirigidos por Caamao hijo de puta y nos dejaron salir sin mayores consecuencias.

    El Caamao que se reuni con los compaeros del Ca-torce de Junio para integrarlos al combate de la fortaleza

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    no era el mismo de aquella vez. La mayora de los compa-eros del Catorce y del resto de la izquierda le habamos voceado, maldecido, lanzado oprobios alguna vez, lo ha-bamos odiado todos casi tanto como el nos haba abo-rrecido, y ahora lo reconocamos por sus mritos como el comandante supremo de la insurreccin. Los izquier-distas nos habamos convertido en soldados del coronel Caamao y combatiramos al mando del coronel Juan Mara Lora Fernndez en el asalto al cielo, la casi inex-pugnable Fortaleza Ozama, La Fuerza, como se le haba llamado en otra poca.

    El coronel Juan Mara Lora Fernndez, primo herma-no de Rafael Fernndez Domnguez, el fundador del mo-vimiento constitucionalista, que estaba en el exilio junto a Bosch, era uno de los mejores soldados del estado mayor de Caamao, quizs el mejor. Estaba dispuesto a no fraca-sar en la difcil empresa y no fracasara, por ms que pare-ciera imposible. Sus fuerzas disponan de un tanque AMX, ametralladoras pesadas y quizs algunos bazucas. Pero eso no era nada en relacin a lo que tenamos al frente.

    La Fortaleza Ozama, con su castillo de estilo medieval y su flamante Torre del Homenaje, un polvorn a distancia prudente, un aljibe monumental, una muralla baja y otra muralla alta, y alguna capilla de rigor para purificar los pecados, haba sido construida en los primeros aos del siglo XVI en el extremo suroeste de lo que sera la ciudad de Santo Domingo, enclavada sobre un arrecife que daba

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    al ro y el mar, y no mostraba el menor signo de vejez ni de cansancio.

    En el ao de 1797 se erigi el Portal de Carlos III, la actual puerta de entrada de la fortaleza, con madera de bano verde africano, segn se dice, una joya arquitect-nica, flanqueada por espigadas columnas dricas. Sobre la almenada y no tan alta muralla original que estaba al fren-te, levantaron otra muralla que haca juego con la altura y el estilo del portal, varios metros de altura. Fueron las ltimas obras de ingeniera militar que construyeron los espaoles en Santo Domingo.

    Detrs del portal y sus gloriosos ornamentos arqui-tectnicos, hay una guarnecida, amplia terraza, recinto amurallado con espacio suficiente para emplazar, como en efecto se emplazaron, las ms mortferas armas de fuego.

    Nadie hubiera sacado de la fortaleza a los cascos blan-cos si hubieran tenido voluntad de combatir.

    Ante la Fortaleza Ozama no haba prcticamente un resquicio, una sola rendija para parapetarse y atacar de frente, una cualquier proteccin o amparo para ocultarse o disimularse que no estuviera expuesto de alguna manera al fuego enemigo.

    Sobre la lnea de defensa de la puerta de entrada, el magnfico Portal de Carlos III, que da a la calle Pellerano Alfau, (la antigua y seorial calle de los Nichos), los cas-cos blancos haban construido un nido de guilas, nido de buitres, emplazando bazucas y caones ametralladoras que

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    dominaban un reducido espacio estratgico y vital: una ca-lle de una sola cuadra que termina en la parte trasera de la Catedral Primada, un espacio desolado, de unos cien me-tros de largo, entre fastuosas edificaciones coloniales, des-protegido en su totalidad, salvo por los bajos muros que circundan los jardines del bside de la catedral. El portn de madera de La Fuerza era, paradjicamente el espacio ms vulnerable, y la ms artillada y perfecta trampa para los atacantes, una perfecta ratonera.

    Desde las terrazas almenadas de la Torre del Homena-je, que duplican en altura a casi todas las edificaciones de los alrededores, sobresalan los caones ametralladoras de calibre .30 y .50, todas las ametralladoras del mundo.

    Los cascos blancos haban tomado tambin los techos de las viviendas contiguas a la fortaleza, como la Casa de Bastidas y all haban instalado ametralladoras y haban infiltrado francotiradores en casas de la vecindad como primera lnea de defensa.

    A todo lo largo de la muralla frontal, que corre hasta la parte final de la calle Las Damas, haba cascos blancos apostados con las mejores armas en la posicin ms ven-tajosa. Desde la parte sur, frente a las calles Jos Gabriel Garca y Hostos y desde la parte baja del malecn, no ha-ba posibilidad de enfrentarlos.

    El corredor de la calle Padre Billini estaba igualmente bajo el dominio de ametralladoras y bazucas emplazadas sobre las imponentes murallas, y cubran todo el escenario

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    a lo largo de la Ciudad Colonial hasta la ltima calle en esa ruta, la Palo Hincado, donde le habra costado trabajo a un mosquito atravesarla y salir vivo, porque los cascos blancos no ahorraban municiones y disparaban como po-sesos, una forma de demostrar su superioridad militar e intimidar a sus adversarios.

    Algunos combatientes se posicionaron en los techos de los palacetes de las calles cercanas, a prudente distan-cia frente a la fortaleza, y emplazaron ametralladoras en los pocos sitios disponibles, pero siempre en desventaja respecto a la artillera de la Torre del Homenaje, que los superaba en altura y en volumen de fuego. Era poco lo que podan hacer frente al infierno que desataban los cas-cos blancos sitiados en las elevadas terrazas almenadas de La Fuerza, y el acercamiento lateral estaba prohibido por el fuego de los francotiradores que disparaban desde los techos vecinos, de arriba abajo, cazando a los imprudentes como conejos, igual que haran despus los francotirado-res yanquis desde el edificio de Molinos Dominicanos, en la margen opuesta del ro Ozama.

    Una gran parte de los combatientes eran mirones, la mayora de ellos sin armas y se refugiaban en la calles pa-ralelas de los alrededores, sin intervenir en el conflicto ms que como espectadores, confiando en que alguien cayera para tomar el fusil o esperando el desenlace para hacerse de un arma despus de la toma de la fortaleza, si acaso se tomaba. La mayora de los combatientes armados y sin experiencia tampoco asomaban las narices ms all de las

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    esquinas que les daban proteccin y eventualmente dispa-raban una rfaga ciega que no serva para nada. Era lo ms que poda hacerse, y an as a riesgo de perder la cabeza.

    Pero en general, los hombres rana, los soldados regula-res y los catorcistas entrenados en el combate en Cuba, los pocos que haban logrado ubicarse en lugares estratgicos en los techos, en algunos patios y recovecos, detrs de al-gn portal, una ventana providencial con vista a la fortale-za empezaron a hacerle un dao terrible al enemigo. Ellos no desperdiciaban balas, disparaban un solo tiro cuando haba algn blanco visible y se apartaban de inmediato del lugar para no ser ubicados. Poco a poco, las bajas que cau-saban los combatientes constitucionalistas empezaron a ser altas, sobre todo entre los artilleros, que eran las presas ms codiciadas y la vez ms vulnerables porque el poder de fuego de sus armas pesadas les daba una falsa sensacin de seguridad y se exponan ms de lo prudente en la accin.

    Al cabo de largas horas de combate, sobre la lneas de defensa de La Fuerza haba bazucas y ametralladoras aban-donadas, y no aparecan voluntarios para hacerse cargo de ellas. Para peor, algunas rfagas de metralla haban castiga-do a los cascos blancos parapetados en las terrazas privile-giadas de la Torre del Homenaje y al primer golpe abando-naron cobardemente sus posiciones. El volumen de fuego haba cesado considerablemente, y esto permita escuchar con mayor claridad el lgubre contraste entre el sonido de la rfaga de metralla disparada al azar y el solitario sonido de un solo golpe de fusil, el golpe seco de una bala certera

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    que disparaba un combatiente constitucionalista y causaba una baja.

    Al anochecer cesaron las hostilidades y se hizo un silen-cio espeso como una niebla, un silencio de mal augurio, que se cumpli puntualmente. Desde haca rato haba em-pezado a esparcirse un rumor, un rumor maligno, al que en principio no le dimos mucho crdito, pero era cierto. Unos cuantos cientos de marinos norteamericanos estaban desembarcando en el puerto de Haina desde las cinco o seis de la tarde. Era el primero de muchos desembarcos, pero la noticia no iba a tumbarnos el nimo ni a socavar el espritu combativo.

    Durante el segundo da de combate ya era evidente que los cascos blancos estaban vencidos, atemorizados ante las maniobras militares cada vez ms audaces que desplega-ban los sitiadores, presionando sin cesar sobre la plaza. Y lo que ms temor infunda era la presencia del tanque, que hasta el momento no haba entrado realmemente en accin.

    El comandante del tanque AMX, un hombre sin nom-bre o poco conocido, prcticamente annimo, un hroe fuera de serie, el que manejaba la mejor arma posible para reducir a los cascos blancos, mova su pieza como en un tablero de ajedrez, con extrema prudencia, ocultndola, disimulndola para no perderla a golpes de bazuca, jugan-do a la defensa siciliana en una calle donde estaba expues-to, muy cercanamente expuesto a su destruccin. Un par

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    de veces dispar contra el frente de la fortaleza insinuando apenas el can desde una esquina de la calle Pellerano Alfau y retrocedi enseguida para preservar el arma con gran inteligencia. Los disparos no fueron muy efectivos pero llenaron de terror a los sitiados.

    Los cascos blancos combatieron ms o menos digna-mente durante un tiempo prudente, pero fueron cayendo vctimas de abatimiento, del infinito miedo que los de-rrumb moralmente, y el miedo los venci.

    El ltimo da, cuando la resistencia y el volumen de ar-tillera de los cascos blancos estaban flaqueando a vista de ojos, dos cabrones pilotos de San Isidro hicieron un vuelo rasante y ametrallaron la fortaleza para motivarlos a se-guir peleando, y dejaron un saldo irrepetible de muertos y un caos en el mando.

    En ese momento privilegiado, el tercer da de comba-te, el comandante del tanque AMX, sali de su refugio y march de frente contra la puerta de la fortaleza a toda marcha por la calle Pellerano Alfau, apoyado por infan-tera armada y suicidas sin armas. Tantos eran los nervios como la inexperiencia y mala puntera, que a fuerza de caonazos abri un hueco en la muralla, justo al lado de-recho del portal, pero el portal de madera qued intacto a pesar de su tamao monumental. An as, el hueco fue providencial. El fuego de infantera elimin lo poco que quedaba de la resistencia sobre el portal. Pocos minutos despus se abran de par en par las puertas de la fortaleza y el tanque y la infantera realizaron una entrada triunfal.

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    Detrs del tanque venan masas irredentas armadas y desarmadas y lo que ocurri despus fue un pandem-nium. Se produjeron balaceras terribles cuerpo a cuerpo, pero en general los cascos blancos estaban ms interesa-dos en rendirse que en pelear y se rindieron finalmente a los soldados regulares y hombres rana, salvo excepciones. Entre muchos de ellos se produjeron episodios de histe-ria, de incontrolable terror, pero no tardaron mucho en apaciguarse y entregarse como angelitos que nunca haban hecho nada para merecer la muerte.

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    El botn

    En la Fortaleza Ozama los constitucionalistas enfren-taron la espordica resistencia de cascos blancos que no estaban dispuestos a rendirse y agotaron su ltima pro-visin de tiros en el combate slo porque teman que les iba a ir muy mal en manos de sus propios compaeros de armas y sobre todo en manos de los monstruosos comu-nistas, cosa que no fue as. No fue una masacre. No hubo venganzas ni atropellos. En media hora se haban entrega-do casi todos, unos setecientos, y los heridos haban sido llevados al Hospital Padre Billini.

    El coronel Chestaro, en compaa de combatientes ci-viles y militares, condujo a los prisioneros al lugar ms im-pensado y apropiado del mundo, el Instituto de Seoritas Salom Urea, fundado por la ms avanzada discpula de Eugenio Mara de Hostos.

    Me consta que, en general, los cascos blancos no fue-ron maltratados y durante los varios meses que estuvieron presos coman lo que comamos nosotros, arroz con aren-

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    que casi siempre, y hasta se les permita visita de familiares y amigos.

    Slo sufran torturas sicolgicas de cierta considera-cin cuando algunos compaeros del Frente Cultural (es-critores, pintores, poetas y poetisas) iban a dictar charlas sobre el realismo socialista o a leer versos y relatos de su propia cosecha. Fue una suerte que esos odiosos episodios por lo regular tenan lugar un par de veces a la semana, pues de lo contrario el efecto hubiera sido devastador.

    Durante la toma de la fortaleza, la gran masa de comba-tientes desarmados e inexpertos prestaba poca atencin a los cascos blancos vencidos y capturados y se daban al saqueo puro y estpido de armas que no saban manejar y se mata-ban entre ellos, muchas veces, accionando fusiles y ametra-lladoras y granadas de mano cuyo mecanismo no entendan.

    Algunos miembros del PSP, que haban estado al frente y a la retaguardia del combate, con una mnima instruc-cin, con mayor experiencia y conocimiento de causa e in-teligencia, se aplicaron a la bsqueda selectiva de las mejo-res armas. El compaero Rabochi, (seudnimo de obrero o trabajador en ruso), con 17 aos no cumplidos, bajito y cabezn (el mismo que muchos aos despus sera Rector de la UASD con el nombre de Porfirio Garca), se desem-pe valientemente en la refriega, y gan fama, justificada fama en el combate y sobre todo en el saqueo.

    l y otros militantes del PSP, trajeron al comando de Buenventura Johnson en la Espaillat una cantidad im-

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    presionante de armas. Recuerdo una habitacin enorme repleta de cajas que contenan granadas de mano, proyec-tiles, cintas de ametralladoras, varias ametralladoras pe-sadas, docenas de fusiles Muser y metralletas Cristbal, revlveres y pistolas semiautomticas, cascos alemanes de la segunda guerra, mscaras antigs, morteros, obuses de mortero y unos insuperables fusiles Cetme y G3 de fa-bricacin espaola. Haba tambin una subametralladora belga, creo que de marca Hopsking, con la cual me obse-sion durante un tiempo y nunca logr poner a funcionar, a pesar de que acud a los buenos oficios de los compae-ros del comando haitiano, que eran buenos armeros.

    Ese da, viernes 30 de abril, habamos obtenido una gran victoria y tenamos armas para librar grandes batallas, pero el enemigo ya no era el mismo. El imperio haba desembarcado en parte lo mejor de sus tropas y desembarcara en breve al mejor de sus generales, Bruce Palmer, y parte de lo peor de su inmensa maquinaria de persuasin y destruccin.

    De hecho, el implacable enemigo no nos permitira disfrutar la breve fiesta de la victoria y ni siquiera del me-recido reposo del guerrero. Por la emisora radial de las fuerzas intervencionistas se intensific una campaa de amenazas y calumnias, y desde el aire los aviones y heli-cpteros lanzaban panfletos conminando a la rendicin, al abandono de las armas y la sedicin.

    A Manolo Gonzlez y Gonzlez, el Gallego, lo denun-ciaban desde los primeros das como contrabandista, co-

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    munista y veterano de la guerra civil espaola, a pesar de que haba dejado a Espaa a los 12 aos. La mayora eran tildados de terroristas, que era sinnimo de comunistas, y de muchos otros se contaban historias del mismo corte propagandista.

    Todo eso era normal dentro de la anormalidad de la situacin, y en el comando Buenaventura a nadie le qui-taba el sueo, pero de repente, durante la misma noche del 30 de abril, desde la emisora del imperio empezaron a dar nombres y apellidos de varios de los integrantes del comando y detalles de su ubicacin, de las operaciones militares que se realizaban y de la cuantiosa cantidad de armamentos que habamos almacenado.

    De all haba que salir a la carrera si no queramos ser vctimas de un ataque demoledor, y a la carrera salimos aquella noche llevando con nosotros una buena provisin de granadas, municiones y las armas ligeras.

    En manos de los militares y de los compaeros del Ca-torce, que nos ayudaron en el desalojo, dejamos los morte-ros y las ametralladoras pesadas que, de cualquier manera, no sabamos usar.

    ramos cuarenta gatos los de PSP y nos distribuimos sin problemas en algunos de los comandos de la resisten-cia donde tenamos cierta influencia. Yo fui a parar a San Lzaro, bajo las rdenes del Gallego y del legendario Jus-tino Jos del Orbe, el querido viejo Justo, compaero de Mauricio Bez durante el ms heroico perodo de lucha de la clase obrera contra la tirana de Trujillo.

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    Uno de esos das de abril

    Uno de esos das de abril, el mismo fatdico y a la vez glorioso 30 de abril, los acontecimientos tomaron un rumbo inesperado y al finalizar la jornada, al cabo de unas cruentas horas de lucha y luminoso triunfalismo, el panorama volvi de nuevo a ponerse color de hormiga.

    Mientras culminaba el asedio de la fortaleza de Oza-ma, militares y civiles continubamos atacando los cuarte-les policiales que quedaban a nuestro alcance, que no eran muchos.

    La unidad de transportacin del ejrcito, situada en la parte norte de la ciudad, tambin se convirti en objetivo de un tenaz hostigamiento, con pronsticos muy claramente definidos a favor de los constitucionalistas, y en la mente de algunos estrategas ya se cocinaban planes para un ataque a San Isidro. Se combata tambin en la defensa de Radio Santo Domingo donde un grupo de locutores mantena viva nuestra nica voz, mientras un grupo de soldados y oficiales defendan la plaza.

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    Pero al final las cosas iban a suceder de otra manera. Los dioses de la guerra, los amos del mundo, nos reserva-ban una sorpresa, una ingrata sorpresa.

    Ante el inminente derrumbe de la reaccin y el avance de los constitucionalistas sobre las tropas en fuga o aco-rraladas de la polica y la guardia, cuando todo el aparato represivo que el imperio haba creado durante la primera intervencin estaba a punto de colapsar, unos cuantos cen-tenares de marines empezaron a desembarcar en el puerto de Haina en horas de la tarde el 28 de abril.

    Un segundo desembarco de comandos de lite de la ms prepotente y gil fuerza de intervencin norteamericana la 82d Airbone Division, se produjo en la base de San Isi-dro y con el correr de los das, pocos das, el nmero de integrantes de la fuerza de ocupacin se contaba por miles, ms de cuarenta mil soldados en misin humanitaria, como anunciaban descaradamente los portavoces de la operacin.

    Ms tarde se producira el desembarco de quien era catalogado entonces como el mejor general del Pentgono, el Teniente General Bruce Palmert, comandante en jefe de todas las fuerzas de intervencin de aire, mar y tierra. Una figura casi mitolgica.

    Con el noble propsito de salvar vidas y cercar al movi-miento constitucionalista, sustituyeron a las acobardadas milicias criollas en el campamento 27 de febrero y en la cabecera oeste del puente Duarte, y de paso tomaron el es-tratgico edificio de Molinos Dominicanos, desde el cual

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    se dominaba y se domina toda la Ciudad Colonial y sus alrededores.

    Al mismo tiempo empezaron a crear un corredor para dividir la ciudad y nuestras fuerzas y establecieron una llamada Zona Internacional para proteger la siniestra embajada norteamericana, se asentaron en los predios acogedores del flamante hotel Embajador y otras partes de la ciudad, y de repente, casi de repente, el paisaje ma-rtimo se pobl de ominosas siluetas funerarias del gris trascendental de acorazados intrpidos.

    El control de los medios de prensa, la censura perio-dstica o la eliminacin pura y simple de la disidencia y la poderosa arma de la mentira, formaran por igual parte de


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