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Conversaciones con Lulú -...

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Contra P eso . info Conversaciones con Lulú DOS SEMANAS MÁS TRES DÍAS DE OCIO Eduardo García Gaspar
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Conversaciones con LulúDOS SEMANAS MÁS TRES DÍAS DE OCIO

E d u a r d o G a r c í a G a s p a r

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IndicePrimera semana

Viernes

Por la mañana, o la anticipación del ocio 6

Por la tarde, o aún más anticipación 6

La noche, o la miel en el equipo de sonido del vecino 7

Sábado

Por la mañana, o los inexplicables huevos motuleños 13

Por la tarde, o el cuerpo de la pelirroja 14

Por la noche o, las historias vacías 14

Domingo

Por la mañana, o pensar en lo que Dios no nos dio 20

Por la tarde, o la trucha de Patricia 20

Por la noche, o la carcajada solitaria 23

Lunes

Por la mañana, o la caminata en una dirección 24

Por la tarde, o lo de siempre 25

Por la noche, o la rutina fallida 26

Martes

Por la mañana, o las ostras que hablan 29

Por la tarde, o la caminata en otra dirección 32

Por la noche, o la fiesta de Susana 33

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Miércoles

Por la mañana, o el estuche de monerías 35

Por la tarde, o el molesto canario 36

Por la noche, o el mosco interruptor 38

Jueves

Por la mañana, o la nada 38

Por la tarde, o más de la nada 39

Por la noche, o el pescado en un vaso 39

Segunda semanaViernes

Por la mañana, o la vida en una tina 43

Por la tarde, o la música eterna 47

Por la noche, o Fellini en vivo 48

Sábado

Por la mañana, o Fellini de día 49

Por la tarde, o el inicio del misterioso joven 50

Por la noche, o la continuación del misterio 52

Domingo

Por la mañana, o la mañana que suponía querer 54

Por la tarde, o la visita al Hotel Le Roy 54

Por la noche, o el misterio pospuesto 58

Lunes

Por la mañana, o el viejo ángel barroco 59

Por la tarde, o sardinas en pan campesino 62

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Por la noche, o el club de los filósofos tristes 66

Martes

Por la mañana, o las preguntas aún no hechas 69

Por la tarde, o la extraña historia de Alfredo 70

Por la noche, o las conclusiones de Lulú 79

Miércoles

Por la mañana, o la maravilla de un sonrojo 82

Por la tarde, o la nueva petición de Lulú 83

Por la noche, o dos cervezas que ella abrió 86

Jueves

Por la mañana, o un accidente normal 88

Por la tarde, o los fideos perfectos de un mundo imperfecto 91

Por la noche, o las meditaciones del pelo rojo 95

Los últimos tres díasViernes

Por la mañana, o el teatro del ridículo 97

Por la tarde, o la película y el vino que no se mezclaron 102

Por la noche, o la interrogante de la felicidad eterna 103

Sábado

Por la mañana, o el fotógrafo involuntario 104

Por la tarde, o la mala memoria culinaria 106

Por la noche, o el ataque filosófico 108

Domingo

Por la mañana, o una aventurera en mi coche 109

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Por la tarde, o la aventurera habla claramente 110

Por la noche, o las cosas tienen su tiempo 111

Epílogo

El sobre abierto 113

Los otros 116

Lulú 117

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Primera semana

Viernes

Por la mañana, o la anticipación del ocioDurante la mañana, desde luego, acudí a mi trabajo e hice menos de lo que se esperaba de mí, lo que era natural y obvio, pues mi mente estaba ya en otro lugar deleitándose con la anticipación del ocio. Mis vacaciones comenzaban ese día y mi labor por la ma-ñana era simple: arreglar las cosas en la agencia de manera que se garantizara hasta donde es posible que no se me llamara por un imprevisto y se interrumpieran mis días de ocio. En tres o cuatro años eran las primeras vacaciones largas, con eso quiero decir, superiores a tres días continuos. Mi plan para esos días era admirablemente simple, no haría nada. Después de examinar las opciones ortodoxas de vacaciones que suelen estar limitadas a la decisión de qué playa escoger, opté por algo revolucionario, hacer lo mismo que se hace en una playa, pero hacerlo en mi casa. Hablé con mi personal cre-yéndome insustituible en la oficina, dejé encargos, asigné trabajos, fijé fechas de entrega y salí a comer solo.

Por la tarde, o aún más anticipaciónComí lo que pude en el sitio más rápido posible, tal vez en alguno de esos en los que la velocidad del servicio es inversamente proporcional al sabor. Tenía prisa, quería acabar ese día en la oficina lo más pronto posible. Durante la comida hice anotaciones de todo lo que creí que podía ocurrir. Traté de anticipar toda posibilidad y crear soluciones ade-lantadas que no requirieran mi intervención. Sin duda me veían con extrañeza, pero no importaba. Terminé antes de lo esperado y decidí iniciar las vacaciones antes de lo pla-neado. Una hora antes. Salí de la oficina. Subí a mi coche, mi querido coche, prendí la radio. Prendí un cigarro y me acurruqué sobre el asiento para con la primera bocanada escuchar el primer movimiento de El Invierno. Varios minutos después encendí la má-quina y la conduje para nunca recordar cómo llegué a mi casa.

Algo menos de treinta años tenía yo en esos momentos en los que me esperaban dos semanas de ávidas y egoístas vacaciones. Nada quería yo. Nada más allá que dos se-manas de olvido, de ocio. No más decisiones, no más oportunidades, no más proble-mas. Había trabajado en esa agencia de publicidad ya varios años, desde antes de gra-duarme de leyes, la carrera que las tías habían creído como la mejor para mí. Las tías, muertos mis padres en un accidente vial cuando yo era muy pequeño, se ocuparon de mí en una pequeña ciudad cerca de una ciudad mayor que queda cerca de la ciudad mayor, la capital. Antes de terminar la carrera, una casualidad de la vida me hizo poder entrar a trabajar en un puesto minúsculo en esa agencia, donde hasta ahora sigo. Fui subiendo de posiciones conforme abandonaba la idea de practicar leyes. Las habilida-

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des analíticas de la abogacía eran de uso práctico en la agencia de publicidad. Era un negocio fascinante, de los que se meten en la sangre y en el que las personas ven sus lo-gros con más facilidad que en otros trabajos. Pero es también un negocio que desgasta, que produce tensión. En fin, demasiado tiempo continuo de trabajo. Unas vacaciones sin interrupción serían el remedio mejor. Y en ellas, hacer nada. O mejor dicho, leer al-gunas aventuras de algún detective, escuchar música y tener como decisiones más gra-ves del día, qué disco escuchar, qué libro leer y qué comer. Era toda mi ambición.

Llegué al departamento. Me alegré de la decisión tomada: nada de viajes, nada de avio-nes, solo en ese departamento rodeado de ocio, de la nada, sin agenda, sin nada de na-da de nada. Lo primero que hice fue despojarme del uniforme de oficina, fuera la corba-ta, el traje y bienvenida la bata de casa, esa idiota costumbre que tengo. Otro tabaco, fumado con desconcierto, como el que al perro ladrador le causa el coche que se detie-ne. Estaba oscureciendo. Me dejé llevar por las circunstancias, sin voluntad. Caminé por el pequeño departamento para aumentar mi tranquilidad, para bajar las revoluciones de las neuronas, para anticipar el gozo.

Ahora, muchos años después, recuerdo esos días con agrado y lo que durante ellos su-cedió. Casi todos sus detalles han llegado de nuevo, entendiendo que por supuesto los recuerdos son más cosas deseadas que reproducciones fieles. Y, habiéndolo pensado va-rios días, he decidido dedicar tiempo a escribir esto, los sucesos de dos semanas en los que quise hacer nada.

La noche, o la miel en el equipo de sonido del vecinoYa había oscurecido. No tenía hambre. Me acurruqué en el sillón de la minúscula sala. Inicié la lectura, un libro que no recuerdo con claridad. ¿Era El caso del solterón pelirrojo del labio retorcido, o sería El caso de la diadema de carbunclos escarlata? Siempre me han fas-cinado las historias de Sherlock Holmes y las leo cada seis o siete años. Esta era mi se-gunda lectura. Puse a funcionar mi equipo de sonido con un disco recién adquirido, de Mozart, Don Giovanni. ¿Habrá alguien a quien no fascine la penúltima escena, aquella cuando la estatua llega a cenar aceptando una invitación del protagonista? Dejé a Co-nan Doyle y opté por Mozart. El ocio estaba ya en su entera dimensión y yo había deja-do atrás esos recuerdos golpeadores de un trabajo que me absorbía y de una vida en la que estaba resbalando.

Por varios minutos, quizá incluso más de una hora, disfruté de la apacible calma y del dulce olvido. Repentinamente, a eso de las diez y media, o de seguro más tarde, algo extraño sucedió. Era algo no congruente con la atmósfera lograda. Oí un bongó. Era in-dudablemente un bongó. Traté de hacer memoria. No recordé que Mozart utilizara el bongó en ninguna de sus orquestaciones. Mozart, además, no podía ser considerado un compositor de avanzada, era más bien conservador. Pero siendo yo de espíritu escépti-co, busqué la explicación de tan extraño fenómeno en una enciclopedia sobre música. Era tan suave el bongó, que bien podía haberme pasado desapercibido la primera vez que puse el nuevo disco. Medité sobre la posibilidad de que Von Karajan, en un arran-que de originalidad, hubiera incluido el bongó apenas audible. Pero Von Karajan, aun-que espectacular, no me pareció que llegara a tales extremos en la búsqueda de origina-

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lidad. Me sentí desesperado ante la carencia de una explicación lógica, cuando la ópera llegó a uno de los más grandes momentos de la historia de la música, el dueto de Zerli-na y Don Giovanni, aquel que dice la ci darem la mano...vorrei e non vorrei.... El bongó se-guía ahí, apenas audible pero innegable. Unas notas más adelante se me puso la carne de gallina.

Muy en el fondo, pero audibles, pude oír unas maracas. ¿Un bongó y maracas en una ópera escrita en el siglo dieciocho en plena Europa por un austríaco? A estas alturas, había dejado el sillón y me encontraba sentado junto a las bocinas del equipo de sonido. Volví al sillón y medité sobre los hechos, tratando de ser muy frío y calculador. Lo im-portante era averiguar las razones de tan extraño fenómeno. Llegué a especular sobre una teoría que daba a la rumba su primer antecedente en Salzburgo, pero me pareció demasiado aventurada. Seguí intentando otras alternativas de explicación, como la de un error en la mezcla de sonido de los estudio de grabación. Ni la Deustche Grammophone es perfecta, ni Archiv tampoco.

Mi afición por la música clásica comenzó desde pequeño, cuando en casa de las tías se escuchaban con frecuencia discos que les llevaban desde la capital. No escuchaban nada más. Carmelita, la mayor de ellas tenía una bonita voz que muchas veces escuché tara-reando algunas de las arias que tanto le gustaban. Luisa, la tía a la que debo mi nombre, solía quejarse de que Carmelita no le permitía escuchar bien la música. Desde esos tiempos, mi afición por la música moderna fue inexistente, igual que en lo general por los libros que son best-sellers, inclinación que le debo a un profesor en la universidad y que en un principio acepté gustoso porque me daba cierto aire de superioridad entre mis compañeros de estudio.

Sumido en mis cavilaciones me encontraba, cuando el volumen de esos instrumentos tropicales subió estrepitosamente, incluyendo ahora trompetas, saxofones, lo que me dio la clave de la solución. ¡Qué tonto me sentí! Era natural que eso lo explicara todo, absolutamente todo. Debí haber pensado en esa posibilidad primero. Era la más plausi-ble de todas las que intenté. Con anterioridad había sucedido frecuentemente lo mismo. Recuerdo que poco antes había yo sido víctima de un fuerte estado emocional que me dejó inutilizado varias horas. Fue cuando, oyendo la quinta sinfonía de Bruckner, en una de las partes en las que los metales se quedan silenciosos, escuché con claridad el guitarrón de un mariachi. Era mi vecino otra vez. Mi vecino, que había organizado otra de sus fiestas, en las que empleaba música que llegaba a confundirse con la mía. Co-brando total conciencia de este irreversible suceso, me di cabal cuenta de que había terminado la atmósfera ociosa creada por los trabajos de Arthur y de Wolfgang. Había sido buena mientras duró. Decidí ahora unirme a las mayorías y me vestí para ir a la fiesta del vecino y tener así otra causa de olvido. Dejé abandonados mi libro y mi disco y mi bata. Llegué y toqué la puerta. Mi vecino la abrió y me miró sorprendido. Nunca supe su nombre. Era de mi estatura, más bien bajo, pero del doble de mi peso casi todo colocado en un enorme estómago que también reemplazaba el poco peso que podía significar su escasez de pelo.

La casa de mi vecino es muy nueva, tiene menos de un año de haber sido terminada y durante ese tiempo ella ha servido para ampliar mis horizontes musicales que estaban confinados a lo que era llamado buena música, ésa que suele ser mayoritariamente con-

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siderada como aburrida, con piezas demasiado largas, todo por el esnobismo de quie-nes la quieren mantener selectiva. Pero mi vecino tomó a cuestas la tarea de mostrarme que existen opciones musicales que yo desconocía. A esto había contribuido notable-mente el hecho de que su nueva casa colindaba directamente con el edificio donde yo vivía y que la música que él escuchaba en su sala se dirigía sin pena hasta mi recámara y con un poco menos de ímpetu hasta mi sala. En ese tiempo, yo vivía solo, pero me ha-cían compañía mis amigos, mis libros y mis discos. Mi vida había tranquila hasta el día en el que mi vecino se mudó a la casa nueva y, la noche que lo hizo, decidió darme una serenata involuntaria de música mexicana con mariachi y letras de José Alfredo Jimé-nez. Pensé que era la alegría del momento y que todo pasaría en unas semanas para ini-ciar de nuevo la vida tranquila de costumbre. Seis meses después era yo casi un experto en los últimos éxitos musicales, algunos conjuntos de rock en español, baladas latinas y hasta podía distinguir entre merengues, rumbas, cumbias y otros ritmos primitivos. El vecino, en su gordura, tenía una disposición bonachona que mezclaba amabilidad con una total incapacidad para entender las cosas que yo le decía.

— ¿Cómo estás, vecino? —me preguntó con una sonrisa profesional carente de toda es-pontaneidad al abrir la puerta—. La verdad es que no esperaba verte por mi casa esta noche, espero que no te haya llegado a molestar el volumen de la música.

— Bien, vecino, y usted ¿cómo está? —le contesté tratando de controlar cualquier señal que revelara mi estado de ánimo—. Hacía mucho tiempo que no tenía usted una fiesta en su casa, por lo menos desde el viernes pasado, y no quise perder la oportunidad. La verdad es que prefiero estar aquí que en mi casa, en los dos lados se escucha la música de todas maneras.

— Pues qué bueno que te decidiste a venir a ésta, tu humilde casa. Me da mucho gusto poder ofrecerte una copa —me dijo mientras ambos entrábamos al enorme recibidor—. Y te pido disculpas por no haberte invitado formalmente, se trata sólo de una reunión entre amigos que han venido a saludarme.

— Vinieron desde Miami y son cubanos, lo digo por lo de la música. Ella es intencional, ¿o le regaló los discos un enemigo... mío? —le dije mirando alrededor de la gran sala para ver qué gente se encontraba ahí.

— Aquí verás siempre a amigos entrañables y queridos, algunos son conocidos de ne-gocios.

— Yo no sabía que usted andaba metido en el negocio del cabaret —dije sacando un ci-garro—. Y eso que únicamente veo los que están en la sala, porque los del circo estarán en el jardín.

— ¡Ay, vecino, cómo serás! También están unos compañeros de la escuela que nos reu-nimos cada año —murmuró mi vecino entre dientes.

— ¡Caramba! Yo no sabía que los que tienen estudios por correspondencia conocen a sus compañeros de curso.

— Con tu permiso, vecino, están llegando más invitados y debo ir a recibirlos, ya sabes que estás en tu casa, diviértete cuanto puedas.

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Con un cigarro en una mano y una copa en la otra, me consideré armado para enfrentar a la gente de la fiesta. Me alejé de la puerta y busqué un lugar estratégico, desde donde pudiera ver cómodamente a la gente que se encontraba allí reunida. Debía haber más de unas treinta personas dentro de la muy amplia sala que casi formaba un solo cuerpo con el enorme recibidor. El ventanal de piso a techo que daba al jardín dejaba translucir la presencia de otro tanto de gente, quizá más. En ese momento, las enormes bocinas del mi vecino escupían La Boa en su versión original con La Sonora Santanera. Bebí y fumé mirando a ese grupo de personas, sentado en uno de los mullidos sillones del re-cibidor. Iba a pedir mi segundo trago cuando vi a Lulú. Me acerqué a ella, a sus espal-das, sin que lo notara.

— ¿Siete por dos? —le dije a Lulú por detrás, muy cerca del oído, causándole un pe-queño sobresalto que solamente notó el mesero al que le dio una patada en la espinilla.

— Son muchos, pero también pueden ser pocos, depende en realidad de qué se esté considerando multiplicar —contestó la deliciosa Lulú volteando hacia mí y mostrando una cara de sorpresa gustosa que podía verse en sus suaves ojos color verde, pero que podían cambiar de color.

— ¿Relativismo a estas alturas? —le dije haciendo un gesto de disgusto artificial.

— Sí, tienes razón, pero dime, ¿en tu casa o en la mía?

— Sí, Lulú.

— ¿Cuándo? —preguntó la dulce pelirroja llena de pecas.

— La vida es corta.

— No te vayas. Voy a despedirme de mis amigos y regreso —dijo Lulú con una dulzura áspera, como si me diera una orden militar.

Conocí a Lulú hace ya tiempo y aunque no nos veíamos con frecuencia, siempre había-mos simpatizado uno con otro. Si acaso coincidíamos en algún lugar, ambos tratábamos de estar juntos haciendo de lado al resto. Nada había entre ella y yo, excepto porque juntos solíamos conversar de las mismas cosas y reírnos a veces a carcajadas. Verla en esa fiesta era inexplicable para mí, pero no importaba. Todo lo que sabía de ella en esos momentos era lo que me habían dicho, que había renunciado a su anterior trabajo y que estaba de vacaciones antes de entrar al nuevo. Gran coincidencia, pensé.

Un segundo después de que ella desapareciera entre la multitud de invitados, pasó un mesero y me ofreció una copa de vino tinto. Tomé la copa y regresé a mi lugar estratégi-co desde donde podía ver muy bien el espectáculo. Pensé en Lulú. Era una gran mujer. Guapa, inteligente, educada. Con ella se hablaba de igual a igual. La primera vez que hablé con ella fue mientras discutía agriamente con ese hombre, el pedicurista que pre-tendía cobrarle una tarifa superior a la normal argumentando que ella poseía seis dedos en un pie. El asunto se arregló gracias a mi intervención. Resulta que por alguna razón congénita, yo carezco de una uña en unos de los dedos del pie izquierdo. Basado en este hecho, le dije al pedicurista que me hiciera un descuento, o que le cobrara la tarifa nor-mal a la señorita. Promediamos dedos y obtuvimos tarifas iguales. Pero lo mejor fue la cara de felicidad y de satisfacción de Lulú. Recordaba yo esto, cuando una voz inte-rrumpió mi pensamiento.

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—Oiga, ¿no es usted acaso un sabio astrónomo que pueda dilucidar una duda que ten-go respecto a los pesos atómicos de las supernovas? —me preguntó un desconocido.

—No, no soy experto en esas materias, usted se ha confundido —le respondí.

—Pues es que llevo varios minutos observando su actitud y lo vi como si estuviera mi-rando hacia el cosmos tratando de contestar alguna interrogante fascinante, estaba us-ted con cara de...

— Disculpe usted, quizá quiera observar otras supernovas, como la mujer alta cerca de la estatua que es imitación barata de Picasso —le dije.

Molesto por el incidente, salí de allí. La sala-recibidor me había llegado a aburrir. Fui al jardín a respirar un poco de aire puro. Una vez allí, encendí otro cigarro, dejé el vino y me serví un vodka de la improvisada cantina que se había preparado en el lugar. Una suave brisa fresca se dejó sentir. Desentonaba, sin embargo, el Mambo # 8 que vomitaba el equipo de sonido cuyas bocinas en el jardín estaban como siempre colocadas bajo la ventana de mi recámara. Mientras veía a la gente, llegó al lugar donde yo estaba una pequeña morena de ojos negros.

— ¿A qué plazo está usted pensando? —me preguntó sin más preámbulo, dejando ver unos enormes ojos negros rodeados de enormes capas de pintura.

— Dos semanas nada más —dije.

— Solamente tengo unas horas libres, pero no creo que tengamos nada en común —me contestó.

— Yo creo que sí, tenemos en común esas horas libres —le dije de mal modo, pues no entendía que trataba de decir.

— ¿Echamos a andar el cronómetro? —preguntó la morena poniendo los puños sobre sus caderas y levantando el pecho, la cara y la frente.

— Mi reloj no tiene minutero, te veo luego —le dije mientras me levantaba dejando el vodka casi sin tocar a la morena incomprensible.

Regresé al interior de la casa en busca de Lulú. Al entrar a la casa, tropecé accidental-mente con un hombre gordo que se encontraba cerca de la puerta que comunica al jar-dín con la sala.

— Disculpe usted, la verdad es que hay demasiada gente y no vi bien, le pido que me perdone —le dije.

— No se preocupe, no pasó nada. Pero dígame, creo que lo conozco. ¿En qué línea de negocios está usted? —me interrogó.

— En la que sube y baja —dije con prisa.

— ¡Ah, la bolsa de valores, un negocio fascinante! —comentó el gordo acariciándose las canosas barbas perfectamente arregladas.

— ¿Y usted a qué se dedica? —le pregunté, tratando de ser cortés con el total descono-cido.

— Vivo.

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—Entonces, ¿hace cuánto tiempo que se retiró? —le interrogué de nuevo sin mayor in-terés en su respuesta.

— ¿Mi mujer? Se fue hace una media hora, a ella no le gustan las fiestas, yo no sabía que usted conocía a mi esposa. Le ruego me disculpe —dijo yéndose.

Seguía buscando a Lulú. Ni en el comedor, ni en la sala, ni en la cocina, ni en los baños la encontré. Pero conocí a una rubia hondureña al entrar por accidente en uno de los baños. Empezó a hablar de filosofía moderna y me dijo que sería una buena idea seguir-lo haciendo en el jardín, pero al salir de allí con prisa evité el suplicio de hacerlo. Le pe-dí una cita para hablar sobre otro asunto, el que fuese, y me la concedió para algún día próximo. Regresé al jardín tratando de encontrar a Lulú. Tampoco estaba allí. Visité otra vez los baños. En uno de ellos encontré a la morena de los ojos negros muy pintados.

— Treinta y dos minutos y cuarenta y cinco segundos —me dijo apenas me vio entrar en el espacioso baño.

— ¿No has visto a una pelirroja que tiene seis dedos en un pie? —le pregunté.

— Nos queda pocos minutos —fue su respuesta y que yo seguí sin comprender.

Huí en dirección al jardín y allí tomé una cuba libre con mucho hielo. También tomé asiento en una silla de jardín, justo en medio de un matrimonio que discutía agriamente sobre quién era culpable por haber olvidado las llaves de la casa dentro de ella, detalle que me agradecieron sin palabras, pues ella me ofreció un cigarro y él tuvo la amabili-dad de encenderlo. Conversamos varios minutos sobre diversos temas de actualidad, especialmente de política, el tipo de plática que sólo puede admitir opiniones sin justifi-cación. Me levanté de allí, lo que provocó de inmediato el retorno de la discusión sobre el olvido de las llaves. Caminé por el jardín, deseando volver a encontrar a Lulú. Mi-rando a mi alrededor en su busca, sin embargo, vi a un amigo. Era Augusto Tinoco Brown, el joven millonario. Me acerqué a él.

— ¡Hola, Augusto! Me da mucho gusto verte, te creía de viaje en algún lugar perdido y fuera del contacto con la civilización —le dije tendiéndole mi mano.

— ¿Qué...? ¡Ah, hola! Sí, creo que estoy fuera de la civilización —me respondió con su mirada de indecisión extrema—. Dime, sabes qué ciudad es ésta, creo que me estoy volviendo loco, se me olvidan las cosas. Es más, no conozco a nadie, no sé siquiera de quién es la casa en la que estoy.

— Treinta y pico de años son pocos para olvidarte de las cosas. Pero dime, ¿quién es la rubia? —le dije en voz baja al darle una palmada en la espalda.

— ¿Te refieres a la rubia que está junto a la estatua imitación de Picasso, o a la que me tiene agarrado el muslo? Bueno, da lo mismo, no conozco a ninguna de las dos, pero creo que la de la mano en mi muslo la vi en algún lugar de La Haya, ¿o de Caracas?, la verdad es que no recuerdo, pero debe haberse enamorado de mi pierna, llegará el mo-mento en el que ella me produzca gangrena, ¿qué crees?

— Interesante —le dije tratando de ligar su tren de ideas.

— Sí, iré a Houston para ver si la pueden extirpar —dijo muy seriamente.

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La conversación siguió dentro de la misma temática. Augusto Tinoco Brown tiene sus historias. Quizá no lo sean historias propiamente, pero la manera cómo las narra resulta algo similar a Dimensión Desconocida. Mientras hablábamos llegó Lulú.

— ¿Cómo estás, Augusto? —preguntó Lulú.

— De eso estamos hablando, tendrás que esperar hasta que vaya a Houston para que te dé una respuesta como te mereces, Lulú. —dijo Augusto Tinoco Brown mientras ella me sonreía.

— Estoy enfermo, luego existo. Canto, luego vivo —dijo para sí mismo nuestro amigo al brindar con la rubia que mantenía su mano en el muslo de Augusto.

— Adiós —dijimos involuntariamente al mismo tiempo Lulú y yo.

Salimos de la casa de mi vecino y caminábamos hacia mi departamento, cuando Lulú recordó que no nos habíamos despedido de esa persona. Le dije que no importaba, pero ella insistió y regresamos. Al entrar de nuevo, un mesero nos ofreció una copa de champaña. Tomé la botella, casi llena y dos copas, mientras Lulú iba a despedirse, cosa que yo me negué a hacer. Lulú regresó y salimos de nuevo para caminar hasta mi de-partamento. El resto de los invitados de mi vecino comenzaban a salir también. Pero lo mejor era que el equipo de sonido había sufrido una descompostura y ya no era posible oír su música. Nadie se había percatado del chorro de miel de abeja que puse en el inte-rior del amplificador.

Sábado

Por la mañana, o los inexplicables huevos motuleñosYa en mi casa, abrí la puerta y corrí al refrigerador en busca de hielo y algo que hiciera las veces de una cubeta para el champaña. Lulú había puesto a andar el equipo de so-nido, lo que a esta hora hizo posible escuchar Don Giovanni sin bongó y sin maracas. Dieron las cinco de la mañana. Había valido la pena todo. Allí estaba Lulú y allí estaba Mozart. Había mejorado la atmósfera de antes. Poco después Lulú quedó dormida en la sala y yo apagué la música y fui a mi recámara. Fue después del desayuno que pude pensar claramente. Lulú había preparado unos huevos motuleños, lo que fue bastante sorprendente ya que en la casa no había ninguno de los ingredientes.

— Tuve que salir a comprarlos —me dijo—. En la tienda me vieron como alguien que no sabe lo que quiere, me parece que fue el traje de noche lo que más llamó la atención.

Desayunamos sin casi hablar, pues nos dolía la desvelada. Era cerca del mediodía. Ella se despidió con un beso al que yo agregué una mirada que llegó a su objetivo neto: Lulú prometió volver a mi departamento esta noche. Aún ahora, muchos años después, no comprendo cómo fue que llegaron a existir esos huevos motuleños, ni como sucedió que Lulú saliera y entrara del departamento sin que yo me diera cuenta. Cuando le he

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preguntado al respecto, ella se niega a dar una respuesta concreta; tan sólo sonríe píca-ramente.

Por la tarde, o el cuerpo de la pelirrojaLos huevos motuleños, como es natural, mataron cualquier posibilidad de hambre en las siguientes horas pero causaron gran entusiasmo en la posibilidad de dormir de nue-vo, capricho corporal al que no me pude negar. Después de todo éstas eran mis vaca-ciones. Si tenía ganas de dormir, dormiría; si tenía ganas de comer, comería; si tenía ga-nas de beber, bebería. Pero la satisfacción de las necesidades físicas obvias no es sufi-ciente, tiene que haber algo más; no se puede beber cualquier cosa, ni dormir en cual-quier lugar, ni escuchar una música cualquiera. Eso es para los animales y sus pareci-dos. En fin, volví a la cama, aún en pijama y con la misma mente, también aturdida.

Ya recostado, pensé en Augusto Tinoco Brown. Su apariencia era la de un aristócrata que nunca sabe dónde está, ni qué quiere. Más bien alto, de piel blanca y cabello casi rubio, su delgada figura daba la impresión de fragilidad quebradiza. Solía vestir usan-do combinaciones irreproducibles con ropa que sólo él sabía dónde comprar. Incluso aún sin beber, sus palabras daban la impresión de haberlo hecho en cantidad notable. Era querido por quien lo conocía, quizá por la simpatía que inspiraban las anécdotas que narraba con un desgano notable, como sorprendiéndose de que alguien estuviera interesado en escucharlas. Y, más aún, solían ser repetidas por otros, incluyéndome a mí y a Lulú. Aún no sé bien a bien por qué nos inspiraba simpatía en ese tiempo. Pensé también en Lulú. Pelirroja, inteligente. Su conversación era animada, de seguro por su gran alegría de vivir, que sabía contagiar al que estuviera junto a ella; tal vez era su son-risa. De estatura media y un poco menos delgada de lo deseable, ella tenía un cuerpo que hacía voltear cabezas, lo que le incomodaba mucho y le hacía preferir ropa menos reveladora. Sus ojos eran marrón claro, a veces se veían verdes y su piel, llena de pecas le daba una personalidad diferente. Dormí profundamente.

Por la noche o, las historias vacíasMe levanté de la siesta cuando ya oscurecía, lo que me produjo el placer de haber vio-lado una norma: una siesta en verdad larga, aunque en sábado. Fui al baño y, como di-cen en las novelas, tomé una ducha. Gran remedio es el agua golpeando el cuerpo como un despertador que afecta a cada pequeña molécula biológica y, quizá, alterando el DNA, no lo sé. Después, vestirse con calma, sin la prisa de tener una hora fija en la que se es esperado; gozar un Camel sin filtro en el momento de afeitarse, succionando de cada segundo el máximo goce, la mayor complacencia y viendo el humo real más el re-flejado en el espejo, lo que causa el triple de satisfacción. El plan de mis vacaciones, al menos hasta este anochecer, había sido satisfactorio: la fiesta de mi vecino echó a perder a Mozart y a Conan Doyle, pero había traído a Lulú. Sonó el teléfono cuando todo lo que podía pensar era en afeitarme. La suave voz de Lulú hizo milagros y las neuronas volvieron a su sitio acostumbrado. Avisó que salía de su casa y que en unos minutos más estaría en mi departamento. Mejor no podía ser, pues conversar con Lulú es en

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verdad un contento, lo que debe ser uno de los mayores placeres humanos; digo, los humanos, la mayoría, tienen el don del habla. Arreglé todo lo que pude el pequeño de-partamento y me senté a esperar. Ya era de noche cuando volvió Lulú a poner en mo-vimiento al equipo de sonido, sin apenas decirme buenas noches. Esta vez fue alguno de los conciertos para piano de Beethoven. Hablamos de mil cosas, de reyes y de repo-llos, de amigos y de ficciones, de locuras y de culturas. En algún momento de esa no-che, ella mencionó a nuestro amigo mutuo.

— ¿Cuándo conociste a Augusto Tinoco Brown? —me preguntó Lulú con una voz que yo encontraba irresistible, pero que otros juzgaban demasiado aguda y hasta artificial.

— No creo recordarlo con exactitud, pero sé que fue hace muchos años. Creo que to-mamos algún curso juntos en la universidad, o algo por el estilo. La última vez que lo vi fue en un aeropuerto. ¿Quieres que te cuente lo que me dijo? —interrogué a Lulú

— Sí —respondió ella y se acomodó en su sillón frente a mí, cruzando sus piernas y apoyando sobre ellas sus codos de manera que su cara descansara en las palmas de am-bas manos.

De nuevo las historias de Augusto Tinoco Brown y su inexplicable atractivo, tal vez de-bido al alto contenido del absurdo que poseían. Eran como chistes sin terminar, un tan-to vacías y por eso llamativas. Mucho tiempo después, me parecieron más dignas de lástima que de admiración, pues revelaban lo que era ese hombre, la nada que iba en pos de su llenado.

— Era el verano de no hace mucho, creo —comencé, echándome hacia atrás en el si-llón—. Trataré de usar sus mismas palabras, aunque debo decirte que Augusto Tinoco Brown contaría esto mejor que yo. Así inicié la narración. No era una aventura digna de ir más allá de una anécdota contada en un aeropuerto, pero Lulú insistió. Lo que me había contado mi amigo fue viniendo a mi memoria.

Un día por la mañana tocaron a su puerta muy fuertemente, a una hora que él no pudo recordar. Tan solo sabía que era demasiado temprano. Trató de no hacer caso al horrible sonido, pero fue inútil, aquella cosa seguía sonando. Se levantó y abrió la puerta una vez que se puso su bata de seda azul. Se encontró frente a frente con una cartera, es de-cir, con una mujer que hacía las veces de cartero. Era una alta mujer, de pelo negro y piernas muy bien torneadas. La invitó a pasar a desayunar. Ella tuvo que preparar el desayuno y, mientras lo hacía, Augusto quedó dormido de nuevo. En ese entonces, él vivía en el lujoso departamento de la calle París. Se levantó tres horas más tarde y se encontró con la carta que la mujer obviamente dejó allí. Se trataba de una invitación a Augusto para ir a pasar una temporada en Estocolmo o un lugar así, con un viejo ami-go. Era una buena oportunidad, pensó él, ya que por esa época se encontraba hastiado del ritmo de vida que llevaba. Quiso contestar inmediatamente la invitación y de hecho empezó a escribirla, pero nunca la terminó. Decidió ir personalmente a avisar que sí aceptaba la invitación. Luego regresaría a esperar las fechas acordadas. A Augusto no le gustan los telegramas, ni el correo, y supongo que en estos tiempos más modernos, el correo electrónico le horrorizaría, prefiere siempre hacer las notificaciones personal-mente. Fue al aeropuerto esa misma tarde y pidió un boleto de primera clase para el

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primer avión con destino a Estocolmo. Cuando le dijeron que acababa de partir y que el siguiente saldría en dos días más, decidió esperar ahí mismo

En magnífico vuelo llegó a Estocolmo y del aeropuerto fue a casa de su amigo, pero él no se encontraba. Esto le obligó a dejar un mensaje escrito. Tomó el mismo taxi y fue derecho al aeropuerto de Estocolmo. Allí pidió un boleto de primera en el primer vuelo a México, pero enfrentó el mismo problema, dos días de espera. Esa espera, sin embar-go, no fue tan mala como la anterior. Relata él que encontró a una brasileña, cuyo nom-bre no recordaba y que debía esperar tres días para el siguiente avión a Río. Unieron sus esperas, primero en el bar del aeropuerto y luego en el bar del hotel. Dice que trabó contacto con ella, cuando vio que también viajaba con una guitarra. El tomó la suya y empezó a cantar Garota de Ipanema haciendo una imitación que siempre le salió muy bien, la de Toquinho. Cuenta que las lágrimas brotaron de los ojos de esa morena y que se unió a él cantando la misma melodía, allí en uno de lo pasillos del aeropuerto de Es-tocolmo. Cantaron Tarde en Itapoam, Eu sei que vou te amar y Sao demais os perigos desta vida. Así pasaron dos días, hasta que avisaron del vuelo a la Ciudad de México. Augus-to se fue prometiendo visitar a su amiga al mes siguiente.

Ya de regreso en su departamento, encontró que la cartera había permanecido allí, ence-rrada y alimentándose de caviar, queso Stilton, salmón ahumado y Chateau Haut Brion. La cartera le recriminó su ausencia y él le respondió que había ido a Estocolmo. No le creyó. La cartera tomo su bolsón de cuero y se dirigió a la puerta. En ese momento, Au-gusto tomó su guitarra y comenzó a cantar Rayito de luna, una melodía que hizo cam-biar el humor de la cartera morena de la piernas torneadas. Ella dejó la bolsa en el sue-lo, se sentó junto a Augusto y cantó con él. Cuando ya no me quieras, Usted, Contigo, Alma de cristal y muchas otras canciones entonaron aquellos dos, sin parar. Días después, Au-gusto se despidió de la cartera, le dijo que tenía que ir a Estocolmo, ya que no podía fa-llar a la invitación que le había hecho su amigo y que él había aceptado. Le dijo a la car-tera que se quedara en el departamento, ya que no tardaría más de una o dos semanas el viaje.

Otra vez al aeropuerto y de nuevo la misma historia, pues había olvidado hacer la re-servación correspondiente. Dos días de espera, pero ellos pasaron velozmente gracias a la presencia de otra preciosa mujer, en este caso de Guadalajara. Cuando supo que esa mujer era de esa ciudad, Augusto sacó su guitarra y muy cerca de ella cantó ¡Ay Cocula! Eso fue todo lo que necesitó. Los días pasaron volando, Tú y las nubes, Puro amor, Noc-turnal, Mal pagadora y muchas más. Augusto fue interrumpido por el aviso de salida del vuelo hacia Estocolmo. Otro magnífico vuelo. Hacía siete años que Augusto no había visto a su amigo. Ni de su nombre se acordaba, pero sí de su apodo. Le decían Siggy. Con Siggy, entonces, Augusto se quejó del aviso de la aerolínea sueca que se mantuvo encendido todo el camino, ‘no singing’ decía el letrero y Augusto tuvo que abstenerse de abordar a la azafata entonando su versión cantada de un texto de Kierkegaard, una composición de él mismo y que yo oí una sola vez sin entender nada, pues Augusto respeto el idioma original, aunque él no lo hablaba.

Sigmund pidió a Augusto que se quedara a vivir en su amplia casa, que no fuera al ho-tel, para así tener tiempo de conversar ampliamente. La recepción estuvo llena de ama-bilidad y cortesía. Fue Augusto, poco después, a la recamara que le asignó Siggy en el

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ala oeste de la casa y allí desempacó. Dentro del closet encontró a dos escandinavas, lo que le obligó a sacar su guitarra y entonar las primeras notas de Perfidia. Cuenta Augus-to que lo curioso fue que las rubias permanecieron sin moverse. Mientras pensaba él en alguna tonada más internacional, un grito de Siggy lo obligó a bajar a cenar en el enor-me comedor. Después del postre, Augusto inquirió a su amigo sobre las dos rubias, pe-ro Siggy contestó con evasivas. Así pasó una semana. Cenando todos los días y hablan-do sobre las películas de Ingmar Bergman. Había buena comida y buenos vinos. Todas las noches al ir a su cama, Augusto intentaba alguna canción nueva. Nada, absoluta-mente nada parecía poder causar un impacto en aquellas esculturales rubias que per-manecían dentro del enorme closet de la recámara de huéspedes. Un día, de manera abrupta, Augusto se despidió. Sentado, Siggy, le dijo que estaba bien, que si tenía a al-guien esperándolo en casa no podía detenerlo, pero que le diría adiós al estilo mexica-no. Lo hizo. De algún sitio en Estocolmo, sacó un mariachi y dos chinas poblanas. To-dos eran rubios y cantaban con un acento gracioso. Dice Augusto que no recuerda nada de lo que siguió, con excepción de las dos rubias de su habitación que lo besaban mien-tras él cantaba Granada. Lo siguiente que recuerda fue el aterrizaje del avión y la llegada a su departamento, donde la cartera permanecía esperándolo. Augusto se alegró mucho de verla y le comentó que no había nada peor que un mariachi rubio. La cartera le su-plicó iniciar ya algún tema yucateco. Así pasaron muchos días: Para olvidarte a ti, Beso asesino, Dile a tus ojos, Fondo azul y otras muchas más. La siguiente interrupción, me dijo, fue la de cumplir su promesa de ir a Río, a ver a esa brasileña.

— En fin, ésta es una de las historias que cuenta Augusto —dije a Lulú

El equipo de sonido seguía funcionando. Lulú pidió cenar y salimos. Era en verdad muy tarde y sólo encontramos abierto un pequeño restaurante no muy cercano a la ca-sa.

— Augusto Tinoco Brown es un personaje muy interesante —comentó Lulú cuando ya estábamos sentados en las terribles sillas de uno de los clásicos restaurantes de barrio que sólo sobreviven porque las personas no desean caminar más —. Yo lo conocí en una reunión hace ya tiempo. ¿Quieres que te cuente una historia de él? A mí me pareció di-vertida.

— Sí, hazlo —respondí y a continuación pedí al mesero una cuba libre doble con dos popotes. Nuestra sed fue satisfecha con lo único disponible, dos cervezas mal enfriadas. Encendí dos cigarros Camel sin filtro y ofrecí uno a Lulú, que lo rechazó, cosa que me obligó a dárselo a un hombre de vestido de gris que estaba a dos mesas de nosotros y que me llamó la atención por la extrema blancura de su camisa y unos zapatos negros muy lustrosos. Este hombre me agradeció mucho el obsequio. Regrese a nuestra mesa y me acomodé en la incómoda silla para escuchar a Lulú.

Relató que cierta vez, Augusto Tinoco Brown se presentó en una reunión vestido de Cardenal Richelieu, mientras el resto de la gente iba de traje de noche. Se había equivo-cado de fiesta, la de disfraces sería la semana siguiente en el mismo sitio. Lo curioso es que en esa reunión de traje de noche, había dos hombres de negocios franceses que to-maron el detalle de Augusto Tinoco Brown como una idea curiosa. Semanas más tarde, esos mismos hombres de negocios recibieron a Augusto Tinoco Brown en su empresa de París disfrazados de Porfirio Díaz ambos.

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— Son este tipo de cosas las que le acontecen a Augusto —dijo Lulú.

Por mi parte, recordé otra de esas historias. Le conté a Lulú que Augusto, una vez, no recuerda si en Nueva York o en Mendoza, había ido al bar del hotel. Esos bares que son iguales en todas partes. Allí disfrutaba de un champaña Crystal 48 o 51, tampoco recor-daba el dato. Lo que sí sabe es que entre las once de la mañana y las cuatro de la tarde, tomó su guitarra y empezó a cantar eso que va así, humanidad, hasta dónde nos vas a llevar por tu trágico sino, cuál será mi destino. En fin, que era otro de esos días cualquiera en la vida de este amigo mutuo. Reinaba la tranquilidad, no había un alma en el bar, a excep-ción del cantinero. Cuenta que, repentinamente, muy en el fondo, pudo escuchar una voz femenina. Era una dulce voz, llena de languidez y sensualidad. Y esa voz cantaba ...mientes si juras que nunca te besó el amor, no sabes que con la mirada mil veces te he besado yo. Acostumbrado a situaciones similares, Augusto Tinoco Brown tomó su guitarra y continuó: supe cómo sollozabas, cómo suspirabas loca de pasión... Mientras cantaba, movía su cabeza tratando de ver dónde estaba la dueña de esa extraordinaria voz. Así duró varios segundos sin éxito. Ya casi al final de la melodía y cuando estaba a punto de pre-guntarle al cantinero qué era aquel maravilloso suceso, se dio cuenta de la trampa en la que había caído: el cantinero, aburrido ante la escasez de clientela, había cambiado la estación del radio y sintonizado una que por una extraordinaria coincidencia estaba to-cando ese precioso bolero.

— ¿Es eso todo, Luis? —preguntó Lulú

— Sí.

Casi se ahoga Lulú con la cerveza pues en el momento en que terminé esta historia, ella bebía del manchado vaso que estaba a punto de formar parte de la legión de honor del vidrio usado.

— ¡Ya me lo imagino! Esto no le hará gracia a nadie que no conozca a Augusto Tinoco Brown —me dijo, todavía con palabras cortadas por la risa —. Yo conozco otra historia de él. Te la voy a contar.

En cierta ocasión, Augusto Tinoco Brown estaba viendo la televisión o una función de ópera, nunca lo recordó bien. Lo importante es que, aburrido de lo que fuera que estu-viera haciendo, salió a la calle, tomó su guitarra y cantando al cabo de varias horas, lle-gó al aeropuerto. Allí decidió tomar el primer avión que fuera posible, a donde sea que fuera la nave. No lo pudo hacer, ya que ese vuelo se encontraba en la pista y no pudie-ron hacer que regresara. Sin preguntar, subió al siguiente vuelo y al poco tiempo se en-contró en una ciudad. Cree que era Houston, pero hay indicaciones de que podía ser Brasilia, por lo que dijo. Donde sea que estuviera, Augusto Tinoco Brown tomó su gui-tarra y entonó Vinieron en tardes serenas de frío, cruzando los aires con vuelo veloz, y en tibios aleros formaron sus nidos, sus nidos formaron piando de amor... Al terminar, una gran canti-dad de gente se había formado a su alrededor, gente que insistió que siguiera cantando. El se excusó pretextando tener una cita ineludible en Punta Salitres, pero la gente lo si-guió hasta el aeropuerto y él tuvo que subirse a otro avión que lo llevó a otro lugar. Tu-vo que ser Nueva York, por el detalle del hotel Plaza y el hecho de que fue a un bar cu-yo nombre correcto no recuerda, pero que sonaba a Happy Neanderthal, Berry Suther-land, o Sherry Blumenthal. Pidió un trago, pero no recuerda si fue un vodka en las rocas

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o un fino La Ina. El punto es que, estando en ese bar, Augusto Tinoco Brown dejó salir de su boca eso que va Amor mío tu rostro querido no sabe guardar secretos de amor, ya me dijo que estoy en la gloria de tu intimidad

Su voz no era oída debido a la gran cantidad de ruido. Solamente la pudo oír una mujer joven que por casualidad se había sentado en la mesa de junto. Dice que en ese momen-to tomó un sorbo del Johnny Walker Etiqueta Verde que creyó haber pedido, pero que al probarlo se dio cuenta que era el mint-julip de la mujer. Esa confusión y la canción, hicieron que ambos trabaran conversación. No recuerda el nombre de la mujer, dice que sonaba a Holly, Molly, Polly o Nolly. Dos horas después se encontraba en el departa-mento de ella, pero solamente tres horas después se dio cuenta de ello. Molly o Polly o como se llamara era estudiante. Estaba haciendo una investigación lingüística que le obligaba a traducir las letras de ciertas canciones del español al inglés. Con esos datos y otros, establecería un sistema de correlaciones canónicas para probar ciertas hipótesis sobre la estructura mental del tercer mundo propuesta por Willy Brandt sobre una tesis de P.T. Barnum.

A Augusto Tinoco Brown le importó únicamente lo de la traducción de las canciones, lo que se fue convirtiendo en un juego. Por ejemplo, ella le decía I walk through the tropical path, the night is full of stillness with its humid perfume y él le contestaba Vereda Tropical. O le decía, Be carefull, be carefull, be carefull because you are going to scare me to death and it is not fair because I have a heart condition y Augusto Tinoco Brown contestaba Cuidadito. Muy entrada la noche el juego seguía, lo que para la mujer era una ayuda preciosa. Le ayudó a traducir You have my flavor y otras más que ya no recordaba. Le ofreció conti-nuar con su colaboración hasta el día siguiente, pero ella insistió y trabajaron con I will continue my journey, I'm going to turn the light switch off, You are to be blamed, Little thorn y muchas más. Cuando Augusto Tinoco Brown llegó a su hotel, no pudo desayunar por-que ya era tiempo de la hora feliz, lo que lo obligó a pedir un Río Viejo, agregarle dos huevos e irse a dormir. Cuenta Augusto que lo despertó el teléfono que le daba palma-das en la espalda. Eso fue lo que creyó, hasta darse cuenta de que era Molly o Holly, que había entrado a su hotel disfrazada de platelminto o de animal de simetría bilateral, no lo recuerda bien. Lolly le recordó la promesa de la noche anterior. Debía ayudarle a traducir la última de las letras que le faltaban para cumplir con la primera de las etapas de la investigación de Tolly. Lo hizo: I woke up between your armas again. Golly acompañó a Augusto Tinoco Brown hasta al aeropuerto para tomar un avión que lo llevaría direc-tamente a su departamento. Cuando llegó, Augusto encontró una carta de Colly. En ella, le pedía su ayuda para traducir correctamente eso que dice En La Habana quién ya no conoce, a un magnífico bailarín. Esa petición le causó un gran problema, pues nunca supo dónde había él estado durante el tiempo que pasó entre que Jolly lo dejó en el ae-ropuerto y su llegada a casa. Tardó él en llegar más que una carta, y eso podía ser algu-nos días, o algunas semanas.

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Domingo

Por la mañana, o pensar en lo que Dios no nos dioYa era de madrugada y seguíamos hablando. Lulú es una conversadora divertida y sabe escuchar, pero esto ya era demasiado. Yo quería dormir, lo que era una parte importante de mis vacaciones, pero ella lo impedía.

— Cuéntame alguna historia, Luis, inventa un cuento —me dijo en un tono de voz que me permitió darle una contestación negativa.

Me negué a hacerlo y le dije que mejor nos viéramos en su casa, por la tarde de este domingo. Le dije que ahora los dos estábamos demasiado cansados. Salimos del restau-rante y cada uno fue a su casa.

Dormí, después de leer unas pocas páginas de Holmes y Watson, abandonándome a las mercedes del sol que supuse me despertaría. Lo hizo, tranquilamente, muy poco a po-co, lo que sumado al ya casi completo olvido de mis preocupaciones, me hizo sonreír en la ducha. Desayuné sin darme plena cuenta. Más tarde, salí a comprar el periódico y a misa.

Ignoro si los demás pasan por lo mismo que yo en una ceremonia religiosa. Supongo que por lo general no, digo, por lo que he escuchado. Hace no muchos años, ir a misa era una forma de cumplir con una obligación heredada que se aprovechaba sabiamente para encontrar a personas del sexo opuesto, admirarlas y, tal vez, saludarlas con la es-peranza de salir a comer con alguna de ellas. Pero las cosas habían cambiado, ahora ir a misa era entrar en verdad a la ceremonia por ella misma. Y es que hay cosas que causan impresiones hondas, como la parábola de los talentos: sí, creo que Dios nos va a exigir rendirle cuentas en proporción a lo que El nos ha dado, lo que nos impone la obligación de saber qué es eso que Dios nos ha dado. Estas cosas, pensar en ellas, hace que me dis-traiga de la ceremonia y no ponga atención en lo que el sacerdote hace. Así me ha suce-dido siempre, siempre, desde que recuerdo, y sin poderlo remediar. ¿Qué es lo que Dios me dio? Y esto implica el saber eso que Dios no me dio, lo que es un sano ejercicio en humildad, quizá la mejor de todas las virtudes. Sobre esto meditaba cuando terminó la misa.

Por la tarde, o la trucha de PatriciaSalí del templo y con la decisión de seleccionar el lugar en el que comería, situación que nada me agradaba y que me hizo actuar de manera automática: fui a mi departamento, comí un emparedado, bebí un poco de vino tinto y fui a dormir esa hermosa siesta de fin de semana. Desperté obedeciendo los dictados corporales e hice lo que esperaba y ansiaba, pues me dirigí al equipo de sonido y dejé que él se ocupara reproduciendo una grabación de I Musici con Las cuatro estaciones de Vivaldi. Fue durante El Invierno que recordé la cita con Lulú. Me alegré. Una hora después estaba ella en mi departamento y me suplicaba que le contase una historia, cualquiera.

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Conté que una vez, hace muchos años, en alguna parte de este país, Hugo, un amigo, estaba en casa de una chica que le gustaba mucho. Se llamaba Patricia. Una cierta no-che, mientras estaba en su casa, le comentó que el último movimiento de Las Criaturas de Prometeo bien podía haber sido compuesto por Mozart y que ello confirmaba la tran-sición del clasicismo al romanticismo en la obra de Beethoven, lo que parecía una ob-servación llena de agudeza y que demostraba la cultura que Hugo poseía. Esta observa-ción la dejó igual que antes, cuando Hugo hizo una referencia a las connotaciones si-niestras que posee el Divertimento de Bartok y sugirió esta música como adecuada para una película tomada de El color que cayó del cielo, la obra del maestro del terror H.P. Lo-vecraft. Era obvio que sus comentarios no le interesaban a Patricia. Dando un giro ex-tremo a la conversación y pensando que sería un tópico interesante, Hugo hizo un in-genioso comentario sobre la teoría de la vacunación psicológica en los estudios de per-suasión realizados ya hace tiempo por William McGuire. Nada. Ni la menor reacción. Ni un ligero monosílabo por respuesta. Tan sólo esa mirada, cuya única explicación práctica hubiera sido una partida de póquer en alguna película vieja de Steve McQueen. Su mente trabajaba a toda la velocidad que le era posible, tratando de encon-trar algún filón de plática con el suficiente interés como para hacerle pronunciar a Patri-cia una palabra cualquiera. Como herramienta de transición le preguntó si quería un poco de vino. Era un Laffitte delicioso que él había llevado para esa ocasión.

— Bueno —dijo ella casi sin mover los labios.

Hugo dijo que estaba seguro de que le gustaría, mientras abría la botella. Tuvo que de-jarla respirar, a la botella, una hora, tiempo en el que ella permaneció callada, mientras Luis hablaba de los hábitos matutinos de Descartes.

— En la realidad, prefiero el vino con casís —dijo Patricia al estar Hugo sirviendo el vi-no en las dos copas.

Le aclaró que éste era un vino tinto y que, como tal, no debía servirse con casís, pero ella insistió. Pensó que hubiera sido mejor abrir una botella de cualquier otro vino. Era obvio que se desperdiciaría en la sensual boca de Patricia. Decidió que él lo bebería y no ella. Lo hizo. A ella le sirvió otra cosa y él bebió la botella entera en unos cuantos minu-tos. Intentó otros temas más: la larga duración de los zapatos Gucci, la estructura inter-na de un bolígrafo retráctil, el misterio de la repentina desaparición de la cultura maya, la segunda luna de Júpiter, la campaña publicitaria de los cigarrillos Rothman's, la fór-mula de Alka-Seltzer y el horario del duty-free del aeropuerto de Montreal. Mientras Hugo hablaba, ella leía una revista.

— Ya debe estar lista la cena —dijo Patricia manteniendo ese aire de lejanía.

Patricia se levantó de la sala y fue a la cocina. El se alegró. Tenía hambre y el tiempo que ella pasara en la cocina, le daría oportunidad para buscar nuevos temas de conversa-ción. Había él bebido toda la botella del precioso vino y varios coñacs, ahora tenía en su mano un ron con refresco de cola. Estaba mareado. La verdad es que estaba borracho y eso le hizo perder mecanismos de defensa.

— Me aledra muto que eztez pepadando la zena —le gritó a Patricia desde la sala.

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No recuerda Hugo nada de lo qué pasó después. Cuando abrió los ojos estaba dentro de una patrulla de policía. La sirena perforaba sus oídos. Le mareaba la velocidad maldita del vehículo. Lo que sus retinas captaban, era un caos de luces y letreros de neón. Si ce-rraba los ojos, su cabeza se iba de un sitio a otro, sin que él pudiera controlarla. Pensó que alguien había introducido aceite lubricante en la base de su cráneo. Por lo que oyó después, supo que la policía le había encontrado subido en una estatua, a la que le gri-taba que pagara el vino que se había tomado. Gritaba tanto que los vecinos pidieron la intervención de la policía. La patrulla lo depositó en la comandancia. Un señor le pre-guntó si no le daba vergüenza lo que había hecho.

— Lo ziento mucho señoz, no vogdedá a zuzeder —le contestó antes de caer en otra to-tal inconsciencia.

La luz del sol lo despertó para empezar a sufrir un terrible dolor de cabeza. La boca le sabía a tubo oxidado y, lo peor era que no sabía en qué lugar se encontraba. Era una re-cámara alfombrada y decorada en color amarillo. Todo era amarillo, hasta las sábanas. No pudo levantarse, aunque más de una vez trató de hacerlo. Tampoco podía gritar, mucho menos hablar. Horrible dolor de cabeza, horrible luz del sol. Permaneció en ese estado por un período de tiempo que pudo ser de horas. Volvió a dormir. Al cabo del tiempo, despertó otra vez. Tenía una sensación húmeda en el oído.

— Buenos díaaas —susurraba una voz suave y deliciosa llamándole. No sabía quién le llamaba. No sabía dónde estaba. No sabía qué estaba sucediendo.

— ¡Agua! —fue la primera palabra que pudo decir.

Otra vez la sensación húmeda en el oído. Le gustaba, porque le recordaba algo, pero no sabía qué. Es muy desagradable no saber qué sucede alrededor de uno. Sus ojos, cuan-do los abrió, no pudieron ver. Cualquier sonido hacía que llevara sus manos a la cabeza. Intentó incorporarse, pero no pudo. Sencillamente sus músculos no obedecían. Volvió a dormir. No supo cuánto tiempo pasó. Abrió los ojos y talló sus párpados. Era ella, esta-ba junto a él y le hablaba al oído. Era Patricia. Mientras comía él unos chilaquiles ran-cheros, ella contó lo que había sucedido. Hugo estaba en la casa de Patricia, el mismo lugar en el que la noche anterior bebió hasta quedar borracho. Pero no en la sala, estaba en la recámara, la famosa recámara amarilla de Patricia.

— Veo que te sientes mejor ya —dijo Patricia con una voz que nunca le había escuchado —. ¿Sabes que me gustas? Nadie como tú me había tratado así antes. Te contaré lo que pasó.

Relató ella lo siguiente. Después de decirle que iba a ver la cena en la cocina y dejarlo solo en la sala, vio que había olvidado poner orégano en la pizza, por lo que tuvo que ir al sótano a buscarlo. Esto hizo que todo tardara unos diez o quince minutos más. Cuando regresó a la sala, para decirle que la cena estaba lista, Hugo ya no estaba allí. Lo buscó, pero no lo encontró. Patricia estaba furiosa por su desaparición. Esperó algunos momentos, hasta que pensó que Hugo había salido de su casa. Guardó la pizza y apagó las luces de la sala para ir a su recámara. En ese instante fue que apareció Hugo, sin avi-sar, por la escalera, con una trucha en la mano, una trucha de porcelana que estaba en el comedor de Patricia y a la que le había rociado catsup. La atacó con la trucha, sin hacer-

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le daño, afortunadamente. Fueron el susto y las manchas de catsup en su vestido, el único saldo de ese ataque.

— Gritabas, “el vino, el vino”, o algo por el estilo. Era difícil saberlo, por lo mal que ha-blabas —continuó Patricia —. Saliste por la puerta con la trucha en la mano y me dejas-te tirada en el piso, llena de catsup y con una extraña emoción. Llamé a la policía y les dije que había sido atacada por un demente al que debían agarrar. Colgué el teléfono y me puse a pensar en lo acontecido durante esa noche. Tú te comportaste como un caba-llero y yo te desprecié. Me porté contigo como me he portado con muchos otros. Inten-taste encontrar temas de conversación agradables y yo no ponía atención en ti. Me lo merezco, me refiero al susto de la trucha con catsup. Volví a hablar con la policía y me dijeron que habían agarrado a un sospechoso. Fui a la comandancia y te vi. Dije que no eras tú el que me había atacado, que eras un primo mío y permitieron que te trajera a casa. En fin, aquí estás. Nunca me habían tratado así, me lo merecía. Discúlpame, tú fuiste el único capaz de hacer algo así, te quiero. ¿Me perdonas?

Lo demás es historia. Fueron días interesantes. Fueron muy felices durante ese tiempo. Si su relación sufría algún contratiempo, era suficiente aplicar lo que Hugo había aprendido del incidente de la trucha. Un viernes, yendo por la carretera, Luis se detuvo repentinamente y la obligó a bajar del auto. Patricia tuvo que caminar más de diez ki-lómetros para llegar su casa. Patricia necesitaba emociones fuertes, cosas que la hicieran sentirse agredida o que le implicaran algún nuevo tipo de experiencia. Una ocasión, mientras estaban ambos cenando en un restaurante muy elegante, la abandonó, se fue Hugo sin pagar la cuenta y la esperó en la casa de la recámara amarilla. Eso era lo que le gustaba a Patricia, enfrentar situaciones novedosas que implicaran algún riesgo o al-go que no hubiera ella experimentado antes. El día en que se cumplían cuatro semanas del suceso de la trucha con catsup, quiso Hugo hacer algo especial. Era un aniversario importante. Esa vez usó una trucha verdadera, pero congelada. Para su sorpresa, eso no funcionó. Patricia lo abandonó.

—Me has desilusionado —le dijo Patricia dijo casi llorando—. Creo que esta relación está mal. Mientras duró, nos fue bien, pero si empiezas a repetirte en tus rutinas, eso quiere decir que algo está mal. Ya habías hecho lo de la trucha. ¡No tenías por qué repe-tirte! Será mejor que me vaya. Y se fue. Nunca más Hugo volvió a ver a Patricia.

Por la noche, o la carcajada solitariaLulú echó a andar el equipo de sonido, mientras yo terminaba la historia de Patricia. Puso la última sinfonía de Mozart, se sentó junto a mí y nos quedamos sin hablar hasta que acabó la música. La historia de Hugo, Patricia y la recámara amarilla, no había pro-ducido impresión alguna en Lulú, o al menos eso parecía. Su cara indicaba gestos de estar pensando, con la mirada hacia arriba. Creo que hablamos de música, o de cine, o de algún otro tema que ya no recuerdo. Pasamos un momento divertido, amable, gra-cioso, combinando risas con observaciones sobre la vida. Ya era tarde cuando Lulú se fue.

Ya en la cama, me sonreí. Las vacaciones estaban funcionando bien. Sobre todo con Lu-lú. Había planeado permanecer encerrado entre libros y música, pero un accidente ha-

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bía cambiado todo. Un bongó en una ópera había sido la causa. Solté una carcajada. Causas pequeñas producen efectos enormes. Prefería a Lulú que al encerramiento, con todo que éste era muy atractivo. Dormí muy bien, después de leer algunas páginas de Holmes y Watson. Las aventuras policiacas son grandes favoritos míos. Muchos años después, aún las sigo leyendo: el padre Brown, Maigret, Poirot, Queen. E incluso los cuentos de misterio y terror. Pero cuentos, las novelas, especialmente las recientes de alta venta me desagradan aún. Quizá sea que no puedo leer lo que no ha sido leído ya por muchos durante décadas.

Lunes

Por la mañana, o la caminata en una direcciónMe había levantado temprano y estaba leyendo el periódico, cuando sonó el teléfono. Era la mujer hondureña pidiendo disculpas. No podía venir a mi casa por haber olvi-dado que tenía un compromiso previo. Acordamos que sería el martes de cualquier otra semana en mi casa, por la noche, a eso de las nueve. Gran suceso que me dejaba libre para hacer nada o todo, o aún mejor seguir como iba. Más aún, me importaba un comi-no esa mujer y sus ondas intelectuales cuyo único criterio era el de concordar con quien sea que esté de moda. Aún no sé cómo pudo obtener el número de mi teléfono. Ade-más, yo no había tomado la cita en serio.

De nuevo me refugié en las grandes hojas del periódico, leyendo sobre los problemas que tienen los demás y que nadie cree que le afectan. Leí sobre el ladrón que descuida-do que fue capturado a las pocas horas debido a su pelo pintado de amarillo que la po-licía fácilmente reconoció cuando paseaba cerca de la tienda robada; sobre los nuevos impuestos que las autoridades podían decretar para reducir su déficit; sobre alguna nueva hambruna en un país en el que las guerrillas querían soberanía territorial y pe-leaban contra otras guerrillas; sobre un plan para estimular a la economía. Cerca de una hora estuve así, leyendo, hasta que comenzó la invasión del sueño con los editoriales que supongo sean escritos por personas que involuntariamente han inventado un som-nífero. No quise dormir, aunque la tentación era grande. Tomé otro café y suspendí la lectura de noticias. Ya que estaba de vacaciones tuve perfecta ocasión para acompañar el café con galletas sin que me remordiera la conciencia.

Salí a la calle, al centro de la ciudad, por donde caminé. Entré a cuanta librería encontré; igualmente hice con las tiendas de discos y las papelerías. Seguí haciendo planes para mi futuro: poner una tienda en la que se mezclarían la venta de libros, de plumas y de discos, al mismo tiempo que cafés de varios tipos y un bar, todo arreglado en forma de una sala de casa y con servicio de quesos y vino. Caminé, supongo, varios kilómetros, sin rumbo fijo, volteando a veces hacia los edificios de departamentos cuyas ventanas dejaban ver partes de las habitaciones y sus muebles; es fascinante hacer eso, pues es como entrar dentro de las personas y conocerlas sin que ellas se den cuenta. Y cada mueble, cada cuadro colgado, cada lámpara es la pieza del rompecabezas de una o más

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vidas. No hablé con nadie, no pronuncié palabra; mi mente estaba en un descanso total al que colaboraba mucho el pensar que en la oficina la vida seguiría igual, con sus pro-blemas, sus clientes, sus idioteces y sus aciertos.

Por la tarde, o lo de siempreComí solo en un restaurante favorito mío y, a la salida, de la manera más sorprendente, me encontré con Novelo. El estúpido de Novelo. Me vio porque no tuvo más remedio. Yo lo vi cuando él me veía. Trató de fingir que no me había visto y miró su reloj. Sim-plemente por el hecho de molestarlo, le extendí la mano. Hizo Novelo un gesto de dis-gusto, pero no tuvo más remedio que estirar su mano para saludarme, con su odiosa sonrisa.

— ¿Cómo estás, Novelo? —le pregunté usando el tono de voz más despectivo que uno puede tener después de comer langostinos al ajillo.

— ¡Muy bien, pero la verdad que muy bien! Dime, cuéntame, ¿cómo te ha ido a ti? —habló moviendo su asquerosa boca chiquita y dejando ver que sabía los sucesos recien-tes.

— No me puedo quejar, especialmente después de lo que pasó, pero dime, qué ha sido de ti, Novelo.

— Nada de particular, la verdad. Mira, tengo que irme, te llamaré esta misma semana para ir a comer a algún lugar y conversar —aulló con su voz chillona de hombre que no ha crecido.

— Adiós, Novelo, espero que me llames —le contesté sabiendo que nunca me llamaría.

— Hasta luego —se despidió Novelo con prisa fingida y viendo su reloj otra vez.

Seguí mi camino y durante el trayecto vi lo de siempre. El grupo de oficinistas que se toman una hora adicional para comer y vacían copas con el dinero que ganan llenando papeles, el mismo vendedor de lotería al que no hay que mirar en los ojos, la secretaria que corre a su trabajo tratando de corregir su error de tiempo, el carro estacionado en zona prohibida y que pertenece a algún político. Lo de siempre. La señora que pide pa-ra comprar la receta médica de su niño que está enfermo y que lleva diez años haciendo lo mismo en el mismo lugar. Los muchachos que limpian zapatos. Lo mismo de siem-pre. La confianza de lo de siempre. Hacía mucho tiempo que no veía a Novelo, al tonto de Novelo, al estúpido de Novelo. Me había olvidado de él. Novelo fue mi superior du-rante dos años, en mi primer puesto. Antes había sido un simple compañero de trabajo: más bien inteligente, muy ambicioso y lleno de contradicciones y complejos. Un día me dio un aumento de sueldo tan bajo que le dije “no gracias”.

— Yo a tu edad ganaba menos —contestó Novelo a mi comentario.

Me quedé mudo, no supe qué contestar a tan grande estupidez. Pero debí haberlo he-cho; aún me arrepiento. Cuando ascendió de puesto comprendí a Novelo. Todo el tiem-po anterior había sembrado odios, envidias y problemas. Había dividido a la gente, ha-bía creado situaciones conflictivas. De esa situación salió él como ángel, como héroe,

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como el que tiene la solución a todo lo que pasa. Una de sus tácticas favoritas era llamar a una persona y preguntarle, “¿qué pasa entre tú y fulano de tal? Aquí yo no quiero problemas, si dejas en paz a fulano de tal, entonces él dejará de hablar mal de ti”. Luego llamaba al otro y le soltaba la misma historia. Pasado el tiempo, llamaba a los dos, arre-glaba el asunto que había creado y todos acababan admirándolo. Se robaba las ideas de los demás. Simple y sencillamente lo hacía. Eran cosas de las que nadie recordaba su origen y que habían sido buenas e innovadoras. Fui el primero que se dio cuenta del juego de Novelo. No conocía su objetivo exacto, pero sabía que era dañino para todos, acabaría por lastimar a mis amigos. Novelo era una contradicción viviente: encantado-ramente asqueroso, profundamente superficial, educadamente ignorante, inteligente-mente estúpido, laboriosamente perezoso. Así vivía y actuaba, y así no se puede ser por largo tiempo. Si algo salía mal, inmediatamente afirmaba “se los dije” y, naturalmente, si algo salía bien, era porque él había intervenido. Con este tipo de personas no se pue-de. Para ganarles es necesario pelear en su terreno. Es mejor dejarlas solas. Ellas mismas se destruyen. Eso fue lo que hice, pero me costó trabajo. Novelo desapareció en la nada. Se reunió con gente como él. La verdad es que nunca he entendido a las personas que tienen mentes tan pequeñas; no entiendo las causas del mentir, de la soberbia, y no es que sea yo ajeno a los defectos, sino que me parece una cuestión de prioridades y de sentido común. En fin, nada que yo pueda cambiar.

Pensaba poco mientras caminaba. Me distrajo la confianza de encontrar todo en su lu-gar. Allí estaba la tienda de ropa con los mismos modelos, junto al cine donde siempre exhiben una película que anuncian para adultos solamente. La cafetería donde venden el peor café del mundo, la joyería en donde jamás había visto entrar a un cliente. La verdad es que Novelo se me había olvidado. Pensé en los cines, los que en esos tiempos exhibían películas para adultos y ése era su atractivo. Las cosas han cambiado desde entonces y la distinción ya no se hace. Antes las películas de sexo eran de sexo, como La Guerra de los Huevos, y ahora las películas de guerra son de sexo, las de vaqueros son de sexo. Tiempos diferentes sin duda, en los que el sexo ha perdido su categoría y se ha convertido en un commodity que es ensalzado por los menos probables de los expertos, los sexólogos. Tiempo después de la caminata de esa tarde, leí una frase que decía que el hombre y la mujer tienen una opinión de sí mismos dependiendo de con quién se acuestan; era obvio que muchos tenían una opinión muy baja de sí mismos.

Por la noche, o la rutina fallidaSe hizo de noche y yo seguía caminando por la calle, ya camino a mi departamento. Debía ser ya un poco tarde. Entré a un lugar a tomar una copa. Era la primera vez que entraba a ese bar. Me acerqué a la barra entre la multitud que competía conmigo para demandar un vaso con cualquier sustancia. Entretenido, viendo a la gente, bebí dos cu-bas sentado cerca del fondo del establecimiento. La gente es muy interesante. Jugué el juego de adivinar cómo era cada persona, en qué trabajaba, cuáles eran sus aficiones, qué problemas tenía. Ese gordo debía ser muy simpático y conocer una buena cantidad de chistes subidos del color. Ese flaco debía ser un amargado que sólo piensa en el tra-bajo y que se ha escapado de casa con sus amigos. Estaba verdaderamente entretenido disfrutando los jugos de esa multitud que desconocía: cada vida es una novela que está

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siendo escrita, no hay personajes aburridos pues el aburrimiento es de por sí interesan-te. Debe ser fascinante el saber las causas por las que alguien está hastiado. Una mujer joven, como la que estaba allá junto a la puerta, entre sus amigas, puede ser viuda, tener unos veinte años y haber vivido en Singapur. La raza humana es el mayor espectáculo que tiene el universo; nada hay que nos supere en interés,

— Se supone que hoy no deberías estar aquí —le dije a una pequeñita rubia de pelo pintado que encontré en mi camino después de ir al baño.

— ¿Qué? —me miró sorprendida.

— Pues lo que dije, que no deberías estar aquí, en este lugar, precisamente a esta hora. No es congruente lo que está sucediendo —le seguí hablando al verle los ojos demasia-do maquillados, al estilo de viernes por la noche, cuando era un lunes nada más. Tal vez era una demostradora de productos de belleza en una tienda de departamentos.

— ¿Por que no debería estar yo aquí? —preguntó volviéndose totalmente hacia mí, po-niendo en su voz un algo de coquetería y sus manos en las caderas.

— Demasiadas razones y tal vez sea una historia larga de contar, demasiado aburrido el asunto. Mira, la verdad es que éste no ha sido un buen día. Empezó mal todo, me can-celaron una cita que yo no esperaba con ansia y luego resulta que veo a Novelo. No es un buen día. Por lo tanto, tú no deberías estar aquí, digo, para que todo hubiera sido malo. En cambio, ahora, aquí, tú.

— ¿Fue un mal día? —volvió a hacer otra pregunta la rubia de pelo pintado y demasia-da pintura, pero de expresión interesante.

— La verdad sí, francamente malo el día. Pasaron cosas que no deberían haber sucedi-do. Pero, cambiando abruptamente de tema, dime algo de ti, como en las películas, lo quiero saber todo. Tienes de aquí al domingo para decírmelo —comenté en son de bro-ma— No te dejaré ir, eres lo único bueno que me ha sucedido en todo el día.

— ¿Por dónde quieres que empiece? —preguntó ella.

— Por lo menos importante —le disparé la pregunta rápidamente para evitar que ella me hiciera otra.

— ¿De qué? —devolvió ella la pregunta.

— Empezaremos por la música y luego pasamos a la política. La música es la plática filosófica más común en los bares, pero no ha sido explotada hasta donde pudiera serlo —dije muy seriamente

— ¿Por dónde empezamos en concreto? —preguntó de nuevo.

— Primero Mozart y luego Haendel —comenté.

— En realidad toda la música me gusta —dijo con aplomo, como si estuviera dando una demostración de un axioma euclidiano a un niño de once años y medio.

— Esa es una respuesta estándar. No significa nada. Debemos ser más concretos. Hay que escoger entre Mozart y Agustín Lara cuando vas a comprar un disco.

— ¿Por qué? —dijo ella —. Puedo comprar los dos discos.

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— ¿Cómo te llamas? —fue mi pregunta.

— Silvia —dijo levantando la mirada como si buscara a alguien.

— Si estás con alguien, pues yo lo entiendo.

— No, no estoy con nadie —dijo viéndome a los ojos.

— Bien Silvia, podemos cambiar de tema. Tengo las próximas horas libres. Las pode-mos dedicar a hablar de cine, otro tema de bar —comenté.

— Si volvieras a vivir la vida de nuevo, ¿harías todo lo que hiciste? —preguntó la rubia pequeña y a la que ahora le veía un cuerpo aceptable ante la escasa luz.

— Sí, sí haría lo mismo, a excepción de un par de cosas o quizá tres. No leería La Náu-sea, no vería las películas de Rachel Welch y tampoco vendría a este bar hoy —comenté con la voz más rápida que podía.

— Pídeme un trago —dijo ella.

— ¿Qué tomas? —pregunté yo.

— Gin and tonic.

— ¿Con qué ginebra? —quise aclarar.

— No sé —respondió sin interés.

— Tienes que decidirte por una. Tienes que escoger —le respondí.

— No, puedo tomar las dos —comentó ella con un tono que no me gustó.

— Tráigale un tequila a la señorita —le grité al cantinero de la barra que felizmente es-taba cerca de mí.

— ¿Cómo te llamas? —dijo la preguntona.

— ¿Cuál es tu pasatiempo favorito? —le pregunté.

— ¿Cuál es el tuyo? —respondió

— La música —le dije.

— Esa es una respuesta estándar —comentó ella.

— Tan estándar como tú —le respondí.

— Bien, me voy a casa —comentó dándome ya la espalda.

Pedí otro trago y volví al lugar anterior, desde el que podía ver cómodamente al resto de la gente y adivinar otra vez sus ocupaciones, sus preocupaciones, sus ilusiones, sus problemas. Prendí un cigarro y me lo encendió una morena que estaba detrás de mí.

— Se supone que no deberías estar aquí —le dije a la morena —. Este ha sido un mal día. Me cancelaron una cita y encontré en la calle a Novelo. Todo ha sido malo. Por eso es que tú no deberías estar aquí.

— ¡Claro que debería estar aquí! Me pagan por hacerlo. Este es mi lugar y no importa qué tan malo haya sido el día que usted haya tenido. ¿Quiere usted ordenar una copa?

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— No, ya nada, gracias, es ese caso, se completa el día. La cancelación de la cita que no me importaba, Novelo, una conversación estándar. Me iré a casa —dije.

Caminé una hora más hasta llegar a la casa. Afortunadamente mi vecino no tenía fiesta. Me metí en la cama y leí hasta dormirme.

Martes

Por la mañana, o las ostras que hablanFue el sonido del teléfono el que me despertó. Era Lulú. Quería información sobre una persona que yo conocía. Le habían recomendado entrevistar a Roberto Fretisch por al-guna razón que ahora no recuerdo. Sabía ella que yo lo conocí y quería que le diera in-formes sobre su paradero. Había tratado de encontrarlo sin éxito alguno. Le dije a Lulú que Roberto Fretisch posiblemente hubiera desaparecido para siempre, que se encon-trara en algún lugar imposible de ser localizado. Le pedí que me diera tiempo para de-sayunar y que le llamaría en una hora más.

Desayuné con frugalidad leyendo el periódico. Una vez recuperado el sentido de la existencia, gracias a las noticias del día, que de nuevo hablaban de errores gubernamen-tales, traté de recordar todo sobre Roberto Fretisch antes de hablar con Lulú. Una media hora más tarde marqué su teléfono y le dije lo que yo sabía.

Conocí a Roberto Fretisch hace ya más de cinco años, cuando se unió él a la agencia de publicidad donde yo trabajaba. Fue un día particularmente caluroso en el que Roberto Fretisch llegó, ocupó una oficina de las grandes y colocó un letrero en la puerta. “Ejecu-tivo de Cuenta y Psiquiatra”, decía el letrero aquel tan inexplicable, pero que todo el mundo celebró. Pocos minutos después de colocar el letrero de brillante metal pulido, una fila de personas se formó para pedir cita. Cuentan que al salir de la oficina aquel primer día, se le oyó decir, “La única vez que he tenido un éxito igual fue cuando traba-jé en una oficina de Buenos Aires”.

Se dice que a través de esta práctica psiquiátrica, Roberto Fretisch pudo conocer los se-cretos más íntimos de los directivos de la agencia de publicidad, lo que astutamente aprovechó para escalar puestos de mayor altura. Es cierto que tenía amenazado al di-rector creativo con el síndrome de la hoja en blanco que nunca puede ser llenada a satis-facción y le temen más que tener que leer otra vez a Joyce. Consiste en creer que es ine-vitable que un cierto día el cerebro ya no dé ideas para crear anuncios y campañas de publicidad, lo que producirá la pérdida del trabajo, la pérdida de la identidad personal y la pérdida de una excusa para vestir ropa estrafalaria en una oficina donde toda la demás gente va de corbata.

— No exageres las cosas —exclamó Lulú en el teléfono mientras yo le dada estos infor-mes—. Todo suena demasiado exagerado. Sé que te gusta novelar las cosas y adornarlas con absurdos, pero suena demasiado lo que cuentas.

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Le aseguré que estaba haciendo un recuento de lo que se sabía de él, que seguramente mucho de ellos era una exageración, pero que pertenecía a lo que las personas contaban del personaje. Después de esa aclaración, seguí mi narración.

Nunca se supo el origen de Roberto Fretisch. Si se le preguntaba cuál había sido su tra-bajo anterior, cuál era su nacionalidad, o dónde había estudiado, él siempre daba la misma respuesta: “prefiero comer las albóndigas sin chipotle”. Al principio, tomamos su respuesta como indicativa de un sentido del humor muy avanzado, propio de un si-tio de trabajo como el nuestro. Hubo varias teorías entre quienes trabajábamos en la agencia sobre la verdadera identidad de Roberto Fretisch. Yo me inclinaba por una de las teorías más conservadoras. Sostuve que Roberto Fretisch era en la realidad aquel famoso biólogo francés que desapareció entre los túneles del peñón de Gibraltar gritan-do que ya no soportaba a los monos. Este científico fue famoso por su libro sobre las os-tras y su reproducción bajo condiciones acuáticas de intenso frío, donde aventuró la idea de que las ostras podían comunicarse mediante señales de burbujeo, especulación que haría posible que en un par de décadas un mismo mensaje diera la vuelta a la tierra bajo el mar. Este científico fue merecedor de un reportaje en el que se aseguraba que había hablado con una ostra, la que por medio de movimientos ondulantes, le contó que en Australia las ostras ya sabían del fin de la Segunda Guerra Mundial y que la de-jara en paz. Mi creencia estaba apoyada en sucesos que yo mismo vi. Varias veces fui testigo involuntario del hecho de que Roberto Fretisch llevaba ostras a su oficina, se en-cerraba con ellas y les gritaba. Esto aconteció varias veces a la hora de la comida, en la oficina, cuando no había nadie que pudiese verlo ni oírlo.

Roberto Fretisch tenía dos manías. Una era convocar juntas con cualquier razón y pre-texto. Solía durar horas discutiendo aspectos publicitarios, revisando textos, propo-niendo ideas para campañas de nuestros clientes. Participé yo en algunas de esas juntas y presencié la elaboración de complicadas teorías sobre leches malteadas, formas de tomar licor, maneras de curar crudas. Lo más vívido que recuerdo fue la discusión so-bre cómo se prepara una sopa de fideos. Dos bandos se formaron en esa reunión, uno argumentaba que la pasta debía freírse antes de ser puesta en el caldo y el otro decía que no, que la pasta podía ponerse directamente en el caldo sin necesidad de freírse. Como el asunto tenía que dilucidarse pronto, Roberto Fretisch sugirió un duelo entre dos representantes de ambos bandos. El que ganara tendría la razón. Como arma se se-leccionaron espagueti de cincuenta centímetros sin cocer. Ganó el bando que decía que la pasta no debía freírse, al clavar un espagueti en el pie de atleta de uno de los contra-rios. Otra manía de Roberto Fretisch era comer bien y abundantemente. Yo diría que unos cinco o seis restaurantes cercanos gozaban de su preferencia. Siempre llevaba gen-te de la agencia a comer con él. Todo pretexto era válido y así cargaba sus gastos la agencia. Muchas veces cominos juntos él y yo. Salíamos de comer muy tarde, y del res-taurante íbamos a la discoteca, siempre con muy buena compañía. A Roberto Fretisch nunca le faltaba compañía femenina.

Sabía él rodearse de misterio. Todos los cajones de sus archivos y del escritorio tenían doble llave. Encima del escritorio siempre había una carpeta marcada "confidencial". Pero, sobre todo, hablaba con alusiones vagas e imprecisas. Decía mucho cosas como “luego quiero hablarte más sobre el asunto aquél que te mencioné el otro día cuando hablamos con el otro”, o bien “ya sabes quién hizo precisamente lo que te dije que iba a

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ser, lo voy a ver donde siempre”. Usaba estas expresiones en público, de manera que todos lo pudieran oír. Eso parecía impresionar a los hombres y agradar a las mujeres. Pero lo que más cautivaba a las mujeres era que Roberto Fretisch siempre vestía de se-da. Camisas de sea, corbatas de seda, sábanas de seda, trajes de seda, todo era de seda. Cuentan, pero no lo puedo asegurar, que Roberto Fretisch poseía una pequeña libreta negra, donde apuntaba las jugadas de su pasatiempo favorito, el strip-chess. Jugaba por correo, dicen, con tres ex-empleadas del Playboy Club de Chicago, lo que era visto co-mo algo pasado de moda, pero que él un día defendió como una regresión infantil con perfecta validez.

Un cierto día Roberto Fretisch desapareció. No lo volvimos a ver más. Nos pudo enga-ñar durante cuatro días, ya que dejó su saco dentro de la oficina, lo que nos hizo pensar que posiblemente hubiera ido a cobrar un cheque. Digan lo que digan, creo que todos quisimos a Roberto Fretisch. No hacía nada de provecho, pero era un tipo interesante, además sabía anécdotas muy comprometedoras de todos nosotros. Desternillándose de risa, un día nos contó que el presidente de la agencia se vio obligado a usar ropa inte-rior con el logotipo de la agencia, ya que su mujer se lo había pedido y era ella la accio-nista principal. Fue una época divertida aquella en la que Roberto Fretisch nos acom-pañó. Le dije a Lulú también que un día tiempo después de su desaparición, cuando contemplaba yo el Canal de Panamá, en una escala de un viaje a Bogotá, vi un barco de Nueva Caledonia. En la cubierta había un tipo curioso. Vestía todo de seda y creo, hasta este momento, que lo que hacía era gritarle a unas ostras que tenía en la mano.

—Eso es todo lo que puedo decirte de Roberto Fretisch, Lulú, no es mucho y creo que no lo vas a encontrar nunca.

—Bueno, ése es mi problema. Me diste datos que pueden llevarme hacia su paradero. Por cierto, ¿te importaría si voy por la noche a tu casa? Escuchemos alguna buena mú-sica y hablemos de reyes y repollos —me preguntó Lulú.

Le dije que sí, desde luego, pero que llegara temprano porque me gustaría escuchar con ella La Flauta Mágica, la de Mozart. Colgué el teléfono y volví a reír, ahora casi con una carcajada. En unas pocas horas había recordado a dos personajes de la oficina, en quie-nes no había pensado en mucho tiempo. Novelo, pensé años después, fue un ejemplo muy ilustrativo de maldad, intencional e indudable; era dañando a otros que él avan-zaba sin que en su mente cupiera otra posibilidad. Más aún, era un buen ejemplo de re-covecos y complicaciones oscuras y malévolas; lo opuesto de la agradable sensación que producen los seres simples. Culto y educado, Novelo era una paradoja pues fuera de sus planes personales era incapaz de razonar con claridad cuestiones de negocio; años después leí sobre la idea de la ignorancia del educado como un síntoma y volví a recordarlo. Roberto Fretisch, por su parte, tenía la cualidad de ser él mismo sin preten-der nada más; claro que el problema era el de ser alguien extraño, que en la originali-dad colocaba todas sus prioridades, siempre que fuese percibida por otros. Ser diferente era su ambición y quizá por eso terminaba siendo muy igual a todos; quizá era que ser diferente no era más que ser visto como diferente, igual a quienes en la oficina vestían ropa estrafalaria satisfechos de violar tradiciones no escritas.

Prendí la televisión para ver alguna película mexicana, esperando que pasaran alguna de mis favoritas, las de El Santo en contra de alguien. Tuve suerte, ya empezada estaba

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El Santo contra las Mujeres Lobo, o algo así. La sonrisa no se borró de mi cara. Aún hoy, años después, estas películas siguen fascinándome; son simples, inocentes, ingenuas, sin pretensiones. Al fin de la cinta, me puse a escribir una muy breve serie de apuntes sobre estas vacaciones, el que ahora me sirve para escribir esto.

Por la tarde, o la caminata en otra direcciónComí en casa, también con frugalidad. Antes había tomado una copa de vino blanco, muy seco y muy frío, de los pocos vinos extranjeros que llegaban a este país. Las auto-ridades, desde hacía varios años, habían prohibido la entrada de muchos artículos im-portados, lo que la gente común había interpretado como una realidad inevitable y que temía cierta lógica, la de proteger nuestros empleos de la competencia de las grandes empresas extranjeras. Era curioso ver que personas a las que yo conocía y que estaban de acuerdo con tal medida, eran al mismo tiempo usuarias frecuentes de los servicios a domicilio de contrabandistas.

Decidí no dormir siesta y salí a caminar. El clima era fresco y estaba nublado, lo que hi-zo más placentera la caminata. Ahora caminé en la otra dirección, lentamente, tratando de imaginar la vida de los que vivían en las casas por donde yo pasaba. De una de ellas salió una señora, ya de edad, aún en pijamas, a dejar la basura en el camión que pasaba. A otra entraron dos niños, con chaleco rojo, obviamente alumnos de alguna escuela cer-cana. Pasé por la sastrería que anunciaba trajes cortados a la inglesa y zurcidos invisi-bles, dentro de la cual el mismo sastre por años había dejado de limpiar su estableci-miento. Crucé algunas calles hasta llegar a una de ellas que me parecía mágica, caminar por ella siempre me pareció entrar a una especie de mundo diferente, como en alguno de los cuentos que había leído, con una calle que sólo era vista por uno de los transeún-tes. Y, más allá, un parque lleno de árboles grandes y altos, cuyos nombres nunca he podido saber. Me senté en una de las bancas, cerca del vendedor de globos que pocas ventas hacía en martes. Saqué el libro que llevaba y me puse a leer. Lo pude hacer un buen tiempo porque no había insectos. Comenzó a perder luz el día y emprendí el re-greso, por el mismo camino.

Ya en el departamento, abrí una botella de vino tinto y saqué del refrigerador carnes frías, preparando la llegada de Lulú. Me reí de nuevo, con alegría, anticipando a la peli-rroja y las conversaciones. Tenía la esperanza de que llegara vistiendo ropas menos hol-gadas, más reveladoras, lo que con el pelo suelto, harían la visita aún mejor. Prendí de nuevo el televisor y lo apagué casi de inmediato. Nada había que mereciera la pena, la misma reacción que se tiene ahora, cuando hay decenas de canales. Vi alrededor, exa-minando mi departamento y buscando corregir lo que en él hubiera desarreglado.

La puerta de entrada daba directamente a una pequeña sala, donde estaba el equipo de sonido, la televisión, un sillón muy largo, otro individual y una mesa de centro; frente a la sala, la pared era la de la recámara a la que se entraba por un espacio en la cocina donde también estaba una mesa para comer. El baño estaba a un lado de la cocina. No había lo que alguien podía llamar decoración, pero había orden. Quité de una de las si-llas de la cocina ropa que había dejado allí.

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Por la noche, o la fiesta de SusanaLas notas de la obertura de La Flauta Mágica sonaron a eso de las ocho de la noche con Lulú junto a mí, en el sillón largo. No vestía provocativamente, pero llevaba el pelo suelto. No hablamos. Estábamos ahí, casi dentro del disco, viviendo juntos los peque-ños detalles de la ópera. Terminó el primer disco de una ópera. Me levanté a poner el segundo disco, cuando Lulú me interrumpió.

— Cuéntame algo, lo que sea —me dijo Lulú empleando el tono que ella sabía ya por experiencia que me impediría dar una respuesta negativa. Sus ojos y su sonrisa eran irresistibles para mí.

— No se me ocurre nada.

— Vamos, acuérdate de alguna cosa, la que sea y cuéntamela —insistió ella.

— Me tomas desprevenido —dije para cumplir con el rito impuesto ante ese tipo de pe-ticiones —. Pero sí, ya recuerdo algo, una reunión en casa de Susana a la que tú también fuiste.

Comencé la narración sabiendo que ella sabía que yo exageraba las cosas y que eso era motivo de sonrisas, o debía serlo. Ignoro, seguí de inmediato, la causa por la que Susa-na dio esa fiesta ese día. Ella cuidaba siempre todos los detalles de sus reuniones. En aquella ocasión llegué tarde a su departamento. Fui el último en arribar. Saludé a varias personas que conocía y me percaté que en ese momento Susana había puesto música de Tchaikovsky. Fue tan oportuna la música, que vi a Alejandra, una amiga de Lulú, hacer un pax de deux sobre una mecedora en compañía de Rodrigo, otro amigo de ella. Esa es una de las cualidades de Susana, la de seleccionar los detalles adecuados para los mo-mentos adecuados y por ello es que en sus reuniones la gente se deja llevar por la con-diciones ambientales prevalecientes. Susana iba de un lugar a otro, repartiendo bocadi-llos y tragos. Para hacerlo con mayor facilidad, lo hacía sobre patines.

Tuve que interrumpir la narración. Lulú se reía y yo quise contemplarla un momento sin hablar. Unos segundos después continué. El departamento de Susana es más bien pequeño, aunque mucho más grande que el mío. En esa fiesta había demasiada gente. Era tanta la gente que había y estábamos tan apretados unos contra otros los invitados, que tuve, por obligación irrenunciable, que casarme con la compañera que al azar me tocó enfrente; la cercanía era extrema. Afortunadamente era una mujer muy guapa, de pelo negro y ojos negros, con piel morena y una anatomía deliciosa. Después de una tó-rrida luna de miel que duró segundos y que no concretó nada bajo una pintura de Nierman, decidimos que debíamos divorciarnos, ya que ella había manchado mi corba-ta y yo había tirado un hielo dentro de su pronunciado escote. Media hora después de esos sucesos, había podido abrirme camino hasta llegar a la ventana, desde la que pude contemplar el panorama diario de Susana, lo que ella veía desde ese cuarto piso antes de salir a hacer su vida en la ciudad. La cena fue algo exquisito. Pocas veces en mi vida he cenado tan bien, seguí diciendo. Susana es una pésima cocinera, por lo que hizo exactamente lo que debería haber hecho. Pidió la cena a un restaurante griego que yo conocía muy bien. Es propiedad de un sueco de nombre Claude Peabody. Claude era conocido mío y varias veces habíamos hablado. Él vivió algunos años en Bilbao, donde conoció a un inglés que le cambió su vida. Este inglés había heredado un libro de su

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abuelo, un ruso emigrado a Buenos Aires que durante toda su vida coleccionó recetas secretas de los mejores restaurantes yugoeslavos que sirven comida griega. El inglés le regaló el libro a Claude a cambio de una receta para producir tequila sin necesidad de agave, cosa que le permitió poner una fábrica en Japón y hacerse millonario en poco tiempo.

Eramos tantos dentro del reducido departamento que comer fue imposible, aunque lo intentamos de pie. Al ver esto, Susana sugirió que sincronizáramos nuestros movimien-tos para simultáneamente mover nuestros tenedores y cuchillos. Lo hicimos dirigidos por la batuta que empuñaba Susana y todo salió muy bien hasta que llegó la música de Berlioz, Romeo y Julieta. Estoy seguro de que Susana había previsto esta posibilidad y nos dirigió con ese mismo acento que tiene Georg Solti cuando dirige a Bruckner. Ter-minada la cena, circuló de nuevo el licor, lo hizo con tal abundancia que todos nos sen-timos mareados viendo cómo daba vueltas. Terminé sentado en las piernas del actual marido de mi ex-esposa, la morena del hielo en el escote y al que previne de las artima-ñas que ella poseía. Me levanté para ir a saludar a Chris Larsen, una japonesa de excep-cional simpatía. Recordamos Chris y yo a varios amigos mutuos, como a Mohamed Ta-kanawa, uno de los ejecutivos más altos de la Transnational Banana and Fruit Corpora-tion, oriundo de Santiago de Chile y que dirigió durante años la oficina de Fiji.

— Y si tu te acuerdas, Lulú, luego, te vi a ti. Fue como oír la música de Romeo y Julieta, pero la de Tchaikovsky, aunque en la realidad era música de Vivaldi la que estaban to-cando en ese momento —le dije a Lulú.

— ¡Claro que lo recuerdo! —dijo emocionada ella —. Fue una lástima que no pudiéra-mos hablar durante más tiempo.

— Creo que hablamos de Helen Zyroff, la secretaria que tuve en Bogotá, y que se casó luego con el mesero de El Gran Vatel, el famoso restaurante. Era el mesero armenio, el que luego se llevó a Helen a vivir a Chicago, donde abrieron un MacDonald's, cerca del Water Towers. Supe luego que por las noches, se leía a Borges para atraer más clientela.

— Me acuerdo muy bien de Helen — comentó Lulú, siguiendo la exageración de los sucesos —. Recuerdo haber leído dos artículos de ella hace unos seis meses en una re-vista. Analizaba el cuento de Julio Verne, Viaje a la luna, proponiendo una interpretación de lucha entre Francia y Estados Unidos, como protoidea de Hegel en el inconsciente freudiano de Verne. Se volvió loca la pobre de Helen.

— Estuve varias horas más, allí, en la fiesta de Susana —continué con la narración des-pués de reírme a carcajadas por la ocurrencia de Lulú —. Después de hablar contigo, fui a saludar a otro amigo. Quizá te acuerdes de él, es el hijo de El Gran Martini, ese mago que tuvo mucha fama hace tiempo y que recorrió el mundo con el truco de introducirse dentro de una botella de ginebra, permaneciendo dentro de ella hasta que terminaba de beber el líquido.

— Sí, lo recuerdo —me dijo Lulú—. También vi en esa fiesta a Nelson Flawder, el direc-tor de cine. Estaba acompañado de una rubia de dos metros de alto, la que luego resultó ser su técnico de iluminación —mencionó Lulú haciendo un gesto como si indicara que algo le molestara.

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— ¿Qué te pasa? —le pregunté a la pelirroja que ahora tenía ojos color caramelo limón.

— Estaba tratando de acordarme de la otra persona a la que saludamos en esa fiesta. El tipo ese, amigo tuyo, el millonario excéntrico que habla con el lenguaje de los libros americanos traducidos al castellano en España —habló Lulú al mismo tiempo que se incorporaba para poner de nuevo a funcionar el equipo de sonido.

— Te refieres a Carlos Pilas de la Rodilla —le dije —. Oye Lulú, ya es tarde, te sugiero que nos veamos mañana, si no te importa.

— Creo que tienes razón. Hoy es martes. ¿Te parece que te vea el próximo miércoles de esta misma semana? —susurró Lulú con una sonrisa entre los dientes, casi mordiendo su labio inferior y luego riéndose tal vez recordando las exageraciones que hice y a las que ella había agregado las suyas.

— Pero temprano. Te puedo contar lo que me pasó un día que me invitó a cenar mi tío Julio.

Cerró la puerta después de darme un beso. Pero yo la abrí de nuevo y la acompañé has-ta su coche, donde ella me dio otro. Subí y dormí realmente bien. Aún faltaban muchos días de vacaciones.

Miércoles

Por la mañana, o el estuche de moneríasLlegó este día rápidamente y Lulú con él. Como a las diez de la mañana me habló di-ciendo que venía a mi departamento de inmediato. Le dije que la esperaría para desa-yunar. Decidimos desayunar machacado con huevo, uno de los mejores desayunos del mundo que conozco. Después del café, empecé a hablar sobre mi tío Julio. Lulú no co-nocía a mi tío, por lo que pensé que no le interesaría la historia que estaba relatando y cambié de tema.

— Delicioso platillo, especialmente de esta manera, con tu receta personal —le dije des-pués de limpiarme la boca con la servilleta.

— Ya ves, soy un estuche de monerías y además cocino bien, por no mencionar otras cualidades que me adornan y que no saltan tanto a la vista como a otras mujeres —dijo riendo.

— ¿Qué quieres hacer hoy? —le pregunté.

— Salgamos a caminar sin dirección alguna. No, mejor, espera. Vayamos caminando al centro de la ciudad, deteniéndonos donde nos dé la gana, en cualquier tienda, en cual-quier librería —respondió.

Sin prisa, como ella y yo lo queríamos, permanecimos sentados hablando de cosas que ahora, tiempo después ni ella ni yo recordamos. Pasó quizá una hora y salimos, en di-rección al centro de la ciudad. Caminamos y conversamos. Comentamos los aparadores

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de las tiendas. En una de ellas intenté comprar un tintero viejo que el propietario insis-tía en venderme a un precio exagerado. Vimos vestidos para fiestas de 15 años, una tra-dición que ni aún ahora logro comprender.

Por la tarde, o el molesto canarioFue cuando el estómago reclamó su segunda ración diaria que nos detuvimos frente a un restaurante. Era obviamente un restaurante de los que dan confianza pues sabíamos que llevaba años allí en ese mismo lugar sin que cuidaran mucho su apariencia. No nos traicionó la primera impresión y encontramos una cocina casera, buena, honesta, simple y sin ambiciones, en la que un pescado frito es un buen pescado frito. Ya tomando el café express, los dos, quisimos disfrutar de un brandy español y con esa entrada con-versamos sobre mi tío Julio, por insistencia de Lulú, del que le narré una historia de lo más extraña. Ahora sus ojos eran marrón y me veían con curiosidad; supuse que estaba pensando qué exageraciones haría, porque ella lo sabía sin habérselo dicho nunca. Al-gunas de las historias que cuento tienen su base sobre hechos reales, a los que tomo y trato de convertir en situaciones fantasiosas. Viendo sus ojos, comencé la historia del tío Julio.

Casi todos los miércoles, durante varios años fui a cenar a casa de mi tío Julio y de mi tía Carmen. Un cierto día, miércoles, desde luego, como siempre y como hoy, mi tío Ju-lio y yo hablábamos sobre cualquier noticia que ocupara la primera página de los pe-riódicos. Si el tema ocupaba páginas interiores, considerábamos que no merecía nuestra atención. Había un canario en la sala, se llamaba Flip. Siempre cantaba el canario me-lancólicamente, y siempre tuve la impresión de que lo hacía con una cierta similitud a Agustín Lara. Solamente le faltaba mover la parte inferior del pico de lado para comple-tar la imitación. La tía nos gritó que la cena estaba lista. Me levanté del sillón, no sin an-tes terminar el jerez de siempre. Cenamos con simpleza. Mis tíos hablaron, como siem-pre de sus enfermedades. Les pregunté cómo se sentían del páncreas. Con lujo de deta-lles ambos me contaron de nuevo su historia clínica de los últimos cinco años. Volvimos a la sala para sentarnos en los lugares acostumbrados. Mi tío Julio y yo nos hundimos en los sillones muy desgastados. La tía Carmen tuvo que sacarnos para evitar que mu-riéramos ahogados y nos puso en la mesa una botella de oporto Noval. Bebimos y plati-camos de los mismos temas.

Después de que la tía se retiró a dormir, mi tío Julio se levantó, fue al librero de la pared de enfrente, sacó un libro que estaba cuidadosamente escondido y lo trajo para mos-trármelo. Con impaciencia, lo hojeó, hasta que encontró la página que deseaba. Me dijo que quería enseñarme algo importante. El libro llevaba el título de Aplicaciones de Siste-mas de Escalas Multivariables, pero era una colección de los primeros números de la re-vista Playboy. Me preguntó si no era increíble lo que veía, a lo que yo le contesté que definitivamente sí. Le dije que era un simple caso de nostalgia, pero me aclaró que no era eso el asunto del que deseaba hablar. Obviamente se había equivocado de libro. Re-pitió la operación. Fue al librero, buscó otro libro y volvió cuando lo encontró. Este se llamaba Breves Ensayos Pictóricos sobre la Correcta Celebración de Orgías. Ansiosamente buscó la página deseada, tarea en la que tardó varios minutos. Me mostró la página que

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él deseaba que viera. Era asqueroso. Un cuadro decadente, soez y vulgar. No pude con-tener mi asco y se lo manifesté a mi tío Julio. Eso es exactamente lo que él deseaba que yo dijera. Me dijo que tenía un plan. Había mandado ampliar ese cuadro, y yo le pre-gunté la razón de esa extraña idea. Me dijo que no hablara tan alto. Su idea tenía una intención muy clara, la de callar al canario sin necesidad de matarlo. No soportaba a Flip y planeaba colgar ese cuadro frente al animalito para provocar que éste se callara de una vez por todas. El cuadro le debía impresionar al canario lo suficiente como para que sus cánticos se suspendieran indefinidamente

— No entiendo, ¿qué es lo que hacía el canario que no le gustaba a tu tío? —preguntó Lulú.

— A mi tío Julio le molestaba que el canario imitara a personalidades. Cada día, me confesó, era un cantante diferente al que el canario imitaba. Los miércoles era Agustín Lara. Los lunes no cantaba, pero los martes era Pedro Vargas y así cada día. Los domin-gos silbaba la Sinfonía India y la dirigía imitando los movimientos de Leonard Bernstein. Lo que le molestaba era la repetición. Pretendía asustar al canario con el cua-dro que había descubierto. Lo colgaría frente al animal esperando tener éxito.

— Me parece muy exagerado el asunto —comentó la pelirroja pecosa.

— Imagina que tengas que leer un cierto día a Tolstoi y tengas que hacerlo con un fondo musical como Cabellera Negro Azabache. Es demasiado.

— ¿Tuvo éxito el plan de tu tío? —preguntó Lulú.

— Parcialmente, según pude averiguar la siguiente vez que vi a mi tío Julio. Al parecer, el hecho de colgar el espantoso cuadro frente a la jaula del animalito provocó ciertos cambios en la conducta de éste. Le hizo quedarse mudo durante los primeros días, pero se recuperó y comenzó a cantar temas rumberos. Esto provocó tal ira en mi tío Julio, que dejó escapar al canario.

— ¿Y qué dijo tu tía de eso? —hizo otra pregunta Lulú.

— Pensó que fue un accidente la huida de Flip y compró otro canario —respondí

— ¿Esa es toda la historia de ti tío Julio? —preguntó con ojos que simulaban un aburri-miento que ella quería que yo notara como falso.

— Sí, pensé que te interesaría. Es una historia diferente, que no es común. Pocas gentes tienen un canario que hace imitaciones de Toña La Negra cantando Veracruz.

— Sí, creo que tienes razón. Regresemos a casa. Vamos a oír música. Es temprano, me gustaría oír alguno de los conciertos de piano de Beethoven, el cuarto por ejemplo.

Pedí la cuenta. La pagué. Y caminamos con extrema calma por otro camino rumbo a mi casa. Casi no hablamos. Nos limitamos a llamarnos el uno al otro cuando veíamos algo que nos llamaba la atención, como un vestido rosa lleno de bordados que obviamente era para el festejo extremo de una quinceañera. Especulamos sobre las razones de los festejos de las chicas de esa edad y Lulú llegó a decir que tal vez era un festejo adelan-tado a la boda que nunca llegaría, pues podían raptar a la jovencita. Vimos un micros-copio antiguo en perfectas condiciones, por el que pedían una cantidad razonable y que

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nunca compré, de lo que me arrepiento hasta ahora. Entramos a una tienda de discos y compramos uno con transcripciones para piano de sinfonías de Beethoven.

Por la noche, o el mosco interruptorDespués de escuchar ese Beethoven, justo en el momento en el que sonaba la última no-ta, el teléfono emitió ese molesto ruido que indica que alguien en este mundo pudo ha-ber marcado por accidente un número equivocado. Contesté. Era Alberto W., un buen amigo.

— Oye, ¿tú bebes? —preguntó Alberto W. por el teléfono.

—Sí —le respondí sin saber el objeto de la interrogante.

—¡Bien! —comentó.

La conversación siguió por unos momentos. Alberto W. me invitaba a una cena en su casa al día siguiente, jueves. Colgué el teléfono y me senté junto a Lulú. Le conté algo de Alberto W. Juntos cursamos varios años de la universidad. Cerca del final de su ca-rrera, Alberto dejó los estudios y se dedicó a la manufactura y venta de estilográficas a prueba de errores de ortografía. Una idea francamente genial. Las anunciaba en comer-ciales de televisión, donde un chimpancé escribía “milanesa” y no “milaneza”. Hizo mi-llones. Me trajo agradables recuerdos la voz de Alberto. Lulú se reía casi a carcajadas. Yo seguí hablando con seriedad.

— Oye, Lulú, ¿tú fumas? —le pregunté a mi amiga.

— Sí —me respondió.

— ¡Bien! —le dije.

— ¿Por qué?

— Simple curiosidad.

No recuerdo lo que sucedió después con detalle, y mis notas fallan en este punto. Lulú debe haberse ido a alguna hora, quizá muy tarde. Sé que pidió prestado mi coche, nada más.

Jueves

Por la mañana, o la nadaLlegó el jueves de la misma manera que había llegado el miércoles y que, supongo, lle-gará el viernes temido. Estaba yo leyendo el periódico y disfrutando de una pésima ta-za de café cuando sonó el teléfono. Era Lulú que me comunicaba la imposibilidad de vernos hoy, ya que ella tenía un compromiso que no podía romper. Nada había que yo pudiera hacer, por lo que le hice prometer que nos veríamos lo más pronto posible.

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Colgué el teléfono y regresé a mi silla y a mi periódico. La eché de menos. Sin embargo, tenía en puerta la invitación para la noche y eso me daría algo que hacer.

Pasé la mañana leyendo, en parte el periódico, pero sobre todo alguno de mis libros. En esos tiempos, Borges era uno de mis favoritos. Lo sigue siendo. Salí un momento del departamento. Fui a comprar víveres, que ya eran escasos. Seguí con la lectura a mi re-greso. Y dediqué un tiempo a limpiar la casa, más otros de los menesteres, como la lim-pieza de la alfombra y demás.

Por la tarde, o más de la nadaCerca de las dos de la tarde o quizá después preparé una comida sencilla y mientras lo hacía tomé una copa. Comí viendo la televisión, no para verla, sino para sentir compa-ñía, aunque no era tan buena como hubiera deseado. Dormí supongo que una hora y decidí quedarme en casa. Puse otro disco, no recuerdo cual, pero seguramente fue uno de Beethoven, el mejor compositor de todos los tiempos, según yo, y cerré los ojos. Es admirable lo mejor que se aprecia la música cuando los ojos no ven. Nada notable pasó esa tarde, excepto por Beethoven. Se dice con frecuencia y cierta razón que el ocio es ne-cesario porque de él salen ideas y de las ideas salen mejores cosas. En mi caso, de ese ocio nada salió. Nada. Ya casi me había olvidado de la oficina y sus complicaciones.

Por la noche, o el pescado en un vasoLlegada la noche, recordé que Lulú tenía mi automóvil, lo que me obligó a usar los ser-vicios de un taxi para llegar a la casa de mi amigo Alberto W. Los sucesos de esa noche fueron peculiares, una especie de muestra de los vacíos que pueden existir y que se lle-nan con lo que sea. Tiempo más tarde, quizá años, hablando otra vez con Lulú, le narré lo que aconteció esa noche en casa de Alberto W. Aún hoy lo recuerdo con cierto detalle.

Frente a la gran puerta de su casa tuve que usar mis nudillos y tocarla ya que el timbre se empeñaba en ocultarse a mi vista. Abrió el mismo Alberto.

— Oye, ¿tú has fumado marihuana? —me preguntó Alberto mientras yo entraba a su casa.

— Sí, una vez, pero no tiene nada de atractivo, por lo menos para mí.

— ¡Bien! —comentó—. Pasa, por favor, me da mucho gusto...

Alberto calló. En ese momento vio algo que le interesaba más que su amigo. Era una mujer, una invitada, que conversaba con dos caballeros en la sala, junto a la chimenea. La mujer balanceaba uno de sus brazos de atrás hacia adelante, una y otra vez sin parar. Lo hacía y lo hacía, sin darse cuenta de que Alberto fraguaba algo. Se movió sigilosa-mente mi amigo hasta estar muy cerca de ella, por sus espaldas, y se acomodó de mane-ra que el puño de la mujer estuviera llegando hasta cerca de su estómago. Se acercó to-davía más, calculando el tiempo del balanceo y en el momento adecuado, hasta que la mano de la dama le pegó entre las piernas. El pudo amortiguar totalmente el golpe, pe-ro gritó fingiendo y cayó de rodillas doblando su espalda. Apenadísima, la mujer salió

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sin despedirse. Alberto se levantó como si nada hubiera pasado. Se pasó la mano por la cabeza y habló como si nada hubiera pasado.

—Siempre me gustó ese sucio truco de la mano que se balancea. Es irresistible hacerlo. Las damas y los caballeros sufren creyendo que te han dañado esa delicada parte de la anatomía.

Pasamos él y yo de la sala, donde se desarrolló la escena anterior, hasta la biblioteca, que estaba llena de personas a quienes yo desconocía. Eran unas ocho personas, entre las que destacaban, unos gemelos vestidos igual, de camisa rosa y pantalones amarillos, que platicaban sobre alguna ociosa tesis, de las que necesitan usar palabras esdrújulas para poder impresionar. Allí vi a una mujer, de lentes, largo cabello y un vestido largo y negro que estaba sola, leyendo los títulos de los libros que estaban en los estantes. Al-berto me dijo que ella era Diane Bostich, una canadiense. Nos acercamos a ella y fuimos presentados. Nos dejó solos Alberto.

— Tell me Diane, ¿do you fool around? —le pregunté.

— ¡Oh, yes! —contestó después de beber un largo trago de whisky

— ¡Good! —comenté sintiéndome ya parte del ambiente de la reunión.

Continuamos hablando durante unos minutos más, hasta el momento en el que Diane abandonó la reunión diciendo que había olvidado poner comida en la pecera de su ga-to. La acompañé hasta la puerta como un detalle de amabilidad hacia el turista. De la puerta fui al bar que está al lado de la puerta de la biblioteca y que es una especie de nicho gigantesco, todo forrado de madera. La cantina de Alberto es famosa por la can-tidad de bebidas que posee. Fui a ella y busqué un ron jamaiquino blanco. Lo encontré sin dificultad alguna pues las bebidas estaban clasificadas perfectamente. Pero lo que no pude encontrar fue un vaso. Busqué por todas partes, en todas las repisas de la can-tina. Nada. Tomé la pequeña pecera de encima del mostrador de la cantina, arrojé al pescado de su hábitat natural y la usé como vaso. Salía de la cantina, cuando un indivi-duo llegó hasta mí.

— ¿Es usted el licenciado Hinojosa? —preguntó el individuo.

— No —le dije.

— ¡Bien! —comentó alejándose.

Terminé mi trago de ron jamaiquino mientras conversé con otro de los invitados, un hombre muy delgado que ganaba la vida alquilándose de extra en películas cuya trama se desarrollaba en países con hambruna. Me dijo que era un trabajo como cualquier otro y que eso le permitía generar un ingreso adicional que usaba para comprar antigüeda-des. La conversación derivó en la búsqueda de la felicidad personal y ambos coincidi-mos en que eso era precisamente algo individual, pues puede ser más feliz la persona que por un sueldo mínimo archiva papeles que otra persona que gana diez veces más desarrollando el sistema de archivo de esos papeles. La felicidad, al fin y al cabo, no es-tá en la fama ni en el dinero, está en ser lo que uno quiere ser, claro que con la dificultad de que eso requiere saber qué se quiere ser.

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Al terminar mi trago, justo en el momento en el que acabó la conversación, como un de-talle humanitario, tomé al pescado del suelo y lo deposité de nuevo en la pecera. Ya que no había agua para llenarla, tomé alguna de la hielera y se la dejé caer encima, cosa que debía reanimado, pensé. Quise encender un cigarro, pero había olvidado mi Zippo en la casa y no había fósforos a mi alrededor. Hice un cortocircuito con una de las lámparas y aprovechando la chispa encendí el cigarro. Vi a David Segur, el famoso crítico de litera-tura infantil que había saltado a la fama cuando señaló la inconsistencia de la narración de La Cenicienta, pues la zapatilla olvidada en la escalera no desaparece como el resto de las cosas que había creado el hada madrina, lo que carece de lógica.

— Oye, David, ¿estás casado? —le pregunté.

— Sí, sí estoy casado —me dijo.

— ¡Bien! —comenté.

Conversamos algunos minutos sobre varios tópicos. Me fascinó especialmente el pro-blema que planteaba David, al filmar una versión de La Caperucita Roja para televisión sin escenas de violencia y de Hansel y Gretel sin escenas de canibalismo, sustituyendo las peleas por diálogos llenos de tolerancia. Me disculpé con David, le dije que iba a ir por otro trago. Regresé a la cantina. Seguía sin haber vasos, por lo que tuve que repetir la operación de la pecera. Puse al pescado en un lugar donde pudiera encontrarlo fá-cilmente después. Justo en ese momento, el altavoz nos anunció en francés que la cena estaba servida. No me daba tiempo de acabar el trago que me había servido, ron blanco con tónica, por lo que decidí arrojar al pescado en mi trago. Hizo un bonito contraste el limón muy verde con el color muy naranja del pez.

Era una mesa rectangular la del comedor. Cada lugar tenía un nombre colocado, el de la persona a quien Alberto juzgaba el más adecuado para la compañía humana de su alre-dedor. A mi izquierda había una dama de ojos negros, piel tostada por el sol, un vestido blanco de escote muy pronunciado, y unos sesenta y ocho años. Era la madre de Alber-to, a quien no había visto desde que ella cumplió los sesenta y nueve años. A mi dere-cha se sentó una rubia de nariz perfecta, largo cabello, ojos azules muy grandes y un gran escote. Fue ella la que inició la conversación.

— ¿Tienes problemas personales? —me preguntó mirándome directamente a los ojos.

— Sí —le contesté.

— ¡Bien! —comentó la rubia al serle servido el primer plato de la cena, una ensalada de varios tipos de lechuga bañada con salsa caliente de pichones tiernos y que fue un exce-lente antecedente al segundo plato que fue precisamente pichones tiernos con varias hojas de lechuga.

La conversación, durante la cena, saltó ágilmente de un tema a otro. Todos los amigos de Alberto son gente muy educada y preparada, además de inteligentes. A la izquierda de la madre de Alberto, un tailandés habló hacia el final, muy largamente, sobre sus ex-periencias conyugales en Tasmania y las curiosas coincidencias entre ellas y las opinio-nes de Schoppenhauer. Después de media hora, en la que el tailandés continuaba anali-zando las últimas consecuencias de sus experiencias, no soporté y le hablé al oído a la rubia de cabellos largos.

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— Oye, ¿tú...?

— Sí —contestó rápidamente sin darme tiempo a terminar la pregunta.

— ¡Bien!

Ambos nos levantamos al unísono, presentamos nuestras excusas. Alegamos tener un compromiso previo con una gitana que adivinaba el comportamiento de la bolsa de va-lores de Caracas y nos dirigimos a la puerta. Hasta allí fuimos acompañados por Alber-to.

— Ustedes, ¿ya se van? —preguntó mientras nos daba a cada uno una ostra para el ca-mino.

— Sí —respondimos viéndonos el uno al otro

— ¡Bien! —comentó al prácticamente empujarnos hacia la calle y cerrar la puerta.

Subimos al taxi que tuvo la gentileza de esperarme y cuyo conductor tuvo la delicadeza de poner música de Vivaldi. Se trataba de una rara transcripción para órgano de la mú-sica del italiano, hecha por Bach. Desafortunadamente sólo pudimos escuchar un frag-mento de esa grabación, pues la rubia vivía a dos casas de la de Alberto. Nos despedi-mos con un beso social y regresé a mi casa. No era tarde. Acababan de dar las once cuando me encontré ya en piyama y leyendo.

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Segunda semana

Viernes

Por la mañana, o la vida en una tinaDormí hasta muy tarde aquel viernes, pues seguían mis vacaciones que tanto esperé. Desperté con un olor a café, a delicioso café, un hecho en extremo extraño en mi casa. El raro acontecimiento fue explicado cuando al entrar en la cocina vi a Lulú tostando pan y junta a ella una jarra de jugo de naranja recién hecho y una cafetera nueva, de la que emanaban esos deliciosos olores a café recién tostado por una pelirroja de exquisitas proporciones y conversaciones. Nunca supe cómo pudo haber entrado Lulú a mi depar-tamento y, cuando la interrogaba al respecto, jamás quiso decirme. Jamás.

— Esto me recuerda a Augusto Tinoco Brown —comentó Lulú después de beber un va-so entero de jugo en un solo trago.

— Supongo que eso sea lo que todas las mañanas toma nuestro amigo, ¿verdad, Lulú?

— Sí, Luis, supongo que así sea con él. ¿Recuerdas aquella vez que nos contó que estaba en Acapulco y tuvo una idea?

— No, no recuerdo, creo que fue algo que te contó a ti nada más —le dije, dándome cuenta de que el paso siguiente era el de ella narrando otra historia sobre Augusto Ti-noco Brown.

Lulú inició diciendo que una de las veces en las que Augusto Tinoco Brown se encon-traba en Acapulco, sintió un deseo irresistible de ir con Madame Point a Francia, a dis-frutar de su Aiguillette de Caneton Glacé Rouennaise, que es el mejor del mundo. Descartó la idea por unos días, pero al fin sucumbió. Fue al aeropuerto a tomar un avión y lograr una conexión a París. Lo hizo. Fue a Francia exclusivamente a tomar ese delicioso plati-llo. Una vez en el restaurante de Madame Point, le pidió permiso para cantar. Lo hizo y así los incrédulos comensales de uno de los mejores restaurantes del mundo comieron las recetas de Madame Point oyendo Entre las almas y entre las rosas hay semejanzas mara-villosas... Sorprendente fue el hecho de que un grupo de mexicanos respondiera desde una de las mesas más alejadas ...las almas puras son rosas blancas y las que sangran son ro-jas....

Se unieron Augusto Tinoco Brown y ese grupo para seguir por las calles de Lyon y sus habitantes salieron por las ventanas para oír Borrachita de tequila llevo siempre el alma mía para ver si mejora esta cruel melancolía, ¡ay! por ese querer pos que le he de hacer si el destino... como un rayito de luna entre la selva dormida, así la luz de tus ojos ha iluminado mi pobre vi-da.... Muchacha bonita, zapatos de raso bordados de seda te voy a comprar, será más gracioso, más vivo tu paso...

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Se quedó callada Lulú, dando la impresión de que trataba de recordar algo. Y yo esperé y esperé, hasta que se levantó de la silla del comedor donde estábamos desayunando y fue a poner un disco. Era una de las sinfonías de Beethoven.

— ¿Esa es toda la historia de Augusto Tinoco Brown? —pregunté intrigado y pensando que la anécdota tendría un final en forma.

— Sí, esa es toda la historia, Luis. Augusto Tinoco Brown es así —dijo ella—, su vida es el dejarse ir con el momento, sin considerar nada más, lo que resulta gracioso para quien conoce las historias, pero me da cierta lástima, igual que a ti supongo. ¿A dónde va Augusto?

No supe qué responder porque no sabía la respuesta de una pregunta de ese tamaño. Encogí los hombros y cambié de conversación.

— Te voy a contar una historia, la de cómo conocí a Valentina —dije con la voz ronca de la mañana. Hice un preámbulo al ir a mi recámara por un cigarro y servirme la primera taza de ese delicioso café. Prendí el cigarro con el fuego de la estufa y me senté del otro lado de la mesa, de frente a Lulú a quien le pegaba la luz de la mañana en la cara ha-ciendo brillar su linda faz, por lo que le pedí que se pusiera unas grandes gafas negras. Ella siguió la broma y se las puso. Comencé la historia.

La primera vez que vi a Valentina fue en la fiesta que varias personas de la agencia de publicidad organizaron. De esto hace pocos años. Era una reunión animada. Toda la conversación versaba sobre las historias de los clientes, en especial la del que se tomaba por Paul Newman cuando en la realidad era un Edward G. Robinson. Ese cliente insis-tía en seleccionar a todas las modelos que salían en sus comerciales y a todas ellas les pedía favores adicionales. Ninguna de ellas accedió, que se haya sabido, pero él decía que todas habían sucumbido. Ya avanzada la fiesta, llegó una mujer delgada, ofrecien-do tragos a los que estábamos cerca de la ventana. Debido a un ademán mío, ella soltó la charola, le cayó encima y la bañó de ron, whisky, Coca Cola y agua mineral.

— El destino nos une —le dije a la delgada joven, francamente apenado por lo que aca-baba de suceder, pues yo le había echado a perder la fiesta—. Lo siento muchísimo, no sé qué decir, ¿qué puedo hacer por ti?

— Acompáñame, vamos a tomar un baño de burbujas —dijo ella con la mayor de las naturalidades.

Fingí naturalidad también. Debía ser una broma pesada que yo merecía por haber he-cho lo que hice. Un baño de burbujas era una idea alocada que no tenía el menor senti-do. Nunca había oído yo semejante cosa. Sin poder hablar, seguí mirándola.

— No es broma, lo digo en serio, te estoy pidiendo que como pago a lo que has hecho con mi vestido, me acompañes a tomar un baño de burbujas ahora mismo. No te me quedes viendo así. Te ordeno que salgamos de la fiesta ahora y vayamos a donde po-damos lograr ese baño de burbujas —dijo con mirada amenazante.

— Francamente no entiendo —le dije, al mismo tiempo que ella me tomó de la mano y me llevó con firmeza hacia la salida.

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En el camino a su casa supe que se llamaba Valentina. Con gran velocidad y demos-trando tener un pensamiento organizado, me contó la razón de su ofrecimiento. A Va-lentina le fascinaban los baños de burbujas. Desde pequeña había mostrado una afición hacia ellos. No le pedía juguetes a Santa Claus. Le pedía polvos y sales de baño. Los ba-ños de burbujas era su pasión, una pasión que no podía dominar. Cuando pasaba de año escolar, sus padres la premiaban con artefactos para incrementar el placer del baño. Al llegar a su casa, ella abrió la puerta y sin decir palabra se dirigió al baño. La acom-pañé. Era un baño impresionante. La tina era inmensa y alrededor de ella un estante contenía todo lo que se había producido en el mundo para generar baños de burbujas y cosas similares. Polvos, aceites, colores, sales, todo lo que el hombre en toda su historia había pensado para hacer agradable el momento del baño. Casi como si fuera una ce-remonia, Valentina preparó la tina arrojando en ella los ingredientes que aparentemente seleccionaba con cuidado. Tardó más de media hora en llegar a lo que ella obviamente pensó que era la combinación perfecta de olor, temperatura, textura y espuma. Luego se dirigió a una puerta, la abrió mostrando un equipo de sonido, seleccionó una cinta de carrete grande, la puso en la grabadora.

— Es Piaf —dijo naturalmente al dar inicio a su proceso de quitarse la ropa.

Mientras ella se quitaba las prendas, que no eran muchas, me miraba como diciendo que yo debía hacer lo mismo. Me sentí renuente hacerlo, era la primera vez que veía a Valentina. Ella pareció adivinar lo que yo pensaba. Ya desnuda se metió en la tina y quedó de espaldas a mí. Tardé varios instantes en reaccionar. Me desvestí y me metí en la tina, que nos acomodó a los dos sin problema. Fue una sensación que es muy difícil de describir.

— Trata de hacerlo —dijo Lulú.

— Es una sensación que de inicio es diferente y por eso no es muy agradable. Es como una especie de gusto adquirido —le comenté a Lulú —. Se percibe un cosquilleo en to-do el cuerpo, como si fueran pequeñas descargas de electricidad que se sienten en la piel, pero que van hasta el cerebro.

— ¿Qué pasó después? —preguntó Lulú.

— Bueno, pues terminó el baño de burbujas y regresé a mi casa. Al día siguiente fue la misma historia. Al principio lo hacíamos con gran frecuencia, hasta que un día, sema-nas después, me dijo que ya no me quería ver.

— ¿Por qué? —preguntó Lulú.

— Me dijo que pensaba ya había adquirido yo el hábito y que ahora era tiempo de que yo propagara la idea de los baños de burbujas y que ella haría lo mismo con otras per-sonas. Dijo que me había convertido y que yo debía convertir a otros. Me dio un libro pequeño con las recetas de los ingredientes para los mejores baños de burbujas que ella había inventado, un beso y nunca la vi más.

— Oye, Luis, me intrigas. ¿Nunca tienes te acuestas con las mujeres que conoces? —me interrogó.

— Ya sabes lo que pienso. No creo en el sexo por el sexo. Es demasiado intenso para ha-cerlo con cualquiera. Los que buscan acostarse con lo primero que encuentran me pare-

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cen pequeños animalitos inconscientes. Vive, goza, pero de manera inteligente. Me gus-tas, Lulú, pero aún no estoy enamorado de ti. No veo la razón de acostarme contigo y engañarte de esa manera tan vil. Tú no eres un animal, ni Valentina lo era. Claro que pensar así, por lo que veo, no es común y, quien lo sabe te ve raro. Pero lo que me suce-de es que así vivo mejor, de acuerdo con lo que creo.

Se quitó las gafas oscuras y me miró como nunca lo había hecho antes. Era una mirada simple, directa, sin complicaciones, acompañada de la más leve de las sonrisas que ja-más le he visto hacer. Nunca más se repitió esa mirada en los años siguientes. Fue un instante eterno.

— ¿Alguna vez me invitarás a un baño de burbujas contigo? —preguntó Lulú—, debes conocer todos los secretos de eso.

— Por causas fuera de mi voluntad, no lo puedo hacer. Aquí no tengo tina, y la ducha produciría muy pocas burbujas. No sé dónde puse el libro que me regaló esa mujer.

— Pero hay otras razones, al menos según yo. Me parece un tanto hueco el volver a un baño de burbujas una especie de religión de tu vida. Hay más en esta vida que las sen-saciones cutáneas —dijo, mientras se paraba a servir otra taza.

La miré de arriba hacia abajo y volví a juzgarla. Era una mujer fuera de serie, la amiga perfecta. Su muy pequeña nariz se volvió hacia mí y me hizo un gesto.

— Sigo, de verdad sin entenderlo —continuó— y no quiero parecer que estoy dando un sermón, especialmente en esta época en la que darlos es considerado de mal gusto, aunque sean buenos... pero, centrar la vida alrededor de una tina es lastimoso, igual que centrarla alrededor de una celebridad de la que se siguen todos sus pasos y se co-noce más que a uno mismo. No sé cómo expresarme bien, pero me imagino que nues-tras vidas son más que todo eso. No pudimos haber nacido para meternos en una tina, ni para leer revistas de chismes de actrices y actores.

— ¿Para qué crees que nacimos? —la interrogué, ya también de pie y muy cerca de ella.

— No lo sé con certeza —dijo mientras se alejaba de mí y comenzaba a ver por la ven-tana—, supongo que para hacer, para crear y no para estar quietos en una tina. No estoy en contra de lo que hacemos ahora, tomar una taza de café durante tus vacaciones y mi interludio de trabajo, pero al fin estamos haciendo algo, estamos preguntándonos co-sas... quizá esa sea nuestra vida, la de preguntarnos cosas y no la de sentarnos a ver la televisión con una ridícula telenovela.... sí, preguntarnos cosas… eso es lo que debemos hacer con nuestras vidas...

— Y buscar respuestas —añadí.

— ¡Desde luego! Y quizá la primera de las preguntas sea la de interrogarnos sobre eso mismo, ¿por qué hacemos preguntas?... porque somos curiosos y tenemos que hacer cosas y para hacerlas debemos preguntarnos antes. El hombre es un ser racional pre-guntón —dijo con una mirada de alegría volviéndose a mí y dándome un beso en la mejilla.

Yo la seguí viendo con admiración y en el fondo cuestioné mis vacaciones. ¿Quería ocio en ellas? Sí, definitivamente eso era lo que busqué originalmente, pero ahora Lulú había

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cuestionado mis premisas y, también, me había producido una sensación mucho mayor, más intensa, que la del baño de Valentina. Nos volvimos a sentar y fumamos, sin ver-nos.

— ¿Qué hacemos ahora? —susurró Lulú mientras se paraba de la silla y se ponía el sué-ter.

Me levanté sin decir palabra. Me puse un saco y la seguí. No sabía qué hora era y no me importaba. En su coche nos dirigimos a una parte alejada de la ciudad, en la que había un museo arqueológico. Casi no hablamos durante el viaje y yo no sabía a dónde íba-mos. Lulú lo había decidido y yo la acompañaba sin preguntar.

— El hombre es un ser preguntón, por eso puede decirse que es racional, porque es cu-rioso, es decir, sabe que no sabe y eso es notable. No creo que un perro se dé cuenta de que no sabe... ¿no me vas a preguntar a dónde te llevo?

— No —le dije—. En este momento no quiero ser racional.

— Yo creo que sí lo eres porque sin preguntar sigues siendo curioso, quieres saber a donde vamos y por eso sigues conmigo. Sin curiosidad te habrías quedado en tu casa.

No dije nada más. Fue entonces cuando me di cuenta de que visitaríamos ese museo. Era una buena colección de piezas prehispánicas, algunas de las cuales, debo confesar, me inspirar gran terror. Se me figuran como demonios, como las gárgolas de otros tiempos, aunque otras son realmente bellas. Entramos y mientras recorríamos las salas de exhibición, sin leer las explicaciones, Lulú comenzó a hablar.

— Se siente cierta emoción cuando se ven piezas como éstas, que fueron tocadas por personas hace siglos... y que yo también puedo tocar —y acercó la mano a una de ellas, hasta acariciarla—. El que hizo esta pieza era también curioso y no estuvo satisfecho con pasar la vida metido en un río o tirado en una playa.

— Pero los curiosos deben descansar y pasar unos días en una playa puede ser una buena manera de hacerlo. El ocio no es tan malo como crees.

— No lo sé, creo que es necesario si produce algo, pero sí no lo produce es malo... no sé, no he pensado al respecto como para tener una opinión sobre el ocio —dijo Lulú.

Terminamos la visita y salimos de allí, comentando la curiosa vestimenta de un grupo de turistas.

Por la tarde, o la música eternaSubimos de nuevo al coche, Lulú conduciendo y yo sin preguntar, jugando un pequeño juego con ella. A los pocos minutos, arribamos a un restaurante. Estaba casi vacío y ca-da uno de los meseros nos invitaba solícito a su sección. Nos decidimos por una cerca de la ventana, para ver a la gente de la calle. No recuerdo qué comimos. No lo anoté en mi libreta. La conversación fue amena y el tiempo pasó rápido.

— La música es un ruido, o mejor dicho un sonido, o mejor aún una serie de sonidos, como un idioma que es tan abstracto que llega a todo el mundo, pero que nadie puede expresar con vocabulario normal —le dije tratando de iniciar un nuevo tema.

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— Eres poco original, eso ha sido dicho muchas veces, pero pon atención en esto: si la música es un idioma universal (y me da pena usar la frase)... entonces cada compositor es un escritor y casa intérprete es un lector y, quizá algunas de esas obras dicen muy poco, mientras otras dicen mucho. Bach dijo mucho más que las canciones populares ahora. Piensa en una posibilidad aterradora, la de escuchar eternamente una pieza mu-sical sin parar.

— Me encantas, sigue hablando —dije.

— Entiende bien la situación. Tienes dos alternativas. Una es escuchar una de las sinfo-nías de Mozart, de Beethoven, o de alguno de esos. La otra es escuchar una canción co-mo La Boa de la Sonora Santanera. Pero escucharás eso con una condición, será para siempre, durante una eternidad y sin nada más que hacer. ¿Qué harías? —al terminar, Lulú se me quedo viendo con unos ojos que ahora veía verdes y que me retaban.

— Las sinfonías, cualquiera de ellas —dije—. Una vez, con varios amigos, fuimos a un restaurante de los que sirven platillos mexicanos infames, a los que mejoran con un ma-riachi en vivo. A las tres horas, no lo pude soportar y salí de allí.

— Pero hay más —continuó Lulú—. Piensa en cualquier cosa que puedas hacer y con-sidera si lo pudieras seguir haciendo durante la eternidad. Lo que sea. A ti te gusta Bor-ges y te acordarás de la biblioteca que todo lo tiene y tú el tiempo para leerlo....creo que así va el cuento. ¿Qué harías toda la eternidad?¿Hacerte preguntas? ¿Ver telenovelas? ¿Leer sobre Pedro Infante? ¿Ver películas de El Santo?

— No, desde luego, no —le contesté con cierto espanto porque su mirada era ahora muy intensa y directa a mis ojos—. Tienes un buen punto... no, tienes un extraordinario punto.

— Sí, lo sé, pero no tengo la respuesta. Sólo puedo plantear la pregunta y quizá tener un atisbo a la respuesta: si somos animales preguntones, podría ser que lo único que po-damos hacer por toda la eternidad es contemplar las respuestas.

Por la noche, o Fellini en vivoHabíamos salido del restaurante, ya muy tarde y con varias tazas de café en el cuerpo. Subimos al coche de Lulú y, sin preguntar yo nada, me condujo de nuevo a mi depar-tamento. Seguimos conversando, de reyes y repollos, como se dice en Alicia, hasta que nos cansamos y dormitamos ambos en el largo sillón.

— No puede ser posible —la interrumpí—. Olvidamos poner el equipo de sonido.

— Sí, es cierto, pero aún así, siento como si hubiera música.... es como si oyera un bon-gó suave, apenas audible y... también unas maracas... es una sensación muy real.

— Ya lo creo que es una sensación real, Lulú —dije —. Hoy es viernes, hoy tiene otra fiesta mi vecino.

— ¿Qué hacemos, Luis? —preguntó Lulú angustiada.

— Ya se nos ocurrirá algo —contesté sin tener la menor idea de que hacer para evitar las molestias causadas por la fiesta del vecino.

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Sonó el teléfono. Contesté. Me preguntaron por Lulú. Le pasé el auricular. Amigos su-yos nos invitaban a una ronda por la noche, a los sitios prohibidos, de cabarets de rom-pe y rasga. Dudé ir, pero acepté porque Lulú había dicho que sí. Y fue así que nos aden-tramos en algunos de los lugares nocturnos de la ciudad, esos que nadie usa como tema de conversación y todos tienen curiosidad de saber qué sucede en ellos. La respuesta es asombrosamente sencilla, pero aún así la desean ver con insistencia. Lo que vimos, pen-sé tiempo después, fue otro zoológico.

Éramos ocho personas o algo así, la mitad de ellas mujeres curiosas. Jóvenes que se adentraron en un mundo diferente y malo, al que nadie entra si no es por dinero o con una buena dosis de alcohol en la sangre. Ellas veían todo con incredulidad más que con la reacción lógica. Parecía una película de Fellini, excepto porque la música era tropical y los labios coincidían con las palabras. Un par de horas después estábamos en un res-taurante de tacos mexicanos, comentando sobre lo visto. Lulú, luego me di cuenta, no había abierto la boca. Quizá hubiera sido mejor permanecer en el departamento sopor-tando los ruidos del vecino. Cada uno fue a su casa. Dejé a Lulú en la suya. Antes de dormir, ya en la mía, leí una hora o algo así, para quitarme de la mente eso tan bajo que habíamos visto, prostitutas y sus clientes. No es un panorama agradable.

Sábado

Por la mañana, o Fellini de díaMe despertó el ruido del teléfono. No pude contestar, preferí quedarme en cama. Tiem-po después volvió a sonar. Ya estaba yo levantado, haciendo café. Era Lulú, para dis-culparse por sus amigos y los sitios que visitamos anoche. Estaba realmente molesta y su voz lo dejaba ver. Le dije que no se preocupara y que lo podíamos remediar con al-gunas otras conversaciones que podíamos tener este mismo día. Después de mucho in-sistir, aceptó con la condición de que pasáramos por la calle en la que se encontraba el lugar que ayer visitamos. Quería ella verlo a la luz del sol. Le dije que mi condición era otra: que comiera conmigo en un restaurante italiano. Aceptamos las condiciones mu-tuas y acordamos que pasaría por ella antes de las dos de la tarde.

Tanto ella como yo, estaba seguro, queríamos olvidar lo visto ayer por la noche. Es ob-vio que existen esos lugares y esas personas, aquí y en muchas partes del mundo, pero la vivencia había sido una impresión difícil de asimilar después de verla de primera mano. Fue ella la que me hizo darme cuenta de la realidad, simplemente con no hablar. Mi reacción había sido la de querer ser un guía de turistas, aunque mis incursiones en lugares como ése habían sido mínimas. Me llegué a reír y explicar al resto de las muje-res lo que veían. Me comporté como si eso fuese un espectáculo en un teatro. Como si el exceso de alcohol y la prostitución fuesen normales y tuvieran el valor de un espectácu-lo... hasta que vi la cara de Lulú. Sus ojos, su cara, toda ella era un mensaje de reproba-ción contra el lugar y lo que allí sucedía. Pero no dijo nada. No tenía necesidad de ha-cerlo. Pensando en estas cosas y otras más, pasó la mañana.

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Salí del departamento y conduje mi coche hasta casa de Lulú. Toqué el timbre de la casa y ella salió unos minutos después. Estaba radiante, sonriente y vestía ropas hasta cierto punto provocativas, en mi opinión. Parecía haber olvidado lo de anoche. Conduje hasta esa parte de la ciudad para que viera ella de día el cabaret al que habíamos asistido. Pa-sé lentamente por el frente que nada más era una puerta cerrada con varios candados, fea, vieja, despintada. Ella la vio fijamente sin decir nada. Conduje entonces en direc-ción a restaurante. Esperaba yo otra de esas buenas conversaciones.

Por la tarde, o el inicio del misterioso joven— Nunca tuve éxito con las mujeres. A la edad en la que supe que ellas existían y que su presencia era interesante, tuve un ataque de acné de tal magnitud que me gané el so-brenombre de “el pavimentado”. Me vi forzado a refugiarme en casa durante varios meses. Llegué a oír, durante ese tiempo, todas las grabaciones de Jorge Negrete y Pedro Infante y todas las canciones de Agustín Lara. Muchas veces. Mi contacto con el otro sexo se mantuvo de manera indirecta mediante la lectura de la página social de los pe-riódicos y dos revistas pornográficas de diez años atrás, que había robado de una pelu-quería. Cansado de Negrete, Infante y Lara, y desgastadas las páginas de las revistas, ejercí toda la presión que pude para que mis padres me llevaran con un dermatólogo.

Con esas palabras comenzó aquel desconocido su monólogo interrumpiendo la conver-sación que Lulú y yo habíamos empezado al final de la comida en Il Nido, un restau-rante italiano que tiene la ventaja de un capitán de meseros al que conozco de hace va-rios años. Estábamos conversando sobre nada interesante cuando este hombre muy jo-ven, mal vestido y muy desgarbado, sin avisar, tomó asiento frente a mí, a un lado de Lulú. Nos quedamos atónitos, sin poder articular una palabra. Ese hombre miró a su alrededor y, como si nada, siguió hablando.

— Fue una curación rápida, casi milagrosa. Hice mi debut en sociedad, por decirlo así, en una tarde lluviosa, cuando varias personas fuimos al cine. Me di allí cuenta de que carecía de una conversación atractiva para las mujeres. Ninguna de las que asistieron a ese evento manifestó el menor interés hacia los comunes denominadores de las estruc-turas orquestales en los acompañamientos de Lara y su evolución cronológica. Si eso sucedió con Lara, Negrete e Infante hubieran empeorado las cosas. Recapacitando sobre los hechos ocurridos aquella tarde de cine, concluí que debía comprar las obras comple-tas de Oscar Wilde. ¿Quién, sino Wilde, sería capaz de hacerme aparecer como una per-sona mayor al recitar algunas de sus frases? Memoricé frases, dentro de un programa de retiro que duró más de tres intensivos meses de ensayos, frente al espejo, incluyendo pruebas de memoria —dijo de un golpe y tosió.

Acto seguido pedí para él un vaso de agua. Lulú se había separado de él y acercado a mí. Lo veíamos incrédulos. Era joven pero de edad imprecisa y vestía con descuido pe-ro con limpieza. Se le veía desesperado, con una mirada que de sus pequeños ojos salía inspeccionando sus alrededores, como si temiera el encuentro con alguien.

— Vino sería mejor —suplicó el hombre—, si es que a usted no le importa. Eso hará que hable con más tranquilidad y pueda compartir mi historia con ustedes.

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— Cálmese, buen hombre —le dijo Lulú, quien me volteó a verme con mirada de inte-rrogación y que yo contesté con una exageración de esa misma mirada—. Me parece que usted está en problemas y que uno de esos problemas es el deseo insatisfecho de querer ser escuchado. Pues bien, adelante, lo escucharemos. Hable usted todo lo que quiera.

— Gracias, señorita —balbuceó el hombre casi con el vino dentro de su boca—. Mis pa-dres llegaron a pensar que había perdido la cabeza y fui llevado por ellos a la oficina de un psiquiatra. Ya dentro de su consultorio, sin mis padres, me preguntó cuál era mi problema. Se lo dije. Me recomendó tomarme una copa la siguiente vez que viera a una mujer, unos quince minutos antes de hacerlo. Debía reducir la dosis conforme sintiera que el miedo se iba reduciendo. Como paso siguiente, sacó una botella de brandy de su escritorio, tomamos cada quien una copa y luego llamó a su secretaria. Ella llegó y yo no me sentí nervioso, lo que según el psiquiatra era buen indicio. Wilde y Bacardi tuvie-ron en mí un efecto agradable, que me dio ánimo para ir a la primera fiesta de toda mi vida. Mi llegada al salón, donde ella se celebraba, me llenó de entusiasmo. Mentalmente repasaba frases de Wilde y bebía ron. Así me pasé toda la noche. La verdad es que no hablé con persona alguna, pero estar allí me sirvió como ensayo para familiarizarme con la atmósfera de este tipo de eventos con mujeres. Yo me divertí mucho, fue una buena fiesta en mi opinión.

— Me alegra oír eso. Me refiero a que usted la pasó bien en esa fiesta —le interrumpió Lulú, que había podido verbalizar algunas ideas iniciales, en lo que yo no había tenido éxito. Le sirvió más vino y le pidió que continuara su relato.

— Gracias, señorita, pero la verdad es que no fue así, sino todo lo contrario, todo un in-fierno. Al día siguiente de ese fiesta, mis padres me amenazaron con quitarse la vida si otra vez se presentaba la ocasión de llevarme hasta mi cama totalmente bebido, mien-tras murmuraba frases como “hoy en día se puede soportar todo menos una buena reputa-ción.... no hay ninguna mujer en el mundo que no se sienta halagada cuando se le hace la corte.... son los hombres elegantes los que dominarán al mundo.... las personas son tan superficiales que no comprenden la filosofía de los superficial.... hay que hablar a todas las mujeres como si se es-tuviera enamorado de ellas.... a las mujeres hay que mirarlas pero jamás escucharlas”. Ve usted como todavía recuerdo esas frases —le dijo directamente a Lulú, pues ella era la única que había mostrado interés en su historia.

Era una situación extraña, muy extraña. Un espagueti a la arrabiatta se había convertido en una conversación también rabiosa e irritante, al menos al principio, porque, debo confesar que comenzaba yo a interesarme en la vida de quien era cada vez menos des-conocido.

— ¿Cuál es su nombre? —le pregunté tratando de ser amable, pero en un tono que de-safortunadamente aún reveló mi enojo ante la interrupción.

— Eso no importa por ahora —contestó con sequedad—. Quisiera seguir con esta histo-ria, si es que a la señorita no le importa.

— Al contrario, creo que nos interesa mucho ayudarle en algo, lo que sea que podamos hacer los dos por usted —entró Lulú a la conversación haciendo especial énfasis en que éramos dos las personas a quienes él narraba su vida.

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— De nuevo se lo agradezco, señorita. Pues bien, sigo. Unos días después, aconteció un suceso horrible. Mi pelo empezó a caerse en proporciones alarmantes. Mi peluquero me recomendó cortarlo totalmente, para quitar más fácilmente la infección que me había atacado. Lo hice, y eso me obligó a refugiarme en el seguro interior de mi casa. Una tía sugirió que se me pusieran emplastos de huevo con tomate en la cabeza, todas las ma-ñanas, para evitar que la enfermedad repitiera y para que mi pelo saliera con mayor fuerza — tuvo que detenerse aquí pues las lágrimas amenazaban salir, pero se repuso bebiendo un sorbito de vino y continuó—. Mientras le daba tiempo a mi pelo para de nuevo crecer, me vi forzado a pasar una temporada encerrado viendo televisión, lo que me permitió enterarme de lo que pasaba en todo el mundo.

— Espero que haya tenido éxito con el pelo y que haya resuelto todos sus problemas y que todo haya salido muy bien con sus problemas, para poder así tener éxito con las mujeres —dije con impaciencia, pues el restaurante estaba a punto de cerrar para pre-pararse para la cena e incluso el capitán había llevado la cuenta a mi mesa.

Limpié mi boca con la servilleta e hice todos los ademanes de quien está a punto de le-vantarse y dar por terminada su visita a un restaurante italiano.

— Ciao —le dije al capitán que insistía en usar el italiano con sus clientes—. Vámonos, Lulú.

Ella volteó a verme de esa especial manera que indica sin duda alguna un enojo inter-medio. Comprendí que estaba de más cualquier esfuerzo adicional y, por consecuencia, invité a mi departamento a ambos. No me importó mucho hacerlo, pues cierta morbo-sidad había en seguir oyendo esa extraña historia del desconocido. Subió él en la parte de atrás de mi carro y por el espejo retrovisor puede ver las expresiones de su cara al continuar su historia.

— Pues, bien, ya con la cantidad de pelo que se necesita como mínimo aceptable, con las frases de Wilde y sintiéndome muy conocedor de la situación mundial, me lancé una noche a la calle solo, por mi cuenta, sin compañía, pero con tres cubas libres en el cerebro. Esto me sirvió de experiencia. Supe que Wilde no causa una impresión en una meretriz. También descubrí que necesitaba una cosa que se llama savoir faire.

— ¿Siguió usted con problemas? —preguntó Lulú con ese tono de voz que yo conocía tan bien y que era el signo inconfundible de que había en ella un sentimiento fuerte. El-la quería escuchar al desconocido y yo no tenía otro remedio que obedecerla.

Por la noche, o la continuación del misterioLlegamos a la casa. Entramos. El desconocido pidió agua y, con pena, un cigarro. Nos acomodamos en los sillones y, sin música, siguió la historia.

— La oportunidad de aplicar todo lo que hasta ese entonces había acumulado de cono-cimiento se presentó pronto —dijo él con una expresión que llamaba a la más profunda lástima—. Era la fiesta de la hija de unos amigos de mis padres, y a mí me habían invi-tado. Había allí muchas lindas mujeres de mi edad, de esto no hace mucho. Todo fue muy bien, excepto por mi atuendo. Era otra cosa que había descuidado y que compren-

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dí que era necesaria. Supe que las mujeres sienten que el hombre debe vestir bien. Era obvio que el traje que mis padres me habían comprado para tal ocasión no era el ade-cuado. Yo hubiera jurado que ir de marinero sería atractivo, pero no lo fue.

En la pausa, nos miramos Lulú y yo. Todo se redujo a una sola posibilidad, seguir de-jando hablar al desconocido. El no vio nuestros hombros encogidos por un instante.

— Trabajé mucho tiempo haciendo de todo para poder lograr ahorros que me permitie-ran independencia en el vestir —siguió con su historia como si nada hubiera pasado—. Mientras lo hacía, mis padres continuaron comprando mi ropa en El Infante Elegante, argumentando que el que paga es el que decide. Limité mis salidas al mínimo posible y me concentré en estudiar el aspecto de la ropa en el hombre, gracias a algunas revistas que pude robar de la peluquería. Así transcurrió algún tiempo, hasta que logré tener dinero para comprar la ropa que yo quería. Fue en ese tiempo cuando fui a una tienda de ropa para caballero y compré un traje azul de casimir. Ese traje, el Bacardi, Wilde, al que no había olvidado, y un buen peinado, además de mi actualización casi perfecta sobre los asuntos del mundo, me sacaron de mi retiro. Fue la ocasión de una reunión muy elegante en casa de uno de mis tíos.

— Suena como que todo eso fue la solución a sus problemas —dijo con cariño Lulú, con tanto cariño que llegó el momento en el que sentí celos. Pero así era Lulú y yo debía de-jarla ser como era.

— Lejos de eso, señorita — le dijo a Lulú con una expresión casi agonizante—. Me pre-senté en el gran salón de fiestas de su casa y causé sensación, la gente me miraba y ha-blaba, murmurando. Me enteré de lo que hablaban, cuando mi padre se acercó a mí y me dijo que me cerrara la bragueta. Eso me causó una reacción tan depresiva que salí de allí y llegué al hotel, en el que ofrecí mis servicios, donde ahora vivo y del que no he salido desde entonces. Estoy, en estos momentos, desarrollando un sistema, a prueba de fallas, para evitar accidentes como el de la bragueta. Cuando termine con esta tarea, me lanzaré a otro intento para entablar relaciones con el sexo opuesto.

— Caramba, siento mucho que así acabe su historia. No es un final feliz, pero estoy se-guro de que en algún momento futuro usted tendrá éxito con las mujeres. Ha estado acumulando experiencias útiles que darán fruto muy pronto —dije con impaciencia, pero con bastante menos que antes. La verdad es que comenzada a interesarme en ver-dad en el pobre infeliz que nos había interrumpido en el restaurante.

Acto seguido me levanté del sillón, miré a Lulú e hice ademanes de despedir al buen hombre que había vivido hasta ahora tan amarga vida. Miré a Lulú, pero ella no dejó de verlo con las manos sobre la cara, ocultando lo que parecía un lloro. Le dije a Lulú que ya era tarde. Ella contestó que lo sabía. Se despidieron ambos y salieron juntos. Lulú le ofreció llevarlo al Hotel Le Roy, el sitio donde él trabaja. No dormí bien esa noche. Me había contrariado la interrupción del desconocido del que ni siquiera conocía su nom-bre.

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Domingo

Por la mañana, o la mañana que suponía quererAún en estos momentos sentía molestias por lo sucedido. Había tenido la idea de tener a Lulú sólo para mí, y ese pobre tipo me había robado su atención. Me negué a aceptar que eso era tener celos. Desayuné. Fui caminando a misa. De regreso vi un partido de futbol en la televisión. Volví a desayunar. No hice nada esa mañana. Nada, absoluta-mente nada. Así había planeado mis vacaciones, llenas de nada, como un antídoto a la vida del trabajo. Comencé a darme cuenta de que de haber tenido unas vacaciones co-mo las de esa mañana habría sido un tormento. No se puede estar así todo el tiempo.

Por la tarde, o la visita al Hotel Le RoyDespués de comer en el departamento hablé con Lulú y le pedí que viniera a mi casa. Ella se negó, pero aceptó que yo la visitara. Colgué el teléfono y con prisa conduje mi auto hasta su casa. Toqué. Abrió ella la puerta y antes de que yo pudiera abrir la boca dijo que debíamos ambos ir al Hotel Le Roy para visitar a quien ya no era tan descono-cido. Condujo ella y lo encontramos sentado detrás del mostrador. El nos vio con ale-gría, con una alegría que pocas veces había yo visto en la cara de un casi adulto. Con un ademán nos pidió entrar a una oficina que hacía juego con el sucio hotel. Era un edificio viejo y descuidado, que ofrecía una opción de bajo precio a viajantes y otros visitantes de la gran ciudad. Nos sentamos frente a su pequeño escritorio de vieja madera de pi-no, lleno de papeles y fue él quien empezó a hablar.

— Esta misma historia que le he contado a la señorita, se la conté también a otra perso-na, hace poco. Fue a una dama que se presentó como enviada por la Compañía Nacio-nal de Servicios de Correos. Me pidió la caja de la correspondencia no reclamada. Usted sabe, señorita, que los hoteles en esta ciudad tienen la obligación de guardar la corres-pondencia que reciben los huéspedes y que llega cuando ellos ya han partido sin dejar dirección.

Era obvio que la historia estaba tomando otro giro. El desconocido había dejado de ha-blar de sus problemas con el sexo opuesto y había empezado a contar otra historia.

— La dama de correos entró a este cuartucho que me sirve de oficina y donde ocupa un lugar importante ese traje azul que ustedes ya habrán visto. Me pidió la caja de la co-rrespondencia no reclamada. Fui a mi escritorio y abrí uno de los cajones. De allí saqué la caja de la correspondencia no reclamada por los huéspedes del hotel. No es una caja grande. Allí se guardan todas las cartas y documentos que los huéspedes y sus invita-dos dejan olvidados en sus habitaciones y también las cartas que llegan después de su salida del hotel. La política del Hotel Le Roy es la de mantener esa correspondencia, de todo tipo, guardada en concordancia con las disposiciones que al respecto ha emitido la autoridad correspondiente. Las he leído todas y hay unas que son interesantes —dijo al mismo tiempo que sacaba esa caja y nos la mostraba.

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— Siga por favor —le pidió Lulú.

— Estas son las cartas no reclamadas. Si hay alguna que le interesa, indíquemelo, por favor, le dije a la tosca y malhumorada dama de rostro duro e inconforme. Ella me ha-bía dado la impresión de ser más bien una policía que una persona que trabajara en co-rreos. Vestía un traje sastre manchado y descosido, de color café rojizo, con una blusa blanca también manchada en varias partes, lo que la hacía ver como parte de este hotel. Ella me dijo que lo único que quería ver era el contenido de la caja para llevar esa co-rrespondencia hasta el domicilio de cada ciudadano, lo que me pereció sospechoso, pe-ro hice.

— ¿Qué sucedió luego? —preguntó Lulú

— Se sentó la señora. Sacó la primera de las cartas que encontró dentro de esta caja. Era una carta que yo conocía bien. La dirigía un ingeniero extranjero a una compañía que lo había contratado para venir a trabajar aquí. A juzgar por la fecha, de esto hace poco. La que dijo ser enviada de Correos, abrió el sobre y leyó con cierta impaciencia. Ustedes pueden leer esta carta.

La sacó de esa caja. Era un papel escrito por los dos lados, a mano, con una letra firme y clara, dentro de un sobre manchado, y expresaba las quejas de un extranjero que había decidido regresar a su país después de trabajar aquí. Mencionaba cosas que cito de memoria:

... los elevadores del edificio donde están las oficinas en las que tuve que trabajar nunca servían y cuando lo hacían, les estaban dando servicio... Siempre pagué recargos por los retrasos con los que recibía los estados de cuenta de mis tarjetas de crédito... Sé de cartas que me enviaron familiares míos y que nunca llegaron... Los semáforos de sus calles está mal, lo que causa congestionamientos de tráfico y mal humor en la gente... en su país el peatón carece en absoluto de derechos civiles. Los del aire acondicionado, cuando éste su-fría una descompostura, siempre me decían ‘ahorita vamos’ y tardaban tres o más días en venir... Debo pensar que la secretaria que se me asignó era muy débil, ya que siempre esta-ba enferma y nunca iba los lunes. Se retiraba cinco o diez minutos antes de la hora de sali-da y llegaba un cuarto de hora tarde... Mi rutina de trabajo es de ocho horas diarias de tra-bajo efectivo con media hora para comer. Esto chocó con la costumbre de seis horas de tra-bajo efectivo máximo, dos horas para comer y tres para tomar café dentro de la oficina... Nada de esto puedo soportar más, me voy y les dejo esta carta explicatoria en la recepción del Hotel Le Roy donde me refugié por la inundación que el fontanero causó en mi casa. Hablé con mi secretaria y me dijo que mandaría recoger esta carta a la brevedad...

— No era esa la carta que buscaba la señora encargada de revisar la correspondencia no reclamada de correos —siguió narrando—. Tiró ella la carta a la basura, lo que me asombró mucho, y buscó otra en la pequeña caja que yo había dedicado a almacén de esas cartas y que cuidaba en exceso. Le ofrecí café, pero no quiso. A esta altura de su vi-sita, la señora me empezó a parecer de conducta sospechosa. Tomó otra carta y abrió su sobre. También era otra carta que yo conocía, era la de otro ejecutivo que la había deja-do olvidada en su habitación —nos dio la carta y yo la leí en voz alta.

Estaba escrita a máquina y era un memorándum que mandaba el director general de una empresa no identificada al responsable del personal. Le saqué una copia y por eso puedo reproducirla en su totalidad:

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Al director de Recursos Humanos:Por medio del presente, me permito recordarle que la última resolución que se tomó el jueves pasado, respecto a las formas de control de la empresa, deben entrar en vigencia de inmediato. Resulta recomendable que estos acuerdos sean conocidos rápidamente por to-dos los interesados, lo que incluye a todo el personal.1. Deberá prohibirse la inclusión de los números bailables y cantables que realizan nues-tros obreros y empleados en la fiesta de fin de año. Como referencia, le cito el caso de Isaías Vega, nuestro mejor fresador, que cantó en una de esas fiestas y se creyó con posibi-lidades. Ahora canta en una cabaretucho y ha abandonado a su mujer con seis hijos. Re-cuerde también el caso de Bertita. No tengo necesidad de decirle que ahora se ha puesto el nombre de Jacqueline Krystal y trabaja en cabarets.2. Está muy bien que nuestra política de personal fomente la interacción humana entre to-dos los integrantes del equipo de trabajo. Sin embargo, debemos reconocer excesos. Por ejemplo, no es infrecuente ver en los pasillos de las oficinas jugar a los hijos de nuestros empleados. Me molesta en lo particular en columpio que se ha instalado en la recepción.3. Aminorar la intensidad del programa que implementó su departamento que llamó “va-mos a conocernos mejor”. Cuando firmé su autorización, no incluí el tipo de actividades que se han llegado a realizar. Sé que Romualda, la empleada de nóminas, ya conoció a to-do el departamento de empaque y ahora quiere conocer a todos los cobradores.4. La jornada laboral empieza los lunes a las nueve de la mañana y termina los viernes por la tarde a las seis. Que yo sepa, no hay ninguna cláusula en el contrato de trabajo que diga que los lunes por la mañana y los viernes por la tarde el trabajo y la asistencia son opciona-les.6. Ha habido un aumento significativo en el número de embarazos del personal. Lo curio-so, si uno compara gráficas, es que ese aumento coincide con la iniciación del programa de incentivos para vendedores. Quiero que usted me confirme con exactitud el tipo de incen-tivo que se le ha ofrecido a ellos.8. La idea de dar uniformes a las secretarías es un fuerte incentivo y da una buena imagen a nuestra empresa. El último modelo de uniforme que pude ver a mi regreso, lleva a esa idea más allá de su objetivo original. Un poco de mayor recato sería prudente en nuestras oficinas y plantas.9. Me permito aconsejarle que los hijos del director de producción ya no aparezcan más en los comerciales. Ignoro la causa por la que varios niños tiene que salir en nuestros comer-ciales de tornillos.Le hago responsable de hacer ver que se cumplan estas recomendaciones y sugerencias durante mi ausencia y de que me lo comunique personalmente. Se requiere mi presencia de nuevo en el extranjero y estaré fuera entre cuatro y cinco semanas.

— Terminó la lectura de esta carta esa sospechosa mujer y durante unos momentos se quedó silenciosa, como si pensara algo —dijo el joven no tan desconocido—. Ahora sí aceptó el café que le ofrecí antes. Puso el memorándum que había leído a un lado del escritorio y buscó otra carta. Daba la impresión que buscaba algo en particular. Mien-tras tanto, le dije que quien había escrito lo anterior era un señor de mediana edad, el gerente general de una empresa que vino a este hotel hace unos meses, lo recuerdo muy bien, vino con una amiga y dejó olvidado ese documento en la habitación. Luego me lo enviaron a mí para guardarlo en caso de que lo reclamara algún día. Entonces, la dama sacó otra carta que yo conocía también. La había dejado olvidada un hombre con el que

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tuvimos problemas, pues habló a la administración diciendo que se iba a suicidar. Me mandaron a su cuarto para evitar la tragedia y lo logré después de contarle mi historia sobre el traje azul —sacó esa carta de la caja y me la dio diciéndome con la mirada que la leyera.

Eso fue lo que hice. El asunto ya me interesaba. La desdoblé. Estaba escrita a mano, con una caligrafía que dejaba mucho que desear. No recuerdo detalles de su contenido ex-cepto por dos detalles: era de un hombre joven que había estudiado comunicaciones y quería lograr empleo en una agencia de publicidad, y que para demostrar su talento proponía una campaña para cigarros pasaba en el eslogan “el cigarro para el hombre que puede darse el lujo de pagar menos”. Una vez acabada mi lectura, nos miramos Lu-lú y yo. Leí en su expresión la ignorancia de quien emprende un viaje sin saber su des-tino. Mi respuesta fue una encogida de hombros. El administrador del Hotel Le Roy nos miró largamente, sin que pudiésemos descifrar el significado de sus ojos.

— Obviamente no era la carta que la señora de correos buscaba ahora con mayor impa-ciencia —dijo él—. La dama volvió a revolver el contenido de la caja y tomó otra carta que leyó. También la conocía. La había leído varias veces. La dejó en el hotel un tipo que aquí falleció una noche después de haber estado de parranda varios días. Esto es lo que leyó la señora de correos, si me permiten que ahora sea yo el que haga la lectura.

Recuerdo algunas partes de la carta y que cito de memoria. Era como una especie de testamento dirigido a su esposa, de alguien que ha ingerido demasiado alcohol y está seguro de que morirá en unos minutos más:

Querida Edelmira:Todo lo que nace en este mundo tiene que morirse algún día para poder dejar lugar a los que vienen... tengo a mucho honor el haber sido un hombre macho... Nunca pagué im-puestos y quiero que esa tradición se mantenga entre mis hijos hombres... El maldito alco-hol me ha dado la fuerza suficiente como para sentirme en pleno goce de mis facultades y poder dictar eso que se llama la última voluntad.... no me arrepiento de nada de lo que hi-ce ni de aquella vez que por mi culpa Juanito se quedó cojo... comí, bebí, me fui de putas tantas veces como pude. Hice lo que hice porque soy hombre y me gusta hacer lo que me da la gana sin rendirle cuentas a nadie. Quiero que el coche se lo quiten a mi compadre y se lo den a Juanito para compensarle la cojera... La televisión te la dejo a ti... en la parte de atrás del cajón hay una bolsa de plástico que tiene un poco de dinero del adelanto que me dieron para el closet que me pidió un cliente... con lo que te sobre quiero que hagas un ve-lorio de categoría... El traje y la corbata son para Luis y dile que espero que los conserve tantos años como yo... El resto de la ropa que se le dividan entre Nacho y Pancho... A las hijas no les puedo dejar nada porque ya nada me queda para repartir... te pido que no te enojes cuando oigas lo que te voy a pedir ya que es mi deseo que lleves a la casa a vivir a mi mujer que después de todo es madre de mis otros hijos y se merece nuestro respeto por su amarga vida y por el cariño que siempre me tuvo... Me muero Edelmira y creo que ya está cerca el fin por lo que te ruego que lleves a cabo mis últimas voluntades que están en esta carta que estoy dictando a mi querido compadre. Ya acabé de decir lo que tenía que decir por lo que me voy a tomar ahora sí la última copa...

— Tampoco era esa carta la que buscaba la señora de correos —dijo para continuar rá-pidamente sin vernos, pues era obvio que la carta anterior le había producido alguna molestia—. Leyó otras cartas rápidamente esa dama y ninguna de ellas le causó una

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impresión. Me preguntó si había otras cartas y yo le dije que eran todas. Me insistió que recordara bien, pues era muy importante.

— Por lo que usted dice, la dama buscaba algo concreto, que no había encontrado, lo que hace que esa dama no fuera una empleada de correos, sino de la policía —casi gritó Lulú que había seguido muy de cerca la historia de las cartas.

— Ella me dijo que buscaban manuscritos de un hombre joven, sin dinero ni recursos, y que sabían que había sido huésped aquí. Lo que ella dijo me hizo recordar a un joven que dejó olvidado un diario y que yo no guardé en la caja por que no cabía en ella. Le dije esto a la señora de correos y le entregué un sobre grande, dentro del que venían va-rias hojas muy manchadas de grasa. Eso fue lo que leyó la señora de correos y que yo conocía muy bien. Había sido escrito por un joven con el que hice amistad y que se ha-bía hospedado en el Le Roy durante pocos más de dos meses o algo por el estilo —dijo el hombre con gran sorpresa para nosotros.

Acto seguido nos dio un sobre, que era obviamente el sobre grande al que había hecho referencia. Nos pidió e hizo jurar que lo cuidásemos con extremo cuidado, pues él lo había rescatado de la misma oficina de la policía en otra ocasión. Nos fuimos de allí, con el sobre y una curiosidad muy grande.

Por la noche, o el misterio pospuestoYa en casa de Lulú, lo abrimos pero ella dijo antes de leer:

— No, no lo vamos a ver ahora. Dejémoslo para después. Cuando hayamos olvidado un poco todas estas historias —se levantó y puso el sobre detrás de una hilera de libros.

Por alguna razón aquel joven empleado de hotel, cuya vida parecía totalmente triste nos había confiado con lo que él y la dama sospechosa consideraban de valor. Quizá Lulú, con su interés en todo el asunto, se había convertido en un custodio confiable. Es-tuve de acuerdo en reservar para otros momentos el descubrimiento del contenido del sobre del Hotel Le Roy.

Me despedí de Lulú. Una vez dentro de mi auto decidí ir a buscar al desconocido al Ho-tel Le Roy, no sé por qué. Unos minutos después estaba yo en la recepción solicitando verlo. Me dijo la vieja encargada del turno de la noche que el encargado del turno del día había renunciado y que no volvería, según él mismo dijo al salir, vestido de azul y acompañado de una mujer de muy buen ver. Me sentí contento y regresé al departa-mento. Dormí estupendamente.

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Lunes

Por la mañana, o el viejo ángel barrocoPermanecí en el departamento sin ganas de salir. Seguí leyendo, de seguro algunos cuentos. Quería que se cumpliera mi deseo de unas vacaciones con nada. La mañana pasaba sin aspavientos. La interrupción del día apareció cuando un ocupante de otro de los departamentos apareció. Le abrí la puerta y le invité una taza de café. Se llamaba Antonio y al verlo cualquiera podía imaginar a uno de los ángeles rechonchos del ba-rroco, ahora adulto de unos cincuenta años, quizá más. Irradiaba bondad y tenía una mirada directa y alegre, cualidad más propia de los que están pasados de peso. Había-mos hablado en otra ocasiones, siempre con interés.

Años después de di cuenta de que conversar no es lo mismo que hablar o discutir. Con-versar involucra la acción de escuchar a los otros, de tratar de entenderlos, de ponerse en sus zapatos. Hablar o discutir necesita lo opuesto, el negarse a escuchar al otro y mucho menos entenderlo, pues mientras los otros hablan uno se distrae preparando lo que uno dirá de inmediato. Con Antonio, por alguna razón, no se hablaba, se conversa-ba, y eso hacía su estancia ese día muy agradable. La conversación fue iniciada con las minucias irrelevantes de siempre. Me habló de su familia, sus hijos, su esposa; de lo or-gulloso que se sentía de tener esa familia. Lo escuché con atención.

— ¿Cuándo sabes que estás enamorado? —le interrogué con la esperanza de escuchar cosas razonables, la que era una característica de Antonio: jamás trataba de imponer sus ideas acerca de las cuales era, a veces, demasiado humilde. Pero lo que decía, según yo, brillaba.

— Debe ser sencilla la respuesta si se cree que enamorarse es una sensación de querer estar todo el tiempo con otra persona, posible de dominar, pero claramente una pasión, o un sentimiento, o algo por el estilo. Lo importante es que no es una acción de la razón, ni es una decisión consciente. Enamorarse tiene algo de involuntario... no, tiene casi to-do de involuntario. ¡Uy! Alguna razón tienes para preguntar eso.

— Bien, dices que es algo emocional, pero también lo es la pasión carnal, la de quienes buscan satisfacer un instinto sexual. Lo que me parece que puede establecer otra dife-rencia. ¿Puede haber enamoramiento sin atracción sexual? —volví a preguntar a quien yo veía como alguien superior a mí, con experiencia en la vida. Y sin hacer caso de su exclamación.

— Supongo que sí, pero quizá sea la excepción entre seres de distinto sexo y edad simi-lar. Puedo hablar sólo por mí y de mi experiencia. Cuando conocí a mi esposa, había desde luego enamoramiento y debo confesar que también deseos sexuales. El problema hubiera sido tener atracción sexual sin enamoramiento, lo que veo como una desvia-ción, o por lo menos algo no congruente. En todo caso, ambas son pasiones, como te di-je, y por eso tienen dosis de querencias involuntarias que pueden trastornar un tanto la vida. Y eso es lo que nos lleva a pensar que el enamoramiento no puede durar mucho porque la vida no puede estar trastornada todo el tiempo.

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perder, se perdería la relación que creo que tenemos los dos... en fin tengo dudas al res-pecto de... —terminé sin poder concretar más.

— Mira, no sé los detalles de tu caso, pero sí puedo decir algo en general. Querer estar con alguien es parte del enamoramiento, no lo dudo. No querer tener sexo con ella, mu-chos lo verán extraño en estos días, pero me parece que puede hablar de que la cuidas, de que la valoras más de lo que te imaginas. A mí me sucedió algo similar con mi mujer. Había yo llevado una vida un tanto agitada en esos días, como quizá la tuya según me has contado otras veces, pero no con ella. A ella la puse en otro nivel y quise subir hacia ella. Quizá lo que te digo es que el enamoramiento debe ser hacia arriba, hacia alguien que consideras por encima de otros y que no quieres que baje al nivel del resto, alguien que te inspira el posponer tus instintos pero no los quita de tu mente.

— ¿Crees que eso me suceda? —volví a preguntar con cierta molestia interna porque aquello ya parecía una consulta médica y no deseaba importunar a Antonio.

— Yo no puedo contestar eso. Sólo tú lo puedes hacer, todo lo que puedo añadir es un par de cosas. Una es que el enamoramiento no puede durar y la otra es que el matrimo-nio no es una búsqueda de tu felicidad.

— Explícame eso de que no puede durar —pregunté de nuevo creyendo que llegaría un momento en el que el sitio que Lulú comenzaba a ocupar sería llenado por otra y otra y otra.

— No es una idea mía, pero mi vida lo atestigua. Al principio te enamoras en una ac-ción casi involuntaria y por eso te puedes enamorar con frecuencia, de muchas mujeres y al mismo tiempo, pues es una pasión quizá generada por lo atractivo de algunas y no me refiero sólo a cuestiones físicas. Si vas por ese camino, sigues la ruta de Casanova o de don Juan, brincando de una a otra, sin parar, pues una vez satisfecha la emoción, nada te queda para retenerte —diciendo esto, sus brazos y manos simularon saltos de un lugar a otro—. Es como un niño que se cansa de un juguete o de un juego y va a otro y a otro. Enamorarse es frecuente, pero lo intenso realmente está en amar, porque eso sí dura y dura porque es una acción voluntaria, no una emoción. Yo ya no estoy enamo-rado de mi mujer, lo que cuando digo causa inquietud en la gente. Yo la amo, que es más fuerte... y eso me lleva a la otra cosa, a la de que el matrimonio no es una forma pa-ra que tú seas feliz, sino una que por ese amor trata de hacer feliz a quien amas... y cuando eso es correspondido, te digo que es tal vez la mayor de las felicidades terrena-les.

— Creo que lo que dices es lógico, o al menos comprensible, pero me parece que exige personas con mentes muy elevadas o al menos con mucho control de sí mismas. Mu-chos de mis amigos se dejan llevar por las pasiones y yo no soy gran excepción a eso. Lo que quiero decir es que poner miras demasiado altas para las personas, requisitos que no son fáciles de cumplir... —comenté sin ahora tampoco saber cómo terminar mi idea.

— Puede ser, pero si las metas se rebajan, todo se rebaja, incluyendo al mismo hombre y no me parece que ése sea un buen camino. Lo que puedo decirte es que es mejor ser al-guien que se da cuenta que ha dejado de cumplir ciertas normas a alguien que no sabe que esas reglas existen y hace lo que le viene en gana. Quien tiene conciencia de haber

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hecho algo indebido o debido es uno que tiene oportunidad de enmendar o seguir, pero no el otro. Por eso te digo que es mejor tener miras altas, con normas estrictas, a bajar las miras y relajar las normas. Si tú sabes que en algunas ocasiones has obrado mal, eso es bueno porque tienes una oportunidad de corrección mejor que si no sabes que has obrado mal.

— Visto del otro lado, creo que es una cuestión de optimismo. Si las reglas, los princi-pios, los valores, o como quieras llamar a eso, son elevados y estrictos, eso significa que se tiene una opinión optimista pues se piensa que la persona puede cumplir con ellos. Si se piensa que no puede cumplir con ellos, la visión es pesimista, la de un ser incapaz, que no puede controlarse a sí mismo —dije muy satisfecho de mí mismo y al mismo tiempo alegre.

— Sí y por eso, en mi opinión, la religión que tiene una visión optimista de las personas debe estar muy cerca de la verdad, en cambio las que tienen opiniones pesimistas tien-den a ver a las personas como incapaces de nada meritorio. Yo soy un optimista con respecto a ti, a mí, a todos, y por eso soy religioso, lo que me ha valido una buena serie de comentarios negativos —comentó Antonio con una sonrisa amplia, ladeando la bo-ca.

— ¿Te preocupa que hable alguien mal de ti? Digo, de que eres un tipo religioso. Yo voy a misa, pero quizá más por costumbre, y no de muy buena forma. Me quejo y lamento, a veces me da vergüenza decir que soy creyente —dije mientras le invitada otra taza de café, que él rechazó.

— No, no me preocupa eso, lo que me aterra es la gente que simplemente ignora el te-ma. Mira, el ateo convencido piensa en Dios y lo hace con intensidad, en dirección con-traria a la del creyente convencido, pero al final, para los dos Dios es importante. Lo que me da pena es esa gente para la que Dios es como una nota al pie de una página. Y con respecto a la vergüenza de ser religioso, te digo algo simple: si te da vergüenza ha-cer algo por eso de lo que los demás piensan, estás encadenándote a otra religión —dijo con una mirada inquisitiva que solicitaba una aclaración que deseaba hacer.

— Creo que no te entiendo, o por lo menos no sé exactamente qué quieres decir —pre-gunté por obligación, pero también con curiosidad.

— No tengo duda de que somos seres libres, pero nuestra libertad necesita seguir a al-guien. No somos tan autónomos como para ser independientes en lo total. Nuestra li-bertad sólo sirve para decidir cada uno por sí mismo de qué seremos esclavos. Unos op-tan por ser esclavos de lo que el resto piense de ellos, otros de droga, de sexo, del traba-jo, de las bebidas... hay mucho de dónde escoger, puedes ser esclavo de Dios también. Pero eso sí, cuando escojas algo, que no te dé pena decirlo y si te da hay algo malo en ti —dijo levantándose—. Te dejo, te busco otro día.

Así, recuerdo, terminó esa conversación. Antonio salió de la casa y yo me quedé pen-sando en él. Solía llegar a mi departamento sin avisar, pero siempre coincidiendo con algún momento de ocio mío, de manera que había al menos un par de horas para con-versar. Me alegré de esas casualidades que me habían llevado a situaciones en verdad agradables y que ahora me revelaban una serie de sentimientos encontrados con respec-to a Lulú. Toda ella era en extremo atractiva para mí. Toda, pero sobre todo su persona,

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si es que puedo separar esa parte del ser humano. Pensaba más ahora en ella que en la conversación con Antonio. ¿Estaba enamorado? No sabía los síntomas y lo que había visto en otros parecía no sentirlo yo. Sólo sabía un par de cosas. Prefería estar con Lulú que con otras personas y trataba de imaginarme si esa sensación duraría. ¿Seguiría pre-firiendo a Lulú dentro de cuarenta años? No recuerdo qué más hice durante la mañana. Seguramente continué leyendo o vi algo de televisión. Hice algunas anotaciones en mi libreta. Comí y dormí. Antes había hablado con Lulú para vernos por la tarde y ella su-girió que fuera en su casa, donde cenaríamos también.

Por la tarde, o sardinas en pan campesinoLa casa de Lulú es la más agradable que conozco. Es más bien reducida y su exterior deja algo que desear, pero sus interiores son hermosos. La sala da a la calle, con una ventana que la ilumina mucho. En ella hay un par de libreros repletos de libros, que también contiene un equipo de sonido y muchos discos. Los sillones son muy cómodos y la habitación está casi forrada de madera. Más adentro está el comedor, sin chiste y plenamente utilitario y le sigue la cocina, otra habitación muy iluminada y alegre, con muchas plantas.

Lulú abrió la puerta. Llevaba un vestido muy rojo, que nunca antes le había visto. Al verla, puse ojos de asombro y silbé aprobando con entusiasmo su apariencia. Ella se sonrojó y yo, creo, terminé de enamorarme en ese momento. Pasamos a la sala. Tomó asiento junto a mí, colocando los dos vasos de jerez en la pequeña mesa de centro. Me miró. Mi corazón sonrió y después lo hizo mi boca. Recordé lo de Antonio, debes ena-morarte hacia arriba, hacia quien valoras más. No es una cuestión de dinero, es una cuestión de personas. Quizá eran como las seis de la tarde, no lo recuerdo. La miré a los ojos. La luz de la ventana se reflejaba en su pelo rojo y le daba una media aureola celes-tial. Le tomé la mano, cosa que no era esperada por ella, pero que no me negó.

— ¿Recuerdas a Ramírez o como sea que se llame? —pregunté.

— No, Luis, nunca me has contado esa historia, porque presiento que la vas a contar, ¿verdad? —dijo con ojos mitad coquetos, mitad lánguidos.

— Todavía yo no había terminado con mis estudios de leyes cuando empecé a trabajar en uno de los bancos más grandes, en su oficina central. Un gigantesco edificio donde yo era uno de los más de mil empleados bancarios. El mundo del trabajo fue toda una revelación para mí, definitivamente distinto del mundo universitario y académico y muy lejano al mundo familiar que me había cobijado durante tanto tiempo. En una ofi-cina todo era diferente, especialmente la cantidad y la pasmosa variedad de personas. De entre ellas destacó, por lo menos para mi, un hombre de poco menos de cuarenta años, estatura mediana y facciones muy poco distintivas.

— Espera, espera —interrumpió ella mis recuerdos—, voy por la botella de jerez. Prefie-ro detenerte ahora que más tarde. Fue por la botella, la colocó sobre la mesa, llenó de nuevo las dos copas casi vacías y me dijo que continuara.

— Esta persona, sin embargo, tenía una característica: era el bromista de la oficina. No recuerdo su nombre, lo llamaré Ramírez. Supongo que Ramírez era eficiente en su tra-

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bajo, tenía un puesto de cierta categoría manifestado por un escritorio pegado a la ven-tana y en posición perpendicular a los escritorios de la inmensa mayoría del resto, den-tro del que yo estaba incluido. En ese piso había unas cuatro personas con oficinas pri-vadas a las que yo nunca veía, razón por la cual no me importaban. Los jefes inmedia-tos carecían de privados, pero su escritorio, colocado de otra manera era muy visible.

— O sea que desconoces su nombre real —dijo Lulú—, lo que me parece injusto con esa persona.

— Es cierto, pero es la realidad. Sólo recuerdo sus bromas. Ramírez hacía bromas cons-tantemente pero sin un patrón predecible. Además, era capaz de seguir una broma du-rante días continuos. Si la broma era revelada o no, poco le importaba. Cierto que una broma publica es festejada y puede gozarse más ampliamente. El gozo privado de Ra-mírez era suficiente. Para él no significaba nada que la broma fuera conocida por otro. Algunas veces eso le llegaba a molestar. Consecuentemente, una gran porción de todas las bromas de Ramírez nunca fueron, ni serán, conocidas en mi opinión. Por alguna ra-zón, yo conocí más de ellas que ninguna otra de las persona de ese mismo piso: mucho más de quinientos metros cuadrados de empleados bancarios con escritorios en cuatro largas filas, uno detrás de otro, ocupados por la gama más diversa de personalidades.

— Ya dijiste la esencia, ahora ve a los detalles, por favor —me miró de nuevo con esos ojos suplicantes y con un cierto tono de impaciencia.

— Una de las bromas favoritas de Ramírez era calentar a un punto excesivo las jalade-ras de los cajones de los escritorios justo antes de la hora de entrada en la mañana, o después de comer. Las jaladeras, de metal, mantenían el calor por corto tiempo, unos tres minutos de temperatura bastante alta. Al llegar a la oficina la persona cuyo escrito-rio había sido objeto de ese tratamiento, lo primero que hacía era abrir el cajón superior derecho para sacar sus instrumentos de trabajo que siempre eran guardados ahí al aca-bar la jornada del día anterior, una costumbre de trabajo como cualquier otra. Obvia-mente la persona, al tomar con la mano la jaladera sufría el dolor de lo caliente. Gene-ralmente la sorpresa era tan grande que emitía un grito y así llamaba la atención de to-dos —terminé intentando servir una copa más para los dos, pero ella me detuvo con los ojos.

— No te hagas del rogar, sigue, por favor, con Ramírez.

— Después de un tiempo, ya no fue extraño para mi oír esos gritos con cierta frecuen-cia; gritos a veces cercanos, a veces al final de la fila de escritorios y casi siempre segui-dos de una palabra malsonante. En ciertos periodos esta broma era continua, tres y cua-tro veces por semana, pero podían pasar semanas sin que se registrara un incidente igual.

— Por favor recuerda alguna otra broma —volvió a suplicar Lulú.

—Una variante de la jaladera caliente, era lo que podía llamarse la jaladera del faquir. Una tira de cinta adhesiva era hábilmente perforada por chinches, esos clavos de cabeza grande y circular, de manera que la parte con pegamento pudiera adherirse a la cara interior de la jaladera. Esto se colocaba en los cajones inferiores y producía unas peque-ñas heridas en la mano con los consecuentes gritos e insultos. Esta técnica tenía un de-

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fecto: muchas veces eran bien visibles las chinches, por lo que fueron sustituidos por grapas. El cambio de técnica fue muy exitoso.

— Me encanta oír estas historias que no tienen mucho sentido —dijo ella con un gozo auténtico y grande.

— Déjame continuar. En otras ocasiones, Ramírez sustraía papelería personal de las grandes personalidades del banco, los directores, cuyos nombres eran capaces de hacer temblar a cualquiera, especialmente a los que ocupábamos las largas filas de escritorios. En esa papelería escribía mensajes dirigidos a algunos de nosotros. Eran mensajes muy adecuados a las características individuales de las personas.

— ¡El viejo truco de la papelería del director! Tiene efectos que son maravillosos y ver-daderamente graciosos —soltó esa risa enorme y sonora que no podía contener.

— Bueno, pues poco tiempo después de entrar yo, recibí una de estas comunicaciones. Era un memorándum dirigido a mí y venía firmado por el subdirector general, el se-gundo de abordo. Más o menos decía así: "Hemos observado con mucha atención su desenvolvimiento dentro del banco desde su incorporación hace dos meses, tiempo su-ficiente para hacer una evaluación sobre bases sólidas y bien cimentadas. Gracias a nuestro circuito por televisión hemos observado que usted tiene ciertas inclinaciones a conversar con su compañero de la izquierda durante más tiempo de lo que es aconseja-ble para nuestros estándares de eficiencia. Como consecuencia de lo anterior y para po-der conservar su puesto actual, sería conveniente que solicitará a su jefe inmediato un cambio de escritorio a una posición que evitará el problema señalado. Veremos con be-neplácito este cambio y en el próximo periodo se evaluarán sus resultados. Atentamen-te" —hice la señal de terminar las comillas de una supuesta cita textual.

— ¿Qué hiciste? —volvió su sonora carcajada.

— No es necesario examinar la reacción que ese memorándum tuvo en un novato como yo. Era cierto lo de la conversación excesiva, que Ramírez debió haber notado. Fui a ver a mi jefe para lo del cambio de escritorio. Yo no sabía que era tabú pedirlo. Me costó mucho tiempo ganarme otra vez la confianza de mi jefe.

— ¡Que cara has puesto! —déjame servirte otra copa, a lo que yo comenté que preferiría cenar algo y ya no beber más.

Nos levantamos y fuimos a la cocina, donde Lulú sacó unas latas de sardinas y puso su contenido en un plato. Rebanó parte de un pan campesino y lo puso en otro plato. Era obvio que Lulú no quería perder el tiempo preparando algo más complicado.

— Perdona, pero quiero seguir oyendo esta historia —confirmó Lulú mi impresión.

— Ramírez, que ocupaba el puesto de subgerente de algo mandó muchas cartas y me-moranda de ese tipo. En muchas de ellas solicitaba trabajos urgentes asignados a gente de su área —dije con una sardina en la boca.

— No te detengas —casi me suplicó.

—Está bien. Por ejemplo, el director de ahorros, supuestamente, pedía un estudio espe-cial sobre el rendimiento promedio de las cuentas de ahorro de una cierta sucursal a Zepeda. Obviamente había sido Ramírez el autor de ese memo. Entonces, Zepeda iba

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con Ramírez, que era su jefe y le mostraba la carta. Ramírez le respondía "No me impor-ta qué te ordene ese tipo, tú estás ocupado en otras cosas y nos vas a atender su solici-tud. Voy a hablar con ese hijo de su pelona muy claramente ahora mismo". Salía del pi-so y permanecía afuera una media hora. A los dos días Zepeda recibía otro memorán-dum que decía, "habiendo consultado con el señor Ramírez sobre mi anterior solicitud a usted, hemos acordado posponerla durante un tiempo. Aprovecho para felicitarlo por el gran trabajo que usted está desarrollando y que tanto alabó el señor Ramírez".

— Dices que nadie estaba enterado de estas bromas. Curioso, muy curioso, eran bromas que sólo él disfrutaba. Se necesita un humor muy especial para hacer eso —meditó Lu-lú, lo que me dio tiempo para introducir otra sardina en mi boca—. Cuéntame más, por favor.

— Cada escritorio tenía un teléfono. Todas eran extensiones de una central gigantesco. El teléfono era un buen método para las bromas de Ramírez, quien era capaz de imitar más de diez voces diferentes. Una vez de habló a mi compañero de enfrente y con acen-to español afirmó ser un alto funcionario del Banco de Bilbao. Le dijo que había hablado con varias personas y que él había surgido como el mejor candidato para ocupar un puesto importante en ese banco y que ello, desde luego, implicaría mudarse a la ciudad de Nueva York. Le dijo que mantuviera esta conversación dentro del más estricto secre-to y que posteriormente se pondría en contacto con él.

— ¿Qué dijo el otro? —preguntó Lulú intrigada.

— Así estuvo durante más de dos meses. Le hablaba dándole cifras de sueldo, de pres-taciones, de gastos de representación. Le ofreció pagar la renta de su departamento, via-jes en primera clase, todo. Le prohibió verlo diciendo que era conveniente restringir contactos a un nivel telefónico por que si lo veían con él, los banqueros empezarán a sospechar. Cuando el pobre hombre ya estaba haciendo sus preparativos para emigrar, le volvió a hablar para cancelar todo el asunto. Puso como excusa el haberlo visto hacia unos días en un sitio no digno de la reputación del banco, lo que era cierto.

— Me parece una broma muy cruel, pero puedo reírme porque para mí es sólo una his-toria, aunque mataría a Ramírez por haberla hecho —dijo medio indignada, pero rien-do.

— Creo que la mejor broma telefónica de Ramírez fue la que hizo pretendiendo realizar un estudio medico a través de ese medio. Llamó a un joven de reciente ingreso hacién-dose pasar por el Jefe de Servicios Médicos de admisión. Le ordenó que respirara pro-fundamente acercando su boca a la bocina con objeto de medir su capacidad pulmonar. Lo último que le pidió fue que hiciera rápido diez sentadillas y luego pusiera la bocina en el corazón. Las cuatro largas filas de gente del piso contemplaron desde sus escrito-rios las sentadillas. Fue todo un espectáculo que luego se convirtió en una broma clásica de todos los tiempos.

— Demasiado conocido eso del examen médico por teléfono —dijo Lulú con desilusión y se levantó para quitar de en medio los platos ya sin sardinas ni pan.

— Ramírez —dije mientras ella hacia esa tarea— hacía esas bromas. Algunas eran ori-ginales, otras no. Lo que te quiero decir es que no las contaba a nadie. Yo me enteré por

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casualidad de bastantes, que es lo que me lleva a creer que él era el autor del resto de las bromas, pero no tengo evidencia para probarlo. Por ejemplo, una broma más o me-nos estándar y no propiedad exclusiva de Ramírez era la llamada telefónica a alguien de nuestro piso proveniente de alguien de otro piso. Se llamaba a la persona en un momento que no estuviera y se dejaba un recado con quien contestara. El recado pedía bajar a cierto departamento para ver a cierta persona con un determinado objetivo. Los detalles del recado eran los determinantes rotundos de la broma. Creo que a una perso-na le hicieron ir a la oficina del Director General, donde la secretaria aceptó la orden de que pasará a verlo pensando que él lo había llamado directamente.

— Pero también eso es algo normal en las bromas de las oficinas y de las fábricas, espe-cialmente con los jóvenes que entran a trabajar —dijo con cierto disgusto—. Pero sigue con las bromas de Ramírez.

— En cada uno de los varios pisos del Banco había una recepcionista, cuya belleza au-mentaba proporcionalmente con el tiempo que uno hubiera trabajado en esas oficinas. Desde luego, se registraban romances, unos serios, otros imaginarios. Cuando alguien enseñaba la menor predilección por alguna de las recepcionistas, ello era causa suficien-te para que ella recibiera recados anónimos con declaratorias de amor. Los anónimos eran hábilmente escritos de la forma que la mujer pudiera descubrir a su misterioso pretendiente, cosa que él ignoraba totalmente. Uno de nosotros se casó con la recepcio-nista de nuestro piso. Todo gracias una broma de Ramírez, supongo.

— Quieres decir que no estás del todo seguro y que puedes en la realidad estar creando una ficción entera. Es posible que Ramírez sea inocente de todo, o casi todo y que tú te encuentres inventando toda una historia falsa.

— Es una posibilidad real —dije con fuerza—. Sin embargo, aunque no tengo pruebas, todo lo que sé apunta en esa dirección: Ramírez hacía bromas, muchas bromas. La gran mayoría de las bromas que fueron descubiertas eran de él, que es lo que me hace supo-ner que una buena proporción de las no descubiertas también eran de él.

— No necesariamente. Podemos estar frente a un misterio, el del bromista desconocido de una oficina hace una veintena de años y que puede andar suelto, por allí, haciendo bromas de las que nadie sabe su autor, ni lo sabrá. Es una historia más interesante que la que estás contando —habló mientras yo fumaba otro Camel sin filtro.

— Ahora cuenta tú algo, porque yo ya hablé demasiado —dije entre el sabroso humo del magnífico cigarro. Pero hagámoslo en la sala, si te parece.

Por la noche, o el club de los filósofos tristes— Donde yo trabajé hace tiempo, hacían una broma. A eso de las diez de la mañana pa-saba el carro del café. Todos teníamos derecho a una taza diaria. Alguien desconocido varias veces se las ingenió para provocar pánico en algunos de nosotros. Seleccionaba los lunes para hacer esta broma: ponía en el café una substancia, que nunca supe que era, insabora y que producía orina muy roja. El susto era mayúsculo para cualquiera. Algunas salidas al baño los lunes no tenía regreso. Se iba al Departamento Médico soli-citando, implorando, una cita de emergencia. Supongo que se haya tratado de un tinte

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vegetal, o algo por el estilo. Al cabo del tiempo, debido a la frecuencia de esa supuesta enfermedad, el Departamento Médico giró una circular especial para nuestro piso pre-viniéndonos acerca de bromas de este tipo. Gracias a la circular supimos que era una broma y pudimos hablar libremente de cuando nos había sucedido eso —contó Lulú ya en la sala.

— No había oído esa broma. Cruel, pero interesante —comenté imaginando las trage-dias personales que eso debió producir.

— El caso es que nunca supimos quién hacía esa broma, pues no era el mozo encargado del café, ya que varias veces fue cambiado y los sucesos se repetían. Ves ahora clara-mente que puede existir un bromista anónimo, o más de uno, que pasan su vida jugan-do con la de los demás, a veces con bromas que se pasan de la raya.

— Hay un punto que me parece interesante. Me refiero al hecho de permanecer desco-nocido, de mantenerse en la oscuridad, sin aparecer ante nadie más como el autor de esas bromas —dije—. Se trata de una personalidad muy especial, porque incluso es po-sible pensar en situaciones en las que ni siquiera el bromista conoce el resultado de la broma de la que es autor. Es el caso del bromista desconocido.

— ¿Conocías al hombre que nos entregó el sobre con el diario secreto que está allí? —preguntó Lulú con una mirada que invitaba a la especulación más alocada viendo hacía los libros tras de los que estaba el sobre.

— No, nunca lo había visto en mi vida. Ni siquiera sé su nombre, nunca nos lo dijo.

— Esa es una clave, nunca quiso darnos su nombre y todo eso me perece sospechoso. Dime una cosa. ¿Recuerdas a Ramírez? Nada más quiero saber. Dime, ¿te acuerdas de él?

— Vagamente. Tu lo que quieres saber es si Ramírez y joven del Hotel Le Roy tienen al-guna relación. No, no se parecen. La única relación que podría haber entre ellos es de padre e hijo, o algo similar. Pero no se parecen, creo

— Mientes. Esa mirada te delata. Te conozco bien —dijo Lulú con gran seguridad.

— Bueno, sí pertenecen a la misma descripción genérica ambos. Digo, más o menos de la misma estatura, el mismo color de pelo y, sí, podrían ser de la misma familia. Pelo oscuro, ojos pequeños. Pero eso no significa nada —dije mirándola con una ira fingida.

— Acabamos creando una fantasía posible, la de una familia de bromistas anónimos, que vagan por este país riendo, haciendo bromas que las personas posiblemente tomen como historias extrañas, o sucesos fuera de lo común, o accidentes de algún tipo. ¡Fas-cinante teoría! Estamos frente a una posible conspiración mundial, quizá de una dinas-tía que, puede ser, hizo bromas a Luis XV, o que convenció a Ludovico de construir cas-tillos, o a Nostradamus de escribir rimas que nadie entiende y que algunos toman muy en serio —dijo riendo, o mejor dicho sonriendo.

— Buenas noches, Lulú —dije levantándome del sillón.

Fue ahora ella la que me tomó de la mano, lo que me produjo un movimiento instintivo en todo el cuerpo. Sin duda me sonrojé y ella lo notó, pues me miró pícaramente.

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—No te vayas. ¿Qué vas a hacer allá? Nada. La conversación está sabrosa. Vamos a ca-minar unos momentos —susurró en tono que juzgué coqueto y que hasta ahora no le conocía.

No pude decir que no. El prospecto de un paseo con Lulú era mucho mejor que el de leer en casa. Salimos y caminamos hasta un parque cercano, muy bien iluminado, tanto que parecía de día en algunas de sus partes. Me tomó del brazo y se pegó a mi cuerpo, no con sensualidad, sino con familiaridad. Durante largo tiempo no dijimos nada. Ca-minábamos al mismo ritmo, con lentitud y, por decirlo así, como una pareja que lleva muchos años de casados, igual a las que por las noches se ven en algunas calles. No sé cuánto tiempo duró la caminata, pero sentí que no quería que terminara.

— Es otra de las características de los humanos. No puedo imaginarme a un gato que haga lo mismo, mucho menos a un pescado. Ni siquiera un perro. Es una cuestión me-ramente humana —interrumpió Lulú el silencio del parque.

— ¿De qué hablas?

— De las bromas, del humor, de la imaginación. Sin duda un perro se alegra cuando re-gresa su amo. Hay alegría en él, pero de allí a pensar en una broma hay una distancia terrible, insalvable. Un animal no puede escribir chistes, ni puede construir parques, ni pintar Las Meninas... ¿te das cuenta? Los humanos somos seres muy diferentes y debo decir que superiores al resto —dijo mientras se separaba de mí y se ponía enfrente, ca-minando hacia atrás, moviendo sus manos para enfatizar más sus palabras.

— No veo la cosa tan optimista. Recuerdo haber leído que no debemos creernos tan su-periores, que nuestro planeta no es el centro del universo, que no dominamos nuestra mente, que nuestro mundo es injusto y que no somos muy diferentes a los animales... todo eso de Darwin y la evolución —afirmé creyendo aportar algo a la conversación.

Nos detuvimos, o mejor dicho ella de detuvo y después yo lo hice. Una farola ilumina-ba a Lulú a su espalda, lo que resaltaba una figura misteriosa a la que era difícil verle la cara que estaba oculta por las sombras de un enorme árbol. Se acercó a mí y me habló cambiando el tono a uno que me hacía pensar en secretos muy bien guardados.

— Prométeme una cosa para el resto de tu vida... por favor... de ello depende tu felici-dad, Estoy hablando muy en serio de un grupo de personas, que son numerosas, y que tienen algo en común: quieren volver pesimista a la gente. Es en serio. Por favor, pro-méteme que no te volverás un miembro involuntario de ese club de pesimistas.

— ¿Qué? —exclamé sorprendido, realmente sorprendido—. ¿Hay una conspiración se-creta de personas que se han confabulado para atacar a la humanidad volviéndola pe-simista? No te creo.

— No es una conspiración que tiene reuniones mensuales en una sala secreta en el só-tano de algún museo. Pero sí es un conjunto de ideas que nos afectan y nos vuelven pe-simistas. Nos quitan la alegría. Nos hacen ver a la vida como una maldición que debe terminarse. Son los que quieren convencernos de que somos iguales a un chimpancé, cuando ninguno de esos animales ha podido escribir una página de poesía. Son los que dicen que somos un accidente biológico que eventualmente desaparecerá. Son los que dicen que en nuestra mente hay secretos que no podemos dominar y que sin remedio

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todo se reduce a instintos sexuales o complejos de inferioridad. Son los que dicen que no somos libres. Los que dicen que sólo podemos pensar de acuerdo con nuestros tiem-pos, o a la clase a la que pertenecemos. Son los que prefieren destruir a construir, los que prefieren pelear que conversar, los que quieren olvidar el pasado y las tradiciones, las que elevan la violencia a un altar. Esos son los pesimistas, los que piensan mal de nosotros. Son los tristes que quieren que seamos como ellos. Los que quieren hacernos felices haciéndonos tristes a todos. Los que nos quieren quitar los placeres del tabaco, la bebida y la comida, para sustituirlos con los vicios del libertinaje. Los que nos dicen que somos simios en realidad, que sin remedio nos dominan pasiones incontrolables, que debemos obedecer al Gran Hermano sin cuestionar nada. Los que no quieren que ha-gamos preguntas porque ellos ya tienen todas las respuestas. Los que tienen la receta infalible de la felicidad en una sociedad armoniosa de su invención. Los que piden tra-tar a las ballenas bien, pero mal a los humanos. Los que quieren hacernos creer que so-mos una plaga en la tierra y quieren quitarnos nuestras propiedades porque no nos cre-en capaces de administrarlas bien. Los que confían ciegamente en la razón sin aceptar que ella misma se sabe imperfecta. Los que no ven personas, sino grupos perennemente en lucha sin remedio ni solución. Los que alaban a la muerte y reniegan de la vida.

No pude hablar después de que Lulú dijo todo eso. Incliné la cabeza viendo al suelo y luego la levanté. La miré a los ojos sin hablar y dije:

— Obviamente crees en lo que dices. Para mí es algo nuevo. Nunca había pensado en eso. No se me había ocurrido —fue todo lo que se me ocurrió.

— Tú me importas y por eso te lo digo. Por favor, no seas un miembro de ese club de los tristes contagiosos. Son una epidemia. Peor que una enfermedad mortal. Se dicen expertos, se creen filósofos, pero son en realidad solemnes mercaderes de la tristeza. Lo que hacía Ramírez era filosofía de mayor calidad que la de estos, una de optimismo y sonrisas, más humana. Prométemelo —dijo con ojos que vi húmedos, que me miraban suplicantes y con sus manos sobre mis mejillas.

— Sí, lo prometo. Te lo prometo —dije sin en realidad estar muy convencido de lo que todo eso significaba.

Caminamos de regreso igual que antes. Abrió la puerta de su casa y me dio un beso, quizá más prolongado que los anteriores. No era un beso de enamorada. Era un beso voluntario. Al menos eso quise pensar.

Martes

Por la mañana, o las preguntas aún no hechasHabía conciliado el sueño pensando en esa idea, la del club de los filósofos tristes. No es fácil digerir. Y quizá hacerlo me ha tomado años, hasta que escribo estas memorias de mis vacaciones. Sí, Lulú tuvo razón. No es que exista un complot, pero sí hay mu-chas ideas flotantes, que se aceptan como modas incuestionables y que tienen en común

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el suponer que los humanos tenemos una existencia triste. Visto muchos años después, en estas vacaciones mi ideal había sido originalmente el ocio absoluto y lo que en reali-dad sucedió fue otra cosa muy distinta. Estaba yo recibiendo respuestas a preguntas que aún no me hacía. Tal vez fue una consecuencia inesperada del ocio, el tener tiempo, el no dejarse llevar por los asuntos del día como si ellos fueran toda la vida. Tiempo después vi un caso de esos. Era un hombre quizá más joven que yo, de enorme éxito empresarial y que jamás tenía tiempo libre. Jamás. Vivía jornadas cansadas y largas, in-cluso los fines de semana. Siempre me dio la impresión de que no tuvo tiempo de pen-sar, o mejor dicho de dejar que su mente caminara sin metas fijas, explorando lo que podía ser y lo que debía ser.

¿Amaba a Lulú? Siendo yo de una personalidad más tranquila que inquieta, decidí de-jar pasar las cosas, que el tiempo siguiera transcurriendo. Que las casualidades siguie-ran ocurriendo. Porque, al fin, había una coincidencia: ella, en esos días, había dejado su trabajo por decisión propia y se había tomado unos días libres antes de entrar a la otra empresa, en la que le habían ofrecido mejores condiciones. Vivía ella en casa de sus padres, los que estaban fuera de la ciudad. Ella y yo teníamos tiempos libres, aunque estaba ya en la segunda semana de mis vacaciones. Se acercaba el día de regreso al tra-bajo. Meditaba sobre éstas y otras muchas cosas, mientras caminaba por una de las grandes avenidas, llena de establecimientos comerciales y gente que iba de un sitio a otro. Comí en un restaurante chino, que debía ser bueno porque la mayoría de los clien-tes era orientales. Ya eran como las cuatro cuando regresé al departamento. Había se-guido paseando sin prisa por las calles llenas de gente. Era un día soleado y alegre. Yo pensaba en mi vida: había cometido excesos, muchos y graves, a pesar de que compa-rado con otros de mis amigos, yo era el más apacible. Estaba, sin darme cuenta, en una etapa importante en la que podía resbalar con facilidad. Un pie lo tenía colocado en una cáscara de plátano y el otro en un mancha de aceite. De haber caído, concluí años más tarde, nunca me hubiera levantado. Mi vida habría sido muy distinta y peor, mucho peor. No busqué mis días de ocio para pensar en eso, al contrario, los quise para no pensar. Y, sin embargo, hubo casualidades, muchas casualidades esos días. Una cues-tión del azar, siempre pensé, hasta hace poco que es cuando me pregunto si las casuali-dades en realidad lo son. Comienzo a dudar de las casualidades y las coincidencias.

Llegué hasta el departamento y me senté en el sillón. Dormité un rato pensando en esas cuestiones. Uno de mis amigos me había invitado a su casa en una de las playas cerca-nas, para pasar algunos días. Había rechazado la invitación sin causa justificada. Lo ló-gico hubiera sido ir a la playa, pero de haberlo hecho nada de lo que había pasado hu-biera sucedido. Quizá no hubiera encontrado a Lulú. Tal vez hubiera visto a otras per-sonas y el resto de mi vida habría tomado otro giro, muy diferente. El sonido inoportu-no de un bongó en la casa de un vecino molesto cambió mi vida, me gusta decir ahora. El que inventó el bongó nunca supo lo que afectaría mi vida.

Por la tarde, o la extraña historia de AlfredoUna media hora después de haber llegado alguien tocó a la puerta. Mi reacción fue una mezcla de sorpresa con fastidio. Por un lado, deseaba continuar con mis lecturas de Co-

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nan Doyle; por el otro, quería algo más emocionante. Fui hasta la puerta y la abrí para encontrarme a Lulú otra vez. Pero Lulú iba acompañada.

— Espero que no te importe —dijo mientras me besaba en la mejilla—. Encontré a un amigo mío, Alfredo, a quien no veía desde mi primer trabajo y que también era uno de los grandes bromistas de la oficina. Tú sabes ya, los filósofos del optimismo.

Desde luego que no me importó. Los invité a pasar a la sala, donde nos sentamos y co-menzamos a escuchar música que Lulú adora, Rachmaninoff, un disco que ella misma lleva en su bolso y que usa en ocasiones en las que hay indecisiones sobre qué melodías escuchar. Nadie quiso beber nada más allá de un vino blanco de precio bajo que yo ha-bía guardado en el refrigerador durante dos meses sin nunca decidirme a abrir. Habla-mos de cosas irrelevantes hasta que Alfredo tomó el timón de la conversación.

— Ayer hablé otra vez con Laura. La cuarta vez en lo que va del mes. Me volvió a re-chazar directamente y sin tapujos. Dijo que tenia que estudiar a Russell para su examen de Filosofía Contemporánea. Mi argumentación sobre la equivalencia del pensamiento de Russell con mi plática de bar no causó ninguna impresión en Laura —dijo Alfredo sin prevenirnos y suspirando.

— Cuéntanos —dijo Lulú, mostrando gran interés y de inmediato girando sus ojos ha-cia mí, con cierta picardía.

— ¡Ah, si ella quisiese! Tener que pelear con Bertrand Russell me pone en desventaja, lo mismo que antes me sucedió con Freud, Adler y Jung y Marcuse y todos esos, aunque ese caso fue peor, porque más que nunca antes me sentí dominado por el inconsciente de un niño degenerado. Tuve que acudir a un psiquiatra para quitarme ese trauma y al tipo se le ocurrió invitarme a colaborar con él, en la elaboración de un libro sobre La Vi-da Infantil de Edipo. No hay nada que el tiempo no cure. Nada. El tiempo y el alcohol deben tener efectos similares, con velocidades diferentes.

Terminó esa frase Alfredo para crear un silencio absoluto que duró una eternidad. Esa eternidad fue el preámbulo de una historia que Alfredo nos relató y pudimos así saber quién era Laura.

— Conocí por accidente a Laura. Sucedió que ella manejaba un carro de esos grandes que siempre van con los vidrios cerrados, lo contrario del pequeño europeo que poseo desde hace unos diez años. Laura no frenó a tiempo para evitar destrozar el motor tra-sero de mi auto y hacerme meditar profundamente sobre la conveniencia de adquirir seguros de muerte, enfermedad y accidentes —dijo Alfredo y sin siquiera preguntarnos, con la mirada en el vacío, queriendo enfocar el infinito siguió hablando sin que noso-tros lo interrumpiéramos.

La discusión que inevitablemente sigue a todo percance automovilístico, siguió narran-do, nos rodeó de una multitud tan grande que confirmé personalmente la cifra de de-sempleo que había mencionado el periódico el día anterior. La autoridad emitió su fallo final sobre el accidente unos días después: Laura era la responsable única del accidente y a mí se me acusó de intento de violación, a pesar de mi defensa fundamentada en el tipo de ropa que usaba Laura en el momento del accidente. Fue una cuestión de suerte

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que mi intento de robar su bolsa, que yo pensaba compensaría por los restos de mi au-to, fuera ignorado.

Así empezó mi tormentoso romance con Laura, esa morena que me tiene trastornado. Me dejé convencer y acepté sus pagos mensuales por el accidente, a cambio de llevarla dos veces a bailar a una discoteca muy popular y cuatro veces a cenar a la cafetería donde se reúnen la mayoría de mis amigos. Ella se comprometió a tomarme de la mano, besarme y mirarme con ojos lánguidos de forma que se aparentara un romance cálido y profundamente sensual. Yo acepté, además, con la condición de seleccionar su vestuario para cada ocasión y permanecer con ella mientras vestía. Con facilidad llegamos a ese acuerdo y decidimos que esas invitaciones se realizarían a partir del mes siguiente, pues ella se había comprometido a presentar una monografía sobre Levi-Strauss dentro de tres semanas y el accidente le había ya ocasionado cierto retraso. No era una cuestión de pantalones vaqueros como yo había pensado, sino algo llamado estructuralismo o algo así.

Laura tiene un cuerpo exquisitamente torneado. No ignorante de este innegable hecho, ella pose el habito de sugerir su construcción corpórea con modales, actitudes y movi-mientos que desafían la imaginación. A lo anterior se adiciona su gusto por cierto tipo de prendas. De lo mejor es su cara: ojos oscuros, pelo negro, boca grande y bien forma-da.

Mi plan con Laura era sencillo. A través de esas salidas a las discotecas y a la cafetería yo me colocaría en una posición ideal para enamorarla y que cayera irremediablemente en mis brazos, para ser de por vida esclava de todos mis deseos. Si lo anterior no resul-taba, de todos mis esfuerzos saldría mi reputación como gran conquistador: la gente que me viera con Laura me creería un Don Juan rotundo, por lo tanto, era cuestión de hacer muy notoria mi presencia con Laura. Si con todo, nada saliera de otras invitacio-nes, por lo menos me divertiría.

El primer problema que tuve para salir con Laura fue logístico, pero coyuntural: mi au-to todavía no había sido reparado y ella se negó a que me vieran en su coche a menos que yo me vistiera con uniforme de chofer. Tuvimos que posponer nuestro plan po-niéndolo en manos del taller mecánico encargado de las composturas de mi automóvil. Muchos días fui con Hinojosa, el dueño del taller, para implorarle una rápida compos-tura. Poco caso hizo Hinojosa de mi. Pareció como si se complaciera retrasando mi pri-mera salida. Un día, en un momento de desesperación renté una limosina con chofer, le hablé a Laura para pasar por ella a las ocho y media, y me puse mi mejor traje. ¡No po-día resistir más! Cierto que la limosina me costó una pequeña fortuna, pero mi impa-ciencia era enorme.

El segundo problema que tuve en mi primera cita con Laura fue de localización. Ella se negó a que yo la acompañara en la parte trasera del auto diciendo que ello no había si-do parte del arreglo al que habíamos llegado. Consecuentemente me uní a Marcos, en el asiento delantero, hasta llegar a la discoteca de Le Crustace, la más exclusiva y donde se le garantizaba a todo cliente bailar cerca de por lo menos tres miembros del jet set in-ternacional.

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Con alguna dificultad menor entramos, Laura y yo, a la disco, donde el capitán nos co-locó en una mesa alejada, pero íntima y de acuerdo con mis planes de conquista. Ella se quejó de la colocación de la mesa exigiendo al capitán una cercana a la pista de baile, lo que tuvo un cierto costo, pero me permitió exhibir a Laura en mi compañía. Puedo de-cir que ella causó sensación entre los asistentes y yo me sentí muy orgulloso. Cierto que por la prisa no pude seleccionar su ropa y no presenciar como se vestía, pero no me im-portó. La música era estridente, muy estridente, su volumen era tal que no pude iniciar mi conversación tal como lo tenía planeado y tuve que empezar diciendo "no te oigo" como respuesta a una pregunta que Laura me hizo. Mediante señas comprendí que se trataba de ordenar algo de beber. Pedí dos J&B con soda para mí y un Bacardi Tonic pa-ra ella.

Laura brillaba con la música. Su cuerpo parecía vibrar al mismo ritmo del sintetizador electrónico, mientras que yo bailaba como un tweeter desenfrenado. Verla contorsionar-se fue todo un espectáculo que gozamos las doscientas y pico personas presentes esa noche. Era la total concordancia con nuestro pacto. Laura se mostró cariñosa conmigo. Era como si yo fuera el único hombre en su vida, a excepción de los tres meseros que vinieron a saludarla. La noche fue inolvidable; transcurrió entre licor, música y Laura. No podía pedir más. Eran las cuatro de la mañana cuando la puerta de su departamen-to se cerró de tal manera que rompió dos de mis dedos de la mano izquierda. Un míni-mo accidente en una noche de placer oriental. Afortunadamente, Marcos el chofer, sabía de primeros auxilios y pudo entablillar mis dedos.

El siguiente punto del acuerdo al que llegué con Laura era una cena en la cafetería don-de voy con cierta regularidad. Casi siempre hay allí amigos y conocidos míos. No se tra-ta precisamente de un sitio elegante, ni donde se pueden paladearse exquisitos manja-res. No, El Anillo de Saturno es un pequeño restaurante que fue inaugurado hace más de setenta años en la planta baja de una de las mas lúgubres y sucias calles del centro, en un rumbo ignorado por cualquier plan de remodelación urbana. Su menú consiste en café americano, dos marcas de refresco en botella chica, varios tipos de sándwich y una curiosa carne servida como especialidad de la casa. Afortunadamente el día que fui con Laura, ella solamente quiso un emparedado de jamón con queso. Yo no hubiera querido recomendarle la carne especialidad de la casa, la que hacia una semana me produjo un terrible salpullido en la piel. Para ese entonces mi carro había sido reparado y yo me encontraba fuertemente endeudado. Había pasado, de acuerdo con lo previsto, por Laura, le seleccioné su vestido para la ocasión y fui testigo de su desnudez mientras me encontraba fuertemente atado a un sillón en su recamara. Desamarrado ya, la tomé del brazo para acompañarla hasta mi carro, cuyos interiores forré de plástico siguiendo las instrucciones de Laura.

Cuando llegamos, los asistentes escasos, clientes asiduos, de El Anillo de Saturno, se quedaron estupefactos. No era para menos. La visión de Laura en ese establecimiento debió constituir la ruptura total con la rutina diaria. Con ojos muy abiertos y bocas que dejaban ver pedazos de emparedado a medio masticar, apenas pudieron saludarme el viejo Arturo y González, mi eterno compañero de dominó. Nos sentamos muy cerca el uno del otro y ella tomó mi mano poniéndola entre las suyas para después darme un húmedo beso en la mejilla. Cada minuto volteaba yo a ver a mis amigos: habían llegado Hinojosa, el que tanto me hizo sufrir con la entrega de mi auto, Lopitos y La Troca. Ellos

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me veían incrédulos mientras Laura me acariciaba la nuca y me besaba cada diez minu-tos según lo estipulado. Yo me sentí como pocas veces en mi vida, era verdad que la en-vidia corroía a esos amigos cuya idea de una mujer completa era la estrella del cabare-tucho de al lado.

Era como vivir un sueño erótico con testigos. Me sentí en la gloria, con todas mis ambi-ciones calmadas hasta el exceso. Esa noche Laura conversó ampliamente sobre un curso de Psicología Motivacional que tomaba en la universidad. Jamás me sonó también la necesidad del pensamiento de Galileo en el estudio de la motivaciones humanas y de ahí pasamos a hablar de la ansiedad concebida como una fuerza de inhibición y su efec-to en la persistencia. Estuve de acuerdo con todo lo que Laura me expuso aquella no-che, incluyendo la comparación del concepto motivación con la idea de masa en Física. Al final tuve que brindar por su éxito en esa cátedra, alzando mi botella de cerveza y chocándola con su vaso de refresco de manzana. Dejé a Laura en su departamento pu-diéndole dar un beso antes de que la puerta se cerrara. Sin embargo, lo hice con tanta prisa que mis dientes chocaron con su nariz.

A los dos días de mi cena con Laura en El Anillo de Saturno, volví a ese lugar. Allí esta-ban todos y me preguntaron inmediatamente por la espectacular mujer. Excepto por una descripción detallada y ficticia de la primera noche que pase con ella, me negué a revelar el resto basado en el viejo refrán que dice que los caballeros no tienen memoria. Por lo menos una parte de mi plan estaba ya dando resultados palpables. Mis amigos empezaron a tratarme como un ídolo de ese pequeño clan.

Antes de llamar por tercera vez con Laura con objeto de cumplir la tercera cita estipu-lada en nuestro acuerdo, decidí leer algo sobre motivación para poder estar a su altura académica. Tal vez así empezaría yo a atraerla en un plan intelectual, por que era claro que a nivel físico seria difícil lograrlo. Leí y estudié arduamente cosas como las pruebas de ansiedad en situaciones positivas y negativas, en la aspiración vocacional y en el tipo aceptado de riesgo. Literatura pesada que me obligó a desatender mi trabajo por las tardes.

Llegó el día de la tercera cita en medio de una inexplicable agitación nerviosa que me impedía sostener un vaso de agua en la mano sin derramar totalmente su contenido. Indudablemente mi sistema nervioso me había traicionado ante la expectativa de mi tercera cita con Laura. La sola visión de su recamara donde yo seleccionaría sus prendas de vestir y luego sería fuertemente amarrado al sillón para contemplarla en el cambio de ropa, fue demasiado para mí. La cabeza me daba vueltas, caí varias veces al suelo y me corté la piel al afeitarme. Sentía palpitaciones, respiraba como si me faltase aire y sudaba copiosamente. Mi estado físico y mental era francamente desastroso. Compren-dí que así causaría en Laura una profunda desilusión y que seria mejor hablarle para posponer nuestro tercer encuentro.

Eso hice. Laura me expresó sus más sinceros deseos para que mi sarampión fuese leve y fue muy firme al manifestar su opinión sobre mi enfermedad como efecto circunstancial que daba por cumplida la tercera cita sin necesidad de realizarla físicamente. Mi deses-peración fue inmensa: tenía que aprovechar las tres citas restantes que me quedaban. Tres preciosas oportunidades para que ella se enamorase perdidamente de mi. Mi esta-do de excitación fue cediendo paulatinamente pero me vi obligado a tomar remedios

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contra el maldito insomnio que tanto mal me hacía. Efectivamente, tuve que leer El Ca-pital para poder dormir, recuerdo que un día llegué a leer más de diez páginas antes de dormir. Nunca me había sucedido esto. Antes con un poquito del Samuelson tenia sufi-ciente.

La cuarta cita con Laura se llevó a cabo en El Anillo de Saturno. Según mis planes, la quinta también se realizaría en esta cafetería para culminar con la ultima cita en la misma discotheque donde empezamos. Esta estrategia estaba fríamente calculada, pues me permitiría establecer claramente una buena impresión en Laura que llegaría a su clímax en Le Crustace. La plática tranquila y reposada en el cafetería me pondría en po-sición de revelar facetas supuestamente atractivas de mi personalidad: había pagado la compostura mayúscula de mi coche, la limosina, la primera visita a la discotheque y Lau-ra no me había dado ninguno de los pagos mensuales que me había prometido. Esto ultimo hacía que yo me debatiera entre cobrar el adeudo de Laura y tener la oportuni-dad de enamorarla. Insistir en el pago del dinero que me debía, remediaría totalmente mi difícil situación financiera, pero seguramente provocaría la terminación de mi rela-ción con Laura una vez cumplido el pacto. Con la seguridad que me daba un profundo análisis de estas alternativas y mi total excitación opté por renunciar a la deuda que ella tenía conmigo. Estaba dispuesto a perdonarla, a decirle que no me debía nada por lo del accidente del coche. Seguramente ella interpretaría esto como un gran detalle de mag-nanimidad.

Pasé por Laura para ir a El Anillo de Saturno a las nueve de la noche. Volví a seleccio-nar su ropa y volvió a amarrarme el sillón. Afortunadamente no tardó tanto en arre-glarse tanto como la vez pasada, de lo contrario hubiera padecido gangrena en mi mano izquierda. Laura había mostrado una gran habilidad y fuerza extraordinaria para atar-me. Una vez en el café, conversamos ampliamente sobre un pequeño detalle sucedido en el trayecto: el radio de mi auto que llevaba cuatro meses sin funcionar se encendió repentinamente sintonizando una estación de música clásica, cosa también extraña por-que yo suelo escuchar música que alguien una vez clasifico como "bastante pedestre".

Laura creyó que la música clásica era mi favorita y alabó mi buen gusto señalando que esa música no era congruente con mi apariencia. La conversación pasó al tema de la Sinfonía Nuevo Mundo y la influencia americana. Mi comentario sobre la sinfonía de Waldo de los Ríos me pareció inteligente pero provocó un giro total en la conversación, logrando un silencio total. Pensé que ahora podíamos hablar de todo lo que había leído sobre los efectos de las pruebas de ansiedad. Sin embargo, el tiempo invertido en esas lecturas fue miserablemente perdido al llegar el mesero a nuestra mesa y colocar los platillos frente a nosotros.

Pude ver que el sándwich de jamón y queso pedido por Laura contenía una pequeña mancha negra que ella no podía ver por encontrarse del lado contrario. Con cierta cu-riosidad me acerqué un poco más y pude ver de cerca esa mancha. Se trataba de una pequeña mosca que todavía estaba viva porque se movía ligeramente, tanto como sus alas llenas de mayonesa se lo permitían. No sabía qué hacer. Hacerle notar la mosca podría equivaler a ponerla mal humor y liquidar totalmente la oportunidad de esa cita. Si no le hacia notar la mosca era posible que ella no la notara. Decidí no hacer nada y confiar en la sabiduría del dicho ese de "ojos que no ven, corazón que no siente". Y así

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fue, Laura no percibió nada y comió la totalidad del emparedado. Yo me había quedado sin apetito, y me limité a ingerir mi cerveza asegurándome que el vaso estuviera total-mente limpio.

Esa noche no estuvo presente ninguno de mis amigos en la cafetería. A eso de las once y media dejé a Laura en su departamento con la plena seguridad de que ahora mi opor-tunidad se había limitado exclusivamente a las dos citas siguientes. Pensando en la mosca que indudablemente se había comido, renuncié a mi intento de darle un beso y tan sólo alargué mi mano para estrechar la suya como única forma de despedida.

Durante los días siguientes estuve meditando acerca de la extraña mirada que Laura me dirigió cuando me despedí de mano al finalizar nuestra cuarta cita. Había sido una mi-rada extraña y rara, como si sus ojos revelaran una expectativa no cumplida. Las cejas arqueadas y los ojos abiertos en una expresión de desilusión, me hicieron comprender la existencia de una nueva táctica.

En la primera cita me lancé sobre ella tanto, que tuvo que cerrar violentamente la puer-ta. En la segunda cita mis dientes chocaron con su nariz y Laura puso una grave cara de disgusto. Era seguro que en esta ultima cita ella esperara lo mismo y se desilusionara al no acontecer lo que ella esperaba. Si esta elucubración mía resultaba cierta, lo lógico se-ría actuar desinteresadamente la próxima vez, como si ella me aburriese. Desarrollé to-do un plan al respecto: ensayé bostezos, miradas hacia atrás y a los lados, rascadas de orejas, sacar un peine y otros pequeños trucos que debían mostrar desinterés absoluto.

Llegó el día de la quinta cita, la penúltima oportunidad que el destino me brindaba pa-ra que esa mujer me considerara el único hombre en este mundo. Siguiendo conscien-temente mi plan dije a Laura que se pusiera cualquier vestido, el que ella quisiese. Lau-ra insistió en respetar nuestro pacto forzándome a seleccionar una prenda. Escogí la más recatada, tarea que no fue sencilla. Por su expresión pude notar una cierta incredu-lidad. Luego le dije que no era necesario que se realizara lo del sillón, simplemente la esperaría en la sala. Saqué una revista, la edición de las quinientas empresas más gran-des de Fortune y salí de su recamara. Ya era obvio que mi estrategia empezaba a tener resultados. Laura me siguió y me tomó del brazo, me sentó en el sillón y ya no sintió la necesidad de atarme, tan sólo se limitó a prevenirme verbalmente sobre la conveniencia de permanecer sentado mientras ella se vestía.

Utilizando una capacidad de control desconocida en mi, durante el tiempo en que ella se arreglaba, hice varios comentarios sobre las empresas que se listaban en la revista. Esta indiferencia que mostré volvió a tener un buen efecto en Laura. Salimos de su de-partamento y al subirnos al coche ella contempló en la parte trasera una pila de libros y varias revistas que intencionalmente había yo colocado ahí con aparente descuido. Ella tomó la revista más cercana; se trataba de Foreign Affairs y la hojeó brevemente. Luego agarró otro libro titulado Métodos Multivariables de Análisis Estadístico. Mientas siguió revisando los libros y revistas puse una cinta en el flamante autoestéreo que había ad-quirido el día anterior y bostecé ampliamente. Se dejó escuchar el concierto para violín de Tchaikovsky. No pronuncié una sola palabra durante todo el trayecto, más aún, miré descaradamente a todas las mujeres jóvenes que se cruzaron en el camino. No había duda, Laura se mostraba claramente intrigada. Yo puse cara de indiferencia mientas

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pensaba como pagaría el autoestéreo, la cinta, los libros. Entramos en El Anillo de Sa-turno.

- Tchaikovsky es un autor vilipendiado, lo califican de cursi, incluso los conocedores. Se necesita valor para reconocer que a uno le gusta ese autor —dijo Laura mientras nos sentábamos en nuestra mesa y mis amigos volvían a mirarme con envidia.

— ¿Tu crees? —dije interrumpiendo mi décimo bostezo de la noche.

La actitud de Laura había cambiado, eso era obvio. Olvidó darme un beso cada diez minutos, tomarme la mano y dirigirme lánguidas miradas. Estaba extrañada y pienso que ella sentía curiosidad ante mi rotundo cambio de conducta. Yo evitaba su mirada, viendo a mi alrededor y consultando con frecuencia mi reloj. A sus comentarios me li-mitaba a contestar en monosílabos. La cena fue rápida. La deje en su departamento dos horas después y ahora ni siquiera intenté despedirme de mano.

Muy contento me dirigí a mi casa. La cosa no podía ser más clara. Mi estrategia había dado resultado. Laura se mostró desconcertada. El desconcierto en una persona es el primer paso antes del amor.

A la semana intenté volverle a hablar para cumplir con el último compromiso de nues-tro pacto. Ella puso como pretexto sus exámenes en la universidad. No tenía tiempo de salir. Ayer fue cuando me dijo que tenia que estudiar a Bertrand Russell. Era la cuarta vez que le hablaba en lo que va del mes. No sabía qué hacer. Si le volvía a hablar, con ello demostraría demasiado interés y sería contrario a lo que me había trazado como objetivo. Me encontraba sumergido en estos pensamientos cuando sonó el teléfono. Mo-lesto por la interrupción contesté. Era Laura. Me dijo que lo había pensado mejor, que Russell ya le había hastiado y que le haría bien salir a bailar por la noche. Estuve a pun-to de gritar de alegría pero le dije:

— Espérame . . . bueno, creo que puedo dejar para mañana lo de la monografía sobre las verdadera consecuencias de Yalta y su relación con la venta de oro en Suiza. Paso por ti dentro de dos horas y espero verte lista ya en la puerta de tu edificio . . . ¡ah! y ponte algo decente.

Dejé a un lado el periódico deportivo que leía y fui a casa de mi hermana para solicitar-le otro préstamo. Me lo dio y regresé a casa. Me bañé, me vestí, me rocié con Brut. Espe-ré a que se cumplieran las dos horas viendo un programa de concurso donde un tipo con lo ojos vendados comía unos intestinos de pollo creyendo que eran macarrones en salsa boloñesa. Salí con retraso. Al llegar al edificio vi a Laura en la puerta. Ella entró al auto sin que yo me bajara y pudo escuchar la ultimas notas de Música para Cuerdas, Per-cusión y Celesta de Bartok. Se trataba de una vieja cinta que me había prestado Lopitos y que le había dado muy buenos resultados durante la época en la que se dedicaba a con-tactar mujeres violinistas a la salida del Conservatorio de Música.

— ¿Bartok después de Tchaikovsky? Te comportas muy extrañamente Alfredo —dijo Laura— es como . . . no sé . . . como tal vez deleitarse por haber colocado en un estante de libros, juntas, una obra de Tirso de Molina y otra de Ibsen.

Yo no tenía idea de lo que hablaba, pero me di cuenta de que la cinta de Bartok funcio-naba porque era la primera vez que Laura me llamaba por mi primer nombre. Antes tan

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sólo se dirigía a mi, como Rodríguez. Yo no contesté su comentario porque no tenía idea de qué decir; únicamente bostecé. Llegamos a Le Crustace y volví a tener dificultades para entrar, a pesar de que el sitio estaba casi vacío. Otra vez nos sentamos en una mesa cercana a la pista y ahí se despojo Laura del abrigo que llevaba puesto. Su vestido desa-fió cualquier descripción y causó que los asistentes, sin excepción, la contemplaran azo-rados. Nos sentamos y pedimos dos tragos. Bebimos y bailamos. No podíamos hablar más de dos palabras por el alto volumen del sonido. Yo me mantuve en mi posición de indiferencia. Durante esa noche fui indolente, impasible, inapetente, displicente, desga-nado, aburrido, tibio y apático. Laura fue atenta, servicial, amorosa y sensible. ¡Qué cambio! ¡Ya era mía!

Estuvimos en la discotheque durante trece tragos. Salimos intoxicados por tanto ruido, ella tomada cariñosamente de mi brazo. Al dejarla en su departamento ella se tocó sen-sualmente el esternón y me invitó a pasar. Eran como las cuatro de la mañana. Agrade-ciendo su gesto de amistad y argumentando que lo hacia basado exclusivamente en el hecho de que era nuestra ultima cita, entré. A pesar de que mi nivel de ingestión alcohó-lica había llegado a su limite acepté el amaretto que me ofreció, pero recapacitando me negué a tomarlo porque no era Saronno.

Incluso cuando ella puso su cabeza en mis piernas y me pidió que le rascara la espalda me comporté de manera indolente, Con una mano le rascaba la espalda y con la otra sostenía un ejemplar de Mis Memorias de Kissinger. Creo que Laura no soportó más esta situación y explotó diciéndome que no concebía la total carencia de interés que ella pa-recía inspirarme. Le dije que al principio ella me había parecido atractiva pero que lue-go mi interés por ella había caído a niveles muy bajos. Le dije que me diera un lápiz y unas hojas en blanco, pues quería hacer unas notas sobre una tesis que deseaba probar relacionando ciertas pruebas de acondicionamiento físico de ratas. Sorprendida me dio las hojas y el lápiz. Empecé a escribir cosas sin sentido mientras ella dijo que iba a su recámara y que me esperaba en unos minutos. ¿Fue suficiente displicencia la que le mostré? ¿Necesitaba ella un poco más? Pensando en estas cosas salí de su departamen-to. Eso fue ayer. Laura me ha llamado más de cuatro veces hoy y las cuatro le he dicho que no puedo verla hasta el mes entrante. Fue entonces que caminando por la calle, pensando en estas cosas y sin saber qué hacer, encontré a Lulú, a quien yo conocía hace tiempo.

— ¿Cómo se llama ella? —preguntó Lulú.

— Laura... no sé su apellido —respondió Alfredo.

— ¿Te ha contado algo de haber sufrido un ataque con una trucha con catsup? —volvió a preguntar Lulú dirigiendo una mirada inquisitiva a Alfredo.

— Ahora que lo mencionas sí... me dijo algo de eso, pero no le puse atención... creo que fue cuando trataba de sacarme conversación —respondió.

— ¿De qué color es su recámara, amarilla acaso? —insistió la pelirroja.

— Haces preguntas raras... desde luego, toda es amarilla, toda —respondió intrigado, mirando a los dos.

Lulú volteó a verme y alzando los brazos exclamó:

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—¡Es ella! La de la trucha... ¿cómo se llamaba?... ¡Patricia, la que reaccionaba a las gran-des sorpresas solamente!

— No lo creo, físicamente no se parecen, cada quien las describe diferente —dije mani-festando mi incredulidad ante otra coincidencia.

— Cada hombre ve diferente a la misma mujer y más aún, las mujeres nos podemos arreglar de muy diversas maneras. De seguro se trata de la misma mujer... la historia de la trucha, la recámara amarilla... ¿qué probabilidades hay de dos personas así? —dijo Lulú hablando suavemente, mientras Alfredo nos veía con los ojos abiertos, muy abier-tos.

— Mira, Alfredo —dijo Lulú en un tono muy serio y viendo a nuestro amigo—. Lo más aconsejable es que te alejes de ella. No es para ti. Ella vive de las emociones fuertes y la alimenta el desprecio. Le intrigan las razones por las que alguien no la admira y cuando logra que lo haga, entonces se va.

Alfredo no dijo nada. Miró a Lulú y luego a mí. Nos ofreció la mano. Se despidió de ambos sin decir nada. Salió sin voltearnos a ver. Miré a Lulú y ella a mí. Me levanté. Fui al refrigerador. Saqué el vino blanco. Lo abrí. Serví dos copas. Regresé a la sala. Las pu-se en la mesa de centro. Me senté junto a la pelirroja.

— ¿Tú crees eso, Lulú? —le pregunté.

— Sin duda, Luis —me respondió

Por la noche, o las conclusiones de LulúYa era de noche. Habíamos olvidado la música con la historia de Alfredo. Puse otro dis-co, no recuerdo cuál. Seguimos sin hablar. Quería pensar en la música pero no pude. Le tomé la mano a Lulú. Ella la retiró. No supe qué hacer y seguimos sin hablar.

— Es soberbia, pura y clara soberbia lo de Laura o Patricia o como quiera que se llame la mujer —dijo Lulú con la mirada perdida, como hablando para ella misma obteniendo una conclusión certera.

— Te han impresionado esas historias —comenté también sin verla, pero pendiente de su reacción.

— Creo que es la misma mujer, pero lo que sí me llama la atención es eso de lo que ella parece sufrir, de soberbia, de creerse con sinceridad lo mejor, lo que otros deben admi-rar. Es lo opuesto a la humildad. Ambas son producto de la razón, la soberbia y la hu-mildad. Una ve hacia arriba, la otra hacia abajo. La humildad emociona porque plantea preguntas. La soberbia entristece porque cree saberlo todo. La humildad alegra, la so-berbia entristece —dijo ella mientras me veía a los ojos como tratando de suplicarme que entendiera.

— ¿Quieres cenar en alguna parte?

— Sí, vamos a donde sea, vamos a recuperar la alegría. ¿Dónde comiste tú? —me pre-guntó.

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— En un restaurante chino, rodeado de chinos, con platillos que nunca podré recordar. Vamos a alguno de esos restaurantes simples, de pan, queso y vino. Nada complicado.

Eran quizá las ocho o las nueve de la noche cuando llegamos al restaurante que queda-ba a unos diez cuadras de mi departamento. Medio lleno, el restaurante era de una simpleza acogedora, no como la frialdad inhumana del estilo minimalista que después alcanzaría popularidad. Había madera en las paredes y objetos decorativos que preten-dían crear un ambiente europeo, según la intención del propietario. Un tanto oscuro, con iluminaciones dirigidas a las paredes, el lugar permitía cierta intimidad. Seleccio-namos una mesa cerca de la pared, muy en el interior y nos sentamos uno frente a otro. El mesero nos dio la bienvenida y dejó un menú, muy manchado, que no era más que dos listas, una de quesos y otra de vinos. Traté de pedir una mezcla lo más variada po-sible de quesos, pero que incluyera los de sabores fuertes. Eso, más el vino tinto de la casa, redondearía una conversación que anticipaba como agradable, muy agradable.

— ¿Soberbia decías? —inicié la plática tratando de seguir el punto donde la habíamos interrumpido.

— Exactamente, soberbia. Sentirse lo más elevado y estar desconcertado cuando al-guien no actúa así con quien es soberbio... y hacer lo posible hasta que se ha convencido al otro de que lo es. Es el defecto de quien cree que todo lo sabe y por eso no hace pre-guntas, ni puede alegrarse con descubrir respuestas, aunque erróneas. La humildad es lo que está detrás de hacer preguntas... es el ser racional preguntón... y por eso el que es soberbio va en contra de su humanidad. Por eso la soberbia es un pecado, el mayor de todos —dijo con un tono suave, que contrastaba con las afirmaciones tan contundentes.

— ¿Quién eres, Lulú? —interrumpí, desconcertado y expresando la gran duda que me asaltaba. ¿Quién es esta pelirroja que habla así? No es ella el personaje promedio que uno encuentra en el mundo.

— Alguien que quiere que dejes de contar la historia de que tengo seis dedos en un pie. Es falso y tú lo sabes bien. Pero también alguien que te quiere rescatar del pesimismo de estos tiempos. Alguien que ama la alegría y todo lo que con ella va —dijo en el mis-mo tono.

— Bien, de acuerdo, lo de los seis dedos en una invención mía y nada tiene que ver con cómo nos conocimos hace ya unos... ¿tres años? Pero, eso del pecado... la misma palabra ha pasado de moda, nadie la usa. Cuando hablas de eso con otro, su reacción es prede-cible: te miran como un loco que defiende lo indefendible. Lo que me sorprende es que cuando tu hablaste de pecado, nada de eso sentí realmente... no sé lo que quiero decir... no encuentro palabras. Si estuviera con alguien más, tal vez me burlaría de la noción misma del pecado, para luego arrepentirme, pero cuando tú hablas de eso, las cosas son diferentes —le dije y a continuación tomé mi copa y brindé con ella, intentando decir que más de acuerdo estaba con ella que con el resto.

— ¡Salud! —brindó Lulú y siguió hablando—. Soy alguien que trata de sacar lecciones de lo que sucede. Estos días nos hemos enfrentado a historias y sucesos, algunos real-mente curiosos. Te puedes quedar allí, en el nivel de escuchar o protagonizar las histo-rias, pero puedes ir más allá e intentar sacar lecciones de lo que oyes, ves, vives... es ha-cer preguntas... ¿por qué tiene esa vida Augusto Tinoco Brown?... ¿qué mueve a Patricia

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alías Laura?... ¿qué hay tras los papeles del sobre del Hotel Le Roy?... nos podemos equivocar en las respuestas, pero al menos hacemos las preguntas... ¡Salud, otra vez!

— ¿De verdad, quién eres? —volví a preguntarle acercando mi cara a la suya y mos-trando toda la seriedad de que era yo capaz. No entendía cómo una persona, un par de años más joven que yo pudiera hablar así, con lo que yo percibía eran eso, respuestas a preguntas que aún no me había hecho.

— Soy tu ángel de la guarda —dijo con una sonrisa que se convirtió en la más precisa risa que jamás he visto y escuchado. Aún la recuerdo con emoción.

— No, en serio, ¿quién eres? —insistí también con una sonrisa contagiada por ella.

— En serio, lo soy... al menos de alguna manera. Por lo pronto ya prometiste que no en-trarás en el club de la tristeza y eso es bueno, muy bueno, realmente bueno... pero te prevengo, los filósofos de la tristeza son muy hábiles y disfrazan sus ideas con mantas de alegría... y te pueden engañar, como lo han hecho con muchos —dijo ella mante-niendo esa sonrisa.

— ¿Puedo tener sentimientos atrevidos con mi ángel guardián? —le pregunté sin medi-tarlo mucho, revelando mi interior que quería ser gracioso y serio al mismo tiempo.

— Desde luego —contestó a quemarropa, viéndome a los ojos.

No supe qué contestar. Mantuve la mirada todo lo que pude hasta bajarla para tomar más queso, llevármelo a la boca y comentar que el roquefort estaba muy bueno. No lo estaba, pero no sabía qué decir. Probó el queso.

— Está bien a secas —comentó hablando como si nada—. Los quesos te dan otra lección a aprender: los hay honestos, directos y contundentes, que son generalmente los que tienen sabor, los que puedes reconocer y no se avergüenzan de lo que son, saben que saben. Pero los hay como otras personas que no se atreven, que prefieren no saber.... no saber... en los dos sentidos de la palabra. Son indefinidos, mediocres, hasta tristes según yo.

— ¡Toda una teoría sobre los quesos y las personas! —comenté con una gran sonrisa, pues realmente me había provocado gracia la ocurrencia de la comparación.

— No es teoría, más bien una metáfora o una analogía, pero es cierta.

— Está bien, perdón por el error —dije un tanto molesto por esa aclaración que no ve-nía al caso.

— Pero es que así es mucho de este mundo, dividido en cosas, posible de clasificar. Cuando todo es igual, nada vale. Cuando da lo mismo tomar un queso roquefort que un panela, todo se ha perdido. Tienes que escoger y para escoger tienes que preguntar, ¿no?

Continuamos la conversación, con nada que recuerde en concreto. Han pasado muchos años y los recuerdos se vuelven selectivos y se distorsionan. Caminamos de regreso a mi casa. Lulú no quiso subir al departamento. Tomó su carro y se fue. Antes habíamos acordado comer al día siguiente, quizá para seguir hablando.

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Miércoles

Por la mañana, o la maravilla de un sonrojoMe levanté avanzada la mañana y desayuné poco, pues por la tarde iríamos a comer fuera de la ciudad, en un restaurante a un par de horas de camino. Ignoro las razones de tal selección. Creo que había sido producto de una corriente de rumores. De boca en boca se había corrido la voz de ser un sitio agradable, de buena comida, en un lugar muy bonito. Traté y logré, esa mañana, permanecer en piyamas, sin bañarme, leyendo el periódico y más tarde, un libro. Quería sentir el ocio recordando lo que otros estarían haciendo en la oficina, ocupados con clientes, proveedores, papeles, gente con proble-mas personales. Me alegré de tener unos pocos días más de ocio, que en realidad no lo había sido. Al contrario, los días libres que me había prometido habían sido inquietos, pero con otra inquietud. Eran días felices, eran días inquietos, eran días que no eran tristes.

Cerca del mediodía, después de una hora o más de ocio, tomé un largo baño y, después de vestirme, bajé al estacionamiento del edificio. Iría a casa de Lulú y de allí al restau-rante. Calculamos llegar como a las dos o las tres y regresar al anochecer. Debo confesar que no estaba tan contento como debiera. La conversación de la noche anterior me ha-bía producido una cierta melancolía: me sentía atraído por Lulú, su físico, su mente, pe-ro dudaba de la conveniencia que era el verla con tanta frecuencia. Así era o debía ser el matrimonio, acostumbrarse a ver a la otra persona todo el tiempo, o casi todo, y hacerlo sin fastidio. Al contrario, con gusto. ¿Podría hacer eso con Lulú, verla todos los días el resto de mi vida? Me hacía la pregunta cuando me di cuenta de que eso era de lo que Lulú hablaba, de poderse hacer preguntas.

Conduje el coche hasta casa de Lulú, una distancia pequeña realmente. Mientras pasaba por las calles, escuchaba la radio. Música clásica. La moderna aún no pasa por el filtro del tiempo, pensé, luego dándome cuenta de que eso era un razonamiento usado y abusado, una tautología tonta. De cualquier manera era cierta. Y además, también lo era eso de qué prefieres escuchar por toda la eternidad, ¿a Bach o algún mariachi? No me-nosprecio la música ranchera, pero tampoco me imagino a la eternidad como la estancia en un restaurante mexicano con mariachi. Llegué a la puerta de la casa de Lulú más temprano de lo esperado. Permanecí dentro del coche. Prendí un cigarro. Seguí escu-chando música. Terminada la pieza, bajé. Toqué la puerta. Poco después salió Lulú. Iba vestida con un estilo de los que supongo sean llamados casuales, de colores vivos y de-finidos. Y, mal para mí, dejaba ver un cuerpo que yo deseaba, no en sí mismo, sino por todo lo que su físico acarreaba adicionalmente. Mi mirada traicionó mis pensamientos. Y Lulú se sonrojó. ¡Qué maravilla es poderse sonrojar! Toda la melancolía, que aún mantenía, se fue. Nadie puede permanecer melancólico frente a esos colores llevados por esa mujer. Subimos al coche. Verificamos llevar carteras y dinero. Discutimos el me-jor camino para tomar la carretera y nos enfilamos dejando que la radio sonara. La ciu-dad estaba ocupada con el tráfico del día a esas horas, pero la carretera estaba sin tráfi-co. A los lados del camino había pequeñas colinas y minúsculos valles, con muchos pi-

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nos y con temperaturas que bajaban notablemente pero sin llegar a incomodar. Nos feli-citamos por haber traído suéteres de lana. Con cierta dificultad encontramos la señal que marcaba el camino al restaurante y, llegamos sin más problemas. Bajamos del carro y estiramos las piernas. No puedo olvidar mis pensamientos al ver que Lulú movía su cuerpo, demasiado atrevidos para mencionarse sin sonrojarse. Personal muy amable nos recibió. Era en realidad una casa o lo había sido. Construida de piedra en su exte-rior, el interior era de maderas toscas que recordaban una cabaña en un sitio perdido. Nos sentamos en la terraza, viendo hacia la montaña. Pedimos un aperitivo y conver-samos de tontería y media. Debo confesar que mis miradas a Lulú eran atrevidas y ella lo notó, creo. Pero no parecía molesta.

Por la tarde, o la nueva petición de LulúA las dos y media de la tarde estábamos comiendo un entremés. Después llegó un deli-cioso Wellington, que aún paladeo. Seguimos con vino blanco, que mantuvimos aún en el postre. Eso me agrada de Lulú. Sabe beber y lo hace con gusto, con pasión. No es que beba en exceso, pero entiende que es parte de la vida, de la civilización que hemos creado. La conversación fue poco memorable. Al menos no la recuerdo, excepto por ella con la montaña al fondo y su sonrisa. El vino había producido el calor que el cuerpo ne-cesita en ese clima. Los pinos oscurecían el panorama que aclaraba un cielo azul con una solitaria nube. El mesero ofreció abrir otra botella, lo que rechazamos. Fue en esos momentos de somnolencia que se padecen después de comer al aire libre y que rompen un atardecer con un solitario mosco que se empeña en pasar cerca de los oídos, que Lu-lú me pidió contar una historia. Desde luego, me negué. Ella suplicó con sus miradas lánguidas y coquetas, lo que me obligó a acceder. Para añadirle sabor, decidí relatarla como si yo fuera el personaje principal. La historia es vieja y esperaba que Lulú no la conociera. Empecé la narración.

Supe que la relación con Matilde, mi esposa había llegado a su punto más bajo cuando aquel día preparó para la cena hígado a la plancha termino medio. Fue muy vergonzo-so, para mí, enfrentar la reacción de los invitados. Traté de disculpar la situación di-ciendo que era mi platillo favorito, mientras ellos alegaban haber perdido el apetito de-bido a la abundancia del platillo anterior. Todavía creo que el servir, antes del hígado, sopa de riñones, no había sido adecuado. Con el postre, confirmé lo que había sido tan solo una sospecha. Plátanos maduros, muy maduros, no es mi concepto de un postre razonable. Fue una mala cena, no cabía duda. Hubiera sido sólo un mal momento, olvi-dable, si no formara parte de un patrón de sucesos de tendencia bien perceptible. Era obvio que Matilde ya no me quería. Al menos no como antes. Su amor se había trans-formado, con el tiempo, en indiferencia y de ahí pasó al sadismo, o algo cercano. Se de-leitaba haciéndome cosas que me molestaban.

El día de la cena del hígado término medio marcó un brusco giro en nuestras relaciones. Antes, pensaba yo que se trataba de actos inconscientes y, desde luego, involuntarios. Después de la cena, cobré conciencia de lo que estaba sucediendo y puse en perspectiva correcta varios sucesos pasados. Es claro que no puedo recordarlos todos. Más aún, al-gunos de ellos carecían de significados sacados de contexto. Recuerdo una vez que re-

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gresé a casa. Venía de la oficina y era temprano. Los niños jugaban al platillo volador en el jardín. El problema era que los platillos voladores eran mis discos, tres de ellos, parte de mi colección de todos los conciertos de piano de Rachmaninoff. Matilde los contem-plaba con una sonrisa. En un sinnúmero de ocasiones encontré objetos en las escaleras. Nunca el clásico patín, que hubiera sido demasiado transparente. Eran toallas, trapos, bolsas, basureros. Yo me quejaba, pero todo tenía una explicación lógica. Siempre había una explicación razonable. Me acostumbre a subir y bajar la escalera apoyándome en la pared. Todavía lo hago.

Luego, los libros. Yo sabía donde estaba cada uno de ellos. Los había dividido en sec-ciones: ensayo, novela, cuento, basura, referencias, matemáticas, biografías. En un ins-tante podía encontrar cualquier titulo. Si en algún momento necesitaba, por ejemplo, a Rudyard Kipling, sabía donde estaba. Todo este trabajo de ordenamiento se derrumbó por tierra el día que hubo limpieza de librero. Todo se mezcló en aras de la limpieza. Murió la araña que habitaba en Mitos y Realidades de la Clase Media en México, la que me había provocado cierto cariño. Sin embargo, lo peor fue que ya no pude encontrar con facilidad lo que buscaba. Tardé una semana en encontrar Ana Karenina. Todavía estoy tratando de localizar El Aleph. La organización que guardaban mis libros se reflejaba en el orden de mis discos y cintas grabadas. Cada uno de ellos tenía un número de archivo. Si un día yo quería yo escuchar la sinfonía 104 de Haydn, en tres segundos el disco era localizado. Un día sucedió ya lo previsible. El lugar de un cierto disco de Oscar Peter-son fue ocupado por un álbum de Cri-Cri, las sinfonías de Brahms estaban en cinco lu-gares diferentes. Hubo restos claros de plastilina en los surcos de una grabación de Holst. Lo sucedido con los libros y los discos fue aplicado en mi ropa. Mi nítida organi-zación era una cuestión de vida o muerte. No estoy nunca totalmente despierto antes de llegar a la oficina. Necesito saber dónde están los calcetines de cierto color, las camisas de rayas, las corbatas lisas, los trajes de verano. Supe que toda había sido revuelto cuando me vi en el espejo del baño de la oficina: bajo mi chaqueta azul lucía una camisa de pijama a rayas comprada en rebaja y una corbata de regimiento.

Me gusta el picante. Me gusta tener en casa salsas picantes en lata, porque Matilde se negó a hacerlas ella misma. Era cuando más hacía falta la salsa que la provisión de ha-bía agotado. Dicen que la comida de casa es la más sana. Yo digo que no, que es menti-ra, por lo menos en mi casa. Allí había grasas, carbohidratos, todo lo prohibido. Carne roja a diario, aceite, pastas. Mi colesterol y ácido úrico estaban por las nubes. Un aten-tado contra mi condición física. A cada rato Matilde preguntaba, ¿un cigarrito, un tra-go? Puede dar una primera impresión equivocada. No era amabilidad, era un deseo de causarme daño. Mis amigos se sorprendían al conocer que Matilde me motivaba a salir a tomar una copa con ellos tan frecuentemente como era posible.

En Psicología debe existir un concepto que se llame desgaste mental. Consistiría en en-frentar una realidad caótica y aleatoria. Se padece cuando suceden cosas como estas: los calcetines deportivos están en el cajón de los pijamas y las pijamas colgadas debajo del traje. La cerveza que hay en la casa es de la marca que uno odia y se compró porque es-taba en oferta. Se encuentra un clavo dentro de un disco importado. Una página de un cuento de Cortázar ha sido utilizada para dibujar una casita con chimenea humeante. Se desayunan las sobras de la cena de hace dos días porque las de ayer todavía sopor-tan más tiempo. Los controles del amplificador son el juguete favorito de los niños. La

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Mont Blanc negra y gorda ha hecho las veces de dardo. Las espinacas sirven para hacer una ensalada diaria con menudencias de pollo. La lata de paté francés se ha dado como regalo a la sirvienta. No hay toallas ni jabones en el baño. Se pierden los recibos del agua, luz y teléfono. Se mandan las corbatas a la tintorería, todas al mismo tiempo. Y todo sucede repentinamente, sin previo aviso.

Unos días después de la cena del hígado termino medio estaba yo solo, en casa, bus-cando mi encendedor. Miré en todas partes. Varias veces lo había encontrado en el ba-ño, otras en la alacena, en el refrigerador junto a la mantequilla, dentro de la lavadora de ropa. Esta vez no encontré el encendedor, pero sí otra cosa muy interesante. Bien es-condido en un cajón de Matilde estaba un muñeco de cera que me sorprendió por su fealdad. No sospeché nada al principio, pero me puse a leer sobre vudú, aunque tarde varios días en encontrar los libros dentro del desorden que había causado otra limpieza del librero. Obviamente mis lecturas me volvieron más precavido. Afortunadamente nunca tuve problemas de caída de pelo. Era muy difícil que se me cayera el pelo. El li-bro ese establecía una relación muy clara entre el pelo y los muñecos de cera del vudú.

Y luego, el viaje al Caribe, que hizo Matilde, redondeó mi teoría. Fue unas semanas an-tes de la cena del hígado término medio ¿De verdad funcionaría el vudú? Mi actitud fue de valentía. Después del regreso de mi mujer y al día siguiente de esa cena, inten-cionalmente me quejé de la caída del pelo. Cuando lo dije, estoy seguro de que sus en-demoniados ojos dejaron translucir sus intenciones. Caribe, vudú, pelo, muñeco de ce-ra, odio. Todo estaba claro. Mi desgaste mental no había sido suficiente. Ella quería ace-lerar el proceso de mi desaparición. Era mentira lo de mi pelo, desde luego, pero quería hacerle creer que se me empezaba a caer. No fue difícil implementar el resto de mi plan. Para encontrar un pelo de Matilde bastaba acudir a la sala y buscar en los respaldos de los sillones. Lo hice. Corté el pelo de manera que tuviera tamaño similar al mío. Me di cuenta de que un solo cabello no era suficiente. Me tomó varias horas recolectar un ma-nojo creíble, que coloqué en mi peine, durante la noche. Al día siguiente me corté el pe-lo a navaja. No quería correr riesgos. También me rasuré el bigote, piernas, pecho y to-do centímetro de mi cuerpo donde hubiera vello. Al regresar de la oficina comprobé que el pelo del peine había desaparecido. Matilde no lo sabía, pero su vudú iba a fun-cionar contra ella. Era su propio pelo el que estaría colocado en el muñeco de cera. Eso, si es que ella había tomado ese mechón de pelo de mi peine creyendo que era mío. Me regocijé pensando en la confusión que sufriría. Nunca hubiera imaginado la ventaja que era tener el pelo igual al de ella. Pasaron semanas sin ningún acontecimiento digno de mención.

El día que Matilde se quejó de dolor de cabeza me alegré. No pasó de ahí. Siendo pre-cavido por naturaleza, cada sábado iba a que me rasuraran de pies a cabeza. Era ridícu-lo, pero no quería estar en peligro. Busqué arduamente pero sin éxito el muñeco de cera que había visto antes. Por fin llegó el día en que mi mujer de sintió verdaderamente mal. Desde por la mañana sufrió dolores muy fuertes en todo el cuerpo. La pobre Ma-tilde murió ese mismo día por la noche. De esto ya hace más de cinco años. Aún en la actualidad visito su tumba cada mes. No me volví a casar inmediatamente, pero lo hice hace cuatro años con una mujer hermosísima, Hortensia. Se gastaba todo mi dinero en cremas y ropa. Pero era amable conmigo. Además era vegetariana, naturalista y depor-tista. Me enseñó muchas cosas. Murió con los mismos síntomas que Matilde. Y es que

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desde la muerte de Matilde me quedé con la curiosidad del vudú. ¿Había sido el vudú la causa de la muerte de Matilde? ¿Había dado resultado mi engaño sobre el pelo? La curiosidad me mataba. Quise hacer el experimento de nuevo, pero me faltó valor. Lue-go, por años me olvidé de todo, hasta que vi ese programa de televisión de Haití, rena-ció la duda. ¿Había sido el vudú? No lo soporté más y puse en marcha todo el ritual. La víctima planeada fue Wolfgang, el perro collie de Hortensia. Todavía ignoro como pudo llegar el pelo de Hortensia al cepillo del perro. Esa es la única explicación razonable. Hortensia no se cepillaría con ese artefacto. ¿Confundiría yo el pelo de un collie con el de Hortensia? Todavía hay demasiadas preguntas sin contestación. Me he casado con Carmen hace tres años. ¿Confirmaré mi teoría sobre el vudú? Después de todo Carmen hace el peor filete Wellington del mundo. Se lo merece. Por otro lado, es buena e inteli-gente. Ayer me regaló un rotulador para mis cajones ¿Soportaré la curiosidad? ¿Debo confirmar si el vudú mató a mis dos anteriores esposas?

Terminada la narración, Lulú me vio sonriendo y poniendo los dedos sobre su reloj. Es-taba oscureciendo. Pagué la cuenta que me pareció excesiva. Salimos y ya en el coche, nos quedamos unos minutos admirando el panorama de las montañas.

Por la noche, o dos cervezas que ella abrióEl tráfico era notablemente más pesado y llegamos a mi casa como a las nueve de la no-che. Durante el trayecto hablamos poco. Nos limitamos a tratar minucias. El restaurante había sido muy agradable y de seguro volveríamos. Ya dentro del departamento, ella comenzó la conversación.

— Es original el cuento que narraste, el del vudú. Un tanto negro, pero tiene su chiste y hay cosas que aprender, ¿verdad? —dijo como si siguiera una rutina.

— Si te refieres a que yo lo inventé, la respuesta es no, no es original. Lo oí en alguna parte y le agregué cosas de mi tintero. Es una historia que tiene su gracia. ¿Tiene leccio-nes? Supongo que sí. Pero deja esas cosas, no estoy de humor para cuestiones serias, ni de fondo —dije deseando que Lulú no entrara en temas que a veces parecían sermones.

— Esta bien, no diré nada más, pero podemos hacer otra cosa. Un juego. Saca tú las lec-ciones. Piensa en el cuento del vudú y lo que puede aprender de él una persona común.

— Mejor, mucho mejor... dime, ¿hay pecado alguno en esa historia? —le dije pensando en la conversación de ayer y que sí era un tema que me interesaba.

— Claro, al menos uno, matar o intentar hacerlo. Eso es pecado, ¿o no? —dijo sonrien-do.

— Desde luego, matar es quitar la vida... hacer daño a otros.... quizá a uno mismo —dije un poco titubeante.

— Ya tienes una definición. Pecado es igual a daño, sea a ti o a otros... otra palabra para decir daño, herida, lastimadura... ¡ay, perdona! Es que tengo que hablar de estas cosas, son importantes, aunque sea para negarlas... lo peor que puede hacerse es ignorarlas... son ideas que nos guían, con la desventaja de que quien habla de ellas tendrá la apa-

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riencia de querer dar sermones... —Lulú reaccionó así a algún gesto que hice y que de seguro ella había interpretado como de fastidio.

— No quise contrariarte, perdóname tú... tienes razón, la gente evita hablar de lo im-portante. En eso te doy toda la razón, toda. Muy pocas conversaciones de hoy son inte-resantes y las tuyas lo son... de verdad, aunque suenen a sermones a veces. Porque, además, poca gente parece saber discutir, quiero decir saber usar la razón con argumen-tos dejándose llevar por la única meta que debe ser común, la de buscar la verdad. Más que buscarla, tratan por todos medios de convencer, no dialogar, no pensar —dije un tanto asombrado de lo que decía, pero que en verdad pensaba, pues pocas cosas son tan tontas en la vida como las conversaciones insulsas cuando se dedica mucho a la nada.

La pelirroja volteó la cara mientras yo hablaba, abrió los ojos. Me miró muy fijamente. Al terminar yo de hablar, ella no dijo nada. Se levantó del sillón, caminó unos pocos pa-sos hasta la cocina y del refrigerador sacó dos cervezas, que abrió. Regresando me dio una y, sin vaso, dio un sorbo a la suya.

—¡Ves ya! Eso me pasa a mí también. Estás con amigos, o en una reunión cualquiera y las conversaciones son aburridas. No van a ningún lado. No pienso que se deba hablar de Teología todo el tiempo, o de cuestiones de gran altura, de Descartes y Platón. Pero sí digo que podía haber otros temas más allá de las películas, los artistas y similares. Y eso, a veces, llega a desesperarme con los amigos y en general la gente —dijo la pelirro-ja con pasión en sus palabras, remarcando cada una de ellas para explayarse con una confesión que, supongo, era más excepción que regla.

Se tiro hacia atrás en el sillón, inclinando la cabeza y viendo hacia el techo. El pelo lo tenía revuelto, descuidado, maravilloso y le cubría media cara. Se llevó las manos a la cabeza y allí las dejó un momento, en lo que yo pensé era una repetición corporal de lo mismo que antes había expresado con, en verdad, gran fogosidad. La miré de arriba ha-cia abajo, con descaro, ella lo notó sin importarle. Giré mi cuerpo hacia ella y me acer-qué. Iba a darle un beso, en la boca, que sentía no poder controlar. Lo hice y ella corres-pondió.

— Prométeme otra cosa, es un capricho. Escribe una historia para mí. Hazlo mañana mismo. No te debe causar dificultad. Tienes una facilidad grande para eso... Sí, ya sé que te pido mucho, que te pedí combatir a los filósofos de la tristeza y ahora te pido otra cosa. ¿Sí? —balbuceó con una timidez muy llamativa después de la vehemencia anterior y del prolongado beso, del que no hablamos.

— A ti te prometo todo lo que me pidas —le dije muy seguro de mí mismo, pero sin ha-ber meditado el alcance de mis promesas.

— No sabes la ilusión que eso me hace... el tema es libre, trata lo que quieras y que no sea muy largo —se inclinó hacia mí y hubo otro beso.

— ¿Música? —le pregunté.

— Desde luego, pon algo alegre... hmmm... algo barroco... y sube el volumen. Dejemos de hablar. Oigamos la música con los ojos cerrados todo el tiempo hasta que el disco termine no importa lo que tarde —dijo la pelirroja ya levantada y dando un par de vueltas sobre sí misma, como si bailara con los brazos a medio extender.

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Fue así como un par de los Conciertos de Brandemburgo se tornaron memorables para mí. Nunca he podido olvidar esa música. Lo que pidió Lulú, eso precisamente hicimos. Recuerdo que al principio no pude concentrarme en la música. Pensaba en lo que me sucedía, en las casualidades. Mis dos semanas planeadas para una reclusión casi mo-nástica se habían convertido en un ir y venir, pero sobre todo en un encuentro no bus-cado que cambiaría mi vida.

Terminó el disco y me disponía a hablar, pero Lulú puso su dedo índice en mi boca. Me dio un beso y a señas me indicó que mañana le hablara por teléfono.

Jueves

Por la mañana, o un accidente normalFui despertado inusualmente temprano por algún ruido en la calle. Por lo que pude sa-ber después se trató de un choque entre dos carros y que armó gran alboroto. Desayuné después de un baño prolongado. Era muy temprano para llamar a Lulú. Tomé dos tazas de café muy negro. Saqué varias hojas de papel en blanco y un par de bolígrafos. Los puse en la pequeña mesa del comedor que también era cocina. Encendí un cigarro y contemple la calle. La gente caminaba de prisa, los autos esquivaban a los dos acciden-tados. ¿Había una historia allí? Quizá, pero debía adivinarla. Podía empezar con al-guien que se levanta temprano y que tiene prisa y a quien asaltan algunos recuerdos. Fui a la mesa y escribí:

Se levantó a las seis y media. Todavía era de noche. No quería llegar tarde al desayuno con los Directores del Ministerio de Vías de Circulación Urbana. Sentado en la cama estiró los brazos hacia arriba y contempló unos instantes a su esposa metida entre las sabanas y co-bijas. Bostezó, y pensó que debajo de esas sabanas y cobijas cualquiera pensaría que ha-bían tapado un móvil de Calder. Fue al baño. Se metió en la regadera y comenzó a enjabo-narse. Al darse cuanta que seguía con el pijama puesto, cambió el jabón por un detergente. Su mujer se alegraría de encontrar limpio el pijama. Tomó de nuevo el jabón y se bañó concienzudamente. Se rasuró, se peinó, se roció de loción, se puso su mejor traje, uno ver-de de terciopelo. Seleccionó una corbata gris. Al darse cuenta de que había olvidado su camisa tuvo un acceso de ira interna que pronto se calmó. Estaba nervioso. En el desayuno se tratarían asuntos cruciales para el país. Cerciorándose de tener una vestimenta sin fal-tantes, tomó su cartera, una pluma Sheaffer's de oro y las llaves del carro. Se dirigió al ga-raje y puso en marcha el motor. Como siempre lo calentaría dos minutos. Encendió la ra-dio y se oyeron las notas finales de Bésame Mucho de Ray Coniff. Cerró los ojos unos ins-tantes. Su mente se fue al pasado.Arquímedes Lozano Abasolo se vio rodeado de viejos amigos. Los recuerdos surgieron. Estaba en el baile de graduación de su generación. Después de cuatro años de estudio ha-bía alcanzado su meta. Ahora él era ya todo un Licenciado en Ciencias y Tácticas de la Comunicación Estatal para la Sociedad. Junto a él estaba sentada Judith Jacqueline Martí-nez, el amor de su adolescencia. Arquímedes le habló a Judith Jacqueline en el oído. Le pi-dió que quitara su tacón de encima de sus zapatos y luego, tomados de la mano comenta-ron algunas de las anécdotas sucedidas en los cuatro años de estudio. Se acordaron del

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profesor Mobil Oil, bizco y calvo, con alto grado de viscosidad; de la vez que los sorpren-dieron dentro del carro leyendo a McLuhan y practicando lo del medio es el masaje; de cuando habían festejado el fin del primer año de carrera con un viaje a Acapulco sin per-miso de los padres de Arquímedes.Con un movimiento inconsciente metió reversa y salió de la casa. Se internó en el trafico de las siete y media de la mañana. Sabia que tardaría unos cuarenta minutos en llegar. Tal vez menos. Quería ser el primero. Los directores del Ministerio de Vías de Circulación Ur-bana poseían fama de puntuales. Él quería sorprenderlos. El asunto que tratar era de suma importancia. Cambió la estación de su radio y disfrutó del Modern Jazz Quartet, más por deseo de status que por convencimiento interno. Las calles pasaron ante sus ojos como bo-letos gratuitos para la ópera y como libros de química orgánica, no puso atención en ellos. Sus movimientos eran mecánicos. La música fue interrumpida por un noticiero: el lector de noticias dijo que ayer se registraron tres manifestaciones en contra del nuevo Código de Vías de Circulación Urbana. Los representantes repetían rítmicamente la frase 'los números son nuestros, son nuestros maestros’. Arquímedes pensó que el asunto había cobrado más importancia de la inicialmente prevista. Si había este tipo de reacción por el asunto de los números, lo de las calles cobraría dimensiones estratosféricas. Se enteró de un estimado total de diez mil manifestantes con pancartas que reprobaban el cambio de los números de casas que fue decretado por el gobierno a través de Ministerio de Circulación Urbana. No había tiempo que perder. Todo podía complicarse, tanto que impediría otras acciones pla-neadas como la regulación del número de botones en las camisas y el tamaño estandariza-do de platos y vasos. Cuarenta minutos después estaba en frente del nuevo edificio del Ministerio de Vías de Circulación Urbana. No le habían mentido. Era majestuoso. Miles de metros cuadrados de oficinas. Veinte pisos. Financiado con un impuesto especial que gra-vó la tenencia de televisores y radios. Su presupuesto original había excedido más del do-ble. No importaba. El resultado era espléndido. Entró al estacionamiento y se dirigió a los elevadores. Tres de ellos no servían. Esperó diez minutos hasta que se abrió la puerta del único ascensor en servicio.— A los comedores privados —ordenó al mismo tiempo que se daba cuenta de que no ha-bía elevadorista. Apretó el botón del ultimo piso pensando que allí seria el sitio obvio para los comedores. El sistema de sonido del elevador emitió las notas de Capullito de Alhelí con Edmundo Ross.Cuando Arquímedes comunicó a sus padres que era su decisión estudiar Ciencias y Tácti-cas de la Comunicación Estatal para la Sociedad, su madre dejó de hacer albóndigas en chipotle, que era el plato favorito de Arquímedes. Su padre lo amenazó con el suicidio, al mismo tiempo que dijo:— Pensé que serías abogado, o ingeniero mecánico.— Pero papá, tu sabes que no me gustan los números. Además, tendría un puesto de plan-ta en el Gobierno. Tú sabes que soy creativo y tengo vocación de servicio social.Arquímedes no se había equivocado. Terminada su carrera se colocó con facilidad en el Ministerio de la Pesca del Camarón, donde varias veces fue promovido al idear formas que debían ser llenadas por cada empleado de cada barca en cada viaje. De allí pasó al Mi-nisterio de Transporte Colectivo y propuso la formación de la Confederación Nacional Au-tónoma de Automovilistas Urbanos del Centro. Ello le valió el puesto en la Comisión Re-guladora de Actividades de Mercado. Fue allí que ideó un reglamento sobre el tamaño de los juguetes que vienen dentro de las cajas de cereales y un impuesto especial sobre el área ocupada por los productos dentro de los supermercados. Su actividad no paró hasta que pudo hacer posible la demanda de consumidores ante espectáculos carentes de calidad.

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Desde luego, tuvo problemas como la queja presentada por un ciego al que se le ofreció con descuento un boleto para una función de Marcel Marceau. Pero todo fue solucionado y se mantuvieron esos reglamentos. Arquímedes era asesor del Ministerio de Vías de Circu-lación Urbana y también ocupaba otros puestos de importancia. La gustaba su trabajo. Le gustaba decirle a otros como debían hacer su trabajo.

Detuve la escritura en ese momento. La cosa iba mejor de lo que imaginaba, pero no sa-bía qué seguía en esa historia. Releí lo escrito. Hice algunas correcciones. Volví a la ven-tana. Seguían los coches accidentados y los policías que hablaban con los protagonistas del incidente. Los curiosos formaban casi un círculo y parecían debatir las causas y ra-zones del accidente como si se tratara de un incidente de diplomacia mundial. Llamé a Lulú. Contestó y dijo que no podíamos vernos ese día, pues le habían llamado del nue-vo trabajo para algún asunto. No sabía cuánto tardaría todo aquello y prefería cancelar lo del día. Mañana sería otro y ella me llamaría. Nada qué hacer al respecto. Tenía dos decisiones frente a mí, la continuación del cuento y dónde comer. Era mediodía. Regre-sé a la mesa y comencé de nuevo la escritura:

Cuando Arquímedes llegó al piso veinte, se abrió la puerta. Salió y vio que allí no estaban los comedores privados. Busco a otras personas que le pudieron orientar. Dio pasos indeci-sos en varias direcciones. No encontró a nadie. Bajó a la planta baja para consultar el direc-torio. Comprobó que los comedores sí estaban en el ultimo piso. Subió de nuevo. Abrió varias puertas. La ultima puerta era la buena. La abrió y vio sentados a los Directores del Ministerio. Lo estaban esperando. Arquímedes había llegado cinco minutos tarde.— Buenos días, licenciado —dijo un viejo con peluquín y traje mal planchado. Era el direc-tor principal.— Buenos días —repitieron a coro casi todos los demás.— Debo disculparme, no encontraba los comedores privados y no hubo nadie para orien-tarme —murmuró Arquímedes.Ocuparon sus sitios alrededor de la mesa. Desayunaron fruta, huevos rancheros, frijoles, café y bolillos.— El problema es importante —dijo el del peluquín y dirigiéndose a Arquímedes conti-nuó—. Como usted sabe, licenciado, nuestra intención es regularizar los números de las casa y edificios de manera que tengan un orden lógico. Actualmente la ciudadanía se en-frenta al grave problema de no poder encontrar fácilmente los números de las casa que busca. Por ejemplo, un 720 puede estar junto a un 763, estando el 721 tres cuadras adelan-te. Se trata de dar una numeración progresiva de forma que cada cuadra tenga un numero y a éste se una el número de la casa. Una casa con el numero 15-04 sería la cuarta casa en la cuadra numero quince.— Un proyecto admirable —sonrió Arquímedes.— Sin embargo, la oposición nos ha provocado problemas serios. Ellos argumentan que la numeración antigua forma parte intrínseca de la casa y de la personalidad de sus habitan-tes, que es parte de las tradiciones. Han tenido cierto éxito. Ayer hubo tres manifestaciones en contra de nuestro proyecto. Tememos más violencia cuando anunciemos cambios en los nombres de las calles. Todo esto es muy necesario. Es por el bien del país. No podremos prosperar sin estos cambios que, se ha calculado, producirían ahorros de tiempo por varios millones de pesos. El señor presidente está muy al pendiente del asunto.

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— ¿Qué hay de cierto sobre el cargo a cada casa por el cambio de numeración? De ser cier-to, éste seria el verdadero problema. Mis investigaciones arrojan datos indicativos de cierto descontento entre algunos sectores de la población después de haber decretado un im-puesto extra sobre la posesión de mascotas dependiendo del número de patas, pero sobre todo en el impuesto al jugador de fútbol sobre cada gol anotado. Cierto que todo era nece-sario, pero hay sectores que no lo entienden —dijo Arquímedes con el aplomo de muchos años de experiencia y retorciéndose el bigote para arrancar un fragmento de frijol.— Por eso le pedimos su consejo —agitadamente interfirió el más joven de los directores mientras dejaba de tomar notas.— Bien —continuó satisfecho Arquímedes— hay varias opciones. Una es abandonar mo-mentáneamente el proyecto. Otra es correr la voz de otro evento de mayor trascendencia que distraiga la opinión pública.— Al paso que vamos el suceso tendría que ser la declaración de guerra al país vecino. Ya se han empleado todo tipo de sucesos fantasmas para distraer la atención, incluyendo la obligación de todo ciudadano para presentar un examen de turista si quiere obtener un pasaporte —dijo de nuevo el joven.— Ese no es rumor infundado, es cierto. Para evitar subir más el costo del pasaporte se ha ideado que cada solicitante pague por presentar un examen de turista. Como nación no podemos darnos el lujo de mandar al extranjero individuos que no saben más que dónde comprar barato. También deben tener cierta cultura. ¿Qué pensarán de nosotros si un tu-rista nuestro no sabe donde está el río Po, o en que país se procesa más atún? —dijo Ar-químedes con orgullo, pues él era el autor de la idea.

Volví a detener la escritura. Tenía hambre y no quería comer en casa. Me puse un suéter y salí del departamento.

Por la tarde, o los fideos perfectos de un mundo imperfectoEn la escalera, bajando del segundo piso en el que mi departamento se encontraba, vi a Antonio, el vecino que parecía un ángel barroco llegado a adulto. Nos saludamos, nos hicimos preguntas y pude averiguar que su familia había salido. Su mujer visitaba a sus abuelos en otra ciudad y sus hijos habían ido a casa de su hermana. Ambos estábamos saliendo para comer en algún lugar y decidimos ir juntos. Antonio dijo conocer un buen restaurante, tipo casero. No tuve dudas. Donde ese hombre comiera, debía ser un buen sitio. Tardamos unos quince minutos en caminar hasta el sitio y, pasando por el parque, vimos allí una reunión de lo que en ese tiempo se llamaban hippies. Estaban protestando por alguna razón que no recuerdo y llevaban mantas con la muy conocida leyenda de “Make love, not war”. Los vimos con curiosidad. Pensé que la más grande protesta hippie contra el establishment había sido el abandono del uso del peine y los calcetines. Cuando le dije esto a Antonio estalló en una enorme carcajada que llamó la atención de los que protestaban, quienes nos vieron con cierto odio, e incluso nos gritaron algo que no logramos entender. Llegamos al restaurante.

Era efectivamente uno casero. Muy limpio e iluminado por sus grandes ventanas, las que daban a una muy agradable terraza, llena de macetas con grandes plantas, que fue donde decidimos comer. Desde allí podíamos ver otro de los parques de esa parte de la

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ciudad. Una vez sentados, se acercó uno de los meseros y, saludándonos, nos ofreció un aperitivo. Ambos pedimos una copa de tequila y continuamos hablando.

— Lo que me dijiste de los hippies tiene su gracia —afirmó aún moviéndose todo con sus carcajadas contagiosas—, pero esas personas son demasiado superficiales y conta-giarán a todos esa superficialidad, lo que será una pena. Son muy populares y los me-dios los popularizan aún más, que es la especialidad de los medios, popularizar lo que menos merece serlo.

— Pero la verdad es que sus ideas son buen contrapunto a las opiniones ortodoxas... digo, porque retar lo establecido es positivo, nos sirve a todos. Por ejemplo, eso de opo-nerse a la guerra, o lo de despreciar las apariencias... todo eso nos debe hacer pensar —comenté creyendo sinceramente lo que decía, aunque no simpatizaba con esos jóvenes que no eran mucho menores que yo.

— De acuerdo, pero si algo va a ser puesto en tela de juicio, hay que hacerlo bien, no dejando de cortarse el pelo o vistiendo descuidadamente. Mira, eso de ser pacifista a ultranza es una posición que se ataca a sí misma: el verdadero pacifista es una contra-dicción pues dice que no hay nada por lo que valga luchar, y eso incluye a lo mismo que él dice. Afirma que ni su posición es digna de ser defendida, es decir, ni el pacifis-mo mismo debe ser defendido. A lo que voy es a que estas personas pueden estar de-fendiendo la idea de que nada hay que defender. No defiendo al establishment, como le dicen, nada más señalo lo débil de su posición —me dijo tomándome el brazo con la mano, como para señalar que eso era importante.

Habíamos terminado los dos tequilas y el mesero nos servía ya el primer plato. Antonio había pedido arroz con huevos fritos y yo una sopa de fideos. Platos más caseros eran difíciles de tener. Ambos alabamos el sabor de nuestras selecciones y lo felicité por la selección del lugar, al que ya habían llegado muchos comensales llenando el lugar, o casi.

— Volviendo a lo que dijiste antes, Antonio, me parece cierto cuando se analiza con ló-gica: defender la idea de que nada hay que defender es una posición contrapuesta, pero protestar contra una guerra me sigue pareciendo válido. El mundo sería mejor sin gue-rras y la humanidad, según se dice, se la pasa de guerra en guerra —afirmé.

— De acuerdo totalmente en una cosa: es mejor estar en paz que estar en guerra y esa es una idea que debe defenderse ¿o no? —me interrogó y yo dije que sí, ante lo que siguió diciendo—. Entonces se plantea una posibilidad que pocos ponen frente así, la de hacer una guerra para defender la paz... porque defender la paz de manera absoluta significa que se está dispuesto a dejar de defenderla, permitiendo que el que no la practica haga lo que quiera. No creo que tenga sentido. Mira, si el resto de Europa y los Aliados en la Segunda Guerra Mundial hubieran sido pacifistas totales, estaríamos tú y yo en algún campo de concentración o muertos quizá.

— Entiendo lo que dices, pero no es eso lo que se discute en los medios, ni de lo que suele hablar la gente. Nada más existen los reportes de las noticias, por un lado ataques, bombardeos y por el otro, las manifestaciones de protesta en contra de esa violencia... tal vez sea que no se habla como lo estamos haciendo ahora —comenté.

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— Mira, ya traen las milanesas empanizadas. Ya verás lo deliciosas que son.

En ese momento llegó el mesero con los dos platos, que comimos casi con gula y ha-ciendo comentarios sobre las cualidades de la comida simple, la que confía menos en los condimentos que en la calidad de los ingredientes. Llegó el postre, un flan también delicioso. Pedimos café.

— Puede ser que todo sea por una razón simple. Yo lo veo así: en un mundo perfecto habría paz siempre y justicia y caridad y todo, lo que nos debe hacer pensar que este mundo no es perfecto y considerar dos preguntas, ¿puede cambiarse para que sea per-fecto? y ¿por qué no es perfecto? Son las preguntas más de fondo que podemos hacer-nos ahora —afirmó casualmente, como si hablara del clima o de algún otro tema irrele-vante.

— Pero debemos tratar de que sea perfecto. Es una meta a la que debemos tratar de lle-gar. De lo contrario dejaríamos de hacer cosas para mejorar —respondí a Antonio con convencimiento.

— No digo que no se trata de mejorar, mi punto es si, por más que hagamos, llegará a serlo. En otras palabras, creo que el mejor de los mundos que puede tenerse es aún uno imperfecto y que no nos gustaría, al que trataríamos de mejorar aún más sin que ya fue-ra eso posible. La otra cuestión es más fascinante, la de la causa por la que este mundo no es perfecto, después de todo, fue creado por Dios y resulta que Dios es perfecto y ha creado un mundo imperfecto... parece no tener lógica, o demostrar que Dios no existe, ¿no? —afirmó con ese mismo tono casual que tiene quien ya sabe las respuestas de las preguntas que hace a otros.

— Me estoy confundiendo. Son cosas de las que no suele hablarse y que me imagino que sean tratadas sólo en libros áridos que nadie lee y a nadie interesan —dije con algo de desesperación y haciendo ademanes de querer levantarme de la mesa.

— Sólo un minuto más, pensar en estas cosas es efectivamente hacer filosofía y hacer filosofía es la cuestión más práctica que podemos hacer los hombres. Y te voy a decir otra cosa, aún más prácticas son las cuestiones religiosas, las que entran en terrenos en los que los filósofos resbalan... donde las explicaciones racionales no las encuentran, te las dan otros. Está bien, vámonos —dijo pidiendo a señas la cuenta al mesero y con ademanes indicándome que esto era su invitación.

Salimos del restaurante. Llegamos al edificio. Nos despedimos. La agradecí la invita-ción y le dije que la siguiente era mía, pero antes de terminar del todo insistí.

— La última cosa... si el mundo es imperfecto y lo hizo Dios, entonces se equivocó y eso no es posible, por lo que debe concluirse que Dios no existe —dije queriendo que me diera sus ideas sobre el tema.

— La premisa esencial es: Dios no hizo un mundo perfecto. Si la aceptamos, entonces debemos pensar que fue un error muy grave al menos. Pero si la rechazamos, entonces seguimos pudiendo aceptar que Dios existe y que Dios es perfecto —comentó en la es-calera, comenzando a subir a su departamento.

— Pero no podemos negar que el mundo es imperfecto, es obvio que lo es —dije.

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— Por eso te digo que las respuestas, muchas de ellas, están fuera del terreno de lo ra-cional. La respuesta dada por el Cristianismo tiene el poder de explicar esta cuestión: Dios sí hizo un mundo perfecto y lo llamamos Paraíso Terrenal, pero algo sucedió que lo hizo imperfecto. Todo esto es una respuesta directa y sencilla, pero son cuestiones de creer o no —finalizó diciéndome adiós con la mano y subiendo la escalera.

Dentro del departamento, volví a la mesa, en la que estaban los papeles del cuento. Se-guí escribiendo:

La reunión continuó examinando varias alternativas de acción. Arquímedes se lució mos-trando ingenio y creatividad. Estaba en su medio. Esa era su especialidad. Le fascinada decir a otras gentes cómo debían trabajar. Exhausto tomó el elevador de regreso. Ya dentro del carro sacó un cigarro y lo encendió. Tuvo que arrojarlo por la ventana inmediatamente. Lo había prendido por el lado del filtro. Tomó otro. Una vez encendido aspiró profunda-mente el humo relajante. Tosió violentamente pegándose contra el volante y haciendo so-nar el claxon. Encendió la radio y oyó completo el primer movimiento de la Sinfonía Fan-tástica de Berlioz. No me gusta, dijo para sí. Salió del estacionamiento y se dirigió a Le Crustace. Su restaurante favorito. Lo encontró cerrado. Eran las once de la mañana. Cami-nó por las calles mezclándose entre las gentes comunes, hombres y mujeres promedio, la masa de ciudadanos. Su único problema fue pasar desapercibido con los once guardaes-paldas que le rodeaban. Entró a un pequeño café. Ordenó doce tazas de café, una para sus guardaespaldas y once para él. Luego entró al cine. Función del mediodía. Concupiscencia de una Adolescente era la película. Sólo hay diez lugares dijo el de la ventanilla. Dejó fuera a Tiburcio y a Tranquilino. No le simpatizaban. La película era mala. Una producción barata chino-soviética de amores ilícitos entre dos osos en el Tibet. Se dirigió otra vez a Le Crusta-ce.— Buenas tardes, licenciado —le saludó el capitán quien lo acompañó hasta la mesa acos-tumbrada.Sentándose ordenó un trago. Los guardaespaldas se sentaron en otras mesas, en grupos de dos o tres. Arquímedes les llamó la atención para que se sentaran en las sillas y no en las mesas. Saboreó su tequila doble en las rocas mientras el sistema de sonido del restaurante permitía oír a la Patachou cantando Frère Jacques. Su mente voló a otros sitios.Engelbert era nombre que Judith Jacqueline quería para el hijo que al casarse tendría con Arquímedes. Esto bastó para que Arquímedes la abandonara. El deseaba otro nombre y Cicerón era su favorito. Un problema sin solución. Judith Jacqueline, descorazonada, salió de viaje a España, donde conoció a un cantante de rumba flamenca. Después de un tórrido romance en Houston, donde el cantante tuvo que pagar todas las compras de Judith Jacqueline en la Galería, se despidieron para siempre. Volvió Judith Jacqueline a España donde murió víctima de una indigestión provocada por un cocido. Arquímedes, por suer-te, conoció a otras mujeres. Muchas veces rechazado, adoptó una lechuza que lo cuidaba en las noches. Tuvo que matarla cuando la lechuza se le arrojó en la cara. Después de la lechuza, vino una rata, luego otra y más tarde tres más. Se cambió de departamento pero siguió pagando la renta. No podía hacer otra cosa, las ratas lo habían amenazado con una demanda legal. Entonces comenzó su ascenso vertiginoso. Con más dinero pudo entablar más relaciones. Conoció muchas gentes, entre ellas a una terrorista. Dejó de verla porque cada vez que hacían el amor, ella gritaba ‘¡Todavía estás vivo, Che!’. Luego fue una modelo de Cosmopolitan. Increíble mujer. La relación duró poco. Ella no sabía español y el había insistido en hacerle probar unos gusanos de maguey haciéndole creer que eran rice crispies gigantes. Su ideología es ese tiempo puede ser representada por un péndulo. En su depar-

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tamento reemplazó un póster del Che por uno de Reagan. Un tiempo después pintó bigo-tes a Reagan. Lo sustituyó por un grabado de Ho-Chi-Min. Luego puso uno de Nixon con la leyenda ‘volverás’. Leyó a Samuelson, a Prebisch, a Marx, a Hegel, a Rousseau y a Irving Wallace. Luego compró un póster de Woody Allen y se quedó con él.Tomó su tequila. Sorbió la sopa de pescado. Cuando ingería la langosta con salsa dos mil islas, que era la más cara, un individuo se sentó juntó a él. Miró de reojo y vio a Cayo Gra-co Carrasco, su eterno enemigo en la política.— Esta vez caíste mi buen Arquímedes —dijo Cayo Graco en un tono que denotaba gran placer.— Explícate, mi querido Cayo Graco —dijo Arquímedes sin quitar su vista de los ojos de la langosta.— Reprobaste el examen de turista y no podrás obtener el pasaporte. Caíste en tu propia trampa. Tus respuestas al examen fueron equivocadas. No supiste ni cuántos escalones tiene la entrada al Louvre —continuó impasible Cayo Graco—. Además, tú lo sabes, fallar en el examen implica una multa, ahora son acumulables tus ganancias sobre enajenación de pastores alemanes. Creíste que tu ingreso permanecería libre de gravámenes, ¿verdad?Con esas palabras Cayo Graco se alejo de la mesa. Arquímedes se quedó estupefacto ¿Ha-brían contado el descanso como un escalón más? No importaba. Su carrera había termina-do. Todo se tambaleaba. Fue a su casa. Hizo las maletas. Se registró en un hotel de quinta categoría. Allí viviría tranquilo. Se rasuró el bigote y tiró a la basura el traje verde. Así na-die lo reconocería. Cambió su nombre, ahora se llamaba Pepe Gorozcoichagoitia. Para ga-rantizar su anonimato se hizo camarógrafo de una de las cinco estaciones de televisión es-tatal.

Juzgué que el cuento estaba terminado y después de revisarlo, lo puse dentro de un so-bre, con la fecha de ese día, añadiendo la leyenda “Para Lulú, de Luis. No abrir hasta enero de 2008, Poner junto al sobre del Hotel Le Roy”. Me reí por la ocurrencia. Pero unos minutos más tarde mi humor cambió. Extrañaba a Lulú. Prendí la televisión y dormité algún tiempo.

Por la noche, o las meditaciones del pelo rojoMe di cuenta de que era jueves, que el próximo lunes empezaba de nuevo el trabajo, pero que aún quedaban buenos días libres. Tuve la esperanza de que Lulú terminara todas sus ocupaciones del día y pudiéramos vernos mañana, todo el día. Todo el día. El mundo sería perfecto con ella, o casi perfecto según diría Antonio, me imagino. Apagué la televisión y salí del departamento. Caminé sin rumbo realmente. Tomé un café en uno de los establecimientos por los que pasé. Mal café, pero la gente que allí estaba me pareció interesante. Un par de mujeres jóvenes hablaban como contándose los más re-cientes chismes de sus amistades. Tres hombres, también jóvenes, discutían acalorada-mente de futbol. La empleada que atendía la barra ponía su atención en la televisión, no en los clientes.

Regresé y pensé en un mundo perfecto con Lulú. De estatura media y pelirroja, la cara de Lulú era quizá demasiado redonda. Las pecas le daban personalidad, o al menos la diferenciaban del resto. Sus mejillas demasiado pronunciadas añadían a esa diferencia. Los ojos, a veces verdes y a veces marrón, eran expresivos, curiosos, traviesos y capaces

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de cambiar de tamaño, o eso me parecía. De piel blanca también, el resto de Lulú era un físico atractivo, quizá muy ligeramente menos esbelta de lo que podía ser, pero las cur-vas estaban donde debían estar y no estaban donde no debían estar; muy diferentes a la moda esquelética que ahora prevalece y que me causa pena. Su pelo, más bien largo, brillaba con tonalidades poco sospechadas en la imagen que ahora me formaba de ella. Sabía ser provocativa y sugerir una sensualidad extrema, pero no fácilmente percibida, pues estaba en los detalles de sus manos y sus ojos, pero sobre todo en su boca. Con-trastaba un tanto con mi estatura, de cerca de 1.90 metros, mi piel un tanto morena y, creo, poca capacidad de expresión facial. Pensaba en estas cosas, cuando decidí recupe-rar el sentido original de mis vacaciones: días de ocio puro. Volví al libro de las narra-ciones de Conan Doyle y leí unas horas, tomando un pequeño descanso para un refrige-rio.

Me recosté, sin muchas ganas de dormir y, por alguna razón mi mente me recordó un suceso durante la comida. Justo al entrar al restaurante, Antonio sufrió un sobresalto, apenas notorio, cuando vio a dos de los comensales que allí estaban. Ellos lo vieron y uno de paró de la mesa y caminó hacia nosotros. Antonio hizo un ademán, diciendo que yo me adelantara a la mesa y que él se quedaría un momento con el que caminaba hacia él. Eran dos tipos curiosos, desagradables. Vestidos totalmente de negro y, debo señalar, con una mirada que personificaba la maldad. El que permaneció sentado me vio al pasar y su mirada me estremeció. Debo decir que tuve miedo. Antonio y el otro, a los que veía desde mi mesa en la terraza, parecían tener una discusión fuerte aunque en voz baja. Antonio, a quien caracterizaba siempre una sonrisa amplia, ahora tenía una mirada arrugada y una boca contraída. El otro estaba aún más enojado, o eso me pare-cía. La situación terminó cuando quien hablaba con Antonio llamó con la mano a su compañero y ambos se retiraron del restaurante, me parece que sin haber comido. El incidente fue visto también por otras personas, sentadas cerca de la mesa de los hom-bres de negro. Uno de ellos era un hombre vestido de gris, con la camisa más blanca que jamás haya yo visto y el otro era un tipo de lentes, barba y una nariz aguileña, quienes conversaban alegremente hasta que pusieron su atención en Antonio y los dos hombres. Crucé miradas con ellos un par de veces, supongo que interrogándonos sobre lo que supusimos era digno de notar.

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Los Últimos Tres Días

Viernes

Por la mañana, o el teatro del ridículoDesperté descansado y debo decir que alegre. Prendí la radio para enterarme de las no-ticias y desayuné leyendo el periódico. Después del baño, me vestí y corrí al teléfono. Quería hablar con Lulú. La encontré. Le pregunté cómo le había ido con sus cuestiones de trabajo ayer. Me contestó que bien. Acordamos vernos en una hora. Pasé a su casa y salió con una especie de cartapacio lleno de papeles y varios lápices, lo que tenía difi-cultad en sostener y le hizo hacer algunos movimientos muy graciosos. Subimos al co-che.

— ¿Me vas a preguntar qué es todo esto? —me preguntó.

— No.

— ¿Tienes curiosidad? —insistió muy coqueta.

— No.

— Ya que insistes, te diré. Vamos a escribir una obra de teatro. Vamos al parque que está más adelante y nos sentamos a escribir —afirmó dando casi órdenes.

— Ya escribí la historia que me pediste. Está en un sobre cerrado en el asiento de atrás. ¿La quieres ver?

— No —respondió Lulú siguiendo el juego.

— ¿No tienes curiosidad?

— No —dijo ahora casi riéndose.

— Mejor, porque el sobre no puede ser abierto hasta el año 2008, según las instrucciones del autor. Estamos en 1971, así que falta tiempo.

Llegamos al parque. Bajamos del auto. Lulú seguía teniendo dificultades con los objetos que llevaba. Buscamos un lugar que tuviese una mesa, según quería Lulú. A esa hora, el parque tenía escasas visitas. Un vagabundo dormía en una de las bancas cubierto de papel periódico. El tráfico dejó de oírse. Caminamos hasta encontrar el área en la que estaban las sillas y mesas de piedra. A pesar de que el sol estaba casi en posición verti-cal sobre nosotros, varios árboles con sus ramas nos protegían dando una sombra fres-ca. El cartapacio fue puesto encima de la mesa, del que sacó muchas hojas en blanco. Me dio la mitad y varios de los lápices.

— Toma —me dijo—, vamos a escribir una obra de teatro durante el día y vamos a ha-cerlo al estilo moderno, donde la calidad no importa, las situaciones absurdas son bien-

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venidas y los críticos se preocupan sólo por lo que el escritor quiso decir con su desor-den incomprensible.

— Me hablas dándome órdenes. ¿Y qué si no quiero? —dije con un tono artificialmente molesto.

— Nos vamos a divertir de seguro y guardaremos los papeles para recordar este mo-mento cuando seamos viejos —dijo y sin pausa continuó—. Primero, tenemos que esta-blecer el escenario, la situación. Ya la escribí, mira.

Me acercó una hoja en la que lo siguiente estaba escrito, con una letra firme y clara:

Escenario: Una habitación, la sala-comedor de un departamento moderno; un piso alto de un edificio en cualquier gran ciudad del mundo. La sala está decorada con un gusto sim-ple y caro, el comedor es para ocho personas, con mesa redonda. La puerta de acceso está del lado derecho del escenario. Al fondo, a la derecha, hay una terraza con puerta de cristal a la que se llega por un corto pasillo en el que se encuentra una puerta, a la derecha, que conduce a la recamara. Del lado izquierdo, otra puerta da a la cocina. En medio hay otra puerta, la de un pequeño estudio.

— Son demasiadas puertas —comenté— nos vamos a hacer líos dije pero continué le-yendo lo que Lulú había escrito:

La escena abre con Arturo Graunde, por la tarde, que sale de su estudio vistiendo una bata de seda. Lleva en la mano un grueso libro y unos lentes. Recoge un periódico de la mesa de centro de la sala y vuelve al estudio. Inmediatamente suena el teléfono que se encuentra en una pequeña mesa junto a la puerta de la entrada; sale Arturo y contesta. Arturo es un hombre delgado, alto, de cincuenta años. Es un hombre que no revela fácilmente sus pen-samientos; enigmático.

— Ahora, escribe tú lo que sigue y que se supone es la conversación de este personaje —dijo Lulú, para luego poner las palmas de sus manos en las mejillas, los codos en la mesa y adoptar una postura de espera impaciente.

Con esa mirada encima de mí, levanté la cara, puse el borrador del lápiz en la boca y permanecí así unos segundos. Debía ser absurdo, terriblemente sin sentido y escribir el diálogo de ese personaje, Arturo Graunde.

ARTURO contestando el teléfono: Bueno, hola.... es de sentido común. Ignoro totalmente lo que tú me estas diciendo... pues entonces, mátalo y así estarás seguro.... Bueno, haz lo que quieras... Ya te dije, mátalo, pero piensa si ese es verdaderamente tu problema... Es cuestión de que te decidas... no, no, no me estoy arriesgando... Mira, es como un juego de ajedrez y por muy rey que seas o te creas, solo no te mueves, obedeces la mano de otro que está más arriba, la paga es buena... no hay nada gratis.

Tomó Lulú lo que yo había escrito, lo leyó y prolongó las palabras de esa conversación telefónica.

ARTURO después de una pausa, sigue en el teléfono: Hay dos opciones, o lo matas o lo dejas vivir...No, no me puedo poner en tu lugar, hace mucho que dejé esos trabajos, lo mío es mucho más sofisticado...Mira Benito, tengo que hacer, ya te dije. ... adiós (cuelga).

Seguíamos sin hablar. Nos limitábamos a tomar lo que el otro había escrito y añadir al-go. Ahora era mi turno.

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(sale de la recamara una rubia, obviamente acabada de despertar y se dirige a la cocina. Arturo se sienta sin hablar. La rubia sale de la cocina, toma una revista de la mesa del co-medor y va a la recamara. Suena el timbre de la puerta. Arturo la abre. Es Julio Macres, un hombre gordo de unos sesenta años, con pelo y barba blancos)

— Perfecto, muy bien —dijo Lulú—. Si repetimos muchas lo de la rubia que sale de la recámara, va a la cocina, regresa a la recámara, vuelve otra vez a la cocina, todo eso ha-rá que algún crítico quiere ver la representación de la represión femenina que se le ubi-ca sólo como placer o como herramienta. Y al que habla por teléfono lo verán represen-tado al machismo social.

Tomó Lulú el papel y sin mucho pensarlo se puso a escribir:

ARTURO: Hola, Julio. Entra. No esperaba ver a Julio Macres en persona hasta que las ru-bias aprendieran a tocar puertas.JULIO (Entra y se sienta en la sala, señala la puerta de la terraza): Aún es de día, las mana-das de garzas van por las calles y las parvadas de jirafas nublan los cielos... a estas horas, todo languidece y se prepara para la noche que es inevitable. ¿Te ha llamado alguien?ARTURO. No, nadie ha llamado.(Sale la rubia de la recámara y va a la cocina. Nadie le presta la menor intención).

Era obvio que Lulú se divertía a raudales. Yo empezaba a verle el sentido a lo que ha-cíamos y era que nada debía tener sentido, nada. Ahora era mi turno. Había dos perso-najes hablando tonterías y la rubia que entraba y salía. Tardé más que Lulú, pero escri-bí.

JULIO: Dices que nadie te ha llamado… dices que nadie se ha dirigido a ti. Dices que te han abandonado. Las parvadas de cebras nublan ahora el cielo… las manadas de palomas bloquean las calles… las piedras ruedan hacia arriba… ¿No te ha llamado nadie?ARTURO: Llamó Benito… le dije que lo matara… le dije que era su decisión. Más tarde llegas tú y digo lo mismo, que lo matesJULIO: He llegado hasta aquí, tú me has abierto la puerta, la rubia ha abierto más puertas que tú… me has dicho que lo mate… le has dicho a Benito que lo mate… los enjambres de hurones van a la cima… las piaras de moscos van a la sima...ARTURO: Las rubias salen de las puertas… las rubias entran por las puertas… Lo mejor es matarlas.

Una enorme carcajada salió de Lulú al leer eso. Dijo que no tenía sentido, pero que quien viera la obra le encontraría algún sentido, por ejemplo, a Julio, el de los animales lo podría ver como el representante del antiestablishment y a Arturo como el represen-tante de la violencia moderna, que a todos quiere matar. Tomó ella otra hoja y siguió escribiendo.

JULIO: Un sólo hombre es una manada y muchos de ellos son un sólo ser… Benito te ha hablado, tú le has dicho que lo matara, a mí me has dicho que lo matara… la luz del sol oscurece el día… destruyamos todo y construyamos de nuevo todo… dejemos que los moscos nos gobiernen… que las ballenas nos pesquen… que los cerdos nos coman… que los peces nos beban

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ARTURO (la rubia sigue entrando y saliendo): Hablé con Benito y ahora lo hago contigo. Hablo como si los matara, tú matas como si hablaras. Mentí, no hablé con Benito, el que llamó fue Pepe y le dije que matara a Benito.JULIO: La destrucción total debe ser construida… He hablado con Benito, fui yo el que lo ha hecho, no tú y le dije lo mismo, mata a Pepe… y sin embargo, Pepe y Benito son el mismo, ambos llegarán al suicidio individual… los alacranes nadan en el mar, los peces pasean por las calles.ARTURO: Exacto, Pepe es Benito, pero entonces, ¿Quién es Benito? La única respuesta es el ocaso, la terminación de la vida… por eso es mejor matar… o dejar que las rubias per-manezcan atadas a una cama.

— Está saliendo de maravilla. Nada checa con nada y eso es lo que se presta a que cual-quiera le encuentre el sentido que quiera para luego decir que la obra es una maravilla, como los pintores que manchan superficies blancas —comentó Lulú moviendo sus bra-zos como una pequeña niña frente a un juguete —. Ahora sigues tú.

Releí la última parte. Me levanté y por unos instantes paseé alrededor de la mesa, lo que me dio la oportunidad de contemplarla y preguntarme qué era lo que había en su mente. Me acerqué por atrás de ella, le tomé los hombros y besé su pelo. Volví a sen-tarme y escribí.

JULIO: Entre Benito y Pepe allá, entre tú y yo acá… entre todos los patos reptan y las ser-pientes corren… Pongamos al mundo del revés… que lo permitido entonces sea lo ahora prohibido… Dame un trago, el alcohol es la única verdad que la sociedad ha producido… las drogas son la única verdad que la nueva generación ha creado.ARTURO: Has llegado a mi casa. Has pedido un trago. (Se levanta y sirve dos vasos con una botella de vidrio verde). Has dicho que habrá un suicidio doble. Has hablado y has matado. (da a Julio el vaso). Ahora has bebido. Ahora, haz el favor de abandonar esta casa. Y recuerda, mátalo.(Suena el teléfono. De la recamara sale la rubia corriendo y contesta el teléfono quitando el auricular de la mano de Arturo. Arturo y Julio suspenden la conversación).RUBIA: Hola... no me hagas reír... me parece muy tonto todo lo que me estas diciendo. Es-toy enterada absolutamente de todo, hasta el menor detalle..... no ves que lo que debes ha-cer es lo contrario de lo que te dicen, si te dicen negro entonces blanco, y si te dicen... en-tonces quiere que lo hagas... entonces no quiere que lo hagas...Bueno, voy a ser honesta, en mi opinión, creo que debes matarlo, sí, me oíste bien, adiós. (cuelga y va la recamara con prisa, pero la llama Arturo).ARTURO. ¿Quién era?PELIRROJA. Benito o Pepe, no lo sé. Todo me da lo mismo. Nada vale la pena, nada. Ni destruir, ni construir. La felicidad es la nada, la renuncia, el abandono.

Pasé mi aportación a Lulú. La leyó con una sonrisa en la boca. Luego ella adoptó una postura pensativa. Se llevó el lápiz a la boca. Se rascó la cabeza. Cerró lo ojos. Se levantó del banco y comenzó a pasear. Cuando lo hacía, estando detrás de mí, me puso las ma-nos en los hombros y besó mi cabeza. Dio un pequeño grito, corrió a su asiento y co-menzó a escribir.

ARTURO: Dime quién era, por qué hablaste de que te dicen lo contrario de lo que es.

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PELIRROJA: Tu oíste todo, no quiero que lo mate y por eso yo le dije que le aconsejaba asesinarlo. El tonto siempre hace lo contrario de lo que yo le aconsejo. ¡Imbécil! (sale de la casa).ARTURO: Creo que el asunto es claro ya… he dicho que lo matara cuando he querido sig-nificar lo opuesto… tú dices que hay que destruir y significa que es necesario construir… son las contradicciones de la sociedad, del capitalismo, de las estructuras sistémicas y de las capas hegemónicasJULIO: No, Arturo. Creo que esta vez te equivocas. La mujer sabe que vas interpretar lo contrario de lo que ella dijo, consecuentemente dijo la verdad. No mintió. Sí, habló con Be-nito, pero quiere hacerte pensar que habló con Pepe y que corre peligro la vida de ese hombre que está apunto de ser asesinado… las langostas se agarran a los árboles y los pulpos a las palmeras… ARTURO: Eres muy inocente. Me decepcionas. Eres tú el que quiere que yo piense que ha-bló con Benito porque te conviene… eres parte de la Gran Conspiración, del Imperial Complot que nos sojuzga, explota y esclaviza. Hay que matarlos.JULIO. Sí, quiero proteger a Pepe. Es un gran elemento, muy eficiente y leal, aunque de-masiado emocional… porque al final Pepe es Benito… las abejas producen leche y las va-cas son ordeñadas de miel...ARTURO: Ni tu ni yo hemos ejercido influencia sobre Benito. Tampoco Pepe sigue fiel-mente nuestras órdenes. Si la mujer habló con Benito, no va a haber ningún asesinato. Pero si, en cambio, ella habló con Pepe, es seguro que dentro unos días aparecerá una noticia en el periódico. Así dilucidaremos nuestra controversia ¿Con quién habló la mujer? Espere-mos unos días.

Se acercaba la hora de la comida. Comenzaba a tener hambre, pero Lulú seguía en su papel, literalmente. Hizo caso omiso de mis indirectas sobre buscar algún sitio para comer. Era ahora mi turno.

JULIO: ¿Y Jorge?ARTURO: ¿Alberto? ¿Qué tiene que ver Alberto?JULIO: Dije Jorge, no AlbertoARTURO: Yo hablaba de Rubén, no de Jorge, ni de Alberto. ¿Acaso no estarán hablando de Juan?JULIO: Anulemos los nombres, que todos nos llamemos Tiburcio… que reine la confusión y el caos. Me voy. Yo me abro y la puerta pasa… los techos están abajo y son pisados, los suelos suben y de ellos cuelgan lámparas (sale de la casa)ARTURO: Adiós, Julio, adiós. Mátalos.(entra la rubia y se sienta en el sitio que ocupaba Julio).

Ahora era el turno de Lulú, a quien sugerí que fuese ésta la última adición a nuestra obra conjunta. Asintió con la cabeza y comenzó a escribir:

RUBIA: ¿Se lo tragó todo?ARTURO: Lo veremos en unos días. Julio dedujo que lo estaba tratando de engañar y que quería descubrir a Alberto. Julio inmediatamente se concentrará en Benito y en Pepe, o en Juan, no lo sé. De camino a su casa va a recapacitar en todo esto y volverá a cambiar de opinión pensando en Alberto o en Ramón, sin sospechar de Benito ni de Pepe, ni de Ru-bén. Sí, creo que sí lo engañamos. Pensará que quise ser obvio culpando a Adrián y que así

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quise engañarlo. Reflexionará sobre esta obviedad y pensará lo contrario. Lo más probable es que Pepe y Benito no se vean involucrados. Tampoco el otro Jorge, ni PabloRUBIA: Oí lo que dijo de Benito, ¿tú crees que esté jugando doble el bueno de Benito?ARTURO: Sí, pero para beneficio de nuestro bando y de Felipe. Eso quiere decir que Julio Macres o Rolando es el que nos está traicionando.RUBIA: ¿Estás seguro? ¿No querrá decir todo que el traidor es Pepe o Gilberto?ARTURO: No, no, no, no, todavía te falta un poco de experiencia. Julio Macres, ése que acaba de salir, es un viejo lobo, pero yo soy más viejo y más lobo. Julio quiso centrar la dis-cusión en el juego doble de Benito o de Rigoberto, pero se traicionó. Pepe es digno de sos-pecha. Benito, no, él es un compañero doble y trabaja para mí. Mira, no te preocupes. Julio Macres va detrás de Alberto o de Augusto. Los demás estarán bien.RUBIA: ¿Cómo puedo estar segura de lo que me dices? No sé si me estas diciendo la ver-dad.ARTURO: La verdad no existe, es un invento burgués… lo único que existe es Camilo, el que nos han inventado a todos.RUBIA: Regreso a la recámara, o a la cocina… todo da igual (Sale; cae el telón).

No pudimos continuar porque ambos ya teníamos hambre. Era tarde.

Por la tarde, o la película y el vino que no se mezclaronPuso la pelirroja las hojas en el cartapacio, ordenando las páginas. Caminamos hasta el coche y dentro de él tratamos de decidir dónde comer. Me dijo que no le importaba, que fuéramos a donde yo quisiera. Esa es una responsabilidad que jamás me ha agradado, pero la acepté con gusto, en medio de las risas que aún nos provocaba nuestra obra con-junta. Me decidí por lo obvio, comida italiana, la opción universal que a todos agrada. Unos veinte minutos después estábamos sentados en una de las mesas de La Tavola, un sitio que cumplía con el requisito de tener mesas con manteles de cuadros rojos y blan-cos. Pedí una botella del vino de la casa, que suele ser en estos casos el menos aconseja-ble, ante lo que el mesero puso cara de admiración. Resultó ser mucho menos malo de lo que pensaba. Ordenamos lo obvio, pasta. Y Lulú quiso leer en voz alta nuestra obra, lectura que era con frecuencia interrumpida por las risas de ambos.

— Creo que lo hemos logrado —dijo al terminar la lectura—. Muchos críticos verán en esto símbolos y mensajes que ellos mismos acomodarán a sus ideas preconcebidas. Ha-blarán del feminismo, del machismo, de la decadencia, de las cosas más absurdas y terminarán creyéndose lo que escriben, muy seriamente. Como siempre lo hacen. Pero no hay que decir nada a nadie, es nuestro secreto.

Seguimos conversando de cosas que ya no recuerdo. Terminamos de comer y entramos al cine. Era una de esas salas que exhibían películas de arte, es decir, similares a nuestra obra de teatro, a las que debía buscarse un significado, una tarea que para mí fue impo-sible e irrelevante en esos momentos. Ambos dormitamos durante la cinta, en blanco y negro y en un idioma irreconocible. Encontramos a algunos amigos, quienes nos propu-sieron, por la noche, ir a tomar una copa y a bailar. Accedimos. Dejé a Lulú en su casa

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con la promesa de pasar por ella más tarde y darle tiempo a cambiarse. Regresé al de-partamento y dormí una hora o algo así. Me bañé y me puse de traje, como en esos tiempos se acostumbraba cuando por la noche se salía a algún sitio formal.

Por la noche, o la interrogante de la felicidad eternaYa vestido con el mejor traje que supuse tener, salí en mi coche por Lulú. Toqué el tim-bre de su casa y tardando un poco, salió ella con un vestido rojo. Rojo real, fuerte, des-carado. Me miró coqueta. Me tomó del brazo y me llevó hasta el coche. No recuerdo el nombre del sitio al que fuimos, pero era uno de los de moda. Colocado en el último piso de uno de los hoteles elegantes de la ciudad, ofrecía una pista de baile al centro con me-sas pequeñas alrededor. Con suerte podía uno sentarse cerca de las ventanas y admirar un paisaje urbano en verdad impresionante. Al frente de la pista de baile, un pequeño conjunto musical se especializaba en melodías románticas y las tocaba a ritmos muy bailables. La luz era escasa, pero después de unos momentos y a esa edad, uno se mo-vía con comodidad entre las mesas y los escalones. No me habría gustado ver el sitio de día, pero de noche todo era más atractivo.

Durante el trayecto seguimos hablando de nuestra obra conjunta y de las interpretacio-nes que ella ocasionaría cuando fuese estrenada, en medio de aplausos de los intelec-tuales y literatos. Tomamos el elevador, junto con otras parejas que iban a lo mismo que nosotros. Fuimos atendidos por un capitán de meseros que había trabajado demasiado tiempo en el mismo lugar. Le dijimos que seríamos seis personas, que el resto vendrían después y que nos gustarían un sitio junto a las ventanas. Era viernes y el lugar popu-lar, ya estaba casi lleno. La sonrisa de Lulú produjo el efecto esperado y el capitán nos dio un muy buen lugar junto a las ventanas y lejos de la música. En espera del resto de los amigos, seguimos conversando, ahora de la gente que nos rodeaba, tratando de asignarles teorías sobre su identidad. Recuerdo que uno de ellos era sin duda alguna un extraterrestre, pues su físico no era de este mundo. Otra debía ser estudiante de bailes exóticos, pues todo lo bailaba como si fuera una danza de ombligo.

Nuestros amigos llegaron al poco tiempo y comenzamos a hablar de las minucias pro-pias de esas reuniones y de los chistes más recientes. Los tragos fueron servidos varias veces. Fue una noche divertida, llena de risas, en mucho debidas a un amigo que siem-pre ha sido en extremo gracioso. Bailamos mucho esa noche. Creo que nunca había bai-lado con Lulú antes. Y lo hicimos con sensualidad, abrazándonos al ritmo de la música. Nos besamos un par de veces, sin jamás hablar. No éramos la excepción en ese lugar. Salimos del lugar ya muy tarde, bien entrada la madrugada y con más alcohol del con-veniente en esas circunstancias. El alcohol es un extraordinario amigo, pero un pésimo consejero, por lo que intenté dominar a las hormonas que estaban ganándole terreno a las neuronas, como en esos tiempos se solía decir. Nos despedimos de los amigos. Sa-qué el coche del estacionamiento. Lulú subió.

— ¿Te puedo decir una cosa? —me dijo tomando mi brazo con su mano y en un tono en extremo serio.

— Claro que sí —respondí, deteniendo el carro a un lado de la calle y volteando a verla con toda mi atención.

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— No, nada… es que… no sé cómo decirlo —por primera vez titubeó Lulú desviado la mirada hacia el frente y dejando ver el chato perfil de su pequeña nariz que a mí me pa-recía una visión angelical—. Es que nunca he pasado días tan felices… ¿Crees tú que esto pudiera durar para siempre?

— No sé… digo, lo que podemos hacer es vernos mañana, si quieres, y seguir hablando del tema —comenté por inercia porque no sabía de qué exactamente hablaba la pelirro-ja.

— Desde luego, veámonos mañana, todo el día, eso es lo que quiero —susurró coque-tamente mientras se acercaba a mí para darme un beso, prolongado, después del cual se sentó con la cabeza agachada.

— Perdóname, pero es que de verdad me siento feliz —continuó diciendo sin yo saber qué decir—. Muy feliz, feliz de verdad, quisiera que este día durara toda la eternidad, contigo. Vamos, arranca el coche y déjame en mi casa. Por la mañana iré a tu departa-mento y ya veremos qué es lo que se nos ocurre.

Eso precisamente hice. No podía hablar porque no podía encontrar qué decir, cosa que era rara en mí, según me habían dicho. Yo también estaba feliz, pero mi felicidad no era propia, era la que sentía la pelirroja. Años más tarde encontré la explicación: la felicidad verdadera no es la propia sino la ajena; si yo intento ser feliz conseguiré no serlo, pero si hago feliz a otros, también lo seré yo. Por primera vez en mi vida, conduciendo el co-che, pensé en el matrimonio.

Sábado

Por la mañana, o el fotógrafo involuntarioEstaba leyendo el periódico cuando Lulú llegó más pronto de lo que imaginaba. Con-trastaba su arreglo mañanero con el de la noche anterior y no pude decidir cuál me gus-taba más. Me dijo que había logrado, al salir de su casa, que habláramos con su vecino quien era un tipo digno de ser entrevistado y que ella le había dicho que esa misma mañana un reportero le haría una entrevista para un periódico. El reportero era yo.

— Pero, Lulú, yo no soy un reportero, no sabría qué hacer —le comenté molesto—. To-do esto te lo has inventado tú y quieres que yo participe. No creo que deba hacerlo. No soy tan buen actor.

— Tienes razón, no te pregunté antes. Entonces la reportera seré yo. Le diré que tengo un nuevo trabajo, que soy reportera y tú el fotógrafo. ¿Me acompañas? Nos estará espe-rando ya.

Usamos el coche de Lulú. Durante el trayecto, de manera apresurada me contó la histo-ria. El entrevistado, un vecino a dos o tres casas de la suya, era conocido por todos en esa calle. Lo conocían por abusivo, ante lo que todos reaccionaban con un cierto asco, pero que en Lulú causaba curiosidad. Según ella podíamos usar su personaje en otra

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obra conjunta. Llegamos a la casa de Santiago Alacinis, que así se llamaba el reputado abusivo. Lulú tocó la puerta, dijo quiénes éramos y de inmediato entramos a la casa, debidamente preparados, ella con un bloc de notas y yo con una cámara fotográfica que carecía de rollo. La mucama nos llevó a la sala y dijo que avisaría inmediatamente al señor. No fue sorpresa que tuviésemos que esperar una media hora que el señor bajara. Nos dedicamos a observar la sala y los miles de aditamentos y decoraciones que ella contenía: ceniceros de hoteles y restaurantes, bolígrafos con logotipos comerciales; el baño de visitas tenía toallas con nombres de hoteles. El resto era un galimatías de esti-los, si es que pudiera hablarse de eso. Los libros, imaginé, serían préstamos jamás de-vueltos a sus propietarios originales. Bajó la escalera un hombre de quizá cuarenta años, de estatura pequeña, una cara hinchada con en medio mostraba un bigote muy delgado y cuidado, teñido de negro y grasoso. Su vestimenta era toda marrón, desde la camisa muy abierta de permitía ver una pesada cadena de oro, hasta el pantalón, los zapatos. Todo. El pelo brillaba, con un arreglo que debía tomar media hora realizar y que termi-nada con un copete muy vertical arriba de la frente. Sus ojos oscuros eran vivos y son-rientes. Su boca, de labios estrechos y poco notorios, me parecía, era cruel.

— Buenos días —dijo él, mientras bajaba la escalera muy visible desde la sala.

— Buenos días tenga usted también don Santiago —contestó Lulú—. Estamos aquí para lo de la entrevista, a la que me han asignado a mí. Traje al fotógrafo también. No se preocupe por él, no le gusta hablar.

— Bueno, pues sí, agradezco mucho a todos ellos la selección hecha, de la que desde luego no soy merecedor. Ya había hablado con usted y según tengo entendido se trata de una entrevista para la prensa por la cuestión de que me consideran una persona abusiva. A mucha honra lo tengo, porque en esta vida, o uno abusa de los demás o ellos abusan de uno.

— ¿Quiere explicarnos exactamente en qué consiste eso de ser abusivo? Lo que quisiera saber es la serie de cosas que usted hace y que son abusivas —preguntó Lulú muy ce-remoniosa y preparándose para tomar notas.

— Con mucho gusto, señorita. El abuso es toda forma de ser que se va adquiriendo desde temprana edad. Mi padre también era abusivo. El abuso es una especia de apro-vechamiento desleal de oportunidades que casi es delito grave, pero nunca llego a serlo totalmente. Por otro lado, también es necesario señalar que para ser totalmente abusivo se necesita tener contactos que también lo sean. Los abusivos actúan mejor en grupo —contestó haciéndole un guiño a Lulú, mientras yo pretendía sacarle fotografías

— ¿No es eso una muestra de comportamiento antisocial? Quiero decir que así se le causan molestias a otras personas —preguntó Lulú de la manera más ingenua, como si no le importara la pregunta.

— ¿Qué, hay otras personas además que yo? No, mire, no ha entendido. La esencia del abuso es mirar a los demás como seres inferiores y sin derechos. Hace poco, iba yo a ex-ceso de velocidad, intencionalmente me pasé un alto con la mala fortuna de otro tipo que me chocó. Aunque yo tenia la culpa pude arreglar que se la echaran al otro. Me tu-vo que pagar todo, inclusive rayones que no fueron producto del accidente y también

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una cuenta medica. ¡pobre tipo, tuvo que vender su carro! —contó Santiago con un tono que mezclaba diversión y orgullo y tomando poses artificiales para las fotografías.

— ¿Le gusta a usted eso? —volvió a las preguntas Lulú.

— No hay duda. Mire, intencionalmente rebaso las líneas de peatones y cuando algún inocente pasa por enfrente de mi coche, acelero ¡Viera cómo se asustan! Si estoy atrás soy el primero en tocar el claxon cuando se prende el verde. Es natural la tendencia a concentrarse en los automóviles. Para ser abusivo hay que tener coche y estacionarlo en doble fila, ir despacio en el carril de alta velocidad, pegarse a la derecha para dar vuelta a la izquierda. Hay una gran variedad de abusos posibles con el carro.

— Hablemos ahora de otro tipo de abusos. ¿Me puede dar ejemplos de otros abusos que usted comete, don Santiago? —siguió el interrogatorio Lulú.

— En los negocios también se puede abusar. Por ejemplo, yo nunca trabajo más de unas treinta horas a la semana. Llego tarde a la oficina, cotorreo con mis compañeros, salgo antes, me tomo más tiempo para comer, paso cuentas de restaurantes a la empresa. Es sensacional, uno se siente bien. Trato de robar en algunos comercios, muchas veces con éxito. Cuando he vendido coches míos, digo que no tienen fallas y menos kilómetros de los reales. Las posibilidades son infinitas, como el no hacer cola en el cine y otras más.

— ¿Alguna otra cosa que me quiera decir? —preguntó Lulú

— Mire, yo tiro basura en la calle. Si no hubiera basura en la calle no habría barrenderos y se cerraría una fuente de trabajo para mucha gente. Lo mismo sucede cuando voy de día de campo, dejamos latas de cerveza, papeles, botellas vacías, tapas y demás. Que limpie el que venga después. También me gusta tirar colillas a la casa de al lado. ¡Ah, pero nada como estacionarse en la entrada de las cocheras de casa particulares! Se sien-te un hermoso cosquilleo de placer.… —contó el hombre moviendo los ojos hacia arri-ba, como en un éxtasis.

— Bueno, pues eso es todo, don Santiago. El reportaje debe estar listo para ser publica-do la siguiente semana. Me despido —le tendió la mano y con sonrisas nos despedimos.

Subimos al coche y ella me condujo de regreso a mi casa. En el trayecto hablamos de que este hombre era un paciente potencial por el que Jung y Freud estarían dispuestos a analizar sin costo. Comenté que al menos se daba cuenta de que era abusivo, pero que mi vecino con sus fiestas ni siquiera sabía que lo era. Ya en el departamento, propuse a Lulú que nosotros preparáramos la comida, que nosotros cocináramos. Sólo teníamos que ir a algún supermercado y comprar lo necesario, pues mi cocina estaba muy mal surtida.

Por la tarde, o la mala memoria culinariaHabíamos ido a comprar alimentos para cocinarlos en mi departamento. No tengo re-gistrado lo que comimos y existen dos versiones al respecto. La de Lulú insiste en el consumo de un filete encebollado y la mía habla de un pescado blanco en aceite de oli-va con ajos. Nunca nos pondremos de acuerdo en esto, pero sí en una botella de vino blanco, o mejor dicho dos, que nos tomó toda la tarde terminar y que hizo a la plática

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muy placentera. En lo que sí existe coincidencia es en una botana de quesos y aceitunas, que comimos mientras cocinábamos. El postre, un helado de chocolate, más café.

— Antes de que me preguntes en qué pienso, te lo digo —comenté ya al término del ca-fé, tratando de entrar a un tema que me causaba temor—. Suena de telenovela barata, pero pienso en nosotros y si hay algo más que una amistad. Yo tengo casi 30 años y tú poco menos, creo. En fin, dime tú.

— Yo tampoco sé y lo único que hemos tenido hasta ahora es en realidad unos días de vernos casi a diario y sin cansarnos el uno del otro. Ya es ganancia y no se parece a las experiencias que he tenido con otros con quienes he salido. Algunos de ellos tienen la mira colocada en una sola cosa y por ello me resultan aburridos. Con otros es imposible hablar, o tener conversaciones razonables. Hay quienes tienen como tema favorito a sí mismos… lo que te quiero decir es que no he encontrado a nadie y no me voy a com-prometer con quien no me vería dentro de cincuenta años —contestó como si tuviera preparada la respuesta, sin el menor titubeo.

— Entonces sí has pensado en nosotros como con posibilidades.

— Sí, pero no mucho. Las cosas tienen que dejarse ver por sí mismas, sin forzarlas. Los hombres son más separadores de cosas, las mujeres somos más reunidoras de cosas, si se puede decir eso. Ustedes analizan rompiendo en partes las cosas. Nosotras vemos más la totalidad. Todo eso es complementario, igual que nuestros cuerpos… en fin no sé de qué hablo… sí, podría ser, pero hay que dejar que las cosas sucedan con libertad —comentó viéndome muy directamente y sin sonreír.

— Creo que tienen razón y además, el lunes ya estaré de regreso al trabajo y tú entrarás a la nueva empresa… Todo eso nos va a ocupar tiempo y atención. Pero lo que quiero, o mejor dicho, lo que deseo es que sigamos viéndonos… ¿de acuerdo? —dije correspon-diendo la mirada de ella con otra que yo traté de hacer intensa.

— Te digo la verdad, nada en este momento me gustaría más. Y creo que ha sido por-que hay varias cosas reunidas en estos días: la diversión, las conversaciones, los extra-ños sucesos, pero sobre todo, la libertad y lo que ella ha producido, la atracción que te digo la verdad es mutua…

— ¡Y las coincidencias! —la interrumpí con una mirada de sorpresa—. Las coinciden-cias. Si no es porque el vecino molesto tuvo una fiesta, si no es porque ambos estamos de vacaciones, si no es por yo no sé qué… es que todo ha coincidido. Y eso me llama la atención. Es que la vida tiene consecuencias que vienen de resultados fortuitos. Te co-nocí hace tiempo, ya no recuerdo exactamente cómo, y no me parecías nada mal. Luego nos vimos otras veces, nos caímos bien, pero nada, hasta todas estas coincidencias.

— El viernes, cuando nos vimos en casa de tu vecino, yo iba invitada de un invitado. No conocía a tu vecino y accedí a ir por insistencia de una amiga que sí estaba invitada. No tenía nada que hacer ese día y no quería quedarme en casa. Mis papás estaban fuera y preferí ir con ella a una fiesta de un desconocido. Jamás me imaginé encontrarte allí y mucho menos todo lo que ha pasado en estos días… sí, supongo que tienes razón, tam-bién las coincidencias —dijo parándose de la silla y yendo a la ventana de la cocina.

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La seguí y le di un beso en el pelo. No había más que hablar al respecto y el acuerdo es-taba claro. Vi a través de la ventana y para mi sorpresa había dos hombres de vestimen-ta negra que miraban hacia el edificio. Aún estoy seguro de que eran los mismos con los que Antonio se encontró el día que comimos juntos y los mismos que todavía suelo en-contrar en algunas calles. Los reconozco por la vestimenta negra, pero sobre todo por esa mirada realmente malévola.

— Tengo que irme —dijo Lulú volteando todo su cuerpo y acercándose a mí—. Hoy llegan mis papás de su viaje, a las nueve, y tengo que pasar por ellos. Pero es sábado, aún nos queda mañana.

— Sí, aún nos queda mañana y aún recuerdo lo que ayer dijiste, que te habías sentido muy feliz —dije.

— Y lo sigo estando contigo, en verdad, pero dejemos que las cosas sigan su curso —me dijo mientras salía por la puerta.

Por la noche, o el ataque filosóficoUnos minutos después de Lulú, salí a caminar sin rumbo y sin pensar en nada. Los hombres, como diría Lulú, somos separadores de asuntos, y en este momento separé todo y me concentré en nada. Una hora o algo más, después, estaba de regreso. Pensé en hablarle a alguien pero no tuve la voluntad suficiente. Sería mejor quedarse en casa, haciendo nada, como era mi intención original. Leí más cuentos. Para descansar de la lectura, fui a la cocina y saqué una cerveza del refrigerador. Encendí un cigarro y vi por la ventana. La calle estaba iluminada por varias farolas que dejaban ver a una persona que caminaba de manera curiosa, quizá demostrando un consumo excesivo de alcohol. Fuera de eso, nada pasaba en la calle, nada. Hasta que forzando la vista y apagando la luz de la cocina pude distinguir con gran trabajo lo que me pareció las figuras de los malos, como les llamé desde entonces. Seguían allí, frente al edificio y su presencia me inquietó. Volví a la sala. Quizá esperaban a Antonio.

Lulú dijo que era feliz. Yo también lo dije. Si podíamos decir eso, significaba que existía la otra posibilidad, la de la infelicidad, pero también la de estados intermedios entre los extremos. La única manera de saber que se es feliz es conocer que es posible lo opuesto. Pero más aún, también existe la idea de que algo es más deseable que lo otro. Es mejor ser feliz que no serlo y saber que es mejor la felicidad es algo que se siente y que tal vez sea la percepción de un estado de satisfacción. ¿Qué era lo que en Lulú y en mí estaba satisfecho, lo suficiente como para sentirnos felices, aunque sea durante unos momen-tos? ¿Satisfechos el uno con el otro? Seguramente, aunque ni siquiera habíamos dormi-do juntos, lo que en esos tiempos podía ser visto como natural. La satisfacción es buena, nos hace felices, pero de qué debemos estar satisfechos.

Es una buena pregunta y con eso recordé el inicio de estas dos semanas. Quería salirme del trabajo unos días, pero visto con más pausa, quería salirme de la vida que tenía. No llevaba la vida libertina de muchos de mis amigos, pero aún así temía estar en un puen-te colgante rodeado de un terrible abismo y cuyo piso está lleno de cáscaras de plátano y manchas de aceite. Sentía que podía resbalar y detuve mi camino. Tenía que escoger

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cómo cruzar sin caer. Por eso tomé vacaciones. Obviamente, seguí pensando, no estaba satisfecho aunque no sabía qué era lo que debía satisfacer. Había hecho algo de todo, pero nada parecía dar esa satisfacción. Nunca había sentido lo que ahora quizá entendía en una muy pequeña proporción. Por primera vez tenía frente a mí una sospecha de la felicidad y la infelicidad; y de la bondad y de la maldad.

Yo no sabía en ese momento lo que en el futuro pasaría entre Lulú y yo. Todo eso que ella decía de dejar que las cosas pasen, de darle tiempo al tiempo, todo eso me causaba inquietud. Por primera vez sentí que podía perder algo, pero que por ese mismo senti-miento de saber que existen pérdidas, ahora podía saber que sí había algo que ganar. No creo haber sabido esto antes y ya era un adelanto que las coincidencias me habían presentado. Seguramente la vida de todos es una serie de coincidencias que la persona debe notar y aprovecharse de ellas. El que no las nota se pierde. Seguí con estas medita-ciones hasta que el sueño me ganó.

Pero debo dejar constancia de algo que me llama ahora la atención más que antes. Un par de amigas estaban enteradas de mis vacaciones y antes de que iniciaran, habían comentado por separado que era una oportunidad para verse conmigo. Una de ellas era pequeña, vivaracha y enormemente simpática; de nada mal ver y muy aficionada al ci-ne, solía salir con ella sin compromisos mutuos. La otra era también de pelo negro, pero ésta lo tenía muy largo y liso, lo que servía de marco a una cara larga que revelaba cier-ta nostalgia fingida. Simpatizaba con las dos, sin más. Durante esos días, ambas habían hablado al departamento para invitarme a salir. Siempre dije que no. En esos días fue una decisión no razonada, debida a las emociones. Preferí quedarme en casa o salir solo a la calle que verlas. Varias veces hablaron. Siempre me negué.

Domingo

Por la mañana, o una aventurera en mi cocheNo pude dormir hasta tarde, como era mi intención. Desayuné descuidadamente y salí a caminar, para leer el periódico en el parque. Las calles estaban vacías. Leí lo de siem-pre, una serie de reportes sobre los errores del gobierno y las declaraciones de los go-bernantes negando responsabilidad. Cuando el sol empezó a molestarme regresé al de-partamento y llamé a Lulú. Contestó su madre, con quien me presenté y al preguntar por su hija me respondió que había salido a verme hacía unos pocos minutos. Debo se-ñalar con franqueza que me sentí feliz con el aviso.

Unos diez minutos después, Lulú tocó la puerta y me entregó un regalo. Abrí la caja y había dentro un disco y un libro. Era la primera sinfonía de Brahms y un volumen de obras de Swift, comprado de segunda mano. Entusiasmado con esos objetos, sentí pena por no haber pensado en la posibilidad de regalarle algo. Quise remediar el olvido invi-tándola a comer al lugar que ella quisiera. Aceptó la invitación, con la condición de re-gresar a su casa inmediatamente después, ya que deseaba estar con sus padres después del viaje. Después de las minucias de la conversación acerca de ese viaje, sugirió ella

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salir en coche por la ciudad sin rumbo y detenernos en el sitio que más le gustara a ella para comer. Accedí sin problemas y casi de inmediato salimos, yo conduciendo.

Viviendo en la parte norte de la ciudad, me dirigí hacia el sur por las vías más compli-cadas que encontraba, a veces en trayectoria opuesta.

— Estás muy callado, Luis —me dijo ante el silencio que en mi mente creaba una noche de escaso sueño.

— Sigo pensando y cuando pienso no suelo hablar —respondí un tanto hoscamente.

— Otra de las diferencias con las mujeres. No siempre, pero nosotras pensamos mien-tras hablamos. Somos más francas, dejamos ver nuestro tren de pensamiento y por eso a veces damos la apariencia de ser contradictorias —comentó con la mayor naturali-dad—. Vamos, dime, qué piensas.

— En lo de dejar que las cosas pasen, en lo de las coincidencias, en lo de la felicidad…

— Pues vaya que tienes la mente ocupada. Deja de pensar en complicaciones y déjate llevar un momento por las circunstancias, sin ser una veleta, pero con sentido de aven-tura… eso es, estamos viviendo una aventura, tú y yo —dijo con un tono de sorpresa, como si hubiera hecho un descubrimiento y mientras me tomó la mano.

— Entonces, eres una aventurera… y eso suena muy mal —le comenté en tono de bro-ma.

— Sí, y tú llevas en tu coche a una aventurera.

— Una bonita aventurera. Una que me gusta.

— Mira —dijo Lulú señalando un accidente vial —. Con todo y el poco tráfico consi-guieron tener un accidente.

— No cambies el tema.

— No lo cambio, a mí también me gusta el aventurero que va en este coche —dijo vol-viendo su cara hacia mí—. Pero, quizá de todo esto debamos hablar ahora. Está bien dejarse llevar por algunas circunstancias pero también es importante hacerlo con las co-sas muy claras…. Si no, los aventureros se van a perder.

Por la tarde, o la aventurera habla claramenteFueron unas dos o tres horas las que habíamos pasado en el coche. Nos detuvimos en un restaurante, el que Lulú quiso. Era uno de comida española y que según me dijo go-zaba de gran fama. Sólo un par de mesas estaban desocupadas. La gente que allí comía eran familias completas, incluso con niños pequeños que lloraban o corrían entre las mesas. Todo eso ocasionaba un gran alboroto que hacía pintoresco el lugar. Sentados ya decidimos ordenar alguna botana que no recuerdo y un par de jereces, para estar a to-no, aunque quizá deberíamos haber ordenado chacolí, pues era un restaurante vasco. Hablamos de tontería y media hasta que llegó el postre.

— ¿Dejamos que las cosas vayan sucediendo? —pregunté con bastante curiosidad.

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— Desde luego, pero debemos ser serios en todo esto. Puede ser que algo salga y puede ser que no, y voy a ser franca: voy en serio, si sale algo la regla es fundamental, es para siempre y sin pretextos. Aborrezco las apariencias, los engaños y las mentiras —me dijo con severidad.

— Yo también voy a ser franco y para eso voy a usar un ejemplo de lo que no quiero, que es la mejoro manera tal vez de poner claras las cosas. Te acuerdas de Joaquín, lo co-nocimos hace unos años, quizá recuerdes que se casó con su novia de tiempo y los pa-dres de ella se oponían. Al cabo del año, Joaquín tenía una amante y, según yo al menos, todo lo que sentía por su novia eran calenturas momentáneas. Una vez que se satisfizo con ella salió a otras cosas. Eso es en lo que no creo —dije yo con gran seriedad.

— De eso mismo hablo y ahora te digo lo que nunca había dicho a nadie. Más o menos por la época en la que nos conocimos, hace bastante según yo, tenía una especie de no-vio que todo el tiempo decía que me quería, que me amaba, que lo que tú quieras. Yo estaba muy enamorada y no veía lo que pasaba hasta que quiso pasarse de los límites conmigo y al negarme yo, me insultó diciéndome que debía ser yo un hielo en la cama ...—interrumpió con alguna lágrima y siguió—. La aventurera es la que quiere una aventura de toda la vida.

— Sí, tranquila —le dije en tono de consuelo—. Te propongo que la aventura siga, que las cosas pasen y quizá ella dure para siempre… creo que sí durará, pero ambos debe-mos estar seguros.

Brindamos por la aventura, lo que sea que ella signifique. Pagué la cuenta y salimos camino a su casa. No recuerdo que haber hablado en el camino. Un par de veces le tomé la mano y ya en la puerta de su casa le dije que nos podíamos ver el sábado siguiente y ver qué hacíamos el fin de semana. Lulú me dijo que sí y me pidió perdón por la confe-sión y la dureza con la que ella creía haber hablado. No respondí. La bese simplemente.

Por la noche, o las cosas tienen su tiempoEra domingo. Al día siguiente comenzaba de nuevo mi trabajo. Volvía a la rutina de la agencia de publicidad. Traté de prepararme mentalmente pero no supe cómo. Me hice a la idea. Puse el mismo disco con el que empezaron estos días de conversaciones, coinci-dencias y Lulú. Preparé la ropa del día siguiente porque quería distraerme tomando la terrible decisión de qué corbata ponerme. Medí cuenta de que no había ido a misa, pero recordé que a las ocho había una en una iglesia relativamente cercana.

Llegué poco antes de que empezara la ceremonia. Debo decir que ir a misa era en mí más una obligación impuesta que un bienvenido deber. Con el tiempo eso cambió, pero el inicio del cambio fue allí, en esa iglesia ese día. Fue allí cuando comencé a entender y lo primero que comprendí es que lo que sea que se entienda no puede ser de golpe. Hay un ritmo, o mejor dicho un tiempo para cada cosa, que era precisamente lo que Lulú dijo a su manera: deja que las cosas pasen. Cuando regresé a la casa, me sentí diferente. Las vacaciones habían comenzado cuando yo me sentía en ese camino a punto de resba-lar, cosa de la que no me di cuenta hasta este domingo. Un pie lo tenía en una cáscara de plátano y el otro en una mancha de aceite, a punto de caer. Todo esto lo escribo mu-

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chos años después, pero en ese tiempo era sólo una intuición imposible de ser escrita. Fui salvado del abismo, aún no entiendo muy bien por qué. No merezco tratos especia-les. Pensando en estas cosas me dormí con dificultad. Las vacaciones habían terminado, pero como me di cuenta después, las conversaciones, las coincidencias no habían finali-zado.

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Epílogo

El sobre abiertoFue respetada la promesa de abrir el sobre del Hotel Le Roy hasta el año convenido. Dentro había un manuscrito, en forma de diario, muy extenso y con partes que carecían de sentido alguno. Lo que sigue es la parte más comprensible.

Febrero 15. Todavía me duelen los pies. Hace cinco días que fui a la manifestación aquella por lo del transporte y aún no me puedo mover a causa del dolor. Deberían inventar algún zapato especial para manifestantes como yo y no nada más quedarse a diseñar zapatos te-nis para los burgueses. La pena es que no pude ir a la manifestación de ayer, me interesaba mucho apoyar la libertad de los presos políticos en Camerún, pero mis pies me lo impidie-ron. Todo mi tiempo lo he dedicado a leer, meditar y tratar de comprenderme a mí mismo. Casi no he comido, no tengo dinero, me contento con lo que me traen mis compañeros que tampoco tienen dinero.Febrero 16. Mis pies siguen tan hinchados como ayer y ya la desesperación comienza a invadirme. La comida que me traen consiste tan solo en papas fritas rancias, mis compañe-ros dicen que no pueden conseguir nada mejor. He meditado sobre el hecho de que cual-quier motivo, causa o razón es suficiente para manifestar en las calles. La crítica está por encima de todo y del trabajo especialmente. La crítica debe ser llevada a su total extremo, hasta tal punto que sea posible pensar que es criticable el hecho de criticar. Siempre estar en contra de algo, siempre estar por la destrucción de algo. Leer durante todos estos días ha puesto mis ojos de un rojo peligroso. Ya no puedo tampoco encontrar reposo en los li-bros, mis ojos están tan mal como mis pies.Febrero 17 . Siento alguna mejoría, pero es muy leve. Estoy ansioso de comenzar de nuevo mi esfuerzo en las marchas de protesta. Por el momento, en lo único que puedo servir es en los sentones, con la condición de que alguien me lleve en silla de ruedas al lugar acor-dado. Hay mucho por lo que se debe protestar, nunca faltan causas, sin embargo, hay que ser selectivo para poder mantener la imagen de un protestante que no es otro cualquiera. Esto es lo que hace que me preocupe la actitud de Claudio, que ha decidido protestar por la suspensión de la importación de libros marxistas. Y luego está también lo de Laura con su onda de protestar por la censura de películas y los cortes que les hacen antes de su exhibición. En alguna ocasión mis amigos han protestado por los aumentos de los licores y el cierre de cantinas. Eso está mal. No se puede protestar por todo, por eso es que les he dicho a mis amigos que debemos ser selectivos.Febrero 18. Hay una clara mejoría ya en mis pies tan lastimados por la manifestación de tan mal recuerdo. Sin embargo, las papas fritas ya no son soportadas por mi estómago, que simplemente rehusa aceptarlas. Mi debilidad crece minuto a minuto por falta de alimento. Mis ojos van de mal en peor y tan sólo puedo escribir con letras muy grandes. Solamente

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puedo leer unos pocos minutos al día. Hoy vino Marta con mi ración de papas fritas ran-cias que le regalan en la fábrica. Conversamos un momento sobre las ventajas de hacer la marcha que ella planea y que atravesaría el país de un extremo a otro. Traté de decirle que era muy cruel ese tema de conversación, pero no entendió mis alusiones. Al menos, la convencí de no protestar mañana por la mala actuación de dos bailarines en el ballet de anoche, en la función de precios populares. Me siento muy mal en lo psicológico, ya que siendo un manifestante de corazón, mis pies delicados me impiden realizar mi destino dia-léctico.Febrero 19. Mis pies están mucho mejor, pero mi estómago está muy mal. Hoy vino Clau-dio a visitarme a este viejo hotel. Me trajo un radio que solo sintoniza una estación. Duran-te largo rato platicamos y su presencia me ha dado ánimos. Se quejó de la poca atención que ya producen las marchas de protesta en los periódicos de esta ciudad, por lo que pla-nea hacer que toda marcha pase por enfrente de los principales diarios para que así los fo-tógrafos no tengan que tomarse el trabajo de ir hasta el sitio de la marcha. Quizá tenga ra-zón Claudio, las gentes de esta ciudad ven a las marchas de protesta como algo normal, lo que le quita espectacularidad e impacto a nuestro esfuerzo. Hemos perdido efectividad.Febrero 21. Ya puedo caminar, pero sin zapatos. El radio me ha servido mucho para pasar el tiempo sin leer y casi sin escribir. Es mi estómago el que ya no soporto. Las papas fritas rancias, sin embargo, es lo único que mis compañeros pueden traerme. Es un alimento chatarra, pero es lo único que tengo y mi única fuente de energía. Ayer tuvimos una reu-nión aquí, pensamos que este hotel era un lugar seguro. Hablamos del problema de las manifestaciones en cuanto a la repercusión de ellas sobre el automovilista, que ha acabado por odiarnos. Debemos cuidar nuestra imagen y los problemas de tráfico no nos ayudan con la población en general. Héctor propuso manifestar todas las semanas los lunes por la mañana cuando una mínima proporción de personas se dirige a su trabajo. En cambio, Claudio se inclinó mas bien por los viernes en la tarde por las mismas razones esenciales. Las dos ideas fueron aprobadas por unanimidad y se descartó la idea de manifestar entre las tres y las cuatro de la mañana.Febrero 24. Ayer tuve una pesadilla horripilante: una papa frita gigantesca bañada de cat-sup y chile habanero me perseguía por entre las calles de la ciudad mientras los automovi-listas tocaban el claxon. Veo una mejoría más marcada en mis pies, ya puedo ver sus de-dos. Es un mes completo sin hacer ejercicio ya, lo que me hace temer en una baja conside-rable en mi capacidad para manifestar en el futuro. No tengo tanto problemas con los bra-zos, siempre pude aguantar las mantas, son los pies los que me matan.Marzo 2. Ya puedo caminar un poco más. Salí a comprar comida, pero tan solo pude com-prar una salchicha. Las papas fritas las tiré a un lado de la habitación con lo que pude ma-tar a tres de las ratas, que deben haber muerto por envenenamiento. En protesta me lleva-ron a un sentón individual frente a un restaurante de carnes.Marzo 15. Desde hace unos tres días me siento con capacidad para formar parte de cual-quier marcha de protesta, aunque he sentido trastornos en cuanto al transcurso del tiempo. Ya puedo usar calcetines y ya no como papas fritas rancias gracias a un dinero que me tra-jeron varios compañeros. Salí hoy un momento y compré papas fritas frescas. También ya puedo leer sin dificultad, mis ojos se han recuperado y he emprendido la lectura de las obras completas de Marx. La verdad es que esta lectura me fue impuesta por el jefe del grupo, el intelectual de Héctor, que juzga a esa lectura como indispensable para escribir buenas pancartas. No entiendo lo que he leído hasta ahora.Marzo 20. Estuvieron Marta y Héctor aquí y discutimos mi imposibilidad de leer a Marx, analizando diversas causas. No llegamos a ningún acuerdo sobre ellas, pero sí me reco-

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mendaron aceptar lo que esos libros dicen. Intentaré poner en verso algunos pensamientos para grabarlos en mi mente. ‘Tía’ es lo único que rima con ‘plusvalía’.Marzo 21. Me han comunicado que mañana hay una marcha de protesta que es muy im-portante. Será en contra de los exámenes de admisión en las universidades, lo que es una práctica discriminatoria en contra de los menos inteligentes. Estoy muy nervioso porque me han invitado y siento que debo ir, pero le temo a la reacción que puedan tener mis pies.Marzo 23. La desesperación me invade como nunca antes. Mis pies no soportaron la mar-cha de ayer que fue de unos pocos kilómetros y han vuelto a tomar la apariencia de un file-te crudo. Tuvieron que traerme cargando hasta mi habitación en este hotel. Me veo forzado a permanecer acostado la mayor parte del tiempo, con los pies sobre dos almohadas.Marzo 25. Hoy traté de matarme introduciendo diez páginas de Marx en cada fosa nasal, pero no dio resultado. En el próximo intento trataré lo mismo tapando la boca con unas treinta y seis páginas del mismo libro.Marzo 30. Me ha sido imposible cometer suicidio, me lo impide mi debilidad física. Mis amigos apenas me visitan ya y en unos día más los del hotel me arrojarán a la calle por no pagar el alquiler. Uno de los empleados del hotel conoce mi caso y está tratando de ayu-darme. Es un tipo tímido que siempre se queja de su poco éxito con las mujeres y que yo creo que me puede ayudar a conseguir un trabajo en alguna dependencia pública. Si voy a trabajar, que sea con el gobierno.Marzo 31. Hoy estuvo aquí mi amigo el empleado del hotel y conversamos largamente. Le confesé que nunca en mi vida he trabajado, pero que ahora reconozco que debo hacerlo ante la imposibilidad de continuar con las marchas. Estoy perdiendo un poco el sentido del tiempo y tal vez eso se deba a la tremenda decisión que he tomado: trabajaré con tal de dejar de tomar papas fritas rancias. Mis pies mejoran algo.Marzo 33. De nuevo me ha visitado mi amigo, el empleado del hotel y me ha traído bue-nas noticias. Dice que es posible que haya nuevos empleos en la compañía de teléfonos y que él conoce a una persona que puede intervenir en favor mío. Es cuestión de tiempo y dice que él hará lo que pueda por ayudarme.Marzo 36. Llegó hoy mi amigo con la buena noticia de que le habían ya dado una solicitud para que yo la llenara y procesarla en la compañía de teléfonos. La llené de inmediato y se la di a mi amigo.Marzo 42. ¡Llegó la gran noticia! Me han aceptado en la compañía de teléfonos a pesar de haber dado datos falsos en la solicitud. Me alegré, pero al mismo tiempo me sentí triste, era como traicionar mis ideales de protesta. Racionalicé mi actitud pensando que mis pies no me hubieran dejado hacer lo que yo quería. Era como un pianista con los dedos muy cortos. Mi amigo me dijo que me esperan a trabajar dentro de dos semanas exactamente.

Nos quedamos viendo el uno al otro. Había yo leído el manuscrito mientras Lulú me escuchaba. Abrió los ojos, sonrió ligeramente y luego soltó una carcajada enorme, a la que siguió la mía. No habíamos roto la promesa. Ya era 2008 y podíamos abrir el sobre que se nos había confiado.

— Es un gran chiste —dijo Lulú—, involuntario, pero chiste al final.

Yo metí el manuscrito en el sobre pensando qué hacer con él. Lo regresé al cajón en el que había permanecido todos estos años.

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Los otrosTreinta y tantos años después de esas vacaciones, las cosas han cambiado mucho y po-co. Ha habido tiempos de felicidad y tiempos de maldad, momentos de bondad y mo-mentos de ansiedad. Aún paso ocasionalmente por mi antiguo departamento que allí sigue junto a la casa del vecino escandaloso, que no he visto en años y de seguro no re-conocería en la calle, creo. Quizá haya muerto. Sé que sus fiestas continuaron después mudarme de allí, pero fueron cada vez menos frecuentes. Supongo que el algún mo-mento hayan desaparecido. Siempre viviré agradecido con él y el famoso bongó. Cuan-do paso por esa parte de la ciudad, casi siempre es para visitar a Antonio, el ángel ba-rroco vuelto adulto, con el que como unas tres o cuatro veces al año. Su conversación sigue siendo fascinante, llena de perspicacia y finura. Su familia está bien, al menos eso me cuenta. Solemos ir al mismo restaurante de los fideos perfectos y casi siempre nos sentamos en la misma mesa. La última vez que nos vimos, Antonio habló de la muerte y eso me hizo estremecer, pero trató el tema de tal manera que lo que solemos ver como motivo de dolor resultó ser causa de la mayor alegría posible. Comienzo a comprender esas cosas. Sigo aprendiendo.

Don Santiago, el abusivo, me dicen que sigue viviendo en la misma casa en la que lo entrevistamos, supongo que esperando que su reportaje sea publicado. De Novelo no sé nada, nada, y la verdad no importa mucho. Susana, la de las reuniones bien planeadas, está en su tercer o cuarto matrimonio y mantiene su costumbre de realizar fiestas nota-bles por las curiosas personas que conoce. El Hotel Le Roy ha sido cerrado y está en ruinas. Nunca se supo más de su extraño ocupante. La ciudad ha crecido, demasiado para mi gusto, y hace imposible esas caminatas largas. Augusto Tinoco Brown, me di-cen, sigue en su vacío de vida, yendo sin sentido de un sitio a otro, aunque ya ha perdi-do gran cantidad de pelo. Mi colección de discos creció mucho y, desafortunadamente, tuvo que ir siendo reemplazada por los nuevos formatos. Nunca pude confirmar que Patricia y Laura fuesen la misma persona soberbia, aunque Lulú, cuando se trata el te-ma, mantiene su opinión. A Valentina, la de los baños de burbujas, la suelo ver ocasio-nalmente en algunos de los restaurantes de moda, pero no creo que me reconozca. Los dos hombres vestidos de negro, siempre me ha dado la impresión, siguen presentes y los veo o mejor dicho, los intuyo en las grandes multitudes. En una sola ocasión los pu-de ver con claridad, la única vez que eso sucedió, frente a mi casa, una noche que llega-ba tarde de la oficina. Me causa temor pensar en ellos. A las dos mujeres que me habla-ron durante esas vacaciones las veo con frecuencia, pues ambas se casaron con amigos míos. La del pelo negro muy lacio y cara alargada sigue pensando que tiene veinte años y la otra lleva un matrimonio ejemplar. De Alberto W. no sé nada. La vez que lo vi en su casa fue la última y nadie parece saber nada de él.

Otros amigos y familiares, que en nada intervinieron en esas vacaciones, también cam-biaron, algunos para mejor. Mi trabajo en la agencia de publicidad se mantuvo durante todos estos años, pero ahora es tiempo de dejarla en manos de los nuevos talentos que saben menos de lo que creen y tienen más fiebre de lo que piensan, no son diferentes a lo que fuimos en esos tiempos. En la nueva casa, la segunda después del departamento, me siento bien y soy feliz hasta donde puede serlo una persona. Han sido estos años una buena ilustración de lo que dice el Eclesiastés: tiempos para amar y tiempos para

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odiar, tiempos de paz y tiempos de guerra, tiempos de siembra y tiempos de cosecha. El problema es, claro, saber qué tiempos se viven. Lo sabemos casi siempre hasta que pa-san. La sabiduría está en reconocerlos y aceptar que se aprende siempre.

LulúDespués del último domingo de esas vacaciones, seguimos saliendo, seguimos dejando que las cosas tomaran su curso y ese curso nos llevó a lo que ambos temíamos y que-ríamos, el matrimonio. Viendo las cosas desde mi ventajosa posición actual, era natural que eso pasara, pero en esos tiempos no lo era. Menos de dos años después de las vaca-ciones nos casamos y lo hicimos con todas las formalidades de las que éramos capaces, pensando que las formalidades por sí mismas nada significan, pero que si se les entien-de, ellas son vitales. Fue una boda sin lujos, al contrario, con escasos invitados y sin banquete. Pero hubo una ceremonia religiosa que aún recuerdo con sus detalles, espe-cialmente su música. Después de todo, ambos acordamos que estábamos haciendo una promesa formal y pública frente a Dios, lo que al mencionar a otros causaba, para nues-tra sorpresa, gran admiración. Los hijos llegaron para darnos cuenta de que en verdad estábamos casados y ocasionó un cambio en Lulú. Renunció a su trabajo, que era de gran importancia para ella, y me dijo que ahora tenía uno que sí era de tiempo comple-to y que yo tenía ahora dos trabajos. Fueron tres hijos, los que ahora ya han terminado sus estudios y trabajan en otras ciudades. Son la mayor causa de nuestras preocupacio-nes y de nuestros gozos. Volvimos a estar solos la pelirroja y yo, por lo que no me pare-ce mala idea que tratemos de recrear lo de aquellas vacaciones, yendo a los lugares a los que fuimos, aunque sabiendo que algunos de ellos no existen ya.

Para el interesado en nosotros, diré que tanto Lulú como yo nos vemos igual. Eso nos dicen los amigos. Lulú mantiene esa sonrisa y esos ojos y ese pelo y esas mejillas re-dondas, al menos así la veo yo. Pero la verdad es que sí hemos cambiado, los dos y, me imagino que el gran cambio que se ha operado en nosotros puede ser resumido en una frase, la de llamar a las cosas por su nombre. Quizá sea la experiencia, o los años vivi-dos, o lo que sea que eso pueda ser, pero las cosas se ven más claras, tanto que en mu-chas ocasiones me apena en lo personal algunas de las cosas que hice y pensé y de cuya continuación, debo ser claro, me rescató una mujer excepcional. Es que la inteligencia de las mujeres es mayor que la de los hombres, excepto por la de las que concentran to-da su vida en la apariencia personal; ellas tienen el cráneo vacío. Pero las otras son una maravilla. Comenzamos, creo yo, a comprender lo que es importante y eso que no lo es, una tarea fácil pues todos los detalles de la vida se encargan de distraernos.

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