Date post: | 20-Mar-2017 |
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Cuando las
mujeres matan
Carlos Maza Gómez
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© Carlos Maza Gómez, 2016
Todos los derechos reservados
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Índice
La Chirrina ……………………………. 5
El Crimen del Tierzo ………………….. 31
El Crimen de la calle Trafalgar ……….. 61
El Crimen de Cabra …………………… 95
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5
La Chirrina
1900
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Quiero dejar claro, desde el comienzo de mi
declaración, que no justifico en modo alguno el triste suceso
que me ha llevado a escribir estas páginas. No hay nada que
lleve a aceptar la pérdida de una vida humana de una forma
aparentemente tan caprichosa e innecesaria. Soy un abogado
humanista. Ya sé que eso es raro de encontrar a comienzos de
este siglo XX, pero entiendo que la muerte violenta nunca es
necesaria, ni siquiera en una guerra, otra forma de
confrontación de ambiciones, venganzas y resentimientos
históricos.
Aclarado esto, que ya sé que resulta impopular,
hablemos de Carmen González Iglesias, conocida como ―La
Chirrina‖. Durante su juicio recordé a mi admirada Doña
Concepción Arenal, cuando defendía que debíamos odiar el
delito pero compadecer al delincuente. Ni cuando lo dijo ni
ahora los jurados, el público y en ocasiones los jueces, tienen
en cuenta esa máxima. Los tribunales son muchas veces
escenarios de una venganza, la de la sociedad frente a quien
ha transgredido sus normas. Carmen mató por su mano, privó
a una muchacha de su vida, de lo que podría haber llegado a
ser, le robó su futuro, dejó a su madre, su hermana, en la
soledad de su ausencia. Todo eso es cierto y resulta terrible.
Pero Carmen también llevó una carga de desdichas toda su
vida, recogió el rechazo unánime de quienes la rodeaban, fue
vista desde siempre como pendenciera, una enemiga de la
sociedad en que vivía, cosechó desprecios e insultos allá por
donde iba. Por eso, al menos, merece que nos detengamos un
momento a contemplar quién fue, quién sigue siendo ahora
que está encerrada por largo tiempo, por qué se comportó así,
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si estaba en su naturaleza matar o fue un acto donde resumió
su vida entera de violencia y menosprecios.
Carmen, lo voy a decir con claridad, produce
inicialmente un sentimiento de repulsión a quien tenga una
mínima educación, que haya nacido en un buen hogar y
conocido el amor de su familia. Es grande, fuerte, nada
agraciada. Los que la ven la califican de hombruna y no seré
yo quien lo desmienta. Tiene una expresión torcida, recelosa,
capaz de actuar por venganza, odio o rencor. Ya digo que no
es agradable estar con ella, máxime cuando la encuentras
encerrada en un calabozo y su expresión pasa de lo huidizo a
la ira en cuestión de segundos.
Sin embargo, me senté con ella, pregunté, la escuché,
guardé silencio, eso la hizo hablar más. Me enteré poco a
poco de su historia. Los compañeros en los pasillos de la
Casa de Canónigos se ríen un poco de mí, no me importa. Me
consideran un extraño abogado. ―Te debías dedicar a la
literatura, Luis, me dicen‖ y yo sé que no es por hacer mala
sangre conmigo. Es que se dan cuenta de que mis intereses
son más amplios que los habituales. ―Los hechos, Sr.
Martorell‖ me interrumpen a veces los jueces, ―vaya a los
hechos‖. Porque me entretengo en contar antecedentes,
historias del pasado. Creo que permiten comprender mejor
los hechos del presente por los que juzgan a mi defendido.
Pero eso no suele interesar, por eso sonríen y me dicen los
compañeros eso de la literatura. No digo que no, a veces
tentado he estado de escribir una novela sobre mis clientes,
sus azares, la vida que han llevado, qué les condujo a
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delinquir. De algún modo, es lo que estoy haciendo con la
Chirrina.
Nació en un pueblo pequeño de Salamanca hacia
1855. Su padre era jornalero, vivían en una especie de cabaña
por cuyas junturas entraba el frío en esos inviernos
castellanos. Muchas veces no había ni qué comer porque la
cosecha terminaba y el trabajo escaseaba. Su padre, un
hombre tosco, sin educación ni posibilidades de prosperar,
marchaba entonces lejos, hacia el sur, en busca de algún
jornal que enviaba a la familia cuando podía. En ocasiones,
me dijo Carmen, no llegaba nada en un par de meses y debían
hacer todo tipo de trabajos humildes, buscar alimentos del
campo. Tanto los padres como los cinco hijos que llegaron a
tener con bastantes intervalos no eran bien vistos en el pueblo
en cuyas afueras el padre había levantado la cabaña. La
pobreza nunca genera amigos y ellos, más que pobres,
resultaban miserables.
Los dos chicos mayores trabajaban desde que eran
pequeños pero los demás, tres chicas, lavaban ropa para sus
vecinas, hacían recados y, cuando nadie las veía, robaban
algo de aquí y de allá, sobre todo para comer. Carmen
recordaba su infancia. El frío era constante, dormían todos los
miembros de la familia en un jergón y tiritaban juntándose
unos a otros para darse calor. Ése fue quizá su primer
recuerdo.
La madre estuvo enferma muchos años, tras uno de
sus partos que acabó en aborto. Estuvo a punto de morir,
luego se recuperó un poco, permaneció como una inválida
varios años. Cuando le pregunté me dijo que la recordaba
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como una mujer enjuta, casi siempre vestida de negro,
silenciosa. ―Tengo su imagen en la cabeza‖, me dijo Carmen,
―sin dientes, masticando una raíz una y otra vez hasta
ablandarla‖. En su memoria no quedaba ningún abrazo,
ningún gesto de cariño salvo el cuerpo de su hermana más
pequeña en la cama, pegándose a ella para quitarse el frío de
aquellos inviernos.
Por supuesto, no sabía leer ni escribir. Al parecer, el
cura de aquella aldea se interesó en cierta ocasión y el padre
lo despidió con cajas destempladas, diciendo que allí todos
eran necesarios para ganarse el sustento. ―No puedes dejar
que tus hijos vivan como animales‖ se atrevió a decirle el
sacerdote. No pudo continuar porque el padre cogió una
garrota que tenía detrás de la puerta y se la mostró con una
mirada feroz que lo hizo escapar. Esa mañana, me dijo mi
defendida, los hijos estaban detrás de la puerta, viendo y
escuchando. Su hermana más pequeña, la que luego ha sido
conocida por lo que le pasó a su marido, por sus hurtos, le
dijo entonces a su madre: ―¿Qué tiene de malo leer y escribir,
madre? Algunos de mis amigos saben‖. Ella no dijo nada
pero allí se perdió la oportunidad de que las cosas cambiaran
un poco.
Algo hay que hablar de esa hermana, Gloria, la
pequeña, justo la que vino después de Carmen. Ésta me decía
que era la única persona a la que ha querido. ―Ni a mi marido,
que en paz descanse, ni a Pepe, mi hombre de ahora, les he
querido nunca como a mi hermana Gloria‖ llegó a decirme,
―sólo a ella, sólo a ella. Los carceleros son unos malnacidos,
que no la dejan que venga‖. Prefería callarme porque había
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hablado con ella, con Gloria, y le había escuchado unas
palabras sobre su hermana, un desprecio a la suerte que la
esperaba… ―Merecido lo tiene‖ contestó cuando le contaba
en qué condiciones estaba. ―¿Por qué tuvo que acuchillar a
aquella muchacha? ¿No le bastaba darle un bofetón? ¿o
golpearla con un ladrillo, como hizo con su madre? No
pienso ir a verla, no insista, mi hermana como si se hubiera
muerto‖. Esta respuesta me la callaba y veía a Carmen
pesarosa, despotricando de los carceleros como si ellos
tuvieran la culpa de que nadie fuese a visitarla, de que su
hermana permaneciese lejos. Se le saltaban las lágrimas a
ella, que daba miedo verla cuando se enfadaba, con ese
aspecto imponente, enfurecido, su feo rostro crispado y allí
llorando por una hermana que le había dado la espalda.
Nunca tuve valor para decirle lo que sucedía en realidad.
La madre murió cuando Carmen tenía como nueve
años. Su hermana mayor se había escapado de casa, nunca
supieron dónde fue ni con quién lo hizo. Eso pasaba entonces
y pasa ahora con las niñas más miserables. Les llega una
vieja de esas que se lo saben todo, las engatusa hablándoles
de collares de perlas, dinero, de ir en carruajes bonitos y ellas
se escapan de casa, la vieja las entrega a unos hombres que
las conducen al barrio chino de Barcelona o a cualquier otro
lado. Allí, entre hombre y hombre, siguen soñando con llegar
a bailar en salas de fiestas, con un muchacho que se
enamorará de ellas y les regalará una vida distinta. Ya sabe lo
que es eso.
Seguramente aquello le sucedió a la hermana mayor.
El caso es que, cuando murió la madre, Carmen tuvo que
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hacerse cargo de la casa. El padre seguía marchando cada
cierto tiempo. Además, se le agrió el carácter con la ausencia
de su mujer. No se recataba de pegarles a la menor
contrariedad, beber demasiado, volver borracho apestando a
vómito y alcohol. Los hermanos mayores seguían trayendo
un mísero jornal, a veces se marchaban con el padre y
quedaban las dos niñas en casa durante semanas. ―Esos son
mis recuerdos más felices de mi pueblo, cuando todos se iban
y Gloria y yo nos quedábamos solas‖. Le pregunté si había
tenido amistades entre los chicos y chicas de allí. ―Eso
Gloria, que era la guapa de la familia, la más simpática. A mí
me insultaban, decían que era un monstruo, que les daba
asco, que era un pájaro de mal agüero. Yo les contestaba a
golpes, era tan fuerte como ellos. Casi siempre se reían de mí
pero si alcanzaba a alguno se iba bien caliente a su casa. Con
todo eso que pasaba, las vecinas empezaron a odiarme porque
sus hijos se quejaban de mí, decían que era bruta, ignorante,
empezaron a contar que tenía piojos, la rabia, yo qué sé‖.
Terminó por encerrarse en casa, pasear sola por el campo,
cazar pájaros. Por eso la apodaron la Chirrina, ya saben que
es un pájaro, el mosquitero común, uno que había en
abundancia por aquellas tierras. Los atrapaba con liga.
Algunas noches eso fue lo que permitió que cenaran algo.
Cuando le pregunté por esos chicos que la insultaban,
los mismos que eran amigos de su hermana, me dijo que los
odiaba a todos. ―Los hubiera matado, si me hubiera atrevido.
Todos estaban bien vestidos, eran guapos, comían caliente
cada día. Incluso los más pobres entre ellos eran los que más
me insultaban, como si les fuera repugnante. En ocasiones me
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miraba en un trozo de espejo que teníamos en la cabaña y me
decía que yo no tenía la culpa de haber nacido tan fea, de no
ser como mi hermana, también me daba asco la muchacha
que me miraba desde el espejo. No podía sino darles la razón
pero los odiaba a todos, alguno se llevó una buena pedrada de
mi cuenta y, si hubiera tenido más fuerzas, puede que hubiera
matado a alguno‖.
La tensión llegó a tal extremo que el cura habló de
nuevo con su padre. Éste lo amenazó con una horca. Dijo que
su hija no se iba a ninguna parte, que no le contara historias.
Luego llegaron los hombres. Su padre y su hermano mayor se
habían ausentado y estaban los tres restantes, el chico y las
dos chicas, cuando escucharon el rumor de muchas pisadas
por el camino. Observaron con temor que eran varios
hombres, llevaban antorchas porque era de noche, pensaron.
Salió el muchacho y les dijo que su padre no estaba, que allí
solo estaban ellos. Le apartaron con rudeza, hicieron que
salieran las chicas y luego prendieron fuego a la cabaña.
Carmen se recuerda abrazada a su hermana, llorando
las dos mientras veían que aquello que llamaban hogar ardía
con suma rapidez. Un hombre les dijo: ―Decidle a vuestro
padre que os vayáis y cuanto más lejos mejor. No os
queremos aquí. Si seguís aquí cuando vuelva habrá una
desgracia mayor‖. Solo eso. Luego se fueron por el camino
igual que habían llegado.
Cuando llegó el padre se vino abajo. ―Desde entonces
fue un viejo inútil‖ me dijo Carmen, ―todo lo bravo que había
sido con nosotros y con cualquiera, desapareció, no quedó
nada‖. Tomaron el camino hasta llegar a las afueras de
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Salamanca. Se cobijaron los primeros días en una cueva. Las
muchachas pidieron limosna, los chicos se ganaron la vida
haciendo pequeños trabajos. El padre dejó de comer, dejó de
hablar. Le creció la barba, el hambre. Los chicos habían
conseguido habilitar una chabola y allí vivían de mala
manera. Una mañana el padre no se levantó, se quedó sobre
la paja donde dormía, con los ojos abiertos mirando el techo
de la chabola y no se movió más. Pocos días después, sin
hablar, vaciando la vejiga así como estaba, murió.
Aquello fue la dispersión de todos. Para entonces,
Carmen tenía dieciséis años, su hermana trece, los chicos
sobrepasaban los veinte por poco. El mayor les dijo:
―Arreglaos, poneros algún vestido que no sea un harapo. Id
por las casas, ofreced vuestros servicios para ayudar en lo que
sea. En Salamanca hay muchos viejos, muchas viejas, que
necesitan ayuda en su hogar‖. Y luego terminó: ―Dentro de
poco, Sebas y yo nos iremos hacia el norte, quizá nos
embarquemos para América si conseguimos dinero para el
pasaje‖. Y así fue como se decidió el siguiente paso a dar.
Las dos muchachas se fueron presentando en distintas
casas, hablando con unos y con otros. Encontraron una pareja
de ancianos que las acogió. Tuvieron suerte por una vez. El
matrimonio vivía en un caserón grande, fruto de riquezas de
otro tiempo, pero entonces nadie lo habitaba salvo ellos. Los
hijos habían marchado lejos y se encontraban desvalidos. De
manera que, por una módica soldada, pudieron ambas
alojarse en un cuarto de la casa y atender a los viejos, que
apenas salían a la calle. A la pequeña Gloria le gustaba hablar
con ellos y ellos estaban encantados con la niña. Le daban
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dulces, la hacían comer, ―hay que alimentarse para que seas
toda una mujer‖ le decían siempre. Mientras tanto, Carmen
fregaba el piso, lavaba la ropa manchada con los pises de los
viejos, quitaba la suciedad incrustada en los muebles desde
hacía años. No le importaba hacer el trabajo duro. De hecho,
recordaba bien aquel tiempo. Es cierto que la gente era algo
desabrida con ella en el mercado porque discutía mucho y de
malos modos, amenazaba cuando creía que la estaban
engañando, era una mujer desconfiada y que gustaba de
discutir sin que la otra persona supiera si podría contenerse,
tan iracunda se volvía cuando recibía algún desprecio durante
las discusiones. Una vez se metió en un tumulto porque una
verdulera la llamó ―muerta de hambre‖. Se tiraron del moño,
se arañaron, el puesto se vino abajo, tuvieron que venir los
guardias. Desde entonces inspiró temor en todas partes, la
hacían esperar en cada puesto a ver si se iba a otro lado. Eso
sí, no se atrevían a discutir pero ella se daba cuenta de que
todo el mundo la miraba mal. Mientras tuviera dinero le
daban lo que pedía pero, si alguna vez tenía una necesidad,
nadie la ayudaría sino todo lo contrario. La historia del
pueblo se repetía exactamente igual, como si el mal no
residiera en los lugares sino que fuera con ella.
Un día murió la señora en cuya casa vivían. ―Se quedó
pajarito‖ como me dijo en el calabozo donde hablábamos.
Vinieron los hijos, un hombre y una mujer, con sus parejas.
Hubo mucha frialdad, nadie parecía sentir la muerte de
aquella señora salvo el viejo, que permanecía gimoteando en
un sillón, y Gloria, que no dejaba de llorar. La hija de la
difunta se interesó por ella. Ya tenía por entonces quince años
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y era una chica agraciada, de un carácter aparentemente
dulce. Lejos estaba el tiempo en que la echarían de casa por
robar objetos que luego revendía. Total, que la hija de la
señora se encaprichó con ella y dijo si quería ir a Madrid para
servir en su casa. Gloria se lo dijo toda entusiasmada a su
hermana. Carmen tuvo que decir que sí, que estaba bien, a
ver qué futuro podían tener las dos ahí, tal vez el viejo las
despidiera incluso. En todo caso era una gran oportunidad, le
dijo a su hermana que no debía desaprovecharla.
De manera que quedó sola con el viejo. Pasaron los
meses y la actitud de éste hacia ella cambió. Empezó a
mirarla torcido, decía ella, a buscarla por toda la casa para
estar a su lado, hablar de manera incontenible de toda su vida.
Ella lo aceptó porque no tenía más remedio pero, como me
dijo, ―maldita la gana que tenía de escuchar toda esa
monserga‖. Lo peor fue cuando el viejo empezó a rozarse al
pasar, a cogerla de la mano en cualquier circunstancia. ―Ya sé
que estaba solo pero a mí me daba asco cuando me sobaba la
mano, con la nariz goteando del catarro que siempre tenía y
esos ojos de cordero degollado‖. Una tarde la llamó desde el
dormitorio y lo encontró tirado, medio desnudo. Le dijo ―Ven
aquí, Carmencita, dame un poco de calor‖. Lo insultó, le
llamó de todo, viejo piojoso, cerdo baboso, los gritos se
escuchaban en toda la casa. Los vecinos incluso llamaron a la
puerta, a ver qué era ese escándalo.
De manera que al día siguiente se despidió y marchó
para Madrid, donde su hermana ya le había escrito dándole
una dirección donde podría alojarse. Así empezó su historia
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en la Corte, viniendo para servir, claro, aunque nunca lo hizo
en realidad.
Mientras buscaba una casa donde trabajar dio con un
muchacho, el Salamanquino que, como su propio mote
indica, era de su tierra. Era un sujeto de mala catadura y
peores antecedentes. Formaba parte de una banda con sus
amigos el Moreno, el Santander, el Patón y el Cabaña. La
otra mujer del grupo era la Sortijera, llamada así porque su
especialidad era ir pidiendo por las calles, agarrar de la mano
a las señoras y, mientras las entretenía con una historia de
pobreza, les arrebataba las sortijas con un arte que ya
quisieran para sí los grandes pintores de nuestra historia.
Fue su nueva amiga la que le enseñó a ser una
tomadora, ya saben, a hurtar. ―Nada de violencias‖, le dijo,
―distraer y tomar, ése es nuestro trabajo‖. Ciertamente, la
Sortijera era una mujer algo entrada en años pero no tenía el
aspecto hombruno e imponente de la Chirrina. ―Lo tuyo es un
problema, chica‖ comentaba meneando la cabeza, ―no pasas
desapercibida en ninguna parte. Si al menos supieras
sonreír…‖. Pero Carmen no sonreía, prefería el robo antes
que el hurto. Esperar a una mujer en un callejón por la noche,
molerla a golpes y robarle todo lo que llevaba encima. En
ocasiones, las agredidas eran meras prostitutas que buscaban
cliente nada más y protestaban de que les arrebatase lo poco
que tenían. Fue cogiendo mala fama en el submundo de
Madrid que formaba aquella sociedad donde todos, en mayor
o menor grado, se conocían.
Por eso el Moreno, con el que convivía, le dijo que
marchara a las afueras, a pueblos cercanos a Madrid,
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Carabanchel, Pozuelo, por ahí. ―En Madrid ya apestas‖ le
dijo sin contemplaciones. Luego se quedó parado un
momento y añadió: ―Tendríamos que casarnos‖. Carmen
abrió la boca de par en par, sorprendida, y dijo que sí, que
cuando quisiera. Al Moreno le gustaba esa mujer fornida y
enrabietada con la vida. Él era mucho más tranquilo pero le
gustaba su fiereza en la cama, con sus amigos presumía de
que era mucha hembra pero él sabía domarla. Los amigos se
encogían de hombros en la taberna, sin poder imaginar bien
qué le veía el Moreno a aquel mastodonte sin gracia,
perpetuamente enfadada con la vida y con todos, pendenciera
como pocas, tan dispuesta a la bronca. ―Conmigo es suave
como el terciopelo‖ añadía el Moreno, que tenía letras y hasta
cierto aliento poético. Los amigos seguían mirándolo con
marcado escepticismo. ―¿Es que hay alguien que quiera decir
otra cosa?‖ preguntaba el Moreno echándose la mano a la
cintura, donde tenía la faca. ―No, no‖ decían los demás
finalmente, ―claro que tenéis que casaros, sois tal para cual‖
añadía alguno con una cierta sorna que dejaba el insulto en el
aire.
De manera que al Moreno se le metió en la cabeza el
casarse, algo con lo que no contaba la Chirrina en modo
alguno. El matrimonio no duraría más allá de tres años hasta
que, en un golpe que se torció, al Moreno, viejo conocido de
la policía, lo frieron a tiros las fuerzas del estado sin que
pudiera decir esta boca es mía. De manera que ahí
encontramos a Carmen González, la Chirrina, viuda con los
cuarenta años que cumplió la misma semana en que mataron
a su marido.
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Desde entonces buscó otro hombre al que arrimarse.
Se daba cuenta de que necesitaba protección, que alguien la
orientara, ella sola estaba perdida. Apenas veía a su hermana,
que iba de casa en casa robando al cabo del tiempo y siendo
expulsada, no sin pasar por la cárcel más de una vez. Unía a
su encanto personal, a su belleza, una perversión y una
frialdad de carácter notables. Con todo eso, siempre había
algún palomo al que desplumar, alguna casa que limpiar tras
servir en ella un breve tiempo.
También Gloria se casó con un muchacho que
trabajaba poco y bebía mucho, que le daba palizas cuando
volvía a casa borracho, que le quitaba el dinero que ella
sustraía por ahí para jugar a las cartas en la taberna y seguir
bebiendo con los amigos. Hasta que la muchacha se hartó y
una noche en que él la golpeó de nuevo, sacó un cuchillo que
llevaba preparado y se lo clavó en el vientre. Le cayeron seis
años de presidio por aquello pero no se arrepintió nunca,
decía que se lo había merecido y las mujeres en su galería de
la cárcel le daban toda la razón. Todas habrían hecho lo
mismo en sus circunstancias.
Carmen no quiso contarme cómo conoció a su Pepe,
José Villapón García, hojalatero, con un puesto permanente
en la calle Colón desde hacía muchos años. Un día debió
entrar en la tienda, hablaron. Pepe no es un hombre
dicharachero precisamente, tiene temor de todo, sobre todo
desde que lo encarcelaron a raíz del crimen de la Chirrina. Él
no tuvo nada que ver, desde luego. En la mañana del suceso
había salido de casa a las cuatro de la mañana para hacer unas
tareas antes de abrir su puesto. De hecho, cuando la policía
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fue a detenerlo, nada sabía de lo que había pasado en el patio
de su casa. Fue el primer sorprendido al ver a los agentes allí,
pensando tal vez que lo habían pillado en alguno de los
negocios bajo cuerda que también hacía.
―Algunas decían que era su criada‖ protestaba Carmen
en el calabozo, ―pero no es cierto. Fui su mujer para todo‖. Al
parecer, la fiereza en la cama no la había perdido y al
hojalatero, que nunca se había casado y que solo tuvo parejas
eventuales y efímeras, aquello le gustó. La Chirrina se dio
cuenta enseguida de que podía manejarlo a su antojo. ―Con el
poco carácter que tiene Pepe…‖ me decía, ―eso no se lo
puedo pedir a Pepe, que se acobarda‖ cuando le propuse que
declarara a su favor durante el juicio. Al final lo hizo pero el
presidente del tribunal, el Sr. Izquierdo, le tuvo que decir dos
veces que hablara más alto porque el pobre estaba intimidado
por el público y no le llegaba la voz al cuerpo.
De modo que aquella mujer grande, fea, dispuesta a
responder a todas las provocaciones con otras, con ganas de
pelea, se instaló en la que llaman la ―Casa de los Perros‖,
vete a saber por qué. De hecho, un perro fue el origen de la
trifulca que acabó con una muchacha en el cementerio y mi
clienta entre rejas por muchos años.
Desde el principio las cosas no fueron bien en aquel
patio de vecinas. Casi todas llevaban mucho tiempo
conviviendo e incluso trabajando juntas, sea como verduleras
en la cercana plaza de la Cebada, sea como cigarreras en la
fábrica de Tabacos. Todas se conocían y, con sus más y sus
menos, se llevaban bien o al menos sabían de qué pie cojeaba
cada una. La llegada de Carmen, mal encarada, hosca,
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dispuesta a defenderse a golpes antes incluso de que alguien
la ofendiese, bruta, porque la Chirrina lo es ¿para qué
negarlo? cayó como una bomba en aquella casa.
Las discusiones empezaron muy pronto. En vez de
congraciarse con sus nuevas vecinas, dar un poco de charla,
integrarse en alguno de los bandos que allí había (inevitables
en todo grupo humano), Carmen no hablaba con nadie y si
algo, por pequeño que fuera, la molestaba, hasta lo más
nimio, empezaba a voces y amenazas. Ciertamente, su
exterior no mueve a simpatía precisamente. Si a la
desconfianza inicial le sigue una actitud así, el conflicto
estaba servido.
Pero Carmen no se iba a arrugar porque las vecinas,
unánimemente, la trataran con desprecio y desconsideración.
Estaba acostumbrada a ello desde pequeña. Sabía también
que ese conflicto lo llevaba dentro, así me lo dijo. ―Vaya
donde vaya, siempre me pasará igual‖ me confesó un día, ―yo
no voy a cambiar. En la cárcel tendré que enfrentarme a las
demás, eso ya lo sé. Hasta que me muera, seguiré así‖
reconoció con aspecto resignado.
Vayamos a lo que sucedió los días 3 y 4 de mayo de
1900, siempre bajo la perspectiva de que los hechos descritos,
la agresión, la muerte de aquella joven, tienen un significado
y unos motivos que no se limitan a la descripción formal de
lo que sucedió en la calle Mediodía Grande número 7.
En días precedentes María Molina, la verdulera de la
plaza de la Cebada que vivía justo enfrente de donde habitaba
Carmen, dijo a todas las vecinas que le habían desaparecido
un duro y un pañuelo de seda que tenía sobre una cómoda.
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Para entonces, los ánimos contra la Chirrina estaban
caldeados desde hacía mucho tiempo. Se sabían cosas ciertas
y otras falsas que se daban por verdaderas. Por ejemplo, en la
calle Bastero, el anterior domicilio de Carmen, los vecinos se
habían considerado tan hartos de sus malos modos, de sus
trifulcas y broncas, había resultado tan agresiva con todos,
que 29 de ellos habían firmado una carta destinada al Juzgado
para obligarla a marchar de allí.
Ése era el efecto que siempre tenía Carmen allá donde
fuera o, al menos, casi siempre. Tal vez su lugar no fuera ese,
entre las mujeres honradas y bravas del viejo Madrid, como
sucedió también en la Casa de los Perros. Carmen nunca ha
sabido contenerse, frenar a tiempo. Se peleaba con todos y
para todo, cualquier motivo era bueno para ―defenderse de las
humillaciones a que la sometían‖, como me dijo. Nunca supo
tener trato social, siempre encontró desprecio, apartamiento
cuando no odio entre aquellos con los que vivía. Quizá nadie
la enseñó a convivir como nos enseñaron a nosotros de
pequeños, a aplazar o incluso anular nuestra ira a cambio del
cariño de un padre o de una madre. Ustedes me dirán: Hay
mucha gente que se educa así, por desgracia, y no van
matando a nadie ni buscando trifulca constantemente. Es
cierto, no se lo voy a negar. Algo en el carácter de la Chirrina
provocaba la repugnancia y la agresividad de los demás, es
clara su inadaptación a cualquier ambiente donde haya un
nivel mínimo de disputas. Si es así ella entrará a
protagonizarlas, conseguirá que las demás se unan contra su
persona, que deseen que se vaya y se pierda por cualquier
lado de Madrid.
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Además, también saben que las verduleras y
cigarreras de Madrid tienen la lengua muy afilada, como sus
uñas, y son capaces de enfrentarse al mozo más recio y al
hombre de peor catadura. Pues bien, era cierto lo que sucedió
en la calle Bastero pero otras cosas que se dijeron eran falsas.
Aún recuerdo a Carmen, convulsa durante el juicio,
estrujando en su mano ante el juez, cuando declaró, el
certificado de defunción de su marido, el que demostraba que
ella no había tenido nada que ver con su muerte. En la
vecindad, sin embargo, se dio por hecho que era viuda porque
había matado al marido y pasado seis años en presidio.
Alguien escuchó lo sucedido con su hermana Gloria y, sea
por ignorancia o maledicencia, se lo achacó a Carmen delante
de toda la vecindad.
Como su hermana era tomadora y ella misma había
robado, fuerza es reconocerlo, la acusaron de ladrona y, en
concreto, María Molina fue diciendo a todas que el duro y el
pañuelo de seda se lo había quitado ella. Bastaba entrar en su
casa y sustraerlos, en aquel patio nadie solía cerrar su puerta.
Carmen lo supo pero estaba acostumbrada. Además,
María Molina y ella habían discutido innumerables veces, se
las podía considerar viejas enemigas. El ambiente en aquella
vecindad era muy tenso. Le recordaba, me dijo, a aquella
tarde en que subieron los hombres hasta la cabaña familiar
para quemarla y expulsarlos del pueblo donde habían nacido.
El 3 de mayo por la mañana Carmen acudió, como
cada día, a la plaza de la Cebada a comprar. Al pasar por el
puesto de María, donde nunca se detenía, claro está, ésta se
puso con las manos en las caderas y dijo a voz en cuello para
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que la oyeran en todos los puestos: ―Sí, yo vengo aquí a
vender, para que luego haya ladronas que le quitan a una el
dinero‖. Todas las clientas, las demás verduleras, miraron con
desprecio a Carmen, que no se pudo contener. Se tiró sobre
María agarrando un ladrillo que había por allí, restos de una
obra, y estuvo a punto de golpearla. Las separaron las demás
mujeres que, a base de empujones y con la asistencia de un
guardia al que llamaron, la echaron del mercado. Pueden
imaginar cómo se sentía en ese momento la Chirrina, a punto
de explotar.
Al día siguiente, muy de mañana, serían las nueve,
sucedió la tragedia. Carmen barrió la casa y, como siempre
hacía, metió las basuras en una lata que dejó en la puerta de
su cuarto para luego llevarlas fuera. Mientras terminaba de
barrer vino un perrillo de aguas propiedad de otra vecina,
Josefa Villapol, y hocicando en la lata esparció toda la basura
por el patio.
Cuando salió Carmen armó la trifulca, como otras
veces. Josefa era una mujer algo mayor, algo apocada, y le
llovió fuego graneado por la boca de la Chirrina, insultos
donde decirle ―guarra‖ era lo más suave que escuchó.
Escenas así no eran inusuales con Carmen de protagonista
pero en aquella ocasión la vecindad estaba muy alterada.
Entonces salió una de las hijas de María Molina,
Vicenta Rodríguez, una muchacha querida por todos, rubia,
joven de 23 años, muy agraciada como bien señalaron los
periódicos. Sacando el mismo carácter de su madre salió a
defender a Josefa diciendo en voz bien alta: ―Ya podrá con
esta pobre señora, igual que insulta a mi madre‖. Cuando se
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enzarzaron aún le gritó a Carmen: ―Para guarra usted, que ahí
está con su hombre haciendo guarrerías y sin casarse‖;
―Claro, es usted muy valiente, la asesina de su marido‖.
Cosas por el estilo. Hay que imaginarse a esa jovencita tan
guapa, con el rostro descompuesto después de la escena
sucedida con su madre el día anterior, con las vecinas
asomadas al ruido de la disputa y gritando ―¡Ladrona! ¡Vete
de esta casa, muerta de hambre!‖, para comprender lo que
sucedió a continuación.
En ese momento llegó María Molina del puesto, vio a
su hija embravecida, las dos retándose y a punto de llegar a
las manos. ―¡Déjala!‖ se limitó a decir a su hija, ―que es muy
mala‖. Y entonces sucedió. Cuando María Molina abría la
puerta de su casa Carmen entró un momento en la suya. La
gente pensó que se daba por vencida pero volvió a salir con
una badila en la mano, ya saben, esa paleta metálica que se
utiliza para la lumbre. Fue Josefa la que gritó a Vicenta, la
muchacha que aún la miraba con aire retador: ―¡Ten cuidado!
¡Que lleva una navaja!‖.
Carmen declaró en el juicio que era la chica quien
llevaba la badila y que intentó agredirla con ella. Eso me dijo
y yo no tuve más remedio que creerla, pero las demás vecinas
afirmaron lo contrario, salvo una a quien José Villapón, en un
esfuerzo último por salvar a su compañera, le dio dos pesetas
para que declarase a su favor. Luego me lo reconocería,
contrito. ―Es que yo a Carmen la quiero ¿sabe usted?‖ me
dijo nada más y me dejó desarmado. La mujer a la que nadie
quería y ahí estaba aquel pobre hojalatero maniobrando para
salvarla.
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Tal como quedó corroborado en el juicio, Carmen
salió con la badila en la mano izquierda y la navaja bien
empuñada a su espalda. Con la primera pareció querer agredir
a Vicenta, que levantó los brazos para protegerse, pero no
golpeó con la badila sino que le clavó la navaja hasta la
empuñadura. ―¡Ay, madre, que me ha matado!‖ solo pudo
decir la chiquilla dando traspiés hacia la puerta de la casa,
donde se desplomó.
La Chirrina se refugió en su casa, segura de que si se
quedaba fuera la lincharían entre todas las vecinas.
Escuchaba el clamor, los gritos de la madre con las manos
tintas de la sangre de Vicenta, a la que abrazaba. La llevaron
en volandas hasta la Casa de Socorro de la Latina, pero fue
inútil. Aquí transcribo lo que dijo un periódico vespertino
aquel mismo día:
―La noticia de la muerte de Vicenta Rodríguez
produjo en el mercado gran indignación.
Un grupo de verduleras se dirigió a la casa del
crimen para enterarse de los detalles del suceso.
Cuando éstas llegaron ya había en la casa otro
grupo de cigarreras que esperaban la salida de la
criminal.
Poco después, Carmen apareció en la calle
rodeada de guardias de orden público. Carmen,
alardeando de serenidad y con aire de
provocación a la gente, oía impasible los insultos
de las mujeres. Su actitud excitó más los ánimos
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de verduleras y cigarreras, que lanzaron sobre
Carmen una lluvia de piedras.
En vista de las proporciones que adquiría el
tumulto, se ordenó que los guardias dispersaran a
las manifestantes. Estas siguieron a los guardias
que conducían a la criminal, y al llegar a la plaza
de los Carros otros grupos de mujeres que
esperaban en la puerta de la delegación a la
«Chirrina», trataron de apoderarse de ella para
ejecutar el fallo de las que desde sus puestos de la
plaza de la Cebada gritaban desaforadamente:
—¡Lincharla! ¡Lincharla!
Los grupos poco a poco fueron aumentando
frente a, la delegación, y en previsión de un serio
tumulto, Carmen fue metida en un carruaje y
conducida, sin ser vista por las verduleras, a los
calabozos del juzgado de guardia, desde donde
pasó por la larde a la cárcel‖ (El Imparcial,
5.5.1900, p.2).
El resto es más conocido porque la opinión pública
siguió con bastante atención el caso y hubo informaciones en
los periódicos. Algunos de ellos comentaban su sorpresa por
un crimen cometido con un motivo tan nimio. Mencionaban
que una mujer mata por grandes pasiones, como una
venganza, o por celos, odios y rencores, incluso por
abnegación defendiendo su honor o el de sus hijos, pero
¿porque unas vecinas te acusan de robar un pañuelo? ¿Debido
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a que un perro esparce las basuras frente a tu casa? ¿No era
todo un asunto pequeño, sin importancia?
Creo que no, que la importancia se la damos nosotros
y cada uno. Cuando le hablé de su víctima, por si deseaba
mostrar arrepentimiento ante el tribunal, ella me miró
desafiante: ―¿Esa muchacha? ¿Quién era ella para acusarme
de ladrona y asesina, una mujer que no ha pasado la mitad de
las desgracias que yo he soportado? ¿Porque era guapa y
joven mientras yo soy vieja y fea, se creía con derecho a
tratarme así?‖. A medida que se hacía esas preguntas miraba
hacia fuera de su celda, como observando más allá, quizá su
vida entera con una amargura infinita. Vicenta Rodríguez no
supo que sus insultos eran la última gota que hace que el vaso
se desborde, que era quien menos debía hacerlo porque había
tenido una buena vida recibiendo el cariño de su madre, de
las vecinas que la apreciaban, de los mozos que la
requebraban a menudo. Porque era joven y era bonita, algo
que siempre echó de menos Carmen, la Chirrina.
¿Qué quieren que les diga? Yo la comprendí. La
muerte de aquella muchacha no arreglaba su vida, más bien la
hacía llegar al fondo, pero comprendo que con esa puñalada
descargó sobre ella, sobre todo el mundo que la rodeaba, la
inquina, la amargura y la rabia de una vida llena de
sinsabores donde ni siquiera la belleza, como a su hermana
Gloria, la acompañó.
Aduje ante el tribunal legítima defensa, aunque
dudaba en mi fuero interno de que la historia de la badila en
manos de Vicenta fuera cierta. En su defecto, cuando vi que
todos los testimonios iban en sentido contrario, aduje
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arrebato, obcecación. El jurado dijo que no, ni siquiera eso
era admisible. Había entrado en casa por la navaja, luego
intentó ocultarla mientras llegaba la autoridad en un agujero
junto a la chimenea. No le sirvió de nada, había testigos de
todo sobradamente. El jurado respondió afirmativamente a la
pregunta de si la Chirrina había tenido intención de matarla.
Seguramente la sentencia de catorce años fuera justa a
los ojos de la Justicia, a la vista de lo que dictamina la ley.
Debemos convivir entre nosotros en una sociedad llena de
tensiones, egoísmos, ambiciones. Es necesario que haya una
ley que castigue el crimen. Pero en este escrito quisiera ir un
poco más allá. Como dijo mi ilustre maestra: ―Compadeced
al delincuente‖ y aún añadiría yo mismo: ―Comprendedlo‖.
Para que esto no se repita tantas veces, para que no haya
niños que padezcan injusticias, agresiones, que puedan
educarse dignamente en la creencia de que están protegidos
por las autoridades y no castigados por el mero hecho de
nacer.
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El crimen del Tierzo
1915
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Hace dos años me encontraba en Tierzo, pueblo de
Guadalajara, como cabo de la Benemérita. Igual que ahora.
Por entonces tenía un compañero, Benito, que fue trasladado
al año siguiente, el actual se llama Fulgencio Martínez. Puede
nombrarlo en su artículo, le gustará verse en un periódico de
la capital.
Lo primero que tiene usted que saber es que Tierzo es
un pueblo muy pequeño, ya lo ha visto en el paseo que hemos
dado. El término es grande, tiene más de 40 km2, pero el
pueblo no llega a las cincuenta personas. De manera que nos
conocemos todos. Aquí la gente es de natural pacífica, con
sus cosas, ya sabe, problemas de lindes, herencias en las que
no se ponen de acuerdo, algún encontronazo en la taberna los
sábados, pero poco más. Lo que menos uno podría esperar es
que la localidad se hiciera famosa por este crimen.
Recuerdo como si fuera ayer mismo aquel día, el 18
de enero de 1915. Nevaba con cierta intensidad. Lo había
hecho desde bastante tiempo atrás, de manera que los
caminos se encontraban casi intransitables, lo mejor que
hacían los del pueblo era quedarse en sus casas arrimándose
al brasero. Fue entonces cuando se presentó el juez municipal
trayendo un papel. ―García‖ me dijo, ―lea usted este anónimo
que me acaba de llegar‖. Mientras lo estaba leyendo añadió:
―Otro igual acaba de recibirlo el señor cura. Me ha venido a
ver. Como ve usted, dice que hay un cadáver en la
Barranquera‖.
Me abrigué, desistí en ese momento de llamar al
compañero, y me fui para allá. No era fácil que la mula fuera
sobre ese camino tan nevado, donde los cascos ni sonaban. El
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juez me acompañó. Marchamos los dos sin decir palabra,
resguardándonos. La Barranquera es una zona un poco
abrupta junto al Sant, el arroyo que corre por allí y que en ese
momento estaba helado. Estará como a uno o dos kilómetros
del pueblo.
Estuvimos mirando los alrededores un rato hasta que
dimos con el cuerpo. Alguien, un pastor seguramente que no
había querido meterse en líos, le había quitado la nieve de
encima, aunque empezaba a acumularse de nuevo. El
espectáculo era muy penoso. Le faltaba casi todo el lado
derecho de la cara. Las aves carniceras habían hecho su
trabajo, por lo que se podía pensar que llevaba bastantes días
en aquel lugar. Le faltaba el ojo de ese lado, la nariz casi
toda, la lengua, la oreja, ya sabe, las partes blandas. Debo
confesarle que estaba impresionado, el señor juez también.
No es habitual por aquí un espectáculo semejante.
Cuando le abrimos la chaqueta buscando alguna seña
de quién podía ser vimos enseguida las heridas de cuchillo
que presentaba en el pecho, en el vientre. La peor era la del
cuello, tenía la cabeza casi separada del tronco. Aunque los
grajos se habían dado su festín, se distinguía perfectamente la
herida sobre la yugular, el corte de la carótida. La muerte
debió ser instantánea.
No sé cómo lo identifiqué. Fue más una sospecha en
ese momento que una certeza, a la que llegaríamos más tarde,
cuando el médico examinara el cuerpo. Pero yo a ese hombre
lo conocía, era vecino del pueblo. Le había visto con esa
misma chaqueta, había hablado con él. El juez, que tantas
veces había jugado a naipes con la víctima, estuvo de
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acuerdo. ―Es Francisco Vicente‖ le dije. Al principio se
negaba a creerlo pero no tuvo más remedio que admitirlo
después. ―Es Pinilla, sí, no cabe duda‖. Lo cargamos entre los
dos en el carro y azuzamos la mula para volver al pueblo.
Fuimos callados, el juez es un hombre que habla poco y la
nevada arreciaba, pero íbamos pensando. Me dijo a mitad de
camino:
- ¿Qué habrá pasado? ¿Quién le habrá hecho esto?
- Ya sabe usted quién ha podido hacérselo: la Consuelo,
el Miguel ¿quién si no?
- Eso dicho entre nosotros -me respondió-. Habrá que
buscar pruebas.
- Las encontraremos, son gente descuidada. Además, el
crimen lo han debido cometer en su casa.
- ¿No le han matado donde lo encontramos? –preguntó
extrañado.
- ¿Le ve usted el calzado? –señalé-. Limpio, sin una
mancha. Si marchaba por el camino con este tiempo,
estaría todo embarrado y sucio. El cuerpo lo han
trasladado hasta allí para que nadie lo encontrara en
mucho tiempo –concluí.
Asintió en silencio y continuamos aquel triste camino.
Cuando llegamos al pueblo llevamos al pobre muchacho
hasta la casa del médico, al que habíamos avisado al salir. Lo
colocamos sobre la mesa que nos indicó y procedió a hacer
un examen completo. El cadáver, cuando lo desnudamos,
presentaba unas tremendas heridas. Una cuchillada le había
llegado a la pleura, nos dijo el doctor, otra le había atravesado
el corazón. La del vientre no era mortal si se le hubiera
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atendido de inmediato pero las otras sí, desde luego. La peor
era la del cuello, que aparecía seccionado.
- La primera herida parece ser ésta. Francisco Vicente
murió degollado en realidad. Lo demás fue rematarlo
con saña pero ya estaba muerto cuando lo apuñalaron
en el pecho y el vientre.
Se detuvo un momento, dio una calada al cigarrillo
que fumaba y añadió:
- Debió ser una muerte horrible. ¿Quién habrá sido el
malnacido que haya hecho esto?
- Quizá fueron varios –contesté yo-. Son muchas
puñaladas. Hay odio en ellas, no le dejaron ninguna
posibilidad.
- ¿Usted cree…?
- Tengo que ir a ver a Consuelo. Llamaré a mi
compañero e iremos para allá.
Ha pasado el tiempo. Se encontró a los culpables,
hubo un juicio, una condena, pero no me puedo olvidar de la
cara de aquella mujer cuando fui a verla. Más que de dolor
tenía cara de susto. Sabía que lo habíamos encontrado, la
noticia se había corrido por el pueblo en cuanto llegamos con
la carreta a casa del médico.
- Buenos días, Consuelo –le dije-. ¿Qué hay por aquí?
- ¡Ay, Dios mío! –fingió-. Ya sabe usted. ¡Pobre
Francisco, tan bueno como era!
Hacía gestos de consternación pero no conseguía
verter una lágrima. Eso observé, de manera que seguí
preguntando.
- ¿Cuándo salió su esposo del pueblo?
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- En la mañana del día 11 salió para Illueca, su pueblo.
Tenía que hacer unos pagos por un género que había
recibido. Seguramente lo han matado por el camino –
se retorcía las manos-, para robarle o porque le tenían
mala voluntad.
- ¿Le importa que haga un registro de la casa?
- Oiga –quiso protestar- ¿es que cree…?
- Es un trámite obligado en esta diligencia. Estoy
autorizado por el juez.
- Bien, claro –cedió-. Entonces mire lo que quiera.
Fue en el dormitorio donde encontré el cinto y el
revólver.
- ¿Cómo tiene esto aquí? ¿No se lo llevaba siempre
cuando iba de viaje?
- ¡Ay, sí! Lo habrá olvidado esta vez.
- ¿Y esas manchas? –le señalé en la sala, sobre una
pared-. Parecen de sangre.
- No diga usted eso –contestó muy turbada,
retorciéndose las manos-. No sé de qué puedan ser.
Dejé al guardia, mi compañero, vigilándola y fui a
informar al juez de lo que había encontrado en mi registro. Le
dije que estaba seguro de que el crimen se había cometido
dentro de la casa. Me contestó que informaría al Juzgado de
Molina, a cuyo distrito judicial pertenecemos. Y así empezó
todo.
Mire, mi actuación no tiene particular mérito. Ya sé
que estoy propuesto para un ascenso, que tengo una mención
honorífica, pero se lo digo con sinceridad: Hay que conocer
el pueblo, hay que saber de la gente que vive en él. Todos nos
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conocemos aquí, sabíamos de las andanzas de Consuelo
Miñana, los amores ilícitos con su padrastro, las tensiones de
su marido con éste. Estábamos al tanto de las idas y venidas,
ya sabe, las mujeres se enteran de todo y yo me entero por
ellas, en cuanto les pregunto. Ya sé que hay que tener
métodos modernos, buscar rastros, acumular pruebas que
sirvan delante de un tribunal, pero para saber por dónde
encaminar la investigación, no hay nada como conocer a la
víctima, haber tomado unos vinos con él, saber qué estaba
sucediendo en su matrimonio como lo sabíamos todos. Nada
sucede al azar, en todo hay un motivo ¿no lo cree usted?
Pero vayamos al principio. Quiere que le cuente toda
la historia de Consuelo, Miguel y Francisco. Sepa que,
delegado por el Juzgado de Molina, viajé a Illueca, el pueblo
donde empezó todo, cuando nació esta historia que ha tenido
tan triste final. Si tiene paciencia, se lo contaré como la fui
conociendo al preguntar a las gentes de allá.
A veces es difícil encontrar el punto a partir del cual
se desarrolló una tragedia como ésta. Cualquier hecho remite
a otro anterior y éste a otro y otro. ¿Hubiera sucedido todo lo
que pasó si el marido de Manuela Galindo hubiera gozado de
mejor salud? ¿Si ella hubiera tenido otro carácter?
Seguramente no. Allí en Illueca se recordaba al Sr. Miñana,
el padre de Consuelo, como un buen hombre. Ejercía el oficio
de pañero, como casi todos los que intervienen en esta
historia. Se dedicaba a recorrer los caminos, como haría el
segundo esposo de Manuela, Miguel Aznar, como también
sucedía con Francisco Vicente Pinilla, el yerno de este último
y víctima suya. Todas las semanas de pueblo en pueblo
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cerrando ventas, recibiendo encargos, alternando con los
vecinos en la taberna, enterándose de las necesidades de unos
y otros, escuchando hablar del pedrisco, la sequía, las plagas
y las cosechas. El Sr. Miñana, al decir de sus vecinos, era
trabajador, bebía lo justo sin emborracharse, no molía a su
mujer a palos como otros. Todo el mundo lo recuerda como
una buena persona, tranquilo, honrado a carta cabal,
cumplidor de los encargos que le hacían, ganando su dinero
pero sin que nadie dijese de una trampa ni un engaño.
Manuela Galindo era entonces, siempre lo ha sido,
una mujer tranquila, sin demasiada personalidad. Cuidaba de
su marido, de la hija que tuvieron, Consuelo, nacida en 1888,
cuando su madre tenía 23 años. Todo iba bien en el
matrimonio, el marido llegaba cansado de sus viajes y
encontraba a una mujer servicial, muy callada, eso sí, de poco
carácter, pero a él le gustaba así. En su juventud, la Sra.
Miñana no era nada fea, me dijeron. Se enamoró de ese
pañero como podía haberlo hecho de otro de los que la
rondaban aunque éste, casi diez años mayor que ella, debía
tener un gancho especial.
El Sr. Miñana tomó como ayudante a un joven
llamado Miguel Aznar. Fue poco antes del comienzo de siglo.
Era un muchacho bien dispuesto para el trabajo, inteligente,
decidido, acostumbrado a imponerse como se vería tiempo
después. Pero de momento tuvo que tascar el freno.
Acompañaba al Sr. Miñana, que le enseñaba el oficio,
ayudaba en la casa a su señora cuando hacía falta, era
colaborador, criado, todo en una pieza. Fue precisamente en
una taberna de un pueblo lejano cuando su jefe empezó a
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encontrarse mal. Es cierto que había trasegado un poco más
de vino del habitual pero siempre de forma moderada. Se
acostó pronto mientras Miguel continuaba charlando con los
vecinos hasta que cerraron la taberna. Al subir a la habitación
donde dormían se acostó sin darse cuenta de que el Sr.
Miñana era ya cadáver. Lo descubriría al día siguiente,
cuando quiso despertarlo, extrañado de su inmovilidad. Le
había dado una congestión cerebral, dijo el médico.
Fue Miguel el encargado de alquilar una mula y un
carro, depositar a su jefe en él y llevarlo de vuelta a Illueca.
Más de cincuenta kilómetros por esos caminos de Dios hasta
que llegó a la puerta de la casa y llamó a voces a Manuela
para que saliese a ver a su marido. Todo el mundo me dijo
que Miguel se había comportado mejor que nadie podía
hacerlo. Tenía tan solo 19 años por entonces, pero organizó el
entierro hablando con el cura, contrató incluso un coche que
lo llevara hasta el cementerio, consoló a la viuda, cuidó de
Consuelito, por entonces una cría de doce años.
Todo fueron llantos y lágrimas y luego se volvieron a
casa y Manuela se recompuso, confusa sobre qué haría en el
futuro. Es cierto que la casa era suya, también unos huertos
junto al río que le producían lo suficiente para vivir sin
holguras, pero al menos no tendría que pedir. Al cabo de los
días el muchacho, Miguel Aznar, se plantó delante de la
viuda y le hizo una proposición: él podría seguir con el
negocio del marido tal como lo había dejado, siempre que
contara con el respaldo económico de ella. También se
encargaría de la producción de los huertos, la reparación de la
casa, que por entonces era una necesidad apremiante. Lo
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único que pedía a cambio era una parte de las ganancias, lo
suficiente para que todos viviesen sin necesidad.
A la viuda aquella propuesta le pareció caída del
cielo. No se sentía capaz de llevar adelante nada, ya le digo
que era floja de carácter, abúlica, sin interés en los paños ni
en las semillas ni la poda de frutales ni cualquier otra cosa. A
ella lo que le gustaba era sentarse en su mesa y ponerse a
bordar, dejar pasar las horas frente a unos manteles
espléndidos que producía y que su marido había incluido en
su negocio como uno de sus productos más valiosos. Para eso
sí servía, se sentía útil al tiempo que dejaba pasar el tiempo
sin pensar en nada, máxime en ese momento en que
empezaba su viudez a una edad relativamente joven, 35 años
cuando su marido murió.
De manera que ahí tenemos al joven Miguel entrando
y saliendo de la casa como si fuera suya, tratando de usted a
la señora, viendo crecer a la niña, ocupándose de todo,
recorriendo los mismos caminos que el Sr. Miñana,
haciéndose cargo de sus mismas compras y ventas. La gente
se acostumbró a él, a su carácter expansivo que resultaba
ideal para el negocio. Recordaban bien a su jefe pero
empezaron a no echarlo de menos cuando veían llegar a aquel
chico tan joven y bien dispuesto.
También la viuda se acostumbró a verlo cada fin de
semana, a tenerlo en casa y ponerle un plato de comida sobre
la mesa. A oírle hablar de tomates y otros productos, de
anécdotas del camino, a compartir risas y planes que tenía
aquel muchacho, a verlo jugar con su hija y establecer con
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ella misteriosos conciliábulos de los que salía Consuelito
batiendo palmas, feliz y contenta.
Manuela Galindo no sólo se acostumbró a él, sino que
empezó a echarlo de menos cuando tardaba, a esperar en la
ventana, olvidando su bordado sobre la mesa, cuando se hacía
tarde y él no regresaba de algún viaje. Las vecinas me
comentaron que estaba todo el día con la palabra Miguel en la
boca: Miguel le había dicho, Miguel había hecho, porque
cuando viniera Miguel… Aquellas brujas se sonreían por lo
bajo y alguna decía a la otra: ―Sólo falta que Miguel se le
meta en la cama‖.
Pues eso debió suceder relativamente pronto porque
en 1902, tras poco más de dos años de viudez, Manuela
Galindo de 37 años se casó con aquel joven de 21. Las
comadres no pararon de comentar un casamiento tan
desigual, la familia de él se opuso radicalmente pero al
muchacho le dio igual. Ocupó la casa que ya estaba ocupada,
se acomodó en el sillón del Sr. Miñana con satisfacción, se
introdujo entre las sábanas de su nueva esposa sin vergüenza
alguna sabiendo que las viejas del lugar murmuraban que ya
lo había hecho mucho antes, que aquella Manuela estaba loca
por casarse con un joven que habría de engañarla con el
tiempo.
A Manuela le daba igual todo, parecía vivir en una
nube, le importaba muy poco lo que se decía, la enemistad de
la familia de los Aznar, que de hecho fue definitiva y ni se
saludaban ni se interesaban unos por otros. La mujer revivió,
tenía 37 años pero parecía transformarse en una jovencita.
Eso sí, siguió con sus costumbres del bordado, con sus
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mantelerías que su nuevo marido se llevaba en la mula
cuando se ponía en camino, vendiéndolas con ganancia en
cualquier pueblo. Dos años después nació un niño, Miguelito,
que habría de tener doce años cuando se consumara la
tragedia que ya habían empezado a construir entre todos.
Por entonces Consuelito, la primera y única hija de los
Miñana, ya era una muchacha de dieciséis años, morena, de
unos ojos cautivadores, claros, atractiva como pocas. Se lo
digo porque la he conocido, era una belleza salvaje que
alteraba el ánimo de cualquier hombre que la mirara. Ya no
era la niña que apuntaba formas y maneras cuando su madre
se casó por segunda vez. Ahora había que llamarla Consuelo,
una chica que destacaba en los bailes, que provocaba que los
zagales rondaran a su alrededor buscando una oportunidad
que ella no concedía a nadie.
¿Empezó la tragedia cuando su madre se casó con
Miguel Aznar? ¿O cuando Miguel y Consuelo, que siempre
se habían llevado bien, descubrieran que sentían otra cosa
distinta del afecto filial y paternal? Que él y su hijastra se
entendían fue un rumor continuado después, no en ese
momento, pero ya debían de buscar ratos para estar juntos.
Siempre lo habían hecho y su madre, que no se enteraba de
nada, tampoco sospechó de tantas coincidencias y secretos
entre ambos. No era una mujer celosa. Resultaba incapaz de
sentir algo parecido a los celos. Vivía como en un mundo de
color, en una fantasía. Se había casado con un caballero
andante y lo esperaba cada tarde bordando junto a la ventana,
suspirando porque llegara para cenar, acostarse a su lado y
empezar a roncar mientras ella, enamorada como solo una
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mujer mayor podía estar, se contentaba con escuchar cada
noche su respiración. No le importaba nada más, no quería
saber más. Él venía y estaba a su lado, eso era la felicidad
para Manuela Galindo. Eso y sus bordados.
¿Qué sucedía mientras tanto entre Miguel y
Consuelo? Hablé con ambos pero no me dieron muchas
explicaciones. Insistían por separado en que lo suyo era amor.
Les escuchaba y no sabía qué pensar. ¿Usted se acuerda de lo
que casi gritó Miguel durante el juicio? ―¡Es más pura que la
Virgen del Pilar!‖. Algo que ella misma repitió cuando tuvo
que declarar: ―¡Soy más pura que la Virgen del Pilar!‖. Hubo
muchos comentarios, risas groseras al escucharlo. Entre los
dos habían organizado la muerte del pobre Pinilla ¿y
presumían que ella era una mujer pura como la Virgen?
Aquello parecía una burla y una mofa. Pero yo hablé con
ellos y no sé, me dejaron confundido. Habían sido capaces de
planear un crimen ruin y traicionero, actuaron con la mayor
crueldad con un inocente, y sin embargo hablaban el uno del
otro de una forma…, como si realmente creyeran que su amor
era ejemplar, algo extraordinario. Los escuchaba y pensaba
que ya quisieran muchos matrimonios hablar así uno del otro,
cuántas parejas hay que se odian o que conviven por
costumbre. Y allí estaban ellos, tantos años queriéndose
apasionadamente porque la palabra clave es ésa: pasión.
Hay algo obsceno en mostrar esa pasión como ellos lo
hicieron en el estrado del juicio. Las vecinas de Illueca
hablaban de otra manera, ya sabe usted: fue la lujuria lo que
movió a esas mujeres, a Manuela para casarse con el joven y
a Consuelo para robarle a su madre el amor de su marido.
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Meneaban la cabeza y reían sofocadamente, murmurando
refranes subidos de tono. Pero esas mujeres solo veían una
parte y la juzgaban sin misericordia alguna. Entiéndame,
ningún amor verdadero, ni siquiera una pasión justifica el
sacrificio de aquel inocente. Incluso no dudo de que entre
Consuelo y su padrastro surgió primero un buen
entendimiento, una intimidad habitual y finalmente la lujuria
de dos jóvenes en la flor de la vida. Son cosas naturales.
Incluso puedo admitir que todo ello desembocara en la pasión
y el amor entre ellos, pero ¿fue necesario llegar donde
llegaron? Ellos pensaron que sí. La sociedad ha de condenar
eso, sin duda, comprenda que yo soy un representante de esa
sociedad, pero en el fondo…, porque uno es humano también
y piensa que aquello fue una desgracia pero que ellos
vivieron algo que no es habitual, que en el fondo todos
deseamos. En fin, estoy divagando, perdóneme, que usted
desea que le cuente la historia, los hechos, y no lo que yo
pueda pensar sobre ellos.
Nunca dijeron cuándo surgió su relación, cómo se
llegó a la intimidad entre ellos. Tal vez fue poco a poco,
como un juego al principio, como una confianza compartida,
como algo sin culpa ni culpables. Vivieron con gozo el roce
de cada día, el tropezarse el uno con el otro, el interés mutuo,
un cogerse de la mano, un mirarse a los ojos
descubriéndose…, yo qué sé. Mi mujer dice que soy un
novelero y es verdad que me gusta leer novelitas cuando
estoy en el puesto y no hay avisos de nada. Me entretengo
¿qué quiere usted?
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Pues bien, pasaron los años. Con el tiempo Tomasa
Pinilla, una prima hermana en Illueca de Miguel Aznar, le
habló de su hijo Francisco. Debió ser como en 1909. Para
entonces Miguel tenía 28 años, su mujer 44, Consuelo 21. Su
prima Tomasa quería que su hijo entrara en el negocio de los
paños, que aprendiera el oficio para independizarse después y
ganarse la vida. Con 21 años por entonces, había andado en
unas cosas y otras sin que terminase de gustarle nada. El
muchacho se dio cuenta de que tenía que dar un salto, que ya
no era un jovencito sin responsabilidades.
Miguel estuvo de acuerdo en que lo acompañara. El
negocio, bajo su mano, había prosperado, los encargos se
multiplicaban y él casi no daba abasto para atenderlos. Una
ayuda le venía muy bien en ese momento. Al hijo de su prima
ya lo conocía, claro está. Era un muchacho sencillo, sin
malicia, dispuesto al trabajo, sin demasiados humos, no se las
daba de listo. Siempre se habían llevado bien, cada uno en su
casa, claro, pero habían congeniado. Estuvo de acuerdo en
que lo acompañara, en ir dándole alguna tarea en pueblos
limítrofes. El chico se espabiló pero también lo hizo en una
dirección inesperada para Miguel y fue fijándose en
Consuelo.
Ambos tenían la misma edad, coincidían en la casa
alguna vez, se saludaban, hablaban. A él se le iban los ojos
tras ella. De repente, empezó a acudir a los bailes a los que
Consuelo iba, bailaban juntos, él le compraba dulces y la
hacía reír con sus ocurrencias. A fin de cuentas, eran de la
familia, pensaría la muchacha ¿qué hay de malo en ello? Pero
se empieza así y se termina como se termina. A principios de
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1912 ambos estaban a punto de cumplir 24 años y Francisco
se había transformado en su acompañante habitual en todo
tipo de festejos, cada domingo. A Miguel aquello no le
gustaba pero era consciente de que los rumores corrían por el
pueblo y su hijastra empezaba a ser mayor, debía pensar en el
matrimonio. A regañadientes dio su consentimiento al enlace.
Consuelo lloró aquel día. Los presentes pensaron que fue por
la emoción del compromiso pero seguramente miraría a
Miguel con furia y contrariedad, él le devolvería la mirada
con firmeza, como diciéndole: ―Eres mía, siempre serás mía‖.
Algo parecido quiero imaginar y disculpe que otra vez me
imagine cosas pero es lo único que me cuadra con los hechos
posteriores. Había que acallar los rumores cada vez más
insistentes, ese matrimonio era natural entre dos jóvenes,
muchas bocas se taparían. Pero la pasión no declinaba, como
luego se vería.
De manera que a finales de ese año el enlace se
celebró en la iglesia mayor de Illueca, la de San Juan
Bautista. Luego las cosas parecieron seguir el mismo curso
que hasta entonces. Francisco quiso vivir por su cuenta para
lo que adquirió una casa que no estaba distante de la de
Miguel y Manuela, de todos modos. El arreglo satisfizo a
todos, los dos socios siguieron saliendo juntos, madre e hija
se juntaban muchas tardes para bordar, afición que la primera
había inculcado a la segunda. La vecindad vio cerrado un
capítulo y dejó de hablar pero, sin embargo, al poco tiempo
empezaron nuevas habladurías: que Miguel había
desmejorado mucho, estaba más delgado, ojeroso, sin la
simpatía habitual. Su propia mujer lo confirmaba: ―Apenas
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me come‖ decía, ―duerme muy mal. Debe de ser cosa de los
nervios por tanto viaje‖. Las vecinas respondían ―Sí, sí‖ pero
pensaban en otra cosa. Consuelo también había sufrido
cambios algo bruscos. Se había hecho muy callada, se le
amargó el carácter y era capaz de dar respuestas desabridas
cuando las vecinas se interesaban por su salud, cuando
inquirían por si tenía buenas noticias. Hasta entonces todo el
mundo decía que era una muchacha algo atrevida, un poco
alocada, pero de buen humor. De repente, todo eso se acabó.
La veían pasar por la calle con el ceño fruncido, sin apenas
saludar a nadie. Formal, eso sí, sin hacer las travesuras de
antaño, viendo muy poco a las amigas con las que había
tenido más confianza.
Puedo suponer qué sucedió pero, por una vez, me
contendré, aunque usted podrá imaginárselo. Al cabo de dos
años de matrimonio Francisco Vicente dijo que se
trasladaban a otro pueblo, que se iban a vivir lejos de Illueca.
Considere que esta población tiene cerca de dos mil
habitantes y él planteaba establecerse en otro pueblo,
prácticamente una aldea como Tierzo, que tiene actualmente
47 lugareños. A Consuelo se le debió caer el cielo encima.
¿Qué pasó entonces? No lo sabremos. Los protagonistas
nunca quisieron hablar del tema pero en Illueca todos me
dijeron lo mismo: Francisco quiso alejarse de Miguel, de
quien tenía unos celos bien fundados.
Para entonces los dos hombres trabajaban casi de
forma independiente, aunque conservando algunas relaciones
comunes. Al marchar a Tierzo, Francisco Vicente dijo que se
haría cargo de una zona conocida por Miguel que, sin
49
embargo, no dejó de venir para visitar a su hijastra,
casualmente cuando el marido de ésta se encontraba de viaje.
Como comprenderá, aquello fue muy comentado en un
pueblo tan pequeño como éste. La situación, si uno lo piensa,
debía estar a punto de estallar. Las discusiones en casa de
Francisco y Consuelo eran conocidas por todos, aquí no se
pueden ocultar las rencillas mucho tiempo aunque estemos
acostumbrados a no intervenir en nada, cada uno es dueño de
su casa y su familia. Pero las habladurías crecían, yo estaba al
tanto de aquello cuando descubrimos el cadáver de Francisco
en aquel barranco.
Cuando hablé con Consuelo, al comprobar las
manchas de sangre y unirlas al hecho de que el cadáver había
sido trasladado, cuando cayó en la trampa de decirme que se
había ido de viaje sin el cinto y el revólver que lo
acompañaban siempre, llegué a la conclusión de que lo
habían matado en aquella casa y ella era cómplice en la
muerte de su marido. De Miguel Aznar no sabíamos nada,
nadie lo había visto aquellos días por allí pero resultaba
indudable que el crimen lo habían realizado uno o más
hombres, quizá por encargo suyo.
Así que mi compañero empezó a preguntar a todos los
vecinos sobre aquellos días del 10 y el 11 de enero. Algunos
se acordaron entonces de que habían visto a unos
esquiladores conocidos de Consuelo, que estuvieron en el
pueblo hasta el día 8. Otros manifestaron que los habían
encontrado volviendo a Tierzo el mismo día 10 desde el
cercano pueblo de Vallehermoso, donde habían estado
ejerciendo su oficio.
50
Por fin, una vecina de Consuelo me comentó que los
había visto llegar aquella tarde. La mujer estaba en la puerta,
a pesar de que ya nevaba copiosamente, los había saludado y
los hizo entrar. No podía decirme más pero se acordaba
porque le pareció una conducta inapropiada, teniendo en
cuenta que su marido no estaba en casa. En la taberna me
aclararon quiénes eran los esquiladores: el de más autoridad
en el grupo era Mariano López, de 25 años; luego estaba
Máximo de la Mata, de 20 y Máximo Sánchez, de 27. Los
dos primeros eran de Cifuentes, a unos 58 km de nuestro
pueblo, el tercero era de otro lado pero también tenía su casa
en la localidad cifontina.
Hablé con el juez después de esas averiguaciones.
Éste informó al Juzgado de Molina, que era el que llevaba el
caso y mandaron un exhorto a mis compañeros de Cifuentes
para que detuviesen a los tres si aparecían por allí. En los
primeros días de febrero cayeron cuando regresaban de
Madrid, donde habían estado disfrutando al parecer de los
teatros y las tabernas de la Corte, comprándose ropa nueva y
divirtiéndose tanto como pudieron.
Lo sucedido aquella noche del 10 de enero lo supimos
por ellos. Consuelo no dijo nada relevante, se agarró a una
mentira tras otra, no le importó entrar en contradicciones o,
bueno, sí le importó porque cuando se lo hacíamos notar se
echaba a llorar, tenía crisis de histeria, gritaba, quería
golpearse contra una pared. No quedaba nada de aquella
muchacha que yo había visto por la calle, a la que había
saludado más de una vez, morena, atractiva, con una de esas
51
actitudes decididas, algo salvajes, que te dejaban en suspenso.
Como si fuera capaz de todo ¿me entiende usted?
Supimos lo sucedido, ya le digo, por los esquiladores.
Ellos habían sido contratados por Miguel Aznar y por
Consuelo desde casi un año antes. Le habían ofrecido mil
pesetas a Mariano López y éste no dijo ni que sí ni que no, se
dejó querer argumentando los riesgos, la dificultad. Incluso,
según afirmó, les discutía el propio encargo diciéndoles: ―Ese
hombre es un inocente. No tenemos nada contra él, no nos ha
hecho nada malo‖ como si pudiera dar lecciones de moral
alguien dispuesto a matar a un semejante.
Miguel sobre todo les siguió presionando,
ofreciéndoles una cantidad mayor, argumentando que el
trabajo sería limpio, que nadie podría culparlos porque
apenas tenían relación con Francisco Vicente. ―¿Quién se va
a dar cuenta? Lo quitáis de en medio y se acabó. Ya cargará
con la culpa alguien que tuviera algo contra él, yo mismo.
Pero yo estaré a noventa kilómetros de su casa de manera
que, al final, todo se olvidará‖.
Los esquiladores no esperaban en modo alguno que la
guardia civil los estuviera esperando en Cifuentes cuando
volvieron de Madrid. Para ellos fue una sorpresa mayúscula.
Allí se habían hospedado en casa de una prima de Mariano.
Fíjese qué descuidados eran que se dejaron allí un pantalón
de pana manchado de sangre que ni lavaron ni hicieron
desaparecer. De todos modos, escribieron a un conocido suyo
de Cifuentes, Leandro Batanero, para saber noticias sobre el
crimen. Les contestó que nada se sabía, ya que por entonces
ni siquiera habíamos descubierto el cadáver. Creyeron
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entonces que habían salido bien librados y con varios miles
de pesetas encima.
Se investigaron sus andanzas en la Corte. El
testimonio de Luis Palafox, cuñado de Mariano, fue muy
representativo. Una tarde se presentaron los tres en la calle
Amaniel, donde vivía, y se fueron a tomar unos vinos a una
taberna de la calle Álamo. Este Palafox dijo que su cuñado
presentaba una fea herida en la mano, por lo que le preguntó
cómo se la había hecho. Él no le dio importancia, comentó
que se había clavado un tenedor por accidente. Cuando les
preguntó qué hacían en Madrid le contestaron que buscaban
comprar unas herramientas para su oficio. Cenaron alguna
cosa y marcharon juntos al teatro Cómico, donde estuvieron
hasta la una de la mañana. Así transcurrieron unos veinte
días, hasta que cansados de no hacer nada y tranquilos porque
entendían que nadie les había relacionado con el crimen,
volvieron a su pueblo natal. Allí los cogieron y, sorprendidos,
cantaron de plano.
En aquellos días se dijeron muchas falsedades, como
que la propia Consuelo había sujetado por los brazos a su
marido mientras llamaba a sus compinches con un silbido
para que lo remataran. Eso fue pura fantasía. Pero todo salía
en los diarios, ya sabe usted cómo son, deseaban mostrar a
una Consuelo como la viva imagen de la maldad. Se ve que
las mujeres o son unas santas o unas alimañas, no hay
término medio. Por eso el público del juicio se reía y
comentaba con malevolencia cuando Miguel gritaba aquello
de que era más pura que la Virgen del Pilar.
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¿Que qué pienso yo? Bueno, eso no tiene mucha
importancia en esta historia ¿qué más da? Yo veía a la
muchacha debatirse de miedo y angustia, decir cosas que
terminaban de incriminarla, como que no conocía a los
esquiladores cuando los habían visto entrar en su casa, lo del
cinto y el revólver, las inexplicables manchas de sangre en las
paredes. Unas vecinas me lo habían comentado y yo lo hice
con ella. Le dije: ―Consuelo ¿por qué te echaste a llorar el día
12, cuando la matanza del cerdo? Me dicen que el matarife le
clavó el cuchillo y empezaste a gritar y a llorar‖. Se retorcía
las manos. Me contestó que era muy impresionable, que le
dolía ver el sufrimiento del pobre animal. ¿Y en todas las
matanzas a las que había asistido antes? ¿Por qué la
consideración la tenía ese día y no antes? Yo la miraba y me
daba no sé qué, saber como íbamos sabiendo la forma en que
había colaborado en la muerte de su marido, en esas
puñaladas tan sangrientas ¿y me decía que era sensible al
sufrimiento del cochino? Casi me quedaba sin palabras ante
tanta mentira.
Pero si me pregunta qué sentía yo se lo diré porque
solo se lo he dicho a mi mujer, que tampoco lo comprendía.
Compasión, tristeza, un poco de piedad, si me apura. No, no
es por ser católico ni por obligación cristiana, no, es que me
salía de dentro verla debatirse así, sabiendo que le esperaba
quizá la pena de muerte y ella defendiéndose de una forma
tan burda, repleta de falsedades, todo por querer a un hombre
que no era su marido.
¿Por qué se había casado con Francisco? Mejor es que
se hubiera quedado soltera. A fin de cuentas parece que su
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madre consentía con todo, que prefería mirar a otra parte.
¿Sabe usted que la propia madre de Consuelo, Manuela
Galindo, estaba enterada de lo que planeaban? Había estado
presente en las conversaciones entre Miguel Aznar y Mariano
López, había escuchado los planes de cargárselo en
cualquiera de los caminos que seguía, cuando estaba más
desprotegido. Mariano porfiando, reclamando más dinero,
diciendo que debería contar con sus dos compañeros, que
habrían de tocar a más, diciendo finalmente que le parecía
más seguro llevar a cabo la acción criminal en la propia casa
del ahora difunto. Todo eso lo oía Manuela, les traía vino, les
llenaba los vasos, asistía impertérrita a los planes para dar
muerte a su yerno y no decía nada.
Lo que yo me pregunto es ¿qué había hecho Francisco
Vicente? ¿Cuál era su culpa? ¿Estar donde no querían los
demás que estuviera? ¿Haberse marchado del pueblo, alejado
a los dos amantes, por unos celos bien fundados? No entiendo
por qué Consuelo se casó con él. ¿Pretendían que siguiera
ciego y mudo la relación entre su mujer y el padrastro de
ella? Como Manuela ¿no? Que viera y callara, que
consintiera. Hay en todo esto un dejarse llevar por las
pasiones, una falta de previsión, incluso el crimen estuvo
muy mal hecho, si me permite decirlo así. Fueron
improvisando sobre la marcha, cometiendo un error tras otro.
Me atengo a la versión del fiscal cuando se celebró el
juicio año y medio después. Al parecer, como dijo la vecina,
los esquiladores llegaron en la tarde del día 10 a la casa de su
víctima. Aunque nevaba Consuelo los esperaba en la puerta,
señal inequívoca de que Francisco no estaba. De hecho, se
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encontraba jugando a naipes con el juez municipal y otros
vecinos en la partida que solían hacer cada tarde y a la que se
incorporaba Francisco cuando lo dejaban sus viajes.
Los hizo pasar a la cocina, les sirvió vino para que
entraran en calor. Según ella durante el juicio, los tres
hombres se animaron y empezaron a requebrarla. No fue así.
Discutieron cómo debían cometer el crimen, al parecer ni
siquiera lo tenían claro. Consuelo les dijo que se ocultaran
junto al dormitorio del matrimonio y aprovecharan cuando su
marido estuviera durmiendo tras la cena. Ellos no estuvieron
de acuerdo, tres hombres no se esconden fácilmente en una
casa como aquella, junto a una de las estancias donde estaría
Francisco.
Entonces ella se acordó de que cada noche su marido
entraba en una habitación de la planta baja donde tenían la
cebada, a fin de dar de comer a la mula. Siempre lo hacía así.
Ellos decidieron esperarlo allí, al amparo de la oscuridad.
Entonces la mujer marchó a casa del juez para decirle a
Francisco que era hora de volver a casa. Éste dejó los naipes
al momento, estaba de buen humor aquella noche, me dijo el
juez, había ganado unas pesetas. Se despidieron hasta la
próxima sin saber que no habría otra y el matrimonio marchó
a su casa bajo la nieve que caía más copiosa a cada hora que
pasaba.
Todo fue según la rutina de costumbre. Consuelo
había cocinado unas perdices. Lo que habían comido los tres
hombres que aguardaban empuñando sus navajas lo había
limpiado y no quedaba ni rastro. Así que sirvió a su marido,
que tenía hambre, y le comentaba de la partida, de su
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próximo viaje al día siguiente para Peralejos, donde tenía que
cumplir unos encargos. ―Espero que pueda ir por esos
caminos‖ murmuró, ―menuda la que está cayendo‖. Ella
hablaba poco, apenas le respondió. Al finalizar la cena, el
hombre se levantó y dijo simplemente: ―Ve a acostarte. Voy a
dar de comer a la mula‖. Pero ella no se movió cuando
observó a su marido bajar por la escalera.
No es cierto, pues, que peleara ella misma con él,
mucho menos que lo inmovilizara para que los otros lo
agredieran. Eso fue un invento de la prensa. Además,
Francisco no era un hombre débil, no se hubiera dejado
atrapar por una mujer. Según dijeron los esquiladores, luchó
con denuedo al ser atacado por los tres. Cuando entró y se
agachó para coger la cebada se echaron sobre él pero el
hombre empezó a repartir puñetazos. En el forcejeo a uno de
ellos se le cayó la navaja y Francisco la empuñó clavándosela
en la mano a Mariano. Fue éste, al parecer, quien le propinó
el navajazo mortal en el cuello. Algo espantoso, debió
repartirse la sangre por todas partes. La encontramos incluso
una semana después, había varios rastros a pesar de que
Consuelo había quemado parte de la cebada y limpiado el
piso y las paredes.
Tras aquella cuchillada la víctima cayó al suelo y fue
el momento en que los demás aprovecharon para coserlo a
puñaladas, las cuatro más que encontramos, casi todas
mortales, ensañándose con él que ya era hombre muerto.
Mirando a Consuelo retorcerse las manos, negando
toda implicación en el crimen, pensaba qué sentiría aquella
mujer. Nos dijo que ella no había sabido nada, que les había
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dicho a los esquiladores que se ocultaran en el cuarto de la
cebada porque escuchó que llegaba su marido y podía
sospechar de aquella visita. Le daba igual que el propio juez
supiera que fue ella la que lo buscó aquella noche. Seguía
afirmando su inocencia, desesperada. Me daba la sensación
de alguien que está atrapado, como una rata rodeada por e l
fuego. Que me diera lástima no es óbice para que la
considerara como una mujer desalmada, sin entrañas. ¿Quién
escucha a su marido diciendo que va a dar de comer a la
bestia cuando sabe lo que va a suceder? ¿Cuando lo ha
planeado ella misma? ¿Quién envía a un inocente, como lo
era Francisco, al matadero? ¿Quién escucha los golpes, los
ruidos provenientes del piso bajo de pie en la cocina,
esperando que se cumpla la sentencia de muerte que ella
misma ha dictado?
Luego subieron los hombres manchados de sangre.
Los ayudó a limpiarse, le hizo una primera cura a Mariano
que sangraba como un cerdo por la herida de la mano.
Discutieron sobre qué hacer con el cadáver. Ni siquiera eso lo
tenían planeado. Consuelo dijo que lo quemaran en la cocina,
a trozos. Calcule usted. Que descuartizaran al pobre para que
ella misma lo arrojara al fuego, pedazo a pedazo. Los
asesinos no estuvieron de acuerdo, uno dijo que olería mucho
a carne quemada, que los vecinos se darían cuenta.
Así que decidieron llevárselo lejos del pueblo.
Consuelo les dio un saco de arpillera y allí metieron el
cadáver que cargó Máximo Sánchez. No quedó claro en el
juicio cuál había sido la intervención de éste. Durante el
proceso se le presentó como cómplice, pero no ejecutor.
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Como si hubiera sido el vigilante de la acción, el dispuesto a
dar la alarma a la menor complicación externa y el que luego
cargara con el cadáver, pero no el que infligió herida alguna.
Por eso, en calidad de cómplice, le cayó una sentencia casi
benigna, 17 años de reclusión. Sin embargo, el Tribunal
Supremo, examinando el recurso de casación obligado
cuando había penas de muerte, elevó la culpa para meterle en
el mismo saco que a los demás.
Aparte de ese detalle, se puede usted imaginar el
colofón de aquella terrible noche. Los hombres cargando con
el cadáver para arrojarlo en el barranco, a poco más de un
kilómetro de la población, mientras Consuelo fregaba el piso
y trataba de limpiar los restos del crimen. ¿Y Miguel Aznar?
me preguntará. Pues en su casa de Illueca con su mujer
Manuela, con Miguelito, al que el juez le metió seis días en el
calabozo creyéndolo conocedor de toda la historia. Fíjese
usted, un muchacho de doce años, que finalmente se supo que
no entendía nada de lo que estaba pasando. Se impuso la
cordura y se le soltó, pero no a sus padres, naturalmente.
Miguel Aznar se dejó ver aquel día y aquella noche, estuvo
en la taberna, charló por los codos, gastó bromas, se quedó
allí hasta bien tarde, aunque suponía que del crimen nadie
llegaría a saber nada. Creyeron realmente que nadie les
culparía de que su yerno desapareciera. Hacía un día tan
malo, con tanta nieve. Cualquiera estaba expuesto en los
caminos a un resbalón, a caer a un barranco, a que se lo
comieran las alimañas si se llegaba a descubrir el cadáver en
primavera. Se creían impunes, como les sucede a tantos
criminales, que no piensan en nada sino en acabar con su
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víctima, quitarlo de en medio. Francisco era un obstáculo,
uno que de algún modo habían puesto ellos mismos y, cuando
les molestó, cuando cobró conciencia de sus derechos como
marido, se lo quisieron quitar de encima.
Las condenas, finalmente, fueron a muerte, como sabe
usted. Recuerdo a los padres de la víctima: Manuel Vicente,
un hombre fornido, derrumbado, en silencio; su madre
Tomasa Pinilla, sabiendo que su propio primo era el autor de
la muerte de su hijo, diciéndome: ―Supe siempre que algo así
podría pasar, que Consuelo no podía vivir sin su padrastro.
Yo misma le dije a mi hijo que se fuera lejos del pueblo‖ y
luego concluyó entre lágrimas: ―Pero no se fue
suficientemente lejos‖.
Aquel viernes santo, el 7 de abril de 1917, se dio a
conocer el indulto real por el que la pena de muerte se
transformaba en una cadena a perpetuidad. Es habitual. El
garrote ya no está de moda y no seré yo quien lo defienda.
Los asesinos se pudren en la cárcel de por vida, Francisco
Vicente Pinilla se pudre bajo tierra. ¿Qué se ganó con todo
esto? ¿Dónde terminan las pasiones cuando se desatan sin
medida? Para eso está la justicia. No es perfecta pero
proporciona un castigo merecido casi siempre. De todos
modos, no puedo dejar de pensar en aquella muchacha de
ojos brillantes, en aquel joven pañero que llegó a l pueblo con
su mujer dispuesto a hacer su vida allí. Tenían futuro y el
segundo al menos, tenía esperanza. Y luego estaba el amor
entre ella y su padrastro, algo abominable para cualquiera,
pero no se puede negar que fue amor, pasión desordenada,
que incurrieron en pecado por vivirlo y una culpa aún mayor
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por ejecutar el asesinato de aquel pobre hombre. Los seres
humanos somos así, vamos y venimos, sentimos, nos
apasionamos, a veces no sabemos vivir en sociedad, en
ocasiones transgredimos todas las normas, el respeto a la vida
ajena, a todo, con tal de vivir lo que sentimos. Aquello fue un
crimen terrible, la muerte de un inocente, pero a veces me
quedo pensando en los dos culpables y en la pasión que
sintieron el uno por el otro. Pienso y me digo: Sin sangre, sin
crimen pero ¡cuánto daría uno a veces por sentir algo así!
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El crimen de
la calle Trafalgar
1927
62
63
Mi nombre es A-R-G-Ü-E-T-A, agente de policía
Argüeta y no de Vigilancia como equivocadamente dijeron
algunos reporteros en Madrid. De igual manera, la mujer de
la víctima se llamaba Josefa Fuertes, no sé qué empeño
pusieron en llamarla Fuentes cuando no era así. Basta que el
primer reportero transcriba mal el nombre para que todos
vayan detrás.
En fin, estas cosas no son importantes, ya lo sé, pero
conviene corregirlas. Estuve con el juez Cavadas ayudándole
en todas sus actuaciones, asistí a los interrogatorios, la
reconstrucción de lo sucedido tantas veces como fue
necesario. Es verdad que tengo información de primera mano
de aquel desgraciado episodio. De manera que se lo contaré
tal como fueron sucediéndose las cosas, habrá asuntos que
están comprobados y otros que se han quedado en hipótesis
verosímiles pero para las que no se tienen pruebas. También
se los contaré.
El día 20 de diciembre de aquel año 1927 el señor
Mariano Travall salió de su piso, en el entresuelo de la calle
Trafalgar nº 76, aquí en Barcelona, muy temprano, como de
costumbre. Al bajar las escaleras vio un bulto de considerable
tamaño junto al portal. El hombre se asustó. Considere que
allí hay una garita de cristal donde se colocaba el portero,
pero no a esas horas, de manera que el portal estaba cerrado,
todo a oscuras y vio el bulto que confundió, según nos dijo,
con un perro abandonado, quizá peligroso.
Subió corriendo las escaleras y entró de nuevo en su
piso, explicándole a su mujer el motivo de su alarma. Se le
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ocurrió entonces asomarse a la ventana y llamar al dueño del
quiosco que se levanta frente a la puerta del edificio.
Le tiró la llave y le dijo que abriera desde fuera para
que el perro escapara. Con precaución, tal vez pensando que
el señor Travall era un poco timorato, el quiosquero abrió el
portal pero no observó movimiento alguno. La luz entraba ya
desde fuera y, gracias a ella, lo que vio fue el cuerpo de un
hombre, tirado junto a la escalera. Alarmado le dio una voz al
vecino, que bajó de nuevo, reconociendo en el caído a
Mariano García Oñoro, su vecino del entresuelo.
La noticia salió esa misma tarde en el Heraldo de
Madrid: Este señor había resbalado por las escaleras al salir
de casa, golpeándose en la cabeza y falleciendo al poco de ser
ingresado en un dispensario de urgencia. Las prisas del
reportero por dar la noticia, aunque no fuera en ese momento
especialmente importante, explicaron sus errores. Cuando el
Sr. Travall, el quiosquero y otros vecinos, entre ellos los hijos
del caído, bajaron a ver qué pasaba, Mariano García estaba
muerto y bien muerto.
Antes de que llegara el médico, al que llamaron con
urgencia, comprobaron que tenía la ropa revuelta, que le
faltaba la cartera. ―A lo mejor ha sido un robo‖ dijo alguien.
Llegó el médico: ―Tiene una contusión en la sien derecha,
parece muy magullado. Esto no ha sido un accidente. Hay
que dar aviso al juez de guardia‖.
De manera que así comenzó el caso de la calle
Trafalgar. Es un edificio de cuatro pisos con gente
acomodada junto al paseo de San Juan, una buena zona
barcelonesa. La posibilidad de una muerte por robo alteró los
65
ánimos de los vecinos, que no se cansaban de comentar el
suceso y sus implicaciones para la seguridad de todos. Al día
siguiente, cuando se conoció el informe forense, la
preocupación fue mayor. El doctor había encontrado el golpe
contundente en la sien pero también la rotura de hasta ocho
costillas. ―Como si el criminal se hubiera puesto de rodillas
sobre el pecho de su víctima. Ésta, finalmente, murió
asfixiada, no a consecuencia del golpe‖.
Resultaba un ensañamiento inesperado en los dos o
tres ladrones que hubieran perpetrado ese hecho. El juez
Cavadas, mientras tanto, hacía su informe preliminar. Me
mandó llamar entonces, quería iniciar una investigación en
toda regla.
- Hay cosas que no encajan en modo alguno con un
robo ¿no le parece? –me dijo.
- Eso creo, señoría. Unos ladrones golpean a la víctima
en el portal, le roban y se van. No colocan el cuerpo a
cierta distancia de la puerta, junto a la escalera, como
si quisieran simular que hubiera resbalado.
- Así es. Además, hay otro detalle revelador. La llave
del portal estaba metida en la cerradura por dentro. La
puerta cerrada. El cuerpo a cierta distancia. Unos
ladrones no cierran el portal, además ¿con qué lo iban
a cerrar si la llave estaba en el interior? No colocan el
cadáver así o de otro modo, lo dejan caer donde cae.
Nos quedamos en silencio un minuto, mientras él
repasaba sus notas.
- ¿Iniciamos una investigación, señoría?
66
- Por eso lo he llamado. Hay que empezar por la
familia. Una vecina me dijo allí mismo: ―Ha sido su
mujer, que es puro veneno‖. Tendremos que
comprobar ese extremo, registrar la casa en busca de
pruebas, interrogar a la mujer y los hijos, que creo que
tiene varios, a ver qué saben.
Así es como empezó la historia que estaría en las
páginas de los periódicos nacionales hasta los primeros días
de 1928. Hace dos años de aquello pero lo recuerdo como si
fuera ayer.
La víctima era un buen hombre de 68 años. Había
trabajado en la Colonial de Chocolates toda su vida, primero
como viajante de comercio, luego regentando una sucursal en
Barcelona. Todos los vecinos nos comentaron que era
educado, formal, que no levantaba la voz a nadie aunque
parecía bastante reservado respecto de su vida familiar, que
debía ser desastrosa. ―Dieciséis años hace que lo veo salir de
casa‖ nos dijo el quiosquero que descubrió su cuerpo, ―y ni
una vez me saludó ni me compró un periódico‖. Así pues, no
parecía un hombre extrovertido, simpático, como lo sería
alguno de sus hijos, sino callado, algo triste afirmaron, como
si el mundo no existiera para él. ―Con lo que tenía en casa,
tampoco es que me extrañe‖ nos dijo una vecina. ―Su mujer
es puro veneno‖ insistió otra, ―le gusta sacar cuestiones de
todo, discutir por lo más mínimo. Fíjese que a veces
coincidimos tendiendo en la azotea y termino cuanto antes,
con tal de no estar a su lado porque te puede caer cualquier
comentario, una provocación‖.
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Alguna fue más explícita. Recuerdo a una con cara de
susto que nos dijo, bajando la voz: ―Si alguien lo ha matado,
miren por su mujer, que le hacía vivir aparte de la familia‖.
De manera que interrogamos a la mujer, a los hijos, unas
preguntas iniciales nada más sobre las condiciones en que
vivía el tal Mariano García. No podían ser más penosas. Lo
habían destinado o escogió la única habitación sin ventanas
que tenía el piso. Con decirle que había alumbrado eléctrico
en todas menos esa, de manera que el hombre tenía que
iluminar la estancia con lamparillas de aceite.
Nadie le lavaba la ropa, lo tenía que hacer por su
cuenta. Su mujer, con la que casi no hablaba, no le daba de
comer. Él mismo se preparaba unos bocadillos o cualquier
cosa y se iba a comerlos al monte de Montjuich tras dar un
paseo a mediodía. Vamos, ni sábanas ni almohadas le daba,
tenía que dormir echándose mantas encima, el abrigo si hacía
frío como aquel invierno y sin almohada.
Las pocas veces que hablaban todo eran discusiones y
enfrentamientos. La única baza que el hombre tenía era que el
piso se había adquirido a su nombre, por lo que, cuando su
mujer le decía que se fuera de casa, él respondía que él no se
movía de allí porque el piso era suyo. Así vivía. Sus hijos
incluso hablaban mal de él, al parecer tomaron partido por la
madre desde pequeños, y eso que ella los castigaba mucho,
según sostenían las vecinas. Una de las hijas reconoció que
siempre escucharon discusiones en casa, que la madre les
decía que su padre era un mal bicho desde que ella recordara.
―Creo que la maltrataba cuando estaban solos‖ me dijo una
de ellas. Aquello no cuadraba con el hombre que los demás
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decían que era, tan formal y educado, incapaz de discusión
alguna, siempre triste e introvertido, pero cualquiera sabe…
Junto al cuerpo se encontraron dos paquetes de libros
y revistas de pequeño formato, todo de materia taurina.
Preguntamos por qué y resultó que el hombre, tras su
jubilación, mejoraba un poco la pensión de 165 pesetas
mensuales, gracias a la compra venta de ese tipo de
publicaciones.
Un amigo al que visitaba con frecuencia vino a
vernos. Había escuchado que se hablaba mal de él, que
trataba a golpes a su familia o punto menos. ―Eso no puede
ser‖ nos dijo muy enérgico, ―Mariano era un hombre como
pocos, cabal, formal en sus gestiones, cortés con todos. Ni
una sola vez le escuché hablar mal de su familia, aunque me
habían llegado comentarios‖. Resultó que era aficionado a la
tauromaquia desde que era joven. Se sabía todas sus historias,
había coleccionado fotos con algunos diestros que se las
dedicaron, compró libros, revistas a lo largo de mucho
tiempo. Cuando se jubiló su mayor placer era adquirir otras
de estas producciones en mercadillos y libros de viejo para
ofrecérselas a distintos aficionados y amigos coleccionistas,
con lo que redondeaba unas magras ganancias pero, sobre
todo, le permitían pasar el tiempo hablando de su tema
preferido lejos de su familia.
El juez Cavadas dijo al día siguiente de encontrar el
cuerpo que había que registrar el piso, de manera que fuimos.
Nos centramos en aquella ocasión en la habitación del
fallecido. Efectivamente, no tenía ventanas y era pequeña,
podría haber servido como cuarto de una muchacha de
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servicio tal vez, pero no para el que se suponía que era el
dueño de la casa. Miramos todo. Encontramos la cartera que
se suponía robada encima de la mesilla de noche. Así pues,
no había sido un robo, como suponíamos. Fue extraño que
apareciera otra llave del portal en un cajoncillo. ¿Es que tenía
dos? La mujer, a la que preguntamos ese detalle, se puso
nerviosa. La llave que se halló en la cerradura abajo era la
suya, no podía explicar por qué su marido la había cogido,
por qué no había tomado la suya que estaba en aquel cajón.
Ella no notó su ausencia, añadió, y eso que había salido y
entrado de la casa el día anterior. Fue un detalle muy extraño
que dejó al juez pensativo. Ni siquiera intercambiamos
impresiones sobre ello porque enseguida observamos otro
asunto, que resultó capital en la investigación.
La cama del fallecido, como ya suponíamos, no
presentaba sábanas ni almohada. Se cubría, como dije, con
mantas y el abrigo que llevaba encima al morir. Sin embargo,
la tela del colchón estaba recién planchada hasta el extremo
de que se notaba algún resto de quemadura causado por la
plancha. Un hombre que se levanta para irse a vender revistas
taurinas no plancha su colchón antes de salir. En ese
momento estábamos en la pequeña habitación el juez, el
secretario del Juzgado y yo mismo. El Sr. Cavadas se inclinó
sobre el colchón y puso la mano encima, no sé con qué
propósito exactamente, pero quedamos sorprendidos de lo
que ocurrió. De repente, una mancha oscura se fue
extendiendo bajo la palma del juez, que apartó la mano, algo
sorprendido pese a que yo creo que buscaba algo como eso.
- ¿Eso es sangre? –pregunté yo.
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- Eso parece –respondió el juez.
Nos quedamos en silencio apenas unos segundos.
- Entonces… -dije.
- Mande detener a la madre y a los hijos, a todos. El
crimen se ha debido cometer aquí.
Dirigiéndose al secretario, le dictó:
- Que vengan los peritos para abrir el colchón y
examinar su contenido.
- Sí, señoría.
- Vamos, andando –conminó-. Tenemos mucho trabajo
por delante.
Así fue cómo empezó el caso de verdad, el que
llevaría a una versión de los hechos muy diferente del
accidente, del robo. Aquello era un crimen familiar pero
quién fuera el responsable y por qué, eso habría que
dilucidarlo en los interrogatorios y careos que nos esperaban.
¿Los antecedentes del crimen? ¿La historia de aquel
matrimonio? Bueno, sí supimos, llegamos a saber bastante,
aunque eso no justifica en modo alguno lo que allí pasó.
Nuestra labor consistía en conocer lo sucedido, determinar el
culpable y ponerlo en manos de la justicia. Lo demás, si el
matrimonio era desgraciado o no, si peleaban más o menos,
no era cosa nuestra aunque es verdad que algo podía influir
en la participación de los hijos en el acto criminal. El juez sí
era más sensible que yo a esos argumentos y por eso me
mandó que averiguara todo lo que pudiera del comienzo de
esa historia, como él decía. Incluso tuve que trasladarme a
Zaragoza, la ciudad donde se conocieron Mariano García y
Josefa Fuertes treinta y cinco años atrás.
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Allá por 1892 Josefa era una muchacha de 23 años en
la localidad zaragozana de Azuera, de donde era natural. Por
entonces, muchas jóvenes se buscaban la vida fuera de su
pueblo como chicas de servicio. Ella se colocó, gracias a
unos contactos familiares que la recomendaron como
camarera en la fonda de Elías Zequel, un lugar bastante
conocido y frecuentado por viajantes de comercio que
acudían a la capital de la provincia.
La chica era atractiva, según me dijeron allí, tenía
muchos pretendientes que la rondaban pero los padres, desde
el pueblo, eran bastante estrictos. Sabían los peligros de la
ciudad, temían que una hija tan bonita terminara
encaprichándose de cualquier hombre que se dejaría
mantener por ella, cuando no la llevara a una mala vida que
no deseaban. Por ello reaccionaron bien cuando supieron que
uno de esos viajantes llamado Mariano García, de 33 años, le
había propuesto relaciones formales.
La chica lo rechazó una y dos veces pero el hombre
volvía repetidamente por la fonda porque el circuito entre
Barcelona y Zaragoza era suyo en representación de su
compañía de chocolates. De manera que siguió insistiendo y,
muy atrevidamente, al enterarse de dónde era la chica ni corto
ni perezoso se plantó en Azuera y fue a visitar a los padres,
presentándose. Claro, ya sabían de él pero lo que menos se
esperaban es que se les plantara en la puerta el pretendiente
de su hija con un ramo de flores y unos bombones, que de
chocolates entendía mucho ese hombre. Total, que le hicieron
pasar y se llevaron la mejor impresión de él cuando lo vieron
haciendo planes de boda, garantizándoles un sueldo de por
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vida, una buena posición social en Barcelona nada menos.
Entre bombones y promesas se los ganó por completo.
Ahí empezó el acoso de los padres a la hija, ya se
puede imaginar, que si este chico tiene futuro, que te
garantiza la mejor posición en Barcelona, que tienes que
pensar en el mañana, que se ve que te quiere mucho, que
haría cualquier cosa que le pidieras. Josefa, que en el fondo lo
que deseaba era que la dejara en paz, no tenía alternativa. Los
muchachos que la pretendían eran unos chulos o muy
humildes, camareros, mecánicos, cosas así, nada que oponer
seriamente a un viajante de comercio en una empresa de
postín. De modo que terminó cediendo.
Vivieron inicialmente en Zaragoza, pero cuando le
ofrecieron a Mariano regentar una sucursal de la compañía en
Barcelona, se trasladaron a la ciudad condal en 1911. El piso
que buscó Mariano en la calle Trafalgar reunía todas las
cualidades de su posición social, su sueldo garantizaba que el
crecido número de hijos que iba teniendo la pareja pudieran
estudiar y tuvieran un futuro. De hecho, las tres hijas que
vivían fuera en el momento de los hechos, en Portugal,
Francia y Palma de Mallorca, felizmente casadas, regentaban
una tienda de sombreros una y las otras no me acuerdo, pero
también se ganaban su sueldo. De las tres chicas de casa, dos
ejercían de mecanógrafas, los dos chicos eran mecánicos.
Todos habían crecido, como ve, algunas se habían
independizado, los demás ya eran mayores, ganaban un
sueldo que mejoraba el pecunio familiar. Podía ser la historia
de un matrimonio bien avenido, económicamente estable,
típica casa de la nueva burguesía catalana. Un hombre muy
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respetado en el trabajo, cumplidor, despedido en su jubilación
con una de esas reuniones donde hay brindis, abrazos, una
pluma con su nombre grabado, todas esas cosas. ¿Qué más
puede pedir un hombre, una familia, que terminar con esa
placidez, sin necesidades, sin apuros económicos, con todos
los hijos bien colocados?
Pues no, aquella casa era un infierno y lo fue durante
muchos años. Los hijos no me supieron decir cuándo las
cosas se torcieron entre sus padres. Tal vez nunca hubo una
buena avenencia entre ellos, pese a tantos hijos como
vinieron. Porque ya sabe que una cosa es cumplir con el
tálamo y otra llevarse bien.
¿Que qué pienso yo? Pues resulta muy difícil dar una
opinión cierta. Cuando preguntaba me encontraba de todo,
uno nunca sabe dónde está la verdad. Yo creo que ella nunca
lo quiso. Él inicialmente sería lo que todo el mundo hablaba
cuando estaba fuera de su casa: bonachón, serio, cumplidor,
formal, nada amigo de discutir, discreto, reservado. Ella en
cambio se contendría al principio de su matrimonio pero en
algún momento dejó de hacerlo, tal vez por tener demasiados
hijos, muchas obligaciones, por estar en desacuerdo con ir a
Barcelona. Dicen incluso que Mariano tuvo una aventura de
la que nació un hijo, aunque no pude comprobarlo. Por unas
cosas u otras, a ella se le agrió el carácter y salió el que
realmente tenía: vehemente, con arrebatos de furia,
rencorosa, vengativa, dispuesta a la disputa constantemente,
sacando cualquier motivo para echarle en cara a su marido su
forma de tratarla, agravios reales o imaginados.
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Quiero imaginar que al principio él tendría paciencia,
esperaría que se calmara, las mujeres a veces pasan épocas
con el ánimo alterado y luego se conforman con lo que
tienen, no sé si fue así. Encajaría con lo que me dijeron. Él
estaba en el trabajo todo el día, llegaría tarde y discutirían de
cualquier cosa. Desde el principio, con esas ausencias del
padre, los hijos se criaron a la vera de la madre, absorbiendo
sus palabras y críticas a ese padre al que no veían y del que
ella afirmaba que la maltrataba, que la odiaba, que era un ser
vil y cobarde, quisquilloso, entrometido. Todo eso se lo
escuché a los hijos, no me lo estoy inventando. Desde el
primero al último, todos afirmaban lo mismo. Ellos no
intervenían en las disputas familiares, ahora ya dispuestos a
vivir su vida pero calificaban así a su padre. Para ellos, su
madre era el centro de la casa y de sus vidas durante toda su
niñez y juventud.
El carácter retraído de Mariano García quizá
condujera a ceder en las discusiones, donde su mujer se
crecía, a escapar paulatinamente de casa, olvidarse de lo que
allí encontraba, volver cada vez más tarde, aguantar el
sermón y empezar a refugiarse en la habitación que menos
querían todos. Con tal de tener un poco de paz en su propia
casa, estaba dispuesto a renunciar a la habitación
matrimonial, desde luego al lecho común. El desprecio de
ella, la indiferencia de los hijos, lo fue arrinconando en un
espacio pequeño pero que consideraba suyo. Al ver que nadie
lavaba su ropa empezó a lavársela él mismo. Cuando
comprobó que nadie le hacía la cama renunció a sábanas y
almohada para tenderse cada noche y poder descansar un
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poco. Cuando su mujer ya ni le preparaba la comida empezó
a preparársela él mismo y a vivir como vivía en el momento
de su muerte, alejado de todos en su familia, sin más
consuelo tras la jubilación que pasear cada día buscando
productos de tauromaquia que además le daba la excusa de
visitar a otros amigos aficionados, tomarse un café con ellos,
charlar de tiempos mejores. Ése fue su refugio, el mundo que
construyó para no desesperarse cada vez que volvía a casa.
Sí, ya sé que tomo partido por él sin demasiados
datos, pero estuve delante de su mujer ¿sabe? La vi mintiendo
descaradamente. Me acuerdo cuando fue llevada a testificar y
el juez le dijo que se quitara los guantes. Ella al principio era
renuente. Dijo que se había quemado las manos friendo
tomate pero cuando finalmente se vio obligada a quitárselos
lo que vimos y después los médicos confirmaron, fueron
arañazos en el dorso de las manos.
La escuché insultando a su marido, que estaba muerto,
dirigiéndole todos los improperios que se le ocurrían, prefiero
no reproducirlos ahora. No tuvo compasión alguna con el
padre de sus hijos, ni el más mínimo respeto. Estábamos
sorprendidos de la acidez con la que se expresaba cuando el
juez le iba preguntando por qué dormía en una habitación
aparte, por qué no comía en casa, todo eso. A fin de cuentas,
era su marido y estaba muerto, por amor de Dios ¿quién se
expresa así sino alguien vengativo, miserable y ruin?
Lo que la contrarió por completo fue la detención de
sus hijos. Cuando a los cuatro días de interrogatorios el juez
le preguntó por ellos, dónde estaban el día anterior, qué
hacían, ella se quedó conmovida. Para entonces ya sabíamos
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la hora de la muerte. Según el vecino que descubrió el
cadáver, que vivía en el entresuelo y precisamente compartía
pared medianera con la habitación de Mariano García, hacia
las ocho de la tarde del día 19 se escuchó un golpe tremendo
y luego lo que parecieron gemidos que enseguida se
apagaron. De manera que, bajo el supuesto de que el crimen
se había cometido en la casa a esa hora, el juez la interrogaba
sobre dónde estaba cada uno a esa hora. Entonces, ella
suspiró y dijo sin darse cuenta: ―¡Pobrecitos!... Si cuando
llegaron a casa, ya estaba todo listo‖.
Ni se dio cuenta de lo que había dicho pero el juez, el
secretario y yo nos miramos. Era la admisión de que la
muerte había sucedido en el piso antes de la llegada de los
hijos a cenar. Al día siguiente confesó de plano haberlo
matado aunque lo que admitió y lo que sucedió en realidad
pudieron ser cosas diferentes, como luego le contaré. Antes,
quiero decirle una anécdota que casi nadie supo entonces. Me
la contó una vecina ya anciana que vivía en el segundo piso.
Dos años antes de que la familia García se mudara al
entresuelo de aquella casa, en el piso bajo había una
carpintería que regentaba un matrimonio. Bueno, la llevaba el
marido, claro, pero ella recogía pedidos y llevaba las cuentas.
Parecían llevarse de maravilla. Una mañana se presentó la
mujer en la comisaría de policía con un martillo en la mano:
―He matado a mi marido esta noche con este martillo‖ dijo
nada más. Los agentes fueron a comprobar, encontraron al
hombre en la cama, la cabeza ensangrentada. Estaba muerto
desde horas antes. Parece que la mujer lo asesinó y luego, sin
inmutarse, se acostó a su lado y se quedó dormida. No había
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motivos para ese crimen, ni ella pudo explicarlo ni nadie que
los conocía. Eran una pareja normal, sin problemas,
trabajadores. Pero así es la vida, oiga, la gente pierde la
cabeza, en sentido literal. La mujer terminaría en el
manicomio, desde luego, aún estará ahí, sin que haya
explicado nunca por qué mató a su marido de esa forma. De
manera que me preguntaba ¿hay una desgracia asociada a esa
casa? El juez pensaba entonces que Josefa había golpeado a
su marido en la cama mientras dormía, como en el caso que
le he mencionado. Por eso el colchón, como luego se
comprobaría al abrirlo, tenía todo el interior empapado en
sangre. Aunque lo habían lavado con lejía y planchado, la
borra de la lana tenía cuajarones de sangre. El caso es que los
golpes no lo mataron aunque fueran los que escuchara el
vecino Travall desde el otro lado de la pared. De ahí los
gemidos. En vista de que no moría, la mujer o algún hijo se le
había subido encima hasta romperle las costillas y lo había
asfixiado tapándole la nariz y la boca quizá. ―Lo más
probable‖ nos confesó el Sr. Cavada, ―es que la madre
actuara ayudada por alguno de sus hijos, uno o más, eso
habrá que verlo‖. Al día siguiente Josefa fue llamada de
nuevo para ser interrogada. Se ve que había pensado mucho
sobre las pruebas existentes, que la condenaban, y el destino
de sus hijos. Así que confesó de plano, pero no en la forma
que esperábamos, porque trazó un escenario distinto.
―Serían las siete y media de la tarde y había encendido
la lumbre para preparar la cena de mis hijos. Entonces llegó
ese hombre‖ empezó diciendo. ―Ese hombre‖ era su marido,
claro, pero nunca lo denominó así, cuando no lo insultaba sin
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medida. Pero aquel día se ve que lo había pensado mucho y
no quería perder los nervios sino soltar toda su historia. Al
parecer, llegó Mariano García y se quejó de que llenaba de
humo toda la casa por tener la ventana cerrada.
- Estoy resfriada, así que la ventana se cierra. No pienso
coger frío porque a ti te moleste.
Eso afirma que dijo. Pudo ser un comentario más
provocador, mediar algún insulto de paso. Normalmente, el
hombre debía encogerse ante ello, dar la vuelta y encerrarse
en su habitación. Según ella, no hizo tal aquella tarde. Se
acercó furioso y le dio una patada en las piernas. A partir de
ahí mediaron las imprecaciones entre ellos, manotazos y
empujones. No era. la primera vez, sostuvo, que llegaban a
las manos.
La escena podía ser tan cotidiana como en otros
matrimonios, por desgracia, pero escuchaba su voz monótona
y sin matices, como si aquello no fuera con ella, como si lo
hubiera ensayado a lo largo de la noche, y a mí me sonaba a
falso. Al menos, como veremos, evitaba todas las
incoherencias en que había caído hasta ese momento,
conseguía que los datos conocidos encajaran.
De los manotazos, alguna bofetada, se pasó a los
puñetazos y agresiones entre ambos. Para defenderse, según
aclaró con énfasis, cogió una botella de cerveza y le golpeó
fuertemente en la cabeza. Él se tambaleó agarrándola todavía
y cayendo los dos al suelo.
- Entonces me mordió en el dedo con fuerza, me arañó
y, para conseguir que me soltara cogí una toalla que
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andaba por allí y se la metí en la boca, subiéndome
encima de él.
- ¿Le tapó también la nariz? –preguntó el juez.
- No sé –respondió ella-, le puse la toalla en la boca y le
tapé la cara con ella, no quería que me mirara. Quería
matarlo para que dejara de morderme.
Nos quedamos en suspenso, al escuchar esa
declaración tan contundente.
- Luego seguí golpeándolo con la botella hasta que ésta
se rompió en pedazos y los cristales cayeron por toda
la cocina. Quedé un rato así hasta que me convencí de
que había dejado de existir.
El juez, claro está, no se conformaba con esta
declaración. Quería todos los detalles para hacer la
reconstrucción al día siguiente en el piso. Le extrañaba, como
a todos, que una mujer sola, por fuerte que fuera, consiguiera
llevar el cadáver de un lado a otro y ocultárselo a sus hijos,
que iban a cenar poco después.
Al parecer arrastró el cadáver hasta el dormitorio de
él.
- Me costó subirlo a la cama. Coloqué primero la
cabeza sobre la silla y lo cogí de las piernas, pero en
ese momento la cabeza cayó de donde estaba y golpeó
el suelo. Seguramente, fue ése el ruido que escuchó el
vecino.
Pensé: ―Lo tiene todo pensado para que los hechos
encajen‖.
- Cuando conseguí meterlo en la cama, lo tapé con las
mantas y su abrigo, tal como dormía habitualmente.
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Por eso mis hijos vinieron y no notaron nada. De
hecho, una de mis hijas se asomó a ver a su padre y
comentó que ya dormía.
Así que los hijos empezaron a venir de sus trabajos, se
sentaron a la cocina a cenar, como habitualmente, incluso
mandó a Paquita a la farmacia por agua de azahar debido a l
dolor de cabeza que se le había puesto. El último en llegar fue
José a las doce y cuarto de la noche. Luego se hizo el silencio
en la casa mientras ella velaba pensando en qué hacer con el
cadáver.
Entonces se le ocurrió simular un accidente, pero eso
suponía esperar una hora más tardía y trasladar de nuevo el
cadáver. De manera que se sentó, primero en la oscuridad y
luego con una palmatoria. Fue cuidadosa. Incluso para
encender el fósforo se fue a una habitación alejada del lugar
donde dormían sus hijos e incluso tapó con trapos las rendijas
de sus puertas para que no se despertaran con la luz.
Permaneció sentada junto al cadáver desde las dos a
las cuatro y media de la madrugada, cuando se aseguró que el
último trasnochador de la casa había regresado al hogar y
todos los vecinos dormían. Yo empezaba a tener dudas de
algunas cosas pero me imaginaba a la mujer, que ahora
miraba para abajo sin mostrar emoción alguna, dos horas y
media junto al cuerpo sin vida de su marido, casi en la
oscuridad, y se me ponían los pelos de punta. ¿Qué habría
pensado en todo ese tiempo? ¿Se sentiría agotada?
Probablemente. ¿Pensaría en toda su vida con él, en los
tiempos felices en que llegaron a Barcelona? Porque los
vecinos así lo afirmaban, que aquellos fueron buenos
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tiempos. ¿Le insultaría una vez más en voz baja? ¿Haría una
lista de agravios? No sé, pero lo más importante para ella era
no hacer ruido y no dormirse, según afirmó.
Luego vino la parte más difícil de explicar: Cómo
trasladar aquel cadáver pesado –ya sabe usted cómo pesan los
muertos-, desde su cama hasta el lugar donde dijo que lo
había colocado, al final de las escaleras, en el zaguán. Según
dijo se ayudó con una de las mantas, que se rompería en la
parte final, y una esterilla que puso bajo el cadáver para que
no hiciera ruido al hacerlo descender los escalones.
El juez apenas tenía que intervenir. Ella lo contaba
todo con el mayor detalle. Pero yo sabía que no terminaba de
creerla. ¿Subirlo a la cama ya había originado un ruido
estrepitoso que oyó el vecino y, haciendo todo ese trayecto,
no la escuchó nadie? Así que le preguntó detalles de la forma
de transportarlo. Fue entonces cuando comentó lo de la
esterilla, que inicialmente no había mencionado. ¿Era
verosímil que ella sola hubiera podido hacer todo eso? Podría
ser, imposible no resultaba, pero probable no era. Tal vez
tuvo ayuda, pero era difícil de probar.
Fue terminando. Concluyó que después subió al piso,
cuya puerta había dejado abierta sin darse cuenta de que
había equivocado las llaves y dejado abajo la suya propia, se
acostó e hizo que dormía para cuando algún vecino lo
encontrara a primera hora de la mañana. Dijo incluso que
dormitó un buen rato después de aquello.
El juez, naturalmente, la hizo volver a prisión
formalmente acusada del asesinato de su marido y se vio
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obligado, por el momento, a decretar la libertad de sus hijos,
pero no antes de hacer un careo de la madre con ellos.
De todos modos, antes quiero referirme a un
comentario que hizo el Sr. Cavadas cuando los guardias se
llevaron a Josefa Fuertes. El secretario, que había estado
tomando nota de todo lo dicho, que incluso se lo había dado a
firmar a la acusada, le preguntó:
- ¿Habrá sucedido así? –también él tenía sus dudas,
pensé.
El juez no respondió de momento. Parecía pensativo.
- Creo que no –dijo finalmente para luego añadir algo
en lo que yo no había caído-. El colchón está
empapado en sangre y ¿no hay apenas ningún rastro
desde el pasillo o la cocina donde terminó de
golpearlo hasta la cama?
- Pudo haberlo limpiado –tercié yo-, lo mismo que
intentó limpiar el colchón sin conseguirlo.
El juez meneó la cabeza.
- ¿Y ese traslado, semejante movimiento por parte de
una mujer sola, y no hizo el más mínimo ruido?
Ahí nos quedamos callados un momento porque
ninguno lo había podido creer por completo.
- Habrá que ver si recibió ayuda –continuó-. Lo primero
es confrontarla con sus hijos, a ver qué sucede.
Primero estuvimos con las tres hijas. El careo no fue
muy extenso porque fue imposible preguntar nada. Al
escuchar las tres, Paquita, Sagrario y Felisa, que su madre era
culpable de haber matado a su padre, prorrumpieron en un
llanto histérico. Gritaban: ―¡Eres un monstruo!‖, ―¡Nos has
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deshonrado a todas!‖. La madre les imploraba perdón, llegó a
arrodillarse delante de la mayor, Sagrario, que ocultó la cara
entre las manos mientras lloraba abundantemente. No
podíamos saber si aquello era verdadero como parecía o puro
teatro. Yo ya creo muy pocas cosas del género humano y
menos cuando te rondan años de cárcel y hasta una posible
condena a muerte.
Con los hijos Pepe y Guillermo sucedió algo parecido
aunque ellos se portaron con alguna serenidad más. Yo había
tenido que trasladarme a Zaragoza para traer al segundo, que
había marchado desde el día siguiente del crimen y del que
no se sabía si estaba huyendo o no. Luego explicó que la
madre, cuando supo que se sospechaba de ella, le mandó
dirigirse a un abogado de la Audiencia en aquella ciudad,
marido de una de las hijas de aquel Zequel en cuya fonda
trabajó cuando era joven. Quería que la asesorase sobre qué
hacer, tal vez que interviniera ante el juez de Barcelona. El
abogado se limitó a decir que, en suceso tan grave, lo que
tenía que hacer Guillermo era colaborar con la justicia y
ayudar a su madre para que los cargos se levantaran.
Lo que no comprendía, cuando llegué a la ciudad del
Ebro, es por qué no había vuelto tras varios días de estancia.
Él se defendió confusamente, dijo que esperaba por si el
abogado cambiaba de opinión, que le había insistido en que
interviniera y él había dicho que no, pero que aún así
esperaba que lo hiciera si volvía a insistir… En todo caso,
cuando ingresó en prisión junto a su hermano Pepe, el juez se
contentó con esa declaración de intenciones sin considerar
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que se estuviera escondiendo. A fin de cuentas tanto su madre
como sus hermanos señalaron dónde estaba.
Pues con su madre se portaron igual, execrando de
ella, diciéndole que no tenía corazón, sin explicarse cómo
había cometido tal crimen. Yo les miraba y pensaba si
estaban diciendo la verdad, si la indignación era fingida. No
había forma de saberlo, pero hubo una frase de la madre que
me quedó impresa en la memoria y que luego repetí al juez
palabra por palabra. Él dijo que se había dado cuenta pero
anotó la frase textualmente en un cuadernillo que llevaba al
efecto. Fue que la madre, cuando ellos se lamentaban de la
desgracia, les dijo: ―¡Hijos míos! Fijaos bien que, aunque
vaya camino del patíbulo, siempre diré que la que mató a
vuestro padre fui yo‖.
La frase, entre tanta discusión y algún grito
extemporáneo, casi se perdió pero a mí me pareció muy
relevante. ¿Les estaba dando instrucciones de que no
confesaran participación alguna en el asesinato? ¿Que
prefería asumir toda la culpa y no implicar a nadie? A mí me
parecía evidente, al Sr. Cavadas también.
Por ello mandó reconstruir de nuevo el crimen al día
siguiente, revisar a fondo la vivienda, encontrar alguna pista
más. Pensaba que alguno de los hijos pudo estar implicado,
Pepe o Guillermo, o ambos. Tampoco descartaba que alguna
de las hijas lo hubiera hecho pero las tres trabajaban, ya
habían declarado que no llegaron de su trabajo de
mecanógrafas hasta las nueve de la noche. Se las podía
descartar como cómplices del crimen, tal vez no de
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encubrimiento, pero sería difícil de probar si la madre y ellas
estaban de acuerdo en la declaración que hizo la primera.
De manera que fuimos al piso con Josefa Fuertes a la
mañana siguiente. Ya imaginará la expectación que había en
el barrio. Algunas vecinas de la calle la insultaron y ella se
revolvió como una fiera, tuvimos que sujetarla bien. Lo
primero fue registrar toda la casa, algo que aún no se había
hecho.
La sorpresa la tuvimos en el dormitorio de los hijos.
Encontramos manchas de sangre, un cristal de la ventana
roto, trozos de cristal esparcidos y manchados también de
sangre. ¿Qué había sucedido allí? Las explicaciones de Josefa
fueron muy confusas, dijo que no recordaba bien donde había
terminado la lucha con su marido, tal vez desde la cocina
hubieran llegado hasta el dormitorio. Lo del cristal no supo
explicarlo, supuso que se había roto por el viento que hizo
aquellos días. ¿Y nadie se dio cuenta? Preguntó el juez. ¿Sus
hijos se fueron a dormir con ese agujero en la ventana sin que
a nadie se le ocurriera ni siquiera taparlo? Ella estaba
temblorosa y decía todo el rato ―No sé, no sé, debió ser el
viento, no puedo saberlo‖.
Cuando el Sr. Cavadas hizo que la enviaran de nuevo
a la Cárcel de Mujeres estaba de mal humor. Imaginaba la
causa de su enfado. Suponíamos que los hijos, al menos uno,
había intervenido en el crimen, siquiera para transportar el
cadáver, puede que sujetando a su padre mientras su madre lo
asfixiaba. Pero ¿cómo probarlo? Los indicios señalaban en
esa dirección, del mismo modo que existía la posibilidad de
que Mariano García, al sentirse agredido en su propia cama,
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se levantase trastabillando hasta el dormitorio de los hijos,
donde rompió el cristal en el forcejeo, antes de ser reducido
por la madre y tal vez, por uno de sus hijos.
Al día siguiente fue llamado el dueño del garaje El
Parque, en el paseo de San Juan, donde trabajaban los dos
hijos. Era un hombre honrado, colaborador, algo nervioso por
sentarse frente a un juez, pero eso es natural.
- ¿En qué trabaja José García? –preguntó el Sr.
Cavadas.
- ¿Pepe? Es un buen chico…
- No le he preguntado eso –cortó tajante.
- Perdón, Sr. Juez. José García trabaja como encargado
de la venta de gasolina.
- El día 10 de diciembre ¿a qué hora terminó?
- Pues liquidó la caja y se iría sobre las diez de la
noche. Dijo que iba al cine, eso le escuché.
Desde luego, ese testimonio cuadraba con lo
manifestado por la madre de que había tenido que esperarlo
hasta las doce y cuarto de la noche.
- ¿Y Guillermo García? ¿Qué hace para usted?
- Bueno, él es chofer de un vehículo de mi empresa. El
día 10 –dijo adelantándose a la pregunta del juez-,
tuvo que llevar a una familia regresando al garaje
sobre las siete de la tarde.
- ¿Y luego?
- A esa hora se fue.
Los sentidos del Sr. Cavadas se agudizaron.
- ¿Está usted seguro de que fue a las siete?
- Sí, señor –respondió el hombre, nervioso.
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Cuando se fue de allí pareció suspirar aliviado,
aunque algo confuso. En todo caso el Sr. Cavadas tenía una
presa.
- Argüeta –me dijo- tráigame a Guillermo para declarar
esta tarde a las cuatro.
- Sí, señoría.
Era curioso el contraste entre los dos hermanos.
Mientras Pepe, el encargado de surtir gasolina a los coches,
era guapo, atildado y elegante, Guillermo, que actuaba como
chófer, era casi todo lo contrario, una cara asustadiza,
apocado, con poco mundo, vestía de forma descuidada. Me
presenté en el domicilio de su amigo, que había dado como
lugar de residencia temporal mientras el piso familiar estaba
precintado. Me siguió sumisamente, como resignado a su
suerte, fuera ésta cual fuera.
Ante el juez no hacía más que agarrar su sombrero,
darle vueltas, hasta que el Sr. Cavadas se hartó y le dijo que
lo dejara sobre una estantería pero casi fue peor porque ahora
lo que se agarraba era una mano con la otra, estrujándose los
dedos. Yo pensé: ―Se siente culpable, atrapado‖.
- ¿A qué hora salió del trabajo el día 10 de diciembre,
Guillermo? –le interpeló.
- Sobre las siete.
- ¿Fue a su casa entonces?
- Sí.
- ¿Estaban su padre y su madre allí?
- Andaban discutiendo y por eso me fui.
- ¿Discutían a menudo?
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- ¡Oh, sí! Y por las cosas más pequeñas –Entonces
mencionó una escena que nos dejó estupefactos-. Un
día se enzarzaron porque mi madre, que estaba
resfriada, había cerrado la ventana de la cocina y la
casa se había llenado de humo.
- Esa discusión ¿no fue la que usted presenció aquella
tarde, cuando llegó a casa?
- No, señor, eso fue por otra tontería que no recuerdo.
Yo pensaba a toda velocidad. ¿Qué significaba
aquello? Lo de la ventana cerrada de la cocina ¿cuándo había
sucedido? ¿Fue días antes, como afirmaba Guillermo, y su
madre lo había tomado como excusa para inventar una
muerte casi en legítima defensa? ¿Fue ese mismo día y
Guillermo presenció y hasta intervino en la muerte de su
padre?
- ¿Qué hizo después de ver que discutían?
- Me marché a buscar a un amigo, el mismo con el que
ahora vivo. Nos fuimos a un café, no sé, serían las
nueve de la noche o algo más cuando volví a casa.
- ¿Está usted seguro de que hizo eso?
El muchacho sudaba y eso que era pleno invierno y la
habitación no estaba muy caldeada.
- Sí…, sí, señor.
- Esa noche, cuando fue a acostarse, su hermano Pepe
aún no había vuelto ¿no es cierto?
- No, creo que llegó más tarde.
- ¿Y no se dio cuenta de que uno de los cristales de la
ventana estaba roto?
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- Estaba muy cansado, señor, hacía frío, eso sí, pero me
acosté y no me enteré de nada. Tal vez se rompiera al
día siguiente, yo no me di cuenta de nada.
- ¿Y de las manchas de sangre de su dormitorio?
- No…, no señor –me estaba poniendo nervioso porque
hasta los nudillos le crujían.
Se hizo un silencio. El juez preguntó si tenía algo más
que decir, si estaba seguro de todo lo que había declarado. Él
se agitaba nervioso, inquieto. Dijo que sí.
- Hasta que compruebe algunos términos de su
declaración va a volver a prisión, Guillermo. Ya se
verá después.
- Lo que usted diga –balbuceó, claramente asustado.
Cuando se lo hubieron llevado, nos preguntó: ―¿Qué
piensan ustedes?‖. Yo dije: ―O miente la madre o miente el
hijo‖. El secretario afirmó: ―La madre quiere encubrirlo a
toda costa‖. El Sr. Cavadas tabaleó con los dedos sobre la
mesa. No solía ser propicio a confidencias sobre lo que
pensaba, así que estábamos expectantes. ―Creo lo mismo‖
concluyó, ―pero si no podemos probar que Guillermo
estuviera allí y presenciara o participara, esa mujer va a
conseguir lo que quiere, exculparlo‖.
De modo que mandamos llamar al amigo con el que
vivía el muchacho, un tal José Martí. Cuando el juez le
preguntó si se habían visto en la tarde de aquel día 10, el
chico manifestó que no se acordaba. Eso nos dejó en la duda.
¿Se vieron de siete a nueve aproximadamente o no se vieron?
El juez era partidario de dejar a Guillermo en prisión varios
días, solo, a ver si se ablandaba y llegaba a confesar.
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Pero dos días después volvió a aparecer el amigo.
Dijo que había hecho memoria, sí, que aquella tarde, sobre
las siete y media, se habían ido a un café y estuvieron juntos
al menos hasta las nueve, si no más. Incluso precisó que
tomaron unas ostras. El juez le preguntó que cómo es que
recordaba tan bien ahora lo que no recordaba dos días antes.
El muchacho, que parecía serio y formal aunque un poco
deslenguado, dijo que así le funcionaba la memoria, que a
veces se acordaba de algunas cosas y otras se le olvidaban.
No pudimos sacarlo de ahí.
De manera que, renuente, el juez ordenó que
Guillermo saliera de prisión. Todos teníamos la sospecha de
que había participado en el crimen, que había llegado a
sujetar a su padre mientras su madre lo asfixiaba después de
golpearlo. Seguramente, también ayudó a Josefa a trasladar el
cadáver por la noche. Pero tenía coartada, el amigo lo había
salvado con su declaración. Ahí el juez se rindió. No podía
probar la complicidad de ninguno de los hijos. El tremendo
golpe y los gemidos que escuchó su vecino Mariano Travall
entre las siete y media y las ocho, señalaban el momento de la
agresión, tal como también ratificó la criminal. Si no se podía
probar que alguno de sus hijos estuviera presente, resultaba
imposible implicarlos en el acto criminal. Sobre el traslado
del cadáver, ahí no hubo testigos ni nada que los delatara
como cómplices. De modo que no quedaba sino resignarse y
obtener la condena merecida para Josefa Fuertes. Pero ahí
intervinieron sus abogados y la cosa se dilató.
En efecto, cuando el Sr. Cavadas estaba dispuesto a
cerrar el sumario y remitirlo a la Audiencia, uno de sus dos
91
abogados presentó una petición para que se examinara el
estado psiquiátrico de la acusada. Cuando lo leía, el juez
suspiró. Ya se lo esperaba por conversaciones informales.
Frustrado por aquella investigación, deseaba cerrar el
sumario cuanto antes y olvidarse del tema, pero él era un fiel
cumplidor de las leyes, así que se dirigió al secretario para
que recabara nombres de médicos forenses y especialistas en
psiquiatría. Si quiere le leo sus nombres, los he preparado
para contárselos: los forenses doctores Bravo y Coroleu y los
especialistas señores Vives, Zamora, Sola y Vilanova, Como
ve, conservo las notas de aquel caso.
Respecto al informe que dieron un mes después. ¡Ah!
¿Que dispone de él? Mejor, porque yo no lo conservo. Desde
luego, era un informe exculpatorio que nadie que la hubiera
tratado se podía creer. A ver, déjeme leerlo…
―Josefa Fuertes tiene 58 años, es analfabeta
completa, es caprichosa y versátil: indiferente en
sus creencias religiosas; con exageración en sus
sentimientos maternales; padece de una
perversión de las facultades afectivas y de los
instintos; es incapaz de sentir estética y
moralmente, de desarrollar su carácter en el
sentido de lo bueno, de lo justo y gobernar sus
actos en conformidad con esas nociones; es decir,
que tiene una «locura moral, instintiva o de
actos»; sin delirio intelectual; los trastornos
intelectuales apenas se hallan bosquejados, pero
es evidente que su locura moral influye en sus
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contumaces opiniones, costumbres y descarriada
conducta y los actos surgen dominantes y
avasalladores, arrastrándola en pos de sus
pasiones‖.
Sí, así era como empezaba. Luego seguía dándole
vueltas a la locura moral, locura impulsiva, instintiva, y que
aquello no tenía relación con nada físico y por ello no se
apreciaba a la vista. Fíjese en esto que dice al final:
―Esto implicaría una mayor eficacia de la locura
moral en la inteligencia de la acusada al tiempo
de faltar a la ley. Las imperfecciones del sentido
ético que sufre Josefa la ocultan la conciencia
moral de los actos que ejecuta; semejantes
imperfecciones no permiten a la acusada la acción
moderadora de sus tendencias egoístas más
poderosas que sus deseos y la asemejan al
vehículo sin freno, o a la nave sin timón; en
suma, es una enferma que su sentido moral está
atrofiado y la mayoría de sus aptitudes sociales se
encuentran pervertidas‖.
Pero esto ya lo habían dicho todos sus vecinos: Que
era una mujer que discutía con todos y por todo, que era un
veneno, que era mala, eso sí, dicho en palabras finas, de
médico. Cuando el juicio, el tribunal preguntó a los peritos
médicos si eso implicaba que no entendía la diferencia entre
el bien y el mal. Hubo muchas discusiones sobre eso. La
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defensa se agarraba a este informe, el fiscal trajo otros peritos
que declararon lo contrario, que esa atrofia del sentido moral
no significaba irresponsabilidad penal en un crimen. El
jurado se decantó por los segundos y apreció la completa
culpabilidad de la procesada. Fue condenada a 25 años de
prisión. Al menos eludió la muerte, su marido no tuvo tanta
suerte. ¿Ha visto dónde puede llegar un matrimonio
desgraciado? Si yo le contara todo lo que he visto a lo largo
de los años…
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El crimen de Cabra
1927
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No hay figura más engañosa que un triángulo
isósceles. Fíjese usted bien, desde determinado punto de
observación hasta parecería con los tres lados iguales pero,
naturalmente, no lo es. Visto correctamente tiene dos lados
casi iguales, aunque en distinta posición, y un tercero que es
un verso suelto, que se siente diferente por completo pero
está unido indisolublemente a los otros dos… No, no le estoy
dando una lección de geometría, le estoy resumiendo aquel
crimen ocurrido en la localidad cordobesa de Cabra hace
años, cuando yo era médico en ella y no el jubilado que se
dedica a pasear por su pueblo natal matando el rato cada tarde
en la taberna.
Si quiere que le cuente, yo le contaré, conservo
perfectamente la cabeza, es de lo poco que se mantiene en su
sitio. De los demás achaques, ni le cuento. Estaría tentado de
callarme después de lo que pasó en el juicio, con aquel
médico venido de la ciudad, hablando de que mi informe de
la autopsia era insuficiente, que debían haberse hecho
contrapruebas, diagnóstico de enfermedades evitables…
¡Incluso se atrevió a dudar de que hubiera observado el
himen intacto! Citó a no sé qué profesor alemán que afirmaba
que ese elemento puede quedar intacto en una relación íntima
hasta en el veinte por ciento de los casos. ¡Vaya tontería!
Será que las muchachas alemanas tienen otra constitución
que las andaluzas. En esta tierra, el himen desgarrado es señal
de ausencia de virginidad y cuando se mantiene intacto, como
en el caso de Dulcenombre, es que la joven no ha consumado
la relación. Ahora van a venir mediquillos citando libros
alemanes, hay que ver. Aquello me sentó muy mal cuando lo
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supe. No asistí al juicio pero me lo contaron todo y leí el
―Diario de Córdoba‖, que daba un reportaje muy completo
cada día.
Pero usted quiere que se lo cuente en detalle. Toda mi
vida he sido un médico respetado en Cabra. Ahí llegué de
joven con mi título bajo el brazo, en el pueblo me casé, tuve
dos hijos, enviudé y seguí trabajando hasta que me llegó la
edad del retiro, cuando vine a mi pueblo natal, a la casa
familiar donde vivo ahora, echando de menos a mi mujer, a
mis hijos que están lejos, a mis padres, con los que viví aquí.
Pero en Cabra conocía a todos, me llamaban de los cortijos
que rodean el pueblo, también del Cerro Moreno, en el
camino a Nueva Carteya.
Allí había ocho cortijos, el más importante era el de
Francisco Gálvez Espinosa, de 41 años. Estaba en lo alto de
un cerro, no crea que era fácil llegar hasta él cuando venía
desde Cabra para atender a algún enfermo o herido en el
trabajo del campo. Sin embargo, entre tierra calma y de olivar
aquello es una tierra muy feraz. Lo de los olivos fue idea
suya, hasta entonces todo se lo llevaba el cereal, pero
Francisco siempre fue un hombre muy trabajador, ahorró
bastante, su familia le ayudó para adquirir ese cortijo. Tuvo la
idea de plantar olivos y los demás lo siguieron, el negocio les
salió bien y, para cuando sucedieron los hechos, no tenía
problema económico alguno.
Francisco Gálvez era uno de los lados más largos del
triángulo isósceles. La base era su mujer, Isabel Moreno
Castillo, entonces de 34 años, una mujer fuerte, guapa, aún
me acuerdo, ¡qué ojos negros los suyos! La asistí en dos de
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sus partos. Le fue bien conmigo en el primero y por eso me
hizo llamar en el siguiente, no era lo habitual habiendo
mujeres en los cortijos cercanos, su amiga Carmen Púa le
asistió en el último, al que yo no pude acudir.
Hablé con ella en la cárcel, el juez José Pérez, viejo
conocido mío (¡cuántas partidas hemos echado juntos en su
casa!), me pidió que fuera a verla, que charlara con ella a ver
si había base para pedir un informe psiquiátrico. Era cuando
Isabel no soltaba prenda de por qué había hecho lo que hizo y
nadie podía imaginar qué le había pasado por la cabeza para
acuchillar así a Dulcenombre, si había enloquecido o qué.
Debido a esa petición acudí a la cárcel de Cabra varias tardes,
me sentaba con ella en el calabozo mientras ella cosía algo,
miraba por el ventanuco.
Le costó hablar pero finalmente lo hizo, me contó su
versión de los hechos, algo diferente de lo que dijo en el
juicio, seguramente a instancias de su abogado. Pero creo que
conmigo fue sincera, una vez vencida su natural
desconfianza. Un médico mayor, como yo era entonces,
alguien a quien se había confiado en sus partos, no le
generaba agresividad. Entonces los periódicos la pintaban
como una asesina cínica, fría, sin sentimientos, pero yo la vi
llorar, incluso balbucear que se arrepentía de lo hecho y luego
volver a derramar lágrimas y lamentarse por la suerte de sus
hijos, su gran preocupación, una vez que el furor y el arrebato
de la muerte se fueron desvaneciendo.
Me limité a escucharla, indagar por qué lo hizo, qué
había detrás de ese crimen incomprensible. Me fue difícil. He
visto muchas cosas: torceduras, rotura de huesos, cortes en
100
brazos y piernas, recuerdo a aquel jornalero que trabajando
en una era se clavó una horca en un pie, mujeres que
murieron por sobreparto, auténticas chiquillas aún. Pero las
heridas que vi en Dulcenombre no eran fáciles de olvidar: las
cuchilladas en brazos y piernas, en la espalda y, sobre todo,
esa tan tremenda que casi le separó la cabeza del cuerpo,
seccionando la carótida, la yugular.
Y ahí estaba yo hablando con la asesina, dándole
noticias de sus hijos (esos hijos que ni les dejaban ni querían
ir a verla allí donde estaba), viéndola llorar inquieta por el
futuro de ellos, como si el suyo no se acercara al patíbulo en
ese momento. La verdad es que me fue difícil pero yo mismo
me imponía el deber de comprenderla, de saber la causa de su
crimen, sólo ella podía saberlo. El juez me preguntaba cada
noche ¿qué te parece, eh, Manuel? ¿Está loca o no está loca?
Le decía que, si estar loco es obrar sin razón ni motivo, Isabel
no estaba loca. Tenía razón y motivo, otra cosa es que fueran
fruto de su imaginación, o quizá no, no era yo capaz de
averiguar qué había de verdad y de fantasía en sus
declaraciones. El juez meneaba la cabeza mientras iba
examinando los naipes que le tocaron en suerte. ―Ojalá
hubiera enloquecido‖ murmuraba, ―así sería más fácil de
admitir lo que ha hecho‖.
Por entonces, todo eran murmuraciones en el pueblo.
Los primeros días de su detención fueron difíciles. Además,
su madre iba comentando por ahí que ojalá también hubiera
matado a su marido y la gente no se lo perdonó. Recuerdo
aquel sábado, vi un tumulto que se dirigía a la cárcel y lo
seguí, alarmado. Iban gritando contra Isabel, empezaron a
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arremolinarse en torno a su madre, que le llevaba el almuerzo
al calabozo. Hubo insultos, empujones. La anciana estaba
lívida. Algunos intentamos calmar a la gente pero fue inútil.
¡Asesinas! gritaban exaltados. Hasta que no intervino la
guardia municipal aquello parecía que iba a terminar mal para
la pobre señora que lloraba sin rebozo, despeinada, la cesta y
la comida que llevaba a su hija por el suelo.
Fueron días difíciles, sí, días en que estuve con Isabel,
me constituí sin quererlo en su ancla, en la persona a la que
pedir información de lo que sucedía fuera, qué se decía, cómo
estaban sus hijos. A cambio fue desgranándome su historia
poco a poco, de manera fragmentada. Había tardes en que
pasábamos bastante rato callados y luego se arrancaba a
hablar, siempre repitiendo lo mismo, que ella no tenía toda la
culpa, que su marido lo había provocado todo, que sus hijos
ahora crecerían sin ella. Yo esperaba el milagro de que
sintiera lástima de su víctima, tan joven, tan bonita, su vida
acabada con apenas 19 años. No llegué a conocerla porque
apenas estuvo con ellos cuatro meses, pero todo el mundo
hablaba bien de su alegría, que era gustosa de jarana, que
cantaba a menudo, una muchacha de gran hermosura, eso
comprobé también frente a su cadáver. ―María era buena,
alegre, cariñosa‖ me dijo Francisco, que la llamaba por su
primer nombre, ―cantando era un pájaro suelto de estos
campos‖ concluyó en un arranque poético que me dejó
sorprendido cuando hablé con él. Ya ve, el otro lado del
triángulo isósceles, un lado largo, bello pero efímero.
Me va a disculpar. A medida que me hago viejo
tiendo a hablar y hablar sin medida, tengo pocas
102
oportunidades para hacerlo y ha sido usted tan amable de
escucharme sin interrumpirme… No es justo, me pidió toda
la historia que yo conociera y le estoy contando las cosas de
manera desordenada. Eso es porque en mi cabeza ya todo se
confunde: lo pasado antes y después, el crimen y los partos
de Isabel, lo que me contaron de Francisco y lo que sucedió.
Todo forma parte de todo pero intentaré no divagar más,
narraré la historia tal como empezó, en el momento en que el
crimen que habría de suceder veinte años después era algo
inimaginable.
Francisco Gálvez nació en 1886 en Montilla,
provincia de Córdoba. Fue un joven trabajador, inteligente,
también amante de fiestas, emborracharse de vez en cuando,
bailar en las verbenas, ir con los amigos. Le gustaron mucho
las mujeres y él le gustaba a ellas por su desparpajo, su
simpatía. Conmigo, cuando acudía a la zona, siempre fue
campechano, dispuesto a tomar un vino, agradecido por mi
ayuda en traer al mundo a sus hijos. Cuando hablé con él
después del crimen, era una sombra, miraba al suelo todo el
rato, murmuraba más que hablaba, de manera que tuve que
hacerle repetir algunas de las cosas que me dijo. De repente
se irritaba y no había manera de sacarle nada más. Estuvo a
punto de pegarme en cierta ocasión, cuando me atreví a
preguntarle: ―¿Crees tener alguna culpa en todo lo que ha
pasado?‖. Me miró con encono, se levantó airado y se metió
para dentro de la casa. No volví a hablar con él.
Conoció a una muchacha, Juana Parrado Rodríguez,
menor de edad por entonces, unos dieciséis años. Empezaron
a verlos juntos y así estuvieron casi un año. Hubo algunas
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desavenencias pero no fueron importantes, todos los novios
se enfadan en alguna ocasión. A las pocas semanas de
separarse ya se les veía bailando bien agarrados en alguna
fiesta de un pueblo cercano o paseando juntos por los
caminos del pueblo de ella, Castro del Río, donde el
muchacho acudía a menudo.
Los amigos de Francisco empezaron a contarle cosas:
que la habían visto con otros, que alguien la había
sorprendido en una era por la tarde. Ella negaba, le decía que
todo eran murmuraciones de gente envidiosa, enemigas que
estaban fastidiadas al saber que tenía novio, ese atractivo
muchacho que gustaba a tantas. Francisco no estaba
convencido. Discutieron. Quizá le dijera: ―Júrame que no
haces con otros lo que conmigo‖ y ella lloraría y juraría, vete
a saber, sin conseguir quitarle de la cabeza esos negros
pensamientos.
Algunos dicen que fueron los consejos de los amigos,
otros que Francisco se espantó cuando ella le comunicó que
estaba preñada, yo no puedo saberlo. Lo cierto es que se
separaron y ocho meses después Juana dio a luz una niña a la
que llamaría María del Dulcenombre Rodríguez Parrado. La
coincidencia de apellidos con su madre, como sabe, indica
que no tuvo nunca un padre reconocido.
Sea que diera pábulo a las habladurías o que huyera
de sus responsabilidades, el caso es que Francisco Gálvez no
quiso reconocerla. Ya sabe lo que es eso en estos pueblos: esa
chica estaba marcada de por vida, no podía aspirar a un
casamiento honroso ni a un muchacho de cierta valía. Se
quedaría con ella algún gañán inculto y bruto que le haría
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hijos sin cuento y la maltrataría a lo largo de su vida. No sería
la primera vez.
De ahí la obsesión de su madre porque Francisco la
reconociera. Yo creo, por lo que demostró después, que éste
sabía perfectamente que aquella niña era hija suya, lo de las
murmuraciones no fue sino una excusa. Lo sabía pero no
quiso ser honrado con la muchacha que, además de madre
soltera, tenía que cargar con una hija tan deshonrada como
ella. Juana incluso le demandó por estupro, relación con una
menor, y él tuvo que sentarse en el banquillo durante el juicio
para allí afirmar con rotundidad que la niña no era hija suya
ni podía serlo. No quería cargar con ella ni con su madre.
Después de aquello la vida de ambos tomó rumbos
distintos. Ella terminaría casándose, a pesar de sus
condiciones, y tendría otros hijos aunque Dulcenombre
siempre fue su favorita, la niña de sus ojos. Por su parte,
Francisco se casaría en su pueblo natal, Montilla, pero su
mujer moriría joven, de sobreparto tras tener a un niño
llamado José, que nació en 1914.
Entonces este hombre se acordaría de aquel primer
amor que tuvo, ya ve usted. No podía plantear nada con Juana
porque ella ya estaba casada y además habían terminado
bastante mal, pero resolvió visitar alguna vez a la que sabía
que era su hija, por entonces una niña de poco más de siete
años. Le llevaba regalitos, algún vestido apropiado. Juana
consentía porque no era una mujer rencorosa, ahora que había
rehecho su vida, y además seguía deseando que Francisco le
diera a la cría sus apellidos. En ella era una auténtica
obsesión que justificaría gran parte de lo que sucedió
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después. De manera que a veces he pensado que si Francisco
la hubiera reconocido a tiempo, si Juana no sintiera la
necesidad constante de liberarla de ese estigma que la
acompañaba, quizá las cosas hubieran sido bien diferentes.
Al cabo de poco tiempo, Francisco entabló relación
con una muchacha de Zambra, una aldea casi perdida. Isabel
Moreno era atractiva, a pesar de que resultaba alta, grande,
fuerte y enérgica. He visto fotos suyas de cuando se casaron
en 1917, cuando él contaba 31 años y ella 22. No hay que
hacerle mucho caso a su marido tras la tragedia. Hay una
frase que dijo ante el juez y que éste me refirió. Me parece
una de las claves para entender el crimen. La frase fue,
hablando de su hija Dulcenombre: ―Mi mujer no sabía
comprenderla. No podían entenderse. Mi hija se había
educado en Castro del Río. Mi mujer era muy distinta, casi
varonil. Siempre lo fue. Y ahora, en presencia de mi hija, lo
parecía más‖.
No hay frase que mejor resuma la situación, la
tensión, el origen de las cuchilladas. Isabel no le parecía
―varonil‖ cuando se casó con ella. Por entonces, era una
muchacha hermosa, femenina. Lo que sucede es que no
cantaba como un pájaro en los campos egabrenses, ni sabía
recitar coplillas, ni sonreía con picardía ni gustaba de la
jarana y la alegría, como sí le sucedía a la hija de Francisco.
Isabel era de Zambra, una aldea que no llega a los cien
habitantes ni de lejos, Castro del Río, en cambio, es toda una
ciudad con miles de habitantes. Lo que estaba diciendo
Francisco con su frase es que su mujer era una inculta frente
a la hija del primero, educada y amable. Eso le hacía parecer
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a Isabel rústica, descuidada, zafia y algo bruta, dominante
como lo son algunas mujeres de campo. A eso lo llamaba
Francisco ―varonil‖, pero con ella, a fin de cuentas, se había
casado ¿no? Y a su hija ni siquiera la había reconocido.
Pasó el tiempo. Francisco ya había adquirido el cortijo
de Cerro Moreno, empezaba a plantar olivos con buen
resultado y le empezaron a nacer hijos: Antonio en 1918,
María del Dulcenombre en 1921 ¡observe la querencia con
este nombre para la primera niña que tuvo con Isabel!,
Remedios en 1923 y Natividad en 1926, un año antes del
suceso. Yo asistí al parto de la primera y segunda niñas, el
primero por auténtica casualidad, ya que andaba atendiendo a
un mulero en la zona, y la segunda por la confianza que me
tuvo tras el parto anterior.
¿Cuándo supo Isabel que su marido tenía una hija no
reconocida en Castro del Río? Tenga en cuenta que Cabra
dista de esta población algo menos de 40 km, aunque los
caminos no son buenos. Con Montilla a una distancia de unos
20 km y Montilla de Castro a otro tanto ¿qué le sale? Casi un
triángulo isósceles, ahí lo tenemos de nuevo.
Isabel mintió en el juicio, estoy convencido. A mí me
dijo cosas bien distintas cuando hablamos en la cárcel, sin
abogados ni jueces delante, recién sucedido el crimen. Un
año después y bien asesorada por aquel figurín de su
abogado, ese tal Ricardo Belmonte ¿qué se podía esperar?
Los hechos cambiaron, la situación era distinta, allí afirmó
desconocer por completo la existencia de esa hija de su
marido hasta que la tuvo en casa.
107
La madre Juana Parrado afirmó todo lo contrario.
Según ella, tanto Francisco como la propia Isabel estuvieron
varias veces en su casa ofreciéndole muchas cosas para que
consintiera en que Dulcenombre fuera a vivir con ellos:
dinero, darle finalmente los apellidos que creía merecer,
incluso buscarle un casamiento ventajoso. Juana, que no
había deseado otra cosa durante casi veinte años, acogió la
iniciativa algo desconfiada pero finalmente, de manera
favorable. Incluso afirmó que, cuando la chica estuvo cerca
de Cerro Moreno en la recogida de la aceituna, el año
anterior, la propia Isabel la había visitado llevándole comida
y algunos regalos.
No sé quién llevaba razón en esto. Isabel me dijo otra
cosa, algo intermedio. Desde luego, supo por su marido que
existía esa hija ya mayorcita y las circunstancias en que la
tuvo. No es que le sentara muy bien pero se dejó convencer
cuando su marido le propuso que fuera a vivir con ellos como
una hija más, ―para ayudar en la casa y con los hijos
pequeños‖. Supongo que pensó que no le vendría mal esa
ayuda cuando acababa de tener a su cuarto hijo, más José
Gálvez, el que tuvo su marido con su primera mujer. De
manera que dijo que sí pero que deseaba ver a la chica
primero, de manera que fueron a Castro del Río. Según me
dijo, no vio a su madre, que prefirió ausentarse, pero que
Dulcenombre le pareció bien, con una apariencia modosa y
discreta que luego sería desmentida en su vida cotidiana. Tal
vez la chica quería dar buena impresión, a mí no me cabe
duda. Cuando fue a verla a la recogida de aceituna Isabel vio
además a la chica trabajadora que no le hacía ascos a
108
remangarse y sudar la gota gorda bajo el sol de la tierra. De
manera que dio su consentimiento y por ello el 24 de junio de
1927, creo recordar, la chica se mudó con ellos.
¿Qué sucedió en ese tiempo, cuatro meses apenas,
para que se desencadenara la tragedia, una de tal magnitud
que vino referida en todos los diarios de ámbito nacional? Yo
se lo voy a decir. No fue una cosa sino muchas las que
sucedieron porque cada uno de los tres lados del triángulo
vivió la situación de un modo diametralmente diferente y si
dos lados se parecían y estaban destinados a entenderse, el
otro se sentiría apartado del centro de la casa, que hasta
entonces había ocupado legítimamente.
Luego le contaré cómo debió suceder el acto luctuoso
aquel, el enfrentamiento, las cuchilladas, todo el escándalo
que se produjo hasta el juicio. Lo que ahora me interesa que
comprenda son los motivos, lo que estaba en el aire
inmediatamente después del crimen, cuando nadie sabía
explicar qué había pasado por la mente de Isabel para
cometer esa agresión inesperada para todos los que la
rodeaban. No fue un acto de locura, no fue un arrebato como
quiso sostener el defensor, empeñado en reducir a una
obcecación momentánea lo que fue un acto desesperado de
liberación de sus fantasmas. Voy a tratar de explicar cómo
vivieron las tres personas, los elementos del triángulo,
aquellos meses de convivencia progresivamente deteriorada.
Empezaré por la criminal, por Isabel Moreno. Hay
una frase que dijo durante el juicio y a la que el fiscal dio la
importancia que merecía: ―Yo era un cero a la izquierda en
mi propia casa. Mi marido estaba enchulao con ella. Yo no la
109
quería en mi casa porque era dueña de todo, ella iba a ser la
señora y yo la criada‖.
El fiscal afirmó que el motivo del crimen fueron los
celos por envidia, no por otros motivos que también se
deslizaron durante el juicio. El Sr. León Muñoz quiso
diferenciar unos celos de otros, teniendo en cuenta que la
existencia de posibles relaciones íntimas entre padre e hija,
descubiertas por Isabel, podría ser motivo de una lenidad en
la condena. No, él habló solo de la envidia, de la constancia
que tenía Isabel de que aquella muchacha la estaba apartando
de su marido, sus deseos se iban convirtiendo en el centro de
su propio hogar, donde ella quedaba apartada de toda
atención o gesto de cariño. Recuerde lo que afirmó Francisco:
su carácter varonil, dominante, su velada mención a que, de
algún modo, a su mujer se le veía el pelo de la dehesa, usted
ya me entiende, y más desde que una educada y dulce niña
había llegado a la casa.
¿Quiere más? Lo hubo. Se discutió mucho sobre eso,
creo que equivocadamente y además, por desgracia, mi
informe fue fundamental para proporcionar una orientación
equivocada al debate. Isabel afirmó que durante distintas
noches, su marido se levantaba inesperadamente y
desaparecía un rato. Las primeras veces no dio importancia a
esa costumbre inusual en él, que dormía como un bendito del
ocaso al alba. Cuando comprobó que el hecho se repetía con
cierta continuidad le preguntó qué le pasaba. Él le dijo que
iba al retrete.
Ella quedó muy extrañada porque nunca había hecho
tal cosa en mitad de la noche ni tardado tanto. Cuando le
110
preguntaron en el juicio por esa rara costumbre de los últimos
tiempos, Francisco dijo que iba a ver a las bestias. ¿Por qué
cambiar la versión? ¿Ya no había necesitado ir al retrete? La
mujer no tenía por qué inventar esa respuesta si existía otra
verdadera e igualmente justificable.
El desencadenante de todo lo que sucedió al día
siguiente tuvo lugar en la noche del 26 de octubre. Como
otras veces, su marido se levantó más temprano que de
habitual y desapareció por la puerta. Por motivos que más
tarde le contaré, ella estaba al borde de los nervios. De hecho,
no durmió gran parte de la noche, contrariada por las palabras
de su marido la noche anterior. De manera que se levantó y lo
siguió por la casa hasta dar con él en el dormitorio de su hija.
Según la versión que a mí mismo me dio en el calabozo,
estaban acostados juntos pero espere, eso no quería decir que
estuvieran desnudos o hubiera coyunda entre ellos, no. Se
dijo que ella lo acusaba de incesto pero no es verdad, a mí lo
que me dijo es que los encontró acostados juntos y que él
abrazaba a su hija en la cama.
Desde la puerta, iracunda, les dijo que no tenían
vergüenza. Él se lo tomó a mal y empezaron a voces. La hija
pequeña, la cría de 11 meses que dormía en la misma
habitación que su hermanastra, comenzó a llorar. Ya se puede
imaginar la escena, los reproches, insultos, toda la
desavenencia de los últimos meses estallando de repente ante
esa escena que Isabel vivió como el insulto final. ¿Qué más le
quedaba por soportar? ¿cuántas humillaciones, cuántos
insultos de su marido y esa mala pécora que había metido en
casa y que su marido no consentía que se fuera?
111
Retrocedamos unos pocos días para comprender
mejor la situación aquella noche. Isabel para entonces estaba
harta de las atenciones de su marido hacia Dulcenombre y del
descaro de la muchacha a la que juzgaba, según me dijo,
―muy echá p’alante‖. Entiéndase, la hija se veía contemplada
por su padre, consentida en sus caprichos, satisfechos sus
deseos mientras los de Isabel iban quedando olvidados ante
su marido. La casa ya no se organizaba como ésta tenía por
costumbre, no. Ahora había que comer lo que la niña quería,
fregar cuando ella tenía a bien, ir a comprar lo que deseaba.
Le decía a su padre que necesitaba un nuevo vestido y allí iba
Francisco, arrastrando a su mujer, para comprarle el vestido
que deseaba. Al tiempo, Dulcenombre respondía con risas y
suficiencia a los reproches de Isabel, a sus vanos intentos de
reconducir la autoridad de la casa. La muchacha sabía que su
padre era el que mandaba y ella lo tenía en un puño.
Cuando Isabel llegó a sentirse desesperada y sin
salida, habló con su marido, que no le hizo ningún caso. Solo
tenía ojos para su hija que, de ser casi olvidada y nunca
reconocida, de repente había pasado a ser una bonita
muchacha, toda gracias y hermosura, que alegraba la vista a
su padre. De manera que Isabel marchó a Montilla por su
cuenta, sin decir nada a nadie. Fue a visitar a su suegra, la
madre de Francisco.
Le explicó cuál era la situación. Explotó, entre la
queja y la amenaza, con que o se iba la niña o se iba ella de la
casa. Le pidió a su suegra que acogiera a Dulcenombre para
alejarla de su hogar. La mujer se sintió en principio
escandalizada con la idea: acoger a la chica y despacharla a
112
los cuatro meses. Por otra parte, estaba de acuerdo con que en
el hogar la que manda debe ser la mujer.
De manera que, sin que Isabel dijera palabra a su
marido, su suegra mandó recado a su hijo para que viniera a
visitarla. Así lo hizo el 26 de octubre, miércoles. Isabel
esperaba ansiosamente que volviera con una respuesta
positiva que le garantizara recuperar las riendas de la casa y
la atención de su marido. Pero éste llegó con el ceño
fruncido, muy irritado por la visita de su mujer a escondidas.
Le espetó sin contemplaciones: ―¡A callar y a vivir juntas!‖.
Aquella noche, insomne, desesperada, siguió a su marido
para encontrarlo en el lecho de su hija. Él se defendió
afirmando que había entrado a interesarse por su salud porque
Dulcenombre se había acostado con dolor de cabeza. Esas
excusas no le sirvieron a Isabel. Una idea se le metió en la
cabeza desde ese momento: ―Ella o yo, ella o yo‖. Eso me
dijo que había pensado al contemplar la bochornosa escena
que culminaba todos los temores, creo que bien fundados, de
desatención por parte de su esposo.
Usted mismo podrá juzgar el comportamiento de
Francisco Gálvez. En los pocos años que mediaron hasta mi
jubilación y alejamiento de Cabra, sé que mudó de carácter.
Se hizo más serio, alejado de fiestas y verbenas que hasta
entonces, siguiendo la costumbre juvenil, había frecuentado.
Tal vez lo llevaran a recordar a aquella muchacha con la que
había bailado tanto rato una noche de años atrás. Ni una sola
vez bailó con su mujer, que contemplaba la escena muda de
rabia, como me reconoció. ―Como si yo no existiera‖ me dijo
entre lágrimas, ―no recordaba una humillación como ésa‖.
113
Desde luego, no volví a hablar con él, tan solo lo vi alguna
vez comprando alguna cosa en el pueblo o entrando en la
taberna. Me dijeron que hablaba poco, se tomaba algún vino
en ocasiones sin compañía, pagaba y luego se iba. Trabajó
mucho, supongo que seguirá haciéndolo, sus hijos e hijas le
ayudarán, imagino. Pero su mujer está en la cárcel y su hija
bajo tierra y sigo convencido de que sabe, en el fondo de su
alma, que él colaboró mucho para que fuera así.
El lado más desconocido, del que nunca sabremos, es
el de María del Dulcenombre. Sobre eso puede hacer las
hipótesis que quiera, yo tengo las mías. La mayoría de las
opiniones la ponían como un ángel, algunas como una
muchacha que aprovechaba su belleza y simpatía para
desunir al matrimonio, para apropiarse de su padre
recuperado. Me inclino por esta última con matices. No creo
que fuera una chica artera, ladina, que enredara a propósito la
madeja de aquel matrimonio. Simplemente, había vivido casi
veinte años con la obsesión de su madre por conseguir que
aquel hombre la reconociera. Pasó toda su niñez y
adolescencia apartada, cuando no insultada en su condición
de bastarda. Se dio cuenta de que, a pesar de la bondad que
pudiera mostrar, tenía una marca infamante y ajena a su
comportamiento y que esa marca la acompañaría de por vida.
De repente, aquel hombre, aquel padre con el que
había soñado tantas veces, la reclama a su lado. Ella está
encantada, salta de felicidad, se siente ―enamorada‖
(entiéndame usted) de ese hombre anhelado que constituye su
salvación, que le quitará esa marca repugnante y hará de ella
una mujer que vivirá con la frente bien alta, capaz de contraer
114
un buen matrimonio y olvidar tantas ofensas vividas en su
niñez. Ella se ―entregó‖ a ese padre deseado, no como mujer,
aunque los límites a veces es difícil precisarlos, pero sí como
hija amante. Y si quería a ese padre recobrado después de
veinte años, de toda una vida esperándolo, lo quería todo para
ella, que él viviera pendiente de su hija, que la contemplara,
la mimara, la abrazara. ¿Entiende la situación? Ella vivía un
amor arrebatado, posesivo. Su padre era suyo y aquella mujer
de rostro malhumorado, con la boca llena de reproches, era
un obstáculo. Yo creo que fue así como lo sintieron esas dos
mujeres de manera que, al final, con un Francisco que se
decantaba por ser padre antes que marido, tenía razón Isabel:
―O ella o yo‖.
No crea que me fue fácil llegar a estas conclusiones.
Durante un par de días Isabel, en la cárcel, no hacía más que
preguntar por sus hijos, llorar y hacer gestos de furia cuando
se le mencionaba a su víctima. Al tiempo, corría toda clase de
rumores que la culpaban de adulterio. En un caso se trataba
de que estaba enamorada precisamente del novio de la
muchacha. Sí fue cierto que un joven, Francisco Arroyo,
había estado trabajando cuarenta días en el cortijo abriendo
un pozo. En ese tiempo había iniciado conversaciones con
Dulcenombre pero ésta le había dejado claro que no habría
nada más entre ellos y él, simplemente, se resignó. Es posible
que la muchacha por entonces soñara con matrimonios
mucho mejores. Pero este Arroyo no tuvo nada que ver con
Isabel.
También se dijo que esta última mantenía relaciones
ilícitas con un mulero del cortijo, Francisco Sevillano, que la
115
chica lo había descubierto y amenazaba a la adúltera con
contárselo a su padre. No hubo nada de esto. Sevillano era un
buen hombre, yo lo conocí aquellos días, andaba confundido
por esos rumores que no sabía de dónde salían. El caso es que
el pueblo quería una explicación y, si no se la daban, la
inventaba, eso sí, culpando por completo a Isabel, de quien
construyeron entre los periódicos y los egabrenses, un retrato
malévolo y ruin que no correspondía a la realidad. Esos
rumores fueron una de mis bazas también para que ella se
franqueara conmigo: le dije que si decía la verdad, dejaría
que esa animadversión decayera.
En lo que mintió reiteradamente, a mi entender, fue en
describir la escena del crimen. Lo hizo conmigo, por el afán
instintivo de rebajar su culpa, y desde luego volvió a hacerlo
ante el tribunal. Pero había testigos y los inútiles intentos de
su propio padre por disminuir la culpa de su hija no fueron
bastantes para crear duda alguna en el jurado. Su hijastro
José, por el contrario, fue implacable.
Las cosas debieron suceder del modo que le contaré.
Llegó la mañana después de aquella noche nefasta. El viaje a
Montilla tanto suyo como el de su marido, habían sido
inútiles. Era su último cartucho para remediar una situación
que se le iba de las manos, tras observar la estrecha alianza
entre su marido y la joven. La noche, el encontrar a éste en el
lecho de la hija, abrazándola, la había conducido a una gran
excitación, cuando se atrevió a enfrentarse con ellos. La
actitud de su marido, intentando justificar lo que ella
consideraba injustificable, la ausencia de solución, le hizo
concebir el plan de eliminar a la que entendía era su rival. El
116
odio hacia la muchacha la cegó por completo. El sentirse
atrapada, desesperada, en esa situación de subalterna de los
caprichos de Dulcenombre, hizo el resto.
Ella afirmó repetidamente que nada de esto fue
planeado, que respondió incluso a una provocación de la
muchacha, que se puso a cantar unas coplillas satíricas en las
que ella se vio reflejada. Insistió repetidamente durante el
juicio que la muchacha fue la primera en agredirla, que se
pelearon ―cara a cara‖, que ella se ofuscó y manejó con
profusión el cuchillo sin saber lo que hacía, por rabia y
obcecación. No hubo nada de esto, todos los testimonios
mostraron que aquel día hizo cosas excepcionales para
preparar el golpe definitivo que eliminara a su rival.
En primer lugar, tras desayunar, Francisco Gálvez
bajó a un cortijo vecino para traer una carga de carbón con la
mula. La distancia no es larga pero tampoco corta, habría de
tardar en regresar su buena hora al menos. Como otras
mañanas llegó entonces su amiga Carmen Púa desde un
cortijo vecino. Isabel le pidió que se llevara a sus hijos, según
ella, como hacía habitualmente.
Carmen manifestó que era cierto que solía llevarse a
Antonio, el chico de nueve años, para que jugara con los
suyos, pero que Isabel nunca le había pedido que hiciera otro
tanto con las niñas de seis y tres años. De manera que lo que
ésta quería mostrar como algo habitual, no lo era. Carmen,
que probablemente rechazara la actuación de la que era su
mejor amiga en aquel entorno de cortijos, se limitó a
constatar un hecho ante el tribunal que mostraba la
premeditación con que actuó la procesada.
117
Quedaron entonces en casa las dos protagonistas del
suceso junto a José Gálvez, el hijastro de trece años, y el
padre de Isabel, José Moreno, que pasaba unos días con ellos.
Le constaba que el matrimonio no pasaba por sus mejores
momentos pero él no deseaba meterse en nada de ello, eso era
cosa de su hija y su yerno. Aquel día, tras desayunar se metió
en el cuarto donde dormía, de manera que solo quedaron tres
personas en aquella sala junto a la niña chiquitina que, con
menos de un año, debía dormir en la cama.
El hijastro estaba partiendo cocos, afirmó durante el
juicio. Isabel, que intentó dirigirse a él cuando entró en la sala
de la Audiencia, recibió una mirada de desprecio por parte
del chico y una negativa a corresponderla. El testimonio ya
podía preverse como tormentoso. Sostuvo que partía cocos
con el cuchillo grande que enseguida se iba a utilizar en el
crimen, que Isabel le había dicho que se lo cambiara para
poder pelar patatas. ―Entonces cogió el cuchillo‖ declaró, ―y
se lo escondió debajo del delantal‖.
Este testimonio fue algo confuso. El cambio de
cuchillo debió suceder antes incluso de que el marido
finalmente saliera por el carbón porque Francisco declaró
que, cuando salió, su mujer estaba pelando patatas para el
almuerzo. Lo que sucede es que no pudo precisar con qué
cuchillo lo hacía. ¿Era otro más pequeño y el cambio con el
grande se hizo posteriormente? Es muy probable. La
diferencia era sustancial: si se guardó el cuchillo era señal de
premeditación en su crimen, si no fuera así quedaba la duda
de si lo utilizó contra la chica en un arrebato.
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La procesada insistió en que ella estaba pelando esas
patatas con el cuchillo grande, que lo había pedido
precisamente con ese objetivo. Negó haberlo guardado bajo
el delantal, como afirmaba su hijastro, pero la declaración del
chico fue bastante negativa para ella.
José Gálvez se distrajo con otra tarea, Isabel pelaba
patatas en la sala, no se sabe con qué cuchillo, y
Dulcenombre salió a sentarse en un poyete junto a la puerta
para desplumar pajaritos que comerían en el almuerzo.
Cuando su padre marchó por el carbón la dejó allí, supongo
que confiando en que, tras la borrascosa escena nocturna, los
ánimos se aquietaran y todo volviera al cauce que él deseaba.
Hubo polémica también sobre lo que hacía
exactamente la muchacha: ¿desplumaba los pajaritos con las
manos o los destripaba? Porque si era así necesitaba una
navaja con la que Isabel manifestó que la atacó antes de que
ella se defendiera tan contundentemente. Nadie se puso de
acuerdo y el tema de la navaja flotó en el ambiente de manera
imprecisa durante el primer día del juicio.
José Moreno, el padre de Isabel que salió de su cuarto
al escuchar el alboroto y sujetó a la muchacha que expiró en
sus brazos exclamando ―¡Ay, abuelo, me ha matado!‖, dijo
ante el tribunal que él había visto tirada en el suelo una
navaja con unas inscripciones que entendía que eran letras,
aunque no supiera distinguirlas por ser analfabeto. El fiscal le
recordó que en sus primeras manifestaciones ante el juez de
instrucción no había mencionado la navaja. El hombre quedó
confundido, dijo que lo decía en ese momento porque había
119
hecho memoria, que en su primera declaración todavía estaba
impresionado por lo contemplado en el cortijo.
Nadie más vio esa navaja, nadie la recogió en caso de
haber existido. Ni el hermanastro que se precipitó sobre
Isabel recibiendo accidentalmente un corte, ni sobre todo el
mulero que acudió corriendo al lugar, junto a otros
trabajadores, y tomó a Dulcenombre, prácticamente cadáver,
para introducirla en la casa, vio navaja alguna. Todo hacía
indicar que la muchacha desplumaba los pajaritos
simplemente y no contaba con ningún arma para repeler la
agresión ni para amenazar a nadie. El torpe intento del padre
de disculpar a su hija y apoyarla en su argumento, quedó en
nada.
De manera que si Isabel mentía por la acción de su
víctima podía mentir en todos los extremos de su descripción
sobre lo que allí había pasado. José Gálvez y José Moreno,
los dos testigos, aunque éste indirectamente, confirmaron que
Dulcenombre cantaba unas coplillas para acompañar su tarea,
algo muy natural en ella por otra parte. Siempre estaba
cantando, según afirmaron todos. Los testigos manifestaron
que no recordaban qué coplas eran pero desde luego no
resultaban ofensivas para nadie. Incluso el padre tuvo que
sostener lo mismo.
Sí es más creíble, en mi opinión, otra de las
manifestaciones de Isabel. Que sea creíble no quiere decir
que sucediera así pero yo lo veo probable. Creo que ella riñó
a la muchacha conminándola a que callara, tal vez buscando
el enfrentamiento. Luego continuó deseando en voz alta que
se fuera de la casa. No sé si fue cierta la respuesta descarada
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de la muchacha, podría ser dado el clima de enfrentamiento
entre ellas: ―¡Pues váyase usted de esta casa!‖ dice Isabel que
le espetó sin contemplaciones.
Según continuó diciendo, de ahí pasaron a enfrentarse
como gallitos de pelea, luego a darse de manotazos, la chica
con la navaja, la procesada con el cuchillo con que pelaba
patatas. ―Cara a cara‖ insistió en el estrado. Todo lo demás
fue fruto de la rabia y la obcecación, afirmó bien asesorada
por su abogado.
Pero no fue tal. Si existió la mala respuesta de la
víctima nadie puede saberlo, uno de los testigos estaba en su
cuarto, el otro realizaba otra tarea distraído y sin atender una
nueva discusión entre las mujeres, que no resultaba la
primera. Lo que sí es cierto es que Isabel salió a la puerta de
la casa cuchillo en mano y allí apuñaló repetidamente pero de
manera no mortal a la muchacha. Ante el ruido y los gritos de
ambas, el padre de la procesada salió del cuarto y se llevó un
serio empujón de su propia hija. El intento de José Gálvez de
detener el brazo asesino también fue inútil. Isabel era una
mujer fuerte, llena de ira en ese momento, de manera que el
chico también fue despedido hacia un lado llevándose de
paso un corte en la mano.
Para entonces Isabel tenía en el suelo, boca abajo, a su
víctima, a la que retenía con brazo poderoso en esa postura.
Al decir de los horrorizados testigos, en un segundo cogió a
Dulcenombre del pelo tirando su cabeza hacia atrás mientras
su mano descendía de manera brutal para darle una tremenda
cuchillada en el cuello. El crimen estaba cometido y ya no
había vuelta atrás.
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Sobre lo que sucedió después sí hubo acuerdo entre la
asesina y los testigos, salvo en un detalle que no terminé de
entender. Los trabajadores que andaban en una era cercana
acudían ya a los gritos de la muchacha, que al parecer fueron
desgarradores durante la pelea, cuando Isabel se volvió, subió
al piso superior, se cambió las ropas ensangrentadas por
otras, tomó algunas joyas (unos pendientes, un anillo), algo
de dinero, y descendió con toda tranquilidad para dirigirse al
cortijo de su amiga Carmen Púa.
Según ella, ya había guardado el cuchillo en su sitio.
La amiga manifestó por el contrario que su marido Antonio y
ella la vieron bajar con el cuchillo en la mano y cerraron la
puerta no dejándola pasar. Tal vez estuviera confundida
porque el cuchillo se encontró donde la asesina dijo que lo
había depositado. Sin embargo, el cortijo de Antonio
Almansa y Carmen Púa no está lejos, seguramente
percibieron lo que había sucedido, les llegaron los gritos. En
resumen, no la dejaron pasar, de manera que Isabel se dirigió
al cortijo vecino ―El Chaparral‖, propiedad de Manuel ―el
Cohetero‖ que, ignorante de lo sucedido, contempló
estupefacto cómo Isabel entraba como una exhalación hasta
un dormitorio del primer piso.
Cuando fue a pedirle explicaciones ella le dijo
escuetamente qué había sucedido. Habría que imaginar la
cara que puso el hombre. Luego Isabel le dio tres pesetas y le
pidió que cogiera el coche de Nueva Carteya y se desplazara
a Cabra para informar a las autoridades. El hombre así lo
hizo, llegando hasta el cuartelillo de la guardia civil antes de
que las caballerías de los muleros alcanzaran la localidad con
122
la misma noticia. Cuando estos últimos llegaron, el juez ya
había sido avisado y, junto a varios números de la guardia
civil, se disponían a recorrer los doce kilómetros que les
separaban del cortijo del ―Cerro Moreno‖.
Se habló en aquellos días de la frialdad de Isabel, de
su altanería y desprecio hacia su víctima, del hecho de no
arrepentirse de su crimen en ningún momento. Yo le digo mi
impresión. Ella consideraba que no había tenido más remedio
que hacer lo que hizo. No hablaba mal de la muchacha, con
ella era curiosamente objetiva, reconocía sus buenas
cualidades salvo por calificarla como ―echá p’alante‖, un
término ambiguo. Tampoco criticaba a su marido, solo
veladamente cuando insistía en que no le había dado otra
opción que hacer lo que hizo.
Ella estaba conforme con su proceder, no lamentaba
haber cometido el crimen salvo por el hecho de no poder ver
ni cuidar de sus hijos. Pero yo achaco su aparente frialdad en
los primeros días a la calma que sigue a una acción que creía
necesaria e irremediable. De algún modo se decía: ―Ya está
terminado, el odio, la desesperación, el sentirme atrapada, ya
todo acabó‖. Luego vino el lamento por sus hijos pero ese
arrepentimiento por el crimen y la muerte de Dulcenombre
que mostró ante el tribunal, era impostado, falso. Creo que
nunca se arrepintió del dolor causado en Juana, la madre de a
víctima, en su propio marido, por responsable que fuera de lo
sucedido. De haber segado una vida joven y prometedora.
No, de todo eso creo que no se arrepintió nunca.
¿Qué quiere que le cuente más? El juicio duró dos
días, tuvo lugar en julio de 1928, algo menos de un año
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después del crimen. Para entonces los diarios nacionales
habían casi olvidado la noticia pero en Córdoba, en cuya
Audiencia tuvo lugar, se siguió con gran expectación. Temí
por un tiempo que me llamaran a declarar pero no lo hicieron,
ni siquiera como médico que hizo la autopsia de la víctima.
Al menos me libré de discutir con esos médicos jovenzuelos
que solo saben de los enfermos por los libros que leen en
idiomas ajenos. Toda la preocupación durante varios días era
saber si la muchacha murió doncella o no, si la acusación de
Isabel de que ambos habían yacido juntos era cierta. Esa
acusación de incesto fue muy comentada, tenía un regusto
morboso y de escándalo que atraía la atención de las
comadres.
Pero yo vi lo que vi: aquella muchacha estaba intacta.
Eso calmó muchas habladurías y se cargó en la cuenta de
Isabel. Yo me preguntaba: ¿y si la muchacha hubiera tenido
relaciones antes con aquel cavapozos que la pretendió, por
ejemplo? O antes de llegar al cortijo. Entonces ¿Isabel se
hubiera visto disculpada ante la opinión pública? El pueblo es
ignorante a veces, se queda en la superficie de las cosas. Para
mí Francisco sí pudo tener una actitud incestuosa sin que
mediaran relaciones íntimas entre ellos. Además, quién sabe
dónde hubieran llegado las cosas con el tiempo, si ya se
permitía abrazar a su hija de noche y en su propio lecho. Ya
sé que todo eso son puras especulaciones pero ¿qué quiere?
Me hace usted hablar y yo solo soy un viejo médico que pasa
el tiempo de casa a la taberna y vuelta a casa. Mi vida es
ahora monótona, tranquila. Tal vez aquellos días en que me
senté en el calabozo con Isabel, la que ahora purga los
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diecisiete años de condena en Alcalá de Henares, fueron de
los más intensos de mi vida. Le aseguro que, ahora que todo
esto me la recuerda de nuevo, aún veo sus ojos como
carbones encendidos, tenía una mirada que atrapaba, como si
bajo ellos latiera una pasión que yo nunca he conocido en
toda mi vida, un fuego que devoró a esa muchacha, a su
marido, a todo ese cortijo y sus vecinos, hasta que el incendio
llegara a Cabra y la hiciera tristemente famosa durante
algunas semanas. Incluso ahora, que viene usted a
preguntarme por aquel caso que allí nadie olvida, que quizá
no se olvide nunca.
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