Date post: | 09-Feb-2017 |
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Responda brevemente a las siguientes cuestiones y envíelo al tutor para su corrección.
¿Qué implica la categoría persona para hablar de la Trinidad?
La fe cristiana es una respuesta al Dios que se ha revelado como protagonista en la historia
humana. El acontecimiento máximo de esta manifestación lo constituye la vida de Jesús. Pero
Jesús se inserta en una historia que le precede: invoca como Padre al Dios que se ha revelado
en la historia de su pueblo, designado inicialmente como Yahvé. Este Dios actúa de modo
personal: se dirige al ser humano interpelándolo y convirtiéndolo por ello en participante de un
diálogo y responsable de una misión o una tarea. Es un Dios de los hombres, no está vinculado
a un lugar o fenómeno natural sino que acompaña a los hombres en los momentos de dificultad
y es descubierto en el seno de los acontecimientos históricos y por ello es el origen de todo.
Este Dios del Antiguo Testamento deja abierto un interrogante: ¿hasta qué grado de
protagonismo histórico va a llegar Dios?, ¿su santidad y transcendencia le hacen incapaz de
tener una real experiencia de humanidad? A estas preguntas ofrece una respuesta clara la
doctrina de la Trinidad. Esa respuesta encuentra su fundamento y su garantía en Jesús y en la
novedad del Dios que manifiesta: a Dios nadie lo ha visto jamás, excepto el Hijo y él es el que
nos lo ha contado. Jesús centra su actividad, sus palabras y sus hechos, en el Reino de Dios,
símbolo bajo el que engloba todos los bienes que la humanidad puede esperar del Dios de la
vida y de la justicia. Pero Jesús no designa Dios como rey. Lo designa Padre (o papá, “Abba”).
De este modo Jesús radicaliza la concepción de la paternidad de Dios en un doble sentido: por
un lado su bondad, que se muestra de modo escandaloso a favor de los pobres, de los
enfermos, de los pecadores, de los humillados y doloridos, etc. Por otro lado, desde la relación
de Jesús con el Padre; todos los creyentes y todos los seres humanos pueden ser considerados
como hijos de Dios, como hijos del Padre, pero Jesús se diferencia por el hecho de que se
muestra como Hijo del “Abba”, de modo singular y exclusivo. Esta relación paterno-filial abre un
horizonte insospechado, que no se podía percibir en el Antiguo Testamento y que ahora irrumpe
con toda su fuerza.
Además de esta relación con el Padre, Jesús habla también del Espíritu: es el que le unge para
su misión, el que le otorga la fuerza para las obras maravillosas que realiza, el que hace posible
que la salvación que anuncia sea experimentada por sus destinatarios. Esta relación de Jesús el
Hijo con el Padre y con el Espíritu se hace más clara en el acontecimiento pascual: es el Padre
el que resucita al Hijo por el poder del Espíritu, el que revela su gloria en el rostro del
Resucitado, es el Espíritu el don entregado al mundo como garantía de la reconciliación
establecida por el Glorificado.
La vida entera de Jesús, especialmente la Pascua, muestra el protagonismo de Padre, Hijo y
Espíritu. Es lo que recogerá la doctrina trinitaria. Ésta no se levanta sobre el vacío o sobre la
curiosidad intelectual sino que hunde sus raíces en la historia narrada del Nuevo Testamento. La
experiencia salvífica suscita, por tanto, la reflexión trinitaria. El razonamiento que se daba por
supuesto resulta claro y sencillo: esa salvación tendría un fundamento débil y frágil en el caso de
que el Hijo y el Espíritu no fueran más que criaturas, pues ello significaría que Dios queda lejos.
La fe históricamente se veía obligada a dar razón de esta dimensión trinitaria, lo cual no era
posible más que mediante una reflexión doctrinal.
La doctrina trinitaria aparece en los primeros concilios ecuménicos. El segundo Concilio de
Constantinopla, celebrado el 553, es el quinto concilio ecuménico. Éste fue convocado por el
emperador Justiniano en el contexto de controversia con el papa Virgilio y con la intención de
buscarse el agrado y reconocimiento de los grupos monofisitas en Egipto (severianos). Es
conocido, especialmente, por los catorce anatematismos sobre los “Tres Capítulos”. La mayoría
de ellos se dirigen a la cuestión cristológica, que desde el Concilio de Éfeso y Calcedonia había
ocupado el primer plano de la discusión teológica, en detrimento de la trinitaria. El segundo
Concilio de Constantinopla supone, ante todo, una interpretación de la fórmula de unión de
Calcedonia. El primer canon, se refiere a la Trinidad y confirma la fórmula trinitaria elaborada en
Oriente a finales del siglo IV: “Si alguno no confiesa una sola naturaleza o sustancia del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo, y una sola virtud y potestad y Trinidad consustancial, una sola
divinidad, adorada en tres hipóstasis o personas, ese tal sea anatema. Porque uno solo es Dios
y Padre, de quien [proviene] todo; un solo Señor Jesucristo, por quien todo [fue hecho]; y un solo
Espíritu Santo, en quien [existe] todo”.
La terminología trinitaria se ha ido aposentando a lo largo de los siglos desde los dos primeros
concilios ecuménicos. De las afirmaciones dogmáticas en torno a la divinidad del Hijo y del
Espíritu hemos pasado a la fórmula trinitaria expresada en el nuevo lenguaje trinitario, forjado a
lo largo de la segunda mitad del siglo IV hasta el VI. De las ambigüedades iniciales que todavía
podíamos rastrear en los anatematismos de Nicea y en la posterior teología trinitaria, hemos
pasado a una clarificación terminológica: para decir la unidad en Dios se utilizan los términos de
naturaleza, sustancia, virtud, potestad; para decir la trinidad se utilizan los términos hipóstasis o
persona, indistintamente. La unidad está en el orden de la sustancia y la trinidad en el de las
personas. Ambas afirmaciones se conjugan diciendo: “una sola divinidad, adorada en tres
hipóstasis o personas”.
La Teología trinitaria actual, al tomar como punto de partida de su reflexión la Historia de la
Salvación, ha centrado su discurso teológico sobre las personas divinas. Sería bueno no perder
de vista esta perspectiva histórica, pues un concepto excesivamente formal del término persona,
a la larga se volvería contra la significación y fecundidad de la doctrina trinitaria en el conjunto de
la Teología.
Esta Teología trinitaria centrada en la vida interna de Dios sólo se sostendrá si tiene su punto de
partida y su horizonte de comprensión en la historia de la revelación y de la salvación
testimoniada en la Sagrada Escritura y actualizada en la vida litúrgica y sacramental de la
Iglesia. Ahora bien, no es tan importante llegar a una definición formal de persona, cuanto llenar
de contenido concreto cómo es persona cada uno de los protagonistas divinos, Padre, Hijo y
Espíritu, pues aunque utilizamos un único concepto que iguala a los tres, los iguala en lo que a
la vez los diferencia. El Padre es persona de forma distinta a como lo es el Hijo y el Espíritu, y
viceversa.
Es igualmente necesario tener en cuenta que persona no es equivalente a sustancia o
naturaleza; si lo fueran, hablar de tres Personas en Dios equivaldría a afirmar tres dioses. La
persona es relación, referencia, reciprocidad, en el fondo comunión. Por eso la confesión de la
Trinidad proclama que Dios no es soledad, que no es un Dios solitario, sino comunión de
Personas en la que cada uno de los Tres existe gracias al Otro y en función del Otro, como
apertura recíproca y como don mutuo. La Trinidad desvela el ser y el misterio de Dios como vida
en el amor, como el acto de Amar, y por ello como comunión de personas.
La historia de la teología ha intentado recurrir a analogías humanas para acercarse a la
comprensión del misterio trinitario. Si el ser humano ha sido creado a imagen de la Trinidad, es
lógico que en la realidad humana encontremos huellas o vestigios del misterio de la Trinidad.
Dos son las analogías más significativas:
Analogía psicológica: El espíritu humano tiene una estructura trinitaria: la mente se conoce a sí
misma (es decir, da origen a una idea de sí misma); y se ama gracias a que se conoce; el Padre
sería la mente, el Hijo la idea y el Espíritu el amor mutuo.
Analogía del amor: El dinamismo de amar es también trinitario; amar exige un amante, un
amado y a la vez el gozo o la alegría de la comunicación recíproca; el Padre es el que ama
primero; el Hijo, el Amado; el Espíritu, el Gozo que une a quien regala su amor y a quien lo
devuelve como agradecimiento.
Hablar de Dios como Padre, ¿diferencia a los cristianos de las otras religiones?
La originalidad se encuentra en el carácter de la paternidad: Dios ama paternalmente al mundo
en la misma relación de amor que une al Padre con el Hijo. Esta realidad encuentra sus
presupuestos en el A.T pero no se revela con toda nitidez hasta el N.T.
Un padre humano no agota su ser en dar origen al hijo, sino que hace otras cosas y realiza otras
acciones. El Padre sin embargo no es más que el acto de amar dando origen al Hijo. Ello
permite una comprensión más profunda de la realidad en su conjunto: en el origen de todo no
existe el azar o la necesidad, la materia o la energía, sino Alguien cuya identidad es
La fe cristiana no habla simplemente de la paternidad de Dios, sino de Dios Padre. La paternidad
no se refiere a Dios de modo general sino a una Persona en Dios. Es una consecuencia
necesaria de la confesión de fe en un Dios Trinidad, de la revelación del Nuevo Testamento: es
Jesús mismo el que se refería al Padre, del cual no sólo se declaraba como enviado sino como
Hijo por antonomasia en una relación singular y exclusiva. Ahí se enraíza la comprensión
peculiar de Dios como Trinidad.
Ello no significa un debilitamiento de la paternidad de Dios respecto al conjunto de las criaturas.
Al contrario: esa paternidad universal es acentuada y radicalizada por la relación que une la
Padre y al Hijo. Es esa relación de paternidad respecto al Hijo la que permite comprender la
hondura de su relación paternal con todos los seres humanos. Esta perspectiva cristiana
muestra su novedad respecto al monoteísmo judío e islámico; hablan de la bondad y cercanía de
Yahvé o de Alá, pero no alcanzan la intimidad y proximidad, la sensibilidad y solidaridad del
Padre anunciado por Jesús. Nunca lo hubiéramos sospechado si el Hijo no lo hubiera contado
con su vida, con sus hechos y sus palabras.
La novedad cristiana no está por tanto en hablar de la paternidad de Dios. La originalidad se
encuentra en el carácter de esa paternidad: Dios ama paternalmente al mundo en la misma
relación de amor que une al Padre con el Hijo. Esta realidad encuentra sus presupuestos en el
Antiguo Testamento pero no se revela con toda nitidez hasta el Nuevo Testamento.
El anuncio de Jesús es Evangelio porque proclama de modo gozoso ese amor paterno/materno
de Dios a favor de todos los pobres y enfermos, de todos los pecadores y atribulados: su
misericordia y su compasión se hacen presentes en Jesús superando todas las asechanzas de
Satanás y todos los pecados humanos.
El exceso de bondad del padre de la parábola del hijo pródigo (o, mejor dicho, del padre
misericordioso) es el reflejo del Dios que anuncia Jesús. El Evangelio nos muestra al Padre que
actúa de modo providente porque atiende las necesidades de los seres humanos; la oración que
Jesús enseña a sus discípulos como signo distintivo se abre con esta invocación “Padre nuestro
(…)”.
El contenido de la Salvación que ofrece Jesús puede sintetizarse precisamente en el
descubrimiento de Dios como Padre, en la experiencia de filiación: si se confía en el Padre no se
debe tener miedo a las asechanzas del mal; cuando se está en las manos del Padre se adquiere
una libertad insospechada para vender todos las propiedades y comprar el campo en el que está
la piedra preciosa anhelada; si se contempla el rostro del Padre se descubre a todos los seres
humanos como hermanos, incluso a los enemigos; de la bondad del Padre se puede esperar sin
angustia el perdón de los pecados y la alegría de la una vida nueva, “Estáis salvados” significa
realmente: “sois hijos del Padre, vivid como tales”.
Jesús proclama con claridad que Dios es el Padre de todos, y que esa paternidad se manifiesta
como bondad y misericordia. Pero Jesús establece una clara distinción entre esa paternidad
universal y la que le corresponde a él. El lenguaje de los evangelistas es muy cuidadoso al
respecto: Jesús habla con frecuencia de “mi Padre” y de “vuestro Padre”: Jesús no se incluye
sin más con los discípulos en la oración “Padre nuestro”. Lo muestra con claridad en las
palabras con las que se dirige a María Magdalena a raíz de la Resurrección: “Subo a mi Padre y
a vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”.
Esta diferencia debe ser analizada con atención porque nos indica la conciencia que Jesús tenía
de sí mismo y de Aquel que le había enviado. Varios indicios permiten entrever ese misterio de
la personalidad de Jesús: la frecuencia con que se retira a orar en soledad con el Padre, la
serenidad con la que pronuncia su mensaje como proveniente del mismo Dios, la autoridad con
la que interpreta la intención de Dios en las Escrituras, la confianza con la que realiza obras
maravillosas que sólo son accesibles a Dios, la espontaneidad con la que implica a Dios en sus
propias acciones y comportamientos, etc. En este conjunto de actitudes se apoya afirmaciones
como “quien me ve a mí ve al Padre, “nadie va al Padre más que a través de mí”.
Jesús se ve referido enteramente al Padre: Él le ha enviado, de Él ha recibido la misión que
debe llevar adelante en el mundo. Esa misión podríamos resumirla de modo sencillo: contar
quién y cómo es el Padre. Por eso su oración se levanta como una invocación de alabanza y de
acción de gracias ante la manifestación de su presencia y de su acción en el ministerio de Jesús:
“Yo te alabo, Padre (…) porque has ocultado estas cosas a sabios y entendidos y las has
revelado a la gente sencilla (…) Todo me ha sido entregado por mi Padre y nadie conoce al Hijo
sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quisiera revelárselo”
Este conjunto de datos se condensa en la expresión aramea con la que Jesús se dirige a Aquel
que le había enviado: “Abba” (Mc 14, 36; puede encontrarse también bajo “Padre” en el texto
griego de los evangelios). Esta expresión pertenecía al lenguaje doméstico, era propio de los
niños para dirigirse en la intimidad a sus padres. No era habitual usarlo fuera del hogar, mucho
menos para referirse a Dios. Si Dios es el “Abba”, resulta lógico que Jesús se designe a sí
mismo como Hijo de modo absoluto.
En la Pascua se ve de un modo más profundo y radical que la vida y la acción salvífica de Jesús
sólo se hacen comprensibles desde el Padre, y que Dios no puede ser definido más que como el
Padre de Jesús, el Hijo. El Evangelio de Dios que proclama Pablo es el envío del Hijo para
realizar una acción salvífica que se consuma en la resurrección.
La Resurrección manifiesta que en la acción del Padre resucitando a Jesús se cumple lo que
había anunciado el Salmo 2, 7: “Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado yo”. La confesión pascual
es l proclamación de que el Padre, en el poder el Espíritu, ha resucitado a Jesús. Dios quedará
especificado desde entonces como “Dios Padre que le resucitó de entre los muertos”.
Toda la vida y actividades de Jesús son vistas a la luz de la iniciativa del Padre: es el que hace
posible la encarnación y el envío del Hijo; en su bautismo y en la transfiguración es el que
proclama su identidad como Hijo amado; es el que entrega a Jesús en las manos de los
hombres; es el que estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo; es el que le acoge en su
gloria al morir en la cruz; es el que le devuelve a la vida como fuente de salvación para todos.
A la luz de lo realizado en Jesús a favor de los seres humanos el Padre va desvelando su
verdadera identidad: es el que ama el primero y desde siempre; es el manantial de todo don y de
toda generosidad, que no pueden ser vencidos por ninguna oposición o rechazo; refleja una
capacidad de amar más originaria que todo odio y toda violencia; es el que espera en el hogar a
la humanidad peregrinante. Y ello lo ha dejado ver precisamente a partir de su relación con el
Hijo. Si no hubiera sido por el Hijo nunca hubiéramos comprendido que Dios es así: el Padre se
revela como amor originario y originante.
Las epístolas paulinas no hablan simplemente de Dios, sino de Dios Padre o del Dios Padre de
Jesucristo; asimismo la experiencia cristiana queda caracterizada por poder invocar a Dios, en el
aliento del Espíritu, como “Abba”, es decir, con la misma intimidad que Jesús: “No habéis
recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, sino que habéis recibido el espíritu de
adopción por el que clamamos: Abba, Padre” (Rom 8, 15).
Lo que hemos visto en el relato del Nuevo Testamento nos permite hablar de una relación entre
el Padre y el Hijo (generación) que no ha podido comenzar en el tiempo. Esa relación pertenece
al ser mismo de Dios, pues Dios debe ser comprendido cristológicamente. Esa relación o
generación por tanto es eterna. Ello nos permite comprender que Dios no es un ser solitario sino
comunión: el Padre y el Hijo (con el Espíritu) en un amor recíproco e inagotable.
La tradición teológica ha presentado al Padre como fuente y origen de la divinidad, como el
principio sin principio del que proceden el Hijo y el Espíritu. Este “ser origen” que caracteriza al
Padre podemos formularlo siguiendo a Hilario de Poitiers: el Padre es donación eterna, el acto
insuperable de generosidad y de comunicación, en virtud del cual existe (es engendrado) el Hijo.
De otro modo podríamos decir: es el que ama, el primero, el que da origen al acontecimiento de
amar que es la Trinidad. Si Dios no es más que el acto de amar, el Padre protagoniza ese acto
de amor dando origen al Hijo como destinatario de toda su capacidad de amar.
La identidad del Padre está en su acto de engendrar al Hijo. La persona del Hijo es el mismo
acto de ser engendrado desde el amor del Padre. Dios se manifiesta en las personas del Padre
y del Hijo como el Dios que se da y que ama, al mismo tiempo, en un único acto trinitario.
En esto se muestra lo que es realmente la paternidad a diferencia de la experiencia humana. Un
padre humano no agota su ser en dar origen al hijo, sino que hace otras cosas y realiza otras
acciones. El Padre sin embargo no es más que el acto de amar dando origen al Hijo. Ello
permite una comprensión más profunda de la realidad en su conjunto: en el origen de todo no
existe el azar o la necesidad, la materia o la energía, sino Alguien cuya identidad es amar de
modo generoso y fecundo.
Todas las personas somos hijos de Dios, ¿el carácter filial de Jesús es diferente al resto de
los seres humanos?
El símbolo de la fe, después de haber presentado al “Dios Padre todopoderoso”, confiesa a
Jesús “su único Hijo nuestro Señor”. El Jesús cuya vida narran los evangelios es confesado
como Hijo del Padre. Uno y otro van íntimamente unidos: Dios puede ser designado como Padre
por su relación de paternidad con el Hijo; Jesús puede ser designado Hijo por su relación filial
con el Padre.
Esta convicción de fe no hace más que recoger lo que narra el Nuevo Testamento. El Hijo no
tiene otra misión que desvelar el modo de ser del Padre. Aquí radica la función reveladora de
Jesús: nadie ha visto al Padre, que es invisible, sólo el Hijo, y él nos lo ha contado. Con claridad
lo expresa el comienzo de la carta a los Hebreos, recogiendo a la luz de Jesús la Historia entera
de la Revelación: Dios ha hablado a lo largo del tiempo a nuestros padres, muchas veces y de
muchas maneras, pero únicamente nos ha hablado por medio de su Hijo, nos ha hablado como
Hijo en forma filial. Esta función reveladora de Jesús es posible por la relación íntima de amor
que une al Hijo con el Padre, y que lleva a designar a Jesús como Hijo del amor.
Es lo que da todo su relieve al relato evangélico: lo que Jesús dijo e hizo es obra no
simplemente de un profeta o de un hombre especialmente cualificado, sino de la acción de Hijo.
Por eso la experiencia salvífica que ofrece a los hombres es también de carácter filial: sois hijo
del Padre y por tanto hermanos.
La confesión de Jesús como el Hijo refleja la autoconciencia de Jesús y el carácter de su misión
salvadora. Es la designación que muestra su identidad más profunda, su carácter divino. Pero
conviene situar esa designación entre la abundancia de nombres (designaciones, títulos) que el
Nuevo Testamento aplica a Jesús.
Sus contemporáneos le consideran un profeta, algunos veían en él al Mesías, no faltaba quien
veía en él a Juan Bautista retornado a la vida, y Jesús mismo se aplicaba la designación Hijo del
hombre. Sobre todo a partir de su muerte y Resurrección hubo una auténtica eclosión de
designaciones: el Justo, el Siervo, el Camino, la Verdad, Señor, la Vida, la Sabiduría, el Logos,
etc.
Es necesario hacer una triple observación: todos ellos provienen de la terminología
veterotestamentaria, designan aspectos importantes de la actividad de Jesús y expresan alguna
dimensión esencial de la experiencia salvífica suscitada entre Jesús, el Hijo del amor sus
seguidores. En consecuencia, cada uno tiene su importancia, sería un empobrecimiento que se
perdieran o difuminaran. Entre todos ellos, sin embargo, el Hijo adquiere una relevancia especial
como nombre propio de Jesús, el que da sentido y unidad a tal variedad de designaciones. Cada
persona se la puede designar de muchas maneras (trabajador, amigo, padre, primo, afiliado a
una asociación, etc.) pero todas ellas tienen su eje en el nombre propio, que esconde y a la vez
refleja el misterio de su persona y la unidad de sus funciones y relaciones.
La actividad de Jesús, la pluralidad de nombres que se le atribuyen, su capacidad salvífica,
plantea la cuestión acerca de su exacta relación con el Padre. La respuesta se insinúa con
claridad a partir de la Pascua, cuando se impone la pregunta ya ineludible: ¿quién es en realidad
Jesús?, ¿cómo se explica la relación singular con el Padre que se hace patente en su
Resurrección?, ¿a qué se debe que no podemos considerarlo meramente un hombre sino que
debemos adoptar ante él la misma actitud de adoración que adoptamos ante Dios?, ¿dónde
encuentra su raíz última la relación de filiación que le une con Aquél que le ha enviado? Estos
interrogantes concluyen en la afirmación de la divinidad de Jesús.
Para expresar su carácter divino la designación Hijo se ofrece como la más precisa y la más
comprensible. A raíz de la Pascua se confiesa a Jesús como “Mesías”. Pero no parecía
suficiente, ya que el Mesías no era más que un ser humano. Se le confiesa asimismo “Señor”,
nombre reservado hasta entonces a Yahvé, para indicar que a Jesús podían aplicársele atributos
y rasgos divinos (y la adoración por parte de los creyentes). Esta designación es un paso
decisivo, ya que sitúa a Jesús en el ámbito específicamente divino. Jesús es vinculado a la
acción creadora de Dios el Señor. Esta osadía intelectual, apoyada en la fe y en el arrojo
salvífico, deberá ser pensada y precisada por los creyentes. Tenían que dar razón de su fe a
quienes les acusaban de blasfemia por convertir a un hombre en Dios. En esta acusación se
esconde una fuerte objeción: si se confiesa a Jesús como Señor y a la vez también a Yahvé,
¿no implica ello reconocer la existencia de dos dioses?, ¿o se trata en el caso de Jesús nada
más que de una divinidad inferior, subordinada?
La vía de salida entre estas dificultades requieren un doble paso: en primer lugar reconocer la
preexistencia de Jesús; en segundo lugar, mostrar la superioridad de Jesús respecto al resto de
los hijos o figuras mediadoras de Dios. La idea de preexistencia pretende indicar que la relación
paterno-filial que une al Padre y a Jesús no comenzó en el tiempo, a partir de su nacimiento, de
su bautismo o de su Resurrección. Esa relación pertenece al ser mismo de Dios, a su eternidad.
Dios es (en cuanto Dios) Padre e Hijo. Dios no puede ser definido más que cristológicamente, un
cristiano no puede hablar de Dios más que como Padre de Jesús. Y lo que es aún más
importante: Dios en su intimidad, en su vida auténtica, no es un ser solitario: es comunión, la
comunión del Padre y del Hijo del amor (en el gozo del Espíritu). Jesús es por tanto Dios Hijo,
partícipe del señorío de Dios en cuanto Hijo. Y es Hijo eternamente, no creado o adoptado en el
tiempo, sino engendrado por el Padre en virtud de su divinidad. Esta reflexión se va
profundizando a medida que se compara la función y la identidad de Jesús respecto a otras
figuras que habían actuado como mediadores y que también habían sido considerados hijos de
Dios: Adán, Abraham, David, Moisés realizaron una función importante, pero incomparable con
la de Jesús (ellos fueron siervos, Jesús el Hijo). Lo mismo puede decirse de la Sabiduría, de la
Ley, de la Palabra. Habían realizado una importante función mediadora y reveladora del designio
de Dios, pero quedan superadas por Jesús: él es la Sabiduría; él es la Palabra. Jesús en
definitiva es el Hijo único, el único al que se le dijo: “Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy”
El acontecimiento de la Resurrección, la donación de una Vida que vence la muerte, es el reflejo
o la analogía que permite comprender el acto de generación por el que el Padre da origen al
Hijo: Dios resucitó a Jesús dando cumplimiento al engendramiento anunciado. El Padre le da la
Vida en su Resurrección como reflejo del acto en virtud del cual le engendró (le dio la Vida) en la
eternidad. La afirmación de la preexistencia de Jesús en cuanto Hijo así como su carácter divino
debió ser conjugada con el monoteísmo bíblico, con la unicidad de Dios.
En primer lugar hubo que rechazar las opiniones que lo concebían como un hombre dotado de
cualidades extraordinarias y adoptado por Dios como hijo (adopcionismo), y asimismo su
presentación como un ser intermedio entre el Dios transcendente y el mundo
(subordinacionismo). Estas concepciones fueron rechazadas porque alteraban la fe vivida por la
Iglesia y expresada en la liturgia.
Con los concilios ecuménicos ya vistos se concluyó que Jesús es el Hijo de Dios, y no tenía otra
finalidad como Hijo que mostrar lo que significa ser Hijo y, de este modo, quién y cómo es el
Padre.
Si el Padre en la lógica del amor personal de Dios es el ser como donación total, es decir, que su
ser de Padre consiste en darse de tal manera que constituye al Hijo en cuanto Hijo, el Hijo,
dentro de esta misma lógica, es el ser comprendido como acogida y recepción. El Padre es
entregándose y el Hijo es recibiendo y acogiendo, pero al identificarse su ser con la recepción
pura del ser del Padre, esta recepción verdadera consiste, a su vez, en ser trasposición y
donación de su ser a otros. El Hijo no se entiende a sí mismo desde sí mismo, sino desde su
capacidad de recibir. Ahora bien, si el Hijo es recepción del ser del Padre y este es pura
donación (preexistencia), la recepción como forma del ser del Hijo eterno se revelará en su
donación en la historia (proexistencia).
¿Cómo se manifiesta el Espíritu Santo?
La fe confiesa al Espíritu Santo como Dios, como la tercera Persona de la Trinidad. El símbolo
de fe incluye desde el principio una tercera parte dedicada al Espíritu. Inicialmente era muy
breve, como se percibe en el símbolo del concilio de Nicea (325): “Y en el Espíritu Santo”. El
símbolo niceno-constantinopolitano explicita esta breve referencia: “Creo en el Espíritu Santo,
Señor y dador de vida, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo es adorado y
glorificado”. Esta ampliación supone la controversia sobre la identidad y la divinidad del Espíritu
Santo, y opta por una terminología de sabor bíblico y litúrgico (evitando tecnicismos filosóficos).
El Credo recitado actualmente en la eucaristía de la Iglesia Católica contiene una ligera
añadidura: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo
(Filioque), que con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado”. La inserción de la expresión
“Filioque” constituye una de las cuestiones doctrinales que separan a la Iglesia Católica de la
Iglesia Ortodoxa.
El reconocimiento de la divinidad del Espíritu fue más lento que el del Hijo. Ello se explica
porque su identidad parece más difuminada ya que carece de una imagen visible (a diferencia
del Padre y del Hijo) y parece una fuerza impersonal más que un protagonista personal. El
Nuevo Testamento está saturado de la acción y la presencia del Espíritu. Está escrito en el
Espíritu. A él se le atribuirá el carisma de la inspiración de los autores sagrados. En la Iglesia
primitiva experimentaban la salvación como donación del Espíritu y de sus dones. No obstante
resulta difícil precisar en qué medida las referencias al Él formaban parte del mensaje de Jesús.
No faltan autores que consideran que las alusiones al Espíritu presentes en los sinópticos no son
originales de Jesús, sino de la interpretación teológica posterior. Tal afirmación resulta
excesivamente tajante.
Parece una hipótesis desmesurada, pues supondría que Jesús vivió al margen de las
preocupaciones de sus contemporáneos. En los círculos religiosamente más sensibles era una
interpelación angustiosa la ausencia del Espíritu, dado que no suscitaba profetas. La irrupción
del Bautista y la conciencia de novedad que aportaba Jesús no podían eludir la referencia al
Espíritu. Es probable que Jesús evitara referencias muy abundantes y muy directas ya que
podían suscitar expectativas mesiánicas erróneas o exaltadas.
Hay indicios sin embargo para reconocer su presencia en la acción, en el mensaje y en la
autoconciencia de Jesús:
El acontecimiento pascual es el momento de la victoria definitiva, tras la última batalla contra el
odio que rodeaba la cruz y tras el abismo que envolvió la muerte de Jesús. Eso se traduce, por
un lado, en que ha llegado el momento de comunicar de modo pleno el Espíritu como signo de
que la historia ha alcanzado un período de consumación, y por otro lado para que se perciba la
fuerza del Espíritu en el acto de la Resurrección de Jesús.
“no había Espíritu” antes de la Resurrección de Jesús, lo cual significa que a partir de entonces
actuó en todo su esplendor. El acontecimiento de Pentecostés, protagonizado por el Espíritu, es
interpretado como el cumplimento de la profecía de Joel. La acción del Espíritu se hace patente
sobre todo en el acontecimiento de la Resurrección. No aparece siempre de modo explícito.
Pero su presencia se reconoce cuando se habla del Espíritu de Aquél que resucitó a Jesús de
entre los muertos, o que Jesús Resucitó por la Gloria del Padre, que “volvió a la Vida por el
Espíritu ”o que “el crucificado en debilidad vive por el poder”.
Jesús, en sintonía con la Tradición, asegura a sus discípulos que el Espíritu les sostendrá y les
iluminará en los momentos de dificultad-
Jesús advierte que podrán ser perdonados todos los pecados salvo el que se cometa contra el
Espíritu Santo, ello resulta comprensible, dado que el Espíritu es la presencia y cercanía de
Dios, es la exclusión de un Dios que sólo puede acercarse a través de la libertad humana.
La referencia al Espíritu se percibe con más claridad en la acción milagrosa de Jesús. El término
griego utilizado para designar estas acciones sorprendentes y maravillosas de Jesús (“dynamis”,
que se puede traducir por fuerza o energía) es vinculado al Espíritu, que actúa como fuerza
sanadora y renovadora. Las curaciones consistían fundamentalmente en la expulsión de los
demonios o espíritus malignos, cuya derrota no podía acontecer más que como acción victoriosa
del Espíritu Santo. Esta mentalidad, más o menos revestida de connotaciones mitológicas,
refleja el drama que atraviesa la historia desde la salida del paraíso: la serpiente (o Espíritu del
mal) ha de ser derrotada por el Espíritu del Dios Santo. Jesús hacía palpable en sus gestos y
palabras que el Espíritu Santo va anticipando la nueva creación y destruyendo los espíritus
malignos.
La fe pascual no puede ser proclamada sin incluir al Espíritu. Si la Resurrección es reflejo de la
generación del Hijo por el Padre, el lógico que también en la generación eterna esté presente el
Espíritu.
Si a la luz de la Pascua se hace tan patente el protagonismo del Espíritu en la situación
glorificada del Hijo, es comprensible que se contemple la historia de Jesús desde la acción del
Espíritu, porque a él se le había dado el Espíritu sin medida, Todo el itinerario vital de Jesús está
aleteando y hecho posible por el Espíritu: interviene para que María pueda concebir a Jesús; le
empuja o lleva al desierto para que se confronte con el anti-Espíritu; le unge en el bautismo para
capacitarlo de cara a la misión y para ello lo conduce a Galilea; inunda de gozo a Jesús para
alabar y agradecer al Padre por las maravillas de su acción; capacita a Jesús en la entrega de
su vida hasta el final.
La acción salvífica del Resucitado se abre camino en el mundo gracias al Espíritu. Es el que,
podríamos decir, hace a Jesús salvador siempre en acto, de modo universal y permanente: es el
que le otorga el poder que ejerce a partir de la Resurrección, el que le convierte en “espíritu que
da vida”. Hasta tal punto llega esta implicación mutua que Pablo llega a afirmar: “El Señor es
Espíritu”. El Espíritu es la garantía de la salvación y el origen de los dones que edifican la Iglesia.
El Espíritu se hace conocer especialmente en sus efectos manifestaciones, en la experiencia
salvífica del creyente individual y de la comunidad eclesial. Ni habla de sí mismo ni deja ver su
rostro. No se desvanece como una imagen para ser contemplada sino como la luz en la que
contemplamos la realidad. No se deja encerrar ni en un concepto ni en un lugar, pues, sopla
donde quiere y cuando quiere. Su carácter evanescente se manifiesta incluso en su nombre, ya
que parece no designar nada particular ni propio: también el Padre y el Hijo son espíritu y santo.
¿Cómo identificar por tanto el carácter personal del Espíritu?, ¿no basta con considerarlo como
la fuerza con la que Dios salva?
Ya desde el principio la literatura cristiana mostraba cierto grado de imprecisión y de
ambigüedad: cuando hablaban del Espíritu se referían frecuentemente a Dios en cuanto Espíritu,
a Jesús en cuanto ser divino y salvador, al aliento que transforma a los bautizados y mueve a la
Iglesia.
La lectura del Nuevo Testamento permite sin embargo reconocer su protagonismo, lo cual
permite identificarlo como un “él” que actúa y puede ser interpelado: él es quien da testimonio de
que somos hijos, actúa como abogado y consolador, es maestro que enseña y ayuda a
profundizar en lo que se experimentado, clama desde el corazón de los creyentes, interpela a la
comunidad antioquena para que envíe como misioneros a Pablo y a Bernabé, invoca con la
Iglesia entera la venida definitiva del Señor.
Es significativo el relato de los Hechos de los Apóstoles, que parece protagonizado por el
Espíritu: a la vez es don comunicado y sujeto activo, es enviado para animar a la Iglesia y a la
vez es quien envía para desarrollar el proyecto evangelizador. La Iglesia, desde Pentecostés,
vive en el Espíritu, gracias al Espíritu.
El Nuevo Testamento refleja con claridad la tendencia de incluir al Espíritu como uno de los Tres
protagonistas de la Historia de la Salvación. Mt 28, 19 anuncia un bautismo en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu. 2 Cor 13, 13: el don salvífico incluye la gracia del Hijo, el amor del
Padre y la comunicación del Espíritu. La triada divina no puede excluir al Espíritu, porque en tal
caso no sería completa o perfecta la salvación. Esta convicción es la que se mostrará en la
práctica litúrgica eclesial: el bautismo se celebra también en el nombre del Espíritu, la eucaristía
se convierte en el memorial del Señor por la invocación del Espíritu, el símbolo de la fe debe
incorporar el artículo referido al Espíritu, la oración eclesial va dirigida al Padre por el Hijo en el
Espíritu. La práctica eclesial vive de un argumento decisivo: si nuestra salvación es auténtica, y
ha sido operada por el Espíritu, éste no puede ser considerado una criatura, pues en tal caso
nuestra certeza será destruida.
Estas convicciones condujeron a la formulación dogmática del primer Concilio de Constantinopla
(año 381). Para ello debieron superar las objeciones de los enemigos del Espíritu Santo: tras la
afirmación de la divinidad del Hijo en el concilio de Nicea (325) surgió una fuerte tendencia que
(aún reconociendo muchos de ellos la divinidad del Hijo) planteaba objeciones al carácter
personal, y por ello divino en sentido estricto del Espíritu. Los grandes padres de la Iglesia como
Atanasio, Basilio o Gregorio de Nazianzo, refutaron tales argumentos a partir del dato bíblico, de
la tradición de la fe, de la vida eclesial y de la experiencia salvífica.
El gran problema teológico seguirá siendo desde entonces fijar el carácter o propiedad personal
que caracteriza al Espíritu respecto al Hijo y, en consecuencia, su relación exacta con el Padre.
Parecía fácilmente comprensible y aceptable que el Hijo sea definido como engendrado, y que
su relación con el Padre sea designada como generación. Para el Espíritu no se contaba con
apoyos semejantes. “Os enviaré de parte del Padre el Espíritu de verdad que procede del
Padre”. Así como el Hijo procede del Padre por generación, el Espíritu (simplemente) procede.
La Teología ha intentado precisar la diferencia entre generación y procedencia, entre ser
engendrado y proceder.
La explicación más común es la que elaboró San Agustín: el Espíritu es el amor mutuo de Padre
y de Hijo.
¿Por qué ha creado Dios al mundo?
Para los cristianos, la Creación es el escenario de Dios en la historia. Frente a una Teología
acósmica, centrada en el hombre, hoy se tiende a la recuperación del diálogo con el cosmos y la
naturaleza. Dios es Dios de todo el universo; de lo contrario, no es Dios, aunque lo esencial de
su preocupación se centra en el hombre. Pero al hombre hay que devolverle el cosmos; para ser
hombre, necesita del cosmos. Esta recuperación del cosmos para la Teología no se da tanto
desde el plano científico (la evolución) o desde el plano filosófico (la categoría de causalidad),
cuanto desde el plano teológico, pues la Creación no es objeto de una proposición científica o
filosófica, sino de una confesión de fe.
Hablar de la Creación es constitutivamente y al mismo tiempo hablar de Dios y del mundo: el
Dios de la Creación y el cosmos del hombre.
Pero hablar de una Teología de la Creación hay que tener claro:
El mundo no tiene fin en sí mismo, sino en Dios, porque si Dios, al crear, pretende como fin
último el bien de la creatura, se hace en cierto modo dependiente de ella, lo cual está en
contradicción con la transcendencia de Dios.
Dios no se beneficia en nada de la Creación, ni busca nada en ella. Su infinitud y felicidad
intrínseca no permite suponer que busque algo fuera de sí. Cuando se afirma que Dios Crea
para su Gloria no hay que entender esta expresión como si Dios buscase algo en lo no-divino,
que de alguna manera contribuyera a su perfección. Hay que evitar el equívoco de que el fin
intrínseco de lo creado –la Gloria de Dios- sea el fin extrínseco del acto creador. Afirmar, en
suma, que Dios crea por y para sí es afirmar que Dios crea para darse, para comunicar lo suyo,
para perfeccionar, y no para darse a sí mismo algo o para perfeccionarse.
Este problema del fin del mundo ha de comprenderse desde el cristocentrismo de la Creación.
Dios en su estructura íntima trinitaria es esencialmente diálogo de comunicación entre las tres
personas divinas. El Padre, al conocerse, engendra al Hijo. Del amor del Padre y del Hijo
procede –como de un principio único- el Espíritu Santo. En esa intercomunicación –iguales en
naturaleza numérica, distintos en la relación personal- está la perfección infinita de Dios, su
Gloria y su Felicidad.
Esa misma forma de ser, comunicativo, dialogal, le impulsa a salir del cerco de la divinidad para
comunicarse a lo que no es Dios, es decir, al mundo. Por eso la Creación entera es la
autocomunicación de Dios, en virtud de su ser amor. Dios comunica su bondad y, al comunicarla,
la manifiesta. Es la expresión del Vaticano I: “manifiesta su bondad comunicando sus bienes a
las creaturas”. Un único amor con doble término entra en juego como explicación de esa
autocomunicación. Dios se ama a sí mismo y a las cosas creadas por Él. El primer amor –a sí
mismo- no es un acto de complacencia narcisista, ni el segundo –amor al mundo- está motivado
por el interés. Dios ama al mundo no con un amor de “eros”, que busca la propia felicidad en el
otro, sino de “ágape”, que comunica al otro la felicidad propia, para hacerlo dichoso, sin buscar
nada a cambio.
La Creación brota del mismo ser de Dios, que por ser esencialmente amor tiende a comunicarse.
Por eso la Creación es la revelación del amor de Dios. “En una palabra, la fuente y la
interpretación de la revelación coinciden en que la creación brotó del amor lleno de sabiduría del
creador”.
En este proceso de autocomunicación de Dios a lo no divino el hombre ocupa un puesto
excepcional entre todas las creaturas. Él es la imagen más perfecta de Dios por su racionalidad,
participa de una manera especial de la autocomunición de Dios y puede captar los destellos de
esa divinidad en las cosas creadas. El hombre, corazón e inteligencia del mundo, es el espacio
en el que el amor comunicativo de Dios puede ser aceptado en amistad, mediante una respuesta
libre. El hombre es el que puede devolver a Dios la gloria que reverbera en las cosas creadas. El
hombre es el centro y la cúspide de la Creación.
La suprema autocomunicación de Dios se realiza en la Encarnación. A la humanidad de Cristo,
parte del mundo creado, se le entrega la divinidad en el Verbo de la manera más perfecto que
darse puede. La unión hipostática es la unión más completa y perfecta entre Dios y el mundo.
Visto desde lo creado, la
Encarnación es la máxima participación de la creatura en los bienes comunicados del Creador y
la suprema manifestación de la Gloria de Dios. Toda la vida de Jesús se convierte en revelación
y glorificación de Dios. Su cota más alta es su muerte y su Resurrección.
Este Cristo Glorioso es el lugar de encuentro del hombre con Dios. En Cristo se hace posible la
comunicación sobrenatural del amor de Dios al hombre y la participación de éste en el amor del
Padre. Por la fe y el bautismo el hombre incorporado a Cristo recibe la autocomunicación en
manifestación de la Gloria de Dios.
La Gloria de Dios es que el hombre participe, por medio de la Gracia, en el ser de Dios. Esto es
también lo que constituye la felicidad del hombre. Así coincide la Gloria de Dios con el bien de la
creatura. El fin de la creación no es algo distinto del ser de Dios, pero Dios no es más feliz ni
más perfecto por el hecho de que el hombre viva la vida de la Gracia. Es el hombre el que llega a
su madurez con esa participación de Dios en Cristo.
Decir que el mundo ha sido creado para gloria de Dios, que camina hacia Cristo y que el fin del
hombre es la salvación, coincide con la expresión de que Dios crea por amor a sí mismo para
comunicarse a los hombres, sin buscar su propia felicidad. La salvación del hombre es participar
la vida divina comunicada en Cristo. El hombre da gloria a Dios haciendo de su vida un trasunto
de la de Cristo. Todo camina hacia Cristo, porque en él la creación llega a su meta: la
autocomunicación de Dios.
Desde la encarnación se descubre con mayor perfección que el motivo de Dios al crear el mundo
ha sido el amor. Cristo es la explicación de cuanto nos rodea y el que da sentido a la vida de
cada uno y de la historia. El amor de Dios lo llena todo y envuelve la existencia del hombre.
Quien se encuentra con él se siente interpelado a una correspondencia. Por esta razón la vida
del creyente es una respuesta a ese amor, asumiendo como programa de realización la vida de
Cristo. Nos destinó a ser conformes a la imagen de su Hijo (Rom 8, 29).
Cristo glorifica al Padre por el camino de la cruz y es también en ella glorificado. Como él, el
cristiano ha de asumir la propia cruz para llegar a su propia glorificación y dar así gloria al Padre.
Desde esta perspectiva, se comprende que el pecado es un contrasentido en la Creación. No es
respuesta al amor
comunicativo de Dios, sino búsqueda egoísta de uno mismo. Es privación de la Gloria de Dios
(Rom 3, 23). Por eso, la creación se siente esclavizada por él y gime con dolores de parto
ansiando su propia liberación (Rom 8, 22).
La santidad cristiana es el punto de confluencia en el hombre de la gloria de Dios y la felicidad o
perfección de la creatura.