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Dedicado a los que les han roto el corazón y, aun así, tienen la valentía de volver a
amar como si nunca los hubiesen lastimado.
Dedicado a los que saben amar de verdad, ciega e incondicionalmente.
Dedicado a los que les arrebataron la inocencia.
Dedicado a los ignorados, a los subestimados, a los oprimidos, a los despreciados y
a los que fueron utilizados por personas desalmadas.
Dedicado a los soñadores, a los que nunca pierden la esperanza.
Dedicado, sobre todo, a los que no les han dedicado nada.
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LA PRINCESA FLOR
Había una vez una hermosa princesa llamada Flor que vivía en lo alto de una torre
perteneciente a un majestuoso castillo, dentro de un increíble reino, el cual era regido
por el rey Horacio II y la reina Josefina VI. Ambos eran amados por todos los
habitantes, puesto que eran muy buenas personas, tan buenas que deseaban que su hija
se casara con algún vasallo y no con el primogénito de otro rey, práctica muy común
en aquellos tiempos para traer paz y prosperidad a los diferentes territorios aliados.
Sin embargo, aunque el rey Horacio II y la reina Josefina VI respetaban y eran
respetados por todos los plebeyos, tenían miedo de que su hija, al crecer, se enamorara
de un hombre indigno, es decir, que no estuviese a su nivel. Los años se fueron sin mirar atrás y, un día, cuando la princesa cumplió la edad
suficiente, pasó lo inevitable y se enamoró de un caballero que cabalgaba
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deliberadamente muy cerca de la torre. Emocionada, de inmediato buscó a sus padres
para contarles su descubrimiento.
El rey y la reina estaban felices por la ilusión que le causaba aquel acontecimiento a
la princesa; pero también estaban muy preocupados por lo que pudiese llegar a
sucederle, ya que ellos la seguían viendo como a una pequeña niña inocente.
Sorpresivamente, y para buena suerte de todos, la relación marchó sobre ruedas desde
el primer instante. No obstante, luego de unas semanas que transcurrieron con
normalidad, el rey tuvo que dejar sus territorios por un tiempo, pues debía emprender
un viaje para negociar algunos tratados con los reyes vecinos; y a su regreso, se
percató de que en El reino del Sol algo había sucedido…
El castillo se encontraba intacto, las puertas del reino permanecían custodiadas, los
habitantes caminaban sin preocuparse, mas las ventanas de la torre donde dormía la
princesa Flor, únicamente las ventanas de esa torre, estaban selladas con maderos y
cadenas… Las noticias apenas comenzaban.
Al llegar al portal de la gran muralla, uno de los guardias se acercó al rey para
susurrarle al oído. Y así fue como se enteró, con una semana de retraso, de que la
princesa Flor y su caballero ya no estaban juntos... De hecho, este último ni siquiera
se encontraba en el reino. Muchos decían que se le vio huyendo muy asustado y sin
uno de sus brazos. Otros más contaban que había sido una pierna la que le faltaba. Sin
embargo…, nadie sabía la verdad...
Enterado el rey de aquello, subió muy alegre hasta la torre de la princesa y conversó
con ella durante horas. Lo que ahí se habló sigue siendo un misterio.
Por mucho tiempo se especuló que el rey Horacio II había sido maldecido en otro
reino por uno de sus enemigos, maldición que le impediría tener una vida feliz,
pacífica y llena de herederos. También se murmuraba que, en su afán por proteger a
su hija, salió en busca de un brujo que hechizara la torre donde vivía, para, de este
modo, ahuyentar a todos sus pretendientes, y que lo del viaje para firmar tratados
había sido una vil mentira. Sin embargo, como siempre, nadie sabía la verdad…
Los años no se detuvieron y la princesa Flor siguió creciendo. Desde aquella
conversación con su padre, pocas veces se le vía fuera de la torre; pero entre los
habitantes del reino ya se decía que cada vez se volvía más y más hermosa. Fue por
esa razón que muchos hombres, incluso algunas mujeres, intentaron conquistarla; no
obstante, nadie se atrevía a acercarse demasiado al castillo, ya que se rumoreaba que
el simple hecho de cruzar la valla te arrebataba instantáneamente las energías.
Una tarde, la ahora joven princesa Flor contemplaba el cielo a través de su ventana.
Haciéndolo, no tardó en percatarse de que alguien la observaba. Miró entonces hacia
abajo al sentir una mirada lejana y se sorprendió al advertir de quién se trataba. Era
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un jovencito flacucho y sin chiste; con menos años que ella, inclusive; mas tenía un
gran talento para el dibujo, y era justo lo que estaba haciendo: dibujarla.
La princesa Flor cayó inmediata y perdidamente enamorada de aquel muchacho. Sin
embargo, cuando le gritó un «¡Hola!» desde la torre, su nuevo cortejante salió
corriendo, asustado. Era la primera vez, después de mucho tiempo, que la princesa
Flor sentía unas incontrolables ganas de salir del castillo; quería conocer a ese joven,
y no pensaba esperar a que él por sí solo regresara.
Inmediatamente, la princesa bajó de la torre para hablar con su padre. El rey estaba en
una reunión con sus consejeros; pero eso le importó muy poco a la joven, y terminó
por importarle lo mismo al rey, pues al escuchar la petición de su hija se alegró
bastante, ya que conocía bien a ese muchacho y le parecía un buen hombre para ella.
No obstante, rápidamente intervinieron algunos de los ancianos.
La preocupación de los miembros del consejo era sobre la imagen que ganaría el reino
si la princesa iba tras un plebeyo. «¿Qué pensarán de la familia Real los territorios
aliados… o, peor aún, los enemigos?», temían. Para evitar tal desprestigio y
menosprecio, los consejeros le sugirieron al rey que organizara una fiesta pública y
rifara algunos obsequios valiosos que, casualmente, ganaría ese muchacho por sus
«propios» méritos... Y así se hizo.
A la semana siguiente, el reino despertó con un inesperado y gigantesco festival que
duró 12 horas completas, llamado «El día del santo pollo vegetariano». Hubo baile,
comida, mucha diversión, regalos y pollos asados gratis para alimentar a todos… No,
no se confundan, los pollos eran los vegetarianos, no las personas del reino que se
comieron a los pollos. Mas dejando a un lado el fraudulento nombre, la verdadera
finalidad era engrandecer al nuevo cortejador, quien, en un concurso de dibujo (donde,
«casualmente», sus adversarios eran niños de 6 años y un anciano sin manos) ganó un
caballo y una elegante armadura. Posteriormente, en una «peligrosísima» y «para nada
improvisada» competencia de eructos (donde, «casualmente», sus oponentes se
rindieron ante la «intimidante» presencia del joven) ganó una majestuosa espada y un
escudo. Y por la noche, en una «fortuita» batalla de baile, se ganó el título de caballero
Real y el honor de clausurar el festival con un vals de la mano de la princesa, a quien
le pidió, con una reverencia, que fuese su novia luego de haber leído un extraño papel
que, «casualmente», a uno de los participantes se le había caído cerca de los pies del
vasallo.
Al término de los festejos, el rey, la reina y Flor estaban más que contentos. Por fin
habían encontrado a alguien digno de formar parte de la familia Real. Sólo debían
esperar a que por la mañana se presentara aquel muchacho para pedir la mano de la
princesa como la tradición lo exigía textualmente: «El pretendiente deberá arribar
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cabalgando a los aposentos de la enamorada y arrojará su espada al suelo para clavarla
a los pies del padre y la madre, quienes extraerán la espada de la tierra y se la arrojarán
al caballero para que éste la tome en el aire, en caso de ser aceptado en la familia».
Sin embargo, la mañana terminó y el caballero jamás llegó. Sí lo hizo, por la tarde,
casi al anochecer, justo cuando la princesa Flor estaba al borde del llanto, y el rey al
borde de la ira; pero lo hizo: el muchacho apareció rebotando violentamente con la
mitad de la armadura mal puesta y cayéndose de su hermoso corcel nuevo, el cual no
llevaba ni la montura ajustada.
Decepcionado; no obstante, tratando de guardar la calma, el rey Horacio II le hizo
señas al antes plebeyo para que arrojara la espada; mas éste ni siquiera la podía, y sólo
la dejó caer a un lado de su caballo. Después de un suspiro, el rey se acercó con la
cabeza agachada, tomó el arma y se la dio en la mano.
Aquel jovencito no estaba acostumbrado a tanto… ni a tan poco. Los protocolos, los
bienes materiales, la realeza, los animales, la fuerza física…, en fin, ese vasallo
disfrazado de caballero era tan insignificante que daba pena ajena el sólo verlo, mas
para la princesa Flor aquel muchacho era como haber encontrado un diamante entre
las rocas. Y debido a que el rey y la reina podían ver ese amor puro en los ojos de su
hija, decidieron cerrar los suyos cada vez que notaban una torpeza por parte de su
nuevo yerno.
El romance de la princesa con el caballero de los dibujos fue la envidia del reino. Por
donde pasaban, las flores crecían; donde hablaban, los niños reían; donde se
abrazaban, las nubes se iban. Todo era felicidad y nada más que felicidad. Sí, tuvieron
discusiones, algunas pequeñas discusiones como toda pareja; sin embargo, nada que
no pudiesen resolver con amor, ya que ambos se amaban intensamente, a tal grado de
nunca estar el uno sin el otro: caminaban juntos, viajaban juntos, dibujaban juntos,
bailaban juntos, jugaban juntos, comían juntos, dormían juntos, bueno, hacían todo en
pareja. Y posterior a dos años de sonrisas y nada más que sonrisas, una noche, antes
de que el raquítico caballero le propusiera matrimonio a la princesa Flor, algo terrible
sucedió.
Nadie supo a ciencia cierta por qué pasó lo que pasó ni qué fue exactamente lo que
aconteció; pero a las 23 horas, cuando la paz y la tranquilidad envolvían a El reino del
Sol, se escuchó un rugido, luego el grito de una niña, después otro rugido y al final
nada…, silencio, sólo silencio…
Al amanecer, el habitual bullicio del reino había sido reemplazado por un murmullo
constante. Todos hablaban de aquellos ruidos nocturnos en el castillo. Los únicos que
no mencionaban nada eran los habitantes de éste. De hecho, ninguna ventana se abrió
durante semanas. No obstante, dicen por ahí que no hay pueblo que se le resista al
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circo, y los plebeyos no tardaron en especular e inventar historias al respecto. La más
conocida era que la maldición que alguna vez trajo consigo el rey había vuelto a
atormentar la felicidad de su familia; mas la versión que menos se contaba, aquella
que pasó a ser un tabú entre la muchedumbre, era que el rey había exiliado a su
próximo yerno en el momento en que éste le cortó algunos dedos por accidente en una
cena. Dicha versión era respaldada por el guantelete de metal reflejante que utilizaba
desde entonces el rey Horacio II. Sin embargo…, nadie sabía la verdad…
El tiempo pasó y los rumores se fueron disipando hasta llegar al punto de quedarse en
el olvido. Pero, desde esa noche, la princesa Flor no asomaba ni las pestañas por las
ventanas del castillo; y algunos decían que si te acercabas lo suficiente a la torre,
podías escuchar su llanto al cumplirse otro año de la desaparición de aquel enclenque
muchacho.
Por su parte, el rey nunca cambió el semblante. Tal vez se le vio un tanto nervioso el
primer día; no obstante, con suma facilidad se recuperó y dejó en el pasado lo que sea
que en verdad había sucedido aquella noche. Y dos años más tarde, la historia parecía
repetirse…
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EL TERCER CABALLERO
Era una tarde de enero. El Sol en el reino ya no se encontraba. Esa noche ni siquiera
hubo Luna que lo presenciara. Pocos, y no humanos, fueron los afortunados que
atestiguaron aquel mágico instante. La princesa Flor había salido a deambular por el
bosque, como ya era costumbre desde hace varias semanas atrás: abandonaba la torre
a hurtadillas con la cabeza cubierta por un velo rosa, caminaba en silencio por
callejones, pretendiendo no llamar la atención de nadie, y se adentraba en el bosque
lo más rápido posible con la finalidad de perderse entre la vegetación. Allí, en soledad,
caminaba durante cuatro horas enteras, buscando o esperando, buscando o esperando
quién sabe qué cosa; pero buscando o esperando. Y si algún plebeyo se topaba con
ella fortuita o deliberadamente, era una decreto Real no escrito el reverenciarla y
alejarse de inmediato en silencio, pues se temía entre los lugareños que el rey tomara
represalias contra aquellos que se atrevieran a dirigirle la palabra y, con más razón,
contra aquellos que osaran preguntarle algo sobre su desaparecido caballero. Aunque,
a decir verdad, todo eso ya no importaba, pues esa fría y ventosa noche fue la última
en que la princesa Flor salió a caminar sola al bosque.
Al llegar la joven al riachuelo que atravesaba la floresta, se sentó pensativa en el borde
del pequeño puente de madera y bajó los pies unos momentos para sentir el agua
acariciando sus dedos. No habían pasado ni dos segundos de eso cuando una traviesa
ráfaga de viento le arrebató el velo y dejó al descubierto el color de sus cabellos. Para
sorpresa del reino, si hubiese estado presente para verlo, la hermosa cabellera de la
princesa Flor ya no era negra, sino blanca; mas no en su totalidad, pues las raíces
seguían siendo azabaches.
—Disculpa… ¿Esto es tuyo?
Una voz se escuchó a espaldas de la joven, lo cual la hizo estremecerse. Al voltear,
casi se arroja al agua del susto por ver solamente una silueta con la cabeza desfigurada.
—¡¡AAAH!!... … … Oh… No es tu rostro… Pensé que tú…
—No, mi cara no es rosa.
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Aquella silueta le pertenecía a un sujeto relativamente alto, no muy fornido, no muy
flaco. Tenía el cabello alborotado y más con ese viento que le arrojó a la cara el velo
de la princesa, que sostenía ahora en su mano.
—G-gracias por… recuperarlo.
—No me lo agradezcas. Hace mucho deseaba una tela como esta para taparme la boca
al cabalgar, así que no pienso entregártelo.
—Pero me pertenece.
—Te pertenecía —aclaró el muchacho alzando un dedo. La princesa no lo sabía
todavía; sin embargo, aunque ese joven se veía más grande, en realidad tenía un par
de años menos que ella—. Normalmente, cuando pierdes algo, deja de ser tuyo.
—Eso no es…
—El viento te lo quitó y lo puso en mi camino. Esa es la forma en que la naturaleza
decreta que algo dejó de pertenecerte y pasó a ser de otra persona —atajó. Y cuando
Flor se disponía a rebatir, el joven prosiguió, mirando el firmamento—. No obstante,
las estrellas dicen que hoy es tu día de suerte. Te lo regalo… El rosa no es mi color.
—Eso no tiene ningún sentido —opinó la princesa, desconcertada.
—Lo sé —dijo el muchacho entre risas—. Sólo bromeaba.
Flor lo miró en silencio, incrédula y un tanto aburrida.
—… No eres muy gracioso que digamos —le dijo.
—¿Eh? ¿En verdad fue un mal chiste? —preguntó el muchacho, nervioso; y Flor
asintió con la cabeza.
—Un poco. Gracias de todas formas por regresármelo —repuso con un dejo de
indiferencia.
—Oh… Eeeh… No fue nada… —profirió el muchacho mientras soltaba el velo—.
B-bueno… Estemmm… Me…, me llamo Gamaliel… ¿Y tú? —inquirió después, al
ver que un molesto silencio se había apoderado de la conversación.
—Flor.
—¡Vaya! Qué bonito nombre —dijo el joven, sorprendido.
—Oye, gracias —respondió la princesa genuinamente halagada.
—¡¿Qué?! ¿Lo dije en voz alta?… Bueno, sí, es bonito nombre.
—Eeeh… ¿Gracias… de nuevo?
—¿Puedo…?
Gamaliel no esperó respuesta y se apresuró a tomar asiento a un lado de la princesa,
guardando silencio con una sonrisa algo nerviosa.
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—Pues ya lo… Sí, está bien… —musitó Flor, incómoda—. Eres un poco raro, ¿sabes?
—Lo sé —dijo Gamaliel entre risas—. ¿Y qué haces en este extraño y feo bosque tú
sola?
—¿Extraño? ¿Feo? Es el bosque más bonito del reino.
—Mmm… No me parece. En fin… ¿Qué haces aq…?
—Un segundo… —lo interrumpió la princesa entornando los ojos—. No sabías mi
nombre y este bosque te parece extraño. No eres de aquí, ¿verdad? ¿De dónde eres?
—De aquí.
—No mientas. No pareces de aquí.
—Sí, soy de aquí. Nací y crecí en El reino del Sol.
—¿Y cómo es que no conocías mi nombre?
—¿Tenía que sab…?
—¡Soy la princesa Flor! —atajó ésta, sorprendida, mas no indignada.
Gamaliel soltó una carcajada.
—Tú no eres la prin… ceeeee… ¡¿ERES LA PRINCESA FLOR?! —saltó el
muchacho, conmocionado—. ¡Nah! —se relajó—. Tú no puedes ser la dulce princesa
Flor —añadió sonriendo—, aunque fue una buena broma. Admito que lo creí por un
segundo.
—¡Claro que lo soy!
—Sí, y yo soy el rey Horacio I… No, no eres la princesa Flor. La princesa Flor tiene
el cabello negro.
—¡Tenía el cabello negro!
—Mmm… ¿Estás seg…? A ver… Dame un segundo…
—¿Qué...? Deja de mirarme así. Es estresante.
—Mmm… No lo sé… Tengo que admitir que tienes un parecido; pero…, pero… la
princesa Flor es mucho más elegante. Ella sí que sabe vestirse. ¡Y es muy amable! Se
podría ver su amabilidad a dos años de distancia. Te aseguro que la verdadera princesa
Flor no…, no… usaría… esos… ¡Demonios! ¡Es cierto! ¡Eres la princesa Flor! ¡¿Qué
le pasó a tu cabello?! ¡¿Y a tu ropa?!
—Eeeh… ¿Lo pint…? Lo pinté... Sí, lo pinté de blanco porque es la nueva tendencia
en otros reinos. Además, vine al bosque de noche, ¿qué esperabas? No iba a salir con
mis mejores vestidos.
—¡Vaya! —suspiró Gamaliel con una sonrisa de oreja a oreja— ¿Quién iba a pensar
que salir a buscar oro a este feo riachuelo me llevaría a conocer a la princesa Flor en
persona? Tenía años deseando estrechar la mano de una celebridad… Por cierto, te
queda bien ese color de cabello —le dijo tomando su brazo para agitarlo
enérgicamente.
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—G-gracias —contestó la princesa, sonrojada y nerviosa.
—¿Y qué me dices de tu velo? Está hecho de una tela muy fina y resistente. ¿Puedo
quedármelo?... … … Quedár… melo… Velo… Quedármelo… Velo… ¡Oye! Eso
rimó. ¡Jaja! Qué genial —río Gamaliel. Sin embargo, la princesa Flor ni siquiera le
prestó atención—. ¿No? ¿Mal chiste? B-bueno, está bien… ¿Y qué dices? ¿Eh? ¿Eh?
¿Me lo regalas? ¿Sí?
—¿En verdad lo quieres? Es rosa y dijiste que no te...
—Sí, no hay problema. Antes no lo quería realmente; pero ahora que sé que eres la
princesa Flor, quizá pueda sacar un poco de dinero con… Aguarda… ¿Está
autografiado? ¿Tiene algo que garantice su autenticidad?
—No, y ya no pienso dártelo. Por si no lo habías notado, lo utilizo por alguna razón.
—¿Tanto te molesta cómo se te ve el cabello teñido?
—N-n… Sí.
—Bueno, mira, la situación está así: tú eres la princesa Flor. Las princesas no deberían
salir a caminar solas al bosque. Podemos ir por mi caballo, llevarte a tu castillo y
esperar que tu padre, el honorable rey, me recompense con unas cuantas monedas.
¿Qué te parece?
—Que en verdad necesitas dinero. ¡Jajaja! —se mofó la princesa. No obstante,
Gamaliel ni se inmutó.
—No es… gracioso…, aunque… ¿Trato hecho?
—No.
—¡¿Qué?! ¿Por qué? ¡No necesitas hacer nada, sólo regresar al castillo!
—No te conozco.
—No te preocupes, no trataré de secuestrarte ni cortarte la cabeza. Soy buena persona.
Mírame.
—Las princesas no deben subirse a caballos ajenos —añadió la joven Flor
reprimiendo una carcajada.
—Bien. Hagamos algo: vayamos por mi caballo, te subes a él, te doy las riendas y tú
lo llevas al castillo mientras yo camino delante de ustedes. ¿Qué te parece? Así podrás
estar segura de que no intentaré nada malo; y si lo hago, podrás galopar lejos de mí.
¿Trato hecho?
—No.
—¡Ey!
—Ya es tarde. Debo regresar al castillo… sola. Y tú regresarás a casa sin volver a
insistir.
—P-pero…
—Es una orden Real —añadió Flor burlonamente y con teatral solemnidad,
poniéndose de pie.
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—¡Bien! No necesito tu velo rosa. Puedo seguir buscando oro en el riachuelo —gruñó
Gamaliel, se paró en el puente, se quitó el abrigo, lo sacudió girándolo y se colocó un
peto de metal en su lugar.
—¡¿Q-Q-QUÉ…?! ¡Oye! ¿Q-qué…? ¡¿Cómo hiciste… eso?!
—Es sólo mi armadura.
—P-pero tú antes… ¡Eso era un abrigo!
—Sí…, era un abrigo. Ahora es un peto. Lo llamo «petrigo».
—¡¿Eres una especie de mago?!
—¿Mago? Yo no creo en la magia. Soy un simple sastre con algunos sueños. Este
abrigo-armadura es uno de mis inventos más viejos.
—E-E-Es… ¡Es fantástico!
—¿En serio? Pues… gracias —repuso Gamaliel apenas halagado.
—¿Alguna vez has intentado venderlo? Así podrías conseguir mucho oro.
—Ya lo intenté; sin embargo, nadie quiso comprarlo.
—No me lo creo.
—Créelo. Todos me han dicho que es muy pesado y caluroso como para usarse en
este reino… Tal vez si me voy a otro reino mucho más frío, las personas aprecien más
mi invento.
—B-bueno…, sí…, supongo que debe de ser un poco caluroso usarlo aquí… ¿Puedo
probármelo?
—Mmm… No —contestó Gamaliel sonriendo con picardía.
—¿Por qué?
—Porque debo regresar a casa… «Es una orden Real» —iteró.
El joven sastre no se quedó a ver la reacción de la princesa, tan solo dio media vuelta
y caminó por el pequeño puente hasta llegar a los primeros árboles del bosque.
—¡Ey! ¡Espera! ¡Te daré mi velo para que lo vendas! —le gritó Flor desde arriba del
riachuelo.
—¡¿En serio?! —exclamó Gamaliel, regresando de inmediato.
—Pero hoy no.
—¿Eh?... ¡¿Y cuándo?!
—Quizá mañana —respondió la princesa.
—¡¿Quieres que nos volvamos a ver aquí?! ¡¿A la misma hora mañana?! Yo soy muy
puntual. Puedo estar a la hora que sea. Si me dices a tal hora, llegaré antes de tal hora.
Tú eres la princesa, tú mandas. Dime la hora —respingó Gamaliel muy emocionado.
—No. Será mañana; pero yo te avisaré dónde y a qué hora.
—¡¿Y cómo me avisarás?! ¡¿Enviarás a algún mensajero Real a buscarme?! ¡¿Irás tú
a buscarme?! Si quieres, puedo ir al castillo a buscarte.
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—¡No! —contestó la jovencita con una expresión de travesura, y guardó silencio un
segundo, pensando—. Tendrás que buscar el mensaje desde la primera hora del día.
—¡¿Dónde?!
—Te dedicas a buscar oro, ¿no? Seguramente eres bueno encontrando cosas. Tendrás
que buscar el mensaje —reiteró la princesa, y se alejó corriendo sin darle oportunidad
a Gamaliel de reaccionar.
—Rayos —masculló el joven sastre—. ¿Si voy tras ella parecerá que…? ¡Oh! ¡Jojo!
Sí…. No creo que dé buena impresión perseguir a una princesa que va corriendo…
No, no, no. Aprecio mucho mi cuello… Pues, bueno, creo que será mañana. Es hora
de regresar a casa —se decía en voz baja mientras bajaba del puente en dirección
contraria—. ¿Dónde te habrás metido, caballito?... —musitó— ¡EY! ¡RELINCHO!
¡Es hora de irnos! ¡¿Dónde estás?! —empezó a gritar.
Mas para mala suerte del extrovertido muchacho, su caballo no se veía por ningún
lado, por lo que tuvo que regresar a casa caminando, aunque aquella noche sin Luna
parecía ser una buena noche para caminar; y llegó por fin a su morada luego de unos
minutos que fingieron ser segundos, ya que el recuerdo de la princesa y la futura
negociación no sólo le dibujó una sonrisa todo el trayecto, sino también lo hizo parecer
más corto, pues sintió que caminó acompañado.
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EL MENSAJE
A la mañana siguiente, Gamaliel se despertó muy temprano para empezar a buscar el
mensaje de la princesa. Lo primero que hizo fue examinar los lugares más obvios: la
puerta de su casa, el buzón, la acera, la calle, el establo…
—¡Relincho! ¡Volviste tú solo! —exclamó al ver a su caballo desayunando
tranquilamente en la cuadra. Relincho apenas le prestó atención— Buen chico, sigue
así… ¡No! Mal chico, ¡me abandonaste en el bosque! ¡Eres un pésimo amigo! —lo
reprendió dándole la espalda— Pero…, bueno, encontraste el camino de regreso. Bien
hecho, sí, bien hecho… Por cierto, ¿has visto algún mensaje por aquí? Una carta…,
un pergamino… ¿No? ¿Nada?... No te lo habrás comido, ¿verdad? ¡Oye! Mírame a
los ojos cuando te hablo… … … No te lo comiste, ¿cierto?... … … Mmm…
Relincho lo miró apenas un instante y se arrojó al suelo a dormir. Viendo que no
estaba colaborando, Gamaliel decidió continuar buscando en otro lado.
—¡Buenos días, Gamaliel! —le gritó de pronto una ancianita desde la puerta de su
casa.
—¡Buenos días, señora Clara!
—¿Qué te tiene de pie tan temprano, hijo? ¡Mira el Sol! ¡Despertaste junto con él!
—Eeeh… El So… ¿El Sol?... ¡El Sol! Sí, fue por el Sol. Olvidé cerrar la ventana y
me dio en los ojos. Ya no pude volver a dormir después de aquello, así que decidí salir
a caminar —mintió. Por alguna desconocida razón, sentía que nadie más debía saber
sobre su encuentro con la princesa Flor—. Hermosa mañana, ¿no lo cree? —opinó
procurando desviar la conversación.
—Me alegra saber que confeccionas ropa mejor de lo que mientes, muchacho.
—¿Mentir? ¡Jaja! ¡Qué cosas dice, señora Clara! Bueno, adiós —se apresuró a
despedirse el joven sastre, y se fue casi huyendo por detrás de la caballeriza.
Gamaliel apresuró el paso y se adentró en la ciudad, perdiéndose entre el gentío que
ya comenzaba a apoderarse de los callejones y avenidas. Caminó lentamente de aquí
para allá intentando captar alguna pista, señal, indicio... Sin embargo, luego de tres
horas de sigilosa expedición, no encontró nada y regresó muy afligido a casa—. ¿Y…
si lo escondió cerca del castillo? —pensó en voz alta al mismo tiempo que se servía
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un vaso de jugo de manzana, ya en la sastrería—. ¡Eso es! ¡Seguramente me está
retando con un acertijo! ¿Dónde sería el último lugar en el que escondería un mensaje
para mí? ¡Justo en el castillo!, porque, ¿para qué escondería un mensaje en el castillo
si podría decirme el mensaje en persona cuando llegue? ¡Es obvio! ¡Por eso lo
escondió ahí! —saltó arrojando la silla de madera hacia atrás—. Vaya… La princesa
es muy astuta —musitó con una sonrisa—. ¡En la torre! —exclamó inmediatamente
después—. ¡En la torre! ¡Sí! Eso es… —caviló luego en voz baja al percibir que estaba
gritando mucho y podía ser escuchado por sus vecinos—. Si la princesa Flor se la vive
dentro de su torre, obviamente, el último lugar donde estaría su mensaje sería donde
está ella. ¡Soy un genio! —se dijo, y salió de casa dando traspiés en la puerta, en la
acera, en la calle…
La emoción de Gamaliel era evidente para cualquiera que lo veía. Pero, tal vez por ser
domingo en la mañana, absolutamente nadie le prestaba atención a su inquietud, lo
que le permitió llegar, incluso, a las faldas del castillo sin interrupciones ni
impedimentos. No obstante, al cruzar la valla y acercarse demasiado al gran portal,
notó que uno de los guardias blandió su afilada espada mientras refunfuñaba haciendo
un gesto de pocos amigos, y el joven sastre dio media vuelta para regresar por donde
llegó—. ¡Soy un tonto! —se reprendió desde un enorme árbol que utilizó como
escondite para inspeccionar el terreno a la distancia—. ¿Cómo no lo pensé antes? Es
lógico que no me dejarán entrar sólo así, sin cita ni invitación… ¿Qué hago?... ¿Qué
hago?... —meditó—. Si no encuentro el mensaje, quizá la princesa crea que soy un
bueno para nada y piense que no merezco tener su costoso velo rosa… ¡Rayos! Si tan
solo pudiera vender su velo autografiado, tendría el dinero suficiente para revivir la
sastrería.
En su afán por entrar a la torre de la princesa y demostrarle que había resuelto el
acertijo, ideó un plan para distraer a los guardias: regresó a toda velocidad a casa,
tomó una cuerda, algunas bolas de estambre, unos trozos de tela, madera, una
calabaza, tubos de metal, un poco de heno, echó todo a un costal de papas y regresó
lo más pronto que pudo al árbol que utilizó como escondite, sólo que ahora no se
quedó en el suelo, sino subió hasta lo más alto. Allí juntó lo que llevaba en el costal
y, después de 15 minutos, le dio forma a un enorme títere negro que sacó de entre las
últimas ramas y dejó colgando para que el viento ondulara su vestimenta.
Posteriormente, se deslizó por el tronco y silbó con todas sus fuerzas para luego huir
en dirección contraria y esconderse en unos arbustos.
Desde su nuevo refugio vio, conteniendo la risa a duras penas, que los dos guardias
marcharon alarmados hacia el señuelo para ver de qué se trataba. Gamaliel había
conseguido sacarlos de sus puestos y se tomó un segundo para contemplar su exitosa
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obra maestra antes de escabullirse hacia el castillo. Mas justo al quitar la mirada de
los dos guardias que, muy molestos, intentaban bajar la marioneta con sus lanzas cual
niños golpeando una piñata, se percató de que ahora se hallaban otros dos centinelas
en el lugar de los primeros—. ¡Cara… coles! —susurró decepcionado y furioso.
Sin más ideas en la cabeza, Gamaliel decidió emprender la retirada y volvió a la
sastrería con un sentimiento de frustración por no encontrar el mensaje. Sin embargo,
antes de entrar a su casa, escuchó la voz de una mujer a lo lejos.
—¡Gamaliel!
El joven sastre volteó más que emocionado al oír su nombre. Girando sobre sus
talones, advirtió que se trataba de… su anciana vecina, y la emoción murió.
—Ahora no, señora Clara, lo siento —le dijo, y cerró la puerta cuando entró—. Estoy
muy cansado —suspiró para sí.
—P-pero… —profirió la señora desde su casa con una expresión de miedo,
incredulidad y abatimiento. Llevaba una hoja en la mano, que guardó en su delantal.
Ya en la cama, el desdichado sastre tomó su libreta y comenzó a dibujar algunos
bocetos de nuevos atuendos. Tenía decenas de cuadernos repletos de bosquejos, y
unos cuantos llenos de diseños terminados. Eran las 4 de la tarde cuando Gamaliel
despertó al escuchar un constante ruidito en su ventana. Como se había quedado
dormido por tan ajetreada mañana, y todavía estaba muy cansado, apenas logró
distinguir lo que había sobre el alféizar.
Al principio, Gamaliel vio una silueta ovalada con algo colgando casi de su ápice, y
su corazón dio un brinco al creer que se trataba de una lechuza o paloma mensajera.
No obstante, al tallarse los ojos pudo ver con más claridad a un sujeto de vestimenta
graciosa, sentado en cuclillas con un papel enrollado en la boca.
—¿Quién…, quién diablos eres? —inquirió Gamaliel un tanto asustado.
—¿Puedes abrir? Estoy a punto de caer —repuso el sujeto entre dientes, golpeando el
vidrio con su dedo índice.
—S-sí, está bien —dijo el joven sastre. Al quitarle el seguro a los cristales, aquel
aparente mensajero entró de un salto y arrojó el pergamino para luego limpiarse la
saliva de la barbilla—. Tenía 15 minutos tratando de despertarte. Créeme que pensé
en romper el vidrio con una piedra.
—¿Por qué no tocaste la puerta como… una persona normal? —preguntó Gamaliel
algo indignado.
—Los tres mensajeros anteriores lo hicieron —replicó el sujeto, impasible. Gamaliel
se sorprendió al escuchar aquello.
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No sólo por su vestimenta parecía un tipo extraño. Su semblante y tono de voz también
generaban muchas preguntas. Por otro lado, su expresión de insulso hartazgo parecía
la de alguien que no recibe suficiente sueldo por un trabajo que se siente obligado a
realizar.
—¿Vienes de parte de la princesa, verdad?
—Sí.
—Y… Lo siento, tengo que preguntarlo. ¿Por qué no envió a una lechuza?
—Creo que confía más en mí que en las aves.
—Ya veo —suspiró Gamaliel sin saber realmente qué decir—. Así que hubo tres antes
que tú, ¿eh? —inquirió aún muy asombrado por lo profundo de su sueño.
—Dijeron que no había nadie. Sin embargo, la princesa quería corroborarlo una última
vez.
—¿Y… tengo que pagarte o…?
—No, sólo lee el mensaje. Me largo —contestó el hombrecillo y dio media vuelta.
—¿Quieres salir por la puerta? —le preguntó Gamaliel muy extrañado mientras el
sujeto volvía a subir a la ventana.
—No —respondió éste sin tomarse la molestia de dirigirle la mirada, y saltó hacia
afuera de la casa para regresar al castillo con un andar que podría describirse como
cabizbajo y de un inmenso deseo de nunca llegar.
Procurando no distraerse con nimiedades ajenas, el muchacho levantó irresolutamente
el pergamino del suelo y lo abrió a paso de folívoro, esperando cualquier respuesta,
desde la más alentadora hasta la más devastadora: un «Te veo a tal hora» o un «Tuve
que enviarte cuatro mensajeros. Olvídate de mi velo rosa». Cuando finalmente lo leyó,
una gran sonrisa brotó junto a un singular brillo en sus ojos. El mensaje decía lo
siguiente: «Nos vemos en el centro del otro bosque del reino, al anochecer. Ve solo y
que nadie te vea ni se entere. Cómete el mensaje después de leerlo para que no caiga
en manos equivocadas. Es una orden Real». Y así lo hizo, muy emocionado, aunque
con un poco de asco.
El joven sastre vio su reloj. Faltaban un par de horas para el anochecer. Todavía tenía
tiempo de limpiar su casa antes de irse. Tomó los utensilios de aseo, ordenó cada
rincón, terminó la limpieza, se bañó, comió sólo la mitad de su plato debido a la
ansiedad, y se dirigió al establo donde descansaba su caballo. No obstante, ya estaba
por ensillarlo cuando recordó que debía ser lo más discreto posible, cosa que no se
podía lograr cabalgando, por lo cual dejó la montura en el suelo y se despidió de su
distraído amigo para deslizarse al bosque que mencionó la princesa, esa otra floresta
que se encontraba dentro del reino, justo en dirección contraria al castillo. «Tal vez
quiere evitar ser descubierta tantas noches seguidas en el mismo bosque. Seguramente
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desea eliminar cualquier patrón de movimiento… Qué lista», pensó Gamaliel.
Mas independientemente de las razones de la princesa, el muchacho se dirigió al
segundo bosque y, luego de un rato, llegó sin ser visto por nadie. Al arribar al centro,
donde se hallaba el único claro de la gran arboleda, se percató de que no había nadie,
pues, como era habitual, llegó mucho antes de lo acordado.
Aquello no le importó. Gamaliel ya estaba acostumbrado a esperar a las personas. Sin
embargo, los minutos pasaron y la princesa no aparecía. Quizá sólo era su
impaciencia; pero el joven sintió que cada minuto de retraso era una hora tarde. Y
después de 10 minutos de demora, Flor por fin apareció.
La princesa salió de entre los árboles con paso enérgico; no obstante, la mirada en el
suelo y el semblante dubitativo, rozando el nerviosismo.
—¡Buenas noches! —saludó Gamaliel desde la roca donde estaba sentado, con una
sonrisa que intentó pasar por sutil.
La princesa esbozó otra sonrisa y musitó un apagado «Hola». No aparentaba estar
muy segura de querer estar, mas ahí estaba, y llevaba el velo rosa cubriendo su blanca
cabellera.
A Gamaliel no le interesaba tanto platicar con Flor. Nunca había sido fanático de las
monarquías, y conversar con una princesa no era algo que le quitara el sueño. Él sólo
buscaba obtener de cualquier manera el velo rosa para conseguir oro, aunque pensó
que hablar inmediatamente de eso podría ser descortés, así que decidió empezar por
una conversación más casual—. ¿Qué tal tu domingo? —le preguntó al cederle su
lugar en la roca, y él se sentó en el suelo.
—Dormí hasta tarde y dibujé un poco luego de la comida.
—¿Dibujas? ¡Vaya! Eso es grandioso.
—Sí…, supongo.
—¿Hace mucho que lo haces?
—Desde que era pequeña.
—Genial…
—Sí…
La conversación flaqueó.
—Y… ¿Es todo lo que hiciste este día?
—Eeeh… Sí, creo que es todo.
—Oh… Genial —repuso Gamaliel sonriendo un tanto nervioso. Aparentemente, la
plática no estaba resultando tan bien. «¿No piensa preguntarme sobre mi día?», caviló
extrañado—. B-bueno…, y…, ¿cómo es la vida de una princesa? Cuéntame —le
preguntó como si se tratase de algo sin importancia; pero, irónicamente, mirándola
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con atención, muy fijamente, con amigable interés, pues quería demostrarle que podía
confiar en él para hablar de su vida.
—No es la gran cosa. Mi padre está todo el día ocupado y sólo lo veo a la hora de
dormir. Mi madre se la pasa leyendo en el jardín o durmiendo. Tampoco la veo muy
seguido.
—Oh… ¿Y tú? ¿Qué haces las 24 horas del día? Son muchas horas para no hacer
«gran cosa».
—Duermo mucho. A veces dibujo… No lo sé... No le presto tanta atención a lo que
hago.
—Mmm… Entiendo —contestó el joven sastre fingiendo una afable sonrisa.
«Creo que no quiere hablar… ¡Vamos, Gamaliel, puedes hacerlo! No hay persona que
se resista a tus encantos. Si haces sonreír a la princesa, estarás en un nivel superior»,
se decía en sus pensamientos—. ¿Yo? ¿Me estás preguntando qué hago yo en mi día?
¡Oh! Bueno, gracias por tu interés —bromeó con teatral vanidad. La princesa sonrió
y desvió la mirada. «¡Lo logré!», se dijo el muchacho—. Pues, como te conté antes,
soy sastre. Normalmente, estoy gran parte de la noche despierto, diseñando o
confeccionando. Tengo desde los 11 años, aproximadamente, creando diseños, mas
no fue hasta los 15 cuando mi madre me permitió utilizar su panadería para vender
mis primeros atuendos. Al morir mis padres, decidí vender el establecimiento y
comprar más equipo de costura, y trasladé la sastrería a mi casa. Mi casa es como mi
taller. Mi taller es mi casa. Por eso todo el tiempo estoy trabajando.
—¿Tus papás…? —musitó la princesa, incómoda.
—Sí; pero no te preocupes, fue hace muchos años —se apresuró a aclarar el
muchacho—. No vivo solo —añadió para disipar la pesadumbre del ambiente—.
Tengo un caballo… llamado Relincho —dijo entre copiosas risas. La princesa no supo
qué era tan gracioso—. Le puse Relincho porque es mudo —agregó Gamaliel, y siguió
riendo estrepitosamente.
Flor tan solo abrió la boca, sorprendida, y guardó silencio sin entender el chiste.
Gamaliel notó aquello y paró de reír, nervioso—. Aun así, es un gran caballo. ¡Ya
aprendió a regresar solo a casa! ¿Puedes creerlo? Es genial —continuó—. Sin
embargo, ya es un poco viejo y no tiene mucha energía. Le perteneció a mi padre —
Y justo cuando dijo eso, percibió que había vuelto a referirse a sus difuntos
progenitores, por lo que de inmediato cambió de tema—. ¿Qué me dices de ti? ¿Tienes
alguna mascota… o hermano? Que es prácticamente lo mismo, ¿no? ¡Jajaja! —
bromeó. La princesa soltó una breve carcajada que le subió el ánimo a su
interlocutor—. Yo nunca tuve un hermano. Me hubiera gustado tenerlo; pero mis
padres me dieron vida siendo casi ancianitos, y tener a otro hijo después de mí era
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muy riesgoso. En fin… Ya hablé suficiente. Cuéntame sobre ti.
—No tengo mascotas ni hermanos. No se permiten tener animales dentro del castillo.
Y sobre hermanos… Iba a tener una hermana menor… Murió en el vientre de mi
madre.
Gamaliel tosió violentamente. Se había atragantado con su propia saliva.
—L-lo sien…
—Desde ese día, mi madre se volvió muy distante y algo demente —atajó la
princesa—. He escuchado decir a algunos sirvientes que tienen que tranquilizarla por
las noches, ya que se despierta gritando y arrojando cosas como loca. Papá no duerme
en la misma habitación, por su seguridad —finalizó.
—V-vaya… —susurró Gamaliel, conmocionado, sobre todo por la tranquilidad con
la que Flor lo contaba.
El joven sastre nunca imaginó que los amados y amorosos reyes tenían una vida tan
complicada, por ende, también su hija. Incluso, ahora Gamaliel supo por qué razón
desde siempre advirtió que la reina era la que menos aparecía en público y apenas
interactuaba con los habitantes.
—¿Sabes? Odio hablar de eso. Me molestan los temas incómodos.
—Sí, tienes razón. Hablemos de otra cosa —respondió Gamaliel con la cabeza en
blanco. Consideró el empezar a hablar del velo rosa; no obstante, luego de conversar
sobre un tema tan personal, creyó que sería muy irrespetuoso hablar de negocios—.
¿Cuál es tu color favorito? —dijo. Fue lo primero que se le ocurrió, pensando que
algo más banal como los gustos de cada quien sería lo mejor para darse un respiro.
—Mmm… No lo sé. Me gusta la ropa negra, aunque creo que el amarillo es mi color
favorito.
—¿Amarillo? Muy bien… ¿Y tu comida favorita?
—Las bolas de arroz con salsa picante.
—¡Vaya! ¿Qué me dices de la sopa de diente de león? Todos aman esa sopa.
—Pueeees…
—¡No! ¡¿En serio?!
—No es que no me guste. Sí podría comerla en caso de que sea lo último que quede
en el mundo, mas no me apetece.
—¡No lo creo! ¡¿Vives en El reino del Sol y no te gusta la sopa de diente de león?!
La princesa Flor se encogió de hombros, impasible—. ¿Y el chocolate amarillo? Es
tu color favorito, debe de gustarte.
Nuevamente, la princesa disintió—. ¡Vamos! ¡Es el chocolate más exquisito!
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—Prefiero el chocolate tradicional.
—¡Vaaaaya! —suspiró Gamaliel con una sonrisa de incredulidad. «Esta chica sí que
es todo un caso. ¿Estaré siendo grosero si me despido ahora mismo?», pensó—.
¿Tienes hambre? Tanto hablar de comida me dio hambre. ¿Quieres ir por cena o tienes
que regresar temprano al castillo?
—No, está bien, vamos por algo de cenar. Mis padres ni siquiera saben que salí de la
torre.
—¡¿En serio?! ¿No se dieron cuenta? —le preguntó Gamaliel muy sorprendido
mientras ambos caminaban lentamente, casi cual vals, hacia los árboles.
—No hablo mucho con ellos. Es decir, sí conversamos y salimos juntos de viaje o a
pasear; sin embargo, no tenemos mucha comunicación. Supongo que algún sirviente
o guardia mantiene a mi padre al tanto de mis entradas y salidas del castillo; pero no
es algo que yo diga a los cuatro vientos.
—¿Y ellos no te lo preguntan? ¿Jamás? ¿Nunca llegan a tu habitación y dicen: «Hola,
princesa Flor, soy tu padre, el gran rey Horacio II. ¿Saliste hoy? ¿Tienes planes de
salir? ¿Qué has hecho últimamente?»? ¿No? ¿Nunca? —preguntó Gamaliel
simulando una voz solemne para hacer reír a su interlocutora.
—Creo que confían en que no haré nada malo. Y no lo hago. Prefiero evitarme
problemas —contestó Flor ignorando la broma del joven.
—Oh, muy bien.
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4
LUNA NUEVA
La conversación siguió irregularmente durante varios minutos. Cuando el joven sastre
Gamaliel y la joven princesa Flor llegaron al lugar donde decidieron terminarla, ya
faltaban pocas horas para la medianoche.
—¿Y sales muy seguido del castillo? —le preguntó el muchacho luego de darle un
sorbo a su chocolate caliente.
Habían ido a una vieja taberna llamada «Pullumpiscempernampanem», la única que
continuaba abierta a esa hora en domingo. Gracias a aquello, nadie vio a la princesa y
nadie los molestó. Además del tabernero, eran los únicos en el establecimiento.
—No mucho. A decir verdad, soy muy floja, prefiero estar en casa… Ya estoy
acostumbrada a no salir —admitió Flor sonriendo sutilmente.
—Para ser una princesa, tus días son un poco aburridos, ¿no lo crees? —se atrevió
Gamaliel a opinar, pensando que tal vez una pizca de osadía le haría ganar algunos
puntos a su favor, pues a esas alturas, después de tanto hablar con la princesa, algo
empezaba a nacer en su interior.
—Una noche me vestí de guardia y asistí a una de sus fiestas anuales. Terminé tan
ebria que tuve que dormir escondida en la caballeriza para no llegar en esas
condiciones al castillo y que no me viera nadie —atajó con una mirada desafiante, y
mordió su emparedado.
—¡¿QUÉ?! —exclamó Gamaliel ahogando el grito y las risas con sus manos—. ¡¿De
verdad hiciste eso?!
La princesa Flor asintió con la cabeza y una presuntuosa sonrisa—. ¡Vaayaaa! Nunca
imaginé que fueses capaz de tal locura… —suspiró el muchacho—. ¡Wuuauu! Aún
no lo puedo digerir. ¡Eres sorprendente! —añadió completamente cautivado por tan
inesperada revelación.
Gamaliel era un joven de nulos amigos. Lo más parecido a éstos eran su viejo caballo,
su vecina (la anciana señora Clara) y un pajarito dorado que rara vez llegaba al reino
para visitarlo. A pesar de eso, había vivido una gran cantidad de aventuras que creía
dignas de plasmar en un libro. No obstante, luego de escuchar esa increíble hazaña de
la princesa, ahora sus ojos veían todo de otro color, incluyendo a quien ya consideraba
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su nueva amiga: Flor—. ¿Hay algo que siempre hayas querido hacer y nunca te has
atrevido? —inquirió mirándola más que atentamente, cual niño en dulcería.
—Morir —repuso la princesa.
Aquello tomó por sorpresa al ingenuo sastre. Una parte de él estaba aterrada, otra parte
se hallaba impresionada, y una tercera se encontraba embelesada. «Qué filosófico…,
qué profundo…, qué surrealista… ¡Esta mujer es una eminencia!», decía la tercera
parte.
—¿Morir? ¿Te refieres a descubrir lo que esconde esa enigmática transición?
—No, me refiero a suicidarme. Lo he pensado muchas veces —respondió Flor con
una expresión melancólica; y la primera parte de Gamaliel ganó el debate.
—¿P-por… qué? ¿Acaso… no eres… feliz? —le preguntó, conturbado.
—No… Nunca he sentido que… ¡JAJAJA! Tranquilo, sólo estaba bromeando —
aclaró Flor.
Era la primera vez que Gamaliel escuchaba una carcajada cien por ciento genuina y
espontánea de su nueva amiga. Eso lo alegró bastante, y secundó las risas de la
princesa.
—Y hablando en serio —dijo el joven, segundos después—, ¿qué es lo que más te
gustaría hacer? —le preguntó.
—Mmm… No lo sé, realmente no lo sé.
—Piensa, piensa —añadió Gamaliel, entusiasmado—. Quién sabe, tal vez yo pueda
ayudarte a cumplir tu sueño.
—No lo creo —difirió la princesa sonriendo indulgentemente.
—¿Cómo lo sabes? No lo sabremos hasta que no me lo digas.
—Volar.
—¿Volar? ¿Ese es tu sueño más grande?
—No lo sé… Sí, me gustaría volar, mas no sé si sea aquello que más desee, sólo se
me ocurrió.
—B-bueno, tal como puedes ver, hoy no traje mis alas puestas —bromeó el
muchacho—; pero quizá pueda ayudarte a volar un día de estos. Ya se me ocurrirá
algo, te lo prometo.
La princesa Flor volvió a mirarlo con esa impasible indulgencia, y Gamaliel
aprovechó para perderse en sus ojos.
—D-discúlpeme, Su Alteza —los interrumpió de súbito el tabernero, reverenciando a
Flor con evidente timidez—, ya pasa de medianoche y tengo que cerrar. Si me lo
permite, le sugiero que vuelva al castillo.
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—Está bien, no te preocupes. Olvida que estuve aquí y yo olvidaré que me corriste de
tu taberna, ¿entendido?
—Sí, sí, Su Alteza, como usted ordene. Discúlpeme. Que tenga una excelente noche.
—Gracias por todo. Hasta luego —se despidió Gamaliel; no obstante, el sujeto estaba
tan apenado que ni siquiera levantó la mirada.
—Normalmente, no soy así con los habitantes; pero si seré reina algún día, tengo que
darme a respetar desde ahora, incluso al no ser yo quien tome el lugar de mi padre.
Además, estaba muy cómoda en ese lugar. Me hubiera gustado seguir platicando
contigo ahí —aclaró Flor en la acera.
Gamaliel asintió con la cabeza en las nubes. En tan pocos segundos la princesa había
dicho cosas tan significativas que le provocó un estallido en su corazón y cerebro.
«¿No tomará el lugar de su padre? ¿Por qué? ¿Quién subirá al trono?... ¿Se sentía
cómoda platicando conmigo ahí dentro? ¡¡Se sentía cómoda platicando conmigo!!»,
cavilaba el muchacho, atiborrado de mariposas en el estómago.
—¿Desea proseguir con nuestra conversación en otro sitio, Su Alteza? —propuso
Gamaliel después de aclarar su garganta y acabar con una voz sospechosamente más
grave de lo normal.
—Sí; pero no vuelvas a hacer eso —repuso Flor con expresión de hartazgo.
—Oh, lo siento —se disculpó el muchacho, ruborizado.
Ya era la una de la madrugada cuando ambos recorrieron las ahora desérticas calles
del reino. Caminaron a medio paso a la vez, sin rumbo fijo, sólo conversando de esto
y de lo otro en voz baja, casi susurrando, y escondiéndose de los guardias Reales con
los que algunas veces se topaban. Al final, a eso de las tres de la mañana, se adentraron
en un parque y subieron a uno de los árboles más grandes por travesura. Desde allí,
desde lo alto, siguieron conociéndose, a veces riendo, otras veces sólo sonriendo, y
muchas veces callando, únicamente mirándose directo a los ojos, como si el joven
sastre intentara conocer el alma de la princesa, y la princesa buscara tocar el alma del
joven sastre.
—Tienes frío, ¿verdad? —le preguntó Flor.
Aquella hermosa noche se estaba tornando cada vez más y más helada, acrecentándose
la sensación debido a las inesperadas ráfagas de viento que azotaban el reino.
Gamaliel, al ser muy friolento, no pudo ocultar su tiritera por mucho tiempo, mas Flor
parecía estar acostumbrada a esas condiciones climatológicas.
—¿Tú no?
—Un poco, aunque el frío y yo nos llevamos muy bien. Hace unos años, al viajar a
otro reino con mis padres, empezó a nevar y sentí unas incontrolables ganas de nadar
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—contó.
—¡¿En serio?! ¿Nadar? ¿Nevando?... ¿Lo hiciste?
—Sí —contestó la princesa modestamente.
—¡Vaaayaaa! —suspiró Gamaliel, cautivado—. No dejas de sorprenderme —añadió
con una mirada que lo decía todo a pesar de ser indescriptible.
—¿Quieres bajar? Tal vez se te quite el frío —sugirió la princesa observándolo con
una sonrisa de compasión. El muchacho asintió.
—¿Y qué me dices del amor? —preguntó decidido, ya sentados en un lugar más
cálido: la horcadura, el centro del tronco, desde donde las ramas nacían. Era como
estar dentro de un nido o cazuela de madera. Allí, a pesar de encontrarse todavía a un
par de metros del suelo, el viento no era tan intenso, y la base era tan grande que,
incluso, permitía sentarse con las piernas extendidas.
—¿El amor? Mmm… —caviló Flor un poco seria—. No lo sé… Creo que el amor no
es para todos —confesó.
Gamaliel no esperaba esa respuesta. Pensó que la princesa respondería algo más
alentador, por lo que, un tanto decepcionado, tomó la palabra para tratar, serenamente,
de contagiarle su optimismo.
—Yo creo que el amor es tan complejo como lo quieras ver; sin embargo, también
puede llegar a ser tan sencillo como lo desees. Es cierto que el amor es relativo y cada
quien tendrá su forma de amar; pero guarda cierta esencia inmutable. Quizá por eso,
en la universalidad de su naturaleza, todos conoceremos el amor verdadero algún día
—opinó.
La princesa abrió un poco la boca. Al final sólo profirió un «Oh» con tibieza. «No lo
está», pensó Gamaliel reprimiendo su desencanto por notar que Flor no estaba
convencida de su emocional perspectiva, lo cual le indicó al muchacho que,
probablemente, la mismísima hija del rey no había tenido buenas experiencias
amando. Eso encendió un fuego en su interior. Desde aquel momento, Gamaliel supo
que la vida le estaba dando la oportunidad de devolverle la ilusión a un corazón
lastimado—. ¿Alguna vez estuviste en una relación? —se le escapó preguntar,
temiendo que hacerla recordar acabara afligiéndola y deseara regresar al castillo. No
obstante, tenía que saberlo, tenía que saber qué había llevado a Flor a pensar de esa
deprimente forma.
Gamaliel no era precisamente una persona sociable. La mayoría de las cosas que
sucedían en el reino le entraban por un oído y le salían por el otro. Y debido a que rara
vez se alejaba de su sastrería-casa, jamás se enteró de los dos novios que había tenido
la princesa años atrás. Ésta lo percibió de inmediato, y se sorprendió al dar en ello.
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«Realmente no tiene ni idea», se dijo, y aprovechó aquello para ahorrarse algunos
detalles.
—Tuve una pareja hace mucho tiempo… ¿6 años?... Sí, creo que hace 6 años, no lo
recuerdo.
—¿Cómo fue… todo?
—Bueno, yo era muy joven en ese entonces. Él era dos años mayor que yo.
Coincidimos en un lugar, nos presentaron, platicamos, nos gustamos y empezamos a
salir.
—¿Estuvieron mucho tiempo juntos? —inquirió Gamaliel. Se le veía intranquilo.
—No lo sé… Me parece que unas cuantas semanas.
—Vaya…
—Supongo que te estás preguntando por qué terminamos, ¿no? Pues ni yo lo sé… o
no lo recuerdo —dijo Flor.
—O tal vez no quieres recordarlo —repuso el muchacho.
—Tal vez… El caso es que lo nuestro no funcionó.
Gamaliel asintió en silencio con la cabeza y un gesto de condolencia, empatizando
con el desamor de su interlocutora.
—¿Sólo un novio?
—No. He tenido dos en toda mi vida. Con el último estuve a punto de casarme —
confesó Flor escuetamente; y aquello fue como arrojarle 10 litros de agua fría al
inocente sastre, 10 litros de agua fría en una noche helada.
—¿Qué sucedió con él? —le preguntó intentando no evidenciar su dolor, pues saber
que alguien se había ganado antes el corazón de la princesa lo hizo creer que tendría
nulas posibilidad de entrar.
—Bueno…, digamos que en ese instante yo tenía la cabeza en otro lado, y poco a
poco empecé a distanciarme de él hasta que decidí terminar la relación para no
lastimarlo más con mi indiferencia… Hace 2 años que no lo veo —dijo.
Aunque eso último lo animó, el joven sastre seguía abstraído—. ¿Te sucede algo? —
le preguntó Flor.
—¿Eh? —balbuceó Gamaliel, espabilándose—. ¡Ah! No, no, sólo tengo un poquito
de sueño —improvisó entre convincentes risas, y no mentía, realmente empezaba a
sentirse exageradamente cansado—. ¿Qué hora será? —le preguntó a nadie en
específico—. ¿Tú también tienes sueño? —se dirigió a la princesa con una sonrisa
cuando la vio dar un gran bostezo, pensando asimismo que se veía muy tierna
perdiendo la batalla contra la somnolencia.
—No mucho. De todas formas, tiendo a dormirme muy tarde.
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—¿Quieres regresar ya al castillo? —inquirió Gamaliel casi en un susurro,
suplicándole internamente a las estrellas escuchar un «No» como respuesta.
—No… ¿O sí?… Si ya quieres irte a casa, está bien. Podemos seguir platicando
mañana —contestó la princesa; y Gamaliel notó sus párpados caídos, conmoviéndolo.
Sin embargo, sintiéndose un tanto egoísta por importarle poco el cansancio de su
amiga, decidió ignorar esas señales para poder continuar cerca de ella.
—No, no, yo estoy bien. No tengo tanto sueño, sólo algo de frío y hambre. ¿Y tú?
—Tampoco tengo sueño. Hambre sí; pero no creo que haya alguna taberna abierta a
esta hora —opinó la princesa entre discretas risas.
—Sí, yo tampoco lo creo —rio Gamaliel débilmente, y se acostó en la horcadura con
los brazos dentro de su abrigo-armadura, el petrigo—. ¿En verdad no tienes frío? —
insistió con la mitad de la cara dentro del cuello de su vestimenta.
—Estoy bien —respondió la princesa, sonriendo.
—… El amarillo, ¿eh?
—¿Qué?
—El amarillo es tu color favorito. Lo estaba recordando —añadió Gamaliel. Quizá
por el sueño, empezaba a divagar.
—Ah, sí, el amarillo —repuso Flor, que se veía un grado más despierta que su
acompañante.
—¿Y qué me dices de tus demás favoritismos?
—¿Cuál quieres saber?
—Todos.
—¿Todos?
—Todo lo que tenga que ver contigo —confesó el muchacho con los ojos
humedecidos por un bostezo. Flor bajó la mirada sonrojada—. Tus flores favoritas,
por ejemplo. ¿Cuáles son tus flores favoritas? —preguntó ya con los párpados
cerrados; no obstante, conservando la sonrisa.
—Los girasoles.
—¿Los giras...?... Genial… Son flores muy bonitas y…, bueno, vivimos en El reino
del Sol, así que… —dijo, mas ni siquiera terminaba sus oraciones por el cansancio—
. ¿Y tu animal favorito?
—Mmm… Nunca lo había pensado. Tal vez los calamares.
—¿De verdad? Vaya, llegué a creer que... Pero es curioso.
—¿Pensaste que diría algo más común?
—A decir verdad, sí —contestó Gamaliel entre carcajadas, abriendo los ojos como si
la última descarga de energía se hubiese hecho presente tan solo para acabar con él
casi por completo.
—Pues los calamares —musitó Flor.
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—Está bien… Me parece… buena elección —dijo el joven con un hilo de voz. Verlo
así le ocasionó más cansancio a Flor, y también se acomodó en su lado del árbol.
Ambos estaban dormitando con los pies del otro a un costado—. ¿Has escuchado…
—bostezó— esas historias donde las personas… pueden convertirse… en un animal?
—Sí, he leído los libros —respondió la princesa cerrando los ojos.
—Es una idea impresionante. ¿Te imaginas las posibilidades? A mí me encantaría
poder convertirme en un águila o en un león…; quizá en un tigre, o pantera, no lo sé…
O un elefante estaría bien… Sí…, un elegante elefante… … … o un gorila…, un
gorila…
—Tienes mucho sueño, ¿verdad?
—¿Se me nota? —preguntó el muchacho abriendo un ojo.
—Un poco —repuso la princesa, impasible, mirándolo atentamente, aunque..
«contemplándolo» sería la palabra indicada.
Flor, acostada de lado, observaba a Gamaliel con una expresión de curiosidad, como
si se preguntara qué clase de ser humano tenía enfrente. De repente, el joven sastre se
incorporó débil pero resueltamente, se acostó a un lado de ella y la cubrió con su
petrigo sin consultárselo. La princesa, atónita sólo por dentro, se giró para observar a
su nuevo amigo más de cerca. Y así estuvieron varios segundos, mirándose en
completo silencio hasta que Flor estiró el abrigo para cubrir a Gamaliel y que ambos
pudieran quitarse el frío. Posteriormente, se giró para darle la espalda y cerró los ojos
unos segundos.
El joven sastre y la princesa tenían tanto frío, hambre y sueño que pudieron haberse
quedado dormidos en ese preciso momento. Sin embargo, Gamaliel sentía unas
incontrolables ganas de acercarse aún más a Flor; y de la misma manera en que se
atrevió a abrigarla, también se atrevió a abrazarla con el fin de buscar su mano y
entrelazar los dedos. Para fortuna del joven sastre, la princesa correspondió al gesto y
llevó ambas manos a su pecho con el objetivo de hacerle saber que no estaba solo ni
se trataba de un sueño; que ella y su lastimado corazón lo acompañaban en esa fría
noche de enero.
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5
EL PRIMER AMANECER JUNTOS
Luego de casi una hora de dormitar abrazados en aquel gran árbol, y de conversar
intermitentemente sobre temas irrelevantes, supusieron que en cualquier parpadeo
amanecería y podrían ser vistos, por lo que a Gamaliel se le ocurrió que fuesen a
esconderse a un lugar seguro, el lugar más cercano, más todavía que el castillo, el cual
era vigilado constantemente y, por consiguiente, quedaba descartado.
Al llegar a la sastrería, Gamaliel arrojó el petrigo al sofá y le ofreció comida a Flor,
quien aceptó un plato de cereal. Pero el muchacho sólo tenía en la alacena cereal con
frutos secos, y la princesa odiaba las almendras. Aun así, era tanta su hambre que
decidió comerlo, haciendo a un lado lo que no le apetecía, acción que enterneció a
Gamaliel.
La casa del joven sastre era un tanto oscura; no obstante, muy cálida y acogedora. La
entrada estaba llena de instrumentos de costura y otros muy raros que él construyó
para facilitarse la labor. Asimismo, había por doquier carretes de todos tipos de hilos
y telas.
—¿Tienes algo que hacer mañana o…, bueno, este día? —le preguntó el muchacho
después de propinarle una voraz mordida a la manzana que escogió de cena-desayuno.
—Mi madre me inscribió a clases de piano en diciembre; y de lunes a viernes, a
primera hora, tengo que asistir. Es dentro del castillo, mas no me gusta el piano,
prefiero clases de dibujo, sólo que ella piensa que una princesa no debe pintar, debe
ser pintada.
—Tiene un poco de razón…, supongo.
—No importa. Ya estoy harta de esas clases, son muy tediosas y no las necesito para
ser reina —aseveró Flor con la boca llena de cereal con leche. Parecía un animal
salvaje devorando a su presa—. Se supone que el martes terminaré de ensayar el
himno del reino, así que ese mismo día le ordenaré al instructor que no vuelva al
castillo y no le cuente nada a mamá. Si todo sale bien, tendré mucho tiempo libre a
partir del miércoles, sobre todo para dormir más por las mañanas.
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Gamaliel rio. A pesar del intenso dolor que sentía en el estómago por todas esas horas
sin probar alimento, y de recibir cada trozo de manzana como piedras afiladas cayendo
a su vientre, estaba más que feliz de tener a Flor consigo.
—Me gustaría conocer a tu mamá. Conocerla mucho más, claro… Algún día, no
precisamente de inmediato —se apresuró a aclarar al ver la expresión de discordia en
el rostro de Flor.
—Está loca. Tal vez no sea buena idea que la conozcas.
—Si tú lo dices... ¿Quieres un poco? —le dijo Gamaliel acercándole la manzana
cuando Flor dejó a un lado el plato de cereal a medio terminar.
La princesa le dio una mordida y se puso de pie para estirarse; miró por la ventana, y
advirtió que ya estaba esclareciendo, lo que le causó una sutil risa—. ¿Qué es tan
gracioso? —inquirió Gamaliel sonriendo de oreja a oreja por el simple hecho de verla
feliz.
—Nada —mintió Flor.
—Y… ¿quieres ir a dormir? —preguntó Gamaliel algo nervioso.
La princesa asintió con la cabeza y se mordió los labios. El joven sastre se puso de pie
y la guio a su cama, donde le hizo una seña para que se acostara donde quisiera. Flor
se acomodó sobre el colchón y cerró los ojos. Gamaliel la observó unos segundos. Su
larga cabellera blanca le caía alborotadamente sobre el rostro, lo cual la hacía ver
todavía más angelical de lo que ya se veía… No lo resistió. Al verla así, su corazón
lo obligó a acostarse enseguida de ella y abrazarla. Tomó una manta, arropó a la
princesa y se acostó a su lado, quedando de frente a ella, con sus narices a centímetros
de distancia. De inmediato, aunque sin abrir los ojos, Flor volvió a tomar su mano y
se acurrucó un poco más cerca de él para absorber su calidez.
Gamaliel era un muchacho muy soñador y obsesivo. A cada cosa que veía, sin
importar lo insignificante que fuese, le buscaba un significado. Pues esa mañana no
fue la excepción. Pensando en todo lo que le había sucedido en las últimas horas, y
específicamente en el increíble momento que estaba viviendo actualmente, creyó que
la vida le estaba entregando a la mujer más especial que jamás había conocido y que
jamás volvería a conocer. Y temiendo que fuese cierto y que no se presentaría de
nuevo esa oportunidad, se acercó aún más a Flor, cerró los ojos y le dio un delicado
beso en los labios. Al separarse unos centímetros para esperar la reacción de la
princesa, ésta volvió a acercarse para darle otro beso, que se extendió durante unos
segundos—. ¿Quieres ser mi novia? —musitó el soñador sastre.
La princesa abrió repentinamente los ojos y soltó una carcajada propia de alguien que
está por rendirse ante el cansancio; musitó un «Sí» mientras agitaba sutilmente la
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cabeza de arriba a abajo, y se acercó más al pecho de Gamaliel para intentar dormir
luego de un tercer beso en los labios.
Tan solo un par de horas después, el joven sastre despertó abruptamente al escuchar
a lo lejos dos gallos disputándose el territorio entre cantos. Sin embargo, se tranquilizó
y dejó escapar un suspiro de enternecimiento cuando se percató de que la princesa
Flor seguía dormida profundamente a su lado, y lo que vivió la noche anterior no había
sido un hermoso revoldpe interrumpido por dos pendencieras aves.
El enamorado sastre podía fácilmente dejar dormir a la princesa una vida entera en su
cama. Únicamente por verla ahí, en silencio, con sus delicados párpados cubriendo
esa indescifrable mirada que tanto cautivaba su insaciable curiosidad, se sentía amado,
protegido, muy afortunado… y completo. Bajo esa egoísta pero cándida justificación
dudó en interrumpir su descanso, y hasta le permitió un minuto más de sueño. No
obstante, como sabía que en cualquier segundo podrían notar su ausencia en el castillo,
lo cual le ocasionaría muchos problemas, optó por despertarla con un beso en la
mejilla.
Flor abrió los ojos lentamente, parpadeó un poco estirándose, y sonrió con dulzura al
ver a Gamaliel contemplándola perdidamente. Este último estaba asombrado. Nunca
imaginó que hubiese alguien que pudiera verse tan perfecta al despertar. Según su
perspectiva, Flor pertenecía a ese reducido grupo de bendecidos.
—Hola —musitó la princesa, adormecida, y se giró para ver hacia la ventana—. Ya
salió el Sol… ¿Qué hora es? —preguntó, mas, para sorpresa de Gamaliel, sin angustia.
—Deben de ser las 7 de la mañana… Quería dejarte dormir más tiempo; pero pensé
que…
—Sí, está bien, gracias. Tengo que regresar antes del desayuno.
—¿Nos volveremos a ver hoy?
Flor respondió aquello con un adorable guiño.
—Cuando todos duerman, me escaparé. ¿Quieres que…?
—Esta es tu casa. Ven cuando quieras —contestó Gamaliel mientras peinaba uno de
sus alborotados y largos mechones blancos que cubrían su rostro.
Para ayudar a que Flor pasara desapercibida, el joven sastre decidió entregarle su
petrigo y un gran sombrero de verano que le cubrió hasta la nariz. Además, se le
ocurrió que lo mejor sería salir por la puerta trasera, y así lo hizo. Sin embargo, antes
de irse acelerando el paso, la princesa regresó para abrazarlo por el cuello, pararse de
puntillas y darle un prolongado beso en los labios.
Posterior a esa melosa despedida, Flor siguió su camino y Gamaliel se quedó parado,
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sin habla, en el umbral de la puerta. Por obvias razones, esa mañana era de un color
especial para el joven sastre. El avivador frío matutino, los primeros cálidos rayos del
Sol, la voz del reino acrecentándose poco a poco, su fiel caballo Relincho durmiendo
bajo una pila de heno, como le gustaba dormir... Todo lo observaba con mayor
claridad y estima. Y todavía apreciando cada detalle de su campo visual, entró a casa
suspirando y se metió en su cama para abrazar una de las almohadas, de la misma
forma que abrazaba a Flor hace apenas escasos minutos. Entonces, sin pretenderlo,
con una gran sonrisa en el rostro, sintiéndose el hombre más dichoso del mundo, y
esperando que su amada princesa llegase a salvo, se volvió a quedar dormido.
Un par de horas más tarde, a mediodía, el sueño de Gamaliel se vio interrumpido por
un constante ruidito en la ventana. Reconociendo inmediatamente aquel sonido, abrió
los ojos de súbito y saltó del colchón para dejar entrar al mensajero.
—Hola —masculló éste desde el alféizar—. Tienes un mensaje de la princesa Flor —
añadió impasible, y abrió más la boca para dejar caer el pergamino.
Gamaliel escuchó sus palabras con emoción; pero su expresión cambió radicalmente
al ver la hoja llena de saliva.
—Si lo deseas, para la próxima vez puedes cargar el pergamino en tus manos.
—No —repuso el mensajero con una expresión vacía.
El joven sastre decidió no darle importancia. Sonriendo ampliamente cual niño en su
cumpleaños, se agachó para tomar la carta y la desenrolló. «Hola, extraño que conocí
en un bosque y ahora es mi novio. ¿Ya despertaste?», leyó para sus adentros. Su
sonrisa no hizo más que crecer hasta casi unir las comisuras de sus labios con las
orejas. No había otra manera de describirlo: estaba enamorado. No obstante, todas las
mariposas de su estómago se esfumaron al regresar la mirada a la ventana y ver la
inexpresiva expresión del raro mensajero.
—Disculpa…, ¿cómo te llamas? —le preguntó Gamaliel, perturbado.
—Puedes llamarme como sea. Me da igual —respondió el tipo, gélido.
—Muy bien, «como sea. Me da igual» —bromeó el muchacho intentando
fallidamente romper la tensión del ambiente—, ¿te puedo hacer una pregunta?
—¿Aparte de esa?
—Sí, otra… pregunta.
—Adelante. Pregunta lo que quieras —contestó el mensajero.
—¿Te… gusta tu trabajo? —inquirió Gamaliel, expectante.
—Me encanta mi trabajo —repuso el hombrecillo, apático. De pronto, el joven sastre
advirtió que su interlocutor movió la boca sin pronunciar palabra ni producir sonido
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alguno, mas no comprendió lo que estaba haciendo.
—¿Estás seguro? —le preguntó extrañado.
—Totalmente seguro. Amo servir a la familia Real en todos sus mandatos —insistió
el mensajero, aunque, al término de aquellas palabras, de nuevo movió su boca en
silencio. Esta vez Gamaliel logró percibir un «Mátame»; sin embargo, creyó que era
sólo su imaginación o vista borrosa, por lo cual decidió ignorarlo.
—Bueno, gracias por traer el mensaje —dijo Gamaliel, todavía confundido—. Eeeh…
No sé si esté permitido; pero… ¿te molestaría aprovechar tu regreso al castillo para
llevarle mi respuesta?
—Para nada. Me encantaría leer algo nuevo en el camino —respondió el mensajero,
una vez más, sin hacer ni el más mínimo gesto.
—¡Oye! —exclamó el muchacho, indignado—. No es educado meterse en
conversaciones ajenas —lo reprendió, procurando no ser muy severo.
—¿Tienes otro medio para hacerle llegar los mensajes a tu novia? —objetó el
hombrecillo, con semblante ausente de emoción.
—B-bueno… Eeeeh… Creo que aún no debo presentarme en el castillo, así que…
—Seguiré leyendo los mensajes.
En vista del sólido argumento, y de lo incómoda que resultaba para Gamaliel su
presencia, el joven sastre optó por no refutar y se dirigió al escritorio para escribir su
respuesta en una hoja nueva, pues deseaba guardar la otra en un lugar especial.
«Buenas tardes, princesa. Espero que hayas podido mantener los ojos abiertos en tu
clase de piano. Ansío verte hoy. Te extraño, extraña», escribió un tanto nervioso. Al
finalizar, regresó a la ventana y le dio la carta al mensajero justo en la mano, esperando
que no la pusiera entre sus dientes. No obstante, algo en su interior le dijo que sería
muy descortés de su parte si no le daba una retribución.
—¿Tienes hambre?
—Ahora que lo mencionas, caminar me provoca mucha sed. ¿Tienes un poco de
leche?
—Claro.
—Entonces tráeme una botella —le ordenó el sujeto, con el semblante de una roca.
«¿Por favor? Siendo así, con mucho gusto», pensó Gamaliel algo molesto. Cuando
regresó con la botella de leche y se la entregó, el tipo le dio un pequeño sorbo y se la
devolvió.
—¿Es… todo?
—Ya no tengo sed.
—¡Pero me pediste una botella!
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—No dije que me la acabaría —ultimó el mensajero, y dio un salto para bajar de la
ventana.
Mientras lo observaba alejarse con su andar mortecino, Gamaliel notó que ni esperó
a salir de su propiedad para ponerse a leer su carta, lo que decidió pasar por alto,
aunque más frustrado se sintió al ver que después de leerla se colocó el pergamino en
la boca y siguió su camino rumbo al castillo.
Quedándose solo, el joven sastre no tardó en evocar hasta el más insignificante detalle
de todo lo que vivió con la princesa, y se sorprendió, al considerarlo, que en tan solo
una noche pudiesen suceder tantas cosas.
Ya no había nada en el mundo que le importara más que estar con Flor y pensar en
ella si no estaba a su lado. Ni siquiera le interesaba el velo rosa ni el oro que pudiese
ganar con él. Toda la tarde se dedicó a soñar despierto. Comió poco, trabajó poco y
durmió poco. Lleno de ansias, esperó la llegada de la noche o un mensaje que la
precediera. Lo primero que apareció, una hora antes del anochecer, fue el mensaje.
Gamaliel se encontraba regando las plantas de enfrente cuando advirtió que el raro
mensajero se acercaba. Percibiendo que éste iba directo a la ventana, quizá por pensar
que encontraría al joven en su habitación, le gritó alzando los brazos para que fuera a
la puerta principal.
—¡Ey! ¡Por aquí! —exclamó el muchacho, bastante entusiasmado.
El hombrecillo lo vio y, sin hacer ningún gesto, caminó hacia él.
—Abre la ventana —masculló al posarse con autoridad a centímetros de su rostro.
—¿Q-qué? —contestó Gamaliel, incrédulo.
—La ventana. Abre la ventana —reiteró el mensajero sacándose el pergamino de la
boca para hablar con más claridad.
—¡Pero si aquí estoy! —replicó el joven, conturbado—. Dame el mensaje de una vez
—ordenó, y apresuró su mano para intentar arrebatarle la hoja. Sin embargo, con una
sorprendente pero gélida rapidez, el sujeto volvió a morder el pergamino y guardó
silencio mirando a Gamaliel con sus abismales ojos negros—. Está bien —refunfuñó
el sastre—. Dame un segundo —agregó, dejó la regadera en el suelo y entró a su casa
dando un portazo—. ¡¿Algo más que desees?! —le gritó sacando la cabeza desde su
alcoba.
El insólito mensajero dio media vuelta y se dirigió a la habitación.
—Hazte a un lado —balbuceó. Ya su saliva escurría por el pergamino.
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El joven sastre, entre asqueado y molesto, retrocedió para que el sujeto pudiera subir
al alféizar y sentarse en cuclillas.
—¿Ya me puedes dar la hoja? —habló Gamaliel, impaciente.
El mensajero parpadeó, abrió la boca, y el muchacho atrapó el pergamino en el aire
para no tener que agacharse por él.
«Fui casi una sonámbula en la mañana. Luego de mi aburrida clase de piano, dormí
toda la tarde. Mi padre salió hace unos instantes del reino y se llevó a gran parte de
los guardias, por lo tanto, no tendré problemas con escaparme. Te veo a las 9 en tu
casa. También ansío verte. Besos», leyó Gamaliel a toda prisa, bisbiseando cada
palabra. Al terminar, sonrió, como era de esperarse; no obstante, recordó que no estaba
solo, y cambió su semblante—. ¿Lo leíste, verdad? —le preguntó al mensajero
entornando los ojos.
—Sí —contestó éste.
—¿No te importa que la princesa…?
—No.
—Pero no vas a delatarla… ¿o sí?
—No. Ella confía en mí. Me cuenta todo —reveló escuetamente el lánguido sujeto.
Eso le quitó un peso de encima a Gamaliel.
—Muy bien. Si la princesa confía en ti, yo también confiaré en ti —dijo sonriendo
afablemente.
—Tú no confíes en mí —objetó el hombrecillo.
—… … E-está bien —farfulló Gamaliel, ofendido.
—¿Ya puedo irme o le escribirás una respuesta? —inquirió el mensajero sin dar
muestra de impaciencia.
—Eeeh… No, no, así está bien. Sólo dile que la estaré esperando. Es todo.
—¿Y si lo olvido?
—¿Qué cosa?
—Tal vez olvide el mensaje —dijo el sujeto.
—P-pero sólo tienes que decirle que la estaré esperando.
—¿Decirle qué?
Gamaliel cerró los ojos e inhaló profundamente, pretendiendo guardar la calma;
caminó después hasta su escritorio, y escribió la respuesta en otra hoja: «Te estaré
esperando. Besos… Posdata: ¿De dónde sacaste a este mensajero?».
—Aquí está. Llévasela, por favor —le dijo con voz apagada al hombrecillo. Éste tomó
el nuevo pergamino y se fue sin inmutarse.
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Al quedarse solo, Gamaliel sintió unas inmensas ganas de gritar, así que cerró la
ventana y corrió las cortinas. Sin embargo, justo cuando abrió la boca para expulsar
el estrés que contenía, escuchó a lo lejos la voz del irritante individuo.
—¡NACÍ AQUÍ!
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6
DOS EXTRAÑOS
Por lo lenta que resultaba la comunicación debido a la vía terrestre, la desesperación
que le causaba tener que lidiar con la constante displicencia del mensajero, las
desmesuradas ganas que sentía por ver a la princesa a cada hora, y la reciprocidad que
ésta le transmitía, Gamaliel empezó a creer que quizá lo ideal sería pedir su mano de
una vez por todas. Pero una parte de él estaba consciente de que posiblemente era muy
pronto para eso y podría asustar a su amada, ya que apenas se conocían. Aun así,
estimaba que el amor entre ellos era tan grande que definitivamente aceptaría. Sólo
había un problema: «¿Con qué cara se presenta al castillo un sastre muerto de hambre
como yo y pide la mano de la princesa?», reflexionó sin apenarse, al contrario, con
energía, caminando de un lado a otro dentro de la sastrería. No obstante, las horas se
fueron volando y no consiguió idear nada antes de que la puerta trasera de su casa
fuese tocada por la delicada mano de Flor.
—E-ey —suspiró Gamaliel al abrir, deseoso de darle un beso a la princesa, mas
inseguro de hacerlo.
Todo había sucedido tan rápido entre ellos, y el día había parecido tan largo esa vez,
que todavía le parecía un sueño ser el novio de la mismísima hija del rey. «¿Y si la
incomodo?», temió. Pero antes de que el joven sastre pudiera decidirse, Flor se acercó,
le dio el petrigo, tomó su rostro con ambas manos, cerró los ojos y besó sus labios.
—Hola, extraño —bromeó después, en voz baja, sonriendo.
—Hola…, extraña —respondió Gamaliel, nervioso.
Entre ambos, la química era innegable, y al parecer sentían lo mismo sobre su relación.
¡Eran tan solo dos extraños!, dos extraños que luego de una noche se entregaron el
corazón, suceso tan fugaz que, de vez en cuando, les impedía verse con familiaridad.
Lo de ellos era diferente, a un grado de ser inexplicable. Ignoraron el protocolo, se
saltaron pasos del manual, rompieron paradigmas, fueron la excepción de lo
inaceptable, y seguía preocupándoles que estuviesen haciendo algo mal. Esperando
estar equivocados, Gamaliel tomó su mano y la llevó al recibidor—. ¿Quieres un poco
de agua? —le ofreció con una mirada profunda y voz serena.
—Así estoy bien. Gracias —dijo la princesa mordiéndose discretamente el labio.
—Yo sí —repuso el joven sastre y desfiló hasta la cocina para regresar con el mismo
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andar pretencioso y un vaso lleno del que bebió solamente un trago para dejarlo sobre
la mesa que tenían frente al sofá y sentarse en éste, a centímetros de Flor—. ¿Es raro,
verdad? —le preguntó con media sonrisa.
Gamaliel se había transformado de un segundo a otro. Ya no era aquel muchacho
ansioso y excéntrico, sino uno más relajado y sutilmente altanero, cosa que Flor
percibió, aunque más que disgustarla, atrajo su atención—. Todo esto, todo lo que
vivimos —continuó el joven sastre.
Flor asintió en silencio, sujetándose las rodillas con las manos mientras lo observaba
voraz y nerviosamente—. ¿Le contaste a alguien que…? Claro, aparte de al
mensajero.
—Aún no —musitó Flor.
—Yo tampoco —contestó Gamaliel—. Sólo le he hablado de ti al cielo, al Sol, a la
Luna, a las estrellas y a cada mueble de esta casa —añadió entre susurros—, sobre
todo a cada mueble, porque deseaban saber qué me tenía tan ansioso este día.
Flor bajó la mirada y, sin darse cuenta, llevó los dedos a sus labios para morderse una
uña.
—Qué lindo —dijo, sonriendo.
—¿Recuerdas cómo nos conocimos? —inquirió Gamaliel; y Flor agitó su cabeza
afirmativamente—. ¿Qué pensaste en el momento que me viste por primera vez? —
le preguntó—. Después de saber que no era un fantasma con la cara rosa —añadió
entre quedas risas.
La princesa también soltó una pequeña carcajada. Luego, sin levantar la mirada, se
perdió en el vaso.
—Recuerdo que noté tu altura. Eras…, eres muy alto. Después vi tus ojos y me
sorprendió lo grande que eran.
—¿De verdad lo crees? —le preguntó el muchacho, sonrojado, al mismo tiempo que
Flor le robaba un sorbo a su agua, detalle que no pasó inadvertido para el joven sastre.
«¡Vaya! ¡Bebió de mi vaso! ¡No le importó tocar mis babas!», se dijo en sus
pensamientos, cautivado.
—Sí. Tienes los ojos grandes… Me gustan —admitió la princesa.
—Cuando te vi, lo primero que noté fue tu hermoso cabello blanco. A mis 23 años he
visto a un par de personas con el cabello teñido de ese color; sin embargo, a nadie
como tú… No diré que decidí acercarme por eso; pero luego de quitarme el velo de la
cara y ver tu cabellera alba, pude haberme ido, mas algo en mi interior me dijo que no
lo hiciera, que el blanco de tu cabello era el indicio de algo único, que tu soledad
escondía algo que debía conocer; que si me acercaba a saludar, descubriría lo especial
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que eras.
—Wuau… —susurró Flor, impresionada—. Y después quisiste robar mi velo rosa —
bromeó, y lo sacó de su bolsillo para agitarlo en el aire.
—Mmm… Tal vez siga teniendo intensiones de robártelo. Soy sólo un extraño, ¿lo
recuerdas? Deberías de tener más cuidado —le dijo Gamaliel guiñándole un ojo con
picardía.
—Cualquiera puede ver que no matarías ni a una mosca —se mofó Flor con dulzura.
—¿Estás segura? Ahora mismo podría estar a punto de asesinarte —añadió el
muchacho levantando desafiantemente una ceja.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo harías?
—Quizá… —dijo moviéndose— me acerque lentamente…, te arroje hacia atrás…,
rodee tu cuello con mis manos… y lo oprima sin piedad… hasta dejarte sin aire —
describió mientras lo hacía, aunque delicadamente, como si el cuello de la princesa
fuese una frágil mariposa; y ella, una nube capaz de dispersarse.
—¿Y luego qué harías? ¿Esconderías el cuerpo?... ¿Me enterrarías? —inquirió Flor,
sonriendo traviesamente.
—Tal vez lo quemaría o se lo daría de comer a mi salvaje y sanguinario corcel —
respondió el joven sastre entre pequeñas risas.
—¿Tu salvaje y sanguinario corcel? ¿Te refieres a ese que estaba allá afuera
intentando morder las moscas que se paraban sobre su nariz?
—Es sólo un disfraz. Se hace pasar por un viejo caballo mudo y torpe para que nadie
sospeche de él. Sin embargo, ya se ha comido a 3 niños, 1 anciano, 6 perros, 2
dragones y 4 delfines… Es una bestia indomable. No te le acerques.
—Pues no le tengo miedo —repuso Flor clavándole una teatral mirada asesina—.
Mucho menos te temo a ti, extraño —añadió incorporándose y haciendo retroceder a
Gamaliel—. Quizá tú deberías alejarte de mí. No me conoces —le dijo, ahora tomando
el lugar del victimario.
—Te conozco lo suficiente como para saber que no podrás ganarme…, extraña —
contestó el joven sastre, resistiéndose… y con el corazón casi saliéndose de su pecho.
Así, entrelazados, con el rostro a centímetros del otro, cerraron los ojos y se besaron,
esta vez profundamente. De repente, el joven sastre se detuvo y se hizo a un lado para
reír.
—¿Qué sucede? —le preguntó Flor también riendo; pero sin saber por qué.
—No puedo dejar de recordar cómo sucedió todo.
—¿A qué te refieres?
—A todo… —suspiró Gamaliel—, a esa forma en que nos conocimos…, a las
circunstancias, a la coincidencia, a esa chispa de suerte, a lo que pasó después en el
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otro bosque, luego en la taberna, posteriormente en el parque, y al final en mi casa —
añadió con los ojos cerrados, visualizando fascinado cada detalle en su mente—.
Verás —continuó al separar los párpados y mirar fijamente a Flor—, esa noche tal
vez no estaba escrita… o tal vez sí, no lo sé. La vida es tan curiosa…
—¿Eh?
—Tal como te lo dije al conocernos, esa noche me encontraba en el riachuelo
buscando oro; no obstante, no era algo que hacía todas las noches. Ni siquiera tenía
planes de ir. Sin embargo, por la tarde, horas antes de todo, me encontraba afuera del
reino. Tenía días enteros sin vender nada en la sastrería, por lo que no podía comprar
fruta en el mercado, así que salí a cortar algunas manzanas silvestres. Pero cuando iba
de regreso a la gran muralla, escuché un extraño ruido entre los árboles. Admito que
no soy el más valiente del mundo, por lo tanto, quizá…, sólo quizá…, se me escapó
un rudo grito… y volteé de inmediato a la vegetación, temiendo que fuese un dragón
—dijo el sastre entre risas. La princesa reprimió una carcajada que trató de escaparse
por su nariz—. No obstante, sólo vi algo blanco escabulléndose entre los arbustos —
prosiguió—. Entonces bajé la mirada y advertí que a unos pasos de mí se hallaba un
pequeño charco con un diminuto destello dorado en el centro. Era una mediocre pepita
de oro, mas fue lo suficientemente grande como para darme una idea: buscar más oro
en otras aguas. ¿Y qué mejor que un río?
»Ya imaginarás con qué cara regresé al reino. Las manzanas por poco se me caían de
la emoción. Eran aproximadamente las 5 de la tarde cuando llegué a casa, dejé la
cesta, me puse ropa vieja bajo mi petrigo, tomé mis herramientas, subí a mi caballo
y me dirigí al bosque.
»Sacando conclusiones tontas en el camino, pensé que si pude encontrar una pepita
de oro en un insignificante charco, en aquel riachuelo encontraría muchas más. Sin
embargo, estuve varias horas buscando y no encontré nada, llegando a creer que muy
probablemente los mineros Reales ya habían extraído todo el oro del reino hace mucho
tiempo. Y justo al decidir regresar a casa, un pensamiento llegó a mí: «La esperanza
es lo último que muere»… Sí, sí, lo sé, suena un tanto cursi; pero me funcionó.
Regresé al agua, metí las manos, moví unas piedras y… vi otra pepita de oro —añadió.
Flor abrió la boca—. No obstante, en cuanto la toqué, sentí un intenso calambre en
mis dedos, y la tierra del fondo se agitó —añadió. Tenía a la princesa en ascuas—. Al
principio supuse que algún insecto me había picado, mas revisé mis manos y no
encontré ninguna herida ni marca; caminé hasta la orilla para seguir examinándome,
y fue ahí cuando tu velo rosa me golpeó la cara… ¿Puedes creerlo? —preguntó al
final, deslumbrado. Flor tan solo guardó silencio a la expectativa—. No pude
quedarme con la pepita de oro; pero si no hubiese regresado al riachuelo, si no hubiese
visto la pepita, si no hubiese intentando tomarla, si no hubiese sentido ese calambre,
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si no hubiese salido del agua para revisarme, tu velo jamás hubiera llegado a mí y
nunca hubiese dirigido la mirada hacia el puente, donde te vi sentada. ¿Ahora lo
notas?... ¡Cada detalle!, cada cosa que viví, cada decisión que tomé, cada pequeñez
que ignoré, inclusive, me llevó a ti. Una sola ficha menos en ese camino de dominó
hubiese cambiado totalmente la historia. Un movimiento diferente en ese tablero de
ajedrez hubiese modificado completamente la vida. ¡Es sorprendente! —finalizó el
muchacho, conmocionado.
Flor lo entendió, y permaneció unos segundos contemplando la ilusión de Gamaliel—
. Y así como yo, tú también pudiste cambiar la historia con sólo haber tomado otra
decisión esa noche… o años atrás. Por ejemplo, algo tan baladí como haber sujetado
más fuerte tu velo hubiese hecho la diferencia: el viento nunca te lo hubiera
arrebatado, jamás me lo hubiese entregado y no hubiera dirigido la mirada al puente…
No sé si llamarlo destino o… una hermosa casualidad —concluyó.
—Bueno… Yo… —habló por fin la princesa, impasible—. Si no hubieses visto la
pepita de oro esa noche, ¿hubieras regresado al día siguiente para continuar buscando?
—Eh... N-no lo sé. ¿Por qué lo preguntas?
—Viendo tu situación, es muy probable que hubieses seguido buscando oro en el
riachuelo, ya sea esa misma noche o al día siguiente, ¿o me equivoco?
—P-pues… supongo que tienes razón, aunque no estoy comprendiendo —dijo
Gamaliel, confundido.
—A lo que me refiero es a que, muy probablemente, tarde o temprano me hubieses
visto en el bosque. Yo tenía varias noches yendo a caminar, y lo iba a seguir haciendo
si no te hubiera conocido.
—Eso… Todo eso que dices es bueno…, ¿no?
—Sí… N-no lo sé… Supongo —repuso Flor, aturdida—. Sólo deseaba que supieras
que no fue nada sobrenatural el que nos hayamos encontrado —añadió.
—¡Oh! No, no, no, no, no. No quise decir que fuese algo sobrenatural…
—Ni milagroso —atajó la princesa.
—Ni milagroso —iteró Gamaliel con una condescendiente sonrisa—. Sólo estaba
diciendo que fue un suceso muy insólito por la forma en que empezó, ¿no lo crees?
—le preguntó, nervioso.
La princesa tan solo se encogió de hombros, lo cual decepcionó un poco al joven
sastre. «No puede ser… ¿Por qué no se sorprendió?», se preguntó sin hacer patente su
desilusión—. ¿Y qué me dices de tu velo, eh? Detalles como ese marcaron la
diferencia —continuó, obligándose a dibujar una bromista sonrisa—. Si no hubieses
llevado velo esa noche, probablemente te hubiera visto a lo lejos y no me hubiese
acercado por seguir buscando oro. Sin embargo, como supuse que aquel velo rosa te
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pertenecía, quise entregártelo... ¿Qué te parece? —la retó juguetonamente. Pero la
princesa se vio apenas convencida. Muy intranquilo por dentro, Gamaliel decidió
cambiar de tema cuanto antes para no importunarla—. Por cierto, quiero pedirte una
disculpa —añadió, apaciguando su expresión.
—¿Por qué? —inquirió la princesa, extrañada.
—Porque, ahora que lo recuerdo, esa misma noche me dijiste que debía buscar el
mensaje que me diría dónde y a qué hora nos veríamos al día siguiente…; y nunca lo
encontré. ¡Créeme, lo busqué por todos lados!, desde el amanecer…; pero te fallé. Por
eso enviaste a tantos mensajeros, lo sé —explicó Gamaliel, afligido.
—Oh… —profirió Flor con curiosa seriedad—. ¿Sabes? —agregó, tragándose una
carcajada—. Tengo que confesar que… estaba jugando contigo. No escondí ningún
mensaje en ningún lado…, ¡sólo era una broma! ¡JAJAJA! Obviamente, enviaría a un
mensajero. Nunca pensé que en verdad saldrías a buscar el supuesto mensaje —dijo
entre risas.
El joven sastre la miró entornando los ojos con teatral enojo; mas verla reír de esa
manera se estaba convirtiendo en su debilidad, por lo que no pudo ni fingir estar
molesto, y terminó secundando su regocijo.
—Oye, no vuelvas a bromear así conmigo —la reprendió aún melodramáticamente—
. Te lo advierto: cada palabra que digas, la tomaré al pie de la letra. Si me pides que
salte, saltaré. Si me pides que vuele, lo intentaré.
—No me gusta pensar demasiado, sólo actúo —respondió la princesa, indiferente.
—Bueno, supongo que esa es la forma correcta de vivir. Pensar mucho atrae
problemas —opinó el joven sastre, notando, a su vez, que Flor desdeñó el cumplido
anterior—. Ahora que lo pienso —añadió, soltando una pequeña risa al final, risa que
Flor no entendió—, la otra vez mencionaste que no tomarías el lugar de tu padre
cuando éste dejara el trono…
—Ah, sí —dijo la princesa, recordándolo—. Lógicamente, mi padre quiere que yo sea
reina; sin embargo, prefiere dejarle la responsabilidad de tomar decisiones a alguien
más, o sea, a mi futuro esposo, quien será el nuevo rey —puntualizó sin darle
importancia.
—¿Por qué? —cuestionó Gamaliel con desinterés para no evidenciar la emoción que
le ocasionaba la posibilidad de ser él su futuro cónyuge, y no por el hecho de
convertirse en rey, lo que no le agradaba, sino por el deseo de formar una familia con
Flor—. ¿No confía en ti para dirigir este reino? —agregó un tanto indignado. «¿Acaso
el rey no ve lo que tiene en casa? ¡Ella es lo máximo!», pensó.
—Confía plenamente en mí; pero es un hombre muy sabio y no quiere que yo tome
su lugar, para que pueda tener una vida mucho más feliz, tranquila y sin tantas
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preocupaciones —especificó—. Prefiere que mi esposo sea el que se quede calvo —
bromeó.
—¡Oh! ¡Jajaja! Ya veo —contestó Gamaliel.
—Por ejemplo —continuó Flor—. Hoy mi padre tuvo que salir en calidad de
emergencia para resolver unos aburridos asuntos diplomáticos en otros reinos.
Regresará hasta dentro de una semana, aproximadamente. Y eso de viajar es muy
cansado. Además, me confesó que siempre sale del reino con el miedo de ser víctima
de una emboscada o accidente; no obstante, que son gajes del oficio. Mi madre, por
otro lado, no tiene que preocuparse por nada, ya que ella no toma las decisiones, es
muy despistada, rara vez sale del castillo y no se entera de nada.
—Bendita ignorancia, ¿no? —estimó el muchacho—. Y, bueno, al convertirte en
reina, ¿qué planeas hacer? Es decir, ¿cuáles son tus planes a futuro?
—Mmm… Pues… —caviló la princesa—. No lo sé. Como te dije, no me gusta pensar
demasiado, mucho menos hacer planes… Y dicen que si cuentas tus planes, no se
cumplen.
—Yo no creo en eso —atajó Gamaliel con una fanfarrona sonrisa.
—Pues yo sí —se impuso escuetamente la princesa.
—Está bien, está bien. Hablemos de otro tema —repuso el joven sastre riendo
nerviosamente—. ¿Qué opinas de la vida? ¿Qué es lo que más te gusta de vivir? ¿O
qué es lo que te gustaría cambiar de todo esto que nos rodea? —indagó con gesto
soñador.
—Ya te dije que no me g…
—¡Por favor! Sólo esta vez. Quiero conocerte más, quiero saber qué hay detrás de ese
hermoso cabello blanco —suplicó Gamaliel.
—Te gustan mucho esos temas, ¿verdad? —le preguntó Flor suspirando con agobio.
Gamaliel sonrió ampliamente.
—Sólo por esta vez —iteró, juntando las palmas de sus manos.
—Está bien —musitó la princesa, fatigada—. A ver… No creo que pase de los 30
años —empezó.
—¡¿Qué?!
—Déjame terminar —lo interrumpió Flor algo molesta.
—¡Como ordene, Su Alteza! —bromeó Gamaliel reverenciándola teatralmente, lo
cual decidió ignorar la princesa.
—Pretendo vivir tan intensamente que de seguro moriré joven haciendo una locura.
—Eso suena divertido —meditó el joven sastre—. A decir verdad, yo también creo
que moriré joven.
—¿En serio?
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—Sí. Desde hace algunos años tengo el presentimiento de que alguien me asesinará.
—¿Por qué lo dices? —inquirió Flor entre sorprendida y desconcertada.
—No lo sé realmente. Es sólo una creencia. Me parece que tengo el perfil de los que
son asesinados.
—¿Y cómo es ese perfil? —le preguntó al sastre, escéptica.
—Admito que soy muy ingenuo. Ese tipo de personas son a los primeros que matan
en las historias. Los valientes y astutos son los únicos que sobreviven.
—¡Ah! Eres un mártir.
—No me considero precisamente un mártir; pero, tal vez, si tuviera una batalla a
muerte con mi enemigo, terminaría bajando los brazos para que me asesinara, pues
creo que no tengo el coraje suficiente para matar a alguien… ¡Ni siquiera me gusta la
sangre! Me desmayaría. ¡Jajaja!
—¿Tienes enemigos?
—¡No! B-bueno, no que yo sepa. Me refería a un hipotético enemigo —aclaró
Gamaliel entre risas; pero, posteriormente, un novelesco misterio se apoderó de su
rostro—. Por cierto, hablando de la muerte, ¿qué crees que haya… del otro lado?
—No lo sé… ¿Nada? —respondió la princesa haciendo un gran esfuerzo por verse
interesada en el tema.
—Yo espero que haya una especie de paraíso, un lugar donde todos puedan ser felices.
¿Crees que exista un creador? —preguntó Gamaliel inmediatamente después. Flor tan
solo calló—. Yo creo que sí. No sé cómo será. Quizá, incluso, su esencia esté fuera
de nuestra comprensión humana, mas estoy cien por ciento seguro de que allá arriba
hay un creador… o, bueno, también abajo… y a los lados; en todos lados. Es el
creador, ¿no? Tendría que estar en todos lados. Sólo espero que no sea un humano
gigantesco. Eso sería muy aburrido. Preferiría algo más inusual y sorprendente como
un ser con ojos de galaxias o algo parecido.
—¿Tienes hambre? —lo interrumpió la princesa.
—¿Eh? ¡Ah! Sí, sí, un poco. Ahora que lo mencionas, ya siento el estómago vacío.
Antes de que llegaras, algunas mariposas no me dejaron comer —bromeó el
muchacho luego de salir de su ensimismamiento.
La princesa Flor se puso de pie, caminó hacia la puerta y la abrió. Allí, del otro lado,
parado en silencio cual árbol, se encontraba su mensajero picándose la nariz.
—Ordéneme, Su Alteza —habló el sujeto impasiblemente, y ni siquiera se molestó en
fingir que no «buscaba oro verde en la mina».
—¡Ey! ¡Hola, mensajero! —exclamó Gamaliel desde el sofá, alzando la mano con
una gran sonrisa. Jamás esperó verlo ahí, por lo tanto, fue una grata sorpresa para el
muchacho— ¿Qué haces enfrente de la casa? ¿No quieres que te abra la ventana? —
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se mofó guiñándole un ojo.
—¿Para qué si ya estoy en la puerta? —contestó el hombrecillo, tan frío como un
glaciar, moviendo su cabeza en señal de desaprobación. Gamaliel bajó la mano y
guardó silencio, frustrado.
—Tenemos hambre. Tráeme unas bolas de arroz con salsa picante y… ¿Qué gustas
comer? —le preguntó la princesa al joven sastre.
—¡Oh! No, no, no, yo así estoy bien. Comeré algo de la alacena; pero gracias.
—Insisto —repuso Flor.
—No te preocupes por mí. Si me da más hambre, te robaré una bola de arroz —dijo
Gamaliel intentando sacarle una sonrisa a uno de los presentes… Nadie sonrió.
—No pienso darte de mi comida —respondió la princesa, indignada—. A él cómprale
un emparedado —le ordenó al mensajero. Éste asintió reverenciándola y se fue.
—Sólo era una broma —musitó el joven sastre para sí mientras se ponía de pie en
busca de dinero—. ¡¿Sabes cuánto costará ese emparedado?! —le gritó a Flor desde
la habitación.
—¿Por qué lo…? No estás pensando en pagármelo, ¿verdad?
—¡Claro que sí!
—Pues no lo harás. Y que ni se te ocurra contradecir a la hija del rey —le dijo ésta
tajantemente. De inmediato, Gamaliel dejó de hurgar en sus cosas. Tenía la costumbre
de olvidar que estaba hablando con la mismísima princesa del reino, quien, de hecho,
no se veía muy complacida.
El joven sastre regresó a la sala un tanto cabizbajo. Sabía que abordar los temas
pasados había sido un error de su parte. Flor le dijo desde un principio que no le
gustaba mucho pensar; y él, con el afán de conocerla, insistió más de una vez,
creyendo que podría hacerla cambiar de opinión. Apenado, se dirigió al sillón para
beber un poco de su vaso; sin embargo, la princesa ya estaba bebiendo de él—.
¿Quieres? —le preguntó. Tomando aquello como una muestra de indulgencia Real,
inmediatamente recobró el ánimo y aceptó.
Bebiendo lentamente, el joven sastre se apresuró a idear algo que pudiera atenuar el
ambiente. Un voceldal lo llevó a otro y recordó que no conocía el nombre del
mensajero, nombre que por obvias razones debía saber la princesa. «¡El mensajero!
¡Eso es! Él y la princesa parecen ser muy cercanos. Hablar de él será como preguntarle
sobre algo intrascendente y cotidiano», pensó.
—Si mi memoria no me falla, en el último mensaje que te envié con tu… curioso
mensajero, te pregunté de dónde lo habías sacado. ¿Cómo lo conociste?
—¡Ah! Cierto. Ya recordé esa parte —contestó Flor. Su semblante se había relajado
abruptamente. «¡Lo logré!», se dijo el muchacho—. Godo trabaja para la familia desde
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hace mucho tiempo. Fue el mensajero personal de mi padre hasta que cumplí la edad
suficiente para tener uno.
—¡¿Se llama Godo?! —saltó Gamaliel, sorprendido.
—No. Su nombre real es Gerald; pero le decimos Godo.
—¿Siempre ha sido tan… frío?
—Desde que lo conozco —repuso Flor—. No obstante, dice mi padre que eso lo hace
un hombre mucho más confiable. Él lo describe a sus espaldas como «una lanza de
hielo que lleva un mensaje certero» —dijo la princesa riendo sutilmente al final.
Aquello no le pareció la gran cosa a Gamaliel, mas ver feliz a la princesa era, para él,
un premio, por lo cual su alegría creció todavía más. Repentinamente, la lanza de hielo
tocó la puerta.
—¡Yo abro! —dijo el muchacho con una traviesa sonrisa incapaz de ocultar—. ¡Hola,
Godo! —exclamó con los brazos al aire, como a punto de darle un abrazo.
—Aquí está la cena —dijo éste sin inmutarse, y le entregó una bolsa de papel—. Oh…
Lo siento —masculló después, inexpresivo—, olvidé la salsa picante —añadió
mirando a la princesa sobre el hombro de Gamaliel.
De súbito, los ojos del joven sastre se iluminaron al suponer que ese descuido haría
enfurecer a Flor y ésta vapulearía a Gerald. Incluso, en ese instante, Gamaliel recordó
que tenía un frasco de salsa en la cocina; sin embargo, optó por «no recordarlo».
—No hay problema, Godo. Ya puedes irte —dijo Flor; y la emoción del muchacho se
apagó.
El mensajero regresó entonces su indiferente mirada al joven sastre y le sonrió. «¡¿Q-
QUÉ?! ¡SE ESTÁ BURLANDO! ¡¡SE ESTÁ BURLANDO DE MÍ!! ¡¡LO PLANEÓ
TODO!! ¡ESE MALNACIDO…! Pero qué inteligente», pensó el muchacho en un
segundo, entre irritado y sorprendido.
Gamaliel correspondió a la sonrisa del hombrecillo y cerró la puerta fingiendo que
nada malo había pasado por su cabeza.
—Me parece que tengo un poco de salsa picante almacenada. Iré a ver —dijo, abatido
por dentro. No obstante, cuando dejó la bolsa de papel sobre la mesa de la sala, Flor
lo detuvo.
—Espera… Creo que tengo… —decía mientras examinaba en su bolsillo.
—¡No! ¡No lo creo! —la interrumpió Gamaliel abriendo la boca de par en par,
embelesado—. ¡No puedo creer que lleves salsa picante en tu bolsillo!... ¡Eres…
asombrosa! —añadió—. Apostemos. Si en verdad llevas contigo salsa picante, te daré
un beso —la retó, deseoso de que así fuera.
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Flor, imperturbable, movió un poco más su mano y encontró lo que buscaba. Al sacar
una pequeña bolsita de plástico con salsa picante en su interior, Gamaliel se partió de
la risa y se acercó para darle un profundo beso en los labios. Al separarse, la princesa
empezó a comer al mismo tiempo que el joven sastre tomaba asiento a su lado.
—Uno nunca sabe cuándo las necesitará —habló Flor con la boca llena, dejando más
bolsitas de salsa sobre la mesa, aunque sin prestarle atención, como si fuese un
acontecimiento de la misma naturaleza que el Sol saliendo cada mañana. Gamaliel,
por su parte, seguía extasiado.
—Gracias por el emparedado —le dijo todavía riendo.
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7
SORPRESA
—Te confesaré algo —le dijo Gamaliel al término de la cena—. Pensé que
escarmentarías a Gerald por no traer la salsa.
—¡Nah! No es para tanto. Además, él es uno de mis pocos amigos. No iba a regañarlo
sólo por olvidar un detalle, ¿no lo crees?
—Sí, tienes razón… Por cierto, yo soy muy bueno recordando los detalles —presumió
el muchacho—. Espera... ¿Pocos amigos?
—No soy la mejor relacionándome con las personas —confesó Flor un tanto afligida.
—A mí me pareces muy agradable —contestó el muchacho para hacerla sonreír.
—No me refiero a eso. Verás, casi no salgo del castillo, así que no conozco a mucha
gente. Y sé que las personas que trabajan para nosotros me tratan bien sólo porque
soy la hija del rey.
—No digas eso. Te aseguro que te estiman bastante.
—No seas ingenuo —lo reprendió la princesa. Gamaliel tragó saliva y calló—. Se
jugarían su cuello si me trataran mal. Es obvio que nunca lo harán. Por eso me agrada
Godo, él no es permisivo conmigo ni se la pasa adulándome —dijo; y el joven sastre
tomó eso último como una desgarradora indirecta.
—B-bueno, tampoco eres perfecta —dijo; sin embargo, aquello sólo pareció molestar
más a Flor—. O-o-o sea, no eres…
—Además de Godo, tengo una amiga —atajó Flor en un intento por sacarlo de su
tumba conversacional—. Es mi mejor amiga, de hecho; pero hace 6 años que no
hablamos. Desde que se fue a otro reino, no he sabido nada de ella.
Gamaliel se sorprendió al escucharlo.
—¿Ni siquiera han conversado por cartas? —le preguntó. Flor negó con la cabeza—.
¿Tú no le has escrito… o ella…?
—Ella no me ha escrito. Me envió una carta una semana después de su partida,
contándome algunas cosas. Yo le envié otra carta en respuesta, y jamás volvimos a
hablar.
—¿Y te gustaría saber de ella o…?
—Antes sí quería; no obstante, ahora me da igual. Las personas van y vienen.
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—¿Y por qué no le escribiste? —le preguntó el muchacho deseando no haber
escuchado lo anterior.
—No me gusta ser yo quien le hable a las personas… No sé… Siento que los estoy
molestando. Prefiero esperar a que ellos me hablen, mas no me importa si no lo hacen.
Ellos tendrán sus razones.
Apenado por ella, Gamaliel dejó escapar lo que sentía.
—Créeme, yo nunca me alejaré de ti... Y si por alguna razón la vida nos separa, jamás
dejaré de escribirte —le dijo, aunque, al parecer, Flor no le creyó del todo—. ¡¿Y si
le escribes ahora mismo a tu amiga?! —propuso de improviso el joven sastre,
eufórico—. ¡Sí! Seguramente tiene muchas ganas de hablar contigo. Tal vez antes no
lo había hecho porque creyó que estarías muy ocupada siendo princesa y todo eso —
añadió—. Quizá, incluso, esté pensando lo mismo que tú: eso de no querer molestar
y bla, bla, bla —continuó enérgicamente, saltando en el sofá.
—No lo haré; y no insistas, por favor —repuso Flor con un dejo de severidad.
Gamaliel se detuvo inmediatamente, pensativo—. ¿Qué hora es? —preguntó en
seguida la princesa—. Ya es muy tarde. Creo que debo irme —dijo al ver el reloj.
Eran apenas las 11 de la noche.
—Si quieres, puedes quedarte hasta que amanezca, como la otra vez —opinó Gamaliel
sonriendo dulcemente; sin embargo, internamente acongojado, pues sabía que esa cita
había llegado irremediablemente a su fin.
—No me gusta dejar sola a mi madre en el castillo. Mejor iré a dormir a mi habitación
para estar cerca de ella —respondió Flor mientras se ponía de pie.
Gamaliel hizo lo mismo y ambos se miraron en silencio durante unos segundos. El
joven sastre mordió sutilmente su labio, y la princesa desvió la mirada hacia otro lado.
—B-bueno, que descanses —le dijo Gamaliel, indolente por fuera, roto por dentro.
—Gracias, igualmente —contestó Flor, y se dirigieron a la puerta; abrieron, se
detuvieron en el umbral, la princesa salió, dio un paso, y miró sobre su hombro—.
Hasta mañana —agregó, y alzó un poco su mano para despedirse.
Aunque el joven sastre estaba consciente de que, definitivamente, esa cita había
terminado mal, tal vez por su ahínco, tal vez no, el «hasta mañana» de Flor le brindó
una pizca de esperanza y le permitió idear un plan para eximirse de cualquier culpa.
Discurriendo en lo que necesitaría, en la realización y los detalles, se metió en su cama
y trató de conciliar el sueño, lo que no consiguió hasta un par de horas más tarde.
Al amanecer, el primer canto del primer galló bastó para despertarlo. Estaba muy
cansado por las pocas horas de sueño; pero más era su entusiasmo que el agotamiento.
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El joven sastre bajó de la cama torpemente, enredándose con las cobijas, se dirigió a
su escritorio, tomó una hoja blanca, algunos lápices de colores y empezó a hacer
trazos. Luego de 20 minutos de borrar y escribir; dibujar, borrar, dibujar, borrar,
dibujar, y borrar, su estómago le empezó a exigir comida; no obstante, no le apetecía
perder tiempo en mundanidades, por lo que continuó trabajando. Y después de dos
horas, y posterior a tres manzanas que eligió como desayuno para no distraerse
cocinando, acabó la sorpresa para Flor. Se trataba de una carta que decía lo siguiente:
«A veces pasamos por situaciones que golpean nuestro corazón y parece que lo hacen
más duro cuando, en realidad, lo vuelven más sensible, así que intentamos hacernos a
un lado cada vez que creemos que otra piedra nos hará tropezar en el camino, porque,
¿quién evadiría una piedra teniendo un corazón de roca? Nadie. Solamente eludes una
piedra cuando tu corazón es tan frágil como un cristal. Eso es, en teoría, la mejor
forma de evitar ser lastimados nuevamente; pero, en la práctica, algunas de esas
piedras esconden los diamantes más preciosos. Y si nos empeñamos en esquivarlas
todas por igual, llegaremos al final del sendero con las manos vacías».
Gamaliel estaba consciente de que lo suyo no era la escritura, y no sabía si había sido
lo suficientemente claro. Fue por eso que, a manera de distractor visual, agregó un
dibujo abajo del texto, aunque tampoco era muy bueno dibujando cosas que no fuesen
ropa. Y al final de la hoja, luego de la representación casi abstracta de un calamar
blanco vestido con una camiseta negra llena de girasoles, y comiendo una bola de
arroz con salsa picante, agregó: «Siempre estás en mis pensamientos. Con amor,
Gamaliel».
Al terminar la carta, se puso de pie ansiosamente, se vistió y salió de casa a toda
velocidad. Como lógicamente no disponía de Godo para llevar el mensaje, fue al hogar
de la señora Clara para pedirle prestada su paloma mensajera.
—¡Señora Clara! ¡Buenos días! —exclamó golpeando la puerta—. ¡Señora Clara!
¡Necesito su ayuda! —llamó; sin embargo, nadie respondió. «Qué raro, siempre se
levanta temprano», pensó. Muy extrañado, decidió asomarse por la ventana de atrás y
notó que su anciana vecina seguía profundamente dormida—. Estos jóvenes de
ahora… —bromeó mientras alzaba su mano para golpear el vidrio y despertarla. Pero
cual destello de luz llegó una repentina imagen a su cabeza: el desesperante mensajero
Gerald sobre su alféizar—. No, no pienso convertirme en eso —se dijo Gamaliel
estremeciéndose, y regresó a casa para dejar descansar a la viejecilla—. ¿Qué hago?
¿Qué hago? Necesito enviarle el pergamino lo más pronto posible. Esto seguramente
le alegrará el día —se decía cuando, de pronto, vio a su caballo desayunando en el
establo—. ¡Relincho! —gritó. El viejo corcel volteó semidormido.
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Gamaliel no perdió tiempo y le ató la carta en el cuello. Enseguida abrió la puerta de
la caballeriza, sacó a su fiel amigo de cuatro patas, le mostró el castillo, señalándolo;
le dio una nalgada en las ancas, y lo hizo correr en línea recta… No había forma de
que se perdiera.
El joven sastre volvió a casa con una gran sonrisa de satisfacción y se sentó a
esperar… y a esperar… y a esperar… y a esperar… No obstante, las horas pasaron y
su sonrisa se fue borrando a medida que oscurecía—. ¿Dónde estás, Relincho?
¿Dónde te metiste? —se preguntaba, preocupado, muy preocupado—. Se suponía que
ya sabías regresar solo a casa —añadió golpeando su cabeza contra la mesa del
comedor. Sorpresivamente, un segundo golpe entró a sus oídos sin que él lo
provocara, lo cual hizo que se incorporara—. ¿Qué fue eso? —musitó asustado. ¡Tin,
tin, tin!, escuchó de nuevo, y ahora sí que reconoció ese ruidito.
Gamaliel arrojó la silla hacia atrás y corrió a la habitación para abrir la ventana. Sobre
el alféizar se encontraba Godo. Llevaba una hoja en los dientes, y sostenía las riendas
de Relincho en una mano.
—Aquí está tu caballo —masculló con la misma expresión de siempre—. Es mudo,
¿verdad? —inquirió.
—¿La princesa te lo contó?
—No —contestó Gerald dejando caer el pergamino para articular mejor las
palabras—. Al llegar a las faldas del castillo, no hizo ningún ruido y se echó a
dormir… No se movió en horas. Tampoco hizo ningún sonido de regreso a aquí.
—¿Dices que se echó a dormir? —preguntó el joven sastre—. ¿Por eso tardaste tanto
en traerme la respuesta de la princesa? —le dijo tomando la hoja del suelo.
—No. En cuanto se echó a dormir, llamó la atención de los guardias y salieron a
revisarlo. Ahí encontraron la carta y la leyeron para saber a quién iba dirigida. De
inmediato se la entregaron al destinatario. La princesa fue quien se tardó en responder.
—Oh… —susurró Gamaliel, cabizbajo—. ¡¿Los guardias leyeron la carta?! —
preguntó raudamente, sonrojado.
—Todo el castillo leyó la carta —aseveró Godo, indiferente a la situación—. ¿Alguna
otra duda? —Gamaliel negó con la cabeza—. Me largo.
El joven sastre estaba realmente afectado. Por un lado, Flor había recibido la carta
desde la mañana y tardó una eternidad en contestar. Por otro lado, quizá ahora él era
la burla de todo el castillo; mas hubo un voceldal que lo distrajo, además, claro, de la
cabeza de Relincho en su ventana.
—¡¡Oye!! ¡¿Cómo está la princesa?! —le gritó al mensajero desde la habitación.
Deseaba saber que estaba bien, sólo eso. Ya no le importaba si le había gustado o no
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la sorpresa.
—¡Lee la carta! —repuso Godo a lo lejos.
Gamaliel se apresuró a desenrollar el pergamino y lo leyó con el corazón agitado—.
«Mi madre está un poco enferma y me quedaré con ella para cuidarla. No vengas al
castillo» —musitó. Incrédulo, inspeccionó la hoja de un lado a otro—. ¿Es todo? —
le preguntó al aire, decepcionado. No había alusión a su sorpresa, no había señal de
alegría, no había proposición de un nuevo encuentro.
Muy afligido, aunque procurando ser objetivo, se repitió las palabras de la princesa
hasta que se convenció de que esa frialdad se debía a la mala salud de la reina, que
obviamente tendría a Flor agobiada. Pensando en cómo animarla, consideró correcto
responder su carta, por lo que velozmente tomó un lápiz, escribió su mensaje al
reverso de la hoja y salió por la ventana para subir a Relincho y alcanzar a Gerald. Y
gracias a la rapidez de uno y a la lentitud del otro, no se le dificultó interceptarlo—.
¡Godo! Llévale mi respuesta a Flor, por favor —le suplicó.
Gerald lo miró, parpadeó inexpresivo, tomó la hoja, la colocó entre sus dientes y
continuó caminando—. ¡Gracias! —le gritó mientras el hombrecillo se alejaba.
La carta decía lo siguiente: «No te preocupes. Estoy seguro de que tu mamá se
recuperará. Avísame cuando podamos vernos o ven a mi casa sin avisar… Te extraño,
extraña».
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8
HERIDAS
Gamaliel sabía que no obtendría respuesta esa noche, razón por la que decidió
acostarse temprano y dormir para matar tiempo, lo que no consiguió hasta una hora
antes del amanecer. Aun así, tenía la certeza de que por la mañana llegaría la carta de
su amada. Sin embargo, en cuanto escuchó al gallo cantar, abrió los ojos y no vio a
Godo en la ventana. «Qué curioso», pensó. «Ahora no me molestaría ver su raro
semblante en el cristal», añadió con motivos de sobra para dejar su cama sin ganas.
«¿Qué día es hoy? ¿Martes? ¿Miércoles? Ya debió haberse librado de su clase», se
decía para sus adentros arrastrando los pies hacia la cocina. Allí, sentado en una silla
del comedor, reposando la cabeza sobre sus brazos, se volvió a quedar dormido una
hora. Cuando despertó al sentir lo frío de su saliva en la mejilla, fugazmente volteó a
la ventana de su habitación… No había respuesta.
—Sigue cuidando a su mamá —se aseguró más de una vez esa mañana. Era lo único
que podía hacer para alejar los pensamientos negativos de su mente.
Pretendiendo distraerse y hacer más llevadera la espera, se dedicó a tratar de diseñar
algo que pudiera vender en la sastrería; y se pasó toda la tarde empezando bocetos que
acabaron como garabatos en la basura. Al anochecer, acostado en su cama ya con
escalofríos por el cansancio, volteó una última vez hacia afuera y, al no ver a Godo
aproximándose con buenas noticias, se quedó dormido contra su voluntad.
Ese fue el primer día que no supo absolutamente nada sobre su amada. A la mañana
siguiente ni siquiera el hambre lo hizo levantarse de la cama. Estaba tan cansado y
deprimido que se esforzó por quedarse nuevamente dormido cada vez que abría los
ojos. Pero luego de mediodía, un súbito voceldal lo hizo despertar. «¡¡Ella nunca les
hablaba a las personas!!», evocó con una expresión de esperanza, y se incorporó en la
cama. «Pero le dije que me avisara cuando pudiéramos vernos…», recordó,
decepcionado. Y por no conocer el porqué de su distanciamiento, la ansiedad se
apoderó de él. «¿Voy a buscarla? ¿Estará bien? ¿Espero a que me busque? ¿Se habrá
cansado de mí? ¿Estará enojada por algo que dije? ¿Pensará que me estaría
importunando si me escribe? ¿Sería buena idea escribirle?».
Un oleaje de posibilidades azotaba el litoral de su calma con cada minuto que pasaba
sin saber de ella. Y cuando la segunda noche en soledad fue la única que llamó a su
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ventana, la ansiedad aumentó. «Tal vez su madre empeoró… ¿Y si murió? No, no lo
creo. La noticia se hubiese esparcido rápidamente… ¿De qué habrá enfermado?... ¿Y
si es contagioso? ¿Y si mi hermosa Flor también se enfermó y por eso no me ha
escrito? ¿Se encontrará bien? ¿Cómo rayos puedo hacer que Godo venga?», se decía
dándole vueltas a la cama hasta que la luz de la Luna cerró sus pestañas y lo obligó a
dormir.
Los días pasaron del mismo modo que los dos primeros. Gamaliel se dedicó a
deambular por su casa sin motivación para diseñar, confeccionar ni comer. En cuanto
sentía una pizca de sueño, se metía a su cama deseando quedarse dormido para hacer
más corta la espera. Asimismo, volteaba a la ventana más veces de las que bostezaba,
y peor reaccionaba al escuchar un ruidito similar al cristal siendo golpeado por el
mensajero. Incluso, quizá por la vejez, quizá por empatía, su caballo Relincho
tampoco quería comer, tan solo bebía un poco de agua y volvía a esconderse entre el
heno—. También sientes eso, ¿verdad? —le susurró una vez mientras lo acariciaba...
El silencio era eterno.
Llegado el domingo, Gamaliel se dispuso a repetir su desoladora rutina una vez más,
convencido de que ese día tampoco recibiría la carta de Flor ni él se atrevería a
molestarla. No obstante, al ver el calendario, advirtió que se cumplía una semana
desde que la princesa y él salieron a conocerse mejor y terminaron dormitando juntos
en aquel parque. Según las palabras del muchacho, ese día se cumplía una semana
desde que la magia sucedió.
Recordarlo fue agridulce e increíble. Por momentos se le llenaba el pecho de aleteos,
y otras veces se le hacía un nudo en la garganta, mas, independientemente de lo
anterior, se asombraba al cavilar que tan solo había transcurrido una semana cuando
sentía que, como mínimo, la conoció hace un mes.
Por otro lado, el joven sastre, al ser una persona muy soñadora, no dejaba de pensar
en la posibilidad de que la princesa estuviese esperando su mensaje, sobre todo ese
día tan especial, así que se mojó la cara, desayunó lo más que la ansiedad le permitió,
y se dirigió al establo para ver si Relincho tenía ganas de volver al castillo. Para su
mala suerte, parecía que no—. ¿Te sientes bien, amigo? Ya me estás preocupando.
Mírame, yo estoy bien. Hoy es un gran día. ¿Quieres salir a caminar? —le habló desde
el suelo, sentado a un lado de la improvisada manta de heno con la que se cubría el
inteligente corcel, quien tan solo se dedicó a mirar a Gamaliel y parpadear
somnolientamente—. No te preocupes, te traeré algo que te devolverá las energías —
le dijo, y se puso de pie para ir por una manzana, a la que empapó de un líquido café
que bebía al enfermarse: un brebaje casero que cuando era niño le daba su padre, quien
era experto en herbología, ciencia que nunca logró dominar el joven sastre, aunque
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sabía aprovechar en casos extremos.
De vuelta en el establo, vio que su caballo ya estaba de pie. Aparentaba estar
preparado para recibir la manzana, y movía sus fosas nasales como si la oliera a
kilómetros de distancia—. ¡Jaja! Aquí tienes, perezoso. Esto te hará sentir mejor— le
dijo al dársela. Sin embargo, era muy pronto para asignarle el trabajo de mensajero a
su fiel corcel, por lo cual decidió probar suerte una vez más con la paloma.
Gamaliel, con una energía que no tuvo días atrás, sintiendo los cálidos rayos del Sol
como un abrazo de la naturaleza, salió de la caballeriza muy sonriente y se dirigió a
casa de la señora Clara; pero de nueva cuenta tocó la puerta y no obtuvo respuesta.
Receloso, fue a la ventana y desde el otro lado del cristal vio a la anciana acostada,
con los ojos abiertos, mirando el techo de su casa fijamente, sin moverse. Aquella
escena lo desconcertó bastante. Pensó en golpear el vidrio con fuerza; no obstante,
temió que su vecina… … … no lo escuchara.
Muy nervioso, soportando una extraña sensación recorriendo su cuerpo, decidió no
hacerlo—. ¡¡SEÑORA CLARA!! —gritó. Inmediatamente, la viejecilla se estremeció
y giró la cabeza con lentitud. «¡Demonios! Por poco me da un infarto», pensó
Gamaliel sudando de la angustia.
—G-Gam-ma… —musitó débilmente la mujer desde su cama, y levantó su frágil
mano para hacerle un trémulo ademán.
—¿Abro la puerta? ¿Quiere que pase? —le preguntó el muchacho desde la ventana,
ayudándose con señas.
La fémina asintió—. ¿Cómo se siente, señora Clara? ¿Quiere que traiga a un doctor?
—le preguntó Gamaliel cuando llegó al lado del colchón.
—N-no…, pequeño…, no…, ya fui… doctor —susurró—. P-pero… n-no tengo…
dinero… para c-comprar… medicamento.
—¿Quiere que le prepare algo? ¿Desea que le consiga alguna planta medicinal? —le
preguntó el joven sastre muy alarmado por el estado de su longeva amiga.
La señora Clara asintió y señaló una hoja que tenía en su buró. El muchacho fue a
revisarla y vio una lista de ingredientes, entendiendo perfectamente bien qué se podía
hacer con ellos—. No se preocupe, señora Clara, iré a las afueras para traer esto.
Regreso enseguida —le dijo, y salió deprisa.
La preocupación que sentía por su enferma vecina fue lo necesario para que Gamaliel
apenas recordara el asunto de la princesa. En otras palabras, la búsqueda de los
ingredientes para el remedio casero lo mantuvo ocupado todo el domingo, liberándolo
de la ansiedad que le causaba la espera, y la depresión que le ocasionaba la ausencia.
Más tarde, ya en la habitación de la viejecilla, se sentó un rato en silencio para esperar
55
a que surtiera efecto el brebaje. Esos escasos segundos de tranquilidad lo hicieron
recuperar sus inquietudes internas; pero, para buena suerte de su salud emocional, el
vigor de su vecina aumentó a tal grado de permitirle interrumpirlo con endebles
palabras.
—M-muchas… gracias, hijo —balbuceó sonriendo, e intentó incorporarse.
—No se esfuerce, señora Clara —la detuvo Gamaliel saliendo de su abstracción; mas
la fémina se resistió—. ¿Cómo se siente?
—103 años no pasan en vano, pequeño —bromeó decaídamente la ancianita, incluso
con los ojos cerrados para no malgastar energía.
El muchacho sonrió al ver la fortaleza de la señora reflejada en su humor.
—Descanse. Me quedaré aquí esta noche por si necesita algo —le dijo sujetando su
mano.
—N-no, no, hijo, no es necesario —musitó ella—. Seguramente tienes… cosas q-que
hacer —añadió, tosiendo. El joven sastre bajó la mirada pensando en la única persona
capaz de incautar su mente—. Salúdame a… Relincho… c-cuando te vayas a casa. D-
dile que n-no… puede correr más rápido q-que yo, así que apuesta… por mí —agregó
dando un resoplido como sustituto de la risa.
Gamaliel no entendió aquello y decidió ignorarlo, pues tenía claro que se quedaría esa
noche a velar por su vecina. Sin embargo, una posibilidad laceró repentinamente su
cabeza cual intransigente flecha: «¿Y si Godo llega a casa buscándome y no me
encuentra? ¿Y si regresa al castillo y le dice a la princesa que no pudo entregar su
mensaje? ¿Y si la princesa cree que me fui del reino y se olvida de mí?», caviló
aterrado—. ¿Te… sucede algo, pequeño? —le preguntó su vecina abriendo con
mucho esfuerzo uno de sus ojos para inspeccionar al muchacho.
—Oh, l-lo siento, lo siento, señora Clara. No me di cuenta —titubeó Gamaliel muy
apenado al percatarse de que estaba presionando demasiado fuerte la mano de su
amiga.
—Cuént…, cuéntame —le dijo ésta, ahora abriendo ambos ojos y parpadeando para
prestarle atención.
—No, no, es mejor que repose.
—Ya hab-brá tiempo para eso, cielo. V-vamos, cuéntame qué te preocupa —insistió
la señora.
Gamaliel no estaba seguro de hablarle sobre Flor. Pensó que sus preocupaciones
sentimentales eran una tontería si las comparaba con los problemas de salud. Y si le
relataba absolutamente todo, probablemente la aturdiría con tantas palabras—. Si no
tocas… la puerta…, n-nadie abrirá —añadió su vecina; y, desconcertado, el joven
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sastre empezó a creer que el brebaje le estaba haciendo decir locuras.
—Bueno —habló por fin, únicamente para evitar que ella continuara esforzándose, y
deseando que sus relatos la arrullaran—. Hace una semana —empezó, suspirando—
me encontraba afuera del reino, buscando frutas para comer. Tenía varios días sin
vender nada en la sastrería, así que… —y siguió y siguió y siguió contando; y al cabo
de varios minutos, llegó a la parte en la que el Sol salió ese presente domingo.
En ningún momento del relato fue interrumpido por la longeva mujer. Ésta, de hecho,
volvió a cerrar los ojos, y a mitad de la anécdota inclinó su cabeza hacia un lado.
Pensando que había conseguido dormirla, Gamaliel se levantó de la silla y salió de la
habitación para dirigirse a la cocina con la finalidad de echarle un vistazo a su casa...
No, no vio al mensajero buscándolo.
—Hay un poco de chocolate en la mesa —habló la señora Clara desde la alcoba. Se
le oía un tanto más íntegra—. Toma lo que necesites y vuelve aquí —le ordenó con
un tono de voz reconfortante para el aprensivo sastre.
—Gracias. Está delicioso —contestó al entrar a la pieza con una sonrisa de bienestar,
y se acercó a entregarle un trozo de chocolate a su amiga—. ¿Se siente mejor?
—Mucho mejor, hijo, gracias —repuso la ancianita todavía algo débil—. Entonces se
trata de la princesa —añadió—. Te diré algo, jovencito: hay dos formas de resolver
esto, es decir, sólo tienes dos alternativas. Pero sé que no estoy hablando con un
tronco. Eres un muchacho muy inteligente y sensible; es obvio que ya conoces ambas
opciones, y sabes bien cuál elegir; no obstante, también sabes que tu decisión te hará
sufrir, lo cual no te importa… Mi pregunta es: ¿Por qué aún no lo has hecho? ¿Por
qué no le has hablado?
Totalmente asombrado por la perspicacia de su vecina, Gamaliel experimentó unas
impetuosas ganas de romper sus ataduras mentales y confesarle todo a la señora Clara.
—Porque algo me dice que ella ya no siente lo mismo por mí, y mi mensaje no hará
otra cosa más que alejarla —reconoció, cabizbajo.
—¿Lo sabes? ¿Ella te lo ha dicho?
—¿El qué?
—Que ya no siente lo mismo por ti.
—Ah… N-no, no me lo dijo.
—Siendo así, ¿por qué supones? No debes gastar tus energías en suponer cosas ni en
crear historias en tu cabeza. Si no estás seguro de algo, pregúntalo —le dijo la señora
con un dejo de autoridad.
—¡Pero tengo miedo! —saltó el muchacho al borde del llanto.
—¿Le temes a la respuesta?
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—Sí…
—Querido, en caso de que la princesa te dé la respuesta que no quieres escuchar,
recuerda que hay…
—¡Ya lo sé! Sé que hay cientos de mujeres en el reino, y miles si contamos las de
otros reinos. ¡Pero yo la quiero a ella! ¡No quiero conocer a nadie más! —dijo,
dejándose caer en la silla, abatido, con la mirada en sus manos.
En eso, Gamaliel escuchó una sutil risita, y levantó la cabeza sonriendo—. Soy un
tonto, ¿verdad? —le preguntó a su estimada vecina.
—No, hijo…, sólo…, sólo eres un niño. Eso es lo que eres.
—¿Un niño? ¿A mis 23 años? —preguntó riendo pretenciosamente.
—Exacto. A pesar de tus 23 años, sigues siendo un niño por dentro.
—Y-y… ¿eso es bueno o es malo? —inquirió el muchacho, atento.
—Depende de cómo desees pasar tus días en esta ajetreada vida, pequeño.
—¿Eh?
—Mira —comenzó la ancianita—, los niños, como tú, aman con intensidad. A ellos
no les importan las consecuencias ni las formas de obtener eso que quieren. Ellos sólo
saben qué es lo que desean conseguir, y que lo quieren conseguir en ese preciso
instante…, no mañana, no dentro de una semana ni en un mes, sino ese mismo día,
ese mismo segundo. Y si no lo obtienen, se frustran, se enfurecen y se deprimen. Así
eres tú —le dijo—. La única diferencia es que tú ya no tienes 1 año o 2, sino 23. Por
eso ya no pataleas en el suelo ni arrojas cosas al aire… No has arrojado nada al aire
en tu casa, ¿verdad? —se apresuró a decir la señora Clara, bromeando. Gamaliel negó
con la cabeza y una sonrisa—. Los niños, cuando se sienten tristes o frustrados,
destruyen. Incluso, destruyen sólo por diversión, porque así son los niños: vinieron a
esta vida a destruir lo que ya estaba construido, para poder construir un nuevo mundo
al crecer, un mundo a su imagen y semejanza; y adaptado a sus necesidades. Lo que
tú haces es exactamente eso: construir. Construyes esto, construyes lo otro, construyes
regalos, oportunidades, construyes para mantenerte ocupado y no terminar llorando
en el suelo…, mas es normal que en algún momento lo hagas… Construyes,
asimismo, para manipular. ¡No! No te asustes. Todos manipulamos a los demás. Le
llamamos «persuasión», «sugestión» o «yo opino que…» para que no se escuche tan
espantoso —explicó. A pesar de su áspera voz, sus palabras le hacían honor a su
nombre—. Pues, bien, tú creas cosas para intentar obtener eso que tanto deseas. Lo
malo es que, a diferencia de muchas personas, tu creatividad no tiene límites; tu virtud
es tu defecto, tu defecto es tu virtud, por lo tanto, no puedes dejar de crear, y no sabes
cuándo detenerte. Y si una de tus creaciones no te funciona para conseguir eso que
quieres, no te importa, porque crearás algo más. Y así podrás pasarte la vida: creando
y creando y creando y creando, pues cada una de tus creaciones es una oportunidad
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más para alcanzar tu meta, que en este caso es la princesa —concluyó, guiñándole un
ojo.
Gamaliel estaba más que absorto e impresionado. Todo lo que había dicho su longeva
vecina lo había sacado de ese adictivo páramo en el que se hallaba perdido
deliberadamente.
—¿Y qué debo hacer? ¿Seguir siendo yo o… rendirme? —le preguntó.
—Depende. ¿Quieres vivir más años o quieres vivir más?
—¿A qué se refiere? —inquirió el joven, confundido.
—Si deseas vivir más años, tendrás que aprender a dejar ir, es decir, a rendirte, que
no es malo, no. Rendirse es otra forma de volver a empezar —aclaró—. Pero si lo que
quieres es vivir más, deberás continuar siendo tú y entregar hasta tu último aliento por
aquello que deseas obtener aunque te cueste la vida o, como mínimo, la cordura —le
dijo con una enérgica sonrisa.
El joven sastre, dubitativo, abrió la boca y miró a la nada un instante.
—¿Usted qué haría? —le preguntó a la mujer, algo introspectivo.
—¿Yo? ¿A mis 103 años? Regar las plantas de enfrente. Hace días que no salgo a
atenderlas —bromeó—. Tú… ¿Tú qué harías?
Gamaliel lo entendió. Sonriendo, asintió con la cabeza y se levantó de la silla para ir
a darle de beber a las flores. Al terminar, volvió a la habitación y la señora Clara le
pidió que se fuera a descansar. Debido a que el muchacho tenía varias cosas en que
pensar, y prefería hacerlo a solas, esta vez accedió.
En el corto trayecto evocó la conversación que había tenido con su sabia vecina. Las
palabras de la mujer todavía resonaban en sus oídos como si la estuviese escuchando.
Decidido a enfrentar sus dudas y a aceptar su naturaleza obstinada, planeó consigo
irse a dormir temprano y despertar a primera hora para visitar a Flor. «Si aún somos
algo, se alegrará de verme», pensó mientras cerraba los ojos ya en su cama, minutos
después.
Afortunadamente, Gamaliel no batalló en conciliar el sueño ese domingo. De hecho,
durmió tan placenteramente que ni en revoldpes lo atormentó su mente. No obstante,
cuando el Sol empezó a salir, los gallos no lo despertaron, sino el amortiguado sonido
de caballos galopando a lo lejos.
—¿Qué sucede? —le preguntó a la nada, incorporándose y viendo por la ventana.
Esa fría mañana no había acontecido nada malo, no para el reino, claro, aunque sí para
el joven sastre: aquellos corceles eran montados por el ejército del rey, que había
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regresado de su travesía—. ¡El rey volvió! —exclamó Gamaliel enojado por lo que
eso significaba: si quería ir al castillo a ver a la princesa, tendría que verse cara a cara
con el doble de guardias y, por si fuera poco, con el mismísimo rey.
Desanimado y pensando que la vida se estaba burlando de él, se arrojó nuevamente a
la cama y dejó salir un suspiro de frustración. Sin embargo, de nuevo se incorporó en
el colchón al concebir una posibilidad: «¡Si la reina sigue enferma y por eso la
princesa no sale del castillo, ahora el rey se encargará de eso, y Flor podrá visitarme!
¡¡Ya pasó una semana!!», caviló entusiasmado. Y dándolo por hecho, se levantó de
un salto para preparar todo, arreglarse y esperar… … … No, la princesa no llegó ni al
mediodía ni al atardecer ni mucho menos a medianoche. Tampoco se vio rastro del
mensajero… Ese lunes, tal como lo creía Gamaliel, había sido un fiasco.
En la madrugada, acostado con lágrimas de decepción en sus mejillas, el muchacho
recordó lo que le dijo la señora Clara, y se habló. «¿Por qué supones? ¿Por qué
supones, Gamaliel? ¿Eh? ¿Qué ganas con hacerlo? Tal vez la princesa ni siquiera se
acordó de ti en todo el día. ¿Por qué supusiste que te visitaría sólo porque su padre
regresó?... Quizá ella ni está en…», se reprendía internamente. «¡¿Y si no está en el
reino?! ¡¿Y si fue a visitar a su amiga?! ¡¿Y si no me ha escrito porque me hizo caso
y fue a retomar su amistad?!», pensó de pronto, eufórico. Pero volvió a hablarse con
severidad: «¿Y no pudo avisarte antes de irse? ¿Acaso no eres su novio? ¿Por qué no
te envió a su tonto mensajero para decirte que no te preocuparas por ella, que volvería
en unos días?», se dijo. «No, espera, estás creando historias. No sabemos si salió del
reino... ¿Qué te sucede, Gamaliel?», reflexionó. «¿Qué más da?», se respondió
súbitamente. «Se supone que eran novios, ¿no? ¿Por qué te está tratando igual a un
simple conocido? ¿Por qué no te cuenta sobre su día o te escribe para preguntar por el
tuyo? ¿Eh? ¡¿Eh?! Jamás se ha interesado en ti, Gamaliel. ¿No lo recuerdas? Nunca
regresa una pregunta, nunca quiere saber qué es lo que piensas. Ni siquiera te preguntó
algo tan básico como tu color favorito. ¡Siempre eras tú quien hablaba! ¡¡En ningún
momento le has importado!! ¡CÁLLATE! ¿Ya olvidaste cómo nos miraba? ¿Y las
veces que nos… besamos? ¿Y esa mañana? ¿Ya olvidaste todo eso? ¡Claro que le
interesamos! Sólo…, sólo que ella es de esa manera… Es rara, es única. Por eso nos
enamoramos de ella. Ella no es como las demás, ella es especial. ¿Ah, sí? ¿Y sólo por
eso soportaremos su indiferencia? ¿Tú ya no recuerdas cómo te miraba luego de uno
de tus chistes tontos y cuando intentabas hacerle ver el lado positivo de las cosas?
¿Eh? ¿Quieres seguir aguantando su estúpida actitud pedante y egoísta? ¡¡NO
HABLES ASÍ DE ELLA!! ¡El amor no juzga, el amor tolera! Si en verdad la amamos,
aceptaremos su forma de ver la vida, de comportarse y de tratarnos», se reprochó al
final, y por fin logró apaciguar su vaivén de posturas durante unos segundos… «¿Y
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ella por qué no piensa lo mismo de nosotros?», se cuestionó.
Gamaliel tragó saliva buscando desatar el nudo en su garganta. Sin lograrlo, se dio la
vuelta en la cama y lloró en silencio durante una hora, hasta que cedió ante la
adormecedora luz de una Luna casi llena.
Al cantar los gallos, Gamaliel decidió levantarse de la cama por simple instinto. Su
expresión era la de un hombre completamente agotado, tanto física como
psicológicamente. Tenía ojeras pronunciadas, ojos irritados, ceño fruncido y tensaba
las mandíbulas sin razón aparente. Por otro lado, en su mente, frecuente y literalmente
callaba las voces internas que le pedían a gritos otra contienda. El joven sastre no tenía
ganas de continuar pensando en su amada. Y así, con esa actitud indiferente, hizo su
día en silencio: dibujó algunas cosas, confeccionó otras, alimentó a su caballo y visitó
a la señora Clara, quien había empeorado considerablemente y no tuvo fuerzas ni para
advertir el herido semblante de su huraño vecino—. No se preocupe, le haré más
brebaje —musitó el joven, impasible, y se dirigió una vez más a las afueras del reino,
deseando encontrarse en el camino a un gato salvaje o a algún ladronzuelo para liberar
su enojo… o que lo mataran. Sin embargo, no encontró nada, sólo los ingredientes.
Terminado el día, cuando se acostó en su cama, por reflejo volteó a la ventana y no le
extrañó la ausencia de cartas. Entre molesto e indolente, le dijo a una imaginaria
princesa: «Si ya no te comportas como una novia, será mejor que formalicemos
nuestro rompimiento». Entonces se puso de pie y escribió una larga carta que no
envió, pues no tenía los medios para hacerlo; mas se prometió que al día siguiente
construiría un artefacto capaz de sustituir a cualquier mensajero.
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9
ADIÓS
En su cabeza lo veía con claridad. Era una especie de ballesta o resortera de madera,
aunque circular. Luego de despertar y desayunar con tranquilidad, Gamaliel tomó un
gran bastidor de costura, le colocó media centena de elásticos, lo fijó a unos tablones,
le añadió un broche de metal en el centro, un catalejo viejo más arriba, adaptó todo a
una hiladora (la cual puso en su ventana), preparó el proyectil de prueba (que consistía
sencillamente en una hoja de papel en blanco doblada seis veces), ajustó la mira hacia
la torre de la princesa, pedaleó la hiladora hasta casi romper el extensible, y disparó…
Los primeros cuadritos de papel cayeron en diferentes lugares del reino. Sin embargo,
posterior a veinte intentos, por fin logró acertar a la pared de la torre. Sólo le hacía
falta un milimétrico ajuste a su «bastidollesta», como bautizó a su invento, y lograría
meter su carta por la ventana… Lo consiguió. La hoja que tenía escrito su mensaje de
despedida entró justo donde quiso que entrara. Al hacerlo, se puso de pie, corrió las
cortinas, volteó el rostro con indiferencia y fue a visitar a la señora Clara.
Su anciana vecina despertó un poco débil ese martes; pero despertó, que era lo más
importante. Gamaliel estuvo el resto del día con ella y le preparó más brebaje,
olvidándose casi por completo de sus problemas sentimentales. No obstante, aunque
odiaba aceptarlo y a una parte de él no le interesaba si Flor respondía, otra parte de sí
estuvo esperando la respuesta de la princesa, tal vez porque la porción más nefelibata
de su mente deseaba encontrar un arrepentimiento escrito cuando regresara a casa.
Para su sorpresa, sí obtuvo réplica.
Al atardecer, saliendo de la cabaña de su enferma amiga, percibió que Godo se hallaba
en el alféizar de la ventana, observando con atención la bastidollesta. Reprimiendo
una sonrisa de victoria, Gamaliel se acercó con semblante altanero y le habló.
—¿Deseas algo?
—Tenía dos horas esperando a que abrieras —contestó Gerald, inexpresivo.
—¿Por qué no simplemente dejaste la carta en la ventana? —inquirió Gamaliel algo
fastidiado.
—¿Qué clase de mensajero envía el mensaje y no se queda a verificar que el
destinatario lo reciba? —preguntó Godo señalando la bastidollesta con un
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movimiento de cabeza.
—Un mensajero exprés capaz de enviar diversas cartas a dos kilómetros de distancia
en menos de 5 segundos —fanfarroneó el joven sastre remedando la perenne
expresión facial de Godo.
Este último, inesperada y ligeramente cabizbajo, le puso la hoja en el pecho y se fue
en silencio con un caminar apático. Gamaliel, percatándose de su reacción, tragó
saliva un tanto apenado; mas recordó los motivos que lo llevaron a construir ese
artefacto, y su corazón se endureció.
Teniendo por fin la carta de la princesa en sus manos, eligió la calidez del establo y la
compañía de su fiel amigo para leerla. No sólo estaba nervioso, también sintió un
desconcertante miedo que lo hizo titubear antes de desenrollar el pergamino—. Creo
que no estoy listo para esto —le dijo a Relincho. El frío Gamaliel de antes se había
ido en su totalidad… «Hola. Espero que te encuentres bien. Tienes razón en todo lo
que escribiste. Has sido muy amable conmigo y no he sabido corresponderte. Sin
embargo, todo pasó tan rápido que estoy un poco confundida. Nunca he sido buena
relacionándome con las personas, y siento que no estoy lista para algo serio en estos
momentos. En verdad, perdóname. Si quieres que seamos amigos, por mí está bien.
Pero si no, me dio gusto haberte conocido. Cuídate... Posdata: tu invento es
asombroso», leyó, y lo hizo de la manera más lenta y atenta posible; no obstante, no
le bastó, y la releyó, como mínimo, tres veces más.
El joven sastre no sabía cómo sentirse. Estaba feliz por haberle puesto un punto y final
a esa historia; mas el arrepentimiento que advertía en la respuesta de Flor lo hizo
considerar la posibilidad de que ella lo siguiera amando, aunque sin saber cómo
hacerlo, que no era inusual en ella, ya que, según pensaba Gamaliel, «Ni siquiera sabe
relacionarse con su familia».
Culpándose por no haber sabido ser paciente con su amada, buscó una respuesta que
los uniera de nuevo sin tener que entregarle el apelativo de víctima o victimario a
ninguno de los dos. Así pues, cavilando sobre eso y envuelto en ansiedad, se despidió
de Relincho y entró a su casa para sentarse frente al escritorio.
Mientras escribía y borraba; mientras caminaba, y se sentaba, echaba vistazos hacia
la ventana de Flor para verificar que continuasen las antorchas internas encendidas.
Quería escribir algo antes de que la emotividad del instante se enfriara y la princesa
comenzara a dar por hecho el rompimiento. Y luego de media hora de estrujarse la
cabeza, terminó la carta. «Aún me sigue interesando tener tu velo rosa, y supongo que
a ti te gustaría tener mi petrigo, que fue lo que provocó todo esto, así que tal vez
podamos vernos algún día para llegar a un acuerdo. Avísame cuando tengas una tarde
libre. Posdata: gracias por lo de mi invento. Para hacer más rápida esta conversación,
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cierra la ventana al terminar de leer mi mensaje y estar de acuerdo con mi petición.
Esa será la señal», leyó por última vez, dobló la hoja y la disparó con su bastidollesta.
Desde allí, sentado detrás del viejo catalejo, reflexionando sobre que no estaba seguro
de ser únicamente su amigo; sin embargo, tampoco de intentar revivir el amor una vez
más, esperó. Y minutos más tarde, Flor cerró la ventana, suceso que no hizo más que
detonar la guerra de sentimientos en el pobre sastre.
Nuevamente, las posibilidades atormentaron a Gamaliel durante la noche.
Desafortunadamente, sus expectativas aumentaron lo necesario para arrojarlo al
abismo de la depresión y la ansiedad cuando al día siguiente no recibió ningún
mensaje de la princesa. «¿Por qué? ¿Por qué le di la oportunidad de elegir el día? ¿Por
qué no lo elegí yo ayer mismo? Pasará el tiempo y se olvidará de mí, estoy seguro»,
se decía totalmente arrepentido, y aprovechó esa noche para atormentarse con los
recuerdos de los momentos más felices que vivió con ella, olvidándose por completo
de los tragos amargos. Y visualizando cada detalle en su caótica mente, se sentó a
escribir otra carta en la madrugada, carta que dudó un segundo en enviar, puesto que
estaba consciente de lo que podría ocasionar si el romántico contenido no resultaba
del agrado de su amada. Pero la idea de perderla para siempre a causa del analgésico
tiempo, y siendo influenciado por la embriaguez emocional provocada por los litros
de lágrimas que en su desesperación arrojó y bebió, lo obligó a enviarla. No obstante,
cometió el condescendiente error de despedirse, posterior a tantos halagos, con un
«No te sientas obligada a responderme. Me basta con saber que me leíste».
Probablemente, cualquiera que no esté o no haya estado bajo esas circunstancias,
creería que el joven sastre fue un tonto, y quizá esas personas tengan razón, pues
incluso una parte de Gamaliel sabía que lo era; mas en ese instante él no sólo se hallaba
perdidamente enamorado, sino también estaba ciegamente comprometido a emplear
sus desconocidas horas de vida para expresar todos y cada uno de sus sentimientos,
importándole poco que eso fuese, indudablemente, la peor estrategia para iniciar o
resucitar una relación donde uno de los dos es el único interesado. Pues, bien, la
estrategia cayó por su propio peso y Gamaliel se quedó esperando una respuesta,
aunque esta vez no aguardó solo, lo acompañaron sus demonios, a quienes empezaba
a conocer.
Los solpogeos transcurrieron y el joven sastre, con aspecto famélico, se convirtió en
un delirante bulto de carne maloliente y sin esperanza que deambulaba de la cocina a
la habitación, y de la habitación a la cocina; y en esa taciturna rutina no había lugar
para su trabajo en la sastrería. Solamente salía al notar que se estaba acabando el heno
de Relincho, y de vez en cuando visitaba a la señora Clara; sin embargo, no se quedaba
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a conversar. De hecho, se valió de un solo periplo y la abasteció del brebaje suficiente
para sobrevivir en soledad una semana entera, ya que odiaba salir de casa y ver a otras
personas. Por ello su interacción humana se limitó a las conversaciones que tenía
consigo o, mejor dicho, con sus diferentes personalidades. A veces lo hacía en voz
alta, otras veces en silencio; y otras más, susurrando.
Por fortuna, a los cinco días de autoconfinamiento interno y externo, tal vez por culpa
de la melancolía que le exigía evocar su niñez en la panadería de la familia, llegaron
a sus voceldales unas intensas ganas de comer pastel de chocolate. Pero debido a que
no tenía dinero para permitirse ni una rebanada, tomó sus ahorros de emergencia y
salió de casa decidido a comprar lo que sea que se le antojara, pues tenía varias noches
durmiendo con la idea de que la muerte podría tocar la puerta en cualquier instante y
era mejor vivir más que vivir más años, tal como se lo dijo hace tiempo su ahora
enferma vecina, quien ya no mejoraba ni con los brebajes, lo cual alimentaba la
devastadora visión del joven sastre. No obstante, aquella desganada ida al mercado
bastó para devolverle los ánimos al muchacho.
Luego de adquirir un caro medicamento que contrarrestaría un tiempo la enfermedad
de su vieja amiga, Gamaliel tomó el resto de sus ahorros para dirigirse a la panadería
y comprar el pastel de chocolate amarillo más grande de todos, el cual pensaba
compartir con sus dos únicos amigos del reino: Relincho y la señora Clara. Pero justo
cuando estaba por pagar, vio en la pared un anuncio que llamó su atención. Se trataba
de una nueva obra de teatro basada en un libro que su padre le leía de niño, el cual
hablaba de humanos convirtiéndose en animales.
Mucho más nostálgico, revivió en sus párpados el momento en que su casa todavía no
era sastrería, y ésta no se sentía tan vacía. También recordó cómo jugaba con sus
padres y un Relincho más joven en la caballeriza. Después, una cosa llevó a la otra y
terminó remembrando contra su voluntad el breve instante en el que Flor y él
mencionaron el libro la noche del parque, ocasionando que una parte de él se
preguntara si a la princesa le gustaría ver esa puesta en escena. «Cállate», se reprendió
para sus adentros. «Eso no es algo que me importe», pensó. Aun así, estaba
convencido de que iría al anfiteatro en la fecha de estreno, es decir, al cabo de tres
días, por lo que decidió comprar tan solo una diminuta rebanada de pastel y guardar
la mayoría de las monedas.
Aquella rebanada no alcanzó a llegar a su casa. Era tan pequeña que la devoró al salir
de la panadería, aunque lo suficientemente dulce para alegrarle la tarde y permitirle
regresar con otra perspectiva.
Lo primero que hizo fue darse un baño y alistarse como si fuese a tener una cita.
Necesitaba empezar por verse bien frente al espejo para aumentar su autoestima y,
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posteriormente, su motivación. No, no le envió un mensaje a la princesa invitándola
a salir. Incluso, apenas pensó en ella esa tarde. La cita que tenía era con su vocación,
con su trabajo, con la sastrería, así que se ajustó los anteojos y se dispuso a bosquejar
un nuevo atuendo que concibió días antes; pero sin el ánimo necesario para hacerlo
realidad. Trabajó, pues, toda la noche y parte de la mañana contigua. Llegó el
mediodía y no había descansado. Sin embargo, gracias a esa determinación, logró
acabar el boceto con todas las especificaciones indispensables para funcionar.
Exhausto, aunque excesivamente satisfecho, guardó los diseños abajo de su colchón
y aprovechó que lo tenía cerca para descansar un poco; mas no volvió a abrir los ojos
hasta la mañana siguiente, durmiendo 18 horas ininterrumpidas. Al despertar con
ayuda de los gallos, había recobrado tanta energía y se sentía tan bien que de
inmediato saltó de la cama, se arregló para salir y fue a visitar a la señora Clara; y
ésta, todavía delicada pero más íntegra que otros días, fue de inmediato contagiada.
—H-hace mucho que no te veía así, pequeño —le dijo apenas logrando esbozar una
sonrisa que cerró sus ojos.
—¡Estoy muy emocionado, señora Clara! Ayer terminé de diseñar un nuevo invento,
y mañana iré a ver una obra de teatro basada en mi cuento favorito, ¡el que me contaba
mi padre cuando era niño! —le dijo con un singular brillo en la mirada.
—Ambas cosas… suenan muy d-divertido —susurró la ancianita. No abría los
venpieles, sólo hablaba.
—¡¿Verdad que sí?! ¡Me muero por confeccionar ese invento! ¡Y por ver la obra!
¡Pero también por confeccionar! ¡Y la obra! ¡Jajaja! Mañana mismo comenzaré con
el atuendo. Iniciaría hoy; sin embargo, me conozco y sé que no me detendré una vez
que enhebre la aguja, así que mejor espero a salir de la obra para ponerme… ¡manos
a la obra! ¡Jajaja! ¿Entendió? ¡¿Lo entendió?! ¡Manos a la obra luego de la obra! —
decía el joven con gran entusiasmo.
La señora Clara tan solo hizo un endeble gesto.
—¿Qué sucedió con la princesa? —le preguntó repentinamente. Gamaliel detuvo su
alboroto; no obstante, buscó no evidenciar su desazón—. No la… has mencionado —
añadió la ancianita; y el joven se tomó un segundo antes de contestar.
—Ya es cuento viejo… Hace mucho que pasé página —dijo, indiscutiblemente más
serio.
—T-tal vez… no lo habías notado; p-pero... no se obtienen los mismos resultados
pasando página que arrancando la hoja.
Gamaliel guardó silencio entre incordiado, sorprendido y pensativo. Al final, no supo
qué responder, ya que ni si quiera sabía qué sentía al respecto. Fue por eso que ignoró
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las palabras de la viejecilla y se dedicó a prepararle más brebaje. Y a la hora de la
comida salió del reino por algunos tallos, raíces y vegetales para cocinarle un caldo.
—Descanse, señora Clara, nos vemos mañana. La visitaré antes de ir a la obra —le
dijo al atardecer, y le acercó el remanente del brebaje para que lo bebiera junto con el
medicamento mientras él volvía a casa.
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10
LA OBRA DE TEATRO
Aunque su centenaria amiga le dio razones suficientes para desatar un maremoto en
su cabeza, ese día Gamaliel había despertado tan boyante que decidió simplemente no
sumergirse una vez más en la zona béntica de la incertidumbre. Por consiguiente, al
regresar a la sastrería tomó los bocetos de su nuevo invento y dispersó los extenuantes
pensamientos intrusivos con una dosis de creatividad.
«¿Pasar página? ¿Por eso sigo pensando en ella? ¿Necesito arrancar la hoja para
olvidarla?», se preguntó de pronto, interrumpiendo su concentración sin su
beneplácito. «Déjame trabajar», se suplicó; pero no se prestó atención. «¿Acaso
todavía hay una pizca de esperanza en mí?», se preguntó después. «No. Sólo que ha
pasado muy poco tiempo», se contestó inmediatamente. Y precisamente cuando creyó
que se había librado del debate emocional, llegó la última bala: «¿Es por el poco
tiempo o es que no quieres olvidarla?».
Ya entrada la noche, no cabizbajo, sino únicamente abstraído, dejó a un lado el análisis
de sus bocetos y se sentó en el borde del colchón para meditar. Pensó, obviamente, en
lo que había sucedido y en el cómo. Asimismo, una parte de él le recordó los buenos
momentos; y otra parte, los malos. Mas una tercera parte le exigió que aprendiera, de
una vez por todas, que en el mundo existen personas de todo tipo, y que cada una
interactúa con su entorno de una manera única, por lo que es incorrecto condenar a
las mentes sólo por sus perspectivas. Y una cuarta parte, mucho más astuta y
codiciosa, apoyó a la tercera con el único fin de lograr el tan aplazado intercambio del
velo rosa, que lo haría ganar oro en demasía.
Por todo lo anterior y algunas posibilidades más, Gamaliel se dirigió a su escritorio e
impasiblemente le escribió una carta a su ahora exnovia, carta donde omitió
cordialidades, y de forma algo lacónica manifestó sus intenciones: «Mañana a las 9:00
PM iré al estreno de la obra “Nahuales”. ¿Me quieres acompañar?», escribió. Entonces
puso su cerebro en blanco para no arrepentirse de lo que estaba por hacer, colocó el
proyectil en la bastidollesta y lo envió. Era casi medianoche cuando Flor recibió la
carta, por lo tanto, Gamaliel supuso que obtendría respuesta al amanecer..., en caso de
que Flor se dignara a responderle. Sin embargo, quince minutos más tarde escuchó
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los cascos de un galopante caballo acercándose. Pensando que Relincho había
brincado la valla y estaba haciendo travesuras, echó un vistazo por la ventana para
escarmentarlo; pero se estremeció por culpa de un extraño sentimiento que surgió al
ver a un guardia Real de expresión severa aproximándose sobre un majestuoso corcel
acorazado.
—B-buenas noches. ¿Sucede algo? —preguntó Gamaliel, tenso, mientras el sujeto
detenía al animal enseguida de la ventana.
El centinela ni siquiera se molestó en mirar al joven sastre, y clavó una hoja en la
pared con ayuda de un elegante broche dorado para, posteriormente, dar media vuelta
y cabalgar de regreso al castillo—. Pues… gracias —musitó el muchacho un tanto
extrañado, y arrancó la hoja de la pared.
«¡¿Es mañana?! Pensé que se estrenaría hasta el próximo mes… Sí, está bien, hay que
ir. Nos vemos en la entrada del anfiteatro», decía la hoja. Irrefutable y lógicamente,
se trataba de la pronta respuesta de Flor.
El joven sastre permaneció en silencio durante una fracción de minuto. Su rostro no
reflejaba ni la más mínima alteración de ánimo. Así, reprimiendo todo tipo de
reacción, se acostó a dormir y lo consiguió luego de dos horas de constantes y diversas
historias que creó en su cabeza sobre lo que acontecería la noche siguiente.
A primera hora de la mañana, cuando los gallos despertaron del susto al darse cuenta
de que nadie los despertaría a ellos, Gamaliel se incorporó apesadumbrado e intentó
evocar todo lo ocurrido el día anterior. Como los recuerdos aparentaban corresponder
a la realidad, y anhelaba que así fuese, se prometió que no había sido un sueño, y
caminó a la cocina con el mismo ansioso semblante reservado. «Contestó tan rápido»,
pensaba, vacilante. «¿Será que ella…?», lo consideró con un destello de emoción en
su interior; pero tan solo incredulidad por fuera. Y del modo en que despertó ese día,
realizó sus actividades cotidianas: paulatina, distraída y descuidadamente, inclusive.
Su azoramiento no era más que muestra de sus dudas. Tenía la misma cantidad de
razones para ilusionarse que para no darle importancia, así que para el instante en que
la noche lo alcanzó, continuaba sintiéndose inseguro hasta de asistir a la obra; mas sí
fue, y llegó veinte minutos antes de lo acordado, minutos que empleó para pensar en
cómo debía saludar a la princesa al verla llegar, puesto que sería la primera vez que
la vería después de su rompimiento. Y en un parpadeo, el tiempo se acabó: la princesa
llegó sola, con una gran parte del rostro cubierto por el velo rosa, caminando
enérgicamente, aunque mirando dubitativa hacia la nada, cosa que le recordó a
Gamaliel la noche que se vieron en aquel otro bosque del reino, recuerdo que le
provocó una sonrisa, sonrisa que se dibujó cual reflejo en la ruborizada princesa,
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princesa que al abrir la boca para saludarlo, luego de un profundo abrazo, profirió un
cacareo que hizo despertar a Gamaliel… Todo había sido un sueño.
El muchacho, incorporándose muy agitado al mismo tiempo que los gallos cantaban
a la distancia, comenzó a sentir un desbordante enamoramiento saliendo a raudales de
sus ojos. Estaba conmocionado, decepcionado por lo mal que había resultado su
relación con Flor después de un inicio tan mágico, único y hermoso. No podía creer
que la vida le hubiese puesto en su camino a una mujer capaz de amarlo desde el
momento en que se conocieron, y enseguida, incomprensiblemente, dejar de hacerlo
tan rápido como lo primero sucedió… Enfureció. Una parte de él deseaba renunciar,
quemar sus cosas, huir y olvidarse por completo de su pasado. Sin embargo, otra parte,
plenamente flechada, le recordó que esa noche vería a su amada, lo que le permitiría
empezar de nuevo, desde cero, y tendría la oportunidad de reavivar el fuego que
alguna vez hubo entre ellos y que, al parecer, por la sorpresiva respuesta de la princesa,
no se había extinguido en su totalidad. Debido a eso, durante el día, mientras limpiaba
y organizaba la sastrería, planeando acabar allí la cita al término de la puesta en
escena, fue acompañado por la ansiedad; y al caer la noche, se dirigió al anfiteatro en
compañía de un solemne donaire.
Al principio, antes de salir de casa, pensó en llegar a la obra cabalgando en su fiel
corcel; no obstante, optó por caminar para oxigenar el corazón y repasar consigo los
detalles de su amorosa confabulación. Tenía claro lo que debía hacer si quería
recuperar el amor de la princesa: evitar ser él mismo. Eso significaba dejar a un lado
su humor absurdo, su agobiante energía, su asfixiante devoción, los intelectuales
temas y lo referente al amor. Pretendía verse misterioso, imponente, despreocupado,
un tanto inalcanzable; y se lo repitió tantas veces que lo consiguió.
Cuando la princesa llegó sola al anfiteatro, casi como un duplicado de su revoldpe,
llevaba la mayor parte del rostro cubierto por el velo rosa, y se acercó a Gamaliel con
andar enérgico pero fluctuante. Entonces se paró frente a él, lo observó con su
característica mirada vacía, y Gamaliel sonrió de una manera muy sutil, primorosa,
inclinando ligeramente su cabeza—. Buenas noches, Flor —habló en un susurro.
—H-Hola —repuso cautelosamente la princesa, mas fugándosele un brillo de interés
por sus luceros al morderse los labios y desviar la mirada.
Ninguno de los dos se atrevió a hacer algo más… ni a acercarse demasiado.
—¿Entramos? —preguntó Gamaliel con una mano en la espalda, y la otra señalando
refinadamente la puerta del enorme anfiteatro.
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Esa era, auténticamente, la primera vez que se veían luego de su rompimiento, y
Gamaliel estaba causando una gran impresión. Hablaba poco, caminaba con las manos
detrás, se inclinaba gentilmente para escuchar, sonreía con distinción y no miraba a
los ojos, no, mirar es poco, él penetraba las pupilas de su interlocutora cada vez que
ésta tomaba la palabra, como queriendo desnudar su alma antes de culminar un
parpadeo, lo cual desencadenaba un evidente nerviosismo en Flor, y Gamaliel se
regocijaba por dentro saboreando la victoria.
La obra de teatro fue lo menos importante aquella noche. Posterior a la tercera
llamada, inició con un poco de humo, fuego y personas vestidas de animales frente a
un escenario lleno de pirámides. La princesa y el joven sastre, sentados hasta el fondo
por decisión de la primera, guardaron silencio gran parte del espectáculo; y cuando
hacían algún comentario, ni siquiera intercambiaban miradas, aunque el muchacho
advirtió de soslayo cierta inquietud en Flor las dos horas de función: subía ambos pies
al asiento, se mordía los labios, cambiaba de posición todo el tiempo… Esas señales,
sumadas a la insinuante oscuridad del lugar, provocaron en Gamaliel un sentimiento
de paramnesia que le dio el valor necesario para preguntarle a la princesa, al terminar
la puesta en escena y salir del recinto, si le apetecía ir a otro sitio. Y ésta, todavía con
la expresión de ansiosa sumisión que tenía cuando llegó tanto al anfiteatro como al
claro del segundo bosque aquella noche de enero, aceptó de inmediato.
Aunque se hallaba a la misma distancia que la taberna, Gamaliel estimó que su casa
era el lugar más cercano y cómodo para platicar, así que se lo propuso a Flor y ella
aceptó sin titubear, al igual que el vaso de agua que el muchacho le ofreció al llegar
después de una caminata en su mayoría silenciosa, únicamente interrumpida por
concisas preguntas y monosílabas respuestas.
—Gracias —musitó la princesa antes de darle un sorbo a su agua—. ¿Quieres? —le
preguntó a Gamaliel con el mismo tono de voz.
El muchacho no tenía sed; sin embargo, al no poder darle un beso a su amada debido
a que, en teoría, ya no existía más que amistad entre ellos, y considerando irrespetuoso
el osado acto de robarle una caricia, no desaprovechó la oportunidad de tocar con sus
labios el lugar donde antes ella había posado los suyos. Además, para él, aquella no
había sido una simple pregunta de cortesía, sino una diabólica invitación sugestiva.
—¿Cómo sigue la honorable reina? —le preguntó cuando ambos tomaron asiento en
el sofá.
—Ya mejor. Gracias —contestó la princesa forzando una sonrisa. Gamaliel lo notó.
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Se había sentido comprometida a sonreír. Era obvio que hablar de eso también la
incomodaba.
El joven sastre se reprendió internamente; pero justificó su pequeño desacierto
pensando autoindulgentemente que un insignificante tropiezo no arruinaría esa noche.
Luego evocó la última vez que conversaron en ese sofá, se alarmó y decidió ser más
cuidadoso.
A partir de ese instante, todo volvió a transcurrir con tierna impaciencia entre ambos.
Las preguntas insustanciales sobre el día a día de la princesa dominaron la
conversación. Nunca hubo una pregunta de vuelta; no obstante, a Gamaliel no le
importó, ya que ni siquiera le gustaba hablar de él, sólo buscaba saber más y más sobre
su amada.
Después de medianoche, los dos compartieron una manzana para saciar el hambre.
Pudieron haber ido a «Pullumpiscempernampanem» por un platillo abundante; pero,
deliberadamente, ninguno de los dos lo sugirió, pues el mirarse fijamente mientras
dialogaban y callaban era suficiente para olvidarse de sus necesidades. Y alrededor de
las dos de la mañana, ya los dos se encontraban a centímetros de distancia.
—¿Tienes sueño? —le preguntó el joven sastre a la princesa, sirviéndose de la
aproximación para peinarle tras la oreja un impertinente mechón de cabello albo.
—No… ¿Y tú? —susurró Flor. Fueron tan solo tres palabras las que pronunció,
palabras ordinarias para cualquier oído ordinario que las escuchara; mas ese «¿Y tú?»
fue para el muchacho como encontrar un diamante entre las rocas, como oro en el
agua, como un beso en el alma.
—No —respondió Gamaliel en voz baja, y se acercó lentamente para besar sus
labios… Sin embargo…, Flor retrocedió.
—Espera —le dijo, conteniendo una sonrisa—. T-tú y yo no…
—Eso puede cambiar —la interrumpió Gamaliel en un susurro, y volvió a intentarlo;
pero su beso nuevamente se extravió en el camino.
—No, espera…, no lo hagas —contestó la princesa, intranquila.
—¿Por qué? —cuestionó Gamaliel entre frustrado, apenado y enojado, sonriendo
inconsistentemente—. P-pensé que… esto…, todo lo que… Creí que… —balbuceó.
—No quiero hacerte daño.
—Tú jamás me harás daño —mintió, y sabía que lo hacía, pues simultáneamente
recordó las veces que su corazón se sacudió a causa de esa inestabilidad provocada
por las dudas que le ocasionaba la confusa y a veces contradictoria e incoherente
manera de tratarlo—. Y aun si lo hicieras —añadió, consciente de que el Gamaliel
inocente estaba por escapar de su presión y de los riesgos que eso implicaba—, no me
iré de tu lado…, nunca volveré a hacerlo. Ya cometí el error una vez y no pienso
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cometerlo de nuevo.
—No sigas, por favor —repuso Flor un tanto afligida.
—No… Escúchame. Fui un tonto por dejarte ir. Pero ponte en mi lugar. Tenía miedo,
no sabía qué debía hacer con lo nuestro. Empezaste a distanciarte y pensé que yo era
el problema, que ya no sentías nada por mí; mas hoy…, todo esto…
—Tú nunca fuiste el problema —lo interrumpió la princesa en un susurro.
—Ni tú lo fuiste —atajó el joven sastre buscándole la mirada—. El problema fuimos
los dos —dijo. Flor levantó la cabeza de inmediato—. Todo sucedió tan rápido, y los
dos éramos tan contrarios, que por eso terminamos aquí…, abrazados…, durmiendo
aquella noche tan especial, juntos cual dos imanes que se atraen violentamente y
terminan aturdidos por tan impetuoso encuentro.
»Somos dos polos opuestos, lo sé, y, paradójicamente, era cuestión de tiempo para
que nuestros caminos se separaran; pero lo he pensado bien. Todos estos días que
estuvimos lejos me han servido para darme cuenta de que te seguiré adonde vayas —
continuó—. No es necesario que cambies, porque me has enseñado a amarte tal cual
eres, pues así debe ser, ¿no? Así es como se ama de verdad: incondicionalmente. Y si
tú no te sientes lista para amarme, no te preocupes, aun así estaré a tu lado para
apoyarte, respetarte, cuidarte…, porque ¿qué clase de corazón es el que ama
solamente a otro corazón que lo ame por igual? Eso no es amor, es conveniencia
emocional. El amor verdadero no precisa reciprocidad. Por eso considérate libre de
amarme o no hacerlo; sin embargo, no niegues que sientes algo por mí, porque sé que
esto que está sucediendo no es intrascendente. Lo veo en tus ojos cada vez que me ves
—finalizó, ciertamente, con un poco de miedo, y esperó la reacción de una Flor
impasible, seria, retraída.
—Wuau… —suspiró ésta realmente impresionada—. No sé qué decir.
—Entonces no digas nada —contestó Gamaliel y se inclinó para besarla. No obstante,
por tercera vez fue rechazado, cosa que le partió el corazón.
—Estoy muy confundida —dijo Flor—. No por… todo esto. B-bueno, sí, también;
pero… estoy confundida por muchas cosas que están sucediendo actualmente en mi
vida —aclaró—. Nunca he podido tener una relación estable, y, a decir verdad,
tampoco me siento como esas mujeres amorosas y dulces que pueden vivir abrazadas
de sus novios. Yo… no me siento cómoda siendo así.
—Y no debes sentirte obligada a ser igual que ellas. Tú me…
—Pero tampoco sé… —atajó la princesa, y se detuvo un segundo—. No estoy segura
de que… Siempre me he sentido un poco masculina y —añadió. Aquello tomó por
sorpresa al joven sastre— no sé si me gusten los hombres —confesó.
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11
CONFESIONES
—¿E-en serio? —preguntó Gamaliel entre sutiles risas de asombro; mas por dentro
estaba asustado, pensando que aquella declaración representaba el final de todas sus
oportunidades—. Porque si es así, no debes sentirte mal —se apresuró a afirmar.
—Es que no lo sé. Ni siquiera me gustan las mujeres; pero… no me siento tan atraída
por hombres. N-no… Para mí, eso del amor y los detalles…; los abrazos, y las
atenciones…; y el romanticismo…, y los compromisos… No sé… Nada de eso me
gusta. Ya no me…
El muchacho seguía atónito por la noticia y no pudo ocultarlo, aunque tampoco sabía
qué debía sentir. ¿Resignación? ¿Felicidad por Flor? ¿Decepción? Incluso, un
inesperado y apenas perceptible nudo se formó en su garganta; sin embargo, logró
deshacerlo cuando decidió hablar.
—Y… ¿Cómo es que tú…? ¿Por qué tú y yo…, aquella noche en el árbol…?
—Sí me gustabas —confesó Flor, sonrojada.
—¿Te gustaba?... ¿Ya no te gusto? —indagó el joven sastre con una coqueta sonrisa.
—Un poco —musitó la princesa mordiéndose los labios, y eso le devolvió las
esperanzas al muchacho—. No lo sé… Estoy confundida… Tú me confundes… Todo
esto me confunde —agregó riendo nerviosamente.
Aunque no lo sabía ni lo deseaba, con esas palabras Flor no sólo le había devuelto la
ilusión a Gamaliel, sino también había sembrado en él un curioso y orgulloso
sentimiento de competitividad, como si sus confesiones lo incitaran a reconquistarla
para volver a empezar, escribir una nueva historia en una hoja en blanco, desde la
orilla del papel, cual si fuese la noche en el parque, y despejar sus dudas con respecto
a su sexualidad.
—¿Cómo sería tu hombre ideal? —inquirió súbitamente el muchacho, mirándola
sugerentemente.
—¿Eh? N-no lo sé… No preguntes eso. ¿P-por qué me preguntas eso? ¡Jaja!
—Curiosidad.
—P-pues… supongo que lo normal: alguien que me entienda, que le guste estar
conmigo, que me haga reír —comenzó; y Gamaliel fue marcando en su imaginación
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cada una de las características—. N-no sé… Como te dije, ni siquiera estoy segura de
que me gusten los hombres. Actualmente, no me siento lista para estar en una relación.
Quizá decida quedarme sola para siempre, vivir con mis padres hasta su vejez y
dedicarme a ser feliz durmiendo todo el día —bromeó; pero todavía se le escuchaba
intimidada.
—¿En verdad estás considerando el nunca casarte? —cuestionó Gamaliel, intrigado.
A pesar de que una respuesta afirmativa a lo anterior podría desmoronar todos sus
planes, algo lo estaba alegrando. En primera instancia no supo qué; no obstante,
pronto lo entendió: si la princesa deseaba quedarse sola toda la vida, eso significaba
para el joven sastre la eterna posibilidad de continuar luchando por su amor en caso
de que no lograra reconquistarla esa noche o la siguiente o dentro de diez años, pues
mientras Flor quisiera permanecer soltera, él no tendría competencia alguna, ya que
estaba seguro de que no existía en ese mundo persona tan obstinada ni que amara tanto
a la princesa como él.
—Pues no me importaría ser libre para siempre —respondió Flor entre risas que no
hicieron más que aumentar la felicidad del muchacho—. Sin embargo, mis padres
están testarudamente empeñados en que consiga un esposo —gruñó.
Gamaliel se sorprendió. Nunca sospechó que los reyes fuesen los culpables de que,
tal vez, la princesa no pudiese despejar sus dudas existenciales. Esa revelación lo
conmovió.
—¿Y no les has dicho que quizá te gusten las mujeres? —le preguntó.
—No precisamente eso —confesó Flor—. Hace unos días les dije que no estaba
segura de que me gustaran los hombres; pero que no me sentía atraída por mujeres.
—¿Cómo reaccionaron? —interpeló el muchacho, ansioso.
—A mi padre no le importó. Él sólo quiere asegurarse de entregarle el trono a una
persona que me ame y sepa guiar al reino. No obstante, mi madre se entristeció un
poco. A ella le gustaría que yo me embarazara y le diera muchos nietos. Está loca.
—Vaya… Llegué a pensar que no les habías contado nada sobre esto. Por lo que veo,
no eres tan reservada con ellos.
—Tienes una idea errónea de mi relación con mis padres. No les hablo mucho, mas sí
les cuento ciertas cosas.
—¿Y… les has hablado… de… mí?
—Aún no —admitió Flor con un gesto de indolencia.
—Oh… —suspiró Gamaliel un tanto cabizbajo—. Tal vez debería de ir al castillo un
día de estos para que me conozcan —sugirió, inseguro.
—No vayas. No me gusta que me visiten —contestó la princesa algo intransigente. Y
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como el muchacho percibió que se molestó un poco, prefirió desviar la conversación.
—Entonces… ¿Alto o bajito?... ¿Fornido o flacucho?... ¿Moreno o rubio? —bromeó,
aunque realmente deseaba saberlo.
—¿Te refieres a mi futuro esposo? —preguntó Flor, pensativa. Gamaliel asintió con
la cabeza, soltando una risa a secas—. No me importa mucho el físico. Creo que es en
lo último que me fijo. De hecho…, tampoco me importa si me agrada o no. Ya estoy
cansada de ese tema. Sólo quiero hacer felices a mis padres, así que quizá me case
con el primer hombre que llegue cabalgando al castillo con una armadura de oro. Así
me cercioraré de que sabe hacer dinero, yo continuaré siendo rica toda la vida y no
tendré que trabajar —repuso entre risas—. Pero, bueno, respondiendo a lo primero,
en verdad no le presto tanta atención al físico.
—¿Estás segura? Mira lo que elegiste —refutó el joven sastre levantando una ceja con
picardía mientras se señalaba haciendo exagerados ademanes.
—¿Lo ves? No soy muy exigente —aseveró Flor y soltó una carcajada.
—¡Oye! —la reprendió Gamaliel entre risas, teatralmente enojado—. Tienes que
reconocer que he sido tu novio más guapo —agregó sonriendo de forma pretenciosa.
Obviamente, él no sabía quiénes eran los dos caballeros anteriores, mucho menos
conocía sus rostros; sin embargo, estaba consciente de que la respuesta de Flor,
incluso únicamente su lenguaje corporal, le permitirían saber si era cierto. Y para
fortuna de su ego, la princesa lo aceptó observando ruborizada el suelo, reacción que
por su naturaleza detonó la euforia de Gamaliel, pues hasta llegó a pensar que si, en
el mejor de los casos, le daba la razón, lo haría con indiferencia o desdén. Por otro
lado, se sobrecogió bastante al advertir que empezaba a hablar de su noviazgo como
si se tratase de algo distante, perteneciente exclusivamente al pasado…, algo
plenamente superado—. Y, bien…, ¿seremos amigos, princesa? —le preguntó; y pese
a que no estaba seguro de lo que decía, creía que una amistad era lo único que le
garantizaría un lugar en su corazón, independientemente de lo que sucediera en un
futuro; y siendo amigos podría permanecer cerca de ella para acompañarla más allá
del final de sus días, y amarla aunque sea en secreto.
—Sí —contestó la princesa sonriendo dulcemente; no obstante, un poco extrañada,
preguntándose si acaso antes no lo eran—. Pero no sigas insistiendo en algo más —
añadió con tenue autoridad.
Gamaliel, ignorando deliberadamente eso último, se paró de repente en el sofá y saltó
hacia el otro lado, recordando algo.
—¡La bastidollesta! ¡Ven! Quiero que la veas —le dijo, y le dio la mano para
ayudarla a levantarse.
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Entre risas, la princesa accedió y lo siguió a la habitación.
—¡Vaaayaa! —profirió Flor, terminando con un prolongado silbido—. Godo me
contó sobre tu invento; pero es mucho más sorprendente verlo que imaginarlo —
añadió genuinamente deslumbrada.
—¿Sabes? Me encantaría regalarte una de estas.
—¿De verdad lo harías? —preguntó Flor, sonrojada.
—¡Claro! Sin embargo, necesito conseguir los materiales. Te prometo que luego
construiré una nueva para… ¡Oh! Acabo de tener una idea: ¿Qué te parece si, mientras
tanto, pegas tus respuestas a un lado de la ventana para que yo pueda leerlas desde el
catalejo? Así podremos conversar con más fluidez.
—Me parece muy buena idea —asintió la princesa.
El muchacho sonrió de oreja a oreja y alzó la mano para que Flor la chocara. Al
hacerlo, no resistió las ganas de sujetar sus dedos unos segundos más, y la joven lo
observó fijamente de la manera en que siempre lo hacía, como preguntándose qué
clase de ser humano era Gamaliel. Y éste, evocando las noches en las que tomarse de
la mano no estaba prohibido, se arrepintió de haberse resignado a una amistad—. B-
bueno…, creo que ya falta poco para que amanezca. Será mejor que me vaya —añadió
la princesa, nerviosa.
—Ah…, está bien —repuso el muchacho volviendo en sí con apocamiento para
escoltarla a la puerta. Y como si ambos apenas se conocieran, torpe y nerviosamente
se despidieron guardando distancia. Pero cuando Flor avanzó unos pasos, Gamaliel la
detuvo—. Oye —musitó sonrojado—. ¿Te puedo dar un abrazo?
La princesa lo miró inexpresiva, volteó hacia la nada, y enseguida asintió con la
cabeza; se acercó, alzó sus brazos para rodearle el cuello, se paró de puntillas, y el
joven Sastre la tomó por la cintura. En el momento en que empezaron a separarse,
Gamaliel aprovechó la cercanía para darle un beso en la mejilla, ocasionando que Flor
tan solo hiciera un gesto de resignación y levantara una mano para despedirse.
—Adiós —susurró, y dio media vuelta para dirigirse al castillo.
—Coloca un mensaje en el muro cuando llegues —le dijo el joven sastre.
Para asombro del muchacho, Flor le hizo caso; no obstante, no era un mensaje lo que
puso en la hoja, sino el dibujo de una cara sonriente con la lengua de fuera, lo cual
provocó un tierno alborozo en Gamaliel. «¿Qué tiene esta mujer, que tanto me
gusta?», pensaba al mismo tiempo que escribía una carta para preguntarle nimiedades
de la vida, cosas que a la princesa le gustara responder. Y estuvieron media hora
intercambiando triviales mensajes desde sus hogares, hasta que Gamaliel tuvo una
idea: «Si yo puedo ver los mensajes de Flor con mi catalejo, ella debería de poder
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hacer lo mismo», y le escribió pidiéndole que buscara uno en el castillo y lo apuntara
hacia la ventana de la sastrería, pues él también pegaría carteles en su pared. Flor
accedió con gusto, y de esta forma crearon, sin saberlo, el primer medio de
comunicación instantánea en la historia, el cual utilizaron hasta una hora antes del
amanecer. Mas cuando Gamaliel ya se encontraba arropado en su acogedora y cálida
cama, adormecido, recordó que no le había hablado a Flor sobre el nuevo atuendo que
empezó a confeccionar hace unos días, por lo cual se puso de pie y le escribió una
carta que envió con la bastidollesta. «(…) Me inspiré en ti, porque tú me inspiras»,
decía al final del largo párrafo.
Como Flor ya estaba dormida, el joven sastre no esperó respuesta y se metió en su
cama sonriendo ampliamente y esperando que al despertar tuviera un mensaje de la
princesa. Sin embargo, al mediodía, cuando el joven sastre abrió los ojos y llegó de
un salto al catalejo de la bastidollesta, no vio ninguna hoja en la pared de la torre.
Aun así, durante el resto de aquel domingo, las comisuras de sus labios nunca cedieron
ante la fuerza de gravedad, ya que era más fuerte su alegría. Y al evocar un poco o
todo lo que sucedió la noche anterior, la sonrisa le crecía cada vez más… Su paciencia
dio frutos.
Minutos después del anochecer, por enésima vez en el día, revisó la ventana de Flor
y encontró un mensaje. «Estuve ocupada. Por eso no pude contestar», decía…,
únicamente eso; pero las antorchas de la torre estaban apagadas. «Qué curioso. Debió
de haber salido de su habitación en cuanto me respondió… ¡Me respondió! ¡Sí! ¡¡Me
respondió!!», caviló el muchacho, ignorando que ella ignoró el mensaje del atuendo.
¿Cómo iba a importarle? Estaba ciega y perdidamente enamorado de su amiga, mucho
más que antes, mucho más por haber escuchado sus confesiones, mucho más por obra
de la compasión, mucho más por culpa de la esperanza. «No te preocupes. Espero que
estés bien. Que tengas una linda noche», le escribió de inmediato, y pedaleó la
bastidollesta para disparar el proyectil de papel.
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ESPERA(NZA)
El lunes por la mañana se despertó entusiasmado luego del canto de los gallos. Casi
como un reflejo, de inmediato observó por el catalejo y no vio nada nuevo en la torre
del castillo; el mensaje de la noche anterior seguía ahí, colgando apenas de un lado a
causa del viento.
Debido a que no sabía qué otro tema de conversación insustancial abordar, y tampoco
se le ocurría pregunta que hacer, pero quería, a como diera lugar, hablar con la
princesa de algo, lo que sea, fue a desayunar pensando en un pretexto para enviarle
otra carta, y no tardó en concebir una amigable interrogante al comer la primera
cucharada de cereal con frutos secos. «Buenos días, princesa. Estaba desayunando y
noté que se está acabando el cereal con suculentas y crujientes almendras, por lo que
tendré que ir a comprar más. ¿Deseas que compre una bolsa para ti? Una bolsa de tu
cereal favorito», le escribió en modo de broma, dejando su plato a medio terminar, y
le envió el mensaje gracias a su revolucionario invento. Posterior a eso, volvió a su
desayuno, convencido de su gran movimiento en el tablero. «Seguramente se reirá
todo el día», creyó, y no tuvo razón o, mejor dicho, no supo si la tuvo, ya que la
princesa no le contestó ni por la mañana ni por la tarde ni por la noche ni en la
madrugada, cuando, soportando el frío ventarrón nocturno, Gamaliel observaba por
el catalejo la porción de papel que quedaba del último mensaje de Flor. «Tal vez fue
un mal chiste. ¡¿Y si no se dio cuenta de que era un chiste?! ¡¿Y si en verdad creyó
que yo creía que el cereal con almendras es su favorito y se enojó?! ¡Rayos! ¡Tengo
que enviarle otro mensaje para decirle que era una broma! ¡No! Ya pasaron muchas
horas. Si le envío otro mensaje, me veré muy desesperado. ¡Ya sé que estoy
desesperado! ¡Cállate!», pensaba algo apenado mientras se dirigía a su cama antes del
amanecer.
Al día siguiente despertó con tranquilidad. Claro, revisó el catalejo, lo hizo más rápido
de lo que podía despojarse de su amarre de cobijas, que casi lo hacen caer sobre la
bastidollesta, aunque también lo hizo sin muchas expectativas, pues imaginó que no
había impresionado a la princesa. Y, desafortunadamente, esta vez sí tuvo razón,
tampoco percibió respuesta.
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Ese martes no fue tan enérgico, mas no permitió que fuese depresivo ni
desaprovechado: le llevó más brebaje a la enferma señora Clara, salió a caminar con
su fiel amigo Relincho y trabajó en su nuevo atuendo; sin embargo, lo anterior sin
dejar de pensar en su amada y en la razón por la que ésta había decidido ignorarlo.
«¿Cómo es posible? Si todo salió tan bien aquella vez», se decía. Y a pesar de que se
moría de ganas de conversar con ella, pensó que quizá la estaba asfixiando con sus
atenciones, así que optó por darle espacio y dejar pasar en silencio ese día.
Al próximo solpogeo, la esperanza resurgió. «Un nuevo día, una nueva oportunidad»,
pensó el muchacho al incorporarse en la cama. Lo primero que llegó a sus voceldales,
antes de escribirle una carta a Flor para saber cómo se encontraba, fue revisar si ésta
había dejado algún mensaje en su torre. Pero al acercarse a la ventana para abrirla y
poder ver con mejor claridad por el catalejo, estuvo a punto de perder la mandíbula
inferior cuando abrió su boca de par en par por ver a la señora Clara regando las flores
de su casa.
—¡¡SEÑORA CLARA!! —gritó de felicidad, y saltó por el alféizar para ir a saludarla.
—¡Buenos días, Gamaliel! —exclamó la ancianita al verlo acercarse—. ¡Mírame!
¡Estoy como nueva! —dijo entre risas.
—¡E-es… asombroso! ¡No lo puedo creer!
—Ese último brebaje me devolvió toda la fuerza. Dormí cual bebé y desperté con la
energía de una niña —repuso la vecina.
—¡Vaya! Me da mucho gusto verla así, señora Clara —respondió Gamaliel casi
llorando de felicidad—. De todas formas, no deje de tomar brebaje este día. Eso
reforzará sus defensas —añadió con teatral autoridad.
—Lo bebería todos los días si no supiera tan malo —bromeó la viejecilla; y Gamaliel
secundó su carcajada.
—Como decía mi madre: «Todo lo bueno sabe mal» —añadió este último haciendo
una gesto de resignación.
—Oh, mi buena amiga Márgaret… No sólo me dejó hermosos recuerdos, sino también
a un guapo caballero de noble corazón que me cuida como si fuese mi propio hijo.
Ven aquí, pequeño, dame un abrazo —le dijo la señora Clara llena de nostalgia.
Gamaliel se acercó para abrazarla y sintió una lágrima humedeciendo su hombro—.
Ahora vete a casa y haz algo que te haga sentir orgulloso. Deja de preocuparte tanto
por los viejos. Nosotros ya estamos con un pie del otro lado —agregó la ancianita
estrujándolo de los hombros con una gran sonrisa.
El muchacho asintió entre risas sutiles y regresó a casa para hacer justo lo que su
vecina le sugirió. Para él, hacer lo que su corazón le decía era por lo que más se podía
sentir orgulloso, más incluso que por sus inventos, que eran bastante útiles e
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ingeniosos.
Ya en la sastrería, tomó asiento frente a su escritorio y le escribió un breve mensaje a
Flor. «Hola, princesa. Espero que estés bien. ¿Quieres salir a caminar hoy?», le
preguntó en la carta que envió cual bala. Y como su muy inocentemente optimista
corazón le dijo que Flor aceptaría, decidió alistarse mientras llegaba el «Sí». No
obstante, las horas se fueron y la respuesta no apreció. Al anochecer, Gamaliel lo
aceptó, mas estaba feliz por haberlo intentado. Horas más tarde, antes de medianoche,
cenó una manzana, un vaso de leche y se metió en la cama; pero entonces recordó que
hacía días que no le daba más que heno a su amigo, por lo tanto, volvió a la cocina y
regresó enseguida a su habitación para abrir la ventana.
—¡Ey! ¡Relincho! ¡Pst! ¡Pst! ¡Relincho! —le habló a su caballo con aguardentosos
susurros. Éste se despertó de inmediato y caminó al lado de la valla hasta quedar de
frente a Gamaliel—. Toma, amigo, está recién cortada —le dijo, y se la arrojó al
establo. Relincho la vio caer entre sus cascos delanteros y bajó la cabeza un tanto
somnoliento. De pronto, se escucharon unos cuantos crujidos y Relincho ya había
devorado su aperitivo—. Buen chico. Descansa —añadió Gamaliel, enternecido.
Ver a su silencioso amigo era algo que siempre le alegraba el día. Y fue esa alegría la
que lo incitó a probar suerte una última vez en el día. Era tarde, sí; pero eso no
significaba que los mensajes no pudieran llegar, por lo que irresolutamente se puso
tras la bastidollesta y miró por el catalejo… ¡Había respuesta!
«No he tenido tiempo libre últimamente. Otro día vamos a caminar», leyó. Su corazón
dio un salto. Flor había aceptado salir con él otra vez, aun después de sus afectuosas
cartas pasadas. Definitivamente, ese miércoles había recibido tan buenas noticias que
por mucho lo podía considerar un gran día. Y por miedo a arruinarlo con su efusividad,
prefirió no contestar el mensaje de la princesa y esperar a la mañana siguiente para no
aparentar desesperación, lo cual sí que sentía, y la sentía en forma de mariposas en su
estómago—. ¡¡No está enojada conmigo, Relincho!! ¡¡Mañana la invitaré de nuevo a
salir!! —le dijo a su fiel amigo, que todavía lo observaba como esperando otra
manzana—. Mejor ve a dormir. No es bueno acostarse con el estómago lleno —añadió
el joven sastre, feliz…, muy feliz.
Relincho lo entendió y regresó a su pila de heno para conciliar el sueño. Gamaliel, por
su parte, se arrojó a la cama y se abrigó cual infante, quedándose dormido luego de
imaginarse unos instantes caminando por el bosque al lado de su amada Flor. Pero,
para su mala suerte, no logró continuar con esas visiones en el mundo onírico, pues
soñó algo sobre sapos y un lago, sueño que al amanecer se vio interrumpido por un
ruidito que jamás imaginó volver a escuchar teniendo la bastidollesta como
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mensajero predilecto: su ventana.
Al abrir los ojos con pesadez, notó una silueta moviéndose muy extraño. Cuando logró
enfocar la vista, se espabiló por completo al advertir que se trataba de la señora
Clara… sollozando.
Aquello fue una imagen aterradora. Apenas iba amaneciendo, y la figura de su anciana
vecina era más oscura que nítida. Además, verla llorar no era algo a lo que estaba
acostumbrado, por lo cual decir que se estremeció del susto sería poco. Sin embargo,
independientemente de la desconcertante escena, tenía la certeza de que no se trataba
de una pesadilla, aunque segundos después deseó haber estado dormido…
—H-hijo… —balbuceó la señora tapando su boca con una trémula mano—. T-tú…
cab-b-ballo… —decía, mientras que Gamaliel se acercaba lentamente con la
respiración acelerándose a medida que escuchaba las palabras—. R-Relincho n-no…
desp-pierta —escuchó el joven sastre.
Con lágrimas acariciando su rostro, el muchacho abrió la ventana de golpe, arrojó la
bastidollesta a un lado y saltó hacia afuera para correr al establo... Efectiva y
lamentablemente…, la señora Clara tenía razón.
—N-no, no, no, amigo, d-despierta, por favor —le susurraba Gamaliel entre llantos,
retirando el cálido heno con desesperación—. Por favor, levántate, amigo, no me
hagas esto. ¡Relincho! ¡Despierta! ¡Vamos! ¡RELINCHO! ¡ESCÚCHAME! ¡PONTE
DE PIE!... P-por favor…, amigo…, no me dejes solo. Por favor…, no me dejes… No
me hagas esto. No puedes abandonarme. Papá te pidió que me cuidaras, amigo, p-por
favor… N-no me quiero quedar solo, Relincho, no me abandones —le suplicó…; pero
Relincho ya no podía oírlo.
El joven sastre sentía que una fuerza invisible, como una fría garra afilada, prensaba
despiadadamente su corazón. Ni siquiera la señora Clara, cuando lo levantó para
abrazarlo, pudo acabar con ese dolor en su pecho, un incisivo dolor parecido al de una
lanza envenenada atravesando el cuerpo de su objetivo.
Gamaliel pasó el resto de la mañana sentado en silencio en la mesa de su anciana
vecina, con una taza de té enfriándose en sus manos. A momentos, su mirada perdida
era interceptada por rencorosos susurros. «¿Cómo es posible?», «Se veía tan feliz
antes de ir a dormir», «¿Acaso no vi algo? ¿No capté alguna señal?», mascullaba
desconcertado.
—Tú no tienes la culpa, pequeño —le dijo la señora Clara buscando confortarlo.
—¿Y qué importa? —respingó Gamaliel, enojado—. ¿Qué importa de quién es la
culpa? ¡Relincho murió! ¡Relincho se fue para siempre al igual que mis padres! —
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exclamó ahogado en llanto. Su anciana amiga se acercó para tomarle la mano—. ¿Por
qué a mí? ¿Por qué me sucede todo esto? ¿Qué hice para tener que ver la muerte de
mis seres queridos? ¿Por qué todos terminan alejándose de mí? ¿Acaso la vida quiere
que esté solo para siempre?
—No estás solo, hijo, me tienes a mí —repuso su vieja amiga en voz baja.
—Todos moriremos —masculló Gamaliel, inconsolable—. Esta vida no tiene sentido.
Todos moriremos y no se nos permite saber adónde irá nuestra alma.
—Ten por seguro que todos iremos a un lugar mejor, cariño.
—¿Cómo lo sabe? ¿Eh? ¿Le consta? ¿Ha visto ese lugar?
—No, pero tengo fe.
—¡¿Y de qué sirve la fe si no revive a los muertos?! ¡Eso sólo pasa en cuentos de
hadas! ¡¡Pero esta vida es una mierda!! —ultimó Gamaliel escupiendo lágrimas de
rabia; no espero réplica de su vecina, y salió dando un portazo, descortesía que lo hizo
sentir aún peor de lo que ya se sentía. Pero la impotencia y la furia eran más fuertes
que su nobleza, así que, procurando no hacer una tontería, decidió gastar sus energías
cavando la tumba de Relincho justo en el establo. Eso hizo toda la tarde y parte de la
noche. No comió en horas, no contestó el llamado de la señora Clara e ignoró hasta a
su corazón, que por instantes le recordó a Flor, cosa que empeoró la situación.
«¿Enviarle una carta? ¡JA! Como si le importara lo que me suceda. Ni siquiera le
gusta hablar de esos temas. Es una egoísta. No sé cómo me fijé en ella. ¿Acaso es muy
complicado ser amable en estos días? Una simple sonrisa de etiqueta es más que
suficiente. Pero no, ella no se molesta ni en preguntar un simple “¿Y tú?”... “¿Qué
música te gusta, princesa?”. “Me gusta toda la música”. “Qué bien, princesa”. Y
después, nada. Ninguna estúpida pregunta de cortesía. ¿No se supone que le enseñan
modales a la familia Real? ¿Dónde está esa educación de la que tanto se jactan? Esa
niñita tonta no tiene corazón. ¿Casarse con el primero que llegue al castillo en…?
¡PFF! ¿No es eso venderse? Da pena ajena», pensaba, enrabiado, mientras cavaba,
sintiendo un ardiente dolor en las sienes. «¿Sabes qué? Le escribiré. Se lo contaré
todo. Te aseguro que ignorará mi carta. Es tan fría y egoísta que se incomodará con el
tema y me ignorará otra vez», se dijo, y arrojó la pala con todas sus fuerzas para entrar
a la sastrería.
Como por la mañana había arrojado la bastidollesta, tuvo que volver a ensamblar
algunas piezas, nada que no fuese capaz de arreglar. Y luego de diez minutos, el
proyectil salió por su ventana y entró directo en la de Flor. Faltaba poco para la
medianoche. Estaba seguro de que ni hoy ni mañana recibiría respuesta; no obstante,
lo hizo por dos razones, cada una liderada por un sentimiento diferente. La primera
razón fue para cerciorarse de lo indiferente que era la princesa, de que no valía la pena
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seguir esforzándose por volver a ganarse su corazón. Sin embargo, la segunda razón,
aunque no le gustaba aceptarlo, aunque evitaba pensarlo, era que tenía la esperanza
de estar equivocado, de que Flor respondiera de inmediato, afectada, sintiendo su
dolor y ofreciéndole su hombro.
De esta forma, esforzándose por no caer en un dilema, y continuar asegurándose que
estaba en lo correcto, regresó a terminar la tumba de su fiel caballo. Cuando acabó de
enterrarlo y arrojar las últimas lágrimas que le quedaban, el primer gallo ya había
cantado. Exhausto, sucio y resistiendo los escalofríos del hambre y sueño, volvió a su
habitación y se dejó caer en el colchón; no obstante, su inocente corazón le pidió una
última oportunidad para su amada. «Estás loco. Es obvio que no ha leído el mensaje»,
le contestó incorporándose para dirigirse a la bastidollesta. Al mirar por el catalejo,
soltó una desdeñosa carcajada y volvió a la cama. «Te lo dije…, imbécil», se
reprendió, y cerró los ojos deseando no volverlos a abrir jamás. Para bien o para mal,
no logró mantenerlos cerrados por el resto de su vida. A las 3 de la tarde de aquel
viernes su hambre era tan intensa, y su cansancio tan nulo, que por fin abandonó la
habitación y arrastró los pies hacia la cocina para, de mala gana, comer una manzana
en honor a su caballo. «La última manzana, amigo… Por lo menos pude darte la última
manzana», pensaba, humedeciendo la fruta con cada sollozante mordida. «Volver a
ponerme de pie fue mi mejor decisión. Si no lo hubiera hecho, no hubiera podido verte
tan feliz antes de tu partida. Pero… de haber sabido que no volverías a despertar, te
hubiera dado todas las manzanas que me quedaban», se lamentó. «¿Por qué tiene que
ser así? ¿Por qué la muerte tiene que llegar de esa forma, tan intransigente, sin avisar?
¿Cuánto tiempo me queda a mí? ¿Qué haré del otro lado? ¿Me olvidaré de todo esto
cuando me vaya? Y si es así, ¿para qué estoy aquí? ¿Sólo para desaparecer y no dejar
rastro al pasar los siglos y aumentar los nombres? ¿De eso se trata todo esto? ¿Es,
acaso, una broma? ¿Una burla? ¿Existimos sólo para dejar de hacerlo y olvidarnos de
que alguna vez lo hicimos?», se preguntaba, herido, conmocionado, indignado,
mientras observaba las semillas de las manzanas que ya se había comido. «¿Cuántas
necesito?», intentó recordar. A las 5 de la tarde se levantó de la mesa, arrojó las
semillas a la basura y se metió en la cama para tratar de perderse en el mundo onírico.
El llanto se lo concedió.
Al día siguiente, a media mañana, Gamaliel se despertó al escuchar apagados golpes
en la puerta principal. Abrió los ojos de improviso cuando consideró una posibilidad,
mas de inmediato los cerró, increpándose en sus voceldales por tal ingenuidad.
—¡Gamaliel! ¡Hijo, sal a que te dé un poco el Sol! ¡Eso te subirá el ánimo! —escuchó
la voz de la señora Clara. El muchacho tan solo escondió la cabeza en la almohada y
esperó a que se fuera—. ¡Te dejaré algo en la puerta, hijo! ¡Iré a descansar! ¡Visítame
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cuando te sientas mejor, pequeño! —le gritó la ancianita, y se fue.
«Eres un idiota. Debería golpearte. A ella no le importas. Resígnate», se repitió,
evocando la indiferencia de Flor e ignorando por completo las palabras de su amiga.
Y ese sábado, como ni siquiera debía levantarse para darle de comer a su caballo,
decidió no salir de la cama ni para alimentarse. Al terminar el día ya había perdido 2
kilos, y se mareaba hasta por el simple hecho de mirar a ningún lado en específico.
El domingo, su situación mejoró un poco. Se despertó antes de que los gallos cantaran,
se tambaleó hacia la cocina, bebió medio vaso de leche y durmió otra hora apoyándose
en la mesa. Se hubiera acostado en el sofá; sin embargo, no quería ni verlo, pues,
lógicamente, le recordaba aquellas conversaciones y juegos que vivió con Flor.
«¿Cómo es posible que alguien como yo, tan estúpidamente servicial y respetuoso sea
rechazado por alguien que ni se merece esas atenciones? ¿Acaso estoy rodeado de
ciegos? ¿En qué clase de mundo una persona con buenas intenciones es
menospreciada por aquellos a los que quiere ayudar?... Sólo en un mundo condenado
a morir», pensaba sin hacer ni el menor ruido, solamente viendo a la nada desde la
mesa. «Qué injusto», se repetía en voceldales. Pero, en eso, escuchó sus propias
palabras y se percató de que estaba haciendo lo mismo que condenaba: ignoraba a la
señora Clara, su única amiga, que sólo pretendía apoyarlo aun en su enfermedad. «Me
lo merezco. No puedo ser buena persona todo el tiempo. No vale la pena. Mira lo que
nos hicieron por serlo», se justificó arrogantemente. «Tal vez así debe ser. Quizá los
malos están para corromper a los buenos, porque los buenos son los primeros en morir.
Y si todos fueran buenos, nadie sobreviviría a esta vida injusta y despiadada»,
desvarió. «No, cállate», se interrumpió, asustado. «Deja de pensar así. Los buenos
somos más. De nosotros depende que los corazones egoístas y fríos no sigan
multiplicándose», caviló, aunque no muy convencido.
Posterior a otro tanto de fruta, Gamaliel se alejó del comedor y empezó a confeccionar
paulatinamente, sin prestarle demasiada atención a lo que hacía. Lo único que
esperaba era que el día pasara más rápido. Y cuando el Sol ya estaba justo sobre el
reino, se sintió tan cansado como si hubiese anochecido, por lo cual volvió a la cama
y cerró los ojos. Al despertar, era de noche, mas no había Luna, ni el más mínimo
rastro. «Qué curioso. La noche puede existir sin Luna; pero el día no puede existir sin
Sol», divagó desde su almohada, apenas abriendo los ojos para observar a través de la
ventana. Minutos más tarde tomó asiento en el borde del colchón; permaneció ahí,
mirando el suelo durante algunos minutos. Para su sorpresa, se sentía lleno de energía
cual gallo al amanecer; no obstante, todavía le quedaban varias horas de protagonismo
a las estrellas. Intentó volver a dormir; pero no lo consiguió. Rindiéndose, fue por
algo de comer. Pensando en esto y en aquello, recordó las palabras de su vieja amiga
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y caminó a la puerta principal para ver si de casualidad el viento no se había llevado
lo que sea que le dejó. Al abrir se percató de un pequeño bulto en el suelo. Dicho bulto
llevaba un pergamino colgando del cuello. Se trataba de un peluche de estambre con
forma de caballo. Gamaliel de inmediato lo entendió, y se agachó para tomarlo;
observó al deforme corcel, y sonrió. Sabía que su anciana vecina no sentía el gusto
por la costura; mas el esfuerzo era notorio, y lo agradeció.
El joven sastre estaba más que conmovido. Debido a que el viento y el frío no eran
para nada amigables esa noche, regresó al interior para leer el pergamino.
«Cada vez que conoces a alguien y se convierte en tu amigo es porque se llevó sin
avisarte una parte de tu corazón, a veces pequeña, a veces grande; pero se la lleva y
jamás te la regresa. Por eso extrañamos a nuestros seres queridos, porque sólo hasta
que los tenemos cerca nos sentimos completos.
En ocasiones, por diversas razones, las personas que amamos ya no vuelven y creemos
que nuestros corazones quedarán rotos para siempre. Sin embargo, la verdad es que
vivimos a través de esos fragmentos que se llevaron, como si fuesen una extensión de
nosotros.
Tu corazón es muy grande, pequeño. Sé que encontrarás el camino de regreso. Cuando
lo encuentres, ven a visitarme, aún te puedo acompañar otro tanto más hacia la meta.
Con cariño, tu vieja amiga Clara».
Gamaliel terminó de leer entre sollozos. Le dolía sentir, le dolía recordar, le dolía
saber que había perdido esa felicidad con la que despertaba todas las mañanas. Se
evocaba sonriendo ampliamente y le parecía que había sido hace mucho tiempo la
última vez que logró hacerlo. Eso también lo afligía. Y pensar en lo injusta que era la
vida con él, lo enfurecía. Aun así, el escaso calor que despedía ese caballo mal hecho
de estambre lo hizo sentirse abrazado por una entidad que ni él comprendía, y fue ese
místico abrazo lo que le permitió quedarse dormido en el sofá.
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CENIZAS
El lunes a primera hora se despertó abruptamente. Puesto que deseaba revivir su
alegría, salió de casa a toda velocidad para visitar a su amiga, evitando pensar en sus
inquietudes. La ancianita, aunque no lo esperaba, ya estaba afuera de su cabaña
regando las plantas.
—¡Señora Clara! ¡Muy buenos días! —le gritó Gamaliel a metros de distancia. No
sonreía, no lloraba, sólo agradecía que la vida le había brindado la oportunidad de ver
a su amiga una vez más. Y al llegar a ella, la abrazó sin previo aviso—. Perdóneme
por ser tan egoísta. Usted está pasando por un momento peor que…
—No, hijo —lo interrumpió la ancianita sin soltarlo—. Ningún pesar es menor que
otro cuando el afectado principal es el corazón —dijo, y «corazón» fue la palabra que
detonó el llanto del muchacho.
—Relincho se fue para siempre —balbuceó—. Yo sólo pido que nadie más sufra,
señora Clara. Daría mi vida por evitar que alguien muriera. Pero sé que la muerte es
parte de la vida —decía, escondiendo el semblante en el hombro de su amiga—, sólo
que… duele…, duele mucho.
—Lo sé, hijo, lo sé. Todos hemos perdido a muchas personas. Sé cómo te sientes
ahora; pero te aseguro que tarde o temprano lo aceptarás, te resignarás.
El joven sastre tenía ya 23 años. Físicamente era todo un hombre; mas su vieja amiga
de 103 lo seguía viendo como al inocente y sensible niño de media década de nacido
que conoció al mudarse. Si hubiera podido hacer realidad su visión, lo hubiese
arrullado en sus brazos hasta calmarlo. Eso era lo que pasaba por su cabeza en ese
instante, y recordó que ni ella ni él eran lo que fueron. Gamaliel sufría por pérdidas y
amores; y ella, sufría por un corazón viejo que con cualquier latido podía despedirse
sin hacerlo.
—No quiero resignarme, señora Clara, no quiero dejar de sufrir por sus partidas, no
quiero olvidarlos —continuó lamentándose el joven sastre.
—No los olvidarás. Jamás dejarás de sufrir por ya no estar con ellos, tan solo
aprenderás a vivir con el sufrimiento. El dolor se fundirá contigo y se convertirá en
una parte más de tu corazón, así como la alegría, así como el miedo.
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—Hubo tantas cosas que no les dije —sollozó el muchacho, esta vez separándose para
secar sus lágrimas—. Me hubiera gustado tenerlos más tiempo conmigo. Si tan solo
pudiera regresar el tiempo para reír una vez más con ellos, para verlos, para abrazarlos,
para decirles lo mucho que los quiero… Señora Clara, la quiero mucho —dijo al final,
y volvió a abrazarla.
La viejecilla, frágil y trémula, lo estrujó con todas las fuerzas que su siglo de vida le
permitió. Para Gamaliel, ella era como la abuelita que nunca conoció.
—Yo también te quiero, hijo —susurró Clara con lágrimas de felicidad en los ojos—
. Y ten la certeza de que tus padres te abrazan todo el tiempo…, incluso tu fiel caballo
Relincho —añadió apartándolo para besarle la frente y regalarle una sonrisa—, así
que ve a asearte, porque Relincho tal vez no hablaba; pero su olor gritaba —bromeó,
y tenía razón. Gamaliel bajó la mirada riendo…, recordando…, resignándose…, feliz
como no lo había estado desde hace tiempo.
Lo que quedaba de mañana estuvo en la casa de su longeva amiga. Ahí desayunó,
preparó más brebaje y habló con ella de diferentes inquietudes. Con respecto a eso
último, la señora Clara le dijo que sólo podía sugerirle lo mismo de la vez pasada:
«Haz lo que te haga sentir orgulloso». Con esas palabras se despidieron. Gamaliel
salió luego de abrazarla por última vez en el día, y volvió a casa considerando algunas
ideas.
Sin Relincho, sus tardes se volvieron más solitarias de lo que ya eran. Procurando no
apenarse por eso, tomó el nuevo atuendo que estaba confeccionando y empezó a
terminarlo. Sí, lo empezó a terminar, lo terminó esa misma noche. Cuando lo hizo,
sonrió satisfecho y se lo probó. Era casi de su medida, ya que decidió no hacerlo tan
ajustado, al contrario, lo dejó bastante holgado. Entonces abrió la puerta trasera de su
casa y salió a enfrentar al gélido viento nocturno de esas fechas.
—No lo siento —musitó impresionado—. ¡No siento nada de frío! —añadió—.
¡Funcionó! ¡La idea funcionó! —se dijo, y regresó al interior para seguir
experimentando.
Gamaliel no acostumbraba a encender la chimenea, ya que hacerlo en una sastrería no
era la mejor idea. Sin embargo, esa era una situación especial, por lo que le prendió
fuego; pero a falta de maderos…, arrojó la bastidollesta, y se acercó a la lumbre más
de lo apropiado. «No debí haberte inventado. Lo siento», le dijo a su creación, la cual
era fugazmente consumida por las llamas, y se aproximó todavía más. Su cuerpo no
sentía el alientego, sólo su cabeza. Se colocó la capucha, se tapó la otra mitad del
rostro con el amplio cuello de tortuga, y dejó de percibir calor alguno en todo su ser.
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De nuevo, su invento funcionó: era ignífugo. Solamente sus ojos quedaron
descubiertos. «Ya veré cómo arreglo eso», se dijo aún emocionado mientras
contemplaba algunos materiales en su mente para construirse anteojos protectores. Y,
repentinamente, sin proponérselo, saltando de un pensamiento a otro, después de
estimar que ese nuevo atuendo sustituiría por completo al petrigo, su primera
creación, su primera amada creación, recordó que había alguien que quizá estuviese
interesado en quedarse con el abrigo-armadura o, mejor dicho, peto-abrigo: Flor—.
Ni lo sueñes —gruñó. «Ella ya no está en nuestras vidas. Si no le interesamos, ella no
nos interesa. ¿Por qué te sigues empeñando en hablarle? ¿Ya no recuerdas toda su
amargura?», pensó.
—Sí; pero… ¿qué sucedió con esa noche? ¿Ya no significa nada para ti?
—No. Ahí tienes la prueba —se dijo señalando los vestigios de su mensajero exprés.
—Mientes. Sigues pensando en esa noche, en cómo sucedió todo, en cómo nos
conocimos.
—¿Y qué? Sí, coincidimos, fue una bonita noche; pero ¿de qué sirve que signifique
algo para mí si no significa lo mismo para ella? Si ella sintiera lo mismo que yo, en
este momento no estuviéramos solos —se replicó.
—¿Y si así debe ser? Tú mismo lo dijiste: el amor verdadero es incondicional, es dar
sin esperar nada a cambio.
—N-no…, no sé si estoy listo para eso.
—¿Piensas rendirte tan fácil? ¿Luego de todo lo que sentiste por ella? ¿Tirarás todos
esos sentimientos a la basura? ¿Y cómo recordarás ahora aquella noche? ¿Con odio?
¿Con asco? ¿Con miedo? ¿Dónde quedó nuestra fortaleza? ¿Dónde quedó nuestra
paciencia, nuestro amor, nuestra integridad? ¿Acaso también te olvidarás de papá, de
mamá y de Relincho sólo porque ya no están para corresponder a tu amor? ¿Eh?
¿Verdad que seguirás amándolos aunque ya no estén para amarte?
—P-pero…
—¿Entonces por qué no eres capaz de seguir amando a Flor? ¿Te asusta un poco de
distancia? ¿Eso eres? ¿Un niñito miedoso que no puede estar solo? ¿Y qué harías si
te casas con la princesa, y tú, siendo rey, tienes que realizar un viaje diplomático que
dure meses enteros? ¿Dejarás de amarla por culpa de la distancia? ¿Te olvidarás de
ella si el mensajero tarda en llevarte sus cartas? ¿Te conseguirás a otra esposa si las
palomas mensajeras o las lechuzas no llegan a su destino? —se cuestionó
severamente—. ¡Sólo ha pasado una semana! ¡¿Una semana sin saber de ella y ya
sientes que te olvidó, que no vale la pena seguir intentándolo?! ¿O me vas a decir que
estás esperando a que la princesa llegue a tu sastrería y se ponga de rodillas para
pedirte matrimonio? ¿Eh? ¿Eh? ¿Eso quieres? ¿Tú? ¿Un caballero? ¿No deberías de
ser tú el que luche por su amor hasta conquistarla? ¿No eres tú el caballero? ¿O tú eres
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la princesa?
—Yo soy el caballero.
—¡¿Y qué estás esperando, niñito llorón?! ¡Los caballeros se enfrentan a dragones
sólo por el beso de una princesa! ¡¿No eres capaz de enfrentar un poquito de
indiferencia?! ¡¿Qué clase de caballero eres?! ¿Un caballero de abrigo o un caballero
de armadura?
—S-soy… un… ¿caballero de a-abri…, de…, de petrigo?
—¡EXACTO! ¡Somos un caballero de petrigo! ¡Somos mejor que cualquier caballero
de armadura sin cerebro! ¡Somos mejor que cualquier caballero de abrigo sin coraje!
¡Nosotros creamos! ¡Nosotros somos fuertes, somos valientes como un caballero de
armadura! ¡Pero también somos inteligentes y amorosos como un caballero de abrigo!
¡Lo tenemos todo! ¡Podemos tener también el corazón de quien se quedó con el
nuestro!
—Sí… Nosotros podemos… Tenemos que recuperar su amor.
—¡Así se habla!
—P-pero…
—No puede ser… ¿Ahora qué?
—¿Y si por más que lo intento no logro derretir su frialdad?
—¿Estás considerando la posibilidad de fracasar? ¿Eso somos? ¿Un conformista?
—P-pues… A veces las…
—¡Cállate, idiota! ¡Era una pregunta retórica! ¡No nos vamos a conformar con un
«No»! ¡La princesa ya nos amó una vez y podemos hacer que nos vuelva a amar! —
se alentó—. ¿O te vas a olvidar de la coincidencia si nos vuelve a rechazar? ¿Vas a
tirar por la borda esa hermosa coincidencia? ¿No recuerdas todos los pequeños
detalles que te llevaron a ella? ¿Ya no recuerdas que estuviste a medio segundo de no
conocerla jamás, de no dormir a su lado jamás, de no abrazarla y besarla jamás? Pero
lo hiciste, la conociste, dormiste a su lado, la abrazaste y la besaste. Coincidencia o
destino, nos conocimos, eso es un hecho, y no pienso desaprovechar la oportunidad
que la vida nos dio… Te aseguro, Gama’, que si conocerla hubiese sido un error del
plan que tiene la vida para nosotros… o el creador o lo que sea que haya allá arriba,
no la hubiéramos conocido y mucho menos hubiésemos congeniado a tal grado de
dormir juntos como la pareja más enamorada de todos los tiempos: mamá y papá…
Te lo aseguro, Gamaliel, te lo juro y te apuesto lo que quieras a que tú y Flor se
conocieron por alguna buena razón —añadió, esta vez sosegada y reflexivamente—.
No olvidas la manzana que está más arriba del árbol sólo porque no la alcanzas al
primer salto… ¿Sabes qué día es hoy?
—¿Hoy? Hoy… es… ¡Mañana nos conocimos! Digo, mañana se cumple un mes
desde que nos conocimos.
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—Exactamente. Mañana se cumple un mes.
—¡Vaya! Ha pasado tan poco tiempo y siento como si esa noche hubiese sido hace un
año.
—El tiempo es relativo, viejo.
—… … Con ella todo es relativo.
—Por lo tanto —se aclaró—, inténtalo una vez más. Y si fallas, si fallamos, inténtalo
una última vez. ¿Está bien? Hagamos ese trato. Inténtalo una última vez y luego una
última de la última vez, y así sucesivamente hasta que se nos acabe la vida, porque
para eso venimos a este mundo: para lograr nuestros objetivos o morir en el intento.
—Pero no puedo llegar sólo así al castillo.
—No…, no puedes.
—Entonces —caviló—… yo —pensó—… ¿Debería? —se preguntó.
—¡Ooooh! Sí, es justo lo que estaba pensando —se respondió—. Mañana…, mañana
será un gran día.
Aunque posterior a esa estimulante conversación, y de apagar la chimenea, se podría
creer que debido a la naturaleza aprensiva de Gamaliel éste no lograría conciliar el
sueño esa noche, tantas y tan diversas emociones durante el día lo mandaron a dormir
más que exhausto en cuanto sintió la cama. Y no fue hasta mediodía cuando se
incorporó asustado, sintiéndose perdido en el espacio-tiempo. «¡¿Qué hora es?!», se
preguntó—. ¡El Sol! ¡Ya está arriba! ¡Me quedé dormido! —exclamó procurando no
levantar mucho la voz. Y los nervios que no aparecieron antes, permitiéndole un
reconfortante descanso, aparecieron ahora para sacudir sus planes—. Tranquilo,
Gamaliel, no pasa nada, aún tenemos tiempo. ¿Qué era primero? ¿El oro? Sí, el oro.
Bien, vamos por el oro —se musitó.
Sin desayunar, únicamente bebiendo un trago de leche en el camino, salió de su casa
por la puerta trasera y corrió desbocado hacia el bosque donde conoció a la princesa.
Importándole poco su ropa, se metió al riachuelo y empezó a buscar por todos lados
alguna pepita. No obstante, dado que en su impaciencia estaba agitando demasiado el
agua, haciendo imposible visualizar el oro escondido, se detuvo, cerró los ojos, inhaló
profundamente y exhaló—. Tranquilízate... Lo hallarás…, te lo prometo…, lo hallarás
a tiempo —se habló, y continuó buscando… Al cabo de 4 horas, sólo encontró 6
pepitas. «No, no, no, no, no, ¡NO! ¡Es muy poco! Esto no va a funcionar, esto no va
a funcionar, todo va a salir mal», pensó desesperado, ansioso, deprimido y al borde
del llanto.
—¿Otra vez tengo que venir a arreglar todo? ¿No puedes hacer nada por ti solo,
niñito?
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—¡Esto no va a funcionar!
—¡Ya lo sé! Te escuché las primeras cien veces. ¿Qué piensas hacer? ¡Vamos!
¡Soluciónalo!
—No puedo hacer nada… La sorpresa no tendrá sentido sin oro.
—Usa la cabeza. ¿Realmente necesitamos oro?
—Sí.
—¿Tenemos oro?
—Sí.
—¿Tenemos suficiente oro?
—No.
—Mas tenemos oro.
—Te escucho.
—¡Pues no me escuches! ¡Empieza a hablar!
—B-bueno, tenemos oro…, eso es lo principal. Podemos…, podemos… Si tenemos
oro…, notará la referencia… 6 pepitas… Podríamos pegarlas en un lugar visible…
No, se vería demasiado miserable… Podríamos… ¿Se las ponemos al caballito?
Mmm… No, no, el oro lo tengo que llevar yo… Pero… ¡Ya! ¡Ya, ya, ya, ya! ¡Lo
tengo!
—Te escucho, joven aprendiz.
—¡Un muñeco de oro! ¡Un pequeño jinetito de oro que me represente arriba del
Relincho de estambre! ¡Entenderá la referencia! ¡Estoy seguro!... Bueno, eso espero.
—Siendo así, volvamos antes de que oscurezca. Tenemos trabajo por hacer.
Gamaliel guardó las 6 pepitas de oro y corrió de regreso a su casa. En el trayecto,
cuando los pies le dolieron a causa de la humedad y el cansancio, recordó lo mucho
que extrañaba al verdadero Relincho, aunque de inmediato alejó esos voceldales para
no distraerse y perder la motivación.
Al llegar a la cabaña abrió azotando la puerta y volvió a encender la chimenea
mientras se colocaba a toda prisa su nuevo atuendo resistente al frío y al calor. Estando
listo, metió las manos al fuego con las 6 pepitas de oro y aprovechó lo ignífugo de sus
guantes para unir las pepitas y moldearlas de tal modo que pareciera un diminuto
humano. Y antes de que comenzara a fundirse, lo sacó, le dibujó algunos detalles con
un palito, y lo sumergió en agua para enfriarlo… No era el mejor resultado; sin
embargo, el tiempo no le permitía perfeccionar la sorpresa, así que la dio por
terminada, se quitó su vestimenta, la guardó en el baúl que escondía debajo de su
cama, puso el muñequito de oro sobre el caballo de estambre, se colocó su petrigo y
salió por la puerta principal, salió casi sin darse cuenta, como un reflejo, como por
instinto. Tenía hambre, sí, su cuerpo lo sabía; estaba cansado, sí, su cuerpo se lo
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repetía; pero los nervios y la emoción eran tan grandes que nada de eso le importaba.
Ya había oscurecido cuando el joven sastre iba a mitad de camino. Si alguien lo
hubiese visto, hubiera pensado que era un sonámbulo. Pasaban tantas cosas por su
cabeza y por su corazón que no le prestaba atención al trayecto. Sólo se dio cuenta de
lo que estaba haciendo en el instante en que vio alzarse frente a él los muros del
enorme castillo…, y dio media vuelta para regresar a casa.
—¿Qué demonios estás haciendo, pedazo de idiota? —se increpó.
—No puedo hacer esto. Ni siquiera le gusta que la visiten, y nunca quiso que conociera
a sus padres… No puedo hacer esto.
—¿No puedes hacer esto? ¡¿No puedo hacer esto?! Dime algo, papanatas, ¿qué
haremos mañana al despertar?
—¿Eh?
—¿Qué haremos? Dímelo.
—N-no sé… ¿Desayunar?
—Respuesta incorr… Espera, viene alguien. Actúa normal —se dijo. Entonces guardó
silencio, empezó a silbar y asintió muy sonriente con la cabeza al pasar una señora
enseguida de él. «¿Qué haremos mañana al despertar? Busca otra respuesta», siguió
en sus voceldales, sin dejar de silbar. «No lo sé. No tengo nada planeado para mañana.
¿Qué sugieres?», se preguntó. «Bueno…, sugiero que muevas tu trasero hasta la
puerta del castillo y hagas lo que tengas que hacer para entregarle esa sorpresa a la
princesa porque ¡no sé qué haremos mañana al despertar! ¡¡Y NO SÉ NI SIQUEIRA
SI VAMOS A DESPERTAR EL DÍA DE MAÑANA, IMBÉCIL!!», se reprendió.
Gamaliel lo asimiló sin problemas. «Tienes razón. Tal vez hoy sea mi último día… o
tal vez mañana lo sea… o pasado mañana, no lo sé. Tengo que aprovechar esta noche,
porque quizá no habrá otra. Y si fallamos esta noche, que así sea. Al menos viviremos
sabiendo que lo intentamos», añadió. «Gracias por recordármelo. Ahora vete, necesito
pensar en cómo lograr que me dejen pasar sin previa cita», ultimó. «Fue un placer
ayudarme. ¡Suerte! La necesitarás», se respondió.
La primera idea que llegó a su mente fue aparentar ser un caballero de pies a cabeza.
Se despojó de su abrigo, le dio la vuelta y lo convirtió en peto. Enseguida metió las
perneras de su pantalón en sus botas, le robó una flor a un arbusto que tenía cerca, la
presionó sobre su peto para dibujar algunos detalles llamativos, se peinó de lado con
los dedos, guardó la sorpresa en su espalda, y caminó con andar solemne hacia el
primer escuadrón de guardias, aquellos que protegían la valla, quienes estaban
conversando entre ellos.
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—Buenas noches —profirió en tono sublime al pasar. Esa había sido su segunda idea,
la segunda parte del plan: mostrarse seguro y no pedir permiso, sólo moverse como si
se tratase del mismísimo rey.
Los guardias no le prestaron atención, tan solo guardaron silencio mientras atravesó
la valla, y luego continuaron su plática algo extrañados.
El joven sastre apenas consiguió reprimir la sonrisa. No lograba comprender cómo un
plan tan simple pudiera dar resultado, y, por otro lado, lo preocupó la deficiente
seguridad del reino. No obstante, su rostro cambió cuando al llegar a la puerta del
castillo fue detenido por los dos centinelas mucho antes de abrir la boca para desearles
buenas noches.
—Identifíquese —habló uno de los acorazados, y acercó su daga hacia el cuello de
Gamaliel, quien retrocedió empezando a temblar.
—Vengo a ver a la princesa —logró decir el joven sastre. Y, para su buena suerte, los
guardias no advirtieron su desentono.
—Identifíquese —iteró el centinela.
—Mi nombre es —empezó el muchacho e hizo una pausa para recobrar el porte, así
como idear un título glorioso y cautivador—…, mi nombre es Sir Gamaliel Hetchojoa
II, hijo del honorable herbolario Don Gamaliel Hetchojoa I, y de la eminente repostera
Dame Márgaret Pilar de Hetchojoa —recitó mintiendo a medias, con la mano en el
pecho, justo del lado izquierdo, donde notó que la pintura natural se estaba
escurriendo, lo cual buscaba ocultar con el ademán.
—¿He-Hetchojoa dice? —preguntó el otro guardia. Ambos se habían puesto muy
nerviosos.
—Vaya, ese apellido suena bastante importante. Usted no es de este reino, ¿verdad,
ilustre caballero? —inquirió el primer centinela retirando la daga.
—¿Y-yo? ¡Jaja! Claro que s… —se dispuso Gamaliel a decir entre risas; mas al ver
lo intimidados que estaban sus oyentes, decidió cumplir con sus expectativas—. Soy
de un reino lejano donde el Sol nunca sale y la Luna abriga nuestros territorios tanto
de noche como de día, aunque nunca hay día, sólo noche; pero los menciono porque
solidariamente debemos tener días para ajustarnos a la realidad efímera de los reinos
vecinos —declaró, improvisando, sin entenderse, sólo hablando—. Allá donde
ustedes ven la noche, nosotros vemos el día. Allá donde ustedes ven el día, nosotros
vemos la noche. Entre las montañas se ocultan nuestros deseos, entre los deseos
encontramos montañas. Comida hay en abundancia; sin embargo, nunca hay hambre
ni sueño, porque la noche permanece todo el día, y si durmiéramos por la noche,
dormiríamos toda la vida —continuó. Los centinelas estaban boquiabiertos. Incluso,
por dentro, Gamaliel también lo estaba, sorprendiéndose por momentos de lo que sus
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labios pronunciaban. Y aunque quiso callarse por temor a decir algo equivocado, no
logró hacerlo—. Sin miedo andamos y no sentimos frío ni calor. El tiempo para
nosotros es diferente, relativo su furor. Ni siquiera la muerte nos acecha, porque ésta
de seguirnos se cansó. Éramos tantos los desdichados que prefirió brindarnos el
perdón. Por eso vengo a este suelo, por eso vengo a conocer el amor. Permítanme
ingresar, distinguidos protectores, y concédanme el honor de conocer a la princesa en
secreto, sin divulgación, sin pretensiones, para entrar y quedarme en su corazón —
finalizó todavía con la mano en el pecho, y bajó la mirada para esperar respuesta,
deseando que los guardias se creyeran todo o, por lo menos, terminaran tan mareados
que no lograran impedirle la entrada.
—N-nuestro reino es suyo, ilustre caballero de tierras lejanas. Pase, pase, por favor.
Ahora mismo le avisaré al rey para que le dé la bienvenida que se merece —repuso
uno de los centinelas.
—No —se apresuró a contestar Gamaliel, escondiendo con habilidad su
nerviosismo—. En las aguas está escrito que vea a la princesa en soledad. Si he de ser
correspondido o rechazado, según las letras de las aguas, nadie más se enterará. Y lo
que dice el líquido vital no es sugerencia, se debe respetar, por ende, no le digan a
nadie sobre mi presencia, sólo déjenme pasar —recitó una vez más, y tragó saliva al
término de la última sílaba, sudando del miedo por no saber de dónde provenían tantos
versos ni qué significaban.
—C-como usted diga, Sir Gamaliel —respondió el otro de los acorazados—. E-
estamos a s-su mercerd... y… —caviló, buscando una rima en su mente— si usted…
lo ordena —siguió pensando, esforzándose—, le traeremos… ¿miel? —finalizó,
intentando penosamente retribuir a los espontáneos versos del joven sastre, quien
engulló una carcajada y mantuvo su semblante soberano cuando pasó entre ellos y
abrió una de las enormes hojas de la puerta como quien retira fácilmente y hasta con
los ojos cerrados una ínfima e irrelevante telaraña. Pero al pasar el umbral y abrir sus
venpieles, cambió de inmediato la desdeñosa expresión, pues se percató de que corría
el riesgo de ser visto en cualquier instante por su amada princesa, y aquellos ademanes
no eran propios de él; asimismo, lo hizo por encontrarse con algo que nunca esperó.
El interior del castillo era, lógicamente, muy diferente al exterior; no obstante,
Gamaliel nunca imaginó que sería tan distinto. Aunque la noche ya estaba sobre el
reino, dentro parecía ser el otro lado del mundo, pues no había ni un solo rincón de
oscuridad. Había tantas antorchas, tantas joyas y tantos espejos reflejando la luz del
fuego que, incluso, terminó un poco encandilado y debió tallar sus párpados para
recobrar la visión.
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—¡Fiuuu! —silbó impresionado—. Muy bien, Gama’, ya estás a mitad de camino, no
lo arruines —se dijo en un susurro y empezó a caminar.
No había tantas personas como pensó que habría, mas en su despistado andar se topó
con varias caras que lo observaron con extrañeza de arriba a abajo, gesto que el joven
sastre respondía con una sonrisa y un amigable «buenas noches».
La parte del plan sobre caminar como si supiera adónde ir seguía en pie. Entre los
enormes corredores saludó a varias sirvientas que le parecieron muy amables, y
consideró el preguntarles sobre Flor. Sin embargo, no quería levantar más sospechas,
por lo que se limitó a buscar con discretas miradas alguna puerta que sobresaliera del
resto, y no descartó la posibilidad de encontrarse con un gran letrero que dijera «Aquí
duerme la hija del rey» para simplificarle el trabajo… Nunca lo encontró.
Después de caminar por casi una hora, de subir y bajar más escaleras de las que sus
piernas soportaban; de perder el norte en el trayecto, de volver más de tres veces al
lugar donde empezó, y a punto de darse por vencido, llegó a un pasadizo que
terminaba en una puerta indiscutiblemente única y asombrosa: rosa con grabados
florales, detalles dorados y un reluciente pomo de diamante. «Esta debe de ser», pensó
entusiasmado, así que apresuró el paso, se paró frente a la silenciosa habitación, estiró
su brazo y se detuvo para exhalar un suspiro de irresolución. «¿Qué te sucede?», se
preguntó. «Ella no… Nunca quiso que la visitara… Tal vez debería irme», se dijo.
«¡¿Eres tonto o qué?! ¡¿No viste todo lo que nos costó llegar hasta aquí?! ¡Es ahora o
nunca!», se reprendió, y se obligó a tocar la puerta con sus nudillos, literalmente, se
obligó a hacerlo, simplemente lo hizo, no pensó en ello, aunque tocó muy, muy, muy
levemente, deseando que nadie lo escuchara del otro lado. Y justo al creer que nadie
contestaría y que podría regresar a casa sintiéndose conforme con haberlo intentado,
escuchó la voz de una mujer… No era Flor.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó la voz. Ésta se oía armoniosa y llena de vida; pero
no era la delicada entonación de una jovencita. Gamaliel empezó a temblar. «C-creo
que no era esta puerta», caviló.
—B-buenas noches —dijo aclarando su garganta y acercando el rostro—. E-eeh…
¿Esta es la habitación de Flor? —preguntó; no obstante, recordó que se encontraba en
el castillo, y de inmediato se corrigió—. Quiero decir, ¿de la benemérita princesa?
—Eeh, n-no, no es. ¿Quién la busca? —inquirió rápidamente la voz, un tanto asustada.
—¡Oh! Mi nombre es Gamaliel. Soy amigo de la princesa —dijo, preguntándose si
hubiese sido mejor utilizar el título de Sir Gamaliel Hetchojoa II.
—¡¿Un amigo?! —exclamó la voz con sorpresa, y la puerta se abrió abruptamente,
mas sólo lo suficiente para dejar ver el cuerpo de la persona—. ¡Vaya! ¡Es verdad!
Pareces de su edad —añadió la mujer de varias décadas que apareció del otro lado.
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—H-hola… ¿Usted es…? —preguntó Gamaliel, sonriente.
—Soy la madre de Flor —repuso la señora.
Gamaliel palideció de la vergüenza. Poco le faltó para extirparse el corazón como
muestra de arrepentimiento por su insolencia. Pero, en su defensa, se justificó en
voceldales pensando que lógicamente no iba a reconocer nunca a la mismísima reina
con un atuendo tan ordinario y ese aspecto endeble y enfermizo. Al parecer, era cierto
lo de sus problemas de salud.
—¡Su Majestad! ¡Mucho gusto! Es un honor estar frente a usted. Discúlpeme por mi
atrevimiento, no debí haber venido sin avisar. Ahora mismo procederé a retirarme si
usted así lo desea, y le diré a los guardias que me reprendan en la salida —le dijo,
reverenciándola.
—¡Pero qué cosas dices, muchacho! Anda, pasa, pasa, no te quedes afuera. Si eres
amigo de mi hija, eres bienvenido al castillo —respondió la reina; y Gamaliel se
sorprendió por lo amable que era.
—¿Pasar? No, no, Su Majestad, no soy digno de pisar sus aposentos —se negó el
joven, todavía apenado y nervioso.
—Vamos, pasa, tómalo como una orden —bromeó la reina y se hizo a un lado.
Gamaliel pasó bajo el dintel con una irresoluta sonrisa y la cabeza agachada.
No logró evitarlo. Quería no hacerlo por respeto; sin embargo, sus ojos lo obligaron:
recorrió con la mirada cada detalle de la enorme habitación, y resultó ser tal como se
podía esperar, tal como el diseño de la puerta lo presagiaba: elegancia, abundancia y
riqueza—. De manera que vienes a ver a mi hija. Me da gusto que haga nuevos
amigos, sobre todo muchachitos tan educados —continuó la reina, captando la total
atención de Gamaliel y haciéndolo sonrojarse—. ¿Cómo dijiste que te llamabas? —le
preguntó.
—Gamaliel. Al servicio de usted y del reino —contestó el muchacho.
—Gamaliel… Qué bonito nombre. Nunca lo había escuchado —opinó la reina,
pensativa, cautivada; y el joven sastre perdió la sonrisa.
Aquel halago, que sin duda lo era, hubiera sido bien tomado por oídos comunes; pero
el joven sastre era muy diferente al resto de las personas y tenía oídos muy
perspicaces. «Nunca había escuchado mi nombre… Flor nunca le habló sobre mí»,
reflexionó decepcionado.
—Creo que mejor regresaré a casa. Olvidé avisarle a la princesa que vendría a
visitarla, y es una falta de respeto venir sin avisar.
—No seas tan santurrón, Gamaliel. Mi Flor no recibe muchas visitas. De hecho,
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prácticamente nadie viene a verla. No creo que se moleste por verte aquí.
—Quizá sí —repuso; no obstante, se corrigió fugazmente—. Quiero decir, disculpe
que la contradiga, Su Majestad. Alguna vez la escuché decir que no le gustaba ser
visitada sin previo aviso —agregó.
La reina soltó una fina carcajada mientras movía esto y lo otro dentro de la habitación,
como si la pulcritud del lugar no fuese suficiente.
—No le hagas caso, no le hagas caso, Gamaliel. Conozco bien a mi hija. A veces
puede llegar a ser muy extraña, mas no creo que te mande a exiliar sólo por venir. Si
intenta hacerlo, la castigaré todo un mes —contestó enternecida.
Esas palabras de empatía provenientes de la mismísima reina le devolvieron los
ánimos al joven sastre, aunque también le permitieron volver a sentir los nervios
ocasionados por el inminente encuentro con Flor, un encuentro que se daría luego de
haber sentido tantas emociones diferentes en esos días de incertidumbre y ansiedad;
un encuentro que resolvería su situación de una vez por todas.
—Y… —habló Gamaliel ocultando su impaciencia—, ¿la princesa llegará a esta
habitación o ella…?
—¡Oh! No, no, ella se la pasa encerrada en su torre. No le gusta salir mucho. Si
quieres, puedes ir a buscarla —le dijo la reina. Gamaliel asintió fervientemente con la
cabeza—. Ven, te enseñaré el camino —añadió.
El muchacho salió de la gran habitación después de la indispuesta mujer, y la siguió
hasta el final del pasillo—. ¿Ves esa pintura del barco azul con velas blancas que está
allá? Sigue el camino de la izquierda, luego el de la derecha y sube por las escaleras
del fondo; posteriormente, gira a la derecha una vez más, y llegarás a un atrio. Toma
el camino del centro, vuelve a girar hacia la derecha, enseguida baja por las escaleras
de la izquierda, después ve también por el camino de la izquierda y, por último, sube
la escalera de caracol que estará frente a ti, al fono del corredor. ¿Entendiste?
—N… S-sí, sí —respondió el joven sastre, dubitativo.
—Si dejas de ver espejos, te equivocaste de camino —agregó la reina, y le guiñó un
ojo—. Joven Gamaliel, me dio gusto conocerte. Quédate en el castillo el tiempo que
desees. Buenas noches —se despidió con una agradable sonrisa, y regresó a su
habitación tosiendo.
Si ver a Flor una vez más y darle la sorpresa que preparó para ella no hubiese
acaparado su cerebro en ese momento, se habría preocupado por el estado de la reina,
y tal vez hasta se hubiera quedado unos minutos más a platicar; sin embargo, el
muchacho estaba más que ansioso, y no quería perder tiempo. Asimismo, recibió
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como una muy buena señal la manera en que la reina lo había tratado. «Me ve como
su yerno», pensó desmesuradamente feliz al despedirse, y aceleró el paso, luego
empezó a trotar; y para cuando llegó al patio, ya estaba corriendo. No era él, no eran
sus pies, era su emoción. Pero justo en el instante en que tomó, tal como se lo indicó
la reina, el camino del centro, casi tropieza con un hombre mayor, canoso, alto y
exageradamente delgado, que caminaba en dirección contraria.
Apenas logró verlo a tiempo y esquivarlo. El sujeto, distraído en unos papeles que
contenían partituras, garabatos, dibujitos y algunos corazones en los bordes de la hoja,
levantó la mirada tan solo medio segundo para ver a Gamaliel y sonreír con altivez.
Posteriormente, regresó su atención al cúmulo de papeles y se perdió en la oscuridad
del atrio. «¿Me sonrió o se estaba riendo?», caviló el muchacho, desconcertado. Esta
vez su perspicacia no fue de mucha ayuda.
Ignorando lo sucedido, el joven sastre retomó su camino por el interminable castillo,
y en pocos segundos llegó a la cima de la escalinata de caracol.
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14
EL DESPERTAR
Frente a él se hallaba, por fin, la puerta que tanto tiempo estuvo esperando. No sabía
qué hora era, mas sentía que había estado recorriendo el castillo toda la noche. Incluso,
no le hubiese extrañado ver el Sol entrando por la ventana de la torre cuando Flor
abriera la puerta. No obstante, luego de girar su petrigo para dejar a la vista la parte
de abrigo, tragar saliva, lustrar sus botas con la mano y obligarse a tocar la ordinaria
madera, pues la puerta no tenía nada de espectacular, Flor abrió, y Gamaliel
únicamente pudo ver oscuridad. La ventana estaba cerrada, sólo había una antorcha
encendida; y el frío que adentro hacía, se sentía hasta los escalones.
—E-e-e-e-eh… Hola —balbuceó, mas sonriendo de oreja a oreja, ya que su felicidad
era mayor que su miedo—. Si quieres, puedes matarme por venir sin avisar —añadió
de inmediato, deseando provocarle a su amada la ternura suficiente para que no se
molestara.
—No…, está bien —repuso Flor posterior a un suspiro de resignación. Se le veía
distante, un tanto sorprendida y algo incomodada por haber abierto la puerta en
pijama.
—¿Ya estabas por dor…?
—No, no, sólo estaba descansando. Así me visto siempre que no voy a salir —contestó
desviando la mirada a la nada.
El joven sastre buscaba conmoverla con su inesperada aparición, aunque fue la
princesa quien lo conmovió con ese aspecto completamente desaliñado. Y a pesar de
su cabello alborotado como si hubiese dormido toda la tarde, y a pesar de sus
pronunciadas ojeras como si no hubiese dormido en días, para él era como ver una
estrella radiante, para él era la mujer más hermosa que jamás había existido.
—Te ves bien. Me gusta tu pijama —respondió el muchacho, embelesado. No lo
hubiese dicho en otras circunstancias; sin embargo, debido a que notó que Flor estaba
un poco apenada por su apariencia, optó por hacérselo saber.
—¡Gracias! —repuso la princesa agudizando la voz, genuinamente halagada—. Y…
¿Viniste a…?
—¡Ah, sí! Q-quería hablar contigo —dijo Gamaliel, de nuevo siendo abrazado
internamente por una colonia de mariposas.
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—¿Quieres… pasar? —le preguntó Flor. El joven sastre lo consideró un segundo;
pero algo le dijo, quizá las mismas mariposas, quizá otra cosa, que no hablara con la
princesa dentro de su habitación.
—N-no, no, así está bien —contestó el muchacho un tanto indeciso—. ¿Quieres ir…
al… patio de allá abajo? —recordó.
Flor asintió encogiéndose de hombros y cerró la puerta. Gamaliel se hizo a un lado y
dejó que la princesa descendiera primero. Por momentos intentó bajar al mismo ritmo
que ella, poniendo el pie en el mismo peldaño; no obstante, la escalinata de caracol
era muy estrecha y sólo permitía apoyar uno a la vez… Se rindió.
En el trayecto hablaron muy poco. Flor no era la mejor iniciando una conversación, y
Gamaliel quería ahorrarse todas las palabras hasta llegar al atrio. Al hacerlo, el joven
sastre eligió un escaño, y la princesa lo siguió.
—¿Y bien? ¿Qué ibas a decirme? —preguntó esta última escuetamente, no muy
interesada, mas tampoco irritada, algo impasible, como siempre.
—B-bueno, yo… —balbuceó una vez más el enamorado muchacho—. ¿Cómo has
estado? Tenía mucho sin saber de ti —dijo, haciendo tiempo para encontrar el valor
requerido por una hazaña de la magnitud de la sorpresa.
—Ah, pues… bien… ¿Mucho tiempo? ¿En verdad? —dudó Flor, distraída, mientras
subía los pies al asiento.
—P-pues… Me parece que una semana… Sí, una semana, aproximadamente. No lo
sé con exactitud, yo también soy muy malo con las fechas —admitió entre nerviosas
risas—, aunque sentí que pasó una eternidad —musitó.
—Oh —profirió Flor sin darle importancia. Y dado que un incómodo silencio estaba
buscando lugar en ese escaño, Gamaliel se apresuró a ahuyentarlo.
—Vi a tu… Vi a la reina hace unos minutos —dijo, sonriendo.
—¿En serio? ¿Dónde? —inquirió la princesa en verdad sorprendida—. ¿Hablaste con
ella?
—Sí, sí, es muy amable. Se ve que tiene mucha energía pese a su enfermedad.
Conversamos un poco y me dijo cómo llegar a tu habitación.
—Oooh —profirió Flor nuevamente; sin embargo, esta vez más interesada en la
conversación.
—También dijo algo muy gracioso —añadió Gamaliel fingiendo una despreocupada
risita—. Mencionó que nunca había escuchado mi nombre —comentó para analizar
la reacción de Flor, mas de inmediato prosiguió—; pero que era muy bonito.
—Mmm… Sí, es un nombre inusual —repuso Flor; y Gamaliel creyó que su amada
no había entendido la indirecta—. Casi no hablo con ella. Por eso no le había dicho tu
nombre, aunque creo que en algún momento le mencioné algo sobre ti, no lo recuerdo
—agregó mirando el cielo.
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El joven sastre se sorprendió gratamente por ambas declaraciones. Por un lado, Flor
resultó ser más sagaz de lo que pensó. Por otro lado, si bien la princesa no le había
dicho su nombre a la reina, por lo menos le había hablado sobre él, y eso, para él, era
más que suficiente—. ¿Era todo lo que tenías que decirme? —preguntó Flor, de nuevo
con su enigmático semblante impasible.
—¿Ya tienes que ir a dormir? —le preguntó el joven sastre bajando apenado la mirada,
y resignándose de antemano a recibir un «Sí».
—Mmm… No, no, estoy bien —respondió Flor, indiferente, respuesta que bastó para
sacudir el corazón de Gamaliel y sonreírle a su amada mientras contemplaba sus
pupilas. Y si aquella noche no había Luna, no la necesitaban, pues los luceros del
enamorado joven, víctima de una peligrosa limerencia, brillaban más que cualquier
entidad celeste.
Flor volvió a observar a Gamaliel como de costumbre, con intriga, y esperó a que éste
desviara la mirada para voltear a otro lado. Él la desvió con una sonrisa.
—¿Por qué siempre me sostienes la mirada? —le preguntó el muchacho, sonrojado.
—Porque sería muy tonto estar mirando a otro lugar si me están observando —
contestó la princesa riendo burlonamente.
—Ah —profirió Gamaliel, decepcionado. Cuando el silencio pretendió por segunda
vez sentarse entre ellos, el joven sastre recordó algo—. ¿Sabes? Hace exactamente un
mes nos conocimos.
—¿En serio? —repuso Flor auténticamente asombrada—. Vaya —dijo. Pero,
evidentemente, no estaba tan emocionada por el suceso.
—Y hace exactamente un mes, al conocernos, tampoco había Luna, es decir, era noche
de Luna nueva. ¿No es curioso?
—¿La Luna nueva?
—Sí… B-bueno, todo: la luna nueva, que nos hayamos conocido, que nos veamos una
vez más justo un mes después. Es cierto, ahora no coincidimos, fui yo quien decidió
venir… —se detuvo, dando en ello—. Si lo piensas bien, también fui yo quien de
cierta forma decidió que todo lo nuestro sucediera, porque fui yo quien decidió
acercarse esa noche. Bien pude haber seguido mi camino…; pero no lo hice.
—Pero no lo hiciste —musitó Flor asintiendo con la cabeza. Gamaliel soltó una
soñadora risa a secas.
—Fueron tantas cosas las que pudieron haber pasado… y, sin embargo, pasó lo
nuestro.
—Sí… Pudiste haberte ahorrado muchos problemas si no me hubieses hablado. Tal
vez tu vida fuese más estable.
—No me has causado ningún problema —mintió el muchacho, creyendo en cierto
modo sus propias palabras. Y, por otra parte, se sorprendió al saber que Flor estaba
consciente de lo inestable que se había vuelto su vida desde que la conoció.
102
—Gamaliel —lo interrumpió su amada.
—¿Sí?
—Creo que sé a qué has venido —añadió la princesa, incómoda—. Bueno, no lo sé
exactamente; pero, sea lo que sea, será mejor que lo olvides. No soy quien tú crees.
—Eres perfecta para mí —atajó Gamaliel susurrando. Flor negó y exhaló
impacientada.
—No me conoces. No soy buena para ti. Siempre termino haciéndole daño a las
personas que se preocupan por mí.
—Yo siempre estaré a tu lado, no importa que me hagas daño. Resist…
—Gamaliel, escúchame.
—No, tú escúchame —saltó el muchacho, nervioso, y subió los pies al escaño,
imitando a Flor—. Sé que quizá sigas confundida; p-pero…, pero aun cuando decidas
otro camino, yo te seguiré, porque me preocupo por ti, quiero que estés bien y que
seas feliz. No me interesa si sientes algo por mí o sólo me ves como a un amigo.
—Sí, podemos ser amigos, ya te lo había dicho; pero parece que estás empeñado en
ir tras algo más, y no me gusta eso, odio que insistan. Además, eres muy raro y a veces
me haces enojar; no obstante, eres buena persona y te mereces a alguien mejor que
yo: alguien igual a ti. Olvídate de mí de esa manera en que me ves. Seamos amigos el
tiempo que sea; pero busca a alguien más, yo no puedo ser esa persona que crees que
soy. Y, por favor, ya olvida lo que pasó entre nosotros.
—No creo poder olvidarlo…, y no necesito a nadie más, no...
—Gamaliel —volvió a interrumpirlo la princesa, exasperada—. No sigas, porque si
insistes, no querré ser ni siquiera tu amiga —sentenció.
Gamaliel estaba frío, asustado, en blanco. El sólo considerar la posibilidad de no ser
ni su amigo lo había hecho retroceder. No se imaginaba una vida sin ella, sin su
presencia, sin la oportunidad, aunque sea muy remota oportunidad, de algún día
conquistar su corazón tal como lo hizo aquella noche.
—Está bien —dijo, abatido—. Sólo te haré una pregunta, una última pregunta sobre
el tema —añadió con tono suplicante.
Flor volteó los ojos y suspiró condescendientemente. Gamaliel tomó aquello de
manera positiva—. ¿Te gusto? —musitó.
La princesa cambió de inmediato su semblante: su ceño se había plegado, sus fosas
nasales dilatado, y cerró los puños sobre sus piernas.
—Si te digo que me gusta alguien más, ¡¿dejarás de fastidiarme?! —le preguntó al
muchacho. Éste tragó saliva y guardó silencio, abriendo involuntariamente los ojos
más de lo normal. Entonces sintió un cosquilleo en la nariz. Un segundo después, bajó
la mirada.
—No —contestó—. Me gustaría hacerlo, me gustaría dejarte en paz y olvidarme de
103
ti, porque tienes razón, me has lastimado, tu indiferencia me ha lastimado demasiado,
y me gustaría volver a ser el chico que era antes de conocerte, mas no puedo dejar de
verte como la vez que nos abrazamos en aquel parque. Mi corazón simplemente no
responde, no sigue mis órdenes, vive en ese pasado, en ese árbol, y no sé cuándo
lograré sacarlo de ahí para sacarte a ti de él —añadió. Sus declaraciones ablandaron
el rostro de la princesa... Estaba apenada—. Pero está bien. Dame otra oportunidad.
Sólo te pido que seas paciente, que me permitas sacarte poco a poco de mi corazón.
Intentaré verte como a una amiga…, ¡no!, mejor como a un amigo. Tal vez si te veo
como a un amigo, deje de sentir esto por ti.
—No te será difícil —dijo Flor sonriendo y pretendiendo levantarle los ánimos al
extenuado muchacho—. Ni siquiera parezco una niña —bromeó.
Y aunque Gamaliel ya sonreía, y sabía que Flor no era la joven más femenina del
mundo, para él seguía viéndose hermosa.
—B-bueno, ahora que somos amigos…, viejo, ¿qué te parece si vamos… un día de
estos… a… lanzar rocas al río? —improvisó. Nunca había tenido amigos, no tenía ni
la más mínima idea de qué hacían dos jóvenes para divertirse.
—Me parece buena idea, viejo —asintió la princesa, sonriendo, y le dio un teatral pero
firme golpe en el hombro—. ¡Jaja! Oye, había olvidado que escondías una armadura
en ese abrigo.
—¡Jaja! Sí, es un gran invento. ¡Oh! Por cierto, acabo de terminar uno nuevo. Se trata
de una túnica que me cubre de pies a cabeza e impide que sienta frío y calor. De hecho,
es resistente al fuego. Lo llamé «inmutuendo», y lo diseñé gracias a una mezcla de
varias telas que utilizaba mi madre en los guantes para hornos, y el extracto de algunas
florecitas blancas que descubrió mi padre hace tiempo.
—¡¿De verdad?! ¡Vaaaya! Sí que detrás de esa locura hay mucha creatividad —se
mofó la princesa, muy sorprendida—. ¿Y dejarás de usar tu…?
—¿Mi petrigo? Mmm… No lo creo… Quizá… —repuso Gamaliel, dubitativo—.
¿Por qué lo preguntas? ¿Quieres quedártelo…, viejo? —inquirió enseguida,
mirándola coquetamente.
—No estaría mal tenerlo.
—¡Oh! Eso suena a una negociación —dijo Gamaliel guiñando un ojo; sin embargo,
bajó la mirada de súbito—. Y pensar que así fue como nos conocimos —susurró.
—Gamaliel —lo reprendió Flor en un tono de advertencia.
—Sí, sí, lo siento, no dije nada... B-bueno, yo sigo interesado en tener tu velo rosa;
pero… Mmm… ¿Y si te confecciono un velo idéntico a cambio del tuyo?
—¿Y el petrigo? A mí me interesa el petrigo. Tú tendrás un nuevo atuendo, ya no lo
necesitarás.
—En realidad, me gustaría quedármelo. La túnica no detiene flechas, sólo me protege
de los cambios de temperatura. Necesitaré una verdadera armadura si quiero seguir
104
teniendo un corazón latiendo, ¿no? —bromeó el joven sastre.
—Pues agrégale una armadura escondida al nuevo abrigo. Ya lo hiciste una vez, hazlo
de nuevo.
—Mmm… No lo sé. Eso arruinaría la armonía del diseño, lo haría ver más saturado,
menos cómodo y…
—Está bien, ya entendí. Hablas igual que una niñita. Pensé que aquí la mujer era yo
—se burló Flor; pero a Gamaliel no le pareció gracioso.
—No creo que el arte de la confección sea exclusivo de mujeres. Sonaste un poco…
—¡Relájate, viejo! Sólo era una broma —atajó la princesa, irritada. En esta ocasión
fue Gamaliel quien se incomodó—. ¿Me darás tu «armabrigo» o como sea que le
llames, sí o no? —preguntó Flor algo molesta.
—E-eh… B-bueno… Yo… Toma en cuenta que es mi primera creación, mi… ¡Lo
tengo! —exclamó Gamaliel—. ¿Qué te parece si... unimos fuerzas? Mira, me quedaré
con el petrigo original; mas te diseñaré y confeccionaré todo lo que tú desees,
incluyendo petrigos nuevos; y tú les pondrás tu nombre a mis creaciones para que se
vendan cual sopa de diente de león recién hecha.
—Mmm… Suena bien —reconoció flor, meditabunda.
—Y podemos dividir las ganancias en 50-50.
—¿Qué?
—Es lo justo…, supongo… ¿No? —fluctuó el joven sastre viendo con temor la
expresión de indignación de la princesa.
—¿Por qué tendría que darte la mitad de las ganancias? Yo sería la que los vendería,
y la gente los compraría gracias a mi nombre.
—Sí, sí, lo entiendo; pero las ideas serían mías, y yo confeccionaría todo —buscó
explicarse el muchacho. Flor volteó los ojos—. S-sin embargo —continuó Gamaliel,
un tanto nervioso, pensando que no era buena idea hacer enojar a la hija del rey dentro
de la casa del rey—, podría aceptar un 40% de las ganancias. Tú te quedarás con el
resto.
—No me parece justo.
El joven sastre no lo podía creer. Sintió que estaba negociando con el escaño donde
se sentó. «Tal vez le enseñaron a negociar testarudamente por ser la heredera del
trono. ¡Vaya! Ahora lo entiendo», pensó. «Si ella puede negociar, yo también», se
alentó.
—Lo justo es 50-50.
—Estás loco.
—Dame el 45%.
—Ni lo sueñes.
—49.
105
—Nunca. Quiero todas las ganancias.
—¡¿QUÉ?! P-pero, pero ¿qué ganaría yo?
—El honor de trabajar para la futura reina. No seas codicioso —contestó Flor
displicentemente.
—¿Yo codicioso? —chilló el joven sastre, ofendido y desconcertado. «¿Acaso no se
escucha al hablar?», pensó, tomando aquello con calma—. ¿Codicioso? ¡Jaja! —la
retó Gamaliel con una traviesa sonrisa—. Entonces quiero el 60% —bromeó; no
obstante, la princesa Flor recibió eso como una burla, y le dio la espalda.
—Sal del castillo —le dijo tajantemente para luego irse caminando hacia el pasadizo
del centro.
El corazón de Gamaliel le dio un violento golpe en el pecho. «¿Qué?... Si sólo fue…
¿Lo estropeé?... ¿Aquí acaba mi oportunidad?... Ni siquiera le he dado la sorpresa»,
se decía... Tenía un nudo en la garganta cuando abrió la boca, mas consiguió, con
mucho esfuerzo, articular una palabra.
—¡Espera! —la detuvo.
—¡¿Qué?! —exclamó la princesa girando sobre sus talones y mirando a la nada con
impaciencia.
—No vine para hacer negocios contigo —empezó Gamaliel…, acercándose…
demasiado. Flor dio un paso atrás, vacilante—. Tampoco vine hasta aquí sólo para
platicar —añadió metiendo su mano en el bolsillo—. En realidad…, vine a darte esto
—le dijo... Sí, era el caballito de tela que confeccionó la señora Clara, y el muñequito
de oro que moldeó Gamaliel.
La princesa bajó la mirada y observó ambos objetos en las manos del joven sastre.
Éste los acercó para que su amada los sostuviera. Sin embargo, Flor retrocedió otro
paso, y levantó la cabeza con un semblante de alarma.
106
15
TIEMPO
—V-v-vete… d-del… castillo —masculló la princesa rechinando los dientes y
frunciendo el ceño por momentos. Sin lugar a dudas, había entendido el significado
de aquel obsequio, lo que la hizo enfurecer.
Su expresión cambiante y demente inquietaron a Gamaliel. El muchacho podía jurar
que los ojos de su amada se habían vaciado. Y, por si fuera poco, en todo su pálido
cuerpo se empezaron a formar marcas obsidiánicas con figuras sin aparente sentido—
. T-te dije… que no… insistieras —gruñía Flor ahora cerrando sus párpados, abriendo
las fosas nasales y desenvainando sus dientes, los cuales parecían estar creciendo con
cada segundo que transcurría—. Pero seguiste… ¡TE DI MUCHAS
OPORTUNIDADES! —gritó. Su voz se había tornado grave y cavernosa; y de su
cuerpo expulsaba una especie de humo tan negro como la noche.
El joven sastre cayó al suelo, incrédulo y deseando estar atrapado en una inofensiva
pesadilla.
—F-Flor… ¿Q-qué te… sucede? —musitó deslizándose hacia atrás para alejarse lo
más posible de un maniático ser que se estaba apoderando del cuerpo de su amada,
quien era envuelta cada vez más por aquella emanación—. ¿Q-quieres que le hable
a…?
—¡CÁLLATE! —rugió la princesa… o lo que quedaba de ella, pues para ese instante
ya su cuerpo había sido reemplazado por la nube negra, que la había hecho crecer un
metro…, luego dos…, después tres, y detuvo su desarrollo.
—F-Flor… N-no tenía idea…
De pronto, se escuchó una tercera voz en el atrio.
—¡LA PRINCESA PERDIÓ EL CONTROL! ¡A SUS PUESTOS! —gritó alguien
detrás del pálido muchacho. Al girar su cabeza se percató de que era la guardia Real,
conformada por al menos 30 soldados—. ¡¡No se preocupe, Su Alteza, la
ayudaremos!! —exclamó el sujeto a cargo, mientras que la tropa unía sus escudos
reflejantes, creando una media cúpula, frente al aterrador espectro en el que se había
convertido la dulce jovencita.
—¿Ayudarme? ¡¿Ayudarme?! ¡JA-JA-JA! ¡¡USTEDES SON LOS QUE
107
NECESITARÁN AYUDA!! —gruñó el monstruo, y de sus largas manos oscuras
salieron expulsados dos enormes tentáculos gaseiformes que arrojaron al ejército
hasta los muros del patio. Algunos murieron de inmediato debido al golpe y a los
afilados broqueles que cayeron sobre ellos; otros quedaron inconscientes, al borde de
la muerte, y un par logró huir casi a rastras—. ¡Y tú…! —se dirigió a Gamaliel,
inclinándose para chirriarle a centímetros del rostro—. Mírate… Eres un asco —le
susurró; no obstante, sus murmullos resonaron por todo el castillo—. Pudiste haber
vivido muchos años, mas decidiste suicidarte esta noche, y todo por culpa de tus
vergonzosas, estúpidas y repugnantes cursilerías… Das pena. ¿Ya te lo había dicho
antes?... Hoy mismo dejarás de molestarme…, y le harás compañía a tu caballito —
finalizó.
Gamaliel lo presintió. Al ver la obsidiánica garra de Flor viniendo a él, supo que sería
su fin. Pero entonces las palabras de la princesa llegaron al fondo de su corazón y
abrieron una herida que ya había logrado cerrar. La decepción lo hizo reaccionar a
tiempo. Giró hacia un lado, y milímetros de distancia le salvaron la vida… Corrió.
—¡¡Tú no eres Flor!! —voceó desde una esquina del atrio—. ¡¿Qué hiciste con la
princesa?!
—¡TONTO! ¡YO SOY…!
—¡HIJA! —se escuchó un grito de desesperación a lo lejos. Era el rey, que se acercaba
corriendo con un gran espejo en las manos—. ¡Detente, por favor! —le suplicó
parándose a un lado de ella—. ¡Mira en lo que te has convertido! ¡No hagas esto de
nuevo! —le decía, alzando el espejo lo más que sus brazos se lo permitían.
—¡¿Y tú crees que yo elegí esto, anciano?! —replicó el monstruo, iracundo— ¡Esas
tonterías ya no servirán contra mí! ¡Aléjate antes de que termines como tus soldados!
—le advirtió despojándolo de su espejo, y lo lanzó a Gamaliel, quien se escondió
detrás de una escultura de mármol. Aun así, algunas astillas lograron rasgarle la piel.
—¡Hija, por favor, tranquilízate! —intervino la reina débilmente, y se acercó a su
esposo para sostenerse—. Hay personas que sólo desean estar a tu lado para hacerte
feliz.
—Cierra la boca, mujer —refunfuñó Flor.
—¡No le faltas al respeto a quienes te dieron la vida, jovencita! —se impuso el rey,
furioso. Sin embargo, la princesa lo ignoró.
—¡Ya, por favor! Si quisiera escuchar cursilerías como esas, dejaría vivo al idiota
de…, de… ¿Dónde se metió ese pardillo?
108
Gamaliel había aprovechado la intromisión de los reyes para escapar. Si hubiese sido
un poco más valiente, se hubiese quedado a enfrentar a la princesa; pero sus palabras
lo herían más de lo que lo enojaban, y a la tristeza sí que le temía.
«Ella no es la flor que yo conocí, ella no es…», se decía con lágrimas de incredulidad
en los ojos, escabulléndose por los pasadizos—. ¡NO TE ESCAPARÁS DE MÍ,
NIÑITO! —gritó la princesa. Y aunque su nubiforme cuerpo la hacía ver enorme, el
castillo lo era todavía más, por lo que no se le dificultó deslizarse cual humedad entre
las paredes y alcanzar a Gamaliel cuando llegó al vestíbulo—. ¡¡BUUU!! —profirió
burlonamente, empujando al joven sastre hasta un pilar—. ¿Creíste que…?
—¡FLOR!
—¡Ay, no puede ser! ¡¿Otro?!
—¡Flor! ¡Déjalo en paz!
Gamaliel, desde el suelo, reconoció aquella voz. Se trataba de Gerald, de Godo. El
hombrecillo se había detenido en el rellano intermedio de una de las tantas escalinatas
que daban al recibidor. Llevaba una lanza en la mano derecha y parecía tener la
intención de arrojarla.
—¿Qué? ¿Ahora tú también querrás atacarme? —lo desafió la princesa.
—No —repuso Godo con su característica impasibilidad, y lanzó la pica con todas
sus fuerzas. No pasó ni cerca de la princesa; mas ella no era el blanco—. Esta no es
mi pelea —añadió Gerald esbozando una sonrisa.
El espectro abrió los ojos indignado, y giró lentamente su cabeza 180 grados. Gamaliel
aún tenía una rodilla en el suelo, tratando de pararse, en el momento en que desclavó
la lanza del piso y la sujetó trémulamente con ambas manos—. ¡Vamos, chico! ¡Dale
en el corazón! ¡Acaba con esto de una vez p-por t-t…, t-tod…! —exclamó Godo; pero
no consiguió terminar.
Sin quitar su irascible mirada de Gamaliel, la princesa había prolongado una de sus
garras hacia el mensajero, aunque no precisamente con mesura... Godo cayó
inconsciente y rodó por las escaleras dejando charcos de sangre a causa de un agujero
en el torso. Al pasar sobre el último escalón, ya no tenía signos vitales.
—E-esto n-no…, esto no p-puede… —balbuceó Gamaliel, horrorizado.
—¿Tienes miedo? —lo interrumpió la princesa—. ¿Por qué no intentas usar esa lanza?
Vamos…, inténtalo.
—F-Flor…, no sé qué te sucedió; p-pero… tú no eras… así.
—¡YA! ¡Estoy harta de escuchar los mismos lloriqueos! ¡Siempre he sido así!
¡SIEMPRE! ¡¡No eres el primero en creer que soy otra persona, no eres el primero
109
que morirá por eso, y no serás el último!! —contestó la princesa, y levantó a Gamaliel
del abrigo para acercarlo a su espeluznante rostro—. El primer imbécil creyó que
podría manipularme sólo por ser mayor que yo. El segundo, por el contrario, era tan
frívolo y manipulable que terminó aburriéndome, así que lo asesiné… Y tú…, tú eres
tan…
—Yo no te he dado razones para hacerme daño —la encaró Gamaliel; no obstante, en
lugar de aferrarse más a la lanza, dejó que ésta cayera a los pies del espectro—. Te
ofrecí mi apoyo incondicional, mi tiempo, mi corazón. Hasta evité ser yo mismo sólo
para no incomodarte.
—¡Error!
—¿Uh?
—Nunca dejaste de incomodarme. Fui demasiado paciente contigo. Te di muchas
oportunidades para ser sólo amigos; pero tuviste que venir con tus detalles estúpidos
a pretender conquistarme.
—Solamente quería recuperar tu amor.
—¿Recuperar? ¡¿Recuperar?! ¡JAJAJA! Eres patético. No puedes recuperar algo que
nunca tuviste. ¡Jamás estuve enamorada de ti! —se mofó la princesa entre gruñidos.
—¡MIENTES! —gritó Gamaliel, más herido por dentro que por fuera—. Recuerdo
muy bien cómo me mirabas la noche que fuimos al parque y cuando nos acostamos
en mi cama. ¡Estabas enamorada de mí! ¡Ese tipo de miradas no se pueden ocultar!
—aseveró.
—¡Ja-ja-ja! Pero sí se pueden fingir —declaró Flor tomando al muchacho del pie para
colgarlo de cabeza—. Así no podrás llorar, niñito. ¿Lo sabías? —se burló, todavía
riendo a carcajadas.
El joven sastre se sentía peor que humillado, se sentía traicionado. Incluso así, logró
dejar su orgullo a un lado e ignorar lo que había escuchado.
—P-pero… me dijiste que te gustaba.
—Nunca me gustaste realmente, sólo fuiste el único que se atrevió a hablarme luego
de lo que sucedió con el idiota antes que tú, y pensé que podríamos divertirnos un
poco... Claro, ya no me interesa divertirme contigo, ahora me das asco.
—¿Entonces n-nunca sentiste…?
—¡NO! ¡ENTIÉNDELO! ¡Todo el tiempo estuve fingiendo! Quise utilizarte; pero
después empezaste con tus cursilerías y lo complicaste todo. Me diste tanta lástima
que busqué ser tu amiga, mas continuaste con tu ingenuo plan de ganarte mi corazón,
y acabaste condenándote —confesó regocijándose con cada palabra—. Adivina qué
es lo más gracioso: jamás te ganarías mi corazón porque… ¡NI SIQUIERA TENGO
CORAZÓN! —rugió a carcajadas, disponiéndose a elevar su garra a la altura del techo
110
para lanzar a Gamaliel con todas sus fuerzas. No obstante, antes de conseguir levantar
el brazo, algo lo partió en dos e impidió que el muchacho colisionara violentamente:
un escudo.
—¡¡SUFICIENTE!! —gritó el rey desde el umbral de un corredor. Detrás de él se
hallaba la reina.
El muchacho, desde el piso, quejándose de la caída, estiró los dedos, alcanzó la pica
y la sujetó con todas sus fuerzas.
—¡Nunca será suficiente, padre! ¡NUNCA! —voceó Flor, irritada, mientras su
gaseiforme extremidad se regeneraba.
—¿Por qué sigues haciéndolo, hija? ¿Qué te han hecho estos pobres hombres? —le
preguntó su madre.
—No necesitan hacerme nada para merecerse lo que les hago. Todos son tan
patéticos… Me divierte usarlos y lastimarlos, simplemente eso.
—¿Y también lastimarás a Santelont cuando te aburras de él? —cuestionó la reina,
decepcionada.
—No. Con él será diferente —respondió Flor acercándose a sus padres con malicia—
. Estoy perdidamente enamorada de él —añadió en tono meloso y sutilmente
sarcástico, tan sutil que confundió a los presentes.
—¿S-Sanstal… qué? —musitó Gamaliel con la mirada perdida; sin embargo,
sorpresivamente fue escuchado por Flor, y ésta se escurrió hacia él para hablarle de
cerca.
—Santelont, niñito, Santelont. Apréndete su nombre. Es el nombre de mi maestro de
piano. Bueno, de mi exmaestro de piano. Desde hace días ya no viene a darme
clases…, viene a…
—¿Q-qué?
—Te dije que estaba enamorada de otra persona… Y…, de hecho, creo que estoy
embarazada.
Sus padres ahogaron un grito. Gamaliel, por otro lado, estaba sin aliento, y ninguno
de los tres se alegró por la noticia.
—¿D-de t-tu maestro de piano? —balbuceó el joven sastre, sollozando—. P-pero si…
¿No lo habías d-despedido?
—Sí, lo hice. Era cierto aquello de que sus clases me aburrían en demasía. Pero al
pedirle que ya no regresara, me preguntó mis razones, empezamos a conversar, una
cosa llevó a la otra y nos enamoramos. Él es diferente. Cuando estoy con él me pongo
muy feliz. Tenemos tanto en común que hasta siento que lee mis pensamientos.
—Pero… él es mayor que tú, ¿no?
111
—Unos 15 años mayor, sí. No le veo el problema.
—¡N-no te tomará en serio! —expuso Gamaliel—. É-él no te… ¡Es 15 años mayor
que tú! ¡Te verá como a una niñita cualquiera! En cuanto digas o hagas algo que no
le parezca; o cuando se canse de ti, te dejará, y buscará a alguien más —le aseguró,
preocupado.
—¿En verdad lo crees? —preguntó Flor burlonamente—. Tal vez yo me canse
primero que él, y entonces será mi cuarta víctima. Si eso pasa, iré tras alguien más.
¿Acaso no lo entiendes? ¡El amor no existe! Este mundo está hecho a base de egoísmo.
Unos sobreviven a expensas de otros. Al final, sólo uno debe sobrevivir, y, aun así,
ese uno también morirá. No debemos prendarnos de nada ni de nadie. No es bueno
que pienses como lo haces. Eso te llevará a la perdición... Cuando tengas una novia,
¡una novia REAL!, sabrás que no vale la pena luchar por su amor luego de la sexta
pelea. O, si tienes suerte, lo sabrás desde la primera. Ahora vete. Iba a matarte; pero
creo que vivir con esto será más doloroso —añadió entre frías carcajadas.
Los reyes palidecieron al escuchar esas declaraciones.
—¿Con quién…? Pero, hija…, y-yo jamás te he hecho daño. Ningún hombre dentro
del castillo, ni fuera de éste, te ha lastimado. Gerald ha sido siempre tu protector y
nuestro fiel mensajero. ¡Tu abuelo dio la vida por ti! ¡Yo te he dado todo lo que has
querido! ¡¿Por qué te empeñas en hacer sufrir a los hombres que buscan hacerte feliz?!
—¡Oh! Godo, Godo… No lo recordaba. Puedes quemar el cuerpo cuando terminemos
—repuso Flor.
El rey entornó los ojos y divisó al hombrecillo en el suelo, a lo lejos.
—¡¿QUÉ LE HICISTE?! —gritó el primero, exasperado, y se alejó de su esposa para
correr hacia el cuerpo del mensajero.
—Al parecer, no era tan fiel. Decidió ayudar a este tonto, y eso le costó la vida.
—Hija, n-no —gimoteaba la reina, sentada en el suelo, abatida.
—¡Dame otra oportunidad! —exclamó de repente Gamaliel. Tenía un semblante
meditabundo; no obstante, colmado de determinación—. ¡Sé por qué haces todo esto,
Flor! ¡Ahora lo entiendo! —dijo. La princesa gruñó y dirigió su atención a él. Estaba
intrigada—. ¡Crees que todos los hombres te haremos daño! ¡Crees que en cualquier
momento te defraudaremos y te romperemos el corazón! ¡Por eso prefieres terminar
con nosotros cuando más enamorada te sientes! —gritó. La reina también lo
escuchaba con interés. El rey, en cambio, ya no estaba en el vestíbulo—. ¡Sólo es
miedo, Flor! ¡Tienes miedo de ser herida, y eliges ser tú quien ataque primero, quien
acabe con la relación, quien termine con la otra persona antes de que la otra persona
termine contigo! —añadió. La princesa estaba cada vez más furiosa.
112
—¿Es cierto eso, hija? —suspiró la reina.
—¡Y tienes razón hasta cierto punto! —continuó el muchacho—. Cualquier persona
te hará daño tarde o temprano. Siempre terminamos dañando a nuestros seres queridos
aun sin desearlo. Ni siquiera en el amor estamos exentos de sufrir y de hacer sufrir.
Tú también lo harás. Y en el instante en que lo hagas, quizá esa persona no sepa
perdonarte, y se alejará de ti. ¡Pero a mí no me importa cuánto daño me hagas! Yo
sabré ser paciente, yo me quedaré a tu lado, yo sí te perdonaré, porque así debe ser el
amor. Ya lo he hecho muchas veces y puedo seguir haciéndolo hasta mi último
segundo de vida. ¡Sólo tienes que dejarme entrar en tu corazón! ¡Dame la oportunidad
de ser quien te quite el miedo de amar! Sé que me vas a lastimar mucho más de lo que
ya me has lastimado; sin embargo, ¡mírame, estoy aquí, intentándolo, luchando por tu
amor! Nadie más estará dispuesto a hacerlo, te lo aseguro. En cuanto conozcan esta
parte de ti, saldrán huyendo. ¡Yo no! ¡Estaré contigo en las buenas y en las malas! ¡Y
te protegeré de todo peligro, te protegeré incluso de ti misma, de ese demonio que
guardas dentro!
El monstruo retrocedió desconcertado.
—¿E-eres…? —titubeó. Se le escuchaba temeroso. No obstante, la reina y Gamaliel
notaron que su nubiforme cuerpo estaba creciendo—. ¿Q-quién te crees… para
afirmar… tal sarta de… tonterías? —masculló. Al término de esas palabras, su figura
ya no cabía en el ostentoso recibidor. El demonio de Flor había crecido tanto que el
techo empezó a colapsar.
—¡¡DETENTE!! —gritó el rey, colérico. Llevaba puesta una armadura plateada que
reflejaba todo lo que estaba a su alrededor, incluyendo al ejército de 50 soldados que
iba detrás de él.
—¿Todavía crees que los espejos me detendrán como aquella vez, padre? —gruñó
Flor, abrumada, girando su cabeza, mas no el cuerpo.
—¡¡Estoy harto de tu comportamiento, jovencita!! ¡Mi padre dio la vida por ti y por
este reino! ¡Si no hubiera sido por su sacrificio, yo no estuviera aquí y tú tampoco!
¡No destruyas lo que con tanto sacrificio hemos construido!
—¿Tú crees que me importa este tonto castillo?
—No hablo sólo del castillo, hablo de todo el reino, de la paz que hemos sembrado.
Si continúas así, destruirás el castillo, tu único escondite, y todo el reino sabrá quién
eres en realidad, y nadie, ni tú ni nadie, podrá dormir tranquilo —le advirtió el rey.
—¿En serio? —lo retó Flor, indignada. Y desenvainando sus colmillos golpeó el techo
del vestíbulo con su cabeza para salir volando en un parpadeo.
113
El rey, la reina y Gamaliel corrieron hacia el lugar donde estuvo parado el espectro;
voltearon a la noche, y no vieron a la princesa por ningún lado. De pronto, lo que antes
era negro, se volvió blanco. El cuerpo de Flor se había hecho todavía más grande, su
imagen gaseiforme se había tornado de un color albo centelleante, y ahora tenía la
forma de un gigantesco y siniestro dragón de seis alas y tres cuernos… Rugió… y
todo se sacudió.
Aquella áspera vociferación logró destruir algunos pilares del castillo y derribar un
par de torres. El rey, alarmado, de inmediato dio la orden de evacuar. Posterior al
sonido de una trompeta, cerca de 250 personas salieron despavoridas hacia las afueras;
y esa marabunta, sumada al evidente dragón blanco en el cielo, propagaron el caos
entre los demás habitantes del reino, quienes dejaron sus hogares y corrieron en
dirección contraria al hocico de la bestia, el cual empezó a arrojar las primeras
llamaradas... A pesar de todo lo anterior, Gamaliel y el rey no habían salido del
castillo; pero cada uno por una razón diferente.
—Amor…, levántate, tenemos que salir de aquí —sollozaba el rey. En sus brazos
tenía a su esposa agonizando. Segundos antes le había retirado algunas baldosas de la
espalda, y Flor no lo sabía.
Quedaban muy pocas antorchas encendidas en el interior del castillo. La oscuridad
sólo era interrumpida por el destello del dragón, el fuego que lanzaba y los incendios
que provocaba. Aun así, Gamaliel vio aquella desgarradora escena—. Por favor,
cariño, quédate conmigo, no puedo hacer esto solo —le decía el rey; sin embargo, la
reina estaba sangrando hasta por la boca, y no conseguía sostener la mirada en ningún
lugar.
—R-recuerda, Sant-tiago, que es… n-nuestra… hija —profirió la reina…, y dejó de
respirar.
—No…, n-no… Mi vida, no me hagas esto… ¡No! ¡NO! ¡¡NOOO!! ¡¡REGRESA!!
¡¡REGRESA!! —gritaba el rey, enfurecido. Afuera del castillo, Flor ya había
destruido la mitad de las cabañas.
—C-creo..., creo que sé cómo detenerla —musitó ansiosamente Gamaliel,
acercándose con pena y miedo—. Yo provoqué todo esto y yo le daré fin —le dijo al
rey en una reverencia. No obstante, éste ni siquiera le dirigió la mirada. Estaba
devastado, escondiendo sus lágrimas en el cuello de la reina.
El joven sastre no esperó respuesta; tomó varios de los escudos reflejantes que se
hallaban en el suelo, se puso la lanza de Godo en la espalda, y se adentró corriendo en
lo que quedaba de pasillo, dejando algunos broqueles en el camino. Tenía un plan:
volver al atrio para llamar la atención de la princesa.
114
Cuando el muchacho, decidido a acabar con aquel tormento, y resignándose a perder
el amor de Flor para siempre, llegó a su destino, el dragón ya no le hacía compañía a
las estrellas.
—¿Me buscabas? —bufó a sus espaldas—. No te vi salir llorando del castillo. Pensé
que huirías en cuanto me vieras con este aspecto… ¿O acaso me sigues amando ciega
e incondicionalmente? —se mofó, fingiendo un tono acaramelado.
Gamaliel tragó saliva y guardó silencio. Lo que estaba a punto de hacer era algo que
ya no estaba tan seguro de realizar por miedo a herirla—. De cualquier forma, ya
puedes irte olvidando de tu casa y de tus tontos inventos. Quemé todo para ahorrarte
peso en tu viaje. Por cierto…, algunas casas aledañas también se vieron afectadas. No
me culpes a mí, culpa al fuego…, se extiende muy rápido —siguió burlándose—.
¿Qué? ¿Cómo dices? ¿Aún no lo notas? ¡Te estoy desterrando! ¡No te quiero volver
a ver en mi reino! ¡Vete y nunca vuelvas, escoria repugnante! ¡¡Muévete!! —le ordenó
el gigantesco reptil albo; pero Gamaliel no reaccionaba—. ¡No te quedes ahí! ¡Te
estoy perdonando la vida! ¡LARGO! ¡¡VETE ANTES DE QUE ME ARREPIENTA!!
—rugió, y el castillo de nuevo se sacudió.
—S-señora… Clara —bisbiseó el muchacho con un hilo de voz y bebiendo sin
desearlo la primera lágrima que se escapó de su entereza… Le dolía todo.
Gamaliel estaba destruido, más incluso que el castillo. Sus ilusiones, su trabajo, su
única amiga en el reino, su inocencia, sus sueños, su amor…, todo lo había perdido,
y la mayoría de lo anterior ya no lo podría recuperar. Y con ese dolor en su pecho,
con aquel lacerante pesar, sin pronunciar ninguna otra palabra, y casi sin darse cuenta
de sus movimientos, clavó el último escudo en el suelo, frente a él, ladeándolo unos
centímetros—. Sigue la flecha —susurró.
Flor, el enorme dragón blanco, cerró el hocico para tragarse el fuego que estaba a
punto de arrojar, y observó cómo la lanza de Gamaliel se perdió en la oscuridad del
pasillo.
—¿Qué fue eso, niñito? —gruñó—. ¿Estás mal de la vista? ¡Estoy aquí! ¡Frente a ti!
¡Ni siquiera te acercaste! —se burló. Sin embargo, al volver sus flamantes ojos
blancos al lugar donde estaba Gamaliel y el escudo, percibió aquello que el joven
sastre pretendía enseñarle: sus padres.
El tenue reflejo, desde esa distancia, hubiese sido imposible de ver por un humano
ordinario; pero el muchacho sabía que una bestia de ese tamaño tendría los sentidos
proporcionalmente tan desarrollados que sería capaz de observar con claridad la luz
rebotando de cristal en cristal—. ¿M-mi…? ¿Qué le…? ¿M-mamá…? ¿Qué… le
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hiciste? ¡¿Qué le hiciste?! ¡¡AAAAAAAAH!! —gritó, realmente gritó. Su grito fue
tan potente que se escuchó en otros reinos y ensordeció a gran parte del suyo,
incluyendo a Gamaliel, quien en un abrir y cerrar de ojos fue envestido por el dragón,
y su abrigo-armadura, su petrigo, no resistió el golpe—. Debí haberte matado desde
antes —esgarró el dragón, rabioso, dolido—. ¿Cómo pudiste? —le preguntó. Tenía a
Gamaliel en el suelo, con una de sus zarpas estrujándole el pecho.
—Y-yo no… lo hice —logró decir el muchacho. Flor lo constriñó más.
—No-mientas, infeliz.
—¡Hija! —intervino repentinamente su padre con una expresión perdida, con los
ánimos extraviados—. Una baldosa… A tu madre le… —tensó los puños—. M-
mataste a tu madre, Flor —le dijo, ahogado en lágrimas.
—… N-no…, yo… no…
—Hija, detente, por favor. Ya has… hecho suficiente —clamó el rey—. No lo hagas
por mí ni por el reino, hazlo por tu madre y por el hijo que llevas ahora en tu vientre
—añadió.
Gamaliel sintió una presión mayor en su pecho, aunque la garra de Flor se había
alejado unos centímetros. El dragón retrocedió conmocionado, y el joven sastre lo
aprovechó para intentar ponerse de pie. De súbito, la princesa perdió algunos metros
de altura, mas seguía siendo aquella bestia blanca alada—. Vámonos de aquí, hija,
huyamos a otras tierras y olvidémonos de todo lo que sucedió. Sé de algunos lugares
donde las noticias no llegan tan rápido y donde podrán darnos asilo. Ese niño no tiene
por qué nacer entre todo esto —continuó el rey, implorante.
—N-no —bramó el dragón, meditando en la nada—. No me iré a ningún lado… Ya
estoy cansada de ocultar mi verdadera identidad... E-este reino es mío…, este reino
me pertenece…, y todos deberán respetarme… ¡por las buenas o por las malas!
—Te equivocas, hija, el reino no es tuyo —le dijo su padre, desconcertado—, yo aún
sigo siend… s-sien... siendo… e-el…, el…
Gamaliel se estremeció… y no dejó de estremecerse. La muerte de la reina había sido,
en cierta forma, un accidente; pero el rey…, el rey había sido asesinado por su propia
hija.
Si antes los espejos eran la debilidad del monstruo, esta vez no le impidieron perforar
la armadura reflejante y pasar una de sus garras entre el pecho y la espalda de su padre,
quien cayó de rodillas exhalando algunas incomprensibles palabras.
—F-Flor —suspiró el muchacho, incrédulo, sollozando, plenamente desalentado y
con la certeza de que él sería la siguiente víctima.
116
Aunque la furiosa expresión del dragón era en absoluto intimidante, cuando regresó
su colérica mirada adonde se encontraba el joven sastre, su fisonomía ya había perdido
otro par de metros, y ahora era «tan solo» del tamaño de un roble.
—Mira todo lo que has ocasionado, estúpido —gruñó mientras Gamaliel se arrastraba
en busca de una protección, pues su petrigo estaba completamente destruido—. Ya
no hay alma en este reino que pueda distraerme. Despídete de tu asquerosa vida —le
dijo, y de un zarpazo lo alzó a la altura de sus ojos.
El joven sastre había enmudecido. Ya no tenía palabras, no tenía fuerzas y mucho
menos esperanza. Ver todo lo que Flor había hecho, y recordar todo lo que le había
hecho, lo hizo rendirse, y se entregó al dragón sin oponer resistencia.
Cuando observó una de las uñas estirándose lentamente, acercándose implacable a su
pecho, pensó en darle a la princesa unas palabras de despedida; pero estaba muy
cansado como para hacerlo. El muchacho, al ver su final aproximándose
ineludiblemente, estaba tan exhausto que decidió callar y dejar que el egoísmo, la
frialdad y la indiferencia de Flor acabaran con él de una vez por todas… Estaba
harto…, se quería ir.
La uña del dragón le atravesó el torso sin problemas y salió del otro lado, terminando
de romperle el petrigo y lo que le quedaba de dignidad. Y la princesa, sonriendo
ampliamente, retiró su zarpa lo más lento que su ansiedad se lo permitió. Pretendía
disfrutar el momento, guardarlo en su memoria a detalle.
Gamaliel, débil, sintiendo un frío ardor en todo su cuerpo, agachó la cabeza, cerró los
ojos y esperó el segundo exacto de su partida, imaginando que se iría como todas las
noches al conciliar el sueño, que ni siquiera advertiría la difusa transición que
separaba la realidad del mundo onírico. Sin embargo, al sentir que el último
centímetro de garra había salido de su cuerpo, también advirtió que Flor dejaba de
comprimirlo y respirarle impacientemente en la cara—. ¿Q-qué es… eso? —la
escuchó decir con desasosiego.
El muchacho, desconcertado, levantó la cabeza, despegó los párpados y notó la
expresión temerosa del dragón, quien examinaba su pecho fijamente. Entonces bajó
la mirada y lo descubrió... «¿E-es mi… corazón?», se preguntó… confundido… Sí, lo
era. Su corazón no se movía, no latía y no tenía color, era blanco, casi transparente; y
las venas, y las arterias que se podían ver a través de su desgarrada piel, también
estaban vacías… Gamaliel no sangraba—. ¿Quién…, q-quién eres? —masculló el
dragón, asustado, y perdió otro par de metros de altura al mismo tiempo que una
espiral de fuego nacía en su garganta, dispuesta a salir.
117
El joven sastre, con el ceño plegado por la extrañeza, miró a la bestia directamente a
los ojos y contempló su reflejo en ellos. De pronto, como si una voz saliera de su
interior, como si alguien más hablara por él, como si se tratase de un instinto incapaz
de desobedecer, pronunció la siguiente palabra: «Tiempo».
Al término de la última sílaba, el fuego en el hocico del dragón se paralizó, su
membrana nictitante se detuvo a medio camino, y Gamaliel dejó de sentir la presión
de la zarpa que lo sostenía en el aire. Y continuando con aquella intuición, se hizo a
un lado y no cayó: permaneció a la altura del dragón, a quien estudió unos segundos
en silencio, impasible, de la misma forma en que un recién nacido observa cualquier
cosa a su alrededor.
Luego de pasar por su cabeza todo lo que había vivido ese mes gracias y por culpa de
Flor, recordando cada detalle levógiramente, vio en sus memorias el segundo exacto
en el que se encontraba buscando oro en aquel riachuelo. Y como si pudiera verse
desde otros ojos, se percató de aquello que lo había hecho salir del agua cuando
encontró la pepita, eso que estremeció su brazo al tocarla: una diminuta serpiente
albina de apenas nueve centímetros de largo que dormía bajo la piedrecilla dorada al
acercar Gamaliel su mano. «Así que eso fue», se dijo, pensativo, resignándose. Pero
todavía con muchas dudas en su cabeza, y comprendiendo lo que estaba haciendo,
decidió ir más atrás, aunque no en su vida, sino en la de aquella pequeña serpiente
albina, y la siguió, observando cada movimiento que realizó antes de quedarse
dormida bajo esa pepita de oro. «Es ciega», caviló sorprendido.
Con un movimiento muy característico, la diminuta ofidia salió del agua y se deslizó
hasta un árbol, donde se alimentó de algunas larvas que comían fruta o, mejor dicho,
escupió algunas larvas que regurgitaban fruta. Retrocediendo llegó a su nido, donde
durmió. Antes de eso estuvo buscando más comida en unos arbustos.
Precedentemente, salió de su refugio una vez más, y esa era toda su rutina diaria:
comer, volver al nido, comer, volver al nido, comer, volver al nido. No obstante,
Gamaliel quería conocer la procedencia de aquella misteriosa serpiente que le arrebató
la vida, y la acompañó durante algunas semanas, viéndola escupir alimento, disminuir
su tamaño y deslizándose hacia atrás una y otra vez, hasta que se arrastró al lugar que
jamás imaginó ver en aquella visión: el castillo, el castillo de los difuntos reyes, el
castillo donde su cuerpo se encontraba en algún paradójico punto del tiempo.
Aquel animalito blanco había salido de la torre de la princesa Flor; y antes, de su
habitación. Cuando entró, notó que la pequeña serpiente vivió un lapso en el armario
de Flor, quien la arrojó al suelo sin darse cuenta al sacar de entre su ropa el velo rosa
que utilizó durante semanas para visitar el bosque. «¿Quiere decir que… ella…?». Y
regresando aún más el reloj, preso de una insaciable curiosidad, se percató de que ese
diminuto ofidio había nacido de un pequeño huevecillo que puso otra serpiente dentro
118
del armario, antes de morir. ¿De dónde salió ese otro reptil? Yendo más atrás,
Gamaliel percibió que Flor había tenido a escondidas una mascota; sin embargo, ésta
era muy diferente a su cría: era una extraña boa con melanismo, que le consiguió su
padre en uno de sus viajes, y que fue su regalo secreto de cumpleaños. Pero la boa,
aunque siempre dócil, una noche, mientras la princesa dormía, le mordió el vientre sin
razón aparente; mas al no tener veneno, Flor ni se dio cuenta de aquello, y continuó
su vida con normalidad. No obstante, encontró a la serpiente muerta días después, en
su armario, y nunca supo que esa boa negra había puesto un huevo antes de partir.
«¿Fue… su padre...?», se preguntaba el joven sastre retrocediendo y retrocediendo en
busca de las respuestas a las preguntas que ni siquiera se hacía. Y llegó al segundo en
el que el rey, hace dos años, cuando la princesa se deshizo del segundo caballero, fue
a pedir ayuda a lugares insospechados. Siguiéndolo durante semanas, lo vio llegar de
noche a un lugar escondido entre las montañas, donde encontró, dentro de una oscura
cueva, un perol de roca lleno de algún tipo de líquido mágico. Del líquido centelleante
salió la boa negra. Gamaliel no se detuvo. Antes de que el rey tomara a la serpiente,
había hablado con un hombre que entró en aquel perol. El hombre llevaba un holgado
atuendo blanco y se cubría el rostro con una capucha del mismo color. El joven sastre
de inmediato reconoció aquella vestimenta. El hombre que le había dado la boa al rey
era él.
FIN
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EPÍLOGO
Gamaliel era un joven, apenas un joven. Sensible, soñador y noble, nunca imaginó
que la vida lo lastimaría y sorprendería de la manera en que lo hizo aquel invierno.
Pero lo que menos sospechó fue que él, de alguna forma, contradiciendo toda lógica
y norma del universo, sería la razón de todo ese sufrimiento. ¿Cómo llegó ahí? Bueno,
todo a su tiempo.
Luego de descubrir que su corazón había dejado de latir desde hace mucho, y de saber
que había otra versión de él escondida en las montañas, decidió hacer, tal vez por
culpa de la cegadora consternación, algo que temió que fuese un error de su parte.
Como estaba suspendido en el aire frente al dragón, y en ocasiones contemplaba su
corazón vacío en su pecho rasgado, evocó que minutos antes Flor le había confesado,
entre tantas declaraciones, una hiriente noticia, así que, acercándose por arte de lo
desconocido, deseando criar a ese inocente bebé lejos de su peligrosa madre, posó su
mano en el vientre del dragón blanco y buscó un latido… No, no había creatura alguna
formándose en el interior ni indicios de una fecundación. Un tanto extrañado, mas
odiando que una parte de sí se alegrara, evocó otra de las revelaciones y consideró
que fuese, una vez más, mentira… Ascendió un poco, apoyó su mano en el pecho de
la bestia y buscó… No mentía…, no lo sentía. Realmente, la princesa no tenía
corazón, sólo un hueco, un vacío obsidiánico en el interior del tórax.
Gamaliel estaba atónito, boquiabierto. Ahora tenía dos cosas por hacer: descubrir
cuándo y cómo llegó a aquella cueva; y por qué Flor no poseía el órgano más
importante del cuerpo. Sin embargo, mientras descubría una cosa o la otra, consciente
de que su corazón no le serviría en ese estado, se le ocurrió probar algo: metió la mano
en su pecho y se lo extirpó. Enseguida regresó su mano al interior del dragón y ahí lo
dejó con cuidado. «Quizá te sirva de algo… Cuando te enamores de verdad, sabrás
cómo usarlo», le dijo a Flor sin decírselo, y descendió para atravesar lo que quedaba
de castillo.
Minutos más tarde, Gamaliel llegó a los restos de la sastrería, volteó hacia la casa de
la señora Clara y la vio completamente destruida. Intentando no lamentarse por cosas
atrapadas en un pasado interrumpido, bajó la mirada y retomó su camino. Al llegar a
los vestigios de su habitación, movió sin problemas algunos maderos ardiendo y
120
encontró el ahora despedazado cofre donde escondía su creación más reciente, el
inmutuendo. Después de contemplarlo reflexivamente unos instantes, viendo cómo
sobrevivía al fuego estático que lo rodeaba, se lo puso para sustituir el ausente petrigo
y cubrir la herida en su pecho.
No había más por hacer. Ese reino ya no tenía nada que le importara. Con su abrigo
nuevo como único sobreviviente de aquella noche, cruzó la muralla que lo protegía
todo, y emprendió un viaje con rumbo a las montañas que visitó el rey meses atrás. Y
fue en ese momento inexistente que la verdadera odisea de Gamaliel comenzó,
devolviéndole el movimiento a los relojes en cuanto creyó que su pasado en El reino
del Sol ya no podría alcanzarlo. ¿Pero saben qué es lo más sorprendente de esta
historia? Que hasta cierto punto está basada en hechos reales.
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DUPÍLOGO
Cuando las manecillas volvieron a sacudirse, el gran dragón de seis alas y tres cuernos
extinguió el fuego de su hocico al sentir un pinchazo en su nuevo corazón.
Estrujándose la escamosa piel con su garra, golpeó iracundamente el suelo y se
desvaneció. A partir de ahí, un tétrico silencio se apoderó del reino. Únicamente el
crepitar de las llamas entró por los oídos de un subyugado rey y lo hizo despertar
ahogando un grito… Su armadura había funcionado.
Débil, sudando y casi asfixiándose por el humo que salía de su boca, se incorporó y
vio a lo lejos a su hija, a su delicada hija tendida en el suelo, inconsciente.
El honorable y tenaz rey Santiago Horacio II corrió hasta su primogénita y giró su
cuerpo para verle el rostro. Flor abrió un ojo endeblemente.
—Lo…, lo s-sient…
—Tranquila, hija —la interrumpió su padre, acariciándole su alba cabellera—ya todo
acabó.
—E-el reino… —balbuceaba la princesa, famélica.
—No te preocupes, todo estará bien. Conozco a alguien que podrá ayudarnos —dijo
el rey con una pizca de esperanza en los labios—. Él me construyó esta armadura y
me aseguró que funcionaría. Es un sabio y viejo amigo que vive en las montañas. Tu
abuelo fue quien lo conoció primero y me llevó a él. Los pocos que lo han visto lo
apodan «el relojero». Su nombre real es Gamaliel.
La princesa despegó con ímpetu ambos venpieles sólo para volverlos a cerrar y caer
en un profundo sueño del que ni el más estruendoso ruido logró sacarla. ¿Despertó?
Sí. ¿Cuándo? Luego de un tiempo. ¿Cómo? No con un beso, créanme. Pero esa es otra
historia…
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GLOSARIO
Por orden de aparición:
Petrigo (De peto y abrigo): m. Prenda de vestir reversible. Por un lado, posee las
características de un abrigo; por el otro, es el peto de una armadura. También es
llamado, aunque incorrectamente, armabrigo. p. Petrigos.
Revoldpe (De revoltijo y pensamientos): m. poé. Sinónimo de Sueño. p. Revoldpes.
Voceldal (De voces y alma): m. poé. Sinónimo de Pensamiento. p. Voceldales.
Bastidollesta (De bastidor y ballesta): f. Artefacto hecho a base de un bastidor, una
hiladora, un catalejo, elásticos y varios objetos. Sirve para enviar mensajes o arrojar
proyectiles pequeños. p. Bastidollestas.
Solpogeo (De Sol y apogeo): m. poé. Sinónimo de Día. p. Solpogeos.
Venpiel (De ventanas y piel): m. poé. Sinónimo de Párpado. p. Venpieles.
Alientego (De aliento y fuego): m. poé. Reverberación o irradiación totalmente
perceptible que expele el fuego. p. Alientegos.
Inmutuendo (De inmune y atuendo): m. Prenda ignífuga de vestir en forma de túnica
con capucha, y capaz de proteger de muy bajas temperaturas. p. Inmutuendos.
Armabrigo (De armadura y abrigo. Nombre no oficial): m. Forma incorrecta de
llamar al petrigo. p. Armabrigos.
Obsidiánico, ca (De obsidiana e ‘-ico): adj. Relativo a la obsidiana o dicho de un
color: negro intenso. p. Obsidiánicos, cas.
Nubiforme (De nube y -forme): adj. Que se asemeja a una nube o se halla en estado
de gas. p. Nubiformes.