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deQuólibet - Colegio Santo Domingo · imagen, de acuerdo a nuestra semejanza, y que reine sobre...

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un espacio para leer deQuólibet octubre 2018 ♦ n o 8 Quodlibet: lo que place o gusta. Es un vocablo que se usaba en las discusiones filosóficas y teológicas medievales para designar un tema cualquiera. Quaestio de quolibet es una cuestión por discutir sobre un tema de libre elec- ción. El vocablo se usa en música para designar piezas ligeras compuestas en contrapunto, como la Variación 30 de las Goldberg de J. S. Bach. Designa también composiciones de cantos infantiles para enseñar música a niños y niñas. Lo usamos como nombre de este boletín para subrayar que es un espacio de lectura libre, por puro gusto. Consejo de redacción: Francisco Quijano, Pablo Caronello, Marta García, Susana Ruani, Miguel Rivas deQuolibet - Avenida Apoquindo 8600 - Las Condes - Santiago de Chile - Correo: [email protected] Publicamos en números anteriores de este espacio para leer, deQuólibet, varios ensayos del Gran Rabino Jonathan Sacks sobre los grandes ejes de la espiritualidad judía y las principales fiestas del judaísmo. En este número, cuya publicación se ha atrasado, presentamos unos pensamientos suyos acerca de la fe, el amor, la oración, que sustentan nuestra vida cotidiana. El primer ensayo trata, no de nuestra fe en Dios, sino la fe de Dios en nosostros, sus criaturas humanas. El segundo toca el sentido de la fe, el porqué del universo y de nuestra vida. La tercera reflexión hacer ver cómo la fe en sentido lato permea toda nuestra vida y nuestras relaciones con los demás. En cuarto lugar, tenemos unos pensamientos para enriquecer nuestra vida. Finalmente, un ensayo sobre la oración como ejercicio del espíritu, tan necesario como el ejercicio corporal y psíquico, pa- ra tener no solo una vida sana sino también valiosa. LA FE DE DIOS Con elegante prosa, la Torá en su capítulo ini- cial describe el despliegue del Universo, la creación sin esfuerzo por parte de una Fuerza creadora única. Leemos repetidas veces: “Y Dios dijo, que haya... y así fue... y Dios vio que era bueno” — hasta llegar a la creación de la humanidad. Súbita- mente el tono narrativo cambia por completo: “Y Dios dijo, ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen, de acuerdo a nuestra semejanza, y que reine sobre los peces del mar, las aves del cielo, sobre el ganado, sobre toda la tierra, y sobre toda cosa que se mueve sobre la tierra’. Y Dios creó al hombre a Su imagen, A la imagen de Dios Él lo creó Hombre y mujer, Él los creó... ” (Gen. 1: 26 Los problemas son obvios. Primero, ¿por qué en el prefacio dice “Hagamos…”? En ningún otro caso Dios reflexiona verbalmente sobre lo que está por crear antes de hacerlo. Segundo, ¿quién sería ese “nosotros”? En ese momento no había un “nosotros”. Estaba solamente Dios. Hay muchas respuestas, pero quiero enfocar- me solo en la dada por el Talmud, que no deja de ser extraordinaria: El “nosotros” se refiere a los ángeles consultados por Dios. Lo hizo porque se enfrentaba con un problema fatídico. Al crear al Homo Sapiens estaba generando otro ser aparte de Él mismo, capaz de destruir la vida en la tierra. Leyendo los libros de Jared Diamond, Armas, Gér- menes y Acero o Derrumbe, descubrirán cuán destruc- tivo ha sido el ser humano en cualquier lugar en que haya estado, produciendo daño ambiental y devastación humana a escala mayúscula. Aún lo estamos haciendo. El Talmud describe lo que ocu- rría antes de que Dios creara al hombre: “Cuando el Santo, Bendito sea, se propuso crear al hombre, creó un grupo de ángeles ministeriales y les preguntó: ‘¿Ustedes están de acuerdo con que hagamos al hombre a nuestra imagen?’ Ellos replica- ron: ‘Señor del Universo, ¿cuáles serían sus accio- nes?’ Dios les mostró la historia de la humanidad. Ellos le contestaron: ‘¿Qué es el hombre que merece tu atención?’”. (En otras palabras, que el hombre no sea creado). Y Dios destruyó a los ángeles. Creó un segundo grupo, les hizo la misma pregunta y obtuvo la misma respuesta. Y Dios los destruyó. Entonces creó un tercer grupo de ángeles, y ellos contestaron: “Soberano del Universo, el pri- mero y el segundo grupo de ángeles dijeron que no
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un espacio para leer deQuólibet octubre 2018 ♦ no 8

Quodlibet: lo que place o gusta. Es un vocablo que se usaba en las discusiones filosóficas y teológicas medievales

para designar un tema cualquiera. Quaestio de quolibet es una cuestión por discutir sobre un tema de libre elec-

ción. El vocablo se usa en música para designar piezas ligeras compuestas en contrapunto, como la Variación 30

de las Goldberg de J. S. Bach. Designa también composiciones de cantos infantiles para enseñar música a niños y

niñas. Lo usamos como nombre de este boletín para subrayar que es un espacio de lectura libre, por puro gusto.

Consejo de redacción: Francisco Quijano, Pablo Caronello, Marta García, Susana Ruani, Miguel Rivas

deQuolibet - Avenida Apoquindo 8600 - Las Condes - Santiago de Chile - Correo: [email protected]

Publicamos en números anteriores de este espacio para leer, deQuólibet, varios ensayos del Gran Rabino Jonathan Sacks sobre los grandes ejes de la espiritualidad judía y las principales fiestas del judaísmo. En este número, cuya publicación se ha atrasado, presentamos unos pensamientos suyos acerca de la fe, el amor, la oración, que sustentan nuestra vida cotidiana.

El primer ensayo trata, no de nuestra fe en Dios, sino la fe de Dios en nosostros, sus criaturas humanas. El segundo toca el sentido de la fe, el porqué del universo y de nuestra vida. La tercera reflexión hacer ver cómo la fe en sentido lato permea toda nuestra vida y nuestras relaciones con los demás. En cuarto lugar, tenemos unos pensamientos para enriquecer nuestra vida. Finalmente, un ensayo sobre la oración como ejercicio del espíritu, tan necesario como el ejercicio corporal y psíquico, pa-ra tener no solo una vida sana sino también valiosa.

LA FE DE DIOS

Con elegante prosa, la Torá en su capítulo ini-

cial describe el despliegue del Universo, la creación

sin esfuerzo por parte de una Fuerza creadora

única. Leemos repetidas veces: “Y Dios dijo, que

haya... y así fue... y Dios vio que era bueno” —

hasta llegar a la creación de la humanidad. Súbita-

mente el tono narrativo cambia por completo:

“Y Dios dijo, ‘Hagamos al hombre a nuestra

imagen, de acuerdo a nuestra semejanza, y que

reine sobre los peces del mar, las aves del cielo,

sobre el ganado, sobre toda la tierra, y sobre toda

cosa que se mueve sobre la tierra’.

Y Dios creó al hombre a Su imagen, A la imagen de Dios Él lo creó Hombre y mujer, Él los creó...” (Gen. 1: 26

Los problemas son obvios. Primero, ¿por qué en el prefacio dice “Hagamos…”? En ningún otro caso Dios reflexiona verbalmente sobre lo que está por crear antes de hacerlo. Segundo, ¿quién sería ese “nosotros”? En ese momento no había un “nosotros”. Estaba solamente Dios. Hay muchas respuestas, pero quiero enfocar-me solo en la dada por el Talmud, que no deja de ser extraordinaria: El “nosotros” se refiere a los ángeles consultados por Dios. Lo hizo porque se

enfrentaba con un problema fatídico. Al crear al Homo Sapiens estaba generando otro ser aparte de Él mismo, capaz de destruir la vida en la tierra. Leyendo los libros de Jared Diamond, Armas, Gér-menes y Acero o Derrumbe, descubrirán cuán destruc-tivo ha sido el ser humano en cualquier lugar en que haya estado, produciendo daño ambiental y devastación humana a escala mayúscula. Aún lo estamos haciendo. El Talmud describe lo que ocu-rría antes de que Dios creara al hombre: “Cuando el Santo, Bendito sea, se propuso crear al hombre, creó un grupo de ángeles ministeriales y les preguntó: ‘¿Ustedes están de acuerdo con que hagamos al hombre a nuestra imagen?’ Ellos replica-ron: ‘Señor del Universo, ¿cuáles serían sus accio-nes?’ Dios les mostró la historia de la humanidad. Ellos le contestaron: ‘¿Qué es el hombre que merece tu atención?’”. (En otras palabras, que el hombre no sea creado). Y Dios destruyó a los ángeles. Creó un segundo grupo, les hizo la misma pregunta y obtuvo la misma respuesta. Y Dios los destruyó. Entonces creó un tercer grupo de ángeles, y ellos contestaron: “Soberano del Universo, el pri-mero y el segundo grupo de ángeles dijeron que no

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debías crear al hombre, y no les hiciste caso. No escuchaste. Entonces sólo podemos decirte esto: El Universo es tuyo. Haz con él lo que desees.” Y entonces Dios creó al hombre. Cuando vino la generación del Diluvio y des-pués la de los constructores de Babel, los ángeles le dijeron a Dios: “¿Acaso no tuvieron razón los primeros ángeles? Mira cuán grande es la co-rrupción de la humanidad”. Entonces Dios les contestó (Isaías 46, 4): “Aunque llegue a envejecer, no cambiaré, y aun con cabello cano, Yo tendré pacien-cia” (Sanhedrin 38b). Esto conduce al epicentro del dilema del cual ni Dios pudo es-capar. Si Él no hubiera creado a la humanidad, no habría persona en el universo capaz de entender que él o ella fueron creados y que Dios existe. Sólo con el advenimiento de la humanidad pudo el universo ser consciente de sí mismo. Sin nosotros, es como si Dios hubiera creado billones de robots que cumplen la tarea para la que fue-ron programados durante toda la eternidad. Por lo cual, aunque al crear a la humanidad Dios estaba poniendo en riesgo todo el futuro de la creación, Él quiso seguir adelante y creó al hombre. Esta es, por cierto, una teología radical. El Tal-mud nos está diciendo que la existencia del hombre sólo puede explicarse por el hecho de que Dios tenía fe en el hombre. Como explica el Sifré en la frase de la canción de Moshé “El Dios de la fe” – esto signifi-ca: “El Dios que tenía fe en el universo y lo creó”. [1] El verdadero misterio religioso, según el judaísmo, no trata de nuestra fe en Dios, sino de la fe de Dios en nosotros. Esta es la extraordinaria idea que brilla a través de todo el Tanaj (la Biblia judía). Dios invierte toda la esperanza del universo en este extraño, refractario, arisco, desagradecido y a veces degenerado personaje llamado Homo Sapiens, parte polvo de la tierra, parte hálito de Dios, cuyo comportamiento desilusiona y a veces aterra. Pero Él nunca se da por vencido. Prueba con Adán, Noaj, Abraham, Itzjak, Yaa-kov, Moshé, Joshua y una serie de jueces y reyes. Prueba también con mujeres, y aquí tiene más éxi-to. Son más fieles, menos violentas, menos obse-sionadas por el poder. Pero Él se niega a darse por vencido con respecto a los hombres. La relación

más apasionada la tiene con los profetas. Ellos lo comprenden y se vuelven portadores de su Nom-bre. Pero la mayoría de los profetas terminan tan decepcionados por el hombre como Dios El verdadero tema de la Torá no es nuestra fe en Dios, que frecuentemente flaquea, sino su indefec-tible fe en nosotros. La Torá no es un libro del hombre sobre Dios. Es el libro de Dios sobre el

hombre. Emplea apenas 34 ver-sículos para describir su propia creación, la del universo, pero más de quinientos en relatar la creación de una pequeña y tem-poral estructura portátil llamada Mishkán, el Santuario. Dios nunca cesa de creer en nosotros, de querernos, de desear lo mejor para nosotros. Hay momentos en que casi desespera. Nos lo dice la parashá. El Señor vio cómo aconteció la gran maldad de la raza huma-na sobre la tierra, y que cada inclinación de los pensamientos del corazón humano fue en todo momento hacia el mal. El

Señor se arrepintió de haber creado a los seres humanos sobre la tierra, y estaba profundamente apenado. Pero es Noaj, el bueno, el inocente, el recto, quien lo consuela. Por causa de un hombre bueno, Dios está dispuesto a comenzar de nuevo. Naturalmente, todo esto es cuestión de fe – co-mo lo es toda creencia en los pensamientos y senti-mientos de otras personas distintas a uno. ¿Puedo saber realmente si mis seres más próximos –mi pareja, mis hijos, mis compañeros, mis amigos– me quieren o tienen fe en mí? ¿o es sólo una expresión de mi deseo? Los ateos a veces piensan que creer en Dios es irracional, mientras que creer en otra gente es racional. Eso, sencillamente, no es así. La prueba de ello es el fracaso del hombre que, al comienzo de la era de Ilustración, intentó colocar a la filosofía en un plano racional: fue René Descartes, quien acuñó la famosa frase Cogito ergo sum – Pienso, luego existo. De lo único que estaba seguro era de su propia existen-cia. Para todo lo demás –la existencia de objetos físicos, no digamos de otras mentes– hasta él mismo debía invocar a Dios. Yo por mi parte no tengo la fe suficiente para ser ateo. [2] Para serlo hay que tener fe, ya sea en la

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humanidad en su totalidad, o en uno mismo. Cómo se puede tener fe en la humanidad después del Ho-locausto, es algo que va más allá de todo o razona-ble. El crimen singular más calculado y sostenido contra la humanidad no ocurrió en algún país igno-to del tercer mundo sino en el corazón de Europa, en la cuna de Kant y Hegel, Bach y Beethoven, Goethe y Schiller. La civilización fracasó en civilizar. El humanismo no consiguió transformar a los hombres en humanos. Cuando por primera vez estuve en Auschwitz-Birkenau la pregunta que me atormentaba no era “¿Dónde estaba Dios?”. Dios estaba en el manda-miento “No matarás”. Dios estaba en las palabras: “No oprimirás al extranjero”. Dios le estaba diciendo a la humanidad: “La sangre de tu hermano me está clamando desde la tierra”. Dios no evitó que los pri-meros seres humanos comieran del fruto prohibido. No impidió a Caín cometer asesinato. No evitó que los egipcios esclavizaran a los israelitas. Dios no nos salva de nosotros mismos. De acuerdo al Talmud, fue por eso que la creación del hombre sería tan ries-gosa como para que los ángeles opinaran en contra. La pregunta que me atormenta después del Holo-causto, igual que ocurre el día de hoy en esta nueva era de caos, es esta: “¿Dónde está el hombre?”. A propósito de creer solo en sí mismo, eso es ser arrogante. Todo pensador serio desde los albo-res de la historia ha sabido que eso termina mal. Hay solamente dos posibilidades serias para ser consideradas por mentes serias. Ya sea la propuesta de la Torá, de que estamos aquí porque una Fuerza mayor que el universo así lo quiso, o la alternativa: que el universo existe debido a fluctuaciones aleato-rias del campo cuántico, y que estamos aquí debido a una secuencia de mutaciones sin propósito filtra-das por selección natural. ¿Existe o no existe un

sentido de la condición humana? La primera nos lleva a Isaías, la segunda a Sófocles, Esquilo y la tragedia griega. La Grecia de la antigüedad murió. El Israel de Abraham y Moshé aún vive.

Yo respeto a los que eligen la tragedia griega

por sobre la esperanza judía. Pero los que eligen al

judaísmo han abierto un lugar en sus mente para la

idea que transforma la vida más que cualquier otra:

aunque nosotros no tengamos fe en Dios, Dios

tiene fe en nosotros.

Puede haber momentos en nuestras vidas –

ciertamente los ha habido en la mía – en que des-

aparece el sol y entramos en una nube negra de

desesperación. El Rey David conoció esos senti-

mientos muy bien. Es el tema central de varios de

sus Salmos. El hombre puede ser brutal con su

prójimo. Incluso algunos, habiendo sufrido penu-

rias ellos mismos, encuentran desahogo en pro-

vocarlas a otros. Se puede perder la fe en la hu-

manidad, en uno mismo o en ambos. En esos

casos, saber que Dios tiene fe en nosotros es

transformador, conduce a la redención. Como

dice David en el Salmo 27:

Aunque mi padre o mi madre me abandonaran, El Señor igualmente me recibirá (Sal 27, 10).

Podemos deprimirnos; Dios nunca lo hará.

Podemos desesperar; Dios nos dará esperanza.

Dios cree en nosotros, aunque nosotros no crea-

mos en nosotros mismos. Podemos pecar y decep-

cionar y fallar una y otra vez, pero Dios nunca cesa

de perdonarnos cuando fallamos ni de levantarnos

cuando caemos.

Tener fe en la fe de Dios nos permitirá encon-

trar el camino de la oscuridad hacia la luz.

[Traducción de Carlos Betesh]

_______

[1] Sifre, Ha’azinu, 307

[2] Naturalmente, el ateo podría decir –Sigmund Freud estuvo a punto de hacerlo– que la fe es simplemente una ilusión reconfortante. Lo cual no es así realmente. Es mu-cho más exigente creer que Dios nos llama a asumir respon-sabilidades, que nos pide que luchemos por la justicia, la igualdad o la dignidad humana y que Él nos responsabiliza por lo que hacemos, que creer que la existencia humana no tiene sentido más que el inventado por nosotros, sin verdad última, sin una norma moral absoluta y sin nadie a quien

rendir cuentas acerca de nuestra vida. Cincuenta años de reflexión sobre este tema me han llevado a concluir que el ateísmo es, moral y existencialmente, la opción fácil, y esto lo digo después de haber conocido y estudiado junto a algunos de los grandes ateos de nuestro tiempo. Esto no significa que sea crítico de los ateos. Por el contrario, en una era secular, es la opción normal. Por eso ahora, más que en cualquier otro tiempo en los últimos dos mil años, hay que tener coraje para vivir una vida religiosa.

* Ilustración: Marc Chagall, La creación del hombre

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EN BÚSQUEDA DEL SENTIDO

La cita más frecuente de todos los aforismos de Nietzsche –de hecho, una de las sentencias más citadas en los últimos tiempos– es su afirmación: “Quien tiene un porqué para vivir es capaz de sopor-tar cualquier cómo”. [1] Si la vida tiene un significado, si nuestra propia vida tiene un propósito, si hay una tarea que aún tenemos que cumplir, entonces hay algo dentro de nosotros que nos da la fuerza para sobrevivir el sufrimiento y el dolor. El llamado del futuro nos ayuda a superar el dolor del presente y el trauma del pasado. Por ironía, el propio Nietzsche fue quien vio con más lucidez que cualquier otro que la pérdida de la fe en Dios resultaría en la muerte del significado. Esto es lo que dice su Loco cuando anuncia la “muerte de Dios”:

“¿Qué hicimos cuando desencadenamos la tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No estamos hundiéndonos continuamente? ¿Hacia atrás, hacia los lados, hacia adelante, en todas las direcciones? ¿Hay todavía un arriba o un abajo? ¿No vamos como errantes a través de una nada infinita? ¿No nos persigue el vacío con su aliento? ¿No hace más frío? ¿No veis oscure-cer cada vez más?” (La gaya ciencia §125) Una nada infinita. Un espacio vacío. Un mundo sin Dios es, en última instancia, un universo sin un porqué. Podrá tener belleza, grandeza, proporción y amplitud, pero no tiene significado. Una comprensión casi enteramente contraria le ocurrió hace más de doscientos años a uno de los matemáticos más brillantes del siglo XVII, Blaise Pascal, que escribió, como anticipando a Nietzsche: “Me aterra el silencio eterno de esos espacios infinitos”. En la noche del 23 de no-viembre de 1654, Pascal, a sus 31 años, tuvo una experiencia religiosa que cambió toda su vida, la describió en la siguiente nota: “Fuego. Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos y los eruditos...”. Terminó citando

el Salmo 119, 16: “No olvidaré tu palabra. Amén”. Cosió esta nota en su abrigo, la guardó siempre con él, y dedicó el resto de su vida a explorar la fe religiosa. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob es el Dios que habla, que llama, que escucha. Los espa-cios infinitos no son silencio. En el fondo y más allá de ellos está la voz suave y delicada de Dios, y esto es lo que le da sentido a la historia y a nuestras

vidas individuales. Como el historiador J.H. Plumb escri-bió: “El concepto de que en el seno de la historia de la humanidad estaba en marcha un proceso que moldearía su futuro... parece haber encon-trado su primera expresión entre los judíos”. Para los judíos, dijo Plumb, “el pasa-do se convirtió en algo más que una colección de cuen-tos”. Vino a ser “una parte intrínseca del destino y una interpretación del futuro, más cierta, más absoluta, más comprehensiva que

cualquier adivinación, bien sea por las estrellas o por medio de oráculos, habría propuesto jamás”. [3] Los judíos fueron los primeros que encontra-ron un significado en la historia. Descubrieron el porqué. Y por eso pudieron soportar casi cualquier cómo. El judaísmo es la expresión más antigua y más profunda de ese animal, la humanidad, que busca y encuentra significado. Estos son, en cierto sentido, pensamientos de la modernidad. Con todo, ya se encuentran en el corazón de Parshat Bejukotai (decretos de Levíti-co 26, 1-46), si seguimos la interpretación de Maimónides. Bejukotai comienza con las bendi-ciones que se seguirán, si los israelitas son fieles a su misión y a la alianza con Dios. Luego vienen las maldiciones que seguirán a la desobediencia. Son extensas, terribles e implacables, aun si ter-minan, como lo hacen, con una nota de consue-lo: “Pero aun con todo esto, cuando estén en la tierra de sus enemigos, no los rechazaré ni los detestaré hasta el punto de exterminarlos y de romper mi pacto con ellos: porque yo soy el

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Señor, su Dios” (Lv 26, 44). ¿Cómo debemos interpretar las bendiciones y las maldiciones? La palabra clave de las maldiciones es keri. Aparece aquí siete veces, y en ningún otro lugar en todo el Tanaj. El principio básico es claro: “Si actúas para conmigo con keri –dice Dios– yo ac-tuaré para contigo con keri”. Pero significado de esta palabra no está claro. Las diversas traduccio-nes indican: rebeldía, obstinación, indiferencia, dureza y renuencia. Maimónides, sin embargo, la relaciona con la palabra mikrej, que significa “por casualidad”. In-terpreta el mensaje general de este modo: si te comportas como si la historia fuera mera casuali-dad, y no fruto de la providencia divina, entonces, dice Dios, te entregaré al azar. El resultado será que Israel, una nación pequeña situada en un ve-cindario muy hostil, entonces y ahora, será even-tualmente derrotada, devastada, estará a punto de una destrucción total. Esta es una lectura notable y apunta hacia una distinción, que a veces olvidamos, entre el castigo divino, de una parte, y el eclipse de la Providencia Divina, de otra, lo que la Torá llama: “el oculta-miento del rostro” de Dios. [4] Cuando Dios casti-ga, castiga al culpable. Pero cuando Dios “oculta su rostro”, aun el inocente puede sufrir. Dios esconde su rostro del hombre cuando este esconde su rostro de Dios. Así es como Maimónides entiende la parashá, lo cual es sorprendentemente similar a la afirmación de Nietzsche de que “Dios está muer-to”. Cuando Dios se eclipsa, no queda sino la “na-da infinita” y el “espacio vacío”. Quien muere no es Dios sino el hombre, el animal que busca signi-ficado. En su lugar, como bien sabía Nietzsche, aparece el hombre que es el animal en pos del po-der. A partir de ahí, hay el paso hacia el nihilismo y la barbarie es pequeño.

Ser judío es tener fe en que nuestras vidas indi-viduales y nuestra historia colectiva tienen signifi-cado. Dios está allí aun si no podemos sentirlo. Él nos escucha aun si nosotros no lo escuchamos. Esa es la bendición. Él dio a nuestra gente el coraje para sobrevivir a algunas de las peores desgracias que le han ocurrido a un pueblo. Eso es lo que nos otorga, como individuos, la fuerza para vencer “las hondas y las flechas de una destino atroz”. Si per-demos esa fe, perderemos esa fuerza. Quedamos “a merced del azar”. Esa es justamente la maldi-ción. El azar no es benigno, es ciego. La maldición no es un castigo, es una consecuencia. De ahí viene esa idea que cambia toda la vida: busca sentido y encontrarás fortaleza. La vida no es mikrej, mera casualidad. Es una historia de la que tú eres parte, una pregunta de la que tú eres la respuesta, una llamada dirigida al celular inteli-gente de tu alma. Ese es el destino colectivo de nuestro pueblo, dentro del cual cada uno de no-sotros tiene un propósito específico e individual. Encuéntralo, y el porqué de tu vida te llevará a través de casi cualquier cómo. O como dice Jor-dan Peterson: “El significado es el Camino, el sendero de una vida más rica, el espacio donde vives cuando eres guiado por el Amor y cuando dices la Verdad, cuando nada de lo que deseas y quizá llegues a poseer tiene más valor que esto”. [5] De ahí su Regla No 7: Buscas lo que tiene sentido, no lo que te conviene. Hay un significado para todo. No siempre se presenta así: esto es por qué sucedió tal cosa. A veces se presenta así: puesto que sucedió esto, a ti te toca hacer esto otro. Cuando hemos dado con el porqué, hasta una maldición puede tornarse en bendición. Sin el porqué, hasta una bendición puede ser maldición. Entonces, busca tú el porqué y lo demás te vendrá por añadidura: fortaleza, plenitud, paz. [tr. FQ]

_______ [1] Nietzsche, F., El crepúsculo de los ídolos. La ironía es que fue Viktor Frankl, sobreviviente de Auschwitz, quien popularizó esta cita. Sobre el antisemitismo de Nietzsche, cf Robert C. Holub, Nietzsche’s Jewish Problem, Princeton University Press, 2016.

[2] Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia. [3] J H Plumb,The Death of the Past, Pelican, 1973, 56-7. [4] Deuteronomio 31,18. [5] Jordan B. Peterson, Doce Reglas para la vida. Un antídoto contra el caos. *Ilustración: Sawai Chinnawong, La creación

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SIN FE NO PODRÍAMOS EXPONERNOS A LA VULNERABILIDAD DEL AMOR

Credo significa “yo creo” en latín. En hebreo decimos ani maamin. Puesto que este es el último Credo que escribiré como Gran Rabino, me pareció bien aprovecharlo para decir sencillamente qué es lo que yo creo. Creo que la fe forma parte de lo que nos hace ser humanos. Es una actitud básica de confianza que siempre va más allá de la evidencia disponible, pero sin la cual no haríamos nada que valga la pena. Sin fe en los demás, no podríamos exponernos a la vulnerabilidad del amor. Sin fe en el futuro, no ele-giríamos tener hijos. Sin fe en la inteligibilidad del universo, no haríamos ciencia. Sin fe en nuestros conciudadanos, no tendríamos una sociedad libre. En el mundo occidental, en todas estas actitu-des subyace la fe en Dios, que creó el universo en el amor, que hizo a cada ser humano a imagen suya, cualquiera que sea su color, credo o clase social, que nos levanta cuando caemos, nos perdo-na cuando fallamos y nos pide poner el amor en el centro de nuestro mundo moral: el amor al próji-mo, el amor al extranjero, el amor a Dios. Quien exige pruebas antes de disponerse a creer, no comprende que la fe siempre conlleva riesgos. Siempre es posible vivir sin fe, pero tal vida, en palabras de Macbeth, es “solitaria, ence-rrada, mezquina, a merced de dudas e imprudentes temores” (Acto III, Escena IV). Sin fe en la gente, me vuelvo cínico. Sin fe en las instituciones finan-cieras, dejamos de invertir y las economías colap-san. Sin fe en nuestros conciudadanos, las liber-tades democráticas mueren. Sin fe en Dios, el universo va perdiendo su sentido. La vida deja de tener un propósito obje-tivo. La vida humana ya no es sagrada, tampoco nuestras promesas, deberes y responsabilidades. Las culturas que pierden su fe religiosa se tornan al fin de cuentas individualistas y relativistas. Las personas se vuelven egoístas y autosuficientes. Al principio esto se experimenta como una gran liberación, pero en última instancia conduce a una ruptura de la confianza, y sin confianza, las socie-dades padecen entropía: pierden energía y orden, lo cual conduce a la decadencia y a la ruina. Grecia, cuya grandeza en los siglos quinto y cuarto de la era precristiana fue insuperable, se con-virtió en el siglo III aC en una sociedad de cínicos, escépticos, estoicos y epicúreos, cuya gloria se des-

vaneció con velocidad pavorosa. La Europa de la Ilustración, que depositó su fe en el poder de la ciencia, cayó finalmente en dos idolatrías gemelas: la nación y la raza; desató dos guerras mundiales y dejó decenas de millones de muertos. El comunis-mo soviético, el mayor intento por construir una sociedad basada en los principios científicos y en la ingeniería social, aniquiló la libertad humana hasta que colapsó por su propio peso muerto. Si la fe en Dios significa algo, su significado es humildad para consigo y amor para con el prójimo y el extranjero. Lamentablemente, la fe no siempre ha propiciado estas cosas. A veces puede llevar a la autojustificación y el odio hacia el extraño. La histo-ria de la religión se ha escrito a menudo con sangre derramada en nombre de Dios, esto no es una con-sagración sino una profanación. Hoy en día en muchas partes del mundo veo que la religión se mezcla con la búsqueda de poder, como si toda esa historia trágica se hubiera olvida-do. La Biblia hebrea nos dice que el poder perte-nece a Dios, que lo usa para liberar a los que no tienen poder. La religión no tiene nada que ver con el poder y está toda ella ordenada a lo santo y lo bueno y a la búsqueda de la justicia y la compasión. Cuando la religión y la política se mezclan, el resul-tado es desastroso para ambas. Hoy en día hay ateos molenstos que no son profundos, son como esa gente sin sentido del humor que pregunta por qué los demás se ríen con los chistes. Sus actitudes no tienen nada que ver con la ciencia y están enfrascados en la falta de imaginación. Necesitamos que la ciencia nos diga cómo es el mundo y que la religión nos diga cómo debe ser el mundo. Ambas cosas son necesarias. Si se entienden correctamente, cada cual puede enri-quecer nuestro respeto por la otra. La fe se llega a comprender en la vida y a probarse en la acción. Encontramos la presencia divina en la oración y la celebración, en la historia y en los cánti-cos. Todo ello nos lleva más allá de nosotros mismos hacia el Tú infinito que está en el corazón de lo que existe, que nos enseña a ver su imagen en el rostro de otro ser humano, que nos impulsa a realizar actos de bondad amorosa para dulcificar la vida de este mun-do. La fe es el vínculo de lealtad y la escucha que nos unen a Dios y, mediante él, a la humanidad entera. La fe es la vida vivida a la luz del amor. [tr. FQ]

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CINCO PENSAMIENTOS ACERCA DE LA VIDA Suelo pasar buen tiempo con jóvenes: alumnos a punto de dejar la escuela, estudiantes universitarios y otros ya graduados listos para comenzar una carrera. A menudo me piden consejo cuando co-mienzan su aventura hacia el futuro. Estas son algunas de las ideas que vale la pena considerar cuando comenzamos nuestro camino en un nuevo año que comienza. Lo primero es soñar. Al parecer, la actividad menos práctica resulta ser la más práctica, sueños que muchas veces ni siquiera se realizan. Sé de gente que pasa meses planificando unas vacaciones pero poquísimo tiempo planificando su vida. Ima-gínense comenzar un viaje sin haber decidido a dónde ir. Por expedito que sea el viaje, jamás llega-rás a tu destino porque nunca has decidido a dón-de quieres llegar. En la práctica, cuanto más rápido te muevas, más pronto te perderás.

Soñar es visitar los muchos lugares y paisajes de las posibilidades humanas y descubrir aquel en el que nos sentimos como en casa. Los grandes líde-res religiosos fueron todos soñadores. En mi tradición de fe, tenemos a Moisés que soñaba con una tierra donde fluía leche y miel; Isaías que soñaba con un mundo en paz. Una de las mejores proclmas del siglo XX fue: “Tengo un sueño” de Martin Luther King. Si yo tuviera que diseñar un plan de estudios para ser feliz, soñar sería un curso obligatorio. Lo segundo es dar rienda suelta a tu pasión. Nada, ni riqueza ni éxito ni elogios ni fama, justifi-ca que pases toda una vida haciendo cosas que no disfrutas. He visto a mucha gente aferrarse a carre-ras con el fin de ganar dinero y dar a su pareja y a sus hijos todo lo que deseaban, para acabar per-

diendo a su pareja y distanciándose de sus hijos porque nunca tuvieron tiempo para ellos. Las per-sonas que siguen su pasión suelen llevar una vida de bendición. Son felices en lo que hacen, transmi-ten felicidad a las personas en cuyas su vidas influ-yen. Una vida así vale la pena vivirla. Tercera idea, que aprendí del psicoterapeuta que sobrevivió Auschwitz, Viktor Frankl, cuyo librito El hombre en busca de sentido es uno de los más leídos de nuestro tiempo. Frankl solía decir: “No te preguntes qué quieres de la vida. Pregún-tate qué es lo que la vida quiere de ti”. Las vidas valiosas son aquellas en las que las personas escu-chan un llamado, descubren el sentido de una vocación. Eso fue lo que puso en camino a Abraham, abuelo del monoteísmo, lo cual final-mente vino a cambiar el mundo entero. Moisés habría podido vivir una vida placentera como príncipe en Egipto, pero escuchó el clamor de su pueblo que sufría bajo la esclavitud, y el llamado de Dios para que él los condujera a la libertad. Hay una historia bien conocida de tres hom-bres que pasaron toda su vida extrayendo rocas. Cuando se les preguntó qué estaban haciendo, uno respondió: “Yo, triturando piedras”. Otro dijo: “Yo, ganándome la vida”. Y el tercero: “Yo construía una catedral”. No tiene caso preguntar cuál de los tres se sentía más satisfecho de su trabajo. Steve Jobs pasó su vida haciendo que la tecnología fuera amigable para las personas. Los creadores de Google buscaron que el mundo de la información estuviera disponible para todos. Un sentido general del porqué precedió siempre al cómo. Cuando lo que queremos hacer corresponde a lo que está pidiendo a gritos ser hecho, allí jus-tamente es donde deberíamos estar. El cuarto pensamiento es dar espacio en tu vida a las cosas que valen la pena: la familia y los amigos, el amor y la generosidad, la diversión y la alegría. Sin ello, te vas a quemar a media carrera y quedarás desconcertado por qué pasó con tu vida. En el ju-daísmo tenemos el Shabat, un día de la semana de-dicado a no haceer nada, en el que nos damos tiem-po para todas las cosas que son importantes pero no urgentes. No todas las culturas tienen un Shabat. Con todo, una vida sin un tiempo consagrado reno-varse, igual que una vida sin ejercicio, sin música o sin sentido del humor, es una vida pobre.

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Quinta idea: trabajar esforzadamente, a la ma-nera en que un atleta o un concertista del piano o un científico de vanguardia trabajan arduamente. El psicólogo estadounidense, Mihaly Csikszent-mihalyi, llama a esto el principio del “flujo”. Con ello se refiere a esa experiencia cimera que tienes cuando trabajas tan duro en una tarea que se te pasa el tiempo sin que lo notes. Ningún triunfa-

dor reconocido, aun quienes parece que lo hicie-ron fácilmente, tuvo éxito sin haber trabajado arduamente. La palabra judía para decir “servir a Dios”, avodah, significa también trabajar duro. Hay muchos otros pensameintos, pero estos son algunos de los más importantes. Ponlos a prueba y ell gozo te soprenderá.

[Tr. Francisco Quijano]

PARA COMPRENDER LA ORACIÓN

1. El ejercicio del espíritu

La oración es para el espíritu humano lo que el ejercicio es para el cuerpo. Yo trato de hacer mis diez mil pasos por día. No siempre lo consigo, pero me siento mal cuando no lo hago, porque sé, por mi estilo de vida sedentario, que si no hago ejercicio, muchas otras cosas no irán bien. Aumen-taré de peso, mis músculos se debilitarán, mi pre-sión arterial aumentará y mi esperanza de vida disminuirá. Perderé años de vida y vida en mis años. Sí, diez mil pasos en una cinta rodante puede ser a veces muy aburrido. Pero lo haces porque sabes lo que sucederá si no lo haces. Lo mismo pasa con la oración. Solo que no te-nemos el mismo tipo de medidas precisas para el espíritu como las tenemos para el cuerpo. No resul-ta fácil cuantificar los sentimientos de felicidad, satisfacción, sentido, gratitud, placer, deleite, ale-gría. Pero sí que marcan una diferencia. De hecho, marcan toda la diferencia en términos de bendición, de una vida vivida en plenitud. Ahora sabemos, gracias a la investigación de personas como Martin Seligman, Ed Diener, Sonja Lyubomirsky y Tal ben Shahar, que la felicidad, el florecimiento del espíritu humano, tiene efectos en la salud y la esperanza de vida. Fortalece el sistema inmune. Está correlacio-nado con el éxito en educación, carrera y relaciones. Nos abre a los demás y nos hace menos propensos a sufrir por la soledad y la desesperación. Parece, pues, que hemos olvidado que la ora-ción es para el espíritu lo que el ejercicio físico es

para el cuerpo. Meditación, sí. Atención concen-trada, sin duda. Son las cosas de moda, y segura-mente no hay nada de malo en ellas. La oración judía, cuando se hace de la manera correcta, es una forma de meditación y de atención plena.

Pero es mucho más que eso, igual que la felici-dad es mucho más. Es más que un momento de serenidad en una vida marcada por el estrés, la ansiedad y la decepción. La oración judía tiene que ver con la gratitud y la resiliencia, el perdón y el amor. Es canto y danza, exuberancia y alegría. Par-ticipa en una boda judía y sabrás lo que esto signi-fica, y a veces la oración se vive como una boda judía. Esto es celebrar la vida. El espíritu necesita de la oración igual que el cuerpo necesita ejercicio, y algunas veces la oración puede ser aburrida igual que el ejercicio puede ser aburrido, pero lo haces porque sabes que te hará sentir lleno de energía, en alerta y revitalizado. Te

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convertirá en un ser humano mejor, más pleno y más profundo. Casi todo el tiempo durante cuatro mile-nios, los judíos se han contado entre los exper-tos mundiales del espíritu humano, y eso tiene que ver

en gran medida con la forma en que oramos. Así que sígueme en esta serie de videos y aprendamos juntos qué es realmente la oración y cómo puede cambiar tu vida. [Este texto es guión de unos videos]

2. Agradecer y pensar *

Voy a contarte una historia sobre la primera oración que pronunciamos cada mañana, Modé aní lefaneja, Te doy gracias por devolverme la vida . Su-cedió en nuestra luna de miel. Elaine y yo viajá-bamos por Italia y llegamos a una pequeña ciu-dad costera llamada Paestum, un lugar con rui-nas romanas y un mar que brillaba bajo el sol de la mañana. El problema fue… que no pude na-dar, ¡nunca había aprendido! Cuando nos sentamos en la playa y miramos el mar, me di cuenta de que la playa descendía muy suavemente, porque la gente se adentraba bastante en el mar y el agua sólo le llegaba a las rodillas. Parecía cosa segura meterse al agua. Y así lo hice. Caminé hasta donde había visto a unas personas paradas unos minutos antes, y el agua lamía suavemente mis rodillas. Entonces comencé a caminar hacia la orilla. Y de pronto sucedió. En un instante me hundí. Cómo sucedió, no lo sé. Debió haber un foso en la arena. Lo había sorteado al adentrarme en el mar, pero al regresar caminé directamente hacia él. Traté de nadar pero no pude. Seguí hundiéndome. Miré a mi alrededor en busca de rescate, pero los otros bañistas estaban muy lejos, demasiado lejos para alcanzarme; demasiado lejos incluso para oírme. Y peor aún, estábamos en Italia, y cuando me hundí por quinta vez, recuerdo haber pensado dos cosas. “¡Vaya forma de comenzar una luna de miel!” Y, bueno, “¿cómo se dice ‘Auxilio’ en italiano?”.

Es difícil describir el pánico que sentí. Obvia-mente alguien me rescató o no estaría yo aquí ahora. Pero en ese momento perecía el final. Es claro que alguien, al verme zozobrar, nadó hacia mí y me llevó a la orilla. Me depositó, casi inconsciente, a los pies de Elaine. Nunca supe quién fue. Hay alguien, pues, en algún lugar a quien le debo la vida. Y esto cambió mi vida. Después de aquello, por muchos años estuve despertando en la maña-na sabiendo que, de no haber sido por un mila-gro, no estaría yo vivo. En cierto modo esto hizo que todo lo demás fuera más llevadero. Cada vida tiene sus momentos difíciles, yo nunca he olvida-do ese día en una playa italiana, cuando me de-volvieron una vida que casi había perdido. Es difícil deprimirse cuando recuerdas todos los días que la vida es un don. Por eso, cada mañana digo con profundo senti-miento estas palabras: Modé aní lefaneja: “Te doy gracias, Rey viviente y eterno, por devolverme el alma en tu misericordia. Grande es tu fidelidad”. Gracias, ¡oh Dios!, por devolverme la vida. Piénsalo. La primera palabra que los judíos dicen todos los días es Modé. Antes aún de pensar, damos gracias. Esa es la primera regla de la ora-ción. No hay que dar por descontado la vida. Es una meditación sobre el milagro de ser. Estamos aquí. Pudimos no haber estado. En cierto modo esto hace que todos los días sean una celebración.

[* Juego de palabras en inglés: thanking / thinking]

3. Alabar

Se dice que los esquimales tienen cincuenta pa-labras para designar la nieve. No estoy seguro de ello, lo que sí sé es esto: en hebreo hay muchas, muchas palabras para elogiar. Lehodot, lehallel, lesha-beach, lefa'er, leromem, lehader, levarech, le'aleh, ulekales, y más. Porque así como los esquimales viven rodea-dos de nieve, ser judío es vivir envuelto en la ala-banza de Dios. Ese es nuestro elemento, el aire que respira nuestro espíritu, la música que canta el alma judía. Dimos al idioma inglés [y a otros] la palabra “Halleluyah”, “Alabado sea Dios”, y el

libro de los Salmos sigue siendo la poesía de ala-banza más hermosa jamás escrita. La oración judía siempre comienza con la ala-banza. Toma diferentes formas según las diferentes celebraciones, pero siempre está ahí antes que todo lo demás. ¿Por qué? Porque en los días nefastos po-demos distraernos con las preocupaciones, sentirnos deprimidos por la ansiedad, vernos perturbados por el miedo. Nos encerramos en nosotros mismos, co-mo si estuviéramos dentro de una habitación estre-cha, asfixiados, incapaces de ver la luz del sol o respi-

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rar el aire libre. Soy el último en minimizar la grave-dad de la depresión. Con Simon y Garfunkel, sé lo que es cantar: “Hello darkness, my old friend”. Por eso la oración de alabanza es tan importan-te. Dice: no mires hacia adentro; mira hacia afuera. No mires hacia abajo; mira hacia arriba. El mundo está lleno de luz, dijeron los místicos judíos, si sabemos cómo abrir los ojos. Los salmos son una sinfonía de alabanza. Escuchen esto del Salmo 148: “¡Alaben al Señor desde los cielos, alábenlo en las alturas! Alábenlo todos sus ángeles, alábenlo todos sus ejércitos. Alábenlo sol y luna, alábenlo todas las estrellas brillantes. Alábenlo los cielos más altos y las aguas sobre los cielos”.

Y esto del Salmo 150: “Alábenlo con el arpa y la li-ra. Alábenlo con panderos y danzas, alábenlo con cuerdas y flautas... Todo lo que respira alabe al Señor. ¡Aleluya!”. Estos salmos dicen: contempla la gloria de la creación. Mira toda la belleza que te rodea. Escu-

cha el canto de un pájaro. Mira con atención la belleza de un árbol, sus hojas que tremolan con la brisa. Detente e inhala el gran milagro de ser. Re-cuérdate a ti mismo, tranquilamente, dulcemente: aquí estoy. El universo está aquí. Yo estoy vivo. Soy libre. Soy capaz de amar y soy amado. Alabaré al poder que hizo todo esto y me permitió estar aquí y contemplarlo. Ve sintiendo luego cómo la inquietud se apaci-gua, el esfuerzo cesa, el pulso va serenándose, y celebra por un instante la pura bendición de ser. Todo lo que necesitas para ser feliz ya lo tienes. Está allí, en los rincones secretos del alma, espe-rando que lo descubras. En la alabanza es como comienza el viaje hacia la felicidad. Entre mis versos favoritos están estos de W. H. Auden sobre el poder de la imaginación para libe-rarnos de las emociones negativas:

En el desierto del corazón la fuente de la salud deja manar. En sus días de prisión enseña al hombre libre cómo alabar.

In the desert of the heart Let the healing fountain start. In the prison of his days Teach the free man how to praise.

4. El llamado más profundo

¿Hay algo parecido a una oración que llegue más hondo que las palabras? En Rosh Hashanah, el Año Nuevo Judío, hay eso: es el sonido del shofar, el cuerno de carnero. Es un sonido que nos transporta a unos de los momentos más épicos de la historia judía. Nos recuerda el sacrificio de Isaac, cuando Dios dijo a Abraham: “No quiero que sacrifiques a tu hijo”, y le mostró en lugar suyo un carnero enredado por los cuernos en un matorral (Gn 22, 12-13).

Nos recuerda la escena en el Monte Sinaí, el único momento en la historia en que Dios se reve-ló a todo un pueblo, cuando, según la Torá, el

sonido del cuerno de carnero se escuchaba cada vez más fuerte (Ex 19, 18-19).

Se escuchó en el año jubilar cuando los esclavos fueron liberados, según las palabras grabadas en la Campana de la Libertad en Filadelfia: “Proclama la libertad en toda la tierra a todos sus habitantes”. Resonó hace cincuenta años, cuando en la Gue-rra de los Seis Días, el Kotel, el Muro Occidental, quedó unido una vez más a las personas cuyas oraciones había recibido a lo largo de siglos.

Y resuena a veces en Auschwitz, Majdanek y Treblinka, cuando los judíos regresan para derra-mar lágrimas y encender velas en memoria de un tercio de nuestra gente que fue asesinada por una civilización demente que juzgaba que los judíos no tenían derecho a existir.

A veces es un tekiyah, un clarín, que anuncia al-gún gran evento como la llegada del rey. O el co-mienzo de la era mesiánica, según decimos en nuestras oraciones: “Toquen el gran shofar en ho-nor de nuestra libertad”.

Y a veces se transforma en el sonido de un co-razón quebrantado, con sus shevarim, suspiros, y sus teruah, sollozos, al recordar todas las cosas que hicimos y nos avergüenzan o de las que somos

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culpables, y todo lo bueno que pudimos haber hecho, pero no fuimos capaces de hacer.

Ya sea que el shofar sea nuestra voz que clama a Dios o que sea Dios que nos llama, su sonido vie-ne de algo que es más profundo que las palabras. El shofar es sencillamente el sonido que hacemos con el solo aliento: nos recuerda este versículo al comienzo de la historia humana:

“Y el Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo, sopló en su nariz, y el hombre se convir-tió en un ser vivo” (Gn 2,7).

El shofar nos dice que, aun siendo polvo, seres mortales y vulnerables, tenemos en nuestro interior el aliento de Dios. Eso en última instancia es lo que es el shofar: el sonido del alma que llama al alma cru-zando el abismo entre nosotros y el infinito.

[Escuchar el shofar aquí]

5. La familia

Me gusta una anécdota judía de hace años. Allá por la década de 1960, una agencia de publicidad ideó un eslogan para uno de los principales bancos de Estados Unidos. Apareció en periódicos y carte-les publicitarios. Decía: “Tienes un amigo en Chase Manhattan”. Y debajo un israelí había escrito: “Pero en el Bank Leumi tienes una mishpajá, una familia”. Esa es una buena explicación, si las hay, de una de las frases clave de la oración judía, especialmente en torno a las Grandes Fiestas. Avinu malkenu , nues-tro Padre, nuestro Rey. Esto nos dice algo profundo acerca de la espiritualidad judía. No somos superio-res a los demás. Al contrario, creemos que cada ser humano, sea cual fuere su color, cultura, clase o credo, es imagen y semejanza de Dios. Creemos que los justos de todas las naciones tienen una participa-ción en el mundo venidero. Lo que creemos es que Dios es amigo de toda la humanidad. Pero con no-sotros, él es de nuestra familia. Él es malkenu, nuestro Rey. Pero, como decimos en nuestras oraciones, él es también Melek al kol haaretz, Rey de toda la tierra, soberano del universo. La máxi-ma autoridad moral de toda la humanidad. En nues-tro caso, antes de ser malkenu, Él es avinu, nuestro Padre. En el cielo, no solo tenemos un amigo, tene-mos una familia. En el judaísmo, Dios está cerca. Tan cerca de nosotros como nuestros padres cuan-do éramos niños pequeños.

Mira las grandes catedrales y mezquitas cons-truidas en la Edad Media. Son enormes, majestuo-sas. En algunos casos, tardaron siglos en construir-las. Ahora visita Tzfat en el norte de Israel. Visita las shuls de Ari, R. Itzhak Luria y R. Yosef Karo, y verás que son muy pequeñas. Pequeñas. Sencillas. Incluso humildes. En una catedral, sientes la in-mensidad de Dios y la pequeñez de la humanidad. En una shul, sientes la cercanía de Dios y la gran-deza de la humanidad. Y así es como deberíamos hablar con Dios en la oración. Lamentablemente, mis padres ya no viven. Pero en ciertos momentos de reflexión pienso que ellos están mirándome desde el cielo, orgullosos quizás, eso espero, de algunas de las cosas que hice, pero seguramente también decepcionado por otras. ¿Por qué no les di más tiempo a las personas? ¿Por qué no fui más sensible? ¿Más amoroso? ¿Más indulgente?

Y pienso, mamá, papá, que tienen razón. Hu-bo tantas cosas este año que hice mal. Ayúden-me a corregirlas. Denme fuerzas para cambiar y crecer. Denme valor para enfrentar mis fallas y ocuparme de ellas. Así es como trato de hablar con Dios. Porque Él no es solo un amigo. Él es de mi familia. Nues-tro padre, no solo nuestro Rey. Avinu Malkeinu.

6. Los errores

Tengo un libro en mis estantes, cuyo título dice: Se cometieron errores, pero no fui yo (Mistakes were made, but not by me). Lo cual resume en una sentencia lo que falla tan a menudo en nuestras vidas. Cometemos errores. Todo el mundo. En el Judaísmo, creemos que nadie es ni nadie ha sido alguna vez infalible. No lo fueron Abraham ni Sara ni Moisés ni Miriam. Ninguno de los héroes y heroínas de la Biblia hebrea son retratados co-mo santos. Todos somos humanos, demasiado humanos. Y Dios sabía eso antes de habernos

creado. Lo cual quiere decir que creó también el perdón antes de que el homo sapiens pisara esta tierra. Pero con una condición. Parece de lo más simple. Pero viene siendo una de las cosas que nos resultan más difíciles realizar. Antes de ser perdonados, tenemos que admitir, reconocer, que hemos cometido errores. No po-demos refugiarnos en culpar a otras personas, a los políticos, a los medios, a nuestros vecinos, incluso a nuestros enemigos. No podemos decir: “Se co-metieron errores, pero no fui yo”.

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Porque mientras no aceptemos la responsabili-dad por el error cometido, no podemos crecer, no podemos aprender, ni siquiera podemos realmen-te entender por qué no hemos alcanzado aún todo nuestro potencial.

Mira a los mejores deportistas, los verdaderos campeones, los que están inscritos en el Salón de la Fama. ¿Crees tú que cuando llegan a ser cam-peones, dicen: “Se cometieron errores, pero no fui yo”? No. Hacen exactamente lo contrario. Contratan entrenadores. Y lo que esperan de su entrenador es que los vean practicar y actuar y luego les digan lo que hicieron mal, por mínimo que sea.

Eso es lo que hace que sean campeones. Quieren conocer sus errores. Quieren compren-der cómo y por qué los hicieron. Quieren apren-

der a desempeñarse mejor en adelante. Y lo ha-cen todos los días, sin parar. Los verdaderos campeones son los que dicen: yo fui quien que cometió los errores.

Esto es lo que hace del judaísmo un semina-rio permanente sobre cómo llegar a ser una per-sona buena en verdad. En nuestro caso Dios es lo que un entrenador es en el caso de un cam-peón de tenis. Cuando lo escuchamos en el si-lencio profundo del alma, él es quien nos dice lo que estamos haciendo mal y cómo podemos hacerlo bien.

Avinu malkenu shema kolenu. “Nuestro Padre, nuestro Rey, escucha nuestra voz”. Avinu malkenu chatanu lefanecha. “Padre nuestro, Rey nuestro, he-mos pecado ante ti. Cometimos errores. Ayúda-nos a corregirlos”.

7. Crecer

Carol Dweck, esa psicóloga de Stanford, cam-

bió toda nuestra comprensión del desarrollo hu-

mano en su libro paradigmático, Mindset: La actitud

del éxito. Lo que le interesaba era saber por qué

unos niños alcanzan grandes logros y otros no.

Lo que la fascinaba de veras era que eso no de-

pendía de sus habilidades. Lo que marcaba la dife-

rencia era que unos niños temen fallar, por lo cual

no se arriesgan, en tanto que otros no tienen mie-

do. Ni siquiera piensan que su fracaso es fracaso.

Lo ven como un aprendizaje; tratan de probar algo

nuevo; descubren lo que funciona y lo que no.

Los niños que temen fracasar tienen, dijo ella,

una mentalidad fija. Piensan que las habilidades

son algo que tienes o no tienes. Por lo cual, tratan

de no arriesgarse a cometer errores, no sea que

vayan a parecer tontos.

Los otros niños, en cambio, tienen lo que ella

llama una mentalidad dúctil (growth mindset). Pien-

san que las habilidades son algo que se desarrolla

con el tiempo, por lo cual siguen aprendiendo,

trabajando, entrenando y asumiendo nuevos retos.

Tienen resiliencia. No se dejan intimidar por el

fracaso. Saben intuitivamente que el genio es 99%

sudor y solo 1% inspiración.

Son como el pintor Vincent van Gogh, que si-

guió adelante a pesar de que solo vendió una pin-

tura en toda su vida, lo cual no fue por no intentar-

lo, puesto que su hermano y gran mecenas, Theo,

era curador de arte. O como J. K. Rowling, cuyo

primer libro de la serie Harry Potter fue rechazado

por las primeras doce editoriales a las que lo envió.

Si quieres lograr algo en la vida, desarrolla una

mentalidad dúctil. Y el Judaísmo, especialmente en

torno a los Días Santos, es un tutor permanente del

crecimiento de la mente. ¿Cómo? Porque la esencia

misma de Yom Kippur es el perdón. Dios perdona

nuestros errores, si admitimos que fueron errores, y

si nos esforzamos por aprender de ellos, para no ser

el día de mañana lo que fuimos el día de ayer. Así

pues, no hay nada que temer del fracaso. Dios sabe

que todos fallamos de vez en cuando. Así lo escri-

bió en el guion y proporcionó el antídoto. Lo llamó

Kapparah, expiación, perdón. Es el Kippur de Yom

Kippur, el perdón del Día del Perdón.

La idea toda de teshuvah (aceptar, confesar, sa-

nar el pasado, regresar adonde deberíamos estar)

tiene que ver con el crecimiento personal. Los hé-

roes del Judaísmo no son quienes nacieron siendo

ya próceres. Son los que llegaron a ser ilustres por

arriesgar, soportar pruebas, vencer obstáculos,

mantenerse firmes en el sentido de su propósito y

fuertes en su resiliencia. Así fue Moisés. Así fue

David. Así fue Ana. Así fue Rut.

Y así somos nosotros, si tomamos en serio el

Yom Kippur. Dios nos fortalece para atrevernos a

lo grande, y lo hace por ser, con palabras de nues-

tras oraciones, Mochel avonot amo: El que perdona las

iniquidades de su pueblo. Él es el Dios del perdón, el

Dios que quiere vernos crecer.

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8. Palabras sagradas

Uno de los versículos más conmovedoras de las oraciones del Día Santo es Shema koleinu. Escucha nuestra voz, Señor nuestro Dios.

Shemá es una de las palabras clave del Judaísmo, tal vez la palabra clave. Es casi imposible traducir-la, porque tiene muchos matices de significado. Significa oír, escuchar, prestar atención, compren-der, interiorizar y responder.

El Judaísmo es por exce-lencia una religión de la pa-labra. Dios creó el universo natural con palabras: “Y Dios dijo: Hágase... y exis-tió”. Nosotros creamos, o dañamos, es más destruimos el universo social con pala-bras. Las palabras son la forma en que comunicamos nuestros sentimientos más profundos a quienes ama-mos; y con ellas también, Dios no lo quiera, es como herimos a los que no amamos.

El Judaísmo es una religión de palabras sagra-das: la Torá, que es la palabra de Dios para nos-otros, y la tefillah, la oración, que es nuestra pala-bra para Dios. En el trasfondo de la celebración del Yom Kippur se encuentra un extraordinario drama his-tórico. Aquí está: En los tiempos bíblicos había lugares sagrados. La tierra de Israel era santa. Jeru-salén era aún más santa. Y dentro de Jerusalén, el sitio más sagrado era el Templo. Y dentro del Templo había un lugar sagrado por excelencia, llamado Santo de los Santos.

Había tiempos sagrados. Había días festivos. El Shabat era más santo todavía. Y aún más santo que esos días era el único día del año conocido

como Shabat Shabaton, Sábado de los Sábados, Yom Kippur. El Día de la Expiación.

Había, en tercer lugar, personas santas. Israel mismo fue llamado goy kadosh, nación santa. Dentro de ella, la más santa de las tribus eran los Leviim, los Levitas. Entre los Leviim, eran aún más santos los kohanim, los sacerdotes. Y entre los sacerdotes había

uno más santo que todos los demás, el Cohen Gadol, el Su-mo Sacerdote.

Y una vez al año, el hom-bre más santo entraba al lugar más sagrado el día más sagra-do para pedir el perdón para todo el pueblo de Israel. Pero el Templo fue des-truido. Jerusalén fue reducida a ruinas. No hubo más sacrifi-cios, no más sumos sacerdotes.

¿Qué fue lo que quedó? Solo ese Día. Y también nosotros, el pueblo judío. Fue entonces cuando nuestros antepasados descu-brieron que donde quiera que oremos, ese lugar se convierte en mikdash me’at, un templo menor. Cada oración que nace del corazón es como un sacrificio. Y cuando ya no hay un Sumo Sacerdote que presen-te nuestras oraciones ante Dios, él nos escucha a cada uno como si fuéramos el Sumo Sacerdote.

Se acabaron las celebraciones del Templo, pero conservamos el culto del corazón, y la certeza de que Dios escucha cada palabra que pronunciamos cuando nace del corazón. Perdimos todo lo demás, pero conservamos las palabras.

Shemá koleinu. ¡Oh Dios, escucha nuestra voz! Ten piedad y compasión de nosotros.

Porque no tenemos nada que ofrecerte más que nuestras oraciones.

9. Creencias que nos sitúan ¿Acaso la fe marca realmente una diferencia? ¿Es posible tener fe, aun en el siglo veintiuno, en este tiempo ordinario, después de todo lo que hemos aprendido de la ciencia? La respuesta a ambas preguntas es Sí. La fe judía no es irracional, no es ingenua o precientífica. La fe es lo que yo llamo una creencia que nos sitúa (framing belief), y quiero explicar lo que es eso.

Tuve una vez una conversación en televisión con un famoso ateo, y conseguí que leyera una carta que le había escrito a su hija cuando tenía diez años. En ella decía: “No aceptes nunca nada sin pruebas”.

Diez minutos después, le pregunté: “¿Eres opti-mista?”. “Sí, por supuesto”, respondió. Le dije entonces: “Muéstrame qué evidencia tienes”. No

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hay evidencia. O para decirlo con más precisión, los optimistas encuentran evidencia para justificar su optimismo, y los pesimistas encuentran igual-mente evidencia para justificar su pesimismo. No habrá nunca evidencia para poder decidir qué es verdad, si el optimismo o el pesimismo, porque ambas actitudes conforman la manera como expe-rimentamos el mundo y la forma como interpre-tamos la evidencia. El optimismo y el pesimismo son creencias que nos sitúan.

Otro ejemplo. ¿Es correcto o incorrecto andar por la vida confiando en la gente? Unos confían, otros no. Abrigan sospechas, son recelosos, temen ser traicionados. Si confías en las personas, algunas se aprovecharán de ti y eso va a herirte. Pero si an-das por la vida como un cínico abrigando sospe-chas, te librarás de traiciones, pero nunca conocerás el amor o la amistad, esa profunda comunión de las almas. Hay algunas cosas que no podrás lograr si no confías. ¿Cuál es, entonces, la opción racional: con-fiar o sospechar? No hay en esto una opción racio-nal. Ambas son creencias que nos sitúan.

Eso mismo sucede con la fe. Cuando tengamos todo el conocimiento; cuando sepamos exacta-

mente cuándo y cómo surgió el universo, quedará todavía una pregunta abierta. ¿Tiene la vida un significado, un propósito superior, o es simple-mente, en palabras de Shakespeare: “un cuento / contado por un idiota, lleno de barullo y de furia, / que no tiene ningún sentido”?

¿Surgió el universo sin ninguna razón y algún día desaparecerá? ¿Son vanas todas nuestras ora-ciones? ¿No hay nada más allá del universo físico? ¿Acaso todas nuestras esperanzas son ilusiones y nuestras aspiraciones no son más que sueños que nos engañan?

La fe y la falta de fe son creencias que nos si-túan. Cuál de ellas elegimos marca toda la diferen-cia. Puedes vivir sin optimismo ni confianza, igual que puedes vivir sin música o sin sentido del hu-mor. Pero es una vida limitada. De la misma mane-ra, puedes vivir sin fe. Pero te perderás todo lo que proviene de la creencia de que la vida tiene un significado, que Dios creó el universo en amor y perdón, y nos pide amar y perdonar los demás.

Ese amor y perdón se expresa bellamente en es-ta sencilla oración: Chamol al maasecha. Ten misericor-dia de quienes has creado.

10. El lenguaje del alma

El Kol Nidrei es la melodía seductora con que comienza el Santo de los Santos del tiempo judíos. ¿Qué tiene el Kol Nidrei que habla con tanta fuerza al alma judía? No son las palabras, escuetas, prosaicas, no la poesía, no es siquiera una oración. Es una fórmula legal para anular los votos. Enton-ces, ¿cómo llegó a tener la importancia, el poder que tiene? He escrito un ensayo sobre la historia y el significado del Kol Nidrei en Koren Machzor, no trataré de resumirlo ahora. Pero hay otra respuesta que no tiene nada que ver con la historia, la cos-tumbre o la ley o el significado de las palabras. ¿No podría ser acaso porque Kol Nidrei nos habla, al menos a nosotros Ashkenazim, en forma tan po-derosa debido a la música? Esa melodía seductora, evocadora, triste y a la vez desafiante que, en un instante, nos lleva al estado de ánimo de esta no-che intensamente santa.

Tal vez eso es lo que la oración, la fe, la espi-ritualidad son realmente: son más afines a la música que al habla, más a la poesía que a la prosa. Hay algo profundamente espiritual en el canto. Cuando los israelitas cruzaron el Mar Ro-jo milagrosamente dividido, no hablaron, canta-

ron. Cuando Moisés estaba a punto de morir, una de las últimas cosas que hizo fue enseñarle a la gente una canción. Cuando Ana tuvo por fin un hijo, cantó. Cuando David quiso expresar sus pensamientos más íntimos, cantó. Cuando los judíos celebraban en el Templo, cantaban. Las palabras son el lenguaje de la mente, la música es el lenguaje del alma.

Cuando aspiramos a la trascendencia y el al-ma anhela liberarse de la atracción gravitacional de la tierra, entona un canto. La música, dijo Jean Paul Richter, es “la poesía del aire”. Tolstoy la llamó “la taquigrafía de la emoción”. Goethe dijo: “el culto religioso no puede prescindir de la música”. La historia del espíritu judío está escrita en sus cantos.

Uno de los testimonios más conmovedores de esto es el Salmo que el rey David cantó a Dios: “Cambiaste mi luto en danza; me quitaste el sayal y me vestiste de gozo. Por eso mi corazón te canta sin cesar” (Salmo 30, 11). Cuando el espíritu se exalta, el alma canta.

Y cuando nos reunimos para orar, y nuestras voces se unen a las de los demás, la música abre

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deQuólibet no 8 octubre 2018 Jonathan Sacks: la fe, el amor, la oración

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nuestros corazones, libera nuestras emociones y abre nuestras mentes, y por un momento nos olvidamos de nuestros mezquinos estratagemas y deseos, y somos llevados por las alas de la Shekhinah (Gloria, Presencia de Dios). Volvemos, luego, a la tierra purificados y revitalizados. Eso es la oración: nuestro canto a Dios que nos le-

vanta cuando caemos, nos perdona cuando fa-llamos, y nunca deja de creer en nosotros, dán-donos así la fuerza para continuar y el poder para crecer.

Cantemos el próximo año el canto de Dios, y que sus bendiciones fluyan por medio de nosotros al mundo. [Escuchar él Kol Nidrei aquí] [tr. FQ]


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