RIIMRevista de Instituciones, Ideas y Mercados
Nº 55 | Octubre 2011 | Año XXVIII
Dossier sobre Raymond AronCompilado por Eugenio Kvaternik
Adriana María Suárez MayorgaLa concepción aroniana de la historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5
Pablo Antonio AnzaldiAron, lector de Clausewitz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39
Cecilia I. AversaLos orígenes de la inestabilidad democrática en Aron . . . . . . . . . . . . . . 71
Eugenio KvaternikRaymond Aron: vivir en la ciudad y hacer la guerra . . . . . . . . . . . . . . . 93
Ensayos: El desafío populista en América Latina
Carlos Rodríguez BraunValores liberales y un nuevo populismo latinoamericano . . . . . . . . . . . 133
Jorge AvilaEconomic Denationalization as an Antidote against Populism. . . . . . . 151
Edición semestral de ESEADE
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Darío Fernández MoreraPopulism in Latin America and the United States:
the Case of the Tea Party Movement. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163
Roberto Cortés CondeArgentina, From Economic Modernity to Populism . . . . . . . . . . . . . . . 181
Artículos
Gustavo GamalloMercantilización del bienestar en la Argentina.
Hogares pobres y elección de escuelas privadas . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189
Carlos HoevelRosmini’s Economic Vision and the Post-Crisis Global Economy. . . . 235
Reseñas
Celestino CarbajalLudwig von Mises, Seis lecciones sobre el capitalismo . . . . . . . . . . . . 259
Gabriel ZanottiFrancisco Leocata, Filosofía y ciencias. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 271
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Revista de Instituciones, Ideas y Mercados Nº 55 | Octubre 2011 | pp. 5-38 | ISSN 1852-5970
LA CONCEPCIÓN ARONIANA DE LA HISTORIA*
Adriana María Suárez Mayorga**
Resumen: En este artículo se reflexiona sobre la concepción que tenía Ray-
mond Aron de la historia y del oficio del historiador. La primera entendida
como una reconstrucción o reconstitución a la que sólo es posible aproxi-
marse por la propia experiencia y el segundo concebido como una inter-
pretación ligada tanto al método empleado como a las fuentes recopiladas
por el investigador.
Abstract: Raymond Aron’s conceptions about History and the historian’s
craft are discussed in this paper. The first one is understood as a reconstruction
or a reconstitution to which an approach is only possible by the self experience.
The second one is conceived as an interpretation, related equally to the
method employed and to the sources that were gathered by the researcher.
Raymond Aron fue un intelectual comprometido con su época; nacido en
1905 en París y fallecido en 1983 en la misma ciudad, tuvo la posibilidad
de vivir la mayor parte de los acontecimientos que dieron forma al siglo
XX; de hecho, el haber presenciado el desarrollo de dos guerras mundiales,
la crisis financiera de 1929, el ascenso del nazismo y el surgimiento de los
totalitarismos de izquierda y de derecha que marcaron irremediablemente
el devenir del mundo occidental, hicieron de él un testigo de primera mano
de la situación imperante durante dicha centuria.1 La experiencia de esa
* Se agradece al Lic. Eugenio Kvaternik por las observaciones realizadas a este artículo. ** Historiadora de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá; Magíster en Historia
Iberoamericana del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC); Magísteren Historia de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá. Estudiante del Doc-torado en Ciencias Sociales (Universidad de Buenos Aires). Su correo electrónico es:[email protected]
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realidad le imprimió a sus disquisiciones un carácter crítico que con el
paso del tiempo –y a pesar de las múltiples oposiciones que suscitaron sus
escritos dentro del entorno académico– fueron ratificando su pertinencia
para comprender el escenario político que iba a resultar de tales procesos.
El camino para llegar a ser reconocido como uno de los pensadores
más importantes del siglo pasado no fue, sin embargo, fácil; en su propio
país “Raymond Aron tuvo que luchar durante años contra la indiferencia del
medio universitario. La ignorancia y la manipulación de sus ideas y de sus
análisis se explican porque, pese a sus denodados esfuerzos, no logró sus-
traerlos al efecto perverso de la hegemonía de una sola corriente de pensa-
miento y de la politización del conocimiento. Durante la mayor parte de su
vida Aron tuvo que soportar la descalificación de su trabajo por parte de
una comunidad universitaria que lo consideraba el ideólogo de la burguesía,
enemigo de la paz o un maestro indigno de enseñar, según lo denunció Jean-
Paul Sartre en 1968 en respuesta a su crítica al movimiento estudiantil”.
Incluso, “no fue sino hasta finales de los años setenta que Raymond Aron
recibió el reconocimiento que merecía” (Loaeza, 1997: 369).
Es de anotar que la “precisión” de “algunas de sus propuestas” frente a
la construcción del discurso histórico ocasionó que varios de sus biógrafos
le atribuyeran la condición de historiador (Loaeza, 1997: 367); empero, si
bien es cierto que su frecuente propensión tanto por teorizar sobre la disciplina
como por recurrir constantemente a ella para abarcar los temas que le inte-
resaba examinar podrían legitimar que se le otorgara ese calificativo, también
lo es (para ser justos con el propio pensamiento aroniano) que él nunca se
asumió como tal.2 La importancia de remarcar esta cuestión radica en que
es precisamente la que permite establecer sobre qué parámetros conceptuales
se van a cimentar las argumentaciones contenidas en el presente artículo.
En esencia, el propósito cardinal de las páginas que siguen es reflexionar,
a través del estudio de dos de las obras más relevantes dentro de la teoría
aroniana del conocimiento histórico –en particular, Dimensiones de la
conciencia histórica (Aron, 1983) e Introducción a la filosofía de la historia
(Aron, 1984)– cuál era la concepción que Aron tenía tanto de la historia
como del oficio del historiador.
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Tal elección temática puede parecer paradójica a la luz de la constatación
precedente pero tiende a desvanecerse tan pronto como se comienza a pro-
fundizar en los planteamientos que el mencionado intelectual galo formuló
sobre la materia. De hecho, lo que sin duda se constata al leer sus escritos
es que él nunca despreció o subestimó a la disciplina histórica; por el contrario,
“precisamente porque” era consciente de su “fuerza” se dedicó a teorizar
sobre ella con el fin de encarar a los distintos regímenes e ideologías que
“inútilmente” intentaban “manipularla” (Loaeza, 1997: 373). Esta inclinación
de Aron por denunciar las arbitrariedades que en su nombre (o con su legi-
timación) continuamente cometían las distintas naciones del orbe –aunque
en especial las que proclamando ser las poseedoras de la verdad absoluta
ponían al mundo occidental “por modelo y juez de la civilización” (Aron,
1983: 32)– es además la piedra de toque alrededor de la cual se va a sustentar
la hipótesis que aquí se quiere proponer: a saber, que a pesar de que en más
de una ocasión él insistió en que no tenía la formación profesional de un
historiador, la historia fue una disciplina fundamental en el desarrollo de
su pensamiento, testimonio de lo cual no sólo son las numerosas observaciones
que efectúo al respecto, sino especialmente sus análisis, sobre la realidad
(pasada y presente) de la sociedad europea.3
En la misma línea de disquisiciones, no parece errado insinuar que la
propia naturaleza humana de Aron fue la que lo encaminó a constituirse en
un hombre de su tiempo, es decir, en un ser en permanente compromiso
con el entorno sociopolítico que lo rodeaba, con la civilización a la que
pertenecía (pese a que no era partidario del uso tiránico que a veces se
hacía del término) pero sobre todo, con el ideal de razón que invariablemente
priorizó.4 La clave para entender su capacidad de aprehender la realidad de
la cual fue espectador se cimentó en su condición de “pensador original”,
interesado por cultivar un “género” que “él mismo definiría como “histo-
riografía del presente”, es decir, por el análisis de las vicisitudes interna-
cionales del siglo XX”. Es preciso aclarar, empero, que para él este género,
antes que un tema per se, era un simple “aspecto de una más amplia indagación
sociológico-política sobre las instituciones” de dicha centuria, razón por la
cual creía que la forma correcta de abarcarlo era a través de la aplicación
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“de un método de investigación” particular y de “una visión de las tareas
(y los límites) de la ciencia social en la cual” tales instituciones se habían
“forjado” (Panebianco, 2006: 26).
En procura de examinar con mayor detenimiento las ideas anteriormente
expresadas, metodológicamente la exposición se dividirá en cuatro apartados:
en el primero, se comentarán algunos datos biográficos de Aron haciendo
especial énfasis en la influencia que tuvieron los acontecimientos históricos
del siglo XX en su crecimiento académico e intelectual. En el segundo, se
enfocará la mirada en los dos textos sobre los cuales se sustentará la argu-
mentación, procurando establecer qué tipo de problemas epistemológicos
fueron los que permearon estas obras; esta disertación facultará a posteriori
para explicar brevemente cuál es la diferencia entre una postura positivista del
acontecer histórico y la visión aroniana de la historia. En el tercero, se comen-
tará cuáles son los planteos principales de la teoría de Aron con respecto
tanto a la disciplina como al oficio del historiador. Finalmente, en el cuarto,
se formularán una serie de conclusiones tendientes a examinar cómo se con-
cibió la relación pasado-presente-futuro dentro de este esquema conceptual,
para lo cual se enunciarán de manera sucinta algunas de las observaciones
que el mencionado filósofo galo efectuó acerca de lo él denominó “el alba
de la historia universal” (Aron, 1983: 273).
En medio de la convulsión
La historia personal de Raymond Aron podría articularse, sin temor a caer
en el anacronismo, al decurso histórico de la centuria pasada: en su transición
de la infancia a la adolescencia fue espectador de los enfrentamientos que
se desencadenaron tras el estallido de la Gran Guerra; en su madurez, pre-
senció las crisis y las revoluciones suscitadas durante el período de entre-
guerras; y en los decenios próximos a su muerte, asistió al inicio de la
“edad de oro” de la economía occidental y al surgimiento de los conflictos
que se desencadenaron después de finalizada dicha confrontación (Baverez,
2005: 38).5
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Nacido en “una familia de origen judío, oriunda de Lorena, perfectamente
integrada, profundamente patriótica y republicana”, él rápidamente se “con-
solidó como un producto ejemplar del sistema escolar y universitario de la
III República”, circunstancia que lo “llevó del liceo Condorcet a la Escuela
Normal Superior y más tarde a la cátedra de filosofía”. Sin embargo, según
lo comenta uno de sus principales biógrafos, el hecho de estar “impregnado
de la filosofía del Iluminismo” y de haber sido “educado en el culto a
Platón y a Kant”, lo incapacitaron para comprender “la caída de Europa y
del mundo en la violencia y en el terror masivo” que la época de la Guerra
total dejó tras de sí, motivo por el cual su “personalidad” y los lineamientos
cardinales de su “pensamiento” terminaron sufriendo transformaciones sus-
tanciales con el paso de los años (Baverez, 2005: 38-39).
El advenimiento del nazismo señaló un antes y un después para el inte-
lectual francés; en particular, “la doble ruptura de Aron con el socialismo
y el pacifismo de su juventud” tuvo lugar en Alemania entre 1930 y 1933,
lugar al que se “había trasladado para, por un lado, perfeccionar su vocación
de filósofo y, por el otro, protestar contra el nacionalismo estrecho que
impregnaba Francia” (Baverez, 2005: 39). En el período comprendido “entre
1934 y 1938 fue profesor durante un año en el Liceo El Havre”, reemplazando
a “Sartre, quien estaba en la Casa Académica de Berlín”. Este ambiente lo
inspiró para consagrarse a la escritura de “tres libros: “La sociología alemana
contemporánea” (1935), “Ensayos sobre la teoría de la historia de la Alemania
contemporánea” (fines de este mismo año) y su “Introducción a la filosofía
de la historia” (1938)”, texto que presentó como su tesis doctoral “tres días
después de la entrada de las tropas alemanas en Viena” (Galván Díaz,
1986: 164).6
El viaje que llevó a cabo por Alemania durante la década del treinta le
permitió impregnarse (como sucedió con otros de sus compatriotas contem-
poráneos) de dos de las escuelas filosóficas que iban a dominar el continente
europeo en el transcurso de las décadas subsiguientes: a) la neokantiana, des-
arrollada especialmente a partir de los estudios de Dilthey, Rickert y en menor
medida, de Georg Simmel; y b) la fenomenológica, que estando regida por
la obra seminal de Edmund Husserl, terminó convirtiéndose (gracias al trabajo
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de discípulos como Sartre y Heidegger) en la base del existencialismo moderno
(Strong, 1972: 180-181). En concreto, el efecto que tuvo en Aron “el trabajo
de Dilthey consistió fundamentalmente en revisar la aproximación a la cuestión
kantiana sobre la base del conocimiento por fuera del problema de la natu-
raleza”, con miras a enfatizar sobre “el problema de la historia”. Es así que,
“mientras Kant había hablado de las correspondencias “naturales” entre el
individuo y el mundo exterior, los neokantianos comenzaron a hablar de las
correspondencias históricas. Esto movió rápidamente la línea hacia el rela-
tivismo”, ya “que si las correspondencias eran históricas más que naturales
entonces no necesariamente eran las mismas para todos los hombres” (Strong,
1972: 180-181, mi traducción).
La escuela fenomenológica, por su parte, pese a que aceptó muchas de
las correcciones efectuadas por los neokantianos, estableció el énfasis de
un modo diferente: su preocupación no se centró tanto en los problemas de
la sociedad –como lo había hecho Simmel– sino primordialmente en la cons-
titución de la intencionalidad del observador y/o actor. Tal directriz alcanzó
su máxima expresión en el pensamiento de Max Weber, sociólogo alemán
que revolucionó las ciencias sociales al poner en entredicho la tradición
positivista que había dominado la metodología de los estudios emprendidos
desde finales del siglo XIX. En específico, él negó que el conocimiento obje-
tivo de la realidad social planteado por el positivismo fuera posible, tesis
que en contrapartida lo llevó a aseverar “que nuestra apreciación de esa
realidad –que es la que las ciencias sociales supone investigar y entender–
siempre” estaría “formada” y se correspondería “con las herramientas uti-
lizadas” para examinarla. Siguiendo esta perspectiva, Weber afirmaba que
se debía “aceptar únicamente una definición metodológica de la verdad”:
ésta es, que las preguntas que uno hacía determinaban las respuestas que
se iban a obtener (Strong, 1972: 180-181).7
Tomando en consideración el marco previo, la contribución específica
de Aron a la teorización del problema del conocimiento científico residió
esencialmente en restablecer el nexo que tenía el hombre con el mundo
social: el intelectual, según él, debía tomar posición en favor de aquellos
que parecían ofrecer a la humanidad la mejor oportunidad, premisa que no
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sólo implicaba que no podía negarse a verse involucrado con el contexto
que lo rodeaba sino que además, cuando fuera necesario que participara en
la acción, debía aceptar las consecuencias de sus actos así fueran extrema-
damente duras (Strong, 1972: 183).
Historiográficamente se afirma, para retomar la argumentación central
del apartado, que el advenimiento de la Segunda Guerra Mundial fue una
de las causas primordiales de la paulatina reconfiguración del sistema expli-
cativo de Aron; incluso, la mayoría de sus biógrafos comentan que al momento
de iniciarse los enfrentamientos, en 1939, él dictaba la clase de Filosofía
social en la Universidad de Toulouse, cátedra que no se prolongó por mucho
tiempo más debido a que pronto abandonó la academia para alistarse en la
fuerza aérea. Al parecer, el momento decisivo dentro de este devenir ocurrió
después de que él, “destinado en un puesto meteorológico situado en el eje
de la brecha alemana de las Ardenas”, evidenció “de lleno el choque de la
derrota y del desastre”. Luego de la rendición francesa ante los ejércitos
liderados por el régimen nazi, pero sobre todo, tras “haber tenido conoci-
miento” (por medio de su esposa) del discurso pronunciado por el general
Charles De Gaulle en la BBC con miras a exhortar al pueblo galo para que
continuara la resistencia contra la invasión alemana (acto conocido con el
nombre del Llamamiento del 18 de Junio de 1940), Aron decidió embarcarse
hacia Londres, ciudad a la que partió el 24 del mismo mes “con una división
polaca” (Baverez, 2005: 40).
Una etapa “destacada” en su “carrera” durante los años que van desde
1940 hasta 1944 fue justamente “la de su colaboración con la revista
mensual francesa, editada en Inglaterra, “La France Libre””. De “esta expe-
riencia” nacieron “otros dos libros: “El hombre contra los tiranos” y
“Del armisticio a la insurrección nacional””. En su función de “escritor
político, ensayista para decirlo con más propiedad, Aron estuvo a cargo
del análisis de la situación de Francia durante la guerra” y de hecho, “fue
el redactor de una sección, titulada “La crónica de Francia”” (Galván Díaz,
1986: 165).8
La destitución de su cargo en la Universidad por ser judío fue otro serio
golpe para la formación intelectual de Aron; la destrucción de sus libros
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(suceso ocasionado a causa de su inclusión “en la lista Otto”) fue en alguna
medida el gesto fundacional del constante recelo que en adelante mantuvo
con el mundo académico de la segunda mitad del siglo XX. En conformidad
con los postulados de Francisco Galván Díaz, tanto su “compromiso anti-
comunista” como su “respaldo al RPF” le significaron verse “sometido a
un auténtico exilio interior” que no sólo se puso de manifiesto en su total
marginación del escenario universitario y de la intelectualidad de la época
sino, especialmente, de su propia condición de observador, circunstancia
que, no obstante, le permitió gozar a posteriori de “una libertad y una
independencia de criterio únicas en la Francia” de entonces (Galván Díaz,
1986: 165-166).
Los años de la postguerra le significaron la publicación del Gran sisma
y La guerra en China, obras a las que le siguieron textos como El opio de
los intelectuales y Pensar la guerra: Clausewitz. En esta misma etapa, Aron
fue elegido para la cátedra de sociología en La Sorbona; con su nombramiento
en dicha plaza consiguió claramente “unificar la docencia con la producción
de libros y el ejercicio periodístico”, vocación que confirmó en 1957 cuando
salieron a la luz La tragedia argelina, y una recopilación de tres ensayos
denominada Esperanza y miedo del siglo. En los años siguientes publicó
Argelia y la república (1958), viajó a Estados Unidos y a Cuba (1961) y
editó Paz y guerra entre las naciones (1962), escrito en donde se enfocó
en “demostrar cómo podrían estudiarse las situaciones globales”, introdu-
ciendo para ello nociones tales “como sistemas homogéneos y sistemas hete-
rogéneos”. Igualmente, en 1963 se imprimieron sus Dieciocho lecciones
sobre la sociedad industrial, libro en donde retomó “algunas de las ideas
presentadas” durante el curso que dictó en el período lectivo 1955-1956
(Galván Díaz, 1986: 165-166). Finalmente, entre 1968 y 1972 colaboró
con la radio Europe número 1; y durante los años transcurridos entre 1970
y 1983 se desempeñó como profesor de Sociología de la Cultura moderna
en el Collège de France, centro de enseñanza ubicado en París al que per-
maneció adscrito hasta que murió.
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Meditando sobre la conciencia histórica
Es innegable que las reflexiones de Raymond Aron en torno a la historia
están fuertemente permeadas por su formación filosófica; empero, Pierre
Hassner asevera que “con la excepción de una carta del Profesor Henri Gou-
hier”, citada por Aron en sus Memorias y escrita con “ocasión de la aparición
de “The Century of Total War””, todavía en algunos círculos académicos
no existe la suficiente atención acerca de qué tanto el historiador le debía
al filósofo. El aludido autor inclusive argumenta que en la Introducción a
la Filosofía de la Historia (uno de los trabajos primigenios del intelectual
galo sobre la materia), la insinuación del título efectivamente apuntaba a
ratificar dicha preeminencia, pues la idea que permeaba el texto era la de
la existencia de una racionalidad histórica fragmentada y múltiple en sentido
dual (desde el lado subjetivo, a partir de la pluralidad de interpretaciones y
desde el lado objetivo, a partir de una concepción de las relaciones entre
necesidad y causalidad tomada de Cournot) que lo facultaba para sostener
que la lógica de la sociedad industrial, la lógica de las relaciones interestatales
y la lógica de los movimientos ideológicos podían ser incluidas en una dia-
léctica que era a la vez inteligible e imprevisible (Hassner, 1985: 32).
La novedad de esta aproximación, “combinada con la sagacidad de los
juicios de Aron y su cuasi-enciclopédico conocimiento”, no sólo le permitieron
identificar (“mejor de lo que lo hicieron el resto de sus contemporáneos”) las
características fundamentales del siglo XX, sino sobre todo, ponerlas en pers-
pectiva, logrando de esta forma separarlas tanto por sus rasgos comunes
como por aquellos que les eran singulares. La escogencia de ese camino le
permitió a Aron efectuar un análisis del significado histórico y de las probables
consecuencias de tales acaecimientos, reflexión que sin embargo siempre estuvo
mediada por su asunción de que, en lo concerniente “al sentido último de la
historia humana”, él “simplemente no sabía cuál era” (Hassner, 1985: 36).9
El conocimiento científico para Aron, como se señaló anteriormente,
dependía de la relación del hombre con el mundo social, vínculo que según
él estaba estrechamente ligado a la existencia de una conciencia histórica
en el ser humano. Todos los individuos pensaban históricamente, máxima
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que quería significar que siempre actuaban buscando “espontáneamente
los precedentes en el pasado” y esforzándose “por situar el momento presente
en un devenir” (Aron, 1983: 38). Lo interesante de este postulado es que
“la conciencia del pasado” quedaba de esta forma definida como “constitutiva
de la realidad histórica”, lo que no sólo significaba “que la realidad y el
conocimiento de esa realidad” eran “inseparables”, sino también que “el
hombre no” tenía “realmente un pasado más que” si poseía la “conciencia
de tenerlo”. En otras palabras, en tanto que los seres humanos no tuvieran
conciencia de lo que eran y de lo que fueron, era imposible que lograran
acceder “a la dimensión propia de la historia” (Aron, 1983: 13).
La traducción de este planteamiento al ámbito específico de la investi-
gación histórica se articuló alrededor de dos postulados: a) que la realidad
social estaba conformada por una multiplicidad de órdenes parciales que
bajo ninguna circunstancia podían ser reducidos a un “orden global”; y b)
que esta imposibilidad de descubrir un decurso universal en la sociedad
moderna era precisamente la que exigía que la función del historiador
científico no fuera simplemente la de un erudito que ponía orden sobre el
caos de los hechos, sino también la de un sabio que sacaba a la luz las
regularidades inscritas en el objeto (Strong, 1972: 184).10
Intentar entender la teoría aroniana sobre la construcción del discurso
histórico obliga igualmente a retroceder en el tiempo hasta la centuria en
la cual se sentaron las bases científicas de la disciplina; como es sabido, la
profesionalización de la historia a mediados del siglo XIX hizo imperiosa
la definición de unos parámetros que le aseguraran a ésta un carácter siste-
mático, propio de las ciencias modernas. Ser profesional encarnó desde
este instante poseer, entre otras cosas, la “certificación de haber aprendido
la autodisciplina necesaria para la superación de intereses personales, sesgos
o problemáticas puntuales” que impedían alcanzar la verdad histórica, acon-
tecer que fue legitimado gracias a la fundación de los primeros institutos
de investigación, de los primeros departamentos universitarios y de las pri-
meras revistas especializadas (Appleby, 1998: 79).11
El éxito de esa estrategia estuvo estrechamente ligado a la difusión de
una nueva concepción del tiempo que, siendo deudora de la noción de
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progreso imperante en la época, terminó por homogeneizar y estandarizar
“la vivencia del presente”, generando así la creencia de que “los hombres
ya no estaban condenados a cometer los errores pasados” puesto que “el
análisis de la experiencia humana” los habilitaba para “crear un futuro mejor”.
El corolario de todo ello fue la creación de nacientes “pedagogías de inves-
tigación” que se fundamentaban en una metodología concreta que respaldaba
“la interpretación de los hechos” a través de un examen riguroso de los
manuscritos encontrados en los archivos o en las bibliotecas, indagación
que iba a permitir la enunciación de leyes referentes al pasado que en adelante
regirían los destinos de toda la humanidad (Appleby, 1998: 61-62).
La fe tanto en las verdades absolutas de la historia como en la definición
de leyes científicas perennes sobre el decurso humano encontró en Leopoldo
von Ranke su más grande predicador; incluso, desde los tempranos años
cuarenta del siglo XIX, él había sido el responsable de aseverar que la
tarea del historiador sólo era mostrar cómo habían “sido realmente las cosas”,
premisa que a la postre se convirtió en el lema de batalla de la corriente
positivista (Appleby, 1998: 78; Carr, 1983: 51).12 Los investigadores que
se suscribieron a ésta, ansiosos por consolidar su defensa de la historia como
ciencia, coincidieron en señalar que la disciplina precisaba de ciertos “indicios
materiales” que, siendo analizados en una suerte de “laboratorio en donde
eran sometidos a sofisticadas técnicas” para asegurar su fiabilidad, harían
posible el desarrollo de generalizaciones establecidas sobre la base de un
“modelo científico”. Esta tarea suponía, al igual que en la tradición de la
“filosofía empírica del conocimiento, una total separación del sujeto del
objeto”, escisión que se sustentaba en la idea de que los “hechos incidían
en el observador desde el exterior” y eran, por ende, “independientes de su
conciencia” (Appleby, 1998: 27; Burke, 1992: 6; Carr, 1983: 51).
Los preceptos epistemológicos que alimentaron la concepción rankeana
de la historia derivaron en la instauración de una teoría particular; de acuerdo
con la opinión de este intelectual, la manera de “adquirir conocimiento” his-
tórico era “a través de la percepción de lo particular”, para lo cual era
indispensable que el historiador se resistiera a la autoridad “de las ideas
preconcebidas” (White, 1992, 161-163). La investigación histórica debía
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entonces presentarse, dentro de esta línea de pensamiento, con el “tono
distante del narrador omnisciente” que, situado “por encima de las supers-
ticiones y los prejuicios”, declaraba “una verdad aceptable para cualquier
otro investigador” que aplicara idénticas “normas a los mismos documentos”
(Appleby, 1998: 77).13
La aceptación de la noción de un discurso histórico único e infalible
fue puesta en duda desde muy temprano por Aron, quién desde la publicación
de su “Introducción a la Filosofía de la Historia” maduró “una concepción
del papel de las ciencias sociales y de la relación entre el científico social
y la política” a la “que, desde ese entonces”, permaneció, “en lo esencial,
siempre fiel”. En aquella obra, “inspirándose críticamente en Wilhelm Dilthey
y sobre todo en Max Weber”, el filósofo francés recuperó “la tesis fundamental
del historicismo alemán sobre las diferencias entre ciencias de la cultura y
ciencias de la naturaleza”, exaltó “la centralidad de la “comprensión” en
las ciencias del hombre” y desmontó “las pretensiones científicas de las filo-
sofías de la historia en su vertiente hegeliano-marxista, spengleriana o
comtiana” (Panebianco, 2006: 26-27).
La diferencia radical de la teoría aroniana frente a los postulados positivistas
que dominaban los círculos intelectuales del momento fue “su propuesta de
una concepción original (para su tiempo y para la cultura académica francesa
hacia la cual Aron” se dirigía), “de las tareas de la ciencia social”; según él,
“dado que los éxitos históricos” eran “indeterminados y que los actores his-
tóricos” modificaban “el curso de la historia con sus decisiones y acciones”,
la labor “del científico social” era la de “favorecer decisiones razonables”.
La fórmula acuñada para lograr este objetivo consistía en que “el científico
social” pusiera “a disposición de los actores, estadistas o simples ciudadanos,
el conocimiento acumulado sobre los “determinismos parciales” (es decir,
“las regularidades descubiertas en los comportamientos o en las interacciones
sociales)” con el fin de ayudar a los hombres “de acción a tomar” conciencia
“no sólo de los vínculos que dotaban de sentido sus actuaciones, sino también
de la forma en la que podían “hacer un buen uso” –o mejor, “un uso razo-
nable”– de su libertad de decisión”. Lógicamente, “en la base de esta con-
cepción existía un doble rechazo”: por un lado, el de “la visión prometeica
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de la ciencia social, propia del positivismo”, que soñaba “con una política
guiada por la ciencia”; y por el otro, el “de los éxitos nihilistas del pensamiento
de Weber, para quien las decisiones políticas eran “puras elecciones de
valor, arbitrarias e irracionales” (Panebianco, 2006: 27).14
Indiscutiblemente, la conceptualización aroniana de la historia debe com-
prenderse a la luz del sustrato anterior. La primera observación que se debe
hacer al respecto es que si bien es difícil confinar la obra de Aron dentro de
un campo específico del saber, es posible argüir que en términos generales –
y corriendo el riesgo de reducir lo irreducible–, la filosofía de la historia de
Aron se puede sintetizar en una fórmula que él enunció a finales de la década
del treinta: “el hombre está en la historia, el hombre es histórico; el hombre
es una historia” (Baverez, 2005: 46-47).15 Lo interesante de esta definición es
que, aparte de encarnar una crítica al positivismo atrás mencionado, también
significó una contribución filosófica al problema de la existencia humana.16
En cuanto a lo primero, el filósofo francés permitió el nacimiento de lo que
algunos autores han denominado “la epistemología de la sospecha en las
ciencias sociales”, es decir, el surgimiento de una teoría del conocimiento
basada en la idea de que “no hay ninguna verdad absoluta, sino verdades par-
ciales”. Frente a lo segundo, el planteo aroniano supuso el reconocimiento de
que “el hombre” era capaz de “superar su historicidad” a través de “la búsqueda
del conocimiento y el compromiso”, constatación que iba dirigida a señalar
que mientras aquél ejerciera “su libertad” podría “apartarse de la contingencia
para acceder a una parte de universalidad” (Baverez, 2005: 46-47).
Cabe subrayar que la aceptación de ambos planteamientos llevó a Aron
a situarse en las fronteras de la incredulidad científica que para ese momento
rondaba a la historia, motivo por el cual se expuso al peligro de darle la
razón a aquellos intelectuales que, invocando el relativismo, habían colmado
a la disciplina de un halo de escepticismo que prácticamente la ubicaba en
el ámbito de la ficción. Empero, la apuesta del filósofo galo para frenar cual-
quier posibilidad de ser incluido dentro de dicho grupo fue rehusarse a admitir
la existencia de ese “relativismo absoluto que, al disolver a su vez los valores
y la historia”, abría claramente “el camino al totalitarismo” (Baverez,
2005: 46-47).
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Frente a lo anterior, no es de extrañar que la revisión de tales disqui-
siciones fuera el caldo de cultivo en el cual cristalizó –lustros más tarde–
Dimensiones de la conciencia histórica, publicado por primera vez en
francés en 1961. Los estudios allí reunidos (escritos, como el propio
Aron lo expresaba en el Prólogo, “en el curso de los últimos quince años”),
buscaban básicamente esclarecer, desde distintos ángulos, un mismo tópico:
“el de la historia que vivimos y que nos esforzamos en pensar” (Aron,
1983: 9).17 En tal dirección, es factible afirmar que la pretensión primordial
de aquél al condensar bajo una única obra tales reflexiones fue demostrar
dos cosas: a) cómo nuestras preocupaciones e intereses actuales determi-
naban la visión que teníamos de la historia; y b) cómo nuestro conocimiento
histórico afectaba el comportamiento que manifestábamos en el presente
(Barber, 1962: 592). De hecho, como Aron mismo lo expresaba, los ensayos
compilados en el libro sacaban “a la luz los vínculos entre los problemas
del saber histórico y los de la existencia en la historia”, intentando “hacer
inteligible nuestra conciencia” de ésta “por referencia a los rasgos más
importantes de la época presente” y permitiendo a la vez “comprender
mejor” el entorno “por referencia a nuestras ideas y nuestras aspiraciones”
(Aron, 1983: 9).
Es tangible, a la luz de las influencias historiográficas que marcaron el
pensamiento aroniano, que una cuestión que sirvió para articular las distintas
temáticas condensadas en Dimensiones … fue la de la relación entre la feno-
menología y las ciencias sociales; de hecho, retomando en buena parte el
discurso formulado desde la década del treinta, Aron se preocupó por
discurrir acerca de la existencia de un movimiento dialéctico al interior de
la disciplina histórica que era el que la habilitaba para entender, por medio
de la demarcación de un campo de análisis concreto, cuál era el papel
cumplido por el hombre en la historia. Una aserción de este calibre implicaba,
entre otras cosas, que la experiencia vivida (al igual que la conciencia de
ella) era un elemento esencial en la construcción de la historia, pues mientras
“los individuos y las sociedades” no conocieran su pasado iban a seguir
sufriendo las consecuencias de aquello que ignoraban. Lo interesante de
esta concepción fue, en última instancia, que autorizó al filósofo francés
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para decretar que el hombre era “a la vez el sujeto y el objeto del conoci-
miento histórico” (Rossire, 1962: 330; Aron, 1983: 13).
Es de resaltar que en la teoría aroniana esa conciencia del devenir estuvo
asimismo ligada a la idea del acontecimiento; hasta entonces, según lo denun-
ciaba el propio Aron, las ciencias sociales se habían contentado con “aceptar
el término acontecimiento como sinónimo de contingencia o accidente”,
confundiéndolo de esta forma “con el hecho concreto en su conjunto espacio
temporal o con una coincidencia de series”. En contrapartida, lo que él
propuso fue admitir que el acontecimiento puro era “puntual y fugitivo” en
la medida en que se desvanecía al acabarse; que era, por ende, “el contenido
de una percepción” no estable (o sea, que no estaba consagrada para “un
presente duradero”) y que por lo tanto, era “inaccesible más acá de todo
saber”. Ello quería decir, en suma, que a lo máximo a lo que se podía pretender
con miras a hacerlo inteligible era a evocarlo o a reconstituirlo, pero siempre
teniendo en mente que esta reconstrucción iba a ser realizada por un narrador
(Aron, 1984: 53).
El corolario de tales disquisiciones fue la asunción –totalmente contraria
a los postulados positivistas– de que la historia no podía pretender alcanzar
una objetividad semejante a la de otras ciencias, condición que sin embargo,
en ningún momento hacía poner en duda su cientificidad; en un cierto sentido,
pues, lo que afirmaba Aron es que era preciso convenir que las interpretaciones
dadas por la disciplina se configuraban básicamente alrededor de la existencia
de quienes las creaban, noción que implicaba anular la escisión sujeto-objeto
(Rossire, 1962: 331). Este planteo acerca de la pluralidad de las perspectivas
históricas no derivó, como se ha estado insistiendo, en la exaltación del rela-
tivismo; por el contrario, para el intelectual francés éste podía ser superado
desde el instante en que el historiador dejaba “de pretender un distanciamiento
imposible”, admitía su punto de vista, y en consecuencia, se volvía “capaz
de reconocer” las proposiciones de los demás incluso cuando parecían
contradictorias (Aron, 1983: 22).
El rasgo por excelencia del historiador era, dentro de este horizonte, su
habilidad para comprender al hombre tal cual se integraba en la sociedad
y analizar rigurosamente los diferentes tipos de conjuntos que de allí se
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formaban; por ello, su función principal radicaba en intentar “penetrar en
la conciencia del prójimo”, en ser, “por relación al ser histórico, el otro”
(“psicólogo, estratega o filósofo”, su posición era siempre observar “desde
el exterior”), en asumir que él nunca podía “pensar a su héroe, como éste”
se había “pensado a sí mismo, ni ver la batalla como el general” la había
sufrido, “ni comprender una doctrina de la misma manera que su creador”
(Aron, 1983: 21-22).18 La única forma de “interpretar un acto o una obra”
era entonces reconstruyendo a cada uno de estos a partir de su propia sub-
jetividad, condición que para Aron no era nefasta para la conceptualización
de la historia como ciencia, siempre y cuando quedara claro que los límites
del relativismo derivados de este proceso eran minimizados por el rigor
del método empleado (Aron, 1983: 21-22)19. En sus propios términos:
(…) el relativismo que la propia historia del conocimiento histórico demuestra,
no nos parece en absoluto fatal para la ciencia si se interpreta correctamente.
La conciencia que tenemos de él marca un progreso filosófico, lejos de
darnos una lección de escepticismo. Los límites del relativismo histórico depen-
den en primer lugar del rigor de los métodos mediante los cuales se establecen
los hechos, de la imparcialidad necesaria y accesible del erudito, siempre que
él se dedique a descifrar los textos o a interpretar los testimonios. Dependen
además de las relaciones parciales que, a partir de ciertos puntos dados, se
pueden derivar de la realidad misma. La relación causal entre un acontecimiento
y sus antecedentes, una vez valorada la responsabilidad propia de cada uno
de ellos (…) comporta tal vez una parte de incertidumbre, pero no de relatividad
esencial. La relación entre un acto y sus motivos, un rito y un sistema de
creencias (…) se prestan a un sistema de comprensión que deriva su inteligi-
bilidad de la textura misma del objeto (Aron, 1983: 21-22).
La lección que se desprendió de dichos raciocinios fue primordialmente
que la comprensión de la historia estaba ligada de manera irrefutable al
rol capital de la decisión (de la selección) efectuada por el historiador. Tal
elección entrañaba, además, la concepción de que el entendimiento “de
los hombres unos por otros” era “en esencia un diálogo, un intercambio”
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que, de todas formas, no estaba exento de cierta cientificidad. En realidad,
“el esfuerzo científico del historiador” se afincaba justamente en no “suprimir
ese elemento” subjetivo, sino en “eliminar” del conocimiento histórico
“lo arbitrario, la injusticia” y “la parcialidad”, cometido que en la labor
diaria de la disciplina se lograba a través del uso adecuado del método
(Aron, 1983: 72).
La superposición de estos postulados al ámbito específico de la formación
intelectual de Raymond Aron fructificó, en síntesis, en la formulación de
una determinada concepción de la historia que, pese a no ser comprendida
en toda su magnitud por sus contemporáneos, sin duda alguna simbolizó
un paso importante en la configuración de la disciplina actual. Efectivamente,
a diferencia de la mayoría de las corrientes epistemológicas que permearon
los estudios históricos durante mediados del siglo XX, él no sólo se negó
a escoger entre ciencia e historia sino también a diferenciar entre el intelectual
comprometido con la academia y el pensador que disfrutaba de la libertad
e independencia de la razón. Aron admitió la noción de necesidad en la
historia –o al menos le concedió una probable causalidad– e inclusive,
consintió el carácter fundamentalmente contingente de la experiencia histórica,
arguyendo que éste era permeado, pero no determinado, por el juego coyun-
tural de las fuerzas globales (Kolodziej, 1985: 9).20 Empero, a lo que él jamás
accedió fue a afirmar su naturaleza providencial, es decir, a justificar en
nombre de la disciplina la existencia de “una verdad política” o de “una
norma válida” para ser instaurada “en todos los tiempos y en todos los
lugares” (Aron, 2005: 13-15).
La mirada en profundidad
El otro tópico que surge al adentrarse en la temática del presente escrito es
qué era, en esencia, la historia para Aron. El mecanismo que él empleó
para resolver esta pregunta fue examinar qué significaba la palabra en sí o
mejor, qué denotaba: de acuerdo con su reflexión, tanto en francés (Histoire),
como en inglés (History), como en alemán (Geschichte), dicho término hacía
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referencia tanto a la realidad histórica como al conocimiento de esa realidad,
es decir, “designaba a la vez el devenir de la humanidad y la ciencia que
los hombres” se esforzaban “por elaborar sobre” éste, ambigüedad que le
parecía bien fundamentada porque corroboraba su idea de que “la realidad
y el conocimiento de esa realidad” eran “inseparables” (Aron, 1983: 13).21
Una definición primigenia que se desprendió de tal constatación fue que la
historia era la “narración, el relato o la historia de los muertos narrada por
los vivos”, aseveración que progresivamente se transformó en un lema
particular: “es el conocimiento del pasado humano” (Aron, 2005: 36).22
La primera inquietud que Aron manifestó frente a esta definición fue
que se extrapolara hacia un enfoque que proclamara a la historia como una
unidad; según él, el único rango de uniformidad ostentado por ella era el
que procedía del “método, de la cuestión o de la perspectiva, pero no del
objeto mismo”. Esto entrañaba, entre otras cosas, que era inadmisible
aseverar que “el pasado humano, considerado globalmente”, conformaba
“una unidad en sí” o incluso, constituía una unidad con respecto al cono-
cimiento que adquiríamos de él (Aron, 2005: 38).23 La segunda precaución
que a raíz de este planteamiento quiso remarcar fue que el conocimiento
de lo histórico no se restringía a “ubicar el pasado según la flecha temporal”:
los verdaderos relatos históricos no eran, por ende, los que narraban una
sucesión de acontecimientos sino los que se esforzaban “por recuperar o
redescubrir el sentido, la estructura, la organización” y “el sistema de
valores de cierta sociedad”.24 La asunción de ambos razonamientos lo
llevaron finalmente a matizar la definición inaugural, adoptando un punto
de partida “más sencillo, más modesto e inmediatamente dado”, el cual
se condensa en la cita siguiente:
(…) todos nosotros, hombres y mujeres de una [comunidad] existente en la
actualidad, conservamos en torno nuestro huellas de lo que ha sido; conser-
vamos (…) documentos o monumentos a partir de los cuales podemos más
o menos reconstruir lo que han vivido los que nos precedieron. En este
sentido, el conocimiento histórico, o la Historia en tanto que conocimiento
es la reconstrucción de lo que ha sido, a partir de lo que es. Es la reconstrucción
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de lo que ha sido en cierto lugar y en cierto tiempo. [Y es una reconstrucción
que] se desprende de nuestra propia experiencia del presente (Aron, 1983:38).25
La historia, en consecuencia, era para la teoría aroniana una reconstitución,
“por y para los vivos, de la vida de los muertos” que nacía del interés
actual que tenían los seres humanos de “explorar el pasado”. Esa recons-
trucción dependía esencialmente de la conciencia histórica de cada uno de
ellos, la cual inevitablemente estaba marcada por la experiencia acumulada
en el transcurso de su vida (Aron, 1983: 13,38).26 Es de anotar, por otra parte,
que el conocimiento que se iba adquiriendo con el paso del tiempo era jus-
tamente el que imponía –“por así decirlo”– “la necesidad de atribuir impor-
tancia y significación a la fortuna cambiante de las armas, las leyes, las
ciudades, los regímenes”, etc., pero bajo ninguna circunstancia el entendi-
miento que de allí resultaba podía convertirse, según Aron, en un justificante
para el predominio de una determinada ideología (Aron, 1983: 39).
En otras palabras, el mencionado intelectual galo era un convencido de
que la historia tenía un sentido regido por la razón, pero tal admisión no
implicaba que coincidiera en consentir –como sucedía con algunos de sus
contemporáneos positivistas– que éste podía ser, o bien conocido de antemano,
o bien impuesto a quienes (léase, países, comunidades o personas) no com-
partían el mismo grado de desarrollo; así pues, él sostenía explícitamente
que “confundir esta idea de razón con la acción de un partido”, “con una
técnica de organización económica” o con un régimen en particular era
“librarse a los delirios del fanatismo”, pues indudablemente el hombre
alienaba su humanidad tanto si renunciaba a buscar como si imaginaba
“haber dicho la última palabra” (Aron, 1983: 54).
En términos estrictamente epistemológicos, la aceptación de que el his-
toriador estaba mediado por su propia experiencia representó poner en entre-
dicho el carácter científico de la disciplina, noción que como se ha estado insi-
nuando, Aron refutaba categóricamente. De acuerdo con sus postulados, la
existencia de la ciencia histórica –que en su naturaleza era dialéctica– se
fundamentaba en la pretensión de “establecer o reconstruir los hechos según
las técnicas más rigurosas”, fijando la cronología, tomando “los mitos y
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leyendas como objetos para llegar a la tradición” y a través de éstos, alcanzando
el “acontecimiento” que les había dado origen. En tal dirección, mientras
que en la metodología positivista la ambición suprema del historiador “era
saber y hacer saber” cómo había sucedido todo (es decir, aproximarse a la
realidad pura), en el pensamiento aroniano se aceptaba que, más allá de las
conquistas realizadas por los eruditos experimentados en los métodos históricos,
el propósito cardinal de todo aquél que se interesara por estos temas debía
ser arribar a la reflexión crítica (Aron, 1983: 14-15).27 El “ser histórico”, por
consiguiente, “no era ni el que duraba y acumulaba experiencias ni el que
recordaba: la historia implicaba” entonces una “toma de conciencia mediante
la cual el pasado se reconocía como tal” y se “le restituía una especie de pre-
sencia”. Igualmente, el “origen del conocimiento histórico no se hallaba en
la memoria ni en el tiempo vivido, sino en la reflexión, que hacía a cada uno
espectador de sí mismo” y “en la observación”, que era la que asumía “la
experiencia del prójimo como objeto” (Aron, 1984: 112).
En relación con esta idea, vale la pena resaltar que Aron era perfectamente
consciente de que ningún historiador iba a ser capaz jamás de dominar
todo “el conjunto de los materiales” acumulados a lo largo de los miles de
siglos que llevaba existiendo la civilización occidental; por ello, continua-
mente se empeñó en sostener que era necesario aceptar que el “triunfo de
la ciencia histórica” implicaba paralelamente tanto la victoria de “los espe-
cialistas”, como el éxito de las colaboraciones con otras áreas afines del
saber. En conformidad con lo anterior, él admitió en numerosas ocasiones
que disciplinas tales como la demografía, la economía, la sociología, la etno-
logía y la lingüística habían contribuido “a la comprensión de los períodos
llamados históricos”, pero análogamente también advirtió que dicha coo-
peración no se podía configurar “yuxtaponiendo hechos o enumerando sus
sectores”. A su juicio, para citar uno de los ejemplos que daba, “añadir un
capítulo sobre las causas económicas e ideológicas a un relato de las peripecias
diplomáticas del siglo XX” no bastaba “para reconstituir el orden del devenir
que se quería captar” (Aron, 1983: 15-16,112-119).
Es pertinente insistir en que la aserción precedente no demeritaba en
nada su asentimiento alrededor de la cientificidad de la historia ya que,
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como él mismo lo aseveraba, el ejercicio de reconstituir el pasado en sus
dimensiones exactas no se basaba simplemente en la “investigación erudita
y en la explicación rigurosa”, sino también en la determinación de los
límites que le habían dado origen. La reconstitución del pasado, por con-
siguiente, no era un fin en sí mismo, pues en la medida en que estaba ins-
pirado en un interés actual debía igualmente tender hacia un fin actual
(Aron, 1983: 15-16).
La traducción de este argumento al ámbito concreto de la relación pasa-
do-presente representó sacar a la luz el lazo “inevitable y legítimo” entre
“el historiador y el personaje histórico”, “entre el monumento y los hombres”
que se dedicaban a contemplarlo y sobre todo, entre el observador y el actor.
Lo cierto es que esta última apreciación se erigió en la teoría aroniana en
un sustrato inmejorable para abordar el problema del método: según el filó-
sofo galo, la ciencia histórica no era una “reproducción pura y simple de
lo que” había sido, así como la física tampoco era una “reproducción de
la naturaleza”; si bien en los dos casos el objetivo ulterior era “elaborar
un mundo inteligible a partir de lo dado en bruto”, lo que las diferenciaba
era el tipo de reconstitución que se proponían efectuar. Mientras para la
primera disciplina el interés era estudiar el devenir de las sociedades y de
las culturas humanas (es decir, abocarse a lo singular), para la segunda el
énfasis se situaba en la obtención de un “conjunto sistemático de leyes”
que pudieran ser aplicadas invariablemente –o sea, aproximarse a lo gene-
ral– (Aron, 1983: 17-18).28
En ambos escenarios, sin embargo, el común denominador era la premisa
de que ninguna ciencia tenía la capacidad de abarcar la totalidad de lo
real, motivo por el cual era preciso la creación de un método “propio de
selección” que desentrañara lo que merecía ser explicado o lo que servía
para explicar aquello que merecía serlo. En el contexto específico de la dis-
ciplina histórica, dicho método estaba basado en la escogencia de una deter-
minada manera de construir los hechos, de elegir los conceptos, de organizar
los conjuntos y de poner en perspectiva los sucesos o períodos. Este pro-
cedimiento, lejos de ser un acto preliminar “terminado de una vez para
siempre”, era un accionar que continuamente se encontraba orientando el
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curso de la investigación; ciertamente, la condición esencial de la selección
histórica era que se hallaba dirigida por las preguntas que desde el presente
se formulaba el historiador: toda historia, por ende, significaba la toma de
conciencia por parte del “testigo, heredero u observador lejano” de lo que
había acontecido (Aron, 1983: 19, 134,168).29 En sus términos:
La ciencia histórica llega a tres tipos de conclusiones: el relato puro, las rela-
ciones de causalidad [y] una representación global del devenir que parece
el término último aun cuando ella inspire ya la tradición conceptual y la elec-
ción de los acontecimientos. Las relaciones de causalidad son objetivas, pero
los términos aislados, es decir, las cuestiones planteadas corresponden a
los problemas del historiador. Por supuesto, [no hay que olvidar que] la selec-
ción de regularidades tiene [también un] carácter político (Aron, 1984: 90).
Es importante recalcar que la validez de esa elección se encontraba estre-
chamente ligada a la aceptación del sistema de referencia al que pertenecía;
esto quiere decir que pese a que no podía ser universalmente válida, su
carácter rigurosamente científico podía ser estipulado en la medida en que
la “selección decisiva” que resultara de los interrogantes planteados fuera
contrastada sistemáticamente con la realidad. Tal operación, como se ha
señalado previamente, debía efectuarse partiendo de la idea de que el his-
toriador era incapaz de desprenderse de sí mismo, de su presente, para exa-
minar su tema de estudio –o como el mismo Aron lo expresaba, aún si
fuera factible hacerlo, ¿debía?– (Aron, 1983: 20-21).
La no separación entre objeto y sujeto, propia de la disciplina, lo llevó
incluso a asegurar que la objetividad histórica reposaba en el entorno aca-
démico occidental en una “concepción demasiado simple de la selección”,
razón por la cual él creía que era imperativo otorgarle una nueva significación.
En su opinión, si se suponía que “el conjunto de la construcción histórica”
estaba “orientado por la pregunta planteada o por los valores de referencia,
la reconstitución en su totalidad” tenía que llevar “la marca de las decisiones
del historiador; tenía que ser, por lo tanto, “solidaria con un punto de vista,
con una puesta en perspectiva” que se podía “reconocer en el mejor de los
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casos como legítima y fecunda, pero no imperativamente verdadera para
todos” (Aron, 1983: 20-21).
Esta alusión remitía directamente al postulado aroniano de la no uni-
versalidad de la historia, enunciado que a su vez estaba estrechamente vin-
culado a dos aspectos capitales de su filosofía: a) qué era el conocimiento
histórico; y b) cuál era su sentido. En lo concerniente al primer tópico, la
posición del intelectual galo apuntaba en una única dirección: a saber, que
el redescubrimiento del pasado debía realizarse a través de la doble dinámica
que el historiador desempeñaba cuando, ubicado en su propio presente, hacía
el esfuerzo de situarse al mismo tiempo en la realidad histórica que estaba
analizando (logrando así entablar un diálogo entre el ayer y el hoy). La
puesta en marcha de este proceso suponía además la asunción de que el
conocimiento histórico estaba impedido para brindar una versión única de
los hechos o inclusive, para definir cuál era el horizonte que todas las
sociedades, las épocas y las culturas debían alcanzar. La presencia de una
significación única era, por lo tanto, inconcebible para la teoría aroniana
de la historia ya que ésta se apoyaba en la aceptación de que tanto las
colectividades como los individuos, se reconocían en su singularidad pre-
cisamente a través del contacto mutuo (Aron, 1983: 22-23).30
En lo concerniente a la segunda cuestión, la tesis que Aron se dispuso
a demostrar fue que la labor de captar el sentido de un acto o de un hecho
histórico se fundamentaba primordialmente en hallar las intenciones de los
actores, en elucidar las tradiciones de las sociedades y en dotar de significación
a las actitudes incluidas en los gestos de los hombres a través de la selección
de los acontecimientos que se iban a priorizar. A su juicio, la construcción
de estos sucesos (la unidad) dejaba de ser arbitraria tan pronto como ellos
se relacionaban con el contexto (el conjunto), procedimiento que, para ser
posible, tenía que asentarse en la información que los documentos, los monu-
mentos, los testimonios y las obras, le proporcionaban al historiador (Aron,
1983: 25-28).31
El desarrollo de dicha construcción estaba igualmente articulado al manejo
de los datos; de acuerdo con Aron, la antítesis evidencia-inferencia que deci-
monónicamente se había enunciado en las ciencias sociales era falsa para
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la disciplina histórica porque tanto los registros (records) como los restos
(remains) del pasado que se iba a examinar habían sido conservados por
“la selección ciega del tiempo”, premisa a la cual se aferraba para agregar
que “el establecimiento de los hechos (pasados)” por medio de los documentos
(rasgo primigenio del historiador) dependía directamente de las preguntas-
problema que cada época se encargara de suscitar. Mirada desde un ángulo
diferente, esta proposición terminó derivando en la idea de que la recons-
trucción de los acaecimientos se hallaba fuertemente vinculada a su inter-
pretación, lo que entrañaba que el profesional de la disciplina no podía
asegurar nada que no fuera compatible con las fuentes que se había dispuesto
a recopilar (Aron, 1983: 57-61).32
El riesgo que comportaba un argumento semejante era confundir al his-
toriador con el cronista que se limitaba a acumular una serie de hechos,
pero para evitar tal desenlace Raymond Aron se empeñó en corroborar que
la génesis de la comprensión histórica (o la comprensión de los actores)
residía en entender lo diferente a partir de lo similar o viceversa, procurando
que en el proceso la imagen dada jamás se constituyera en un retrato definitivo
“del pasado, sino a veces, definitivamente” en un retrato “válido” (Aron,
1983: 61-69,72). La continua preocupación del intelectual francés por discurrir
sobre el acontecimiento estimuló que buena parte de los especialistas sobre
la materia coincidieran en declarar que el “carácter evenementielle” que
adoptaba el quehacer histórico “en los esquemas aronianos” era un síntoma
indiscutible de que “la historia por excelencia” para él era “la historia política”,
entendiendo aquí este término tanto en su referencia a “la realidad política”
como tal, como a la “conciencia que el hombre común tenía de ella” (Molina
Caro, 2008: 221).33
Es pertinente indicar que el énfasis que Aron puso en la condición “acon-
tecimental” de la disciplina se erigió en una suerte de punto de inflexión
para que él pudiera introducirse en algunos de los debates epistemológicos
que se encontraban en boga a mediados del siglo XX. La alusión a conceptos
tales como determinismo, incertidumbre e imparcialidad, marcaron en con-
secuencia la pauta para sus disquisiciones sobre la realidad histórica pues,
a su juicio, la forma en que el historiador se aproximaba al pasado siempre
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estaba permeada por la condición relativa e inmaterial de aquello que des-
conocía y que procuraba comprender a partir de las experiencias vividas o
de las significaciones que él mismo le otorgaba a dichas experiencias (Aron,
1983: 75-89,177). Tal modo de proceder impedía, por ende, que fuera posible
efectuar una demostración irrefutable de lo que había sucedido, constatación
que sin embargo no debía desembocar ni en la exaltación del escepticismo
ni en la ratificación de una totalidad histórica, es decir, de un porvenir inevitable
hacia el cual iba a dirigirse toda la humanidad (Aron, 1983: 321).
Indudablemente, la médula de la teoría aroniana sobre la historia giraba
en torno a la concepción de que el conocimiento histórico nacía fundamen-
talmente de la curiosidad: el historiador, en su pretensión de buscar los orígenes,
no se contentaba simplemente con interesarse por “los individuos, las personas
o las colectividades” en su singularidad, por comprobar el acontecimiento o
por buscar sus causas en el pasado, sino que además sentía la necesidad de
ampliar “poco a poco” el marco de su investigación. Esta actitud no era
efecto únicamente de la “continuidad de la historia humana” sino también de
su propio interés por indagar, circunstancia que a la vez traía “consigo el
enriquecimiento de la documentación y del saber” (Aron, 1983: 120).34
En síntesis, el legado que Aron quiso dejar a la luz de los planteamientos
atrás reseñados fue que el investigador no debía renunciar a establecer períodos
o a caracterizar épocas haciendo uso de aquellos sucesos que consideraba de
particular relevancia, ya que uno de los fundamentos de su oficio era preci-
samente el disfrutar de cierta libertad en la elección de los criterios que iba
a aplicar para su análisis. No obstante, él también advertía que para que
dicha selección ratificara el carácter científico de la historia, el requisito indis-
pensable que ésta debía cumplir era que estuviera sustentada en los resultados
que sólo el rigor del método crítico anteriormente explicado le podía conferir
(Aron, 1983: 112-121).35 En palabras de Ángelo Panebianco:
[En] relación al método de análisis, se aclara eso que Aron entiende cuando
defiende la idea de que el estudioso deba saber mantener, en la explicaci6n
de los éxitos históricos, un equilibrio entre la consideración de las deter-
minantes “macro-sociológicas” y el peso que tienen las convicciones y las
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decisiones de los individuos. De aquí surge nítidamente el cuadro en cuyo
interior, según Aron, se desarrollan las luchas y los dramas humanos, aquella
combinación de necesidad y libertad que deja abierto el futuro, la autentica
libertad de elección de los hombres, no obstante que esté influenciada por
las condiciones históricas y por la historia misma –como le gustaba repetir
a Aron–, hecha de hombres que no siempre saben cuál historia están haciendo
(Panebianco, 2006: 28).
El planteamiento final
La convicción que permeaba todo el pensamiento aroniano era que el cono-
cimiento histórico, correctamente utilizado, era útil para que cada ser humano
llegara a dilucidar cómo el ámbito en el que vivía se había convertido en
aquello que sus propios ojos podían observar.36 Los acaecimientos del pasado,
por consiguiente, no eran esencialmente diferentes de la comprensión del
futuro: el acercamiento a aquello que se ignoraba pero que merecía ser recor-
dado, suponía entonces el reconocimiento tanto de la coyuntura histórica
como de la condición humana, debido justamente a que el individuo com-
prometido con su época estaba obligado a interrogarse sobre la importancia
del devenir que lo rodeaba y sobre el sentido que, “más allá del saber y de
las máquinas”, quería darle a su existencia. Lógicamente a lo que apuntaba
esta afirmación era a ratificar que el nexo pasado-presente-futuro era impres-
cindible en la reconstrucción de la historia –aunque sobre todo, de la historia
particular de la humanidad que había subsistido a los episodios “llenos de
dolor humano, de crímenes sin precedente, de promesas desmedidas” que
se habían producido después del estallido de la Primera Guerra Mundial–
(Strong, 1972: 189; y Aron, 1983: 132-133 y 273).37
La situación inédita en la que se encontraban los hombres y mujeres de
mediados del siglo XX era percibida por Aron como un indicio imponderable
del ascenso de una nueva etapa en el desarrollo global; por ello, siendo un
opositor furibundo a las propuestas de quienes, legitimados en el relato
histórico, ponían a la civilización occidental como modelo a seguir y “encon-
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traban en la procesión de imperios o regímenes sociales las etapas” del
progreso mundial, llama la atención que él mismo opinara que jamás la
humanidad había estado tan cerca, como lo estaba en su época, de constituir
una unidad. El rasgo singular del tiempo en el que se hallaba inmerso era,
por ende, que se colocaba ad portas del alba de la historia universal (Aron,
1983: 273-274).
Es innegable que la ambigüedad que se desprende de tales proposiciones
resulta bastante extraña si se toma en consideración que uno de los deno-
minadores comunes del sistema explicativo aroniano fue el rechazo a cualquier
determinismo que, inspirado en la consolidación de las filosofías unitarias,
tendía a imponer al otro, al diferente, una serie de cláusulas u obligaciones
que supuestamente estaban encaminadas a la consecución de su bienestar.
En tal dirección, es sugerente que, luego de las críticas constantes que
Raymond Aron realizó a lo largo de su formación intelectual (expresadas
tanto en la Introducción… como en algunos de los escritos que conformaban
Dimensiones…) con respecto a las “historias universales o a las sociologías
de la cultura” que pretendían entender el mundo a través de un único lente,
él terminara construyendo un relato (aún aceptando que su profesión no
fuera la de historiador) en donde se ratificaba la ausencia de toda pluralidad
(Aron, 1983: 32-36).38
Más allá de querer brindar una respuesta a tal interrogante, lo que aquí
interesa es dejar formulada dicha inquietud situándola, eso sí, dentro de los
parámetros del pensamiento aroniano: pese a ser consciente de que ante la
ciencia las viejas civilizaciones del Extremo Oriente se habían venido
abajo y la civilización mecanizada había dado la vuelta triunfal al planeta,
Aron nunca titubeó en afirmar que la duda que consumía por entonces a
Occidente se basaba en una dualidad fundamental; a saber, si prefería aquello
que aportaba a los demás o aquello que destruía. El corolario de todo esto
fue que el miedo de los occidentales a ser víctimas de sus propias creaciones
acabó permeando no sólo la comprensión de la realidad sino también la ima-
ginación del futuro, premisa que desafortunadamente (en la medida en que
sigue nublando la interpretación que hace de la historia) no ha perdido
vigencia hasta el día de hoy (Aron, 1983: 36).
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¿Hay alguna forma de superar este decurso de las cosas? La conclusión
a la que se llega ahora parece ser, paradójicamente, la misma a la que
arribó Aron décadas atrás:
En la medida en que la humanidad vive ahora una historia única, deberá
adquirir otro dominio racional, no ya sobre los instintos biológicos sino sobre
las pasiones sociales. Cuanto más vivan en el mismo mundo hombres de
razas, religiones y costumbres distintas, más deben mostrarse capaces de
tolerancia, de respeto mutuo. Deben reconocer recíprocamente su humanidad
sin ambición de reinar ni voluntad de conquistar. Fórmulas triviales que el
lector suscribirá sin esfuerzo. Pero que se reflexione en ello: exigen del
hombre una virtud de una nueva especie. (…) Nunca los hombres han tenido
tantos motivos para no matarse más entre ellos. Nunca han tenido antes tantos
motivos para sentirse asociados en una sola y misma empresa. No concluyo
de ello que la edad de la historia universal sea pacífica. Lo sabemos: el
hombre es un ser razonable, pero ¿lo son los hombres? (Aron, 1983: 305,308).
notas
1 Es de recordar que la “reconstrucción histórica del gran conflicto entre Atenas y Esparta”efectuada por Tucídides en su “Guerra del Peloponeso” tuvo una gran influencia en losestudios realizados por Aron acerca de las “guerras del siglo XX”. Este filósofo francés“admirará” especialmente de aquél su capacidad “para representar el drama histórico sinolvidar la acción causal de los factores, diríamos hoy, macro-sociológicos, pero, al mismotiempo, sin perder de vista la importancia de las elecciones, de las decisiones que loshombres toman en el curso de la guerra y que contribuyen a determinar su éxito” (Panebianco,2006: 27).
2 De hecho, en uno de sus textos más célebres él afirmó: “ningún historiador serio tendríala pretensión que usted me sugiere, pero yo no soy historiador. Filósofo y sociólogo, nolo sé” (Aron, 1983: 273).
3 Sobre este tema en concreto, se recomienda remitirse al capítulo VI de Dimensiones dela conciencia histórica, el cual se titula “Naciones e imperios” (Aron, 1983: 181-272).
4 Según Baverez, el pensamiento de “Raymond Aron descansa sobre tres pilares: una filosofíadel hombre en la historia, una definición liberal de la libertad, [y] su apuesta a favor dela razón” (Baverez, 2005: 46).
5 Sobre este tema remitirse, entre otros, al libro Historia del siglo XX (Hobsbawm, 1995).
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6 Llama la atención que “la producción de artículos y ensayos” de este período “fuera con-siderada por el propio Aron como detestable”, debido a que de acuerdo con su propioanálisis, para entonces él todavía “no sabía observar la realidad política” ni “tampoco sabíadistinguir de una manera radical lo deseable y lo posible” (Galván Díaz, 1986: 162-163).
7 De acuerdo con Galván Díaz, Raymond Aron fue el primero en llevar a “Weber a Francia”.No obstante, también que comenta que “a los miembros de la Escuela de Frankfurt no losconoció en Alemania, sino después de 1933 en París” (Galván Díaz, 1986: 163-164).
8 Panebianco explica que Aron adquirió cierta “fama de editorialista” de “1947 a 1977 enLe Figaro y después en L’Express” (Panebianco, 2006: 26).
9 La traducción del inglés es mía. Según el planteo de Hassner, la “confesión de su ignorancia”se ajustaba tanto “a la conclusión de su Introducción a la filosofía de la historia como ala conciencia histórica de nuestro tiempo” (Hassner, 1985: 36).
10 La pretensión básica de esta última aseveración era mostrar que los procesos históricosno podían ser entendidos a través de respuestas fabricadas de antemano: “para actuar sobrela historia” primero había que “comprenderla” y para comprenderla, era necesario comenzarpor leerla a través de una determinada clave conceptual que en el pensamiento aronianoacabó siendo construida en torno a “dos antagonismos fundamentales: la democracia y eltotalitarismo; la nación y el imperio” (Baverez, 2005: 41-42).
11 Esta homogenización del presente también tuvo sus detractores, rechazo que alcanzó sumáxima expresión en el romanticismo alemán.
12 Según Augusto Comte, “todo avance del conocimiento” dependía de “la postulación deleyes generales, resultantes de la observación directa de los fenómenos”, precepto quefue rápidamente acogido por los historiadores (Appleby, 1998: 72; Putnam, 1988: 186).
13 Una de las consecuencias más palpables de este devenir fue precisamente la emancipaciónde la historia de la filosofía (Appleby, 1998: 79).
14 Es necesario indicar que en toda la obra de Aron, “los nombres de algunos pensadoresclásicos serán constantes. Así, surge el nombre de Auguste Comte, del cual Aron rechazala filosofía de la historia (la ‘ley de los tres estadios’) pero del cual recupera la pioneradescripción de la ‘sociedad industrial’ y la idea de que con el industrialismo se ha producidouna radical fractura en la historia de las sociedades humanas. Surge el nombre de KarlMarx, del cual Aron, inflexible adversario del marxismo, reconoce sin embargo la genialidady también la perdurable utilidad de su pensamiento, de ciertas intuiciones sobre el fun-cionamiento de la sociedad capitalista”. Y finalmente, surge “también el nombre de Weber.Con el pensamiento de Weber, Aron dialogará toda la vida, pero es errónea la interpretaci6nque se hace de Aron al definirlo simplemente como un sociólogo ‘weberiano’, un epígono”de aquél. “De Weber, Aron adopta algunos aspectos de su metodología, pero no encuentrasatisfactorias todas las soluciones indicadas por el sociólogo alemán: no comparte, porejemplo, la conexión que Weber estipula entre explicación ‘comprensiva’ y explicacióncausal. Sobre todo critica enérgicamente la clara distinción de Weber entre los hechos ylos valores, y no está dispuesto a seguirlo sobre la dirección, radicalmente anti-iluminista,de la negación de la existencia de un fundamento racional de las decisiones políticas”(Panebianco, 2006: 27-28).
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15 Incluso si se delimitara el alcance del pensamiento aroniano a sus contribuciones en materiade las ciencias políticas (que fue el campo que lo convirtió en un autor mundialmente reco-nocido), los resultados de ese proceso serían parciales. Ello se debe, primordialmente, aque el corpus de sus investigaciones es extremadamente complejo y extenso como paraadmitir ser categorizado o condensado en pocas palabras, pues sus escritos se distinguieronpor abarcar “un amplio rango de disciplinas y profesiones, incluyendo la historia, la filosofía,la sociología y la economía” a través de la apelación a variadas audiencias que, aparte deestar inscritas en contextos diferentes, también respondían a sistemas teóricos ubicadosen diversos niveles de análisis (Kolodziej, 1985: 6).
16 Es de anotar que, en relación con este texto, Aron aseguró años después que para élIntroducción a la filosofía de la historia sólo había significado un capítulo, “el más formal,de la teoría del conocimiento histórico” (Aron, 1983: 9).
17 De acuerdo con Aron, la diferencia de este libro frente a Introducción a la filosofía de lahistoria es que este último “expresaba una intención propiamente epistemológica” (Aron,1983: 9).
18 Frente a esta cuestión Aron exponía lo siguiente: “debemos colocarnos en el lugar del otro,establecer lo que sabía, concebir lo que ha querido. Si adjudicamos un acto a una persona,se trata de todo un saber y de toda una jerarquía de valores que estamos en el derecho dereconstruir. ¿Es una tarea imposible, exterior a la ciencia? De ningún modo: en realidad,desde que se trata de hombres o periodos alejados no tenemos otro recurso. La comprensiónhistórica aumenta, apunta no tanto a captar individuos como a abarcar una concepcióndel mundo” (Aron, 1984: 144).
19 En textos posteriores Aron revisó esta postura de su juventud, según la cual para accederal conocimiento del pasado se requería empezar por el conocimiento de uno mismo,luego por el conocimiento del otro, y finalmente por el análisis del "espíritu objetivo o lamentalidad objetiva" que era la que permitía realmente "comprender al otro" (Aron, 1995:38;Aron, 1984: 65).
20 La noción de contingencia era definida por Aron como el “surgimiento, en un momentodel tiempo, en un punto del espacio, de algo que no era consecuencia necesaria por ley”(Aron, 1983: 73).
21 Téngase en cuenta, de todas formas, que dos de esos tres idiomas también tenían palabrasque permitían hacer la distinción entre la disciplina y el relato del cual ella iba anutrirse –en inglés, se hallaba el vocablo Story y en alemán el nombre Historie– (Aron,1983: 13).
22 Este autor comenta que en Francia se podía usar la palabra historiographie para nombrarla manera como se escribía la historia pero su diferencia con el acto cognoscitivo como talno era tan clara: “a veces se utiliza tanto para designar el fenómeno subjetivo del conocimientohistórico como el fenómeno que se supone objetivo u objetivado” (Aron, 2005: 36).
23 Es de anotar, sin embargo, que para Aron no todo “conocimiento retrospectivo” era historia(Aron, 1984: 108).
24 Aron entiende por relato “la descripción de una sociedad o la organización de una sociedad”(Aron, 1983: 38).
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25 Cabe advertir que las palabras contenidas en estos signos de puntuación [] no pertenecenal texto original; de hecho, se utilizan para mantener la coherencia gramatical del texto.Este mismo sistema narrativo se empleará a lo largo de todo el escrito, a menos de quese especifique lo contrario.
26 La conciencia histórica, “en sentido estricto y fuerte de la expresión”, comportaba paraAron “tres elementos específicos: la conciencia de una dialéctica entre tradición y libertad”(lo que los filósofos llaman historicidad), “el esfuerzo por captar la realidad o la verdad delpasado” y “el sentimiento de que la sucesión de las organizaciones sociales” y de “las creacioneshumanas a través de los tiempos no es cualquiera ni indiferente”, sino “que concierne alhombre en lo que éste tiene de esencial” (Aron, 1983: 103). Asimismo, es pertinente mencionarque para Aron la conciencia histórica era también conciencia política.
27 En lo tocante a la dimensión dialéctica de la historia, Nicolás Baverez comenta lo siguiente:“para Aron, la historia era una dialéctica” que enfrentaba en un “orden siempre aleatorioy recompuesto, la acción humana y la necesidad, el drama y el proceso histórico. Por unlado, la dinámica de la sociedad industrial y del mercado, de la democracia y de la igualdad;por otro, la acción de los héroes, ya sean hombres de acción o de pensamiento” (Baverez,2005: 34). Este precepto estaba fundamentado, como el propio Aron lo admitía, en lastesis acuñadas por Nietzsche en sus Consideraciones inactuales. Si se quiere profundizaren la concepción nietzscheana de la historia se recomienda ver, entre otros, Suárez Mayorga(2000).
28 Cabe insistir en que estos planteamientos fueron tomados por Aron de los filósofos neokantianos(aunque en especial, de Dilthey, Rickert, Simmel y Max Weber). La comparación de lahistoria con la física facultó a Aron para adentrarse en la distinción entre ciencia y filosofíade la historia; a grandes rasgos, lo que él asevera al respecto es que, pese a que siemprehabía una “cierta especie de filosofía presente en todas las interpretaciones históricas”, loque caracterizaba a la segunda era que los filósofos se abocaban explícitamente a desentrañartodos los elementos propios de esa filosofía con el fin de sistematizarlos y construir una“interpretación del pasado entero” con base en la “idea de verdad”. Los historiadores, encontrapartida, no tenían por misión concentrarse en fijar la verdad de la evolución humanasino simplemente en precisar “la realidad del devenir” (Aron, 1983: 23-24).
29 Para Aron, toda reconstrucción del pasado era, por consiguiente, una selección.30 En relación con este punto, Aron estaba claramente en oposición al Plan de la Naturaleza
descrito por Kant. En sus palabras: “la historia es libre porque no está escrita de antemanoni determinada como una naturaleza o una fatalidad”; es “imprevisible”, así como lo es“el hombre para sí mismo” (Aron, 1984: 84).
31 Para este autor, las obras contenían “también el testimonio de las ideas y los sentimientosde quienes” las habían creado (Aron, 1983: 59).
32 En la terminología aroniana: “el conocimiento histórico no consiste en relatar lo que haocurrido según los documentos escritos que se han conservado por accidente para nosotros,sino, sabiendo lo que queremos descubrir y cuáles son los principales aspectos de todacolectividad”. Luego de esto debemos “ponernos en busca de los documentos que nosabrirán el acceso al pasado” (Aron, 1983: 113).
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33 Para Aron, el historiador era un estudioso ubicado en un momento determinado deltiempo que, por su propia naturaleza, siempre se esforzaba por situarse en el devenir.
34 Es ostensible que algunas de las propuestas aronianas sobre la historia estaban influenciadaspor las tesis (ciertamente revolucionarias para la época) que la escuela de Annales habíacomenzado a elaborar en torno a la disciplina histórica desde su fundación en 1929.Inclusive, con respecto a las fuentes utilizadas por el historiador, Aron basaba sus ideasen la argumentación proporcionada por Lucien Febvre en su libro Combates por la Historia.En concreto, la cita que él reseñaba de su compatriota era la siguiente: “Sin duda la historiase hace con documentos escritos. Cuando los hay. Pero puede hacerse, debe hacerse sindocumentos escritos, si éstos no existen. Con todo lo que la ingeniosidad del historiadorpueda permitirle utilizar para fabricar su miel, a falta de flores usuales. Así pues, conpalabras. Con signos, paisajes y mosaicos. (…) En una palabra, con todo lo que, siendodel hombre, depende del hombre, sirve al hombre, expresa al hombre, significa la presencia,la actividad, los gustos y las maneras de ser del hombre” (Aron, 1983: 120).
35 Aron condensaba estos planteamientos finales en la frase siguiente: “No pretendo, porsupuesto haber alcanzado la imparcialidad; insisto en que la vía de la imparcialidad pasapor el método cuyas etapas acabo de recordar para no confundirlas: relato, análisis, inter-pretación y crítica” (Aron, 1984: 279)
36 El programa de trabajo aroniano podía resumirse, tal como lo comenta Panebianco, entres aspectos: a) “conciencia sobre los límites del saber científico-social; b) “énfasissobre la libertad, no obstante que no es ilimitada, de los actores históricos”; y c) “visiónde la ciencia social como un humilde instrumento de servicio” (Panebianco, 2006: 27).
37 Frente a esta cuestión Aron expresaba que no había presente histórico sin recuerdos –pasado– y sin presentimientos –futuro– (Aron, 1983: 181).
38 No se puede desconocer que Aron sabía que la redacción de un texto semejante iba agenerarle críticas significativas por parte de sus colegas, testimonio de lo cual es que alcomienzo de El alba de la historia universal dedicó unas cuantas líneas a plantear sudefensa. Según él, su escrito no iba a ser un relato como el de Tucídides ni una “síntesiscomo la de Burckhardt a propósito del Renacimiento italiano”; por el contrario, iba a serun ensayo “limitado en su perspectiva por las limitaciones inevitables de la personalidaddel autor, marcado por la experiencia y las aspiraciones de un hombre comprometido enun país, en una generación, en un sistema intelectual” (Aron, 1983: 274-275).
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Revista de Instituciones, Ideas y Mercados Nº 55 | Octubre 2011 | pp. 39-70 | ISSN 1852-5970
ARON, LECTOR DE CLAUSEWITZ*
Pablo Antonio Anzaldi **
Resumen: Este artículo analiza la teoría política de Raymond Aron desarro-
llada a lo largo de tres décadas, en la cual política, guerra y tecnología se
analizan y fundamentan en una rigurosa y original interpretación de los
escritos de Clausewitz. Se señala aquí que el Clausewitz de Aron construyó
los cimientos de una teoría política integral.
Abstract: This paper examines Raymond Aron’s political theory, construed
along three decades, in which politics, war and technology are analyzed and
based in a rigorous and original interpretation of Clausewitz’ writings. It points
out that Aron’s Clausewitz set a rationale for an integral political theory.
Raymond Aron fue uno de los pensadores más consistentes y multifacéticos
del siglo XX. Se cuenta entre los pocos o muy pocos que resistieron con natural
lucidez el encandilamiento que las tendencias pasajeras ejercieron sobre tantos
intelectuales franceses en su tiempo. La presión del ambiente pudo serle útil
como acicate para la investigación serena y concluyente, pero nunca fue arras-
trado por otra marea que la que emergía de su especial talento. Hay en su
pensamiento una particular moderación política que resulta de la combinación
entre el dominio de la teoría y la fina percepción de las realidades.1
Como intérprete, Aron es invariablemente confiable porque dijo o escribió
algo siempre valioso sobre muchos de los grandes pensadores políticos de
* El presente artículo está basado en la tesis de Maestría “La teoría de las relaciones Inter-nacionales de Raymond Aron: fundamento y desarrollo” (PUC, 2007).
** Magíster en Ciencia Política (Pontificia Universidad Católica de Chile). Magíster enDefensa Nacional (Escuela de Defensa Nacional ). Posgrado en Ciencia Política ySociología (FLACSO). Candidato a Doctor en Ciencias Políticas (UCA). Correo elec-trónico: [email protected]
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Occidente. La obra de Carl von Clausewitz ha sido objeto privilegiado de
la consideración aroniana y su hermenéutica se consagra –en clave racio-
nalista– como la más importante. Las sucesivas aproximaciones a Clausewitz
configuran distintos momentos de un pensamiento sobre la historia viviente
a escala planetaria.
Nuestra estrategia investigativa interpreta al pensamiento aroniano como
un proceso de desarrollo en el que pueden establecerse tres fases o momentos,
determinados por tres respectivos modos de conceptuar la relación entre la
política, la guerra y la técnica.2 Las distintas presentaciones de su trayectoria
intelectual aparecen como un progresivo ahondamiento en el “círculo virtuoso”
entre la teoría clausewitziana y la realidad política del mundo. El primer
momento –los años ‘50– se fundamenta en la tesis de la primacía de la
técnica sobre la guerra y de ésta sobre la política. El segundo momento, corres-
pondiente a la publicación de Paz y guerra entre las naciones, en 1962, se
focaliza en la construcción de una teoría crítica de las Relaciones Internacionales,
y expresa una concepción de transición, en la que destaca una fuerte pero
provisoria interpretación de Clausewitz. El tercer momento, correspondiente
a la publicación de Pensar la guerra. Clausewitz, en 1976, despliega la tesis
de la primacía de la política sobre la guerra y la técnica, y se fundamenta en
una interpretación racionalista del pensamiento del autor alemán.
Este artículo busca explorar la unidad esencial de todos estos momentos
en el pensamiento de Aron, y ofrecer un fragmento preliminar para el estudio
de lo que Aron escribió sobre Clausewitz. Sugerimos que en Pensar la guerra
Aron alcanza la más alta comprensión del pensamiento de Clausewitz,
pues lo desliga del lenguaje de las Relaciones Internacionales y lo reconstruye
afrontando la política, la guerra y la paz como dimensiones existenciales
de la historia. De ese modo, Clausewitz recobra esplendor expresivo y
potencia analítica para clarificar los procesos contemporáneos.
La meditación sobre Clausewitz nos acerca al movimiento inagotable
de la historia porque representa algo más significativo que lo que ofrece el
panorama de las teorías generales de las Relaciones Internacionales (Arenal
Moyúa, 1994; Hoffmann, 1991). Aron era ajeno a las ilusiones utopistas de
la paz y a las ilusiones militaristas de la guerra. Tampoco condescendía
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con las posturas afectadas del realismo clásico, como el reduccionismo a
los “intereses nacionales” y la “política de poder”. Cuando Hitler decidió
la operación Barbarroja, ¿estaba respondiendo al “interés nacional”? Cuando
Stalin –después de una depresión ocasional– decidió arrasar los campos para
resistir en la profundidad del territorio ruso, ¿respondía a los imperativos
de la “política de poder”? Para Aron la política no sólo implica cálculo
sino también pasiones, ideales, fines, odios. Si la tendencia a refugiarse en
una hipótesis teórica hasta el punto de hacer irreconocible la realidad es un
peligro que trató de evitar, no es porque restase importancia a las ideas
sino más bien lo contrario: Aron pensaba que la realidad política funcionaba
en consonancia con las ideas. Nunca soltó amarras con la historia política,
en tanto le proporcionaba los materiales de la realidad; ni circunscribió su
meditación a una única tesis fuerte (en rigor una hipótesis), para así captar
las ideas que operaban en la realidad.
Aron fue un liberal ilustrado, algo usual en el siglo XIX pero un tanto
extraño hoy día. Al poner su simpatía del lado del ideal nos enseña que el
ideal debe conciliarse con situaciones históricas, políticas y sociales. La
sociedad liberal es profundamente pacifista y rodea a las personas con toda
clase de ilusiones, preocupaciones menores y satisfacciones. Aron es un
liberal que remueve los espejismos generados en el movimiento espontáneo
de la sociedad liberal y presenta una imagen de la vida en la que hombres
serios luchan entre sí por fines serios. Pensar sobre la guerra es un esfuerzo
penoso que requiere pericia e imaginación, porque es difícil entender por
qué los hombres se matan. Aron y Clausewitz nos enseñan a tomarnos en
serio la guerra, entre otras cosas, porque para ellos la guerra es una de las
posibilidades de la política y ésta es el destino de la vida del hombre sobre
la tierra.
Los años ‘50 y ‘60
En Un siglo de guerra total (Aron, 1973), publicado originalmente en
1951, la guerra y la política emergen como fenómenos independientes y en
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tensión. La guerra es jerárquicamente superior en el orden de determinación
del proceso histórico:
Las guerras son esencialmente impronosticables. Pero las guerras del siglo
XX lo son mucho más que las del pasado. Las mismas situaciones que
preparan una guerra moderna se destruyen al nacer. Es la batalla en y por
sí, y no el origen del conflicto o del tratado de paz, lo que constituye el
hecho importante y produce las consecuencias de mayor alcance (Aron,
1973: 14).
La guerra invierte la relación de efecto de determinadas condiciones
cobrando entidad independiente. La batalla es el factor autónomo en el
proceso mismo de la guerra. La tesis de la primacía de la técnica avala la
independencia y superioridad de la batalla sobre la política. El mismo
Aron escribirá sobre esas páginas, años después, que “el tema de la tecni-
ficación del mundo pertenece tanto a Saint Simon y a Marx como a Spengler
y Heidegger. Lo que se discutía inmediatamente después de la guerra y se
sigue discutiendo todavía hoy es el porvenir que trae consigo la revolución
técnica, el destino que reserva a Occidente” (Aron, 1985:288). Su afirmación
de “que la fuerza motriz de la evolución de aquél tiempo era técnica” recapitula
la línea de pensamiento que destaca la gravitación de la técnica y su peligro.
El ámbito de los medios se mueve por sí mismo, independiente de los orígenes
y fines. La guerra es políticamente inmanejable. La “sorpresa técnica”
destrozó los límites diplomáticos y las consideraciones políticas, los fines
se tornaron ilimitados, la guerra impuso su lógica destructiva a la política,
desenvolviéndose como guerra a muerte. La capacidad destructiva de la
guerra determinó la pérdida de influencia de los diplomáticos y la disolución
de la tradición diplomática de los Estados europeos. La guerra aparece como
una realidad autónoma, como “guerra total”, una guerra a ultranza. El
dinamismo de la guerra total impone sus propios objetivos, políticamente
dislocados. De principio a fin, la dinámica de la guerra total arrastra a los
actores hacia la destrucción. La exigencia de rendición incondicional a
Alemania en la Primera Guerra Mundial emerge como un epifenómeno de
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la guerra total y no como una política seleccionada entre otras posibles (Aron,
1973). La guerra se apoya en la técnica. La técnica es infundada, real por
sí misma y arco último que ajusta al conjunto.
En esta primera fase, el pensamiento aroniano describe una sucesión abi-
garrada de fenómenos empíricos. Se trata, pues, de una fase pre-clausewitziana
en relación a la evolución posterior de su pensamiento que resaltaremos en
los próximos párrafos.
En 1962 la publicación de Paz y guerra entre las naciones (en adelante
Paz y guerra) marca un hito en la producción teórica aroniana y en la historia
de la disciplina de las Relaciones Internacionales. Las fuentes teóricas del
voluminoso texto adquieren una dimensión en cierto sentido inabarcable,
ya que implican una muy amplia producción teórica, que incluye conceptos
y análisis provenientes de varias ciencias humanas. El esfuerzo aroniano
de ordenación conceptual se motiva en el objetivo de escribir un libro que
adquiera la vigencia de un clásico. Aron recupera la idea según la cual las
grandes crisis son aclaradas en los grandes libros, como La república de
Platón, La política de Aristóteles, El Leviathán de Hobbes y el Tratado
político de Spinoza; así como en Locke, Montesquieu y Rousseau, que escri-
bieron en el período comprendido entre la revolución inglesa y la francesa
(Aron, 1963:19). Las crisis de la ciudad antigua y de la cristiandad europea,
las revoluciones inglesa y francesa, se beneficiaron con grandes intérpretes
que se inscriben en la tradición del pensamiento occidental. La evocación
de las grandes crisis del pasado y sus filósofos muestra la autoconciencia
aroniana de la relación entre la bipolaridad soviético-norteamericana y su
propio pensamiento.
La tarea crítica de rescate del pensamiento de Clausewitz se inicia en
Paz y guerra. Clausewitz proporciona la base sobre la que Aron edifica la
teoría. La primera parte del libro denominada “Teoría, conceptos y sistemas”
integra conceptos de distintos registros teóricos: una cierta interpretación
del pensamiento de Clausewitz, combinada con figuras inspiradas en el con-
ductismo y la teoría de sistemas. Aron construye una síntesis teórica con
elementos de diversa procedencia –sometidos a examen crítico– lo que cons-
tituye una novedad en la disciplina de las Relaciones Internacionales. A
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pesar de la variedad de autores trabajados y perspectivas examinadas, Paz
y guerra encuentra en Clausewitz el núcleo de la teoría de las Relaciones
Internacionales. Pero el pensamiento del autor alemán ha sido desigualmente
interpretado. Por ello Aron distingue conceptos fundamentales como guerra
absoluta y guerra real, y relaciona la teoría de Clausewitz con una idea de
lo político como fenómeno problemático y conflictivo. En función de ello,
examina dos fuentes de hostilidad: la posición geopolítica y la diferencia
ideológica, que se imbrican en la circunstancia política, particularmente en
la enemistad norteamericano-soviética:
Los dos son enemigos –aunque se asemejen– porque la presencia de uno de
ellos trae consigo la eliminación del otro (una vez más dejando aparte el
caso de los neutrales). Casi no importa saber si los representantes de uno u
otro campo hacen la misma cosa (no la hacen); basta con que se persigan
unos a otros para que la hostilidad sea inevitable (Aron, 1963:640).
La imposibilidad de la formación de una voluntad general originada en
las voluntades particulares de los Estados patentiza la contradicción funda-
mental entre la Organización de Naciones Unidas y el idealismo wilsoniano
que la inspira, por un lado, y los Estados nacionales fundados en el principio
de soberanía y decisión sin juez ni ley superior, por otro. En la enemistad
norteamericano-soviética, en cambio, la estatalidad se presenta mediatizada
por la lucha revolucionaria mundial, impulsada desde los Estados revolu-
cionarios. Aron lleva el razonamiento hasta la hipótesis de construcción de
una federación planetaria que deje atrás la era de la estatalidad, y organice
a la Humanidad entera bajo una única institucionalidad. En una situación
imaginaria de ese tipo –cuyas condiciones de posibilidad son tan difíciles
que dependen del azar– postula la continuidad de la lógica de la enemistad:
¿Puede concebirse una sociedad humana sin enemigos? (…) no es equivocado
decir que el orden político es inseparable de las hostilidades (…) por debajo
de un Estado planetario, los grupos no vivirían en paz si, como las conciencias
según Hegel, cada uno quiere la muerte del otro (Aron, 1963: 877).
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La tesis de la conflictividad esencial de lo político recuerda al ascenso de
la experiencia de la conciencia desde la certeza sensible hasta el saber absoluto
en la Fenomenología del espíritu, el esplendente libro de Hegel que Aron
estudió en el seminario de Alexandre Kojève. (Por otra parte, Aron presenta
una proximidad evidente con la distinción de lo político como amigo-enemigo
que expuso Carl Schmitt con diversos fundamentos: antropológico (Schmitt,
1984), jurídico internacionalista (Schmitt, 1979) y teológico (Schmitt, 1985).
No hay espacio aquí para ahondar en esta proximidad). Sin embargo, la impronta
racional de Aron lo mantuvo apartado de toda escatología, ateniéndose más
bien a la prudencia como conocimiento de la circunstancia política.
La reconstrucción del pensamiento de Clausewitz
¿Cuándo leyó Aron por primera vez a Clausewitz? Las respuestas aportadas
por Aron son contradictorias:
Leí por primera vez la obra maestra de Clausewitz hace unos veinte años,
hacia 1955, cuando se publicó la traducción francesa de la señora Naville,
en tanto reflexionaba sobre las consecuencias politicoestratégicas de los
armamentos nucleares. En la era atómica, la subordinación de los jefes
militares a los jefes del Estado o del gobierno adquieren un carácter de evi-
dencia y necesidad (Aron,1989:4).
Esa primera lectura es cuatro años posterior a la publicación de Un
siglo de guerra total en 1951, afirmación que se contradice con el comentario
que el mismo Aron hiciera en otra oportunidad, respecto de su colaboración
en la revista de asuntos bélicos Combate de la Francia Libre, editada desde
Inglaterra durante la Segunda Guerra:
Era la segunda vez que entraba en contacto, esta vez por su intermedio, con
el pensamiento de Clausewitz. La primera vez fue durante mi permanencia
en Alemania antes de la guerra (Aron, 1984:74).
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Como nuestro trabajo no es biográfico, sino teórico político, las diferencias
en los relatos revisten una importancia anecdótica. En cualquier caso el
pasaje de la construcción teórica de Un siglo… a Paz y guerra, y de ésta a
Pensar la guerra, constituye un camino de esclarecimiento y asimilación
de la teoría clausewitziana. Si bien Aron aborda en las dos últimas el problema
teórico e histórico de la política y la guerra, sugerimos que la teoría de la
política mundial puede buscarse más provechosamente en Pensar la guerra
que en Paz y guerra, pues el núcleo teórico clausewitziano de la primera
alcanza una coherencia y altura sorprendentes, y despeja la extensión mul-
tidisciplinaria de la segunda.
Una de las diferencias fundamentales entre ambas obras se manifiesta
en el pasaje de una concepción instrumental de la guerra a una concepción
política existencial, la totalidad política, que es el esquema superior que
encuadra la condición instrumental y construye conocimiento mediante sín-
tesis conceptuales. En Paz y guerra, la paz y la guerra se presentan como
funciones del diplomático y del soldado, lo que remite a la concepción webe-
riana del político como profesión (Weber, 1997: 1062-1106) y también al
conductismo. En Pensar la guerra, en cambio, Aron reconstruye el pensa-
miento de Clausewitz en De la guerra como teoría dialéctica concreta de
la política, y devuelve la imagen de un pensador radicalmente distinto al
que Liddell Hart llamó el “Mahdi de las masas” (1933:119).
El concepto de totalidad política
Aron nos recuerda que Clausewitz no concluyó el Tratado, como llama
al libro De la guerra (Vom Kriege) que el autor alemán tenía en preparación
(Aron, 1989:75-6).3 Comenzado en 1816, debía revisarse a partir de la
Nota final y la Advertencia de 1827 y modificarse en su conjunto, si bien
sólo el capítulo primero del libro primero puede considerarse terminado.
Al no haberla completado Clausewitz, la revisión es una cuestión abierta
y conjetural. Por cierto, las variaciones bosquejadas y el capítulo men-
cionado despliegan herramientas, principios y conceptos para la reinter-
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pretación y comprensión mediante una lectura activa, tan imperiosa como
difícil.
Aron se embarca en dicha tarea y emancipa a la obra de las condiciones
técnico-militares de la época que abundan en las partes tácticas y operacionales.
En este sentido, rescata el concepto de totalidad política como uno de los
núcleos teoricos fuertes del libro. La interpretación aroniana es un análisis y
reconstrucción expositiva del pensamiento de Clausewitz sobre la política
como totalidad moviente por la tensión dialéctica entre paz y guerra.
Aron encuentra dos sentidos del témino política en Clausewitz: politics
o situación política, y policy o línea política/plan político del jefe de Estado
(inteligencia del Estado personificado). La guerra es parte del intercambio
político en el primer sentido. La política, como situación o acción, puede
ser una de paz o guerra. Así:
Clausewitz pasa del condicionamiento de la guerra por la política a la idea
decisiva de la acción política por las armas, punto de vista superior que funda
la unidad del concepto de guerra pese a la diversidad de guerras y la dualidad
de las especies. No es la concepción inicial de la guerra absoluta lo que
permite subsumir en un solo concepto la diversidad histórica de las guerras
sino la naturaleza intrínsecamente política de la acción bélica. Ya el Mariscal
de Sajonia evite a menudo la batalla o Napoleón la busque siempre, la guerra
sigue siendo guerra porque, en uno y otro caso, los Estados actúan políti-
camente por la violencia, sean cuales fueren las modalidades de esta última
(Aron, 1989:105).
La unidad de composición extrínseca de las profesiones en la que el
diplomático es agente de negociación y el soldado agente de guerra es
relevada en Pensar la guerra por una totalidad orgánico-estructural concreta,
la totalidad política, en la que la paz y la guerra aparecen como posibilidades
y situaciones de la que emergen los instrumentos. La interpretación de
Aron descubre en Clausewitz una teoría de la política integral, que anticipa
y crea las condiciones para el desarrollo que cobraría en el Siglo XX en
autores como Carl Schmitt y el mismo Aron:
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Ya no se trata de oponer las guerras donde interviene mucho la política a
aquéllas que no parecen politizadas. Se trata de reconocer dos proposiciones
fundamentales: las guerras moderadas a la manera dieciochesca o las guerras
de estilo napoleónico son igualmente políticas; unas y otras expresan, en su
diversidad, la diversidad del comercio entre los Estados según las épocas.
Las guerras a muerte, de estilo napoleónico, parecen pura guerra, mientras
que las del Rococó son ante todo políticas. Pero unas no son menos políticas
que otras (Aron, 1987:333).
La guerra y la paz son posibilidades fundamentales de la política. Este
descubrimiento aroniano está decisivamente determinado por Clausewitz,
para quien “en su punto de vista más elevado, el arte de la guerra se transforma
en política, pero, por supuesto, en una política que libra batallas en lugar
de escribir notas diplomáticas” (Clausewitz, 1960: 568). Punto de vista
más elevado, el de la totalidad que Aron rescata al afirmar que “la política
se vale de cañones o de notas; recurre a la violencia tanto como a la palabra”
(1989:333). En correspondencia con ello, la representación de la totalidad
implica que la política posee prioridad ontológica y formal sobre las funciones
del diplomático y del soldado.
El jefe político-estatal es la inteligencia del Estado personificado: opera
sobre la totalidad política, en la paz y en la guerra. El jefe militar también
es político, pero concentra su actividad en una parte de la política, la que
intercambia disparos. Como la parte al todo, el jefe militar se subordina al
jefe político. La distinción de niveles en la totalidad política permite ordenar
las definiciones: la política es la inteligencia del Estado personificado, la
estrategia es la combinación y explotación del resultado de las batallas, y
la táctica es la conducción de la fuerza militar en la batalla. En caso de
reunirse las capacidades diplomáticas y militares en una única persona, sea
civil o militar, será, objetivamente, política.
La comunidad de pensamiento de Clausewitz y Aron resulta ostensible:
La identidad de naturaleza entre el acto bélico y el acto político plantea dos
proposiciones mayores: la política-objeto determina la guerra y los caracteres
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que ella presenta; la política-sujeto la conduce con miras a los fines que
sugiere o impone la política-objeto; el instrumento militar, como cualquier
otro instrumento, debe ser manipulado de acuerdo con su naturaleza y sus
leyes, pero el instrumento se somete a la voluntad de quien lo manipula. El
acto de fuerza sigue siendo intrínsecamente un acto político, un elemento
de la dialéctica de las voluntades enfrentadas (Aron, 1987:178).
El sistema conceptual
Para Aron, Clausewitz plantea la relación entre teoría y práctica, en tanto
“análisis abstracto y observación, filosofía y experiencia, no deben despre-
ciarse ni excluirse recíprocamente: cada término es garantía del otro”
(1989:74). Clausewitz se aproxima al dualismo filosófico kantiano, aunque
las dificultades de preservar la tensión entre los esquemas trascendentales
y los fenómenos de la experiencia lo inclinan hacia ésta, en sentido inverso
a la precipitación idealista de la filosofía alemana post-kantiana:
El autor jamás se apartó de las exigencias del rigor filosófico, pero cuando
el hilo de éste último se volvió demasiado delgado, el autor prefirió romperlo
y atenerse a los fenómenos correspondientes de la experiencia (1989:74).
Manejando la teoría y preservando la referencia empírica, Aron recons-
truye el sistema conceptual del autor alemán y constata que las definiciones
de la guerra parecen divergentes, ya que:
(…) una definición de la guerra en dos términos, ‘la guerra es un acto de
violencia destinado a constreñir al adversario a ejecutar nuestra voluntad’
(I,1,2) a una definición en tres términos: ‘Extraña trinidad compuesta por
la violencia original de su elemento, que es necesario considerar como
una pulsión natural ciega, por el juego de la probabilidad y el azar, que la
transforma en una libre actividad del alma, y por la naturaleza subordinada
de un instrumento político, mediante el cual retorna al puro entendimiento’
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(i, 1, 28). En cada una de estas etapas del camino que conduce de la definición
original a la definición trinitaria, nuevos conceptos clave enriquecen el aná-
lisis” (Op. Cit., p.82).
En el punto de partida, Aron explica la diferencia entre la definición
monista y la trinitaria, dilucidando los conceptos de guerra absoluta y guerra
real. En el pasaje de uno a otro se desplegará un “sistema conceptual” cuya
comprensión es la clave de acceso a la teoría clausewitziana y, en sentido
contrario, su desconocimiento es la fuente de los malentendidos. El pasaje
de lo más simple y abstracto a lo más concreto y rico en determinaciones
mediante adiciones y variaciones es un modo filosófico que Aron denomina
“método de la modificación”. En función de esto, señala que:
(…) las proposiciones verdaderas en esta etapa inicial del análisis, en el nivel
conceptual, no tienen validez definitiva. Se aplican a la guerra en sí, aislada
de sus orígenes y sus fines, no a la guerra real, pero Clausewitz quiere demos-
trar precisamente que no se puede ni se debe separar una guerra real de sus
orígenes y fines (Aron, 1989: 83).
En su breve introducción Clausewitz explica el pasaje de los conceptos
puros (“simples”) a los conceptos sintéticos (“complejos”), en los que articula
el juego de la diferencia entre los conceptos de guerra absoluta y guerra real:
Nos proponemos considerar, en primer lugar, los diversos elementos de
nuestro tema; luego sus distintas partes o divisiones y finalmente el todo en
su última conexión. Procederemos, de este modo, de lo simple a lo complejo.
Pero en esta cuestión, más que en alguna otra, es necesario comenzar por
referirse a la naturaleza del todo, ya que en esto la parte y el todo deben ser
considerados simultáneamente (Clausewitz, 1960:9).
El primer momento establece la analogía entre la guerra y el duelo.
Aron se detiene en la frase que afirma que “no hay violencia moral fuera
del concepto del Estado y de la ley”. Subraya tres conceptos en la definición
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monista: violencia, objetivo y fin. Para Clausewitz, la violencia moral sólo
es concebible en el interior de los Estados y bajo la ley. Fuera de ellos, el
derecho y los usos aparecen como “restricciones insignificantes” (1960:14).
Entre duelistas la violencia es excluyentemente física y no puede haber
violencia moral, pues ésta sólo es concebible dentro del Estado y bajo la
Ley. La concepción clausewitziana supone la natural inocencia (no puede
haber violencia moral sino únicamente física) del estado de naturaleza y
del estado de guerra, con lo que se inscribe en el interior de la huella hob-
besiana. En particular, la inocencia del estado de naturaleza en la política
entre los Estados legitima a la guerra. Sin embargo, esa posición no lo
hace especialmente belicista, ni partidario de una eclosión indiscriminada
de acciones armadas. Por el contrario, la legitimidad de la guerra en Clausewitz
requiere la consideración del supuesto de la estatalidad de los contendientes
y de la particular situación histórico espiritual de los siglos XVIII y XIX,
en la que la guerra justa es aquella en la que intervienen enemigos justos,
esto es, Estados soberanos (Schmitt, 1979: 174-201). Por ello, para ser rec-
tamente apreciada, la definición del duelo debe ser mediatizada con la
comprensión del conjunto del libro de Clausewitz y respecto de la totalidad
histórico espiritual. Aron ubica las citas en su encadenamiento sistemático:
Las proposiciones verdaderas en esta etapa inicial del análisis, en el nivel
conceptual, no tienen validez definitiva. Se aplican a la guerra en sí, aislada
de sus orígenes y sus fines, no a la guerra real, pero Clausewitz quiere demos-
trar precisamente que no se puede ni se debe separar una guerra real de sus
orígenes y sus fines. ¿Por qué la guerra, según esta consideración abstracta,
conduce necesariamente a los extremos? ¿Por qué este ascenso deriva de la
lógica, o la esencia, del duelo o la lucha? Su razón última es la acción recíproca
de las fuerzas y las voluntades enfrentadas, cada cual intentando imponer
su ley a otra (Aron, 1989:83).
Esta acción recíproca presenta tres aspectos: intención hostil, fuerza
moral, y fuerza física (medios). El choque de los duelistas conduce a un
ascenso a los extremos en el que la magnitud de las fuerzas está recíprocamente
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determinada en un proceso creciente, que termina con el abatimiento de uno
de los contendientes y la victoria del otro. El duelo como tipo ideal es el
punto de partida que se superará en el ascenso hacia formas más concretas:
Esta primera etapa del análisis nos sugiere una serie de parejas conceptuales:
objetivo militar y fin político, intención hostil y sentimiento de hostilidad,
entendimiento y sensibilidad, medios materiales y fuerza moral, ascenso a
los extremos. En definitiva, y sobre todo, ninguna de las fórmulas que figuran
en los cinco primeros parágrafos se aplica a las guerras reales, se aplican
todas a la guerra según el concepto o la filosofía, al acto de violencia
aislado del medio social que lo condiciona y del fin que cada actor quiere
alcanzar, en otros términos aislado de la política en los dos sentidos de la
palabra, politics y policy (Ibid.).
Como muestra Aron, las dificultades de comprensión de la trama filosófica
de De la guerra determina los errores interpretativos, tanto en simpatizantes
como en detractores. Los casos emblemáticos del conde Schlieffen y de
Ludendorff, por el lado de los adherentes, y de Liddell Hart, por el de los
detractores, conciben el concepto de guerra absoluta como imperativo
categórico y reflejo de la guerra real. Aron reflexiona si Schlieffen fue a
Clausewitz lo que Lenin a Marx: “brillante jefe, mediocre intérprete”
(1989:29).
El Tratado de Clausewitz, acorde al modo idealista alemán, no pasó la
prueba de la interpretación de los jefes militares de una época positivista e
ideologizada. Clausewitz aclara la cuestión desde el inicio:
Hay que reconocer que el espíritu humano difícilmente se sometería a esta
ensoñación lógica. De ello resultaría a menudo un inútil despilfarro de fuerzas
que necesariamente encontraría un contrapeso en otros principios del arte
de gobernar; se requeriría una tensión de la voluntad que no estuviera en
equilibrio con el fin fijado, y que en consecuencia no podría ser provocada,
pues la voluntad humana jamás extrae su fuerza de sutilezas lógicas (Clau-
sewitz, 1960:13).
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La primacía del arte de la conducción política adecua la relación entre
concepto absoluto y situación real, y resguarda la proporción entre medios
y fines. Aron establece la puntuación de su hermenéutica deteniéndose
particularmente en esa frase aclaratoria, que pasó desapercibida a tantas
generaciones de lectores:
Nunca se insistirá demasiado sobre este texto, el único donde Clausewitz,
de manera irrecusable, explícita, previene contra una interpretación falsa
de sus conceptos o su método: lejos de que la guerra absoluta sea un ideal
al cual conviene acercarse, el arte político ordena mantener el equilibrio
entre los intereses en juego y los esfuerzos que insumen. La necesidad
abstracta del ascenso a los extremos no constituye en ningún momento un
imperativo praxeológico. Cuando se consideran las guerras reales, la posi-
bilidad de descenso determina y debe determinar la conducción tanto como
la necesidad abstracta del ascenso (Aron, 1989:85).
La guerra absoluta es el concepto abstracto. La introducción de las deter-
minaciones concretas constituye un paso hacia su expresión definitiva. El
pasaje de lo absoluto como elemento lógico hacia lo real como reunión de
las múltiples determinaciones en el concepto de lo concreto, patentiza la
politicidad constitutiva de la guerra:
La segunda etapa del camino que conduce de la definición monista a la
definición trinitaria comienza con la confrontación del concepto (o la defi-
nición abstracta) con la realidad, según el método denominado de modificación
(…) Los luchadores ahora encarnados en Estados poseen un territorio, recur-
sos, aliados. La guerra se desarrolla a través del espacio, lleva tiempo, no
surge como un relámpago, se inserta en el curso de las relaciones interestatales
(Aron, 1989:85).
El ascenso a los extremos es la tendencia intrínseca del concepto lógico
de guerra absoluta. Aron entiende que este concepto se asemeja con la guerra
de la primera especie, y se diferencia de la denominada segunda especie de
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guerra, pues ésta desemboca en la paz negociada y la observación armada.
La confusión entre guerra absoluta y primera especie de guerra introduce
una dificultad adicional al pensamiento de Clausewitz, entre la tesis de la
guerra absoluta como formalidad intelectual y la identificación de la misma
con la primera especie de guerra. Aron apunta que la guerra absoluta no es
una directiva para la acción, sino una herramienta formal que encuentra una
especie que la reproduce rara vez y otra que la modifica habitualmente.
En el desdoblamiento entre el dinamismo de la definición abstracta y el
de la definición concreta, Aron transcribe el siguiente párrafo de Clausewitz:
Estas dos especies de guerra son, por una parte, aquélla donde el fin es
abatir al enemigo, ya quiérase aniquilarlo políticamente o quiérase desarmarlo,
y por lo tanto constreñirlo a cualquier clase de paz; y, por otra parte, aquélla
donde sólo se quieren efectuar algunas conquistas en las fronteras del propio
imperio, ya quiérase conservarlas o hacerlas valer como moneda de cambio
útil en el momento de la paz. Las formas intermedias entre una especie y
otra deben subsistir, pero la naturaleza enteramente diferente de ambas empre-
sas debe penetrar por doquier y separar lo inconciliable” (Clausewitz,1960:76).
Esta segunda etapa desarrolla las oposiciones en un sentido concreto y
patentiza los problemas políticos y estratégicos que Clausewitz descubre
en toda guerra. El pasaje de lo abstracto a lo concreto es un progreso en la
elaboración de síntesis a partir de la incorporación de dimensiones empíricas
en el movimiento dialéctico entre el punto de partida, el duelo, y el punto
de llegada, la totalidad política. El desplazamiento en el sistema conceptual
de lo absoluto hacia lo real implica, al mismo tiempo, un movimiento
desde el plano universal hacia un entramado de conceptos adecuados para
el análisis de la realidad particular. Paso a paso, la dinámica interna del
pensamiento de Clausewitz se perfila como herramienta de análisis cada vez
más precisa y mejorada:
La segunda etapa, según el método de la modificación, va de la abstracción
a la realidad, de lo cual resultan los conceptos o temas siguientes: guerra
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Aron, lector de Clausewitz | 55
absoluta y guerra real, relación entre fin político y objetivo militar, tendencia
a la proporcionalidad entre la magnitud del primero y la importancia del
segundo, modificación de dicha proporcionalidad por las tensiones o las
pasiones, leyes de probabilidad, desarrollo de la guerra en el espacio y el
tiempo (Aron, 1989:85).
La guerra entrelaza las tensiones entre fin político y objetivo militar, y
se desarrolla inmersa en el juego de las pasiones y sujeta a la intervención
intempestiva de la fortuna. La fuerte influencia que Maquiavelo ejerció en
la formación intelectual de Clausewitz, subrayada enérgicamente por Aron,
se integra en la síntesis de lo real concreto como modo teórico de pensar
la guerra, consumando una suerte de “revolución teórica” en relación al
empirismo de Jomini y al dogmatismo racionalista de Von Bullow. No hay
recetario ni fórmulas para triunfar en la guerra, ya que el movimiento de
las intenciones, sentimientos, fuerzas y azares que intervienen colocan al
jefe político y militar en la situación de hacer un esfuerzo superior al de
Newton (Clausewitz, 1960:545).
En un paso por ordenar el dinamismo de las guerras concretas y combinar
adecuadamente la relación entre orden y desorden, Aron descubre que la
lógica subyacente de Vom Kriege se desenvuelve con una particular dialéctica,
que Aron denomina dialéctica de la polaridad. Como esquema trascendental
de abordaje de las guerras concretas, la dialéctica de la polaridad posibilita
comprender el fundamento de la guerra de la segunda especie, el descenso
hacia la observación armada y la paz negociada:
Esta tercera etapa aporta, pues, el concepto de polaridad, la asimetría del
ataque y la defensa, la oposición entre lo intelectual y lo afectivo, entre el
entendimiento y las cualidades morales. Estas últimas no se oponen solamente
a las fuerzas materiales, se oponen a las abstracciones de la teoría pura y a
los cálculos del entendimiento (Aron, 1989:85).
Finalmente, Aron encuentra en la cuarta etapa expositiva un último
paso en el tránsito hacia la guerra real como totalidad concreta, que reúne
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en un nuevo plano las ideas anticipadas en el plano abstracto en el que se
presenta la guerra absoluta. La situación política enfrenta Estados que per-
siguen fines contrapuestos. La primacía de los fines expresa la racionalidad
de la política entre los pueblos civilizados. De la racionalidad de la política
se deriva la racionalidad de la guerra, que la prolonga y continúa. La totalidad
de la política como unidad de las posibilidades de la paz y la guerra sobre-
determina la función instrumental y el dominio de las intenciones hostiles
sobre los sentimientos hostiles:
Retomando la idea ya utilizada una primera vez: la política. Los dos sentidos
de la política se distinguen claramente: la guerra entre pueblos civilizados
surge de una situación política y es provocada por un motivo político. El
fin político constituye, pues, la consideración suprema en la conducción de
la guerra (Aron, 1989:87).
Esta cuarta y última etapa reasume los elementos expuestos en las etapas
previas, subordinándolos a la primacía de la política. El concepto de polaridad
sistematiza la relación entre las fuerzas materiales y morales, el ataque y la
defensa, lo intelectual y lo afectivo, que encuentran orden y sentido a partir
de la función determinante de la política, considerada como inteligencia
del Estado personificado y conocimiento amplio de la situación (Clausewitz,
1960:25).
La reconstrucción del sistema conceptual clausewitziano posibilita
entender por qué a pesar de lo inconcluso, Vom Kriege es una extraordinaria
obra retórica, que puede organizarse desde ciertas claves hermenéuticas
desplegadas en el libro primero y en la Advertencia de 1827. El interés
que ha preservado Vom Kriege a través de los años se corresponde con
sus numerosas cualidades, con el despliegue de conceptos llenos de sentido
y con las dificultades de interpretación de una obra que se percibe excep-
cional. Entre sus pliegues coexiste una interpretación instrumental de la
guerra en función de una teoría de la política en tanto inteligencia del
Estado personificado, y una morfología de la política como totalidad
existencial histórico concreta.
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En efecto, para expresar la dimensión interna de las guerras reales,
Clausewitz crea la notable categoría de “extraña trinidad” (wunderliche
Dreifaltigkeit). De cuño romántico y reminiscencias teológicas la extraña
trinidad no es un concepto abstracto, construido para superarse a medida
que avanza en los niveles de concreción. Por el contrario, es un predicado
de lo real, que representa a la guerra real en tanto posibilidad estructural
de la política:
(…) la definición trinitaria aporta, no obstante, una novedad decisiva: sólo ella
vale para las guerras reales y ella vale para todas las guerras reales. Aléjense
más o menos de la guerra absoluta, las guerras no son menos guerras desde
el momento en que nos remitimos a la definición trinitaria, que sirve de fun-
damento tanto a la teoría como a la historia y la doctrina (Aron, 1989:88).
El tránsito de una especie a otra, en principio determinado por el cambio
en las relaciones entre fin político y objetivo militar, transforma la fisonomía
de la guerra. El pensamiento dialéctico de Clausewitz se anuda en la cons-
tatación de la “guerra como camaleón”: sigue siendo tal, pero cambia de
color. La guerra como camaleón remite a la historicidad y complejidad de
las guerras, ya que “la guerra es un camaleón en los dos sentidos del término,
la guerra es otra de coyuntura en coyuntura, compleja en cada coyuntura”
(Aron, 1987: 40).
El primer aspecto, la confluencia del odio (Hass), la enemistad (Feindschaft)
y la violencia primitiva de su esencia (ursprüngliche Gewaltsamkeit) como
ciego impulso natural (blinder Naturtrieb), se corresponde con el pueblo (Volk).
El segundo aspecto está constituido por notas más elevadas: el juego del
azar y las probabilidades que remiten al talento y valor de la actividad libre
del alma, correspondiente al jefe militar y su ejército. La diferencia con la
escuela de base geométrica se manifiesta en la apreciación de las operaciones
militares como un verdadero arte, y del jefe militar como artista. La teoría
del genio militar expuesta en el capítulo tercero del Libro primero desarrolla
la teoría del genio de origen kantiano, que concibe la creación artística como
fenómeno superior e independiente de las reglas del arte. En el tercer aspecto,
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finalmente, la guerra es un instrumento político e implica el dominio del enten-
dimiento del gobernante político.
La metamorfosis de la guerra es un movimiento estructuralmente deter-
minado por la primacía de uno u otro de los componentes de la trinidad, no
es un devenir caótico. La organización y gravitación relativa de cada aspecto
determina la especie de la guerra.
La unidad de los tres momentos sintetiza los momentos instrumental y
existencial, y configura una peculiar razón dialéctica cuya diversa modalidad
concreta de articulación en cada caso determinan la especie de guerra:
Ya que todas las guerras reales comportan, aunque en proporciones diferentes,
los tres elementos –pasión del pueblo, libre actividad del alma del jefe militar,
entendimiento político y dirección de la guerra por el Estado–, ¿por qué no
buscar las causas de la guerra que asciende a los extremos, así como las causas
de las guerras que descienden hasta la observación armada? (Aron, 1989:107).
La extraña trinidad de la guerra posibilita captar la particular combinación
histórico-concreta que aproxima o aleja a una guerra real del concepto absoluto
de guerra. “Las guerras que se aproximan a la perfección no son más ni menos
políticas que las otras: la política misma determina su carácter absoluto” (Aron,
1987:91). La trinidad se presenta existencialmente en la guerra:
La definición trinitaria aporta, no obstante, una novedad decisiva: sólo ella
vale para las guerras reales y ella vale para todas las guerras reales. Aléjense
más o menos de la guerra absoluta, las guerras no son menos guerras desde
el momento en que nos remitimos a la definición trinitaria, que sirve de fun-
damento tanto a la teoría como a la historia y la doctrina (Aron, 1989: 88).4
Sobre el método de Clausewitz
En un horizonte alejado en el tiempo de la relación entre el idealismo alemán,
el romanticismo y las ciencias naturales, el desmontaje de la gravitante
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herencia positivista en la construcción del discurso científico puede apro-
ximarnos a la comprensión del vocabulario científico de Alemania a comien-
zos del siglo XIX. Como hemos visto, Aron denomina “método de la
modificación” al movimiento que ensambla los conceptos de guerra absoluta,
guerra real y dos especies de guerra.
Los autores post-marxistas vincularon el método de Clausewitz con Kant
y con Hegel (Lenin, 1979). En el libro primero de Pensar la guerra, Aron
dice que no pone en duda “que el pensamiento o el método de Clausewitz
es en alguna medida dialéctico. Queda por saber en qué sentido” (1987:272).
Aron constata en Vom Kriege la polaridad de conceptos: guerra absoluta-
guerra real, fuerzas morales-fuerzas materiales, ataque-defensa, medios-
fines, etc. Hay por lo tanto un método dialéctico, entendiendo por tal una
concepción amplia de manejo de las oposiciones. No obstante, la tesis de
la influencia hegeliana sobre Clausewitz parece discutible:
¿En qué se basa la tesis del hegelianismo de Clausewitz? En un primer hecho,
irrecusable; comandaba la Escuela General de Guerra en Berlín mientras
Hegel enseñaba en la Universidad y reinaba allí sin rival. En un segundo
hecho, también irrecusable: el método clausewitziano puede ser llamado dia-
léctico. Queda por saber si este método debe algo a la filosofía hegeliana
(Aron, 1989:274).
La proximidad física e institucional entre Hegel y Clausewitz en el Estado
prusiano5 no le parece a Aron un elemento de prueba suficiente para acreditar
influencia intelectual (Aron, 1987:275). Por el contrario, Aron despeja las
coincidencias fortuitas y se concentra en la analítica teórica:
La esencia de la dialéctica histórica de Hegel, la síntesis que supera las con-
tradicciones en el tiempo y otorga un sentido racional al devenir no aparece
en ningún momento en el Tratado. No puede aparecer: en la medida en que
se atisba una filosofía clausewitziana de la historia, pertenece a la posteridad
de Maquiavelo; la política sólo edifica obras perecederas, carcomidas por el
tiempo, que dejarán indiferentes a nuestros bisnietos… ¿Se dirá que a falta
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de una dialéctica histórica la dialéctica conceptual de Clausewitz sí se aproxima
a la de Hegel? También aquí se impone una respuesta negativa… Antes que
buscar reminiscencias hegelianas, más valdría evocar la polaridad de la elec-
tricidad positiva y la electricidad negativa (1989: 275-276).
La interpretación aroniana distingue la identidad fundamental de la seme-
janza formal, ya que una dialéctica que se asemeja a la electricidad remite
a la época en general más que a la filosofía hegeliana en particular. Pero la
generalidad de la época no excluye las necesarias precisiones. La común
utilización de un método que emplea conceptos puros progresivamente
sustituidos por conceptos reales no parece suficiente para establecer una
influencia. El problema se resuelve en el planteamiento de la relación entre
los conceptos y la realidad:
Esta relación, que hemos estudiado en diversas ocasiones (…) se presta
quizás a interpretaciones diversas. Lo que en cambio no se presta a ninguna
duda es que la dualidad de las nociones y la realidad vivida no desemboca
jamás en el concepto hegeliano, en el universal concreto (1989: 277).
El universal concreto hegeliano invierte la concepción más extendida
de lo universal como abstracto y lo particular como concreto. Para Hegel,
lo universal puede ser abstracto o concreto. Lo universal abstracto implica
un movimiento de negación de lo universal por lo particular y éste a su vez
puede invertirse, negándose esta primera negación, y obteniéndose un uni-
versal concreto, que representa la “totalidad del concepto”. Lejos de estar
vacía y ser pobre en determinaciones, es absolutamente rica en contenido,
siendo lo universal abstracto un momento aislado e imperfecto del concepto
que es, así, universal concreto. El paralelismo entre guerra absoluta (universal
abstracto) y guerra real/ extraña trinidad (universal concreto) presenta una
semejanza formal que no anula la diferencia sustantiva:
El concepto puro de la guerra excluye en cuanto tal todo principio de mode-
ración, no conduce por sí mismo al segundo momento. El análisis conceptual
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no revela, en el primer momento, la presencia de un segundo que niegue el
precedente. La diferencia entre el modelo de la lucha entre dos hombres y
el de la guerra entre dos Estados es la que introduce múltiples modificaciones
y permite concebir el descenso a la observación armada (Aron, 1989: 276).
El pasaje del concepto de guerra absoluta al de guerra real y extraña
trinidad está determinado por la modificación y agregación de variables.
Para Aron, despliega una operación de sustitución y adición más que una
negación de la negación. Poco dado a enunciaciones apresuradas, y refractario
a las primeras impresiones, Aron descarta la influencia hegeliana y entiende
que, en relación a Kant, la concordancia parece más verosímil:
Si se quiere encontrar un origen filosófico a la extraña trinidad del primer capí-
tulo, yo pensaría más bien en la tabla kantiana de las categorías (1989: 277).
La extraña trinidad resuena a la tabla de las categorías,6 que agrupa las
doce posibilidades que tiene un juicio para que el fenómeno (lo que se
muestra) sea pensable como objeto (Kant, 1995). Refiere, por lo tanto, a la
objetualidad del objeto, a las condiciones de posibilidad del objeto en tanto
tal. En cambio, la síntesis entre objetividad y fenómeno empírico depende
del esquematismo trascendental, que brota de la obscuridad de la imaginación
trascendental.
La filosofía crítica kantiana plantea el conocimiento como construcción
de la unidad de los niveles puro (intuiciones puras espacio y tiempo; cate-
gorías; juicio, esquemas trascendentales) y empírico, fenómenos sensibles
que impresionan la receptividad de los sentidos. El dualismo kantiano resulta,
pues, de la operación de enlace mediante la imaginación trascendental de
los niveles puro y empírico.
La articulación entre guerra abstracta, dos especies de guerra y extraña
trinidad parece otorgar objetividad empírica a la objetividad trascendental
de las categorías de cantidad, respectivamente: unidad, pluralidad y totalidad.
Aron sostiene que el método de modificación implica una particular dialéctica
en la que no hay negatividad sino polaridad. “Si hay que elegir entre la
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influencia de Kant o la de Hegel, nadie debería titubear: la de Kant es más
verosímil que la de Hegel” (1989: 278), aunque se trate de semejanzas for-
males más que estructurales (1989: 281).
Aron también considera la posible influencia de Montesquieu, y explora
una serie de tentativas que abonan esa hipótesis: la propia manifestación
de Clausewitz en la Primera Nota donde afirma que El Espíritu de las
leyes le sirvió “vagamente” de modelo al escribir capítulos cortos y “mal
eslabonados”. La coincidencia en el uso del término naturaleza, o bien como
esencia o bien como “caracteres intrínsecos de una cosa”: ambos usos
están en el soporte de la guerra absoluta, como guerra según su naturaleza;
y en el de guerras reales, cada una de acuerdo a su propia naturaleza.
Finalmente, Aron sugiere que a Clausewitz “para comprenderlo, el intér-
prete debe situarlo donde le corresponde, entre los que Meinecke revistó
en su libro Die Entstehung des Historismus, y no ver en él un lector de
Kant y Hegel” (1989:282).
La tradición historicista alemana ha desplegado un proceso de investi-
gación, desentrañamiento y ordenación del sentido de la historia en el que
convergen progresivamente la filosofía de la historia y la historia de la
filosofía. Clausewitz puede inscribirse en esa saga en tanto el orden conceptual
encuadra al desorden real, abriendo espacios novedosos de análisis y sus-
citando nuevas intelecciones y exploraciones.
Teoría política a la altura planetaria
En el libro segundo de Pensar la guerra, Aron extracta ciertas tesis centrales
de Clausewitz para el análisis de la situación histórica del siglo XX. El punto
de partida es el examen de las armas nucleares, cuya capacidad destructiva
amenaza la existencia de toda la especie humana y pone en duda la naturaleza
política de la guerra que las utilice. Aron no desconoce la semejanza entre
guerra absoluta, primera especie de guerra y uso de armas nucleares. Por
el contrario, introduce la cuestión de las armas nucleares en el interior del
esquema clausewitziano de transición de una especie de guerra a otra:
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La destrucción de Hiroshima y Nagasaki por bombas atómicas indica la
culminación del ascenso, la aplicación bárbara del principio de aniquilación
interpretado en sentido material. Esos mismos acontecimientos parecen cons-
tituir retrospectivamente el origen de un movimiento en sentido contrario.
Del exceso del potencial destructivo renace el espíritu de moderación. La
amenaza sustituye a la acción; la disuasión, a la decisión (Op.Cit.: 105).
El arma atómica, en lugar de despertar la voluntad guerrera y romper
el molde diplomático, desarrolla la otra posibilidad fundamental de la política,
la que modera los objetivos y adecua los fines. Aron discute polémicamente
con la tesis que entiende a las armas nucleares como armas absolutas, pues
pone en cuestión la separación entre fin político e instrumento militar. El
pasaje de la guerra de aniquilamiento hacia la observación armada –desde
la primera a la segunda especie de guerra– encuadra la disuasión.
El ascenso a los extremos en el esquema de la Destrucción Mutua Ase-
gurada entre las superpotencias nucleares enfrentadas –los Estados Unidos
y la Unión Soviética– cede el lugar a la realidad política concreta. En función
de ello, Aron analiza críticamente la literatura estratégica estadounidense,
puntualmente On Escalation de Herman Kahn (1965) y The Strategy of Con-
flict de Tomas Schelling (1964) en tanto muestran un modo de entender la
estrategia basados en un razonamiento formal, despojado de contenido
político e histórico concreto (incluso escoge esos autores porque les reconoce
una particular calidad intelectual). Ambos ofrecen distintos escenarios de
crisis y guerras nucleares posibles: armas contra recursos, armas contra
ciudades, armas contra armas, primer atacante, represalia gradual, represalia
masiva, etc. Para Aron la confusión reside, una vez más, entre el esquema
teórico y el concepto político concreto:
El movimiento de ascenso deriva necesariamente del esquema del duelo
entre dos luchadores que quieren imponerse mutuamente su voluntad. El
movimiento de descenso puede resultar del control del entendimiento polí-
tico sobre las pasiones, sobre la conservación de la proporcionalidad
entre el objetivo y los esfuerzos, sobre la comunicación entre los duelistas,
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cada cual adivinando lo que quiere el otro, luego lo que debe temer y lo
que es lícito esperar (1989:133).
El pasaje del movimiento de ascenso al movimiento de descenso describe
una onda en la que el duelo de voluntades es sustituido por el entendimiento
político, que introduce cierta proporción entre la magnitud del esfuerzo y
la calidad del objetivo. Una consideración atenida a la historicidad de la
estatalizad –lo que Schmitt encuadró como la historicidad del “nomos de
la tierra”– muestra la fuerza estabilizadora que el marco histórico-político
ejerce sobre el entendimiento político, que en Clausewitz es inteligencia
del Estado personificado y decide concretamente sobre la cuestión de la pro-
porción entre esfuerzos y fines. No es, pues, un cálculo abstracto, sino un
concepto ensamblado en una situación política concreta.
La crítica de Aron a los exponentes norteamericanos de la estrategia
toma como modelo la crítica de Clausewitz a la escuela estratégica de Von
Bülow: es la crítica al dogmatismo, a la universalización de una particularidad,
a la elevación al plano estratégico de una situación táctica (Aron, 1987:134).
La verdad resulta de la reunión de las determinaciones concretas en el con-
cepto, y ésta condición se opone críticamente al modo abstracto, entendido
como el razonamiento basado en principios universales sin la investigación
sobre el caso concreto:
No hay solución que combine las ventajas de las doctrinas opuestas; conviene
elegir en función de la coyuntura concreta, con todos sus elementos políticos
y psicológicos, no a partir de un esquema y de razonamientos abstractos
(1989: 137).
El significado de Vom Kriege trasciende la traducción conceptual de
las guerras napoleónicas, se abre como teoría política de la guerra y contiene
un método de análisis cuya dialéctica interna confluye en las guerras reales.
En consecuencia, el conocimiento de la historia de la guerra radica en el
desentrañamiento de las relaciones entre la totalidad de la formación social
y el instrumento militar:
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Tomemos como punto de partida la historicidad de todas las guerras y la
complejidad interna de cada guerra. Clausewitz insiste sobre uno de los
factores de esta historicidad, la relación entre el ejército y el pueblo, más
no ignora los otros: las armas, los inventos de la ciencia, la organización de
los poderes públicos, la naturaleza de las entidades políticas, los límites y
las reglas de la sociedad de Estados (1989: 139).
La vigencia de Clausewitz no es dogmática, sino teórico política y está
sujeta a la investigación de la historicidad de la guerra, de su metamorfosis
en función de las realidades políticas y las totalidades histórico-concretas,
“sociales”.
La naturaleza de la guerra no se manifiesta como devenir caótico de
la existencia. Refractario a las visiones impresionistas y a los aforismos
de ocasión, Aron como lector de Clausewitz plantea un análisis de la
realidad concreta de la bipolaridad atómica. En la medida que supera la
apariencia y el efecto ilusorio, desentraña el núcleo político de la cosa
real. La crítica de Clausewitz al dogmatismo de su época es el antecedente
que Aron resignifica frente a lo que entiende como exponentes de un nuevo
dogmatismo. Por cierto, puesto en su contexto, lo dogmático se interpreta
como atenido a combinaciones lógicas sin consideración suficiente de
materiales empíricos. En algún sentido, la crítica aroniana al dogmatismo
recuerda la apreciación de Kant sobre Hume en tanto lo “despertó del
sueño dogmático”, así como también al Marx de la Crítica de la economía
política. Para Aron, la idea de la superación de la naturaleza política de
las guerras por las armas atómicas reitera el dogmatismo en una nueva
fase histórica. Frente a la imagen del paroxismo nuclear, juzga la utilidad
de las armas atómicas como aval de la disuasión en el descenso hacia la
observación armada y revela que la carrera armamentística abre una serie
de modalidades posibles de guerra (1989:140).Los arsenales atómicos de
las superpotencias rivales no determinan ni el apocalipsis ni la paz perpetua,
sino la continuidad de la metamorfosis de las guerras y de su naturaleza
política. La elucidación de Vom Kriege dispone una caja de herramientas
teóricas para investigar la situación concreta. Esta nueva indagación de
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la realidad política mundial produce una modificación conceptual y semán-
tica en relación a la denominada “guerra fría”.
Aron distingue la paz y la guerra por la naturaleza del medio. Ni sim-
bólica ni social, la guerra es violencia organizada y la paz es la ausencia
de violencia organizada. La distinción específica de la guerra como violencia
organizada fundamenta la crítica a la tesis que universaliza y extiende la
violencia a las esferas social y simbólica. La extensión de un concepto
de guerra de ese tipo –propio de cierta teología de la liberación y de
cierta sociología de la violencia– amenaza con deformar el contorno, el
contenido concreto y la consistencia comprensiva del concepto de guerra
(Aron, 1976:191). En consonancia, la distinción paz / guerra por la natu-
raleza del medio configura una teoría para entender la rivalidad entre los
Estados Unidos y la Unión Soviética como una situación política, no como
una guerra (Aron,1985:631-632).Una carrera armamentística que no des-
emboca en una guerra es una situación novedosa de la política, pero no
un vuelco de la historia:
La suspicacia sostiene la carrera armamentista; el interés común frena el
ascenso a los extremos y lo encauza hacia la observación armada. Las
dos decisiones, relativas a los armamentos y la disuasión, son insepara-
blemente políticas y estratégicas, una y otra dependen del entendimiento
(1989: 179).
Las armas atómicas sitúan a los contendientes en un lugar paradójicamente
moderado: ninguno de los dos es tan insensato como para desatar un holo-
causto común. Los fines políticos de los EE.UU. y la URSS no contemplan
el suicidio común (en cambio, Hitler hubiera preferido el hundimiento mutuo).
La carrera armamentística favorece la disuasión y desplaza la guerra hacia
los países periféricos. La capacidad destructiva de las armas atómicas es
un acicate para la razonabilidad. La política domina a la condición técnica.
Las armas nucleares son un instrumento. La determinación de la influencia
de las armas atómicas en la situación de rivalidad sin guerra está dominada
por la comprensión política:
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Ninguno de los dos Grandes contempla una victoria de aniquilación que
excluya la capacidad de segundo golpe por parte del rival; la guerra de los
dos Grandes, suponiendo que erróneamente se asimile a una rivalidad con
una guerra, pertenece a la segunda especie (busca de conquistas limitadas
a las fronteras sin decisión radical) Ahora bien, en la guerra de la segunda
especie, tampoco subsiste ninguna necesidad, ni siquiera en abstracto. La
Razón no impone ninguna ley. El entendimiento político-estratégico prevalece,
el estoque o el florete sustituyen al espadón (Aron, 1979: 179).
Para Aron no hay tal guerra fría, sino una rivalidad política entre el
Occidente liberal y el campo socialista. El modelo abstracto del duelo y
el ascenso a los extremos están excluidos. La observación armada nuclear
entre las superpotencias desplaza la guerra a la periferia del sistema
internacional.
Conclusiones
Como hemos visto, la evolución del pensamiento de Raymond Aron está
enlazada a la profundización en el pensamiento de Clausewitz. El encuentro
entre ambos alcanza su nivel plenario en Pensar la Guerra. Tanto en el plano
de las categorías como en su integración al análisis de la política mundial,
las cada vez más penetrantes lecturas de Vom Kriege realizadas por Aron
otorgan una renovada vigencia a las tesis clausewitzianas. En considerables
fragmentos de Pensar la Guerra se hace difícil distinguir cuando Aron habla
por si mismo y cuando habla Clausewitz: tal es la identidad y la mimesis
que el autor francés alcanza con el autor alemán.
Su prosa clarificante preserva la potencia retórica de Clausewitz al tiempo
que lo actualiza en una sistematización impresionante referida a la realidad
política y al campo de la cultura. Pensar la guerra se cuenta entre los más
grandes libros en la historia de la teoría política. Por cierto, en la disciplina
de las Relaciones Internacionales suele considerarse a Paz y guerra como
la palabra final de Aron en la materia. Sin embargo, parece –como hemos
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tratado de demostrar– que Pensar la guerra alcanza un grado superior de
desarrollo y configura, por lo tanto, una obra aún más importante.
La interpretación aroniana del proyecto teórico de Clausewitz restablece
una teoría dialéctica, abierta y orgánica. La crítica a las interpretaciones
usuales posibilitan que la vigencia de Clausewitz emerja ante todo en la
“fidelidad al método, es decir, en la investigación de la historicidad de la
guerra, de su metamorfosis en función de las totalidades histórico-concretas,
del análisis de la situación política y de los objetivos políticos de los Estados
en pugna. A propósito, en los años de la bipolaridad norteamericana-soviética,
Aron nunca eludió el apoyo razonado a una de las opciones. En este sentido,
la indagación sobre Clausewitz fue decisiva para configurar un pensamiento
de la contradicción política a escala planetaria. Desde la caída del muro de
Berlín, la intensidad de la bipolaridad fue relevada por nuevos escenarios
en constante devenir y configuración. En la personalidad intelectual y política
de Aron, la radicalidad del pensamiento de Clausewitz se adecua al aspecto
paradójico de un liberalismo político y combativo nacido de la oposición a
la tiranía soviética y la crítica al marxismo leninismo.
Por otra parte, Clausewitz y Aron descubren el velo que oculta la situación
política y la totalidad histórico política, de la que emergen los modos de
guerrear. Toda guerra es política porque se origina en una situación política,
pone en juego contradicciones entre objetivos políticos y desemboca en un
cierto tipo de paz, configurada como situación política con arreglo a objetivos
políticos.
Por cierto, Clausewitz sin la interpretación de Aron hubiese seguido
siendo un autor importante, pero sujeto a controversias interminables y
desiguales. A partir de Pensar la guerra, Vom Kriege encuentra un pensa-
miento en paralelo que renueva la relación entre las partes y el todo en el
interior del texto, y que desarrolla una hermenéutica en la que convergen
los horizontes de época. De este modo, Clausewitz adquiere una renovada
vigencia y Aron, una vez más, confirma su talento clásico.
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Aron, lector de Clausewitz | 69
notas
1 La caracterización de Aron como exponente de la gran tradición ilustrada francesa delos siglos XVIII y XIX más que como cientista social del siglo XX fue señalada por eldestacado politólogo e internacionalista chileno Manfred Whilhelmy (Conversación pri-vada: 2007).
2 La cuestión acerca de la autoconciencia de Aron sobre la trayectoria de su propio pen-samiento pertenece a la biografía, por lo tanto, está fuera de nuestra investigación.Conviene destacar algunos indicadores como la alusión al género “filosófico-periodístico”(Aron, 1983:279), y cuando manifiesta “insatisfacción” ante el tratamiento de Clausewitzen Paz y Guerra entre las Naciones (Aron, 1988:4). De todos modos, la hermenéuticapertenece al lector más que al autor. Por otro lado, la ubicación temporal de las fasesdel pensamiento aroniano es aproximada y ha sido trazada en función de la apariciónde los textos.
3 La Advertencia de 1827 sostiene que existen dos especies de guerra y ambas continúanla política por otros medios. Agrega, además, que “en cuanto al libro VIII, el plan de guerra,es decir la preparación conjunta de una guerra, ya existen varios capítulos en preparación,pero éstos no pueden siquiera ser considerados como verdadero material; sólo constituyenun trabajo simple y tosco a través de la masa con el fin de reconocer, en el curso mismodel trabajo, los puntos importantes”. La Nota Final señala que sólo el capítulo primerodel libro 1 debe considerarse terminado (Aron, 1989:75-6).
4 De modo tal que, por ejemplo, las guerras de gabinete del primer equilibrio europeo enel Siglo XVIII encontraban en el entendimiento político y la conducción militar su elementodeterminante, mientras las guerras de la edad media y, en otro sentido, las guerras revo-lucionarias de base campesina del siglo XX se nutren del pueblo.
5 Hegel era el filósofo más famoso de su tiempo. Bástenos con recordar que a sus clases,en la Universidad de Berlín, concurrían unos doscientos alumnos, mientras que a las deSchopenhauer lo hacían apenas media docena.
6 Tabla de las categorías: 1. De la cantidad: Unidad, Pluralidad, Totalidad; 2. De la cualidad:Realidad, Negación, Limitación; 3. De la relación: Inherencia y subsistencia (substantiaet accidens), Causalidad y dependencia (causa y efecto), Comunidad (acción recíprocaentre agente y paciente); 4. De la modalidad : Posibilidad-imposibilidad, Existencia–no-existencia, Necesidad-contingencia.
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Revista de Instituciones, Ideas y Mercados Nº 55 | Octubre 2011 | pp. 71-92 | ISSN 1852-5970
LOS ORÍGENES DE LA INESTABILIDAD DEMOCRÁTICA EN ARON
Cecilia I. Aversa*
Resumen:¿Cuál es el origen de la inestabilidad política en los regímenes demo-
cráticos modernos no consolidados? ¿Cuáles son sus consecuencias? ¿Cómo
contrarrestarlas? Este análisis intentará responder estos interrogantes a partir
del esquema conceptual ideado por Aron e intentará demostrar, asimismo, cierto
paralelismo y/u originalidad respecto de su sucesor Samuel P. Huntington.
Abstract: Which are the origins of political instability in unconsolidated
modern democracies? Which are its consequences? How can they be
counteracted? This analysis attempts to answer these questions by using the
conceptual framework developed by Aron. It also intends to show the presence
of some parallelism and / or originality in relation to his successor, Samuel
P. Huntington.
Introducción
Las crisis de gobierno experimentadas tras la tercera ola de democratización
(Huntington, 1991) cuestionaron las representaciones y el sustento mismo
de la democracia moderna. De ahí la importancia de retomar el estudio
conceptual-filosófico de un representante del pensamiento político del siglo
XX, Raymond Aron, cuyas reflexiones acceden a la universalidad por ins-
cribirse en la lucha perenne contra la demagogia y la inestabilidad política.
* Candidata a Doctora en Ciencias Políticas (Universidad Católica Argentina). Licenciadaen Ciencias Políticas con Especialización en Relaciones Internacionales (UCA). ProfesoraAsistente (Licenciaturas en Ciencia Política y en Relaciones Internacionales, UCA). Correoelectrónico: [email protected]
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El objetivo del trabajo es analizar el esquema filosófico ideado por
Aron para comprender los desequilibrios inherentes a los regímenes políticos
en sociedades como la francesa, en la que el enfrentamiento entre el “mito
de la revolución” y la Restauración, esto es, el conflicto entre el cambio y
la tradición, la modernización versus conservación del orden existente, había
hecho avanzar al régimen por un estadio más imperfecto que aquel transitado
por las democracias maduras como la norteamericana, que sí había logrado
conciliar un régimen de participación estable con libertades ciudadanas
garantizadas.
Esta puja entre igualdad y libertad –inscripta en la tradición política de
Montesquieu, Constant, Tocqueville y Elie Halévy– aparece en las primeras
páginas de Introducción a la filosofía política. Democracia y revolución,
cuando Aron afirma:
Durante un siglo y medio, la reflexión política en Francia se ha centrado en
la oposición entre los principios de la Revolución y del Antiguo Régimen.
Tocqueville formuló el problema de nuestra civilización, y lo que pretendo
abordar es justamente esto: siendo un hecho el camino hacia la igualdad,
¿conservamos la libertad política como un anacronismo o hay posibilidad
de combinar una sociedad igualitaria con la libertad? (Aron, 1999: 42).
Es a partir de esta preocupación preliminar que Aron se interesó por el
estudio de las peripecias del régimen democrático, en el marco de un análisis
más amplio en torno a la relación democracia-totalitarismo, que permitió
predecir una fórmula autoritaria propia del siglo XX. Es también a partir
de ello que forjó su explicación sobre los orígenes de la inestabilidad política
en las sociedades democráticas.
El trabajo comienza con una introducción conceptual de la democracia
moderna, complementado por la herencia del pensamiento liberal francés.
Teniendo presente el contexto político-social de una Francia fisurada por
cambios abruptos y convulsionados durante el período de entreguerras, el
análisis considera al régimen democrático en dos aspectos fundamentales:
a) el de la oposición democracia/totalitarismo, y b) el del binomio demo-
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cracia/pretorianismo, como paso previo al análisis de las causas y efectos
de la inestabilidad política que, según las perspectivas de Raymond Aron
y Samuel P. Huntington, caracterizan a los regímenes inmaduros.
La conceptualización de la democracia moderna
Lo que distingue a la democracia moderna de aquellas descriptas por Aris-
tóteles y de aquellas surgidas tras la Segunda Guerra es su carácter liberal
(Lefort, 1994). Se entiende por “liberalismo” una concepción del Estado
con poderes y funciones limitados por mecanismos constitucionales (común-
mente englobado bajo los términos “Estado de derecho” y “Estado mínimo”),
opuesto al Estado absoluto y al Estado social. Y por “democracia” se entiende
una forma de gobierno en la que la mayoría detenta el poder, y que es contraria
a las formas autocráticas como la monarquía o la oligarquía (Bobbio, 1989).
El liberalismo como teoría del Estado es moderno, mientras que la demo-
cracia como forma de gobierno es antigua, ya que remite a la organización
de los antiguos atenienses. De ahí las dos concepciones clásicas de la
democracia: la democracia de los antiguos (democracia directa) y la demo-
cracia de los modernos (democracia representativa), donde el titular del
poder es siempre el pueblo pero cambia la forma, amplia o restringida, de
ejercer ese derecho.
También existen dos maneras de concebir a la libertad: la libertad negativa
entendida como cesión de poder y la libertad positiva entendida como par-
ticipación del poder o, lo que es lo mismo, y en términos de Benjamin
Constant (1989), la libertad de los antiguos (o política), cuyo fin es la dis-
tribución del poder político entre los ciudadanos de una misma patria, y la
libertad de los modernos (civil o individual), destinada a garantizar la
seguridad del goce de la independencia privada.
La democracia moderna puede ser concebida como consecuencia natural
del liberalismo si se la considera en su aspecto formal, como gobierno del
pueblo, y no en su significado sustancial, como gobierno para el pueblo
(Bobbio, 1989). Es en este último sentido que puede afirmarse que la
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democracia moderna es resultado del siglo XVIII, cuando las insurrecciones
desembocaron en el fortalecimiento del Estado-Nación frente al debilitamiento
–y en ciertos casos la extinción– del absolutismo monárquico.
Al momento de analizar el problema inherente a la relación libertad-
igualdad, resulta propicio considerar a la democracia en su sentido ético o
sustancial. Para Bobbio, se trata de valores antitéticos, en cuanto “no se
puede realizar con plenitud uno sin limitar fuertemente el otro” (…) “la
única forma de igualdad que no sólo es compatible con la libertad, sino
que es exigida por ella, es la igualdad en la libertad que inspira los principios
de la igualdad ante la ley e igualdad de derechos” (Bobbio, 1989: 41).
Aunque democracia y liberalismo se hayan hecho prácticamente inter-
dependientes –ambos parten del supuesto del individuo y reposan en una
concepción de la sociedad esencialmente individualista – su interdependencia
no significa correspondencia perfecta. La expresión “fecundidad del anta-
gonismo” de la democracia liberal señala la tensión entre, por un lado, una
concepción orgánica de la sociedad, que privilegia la armonía, la tradición
y la costumbre, la subordinación controlada de las partes al todo y la represión
del conflicto como elemento de desorden y disgregación social (nivelación
que, según lo advirtieron Tocqueville (1993) y Mill (1991), puede conducir
fácilmente al despotismo), y por otro lado, una corriente para la cual el
contraste entre las opiniones e intereses diferentes es condición necesaria
para el progreso técnico y moral de la humanidad. Para pensadores como
Kant y Humboldt, es la variedad de los caracteres individuales en disputa
lo que conduce, precisamente, al desarrollo de todas las disposiciones de
la naturaleza y al perfeccionamiento recíproco (Bobbio, 1989).
Como consecuencia de las dificultades conceptuales y filosóficas para
conciliar las demandas de limitación y de distribución del poder, Bobbio
identifica en la literatura tres grandes combinaciones básicas en el estudio
del fenómeno democrático: a) liberalismo y democracia son compatibles,
puede existir un Estado liberal y democrático sin exclusión de un Estado
liberal no democrático (perspectiva liberal conservadora) y de un Estado
democrático no liberal (perspectiva democrática radical); b) liberalismo y
democracia son antitéticos, la democracia destruye al Estado liberal (pers-
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pectiva liberal conservadora) o sólo se realiza en un Estado social que ha
abandonado el ideal del Estado mínimo por completo (perspectiva demo-
crática radical); c) liberalismo y democracia son complementarios, la demo-
cracia realiza plenamente el ideal liberal y el Estado liberal es condición
necesaria para la práctica democrática (Bobbio, 1989: 59).
La herencia del liberalismo francés
En su origen el liberalismo en Francia fue de naturaleza política, y tuvo un
doble objetivo: por un lado preservar los logros de la Revolución, combatiendo
los intentos de restauración del Antiguo Régimen, y por otro extraer ense-
ñanzas de la instauración del gobierno despótico del Terror (Lefort, 1994).
La reflexión sobre estos sucesos brindó una singular agudeza al debate sobre
la Restauración, debate que logró estructurar el liberalismo pero sin conferirle
unidad, al coexistir entonces dos grandes expresiones inspiradas en Benjamin
Constant y François Guizot (Roldán, 2005).
El objeto de Constant fue analizar el fenómeno de la soberanía del pueblo,
entendida como la supremacía de la voluntad general sobre la voluntad
particular. Su preocupación radicaba en su carácter ilimitado, que suponía
introducir en la sociedad un grado de poder que era perjudicial en sí mismo,
independientemente de quien lo ejerciera. Para Constant, la soberanía
debía existir de un modo limitado, y el límite era la independencia individual.
En contraste, la revisión de la relación política-sociedad condujo a Guizot
a construir un principio opuesto a la soberanía popular: el principio de la
soberanía de la razón. Mientras que Constant intentaba resolver el imperativo
de conciliar la soberanía popular con la libertad de los modernos, François
Guizot buscaba compatibilizar las condiciones de eficacia del gobierno repre-
sentativo con las transformaciones sociales igualitarias que constituían el
principal legado post– revolucionario (Roldán, 2005).
La tradición liberal francesa hizo suya como ninguna otra la inquietud por
comprender la irrupción del principio igualitario. Raymond Aron expresó una
vertiente de esa tradición que reflexionó sobre la libertad pero preocupándose
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por la igualdad. Aron resultó socialdemócrata por ser, ante todo, un liberal (Kva-
ternik, 2011: 107). Aunque nunca expresó una admiración explícita por el régimen
democrático, frente al autoritarismo político que parecía gestarse ante sus ojos
–y al que de hecho se anticipó al percibirlo como una amenaza tangible– con-
sideró que de todas las formas de gobierno la democracia era la alternativa más
eficaz, siempre que se realizara a través de instituciones idóneas.
Aunque siempre evocó en su espíritu el caso francés, Aron trabajó en
un espacio geográfico universal al que intentó comprender en términos de
“lo mejor posible”. Así, apreció en la evolución del régimen democrático,
un progreso contingente, parcial e imperfecto: contingente por depender
de la naturaleza del hombre, parcial por tratarse de un ideal inalcanzable
en la práctica e imperfecto por el carácter mismo de la realidad que responde
a los errores, la corrupción, las frustraciones y las imperfecciones humanas.
El antagonismo entre democracia y totalitarismo y entre democracia ypretorianismo
La democracia es para Raymond Aron “la organización de la competencia
pacífica con miras al ejercicio del poder” (Aron, 1999: 42). Esta definición
se realiza a través de instituciones y no de ideas trascendentes tales como
la soberanía popular, la libertad, la igualdad, etc. Puede decirse, en términos
de Montesquieu, que el principio de la democracia es para Aron una com-
binación de tres cualidades básicas: la pasión partidista, el respeto a las
reglas y el sentido del compromiso (Aguilar, 2005).
Dejando de lado la democracia directa por considerarla un caso extremo,
Aron (1999) considera que la organización de la competencia electoral es
un factor esencial, y por eso los partidos son una institución inseparable
del fundamento mismo de los regímenes democráticos pluralistas.
Para que la competencia sea realmente pacífica, se necesita a su vez el
respeto a las reglas y a los principios jurídicos, y fundamentalmente el
respecto a la Constitución, que es el instrumento mediante el cual se organiza
la competencia por el poder. En efecto, establecer una Constitución “es
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fijar las reglas según las cuales los ciudadanos eligen a sus representantes,
y según las cuales, a continuación, los representantes eligen a quienes
ejercerán las funciones que les han sido encomendadas” (Aron, 1999: 50).
Por ser una mera construcción legal, todas las constituciones son arbitrarias,
y su verdadera justificación radica en su eficacia para organizar la competencia
electoral y disciplinar las ambiciones propias de los hombres (Aron, 1963).
Como “la opinión que los ciudadanos se forman de su régimen es parte
integrante de la calidad o de la falencia del propio régimen” (Aron, 1963:
171), es también fundamental que los ciudadanos se comprometan con su
Constitución, pues de lo contrario la lucha o competencia electoral se pone
en juego a través de ella. Debe existir entonces un verdadero compromiso,
un reconocimiento de la legitimidad de los demás que permita encontrar una
solución asequible para todos los ciudadanos evitando, al mismo tiempo,
el estancamiento nocivo y la indecisión (Aguilar, 2005).
En este sentido, Juan Linz (1987) afirma que la legitimidad debe estar
presente en la totalidad del juego de interrelaciones y feedbacks entre los
sistemas político y social. Esto supone la creencia generalizada, incluso
por parte de la oposición “leal”, de que a pesar de sus limitaciones y fallas
las instituciones políticas existentes son mejores que otras, y que por tanto
aquellos que ejercen legalmente la autoridad pueden exigir obediencia. Esto
resultaría lógico, porque en una democracia “los ciudadanos son libres de
no estar de acuerdo con la ley, pero no de desobedecerla” (Linz, 1987: 39).
Esta legitimidad se verá fortalecida o debilitada por la eficacia y la efectividad,
entendiendo por eficacia la capacidad para satisfacer los intereses materiales
e ideales de los individuos en sociedad –y como Mancur Olson (1992) lo
ha demostrado, los intereses de los sectores organizados–, y concibiendo a
la efectividad como “la capacidad para poner en práctica las medidas for-
muladas con el resultado deseado” (Linz, 1987: 49).
Desde una perspectiva distinta a Aron, Samuel P. Huntington se interesó
por el grado de gobierno democrático con que cuentan los países en vías
de modernización, esto es, el nivel de déficit o arraigo de la comunidad
política y del gobierno eficaz, representativo y legítimo en sociedades
pluralistas donde los diversos grupos que interactúan plantean, al mismo
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tiempo, su integración a la vida política. Para Huntington, el nivel de comunidad
política de una sociedad refleja la relación entre sus instituciones políticas,
definidas como “la expresión conductista del consenso moral y del interés
mutuo” (Huntington, 1972: 21), y las fuerzas sociales que la integran. Cuanto
más complejas y heterogéneas sean estas fuerzas, el mantenimiento de la
comunidad dependerá en mayor medida del desempeño de las instituciones.
Citando a Sydney Verba, Huntington entiende por cultura política “un
sistema de creencias empíricas, símbolos expresivos y valores que definen
la situación en la cual la acción política tiene lugar” (Huntington, 1985:
11), y afirma que entre ésta y las instituciones políticas existe una relación
dialéctica: la falta de confianza en la cultura crea obstáculos para la formación
de instituciones públicas, y las sociedades carentes de un gobierno estable
y eficaz tienen deficiencias en la confianza mutua entre sus ciudadanos, en
la lealtad hacia los intereses nacionales públicos y en sus aptitudes y capacidad
organizativa (Huntington, 1972).1
Para Aron (1999), la ausencia o debilidad de la organización de la com-
petencia, del respeto a las reglas y principios y del sentido del compromiso
constituye un terreno fértil para el surgimiento de dos problemas básicos que
pueden socavar, con distinta intensidad, las bases de los regímenes constitu-
cionales pluralistas. Una idea decisiva es que todo sistema de competencia
electoral se inserta en una determinada estructura social que no puede modificar
por sí mismo. Esto significa que puede existir –y de hecho existe– una diso-
ciación entre la potencia social o económica (“fuerzas en movimiento”) y el
poder político (“fuerzas de resistencia”). El resultado de esta dualidad de
convicciones cada vez más opuestas es la dispersión del poder y, de manera
progresiva y casi fatal, el debilitamiento de la unidad nacional (Aron, 1999).
El otro riesgo o amenaza es la inestabilidad de los regímenes democráticos,
que se corresponde con dos evoluciones contradictorias que ignoran las
necesidades de la unidad nacional: la primera es el conservadurismo, parálisis
o, en términos de Linz, los problemas insolubles cuya fuente básica es que
la autoridad fija objetivos para los cuales no puede procurar los medios
necesarios, y se niega a renunciar a aquellos una vez que se ha hecho patente
que no puede disponer de éstos (Linz, 1987: 58-59). La segunda paradoja es
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la ampliación de las funciones del Estado, producto de una aparente necesidad
de un Estado cada vez más amplio, pero a la vez un Estado cuyo prestigio y
capacidad de acción y decisión disminuyen velozmente (Aron, 1999; 1963).
Para Huntington (1972), la diferencia fundamental entre los diversos
grados de gobierno democrático no sólo responde a los niveles de institu-
cionalización y participación política antes mencionados, sino también a la
relación entre ambos. Al igual que Aron (1999), considera que pueden existir
sistemas de elevada institucionalización en relación con su participación –
como en el caso de los regímenes cívicos– y sistemas donde, por el contrario,
la institucionalización se ve superada por la participación, como sucede en
los llamados regímenes pretorianos (Huntington, 1972). En estos sistemas
corrompidos el poder está fragmentado, la política carece de autonomía y
existe una politización general de las fuerzas sociales que se enfrentan sin
“reconocer intermediario legítimo para moderar los conflictos ni tampoco
fijar acuerdos sobre los medios autorizados para solucionar tales conflictos”
(Huntington, 1972: 176).
Tanto el régimen totalitario, en el que el Estado ampliado absorbe y mono-
poliza los mecanismos básicos de la organización de la competencia pacífica,
como el régimen pretoriano, en el que el Estado se muestra incapaz de con-
trarrestar los efectos nocivos de una sociedad fragmentada y politizada, se
encuentran atrapados en un círculo vicioso: en sus formas más simples las
sociedades carecen del principio de compromiso y del sentido de comunidad,
lo que obstaculiza el desarrollo de instituciones políticas; en sus formas más
complejas, la debilidad e insuficiencia de las instituciones políticas impide el
desarrollo y arraigo de esos sentimientos comunes. En estas sociedades las
pautas de conducta tienden a perpetuarse, y existen fuertes tendencias que
estimulan a preservar esa situación (Aron, 1963; Huntington, 1972).
La realidad democrática: la inestabilidad inherente al régimen
Para Aron (1999) todo régimen político comporta factores de inestabilidad,
pero éstos son más notables en el caso de las democracias, que son inestables
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por naturaleza. La primera causa de la inestabilidad está ligada al propio
sistema de la lucha pacífica por el poder que entraña la “organización del
descontento” en el sentido que el grupo expulsado del poder, cargado de
ambiciones para recuperarlo, tiende a actuar demagógicamente con el
pueblo incitándolo a protestar. Aunque no exista democracia sin demagogia
–para Aron no hay oposición que no sea demagógica–, la verdadera difi-
cultad radica en que si el sistema de transmisión no funciona, la lucha
entre los que pretenden alcanzar el poder conduce fácilmente a la inesta-
bilidad (Aron, 1999).
La segunda causa responde al vínculo conflictivo ya mencionado entre
el sistema de competición y la estructura social desigual en la que el régimen
está inserto. Si los elegidos son los privilegiados, estamos frente a la presencia
de una democracia aristocrática, y en tal caso aparece un factor que resulta
decisivo: la disociación y la rivalidad entre el poder social y el político. En
casos como éstos, la sociedad desigual se expone a la interacción entre grupos
rivales y antagónicos que prosiguen sus disputas a través del sistema de
competencia, lo que supone, simplificando, que a través del régimen de
lucha pacífica por el poder se ejerce la lucha de clases sociales (Aron, 1999).
La tercera y última causa de la inestabilidad se relaciona con la forma
en que la democracia se defiende de los enemigos que ella misma crea:
siendo por esencia un régimen que combina el respeto a las minorías y a
los grupos mayoritarios no es fácil ver cómo puede prohibirse a los que no
aceptan el sistema que participen en él a su manera. En esencia, las demo-
cracias encierran dos clases de defectos, y por eso tienen dos clases de
enemigos: por un lado, los que denuncian la disolución de la unidad nacional
a causa del juego de partidos (revolucionarios de derecha), y por otro los
que sueñan con la unidad social y el destierro de quienes detrás de la
escena parlamentaria manipulan el juego en su propio beneficio (revolu-
cionarios de izquierda) (Aron, 1963).
El problema de la intensidad del conflicto que puede soportar un sistema
de competición se torna más difícil cuando el mismo refiere al propio
orden político. Lo cierto es que, por definición, la competición pacífica
por el ejercicio del poder está hecha para aquellos que aceptan las reglas
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de esa competencia pacífica. A partir del momento en el cual los individuos
plantean que están contra el sistema y quieren destruirlo, los que acepten
el sistema tendrán el derecho de defenderlo fijando ciertos límites a las liber-
tades, y esto no es contrario al principio (Aron 1999).
Frente a una situación de este tipo, Aron plantea tres soluciones posibles:
la tiranía, la dictadura (en su acepción romana) o la “ausencia de solución”,
que supone aguardar hasta que los acontecimientos decidan por sí mismos
(Aron 1963: 191). Estas alternativas guardan cierta relación con las herra-
mientas que, según Linz, se encuentran a disposición de la autoridad para
superar la crisis política: el fortalecimiento del poder central, la extensión
de la base del régimen con el fin de cooptar a la oposición “desleal” o bien
permitir que continúe el proceso de polarización de la oposición (Linz, 1987).
Esta última solución se aplica a las situaciones en las que el número de
disidentes es demasiado grande y se corre el riesgo, al ponerlos fuera de la
ley, de destruir el régimen democrático. En estos casos extremos, es preferible
aceptar una semi-parálisis y preservar el hilo de seda de la legalidad, de
modo que se desdibuje “el filo de la espada” y pueda salvarse algo, aunque
más no sea la paz civil (Aron, 1963: 192).
En líneas similares, Huntington (1991) también considera que la esta-
bilidad es una dimensión fundamental del sistema político, porque lo que
diferencia a los regímenes identificados como democráticos es justamente
las diferencias en lo relativo a su estabilidad. De ahí su particular interés
en el estudio de las circunstancias bajo las cuales el orden se resiste a ser
alcanzado en sociedades en tránsito hacia la modernización política, carac-
terizadas por los intentos de racionalización de una autoridad única, nacional
y secular, la diferenciación de funciones y estructuras políticas y la canali-
zación de la creciente participación política de los grupos sociales antes
excluidos.
La tesis primordial de Huntington es que gran parte de la inestabilidad
se explica por el desequilibrio entre participación e institucionalización. Más
específicamente, la inestabilidad aparece como resultado del rápido cambio
social y la veloz movilización política de los nuevos grupos, junto con el
lento desarrollo de las instituciones políticas (Huntington, 1972: 16). De
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ello se infiere que lo que produce el desorden político no es la ausencia de
modernidad, sino los esfuerzos por lograrla. Los países pobres “pueden ser
inestables, no porque sean pobres, sino debido a que tratan de enriquecerse”
(Huntington, 1972: 48). La diferencia entre los países subdesarrollados y
los modernos “es una demostración muy gráfica de las tesis de que la moder-
nidad significa estabilidad y la modernización inestabilidad” (Huntington,
1972: 47-49).
La secuencia parece simple: el cambio económico y social –la urbani-
zación, la educación, la industrialización y la expansión de los medios de
comunicación– amplían la conciencia política, socavando los fundamentos
de la autoridad tradicional y generando demandas para la creación de nuevas
instituciones. A medida que se extiende la esfera de la movilización social
se intensifican las discrepancias entre los nuevos grupos. Entonces, o las
aspiraciones de estos grupos son asimiladas al sistema o simplemente crecen
con mayor rapidez que la capacidad de la sociedad para satisfacerlas, lo
que genera una separación entre las necesidades y su satisfacción que convierte
a los grupos en una fuente de antagonismo contra el sistema y proporciona
un índice razonable de inestabilidad política y social (Huntington, 1972).
El logro de la comunidad política en vías de modernización implica
para Huntington la integración “horizontal” de los grupos comunales y
también la asimilación “vertical” de las clases sociales. El principal desafío
a la estabilidad consiste entonces en la creación de instituciones políticas
que respalden los cambios económicos y sociales y que permitan crear una
autoridad y un orden legítimos (Huntington, 1972).
Huntington propone una alternativa: la fuerte organización partidaria.
Si los partidos políticos cuentan con altos niveles de institucionalización
y participación pueden convertirse en fuente de legitimidad y autoridad,
porque la participación sin organización desata las fuerzas sociales per-
turbadoras y reaccionarias, mientras que la organización que carece de par-
ticipación puede degenerar fácilmente en camarillas personalistas. Los par-
tidos políticos deben contar con el apoyo de las masas y, fundamentalmente,
deben gozar de un alto grado de adaptabilidad para asimilar las fuerzas
sociales producidas por la modernización. “Movilización” y “organización”,
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esos lemas cardinales de la acción política comunista, definen el camino
a seguir para alcanzar la fuerza del partido y aplacar los efectos de la ines-
tabilidad (Huntington, 1991; 1972).
Los males: la corrupción del “todavía no” y la corrupción del “no ya”
Aunque Aron considera que es una verdad irrefutable que las democracias
sean débiles, contradictorias e inestables, también afirma que son el mejor
de los malos regímenes o, lo que es lo mismo, el mejor de los regímenes
posibles (Aron, 1999), y que son las diferencias de grado las que justifican
que en ciertos casos pueda hablarse de regímenes sanos y en otros de regí-
menes corrompidos (Aron, 1963).
La corrupción asoma cuando los factores que conducen a la inestabilidad
política sobrepasan los límites tolerables para la funcionalidad del sistema
democrático. Las democracias se corrompen “bien por la exageración,
bien por la negación de sus principios” (Aron, 1999: 117), lo que significa
que la debilidad no sólo radica en la carencia de los principios que le dan
vida al régimen sino también en pensar que todo se resuelve a partir de ellos,
dado que ambos desvirtúan igualmente la relación gobernante-gobernado.
El mismo Aron (1999) afirma que esto fue ya formulado por Platón, para
quien la corrupción aflora cuando los gobernantes se parecen a los gobernados
y viceversa. Más aún, cuando el respeto a los intereses individuales termina
anulando el interés colectivo y la rivalidad de poderes amenaza con producir
la parálisis del régimen imposibilitando el cambio, se llega a una situación
de corrupción total (Aron, 1963).
Aron (1963) sostiene que las democracias pluralistas comparten con
los demás regímenes la potencialidad de corromperse tanto por exceso de
oligarquía, cuando una minoría impide que las instituciones realicen la
idea del gobierno de los ciudadanos, como por exceso de demagogia, si los
diferentes grupos llevan al límite sus reivindicaciones y la autoridad no es
capaz de salvaguardar el interés general. En otros términos, los regímenes
corrompidos en el sentido del “todavía no” (los que no han echado raíces
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profundas en la sociedad) sufren de un exceso de oligarquía, mientras que
los regímenes corrompidos en el sentido del “no ya” (corrompidos por el
tiempo) adolecen de un exceso de demagogia (Aron, 1963:141,145). Esta
expresión de Aron supone que así como hay algunos regímenes pluralistas
que se corrompen por falta de arraigo en la sociedad, otros son corrompidos
porque dejan de funcionar por desgaste a lo largo del tiempo.
Las especies de corrupción “se distinguen según su causa principal,
que puede situarse en las instituciones, si la corrupción surge cuando el
sistema de partidos deja de corresponder a los grupos de interés o no hace
surgir de él una autoridad estable; en el espíritu público, si se corrompe el
compromiso; o en la infraestructura social, si la rivalidad social es incapaz
de ser dominada por el poder político” (Aron, 1963: 141).
A nivel de las instituciones políticas, la corrupción aparece como con-
secuencia del sistema de competición y supone que la regla constitucional,
el sistema de partidos o el desacuerdo entre aquélla y éste son, en mayor
medida, responsables de una debilidad e inestabilidad incompatibles con
el bien común (Aron, 1963). En estas situaciones, el espíritu de autoridad
requerido para la consecución de ese bien es suplantado por el espíritu de
facción, tanto a nivel de los partidos políticos como a nivel de los individuos
y grupos que claman por un respeto exagerado a los intereses privados, un
ejemplo típico del exceso de espíritu democrático. De esta manera, la rivalidad
entre los poderes políticos debilitados, que procuran defender al mismo
tiempo intereses contradictorios, amenaza con la parálisis y la pérdida de
la capacidad para actuar. Esto parece aún más evidente si se considera que
las democracias que más duraron son las que mantuvieron un gran número
de instituciones fuera del sistema de competición (Aron, 1999).
La corrupción del espíritu público del compromiso es propia del régimen
democrático, y aparece vinculada a la disociación entre el poder político
y el social. Supone que tanto gobernantes como gobernados pierden el
respeto por las leyes en general y por la regla constitucional en particular,
lo que implica que o bien se subsumen en el sueño de la uniformidad de
las opiniones y reivindicaciones o bien llevan estas pasiones al punto de
hacer desaparecer la posibilidad del acuerdo (Aron, 1963). La corrupción
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no implica que los socialmente fuertes sean diametralmente distintos que
los que detentan el poder político, porque puede haber corrupción a través
de un proceso inverso, es decir, que la corrupción puede existir también si
el poder social es el único detentor del poder político y lo manipula libre-
mente. Por eso, la buena democracia “es aquella donde el poder político
no está por completo en manos de los privilegiados, pero tampoco en las
manos de sus enemigos” (Aron, 1999: 128).
La corrupción que se sitúa en la infraestructura social se vincula direc-
tamente a la mala gestión de las tareas que los regímenes han de realizar,
y su resultado mediato es que los enemigos de la democracia, sea que se
trate de grupos obreros, comunistas, socialistas de izquierda o fascistas, se
tornan más fuertes que sus partidarios y generan una situación propicia
para la disolución de la unidad nacional (Aron, 1999; 1963).
El “método inductivo” utilizado por Aron en su análisis sobre la corrupción
de los regímenes pluralistas no le impide plantearse en el plano del deber
ser una fórmula para contrarrestar los problemas fundamentales de la vida
común (Maestre, 2005). Esta fórmula se integra de tres presupuestos básicos:
en primer lugar, es preciso que la distancia entre el poderío social y el político
sea justa, ni demasiado grande ni demasiado pequeña; en segundo lugar, el
principio que sirve de base al régimen debe ser respetado; y en tercer lugar,
el régimen debe tener una eficacia suficiente, la cual se mide en relación a
dos objetivos, que son la salvaguardia de la unidad de la colectividad por
sobre la multiplicidad de los conflictos y la modernización de la economía
(Aron, 1963).
El remedio: la noción de libertad política y social de Aron
Aron sostiene que resulta fácil oponer la realidad a la idea para demostrar
que la democracia es un régimen imposible, porque nunca el pueblo podrá
gobernarse por sí mismo o porque la igualdad que dicho régimen postula
nunca será realizada. El obstáculo que presenta la transcripción de la idea
de democracia en la competencia electoral no es que la misma sea imperfecta
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–de hecho es propio de las instituciones transcribir de manera imperfecta
las ideas–; la verdadera dificultad radica en la traducción de tres conceptos
fundamentales: la soberanía popular, la libertad y la igualdad (Aron, 1999).2
Para el pensador francés, la idea de soberanía popular supone que el
poder político debe expresar el sentimiento del pueblo, o al menos el de la
mayoría del pueblo, lo que puede conducir a la omnipotencia o dictadura
de la mayoría si aquellos que dicen representarla centralizan todo el poder.
Sucede que al mismo tiempo la democracia postula la constitucionalidad
del poder, que implica el respeto de las reglas y los principios aplicables a
todos –incluyendo la oposición–. De esto resulta la primera contradicción
inherente al régimen entre las dos ideas englobadas bajo el concepto de sobe-
ranía popular: expresar la voluntad del pueblo y respetar la oposición.
El sistema también implica al menos un tipo de igualdad: la igualdad
política. Aunque las sociedades industriales son igualitarias en sus aspiraciones,
son jerárquicas en su organización al presuponer la subordinación de todos
los ciudadanos a las decisiones de unos pocos (Aron, 1969). De ahí que uno
de los problemas esenciales de la democracia moderna gire en torno a la
relación libertad-igualdad: algunos proclamarán el máximo de igualdad entre
los individuos (democracia de tendencia igualitaria) y otros, como Aron, el
máximo de autonomía respecto del Estado (democracia liberal). Porque la
justificación más pertinente de la democracia “no radica en la eficacia del
gobierno de los hombres que se gobiernan por sí mismos, sino en la protección
que aporta contra los excesos de los gobernantes” (Aron, 1999: 86).
La tercera dificultad radica en la noción de libertad, con frecuencia
definida en su sentido negativo, al identificarla con la ausencia de coerción
(libertad de coacción o “libertad independencia”). La esencia de la coacción
“es la amenaza de infligir a otro, si no se somete a nuestra voluntad, un
castigo que la mayoría de las veces supone el empleo de la fuerza. El que
sufre la coacción pierde la capacidad de utilizar su inteligencia para elegir
medios y fines, pierde su libertad al volverse instrumento de aquél a cuya
voluntad se somete” (Aron, 1992a: 193).
Aron sostiene que esta definición inicial no debe excluir tres ideas liga-
das al concepto: “la participación en el orden político, la independencia
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del pueblo gobernado por hombres de su misma raza o nacionalidad y la
potencia del individuo o de la colectividad para satisfacer sus deseos y
alcanzar sus fines” (Aron, 1992a: 192). Por razones filosóficas, algunos
pensadores suelen confundir la libertad con la libertad política, a la que
Aron define como “la facultad de ejercer por medio del voto una influencia
sobre la elección de los gobernantes” (Aron, 1992a: 236). Pero existen
otras formas de libertad independientes de la competición electoral, libertad
que por sí misma no basta para garantizar las restantes (Aron, 1999). Debe
reconocerse que existen las libertades y no la libertad3 (Aron, 1999; 1966).
De ahí que los regímenes democráticos no se definan por una noción de
libertad, sino por “un diálogo permanente en que sus interlocutores con-
servan diferentes definiciones de las libertades: las llamadas formales
(libertades personales y políticas) y las llamadas reales (libertades o derechos
sociales) (Aron, 1992b: 232-233).
La definición de libertad propuesta por Aron tiene una acepción política
y social e “implica al mismo tiempo libertad from y libertad to” (Aron, 1966:
205). Esto significa que la libertad tiene un sentido negativo (la no prohibición
mediante la amenaza de sanción) pero también un sentido positivo funda-
mental que alude a la capacidad de hacer (Aron, 1992b: 239), o lo que es
lo mismo, y en los términos de Constant (1989) ya mencionados, la libertad
civil debe ir asociada a la libertad política.
Desde esta perspectiva, existiría un nexo claro entre la noción de libertad
y la de poder. Escribe Aron:
Un régimen despótico es aquel en el que, en definitiva, un hombre quiere
ser libre con respecto a todo y a todos. Un régimen de libertad, por vaga
que resulte la expresión, implica una distribución menos desigual del poder
gracias a un sistema complejo de dependencia de gobernantes respecto de
los gobernados y no solamente de los gobernados respecto de los gobernantes
(Aron, 1966: 210).
Este sistema complejo es la construcción jurídica, el conjunto de reglas
y principios consagrados en la norma fundamental. Por eso se afirma que
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“la condición esencial de la libertad es el reino de la ley, y no la dominación
del hombre por el hombre” (Aron, 1992a: 127). Una sociedad libre es, en
definitiva, aquella que logra instrumentar y sostener el gobierno de los hom-
bres por las leyes como principal garantía contra la impaciencia y la ambición
totalitaria.
Conclusiones
El estudio de los orígenes de la inestabilidad democrática se constituyó en
una preocupación básica y fundacional del liberalismo político de Aron,
quien sintetiza el pensamiento de sus predecesores, también interesados en
el estudio de las antinomias de la libertad en el marco del régimen democrático
y presenta, a su vez, una riqueza propia.
En este trabajo se ha señalado que, al igual queAron, Huntington considera
que la democracia sólo puede convertirse en una forma de gobierno idónea
si se realiza a través de instituciones autónomas que se correspondan con
las fuerzas sociales, que promuevan el respeto a los principios jurídicos y
que contribuyan a enraizar el sentido del compromiso en la comunidad. En
otras palabras, para ambos pensadores el mejor antídoto frente a la inesta-
bilidad y la corrupción del régimen supone la creación de instituciones
políticas que expidan reglas aplicables a todos los ciudadanos y que éstas,
a su vez, sean respetadas por la sociedad en su conjunto como condición
sine qua non para la extensión de la participación a las fuerzas sociales ante-
riormente excluidas.
Sólo de esta manera podrían neutralizarse las principales causas de la
inestabilidad que, en términos de Aron, son la demagogia propia de la “orga-
nización del descontento”, el conflicto entre el sistema de competición y la
estructura social desigual, y la dificultad del régimen para defenderse de
los enemigos que él mismo crea. En términos de Huntington, la inestabilidad
surge de la falta de racionalización de la autoridad, el desfasaje entre las
aspiraciones y las expectativas como consecuencia de la disociación entre
el poder social y el poder político (esto es, la incapacidad para asimilar la
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movilización de las fuerzas sociales producidas por la modernización), y
el efecto desintegrador de la violencia que, en determinadas situaciones,
puede ser promovida por las fuerzas sociales descontentas.
La verdadera dificultad radica para Aron en que “aunque nuestras socie-
dades sean democráticas por esencia, es decir, que no excluyen a nadie
de la ciudadanía y que tienden a extender el bienestar a toda la ciudadanía,
sólo por tradición o por supervivencia respetan los derechos individuales,
las libertades personales y los procedimientos constitucionales” (Aron,
1966: 70).4
Aunque parte de la literatura considera que el pensamiento de Raymond
Aron implica una contingencia ligada al contexto histórico, político y
social en el que se gestó y desarrolló, los principios por él propuestos para
superar la contradicción entre democracia y totalitarismo, en parte repro-
ducidos por la obra de Huntington y su binomio democracia / pretorianismo,
siguen siendo perfectamente actuales.
En efecto, la modernización social ha prosperado en los países en
desarrollo de Asia, África y América Latina, pero el avance hacia ciertos
objetivos propios de la modernización política sigue siendo limitado. Estas
democracias constitucionales no han logrado consolidarse porque “el régi-
men es, como toda obra humana, artificial, y aparece como particularmente
artificial cuando en vez de surgir del propio suelo (como en América del
Norte o Europa Occidental) se importa sin encerrar un fuerte espíritu de
compromiso” (Aron, 1966: 83). El compromiso permite conciliar con éxito
el dogmatismo de la democracia con el dogmatismo del liberalismo, la
participación política con la salvaguarda de las libertades, el Estado de
derecho o el rule of law.
El tiempo terminó dándole la razón a Raymond Aron cuando, tras la
tercera ola de democratización, algunos países –fundamentalmente latino-
americanos– volvieron a enfrentar la histórica amenaza de la ingobernabilidad.
Estos regímenes inmaduros o no consolidados, débiles, frágiles y desorga-
nizados, concibieron intentos convulsionados por neutralizar las consecuen-
cias funestas de la “crisis de época” experimentada. Sin embargo, aunque
el régimen logró sobrevivir, el déficit de entusiasmo y de confianza ciudadana
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sentó las bases para el surgimiento de una nueva democracia “anómica”,
en la que la política se asemeja más a un ámbito para la interacción entre
intereses conflictivos que a un medio para construir propósitos y prioridades
comunes (Crozier, Huntington et al, 1975: 161).
notas
1 En líneas similares, afirma Mancur Olson que no importa cuán inteligentemente cada indi-viduo persiga sus intereses particulares, ningún resultado social de tipo racional podráemerger espontáneamente sin instituciones políticas que hagan surgir resultados colecti-vamente eficientes (Olson, 1992).
2 Pierre Rosanvallon (2006; 2003) identifica estas y otras debilidades y afirma que son treslas indeterminaciones conceptuales que desafían la realización de la democracia moderna.En primer lugar la referida al sufragio universal, cuyo sustento es la noción de igualdadpolítica que requiere construir artificialmente una identidad de los individuos con la ciu-dadanía (comúnmente llamada “imaginario igualitario”). En segundo lugar la indetermi-nación de la idea de representación, dado que la democracia directa es en la actualidadimposible. Esto conlleva un problema: el poder del pueblo es un imperativo político queimplica definir un régimen de autoridad (instituciones y formas políticas), y también socio-lógico porque supone definir al sujeto que ejerce dicha autoridad (el pueblo). Por últimola realización de la noción de soberanía popular que remite a dos equívocos: el inherentea los procedimientos representativos y el referido a la dualidad de la idea moderna deemancipación, que se nutre al mismo tiempo de la noción de autonomía individual y departicipación en un proyecto colectivo de ejercicio del poder (Roldán, 2000).
3 Además de la participación en la formación o en el ejercicio del poder, Aron (1999;1966) identifica la libertad de estar protegido contra la arbitrariedad de los que detentanel poder (libertad-seguridad o libertad-respeto de los derechos personales), la posibilidadde realizarse en la vida social y la capacidad de no ser absorbido por los grupos intermediarioso por el grupo nacional (libertad-capacidad o libertad-plenitud de una persona) y la facultadde poder escoger ideas, la manera de vivir, el partido político y la religión (libertad-opción o libertad-autonomía respecto de las obligaciones sociales y estatales).
4 Esta idea ha sido tomada con posterioridad por Giovanni Sartori (1995), para quien noson pocos los casos en los que el “demo-poder” o implementación de la ley popular haprecedido a la “demo-protección” o protección del ciudadano frente a la tiranía, que escondición necesaria y definitoria del régimen democrático.
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Revista de Instituciones, Ideas y Mercados Nº 55 | Octubre 2011 | pp. 93-131 | ISSN 1852-5970
RAYMOND ARON: VIVIR EN LA CIUDAD Y HACER LA GUERRA*
Eugenio Kvaternik**
Resumen: Como Tucídides, Aron nos legó un lúcido análisis sobre los prin-
cipios y las realidades de la política nacional e internacional. Se abordan
aquí, entre otros aspectos del “vivir en la ciudad” y “hacer la guerra”, su
visión de las guerras modernas, de la crisis democrática, su concepto de
libertad, y la relación democracia/liberalismo, comparando su pensamiento
con otros pensadores contemporáneos.
Abstract: As Thucydides, Aron gave us a lucid analysis of the principles
and realities of “living in the city” and of “making war”. We address his
vision on democratic crisis, his concept of freedom, and the relationship bet-
ween democracy and liberalism, also highlighting his contributions in
comparison with other contemporary thinkers.
* Agradezco a la beca Federico Zorraquín/ ESEADE 2011 que me posibilitó concluir estetrabajo.También a Liberty Fund y a Enrique Aguilar, que en noviembre de 2004 organizaronun seminario sobre el pensamiento de Raymond Aron, dándome la oportunidad de comenzara trabajar en el presente ensayo. También a la DAAD del gobierno alemán y al InstitutoIberoamericano de Berlín y a Peter Birle, que me posibilitaron varias estadías en lascuales pude proseguir este proyecto. Agradezco a Mariana Caro y a Adriana Suárez susobservaciones a las diferentes versiones por las que pasó el texto final, y a AlejandraSalinas, quien encontró para el trabajo un título mejor del que yo había elegido.
** Licenciado en Ciencia Política. Profesor Titular de Ciencia Política (UBA-ESEADE).Correo electrónico: [email protected]
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I. Vivir en la ciudad
Introducción
La primera parte del ensayo explora la visión de Aron sobre las viscisitudes
de los regímenes políticos democráticos en general, y las de los franceses
en particular. El criterio que guía la interpretación de nuestro autor es la idea
de la autonomía de la política, que comienza a partir de una reflexión sobre
las relaciones entre el régimen político democrático y la estructura social.
Mucho antes que Lipset (Lipset, 2001), Raymond Aron se interesaba por
el vínculo entre la moderna democracia de masas y el conflicto de clases,
al poner su énfasis en el vínculo existente entre la competición política
pacífica propia de las democracias y la estructura social de una sociedad,
afirmando que “a través del régimen de lucha pacífica se ejerce la lucha de
clases” (Aron,1999:105). Pero a diferencia de Lipset –quien, para decirlo
en palabras de Giovanni Sartori (1999), practica una reducción sociológica
de la política– a partir de la reivindicación de la autonomía de lo político
Aron se sitúa en la tradición que ve a la política como una variable formativa
de los procesos sociales, es decir, su centro de interés no son las clases
sociales sino el régimen político.
Para Aron, la competencia electoral es bastante más que la forma civilizada
de la lucha de clases; es el principio esencial del cual se deriva el resto de
los atributos propios de la democracia política moderna (1999:43): la exis-
tencia de partidos políticos, de una oposición legítima y el respeto de los
partidos minoritarios. Estos elementos se refuerzan recíprocamente: la
continuidad de la competencia garantiza que habrá oposición, y que ésta
no recurrirá a la violencia.
Luego de definir la democracia por la competencia, Aron enuncia –en
analogía con Montesquieu– que el principio de la democracia es la aceptación
del compromiso. De modo tal que el compromiso y el fair play constituyen
el fundamento de un sistema de competencia pacífica.1 Si bien el autor no
lo dice expresamente, no es difícil deducir por qué no sólo la existencia de
la oposición obliga al compromiso; también la formación de coaliciones,
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necesaria para vencer en una elección, obliga a compromisos entre opiniones,
intereses diferentes en el seno de un partido, y con más razón si la coalición
está compuesta por varios partidos.
Inestabilidad y decadencia en Aron y Huntington
Pero en la competencia pacífica germina también la semilla que conjura
los males que pueden azotar a una democracia. A la pregunta clásica ¿cómo
se corrompen las democracias? Aron ofrece dos respuestas: se corrompen
tanto cuando exageran como cuando niegan su principio (Aron, 1999:117).
En analogía con Aristóteles, para quien a cada régimen sucedía su contrario
–en palabras de Aron, “exageraba su principio”– también para nuestro
autor la competencia política pacífica puede degenerar en su contrario. Como
Aristóteles, y también como Pascal, para quien la aplicación exagerada de
un principio acaba en el principio contrario (quien crea al ángel, también
crea a la bestia, decía el filósofo francés), para Aron la democracia se corrompe
por obra de una exageración del espíritu de compromiso.
Fenómeno particularmente visible en los gobiernos parlamentarios frag-
mentados (como la democracia francesa de la IV República) en estos regí-
menes, nos dice Aron, llegan al poder los hombres que no contrarían a nadie,
agradan al paladar de todos los intereses y todas las opiniones, por más
contrarias que éstas sean. Eso es particularmente grave en escenarios de
crisis, donde es necesario un líder con temperamento de mando, y dado
que el sistema de compromiso produce temperamentos conciliadores, carece
del mínimo de autoridad necesario a cualquier gobierno.
La segunda manifestación de la corrupción del espíritu democrático, fruto
también de la perversión del espíritu de compromiso, se manifiesta en la rela-
ción entre gobernantes y gobernados. Aron hace suyo el argumento de Platón,
para quien la corrupción ocurre cuando “los gobernantes se parecen a los
gobernados y viceversa, o lo que es lo mismo, cuando los gobernantes pierden
el sentido de la autoridad y hacen la corte a los gobernados”,2 es decir, cuando
quienes deben mandar se comportan como quienes deben obedecer, y quienes
deben obedecer mandan. Un aspecto importante “de esta transformación de
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los gobernantes en gobernados y viceversa, es el respeto exagerado a los inte-
reses privados, cosa que también es un ejemplo típico del exceso de espíritu
democrático” (Aron, 1999:123), lo que da lugar a un verdadero gobierno de
intereses privados, o sea, a la ausencia de un gobierno propiamente dicho.
En un régimen de competencia pacífica todos los grupos e intereses se
organizan para defenderse, y si todos los intereses terminan por ser defendidos,
se llega a la corrupción total de la democracia: la imposibilidad del cambio
o de la acción, en una palabra, la imposibilidad de gobernar.
Quienes están familiarizados con la teoría de la inestabilidad política
de Samuel Huntington (1968) reconocerán en esta descripción varios de
los procesos y atributos de lo que este autor denomina “pretorianismo”. Hun-
tington acude al ejemplo de la Roma imperial del siglo II d.c., cuando la
guardia pretoriana vendía la dignidad imperial al mejor postor, como ejemplo
de un caso extremo de la colonización del interés público por un grupo pri-
vado. Pero en Huntington el poder de los grupos privados no sólo vacía a
las instituciones de su condición de depositarias del interés general, disuelve
también las relaciones de autoridad porque los gobernantes obedecen y los
gobernados mandan, sin importar si los gobernados son la multitud, los indi-
viduos aislados o los grupos de interés. En este escenario la violencia
acaba por convertirse en la moneda principal de las transacciones políticas,
dando lugar a una arena hobbesiana de grupos enfrentados entre sí. Huntington
sostiene que en la arena pretoriana “los grupos actúan desnudamente en la
arena política con los medios que le son propios: los militares dan golpes,
los sindicatos hacen huelgas, los estudiantes protestan, los ricos corrompen”
(Huntington, 1968:196).
El análisis de Aron es más blando que el de Huntington, pues a diferencia
de éste no contempla la violencia como dato clave de la política pretoriana,
pero al igual que éste detecta en la debilidad del Ejecutivo las causas de
la “decadencia” de la III República y la “corrupción” de la IV. Aron no
descubre la etiología de la decadencia en el exceso de movilización,
como postula Huntington, sino en el exceso de competencia electoral.
También con anterioridad a Huntington, ve en la autonomía de las insti-
tuciones respecto de los intereses privados la clave del secreto de las demo-
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cracias que perduran. A tal efecto, y puesto que la competencia electoral
conduce a una primacía del interés privado sobre el público, para preservar
este último Aron ofrece su propia receta de autonomía institucional, pro-
poniendo sustraer algunas instituciones del influjo de la competencia elec-
toral. El antídoto a los males que se derivan de la exageración del principio
del compromiso y del exceso de la competencia, lo ofrecen las democracias
que han logrado mantener un número suficiente de instituciones fuera
del sistema de competición. Una monarquía constitucional, una adminis-
tración no politizada, instituciones sustraídas al espíritu de partido, una
prensa que no sea sistemáticamente partidista: tales son los medios a través
de los cuales se disminuyen los riesgos de la corrupción de la democracia
(Aron, 1999:126).3
La diferencia básica entre estas dos visiones es que mientras Aron analiza
las causas de la decadencia en la política democrática, Huntington se ocupa
de las consecuencias y los desafíos que la movilización –este fenómeno
universal de la política de masas– tiene sobre cualquier tipo de régimen, sea
o no democrático. El vínculo entre debilidad institucional y movilización se
manifiesta en los movimientos de masas totalitarios en la crisis política de la
República de Weimar, en la debilidad de las instituciones tradicionales frente
a la movilización generada por las revoluciones anticoloniales en los países
de Asia y África; en la crisis institucional que tiene por efecto a los golpes
militares y como causa la movilización populista en América Latina, y en el
desafío de la movilización de los negros, las mujeres, los grupos estudiantiles
y los movimientos en favor de la reforma política en los Estados Unidos en
la década del sesenta (Huntington, 1981).
En contraste, para Aron, la movilización campesina o urbana no juega
rol alguno a la hora de explicar la caída de los tres monarcas en la Francia
del siglo XIX (Luis XVI en 1791, Carlos X en 1830 y Luis Felipe en
1848), como tampoco en el mantenimiento de la III República entre 1780
y 1940, ni la caída de la IV en 1958. Las masas campesinas habían votado
en sentido conservador en las dos elecciones libres con sufragio universal,
en 1848 y 1871: “la masa campesina aceptaba cualquier régimen siempre
que las conquistas de la revolución no fuesen cuestionadas” (Aron, 1957:140).
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Siguiendo a Tocqueville (1992), para Aron son las querellas entre las
elites francesas, a las cuales el sistema censitario reservaba el derecho de
voto, las que explican el fin de la Restauración en 1830 y de la monarquía
burguesa en 1848: “los campesinos podrían haberse puesto de acuerdo
entre ellos; republicanos, legitimistas y bonapartistas jamás” (Aron
1957:141).
Manifestación de las dificultades que tuvieron para enraizarse a lo
largo de dos siglos todos los regímenes en Francia, Aron señalaba que
paradójicamente el propio monarca solía ser el principal factor que impedía
el arraigo del régimen. En efecto, frente a las rebeliones de 1789 y 1848
los reyes se negaron a emplear al ejército en contra de los rebeldes. Fenómeno
aún más asombroso cuando se contrasta la debilidad de Carlos X en 1830
y de Luis Felipe en 1848, frente a la fortaleza y el vigor de los republicanos
en 1848 y 1871 (Aron, 1957:140).
Aron generaliza y se hace eco para todos los casos de la afirmación de
Tocqueville sobre el rol que tuvo el rey Luis Felipe en la caída de la monarquía
burguesa en el año1848.4 En su contraste entre las monarquías y las repúblicas,
la división de las elites y la actitud del monarca eran la razón suficiente de
la crisis de las primeras, mientras que por el contrario las movilizaciones
urbanas no lograban tumbar a las segundas, y contribuían menos a reformar
las instituciones que a cristalizar sus vicios (Aron, 1957:141).
A pesar de su capacidad de movilización y de sus éxitos electorales, los
movimientos de masas antiparlamentarios acababan en el fracaso. Así ocurrió
con las ligas de la derecha radical en los años treinta, que en la jornada del
6 de febrero de 1934 derribaron al gobierno de Daladier, pero no lograron
hacer lo mismo con la República. Otro tanto sucedió con el gaullismo como
movimiento de masas. A pesar de su éxito electoral en 1951, el Rassemblement
du Peuple Francais (RPF) –creado por De Gaulle para combatir al egoísmo
partidario y la incipiente fragmentación parlamentaria– comenzó a disolverse
al año siguiente, cuando en contra de la orden de su fundador, que quería
una fuerza pura, sin compromisos ni componendas con los partidos del abo-
rrecido sistema, una veintena de diputados gaullistas votaron a favor de la
investidura del conservador Antoine Pinay como Primer ministro.
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Señalando el contraste entre los desenlaces exitosos de las rebeliones
urbanas en el siglo XIX y su fracaso en el siglo XX, Aron afirma que:
Las revoluciones del siglo XIX fueron la obra de las multitudes parisinas.
En otras ciudades de Francia ocurrieron rebeliones que la policía reprimió.
Las multitudes parisinas fueron irresistibles cuando los regimenes no se
defendían. Contra la República carecieron de fuerza (Aron, 1957:149).
La querella de las elites es suficiente para tumbar a las monarquías, mien-
tras que la movilización de las masas no alcanza para derribar a las repúblicas.
Entonces, ¿cómo y por qué cambian los regímenes en Francia? La respuesta
la ofrece la naturaleza del problema: su mayor o menor gravedad distinguen
a una crisis de la otra: “la Asamblea cambia de gobierno cuando sobreviene
una crisis secundaria, y Francia de régimen cuando la crisis es grave” (Aron,
1958:127).5 A partir de esa constatación, Aron nos ofrece su visión de la
crisis y el cambio en un régimen democrático.
Como ya mencionamos, la segunda causa de la corrupción de una demo-
cracia ocurre cuando ésta niega sus principios, es decir, cuando los enemigos
de la democracia se hacen más fuertes que sus partidarios (Aron, 1958:117-
128).6
En Espoir et peur du siècle el pensador francés introduce a modo de pró-
logo los argumentos que luego desarrollará en forma sistemática en su
texto Démocratie et totalitarisme.7 La crisis de la IV República Francesa
fundada en 1945 es el objeto que concentra su atención, pero como su
reflexión es teórica y generalizadora incorpora la crisis de la república de
Weimar, el primer caso de crisis de una democracia de masas que Aron vivió
y analizó como estudiante en Alemania (Aron, 1993).
Las dos variables independientes que, según Aron, explican la crisis
democrática son: 1) la falta de arraigo o baja legitimidad del régimen.
En el caso de Francia, ninguna de las sucesivas monarquías o repúblicas
fue aceptada como legítima por el conjunto de la población (1965:160-
172) y, 2) la inestabilidad y la ineficacia de los gobiernos (Aron,
1965:Cap.8).
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La historia francesa con sus cuatro repúblicas, sus dos imperios y sus
dos monarquías es un ejemplo evidente de que ninguno de esos regímenes
logró arraigar y consolidarse:
Ningún régimen francés, desde hace casi dos siglos, ha arraigado jamás en
el suelo y en la conciencia de Francia, al punto de resistir una crisis nacional.
La incertidumbre de la opinión francesa sobre el régimen legítimo tiene como
consecuencia inevitable, cada vez que el país debe resolver un problema
difícil, la puesta en cuestión de la organización de los poderes públicos (Aron,
1965:366-67).
Por otro lado, el funcionamiento o fracaso de un régimen democrático se
planteaba además en el plano de la eficacia, o sea de su capacidad para resolver
los desafíos que enfrenta (Aron, 1997a:158).8 Desde su punto de vista, la IV
República sucumbió al no resolver la crisis de Argelia; pero no porque no supiera
conservar la posesión colonial, sino porque no supo desprenderse de ella.9
Quien esté familiarizado con el paradigma de la crisis democrática de
Juan Linz (1978), reconocerá en estas tres variables de Aron una anticipación
del esqueleto del paradigma de la ruptura democrática desarrollado por el
autor español.
¿Acaso otro régimen político con instituciones menos desacreditadas
hubiese logrado evitar la crisis? Tres años antes del fin de la IV República,
en El opio de los intelectuales Aron había escrito que, a menos que se con-
sidere la incapacidad de actuar como la suprema virtud del Estado, nadie
podría aprobar la IV República (Aron, 1991b:75).
En 1948 el pensador francés había adherido al RPF porque lo veía
como la respuesta necesaria e inevitable a una crisis y a una amenaza: la
crisis era la de una democracia parlamentaria en la edad de las masas,
cuyos datos nuevos eran la fuerza de los grupos de interés y de los sindicatos,
y la economía dirigida, mientras que la amenaza provenía del totalitarismo
comunista. Conjugando la pasión y la razón de su condición de “observador
comprometido”, afirmaba que si el RPF no hubiera existido, habría que
haberlo inventarlo (Aron, 1948:226-236).
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La gravedad de la crisis de la IV República a pocos años de su creación
era tal que Aron la comparaba a las crisis que atravesó la III República.
Frente a las crisis políticas o económicas, el juego de los grupos centristas
que oscilaban en el parlamento de un lado a otro se suspendía a favor de
un Poincaré o un Clemenceau:
La tregua parlamentaria y el llamado a un salvador pertenecían a las reglas
no escritas de la III República. Lamentablemente entre las dos guerras después
de la desaparición de Poincaré ningún salvador se hizo presente. La IV Repú-
blica ha llegado ya a este punto, ella necesita de un salvador (Aron, 1948:269).
Para Aron la constitución de un conglomerado formado por los socialistas,
los independientes y el MRP –equivalente francés de la democracia cristia-
na– como una alternativa centrista entre los gaullistas y los comunistas
para superar el régimen de partidos existente y crear una mayoría homogénea
era una réplica y una imitación del RPF y no tenía futuro. Comparable a la
república de Weimar en tanto sistema polarizado entre fuerzas antisistema,
Aron vaticinaba que podría tener como desenlace el totalitarismo (es decir,
el destino de Weimar) pero mantenía la esperanza de que Francia se reformase
a favor del restablecimiento de las instituciones democráticas y liberales,
como luego sucedió (Aron, 1948:200,269-270).
Hacia 1958 la crisis política se agravaría debido a la sublevación del
ejército en Argelia, aliado del grupo de presión de los colonos franceses.10
El RPF había desaparecido como fuerza política organizada a partir de 1952,
pero ahora en su lugar y frente a la sublevación se hacía presente el salvador,
De Gaulle, como Aron lo había pedido y vaticinado diez años antes. El
cambio en las circunstancias políticas francesas entre 1948 y 1958, de la
amenaza comunista al golpe de Estado, reafirmó las expectativas de Aron
respecto de De Gaulle. Lo expresó con claridad en el prólogo escrito en
1959 para el ensayo El político y el científico de Max Weber:
En circunstancias trágicas, cuando está en juego la vida de la nación, o la
constitución ha de ser restaurada, los pueblos desean seguir a un hombre
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al mismo tiempo que obedecer a las leyes. Es entonces cuando se impone
el demagogo, el que la República romana llamaba el dictador y los actores
políticos del pasado conocían como el legislador. En los momentos críticos,
los regímenes vivos hacen surgir a las personas capaz de salvarlos (Aron,
1975:44).
Literalmente, Francia encontró a De Gaulle cuando estaba en juego la
vida de la nación, luego de la derrota de 1940 y la ocupación alemana, y
cuando en 1958 hubo que restaurar la constitución y hacer cumplir las leyes.11
Hasta aquí expusimos el pensamiento de Aron sobre el funcionamiento
de las instituciones democráticas, ilustrando su opinión sobre las causas y
efectos de la inestabilidad política, especialmente el caso francés. Sin embargo,
además de interpretar la realidad histórica que le tocó vivir, Aron supo
analizar también con lucidez las ideas que nutren a la democracia liberal,
y las tensiones conceptuales en torno a la pluralidad de realidades y valores
que la caracterizan. De ese análisis nos ocuparemos en las próximas dos
secciones.
El concepto de libertad: contrapunto entre Aron y Hayek
La definición de las nociones de liberalismo y democracia presupone,
valga la redundancia, una determinada concepción de la libertad. Para ilustrar
la posición de Aron frente a estas cuestiones, nada mejor que recurrir a su
comparación con Friedrich von Hayek, pues nuestro autor nos brinda su
definición de la libertad en un contrapunto con el pensador whig (así denomina
Hayek a su filosofía para diferenciarla del equívoco que genera la palabra
liberal, por su asociación a los liberales norteamericanos proclives a la inter-
vención estatal).
Para Hayek, la libertad es un “estado en el cual una persona no está some-
tida por la coerción a la voluntad arbitraria de otra o de otros” (Hayek,
1990:11). Esta acepción se conforma al significado original del término,
según el cual los hombres se dividen en libres y no-libres o esclavos. Mientras
los primeros actúan de acuerdo a sus propias decisiones y planes, los segundos
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lo hacen sometidos a la voluntad de otro. Actuar de acuerdo a sus propios
fines y no conforme a las necesidades creadas por aquellos que buscan
obligarlos a hacer lo que ellos quieren, supone para Hayek que el individuo
tenga asegurada una esfera privada, un conjunto de circunstancias en su
entorno dentro de las cuales los otros no pueden interferir.
La libertad se entiende como una relación de una persona con otras
personas, y no se aplica a entidades colectivas, como cuando se habla de
la libertad de un pueblo que se sacude del yugo extranjero. Frente a ella, la
coerción por otros hombres es la única forma a través de la cual se infringe
y limita esa libertad (Ibid., 1990:12-14).
A la objeción de que esta visión de la libertad es puramente negativa,
Hayek responde que la libertad pertenece a la misma clase de conceptos
que también se definen por la negativa, como la paz (ausencia de guerra),
la tranquilidad y la seguridad. La libertad describe la ausencia de un obstáculo
particular –la coerción ejercida por otros hombres– y se vuelve positiva sólo
a través del uso que de ella hacemos (Ibid.,1990:19).
Desde este punto de vista, la libertad es una sola, y las diferencias y
variaciones son de grado (puede haber más o menos libertad), pero no de
calidad (libertad de y libertad para) (Ibid.,1990:12). No habla de libertad
“interior” o metafísica, pues lo opuesto a la libertad interior no es la coerción
por otros hombres, sino la influencia de emociones temporarias o la debilidad
moral e intelectual (Ibid.,1990:15). Tampoco confunde la libertad individual
con la “capacidad de hacer lo que quiero”, según él esta idea de la libertad
como omnipotencia está en las antípodas de la libertad individual. Según
Hayek, una vez que se pasa a identificar la libertad con poder,
No hay límites a los sofismas por los cuales la palabra ‘libertad’ puede ser
usada para apoyar medidas que destruyan la libertad individual. Así no hay
fin a las argucias por las cuales la gente puede ser exhortada a ceder su
libertad en nombre de la libertad (Ibid.,1990:16-17).
También para Aron esta visión negativa consistente en la no-coacción
y la existencia de una esfera privada ajena a la interferencia de otros
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individuos; junto con la obediencia a reglas despersonalizadas, constituyen
requisitos fundamentales y necesarios de la libertad. Pero estas dos ideas
no alcanzan, según él, para definir una filosofía de la libertad, y ni siquiera
para precisar en nuestra época las normas de una sociedad libre (Aron,
1997:210).
En lugar de diferenciarlas de manera tajante como lo hace Hayek,
para Aron los diferentes significados de la palabra libertad se emparentan.
El uso corriente del término libertad “revela generalmente un parentesco
entre fenómenos que por diferentes que sean en apariencia se designan
con la misma palabra” (Aron, 1991:85, cursiva nuestra). En otros términos,
comparando las diferentes nociones de libertad, Aron nos dice que las
semejanzas son mayores que las diferencias. Por un lado, se encuentra la
libertad efectiva (medida según la definición de Hayek) y por el otro el
sentimiento de libertad: una no coincide y no es proporcional a la otra.
Para Marx, los proletarios no poseían un sentimiento de libertad al estar
privados del poder mínimo necesario, sin el cual el derecho a escoger, se
vuelve ilusorio. De la misma manera, para los argelinos la libertad que
les aseguraba la ley francesa no alcanzaba a superar el sentimiento de
humillación que les provocaba la discriminación. Por ello en cada época
el sentimiento de libertad depende más que nada de una circunstancia
(énfasis de Aron, 1997:211).
Para Aron es difícil concebir individuos libres en un pueblo que no es libre.
La libertad de un pueblo no es condición suficiente de la libertad de los indi-
viduos –como correctamente sugiere Hayek y lo confirman los despotismos
post-colonizadores–, pero sí su condición necesaria, como sugiere el pensador
francés. Además del caso argelino, Aron veía el parentesco entre los diferentes
significados de la libertad en las revoluciones burguesas de 1848 y en los
levantamientos contra la dominación comunista en Hungría y Polonia en 1956.
Estas últimas, al igual que sus antecesoras del siglo XIX eran nacionales,
sociales y liberales: eran nacionales porque el régimen servía a una potencia
extranjera, la Unión Soviética; sociales por la explotación a la que los sometía
el Partido Comunista; y liberales por la reivindicación de las libertades
civiles y políticas, en contra del despotismo (Aron, 1991:60-61;95-96).
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Esta distinción/oposición entre libertad efectiva y sentimiento de libertad
es el hilo conductor de su reflexión sobre la naturaleza de la libertad en la
sociedad occidental de los años sesenta, donde la democracia liberal y el
Estado-benefactor emparentan, para decirlo en sus términos, las libertades
formales y las libertades reales, ya que las libertades personales “no alcanzan
para dar un sentimiento de libertad, menos aún una libertad efectiva de forjar
su destino a aquellos que viven de un salario inseguro” (Ibid.:56). En nuestra
época, dice, el sentimiento de libertad es incompleto si a las libertades
formales o personales, no se agregan las reales, entendidas como la libertad
de la necesidad y del miedo (want and fear). Esta definición se aparta en
dos aspectos de la noción clásica de libertad: en primer lugar, porque entiende
que, de acuerdo al credo de las sociedades modernas, “ninguna condición
social debe considerarse independiente de la voluntad racional del hombre”
(Ibid.:67). Esta libertad de la necesidad y del miedo, del hambre y la guerra,
fue ignorada por los Founding Fathers americanos o por Tocqueville, para
quienes el hambre y la guerra pertenecían al ritmo de la existencia humana.
Para ellos, el ataque a la libertad provenía exclusivamente de un gobierno
sin límites, o el de un hombre corrompido por el exceso de poder (Ibid.:64-
65). Lo que antes era fruto del destino o de las circunstancias, deviene
ahora fruto de la voluntad humana.
En segundo lugar, de este supuesto inicial se deriva que la noción de
libertad real equipara la libertad a la capacidad de hacer algo, y al mismo
tiempo, la falta o ausencia de libertad a la incapacidad de hacerlo. Inicialmente
Aron concede que ser libre de hacer algo y ser capaz de hacer algo (énfasis
nuestro) son nociones radicalmente opuestas. Nadie nos impide ser millonarios
o convertirnos en presidentes de nuestro país, somos libres de hacerlo aun
cuando la mayoría de nosotros no sea capaz de serlo. Una vez aceptada dicha
distinción, Aron cita a Herbert Spencer, para quien la ausencia de un sistema
de escuela pública, es decir gratuita, no afecta la libertad de un chico de
adquirir una educación y desarrollar sus facultades, incluso si los padres
no son capaces de pagarle la educación (Ibid.:211). De acuerdo a este razo-
namiento, en una sociedad que carece de escuela gratuita, el obrero que
carece de recursos para educar a sus hijos, no debe ser considerado como
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no-libre. Simplemente carece de los medios necesarios, no es capaz de
hacerlo, de la misma manera que yo no puedo afirmar que soy no-libre por
no ser millonario, simplemente no soy capaz de serlo, a pesar de que soy
libre para lograrlo.
Las cosas cambian, empero, una vez que se admite que la incapacidad
se debe a la intervención de otras personas: a partir de ese momento la
incapacidad se convierte en no-libertad (unfreedom) y la no-libertad se
confunde con la no-capacidad (Ibid.:210). De ahora en más, la incapacidad
para educar a los hijos equivale a la no-libertad, porque un hombre privado
del pan de la instrucción “no es víctima de las cosas sino de los hombres”
(Ibid.1:64-65). Aquí aparece con nitidez su ruptura copernicana con Hayek,
para quien el peor ataque a la libertad individual es el que la identifica y
equipara con la libertad entendida como poder o capacidad, pues ello conjura
inevitablemente una extensión de la esfera del Estado.
Aron arriba a la síntesis entre libertades formales y las reales a través de
un diálogo con Marx y Tocqueville: uno y otro creían en la libertad, uno y
otro tenían por objetivo una sociedad justa. Mientras Tocqueville abandona
a sí misma la actividad económica regulada por las leyes, y teme que los
individuos pierdan la libertad-independencia y la libertad-participación, Marx
ve en la actividad económica la fuente de la servidumbre. Por lo tanto, mientras
para el primero la condición de la libertad era el régimen representativo, el
segundo la encuentra en la revolución económica y social (Ibid.:49). Relativizar
–como hacía Marx– las libertades formales, la libertad de palabra, la libertad
de escribir, de elegir autoridades, en razón de que en la existencia real el
individuo se encuentra sometido a la tiranía de la necesidad y al poder del
patrón, no debe llevar a la falsa conclusión de que las libertades reales son
un lujo de los privilegiados (Ibid.:56-57).12 En cambio, según Aron, Tocqueville
veía en la historia un proceso que iba de la igualdad social a la igualdad política,
y de ésta a la repartición de los ingresos; de la democracia política al Estado
de bienestar; de las libertades formales a las libertades reales (Ibid.:51).
Al reflexionar sobre la revolución húngara de 1956, Aron daba la razón
a su idea de que el sentimiento de libertad depende de las circunstancias, y
mostraba sus diferencias con el contenido de la libertad en Occidente. Revo-
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lución anticlimática, victoriosa contra el régimen estalinista de Rakosi, pero
vencida por los tanques soviéticos, Aron resaltaba más sus rasgos nacionales
y liberales, que sus aspectos económicos. Los revolucionarios no querían
devolver sus propiedades a los terratenientes o a los capitalistas, pero el
campesino seguía apegado y reivindicaba la tierra a pesar de la colectivización,
y la nacionalización del comercio era un error desde el punto de vista técnico
(Ibid.:56-57). En Hungría, las libertades formales eran las libertades reales.
Para Aron, la revolución húngara fue la que más se acercó a la que soñó
Marx en 1843: “la filosofía es la cabeza de esta emancipación, el proletariado
será su corazón”. En Hungría, son los intelectuales los que ponen en movi-
miento la revuelta y los obreros que se lanzan a las calles ponen fin al régimen
estalinista (Ibid.:54). Cabe señalar, entonces, las dos lecturas de Aron: en
Occidente, donde hay libertad, el escritor nos revela su naturaleza; en el
bloque soviético, donde no la hay, nos revela su aspiración.
Volviendo a su reflexión sobre el liberalismo de Hayek, Aron sostenía
que, al igual que Tocqueville, el pensador whig es demócrata porque es
liberal, y no a la inversa (Ibid.:123). Siguiendo con esta idea podemos sostener
que, mientras que del otro lado de la cortina de hierro Aron es un liberal
tout court que no necesita ser socialdemócrata, en Occidente es socialde-
mócrata porque es liberal, y no a la inversa. En otras palabras, en Europa
Oriental Aron es un whig como Hayek: la libertad se identifica con el fin
de la coerción. Nuevamente, son las circunstancias las que definen el con-
tenido de la libertad: los intelectuales y obreros húngaros que reivindican
la libertad de prensa y el pluripartidismo son whigs para quienes la libertad
equivale al fin de la coerción.
Derrotado el fascismo, el comunismo era para Aron –como bien señala
Pierre Manent– el enemigo por excelencia, no sólo de la democracia, sino
también una amenaza mortal para la civilización y la humanidad (Manent,
1983). Pero, según su costumbre, la razón no está oscurecida por la pasión
del momento, sino al servicio de la convicción permanente. Por ese motivo,
incluso en sus escritos más polémicos como El opio de los intelectuales,
Aron nos regala una universalidad que lo sitúa más allá del contexto y de
la polémica sobre la guerra fría.
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El liberalismo de Aron es un liberalismo que se defiende, pero no es un
liberalismo a la defensiva. A diferencia de otros grandes pensadores como
Carl Schmitt, Aron tenía en claro que el conflicto posterior a 1945 no era
entre el comunismo y el anticomunismo, sino entre la democracia y el
totalitarismo. Por ello –tal como desarrollaremos más adelante– la guerra
fría no era para él una guerra sino una diplomacia que ocasionalmente recurría
a la violencia.
La discusión con Hayek en torno al contenido de la libertad, con su
ilustración a través de las circunstancias históricas del Welfare State occidental
y de los regímenes comunistas de los años ‘60, constituye la prueba de
que, en palabras de J.C. Casanova (1983), el liberalismo de Aron era más
filosófico e histórico que institucional.
Aron y Sartori sobre libertades personales y democracia electoral
El pensamiento de Aron destila además otros temas que dominan el debate
en la teoría política contemporánea, a saber: a) las relaciones entre las
libertades personales y la democracia electoral, y b) las relaciones entre el
liberalismo político y el liberalismo económico.
En relación al primero, el Aron de los años ‘60 era optimista: creía en
la compatibilidad entre la libertad formal y la real, tal como sucedía en las
naciones avanzadas de Occidente. Era más pesimista en cuanto a los vínculos
entre libertades personales y la democracia electoral en los países nuevos.
Veamos porqué.
Aron habla de la libertad como seguridad, que consiste en el goce de
los derechos reconocidos a todos los ciudadanos por las leyes y libertad polí-
tica de participar en la competencia por el ejercicio del poder. Estaba claro
para él que la libertad-participación no garantizaba la libertad-seguridad,
es decir, el respeto por los derechos personales. Puede existir una sociedad
donde se vote libremente, pero donde se vaya a prisión por crímenes difí-
cilmente definibles (Aron, 1975:76-78).
Haciendo un balance sobre el estado de la democratización en la primera
mitad del siglo XX, afirmaba que la competición electoral había hecho
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grandes progresos, mientras que el respeto por las libertades personales había
ido en regresión. En efecto, ya a comienzos de los ‘50 advertía que los
occidentales se distraen introduciendo regímenes electorales en Indonesia,
Egipto, la India y otros países donde coexisten las urnas con las ametralladoras
(Ibid.:78).
De todos modos Aron era consciente que, aun si en las modernas demo-
cracias de masas la participación electoral no era una condición suficiente
de la libertad personal, sí era una condición necesaria. En las sociedades
modernas, la alternativa de un Rechtstaat como algunos regímenes tradi-
cionales del pasado, donde se respetan las libertades individuales pero
no la libertad política, era inviable.13 Inevitablemente, la suspensión de
la participación política llevaría a la suspensión de la libertad personal
(Ibid.:81).
La inviabilidad de dar marcha atrás en materia de libertades políticas
surgía del dinamismo económico del sistema de competencia política. Como
consecuencia de la industrialización, la educación, la elevación del nivel
de vida y la acción de los sindicatos, la acción propia del sistema de com-
petición tiende a acentuar la evolución de las sociedades industriales en
sentido igualitario: “las sociedades industriales, con la democracia política
desarrollan una suerte de obsesión por los problemas económicos” (Aron,
1999:149). La razón de la obsesión consiste en que “el sistema de competición
comporta el afán de los candidatos por convencer a los electores de los bene-
ficios que obtendrán si los candidatos son electos. El lenguaje de los intereses
parece ser cada vez más, el único lenguaje que el candidato se atreve a
usar” (Ibid.:150).
Las reflexiones de Aron de los años ‘50, recobraron actualidad con motivo
de las democratizaciones de la tercera ola y de la introducción de la democracia
en países que no la habían conocido. Así, al preguntarse cuán lejos puede
viajar el gobierno libre, Giovanni Sartori ataca la misma cuestión. Para
Sartori, la libertad de –la ausencia de constricción externa– y su instrumento,
el constitucionalismo liberal, pueden ser exportados e implantados en cual-
quier tipo de suelo. Tanto los ciudadanos de un país rico como los pobres
de un país atrasado tienen y comparten la necesidad común a todo individuo
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de la protección contra la arbitrariedad (Sartori, 1995:101-102). Aron, en
cambio, estaba menos convencido de que el liberalismo pueda ser importado,
ya que es una tradición o una supervivencia más que un producto de impor-
tación. Pero ambos autores concuerdan en lo que no puede ser importado:
el espíritu de compromiso. Sartori encara el problema del compromiso demo-
crático a partir del desafío contemporáneo del fundamentalismo religioso:
el compromiso es imposible por definición cuando la política se mezcla
con la religión, ya que la intensidad religiosa convierte a la política en una
guerra. La condición necesaria del compromiso es la secularización. De
donde se puede concluir, que dado que la secularización es un producto de
la evolución interna de una sociedad, tanto su importación como la de su
retoño, el compromiso, no sean factibles.
Finalmente, ambos coinciden en que el liberalismo y la democracia
son aspectos diferentes de la vida política, pero que no pueden ser separados.
Hemos visto que para Aron la vuelta a un Rechtstaat del pasado donde se
respetan las libertades civiles pero no las políticas era inviable, dado que
la limitación de la participación política llevaría a la suspensión de la
libertad personal. Sartori, en cambio, abre una avenida intermedia: el
dilema no es entre el retorno imposible a un Estado predemocrático o
una democracia de baja calidad, sino entre una democracia con rule of
law y menor inclusión electoral, o una con mayor inclusión electoral
pero con mayor inseguridad jurídica. La primera, afirma Sartori, es mejor
que la segunda (Ibid.,104).
Liberalismo político y liberalismo económico
Se ha afirmado con razón que, al no sucumbir a la ideología (tentación por
así decir, consustancial a la reflexión política), Aron jamás fue un liberal
doctrinario, un fanático de la abstracción denominada mercado (Manent,
1983:47). A pesar de ser cierta, esta afirmación no deja de ser equívoca, pues
el gran pensador francés fue un observador atento del “dinamismo económico
del sistema de competición política” (Aron, 1975:149) Su libertad no era
ni la de Milton Friedman (sinónima a la del consumidor cuando elige un
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producto) ni su idea de los derechos del individuo y del ciudadano se
inclina hacia una sociedad por acciones a la Robert Nozick (quien tolera
una sola forma de Estado, el mínimo).
Más arriba hemos mencionado que, describiendo al Estado benefactor
y sus regulaciones económicas y sociales a favor de los asalariados, fruto
de la fuerza de los partidos obreros y sindicatos, para Aron las sociedades
democráticas industriales tienen una obsesión por los problemas económicos,
y que el lenguaje de los intereses parece ser el único lenguaje que los can-
didatos se atreven a usar. En una afirmación que suena como una anticipación
de la teoría olsoniana14 que relaciona la estabilidad y ausencia de amenazas
con la proliferación de los grupos de interés, nuestro autor nos dice que
cuando las democracias se desarrollan con tranquilidad, cuando no cuentan
con enemigos, tendrá más ventaja quien lleve las mejores promesas a los
grupos de interés (Ibid.:159).
Pero al amortiguar los choques de la competencia económica, Aron llega
a la conclusión de que “la competición por el poder, o sea, la democracia
política, parece, a la larga, incompatible con el liberalismo económico”, y
que el mayor error de los liberales ha sido “haber pensado que el liberalismo
político y el económico irían a la par”. De esta manera y dando razón así
al pensamiento socialdemócrata, argumenta que el liberalismo político defi-
nido como el sistema electoral parlamentario de competencia por el ejercicio
del poder “lleva de manera casi fatal, a un sistema de economía en parte
dirigida, y en parte socialista” (Ibid.:151).
Para Aron, “el funcionamiento de una economía liberal apenas tendrá lugar
en un sistema de competición pacífica por el poder con organización de grupos
de interés” (Ibid.:152). Su visión anticipa los argumentos de la escuela del
Public Choice que, en autores como James Buchanan y Mancur Olson,
señala el impacto nocivo de la fuerza de los grupos de interés sobre el fun-
cionamiento del mercado. Contradicción que en los años ‘80 –es decir treinta
años más tarde y con motivo de la crisis del Welfare State– cuestionó de manera
momentánea la viabilidad del compromiso entre el capitalismo y la democracia
o, como diría Bobbio (1987), entre el movimiento obrero y el capitalismo
maduro. En parte porque no fue un liberal doctrinario, y en parte porque del
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clima optimista de los años ‘60 no extrae pronósticos negativos, Aron consi-
deraba esos procesos e instituciones como mecanismos idóneos para garantizar
las libertades reales. Como hemos visto, el contenido de la libertad tenía
para él un componente necesario –la ausencia de coerción– y otro componente
que varía según las circunstancias. Al morir antes del debate de los años ‘80,
queda sin respuesta cuál hubiese sido para nuestro autor el contenido de la
libertad en las nuevas circunstancias de la crisis del Estado benefactor. Pero
atento como era Aron a las circunstancias para definir el contenido de la libertad
no podemos descartar que hubiese definido el contenido de la libertad en direc-
ción a un menor intervencionismo estatal, una mayor libertad para los mercados
y un menor poder de los grupos de interés en aras de la elección individual.
Para Aron el apogeo del welfare state europeo y la promesa prometeica
que impulsaba a los nuevos países descolonizados a saltar y quemar etapas
para alcanzar la modernidad, era una confirmación de la intuición a la
Tocqueville, para quien la marcha hacia la igualdad de condiciones era inevi-
table, mientras que el vínculo entre la igualdad y la libertad era aleatorio.
Aron señalaba que ambos procesos expresaban una contradicción: estas
sociedades eran democráticas en el sentido amplio que Tocqueville daba a
esa palabra, “porque no excluían a nadie de la ciudadanía y tendían a difundir
el bienestar”; pero que en revancha “sólo eran liberales por tradición o por
sobrevivencia”, si por liberalismo se entiende el respeto a los derechos
individuales y los procedimientos constitucionales. La ambición de construir
o reconstruir el orden social, respondía más a los sentimientos propios de
las elites que a las aspiraciones de las masas, y reflejaba más la ambición
marxista que la modestia liberal (1991:71-72).
Estas observaciones a las circunstancias europeas de los años ‘60 con-
servan una sorprendente lozanía para entender algunos aspectos de la situación
actual de la democracia en América Latina. En contraste con Sartori, para
quien el liberalismo o la demo-protección pueden importarse, con los ejemplos
de Chile y Uruguay a la vista podemos glosar la visión de Aron de que el
liberalismo es una tradición o una sobrevivencia. Sin duda, una tradición
puede interrumpirse, pero esto no equivale a que vaya a desaparecer. Con
más de cien años de práctica del gobierno constitucional y después de largas
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dictaduras militares, ambas naciones han restaurado una tradición, han vuelto
a insuflar bríos a una supervivencia. Como Croce dijera de la dictadura
fascista en Italia, también Pinochet en Chile y los militares en Uruguay
fueron un paréntesis, una excepción a la tradición liberal.
Hasta aquí hemos presentado las ideas de Aron acerca del vivir en la ciu-
dad, resta ahora conocer su visión sobre la guerra.15
II. Hacer la guerra
Aron y Tucídides
Aron sostenía que para Tucídides, “La política es dialéctica cuando se desarrolla
entre hombres que se reconocen recíprocamente [aclaramos, los miembros
de una misma ciudad]. Ella es guerra cuando opone a los hombres que, no
obstante de reconocer recíprocamente su libertad, se consideran extranjeros
unos a los otros, miembros de ciudades, cada una celosa de su independencia
total. Simultáneamente nos damos cuenta porque la guerra es la culminación
de la política, al mismo tiempo que su negación” (Aron, 1964:116-117). En
una analogía que ya habia anticipado Thibaudet 16 –para Aron la Primera
Guerra Mundial es el equivalente de la guerra del Peloponeso. El miedo que
inspira a Esparta –ciudad moderada y conservadora– la pujanza de Atenas
–democracia imperialista–, es similar al que inspira Alemania a Francia y
a Inglaterra, que temían por sus libertades (Ibid.:133-135).
Al estudiar las causas de la Primera Guerra Mundial Aron permanece
fiel a su epistemología, que combina el azar con la necesidad. Siguiendo
a Cournot, nos dice que todo acontecimiento deriva de varias series de
hechos. Las series obedecen a un determinismo estricto, pero su encuentro
es casual, fruto del azar. La guerra del ‘14 es el fruto del encuentro de
varias series: el asesinato del archiduque Francisco Fernando es el término
de una serie, las actividades de los grupos paneslavistas serbios; la otra
serie la constituyen la diplomacia de Austro-Hungría en los Balcanes, la
de Alemania y la de Rusia. La guerra es a la vez un acontecimiento necesario
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y azaroso. La necesidad se manifiesta en las series, y el azar en su encuentro
(Aron, 1986:219).
Al considerar las responsabilidades de los diferentes Estados en el des-
encadenamiento del conflicto Aron las reparte casi salomónicamente entre
los imperios Centrales que “cometieron los actos que hicieron la guerra posi-
ble”, y los Aliados, que cometieron los actos “que hicieron a la guerra
segura…”. Por lo cual “todos los interesados quisieron, desearon o al menos
aceptaron la guerra” (Ibid.:213).
Sin embargo, esta visión desarrollada en 1937 en la Introducción a la
philosophie de l´Histoire cambia después de la Segunda Guerra Mundial,
que lo induce a entender ahora el eslabonamiento de las “guerras en cadena”.17
Al considerar nuevamente los orígenes de la Primera Guerra, Aron se “obliga
a absolver la causa aliada (…) Fue el gabinete de Viena el que tomó la ini-
ciativa que toda Europa reputó de belicosa” (Aron, 1973:9). El asesinato del
archiduque austríaco hizo que Austria arrojase el guante a Serbia y su pro-
tectora Rusia. Aun cuando se demostrara que la Entente –Francia, Inglaterra
y Rusia en particular– estuvo demasiado presta en recoger el guante, la
mayor porción de la culpa en la secuencia de acciones y reacciones recae
sobre los iniciadores (Ibid.:9).
Vista así, la guerra fue el resultado de un fracaso diplomático que, unido
a la “sorpresa técnica”, convirtió a la guerra en hiperbólica (Ibid.:11-14).
Fue la técnica la que impuso la organización del entusiasmo, condenó al
fracaso los esfuerzos diplomáticos, echó por la borda la vieja sabiduría diplo-
mática y contribuyó a la difusión del espíritu de cruzada y finalmente produjo
una paz que creó la situación de la cual nació la segunda guerra (Ibid.:20).
La técnica congeló las hostilidades en una guerra de trincheras, es
decir, produjo el salto de la guerra de movimiento a una guerra de posición;
la paridad de las fuerzas y la duración de las hostilidades transformaron el
conflicto en una carnicería. La movilización civil a favor de la guerra y la
introducción de las ideologías, junto al uso de la artillería relajó la distinción
entre combatientes y no combatientes de las guerras del siglo anterior. Técnica
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de destrucción total, movilización total y cruzada ideológica, son los trazos
distintivos de la guerra hiperbólica.
Este escenario lleva a nuestro autor a replantear las relaciones entre
responsabilidad y causalidad, introduciendo una nueva variable, la culpa-
bilidad, que no estaba presente en su reflexión de 1937.
Alguien es causalmente responsable, si ha cometido actos que hicieron
muy probable cierto acontecimiento. Pero la responsabilidad no equivale a
culpabilidad. Alguien es culpable si se dan estas dos hipótesis o situaciones.
La primera ocurre cuando el acto se considera inmoral, contrario a las cos-
tumbres o excesivo. El ultimátum austríaco a Serbia fue excesivo para las
costumbres diplomáticas de la época (Aron, 1996:278).18 La segunda situación
se manifiesta cuando las consecuencias de un acto parecen desproporcionadas
con lo que estaba en juego, y el acontecimiento se transforma en una catástrofe
de tal envergadura que, visto retrospectivamente, quienes lo causaron aparecen
como criminales.19
Sin duda, dice Aron, al dar carta blanca a Austria para emprender una
expedición punitiva contra Serbia, Alemania asumía un riesgo de guerra
general. Pero asumir un riesgo de guerra general no implica voluntad de
desencadenar la guerra general. Precisamente uno de los tópicos de la
discusión sobre los orígenes de la guerra gira en torno a esta pregunta
¿aceptación del riesgo de guerra general o voluntad de guerra general?
(Ibid.:281-282).
El razonamiento de Aron revela la tensión entre la necesidad de mantener
en el plano teórico la distinción entre la aceptación del riesgo de guerra y
la voluntad de guerra general, con la dificultad de verificarla en el plano
de los hechos. Ante la dificultad para establecer la culpabilidad a partir de
las intenciones, pareciera que no queda otra alternativa que hacer el juicio
a partir de las consecuencias. La guerra del ’14, al poner fin a medio siglo
de paz europea y llevar a una paz como la de Versalles, congeló en lugar
de cicatrizar los odios entre vencedores y vencidos, y condujo a la crisis
de los años ‘30 y finalmente a la Segunda Guerra Mundial, fue una catástrofe
de proporciones históricas que transforma en culpables a quienes la des-
encadenaron. 20
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La Segunda Guerra Mundial
Hiperbólica como la Primera, que se originó en una “falla diplomática”, la
Segunda Guerra “perfeccionó” sus trazos distintivos: la técnica de destrucción
total, la movilización total y la cruzada ideológica. Si en la guerra del ‘14
la artillería había limitado (por no decir destruido) la distinción entre com-
batientes y no combatientes, iniciada por los alemanes con el bombardeo a
París y los gases venenosos, los bombardeos aéreos pusieron fin ahora al
respeto a la ciudades abiertas, ante la dificultad de definirlas en razón de
que la guerra industrial había acrecentado el número de objetivos militares
(Aron, 1973:32). A esto se agregó la estrategia aliada de bombardeo indis-
criminado de las ciudades a fin de quebrar la voluntad de resistencia de la
población alemana. Siempre de acuerdo a la lógica de la movilización
total, pero ahora no de la propia población, Hitler recurrió tanto a prisioneros
de guerra como a obreros extranjeros para sostener el esfuerzo bélico
(Ibid.:34).
El espíritu de cruzada que en la Primera Guerra enfrentó las ideas de
1914 del nacionalismo alemán (Mommsen, 1990:207-221) con la autode-
terminación de los pueblos del Presidente americano Wilson, enfrentó en
la Segunda la cruzada soviético-occidental contra el fascismo con los sueños
de dominación continental de Hitler. Por sus consecuencias (la destrucción
de toda Europa y la sovietización de una mitad del continente), la Segunda
Guerra alcanza la envergadura de una catástrofe aún mayor que la de la
Primera. Aron se interroga tanto sobre las estrategias que podrían haber limi-
tado estas consecuencias (un desembarco de los aliados en los Balcanes
hubiese impedido la sovietización de Europa Oriental), como por los motivos
que conspiraron contra la adopción de tal estrategia.
Pero a diferencia de la primera, donde junto a la sorpresa técnica son
las decisiones de los estadistas de los Imperios Centrales las que desencadenan
una dinámica de carácter hiperbólico, ahora Aron invierte los vínculos
entre las causas y los efectos, y nos dice –a manera de disculpa– que en la
Segunda los estadistas aliados “se sometieron pasivamente al dinamismo
de la guerra hiperbólica” (Aron, 1973:46). Es la guerra hiperbólica la que
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otorgó su impronta a las decisiones de los estadistas occidentales y no al
revés. Propagaron el mito de que la Naciones Unidas eran el heraldo de la
justicia, y el enemigo la encarnación del pecado. Incapaces de pensar en la
paz que viene después de la guerra, tal como sus antecesores de la Primera
guerra “pretendían saber la causa por qué luchaban, pero ninguno dijo
para qué estaba luchando” (Ibid.:21).
Error de Roosvelt, quien víctima de la falsa ilusión ideológica de “una
democracia teórica, cuyas dos expresiones equivalentes eran el parlamentarismo
y el sovietismo”, pero también de Churchill, víctima del error opuesto, es
decir, del exceso realista según el cual siempre el enemigo de mi enemigo es
mi amigo, “el mismo día en que los Ejércitos alemanes invadieron Rusia
pronunció un discurso que automáticamente creó una alianza anglo-rusa”
(Ibid.:41-42). Finalmente nos dice Aron, los occidentales inseguros frente a
los propósitos reales de los soviéticos, deberían de haber respetado el viejo
canon de la astucia maquiavélica, que recomienda respetar cierta fuerza al
enemigo cuando no se está seguro de un aliado (Ibid.: 89). Fue nuevamente
esta dinámica hiperbólica –que según Aron es el modo de hacer la guerra de
las democracias de nuestra época (Ibid.:45)– la razón de esta amnesia del
sentido común diplomático. Pero en su perspectiva de las causas de la guerra,
es la voluntad de conquista de Hitler la que cataliza la cooperación entre las
democracias capitalistas y los soviéticos para derrotar a Alemania. Es decir,
la locura de los ingleses y americanos al ayudar a destruir la única barrera
contra la expansión del comunismo fue una locura, si bien “una locura fue
que el mismo hubiera obligado a los anglosajones a cometerla” (Ibid.:40).
A la luz de los párrafos precedentes, si Hitler hizo la guerra “posible",
los Aliados la hicieron “segura”. Entonces, si bien todos aceptaron la guerra,
para Aron sólo Hitler es culpable, porque su anhelo de conquista continental
desencadenó coaliciones que terminaron en la destrucción y la sovietización
de media Europa.
Iniciada con una analogía entre la Primera Guerra Mundial y la guerra
del Peloponeso, Aron culmina su reflexión con un eco que recuerda a Tucí-
dides: para ambos, la guerra es a la vez el instrumento y la negación de la
política.
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Aron y Clausewitz
El título del libro Clausewitz, penser la guerre (Aron, 1976) revela que a
través de cuáles lentes Aron piensa la guerra. Según el escritor francés, Clau-
sewitz ofrece
Una teoría de la guerra instructiva tanto para las generaciones que vendrán,
como para los contemporáneos. Su sueño es el mismo de Tucídides, el Ktema
eis aei, el monumento edificado, para siempre. De esta ambición se desprende
la actitud común al historiador griego y al estratega prusiano: la distancia,
el rechazo a la emoción aparente, el esfuerzo por la objetividad total (Aron,
2005:44).
La teoría de Clausewitz es contemporánea de las guerras de maniobra del
Antiguo Régimen y las guerras de movimiento de la Era napoleónica Por
su parte, con la aplicación del paradigma del pensador alemán a las guerras
de la Edad europea que terminan en 1914, y a las de la Edad planetaria que
comienzan con la Primera Guerra Mundial, Aron se convierte en el intérprete
“de las generaciones que vendrán”. Su reflexión cubre tanto las guerras de
la unificación alemana de Bismarck como la Primera Guerra y la Guerra
Fría, pasando por la guerra de guerrillas y las guerras de liberación nacional,
y a través de las cuales Aron despliega la virtualidad “del monumento edi-
ficado para siempre”.
La guerra absoluta y la guerra real
Según Aron la aproximación de Clausewitz al tipo ideal de la guerra absoluta,
tiene su origen en una metáfora que concibe a la guerra como un duelo
(Zweikampf). En un duelo entre dos luchadores, cada uno de los contrincantes
intenta derribar al otro (Niederwerfen)21 e impedirle prolongar la resistencia.
Derribar por tierra a alguno de los luchadores equivale en la lucha entre
los Estados a desarmar al contrincante (Aron, 1976, vol.1:110).Esto se
puede lograr de dos maneras. La primera consiste en abatir o en aniquilar
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Raymond Aron: vivir en la ciudad y hacer la guerra | 119
al enemigo (Niederwerfen) para imponerle la paz; Clausewitz la denomina
guerra de aniquilación. En la segunda manera el objetivo es conquistar
algún territorio o provincia en las fronteras del adversario para ser usada
en las negociaciones de paz; Clausewitz la denomina guerra de observación
armada. Según Aron, la primera consiste en vencerlo por K.O y la segunda
en vencer por puntos (Ibid.:103).
El duelo entre los luchadores, que resume según Clausewitz los rasgos
de lo que denomina la guerra absoluta, los condena a ir necesariamente hacia
los extremos (bis zum Äußersten), a escalar el conflicto. Esto depende de
tres factores: la hostilidad, los recursos físicos de los luchadores –la fuerza
relativa de cada uno– y los recursos morales, es decir, la voluntad. Por la
acción recíproca de la hostilidad, la fuerza y la voluntad, cada uno de los
luchadores busca imponer su ley al otro y lleva la escalada hacia los extre-
mos.22
Luego de bosquejar los rasgos de la guerra absoluta Clausewitz define
–a contrario– los rasgos de la guerra real. Verdadero camaleón, la guerra
real a diferencia de la absoluta y del duelo entre los dos luchadores, involucra
a tres actores: el pueblo, el ejército y el Estado. Singular trinidad en la que
el pueblo encarna “la violencia originaria propia del fenómeno y que se
expresa en el odio y la enemistad, que deben ser vistas como un impulso
ciego y natural”; el ejército y su comandante encarnan “el juego de las
probabilidades y el azar que lo convierten en un libre ejercicio del espíritu”,
y el Estado o el gobernante evidencian la “naturaleza subordinada propia
de un instrumento de la política (…) a través del cual recae en el ámbito
propio del intelecto” (Clausewitz, 1972:213).
Aron sintetiza e ilustra la naturaleza camaleónica del fenómeno con los
ejemplos de la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de guerrillas de Mao,
y la Guerra Fría: la ideología maoísta da preponderancia al primer elemento
(el pueblo), los occidentales al segundo (el ejército) y los soviéticos al tercero
(el Estado). “La verdad está en el pueblo” dicen los ideólogos de Pekín;
“la diplomacia es violenta”, afirman los americanos; “la intención política
es la ley suprema”, dicen los teóricos de Moscú. Cada uno, concluye Aron,
debe aprender algo de los otros dos (Aron, 1976, Tomo II:278).
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La Guerra Fría y el entendimiento político
El modelo abstracto de la guerra absoluta, es decir, el duelo entre los dos
luchadores que tiende hacia los extremos, no toma en cuenta ni el origen
ni los fines de la guerra (Aron, 1976, vol.1:110). Por el contrario, no podemos
separar la guerra real de sus fines y sus orígenes: los Estados no son como
los luchadores, se conocen y volverán a encontrarse después de finalizada
la guerra y firmada la paz. Es la política la que establece el contraste entre
la guerra absoluta y la guerra real, evitando la escalada hacia los extremos;
el Estado no se reducirá jamás a la simplicidad del luchador (Aron, 2005:34).
Como lo manifiesta la famosa fórmula, la guerra es la continuación de la
política por otros medios.
Aron lo ilustra con el comportamiento de la Unión Soviética y los Estados
Unidos, a propósito del uso de las armas nucleares durante la Guerra Fría.
La ascensión a los extremos –sueño puramente lógico, según Clausewitz–
destino posible de los actores atómicos,
se frena de inmediato en el momento en que uno substituye los luchadores
del modelo simplificado por los sujetos históricos: los estados se conocen,
saben también, aproximadamente, lo que deben temer. La comunicación
entre los enemigos, fundada sobre la experiencia histórica, contribuye, en
períodos no revolucionarios, a moderar los excesos guerreros. La pregunta
que no cesa de ponerse Glucksmann –¿quién limitará las guerras limitadas?–
no recibe una respuesta diferente en la edad nuclear que en la era napoleónica:
el entendimiento político (Aron, 1976, Tomo II:237).
“Hermanos enemigos” (Aron, 1963), los actores atómicos tienen a la
vez intereses opuestos e intereses comunes. La ideología dicta los primeros,
el entendimiento político los segundos. La ideología los lleva a confronta-
ciones limitadas, la necesidad común de la supervivencia a evitar el holocausto
nuclear.23
La Fórmula es el canon que lo lleva a afirmar que la Guerra Fría no es
una guerra sino un conflicto, una rivalidad (Ibid.:238-239), a no ser que
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Raymond Aron: vivir en la ciudad y hacer la guerra | 121
por un gusto excesivo por las metáforas se conciba una rivalidad como una
guerra. La guerra, de acuerdo a Clausewitz, requiere que se combine el medio
específico de la guerra (el recurso uso a las armas) con la intención política.
Sin intención política, dos grupos de hombres pueden combatirse, pero no
se hacen la guerra. A la inversa, dos Estados con objetivos incompatibles,
si no recurren a las armas tampoco se hacen la guerra (Ibid.:271). El conflicto
entre las dos superpotencias no es una guerra, porque las armas atómicas
no transponen el umbral de la amenaza. La confusión nace de rotular como
guerra lo que luego de 1945 es una diplomacia que, en mayor medida que
la tradicional, integra la violencia (Ibid.:239).
Más allá de la bipolaridad ideológica a nivel planetario, las dos super-
potencias actúan como los Estados del pasado: “No se libran una lucha a
muerte, y su rivalidad se mantiene dentro de ciertos límites, compatibles
con la no-guerra y aún con la atenuación de las tensiones bélicas en tiempos
de paz” (Ibid.:258).24 La distensión entre las dos superpotencias revela
sencillamente la conducta tradicional de un Estado, de cualquier Estado,
en tiempos de paz.
Sólo en las regiones periféricas el conflicto se asemeja a la guerra. Cuando
al menos alguno de ellos reivindica una ideología universal, “las relaciones
entre las sociedades, al margen de las relaciones entre los Estados revisten,
por una parte el carácter de un conflicto civil, de una lucha partisana”
(Ibid.:249). Esto ocurre claramente cuando “la ideología de vocación universal
de uno de los grandes estados encuentra, para encarnarla y extenderla, un
partido al interior de otros Estados” (Ibid.:249).
Imbricación de luchas externas e internas, militares e ideológicas, que
encontró su punto culminante en el período inmediato posterior de la Segunda
Guerra Mundial, y que recuerda según Aron a las guerras de religión europeas
de los siglos XVI y XVII. Por la imbricación entre las luchas externas e
internas, estos conflictos tienen, según Aron, aspectos de guerra extranjera
y guerra civil, y se sitúan en el medio de los polos, con elementos de la estra-
tegia de aniquilamiento –la guerra civil– y de la observación armada –la
guerra extranjera: “La guerra civil exige lógicamente una victoria radical
de uno de los partidos, una guerra extranjera tolera compromisos” (Ibid.:246).
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Podemos ahora comparar el pensamiento de Aron acerca de la Guerra
Fría con la visión de Carl Schmitt y la de Samuel Huntington. En lugar de
la dialéctica amigo/enemigo de Schmitt, que reclama una gran decisión a
favor de uno u otro de los contrincantes, las armas atómicas para Aron
convierten a los protagonistas en “hermanos enemigos” y conducen a la
disuasión en lugar de la decisión; una cosa y la otra (sowohl als auch) en
vez de una cosa o la otra (entweder oder). La paz se ubica en el centro y el
conflicto en la periferia; los protagonistas piensan la guerra, en lugar de
hacerla. Es decir, los expertos en seguridad, los institutos académicos y los
Estados mayores teorizan sobre las probabilidades y consecuencias de los
conflictos atómicos limitados.
Por otro lado, con el conflicto entre las civilizaciones Huntington (1996)
anuncia una enemistad cultural, más radical e intensa que la oposición ide-
ológica de la Guerra Fría. Como Donoso Cortés o Schmitt, Huntington
conjura “una gran decisión en favor de Dios o el ateísmo”, es decir, a favor
de una u otra civilización.
En contraste con la escatología explícita de Schmitt y la escatología con-
tenida de Huntington, la visión de Aron sobre la Guerra Fría lo emparenta
con Tucídides: ambas reflexiones destilan un espíritu de detachement, la
renuncia a la emoción del momento,25 la austeridad de la razón, templada
solamente por la calidez del estilo.
Conclusiones
Las comparaciones entre las intuiciones de Aron y la de autores como Lipset,
Sartori o incluso Germani,26 podrían inducirnos a una primera valoración del
aporte intelectual de Aron como un precursor de la ciencia política contemporánea.
Poco citado –salvo excepciones como Daniel Bell, seguidores como Francois
Bourricaud o discípulos como Stanley Hoffman–, Aron sufrió el destino ingrato
que les cabe a los precursores. Sin embargo, catalogarlo como un precursor
empequeñecería la significación de su obra y el alcance de su pensamiento,
extendido a cuestiones históricas, filosóficas, sociológicas y metodológicas.
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Como intenté señalar en estas páginas, considerarlo como un teórico de
la lucha política pacífica y a la vez un teórico de la guerra podría ser un
punto de partida insoslayable para situar su reflexión en una justa dimensión.
Así, Aron revela la misma pulsión que encontramos en Tucídides, para quien
el destino del animal político era el de vivir en la ciudad, y el destino de
las ciudades era hacerse la guerra. Al igual que el escritor griego, el francés
demostró interés y pasión tanto por su “ciudad” (expresados en sus escritos
sobre las tres repúblicas francesas que le tocó vivir: la III, la IV y la V),
como por analizar los fenómenos bélicos (en su escritos sobre las dos guerras
mundiales, la Guerra Fría y la guerra de guerrillas).27
Puede decirse que su reflexión sobre vivir en la ciudad, sobre los avatares
de la democracia francesa, tiene dos etapas. En la primera –apenas instaurada
la IV República y hasta fines de los años ‘40– su preocupación es la amenaza
que se cierne sobre la supervivencia del régimen republicano: el comunismo.
En los años finales de la IV República, en cambio, orienta su reflexión el
anhelo de que Francia deje de ser “el hombre enfermo de Europa” (como
lo había sido el Imperio turco antes de la Primera Guerra Mundial. Ver Aron,
1983:126) y que logre dotarse de instituciones estables, de “un régimen
honorable que la ponga a la altura de sus vecinos y aliados europeos” (Aron,
1996:727).28
En su tesis doctoral Introducción a la filosofía de la historia (escrita a
principios de los años ‘30 cuando era asistente en la Universidad de Colonia
en Alemania) encontramos las claves para entender a Aron. Según relataría
décadas después, Aron había elegido ser un “observador comprometido”,
es decir, ser actor y observador a la vez, y escribió el libro “para mostrar
los límites dentro de los cuales se puede ser observador y actor a la vez.
Eran los límites de la ‘objetividad histórica’”. Este subtítulo no significaba
que despreciase la objetividad sino, por el contrario que cuanto más objetivo
se desea ser “mayor necesidad se tiene de saber desde qué punto de vista,
desde qué posición uno se expresa y observa el mundo” (Aron, 1983b:275).
Su texto de 1937 trasciende el grado meramente académico y se convierte
en una tesis en sentido filosófico, es decir, el hilo conductor que nos permite
entender su obra posterior, su prólogo y su epílogo, porque ofrece los elementos
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para una posterior rendición de cuentas. Esto es, nos permite ver de qué manera
el pensador cumplió con el proyecto de ser un “observador comprometido”.
Por un lado, ese compromiso le exigía ser “responsable a cada instante, siempre
inclinado a preguntarme ¿qué podría hacer en lugar de quien gobierna?” (Aron,
1983:56), y lo emancipaba así de posturas como la de Alain, el filosofo en
boga que predicaba l´homme contra les pouvoirs e inclinaba al ciudadano a
arrogarse inmediatamente la irresponsabilidad.
Por otro lado, en repetidas ocasiones recurrió al ejemplo de la opción
entre la guerra y la paz, para ilustrar de qué modo el análisis del intelectual
no difiere de los dilemas a los que se enfrenta el hombre de Estado, donde
se revelan las aporías del ser humano como sujeto histórico, “ser que conoce
lo posible y tiende a lo imposible, que sufre la historia y la quiere elegir”
(Aron, 1986:411). Siguiendo a Max Weber, si bien diferenciaba las esferas
respectivas del científico y del político, al analizar las relaciones entre causa
y efecto Aron buscaba responder también a las necesidades del hombre de
Estado, sin por ello otorgar status científico a las decisiones de éste.29
Quien decide, gobernante o ciudadano, no sólo plasma el curso de los
acontecimientos en una dirección u otra; toda decisión o elección se confunde
con una decisión sobre uno mismo, porque ella tiene por origen y por
objeto su propia existencia. Con más razón para el observador comprometido,
actor y observador a la vez (Aron, 1986:416).
La decisión difiere en su significado según las circunstancias: en las
épocas de tranquilidad en las cuales el régimen político no se pone en cuestión,
La vida privada se desarrollaba al margen de los asuntos públicos, y donde
la profesión no tenía nada que temer (o casi nada) del poder, la política
aparecía como una especialidad, libra a algunos profesionales, ocupación
como las otras, más apasionante que seria (Aron, 1986:416).
En los períodos críticos, las decisiones políticas revelan en cambio su
naturaleza de decisiones históricas (Ibid.:408). Aron, que abominaba de la
monserga del compromiso permanente, distintivo usual de las almas bellas
de la profesión intelectual, asumió en cambio sus engagements en todos
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los episodios de crisis histórica. Sus decisiones fueron tanto políticas como
personales. Lo fue su decisión de abandonar Francia e ir a Londres con De
Gaulle, luego de la invasión alemana y de la instalación del régimen de
Vichy; lo fue su opción por la Alianza atlántica en contra del neutralismo,
su opción por el RPF de De Gaulle ante la amenaza comunista, y su opción
por la independencia de Argelia en 1957. Su obra intelectual ilumina esas
decisiones y es también en parte fruto de ellas.30
A modo de conclusión, remitámonos nuevamente al pensador griego
Tucídides –historiador y teórico– de quien Aron admiraba el arte de pasar
del acontecimiento al concepto sin solución de continuidad (Aron, 1964).
Nosotros descubrimos y admiramos en el pensador francés una capacidad
similar: periodista y teórico, poseía del primero la maestría para capturar
el instante, y del segundo el rigor para destilarlo en un concepto. Su capacidad
de síntesis quedó acuñada en las famosas fórmulas sobre la guerra fría como
un escenario de “paz improbable, guerra imposible” (Aron, 1948); en la
definición sobre la naturaleza del equilibrio bipolar, mezcla de conflicto y
cooperación entre las dos superpotencias nucleares, “hermanos enemigos
obligados a una dialéctica de la disuasión, la persuasión y la subversión”
(Aron, 1963:210); en su diagnóstico sobre la malaise política francesa, con
regímenes que combinaban los vicios del parlamentarismo de notables con
los vicios del parlamentarismo de partidos, en una mezcla de cambio e inmo-
vilismo, de crisis menores que se resolvían con un cambio de gobierno y
de crisis mayores que obligaban a mudar de régimen: Francia era “inmutable
y cambiante” (Aron, 1959).31
Si en su Guerra del Peloponeso Tucídides logró plasmar el anhelo de
que su obra se convirtiese en edificio para todos los siglos, Aron nos legó
una “posesión” más modesta pero de todas maneras importante, ya que no
entenderemos del todo el siglo XX sin leer sus escritos. Más allá de las cir-
cunstancias históricas, aquellos para quienes, como el que escribe, Aron
fue su primera gran revelación intelectual, podrán preguntarse cómo hubiese
reflexionado, qué respuesta hubiese dado Aron frente a tal o cual problema.
El pensador francés será siempre para algunos una suerte de imperativo cate-
górico, moral e intelectual.
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notas
1 Si bien Aron titula este acápite “La corrupción que se debe a las consecuencias delpropio sistema de competición”, su argumento se centra en las consecuencias nocivas aque puede dar origen el espíritu de compromiso. Como se verá más adelante, en el capítulo5 del libro el autor desarrolla desde otra óptica cuál es la acción propia del sistema decompetición (Aron, 1999:61-62).
2 Este texto es una impresión del curso que Aron dio en la Escuela Nacional de Administraciónen el año 1952 y que fue corregido por su autor (Aron, 1999:123).
3 Atentos a la experiencia nacional e internacional, y tal como lo recoge la literatura espe-cializada, agreguemos un sistema judicial y bancos centrales independientes.
4 Al enumerar las causas de la revolución de 1848, y repasando los vicios de la clasedominante, Tocqueville señala que el rey Luis Felipe contribuyó a aumentarlos, ya que“fue el accidente que convirtió la enfermedad en incurable” (Tocqueville, 1964:31).
5 El 6 de febrero de 1956 el entonces presidente del Consejo de Ministros, el socialistaGuy Mollet, recibido a tomatazos por manifestantes de los colonos franceses, se vio obligadoa cambiar la designación del Residente –el representante del gobierno francés en Arge-lia–, el general Catroux, que tenía fama de liberal, por R. Lacoste, más cercano en susopiniones a la posición de los ultra-argelinos. Este episodio es considerado el precedentedirecto de los episodios que en 1958 pusieron fin a la IV República.
6 Hay una tercera causa, la disociación entre el poder político y el poder social, que seráanalizada más adelante.
7 Nuestras citas son de la reedición de 1998, una elaboración del curso de 1957-58.8 Los otros tres planos que a su juicio afectaban el funcionamiento o no de un régimen,
eran el de la cultura política, el del diseño constitucional y el de la intensidad del conflictode clases. Ninguna de estas razones son incompatible entre sí, y pueden presentarsejuntas.
9 “El coraje militar era de ‘aguantar’, el coraje político era el de poner fin a una guerra vana”(Aron, 1958:115).
10 Alianza inusual o sorprendente porque hasta ese momento el ejército había tenido comoobjetivo principal y siguiendo los principios de la guerra contrarrevolucionaria que loenfrentaba a los atentados del nacionalismo argelino, ganarse el apoyo de la poblaciónmusulmana.
11 Esto no implicaba que Aron compartiese ni la interpretación ni la condena política ymoral absoluta que hacía el general De Gaulle al régimen de Vichy y de Petáin.
12 Aron sostenía que la objeción marxista no había perdido frescura, frente a cierta complacenciade los privilegiados, inclinados a desentenderse de la miseria de la mayoría siempre quesus libertades formales fueran respetadas. Pero fiel a su idea de que la libertad tiene uncontenido dado por las circunstancias, inmediatamente agrega que “el día que, con laexcusa de la libertad real, la autoridad del Estado se extienda al conjunto de la sociedady tienda a no reconocer esfera privada alguna, son precisamente las libertades formaleslas que reivindican los intelectuales y las masas” (1991:55).
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13 Es posible que Aron tuviese en mente la Prusia absolutista del siglo XIX y/o la monarquíaburguesa de Luis Felipe entre 1830 1848. Este último era un régimen liberal con Estadode derecho, parlamento, y una opinión pública relativamente independiente, pero dondeel cuerpo electoral estaba restringido a los 300.000 contribuyentes con derecho a voto.
14 Si bien sus consecuencias últimas lo alejan de este autor (Olson, 1982).15 El actual contraste entre Chile y Uruguay con Venezuela representa un nuevo acertijo
para las tensiones entre libertad e igualdad. Chávez, abanderado de la igualdad, logróreducir la pobreza a la mitad, pero Chile y Uruguay, así como Brasil, parecen habertenido logros más sólidos en materia de reducción de la pobreza respetando las libertadespúblicas, de los que tuvo Chávez restringiéndolas. Frente a este panorama podemoshacer nuestra la conclusión de Aron en los ‘60: "Las sociedades occidentales de hoy endía tienen un triple ideal: la ciudadanía burguesa, la eficiencia técnica y el derecho decada uno de elegir el camino de su felicidad. No tengamos la ingenuidad de creer que esfácil realizar las tres simultáneamente" (1991a:70). Con más optimismo que el suyo, opinoque Uruguay y Chile demuestran que, si bien no es fácil, al menos es posible.
16 Albert Thibaudet (1922) señala el paralelismo entre la guerra del Peloponeso y la PrimeraGuerra Mundial.
17 Este es el título en el original francés Les guerres en chaine y de su traducción norteamericanaA Century of Total War. Tanto el traductor de la edición argentina como el de la americana,extrapolan la idea de la guerra total a la guerra fría. Pero Aron se inclina ya en este texto,pero sobre todo en su obra sobre Clausewitz, a definirla como un substituto de la guerratotal. Los hermanos enemigos piensan la guerra y se libran a una diplomacia que hace aveces uso de la violencia, pero que lejos está de ser una guerra total.
18 Fue excesivo porque Austria exigía que en la investigación del atentado participasen fun-cionarios austríacos.
19 Aron dice que en 1914 nadie consideraba que la guerra fuese un crimen. Desencadenarla guerra no era un acto criminal porque los europeos desde siempre se habían hecho laguerra. Fue por su carácter hiperbólico, por las consecuencias no deseadas de la guerraque esta adquirió un carácter monstruoso (1996:278). Podemos agregar que todavía tampocoAron en 1937 pensaba que los responsables eran también culpables.
20 En 1888 Bismarck se había referido en forma premonitoria a la posibilidad de que en losBalcanes un país diese el pretexto para encender un conflicto mundial, señalando preci-samente la desproporción como fruto de una decisión errónea, entre lo poco que estabaen juego, es decir un conflicto menor, y su resultado, una catástrofe de proporciones his-tóricas. A propósito de Bulgaria, sostuvo que “ese pequeño país entre el Danubio y losBalcanes, no es ningún objeto los suficientemente relevante, como para involucrar a Europaen una guerra de Moscú a los Pirineos, del mar Báltico hasta Palermo, cuyo resultado nadiepuede prever y al final de la cual uno no sabría los motivos que desencadenaron el conflicto”(Golo Mann, 1971). Como dice Golo Mann, que en 1914 se tratase de Serbia y no deBulgaria, no implica desde el punto de vista filosófico ninguna diferencia. En rigor,como sostiene A.J.P. Taylor, a pesar de sus intentos de mantener a Alemania alejada delintríngulis balcánico, una vez asumido su compromiso de que sus alianzas con Austria
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Hungría tenían como único objetivo preservar y garantizar la monarquía de los Habsburgo,siempre existía el riesgo de que Alemania se viese envuelta en las querellas austríacas enlos Balcanes. Más allá de sus reiteradas afirmaciones de que no estaba dispuesto a sacrificarlos huesos de un sólo granadero pomeranio en los Balcanes o en el Mediterráneo, Bismarckcreó las condiciones para que sus sucesores, atados a esa alianza, crearan las condicionesque llevaron al conflicto de 1914 (Taylor, 1992:259).
21 En alemán significa en sentido literal derribar, echar por tierra.22 Las condiciones para este escenario son que la guerra sea: 1) Un acto aislado. Es como si se
originase de repente, y no tuviese ninguna relación con la vida anterior del Estado. 2) Frutode una única decisión o fuera el fruto de una serie de decisiones simultáneas. 3) Una decisiónlimitada a sí misma, sin consecuencias para el resultado político que genera, como si esteúltimo a través de un cálculo anticipado no repercutiera ya sobre la guerra (Aron, 2005).
23 “La sospecha mantiene la rivalidad de los armamentos: el interés común frena la ascensióna los extremos y conduce a la observación armada” (Aron, 1976, Tomo II:238).
24 “Es en los terceros países alineados o no alineados que la rivalidad ruso-americanaasume una intensidad, por instantes, una violencia que la acerca a la guerra” (Ibid.:249).
25 Son los términos con los cuales Aron define a Tucídides y que nosotros aplicamos aAron. La afinidad entre ambos aparece con claridad en Aron (1964).
26 Según Samuel Amaral (s/f), Germani reconoce que el concepto de “masas disponibles”fue acuñado por Aron para entender el origen del nazismo, mientras que Germani loaplicó a los origenes del peronismo. La expresión figura en Aron (1936:299-320) y Aron(1973: 283).
27 Este pasaje que Aron escribió a propósito del historiador griego, sintetiza su propio pen-samiento: “La política es dialéctica cuando se desarrolla entre hombres que se reconocenrecíprocamente [aclaramos, los miembros de una misma ciudad]. Ella es guerra cuandoopone a los hombres que, no obstante reconocer recíprocamente su libertad, se consideranextranjeros unos a los otros, miembros de ciudades, cada una celosa de su independenciatotal. Simultáneamente nos damos cuenta porque la guerra es la culminación de la política,al mismo tiempo que su negación” (Aron, 1964:116-117).
28 Aron acertadamente señalaba que el gobierno de Asamblea de la IV República no estabadominado ni por partidos disciplinados ni por personalidades independientes de los partidos,sino que acumulaba las características y las faltas de ambos tipos de parlamentarismos,tanto el dominado por los partidos como el dominado por las personalidades (Aron,1996:727).
29 “Una teoría de la acción es una teoría del riesgo al mismo tiempo que una teoría de lacausalidad (…) Una ciencia que analice las relaciones de causa y efecto, como MaxWeber deseaba para la teoría, es así también la misma que responde a las necesidades delhombre de acción. La teoría de la causalidad histórica basada sobre el cálculo retrospectivode posibilidades (que habría pasado si…) no es otra cosa que la reconstitución aproximadade las deliberaciones que tuvieron o pudieron tener los actores” (Aron, 1975:11).
30 Exiliado en Inglaterra luego de la ocupación alemana, y enrolado en la resistencia gaullista,su compromiso político no turbaba su equilibrio. Ocupada Francia por los nazis y divididos
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los franceses entre los seguidores de Petáin y los seguidores de De Gaulle, Aron se mani-festaba como un propulsor aislado de lo que el denominaba una política del entendimiento,donde “la estrategia está hecha de una táctica que se renueva indefinidamente (…) Lapolítica del entendimiento –Max Weber, Alain– busca salvaguardar ciertos bienes, la paz,la libertad, o alcanzar un objetivo único, la grandeza nacional, en situaciones nuevas quese suceden sin organizarse” (Introducción, p. 413). En esta caso para Aron el bien máspreciado era la unidad de los franceses, es decir, evitar la guerra civil. La firma del armisticiohabía dividido a Francia entre la zona ocupada por los Alemanes y la llamada zona libredel régimen de Petáin. El armisticio que puso fin a las hostilidades pero no al estado deguerra entre los beligerantes, le había permitido a Vichy conservar el imperio, la flota ylo que quedaba del ejército. Cuando la relación de fuerzas se modificase en contra deAlemania, existía la posibilidad de que Petáin y los atteintistes cambiaran de bando y seuniesen a los aliados. Aron diferenciaba claramente a estos últimos de los colaboracionistas,es decir la derecha radical partidaria de una alianza ideológica con la Alemania nazi. Adiferencia de De Gaulle y sus seguidores ortodoxos para quienes la política de Vichy visa vis de los alemanes significaba colaborar con el enemigo, para Aron la acusación másgrave que se le podía hacer a Vichy era que en noviembre de 1942 luego del desembarcode una fuerza anglo-americana Pétain no se hubiese trasladado al norte de África poniendofin a la colaboración, reanudando la guerra contra Alemania, y restaurando la unidad delos franceses divididos entre petainistas y gaullistas (Aron, 1983b:78-81).
31 Aron consideraba Paz y guerra entre las naciones como un libro del que años después veíalos defectos, por los aspectos periodísticos que debería haber evitado, y consideraba quesus mejores libros eran los que no tenían nada de periodístico: L’introduction a la philosophiede l´histoire, Historie et dialectique de la violence y Clausewitz (Aron, 1983b:269 y 274).Nosotros compartimos, por el contrario, el juicio de Pierre Hassner, para quienes libroscomo Le Grand Schisme y Les guerres en chaine, híbridos de teoría y periodismo, permitencomprender mejor la empresa intelectual de Aron y la significación histórica de nuestraépoca (Hassner,226).
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Revista de Instituciones, Ideas y Mercados Nº 55 | Octubre 2011 | pp. 133-149 | ISSN 1852-5970
VALORES LIBERALES Y UN NUEVO POPULISMOLATINOAMERICANO*
Carlos Rodríguez Braun**
Igual que la pornografía, el populismo es difícil de definir, pero lo recono-
cemos cuando lo vemos. Y lo que hemos visto en América Latina son
populismos inestables que sufren una deslegitimación cada vez más clara.
Sospecho que el populismo latinoamericano va a registrar una nueva trans-
formación en busca de una mayor estabilidad, y no la buscará en las variantes
más antiliberales del chavismo, y menos aún en el polvoriento castrismo.
Podría alcanzarla con una aproximación al liberalismo, lo que sería un fenó-
meno inédito, pero temo que es más probable que la política latinoamericana
no abrace la causa de la libertad sino la del Estado del Bienestar.
El populismo ha demostrado que genera expectativas que no puede cum-
plir, y su fracaso además es visible en períodos más breves (Cammack,
2000:152), lo que resulta letal: en efecto, si algo parecido a una teoría del
populismo pudiera elaborarse, subrayaría precisamente esta relación con el
tiempo, al debatirse entre la demagogia de sus líderes y lo que Guy Hermet
llama “la impaciencia irreflexiva de sus clientes” (Hermet, 2003:11). Esta
peligrosa preferencia temporal, peligrosa para el poder y destructiva para
la economía, también tiene lugar cuando el intervencionismo adopta un
carácter institucional, tal como sucede en los países desarrollados, pero
con una diferencia: el populismo está asociado a personas, incluso adopta
su nombre, con lo cual enlaza su destino a los avatares de esas personas,
habitualmente más convulsos que los que registran los sistemas políticos
* Ponencia pronunciada en la reunión regional de la Sociedad Mont Pelerin, “The PopulistChallenge to Latin American Liberty", organizada por la Fundación Libertad (Rosario),del 17 al 20 de abril de 2011 en Buenos Aires. Reproducida aquí con permiso.
** Doctor en Ciencias Económicas (Universidad Complutense de Madrid). Catedrático deHistoria del Pensamiento Económico en la misma universidad. Email: [email protected]
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que permanecen a grandes rasgos inalterados aunque cambien los dirigentes
de las Administraciones Públicas.
El carácter autodestructivo del populismo es tan innegable que los
intentos políticos de intervenir en los mercados a la antigua usanza de
los gobiernos populistas (nacionalizaciones, controles de precios) son des-
acreditados ante la opinión pública. Existe un aprendizaje que da como
resultado que los latinoamericanos valoren un país como Chile más que
uno como Venezuela, y respeten más a los mandatarios de Santiago, Bogotá,
Brasilia o México que a los de Caracas, La Paz, Managua o Quito (Dorn-
busch y Edwards, 1991:12; Isern Munné, 2004; Walker, 2006:44). Y han
demostrado que aprecian a España, emigrando en grandes números: el que
la presión fiscal en términos de gasto público total derivada del Estado
del Bienestar se sitúe en torno al 50 % del PIB, y no haya bajado del 40
% en los años del “neoliberal” Aznar, no es objeto de recelo o crítica. Si
este aprecio va a cambiar en el futuro, ello se deberá no sólo a los mayores
impuestos sino a la combinación entre ellos y las dudas sobre la sosteni-
bilidad del sistema.
El ficticio neoliberalismo, entendido como un programa que recorta apre-
ciablemente el peso del Estado y abre las puertas a empresas privadas en
una economía de mercado, también afectó a América Latina, donde varios
gobiernos en los años 1990 fueron caracterizados por haberse plegado a
una suerte de populismo liberal. Exploraremos en primer lugar ese populismo
liberal, que fue más populista que liberal, y no pudo eludir las contradicciones
del populismo clásico. Seguidamente compararemos las políticas interven-
cionistas del populismo y las de las naciones democráticas desarrolladas,
que no son tan distintas como la opinión pública y la discusión académica
suele considerar. Ambos equívocos nos permitirán concluir con una pers-
pectiva de la transformación del populismo en América Latina en busca de
una mayor estabilidad económica y política, y de las posibilidades que
tiene el liberalismo de contrarrestar el nuevo mensaje populista democrático
y antiliberal.
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Populismo y liberalismo
Las diversas acepciones del populismo fueron estatistas (Almonte y Crespo
Alcázar, 2009:26; Aguinis, 2005:18); el populismo es desde larga data inter-
vencionista, nacionalista, proteccionista, autárquico, xenófobo, paranoico-
conspirativo, contrario a la globalización, y hostil a los países ricos como
Gran Bretaña en el siglo XIX, Estados Unidos en el XX, y en los últimos
tiempos exhibe antiespañolismo.
Sin embargo, en los años 1990 diversos gobernantes latinoamericanos,
en particular Carlos Menem en la Argentina, adoptaron políticas que se opo-
nían a la tradición populista, como la privatización de empresas públicas y
la apertura comercial tanto interior como exterior. Estos gobernantes fueron
asociados al liberalismo, y algunos liberales equivocadamente los respaldaron
(Gallo, 1992; Rodríguez Braun, 1997).
El llamado neoliberalismo fue un sistema oportunista que nunca respetó
el fundamento liberal: la limitación del poder (Novaro, 1996:100). Aportaré
una anécdota personal. Un grupo de analistas conversamos con Menem en
Barcelona en marzo de 1994. Le formulé dos preguntas. En primer lugar:
¿por qué adoptó unas políticas económicas liberalizadoras sin haber dado
antes ningún indicio de que su gestión podría marchar en esa dirección?
Me respondió con una sonrisa: porque si anuncio que lo voy a hacer, no
me vota nadie. Esto, al revés de lo que parece, tiene poca gracia, porque
hace depender la libertad del capricho del poderoso. Hablando de libertad
y poder, la segunda pregunta fue, precisamente: ¿qué piensa usted de los
límites del poder político como garantía de la libertad ciudadana? Revela-
doramente, no contestó porque, según me dijo, no entendía la pregunta.
En efecto, las políticas privatizadoras y aperturistas no bastan para definir
un gobierno como liberal, porque pueden ser neutralizadas por otras de sentido
contrario, y porque el liberalismo no descansa sólo sobre la economía sino
sobre instituciones, una cultura política y un fondo moral común
(Gallo,1992:124-5). Las medidas liberalizadoras, entonces, pueden coincidir
con expansiones de la coacción pública en términos de impuestos, gastos y
deuda, como sucedió con Menem y también con Felipe González en España,
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otro mandatario acusado de neoliberal y bajo cuya gestión el peso de las
Administraciones Públicas alcanzó el récord del 50% del PIB.1 Hoy mismo
en España se acusa de neoliberal a un José Zapatero que ha extendido la coac-
ción fiscal y ha recortado libertades en varios ámbitos. Además, el pseudo-
liberalismo neoliberal reprodujo algo del populismo tradicional: el cambio
de las constituciones para que los líderes providenciales puedan continuar
ocupando la jefatura del Estado. Esto ya lo hizo Juan D. Perón en 1949, y
los populistas latinoamericanos compartieron con posterioridad la norma casi
sin excepción. Lo han hecho Hugo Chávez y Evo Morales, pero también
Menem, Fujimori, e incluso Uribe, nunca incluido en este grupo, y por buenas
razones. Carlos Malamud (2010, capítulo III) - que condensa con acierto la
concepción populista del poder así: “el poder es para siempre, ni se comparte
ni se reparte”- recuerda el ejemplo de Daniel Ortega en Nicaragua, ilustrativo
por lo despótico y ridículo, que manipuló la Corte Suprema de Justicia para
que declarara que el artículo de la Constitución que prohibía la reelección
sucesiva atentaba contra los derechos humanos de los candidatos.
El populismo tiende a ser contrario a los valores liberales, y en su
forma clásica floreció bajo el intervencionismo que se extendió desde los
años 1930, personificado en el pensamiento económico por Keynes pero
que estaba en el ambiente en todo el mundo, como lo prueba el auge del
fascismo y otras variantes del socialismo (Rabello de Castro y Ronci,
1991:158; Sturzenegger, 1991:83-6). Ahora bien, el populismo no responde
a un modelo único, y su intervencionismo puede albergar componentes de
liberalización más o menos intensos por razones de oportunismo que el
populismo puede explotar precisamente en ausencia de la cultura y las tra-
diciones liberales compartidas a las que hemos aludido (Bazdresch y Levy,
1991:228). Su discurso tiene puntos en común con el fascismo y también
con el socialismo, aunque ningún populismo fue socialista en el sentido de
propugnar la completa socialización de los medios de producción. Al contrario,
lo habitual es que se presente como un sistema que integra al empresariado,
aunque con adjetivos que califiquen positivamente como “nacional”, y le
hace desempeñar importantes papeles políticos, empezando por el corpo-
rativismo de los pactos o diálogos “sociales” tripartitos, con el Gobierno y
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los sindicatos. Dada la política del llamado desarrollo hacia adentro, el
empresariado bienvenido por el populismo ha sido por regla general pro-
teccionista, ineficiente y oneroso. Pero las empresas no han sido hostigadas
de modo global por la política populista.
El intervencionismo populista ha tenido una doble dimensión, tanto micro
como macroeconómica, desde el control, en ocasiones disparatadamente
minucioso, de precios y salarios, o la nacionalización de empresas sumi-
nistradoras de servicios públicos, hasta la manipulación del crédito, el
establecimiento de un amplio abanico de aranceles, llegando incluso hasta
la autarquía comercial, la sobrevaluación del tipo de cambio, y políticas
monetarias y fiscales que impulsaban la inflación y el déficit público (Cardoso
y Helwege, 1991:46-7). A pesar de las apariencias, empero, el Estado populista
no ha sido muy grande en comparación con otros, como tampoco lo ha
sido su presión fiscal, caracterizada por su selectividad redistributiva, dado
que tendía a financiarse castigando especialmente a algunos grupos, discri-
minados política y también económicamente, como los agricultores o los
importadores. Esto lo ha tornado dependiente de las exportaciones, preci-
samente una variable que las políticas populistas han tendido a perjudicar.
Con ciclos abruptos de crecimiento y crisis, las políticas populistas
conducen a callejones sin salida, donde las medidas destinadas a satisfacer
realmente los intereses de los empresarios no competitivos y supuestamente
los de los trabajadores tropiezan con al menos tres cuellos de botella: la
balanza de pagos, la Hacienda pública y la estabilidad de precios. Si la sol-
vencia del razonamiento populista es endeble, su credibilidad resulta dañada
por la comprobación de que sus políticas son insostenibles, y sus beneficios
a corto plazo resultan menores que los costes impuestos por la corrección
de los desequilibrios que generan (Bazdreschy Levy, 1991:254-5).
A medida que la reiteración de estos fracasos erosiona su capital político,
es comprensible que se abra camino la hipótesis del fin del populismo.
Después de todo, es razonable pronosticar que el instinto de supervivencia
de los gobernantes les hará apartarse de estrategias desprestigiadas. Cabe,
sin embargo, anotar otra hipótesis, inquietante para los valores liberales: el
populismo puede no extinguirse sino transformarse en una agenda política
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sostenible, que modifique su intervencionismo no sólo sin atenuarlo sino
profundizándolo, y que al mismo tiempo atenúe los problemas de inestabilidad
y agotamiento que ha padecido hasta hoy.
Populismo y democracia
Las relaciones entre populismo y democracia suelen ser calificadas de
antitéticas (Torre, 2001:178; Aguinis, 2005:17; Krauze, 2005; Rabello de
Castro y Ronci, 1991:157). El populismo tiene contradicciones con la demo-
cracia al subrayar el papel de líderes carismáticos que no necesitan inter-
mediarios institucionales entre ellos y los ciudadanos, porque se supone que
emanan del pueblo, al que protegen frente a perversas oligarquías nacionales
y extranjeras. Así,
El populismo toma literalmente lo de ‘gobierno del pueblo por el pueblo’ y
rechaza todos los frenos y contrapesos ante la voluntad popular. Otros ele-
mentos constitutivos de la democracia - el imperio de la ley, la división de
poderes o el respeto a los derechos de las minorías- son impugnados porque
constriñen la soberanía del pueblo (Jagers y Walgrave, 2007:337-338).
Esto, sin embargo, no debería conducir a la conclusión de que todo el
contenido del populismo es incompatible con la democracia tal como la
conocemos en los países desarrollados, o que ésta no guarda relación alguna
con el populismo. Una cosa es que el populismo se vea arrinconado en un
sistema político estable con una sociedad civil más o menos articulada (Rabe-
llo de Castro y Ronci, 1991:151; Bazdresch y Levy, 1991:256), y otra cosa
es que en ese contexto resulte ausente del todo.
Recordemos la indefinición del populismo: “carece de color político…y
puede ser de derechas o izquierdas. Es un estilo político habitual, adoptado
por toda suerte de dirigentes en todos los tiempos. Es simplemente una estra-
tegia para recoger apoyos” (Jagers y Walgrave, 2007:323). El populismo
puede cambiar, como se vio con Alan García en el Perú, o con Menem, un
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peronista que apoyó la globalización y la apertura económica, contra el
antiguo nacionalismo de su partido, aunque, como hemos dicho, expandió
el papel del Estado, y además debilitó la división de poderes y extendió la
corrupción gracias a una Justicia adicta, y emprendió peligrosas alquimias
monetarias, todo ello característicamente antiliberal, a lo que cabe añadir
el mantenimiento de las redes clientelares, como la estructura sindical. La
falta de homogeneidad y el oportunismo, señales del populismo, son abru-
madores en este caso, y de ahí que se haya hablado de neopopulismo para
referirse a Alberto Fujimori en Perú, o a un Menem que privatizó las empresas
públicas que había nacionalizado su propio partido en tiempos de Perón a
partir de 1946. Carlos Torre sugiere que el populismo no es un fenómeno
transitorio, y tampoco está ligado a una fase económica, la de sustitución
de importaciones (y el proteccionismo que conlleva), ni resulta en exclusiva
de una crisis, sino que cabe asociarlo con el intervencionismo redistributivo
(Torre, 2001:172,185,189); y eso marca precisamente las políticas de las
democracias más estables. El populismo, como hemos indicado, tiene un
componente personal, pero allí radica una de sus deficiencias a la hora de
tropezar consigo mismo merced a la inestabilidad económica y política, y
al descontento ciudadano. Los resultados de la política populista son más
atribuibles a una persona que en una democracia estable. Si los líderes popu-
listas lo aprovechan cuando las cosas van bien, lo sufren más cuando van
mal. En cambio, en los países desarrollados los gobiernos cambian pero nin-
guno se ha opuesto seriamente el Estado del Bienestar.
La exhibición que realizan de su cercanía con el pueblo no es una pecu-
liaridad de los populistas latinoamericanos (Jagers y Walgrave, 2007:322).
Las facetas populistas de la política española, por ejemplo, han sido señaladas
por Recarte (2010, 279-283). Las muestras están en todas las formaciones
políticas, incluida la derecha, que en España y Europa se autodenomina
Popular. En España, los socialistas insisten en su proximidad con “los humil-
des”, y Zapatero definió el PSOE como “el partido que más se parece a
España”. Cambiando el énfasis del partido por el de la persona, típica del
populismo, el mensaje se equipara al del eslogan de Fujimori: “un presidente
como tú” (Torre, 2001:182).
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Apuntemos una vez más que el populismo postula el acuerdo con empre-
sarios: los conflictos absolutos con ellos en América Latina, al estilo de Allende,
son raros (Bazdresch y Levy, 1991:224). Perón habló de la “tercera posición”
mucho antes que Anthony Giddens, y en líneas parecidas se expresaron Mac-
millan y muchos políticos en los años 1930, incluidos los fascistas (Vargas
Llosa, 2005:12). Es cierto que en las últimas décadas la reiteración de esos
acuerdos con los empresarios han tendido a ser, sobre todo en los países des-
arrollados, diferentes de los abiertamente proteccionistas del populismo, pero
el argumento político general de la necesidad de los llamados pactos sociales
es similar, y seguramente más efectivo a la hora de legitimar el poder en re-
gímenes no populistas. En todo caso, el populismo está preparado para este
tipo de estrategias de concertación democrática, que ha llevado a la práctica
en contextos dispares; por volver al caso argentino, el peronismo anudó alianzas
interclasistas con burguesías industriales proteccionistas, pero supo modificar
las coaliciones con la política más aperturista de Menem, y volverlas a modificar
después con Duhalde y los Kirchner (Torre, 2001:174,177).
La izquierda puede apoyar al populismo, como con Chávez y Morales,
y antes con Cámpora y Perón, pero en los últimos años –aunque sin romper
lazos con el chavismo y sus ramales latinoamericanos– ha manifestado una
creciente predilección por los modelos redistributivos más estables como
los de Chile o Brasil. Un ejemplo es Paramio, quien no condena el populismo
“en la medida en que introduce medidas sociales y económicas favorables
a las mayorías”, pero la alternativa de la izquierda ante el populismo debe
resolver su contradicción fundamental: “puede derivar fácilmente en políticas
económicas poco o nada responsables, ya que su prioridad es la redistribución
clientelar en lugar de la inversión y la transformación de la sociedad” (2006:72).
Reconoce la dificultad debida a que el populismo tiene en América Latina
un tirón electoral generalmente mayor que la izquierda, y por eso no es casual
que la izquierda tenga peso ahora donde ya lo tenía antes (Chile, Brasil,
Uruguay), y acierta al señalar la clave redistributiva en un marco de estabilidad
política y crecimiento económico. Esta clave, asimismo, no excluye a la dere-
cha, como se ve en las democracias avanzadas y en América Latina con
Piñera. Lo que sí excluye es la promoción de los valores liberales.
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Con la redistribución institucionalizada como eje, el populismo puede
transformarse y superar sus deficiencias en un marco democrático, donde
la demagogia quede atrás o más probablemente resulte integrada como
parte tolerada, cuando no aplaudida, de un sistema político, como se ha
dicho de Colombia, un país donde hay clientelismo sin populismo (Urrutia,
1991:374; Rabello de Castro y Ronci, 1991:151). México también ha
sido considerado como protegido contra el populismo por su entramado
institucional (Aguilar Rivera, 2006:41). Guy Hermet dice que ningún polí-
tico respetable se declarará populista “cuando todos recurren a una dosis
de populismo para ser elegidos” (2003:6,14). Los demás ingredientes del
populismo también podrán sobrevivir, incluidos la personalización del
gobierno, la demonización de la oposición, la hipertrofia del Poder Eje-
cutivo, el debilitamiento de los frenos y contrapesos, y la urgencia de
presentar resultados plausibles y visibles. Parafraseando a Constant podrí-
amos pensar en el populismo de los antiguos y los modernos, o también
en la izquierda carnívora y vegetariana, siendo aparentemente preferibles
las segundas alternativas (Mendoza, 2008).
Pero hay que subrayar que no estamos hablando del paso del interven-
cionismo a la libertad sino de un intervencionismo a otro más estable. En
el plano político la reivindicación de los premios y castigos cambiaría: ya
no se trataría de trabajadores excluidos contra minorías oligárquicas, o de
empresas nacionales/pequeñas contra extranjeras/grandes. En una democracia
desarrollada hay grandes grupos identificables excluidos masivamente, pero
son los incapaces de organizarse y resistir la opresión, como los contribu-
yentes, los consumidores, los fumadores, etc. Esto explica en sentido inverso
por qué los socialistas en Europa exhortan al gasto público en la ayuda
exterior, porque la opinión pública puede distinguir a millones de pobres
en otras latitudes, y aceptar la tributación supuestamente en su nombre. La
política encuentra nuevos sujetos de su acción (homosexuales, mujeres,
medio ambiente) y puede imponer su intervencionismo con una retórica de
estilo populista, la “ampliación de derechos”, mientras que disuelve el
coste de su acción entre una clase media contribuyente cada vez más amplia
y menos resistente.
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En el plano económico estaríamos ante gobiernos ahora sí preocupados
por el déficit público y la inflación, que emprenden políticas que no interfieren
con el mecanismo de precios y la asignación de recursos en el mercado,
frente al populismo clásico (Bazdresch y Levy, 1991:228). Podemos pasar
del viejo populismo contrario a la globalización a un populismo difuminado
en el Estado del Bienestar, con libertad de comercio pero una elevada fis-
calidad aparentemente demandada por unos ciudadanos que, como en Europa,
pueden acabar teniendo una redistribución que ya no se hace ocasional y
arbitrariamente a través de los salarios o de la manipulación política de los
precios relativos, incluido el tipo de cambio, sino a través del gasto público,
y cuyo desenlace, que desconcierta a políticos y medios de comunicación,
son sociedades con impuestos altos pero salarios relativamente bajos, como
sucede con millones de los llamados “mileuristas”.
No pienso que la transición sea sencilla. Al contrario, resultará difícil
porque los países latinoamericanos padecen carencias institucionales que
impiden el funcionamiento de un Estado normal, y más aún de un Estado
del Bienestar. Este último no es sólo gasto, redistribución e impuestos: es
un nuevo modelo de Estado que se basa en una tradición intervencionista
y una cultura política que cambia la visión liberal sobre conceptos esenciales
como derecho, justicia o ciudadanía. Es algo que no se trasplanta con facilidad
entre continentes. Ahora bien, cabe sugerir que el caso de América Latina
es propicio para la transición, por tres razones: la economía, la política y
los valores.
Los países desarrollados no son ricos porque tienen Estados grandes sino
que tienen Estados grandes porque son ricos. América Latina registra un
largo período de crecimiento que ha podido sortear comparativamente la crisis
económica. En la política también sobresale una circunstancia inédita: la gene-
ralización de la democracia, lo que distingue a la región frente a otros países
emergentes con gran dinamismo económico. Y quizá lo más importante es
que en la cultura política latinoamericana se extienden nuevos valores y con-
sensos que la aproximan a la del Primer Mundo. Los ciudadanos cuestionan
cada vez menos la economía de mercado y cada vez más las medidas que
remiten al viejo populismo, como el proteccionismo, los déficits públicos o
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la inflación. Cabe destacar la aceptación de la democracia y las demandas de
intervención pública, tanto en su dimensión redistributiva como en el aspecto
ancestral de la seguridad, tal como se ha visto en tiempos recientes en ciudades
de México y Brasil. Se considera problemático que en la región se paguen
pocos impuestos, queja que suele asociarse a pobreza y desigualdad, y nunca
a una presión fiscal elevada –cuando a veces se reconoce este hecho, de
inmediato se añade que la presión tributaria es alta para los infortunados que
pagan, y se fantasea con que podría ser menor si lo fuera también la evasión
y la economía sumergida. Es corriente asimismo la idea de que en América
Latina “no hay Estado”, supuesta realidad que jamás es celebrada.
El potencialmente nuevo escenario estable intervencionista y redistributivo
sería sostenible superadas las trabas que la arbitrariedad populista erige
contra el desarrollo económico. Esta idea reformista prevalece en ámbitos
latinoamericanos. Así como hace medio siglo respetables académicos o
miembros de la Alianza para el Progreso pedían la reforma agraria, ahora
otros igualmente ponderados y reformistas proponen programas redistri-
butivos (Cardoso y Helwege, 1991:47,59,65; Ocampo, 1991:363-4). La solu-
ción pasaría no por el liberalismo sino por una combinación de apertura de
mercados y gasto social, otra vez una tercera vía, “un mejor equilibrio
entre mercado y Estado” (Barnechea, 2005:19).
Un liberal tan reconocido como Arnold Harberger llegó a apuntar: “gobier-
nos de centroizquierda han aplicado políticas económicas bastante buenas
en los últimos años: González en España, Mitterrand en Francia” (1991:365).
Pero las gestiones de estos mandatarios fueron deficientes y fueron criticadas
en su momento por muchos liberales. Los gobiernos de González en España
dieron lugar a unas elevadas tasas de paro y a un gasto público desbocado.
Cuando Harberger los elogia parece que los valores liberales enfrentan
dificultades, porque las políticas que aplaude tuvieron apreciables capítulos
antiliberales. No fueron, en cambio, suspiremos aliviados, populistas.
Gerardo Bongiovanni dice que el populismo no es teóricamente definible
porque es un truco, un modus operandi que vale para todo apelando al pueblo
(2007:19-21). Pero por eso no es descartable que supere sus ineficiencias
intervencionistas a la hora de fomentar el crecimiento económico y adopte
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la forma de redistribución institucionalizada. En el nuevo populismo, por
tanto, los líderes personalistas y carismáticos serían reemplazados por el
Estado del Bienestar, más legitimado a la hora de estabilizar, profundizar
y prolongar la coacción. Los índices de libertad económica celebrarían la
mayor apertura comercial de América Latina, su menor intervencionismo
microeconómico, su mayor seguridad jurídica, su menor déficit, su inflación
moderada y la ausencia de oscilaciones bruscas en los tipos de cambio.
Sólo añadirían como nota al pie que, en ese escenario idílico similar al de
Europa, la clase media latinoamericana ha terminado pagando unos impuestos
también parecidos a los de Europa.
Conclusiones
Hemos visto que el populismo es esencialmente antiliberal. También hemos
explorado la conjetura de una transformación del populismo, que podría
integrarse en una democracia intervencionista estable, algo que desde el
punto de vista liberal representaría un paso atrás y una consolidación de la
coacción.
Pensemos, por ejemplo, en que el abandono de las nacionalizaciones
masivas o los controles de precios exhaustivos en el marco de una expansión
del Estado sería peor para los valores liberales, por la máscara que muchos
tardarían más en descifrar si la comparamos tanto con el viejo y torpe populismo
estatista como con el comunismo completamente expropiador, hoy aún más
desacreditado que el populismo clásico. La preocupación por el déficit público
puede ocultar un acusado incremento en gastos e impuestos. La economía de
mercado, pues, hostigada por el intervencionismo populista tradicional, puede
serlo aún más por los sistemas democráticos modernos con un Estado del
Bienestar consolidado. ¿Qué hacer ante un nuevo escenario que plantea a los
valores liberales una amenaza superior a la del viejo populismo?
Se pueden aprovechar las contradicciones del sistema. Si la mutación
populista desembocará en una democracia reconocible como tal, entonces
no podrá silenciar las voces opositoras con la crueldad ni la eficacia con
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que lo hizo en el pasado. Si hay posibilidad de crítica, las voces liberales
podrán denunciar las pérdidas de libertades con menos riesgos que bajo el
populismo clásico. Con ese mayor margen de acción podremos indicar en
los países que se mantengan aferrados al populismo más personalista y menos
institucional las incompatibilidades entre los mensajes y la política del popu-
lismo, su incapacidad a la hora de cumplir sus promesas, los pésimos resul-
tados prácticos de su intervencionismo, su corrupción, su abuso del poder,
su clientelismo, su sectarismo, su culto a la personalidad, y las muestras más
ridículas y grotescas en las que siempre cae el populismo, sin ignorar su
recurso a cierto grado de violencia bajo el amparo de los llamados “movi-
mientos sociales” a los que nunca se puede reprimir –si están a favor del
Gobierno o comparten su ideario total o parcialmente.
En la medida en que la política latinoamericana evolucione hacia la
democracia normalizada, los liberales podremos aprovechar para denunciar
otras contradicciones: las que padece el Estado del Bienestar en las economías
más avanzadas. La reciente crisis lo ha debilitado y sus partidarios alegan
que la culpa es de la libertad. En todas las crisis han hecho lo mismo, y han
pretendido superarlas con aún más impuestos. Sin embargo, como en cada
oportunidad, la presión fiscal es más elevada que en los anteriores períodos
de turbulencias, y la sostenibilidad del sistema se agrieta por la combinación
de costes crecientes y prestaciones limitadas.
Una consideración final: ¿puede el liberalismo ser popular sin ser popu-
lista? No se trata, como hemos visto, de que el populismo adopte algún rasgo
liberal –sobre todo en economía–, algo que puede hacer sin que quepa hablar
con propiedad de populismo liberal, igual que resulta equívoco hablar de
nacionalismo liberal o socialismo liberal, al tratarse de teorías, regímenes
o estilos políticos de variable oportunismo pero sistemático anti-individua-
lismo. Dada su tendencia a expandir la coacción política y legislativa, lo
mismo valdría para la democracia liberal. Mezclar el liberalismo con cual-
quiera de los tres conduce a combinaciones vaporosas en donde caben muchas
cosas salvo la libertad.
Bryan Caplan opina que el liberalismo popular es posible aunque poco
probable; dice que su última muestra fue la revuelta fiscal de finales de los
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setenta y comienzos de los ochenta, y no le sorprende la anemia ulterior,
porque “el hombre de la calle tiene poca simpatía por el liberalismo” (2006).
Es concebible que los valores liberales puedan ser defendidos como bene-
ficiosos para el pueblo, y hacerlo con el éxito con que lo han hecho los popu-
listas antiliberales, pero sin mentir. Lógicamente, para lograr este objetivo
no hace falta aliarse con el populismo o convertirse en populista, lo que
exigiría el sacrificio de los principios, aunque siempre cabe argumentar
tristemente que el único líder latinoamericano que no sacrificó sus principios
liberales, Mario Vargas Llosa, perdió las elecciones presidenciales en Perú
frente al populista Fujimori (Gallo,1992:127).
A la hora de las propuestas positivas, el liberalismo popular enfrenta
los problemas que detectó Douthat al sospechar de las posibilidades liberales
del movimiento Tea Party, en particular el que los políticos que se dicen
liberales no cuestionan los llamados derechos sociales (2010:12). Y Stromberg
apuntó que no está claro que pueda existir un populismo inteligente enraizado
en la tradición liberal (2010:7). En efecto, no se ve cómo podría ese populismo
inteligente vadear la contradicción que estriba en que el populismo descansa
sobre la manipulación de las masas. En cuanto al Tea Party, sus facetas libe-
rales son ciertas, pero la hostilidad al Gobierno no basta para definir el
liberalismo, como tampoco basta la reivindicación de menor gasto público
o menos impuestos. Populistas, socialistas o nacionalistas, como también
conservadores, pueden abogar de modo ocasional u oportunista por ideas
liberales –en general, sólo económicas– y dejar al margen el individualismo
y la tolerancia. En el reino de las terceras vías todo es posible, incluso que
los liberales sean cortejados por corrientes de opinión que pretenden que
sean cualquier cosa menos lo que son.
notas
1 Para una fantasía políticamente correcta conforme a la cual en los años de Menem secontuvo el Estado a favor de una “primacía absoluta” del mercado (véase Méndez y MoralesAldana, 2005). Para los ingredientes liberales del primer socialismo latinoamericano véaseRodríguez Braun (2008).
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referencias
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Revista de Instituciones, Ideas y Mercados Nº 55 | Octubre 2011 | pp. 151-162 | ISSN 1852-5970
ECONOMIC DENATIONALIZATION AS AN ANTIDOTEAGAINST POPULISM*
Jorge C. Ávila**
Populism and Latin America, especially Argentina, are very good friends.
Since the Great Depression, a shock from which the country has been unable
to recover, Argentina is a classical example of populism. Its economic decline
for the last eighty years attests in this sense. As populism is a hybrid of
interventionist policies that go away and come again according to
circumstances, in the long run, this non-system is possibly more harmful
than socialism. Public opinion becomes too baffled to find populism guilty
of economic failure.
My question is this: How do we set a limit to populist economic policies?
International experience suggests that denationalization of key economic
fields may prove a durable limit to populism. In the following paragraphs, I
will discuss a) the origins and consequences of Argentine populism, b) a
program for denationalization, c) the ideas of an Argentine fore-runner of
denationalization, d) denationalization as an experiment in human design, e)
the need of non-reversible policies or the economic logic of denationalization,
and f) the role of education in moving from populism to a long-lasting market
order. I will conclude, in the final paragraph, that the role of education as a
change factor is unclear.
* Lecture given at Mont Pelerin Society’s Regional Meeting, “The Populist Challenge to LatinAmerican Liberty”, organized by Fundación Libertad (Rosario), and held April 17-20,2011 in Buenos Aires. Reproduced here with permission. I gratefully acknowledge commentsby Alberto Benegas Lynch Jr., Marcos Gallacher, J. Streb and G. Toranzos Torino.
** PhD in Economics (University of Chicago). Professor of Economics (University of CEMA,Buenos Aires). Email: [email protected] Webpage: www.jorgeavilaopina.com
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Argentine Populism: Ways and Results
Though the Argentine economic decline has become a classic reference, let
me make just a few remarks to add perspective. A century ago, the economic
organization of this country was one of the most liberal and efficient in the
World. Argentine prosperity was founded on three pillars: openness to trade,
gold standard, and fiscal federalism (Ávila, 2010:II,37-45). Exports were a
large fraction of GDP, mortgage loans were half the GDP, and the provinces
collected almost all their revenues by themselves. British railway capitalists
demanded no risk premium for the huge investments they were sinking in
the country, and per-capita income was the same as the Anglo-Saxon average
(USA, Great Britain, Australia, and Canada).
In 1930, international circumstances forced Argentina to abandon the
Anglo-Argentine Treaty for Amity, Trade and Navigation that was the legal
foundation of Anglo-Argentine trade and investment for more than a century
(Ferns, 1966). We think the Great Depression was the triggering factor of a
regime change that led the country to commercial autarky and political
isolation. In a few years, Argentina lost her historic bond to Britain, a
superpower at that time, and found herself pushed to the outdoors.
Around 1935 the country’s economic organization changed dramatically.
In the coming decades Argentina would become a very closed economy (only
more open than Brazil and Iran), experience a classic hyperinflation, several
banking panics and two defaults on her debt with the resulting highest country-
risk premium of the world for a thirty-year period (ten percentage points per
annum on average); at the same time, the country would convert into a unitary
state from the fiscal standpoint. In the last years, Argentine per-capita income
has fallen to forty per cent of the Anglo-Saxon average (Ávila, 2012, II).
Populism has reached its maximum possibilities in present-day Argentina.
There is no real limit to currency devaluation, beyond the political cost of
uncontrolled inflation (bank runs are unlikely because banks are not trustworthy
and deposits are pretty low); there is no real limit to trade interference, in
spite of Mercosur, and there is no limit either to the power of the President
over provincial governors due to political management of federal funds.
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Populism generally involves tinkering with property rights, through
nationalization when property is given up with or without proper compensation,
or through policies leading to sizable changes in the market value of affected
property. Argentina has undergone both types of violation of private property.
There is no difference between them as to their long-run impact upon capital
accumulation and growth. Recent examples of the first kind are the
nationalizations of pension funds and water utilities; recent examples of the
second kind are very frequent currency devaluations, freezing the tariffs of
public utilities, banning of meat and wheat exports, and so on.
Denationalization in Practice
An economic organization founded on protectionism, central banking and
fiscal centralism, all leading to nationalism and international isolation, should
be considered one of the basic causes of Argentine populism over the last
eighty years. This kind of organization is prone to populism due to its intrinsic
unaccountability and reversibility. In this setting, Presidents tend to deal not
with Congress, powerful governors and foreign powers, but with local interest
groups, provincial beggars and peripheral countries. An organization like
this entails a low cost of repudiation of the rules governing the economy. In
turn, a low cost of repudiation entails a high probability of reversion of
economic rules and consequently a high country-risk premium. Through this
process, populism ends up hindering investment, productivity, and growth,
apart from federalism and basic civil liberties.
The Argentine case is a good example of path dependence. The Great
Depression meant two things for the country: the demise of the Anglo-
Argentine Treaty and the loss of key export markets. The consequences of
these facts were political isolation and protectionism. In a few years,
international trends and political isolation led to foreign exchange controls,
central banking, and nationalization of tax collection. In this way, a regime
characterized by unaccountability and reversibility was born. Migué (1993:59)
pointed out in this sense that “broad historical trends… are consistent with
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the thesis that spending and regulatory instruments can be more easily
employed on a large scale when trade barriers are steep.”
A proposal to establish a limit to populism consists of taking away from
the jurisdiction of the national government the key fields of international
trade, money and banking, and tax collection. Regarding trade,
denationalization means to place foreign trade under the jurisdiction of a
free trade agreement with a superpower. For instance, an FTA with the USA
would force the Argentine government to comply with a definite tariff
structure and common rules regarding intellectual property, protection of
investments, official supplies, the environment and the labor market. Thus,
to denationalize in this field is equal to supranationalize.
Regarding money, denationalization means to substitute a world reserve
currency for the national currency. Regarding banking, it means to place
local commercial banks under the same jurisdiction as foreign resident banks.1
To denationalize in this field is equal to internationalize.2
Regarding public finance, denationalization means to decentralize the
collection of tax revenues. This involves making provinces accountable for
collecting most revenues so that political power is effectively divided. To
denationalize in this field is equal to provincialize.
The only purpose of denationalizing foreign trade, money and banking
is to make sure that key areas of the economy remain safe from the discretion
of the Argentine jurisdiction. The really high cost of repudiation of
supranational and international agreements should discourage interventions
of the national government in those areas. In this way, the country-risk
premium should go down and capital accumulation within national borders
should go up.
The goal of denationalizing tax collection is to restrict the power of
central government.
Think that twenty-four small populist governors should be less harmful
than a domineering populist President. Tax competition among provinces
should lead to lower taxes, better spending, and more effective democracy.3
We must warn nevertheless that the reversion cost of tax decentralization is
low. Why? Because the recreation of a centralized system by a future
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government won’t involve a repudiation of international agreements, that
could stigmatize and isolate the country.
Alberdi and the Cost of Repudiation
My thesis is not new. Friedrich Hayek (1978) wrote a proposal for denationalizing
money, which I have enjoyed reading, though it does not fit altogether in
the Argentine history of institutional reversibility. Juan Baustista Alberdi
(1854), the 19th century Argentine social thinker, wrote perceptively on the
stabilizing influence on domestic institutions of treaties with superpowers
(Britain, France, and the US at his time):
We must sign treaties to surround with equal immunity every ship, every
railway, canal, wharf, factory, where waves the flag of the friend nation to
which belongs the one who exploits those industries, making use of the civil
right consecrated by the Constitution. (…) This will be the only way to
preserve them from the dangers of the unending civil war; that is, to attract
them from abroad, to fix them to the country, and to get a fall in the interest
rate by way of reducing the risks that make it soar.
Our “shining city in the hill” would take the form of a confederation of
small provincial republics, active player in world trade and investment thanks
to treaties with superpowers, with a currency and banking system imported
from the “islands of stability” of the world.
Would Alberdi have approved of this picture? There is evidence that he
would have done so regarding the trade side of the picture. On the money
and banking side, though he didn’t write down any specific preference, we
think that after learning about a system that led to hyperinflation and repeated
banking restrictions, he would have shared our view on this matter. Now,
on the fiscal side of the picture Alberdi did have a specific preference. Since
the challenge at the time he wrote was to create a central government, he
preferred to build a strong federation. Nevertheless, after 150 years of growing
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concentration of political and financial power in the hands of the central
government, we think that he would have revised his view on this matter.
Better than most Argentine thinkers, Alberdi knew that, for a city to shine,
the Leviathan has to be restrained.
Non-Reversible Policies
A good policy is a necessary condition for capital accumulation. The sufficient
condition is a good and non-reversible policy. Regarding trade reform, the
successful British (1846) and Chilean (1973-2003) unilateral openings are the
exceptions that prove the rule, while the successful forced Japanese opening
(1950’s), the successful supra-national Spanish opening (from the 1970’s on),
the successful bilateral Mexican opening (from the 1990’s on), and the successful
bilateral Argentine opening (1862-1930) are the rule itself (Ávila, 2010, II).
Rodrik (2000) stresses that a trade reform often involves importation of
institutions from abroad, adding that “perhaps the major NAFTA contribution
to the Mexican economy was the factor of irreversibility and locking in of
the economic reform that the agreement provided.”
Reversibility, repudiation cost and country-risk point to the same idea.
Because of its low expectations of reversibility we think that a supra-national
trade opening is superior to a unilateral one from the economic point of view.
When investors perceive a low degree of reversibility, the process of resource
reallocation, from the import-substituting sector to the export sector, speeds
up and foreign investment jumps.
The same argument makes advisable the denationalization of money and
banking in the unstable and populist country. For Argentina, a floating
exchange rate policy is a dangerous thing and convertibility of the local
currency is doomed to reversion. What is left, then?
Dollarization should be the appropriate policy. It is nevertheless rejected
by every politician I know, even when Argentina is the fourth most dollarized
country after Bolivia, Nicaragua and Russia, which also underwent
hyperinflation, bank runs, civil unrest or civil war (Feige, 2003; Feige et al.
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2000;2002). Euroization may be an attractive option for an anti-American
country like Argentina.
Five banking panics in the last thirty years, the low level of deposits in
resident banks and the sizable deposits of Argentine residents in Uruguayan
and American banks attest to the suitability of an offshore banking system.
Not only to foster savings but also to recreate long-term credit to resident
families and firms.
Is Denationalization an Experiment in Human Design?
According to Hayek (1988:7,76-77) the “spontaneous extended human order
created by a competitive market” is more efficient in creating wealth and
preserving civil liberties than the “deliberated arrangement of human
interaction by a central authority.” Hayek calls the latter human design. Yet
in the last thirty years we have witnessed a portentous exercise in human
design: Spain has become a member of the European Union. Spain and the
rest of the EU have free trade in goods and services, free mobility of labor
and capital resources, a common currency, and, I’ll dare to say, even a
common banking system. The Spanish risk premium has thus fallen sharply,
triggering the Spanish economic miracle.
The EU has denationalized trade, money and banking, while preserving a
decentralized collection of taxes. Let’s focus on the challenging replacement
of the Spanish peseta for the euro, the common currency whose rate of expansion
is controlled by the European Central Bank. Hayek (1978:viii to xv) opposed
the creation of a common currency, suggesting instead the development of a
competitive, transnational, private money and banking system.
What monetary and banking arrangement is better for the populist and
unstable country?
Hayek discarded his own proposal for the case of a populist country:
Many countries would probably try, by subsidies or similar measures, to
preserve a locally established bank issuing a distinct national currency that
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would be available side by side with the international currencies, (…) There
would then be some danger that the nationalist and socialist forces active
in a silly agitation against multinational corporations would lead
governments, by advantages conceded to the national institution, to bring
about a gradual return to the present system of privileged national issuers
of currency (Ibid.: 96).
The Hayek system has but a small chance to settle down in a populist
country, because that system is fundamentally reversible. That’s why we
prefer to import money and banking institutions from abroad. Being the
Hayek system the outgrowth of a competitive process of discovery, it should
be more efficient than the denationalization of money and banking. Yet the
latter appears to be more stable. The general argument of Hayek is valid for
socialism, not much for populism. This non-system wouldn’t allow competition
the time needed for the discovery process to produce its fruits.
How do We Get from Populism to a Lasting Market Order?
The traditional answer to this important question is education. Plain observation
led me not to believe in the power of education as a source of economic
growth. I think education is a consequence, not a cause, of growth. Douglass
North wrote two revealing passages on this question. The first one says that
education is not a sufficient condition for growth and it highlights the need
for efficient institutions.
Richard Easterlin’s presidential address to the Economic History Association
in 1980 reflected the widespread optimism that education was the solution
for economic growth. But while investment in education may be a necessary
condition, it is clearly insufficient, as the recent evidence from third world
countries and particularly Eastern Europe economies will attest. Easterlin’s
own data (and his discussion) point to poor countries such as Rumania and
the Philippines that had long histories of educational investment above the
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threshold level that he thought would make a difference but did not result in
sustained growth; the former Soviet Union had both high levels of formal
education and a skilled labor force. Equally important are the incentives
which lead economic and political organizations to invest in productive
institutions (North, 1998: 21).
The second passage says that economic decline not necessarily induces
perceptions leading to appropriate reforms in the ruling classes of the affected
country:
But it is a fact of history; one of the most enduring and significant lessons
to be derived from the past. It is not that economies in the past have not been
aware of their inferior or declining competitive positions. They have. But
perceptions about the reasons are something else again. Spain’s long decline
in the seventeenth century from the most powerful nation in the western
world since the Roman empire to a second rate power was a consequence of
recurrent war and fiscal crises. The policies that were considered feasible in
the context of the institutional constraints and perceptions of the actors were
price controls, tax increases and repeated confiscations. As for the perceptions
of the actors here is Jan De Vries description of the efforts to reverse the
decline: ‘But it was not a society unaware of what was happening. A whole
school of economic reformers… wrote mountains of tracts pleading for new
measures… Indeed in 1623 a Junta de Reformación recommended to the new
king, Philip IV, a series of measures including taxes to encourage early
marriage (and hence population growth), limitations on the number of
servants, the establishment of a bank, prohibitions on the import of luxuries,
the closing of brothels, and the prohibition of the teaching of Latin in small
towns (to reduce the flight from agriculture of peasants who had acquired a
smattering of education) (…) (De Vries, 1976, p. 28). As the foregoing
quotation makes clear there is no guarantee that economic decline will induce
perceptions on the part of the actors that will lead to reversal of that decline,
improving performance (North, 1994:4)
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We know that education increases individual productivity and the standard
of living within an efficient institutional setting. Yet for the populist country
the key question is whether or not education influences perceptions in a way
conducive to a long-lasting market order.
North’s observation on Rumania and the Philippines and the absurd policy
suggestions of the educated members of the seventeenth-century Spanish
think tank, raise serious doubts on the usefulness of education to identify
the causes of national economic failure.
Concluding Remarks
We have provided an answer to the question posed at the beginning: yes, we
can establish a limit to populism through denationalization of key economic
fields. We have also advanced possible ways to achieve this goal: tax
decentralization, which brings the citizen closer to government decisions
and heightens political competition; supranational trade agreements, which
make local industry face foreign competition in a way perceived as irreversible
by entrepreneurs and investors; and the importation of money and banking
institutions in view of its relative stability.
As far as I know, there are three ways to turn a populist country into a
long-lasting market order. First, most reformers are strong believers in the
potential of education. They think that educated people will make better
choices on the economic organization of the country. We think this is a
daring hypothesis. Second, following specially North (1996:10-11), most
economists think that the economic reform might be the outcome of a
revolution; that’s to say, the result of a conflict between organizations with
different interests over the existing institutional framework. Some economists
and historians argue that this hypothesis was proven right for Argentina
in the 19th century. It didn’t work, however, in the 20th century. Populism
has been able to thrive in the last eighty years mainly because of the
dispersion of the export sector’s political power and also because of ‘path
dependence’.4
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Last but not least, we’ve got a default hypothesis: the way of the world.
It says, in short, that Argentina is the problem and the world is the solution.
In this final case, the reform would take on the shape of international and
supranational agreements, reflecting a mix of world and regional pressures
and opportunities.
notes
1 Central banks of foreign commercial banks become the lenders of last resort of local banks,and local banks comply with the regulations established by foreign surveillance authorities.
2 Alberto Benegas Lynch Jr. pointed out to me that the fundamental benefit of the existenceof nations and frontiers is to decentralize power. I agree. Let me add that supra-nationalizationand inter-nationalization entail transferring jurisdiction from the government of the populistcountry to many supra-national treaties and many bodies of surveillance.
3 North and Weingast (1989) have argued that “de facto federalism” was behind the vastexpansion of British enterprise in the 18th century: “The fragmentation of power betweenthe king and the Parliament effectively prevented the national government from imposingtaxes and regulations on commercial enterprises and (…) such governmental activityoccurred instead at local levels. Not only did the localities impose most taxes and regulations,but they were actively engaged in competition with one another for commercial advantage;as a result, taxes and regulation remained relatively light.”
4 The country’s terms of trade (or the incentives for the exporting sector to lobby for tradeliberalization) have not been really high during this period. For this reason, we shouldn’tdismiss the possibility that many years of high terms of trade may prompt the kind ofconflict that eventually would lead to economic reform.
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~drodrik/Reform.PDF
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Revista de Instituciones, Ideas y Mercados Nº 55 | Octubre 2011 | 163-179 | ISSN 1852-5970
POPULISM IN LATIN AMERICA AND THE UNITED STATES:THE CASE OF THE TEA PARTY MOVEMENT*
Darío Fernández-Morera**
This paper outlines some differences in the conception, inception, and practice
of populism in Latin America and the United States, using the concrete
example of the Tea Party movement. Underlining these distinctions is the
proposition that, just as not all populism is the same, not all populism is
necessarily bad from the point of view of the preservation of liberty and the
promotion of responsible individuals in a free society.
Populists in both Latin America and the United States have shared a
mistrust of what they consider intellectual, political, and economic elites
–the last two sometimes conflated into the same multimillionaire individual.
These elites constitute what a number of commentators, in the case of the
United States, have called a new “ruling class.” It includes “government
workers,” that is, bureaucrats who for all practical purposes are “lifers,”
people whose only job ever has been for the government, who cannot be
easily laid off, and who in many cases can retire with generous pensions and
health benefits at the ripe old age of 55.1
However, one important distinction between populists in Latin America
and the United States resides in their attitudes toward the Republican process
and the wealth redistribution political agenda.
Populism in Latin America normally presents two fundamental
characteristics. One is a “top-down process of political mobilization that either
bypasses institutionalized forms of mediation or subordinates them to more
* Lecture given at Mont Pelerin Society’s Regional Meeting, organized by Fundación Libertad(Rosario) on the topic “The Populist Challenge to Latin American Liberty”, and heldApril 17-20, 2011 in Buenos Aires. Reproduced here with permission.
** PhD in Comparative Literature (Harvard University). Associate Professor of Literatureand Hispanic Studies (Northwestern University). Email: [email protected]
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direct linkages between the leader and the masses.”2 The other is “an economic
project that uses widespread redistributive or clientelistic methods to create
a material foundation for popular-sector support.” One does not have to
believe, with Eric Voegelin, that socialism, fascism and National Socialism
are all political forms of the Left to argue that they do share a number of
characteristics also found in Latin American populism. The most clearly
shared one is trust in the power of the state, when correctly and disinterestedly
applied, to improve the condition of the masses. Naturally, such beneficial
power requires a certain, shall we say, strength on the part of the state and a
necessary drastic extension of its intrusion into the economic life of the
citizens, as well as the elimination of competing sources of influence, such
as religion, especially –though not only– organized or institutional Christianity
None of these features, however, characterizes populism in the United
States. In the United States, populism is usually averse to wealth redistribution,
perhaps because populists believe that it ends up taking away wealth from
the populists. A similar disparity exists regarding Republican institutions of
mediation and subordination. Unlike American Labor Unions and their
occasional allies (such as community activists, university students, and
faculty), which use intimidation and graded violence to achieve ends that
the Republican process would deny them (a direct method perfected by
Chicago-born neo-Marxist activist Saul Alinsky3), contemporary American
populism as represented by the Tea Party Movement not only continues to
trust the Republican political mechanisms, but even calls attention to the
documents of the American Founding Fathers to justify that trust.
Before examining these differences further, one should look at their
genesis. Populism has different origins in Latin America and the United
States. In Latin America, the revolutionary momentum of populism usually
has centered around a caudillo, a more or less charismatic figure, frequently
with a military background and a perceived or real personal courage, sometimes
a lawyer, sometimes a literary man, sometimes both –but, most important,
a figure who promises to improve the condition of the masses by re-distributing
wealth from those who have more to those who have less, once he and his
party or followers achieve government power.
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Rarely have the better-known of these Latin American populist leaders
run a business. Víctor Haya de la Torre was a literary man and lawyer; Juan
Perón, a military man; Hugo Chávez, a military man; Fidel Castro, a gangster
student of law and eventual lawyer at the U of Havana4; Che Guevara, a
caricature of a military man, and certainly a leader who never worked for a
living5; Abimail Guzmán, a professor (Ayn Rand would have loved this) of
Kantian philosophy at the University of Ayacucho. Evo Morales is an
exception, having been a coca farmer. If one goes one step further and includes
among the caudillos some personalities superior in every way to those in
the previous list, such as the great Simón Bolívar, we are still left with military
men at the helm of revolutionary movements –men who by the sheer force
of their personalities have generated the political movement.
What about the Amerindian masses in Latin America? They offered no
alternative conception of politics: before the Spanish conquest they had been
ruled, especially in the most successful and culturally advanced
commonwealths, by autocrats who commanded quasi-totalitarian, quasi-
socialist empires. In other words, the Amerindians, too, were ruled and
inspired by their own versions of a caudillo and a powerful government at
his command.
It is worth mentioning one other feature of Latin American life that does
not lend itself to generating the kind of populism that characterizes the United
States: the way institutions of higher education have come into being. In
Latin America, in most cases, the major, most prestigious universities, at
least until relatively recently (I count among these recent exceptions the
Universidad Francisco Marroquín in Guatemala, an extraordinary phenomenon
in every way), were founded either by the state or by the centrally directed
Catholic Church- not by groups of private citizens, religious or otherwise,
acting on their own initiative, for their good and the good of their fellow
men, and not based on a business model whereby students paid for their
education, with varying support for people of lesser means. In other words,
in Latin America, organized educational life, which is normally the breeding
ground for the intellectual and cultural life of a nation, resulted from a top-
down process.
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Now let us examine the case of the United States and how its earliest
revolutionary movement, which I will argue was a populist movement, came
into being. Let us start with some of the principal “Founding Fathers” of the
United States, who led the American Revolution and were as close to being
part of a political and cultural elite as one can find at the inception of the
American Republic: men such as Hamilton, Washington, Jefferson, Franklin,
Adams, and Madison. Alexander Hamilton had for years administered a
business, and therefore knew how to meet a payroll. Washington had run a
plantation and the fact that he used slave labor did not alter his need to match
income with expenses, including the maintenance of the slave force, and
therefore his need produce enough to make his business viable. As a plantation
owner in Virginia, Thomas Jefferson had a similar experience. Benjamin
Franklin managed a printing business and therefore knew the difficulties of
meeting a payroll and produce enough to make his business viable. Only
James Madison and John Quincy Adams were lawyers (not that there is
anything wrong with being a lawyer; some of my best friends are lawyers);
but even lawyer Madison had lived with parents who had to run a business,
a tobacco plantation. None of these men was a professional soldier. One
might count Washington a partial exception, for he did serve in his youth.
However, from 1759 to the outbreak of the revolution in 1776 Washington
dedicated himself to the management of his property, not to professional
soldiering.
It was precisely as a result of such real-life market experience that
Washington, along with the other American farmers, who made up a majority
of the population, saw themselves exploited by the mercantilist policies that
favored English businesses. In other words, these American revolutionaries,
leaders and masses alike, knew well the real world of the marketplace and
how this world relates to political and personal liberty.
No mere abstract ideas were at work among these people, but real,
everyday concerns. Of this critical mass of the revolution made up of farmers,
shopkeepers, and other small businessmen, most knew how to read and write
not through government-organized or top-down Church-organized elementary
schools, but through small, privately run, “dame” schools where Christian
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religious texts were part of the children’s education.6 With limited forms of
home entertainment, people who could read did so voraciously, and the
revolutionary pamphlets made an impact on this population. But both those
who could read and those who could not were also exposed to the revolutionary
sermons of the Christian preachers at their churches –preachers and churches
being an often neglected factor in the genesis of the American revolution no
less than in the genesis of American traditions and life.7 The Christian
religion, or at the very least the Christian churches and their church-based
social networks and traditions, would continue to play a central role in their
lives. As the naturalized Frenchman John de Crevecoeur (1735-1813) had
noticed and later Alexis de Tocqueville (1805-1859) had confirmed, these
people derived their virtues and cohesion largely from their concern with
family, neighborhood and religiously-based social networking, if not with
religion itself.
The Christian religious factor would have an impact also on the
development of intellectual and cultural life among the early generations of
Americans in the United States. In contrast to Latin America, most of the
great universities of the United States were founded, not by government, or
by a centralized Church, or by intellectual elites, but by groups of religious
and well-educated common people, all of them Christians, some of them
ministers in one Church or another, all working independently from the state
as well as from centrally organized religions. My own university, Northwestern,
was founded by a group of Methodists, and the two mottoes on the seal of
the school are taken right out of the Christian Gospels: one of them is in
Latin, Quaequmque sunt vera, “whatsoever things are true,” taken from Saint
Paul’s Epistle to the Philippians 4:8; the other is in Greek, Ο λογος πληρηςχαριτος και αληθεια, “the word, full of love and truth,” taken from Saint
John 1:14. Of course, today most students and professors don’t think about,
and in some cases don’t even realize, this, blissfully ignoring that they owe
to religious people (oh the horror!) their place of work and study. But the
point is that these early Americans were self-reliant, yet very involved in
the civic life of their small communities, a civic life which included a very
strong Christian component. Basically, they wanted to be left alone to carry
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on their family life, their town life, their economic life, and their religious
life. Their safety net consisted of family, neighbors, and church.
These early Americans were what today one would call “provincial”
people - concerned primarily and in a progression of less and less concern,
with their family, friends, neighbors, town, region, state, and, lastly, with
other regions of the United States. The signers of the Mayflower Compact
of 1620 were not members of an intellectual class; they were not inspired
by philosophical ideas but by their religion and their experiences as a
persecuted religious group; and their inspirational leader was not some
charismatic fellow, but the God of the Christian Gospels. John Winthrop’s
great sermon, “City Upon a Hill,” fondly recalled by Ronald Reagan more
than once7, was not inspired by the ideas of an intellectual elite, but, again,
by his religious readings (Ronald Reagan himself was a twentieth-century
version of this provincial American Middle Class, what neo-Marxist professors
continue despectively and anachronistically to call a “bourgeoisie,” and
consequently he was profoundly despised by the intellectual elites of the
United States).
The American Revolution and the early United States were therefore a
people’s revolution and a people’s country- a land where individuals concerned
primarily with their families, friends, neighbors, towns, region, and state, in
that order of importance, made momentous decisions without following a
charismatic leader or some abstract ideas. The thinking process in the political
actions of these farmers and their leaders was no different from the thinking
process in their decisions on when to plant, what to plant, how to cope with
the weather and plagues, how to take their produce to market, and how and
for how much to sell it. They were not ideological or even philosophical
decisions. They were practical ones, fitting a practical people, as all farmers
must be.
These people’s idea of “liberty” was very concrete, very basic. No statues
to goddess Reason, or parades to celebrate Liberty, or even grandly literate
essays celebrating freedom bore the primary responsibility here. An analogous
type of decision making took place in the lives of the American shopkeepers
and other small businessmen.
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These people did not need leaders to make business and personal decisions
and they did not need leaders to make political decisions. They read
revolutionary pamphlets that used ideas traceable to Locke or listened to
revolutionary sermons that used ideas taken from the Christian Gospels, but
they processed pamphlets and sermons with a practical sense of immediacy,
of how the ideas in those texts would affect their livelihood, families, neighbors
and towns. Their process of decision making was very different from that
of today’s university student or professor who makes a decision for a line
of political activism on the basis of the written or heard word alone, or at
best on the basis of how the student and the professor think their political
action will affect poor people in Africa, or oppressed women in the Middle
East, or those two thirds of the world that some academicians tell us go
hungry every night—not on the basis of how the student and the professor
think their political action will affect their father, mother, sister, children,
extended family, neighbor, and town, not to mention their own livelihood,
which today’s university students and tenured professors don’t have to worry
about, since they are kept by parents, scholarships, taxpayers, and tenure.
The American Revolution then was a populist revolution with no statist
potential, no caudillo potential, and therefore no populist potential in the
Latin American sense. It was very middle class, very selfish, very provincial,
very what the neo-Marxists academicians today still refer to with the despective
and potentially murderous term: “bourgeois.”
In Federalist 1, 9, 10, 37, 51, 63, 71, and 78; in the various Antifederalist
papers (such as the Cato Letters, Brutus I-V, George Mason’s Objections to
the Constitution, Federal Farmer I-III, etc.)8; in the Constitution of the United
States and its Amendments9 (with the exception of the sixteenth)- in all these
foundational documents there is a profound mistrust of the power of
government. This mistrust is the opposite of the socialist vision of the state,
presented quite poetically by Leon Trotsky in his Terrorism and Communism
(1920) as a lamp which, before going out, shines most brightly; that is, the
state under socialism will reach its maximum power, it will penetrate
everywhere- before of course going away in the Radiant Future of communism,
as the prophet Marx prognosticated.10 The Founders’ mistrust of government
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power accounted for the creation of what has been, until relatively recently,
one of the most marvelous political systems in the history of the world.
Crevecoeur noticed what joined together these otherwise peevish early
Americans: their religion and their language.11 He also noticed that they
were, for the most part, tillers of the earth- in other words, an agrarian people,
with merchants and lawyers by and large making up the rest of the population,
and all of them Europeans or the children of Europeans. Their work,
Crevecoeur observed, was founded on what they considered the basis of
human nature: self-interest. Therefore these people probably would not have
understood why they had to give part of their hard-earned money as aid to
other nations; why they or their sons had to be sent abroad to fight and often
to die in order to improve the well being of other nations12; and why they
had to allow to become part of the political and cultural life of their towns,
regions, and nation people who did not share their language, which was
English, their views on religion, which were broadly Christian, their views
on the family, which were derived from their religion, and their views on
politics, which conceived their nation as a Republic. In short, these masses
who carried out the American Revolution and built the United States were
what an outstanding member of the journalistic elite, the great H. L.
Mencken, influenced by such elitists as Friedrich Nietzsche and George
Bernard Shaw, would later call derisively “the booboisie.”13
The Tea Party Movement claims to follow on the steps of these early
Americans. Neo-Marxists characterize it as an unholy mixture that includes
“racism” and “right wing populism.”14 Tea Party people do see themselves
as twenty-first century versions of the largely agrarian and therefore
conservative American revolutionaries of 1776, who carried out what was
arguably a conservative revolution.15
Unlike Latin American populist movements, the Tea Party has no
recognized charismatic figure. The winner of the Conservative Political
Action Conference in February 2011, a conference with a heavy Tea Party
attendance, was the very uncharismatic, common-looking, very Middle Class
old physician, Ron Paul,16 with the handsome and big money-backed governor
Mitt Romney second, and the very charismatic and very attractive Sara Palin
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third.17 Radio and TV commentator Glenn Beck is not a candidate supported
by the Tea Party, for contrary to what one hears in the media, he is not part
of the political vision of the Tea Party, merely one among a few media
personalities who support it, and none of them among that TV elite which
includes the likes of Oprah Winfrey and David Letterman. Businessman
multimillionaire Donald Trump, who also attended the CPAC, pointed out
that Paul cannot be elected. Trump was probably right, but he was booed
for his words.
In their effort to discredit the Tea Party, outstanding members of the
political and media elites have consistently resorted to epithets and ad
hominem arguments. Former President Jimmy Carter called Tea Party
followers racists.18 A New York Times editorial called them bigots.19 A
National Public Radio senior vice-president for fundraising called the Tea
Party so Christian fundamentalist as not to be even Christian; according
to him, Tea Partiers were regrettably “white, middle America gun-toting,”
“scary,” “not just Islamophobic, but really xenophobic,” “seriously racist,
racist people.”20 Rather tellingly, this representative member of the ruling
elite complained that “the thing that I guess I am most disturbed by and
disappointed by in this country is that…the educated, so-called elite is too
small a percentage of the population so that you have this very large
uneducated part of the population that carries these ideas.”21 The NPR
vicepresident’s comments reveal a mentality analogous to that shown by
presidential candidate Barack Obama in April of 2008, who said at a San
Francisco fundraiser that Pennyslvania’s “small town voters” are “bitter”
and “cling to guns or religion or antipathy to people who are not like them”
because of fears of losing their jobs.22 A Washington Post Op-ed columnist
likened the Tea Party’s “white faces” to those of the racists protesting at
the University of Alabama in 1956.23 Black adherents of the Tea Party, of
which there are a few, have been called Uncle Toms, or simply deranged.
Neo-Marxists see Tea Party blacks as confused, incapable of realizing their
true condition without the help of the neo-Marxist intellectuals, who alone
can raise their political class consciousness (or, in this case, for Marxism
is infinitely flexible, their racial consciousness). Journalists have dug up
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words and actions dating back twenty years, such as one Tea Party candidate’s
attending a witchcraft session in her youth (one wonders what will happen
to a graduate from my university, running for political office twenty years
from now, who on February 28, 2011, watched with great interest at
Northwestern’s Ryan Auditorium a live performance where a naked woman
was pleasured by her “partner” with a mechanical device as part of an
optional viewing in a Human Sexuality psychology class taught by a
professor who is, as the university put it in its initial defense of the professor,
“at the leading edge” of his discipline, a live performance intended not
only to increase the students’ knowledge, but also to help liberate them
from their hang ups about the wonderful diversity that exists in expressing
human sexuality).24
Its enemies also mock the Tea Party because some of its “crazy” supporters
claim that Barack Obama was born in Kenya.25 Tea Partiers offer a number
of arguments to back their claim, including the presumed testimony of
Obama’s grandmother, his half-brother and his half-sister (Obama’s father
had many wives and many children, none of whom he seems to have taken
care of), declarations on video by Michelle Obama, an NPR interview of its
correspondent in Kenya, as well as some discrepancies in his birth documents.26
Interestingly, Northwestern University has an exhibit in the library showing
how Kenyans consider Obama a Kenyan, which is rather surprising, since
only his father, educated at Harvard, was born in Kenya.27 So Kenyans and
many Tea Party supporters have this in common: both consider Obama a
Kenyan. This exhibit at Northwestern, which started in September of 2010,
was planned even before the Presidential election that Obama won. It has
lasted longer than any exhibit at the library that I can recall and is still going
on as of the writing of this paper.
Media personalities have eagerly set traps in their TV interviews of Tea
Party favorites, while notable gaffes by such media darlings as President
Obama and Vice-President Joe Biden have gone unremarked.28 The ambushing
of Sarah Palin conducted by Katie Couric on CBS News is now a classic of
its kind.29 In an ABC TV interview, a Congresswoman supported by the Tea
Party, Barbara Bachman, was repeatedly asked by the anchorman if she
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believed that Obama was an American citizen.30 This anchorman is a former
aid to President Clinton - a good example of the interchangeability that exists
today within the media, politics, and business elite of the United States.
The mixture of contempt and fear towards the Tea Party is hardly limited
to the left wing elites. The dislike of the Republican Party establishment for
the Tea Party is well known. Last year I attended a conference sponsored by
a classical liberal institution, where more than half the participants not only
voiced their opposition to the Tea Party as a political force, but went further,
mocking its adherents for their risible efforts to understand the Constitution
of the United States and such staples of the United States’ Republican system
as the Federalist Papers. Almost all the participants opposed to and mocking
the Tea Party were university professors of Political Science and History,
probably surreptitious Social Democrats, the exception being an ex-member
of the George W. Bush administration. Not surprisingly, one could not tell
from the words of this member of the Republican Party if he or she (I will
not tell) had any sympathy for either conservative or libertarian philosophical
principles; this person seemed to be what one calls in the United States,
usually in a praising manner, “a pragmatist,” interested only in administering
well and making grow the agency of which he or she was a head. The
university professors invited to this conference found particularly amusing
that Tea Party activists dare organize little study groups of the
Founders’ writings. The professors’ assumption seemed to be that only
academicians had the capacity, and therefore the right, to understand and
discuss the Founders’ideas. Now, here is what one may call a prima facie
case to justify the contempt felt for the intellectual elites by American
populists. Curiously, the Tea Party and such a member of the Old World
intellectual elite as Eric Voegelin unknowingly shake hands in their common
animosity against this “cognitive elite,” who with what they claim is superior
knowledge look down on the rest of the population, and who are best
represented in the United States by the academic intellectuals.31
In view of such enmity from both the Left and the Right, it is significant
that the Tea Party has done so well at the ballot box. In the Congressional
elections of November 2010, fifty percent of Tea Party favored candidates
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won their Senate races; and one third of Tea Party-favored candidates won
their House of Representatives races, helping the Republican Party to ride
an electoral wave that ended with a win of 66 House seats.32 More than one
million people, and probably close to two million, flooded the streets of
Washington DC on September 14 2010 in a harbinger of what was to come
in the November elections. This in the face of a massively unfavorable
barrage from the Mainstream newspapers and television, not to mention left
wing blogs on the internet, all of them portraying Tea Party people as racist,
ignorant, crazy, or all of the above.
The Tea Party victories ran also against the predictions of most main
stream analysts of both the Right and the Left. Even good political observers,
such as Mario Vargas Llosa, predicted that the Tea Party would not achieve
great gains in the November 2010 elections.33 He was wrong of course.
Despite their visceral dislike of the Tea Party, and their consistent putting
down of its importance, the intellectual and media elites have found it
necessary to deal with some of its claims. They have accused the Tea Party
of unjustifiably co-opting the writings of the Founders, including the United
States Constitution. However, since it is difficult to maintain this argument
if one actually reads the documents, the intellectual elites have built a fall-
back position: to argue that the Constitution itself is not sacred, but a flawed
text, like any human endeavor, and therefore open to correction.34
Therefore the Tea Party’s insistence on respect for the Constitution has
limited value. This is a defensible and reasonable argument, but is not followed
by its logical complement, namely that the Constitution itself provides the
means to its correction through a process of Constitutional modification that
includes a vote of ¾ of each of the states’ legislatures in favor of any
amendment. Instead of advocating this Republican process, the “updating”
of this “living Constitution” desired by the enemies of the Tea Party is to
take place on the one hand through the courts’ interpretation of the law of
the land –a method which naturally favors the elites, in this case politicians
who name and approve the elite judges who will interpret the law of the
land– and on the other hand through the de facto action of government
agencies not directly responsible to voters35 –agencies which are organized
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by the ruling elites in Washington D.C, and which the earlier mentioned ex-
functionary of the Bush administration exemplifies.
The Tea Party is what the neo-Marxists in academia label with the standard
epithet “bourgeois.” The neo-Marxists are close to the mark. The Tea Party
is a middle class, bourgeois movement if there is one. The Republican Party
operative’s dislike of the Tea Party at the conference mentioned earlier is
symptomatic of the fact that the Tea Party’s populist critique of the present-
day political situation in the United States goes beyond anything contemplated
by the Republican Party establishment, which, it can be argued, is as much
a part of the ruling elite as the Democratic Party operatives. This symbiotic
entity made up of the Republican and Democratic parties’ establishment is
what John Kass, speaking of Chicago and of Illinois politics in general, has
called “The Combine.”36
The Tea Party traces the decline of American liberties not just back to
the 60’s, usually demonized by neoconservatives, some of whom once
belonged to the Democratic Party; nor does it trace this decline back to the
New Deal of the 1930’s, as other conservatives do; instead, it traces the
decline to as far back as professor Woodrow Wilson’s “progressive” presidency,
which circumvented and twisted the United States Constitution, or even
earlier, to Abraham Lincoln’s power grab in his effort to preserve the Union
and thwart the dreams of independence of the Southern States.37
Reading Professor Wilson’s speeches in the light of historical events
does show that this academician was one of the biggest liars in the history
of American politics, no easy feat in a roster that includes such giants of
lying as Franklin Delano Roosevelt, Barack Obama, and the Bush presidential
family.
The Tea Party is the closest thing to the Hayekian Spontaneous Order
ever produced by United States’ politics. José Ortega y Gasset, who did not
know much about the United States, nonetheless got it right when he said
that this country was the paradise of the masses.38 True, but the masses in
the United States, no less than the elites, at least until recently, have been
and have had a genesis quite different from the masses and the elites in Latin
America and Europe. This Ortega did not understand.
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notes
1 See among many Angelo M. Codevilla’s “America’s Ruling Class and the Perils ofRevolution,” American Spectator (July 10-August 10, 2011) online at http://spectator.org/archives/2010/07/16/americas-ruling-class-and-the/print A substantial percentage ofpoliticians (famously, Senator Edward Kennedy) and high level bureaucrats (for example,Secretary of the Treasurer Timothy Geithner) have never held a non-government job. Theteachers in the Chicago public schools can be fired only after one year of litigation andthe chance of “rehabilitation,” according to the Teachers Union, or only after five years oflitigations, according to the Chicago Tribune: Karen G.J. Lewis, “First Hand Experienceon Improving CPS,” Chicago Tribune, March 7, 2011; Editorial, “A Parent Revolution,”Chicago Tribune March 2, 2011.
2 I select two of the five “core properties” listed by M. Kenneth Roberts, “Neoliberalismand the Transformation of Populism in Latin America: The Peruvian Case,” World Politics48, no. 1 (1995): 88.
3 Tony Salazar, “Great Information About Demonstration Tactics,” Patriot Action Network(March 5, 2010).
4 Cfr. Humberto Fontova, Fidel: Hollywood’s Favorite Tyrant (New York: Regnery, 2005)5 Álvaro Vargas Llosa, The Che Guevara Myth and the Future of Liberty (Washington, D.C.:
The Independent Institute, 2006); a documentary DVD by Agustín Blázquez, Che: The OtherSide of an Icon (AB Independent Productions, 2010) available at http://www.cubacollectibles.com/cuba-108-cc7.html For a review of this documentary see http://pajamasmedia.com/blog/cuban-filmaker-stonewalled-in-trying-to-tell-the-truestory-of-che/
6 Mary Cobb, Sampler View of Colonial Life (Brookfield, Conn.: Millbrook Press, 1999),38-40.
7 Political Sermons of the American Founding Era: 1730-1805, ed. Ellis Sandoz (Indianapolis:Liberty Fund, 1998), 2 vols
8 The last time in his “Farewell Address to the Nation,” January 11, 1989.9 These foundational documents are now available online at http://www.teachingamericanhistory.org/
library/index.asp?subcategory=71 and http://www.teachingamericanhistory.org/library/index.asp?subcategory=73
10 Leon Trotsky, Terrorism and Communism (Ann Arbor: The University of Michigan Press,1963), 170. The 10 points of the Communist Manifesto outline such an extension of thepower of government, including the capacity to move masses of people from the cities tothe countryside- social cleansing, as the Red Khmer, among other faithful followers ofMarx, carried out to the letter.
11 J. Hector St. John Crevecoeur, Letters from an American Farmer, 1782, in Letters froman American Farmer, (New York: Fox, Duffield, 1904), Letter III: What is an American?
12 The main Founding Fathers’ documents against military intervention for humanitarianreasons in other countries are George Washington’s Neutrality Proclamation of April 22,1793, at http://oll.libertyfund.org/?option=com_staticxt&staticfile=show.php%3Ftitle=1910&chapter=112540&layout=html&Itemid=27%20(1); his Farewell Address of 1796
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at http://avalon.law.yale.edu/18th_century/washing.asp; the Helvidius-Pacificus Debate,excerpted at http://teachingamericanhistory.org/library/index.asp?document=429, and JohnQuincy Adams great speech of July 4, 1821 at http://economicthinking.blogspot.com/2007/07/john-quincy-adams-july-4-speech.html. The best arguments for humanitarianintervention on liberal principles are the works of Fernando Tesón, such as “Eight Principlesfor Humanitarian Intervention,” Journal of Military Ethics, Vol. 5, No. 2, 93-113 (2006).
13 A Companion to American Thought, ed. Richard Wightman Fox and James T. Kloppenberg(Oxford: Blackwell, 1994), 447.
14 http://www.socialistalternative.org/news/article15.php?id=141715 David Servatius, “Anti-tax-and-spend group throws ‘tea party’ at Capitol,” Deseret News,
March 7, 2009 at http://www.deseretnews.com/article/705289328/Anti-tax-andspend-group-throws-tea-party-at-Capitol.html
16 Ron Paul’s very non-elite biography can be seen at Lewrockwell.comhttp://www.lewrockwell.com/ orig8/ paul-carol1.html
17 Jeff Zeleni, “Conservatives’ Straw Poll Shows Unsettled Republican Field,” The Caucus,The Politics and Government Blog of The Times, February 12, 2011 athttp://thecaucus.blogs.nytimes.com/2011/02/12/ron-paul-repeats-as-cpac-straw-poll-winner/
18 “TV’s Tea Party Travesty,” Media Research Center, at http://www.mrc.org/specialreports/2010/TeaParty/Scorning.aspx
19 Tobin Harshaw, “”Are Tea Parties Racist? Is Al Qaeda?” The New York Times, July 16,2010; for the Times, anyone who opposes Obama is a racist: see the earlier Nicholas D.Kristof, “Obama and the Bigots,” The New York Times, March 9, 2008.
20 James Taranto, “”The Other White Meat,” The Wall Street Journal. Best of the Web (March8, 2011), reporting on a recorded interview of Ron Schiller at http://online.wsj.com/article/SB10001424052748704758904576188711705044054.html ?mod=WSJ_Opinion_MIDDLETopOpinion. Schiller is now working for the Aspen Institute, another eliteinstitution where President and CEO Walter Isaacson claims Schiller “shares the valuesthat we share as a community,” an assertion in consonance with the general stance of mostelite intellectual think tanks.
21 Complete interview carried by Real Clear Politics at http://www.realclearpolitics.com/video/2011/03/08/npr_senior_exec_wed_be_far_better_off_without_federal_funding.html
22 Jeff Zeleny, “Opponents Call Obama Remarks ‘Out of Touch,’” The New York Times (April12, 2008) at http://www.nytimes.com/2008/04/12/us/politics/12campaign.html?ref=politics
23 Colbert I. King, “In the faces of Tea Party shouters, images of hate and history,” WashingtonPost (March 27 2010).
24 John Kass, “An OMG Moment at Northwestern. A peep show during class? Beats somelecture on Indoeuropean languages or trying to figure when you’ll flunk out of EngineeringGraphics 103,” Chicago Tribune, March 3, 2011, at http://articles.chicagotribune.com/2011-03-03/news/ct-met-kass-0303-20110303_1_nustudents-dorm-peep-show
25 Bob Unruh, “NPR describes Obama as ‘Kenyan-born,” Worldnetdaily April 8, 2010 athttp://www.wnd.com/index.php?fa=PAGE.view&pageId=138293. The NPR interviewercalls Obama “a son of Africa,” although his mother was an American blonde. A video
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posted on and repeatedly taken down from YouTube shows Michelle Obama referring toKenya as Obama’s “home country” (“Michelle Says Barack’s home country is Kenya”) isas of this writing at http://www.youtube.com/watch?v=dBJihJBePcs Other videos shownby the “birthers” (as those who argue that Obama was born in Kenya are often calledpejoratively in the media) include an interview with the Kenyan Ambassador,http://www.youtube.com/watch?v=zH4GX3Otf14&feature=related a British TV piece onObama’s “home country” at and on Obama’s “birth place,” and a video of Obama talkingto students, http://www.youtube.com/watch?v=pT1PBlud8GQ&feature=relatedhttp://www.youtube.com/watch?v=6zsQ-v7kD5Q&feature=related
26 “Obama Born In Kenya? His Grandmother Says Yes,” by Tishrei, Israel National NewsOctober 12, 2008 at http://www.israelnationalnews.com/blogs/message.aspx/3074 See alsothe previous note. A challenge to Obama’s American citizenship is now back in court: seehttp://www.supremecourt.gov/Search.aspx?FileName=/docketfiles/10-678.htm
27 http://www.library.northwestern.edu/highlight/2010/november/africa-embracingobamaand http://timeoutchicago.com/arts-culture/museums/95675/presidential-selection
28 For a wonderful collection of Obama gaffes see http://www.facebook.com/note.php?note_id=463364218434. Biden is even more notable for putting his foot in his mouth.
29 http://www.cbsnews.com/stories/2008/09/24/eveningnews/main4476173.shtml30 http://www.realclearpolitics.com/video/2011/02/17/bachmann_on_obamas_birthplace_
that_isnt_for_me_to_state.html31 I have examined this intellectual species in my American Academia and the Survival of
Marxist Ideas (Westport, Conn.: Praeger, 1996). At the conference in question I pointedout that the writings of the Founders were not rocket science, but intentionally clearlyargued pieces addressed to the general educated public of their time, who did not needuniversity professors in order to understand them. For the professors’ gnostic ancestry seeunder “Gnosis” the Dictionary of Voegelinian terminology at http://watershade.net/ev/evdictionary.html#gnosis. For politics as religion among the intellectual elite, see EricVoegelin, “Religionersatz: Die gnostischen Massenbewegungen unserer Zeit,” Wort undWarheit 15 (1960): 16; Political Religions (Lewiston, New York: Edwin Mellen, 1986;translation of Die politischen Religionen, 1938); Emilio Gentile, Politics as Religion(Princeton: Princeton University Press, 2006; translation of Le religioni della politica: Frademocrazie e totalitarismi, 2001).
32 http://www.foxnews.com/politics/2010/11/02/poll-closing-key-east-coast-racesbalance-power-line/
33 Mario Vargas Llosa, “Las caras del Tea Party,” El País (October 24th, 2010).34 Andrew Romano, “America’s Holy Writ: Tea Party evangelists claim the Constitution as
their sacred text. Why that’s wrong,” Newsweek’s Education Site (October 17 2010) athttp://www.newsweek.com/2010/10/17/how-tea-partiers-get-the-constitutionwrong.html
35 Angelo M. Codevilla’s “America’s Ruling Class and the Perils of Revolution.”36 John Kass, “In Combine, cash is King, corruption is bipartisan,” Chicago Tribune (March
23, 2008).
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37 W. James Antle III, “The Tea Party: A Mixed Bag,” Chronicles: A Magazine of AermicanCulture (July 2010), 13; Norman Podhoretz, “The Neo-Conservative Anguish Over Reagan’sForeign Policy,” New York Times Magazine, May 2, 1982; Robert Lekachman, “Kristol’sRed Persuasion?” The Nation, September 21, 2009.
38 Jose Ortega y Gasset, La rebelión de las masas (Madrid: Revista de Occidente, 1930),chapter xiii, “El mayor peligro: el Estado.”
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Revista de Instituciones, Ideas y Mercados Nº 55 | Octubre 2011 | pp. 181-187 | ISSN 1852-5970
ARGENTINA, FROM ECONOMIC MODERNITY TO POPULISM*
Roberto Cortés Conde**
Between its national organization consolidated in the years from 1853 to
1860 and the eve of World War I, Argentina embarked itself in a modernization
process of an intensity and depth never heard of before. The achieved
modernization was the result of a new trend of economic growth, which had
begun thanks to the technological revolution that helped reduce the costs of
maritime and land transportation. This fact made it possible to bring the
produce of the Argentine pampas into the European markets.
In response to the free institutions and the property rights guaranteed by
the 1853/60 National Constitution, foreign capital arriving in Argentina
invested in an extended network of railroads and made it possible for
immigrants to work in the fertile Argentine lands. By the 1880’s, Argentina
not only had become an open economy, it had also turned into an open society.
In the middle of the enormous transformation that Argentina during this
period, one factor of stability was the strong economic growth that allowed
a no less impressive social progress. Social mobility at that time was
impressive.
However, the speed and depth of the modernization process was not
spread equally throughout the country. Existing regional differences from
the colonial era were accentuated. Immigrants remained mainly in the central
region, a circle of 600 km around Buenos Aires city. This region grew fast,
but the rest of the country fell behind.
* Lecture given at Mont Pelerin Society’s Regional Meeting, “The Populist Challenge toLatin American Liberty”, organized by Fundación Libertad (Rosario), and held April 17-20, 2011 in Buenos Aires. Reproduced here with permission.
** PhD in Economics. Professor, Universidad de San Andrés. Email: [email protected]
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Political Asymmetries
The traditional elite led the socioeconomic transformation with firmness and
courage, but under a system of limited democracy. This process underwent
a severe crisis when, besides the tensions within the criollo elite –divided
about what direction the country would follow: would it be open to Europe
or closed to the world?– new conflicts emerged. The early XX century
witnessed the political participation of the sons of the immigrants, who not
only had won the right to vote but who also, thanks to universal schooling,
received education. So, the entrance to modernity took place in Argentina
in a very unstable framework.
The emergence of new political actors renewed the resentment among
those who defended the regime prior to the 1853/60 Constitution, and who
rejected the Buenos Aires portuaria elite, who was supposedly connected
with self-serving foreign interests and secularized cultures. In effect, in the
middle of those frenetic changes, some people began to think that the
secularization movement initiated in the 1880’s with the laws of civil marriage,
civil birth certificates (Registro Civil) and a public secular education had
gone too far, and that it was a threat to traditional order.
The World Crisis and the End of the Belle Époque
The climate of instability that characterized the Argentine political scenario
towards 1914 was suddenly also affected by international events. Before
World War I irrupted, there were few doubts about the advantages of progress,
science and civilization. But the war changed all expectations. It lasted for
four years, after which millions of losses in human lives and material
resources demanded an enormous mobilization of resources. The governments
interfered with the markets in order to redirect production to meet postwar
needs. ¿Was it possible to believe in the advantages of progress and science
in a world were extreme cruelty led millions of people to poverty, when
not to death?
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The Bolshevik 1917 Russian revolution and the fall of the German,
Austrian and Turkish Empires were also manifestations of a world falling
apart. The world economy did not go back to pre-war stability, and the
1930’s crisis was for many people the beginning of the end of the capitalist
system.
The post-war crisis had unprecedented consequences. The liberal
democracies that had promised progress and political participation for the
majority of the people had seemingly failed. Reactionary movements
demanded a strong State, and an organic democracy expressing corporate
interests quickly spread. Many people looked for a return to a past with order
and hierarchies supported by civil and religious strong authorities.
The dissolution of norms and the lack of security in a world that fell apart
was accompanied by deep resentment (consequence of the post-war
agreements), which resulted in authoritarian regimes and in the decline of
free trade.
The international markets with whom Argentina had engaged in active
trade were suddenly closed. Protectionist measures and competitive devaluation
in the developed countries won the day, harming Argentine exports and the
economy at large. These traumatic changes were accompanied by a crisis
that questioned the legitimacy of the political system, and after seven decades
of constitutional continuity, in 1930 a military coup d’ état ousted president
Yrigoyen.
After the coup, the Argentine society was split among those who openly
rejected universal suffrage and the democratic system, and those who, although
accepting it, were in favor of voting restrictions. In this scenario, there was
a lack of consensus as to which were the rules of the game in a plural
democracy. Authoritarian ideas prevailed across the board: while the right
demanded a return to the traditions of the colonial society (“uncontaminated”
by the French Revolution’s rationalist ideas), the nationalist popular left
rejected the constitutional tradition of 1853-60 on the grounds that it had
been imposed by an oligarchy linked to British imperialism, and defended
instead the “spontaneous” democracy of the popular caudillos. In both cases,
they demanded a return to the pre-modern past.
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In a process of ideological change, the moderate wings of the right and
the left alike suffered the extortion of their respective extremes, which paved
the way for further polarization.
The 1943 Coup d’état and Perón
Starting with the Second World War, the dramatic fall of agricultural prices
in international markets and the Argentine discriminatory policies against
the farming sector created a severe and long agricultural depression, prompting
massive migrations from rural to urban areas, especially to Buenos Aires.
These masses were the source of manpower for the new industries fostered
by a policy of import substitution, which contributed to an important economic
expansion during the war years of forced autarchy. This period was also the
origin of a new demographic trend: the criollos from the provinces moved
to areas that were formerly occupied by foreign immigrants.
In the middle of these economic and social changes, in 1943 a second
coup d’etat was carried out by a group of military officers with Nazi
sympathies. As a revenge for their displacement by the moderates in 1932,
the GOU officers, as they were called, attempted to create a more authoritarian
political movement. However, this pro-fascist group did not succeed in their
attempt, and shortly after the movement was taken over by someone who
shared their sympathies: coronel Juan Domingo Perón.
As Secretary of Labor, Perón organized a political movement from within
the government and sought the support of labor unions (he organized them
by having the Law of Professional Associations approved by Congress,
similar in contents to the Italian Carta del lavoro). The law granted the unions
a monopolist right to represent workers, while simultaneously keeping the
unions under government supervision and control.
But the basis of his support went further. Perón created a political movement
that bonded directly the leader with the people. Political intermediaries
existed only nominally and were subordinated in military terms to the high
command of the leader. Actually, during Perón’s life there was really no
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Peronist Party as it is now known in the Western world. Despite the absence
of a political structure, the majority of the people felt represented by their
leader, and the popular sectors improved their living conditions and attained
a more respected position in society.
Although Argentina remained formally a liberal regime, during the Perón
years the constitutional spirit was de facto suspended. Representatives in
Congress followed the orders of the President, and the Judiciary submitted
to the Peronist National doctrine dictating that their first duty was to obey
the leader. A new authoritarian political regime was implemented: society
was under the rule of a leader to whom everybody owed obedience and
loyalty. The peronismo identified its movement with the nation, and those
who opposed them were enemies of the nation. An internal frontier was
drawn, with an enemy within. Peronism also appealed to nationalists by
claiming the need to defend the country from foreign capitalists’ exploitation.
The Left: From Internationalism to Popular Nationalism
In Argentina, the political left had its origins in European traditions, among
other reasons because many of its members were immigrants or descendents
of immigrants. During the Spanish Civil War and WW II, opposition to
fascism was an important cleavage within European politics. Initially,
peronismo was too closely linked to the military and to axis sympathies to
have any appeal to the left. However, to everybody’s surprise, Perón won
the 1946 presidential election with the workers’ support. Strictly speaking,
under Marxist theory, the working class could not be fascist. How would
the left react? Could it confront the (peronist) working class? This was a
dramatic dilemma that took years to be solved, prompting many people in
the left to move closer to the nationalist popular movement.
The other events that induced changes in the left were the post WWII
decolonization movements in Asia and Africa. While the wars of independence
in XIX-century America had been fought by a majority of European
descendents, the anti-colonial revolts in post War II were fought by non-
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Europeans who rejected the Western culture and traditions associated to the
colonial past.
In Argentina, the rejection of a cosmopolitan European culture after WW
II coincided with the popular nationalist demand for the restoration of the
role of the caudillos as an example of an early spontaneous democracy.
Populist Economic Policies
During Perón’s tenure, in the aftermath of the WW II, the goal of his
economic policies was to avoid unemployment by preserving obsolete and
inefficient enterprises that had emerged during the protectionist war years,
but which had resulted in a very low productivity. This conflicted with the
need to keep the workers’ support, which was dependant on the maintenance
of high real wages. Because pursuing both goals was contradictory, the
government kept real wages high by means of intervention in food markets,
services and housing; by controlling prices through the rate of exchange;
by granting subsidies and imposing tariffs, and by freezing rents. Those
polices caused the decline of agricultural production and of exports; a
budget deficit; a lack of investment in public enterprises such as energy
and transportation, and a shortage of housing. All in all, the consequences
were the lack of capitalization in infrastructure, a chronic deficit in the
balance of payment and in public accounts, which led to reiterated economic
crisis, devaluations, recessions, etc.
Crisis of Legitimacy
In a world in crisis, Argentine representative democracy was attacked from
different sides and it did not have the possibility to become consolidated in
the political culture of the country. The attack not only came from authoritarian
attempts but also from a deformed interpretation of democracy as solely
consisting in popular suffrage, electing a leader endowed with absolute power.
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In addition, constitutional reforms allowed the governments to perpetuate
their tenure in office.
Once the military intervention in Argentina’s politics ended in 1983,
authoritarianism and corruption continued. Populist movements were supported
by captive audiences in the more backward areas of the country (in the
Northern provinces and in the suburban belt of Buenos Aires), where millions
of people still live in conditions of extreme poverty, and where local caudillos
are the only link they have with society.
In conclusion: the Argentine case is the case of a society that achieved
rapid modernization but that, in the joint context of a world and domestic
crisis, later on deviated into populism. It could well be that the acute speed
and depth of the modernization process in a traumatic world had something
to do with that deviant path.
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Revista de Instituciones, Ideas y Mercados Nº 55 | Octubre 2011 | pp. 189-233 | ISSN 1852-5970
MERCANTILIZACIÓN DEL BIENESTAR. HOGARES POBRES Y ESCUELAS PRIVADAS*
Gustavo Gamallo**
Resumen: En base a fuentes estadísticas disponibles, se describe el aumentode la asistencia a las escuelas públicas de gestión privada en la Argentinaen las provincias más pobladas entre 1997 y 2009, y muestra el significativoincremento en los hogares correspondientes al quintil 2 que optan por esetipo de escuela. En segundo lugar, en base a técnicas cualitativas de inves-tigación, se analizan las preferencias de las familias de los sectores popularespara elegir ese tipo de escuelas y las razones del rechazo a la educación ofre-cida por las escuelas estatales. Por último, se precisa el problema de lamercantilización del servicio educativo y sus efectos sobre el acceso a laeducación de los diferentes grupos sociales.
Abstract: Based on available statistical sources, the article first describesthe increase in the attendance to private schools in the most populatedprovinces in Argentina in the present decade. It also shows the significantrise of quintile- two homes that tend to choose this kind of school. Secondly,on the basis of qualitative research techniques, the article analyses thepreferences of low income families that choose this kind of schools, and thereasons for their rejection of public schools. Finally, we address the problemof the mercantilization of educational services and its effects on the accessto education of different social groups.
* Agradezco el apoyo de la Beca de Investigación Federico J. L. Zorraquín 2009-2010 delInstituto Universitario ESEADE. La investigación forma parte de la tesis de Doctoradoen Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, titulada “Mercantilización delbienestar. Escuelas privadas en la Ciudad de Buenos Aires (2002-2009)”, actualmente endesarrollo.
** Sociólogo y Magíster en Políticas Sociales (UBA). Profesor Asociado del Instituto Uni-versitario ESEADE. Profesor Adjunto de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA) y de laFacultad de Derecho (UBA). Email: [email protected]
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Presentación
El artículo consta de tres partes. La primera analiza la evolución de la
matrícula de educación pública de gestión privada de Argentina en la
última década y caracteriza la demanda de escuelas estatales y privadas1
por niveles de ingreso. La segunda parte presenta los resultados del estudio
cualitativo en base a entrevistas en profundidad a padres y madres prove-
nientes de sectores populares que envían a sus hijos a escuelas públicas de
gestión privada en la Ciudad de Buenos Aires. Por último, se presentan
conclusiones respecto de la evidencia reunida y se avanza en algunas ideas
sobre el problema de la mercantilización del servicio educativo y sus efectos
sobre el acceso a la educación de los diferentes grupos sociales.
I. Asistencia a escuelas estatales y privadas
La matrícula escolar en escuelas públicas de gestión privada
En 2007, el 27,1% de la matrícula escolar de educación común se encontraba
en las escuelas privadas. Si bien no ha habido variaciones bruscas en la
última década, es constante y sostenida la tendencia creciente del sector edu-
cativo de gestión privada como proporción de la matrícula total durante la
última década. Tanto a nivel del promedio nacional como de las provincias
grandes (Buenos Aires, Ciudad de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y
Mendoza reúnen el 62% de la matrícula de educación común y aproxima-
damente el 75% de las unidades educativas de gestión privada), los valores
de 2007 son superiores a los de 1998 (Cuadro 1).
El comportamiento de la matrícula del sector privado educativo de las
provincias seleccionadas es claramente superior al promedio nacional: la Ciudad
de Buenos Aires con el 49,1%, Buenos Aires con el 33,4%, Córdoba con el
32,8% y Santa Fe con el 29,7%; las excepciones son Mendoza (por debajo
del promedio nacional) y el interior de la Provincia de Buenos Aires (en el
umbral del promedio nacional). A la vez, es clara la tendencia de crecimiento
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de la matrícula privada a partir de 2004 tanto para el conjunto del sistema como
para las jurisdicciones seleccionadas. La Provincia de Buenos Aires es el
caso más acentuado: comienza la serie con el 29,4% (en tercer lugar debajo
de Córdoba) y llega a ocupar el segundo puesto con el 33,4%, sostenido por
el significativo crecimiento que se observa en el conurbano. La profunda crisis
socioeconómica (2001-2002) no afectó el tamaño relativo de la matrícula
privada, con la salvedad de la caída en Ciudad de Buenos Aires (casi 2 puntos
porcentuales –pp– entre 2000 y 2002) y la menos significativa en Córdoba.
La participación de la matrícula de escuelas privadas por nivel educativo
presenta rasgos comunes en las provincias analizadas (Cuadro 2): en todos
los casos, el nivel superior no universitario muestra valores más elevados
que los restantes, con 20 pp para el promedio nacional (46,1%) respecto de
la educación básica (26%) y diferencias significativas en las provincias selec-
cionadas; a la vez, el bajo peso absoluto que tiene el nivel superior no uni-
versitario hace que el subtotal de educación básica sea similar al total. En
segundo lugar, el nivel secundario tiene una matrícula de gestión privada
relativa mayor que el nivel primario en el total nacional (28,2% y 23,2%
respectivamente), en Córdoba (40,7% y 24%), en Santa Fe (30,7% y 25,5%)
y en Mendoza (20,6% y 15,4%); en cambio, tanto en Ciudad de Buenos
Mercantilización del bienestar en la Argentina | 191
Cuadro 1. Educación común. Matrícula de escuelas públicas de gestión privada 1998–2007 (inicial, primaria, secundaria y superior no universitaria). Total nacional y cinco provincias.
Provincias seleccionadas 1998 2000 2002 2004 2006 2007
Total nacional 24,7 24,8 24,6 25,7 26,7 27,1
Ciudad de Buenos Aires 47 47,5 45,8 47 49,4 49,1
Buenos Aires 29,4 29,6 29,9 30,9 32,5 33,4
Conurbano 32,6 32,7 32,8 34,2 36,1 37
Resto Buenos Aires 24 24,4 24,9 25,9 26,9 27,6
Córdoba 31,4 30,8 30,1 31,4 31,8 32,8
Santa fe 27,3 27,6 27,6 28,8 29,6 29,7
Mendoza 16,2 16,4 16,4 18,2 19,3 19,6
Fuente: elaboración propia en base a Anuarios Estadísticos del Ministerio de Educación de la Nación, años seleccionados.
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Aires como en la Provincia de Buenos Aires, los valores son semejantes.
En tercer lugar, en el nivel inicial (con excepción de Córdoba), los valores
relativos son más elevados que en los otros niveles (exceptuando el nivel
superior no universitario).
Algunas de esas jurisdicciones ofrecen un comportamiento similar al
de países de la región con fuertes incentivos a la expansión de la educación
privada: los tres con mayor proporción (excluyendo al nivel superior no uni-
versitario, 2006) son Chile (52,2%), Guatemala (37,1%) y Ecuador (32,4%)
(Pereyra, s/f), similares a los guarismos de Ciudad de Buenos Aires (46,9%),
Provincia de Buenos Aires (33,1%) y Córdoba (30,7%). Guatemala tiene
la peculiaridad que el 59,8% de la matrícula del nivel medio corresponde
al sector privado, a diferencia de los otros dos que distribuyen de manera
semejante entre los niveles analizados.
Asistencia escolar por grupos de ingreso
Un segundo ejercicio es analizar la asistencia de los alumnos a los tipos de
gestión escolar según los ingresos de los hogares urbanos.2 Para esa apro-
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Cuadro 2. Educación común. Matrícula de escuelas públicas de gestión privada segúnnivel (inicial, primaria, secundaria y superior no universitaria). Total nacional y cincoprovincias. 2007
Provincias seleccionadas Inicial Primaria Secundaria Sub TotalBásica
Superior No Univers.
Total nacional 31 23 28,2 26 46,1
Ciudad de Buenos Aires 54,4 44,5 46,3 46,9 62,5
Buenos Aires 37,1 32,2 32,3 33,1 40,9
Conurbano 43,4 36 35 36,8 44,5
Resto Buenos Aires 28,8 26,1 27,8 27,2 36,9
Córdoba 26,6 24 40,7 30,7 58,6
Santa fe 32,9 25,5 30,7 28,5 46,1
Mendoza 22,9 15,4 20,6 18,3 38
Fuente: elaboración propia en base a Anuario Estadístico del Ministerio de Educación de la Nación, 2007.
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ximación es necesario identificar el comportamiento demográfico de los dis-
tintos grupos sociales con relación a la presencia de niños, niñas y adolescentes
de 5 a 17 años en el hogar (Cuadro 3, 2006). Los hogares del quintil 2
tienen el promedio de menores por hogar igual al promedio de la población
urbana (1,2), en tanto los hogares de los quintiles superiores (3, 4 y 5) se
encuentran fuertemente por debajo del promedio. Por su parte, los hogares
del quintil 1 tienen un promedio de 2,2 menores de 5 a 17 años. En conse-
cuencia, los hogares urbanos más pobres son quienes tienen mayor número
de menores en edad escolar entre sus integrantes. De ese modo, casi el
45% de los menores entre 5 y 17 años habita en hogares del quintil 1; otro
25% habita en hogares del quintil 2 (Cuadro 3). Quiere decir que casi el
70% de los niños y adolescentes entre 5 y 17 años de la población urbana
que asisten a establecimientos educativos viven en hogares que se ubican
en el 40% de los hogares más pobres del país. Eso indica un fuerte des-
equilibrio en cuanto a la desigualdad en los ingresos, que afecta en forma
directa a la población urbana más joven del país.
Del conjunto de los estudiantes que concurren a escuelas estatales, el
56% pertenecen a hogares del quintil 1 (Cuadro 3). Si se agregan los estudiantes
Mercantilización del bienestar en la Argentina | 193
Cuadro 3. Niños y jóvenes de 5 a 17 años que asisten a un establecimiento educativo,según gestión estatal / privada, en hogares por quintiles de ingreso per capita familiar.Total de aglomerados urbanos- 2006. En porcentaje.
Quintiles de Ingreso per capita familiar
Tipo de gestión Promedio de niños y jóvenes de 5 a 17 años en el hogarEstatal Privada Total
1 55,2 14,1 43,9 2,2
2 24,8 23,9 24,6 1,2
3 11,5 21,7 14,3 0,8
4 6,3 22,9 10,9 0,6
5 2,2 17,2 6,3 0,4
Total 100 100 100 1,2
Fuente: EPH-INDEC (2° semestre).Nota: los quintiles de ingreso per capita familiar clasifican a los hogares con niños y adolescentes de las edades mencionadas queasisten a establecimientos educativos. Cada quintil tiene un mismo número de hogares, pero un número variable de niños y adoles-centes. Incluye hogares con ingresos declarados.
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de hogares del quintil 2, se alcanza al 80% de los usuarios de esas escuelas.
Vale decir, el sistema estatal es intensivo en niños, niñas y adolescentes pro-
venientes del 40% de los hogares más pobres de la población urbana. Por el
contrario, la distribución de los asistentes a escuelas privadas es más homogénea
respecto de los grupos de ingresos que en el caso de los asistentes a las escuelas
estatales: si bien se advierten diferencias importantes en el quintil 1 a favor
de las escuelas estatales y en los quintiles 3, 4 y 5 a favor de las privadas, el
quintil 2 muestra una notable paridad (Cuadro 3). En otras palabras, la asistencia
a las escuelas privadas tiende a estar mejor distribuida entre los grupos sociales
frente al desequilibrio que supone la concentración de los más pobres en las
escuelas estatales. Visto desde el lado de la demanda, parece haber oferta
privada para todos los grupos de ingresos.
Respecto del total de aglomerados urbanos (TA), cerca del 90% de los
estudiantes del quintil 1 concurren a escuelas estatales (Cuadro 4). El com-
portamiento de ese estrato social muestra una gran estabilidad en toda la
serie temporal. El factor demográfico que significa la fuerte presencia de
menores en los hogares de ese grupo explica que el promedio total de asis-
tencia al sector estatal sea de tal magnitud. Además, se observa una caída
en la asistencia a los establecimientos estatales de todos los grupos de ingresos
en el período (77,7% en 2003 al 72,6% en 2006 y a 69,3% en 2009): en tan
breve lapso, la caída es significativa.3 Dicho valor se ubica por debajo del
dato de comienzo de la serie (1997) donde la asistencia a establecimientos
públicos se encontraba en el orden del 74,6%. Vale decir, mientras se observa
un incremento en la asistencia al sistema estatal en el período 1997-2001,
a partir de 2003 se observa un cambio en la tendencia.
En el Área Metropolitana (AM), la participación de estudiantes en el sis-
tema estatal es algo menor que en el total de los aglomerados: en el lapso
1997-2001 se incrementa la participación en el sistema estatal, del 65,4%
al 72,1% y, a partir de 2003, vuelve a caer al 68,1% en 2006 y al 62% en
2009. Vale decir, la caída es un poco menor que en el TA, pero partiendo
de una proporción de menor participación del sistema estatal en el total de
la asistencia escolar en el período analizado. La asistencia de los estudiantes
del quintil 1 a las escuelas estatales crece en casi 13 puntos porcentuales
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entre 1997 y 2001, para estabilizarse a partir de ahí en valores cercanos al
90% en 2006 y al 80% en 2009 (Cuadro 5).
Es significativo el comportamiento del quintil 2 en el lapso 2003-2009:
el incremento de la asistencia al sector privado es de casi 14 pp en el TA
(Cuadro 4) y de casi 21 pp en el AM (Cuadro 5). Son hogares con ingresos
bajos, pero que muestran una tendencia que casi duplica el promedio general
en cuanto al pasaje al sector privado, tanto en el AM como en el TA. El reco-
rrido es similar al observado para el total de la población: incrementa su
participación en el sector estatal en el período 1997-2001, para caer en el
período recién mencionado.
Entre los sectores con mayores ingresos, el proceso de fuga al sector
privado de la educación es extraordinario desde 2003: los niños, niñas y
adolescentes del quintil 4 y quintil 5 han abandonado la escuela estatal. El
proceso es más pronunciado en el AM. En 2009, el 42,1% del quintil 4 y
el 25,1% de quintil 5 del TA concurren a la escuela estatal (Cuadro 4) en
tanto lo hacen en el AM el 34,2% y el 16,2% respectivamente (Cuadro 5).
En consecuencia, a nivel macrosocial la tendencia de asistencia a escuelas
privadas tiende a acompañar el ciclo económico: cae con la recesión y
crisis de fin (2001), y se recupera con la expansión económica posterior.
El Cuadro 6 presenta las tasas de asistencia escolar de la población de
referencia, tanto para AM como para el TA, en los años analizados. De
acuerdo con esa información, las tasas de asistencia escolar aumentaron en
el período 1997-2001, en ambos agrupamientos urbanos, para mantenerse
en niveles similares en los años posteriores. Dicho comportamiento fue
similar en todos los grupos de ingresos. Quiere decir, que la población escolar
posterior a 2001 está compuesta por un mayor número de estudiantes pro-
venientes de hogares pobres que la de 1997, especialmente del quintil 1 (la
más numerosa en términos demográficos) y con una contribución algo menor
del quintil 2.
En tal sentido, la tendencia señalada de una participación relativa creciente
del sector privado educativo, si bien tiende a recuperar los valores que pre-
sentaba antes de la crisis de fines de 2001, no puede explicarse por una
menor participación de los estudiantes pobres en el sistema educativo: no
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puede decirse que los niños y adolescentes pobres concurren menos a la
escuela en 2006 que en el período anterior y por eso se observa una proporción
creciente de estudiantes en el sector privado. Habrá que buscar las razones
en el comportamiento de quienes han decidido optar por el sistema privado,
vale decir, entre quienes pueden afrontar el costo del servicio. En la próxima
sección se avanza en el estudio de uno de esos grupos sociales: aquellos
que podrían identificarse como los hogares del quintil 1 y quintil 2 que se
volcaron hacia las escuelas privadas, un “público escolar” (Francois Dubet
y Danilo Martucelli, 1997) que no ha sido suficientemente estudiado.
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Cuadro 6. Niños y jóvenes de 5 a 17 años que asisten a un establecimiento educativo,en hogares por quintiles de ingreso per capita familiar. Área Metropolitana y Total deaglomerados. 1997-2001-2003-2006. En porcentaje.
Áreageográfica
Quintiles de Ingreso per capita familiar
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5 95,1 100 96,8 97,7
Total 91,5 95,5 94,3 95
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2 91,1 95 94,8 95,7
3 94,1 96,9 95,7 97,5
4 95,6 98,8 97,5 98,6
5 98,1 99,2 97,5 97,8
Total 90,9 94,6 94,1 94,4
Fuente: ECV – INDEC (1997 y 2001) - EPH-INDEC (2° semestre 2003 y 2006).Nota: los quintiles de ingreso per capita familiar clasifican a los hogares con niños y adolescentes de las edades mencionadas queasisten a establecimientos educativos. Cada quintil tiene un mismo número de hogares, pero un número variable de niños y adoles-centes. Incluye hogares con ingresos declarados.
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II. Hogares pobres y elección de escuelas públicas de gestión privada
En esta sección se presentan resultados del estudio cualitativo, en base a entre-
vistas en profundidad, de las razones, preferencias y representaciones de los
padres y madres provenientes de sectores populares que envían a sus hijos a
escuelas privadas. Se analizaron las siguientes dimensiones del fenómeno:
noción de “lo privado” en las escuelas elegidas; las expectativas familiares
de la elección escolar; la motivación por la educación religiosa; el imaginario
de movilidad social a través de la concurrencia a esas escuelas; consideraciones
respecto de los grupos de pares y opinión sobre las escuelas estatales.4
Diversos estudios se han ocupado de las estrategias familiares de elección
escolar de los diferentes grupos sociales en escuelas tanto de gestión estatal
como privada. Otros estudios lo hicieron sobre las trayectorias escolares
en escuelas de uno y otro tipo. Ambos grupos de trabajos proporcionan
una rica evidencia pues identifican la construcción de diversas representa-
ciones sociales en torno a la escuela en general y a la escuela privada en
particular. Gabriel Kessler (2002) analizó la fragmentación de la experiencia
escolar al comparar trayectorias de cuatro grupos sociales: medios altos,
medios, medios bajos y los sectores periféricos en la Ciudad de Buenos
Aires y en el Conurbano Bonaerense evidenciando la segmentación vertical
y jerárquica de la oferta educativa en función de las características de la
“clientela”; y en Kessler (2004), estudió las trayectorias escolares de los
jóvenes en conflicto con la ley. En la investigación colectiva incluida en
Guiilermina Tiramonti (2004) se analizaron los cambios en los factores de
estratificación de la educación de nivel medio, su relación con las expectativas
de los distintos grupos sociales y la configuración de los sentidos de la
escuela para cada grupo social. Cecilia Veleda (2003 y 2007) estudió los
criterios de selección de escuelas del nivel medio por parte de las familias
de sectores medios del Gran Buenos Aires y sus efectos segregatorios para
los sectores populares. Cabe también mencionar los trabajos de Ziegler
(2004) y Tiramonti y Sandra Ziegler (2008) que abordaron el problema de
la escolarización de las élites y su dinámica de elección escolar. Carla Muriel
del Cueto (2007) indagó sobre los criterios de elección escolar de familias
Mercantilización del bienestar en la Argentina | 199
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de sectores medios altos que habitan en urbanizaciones cerradas, en especial
sobre la relación entre los modelos de socialización escolar y esos nuevos
estilos residenciales. En contraposición, Silvia Duschatszky y Cristina Corea
(2002) estudiaron la escolarización de jóvenes que habitan barrios en con-
diciones de extrema marginalidad de la ciudad de Córdoba. Muchos de estos
estudios, inclusive, propusieron diferentes tipologías de las estrategias de
selección escolar de los grupos sociales analizados.
En conexión y continuidad con el clásico de Cecilia Braslavsky (1985),
varios de los estudios analizados sostuvieron la visión del sistema educativo
fragmentado, con circuitos diferenciados, no solamente en relación con la
distinción entre escuelas estatales y escuelas privadas sino al interior de cada
uno de los subsistemas, entendido a partir de las bajas o nulas posibilidades
reales de pasar de un circuito a otro (no formalmente) y donde la selectividad
social de la población es alta. Esta generación de trabajos advierte “como
las familias participan activamente en la construcción de la segregación
escolar” (Mariano Narodowsky y Mariana García Schettini, Ob.cit.:13).
Es decir, consideran en forma especial los aspectos microsociales de la
producción de esa situación.
Un área de vacancia es la elección de escuelas privadas por parte de los
hogares pobres, un “público escolar” poco estudiado. Entre los pocos trabajos
identificados con esa dirección se encuentra el de Gómez Schettini (2007),
orientado al estudio de los criterios de elección de escuelas estatales y privadas
de los sectores de bajos ingresos en la zona sur de la CABA. La presente inves-
tigación se ubica temporalmente en un período distinguido por un fuerte
proceso de crecimiento económico y de aumento del empleo (el llamado “sexe-
nio de la bonanza” según señaló la CEPAL), es decir, que mejoró las condiciones
materiales de vida de la población. En ese sentido, se presenta una ocasión
para reflexionar sobre la evidencia acumulada en los estudios previos.
Una concepción de escuela “privada”
La primera indagación solicitó caracterizar las escuelas elegidas. Frente al
interrogante, los entrevistados establecen una definición particular: “semi”
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privadas, en el sentido que son reconocidas como escuelas no pertenecientes
al sector estatal pero, a la vez, no animadas por el lucro que exhiben las “pri-
vadas privadas”. El formato de instituciones sin fines de lucro ligadas a dife-
rentes congregaciones religiosas contribuye a construir esa percepción. Una
rectora entrevistada reforzaba el concepto cuando mencionaba que “nadie
deja la escuela porque no puede pagar” en estas instituciones. Una entrevistada
señalaba: 5
Semiprivada es porque la cuota no son como en la escuela privada. Porque
la escuela privada la cuota es más o menos de 200, 250, 300… y acá es de
45 pesos. Es mucha la diferencia.
[…] no te piden más que la matrícula, no te van a andar pidiendo más, si
tiene uniforme lo usan dos o tres años…
Es decir, los entrevistados advierten que con una cuota mensual al alcance
de familias de bajos ingresos (“accesible”) se puede cubrir el costo del
servicio educativo destacando que no reciben “requisitos exagerados” (mate-
riales escolares, excursiones, distintos uniformes, actividades extracurricu-
lares). Algunas de ellas incluso no tiene la exigencia del uso de uniforme
obligatorio. De todos modos, muchos entrevistados tienen más de un hijo
en edad escolar (cf. Cuadro 3), por lo cual esos costos se multiplican, a veces
moderados por políticas de becas para familias numerosas de algunos de
los establecimientos. Las escuelas suelen complementar el horario formal
con horas adicionales de apoyo escolar evitando el uso de profesores par-
ticulares y con actividades en contra turno que mantienen a los chicos en
las escuelas. En general reconocen la presencia del subsidio estatal que man-
tiene el arancel mensual al alcance del presupuesto familiar. Una entrevistada
manifestaba:
[…] el uniforme es económico, la cuota es económica, y está hecha para
recoger a los chicos que realmente quieren estudiar y no tienen cómo. Son
chicos que están mal mirados porque son de allá, son más morochitos…
acá no existe eso.
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Se advierte en ese comentario la síntesis de una concepción que le otorga
a esas escuelas, pese a la no gratuidad, una función social incluyente respecto
del acceso al sistema educativo. Por otro lado, los entrevistados distinguen
estas escuelas privadas, que se atribuyen una “función social popular”, de
otras que son “puro negocio” dado que éstas últimas incluyen exigencias
nuevas “todos los meses” e “intereses si se atrasa en la cuota”, encontrándose
fuera del alcance de las familias entrevistadas. Desde esa consideración,
las moderadas exigencias económicas que la rodean establecen un primer
cerco entre este núcleo específico de escuelas privadas y las restantes. Algunas
menciones de los entrevistados ilustran la posición:
Los privados, lamentablemente, ven el signo pesos. Eso es ser privado.
[…] que la secundaria, está, casi, trescientos pesos. Aparte, libros, uniforme,
cuaderno.
Una entrevistada relataba una experiencia en otra escuela privada que
ejemplifica las opiniones recién expuestas:
Pero ahí, ellos te exigían, pagá lo que tenés que pagar, todos los meses
comprar tal cosa, esto o lo otro, y no, no me pareció… Las cuotas eran
altas, muy altas, más todos los meses tenía que comprar materiales, libros,
y bueno, para tres, para mí era mucho, y bueno entonces fui por ahí que lo
hice entrar a uno en primer grado y después vinieron todos atrás.
Algunas familias entrevistadas confiesan hacer ciertos cálculos micro
económicos donde, de un lado de la balanza, hacen pesar el costo de enviar
a sus hijos a escuelas estatales alejada del domicilio, lo cual supone apreciar
la gratuidad del servicio educativo, el costo del transporte, la alimentación
y la cooperadora escolar; del otro lado, el precio del arancel y el uniforme
de instituciones privadas. De esa ecuación, muchos construyen la decisión.
Por ejemplo, una entrevistada, madre de un joven concurrente durante el
ciclo lectivo anterior a una escuela técnica estatal, señalaba que el costo
diario en transporte y comida le significaba un gasto más elevado que el
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costo del arancel de una escuela privada, pese a que la escuela estatal a la
que concurría su hijo recibía una alta valoración en el relato:
[…] fue por el hecho de que mi marido justo se quedó sin trabajo y yo tenía
que contar con ocho pesos diarios mínimo para mandarlo a él a la escuela.
A un colegio que era técnico, es que quería seguir ahí mismo él. El problema
fue el dinero, porque yo sacaba cuentas de que en el mes yo iba a gastar por
lo menos trescientos pesos, y acá las cuotas son de ochenta pesos, setenta.
Se recogieron diferentes relatos del mismo tenor: familias que frente a
la posibilidad de elegir escuelas estatales consideradas de calidad pero
alejadas del domicilio prefieren por motivos económicos optar por una
escuela privada cercana de aranceles reducidos. Veleda encuentra que:
El factor económico aparece como el principal condicionante de la elección:
por lo tanto, si bien estos sectores expresan frecuentemente su preferencia
por las escuelas privadas, deben optar por las escuelas públicas cercanas al
domicilio (como un modo de ahorrar los gastos de traslado y rehuir la
exposición de los hijos a eventuales robos y ataques cada vez más frecuentes
en el conurbano bonaerense) (Veleda, 2003:50).
Es decir, la evidencia aquí recogida expone los mismos argumentos pero
para justificar la elección de una escuela privada de bajo costo, en este
caso cercana al domicilio. Como se verá luego, se encuentran también casos
opuestos: familias que hacen enormes esfuerzos económicos para solventar
el transporte de los estudiantes a las escuelas privadas.
Las autoridades de las escuelas entrevistadas coinciden en destacar que
apenas se abre el período de inscripción para el ciclo lectivo posterior rápi-
damente se saturan las vacantes ofrecidas. Una rectora entrevistada señalaba
que “en veinte días se cubren las vacantes” en tanto otra decía que “la gente
comienza en abril, mayo, a hacer reserva de vacantes”. Los padres y madres
entrevistados coinciden en señalar la dificultad de obtener vacantes para fami-
liares y vecinos interesados en las escuelas donde concurren sus hijos.
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El uso de uniforme que exigen algunas de estas instituciones (no todas
las escuelas de este tipo lo hacen) tiene dos consideraciones: una de carácter
simbólico y otra material. Por una parte, es percibido por algunas estudiantes
como un símbolo de distinción, valorado en forma positiva según la opinión
de los entrevistados. A la vez, esa distinción en tránsito de entrada y salida
de la escuela los coloca en una posición de confrontación real, no puramente
simbólica, con el entorno urbano: se convierten en “los chetitos del colegio
privado” recibiendo la reacción hostil de quienes no comparten el territorio
escolar en barrios que sufrieron la depresión y el deterioro de sus condiciones
materiales de vida. Esa conversión de extranjero en su propio territorio es
manifestada por una entrevistada:
¿Por qué esto ahora?, si vas a un colegio privado sos un tarado y te cabe
que te roben la mochila, te cabe el insulto…
Por otro parte, el uniforme es percibido como una manera de proteger
la vestimenta ordinaria, es decir, un costo anual limitado que reduce las
opciones disponibles en cuanto a la selección diaria de la ropa escolar. Como
señala una entrevistada:
Eso también es una cosa que a mí me gustó mucho del colegio privado, eso
también me ayuda mucho, porque cuesta, obviamente, comprarle el uniforme,
pero hacemos un solo gasto al año, ¿no? Comprás todo, de entrada, esa es
otra cosa que a mí me gusta del colegio privado porque vos le comprás
toda la ropa al principio de año y después con esa ropa ya va todo el año,
en cambio con otros colegios, yo veo también, o la ropa diferente de todos
los días….
Es decir, cierta razón práctica se incorpora en la forma de justificar las
ventajas de ese símbolo de identidad escolar: aquello que Pierre Bourdieu
(1988) denominó “el beneficio simbólico de la distinción”.
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Las bases de la elección escolar
El problema de la elección escolar fue especialmente tematizado en el debate
sobre las estrategias de reforma de los servicios de educación durante las
dos décadas pasadas (Gustavo Gamallo, 2002). Un asunto central en este
campo es la brecha entre los formuladores de política y los actores sociales:
en especial, la asimetría de información y la distinta forma de comprensión
y definición de las bases sobre las cuales los distintos grupos sociales
eligen la escuela donde enviar a sus hijos.
De acuerdo a lo recogido en las diferentes entrevistas, las expectativas
familiares respecto de la escolaridad de sus hijos pueden agruparse en dos
grandes núcleo sin que ellos sean mutuamente excluyentes: demandas de
cuidado y contención y selección de los grupos de pares. Unas difusas
argumentaciones pedagógicas aparecen por detrás de éstas, en especial aque-
llas que asocian la función de la escuela con una “salida laboral”. Margi-
nalmente, también aparece una razón poco aprehensible respecto de la influen-
cia que ejercen las condicionalidades de los planes sociales. En última
instancia, esas demandas se encuentran determinadas por razones de carácter
económico que condicionan el espectro de elección.
Cuidado y trabajo
El problema del “cuidado” es la razón contundente que esgrimen los entre-
vistados para fundamentar la elección escolar. La función cuidadora del
sistema escolar fue la menos ponderada: 6 estructuralmente asociada a la
posibilidad de que los adultos responsables participen activamente del
mercado de trabajo, en una coyuntura de auge de la actividad económica,
esa función adquiere una mayor importancia. En esa dirección, una primera
cuestión se vincula con la tranquilidad de los padres durante el desarrollo
de la jornada laboral, íntimamente asociada al problema de la continuidad
del calendario escolar por ausentismo docente y paros de actividades por
razones gremiales. Varios entrevistados coinciden en recordar el caso
“Fuentealba”7 como el único paro de actividades en esas escuelas; en cam-
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bio, en las escuelas estatales señalan que “hay paros todo el tiempo”.
Una entrevistada señalaba:
Y… cuando hay paro no hay clase, y uno tiene que trabajar, y mi marido
también, no sé, entonces teníamos que trabajar, y entonces un amigo mío,
un vecino, me dijo… en ese tiempo era más fácil conseguir vacante…
[…] es que se quedan hasta el horario de salida. Y así tiene que ser, porque
vos estás trabajando, no es que estás en tu casa y no lo querés venir a
buscar, estás trabajando.
Vale decir, la demanda de cuidado se vincula con la necesidad de un
calendario escolar previsible, en especial para quienes tienen compromisos
laborales. Las escuelas donde envían a sus hijos cumplen con ese requisito
convertido, además, en uno de los reproches centrales a la escuela estatal.
Los padres entrevistados refieren a una trayectoria de la escolaridad de sus
hijos de al menos ocho años de duración pero en caso de las familias con
hijos mayores reconstruye un período aun más extenso, y cuya experiencia
se cristaliza en estas opiniones y decisiones respecto de la elección escolar.
Es obvio que para las familias con niños en el nivel primario esta cuestión
es más relevante: pero lo que se encuentra en el estudio son trayectorias de
pasaje por la escuela primaria de gestión estatal y que, frente al fenómeno
señalado, apuntaron hacia el cambio en el nivel medio. Luego se volverá
sobre este aspecto.
Cuidado y contención
Se advierte una segunda consideración del problema del cuidado, asociado
a la construcción de un parapeto de contención frente a un ambiente exterior
peligroso, amenazador y atemorizante. La escuela se expresa como un
lugar de contención en la doble acepción del término: incluir y reprimir;
vale decir, establece un límite que protege a los alumnos del “afuera” a la
vez que un espacio interior donde se modera la propagación y circulación
de la violencia. Tiene su base en una noción de “peligro” y en una sensación
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de miedo en relación a las condiciones de segregación residencial donde
crecen y se desarrollan estos chicos: la escuela es percibida como una frontera
y un refugio frente a esa amenaza. Una madre señalaba en referencia a los
peligros del entorno:
Es como que ellos buscan a que ellos no estén en la calle, no cierto, porque
en la plaza de enfrente, que ahí podés conseguir todo, podés conseguir droga,
(…) podés conseguir todo en la plaza.
La idea que afuera a media cuadra hay una jungla, donde todos se pelean
están todos fumando en la esquina, todas pintadas las chicas que parecen
muñequitas, fumando, con piercing, ‘eh… vos qué’, las polleritas re cortitas,
el lenguaje los ves a la salida, no cierto, tomando alcohol en la esquina; pele-
ándose en la puerta del colegio y nadie dice nada… Acá es un colegio
como que no permite que hagan esas cosas.
La consideración de un “afuera” que se transformó en amenazante es,
a la vez, el espacio territorial que muchos padres y madres disfrutaron en
su propia infancia o bien en un pasado lejano y se connota en forma nostálgica.
Como señalaba un entrevistado:
En el mismo barrio que nos criamos vemos, a dónde va y con quién está
porque ya sabemos que hay cuadras que antes se podía ir, ahora no.
La idea que resume esa percepción es que los chicos que asisten a estas
escuelas “viven en dos mundos distintos”: uno construido por las normas
que rigen la vida escolar y otro donde impera la ley de la selva. Un ejemplo
contundente de la convivencia con esas situaciones de ilegalidad y violencia
es el testimonio de dos directores entrevistados:
Cuando nosotros el año pasado teníamos una cocina de paco acá enfrente,
a mí me paraba la gente por la calle, que no eran padres ni nada, y venían
y me decían ‘mirá que enfrente hay una cocina de paco y están esperando
a que terminen las clases para hacerla bola en dieciocho mil pedazos’.
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En el barrio no existen lugares seguros de esparcimiento de los chicos. Acá
hay una plaza enfrente de la escuela, en esta plaza jugás al fútbol, y segu-
ramente te van a asaltar o te va a pasar algo.
No obstante lo dicho, esa frontera no es tajante y se desdibuja perma-
nentemente. Una directora entrevistada mencionaba conversaciones con
alguna madre quien le relataba, como criterio moral normativo, que aceptaba
comprar “cosas sin sangre” en el sentido de asumir el origen delictivo de
mercancías con la condición que no hubiera heridos en el hecho. La brecha
entre el marco interpretativo del acto y el marco normativo para la acción,
identificada en el estudio de Kessler (2006), se manifiesta como un fenómeno
persistente de anomia social. En una sugerente hipótesis, ese estudio señalaba
que en muchos barrios del Gran Buenos Aires el temor vino a ocupar el
lugar de regulador y organizador relevante de la vida social que anteriormente
ocupaba el mundo del trabajo:8 los testimonios de muchos entrevistados
sugieren que es también un factor decisivo en la elección escolar. Esa
consideración, advertida en las verbalizaciones de los entrevistados hace
necesario despejar la demanda de contención, en términos de una definición
de carácter “subjetivante”, tal como señalaron otros estudios en relación
con las expectativas familiares de los sectores medios respecto de la esco-
laridad de sus hijos (Kessler, 2002 y Tiramonti, 2004): se hace referencia
a la puesta en conflicto en el seno de la institución escolar contemporánea
entre la función de “socialización” (tendencialmente homogeneizadora) y
de “subjetivación” (tendencialmente afirmadora de identidades individuales);
en los sectores medios y medios altos, es cada vez más patente la segunda
función como demanda a las instituciones educativas, y especialmente rele-
vante para comprender la importancia creciente del sector privado en el
sistema educativo en esos grupos sociales. En cambio, la demanda de los
grupos sociales estudiados en la presente investigación se identifica en rela-
ción con una noción básica, primaria y elemental de sentir que “los chicos
están seguros” y que “los tienen controlados, vigilados, cuidados”. Por
ejemplo, algunas menciones seleccionadas de diversos padres entrevistados
indican:
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[…] esta escuela la protección más que nada, que los chicos se conocen, las
maestras ya lo conocen.
Es el segundo hogar verdaderamente, en todo el sentido de la palabra, porque
ellos están contenidos todo el tiempo; parte lo hacemos nosotros, pero todo
el resto lo hacen ellos.
Firman para salir y te llaman si se deben retirar. Una escuela que da con-
fianza
Por otro lado, la información que efectivamente tienen disponible y están
en condiciones de procesar las familias entrevistadas en función de sus recur-
sos simbólicos e interpretativos se vinculan con esas necesidades de pro-
tección, que pueden ser enunciadas con claridad: ni sofisticadas propuestas
pedagógicas ni afirmaciones sobre el rendimiento académico. Es una situación
típica de asimetría de información, largamente estudiada especialmente en
aquellos sistemas educativos que plantean la competencia en base a la infor-
mación sobre la calidad educativa como argumento de la elección escolar.
Se podría señalar que la demanda excluyente que satisfacen estas escuelas
es el cuidado y coincide con lo señalado por Tiramonti y Analía Minteguiaga
(2004:113 y 114):
En el caso de los sectores más bajos de la escala social, la contención aparece
definida desde un lugar diferente, ligado a la idea de brindar un espacio de
protección sólido frente a un contexto que se considera hostil y peligroso.
[…] la institución escolar es pensada por padres, directivos y docentes
como un ‘territorio’ en el que puede seguir articulándose una subjetividad
definida por la necesidad de protección y cuidado. […] para nuestros entre-
vistados la escuela aparece como un reducto donde se preservan, en alguna
medida, aquello elementos que hablan de un estado especial de inmadurez
y vulnerabilidad que reclama una asistencia, cobijo y cuidado especializados
[…] la tarea de ‘contener’ tiene un significado marcadamente ‘físico’ (la
escuela oficiaría como envase) en detrimento de sus connotaciones psico-
lógicas y afectivas; y sin duda, por encima de las pedagógicas.
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La noción de calidad educativa manifestada tiene su origen en esa
necesidad que si bien no se contrapone con su definición en términos de
aprendizajes académicos, ésta última aparece vagamente enunciada y definida
debido a la dificultad de muchas familias para establecer el contenido de
esa demanda pedagógica. Una directora ilustra con lucidez la interpretación
de la relación entre contención y aprendizajes desde el punto de vista de
las familias:
Desde le momento en que un pibe se demora en llegar a la casa y me llaman
a mí y me dicen, ‘directora, está mi hijo en la escuela’ y yo les digo ‘no’;
‘bueno porque todavía no llegó’ y yo les digo ‘bueno, ustedes búsquenlo
por su lado y yo empiezo a llamar a sus compañeros’. Hay digamos, a ver,
los padres no es que no se ocupan de lo académico porque no quieren, sino
porque no tienen recursos para hacerlo.
Como se mencionó, la segunda acepción del problema de la contención
se asocia al clima que se vive al interior de esas escuelas. La identificación
de un lugar donde “no permiten la violencia” es valorada positivamente en
contraposición con lo que se señala como el clima propio de las escuelas
estatales. De todos modos, en las entrevistas no se manifiesta un paraíso
escolar ajeno a enfrentamientos y tensiones entre los estudiantes o entre estu-
diantes y docentes, sino una percepción respecto de un modo de administración
y manejo de esos conflictos. Como señala una madre entrevistada:
Porque en una escuela pública, si bien, no hay herramientas como había anti-
guamente una contención de decir bueno, hay medida disciplinarias, y
decir bueno, si este chico, una cosa es que se pueden pelear como todos,
porque hay relación y rivalidad, pero de ahí a sacar armas, de ahí a ensañarse
de una forma mala o roba, entonces hay cosas que tiene que haber medidas,
tiene que haber medidas ejemplares porque sino, como está pasando ‘ vale
todo’, puedo hacer esto, puedo hacer lo otro, puedo estar criando estos valores
y principios a tu hijo, y por otro lado te muestran que todo lo que hacés no
vale nada.
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Otra dimensión significativa se asocia con el conocimiento y seguimiento
de la responsabilidad y los deberes de cada uno de los estudiantes. Si bien
las instituciones no ofrecen secciones de pequeño grupo (de hecho son
secciones numerosas al límite de sus posibilidades físicas), se valora que
las autoridades conozcan a los alumnos por sus nombres y que puedan de
ese modo mejorar sus estrategias de control. Es decir, que no sean secciones
pequeñas no significa que sean escuelas “superpobladas”, tal como se designa
a algunas escuelas estatales, y que permitan una mayor personalización en
el trato. Una entrevistada señala:
[…] desde el rector hasta el último empleado están siempre atrás de los
chicos, vigilándolos, mirándolos, custodiándolos…dentro de, mientras están
dentro de la escuela es como si estuviesen en la casa de uno. […] En los
secundarios estatales son alumnos, son treinta alumnos. Acá no, acá hay
treinta chicos cada cual con lo suyo, y se preocupan del problema de cada
uno. El que tiene un problema, recorre, recurre, a su tutor y el tutor, enseguida.
Si hay un problema que tienen que llamar al padre, llama al padre o a la
madre para que estén acá…
Aparte ellos acá, que vos decís, el apellido y ya saben quién es, quién no es.
La demanda de contención tiene un componente disciplinario, y los entre-
vistados lo contraponen permanentemente con lo que perciben que sucede
en las escuelas estatales:
Lo que pasa es que a veces ellos juegan con esto de… saber que en un
municipal, yo trabajo de portera en un jardín municipal y al lado hay una
primaria, y yo escucho… y acá no te echan, y capaz que acá ellos saben y
yo por lo menos al mío se lo dije, le dije, ‘a ver, por más que des todas las
materias, si tenés mala conducta no te renuevan la matrícula, a otra cosa
mariposa’. Entonces es como que se lo toman más en serio, tiene que ver
con un cambio de actitud en ellos, ‘bueno, me porto bien porque sino [men-
cionan el apellido de la directora del establecimiento] me la corta, me sacan
del colegio.
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Selección del grupo de pares
Otra poderosa razón es la selección del grupo de pares: se manifiesta una
idea respecto de que no se mezclen con los “otros”, que suelen ser los propios
vecinos, especialmente entre quienes viven en complejos habitacionales
densamente poblados. La escuela también contribuye a conformar una nueva
frontera respecto de otra posible territorialidad. Con enorme franqueza,
una madre con una hija en una escuela privada y otra hija en una escuela
estatal mencionaba que en discusiones entre ambas la primera acusaba a la
segunda de concurrir a un “colegio de villeros”, como referencia despectiva
a la escuela estatal:
La mía pelea con Sol, pelea con la otra que va al otro colegio. Sol le dice a
Cinthia que es colegio villero donde va ella, porque nada que ver, viste, cómo
hablan. […] ‘Yo colegio villero no voy’, me dice Sol. Tiene mucho que ver
también en los chicos como se expresan, el vocabulario que tienen, es impre-
sionante […] porque yo le veo con Cinthia y con Sol, son dos, es distinto.
Porque yo cuando le digo a veces ‘Sol, yo no sé si el año que viene te voy
a poder pagar un colegio’ ‘no, yo colegio villero donde va esta no voy’
cosas así, porque la otra vine y cuenta lo que pasa en el colegio donde va
ella.
Si bien aisladamente, dicha mención refleja esos procesos de segregación
escolar que se combinan y refuerzan con procesos de segregación más
amplios distinguiendo, entre los sectores populares, a un colectivo de tra-
bajadores frente a otro grupo poco caracterizado pero definido. El valor
positivo de la “mezcla” social, propia de la mitológica escuela estatal de
antaño, hoy se transformó confusamente debido a la masificación de la
educación media y se expresa en posiciones de aislamiento social al interior
de los sectores populares. De hecho, muchos de los entrevistados viven en
villas y complejos habitacionales, es decir, padecen las mismas condiciones
de segregación residencial, conviven cotidianamente con quienes se dife-
rencian en el territorio escolar.9 De allí que el pasaje al nivel secundario se
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posicione como un escenario donde se cristalizan esos temores mencionados
y el “ambiente” en el cual van a convivir los de menor edad, los recién ingre-
sados, se establece como un motivo de preocupación y favorece el cambio
hacia las escuelas estudiadas. Una hipótesis respecto de las trayectorias iden-
tificadas en los sectores populares: una escolaridad primaria en la escuela
municipal del barrio y una secundaria en una escuela privada accesible por
parte de quienes pueden hacer el esfuerzo de costearla.
Esa demanda de protección y cuidado se expresa como poco razonable
en un contexto donde otros chicos padecen situaciones más graves y urgentes,
provocadas por la crisis afectiva y material de muchas familias. La com-
prensión de la situación del otro, si bien pierde el carácter discriminatorio
que aparecía en otras verbalizaciones, tiene un efecto semejante: si la escuela
no puede ocuparse de mi chico porque hay otro que está peor, se busca una
escuela donde el “riesgo social” esté mejor promediado entre el grupo de
pares. Como señala una entrevistada:
[…] para mi tiene que ver con la tranquilidad de esto, del diálogo permanente,
de que haya tiempo de, ‘mirá, reforzalo en esto, hablale con esto’ de que no
hay problemas quizás tan graves en la mayoría como para que les pueda
dar bolilla a otros temas que en otro lado sería más grave, entendés, porque
hay problemas mucho más graves porque te vienen unos siete pibes sin comer
y te vienen dos pibes golpeados, y entonces, obviamente, qué vas a priorizar,
al que te contestó mal o al que no hizo la tarea… por qué no te sentaste con
mamá y papá a hacer la tarea… no, tiene que ver con otra cosa, tiene que
ver con esto, básicamente, me parece a mí.
En algunos entrevistados se propone una lectura comprensiva del problema
social, en especial considerando la afluencia de población escolar de barrios
vecinos del Gran Buenos Aires a las escuelas de la ciudad para aprovechar
tanto la oferta educativa como los subsidios alimentarios:
[…] que la mitad te pone otra dirección porque también vos con eso tenés
acceso a cobrar Ciudadanía [se refiere al Programa “Ciudadanía Porteña”
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un programa de transferencia de ingresos del Gobierno de la Ciudad de
Buenos Aires], que en provincia hasta hace un par de años, no sé ahora, no
la tenía, o sea, tenías un montón más de beneficios, sobretodo una jornada
completa con comedor… mi hermana vive en provincia y trabaja todo el
día y no tiene una jornada completa con comedor, desayuno y merienda y
no tener que pagar más que una cooperadora o una cuota de materiales si
podés. No tenés estos beneficios.
Pero se advierte también un segundo grupo de pares: los otros padres.
En tal caso, la mención avanza sobre diferenciaciones entre las familias.
En suma, estas escuelas constituyen un “circuito de evitación” (Veleda, 2003)
de ciertos grupos de pares.
Distancia geográfica
La distancia geográfica es también un elemento que condiciona la elección.
Esa consideración tiene dos vertientes: por un lado, la proximidad de la escuela
al domicilio y, por otro lado, el problema opuesto: la elección de la escuela
independientemente de donde está ubicada. En el primer caso, la combinación
de las escuelas de las características mencionadas con la proximidad al domicilio
es un argumento de peso que resuelve fácilmente el problema de la elección
escolar aun en contra de lo que pueden considerarse la preferencia ideal. En
segundo lugar, la percepción de una situación diferente entre las escuelas de
la Ciudad de Buenos Aires y las de la provincia es un elemento de distinción
a favor de las primeras que hace que muchas familias elijan instituciones de
ese distrito. Pero vale señalar que las verbalizaciones son en general vagas y
poco precisas, no terminan de construir una afirmación de sentido contundente
respecto de en qué se basan esas diferencias. Muchas familias residentes en
el Gran Buenos Aires realizan un esfuerzo económico considerable (que incluye
el pago de la cuota y el arreglo para el transporte) para enviar a sus hijos a
las escuelas privadas de la ciudad seleccionadas en el estudio, especialmente
en dos casos: la escuela técnica y otra cercana a la conexión con el Partido
de Avellaneda. Una madre entrevistada señalaba:
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Es re complicado, mire, casi un malabar, yo por ejemplo, un remís a la mañana
para que lo traiga a la puerta del colegio, porque ahí, en provincia no se
puede viajar, a partir de las siete, ocho de la mañana no se puede viajar, es
imposible, entonces, obligadamente, yo no tengo otro acceso, como vienen
solos, los dos, vienen en remís, a la mañana. Se re complica, pero, para mí
seguridad.
En síntesis, el patrón en cuanto a la elección escolar oscila entre dos
polos: la proximidad geográfica y la decisión de desplazarse en busca de
escuelas de estas características.
La salida laboral
Otro componente de la elección escolar es la demanda por una salida laboral,
en especial la que ofrece orientación técnica y tiene una aceitada relación
con pasantías en el sector privado. Esa institución desarrolla una actividad
considerable para alcanzar ese objetivo, en especial frente a las condiciones
de exclusión de ciertos ambientes de trabajo que serían tal vez inalcanzables
para muchos de estos chicos. Un directivo señalaba:
La escuela tiene un sistema de pasantías laborales bastante interesante.
Creo que no hay muchas escuelas ni estatales ni privadas que lo tengan. Bus-
camos recrear el espíritu nuestro, una de las líneas es recrear la cultura del
trabajo. Yo no generalizo, pero muchas familias, o no tienen trabajo, o
viven de changas o viven de los planes asistenciales que se generan a través
de los gobiernos de la ciudad, gobierno nacional. Entonces recrear la cultura
del trabajo para nosotros es uno de los puntos centrales, a la par de la formación
evangélica, inculcar los valores cristianos […] cuando colocan un currículum,
manzana 4, casilla 25, puede ser excelente la familia, trabajadora como la
mayoría del barrio, porque se asocia, siempre, villa a delincuencia y no es
así, pero el hecho, ya, de vivir en una villa, ya los condiciona fuertemente,
entonces, hacerlo vía escuela la inserción laboral, es un camino que no te
digo es el único, pero en muchos casos es el único. Sería, por lo menos,
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muy difícil. Chicos que, las chicas que están trabajando en una empresa mul-
tinacional, llevamos chicos del barrio y se desempeñan bien, mayor, menor
dificultad, muy buena preparación, y bueno, solos no hubieran ingresado
nunca, quizás.
Y una entrevistada completa:
Es que yo tengo, hoy día, no cierto, sobrinos, que estaban acá y terminaron
quinto año, y tengo uno trabajando en Orbis, gracias al colegio, y tengo uno
trabajando, no cierto, en Edesur, gracias, también al colegio. Es que la pasantía
que hizo quedó efectiva. Y hay también chicas que quedaron en Bayer, que
hoy son, no cierto, encargadas y tienen un cargo alto, gracias al colegio.
De todos modos, en general la “salida laboral” no es una demanda resuelta
por la elección de estas escuelas. Las expectativas familiares someten a la
escuela a demandas no siempre en condiciones de satisfacer, tal como ilustra
el testimonio de una madre entrevistada:
A mi me hubiera gustado que hubiera ido a otro colegio, que tenga una salida
laboral… por ejemplo.
Las condicionalidades de los programas de transferencia de ingresos
Es difícilmente esperable que los padres y madres que aceptaron ser entre-
vistados puedan manifestar razones políticamente incorrectas respecto de
la elección de la escuela. Por ese motivo, el testimonio de una de las directoras
entrevistadas ilumina cierta influencia que en el plano microsocial están
operando los diferentes programas de transferencia condicionada de ingresos
del gobierno nacional y del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que
solicitan como contraprestación la asistencia escolar de sus hijos.
[…] uno de los fenómenos puntuales que se está dando en la zona del sur
[…] son padres que están absolutamente afuera del sistema desde el punto
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de vista laboral, pero absolutamente metidos en el sistema en lo que son las
organizaciones de base. A partir de ahí, ellos lo que logran son los subsidios,
desde la tarjeta ciudadana de Ciudadanía Porteña hasta el seguro universal.
Entonces, ¿de qué depende que ellos cobren todas estas asignaciones? de
que tengan certificado de alumno regular. Entonces, hasta inclusive hay
una desatención, pero es instintiva, no es pensada, es que si los chicos
llegan hasta los diecinueve años en la escuela, o sea, si repiten, si no repiten,
si tienen que pasar a la pública, no les importa, el tema es tener a los pibes
en la escuela.
Puede anotarse este elemento entonces como parte de un abanico de
razones en la elección escolar.10
La educación religiosa
Como se dijo, todas las escuelas seleccionadas ofrecen educación religiosa.
Sin embargo, en los testimonios de los entrevistados no aparece una búsqueda
específica de la formación religiosa sino una asociación entre los peligros a
los cuales está expuesta la juventud, por un lado, y la contención y el
cuidado que ofrecen las instituciones dada su condición, por el otro. La per-
cepción es que a los chicos se les enseñan “cosas buenas” a través de una
“educación espiritual” y que es importante que aprendan a “respetar” a los
adultos. En un sentido amplio, es la búsqueda de una suerte de antídoto frente
“a la violencia en base al compañerismo, el amor, la ayuda”. Pero efectiva-
mente, la formación en valores trascendentes no parece ser una demanda cen-
tral, aunque se advierte que entre algunas personas entrevistadas la solicitud
está más presente. Es, en cierto modo, un componente que se relaciona
positivamente con la noción de protección ya desarrollada y una asociación
con formas de fomentar ciertos comportamientos entre los estudiantes. Una
directiva entrevistada mencionaba con toda sinceridad: “¿Formación espiritual?
nadie te dice eso” cuando inscriben a los chicos en la escuela reconociendo
en ese sentido un cambio dado que anteriormente (con cierta vaguedad e
imprecisión temporal) la escuela religiosa estaba íntimamente relacionada
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con una demanda de formación de ese tipo. Pero se admite una moderación
de ese reclamo en los tiempos presentes. Otro directivo entrevistado conecta
la propuesta religiosa con el clima escolar:
No sabría decirte si lo que buscan primero es la alternativa religiosa. Lo
que sí creo es que los valores del evangelio, el espíritu religioso de la escuela
lleva a que se crea un clima, y una forma de trabajo que protege en cierta
medida a los jóvenes, adolescentes de ese ambiente. […] Entonces yo no
creo que, no podría afirmar, que las familias dicen ‘porque es religioso busco
la escuela’, pero si, creo que los valores que nos inspiran llevan a que
exista un clima de trabajo y un ambiente dentro de la escuela que hace que,
preserva a los chicos fuera de ese ambiente, que es difícil, eh, no quiere decir
que esto, que es ideal la situación, pero sí los preserva. Se da algo muy
común, los chicos quieren venir siempre a la escuela, algunos por ahí aprueban
y siguen viniendo, y están en la escuela porque se sienten bien; desde lo
simple, un ambiente tranquilo, un ambiente donde se puedan reír, jugar,
donde puedan jugar a la pelota.
Algunas entrevistadas mencionan actividades filantrópicas, propias de
la misión pastoral de alguna de estas escuelas, que contribuyen a la formación
del carácter y los valores de los chicos. A la vez, se menciona el fomento
de valores cuyo contenido es propio de la formación ciudadana en una ins-
titución laica:
[…] no le digas gordo porque a vos no te gustaría… no le digas puto porque
es la elección de cada uno. Es poder sentarse a hablar con los pibes y que
no sea lo prioritario que no se rompan la cabeza, sino que sea prioridad que
no se insulten, que no se maltraten, que no se denigren siempre entre ellos….
Inclusive, se mencionan situaciones de tolerancia y amplitud frente a
otras convicciones y en comparación con otras escuelas religiosas, ortodoxas
en cuanto a la observancia de los sacramentos de cada credo. Como manifiesta
una madre entrevistada:
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[…] yo después de haber ido a un colegio católico y, por ejemplo, que me
plantearan con el más grande, el que viene acá, no bautizarlo en la etapa
porque yo era madre soltera y no me lo querían bautizar, dije bueno, está
bien, […]. Después acá nunca me hicieron problema por esas cosas, y hay
colegios donde sí. Claro, hay colegio donde son más conservadores y acá,
bueno, tienen como una amplitud con respecto a eso….
[…] acá hay testigos de Jehová, hay evangélicos, hay mormones.
Un directivo entrevistado mencionaba algún caso respecto de la posición
contracultural de la escuela en relación con la ortodoxia religiosa de la familia
de origen de un alumno. En otras palabras, la elección escolar de la familia
se basaba en motivos estrictamente religiosos, para fortalecer la identidad
y la convicción de la fe; sin embargo, el elemento “público” del contenido
de la enseñanza construyó un principio valorativo de confrontación con el
fundamentalismo familiar. Vale decir, una escuela religiosa que promueve
la diversidad y la tolerancia y entra en conflicto con los valores trascendentes
ortodoxos que inspiraron a esa familia a elegir esa misma escuela. Es decir,
curiosamente, la escuela privada en esa situación refuerza valores públicos
respecto de los valores privados (familiares) religiosos.
En suma, las respuestas encontradas se alinean con las conclusiones
del estudio de Tiramonti, quien clasifica los perfiles institucionales de las
escuelas en función de la lectura particular que realizan los diferentes grupos
sociales respecto de sus propias expectativas. Para el grupo social que ocupa
la presente investigación, define:
Las instituciones que habitan este espacio están atadas a una función que
ellas mismas califican de ‘contención’, concepto abarcador de una amplia
gama de propuestas institucionales que se articulan con las estrategias de
supervivencia del sector que atienden. Están las instituciones religiosas cuya
propuesta tiene un claro componente pastoral a partir del cual se proponen
regular las conductas. Son escuelas que contienen una promesa de ‘protección
tutelar’ contra las tendencias de desintegración del medio. En estas institu-
ciones se reconoce aun una intención ‘civilizatoria’ y cierta confianza en la
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potencialidad de la socialización escolar. Su grupo de referencia está ame-
nazado por la perspectiva de la exclusión y la vida violenta. Mandar a los
hijos a la escuela es una apuesta desesperada por incluirlos en la ‘vida digna’,
expresión con la que se designa una existencia que combine trabajo y familia
(Tiramonti, 2004:31).
Movilidad social ascendente
Estudios respecto de la popularidad de las escuelas privadas subvencionadas
en Chile destacaban que, para una familia cuyos adultos observaban una
escolaridad formal inferior, la asistencia a esas escuelas era considerada
como un signo de movilidad social ascendente. Sin embargo, la evidencia
reunida en este caso no permite afirmar lo mismo: en general no aparece
esa percepción, sino que se subraya la demanda ya mencionada de una
escuela como frontera y refugio de lo que la rodea. Más difusamente se
advierte una elección de una escuela que le sirve a los chicos “para progresar”,
en relación con la propia condición de sus progenitores. Pero en modo alguno
la escuela privada es vista como un símbolo de progreso social en sí misma
sino como un medio para una escolaridad con una mejor contención y eso
justifica el esfuerzo económico de las familias. Tampoco se advierte en estos
grupos sociales una percepción que asocie la mejora económica general
que vivió Argentina desde 2003 y una mayor disponibilidad de ingreso
familiar con un efecto de sustitución de una escuela estatal por una privada.
Otras razones parecen más poderosas que una hipótesis de este tipo, al menos
para estos grupos sociales.11
Acerca de las escuelas de gestión estatal
Casi como un juego de espejo, los grandes reproches de los entrevistados
a la escuela estatal, al menos a la que conocen y a la que pueden aspirar,
se vinculan con las dimensiones mencionadas como las bases de la elección
de las escuelas privadas estudiadas: la falta de cuidado, la continuidad en
las clases y el deterioro de la infraestructura. En general, se comparte evidencia
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establecida en estudios anteriores.12 La percepción oscila entre la añoranza
de una situación mejor (“la escuela pública no es la misma ahora”) y la
crítica frente al “deterioro evidente”: cuando se indaga sobre el significado
de esa calificación, se puede sintetizar en la idea que “los profesores no
van y los chicos se van”.
La noción de falta de cuidado se componen a su vez de elementos diversos:
violencia entre los estudiantes, ausencia de disciplina y control, falta de aten-
ción de los profesores por la individualidad de los alumnos, pérdida de la
vocación docente. Algunas menciones seleccionadas indican que:
Los chicos joden, se hacen la rata, a nadie les importa.
Los chicos se roban y se pelean.
La mayoría de gente que conozco los manda acá, […] porque tienen el
concepto de que en un colegio del Estado no van a poder; que se ratean,
que no estudian, que copian fácil. […] La escuela del estado, si el chico no
se pone las pilas por sí mismo, no existe.
Pero el tema es que los chicos son muy jodidos. La escuela del Estado no
tiene contención con nadie; si tienen que pegar, le pegan. Y a mi no me
gustaría que a mi hija le estén pegando […] Salen de la escuela pegándose,
a dónde se ve que una nena salga golpeada de un colegio porque llevó una
zapatilla mejor, porque llevó un trapo mejor; porque así es acá.
La percepción de los entrevistados es de una escuela donde no se advierte
la responsabilidad sobre lo que sucede tanto adentro como afuera, donde las
autoridades no están en conocimiento de los acontecimientos cotidianos, y
donde no tienen control sobre el curso las acciones no deseadas de los alumnos.
En esa dirección, se dice que en las escuelas estatales se debe recomponer el
“principio de autoridad” dado que “no hay respeto” y sin eso no se puede
desarrollar la tarea educativa. En otras palabras, la demanda de los entrevistados
se orienta en relación con un principio de orden y de cierta ejemplaridad que
parece haber perdido la escuela estatal y exhiben en forma positiva, de acuerdo
a las valoraciones recogidas, las escuelas estudiadas. En ese contexto, el miedo
es un organizador de la decisión familiar:
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Por miedo. Miedo a que lo golpeen, miedo a estar peleando a trompadas
discutiendo con la gente.
La falta de cumplimiento del calendario escolar es otro componente de
la evaluación negativa de las escuelas estatales; en especial se destaca la
percepción de una elevada ausencia de los docentes y de la persistencia de
paros de actividades por motivos gremiales. Algunas menciones de los entre-
vistados señalan:
Mucho paro, mucho paro. Yo no sé si cumplen tanto las horas. Que tienen
que cumplir siempre, no creo. De los seis meses, cuántos meses estudió…
habrán estudiado seis meses, saque la cuenta. El año pasado habrán estudiado
muy poco.
Faltan mucho los profesores.
[…] yo siempre discutía con la maestra, porque yo me iba a trabajar temprano
y volvía tarde. Entones más de una vez, Ivana se llama mi nena, tiene vein-
ticuatro años ahora, me dice, ‘mami, yo hoy, no hubo profesor y me dijeron
que me vaya’; ‘y dónde te fuiste’; ‘me fui a los videos juegos’. Y bueno, en
el cuaderno no decía, ‘su hijo se retiró’.
Por último, otras menciones hacen referencias a escuelas con una infraes-
tructura deteriorada que afecta el normal desenvolvimiento de la actividad
escolar. Una entrevistada señalaba:
No hay clases. Era, en una semana, por lo menos, iba dos veces a clases, porque
después no había agua, no había luz, no había nada… Y entonces, bueno, uno
cuando uno trabaja no puede dejar a los chicos solos, y entonces yo vine a
buscar acá, y encontré y viene de la mañana hasta la tarde, jornada completa.
En ocasiones, la escuela estatal funciona como un destino amenazante
frente al bajo rendimiento de los estudiantes en las escuelas pagas a las
cuales concurren: “te mando al cole del Docke” le suele decir una madre
a su hijo. De todos modos, también se recogieron opiniones favorables al
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funcionamiento de las escuelas estatales en experiencias recientes durante
el nivel primario de los chicos que luego fueron cambiados a las escuelas
estudiadas; sin embargo, la imagen del nivel secundario de las escuelas
estatales tienden a articularse en relación con lo recién apuntado. Por último,
la consideración de las escuelas estudiadas, “semiprivadas” de acuerdo con
la definición recogida, son tal “como deberían ser las escuelas públicas”.
En otras palabras, son los modelos donde deben mirarse las escuelas estatales,
de acuerdo a las percepciones y testimonios recogidos.
III. Algunas conclusiones y precisiones
El proceso de mercantilización simbólica y material de la educación puesto
de manifiesto a través de la elección de escuelas privadas distingue diferentes
“públicos escolares”: así como el análisis de los registros estadísticos indica
la confluencia de diferentes grupos sociales “consumidores” de educación
privada en diferentes proporciones, el análisis fenomenológico da cuenta de
motivaciones distinguibles. Como señala David Riesman (citado por Howard
Becker, 1974), la ciencia social es, en parte, una “conversación entre las
clases” prestándole atención a problemas y modos de vida sobre sectores
sociales que jamás entrarían en contacto: en cierto modo, la advertencia de
esos modos de uso de la escuela privada por parte de los diferentes “públicos”
ilumina aspectos decisivos para la comprensión de su creciente uso.
Conviene puntualizar los dos sentidos del concepto de mercantilización:
primero, el desarrollado por Gosta Esping Andersen (1993 y 2000) en términos
del proceso que promueve la entrada de bienes y servicios a la esfera del
mercado y marca uno de los ejes de análisis fundamentales respecto del des-
empeño de los modernos Estados de Bienestar.13 Segundo, en la idea de
Dubet y Martucelli (Ob.cit.), como producto de la masificación escolar: la
transformación de la educación en un sistema de competencia donde padres
y madres se comportan como consumidores de un servicio que debe ser
sometido a examen y consideración. Aquello que, parafraseando a Julian
Le Grand (2001), puede denominarse como la “dinámica del rey”.14 En
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ambos sentidos debe entenderse el proceso mencionado: como el aumento
de la dependencia monetaria por parte de las familias para la satisfacción
de la necesidad educativa y como un atributo que asume la forma de elección
escolar por parte de ciertos públicos. De allí se sigue que lo que diferencia
y distingue tiene más valor que lo que iguala y homogeniza.
En el campo de las representaciones sociales, el llamado proceso de mer-
cantilización educativa entre los sectores populares se asocia con el tenor
de las expectativas familiares en un contexto de masificación educativa y
polarización social, esto es, un profundo deterioro de las condiciones mate-
riales de vida y de un fuerte proceso de desafiliación social y segregación
residencial cuyo origen se remonta más atrás en el tiempo.15 Los testimonios
recogidos de padres y madres entrevistados señalan una escuela que se
expresa como una frontera y un refugio frente a lo que en forma concluyente
entienden como manifestaciones de violencia capilar, cercana, recurrente y
cotidiana y su efecto en el deterioro y descomposición de las relaciones
sociales en sus círculos directos. Los relatos, a modo de justificación de la
decisión sobre la elección escolar, indican una notable preocupación por la
protección de sus hijos. La escuela expresa una intersección entre el presente
y el futuro y, en ese espacio, lo que constituye como la principal demanda
de los grupos sociales analizados es una escolaridad civilizatoria, donde la
idea del progreso y el combate a la “mala vida” a través de la educación
viene como consecuencia de una condición necesaria y anterior: el cuidado.
El pasaje del nivel primario al nivel medio constituye un escenario paradójico
donde aspiraciones de progreso y temores frente a un nuevo grupo de pares
encuentra solución en la oferta educativa analizada.
Un componente de esa concepción es la solicitud por una escuela que
funcione en sus aspectos básicos, es decir, donde se dicten clases todos los
días durante toda la jornada y en instalaciones con un nivel de conservación
adecuado permitiendo a las familias resolver sus compromisos laborales
mientras sus hijos quedan a buen resguardo. Difusamente, se manifiestan por
detrás algunas vagas ideas sobre la calidad de la enseñanza. En esa dirección,
la noción de calidad educativa se traduce, casi sin mediaciones, en una escuela
de cuidado y contención. A su vez, ésa parece ser la principal característica
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que expresan, al menos desde los relatos recogidos, las escuelas privadas
analizadas permitiendo en un mismo movimiento tomar cierta distancia de
los grupos sociales que se perciben como amenazantes y peligrosos. El
componente religioso, propio de la inspiración confesional, ofrece un contenido
más terrenal que trascendente, asociado a los valores mencionados.
Paralelamente, los entrevistados mencionan una opinión crítica respecto
de la escuela estatal, condicionada en su obligación de ofrecer educación
para todos en un contexto de masificación del nivel medio y mostrando su
incapacidad para lidiar con ese ambiente violento del cual se quiere escapar.
En consecuencia, el escenario de las experiencias escolares proporciona un
fragmento nítido: la escolarización de los sectores populares en instituciones
educativas religiosas sin fines de lucro, donde se desarrolla una oferta al
alcance de sus posibilidades económicas; en base al esfuerzo, las familias
se proponen la búsqueda tanto de una oportunidad de mejora como de un
ámbito de cuidado. El sentido de ese gesto de distanciamiento social, iden-
tificado en la no concurrencia a las escuelas estatales reprochadas, cobra
cuerpo a través de esa pertenencia. Tampoco quedan a salvo del escrutinio
de los entrevistados las escuelas privadas no accesibles. El rechazo se
manifiesta frente a aquello que se considera como una mercantilización
material extrema y abusiva del servicio educativo.
Pese a varios años de notable incremento del empleo, de la actividad
económica y de los ingresos salariales los relatos recogidos señalan su
limitado alcance respecto de aquellos sectores donde reina la informalidad,
los programas condicionados de transferencia de ingreso, la segregación
residencial, la baja calidad habitacional, el deterioro del hábitat, y la lesión
profunda de la sociabilidad barrial debido a la persistencia de situaciones
de violencia en sus distintas manifestaciones. Quienes están en condiciones
de buscar una vía de escape están dispuestos a pagar por una mercancía edu-
cativa caracterizada por su capacidad de protección, cuidado y contención.
La evidencia estadística presentada ilustra a nivel macrosocial el proceso
analizado a nivel microsocial. Alejandro Morduchowitz (2002) establece
que la expansión del sector privado educativo se originó desde fines de los
años cuarenta. Nada se ha dicho sobre las políticas estatales que llevaron a
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esa situación. Adelantando ideas en desarrollo, se ofrece la hipótesis de Paul
Starr (1993): el paro de los programas públicos y el rechazo por el gobierno
de ciertos tipos específicos de responsabilidad (“privatización implícita”)
o, en un nivel menos drástico, la limitación de servicios públicamente pro-
ducidos en volumen, disponibilidad o calidad, causan un giro de los con-
sumidores hacia unos sustitutos producidos en forma privada (“privatización
por desgaste”);16 algunos autores también denominan a ese proceso como
“autofocalización”: pese a que el servicio estatal está disponible para todos,
ciertos grupos sociales se sienten desincentivados a usarlos (Margaret Grosh,
1992). Si bien es posible encontrar acciones de fomento al sector privado
de educación en períodos recientes a través de subsidios a la oferta privada,
el modelo de financiamiento del sistema educativo argentino no sufrió sus-
tanciales modificaciones. En suma, la hipótesis referida es un hilo conductor
para reflexionar sobre el curso de los acontecimientos en el campo educativo
privado en los últimos tiempos.
Anexo metodológico
Fuentes estadísticas
Se procesó la Encuesta de Condiciones de Vida, Condiciones de Vida y
Acceso a Servicios y Programas Sociales (ECV) para observar la asistencia
de la población de 5 a 17 años a establecimientos educativos públicos y
privados en los dos años relevados (1997 y 2001) durante el último trimestre,
de la población escolar que asiste regularmente a los establecimientos edu-
cativos (5 a 17 años). Con idéntico criterio se procesó la Encuesta Permanente
de Hogares (EPH)/ INDEC (a partir de 2003 permite conocer la asistencia
de la población a establecimientos educativos por tipo de gestión estatal o
privada) en el segundo semestre de los años 2003 y 2006 y en el cuarto tri-
mestre para 2009.17 Por restricciones muestrales, solamente se puede analizar
la población de edad correspondiente al nivel primario (5 a 12) y secundario
(13 a 17) en forma agregada (5 a 17 años).
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Se clasificó a los hogares en “quintiles de ingreso per capita familiar”.
El ingreso per capita familiar fue calculado como la razón entre el ingreso
total que obtienen los miembros preceptores del hogar por todo concepto
(excluyendo solamente el aguinaldo si lo han percibido el mes anterior) divi-
dido por la cantidad total de los miembros que lo integran. Los “quintiles
de ingreso per capita familiar” son determinados a partir de: a) el ordena-
miento en forma ascendente de la totalidad de los hogares con ingresos decla-
rados en forma completa (sean éstos iguales o mayores a cero), en función
del valor de su ingreso per capita; y b) la distribución posterior de estos
hogares en cinco grupos de igual tamaño. De esta forma, los hogares del
primer quintil representan el 20% de más bajos ingresos per capita, mientras
que aquellos pertenecientes al último quintil constituyen el 20% de hogares
con mayores ingresos per capita. Si bien los quintiles per capita clasifican
a los hogares en grupos del mismo tamaño, como el tamaño medio de los
hogares tiende a disminuir a medida que aumenta el ingreso per capita, la
distribución poblacional según quintiles no lleva a la conformación de grupos
de igual tamaño. Debido a restricciones muestrales, solamente es posible
hacer el análisis de asistencia escolar por tipo de gestión por niveles de
ingreso en la población de referencia para el Área Metropolitana (AM) y
para el total de los aglomerados urbanos (TA).
Estudio cualitativo
El diseño de investigación presenta un enfoque microsocial basado en técnicas
cualitativas de recolección de información (entrevistas en profundidad).
Se seleccionaron cuatro escuelas para el estudio: todas ofrecen educación
común de nivel inicial, primario y medio, son de orientación religiosa, tres
de ellas titulan en distintas modalidades de bachillerato y otra en educación
técnica. Una sola tiene un turno nocturno. Tres escuelas se ubican en la
zona sur de la Ciudad de Buenos Aires y una cuarta en la zona sur del Gran
Buenos Aires. Dos escuelas tienen menos de 200 alumnos en el nivel, las
dos restantes entre 500 y 600. Todos los establecimientos educativos tienen
una larga trayectoria en la zona, pero una incorporó la oferta de nivel
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medio en 1989 y otras dos a mediados de la década del noventa. En todos
los casos, los establecimientos perciben la subvención estatal máxima (100
por ciento) y los aranceles mensuales que cobran a los alumnos oscilan desde
165 pesos, 100 pesos, 75 pesos y la restante de 45 pesos (ciclo lectivo 2010).
En todas las escuelas se reconoce un elevado nivel de morosidad en el
pago del arancel mensual.
La población que asiste a las escuelas seleccionadas proviene de hogares
cuyos adultos son trabajadores formales e informales, en general en empleos
poco calificados, muchos de ellos beneficiarios de programas sociales de
transferencia de ingresos; se caracterizan por residir en barrios populares,
villas y complejos habitacionales cercanos a las escuelas, si bien no todos
los asistentes son vecinos de las inmediaciones. En algún caso, también se
señala la fuerte presencia de población migrante de países limítrofes.
El trabajo de campo se desarrolló entre febrero y septiembre de 2010.
Las entrevistas a padres y madres de alumnos fueron realizadas en las insta-
laciones de las escuelas, con excepción de dos casos en los cuales se realizaron
entrevistas telefónicas a partir de contactos proporcionados por el propio esta-
blecimiento. Se combinaron entrevistas grupales con entrevistas individuales.
Si bien el criterio de selección de los padres y madres se basó en la asistencia
actual al nivel medio de los alumnos de las escuelas elegidas, la existencia
de otros hijos de esas familias en edad escolar permitió establecer una apro-
ximación hacia diferentes experiencias y trayectorias escolares en diferentes
combinaciones entre escuelas de gestión estatal y escuelas de gestión privada.
Fueron entrevistadas 22 personas de esta categoría. Complementariamente
se entrevistaron nueve informantes clave con el fin de ampliar la comprensión
del fenómeno bajo estudio (funcionarios actuales y de administraciones
anteriores del Ministerio de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos
Aires, de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires, y personal
directivo de los establecimientos educativos de gestión privada). Las entrevistas
fueron registradas en forma magnetofónica (con el consentimiento de los entre-
vistados) y se tomaron “notas de campo” en forma simultánea. Posteriormente
fueron transcriptas para el análisis de su contenido.
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notas
1 La Ley Nacional de Educación Nº 26.206 de 2006 definió a la educación como “pública”,distinguiendo escuelas de gestión “estatal” y de gestión “privada”, Para aligerar el textose utilizará la fórmula “escuelas privadas” para designar a las “escuelas públicas de gestiónprivada” y “escuela estatal” para designar a las escuelas públicas de gestión estatal”.
2 Agradezco la colaboración de Sonia Susini por el procesamiento de los datos de la Encuestade Condiciones de Vida (ECV) y de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH). Ver comen-tario sobre las fuentes en el Anexo Metodológico.
3 La información se basa en hogares con ingresos declarados en la EPH.4 En el Anexo Metodológico se detalla el diseño de la investigación.5 Las transcripciones de fragmentos de testimonios de personas entrevistadas se presentan
en párrafos diferenciados. Con excepción de los casos donde se aclara, los entrevistadosson padres y madres que envían a sus hijos e hijas a escuelas privadas de nivel medio.
6 El servicio educativo es un aspecto fundamental en la denominada “economía del cuidado”,rescatado especialmente por la crítica feminista a las instituciones de bienestar: la escuelaes productora pública extra hogar de servicios de cuidado de niños, niñas y adolescentes(Corina Rodríguez Enríquez, 2005) mientras los adultos participan del mercado laboral.La escuela permite “desmercantilizar” y “desfamiliarizar” esas responsabilidades de cuidado(mientras educa, cuida). Dicha concepción supone una transformación del ámbito doméstico,al convertirlo en un asunto público donde el Estado tiene injerencia. La participación dela mujer en distintos ámbitos de la vida social depende en buena medida de la liberaciónde esas responsabilidades domésticas de cuidado y los servicios estatales suelen cumpliresa función liberadora.
7 El maestro Carlos Fuentealba fue asesinado el 4 de abril de 2007 en Neuquén duranteuna protesta social. Días después hubo un paro general de actividades docentes en todoel país con una masiva adhesión.
8 “El miedo parecía ocupar el lugar vacante que antes había ocupado la organización fabrilcomo principio regulador: ésta marcaba sus rutinas diarias, los horarios de los hogares,determinaba períodos especiales (las vacaciones, los aguinaldos y su impacto en el comer-cio local), mantenía en vilo a la comunidad cuando acontecía algún conflicto (la huelga,el cierre o disminución de las fuentes de trabajo). La desestabilización del mundoobrero-popular también implicó la irregularidad de la vida local. Nuestra hipótesis esque la sensación de inseguridad vino de algún modo a llenar ese vacío. El temor compartidollevaba a regular horarios de entrada y salida del hogar, marcaba circuitos de pasaje yevitaba otros; la amenaza, se transformaba en un tema central de conversación entrevecinos y servía como criterio de demarcación y exclusión interna, entre peligrosos ysus potenciales víctimas” (Kessler, 2006:62). Señala en otro pasaje: “Estudiar el miedoes problemático: se trata de una emoción o sentimiento de difícil abordaje, sólo se accedea un discurso posterior o acciones con el que se lo relaciona. […] Es, por otro lado, unconcepto polisémico (para el investigador y para los individuos): con un gran parecidode familia a otras nociones, como angustia pero también inseguridad, incertidumbre o
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riesgo. Se debe sortear también un problema: puesto uno a mirar la sociedad a travésde esta lente, debe resistirse la tentación de concluir qué estamos sumidos en una infinidadde temores, sin diferenciar entre efímeros y permanentes ni entre sus gradaciones diversas”(Kessler, 2006:59).
9 Veleda (2003:50) mencionaba que “[…] los sectores medios-bajos se muestran esencialmentepreocupados por evitar las escuelas donde predominan alumnos provenientes de villas deemergencia. Este criterio surge reiteradamente en los discursos de las familias, lo cual con-tribuye a confirmar el fenómeno, ya constatado por otros estudios.”
10 Esa condición hace poco comprensible la Circular 79 de agosto de 2010 de la AdministraciónNacional de la Seguridad Social, suspendida en sus efectos, que interrumpe la parte pro-porcional de la condicionalidad educativa de la Asignación Universal por Hijo a los per-ceptores que envían a sus hijos a escuelas privadas.
11 De todos modos, en términos macrosociales el cuadro 4 y el cuadro 5 muestran un aumentode la escolaridad en escuelas privadas en el período 2003 – 2009 para todos los gruposde ingreso.
12 Veleda (2003:9) señalaba: “[…] la mayoría de las familias expresa abiertamente su pre-ferencia por éste último [sector privado] y su disconformidad con las escuelas públicas,a raíz de los paros y el ausentismo docente, el deterioro de las condiciones materiales(infraestructura y recursos didácticos) o la desatención e incluso el maltrato a los niños”.
13 Esping Andersen (2000:64), sobre nociones desarrolladas por Karl Polanyi ([1944]1992)y Claus Offe (1990), entiende que el concepto de desmercantilización “aspira a captar elgrado en que los estados del bienestar debilitan el nexo monetario al garantizar unosderechos independientes de la participación en el mercado. Es una manera de especificarla noción de derechos de ciudadanía social de T. H Marshall”. José Adelantado y otros(1998:143), completan la definición: “[…] la desmercantilización se podría entender comoel conjunto de restricciones económicas, políticas y culturales (incluidas las de carácterético) que limitan la entrada de bienes en la esfera mercantil, o intervenciones que extraenrelaciones sociales de la misma”.
14 La introducción de reformas orientadas a la demanda en la provisión de servicios socialesobedeció a un cambio radical en la forma de percibir la motivación de los proveedores yla autonomía de los usuarios por parte de los encargados de diseñar las políticas (Le Grand,2001). Las percepciones sobre la cuestión de la motivación se basaba en dos supuestosfundamentales: que los burócratas no estaban motivados por el interés personal sino porel interés público en el bienestar de la población y que los beneficiarios de esos servicioseran básicamente pasivos y que aceptaban los servicios que se les ofrecieran sin protestar.El cambio en las creencias (encarnado en el conservadurismo inglés en los ochenta) significóque cesara la convicción en la identificación del servicio público con el interés general yque la condición de los usuarios no era pasiva respecto de la oferta de los servicios sociales.Por lo tanto, las creencias y valores de quienes elaboran las políticas comenzaron a basarseen la idea de que los proveedores de servicios sociales estaban más motivados por su interéspersonal que por el altruismo y que los usuarios de los servicios sociales debían ser tratadosmás “como reyes que como siervos”.
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15 El régimen social de acumulación instaurado a partir de 1976, que Susana Torrado (2010)llama “aperturista”, se caracteriza por el aumento de la clase obrera autónoma, forma demanifestación de la ampliación de condiciones de empleo informal y precario, alimentadapor trabajadores asalariados urbanos que perdieron sus antiguas posiciones expresandoun proceso de movilidad social descendente intra e intergeneracional. Puntualizando: “[…]desde el punto de vista de los ingresos, la movilidad experimentada en todos los estratosde la clase obrera y en la mayor parte de los de la clase media fue abruptamente descendente,implicando un proceso de pauperización absoluta y pauperización relativa, de carácterinédito en la historia argentina reciente” (:56). Completa: “[…] se hizo más intensa la pola-rización entre los muy pobres y los muy ricos, destruyendo, en el camino, uno de losatributos distintivos de nuestro país: la existencia de amplios estratos medios formados yconsolidados a lo largo de casi un siglo” (:57). Sus efectos estuvieron espacialmente con-centrados en los tradicionales polos industriales: área metropolitana Buenos Aires, Córdobay Santa Fe (José Nun, 1987).
16 Comúnmente suelen utilizarse en forma indistinta privatización y mercantilización. Reservo“privatizar” a promover la participación de organizaciones privadas (con o sin fines delucro) en la producción de un servicio y “mercantilizar” a la puesta en marcha de unarelación mercantil entre los agentes. La primera se asocia a la fuente y forma de producciónde los satisfactores y la segunda se asocia a la posición de las familias o de los individuosrespecto del acceso a esos satisfactores.
17 Vale mencionar que las bases usuarias de la EPH posteriores al segundo semestre de2006 se encuentran severamente cuestionadas por los especialistas debido a la crisis ins-titucional del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC).
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Revista de Instituciones, Ideas y Mercados Nº 55 | Octubre 2011 | pp. 235-258 | ISSN 1852-5970
ROSMINI’S ECONOMIC VISION AND THE POST-CRISISGLOBAL ECONOMY*
Carlos Hoevel**
Abstract: Being one of the first Catholic thinkers to embrace the market
economy, Antonio Rosmini believed that it could not function devoid of
strong ethical and institutional foundations. The article presents his main
economic ideas and shows the relevance of his writings to understand the
causes of the recent global crisis. It also gives a Rosminian insight on the
possible actions to be taken in a post-crisis scenario.
Rosmini, the Crisis and the Catholic Liberal Tradition
Antonio Rosmini (1797-1855) is well known as one of the most important
thinkers of European Modernity developing a deep philosophical thought
comparable to Hegel’s or Kant’s. He was also a practical thinker who
elaborated a complex social and economic project for Italy and for Europe.
Rosmini lived in times very similar to ours, characterized by the passage
from protected, closed and particularistic societies to more free, open and
universal ones. If we experienced the end of the Communist regime, the
adoption of democracy worldwide and the rapid growth of a global market
* Text based on the Calihan Lecture given by the author at the Pontifical Catholic Universityof Santa Croce in Rome on December 4, 2008, on the occasion of his reception of theNovak Award. This prize is given by the Acton Institute of the United States to new andoutstanding academic research on the relationship between religion, economic freedomand a free and virtuous society. The author thanks Samuel Gregg and Marcelo Resico fortheir helpful comments on the first versions of the text.
** Dr. in Philosophy (UCA), M. A. in Social Sciences (University of Chicago). Professor ofPhilosophy of Economics and Director of the Center of Studies on Economics and Culture,Pontifical Catholic University of Argentina. E-mail: [email protected]
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economy, so did Rosmini experience the end of the Ancien Régime, the new
political ideas and practices of the American and French Revolution, and
the quick expansion of a market and industrial economy.
Also like us, this great Italian philosopher was shocked by the social
problems, wars and economic crisis that came with the changes. However,
this latter fact did not induce him to be against the transformation, as did
many traditionalists, corporativists, social romantics and collectivists of his
time. The opponents of economic and political transformation in times of
Rosmini accused the market economy of being the cause of almost every
evil: of favoring greed and consumerism; of fragmenting society; of favoring
the rich and generating exclusion. Not only did Rosmini not share these
accusations, but he was also firmly against the plans to replace, either violently
or gradually, the market economy and liberal institutions by a Romantic,
populist or technocratic conception of the State identified with the “People”
or with a professional bureaucracy of regulators, which many are proposing
today as a possible solution to the post-crisis global economy (Piovani, 1957).
In this sense, Rosmini can be considered one of the first Catholic thinkers
who supported the market economy and liberal political institutions, rejecting,
at the same time, the Hobbesian-Rousseaunian-Hegelian-Maistrian conception
of the relation between society, the economy and the State (Bulferetti, 1942).
Besides, he can also be considered one of the builders of the fruitful bridge
between the continental Catholic theological-philosophical tradition and the
Anglo-Saxon Scottish and American economic and political traditions, with
thinkers like Alexis de Tocqueville, Lord Acton, Lacordaire, Montalembert,
Luigi Taparelli D’Azeglio, Marco Minghetti, Fedele Lampertico, Luigi
Sturzo, Jacques Maritain, Wilhelm Röpke and with our contemporaries
Stefano Zamagni, Rocco Buttiglione, Brian Griffiths or Michael Novak
(Antiseri, 1995).
In what follows I will present Rosmini’s main economic ideas and show
the relevance of his writings to understand the causes of the recent global
crisis. I will also offer a Rosmanian insight on the possible actions to be
taken in a post-crisis scenario.
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A Natural-Law and Personalist Conception of the Market
It is remarkable that Rosmini, being a philosopher and a priest, had never-
theless a very sound knowledge of the market economy. On the one hand,
his family had been for many years the owner of a business –a silk industrial
establishment in the city of Rovereto in Northeastern Italy, where Rosmini
was born- that had almost 4,000 employees at the end of the eighteenth
century. Although during Rosmini’s life this business was in decline, it
nevertheless gave him first-hand knowledge of economic issues and liberated
him from the typical prejudices of intellectuals against the market and eco-
nomic life. On the other hand, he was also very acquainted with the works
of the most important economists of his time like the Italian civil economists,
Simonde de Sismondi, the utopian socialists and especially the Classical
economists like Adam Smith, Thomas Malthus and Jean-Baptiste Say,
from whom he learned not only very detailed and technical aspects of eco-
nomic science but also the principles and institutions on which a market
economy is based.
Perhaps one of Rosmini’s most interesting achievements was to give
these market economy principles an anthropological, ethical and Christian
basis. He argued, for example, that the institution of private property is not
a result of external economic or social reasons, but of the union of a good
with what he calls the “personal principle”, through which it becomes “part
of the person’s ownership by natural law” (ER, n. 245). Thus he conceived
private property as a kind of extension of the human person through which
she can flourish, which shares her absolute dignity and that should therefore
be as inviolable as she is. He also argued that economic freedom is a natural
right based on the idea that the right of ownership needs free economic
actions of labor, entrepreneurship, consumption and exchange through which
we can acquire, conserve and make our property productive:
Considered in general, competition through honest means is a natural right
relative to all kinds of earning. […] Such [right] comes about through
expeditious effort and greater industry (RI, n. 1676).
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Therefore without economic freedom the right of ownership –and the
possibilities of the human person to flourish through it– would become
something sterile:
It is clear that by exercising our freedom we both develop our powers and
create external ownership for ourselves (RI, n. 302). This ownership is then
pervaded by freedom, because, as we said, ownership is only a kind of extra
instrument acquired by persons, in order to operate according to their ends
(RI, n. 302).
In this sense, according to Rosmini, “the idea of ownership essentially
embraces and contains that of freedom (of free use) (ER, n. 340),” meaning
that ownership is a co-principle that is completed and fed-back by freedom,
and that both are based on the principle of the human person understood as
the ultimate source of every right. Besides, Rosmini thought that whenever
freedom is not sufficiently developed, property tends to remain in the same
hands. On the contrary, free market economies are the best means to make
circulate and distribute property:
I agree with Adam Smith and with so many other economists –argues Rosmini-
that the most useful distribution of wealth is the one performed by the nature
of things. This distribution and direction of wealth is all the more perfect
when the place and time in which it is considered are vaster. It occurs thus
with all natural laws, the regularity of which is not discovered until they are
considered over an ample period of space and time (OIP, p. 136).
In other words, as a free market becomes wider in the number of suppliers
and consumers and this situation extends in time, prices become less and
less dependent on arbitrary decisions made by a few individuals, and reach
a mean point which reflects the decisions made on production, consumption,
investment or savings by a majority of people forming that market that will
be the best way possible, at that precise moment, of allocating resources
among the persons who make up this market. Therefore, he adds,
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[the artificial direction of wealth in (large) markets] is, to say the very least,
very dangerous because it cannot be directed without knowing all the laws
of its circulation, without calculating the mutual influence of the infinite
number of agents related among themselves and the irregularities and
particularities of their behavior. In this way, in the belief that one is doing
something to increase wealth, one disturbs it and prevents its growth (OIP,
p. 137)
Based on these reasons Rosmini criticizes all statist, socialist and
communist systems –whom he calls “statolatrists”– which tend to overrun
or suppress property and limit free competition. In order to obtain the benefits
of the market gained through a responsible, intelligent and laborious use of
one’s own capabilities Rosmini demands society the fullest possible protection
of the basic economic rights:
Generally speaking, the defense of private property is always present when
civil society has been constituted. If the private owner himself is incapable
of defending what he owns, society itself undertakes this responsibility (RI,
n. 887).
In fact, in Rosmini’s opinion, “no one can prevent another person from
earning except by occupying beforehand, through competition, what the
other would have earned” (RI, n. 1676). Therefore,
… to limit, by an act of will alone, other’s freedom to earn and in general
their freedom to acquire some other good or occupancy, in as infringement
of Right even if the limitation is supported with force. A private individual
could not do this; the government, therefore, cannot do it in favor of an
individual. Generally speaking market freedom is founded in natural Right
and is therefore inviolable (RI, n. 1676).
Thus, from a Rosminian perspective, it would be completely mistaken
to accuse the market economy in itself for the current or past global crisis,
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and it would be also completely unethical and economically catastrophic to
implement collectivist measures oriented to redistribute or nationalize private
property, manipulate market prices, subsidize supposedly-beneficial industries,
enlarge an ever increasing Welfare State, or close the economies to foreign
trade. Such kind of policies would go directly against economic growth as
well as social justice, natural right, ethics and the dignity of the human person
and consequently they would seriously damage the possibilities of building
a more human and Christian society (Campanini, 1983).
The Utilitarian and Rationalist Conception of the Market. A Critique
Rosmini had to deal in his time with a strong group of intellectuals, led by
the Italian economists Melchiorre Gioia and Giandomenico Romagnosi,
who tried to base the market economy on an utilitarian philosophy
(Giordano,1976). The supporters of this position based their assumptions
mainly on a utilitarian conception of human action, presented under the form
of (the later on) so-called rational choice theory. According to this conception,
economic agents involved in market activities behave always “rationally”,
meaning that they are necessarily moved in their economic actions of
consumption, production and exchange by the sole aim of what they call
“maximization of utility.” The utilitarian point of view thus holds that whatever
choice man makes, he always chooses guided by the idea of a personal
reward, profit or advantage because, in Rosmini’s depiction, “the only possible
rational order is that which leads every man to act according to his own
greatest utility” (RCS, p. 66). This is understood as an exclusively self-
interested behavior, conceived in naturalistic terms as neutral to the influence
of good or bad ethical values,1 and therefore as infallible, consistent and
predictable as the law of gravity:
Isn’t it true –argues Romagnosi quoted by Rosmini– that no one can act
according to any previously known norm other than that of his own advantage?
Can individuals go outside themselves and act for motives other than those
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which determine their own will? In a word, is it possible for anyone to act
except for self-love? Self-love is taken here as the general will to remain in
as satisfactory a state as possible. The law of self-interest is as absorbing and
imperative for human beings as the law of gravity is absorbing and imperative
for bodies (AMS, pp. 64-65).
The supporters of this position, then and now, believe in market
mechanisms not only as the solution for all economic problems but also for
every other problem of social and private life, including crime, education,
medicine, marriage, the family and even religion. Moreover, utilitarians
believe that even the rights and institutions on which markets are based are
also the result of other kinds of markets or spontaneous orders, such as the
markets of institutions or rights, supposing also their infallibility and rejecting
all space for any juridical or moral extra-market dimension. According to
this kind of utilitarian and rationalist liberalism, the more we open and extend
free market exchanges, the more people will automatically make “rational
choices” and by doing so they will maximize utility and happiness both for
themselves and for the whole economy and society. In Rosmini’s words, for
the utilitarian perspective,
… society is not, has never been and will never be anything else than a general
market in which each individual sells his goods and his services in order to
receive the goods and services of the others. In this exchange each individual
gives what he values less for what he values more; thus society becomes
advantageous to all (BE, pp.135-136).
According to Rosmini, the utilitarian interpretation of economic behavior
and market activities is not only an extreme simplification of real human
actions but also very harmful for economic, social and human flourishing.
In Rosmini’s opinion, it is simply not true that market activities are held
only by self-interested individuals neutral to moral values, and that all
individual choices and preferences are always rational and useful for the
economy. These assumptions are based, in his opinion, on a reductionist
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anthropology and on a poor observation of the market economy itself; although
in a market economy self-interest is very important, this does not mean that
people do not have other motivations.
Based on his famous philosophical theory of the “idea of being”, Rosmini
argues that the utilitarian explanations of human action leave aside what he
calls the “objective powers” of human beings, that is, the intelligence and
free will through which people become capable of recognizing objective
moral values independently from any “rational” calculus: “It is in accordance
to human nature the faculty of judging things disinterestedly, as they are,
and not according to our own utility, that is, estimating them according to
truth, not according to the passion of self-love” (SP, p. 74).
Therefore, he believes that in order to understand both human and
economic behavior we should take into account what he calls the appagamento,
that is, the state of contentment or happiness of the people which, according
to him, is born only from a free and virtuous acknowledgement of objective
moral values (D’Addio, 2000). Following his personalist conception of
human nature, Rosmini distinguishes this moral contentment or happiness
from every other kind of pleasure or subjective satisfaction. In fact, in his
opinion, “to experience pleasures and to be content are different things as
they are different things pain and unhappiness. Man can feel pleasure and
not be happy: he can feel pain and be happy. Here there is nothing more
than an apparent contradiction: it is a truth of every day life” (SP, pp.392-
393).2
Rosmini shows how most of the problems within a free market economy
begin precisely by the false identification between subjective utility or
pleasure and moral happiness that takes place within individuals. When
people search happiness in consumption, work or money, the result is an
endless and vain race to reach through inadequate means an end that can
only be achieved in the spiritual dimension. In fact, he writes:
… the very efforts people continually make to content their capacity by means
of some inadequate object are themselves the source of arousal relative to
the pleasure in view: the more individuals feel they enjoy such pleasure, the
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more they are strengthened in their vain hope of contentment through the
increase of the pleasure itself. No increase, however, can provide this
contentment […] (SP, p. 368).
This is explained, according to him, by
the unrestrained libido proper to human beings alone, and unknown to the
animals. Human desire for ever-increasing pleasure is never satisfied; people
prefer to die than renounce to it. […] It is no surprise, therefore, to see in
misers an increase in their longing and need for wealth as their riches grow
[…] Moreover, this capacity does not increase in arithmetical progression
but in geometrical progression, because what people gain in this way,
unceasingly intensifies their previous capacity. […] Finally, it produces blind
men and women who sell all their tranquility, health, chastity, blood, life
itself for the sake of money (SP, p. 370-371).
The Harmful Consequences of Unrestrained Competition
Rosmini believes that in an immoral or culturally poor environment, market
competition looses many of its beneficial effects. In fact, when desires exceed
the moral virtue or capabilities required to limit or satisfy them, competition
can thwart true moral contentment, hamper the development of personal and
virtuous freedom, and finally destroy the capability for economic respon-
sibility, initiative, and work deriving into an unequal fight between the few
stronger and an ambitious and frustrated weak majority:
Desires increase as competition […] becomes more universal. Sometimes
this competition is open to all equally by laws and custom. In fact, it is then
impeded by the great numbers who trample one another down in the rush to
fame and fortune. In this case, only a few manage to satisfy the desires and
activity they share with the many. The majority look upon their fortunate
rivals, with whom they have compared themselves so often, and see themselves
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at the bottom of the heap. Such numerous, frustrated desires and painful
comparisons are normally the source of great harm to public morality and
cause immense evils in society (SP, p. 412).
This ends by impeding and destroying competition itself. This can be
clearly seen, according to the Italian philosopher, in the international level
when a sudden and full competition is open among peoples of different
cultural development: “When competing with fully civilized nations primitive
nations are destroyed; those at the second level lose the means and will to
progress along the road of civilization; decadent nations are impoverished
and break up” (SP, p. 338).
Rosmini quotes the case of the American Indians for whom the competition
with Europeans, given their disadvantage in abilities, resources and culture,
was not an occasion for their progress but for their ruin and destruction:
As we saw, the American Indians perished in their poverty because they
could not compete with the rich when their desires had increased their needs.
Rich people can satisfy their needs with what is superfluous, but the poor
only with what is necessary. The Europeans exchanged their abundance for
things indispensable to the subsistence of the Indians who, when they had
satisfied their artificial needs, had nothing even to live on (SP, p. 337).
This is also true at the national level:
What has been said about competition between nations at different stages of
progress towards civilization must also be said about classes of people who
make up a nation. If we supposed the needs aroused in different classes of
people to be equal, they would require equal expenditure to satisfy them.
But equal pressure to spend is certainly not an equal burden for people with
different means; it is a greater, more harmful burden for those with lesser
means. For the hard-pressed families of artisans and peasants, ten pounds
wasted on carousing can be much more disastrous than a thousand pounds
wasted by a rich family on a banquet. Competition is not always the best
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thing for a nation, as some think; very often it profits only the rich, especially
the industrially rich (SP, p. 339).
Based on the anthropological evidence and on the empirical fact that
there are always people who err, or have unpredictable tastes or are immoral
(SP, p.327), Rosmini strongly criticizes the opinion of those economists who
believe that market policies should be based on a generalized free display
of subjective preferences of consumers, entrepreneurs and workers as the
magical formula for prosperity, without taking into account if these preferences
are based on virtuous or vicious moral states:
The assumption is false that human beings are always stimulated to greater
industry by the pressure of growing needs. Under certain circumstances, the
pressure simply provokes impoverishment and extreme misery, which leads
people to abandon what they really need with the purpose of satisfying the
irresistible urgency of these needs. … Thus, nothing could be more
disastrous…than a political system which demands the increase of artificial
needs of the members of society but fails to determine the quality or the limit
of these needs, or the classes in which these artificial needs may be increased
to advantage, or the social circumstances which make this increase desirable
(SP, pp. 329,339).
The Italian author certainly admires the virtues of the spontaneous
interaction of the individual interests evidenced in the market. According to
him, private interest “exercises a considerable degree of influence on the
shaping of the public good”. However he rejects the idea that “this should
occur always and without exception.” To affirm such thing is “the excess of
a true proposition and is this excess what is false” (SC, pp. 379-380). In a
word, Rosmini does not believe in markets’ infallibility for the simple reason
that these are not completely natural mechanisms, but interactions that depend
on personal freedom, and freedom, in its turn, works well or badly depending
on its greater or lesser accord with objective ethical values based on natural
law or, what is the same, on virtuous freedom:
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In my opinion –sustains Rosmini– one cannot agree with [Adam] Smith and
his followers in this: that private interest is perfectly educated and makes no
mistakes, not even considered in an entire nation. The truth is certainly the
opposite, since this depends on the degree of culture of the people (OIP, p. 139).
A Rosminian Understanding of the Causes of the Recent FinancialCrisis
The utilitarian ideas criticized by Rosmini have unfortunately inspired much
of the contemporary opening of global competition, deregulation and
privatization processes. On the one hand, in some emergent countries, free-
market reforms and integration to global markets, positive in themselves,
were implemented in careless, immoral and anti-juridical ways, and destroyed
many small and middle-size companies and employments by unjustly favoring
monopolist global corporations, by creating new powerful local mafias or
by subsidizing privileged industries, therefore bringing more poverty.3 For
example, during the 1990’s in Argentina, a combination of market reforms
with neo-statist and neo-populist policies based on excessive government
spending, debts, subsidies and regulation were the main cause of the severe
economic crisis of 2001.
On the other hand, in developed countries, the successive bubbles of
capital, technological and financial markets, but especially the recent global
financial crisis, have shown us, in an extremely short period of time and in
a very clear way, almost all the vices which, according to Rosmini, characterize
market behaviors without a moral basis. Undoubtedly, some of these vices
were the consumerism and irresponsible behavior of many of the mortgage
borrowers and lenders, and the greed of financial agents and CEO’s who
multiplied abstract instruments through securitization without any connection
with real property titles. However, from a Rosminian perspective, “we should
not marvel that the human heart behave like this.” In fact, “there is greater
reason to wonder at the attitude of certain economists crazy enough to
maintain that the wealth of nations may be increased by the sale of virtue,
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and that vice should be encouraged if the State would otherwise lose some
of its wealth. […]” (SP, pp. 370-371).
Indeed, it was mainly the temerity and arrogance of many consultants,
analysts and policy makers –especially the Federal Reserve officials– who
made them believe that the damage produced by toxic mortgages would be
finally diluted in the totality of the economic system. Their blind confidence
and euphoric triumphalism on the supposedly deterministic nature of market
mechanisms ignored the Rosminian anthropological insight that when the
spirit of the people is not content it will not be satisfied by the increasing or
spreading of incentives. On the contrary, this spreading will only multiply
the original evil geometrically, feeding the endless ambition even more:
The error in this case of superficial moralists is similar to that of superficial
hydrologists. When there is a river flooding and causing damage, they suggest
immediately to divide it into more channels hoping that the waters will be
weakened. But things happen contrarily to their poor forecasting: what
happens is that the waters suddenly fill the new channel without this making
lower the amount that runs in the first. The superficial moralist says the same
thing; give to passions new objects and thus you will weaken their strength
in relation to each of them. But passion, when it is disorderly, merely reinforces
itself according to the number of objects and it just not only throws with the
same impetus as before on various objects it but it desires them even more
than before […] (EO, p. 116).
In other words, economic agents do not always necessarily react in a
“rational” way by virtue of an invisible hand and therefore it is not always
true Bernard de Mandeville’s idea that “there is no human vice that is not
useful to someone who knows how to obtain a profit from it” (EO, p. 104,
note 2). On the contrary, nourished by easy money coming from an irresponsible
monetary policy, huge government spending and lack of a proper juridical and
political regulation, the subprime bubble –that in fact was truly a “moral
bubble”– derived in one of the biggest destructions not only of wealth but
especially of trust and moral capital in the history of modern economy.
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The Moral and Institutional Framework of Economic Competition
In a post-crisis global scenario, Rosmini’s vision can be useful because it
highlights the moral and institutional framework needed to cement a truly
virtuous economic freedom.
In the first place, what we most need now is not so much the endless
injection of billions of dollars and euros into the economy by neo-Keynesian
and neo-statist policies but the urgent recovery of moral balance and moral
contentment, which will be the only able to fill the spiritual hole that is
feeding the current fall of the economy. As stated by Rosmini, “no intelligent
and wise government promotes vices with the pretext of increasing public
wealth but prefers to promote virtues” (OIP, p. 157). Indeed, a global market
economy needs people with the virtues of moderation, temperance, justice
and personal responsibility that may rebuild the now broken links of trust,
reciprocity and friendship. Otherwise, the global economy might probably
become a war of all against all, as it was pointed out:
If we assume that this art of wealth is exercised by humankind organized
into a single society, or by a man who, through a spirit of love, makes the
interests of his peers his own, this art of wealth will be the external expression
of the most perfect beneficence. But if we assume it is exercised by each
individual on his own, economic science becomes an art of disputing the
possession of wealth, it becomes in this case the refinement and the perfection
of the universal war between civil nations. In this sense, I said that the
perfecting of economic science, assuming that it does not come across men
well-disposed by morality, produces only the increase in mutual hostilities
(CA, p. 5).
This moral balance should take the social and institutional form of a
competition bridled by personal rights. In his words:
I fully support free competition for every kind of good –argues Rosmini–
provided we do not misunderstand “competition”, an undetermined and
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equivocal word. I do not espouse competition as the sole source and principle
of justice, but as the effect, not the cause of justice, that is, as the effect of
justice which is anterior to and therefore determines the right of competition.
If this important distinction is ignored, the meaning of the word remains
uncertain and opens the field to many unfortunate sophisms (SP, p.337).
By juridical concurrence I mean concurrence by right, concurrence protected
by rational Right. Note carefully, I never speak about a truly unlimited
concurrence; the only concurrence I support is that limited by rational Right
alone (RCS, n. 2298, note 320).
According to this view, an economy based on a healthy competition
would need a series of institutions based on natural law (Ferrari, 1954). Such
institutions are the laws that protect private property and free competition,
and are designed to defend these rights but also to moderate their possible
abuses; a Political Tribunal to protect economic rights against the abuses of
individuals or of the State; a just tributary system designed to avoid excessive
wealth concentration both in the private and the public sphere; anti-trust
laws; and regulatory laws in relation to international commerce, among
others.
However, above all, the legal framework of the economy should be
oriented to avoid –in Rosmini’s words– “the mistake of those who exaggerate
social right to the destruction of extra-social right [that] inevitably produces
absolutism, just as the mistake of those who exaggerate extra-social right to
the destruction of social right [that] inevitably produces ultra-liberalism and
anarchy” (SP, n. 138, p. 52). Therefore, a market economy should be designed
pursuing a “harmonious conciliation between private freedoms and the
authority of the government, so that under the firmest authority, every one
retains the exercise of the greatest possible juridical freedom. Such is the
true and healthy liberalism […]” (SCS, p. 96).4 In fact,
if the government regulates only the modality of rights without disposing of
their value, all citizens enjoy concurrence for all social and extra-social goods,
because their right of relative freedom is maintained and guaranteed in all
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its extension […] Relative freedom for all must be recognized as an intangible
right which allows everyone complete free competition for all types of work
[…] When these conditions are guaranteed, it is clear that the result will
inevitably be the most natural and extensive development of all good initiative,
business, branch of knowledge and talent. […] The result of this universal
free concurrence for every unoccupied good, in conformity with activity and
merit, is the best possible economic-moral situation at least for the greatest
number if not all of the citizens (RCS, nn. 2072, 2075-2076).
Economic Policies Based on Freedom
According to Rosmini, economic policies should consider, in the first place,
“not directing the general course of wealth, but only of accelerating it”…
“The government, as said principle states, is in danger of disturbing the
legitimate order of wealth if it seeks to give it a direction, but not when it
seeks to increase the movement and activity of citizens in general, mainly
towards everything that activity is oriented to”… (the task of the government)
is to encourage “not so much this or that branch of industry in particular,
but industrial activity in general” (OIP, p. 137-138).
In fact, Rosmini is indeed a harsh critic of industrial policies based on
regimes of privilege, monopolies and special subsidies. While, on the one
hand, he states that the regime of “patents granted to inventors of something
useful” could never be called “privilege” or “favor,” on the other hand he
claims:
I cannot see, however, that the same comments could be applied to those
true privileges which are sometimes granted to a person who is allowed the
exclusive exercise of a trade or craft that he has not invented. If such a
privilege is granted, the natural freedom of all other persons is restricted by
their exclusion from the exercise of that trade or craft; if public authority
favors some person or family, or provides them with some advantage; all
other individuals are injured in their rights (RI, n. 1675).
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Because of this, the rights to economic initiative on the part of the citizens
should prevail, and the State should avoid any attempt to hinder, replace or
absorb them by competing with them or by monopolizing for itself particular
activities or sectors of the economy:
Civil society was not instituted to undertake some particular utility but, as
we said, to regulate the modality of rights. The protection and facilitation of
all the enterprises of the citizens and of other societies are directed to this
end. Hence civil government acts contrary to its mandate when it competes
with its citizens or with the societies they form to procure some particular
utility and even more when it reserves to itself the monopoly of enterprises
which it forbids to individuals or their societies (RCS, n. 2166-2167).
In this way, “industry and commerce must certainly be protected and
encouraged –but not through injustice, which never brings to the State any
true and solid good” (CSJ, p. 82). Thus, according to Rosmini, “each man
has the right to use his abilities to his advantage. Therefore, enterprise must
be free, as it constitutes part of juridical freedom” (CSJ, p.98). All this
“demonstrates the freedom of industry and internal commerce through an
argument coming from the principles of right. These principles exclude any
form of monopoly” (CSJ, p. 98).
Some Prudential and Subsidiary Interventions
Although Rosmini establishes industrial freedom as a general principle, he
also proposes what other Christian liberals later called “conforming” political
interventions in the market or “liberal interventionism” (Röpke, 1992). Our
author calls the regulation of the “modality” of economic rights, by which
“the mode of a right can be changed without the possessor of the right losing
any of his goods, his pleasures or his reasonable contentment” (RI, n. 1616).
Against both Keynesian and collectivist interventions, and an ultraliberal
conception of markets as self-regulated, Rosmini proposes some prudential
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and subsidiary interventions of the markets in order to repair their failures
and help them work in a normal way, being extremely careful of not damaging
their spontaneous orders, distorting the prices mechanism and especially not
suppressing economic rights:
The civil philosopher must keenly observe the laws through which operate
all the forces, which move the human commonalities left to themselves, that
is, left to operate according to their nature. But after having known these
immutable laws, he draws the art of regulating their natural course, so that
it does not end by being turmoil and deadly, but carries a good effect (OIP,
p. 177).
In particular, Rosmini believes that some policy instruments should be
oriented to what we modernly call business-cycles policies in order to
prevent periodical tendencies to unbalances and avoid extreme crashes of
the economy. This should not be understood as Keynesian measures of
inflating demand after the crisis has taken place (Röpke, 1936), but as a
prudential, gradual and preventive calibration of the different factors. These
cycle-policies should be implemented studying in detail what Rosmini calls
the “law of balances of society”, which has its center of gravity in the fragile
moral balance between the needs and desires of the people and the means
to satisfy them in their particular different situations, places and regions,
so as to mitigate –in a qualitative and not only in a quantitative way– the
effects of destructive tendencies as much as possible and encourage
constructive ones in order to “prepare in time for the evils which unexpectedly
occur to nations” (SS, p. 76).
Also, some subsidiary actions and temporary help for business and laborers
should be also encouraged, especially by means of general incentives which
he calls, after Gioia and other authors of the Italian civil economic tradition,
“knowledge, will and power,” that is to say, training in knowledge, initiative,
and the power of action of business enterprises. This would “increase in the
lower class knowledge of their own interests and the resolve to apply
themselves to these interests with foresight and activity” (SP, p. 335), and
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help them to acquire new labor capabilities and therefore be able to compete
with more equal opportunities:
The word “competition” has been much abused. Free competition for what
is good is a human right, but equal competition can only take place when
individuals are in the same circumstances (SP, p.302, footnote 286). Thence
it will be the task of the government to remove ignorance, prejudice, those
habits which are harmful to production, and –through prizes and other
incentives– encourage those who are more active and motivate those who
are less active […] In a word, the government must increase the three forces
from which is born the acceleration of production: knowledge, ambition and
power, by eliminating ignorance and inertia, seeking the formation of trade
organizations through which individuals may join forces (OIP, p. 138-139).
Furthermore, Rosmini includes, in the sphere of governmental industrial
policy, the encouragement of associationism and cooperativism among small
and medium-size producers –very typical of Italy–, who may allow for a
fairer competition with the larger producers in the market.
In addition, it is also necessary a direct State help to poor people or poor
countries with extreme and urgent needs: “Thus, it is inarguable that civil
government has, because of its own nature, the faculty or rather the obligation
to provide for the citizens’ extreme necessities, whoever the citizens may
be, given that it has been instituted for this purpose: to protect and regulate
all rights” (CRI, p. 266). This, provided the help is limited to a certain period
of time and space and is accompanied by proper accountability and not
arbitrarily generalized. Rosmini’s main advice in this respect is not to
asphyxiate morality, personal responsibility and spontaneous charity by State
assistentialism, and to leave space for gratuity, especially from civil and
religious associations.
Another prudential intervention recommended by Rosmini is the gradual
and not sudden or indiscriminate opening of national, regional and global
free markets in order to avoid the serious danger of neo-protectionist reactions.
“If we abstract from the special circumstances of nations and particular States
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–argues Rosmini– and consider only human beings in one and the same
family, free trade is obviously beneficial and moral and restrictions on free
trade are a disaster for the human race” (RI, n. 1676). However, he writes,
In a State where the prohibition system has prevailed and thus industry and
commerce have taken an exceptional course and shape, we cannot –without
damaging many– all of a sudden destroy that status quo which is against
nature by suddenly allowing a full liberty of industry and commerce. It is
wise to allow time for industry and commerce to back out of their false
direction and return to their natural and free ways. It is therefore appropriate
that customs duties be gradually decreased until the natural state of full liberty
is reached (CSJ, p. 142).
In fact, especially in countries where local capital investments, management
competence and capitalists’ initiative are not sufficient:
the condition of a people could be such as to benefit from some ramification
of commerce and industry that cannot flourish in that nation –and that for
several reasons: because the first investments need capital that cannot
immediately yield sufficient profits because of the competition from foreign
merchandise coming from countries where the businesses are already organized,
for the incompetence of those who start a new industry for the nation, and
because of the lack of initiative of the capitalists (CSJ, p. 142).
In this last case, he argues,
industry, crafts and ways of increasing wealth are not learnt instantly by the
uneducated for whose education time must be set aside. During the period
which must be dedicated to learning, any contact with cultured people is
usually fatal. The products of cultured peoples are inevitably better and less
expensive than those produced by less educated peoples whose industry is
still young and equipment primitive. This kind of unequal competition
endangers their nascent industry to some extent, because people will not
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work hard unless there is some hope of gain for themselves (SP, p.341).
Here I have no hesitation in accepting the opinion of those who maintain
that customs and other curbs of this kind can be advantageous for the special
regions for which they are established, provided they are moderate and used
for exceptional cases –in other words, they are simply provisional, temporary
laws (RI, n. 1676).
Rosmini advices to go in the direction of increasing commercial treaties
following a careful criterion of reciprocal compensation:
Relative to nations, it seems to me that it is always possible (when nations
are agreed in recognizing the obligation) to make just agreements or trade
treaties which would not be intended to balance materially the burdens
variously imposed on the import and export of products and manufactured
goods, but to maintain intact freedom of trade by allowing reciprocal
compensation and recompense in so far as free trade benefited one or other
of the parties (RI, n. 1676).
Building a new global rule of law in order to combat transnational
monopolies, accompany economic globalization with gradual free immigration,
protect national and regional cultures and thus reach gradually what he calls
the “natural state of plenty freedom” (CSJ, Chapter 9, Article 40).
Rosmini also defends the requirement of “savings, political prudence
and morality” (OIP, p. 352) for economic policies to be as least costly as
possible, to affect the mood of tax-payers to the least extent and to imply
the least harm to their moral and eudaimonological state, meeting the two
goals of “harming the tax-payer as little as possible, providing the State with
the greatest possible utility” (OIP, p. 352).
Besides, the pace of economic development should be oriented to produce
“external goods and pleasures but always after having thought about
contentment” (SP, p. 77). For this purpose, Rosmini proposes –as many
economists and countries are doing today– the establishment of what he
calls “political-moral statistics” that should study “the physical symptoms
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of the moral state of peoples”, taking into account “the nearness or distance
between spirits and contentment” and “the influence exercised by things
over human spirits themselves” (SP, p.414). This would lead to much more
accurate policies in very sensible areas to the happiness factor such as
consumption, labor or financial markets.
I would like to conclude this article by saying that Rosmini’s profound
philosophical mind and universal erudition in almost every field gave him
an acute understanding of the principles, institutions and policies on which
a market economy is based. What he offers to contemporary readers are not
technicalities, but a deep wisdom to orient the global market economy to its
true end:
Economists will tell us how to augment private and public wealth which,
however, is only one element of true social prosperity. People can be wicked
and unhappy even when wealth abounds. Wealth, moreover, is quite capable
of destroying itself. [Thus] we need a more elevated science than political
economy; we need some kind of wisdom to guide economy itself and determine
how and within what limits material wealth can be directed towards the true
human good for which civil government was instituted (SC, n. (7), Preface).
notes
1 “It is indifferent for production –argues Rosmini quoting his contemporary MelchioreGioia– if the owner of a net product, being hungry like a Erasitus, consumes for himselfhis goods, reduces them to ashes, throws them to the sea, gives them to his servants ordistributes it between singers” (BE, p. 29, note 24).
2 In other words, “when judging internally that he is content is different from the proximateprinciple of simple feeling” (SP, p. 253).
3 Thus illustrating Rosmini’s double diagnosis that “it is the most needy who get hurt whenmany people compete in the way we have described” and that this kind of unrelentingcompetition does not go to the most competitive but simply “to the strongest” (SP, p. 337).
4 As Lord Brian Griffiths –former adviser of Margaret Thatcher’s government and vice-president of Goldman Sachs International– pointed out last Fall at the Acton University inGrand Rapids, Michigan: “We believe in private property, free exchange and free markets,but that’s not the same as laissez-faire” (Griffiths, 2008).
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Revista de Instituciones, Ideas y Mercados Nº 55 | Octubre 2011 | pp. 259-269 | ISSN 1852-5970
LECCIONES SOBRE EL CAPITALISMO
Celestino Carbajal*
Reseña del libro de Ludwig von Mises, Seis lecciones sobre el capitalismo,
Instituto de Economía de Mercado, Madrid: Unión Editorial SA.**
Pues al fin y al cabo, existe una lógica del mundo social, lo mismo que existe una
lógica del mundo físico. Hay ciertas leyes que no se pueden violar impunemente. Tam-
bién en esta esfera debemos seguir el consejo de Bacon: “Tenemos que aprender a
obedecer las leyes del mundo social, antes de emprender la tarea de regirlo”.
Ernst Cassirer, El mito del Estado
Invitado por el Dr. Alberto Benegas Lynch, a mediados de 1959 visitó la
Argentina el profesor Ludwig von Mises, profesor en la Universidad de
Nueva York, para dar unas conferencias sobre política económica. Lo hizo
en el Aula Magna de la Universidad de Buenos Aires, que desbordaba de
un público deseoso de escuchar al ilustre economista, quien disertó en seis
conferencias publicadas ese mismo año por el Centro de Difusión de la Eco-
nomía Libre (esta primera edición no puede conseguirse en el comercio
hoy en día).
En 1979, la señora Margit von Mises (esposa del conferenciante, fallecido
en 1973), publicó las seis conferencias en inglés –a partir de notas y cintas
magnetofónicas que ella conservaba– con el título de Economic Policy. La
obra fue muy bien recibida en los Estados Unidos y hoy forma parte del
* Director del Posgrado de Administración Financiera. Profesor Titular, Decisiones de Finan-ciamiento, Escuela de Posgrado de Ciencias Económicas, Facultad de Ciencias Económicasde la Universidad de Buenos Aires. Correo electrónico: [email protected]
** N. E.: Este libro fue reimpreso recientemente como Política económica. Seis lecciones sobreel capitalismo, prólogo de Alberto Benegas Lynch (h), Madrid: Unión Editorial SA.
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fondo de publicaciones del Instituto Ludwig von Mises, siendo considerada
un excelente compendio de las ideas del autor en materia de política eco-
nómica. Al respecto, Fritz Machlup ha dicho sobre el libro que: “Refleja la
posición básica de su autor por la que sus seguidores le ensalzan y sus opo-
nentes le critican. Cada una de las seis conferencias constituye una pieza
única; ensambladas provocan el placer estético de una obra monumental
bien terminada”.
En 1981, el Instituto de Economía de Mercado de España tradujo la
obra al castellano y la publicó por medio de Unión Editorial con el título
Seis lecciones sobre el capitalismo. Las seis lecciones desarrollan temas
fundamentales que hacen a la doctrina librecambista y a propuestas de política
económica, de especial relevancia para los problemas que hoy tenemos
que enfrentar y resolver inteligentemente los argentinos. Por ello creemos
que es valioso recordar y difundir el análisis esclarecedor que nos obsequió
Mises hace 52 años.
También concientes de la importancia de su obra, el Instituto Liberal
de Brasil –una institución libertaria fundada en 1983 con la intención de
traducir y publicar obras de la tradición liberal–, en el 2010 celebró su
habitual conferencia anual, el Foro da Liberdade, y distribuyó entre los
6.000 participantes copias de las seis conferencias. Previo al Foro se lanzó
oficialmente el Instituto Mises Brasil, con la presencia de importantes figuras
del instituto homónimo de los Estados Unidos como Lew Rockwell, Joseph
Salerno, Tom Woods y Mark Thorton.
Nuestros vecinos brasileños se han servido de las ideas de Mises y las
difunden entre seis mil jóvenes que pueden interesarse en las mismas. En
la Argentina también tenemos necesidad de educar a jóvenes que piensen
con racionalidad y actúen con honestidad; a ellos en particular está dirigida
esta reseña, si bien el libro de Mises ofrece a todos una buena oportunidad
para reflexionar sobre la forma de dejar atrás la pobreza, ya que es evidente
que hasta el momento las políticas implementadas en tal sentido no han dado
los resultados prometidos.
En Seis lecciones Mises despliega su pensamiento de un modo que es
característico en su obra escrita. Los tres primeros capítulos tratan sobre
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cada una de las formas en que puede organizarse la vida económica de la
sociedad: capitalismo, socialismo e intervencionismo. Los tres capítulos
siguientes hablan de inflación, inversiones extranjeras, y pensamiento y polí-
tica. A continuación resumiremos las principales ideas de cada capítulo.
I. El capitalismo
El primer capítulo comienza estableciendo un corte en la historia económica
de Inglaterra a mediados del siglo XVIII. Antes de esa fecha era un país
agrícola en el que el 90% de su población, de cinco millones de habitantes,
estaba constituida por paupérrimos campesinos que tenían condiciones de
vida aún peores que los pobres de la India del siglo XX. Había poquísima
industria y la que había era sólo doméstica y artesanal.
En los cien años posteriores a la Revolución Industrial se produjo un
desarrollo industrial asombroso. Hubo progresos notables en las industrias
textil, metalúrgica, mecánica, energética, en la ingeniería industrial y civil
y en los transportes, se desarrollaron los ferrocarriles y los buques a vapor.
Se duplicó la población, llegando a mediados del siglo XX a cincuenta millo-
nes de habitantes.
Este enorme salto en la economía de Inglaterra fue posible por la libertad
económica y política que prevaleció y permitió desarrollar la empresarialidad
de su población y los mercados competitivos. Así fue posible aumentar el
ahorro y las consiguientes inversiones de capital que permitieron a su vez
aumentar la productividad del trabajo a un ritmo superior al del aumento
de la población.
Los principios del capitalismo, consolidados en Inglaterra a mediados
del siglo XIX, se extendieron pronto a Europa Occidental y al continente
Americano. Juan Bautista Alberdi los incorporó en nuestra Constitución
de 1853, lo que condujo a la Argentina a transformarse, en un lapso de cin-
cuenta años, en una de las primeras economías del mundo.
El capitalismo se fundamenta en la acumulación de capital –de aquí su
nombre– y en la libre competencia. Mises advierte que el mundo ha progresado
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gracias a la aplicación de los principios capitalistas y que, a pesar de esto, el
fenómeno capitalista sufrió un ataque sistemático por parte de diversos defen-
sores del socialismo, lo que eventualmente denigró el término en la inadvertida
mentalidad de muchos.
II. El socialismo
El socialismo rechaza la propiedad privada de los medios de producción.
El capitalismo la afirma. Los recursos productivos sirven para producir los
bienes que consume la gente; quienes detentan su propiedad son quienes
deciden cómo se utilizarán. La ciencia económica clasifica esos recursos
en dos clases: los llamados recursos originarios, trabajo y naturaleza, y los
derivados de los mismos, los bienes de capital, tales como materias primas,
materiales, herramientas, máquinas, edificios, etc. La recusación de la pro-
piedad privada de los factores de la producción se vuelve terrible cuando
caemos en la cuenta de sus consecuencias sobre los trabajadores, quienes
no pueden disponer a su arbitrio de su capacidad de trabajo y deben hacer
lo que les indique el Estado conforme a sus “planes” productivos. Mises
insiste en su advertencia de que la planificación centralizada aniquila la
libertad individual.
Por el contrario, es en la sociedad librecambista donde se reconoce simul-
táneamente que “yo dependo de ti y tú de mí”. Las partes tienen la opción
de intercambiar cosas o no, de acuerdo con las preferencias de cada una.
En una sociedad hegemónica, donde hay una autoridad suprema, no hay
margen para la libertad de las personas; éstas tienen simplemente que obe-
decer. Sociedades hegemónicas en el siglo XX fueron las comunistas y las
nacional-socialistas: en ambas, los individuos carecen de valor.
¿Por qué razón se creyó que el mundo se dirigía inexorablemente, como
Carlos Marx profetizaba, hacia el socialismo, cuando esto significaba la pér-
dida de la libertad? Mises ofrece tres respuestas para esta pregunta: 1) Por
mitología: el socialista siente que el gobierno es un ángel guardián y protector,
siendo este sentimiento una supervivencia del viejo mito de la bondad del
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monarca; 2) Por resentimiento y envidia hacia los ricos; 3) Por ignorancia
sobre el funcionamiento de los mecanismos sociales.
Por ello, tema de gran importancia teórica y práctica para Mises es el
que se refiere a la imposibilidad del socialismo para alcanzar, aunque sea
mínimamente, sus objetivos. Las razones aquí son más bien técnicas, mien-
tras que las de la primera parte fueron principalmente morales. En el
capitalismo la utilización económica de los recursos depende de las deci-
siones de los propietarios de los mismos. Los empresarios realizan sus cál-
culos mercantiles a partir de los precios fijados libremente en los mercados.
Así pronostican los resultados de sus operaciones. La condición de su éxito
es que el valor de lo que producen sea mayor que el valor de los insumos
requeridos para producirlo, o sea que el precio de venta cubra el costo de
producción. En el capitalismo se determina fácilmente la “economicidad”
de la actividad productiva del modo señalado. En contraste, en el socialismo
esta determinación es imposible, porque allí no existen precios establecidos
por los mercados, sino sólo razones de cambio fijadas por la autoridad,
que desconoce las preferencias de los consumidores y que carece por eso
de elementos suficientes para fijar el valor de los insumos y de los bienes
de capital en general.
III. El intervencionismo
El capitalismo es un sistema autorregulado cuyas leyes de funcionamiento
son irrevocables, y su desconocimiento está penalizado con el fracaso de
los designios del transgresor. El socialismo, en cambio, es un sistema volun-
tarista y autoritario, que desconoce en su propio accionar la existencia de
leyes económicas, por eso sus planes no logran alcanzar los objetivos pro-
puestos. Esto podía ser para algunas personas una conjetura más o menos
válida a mediados del siglo pasado, pero hacia finales del mismo fue evidente
cómo se autodestruía la Unión Soviética. Hoy el socialismo extremo o comu-
nismo ha desaparecido de casi todos los países en que gobernaba y lo que
hay es un socialismo aguado, que mantiene, en teoría, el voluntarismo que
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no reconoce leyes y cree ingenuamente que en materia económica basta
con proponerse algo para hacerlo realidad.
El intervencionismo pretende ser una tercera posición entre el capitalismo
y el socialismo, que espera poder construir tomando lo bueno y rechazando
lo malo de cada uno de los dos antagonistas. Según Mises, el intervencionismo
no genera una economía mixta, sino, a lo sumo una economía intervenida
con rumbo al socialismo pero faltando recorrer aun un trecho, largo o corto
según sea el caso.
Mises no acepta el concepto de que las economías actuales puedan con-
siderarse economías mixtas por el hecho de que el Estado gestione acti-
vidades que podrían ser atendidas por empresas privadas tales como ferro-
carriles, transportes, energía, telefonía etc. Considera que estas actividades,
en la medida en que las mismas se atengan a las reglas de los mercados
no intervenidos, no son en sí mismas intervencionistas. Piensa de todas
formas que esa gestión no será bien realizada por el personal del Estado,
ya que por condiciones políticas y administrativas esas entidades tenderán
a burocratizarse a costa de su eficiencia. Por otra parte, el Estado podrá
absorber por vía fiscal o financiera los déficits en que esas instituciones
incurran, lo que implica siempre una mala asignación de los recursos
económicos.
En contraste con el Estado intervencionista, la labor del Estado para
Mises debería limitarse a proveer la seguridad interna contra el accionar
delictivo y la seguridad exterior contra la amenaza de agresiones extranjeras.
IV. La inflación
Mises comienza esta lección de manera muy simple, a pesar de ser un
tema muy complejo. Afirma que, como la abundancia de cualquier bien
mueve los precios hacia abajo, también la abundancia de dinero mueve su
poder adquisitivo hacia la baja. Cuanto mayor sea la cantidad de dinero en
circulación, más altos serán los precios y más bajo el valor de la moneda.
Originariamente el concepto “inflación” se refería a la velocidad con que
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aumentaba el dinero en circulación y en consecuencia los precios. De esa
forma se reconocía que la causa del aumento de los precios se encontraba
en la cantidad de dinero que por unidad de tiempo entraba en circulación
y no, como suele creerse erróneamente, en la codicia de los empresarios.
Hubo inflaciones en la Antigüedad, en la Edad Media y en el Renaci-
miento, mucho antes de que se generalizara la impresión de billetes iniciada
a fines del siglo XVII por el Banco de Inglaterra. Desde entonces la inflación
se asocia correctamente con los gastos del Estado, pero hay otras actividades
que también son inflacionarias, como los créditos que no provienen del
ahorro, o los pagos que los Bancos Centrales realizan por la compra de
monedas extranjeras. En realidad, lo que interesa no es tanto lo que se hace
con el dinero sino de dónde proviene. De aquí que no es el déficit del pre-
supuesto público por sí lo que provoca el aumento inflacionario de los precios,
sino cómo se financia ese déficit.
Mises nos recuerda que en todos los procesos inflacionarios hay perju-
dicados y beneficiados. En general se benefician los deudores, porque al
caer el valor de la moneda también cae el valor real de las deudas, o sea
los deudores terminan pagando menos de lo originariamente estipulado. Por
el contrario, los acreedores se perjudican porque cobran sus acreencias con
moneda de un menor valor real. Los grandes perjudicados son los que tienen
parte de su patrimonio en moneda corriente, en general asalariados y jubilados.
Contra lo que mucha gente cree, en el mundo actual no son los ricos los
acreedores sino los más pobres (por ejemplo, los aportes jubilatorios que
implican un crédito a favor de los asalariados). Los ricos son en general deu-
dores y por lo tanto beneficiarios de este fenómeno. De todos modos, esos
beneficios son finalmente relativos, aunque puede haber operadores que
conociendo la dinámica de estos procesos obtengan pingües ganancias espe-
culativas. Los efectos de la inflación dineraria no se extienden de manera
homogénea, lo que frecuentemente no se tiene en cuenta, provocando nume-
rosos problemas que no pueden ser tratados en la brevedad de las lecciones.
Mises advierte que las inflaciones terminan generalmente de manera
catastrófica, en las crisis por todos tan temidas. ¿Por qué, entonces, siendo
que perjudican a todos, no se puede acabar con ellas? Las razones son muchas,
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casi todas de índole política. Para explicarlo Mises nos retrotrae a la postguerra
mundial durante la década del ‘20, cuando la financiación de la guerra en
Gran Bretaña significó inflación y caída del valor de paridad de la libra
respecto al oro. Esta depreciación de la moneda británica afectó el orgullo
inglés, por lo que el gobierno instauró un proceso de revaluación de la
libra, que provocó un alza de los salarios reales perjudicando a las expor-
taciones británicas y aumentando las importaciones. Esta política aumentó
fuertemente la desocupación, sin mejorar la paridad monetaria. La experiencia
fue muy dura para los negocios y los trabajadores británicos.
Después de 1929 el problema consistió en que los sindicatos se resistieron
a una caída de los salarios nominales cuyo sentido era bajar los salarios reales.
La solución la proporcionó en aquel momento John M. Keynes, quien en defi-
nitiva propuso una política inflacionista que, aumentando los precios, bajara
los salarios reales manteniendo los nominales. En un primer momento esta
estrategia funcionó, pero después los sindicatos advirtieron que todo era un
engaño y que a los trabajadores lo que les interesaba eran los salarios reales.
La política propiciada por Keynes se impuso a otras más conformes con
la tradición económica clásica. A pesar de ser un liberal, Keynes se transformó
en un intervencionista hasta tal punto que, en el prefacio de su libro Teoría
general traducido al alemán consideró que el libro podía resultar más atractivo
en el país del Nacional Socialismo que en el propio Reino Unido.
V. Las inversiones extranjeras
El programa liberal propicia la libertad y el Estado de derecho. En algunos
países los salarios son mayores que en otros; esto no se produce porque haya
diferencia entre las personas sino porque allí donde los salarios son más
elevados es más alto el grado de capital invertido por hombre ocupado.
Es importante comprender que el empresario no puede pagar al asalariado
más valor de lo que su trabajo agregue al producto final. Es la productividad
marginal del trabajador lo que determina las tasas salariales, y esa produc-
tividad depende del capital invertido.
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La llamada Revolución Industrial comenzó en Inglaterra hace 250 años.
Fue este el primer país donde coincidió el desarrollo de la ciencia, de la
técnica y de la “empresarialidad” con fines productivos, con una doctrina
económica y política que propició el nacimiento de instituciones compatibles
con aquel desarrollo. A medida que el naciente capitalismo industrial se con-
solidaba en el país de origen, se fue desplazando hacia los países de Europa
Occidental primero y luego hacia Europa Oriental, Asia y el continente Ame-
ricano. Fueron los ahorristas ingleses quienes financiaron los ferrocarriles,
puertos, minería, los canales de Suez y Panamá, transportes marítimos y flu-
viales, empresas de electricidad, petroleras, telefónicas, empresas de gas,
frigoríficos, etc. Tanto fue así, que salvo Gran Bretaña, todas las naciones
hoy desarrolladas se financiaron al principio con capital extranjero.
La inversión extranjera se lleva a cabo cuando los capitalistas piensan
que no van a ser expoliados por el Estado. El inversor extranjero que, a lo
largo de una centuria, contribuyó al progreso de muchas naciones, con el
correr del tiempo se transformó para gran parte de la opinión en un “explo-
tador”. No fueron sólo los soviéticos que así lo pensaron. En la época que
Mises daba estas conferencias, el gobierno socialista de la India, a cuyo
frente se hallaba Jawarharlal Nehru, editó un libro con sus discursos, que
estaban a favor de atraer la inversión extranjera. Nehru decía textualmente:
“Propugnamos el socialismo; pero esto no quiere decir que estemos en contra
de la empresa privada; la ampararemos y prometemos a los empresarios que
aquí se instalen que no los nacionalizaremos ni expropiaremos durante al
menos diez años, plazo que incluso pudiéramos prorrogar”. ¡Y con tales
frases creía que iba a atraer al capital privado!
VI. Pensamiento y política
La disposición anímica de Occidente en la época de la Ilustración fue opti-
mista; se esperaban siglos de prosperidad, paz y libertad. Algunos de esos
sueños se plasmaron y otros no: subió el nivel de vida de la población pero
hubo, sobre todo en el siglo XX, cruentas guerras y revoluciones. Los sistemas
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constitucionales surgidos hacia mediados del siglo XIX decepcionaron las
expectativas. Apareció un fuerte antagonismo entre la economía y la política.
Se degeneró la libertad y el gobierno representativo. En los Parlamentos
los legisladores buscaron la satisfacción de sus intereses antes que el bien
común; los partidos políticos engendraron los grupos de presión y los
cabildeos.
Los representantes del pueblo no trabajan por el interés general sino
por los intereses de grupo. El país como tal es el único que carece de padrino.
El proteccionismo levanta a un pueblo contra otro. La democracia se va
transformando en la democracia del intervencionismo económico. El prag-
matismo ha cercenado la acción de los parlamentos transformándolos en
fabricas de regulaciones administrativas, desinteresándose de los grandes
principios políticos y preocupándose solo por los “precios de los maníes”
o de los subsidios a tal o cual grupo. El sistema se encamina hacia el incre-
mento sin límite del gasto público y del déficit fiscal. A los creadores de
los sistemas constitucionales, allá por el siglo XVIII no se les pasó por la
mente que los representantes del pueblo no velaran por el interés general.
Así comprendemos porque hoy en día es imposible que los parlamentos pue-
dan detener la inflación.
A pesar de estos lamentables resultados no hay que dejarse arrastrar
por el pesimismo. Hay que pensar en el caso de Roma a partir de Augusto
en los siglos I y II de nuestra era. Durante eso dos primeros siglos del imperio
romano la economía era, a pesar de un naciente intervencionismo, floreciente,
aunque incomparable con los niveles de bienestar alcanzados por nuestra
civilización actual.
A partir del siglo III aquella civilización comenzó a desintegrarse por
la continua depreciación de la moneda y la consiguiente inflación de precios
como también por un creciente intervencionismo en la vida económica.
Comenzó a faltar alimento en las grandes aglomeraciones urbanas y, a
pesar de severas prohibiciones, la gente emigró hacia el campo en busca
de medios de vida. Los romanos no pudieron comprender el origen de sus
tribulaciones y las ciudades terminaron por despoblarse y los gobiernos de
los diversos países que componían el imperio comenzaron a ser asumidos
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por las milicias bárbaras de los lindes del imperio. Así surgieron reinos
visigodos en España y el sur de Francia; francos en el norte; burgundios en
el este; longobardos en Italia y ostrogodos en los Balcanes. El Imperio
Romano se disolvió dando comienzo a quinientos años de la llamada edad
obscura.
Nuestra situación no es tan grave como la de los romanos. En nuestro
caso tenemos los conocimientos que nos proporciona la economía política
para saber acerca de la naturaleza de algunos de los más graves problemas
que nos aquejan. El socialismo y otras doctrinas intervencionistas no las
desarrollaron los asalariados sino que son producto de los intelectuales.
Carlos Marx no era un obrero sino hijo de un destacado abogado; Engels
era hijo de un acaudalado industrial textil; Saint Simon era de estirpe
nobiliaria y así otros.
Mises escribe: “Ideas y sólo ideas, pueden iluminar las densas nieblas
que nos circundan”. Hay que cambiar los malos idearios por otros buenos.
Afortunadamente hoy se puede hablar de temas que no se podía hace cien
años.
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HACIA UN CRITERIO UNIFICADOR EN LA FILOSOFÍA DELAS CIENCIAS HUMANAS
Gabriel J. Zanotti*
Reseña del libro de Francisco Leocata, Filosofía y ciencias humanas, Editorial
de la Universidad Católica Argentina, Buenos Aires, 2010.
El panorama epistemológico y filosófico de las ciencias humanas es hoy
sumamente desordenado. No es pobre, sino desordenado, que no es lo mismo.
Hay gran diversidad de escuelas, muchas de ellas con propuestas de gran
riqueza de contenidos. Pero falta un criterio unificador, y a su vez hay diversas
propuestas para ese criterio unificador. El neopositivismo, sin embargo,
sigue siendo culturalmente ese criterio, a pesar de las críticas profundas de
Popper, Kuhn, Lakatos y Feyerabend para las ciencias naturales. La praxis
cotidiana de muchas ciencias sociales y humanidades diversas no parece
haber recogido esa crítica. Si no hay rigurosos testeos empíricos y estadísticas,
parece que no hay ciencias sociales, y las humanidades en general son dejadas
a la babel de filosofías diversas que el neopositivismo considera un sin
sentido.
Esas propuestas filosóficas diversas, a su vez, padecen de una total
incomunicación de sus respectivos paradigmas. Por un lado los diversos
neomarxismos y la Escuela de Frankfurt; por otro lado los post-modernismos
con una versión relativista de la hermenéutica. Las diversas filosofías del
lenguaje, a su vez (neopragmaticismo, estructuralismo, el giro lingüístico,
etc.) no parecen hacer pie en una filosofía específica. Y al lado de todo
ello, las diversas escuelas psicológicas (psicoanálisis freudiano o freudia-
no-lacaniano; psicologías cognitivas; logoterapia, etc.) se mueven en medio
de todo ello de manera autónoma y caótica.
* Doctor en Filosofía (UCA). Profesor Titular de Epistemología (Universidad Austral, UNSTA,UCEMA, ESEADE). Email: [email protected]
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Los que vienen de filosofías neo-escolásticas, como el tomismo, se
encuentran en una gran disyuntiva ante este panorama. Una alternativa es
rechazarlo in totum, tratando de absorber todas las humanidades y las diversas
ciencias sociales en la antropología filosófica de Santo Tomás de Aquino.
Otra actitud es intentar un diálogo con diversas propuestas contemporáneas,
pero, claro, no es fácil.
El P. Francisco Leocata, desde hace años, viene sistematizando una
propuesta filosófica que puede ayudar en esta compleja cuestión. Su punto
de partida es un diálogo entre la antropología y la metafísica de Sto. Tomás
de Aquino con su interpretación personalista de la fenomenología de Husserl,
tomando a este autor como un punto de referencia indispensable si se
quiere tomar lo mejor de la filosofía moderna y contemporánea sin reducirla
a Sto. Tomás. Desde esta visión de Husserl se puede tener una hermenéutica
fenomenológica, tomando lo mejor de Gadamer y Ricoeur, y, a su vez, tomar
lo mejor del giro lingüístico, insertando los juegos de lenguaje de Wittgenstein
en los mundos de la vida de Husserl. Ello permite, a su vez, tomar lo mejor
de las filosofías del diálogo, incluso las propuestas de razón dialógica de
la Escuela de Frankfurt. Todo esto lo ha hecho Leocata en sus profundos y
densos libros Persona, Lenguaje, Realidad (2003) y Estudios sobre feno-
menología de la praxis (2007).
Sobre esta base, este nuevo libro, Filosofía y ciencias humanas, trata
de aportar algunas soluciones al diagnóstico anteriormente efectuado. Después
de una excelente introducción histórica a la emergencia moderna y con-
temporánea de la psicología y la hermenéutica, comienza a elaborar una
propuesta donde la fenomenología de Husserl, re-interpretada desde el
acto del ser del yo en Santo Tomás, puede servir de orientación básica para
el fundamento y epistemología de las ciencias humanas. Para ello no sólo
re-establece la necesidad de esa fenomenología para los aportes de la her-
menéutica de Gadamer y Ricoeur, sino que agrega algo fundamental: la
distinción entre tres reducciones. La trascendental, interpretada desde el
acto del ser del yo, la eidética, como un legítimo ámbito epistemológico
para las relaciones inter-esenciales, no empíricas, de las ciencias humanas,
y la reducción vital, donde se tenga en cuenta la riqueza de la experiencia
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de lo humano para una reflexión psicológica que no se confunda a su vez
con un “fundamento último” de la psicología, que debe aportar los contenidos
clásicos sobre la espiritualidad, la intencionalidad y la corporeidad, pero
sin absorber en ellos la autonomía relativa de los temas psicológicos más
específicos. En ese sentido, otro de sus fundamentales aportes es una visión
centrífuga y a la vez centrípeta de las relaciones entre filosofía y psicología,
para no reducir la una a la otra: la filosofía, desde una fenomenología per-
sonalista, aporta los referidos principios fundamentales, y de ese modo hay
una fuerza centrípeta hacia la filosofía, pero otros temas más específicos y
terapéuticos tienen una fuerza centrifuga hacia la psicología, pero ya sin
contradicción con la antropología filosófica fundamental.
Esta propuesta es análogamente aplicable a la relación entre filosofía y
todas las ciencias sociales. Mi esperanza como lector es que esta propuesta
pueda servir como criterio unificador para una filosofía y epistemología de
las ciencias humanas y sociales actuales, fundamentándolas, sin reducirlas,
en los aportes clásicos del tomismo y de la fenomenología.
Estamos en presencia, por ende, de otro gran aporte de Francisco Leocata
a la filosofía contemporánea.
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c) Libro, compilador:
Yarce, Jorge (comp.), 1986, Filosofía de la comunicación, Pamplona:
Ediciones Universidad de Navarra.
d) Artículo, en libro con compilador:
Llano, Alejandro, 1986, “Filosofía del lenguaje y comunicación” en
Yarce (comp.), Filosofía de la comunicación, Pamplona: Ediciones
Universidad de Navarra.
e) Artículo, en publicación periódica:
Ravier, Adrián, 2006, “Hacia un estudio comparativo de las teorías
económicas defendidas por Joseph Schumpeter y Ludwig von Mises”,
Libertas 44 (Mayo), pp. 251-326.
f) Libro, consultado en Internet
Adam Smith, 1982 [1759], The Theory of Moral Sentiments, D.D.
Raphael y A.L. Macfie (eds.), vol. I de The Works and Correspondence
of Adam Smith, Indianapolis: Liberty Fund, en http://oll.libertyfund.org/
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Llano, Alejandro, 1986, “Philosophy of Language and Communication”
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e) Article in periodical
Ravier, Adrian, 2006, “Towards a Comparative Study of Economic
Theories Defended by Joseph Schumpeter and Ludwig von Mises,”
Libertas 44 (May): 251-326.
f) Text available on the Internet
Adam Smith, 1982 [1759], The Theory of Moral Sentiments, DD
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