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El Ataque al Corazón de la Iglesia - Capítulo 4 - La ... · Klaus Gamber en su obra “La reforma...

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El Ataque al Corazón de la Iglesia Capítulo 4: La Revolución de la Ilustración Producido por: © Sanguis et Aqua
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El Ataque al Corazón

de la Iglesia

Capítulo 4:

La Revolución de la Ilustración

Producido por:

© Sanguis et Aqua

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TRANSCRIPCIÓN ORIGINAL DEL PROGRAMA EN AUDIO

Publicado el Sábado, día 3 de octubre de 2015

CANAL: http://youtube.com/sanguisetaqua

BLOG: http://sanguisetaqua.wordpress.com

Programa en Audio:

https://www.youtube.com/playlist?list=PLzNPsrR6kyx7oenTrDvt0TK8PZ2X0liGw

Duración:

3 horas 9 minutos 59 segundos

Producido por:

Sanguis et Aqua

Queda terminantemente prohibido todo intento de copia, fragmentación o alteración del contenido de este documento,

sin autorización previa de los autores.

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EL ATAQUE AL CORAZÓN DE LA IGLESIA

CAPÍTULO 4: LA REVOLUCIÓN DE LA ILUSTRACIÓN

Escrito por: Sanguis et Aqua

“¿Por qué causa se han embravecido las naciones y los pueblos maquinan vanos proyectos? Se han coligado los reyes de la tierra y se han confederado los príncipes contra el Señor y contra su Cristo. <<Rompamos –dijeron- sus ataduras, y sacudamos lejos de nosotros su yugo>>.” (Salmo 2, versículos del 1 al 3)

“¡Oh Dios! No estés así en silencio; no te contengas Dios mío. Ya ves cuanto ruido meten tus enemigos y cómo andan con la cabeza erguida los que te aborrecen.

Urdieron contra tu pueblo malvados designios, y han maquinado contra tus Santos.

<<Venid – dijeron - y borremos esa gente de la lista de las naciones>> (…).

Todos unánimes se han coligado; a una se han confederado contra Ti. (…) Han dicho: <<Apoderémonos del Santuario de Dios como heredad que nos pertenece.>> ”

(Salmo 83, versículos del 1 al 6 y versículo 13)

Con estas palabras comenzamos el capítulo cuarto de la serie “El Ataque al corazón de la Iglesia”, capítulo en el que nos sumergiremos de lleno en ese terrible momento de la historia en el que se cumplieron las palabras del salmista que acaban de escuchar.

Nos adentraremos en esa tenebrosa época en la que Satanás llevaría al mundo al borde del abismo estableciendo un nuevo orden social y político que impondría a las naciones por la fuerza, una nueva religión, la religión masónica, presentada de forma todavía velada, pero perfectamente válida para justificar la destrucción total de la Santa Iglesia Católica y el exterminio de todo aquel que se negase a aceptar el nuevo estado de las cosas.

Hablaremos pues, de la revolución de la Ilustración y cómo la humanidad fue seducida y engañada hasta el extremo de alzarse en armas y declarar la guerra al mismísimo Dios. Analizaremos las principales estrategias enemigas, desvelaremos las principales mentiras ilustradas que aún siguen perdiendo a innumerables almas en nuestros días, y les daremos a conocer aquellas verdades que los enemigos de la fe perversamente les han ocultado.

Será un capítulo largo, será un capítulo denso, pero todo es poco para desvelar el gran engaño que propició que ya en el siglo XVIII el mundo se encontrase a las puertas de la instauración del Reino del Anticristo.

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Somos Sanguis et Aqua, dos fieles católicos.

Que la paz de Cristo esté con todos ustedes.

Comencemos, pues, por el principio. ¿Cuál era el estado de las cosas previo a la revolución?

Según explica Mons. Klaus Gamber en su obra “La reforma de la liturgia romana”:

“Tras el Concilio de Trento hubo un florecimiento de la vida eclesial en la época del Barroco; última época en la que el Occidente permaneció católico y se benefició de una cultura unitaria.”

Y como refiere el historiador de la Cierva en su obra “Las puertas del infierno”:

“España fue la luz de Trento y ofreció a la Iglesia un conjunto inigualable de santos sin los que no se comprende la salvación de la Iglesia: san Ignacio de Loyola, santa Teresa de Jesús, san Francisco de Javier, san Juan de la Cruz, que brillaron junto a san Felipe Neri y san Vicente de Paul.”

Los años de la contrarreforma fueron años gloriosos para la Santa Iglesia Católica. El Espíritu Santo había propiciado la enfervorización de las órdenes religiosas tradicionales, e inspirado la fundación de numerosas y diversas órdenes nuevas. Dichas órdenes, especialmente aquellas destinadas al apostolado y a la formación de los fieles, lucharían en primera línea contra la herejía protestante, y gracias a su encomiable labor, la Santa Iglesia Católica pudo lograr lo impensable: recuperar para Dios, al menos temporalmente, alguno de los reinos sumidos en las tinieblas de la herejía.

En Alemania, los príncipes católicos más decididos, tales como Alberto V de Baviera en 1564, prohibieron en sus estados el culto protestante, y permitiendo a los Jesuitas establecer sus colegios y universidades, introdujeron en sus dominios los Decretos Tridentinos que proporcionaron a la población las armas espirituales necesarias para detectar y vencer la herejía, y poder así, salvar sus almas.

En Austria, Rodolfo II, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico de 1576 a 1612 prohibió el culto protestante en sus ciudades. Y su sucesor, Fernando II de Habsburgo, sería, además de un católico devoto, un fiel portavoz de la contrarreforma, llegando a extender dicha prohibición a todos sus dominios.

En Suiza y en Francia se pudo ver también un renacimiento católico gracias a la gran labor de numerosos santos y el intensísimo trabajo de las órdenes religiosas.

E incluso en la Inglaterra Anglicana, se pudieron ver varios intentos de resurgimiento del catolicismo.

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El primero de ellos, tuvo lugar antes de la conclusión del Concilio de Trento, y fue llevado a cabo por María I de Inglaterra e Irlanda, hija del primer matrimonio de Enrique VIII con Catalina de Aragón.

Maria I, de convicciones profundamente católicas, abrogó las reformas heréticas de su padre Enrique VIII y trató de renovar las instituciones por él corrompidas, estableciendo rigorosas medidas contra los herejes protestantes que trataban de perder las almas de su tan querido país.

Sin embargo, fue saboteada, y su corta vida impidió que sus medidas asentaran. Al morir sin descendencia le sucedió en el trono la hija de Ana Bolena, Isabel, que no solo rompió con la Santa Iglesia católica de nuevo, sino que instauró medidas incluso peores que las de Enrique VIII contra los católicos, abrogando el culto católico en su reino y decretando la persecución violenta hacia los católicos que pasaron a ser considerados enemigos del estado y como tales, merecedores de la pena de muerte. Sobra decir, que Isabel ganó de nuevo la excomunión para ella, y para su falsa iglesia, la iglesia anglicana.

Ironías de la vida: A causa de los herejes, María I pasaría injustamente a la historia como “María, la Sanguinaria”, en inglés, “Bloody Mary”, mientras que su hermanastra Isabel, que implantó la persecución sangrienta contra todos los católicos es alabada por todos como si fuese santa, pasando a la historia con el sobrenombre de “Isabel, la buena reina” o “Isabel, la reina virgen”.

Y no podemos olvidar que de manera paralela al resurgimiento católico en Europa, misioneros de diversas órdenes religiosas, dejando su vida en el empeño, extendieron el Catolicismo a lo largo y ancho de este mundo, para abrir las puertas de la salvación a innumerables almas desde las indias orientales, es decir, las américas, hasta el Japón y las filipinas.

Tales hazañas no hubieran podido llevarse a cabo sin contar con los principales adalides de la catolicidad: El imperio español y la Compañía de Jesús, es decir, los Jesuitas.

Como explica el historiador y sacerdote Bernardino Llorca en su “Manual de Historia Eclesiástica” publicado en 1942:

“España fue el brazo derecho de la Iglesia. A ella acudían los Papas en los casos de mayores apuros de la Cristiandad. Más aun, en defensa de este ideal España se desangró, lo cual es una de sus mayores glorias. Dondequiera que se defendía la causa católica, se hallaba España, a veces sola. Tal sucedió en Alemania derrotando a los ejércitos luteranos; en los países bajos salvando para el catolicismo gran parte de sus provincias, en Lepanto, contra los turcos, en Francia contra los hugonotes, en Inglaterra contra la persecución de Isabel.”

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Por su parte, la Compañía de Jesús, también conocida como los Jesuitas, traería de cabeza a los enemigos de la fe, por su voto de obediencia incondicional al Papa, que les hacía estar disponibles y dispuestos a ser enviados adonde fuese necesario para la mayor gloria de Dios y el bien de las almas.

Como explica el historiador Ricardo de la Cierva, en su obra “Las puertas del infierno”:

“La Compañía de Jesús fue la Orden providencial e innovadora que requerían aquellos tiempos; (…) una Orden que fue entonces, como proclamaba su fundador, la caballería ligera del Papa aunque ahora, se ha degradado parcial y miserablemente hasta convertirse, como veremos, en semillero de oposición al Papado y de la disidencia postconciliar.”

De esta manera, pese a ser una fundación reciente, los Jesuitas pudieron, en muy poco tiempo, desarrollar una vasta labor de apostolado a nivel mundial en multitud de ámbitos: desde la investigación teológica y científica, hasta el trabajo en las misiones de todo el mundo, sin olvidarnos de su gran labor educativa en colegios, universidades y seminarios.

La Compañía de Jesús, como explica el P. Bernardino Llorca en su “Manual de historia eclesiástica”:

“Fue indudablemente uno de los apoyos más firmes de la Iglesia en las batallas que hubo de mantener contra la herejía. (…) aunque es falsa la afirmación de que la compañía fue fundada para luchar contra el protestantismo, de hecho fue un instrumento eficaz de que se valió la Providencia para la defensa de la Iglesia frente a las innovaciones de la herejía. (…) por esto se explica que fuera constantemente odiada y perseguida a muerte por todos los enemigos de la Iglesia.”

De este modo, la reforma protestante que había desgarrado la Civilización Católica, no había podido destruirla. Y la Santa Iglesia Católica seguía teniendo un papel primordial en el panorama mundial gracias a la hegemonía del Imperio Español, y a la labor incesante de las órdenes religiosas, entre las que destacaba la Compañía de Jesús. Era solo cuestión de tiempo que Europa recuperase el esplendor medieval.

Fue entonces, cuando parecía que la Santa Iglesia Católica podía respirar de nuevo, cuando Satanás desplegó el tercer y más devastador ataque que el mundo había conocido hasta aquel entonces: la revolución de la ilustración.

Como nos explica Mons. Henry Delassus en su obra “La conjuración anticristiana”:

“El Renacimiento había desplazado el lugar donde se halla la felicidad y cambió sus condiciones; declarando que su lugar estaba en este mundo. La autoridad

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religiosa continuaba diciendo: “Se equivocan, la felicidad está en el cielo”. La Reforma rechazó la autoridad, pero mantuvo el libro de las Revelaciones divinas, que seguía teniendo el mismo lenguaje. Los Filósofos negaron que Dios había hablado a los hombres, y la Revolución se esforzó en ahogar a sus testigos en sangre, con el fin de establecer libremente el culto de la naturaleza.”

Culto que no era otro, que el establecimiento formal de la religión luciferina que comenzara a adoctrinar a las naciones en el Renacimiento, pero esta vez sería presentada no ya bajo la forma de ídolos y supersticiones paganas, ni de un pseudo-cristianismo falso, sino bajo la bandera de la sola y fría razón, que distinguía al ser humano del resto de las criaturas y le hacía creer superior a todas ellas y dueño absoluto de toda la Tierra.

Con la reforma de la ilustración, la soberbia del ser humano creció hasta tal punto, que el hombre se creyó dueño y señor de sí mismo, del universo y de su propio destino. Ya no necesitaba la figura de ningún Dios, no volvería a someterse.

Como explica Mons. Delassus en su obra “La conjuración anticristiana”:

“Hay en la Revolución un carácter satánico que la distingue de todo esto que se vio y de lo que se verá. Ella es satánica en su esencia. (…) La Revolución consiste esencialmente en la rebelión contra Cristo, e incluso la rebelión contra Dios, más bien, es la negación de Dios. Su objetivo supremo es sustraer al hombre y a la sociedad de lo sobrenatural. La palabra LIBERTAD, en boca de ella, no tiene otro significado: libertad para la naturaleza humana de ser ella sola, como Satán que quiso ser él solo, y eso, a la instigación de Lucifer que quiere librarse de la supremacía que la superioridad de su naturaleza le daba sobre la naturaleza humana, que fue eliminada mediante la elevación del cristianismo al orden sobrenatural. (…) La época de la Revolución, es la época del antagonismo más agudo entre la civilización cristiana y la civilización pagana, entre el naturalismo y lo sobrenatural, entre Cristo y Satanás.”

Por su parte, Su Santidad el Papa Pío IX, en su encíclica del 8 de diciembre de 1849 afirmó rotundamente:

“La Revolución está inspirada por el mismo Satanás; su objetivo es destruir por completo el edificio del cristianismo y reconstruir sobre sus ruinas el orden social del paganismo.”

Satanás sería por tanto el principal cabecilla, ideólogo y estratega de la revolución.

¿Pero quién iba a llevar a cabo este golpe de estado mundial contra Dios y contra su Santa Iglesia?

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Esta tarea sería encomendada a la propia masonería, que tras haber sido infiltrada por los Illuminati de Baviera, y adoptado su forma actual, se alzaría como la verdadera Sinagoga de Satanás, con el único objetivo de destruir a la Santa Iglesia Católica y el verdadero culto establecido por Nuestro Señor y alzar en su lugar el Reinado del Anticristo.

No nos olvidemos, de que, como explica Mons. Delassus en su obra “La conjuración anticristiana”:

“Establecer una nueva religión, la “religión de la humanidad”, es, en efecto la meta que se ha propuesto la masonería al dirigir el movimiento iniciado en el Renacimiento: la liberación de la humanidad.”

Y con estos términos redentores, esta nueva versión atea de la religión masónico-luciferina proclamaba la liberación de la humanidad del yugo de Dios, redimiéndola de la mismísima redención de Cristo y volviendo a atarla bajo el yugo satánico del pecado, la muerte y el infierno, acercando así a la humanidad a pasos agigantados a la aceptación de la religión masónica en todo su esplendor, que es adoración directa a Lucifer.

En los números de enero y mayo de 1870, la revista “Le Monde Maçonnique” hizo la siguiente declaración:

“La francmasonería nos enseña que hay una sola religión, una sola verdad, y por consiguiente un solo culto natural, el culto de la humanidad. Dios no es otra cosa que el conjunto de todos nuestros instintos más elevados, a los cuales les hemos dado cuerpo, una existencia distinguible; Dios no es más que el producto de una concepción generosa, pero errónea, de la humanidad que se ha entregado a una quimera.”

Por su parte, el P. Patchler, en su obra “La deificación de la humanidad, la meta positiva de la francmasonería”, ha explicado claramente el verdadero significado que la masonería le da a la palabra “humanidad”. Escuchémosle:

“Esta palabra es utilizada por miles de hombres (tanto los consciente como los inconscientemente iniciados), en un sentido confuso, sin duda, pero siempre, sin embargo, como el lema de guerra con un objetivo determinado y cierto, que es la oposición al cristianismo positivo. Esta palabra, en boca de ellos, no significa solamente el ser humano en oposición al ser animal,… significa, en tesis, la independencia absoluta del hombre en la esfera intelectual, religiosa y política; ella niega cualquier fin sobrenatural, y reclama, que la perfección puramente natural de la raza humana es la única vía para el progreso. A estos tres errores corresponden tres etapas en las vías del mal: La Humanidad sin Dios, la Humanidad se hace Dios, la Humanidad en contra de Dios. Este es el edificio que la

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masonería quiere construir para reemplazar el orden divino, que es la Humanidad con Dios.”

La religión masónica, la religión luciferina, el culto satánico en todo su esplendor, se esconde y se presenta, por tanto, bajo la inocente apariencia de la religión de la humanidad, entendiendo “humanidad” como la exaltación de la raza humana sobre Dios mismo, hasta el punto de considerarlo como el principal impedimento de nuestra plenitud.

Este es precisamente el origen del “cristianismo humanista” que nos presenta en nuestros días la Iglesia Universal, la prostituta que se hace pasar por Esposa de Cristo sin serlo, aquella que silenciando las verdades de fe reveladas por Nuestro Señor y ocultando el camino estrecho y angosto que conduce a la salvación, conduce a las naciones enteras al infierno centrando su atención únicamente en las necesidades temporales de la humanidad y poniendo su objetivo vital en este mundo presente.

Como explica Mons. Delassus en su obra “La conjuración anticristiana”, según la concepción masónica:

“La humanidad es Dios, los derechos del hombre deben sustituir a la ley de divina, el culto a los instintos del hombre debe tomar el lugar que se le rinde al Creador, la búsqueda del progreso en la satisfacción dada a los sentidos, deben sustituir a las aspiraciones hacia la vida eterna.”

De esta manera, como afirma Mons. Delassus:

“Ellos hacen una distinción entre ellos mismos y el mundo profano por estas palabras que se encuentran en todos los documentos de la masonería: “El mundo iluminado” y “el mundo sumido en las tinieblas”, palabras que utiliza toda la francmasonería, ya que su objetivo es pasar de las tinieblas del cristianismo a la luz del naturalismo, en otras palabras, de la civilización cristiana a la civilización masónica.”

Este era el Satánico plan para Europa y el mundo entero, y los enemigos de la fe iban a ejecutarlo por medio de la Revolución de la Ilustración en el mal llamado “Siglo de las luces” que acabaría con los supuestos años oscuros de la Edad Media y sus ideales de santidad, establecería en su lugar, el nuevo orden luciferino.

Pero, ciertamente algo seguía oponiéndose: la Santa Iglesia Católica, que fundamentada en la fe inquebrantable del sucesor de San Pedro y santificada por el sacrificio de la Nueva Alianza se alzaba más radiante que nunca y se expandía de manera imparable por la incesante labor de las órdenes religiosas, entre las que destacaba la Compañía de Jesús, y por la protección y patrocinio de España, único estado que permanecía fielmente católico y que seguía manteniendo su hegemonía mundial.

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Los enemigos de la fe, sabían que estos cuatro pilares debían ser abatidos -o al menos minados- para que no constituyesen un problema.

Para lograrlo, pondrían en juego uno de los mayores engaños de la historia de la humanidad hasta aquel entonces, empleando como base una estrategia que la masonería repetiría una y otra vez, en multitud de contextos y a diversas escalas para acabar con sus principales enemigos y propiciar el cumplimiento de sus planes. Y la estrategia en cuestión es la siguiente:

Ellos crearán anónimamente un problema serio, un problema grave que afecte a multitud de personas, se encargarán de culpar de ello a aquellos que quieren abatir, que no tendrán de hecho absolutamente nada que ver con dicha cuestión pero harán creer al pueblo por medio de una intensísima campaña propagandística que sí, y entonces, cuando la población ha asimilado esta idea, propondrán al pueblo una solución, que es precisamente aquello que querían conseguir desde el principio, el objetivo de su plan, y las masas recibirán su solución luciferina como caída del Cielo, cosa que jamás hubieran hecho en otras condiciones.

Veamos, pues, cómo esta estrategia de manipulación de masas fue empleada junto con otras artimañas en la época de la ilustración para abatir los principales apoyos de la Santa Iglesia Católica y conseguir que la humanidad se alzase a voz en grito contra Dios y manchase sus manos con la sangre de aquellos que le permaneciesen fieles.

Vayamos paso a paso.

El primer paso para el establecimiento de la civilización masónica y de su nuevo orden político, era aniquilar para siempre a la propia civilización católica, civilización que había traído la paz y la prosperidad a Europa a lo largo de la Edad Media, cuyo objetivo principal era dar mayor gloria de Dios propiciando la santidad y la salvación de las almas de sus integrantes. Esta civilización y su esplendor debían desaparecer no ya solo del panorama político mundial, sino de las mentes y aspiraciones del pueblo, para evitar su resurgimiento futuro.

El renacimiento ya había propiciado el cambio del objetivo de las naciones y de las almas, que pasó de la búsqueda de la santidad a aumentar propio bienestar personal, y la herejía de la reforma había desgarrado la unidad de las naciones católicas por medio de la herejía, llevándolas a la guerra. La ilustración iba por tanto a encontrar el modo de que la humanidad aborreciese de tal modo a la civilización católica que suplicase el establecimiento de la civilización masónica y ellos mismos trabajasen para conseguirlo.

Así pues, partiendo de las falsas iglesias nacionales independientes de Roma, surgidas de la reforma protestante, lideradas en su mayor parte por los propios monarcas, y aprovechando la rebeldía de éstos hacía Dios y su Santa Iglesia, los enemigos de la fe se encargarían de llevar esta rebeldía a extremos tales, que radicalizarían la posición de

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estos monarcas haciendo aparecer el absolutismo más recio que derivaría en el denominado despotismo ilustrado propio de la época.

Fue en el siglo XVI, en el ambiente de las guerras protestantes en Francia, donde se forjó la perniciosa teoría del “derecho divino del poder real”, que nada tenía de divino, ni de real, ni de católico.

Esta perniciosa teoría afirmaba entre otras cosas, que el Monarca no era solo un elegido de Dios para gobernar a su pueblo, sino que le era concedido un carácter cuasi-divino. De esta forma, esta teoría defendía que el monarca estaba sacralizado de tal forma que se encontraba incluso por encima de la misma Ley. El monarca encarnaba en su ser la ley y el estado. No tendría por tanto ningún deber para con sus súbditos, sino únicamente derechos. Tenía poder absoluto para hacer lo que quisiese por depravado, blasfemo y cruel que fuese.

Esta nueva teoría del derecho divino del poder real, nada tenía que ver con la concepción católica de la sociedad, que entendía que el monarca católico, era un elegido de Dios no solo para gobernar, sino para llevar a la santidad a las naciones que tenía encomendadas, y para ello, no solo debía estar sometido a la ley de Dios y a su Santa Iglesia Católica, sino que por la alta dignidad que le fuera concedida, su propia vida debía ser un reflejo de la santidad de Nuestro Señor, cuya autoridad estaba ejerciendo para la mayor gloria de Dios y la salvación de las almas. Al final de su vida, el monarca católico sabía que tenía que rendir cuentas, no solo de sus propias obras, sino de las almas de sus súbditos que debía esmerarse en custodiar.

Sin embargo, estos nuevos monarcas que abrazaron la idea luciferina del “derecho divino del poder real”, al despreciar a Dios y alzarse en su lugar, creían que únicamente debían dar cuenta a sí mismos. Ellos eran todopoderosos, se creían dioses, y por tanto, cualquier atrocidad que discurriese su perversa mente, no solo les era legítima, sino que sabían que sería ejecutada al instante. Nos podemos imaginar a los extremos que llegaron.

El modelo más acabado de absolutismo regio fue el definido en torno a Luis XIV, rey de Francia a finales del siglo XVII y comienzos del siglo XVIII. Este monarca haría famosa la frase:

“El estado soy yo”

Y he aquí el engaño:

Esta nueva forma de gobierno injusta, despótica y blasfema creada por los enemigos de la fe sería presentada a las masas como la consecuencia lógica del que denominaron “pernicioso sistema de gobierno del antiguo régimen”, es decir, de la propia civilización católica, que tenía que ser derrocada a toda costa para liberar al pueblo de tal tiranía,

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que según ellos, derivaba en último término del Imperialismo Romano por medio del cual el Santo Padre había esclavizado a las naciones.

Con esta estrategia mataban dos pájaros de un tiro: sembraban las ideas de la revolución en un pueblo sumido en la miseria y cada vez más oprimido, y convertían al Santo Padre en el principal enemigo de todos ellos.

Fue en este preciso momento, al instalarse el absolutismo en las cortes, cuando el Cielo hizo un llamamiento a las naciones, especialmente a Francia, por medio de su Santa, Santa Margarita María de Alacoque. Este llamamiento pedía que las almas dejaran de injuriar a Nuestro Señor, se convirtiesen de sus pecados, y reconociesen, de una vez por todas, el Reinado de Dios sobre ellos, por medio de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, que había existido desde los primeros tiempos.

Nuestro Señor establecía que era imprescindible que todas las gentes redoblasen sus oraciones, y que se santificasen, especialmente por medio de la comunión reparadora de los 9 primeros viernes de mes y la consagración personal a su Sacratísimo Corazón.

Además, Nuestro Señor dictó en 1689 un mensaje a Santa Margarita Maria, para transmitirlo al propio Luis XIV. En dicho mensaje se le pedía al monarca, entre otras cosas, que tanto él como Francia debían ser consagrados al Corazón de Jesús, y como prenda de dicha consagración, debía incluirse la imagen de su Sacratísimo Corazón en su blasón personal y la bandera de Francia.

Esta era la manera que proponía el Cielo para evitar los terribles males que traería consigo la revolución que estaba a las puertas. Pero han de entender que esta consagración pedida por el Cielo no se trataba de un acto mágico e instantáneo por medio de una oración puntual. Consagrar no significa recibir simplemente una bendición, sino estar de ahí en adelante dedicado al Señor como posesión suya.

Y quede claro que con esto no estamos diciendo que haya que hacer caso a todas las supuestas revelaciones privadas que se presentan como ciertas, pues la inmensa mayoría de ellas proceden del Maligno y de las mentes retorcidas de falsos profetas y profetisas que pese a su apariencia de piedad, únicamente tienen como objetivo confundir y perder a las almas. Les pedimos por favor, por el bien de sus almas y las de los suyos, que huyan de ellos como de la peste.

Las apariciones aprobadas por la Santa Sede se cuentan con los dedos de las manos y solo a ellas puede darse crédito, teniendo en cuenta además que la Revelación de los Misterios Divinos concluyó hace 2000 años con la venida de Nuestro Señor. Así pues, en las verdaderas apariciones, en las apariciones aprobadas jamás encontrarán nuevas doctrinas, ni inventos por cuenta propia, sino que únicamente nos recordarán en momentos muy puntuales de la historia la máxima de la catolicidad que es la necesidad

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de penitencia y santidad para servir a Dios como se merece y lograr la salvación de las almas.

Por tanto, lo que el Cielo pedía para el mundo y especialmente para Francia, por medio de Santa Margarita María de Alacoque, era que las almas y las naciones volviesen a dedicarse a servir a Dios en cuerpo, alma e instituciones, tal y como se había hecho durante siglos en la denominada civilización católica, antes de que Europa fuera desgarrada por la herejía protestante. Las naciones y las almas debían reconocer a Dios como legítimo Soberano de todo y todos, y le servirle como tal. Solo así podía librarse el mundo de los terribles azotes que el Maligno preparaba.

Sin embargo, pese a que la Santa Iglesia Católica no tardaría en reconocer la autenticidad de estos mensajes y multitud de santos y religiosos estaban predicando la necesidad de llevar una vida Santa, la petición a Luis XIV fue desatendida, y prosiguió con su gobierno déspota, que continuarían sus sucesores, y de este modo, por la nueva situación social provocada por los enemigo de la fe, las ideas revolucionarias y anti-papistas se extendieron como la pólvora.

Así pues, en Francia apareció el galicanismo, una corriente ideológica herética que aspiraba a la preponderancia del Estado sobre la religión, es decir, la supremacía del poder civil sobre los asuntos religiosos dentro del estado reduciendo a la mínima expresión el poder y jurisdicción pontificios.

De aquí viene el empleo tan burdo y manipulado de la frase de Nuestro Señor:

“Dad al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios” (Evangelio según San Lucas, cap. 20 vers. 25)

Que para nada significa separar el poder civil de lo religioso, sino que cada uno ocupe el papel que le corresponde: Dios como Creador, Dueño y Soberano de todo el orbe, con poder absoluto sobre todo y todos, y el monarca como aquel encargado de velar por el bien de sus súbditos y propiciar que puedan cumplir la Santa Ley de Dios y su Voluntad en todo momento, tal y como fue enseñada por Nuestro Señor, y como siempre ha sido enseñada la Santa Iglesia Católica.

Por tanto, todas las ideologías nacionalistas que han inundado al mundo desde entonces, que pretenden poner el estado sobre la religión, por muy católica y tradicional que presenten dicha religión, son herejía y constituyen de hecho un gran pecado, porque nadie, ni siquiera un monarca, o un presidente, o un estado, pueden situarse por encima de la Santa Ley de Dios y la Autoridad de su legítima Iglesia, la Santa Iglesia Católica.

Pero el galicanismo todavía fue más lejos. Como explica el P. Bernardino Llorca, en su “Manual de historia eclesiástica”:

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“Según ellos, a San Pedro y a sus sucesores les fue entregada la potestad en lo espiritual, no en lo civil; además, persisten los derechos sobre la superioridad de los concilios sobre el Papa; de aquí que el uso del poder pontificio debe ser regido por los cánones, pero juntamente deben ser admitidas las costumbres tradicionales de la Iglesia de Francia; aun en cuestiones de fe, el Papa no es infalible si no se añade el consentimiento de la Iglesia”

Por tanto, el galicanismo proponía, entre otras cosas, la creación de una especie de pseudo-iglesias nacionales cuyo consejo, sometido a la autoridad del monarca, decidiría si aplicar o no los mandatos del Santo Padre y cómo gestionar los asuntos religiosos de su estado.

Y en esta línea, apareció también el Febronianismo, que a parte de las ideas galicanas, mostraba tendencias episcopalistas, procurando favorecer los privilegios y facultades episcopales a costa de las pontificias.

Según aparece en la obra “De statu Eclesiae et de legitima potestate Romani Pontificis liber singularis, ad reuniendos disidentes in religione chrisiana compositus” escrita por Nicola von Hontheim, obispo auxiliar de Treveris, y publicada en 1763 bajo el pseudónimo de Justini Febronii:

“Cristo había entregado el poder de las llaves a toda la Iglesia, y así, este poder, ejercido por el Papa y los obispos reside en la Iglesia de los fieles. (…) por otra parte, los obispos tienen todos el mismo poder recibido inmediatamente de Dios; el Papa es el centro de todos pero solo “primus inter pares” [el primero entre iguales]. Al Papa corresponde casi exclusivamente el poder y deber de mirar por la unidad de la Iglesia y observancia de sus leyes, los demás derechos habían sido adquiridos con las falsificaciones del seudo-Isidoro y con otros abusos. Así pues, todos estos derechos abusivos, debían ser quitados al Romano pontífice.”

Estas tendencias a la creación de iglesias nacionales, a la democratización de la Iglesia por medio de concilios o asambleas, a aumentar el poder episcopal y considerar al Papa únicamente como el primero entre iguales, aparecerán de nuevo en el siglo XX y especialmente en el Concilio Vaticano II. Y como veremos en capítulos siguientes, serán clave para propiciar la aparición de las conferencias episcopales que tanto daño han hecho a la Santa Iglesia Católica desde entonces.

Junto con el Galicanismo y el Febronianismo, apareció por doquier el espíritu regalista propio de la época, es decir, la tendencia de la autoridad real a la intrusión en los asuntos eclesiásticos, o por así decirlo, del poder civil en la Iglesia, llegando incluso a afectar a la propia España católica.

Contra estas herejías y desviaciones se produjo una fuerte reacción católica, pero ni las refutaciones teológicas, ni el incesante trabajo de los Jesuitas y la Santa Sede para sacar

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a la luz la perversidad de estas cuestiones y reafirmar la verdad que negaban, conseguirían frenar su extensión, siendo así que contagiaron a universidades, nunciaturas, y en definitiva, a Europa entera.

Asimismo, por esta época nos encontramos los primeros intentos de lo que podríamos denominar la rebeldía de los teólogos, que tanto daño causaría a la Santa Iglesia y a las almas desde entonces. Rebeldía que no es otra que la tendencia a buscar la plena libertad para sus investigaciones teológicas, sin el estrecho límite marcado por los dogmas, es decir, por las verdades absolutas e infalibles reveladas por Nuestro Señor, teniendo así potestad para inventar toda clase de ficciones sin control alguno y presentarlas como ciertas, tal y como sucedió especialmente desde el siglo XX.

Uno de los primeros en poner en duda el método teológico tradicional fue Miguel Bayo, sacerdote católico y teólogo flamenco del siglo XVI. Bayo, mostrando abiertamente su disconformidad con la Escolástica, junto con su compañero Juan Hessels, desarrolló un nuevo método de estudio de las Sagradas Escrituras y la Patrística, especialmente centrado en la obra de San Agustín.

Sin embargo, poco tiempo pasaría hasta que sus verdaderas intenciones saliesen a la luz.

Los primeros en detectarlas fueron los franciscanos, quienes tras estudiar los escritos de Bayo se dieron cuenta que eran una reproducción de las tesis de Lutero sobre el estado original del hombre, el pecado original, la gracia y la libertad, presentadas -eso sí- de un modo más suavizado y con apariencia de piedad, dado a que su objetivo final era bien distinto al luterano, pues no pretendía crear una iglesia paralela, sino ir modificando las ideas de los miembros de la Santa Iglesia Católica paulatinamente, hacia la línea deseada.

Las 79 proposiciones de Bayo fueron condenadas como heréticas, erróneas y escandalosas, por Su Santidad San Pio V en 1567, aunque no se acusó directamente a su autor por renegar de ellas tras ser acusado. Sin embargo, al persistir en su herejía, Bayo fue condenado de nuevo, por Su Santidad Gregorio XIII en 1579.

Por esta causa, los franciscanos y especialmente los Jesuitas, que lucharon fervientemente contra el bayanismo y su extensión, se ganaron el odio de estos herejes. Pese a todo, los errores de Bayo continuaron produciendo efectos demoledores.

Un obispo holandés, Cornelio Jansen, influenciado por las ideas de Bayo, escribió un libro titulado “Agustinus”, que sería publicado, por deseo expreso suyo, en 1640, dos años después de su muerte.

De esta obra nació la perniciosa herejía jansenista, que se extendería por Europa durante la ilustración. Herejía si cabe mucho más peligrosa que las herejías protestantes, porque no buscaba, como decíamos, la creación de una falsa iglesia paralela, sino extender su

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veneno dentro de las filas de teólogos de la Santa Iglesia Católica e irla matando desde dentro.

El sistema teológico propuesto por Jansen, tomaba su raíz de las propuestas de Bayo, y se presentaba inocentemente como un estudio de las obras de San Agustín. Sin embargo, con gran disimulo y habilidad consiguió inyectar de nuevo herejías totalmente escandalosas que ya habían sido condenadas por la Santa Iglesia, tales como que sólo habría unos pocos predestinados a la salvación, y que Nuestro Señor Jesucristo sólo habría muerto para salvar a esos pocos predestinados, pues no existiría una gracia suficiente que diese la oportunidad de salvación a todos.

En cuestiones litúrgicas, exigían como los reformadores protestantes, una vuelta a los orígenes y recuperar ese supuesto culto inicial de los primeros cristianos, lo que les llevó a muchos jansenistas a desarrollar y justificar diversas innovaciones litúrgicas, y tratar de adaptar la celebración de la Santa Misa a las ideas reinantes.

En definitiva, el jansenismo, pese a su apariencia de piedad, no era más que una forma de gnosticismo “cristianizado”, tal y como explica el historiador De la Cierva en su obra “Las puertas del infierno”:

“La crisis jansenista que dividió a la Iglesia de Francia y se extendió por la Europa de los siglos XVII y XVIII es una forma de gnosticismo, por la austeridad aparente y agresiva de los adeptos a la doctrina de Jansenio, por su carga indudable de maniqueísmo y por su aproximación tardía al protestantismo. (…) No tiene nada de extraño que todo el movimiento jansenista encabezase la lucha contra los Jesuitas que entonces se distinguían por su fidelidad inquebrantable a Roma.”

Así, ya en 1642, Su Santidad Urbano VIII prohibió la obra de Jansen por medio de la bula “In Imminenti”, pero no pudo evitar la contienda que se generó en torno a este libro y a su condenación pontificia.

Los defensores de Jansen presentaron esta condena como una condena al mismísimo San Agustín, cosa que no era ni mucho menos cierta, y con este argumento iniciaron una campaña apasionadísima en contra de la Santa Sede, que arrastró a numerosos religiosos incautos a sus filas, y por supuesto, contra la Compañía de Jesús que encabezaba activamente la defensa de la verdadera fe luchando contra la extensión de la herejía jansenista.

Finalmente, por toda esta contienda, Su Santidad el Papa Inocencio X, en la bula “Cum Occasione” del 31 de mayo de 1653, condenó de nuevo como heréticas las 5 proposiciones desarrolladas en el libro de Jansen, que resumen toda su doctrina.

Pese a todo, el jansenismo proseguiría su extensión, y en su vertiente más extendida, no tardaría en fusionarse con el galicanismo por tener en común su odio exacerbado hacia

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los Jesuitas y la Santa Sede, de modo que esta coalición, la coalición jansenista-galicana, se constituiría como una de las principales fuentes de propaganda contra la Santa Sede, haciendo que el poder del Santo Padre se viese cada vez más limitado por la rebeldía de los monarcas cada vez más despóticos, y por las exigencias de muchos obispos que abrazaron las ideas jansenistas y galicanas, y especialmente febronianistas.

Y a causa de todas estas ideas y corrientes difundidas en la primera etapa de la ilustración, sucedió algo similar a lo que habíamos visto en la reforma protestante con respecto a la Santa Misa Católica.

Como nos explica Mons. Gamber en su obra “La reforma de la liturgia romana”:

“El nuevo florecimiento de la vida eclesial que había comenzado en la época barroca fue interrumpido en el siglo XVIII por el r acionalismo frío del Iluminismo. No se hizo caso de la liturgia tradicional, se pensó que no se correspondía suficientemente con los problemas concretos de la época y se exageraron las formas de piedad populares. Este primer desmantelamiento de la liturgia tradicional resultó tanto más grave cuanto que el poder del Estado tomó partido por las Luces y muchos obispos se contaminaron con el espíritu del siglo.”

Los enemigos de la fe se percataron en seguida del poder que podrían conseguir sobre el pueblo si en lugar de impedir la celebración de la Santa Misa, la empleaban como un instrumento para adoctrinar a las masas en la línea que ellos deseaban. Pero se encontraron ante el mismo obstáculo que los herejes protestantes: el latín y el rigor con el que se celebraban los ritos sagrados impedían toda clase de intromisión.

En base a esto comenzaron a exigir una renovación en el discurso y las formas de piedad de la Santa Iglesia, que según ellos, eran tan anticuadas, feudalistas y opresoras como el antiguo régimen.

Así pues, reivindicaban una reforma litúrgica, que desterrase al latín de las celebraciones empleando en su lugar la lengua vulgar, para poder manipular los textos e inducir a los fieles a pensar de manera acorde con los intereses reinantes y por supuesto, que situase al hombre en el centro del culto, tal y como exigían los ideales luciferinos, para dar con ello la espalda a Dios en todos los sentidos.

Y aunque por aquel entonces no consiguieron la reforma litúrgica buscada, lo que sí lograron fue emplear el culto establecido por Nuestro Señor para acabar con la verdadera fe por medio de las homilías y las predicaciones.

Las verdades eternas serían silenciadas, especialmente todo lo relacionado con la inmortalidad del alma y el juicio final que determinaría el destino eterno de cada uno según sus obras. Ya no se hablaría de muerte, Juicio, Cielo o infierno. Todo esto debía ser desterrado de las mentes de los fieles para inyectar en su lugar el veneno ilustrado.

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Y de este modo, ya que los nuevos ideales se alzarían bajo la bandera de la moral y el bienestar del hombre, únicamente se podría predicar sobre los problemas mundanos y temporales de la sociedad.

La Santa Iglesia solo sería útil y respetada si atendía a las necesidades temporales de la sociedad, es decir, si luchaba contra la pobreza material, contra las injusticias sociales, y si servía para adoctrinar a las masas para que luchasen por recuperar la dignidad que hasta entonces les fuera arrebatada, o bien, tal y como exigía el estado, si exhortaban al pueblo sobre la obediencia incondicional que ellos debían a los gobernantes déspotas, para culminar así el odio de las masas a la Santa Iglesia y al Papa. El resultado de ambas líneas sería idéntico: preparar a las masas para abrazar la revolución y la religión masónica que iba a imponerse.

Como explica Mons. Klaus Gamber en su obra “La reforma de la liturgia romana”:

“En la época del Iluminismo, la misa se veía como un medio de formación moral; de ahí el rechazo del latín como lengua litúrgica. La Iglesia [nacional, entendida como una] prolongación del brazo secular, había recibido del Estado la misión de formar al pueblo, con vistas a suscitar súbditos fieles, de manera que los curas estaban obligados a realizar desde los púlpitos funciones que no tenían nada que ver con su ministerio, tales como explicar las leyes del Estado o las ordenanzas de policía y exhortarles a su obediencia.

Las experiencias litúrgicas, sobre todo en lo relativo a la distribución de los sacramentos, no han faltado. Pero estas innovaciones no se pudieron mantener durante mucho tiempo, Se asemejan enormemente a las de nuestros tiempos, que tienen por objeto al hombre y sus problemas sociales.

Así por ejemplo, Vitus Winter, uno de los reformadores de la era de las Luces, exige el que sean eliminadas todas las oraciones "que hacen que el hombre todo lo espere de Dios y no se sienta independiente". Más aún, según él hubiera sido necesario suprimir todas las oraciones que contuviesen expresiones orientales y bíblicas. De hecho, los nuevos textos que se compusieron, se caracterizaban por un tono moralizador.

En buena ley se puede afirmar que las raíces principales de la desolación litúrgica actual tienen su origen en el Iluminismo. Muchas de las ideas de esta época no han llegado a madurar hasta nuestros días en que vivimos una nueva época de las Luces.”

Ciertamente, a día de hoy la desolación es tal, que apenas queda un atisbo de la Santa Iglesia Católica fundada por Nuestro Señor. La Iglesia universal que ha ocupado ilegítimamente su lugar, ha conseguido que se proclame desde los púlpitos únicamente la religión masónica, la religión de la humanidad, la religión demoníaca, ocultando

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descaradamente al pueblo las verdades de fe y cómo alcanzar la salvación, haciendo que las gentes se conformen con mentiras y promesas edulcoradas que no salvan a nadie. A lo largo de los capítulos irán viendo como los enemigos de la fe pudieron lanzar un ataque tan devastador sin que apenas nadie se percatase.

Para que comprendan que lo sucedido en el último siglo no fue algo casual, sino el desarrollo de un plan milimétricamente calculado, han de saber, que ya en la Ilustración se llevó a cabo un terrible intento de la masonería para destruir la Santa Iglesia Católica desde dentro, tratando de oficializar la herejía, por medio de un obispo y un concilio, que sería un ensayo a escala diocesana de lo que acontecería a nivel global hace poco más de 50 años.

Hablamos del sínodo de Pistoya.

En palabras de Su Santidad el Papa Pio VI, en su bula “Auctorem Fidei”:

“La intención de sus autores había sido el reunir como en un cuerpo cuantas semillas de perversas doctrinas se habían esparcido por muchos libelos perniciosos, resucitar los errores condenados, y quitar la fe y autoridad a los decretos apostólicos que los condenaron.”

Palabras que definen exactamente lo sucedido a mediados del siglo pasado.

Pero, ¿Cómo se llegó a tal despropósito? ¿Cómo pudo proponerse un sínodo de tales características?

Todo comenzó con un gobernante despótico, Pietro Leopoldo, que al ser nombrado Gran Duque de la Toscana en 1763, quiso seguir el ejemplo de su hermano el emperador José II en asumir el control de los asuntos religiosos en sus dominios. Ambos, influenciados por la masonería, estuvieron imbuidos del regalismo y jansenismo, y extendieron su equivocado celo a los más pequeños detalles de su disciplina y culto.

Por ello, Pietro Leopoldo escribió dos instrucciones, con fecha 2 de agosto de 1785 y 26 de enero de 1786, en las que se incluían una serie de puntos de vista de “su Alteza Real” sobre asuntos disciplinarios, doctrinales y litúrgicos de la Toscana, imponiendo la celebración de sínodos diocesanos cada dos años para aplicar la reforma eclesial propuesta y para restaurar los derechos naturales de sus obispos que según él, fueran usurpados abusivamente por la Corte Romana.

Estas instrucciones fueron enviadas a cada uno de los obispos de la Toscana.

De los 18 obispos toscanos solo 3 convocaron el sínodo y de ellos únicamente participó Scipione de Ricci, obispo de Pistoya y Prato, la diócesis más poblada de la Toscana.

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De esta manera, del 18 al 28 de septiembre de 1786, el obispo Scipione de Ricci, con la ayuda del teólogo jansenista Pietro Tamburini celebró el mencionado Sínodo de Pistoya, con la intención de reformar la Santa Iglesia Católica según las directrices heréticas de Pedro Leopoldo, del jansenismo y de los enemigos de la fe.

Pero, ¿Quién era este obispo?

Scipione de Ricci, nació en Florencia (Italia) el 9 de enero de 1741. Durante sus estudios en Roma, entró en contacto con personas de tendencias jansenistas. Como estudiante más tarde en la universidad de Pisa, estuvo bajo la influencia de los iluminados, así como bajo la influencia del galicanismo francés y el agustinianismo rígido. Después de su ordenación en 1766 regresó a Florencia y frecuentó la compañía de hombres interesados en estudios religiosos pero que se oponían frontalmente a la Curia Romana. Como vicario general de la arquidiócesis de Florencia, puesto en el que estuvo de 1775 a 1780, no ocultó sus simpatías hacia las ideas del Conde Dupac de Bellegarde, un abad francés adherente del cisma de Ultrecht; igualmente mostraba simpatías hacia Giovanni Lami, un discípulo de la masonería y los Illuminati, y por supuesto, hacia el mencionado, Pietro Tamburini, que además de ser profesor de teología en Pavia, era promotor abierto del Jansenismo.

Scipione de Ricci era un peligro en potencia, sin embargo, eclesialmente supo mostrarse como un hombre piadoso hasta el punto de lograr, no ya solo el episcopado, sino el permiso de Su Santidad el Papa Pio VI para llevar a cabo un sínodo diocesano, argumentando que no pretendía implementar las reformas propuestas por Pietro Leopoldo, sino luchar contra ellas y reafirmar a los fieles en la verdadera fe.

Así pues este lobo, supo astutamente recubrirse con piel de cordero el tiempo necesario para no ser detectado y lograr la autorización oficial para llevar a cabo sus perversos planes de destrucción, que mantenía, por supuesto, en el secreto más absoluto. Pero una vez obtenida dicha autorización, como afirma Su Santidad el Papa Pio VI en su bula “Auctorem Fidei”:

“Este mismo (…) llegó a la grey que se le había confiado, engañado por los fraudes de una caterva de maestros de una perversa ciencia , y comenzó a proyectar, no el defender, cultivar y perfeccionar como debía aquella forma de enseñanza cristiana laudable y pacífica, que según las reglas de la Iglesia habían introducido y casi arraigado los anteriores Obispos; sino por el contrario perturbarla , trastornarla , destruirla enteramente , introduciendo importunas novedades , bajo el pretexto de una fingida reforma. Antes bien como por consejo nuestro se dedicase a tener un Sínodo Diocesano, acaeció por su obstinada pertinacia en su parecer, que donde se había de sacar algún remedio al mal, de allí naciese el mayor daño.”

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De Ricci llegó a su grey justificando las nuevas atrocidades que iba a poner en práctica en la autorización que acababa de recibir de Roma, que por supuesto, nada tenía que ver con lo que él se proponía.

Así pues, antes incluso de la celebración del Sínodo de Pistoya, de Ricci, ya había condenado por su cuenta la devoción al Sagrado Corazón, se había opuesto al uso de imágenes y reliquias, y había fundado una prensa de propaganda jansenista.

Nadie se le opuso, pues en teoría Roma le autorizaba. Pero ese engaño no fue sino el principio de su jugada.

En seguida comenzó con los preparativos para la celebración del mencionado sínodo, que en teoría, debía reunir a todo el clero diocesano para proteger a la diócesis de los errores del tiempo y las intrusiones del poder civil.

Sin embargo, el 31 de Julio de 1786, de Ricci envió la convocatoria del mencionado sínodo, en la que ya aparecían reflejados los errores dominantes de su tiempo. Y contrariamente a lo establecido, la mayor parte de los sacerdotes de Pistoya no fueron invitados y el clero de Prato, donde había un fuerte sentimiento contra el obispo, fue simplemente ignorado.

De Ricci invitó en su lugar a una multitud de expertos teólogos y canonistas de fuera de su diócesis, todos ellos de tendencias galicanas y jansenistas.

De los 246 convocados, 180 eran pastores, 13 canónigos y 12 capellanes, 28 simples sacerdotes del clero secular y 13 regulares. Y de ellos, la mayoría, incluido el promotor, eran extra-diocesanos introducidos por de Ricci por simpatizar con sus planes.

Con esta lista de invitados tan peculiar, el 18 de septiembre se inauguró el mencionado sínodo en la iglesia de S. Leopoldo de Pistoya con 234 asistentes, y se celebraron 7 sesiones más hasta su clausura el 28 de septiembre.

Los puntos propuestos por el gran duque y las innovaciones del obispo se discutieron con calor y no poca acritud por todos los convocados por de Ricci. Los Regalistas presionaron hasta extremos heréticos y levantaron protestas de los pocos seguidores del Papa que estaban presentes. Y aunque estas objeciones llevaron a que se hicieran algunas modificaciones, las proposiciones de Pietro Leopoldo fueron aceptadas en su sustancia, se adoptaron los cuatro artículos galicanos de la Asamblea del Clero Francés de 1682 y el programa de reformas propuestas por de Ricci fue aprobado en su integridad. Las opiniones teológicas eran fuertemente jansenistas.

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Entre lo que se propuso podemos citar, por ejemplo, el derecho de la autoridad civil a crear impedimentos matrimoniales y la reducción de las órdenes religiosas a un solo cuerpo con habito común y sin votos perpetuos, entre otras.

Pero lo más escandaloso es lo que aparece, entre multitud de herejías, en las actas del sínodo, fácilmente accesibles a día de hoy en el volumen 38 de la colección de Mansi, con respecto a la liturgia y la Santa Misa. Presten atención, porque va a sonarles demasiado familiar:

“La asamblea de Pistoia propone reformar los siguientes puntos en el campo litúrgico: se decreta disponer de un solo altar en cada templo, el uso de la lengua vernácula, la participación de los fieles, la comunión frecuente, el abandono de las misas privadas, la abolición del estipendio de la misa, la reducción de las procesiones, música simple, ornamentación que no ofenda ni distraiga al espíritu, reforma del breviario y del misal, nuevo ritual, reducción del número excesivo de fiestas, lectura cada año de la sagrada escritura en el oficio divino.”

230 participantes firmaron las actas en la sesión final del 28 de septiembre, y el sínodo se suspendió para ser reiniciado en septiembre del año siguiente. En febrero de 1787 apareció la primera edición de las Actas y Decretos con el imprimátur real, de la que se publicaron 3500 copias.

Pero la jugada de De Ricci no terminaba ahí.

En el colmo de su osadía, De Ricci quería hacer creer a la Santa Sede que las conclusiones del sínodo habían sido aprobadas por su clero, aun cuando éste no estuvo presente.

Por ello, convocó a todo su clero en abril de ese mismo año, 1787, para que sus sacerdotes participasen teóricamente en un inocente retiro pastoral, pero su verdadera intención era aprovechar dicho retiro para obligarles a aceptar las conclusiones heréticas del sínodo por su voto de obediencia y obtener sus firmas para presionar con ellas al Santo Padre.

Gracias a Dios, la valentía del clero fue mayor que la audacia del obispo hereje. De todo el clero convocado, sólo 27 sacerdotes asistieron a la convocatoria y de ellos 20 se negaron a firmar.

Por su parte, Pietro Leopoldo llamó a todos los obispos de la Toscana a una reunión en Florencia, el 22 de ese mismo mes, para obligarlos también por obediencia a la aceptación de los decretos de Pistoya en un concilio provincial que debía ser convocado por ellos. Pero los valientes obispos se opusieron vigorosamente a su proyecto y después de 19 tormentosas sesiones se suspendió la asamblea y los

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enemigos de la fe abandonaron temporalmente la esperanza del concilio que impusiese esas ideas en la Santa Iglesia Católica.

De Ricci quedó desacreditado y después de la ascensión de Leopoldo al trono imperial en 1790, fue obligado a abandonar su sede.

Su Santidad Pío VI comisionó a 4 obispos, asistido por teólogos del clero secular, para examinar las actas de Pistoya y nombró una congregación de cardenales y obispos para hacer una investigación completa sobre lo sucedido.

Tras esto, el 28 de agosto de 1794, con la bula “Auctorem Fidei”, el Papa Pío VI condenó 85 tesis aprobadas por el sínodo de Pistoya, declarando 7 de ellas como heréticas, y las otras como cismáticas, erróneas, subversivas, falsas, temerarias, caprichosas, injuriosas, ofensivas, que llevan al desorden, y en definitiva, que se oponían a la fe, las costumbres, la autoridad y los concilios ecuménicos, especialmente el de Trento.

A continuación, por la importancia que tienen para nuestros días, escucharán a continuación algunas de las proposiciones CONDENADAS en materia litúrgica.

“La proposición del sínodo por la que, después de establecer que la participación en la víctima es parte esencial al sacrificio (…) insinúa que falta algo a la esencia del sacrificio que se realiza sin asistente alguno, o con asistentes que ni sacramental ni espiritualmente participen de la víctima, como si hubieran de ser condenadas como ilícitas aquellas misas en que comulgando solo el sacerdote, no asista nadie que comulgue sacramental o espiritualmente.”

“La doctrina del Sínodo, por la parte en que proponiéndose enseñar la doctrina de la fe sobre el rito de la consagración, (…) omite enteramente hacer mención alguna de la transustanciación, es decir, de la conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo y de toda la sustancia del vino en la sangre, que el Concilio Tridentino definió como artículo de fe, en cuanto a que tiende a introducir el olvido de ella, como si se tratara de una cuestión meramente escolástica.”

“La doctrina del Sínodo que cree que la aplicación del sacrificio que se hace por parte del sacerdote, no aprovecha más a aquellos por quienes se aplica que a otros cualesquiera, como si ningún fruto especial proviniera de la aplicación especial, que la Iglesia recomienda y manda que se haga por determinadas personas u órdenes de personas, especialmente de parte de los pastores por sus ovejas, cosa que claramente fue expresada por el sagrado Concilio Tridentino como proveniente de precepto divino.”

“La proposición del Sínodo que enuncia ser conveniente para el orden de los divinos oficios y por la antigua costumbre, que en cada templo no haya sino un solo altar y que le place en gran manera restituir aquella costumbre.”

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“La proposición del Sínodo por la que manifiesta desear que se quiten las causas por las que en parte se ha introducido el olvido de los principios que tocan al orden de la liturgia, volviéndola a mayor sencillez de los ritos, exponiéndola en lengua vulgar y pronunciándola en voz alta —como si el orden vigente de la liturgia, recibido y aprobado por la Iglesia, procediera en parte del olvido de los principios por que debe aquélla regirse—.”

Repetimos, estas proposiciones fueron CONDENADAS, y resaltamos esta última por ser el motor que impulsaría la reforma litúrgica de 1969.

En esa misma encíclica, Su Santidad el Papa Pio VI, para prevenir a la Santa Iglesia Católica de futuros ataques que, como el de Pistoya, tratarían de oficializar e imponer la herejía por medio del engaño y la falsa obediencia, hace una advertencia general sobre el modo de proceder de los enemigos de la fe que con apariencia de piedad pretenden introducir innovaciones y doctrinas nuevas en la iglesia.

“Saben muy bien el astuto arte de engañar los innovadores, los cuales temiendo ofender los oídos católicos, cuidan ordinariamente ocultarlos con fraudulentos artificios de palabras, para que entre la variedad de sentidos con mayor suavidad se introduzca en los ánimos el error oculto, y suceda, que corrompida por una ligerísima adición ó mudanza la verdad de la sentencia, pase sutilmente á causar la muerte la confesión que obraba la salvación.

Y á la verdad, este modo solapado y falaz de discurrir, aunque en todo género de oración es vicioso, mucho menos debe tolerarse en un Sínodo, cuya especial alabanza es el observar en cuando enseña, tal claridad en el decir, que no deje peligro alguno de tropezar. Y por tanto, si en este género de cosas se llegase á cometer un error, no se pueda defender éste con aquella engañosa excusa que suele darse , de que lo que tal vez por descuidose lo que se dijo en una parte con mayor dureza, se halla en otros lugares más claramente explicado y aun corregido; como si esta descarada licencia de afirmar, y negar y contradecirse según su voluntad , que fué siempre la fraudulenta astucia de los innovadores para sorprehender con el error, no fuese más propia para descubrirles que para ocultarles: ó como si especialmente á los indoctos que por casualidad viniesen á dar con esta ó la otra parte del Sínodo , que á todos se presenta en lengua vulgar, se les hubiesen de ocurrir siempre aquellos otros lugares dispersos que deberían mirarse, ó aun vistos estos tuviese cualquiera bastante instrucción para conciliarlos por sí mismo , de suerte que , como aquellos falsamente y sin consideración dicen , puedan huir todo peligro de error.”

En resumen, Su Santidad Pio VI afirma que es intolerable en un sínodo, en un concilio, y en definitiva en cualquier documento eclesiástico del tipo que sea, que se emplee un lenguaje ambiguo que pueda llevar a la confusión, ya que ésta es la manera de obrar

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empleada perversamente por los enemigos de la fe para poder ir introduciendo sus errores en las conciencias y en el propio Magisterio de la Santa Iglesia.

Por tanto, la estrategia de los enemigos de la fe, para tratar de oficializar la herejía es el empleo de la ambigüedad en los documentos oficiales. Y tal y como explica Su Santidad Pio VI, su modo de proceder es el siguiente:

Los enemigos de la fe harán todo lo posible para conseguir introducir en los documentos eclesiásticos de manera más o menos encubierta y ambigua, ciertos errores, contradicciones o imprecisiones, de modo que si estos llegasen a ser detectados, puedan justificarse indicando las virtudes de la parte siguiente del documento donde supuestamente estos aparentes errores son explicados en su verdadero significado, y pareciese así que éstos no son más que inocentes imprecisiones en el lenguaje.

Pero el peligro que Su Santidad quería evitar era claro: Si estos errores, por medio de la ambigüedad, conseguían introducirse en algún documento oficial del Magisterio, en el futuro dichos documentos podían ser empleados por los enemigos de la fe para justificar toda clase de excesos derivados de los mismos, y paso a paso alcanzar reformas impensables.

En capítulos siguientes veremos como los errores y todas y cada una de las artimañas empleadas para llevar a cabo el sínodo de Pistoya, volverán a ser empleadas para destruir la Santa Iglesia Católica en el siglo XX, esta vez con éxito. Los enemigos de la fe no volverían a cometer el error de ser censurados por la valentía de eclesiásticos piadosos. Para aquel entonces, habrán descubierto el modo de emplear la falsa obediencia, por medio de las conferencias episcopales, como arma de destrucción masiva.

Sin embargo, en el siglo XVIII la Santa Iglesia estaba preparada para defenderse.

Despues de la condena del sínodo, Scipione de Ricci, tuvo que huir para no ser condenado.

Finalmente, en 1805, en un encuentro con el Papa Pío VII en Florencia, Scipione abjuró de sus tesis y renunció a toda doctrina contraria a la Santa Iglesia Católica, especialmente al jansenismo. Algunos historiadores ven en ello la derrota definitiva del jansenismo. Pero lo cierto es que éste continuó con simpatizantes, oficialmente, hasta poco antes del Concilio Vaticano II. Tras éste esta herejía y otras peores lo inundarían todo.

Pero sigamos con lo que nos corresponde.

Paralelamente a la agitación creada en el seno de la Santa Iglesia por la falsa religiosidad jansenista, y mientras se intensificaba la campaña contra el Santo Padre, se presentaron otros enemigos de la verdadera fe: el llamado filosofismo, falsa ilustración o enciclopedismo, que implicaba la negación de todos los dogmas tradicionales de la verdadera fe y un acercamiento pavoroso a los dogmas masónicos.

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Como explica el P. Bernardino Llorca en su “Manual de historia eclesiástica”:

“El deísmo (…) era el fruto espontaneo del naturalismo de muchos humanistas, de la negación de la autoridad de los protestantes y al mismo tiempo de las tendencias del jansenismo y galicanismo. Por esto era el peor de todos, la consecuencia de todos y el que envenenó a la sociedad y preparó la catástrofe de la revolución.”

El movimiento deísta, fundamento del racionalismo, tuvo su origen en Inglaterra.

La base la forma el empirismo de Bacon, que entendía la ciencia, en oposición a la Escolástica, como el estudio de la naturaleza sin prejuicio o límite alguno, pero siempre sujeto al examen de la razón y la experiencia. Sobre esta idea, muchos pensadores como Herbert, quisieron trasladar el método empírico al terreno religioso, con lo cual surgió la idea de la existencia de una religión natural que se acerca a Dios, por medio de la razón y la experiencia personal en lugar de por medio de la revelación divina, recogida en las Sagradas Escrituras, la Tradición Apostólica y los Dogmas de la Santa Iglesia Católica.

El Deísmo y su desarrollo ulterior recibió el nombre de filosofismo y sus partidarios eran denominados librepensadores. Por este camino trabajaron John Locke y David Hume, quienes llegaron a un verdadero escepticismo filosófico-religioso. Esto provocó una guerra abierta contra todo lo sobrenatural.

Sin entrar a explicar todos y cada uno de los pormenores del Deísmo, trataremos de explicar sus principios generales para que puedan reconocerlo. En seguida se darán cuenta de lo difundidos que están.

Los deístas creen en un ser superior, creador del universo, que no interviene en la historia ni en la vida humana sino que únicamente se manifiesta por medio de las leyes naturales, y que por tanto, solo puede conocerse por medio de la ciencia y la razón.

De esto surge la idea de que el hombre que vive en el libre albedrío, puede llegar a alcanzar la perfección de la divinidad por medio del estudio de la naturaleza, y volverse un ser superior, un superhombre, un dios.

El deísta, por tanto, pese a que reconoce la existencia de la divinidad, vivirá su espiritualidad de manera libre, y dirigirá su conducta únicamente a partir del pensamiento racional y la ética derivada de su propia conciencia.

Como explica el historiador De la Cierva en “Las puertas del infierno”, en el Deísmo, y por extensión en el nuevo orden ilustrado:

“La razón lo impregnaba todo, se predicaba la filantropía y la tolerancia religiosa. [Pero] por razón se entendía incredulidad, por naturaleza inmoralidad, de filantropía no se advertía en la práctica el menor vestigio y la tolerancia religiosa

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se expresaba en un verdadero odio contra la Iglesia y sus instituciones, los conventos sobre todo. (…) Lo único que persistía era la presunción de cultura.”

Así pues, el deísmo, que no es otra cosa que la versión “pública” de la religión masónica, incluía otra cara mucho más oscura: un odio visceral y exacerbado hacia la Santa Iglesia Católica en todos sus aspectos, el rechazo total y absoluto de toda autoridad religiosa, de la existencia de un Dios Personal y en definitiva de toda la Dogmática Católica revelada por Nuestro Señor, rebajando al Catolicismo a la altura de las falsas religiones y considerando a éste especialmente, como un culto derivado de la superstición que debería ser eliminado de la sociedad.

La masonería agruparía en su seno a todos estos librepensadores, que no tardaron en extender las ideas deístas y racionalistas por todo el orbe, alcanzando sus vertientes más radicales y anticatólicas en Francia, de manos de otros filósofos, tales como el hugonote Pedro Bayle, padre del filosofismo francés, que con su “Dictionaire historique et critique” hizo una crítica durísima de la verdadera fe y de la Santa Iglesia y Montesquieu, con sus constantes sátiras y burlas contra todo lo santo y venerado.

Para luchar con las mentiras que incluía el “Dictionaire” de Pedro Bayle, los Jesuitas franceses redactaron y publicaron entre 1704 y 1771 una obra histórica que sintetizaba los conocimientos de todos los diccionarios franceses del siglo XVII, eso sí, presentando las cosas tal y como fueron, sin incluir todas las manipulaciones partidistas de los ilustrados. Esta obra llevaba por título: “Memoires pour l’histoire des sciences et des arts, recueillis par l’ordre de Son Altesse Serenissime Monseigneur Prince Souverain de Dombes”, aunque pasó a la historia con el nombre de “Mémoires de Trévoux”, o en español, “Diccionario de Trévoux”.

Esta obra de la compañía, que fue ampliamente difundida en la sociedad francesa, resultaba un golpe terrible para la campaña propagandística anti-eclesial que estaban desarrollando los enemigos de la fe. Por tanto, éstos se lanzaron a un proyecto mucho más amplio que desbancase por completo al diccionario de los Jesuitas.

Así apareció la Enciclopedia, editada también en Francia entre los años 1751 y 1772 bajo la dirección de Denis Diderot y Jean le Rond d’Alembert. Todo un esfuerzo editorial para condensar en una sola obra, no ya todo el conocimiento humano de la época, sino todos los errores ilustrados y una innumerable cantidad de leyendas negras e invenciones creadas con el único objetivo de hundir a la Santa Iglesia Católica, al Imperio Español y todo lo que sonase excesivamente católico.

En dicha obra colaboraron los filósofos más destacados del movimiento ilustrado, que pasaron a ser conocidos como “los enciclopedistas”, entre los que se encontraba el cínico Voltaire, famoso entre otras cosas por dirigir una insaciable campaña de destrucción y calumnia bajo el grito de guerra:

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“¡Destruyan a la infame!”

Siendo dicha infame, la Santa Iglesia Católica.

Y el propio Diderot, director y principal artífice de la enciclopedia, haría famosa la siguiente frase:

“El hombre sólo será libre cuando el último rey sea ahorcado con las tripas del último sacerdote.”

Así de claro hablaban los ilustrados, y sin embargo, pocos se dieron cuenta de que estas afirmaciones eran mucho más que simples exageraciones de mal gusto. Pronto verán de lo que fueron capaces estos criminales.

El P. Bernardino Llorca en su “Manual de historia eclesiástica”, no duda en afirmar que:

“La mayor parte de los enciclopedistas eran masones militantes.”

Y este hecho se plasmaría en la tenencia gnóstica del movimiento enciclopedista. Como explica el historiador De la cierva en su obra “Las puertas del infierno”:

“El movimiento enciclopedista francés del siglo XVIII (…) está muy emparentado con el gnosticismo moderno. Primero porque todos sus portavoces y adeptos profesaban el deísmo, que consiste en alejar y relegar a Dios a las tinieblas exteriores de lo incognoscible, con lo que le equiparan al dios de los gnósticos. Segundo porque los enciclopedistas se emparentaban con el auge de la nueva Masonería especulativa, creada precisamente a principios del siglo XVIII y el más espectacular de todos ellos, Voltaire, el máximo enemigo de los Jesuitas, de la Iglesia y del Dios de los cristianos, ingresó, como remate simbólico de toda su carrera, en la famosa logia parisina de las Nueve Hermanas.”

Generaciones enteras fueron corrompidas por las ideas y mentiras que la masonería difundía por medio de la enciclopedia y otras obras de carácter educativo, desarrolladas únicamente para adoctrinar a la población en una determinada línea. De este modo tan perverso, imbuyeron en las nuevas mentes una visión manipulada y partidista de la historia, que tenía como objetivo desprestigiar la civilización católica, la Santa Iglesia Católica y sus principales adalides, aumentar el número de sus enemigos y propiciar así, su desaparición.

Las principales tesis de los enciclopedistas, incluidas por supuesto en su enciclopedia, eran una alabanza al nuevo orden masónico-luciferino que se pretendía imponer en el mundo.

Como explica Mons. Delassus en su obra “La Conjuracón anticritiana”:

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“La primera sugestión lanzada en el mundo por la francmasonería para preparar los caminos para la Jerusalén del nuevo orden, el Templo de los francmasones que quieren levantar sobre las ruinas de la civilización cristiana, fue la idea de la igualdad. Nuestro Señor Jesucristo predicaba la igualdad, pero una igualdad que procedía de la humildad que Él supo colocar en los corazones de los grandes.

“Los reyes dominan las naciones. Cuanto a vosotros, no procedáis así; sino que el mayor de entre vosotros sea como el último, y aquel que gobierna como aquel que sirve”. (Evangelio según San Lucas, capítulo 22, versículos 25 y 26)

Esa igualdad de condescendencia, que inclina a los grandes en dirección a los pequeños, la francmasonería quiere substituirla por la igualdad del orgullo, que dice a los pequeños que ellos tienen el derecho de considerarse en el nivel de los grandes o de rebajarlos hasta el nivel de ellos. La igualdad orgullosa, predicada por ella, dice también así al bruto como al infortunado: “Vos sois iguales a las más altas inteligencias, a los poderosos y a los ricos y vosotros sois la mayoría”.

La palabra “libertad” tenía ese significado: la igualdad perfecta sólo puede ser encontrada en la libertad total, en la independencia de cada uno, relativamente a todos, después de la ruptura definitiva de los lazos sociales. No más maestros, no más magistrados, no más pontífices ni soberanos; todos iguales bajo el nivel masónico, y libres para seguir sus instintos. – tal era el significado total de las palabras: Igualdad, libertad. Ese doble dogma masónico debía tener por efecto destruir toda jerarquía y substituirla por la anarquía, esto es, suprimir la sociedad. (…) La idea de la igualdad orgullosa que la francmasonería se esforzó en hacer entrar en las entrañas de la nación, la más nefasta, la más terrible que se pueda imaginar. La substitución de la idea de la jerarquía por la idea de la igualdad es destructora de toda la idea social. Ella conduce las sociedades a los peores cataclismos. (…) Solamente más tarde la palabra “fraternidad” completó la trilogía. Ella sirvió de máscara para la sociedad, como el intento de hacerla parecer una institución benéfica.”

De este modo tan perverso, bajo el lema masónico de “Libertad, Igualdad y Fraternidad”, y bajo el nuevo orden político que fue presentado como la salvación de la humanidad de la tiranía opresora del Antiguo Régimen, se escondía el verdadero objetivo de los enemigos de la fe, que era la inversión y destrucción del orden social establecido por Nuestro Señor, para alzar sobre sus ruinas el nuevo orden luciferino.

El pueblo oprimido y exhausto por el sistema absolutista y despótico que los enemigos de la fe habían creado, iban a recibir y abrazar como caídas del Cielo estas perniciosas ideas que les estaban siendo presentadas como la solución a todos sus males.

Y en consecuencia, así como la serpiente en su momento supo hacer creer a la humanidad con su retórica retorcida que Dios les había engañado y que ellos no solo no

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tenían por qué someterse a su tiranía sino que podían llegar a ser como dioses si se rebelaban contra sus disposiciones, los enemigos de la fe hicieron creer al pueblo que la soberanía y el poder había sido suyo desde el principio, que la Santa Iglesia y los Reyes se lo habían arrebatado injustamente, que les habían ocultado la verdad y que ahora que la verdad había vuelto a ellos, había llegado la hora de recuperar el poder perdido e invertir la situación.

Con esto, el ego de las masas creció desmesuradamente, y el pueblo, inflado de soberbia estaba no solo preparado para propiciar el cambio sino dispuesto a dar su vida por la revolución. No habría ni Rey ni Dios que volviese a someterlos. Ellos eran dueños de su vida y decidirían todo en adelante, empezando por sus gobernantes.

Lo que no les habían explicado era que este nuevo orden presentado como “idílico” era todo él una estafa, un engaño luciferino que en el nombre de la libertad iba a someter a la humanidad a la más dura de las esclavitudes.

Serían libres de elegir a sus gobernantes, pero una vez estuviesen estos en el mando, su voz no solo no sería escuchada y sino que tendrían que obedecer más que nunca, pues cada aspecto de sus vidas sería legislado.

Serian libres para expresar sus opiniones, pero si expresaban algo en contra de lo “políticamente correcto”, serían condenados como criminales.

Serían libres de pecar, eso sí, en todo lo que quisiesen, pero se les condenaría a muerte si en su libertad elegían salvar sus almas.

Y de este modo, toda esa libertad que se les prometía estaba en la práctica reducida a un único derecho, el derecho a seguir las consignas marcadas por las nuevas élites, que determinarían todos los aspectos de la vida de los ciudadanos, que serían más esclavos que nunca. El más mínimo indicio de discrepancia o movimiento subversivo, sería detectado y arrancado de raíz antes de que brotase, y esto ya no solo por el estado, sino por la misma sociedad.

El mismo Rousseau en su obra “Contrato Social” lo afirmaba claramente:

“Cualquiera que rehúse obedecer a la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo, lo cual no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre”.

Y de este modo tiránico se impondría no ya la voluntad general -pues este término no era más que una quimera- sino la voluntad de las élites y en definitiva, la voluntad luciferina que era el origen de todo.

El nivel de programación social conseguido por las élites llegaría a ser tan alto, que la propia población creyéndose totalmente libre, atacaría sin piedad a todo aquel que

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contradiga los principios políticamente correctos y socialmente aceptados, aunque sea amigo, vecino o familiar. Así cada individuo se convertiría en un agente al servicio de Lucifer, entrenado inconscientemente para atacar y destruir a cualquiera que por sus ideales pudiese llegar a constituir un peligro. Y esto a día de hoy es más fuerte que nunca gracias a los Mass Media.

Paralelamente con los principios del nuevo orden que iban a implantar, los enemigos de la fe mostraron en su enciclopedia una versión irreal, oscura y tétrica del catolicismo opuesta a toda clase de desarrollo del conocimiento, que tenía, según ellos, a las naciones sumidas en las tinieblas de la ignorancia, y sometidas al pesado yugo de Roma por medio del miedo al infierno y las penas de la terrible Inquisición que no hacía más que torturar violentamente a pobres inocentes.

Los ilustrados, que al modo luciferino se presentaban a sí mismos como los portadores de la luz del conocimiento que liberaría a las naciones de las tinieblas y esclavitud de la Edad Media, tomaron así el relevo de las calumnias diseminadas por las sectas protestantes, ratificándolas en sus documentos oficiales como hechos verídicos aun cuando no eran más que meras invenciones, haciendo que se mantuvieran hasta día de hoy, pese a que los hechos e investigaciones demuestran lo contrario.

Por tanto, para evitar que estas mentiras sigan confundiendo y extraviando a las almas, nos vemos en la obligación de refutar estas acusaciones, y sacar a la luz la verdad de los hechos que nos ha sido perversamente ocultada.

Se ha presentado a la Santa Iglesia Católica como el principal enemigo de la ciencia y del desarrollo.

Pues bien, lo que no les cuentan es que la Santa Iglesia Católica fue precisamente quien cultivo las artes y las ciencias desde los primeros siglos, preservando y difundiendo la cultura en las bibliotecas de tantos y tantos monasterios por medio de la labor incansable de los monjes que estudiaron y copiaron infinidad de manuscritos haciendo que sobreviviesen hasta nuestros días.

Pero no solo eso, la Universidad, que fue un fenómeno totalmente nuevo en la historia de Europa y hasta del mundo, surgió en el siglo XII en el seno de la Santa Iglesia Católica. Sí, lo han oído bien. La Universidad fue uno de los frutos de la Santa Iglesia Católica en esos supuestos años de oscuridad y opresión intelectual.

Ni en Grecia, ni en la Roma clásica, con todo su esplendor, había existido algo similar. Ni los chinos, ni los indios, ni los árabes, ni siquiera los bizantinos montaron jamás una organización educativa semejante, y por supuesto ésta tampoco iba a surgir ésta del poder civil.

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Las universidades surgieron de la vasta labor educativa que la Santa Iglesia Católica venía desarrollando desde los monasterios, como poco ya desde el siglo IX. En ellos, a parte de la formación de los propios monjes, se incluía una escuela exterior para recibir a toda clase de estudiantes.

Los obispos y los cabildos pronto crearon centros similares. Y no piensen que únicamente se dedicaban a las ciencias religiosas o al apostolado. Todas las escuelas, coordinadas por la Santa Iglesia Católica, compartían un mismo programa de estudios, que era precisamente la enseñanza de las siete artes existentes por aquel entonces: gramática, retórica, dialéctica, aritmética, geométrica, astronomía y música.

Estas escuelas monásticas fueron sustituidas paulatinamente por los denominados Studium Generale, en los que se impartían todas las disciplinas científicas existentes y estaban abiertos a estudiantes de todas las nacionalidades. Fue precisamente de los Studium Generale de más competencia, de los que surgieron las Universitas, las universidades.

Los historiadores no dudan en afirmar que:

“Hay pocas universidades en cuya partida de nacimiento no se encuentre un documento pontificio o por lo menos la intervención de un delegado de la Santa Sede”.

Por tanto, faltan a la verdad quienes afirman que la Santa Iglesia Católica es o ha sido enemiga del conocimiento y un obstáculo para la ciencia. Ella fue precisamente la principal promotora de la educación de las naciones, y la mayoría, por no decir todos, de los científicos y filósofos ilustrados, se beneficiaron de la educación de las escuelas y universidades regidas por la Santa Iglesia Católica.

Sin embargo, seguramente muchos de ustedes, estén pensando en el caso de Galileo Galilei, tan difundido por los enemigos de la fe, como ejemplo de la opresión inquisitorial de la Santa Iglesia contra la ciencia.

Lo que no les han contado es que el error del tribunal no vino derivado de la intransigencia eclesial en esta materia, sino del estado de la ciencia por aquel entonces que no se encontraba en disposición de aceptar sin pruebas suficientes unas tesis tan innovadoras como las suyas. Ciertamente, cuando el movimiento terrestre se probó con claridad, las autoridades eclesiales no tuvieron problema alguno en reconocerlo como cierto.

Tampoco les explicarán que diez años antes del caso de Galileo, Kepler, astrónomo y matemático alemán, conocido fundamentalmente por sus leyes sobre el movimiento de los planetas en su órbita alrededor del Sol, publicó su teoría heliocéntrica, y tras ser condenado, excomulgado y expulsado de la universidad por sus propios correligionarios

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luteranos, fueron precisamente los Jesuitas quienes le dieron auxilio y protección, ayudándolo económicamente y permitiéndole proseguir sus estudios e investigaciones, que tanto aportaron al conocimiento humano del universo.

Tampoco les dirán que los Jesuitas, ya por aquel entonces, fueron además de grandes apóstoles y misioneros, grandes investigadores, llegando a realizar descubrimientos y aportaciones de vital importancia para la ciencia en numerosos ámbitos.

Por tanto, no es cierto que la Santa Iglesia Católica estuviese en algún momento en contra de la ciencia y la búsqueda de la verdad. Si fue silenciada en este ámbito, fue precisamente porque se dio cuenta de que los ilustrados empleaban la ciencia no para descubrir la verdad, sino como arma política, tal y como se sigue haciendo a día de hoy, que como bien saben, se sigue financiando la extensión de aquellas teorías -o mejor dicho, invenciones pseudo-cientificas - que benefician ciertas ideologías, a la par que se silencia y hunde laboralmente a todos aquellos científicos que demuestren lo contrario, aunque sea verdad.

Y si quieren escuchar algo sorprendente, escuchen cual es la verdad de ese supuesto instrumento de opresión y tortura empleado por la Santa Iglesia Católica en la Edad Media para someter a las naciones, la verdad sobre la Santa Inquisición.

Numerosos historiadores e investigadores actuales están de acuerdo que todo lo que popularmente se conoce sobre ella no es más que una leyenda negra creada para desprestigiar a la Santa Iglesia Católica y especialmente al Imperio Español, cuya inquisición Impidió que la herejía penetrase en sus dominios

Thomas F. Madden, catedrático y presidente del departamento de historia de la universidad de San Louis, en Missouri, en su obra “La verdadera inquisición. Esclarecimiento del mito popular” publicada en 2004, explica lo siguiente:

“En 1998, el Vaticano abrió los archivos del Santo Oficio, sucesor moderno este último de la Inquisición, a un equipo de 30 eruditos de todo el mundo. Finalmente estos estudiosos han completado su informe, un tomo de 800 páginas que fue presentado en conferencia de prensa en Roma (2004).

Su principal conclusión es que (…) fue muy raro el uso de la tortura y sólo aproximadamente el uno por ciento de los que fueron presentados ante la Inquisición española fueron ejecutados. (…) Los historiadores supieron desde hace mucho tiempo que el punto de vista popular sobre la Inquisición es un mito. (…)

La Inquisición no surgió del deseo de impedir la diversidad o de oprimir a la gente, al contrario de esto, fue un intento de detener las ejecuciones injustas. (…)

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La herejía era considerada un crimen en contra del estado. (…) Los legisladores, no tenían paciencia con los herejes, tampoco con el común del pueblo, y éstos últimos los veían como peligrosos forasteros quienes traían consigo la ira divina. A principios de la Edad Media si alguien era acusado de herejía era conducido al soberano local para su enjuiciamiento (…) No era fácil discernir si el acusado era verdaderamente hereje. Para comenzar, se necesitaría entrenamiento básico en teología, algo de lo que la gran mayoría de los soberanos medievales carecía. El resultado de esto es que innumerables personas por toda Europa fueron ejecutados por las autoridades seculares sin haber tenido de por medio un juicio justo o una evaluación competente para validar el cargo del que se les acusaba.

La respuesta de la Iglesia Católica a este problema fue la Inquisición, instituida por primera vez por el Papa Lucio III en 1184. Nació debido a la necesidad de proveer juicios justos a los acusados de herejía por medio de las leyes, las evidencias y jueces entendidos.

Desde la perspectiva de las autoridades seculares, los herejes eran traidores a Dios y al Rey y por lo tanto merecedores de la muerte. Desde la perspectiva de la Iglesia, sin embargo, los herejes eran ovejas perdidas que se habían separado del rebaño. Como pastores, el Papa y los obispos tenían la tarea de traerlos de vuelta al rebaño tal y como el Buen Pastor les había mandado. De esta manera, mientras los líderes seculares trataban de salvaguardar sus reinos, la Iglesia trataba de salvar almas. La inquisición proveyó los medios a los herejes para escapar de la muerte y reintegrarse a la comunidad. (…)

La mayoría de las personas acusadas de herejía por la Inquisición o fueron absueltos o fueron suspendidas sus sentencias. Aquellos que fueron encontrados culpables de grave error, se les permitió confesar su pecado, realizar penitencia y ser reintegrados en el Cuerpo de Cristo. La primera presunción de la Inquisición era esa, que como ovejas perdidas, los herejes simplemente se habían extraviado. Sin embargo, si un inquisidor determinaba que una oveja en particular había dejado a propósito del rebaño, no había nada más que hacer en ese caso. Los herejes que no se arrepentían o que eran obstinados eran excomulgados y se les dejaba en manos de las autoridades seculares.

A pesar del mito popular, la Inquisición no quemó a los herejes. Fue la autoridad secular quien sostenía que la herejía era un delito capital, no la Iglesia. El simple hecho es que la Inquisición medieval salvó a incontables inocentes e incluso a los que no eran tan inocentes, gente que de otra manera hubiese sido incinerada por los soberanos seculares o linchados por las turbas. (…)

Durante el siglo XVI, cuando la moda de las brujas azotó Europa, sólo las áreas geográficas que habían desarrollado buenas inquisiciones, fueron capaces de

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detener la histeria en sus primeras manifestaciones. En España e Italia, inquisidores entrenados investigaron los cargos de brujería encontrando que eran falsos. En cualquier otro lugar, particularmente en Alemania, las cortes seculares o religiosas no-católicas quemaron brujas por cientos. (…)

Antes de 1530 la Inquisición española fue ampliamente conocida como la mejor corte en funcionamiento y la más humana en Europa. Existen registros de convictos en España que blasfemaban a propósito para que pudiesen ser transferidos a las prisiones de la Inquisición española. Sin embargo, después de 1530, la Inquisición española puso su atención en la nueva herejía del luteranismo. Fueron entonces sus rivales y los protestantes de la Reforma quienes dieron origen y esparcieron el mito.

Para mediados del siglo XVI, España era el país más rico y más poderoso de Europa. Las áreas protestantes de Europa incluyendo los Países Bajos, el norte de Alemania e Inglaterra, quizás no eran tan poderosos en el aspecto militar, pero tenían en sus manos una nueva y potente arma: la prensa escrita. Aunque los españoles derrotaron a los protestantes en el campo de batalla, ellos perdieron la guerra de la propaganda. Estos fueron los años cuando las famosas “Leyendas Negras” de España fueron forjadas. Innumerables libros y panfletos manufacturados desde las prensas del norte acusaron al Imperio español de inhumana depravación y horribles atrocidades en el Nuevo Mundo. La opulenta España fue arrojada al lugar de la oscuridad, la ignorancia y la maldad. (…)

A finales del siglo XVII (…) Los filósofos franceses como Voltaire vieron en España el modelo de la Edad Media: debilidad, barbarie, superstición. La Inquisición española, considerada una herramienta sedienta de sangre para la persecución religiosa, fue ridiculizada por eminentes pensadores como un arma brutal de intolerancia e ignorancia. Se había construido una nueva Inquisición española, ficticia, diseñada por los enemigos de España y de la Iglesia Católica.”

Por tanto, como ven, la realidad sobre la Santa Iglesia Católica y sobre la Inquisición, no tiene absolutamente nada que ver con todas las mentiras y leyendas negras inventadas por los enemigos de la fe y que aun a día de hoy se siguen difundiendo y enseñando como ciertas.

Estas y otras mentiras presentes en la enciclopedia, y sobre todo el objetivo para el cual había sido creada, hicieron que esta obra fuese considerada un peligro para las almas y el bien de los pueblos, y por ello, sería condenada e incluida en el Índice de libros prohibidos de la Santa Iglesia Católica en 1759 para que la catolicidad pudiera prevenirse de la perversidad que se ocultaba tras sus páginas y la aparente buena voluntad de sus autores.

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Ahora bien, pese a todo lo que estaban haciendo los enemigos de la fe para instruir a la población en el error, manipularla y adoctrinarla para defender a muerte los principios de la doctrina iluminista y los ideales revolucionarios, todavía había algo que se oponía al estallido de la revolución y el cumplimiento del plan satánico: El Imperio Español que seguía siendo tan católico como siempre, y los Jesuitas, que como la caballería ligera del Papa, arrebataban de las manos del Maligno infinidad de almas a lo largo y ancho del mundo.

Pero no solo los Jesuitas eran vistos como un peligro en potencia: las órdenes religiosas en sí mismas, y el mismo clero católico, constituían de hecho un verdadero obstáculo para la instauración de la nueva concepción de las cosas. Su mera presencia, sus hábitos y sotanas, su celibato, su vida de santidad gritaban al mundo que era necesario abandonar las máximas de este mundo para lograr la salvación, que la vida pasa, y que tarde o temprano todos debemos presentarnos ante el Tribunal de Cristo. Su existencia era, al fin y al cabo, un grito de conversión que tocaba e interpelaba las conciencias de los pecadores.

Todos ellos debían ser eliminados, o al menos corrompidos.

Como explica Mons. Delassus en su obra “La conjuración anticristiana”:

“Los primeros en ser atacados fueron los Jesuitas. Choiseul dio la razón de esa elección: “Siendo destruida la educación que dan, todos los otros cuerpos religiosos caerán por sí mismos”.”

Y de hecho, el Maligno como verdadero artífice y estratega de la Revolución, ya se había anticipado y había iniciado este plan destructor desde varios siglos antes de la propia Ilustración, para tener todo a punto para ese terrible momento. ¿Cómo? Por medio del más acérrimo enemigo de la Santa Iglesia Católica desde sus orígenes: los falsos judíos.

Pero antes de seguir adelante hemos de aclarar una cuestión importante para que no haya malentendidos.

Con el término “falsos judíos”, no estamos hablando de la raza judía, contra la cual no tenemos nada, como tampoco lo tenemos contra ninguna otra raza y lo que vamos a explicar a continuación no tiene absolutamente nada que ver con la tremenda injusticia del antisemitismo.

Por tanto, quede claro desde este preciso momento, que nosotros, Sanguis et Aqua, nos declaramos en contra del antisemitismo: no se puede ser católico y antisemita. Despreciar a la raza judía como tal, significaría despreciar los pilares de la Santa Iglesia Católica, a los patriarcas, a los profetas, al mismísimo San Pedro, a San Pablo, al resto de los apóstoles, a la Santísima Virgen María, a Nuestro Señor mismo encarnado como

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parte de su linaje, y por supuesto, a multitud de Santos que nos han adelantado en la Gloria.

Todo lo que vamos a explicar a continuación no tiene, por tanto, nada que ver con la raza judía como tal, ni con la verdadera tradición judeo-católica que se mantuvo fiel a la revelación divina desde la creación del mundo hasta su culminación con la venida de Cristo y la instauración de la Santa Iglesia Católica, depositaria de todas las promesas divinas. Y por supuesto, tampoco tiene absolutamente nada que ver con las verdaderas conversiones de personas de raza judía, que amando a Dios con todo su corazón, supieron reconocer al Mesías que les fue prometido y convertirse sinceramente según sus enseñanzas llegando a alcanzar la santidad y altos grados de gloria.

Los falsos judíos a quienes nos referiremos a continuación, la sinagoga de Satanás, son aquellos que instigados por el Maligno, desarrollaron desde los albores de la humanidad una tradición gnóstico-cabalista paralela a la revelación divina, es decir, todo un sistema dogmático de ficciones y mentiras satánicas sobre Dios, el mundo y el hombre, que se plasmó por escrito en el Talmud, y que se mantuvo vivo hasta nuestros días escondido bajo la apariencia de judaísmo, pero que nada tiene que ver con el verdadero judaísmo vigente en el Antiguo Testamento ni con el seguimiento de la Santa Ley de Dios escrita en la Torah, es decir, el Pentateuco.

Estos falsos judíos son precisamente aquellos a los que Nuestro Señor se refiere en Libro del Apocalipsis capítulo 2 versículo 9 y capítulo 3 versículo 9 cuando dice:

“Conozco tu tribulación y tu pobreza, aunque eres rica, así como también la maledicencia de los que se llaman judíos, y no son más que una sinagoga de Satanás.” (Libro del Apocalipsis, capítulo 2, versículo 9)

“Obligaré a los de la sinagoga de Satanás –que mienten, porque se llaman judíos y no lo son– a que se postren delante de ti y reconozcan que Yo te he amado.” (Libro del Apocalipsis, capítulo 3, versículo 9)

Ya hablamos de ellos en nuestra serie “Los Deicidas de Edom”, por lo que sin repetir de nuevo todas las explicaciones sobre su origen, creencias y evolución, iremos directamente al grano en lo que nos interesa: Cómo estos falsos judíos fueron empleados por Satanás para destruir los dos principales adalides de la catolicidad: los Jesuitas y el Imperio Español.

Por tanto, repetimos, que en todo lo que explicaremos a continuación, nos referiremos a estos falsos judíos, así que, aunque en algunas citas de historiadores escuchen el término “judíos” a secas, es a estos falsos judíos a quienes nos referimos y no a la raza judía en general.

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Dejando esto claro, y tal y como explicábamos en nuestra serie “Los deicidas de Edom”, en los primeros siglos, los falsos judíos se extendieron por toda Europa, y gran parte de ellos terminó asentándose en la Península Ibérica, con un odio declarado hacia la Santa Iglesia Católica y todo lo referente al culto católico.

En la Edad Media, llegó un momento en la Península Ibérica, que era católica por antonomasia, en el que tenía ciertas ventajas sociales el ser católico-practicante. Por ello, para poder trepar socialmente y alcanzar los puestos de poder, muchos de estos falsos judíos optaron por llevar a cabo una conversión fingida, es decir, por ser bautizados y actuar públicamente como católicos, mientras en secreto mantenían sus creencias y ritos talmúdicos.

Estos falsos judíos que se convertían de manera fingida, que eran denominados por aquel entonces “marranos”, “nuevos conversos”, “cristianos nuevos” o “cripto-judíos”, no tardarían en constituir un problema para la sociedad española que los acogía.

Como apunta la historiadora Marín Padilla en su obra “Relación judeoconversa durante la segunda mitad del siglo XV” publicada en 1981:

“Los conversos profesaban su odio visceral hacia Cristo y su Iglesia. Entre ellos circulaban historias sacrílegas en las cuales se negaba la virginidad de la Madre de Dios, a la que se vituperaba en forma soez. (…) Las burlas e historias basadas en la vida y nacimiento de Jesús eran frecuentes cada vez que a él se aludía (…) El símbolo cristiano de la cruz producía en algunos conversos una especie de repulsión, que no soportaban (…) Al paso de ésta ingresaban a sus viviendas, cerraban las ventanas o incluso atrevíanse a escupir.”

Por su parte, el historiador Juan Blázquez Miguel, en su obra “Inquisición y criptojudaísmo”, publicada en 1988 añade que:

"Los sacrilegios menudeaban; las formas consagradas eran pisoteadas, troceadas y arrojadas al excusado; se profanaba a muñecas que representaban al Niño recién nacido y se parodiaban diversas ceremonias cristianas. Asimismo (…) se les daba cierta agua mezclada con otras sustancias para que los conversos que habían recibido la comunión con anterioridad la vomitasen".

Además, tal y como explica el historiador Federico Rivanera Carlés en su obra “Los marranos, ¿víctimas o victimarios de España?”:

“Existen más que suficientes pruebas de numerosos crímenes rituales de cristianos perpetrados por los judíos, cuyas víctimas fueron en su mayoría niños de corta edad. Algunos de estos mártires han sido canonizados o beatificados por la iglesia, como San Simón de Trento. En España se registraron varios de estos asesinatos, entre ellos el del niño Domingo del Val, ocurrido en 1250 en Zaragoza.”

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Este niño, Domingo del Val, también fue canonizado, lo que demuestra que estos crímenes rituales perpetrados por los falsos judíos no son una leyenda, tal y como nos dicen hoy en día, sino una realidad, ya que la Santa Iglesia Católica a lo largo de la historia jamás ha canonizado a nadie sin una exhaustiva investigación de los hechos.

A parte de estos crímenes rituales, los falsos judíos y conversos no dudaban en acabar con todo aquel que se interpusiese entre ellos y la consecución de sus planes. Ejemplo de esto, fue el brutal asesinato de San Pedro de Arbués, planeado desde las más altas esferas de la sociedad española donde se habían infiltrado.

Como explica el historiador Federico Rivanera Carlés en su obra “Los marranos, ¿víctimas o victimarios de España?”:

“El crimen del inquisidor de Aragón, el canónigo Pedro de Arbués, destinado a impedir el establecimiento del Santo Oficio allí, puso de manifiesto hasta qué punto habíanse encumbrado los conversos judaizantes. El asesinato fue organizado por destacados cristianos nuevos, varios de ellos con altos cargos en la corte, y se consumó el 16 de septiembre de 1485 en la catedral de Zaragoza (…) a la una o dos de la madrugada, (…) momento en que el santo se hallaba entregado a la oración, arrodillado en el Pilar, debajo del púlpito, situado entre el altar mayor y el coro.”

Ocho falsos conversos le estaban esperando en la oscuridad de la catedral, y allí mismo, mientras rezaba maitines, San Pedro de Arbués fue sorprendido y brutalmente acuchillado.

Y estos no eran acontecimientos puntuales. La situación de los falsos conversos era idéntica en todas partes.

Como explica el historiador Federico Rivanera Carlés en su obra “Los marranos: ¿víctimas o victimarios de España?”:

“Los conversos no se limitaron a judaizar, cometer sacrilegios y manifestar sangrientamente su odio profundo a Cristo y a los cristianos. Eran judíos y, según expresó el converso Pedro Serrano, habrían de "prevallescer" sobre los cristianos. Y obraron en consecuencia. Inicialmente los conversos podían ocupar todos los cargos públicos y gozaban de idénticas prerrogativas que los cristianos viejos, lo cual permitió a los judíos continuar detentando puestos claves en la corte y afianzar su dominio en el comercio y las finanzas. (…) Los conversos contribuyeron de modo singular a la extensión y agravamiento de la corrupción concejil. A pesar de que Márquez Villanueva afirma que los cristianos viejos no le iban en zaga en cuanto a inmoralidad, los datos que suministra permiten llegar a la conclusión de que los conversos sobrepasaban en mucho a aquéllos. El nombrado llama la atención sobre “las enormes riquezas que muchos conversos lograron acumular desde sus puestos de mando".

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En todas partes se reiteraba idéntico panorama: los cristianos nuevos oprimían a la población mediante la usura y sus prácticas comerciales deshonestas, que perjudicaban también seriamente al Estado, apoyaban a los funcionarios y nobles traidores y corrompidos, conspiraban con las naciones enemigas, creaban o impulsaban las diversas herejías, etc. Es decir que judaizaran o no, actuaban de conformidad con sus criminales y subversivas leyes ancestrales. (…) Fueron esas prácticas judaizantes y no razones políticas ni de otra índole, las que impulsaron a los Reyes Católicos a decretar, el 31 de marzo de 1492, el destierro de los judíos públicos, a quienes se responsabilizó de las mismas.”

Por tanto, el destierro decretado por los Reyes Católicos para los falsos judíos, pese a lo que actualmente se afirma, no tenía nada que ver con antisemitismo, ni con un intento del Estado de apropiarse de sus bienes. Se trataba de salvaguardar la integridad de la nación y protegerla de las prácticas subversivas que la estaban destruyendo desde dentro.

Escuchemos el extracto del Edicto de expulsión de los Reyes Católicos del 31 marzo, 1492, recogido por Fray Fidel Fita:

"consta y (a)parece el gran daño que a los cristianos se ha seguido y sigue de la participación, conversión (y) comunicación que han tenido y tienen con los judíos, los cuales se prueba que procuran siempre, por cuantas vías y maneras pueden, de subvertir y sustraer de nuestra Santa Fe Católica a los fieles cristianos, y apartarlos de ella, y atraer y pervertir a su dañada creencia y opinión, instruyéndolos en las ceremonias y observancias de su ley... Y como quiera que de mucha parte de esto fuimos informados antes de ahora, y conocimos que el remedio verdadero de todos estos daños estaba en apartar del todo la comunicación de los dichos judíos con los cristianos nuevos...".

Pero España no fue la única nación que tomó medidas políticas contra los falsos judíos. La mayor parte de los países de Europa occidental decretó la expulsión de los falsos judíos de sus territorios en algún momento durante los últimos siglos de la Edad Media.

La primera de dichas expulsiones fue decretada en 1140 en Al-Andalus, la zona de la península ibérica conquistada por los musulmanes.

A finales del siglo XII también fueron expulsados del Reino de Francia.

En el siglo XIII fueron expulsados del Reino de Inglaterra y en cuatro ocasiones más, de Francia.

En el siglo XV, fueron expulsados de los ducados de Austria, de Parma y de Milán, así como de la zona española de la Península Ibérica, de Lituania, y finalmente también, del Reino de Portugal.

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Y en el siglo XVI, serían expulsados de la Provenza, de Brandeburgo, de Túnez, de Nápoles, de Génova, de Baviera, y finalmente de los Estados Pontificios, a cuya cabeza se encontraba el Santo Padre.

Toda Europa occidental, Estados Pontificios incluidos, expulsaron a los falsos judíos de sus tierras por idénticos motivos. Y éstos, los falsos judíos, se asentaron en los países del este hasta que tuvieron la oportunidad de regresar de nuevo.

Sin embargo, pese a lo que pudiera parecer, estas medidas no hicieron sino agravar la situación inicial.

A tenor de las primeras expulsiones, se dictaron unas directrices que explican el fenómeno acontecido en los años siguientes.

Se trata de una carta del jefe secreto de los judíos internacionales en Constantinopla, fechada en 1489, tres años antes de la expulsión de España, dirigida a los hebreos de Francia dándoles instrucciones, en respuesta a una carta anterior que Chamor, rabino de Arlés, le había dirigido solicitándolas. Este documento cayó en manos de las autoridades francesas y el abate Chabauty le dio publicidad.

La carta dice textualmente:

“ Queridísimos hermanos en Moisés: Hemos recibido vuestra carta, en la que nos hacéis conocer las ansiedades e infortunios que os veis obligados a soportar, debido a que los gentiles cristianos no se dejan someter voluntariamente ni disponéis de un gran ejército para sitiarlos y doblegarlos por la fuerza como lo señala nuestra Ley, lo cual nos apena sobremanera y nos hallamos penetrados de un dolor tan grande como el vuestro; pero sabéis que nuestra fuerza no radica en un ejército poderoso, sino en la astucia, el poder del dinero y de la religión”. El consejo de los más grandes sabios de nuestra Ley, es el siguiente:

- Decís que el rey de Francia os obliga a haceros cristianos; pues bien, hacedlo, pero guardad la Ley de Moisés en vuestros corazones. Ser forzado no es una desventaja sino una ventaja para penetrar a la intimidad de los hogares de nobles y potentados cristianos, así podéis acercaros al rey y a los ministros para seducirlos con halagos y préstamos, y como Josué en la corte del faraón de Egipto os encarguen la administración de rentas del Estado, y consigáis canonjías y privilegios para nuestro pueblo que no gozan ni los propios lugareños. Asistid a los partos y cambiar sus herederos por nuestros hijos, seducid a sus hijas y esposas, así sus hijos serán judíos incrustados en las mejores y más poderosas familias y podrán llegar a ser ministros de Estado, magistrados y jueces. Asesinad a vuestros enemigos, difamad a los que estorban vuestros planes, sobornad y corromped a los ministros y funcionarios para facilitar vuestros asuntos públicos; y así desde las entrañas de la Iglesia, el Estado y la sociedad cristiana, podréis

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conspirar, urdir alianzas, divisiones internas, intrigas, pactos, traiciones y revoluciones para destruir y someter a vuestros enemigos desde el interior y el exterior.

- Decís que quieren arrebatar vuestros bienes: haced a vuestros hijos mercaderes, para que ellos despojen de los suyos a los cristianos por medio del tráfico.

- Decís que atentan contra vuestras vidas: haced a vuestros hijos médicos y boticarios, a fin de que ellos priven de la suya a los cristianos, sin temor al castigo.

- Decís que os hacen objeto de otras vejaciones: haced a vuestros hijos abogados, notarios o miembros de otras profesiones que están corrientemente a cargo de los asuntos públicos y, por este medio, dominaréis a los cristianos, os apropiaréis de sus tierras, y os vengaréis de ellos.

Seguid estas indicaciones que os damos, y veréis por experiencia que, por abatidos que estéis, llegaréis a la cúspide del poderío y como esta profetizado alcanzaréis la supremacía de Israel sobre todas las naciones.

V.S.S.U.E.F., Príncipe de los Judíos de Constantinopla. 21 de Casleo de 1489”

De esta manera, se produjeron por toda Europa y especialmente en España una oleada de conversiones masivas para llevar a cabo esta maniobra de infiltración y destrucción.

Las autoridades españolas, no comprendieron la magnitud del problema, y creyendo que esto beneficiaría a la salvación de sus almas, permitieron no ya solo seguir en España a los nuevos conversos, sino que propiciaron las conversiones en masa que siguieron al edicto de expulsión.

Esto no hubiera sido posible si la expulsión se hubiese llevado a cabo por antisemitismo, tal y como actualmente se afirma.

Como explica el historiador Federico Rivanera Carlés en su obra “Los marranos: ¿víctimas o victimarios de España?”:

“Las autoridades españolas creían sin duda que con el transcurso del tiempo y sin el contacto de sus con raciales públicos, se lograría la conversión sincera de no pocos de ellos y, sobre todo, de sus hijos. Sin embargo, los resultados no fueron los que se esperaban: una buena proporción de los neófitos siguió judaizando ocultamente y, lo que era más importante, muchos de sus descendientes continuaron haciéndolo durante siglos, pese a no estar en relación directa con los

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judíos públicos. (…) En síntesis, las consecuencias de la "conversión" masiva provocada por la disposición real, no pudieron ser más funestas.”

Por su parte, el historiador israelita Abram León Sachar, uno de los directores de las Fundaciones Hilel de la B´nai B´rith, dirigente comunal hebreo, y después presidente de la Brandeis University, en su obra “Historia de los judíos”, refiriéndose a las conversiones en masa de los falsos judíos al catolicismo realizadas en España y a los resultados posteriores de dichas conversiones, explica lo siguiente:

“Comunidades enteras abrazaron la fe cristiana. La mayoría de los neófitos se aprovechó ansiosamente de su nueva posición. Se agolparon en cientos y miles en los lugares de los cuales habían estado excluidos anteriormente por su fe. Ingresaron a profesiones vedadas y a los tranquilos claustros de las universidades. Conquistaron puestos importantes en el Estado y hasta penetraron al sanctum sanctorum de la Iglesia. Su poder aumentó con su riqueza, y muchos pudieron aspirar a ser admitidos en las familias más antiguas y más aristocráticas de España...Un italiano casi contemporáneo observó que los conversos judíos gobernaban prácticamente en España, mientras su adhesión secreta al judaísmo, estaba arruinando la fe cristiana.

Una cuña de odio separó inevitablemente las relaciones de los cristianos antiguos y los nuevos. Los neófitos fueron conocidos como marranos. Fueron despreciados por sus triunfos, por su orgullo, por su cínica adhesión a las prácticas católicas. En tanto que las masas miraban con sombría amargura los triunfos de los nuevos cristianos, el clero denunciaba su deslealtad y su falta de sinceridad. Sospechaban la verdad de que la mayoría de los conversos eran aún judíos de corazón, que la conversión no había extirpado la herencia de siglos. Decenas de miles de los nuevos cristianos se sometían exteriormente, iban mecánicamente a la iglesia, mascullaban oraciones, ejecutaban ritos y observaban las costumbres. Pero el espíritu no había sido convertido.”

El historiador israelita Cecil Roth, en su obra “Historia de los Marranos”, en relación a estos mismos acontecimientos, afirma que aunque se dieran algunos casos de conversiones sinceras, la inmensa mayoría:

“Seguían siendo, en su fuero interno, tan judíos como lo fueron antes. Aparentemente, vivían como cristianos, (…) [pero] detrás de esta ficción puramente exterior, continuaban siendo lo que fueron siempre. Su falta de fe en los dogmas de la Iglesia era notoria… (…) Frecuentaban furtivamente las sinagogas, (…) constituían también asociaciones religiosas, de aparentes finalidades católicas, bajo el patronato de algún Santo cristiano, y las usaban como un biombo, que les permitía observar sus ritos ancestrales. Continuaban siendo lo mismo que habían sido antes de su conversión. Eran judíos en todo, menos en el nombre; cristianos en nada, a no ser en la forma.

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Al ser removidos los obstáculos religiosos que les cerraban previamente el paso, el progreso social y económico de los recién convertidos y de sus descendientes hízose fenomenalmente rápido. Por dudosa que fuese su sinceridad, no se podía ya excluirlos de ninguna parte, a causa de su credo. La carrera judicial, la administración, el ejército, las universidades y la misma Iglesia se vieron pronto abarrotados por los recién convertidos, de sinceridad más o menos dudosa, o por sus inmediatos descendientes. Los más ricos se casaron con la más alta nobleza del país, pues muy pocos condes o hidalgos empobrecidos pudieron resistir la atracción de su dinero. (…)

Una nueva generación había surgido, nacida después de la conversión de sus padres y bautizada, naturalmente en la infancia. La situación canónica de los últimos no podía ser más clara. Eran cristianos en todo el sentido de la palabra y la observancia del catolicismo les competía tanto como a cualquier otro hijo o hija de la Iglesia. Sabíase, con todo, que su cristianismo lo era sólo de nombre; prestaban un mínimo de pública aquiescencia a la nueva fe y, en privado, un máximo de aquiescencia a la vieja. La posición de la Iglesia habíase hecho mucho más dificultosa. Previamente, había habido numerosos incrédulos, fácilmente reconocibles y vueltos inocuos gracias a una serie sistemática de reglamentaciones gubernamentales y eclesiásticas. Esos mismos incrédulos encontrábanse ahora, en cambio, en el seno de la Iglesia y se abrían camino en todos los sectores de la vida eclesiástica minando con su influencia la masa total de los fieles. El bautismo no había hecho más que convertir a una considerable porción de los judíos, de infieles fuera de la Iglesia, que lo habían sido antes, en heréticos dentro, que lo eran ahora”

Todos estos falsos judíos recién convertidos y su descendencia, habían sido perfectamente adoctrinados para infiltrar la sociedad y la Santa Iglesia y una vez situados, llevar a cabo su maniobra de destrucción.

Pero, ¿Cuál era su modo de proceder para llevar a cabo tan perversa empresa?

Según la obra “Complot contra la Iglesia” publicada por un grupo de sacerdotes católicos bajo el pseudónimo de Maurice Pinay:

“El arma favorita de la quinta columna consistió en introducir en las filas del clero a jóvenes cristianos descendientes de judíos que practicaban en secreto el judaísmo, para que una vez ordenados sacerdotes trataran de ir escalando las jerarquías de la Santa Iglesia -ya fuera en el clero secular o en las órdenes religiosas- con el fin de usar luego las posiciones adquiridas dentro de la clerecía en perjuicio de la Iglesia y en beneficio del judaísmo y de sus planes de conquista, así como de sus movimientos heréticos o revolucionarios. En tan delicadas tareas de infiltración, que el judaísmo subterráneo empleaba jovencitos dotados no sólo de gran religiosidad, sino de una gran mística y fanatismo de la religión judía y

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debían estar resueltos a dar su vida por la causa. (…) El clérigo falso cristiano, cripto judío, estaba realizando -según su criterio- una empresa santa que además le aseguraba la salvación eterna. Cuánto mayores males pudiera causar a la Iglesia como sacerdote, fraile, canónigo, prior de convento, provincial, obispo, arzobispo o cardenal, mayores méritos tendría.”

Diversos historiadores nos dan prueba de la existencia de tal infiltración.

El historiador Juan Blázquez Miguel, en su obra “Inquisición y criptojudaísmo” afirma que:

“Uno de los primeros de que tenemos noticias es Pedro Fernández de Alcaudete, tesorero de la Catedral de Córdoba. Este sacerdote llevaba una Hostia en el zapato, para pisarla continuamente.”

Un ejemplo muy explícito del visceral odio que tenían hacía todo lo santo y los sacrilegios que eran capaces de llevar a cabo en su vida cotidiana a la par que aparentaban hacia la galería una vida de piedad.

Además, como explica el historiador Federico Rivanera Carlés en su obra “Los marranos: ¿víctimas o victimarios de España?”:

“La "conversión" [les] hizo posible, alcanzar elevadas posiciones dentro de la Iglesia, hasta entonces inaccesible para ellos. (…) No faltaron cristianos nuevos en elevadas funciones estatales y eclesiásticas (…) Ni siquiera el Santo Oficio estuvo exento de tal infiltración.”

Según la historiadora israelita Ruth Pike, en su obra “Aristócratas y comerciantes” publicada 1978, a los marranos:

“Se les podía encontrar en todas las órdenes religiosas y en todos los niveles del clero secular, desde el cura de una parroquia hasta el dignatario de la catedral. Eran especialmente numerosos en órdenes religiosas, como las de los Jesuitas y los jerónimos, y en las filas del clero catedralicio. (…) se reservaron para ellos selectos beneficios e incluso sedes eclesiásticas.”

Y como verán a continuación, esta nueva posición de los falsos conversos tanto en los puestos de poder como en las filas de la Santa Iglesia, propició, por sus malas prácticas, no ya solo sumir en la tibieza y la haraganería a comunidades religiosas enteras, y que la Santa Iglesia Católica y especialmente los eclesiásticos comenzasen a ser vistos con recelo, sino que propiciarían la decadencia y caída del propio Imperio Español.

Según el historiador J. Shatzky, en su artículo “idelogías y sentimientos del judaísmo español después de la expulsión” publicado en la revista judía “Davar” en su número de mayo-junio de 1947:

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“Los judíos sefaradíes contribuyeron a la lucha contra España con diversos medios diplomáticos y hasta militares-piratescos (...) Las pruebas de la ayuda judía a los enemigos de la España Católica son históricamente verídicas (...) De ahí que sea difícil encontrar algún conflicto internacional producido en el siglo XVI, en el que España haya estado mezclada y en que los exiliados españoles no hayan ayudado a los que estaban contra su enconada enemiga. (…) Estos se enrolaron voluntariamente en los ejércitos de Europa que luchaban contra España.”

Por su parte, Federico Rivanera Carlés en su obra “Los marranos: ¿víctimas o victimarios de España?”, nos da más detalles sobre esto:

“Los marranos cumplieron en Inglaterra, la adversaria mortal de España, un papel fundamental.

En primer lugar, los judíos intervinieron en su separación de la Cristiandad:

El rey Enrique VIII, consultó a autoridades rabínicas de Venecia en 1530 en relación a su divorcio con Catalina de Aragón, divorcio que provocó el cisma de la iglesia anglicana de la Romana. Hasta llegó a traer a dos rabinos de Italia.

Una de esas opiniones rabínicas, escritas en hebreo, se conserva hasta hoy día en el Museo Británico. Resulta de sumo interés acotar que los adelantos de la reforma y el avance de los puritanos en Inglaterra hayan sido relacionados -y posiblemente influidos- por la presencia de los cripto judíos que eran numerosos.

También los conversos proveían de armamento a los turcos. Durante el sitio de Metz, Carlos supo que los marranos de España y Portugal enviaban armas y municiones secretamente a los turcos, en guerra contra el Cristianismo y el Imperio.

En una carta de fecha 25 de junio de 1544 el emperador denunció que ricos mercaderes cristianos nuevos huían a Turquía llevando clandestinamente armas a los turcos, Shatzky observa que "el hecho de conducir armas a Turquía no podía ser un secreto" "la enorme cantidad de (hechos) concretos que las fuentes históricas han revelado sobre el particular demuestran la gravitación y popularidad que la orientación turca tenía entre los judíos españoles. Tanto se difundió esa orientación entre las comunidades judías de Europa, que en el siglo XVI, en casi todos los conflictos internacionales con Turquía, los judíos tomaron partido a favor de Turquía".

El ataque contra España se llevó a cabo en todos los frentes, siendo uno de los preferidos el extenso y rico territorio de las Indias, los judíos conversos fueron los que asolaron las misiones jesuíticas -hecho que hasta hoy nadie denunció- y los responsables directos de su ruina (luego, por conducto de la masonería, le darían políticamente el golpe definitivo).

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Para concluir esta somera visión de la guerra marrana contra España, hay que mencionar un arma vital que se empleó exitosamente: la Leyenda Negra. Junto a sus hermanos públicos, los conversos lanzaron una campaña propagandística mundial de desprestigio, basada en calumnias y falsedades, que todavía sigue difundiéndose y que en el presente circula con renovado vigor. (…)

La conquista del Nuevo Mundo se presenta signada por la avidez de riquezas, el despojo y la esclavitud de los indios, el crimen y la tiranía de los corrompidos funcionarios reales, etc., enmascarado todo en la evangelización de los naturales.

La documentación existente prueba que las metas de la empresa han sido la evangelización y el aumento de los dominios españoles, más que desde un principio muchos de sus principales actores fueron marranos, que tenían por finalidad el lucro y el encumbramiento político y social y, paralelamente, sabotear en el nuevo continente la política de la Corona, prosiguiendo desde allí la conjura contra el imperio. E incluso existieron planes, y algo más que planes, para crear un Estado judío. (…) Está comprobado que ha sido excepcionalmente alto el número de conversos que arribó a las Indias, los cuales, y esto es lo que interesa, predominaron en la vida política y social.

Si bien ha habido en las Indias gobernantes justos y funcionarios honestos, sacerdotes idealistas y sinceros propagadores de la Fe, del mismo modo que honorables y esforzados pobladores cristianos viejos, algunos de los que sufrieron sinnúmero de penalidades y hasta dieron la vida por Dios y por España, ellos han constituido, desgraciadamente, una exigua minoría.

La conducta de los más respondió a la descrita por la Leyenda Negra, pero la mayoría de los responsables del comportamiento criminal y delictivo en la conquista y población de las Indias han sido judíos conversos y no españoles. En síntesis, los judíos conversos explotaron las nuevas tierras en perjuicio de los naturales y españoles, pero el desprestigio fue para España a la que se adjudicó lo realizado por aquéllos, desfiguración histórica de la cual encargáronse con singular entusiasmo los propagandistas marranos y sus agentes.

De ese modo, la conquista incorporó un Nuevo Mundo para el cristianismo, la Hispanidad y Occidente, pero su magna obra fue saboteada y alterada desde el comienzo por el marranismo.”

Por tanto, la leyenda negra de que los españoles fueron a américa para aniquilar y esclavizar a los pobres nativos es totalmente falsa.

La propia Reina Isabel, la católica, en su testamento, dejó escrito que a los indios había que llevarles la fe y tratarlos como los hermanos católicos que eran y por tanto, no se les podía esclavizar.

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Y si quieren otra prueba irrefutable, la tienen en las Leyes de Indias escritas por el Rey Carlos I, donde se decía lo siguiente:

“En conformidad de lo que está dispuesto sobre la libertad de los Indios, es nuestra voluntad, y mandamos, que ningún Adelantado, Governador, Capitan, Alcaide, ni otra persona de cualquier calidad, en tiempo de paz o guerra, sea ossado de cautivar Indios naturales de nuestras Indias, y Tierra Firme del Mar Océano, descubiertas ni por descubrir, ni tenerlos por esclavos (…) Y asimismo mandamos que ninguna persona, en guerra ni fuera de ella, pueda tomar, aprehender, ni ocupar, vender, ni cambiar por esclavo á ningún Indio, ni tenerle por tal, aunque sea de los Indios que los mismos naturales tienen entre sí por esclavos, so pena de que si alguno fuere hallado que cautivó ó tiene por esclavo algún Indio, incurra en perdimiento de todos sus bienes, y el Indio ó Indios sean luego restituidos a sus propias tierras y naturalezas, con entera y natural libertad, á costa de los que assi los cautivaren o tuvieren por esclavos. Y ordenamos á nuestras Iusticias, que tengan especial cuidado de lo inquirir, y castigar con todo rigor, según esta ley, pena de privación de sus oficios, y cien mil maravedís para nuestra Cámara al que lo contrario hiziere, y negligente fuere en su cumplimiento”.

Esto deja patente que mientras en el imperio Español estaba prohibida la esclavitud y el trato inhumano era considerado un delito, y mientras la santa Iglesia Católica arriesgaba la vida de cientos de misioneros por salvar las almas de todas las gentes sin distinción y defender su dignidad de los abusos que se cometían contra ellas, el resto de las naciones conquistadoras, como los portugueses, los árabes, los ingleses, los holandeses y los franceses, consideraban a los indígenas como mera mercancía. Para ellos, la esclavitud era una institución social vigente y traficaron no solo con los indígenas americanos sino también con innumerables africanos que eran inhumanamente arrancados de sus tierras, llevados como esclavos al nuevo mundo y tratados incluso como si fuesen inferiores a los animales.

Por tanto, tiene que quedar claro que la leyenda negra española, es simplemente eso, una leyenda, un hecho irreal empleado como propaganda política, fundamentada en las atrocidades llevadas a cabo por los nuevos conversos, que despreciando la normativa española y las leyes de la Santa Iglesia Católica, actuaron perversamente para acabar con el Imperio Español y culpar a la Santa Iglesia de sus barbaries.

El historiador Federico Rivanera Carlés recoge este hecho en su obra “Los marranos: ¿víctimas o victimarios de España?”:

“Los marranos de Brasil desde el primer momento se dedicaron a la trata de indios, que alcanzó su esplendor con los bandeirantes conversos, quienes iniciaron sus operaciones en gran escala cuando Portugal se encontraba bajo soberanía española, asaltando no sólo las aldeas indígenas brasileñas sino también, de modo

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continuo y sangriento, las reducciones jesuíticas ubicadas en jurisdicción de la Corona de España.”

Quede con todo esto patente que, los falsos judíos infiltrados en los puestos clave, hicieron todo lo posible por hundir al Imperio Español desde dentro y desde fuera, destruyendo las misiones católicas y haciendo que las órdenes religiosas a las que también habían infiltrado fuesen culpadas de sus atrocidades, y por extensión el nombre de la Santa Iglesia Católica fuese manchado y cada vez más odiado.

Además, como habíamos explicado en el capítulo 2, los falsos judíos fueron una fuente de apoyo y financiación para la extensión de la Reforma protestante y la multitud de guerras declaradas contra el imperio español.

Por todo ello, ya en el siglo XVIII el imperio se encontraba en decadencia, especialmente tras la caída de la monarquía de los Habsburgo, que provocó la guerra de sucesión, un conflicto internacional, cuyo fin con la paz de Utrecht de 1713 significó el fin del Imperio Español en Europa. Desde entonces los borbones, que gobernaban en Francia, también ocuparon el trono español.

La estrategia de infiltración de los falsos judíos por medio de falsas conversiones sería empleada en infinidad de ocasiones a lo largo de la historia. De todas ellas, destaca en 1666 la conversión masiva provocada por el llamamiento del rabino Shabbatai Tzevi desde Turquía, que haría que sus seguidores, denominados Sabateos infiltrasen en masa no ya solo el catolicismo sino también el islam, para destruir el Imperio Otomano y emplear el islam como arma arrojadiza para sus propios planes, y por supuesto, no podemos olvidarnos de la nueva oleada de conversiones masivas al catolicismo en Europa del este iniciada por el falso judío polaco Jacob Frank en el siglo XVIII, cuyos falsos conversos serían conocidos con el nombre de Frankistas, (con K).

Por todo ello, ya en el siglo XVIII la infiltración en los gobiernos y sobre todo en las filas de la Santa Iglesia Católica era escandalosa, propiciando que las herejías ilustradas y el espíritu mundano infectasen tan rápidamente al clero, a las órdenes religiosas y especialmente a los Jesuitas por ser el principal objetivo a abatir.

Como explica el historiador De la cierva en su obra “Las puertas del infierno”:

“La Curia romana y sectores sensibles del episcopado europeo estaban infectados de jansenismo y se convirtieron en colaboradores de la gran conspiración. (…) Todo el mundo notaba, en el siglo XVIII, la decadencia general de Los monasterios, sumidos (con excepciones, naturalmente) en la haraganería y el abandono; la relajación del clero y de no pocos obispos, anegados por el espíritu mundano y participantes en las sectas masónicas que proliferaban en la curia pontificia y en el colegio de cardenales.”

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De entre todos los falsos judíos infiltrados en el siglo XVIII destaca uno en especial, Adam Weishaupt, por ser el fundador de los Illuminati de Baviera.

La mayoría de las teorías conspirativas, sobre todo aquellas difundidas en el mundo protestante, asocian la fundación y existencia de la Compañía de Jesús, con los planes de destrucción de los Illuminati y la masonería, y el nexo que emplean siempre es el propio Adam Weishaupt, a quien definen perversamente como sacerdote jesuita, para desprestigiar no solo a la orden de San Ignacio, sino a la Santa Iglesia Católica, como creación y parte activa del plan luciferino.

Lo que jamás dicen en estas teorías, y que incluso muchos católicos seducidos por estos engaños pasan por alto como un simple dato secundario, es que Adam Weishaupt no era católico, sino un falso judío, miembro de la sinagoga de satanás, que trató como otros tantos nuevos conversos de infiltrar a los Jesuitas y de desprestigiar a la Compañía de Jesús por medio de sus actividades subversivas.

Por tanto, debe quedar claro que el origen la sociedad secreta de los Illuminati está en los falsos judíos y no en la Compañía de Jesús ni en la Santa Iglesia Católica, que como único puerto de salvación de la humanidad, ha sido desde sus orígenes el principal enemigo a abatir para todos estos enemigos de la fe.

¿Cuál es la verdad de Adam Weishaupt?

Adam Weishaupt, nació en Ingolstadt, Baviera, el 6 de febrero de 1748 en el seno de una familia de falsos judios. Su padre, George Weishaupt, era rabino, y tras quedar huérfano a los 5 años, Adam fue criado por su padrino y abuelo, Johann Adam von Ickstatt, un falso converso infiltrado, que llegara a ser director de un colegio jesuita, curador de la universidad de Ingolstadt, regida también por Jesuitas, y miembro de su consejo privado.

El hecho de que Adam y su abuelo lleven apellidos diferentes deriva precisamente de que éste cambió el apellido Weishaupt por el de Ickstatt al convertirse falsamente al cristianismo, para no tener constantemente sobre sus espaldas la sospecha de infiltración.

Adam Weishaupt, por deseo de su abuelo, estudió en una escuela jesuita y después se matriculó en la Facultad de Derecho. A los 25 años, se convirtió en profesor titular y a los 27 era catedrático de Derecho Canónico de la Universidad de Ingolstad, siendo el primer laico en ostentar este cargo. Posteriormente, también por consejo de su abuelo, ingresó en la Compañía de Jesús llegando a ser ordenado sacerdote. Pero no tardaría en entrar en conflicto con los Jesuitas por sus ideas antirreligiosas y gnósticas, y finalmente sería expulsado de la compañía por sus actividades subversivas.

La versión oficial de su biografía afirma que, tras esto, sus inquietudes ideológicas le llevaron a ingresar en la masonería y decepcionado con lo que consideraba simples reuniones sociales, decidió fundar su propia orden en 1776, llamándola primero como

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"Los Perfectibilistas" y más tarde como "Los Iluminados de Baviera", los famosos Illuminati.

Quede con esto claro, que todas las acusaciones contra el origen y naturaleza de la Compañía de Jesús tan recurrentes y empleadas a día de hoy contra la Santa Iglesia Católica, son mentira, dado a que Adam Weishaupt nunca fue católico, ni jesuita en el verdadero sentido de la palabra, aunque durante cierto tiempo estuvo infiltrado en la compañía.

Si bien es cierto que en el último siglo, por infiltración prácticamente absoluta de los enemigos de la fe en sus filas, los Jesuitas –como tantas otras congregaciones- se convirtieron en un elemento opositor al Papado y la verdadera fe, la labor que realizaron en sus inicios fue más que laudable en todos los terrenos. Y prueba de ello es el gran número de Jesuitas que alcanzaron la santidad y todo el bien que han hecho para las almas y la Santa Iglesia.

¿Por qué sino creen que los enemigos de la fe lanzarían en masa una campaña tan violenta que propiciaría su destrucción en el siglo XVIII?

Como explica el P. Bernardino Llorca en su “Manual de historia eclesiástica”:

“La guerra a muerte contra la Compañía de Jesús, que llena todo el siglo XVIII, había sido desencadenada por los jansenistas; pero fue llevada al extremo por los enciclopedistas y filósofos.”

Y el historiador De la Cierva en su obra “Las puertas del infierno” no duda en afirmar que:

“Junto a los voceros de la Enciclopedia, los jansenistas y los masones, el enemigo mortal de los Jesuitas era la conjunción de los ministros del despotismo ilustrado con los adversarios de la Orden ignaciana en Roma. Todos juntos acudieron a todos los procedimientos imaginables del juego sucio para atacar a los Jesuitas.”

De este modo, los enemigos de la fe infiltrados en las cortes europeas, en la propia Compañía, en el clero y en la Curia Romana, aunarían sus fuerzas para lograr la aniquilación de la Compañía de Jesús, que tantas trabas estaba poniendo para la consecución de su infernal plan.

Como explica el P. Bernardino Llorca en su “Manual de historia eclesiastica”:

“Portugal dio el primer paso en orden a su total destrucción. Reinaba a la sazón José I, monarca muy débil y vicioso, pero en su lugar regía de hecho José de Carvalho, marqués de Pombal (…) [el cual] se propuso humillar a los nobles y acabar con los Jesuitas.

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Al morir la reina madre en 1754, Pombal procuró sacar de la corte a los Jesuitas. Más aún, su heroísmo con ocasión del terremoto de 1755 lo aprovechó para calumniarlos. (…) Pero la verdadera catástrofe se desencadenó bien pronto. Con ocasión del atentado cometido contra el Rey el 3 de septiembre de 1758, Pombal acuso como autores a los Jesuitas y a la nobleza. Las consecuencias fueron terribles. Hizo ajusticiar de la manera más aparatosa y cruel a varias personas nobles y el 3 de septiembre de 1759 salió una ley de destierro contra la compañía, con la cual se confiscaban todos sus bienes y se cerraban todas sus causas y se suspendía la orden en Portugal y en todas sus colonias.”

Los Jesuitas no tenían obviamente nada que ver con dicho atentado, sin embargo, fue la excusa perfecta para decretar su expulsión.

En materia social Pombal se empeñó en rehabilitar a los falsos conversos. Abolió toda la legislación que no les era favorable, y prohibió el empleo del término “cristiano nuevo” y todos sus sinónimos. Las penas por incumplir las leyes en esta materia eran durísimas.

Asimismo, se esmeró en proteger a las logias masónicas portuguesas ocultando sus actividades a las autoridades y la Santa Inquisición.

Por supuesto, Pombal era un masón, que habría sido iniciado en Londres en 1744, por el mismísimo príncipe de Gales, Federico Luís.

Paralelamente, en Francia el ambiente respecto a la Compañía de Jesús era tremendamente hostil. Jansenistas y masones estaban ya perfectamente situados en la corte y altos puestos del parlamento, nombre con el que eran conocidos los tribunales de justicia por aquel entonces. Todos los infiltrados esperaban la ocasión propicia para para forzar al rey a tomar una decisión tan drástica como la de Pombal.

Fue entonces cuando un misionero jesuita llamado Antoine de la Valette, superior de la compañía en la zona de las Antillas cometió el error que esperaban.

En 1741, La Valette había sido enviado a la Martinica, y allí se enredó en diversos negocios de comercio sin el conocimiento ni consentimiento de sus superiores.

En 1753 fue llamado a Francia por el superior general de la compañía, Ignacio Visconti, para que justificase su proceder. Tras reconocer su modo de obrar y mostrar su arrepentimiento, finalmente Visconti, le permitió regresar a su misión con la condición explicita de detener cualquier negocio comercial que tuviese entre manos.

La orden fue ignorada por La Valette, quien, ya en el cargo de superior regional de las Antillas, continuó con su compañía comercial y enredado en asuntos mundanos.

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Y como explica Bernardino Llorca en su “Manual de historia eclesiástica”:

“El resultado fue que, por hundimiento de unos barcos de mercancías, quedó adeudado en varios millones, y la empresa acreedora de Marsella presentó proceso contra él y contra la orden.”

Por su conducta improcedente, en marzo de 1762, tras haber verificado el Superior General de la Orden que las acusaciones contra La Valette eran verdaderas por medio de un visitante canónico enviado a la Martinica, y tras haber confesado el propio La Valette su culpa, éste fue suspendido canónicamente, y antes de que el Superior General tomase una decisión sobre su futuro, La Valette decidió abandonar por su cuenta la Compañía de Jesús.

Pese a todo, como explica Bernardino Llorca en su “Manual de historia eclesiástica”, este incidente, y sobre todo, el proceso presentado por los acreedores de La Valette:

“Sirvió de base para la más violenta campaña contra la Compañía. El proceso civil se convirtió en criminal, y el Parlamento quiso examinar las constituciones y privilegios de la Compañía de Jesús. Una comisión, compuesta en su mayor parte de jansenistas, hizo el examen, cuyo resultado fue que las reglas fueron designadas como dañinas y opuestas a las leyes del estado. De nada sirvió que gran parte del episcopado se declarara en favor de la Orden. (…) Finalmente, en agosto de 1762, el parlamento publicó un decreto por el cual se disolvía la Compañía de Jesús en Francia. Sus bienes fueron confiscados. (…) El Papa protestó solemnemente contra tanta violencia, pero no pudo impedir su ejecución.”

Así los Jesuitas desaparecieron de Francia.

Y pese a que no existen pruebas suficientes para demostrar que La Valette fuese un infiltrado en la Orden de San Ignacio para propiciar su destrucción, sus obras hablan por sí mismas:

Habiendo jurado ante Dios y los hombres vivir en la pobreza, estaba enriqueciéndose por medio de una compañía comercial, y habiendo jurado obediencia a la regla de la orden y a sus superiores como si sus mandatos fuesen de Cristo mismo, les había desobedecido descaradamente para proseguir enriqueciéndose con sus actividades comerciales.

Errores por desgracia los cometemos todos, y nadie es perfecto salvo Dios. Pero obstinarse en un error de tal calibre aun tras ser amonestado, hasta el punto de ser la causa de la supresión de tu Orden en un país entero, no puede considerarse algo inocente y casual.

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Este no es el comportamiento de un católico sincero que ingresó en la orden para santificarse y cumplir la Voluntad Divina, sino más bien el comportamiento típico de un enemigo de la fe que ingresó únicamente para destruir.

Pero las artimañas de los enemigos de la fe contra la Compañía de Jesús no quedaron ahí.

Como explica el P. Bernardino Llorca en su “Manual de historia eclesiástica”:

“En España (…) los ministros omnipotentes, Aranda y Roda, imbuidos en el enciclopedismo de la época y fieles instrumentos de la masonería, habían jurado su ruina. Por esto, a fuerza de intrigas y calumnias, consiguieron infundir en el monarca sospechas contra la Compañía, y Carlos II, hombre de cortos alcances, se dejó seducir de estos taimados ministros. La batalla contra los Jesuitas siguió el curso de Portugal y Francia. Se repitieron las mismas calumnias y finalmente se les hizo culpables del motín de Esquilache promovido por la población de Madrid por las innovaciones de este ministro.

Puestas las cosas en este punto, un consejo extraordinario decidió que la Compañía de Jesús debía ser disuelta. Para ello el Conde de Aranda tomó con todo secreto las medidas necesarias; el 3 de abril de 1767 fueron apresados todos los Jesuitas de Madrid y el 4 todos los del resto de España y conducidos inmediatamente a los puertos señalados, desde donde fueron trasladados a Italia, víctimas de un trato inhumano al que muchos sucumbieron. A esto siguió la publicación de la pragmática sanción de Carlos III, en la cual el Rey, por razones que se reservaba para su real ánimo, extrañaba a la compañía de España y de todos sus dominios. Casi al mismo tiempo se efectuaba la prisión de los Jesuitas de las colonias españolas que fueron también conducidos a Italia, donde se juntaron con los demás.

Nápoles siguió el ejemplo de España. El enciclopedista y masón Tanucci, ministro omnipotente, supo inducir al joven rey Fernando IV de Nápoles y Silicia a imitar el ejemplo de su padre Carlos III, y el mismo año que en España todos los Jesuitas de Nápoles y Sicilia fueron desterrados. También el duque Fernando de Parma, sobrino de Carlos III, tuvo que hacer lo mismo. Los ciento cincuenta Jesuitas, fueron arrojados ignominiosamente de sus dominios. (…)

[Pero] las cortes borbónicas y la masonería no estaban aún satisfechas. Por eso, ya en tiempos de S.S. Clemente XIII, comenzaron a trabajar para obtener la extinción universal de la Compañía. (…) Inmediatamente después de la elección de S.S. Clemente XIV, las cortes borbónicas comenzaron a exigir la extinción de los Jesuitas. El Papa tomó entonces como norma el ir dando largas al asunto, lo cual exasperaba a los ministros enciclopedistas. Los reyes de Francia y España, fieles instrumentos en sus manos, seguían instando y amenazando. Entonces con el

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objeto de complacerles, sin verse obligado a dar el golpe fatal a la Compañía de Jesús, el Papa comenzó a dar muestras de frialdad a los Jesuitas; luego, pasando adelante, propuso hacer una reforma del instituto y tomó algunas medidas radicales como quitarles la dirección de los seminarios de Roma y prohibirles la admisión de novicios.

Pero todo fue inútil. En vez de Azpuru, fue nombrado embajador de España el violento Moniño, el cual inició al punto en 1772 la campaña más brutal con el fin de arrancar del Papa la deseada extinción. (…) Así pues, el 21 de julio de 1773, Clemente XIV firmó el decreto Dominus ac Redemptor por el cual quedaba extinguida la Compañía de Jesús, como medida disciplinaria en orden a conservar la paz en la Iglesia.”

De este modo, como explica el historiador Ricardo de la Cierva en su obra “Las puertas del infierno”:

“La eliminación de la Compañía de Jesús llevó al paroxismo la degradación y el desmantelamiento cultural de la Iglesia Católica y contribuyó de forma considerable a la pérdida del Imperio Español.”

Quede con esto patente que no es cierto que los Jesuitas fueran eliminados por las supuestas acciones oscuras y conspirativas que les atribuyen perversamente los enemigos de la fe, sino que fue la conjuración de todos los enemigos de la Santa Iglesia quienes hicieron todo lo posible para quitarlos de en medio y poder así para llevar a cabo sus planes revolucionarios.

Años más tarde, la compañía volvería a ser aprobada por Su Santidad Pio VII, pero el daño ya estaba hecho. La revolución estaba preparada.

Como explica Mons. Delassus en su obra “La conjuración anticristiana”:

“Weishaupt sabía que él y los francmasones tendían para el mismo fin. (…) Fue la secta de los “Iluministas” la que imprimió a la francmasonería las directrices para que pudiese implementar el proyecto de revolucionar Francia y Europa. Las ideas revolucionarias se extendieron por todo el orbe, con el objetivo de desterrar a Dios de la historia de la humanidad y de la vida de los hombres.”

De este modo, como explica el historiador De la cierva en su obra “Las puertas del infierno”:

“El movimiento de Weisshaupt, cuyos adeptos se ufanaban también del nombre de «teósofos» - del que se apropiará otra importante corriente del gnosticismo moderno, la que dará origen a la New Age- se incorporó a la Masonería y estableció una efectiva conexión con los enciclopedistas de Francia por medio de

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Mirabeau, el fundador del más famoso club de la Revolución francesa en el convento de los Jacobinos, [antiguo convento dominico]. Estas conexiones son la clave del jacobinismo, alma de la Gran Revolución.”

Así fue como los Illuminati financiados principalmente por los Rothschild alemanes infiltraron las logias masónicas, crearon el movimiento jacobino francés y propiciaron las condiciones necesarias para la Revolución.

Pero el primer país sumido en el espíritu revolucionario no sería Francia, sino Inglaterra, que se convertiría en el conejillo de indias para la implantación del nuevo sistema de gobierno masónico-luciferino, pues de él ya se había desterrado años atrás la Civilización Católica a causa de la imposición del anglicanismo.

De este modo, siguiendo el plan establecido por los enemigos de la fe, tras los conocidos como “once años de tiranía”, en los que el anglicano Carlos I gobernó de forma absolutista y totalmente despótica, en 1642 estalló la Revolución Inglesa, que envolvió al país en un periodo de guerras civiles, que culminarían, con el enjuiciamiento por alta traición del rey y su decapitación el 30 de enero de 1649, proclamándose así la única república en la historia inglesa, republica que no sería atea, sino de carácter puritano.

Para quien no lo sepa, el puritanismo es, ni más ni menos, la facción más radical de los calvinistas, que se declaraban por supuesto totalmente anti-católicos, pero también, contrarios al anglicanismo, por ser propio de la corona de Inglaterra.

Sin embargo, la república no pudo perdurar. En seguida se desató una nueva guerra civil, y tras el protectorado militar de Cromwell, en 1660, los Estuardo recuperaron el trono de Inglaterra con Carlos II, e Inglaterra, anglicana de nuevo, iniciaba una nueva etapa de relaciones con el parlamento inglés, en la que el veneno anti-católico fue inyectado en la sociedad más que nunca, provocando que los católicos fuesen no solo reprimidos por el estado, sino también objeto de toda clase de ataques por parte de la población protestante.

Se llegó incluso al extremo de acusar injustamente a los católicos de haber provocado el gran incendio que asoló Londres en 1666, y para mantener el odio contra ellos, esta acusación fue grabada en el Monumento conmemorativo del lugar donde se inició dicho incendio hasta bien entrado el siglo XIX.

En medio de este clima totalmente hostil y de persecución abierta al catolicismo, sucedió algo curioso que los enemigos de la fe no esperaban.

En 1672, el hermano de Carlos II, Jacobo Estuardo, Lord Almirante Supremo de Inglaterra, anunció públicamente su conversión a la fe católica, lo que provocó la conmoción del parlamento y una reacción prácticamente inmediata: la redacción y aprobación del Acta de Prueba, por medio del cual los católicos quedaban inhabilitados para el desempeño de los cargos públicos.

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Jacobo, que sabía que su alma era más importante que la gloria humana, renunció sin problemas al cargo de Almirante Supremo. Pero el problema para los enemigos de la fe, no terminaba ahí. Jacobo Estuardo era el primero en la línea sucesora lo que les situaba a todos ellos en una posición delicada. Por esta causa, la Cámara de los Comunes haría todo lo posible para excluir a Jacobo del trono, pero todos sus esfuerzos fueron en vano.

El propio Carlos II, que en su tiempo persiguió a los católicos, se convertiría y abrazaría el catolicismo poco antes de su muerte. Y fallecido éste en 1685 Jacobo II se convirtió en rey.

Sus principales medidas fueron todo aquello que los enemigos de la fe temían, poner fin a las restricciones religiosas levantadas contra los católicos y acabar con la persecución, por lo que la tensión de sus opositores y el número de sus enemigos iba en aumento cada día. Y las conjuraciones para derrocarlo no tardaron en aparecer.

Tres años después de su coronación, el rey Jacobo II de Inglaterra sería depuesto por la conocida como “Revolución de 1688” perversamente llamada “Revolución Gloriosa” que lo convertiría en el último monarca católico sobre el trono de Inglaterra, y establecería en su lugar el nuevo sistema de gobierno diseñado por la masonería del que hablaremos en capítulos siguientes, el liberalismo, en la forma de monarquía constitucional bajo el mandato del anglicano Guillermo III de Inglaterra.

Además, para que no volviera a repetirse otro incidente como el de Jacobo II que tirase por tierra los planes de los enemigos de la fe, éstos blindaron el Trono de Inglaterra frente al catolicismo por medio del Acta de Establecimiento de 1701, todavía vigente a día de hoy, en la que se establece que si los miembros de la Familia Real Británica se convierten al catolicismo o contraen matrimonio con un católico, están obligados a renunciar a cualquier derecho de suceder al Trono.

Inglaterra sería por tanto, la primera en caer bajo el yugo masónico, pero el veneno de la revolución no tardaría en extenderse.

Las ideas liberales proclamadas por la masonería prendieron rápidamente en las trece colonias inglesas de Norteamérica, y comenzó así la Revolución Americana que culminaría con su independencia el 4 de julio de 1776.

Es un hecho demostrable que las logias masónicas de aquel territorio fueron el foco de insurrección contra la dominación de la Corona británica. De hecho, su participación fue tan relevante que la mayoría de los lideres firmantes de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos –tales como Ellery, Franklin, Hancock, Hewes, Hooper, Paine, Stockton, Walton y Whipple – fueron destacados masones.

Idéntica condición tuvieron nueve de los trece delegados que rubricaron los artículos de la nueva confederación: Adams, Carroll, Dickinson, Ellery, Hancock, Harnett, Laurens, Roberdau y Bayard Smith.

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También los ciudadanos firmantes de la constitución estadounidense: Bedford, Blair, Brearley, Broom, Carroll, Dayton, Dickinson, Franklin, Gilman, King, McHenry, Paterson y Washington, eran masones militantes.

Además, es demostrable que la mayor parte de los altos mandos del Ejército republicano que combatió a las tropas realistas inglesas eran miembros de la masonería.

La influencia de la francmasonería fue tan patente desde el principio en todos los ámbitos del incipiente país, que las logias y los masones gozaban de gran respeto por parte de los ciudadanos de a pie, y no tuvieron la necesidad de ocultarse, como ocurriría –poco después– con los masones y logias en Hispanoamérica.

Un dato poco conocido es que durante la Revolución Norteamericana se usó también en sentido político la tríada masónica: “libertad, igualdad y fraternidad”, que pasaría a la historia como lema de la revolución francesa trece años más tarde, dejando así patente que la autoría de estas revoluciones partía de una mente común.

Ciertamente, la mayoría los ideólogos, directores y dirigentes políticos de la Revolución francesa eran francmasones declarados: desde los teóricos propagandistas como Montesquieu, Rousseau, D'Alambert, Voltaire y Condorcet, hasta los activistas más prominentes de la Revolución, del Terror, el Directorio y el bonapartismo como el conde de Mirabeau, quien introdujo la Orden en Francia y los revolucionarios Saint-Just, Camille Desmoulins, Danton, Hébert, Jean Paul Marat, Robespierre, Phillipe d’Orleans, Fouché, Emmanuel-Joseph Sieyès, François Babeuf (líder de la llamada Conspiración de los Iguales y considerado como uno de los primeros teóricos del comunismo, así como un pre-anarquista), Rouget de L'Isle (compositor de La Marsellesa), Lafayette (creador de la escarapela tricolor), y hasta el mismísimo Napoleón Bonaparte. Todos ellos, masones declarados, trabajaron para llevar a cabo este proyecto común.

Como explica Barruel en su obra titulada “Memorias para servir a la historia del Jacobinismo”, publicada en plena Revolución en 1789:

“En la Revolución Francesa, todo, hasta sus perversidades más pavorosas, todo fue previsto, meditado, combinado, resuelto, establecido; todo fue efecto de la más profunda maldad, puesto que todo fue amargo, de los hombres que poseían, solos, el hilo de las conspiraciones urdidas en las sociedades secretas, y que supieron escoger y apresurar el momento propicio a las conjuraciones”

Doudat, en su obra titulada “Les véritables auteurs de la Révolution de la France” publicado en 1797, dice:

“Fue a través de los francmasones que se estableció una correspondencia general y los recursos necesarios al partido de la Revolución. Esos recursos, bajo el nombre de contribuciones francmasónicas, fueron captados en toda Europa y sirvieron

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para alimentar la Revolución de Francia. Con esos fondos el partido mantenía emisarios de una extremidad a la otra del reino y, en París, residentes; él colocaba candidatos en las corporaciones de artes y de oficios, él pagaba el suelo de los agentes, de los espías, soltaba a los ministros protestantes y asesinos. Era en Nîmes que quedaba el tesoro, era para allá que confluían todos los canales que, correspondiendo a los diversos refugios de los calvinistas, llevaron y distribuían las contribuciones, y de un solo golpe, ponían todas sus máquinas en movimiento. Ese dinero sirvió para pagar el sueldo de los emisarios en toda Francia para dirigir las asambleas de los bailadios. Sirvió para colocar al pueblo en armas”.

Sin olvidarnos, por supuesto del principal financiador de los Illuminati, que lo sería también de la Revolución: los Rothschild alemanes.

Todo fue milimétricamente calculado, todo estaba preparado y cuando llegó el momento propicio, todo se ejecutó siguiendo sus planes.

El 14 de julio de 1789 estalló la Revolución Francesa, cuando un movimiento coordinado por los enemigos de la fe provocó un golpe de estado, y el pueblo instigado por sus artimañas, se alzó en armas contra el Antiguo Régimen, derrocando al rey e instaurándose en su lugar la asamblea constituyente, que ya había sido constituida 5 días antes.

La población de toda Francia que en su mayoría seguía siendo católica, acogió este momento con gozo, seducida por los engaños y falsas promesas de los ilustrados.

Sin embargo, los enemigos de la fe no tardarían en revelar su verdadera cara y el objetivo último de la revolución, que no tenía nada que ver con los derechos de los ciudadanos. Iban a instaurar del nuevo orden masónico en la sociedad, por las buenas o por las malas.

Así, la famosa triada masónica empleada por los ilustrados como bandera de la revolución, pronto se transformaría en el aterrador:

“Libertad, Igualdad y Fraternidad o muerte.”

Ciertamente el pueblo había sido engañado, pero ya era tarde para detener la revolución. En nombre de la libertad y la tolerancia, se iba a llevar a cabo la imposición más sangrienta de los nuevos ideales y el primer genocidio de la historia moderna. El pueblo sería exterminado si persistía en sus ideas y no aceptaba la nueva concepción de las cosas, tal y como habían adelantado los filósofos ilustrados en sus discursos de odio.

De este modo, como explica el historiador de la Cierva en su obra “Las puertas del infierno”:

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“Tomando como bandera el predominio de la Razón y la supremacía de la Ciencia, se desencadenó contra la religión y contra la Iglesia católica una ofensiva sin precedentes que logró el desmantelamiento cultural, político y social de la Iglesia y desembocó en la terrible persecución declarada y consumada por la Revolución francesa, la más cruel y exterminadora desde los tiempos de Diocleciano y la extinción del floreciente cristianismo norteafricano por el Islam en la Alta Edad Media.”

Se había declarado la guerra a Dios y a todos sus siervos. Y lo más aterrador de todo, fue la velocidad de los acontecimientos.

La Asamblea Nacional, que en teoría representaba al pueblo entero pero en realidad era la mano ejecutora de la agenda determinada por los enemigos de la fe, escasamente un mes después del estallido de la revolución, ya había abolido la Civilización Católica con todas sus instituciones.

El 26 de agosto de 1789, la Asamblea aprobaba la “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano”, que establecía los derechos naturales, inalienables y eternamente válidos de cada ciudadano por el mero hecho de pertenecer a la raza humana.

Esto tranquilizó a la población, especialmente por lo establecido en el Artículo 10º de la misma, que decía:

“Ningún hombre debe ser molestado por razón de sus opiniones, ni aun por sus ideas religiosas, siempre que al manifestarlas no se causen trastornos del orden público establecido por la ley.”

Sin embargo, como van a comprobar a continuación, esta declaración y especialmente este artículo 10º que acaban de escuchar no eran más que una mera pantalla propagandística que ocultaba sus verdaderas intenciones en los inicios revolucionarios. La ley sería la única autoridad reconocida, y poco tardaría esta autoridad el considerar como crimen de estado, digno de la pena capital, el simple hecho de ser católico. Esta persecución comenzaría por los eclesiásticos.

Así, el 2 de noviembre de 1789, apenas 2 meses y medio después de la aprobación de los derechos del hombre, la Asamblea Nacional decreta la nacionalización de los bienes del clero y su conversión en bienes nacionales para su posterior venta, en beneficio del Estado.

Con esto, el poder de la Santa Iglesia Católica en Francia fue anulado, y la red educativa y asistencial que la misma había establecido, le fue arrebatada y apropiada por el Estado, y empleada para el adoctrinamiento político, transformando así a la otrora

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denominada “Hija primogénita de la Iglesia” en el primer estado aconfesional del mundo.

Además, el clero pasaría a depender económicamente del estado, por lo que si obraban en contra de la revolución, serían privados de su sustento. Pero estas solo serían las primeras medidas.

A escasamente 7 meses de la declaración de la revolución, a principios de febrero de 1790, se establece como obligatorio el juramento revolucionario: una declaración de fidelidad a la nación y de acatamiento de las decisiones de la Asamblea Constituyente. Aunque las señales eran evidentes, lo cierto es que nadie por aquel entonces podía prever lo que los enemigos de la fe tenían entre manos. La totalidad del clero prestó juramento, todos salvo un obispo, el obispo de Narbona, Mons. Dillon, que se negó a acatarlo, intuyendo el mal oculto tras las líneas aparentemente inocentes de dicho juramento.

En pocos días los hechos le darían la razón.

El 13 de febrero de 1790, la asamblea nacional declaraba la abolición de los votos religiosos y la supresión de las órdenes regulares. Monjes y monjas serían obligados a dejar sus conventos y abandonados a su suerte. Sus conventos serían incautados por el estado, o incendiados si oponían resistencia.

Aunque el peor de los males, vendría por medio de la “Constitución Civil del Clero”, aprobada el 12 de julio de 1790 por la Asamblea Nacional.

Como afirma el historiador Carrère Cadirant en su obra “La Vendée: primera cruzada contra los “sin Dios” jacobinos”: “La Constitución Civil del Clero, es la base angular de la instauración de una nueva iglesia y la destrucción total de la vigente hasta entonces.” Era sin duda, el establecimiento de la religión atea, la religión nacional independiente de Roma, la versión light de la religión masónica, dedicada al culto de la diosa razón. El gobierno elegiría y ordenaría a los obispos y sacerdotes que formarían parte de dicha iglesia como funcionarios del estado, suprimiéndose además 53 diócesis y 4000 parroquias católicas aun en contra de la voluntad del pueblo. Como explica el P. Bernardino Llorca en su “Manual de historia eclesiástica”:

“Para completar todas estas medidas, se exigió inmediatamente de todos los párrocos y clérigos el juramento de la nueva constitución del clero.”

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Este juramento no era como el anterior.

Se trataba de renegar de la Santísima Trinidad y de la verdadera fe católica establecida por Nuestro Señor, y aceptar las nuevas ideas blasfemas propuestas por la revolución.

Acatar dicho juramento, implicaba firmar la condena eterna para sus almas. Pero quien se negase a ello sería considerado un criminal de estado y ajusticiado como tal, cumpliéndose así las palabras de Nuestro Señor, en el evangelio según san Marcos capítulo 8, versículo 35:

“Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por Mí y por el Evangelio, la salvará.”

Así pues, ante dicho juramento solo se tenían dos alternativas: uno podía aceptarlo por salvar su vida y condenar su alma eternamente, o bien, negarse a firmarlo por salvar su alma y perder su vida violentamente. Y no había tercera opción.

Esto ya se había hecho en Inglaterra con la instauración del anglicanismo.

Por tanto, estén prevenidos si una medida de tales dimensiones se toma en los últimos tiempos con la venida del Anticristo. Los protestantes, que como saben son parte del engaño, no dejan de predicar que la marca de la bestia es un chip insertado en la piel, pero como verán, no es necesario ningún implante para firmar tu condenación eterna y tu adhesión total a los enemigos de la fe. Con un juramento basta, pues si lo acatan estarán renegando públicamente de Dios y perdiendo para siempre sus almas, y si deciden no hacerlo, serán considerados criminales, los enemigos de la fe les eliminarán del sistema, impidiéndoles en un primer momento toda posibilidad de acceso al mercado laboral y al sustento y finalmente les condenarán a muerte.

Aquí está la valentía de los mártires y su victoria sobre el Maligno, ya que por su amor incondicional a Dios, no dudaron en dar su vida al verdugo antes que negar su fe. Ellos son aquellos de los que habla el Apocalipsis cuando dice en su capítulo 12, versículo 11:

“Ellos le vencieron en virtud de la sangre del Cordero y por la palabra del testimonio que dieron, y no amaron tanto su vida que temieran la muerte.”

Por tanto, comiencen a llevar una vida santa desde ahora mismo, porque una opción así, no puede hacerse sin ayuda divina. Es la prueba de fuego que separa el trigo de la cizaña, los santos de los tibios, los verdaderos católicos de los hipócritas.

Así sucedió, que cuando se estableció como obligatorio el juramento por medio de la Constitución Civil del Clero en 1790, no todo el clero estaba preparado para entregar su vida por el Señor.

Y por ello, tal y como explica el P. Bernardino Llorca en su “Manual de historia eclesiástica”:

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“El clero quedó dividido entre no juramentados y juramentados. Los primeros fueron arrojados oficialmente de sus cargos, amenazados con duros castigos, perseguidos y vejados. La mayor parte emigraron. Unos 40.000 siguieron esa suerte.”

Sin embargo, pese al gran número de valientes que amaban a Cristo más que a sus propias vidas, y se atrevieron a plantar cara ante los revolucionarios, los enemigos de la fe infiltrados en el clero propiciaron que la mayor parte se sometiese al nuevo régimen, perdiendo sus almas para siempre.

Según afirma el historiador Ricardo de la Cierva en su obra “Las puertas del infierno”:

“Dos tercios del clero acataron la transformación.”

Pese a lo terrible de este golpe, la Santa Iglesia Católica se mantuvo firme.

Como nos explica el P. Bernardido Llorca en su “Manual de historia eclesiastica”:

“Pio VI rechazó la Constitución Civil del Clero en abril de 1791 y excomulgó consecuentemente a los sacerdotes juramentados. Al mismo tiempo anuló todas las elecciones y consagraciones hechas según dicha constitución. Como reacción, celebráronse grandes demostraciones anti-pontificias y se arrebataron al Papa los territorios de Aviñon y Venaisin que ya no volvieron a su poder.”

Pero todavía no había llegado lo peor. La valentía del clero “no juramentado”, sería reprendida con severidad por las autoridades civiles, que no dudarían en exterminar sin piedad a aquellos que se les opusiesen.

Como nos explica el P. Bernardino Llorca en su “Manual de historia eclesiástica”:

“La asamblea constituyente fue sustituida por la legislativa, la cual abrió en octubre de 1791 el periodo del terror. Al punto se emprendió la campaña de exterminio contra los no juramentados.

Las órdenes religiosas todavía existentes fueron suprimidas. El rey intentó escaparse en julio de 1791, pero habiendo sido detenido, cobró más ánimo y se negó a dar su aprobación a la ley de supresión de las órdenes religiosas; como consecuencia hubo un motín popular y Luis XVI fue preso en el Temple en agosto de 1792.

A esto siguieron las matanzas de septiembre de 1792. El pueblo, azuzado y envenenado, entró en las cárceles de París entre el 2 y el 7 de dicho mes y se entregó a la más vergonzosa carnicería. Fueron en conjunto 1357 las víctimas, entre ellas, más de 200 sacerdotes.

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A esto siguió el periodo llamado de la Convención (de septiembre de 1792 a octubre de 1795). El terror aumentó todavía. Los elementos más radicales ejercieron su dictadura sanguinaria (…). Luis XVI fue ajusticiado el 21 de enero de 1793 (…) la guerra contra la religión se intensificó con saña cruel. Se facilitó el divorcio, se introdujo el matrimonio civil y finalmente en noviembre de 1793 se abolió solemnemente la religión católica. En su lugar se proclamó el culto de la razón, con escenas repugnantes en la iglesia de Notre Dame de París. Fueron igualmente violadas en Francia más de 2000 iglesias convirtiéndolas en clubs y cabarets.

Más aun, para borrar todo recuerdo del Catolicismo, fue abolido el calendario cristiano y sustituido por otro de nueva invención, con décadas y fiestas nacionales.”

En este contexto, se llevó a cabo la conocida como Guerra de la Vendée, que según el historiador Pierre Chaunu, sería "la más cruel entre todas las hasta entonces conocidas, y el primer gran genocidio sistemático por motivo religioso".

La Guerra de la Vendée fue la muestra de las atrocidades que se podían llevar a cabo en nombre de la libertad, bajo las directrices del gobierno revolucionario. Unas acciones que si se difundiesen desbaratarían la utopía de la revolución, y el adoctrinamiento que desde entonces se ha estado llevando a cabo. Por ello los enemigos de la fe han tratado por todos los medios de ocultar estos hechos, y reinterpretarlos según su conveniencia, una vez que salieron a la luz.

¿Cuál es, por tanto, la verdad sobre lo sucedido en la Vendée?

Tenemos que partir del hecho de que, pese a las artimañas de los enemigos de la fe para lograr que el pueblo aceptasen la revolución, la mayor parte de Francia era católica: amaban a Dios, al Rey y a la Santa Iglesia, y no tenían la más mínima intención de dejar a un lado su fe y seguir invenciones humanas.

Así, en un primer momento, seducidos por los engaños de los ilustrados, miraron con gozo a la revolución, pero una vez comenzaron las persecuciones y matanzas al clero no juramentado, no daban crédito a sus ojos. Por ningún motivo iban a permitir que sus sacerdotes fueran asesinados impunemente y que se les arrebatase lo más sagrado: la Santa Misa, en el nombre de la libertad.

De este modo, los campesinos de la región de la Vendée, que habían sido bendecidos con la predicación de San Luis de Montfort a principios del Siglo XVIII, comprendieron en seguida que no ya solo sus sacerdotes estaban en peligro, sino todos ellos.

Si aceptaban los requerimientos del gobierno y les entregaban a sus sacerdotes para que fuesen ajusticiados, serían como Judas, réprobos y cómplices de su asesinato.

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Y si por salvar sus almas se negaban a cumplir la ley, ellos mismos serían considerados criminales.

Como explica el historiador Carrère Cadirant en su obra “La Vendée: primera cruzada contra los “sin Dios” jacobinos”:

“Para ser considerado culpable del supuesto “crimen” de fanatismo, bastaba que el católico ocultase a un sacerdote, escuchara Misa en secreto, o rezara el Rosario.”

Toda la región de la Vendée y las regiones vecinas, optaron por desobedecer al gobierno, y defender su fe católica y a sus sacerdotes, lo que les llevó a ser considerados como criminales y un objetivo a abatir para el bien de la revolución.

Y he aquí la gran mentira de la revolución: El pueblo que se pretendía liberar no quería ser liberado, y por ello, iba a ser aniquilado.

La historia sería reescrita, y la mentira se oficializaría afirmando falsamente que el pueblo francés por completo se alzó en armas para conseguir la revolución y el derrocamiento del Antiguo Régimen y que el episodio de la Vendée no sería más que la represión de unos fanáticos exaltados por los latigazos de una minoría opresora que quería mantener su preponderancia, cuando, como veremos, se trataba de un genocidio perfectamente calculado por las altas esferas.

Como explica el historiador Jean Meyer:

“La cuestión de fondo de aquel enfrentamiento no estuvo en la disyuntiva entre monarquía o república, ni fue un conflicto entre estamentos, sino que consistió más bien en la decidida intención de extirpar esas creencias sin reparar en medios.”

Así pues, ante la negativa del pueblo de aceptar las directrices revolucionarias, según refiere el historiador Carrère Cadirant, el diputado Barreré, en nombre de la Comisión del Bien Público decretó:

“La destrucción de La Vendée, el castigo de los traidores, la extirpación del monarquismo.”

Y las tropas revolucionarias cumplieron sus órdenes sin piedad.

Escuchen las directrices que los principales generales revolucionarios dieron a sus tropas con respecto a la Vendée, según refiere el historiador Carrère Cadirant.

El General revolucionario L’Echelle, alentaba a sus tropas diciendo:

“¡Soldados de la libertad! Los ladrones de La Vendée han de ser exterminados antes del fin de octubre.”

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El General revolucionario Westerman, por su parte, les decía:

“¡Valientes defensores que lleváis el nombre de columnas infernales! ¡Os conjuro en nombre de la ley: prended fuego en todas partes, y no perdonéis a nadie, ni siquiera mujeres y niños, fusilad a todos, incendiad todo!”

Y el General Turreau, proclamó públicamente las órdenes provenientes del gobierno revolucionario:

“Tenemos que convertir La Vendée en un cementerio nacional.”

Ante este terrible mal, surgió el conocido “Ejercito del Corazón de Jesús” en 1793, formado por aproximadamente 30.000 campesinos de la Vendée y alrededores, que se decidieron a hacer frente a los ejércitos revolucionarios y defender lo más sagrado aun a costa de sus vidas.

Pero su modo de obrar distaba mucho del de una turba enfurecida. Estos campesinos, con el Corazón de Jesús bordado en su pecho y el Santo Rosario en la cintura marchaban al combate pobremente armados, con lo poco que tenían -picos, palas, azadas y hoces-, entonando oraciones y especialmente su himno, el Vexilla Regis, arrodillándose ante cada Cruz que se encontraban y confesándose cada vez que tenían ocasión.

Codo con codo con estos campesinos marchaban algunos nobles de la región, y de ellos, solo unos pocos poseían alguna experiencia militar previa, hecho que les haría ponerse al frente de estos defensores de la fe, que voluntariamente arriesgarían sus vidas por Cristo.

Pese a la precariedad de su armamento y su inferioridad numérica, lograron algunas victorias sobre las primeras avanzadillas del ejército revolucionario, consiguiendo de este modo armarse con los pocos fusiles y munición que abandonaron los vencidos.

Sin embargo, lo que más diferenciaba a los campesinos de la Vendée de las huestes revolucionarias era su código de honor y el modo de hacer la guerra.

Como explica el historiador Carrère Cadirant en su obra “La Vendée: primera cruzada contra los “sin Dios” jacobinos”:

“[Por el lado del ejercito católico] cerca de 5.000 prisioneros fueron liberados, mientras que por el lado del gobierno, 29 carros de prisioneros católicos fueron ahogados en el depósito de Vihiers. Era difícil para el ejército católico acatar un código de honra frente a las incesantes atrocidades de sus enemigos. Los prisioneros liberados [por el ejército católico] devastaron La Chapelle, donde habitaban en aquél entonces ancianos, mujeres y niños.

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(…) Entre las muchas atrocidades cometidas contra los católicos Vendeanos se encuentra la masacre de un hospital cerca de Yzernay, donde 2.000 soldados heridos, ancianos, mujeres y niños fueron masacrados. (…) Hubo también la masacre de 6.000 prisioneros católicos, muchos de ellos mujeres, después de la batalla de Savenay. También están los Mártires de Avrillé, la mitad de ellos mujeres – recientemente beatificados por Juan Pablo II – quienes fueron sacados de la ciudad en lotes de 400, de a 50 fueron puestos en línea frente a una zanja y fueron fusilados. También fueron ahogados 5.000 en el río Loira en Nantes – sacerdotes, ancianos, mujeres y niños. Y 3.000 mujeres católicas fueron asesinadas ahogándolas en Pont-au-Baux. Los ahogamientos se transformaron en entrenamiento para los soldados. A los ahogamientos les pusieron nombres burlescos como “matrimonios republicanos” donde jóvenes y jovencitas católicos fueron atados desnudos de a dos y lanzados al agua. También lo llamaban “deportación vertical en la bañera nacional” y “bautismo patriótico”.(…)

[Además] Cuando las guillotinas no daban más a vasto con el número de “fanáticos” condenados, la legislación atea buscó métodos más eficientes para matar a las multitudes. Ellos deliberaron intoxicarlos en pozos con arsénico e inventaron “gases tóxicos”. (…)

La llamada «Humanista, gloriosa y liberadora Revolución Francesa», costó a la Cristiandad más de tres mil sacerdotes asesinados, una multitud de religiosas profanadas, violadas y torturadas hasta la muerte, pueblos enteros destruidos y miles de mártires fusilados, guillotinados, descuartizados, ahogados, incendiados vivos, torturados, por oponerse a la Revolución Liberal y Masónica por fidelidad a la Religión Católica, Apostólica y Romana.”

Las atrocidades estaban a la orden del día. En el informe de Lequinio, integrante de la Convención, se puede leer lo siguiente:

“En todos los rincones se veían violaciones y barbarie. Republicanos han violado mujeres en las carreteras y luego las han fusilado o degollado. Otros llevaban niños de pecho en la punta de sus bayonetas o de las picas...”

En definitiva, el genocidio que la revolución llevó a cabo en nombre de la libertad acabó del modo más atroz con la vida de 600.000 personas, que únicamente deseaban seguir siendo tan católicos como siempre.

Tal y como escribió el General revolucionario Westerman, en su Carta al Comité de Salud Pública:

“La Vendée, compatriotas republicanos, ya no existe. Murió bajo nuestros sables, con sus mujeres y niños. Yo la enterré en los pantanos y selvas de Savenay. Siguiendo las órdenes que vosotros me disteis, he pisoteado a muerte a los niños

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con nuestros caballos. Y he masacrado a las mujeres (…) No pueden acusarme de tomar un sólo prisionero: los he exterminado a todos... los caminos están cubiertos de cadáveres, y abundan en varios sitios formando pirámides. Pero los pelotones de fusilamiento aún trabajan incesantemente en Savenay, porque a cada momento llegan bandoleros que pretenden rendirse como prisioneros. ¡Y ya no más prisioneros! Estaríamos obligados a alimentarlos con el pan de la libertad, más la compasión no es una virtud revolucionaria.”

Y destacamos que dice, “Siguiendo las órdenes que vosotros me disteis”, dejando con esto patente que las masacres de la Vendée no fueron fruto del combate sino un genocidio planeado por el gobierno revolucionario y los enemigos de la fe, para extirpar de la nación la fe católica e imponer por la fuerza a sus gentes la nueva religión luciferina.

Los ajusticiamientos llegaron incluso para la parte del clero y de los religiosos que habían apostatado, prestando el juramento de la revolución. Como nos explica el historiador Ricardo de la Cierva en su obra “Las puertas del infierno”:

“Con la Convención de1793 la Iglesia Católica de Francia, incluso en sus sectores dóciles y juramentados, dejaba de existir. Los sacerdotes tendrían que casarse; (…) 1750 curas se casaron públicamente para evitar la guillotina. De 83 obispos juramentados o constitucionales 23 apostataron en público, nueve se casaron, 24 se retiraron y los demás fueron guillotinados.”

El veneno revolucionario se extendía de manos del ejército republicano por toda Europa, con el apoyo incondicional de la masonería.

Como afirma en P. Barruel en sus Memorias:

“De todos los fenómenos de la Revolución, sin duda el más espantoso, e infelizmente también el más incontestable, es la rapidez de las conquistas que la revolución ya alcanzó en una tan gran parte de Europa, y que amenazan hacer la revolución del universo; es la facilidad con la cual sus ejércitos izaron la bandera tricolor y plantaron el árbol de la igualdad y de su libertad desorganizadoras en Saboya y en Bélgica, en Holanda y en los márgenes del Reno, en Suiza y más allá de los Alpes, en el Piamonte, en Milán y hasta en la propia Roma”.(…) “La secta [masónica] y sus conspiraciones, sus legiones de emisarios secretos precedieron en toda parte sus ejércitos. Los traidores estaban dentro de las fortalezas para abrirles las puertas a sus ejércitos, ellos estaban hasta en los ejércitos del enemigo, en los consejos de los príncipes para abortar sus planes. Sus clubes, sus diarios, sus apóstoles habían predispuesto al populacho y preparado los caminos”.

Por su parte, como afirma el P. Bernardino Llorca en su “Manual de historia eclesiástica”:

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“Pio VI había condenado de diversas maneras los excesos de la revolución, por lo cual se atrajo el odio de los revolucionarios y tuvo que sufrir muchas vejaciones. (…) se le exigió que retirara todos los decretos contra Francia, a lo cual se negó Pio VI. Como venganza, Napoleón ocupó Mantua y en febrero de 1797 obligó al Papa a la paz de Tolentino.”

La Paz de Tolentino, era un acuerdo que obligaba a Su Santidad el Papa a pagar 30 millones de escudos para evitar la ocupación militar de Roma. Pese a que se trataba de una altísima cuantía, Su Santidad Pío VI aceptó el acuerdo, para evitar el derramamiento de sangre.

Esta aparente buena voluntad de Napoleón, tenía un lado oscuro. Como él mismo explicó en una carta al Directorio:

“Treinta millones valen para nosotros diez veces más que Roma, de donde no hubiésemos sacado ni cinco millones... Esa vieja máquina se descompondrá ella sola.”

Pese a dicho acuerdo de paz, la guerra no había hecho más que empezar. Como afirma el P. Bernardino Llorca en su “Manual de historia eclesiastica”:

“Todo esto era el preludio de los trágicos acontecimientos que siguieron. Miemtras se envenenaba al pueblo con toda clase de propaganda contra el Papa, el general Duphot, aliado con los elementos revolucionarios, inició una campaña de agitación. Finalmente el general Berthier, encargado por el directorio, entró en Roma en febrero de 1798 y proclamó la república. Frente a una violación tan patente de sus derechos, Pio VI se negó a renunciar y aun a escaparse. En consecuencia, fue preso, y conducido a Valence en medio de innumerables vejaciones.”

Se trataba de un golpe de estado en los Estados Pontificios llevado a cabo por los enemigos de la fe, ¡ya en el siglo XVIII!

Su Santidad el Papa Pio VI, fue apresado la noche del 20 de febrero de 1798 como si fuese un criminal y recluido en un convento de Siena. Luego fue trasladado entre innumerables vejaciones a un monasterio cartujo a las afueras de Florencia, pero los revolucionarios franceses, temiendo que su presencia en Italia sirviera de foco para los contrarrevolucionarios, decidieron trasladarlo a Cerdeña. Sin embargo, el estado de salud tan delicado del Papa, que por aquel entonces tenía 81 años de edad, hizo que cambiasen de opinión. Los constantes malos tratos habían minado tremendamente su fortaleza, pero pese a ello, en marzo de 1798, fue subido a la fuerza en un carruaje que atravesó los Alpes con rumbo a Francia. La comitiva pasó por Bolonia, Parma, Turín, Grenoble y Briançon. El Santo Padre llegó exhausto a Valence-sur-Rhône en Francia, ciudad a la que fue deportado en calidad de prisionero de Estado y donde permanecería detenido hasta su muerte.

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De esta manera tan cruel, fallecía en prisión el 29 de agosto de 1799, el Papa que había advertido al mundo sobre los planes y estrategias de los innovadores infiltrados en la Santa Iglesia, el Papa que se había enfrentado cara a cara con la revolución advirtiendo al mundo del veneno que se escondía tras sus dulces palabras y especialmente tras el juramento revolucionario, el Papa que había hecho todo lo posible para evitar la guerra y en definitiva, el Papa que valientemente había sabido defender la verdad de Cristo y su Santa Iglesia de los ataques del Maligno y sus huestes, tras haber rogado a Dios por el perdón de sus carceleros.

El prefecto de la localidad inscribió en el registro de defunciones lo siguiente:

“Falleció el ciudadano Braschi, que ejercía profesión de pontífice.”

Esta fue la mayor victoria para los enemigos de la fe: Haber derrocado al mismísimo Santo Padre, cabeza de la Santa Iglesia Católica.

Según refiere el P. Barruel, en sus Memorias:

“He visto a Cerutti tratar insolentemente al Nuncio de Pío VI, con una alegría impía y sonrisa lastimera, diciéndole: “Cuide bien a su Papa; protéjalo bien, y embalsámelo bien después de su muerte, porque, le advierto, puede estar cierto de esto, no tendréis ningún otro”.”

La masonería había logrado su objetivo: deponer el Papado. La Santa Iglesia no podría sobrevivir a un golpe tan mortal. De este modo, al comunicar la muerte de Su Santidad Pio VI en prisión, muchos periódicos y gacetas de Europa sentenciaron al Papado y a la Santa Iglesia diciendo:

“Pío VI y último”

Terminaba así el siglo XVIII perversamente denominado “Siglo de las luces”, con el mundo sumido en tinieblas y al borde del abismo, el Santo Padre muerto en prisión, la Iglesia perseguida y al borde de la quiebra y el veneno de la revolución extendiéndose por todo el orbe.

Sin embargo, sucedió algo que no esperaban los enemigos de la fe. El Santo Padre antes de morir en prisión, gracias al valioso concurso de los españoles Despuig y Azara, tomó las medidas oportunas para que a su fallecimiento pudiera celebrarse el cónclave “en cualquier territorio de un príncipe católico”.

Y de este modo, pese a que el Imperio Español se encontraba en decadencia, gracias a la obra de la diplomacia española, el Papado no fue destruido y la Santa Iglesia fue preservada. El cónclave para elegir al sucesor de Su Santidad Pio VI fue celebrado en

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Venecia, tras su muerte, siendo este el único cónclave de la historia celebrado fuera de Roma.

En el capítulo siguiente, nos sumergiremos en el siglo XIX, explicando cómo pese a que la Santa Iglesia consiguió con la ayuda del Cielo sobrevivir al ataque infernal de la revolución, el nuevo orden luciferino se implantaría en la sociedad para siempre y la Civilización Católica como tal desaparecería de la faz de la tierra.

Esperamos que las lecciones que la historia nos ha dado, les ayuden con la gracia de Dios a comprender los tiempos tan desesperados en los que vivimos, a proteger sus almas frente a las mentiras ilustradas que todavía están seduciendo a las naciones y lo más importante, a que, con la ayuda de Dios, sepan estar prevenidos y defenderse de los ataques y engaños que todavía están por venir.

Recuerden que el único modo posible de vencer al Maligno es desterrar de sus vidas el pecado, hacer penitencia, y llevar una vida santa, en oración constante, y dando testimonio en palabras y obras de la verdad salvífica que nos está siendo negada.

Somos Sanguis et Aqua,

Que la paz y sobre todo la verdad de Cristo, estén con todos ustedes.

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Sanctus Deus, Sanctus Fortis, Sanctus Immortalis

Miserere nobis et totius mundi.


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