Date post: | 02-Jan-2016 |
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El día que llegaron los ovnis
y otros relatos menos misteriosos
Ricardo Salvador Casanovas
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Para todos los que han participado en esta crónica de mi vida
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El Drugstore del Paseo de Gracia
No hace mucho, a lo más dos días antes de escribir esta nota, me encontré en
el interior del cuerpo “Vivir” de La Vanguardia, con una fotografía de la
fachada de El Drugstore, aquella tienda por departamentos que situada en el
Paseo de Gracia de Barcelona, quedó marcada en mi vida por haberse
constituido en mi primer trabajo remunerado.
Estaba, como he dicho, en el Paseo de Gracia, por eso su nombre completo
era El Drugstore del Paseo de Gracia, específicamente en el número 71 y fue
inaugurado en junio del 67, con la asistencia de actores de la categoría de
George Hamilton y artistas como Salvador Dalí. Yo estuve, como empleado,
en esa fiesta de inauguración a la que asistió lo mejor de la sociedad
barcelonesa y la jerarquía catalana del régimen.
Recuerdo a su socio principal, un chaval venezolano de apellido Molinare,
que ya tenía una tienda similar en la mejor zona de Caracas para la época, el
Centro Comercial Chacaíto y otra en un exclusivísimo barrio de París.
Pero dejando de lado a molinares, hamiltons, dalís, jet sets o jerarcas
franquistas, mi principal pensamiento se centra en Maite, una chica jienense,
que nada más entrar en las oficinas administrativas para solicitar empleo
pocas jornadas antes de la inuguración, atrajo mi atención. Si la describiera,
más de alguno podría pensar que se trataba de la mismísima Blancanieves,
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pero no. Maite era una chica de verdad, con rostro, ojos, pelo y cuerpo de
verdad. Una mirada y una sonrisa como la vida misma. No recuerdo haber
conocido a lo largo de mi existencia a chica más guapa que aquella preciosa
hija de Jaén.
Fue asignada como dependienta a la sección de discos –menos mal que no lo
fue al Depto. de automóviles- y me hice con una discoteca que ya quisiera la
mejor emisora del mundo.
Maite no fue, sin embargo, más que un breve amor platónico. A los 18 años
todo es raudo y breve y es el período en que un interés se sobrepone a otro
interés. Nunca más la vi pero nunca más he dejado de recordarla del todo,
con simpatía. Ni con cariño ni con nostalgia.
Simplemente con una sentida y profunda simpatía y con el agradecimiento de
haber centrado mi difusa atención de entonces, marcada por una situación
real de soledad e incertidumbre.
Durante unos días, en el trabajo o en la playa, Maite y yo compartimos
anécdotas, chapuzones, risas e intensas miradas de pasión que nunca fueron
más allá. Un día cualquiera, unas lágrimas que se unieron solidarias con
ocasión de nuestro casto beso de despedida fueron el comienzo de un olvido
que aún hoy no se ha consumado.
Mi Drugstore del Paseo de Gracia, no obstante, no solamente se compone de
esa Maite perdida en el tiempo, sino de otro personaje. Se llamaba Hugo
Saragó.
Le conocí en las Ramblas, muy cerca del Liceo. No sería exagerado afirmar
que casi vestía harapos. Era un joven uruguayo que había venido a probar
suerte en España y se había quedado sin nada más que su título de
economista, su dignidad y algunos amigos. Uno de ellos, común, Carlos
Larrañaga, nos presentó en ese punto y se despidió hasta muchas otras veces.
Solos, rodeados por desconocidos, me contó su drama, su cansancio y su
hambre y no sé por qué –será porque siempre fui solidario- le compré algo de
ropa. Compartimos comida caliente y le pagué una semana de pensión
completa en un pequeño y humilde hostal del casco antiguo, hasta me parece
recordar que era más bien en el Barrio Chino. Poco más podía hacer. Le dije,
sin embargo, que al cabo de una semana me buscara por si podía hacer algo
más.
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Pero transcurrieron una, dos y tres semanas y el amigo Hugo no se volvió a
aparecer. Con Carlos tuvimos un par de ocasiones para comentarlo, pero
tampoco eran una persona y un tema que centraran nuestro interés.
A la cuarta semana, entrando en el vestíbulo del hotel donde vivía, me
esperaba un hombre alto, bien vestido, de pelo muy corto, bien afeitado y
mejor perfumado. Solamente le reconocí por su característico acento
uruguayo, un poco como el argentino pero más elegante. Era Hugo.
Gracias a la ropa, y al mejor aspecto adquirido a base de comer y dormir
bien, había comenzado a trabajar en El Drugstore, cuando todavía no había
abierto sus puertas, como Gerente de Administración y aunque yo en realidad
no lo necesitaba porque al final del verano debía irme a la Escuela Oficial de
Periodismo en Madrid, me ofreció un trabajo en aquel establecimiento que
pasó a ser durante unos años, un icono del avance barcelonés.
Lo acepté.
Tres simples meses de mi vida han resurgido del pasado adornados con
emoción, nostalgia y simpatía, gracias a una foto en blanco y negro.
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La chavala de las chabolas
Hace tiempo. Tanto tiempo casi como dos tercios de mi vida. O más. Corría
el año 1963, o sea tenía ni menos ni más que catorce años y una capacidad
vergonzosa para excitarme con cualquier palo con faldas y no se diga con
bañador. Debía para entonces, en la playa ponerme boca abajo y dejar un
forado volcánico en la arena. Fue por aquel entonces que mi primer acto
onanista, confiado a mi hermano mayor con sigilo, pudor y rubor, no exento
de cierto orgullo, porque consideraba que hecha la paja, estaba hecho el
hombre, menos de una hora después de confiado se hizo público en un
autobús repleto de pasajeros y con el dedo índice de mi propio hermano
señalándome mientras difundía a voz en cuello mi primera masturbación,
ante las risas imparables de aquellos irrespetuosos pasajeros, incluido el
asqueroso chofer, que casi chocó contra una señora gorda que se le cruzó.
La cosa es que hace todo el tiempo señalado, que yo no solamente me
excitaba con cualquier palo con faldas, o con bañador o -¡ni se diga!- con
biquini, sino que además me enamoraba de cualquier palo con faldas, con
bañador o con biquini (no me atraía tanto una mujer desnuda, porque para
aquellos tiernos días de mi vida, no había tenido la suerte de contemplar a
alguna chica en espléndidos cueros y solamente me inquietaba dulcemente
con lo que mis ojos habían contemplado).
En fin, que por aquellos tiempos, murió el viejo vigilante del grupo
residencial donde vivíamos en Santiago. Se llamaba Valenzuela. Todos en la
patota lo queríamos mucho, porque era buena gente y le hacíamos rabiar,
tanto, que hasta hoy pienso que fuimos los causantes de su muerte.
El pobre la palmó buscando su revólver, que le habíamos sustraído y
enterrado muy cerca de la garita donde solía dormir mientras trabajaba.
La cosa es que muerto el buen Valenzuela, tenían que enterrarle. Y como yo
no quise ver al muerto mi hermano mayor, el mismo que había promovido
inconvenientemente mi primera demostración de amor propio, comenzó a
gritar, para disgusto de los deudos, que yo era un cobardica que le tenía
miedo a los fiambres. Pero ni así me acerqué al negro y lustroso ataúd.
Lo cierto es que de camino al cementerio, las chavalas del grupo residencial,
comenzaron a lanzar rosas blancas al paso del cortejo fúnebre y una de las
rosas cayó dentro del coche de mi padre y más precisamente sobre mis
piernas. La cogí porque la había lanzado –estoy seguro- la preciosa Isabel.
¡Cómo me gustaba la pequeña Isabel, con sus ojitos azules y su largo pelo
rubio! Acaricié el tallo y me pinché. Pensé entonces que aquello era el
castigo por olvidar mi verdadera pasión por Paulina. ¡Qué linda era Paulina!
¡Una diosa! Pequeña, regordeta, pelo liso castaño, una cara angelical, pero
algo antipatiquilla. Pero mejor estaba su hermana Marcela. ¡Dios mío! Era la
belleza en su expresión más pura. Lo malo es que era tan guapa que era
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imposible que se fijara en mí, porque llevaba gafas. Yo, llevaba las gafas, no
ella. Y por aquellos años llevar gafas era sinónimo de una indeseable
genialidad o una inadecuada gilipollez. No había, porque no existía,
tolerancia hacia los que usábamos gafas. Éramos simplemente diferentes.
Y mientras sostenía la flor con una mano y me lamía la sangre del dedo de la
otra, el cortejo enfiló por un costado del Cementerio General de la capital
chilena. Era una zona de chabolas y de pronto se desprendió sobre la hilera de
automóviles con gente que acompañábamos a Valenzuela al lugar donde el
pobre continuaría pudriéndose hasta convertirse en polvo, una incontable
cantidad de niños en demanda de una limosna para poder engañar el hambre.
Fue entonces cuando la vi.
Estaba de pie sobre la acera. Morena, rabiosamente guapa, con el pelo
enmarañado y la cara tiznada por la suciedad. Una andrajosa falda muy corta
dejaba al descubierto unas piernas espléndidas. Contemplaba la joven émula
de Venus con una radiante sonrisa a los pequeños que arremetían sobre los
coches.
De repente me miró y se puso seria. Yo me olvidé del muerto y del pinchazo
y tuve una erección instantánea como nunca la había tenido.
La niña, que tendría no más de trece años, en la medida que nuestro vehículo
se acercaba a ella, comenzó a estirar la mano. No pensé yo que en aquel
mágico momento de amor sublime la muy desalmada me estuviera pidiendo
dinero.
Así, enamorado perdido por el resto de mi vida, le lancé a sus manos la rosa
blanca.
Ella no tardó ni un segundo en lanzarme a la cabeza un tremendo pedrusco,
que gracias al vidrio lateral del coche, que se rompió hecho mil pedazos, no
me mandó a hacer compañía al difunto Valenzuela.
Hoy, no sé por qué, recordé a la chiquilla de las chabolas de Santiago. Y lo he
hecho con simpatía, porque el tiempo me ha pulido un poco. Ya no me excito
con cualquier palo con faldas y ya he visto y compartido el cuerpo hermoso
de una mujer.
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Patricia, la chica de las lombrices
Por allá por 1960, Patricia era una linda mocosita de diez años que tenía dos
hermanas mayores, Katy y Silvia.
Katy que no se llamaba Catalina, sino Eliana, contaba con 18 primaveras
muy pero que muy bien llevadas. Era guapa, con un rostro excepcional y un
cuerpo escultural y a pesar de que no tenía más estudios que como mucho, un
par de años de secundaria, se jactaba de ser filósofa porque había estado
saliendo un par de semanas con un chico argentino y ya se sabe, que todos los
argentinos son filósofos y como filósofa, oficio profesional que ni siquiera
había podido cultivar con la experiencia, decía cada tontería que quien la
escuchaba no sabía dónde poner la cara para que no lo viera riéndose. Era,
además, muy antipática porque andaba por el mundo como sabia. En su
defensa, no obstante, podemos reproducir lo que decían los que
supuestamente podían decirlo, y era que en la cama se convertía en un
monstruo. Y decimos “supuestamente” porque quienes afirmaban tal
extremo, tenían cara de vírgenes, chafarderos y fantasiosos
.
Katy tenía un novio pero éste andaba más preocupado por demostrar que su
apellido Silva era exclusivo y pertenecía a lo más rancio de la nobleza
española, que de dar cariño a la chiquilla.
Silvia la mediana con trece años era la apasionada novia de mi hermano ¡Qué
revolcones se daban! ¡Cómo se amaban hasta que mi abuela a bastonazos
puso fin a la relación! Con algunos kilos de más, tenía no obstante un cuerpo
perfilado por los dioses, un rostro fascinante y una dulzura insuperable.
Dos o tres años después fue mi rollo ocasional y guardo unos recuerdos
entrañables de aquel amor esporádico al que también puso fin a bastonazos
mi poco tolerante abuela.
Presentado el entorno fraternal de Patricia que completaba un hermano de
quince años, Quique, que cada vez que podía se escapaba de su casa, creando
constantes situaciones angustiosas en sus padres que no atinaban a
comprender la actitud del chaval, vamos a la historia que con ella me
aconteció.
Una noche, a eso de las nueve atiné a pasar, de camino a casa, frente al jardín
de las bellas hermanas y vi a Patricia sentada sobre la hierba, deshojando una
margarita. Esa situación que pudiera parecer un pobre recurso literario, era
real.
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Decía Patricia mientras arrancaba los pétalos, “me quiere, mucho, poquito y
nada... me quiere, mucho...”
Intenté acelerar el paso porque me pareció que la niña no andaba muy bien
del coco, pero ya me había visto.
Me llamó con una voz muy dulce y envolvente para una chavala con la que
esa misma tarde había perdido en el juego todas mis canicas.
Me invitó a compartir, muy cerca de su delgaducho cuerpecillo, la frescura de
una hierba que paliaba el calor de la noche estival.
Dejó de deshojar la margarita cuando solamente le quedaba un pétalo.
La miró largamente y luego la tiró y me cogió una mano.”¿Quieres que
seamos novios?” me preguntó en apenas un susurro y con una mirada que
dejaba claro que había visto muchas películas de la época del cine mudo. Fue
todo muy teatral.
Pienso hoy –porque no estaba entonces en condición de hacerlo-, que el
hecho de tener dos hermanas compartiendo sentimientos con dos chavales del
barrio, fue el aliciente que tuvo para buscar una pareja y presumir de ella.
Y a decir verdad, siempre he sido muy sincero, no estaba yo, con mi famélico
cuerpo y reducido tamaño y con unas gruesas gafas de pasta negra como para
que presumiera nadie conmigo. Pero la necesidad tiene cara de hereje y
posiblemente fui el primer chico que pasó cerca de ella después que Patricia
decidiera igualarse sentimentalmente a sus hermanas.
Pero claro, hablo de las necesidades de Patricia, pero las mías eran las
mismas, porque ver a mi hermano con novia me llenaba de envidia, así es que
la proposición de la delgaducha chiquilla, que no obstante ya apuntaba la
belleza que la adornaría muy poco tiempo después, fue mi oportunidad de
cacarear al mundo que yo también tenía novia.
Pero vamos a ser sinceros. A esa edad la relación no podía ser muy
prolongada. Es más, cada minuto transcurrido era todo un logro.
En fin. Volvamos al punto en que ella me preguntó “¿Quieres que seamos
novios?”, porque ya con mi mano asido por la de ella, con evidente
entusiasmo le respondí que sí.
¡Qué bonito!
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Pocos instantes después de su teatral mirada, me acercó su morrito fruncido y
con los ojos entrecerrados seguramente pretendió darme un beso de amor.
Yo, poco ducho en las lides amatorias, me quedé en blanco y no tenía ni idea
de que lo pertinente fuera unir nuestros labios.
Titubeé porque con todos los años que llevaba conociendo a la chica, lo único
que se me ocurrió fue pensar que posiblemente, con esa mueca tan extraña en
la boca, lo que pretendía hacer era lanzarme un escupitajo y me dio algo de
asco.
Pero el asco no tuvo tiempo de reaccionar, porque con sus dos manos me
cogió por la cabeza y pegó su boca a la mía y debo confesar que sentí un
gustito muy especial.
El segundo beso no necesitó de inducción mecánica. Fue más natural e
incluso más gustosito.
Y después sonriendo me explicó que con esos besos habíamos sellado
nuestro amor para siempre.
Y otro beso más adelante, me contó que esa tarde la había visitado el médico
y que le había encontrado lombrices en la barriguita.
Me imaginé el traspaso de huevos de gusanos que se había producido durante
el segundo ósculo, es decir el más parecido a uno de verdad con intercambio
de saliva y todo y vomité hasta el alma.
Siete minutos duró nuestro amor, por eso, a pesar de ser el primero, nunca lo
consideré como tal. Tal vez si al menos hubiese llegado a la hora, o a los dos
días como el que sí es el primer amor real de mi vida...
Erradicados, como creía, los huevos a través del vómito, mi preocupación
mortificante durante los siguientes meses fue que a través de esos besos la
hubiese embarazado. ¡Maldita ignorancia en la que nos sumían a los niños
por aquellos años! Pero, por fortuna no fue así, simplemente porque no podía
ser así.
Durante meses estuve rehuyendo a la pobre Patricia, hasta que la amistad se
reanudó y unos años después, la última vez que la vi, le toqué el culo, pero
ojo, lo hice porque ella quiso que le tocara el culo. Fue su graciosa concesión
como regalo de despedida porque yo me marchaba muy lejos.
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Nunca más he vuelto a ver a esa chiquilla, pero estoy seguro que aún hoy
andará por el mundo regalando su madura belleza y su jovial simpatía.
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El día que conocí a la Pepa Flores
Hace muchos años, muchísimos. Tantos casi como los que tengo, tal vez
unos ocho o nueve, a lo mejor diez u once menos, que conocí a la Pepa
Flores. ¡Exacto! La misma a la que llamaron primero, después de Pepa
Flores, Marisol y luego, después del Marisol, Pepa Flores.
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Sí señor. Conocí a la Marisol, aunque, para ser sinceros, ella nunca me
conoció a mí. La conocí a la fuerza y a regañadientes, porque tenía yo una
edad en la que las niñas eran, para mí y mis amigos, nuestras enemigas
naturales y la conocí, por no decir que la vi, porque mi buena abuela estaba
empeñada que a mi hermano y a mí nos gustara lo que le gustaba a ella y
entre sus puntos de admiración estaban La Pasionaria, Libertad Lamarque y
Marisol.
Justo ese día que habíamos quedado con los amigos para jugar fútbol en la
cancha del vecindario, en Santiago, vino mi abuela, nos limpió las orejas, nos
echó “brillantina” en el pelo y nos peinó, nos enfundó los mejores pantalones,
la mejor camisa, la mejor corbata y la única americana que teníamos cada
uno (toda mi ropa la había heredado de mi hermano y la de él era hecha a
medida, por lo que la mía también lo era, pero de segunda) y ¡hala! Nos
encaminamos a un modesto cine de barrio a ver a la Marisol.
Primero pensamos que era para ver esa película que tanto anunciaban por la
radio:”Un rayo de luz”, pero ya en la entrada del cine nos enteramos que algo
especial sucedía porque todos los niños y niñas exhibían sus mejores galas y
sus mejores sonrisas. Se habían dado cita, todas las abuelas de la colonia
española y sus nietos y nietas. Y nos apretujamos todos en la entrada, las
abuelas con indisimulada cara de satisfacción, los niños con cara de hastío y
las niñas de ilusión.
Allí, hablando con unos y otros, supimos que no solamente veríamos a la que
llamaban la niña prodigio del cine español a través de una película, sino que
la rubita chavalita estaría allí para presentarla, decir un par de memeces y
cantar.
¡Horror de horrores! Si se llegaban a enterar nuestros amigos acerca de cuál
había sido el motivo para no jugar el partido, no nos dejarían en paz por el
resto de nuestras vidas.
Y comenzó el espectáculo.
Apareció primero un hombre bajito, calvo, con bigotes y traje marrón. Habló
un par de tonterías que fueron coreadas con carcajadas por las viejas y las
niñas y por el silencio avergonzado de los niños.
Al final, apareció Marisol en el escenario. Ni mi hermano ni yo la habíamos
visto nunca en foto, así es que era para nosotros una niña más, muy rubita,
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muy inquieta y que quería pasar por simpática, iluminada por fuertes focos,
lo que le daba el aspecto artístico que necesitaba.
Recuerdo que entre tanta tontería, el hombre bajito, calvo con bigotes y que
tenía un traje marrón le preguntó:
-¿Y tú cómo te llamas de verdad, Marisol?
-Yo me llamo Josefa Flores, pero en casa me llaman Pepa, Pepa Flores.
Las viejas y las niñas aullaron. Algunos chavales que habían quedado
prendados de los ojos de la niña, comenzaron a aplaudir. Yo, que para
entonces necesitaba urgentemente gafas para mi astigmatismo
hipermetrópico, todavía no contaminado con la presbicia, y que no las tenía,
veía a lo lejos una forma humana, un difuso color de pelo rubio y un pequeño
vestido azul celeste, así es que me abstuve de hacer cualquier manifestación.
-¿Y entonces, Pepa, por qué te llaman Marisol?
-Porque tengo, -respondió moviendo teatralmente los brazos, -los ojos azules
como el mar y el pelo amarillo como el sol.
¡Alaridos! Eso fue lo que irrumpió a esa increíble estupidez, que en aquel
momento, debo reconocerlo, me emocionó. (Imaginaos si hubiesen sabido
mis amigos de aquella fugaz emotividad).
Y los gritos de Es-pa-ña. Es-pa-ña y mar-y-sol, mar-y.sol, se confundieron
con los sones de una pobre orquesta, tal vez sacada de algún circo de mala
muerte que abundaban para entones.
La chiquilla, con el guión bien aprendido, comenzó a cantar…:
“Mari sol-sol-sol
Mari, Mari, Mari
Sol-sol-sol…”
Entre los gritos enfervorizados, a las que terminamos por unirnos todos, los
acordes desafinados de una banda mediocre y la voz chillona pero melodiosa
de la niña, el escenario se fue oscureciendo y comenzó la película.
Al final, cuando todo terminó, cada cara de cada vieja, era una melodía de
orgullo españolista. Las niñas cada una, desde la más graciosa hasta la más
desgraciada, se sentían una “Marisol” y pensaban que la gente las
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confundiría. Hablaban con los ademanes que había utilizado la niña y sus
acentos habían pasado a ser malagueños de una España profunda que ninguna
conocía. Algunas ancianas llegaron incluso a olvidar que estaban fuera de
España por culpa del dictador y se atrevieron a dar vivas a Franco, como si el
enano de El Pardo hubiese parido a la Marisol.
En la calle se corrió la voz de que Marisol saldría a saludarnos a y que
firmaría autógrafos. Los chavales nos arreglamos el pelo, pusimos rectas
nuestras corbatas y yo, por esa imaginación tan volátil y tan poco práctica
con la que Dios ya para entonces me había castigado, comencé a soñar con
que saldría Marisol, se vendría directo hacia mí y tras darme un par de
sonoros besos de amistad, me diría “hola, Joselito” y después preguntaría el
resto de envidiosos de mierda “¿No conocéis al pequeño ruiseñor?”
Pero claro, ni Marisol salió, a pesar de que todo el gentío estuvo esperando
algo así como un par de horas, ni yo era ni por asomo Joselito.
Ni al día siguiente, ni los siguientes, ni los siguientes meses y años, se
enteraron nuestros amigos de qué sucedió aquella tarde que nos impidió
patear el balón en la cancha de fútbol, Y si hoy abro mi corazón y lo cuento,
es porque sé que si alguno lo lee, lo comprenderá.
Ese fue el día que conocí a la Pepa Flores.
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La chica del patio
Era blanca, alta, delgada y guapa y con ese porte, esa chavala de no más de
quince años y de cuyo nombre no tengo ni peregrina idea, no porque no lo
supiera sino porque se ha perdido en el fondo de los años, se ponía de punto
en horas de clase en el centro del patio de cemento, el más grande de los tres
patios del colegio de curas donde estudiaba yo por aquellos años.
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Ahí se estaba los días de sol hasta que llegaba la hora del recreo con su
camisa blanca y su falda colegial con cuadrados escoceses verdes en fondo
negro, para hacerse querer por la chiquillería en edad de pre merecer, es decir
por los púberes.
Extrañamente esta chiquilla cuyo nombre me parece que rondaba entre Iratxe
o Izaskun, pese a que no era nada fea, sino más bien de buen ver y de sonrisa
fácil y de mirada radiante, no llamaba la atención a los adolescentes ni su
extraña actitud merecía la atención de los innumerables curas que con sus
negras sotanas parecían cuervos en pos de la carroña. Y ojo que digo que
parecían y no que lo eran, porque faltaría a la verdad.
Esta situación se presentó durante unos seis meses de 1961, porque un día,
así como había aparecido de la nada, la niña desapareció, sin que nadie
volviera a preguntar por ella.
El año, que puede parecer poco importante, lo era, porque para aquel
entonces los colegios de curas eran de niños y los de monjas eran de niñas,
para evitar, pienso yo, que la promiscuidad derivara en un embarazo no
deseado después de una relación carnal tan apasionada como puede serlo la
adolescente.
Poco les preocupaba a los religiosos de entonces -tal vez porque un desliz
jamás acabaría en un berrinche nueve meses después- que los chavales se
enamoraran de un compañero o de un amigo, que eso estaba muy mal visto,
pero como era un tema tabú, parecía que no existía.
La cosa es que Iratxe o Izaskun o como se llamara, venía siendo como una
resplandeciente rosa roja en un jardín de cardos.
La rodeábamos, le hablábamos, la piropeábamos, le preguntábamos su
dirección, su teléfono, pero la jovencilla no hacía más que sonreírnos a todos
mirándonos fijamente, aunque de vez en cuando dirigía sus ojos con nostalgia
¿o deseo? de soslayo hacia donde se reunían los alumnos de más edad.
Uno se sentía importante con una mirada o con una sonrisa de aquella niña
silenciosa y que no se movía de su sitio hasta algún momento de la mañana
en que se marchaba, después del último recreo.
Hoy me ha venido casualmente a la mente y mientras escribía, he recordado
su corto pelo rizado castaño claro que siempre le olía bien, como ella misma
que despedía una suave fragancia de algún sobrio perfume juvenil.
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También, mientras escribía me ha asaltado la certeza de que la misteriosa
joven tenía pocas luces o, probablemente ninguna, lo que explicaría la
indiferencia de los mayores y la tolerancia de los sacerdotes.
Tendrá ella hoy, si aún vive, más de sesenta años y probablemente viva
inmersa en un mundo de simplezas más espeso que el de antaño, sin recordar
aquellos meses que me ocupan pero por motivos diferentes a un simple
olvido.
Ella fue para todos una anécdota sin principio ni final, un pasaje con escaso
interés que hoy me ha venido a la cabeza como puede venirme un recuerdo
aislado que viene y se va sin recuperarlo.
Sin embargo, cuando me ha venido, no he querido dejarlo escapar y he
decidido escribirlo con todas sus lagunas porque es, aunque ínfima, una parte
de mi vida y también de la de mis compañeros y, aunque tal vez para ella
aquello pasó sin que se llegara a enterar, también de su existencia.
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Mi amigo Juan Pablo y el ratón
A mi amigo Juan Pablo, compañero de clase con quien intercambiaba
confidencias le faltaba su padre, muerto el año antes y a mí me sobraba una
madrastra desde hacía poco más de un lustro. Para él su carencia era
irreparable y para mí, el excedente podía ser tolerable de no haber metido
mano mi abuela que la odiaba, ni existido esa zaga de películas de Walt
Disney que denigraba de ese tipo de parientas a las que comparaba con las
brujas.
Su padre, me contaba, había sido muy bueno pero poco afortunado y aparte
de una casa en la playa y otra en la ciudad tan grande como vieja, le dejó a su
madre cuatro hijos y unas deudas que ni siquiera vendiendo las propiedades
podrían saldarse.
Juan Pablo sabía que al año siguiente debería marcharse a un instituto
público, porque los santos sacerdotes de nuestro centenario colegio no podían
asumir que la caridad cristiana les era aplicable también a ellos, ni menos aún
que la Iglesia de Cristo dejara de depender del dinero.
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La generosidad, la comunión y la igualdad de los hijos de Dios se predicaba
en canciones engendradas en la deprimente soledad del seminario y cantadas
con aires de sacra inspiración en alguna hacienda del padre de algún alumno
donde los niños solían reunirse para estar cerca de la creación de Dios.
Y efectivamente, poco después, antes incluso de que acabara el curso, Juan
Pablo desapareció de la nómina de alumnos, aunque un poco antes, también
lo había hecho de la de mis amistades.
Pero no abandoné a Juan Pablo por su anunciada pobreza, porque yo no era
de aquellos "comesantoscagadiablos". Era por crianza, muy sencillo.
Además, ya desde jovencito, siempre rechacé el fariseísmo religioso y la
caridad limosnera de aquellos católicos heredados de la iglesia inquisitorial e
intolerante.
Él era mi amigo de los recreos. El oído de mis problemas. La voz de los
suyos. Era Juan Pablo el que reía mis chistes y que con paciencia disfrutaba
de las películas que le contaba. Era su lágrima añadida en su dolor y mi
fortaleza en la maldad fantasiosa de mi pobre buena madrastra.
A Juan Pablo lo abandoné por cobarde e ignorante.
No él, yo.
Me explico.
Le contaba, un día, en el más largo de los recreos de la mañana, la película
"Tierra de faraones" que había visto algunos años antes pero que me había
impresionado vivamente, cuando noté dos pequeñas heridas en su cara y
como había confianza, se las toqué con el dedo índice de mi mano derecha, al
tiempo que le preguntaba:
-¿Cómo te hiciste esto, Juan Pablo?
Su respuesta me llenó de pavor. Mi dedo índice se quedó suspendido en el
aire y tuve la intención de arrancármelo y tirarlo lejos de mí, y con él el mal
al que me enfrentaba.
Al darme su respuesta, estuve entonces seguro, se desprendió de su boca
infecta, una gota de saliva que me alcanzó sobre mi ceja izquierda.
Con indisimulada presteza me aparte de él.
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Corrí hacia los lavabos y lavé mi dedo y me froté con fruición sobre mi ceja
izquierda.
Juan Pablo extrañado, me siguió, pero cual si fuese el mismísimo Satán, le
aparté de mi vera con palabras y gemidos incoherentes.
Ante mi aparente malestar físico, uno de los sacerdotes llamó a mi padre
quien preocupado me fue a buscar.
-¡No me toques! -Le advertí.
Del colegio partimos directo a la consulta del Dr. Cifuentes, nuestro médico
de cabecera.
Después de hacerme un completo reconocimiento, el médico dictaminó:
-No noto nada anormal.
Fue entonces cuando hizo lo que debió hacer desde un principio, o sea,
preguntarme qué me pasaba.
Muy serio, con lágrimas en los ojos y la voz entrecortada le expliqué mi
tragedia:
-Tengo hidrofobia, doctor.
Esperé durante unos segundos que tanto él como mi padre huyeran
despavoridos de mi lado. Pero por el contrario, se me quedaron mirando
como si fuera un tonto.
-Tengo hidrofobia, -repetí ya con más solemnidad, intentando controlar mis
impulsos y mis miedos. -El mal de rabia, -aclaré para que me entendieran
mejor.
-¿Te ha mordido algún animal? -Me preguntó con el rostro demudado por la
preocupación, mi padre.
Fue entonces cuando les dije lo de Juan Pablo.
-El que hasta hoy fue mi mejor amigo, Juan Pablo, me contó que anoche
mientras dormía, le mordió la cara un ratón.
Médico y progenitor cruzaron una mirada divertida.
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-Estuvimos hablando muy cerca, le toqué las heridas, me salpicó saliva en la
frente, -les expliqué intentando contener las lágrimas.
Tanto el doctor como mi padre me tranquilizaron. Era imposible, me
comentaron, que me hubiese contagiado la rabia, incluso suponiendo que el
animalito la tuviera y por último, me sugirieron que le dijera a mi amigo que
se sometiera al tratamiento antirrábico.
Quise yo también apuntarme al tratamiento que a la sazón consistía en
catorce inyecciones en la barriga, una cada día, pero me aseguraron que no
era necesario.
No tuve, pese a las seguridades adquiridas, el valor de volver a estar cerca de
Juan Pablo, quien estoy seguro que hasta hoy se preguntará qué bicho me
picó entonces.
No le dije lo del tratamiento, porque otro amigo común me contó que ya lo
estaban inyectando.
Iba a terminar con un "¡pobre Juan Pablo!", pero prefiero hacerlo con un
"¡pobre de mí!", por mal amigo y gilipollas.
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Ovnis sobre Santiago
Era la medianoche de un día de diciembre de 1965, cuando Radio Minería de
Santiago de Chile suspendió momentáneamente su programación habitual
para ofrecer una noticia de última hora:
"Hace pocos instantes, centenares de personas han observado sobre la
comuna de Renca, unos objetos luminosos que hacían extraños movimientos
a escasa distancia del suelo y que se elevaban y bajaban a velocidades
vertiginosas.
"La presencia de estos objetos voladores no identificados ha causado
asombro y temor a un numeroso grupo de vecinos, que ante lo inusitado del
fenómeno se han dirigido a nuestra emisora..."
Mi amigo Jaime Hales y yo, estallamos en júbilo y nuestro aullido de alegría
debe haberse escuchado varias manzanas a la redonda.
A la mañana siguiente muy temprano compramos el diario sensacionalista
"El Clarín", que titulaba a todo lo ancho y con grandes letras rojas:
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Platillos voladores
sitian Renca
Ese día Jaime había ido a pasar la tarde a mi casa, pero se nos hizo de noche
y decidimos que se quedaría a dormir. Al día siguiente no había clases.
No era raro que cuando nos juntábamos salieran extrañas cosas de nuestras
febriles mentes.
Una, hacía algo menos de un año, fue la idea de publicar un libro con nuestro
escaso y pobre stock literario. Así, un mes antes de aquel día, había visto la
luz nuestro "Literatura de gente joven", un libro casi con más letras en el
título que páginas, malo donde los haya y que, no obstante, tenía la ventaja de
nuestra corta edad (dieciséis años). Por la edad y no por otro motivo, la venta
no fue del todo mala y la promoción periodística inesperada.
A los pocos días de haberse editado aquel pequeño bodrio, que alguien, no
recuerdo quién, calificó en la prensa como "una pequeña joya literaria", en
una de nuestras peligrosas reuniones, resolvimos, a fin de intentar dar una
proyección insospechada a nuestra publicación, que Jaime, que para entonces
era hijo del ministro de Minería, desapareciera y que yo, su pareja literaria,
denunciara su secuestro ante las autoridades.
Teníamos hasta nuestros sospechosos: los fans de los Beatles. No recuerdo
cuál fue nuestro razonamiento para dirigir la atención hacia esa masa informe
(entre quienes me contaba) como sospechosa, pero mucho me temo que las
razones que podría yo esgrimir carecían de peso.
Menos mal que Jaime consultó la idea con su padre que, aparte de ministro
era abogado y el buen hombre puso el grito en el cielo. Era un delito bastante
delicado la simulación de un hecho punible, aparte que podría afectarle a él
mismo su carrera política.
Desechada la idea del auto secuestro, esa noche, mientras acompañaba a
Jaime a la parada de autobuses, a la que no llegamos por lo dicho, o sea por la
hora, se le ocurrió a un avión de pasajeros pasar muy alto sobre nuestras
cabezas...
...nuestra imaginación aceleró su velocidad, dio curvas a su trayectoria recta y
multiplicó la aeronave por seis o por siete y ya teníamos nuestros platillos
voladores.
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-¡Llamemos a la radio! -propuso Jaime con entusiasmo, cuando nuestras
mentes ya habían dejado de divagar.
Y llamó él.
La ansiedad en su voz, la convicción en sus palabras y los gallos que le
salían, hicieron mella en el redactor de guardia.
-¡Hay harta gente ahí afuera, señor! -Le mintió Jaime -Y tenemos mucho
miedo, pues, a ver si nos atacan.
En "El Clarín", el diario sensacionalista, el sujeto que le atendió pareció no
creerle mucho, porque después de escucharlo con paciencia, le respondió:
-Anda a molestar a tu abuela, cabrito “conchetumadre”.
Pero así como está dicho, tanto la radio como el diario dieron muy buena
acogida a nuestra ficción.
Lo más hilarante del caso, es que El Clarín acompañó la noticia con varias
imágenes de archivo y, sin hacer mención a nuestra llamada telefónica, la
basaba en un buen número de supuestas entrevistas a varios vecinos de
Renca.
Las anécdotas nacidas de nuestras reuniones no se acabaron en esa, aunque
esos otros temas los abordaremos más adelante.
Para terminar, solamente quiero decir que aquella aparición de ovnis en el
cielo renquino de aquella noche de diciembre del 65, aparece como un hecho
constatado en los anales de varios organismos investigadores de este tipo de
fenómenos.
¡Fuimos unos fenómenos!
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Mi amiga Vicky
Era mi primera tarde en Barcelona después de muchos años de ausencia.
Estaba alojado en el Hotel París, de la calle Cardenal Casanyas número 4,
muy cerquita de Las Ramblas y del Liceo.
Pagaba sesenta pesetas diarias, o sea un dólar, incluido un desayuno tipo
americano.
Ya había padecido de una primera noche con sábanas húmedas y un tenue
dolorcillo en el pecho presagiaba, como en efecto ocurrió, una fuerte gripe
que me atormentó durante algunos días.
Una algarabía de voces femeninas llamó mi atención y curioso como siempre
he sido, me asomé al pasillo y lo que vi fue a un grupo no inferior a veinte
chavalas de unos quince o dieciséis años, acordes todas con mi también corta
edad (acababa de cumplir los 18).
Las había rubias, otras morenas, pelirrojas no faltaban y también de pelos
castaños. Casi todas tenían los ojos azules y hablaban un inglés muy
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modulado, por lo que con mi sagacidad periodística en ciernes, deduje que
procedían de Gran Bretaña.
Mi presencia las enmudeció y me observaron con la misma curiosidad con
que lo hacía yo.
"An Spanish macho", pensarían. "Joder con las tías buenas", pensé yo a mi
vez.
Casi todas las chavalas eran más altas que yo, lo que no es de extrañar porque
siempre he sido retaco, por eso, tal vez, mis ojos se posaron en la única
damita a la que podía si no mirar hacia abajo, al menos sí al mismo nivel.
Era, casualmente, la única que me sonreía con una carita de niña buena y
tímida, que me rompió el alma.
Como en las películas, creo recordar que las figuras de sus compañeras se
fueron esfumando y la de ella perfilando a la perfección.
Era, como dije, bajita. Además era delgadita y con el pelo entre castaño y
rojo, muy cortito y sus grandes ojos reflejaban aparte de curiosidad, picardía.
Vestía un minivestido, pero muy mini, azul clarito, dejando expuestas unas
piernas muy bien formadas y blancas como toda ella.
No sé cuánto duraría el cruce de miradas, pero de repente, una de las chicas
exclamó "¡Oh Vicky!" y todas las demás menos ella que se puso de un color
granate oscuro, aplaudieron e hicieron ruidosas manifestaciones de
aprobación.
Fue entonces cuando, quizás por disimular, se acercó a mí y me dijo:
-Mi Vicky, and tú? -Se ve que intentaba chapurrear el castellano.
Y yo que siempre ando de listo, le respondí en inglés:
-My name is Ricardo.
Mala cosa, pues la bella Vicky me lanzó una parrafada interminable en su
idioma. Bien me podía haber ladrado o croado que le hubiese entendido lo
mismo.
Lo curioso es que mientras que mi nueva amiga iba hablando, sus
compañeras se esfumaron de verdad dejándonos solos. Fue cuando tuve la
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duda de si expresarme en su idioma con las pocas cosas que sabía (this is a
table, the table is black, this is a chair, the chair is brown, con lo cual desde
luego no me hubiese lucido) o por el contrario, reconocer mi ignorancia
lingüística. Así pues, reconocí.
-Excuse me Vicky. I don´t speak English.
Fue en ese momento que sentí su risa cantarina y sus manos en mis manos.
Me llevó hasta la escalera y se sentó y la imité.
-Guicagdo, -me dijo como acariciando a su manera mi nombre y me dio un
suave besito en los labios.
Me quedé cortado sin saber qué decir ni qué hacer, hasta que opté por
secundar sus cada vez más apasionados besos.
Sus compañeras -venían todas de un colegio de Cheshire- nos interrumpieron
un buen rato después. Aunque el tiempo nos pareció corto, estoy seguro que
ambos agradecimos la discreción no solamente de las muchachas, sino de las
dos profesoras que las acompañaban.
Al día siguiente, nuevamente por la tarde, fue Vicky acompañada por otras
dos chiquillas hasta mi habitación. Ella estaba llorando y pude entender que
me explicaban que ya se regresaban a Inglaterra. Solamente la había visto un
par de los quince días que habían permanecido en Barcelona y me supo muy
mal, sobre todo porque la linda inglesita me gustaba de verdad.
-Espero, -le dije, -que nos volvamos a ver.
Vicki entre pucheros, le preguntó a una de las chicas:
-What is "espero"?
Y la otra, muy académica en su conocimiento idiomático, le explicó:
-"Espero" is dog.
El signo de interrogación que se dibujó en mi querida muchachita merecía
una pronta explicación y menos mal que la tuve más o menos a mano:
-No, dear Vicky, "espero" is "I hope"
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Las lágrimas dieron paso a las risas y las risas a apurados besos lleno de
lágrimas.
Nunca más la volví a ver, aunque nuestro intercambio epistolar duró muchos
años.
Por ejemplo, poco después de haber regresado a su casa, su madre me
escribió para contarme que había impresionado gratamente a Vicky y que la
familia estaría encantada de tenerme como invitado durante unos cuantos
días.
Me dio pánico pensar en lo que podía ser de mí en un país ajeno donde me
sería muy difícil comunicarme, así es que decidí tomar un curso intensivo de
inglés del que saqué muy poco provecho y la idea de viajar al Reino Unido se
diluyó gradualmente, no así el continuo intercambio de correspondencia.
Muchas fueron las fotografías que me envió y a través de ella pude notar
cómo se estiraba la pequeña Vicky y cómo sus suaves formas se silueteaban
de manera muy atractiva.
Un día mucho tiempo después, me envió una carta en la que sorpresivamente
Vicky me expresaba un amor a toda prueba.
"He intentado olvidarte, pero el tiempo hace que estés más presente y que me
hagas mucha falta".
"No concibo estar más tiempo apartada de tí"
Y yo para esas expresiones no tenía un respuesta, menos viviendo para
entonces en Chile, a miles de kilómetros de distancia.
Un día, años más tarde, me contó:
"He sido elegida Miss Reino Unido y cuando lloraba, no lloraba tanto de
emoción, sino por no tenerte cerca en el momento más importante de mi vida.
Por favor dime que me quieres. Dame una esperanza, porque si me quieres lo
dejaré todo por ti".
Nunca le respondí.
Tenía novia y otras inquietudes, aunque de verdad a la inglesita de ojos
curiosos y pícaros jamás podré olvidarla.
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Pocos meses después supe lo último de ella, pero a través de la prensa. Había
quedado como Primera Finalista en el Miss World.
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38 años después
Cuando escribo esta crónica, 11 de enero del 2008, se cumplen exactamente
treinta y ocho años en que me vi enfrentado por vez primera a un micrófono
como presentador de un programa radial. Se llamaba Fogata Juvenil y
comenzó con una duración de treinta minutos a las dos de la tarde todos los
domingos; luego se extendió hasta las tres menos cuarto y fue tan
sorprendente su éxito a una hora tan inusual, que la dirección de la emisora,
Radio Cooperativa, en Concepción ciudad chilena donde a la sazón estudiaba
periodismo, decidió ponerlo ese mismo día de la semana en horario estelar
durante dos horas.
Lo animaba junto a Sandra y Olga Garretón Pettinelli, dos preciosas gemelas
compañeras de facultad, que tenían unas voces prodigiosas tanto para cantar
como para conducir aquel espacio que llegó a tener más del 95 por ciento de
la audiencia dominical entre casi veinte emisoras.
¡Cómo llegué a querer a mis mellizas! Mejor dicho, ¡cómo nos llegamos a
querer! Durante dos años fuimos tan amigos que parecía que lo nuestro era
indestructible, pero como suele ocurrir, el amor embistió ciego contra la
amistad y todo se fue al garete.
De un día para otro, los celos de mi novia y luego efímera esposa, y mi
idiotez dieron por el traste con una de las relaciones más sanas, más
incondicionales y más hermosas que recuerde.
Sandra y Olga suplieron magistralmente la ausencia de la primera novia que
tuve en Chile tras llegar de España, aunque el amor, como suele serlo en la
primera juventud es afortunadamente efímero para evitarnos sufrimientos y
se había eclipsado casi con la misma rapidez con la que se había iniciado,
pero no la historia breve pero intensa que compartí.
Curiosamente, la amistad con las que aún considero las mejores amigas de mi
juventud, o sea las gemelas, se acabó de pronto. La profundidad y la
dependencia que nos imponía de forma natural esa amistad la hizo
incompatible con nuestros proyectos futuros.
Quizás la única solución viable hubiese sido casarme con Olga, a la que
amaba secretamente casi desde que la conocí, pero emergió entonces el temor
de que una declaración amorosa inoportuna diera por el traste con esa
preciosa relación que por afinidad había nacido entre los tres.
Fue, como digo, la aparición de un amor inoportuno, con una historia
olvidable, el que obligó a las mellizas a pasar a formar parte de mi historia
pasada.
Es así como hoy, encapsulada en un importante apartado emocional guardo
inamovibles aquellos años junto a Sandra y Olga.
Cuántos artistas y gente interesante e importante pasaron por nuestra Fogata
Juvenil.
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Cuántos instantes de intensa emoción se acumularon.
Cuántos aplausos se llevó el éter surgidos en aquellos programas en vivo en
el auditorio de la radio.
Cuántos gritos y aullidos se entremezclaron en aquellos grandes
polideportivos, cuando Sandra, Olga y yo, aparecíamos desde las candilejas.
Cuántas ovaciones recibieron mis poco afortunados intentos por cantar para
complacer a la chiquillería. ¡Me lo perdonaban!
Me premiaban más que a los artistas con sus ovaciones y aplausos.
Fue aquel el comienzo de una historia en la que se han combinado radio,
periodismo, ambas cosas y administración, así como también el éxito y el
fracaso, nunca del todo rutilante el primero, tampoco determinadamente
depresivo el segundo.
Antes ya de aquella Fogata Juvenil, había pisado junto a mi buen amigo
Jaime Hales, estudios radiales y platós de televisión, pero en calidad de
entrevistados, de escritores jóvenes, de promesas literarias.
Hoy todo aquello, como si mi vida tuviese que llegar pronto a su fin, no son
más que recuerdos en un ambiente, confirmado por las excepciones, carente
de ideas, oxidado por un neorriquismo patético en el cual la ambición de
escaso perfil brilla como brilla el latón con deslumbres de platino, en medio
de la cruel y tenebrosa ignorancia intelectual.
Un entorno, en fin, que en su gris mediocridad no cree en tus éxitos y
considera naturales tus fracasos.
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De un gol marcado con la mano a una patada en los
testículos
La vida, salvo contadas excepciones, suele ser muy aburrida. Sin embargo,
dando ocasionales miradas a hechos aislados que en su momento quisieron
enviarte al fondo del océano para que nadie te viera la cara y te la vieron, por
contra, centenares de personas, te llegas incluso a sonreír. Una sonrisa
paradójica, porque la sonrisa dibuja, con algunas arrugas de más, la misma
boca que antaño se curvó en un rictus que pretendía solapar el llanto nacido
de la vergüenza, con una mueca que imitara las risotadas del entorno.
Las dos anécdotas que hoy estampo en este blog de recuerdos personales,
ocurrieron en un estadio de fútbol de primera división. No quiero decir cuál,
para no someterme nuevamente a la mofa de aquellos circunstanciales
testigos que pudieran leerme y amén recordar aquello, porque no me lo
merezco, habida cuenta de que cuando aquellos dos reflejos circunstanciales
se produjeron, yo no era un niño de teta precisamente, pero sí un chaval de
once años que asoma su tierna faz al mundo.
¡Qué sabía entonces yo de muchas cosas!
El estadio estaba a rebosar. Sesenta o setenta mil personas llenaban todos los
sitios del coliseo deportivo y la euforia de los seguidores del cuadro local,
que era el mío, estaba en su apogeo, conseguido hacía poco el 5-0.
Estaba yo en primera fila pues mi astigmatismo hipermetrópico agravado por
la falta de gafas, las que mi padre durante años y tozudamente aseguró que no
necesitaba, no me permitía ver las acciones del encuentro desde las alturas.
Entre paréntesis, debo decir, que para aquella época, principios de los
sesenta, no hacían falta vallas en los campos de fútbol, porque parece ser que
la humanidad era menos salvaje.
La cosa es que de pronto, uno de los atacantes del equipo visitante, marcó un
gol con el puño y el árbitro lo validó.
Durante varios minutos las protestas se sucedieron, aunque casi al término
del partido, daba igual un 5-0 que un 5-1 y las voces se fueron aplacando,
aunque nunca, en un estadio con tanta capacidad se produce el silencio
absoluto.
Pero yo siempre he sido gafe.
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El resto de la gente parece ser que había superado el cabreo y que los dos
puntos (todavía no se daban tres por victoria) estaban en el bolsillo, pero en
mí hervía el deseo de venganza contra ese árbitro sinvergüenza que había
validado un gol ilegal.
Un grito, pensé, entre miles de murmullos será audible para los cuatrocientos
o quinientos asistentes que me rodeaban en lo inmediato y verán que a mi
equipo no se le hace eso.
No sé, pero pienso que Dios silenció al mundo en el momento que con mi
aguda e infantil vocecilla exclamé:
-¡¡¡Árbitro hijo de la gran puta!!!
Y, madre de mi alma. Al árbitro parecía que le hubiesen metido un sable por
el culo, porque se puso tieso, de un silbato detuvo las acciones y como si un
radar lo dirigiera se acercó a mí dando grandes zancadas.
"Me mata", pensé. Quise huir, pero me encontré con una muralla humana que
comenzaba a reírse a costa mía.
El colegiado que en aquella época vestía como todos sus colegas de riguroso
negro, excepto por el cuello blanco, me cogió por el hombre y con una voz
muy chillona y afeminada, me gritó:
-¡Aprenda a respetar, niño!
Y aunque cuando volvía al terreno de juego, la afición secundó mi grito con
sonoros "¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta!", humillado por haber sido descubierto
por el referí me escabullí hasta lograr salir de aquel inmenso estadio.
Pocas semanas después, en el mismo estadio y casi en el mismo sitio veía un
aburrido partido de mi equipo que terminó ciertamente con el marcador en
blanco.
Ese día había acudido con mi madre que tenía la vista normal, por lo que
prefirió quedarse con mi hermano unas treinta filas más arriba.
Todo iba normal. Yo me había prometido que pasase lo que pasase,
mantendría mi boca bien sellada, pero quiso el destino que un jugador de mi
club le diera casualmente una patada en el entrepiernas a un defensor
contrario.
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La multitud hizo un sonido como si fuesen ellos los que habían recibido un
puntapié en los huevos.
Y mi ignorancia me traicionó cuando un espectador que estaba a mi lado le
comentó a su vecino "tremendo matracazo le ha metido en los testículos" y
yo que pensé que le había golpeado en los huevos, me di media vuelta y le
pregunté a mi pobre madre de la única forma que podía hacerlo a esa
distancia, o sea a gritos:
-¡Mamá! ¿Qué son los testículos?
Lo escuchó todo el mundo, incluida mi madre. Lo supe porque pese a mis
dificultades visuales, pude apreciar el color carmesí en su cara.
Ese día, hasta el pobre lesionado se echó a reír y recuerdo, no sin bochorno,
que al árbitro le costaba soplar el silbato para reanudar el encuentro.
Rato después un hombre que estaba a mi lado, rojo de tanto vino que había
consumido, me explicó, cuando ya no necesitaba yo explicación:
-Son los huevos, chaval. Los huevos.
Hasta poco antes de morir mi madre, cuando recordábamos esa anécdota, nos
descojonábamos de la risa. Hoy, solamente sonrío.
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La muerte de mi yaya
La noche que falleció mi abuela fue tan extraña como suelen serlo cada una
de esas jornadas en las que un ser querido nos deja. Nos abate esa sensación
de vacío, de impotencia y de incredulidad que sigue a todos los decesos, por
muy esperados que estos sean.
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Aquella mañana estaba en mi trabajo en Ciudad Guayana, a unos ochocientos
kilómetros de Caracas cuando mi hermano me advirtió a través del hilo
telefónico que si quería ver a la yaya viva por última vez, me apresurara.
Una hora después cogí un avión de Avensa que solía enlazar aquella oriental
ciudad con la capital en cincuenta minutos, pero los pìlotos estaban
movilizados por una huelga que allá se la conoce como "operación
morrocoy" o "de brazos caídos", o sea en ese caso determinado, alargando los
vuelos eternamente y en lugar de llegar a Maiquetía a las diez de la mañana,
lo hice a la una de la tarde.
Traspuse el portal de la residencia una hora más tarde y ahí estaba mi pobre
abuela, que tanto carácter había tenido en la vida, indefensa ante el
imperativo reclamo de la Parca indiferente.
El resto de la tarde y las primeras horas de la temprana noche tropical
permanecí a su lado, congelando mi corazón en cada uno de los incontables
paros cardíacos que interrumpían la ronca respiración exhalada por su cuerpo
en coma.
Necesité descansar. Comprar una camisa nueva, tirar la negra que me había
traído de Guayana, que pegada al cuerpo por el sudor se había convertido en
mi segunda piel y salí. La besé en la frente antes y en la entrada del edificio,
cuando un aire cálido pero acogedor abrazó mi cuerpo, una voz a mis
espaldas me tensó, “su abuela acaba de fallecer, por favor suba a su
habitación”.
Estaba a media luz. Una enfermera le estaba atando un pañuelo entre la
coronilla y la mandíbula para cerrar su boca. El médico que salía me dijo “lo
siento” y la dueña de la residencia musitó “todos, tanto el personal como los
residentes queríamos mucho a la abuela Josefina”.
Besé una vez más la frente de mi abuela. Antes la había despedido por un
rato, ahora para siempre. Sentí un leve temblor en su piel tibia y lo quise
comentar, pero el propio temblor de mis labios me lo impidió. Todo lo que en
ese momento tocaran mis labios temblaría por igual.
“Debemos sacarla en ambulancia para no asustar a los viejitos”, me susurró al
oído la dueña de la residencia. Acto seguido me explicó que con su muerte el
contrato expiraba y que debía sacarla de allí cuanto antes, llamar a una
ambulancia sin decir que la señora estaba muerta pues no vendrían y
derivarlos, una vez constatado el fallecimiento, a una empresa funeraria.
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Todo muy medido. Todo bajo presión.
Llamé a la familia. Gran conmoción. Que si estaba seguro. Que no se veía tan
mal. Que qué inoportuna. Que si lo había certificado un médico.
Después solicité una ambulancia. Llegaron con una prisa que no se hubiesen
tomado de saber que el paciente era un finado. Más bien protestaron.
“Saquen a la señora en camilla para que los viejitos no se enteren” ordenó la
dueña.
A pulso la trasladaron a la camilla y la empresaria gritó desde la puerta para
que todos los viejitos se enteraran, “tápenle la carita para que no le moleste la
luz”, pero casi en la escalera, una de las viejitas que la quería mucho,
gritando “ojalá te mueras en el hospital”, le arrancó la sábana dejando a la
vista los pálidos despojos de la yaya. Todas las ancianas aullaron, menos la
autora del desaguisado que se quedó patitiesa allí mismo. Después se la
llevaría otra ambulancia con la cara tapada para que no la molestase la luz.
A dónde la llevamos, me preguntó un camillero y me quedé en blanco. Había
olvidado contactar a una funeraria. Véngase con nosotros, me dijo y me
llevaron hasta la elegante Funeraria Vallés en el exclusivo barrio de La
Florida.
Un hombre canijo y enjuto, más cercano al mundo de los muertos que el de
los mortales, inmerso en un traje negro con camisa blanca y corbata azul
marino que le quedaban, hasta la corbata, holgados, me enseñó no sin cierto
recelo por mi aspecto descuidado, todo tipo de ataúdes. Me gustó, si es que
una urna, que no es otra cosa que un contenedor de restos humanos, puede
gustar, una de madera de ébano. El hombre se quedó asombrado. Comentó
evitando denotar algún tono ofensivo en sus palabras: “Este cuesta dieciocho
mil bolívares y se expondrá en la Capilla Imperial”. Esperó mi rectificación,
acariciando un féretro metálico imitación madera clara. No rectifiqué, pero
me aclaró “este cuesta tres mil”. “Quiero el de ébano” afirmé. Mi abuela lo
merecía.
A las doce de la noche me di cuenta que no había avisado a la familia dónde
se velaría a la yaya.
Fue cuando depositaron sobre una mesa cubierta con una alfombra roja y
negra su lujoso ataúd que me sentí tremendamente solo. Cincuenta sillas
negras de alto respaldo y tapicería de felpa roja, rodeaban pegadas a las
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paredes, la amplia Capilla Imperial. Cuatro sirios de esperma y una cruz de
plata completaban el sobrio mobiliario.
El encargado, con varios teléfonos que le di, se encargó de avisar a los
parientes.
A la una comenzaron a llegar. A las dos lo hizo mi padre. Me abrazó llorando
y me dijo con voz temblorosa y dolida, “se nos fue la yayita”.
El asombro en su expresión más compleja se dibujó en su rostro al ingresar
en la capilla y con recelo me preguntó “¿y esto cuento cuesta?” “Dieciocho
mil bolívares”, le respondí. “¡Coño!”, fue su única exclamación. Y es que
dieciocho mil bolívares en 1976 era muchísimo dinero, más o menos el
precio de un coche medio.
Estuvimos todos conversando de cosas intrascendentes que fueron derivando
hacia mi nueva vida en Guayana y a mi reciente matrimonio y de pronto, a
eso de las dos o dos y media de la madrugada se habían marchado y me
quedé solo con una camisa que ya olía mal, un cansancio insoportable, el
cadáver de mi abuela y los cuatro cirios que comenzaban a gastarse entre
chisporroteos y el hedor caliente de la cera.
Contemplé largamente el rostro apacible de mi abuela. Estaba maquillado,
una veleidad que nunca en vida se quiso dar. Replegada la piel hacia el
fondo, se veía mucho más joven y su perenne rictus de dureza se había
dulcificado.
Acerqué tres sillas a la urna, apagué las luces de la capilla y me recosté a su
lado.
Tuve los más disparatados sueños durante esas horas, todos protagonizados
por ella, pero nunca he podido extraer ni un pasaje, ni un instante de los
mismos, perdidos en algún lugar secreto de mi mente. A las cuatro, ¿o serían
las cinco? me desperté, recorrí la funeraria y vi luz en otra capilla, más
pequeña, más sencilla y más íntima. Tal vez, pensé, la yaya se hubiese
sentido allí más cómoda. Había un ataúd. Era el mismo o al menos parecido
al de metal con aspecto de madera que me había enseñado el encargado. Me
asomé a ver al difunto. Era una chica vestida de azafata aérea a la que ni la
muerte pudo arrebatarle, al menos en las primeras horas, su sorprendente
belleza.
Estaba sola y me apiadé de su alma y aunque lo de los rezos nunca me ha ido
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mucho improvisé una oración con los retazos de varias de ellas aprendidas a
medias en la época escolar.
Salió el primer sol, el tímido, el opaco, el madrugador y junto con él una
brisa refrescante que me invitó a pasear por las arboladas calles de la
urbanización.
Antes de las siete estaba otra vez junto a mi abuela. Había abierto, o para ser
más claros, se le había abierto el ojo izquierdo, dejando ver un globo blanco y
hundido. Asimismo, el pegamento había cedido y la boca abierta parecía
perderse en un grito eterno. La piel se había pegado al hueso de los pómulos
y en pocas horas su faz pasiva y tranquila había dejado paso a una calavérica
y alejada de este mundo.
A las diez fueron llegando los deudos. Mis parientes. Uno me preguntó “¿no
te has cambiado?” y una “¿no hay duchas aquí?” El encargado del día, que ya
tendría referencias mías por el de la noche, me acompañó a un cuarto de baño
y me facilitó jabón, toallas y ropa limpia. Me duché, me sequé y receloso de
la procedencia de la vestimenta ofrecida, volví a ataviarme con lo mío. En
una empresa de pompas fúnebres hay pocas entradas de ropa y no vale la
pena preguntarnos cuáles son.
A las doce eso estaba lleno de gente, familiares, amigos, conocidos y
compañeros de trabajo o subalternos de los parientes, familiares y conocidos
que con tal de faltar al curro se apuntan a cualquier dolor ajeno.
El día seguía su curso, mientras mi tiempo se había detenido la noche
anterior.
Sentado en un rincón, quise mantenerme alejado de aquellos visitantes que
simulaban dolor al acercarse a mi padre o a mi hermano para expresarles su
"hondo sentimiento de pesar". La multitud en la capilla trasladó el calor
desde la calle. El olor a formol se hizo presente y fue en ese instante cuando
apareció un sacerdote maduro con nariz y ojos rojos y preguntó en voz alta y
sin miramientos “¿Cómo se llamaba la difunta?”
La mayoría esquivó la mirada inquisitiva del religioso, porque no tenían ni
puñetera idea de cómo se llamaba la madre del jefe y el jefe, o sea mi padre,
que no salía de su sorpresa por la aparición del cura, cuyo responso venía
incluido en los 18 mil bolívares, respondió por la bajito, “Josefina”.
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Y así, durante unos cinco minutos contó el cura a los presentes las maravillas
de las que ya estaba disfrutando el alma que ocupó aquel cuerpo que apenas
iniciaba su corrupción.
Finalmente y mientras miraba con descaro la hora, dio su sagrada bendición y
se marchó.
Luego nos marchamos nosotros. Se subió la familia en los cuatro lujosos
coches que ponía a nuestra disposición la funeraria por cuenta de los
dieciocho mil bolívares y se marcharon, seguidos por conocidos, subalternos
y amigos en sus coches, mientras yo contemplaba atónito el cortejo desde la
acera.
En ese punto vino el primer favor del encargado de la funeraria y ordenó salir
a un quinto coche para que me llevara al Cementerio del Este. Lo pidió al
chofer con sobriedad y naturalidad.
Allí, en el camposanto, donde reposan los muertos entre árboles y césped, sin
más distintivo que pequeñas placas de bronce recostadas en la hierba, otro
cura, un asiático, preguntó el nombre de mi abuela. Josefina se le dijo y se le
aclaró tantas veces como dijo Marcelina durante el responso.
Al final nos fuimos todos. Yo el último en mi coche de buena voluntad.
De regreso en las puertas de la funeraria, constaté que todos habían tenido
igual prisa por abandonar el sitio y me encontré solo, con un pasaje aéreo de
regreso a Ciudad Guayana, pero sin dinero suficiente para el taxi.
Mi desazón y cara de asombro volvieron a hacer mella en el encargado que
dispuso que me dejasen en Maiquetía en el lujoso coche que me había llevado
y traído del cementerio.
Tranquilo el recuerdo de la partida de mi abuela, son otros los temas que
conforman las anécdotas, unas anécdotas que como ninguna otra cosa,
ratifican que en la muerte de uno, la vida sigue igual para los demás.
49
La primera escuela de mi infancia
Era un día de marzo muy fresco. Mi padre y mi abuela me habían preparado
sicológicamente para enfrentarme a las obligaciones de la escuela en un país
nuevo.
Mi padre, siempre ambicioso hasta con sus hijos, me explicaba que ese día
iniciaba mi andadura educativa destinada a alcanzar la licenciatura en
Ingeniería Química. Siempre mi padre soñó con que yo lo fuera, excepto
durante una breve temporada de mi pubertad en que se le metió entre ceja y
ceja que debía ser neurocirujano. Y lo cierto es que nunca estuvimos de
acuerdo porque en la primera etapa de lo de la ingeniería química, mi
pensamiento, mi sueño y mi más íntimo anhelo era ser bombero simplemente
porque me gustaban sus cascos. ¡Coño, cómo me gustaban los cascos de
bombero! La segunda alternativa era ser marino porque nada más arribar a
Viña del Mar, había visto a unos marineros franceses del Jean D'Arc de visita
en Chile, con unos pompones rojos sobre su alba gorra y hay que ver qué
grata impresión me llevé de esa gorra.
O sea, tenía en la cabeza un par de profesiones en las que parte de su
indumentaria serviría para cubrirme la cabeza. Tal vez algún sicólogo pueda
encontrar alguna explicación plausible, aunque en mi propio beneficio,
prefiero que se le guarde. Ya para la etapa de la manía de que fuera
neurocirujano y la segunda de que fuera ingeniero químico, mi padre se
encontró con que su hijo menor se había empecinado en ser un "muerto de
hambre" que era como él veía a los periodistas, aparte de sinvergüenzas,
borrachos y bohemios. Pero me hice periodista y aunque ahora estoy a pocos
céntimos de ser un muerto de hambre, mi profesión me dio muchas
satisfacciones y en momentos puntuales hasta una inmerecida fama.
Bueno. A lo que iba. Al primer día de clase.
Nada más llegar a la escuela de la mano de mi abuela sentí un pánico
indescriptible y no era de extrañar, porque contrariamente a las académicas
aspiraciones paternas, las de la abuela fueron advertencias sobre el cuidado
que debía tener para que los "indios" chilenos no me robasen hasta el alma y
aunque una fugaz mirada hacia el amplio patio de tierra que antecedía a la
pequeña y diría que humilde construcción que albergaba tres aulas para
cuatro clases (kinder, primero, segundo, tercero y cuarto), no vi más que
muchos niños, ninguno ataviado como indígena.
50
Cuando la yaya se marchó dejándome en manos de las profesoras Elisa y
Violeta, dos damas maduras pero por lo que recuerdo, muy cariñosas, solté
tal berrido, que creo que se paralizó el propio corazón de Viña del Mar. El
desamparo en que me encontré era tal, que lo mismo daba que estuviese
rodeado de gente que solo en el desierto del Sahara, pero lo peor estaba por
llegar, cuando comencé a tranquilizarme ante las dulces palabras de la
profesora Elisa (Miss había que llamarla), porque cuando le expliqué "es que
mire usted profe. He "llegao" a Chile hace muy poco tiempo y no tengo
amiguitos con los que jugar" y con ese acento mezcla de Pablito Calvo,
Joselito y Marisol, que aún no llegaban a las pantallas chilenas, ya los nuevos
compañeritos calaron mi procedencia, me rodearon y con la inocencia propia
de los niños, pese a las protestas de las profesoras y de la cocinera y de su
hijo de catorce años, que les amenazaban con el sótano oscuro lleno de
ratones, comenzaron a gritar: "¡Coño, coño, coño, coño!" y otro berrinche
más y luego, mientras la "Miss" Elisa intentaba nuevamente tranquilizarme,
creo que la "Miss" Violeta pedía a mis nuevos compañeros tolerancia,
compasión y comprensión, esto último seguro, porque la escuché decir "él no
tiene la culpa de ser español".
Poco a poco, se me fueron ofreciendo para jugar María Inés Sorucco, una
pelirroja con la cara llena de pecas y de la que había que cuidarse porque
cualquier descuido se lo chivaba a las "misses", también Anita María Flores y
su hermano Julito, Álvaro Torres, Julito Anderson, y Maureen, una chavalilla
que si mal no recuerdo es de la primera damita de la que me enamoré en mi
vida, pero que no se cansaba de confesar sus preferencias por Julito
Anderson, que a su vez se declaraba anti niñas y que se cabreaba cada vez
que la linda Maureen le expresaba su ingenuo amor. Al poco tiempo era uno
más, menos en las clases de Historia de Chile, donde parecía renacer el
reconcomio antiespañol expresado contra mi persona, pero eso fue cada vez
más intrascendente.
De esa época son muy fugaces los recuerdos. La escuela quedaba en un
pasaje entre la Avenida Libertad y 1 Poniente que se extendía entre las calles
Doce y Trece Norte. El pasaje comenzaba a la altura de la Central Lechera
ULA, donde mi abuela cada mañana se hacía con dos botellas de leche, hasta
que finalmente se la comenzaron a dejar en la puerta de la casa. En ese
pasaje, a pocos metros del colegio, había un perro de mierda que nos mordía
a todos en los tobillos y un día que uno de los padres reclamó, el dueño del
perro le dio tal paliza al pobre hombre que llegaron los carabineros y una
ambulancia y aunque el padre de nuestro compañero se recuperó, nunca más
volvimos a ver al perro.
51
La escuela era una construcción pequeña como he dicho, a la que se accedía
por la cocina y estaba al fondo de un enorme patio de tierra sin árboles ni
bancos.
Aparte de la cocina se accedía a tres habitaciones medianamente grandes a
través de un oscuro pasillo. En el primer salón a la derecha estaba el Kinder y
el primero de preparatoria y en el segundo, también a la derecha, se ubicaban
hacinados los alumnos del tercero y cuarto de preparatoria y al frente en la
habitación más clara de todas estaban los de segundo. Al fondo estaba el
lavabo. ¡Ah! Había también un salón bastante amplio donde dejábamos
nuestras americanas y donde se recibía a los padres en las pocas ocasiones en
que se les citaba.
Pasé tres años completos en aquel colegio, pero no recuerdo más que los días
de mucho sol y calor. Recuerdo asimismo la pequeña imagen de la Virgen de
Lo Vázquez en una esquina de la mesa de la Miss del segundo y también
recuerdo las moscas que por miles llenaban el cielo raso en las tardes de
estío, cercanas ya las vacaciones.
A aquel colegio llegué durante muchas jornadas, meses o un año quizás, de la
mano de la yaya, que tampoco se libró de las mordeduras del perro de mierda
y luego me iba y regresaba solo.
Ya lo digo. Recuerdos fugaces pero cargados de intensa emoción y hasta
deseos de volver a aquellos años en los que se nos ocultó la muerte de Rosita,
una niña que ya llegó enferma y que un día desapareció y aunque nos dijeron
que estaba malita y que regresaría dentro de poco, durante el resto del curso,
un pequeño crespón negro ocupó su pupitre.
Un día salí de vacaciones de verano y ya no regresé a aquel colegio. Me fui a
uno grande. Era de curas; frío, distante, distinto, y clasista y del que guardo
pocos recuerdos, tan pocos como el tiempo que estuve en él, pues después
nos trasladamos a Santiago y me fui a un colegio de la misma congregación
del que atesoro anécdotas imborrables y amistades eternas.
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53
Después de 38 años
Últimamente tengo algo abandonado este blog y como rincón de recuerdos y
vivencias, debería ser, de lejos, el más mimado de todos, y ¡mira que tengo
blogs!
Si es que en un momento de locura creativa, decidí tener un blog para cada
parcela de mi vida. La periodística, la literaria, la recopilatoria, la proyección
de notimundo, la local, la nacional, en fin, montones que por si quieres
visitarlos son Gente de Hoy, Terrassa en la Mira, Comentarios y cuentos de
Ricardo Salvador, El blog de Ricardo Salvador Notimundo.policial y La hora
del ensueño y del amor, aparte de éste, obviamente. Y como "el tiempo me
sobra", mantengo además actualizada diariamente mi web notimundo.es,
cuyo contenido, aparte de ser curiosamente leído por miles de personas al día,
nutre a muchos de mis blogs.
Parece mentira.
Hace pocos años, unos trece, cuando no me alcanzaba la jornada de tanto que
tenía que hacer, tenía pegada a mi culo a una importante casa editorial
interesada en que publicara un libro con historias románticas que debido a mi
actividad de entonces, hubiese tenido asegurada una venta masiva. Pero el
tiempo me faltaba y aparte de las noticias que debía escribir para los
informativos de la radio, el programa intimista nocturno, y la lectura de entre
cien y doscientas cartas diarias de oyentes, labor en la que me ayudaba mi
mujer, poca cosa más alcanzaba a hacer.
Sin embargo, ahora que el tiempo es más generoso, no hay editorial ni
mecenas que se interese por mi obra y de ahí que quiera colgar en internet
todo de todo.
Pero lo cierto es que uno de los blogs que para mí tiene algún significado
personal es éste, dado que contiene trocitos de mi vida muchas veces
olvidados y que rescato como flashes para mi propio regocijo y cómo no,
intento que también para los casuales internautas que caigan en sus líneas.
Hace unos meses, una de las notas que colgué aquí en 'Pollo frito y
macarrones' y que titulé "38 años después", hacía mención a dos chavalas,
mellizas, que fueron en la época universitaria y de nuestros primeros pasos en
la radio, las personas con las que protagonicé la más increíble y entrañable
historia de amistad. Esa amistad firme, sincera y profunda, amén de cargada
de confidencias e interdependencia parecía ser indestructible, pero yo mismo
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me encargué de echar por tierra lo que con tanto cariño y esmero habíamos
construido y mantenido y las perdí para siempre.
Al menos eso pensaba, y esa sensación se acrecentó cuando con el paso de
los años, todos los intentos por localizar a Sandra y Olga Garretón Pettinelli,
que así se llaman estas mujeres increíbles, fueron en vano.
Pero, un día, en buena hora, escribí esos "38 años después" y por esas
casualidades puntuales lo leyó Pamela Garretón Pettinelli, la hermana menor
de Sandra y Olga, y Constanza Peters Garretón, la hija menor de Sandra y
gracias, pues a este blog y a Pamela y a Constanza, ese hilo que en forma de
recuerdos gratos y vivencias inolvidables preñadas de la más pura y sincera
amistad se había permitido pese a las inclemencias de las circunstancias
condicionantes, permanecer vivo, se rehízo y se convirtió en esa soga fuerte
e indestructible que siempre debió ser, que une como un puente el pasado y el
presente. Un puente bajo el cual se fue construyendo un entramado de vidas,
de las cuales gracias a internet, gracias a 'Pollo frito y macarrones" y en
especial gracias a Pamela y a Constanza tenemos, Sandra, Olga y yo, tiempo
suficiente como para llenar de historias el vacío de 38 años.
Aquella noche del reencuentro me vino a la mente, no sé por qué, la
presentación grabada de nuestro programa. Una presentación que tenía visos
de indisolubilidad.
Con el fondo musical "Sentado en el muelle de la bahía" de Ottis Reddig,
combinando nuestras voces anunciábamos a nuestros miles de oyentes:
"Sandra, Olga y Ricardo les presentamos... ¡Fogata Juvenil!"
Y es que ese "Sandra, Olga y Ricardo" dicho con la convencida pasión
juvenil volcada en la perennidad, convertía en eterna en nuestras mentes y
deseos, esa relación tan estrecha, tan franca y cristalina.
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José Antonio Solana
He recordado mucho en estos días a José Antonio Solana.
José Antonio era un chaval al que antes de conocerle ya sabía que se estaba
muriendo. Tenía 17 años, acababa de aprobar el Bachillerato y como su
sueño de deportista consumado -era campeón de España de Patinaje- era
trabajar en la sección deportiva de alguna emisora de radio, conocida su
historia, la dirección de Antena 3 Radio (Madrid Sur), le dio la oportunidad
de colaborar en los informativos deportivos diarios. Cuando me confiaron
esos informativos, me contaron su historia y la irreversibilidad de su mal. Lo
imaginé consumido y depresivo y debo confesar que no me cayó bien heredar
en el equipo un chico en fase terminal.
Finalizaba febrero, cuando al llegar a la emisora, me abordó nada más cruzar
la puerta, un chaval atlético, guapo, que esbozaba una sonrisa pletórica de
franqueza, que no lograba ocultar un temor que no era el que uno se imagina
como el temor a la muerte. Aparte, José Antonio sabía que estaba enfermo,
pero creía que lo suyo era una enfermedad dolorosa crónica a la que debía
acostumbrarse. Con sencillez y esperanza me explicó que temía que no le
quisiera en mi equipo. Desde ese momento, entre José Antonio y yo se inició
una amistad profunda, aún a pesar de los 25 años de edad que nos separaban.
Esa amistad se enraizó en el cariño sincero que le profesaba mi mujer y
meses después, con la colaboración que quiso dar al nacer mis dos gemelos
menores. Día a día, después de los "deportes", José Antonio y yo nos
pasábamos largas horas conversando. No era, en la intimidad, ajeno a la
gravedad del mal que le consumía, aunque guardaba cierta esperanza de
superarlo. Confiaba en la fortaleza de su cuerpo atlético para combatir al
silencioso enemigo, sin imaginar que esa fortaleza fue la que impidió detectar
desde un principio los tumores que invadían su cuerpo.
Un día, llorando, me confesó que lo que más lamentaba era no poder ser el
mejor amigo de su pequeña hermana que ya despuntaba en la pubertad. La
quería más que a sí mismo y le atormentaba dejarla sola. Y otro, sollozando,
me contó que mientras paseaba con su noviecilla por la calle, el padre de la
niña, los increpó y le dijo a ella que no quería que su hija saliera con un
canceroso moribundo. José Antonio comenzó a sufrir cada vez más.
Cuando se vino conmigo a otra emisora de la que me hacía cargo de los
informativos y nuestro común amigo Eduardo Fernández de los deportes, los
estragos de la enfermedad se notaban en un cabello que había desaparecido
víctima de las sesiones de quimio y en un cuerpo esquelético que no era ni la
sombra del que se sentía orgulloso. Su piel cada vez estaba más pálida. Pero
el entusiasmo de José Antonio no decaía.
En octubre de ese año, cuando cumplió los 18, todos creíamos que se nos iba
al caer en una fase de aparente no retorno. En diciembre, no obstante,
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participó junto a todos nosotros en todas las fiestas navideñas de la radio y
como era habitual, se constituía en el alma de la algarabía. Llegamos a hablar
de un milagro. Pero a mediados de enero del 92, José Antonio se sintió
cansado y no quiso seguir yendo a la radio, aunque aseguró que pesara a
quien pesara debíamos enviarle a cubrir los JJOO de Barcelona que se
iniciaban en junio. Mi mujer y yo comenzamos a visitarle a diario y a diario
conversábamos largamente, aunque en realidad lo que se producía era un
monólogo de intenciones, de planes, de proyectos, de fingido entusiasmo. A
mediados de febrero, José Antonio reaccionó. Nos sorprendió un par de veces
en casa. Le encantaba jugar con nuestros hijos pequeños, aunque ya le
quedaba poca fuerza para moverse. Siempre debíamos acompañarle de
regreso porque era incapaz de sostenerse y con un sincero cariño implícito,
nos apretaba las manos. El 24 de febrero mi trabajo impidió por primera vez
en varias semanas que fuésemos a verle. El 25 cuando llegué a su casa, con
una sensación de impotencia e incredulidad, me senté en su cama donde
estaba acostado, le cogí su mano izquierda que perdía rápidamente el calor y
lloré por el joven amigo que acababa de dejarnos, como no lo había hecho
desde niño. Hacía justo un año que le había conocido.
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La hora del ensueño y del amor
El tiempo pasa tan rápido, que me parece que hablo del fin de semana
pasado, cuando me refiero a la primera vez que me enfrenté a la audiencia
madrileña para anunciar que se daba comienzo a "La hora del ensueño y del
amor".
Fue no obstante, el 3 de junio de 1991, o sea que han pasado más de
diecisiete años. Eran las diez de la noche y el programa comenzó con la
presentación que me hizo la hasta ese momento responsable del horario
nocturno. Solamente diré que se llamaba Raquel, porque lo que me dijo en
antena fue muy fuerte: "Te entrego un programa -el suyo se llamaba Amor y
Música- con tal cantidad de seguidores, que lo único que te agradezco es que
mantengas aunque sea la mitad para cuando me llamen a salvar esta franja"
No fue muy afortunada ni menos amable mi obesa compañera que pasaba a la
franja de tarde. En tan sólo una semana, no obstante, y en pleno verano, las centrales
telefónicas de varios sectores de la provincia se comenzaron a colapsar en el
horario de "la Hora del ensueño y del amor" -con las consecuentes protestas
de la compañía de teléfonos que no daba crédito a nuestro argumento de que
a esa hora no se realizaban concursos. Asimismo, bastó una primera carta al
programa para que la media durante los cinco años siguientes, fuera superior
a las cien misivas diarias, unas cuatro mil mensuales.
El internado de la ONCE permitió a sus pupilos escuchar noche a noche el
espacio, así como Instituciones Penitenciarias autorizó sintonizarlo a sus
internos de los distintos centros madrileños, hasta las doce de la noche.
Cuando iba por la calle, más me valía no hablar porque la gente, sobre todo la
joven, me reconocía en el acto.
Un día, recuerdo, caminando con José María Ruiz Mateos, se le ocurrió
preguntar a dos chicas en dos puntos diferentes, si conocían a "Ricardo
Salvador" y aunque mi imagen no les era familiar, parecían conocerme más
que yo mismo.
Fue una época preciosa y el éxito no solamente se debió a la oportunidad
romántica de la época, sino a otros factores, tanto externos, como internos de
la emisora. Los externos, es que estábamos en un punto del dial en que
confluían por una parte Radiolé y por la otra "40 Principales". La una, la
radio de las madres extremeño-andaluzas, y la otra, las de sus hijas y en
medio nosotros, aprovechando las mieses de la buena fortuna.
En el aspecto interno, debo reconocer el importante aporte de audiencia que
me suministraba un programa DJ que me precedía, ese "Musical 180" que
presentaba Adolfo Rodríguez. También influía el hecho de que Jesús
Sánchez, animadísimo como siempre, despertaba horas más tarde a medio
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Madrid y el otro medio ya estaba despierto para no perderse las genialidades
del que a la vez fungía de técnico de la emisora.
Carmen Palomar tenía la difícil papeleta durante toda la mañana, de mantener
la audiencia... ¡Y vaya que sí la mantenía! Y la aumentaba con su simpatía
natural.
La propia Raquel por las tardes, después de los informativos y antes de
Adolfo, mantenía una audiencia fiel, a la que de vez en cuando cantaba
versiones de la Pantoja.
Fueron cinco años maravillosos en los que combiné mis dos pasiones: la
animación y el periodismo.
Es difícil que vuelvan aquellos momentos radiantes, pero los llevo en el
corazón. Mis niñas Tenti Sánchez y Mónica Ramírez en los informativos.
Mercedes Martínez también. Y cómo no, los deportivos Eduardo Fernández y
mi querido y siempre recordado José Antonio Solana que falleció recién
cumplidos los 18. Isabel, la secre, también es inolvidable y Ana, la
administrativa y Cárdenas el jefe comercial.
¡Qué tiempos aquellos!
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Rosa María Barrenechea
El día en que mis queridas amigas, las mellizas Sandra, Olga y yo debíamos
entrevistar a Rosa María Barrenechea, la popularísima Miss Ritmo, un título
que daba a la adolescente más guapa, inteligente y encantadora de Chile la
revista de ese nombre, hasta me eché un espray muy aromático en la boca -
aunque no recuerdo que en mis sueños juveniles previos albergara la idea de
besar en la boca a la joven beldad- y tuve además especial cuidado al
afeitarme (utilicé ese día hojillas en lugar de mi afeitadora eléctrica para dejar
el rostro suave como el culito de un bebé, por eso del beso en la mejilla. Ya
saben.)
Estábamos comenzando nuestro programa dominical en la Cooperativa de
Concepción, el ¿o la? inolvidable Fogata Juvenil, cuando un alegre bullicio
nos alertó de que venían llegando Rosa María y su numeroso séquito. La
algarabía no dejaba lugar a dudas. Nuestros compañeros Mónica y Arturo,
amén del técnico Eduardo Cuadra, con señas a través de la pecera nos
confirmaron que llegaba la que a la postre era la adolescente más popular de
Chile.
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Pero la alegre algarabía y el entusiasta bullicio no provenían de una multitud
de fans que la acompañasen, sino de ella misma y de su mamá, que no la
abandonaba, obviamente, ni a sol ni a sombra.
La entrevista fue distendida, sus chistes divertidos, sus anécdotas amenas, sus
canciones melodiosas y sus ojos de ensueño. Era alta -toda mi vida empero,
he tenido la dificultad de ver más alto a casi todo el mundo que se me
aproxima- con un rostro vivaracho y lindo, aunque algo entradita en carnes en
el culete. ¡Una nadería en mi opinión, vamos!
Al terminar el programa, nos habíamos convertido en cuatro alegres
parlanchines (cinco si contamos a su madre que no se quedaba tampoco atrás
en su ímpetu comunicacional)
.
Nos fuimos, al final del espacio y tras una decisión espontánea, a comer a mi
casa. Debajo del bosque de eucaliptus, al lado de nuestro campo de golf,
donde teníamos una "barbecue" mi padre, informado a último momento de la
visita, había improvisado una parrilla con profusión de carnes, refrescos,
vinos y aderezada, entre otras cosas con "alioli", una exquisita mayonesa de
ajo y aceite de oliva, muy típica de Catalunya de donde somos oriundos.
Rosa María cantó, bailó, recitó poesías y mi difunta madrastra... ¡Se enamoró
de ella!
No, no piensen mal. Se enamoró de ella como pareja para mí.
¡Pobre de mí! Si yo estaba tan contento con las dos amigas que el destino
generoso había puesto en mi camino, como para aceptar en el grupo a un
cuarto integrante.
De tanto baile, tanto canto, tanto chiste, tanto poema y tanto vino, llegó el
momento en que quise que la jornada terminara. Ya iría a acompañar a
Sandra y Olga a su casa y ya se irían Rosa María y su mami al lugar donde se
hospedaban.
Mi madrastra, no obstante, decidió que fuera al revés. Ya se irían solas mis
mellizas y yo acompañaría a la bella y a su progenitora. (Ojo, que cuando
digo a la "bella" no quiero desmerecer la belleza inigualable de Sandra y
Olga).
La cosa es que esa noche, resguardaditas Sandra y Olga en su residencia de
Talcahuano y cuando llegábamos Rosa María, su madre y yo a nuestro
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destino, un grupo de zagaletones nos cortó amenazadoramente el paso y tanto
la madre como la hija se apretujaron a mí de tal manera, que me impidieron
efectuar la huida, que fue mi primera y única intención (dicen que los héroes
mueren jóvenes). Finalmente, no sé si porque reconocieron a la Miss Ritmo o
a mí, que junto a Sandrita y Olguita también teníamos nuestra nada
desdeñable cuota de popularidad, y no querían que el problema de un simple
atraco se convirtiera en noticia nacional, los chavalotes se dispersaron y nos
dejaron continuar.
Tampoco sé cómo ni por qué, al día siguiente, una jornada que las mellizas y
yo habíamos decidido pasarlo solos en Playa Blanca, de pronto y de la nada
emergió Rosa María Barrenechea. Una de mis entrañables amigas me
comentó al oído "te sentirás orgulloso que te vean junto a la Miss Ritmo" y lo
que nunca llegó a saber esa mellicita del comentario es que en aquella época
eran ellas mi más íntimo motivo de orgullo.
Lo pasamos bien. Sandra, Olga y yo a lo nuestro y Rosa María Barrenechea a
lo suyo, que no era otra cosa que disfrutar de su innegable popularidad.
Debo reconocer que a partir de esos tres o cuatro días que la chica
permaneció en Concepción, comenzó a unirnos una buena amistad, pasajera,
eso sí, como todos aquellos contactos eventuales. Y a través de esa amistad,
lejos de los micrófonos o de María Pilar Larraín y Manolo Olalquiaga, la
directora y el sub director de la revista Ritmo y en la intimidad de su hogar,
Rosa María desprovista, en resumen, de la rutilancia de la fama, se descubrió
como una muchacha, aunque resulte increíble, tímida, muy inteligente, dulce,
cariñosa y buena amiga, aunque demasiado dependiente, un detalle que no le
quitaba su verdadero encanto personal real.
La última vez que estuvimos juntos fue en su casa de la calle Dieciocho de
Santiago de Chile. Nos despedimos como otras tantas veces con un hasta
luego y un beso en la mejilla, y la siguiente y última vez que la vi fue estando
yo en Venezuela, durante una retransmisión televisiva del Festival de Viña
del Mar, que ella coanimaba.
Un breve pasaje de mi vida que recuerdo con especial cariño.
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El “Pulguita”
Hace muchos años, creo que fue en 1957, o a lo más en 1958, cuando un día,
los chavales de la pandilla intentábamos cabrear, como hacíamos un día sí y
otro también, a la limpiadora del Club Social de los trabajadores de la Fábrica
de Tejidos Caupolicán, en Viña del Mar, a la que en el fondo queríamos
porque diariamente nos daba una “chaucha” (que eran 20 Cts. de cobre de
cuando el cine Oriente de la calle Quillota costaba cinco pesos y el Olimpo
de la Plaza de Viña, diez) para que no la fastidiásemos. Con esa “chaucha”
nos alcanzaba para comprar en la panadería de la señora Panchita, un silbato
de latón que duraba, cuando sonaba, un par de veces, pero que nos hacía
ilusión comprarlo, más aún si lo hacíamos con el dinero que honradamente
nos ganábamos por no fastidiar a la pobre señora Manuela.
Sin embargo, ese día la señora Manuela no estaba y aparte de que nos extrañó
ver el local vacío, más nos extrañó encontrar junto a una reja verde en su
interior, a un pobre perro famélico y sarnoso. Estaba tan sarnoso el bicho que
ninguno del grupo, acostumbrados todos a manipular gusanos, cucarachas,
arañas rinconeras y hasta ratas muertas, sin lavarnos luego las manos antes de
comer, osó tocarlo.
Al vernos, el pobre perro arrastrándose con sus patas delanteras porque las
traseras no le respondían, se nos quiso acercar y nosotros, que éramos malos,
dentro de lo que lo puede ser un niño de menos de diez años, nos
conmovimos al ver la mirada suplicante del maltrecho chucho y fuimos
corriendo a mi casa, que era la más cercana, y vaciamos la nevera de la
abuela para llevar especialmente carne al animalillo desvalido. Sin embargo,
estaba tan débil, que solamente olió y lamió algunos de los “manjares” que le
ofrecimos antes de caer extenuado a su lado. Recogimos los alimentos,
dejándole un pedazo de carne y un tarro con agua y regresamos el contenido
a la nevera de la abuela, que ni ella ni nadie de la casa jamás imaginó al
comerlos, que un hocico enfermo había husmeado sobre ellos.
Un día tras otro fuimos a visitar al perro. Así nos enteramos que la fábrica
había cerrado sus puertas en la ciudad y que la señora Manuela se había
quedado sin trabajo. Allí estaba el animal, al que pusimos por nombre
Pulguita y también el alimento que en cada visita le dejábamos. Su mirada
lastimera se había convertido, al paso de los días en algo así como
agradecida.
Hasta que un día llegamos y Pulguita no estaba. Nos quedamos consternados,
pero la consternación duró solo unos minutos, porque Julito, uno de la
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pandilla, llegó corriendo y nos contó con la voz entrecortada que Pulguita
estaba tirado en la acera de la calle Quillota, al lado del almacén El Gran
Emporio, del italiano don Santos Balzarini y que los vecinos habían llamado
a un veterinario de la perrera.
Esperanzados de que el Pulguita recibiera asistencia médica y de que se
mejorara, hicimos el camino trotando y discutiendo quién tenía mejor
derecho a quedarse con el Pulguita recuperado.
Cuando llegamos a su lado, estaba tirado cuan largo era, sin fuerzas para
moverse, aunque sí la suficiente como para mirarnos con dulzura. Al poco
rato, llegó en bicicleta el que debía ser el veterinario de la perrera y nos
abalanzamos sobre él para contarle atropelladamente la parte de la historia
del perro que conocíamos y expresar cada uno nuestro deseo de una pronta
mejoría.
Sin embargo, el supuesto veterinario de la perrera, sin escucharnos, sacó una
jeringuilla de un viejo maletín que había dejado en la parrilla de su bici, le
inyectó un líquido amarillo, el perrillo tuvo un par de estertores y
comprendimos que había muerto. El hombre se alejó en su bici sin hacer caso
a nuestras protestas. Luego todo fue muy rápido. Vino el maestro del aseo,
como se hacía llamar el basurero de ese sector de la ciudad. Como siempre,
traía a su caballo que arrastraba una carreta llena de basura, cogido por las
bridas. Cogió a Pulguita por las patas traseras, lo golpeó un par de veces
contra un poste de cemento de la luz y lo echó sin miramientos sobre los
desperdicios de la carreta y cuando se iba con su habitual paso cansino, uno
de nosotros, no sé quién, le gritó al maestro del aseo, “concha’e tu madre”.
Al día siguiente, se ve que el hombre se chivateó porque a nosotros la abuela,
y a nuestros colegas de la pandilla sus madres, nos dieron tal paliza, que
nunca más nadie irrespetó al basurero.
Así de corta y así de poco importante fue la historia del Pulguita.
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La “locomorota”
En estos días ha nevado en Terrassa. Bueno, lo cierto es que ha nevado en
toda España.
Fue una nieve muy oportuna porque coincidió con el día de Reyes. Vino a ser
como el regalo llegado en forma de copos que en mi ciudad, no obstante, no
alcanzaban a cuajar más que en uno u otro rincón y a blanquear apenas la
hierba de las pocas plazas con hierba que está dejando el ayuntamiento de mi
lar natal.
Obviamente salí a la calle a dejarme acariciar por la blancura de ese agua
convertida en pequeños trozos de frío algodón.
No había casi gente en la calle. Un grupo de ecuatorianos no se cansaba de
tomarse fotos donde la protagonista era la copiosa nieve que sí blanqueaba
sus abrigos y sus gorras. Incluso, no sé de dónde, pero comenzaron a
encontrar la nieve suficiente como para hacer bolas y lanzársela.
Esto ocurría casi al final de la Rambla.
Entonces me vino a la memoria aquel día en que vi nevar por primera vez.
Sería muy pequeño porque recuerdo que esa tarde mi abuela me hacía
deletrear la palabra locomotora una y otra vez, y no podía articularla.
Y era natural que aquella fuera una palabra importante, porque desde la
ventana de esa misma Rambla de la que he hablado, pero más de medio siglo
atrás y en el otro extremo, veíamos llegar cada hora a los trenes de los
Ferrocarriles de Cataluña y mi padre y mi hermano mayor, aficionados a los
trenes estaban fascinados con la máquina integrada a los vagones que recorría
en una hora el trayecto de veinte kilómetros entre la localidad y Barcelona.
Era hermosa esa vieja estación de los Catalanes, pero la especulación la
derribó y ya no está, como tampoco mi casa, arrebatada por la corrupción y
reemplazada por un angosto edificio. Recuperable, el terreno, eso sí, pero tras
un juicio largo y costoso.
La cosa es que estábamos mi abuela y yo en los menesteres de pronunciar
bien la palabra "locomotora", cuando noté que del cielo caía una cosa blanca
y liviana.
Pegué mi nariz a la ventana y le pregunté "¿qué es eso, yaya?" y me
respondió, "eso es nieve".
Y nevaba mucho. Tanto que en poco rato mi padre, mi madre y mi hermano
mayor ya estaban en la calle con otras gentes, retozando bajo el liviano raudal
de copos. Después comenzaron a lanzarse bolas y reían y corrían.
Quise estar con ellos y disfrutar con ellos.
"¿Yaya, me llevas abajo a jugar con la nieve?
"Pero si aquí estamos la mar de calientitos", me respondió. Cerró las
persianas y seguimos intentando deletrear la palabra "locomotora".
No recuerdo más de aquel día.
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José Miguel Stahl Venegas
Lo conocí cuando tenía un año. Era el único hijo de la única hermana de
Gloria, mi madrastra.
Era un chavalillo, como buen hijo único, malcriadillo, antipatiquillo, pero,
debo reconocerlo, me quería un montón.
Como cualquier pequeño (tenía yo cinco años más que él), fue creciendo -en
eso tampoco este servidor se quedaba atrás- y cuando llegó a la pubertad, se
convirtió en el chaval más encantador, simpático, enamoradizo y buen amigo
que recuerde. Sobre todo buen amigo y muy legal.
Lo veía poco. Cada año durante el verano, mientras vivíamos en Santiago y
nos íbamos a su casa en Viña del Mar y cada año en nuestra paradisíaca casa
de Chiguayante, cuando durante el verano se venía él a pasarlo con nosotros.
Recuerdo que nos sentábamos tardes enteras a conversar. Mejor dicho me
sentaba frente a él a escucharle, porque tenía un dominio de la palabra
realmente magistral, cosa extraña cuando durante toda su niñez había
padecido de una fuerte tartamudez, que se le fue de la noche a la mañana.
El día de su diecisiete cumpleaños, merendamos juntos en Viña del Mar y
nos despedimos hasta vernos justo un año después en Venezuela, donde tenía
previsto irme en octubre del 71 y él llegar en julio del 72.
Primero pasaría un año en un intercambio estudiantil en una casa
estadounidense.
Como ya estábamos acostumbrados a despedirnos por largos períodos de
tiempo, nos dimos un largo abrazo y ninguno se giró para esa última mirada a
la que acostumbramos cuando pasaremos largo tiempo sin vernos.
Y no lo vi nunca más.
Un año justo después, aquel mozo alto, moreno, de ojos verdes, simpatía
desbordante, facilidad de verbo y amistad sincera, tras celebrar su
cumpleaños 18 con sus nuevas amistades norteamericanas y despedirse para
ir al día siguiente a Venezuela, se mató en un terrible accidente de tráfico.
No estaba yo en Caracas, pues después de irme había regresado a Chile y allí
me pilló la noticia y allí llegó su cadáver y allí le enterraron.
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Allí lloré desconsolado su prematura muerte y desde allí comencé a
recordarle, año tras año, con inmensa emoción y simpatía.
Con él aprendo día a día, lo que se llega a querer a un amigo, aunque nunca
se diga, aunque no lo parezca.
Se llamaba José Miguel Stahl Venegas.
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María Eugenia Silva Ferrer
Se llamaba por aquel entonces, 1961 ó 62, María
Eugenia Silva Ferrer. Vivía con su madre en la casa de
al lado de la madre de mi madrastra donde solíamos
pasar nuestras vacaciones de verano, en Viña del Mar.
La primera vez que la vi asomarse al porche de su
vivienda, me quedé prendado de María Eugenia.
Ambos teníamos doce años y así mientras yo era
escuálido como lo fui hasta hace unos cinco años,
María Eugenia ya enseñaba en su prematura pubertad
las formas de mujer hermosa que pugnaban por salir
en cada una de sus suaves líneas. Su rostro era lo más
parecido posible a Jacqueline Bisset, pero corregido y
mejorado.
Simpatizamos inmediatamente.
Quedó clara la tendencia predominante en ese difícil e
invisible hilo que separa la niñez de la pubertad,
porque nada más invitarme a su casa puso un disco
que cantaba más o menos así:
"¿Quién le teme
al lobo feroz
lobo feroz,
lobo feroz?
¿Quién le teme
al lobo feroz
lobo feroz,
lobo feroz?"
Y con esa y otras canciones pasamos ese y muchos días más hasta que se
acabaron las vacaciones, pero comenzaron las cartas a través de las cuales
nos contábamos todo lo que nos pasaba. Yo creo que estaba enamorado de la
bella María Eugenia.
Las vacaciones del año siguiente tuvieron el dulce aliciente de su presencia.
Con trece años María Eugenia se había embellecido un montón y yo, que
seguía estando escuálido como el año anterior y todos los años anteriores,
dejaba constancia de los primeros síntomas de mi pubertad a través de una
voz llena de gallos, granos asquerosos por toda la cara, pecho y espalda y un
par de pelos en la cara, tres pelos gigantescos a la altura de la nuez, siete
pelillos indiscretos alrededor de la base de mi pene y no sé si también los
tendría en el culo, pues nunca he sentido curiosidad por contarme los pelos de
esa región corporal.
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Lo cierto es que ese año los discos de lobos y cerditos, dieron paso a otros
más juveniles y también a una advertencia previa que pusiera las cosas en su
sitio: Una chica de trece años solamente podía dejarse cortejar por chavales
de diecisiete, ni de dieciocho, de de dieciséis, menos aún de trece. ¡De
diecisiete!
Pese a la advertencia que creaba distancias y prohibía temas concretos e
insinuaciones inconcretas, ese año lo pasamos mejor que el anterior. Yo al
menos me sentía muy a gusto a su lado y pienso ahora que si ella no lo
hubiese estado, tampoco habría compartido conmigo tantas horas y tantos
días.
Al separarnos quedamos de intercambiar unas fotografías por correo. Ella me
envió una suya en la que parecía una diosa y como yo, por mucho que me
esforzara jamás aparecería ni como Dios, ni como ángel, ni tampoco como
querubín, a lo más, tal vez, como Cuasimodo, pero muy flaco y sin joroba
¡Faltaría más!, me esforcé en buscar y rebuscar retratos míos en que un error
de la cámara o un milagro divino hubiesen mejorado mi aspecto y al fin di
con una.
Era una fotografía de estudio, en la que con el juego del blanco y negro y
artísticas sombras, quien no me conociera en persona hubiera dicho "¡qué tío
tan guapetón!", y se la envié.
Lo malo es que era una imagen de cuando yo tenía nueve años y estaba en
pantalón corto. Entonces María Eugenia, pensando que era una broma, dejó
de escribirme.
Ya para el verano siguiente ni ella vivía en su casa, ni la madre de mi
madrastra en la suya, lo que no fue obstáculo para que un par de veces ese y
un par de veces otros veranos, nos topásemos por la calle, pero ya eran otras
las amistades, otros los intereses y otros los amores. Nuestros encuentros
casuales, no obstante, estuvieron cargados de cariño y complicidad bajo el
recuerdo de una vieja e ingenua amistad.
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Claudia Barraza, mi primera novia
La primera novia formal de mi vida se llamaba Claudia Barraza y un segundo
apellido muy raro que si Dios quiere recordaré antes de terminar (eso de
recordar es un decir para intentar desconocer los estragos que hace la edad en
la memoria, porque lo que haré en realidad será buscar a todos los Barraza
que aparezcan en Google y si alguno de ellos -su hermano Arturo, por
ejemplo- tiene ese segundo apellido, lo recordaré).
Fue ese con Claudia, como acabo de decir, el primer noviazgo formal que
tuve en mi vida y como lo tuve en Chile, pocos meses antes de regresar a
Barcelona, en realidad se llamaba "pololeo".
¡Cómo me gustaba la Claudia! Para entonces bebería las babas por ella. ¡Ya
lo creo que sí!
Sin embargo, ese "pololeo" del que guardo tan felices y profundos recuerdos,
duró lo que duró la película "El Dr. No" de cuando Sean Connery
interpretaba al agente 007.
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Sin embargo, todo el proceso y la etapa de amistad anterior y posterior a la
relación, fue un episodio que por lo menos podría calificar como de tierno
.La conocí a principios de 1966 durante un paseo mixto entre los chavales del
último año de bachillerato del colegio de curas donde estudiaba y las
chavalas de un colegio de monjas de la misma congregación donde estudiaba
ella. ¡Toda una osadía progre por aquellos años cuando la educación católica
veía casi como un delito de lesa humanidad el compartir aulas chicos y
chicas! ¡No sé! Pienso que a lo mejor se temían que terminásemos todos
follando a la primera de cambio, cosa que desde luego no ocurría en los
liceos públicos (hombre, que a lo mejor uno que otro un polvete se echarían,
pero en la intimidad y no en la mesa del profesor).
Respecto a lo anterior, un día, en un arrebato de sinceridad, uno de los
religiosos, muy buena gente ciertamente, me confesó que esa separación
tendía a evitar los malos pensamientos y la distracción en las clases. Y para
ser franco, comprendí perfectamente esa postura, porque para un chaval sería
más interesante verle el culete a la Pilarcita o los turgentes senos de la Paula,
que la gordura desordenada de Madame Marie, la profesora de francés y para
una chavala tendría más importancia el paquete del Sergio o los músculos del
Horacio que la cabeza de peonza del profesor Órdenes, de Castellano.
La cosa es que ese día, ambas clases, la de chicos y la de chicas, nos fuimos
al campo en un mismo autocar, nosotros delante y ellas detrás, cantando,
chillando, llamando la atención y todo eso que se estila cuando se quiere
conquistar. Bueno, eso de cantar, chillar y llamar la atención no iba ni con mi
amigo Jaime Hales ni conmigo, que acabábamos de publicar nuestro primer
libro, "Literatura de Gente Joven" y debíamos, aunque quisiéramos estar en la
primera fila del desorden controlado por adustos sacerdotes y poco
agraciadas religiosas, preservar nuestra incipiente fama de intelectuales y
juntos ambos en un asiento, conversábamos sobre la "inmortalidad del
cangrejo" con palabras represivas de nuestra innata anarquía.
Pero no tardaron mucho las chicas en interesarse por ese par de jovencísimos
escritores que alcanzaban por entonces la efímera fama de ser los más
jóvenes literatos de habla hispana. Así poco a poco nos fuimos integrando a
un extenso grupo de chicas que dejaron el alboroto para compartir con
nosotros su presunta intelectualidad -tan presunta como la nuestra, todo hay
que decirlo-.
Entre las chicas estaba, si no me equivoco, la que más tarde sería la mujer de
Jaime y la Claudia que por no gustarme, no la noté. Mis ojos se habían ido
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hacia el sitio que ocupaba una moza pequeñita, regordeta, muy puesta en sus
cosas y que destilaba seguridad en sí misma. Se llamaba Inés Co, así, como el
cloqueo de las gallinas: Co-co-co-co. Durante nuestro paseo por el campo me
dediqué a importunar a la pobre Inés que se ve que no quería nada, pero que
absolutamente nada conmigo y a rehuir la presencia de la Claudia y un par de
amigas que no cejaban en su empeño de importunarme a su vez, a mí.
A la hora de la merienda fallé en mi intento por sentarme a la vera de la
Inesita, intento que para Claudia fue exitoso y la tuve al lado la media hora
larga que tardamos en ingerir como muertos de hambre un chocolate caliente
y tres pastas baratas y medio secas. Supe que estaba a mi lado por su voz que
intentaba llamar mi atención.
Injustamente la culpé por impedir mi aproximación a la Inesita, pero cuando
apuraba el último sorbo de chocolate de mi taza, miré hacia Claudia que
llevaba ya un rato callada y pude ver esos ojazos preciosos, muy negros, esa
nariz graciosa, esa cara alba y redondita y esa sonrisa triste que terminó por
robarme el corazón. Pero ella se alejó con sus amigas y no tuve bríos para
acercarme.
El regreso lo hicimos conversando Jaime, su posible futura esposa y una
chica dicharachera y simpática que también estaba próxima a viajar a España,
pues su padre Alberto Nogués, para entonces embajador del Paraguay en
Chile, debía hacerse cargo de la legación en Madrid. Aquí, en la capital de
España, tuvimos ocasión de mantener una breve aunque simpática amistad, la
que no obstante no fue lo suficientemente profunda como para recordar su
nombre.
Bueno.
La cosa es que llegué a mi casa "profundamente" enamorado de la Claudia.
No recuerdo cómo, averigüé su dirección y en varias ocasiones la fui a
visitar, en otras tantas nos fuimos al cine y en una, viajamos, ella, sus
compañeras, mi compañero Rodrigo Yáñez y yo a Viña del Mar, en tren. Lo
pasamos súper bien.
Y mi amor seguía por la senda de la pureza y el platonicismo, porque no me
atrevía a expresarle mis sentimientos.
Un día, sin embargo, Odette, una amiga común de Claudia y mi hermano
Juan, le contó que la chiquilla estaba enamorada de mi y que esperaba que
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ese viernes, en que habíamos quedado para ir al ver "El Dr. No",
comenzáramos oficialmente nuestra relación sentimental.
¡Coño, qué alegría cuando me enteré!
Pero las cosas cuando comienzan mal, acaban mal.
Camino de su casa, en el ático de dos plantas de un edificio céntrico sobre el
Cine Santa Lucía, me puse tan nervioso, que llegué con unas ganas de cagar
horribles, con retortijones y todo.
Como era habitual, su hermano Arturo me abrió la puerta y antes de que
anunciara mi presencia a mi pretendida, le supliqué que me dejara entrar en el
lavabo. Me abrió una puerta que estaba a un costado del salón -como quien
dice eyectaría mis desechos sólidos casi casi en el mismo salón, donde debía
declarar mi amor a la Claudia-.
Sacarme los pantalones y los calzoncillos y sentarme en el váter fue una cosa.
La voz de Claudia llamándome y un pedo que debe haberse escuchado en
todo el extenso centro de Santiago, fueron también paralelos. La tormentosa
descarga intestinal líquido gaseosa posterior casi puso el colofón a aquella
penosa jornada.
Las risas del Arturo, la Claudia y su madre, me pusieron negro como el
carbón. Pero todavía faltaba algo más.
Desahogué mi tripa hasta la saciedad y cuando me fui a lavar las manos, abrí
el grifo y salió tal chorro de agua en forma de explosión que mis pantalones
quedaron como si me hubiese pegado tres meadas encima.
La cosa es que humillado, abochornado, con los pantalones, especialmente
por los contornos de la bragueta, mojados y rodeado del olor a mierda que me
acompañó al abrir la puerta del lavabo y con las indisimuladas risas de
hermano y madre en la planta superior del ático y el rostro a punto de romper
en carcajadas de la Claudia, le expresé mi más profundo y eterno amor.
Entonces se puso seria, soltó una tierna lagrimilla y también me confesó sus
sentimientos. Eran infinitos, indestructibles, incondicionales. La sensación de
vergüenza se esfumó, como también lo hizo el olor a mierda huido por las
ventanas abiertas no casualmente, en la misma proporción que el sentimiento
se iba compenetrando en las palabras.
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Nos fuimos al cine cogiditos de la mano. Y mira tú por dónde, mis palmas
que nunca sudan, se convirtieron ese día, debido al nerviosismo, en duchas
incontrolables.
En el cine no cesamos de decirnos cosas bonitas y mirarnos a los ojos en la
semipenumbra y cuando llegamos a su casa, me confesó que me quería
mucho pero que no podíamos seguir.
Y no seguimos siendo novios, pero sí amigos, hasta que llegó el momento de
regresar a mi tierra.
Al regresar a estudiar a Chile un tiempo después, la vi un par de veces y
nunca más he vuelto a saber de ella.
¡Ah! Y si no me equivoco, el nombre completo de mi recordada primera
noviecita era Claudia Barraza Lifschitz.
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Al guateque con Maribel
De esto hace muchos, muchísimos años,
aunque menos que los que tengo si no, no
hubiese podido ser el protagonista.
Fue una tontería como suelen serlo todas las
anécdotas de una vida sin importancia, pero
la recuerdo con una mezcla de vergüenza y
de diversión.
Caminaba no sé por qué calle de Barcelona
cuando una voz de mujer llamó mi atención.
-¿Ricardo? -Lo hizo a mis espaldas.
Me volví y me encontré cara a cara con
Nuria, la mujer de Antonio Bofill, un buen
amigo de mi padre. No la veía desde que había entrado en la pubertad,
aunque nunca hasta hoy me había preguntado cómo logró reconocerme, y
más aún, estando de espaldas, aunque debo reconocer que mi forma de
caminar es algo peculiar. En fin, tan peculiar que hasta mis hijos en ocasiones
me imitan para entretenimiento de sus amistades.
La cosa es que estuvimos hablando un buen rato y al final, cuando ya había
perdido las esperanzas de que lo hiciera, me invitó a su casa a comer.
Recordé por el camino que tenía dos pequeñas hijas, Maribel y, creo que la
pequeña era Nuri y bueno, cuando entramos en el portal de su casa en la Vía
Augusta, venía bajando por las escaleras una chavala guapísima y
espectacular.
-¿Te acuerdas del Ricardo?, -le preguntó la señora.
La alegría se reflejó en el rostro de aquel encanto. Un gran abrazo y un par de
besos rubricaron el reencuentro con la preciosa Maribel.
Con la emoción de enlazar tantos años vacíos, Maribel olvidó a qué iba a la
calle y regresó a casa con nosotros.
Nuri, si es que así se llamaba la pequeñaja, seguía siendo una niña, pero
despuntaba a sus trece años, una promisoria belleza.
La cuestión es que al día siguiente, un viernes, Maribel iría a un guateque y
no se lo pensó dos veces para pedirme que la acompañara. ¿Yo? ¡Pues
encantado!
Durante la mañana del viernes iríamos de compras para llevar nuestra
aportación a la reunión juvenil.
¡Madre mía! Aquella noche me acosté vestido y soñé despierto hasta que al
dormirme dejé de soñar. Pero mientras estaba consciente de mis
idealizaciones, cruzaron por mi mente todo tipo de probabilidades respecto a
Maribel, incluso hasta que me pidiera en matrimonio, a lo que yo aceptaría
encantado. Lo que sí no llegué a pensar en ningún momento fue con
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llevármela a la cama, porque para entonces era este servidor muy de
avanzada, muy medio hippie, muy intelectualoide, muy de todo, pero a fin de
cuentas no era más que un romántico empedernido.
A eso de las diez de la mañana -había quedado con Maribel a las once-, me
desperté, me vestí, me calcé, me cubrí con una chaqueta y salté a la calle.
Ya en el bar donde solía degustar mi desayuno americano, café con leche,
tostadas con mantequilla y mermelada, un par de huevos fritos con tocino y
un buen vaso de zumo de naranja, me habían mirado como bicho raro y
posiblemente porque ya tenía la fama de serlo o seguramente porque todo el
barrio estaba enterado de que días antes había entregado el libro que había
escrito con Jaime Hales, "Literatura de gente joven", a Franco en mano, en el
mismísimo Palacio de El Pardo, nadie me dijo nada.
Por la calle también sentí que me miraban y algunas mujeres de cierta edad,
lo hacían sin pudor ni reparo. Sin embargo, con mi pelo largo -muy largo
para la época- mis gafas de gruesa pasta negra y en general mi aspecto de
bohemio, ya me había acostumbrado a las miradas indiscretas... ¿Pero tantas
y tan descaradas?
Finalmente llegué caminando a la oficina de mi banco, el Atlántico que por
aquellos años estaba situado en la calle Balmes, 4 Bis y en la mirada de sus
empleados vi en algunos asombro, y en otros, estupor, así a secas.
Demás está decir, que como lo había hecho al menos un par de veces antes de
entrar al banco, pasé mi mano derecha sobre mi cabello, a ver si había
olvidado peinarme, pero lo sentía bien puesto y me tanteaba por los
alrededores de la nariz, por si algún moco indiscreto me estuviera jugando
una mala pasada, pero... ¡tampoco!
Aquel día, como siempre lo hacía con los buenos clientes y yo era uno de
ellos, el director me atendió con su misma flema antipática de siempre, pero,
posiblemente pensando que retiraría mi suculenta cuenta de aquella oficina si
cometía alguna indiscreción, calló como un maldito.
Salí del banco cargando con mi creciente curiosidad y mi dinero, y me dirigí
a casa de Maribel y a medio camino, entrando por la Vía Augusta, la vi que
venía de frente acompañada Nuri, la peque. La distancia no me impidió notar
cómo enrojecían sus rostros y verlas después huir de vuelta a su casa a toda
carrera.
Corrí tras ellas, pensando que alguna de las dos había sufrido alguna
inoportuna indisposición estomacal.
Comencé a picar en el timbre del portero y dale y dale, y nada.
Hasta que de pronto me percaté en la manga que salía por debajo de la manga
de la chaqueta. ¡Madre mía! No me había puesto la camisa, sino la chaqueta
del pijama.
¡Quise que la tierra me tragara y para querer hundirme definitivamente, miré
mis pantalones... eran también los del pijama!
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¡Y cómo cantaba aquel pijama con sus grandes cuadros rojos, verdes y
blancos!
¡Menos mal que el calzado era el ordinario!
No tenéis una idea de lo que me costó dar cada paso de regreso a mi casa. Iba
cabizbajo e intentando pensar en la corrida de toros del último domingo.
De Maribel -¡y mira que lo intenté!- nunca más supe nada. Ni se ponía al
teléfono ni estaba cuando me abría la puerta su madre o su padre.
Si Maribel Bofill lee esta nota, me gustaría preguntarle... ¿Qué tal estuvo
aquel guateque?
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El “maestro” Tito
Esto ocurrió cuando yo era muy pequeño, aunque no tanto como para olvidar
el incidente que hoy les cuento que emerge entre los recuerdos como una
burbuja entre las tinieblas de un pasado muy lejano.
No estoy seguro de dónde vivíamos. Ese detalle no me viene a la memoria,
aunque sí el hermoso chalé que habitábamos, ayudado por una antigua
fotografía en la que aparecemos en su porche mi hermano, mi abuela y este
servidor. En esa imagen llevo pañales de tela y es una de las pocas
constancias que tengo de que mi pelo gris era por aquel entonces tan rubio
que casi pasaba por blanco.
La cosa es que al lado de la casa había un terreno vacío en cuyo fondo, una
familia, el "maestro" Tito, su mujer y su hijo "Pochito", ocupaban una
chabola construida con diferentes trozos de madera y unas láminas negras
cuyo material ni me debe haber interesado entonces ni sería capaz de
identificarlo hoy.
El "maestro" Tito era un borracho simpático y servicial. Todos los vecinos
que desconozco por qué le llamaban "maestro", le encargaban arreglos en el
jardín, algún que otro retoque de albañilería y no sé que más, pues solo
repito los retazos que recuerdo de las conversaciones de mi padre y mi abuela
y las ofertas del buen hombre para ayudar a cambio de la voluntad del vecino.
Aunque mi hermano y yo lo teníamos prohibido, nos escapábamos y nos
íbamos a la chabola del "maestro" Tito, que siempre dormía, para jugar con el
simpático "Pochito", que nunca llevaba zapatos, al igual que su padre y su
madre. Aquella infravivienda siempre combinaba tres olores básicos, el
primero, a mierda, porque seguramente la familia hacía sus necesidades en
algún rincón cercano a su morada, el segundo, a vino o halitosis de vino y el
tercero a café muy fuerte. Siempre había humo dentro de la chabola.
Un día la chabola fue derribada por unos obreros y la policía se llevó al
"maestro" Tito.
No había robado, si es lo que pensáis. Lo que sucedió es que un sábado por la
mañana se fue mi padre a la chabola y le llevó unos zapatos al "Pochito".
Las exclamaciones de agradecimiento del "maestro" y de su mujer las
escuchábamos desde la casa. Pero cuando no hacía mucho que mi padre había
regresado expresada la satisfacción en su rostro, los alaridos del "Pochito" y
de su madre, hicieron que todos corriésemos a su humilde vivienda. También
lo hicieron los vecinos más cercanos.
Allí estaba el "maestro" Tito explicando a gritos para que se le escuchara por
sobre los alaridos del niño y la mujer, que los zapatos le habían quedado
chicos. Lo espeluznante es que con una navaja ya había cortado varias
rebanadas de carne de aquellos callosos piececitos de niño, para que le
cupiera el calzado recién regalado.
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Ese fue el único día que vi a mi padre golpeando a alguien.
Nunca más volvimos a saber de aquellos vecinos.
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La “Nené” Vázquez
De esto, hacen algo así como 44 años, lapso que
demuestra no solamente el tiempo transcurrido,
sino que me hago viejo a pasos forzados.
Pero ni es la edad ni la relatividad del tiempo lo
que hoy quería abordar, sino la figura etérea a
estas alturas, de una chavala chilena, de origen
hispano, si mal no recuerdo, a la que conocí
muy poquito, pero a quien dediqué, no obstante,
la parte del libro que escribí junto a mi amigo
Jaime Hales, allá por 1965. Se llamaba "Nené" Vázquez. Era alta, muy alta
y su figura se adelgazaba según se fuera
subiendo la vista, o sea que tenía unas piernas
gruesas y muy bien hechas, un culo bastante
bien provisto, una cintura sensualmente estrecha
y en el camino hacia su cabeza, hay que decir
que uno se encontraba con que la naturaleza
había sido bastante egoísta al momento de
dotarla de sus glándulas mamarias. Pero ¡ojo!
que en su conjunto "Nené" -no me viene a la
cabeza el nombre de pila para nada- era muy
atractiva y además tenía un rostro que a pesar
de sus gruesas gafas para la miopía, era bastante
agraciado.
A sus dieciséis años de entonces, parecía tener
18 ó 20, contaba con una inteligencia muy
desarrollada, un sentido artístico muy claro y convencido, y,
lamentablemente porque no le hacía falta hacerlo, se había rodeado de un
halo bohemio, que le restaba algo de naturalidad a sus cualidades.
Ni recuerdo cuándo la conocí y apenas la última vez que la vi. Solo sé que me
gustaba, lejos eso sí de cualquier sentimiento, como mujer y como persona.
La veía tan segura de sí misma, que quería verme en su espejo, aunque al
final tuve la sensación de que en esa armadura de autodominio, se escondía
un ser frágil e inseguro y peor, aún, atenazado por una incipiente depresión.
Entró en mi vida, creo que a través de mi hermano Juan, cuando Jaime y yo
ultimábamos los detalles previos a la publicación de nuestro "Literatura de
Gente Joven". Y uno de esos detalles era concretar a quién dedicaríamos
aquella edición. Jaime lo tenía claro en su falta de claridad. Estamparía en
letras de molde para la eternidad a Teresita, un nombre sin más cuerpo y más
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alma que las que le dio mi amigo a través de sus sueños que le llevaban por
los caminos de un perfecto amor utópico.
Yo, más pragmático y que aún no conocía a Claudia, el primer amor de mi
vida a la que sin duda se lo hubiese dedicado, quise agradecer la presencia en
aquel momento de "Nené", sus consejos, su amistad y su cuerpo que me
volvía loco, principalmente después de haberla visto en biquini, permití que
se plasmara la única opción que me pareció lógica, es decir, dedicarle a ella
el libro.
Cuando le comuniqué mi decisión, recuerdo que la chavala, que pocas veces
sonreía, se puso muy contenta, tanto que a veces pienso que al igual como me
sucedía a mí, yo también le gustaba sin que los sentimientos la entorpecieran.
Sin embargo, aquella amistad fue fugaz. Un día indeterminado dejé de verla y
mucho tiempo después, después incluso de haber regresado de Madrid, en
otro día indeterminado, la encontré sentada al borde del estero Marga-Marga
en Viña del Mar. Iba completamente vestida de negro y lloraba
desconsoladamente. La saludé con un par de besos, le pregunté qué le sucedía
y no me respondió. Con su silencio supe que quería buscar refugio en su
propia tristeza y soledad. Le acaricié el cabello y me aparté de "Nené"
Vázquez.
Algo supe de ella no hace mucho. Creo que se dedica a una de las
especialidades del mundo del cine europeo con bastante éxito.
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Gloria
Un once de junio me enteré de la muerte de Gloria.
De eso hacen ahora veintitrés años. Trabajaba
aquellos días como redactor del diario El Expreso en
Ciudad Bolívar, Venezuela.
Me llamó Juan, mi hermano desde Caracas y me
comentó que Gloria había fallecido sorpresivamente
en su casa mientras conversaba con su hermana
Carmen en Viña del Mar, Chile.
¿Pero quién era esa tal Gloria, se preguntarán
ustedes?
Pues Gloria era mi MADRASTRA, así, con
mayúsculas y en negrita.
A vuelo de pájaro, podría atreverme a decir que la
felicidad pocas veces golpeó su puerta y las escasas
veces que lo hizo fue efímera y terminó en amargura.
Sin embargo, pese a que tenía un carácter muy fuerte, quizás la paciencia y su
enorme capacidad para perdonar fueron sus mayores virtudes, aparte de tener
unas manos de oro en la cocina, en especial con las cosas dulces, así, en
ocasiones con muy pocas cosas, era capaz de hacer unos platos que sabían a
gloria, o sea a su nombre, aunque realmente Gloria no era su identificación ni
legal ni bautismal, sino un apodo que ella misma se había puesto por la
evidente vergüenza que cargaba sobre sus hombros con el nombre que sus
padres le habían impuesto: Rosa Guacolda (donde estés, si es que estás en
algún sitio, te ruego que me perdones esta infidencia y si esta noche el cielo
se tiñe de rojo, habré recibido el mensaje de tu abochornado rubor.).
El primer contacto con Gloria fue estupendísimo. Yo tenía seis años. Mi
padre que acababa de anular su matrimonio, nos llevó a un parque de
atracciones y Gloria que ya era su novia se portó a la altura de un niño de
nuestra edad, luego fuimos a cenar y tuvo una actitud tan tierna y maternal,
que desdecía radicalmente las advertencias de mi abuela de que esa "bruja",
quería apartar a mi padre de su madre (ella) y de sus hijos (nosotros). Así
pequeño y todo, desde mi perspectiva simple e ingenua, creo que percibí
deseos no solamente de dar cariño, sino también de recibirlo. Ni mi hermano
ni yo veíamos en esa mujer joven y guapa, dulce y cariñosa, al enemigo
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solapado que espera el instante oportuno de dar el zarpazo y arrancar a mi
padre de nuestro lado.
Esa sensación la seguimos teniendo hasta que regresaron de su viaje de Luna
de Miel. Nada más llegar, Gloria fue a buscarnos al colegio y la explosión de
alegría la expresamos a dúo Juan y yo seguidos luego por toda la chiquillería
con agudos gritos de "¡Viva la novia! ¡Viva la novia!"
.
Fue quizás la última vez.
Desde ese día, entre mi buena abuela, que defendía a su manera la primacía
que creía tener sobre mi padre y Walt Disney que con películas como La
Blancanieves y La Cenicienta, le daba un apoyo moral indecible a la matrona,
llegaron a inculcarnos de tal forma la idea primero y la convicción después,
de que Gloria era un ser malvado, egoísta y pendenciero, que de aborrecerla,
pasamos a odiarla de tal forma, que el infierno en el que convertimos su vida,
lo fue también para nosotros, reconvertidos en reptiles siempre al acecho para
inyectarle el terrible veneno del desprecio.
Entre mi abuela y nosotros le hicimos, literalmente la vida imposible. Por
ejemplo mi hermano y yo nos marchábamos de casa exigiendo como
condición para regresar el que ella se fuera y ella, sabiendo la importancia
que cada uno tenía para mi padre, prefería batirse en retirada.
Fueron once o doce años continuos de rechazo total, de intentos casi
desesperados por su parte por recuperar aquel cariño efímero y muy pasajero
del primer encuentro y como una manera de salir de aquel escenario en el que
desde mi punto de vista aquella mujer al que un maldito médico le arrebató la
posibilidad de ser madre y a la que el destino le arrancó brutalmente al más
querido y allegado de sus sobrinos, de dieciocho años, cogí mis cosas y me
vine a Barcelona.
Un año solo no solamente hizo que aflorara en mi espíritu la nostalgia
familiar, sino que además emergiera una asombrosa añoranza por la
madrastra, muy tenue, eso sí, superficial, tal vez, pero añoranza a fin de
cuentas.
Al regresar al lar familiar, éste se había trasladado a un sitio paradisíaco, en
medio de un parque, con bosques, con río, con campo de golf.
Los cuatro años siguientes, alejada físicamente mi abuela, fueron tiempos de
llevárnosla bien con Gloria. Quizás lo adecuado sea decir que la llegamos a
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tolerar. Incluso en ocasiones a defender ante la andanada de ataques verbales
en su contra que debíamos escuchar cuando íbamos de visita a casa de la
abuela.
En esos cuatro años, nuestras noviecillas vieron siempre en ella a una aliada
formidable en la juvenil convicción de que el amor es eterno y que sus
buenos oficios serían suficientes para lograr nuestra fidelidad, pero con
Gloria o sin ella, la fidelidad duraba hasta que duraba (y ojo, que en más de
una ocasión el fallo estuvo de parte de la joven damita de turno).
Gloria demostró con nosotros y nuestras amistades, que era amiga de todos y
se comportó respecto a nosotros, como la madre que cuida a los cachorros.
¡Cómo nos aconsejaba Gloria en asuntos amorosos! Y es que era
tremendamente equilibrada e inteligente.
Luego, cuando formé mi propia familia muy lejos del clan paterno, la
relación se normalizó, aunque en cada discusión propia de cualquier núcleo
familiar, no sé por qué, resurgía de manera incontrolable, toda esa hilera de
años de constante lavado cerebral en su contra y muchas veces intercambios
de palabras sin mayor importancia, terminaban convirtiéndose en agrias e
hirientes discusiones. Luego la distancia no dejaba lugar a una reconciliación
presencial.
Y en una de esas extrañas e indeseadas situaciones, me enteré aquel once de
junio de 1986, que Gloria había muerto.
Hoy, sin presiones, con la objetividad que regala el tiempo y aplacadas las
pasiones por la madurez, me doy cuenta de que si se lo hubiésemos
permitido, recordaríamos a Gloria como a una madre estupenda.
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Ana María Escribano Bradley
Ana María, una rubita de Viña del Mar, hija de una dama norteamericana y
de un padre bombero voluntario y contador de profesión, pertenece a la
prehistoria de mi vida, es decir a aquella etapa de la que tengo mis primeros
recuerdos, aunque son escasos y brumosos y por lo tanto susceptibles de no
ser anecdóticamente exactos.
De ella, sin embargo, puedo afirmar categóricamente que fue la primera
amiga que mi hermano y yo tuvimos en Chile.
Corría el año de 1953
La chiquilla pecosita, rubia como ya he dicho y de ojos azules, era la vecina
inmediata en la casa a la izquierda de la nuestra, mientras que a la derecha
vivía Björn, un noruego de once años, que venía siendo algo así como
nuestro padre y consejero y cuando digo "nuestro", es que amén de a mi
hermano y a la pícara Ana María, incluyo a María Luisa, una preciosa nenita
que como todos nosotros, excepto el chaval nórdico, rondaba los cuatro o
cinco años. Destaco a María Luisa porque su hermana de 17 años, era a la
sazón Miss Viña del Mar y obviamente, la pequeña amiguita era la más
importante de todos. La dulce niña desapareció un día que coincidió con la
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muerte de su padre, un joven médico, amigo de los padres de Ana María, que
siempre nos dejaba su estetoscopio para que jugásemos con él. ("le salió un
grano en el pecho -nos contó mi abuela- y después de sufrir mucho, se
murió").
No haría un par de días que habíamos llegado a Chile donde mi abuela,
atenazada por dogmas ancestrales cargados de ignorancia, nos había
advertido que debíamos cuidarnos mucho de los "indios" que eran muy
peligrosos. Justamente en prevención al peligro, la verja del jardín estaba
asegurada con doble cadena y candado y de noche electrificada. Como decía,
no llevábamos más de un par de días en Chile, cuando se personó al otro lado
de la verja la pícara Ana María. En pocos minutos nos enteró de su entorno y
se enteró del nuestro, se encargó de sortear la reja y quedar dentro de nuestra
propiedad, mientras los ojos avizores de la abuela observaban la escena
cargados de recelo, desde la segunda planta.
Ana María, por ser rubia y de ojos azules y María Luisa por tener la belleza y
picardía típicas de una chavalina andaluza, fueron aceptadas a regañadientes
por mi yaya. Aunque cuando se enteró que la primera era hija de una señora
estadounidense, le cogió algo de ojeriza, porque era mi abuela comunista,
marxista leninista, estalinista y franquista (cosa de las ideas políticas poco
claras).
A la madre de Ana María no le hizo ni pizca de gracia que su retoñita tuviese
amistad con unos "godos", pero no le quedó más remedio que aceptarnos, una
aceptación que se acabó cuando nos dio por jugar al papá y la mamá (Juan y
Ana María) y a la hija y al hijo (María Luisa y yo) o cuando no estaba con
nosotros María Luisa, al médico, la enfermera y el enfermo (Juan, Ana María
y yo, en ese orden) juego en que se tocaban partes indebidas del "paciente",
como el ombligo o la barriga.
Aun cuando nos ingeniábamos para que la relación de juegos y amistad
continuara, el constante control de la madre de la niña, unido al control que
de pronto comenzó a ejercer la yaya, cada vez nos era más difícil continuar
con nuestras prácticas infantiles cargadas de nervio e ingenuidad.
Así, cuando nos fuimos, el contacto se había devaluado a cómplices miradas
preñadas de la intención de que todo volviese a ser como al principio.
Doce años más tarde, de paso por aquel balneario chileno, fui a visitar a Ana
María. Medía al menos una cabeza más que yo y se había convertido en una
jovencita muy atractiva, pero casi no tuvimos nada que decirnos.
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Adiós a Radio Fuenlabrada
En marzo del 91, una emisora ágil, juvenil y muy española, se asomó por las
ondas del sur de Madrid. Era Radio Fuenlabrada cuya sintonía se repetía cada
pocos minutos para que los oyentes que hacían zapping se quedaran con el
nombre y con el punto del dial:
Noventa y dos punto sieeeeeete
Esto es Radio Fuenlabraaaaaada.
En junio de ese año llegué yo. Me presenté a una especie de casting para
formar un equipo de deportes y me quedé como jefe de los informativos, y en
las noches me relajaba con aquel programa que llevo en el corazón "La hora
del ensueño y el amor" a través del cual intentaba compartir amistad y
endulzar los en ocasiones espinosos caminos del amor. Poníamos mucha y
buena música romántica.
Estuve cinco años en Radio Fuenlabrada, calificada como una emisora
mítica, que logró trasponer con creces las fronteras de la localidad del sur
madrileño, para proyectarse con inusitado éxito por toda la comunidad.
Mucha gente pasó por sus estudios, pero creo que el equipo de oro, el más
recordado lo conformamos Jesús Sánchez, Adolfo Rodríguez, Carmen
Palomar, Raquel Rodríguez y este servidor, que intentábamos no solamente
mantener sino mejorar las increíbles cotas de audiencia que traían de cabeza a
los directivos de otras emisoras que no comprendían cómo un equipo de
desconocidos con discretos sueldos y bajos presupuestos podían presentarles
competencia y ganarles. Durante los fines de semana estaban los
incomparables Vicente García y Maricarmen Sánchez y en los informativos
no me puedo olvidar de Eduardo Fernández, el jefe de deportes, el entrañable
José Antonio Solana que a sus 18 años nos abandonó para irse al cielo,
dejándonos en el corazón su sonrisa franca y su constante lucha por la vida
que fue ganada por la muerte.
Capítulo aparte merecen las periodistas Mercedes Martínez, Anelys Martínez
y mis queridísimas amigas y colegas Tenti Sánchez y Mónica Ramírez.
De todos ellos, Adolfo, Carmen y Mónica se mantuvieron hasta el final, hasta
el cierre, hasta la asombrosa despedida.
Estuvieron también hasta el final, Isabel Díaz, la secre y Miguel Ángel
Cárdenas, el comercial.
El caso de Radio Fuenlabrada es la imagen del éxito convertido en fracaso
debido a la mala gestión de un director.
Era una radio local con proyección autonómica, con mucha publicidad,
dirigida por una persona que ni tenía idea de administración, ni de dirección
ni mucho menos de radio, lo que llevó a su presidente Ángel Cambronero,
desconocedor por omisión de aquella negligente gestión, a asociarse primero
con la desaparecida cadena Radio Voz, un breve proyecto gallego que mermó
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la popularidad de Radio Fuenlabrada y luego con la Cadena Cope que ha
optado por transformar aquel mítico punto del dial en un simple repetidor,
convirtiendo en agua de borrajas el esfuerzo de Carmen Palomar y Adolfo
Rodríguez por mantener la popularidad de una radio que jamás debió dejar de
ser independiente ni de la zona sur, porque todos y cada uno nos debíamos a
nuestro público.
¡Adiós, Radio Fuenlabrada!
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Hernia inguinal derecha sintomática, no complicada
Me tienen que operar de una hernia. Es una hernia inguinal derecha, y aunque
dicen todos que, salvo que se estrangule, es una de las intervenciones
quirúrgicas más simples, este servidor está con unos temores que pudieran ser
irracionales, pero que tienen su base en un trauma de la infancia.
Os lo cuento.
Corría el año de 1956 y estábamos mi padre, mi abuela, mi hermano y yo en
la consulta del Dr. Marshall, un otorrinolaringólogo que atendía en la ciudad
chilena de Valparaíso. Era un hombre bajo, rechoncho, simpático, charlatán y
calvo. A Juan, mi pobre hermano, le agobiaba una persistente fiebre y un
fuerte dolor de garganta.
El buen médico, con su atavío inmaculadamente blanco, a la usanza de
aquella época y con un chisme que sostenía una especie de espejo redondo
con un hueco en el medio, montado sobre su calva a manera de sombrero,
dictaminó tras una breve mirada a la boca abierta de mi hermano.
-¡Chuchas, tremenda amigdalitis que tiene el cabrito este!
Mi padre y mi abuela lo contemplaron con la interrogación dibujada en sus
rostros. Con estas expresiones todavía no atenuadas, recibieron la noticia:
-A este chiquillo hay que operarlo, pues don José.
Y mi padre y mi abuela, asombrosamente, asintieron. Y digo
asombrosamente, pues gastar un duro les costaba más que rezar el rosario
(que por cierto nunca se rezó en casa).
Pero ahí no terminó todo.
El Dr. Marshall, quizás entusiasmado al ver la facilidad con que se había
ganado un cliente para una operación, se dirigió a mí, que estaba sano y
hermoso como un rábano y me dijo:
-Vamos a ver a este cabrito ahora, porque cuando un hermano tiene
amigdalitis, al otro también le da.
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Me hizo abrir la boca y la abrí.
Puso una cara de sorpresa enorme:
¿Y a vos, chiquillo, no te duele la garganta?
Y antes que le dijera que no, sentenció:
-Este está peor que el hermano. -Dicho lo cual invitó a mi padre y mi abuela a
asomarse hacia el interior de mi boca y aunque seguramente no vieron nada,
asintieron quizás por temor a quedar como unos ignorantes, que al menos en
esa materia, lo eran.
-A este chiquillo también hay que operarlo, pues don José.
Y el buen e incauto viejo y su buena y también incauta madre, volvieron a
asentir, aunque el olor del dinero de los gastos duplicados, asomó sombrío en
ambas faces.
¡Con qué facilidad el galeno había endosado dos operaciones a esa pareja de
hijo y madre!
No fue de extrañar la camaradería con la que el doctor Marshall se despidió
de todos. Pero la despedida no fue un hasta luego, o hasta el día de las
operaciones... ¡No!
Entre frases tranquilizadoras dirigidas a Juan y a mí, que realmente no las
necesitábamos, porque con tan solo decirnos que estaríamos quince días de
baja, lo que nos evitaba ir al cole, ya era una gran noticia. Decía que entre
frases tranquilizadoras y ratificaciones de la conveniencia de las operaciones,
el médico preguntó si en la familia había algún o algunos niños de nuestra
edad y, claro, por ahí andaba mi primo hermano Jordi y, obviamente,
recomendó que le visitara. Y así fue.
Después de análisis de sangre, de orina, de heces y todas esas sandeces, sin
incluir las lavativas, que debía haber omitido por pudor, nos fuimos un día a
las siete de la mañana desde Viña del Mar hasta el Hospital Enrique
Deformes en Valparaíso en el Chevrolet modelo 1951 de mi padre. Allí
íbamos, adelante, mi padre, Juan y mi tío Agustín y atrás, mi abuela, mi tía
Soledad, Jordi y yo.
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Llegamos y una enfermera gorda y desagradable nos ordenó ponernos las
pijamas y acostarnos, Juan y yo en una habitación y Jordi en otra contigua.
-¿Quién es el mayor?-, preguntó a poco de llegar, un hombre que traía una
camilla y como el mayor era Juan, lo pasaron a la camilla y se lo llevaron,
acompañado de la yaya y de otra enfermera gorda y desagradable. Ello no fue
obstáculo para que Juan se fuese haciendo morisquetas.
Diez minutos después, regresó el hombre de la camilla y en lugar de
preguntar "¿quién viene ahora?", el muy hijo de puta, inquirió:
-Me llevo al menor. -Y Jordi se fue acompañado de mi tía Soledad y de la
misma enfermera gorda y desagradable que se había ido con Juan. Jordi
también se fue haciendo morisquetas, como Juan, como si ambos hubiesen
ido a un parque de atracciones.
Otros diez minutos después, regresó el hombre con la camilla, pero con mi
hermano acostado en ella, sumido en tan profundo sueño, que más bien se
parecía al "Tordillo", aquel amiguete de juegos que un día se murió y al que
todos fuimos a ver.
Para más remate, la Yaya, posiblemente sensibilizada por la operación de tres
de sus cuatro nietos (Agustín se había salvado, porque nos llevaba unos
quince años de diferencia), lloraba a moco tendido mientras asía una de las
inertes manos de Juan.
¡Coño!
Visto lo visto, salté de la cama e intenté correr fuera de la habitación, pero la
primera enfermera gorda y desagradable que habíamos visto al llegar a
nuestras habitaciones, me cogió de un brazo, como quien coge a una gallina
que intenta salvar la vida y con una destreza impresionante, me envolvió en
una gruesa manta que me inmovilizó por completo. Me levantó como si fuese
un fardo, me puso en brazos de mi padre y entre unos gritos que difícilmente
os podríais imaginar, me llevó hasta las puertas de la sala de operaciones, que
quedaba en otro edificio cruzando la calle y allí me dejó en brazos de una
tercera enfermera gorda y desagradable, que a diferencia de las dos primeras,
no iba vestida de blanco, si no de verde, con una gorrita y una amplia
mascarilla del mismo color.
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La mujer, bajo amenaza de darme un par de tortazos, me obligó a mear unos
orines que no tenía y luego me recostó en una cama bajo unos enormes focos,
me ató a ella a la altura de los tobillos y de las muñecas, pasando además, un
cinturón sobre el pecho.
¡La hecatombe!
¡Me estaban asesinando como lo habían hecho con mi pobre hermano y
seguramente también con Jordi!
Y en aquella mesa de sacrificios, rodeado por tres o cuatro sujetos o sujetas
con batas, gorras y mascarillas verdes, uno me tapó la boca y la nariz un con
paño humedecido con un líquido horrorosamente mal oliente y tras pedirme
que contara al revés del diez hasta el uno (¡estaba mi ánimo para contar!), me
acercó a la cara un artefacto que parecía ser de acero y tras luchar contra
miles de rayos que se mezclaban con la oscuridad y de sentir cómo se
alejaban las voces, me desperté de pronto en la habitación del hospital,
viendo muy malamente cómo mi hermano, vivo a Dios gracias, gesticulaba
signos difíciles de entender.
¡Una semana estuvimos ingresados!
¡Claro, que de aquello hacen cincuenta y tres años! Sin embargo, esa imagen
y esas circunstancias me han perseguido toda la vida como una pesadilla.
Cuando el pasado viernes 22 de enero, mi moto hizo una cabrioleta extraña y
nos caímos juntos, ella, la muy desalmada, dejó aprisionada mi pierna
derecha y sentí a la altura de la ingle algo muy similar a la sensación de
cuando picas un huevo y echas clara y yema sobre la cacerola, es decir una
especie de "blurp", ya me imaginé que debería reencontrarme con los
fantasmas del pasado.
Al llegar a urgencias y me vio el cirujano, me dijo con uno de esos rostros
inexpresivos que caracterizan a los médicos de urgencia...:
-Lo que tiene es una hernia inguinal derecha sintomática no complicada... y
¿ya sabe cómo se soluciona esto, no? -Y antes que djiera que no, el hombre
había clavado el puñal de la pesadilla hecha realidad.
-¡Con una operación! -Concluyó
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Y aquí estoy, escuchando las experiencias de todos los que se han sometido a
ella, que no son pocos considerando la edad, incluyendo la de Ricardo
Olivares, que para darme ánimos, me contó que cuando le iban a operar de
una hernia -siendo adulto- huyó del hospital y tuvieron que cogerle dos
fornidos enfermeros para llevarlo a la sala de operaciones.
No me dio mucho ánimo, pero la risa incontenible que me ocasionó me llevó
nuevamente derecho a urgencias, donde constataron que el hueco a través del
que mi intestino delgado sale y entra se había agrandado y que por lo tanto,
debía adelantarse la fecha de la operación.
¡Sí! ¡Ya lo sé! ¡Soy un "cagao"!
¿¿¿Y???
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99
¿Sabían leer algunos culos de los de antes?
Lo que os voy a contar hoy, debo reconocerlo, me llena de rubor, porque
indica que tuvimos, mi hermano y yo, una época bastante estúpida dentro de
un “pijismo” del que yo renegaba pero como quedará demostrado en este
relato, practicaba.
Comienzo.
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Llegó un día a nuestra casa una amiga, la Isabelita, que nos tenía locos con su
belleza, dulzura y simpatía. Incluso, sin su conocimiento, habíamos llegado a
pensar para el futuro, en un “menage a trois” para no romper nuestra férrea
unión fraternal.
Antes que olvide comentarlo, teníamos entonces, él 14 y yo 13 años.
La cosa es que la preciosa y soñada Isabelita, alta, delgadita, cara de diosa,
ojitos azules de ensueño y un pelo rubio muy liso que le llegaba casi hasta la
cintura, llegó acompañada de Raffaella, una italianita tan alta como la
Isabelita, pero no solamente con una cara de diosa, sino con cuerpo de diosa;
morena y con el pelo también liso pero de un brillante castaño oscuro.
Y además, como la Isabelita, era muy dulce y muy simpática y además, al ver
una guitarra sobre uno de los sillones de la sala, la cogió, la afinó y se puso a
cantar como los mismos ángeles.
Mi primer pensamiento fue ser generoso con mi hermano, dejarle a la
isabelita para quedarme con la Raffaella, con la que había decidido
abruptamente, que debía para siempre parte de mi vida.
Pero unas cuantas canciones más adelante y un baboseo increíble por parte de
los dos que demostraba que Juan había tenido en su mente una generosidad
similar a la mía, las chavalas se despidieron… la pobre Isabelita no pudo
disimular su desazón, pues siempre había sido nuestra musa y centro de
mimos y galantería.
La despedida no se detuvo en un par de besos, sino en intercambio de
teléfonos y averiguar la dirección de ella.
Los primeros días fueron un vano intento por localizarla a través del teléfono,
pero ni modo. Simplemente el número no existía, o sea, que la muy malvada
nos la había jugado.
Sin embargo, los dos, desesperados por volver a ver a aquella deidad
escapada del Olimpo, nos jugamos la última carta y un miércoles después del
cole, cogimos el autobús y tras recorrer toda la ciudad, nos percatamos que la
numeración nos llevaba a la gris periferia. Tras apearnos del transporte,
caminamos un largo trecho, hasta llegar a una casona grande, algo
abandonada y muy, pero que muy apartada del vecindario.
¡No! ¡No es lo que pensáis! ¡Raffaella no era un fantasma!
Tocamos el timbre varias veces y como no respondía nadie, comenzamos a
llamarla a gritos por su nombre y de pronto, apareció la itálica beldad tras la
puerta que se abrió lentamente.
No estaba contenta de vernos. Avergonzadilla, quizás. Tampoco nos invitó a
entrar, aunque sí lo hizo el clon mayor, gordo y feo de ella… Era su madre y
aunque todo parecía indicar que la preciosa Raffaella llegaría en un punto de
su vida a igualar el aspecto de la madre, ni mi hermano ni yo dudamos en
nuestra ilimitada admiración.
101
La buena señora se disculpó no sé por qué, nos hizo sentar en un salón muy
oscuro y marcado por un fuerte olor a humedad.
La madre resultó ser muy simpática y parlanchina, mientras la hija se
mantuvo silenciosa y en un rincón, el más oscuro del oscuro salón. Apenas se
perfilaba su sombra.
El viaje que fue mucho más largo del esperado y un vaso de agua detrás de
otro con los que la buena señora nos quiso cumplimentar, obligaron a Juan a
pedir por el servicio para saciar unas ganas de mear que a mí también me
apretaban.
Al regresar, venía pálido como el papel, tanto que parecía brillar entre la
penumbra. Me miró de reojo y yo sin reparar primero en que Raffaella no
estaba en el salón, que la madre seguía hablando como si nada y en el cambio
de actitud de mi hermano, me fui corriendo al servicio y meé, claro que meé
porque si no me lo hacía encima, pero atenazado por el asombro y el temor
de que alguno de nuestros amigos del cole llegara a enterarse de lo que
habíamos descubierto con minutos de diferencia.
Aprovechamos de salir de aquella casa cuando la buena madre de la
“desaparecida” Raffaella, fue a la cocina por otro par de vasos de agua.
Estuvimos una semana o más sin mencionar el asunto, pero cuando nos
volvimos a ver con la Isabelita, que aún estaba dolida por nuestra
discriminación de la última vez, le conté con mi maldita falta de pelos en la
lengua…:
“Tu amiguita Raffaella y su familia parece que tienen culos cultos, ¿verdad?”
No captó la ironía en mis palabras, ni la sorna. ¡Imbécil de mí!
Y mi hermano tuvo que explicarle…:
“Esos amigos tuyos se limpian el culo con papel de diario”
Fue además de irónico, socarrón. ¡Imbécil de él!
La Isabelita se llevó las manos a la cara y dio un grito espantado y luego
intentó explicar por todos los medios que no era su amiga, que la había
conocido casualmente, pero que si tan siquiera hubiese imaginado tal
impudicia, jamás la hubiera mirado a la cara. ¡Imbécil ella!
Un año después volví a ver a Raffaella durante una reunión de alumnos de
colegios de curas y de monjas. Estaba si se podía, más bella, más radiante y
cuando me vio se acercó con una sonrisa brillante y franca y tras el
intercambio de besos en las mejillas, nuestros propios amigos nos apartaron.
Pero al poco rato, una de sus compañeras se me acercó y me comentó “me
dice la Raffaella que le gustas”, pero el orgullo que emergió inconsultamente
colisionó con el recuerdo de aquella imagen de un váter sin más papel que
unas hojas de diarios y revistas para asearse.
Me fui de la reunión y nunca más la vi.
102
Jamás me he dejado de avergonzarme de aquello y no logro justificarlo ni por
la época, ni por la mierda de prejuicios en aquel sector de la sociedad al que
estaba lamentablemente más próximo.
De verdad que lo siento.
103
Adiós Abuelo
Hace muchos años, unos treinta y cinco, aproximadamente, cuando la vida la
veía desde la perspectiva de padre e hijo y no como ahora, que se reduce a
una más simple y contemplativa, la de abuelo y padre, escribí para la revista
dominical del diario venezolano El Expreso, un breve relato que llevaba por
título “Adiós abuelo”.
Contaba a través del diario, cómo había sido la relación entre mis primeros
hijos y mi suegro, un viejo lobo de mar, severo en el trato, parco en el habla.
Con ideas muy claras e inteligencia aguda. Solía participar en las charlas
como observador, hasta que le tocaba objetar algún punto, algún desliz, una
afirmación que a su entender no era correcta -y pocas veces, si hubo alguna,
dejaba de tener razón.
Mayor cuando le conocí, rondaba los 73 años al nacer mis hijos, y ya era
abuelo de dos mozos y una moza, ninguno de los cuales llegaba a los tres
años. Con los tres primeros, la relación era de cariñosa distancia, de orgullo
reprimido, de macho de principios del siglo XX, para quien hijos y nietos,
amor aparte, era cosa de mujeres.
104
Cuando llegó la primera camada de su única hija entre tres varones,
pensamos que la cosa podría ser quizás menos inflexible, más elástica, pero
como lo había hecho en las anteriores oportunidades, él permaneció en casa
mientras mi mujer daba a luz. Las mujeres ya ayudaban mejor en estos casos
y para hombres, ya estaban, pensaría, bien representados por mí.
En un momento que pasé por su casa buscando más pañales para los niños,
que nos sorprendieron llegando en pareja, ya que a falta de ecografías para
entonces, la sorpresa del número corría a cargo de una radiografía, que por
anticiparse el parto no fue posible realizar y la del sexo se desvelaba al
momento de alumbrar.
Estaba Antonio, que así se llamaba el hombre, de pie en el porche de la casa,
serio, con la vista clavada en ninguna parte y fumando, como lo había hecho
yo en la sala de espera de la clínica, su enésimo cigarrillo. Cuando me
acerqué a él, con su peculiar acento de hijo de la Isla de Margarita, sólo quiso
saber una cosa “¿Cómo está mi hija?”, una pregunta en la que sobraban “la
niña de mis ojos, mi adoración, mi razón de ser”, porque la veneración que
sentía por ella la conocíamos todos. Tras tranquilizarlo explicándole que todo
había salido bien y que mi joven esposa estaba algo débil, pero feliz y
tranquila, esperé la segunda parte de la pregunta, o sea la referida al sexo del
niño, pero me dio la sensación de que temía hacerlo, así es que se lo solté sin
hacerle esperar: “Antonio, eres abuelo de dos preciosos gemelos”. “¡Hijo’er
diablo!” escuché que exclamaba al más puro estilo margariteño, mientras que
una sonrisa que no le había visto nunca, se esbozó en su radiante rostro. ¡Qué
orgullo más grande! ¡Qué felicidad más infinita!
Sus ojos, siempre secos, se llenaron de lágrimas y convirtieron su
apergaminado rostro, cincelado durante años por el sol y la sal, en un
monumento al equilibrio más exquisito de emociones y sensaciones, que
habían logrado romper el dique de permanente contención. Pero ojo, que el
viejo marino lo supo recomponer en poco minutos con una poco creíble
explicación “este sol me pica los ojos” y una reafirmación de que su sitio no
estaba en la clínica… “cuando salgan de la maternidad me los traes”.
Cuando al día siguiente, hija y nuevos nietos llegaron a su casa, se rompieron
todos los principios del viejo, porque desde ese día y hasta el último que el
destino quiso, no tuvo otra actividad, otro anhelo, otro proyecto, como no
fuera estar al lado de aquel par de pedacitos de carne berreantes que comían y
cagaban mucho y dormían poco.
Los retoños fueron creciendo no solamente a la sombra de sus padres, que les
guiábamos, les dictábamos normas, les inculcábamos principios de disciplina,
sino también a la del abuelo, que nos estropeaba el esfuerzo, con su
apasionado consentimiento, con su incondicional entrega… Y si le
llamábamos al orden, se reía como reían nuestros hijos...Era tal la asimilación
entre los gemelos y su abuelo, que aquellos largos paseos en los primeros
105
meses que daba el abuelo llevando consigo el cochecito de los bebés, se
convirtió más adelante en caminatas tan largas como los extremos de sus
edades se los permitían, amenizadas con charlas de nunca acabar, en las que
los peques celebraban con algarabía cualquier salida de tono -controlada- del
viejo, y éste a su vez hacía lo propio con las de ellos.
Cuando tuvimos que ponernos serios, fue durante el primer año de preescolar
de los niños, porque el abuelo en su afán de no abandonarlos, se convirtió en
un alumno más de la clase, sentándose al final del salón y escuchando
atentamente lo que aprendían sus nietos y sus nuevos amiguitos.
Fue en esta etapa cuando al buen Antonio comenzó a fallarle la salud. En
varias ocasiones se desmayó -nunca delante de sus niños para evitar
traslucirles su humana fragilidad- y en otras presentó alteraciones cardíacas.
En ese estado que era extraño en un hombre que parecía eterno, no permitió
que sus visitas al médico o cualquier examen de salud coincidiera con alguno
de los momentos que dedicaba a los chavales.
Más desmayos, más trastornos y más molestias, le llevaron al Hospital
Uyapar, de Ciudad Guayana y aunque intentamos explicarles a los mellizos
que no sería posible que le vieran todos los días, porque no estaba permitida
en el centro la entrada a menores de siete años, salvo que estuviesen
enfermos, estos no dieron su brazo a torcer, hasta que al final optamos porque
lo vieran de lejos y así, todas las tardes a las cinco, el anciano abuelo se
asomaba por un balcón de la cuarta planta desde donde a gritos mantenía su
alegre comunicación con ellos. Después de un tiempo, el dolor y los mareos
no fueron obstáculo para que se siguiera asomando, aunque sí para hablar,
por lo cual nuestros hijos, siguiendo una consigna común, optaron por
cambiar los diálogos por un monólogo a dos voces que se resumía en un “te
queremos, abuelo”, repetido tantas veces como minutos estuviésemos allí.
Agotado por la enfermedad, fue enviado a casa y aunque apenas podía
levantarse del lecho, sus niños le llevaban toda la alegría que le negaba la
salud.
Sentados los mellizos sobre la cama a los pies del abuelo, volvieron por unos
días a hablar de todo y de cualquier cosa, y a reír, a reír mucho. ¡Vamos que
Antonio se olvidaba que estaba a las puertas de la muerte!
Un día, justo cuando hicimos un viaje corto e ineludible, el viejo dejó de
respirar.
Durante el rápido trayecto de regreso informamos a los niños que el abuelo se
había ido al cielo y como única respuesta, comenzaron a manipular
frenéticamente unos trozos de plastilina que luego guardaron en una pequeña
bolsa con silencioso respeto.
Insistieron en ver al abuelo en la Funeraria.
Cuando llegaron, ambos se asomaron a contemplar el cuerpo yacente del
noble marino y sin un asomo siquiera de tristeza, depositaron sobre el cristal
106
que lo cubría, sendos barquitos modelados con plastilina y antes de pedirnos
que les llevásemos a casa, los dos a dúo, le dijeron:
Adiós abuelo.
Nunca le han olvidado.
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Una de tantas tardes en Ciudad Bolívar
Durante mi año como director del diario La Tarde de Ciudad Bolívar en
Venezuela, el tiempo que más disfrutaba eran aquel par de horas que me daba
para hacer reportajes urbanos para lo cual salía cada calurosa tarde entre las
cuatro y las seis. Me iba con el fotógrafo de redacción a ver qué
encontrábamos y lo cierto es que en la capital guayanesa, si no había algo
para sacarle filo en amplios reportajes acompañados por varias imágenes, era
porque el calor nos llevaba a algún bar a combatirlo con frías cervezas.
Los primeros tiempos las salidas eran con Zulay Alí, una chavala de origen
guyanés -que no guayanés- que era la mar de inquieta y simpática, pero que
un buen día quedó embarazada y aunque intentó ser mi compañera hasta el
final, lo cierto es que a los cinco o seis meses desistió de dar aquellas carreras
a las que nos obligaban a dar a pedradas algunos pobladores de barrios que se
pudieran sentir ofendidos por alguna nota aparecida en nuestro diario, así
como en el matutino El Expreso, de la misma editorial.
La cosa es que reemplazada por esas circunstancias por Marcos, un chaval al
que nunca le caí bien del todo, pero que nos la pasamos igualmente bien, nos
vimos un día enfrentados a una inquietante falta de tema, por lo que
iniciamos un lento y repetitivo paseo por el centro de la ciudad, hasta que al
tercer o cuarto paso por un sector cercano al Paseo Orinoco, lleno de
extrañamente altos y espesos matorrales, Marcos, oriundo de la ciudad,
recordó que en aquel sitio se iba a construir o se había construido un núcleo
de las oficinas de turismo de la gobernación del Estado.
El área tendrían unos 20 mil metros cuadrados y al acercarnos, los matorrales
parecían emerger de un fondo acuífero, por lo que previamente premunidos
de sendos machetes, intentamos encontrar entre tanta hierba algún paso que
nos llevara hacia el centro de la espesura, hasta que dimos con un pasadizo
que nos dio la primera pista de que a su final o nos toparíamos con el inicio
de una obra o, en su defecto con aquella obra que le venía a la mente al
fotógrafo, pero que confesaba no recordar haberla visto.
Curiosamente no nos resultó difícil avanzar a través de la maleza. Parecía
más bien una ruta camuflada y al final, como quien entra a una cueva, nos
encontramos con una construcción moderrna y limpias sus diferentes
estancias, y a la que llegaba bastante luz a través de los casuales y pequeños
espacios que dejaba la maleza que la cubría.
Al decir que las estancias y el complejo cubierto por la naturaleza estaban
limpios, no quería decir que estuviesen vacíos. No. Por el contrario, en cada
módulo había muestras de estar siendo utilizados por seres humanos.
Colchones, muebles viejos y sorpresivamente, gran cantidad de equipos de
sonido y televisores. Tantos, que difícilmente estaban allí para uso y disfrute
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de los eventuales habitantes de aquella moderna edificación ubicada en pleno
centro de la ciudad, sin que la ciudad se enterara de su existencia.
Caminamos hacia un pequeño puente que pasaba por sobre un arroyo y al que
le llegaba plenamente la luz solar. Estaría situado, calculamos en el centro del
complejo. Al otro lado, más vegetación y bajo su camuflaje, más edificios.
Cuando trasponíamos los matorrales, unas toses a nuestras espaldas nos
alertaron acerca de presencia humana y en efecto, en el puente se habían
apostado al menos una veintena de individuos, salidos en apariencia de la
nada, todos premunidos de amenazantes machetes. Yo me vi muerto y
cortado en pedacitos, porque se veía a las claras a través de aquellos rostros
infrahumanos, de que no había disposición a que se conociera aquel
escondrijo.
Sin embargo, la sangre fría de Marcos me asombró gratamente:
-Aquí pana, vamos a salir a balazos, dijo y se llevó la mano a la espalda a la
altura del cinturón al tiempo que añadía -saca tu hierro.
No está demás recordar que en el ambiente hamponil venezolano, el hierro se
refería a un arma de fuego y siguiendo su ejemplo, también me llevé la mano
al cinto de la espalda.
Luego, dirigiéndose a los titubeantes sujetos les advirtió.
-No queremos usarlos, pero si uno sólo se mueve, los vamos a convertir en
coladores.
Pegados espalda con espalda, avanzamos lentamente, pasando entre aquellos
hombres que nos hicieron un pasillo.
Para calmar los ánimos, se me ocurrió, mirando a uno de esos tipejos,
preguntarle en cuánto me vendía un VHS Panasonic y si me lo podría tener
para el día siguiente.
Los semblantes parecieron cambiar. Surgieron algunas sonrisas y tres “sí” en
coro me respondieron, lo mismo que tres precios diferentes, pero irrisorios.
Sin perder nuestra postura sin dejar de avanzar, y reemplazado el ambiente
beligerante por uno más comercial, al que añadieron otras tentadoras ofertas
arribamos al umbral de la salida.
La despedida se resumió en un:
-No digan a nadie donde estamos porque si no, mañana no habrá negocio, -
seguido de un:
-Y a ustedes ni se les ocurra decir que cargamos hierros porque no tenemos
permiso de armas.
Hubo risas distendidas por parte de ellos y nerviosas por la nuestra.
¡Qué tremendo reportaje montamos aquella tarde!
Al día siguiente hicimos otro en el mismo sitio, adonde fuimos acompañando
a palas mecánicas e incontables policías y guardias nacionales que pusieron a
buen recaudo a aquellos hombres que tenían atemorizados desde hacía
muchísimo tiempo a los comerciantes de la zona, sin que nadie imaginara,
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porque la ciudad había olvidado su existencia, que pudieran utilizar como
guarida unas edificaciones que la naturaleza mantenía a buen resguardo.
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Mi padre el Caudillo de España
Ya desde muy pequeño tuve una imaginación desbocada, ilimitada, pero muy
poco comercial, si no, me hubiese forrado desde mi primer libro.
En fin.
Una época en que cada vez que se acercaba un policía al coche que conducía
mi padre, con tamaña fantasía me bastaban unos pocos segundos para
imaginar que aquel uniformado que había tocado la sirena desde su moto y
que se acercaba a nosotros dando grandes zancadas, traía en el papel que
esgrimía vigoroso en su mano izquierda, una notificación del más alto
estamento militar en la que se comunicaba a mi padre que, fallecido el
Generalísimo -para los años 50 aquello solo era un deseo colectivo que habría
de esperar unos cuantos lustros para hacerse realidad pero parte necesaria
para el buen fin de mis ambiciones- los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire
habían decidido nombrarle a él, mi padre, Caudillo de España por la Gracia
de Dios, Jefe del estado y Generalísimo de aquellos mismos ejércitos. Me
daba además, tiempo de verme con un pequeño uniforme de capitán general,
detrás de mi progenitor acompañándole al presidir un desfile de la Victoria.
Lejos estaba, en mi infantil e ingenua ignorancia, de pensar que en lo que el
dictador, había pensado para sucederle, era en un sujeto vago y medio tonto,
y menos aún que ya lo estaba aleccionando e intentando educar para
convertirle en su delfín. Y más lejos aún, de llegar a pensar que aquel
malvado policía, siempre diferente según la ocasión, traía entre sus manos la
libreta de multas que siempre solía ganarse mi buen padre por saltarse un
semáforo en rojo, por exceso de velocidad, por no respetar un Pare o un paso
de cebra.
Era muy despistado el pobre.
Y ese despiste, como digo, siempre me daba la posibilidad de soñar por
algunos segundos, con ser el hijo del hombre más importante de España y si
había la ocasión, se disfrutar con el pensamiento de ver al Pedrito en las
mazmorras de Carabanchel por birlarme un par de canicas en el Cole o a la
Nuria en una cárcel de mujeres por haber dicho públicamente que no me
quería.
Pero aunque nunca se dio la circunstancia imaginada, al menos disfruté de la
breve ficción y quién sabe, a lo mejor un día hasta pudo haberse hecho
realidad.
Hoy me doy cuenta de lo descabellados que eran esos pensamientos y que
con el despiste de mi padre, suerte tuvo de no caer en manos de los grises por
haber atropellado a algún peatón o chocado a algún ciclista, que a punto
estuvo en más de alguna ocasión mientras gesticulaba maldiciendo a Franco,
que efectivamente, no era demonio de su devoción.
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Un día fui amante de una escultural morenaza de ojos azules
Una vez, hace muchos años, disfrutando de mi nueva soltería en Caracas,
llegó al restaurante donde a diario comía, una cajera que nos dejó a todos
flipando.
Poseedora de una belleza exótica, combinaba un pelo liso y largo, negro
como el carbón, con una piel suavemente morena y unos ojos azules cuya
intensidad destacaba al contraste con la piel. A todo ello, habría que añadir
aquel escultural cuerpo que le moldeó el Caribe con su natural maestría.
Era, eso sí, antipática sin aparente remedio.
Pero eso era lo de menos. Comiendo, todos los hombres que comenzaron a
plenar no de manera misteriosa aquel local, solíamos dar miradas no del todo
fugaces, aunque sí muy intensas hacia aquella preciosa cajera cuyo nombre
no atino a recordar.
Las primeras semanas no nos obsequió ni una sola sonrisa, aunque la mayoría
de los hombres optamos por convertir aquel negocio también en el de
nuestras meriendas, a ver si por eso de vernos más seguido, al menos
saludaba a uno de nosotros. Pero nada.
Un sábado, sin embargo, que salí a adquirir un regalo a la madre de mi
madrastra que cumplía años, lo compré pensando en la incomparable beldad
y en lugar de ir directo a la fiesta, pasé por el restaurante, con la esperanza de
encontrarla. Y en efecto allí estaba.
-Toma, esto es para tú, -le dije y le dejé el paquete envuelto. Y con la
sensación de ser un calzonazos, y sin recibir ni las gracias, ni siquiera una
sonrisa, me fui nuevamente a comprar el regalo de mi abuela política y de ahí
a su fiesta. El resto del fin de semana, tuve una sensación de penoso
bochorno, de vergüenza, vamos.
El lunes, dudé por unos instantes de ir al mismo restaurante, porque no sé qué
reacción podría tener la chavala. Sin embargo, con una mezcla de
tranquilidad y pesar, me percaté que en la caja estaba el portugués propietario
del negocio.
Me senté en mi mesa habitual y la escultura viviente se apareció no sé desde
qué cielo y se sentó a mi lado. Con un beso en la mejilla, envidiado por la
enorme concurrencia masculina, me agradeció el inesperado presente, comió
conmigo, me sonrió, rió, me cogió varias veces de las manos, con efectos
inmediatos en el indiscreto meato urinario que parecía estar atento para
ponerse en posición firme las veces que fuesen necesarias. Para terminar me
pidió que la llevara esa noche al autocine. Fuimos.
Intentando no dar la sensación de estar vuelto loco por darme un revolcón
con ella, me dediqué a ver la peli y a comer, como ella, un par de
hamburguesas con Pepsi.
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Al final, cuando regresábamos en coche no sé a dónde porque no sabía donde
vivía mi nueva amiga, me preguntó:
-¿Eres maricón?
¡Vaya palo, amigos míos! ¡Qué incomodidad!
Pero como todo tenía una solución, di media vuelta, volví a meterme en el
autocine y nos dimos el lote de lo lindo y pude demostrarle mi marcada
preferencia por las mujeres, en especial por ella.
Seguimos saliendo varias semanas y nunca la pude dejar en su casa. Siempre
cerca, pero nunca en…
Hasta que un día, se decidió y me invitó a llegar hasta la meta. ¡Cómo me
ilusionó pensar que podríamos hacer el amor en un mullido colchón y no en
la parte trasera del coche!
Llegamos a su hogar y lo primero que hizo fue presentarme al marido. Pensé
que el tío me mataría a golpes, pero por el contrario, se mostró más que
amable, simpático.
Pese a eso, nos seguimos viendo y haciendo lo que habíamos venido
haciendo, pero con un elemento añadido. La jovencilla quería irse a vivir
conmigo a Managua (¿?) y yo, pues me sentía muy a gusto en Caracas y no
se me había perdido nada en la capital nicaragüense.
Poco a poco se hizo habitual que su marido se fuera a pasear con nosotros,
los fines de semana, o quizás lo correcto sea decir que yo les acompañaba a
ellos, y a otros dos desconocidos personajillos, dos pequeñas hijas de la
pareja que surgieron inopinadamente de la nada, a las que a cada rato les
decían “pídele al tío Ricardo que te compre ese par de zapatitos tan lindos”, o
“pídele al tío Ricardo que te compre ese vestido que te gusta tanto”, etc..
Un día, niñas, papis y este imbécil, nos fuimos a Maracay, donde vivía la
familia de “mi” chica.
Residían en el barrio de Palo Negro, un sector muy deprimido y diferente a lo
que estaba acostumbrado, Resultó que sus padres eran una pareja de
alemanes, rubios casi albinos y de ojos azules, lo mismo que sus preciosas
hermanas mayor y menor. No me costó trabajo deducir que la morena de mis
amores era producto de un desliz de la mami con algún mulato de buena
estampa.
Bueno, ese día las niñas quisieron que el tío Ricardo las llevara a pasear por
la hermosa ciudad aragüeña en su coche y a este paseo se unieron las tías.
El tío Ricardo compró comida para todos y nos fuimos a orillas del Lago de
Valencia a hacer un picnic.
Allí, en medio de aquel bucólico paisaje, la hermana menor se quiso enrollar
conmigo y yo, débil a la tentación de la carne, me dejé llevar, hasta que la
hermana del medio, la morena, la casada, “mi” chica, se interpuso y le dio tal
paliza y con tanta agresividad, que a su marido y a mí nos costó un mundo
apartar a la iracunda mujer de su presa.
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El marido pareció no reparar cuando en tono amenazante, la agresora me
gritó: “¡Hijo de puta!”, ni en las miradas de odio que dirigía su mujer a la
hermana, , mientras ésta gemía exhibiendo golpes y moratones por todo el
cuerpo “estoy enamorada de Ricardo” y lo cierto es que hasta hoy
desconozco el motivo de ese amor tan repentino.
La cosa es que de vueltas en la capital de Aragua y gastado el dinero que
llevaba en el viaje, para complacer a tan peculiar familia, una urgencia
líquida, me llevó directo al piso que tenía mi padre en Maracay, donde vivía
solo, porque mi a mi madrastra no hubo manera de sacarla de su vivienda en
Caracas. Allí mearía a gusto y además le presentaría a mis amigos.
Nada más abrir la puerta, el viejo adquirió un preocupante tono lívido y
musitó con incredulidad “¿Ingrid?”, a lo que Ingrid, o sea la hermana mayor
de mi amante, le respondió “Así es que aquí es donde vives, mi cielo” y yo
pensé “¡Vaya cagada!”
Y vamos que sí fue una tremenda cagada, porque obligó a mi padre a vender
rápidamente aquel piso y comprar otro, Amén de ello, durante varios días me
recriminó por teléfono haber llevado hasta su piso a la chavala que le
satisfacía sus necesidades sexuales y a la que pagaba por ello.
La historia tuvo un rápido desarrollo y un inesperado desenlace.
Dos o tres semanas después de aquello, me encontré en el restaurante con la
pareja, a la que había comenzado a evitar después de lo de Maracay y a la que
nunca desvelé -no sé por qué, porque no me hubiese importado compartirla
con ella- mi dirección.
Con calma y las niñas presentes, me contaron que habían decidido comprar
un piso en la Urbanización Palo Verde de Petare, un barrio caraqueño pero
que no podían pagar la entrada, así como tampoco las mensualidades. Con la
misma calma me extendieron la oferta del piso y con la misma calma, pero
con una cara dura terrible, “mi” chica me advirtió “esto lo va a pagar tu papá
si no quiere que su mujer se entere de lo suyo con mi hermana”.
Me quedé de piedra. Les pedí tiempo para hablar con él (debía ir a Maracay a
decírselo personalmente), pero querían la respuesta, necesariamente positiva,
al día siguiente,
Si aquellos sinvergüenzas me hablaron con calma, no lo fue menor la que
mantuvo mi padre mientras le transmitía la coacción. No pareció importarle.
En aquel momento supe el poder de las buenas relaciones y de las amistades
que de alguna u otra manera estaban en deuda con el viejo.
Hizo un par de llamadas y luego me recordó que debía regresar a Caracas que
se hacía tarde.
Desde aquel día la familia entera desapareció de mi vida, como si la tierra los
hubiera engullido.
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Pero no penséis mal. Unos cinco años después la vi a ella por la calle, con
muchos kilos de más y a las hijas crecidas y no tuvo mejor saludo, que
decirme “¡maldito!” entre dientes.
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Pavo Navideño al horno con puré de manzanas y rayitas de
caviar iraní
Más o menos en junio de un año cualquiera de hace ya mucho tiempo,
compró mi padre un pavo para engordarlo y hacer en Navidad un pavo
relleno, con una guarnición, decía mi querida madrastra, de puré de
manzanas, ciruelas pasas y rayas de caviar iraní. Mi hermano Juan y yo, no
terminamos de comprender el por qué de ese cambio de menú, pues un par de
meses antes habían adquirido una pareja de faisanes con el mismo fin, o sea
comérnoslos en esas fechas tan señaladas.
Pusieron al pobre y esmirriado pavo aún joven, pero no por eso menos
ruidoso, en una de las amplias jaulas del gallinero que aparte de una docena
de gallinas rojas y rollizas cuya vida se había respetado porque eran
excelentes ponedoras, tenía como inquilinos ocasionales a los dos citados
faisanes y a una cantidad incontable de conejos que ocupaban el resto de las
jaulas, todos ellos descendientes del mascota del programa radial Fogata
Juvenil, y de su pareja. La mascota pasó a mejor vida a manos de nuestro fiel
y hermoso perro Duque y los conejos no sumaban muchos más, porque de
vez en cuando regalábamos uno o dos a diferentes amigos o conocidos.
El pavo nos llamó la atención a mi hermano y a mí, amén de al perro, porque
no dejaba de dar esos desagradables gorjeos que les caracterizan, no sabemos
si como respuesta o provocación a los ladridos, en un dúo al que permanecían
ajenos los faisanes y los conejos. A la casa no llegaban esas ruidosas
discusiones, porque el gallinero estaba detrás del aparcamiento de coches que
distaba de la casa unos cuantos y convenientes metros. Comenzaron a pasar
las semanas y el triste pavo del principio se convirtió en uno gordo y
saludable para alegría de mi padre y su mujer, pero no para la nuestra que nos
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habíamos encariñado con aquel pájaro de colgantes mocos rojos y extraña
cresta peluda en su emplumado pecho.
A medida que se acercaban las datas festivas, Juan y yo comenzamos a urdir
distintos planes para salvar el pellejo del pavo.
Primero sugerimos, a través de recetas, una larga lista de manjares en base a
faisán, y fue cuando nos enteramos de que mi madrastra se había quedado
prendada de la bella estampa del macho y había decidido dejarlo como
mascota y obviamente no le privaría de su derecho a fornicar con su pareja
(al no estar casados, los faisanes no hacen el amor, sino que fornican, algo
aplicable al resto de animales y pecadores humanos).
Nuestra sugerencia para una cena de Noche Buena y una inolvidable comida
navideña, pasó entonces por la suerte de los conejos, pero se dio el caso de
que mi madrastra les había puesto nombre a todos y había comenzado a
considerarlos como mascotas y ni pensar en comerlos, así como tampoco
seguirlos regalando.
A un par de semanas del ajusticiamiento de un pavo inocente y conocedores a
esas alturas de que la mujer de mi padre amaba la belleza estética de los
animales, urdimos un plan descabellado y nos fuimos muy temprano a una
granja cercana con nuestro pavo a cuestas y lo cambiamos provisionalmente
por un pavo real ornado de noble y admirable esplendor. El trato con el
granjero fue que nos llevábamos su ave a cambio de la nuestra y algo de
dinero para compensar cualquier posible accidente, pero que comenzado el
nuevo año, cada bestia volvería a su gallinero original.
Pusimos al nuevo residente en su jaula y como seguía siendo muy temprano,
mi hermano y yo formamos un tremendo alboroto, anunciando que durante la
noche nuestra cena navideña se había desarrollado resultando ser un
majestuoso pavo real. No hubo tiempo para saber si nos creyeron o no,
porque la madrastra enloqueció de alegría con tan gallardo pavo y finalmente
en la Noche Buena cenamos langosta con puré de manzanas y rayas de caviar
iraní y otras exquisiteces y en Navidad lechón relleno de no sé qué de nueces
y acompañamientos diversos.
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Nunca fuimos a recuperar a nuestro querido pavo para no dejar al descubierto
el cambiazo, aunque nuestras dos decenas de años de edad nos habían
otorgado la suficiente experiencia como para saber que los viejos no eran
tontos.
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Un tsunami devastador
Ciertamente remover los trastos acumulados en el cerebro para recordar
anécdotas, aunque no lo crean, es una tarea harto difícil, más aún si tomamos
en cuenta que ya en recuerdos rescatados por la pluma y el papel, he
acumulado cerca de doscientos folios y cada vez tengo menos, al menos que
revistan algún cierto interés. El otro problema, es que cuanto más antiguas
son las historias, más filtradas llegan a la actualidad.
Hoy a cuenta de nada, como es lo usual, me ha venido a la mente aquella
noche, en la víspera de mi cuarto cumpleaños, cuando cenábamos la familia
al completo, es decir, mi padre, mi abuela, mi hermano Juan, mi primo Jordi
y mis tíos Soledad y Agustín. Yo, pobrecico de mí, temeroso de que aquel
aniversario pasara por debajo de la mesa, dije en un momento que hubo un
silencio entre los adultos, porque a los niños, allá por los años 50, solo se nos
permitía hablar en la mesa “cuando hablen los del pico redondo”, o sea los
cerdos, al decir de mi abuela, que a la mañana siguiente sería un año más
veterano en las lides de esta vida (no lo dije así precisamente, porque lo dije a
la manera de un tierno infante que acaba de dejar la teta materna y aún no
sueña con la teta que deberá ganarse en el futuro a fuerza de currársela) ,
pero, y valga tanta redundancia, lo dije.
Y mi padre que era un cabrón de cuidado (en el buen sentido de la palabra,
claro), me miró, luego miró al resto de niños y finalmente con una sonrisa a
los adultos, me explicó:
-Pues Ricardito, no tendrás tiempo de celebrarlo, porque mañana el señor del
tiempo de la radio ha anunciado un maremoto que nos matará a todos.
Antes de seguir, explicar a nuestros lectores más jóvenes que el maremoto se
le llamaba antes en cristiano al tsunami, una palabra japonesa que nos acerca
al Asia oriental para que nos vayamos acostumbrando a las lenguas de por
allá y no precisamente la nipona, sino la china o mandarina, que es la que en
breve estaremos hablando todos, excepto los que opten por el árabe.
Hecha esta salvedad, volvamos al punto en que dejó de hablar mi padre.
En ese momento todos nos miraron divertidos y nosotros, Juan, Jordi y yo,
entrecruzamos unos ojos realmente aterrorizados y sin saber qué era un
maremoto, sí temíamos a la muerte, un miedo que de forma certera nos había
inculcado la yaya y rompimos a llorar de tal manera que una vez terminadas
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las bofetadas de la yaya que constituían una de sus pocas generosidades para
que cerráramos la boca, mi padre y mis tíos nos calmaron explicando que
había sido una broma.
A la mañana siguiente, muy temprano, decidimos tomar el relevo de la broma
y mientras nos columpiábamos en la Plaza del Coliseo, le contamos a
Ambrosito, un vecinillo de dos o a lo más tres añitos recién cumplidos, que
en aquel día habría un maremoto y que se moriría y que si se había portado
mal o dicho alguna grosería, se iría derecho al infierno. Pero como el
Ambrosito no sabía lo que era un maremoto, ni tampoco la muerte ni menos
el infierno, se quedó tan pancho, por lo que nos vimos precisados a explicarle
atropellándonos entre los tres e inventando sobre la marcha, que un
maremoto era que el mar se salía de su sitio y caía como una piedra sobre la
gente matándola a toda y que morir era quedarse tan dormido que los gusanos
aprovechaban de comerte entero y que si te habías portado bien, venía
alguien con “Flit”, un insecticida al uso en la época, y mataba los gusanos
para que siguieras durmiendo tranquilamente y si no, venía un hombre rojo y
te tiraba en un fuego que hay en la luna y te quemarías para siempre. El pobre
pequeñajo, abrió unos ojos enormes, saltó de su columpio y pareció vomitar
lo que había ingerido en toda la semana y finalmente soltó tal berrinche que
huimos a la par que su atenta madre corría hacia él. Las consecuencias de
aquello las contaré al final.
Y las contaré al final para no perder el hilo, porque después de nuestra
trastada no huimos a escondernos, sino a continuar con una segunda fase y
para ello fuimos a nuestras casas, sacamos nuestros cascos de tipo prusiano,
pero hechos de cartón piedra, un tambor de latón y dos cornetas de feria, de
cartulina y papel de colorines.
Premunidos de la indumentaria militar y de los instrumentos para formar una
precaria banda de guerra, Juan con su tambor, encabezó la marcha haciéndolo
sonar estrepitosamente y Jordi y yo, de a dos en fondo, le seguíamos
haciendo sonar nuestras cornetas lo más marcialmente posible. Así, armando
entre los tres el bullicio de una multitud, fuimos marchando por el vecindario
sin que nadie nos hiciera caso, hasta que llegamos al mercado, Juan dejó de
hacer sonar su tambor y nosotros nuestras cornetas y anunció solemnemente:
-Hoy habrá un maremoto que nos matará a todos. Lo ha dicho el señor del
tiempo de la radio.
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Y como solamente nos miraron casualmente dos señoras que hacían la
compra, Jordi intentó dar mayor seriedad al asunto:
-Y lo ha leído mi madre en el diario de la mañana.
Pero solamente logró que nos mirara, también por casualidad, el que tenía un
puesto de manzanas y parece que también de moscas.
Y como para entonces ni soñábamos con la tele, quise impresionar a aquella
concurrencia que nos ignoraba pese a la gravedad de nuestro anuncio y con
mi voz tremendamente estridente entonces, añadí:
-Y también lo ha dicho Franco en el No-Do… -indiferencia total. -En el
cine… -acoté. Más indiferencia, -El sábado pasado…
Visto lo narrado, nos fuimos desanimados a nuestras casas y allí nos esperaba
a Juan y a mí, no a Jordi no me explico por qué, la respuesta a la broma del
peque Ambrosito y la respuesta fue en forma de correazos y bofetadas y
corrió por cuenta de mi abuela y de mi padre.
No hubo ni fiesta ni regalos.
¡Feliz cumpleaños!
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Mi pequeña y linda Maureen
Era mi primera vez en pre escolar cuando aquel curso era de un solo período
y se iniciaba a los cinco años de edad. Empezaba el ciclo de aprender a hacer
palotes y círculos para ir dando seguridad en los trazos de cara a la futura
escritura, aunque a mí, con una letra horrible e ilegible me parece que no me
hizo mucho efecto.
Aclarados casi innecesariamente esos pequeños pormenores que impiden que
esta nota sea inferior a párrafo y medio, pasemos al tema de fondo.
El primer día de cole, secados ya los mocos por mi paciente profesora Elisa,
tras los chillidos histéricos que proferí cuando mi abuela me dejó solo, noté
que un centenar de niños de mi edad o uno o dos años más, me miraban con
desconfianza y hasta con desprecio. No me extrañaba, llevábamos poco
tiempo en Chile y la primera afrenta para ellos era que llevaba en el ojal de la
solapa una insignia del club de fútbol Unión Española, que era el club que me
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había impuesto mi abuela, a falta de un Barça que era al que toda la familia le
rendía verdadera veneración.
No éramos muy populares los españoles en Chile. No.
Y es normal. Según la historia contada desde la cuna, habíamos llegado
conquistando a los pueblos indígenas, los habíamos esclavizado, les
habíamos robado su oro, los habíamos colonizado, habíamos destruido su
cultura, habíamos impuesto a sangre y fuego un Dios y una religión ajenos a
aquella gente (aunque eso, en un cole religioso, se veía como lo único bueno
de nuestra estirpe)… por haber, habíamos sido unos grandísimos hijos de
puta. Menos mal, que -siempre según esa historia aprendida desde la cuna-
los indios habían eliminado hasta al último de los invasores. A cuenta de
esto, un día tuve la mala idea de sacar conclusiones y había algo que no me
cuadraba. Me preguntaba yo ¿y si los indios Caupolicán, Lautaro, Galvarino
y muchos otros habían exterminado a los conquistadores en el siglo XVI,
cómo es que tres siglos después la burguesía criolla lograba la independencia
de los monárquicos españoles que dominaban la tierra? Esta pregunta, años
después, me costó que el profe de historia, un cura llamado Hernán que, todo
hay que decirlo, era una bellísima persona, me expulsara de clase… eso le
evitó la respuesta. (Aunque poco a poco, avanzando en los estudios, ya ese
exterminio masivo de compatriotas se fue atenuando y cambiando hacia uno
de indios y que los que quedaron se fueron concentrando en penosos
reductos).
¡Hombre! Quería y quiero, hablar de mi pequeña y linda Maureen y mira tú
por dónde me voy por la tangente y los caminos parciales de la historia.
¡Vamos al grano!
Una vez secados los mocos, labor que con maestría de madre realizaba la
profe Elisa, me fijé en una pitufina preciosa de mi edad y sólo Dios sabe qué
sensación de ternura me invadió.
Con timidez me acerqué, al segundo o tercer día, a preguntarle el nombre y
no tuvo a bien mirarme ni por una mínima cortesía. Ni siquiera podría utilizar
en ese caso el símil de que mis palabras fueron como una brisa invisible, sino
más bien que fueron como un pedo, porque hasta juraría que tuvo un tic de
desprecio.
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La María Inés, la chivata del cole a la que no le costó percatarse de que me
gustaba la pequeña y linda Maureen, primero me dijo que tenía “pololo” y
que yo no tenía ninguna posibilidad con ella y me costó unas cuantas
semanas comprender qué tendría que ver una mascota con los sentimientos,
hasta que no sé quién me aclaró que el “pololo” era en aquel país, el novio.
Sin embargo, yo seguía mirando con incomprensible veneración para la edad,
a la niña de mis sueños.
Otro día me le acerqué y le pregunté si era verdad que tenía “pololo”. Su
respuesta fue la misma forma hiriente de ignorarme y creo que también aquel
tic despreciativo, ensombreció su adorado rostro por un micromomento.
La María Inés, visto lo visto, no se pudo callar y se puso a chillar dando
saltitos por todo el patio como una verdadera gilipollas:
-¡Al coño (o sea yo), le gusta la “Morí-in! ¡Al coño le gusta la “Mori-ín”. -Y
al “coño”, o sea a mí, se me puso la cara como un tomate y al poco, granate,
cuando un centenar de voces, incluidas las de mi pequeña y linda Maureen,
comenzaron a hacerle coro. La vergüenza, el sofoco y la impotencia se
unieron para expresarse en forma de llanto. El resultado de ese lamento
lacrimoso abochornado, fue una bronca de las profes a todos los niños y
nunca más volvieron a llamarme “coño”. Es más, un día, alguien muy
condescendiente le dijo a otro igual de condescendiente, sin importarles que
yo pudiese escuchar… “el pobre no tiene la culpa de haber nacido en
España”.
En fin.
La cosa es que pasaron los meses y por más que lo intentaba, de mi pequeña
y linda Maureen no obtuve ni siquiera una distraída mirada, y eso que había
sumado una larga lista de amiguitos y amiguitas.
Hubo un día, no obstante, en que mi abuela, conocedora de mis ingenuos
sentimientos hacia la chavalita, logró que hablara de mí, aunque no conmigo.
Sucedió en mi cumpleaños.
Para aquel aniversario, invité a todos los amigos y amigas del cole y también
quise que fuese la niña amada y como estábamos de vacaciones, no me quedó
más remedio que acercarme al cuartel del regimiento Coraceros, donde estaba
128
asignado su padre que era capitán y al llegar, quise entregarle el sobre con la
invitación a uno de los dos soldados que permanecían de guardia en una
posición tan firme que parecían estatuas, sosteniendo unas largas lanzas, pero
en lugar de cogerlo, el soldado comenzó a gritar “¡Cabo de Guardia! ¡Cabo
de Guardia!, hasta que apareció otro uniformado, imagino que el “cabo de
guardia” y lo cogió y se ve que se lo entregó, porque Maureen se presentó en
la fiesta.
Pero antes de seguir, permitidme que cuente una pequeña historia acerca de
aquellos soldados que parecían estatuas en la entrada del cuartel. No es ni
mucho menos una historia épica ni nada que se le parezca. La cuestión es que
cuando les conté a mi hermano Juan y a mi primo Jordi que aquellos hombres
tenían prohibido moverse, salvo la boca con la que llamaban al “cabo de
guardia”, conseguimos unas plumas de gallina y cada día nos acercábamos a
ellos y les hacíamos cosquillas en la nariz sin lograr el más mínimo
movimiento corporal, aunque sí respingos de nariz y miradas de odio. Cada
sesión se prolongaba hasta que los taconazos del “cabo de guardia” que se
acercaba indicándonos que era el momento para huir.
Un día, sin embargo, nublado y presagiando tormenta, nos tocó un centinela
de mal talante y peor paciencia y nos soltó tal cantidad de improperios y de
tal magnitud ofensiva, que huimos antes de escuchar los taconazos del “cabo
de guardia”. Sin embargo, nos dimos cuenta de una cosa muy mala para los
cancerberos del regimiento. Pese a los insultos, ninguno de los dos se había
movido, así es que al siguiente día, decidimos vengarnos y Jordi y yo por un
lado y Juan por el otro, comenzamos a mear en las firmes botas de los
guardianes, en las dos del insultante y en una del otro. Ese día que fue el
último de nuestra diarias incursiones, no hubo tiempo de llamar al “cabo de
guardia”, porque el “cabo de guardia” y otros tres o cuatro soldados, entre
ellos un teniente nos sorprendieron, nos cogieron, nos llevaron a la Sala de
Guardia y allí nos dieron una tremenda charla que no nos dejó ganas de
regresar. Lo cierto es que ese teniente, un día que fuimos a ver una Parada
Militar en Playa Ancha, se acercó con su corcel a nosotros, se bajó y juntos
nos echamos un hartón de reír por lo hecho, aunque quedó claro que si
volvíamos a repetirlo, dirigiría la artillería del regimiento hacia nuestras casas
y “nos borraría de la faz de la tierra”. Sabíamos que no lo haría, pero tampoco
nos imaginamos nunca de que cada vez que había una competencia de
equitación en las instalaciones militares, recibíamos Joan, Jordi y yo,
cumplidamente, nuestra invitación para asistir.
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Y volviendo al tema de mi pequeña y linda Maureen, que creo que hoy es la
vez que más me he desviado del hilo central. Una vez cantado el
“cumpleaños feliz” y apagadas las velas, mi abuela le preguntó a la niña…
-¿Te gusta mi nieto Ricardito?
A lo que ella, con rostro a saltos entre el asombro y el espanto, respondió con
un rotundo:
-¡¡¡No!!!
Y a mi abuela, insistente ella, no se le ocurrió otra cosa que preguntarle el por
qué… Como si no hubiese en los senderos del amor, infinitos “por qué” para
el sí así como para el no. Pero Maureen tuvo una respuesta clara, precisa,
aguda, punzante, hiriente y… lo peor de todo, sincera.
-Porque es español.
Y contra mis orígenes no podía yo luchar. Dejó de gustarme.
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131
Blue eyes
De joven no es que tuviese pocos amores, tampoco muchos. Vamos a ver,
que ni era monógamo ni tampoco promiscuo. Pero ojo, que al decir que no
era monógamo, no significa que estuviese con dos o más chicas al mismo
tiempo, sino una detrás de otra, como debe ser en esas circunstancias
marcadas por la falta de compromiso, aunque tampoco tantas como las que
me gustaban porque me acompañaba, lamentablemente, un halo de
intelectualidad que de verdad no ayudaba demasiado.
La cosa es que entre las chicas que me gustaban había tres grupos, aquellas
con las que nunca tuve nada más que una amistad, aquellas con las que me
enrollé y las otras con las que salí en una relación más o menos formal.
De la etapa a la que me refiero en esta nota anecdótica, mi época universitaria
en Chile, o sea entre 1969 y 1973, recuerdo muchos nombres, no todos, de las
chavalas que se englobaron entre las que me gustaban, y por orden más o
menos cronológico, puedo citar a Cecilia, María Olga, Loreto, dos María
Eugenia, dos Carmen, dos Andrea, dos Verónica, Ximena, Elizabeth. Paz,
Olga y un corto etcétera y todas, excepto Elizabeth que pasaba de mí de
forma casi hiriente dada su asumida hermosura, tenían algo en común, es
132
decir, los ojos marrones. Esto no tendría nada de particular, pero hubo un
momento en aquellos meses en que quise poder estar con alguna chica de
ojos azules.
Una tontería, ya lo sé, pero a los 18 ó a los 20, uno todavía tiene la cabeza
poco amueblada.
Unos meses antes en Barcelona, había estado tonteando con la Reca, una
guapa extremeña de ojos azules de la que para variar, me enamoré
infinitamente y la relación duró hasta que me enteré de que detrás del
apócope de Reca, existía un nombre de verdad, Recadera y aunque entre los
sueños pasionales en torno a la dulce y guapa Reca, siempre me planteaba la
adaptación progresiva a los inevitables cambios que el tiempo impondría
implacablemente durante aquella anhelada relación eterna, no pude con la
idea de que debería soportar de por vida tan inusual y disonante nombre y no
de la noche a la mañana, como se suele decir, sino antes de una hora de
conocer su apelativo bautismal, dejé a la Recadera.
Cuando llevaba ya largos meses en el nuevo ambiente y cuando sonaban las
trompetas que llamaban a retirada, es decir a cambiar una vez más de
fronteras y de amigos, conocí a una preciosidad de intensos y expresivos ojos
azules. Se llamaba Carmen, Carmencita la llamé desde un principio, y vino a
suplir el amor que sentía por Olga, nunca declarado por temor a perder una
amistad que me era suficiente para estar a su lado y a entrar en mi vida como
un precioso ser transitorio antes de conocer al también pasajero demonio, en
cuyo infierno viví dos años.
Pero en fin, hablemos de Carmencita. Era pequeñita, cara redonda, ojos
grandes y ya lo digo, azules, intensos y expresivos.
Tenía, si mal no recuerdo, que, debo reconocerlo, todo lo recuerdo mal, 16
años y era muy moderna para sus cosas, además de poseer una personalidad
arrolladora y desprejuiciada.
Vestía un poquito al estilo hippie, tenía el pelo castaño claro ondulado,
menos el que la cubría la frente hasta por debajo de las cejas, lo que
destacaba aún más el azul de sus ojos. Sostenía el pelo con un pañuelo de
colores, enrollado al estilo indio. Se veía, ya lo digo, preciosa.
Primero empezamos tonteando y comprendí que algo pasaba en mi errático
corazón, cuando comencé a sentir que engañaba a Olga. Poco después me
dominó una fuerte atracción por la chica, una atracción que se ve que era
133
mutua, porque un día nos vimos retozando en pelotas sobre la enorme cama
matrimonial de la habitación principal de visitas de mi casa… en fin,
retozando y algo más.
¡Qué bella estaba Carmencita sin más trapos encima que el pañuelo alrededor
de su cabeza!
¡Cómo creía amarla! ¡Cómo me convencí que sería la mujer de mi vida!
¡Cómo sentí remordimientos por Olga! y… ¡Cómo de pronto me vi en la
encrucijada de tener que escoger entre la sin par Carmencita y el demonio
que seguro que me había hecho alguna brujería para conquistar mi entregado
“corazón partío”.
El azul profundo de aquellos ojos que eran el cielo y el mar convertidos en
poema, me indujeron a tomar una decisión, haciendo lo que no había hecho
hasta aquel día, ni siquiera en la cama o en los más inocentes rollos, es decir,
expresarle que la quería, que estaba embobado por ella, que era la chica que
Dios me había puesto en bandeja en mi camino sin destinos ni fronteras.
Llegué a su casa al atardecer. Me esperaba en la puerta del jardín y ya
imaginaba por el nerviosismo que había notado en mi voz a través del
teléfono, que lo que debía decirle era importante y que sin duda era lo que
quería compartir conmigo.
Cogí su maravilloso rostro entre mis manos y miré fijamente sus ojos.
Sabía que tenía los días contados en aquel país, por lo que mi decisión, pese a
la corta edad, era seria y meditada y posiblemente nada madura y si ella
seguía o no mis pasos, sería su decisión.
La besé suavemente de una manera diferente a como lo había hecho hasta ese
instante, es decir, le transmití amor, pasión, sentimientos, pureza, amistad y
ella me abrazó llorando mientras devolvía con la misma entrega mis besos.
Separé sus labios y volví a mirarla, a acariciarla y en un arrebato, poseído
seguramente por las brujerías del demonio, le quité el pañuelo enrollado en su
cabeza y le eché el pelo hacia atrás.
¡¡Y coño! Pero muy hacia atrás, porque la frente más que amplia era
amplísima y los primeros pelos le nacían a la altura de la coronilla.
Fui un desalmado y comprendí que lo que amaba de la chiquilla eran sus
ojitos y que una frente despejada -tal vez en demasía hay que decirlo en mi
descargo- era ampliamente negativa en una decisión de tanto alcance.
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Mi último beso, y ella así lo intuyó, fue frío y supo a despedida y cuando me
marché sin mirar atrás, iluminado ya por las farolas que desafiaban a la
incipiente noche, supe que me miraba acompañada de un llanto quedo y
desconcertado.
Mi castigo fue compartir dos años el infierno con el demonio que en una de
sus representaciones, la de aquella ocasión, tuvo formas de mujer.
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El infinito placer de fumar
Así como ahora los grandes cárteles de la droga han logrado que los
gobiernos -el español incluido, porque el nuestro se apunta a todo- comiencen
a suprimir el tabaco para lograr una mayor base viciosa enganchada a los
estupefacientes cuyo consumo está casi normalizado, hubo una época, parte
de la cual me tocó vivir, en la que fumar no solamente estaba permitido, sino
que era socialmente bien visto y conveniente.
Mira que si era socialmente bien visto y conveniente, que si en una reunión
no fumabas, te tachaban de “raro”, o de “snob” e incluso algunos iban más
allá y aventuraban conclusiones como las de que no fumabas tabaco porque
te drogabas con “LSD”. Así que el no fumador habitual, se veía precisado a
serlo al menos de manera social, o sea sacaba su pitillo de una brillante
pitillera durante las fiestas o reuniones, pero como no aspiraba el humo,
siempre cabía la posibilidad de que alguien echara a correr la voz de que
igualmente no eras fumador.
En esto del fumar, además, existían normas muy estrictas pero a la vez
simples… Una, que el hombre podía fumar donde la placiera y la otra que la
mujer solamente podía hacerlo en lugares cerrados, jamás en la vía pública so
pena de generar las más variopintas habladurías, todas las cuales incluían con
mayor o menor vehemencia, el término de “zorra”. Esto tenía un lado
positivo, si es que así podemos llamarlo, y es que si la mujer no fumaba ni
siquiera en reuniones, jamás la tildarían de rara o de drogata, sino, por el
contrario, de virtuosa, fiel, hacendosa, buena cocinera, planchadora ideal y
lavadora pulcra y refinada, o sea que era la esposa ideal… ¡Vamos, cosas del
machismo!
La cuestión es que llegado yo a los 16 años, ya había conocido mujer a través
de los primeros apasionados besos y pecaminosas caricias, pero no tabaco y
como por escribir ya me llamaban raro, no sentía la menor atracción por el
cigarrillo, porque nadie diría que era “raro, raro” o doblemente raro, sino
simplemente, raro.
136
Mas, hete aquí que al cumplir aquella edad, reunida la familia en pleno en
una cena, a la hora de los postres, mi padre me regaló dos paquetes de tabaco
rubio, ante lo que los admirados comensales exigieron que me hiciera hombre
y calara uno de los pitillos, aunque mi padre ordenado como siempre, decidió
que la del café era la hora más adecuada.
El primer cigarrillo sirvió de pretexto para enseñarme a aspirar y disfrutar del
humo, el segundo, para depositar de mala manera en el retrete y por la boca,
todo el potaje ingerido durante el día.
No fue aquella indisposición pasajera obstáculo, sin embargo, para que a
partir de aquel día me convirtiera en un consumidor compulsivo de tabaco y
menos mal que en el Insti nos permitían fumar en los recreos y en las clases
de Historia y Religión y en la de Castellano, solamente cuando el profesor
fumara, que lo hacía muy de vez en cuando. Sin esas licencias, el “mono”
hubiese podido conmigo”
Eran aquellos otros tiempos. Tan distintos, que mi padre políticamente de
derechas, republicano por principio y socialmente liberal, cuando llegué a los
18, en lugar de más tabaco me regaló dinero para, así mismo me lo dijo, “ir
de putas para terminar de hacerme hombre”, sin imaginar que si por follar me
hacía yo más hombre, pues ya lo era, porque si hubiese llegado a saber que
“me había hecho varias veces más hombre” con una linda vecinita, me
hubiese abofeteado tantas veces como las que con ella estuve. Todo ello
porque dentro de su peculiar ideología, era preferible una mala gonorrea a
una buena criatura, cuantimás en aquellos tiempos que mientras que la
primera se combatía con unas cuantas inyecciones de penicilina, el embarazo
se saldaba con un matrimonio de honor.
Señores… ¡He dicho!
Por si acaso, aclaro que no fumo desde 1991.
137
Unas historias de cine
De pequeños y mientras vivimos en la ciudad chilena de Viña del Mar
nuestra rutina, incluidos mi hermano Juan y mi primo Jordi, aparte de ir de
lunes a viernes al cole, consistía en acudir cuatro veces por semana al cine.
Dos, jueves y domingo, al Oriente, en la calle Quillota, una, los sábados al
Olimpo en la Plaza Vergara y una, los domingos también, al cine Metro en la
Av. Pedro Montt de Valparaíso.
Descomponiendo las diferentes sesiones, los jueves íbamos al Oriente la
familia al completo, o sea los tres chavales, mi abuela y mi tía Soledad y a
última hora se unían mi padre y mi tío Agustín. Allí, en lo que llamaban
sesión continuada, nos calábamos una larga serie de películas mexicanas
desde la una de la tarde hasta las nueve de la noche. Por otro lado los
domingos en el mismo cine, pero desde las tres y hasta las ocho, solamente
íbamos los tres a ver dos películas -nunca, jamás, pasaban las anunciadas de
terror o policiales, sino aburridísimas comedias musicales- y un sinnúmero de
seriales, viejas ya para la época, entre las que destacaban las de Fumanchú y
Flash Gordon (eran como las telenovelas de la tele, con la diferencia que a
veces se saltaban los capítulos o no seguían un orden correlativo).
138
En el Cine Olimpo asistíamos a la sesión de tarde (Vermut, la llamaban) con
toda la familia, excepto mi padre, fuese cual fuese la película que exhibieran
(cuando ya éramos algo más grandes, los tres nos íbamos a ver una vaquera a
la sesión del mediodía (matiné) y luego nos uníamos con mis tíos y la yaya,
en la siguiente).
Nuestra otra cita obligatoria era los domingos, en el cine Metro de
Valparaíso. Allí llegábamos a las diez de la mañana (sesión matinal) solos
con mi tío Agustín, para ver una larga serie de dibujos animados, centrados
principalmente en Tom y Jerry y el Pájaro Loco y el hecho de que fuesen casi
siempre las mismas pelis, no nos importaba y si nos hubiese importado poco
podíamos hacer, porque aquella era una obligación como lo era para nuestros
compañeros del cole, ir a misa. En ocasiones y siempre por decisión de mi tío
Agustín, nos íbamos a pescar al muelle del Puerto de Valparaíso, aunque no
recuerdo bien si algún día tuvimos éxito en esa actividad, aunque sí, que
jamás se sirvió alguna de nuestras presas en los potajes caseros. Y en una
ocasión visitamos una fragata fondeada en las afueras del puerto.
A veces no llego a entender qué magia tenía el cine entonces, con la mayoría
de las películas cuadradas y en blanco y negro, que no nos aburría. A fecha
de hoy puedo asegurar, por ejemplo -destruida con el paso de los años, la
magia- que no voy al cine desde que vivíamos en Mataró, o sea hace cosa de
diez u once años y que además veo poco la tele y que cuando se visualiza en
la casa una peli grabada, pues irremediablemente me quedo dormido. Creo
que las miles de películas engullidas durante mi infancia me alejan hasta del
olor del celuloide (nunca he tenido la curiosidad de preguntarles a Juan y a
Jordi si les ocurre lo mismo).
En fin, de las matinales en el Metro con mi tío Agustín sólo me queda el
recuerdo de aquella ocasión en que el cine comenzó a remecerse y que
comenzaron a parpadear unas luces rojas en todos los rincones, mientras que
por la megafonía se invitaba a los asistentes a salir ordenadamente de la sala.
En la huída el desorden, los gritos y los pisotones, unidos a los ruidos propios
de un fuerte seísmo, al de la megafonía y finalmente el pánico que acrecentó
la histeria de la multitud al cortarse la energía eléctrica, fueron dantescos. Sin
embargo, mi tío Agustín nos contuvo y los cuatro nos refugiamos debajo de
las butacas, siguiendo las instrucciones de un hombre experimentado como
él, que había pasado mil penurias y más durante la guerra civil, de la que le
considerábamos un héroe. Ese día, la estampida humana no produjo víctimas,
aunque sí mucha gente contusionada. Finalmente, en aquella jornada, como
es propio de un país acostumbrado a los movimientos telúricos, como no se
había alcanzado las cotas de terremoto, la función continuó, aunque con la
139
mitad o menos de los asistentes (la otra mitad o más, la encontramos a la
salida, en medio de la plaza del frente, como a la espera de otro temblor de
mayor magnitud.
Por otra parte, casi todos los sábados llegábamos tarde al cine Olimpo y
como no nos enterábamos del camino en los pasillos entre las butacas con las
luces apagadas, nuestros gritos llamándonos, obligaban al personal de la sala
a encender las luces para terminar de ubicarnos y esto se hizo tan habitual,
que nada más llegar al cine, ya encendían las luces para evitar nuestro
escándalo. Pero esta encendedera de luces, una vez descubierta nuestra
opípara merienda, también se hizo habitual, cuando el encargado del cine se
enteró de que aquella familia española que iba todos los sábados a la función
de vermut, aparte de los gritos que daba en su tardía entrada, consumía una
extraña combinación de comestibles para la merienda que debían ser
conocidos por el resto de espectadores, entre los que llegó un punto en que
más interesante que la película, era su interrupción para ver lo que comíamos.
Aleccionados por la yaya, mi tía y mi tío, terminamos por hacer caso omiso a
las carcajadas y a los aplausos burlones de la concurrencia.
Voy a explicar qué comíamos durante la función.
Pues simplemente un bocadillo de media barra cada uno a la que primero se
le aplicaba aceite de oliva y sal y se rellenaba con abundantes rodajas de
queso de bola, sobre la que se aplicaba una capa de tabletas de chocolate y
finalmente se le añadía un plátano cortado en ruedecillas. Para los niños,
sobre todo, meternos aquella enormidad en la que se aplicaban en hacer en la
oscuridad mi yaya y mi tía, en la boca, era una tarea trabajosa y ciertamente
muchas veces no entraba por el hueco de la boca, sin que trozos de queso,
chocolate y plátano, fueran a dar al suelo entre las protestas de la abuela o de
la tía o de las dos, mientras mi tío intervenía sonoramente exigiendo un
silencio en el que no colaboraba. Casi siempre era en este punto que se
encendían las luces y las miradas convergían unánimes hacia nosotros. Y
claro no solamente exhibíamos el peculiar bocadillo, sino también la
manzana -para los postres, que sosteníamos en la otra mano, compartiendo
sitio con una botella de Coca-Cola de vidrio, de las que se usaban por
aquellos tiempos, que no pocas veces se nos caían de las manos, dejando un
reguero de líquido pringoso en el suelo y sonoras reprimendas especialmente
de la yaya, a la que poco le importaba el mierdero añadido que quedaba, sino
lo que había costado el refresco que se perdía entre las butacas. En ocasiones
pienso que la gente iba al Olimpo, más que a ver las películas, a vernos a
nosotros. Esto podría explicar el hecho de que cuando se inició la rutina, la
sala siempre estaba a medias y al poco tiempo estaba a reventar, aunque
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curiosamente siempre teníamos nuestra fila completa, como si alguien nos la
reservara.
Lo único lamentable de la rutina del Olimpo fue que el único día de nuestras
vidas que pudimos haber visto un eclipse total de sol, fuimos los únicos
asistentes y cuando por megafonía se nos invitó a disfrutar del inusual
espectáculo, la yaya, con el argumento de que no nos dejarían volver a entrar,
nos impidió salir, aunque la peli se suspendió durante casi una hora,
dejándonos durante ese tiempo en penumbras.
En las sesiones continuadas de los jueves en el Oriente, la merienda era la
misma, pero como los espectadores habituales de aquel cine de barrio eran
tanto o más ordinarios que nosotros, pasaba desapercibida. Lo que sí
molestaba al principio a la concurrencia, era cuando llegaban mi padre y mi
tío, después del trabajo. Los gritos de “mama” y “Sole” y nuestros
bullangueros “aquí, aquí” agitando los brazos, puesta la vista en la puerta de
entrada, impacientaban al resto del público, que como ya digo, tanto o más
ordinario que nosotros, exigía silencio utilizando los más disonantes e
irrepetibles epítetos imaginables. Claro que a veces, aunque con el tiempo,
principalmente cuando la película de turno era una patata, nada más se abría
la portezuela de entrada y se agitaban las cortinas que la resguardaban, el cine
se convertía en un atronador “mama, Sole” que venía de todos los rincones,
que solamente se acallaba con un “¡callad, malparidos!” que escupía por su
nada delicada boquita mi yaya. Pero se ve que aquello llegó a formar, como
en el Olimpo, parte del espectáculo.
Y termino esta historia cinematográfica con la anécdota sórdida a cargo de
Jordi.
Resulta que el domingo por la tarde que era el de las dos películas e
incontables seriales, nuestro horario era de 3 a ocho de la tarde, pero la
función rotativa que así le llamaban a la de los domingos, comenzaba
realmente a la una, pero por asuntos de comida familiar nos era imposible ir
antes. La cosa es que al llegar siempre al final de la primera película, tanto la
sala como la galería, que eran los dos sectores del cine estaban repletos a
rebosar y los chavales atestaban asimismo los dos amplios pasillos,
incluyendo el que separaba platea de galería, que quedaba algo más alta.
Pues lo anterior nunca fue obstáculo para que a los pocos minutos de nuestra
entrada pudiéramos escoger localidad, siempre, eso sí, en las últimas filas de
una sección o las primeras de la otra.
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Pues bien. Llegábamos, nos poníamos en el pasillo paralelo a la pantalla,
aquel que separaba la platea de la galería y comenzaba mi primo, que para
ello tenía una facilidad envidiable para eso -al menos desde nuestro infantil
punto de vista- a expeler unos pedos tan silenciosos como horrorosamente
fétidos y no veas cómo se iba disolviendo la chiquillería tanto del pasillo,
como de las dos últimas filas de la platea y las dos primeras de la galería,
aunque en forma de círculo y como además de gaseoso, era un guarro de
cuidado, una vez que escogíamos nuestras butacas, expresaba su satisfacción
con un eructo tan sonoro que era agradecido con risas y aplausos de un
público que como nosotros, esperaba en aquellas largas sesiones, cualquier
alteración para aclamarla con el mismo entusiasmo con que recibíamos a la
caballería yanqui que aparecía al toque de clarín (ta-ta-ta-ta-ta-ta-tiiiiii-ta-ti-
ta-taaaaa) en defensa de sus heroicos compañeros sitiados por unos indios
malvados que merecían la muerte por defender su histórica tierra de los
sinvergüenzas que venían a usurpársela a nombre de la “civilización”.
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Índice Pág.
El Drugstore del Paseo de Gracia 5 La chavala de las chabolas 9 Patricia, la chica de las lombrices 11 El día que conocí a la Pepa Flores 15 La chica del patio 19 Mi amigo Juan pablo y el ratón 23 Ovnis sobre Santiago 27 Mi amiga Vicky 31 38 años después 37 De un gol marcado con la mano a una patada en los testículos
39
La muerte de mi yaya 43 La primera escuela de mi infancia 49 Después de 38 años 53 José Antonio Solana 55 La hora del ensueño y del amor 57 Rosa María Barrenechea 59 El “Pulguita” 63 La “locomorota” 65 José Miguel Stahl Venegas 67 María Eugenia Silva Ferrer 69 Claudia Barraza, mi primera novia 71 Al guateque con Maribel 77 El maestro “Tito” 81 La “Nené” Vásquez 83 Gloria 85 Ana María Escribano Bradley 89 Adiós Radio Fuenlabrada 91 Hernia inguinal derecha sintomática no complicada
93
¿Sabían leer los culos de los de antes? 99 Adiós abuelo 103 Una de tantas tardes en Ciudad Bolívar 107 Mi padre el Caudillo de España 111 Un día fui amante de una escultural morenaza de ojos azules
113
Pavo navideño al horno con puré de manzanas y rayitas de caviar iraní
117
Un tsunami devastador 121 Mi pequeña y linda Maureen 125 Blue eyes 131 El infinito placer de fumar 135 Unas historias de cine 137
144