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El inquilinato portfolio

Date post: 26-Mar-2016
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De Susana Beatriz Hereñú.
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SUSANA BEATRIZ HEREÑU EL INQUILINATO
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SUSANA BEATRIZ HEREÑUEL INQUILINATO

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Muchas veces no sabemos por qué tal o cual recuerdo aflora en nuestra mente, y en esto creo que los sentidos juegan un papel fundamental.

Un olor o perfume, la textura de algún objeto, el gusto de una comida, escuchar una melodía, pueden ser motivadores para que nuestros recuerdos se hagan presentes, como si el tiempo nos regalara una oportunidad.

A mí me pasó con el sentido de la vista. En un momento intrascendente estando en la peluquería hojeando una revista, espe-rando que se cumplieran los 45 minutos para completar el teñido, veo una propaganda, que no recuerdo de qué era. Detengo mi vista y ahí estaban, sobre una silla, un par de zapatillas de baile clásico de color rosa. Se notaba que habían sido usadas mucho tiempo porque sus cintas estaban sucias y caían como abandonadas.

Y así fue cómo el sentido de la vista disparó en mí algo que hizo que me transportara a mi infancia, y lo que sigue fue la conse-cuencia de ese motivador que, como dije al principio, no sabemos por qué sucede.

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Mi primer recuerdo de la infancia se remonta a cuando tenía seis años y con mucha ansiedad, esperaba el primer día de clase.

Ese día todo era estreno, el guardapolvo muy almidonado, con muchas tablas (no sé cómo se planchaba), los zapatos de cuero marrones, el portafolio también de cuero que nos duraba toda la primaria, la cartuchera de madera, con los lápices Faber, goma de borrar, el ábaco (un aparato con bolitas, que servía para contar), y los secantes. A mitad de año, empezaríamos a escribir con tinta, que el colegio ponía en el pupitre en un envase para ese fin. Todavía no existía, por lo menos para mí, la lapicera con cartucho. Se usaba un porta pluma al que se le colocaba la pluma cucharita, los dedos de las manos y nuestros guardapolvos daban cuenta de ello, dejando rastros de tinta por todos lados.

No era fácil borrar y muchas veces mi cuaderno Rivadavia, como el de otros, era objeto de agujeros por tratar de salvar algún error.

Para comer en el recreo (siempre había uno que era más extenso que los otros), mi madre me compraba las Manón, que era un paquetito que contenía cuatro galletitas ¡qué miseria!

La televisión recién había llegado a la Argentina, y muy pocas personas tenían una, por lo tanto, los chicos leíamos mucho. Se practicaba en casa la lectura que al otro día la maestra hacía leer en clase.

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La entrada de la casa tenía dos puertas, una de madera maciza y la otra, a dos metros, de madera pero con vidrios. Luego de la última puerta, se entraba a un vestíbulo muy iluminado, con venta-nas con vidrios tipo vitraux. De ese vestíbulo salían dos cuartos y uno de ellos tenía dos balcones que daban a la calle; era por cierto el más priviligiado de los ambientes.

Dejando atrás el vestíbulo, se salía al primer patio, en el que confluían habitaciones con puertas muy altas de madera y vidrio, que, con la colaboración de una persiana de madera, permitían una mínima ventilación y controlar la entrada de luz. Igual distribución existía en el segundo patio.

Nosotros éramos privilegiados; teníamos una cocina grande y la habitación la superficie de un departamento de un ambiente actual, lo que nos permitía tener un juego de dormitorio con ropero, dos camas chicas, una mesa con sillas, heladera, la máquina de coser que usaba mi mamá y la estufa a kerosene con velas.

En la época que ingresé al colegio, que estaba al lado de mi casa, no teníamos heladera eléctrica. Había que ir a comprar el hielo, que cuando llegaba a casa ya había chorreado todo el vecindario. Mi hermano se fabricó una especie de carrito con cajones de madera y rueditas, para poder traer el hielo más rápido, ya que la fábrica quedaba lejos.

En el último patio estaban las cocinas, las piletas de lavar y los baños. Las cocinas eran individuales, no así los baños y las piletas que eran compartidas; la ropa se tendía en sogas muy largas que se bajaban y subían con roldanas.

Cada familia tenía su propia tabla de madera para lavar la ropa y un recipiente de metal, como una palangana profunda, que servía para colocar la ropa lavada y en el invierno servía para bañar a los hijos pequeños.

A la ropa blanca se le ponía un producto que se llamaba

En la escuela, a la hora de leer en voz alta, se debían tener en cuenta las comas, por lo que debíamos hacer un descanso breve al toparnos con ellas; para el punto un descanso largo, y si era punto y aparte también teníamos que levantar la vista. Al finalizar el primer grado, teníamos que saber leer de corrido.

Usábamos un solo manual que podía ser de editorial Estrada o Kapeluz, incluía todos los contenidos del año, historia, geografía, ciencias, matemáticas y lenguaje.

Tanto los manuales como los libros de lectura no tenían vencimiento, o sea que se heredaban de hermanos a hermanos.

También se heredaban las revistas Billiken, que servían para pegar figuritas alusivas a las fiestas patrias. Luego apareció el simul-cop, que era un cuadernillo con dibujos que se calcaban.

Los libros infantiles de esa época eran de la Colección Robin Hood, generalmente de tapas amarillas. Recuerdo Mujercitas (Luisa Alcott), Corazón (Edmundo de Amicis), Cinco Semanas en Globo (Julio Verne).

Cuando ya había leído todos, tomaba los libros de mi padre; recuerdo Almafuerte (seudónimo de Pedro Palacios) que, de grande, me sirvió para ganar un concurso.

La vestimenta era un tema, el invierno era muy largo y hacía frío en serio. Las escuelas no tenían calefacción y había que abrigarse con todo lo que se podía llevar, incluidos guantes por los sabañones y gorro para que no se escape el frío por la cabeza. Para la lluvia usábamos capa y botas de goma.

Vivía en un inquilinato de la calle Maza, en el barrio de Almagro, lugar donde nací y residí hasta los once años.

¿Qué era un inquilinato? Era una casa tipo chorizo que cons-taba de muchas habitaciones, con grandes patios unidos por pasil-los, baños, cuyo uso se compartía, y pequeñas cocinas para cada familia (inquilino).

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"Azul", porque le dejaba una coloración que salvaba el color ama-rillento de la prenda. Las camisas y los guardapolvos no se salvaban del almidón “Colman”. Dábamos cuenta de ello los días lunes cuando íbamos al colegio todos duros.

Menciono la marca porque, en mi infancia, las cosas se llama-ban de esa manera. No había hojita de afeitar, era "Gillette", la aspirina era "Geniol", la goma de mascar era "Chiclet", el cacao "Toddy", etc.

Había un baño grande completo (con inodoro, pileta y bañadera) y otros 3 baños individuales con letrina. Para la limpieza de estos baños, el encargado del inquilinato contrataba personal especializado en esos quehaceres. Recuerdo el olor a acaroína y lavandina que se sentía después de cada lavado.

Por la lejanía de los baños, de noche se usaba la escupidera, que se ponía debajo de la cama, siempre teniendo cuidado de no patearla, cuando alguien la había usado.

Muchas veces se veía a los hombres afeitarse frente a un espejo que estaba en el patio, porque el baño estaba ocupado y no había otra opción.

El papel higiénico era un lujo. En esa época las manzanas venían envueltas en un papel muy suave de color violeta azulado, que no se desechaba, sino que, por el contrario, muchas veces era utilizado como papel higiénico.

En el último patio, también había una escalera de metal, que conducía a tres habitaciones con vista a un corredor compartido. Generalmente vivían hombres solos, sin chicos. Me acuerdo que algunos eran muy cultos y escuchaban música clásica y óperas, por supuesto en las radios a válvulas o en el combinado con discos de pasta, que si se caían se hacían trizas.

Luego de un invierno muy crudo, a mi madre se le lastimaron las manos y mi papá le compró un lavarropas que tenía unos rodillos

de goma por donde se pasaba la ropa para escurrirla. Parece que el sistema no funcionó bien y ensució de grasa toda la ropa recién lavada. El lavarropas se devolvió y mi madre siguió lavando a mano. Pasaron muchos años más hasta que pudo tener otro lavarropas que, si bien era más moderno, no contaba con el efecto escurrido que tenia el primero.

Otro acontecimiento sucedió cuando fuimos a comprar la heladera eléctrica. Cuando la trajeron fue la envidia de muchos vecinos que todavía no la tenían. Se terminaba otra etapa, la de ir a buscar el hielo y la de comprar las cosas día a día. La heladera funcionó bien y se quedó en la familia por muchísimo tiempo, sopor-tando varias mudanzas.

Como dije anteriormente, se vivía en familia, a tal punto que las fiestas se realizaban en los patios, compartiendo todo. Para fin de año, se colocaba un gran tablón, que hacía de mesa, y cada familia traía algo. Nos quedábamos esperando el año Nuevo con gran ilusión.

En esa época no se festejaban mucho los cumpleaños de los chicos. No tengo recuerdo de haber invitado a nadie y tampoco de concurrir a cumpleaños de nuestros amigos.

Sí me acuerdo de que, tanto la primera comunión de mi hermano como la mía, fue festejada en grande. Puede verse en las fotos (que guardo) la gran cantidad de personas, entre adultos y chicos, que concurrieron.

Esas fiestas, como los casamientos y otras yerbas, se realiza-ban en el patio grande del inquilinato.

Otros eventos importantes para la comunidad del inquilinato, eran los carnavales. Se armaban tipo asaltos, se disfrazaban todos, chicos y grandes, y por supuesto, todos bailaban. Creo que por eso en mi familia siempre hay un motivo para bailar, me viene de heren-cia. No hace mucho, alguien dijo que en esta familia tocan el timbre y todos se ponen a bailar.

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del frente. Muchas veces se perdía en algún patio y como venganza la vecina no la devolvía ese día. Después se compadecía y devolvía la pelota. El dueño de la pelota de fútbol imponía sus condiciones y elegía su equipo, y si no había pelota se inventaba con cualquier cosa, lo impor-tante era patear algo.

Las chicas jugaban a la ronda, a la mancha, a la rayuela y algunas veces compartían estos juegos con los varones.

No puedo entender ahora, cómo nuestros padres podían estar tan tranquilos, no sabían que hacíamos, o eso creo yo. Por nuestra calle pasaba "La Chancha", nombre que se le daba al colectivo de la línea 155 que, cuando lo veíamos venir, avisábamos para alertar a los chicos que estaban en la calle.

No teníamos bicicleta, había que alquilarla. En mi caso, no sé por qué la alquilaba, si no sabía andar. Tampoco sé por qué nadie se tomó la molestia de enseñarme, o quizás se cansaron de mi torpeza.

Mi debilidad era tener zapatillas de baile clásico, nunca supe cuando nació esa inquietud, jamás había ido a ver un espectáculo de baile.

Pero recuerdo que llevaba a Jorgito, un chico un poco más chico que yo, a una academia de baile. Él iba a aprender folklore, pero en la misma academia enseñaban baile clásico y mientras lo esperaba veía a las chicas ponerse las zapatillas. No puedo decir con palabras lo que sentía en ese momento.

Le comenté a mi madre que quería aprender baile, pero me dijo que era algo caro para nosotros y que mi papá no iba a querer darnos la plata.

De una nena conocida conseguí que me prestara unos días sus zapatillas y el patio del conventillo me vio danzar, entre las sábanas colgadas, un baile imaginario. Había logrado por fin calzar las zapatillas tan deseadas.

En definitiva mis padres me enviaron a clases de piano. Menos mal que eso no era para mí, sino le iba a salir más caro el piano.

Igual, creo que los padres son visionarios, nunca pude aprender

Hablando de carnavales, su festejo no se limitaba al inquilinato, sino que también íbamos a bailar a otros lugares. En este momento me viene a la mente el Centro Navarro, que existe actualmente y queda en la calle Moreno y Colombres, cerca de donde vivíamos.

Las más famosas orquestas típicas se presentaban en ese Centro, no me pregunten quienes eran, en esa época lo único que nos interesaba era el papel picado y la serpentina. Se dieron cuenta que ahora no te dejan tirar papel picado en la fiestas, porque se arruinan los equipos, bah, yo pienso que no quieren limpiar.

El lugar era muy grande, o por lo menos a mí me parecía así, y nosotros, los chicos, desaparecíamos de la vista de nuestros padres que disfrutaban bailar desde un tangazo hasta un pasodobles, despreocupa-dos de nuestra suerte.

Una tardecita de verano, crucé la avenida Irigoyen (sin mirar, por supuesto); iba a buscar a una amiga para invitarla, justamente, al Centro Navarro, y un coche negro, bueno todos eran negros en esa época, me atropelló y me revoleó por el aire, aterrizando en el empedrado sin cono-cimiento.

Los vecinos presentes y el chofer del auto me llevaron al hospital. Ninguno pensó en llamar a una ambulancia. Hoy, seguramente, esto hubiera generado una denuncia judicial.

A mí no me pasó nada, pero mi madre casi se infarta cuando le alcanzaron los zapatos, que se habían fugado en mi vuelo, y le comunic-aron del accidente. Como dije antes, no tuve ni un rasguño, no hubo radiografía y la tomografía no existía. Esa noche no hubo baile, y yo terminé angustiada porque me había estrenado un vestido que sí tomó cuenta del accidente.

En el verano los chicos éramos privilegiados, amén de no ir al colegio, teníamos más tiempo para jugar.

Los varones al fútbol en la calle, para horror de las casas vecinas que se usaban como arcos, temiendo que la pelota rompiera los vidrios

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una coreografía, y con mi altura no hubiera conseguido partenaire.Nosotros íbamos al colegio estatal, pero en verano las chicas

acostumbrábamos ir al colegio María Auxiliadora para aprender oficios de niña, bordados, cocina, y hasta algún idioma, también se jugaba en los recreos. Mi madre no me obligaba, iba porque me gustaba.

A misa concurríamos a la Basílica San Carlos, de la misma congregación que el colegio. En esa Basílica tomé mi primera comu-nión. Había que hacer un curso y aprender las oraciones de memoria. Cómo me costó aprender el padrenuestro. Me viene a la memoria cami-nar los patios repitiendo cada palabra, sin saber lo que significaba.

Hoy después de tanto tiempo, me parece la oración más completa y maravillosa que existe, ya que contiene todo: alabanza, intercesión, petición y protección.

Después de misa, si llegábamos temprano, nos entregaban un cupón, que nos servía para entrar al cine del colegio y ver películas de El Gordo y el Flaco, de Chaplin y hasta del filme español “Mar-celino pan y vino”, que trataba de un niño muy devoto. Los varones podían optar por el partido de fútbol, con cancha y pelota de verdad.

Las noches de verano eran infernales, no había forma de dormir, los vecinos se juntaban en la vereda con sus sillas, esperando “la fresca” y así poder descansar. Los chicos aprovechábamos para jugar contentos de no tener que ir a dormir temprano.

También en el verano, los fines de semana y aprovechando que mi padre tenia camioneta, una Internacional año 1936 (gracias a la memoria de mi hermano por rescatar el dato), algunos vecinos del inquilinato cargaban las bebidas y la carne, y supongo que alguna pastafrola para el mate de la tarde, y nos llevaban al río. Recuerdo que a veces íbamos al Centro Asturiano o al balneario que quedaba en la estación Barrancas del tren del bajo. Aunque no se pueda creer nos bañábamos en el río porque no estaba contaminado todavía, o por lo menos nadie lo sabía.

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Otros de los lugares que recuerdo era “La Salada”, que también fue cerrada por la contaminación. Era otro lugar donde los chicos disfrutábamos del agua sin temor. Excepto el día que mi hermano puso en marcha la camioneta, y parece que estaba en cambio, y yo que estaba atrás casi soy atropellada. La culpa no era de él, ya que mi padre siempre le encargaba que la encendiera para calentarla antes de salir.

Otra salida en el verano, era ir a la costanera sur, donde había espectáculos en un escenario, y las personas se sentaban en mesas y sillas de metal y se consumía bebidas.

Mi padre fabricaba carteles de propaganda, tenía un galpón en la calle Ameghino y Avenida del Trabajo, por donde pasaba el arroyo Cildañez, con agua “non santa”, que, años mas tarde, fue entubado. Con mi hermano solíamos jugar cerca de ese lugar cuando nos llevaba a su trabajo. Nuevamente jugando en lugares peligrosos y contaminados...

Gracias a ese oficio, muchas veces fuimos a Mar del Plata, porque tenía que colocar carteles en la zona. Por supuesto, viajábamos en la camioneta, en la parte de atrás que la tapaba con una lona verde.

También solíamos ir a Victoria o Chacabuco donde vivían mis abuelos.

Ir a Victoria nos podía llevar un día de viaje, porque no existía la Panamericana y tampoco el puente Zarate – Brazo Largo, por lo cual teníamos que abordar la balsa, esperar turno para subir la camioneta, y rezar que no hubiese niebla, para que pudiera salir la balsa. Nos teníamos que quedar esperando varias horas en la camioneta que, previsora, tenía un colchón en el que los chicos dormíamos sin molestar. Hoy ese viaje, gracias al puente Rosario-Victoria, lo hacemos en menos de 4 horas,

El trayecto de la balsa era lento, pero nos encantaba, porque podíamos correr y jugar con otros chicos. No era el Buquebús, pero era lo que había.

Otro gran acontecimiento era la espera de la llegada de los Reyes Magos. Era la única fecha en que los chicos recibíamos juguetes, por lo menos en mi casa. Se juntaba pastito, difícil para nosotros que vivíamos en la ciudad, y agua para los camellos. Siem-pre quise quedarme despierta para verlos, pero nunca lo logré, y ahora que me cuesta dormir, ya no vienen más.

A mi hermano le traían mecanos, a mí muñecas. En una opor-tunidad me trajeron una batería de cocina de aluminio; la caja era muy grande porque tenía como 8 cacharros.

Era preciosa, igual que la de mamá, con olla, lecherita, pava y otras cosas que no me acuerdo. Era tan buena que le hacía la comida a la muñeca y la ponía en el fuego, cosa que hacíamos solos y nuestra madre no se enteraba.

También en verano se solía pasear en “bañadera” que era un micro descubierto, el antecesor del micro que se usa hoy en todas las ciudades importantes del mundo para hacer turismo, y que nos llevaba a distintas partes de la ciudad.

Nunca voy a olvidar cuando nos llevaban al Parque Japonés, que en mi época se llamaba Parque Retiro, construido en los terre-nos donde hoy está el hotel Sheraton.

Era un parque de diversiones que mezclaba juegos de tiro al blanco con atracciones mecánicas, como la vuelta al mundo, la mon-taña rusa, autitos chocadores, el salón de los espejos, pero además, tenía espectáculos de tipo circense, entre los cuales se encontraba la exhibición de ciertos “fenómenos humanos”, así se los presentaba en aquella época, como enanos, mujeres barbudas, faquires, etc. Sin duda un acto de discriminación.

Visto desde mi niñez, era un lugar grandioso y jamás se igualó,

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Los helados eran algo muy preciado y había pocos gustos: chocolate, frutilla, limón, crema y dulce de leche. Se facilitaba la elección, todo era más sencillo.

La tracción a sangre era normal. El mimbrero llegaba una vez por semana, con su carro desbordado de todo tipo de canastos, parecía que se le iban a caer de tantos que traía.

En ese tiempo, apareció el pan lactal, lo traía la “Panificación”, también con un carro tirado por caballos. Era caro, no me acuerdo haberlo comido.

A todos lados íbamos solos, al zapatero, a la panadería, al almacén, a comprar hielo, y hasta la paragüería o el arreglador de muñecas.

Tanto los paraguas como las muñecas se enviaban a arreglar. Debían ser objetos caros y de buena calidad. Las muñecas al prin-cipio eran de porcelana con ojos móviles, los cuales se rompían con facilidad. Luego aparecieron las muñecas “Pierangelis”, eran más chicas pero irrompibles; fin del arreglador de muñecas.

En el caso del paragüero, supongo que habrá subsistido más tiempo, los productos importados de Taiwan no existían todavía.

Así como algunas cosas desaparecían, otras nuevas llegaban, como el chicle Bazooka y la Coca Cola. Ambos productos los com-partíamos con mi hermano, siempre la mitad exacta para cada uno.

Cuando llegaba el buen tiempo, las amas de casa aprovecha-ban y llamaban al colchonero. Encargados de pasar por las casas para reparar los colchones de lana.

Se deshacía el colchón viejo, se escardaba la lana con un aparato especial para ese fin, se cambiaba la tela y se cosía con agujas especiales de colchonero.La tarea se hacía en el patio compartido y todos los vecinos se enteraban qué tipo de colchón tenía cada uno.

En el invierno no estábamos tan activos. No obstante para las fiestas patrias, nos llevaban a los desfiles, que eran muy importantes,

a pesar de que luego se inauguró el “Italpark”. Había crecido y ya no me parecía tan extraordinario.

Mi casa quedaba cerca del subte A, estación Loria, eso nos permitía llegar rápido a la estación Congreso. Jugábamos en la plaza, subiendo y bajando las escaleras de un monumento, que creo ahora está vallado. Ya en esa época las palomas eran nuestra gran atrac-ción.

Hablando del subte, las chicas jugábamos en las escaleras, entrábamos por un lado y salíamos por la otra salida.

Los varones eran más osados, tomaban el subte y viajaban gratis dos o tres estaciones y después volvían.

Otros medios de transporte de esa época, en la que no había tantos colectivos de línea, eran el tranvía y el trolebús. El tranvía era una especie de tren que necesitaba vías y electricidad, muy usado especialmente por los trabajadores. El trolebús no funcionó mucho. Parecido al tranvía, no necesitaba vías, porque tenía neumáticos como los colectivos y se alimentaba por dos cables superiores que tomaban energía eléctrica.

Las nenas nos encargábamos de los mandados. En el almacén se compraba todo suelto, yerba, lentejas, arroz, fideos y hasta el aceite. Es increíble como todavía puedo recordar esa mezcla de olores cuando ingresaba al almacén.

La leche, en un principio, era traída por el lechero que la vendía suelta. Había que hervirla antes de tomarla y se formaba una nata gruesa como una crema recién batida.

Años más tarde apareció la leche pasteurizada, que venía en envase de vidrio de color verde o blanco, creo que se llamaba La Vascongada, y la íbamos a comprar a la lechería.

Cuando había algún bebé enfermo, se compraba una leche espe-cial, que venía en un envase de vidrio marrón, era más cara y pertenecía a Kasdorf. Luego sería Las Tres Niñas envasada en tetra pack.

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para completar lo anterior. Claro que, con la cantidad de ropa que llevábamos, no era fácil detectar los olores, o todos teníamos el mismo olor y nadie se escandalizaba.

Así como ahora, había un plan de vacunación, pero las vacu-nas y las agujas eran pavorosas, y dejaban dolorido todo el cuerpo por varios días.

Recuerdo una vez que, para poder asistir a una colonia de vacaciones, me hicieron un montón de revisaciones y me colocaron todas las vacunas que existían en ese momento. Cumplidos todos los requisitos, me entregaron la bolsa con la ropa que iba a necesitar, desde la bombacha hasta las zapatillas. Estaba muy ansiosa esper-ando el día. Cuando me levanté por la mañana para desayunar y partir, estaba llena de manchas producto de la varicela y finalmente no pude ir, o sea, me aguanté todas las vacunas y me quedé en cama.

Porque si había algo riguroso, era que las enfermedades se pasaban en la cama, y las madres iban a buscar los deberes, porque seguro te pasabas 10 días de internación en tu casa.

Cuando me operaron de la hernia inguinal, a los 7 años, estuve 15 días en cama y con faja; no les digo que nunca íbamos al colegio.

En frente de casa había un comité radical; cuando fueron las previas de las elecciones, el candidato era Frondizi. Los chicos ayudábamos doblando las boletas, supongo que para no molestar, siempre con algo nos entretenían. Si les interesa, Frondizi ganó, pero como todos los gobiernos radicales que yo viví, no pudo termi-nar el mandato.

Otra salida de invierno, era el cine. Las películas eran en blanco y negro. Quedaba cerca de casa, se llamaba el Palacio del Cine y luego se cenaba en el Tunín de la Boca, una de las mejores pizzerías porteñas.

Recuerdo el chocolatinero pasando por entre los asientos, y cómo me gustaba el medallón de chocolate con menta. Esta golosina

ya que militares de otros países, se sumaban a los nuestros, parecía estar en otro país. Desfilaban tanques, camiones de guerra, los granaderos a caballo que dejaban sucia la calle y los aviones surca-ban el aire dejando una estela blanca en el cielo. Terminaban con los gauchos a caballo y las distintas colectividades también hacían su aporte. Todo un espectáculo ver los soldados de las distintas fuerzas, impecables en sus uniformes y orgullosos en sus pasos, porque cada fuerza tenía un paso diferente. Agradezco a mis padres que me llevaban a ver estos eventos.

En los días patrios, se concurría al colegio el día que corre-spondía, en el horario de la mañana y siempre había un acto especial. Terminado el acto, la cooperadora nos regalaba alfajores o algo dulce. Nunca me enteré que las maestras hicieran paro por ninguna razón.

Cuando estaba en primer grado, en setiembre de 1955, fue derrocado el presidente Perón, y asumió el General Lonardi. Fin de la escuela, creo que se decretó fin de año para los estudiantes.

Antes de ser derrocado, una cantidad considerada de aviones atacaron la Casa Rosada. Como el inquilinato estaba cerca de Plaza de Mayo, los aviones pasaban arriba de nuestros patios, todavía escucho el ruido y puedo sentir el temor que teníamos, ya que pasa-ban muy bajos.

Luego del derrocamiento, no se podía pronunciar la palabra Perón, era como una mala palabra. Está demás decirles que se quemaba todo lo que podía tener una foto o algo relacionado con el peronismo.

Las tardes de invierno eran cortas. Las cinco de la tarde nos encontraba tomando la leche y escuchando la radio AM, todavía no existía la FM, pero sí teníamos onda larga lo que nos permitía escuchar radios de otras partes del mundo, con idiomas desconoci-dos, algo que no pude lograr con las radios modernas.

Mientras mi madre planchaba o cosía, se escuchaba en la

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radio de la tarde: “Esos que dicen amarse”, el radioteatro más famoso, con Hilda Bernard y Fernando Siro, auspiciado por jabón Palmolive.

A la noche se escuchaba "Los Pérez García", una familia que nos acompañaba todos los días, muy parecida a "Los Campanelli" que veríamos muchos años más tarde en la TV.

Como hacía frio y no podíamos salir, me entretenía jugando con los botones que mi madre tenía en una caja, los formaba como los alumnos del colegio y por supuesto, yo era la maestra. Cada botón tenía el nombre de alguna compañera de colegio y, de tanto en tanto, cada botón-alumna se ligaba un reto y la mandaba a un rincón de penitencia.

El invierno nos traía todo tipo de enfermedades, todos los chicos teníamos sarampión, varicela, tos convulsa, rubeola y gripes a granel, lo cual nos permitía tener menos días de clase que hoy con tantos paros.

Para la gripe existían las ventosas, que son como unos vasos de vidrio, se le ponía alcohol adentro y con un fósforo, se generaba una combustión, que al colocarlo en la espalda producía un vacío y chupaba la piel.

Cuando las sacaban, quedaba la espalda toda marcada con círculos morados; no sé cuál era la parte terapéutica, pero todos las usaban.

Para aliviar la fiebre, infaltable eran los supositorios de causalón, que se ponían por el ano, pero sentías el gusto en la boca.

También ayudaban los fomentos calientes, previa untada de "Vick Vaporou". Entre el "Causalón" y el "Vick" pienso que, solamente por el olor, las bacterias huían despavoridas, porque en esa época no existía la palabra virus para las madres.

Durante la epidemia de parálisis infantil, también teníamos que llevar la bolsita de alcanfor colgada en el pecho, otro aroma más

sigue existiendo y cada tanto me doy el gusto, viene envuelta en papel verde metalizado, pero no tiene el mismo sabor.

En los cines, se veían dos películas y entre cada película, estaba el número vivo, que consistía en un espectáculo, justamente en vivo. Muchas figuras del ambiente artístico cobraron gran popu-laridad tras participar en esos eventos.

Muy cerca quedaba la confitería Las Violetas, donde se tomaba el té, un lugar muy cool de la época. Se destacaban sus vidri-eras y puertas de vidrios curvos. Estuvo cerrado mucho tiempo y ahora lo reabrieron; es digno de ir a tomar algo para contemplar su arquitectura.

Del otro lado, o sea cruzando Rivadavia, estaba la Federación de Box, en la calle Castro Barros, lugar al que también asistíamos con nuestros padres.

Pero quizás, la mayor atracción del invierno eran las fogatas de San Pedro y San Pablo, que se festejaba el 29 de junio y producía que durante el mes previo se recolectaran toda clase de elementos que se pudieran quemar. Los chicos de cada barrio competían para tener la fogata más grande.

Se fabricaban muñecos, las madres tenían que darnos ropa vieja para vestirlos y ese día se quemaban. También traíamos batatas y papas para asarlas y compartir entre todos.

Mi papá había nacido en Victoria, Entre Ríos. Cuando llegó a Buenos Aires tenía dieciocho años y un cantito especial, por lo cual era candidato a la burla. Entre otras cuestiones, por eso los del interior tenían una casa de su provincia, en la que se reunían y eran todos iguales. En el Centro Entrerriano, donde íbamos, mi padre llegó a ser presidente de la casa de Victoria. No recuerdo qué activi-dades se realizaban, pero sí los grandes banquetes, a los que en la mayoría de los casos, ni mi hermano ni yo podíamos concurrir.

Con respecto a la comida, se sabía qué se iba a comer cada día de

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la semana. Por ejemplo los lunes puchero, jueves y domingo pastas. Las mujeres cocinaban al mediodía y a la noche, aunque hiciera frio, lloviera, o 40 grados de calor, teniendo en cuenta que la cocina quedaba a treinta metros de la habitación-comedor, era todo un esfuerzo.

Cuando se terminaba de comer, había que hacer ese trayecto para lavar los platos y el resto de los elementos utilizados, y luego traerlos para guardarlos. De qué celulitis me hablan, con lo que se caminaba no había grasa localizada.

Cerca de mi casa, había una feria, que era un galpón inmenso, del tipo hiper mercados de hoy, pero con feriantes en los distintos puestos. Eso era competencia, porque había muchos puestos de carne, otros de pollo, de pescados, de quesos, verdulerías, y cada ama de casa evaluaba cuál era mejor y siempre se pedía la yapa. Me entre-tenía mirando los distintos pescados y cómo los caracoles vivos trataban de salir del cajón que los contenía. Aclaro que los caracoles se compraban vivos y no era fácil cocinarlos porque, si no se tapaba bien la olla, salían trepando por las paredes.

En el día de la primavera, los comerciantes de la Avda. Rivada-via, realizaban un concurso de dibujo. Ahí estábamos todos los chicos y no tan chicos, con nuestros lápices y acuarelas, y elegíamos un edificio para dibujarlo.

Mi hermano, que iba a estudiar dibujo, contaba con todos los elementos: caballete, varios pinceles de todo tamaño, pinturas varias. Amén que era y es muy bueno dibujando, también se sumaba a este evento.

Como era de esperar, él sacó un premio por su dibujo y le dieron una medalla y a los otros, como yo que no ganábamos nada por ser un desastre dibujando, por participar nos dieron una caja llena de pinturas, para la envidia de mi hermano.

No sé cómo se vivía en otro inquilinato, pero el nuestro era especial y muy familiar. Las personas compartían las alegrías y los pesares, y se podía contar con la colaboración de la gente. Muchas veces hemos quedado al cuidado de otras familias, cuando mis padres salían o nosotros cuidábamos a otros chicos.

Cuando nos mudamos a San Lorenzo, por fin teníamos casa propia, pero al principio fue duro, nos faltaba el barullo y la conten-ción de la vecindad.

Fue mi primera etapa, la de la niñez. Nunca te olvidaré mi querido inquilinato.


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