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El litigio por la democracia

Date post: 21-Jul-2016
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Por Ricardo Forster
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El litigio por la democracia Por Ricardo Forster 1. La democracia no es un bien intangible ni un fenómeno metereológico que se desencadena con independencia de los seres humanos. Al interrogarnos por nuestra actualidad democrática, al preguntarnos por su espesor y su vulnerabilidad, no lo hacemos como quien se acerca a algo sagrado, sino que nos instalamos de lleno en la estructura conflictiva de una época, la nuestra, que si bien se reclama como portadora del ideal democrático suele tener, en su interior, corrientes que no escatiman esfuerzos en dilapidar ese ideal haciéndolo estallar por los aires y que, cuando la ocasión lo reclama, no tienen inconvenientes en deshilachar, hasta despellejarla, a esa misma estructura social simbólica que dicen defender. Transformada en un pellejo vacío (la expresión es de Horacio González) la democracia, y sus instituciones, termina por rendirle su tributo a los cultores de la horadación y a los animadores de un proyecto político atravesado por la ideología del “orden”, esa misma que desde tiempos inmemoriales es antagónica al ideal democrático que busca, con dificultades y contradicciones, enhebrar libertad e igualdad. En las últimas semanas, y en medio de un verano que se anticipa tórrido, pudimos ver in situ de qué modo opera el discurso del orden y cómo lo hace reclamando a viva voz y ante la “amenaza de la anarquía”, la tradición del “uso legítimo y monopólico de la fuerza” por parte del Estado, como columna sustentadora de la vida democrática y civilizada (sabemos, por experiencia histórica, lo que en boca de los dominadores de ayer y de hoy significa la expresión “civilizada”). En esa “reducción” a la violencia legítima, a lo que en lenguaje cotidiano llamamos “represión”, se encuentra encerrada la “verdad democrática” del poder corporativo. Ese es su norte y su ideal. Orden y progreso enfrentado a anarquía y libertinaje de la chusma. La solución pretoriana como defensa última del orden constituye el reflejo inmediato de quienes se alarman cuando ven aparecer sobre la escena histórica a aquellos, los incontables, que vienen a reclamar su parte en la distribución de la riqueza material y simbólica. El límite de la democracia, para estos cultores del “orden” es, precisamente, la propiedad y, su acumulación desigual e injusta, un dato inexorable de la condición humana que no puede ser ni cuestionado ni rebasado por la turba populista ni por sus gobiernos demagógicos. Intentar torcer la inercia
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El litigio por la democracia Por Ricardo Forster

1. La democracia no es un bien intangible ni un fenómeno metereológico que se desencadena con independencia de los seres humanos. Al interrogarnos por nuestra actualidad democrática, al preguntarnos por su espesor y su vulnerabilidad, no lo hacemos como quien se acerca a algo sagrado, sino que nos instalamos de lleno en la estructura conflictiva de una época, la nuestra, que si bien se reclama como portadora del ideal democrático suele tener, en su interior, corrientes que no escatiman esfuerzos en dilapidar ese ideal haciéndolo estallar por los aires y que, cuando la ocasión lo reclama, no tienen inconvenientes en deshilachar, hasta despellejarla, a esa misma estructura social simbólica que dicen defender. Transformada en un pellejo vacío (la expresión es de Horacio González) la democracia, y sus instituciones, termina por rendirle su tributo a los cultores de la horadación y a los animadores de un proyecto político atravesado por la ideología del “orden”, esa misma que desde tiempos inmemoriales es antagónica al ideal democrático que busca, con dificultades y contradicciones, enhebrar libertad e igualdad. En las últimas semanas, y en medio de un verano que se anticipa tórrido, pudimos ver in situ de qué modo opera el discurso del orden y cómo lo hace reclamando a viva voz y ante la “amenaza de la anarquía”, la tradición del “uso legítimo y monopólico de la fuerza” por parte del Estado, como columna sustentadora de la vida democrática y civilizada (sabemos, por experiencia histórica, lo que en boca de los dominadores de ayer y de hoy significa la expresión “civilizada”). En esa “reducción” a la violencia legítima, a lo que en lenguaje cotidiano llamamos “represión”, se encuentra encerrada la “verdad democrática” del poder corporativo. Ese es su norte y su ideal. Orden y progreso enfrentado a anarquía y libertinaje de la chusma. La solución pretoriana como defensa última del orden constituye el reflejo inmediato de quienes se alarman cuando ven aparecer sobre la escena histórica a aquellos, los incontables, que vienen a reclamar su parte en la distribución de la riqueza material y simbólica. El límite de la democracia, para estos cultores del “orden” es, precisamente, la propiedad y, su acumulación desigual e injusta, un dato inexorable de la condición humana que no puede ser ni cuestionado ni rebasado por la turba populista ni por sus gobiernos demagógicos. Intentar torcer la inercia

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estructural de la desigualdad supone, a los ojos de las corporaciones, una herejía intolerable a la que se debe combatir utilizando los más diversos recursos, incluso aquellos que estén reñidos con el ideal republicano al que dicen defender contra el desmanejo y la desprolijidad populista. La disputa por los alcances semánticos de la idea de “democracia”, disputa que se inicia en la antigua Grecia, constituye uno de los puntos neurálgicos de la política y de nuestro destino como sociedad. Allí, en sus intersticios a veces invisibles, se juega el conflicto decisivo en el que el sentido, y su litigio, se confunden con las evidencias materiales de la desigualdad y la injusticia. Saber comprender los vasos comunicantes que unen ambas dimensiones, aquella que tiene que ver con los modos de la conciencia, con su producción social y cultural, y aquella otra que define las condiciones materiales de la vida de las personas es, qué duda cabe, una de las cuestiones centrales de nuestra época y uno de los desafíos más arduos de la tradición emancipatoria, ese con el que suelen encallar las izquierdas arqueológicas. En la falta de inteligencia crítica para interpelar esa dualidad problemática se encuentra uno de los motivos principales que han llevado a ciertas izquierdas a un callejón sin salida y a la repetición dogmática de un catecismo de la revolución que ni siquiera se corresponde con otro tiempo de la historia. A veces se trata, apenas, de saber leer a los clásicos de la revolución penetrando en sus reflexiones sutiles y para nada encerradas en consignas vacías y agusanadas. Cuando la naftalina invade los roperos de las izquierdas arcaicas, la ropa con la que salen a “jugar con el fuego de la insurrección” termina, muchas veces, confundiéndose con las que usan los verdaderos detentadores del poder económico. Lo que no alcanzan a vislumbrar es aquello que está en disputa cuando hablamos de “democracia”. No lo entendieron en otras etapas de nuestra historia y menos lo entienden ahora cuando, bajo nuevas condiciones y oportunidades, vuelve a dirimirse el poder en nuestro país. Algo de eso sucedió, en vísperas de Navidad, en Constitución. Confunden los límites y las dificultades de un proyecto de raíz popular, sus “zonas difusas”, con la lógica de la impostura o, peor todavía, con la absoluta indiferenciación con la derecha real, esa que espera su oportunidad para desarticular los avances conquistados en estos años. La “nostalgia de la revolución” acompaña, cuando ni siquiera es comprendida en su espesor histórico y en su dramaticidad, lo que Horacio González ha llamado “la razón golpista”. Desentrañar su funcionamiento constituye una tarea no menor del pensamiento crítico y un modo de habilitar, en el debate público, la genuina batalla por una democracia integral, esa misma en la

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que los matices digan más de nuestra sociedad que las retóricas de lo absoluto. La izquierda, la que sigue la perspectiva del litigio por la igualdad, deberá tener presente la impureza de una humanidad no redimida a la hora de juzgar lo realizado y lo que está en juego. La otra, la cristalizada como estatua de sal de un pasado mitificado e irreal, seguirá urdiendo pequeñas conspiraciones perfectamente funcionales a los verdaderos y activos conspiradores. Hace un tiempo largo que el “desorden” forma parte de la estrategia destituyente de la derecha vernácula y más cuando logra convertirlo en espectáculo televisivo que captura la atención fascinada del gran público. Un “desorden” que nada tiene que ver con la tradición libertaria sino que tiene como corolario indispensable, como núcleo compensatorio y como clausura, el retorno del “orden”, ese que logra domesticar demandas y protestas de quienes deben regresar a sus lugares de trabajo y pertenencia; de quienes no pueden establecer en el espacio público su exigencia de justicia y reconocimiento. Un “desorden” que habilita la regresión conservadora y que reclama, como desencadenamiento del tumulto y del conflicto, la violencia represiva, esa que, ahora en manos de un Estado activo y presente, garantice su uso monopólico y la preservación de un orden que se corresponda con la estructura de una democracia desigual. En todo caso, y como ya señalé, el “desorden” se vuelve espectáculo televisivo, acicate para enturbiar la visión de amplios estratos medios que le temen a la anomia de los de abajo y que se adecuan mucho mejor a las imágenes de neobarbarie, de esas que proliferan en los noticieros, que a la ampliación de derechos y a la puesta en evidencia de lo socialmente no resuelto. Una extraña relación se establece entre el desmadre de la protesta y las estéticas del poder mediático que contribuye decididamente a la escenificación de un drama atravesado por la lógica del temor y la anarquía, el descontrol y la desmesura que acaban por diseñar el dibujo de una sociedad salida de cauce y sin gobierno. La resolución de lo irresoluble adquiere la fisonomía de la gramática del orden.

2. La democracia es frágil allí donde se entrelaza con lo que Guy Débord

denominaba “la sociedad del espectáculo”, ese tiempo del capitalismo en el que las formas narrativas del poder se transforman en eje vertebrador, junto con la espectacularización de la vida y el estallido exponencial del consumo, de la colonización de las conciencias. En los años sesenta, tiempo de la reflexión de Débord, el papel de los medios de comunicación y de la industria de la cultura y el espectáculo ya estaban plenamente

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desarrollados aunque todavía no habían alcanzado ese punto de máxima captura de la vida social como efectivamente ocurre en nuestros días telemáticos. Débord había comprendido que estábamos entrando a una época de profunda y decisiva reconfiguración del capitalismo, una reconfiguración estructurada alrededor, ahora, de lo deseante y de la emergencia de una nueva gramática de la subjetividad capaz de abrir plenamente las compuertas del hedonismo individualista en el mismo momento que se multiplicaban las formas más radicales de la homogeneidad económico-cultural. En el giro de la época dominada por la gramática del espectáculo hay que ir a buscar las claves de una esencial reconfiguración de la propia democracia. La localización de las derechas, otrora habitantes de ideologías partidarias hoy en desuso, hay que ir a buscarla, como decía Nicolás Casullo, al interior de los grandes medios de comunicación. La sordidez de la lengua espontánea que recuperan los informes televisivos, su violencia impúdica acaba por transformarse en la medida del repertorio social dominante y en epicentro de una narrativa que aspira a invisibilizar aquello que cuestiona su hegemonía. De ahí la importancia decisiva de dar la batalla en el terreno de los símbolos y el lenguaje, penetrando en el mismo vientre del monstruo mediático. Tarea grave y complicada sin la cual todo se volverá más difícil. El kirchnerismo, lo más saludable e inesperado que nos pudo suceder como sociedad atrapada en la telaraña de sus frustraciones e injusticias, algo aprendió al respecto. En un estupendo artículo, “La razón golpista”, Horacio González le da otra vuelta de tuerca a esta cuestión central; en él hace el ejercicio de comparar distintos momentos históricos que definieron perspectivas conspirativas diversas: “Este es un problema para los gobiernos provenientes de la tradición popular-nacional clásica, como el actual en la Argentina, que piensan en forma relativamente autónoma la representación popular, disputándosela parcialmente a las corporaciones. Algunas de ellas son propietarias de los medios de producción comunicacionales. En buena medida esta situación, entonces no enteramente percibida, comenzó a agudizarse en tiempos de Alfonsín, Y estos gobiernos, al practicar aunque sea tímidos reformismos, descubren como reacción el resurgir de la razón golpista, que ahora opera con utensillos simbólicos nuevos muy diferentes de los del tiempo de Trotsky, Malaparte y Perón. Y estos gobiernos, al descubrirla, arrojan su advertencia sobre los operadores del golpe, los conspiradores, acaso sin percibir que los neogolpismos son estructuras permanentes más allá de que existan personas o grupos que ejerzan acciones conspirativas o

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piensen en los términos de esa antiquísima manera de ser de lo político. El golpismo está estructurado como un lenguaje interno de la época, como una semiología que antes que voltear instituciones, las deja como un pellejo vacío”. Lo que González piensa como mutación de “la razón golpista”, su capacidad camaleónica para asumir nuevos rostros, esos que van más allá de las “pequeñas conspiraciones” (incluso aquellas que son denunciadas desde el gobierno como propias del duhaldismo o de la pequeña izquierda obrerista), se relaciona directamente con esa vertiginosa apropiación, por parte de las corporaciones comunicacionales, de un relato sobreexpuesto y sobre dimensionado en el que se dibuja, con recurrencia abrumadora y nauseosa, la fragilidad y la incoherencia de un proyecto que, reclamándose nacional y popular, deja al descubierto sus pústulas y sus irresoluciones, esas mismas que tienen que ver con las avaricias de una época en la que cada medida reparatoria se enfrenta a la continuidad de inmensas zonas dañadas. Lo que logran construir, utilizando a destajo los grandes descubrimientos de las vanguardias estéticas de entreguerras, las técnicas del montaje y la proliferación de las imágenes hasta saturar pantallas y conciencias, es la escena del desmoronamiento, de la impostura y de la fragilidad estructural de las instituciones allí donde son comandadas, eso dicen a coro, por una corte de improvisados gobernantes incapaces de superar su populismo antediluviano. Son estrategas de los signos y de los nuevos lenguajes televisivos. Jugadores de un juego que va mucho más allá de una simple conspiración prenavideña y que aprovecha el calor asfixiante, el fin agotador de una jornada interminable y la imposibilidad de regresar a sus hogares de miles de sufridos viajeros en trenes de cuarta categoría, para desencadenar pequeños fuegos insurreccionales. Ellas, las corporaciones mediáticas –piedra basal de las políticas neoliberales-, las que mueven las marionetas de la comunicación y la información, las formadoras de opinión y las salteadoras de conciencias frágiles, van más lejos, su objetivo es vaciar la democracia allí donde ésta no se comporta de acuerdo a sus intereses y exigencias. El primer paso es debilitar las instituciones y desplegar las formas dominantes de un sentido común atravesado por las mil variantes del resentimiento y el prejuicio. Después, y ayudados por los “pequeños conspiradores”, elevarán su puntería, esa que fue pacientemente entrenada por la “razón golpista”. Impedirlo es la esencia de una democracia que sea capaz de reinventarse desde la perspectiva de la emancipación.

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3. Pensar la democracia es, entonces, salirse de los lugares comunes,

abandonar las perspectivas complacientes y acríticas que suelen ser funcionales a su ahuecamiento, para inmiscuirse con lo “inacabado” de una construcción histórica que convive con sus propias contradicciones. Retomo una más que interesante definición dada por Diego Tatián: “Empleo aquí la palabra democracia para designar la decisión común de mantener abierta la pregunta que interroga por lo que los cuerpos y las inteligencias pueden -ser y hacer-, y de establecer una institucionalidad hospitalaria con la fuerza de actuar, pensar y producir significado con la que cuentan los seres humanos –que son los seres humanos. En este sentido, democracia es una forma de sociedad que activa declaraciones de igualdad, y un régimen político que concreta esas declaraciones en instituciones sensibles a la novedad humana –que de otro modo permanecería clandestina, despolitizada o violenta.” La democracia pensada como una lógica de la incompletud que lleva dentro de sí aquello que la marca desde su inicio: el litigio por la igualdad, es decir la exigencia de los incontables de ser incorporados a la suma de todos los que forman parte de esa equidistancia igualitaria que define el núcleo primero y último de la invención democrática. En esa querella del origen, en esa incomodidad de ensanchar los límites de lo que no tiene límites ni forma precisa pero que organiza cuerpos disímiles, se encuentra el dinamismo conflictivo de un sistema político que nunca acaba de cristalizar allí donde el reclamo de igualdad, que la persigue desde el comienzo, impide la consolidación de una estructura acabada. En ese límite difuso la democracia perpetúa su doble cualidad de ser, por un lado, ontológicamente igualitaria y, por el otro lado, no poder terminar de resolver el carácter de esa igualdad de origen allí donde lo que persiste es la desigualdad material. La democracia ha sido, y lo sigue siendo, el nombre de una grieta en la estructura del poder; la evidencia de un desafío que los incontables de la historia nunca han dejado de hacerle al poder y que sigue proyectando su sombra desde la antigüedad griega: la persistencia de una exigencia de igualdad en contraposición a la continuidad, evidente o solapada, de una jerarquía estructurada como diferencia de clase. La democracia confunde lo que la riqueza y el nacimiento separan y explican sin inconvenientes; juega con una alquimia que raramente suele trascender y superar los juegos de infancia allí donde, y bajo la atenta mirada de las pedagogías ilustradas, se mezcló lo que luego sería separado por mor de la desigualdad material, esa que ha seguido imperturbable su curso atravesando las diferentes etapas de la historia.

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En todo caso, y desde la reinvención moderna de la democracia, su núcleo igualitario no dejó nunca de entrar en un difícil equilibrio con la realidad de los poderes en pugna, allí donde los cuerpos de los incontables batallan por hacerse más visibles en medio de la invisibilización de los muchos. En el núcleo de esa batalla sorda se inscribe nuestra actualidad política, esa experiencia, a la que llamamos democracia representativa, y que algunos nombran de una manera en la que se intenta borrar las huellas que reconducen hacia el fondo igualitario e isonómico (marca de una memoria antigua que no pudo ser jamás eliminada) y otros, los muchos en la suma de la que no todos toman parte aunque les corresponda ser parte de los que cuentan y son contados, pujan, también desde tiempos lejanos, por sumar “democráticamente”, es decir, desde la gramática de la igualdad, a esos muchos cuya invitación a participar del banquete queda siempre en suspenso. Para los cultores de una “igualdad desigual”, esa falsa isonomía que restringe la democracia a juego formal, hay una amenaza latente en la exigencia de ampliar la determinación jurídica de la “igualdad ante la ley” incorporando el principio distribucionista de la riqueza socialmente producida, de la misma manera que repiten que el concepto de representación se conjuga inexorablemente con el de delegación de las facultades haciendo inviable, por anárquico y nihilista, su principio opuesto que sostiene la invitación, democrática, a la participación activa y decisoria de los muchos (convertidos en multitud popular). Alucinados ante una visión del Armagedón, los exégetas de una “igualdad desigual”, aquellos que instituyen la frontera policial irrebasable ante la persistente amenaza de los “desiguales de la igualdad” de presentarse de otro modo ante el ágora democrático, despotrican, utilizando los argumentos de la jurisprudencia y la constitución, contra los “igualitaristas”, aquellos que reclaman los derechos de los que restan para sumarse a la suma inconclusa de una democracia excluyente de esa misma multitud que horroriza a los comensales de un banquete que se quiere restringido desde la noche de los tiempos. En nuestros días suele dársele el nombre de “populismo” a esa exigencia de ampliación de los límites incorporando a la democracia, a la que ellos, los pocos, denominan “República”, la demanda igualitaria, esa misma que se mete con la riqueza y su distribución y que supo tener otros nombres venerables en el interior de las tradiciones emancipatorias y rebeldes. De nuevo el litigio, de nuevo lo intolerable que asume la forma de la multitud popular, que no es la de la suma cordial y autorreflexiva de individuos fácilmente contables, sino la de la abigarrada expresión de los incontables,

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esos mismos cuyo lugar en la República no deja casi siempre de ser un incordio, esa incomodidad que suelen producir los recién llegados cuando, sin previa invitación, cuestionan las formas tradicionales, esas que afincadas en las instituciones dejaron desde siempre en el plano de la retórica lo que debía resolverse en el plano de lo material. La paradoja no dicha es que los supuestos recién llegados no son otros que los generadores de la riqueza con la que se regodean los dominadores de ayer y de hoy; aquellos que desde el fondo de los tiempos están ahí exigiendo lo que les pertenece por derecho y justicia. Lejos de constituirse como individuos autosuficientes o como ciudadanos atentos a los límites de una ley siempre desigual en su aplicación, sus momentos de luminosidad histórica se expresan bajo la forma de la multitud, de la masa desafiante, de la rebeldía de los incontables, de la chusma oscura o del pueblo movilizado. La democracia, su existencia histórica, es el resultado directo de esas multitudes inquietas y contestatarias, nunca el producto dadivoso de un poder establecido. Sin esas rebeldías, sin las eternas jacqueries de los invisibles, la actualidad social y política sería infinitamente peor para los muchos. Nada más perverso e impúdico que el relato de los vencedores en el que se transfiere la violencia y la barbarie a los vencidos, despojándolos no sólo de derechos y de bienes sino, más grave todavía, de memoria y de historia para convertirlos en chusma rugiente, incendiaria y arrasadora de cualquier expresión civilizada. Para ese relato que suele habitar los pasadizos teóricos algo herrumbrados del republicanismo liberal, la multitud no representa otra cosa que un más allá caótico de las instituciones y de los ideales ciudadanos. Frente a la multitud anómica y peligrosa aparece la reivindicación luminosa del individuo, célula autoconsciente de una sociedad que debe luchar denodadamente contra las inclinaciones regresivas que se guardan en el seno de la plebe. En nuestros días menos sofisticados –dominados por los lenguajes triviales y chabacanos de la corporación mediática-, se habla de “la gente”, de “los vecinos autoconvocados” en contraposición flagrante a “los piqueteros” o, en un nuevo giro de los últimos tiempos, a los “ocupas”. Una sociedad de individuos blancos y propietarios, heredera de la saga civilizatoria, versus un aluvión oscuro que bajo la forma de la multitud heterónoma, ausente de sí misma y manejada por intereses mezquinos, viene a amenazar los fundamentos democrático liberales de la República. Esa exigencia de recuperar lo olvidado de la democracia (lo que en general no solía entrar en el imaginario de nuestros “republicanos”, muy atentos a cuidar la calidad de las instituciones protegiéndolas de la invasión de los

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bárbaros), lleva hoy, entre nosotros, el nombre litigioso de “igualdad”. Cuestión no menor la de establecer, de nuevo y bajo las exigencias propias de la época, el vínculo entre la libertad, figura ejemplar sin la cual la democracia languidece por inanición espiritual, y la ya mencionada igualdad, sin la cual la misma democracia languidece por inanición de los cuerpos, es decir, por carencia de pan. Extraordinario desafío de una época, la nuestra, que ha conocido la tragedia de la separación, que ha sabido lo que significa buscar la igualdad dejando en el camino la libertad, pero que también ha experimentado lo que trae aparejado despejar la democracia, su existencia como Estado de Derecho, de la distribución más equitativa de la riqueza. `

4. Nombrar la democracia es poner al descubierto la trama de un litigio que la persigue desde los orígenes. Desde Platón sabemos que el ideal republicano nació en conflicto precisamente con la demanda de los muchos que asumió la forma, siempre acechante, expansiva e ilimitada, de la asamblea de los ciudadanos en el Ágora. Un conflicto entre el orden que fija las fronteras irrebasables y la emergencia de una figura inasible e insoportable cuyo núcleo resulta de sumar a los que, hasta ese momento, no tenían parte en la suma de la Polis. Esa grieta de origen ha marcado las relaciones siempre arduas y complejas entre la tradición republicana y la tradición democrática. Desde cierta perspectiva se podría decir que la realización de la “República” se corresponde con el fin de lo político, allí donde este último viene a expresar el núcleo de lo que carece de confines, de aquello que no puede ser “puesto en caja”, es decir, ordenado de acuerdo a un régimen que se apoya, en lo esencial, en la fuerza de policía; de un orden, Platón dixit nuevamente, que pone un freno a la incorporación de los incontables en igualdad de condiciones y reclama la imperiosa necesidad de organizar la vida de la ciudad en torno a una élite de guardianes. El filósofo francés Jacques Rancière concluirá que, de lo que se trata, es de “poner fin […] a lo político tal como se manifiesta, a su estado espontáneo, democrático; poner fin a esa autorregulación anárquica de lo múltiple por decisión mayoritaria”1. Esa es la dimensión “monstruosa” de la democracia que siempre ha inquietado a los cultores del orden. Ahí radica el deseo, inconfesado, de “ponerle fin a la política” entendiéndola en su verdadera significación que se muestra en absoluta contradicción con la lógica del control y de la reducción de las exigencias de la mayoría a la trama indispensable de la jerarquía. La igualdad, vieja compañera de la politeia, sólo puede permanecer en la República al precio de extraviar su contenido. Cada vez que reaparece, como en los días

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argentinos, nos devuelve al territorio del litigio, de aquello desde siempre insoportable para el poder. En la escisión entre lo político como fuerza democrática activa y la política como gestión de policía, hay que ir a buscar el conflicto de nuestro tiempo, un conflicto que no sólo separa a las fuerzas liberal-conservadoras de las popular-progresistas, sino que también ha producido una escisión en el interior de lo que otrora constituía el campo de la tradición democrático-popular. Esto es así, porque lo que se ha escindido en el interior de ese campo político es la relación, otrora fundamental, entre demanda social-igualitaria e institucionalidad democrática. Dicho de otro modo: los años noventa, época caracterizada por la doble tenaza de la ortodoxia neoliberal en el plano de la economía y la rutilante hegemonía del discurso postmoderno en el plano de las ideas, expulsaron sin contemplaciones a la cuestión social (entendida como demanda de igualdad) para dejar entrar a la gran estrella de aquellos años que fue la ideología de “lo políticamente correcto”, aquello que encarnó en el life style propio de las clases medias autodefinidas como progresistas que se sintieron interpeladas por las diversas variantes de una estetización de la vida y la política. En amalgama perfecta con ese borramiento del conflicto social se desplegó de manera también hegemónica el discurso consensualista asociado a las profecías fukuyamistas del fin de la historia y la muerte de las ideologías. Muchos de los cultores progresistas del republicanismo han heredado, sin dificultades críticas, la perspectiva del fin de la historia entendida como la posibilidad, ahora sí, de desplazar el conflicto del interior de la vida democrática. Y lo han hecho a sabiendas de que lo que necesariamente quedaría irrepresentado en el ideal de la República virtuosa sería, precisamente, el litigio por la igualdad (en un giro regresivo terminarían por volverse ultraliberales o arendtianos de derecha al aplaudir con entusiasmo la tesis de la filósofa judeoalemana de la estricta separación de la esfera social y de la esfera política). La consecuencia política directa de este posicionamiento la podemos encontrar reflejada en el espanto que sienten algunos intelectuales autoafirmados como progresistas y/o socialdemócratas frente a la “desprolijidad populista” del kirchnerismo que ha reinstalado la lógica de la beligerancia y la confrontación entremezclando de manera escandalosa lo que debe ser prolijamente separado para que la dinamita no explote. Maestros retóricos del consensualismo no expresan otra cosa que el pánico bienpensante ante el retorno, inesperado, del litigio por la igualdad, un litigio que, en cada época, adquiere sus propios rasgos.

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Negada como una anomalía salvaje de la historia la etapa de la revolución, se abrió el camino, desde la lógica del poder hegemónico, para ir desmontando de a poco los contenidos igualitaristas de la tradición democrática y para reintroducir el ideal republicano prolijamente despojado de cualquier herencia plebeya y, ahora, focalizado en la cuestión de las élites y de una suerte de mitificación ahistórica de las “instituciones” (allí está el cruce de frontera generado, a finales de los años 70, por el libro de François Furet –Pensar la Revolución francesa- en el que no sólo se ponía en discusión los ideales “modernos” emanados del jacobinismo revolucionario, sino que se reducía la propia matriz de la revolución a terror, a punto de partida de los horrores desatados en la peripecia de una modernidad nacida de la Revolución francesa con lo que la propia tradición democrática comenzaba a ser descripta, con astucia y sigilo, en juego con su otrora opuesto, el totalitarismo)2. La crítica del papel de las multitudes sería una constante de esa línea liberal; una crítica que volvía a recoger la herencia del desprecio de las élites de finales del XIX hacia los desafíos que provenían de las masas plebeyas pero que también se vinculaba, más subterráneamente, a la matriz contrarrevolucionaria del conservadurismo de finales del siglo XVIII y principios del XIX (más de un progresista se sentiría algo perturbado al “descubrir” esta insospechada filiación)3. Redefinir la idea de “pueblo”, dándole otra significación histórica hasta desmontar pacientemente sus contenidos emancipatorios, sería otra de las inquietudes de los críticos neoliberales que terminaron de hacerse fuertes en el tránsito de la década del setenta a la del ochenta cuando la noche de los ideales revolucionarios parecía ocupar toda la escena del mundo. Constituye una tarea no menor reconstruir, bajo nuevas perspectivas, una tradición, la popular democrática, que también ha dejado sus males en su travesía por la historia; hacerlo implica, también, recuperar lo mejor de la idea republicana pero entramándola con aquella otra proveniente de las canteras del igualitarismo. Desprendida de la gramática del conflicto la vida política se apropió, como hoja de ruta de este nuevo tiempo, de los lenguajes y de las prácticas del gerenciamiento empresarial llevando hasta su supuesta extenuación aquello que, en otra etapa de la historia, había sido lo propio de la politicidad: el litigio por la igualdad, la disputa por las condiciones materiales de la existencia y, junto con ello, la querella en el interior de la propia democracia por definir su núcleo hegemónico. Sin conflicto y sin antagonismos, lo político transmutó en pura fuerza de policía, es decir, en prácticas de control, orden y administración asociadas en el imaginario de

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la época a los ideales republicanos y a la calidad institucional. Prolijidad, armonía, consenso, competencia sana, sociedad del riesgo, postmodernidad, mercado global, iniciativa privada, se convirtieron en las palabras-llave que abrían las puertas de un presente pletórico de esperanzas y sellador de cualquier posibilidad de retorno a los tiempos oscuros y sombríos en los que reinaba la política del conflicto. Pensando desde otro registro (en un texto anclado en los inicios de los años noventa cuando la ola neoliberal se expandía por un mundo atónito y aparentemente sin defensas), Jacques Rancière señalaba que la “democracia ha superado la época de sus fijaciones arcaicas en la que convertía la debilitada diferencia entre ricos y pobres en mortal asunto de honor, encontrándose hoy tanto más asegurada en cuanto perfectamente despolitizada, en tanto ya no es más percibida como objeto de una elección política sino vivida como medio ambiente, como el medio natural de la individualidad postmoderna, sin imponer ya las luchas y los sacrificios que se contradecían con los placeres de la época igualitaria”4. Ese mecanismo de naturalización de la democracia (es un hallazgo la fórmula “vivida como medio ambiente”) se correspondió, y Rancière lo explicita con crudeza, con la más amplia despolitización de la sociedad allí donde dejó de funcionar el conflicto de origen para ser desplazado por la maquinaria consensualista y por un nuevo imaginario igualitario que dejó de girar alrededor del problema de la distribución de la riqueza para convertirse apenas en un reclamo por ser parte de la “igualdad para consumir” (una igualdad desarticulada de lo colectivo, que era lo propio de su forma inicial, para quedar asociada al gesto puramente individual del nuevo sujeto postmoderno). Fuera del conflicto lo que quedó invisibilizado socialmente fueron los sujetos otrora portadores de las demandas igualitarias, es decir, todos aquellos que, con sus vidas sustraídas por la explotación, quedaban doblemente relegados: en sus derechos y en su existencia real. Quedó completada la tarea del desmontaje iniciada por Furet y los cultores de una asociación entre democracia radical y terror. Primero quedó desprestigiada la tradición de la revolución, después siguió el camino del ostracismo el sujeto colectivo portador, otrora, de esas rupturas revolucionarias de la continuidad y la repetición en la historia. La multitud popular (el pueblo en ciertos registros, la clase obrera y/o los campesinos en otros más vinculados a las izquierdas), no sólo quedaron expuestos como el núcleo indiferenciado de “la barbarie” sino que, en un giro más espectacular e impúdico, fueron despojados de su dinamismo, de su incidencia en los cambios de la historia e, incluso, de su memoria rebelde. El republicanismo liberal

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(incluyendo también a los nuevos exponentes de un progresismo “políticamente correcto” e institucionalista) se convirtió, durante un par de décadas, en el eje de una nueva “verdad histórica”, en la voz de orden para destituir los rasgos “totalitarios” presentes en la tradición de la democracia hasta dejarla exhausta de sí misma transformada, como ya se ha dicho, en un “pellejo vacío”. En estos últimos años, una ola reivindicadora de lo olvidado de la historia atraviesa Sudamérica reabriendo los expedientes de un debate no saldado en el que, bajo experiencias actuales y antiguas, reaparece, con fuerza, la multitud como garantía de una recuperación incipiente de la democracia igualitaria. Una ficción fundacional recorrió el cuerpo artificial de una sociedad capturada por los engranajes cada vez más potentes de la industria del espectáculo. Es ahí, en ese nuevo círculo virtuoso que une en un mismo recorrido la despolitización, la neutralidad valorativa, la proliferación postmoderna, el estallido monádico de individuos atrapados gozosamente en la red del hiperconsumo y la afirmación de un presente eterno, que se entramó, como una malla gruesa y aparentemente inexpugnable, el tiempo del fin de la historia y su correlato de una democracia medioambientalista despojada de cualquier cantera de la que pudieran extraerse nuevamente los conflictos de antaño. Una democracia capaz de expulsar de sí misma su condición histórica y su evidencia, también antigua, de ser escenario de una querella no resuelta. La matriz despolitizadora ampliamente desparramada en escala planetaria por la forma neoliberal del capitalismo no sólo capturó el imaginario de amplios sectores medios de la sociedad sino que, también, caló muy hondo en las tradiciones provenientes del bienestarismo progresista e, incluso, en quienes se referenciaban en las matrices de la izquierda y de lo nacional popular. Uno de los rasgos sobresalientes, sobre el que todavía no se ha escrito demasiado, es la mutación que se operó, en el interior de esos círculos, en relación directa con la idea de “democracia”. Asfixiados por una atmósfera de época que parecía traer sólo aires viciados por el “triunfo” neoliberal, incapaces de digerir el bocado en mal estado del derrumbe de las ideas igualitarias y profundamente desconcertados por la implosión, desde el propio interior, de las experiencias mal llamadas socialistas, una amplia generación de intelectuales, de hombres y mujeres provenientes de militancias antiburguesas pasaron, casi de la noche a la mañana, de ser críticos de la democracia formal a convertirse en sus adoradores más fervorosos, contribuyendo a lo que Rancière llamaba la “democracia vivida como medio ambiente”. Para muchos exponentes de esa generación detrás de ellos quedaban el horror, la muerte y la derrota

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que fueron asociados al fracaso estrepitoso de una visión del mundo que ya no se correspondía con el mundo real afirmado, de un modo que asumía la perspectiva de la eternidad, en la estética de la sociedad de consumo y en la proliferación universal de una nueva forma de subjetividad autorreferencial y atravesada de lado a lado por la fascinación consumista. Junto con la emergencia del individuo hedonista (al menos como experiencia real de quienes quedaban dentro del sistema y como deseo insatisfecho de aquellos otros que eran excluidos de los llamados mercantiles al goce) se pulverizaron las prácticas anticapitalistas y se expulsaron por anacrónicas y vetustas las ideas que siguieran insistiendo con proyectos alternativos al de un modelo de gestión de la sociedad que se ofrecía como triunfante y definitivo. En todo caso, lo que quedaba para quienes no se resignaban a ser parte de la masa acrítica de consumistas alienados pero gozosos, era el distanciamiento crítico, la escritura testimonial y, claro, el más allá de la política. Nunca como en los noventa estuvieron más alejados los incontables de la historia, ampliamente marginados de la fiesta postmoderna, de los forjadores profesionales de ideas que, en su etapa anterior, habían contribuido con ahínco a reafirmar las virtudes míticas de aquellos mismos que, en el giro despiadado de la actualidad neoliberal, serían despojados incluso hasta de su memoria insurgente. La figura del intelectual, otrora imponente y desafiante, dilapidó sus herencias y sus virtudes al precio del acomodamiento académico o de la espectacularización mediática. Tiempo de ostracismo para aquellos otros que no se resignaban a convertirse en coreógrafos de la escenificación del fin de la historia.

5. En una notable reflexión sobre la cuestión, siempre acuciante,

compleja y litigante de la “igualdad”, Diego Tatián regresa sobre su núcleo olvidado y sobre aquello que la sigue colocando en la dimensión de lo subversivo, es decir, de lo que no puede ser reducido a la lógica despolitizadora del capital-liberalismo; y lo hace mostrando lo que de la democracia se pone en juego cuando la inquietud gira alrededor de la suma de los muchos en un sistema de cuentas que suele eludir la aritmética de los iguales en nombre de una naturalización de la desigualdad. Pero lo hace también asumiendo la diferencia y la diversidad como proliferación de multiplicidades en el interior de los iguales y nunca como negación homogeneizadora, abriendo, de ese modo, el puente de ida y vuelta entre la igualdad y la libertad, esa extraña pareja que se ha llevado tan mal a lo largo y ancho de la historia pero de cuya intercambiabilidad depende el destino de la propia democracia.

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Siguiendo el hilo de esta reflexión sugerente nos encontraremos con otro de los puntos problemáticos del debate contemporáneo, de un debate que atraviesa la propia idea de “democracia” y que nos retrotrae a lo que se señalaba más arriba cuando destacaba la reducción de cierta perspectiva progresista a un republicanismo virtuoso y devorado por su matriz liberal en detrimento de la propia tradición democrática. Pero también nos exige pensar, en el interior de la demanda de “igualdad”, las relaciones, no siempre transparentes, entre las singularidades y las multitudes; o, dicho de otro modo, de qué manera se puede hacer compatible el ideal igualitario, la suma de los que quedan fuera de la suma en la distribución de los bienes materiales y simbólicos, su constitución en “pueblo” o en “multitud” (diferenciación que también habrá que poner en discusión) que presiona contra la naturaleza desigual del capitalismo y la reivindicación de la parte individual de los incontables (la cuestión del Estado de derecho, el respeto a las libertades individuales y a la división de poderes, la protección de las minorías, aquello que Tocqueville teorizó a partir de la sospecha, alarmante para su espíritu liberal-conservador, de “la tiranía de la mayoría” como resultado de la proliferación democrática). ¿Puede la democracia sentirse afectada y arrinconada cuando la multitud popular se presenta en el Ágora para exigir el cumplimiento de su promesa de origen? ¿Hay democracia fuera del litigio por la igualdad? ¿Qué de la República, ese concepto cuya historia no ha dejado de ser un campo de batalla semántico, pero que reconoce un punto de partida en un texto de matriz aristocrática y furiosamente antidemocrático? ¿Cómo pensar una república democrática que, recuperando el concepto de “República de los iguales”, no quede anclada en una tradición meramente liberal como viene sucediendo entre nosotros? ¿Puede despejarse, por incompatible, la presencia tumultuosa y conflictiva de las masas de aquello que se denomina “República democrática”? Dilemas de una época, la nuestra, que vuelve a enfrentarse a aquello que se creía anacrónico y vetusto, a aquello que la hegemonía del capitalismo neoliberal había creído para siempre deslegitimado y arrojado al tacho de los desperdicios ideológicos. En nuestro país, pero también en otras geografías latinoamericanas, regresa lo espectral democrático junto con los actores olvidados y ninguneados5. Mientras la democracia se desplegó sin regresar sobre la cuestión de la igualdad no hubo incompatibilidades entre el poder real (las corporaciones económico-mediáticas) y la continuidad de un estado de derecho asentado sobre un supuesto orden republicano. Queda como una tragedia de la vida latinoamericana de las últimas dos décadas del siglo

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veinte que, una vez dejados atrás los años dictatoriales, se ingresó a un tiempo dual caracterizado por la recuperación de la democracia y la proyección exponencial de una desigualdad inédita que acabaría siendo la mayor de toda la historia del continente, superando incluso a la de África. Mientras se avanzó en esta esquizofrenia estructural lo que se impuso fue una retórica del consenso y del fin de los conflictos asumiendo que la globalización y la unipolaridad constituían el punto de cierre de la historia. Junto con el triunfo económico del neoliberalismo se desarrolló, a su vez, una profunda metamorfosis del imaginario social y cultural que acabó por avalar ese giro de la realidad hasta alcanzar la forma de un nuevo absoluto caracterizado desde los engranajes entrecruzados del mercado y de la industria del espectáculo. El neoliberalismo fue, entonces, mucho más que un trastrocamiento del capitalismo de producción para reemplazarlo por la matriz especulativo-financiera. Su “verdad” hay que ir a buscarla a lo recóndito de los lenguajes hegemónicos que se constituyeron en los ejes principales de la visión dominante del mundo6. “La institución de la igualdad, señala con elocuencia Tatián, comienza por una declaración que desmantela los ordenes jerárquicos autolegitimados como naturaleza de las cosas; en ese sentido, estrictamente toda igualdad es an-árquica y deja vacío el lugar del poder –a partir de entonces apenas un lugar de tránsito, ocupado siempre de manera alternada y provisional. Igualdad es ante todo irrupción de un régimen de signos que sustrae la vida visible de la jerarquía, la dominación, el desdén, el desconocimiento, la indiferencia o el destino en tanto efectos de la desigualdad. Iguales no quiere decir lo mismo. Como idea filosófica, según se busca proponer aquí, la igualdad se opone al privilegio, no a la excepción; a la desigualdad, no a la diferencia; a la indiferencia, no a la inconmensurabilidad; a la pura identidad cuantitativa que torna equivalentes e intercambiables a los seres, no a las singularidades irrepresentables –en el doble sentido del término. Es el alma de la democracia en tanto juego libre de singularidades irreductibles, abiertas a -y capaces de- componerse en insólitas comunidades de diferentes (de “sin comunidad”), conforme una lógica de la potencia inmanente a esa pluralidad en expansión -alternativa a la trascendencia del Poder-, definida como ininterrumpida institución de sus propias formas, y por tanto afirmativamente –lo que según entiendo quiere decir que no requiere de la impotencia de otros para su ejercicio e incremento sino, por el contrario, más se extiende cuanto más común. Así concebida, en tanto teoría y práctica de una igualdad libertaria, quizá democracia sea el equivalente de un “comunismo de los singulares” –según la expresión,

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acuñada y dejada sin explicitar, por el último Sartre. La igualdad permite que haya otros. La igualdad es el reino de los raros”7. Democracia como resistencia al Poder que reduce, de manera sistemática, las singularidades, pero también como deseo de darle forma al encuentro de lo diverso sabiendo, de todos modos, de su condición de ideal que se encuentra, una y otra vez, ante la dura resistencia de una realidad poco atenta a esa condición “an-árquica” de una gestualidad democrática que no se deja encerrar en fórmulas desvitalizadoras que suelen ser lo propio de un tiempo del capitalismo, el nuestro, que sólo la nombra para desactivarla y vaciarla de esos contenidos igualitarios. Democracia, tal vez, como horizonte de una sociedad que se niega a permanecer estancada en un orden de sentido que se muestra como antagónico a ese “comunismo de los singulares” lanzado al ruedo de las ideas querellantes por el último Sartre. También democracia como lo imposible que, sin embargo, insiste desde lo profundo de la historia para recordarnos lo que permanece sin resolución, aquello que la acompaña desde sus orígenes griegos y que se fue desplegando de mil maneras distintas en la multiplicidad de experiencias populares que, a lo largo de un itinerario zigzagueante y espasmódico, nunca han dejado de seguir litigando por aquello que no ha terminado de sumarse en la cifra de la igualdad.

6. Ya vimos de qué manera la democracia es un espacio de litigio, pero también des-cubrimos su núcleo libertario en consonancia con la exigencia que la marca desde los orígenes y que se relaciona con la parte de los que no tienen parte en la suma de los bienes materiales y simbólicos, en ese plus que desestructura lo establecido, que desfonda lo que se ofrece como acabado y que se muestra como proliferación de formas abiertas8. La democracia desplegada a lo largo de la historia no ha dejado de mutar y de buscar, una y otra vez, formas capaces de expresar lo inexpresable de su modo incompleto de ser. Su potencia recreadora se corresponde con el rebasamiento de los límites, con ese más allá de la ley que, sin embargo, no ha dejado de constituir uno de sus focos conflictivos allí donde los dominadores de cada época buscan cerrar el proceso de regeneramiento y de reinvención que permanentemente sacude a la vida democrática. Pensar la democracia como lo ya establecido, cerrarla y acorralarla en el interior de fronteras definidas de una vez y para siempre ha constituido la contrautopía del poder. Los incontables han sido los portadores del ensueño igualitario que se guarda en la promesa originaria de la invención democrática (asumiendo, en su travesía por la historia, las diversas características de los ciudadanos no propietarios de la antigua Atenas, de

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la plebe romana, de los siervos de la Edad Media, de los pobres y miserables de los primeros tiempos del capitalismo, de las muchedumbres revolucionarias emergidas de lo más profundo del Tercer Estado, de los proletarios de una época dominada por la industria, de las masas desarrapadas y anónimas de las vastas regiones coloniales y semicoloniales, de los parias y de los explotados de todos los tiempos, de las multitudes de ayer y de hoy que siguen mostrando que algo no funciona en la aritmética de la democracia allí donde hay una parte, la mayoritaria, que se queda fuera de la suma). Esos incontables que han atravesado, bajo diversas metamorfosis, el tiempo de la explotación y la desigualdad, constituyen lo irrepresentado del orden republicano, el lugar de los que no tienen lugar, el nombre de los que carecen de nombre porque son arrojados al anonimato de lo inconmensurable. El discurso del poder, su trama ideológica más decisiva ha buscado, desde siempre, invisibilizarlos o, cuando no lo ha logrado, expulsarlos de la decisión racional arrojándolos a los márgenes de la barbarie. Han sido, y siguen siendo, los bárbaros, los negros de la historia, la fuerza del instinto que amenaza quebrarle el espinazo a la ley de la República llevando a la sociedad a un tiempo sin tiempo de la noche civilizatoria. Son el espanto y lo espectral de una memoria que insiste con recordarnos la violencia que se guarda en lo más profundo e íntimo de las multitudes. Es desde ese miedo a la anarquía, a la locura del desorden de los muchos, al rebasamiento de los controles que se fue montando el contradiscurso neoconservador de las últimas décadas del siglo veinte; un discurso, como ya lo señalé a través del ejemplo de François Furet y su lectura a contrapelo de la Revolución francesa, que ha buscado desactivar la tradición de las rebeldías y de las insubordinaciones de aquellos que, al moverse como masa compacta y diversa, arremeten contra la estructura del sistema. Miedo, entonces, al regreso del sujeto activo y conciente de sus demandas y de su fuerza (aunque, y eso ya lo sabemos, no se trate de un sujeto unívoco ni signado por el “sentido” de la historia articulado con la verdad esencial de su destinación), de aquel que cuestiona con su sola presencia en la escena pública la transformación de la política en administración, en la acción contable de los gerentes que se dedican a gestionar, bajo distintas formas de ingeniería social, aquello que llamamos “la sociedad”. Por eso, bajo el nombre de democracia se dicen cosas muy disímiles. Para unos es el cierre del horizonte imprevisible de la era de las revoluciones y la llegada al puerto seguro de la economía mundial de mercado

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enhebrada con la forma liberalrepublicana como quintaesencia del ideal democrático. Para otros es, como siempre, un desafío sin garantías, una apertura permanente del horizonte de la inteligibilidad para aventurarse por nuevas regiones de la acción y del sueño transformador. Para los primeros, la historia ya está sellada. Para los segundos, el tiempo de esa misma historia sigue sin realizarse allí donde la promesa de la redención continua dibujándose como proyecto inconcluso. Para unos, la democracia es sinónimo de orden y seguridad, es decir, mutación republicana que debe ocuparse incansablemente de custodiar las amenazas que ponen en riesgo su legitimidad. Para los otros, el movimiento, la subversión, la conmoción y lo inesperado constituyen la fuerza vital de la democracia que es vivida no como perfección sino como confusión. En El odio a la democracia, Rancière ofrece una caracterización fuertemente crítica de lo que ha llegado a ser la democracia en nuestra actualidad desde la óptica de la sociedad de la desigualdad: “Olvidada toda política, la palabra democracia se convierte entonces en el eufemismo que designa un sistema de dominación al que ya no se quiere llamar por su nombre, y a la vez en el nombre del sujeto diabólico que aparece en el lugar de ese nombre borrado: un sujeto heteróclito en el que se amalgaman el individuo que padece ese sistema de dominación y el que lo denuncia. Con sus rasgos combinados, la polémica dibuja el retrato-robot del hombre democrático: joven consumidor imbécil de pop corn, de telerrealidad, de safe sex, de seguridad social, de derecho a la indiferencia y de ilusiones anticapitalistas o altermundialistas. Con él, los denunciantes tienen lo que necesitan: el culpable absoluto de un mal irremediable. No un pequeño culpable, sino un gran culpable, causante no sólo del imperio del mercado al que los denunciantes se amoldan, sino de la ruina de la civilización y de la humanidad”.9 Cambiando el escenario de la reflexión rancieriana e instalándonos en América Latina podemos descubrir rasgos semejantes entre nuestros progresistas capaces de denunciar la envergadura explotadora y corrosiva del capitalismo mientras rechazan, con indignación neopuritana, la aparición de movimientos de raíz popular que, con sus desprolijidades y sus impurezas ideológicas, cuestionan en sus prácticas reales al sistema aunque todavía no lo hagan de ese modo “radical” tan caro al purismo de nuestros progresistas (quizás lo hacen del único modo que lo pueden hacer después de décadas de reconstruir pacientemente el daño producido por una cuantiosa derrota histórica que no dejó intocadas las ideas popular-emancipatorias). Un progresismo que terminó por reducir la democracia a su variante republicana e, incluso, redujo la propia idea de

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república a su forma más estanca y conservadora. Un progresismo que después de “recuperarse” de la borrachera revolucionaria transformó dramáticamente su mirada del mundo y de la historia hasta arrojar al tacho de los desperdicios aquellas ideas y aquellas luchas que tanto lo habían conmovido en un pasado no tan lejano pero que, ahora y bajo las seducciones de la sociedad global de mercado, habían mutado en testimonio del horror totalitario, en desvarío homicida. Para muchos progresistas de la era neoliberal significó instalarse en la comodidad de sus profesiones académicas y/o liberales (como se decía antes) desde las cuales fueron destejiendo los telares tejidos en una etapa de la historia cerrada por la llegada de un realismo adulto. Seguridad y tranquilidad que fueron convirtiéndose en rasgos de carácter, en afirmación de una nueva sensibilidad a contramano de una memoria que les recordaba las épocas del sobresalto. Si el precio a pagar era el de la lucha por la igualdad, lo pagarían. Si la consecuencia era destituir lo que otrora fue el reconocimiento del papel de las multitudes en las grandes gestas transformadoras, lo harían justificando teóricamente la decisión al convertir a esas mismas masas populares, antes garantes de la libertad y el cambio histórico, en fuerzas ciegas y manipulables, en aluviones pasivos de multitudes dirigidas por líderes populistas o, peor todavía, en masas telemáticas absolutamente vaciadas de toda consciencia. Para los progresistas, arrojados con cuerpo y alma a las aguas puras del ideal republicanoliberal, la genealogía de las resistencias populares encontraban su legitimación sólo y en cuanto habían contribuido a la realización histórica de la democracia (restringida de acuerdo a esa matriz de “orden y progreso” portada por las clases dirigentes), pero se volvían sospechosas allí donde habían rebasado los límites permitidos y habían mezclado de forma alocada los distintos condimentos de la vida social. En nuestra actualidad, esas mezclas asumen los rasgos del “maldito populismo”, la destilación más degradada, así lo leen, de las tradiciones populares que abandonando su antigua matriz emancipatoria (clausurada de una vez y para siempre de acuerdo a las pautas ilustradas) se lanzaron, en tanto multitudes ciegas, a los brazos de dictadorzuelos bizarros o de aventureros inimputables capaces de travestir los ideales revolucionarios, de utilizar sus memorias más encendidas y venerables, para desquiciar la vida republicana, vaciar la democracia y enriquecer sus arcas privadas. Para los progresistas se trata de la llegada de los impostores que han logrado imponer un lenguaje de la impostura manipulando a su antojo los deseos de unas masas atrasadas que no han podido salir, todavía, del tutelaje y del clientelismo. Sin siquiera sonrojarse eligen el partido de los

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dueños de la riqueza y del poder real para enfrentarse a los “usurpadores de las tradiciones libertarias”. Algunos de ellos, autodesignados como custodios de la verdadera tradición revolucionaria o nacionalpopular, no dudan en aliarse con las derechas a la hora de buscar la destitución de gobiernos caracterizados como impostores y falseadores de la memoria popular. Incapaces de leer las complejidades de esta etapa de la historia, y más incapaces para descubrir las impurezas de la lucha política, salen al ruedo afirmando su condición de “verdaderos exponentes de las ideas revolucionarias” y denunciando a los gobiernos que en la actualidad sudamericana, con sus idas y vueltas, con sus logros y sus errores, han reabierto el surco de la historia emancipatoria, como los enemigos a derrotar, como portadores de una peste que infecta a los pueblos. Aquello que dicen de los Kirchner en Argentina, también lo dicen, los respectivos “puritanos”, de Evo en Bolivia o de Correa en Ecuador. Ni Chávez ni Lula, que también han contribuido, con sus peculiaridades, a la riqueza de este momento latinoamericano, escapan a estas caracterizaciones. Pero también –los progresistas que se han vuelto liberalrepublicanos-, en la continuidad de su profundo rechazo de lo que otrora fueron los ideales de la revolución, asumen, como propia, la mirada prejuiciosa de las clases ricas respecto a la emergencia de movimientos populares que buscan, bajo nuevas experiencias y nuevos lenguajes que se enhebran con sus historias, avanzar en sumar a los que no participan de la distribución. Un doble rechazo atraviesa su visión: de la idea de igualdad como centro nuclear del litigio democrático (de una igualdad que apunta a lo que no se reparte de lo material y de lo simbólico) y de la potencia regeneradora de vida colectiva que se guarda en el interior de la reconstitución del pueblo. Sin siquiera percatarse de ello han adquirido los prejuicios que antesdeayer repudiaban. Para ellas el fin de la era de las revoluciones, su inevitable crepúsculo, no significa la imperiosa necesidad de buscar nuevas maneras de resistir a la injusticia y de avanzar hacia el sueño de otra sociedad, sino la asunción, liza y llana, de un fin de la historia entendido como llegada, nos guste o no, al puerto del mercado global y de su socia inevitable, la democracia liberal. Lo demás es violencia, populismo, desorden y autoritarismo. A todo ello lo ven bajo la horrorosa alquimia de las multitudes y de líderes impresentables que desguazan las instituciones de la República. 1 Jacques Rancière, En los bordes de lo político, La Cebra, Buenos Aires, 2007, pág. 33 2 Jacques Rancière, en otro texto, ha desarrollado con mayor amplitud esta perspectiva: “En primera instancia, podemos establecer entonces el nuevo discurso antidemocrático. El retrato que traza de la democracia está hecho de rasgos que se adjudicaban hace poco al totalitarismo. Pasa, pues, por un

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proceso de desfiguración: como si, al haberse vuelto inútil un concepto de totalitarismo que había sido forjado por las necesidades de la Guerra Fría, sus rasgos pudieran ser desarticulados y después recompuestos para rehacer el retrato de lo que era supuestamente su contrario: la democracia. Es posible recorrer las etapas de este proceso de desfiguración y recomposición. Empezó al iniciarse la década de 1980, con una primera operación consistente en poner en entredicho la oposición de ambos términos, y su terreno fue la revisión de la herencia revolucionaria de la democracia. Se enfatizó acertadamente el papel que cumplió una obra de François Furet, Penser la Révolution Française, publicada en 1978, pero sin comprender el doble resorte de la operación efectuada por el autor. Situar el Terror en el núcleo de la revolución democrática era, en el nivel más visible, quebrar la oposición que había estructurado a la opinión dominante. Furet enseñaba que totalitarismo y democracia no son verdaderos opuestos. El reinado del terror estalinista ya estaba anticipado en el del terror revolucionario. Ahora bien, este último no constituía un traspié de la Revolución, sino que era consustancial con su proyecto, una necesidad inherente a la propia esencia de la revolución democrática. Deducir el terror estalinista del terror revolucionario francés no tenía en sí nada novedoso. Este enfoque podía integrarse en al clásica oposición entre democracia parlamentaria y liberal, fundada en la limitación del Estado y la defensa de las libertades individuales, y la democracia radical e igualitaria, que sacrifica los derechos de los individuos a la religión de lo colectivo y a la furia ciega de las multitudes. La denuncia renovada de la democracia terrorista parecía conducir, pues, a la refundación de una democracia liberal y pragmática emancipada, por fin, de los fantasmas revolucionarios del cuerpo colectivo”. Jacques Rancière, El odio a la democracia, Amorrortu, Buenos Aires, 2006, págs. 25-27. Rancière continúa con agudeza su análisis internándose por otros territorios que nos llevan hacia otros problemas, el carácter contrarrevolucionario de la crítica que inmediatamente de desencadenada la Revolución francesa surgió como paradigma de lo que sería la tradición del pensamiento político conservador, y que hacía hincapié en que aquello que había venido a disolver el terror jacobino no eran las libertades individuales sino las tramas de las viejas solidaridades que garantizaban el orden y la convivencia. Esto nos lleva hacia otras discusiones que no tengo espacio para desarrollar acá. 3 En el capítulo “Conductores de almas” de su magnífico libro Destinos personales. La era de la colonización de las conciencias, Remo Bodei se detiene con erudición en el análisis de la figura de Gustave Le Bon, el teórico más influyente de la segunda mitad del siglo XIX en relación a la cuestión de las masas y de su papel determinante en los acontecimientos de la modernidad. Psicología de las multitudes fue, probablemente, uno de los libros más leídos de su tiempo alcanzando una influencia que atravesó de lado a lado los grandes debates políticos e involucró, de un modo sorpresivo, tanto a cultores de una visión de derecha como a cultores de una visión de izquierda. Analizar el fenómeno de las multitudes sería un tema caro a la generación de finales de siglo XIX y estaría decisivamente presente en las obras de Emile Durkheim, de Max Weber y del propio Sigmund Freud, por citar sólo a los más encumbrados. Se trataba, en última instancia, de pensar con categorías racionales la emergencia escandalosa de los fenómenos irracionales cuyo punto de inflexión se encontraba en la irrupción volcánica de las masas (sigue siendo un clásico de permanente consulta el libro Conciencia y sociedad de Stuart Hughes en el que el autor estadounidense se interna en el núcleo paradigmático que caracterizó a la generación pospositivista). Remo Bodei destaca que la preocupación por el comportamiento de las multitudes ya había surgido durante la Revolución francesa (al menos eso se encuentra visible en Madame de Staël y Michelet). “Pero es inmediatamente después de la Comuna de París que, en Francia, el fenómeno cobra prepotentemente nueva actualidad y entra en el más amplio circuito del debate público, sobre todo gracias a Taine. Los disturbios y la crueldad de los comuneros, sumados a la feroz represión de las tropas gubernativas de Thiers, dejan un surco de sangre que por decenios divide profundamente a la sociedad francesa (y a la cultura europea) en dos campos adversos. La matanza, prisión y exilio de más de cien mil parisinos por parte de los versalleses expresa una feroz actitud de clase…” (Remo Bodei, Destinos personales. La era de la colonización de las conciencias, el cuenco de plata, Buenos Aires, 2006, pág. 339). Queda claro en la genealogía que presenta Bodei que la Comuna de París produjo un profundo terror en las clases dominantes que se transformó, una vez derrotada la experiencia comunera, en una represión salvaje que se hizo en nombre de la racionalidad republicana contra la emergencia barbárica de las masas plebeyas que, como en los tiempos oscuros de la Revolución francesa, habían saltado todas las barreras y habían destruído el orden. Le Bon contribuyó, con su obra, a auscultar el latido de las multitudes, a analizar las diversas formas de la seducción allí donde el discurso de la época homologó masas y sentimentalidad irracional, multitudes y pasiones

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primitivas. Mussolini, como se sabe, haría una atenta lectura de Psicología de las multitudes. Es probable que la irradiación de estas posiciones ligadas al clima positivista y al cientificismo hiperracionalista predominante en la segunda mitad del siglo XIX sigan impregnando la visión que el “sentido común” tiene, en la actualidad, de las masas y de sus amenazas. La sistemática construcción que desde las esferas del poder se hizo de esta saga teórica, de esta persistente denuncia del papel de las multitudes en la historia, ha contribuído, como pocas, a reducir la conducta de los incontables a mera gestualidad instintiva y a vehículo de una violencia irracional que amenaza la vida y la seguridad de los ciudadanos honestos. Esta herencia está presente en la cobertura que los medios de comunicación hacen de los conflictos sociales. 4 Jacques Rancière, Op. cit., págs. 44-45 5 En una época dominada por la economía de mercado, la globalización de las mercancías, la proliferación insustancial de individuos atrapados en la homogeneidad del consumo y la nihilización posmoderna de toda intervención en la escena de una realidad desnutrida de su materialidad, el regreso de la multitud o del pueblo, la irrupción de las masas constituye un escándalo de la razón, una imposibilidad respecto a una percepción del mundo que no puede mirar aquello que ha quedado fuera de su alcance porque perteneció a otro ciclo de la historia. Y sin embargo, y más allá de este “obstáculo epistemológico” –tomando prestado el concepto bachellardiano- ha sido el propio sujeto ausente, la multitud ya no espectral, la que ha reingresado a la escena argentina de un modo que ha causado una extraordinaria sorpresa en todos aquellos que habían decretado su defunción. El dominio de la ideología de un capitalismo postproductivo traía como una de sus consecuencias fundamentales un doble vaciamiento: de la política como lenguaje del conflicto y del sujeto social capaz de encarnar la disputa por la igualdad. Lo que resultó intolerable de la irrupción kirchnerista fue su a deshora, la absoluta anacronía de su presencia en un tiempo de clausura en el que sólo podía ser reconocido el pueblo como objeto de estudio de historiadores y antropólogos, de sociólogos y psicólogos pero ya no como sujeto del cambio histórico. En ese retorno de lo inesperado, en esa vuelta de tuerca de lo ausente, radica el escándalo de lo que en otro lugar he llamado “el nombre de Kirchner”. El litigio que atraviesa la vida democrática, invisibilizado pacientemente por los dispositivos ideológico-culturales del sistema, se ha vuelto a hacer presente recobrando, en parte y bajo nuevas perspectivas e invenciones, lo que desde siempre se guarda en la memoria de las multitudes populares y que, bajo determinadas circunstancias, vuelve a emerger para reintegrar la parte de los incontables en la suma de la distribución. 6 En un estupendo y medular reportaje, Nicolás Casullo se detuvo a analizar estas profundas transformaciones que se han venido produciendo en la sociedad contemporánea y lo ha hecho haciendo eje en la estetización de los sujetos y de la política, remarcando la función central de los lenguajes mediáticos y de la industria de la cultura. “Hoy estamos en una cultura que hace política, más que en una política que hace cultura o que se dedica a la cultura los viernes a la noche en el salón de actos. Esto segundo ya no ilumina. Porque el tema que nos atañe a todos es en realidad un tema cultural: la confrontación ahora es por legitimidades en un mundo deslegitimado. Es por imaginarios a imponer, por estados de ánimo a ‘operar’, por ficcionalizaciones de lo real, y por el realismo de las ficcionalizaciones”. Allí se inscribe, con la fuerza de lo que se graba con fuego, el núcleo “espectacularizante” que el capitalismo neoliberal le ha impreso a esta época y, de ahí también, la colosal importancia de los medios de comunicación que se han convertido en el locus “verdadero” por el que se filtra inevitablemente aquello que hoy se denomina “la realidad”. Sigue afinando su análisis Casullo: “Y se refiere esta pregunta sobre cuáles son las nuevas subjetividades, cuáles son sus mundos resimbolizados, resignificados. Cuál es el status de las representaciones que definen los nuevos sujetos. Esta es una pregunta de corte estético más que político. Atañe a la sensibilidad, al yo, a lo privado, a la puesta en escena, al inconsciente, a la imaginación, a la fantasía, a la imagen de las cosas, a la edición de las cosas, al mito de la individualidad. Es decir, territorio estético”. Es en esta reconfiguración de los sujetos y de las cosas en la que se inscribe el vaciamiento de las materialidades y de una escena puramente articulada desde la lógica de la discursividad estético-ficcional. Por eso, también dirá con insistencia Casullo, la batalla de nuestro tiempo encuentra su campo de operaciones decisivas en la cultura, en ese territorio que ha sido capturado (sutil y violentamente al mismo tiempo) por la lengua ideológica de la dominación que ha sabido sacarle toda su potencia a esta estetización del mundo que acaba por reconfigurar las nuevas formas de la subjetividad. Romper este relato cada vez más abarcador y totalizador es una de las tareas más difíciles y complejas a las que se enfrenta una tradición emancipatoria ya que supone, entre otras cosas, disputar los imaginarios más recónditos penetrando, incluso, en la esfera de lo no sabido, en la territorialidad del inconsciente. La construcción de un

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“sentido común” empático con las nuevas formas de la subjetividad posmoderna tiene, entre otras cosas, la “virtud” de destituir el lugar del otro (el pueblo, la multitud, la masa rebelde, etc.) para arrojarlo al museo de la historia desactivando su potencialidad en el presente de la vida social. Un poco más adelante, y como corolario de esta producción intensiva de “sentido común” o, para decirlo con mayor fineza, de subjetividad de época, Casullo se detiene con minuciosidad en la descripción de lo que él denomina la emergencia de un “cualunquismo fascistoide”: “El cualunquismo vendría a ser –señala Casullo- esas variables protofascistas que existieron en un momento en la Italia o en la Francia de posguerra, en el sentido de gente muy despolitizada, muy antipolítica, muy despreciativa de todo lo que sea político, muy creyente de que lo único que se legitima en la sociedad es, por un lado, el empleador que te da trabajo y el jornal, y por el otro lado, el empleado que yuga. Somos todos empleados. No hay clases ni identidades ni agrupaciones. Desde esa perspectiva se puede producir un cualunquismo de tintes fascistas. Yo creo que en Argentina hay variantes muy claras de estos tintes fascistoides antipolíticos, alentados por una derecha y por un neoliberalismo que juega, desde hace muchos años, una batalla cultural que viene ganando en el sentido de que establece a la política como una intrusa. Así, la política sindical es intrusa. La política universitaria es intrusa. Los derechos humanos son intrusos. La política es pura corrupción, robo por fuera del ‘empleador y empleado’ que signa toda la vida. Una herencia de nuestros abuelos inmigrantes también, para quienes la política era solo ‘chanchuyos de criollos’ que no querían ir a laburar. Desde esta lógica, la política es aquello foráneo a una ‘vida normal’, a un ‘sentido común’, algo que viene a interferir una lógica dada básicamente por la relación económica, que es la ‘verdad verdadera’ frente al diputado parásito.” (“Las posibilidades de reinvención de la política” entrevista a Nicolás Casullo (marzo de 2007), por Karina Arellano, Pensamiento de los confines, número 25, noviembre de 2009, pág. 52. 7 Diego Tatián, “La igualdad como declaración”, Cuadernos del Inadi 3, Diciembre de 2010 8 Volviendo a lo ya señalado sobre la querella de origen y el rechazo platónico de la democracia, se vuelve más clara la distancia que existe entre el dispositivo de enclaustramiento de la democracia que se ha instalado una vez que su potencia se abrió paso a contracorriente de las prácticas de la dominación (nunca se insistirá lo suficiente respecto a que han sido las luchas denodadas de los subalternos las que instalaron, con fuerza arrolladora, la demanda de libertad) y la “impureza” ontológica de una forma de organizar la vida colectiva que se despliega en los bordes de lo común y de lo individual. Es en este sentido, que la democracia subvierte sus propios límites, tanto espaciales como temporales, y desafía, desde el comienzo de su presentación en la historia, el ideal de orden emanado de la arquitectónica republicana diseñada por Platón. El delicado equilibrio entre la potencia de la multitud –el rasgo saliente del modo a través del que los incontables hacen la historia y delinean sus combates por la igualdad y la libertad- y la afirmación de la persona individual recorrerá, como un hilo delgado pero resistente, la compleja trama de la convivencialidad. Lo que el poder en sus distintas acepciones no ha querido reconocer es que en el interior del pueblo (nombrado acá como núcleo de la demanda transformadora) se expresan las formas diversas de lo democrático, que en él no hay ni renuncia de la individualidad ni incompatibilidad con los derechos emanados de la persona. Que ha sido el sistema de explotación el que ha buscado, con violencia extrema, acallar los sonidos libertarios emanados de las gargantas populares. 9 Jacques Rancière, El odio a la democracia, op. Cit., p/ag. 127.


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