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EL TEATRO Y SUS SOMBRAS - CVC. Centro Virtual Cervantes · Eduardo Haro Tecglen Hasta hace algunos...

Date post: 11-May-2020
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�--------------------- --------------------EL TEATRO Y SUS SOMBRAS Eduardo Haro Tecglen H asta hace algunos años un gran número de hechos, cosas, instituciones y has- ta ideas eran obvios: estaban ahí, ente a nosotros, en nuestro camino -«ob-via»-, delante de los ojos, evidentes, claras. No necesitaban de mayor indagación, las defini- ciones eran simples y concretas. Eran los tiempos en los que se creía en lo que se veía. Tiempos cómodos que han terminado. La bomba de la in- credulidad nos ha estallado en las manos ahora; probablemente su mecha venía ardiendo desde muy aás, desde los gileos o los keppler; quizá antes, desde los marcoaurelios o los tertulianos (es tan fácil darle la vuelta a Tertuliano: «No creo, aunque es posible... »). Ahora los que creen han perdido la moda. No son elegantes. Son unos de- sesperados torpes, unos egoístas, unos densores de intereses mezquinos: aquel papa, este terro- rista, unos procesados, ciertos revolucionarios. Sus verdades eran ídolos de bo; se les deshacen, secos, cudo los quieren dender. Cuando quie- ren golpear con ellos nuestras cabezas, se les rompen. El «guerrero feliz» de Wordsworth ha dejado de ser un modelo; solo suscita una mueca burlona: una sonrisa. Tan de repente estamos en este vacío que sen- timos un vértigo ante lo que se desvanece. Ortega decía que la situación más angustiosa de alguien es la de «no saber a qué atenerse»: ya nadie sabe a qué atenerse. Buscamos agarraderas. Empren- demos nuevas definiciones, y se nos queman. En cualquier congreso, seminario o coloquio, por ex- pecífico que sea su tema, se vuelve siempre, una y otra vez, a las generalidades: a buscar definicio- nes, a establecer la metodología; a buscar un len- guaje común que reduzca tantas semánticas a unas ciertas unidades. Y generalmente termina la reu- nión sin haber pasado de estos tientos. En los congresos, o seminarios o simposios de teao, se escucha continuamente la misma pre- gunta angustiosa: «Pero, ¿qué es el teatro?». Es naral -si la palabra «natural» tiene todavía gún sentido- que el teatro presente ahora toda clase de dudas. El teatro es -Y ya estamos buscando defi- niciones como agarraderas- precisamente lo ob- vio, lo que se nos presenta delante del camino, ante los ojos: la palabra viene del griego, mirar. Mirar tenía entonces el mismo sentido que cono- cer, saber, creer: «ver para creer». En el fondo, en el teatro se miraba -se mira, todavía- para verse uno mismo. Aunque era para ver a los demás bajo ciertas rmas mediante esa figura psi- cológica tan ecuente -si no univers- de distan- 2 ciarse y excluirse uno mismo cuando se habla de «los hombres», «la sociedad», «la humanidad» o como quiera que se llame el conjunto de los de- más. Los griegos miraban el teatro para ver cómo sus superiores -los dioses, o la infinitamente des- graciada dinastía de los Atridas-, siendo distintos, eran por lo menos igues. Se trataba de un ejerci- cio democrático y de igualdad. Coturno, peplo y máscara servían pa distanciar el personaje con respecto espectador: los que representaban eran, claramente, otros. Y, sin embargo, estaban sujetos a los mismos avatares que los mirones del teatro, y el ramazo de amor, celos, pasión, muerte, impotencia -a la impotencia se llamaba «destino»- venían a ser los mismos. Quizá la ca- társis, anizada durante tantos siglos, y la cues- tión del «horror y pied» no sean en el fondo más que una simple identificación a la que se unía el ivio de que quien la veía solo la suía en efigie (en la efigie del actor enmascarado, en la del personaje agitado). Todavía hoy debemos est en el mismo juego ante el teatro y las nuevas formas del teatro -el cine, la televisión-. Sería quizá cínico decir que el teatro ha evolucionado mismo tiempo en que se ha ido gando en «calidad de vida». Ya apenas hay tragedia: y cuando la hay se sobrelleva con otra indiferencia. El teatro griego y latino se plan- teaba en un tiempo en el que las guerras, las epidemias, las tiranías, la incidencia de la daga y el veneno y unas leyes públicas de comporta- miento estrictas debían hacer profundamente des- graciados a los contemporáneos. Con el tiempo vino a convertirse en lo que todavía sobrevive, dícilmente: el teatro burgués. Los teatros (loca- les) de las grandes capitales europeas estaban concebidos a la manera de una casa burguesa acomodada: terciopelos rojos, butacones, alfom- bras, palcos habitues. Y la ara, el lustro, la gran lámpa colgte, de cristal. Aled Simon cuenta que «había una grata concordancia entre su magnificencia luminosa, el efecto óptico del cielo pintado en la cúpula, el oro de la embocadura, el rojo del telón, el terciopelo de los pcos y la elegancia de los tocados». Para Mallarmé l a ara era la metáfora esenci del teatro -y el teatro, la imagen del mundo-; y Baudelaire decía que el lustro era «Jo que he encontrado siempre más bello en el teatro». Los camarógros de la televi- sión, cuando retransmiten una ópera o un con- cierto, fijan siempre su objetivo en la gran araña -cuando la hay-; sienten lo mismo que Baudelaire o que Mlmé. Todos los novelistas de la época -de la época del teatro burgués- han caído en la necesidad de explicar que lo que sucedía en la sala, en los pasillos o en los antepcos eran, tam- bién, comedias o dramas tan importantes como las que se desarrollaban en el escenario. Había, por lo
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EL TEATRO Y SUS

SOMBRAS

Eduardo Haro Tecglen

Hasta hace algunos años un gran número de hechos, cosas, instituciones y has­ta ideas eran obvios: estaban ahí, frente a nosotros, en nuestro camino

-«ob-via»-, delante de los ojos, evidentes, claras.No necesitaban de mayor indagación, las defini­ciones eran simples y concretas. Eran los tiemposen los que se creía en lo que se veía. Tiemposcómodos que han terminado. La bomba de la in­credulidad nos ha estallado en las manos ahora;probablemente su mecha venía ardiendo desdemuy atrás, desde los galileos o los keppler; quizáantes, desde los marcoaurelios o los tertulianos(es tan fácil darle la vuelta a Tertuliano: «No creo,aunque es posible ... »). Ahora los que creen hanperdido la moda. No son elegantes. Son unos de­sesperados torpes, unos egoístas, unos defensoresde intereses mezquinos: aquel papa, este terro­rista, unos procesados, ciertos revolucionarios.Sus verdades eran ídolos de barro; se les deshacen,secos, cuando los quieren defender. Cuando quie­ren golpear con ellos nuestras cabezas, se lesrompen. El «guerrero feliz» de Wordsworth hadejado de ser un modelo; solo suscita una muecaburlona: una sonrisa.

Tan de repente estamos en este vacío que sen­timos un vértigo ante lo que se desvanece. Ortega decía que la situación más angustiosa de alguien es la de «no saber a qué atenerse»: ya nadie sabe a qué atenerse. Buscamos agarraderas. Empren­demos nuevas definiciones, y se nos queman. En cualquier congreso, seminario o coloquio, por ex­pecífico que sea su tema, se vuelve siempre, una y otra vez, a las generalidades: a buscar definicio­nes, a establecer la metodología; a buscar un len­guaje común que reduzca tantas semánticas a unas ciertas unidades. Y generalmente termina la reu­nión sin haber pasado de estos tientos.

En los congresos, o seminarios o simposios de teatro, se escucha continuamente la misma pre­gunta angustiosa: «Pero, ¿qué es el teatro?». Es natural -si la palabra «natural» tiene todavía algún sentido- que el teatro presente ahora toda clase de dudas. El teatro es -Y ya estamos buscando defi­niciones como agarraderas- precisamente lo ob­vio, lo que se nos presenta delante del camino, ante los ojos: la palabra viene del griego, mirar.Mirar tenía entonces el mismo sentido que cono­cer, saber, creer: «ver para creer». En el fondo, en el teatro se miraba -se mira, todavía- para verse uno mismo. Aunque fuera para ver a los demás bajo ciertas formas mediante esa figura psi­cológica tan frecuente -si no universal- de distan-

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ciarse y excluirse uno mismo cuando se habla de «los hombres», «la sociedad», «la humanidad» o como quiera que se llame el conjunto de los de­más. Los griegos miraban el teatro para ver cómo sus superiores -los dioses, o la infinitamente des­graciada dinastía de los Atridas-, siendo distintos, eran por lo menos iguales. Se trataba de un ejerci­cio democrático y de igualdad. Coturno, peplo y máscara servían para distanciar el personaje con respecto al espectador: los que representaban eran, claramente, otros. Y, sin embargo, estaban sujetos a los mismos avatares que los mirones del teatro, y el ramalazo de amor, celos, pasión, muerte, impotencia -a la impotencia se llamaba «destino»- venían a ser los mismos. Quizá la ca­társis, analizada durante tantos siglos, y la cues­tión del «horror y piedad» no sean en el fondo más que una simple identificación a la que se unía el alivio de que quien la veía solo la sufría en efigie (en la efigie del actor enmascarado, en la del personaje agitado).

Todavía hoy debemos estar en el mismo juego ante el teatro y las nuevas formas del teatro -el cine, la televisión-. Sería quizá cínico decir que el teatro ha evolucionado al mismo tiempo en que se ha ido ganando en «calidad de vida». Ya apenas hay tragedia: y cuando la hay se sobrelleva con otra indiferencia. El teatro griego y latino se plan­teaba en un tiempo en el que las guerras, las epidemias, las tiranías, la incidencia de la daga y el veneno y unas leyes públicas de comporta­miento estrictas debían hacer profundamente des­graciados a los contemporáneos. Con el tiempo vino a convertirse en lo que todavía sobrevive, difícilmente: el teatro burgués. Los teatros (loca­les) de las grandes capitales europeas estaban concebidos a la manera de una casa burguesa acomodada: terciopelos rojos, butacones, alfom­bras, palcos habituales. Y la araña, el lustro, la gran lámpara colgante, de cristal. Alfred Simon cuenta que «había una grata concordancia entre su magnificencia luminosa, el efecto óptico del cielo pintado en la cúpula, el oro de la embocadura, el rojo del telón, el terciopelo de los palcos y la elegancia de los tocados». Para Mallarmé la araña era la metáfora esencial del teatro -y el teatro, la imagen del mundo-; y Baudelaire decía que el lustro era «Jo que he encontrado siempre más bello en el teatro». Los camarógrafos de la televi­sión, cuando retransmiten una ópera o un con­cierto, fijan siempre su objetivo en la gran araña -cuando la hay-; sienten lo mismo que Baudelaireo que Mallarmé. Todos los novelistas de la época-de la época del teatro burgués- han caído en lanecesidad de explicar que lo que sucedía en lasala, en los pasillos o en los antepalcos eran, tam­bién, comedias o dramas tan importantes como lasque se desarrollaban en el escenario. Había, por lo

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tanto, una corriente permanente entre escena y sala. Cuando ahora los modernos teatrólogos bus­can desesperadamente la «participación», la «co­municación», no tienen en cuenta que aquello era, también, obvio y que no se producía por la agita­ción física del espectador, por la provocación, el insulto o los movimientos de los actores en el patio de butacas; estas son formas angustiosas de conseguir la fijación del espectador que se desva­nece, de la misma forma que los conversadores pesados nos agarran por el brazo o la solapa para evitar que huyamos: tienen conciencia del propio aburrimiento que despiden. La comunicación en el teatro burgués se ha producido siempre por una razón simple: el propietario del teatro es el que produce la obra de teatro, gracias a unos interme­diarios.

Porque el teatro ha tenido siempre sus propieta­rios. Es un error muy común creer que el teatro es universal en cada una de sus manifestaciones. Sólo algunas, muy pocas, de sus grandes obras, a las que damos el nombre de clásicas, han conse­guido esa dudosa universalidad; y para que lle­guen hasta nosotros en forma de representación necesitan arreglos, añadidos, cortes, aparatos es­cénicos y mediaciones de toda clase mucho mayo­res, todas con la intención de aproximarlo a noso­tros mismos, de subrayar aquello que se parece a nuestra vida. El teatro se ha producido siempre para ámbitos pequeños y para sectores sociales muy determinados. El atrio de la iglesia, la corte, el corral o el salón burgués han ido determinando el teatro -a veces han convivido varias formas, pero con públicos distintos- y su emisión. La enorme velocidad del teatro popular español del siglo de oro, su sucesión de escenas, sus diálogos picados, la encabalgadura de los versos dichos por varios personajes, obedecía probablemente a la incomodidad del público de los corrales: muchos estaban de pie, muchos sentados en bancos incó­modos. La fijeza del teatro de Corneille se pro­dujo porque los nobles y los ricos se sentaban cómodamente en el mismo escenario y dificulta­ban las entradas y salidas, los movimientos de los actores. El propietario y su circunstancia han de­terminado la forma y el fondo de la obra de teatro.

El propietario actual del teatro es, en una gran parte de países, el Estado. Los estados van asu­miendo poco a poco algunas de las funciones de la burguesía, que a su vez asumió las de la corte y el feudo: es una cuestión de evolución y desarrollo o, por no darle con estas palabras tan dudosas un sentido de mejora o determinista, de cambio. En España esta evolución -o cambio- es mucho más sensible, por razones históricas y sociales. La burguesía del siglo XIX ha sido más breve y más aplastada por los dos extremos que en Francia -que es donde la burguesía desarrolló su mejorépoca- o que en cualquier otro país importante deEuropa. No es necesario traer aquí datos del re­traso y la oposición de España a la era industrial yal pensamiento inherente a ella, o cifras de la

Representación de actores griegos con sus máscaras.

Máscara de teatro.

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enorme disparidad entre ricos y pobres, más po­bres en número y en circunstancia que los de Dickens o los de Zola. La primera revolución bur­guesa española es la de 1931, la de la República. Tenía unas características que hoy llamamos pro­gresistas, y produjo en la punta de lanza de su progreso un cierto teatro intelectual: Larca, los intentos de Alberti, los tímidos ensayos de algu­nos otros poetas de su generación; la irrupción de Jardiel Poncela y, sobre todo, ya hacia el final del período, la de un autor que comenzó a hacer el compromiso entre la burguesía más clásica, más -por decirlo con el adjetivo que mejor la cuadró­cursi y la supervivencia de ciertos ideales con quese inició la revolución burguesa de 1931: Alejan­dro Casona, reformista tranquilo, que pudo estre­nar tres obras en Madrid antes de huir hacia elexilio donde le enviaba la segunda revolución bur­guesa: la de 1936. La segunda revolución burguesarectificaba la primera. Se había creado ya unaamplia clase media, habían entrado ya en Españaciertos factores «modernos» -en la industria, en elcomercio, en una breve apertura social-, pero lapuerta abierta en 1931 había comenzado a desblo­quear unas clases sociales oprimidas que vivían enmuchas zonas españolas en estado feudal o pre­feudal; y la burguesía que había conseguido de­fenderse de la amenaza «por arriba» -los residuosde la aristocracia, las viejas castas formadas en lareconquista- necesitaban urgente defenderse porabajo, del tipo de fuerzas que creían ver acumula­das en el Frente Popular. Lo que se ha llamado«Movimiento» era un pacto social entre algunasde las viejas castas y la burguesía asustada. Pro­bablemente se hubieran conseguido algunos com­promisos políticos e intelectuales si la revoluciónburguesa de 1936 se hubiera producido de lamisma manera -rápida, incruenta, equilibradora­que la de 1931, pero no fue así. Los tres años deguerra y la ferocidad de la victoria radicalizaronlas posiciones, hicieron olvidar por el momentoparte de los ideales de 1931 -condenados, maldi­tos, delictivos- y se estableció como dominanteuria burguesía mucho más retroactiva incluso quela

1 que comenzaba a proponer Casona. Propietaria

del teatro, la burguesía comenzó a producirlo endos sentidos: al principio, uno donde la calidadliteraria y dramática era muy baja; otro, que fueapareciendo poco después, sobre todo en torno ados teatros nacionales -el María Guerrero de LuisEscobar, el español de Cayetano Luca de Tena:dos representantes típicos de la coalición vence­dora, pero tocados de un relativo liberalismo inte­lectual- que dio una nueva forma al teatro decompromiso de Casona; generalmente conserva­dor, asustadizo, pero poco a poco avanzando ha­cia una picardía blanca. Convivieron entonces trescorrientes de teatro muy entrelazadas. Por unaparte, estaban los sobrantes del gran teatro de laburguesía anterior; Benavente, los Quintero -unode ellos; muerto el otro, seguía firmando como«hermanos Alvarez Quintero»-, Arniches, algu-

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nos epígonos. Por otra el teatro descoyuntado, a veces cómico, a veces melodramático: nombres ahora borrados, como los de José de Lucio, Luis Tejedor, Leandro Navarro, Adolfo Torrado, que podían ver sus obras representadas cientos de ve­ces ante públicos ora carcajeantes, ora llorosos. La tercera línea era la que aportaba un poco más de dignidad, la de los epígonos de Casona, muchas veces mejores que él. Víctor Ruiz Iriarte, Joaquín Calvo Sotelo, las pobres cosas de Juan Ignacio Luca de Tena -que llegarían a coincidir con las pobres cosas de su hijo Torcuato-; un poco más elegantes, o cosmopolitas, Edgar N eville, José López Rubio. Miguel Mihura había intentado, an­tes de la guerra, un teatro más audaz, mucho más literario; pero ya se replegaba con comedietas to­cadas a veces de la gracia de la parodia o de un humor desencantado, medio amargo ...

La burguesía tenía ya razones de acudir al tea­tro: estaba representada en él. Nuevos ricos, mé­dicos o abogados que habían aprobado sus últimos cursos enseñando las estrellas de la bocamanga al tribunal de examen, empresarios verticales con licencias de importación del ministerio de Arbu­rúa, comerciantes con la trastienda repleta de artí­culos racionados, llevaban al teatro a sus señoras. Se decía que el teatro era cosa de señoras, y en realidad todo era cosa de señoras. Es curioso que la virilidad y el heroísmo enunciados de la dicta­dura de los mitad-monjes-mitad-soldados fuese a desembocar en las señoras. A veces una de las Señoras -de las que tenían mayúscula- se escan­dalizaba en el teatro por una nadería, lo abando­naba con un coletazo; y el poderoso marido lo mandaba prohibir inmediatamente. Podía pasar en provincias: la del gobernador, la de alcalde, salía de la sala y detrás de ella se iban, primero, las más dudosas, las que tenían que ocultar una conducta, corrían tras ella; luego, las demás. Y los dóciles maridos escapaban también. En esos casos, caían los censores que habían sido demasiado benévo­los.

Pero por toda esa muralla defensiva iba traslu­ciéndose otra cosa. Podía aparecer, pálido ya -nunca recuperó el color- Antonio Buera Vallejo.Todavía benaventino, todavía arnichesco, entre elsainete y el drama ... Podía asomar alguna vezAlfonso Sastre. Buera gustaba, entraba en el buentono, era posible; él mismo se medía. Sastre nogustaba, tenía rabotazos de señora y hostilidad deguerreros -«Escuadra hacia la muerte»- y su pro­pio sentido de la medida no acertaba y por lo tantose radicalizaba, cada vez más. Todavía no ha pa­rado. Qué lejos están los dos, aún vivos, aúnestrenando y publicando y hostilizando. Y apun­taban los grupos que se llamaron independientes-hoy se siguen llamando así, aunque tengan tantas

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dependencias-, y las obras extranjeras, y la forma de burlar a la censura.

La reforma comenzó con el régimen anterior. Los burgueses seguían ejerciendo su «feed-back», su acción correctora. Habían entrado algunas nuevas generaciones: los hijos ya no eran tan triunfalistas, tan analfabetos, tan conformistas como los padres. Empezó el consumo. El consu­mista es un ser que requiere libertad; se reproduce mal en cautividad. El secreto del consumismo está en que quien lo practica crea que actúa libremente y con arreglo a sus propios designios y a su capa­cidad de elección. No podía funcionar un régimen prohibitivo para los nuevos horteras. Volviendo al sentido de «mirar» que tiene el teatro, los nuevos mirones, los «voyeurs», querían ver algo más. Se lo empezó a dar otra forma del teatro: el cine. El teatro todavía se regocijaba consigo mismo y, cuando se quiso dar cuenta del cambio, era ya tarde.

La reacción teatral fue áspera, dura y a contra­tiempo. Quiso vengarse del censor y del público burgués que le tenían maniatado, y empezó a pro­ducir unas obras agresivas y, sobre todo, intelec­tuales. Asustó a su público y no encontró otro nuevo. El espectador que se había alejado del teatro y que tenía su ración de catarsis o su juego de espejos y de identificaciones había aprendido ya otro lenguaje, otra preceptiva: la del cine. No entendía la del teatro. Le faltaban referencias.

Cuando se produjo el movimiento de reforma, a la muerte de Franco y después -y hasta durante­el año de purgatorio del gobierno Arias-Fraga, se trató de desempolvar lo que se llamaba «nuevo teatro»: el que había estado reprimido en los cajo­nes. Ya no tenía lugar. Empezaron a llegar piezas ásperas, de Brecht o de Weiss: la burguesía retro­cedía espantada ante ellas. No pagaba para eso. El espejo era demasiado deformante. La resurrección de Valle Inclán, la de Galdós -«Misericordia»- le asustaba. Tuvo que surgir un nuevo Casona, un nuevo Ruiz Iriarte, para conseguir el pacto social: Antonio Gala. Un teatro en el que se mimaba la libertad pero se hacía con el lenguaje antiguo. No ha habido otro. Los autores han muerto, y los que sobreviven están asustados. No saben bien a qué sociedad pueden representar en estos momentos. Ni siquiera si hay una sociedad coherente. Los cambios en la organización social española y en las aspiraciones y determinaciones comenzaron a producirse, como queda dicho, en los últimos años del régimen anterior, con la aparición del consumismo, pero se han precipitado en los cua­tro años pasados. Sin más ánimo que el de inven­tariar y anotar puede decirse que han aparecido los nacionalismos autonómicos, incluso con más fuerza cultural -de lenguaje, de reflexión sobre las diferenciaciones, de recuperación de fuentes- que política; unas nuevas relaciones sexuales, o un concepto distinto de la pareja; una tensión femi­nista; una nueva independencia de la juventud; los partidos políticos tienen un significado muy <lis-

Representación teatral de mediados del siglo XVll.

«El burgués gentilhombre», de Moliere.

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tinto del que tenían en la clandestinidad; y el par­lamento, al ser real y diario, ha perdido su fuerza utópica, mítica. A cada una de estas fuerzas co­rresponde un movimiento adverso. Hay una ten­dencia regresiva; pero ésta es probablemente me­nos interesante -aparte de su vigor como grupo de presión, o como «golpismo», si se quiere- que los nuevos movimientos de tanteo y de rectificación dentro de los sectores que eran favorables a estos cambios. El ejemplo político es mensurable: los partidos pierden afiliados y pierden votos. Pero lo mismo puede decirse de quienes favorecían el fe­minismo -como mero ejemplo- y se encuentran agredidos por él o de los que desde el centro eran manifiestamente favorables a las autonomías y ahora se ven dominados y acosados por ellas. La tragedia de los padres de izquierdas es muy cono­cida. Ha sucedido que unas antiguas ideologías percuten directamente sobre situaciones persona­les; se produce una casuística múltiple y cada ciudadano está sometido a unos vectores de fuerza que le dejan en una situación de perpleji­dad. En esas condiciones es muy difícil que haya teatro. Puede haber cine, puede haber «telefilms», y sobre todo extranjeros, por una razón conside­rable: películas o grabaciones, hechas ya con idea de exportación, atienden a sensaciones básicas y permanentes, muy generalizadas. Formas cons­tantes de amor, violencia, muerte pueden acudir a esta cuestión de la catarsis, por llamarla de algún modo, del espectador.

Pero el teatro es algo inmediato. Tiene otra carne, otra dimensión: se hace delante del espec­tador y permite un juego mayor de identificacio­nes. El público que acudía a las salas hasta hace unos años era homogéneo: estaba más o menos igualado por el precio de las butacas, por la cen­sura -que es un elemento que actúa sobre el es­pectador desde el momento en que éste sabe que existe y que lo que se le ofrece tiene unos límites impuestos-, por la pertenencia a una misma clase social de consumismo liberal que esperaba unas determinadas libertades propias. Hoy esta unani­midad no existe: y la escena no sabe a quien está hablando. Se viene intentando una solución, pero es heterodoxa: el teatro-espectáculo, el teatro de director -es decir, de acción, movimiento y esté­tica- por encima del teatro de texto. Es un teatro que corre detrás de la técnica -luces, sonido, ma­quinaria- en el que se produce una división de trabajo cada vez mayor. La línea pura que iba del autor y el actor hasta el espectador necesita ahora otros intermediarios; cada uno -escenógrafo, dramaturgo, luminotécnico, foniatra, coreógrafo, sonidista- quiere vencer la «obra» de su lado. Hay más subdivisiones que han ido apareciendo. Por ejemplo, hay escenógrafos o figurinistas que «cuentan» a otro sus ideas, para que ese otro las desarrolle en dibujos y en cálculos; el cual, a su vez, las entrega a un realizador de decorados. Esta es también una de las razones por las cuales el escritor -que siempre fue muy prudente en sus

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aproximaciones al teatro por miedo, precisa­mente, de que la colaboración con otros redujera su autoría- se aleje cada vez más del fenómeno teatral. Prefiere expresarse por otras vías más ge­nuinas o incluso aceptar, para ganar algún dinero, el oficio de guionista de cine, donde sabe ya de antemano que no va a realizar una obra propia, pero que tampoco nadie se le va a exigir: queda siempre en el anonimato.

Pero probablemente son más graves otras dos consecuencias de este sistema de división de tra­bajo y de busca del espectáculo. Una de ellas es que pierde siempre ante otros medios: el cine o la televisión pueden ofrecer espectáculos mucho más importantes. La otra consecuencia es la de la ca­restía. El teatro lo empezaron a poner ya muy caro· los burgueses: era para ellos y no sólo lo podían pagar, sino que querían que fuese caro para excluir otras clases sociales -que, evidente­mente, se marginaron del teatro, y marginadas siguen-. La compra por el Estado de este medio ha aumentado el encarecimiento. El sistema de «teatros nacionales» o de «centros dramáticos» es antiguo en el mundo y lo es en España. Antes se ha citado el Español y el María Guerrero como básicos en un cambio de la afición teatral en Es­paña; lo han sido también en su encarecimiento. Con un presupuesto alto y una decidida vocación de pérdidas económicas, sus montajes, sus repar­tos numerosos y de calidad, sus elementos técni­cos, estaban muy por encima del teatro llamado comercial. Este, ante la carestía, acudía a los me­dios de toda burguesía en apuros: se restringía, economizaba. Empezaba a buscar obras con un sólo decorado y con pocos actores: en su angus­tia, ha llegado al monólogo dicho en una cámara negra y, curiosamente, no le ha ido mal muchas veces -sin quererlo se encontraba otra vez con las condiciones exactas del teatro: texto y voz, y poco espectáculo-. Ha elevado sus precios de bu­taca, pero la clase «cara» ya no le interesaba mantener un teatro que no era suyo, que reflejaba otros problemas y de otra manera.

Finalmente, se ha efectuado la compra por parte del Estado. Esto es, las subvenciones. Están he­chas como si se tratara de crear una angustia mayor de la que podría haber normalmente. El Estado da dinero, pero poco -no lo tiene, no hay presupuesto importante para la cultura-· es un dinero que a quien lo recibe no le basta,' pero le obliga. Las entradas tienen que seguir siendo ca­ras, y el público no deja de ser necesario. Sin embargo el subvencionado no puede programar a su albedrío: tiene que hacer sus propuestas al «Es­tado» y este suele requerir algo: determinadas obras, un énfasis sobre las clásicos españoles, unos avales de garantía. El «Estado», como se sabe, es un funcionario de categoría menor que es

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quien examina sus propuestas. En el mejor de los casos es un director general el que programa los teatros; en el más habitual, un funcionario a sus órdenes. Se suele contar también con otras sub­venciones o ayudas, por otra parte de entidades autonómicas o preautonómicas, o de sociedades culturales, de Ayuntamientos, de Diputaciones que, a su vez, exigen una programación. Cumplir con todo ésto y, al mismo tiempo, atraer al pú­blico se está revelando una tarea imposible.

El porvenir del teatro en España -o por lo me­nos en Madrid, que es donde se fabrica en gran parte y desde donde sigue difundiéndose, pese a todo- parece, por todo ello, muy comprometido. Se adivina que va a reducirse a unos teatros na­cionales -y sus correspondientes viajes «a provin­cias», como antes- y alguna compañía «de arte» muy bien subvencionada; que puede haber un re­greso «comercial», muy limitado, a ciertas obras contemporáneas. Y que puede haber un floreci­miento de grupos de los llamados «independien­tes» -a condición de que vuelvan a serlo y se conformen con la pobreza- que pueda ofrecer algo más local, más doméstico, más inmediato al es­pectador -seleccionado previamente por la situa­ción de las salas por sus precios-, que le hable directamente de sus problemas: es decir, que re­duzca las generalidades y las grandes líneas que se presentan las producciones internacionales de cine a lo que directamente sucede a las gentes que hay en la sala.

Este porvenir posible no se hará sin grandes destrozos en la profesión. El número de teatros abiertos en Madrid se reducirá enormemente, y el de obras estrenadas también. Lo que ahora es profesión teatral tendrá que depurarse, por una parte y, por otra, dedicarse a la nueva situación del arte dramático: es decir, al teatro, a la televi­sión. Ya lo está haciendo y precisamente esa si­multaneidad de trabajo es la que está mostrando que el cine o el telefilm son también teatro: con­sumen los mismos actores, los mismos directores, los mismos autores.

Lógicamente este movimiento dará mayor vita­lidad a los fenómenos locales: los pequeños gru­pos que sepan hablar a su nacionalidad, a su ciu­dad o a su pueblo. Casi como el teatro volviera a empezar, casi como en los tiempos de Timoneda o de Lope de Rueda. El desarrollo del teatro ha ido por ese camino: se ha hecho imposible. Como los diplodocus que fueron aumentando su tamaño para ser inatacables; y lo aumentarbn tanto que ya no encontraron energía suficiente -alimento- para sostenerlo y que aunque hubieran estado co­miendo incesantemente las 24 horas del día no habrían tenido bastante. La economía del diplodo­cus es la economía del teatro. Si no sabe empe­queñecerse, reducirse, volver a tener un tamaño humano dentro de unas proporciones aceptables, se irá extinguiendo. o se quedará como epieza de museo. Como la ópera, como el ballet, como la zarzuela.

«Marat Sade», de Peter Weiss.

« The Awakening of Spring », de Frank Wedekind.

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