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EL TEATRO Y SUS
SOMBRAS
Eduardo Haro Tecglen
Hasta hace algunos años un gran número de hechos, cosas, instituciones y hasta ideas eran obvios: estaban ahí, frente a nosotros, en nuestro camino
-«ob-via»-, delante de los ojos, evidentes, claras.No necesitaban de mayor indagación, las definiciones eran simples y concretas. Eran los tiemposen los que se creía en lo que se veía. Tiemposcómodos que han terminado. La bomba de la incredulidad nos ha estallado en las manos ahora;probablemente su mecha venía ardiendo desdemuy atrás, desde los galileos o los keppler; quizáantes, desde los marcoaurelios o los tertulianos(es tan fácil darle la vuelta a Tertuliano: «No creo,aunque es posible ... »). Ahora los que creen hanperdido la moda. No son elegantes. Son unos desesperados torpes, unos egoístas, unos defensoresde intereses mezquinos: aquel papa, este terrorista, unos procesados, ciertos revolucionarios.Sus verdades eran ídolos de barro; se les deshacen,secos, cuando los quieren defender. Cuando quieren golpear con ellos nuestras cabezas, se lesrompen. El «guerrero feliz» de Wordsworth hadejado de ser un modelo; solo suscita una muecaburlona: una sonrisa.
Tan de repente estamos en este vacío que sentimos un vértigo ante lo que se desvanece. Ortega decía que la situación más angustiosa de alguien es la de «no saber a qué atenerse»: ya nadie sabe a qué atenerse. Buscamos agarraderas. Emprendemos nuevas definiciones, y se nos queman. En cualquier congreso, seminario o coloquio, por expecífico que sea su tema, se vuelve siempre, una y otra vez, a las generalidades: a buscar definiciones, a establecer la metodología; a buscar un lenguaje común que reduzca tantas semánticas a unas ciertas unidades. Y generalmente termina la reunión sin haber pasado de estos tientos.
En los congresos, o seminarios o simposios de teatro, se escucha continuamente la misma pregunta angustiosa: «Pero, ¿qué es el teatro?». Es natural -si la palabra «natural» tiene todavía algún sentido- que el teatro presente ahora toda clase de dudas. El teatro es -Y ya estamos buscando definiciones como agarraderas- precisamente lo obvio, lo que se nos presenta delante del camino, ante los ojos: la palabra viene del griego, mirar.Mirar tenía entonces el mismo sentido que conocer, saber, creer: «ver para creer». En el fondo, en el teatro se miraba -se mira, todavía- para verse uno mismo. Aunque fuera para ver a los demás bajo ciertas formas mediante esa figura psicológica tan frecuente -si no universal- de distan-
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ciarse y excluirse uno mismo cuando se habla de «los hombres», «la sociedad», «la humanidad» o como quiera que se llame el conjunto de los demás. Los griegos miraban el teatro para ver cómo sus superiores -los dioses, o la infinitamente desgraciada dinastía de los Atridas-, siendo distintos, eran por lo menos iguales. Se trataba de un ejercicio democrático y de igualdad. Coturno, peplo y máscara servían para distanciar el personaje con respecto al espectador: los que representaban eran, claramente, otros. Y, sin embargo, estaban sujetos a los mismos avatares que los mirones del teatro, y el ramalazo de amor, celos, pasión, muerte, impotencia -a la impotencia se llamaba «destino»- venían a ser los mismos. Quizá la catársis, analizada durante tantos siglos, y la cuestión del «horror y piedad» no sean en el fondo más que una simple identificación a la que se unía el alivio de que quien la veía solo la sufría en efigie (en la efigie del actor enmascarado, en la del personaje agitado).
Todavía hoy debemos estar en el mismo juego ante el teatro y las nuevas formas del teatro -el cine, la televisión-. Sería quizá cínico decir que el teatro ha evolucionado al mismo tiempo en que se ha ido ganando en «calidad de vida». Ya apenas hay tragedia: y cuando la hay se sobrelleva con otra indiferencia. El teatro griego y latino se planteaba en un tiempo en el que las guerras, las epidemias, las tiranías, la incidencia de la daga y el veneno y unas leyes públicas de comportamiento estrictas debían hacer profundamente desgraciados a los contemporáneos. Con el tiempo vino a convertirse en lo que todavía sobrevive, difícilmente: el teatro burgués. Los teatros (locales) de las grandes capitales europeas estaban concebidos a la manera de una casa burguesa acomodada: terciopelos rojos, butacones, alfombras, palcos habituales. Y la araña, el lustro, la gran lámpara colgante, de cristal. Alfred Simon cuenta que «había una grata concordancia entre su magnificencia luminosa, el efecto óptico del cielo pintado en la cúpula, el oro de la embocadura, el rojo del telón, el terciopelo de los palcos y la elegancia de los tocados». Para Mallarmé la araña era la metáfora esencial del teatro -y el teatro, la imagen del mundo-; y Baudelaire decía que el lustro era «Jo que he encontrado siempre más bello en el teatro». Los camarógrafos de la televisión, cuando retransmiten una ópera o un concierto, fijan siempre su objetivo en la gran araña -cuando la hay-; sienten lo mismo que Baudelaireo que Mallarmé. Todos los novelistas de la época-de la época del teatro burgués- han caído en lanecesidad de explicar que lo que sucedía en lasala, en los pasillos o en los antepalcos eran, también, comedias o dramas tan importantes como lasque se desarrollaban en el escenario. Había, por lo
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tanto, una corriente permanente entre escena y sala. Cuando ahora los modernos teatrólogos buscan desesperadamente la «participación», la «comunicación», no tienen en cuenta que aquello era, también, obvio y que no se producía por la agitación física del espectador, por la provocación, el insulto o los movimientos de los actores en el patio de butacas; estas son formas angustiosas de conseguir la fijación del espectador que se desvanece, de la misma forma que los conversadores pesados nos agarran por el brazo o la solapa para evitar que huyamos: tienen conciencia del propio aburrimiento que despiden. La comunicación en el teatro burgués se ha producido siempre por una razón simple: el propietario del teatro es el que produce la obra de teatro, gracias a unos intermediarios.
Porque el teatro ha tenido siempre sus propietarios. Es un error muy común creer que el teatro es universal en cada una de sus manifestaciones. Sólo algunas, muy pocas, de sus grandes obras, a las que damos el nombre de clásicas, han conseguido esa dudosa universalidad; y para que lleguen hasta nosotros en forma de representación necesitan arreglos, añadidos, cortes, aparatos escénicos y mediaciones de toda clase mucho mayores, todas con la intención de aproximarlo a nosotros mismos, de subrayar aquello que se parece a nuestra vida. El teatro se ha producido siempre para ámbitos pequeños y para sectores sociales muy determinados. El atrio de la iglesia, la corte, el corral o el salón burgués han ido determinando el teatro -a veces han convivido varias formas, pero con públicos distintos- y su emisión. La enorme velocidad del teatro popular español del siglo de oro, su sucesión de escenas, sus diálogos picados, la encabalgadura de los versos dichos por varios personajes, obedecía probablemente a la incomodidad del público de los corrales: muchos estaban de pie, muchos sentados en bancos incómodos. La fijeza del teatro de Corneille se produjo porque los nobles y los ricos se sentaban cómodamente en el mismo escenario y dificultaban las entradas y salidas, los movimientos de los actores. El propietario y su circunstancia han determinado la forma y el fondo de la obra de teatro.
El propietario actual del teatro es, en una gran parte de países, el Estado. Los estados van asumiendo poco a poco algunas de las funciones de la burguesía, que a su vez asumió las de la corte y el feudo: es una cuestión de evolución y desarrollo o, por no darle con estas palabras tan dudosas un sentido de mejora o determinista, de cambio. En España esta evolución -o cambio- es mucho más sensible, por razones históricas y sociales. La burguesía del siglo XIX ha sido más breve y más aplastada por los dos extremos que en Francia -que es donde la burguesía desarrolló su mejorépoca- o que en cualquier otro país importante deEuropa. No es necesario traer aquí datos del retraso y la oposición de España a la era industrial yal pensamiento inherente a ella, o cifras de la
Representación de actores griegos con sus máscaras.
Máscara de teatro.
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enorme disparidad entre ricos y pobres, más pobres en número y en circunstancia que los de Dickens o los de Zola. La primera revolución burguesa española es la de 1931, la de la República. Tenía unas características que hoy llamamos progresistas, y produjo en la punta de lanza de su progreso un cierto teatro intelectual: Larca, los intentos de Alberti, los tímidos ensayos de algunos otros poetas de su generación; la irrupción de Jardiel Poncela y, sobre todo, ya hacia el final del período, la de un autor que comenzó a hacer el compromiso entre la burguesía más clásica, más -por decirlo con el adjetivo que mejor la cuadrócursi y la supervivencia de ciertos ideales con quese inició la revolución burguesa de 1931: Alejandro Casona, reformista tranquilo, que pudo estrenar tres obras en Madrid antes de huir hacia elexilio donde le enviaba la segunda revolución burguesa: la de 1936. La segunda revolución burguesarectificaba la primera. Se había creado ya unaamplia clase media, habían entrado ya en Españaciertos factores «modernos» -en la industria, en elcomercio, en una breve apertura social-, pero lapuerta abierta en 1931 había comenzado a desbloquear unas clases sociales oprimidas que vivían enmuchas zonas españolas en estado feudal o prefeudal; y la burguesía que había conseguido defenderse de la amenaza «por arriba» -los residuosde la aristocracia, las viejas castas formadas en lareconquista- necesitaban urgente defenderse porabajo, del tipo de fuerzas que creían ver acumuladas en el Frente Popular. Lo que se ha llamado«Movimiento» era un pacto social entre algunasde las viejas castas y la burguesía asustada. Probablemente se hubieran conseguido algunos compromisos políticos e intelectuales si la revoluciónburguesa de 1936 se hubiera producido de lamisma manera -rápida, incruenta, equilibradoraque la de 1931, pero no fue así. Los tres años deguerra y la ferocidad de la victoria radicalizaronlas posiciones, hicieron olvidar por el momentoparte de los ideales de 1931 -condenados, malditos, delictivos- y se estableció como dominanteuria burguesía mucho más retroactiva incluso quela
1 que comenzaba a proponer Casona. Propietaria
del teatro, la burguesía comenzó a producirlo endos sentidos: al principio, uno donde la calidadliteraria y dramática era muy baja; otro, que fueapareciendo poco después, sobre todo en torno ados teatros nacionales -el María Guerrero de LuisEscobar, el español de Cayetano Luca de Tena:dos representantes típicos de la coalición vencedora, pero tocados de un relativo liberalismo intelectual- que dio una nueva forma al teatro decompromiso de Casona; generalmente conservador, asustadizo, pero poco a poco avanzando hacia una picardía blanca. Convivieron entonces trescorrientes de teatro muy entrelazadas. Por unaparte, estaban los sobrantes del gran teatro de laburguesía anterior; Benavente, los Quintero -unode ellos; muerto el otro, seguía firmando como«hermanos Alvarez Quintero»-, Arniches, algu-
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nos epígonos. Por otra el teatro descoyuntado, a veces cómico, a veces melodramático: nombres ahora borrados, como los de José de Lucio, Luis Tejedor, Leandro Navarro, Adolfo Torrado, que podían ver sus obras representadas cientos de veces ante públicos ora carcajeantes, ora llorosos. La tercera línea era la que aportaba un poco más de dignidad, la de los epígonos de Casona, muchas veces mejores que él. Víctor Ruiz Iriarte, Joaquín Calvo Sotelo, las pobres cosas de Juan Ignacio Luca de Tena -que llegarían a coincidir con las pobres cosas de su hijo Torcuato-; un poco más elegantes, o cosmopolitas, Edgar N eville, José López Rubio. Miguel Mihura había intentado, antes de la guerra, un teatro más audaz, mucho más literario; pero ya se replegaba con comedietas tocadas a veces de la gracia de la parodia o de un humor desencantado, medio amargo ...
La burguesía tenía ya razones de acudir al teatro: estaba representada en él. Nuevos ricos, médicos o abogados que habían aprobado sus últimos cursos enseñando las estrellas de la bocamanga al tribunal de examen, empresarios verticales con licencias de importación del ministerio de Arburúa, comerciantes con la trastienda repleta de artículos racionados, llevaban al teatro a sus señoras. Se decía que el teatro era cosa de señoras, y en realidad todo era cosa de señoras. Es curioso que la virilidad y el heroísmo enunciados de la dictadura de los mitad-monjes-mitad-soldados fuese a desembocar en las señoras. A veces una de las Señoras -de las que tenían mayúscula- se escandalizaba en el teatro por una nadería, lo abandonaba con un coletazo; y el poderoso marido lo mandaba prohibir inmediatamente. Podía pasar en provincias: la del gobernador, la de alcalde, salía de la sala y detrás de ella se iban, primero, las más dudosas, las que tenían que ocultar una conducta, corrían tras ella; luego, las demás. Y los dóciles maridos escapaban también. En esos casos, caían los censores que habían sido demasiado benévolos.
Pero por toda esa muralla defensiva iba trasluciéndose otra cosa. Podía aparecer, pálido ya -nunca recuperó el color- Antonio Buera Vallejo.Todavía benaventino, todavía arnichesco, entre elsainete y el drama ... Podía asomar alguna vezAlfonso Sastre. Buera gustaba, entraba en el buentono, era posible; él mismo se medía. Sastre nogustaba, tenía rabotazos de señora y hostilidad deguerreros -«Escuadra hacia la muerte»- y su propio sentido de la medida no acertaba y por lo tantose radicalizaba, cada vez más. Todavía no ha parado. Qué lejos están los dos, aún vivos, aúnestrenando y publicando y hostilizando. Y apuntaban los grupos que se llamaron independientes-hoy se siguen llamando así, aunque tengan tantas
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dependencias-, y las obras extranjeras, y la forma de burlar a la censura.
La reforma comenzó con el régimen anterior. Los burgueses seguían ejerciendo su «feed-back», su acción correctora. Habían entrado algunas nuevas generaciones: los hijos ya no eran tan triunfalistas, tan analfabetos, tan conformistas como los padres. Empezó el consumo. El consumista es un ser que requiere libertad; se reproduce mal en cautividad. El secreto del consumismo está en que quien lo practica crea que actúa libremente y con arreglo a sus propios designios y a su capacidad de elección. No podía funcionar un régimen prohibitivo para los nuevos horteras. Volviendo al sentido de «mirar» que tiene el teatro, los nuevos mirones, los «voyeurs», querían ver algo más. Se lo empezó a dar otra forma del teatro: el cine. El teatro todavía se regocijaba consigo mismo y, cuando se quiso dar cuenta del cambio, era ya tarde.
La reacción teatral fue áspera, dura y a contratiempo. Quiso vengarse del censor y del público burgués que le tenían maniatado, y empezó a producir unas obras agresivas y, sobre todo, intelectuales. Asustó a su público y no encontró otro nuevo. El espectador que se había alejado del teatro y que tenía su ración de catarsis o su juego de espejos y de identificaciones había aprendido ya otro lenguaje, otra preceptiva: la del cine. No entendía la del teatro. Le faltaban referencias.
Cuando se produjo el movimiento de reforma, a la muerte de Franco y después -y hasta duranteel año de purgatorio del gobierno Arias-Fraga, se trató de desempolvar lo que se llamaba «nuevo teatro»: el que había estado reprimido en los cajones. Ya no tenía lugar. Empezaron a llegar piezas ásperas, de Brecht o de Weiss: la burguesía retrocedía espantada ante ellas. No pagaba para eso. El espejo era demasiado deformante. La resurrección de Valle Inclán, la de Galdós -«Misericordia»- le asustaba. Tuvo que surgir un nuevo Casona, un nuevo Ruiz Iriarte, para conseguir el pacto social: Antonio Gala. Un teatro en el que se mimaba la libertad pero se hacía con el lenguaje antiguo. No ha habido otro. Los autores han muerto, y los que sobreviven están asustados. No saben bien a qué sociedad pueden representar en estos momentos. Ni siquiera si hay una sociedad coherente. Los cambios en la organización social española y en las aspiraciones y determinaciones comenzaron a producirse, como queda dicho, en los últimos años del régimen anterior, con la aparición del consumismo, pero se han precipitado en los cuatro años pasados. Sin más ánimo que el de inventariar y anotar puede decirse que han aparecido los nacionalismos autonómicos, incluso con más fuerza cultural -de lenguaje, de reflexión sobre las diferenciaciones, de recuperación de fuentes- que política; unas nuevas relaciones sexuales, o un concepto distinto de la pareja; una tensión feminista; una nueva independencia de la juventud; los partidos políticos tienen un significado muy <lis-
Representación teatral de mediados del siglo XVll.
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«El burgués gentilhombre», de Moliere.
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tinto del que tenían en la clandestinidad; y el parlamento, al ser real y diario, ha perdido su fuerza utópica, mítica. A cada una de estas fuerzas corresponde un movimiento adverso. Hay una tendencia regresiva; pero ésta es probablemente menos interesante -aparte de su vigor como grupo de presión, o como «golpismo», si se quiere- que los nuevos movimientos de tanteo y de rectificación dentro de los sectores que eran favorables a estos cambios. El ejemplo político es mensurable: los partidos pierden afiliados y pierden votos. Pero lo mismo puede decirse de quienes favorecían el feminismo -como mero ejemplo- y se encuentran agredidos por él o de los que desde el centro eran manifiestamente favorables a las autonomías y ahora se ven dominados y acosados por ellas. La tragedia de los padres de izquierdas es muy conocida. Ha sucedido que unas antiguas ideologías percuten directamente sobre situaciones personales; se produce una casuística múltiple y cada ciudadano está sometido a unos vectores de fuerza que le dejan en una situación de perplejidad. En esas condiciones es muy difícil que haya teatro. Puede haber cine, puede haber «telefilms», y sobre todo extranjeros, por una razón considerable: películas o grabaciones, hechas ya con idea de exportación, atienden a sensaciones básicas y permanentes, muy generalizadas. Formas constantes de amor, violencia, muerte pueden acudir a esta cuestión de la catarsis, por llamarla de algún modo, del espectador.
Pero el teatro es algo inmediato. Tiene otra carne, otra dimensión: se hace delante del espectador y permite un juego mayor de identificaciones. El público que acudía a las salas hasta hace unos años era homogéneo: estaba más o menos igualado por el precio de las butacas, por la censura -que es un elemento que actúa sobre el espectador desde el momento en que éste sabe que existe y que lo que se le ofrece tiene unos límites impuestos-, por la pertenencia a una misma clase social de consumismo liberal que esperaba unas determinadas libertades propias. Hoy esta unanimidad no existe: y la escena no sabe a quien está hablando. Se viene intentando una solución, pero es heterodoxa: el teatro-espectáculo, el teatro de director -es decir, de acción, movimiento y estética- por encima del teatro de texto. Es un teatro que corre detrás de la técnica -luces, sonido, maquinaria- en el que se produce una división de trabajo cada vez mayor. La línea pura que iba del autor y el actor hasta el espectador necesita ahora otros intermediarios; cada uno -escenógrafo, dramaturgo, luminotécnico, foniatra, coreógrafo, sonidista- quiere vencer la «obra» de su lado. Hay más subdivisiones que han ido apareciendo. Por ejemplo, hay escenógrafos o figurinistas que «cuentan» a otro sus ideas, para que ese otro las desarrolle en dibujos y en cálculos; el cual, a su vez, las entrega a un realizador de decorados. Esta es también una de las razones por las cuales el escritor -que siempre fue muy prudente en sus
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aproximaciones al teatro por miedo, precisamente, de que la colaboración con otros redujera su autoría- se aleje cada vez más del fenómeno teatral. Prefiere expresarse por otras vías más genuinas o incluso aceptar, para ganar algún dinero, el oficio de guionista de cine, donde sabe ya de antemano que no va a realizar una obra propia, pero que tampoco nadie se le va a exigir: queda siempre en el anonimato.
Pero probablemente son más graves otras dos consecuencias de este sistema de división de trabajo y de busca del espectáculo. Una de ellas es que pierde siempre ante otros medios: el cine o la televisión pueden ofrecer espectáculos mucho más importantes. La otra consecuencia es la de la carestía. El teatro lo empezaron a poner ya muy caro· los burgueses: era para ellos y no sólo lo podían pagar, sino que querían que fuese caro para excluir otras clases sociales -que, evidentemente, se marginaron del teatro, y marginadas siguen-. La compra por el Estado de este medio ha aumentado el encarecimiento. El sistema de «teatros nacionales» o de «centros dramáticos» es antiguo en el mundo y lo es en España. Antes se ha citado el Español y el María Guerrero como básicos en un cambio de la afición teatral en España; lo han sido también en su encarecimiento. Con un presupuesto alto y una decidida vocación de pérdidas económicas, sus montajes, sus repartos numerosos y de calidad, sus elementos técnicos, estaban muy por encima del teatro llamado comercial. Este, ante la carestía, acudía a los medios de toda burguesía en apuros: se restringía, economizaba. Empezaba a buscar obras con un sólo decorado y con pocos actores: en su angustia, ha llegado al monólogo dicho en una cámara negra y, curiosamente, no le ha ido mal muchas veces -sin quererlo se encontraba otra vez con las condiciones exactas del teatro: texto y voz, y poco espectáculo-. Ha elevado sus precios de butaca, pero la clase «cara» ya no le interesaba mantener un teatro que no era suyo, que reflejaba otros problemas y de otra manera.
Finalmente, se ha efectuado la compra por parte del Estado. Esto es, las subvenciones. Están hechas como si se tratara de crear una angustia mayor de la que podría haber normalmente. El Estado da dinero, pero poco -no lo tiene, no hay presupuesto importante para la cultura-· es un dinero que a quien lo recibe no le basta,' pero le obliga. Las entradas tienen que seguir siendo caras, y el público no deja de ser necesario. Sin embargo el subvencionado no puede programar a su albedrío: tiene que hacer sus propuestas al «Estado» y este suele requerir algo: determinadas obras, un énfasis sobre las clásicos españoles, unos avales de garantía. El «Estado», como se sabe, es un funcionario de categoría menor que es
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quien examina sus propuestas. En el mejor de los casos es un director general el que programa los teatros; en el más habitual, un funcionario a sus órdenes. Se suele contar también con otras subvenciones o ayudas, por otra parte de entidades autonómicas o preautonómicas, o de sociedades culturales, de Ayuntamientos, de Diputaciones que, a su vez, exigen una programación. Cumplir con todo ésto y, al mismo tiempo, atraer al público se está revelando una tarea imposible.
El porvenir del teatro en España -o por lo menos en Madrid, que es donde se fabrica en gran parte y desde donde sigue difundiéndose, pese a todo- parece, por todo ello, muy comprometido. Se adivina que va a reducirse a unos teatros nacionales -y sus correspondientes viajes «a provincias», como antes- y alguna compañía «de arte» muy bien subvencionada; que puede haber un regreso «comercial», muy limitado, a ciertas obras contemporáneas. Y que puede haber un florecimiento de grupos de los llamados «independientes» -a condición de que vuelvan a serlo y se conformen con la pobreza- que pueda ofrecer algo más local, más doméstico, más inmediato al espectador -seleccionado previamente por la situación de las salas por sus precios-, que le hable directamente de sus problemas: es decir, que reduzca las generalidades y las grandes líneas que se presentan las producciones internacionales de cine a lo que directamente sucede a las gentes que hay en la sala.
Este porvenir posible no se hará sin grandes destrozos en la profesión. El número de teatros abiertos en Madrid se reducirá enormemente, y el de obras estrenadas también. Lo que ahora es profesión teatral tendrá que depurarse, por una parte y, por otra, dedicarse a la nueva situación del arte dramático: es decir, al teatro, a la televisión. Ya lo está haciendo y precisamente esa simultaneidad de trabajo es la que está mostrando que el cine o el telefilm son también teatro: consumen los mismos actores, los mismos directores, los mismos autores.
Lógicamente este movimiento dará mayor vitalidad a los fenómenos locales: los pequeños grupos que sepan hablar a su nacionalidad, a su ciudad o a su pueblo. Casi como el teatro volviera a empezar, casi como en los tiempos de Timoneda o de Lope de Rueda. El desarrollo del teatro ha ido por ese camino: se ha hecho imposible. Como los diplodocus que fueron aumentando su tamaño para ser inatacables; y lo aumentarbn tanto que ya no encontraron energía suficiente -alimento- para sostenerlo y que aunque hubieran estado comiendo incesantemente las 24 horas del día no habrían tenido bastante. La economía del diplodocus es la economía del teatro. Si no sabe empequeñecerse, reducirse, volver a tener un tamaño humano dentro de unas proporciones aceptables, se irá extinguiendo. o se quedará como epieza de museo. Como la ópera, como el ballet, como la zarzuela.
«Marat Sade», de Peter Weiss.
« The Awakening of Spring », de Frank Wedekind.
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