[Fechas autobiográficas]
Enero 1879. Nací entre el 28 y 29. Recibí el bautismo el 30.
El 29 a las 4 de 1889 entré colegiala en las clarisas de Santa Inés, Granada.
Noviembre: el 21 de 1892 salí del colegio.
El 5 de julio de 1939 nos dio el Sr. Arzobispo Parrado el convento de Sancti Spíritus de
Granada.
Julio. El día 10 murió mi madre 1878.
El 28 de julio de 1893 entré en el convento de Capuchinas de Granada.
En el 16 de 1908 me dieron el cargo de abadesa.
El 16 murió sor Teresa de Jesús San Antón, 1923.
Tomé el santo hábito el 21 de noviembre 1896 Presentación de Ntra. Señora.
Profesé solemnemente el 26 de noviembre festividad de los Desposorios de S. José con
la Virgen Santísima 1898.
Fui admitida en votación secreta para el santo hábito y al año en el mismo día de S.
Simón y S. Judas 28 de octubre 1896.
L8 C35 (40)
MI PRIMERA COMUNIÓN
La sumisión y obediencia que debo, padre mío, me obliga hoy a referirle lo que recuerdo de
mi primera Comunión, el día de mayor consuelo de mi vida.
Bueno, padre mío, espero que nuestro Señor me ayudará a cumplir la obediencia, no
permitiendo diga ni una palabra que no sea verdad. Así lo pido con toda mi alma al Señor.
Ya conoce lo santa que fue mi madre, parecía en familia un sacerdote, y con sus pequeñas
hijas una madre con un alma de serafín. No sabíamos hablar y nos hacía pronunciar el “Jesús,
María y José” y “Jesús, María y José, os doy el corazón y el alma mía”, y con tal fuerza nos lo
decía que cuando acababa sus oraciones y consagraciones, muy hermosas, que nos hacía repetir
con ella todos los días mañana y tarde, mi hermana sor Pura, con mucha gracia, abriendo sus
manecitas le decía: Mamá ya no tenemos más que darle.
Con esta educación de una madre tan piadosa y santa, qué cuenta tan grande la mía no
haberme aprovechado. Nos inculcó tal horror al pecado que no queríamos salir con nadie, y,
como ya dije a V. alguna vez, nos tenía en casa una señora pariente y anciana que nos enseñaba
a todo, pero la sagrada Comunión no le confió a nadie, era ella la que quería prepararnos.
Como todos los días, sus salidas era al campo, nos llevaba a una finquita muy alegre que
gustaba mucho porque tenía viña, frutales, flores y mucha agua. Se llamaba “Peña María”, donde
hoy han edificado dos fábricas: de tranvías y hidroeléctrica.
Allí, mi papá la escuchaba con mucho entusiasmo sus poesías, mientras que mis dos
hermanos mayorcitos, de 10 y 12 años, se entretenían en pescar truchas en un manso arroyuelo
o pequeño río que pasaba junto a la finquilla predilecta de mi madre. Como se agolpaban tantos
colorines y ruiseñores mi madre nos entretenía comparándonos aquellas avecillas de preciosos
colores que veíamos, y nos decía cómo gozaría ella que sus dos niñitas cantaran al Niño Jesús
con aquel primor y armonía el día que le recibiríamos en la sagrada Comunión. Nos entusiasmaba
tanto del amor y pureza con que debíamos recibir al Niño Jesús en la sagrada Eucaristía. Y no
entendíamos de nada, especialmente yo, más torpe y atrasada que mi hermana, a pesar de ser
mayor, me iba tras de las mariposas y flores, mientras que Pepita quedaba hablando con mi
madre. Tenía la pequeña una memoria feliz lista y perspicaz como ella sola y su lengua tan
expedita y graciosa que encantaba a cuantos la oían. Mis padres la querían mucho,
especialmente mi madre, que no tuvo nunca que castigarla; así como a mí me castigaba mucho.
Ellos me referían después era muy traviesa y no podía estar cinco minutos quieta, me gustaba
subir a los sitios más altos y bajar volando, sentía deseos de alas para volar y gustaba en días de
mucho aire subir a las cuestas y bajar volando sin tocar casi la tierra. Esto ocasionaba mucho
disgusto a mis padres. Cuando íbamos de campo me gustaba adelantarme mucho y que me
buscaran, porque especialmente mi padre me quería mucho y nunca me reprendió; por muchas
travesuras que hiciera me defendía y disculpaba con mi madre.
Una vez, siguiendo a unas hormigas que llevaban granos de trigo a ver dónde se metían y
qué hacían, me perdieron de vista porque las hormigas bajaban del camino a un tajo, que le
llamaban “de las Palomas”, me dio miedo bajar, pero quedé meditando cómo aquellos animalitos
tan pequeños tiraban del grano mucho mayor que ellas y notaba que algunas iban más ligeras
con la carga que otras sin ella. Venía muy contenta a referirle a mi madre aquellos pequeñitos
animalitos lo llena que tenían su casita.
Entonces me dijo: Aprende, y no seas tan revoltosa, cómo esos animalitos te enseñan a
ser aplicada.
Y le dije: ¿Qué hago yo madrecita mía?
Me parecía confuso aquello y entonces me dijo: Tú piensa que eres una pequeña hormiga
y que pronto irás a recibir al Niño Jesús convertido en grano de trigo hecho pan, ¿qué harías tú si
supieses que aquel granito de trigo iba a convertirse en un Niño y ese Niño era Dios?
Le contesté prontamente: ¡Comérmelo!
Bueno, hija mía, sé muy buena y piensa mucho que has de ir al altar santo a recibir al
Señor y como esa hormiguilla llévalo contigo siempre, guárdalo en la cuevecita de tu corazón para
que nadie te lo quite, y cuando tu seas muy obediente y buena, ese Jesús, que todos recibimos,
nos comunica la gracia de hacernos como los ángeles.
Y como yo estaba tan atrasada y tonta, le decía a mi madre: Entonces, ¿cuando yo reciba
al Niño Jesús, me volveré ángel y volaré al cielo?
Mi madre viéndome tan tonta, me dejaba por imposible.
Y mi primo, que estaba de vacaciones, ya ordenado de menores para sacerdote, con sus
amigos íntimos, Ramón Pérez Rodríguez y Luciano Rivas, que fue deán de Sevilla, y ellos me
preparaban en los ratos que pasaban de recreos, pues se hospedaban con mi primo, P. Hitos, en
la casa.
Y aquel día feliz me hicieron muy buen regalo, y la Vida de la Santísima Virgen, mi primo;
la de Santa Teresa D. Ramón, y el Sr. Rivas, la de San Estanislo de Koska con unas estampas
comulgando de mano de los ángeles, que me dio tan gran devoción. Y la abuelita hizo gran fiesta,
que a mí se me amargó cuando los tres se empeñaron les besara la mano, y como no tenían
sotana aunque estaban ya ordenados, no podía vencer la resistencia que sentía porque con
frecuencia jugamos todos, y mi abuela me hizo les besara los pies.
Que D. Ramón disipó mis lágrimas, llamándome la atención, diciéndome: ¡Ay Merceditas
que se va el Niño Jesús!... Míralo que disgustado está porque no le haces caso... Lo creí que lo
veían y salí corriendo a la escalera a ver si se iba o dónde. Entonces les hizo gracia mi inocencia,
y yo les preguntaba cómo le vieron, qué traje traía, cómo estaba de alto, cómo tenía el pelito, de
qué color los ojos, y cada uno me lo pintaba tan al vivo que me encendieron en amor del Niño,
con un ansia de verle que mi madre no me podía hacer dormir hasta que me prometía llamarme si
lo veía venir, y mi madre tan contenta y lo mismo mi abuela que con el divino Niño Jesús,
consiguieron dominar mis caprichos, pues tenía mucho genio.
En cambio, mi hermanita dos años menor, era muy alegre, obediente y dulce, se sabía a la
memoria el santo Trisagio que rezábamos todos los días en familia, los dolores y gozos de san
José y el Rosario entero. En varias veces, especialmente cuando salíamos al campo, nos hablaba
de las apariciones de Lourdes y de la Saletta, y uno de mis dos hermanos mayores, el segundo,
me quería mucho y me convidaba a que le ayudase a decir misa en una piedra grande que
formábamos un altar, y el mayorcito que estudiaba ya para sacerdote nos predicaba y siempre
teníamos funciones de éstas.
Un día, en el mes de marzo, que mi abuelita cuidaban con mi madre de la capilla de San
José de la parroquia, estaban adornando el altar para la novena que entonces se hacía solemne,
porque la abuela tenía gran devoción, nos mandó a un huerto cercano, tras de la torre, que
cultivaban muchas flores para la Iglesia. Se movió una tormenta tan atroz que no podíamos dar
paso con un viento y lluvia que nos arrastraba, y nos hicimos una cuevecita bajo los árboles, que
nos queríamos refugiar con la criada, y mi hermana y yo rezábamos recio y llorando el Trisagio,
de vernos solas sin mis padres, gritábamos de miedo, y un anciano venerable llegó y nos dijo:
“Marcharos enseguida de aquí que feneceréis” y señalándonos con el dedo la iglesia nos decía
aligeraros que viene “huenes” (sic)... En efecto, apenas salimos del sitio donde estábamos, vino
una avenida tan atroz que hubiésemos perecido sin duda.
[A] aquel venerable anciano no le volvimos a ver, y mi madre nos aseguraba fue san José,
a quien ella le rezaba por sus niñas, y quedamos nosotras tan devotas y agradecidas al Santo
bendito que no olvidamos aquel gran favor, como otros muchos incontables que hizo en mi
familia.
Aquel mismo año hubo un temporal muy crudo, con heladas y fríos, que se perdieron las
cosechas, y yo, que no podía dejar quietos a nadie, me fui con una parienta, a quien mi madre me
confiaba para educarnos, y con otra niña. Salimos al camino a coger nieve y vimos en una
cascada junto a la casa alta, que vivimos cuando yo nací y entonces tenían estos parientes de
colonos, y como el hielo cuajó el agua había verdaderos primores que iba mucha gente a ver,
pero yo me fui temprano y comía el hielo como el dulce y quedé helada.
Un transeúnte que me vio, avisó a mi padre que me encontró adherida y casi muerta de
frío. Me envolvió en su capa, mandó caldear la casa con grandes lumbres, y yo gritaba al sentir el
calor, me metieron las manos y pies en agua templada, y cuando volví a la vida con un dolor
fuerte de costado y pulmonía, todos creían moría entonces e hicieron por mi salud grandes
promesas, y los Siete Domingos a san José con el fin de que mi padre, que me quería mucho,
frecuentase los santos Sacramentos, que aunque muy bueno y honrado, no tenía la devoción que
mi madre y abuelos deseaban, y por mí lo hicieron todo, y desde entonces mi padre empezó a ser
más piadoso (aunque nunca faltó a misa, ni dejaba a los criados sin obligarlos a misa, aunque
abandonasen los ganados y faenas del campo).
Durante la enfermedad, la Santísima Virgen me visitó y curó admirablemente en momentos
de creerme muerta. Las noches que me dejaba el P. Hitos, que turnaba con mi padre, por estar mi
madre indispuesta no pudo asistirme, y mi padre cariñosísimo no se retiraba de mi lado, y el primo
me preparaba para morir hablándome del cielo y del amor que debía tener a la Santísima Virgen y
junto a mí rezaba el santo Rosario y yo le oía... y una noche me pareció que la misma Virgen que
él ponía sobre la mesita, que me pareció ser la de Lourdes, pues tenía en la mano el Santo
Rosario, me cogió de la mano y me incorporó en la cama, que no pude estar mas que tendida por
el dolor de costado, y el dolor desapareció completamente, y haciéndome la cruz en la frente con
la cruz del Rosario me dijo: “No morirás, quedaréis solas, morirá tu madre, pero yo quedaré en su
lugar y desde hoy soy tu madre”. Lo dije a mi padre, que vino a darme un beso porque me sintió
hablar y le dije que una Señora vino y me hizo una cruz en la frente, etc., y ni la conocía ni la vi
nunca tan hermosa y rodeada de luz con un Niño hermosísimo en sus brazos que me tomaba el
corazón diciéndome: “Tu serás mía”, y cuando quise llamarlos se marcharon.
Mis abuelos, que me querían mucho, ofrecieron hacer los Siete Domingos a san José en
familia si curaba, como los hicieron con gran devoción.
A los dos o tres meses, el día de san Pedro, reunida toda la familia con mucha alegría,
fueron al campo, a una finca deliciosa que tenía la abuela, y después de bajar continuaron
expansivos y alegres, cuando mi pobre madre, delicada todavía, cogió una pulmonía que duró
sólo ocho días. ¡Qué dolor más horrible sintió mi corazón cuando ella murió como una santa! Nos
decía señalándonos un cuadro de la Virgen de los Dolores junto a su cama: No os dejo huérfanas,
ahí tenéis la que desde hoy cuidará de vosotras y ser vuestra madre... Y desde entonces una
serie no interrumpida de gracias especialísimas y singulares favores nos hizo ver y sentir la
amorosísima maternidad de María Santísima con sus dos huerfanitas, especialmente su pequeña
Mercedicas, que en todas las tribulaciones y penas iba en busca de aquella tierna y divina madre
del cielo a decirle: “Madre mía, que sois mi madre, cuidad de mí”.
Sor Trinidad del P. C. de María
L6 C15 (11-16)
MI ENTRADA EN EL COLEGIO
28 enero 1889
Cumplía diez años de edad, hacía seis meses muerta mi santa madre y mi padre con mi
abuela creyeron debíamos entrar en un colegio de clarisas, de Santa Inés de Granada, que
entonces abrieron como medio de vida, y allí creyeron ellos nos educarían mejor por tener en
aquel convento una religiosa pariente de mucha virtud.
El dolor de dejar por primera vez a mi padre y abuelita, que quería como a mi madre, me
hizo llorar tanto, acordándome de los tres hermanitos pequeños que quedaron sin madre y de mí
esperaban el consuelo por ser la mayor de las dos niñas, pues los demás fueron varones.
Las religiosas nos recibieron con tanta ternura y amor que mi hermanita entusiasmada
(menor que yo) me reprendía al verme llorar, diciéndome: “Eres tonta, Merceditas, ¿no ves que
estamos aquí mejor que en casa con tantas monjas y niñas que juegan, y en casa desde que
mamá murió no se podía más que llorar, porque la abuelita nos castigaba?”
En mí no entraba consuelo. Qué raro y extraño me resultó todo. Quería aprender mucho en
poco tiempo para marcharme. Y aun sin preguntarme, cuando las monjas me venían a consolar
les decía: “Yo no quiero ser monja, no vengo más que a educarme y marcharme con mi papá a
ayudarle, para que no nos ponga madrastra”. Las monjas me alentaban a que estudiara y fuese
aplicada para marcharme enseguida; mi hermanita como un ángel no tenía nunca penas, ella
decía no salía más.
¡Oh Jesús dulcísimo, que siempre me preparaste caminos distintos a mis proyectos... y allí
querías coger mi corazón con tan fuertes lazos, que nada de este mundo fueron capaz de
romper... a pesar que el demonio me perseguía de muerte desde mis primeros años!
Seis o siete meses después, en el antecoro de aquel convento, un devotísimo cuadro del
Sagrado Corazón de Jesús me prendió, y quedé presa para siempre. Desde entonces el mundo
no tuvo para mí atractivos ninguno.
Como un dardo de fuego, que salía de aquel Corazón divino, pasó mi corazón con tanta
fuerza de amor, que quedé embriagada y fuera de mí, toda abrasada de amor. Lo que entonces
sintió mi pobre alma no pude expresarlo a pesar de ser interrogada por una santa y venerable
religiosa que me cogió del suelo creyéndome muerta... ¡y estaba viva! Jesús dulcísimo dio a mi
alma néctar dulcísimo... y con su Sangre purísima me embriagó en amores divinos que en
muchos años [no] pude olvidar, siendo mi alegría y dicha el padecer y morir en cruz como el Amor
de mi alma.
Desde entonces, 12 de agosto de 1889, aquellas buenísimas religiosas, madre Carmen
Guervós y sor María Rosa Robles, cultivaron aquella divina semilla que el Jardinero celestial
sembró en mi alma con tanta abundancia, para que en los tres años que viví allí, educándome,
ningún pajarillo robara su semilla.
Cuántas gracias me concedió el Señor en aquellos tres años de educanda, a pesar de
estar rodeada de muchas niñas sin vocación, y algunas sin piedad.
¡Oh misericordia y bondad del Señor con las almas! Tenía compañeras mayores que yo
que eran un amor nada puro, quisieron manchar la inocencia de mi alma, y Jesús dulcísimo
permitió que cuando alguna me buscaba para charlar..., se retiraba diciéndome muchas veces, en
broma decían: “Merceditas tiene el atractivo y aroma de un rosal pero cuando se le toca deja
espinitas que escuecen para días”. Y después, en mis cuentas de conciencia a mi amada sor
Rosa Robles, le preguntaba qué espinas tenía para que escocieran y ella me consolaba
diciéndome: Esas te las pone Jesús para cercar tu corazón y sólo él puede entrar dentro y
posesionarse de los afectos de tu corazón, que lo quiere puro, y en el momento que tú admitas
otro amor, Jesús no quiere, ya cuentas contigo, porque lo quiere todo o nada.
Qué contenta y fervorosa me dejaba aquella santa religiosa que me enseñó a amar a
Jesús de verdad y para siempre.
Me dolía tanto hacerlas sufrir, a las niñas, que tanto me honraban con su cariño. Ella [sor
Rosa] me decía no era yo, era el ángel de mi guarda el que ponía las espinas para que nadie
tocase al jardín de mi alma, mas que Jesús dulcísimo; y quedaba tan consolada y creída de ser
verdad, que [a] alguna niña más íntima les decía que el ángel bendito de mi guarda era el que
ponía espinas que yo no veía nunca.
Y nadie se atrevió nunca a quitarme el tesoro que Jesús guardó en mi alma muchos años.
¡Él sea bendito!
Al salir de aquel colegio sentía arrancárseme el alma, pero vi peligros y pedí a mi abuelita
me llevase, saliendo el 21 de noviembre, cuando tenía 13 años y 10 meses de edad.
Cuando me vi en el mundo, tan mimada y querida de mi abuelita y de todos los míos,
sentía la falta de mi sagrario, donde yo pasaba largas horas en la reja del coro con mis ojitos fijos
en la puertecita del sagrario donde me había dicho sor Rosa Robles que si le llamaba mucho él
saldría del sagrario a jugar conmigo... Y me aficioné tanto, que los domingos y días festivos tenían
que llevarme a fuerza, porque me pasaba las horas pegada a la reja, diciéndole: “Jesús mío, te
amo tanto que quiero verte y jugar contigo, soy tu Merceditas...” Y ya el confesor me mandó le
dijese que me diese el anillo de esposa (D. H. García Quintero, canónigo entonces de
Sacromonte).
Y después de aquel regalo que Jesús hizo a mi alma el 12 de agosto, que acabo de
escribir, me hizo hacer el voto de castidad y consagrarme toda a Jesús.
Muchas luchas tuve que sostener con las compañeras que tanto me buscaban, pero al fin,
con una niña de mi edad, muy piadosa, pude conseguir me acompañase de noche a bajar al coro
bajo a hacer el Viacrucis con unas cruces de madera muy pesadas y me hacían caer muchas
veces, y hacíamos la Hora Santa los jueves y la disciplina, hasta que alguna religiosa nos cogió
en estos ejercicios de piedad y nos lo prohibieron.
Entonces nos pareció a las dos encontrar en el coro alto, cuando subíamos de aquellas
penitencias, al divino Jesús, pastor divino de mi alma, que llevaba una ovejita blanca en sus
brazos divinos y la lavaba en su sangre divina... Qué pena sufrir entonces, pareciéndome que
Jesús dulcísimo me hacía ver mi alma en aquella ovejita herida, y desde entonces, cuánto le
pedía me librase del lobo infernal y no me soltase nunca de sus brazos misericordiosísimos.
Cuando después de ocho meses luchando con mi padre y hermanos que me dejasen ser
religiosa en el convento más austero que hubiese y más encerrado, conseguí me dejasen entrar
en las capuchinas de San Antón de Granada, me pareció ver a este divino Pastor de mi alma en
aquel sagrario, y en un acto de amor me ofrecí a padecer y morir por su amor en aquel Convento
que me parecía el cielo! ¡Oh qué feliz me sentí en aquellos benditos claustros!
¡Bendito seas Jesús dulcísimo!, que os manifestasteis en aquellos austerísimos claustros
tan dulce y sonriente como si viéndoos en todas las cosas como Esposo dilectísimo de mi alma
viese vuestra incomparable hermosura por todos los ámbitos de aquel convento y en cada una de
aquellas austerísimas y buenísimas religiosas, que me recibieron con tanto cariño que algunas
ancianas y venerables religiosas me solían decir al prestarles algún servicio: “Esta niña es un don
de Dios, un regalico que a los doce años ha venido a consolarnos” (pues hacía doce años no
había muerto ninguna y tenían el número completo de 33, no admitían más, y por una gracia
especial, en atención a la recomendación del P. Ambrosio que entonces predicaba la novena de
la Santísima Virgen de las Angustias en Granada, me recibieron gracias a Dios).
Lo que entonces me obligaba aquellas atenciones y cariño de aquellas santas religiosas
que llevaban la observancia de la santa Regla con tal rigor, que más parecía un desierto de
anacoretas que convento de monjas, pues se guardaba con tal rigor el silencio, que no había
recreo, sólo en profesiones o en alguna gran festividad y apenas si las religiosas hablaban unas
con otras con tal respeto y recogimiento que sólo en la enfermería nos concedían una poca
expansión con las enfermas, pero todo de Dios.
Estaba tan feliz y llena de paz y amor de Dios que cinco años que estuve casi en el
noviciado sin compañeras, me parecía vivía en los desiertos de la Tebaida, pues veía las
austeridades de aquellas religiosas tan endiosadas, que por nada cambiaría mi dicha.
Como era un poco flaca de estómago y muy joven no quisieron tomase el santo hábito
hasta cumplir los 17 de edad, y estuve postulante tres años y unos meses y un año de novicia,
con tanta vocación que los trabajos y penitencias que sufría me parecían regalos dulcísimos, y
aunque no sabía ni nunca hice trabajos por haber estado en el colegio desde pequeña, me
estimulaba tanto ver trabajar aquellas monjas de edad y tan señoras, más que mozas de servicio
por amor de Dios, que yo buscaba con ansias de amor, aquellos penosos trabajos de lavar,
barrer, repicar la campana, limpiar los suelos, la cocina y lugares más sucios, como el mejor
regalo.
Entonces, Jesús dulcísimo se mostraba tan fino y delicado conmigo que alguna vez me
parece le vi ayudándome a quebrar los hielos de un lebrillo de ropa que tenía que lavar después
de maitines, a las 3 de la mañana, el 15 de enero. Me mandó M. Maestra fuese con las
sacristanas a preparar los purificadores y ropas de sacristía que tenían en el huerto-patio, y había
escarchado y sentía frío tan grande que miré al cielo que chispeaban las estrellas lindísimas del
firmamento... y como si por ellas viese el rostro dulcísimo de Jesús me sentí inflamada de un
amor tan extraño y fuerte que sin esperar a las sacristanas me lancé fuera y con el puño empecé
a quebrar aquellos vidrios que me parecían espuma de jabón.
¡Oh Jesús dulcísimo! Entonces te vi Pastor divino de mi alma cogerme en tus brazos
dulcísimos y llevarme a vuestro Corazón adorable donde me disteis a beber en abundancia aquel
vino dulcísimo de tu sangre dulcísima que... hubo para calentar y embriagar aquellas santas
sacristanas que me decían con extrañeza: “Pero sor Trinidad, tendrá fiebre que nos calienta...”
¡Oh Jesús dulcísimo, misericordiosísimo, lleno de amor para los pobres pecadores, ten
misericordia de mí, tu Trinidad!
L6 C15 (17-22)
Notas
Aniversario de mi consagración a Dios
El 5 de este mes entré en ejercicios para la toma de hábito, dirigidos por el R. P.
Francisco de Benamejí, guardián de San Juan de Letrán de Granada (Triunfo).
El 21, festividad de la Presentación de la Santísima Virgen, tomé el santo hábito que me
impuso el R. P. Benamejí a las 4 de la tarde solemnemente.
El día 7 del año siguiente entré en santos ejercicios que me dirigió el R. P. Ambrosio de
Valencina, provincial de padres capuchinos, y el día 26 del mismo mes, festividad de los
Desposorios de la Santísima Virgen y san José, profesé a las 10 de la mañana solemnemente,
recibiendo mis votos el R. P. Ildefonso de Cuenca, guardián de Capuchinos de Granada.
Desde entonces renuevo anualmente con todo el fervor de mi alma, mi consagración a
Dios en el hábito y mis votos en la profesión... y siempre oigo la voz de Jesús en mi alma que
me dice: “¡Oh, si tú, hija mía, hubieras correspondido siempre con generosidad y fidelidad a
tantas gracias como te han sido concedidas!..., ¿cuántas misericordias y favores no hubieses
recibido en cambio, de mi Corazón que te amó, predilección especialísima, desde que te formé
y llené tu alma de gracias antes que nacieras y ya me agradaba de tu nada?”
Señor mío y Dios mío, concédeme que grabe en mi alma aquellas palabras que me
fueron dichas este día, el más feliz de mi vida, por boca de aquel venerable P. Benamejí, que
murió en Granada aquel año siguiente:
“Festinans descende... Apresúrate a venir porque hoy vengo a habitar en tu corazón...”
(S. Lucas 19, 2).
Acordaos, oh piadosísima Virgen María, mi dulce Madre, que jamás se oyó decir que
ninguno de los que han acudido a vuestra protección e implorado vuestro auxilio haya sido
desamparado de vos. Animada yo con esta confianza, Madre mía, a vos también acudo, ¡oh
Virgen Madre de las vírgenes! y de los pecadores arrepentidos que fiaron en vuestra
protección. Oprimida bajo el peso de mis pecados vengo a implorar vuestro socorro, ¡oh Madre
del divino Verbo! Me atrevo a aparecer en vuestra presencia soberana rogándoos me
presentéis a vuestro divino [Hijo] y me alcancéis el perdón y la misericordia que espero. Madre
mía, no despreciéis mis humildes súplicas, antes bien acogerlas benignamente con los votos
de seros fiel hasta la muerte. Amén.
Oh Jesús dulcísimo, que con tanto amor me invitáis a seguiros paso a paso vuestra
senda preciosísima de cruz, de ingratitudes y desamparos... Cuando mis naturales
sentimientos buscan alivio y consuelo en esta pendiente que vos subisteis generoso... que en
Getsemaní, cuando las mías duermen sin acompañarme en las agonías... me acuerde de vos,
dulcísimo Jesús. Tan grande y tan divino quisisteis enseñarnos... hacer que siempre y en toda
ocasión repita: ¡mis ingratitudes y pecados, Señor, os hizo sudar sangre... os azotaron,
coronaron de espinas, abofetearon, escupieron, enclavaron e hicieron morir en la cruz, a mi
Dios y Señor!
L7 C27 (28-29)
Mi Rvda. M. Secretaria:
En septiembre del año 1898, a causa del mucho trabajo de enfermera por las madres
ancianas, tenía que subir y bajar continuamente. A veces, para ayudarme a padecer a aquellos
grandes trabajos con la presencia de Dios, por no tener costumbre, y por ser fuerte la violencia
de mi propio carácter, tan soberbia para mostrarme dulce y cariñosa con las enfermas, me
ponía en la suela de la sandalia algún chino o piedrecita que se me hizo un callo y queriendo
sacar con unas tijeras la piedrecita que quedó entre cuero y carne, se me infestó, pensando el
médico que si no bajaba la inflamación tendría que extraer o amputar el pie. En efecto, me lo
sajaron teniéndomelo que curar el médico todos los días. Me llevó una monjita un rosarito
tocado a la Inmaculada Concepción que decían hacía muchos milagros. Yo no sentía gran
devoción, porque no sentía esa fe que las monjas a esta devoción. Al ponérmelo sentí grande
alivio y aquella noche no tuve fiebre, pero me pareció ver en una plaza espléndida, que
llevaban en procesión la sagrada imagen de la Inmaculada las siete Fundadoras que repartían
aquellos rosarios a cuantos enfermos y devotos los pedían. Yo quise entrar con otras
muchísimas personas en aquella cerca custodiada por los ángeles, y no me dejaban pasar.
Pero un venerable anciano, de aspecto devotísimo, cogió a varias niñas pequeñas y pobres y
me decía: entre con ellas y la Santísima Virgen le dará sus gracias, y al acercarle aquellas
cinco niñas pobres, la Santísima Virgen abriendo sus purísimas manos, me entregó una
porción de rosarios y parecía decirme: Dale a las niñas que recojas en mi nombre estos
rosarios y yo les alcanzaré todas las gracias que por ellos me pidan de mi Hijo santísimo, y
cuantos los lleven no morirán en pecado, repitiéndome las mismas promesas que a la
venerable M. Concepción.
Al día siguiente había Jubileo circular y las religiosas se fueron a la misa cantada a las
10 de la mañana, y estaban limpiando los albañiles los tejados altos del convento. Se le rompió
la soga y el desgraciado Valdivieso, albañil, cayó a la calle de los Frailes haciéndose una
tortilla. El ruido que la gente movió me asustó tanto que me eché de la cama al suelo para
avisar en el coro, y no podía mover el pie; le recé a la Virgen Santísima, y pude dar algunos
pasos. Entonces me encomendé al santo del día, me descubriese aquel sueño o visión, y
estando rezando los maitines de san José a Curpertina, me pareció verlo al lado de mi cama
diciéndome: No es sueño lo que viste anoche, la Santísima Virgen quiere recojas las almas
abandonadas y pobres y las acerques a la sagrada Eucaristía; para ello sírvete del santo
Rosario que la Señora le daba para que sea el anzuelo y cadena con que las prendas a Jesús
Sacramentado, en donde la Madre Purísima le alcanzará la gracia de preservarlas del pecado.
Muchos años llevaba grabada en mi alma esta idea... Cómo yo puedo hacer esto... Y me
dediqué a enviar grande porción de rosarios a la M. París, de las adoratrices, para que los
repartiera a las niñas abandonadas, de las cuales vinieron después a ser religiosas una sor
Magdalena de la Divina Gracia, que me decía el Confesor se le apareció la Santísima Virgen y
le dijo: “Vete, baja al Pozo y pide a las monjas, mis hijas, con hábito y cuerda negra, como yo
vestí después de la muerte de mi Hijo santísimo”.
Esto último sucedió el año 25, cuando fundamos el convento de Chauchina y cuando la
Revolución se marchó y murió en San Antón como una Santa.
Sor Trinidad
L7 C26 (11-12)
[Autobiografía de los primeros años]
“Vir obediens loquetur victoriam” (Prov 21, 25)
“Los hijos de obediencia alcanzarán victoria”
Capítulo I
Mis padres
Uno de los más señalados favores que me hizo el Señor, el haberme dado unos padres
temerosos de Dios y hartamente piadosos, que educaron a sus hijos en la santa fe católica y
amor de Dios.
Mi padre, de edad de quince años quiso ser militar y marchó a Guadalajara (según le oí
referir muchas veces, pasó su vida en Castilla la Vieja en distintos puntos), y estuvo muchas
veces en grave peligro de perder su vida en cumplimiento de su deber, y que la Virgen
Santísima, de quien fue devotísimo, le libró cuando la invocaba con fe y amor de hijo. ¡Cuánta
fe tenía su corazón refiriéndonos con lágrimas los favores singularísimos de su patrona la
Santísima Virgen de las Maravillas de Martos a donde nació!
Sus palabras: “Siempre estaré bendiciendo a mi madre la Virgen Santísima la protección
y cariño con que me acompañó siempre en todos los pasos de mi vida militar, y a pesar de mis
travesuras en mi juventud, donde quiera que veía una imagen de la Virgen me descubría y
rezaba sin temor a las censuras de mis compañeros, que no siempre sentían como yo. Y la
bendita Madre cuidó siempre de mí. Mayor ya, me preocupaba del estado que había de tomar;
quería encontrar una compañera ideal que me hiciera feliz... y no veía nada que llenara mi
corazón, a ella encomendé con toda la fe de mi alma este asunto y puso en mi camino una
mujer dotada de un alma hermosísima con un corazón de ángel, ¡vuestra madre!, prudente y
discretísima que me dirige”.
“No tenía un céntimo, la divina Providencia dispuso tuviese que ir con mi Coronel a
Málaga, y en el mismo hotel, se hospedaba una señora con tres hijas, que pronto hicieron
amistad con las hijas de mi Coronel, la mayor me encantaba oírla en las tertulias y reuniones
de ambas familias. Era sumamente jovial, discreta, sencilla, alegre, tan simpática en su trato,
tan agradable en su conversación que la familia de mi Coronel, pidió a la señora madre, dejase
a sus hijas acompañar a las suyas, para hacerles más amena la temporada, que ambas habían
ido de recreo. Me parecía todo providencial”.
“Entonces yo buscaba la Patrona de Málaga, y pasaba muchas horas al pie de la Virgen
de las Victorias pidiéndole que me diera aquella señorita por mi compañera. Salí de la iglesia,
seguro que la Virgen me había oído, y en efecto, aprovechando una ocasión en que fui
acompañando a las hijas de mi Coronel, me acerqué a ella y le dije: a la Virgen de las Victorias
le confié un encargo de interés para usted, ¿no le ha dicho nada?”
“Quedó en silencio y calló. Su silencio fue la contestación de la Virgen; a ella fui lleno de
gratitud, y ella me dio fortaleza para conseguir mi intento, a pesar de la persecución y guerra
que tuve que sostener tres años con toda su familia que se oponía a que llegase a ella.
¡Bendita sea la Madre de misericordia!”.
Estas fueron sus palabras siempre que nos contaba siendo pequeños, cómo vino de
Jaén a este pueblecito de la vega de Granada.
Tenía un gran corazón para los pobres a quienes repartía cuanto ganaba, hasta el punto
de quitarse sus ropas para vestir algún pobre desnudo, como un invierno, volvió a casa sin
capa porque encontró un pobre medio muerto de frío y se la dio; y mientras tuvo, no dejó nunca
de socorrer todas las necesidades, y siempre llevaba detrás de él muchos pobres que le
llamaban su padre. Muchos años después de muerto, cuando venían del pueblo al convento,
me decían contristados: “Aquel hombre no debió morir; mientras él vivió con nosotros no se
conoció el hambre en el pueblo, nos socorría a todos y no nos cobraba” (tenían almacén o
tienda).
Mi madre vivió y murió como una santa mártir, llena de alegría llevaba sus penas, sin
consuelo humano, el Señor la inundaba de alegría. Disfrutó de unos padres piadosísimos y
acomodados que vivían holgadamente con lo que les producían sus fincas, y educaron a sus
hijos con arreglo a su clase; eran siete; seis hijas y un varón, dos de ellas fueron religiosas, los
otros cinco casaron, con la dicha de ver consagrados a Dios en el estado religioso diez nietos,
tres jesuitas y siete monjas.
Mucho se gozaba en aquella casa donde se bebía el espíritu de piedad y amor de Dios,
y para mi madre fue el amparo de sus hijos (habiéndome tenido a mí como hija única, después
de la muerte de mi madre), allí junto a la iglesia que tenía su casa me gustaba vivir porque no
me separaba de Jesús Eucaristía mas que un muro, y soñaba oír las campanitas de la misa, y
los bautismos. ¡Qué alegría gozaba mi alma junto aquella iglesia en donde recibí la gracia del
bautismo!, y tantas otras desde que nací.
Necesitaría mucho tiempo, para describir la vida de mi santa madre, y no es eso lo que
tengo mandado escribir. Solo diré que su fe y amor de Dios era tal... que antes de poder hablar,
mi corazón amaba a Dios y quería ir al cielo. ¡Con tal unción y amor nos hablaba de Dios que lo
veíamos en todo! Sin apenas pronunciar palabra nos enseñó los actos de fe, esperanza y
caridad. Sus hermosos ojos de continuo los veíamos llenos de lágrimas, mirar a la Sagrada
Familia que la tenía en todas las habitaciones, y cuando alguien la miraba sonreía con una
discreción y talento que procuraba distraerlos a todos con su carácter jovial y expresivo. Alguna
vez solía decir a su madre: “nada, que mi corazón debió ser todo de Dios, y en un descuido lo
dividí, y ahora quiero darle el corazón de mis hijos”.
Siendo de doce años, su madre temiendo que su genio despierto y vivo, se pervirtiera en
un colegio con la amistad de las amigas, pensó entrarla en el convento de Clarisas de la
Encarnación de Granada donde tenía una hermana, y una hija profesas (con gran fama de
santidad), y en efecto la niña entró muy contenta y alegre.
La tía, M. San Gabriel, y su hermana M. Paz, se dedicaron a formar de aquella niña tan
amada, una buena religiosa, pero era tan viva y alegre que no la podían sujetar, tan traviesa
que en todas partes escribía versos, y les parecía que no tenía vocación, y pensaron volviese a
su casa, como en efecto sucedió, siendo la alegría y consuelo de su familia. Después que
casó, a disgusto de sus padres y sin su permiso (por no ser persona conocida), aunque
después le quisieron mucho, ella lloraba sin consuelo porque creía no había obedecido a sus
padres. Esta fue la pena que amargó su corazón.
El Señor le dio once hijos, murieron cuatro y le vivieron siete, yo fui la cuarta, los tres
primeros varones, y ella pedía mucho a nuestro Señor y a la Virgen y san José una niña que
fuese su consuelo; y el Señor le concedió cuatro niñas seguidas, dos murieron, y quedamos
dos que fuimos capuchinas (en el convento de San Antón de Granada).
Nos refería mi madre, que le di mucho quehacer desde antes de nacer, estuvo a la
muerte, y avisaron a mi padre que estaba en Toledo, porque creyeron moría, y al nacer quedó
completamente buena y yo nací tan robusta y grande que creían los que me vieron en la iglesia
en el bautismo que tenía ya meses, cuando solo contaba tres días. Dicen, era muy traviesa,
miraba a todos como si conociera, esto me lo refería mi madre y abuela, cuando me reprendían
me decían que venía dando ruido desde antes de nacer. Cuánto les hice sufrir con mis
travesuras. Mi hermanita menor fue tan buena que nunca la tuvieron que castigar, por lo que
pensaron mis padres, lo conveniente que sería pagar una señora piadosísima y muy instruida
(algo parienta) que viniese a la casa a educarnos, ayudando de ese modo aquella familia que
vino a extrema pobreza, para evitar peligrara nuestra inocencia que mi madre quería conservar
con tanto interés. ¡Temían tanto de mí, tan viva y traviesa, que parecía no se cuidaba de los
demás!
Así estuvimos tres años con aquella señora que nos enseñó a leer y escribir
corrientemente hasta que hicimos la primera Comunión, que yo la hice de ocho años por
esperar hacerla junto con mi hermana menor.
Como nos preparó mi santa madre, no podré expresarlo... todo su afán que Jesús no
encontrase en el alma de sus hijas ni la más pequeña sombra... Ella no confió a nadie nuestro
cuidado, de noche nos hacía ver cómo quedábamos bajo el manto de la Santísima Virgen,
custodiadas por los ángeles... y cuando nos quitó la cuna, y mi hermanita no quería dormir
sola, nos pusieron a las dos juntas en una camita junto a su cuarto, y no se iba hasta dejarnos
dormidas, hablándonos de Dios, de la Santísima Virgen y de los santos. Nos decía que entre
las dos dormía el Ángel de la Guarda, que luego le daba cuenta de lo que hacíamos y nos
creíamos como si lo viésemos, y a pesar de mis travesuras me parecía que creía yo más que
mi hermana, porque como más pequeñita ella en el invierno quería abrazarse a mí y yo no le
permitía, me parecía que el ángel que yo veía entre las dos se podía marchar, y le decía: no
permito que el ángel se vaya, anda, abrázate a él, que te calentará más que yo... y el angelito
me decía con mucho candor: ¡No, si se marchó ya!, yo no lo veo aquí, ¡déjame acercarme que
tengo tanto frío! Y yo, que me parecía ver el ángel, llamaba a mi madre para que ella nos dijera
si se disgustaría el Señor cuando ella me pedía la calentara... Fue tanto el temor y respeto que
nos infundió a las dos, que habiéndonos criado juntas, pues solo le llevaba 14 meses, no
recuerdo nunca que tuviésemos ni una acción, ni palabra ofensiva de la cual el Señor tuviese
que pedirnos cuenta. Antes de morir, cuando la vi sufrir horriblemente, pues ella había pedido
padecer el purgatorio en vida, en un momento de dolores agudísimos le besé en la frente. Y
toda extrañada que la besara me dijo: “¡Cómo, madre mía, me da este consuelo, moriré hoy!” Y
me rogaba que después de comulgar fuese hacerle la cruz sobre la parte de sus dolores
porque creía que sino curaba se le calmaran o por lo menos le fortalecía el ánimo para sufrirlos
mejor por amor de Dios. ¡Él sea bendito que en la fe nos da su amor!
Cuando les parecía a mis padres que debíamos a ir algún colegio, pensaron en
meternos internas en Santo Domingo, con el fin que estudiásemos para profesoras cuando
tuviésemos la edad; y llenos de temores iban entreteniendo el tiempo para que fuésemos
mayores y nos compraban libros con láminas, catecismos explicados y el santo Evangelio que
nos gustaba mucho, y yo sentía tanto gusto en dar limosnas que cuanto cogía en la casa lo
daba a los pobres, y cuando se descuidaban me metía en la tienda, que junto a la casa tenía
mi hermano el mayor, y de cuanto había lo daba a las niñas pobres que yo invitaba en un portal
de la casa para enseñarles la doctrina y cómo debían comulgar... Y con el aliciente que las
vestía, venían muchos niños y niñas a mi portal. Mi padre me veía tan afanada y él me daba
cuartos y chocolate para repartirlo en aquellos pobrecitos que algunos no comían otra cosa que
lo que yo les daba. Mi padre fue siempre muy caritativo y me dejaba dar, pero mi madre
cuando se dio cuenta me castigaba, no quería que con este motivo saliera de casa para nada.
Pero mi padre creyó que debían pensar en hacerme maestra, y lo decía a mi madre.
Al cumplir los nueve años quise obsequiar a estos pequeños el veintiocho de enero, y
cogí una pulmonía con dolor de costado, que estuve entre la vida y la muerte gravísima.
Entonces toda la familia temió que pudiera morir y se encomendaron al patriarca san José
ofreciéndole hacer en familia los Siete Domingos, para lo cual aprovecharon la Cuaresma de
aquel año para que confesaran y comulgaran todos. Esta promesa la aconsejó el P. Hitos, que
entonces le cogió allí por estar él delicado, tenía pedido permiso en el Seminario para pasar
con la familia aquellos meses y él me cuidó por dar ese alivio a mi madre enferma. Y con este
motivo él ayudó a que me diese mayor cuenta de lo que debía al Señor en devolverme la vida,
estando para morir que san José me había alcanzado la gracia del divino Juez para que
revocase la sentencia de muerte por unos años, que debía pensar en serio qué querría de mí el
Señor. ¡Oh Dios mío!, había puesto sus ojos en su sierva mi buenísima madre; y cuando aun
andaba flaquita y convaleciente, se la llevó el Señor aquel mismo año. El día de san Pedro
cogió la misma enfermedad que yo y en nueve o diez días terminó su carrera y murió como una
santa en un acto continuo de amor de Dios... Que al recibir el Santísimo Sacramento en el
Viático y Extremaunción el día antes de su muerte, delante de un público numerosísimo que
asistió, presenciaron que hincándose de rodillas sobre la cama con las manos juntas quedó
extasiada, y todos creían había muerto cuando entonó el Tedeum que el Párroco y su sobrino
más querido, P. Hitos, alternó con ella hasta terminarlo. Como fue devotísima de la Santísima
Trinidad y de la Sagrada Familia los invocaba con tanto amor y les encomendaba sus hijos
pidiéndole al Señor se salvaran todos. No murió hasta el día siguiente 11 de julio 1. El Sr.
Párroco les decía a todos: es una santa la que se nos va al cielo. Y las gentes le pasaban
1 En la partida de defunción dice que fue enterrada el 11 de julio de 1888 y murió el día anterior a las 11 del día a la edad de 36 años.
rosarios por su cadáver, diciendo todos: ¡ha muerto la santa!
El mismos día que recibió los santos Sacramentos, por la tarde nos llamó a todos sus
hijos que éramos los cuatro mayores, los dos varones, que tenían catorce y dieciséis años, y
nosotras dos con ocho y nueve años. Nos encargó el temor de Dios y confiaran todo a la
Santísima Virgen; y a mi abuela, que era tan santa y discreta como ella, le encargó hiciese sus
veces con sus hijos. Pero de un modo especial me confió a mí a su cuidado y educación, para
que el demonio con las vanidades no alucinaran y engañasen perdiendo a Dios, que nos
educasen religiosas, que tenía su mayor preocupación con su Mercedes y le pedía no la
soltase nunca, y así lo cumplió la santa abuelita y gracias a eso me libró el Señor de las
astucias infernales del infierno.
Teníamos una parienta en un convento de Clarisas que entonces tenían colegio, y
enteradas que nos preparaban para ingresar en Santo Domingo de Granada, llamó a mi padre
y le pidió nos llevase allí, que ellas nos educarían tan bien como en Santo Domingo y se
alegrarían después.
En efecto, arreglaron todo, y el 28 de enero de 1889 entramos en el convento de clarisas
de Santa Inés de educandas, cuando cumplía aquel mismo día los 10 años de edad y mi
hermanita ocho años y meses, nos llevó mi padre y mi abuelita, y quedamos contentas, aunque
con la pena inexplicable de la primera separación de mi padre y abuelita que tanto nos habían
amado, a los 6 meses de perder a mi santa madre y dejando aquellos tres hermanos
pequeñitos, que mi madre me encargó cuidase de ellos cuando las amas los dejasen, pues
solo tenían el menor 40 días, le seguía otro de dos años y otro de 4. En el momento de salir el
mayorcito de 4 años colgado a mi cuello lloraba inconsolable por venirse con nosotras; me
decía: “Mercedes, que mamá te dijo al irse al cielo que cuidaras de nosotros, que fueses
buena, y a mí también me dijo: amar a Mercedes como a mí, ella cuidará de vosotros, hará mis
veces, no lloréis; y tan pronto te vas tú también al cielo, ¡llévame contigo!”
Mi corazón que con la muerte de mi madre se había hecho más sensible y tierno; el
golpe de perder a mi santa madre me pareció el descubrimiento de un mundo nuevo de
desengaños. ¡Todo cambió alrededor nuestro! Quedamos en una orfandad verdaderamente
tristísima... Días después, mi abuela, que dotada de gran talento y virtud, a quien mi pobre
madre nos confió, con encargo especial a sus dos niñas, sobre todo su Merceditas que tanto
amaba y temía de su carácter impetuoso y vivo, tuvo que retirarse por completo.
Tenía mi madre dos muchachas de 20 años especialmente la mayor de 21 (algo
parientas sobrinas de un primo hermano que vino en decadencia), y ellas le pidieron quedarse
de criadas y costureras, y como eran buenas y piadosas, llevaban más de un año en casa, y la
mayor se encargó de nosotras para salir y vestirnos, etc. Esta, llamada Victoria, quiso quedarse
en la casa al cuidado nuestro; y la abuela se opuso, queriendo quedase en la casa una señora
viuda de cierta edad, que observaba ejemplar conducta, pues mi padre, había recibido y
confiado nuestro cuidado a Victoria, en extremo atenciosa con todos nosotros. Pronto se
conoció, que mi padre quería casar con ella; y a los tres o cuatro meses de muerta mi madre,
en aquella casa que nos sobraba todo, y viviendo mi madre florecía con la esperanza de un
porvenir... de bendiciones y paz como teníamos con la ayuda de mi buenísima abuelita, ésta se
retiró, y retiró sus ayudas; mis hermanos mayores se oponían, echándola de casa, y nosotras
veíamos a mi pobre padre contrariado y violento, perder aquel equilibrio que ayudó tanto en los
últimos años a la paz y alegría de aquella casa de bendición.
Oh Jesús mío misericordiosísimo, que de los más grandes males y desgracias sacáis
grandes bienes... perseguíais sin duda cazar corazones... el mío, que al parecer querías cortar
de la planta antes que marchitara con el pecado en aquella grave enfermedad que a los nueve
años me puso a las puertas de la muerte y que por las oraciones y súplicas de toda la familia
me volvisteis a la vida, cortando en cambio la de mi buena madre que tanta falta hacía!
¡Bendito seas, Padre de misericordia y bondad, que con tanto amor pusiste vuestra mirada en
esta mariposilla que no gustaba más que de andar de flor en flor encantada de sus colores y
hermosura y vos, Jesús dulcísimo, preparabais un vallado fuertísimo de espinas para que no
entrasen a su campo los ladrones, y robasen los frutos que vos, Dueño mío amantísimo,
preparabais desde la eternidad y pusisteis por hortelana y jardinera a vuestra Madre santísima
cuando me la dejasteis por madre.
II
[En el colegio de Santa Inés]
Hasta entonces nunca pensé en ser monja, mi ilusión era educarme para marchar al
lado de mi papá, a quien mucho amaba, al cuidado de mis pequeños hermanos y ser la ayuda
y consuelo de su ancianidad, último encargo de mi inolvidable mamá. Las religiosas me
preguntaban cuando nos veían tan piadosas y orando delante del sagrario y al pie de la
Santísima Virgen para que resucitara a nuestra inolvidable madre. No queréis quedar con
nosotras y seréis religiosas. No señora, no quiero ser monja, quiero marcharme enseguida que
me eduquen a casa.
¡Oh Jesús dulcísimo!, me esperabais confirmar esta determinación pública que me salía
espontáneamente cuando me llegó la noticia por mis hermanos, venían enfurecidos
diciéndonos: “Papá acaba de casarse con Victoria y nosotros nos vamos, no queremos ver otra
madre en el puesto de aquella que tenemos en el cielo.”
Se me encogió el corazón de verlos marchar desorientados... y llorando nos fuimos a la
Santísima Virgen de Belén, que estaba en la escalera que teníamos que subir al colegio, tenía
su capilla, y allí quedé llorando. Madre mía, le decía, ¿cómo mi papá, tan bueno, que adoraba
a mamá, se olvida tan pronto de ella dispersando a sus hijos que no pueden tolerar este dolor?
Hondas reflexiones amargaban mi corazón... y mi hermanita que parecía alegrarse de aquella
novedad, me dejó diciéndome: “No llores Mercedes, ya tiene papá quien lo cuide”. Y al
quedarme sola pedía a la Santísima Virgen fuese la madre de mis hermanitos y no los
abandonase nunca, y sentía el consuelo que aceptaba mi oración.
No acertaba a salirme y viéndome sola abrí la puertecita de la capillita y me abracé
aquella hermosa imagen y llena de un ímpetu de filial amor y confianza le dije: Madre mía, yo
quisiera un hombre cariñoso y fiel que no se olvide de mí, y que si papá ha hecho esto con
mamá, poner otra mujer a sus hijos por madre, yo no quiero más que a ti, madre mía. Y vi que
la Madre divina me dio el divino Niño que tenía en sus brazos diciéndome: “Este será tu
Esposo a quien te entregarás con todo el amor de su corazón y él te dará esa fecundidad
espiritual que de tus sacrificios y dolores espera Jesús para su gloria: muchas almas que le
sigan y amen”.
Lo que en aquellos momentos sintió mi alma es inexplicable y a los sollozos de gozo y
alegría acudió la tornera que pasaba por allí, sor María Rosa Robles, que me enseñó a amarle,
a conocerle y adorarle. Me cogió el divino Niño y lo puso en los brazos de la Santísima Virgen y
me reprendió cómo me metí en la capilla y quién me alcanzó el Niño. Le referí cuanto me había
pasado y me mandó no lo dijese a nadie, más que al Confesor, que era D. Hilario García
Quintero, Canónigo del Sacro Monte, que me mandó lo dijese a M. Abadesa, M. Dolores del
Martínez de Castilla, que murió en olor de santidad y ella con su acostumbrada dulzura me dijo:
Hijita, sé muy fiel al Señor y entrégate a la Virgen Santísima para que ella te eduque y dirija
junto a Jesús y te enseñe a vivir y morir en la cruz, y besándome en la frente me dio a besar el
escapulario, y marché de allí diciéndoles a todas llena de alegría: quiero ser monja y nadie me
arrancará de aquí.
Aquella santa religiosa, sor María Rosa, siguió educándonos para Jesús a todas las
pequeñitas que la M. Abadesa le confió, y cuánto bien hizo a mi alma, cómo me aficionó a
visitar a Jesús muchas veces... a escaparme al coro y llamarlo dándole toquecitos en la reja
cuando estuviese sola, y le dijese: Jesús mío, aquí está tu Merceditas, y él saldrá y conversará
contigo, y jugará al esconder y te dirá que eres su esposa... ¡Oh!, qué llena de entusiasmos, de
amor, pasé casi los cuatro años de colegio con Jesús que me citaba allí tantas horas, que M.
Carmen Guervor, maestra de novicias, alma de gran contemplación, me celaba a ver lo que
hablaba con Jesús... de acuerdo con la M. Maestra del colegio. Y después me acechaba en el
antecoro... y me examinaba y me decía tantas cosas que no entendía apenas... Cuando le
decía deseaba ser grande para ser su novicia, me decía: “No, hija mía, tú no eres para
nosotras, el Señor tiene ya preparado otro convento para ti cuando seas grande”, y me
entristecía tanto, que ya procuraba no encontrármela.
La buenísima madre me consolaba diciéndome serás monjita en un convento muy
austero y observante, estarás muy contenta y feliz, pues el Señor espera de ti que le seas muy
amante y le consueles mucho y le ayudes a llevar su cruz, etc. Entonces le preguntaba y eso
de llevar la cruz qué es. Y me enseñó a que buscando las humillaciones, el ser despreciada y
sufrir en silencio las pruebas que él nos envía por su amor todo es ayudarle a llevar su cruz y
cuando te hagan superiora entonces empezarás a ayudarle aceptando cuanto él te pida.
En estas conferencias se me pasaba el tiempo y las niñas que me buscaban, y sabían el
ansia de ir a Jesús, le decían a mi hermanita (que se asustaba): “Merceditas está en la reja con
el novio” y la madre las castigó privándoles aquella semana de la sagrada Comunión. Todas
me querían mucho, y como era muy traviesa y les hacía mucho reír, no me perdonaban los
recreos, y la madre me dejaba ir al coro siempre que se lo pedía, que eran las horas que yo
sabía estaba el coro más solo para llamar a Jesús recio como me tenía enseñado sor María
Rosa, a veces le tenía que dar muchos golpecitos en la reja otras veces me esperaba él a mí.
¡Oh Jesús dulcísimo de mi alma que con tan gran sabiduría, como misericordia, me
atraíais con tanta dulzura! En aquellos primeros años abristeis a mi alma vuestro adorable
Corazón como una confitería llena de todas clases de confites para ganar y pegar a vuestra
cruz esta leoncilla que tantos males hubiese hecho en el mundo si no hubieseis atado a vuestro
corazón la fiereza de este corazón que cazasteis con tanto amor y destreza. Bendito seáis, mi
Señor y mi Dios, y tomar de nuevo todo mi ser en aquel momento supremo que me llamáis
para liquidar cuentas. Vuestra Sangre divina lave y purifique mis manchas para que con
vuestra Madre Santísima me hagas digna del perdón y misericordia.
Sor Trinidad
L8 C38 (66-79)
[Súplica u oración]
Comprendo aquellas palabras de san Pablo: “Jesucristo es la verdadera piedra”. Y en
sus agujeros quiero vivir... y que vivan todas las almas especialmente... Sí, Jesús mío, vos nos
dijisteis: “Han agujereado mis pies, manos y costado...” ¿Para qué, Señor, nos repites tantas
veces “ven y ocúltate dentro de mis llagas”? ¡Oh roca divina que así te abres para recibirme y
acariciarme, qué dulce eres!
Cuánto me complace, Jesús mío, si me imagino que para vuestras capuchinas
adoradoras viene muy bien aquello que repetimos en alguno de los Salmos: Abandonar las
ciudades por la cima de las rocas, y sed como la paloma que pone su nido en las cavidades
más elevadas... abandonar los lugares bajos de la tierra, y subir hasta las sublimes regiones
del altar... No entendía latín, Jesús en su misericordia, hacía entender o sentir en la recitación
del Oficio divino, que nosotras, las almas religiosas, somos las palomas, que hemos de fijar
nuestras morada en las heridas de Jesucristo, en las alturas del tabernáculo, si queremos
elevar el vuelo a las regiones de la eternidad bienaventurada.
¡Dios mío! Concédeme que todas las almas que lean vuestras misericordias, vean
vuestra faz divina... y oigan vuestra dulce invitación y volemos repitiendo lo del Profeta:
“Vuestros altares son Dios mío lo que os pido, esa es la cima donde quiero fijar mi morada”.
En las pruebas y humillaciones, moraremos con vos dentro de vuestras llagas, lavando
nuestras heridas con vuestra sangre preciosa, Jesús mío crucificado y muerto en un sacrificio
de amor por mí... ¡Qué dulce es, Jesús mío, sumergirse en vuestra sangre divina que lava,
limpia y cura nuestras heridas, qué delicias sienten las almas al recibir una nueva vida con
vuestra sangre divina... y cuando me entro humillada en las profundidades de vuestros dolores
amarguísimos me llamáis nuevamente diciéndome:
“Sube ahora más arriba”, y siento con una fuerza irresistible que se abren mis alas y os
repito con todo el fuego que recibo de vos. ¿Quién me dará alas de paloma para volar y
reclinarme en los brazos del que ama mi alma? Y siento que me abren las alas del amor
sacrificado y humilde, con el amor y caridad ardiente de las almas y como si en un ala cargara
con el peso de todos los sacrificios habidos y por haber; y en la otra las penas y trabajos de
todas las almas... levanto el vuelo y llego a un reposo que ya no es de este mundo. ¡Oh Dios
mío, a dónde conducís estas almas que, heridas en un tiempo infeliz, abristeis misericordioso
vuestras llagas, curada y favorecida por vuestras misericordias, posó en la santa Eucaristía
donde recibir las finezas de vuestro amor, y aquí siente un inmenso deseo de poseer el cielo.
¡Oh Dios mío, que todas las almas escogidas por vos para vivir en el Tabernáculo... le
concedáis ese dichoso vuelo que tanto desean nuestras almas reposar en vuestro seno cuando
separada del pesado cuerpo que nos detiene en el destierro, llegue a vos Dios mío y
misericordia mía. Amén.
L8 C38 (80-81)[FUNDACIÓN DE SAN ANTÓN. PRIMEROS AÑOS
DE VIDA RELIGIOSA DE LA M. TRINIDAD]
¡Adoremos a Jesús Sacramentado!
En espíritu y en verdad
En el año 1586, cerca de la Navidad de Nuestro Señor Jesucristo, salió para la Curia
Romana la ilustre señora Lucía de Ureña, natural de Granada, hija de don Diego Ureña, de la
nobilísima familia de los condes de Ureña, que vinieron a Granada por haber ido con su
hermano a la toma de Medina Sidonia y volviendo a la Corte, allí le dieron comisión las Cortes
del puerto de Motril, quedando en Granada en donde nació nuestra ilustre fundadora Lucía de
Ureña, como consta en el libro de las Fundaciones de las Capuchinas de Granada.
Los trabajos, sufridos con heroico espíritu, de aquella mujer insigne, los relata su vida
con edificación de cuantos la leen, pero nada admira más, que la constancia y fe en sus tres
viajes a Roma para conseguir le concedieran la fundación de las capuchinas de Granada.
A pie descalza llego a Roma, fuerte y robusta, a últimos de mayo del año siguiente de
1587, alcanzó a besar el pie al Soberano Pontífice Sixto V, sólo por la fe grande que tenía en la
divina Providencia que la guiaba, sin otra recomendación ni conocimiento que le pudiera valer.
No sin gran asombro de cuantos la vieron conseguir particular audiencia de Su Santidad,
besóle el pie, y con aquel aliento y elocuencia que da en semejantes ocasiones el espíritu de
Dios, dijo:
“Santísimo Padre: Sola a pie descalza me ha conducido la providencia del Señor desde
España a esta Corte Santa. El fin no es otro, que a pedir a Vuestra Santidad su bendición y
licencia para hacer en la ciudad de Granada, mi Patria, una fundación y convento de descalzas
capuchinas, que viviendo no solo en pobreza total, sino con toda la rigidez de la Regla primitiva
de santa Clara, sean y se apelliden entre sus menores hijas las mínimas; para que
consagrándose en el desierto de aquella penitente y solitaria vida, víctimas puras de la caridad,
vivan cumpliendo la ley del Señor, en verdad y en espíritu, con el más fervoroso y perfecto
amor de Su Majestad, y de los prójimos. Ha diez y ocho años que se dignó su infinita
misericordia inspirarme su voluntad, y los mismos me han tenido en la prueba del riguroso
Instituto, sin otro testimonio de esta verdad, que el que inspirase el cielo a Vuestra Beatitud, me
envían para que postrada humildemente a sus pies, solicite de su benignidad el Breve para la
fundación de un convento bajo la invocación de los dulcísimos nombres de Jesús y María y con
la especialísima gracia que espero de Vuestra Santidad, de que con dote o sin él, se puedan
admitir las que tocadas del Señor quisieren abrazar el Instituto". Esta breve propuesta hecha al
Sumo Pontífice Sixto V por una mujer extranjera, a quien nadie conocía, y cuya súplica no
autorizaba con carta de prelado, ni de ningún otro personaje, parece no era digna del mayor
aprecio y aceptación, en espíritu de tanta entereza como el de un Sixto V. Pero el Señor que
tiene en sus manos los corazones de los príncipes, y que ha ofrecido la indefectible asistencia
de su luz a su Vicario en la tierra, dispensó a Su Santidad tan seguridad interior del hecho, que
no sólo la oyó grato, sino con aquella pía afección, con que se hace Dios respetar en el
corazón de los justos. (Primer tomo de las Fundaciones de las Capuchinas de Granada, Cap.
II, p.19).
Después de conocido el espíritu y santidad de esta insigne fundadora venerable Lucía
de Ureña, no es de extrañar que junto a sus cenizas venerables, naciesen espíritus que
sintiesen sus inspiraciones y alientos, y así al conmemorar el centenario de la fundación de la
Seráfica Madre, próximo a celebrarse también el tercer centenario de la de Lucía de Ureña,
quisieran negociar con nuestro Señor que de sus claustros saliesen sus hijas a otro desierto
también de penitencia, con el sublime fin de adorar perpetuamente a Jesús Sacramentado en
una ermita donde la Santísima Virgen parece quiso le acompañasen en sus dolores
desagraviando a su divino Hijo.
En el año 1893 entró una joven en nuestro convento de Granada, el 28 de julio, con una
vocación probada y manifiesta, que se podría decir que Dios nuestro Señor la llevaba, como
obligada con amenazas y misericordias, a la vida capuchina. Las religiosas que veían en la
joven un carácter serio, superior a su edad, les desagradó mucho, creyendo venía más a
corregir que a ser enseñada, y al cumplir los quince años ella solicitó de la madre Abadesa,
madre Bruna de la Soledad (religiosa de gran espíritu), le diese el hábito para lega, por la gran
devoción que sentía a la venerable sor Ursula de San Diego, a quien deseaba imitar en su
espíritu y vida admirable, porque sentía grandes deseos de ser muy santa y su constante
oración: "Señor, dignaos concederme un amor a vos tal, que me obligue a vivir abrazada a tu
cruz en continuo padecer por hacer siempre y en todo vuestra voluntad adorable, si así no he
de vivir, no quiero ser capuchina. Si no he de ser santa capuchina, hacer que vuelva al mundo,
y no me dejéis en el claustro tibia y relajada".
A esta oración constante, acompañada de algunos sacrificios, el Señor la concedió su
cruz y su amor, permitiendo que la comunidad le negara el hábito, que las religiosas prefirieran
a otra joven, que aún no había entrado para ocupar su número (pues entonces no querían
admitir más de 33 religiosas, y estaba completo el número).
La postulante llevaba un año de duras pruebas ... La negaban todo trato y consuelo,
diciéndole no sería capuchina. El confesor, que veía en aquella alma tan firme vocación, la
aconsejó marchara al convento de la Presentación, que el Fundador (Sr. Obispo de Guadix) la
recibía con gusto y todo se le facilitaría. Al mismo tiempo le ofrecían recibirla las capuchinas de
Toledo, en donde una tía suya habló convencida que nuestras capuchinas no la querían y no le
darían el hábito nunca.
En esta prueba pasaron tres años sin darle esperanza de hábito, la hacían limpiar el
convento, servir las oficinas y en un trabajo superior a sus fuerzas. Viendo ya que no había
más remedio que salir, consultó con el R. P. Ambrosio de Valencina, provincial de padres
capuchinos, que se hallaba en Granada, y con quien nuestra postulante había consultado su
vocación y sus deseos, y a quien la comunidad había manifestado la gran resistencia que
sentían hacia ella, y el deseo de encontrar una causa para expulsarla, porque no querían en
manera alguna fuese allí capuchina.
El P. Ambrosio tomó por sí la causa y oyó a la postulanta, que ya conocía por la cuenta
de conciencia que en varias ocasiones (en ejercicios y retiros que daba a la comunidad) le
había dado, y le dijo: "Hijita mía, Dios quiere hagamos oración especial para alcanzar nos dé a
conocer su voluntad sobre tu vocación. He venido diciéndote siempre, perseveres fiel aquí, a
pesar de las luchas del demonio, porque entendía ser ésta su voluntad santísima, pero he aquí,
hijita mía, que la madre Abadesa me habla y ruega te diga pidas tú irte, porque las monjas no
te quieren, y como no quieren aumentar el número y tienen a la vista una señorita, que les
agrada mucho, están esperando te marches tu para recibirla. ¡No me acabo de convencer...
que sea esta guerra del demonio o voluntad de Dios que te marches!. .. Haz, tres días de
riguroso retiro delante del sagrario y con la frente pegada al suelo dile a Jesús: Señor, ¿qué
quieres de mí? ..
Escucha atentamente. Y yo haré la misma oración, y después volveré y dime todo cuanto
entiendas Jesús quiera de ti ... En efecto, la joven manifestó a su Maestra el mandato del P.
Ambrosio, y la dejó tres días en una tribuna junto al sagrario que pisa sobre el coro bajo, y tal
como el Padre la mandó hizo su retiro, y sintió que Jesús le decía: "Serás capuchina, a pesar
de la guerra que te haga el infierno, persevera y sé fiel que yo estaré siempre contigo". A los
tres días la llamó el Padre y oído a la joven la dijo: "Hijita mía, en el memento de la santa Misa
pedía por ti al Señor me diese a conocer su adorable voluntad, he sentido mucho consuelo
porque el Señor te quiere capuchina de verdad y que hagas verdaderas capuchinas para su
gloria. ¡Quietecita hija mía! Aunque te hagan chispas déjate estar, aquí te quiere el Señor
capuchina".
Manifestada así la voluntad del Señor, se resolvieron preparar las cosas para el hábito,
para hacer que la votación fuese negativa y la comunidad la echara fuera, porque el demonio
enfurecido llevó al ánimo de las religiosas más venerables que aquella niña debía echarse,
para lo cual le estorbaron el dote (que D. Valentín Agreda le daba, y le quitaron los medios
humanos). Ella, llena de fe, acudió a los divinos, y encomendándose a las venerables
Fundadoras les ofreció que si le facilitaban los medios, allanando todas las dificultades, les
ofrecía dos cosas, hacer conocer y dar culto en cuanto pudiera a la devoción de las sagradas
Llagas que el Señor le pidió a la venerable sor Ursula de San Diego, y trabajar cuanto pudiera
en hacer que se renovara el espíritu de la fundadora Lucía de Ureña, de abnegación y retiro, y
que volviese a ser un verdadero desierto de penitencia, según el espíritu de Lucía de Ureña.
En marzo del año 1896 se presentó el dote y medios para la imposición del santo hábito
que nuevamente quisieron estorbar pretendiendo que el dote de la señora marquesa de Blanco
Hermoso, que dejó en su testamento, se le diese a una monja profesa, pero los padres
jesuitas, que fueron los testamentarios, dijeron fuese para una joven con verdadera vocación
que quisiese ser capuchina y no había más que esta (dentro).
Después de unos meses de lucha la pusieron en votos, y cuando todos creían se iba,
salió por unanimidad admitida, faltándole de las 28 monjas de coro sólo dos, que la misma
Abadesa y Secretaria confesaron después fueron ellas por el interés que el dote fuese para
otra señorita.
Tomó el santo hábito y profesó a su debido tiempo, habiendo estado cuatro años y
medio suspirando por los votos, diciéndole el V. P. Ambrosio: "hoy eres la esposa de Cristo en
la cruz, esposa crucificada ... , no te separes de la cruz, que ella te dará dulzuras inexplicables
que gustar, si perseveras y eres fiel".
A los diez años de profesión, a pesar de la decidida voluntad de todas en que continuara
la Madre6, fue electa Abadesa, quedando todas admiradas, que en una comunidad de tantas
religiosas, sólo dos religiosas había menores, las demás mayores todas.
El V. P. Ambrosio le dijo: "Hijita, sé fiel al Señor y trabaja como una santa en dar al
Señor lo que te pide ... , no sea que el Señor te castigue como al siervo perezoso que enterró
el talento ... El Señor ha querido vea antes de morir lo que Él se dignó revelarme; acuérdate
que El te hizo capuchina, porque te quiere santa y que hagas capuchinas adoradoras".
A esta religiosa, que tan infiel e ingrata fue por un tiempo al Señor, el demonio la
perseguía horriblemente hasta ponerla a punto de morir, el Señor le mostró el infierno, le
manifestó su voluntad, la devolvió la salud, la probó con terribles sufrimientos y calumnias; y la
pidió como satisfacción de sus años de pecados, le llevase muchas almas a la vida capuchina
de adoración perpetua y retiro en la más estricta observancia capuchina.
____________________________________6 La M. Trinidad primero escribió: a pesar de la guerra que la seguía el demonio, luego cambió por: a pesar de ladecidida voluntad de todas en que continuara la Madre
L2 C4 (83-89)
[Cartas desde el colegio de Santa Inés]
Convento de Santa Inés, 28 de enero de 1889
Querido primo Antolín Hitos:
Acaba de irse la abuelita con tía Prudencia y papá, que nos dejaron aquí de educandas
para que aprendiésemos a todo, y una vez educadas volvamos a casa a tomar cuenta de papá
y los niños.
Esperamos vengas mañana porque Mercedes llora mucho, por la abuelita y papá. Las
monjas son tan cariñosas que no pueden ser mejores con nosotras pero si tu no vienes
Mercedes se la llevará la abuelita porque se pondrá mala sin comer y llora mucho. Yo estoy
muy contenta y las monjas me quieren mucho porque me dicen soy la más chica y más alegre
de las educandas, que estamos veinte.
Adiós, que vengas hoy, tus primitas que te abrazan
Mercedes y Pepita Carreras Hitos
* * *
Colegio de Santa Inés, 12 de febrero de 1889
Querido primo Antolín: Tu visita trocó a Merceditas, y está más contenta, ya estudia y
aprende a labores que le gustan mucho.
Yo como soy mas chica ella me dicta las cartas y yo escribo a papá todos los domingo y
a la abuelita que nos manda muchas cosas con la mujer que manda papá la leche todos los
días. Así que comemos muy bien y nos cuidan mucho las monjas particularmente la prima Sor
Pilar nos quiere mucho y nos enseña labores. Las niñas son buenas, y jugamos más, pues es
un convento muy alegre y oímos la campana de la vela que me gusta mucho. Cantamos el
rosario muy bonito, y yo leí en la comida en un púlpito muy alto. Tenía que leer a voces y me
regalaron las monjas medallas y dulces y quieren les diga el Trisagio que decíamos con mamá
todos los días que lo sé de memoria y el Vía crucis por los claustros ¡qué bonito!, qué devoción
da. A mí me gusta todo mucho Mercedes está triste, y llora mucho a mamá, hace ocho meses
murió ayer.
Adiós, mi querido primo pide a Dios que mi Mercedes se consuele, te abraza tu prima
Pepita Carreras Hitos
* * *
Santa Inés, 19 de marzo de 1889
Querido primo: Hoy día de los abuelitos envíale muchos besos si escribes o vas a casa,
nos acordamos tanto ese día los dulces que comíamos todos los nietos, qué pena, este año
falta mamá, y no se podrán alegrar tanto. ¿Vas a ir tú?... Diles que el día 9 cumplí mis 8 años y
es el primero que no me felicitó nadie, mi Mercedes me guardó de los Reyes un Niñito Jesús
pero como es Cuaresma no me lo han querido vestir, en la Pascua me lo van a vestir. Adiós, mi
Mercedes quiere que hagamos muchas oraciones, vía crucis y penitencia, para alcanzar de
nuestro Señor que nos resucite a mamá, porque están leyendo el Año Cristiano y dicen que
san Estanislao Obispo resucitó un muerto de catorce años... y Mercedes cree que rezando
nosotras mucho alcanzaremos que mamá resucite, que nos hace tanta falta. Si cantas misa
pronto, aplica la misa por mamá y dile que la esperamos en el coro alto, si el Señor nos oyera,
¡qué te parece, la alegría que llevaríamos todos!
Adiós, besos de tus primitas que tanto te quieren,
Merceditas y Pepita
En este momento llega papá; me trae un borreguito y dulces.
* * *
Santa Inés, junio 13, 1889
Querido primo Antolín:
El día de san José vino papá y me regaló un borreguillo y entró él a matarlo por estar
con nosotras todo el día nos trajo mucho dulce y alcanzó para todas.
Aunque era Cuaresma la Sra. Abadesa nos quiere mucho y estuvimos todo el día de
asueto; nos dijo te ibas de jesuita y que vas a ser un san Francisco Javier. Sor Pilar tiene
mucha pena y Merceditas lloró mucho pero yo le digo no sea tonta, que tú cumplirás los
encargos que te hizo mamá. Que no dejes de venir, que nos gusta mucho verte de padre con
los manteos. ¿Cuándo cantarás misa?
Ya nos dirás muchas cosas para consolar a Mercedes que no olvida a mamá y ya qué
remedio nos queda, tener paciencia y desde el cielo pedirá por nosotras, y si papá se casa con
Victoria será por bien que cuidará de los niños como ya lo hacía en casa viviendo mamá. ¿Qué
remedio queda?
Adiós, a los abuelitos muchos besos y para ti el cariño de tus primas,
Mercedes y Pepita Carreras Hitos
* * *
Granada, Santa Inés, septiembre 12 de 1889
Nuestro querido primo Antolín:
Tardas tanto en venir que mi Mercedes se pone triste; vino Manuel y Carlos a
despedirse, llenos de pena porque papá se casa con Victoria y se van de la casa; figúrate estos
niños qué pronto se olvidan de los consejos de mamá que nos encargó tanto no diésemos
disgustos a papá.
Mercedes dice que si ella fuese grande evitaría que papá se casase. A mí no me parece
mal. Pues ella estaba enseñada por mamá a cuidar de casa y de los niños ya tanto tiempo,
peor fuese que entrase otra desconocida, a mí me gusta Victoria; porque dice papá, que como
mamá está ya muy contenta en el cielo y no volverá más, no puede estar solo con tantos niños
en manos de criadas... ¿No te parece a ti bien? Díselo a mi Mercedes que llora pensar que
papá no cuide de Manuel y Carlos. Me encarga les aconsejes tú, “como tutor nuestro”.
Adiós que vengas pronto recuerdos de mi Mercedes y sabes desea verte tu prima,
Pepita
* * *
Colegio de Santa Inés, 25 de septiembre de 1889
Querido primo Antolín: Como vino la abuelita con tita Prudencia a felicitar a mi Mercedes
anteayer, nos [trajo] tantas cosas que estuvimos muy contentas, pues hubo para dos días
merienda para todas; nos trajo dos vestidos preciosos, zapatos muy bonitos y ropita de invierno
estuvimos muy contentas, nos trajo un jamoncito y un chotillo preparado que nos lo guardan a
nosotras. Qué cariñosa y buena es la abuelita, hace las veces de mamá. Pedimos mucho nos
viva muchos años.
¿Fue a verte a ti? Nos dijo te llevaba muchas cosas a ti como a nosotras.
A Mercedes lo que más le gustó son los libros estampas que tía Paz y tía Mercedes le
enviaron muchas cositas: la vida de san Estanislao de Kosca que ella quiere mucho y a mí la
de san Luis, un rosario de perlitas y un santo Cristo que puso en su cama.
A mí me gustó más un lazo con una flor preciosa para la cabeza, y las niñas quieren
igual. Si tu vas dile a tía Mercedes les haga uno para la Pascua yo se los ofrecí, y están muy
contentas las 5.
Papa vino ayer, y venía con el Valentín con una carga de uvas, peras y granadas y un
borrego muy grande. La Sra. Abadesa se lo agradeció tanto, que lo atendieron mucho y
abrieron la puerta para que nos abrazara, y se fue muy contento.
Adiós, mi Mercedes como no gusta escribir, eso aprende, que podía hacerlo. Te abraza
tu prima,
Pepita* * *
Octubre 28 de 1889
Querida abuelita: ¿Cómo está V. de salud? Si viera ¡cómo pedimos al Señor por papá,
José y por V. nos viva muchos años!2
L8 C36 (43-47)
2 Así termina la carta y el cuaderno.
28 Julio, en el 1893,
Aniversario de mi entrada de postulante en las Capuchinas de Jesús y María de Granada día
que cumplí 14 años y 6 meses de edad, en la que empecé mi postulantado...
¡Oh dulcísimo y benignísimo Jesús de mi alma mi vida mi verdad y mi camino... Oí tu voz
dulcísima hacía algunos años... que por primera vez mis padres me entraron en aquel colegio
bendito para educarme el año 1889, el 28 de enero... y el día de la Purificación y Presentación
en el Templo, oyendo aquella primera meditación, que oí aquella santa religiosa, sor Rosa
Robles, de mismo colegio de entonces, Santa Inés, Clarisa.
¡Oh Jesús divino, que dijisteis a tu pequeña esclava cuando era flaquita, miserable y
ciega: “Sígueme...” Y cogiéndome de la mano mirándome huérfana y sin madre en los primeros
pasos de mi vida, me disteis a vuestra Madre Santísima por Madre Maestra y amparo, que ella
me acogió en su Corazón Purísimo, como aceptara a san Juan al pie de vuestra cruz bendita...
Desde entonces no me habéis soltado nunca... Qué impresión recibió mi alma el día de
la imposición del santo hábito, 21 de noviembre, que el R. P. Francisco de Benamejí,
exProvincial de los Capuchinos y primer Guardián de Granada, le dijo a mi R. M. Abadesa:
“Aquí le confío esta novicia, consérvala, que a imitación de la Niña María Santísima entra hoy a
formar parte de la comunidad con la misión de hacerse santa y ser una fiel imitadora de las
virtudes de tan divina y dulcísima Madre”.
Me retiré al coro llena de gratitud, emocionadísima porque quedaba en el Corazón de mi
Purísima Madre María Santísima, a quien fervorosa y ardientemente quería imitar. Radiante de
consuelos me entré en una tribuna, que era donde pasaba muchas horas de día y de las
noches en oración, pues no tenía compañeras y la Maestra creía que no necesitaba
instrucción, me creían buena de verdad y en mí no había mas que un corazón fogoso, todo de
Dios. Entonces nadie había entrado en él, sólo Jesús dulcísimo.
Al entrar en la tribuna me pareció ver a Jesús dulcísimo acompañado de san Pedro y
san Juan, muy depriesa con una niña pequeñita, flaquísima, legañosa, llena de miserias y
ciega, que no podía andar, y Jesús no la soltaba; iba tropezando mucho, y Jesús la sostenía y
levantaba... San Pedro y otras veces san Juan, quisieron tomarla, y Jesús no la soltaba hasta
que llegó a una piscina con cinco caños de agua y sangre y la sumergió allí, y mirándome
Jesús parecía decirme: “Esta pobre ciega eres tú, quiero curarte, guiarte y hacerte mía, mi
pequeña víctima. Si me eres fiel, en ti haré a las almas singulares gracias y derramaré los
tesoros de mi Corazón Eucarístico de amor y misericordia haciéndoos compañeras y
adoradoras de mi Amor sacramentado, que atraigáis con oración y penitencias la misericordia y
conversión de tantas almas que mueren sin conocerme, y de tantas que conociéndome
desprecian mi amor y beneficios, haciéndome las injurias y sacrilegios de mi pasión en el
mismo altar del sacrificio... Deseo repares, desagravies mi amor ultrajado, y atraigáis muchas
almas a esta vida de adoración, inmolación y de víctima. Vuestra penitencia la exijo sobre todo
en la negación de vosotras mismas. Recibiré la inmolación y en la humildad y perfecta
obediencia recibiré la más agradable víctima que de vosotras espero: en pobreza de espíritu,
en pureza de alma de cuerpo y de juicio, en obediencia rendida y perfecta con el silencio y
amor que me entregué a la muerte de cruz por cumplir por amor vuestro la voluntad de mi
Eterno Padre”.
¡Oh Jesús, desde ese Sagrario voy tras ti atraída por una fuerza de amor que no
resisto!... ¡Le siento levantarme de mi lecho prometiéndome trocar los harapos de mis miserias
con la túnica blanquísima de la Hostia santa y con la púrpura de su Sangre divina, bendito sea!
Él dice continuamente a mi alma: Pídeme con fe y humildad y nada te negaré de cuanto
pidas.
El 13 empecé un triduo a san Estanislao, protector de mi niñez en el colegio.
Este año me encontré en gran tribulación y las angustias y temores me privaron de la
sagrada Comunión. Estando para descansar, un joven sacerdote, me pareció san Estanislao,
que me decía: “Jesús te espera para curarte, es tu médico y si te sostienes, quiere le acerques
las almas con humildad y mansedumbre... Quiere imites su vida mortal, sé inmitadora fiel”.
Quedé tan impresionada que me encontré en el coro sin darme cuenta cómo. Nuestra
Madre María Santísima de su Corazón Purísimo sacó como una estrellita de luz clarísima y me
pareció decirme: “Te doy el guía y luz que guíe tus pasos en la prueba... No te separes nunca
de su consejo que es el padre y amparo que os dio por mis dolores... Jesús mi divino Hijo (y
aquella estrellita se posó en la frente del padre que me sacó de la pretura que el demonio
intentó destruirnos) que os encomendó a mí vuestra madre para que imitando mis ejemplos y
siguiendo fielmente la luz que os doy, seáis las víctimas de reparación y amor, que atraigan a
la tierra el perdón, la misericordia y la paz, y con vuestras vidas de abnegación, pobreza y
obediencia en la adoración”.
Hijas mías:
Jesús no cesa de decirnos desde el tabernáculo: No me contento sólo con que seáis
víctimas, os quiero santas.
Jesús tiene sed de almas víctimas de amor, sacrificio, y reparación, exige de sus
adoradoras, quiere que le obliguemos nosotras a traer su reinado de paz a la tierra y sólo con
una abnegación y entrega total de nuestra propia voluntad en la de Dios se da por satisfecho.
Dejémosle formar en nosotras su faz, y fijando en él nuestra mirada lo encontraremos siempre
alentándonos y fortaleciéndonos como los rayos del sol a las plantas después de una
tempestad.
Así nuestras almas, después de una prueba, renacerán de nuevo al contacto del sol
divino de la sagrada Eucaristía en nuestras almas.
¡Oh Jesús bueno! Te amo, quiero consumirme en vuestro amor. Cuando el fuego de la
tribulación quiere abrasarme, vos, Señor, derramáis las dulzuras de vuestra caridad como
vuestra pequeña víctima. ¡Bendito seas Jesús mío!
Amén.
L7 C27 (24-27)
ACTO DE CONSAGRACIÓN A JESÚS SACRAMENTADO
QUE HAGO DESDE EL DÍA DE MI PROFESIÓN
¡Oh Jesús dulcísimo sacramentado por mi amor! Compañero inseparable en mi
peregrinación hacia el cielo. Venid hoy para siempre a mi corazón, poseedlo