Date post: | 06-Dec-2014 |
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Señas y límites
A pesar de la solemne vaguedad del título, este libro considera algunas cuestiones locales desde el
plano de lo concreto y verificable. Quiere ser reflejo –ignoramos si nuestra imagen especular es
límpida o turbia- de ciertos aspectos del país que corresponden al vivaz presente. Atentos a su
fisonomía social, hemos tratado de ceñirnos a los modos y perfiles del múltiple individuo que está
en el origen de los rasgos comunes. El objeto de nuestro interés, sin embargo, no es un objeto
sociológico; más bien intentamos señalar el influjo que ejercen los hábitos y los usos del alma
colectiva sobre la expresión literaria que nos es propia. No pretendemos esclarecer la compleja
vastedad de la nación ni nos mueve el empeño de erigir doctrina alguna.
Nuestra mirada sumaria se sitúa, sin mucho rigor, ya en ésta, ya en aquella perspectiva, pero la
materia del presente trabajo es homogénea y una. Las páginas que dicen del carácter argentino son
apenas un bosquejo o un croquis orillado a la crítica de costumbres; no obstante, las recogemos por
entender que contemplan esa elemental sustancia cuyo examen siempre será la condición primera
de todo esfuerzo dirigido a saber cómo somos y cómo nos expresamos. Por otra parte, el tema del
ser nacional se ha convertido en una impetuosa vocación nacional a la que también aquí, claro está,
pagamos tributo. No bien vacilaron nuestros fundamentos, empezamos a investigar lo argentino con
grave pertinacia. Dicha inquietud propende al ensayo, a la arquitectura teórica, no a la obra que fija
esa visión directa de la realidad que se daba en tiempos de Sarmiento y de Hernández. Digamos, de
camino, que si nuestras letras, tan pródigas en aciertos como dotadas de felices atributos, padecen
artificio o afectación, ello se debe a una suerte de crisis general de la espontaneidad que es
perceptible en todos los movimientos de nuestra vida cotidiana. Como si quisiera disolverse en pura
“función”, el hombre medio de estas latitudes se vuelve impersonal y abstracto. No proponemos
ninguna paradoja al afirmar que en su espíritu se fusionan, con incoercible fuerza, el sentido
práctico y el sentido estético. El respeto que le inspira lo figurado, su tendencia a congelar en
figuras las más naturales operaciones del ánimo, el empeño que pone en salvar las formas –con
frecuencia semejantes a otros tantos edificios desiertos- para que el ritmo de la diaria convivencia
no se vea impedido o trabado, son rasgos que de modo involuntario y sutil reaparecen en nuestra
literatura. Se manifiestan en ella porque mucho antes han compuesto y definido el rostro de nuestra
comunidad. En consecuencia, creemos que los arbitrios parciales o fortuitos no bastan a resolver los
problemas que nos afectan; mientras se las combata con una terapéutica de uso externo, nuestras
deficiencias habrán de perdurar. Así como un eventual decreto, pongamos por ejemplo, no logrará
modificar la conciencia pública, la sola recomendación de un círculo literario –argumento de
autoridad- no acrecerá el número de buenos lectores. Tales estímulos, en el mejor de los casos, no
harán sino rozar la superficie de la psiquis colectiva. En cambio, si obramos en profundidad y
ofrecemos soluciones de conjunto, acaso los desvelos de quienes anhelan una saludable mudanza
integral se vean recompensados.
Puede leerse o sortearse aquí una página contenciosa que se nombra “La gran mentira
convencional”. Con relación a su título, nos confesamos deudores del desvanecido Max Nordau,
cuya obra Las mentiras convencionales de nuestra civilización, tuvo dilatados ecos medio siglo
atrás.
Nuestras notas sobre el lenguaje, donde abundan los préstamos, tal vez parezcan extrañas a los
asuntos que persisten y dan continuidad a este libro; son las únicas que, en cierta medida, excluyen
las circunstancias de lugar y de tiempo. Sin embargo, no son del todo interferentes o advenedizas,
ya que reproducen giros y modos locales. Sus ejemplos proceden de nuestro medio verbal.
C.M.
Nota sobre la segunda edición
Pocas variantes hemos introducido sobre la primera edición de este libro, que vio la luz en 1961 y
fue una mínima contribución a la Biblioteca del Sesquicentenario, serie de publicaciones cuya
identidad rectora es la Dirección General de Cultura.
Acrecemos, sin embargo, el texto primitivo con el breve ensayo “La denuncia de irrealidad” por
entender que tanto su tema como su tono son los mismos de esta obra y justifican su inclusión.
Considera dicho ensayo algunos aspectos de la antigua contienda –no por antigua menos
apasionante en nuestro medio- acerca de la expresión literaria de lo nacional. Por otra parte,
decidimos abstenernos de reiterar, en beneficio de la coherencia a que aspiramos, “La doble fuente
del lenguaje literario”, página quizá malavenida con las demás.
Como es evidente, algunos de los hábitos y modos nacionales que este libro pone de relieve están en
vías de transformación. Así, los hábitos indumentarios, hoy más libres o menos compuestos que
cuatro o cinco años atrás. Hemos renunciado, no obstante, a todo retoque o innovación a este
respecto por estimar que tal mudanza (también en los pormenores de carácter civil o social es dable
rastrear símbolo), si bien perceptible en las nuevas generaciones, todavía no obra en profundidad ni
comporta la extinción de las costumbres que, en materia de aliño personal, singulariza al argentino
típico.
El campo en nuestra literatura
La contemplación encuentra sus mejores bienes en el ámbito agreste, en la renovada y perenne
naturaleza. La honda suspensión del éxtasis supone un estado de espíritu calmoso y homogéneo, un
sereno ademán desinteresado que, con lamentable frecuencia, la rutina y el hábito acaban por abolir.
De ello se sigue que los viajeros, los hombres dispuestos al solo goce estético, suelen ver, en
aquellos lugares donde no discurrieron sus días, lo que no alcanzan a percibir quienes se hallan
insertos en ellos. Así lo demuestran, con relación a nuestro país y al Uruguay, las narraciones y los
relatos de Thompson, Campbell, Robertson y muchos otros transeúntes sagaces.
Los tranquilos deleites que depara la naturaleza apenas son entrevistos por los hombres que intentan
conformar a su voluntad las comarcas y las almas. Ese apartamiento de lo primordial es
particularmente notorio en nuestro tiempo, cuyo signo dominante no es precisamente el abandono
contemplativo. Todo se ha vuelto ethos, conducta, norma de acción. Se explica, pues, que las
proclamas y las consignas –especie de dioses ancilares en el Olimpo de los valores artísticos- hayan
alcanzado posición eminente en la escala de los géneros y los modos de belleza. Parece olvidarse
que todo gran arte está más próximo a los puros problemas que a las eficaces soluciones.
Sobre la base de los asertos precedentes es dable concluir que el paisaje, en tanto que sustancia
literaria, corresponde a los ciclos estáticos y a los reposados momentos creadores. No se ofrece a
quien lo perturba y, para llegar a su entraña, es necesario asumir un estado de venturosa
anonimidad. Se ofrenda al hombre, no al individuo convertido en ficha estatal o en desanimado
engranaje del mecanismo colectivo.
Toda obra artística que recoge elementos con los cuales su contemplador está familiarizado, lleva a
su ánimo una sugestión de realismo, por mucho que la realidad sea siempre un don esquivo y
secreto. Los libros de aquellos escritores que, a lo largo del siglo pasado, con feliz olvido de las
Troyas y los Agamenones, orientaron su atención hacia los ambientes y los hombres americanos,
dejan en nuestro espíritu esa impresión de verosimilitud que es necesario atributo del realismo.
Fueron escritos por memorialistas o políticos que en ningún momento pretendieron “aislar” el
hecho estético de los problemas y las inquietudes que los desvelaban. Sus aciertos, como inocentes
y derivados, tienen el aire de las cosas que se conciben y producen con naturalidad, con afortunada
soltura. Se diría que proceden de hombres que no se empeñaban en buscar, sino que encontraban la
materia que revive bajo su pluma, como si una definida concepción de la vida y un involuntario
conocimiento del medio humano y físico, les hubiese dado respaldo. Les bastaba interesarse en
ciertos temas o asuntos para elevarlos al plano de la belleza escrita. Rehusaban los modelos
consuetudinarios; en cierta medida se sintieron fuera de la literatura y se limitaron a celebrar las
tierras y las almas que de algún modo excitaban su imaginación.
El deseo de llegar a un nivel prefijado –deseo que es fuente de perturbación en cuanto impide que la
propia interioridad pueda manifestarse con independencia, ya que por esta vía abdica de sí misma
para emular la empresa de los otros- no estuvo en el origen de las obras que son reflejo y voz de
nuestros campos. Antes bien, una expansiva voluntad de juego fue la raíz de las creaciones donde
alienta el hombre de nuestras pampas. Innecesario es aclarar que tal soltura festiva no excluye el
fervor ni afecta la justeza de las observaciones que contienen. En rigor, tanto Bartolomé Hidalgo
como Ascasubi y su discípulo del Campo, ejecutaron una labor de alta jerarquía poética sin
renunciar a esa venturosa desprevención que singulariza al arte popular. La espontaneidad, la
facundia y el humor generoso fueron sus mejores acicates. Y el mismo Hernández, pese a la
sustancia dramática de su Poema, parece haberlo escrito bajo un estado de espíritu similar al de
aquéllos. Años después, engañados por esta llaneza amable, algunos críticos majestuosos estimaron
que dichos poetas eran otros tantos cultores de un género subalterno y fácil. Ese error ha
prosperado.
El escritor que se propone expresar circunstancias de lugar o de ambiente debe identificarse con una
materia intransferible y única que está en el principio y en el fin de su labor creadora. El espacio y
no el tiempo, el medio externo y no el curso histórico, gravita con decisión sobre su espíritu. Puesto
que el artista de estas latitudes no puede apoyarse en una coherente y extensa tradición, extrae su
razón de ser de la realidad inmediata y de los hábitos colectivos que forman parte de su propia vida.
El registro literario del perímetro lugareño vino a convertirse en una suerte de fatalidad americana.
Esta notoria modalidad, en su instancia de mayor exacerbación, suele generar una especie de
“nativismo oficial” que los conductores de pueblos se complacen en estimular con fines nada
estéticos… En los últimos años, casi no hubo poeta argentino que no se sintiera personero de una
provincia, de una región, de un pueblo, de un barrio, de una baldosa. Abundaron los colonizadores y
adelantados de una América incesantemente fraccionada.
Dicha posición, que nos lleva a ser cartel o símbolo de un lugar determinado, especula con los
efectos emocionales que toman su origen en todo lo irreductible y distinto. Pero cuanto se propone
como sustancia elemental y primera trae el recuerdo de Zenón y de su espacio continuo, inagotable.
Por mucho que espesemos el color local, nunca nos será dable fijar los rasgos impares y exclusivos
del siempre desdoblado espacio. Nos hallamos ante una vocación expresiva que sólo advierte
individuos (tal vez pasibles de fraccionamiento y vaporosos) y que, por lo tanto, niega los géneros y
las categorías. Quienes sienten de este modo el hecho estético, deben contentarse con una
aproximación; no aciertan con la esencia última porque todo hallazgo provisional esconde otra
esencia previa, a su vez divisible.
La comarca, el contorno físico, no es en nuestra literatura una presencia violenta y desbordante. Sus
variados atractivos perduran en obras que se distinguen por la concisión de sus trazos y la sobriedad
de su colorido. Esta modalidad ascética, que parecen compartir otras literaturas americanas,
contrasta con los juicios que nuestras páginas más famosas merecen a numerosos críticos y
sociólogos europeos. Las acuarelas, las estampas iluminadas son escasas en nuestro siglo XIX y
sólo aparecen con la declinación del género gauchesco.
Antes de entrar a considerar el influjo de la tierra, o su reflejo, sobre las letras argentinas, acaso
convenga destacar los rasgos que definen nuestra evolución agraria y que se manifiestan en los tipos
humanos que habitan o habitaron comarcas interiores. Tanto el género narrativo como la égloga,
cuando nos presentan una vida, nos deparan también un ambiente, pues de este modo conceden a
sus personajes un valor de situación que fortalece lo que podría llamarse su densidad concreta. En
lo que atañe a nuestra literatura, justo es subrayar que espeja con amenidad y rectitud la evolución
cumplida por el cuerpo social campesino.
La tradición gauchesca se halla “documentada” de manera plástica y fiel en San Antonio de Areco,
pago de los Güiraldes. Allí se fundó, hará pronto un cuarto de siglo, un museo gauchesco que es
punto de convergencia de quienes se complacen en la evocación del pasado cerril. Un noble
sentimiento reconstructivo dio origen a esa entidad (muchas variantes de la misma se han erigido
desde entonces). A quien recorre sus salas le es dado revivir la antigua estancia criolla, donde la
sombra cordial de los aleros, el pozo de brocal, las gruesas paredes de adobe y otros elementos
propios de los viejos establecimientos de campo, permiten “recuperar” una época colmada de
sugestiones y de símbolos gratos. Lo que ayer fue vida inmediata hoy es curiosidad orillada a la
nostalgia, pintorequismo amable.
Digamos, de paso, que el héroe traslaticio de Güiraldes representa la última modalidad gauchesca,
encarna al criollo de nuestra campaña en su etapa postrera, lo muestra ya evolucionado y en cierto
modo influido por una nueva realidad. Pese a sus ambulatorias faenas de resero, don Segundo se
acerca a las poblaciones y vive dentro de un orden al cual no contradice. Se diría el último ejemplar
literario de una época que ya no es la nuestra. Pero tampoco se identifica con los duros pastores del
siglo pasado, cosa que, por otra parte, la evolución histórica le niega: ni toma contacto con los
indios ni es “enganchado” a los ejércitos que van a los confines últimos de las pampas.
Como toda lejanía prestigiosa, el gaucho adquiere valor simbólico hacia el final de su aventura
literaria. Se levanta con soledad desde los fondos cimentales de nuestra poesía y llega hasta
nosotros con el arrastre emocional de los grandes mitos. Sus arrojados días y sus penosas andanzas
reflejan el riesgo y el poder de la llanura inmensa. La intimidad huraña del desierto modela el vivir
estoico de sus habitantes. Por lo demás, toda grandeza natural es taciturna y abstracta: la llanura, la
montaña, el mar. Hay anocheceres pampeanos en que todos parecemos eternos. La única indigencia
que alienta oscuramente en nuestros llanos proviene de su pareja enormidad, de su abandono
poderoso. Horas y leguas se juntan en el confín dramático del poniente y toda posibilidad demora
en el horizonte.
El sentimiento de la muerte despojado de trascendencia y libre de todo énfasis, la expresividad
socarrona donde no caben ni la palabra grande (y soy medio ligerón, dice Martín Fierro) ni la
gesticulación demasiada, y una difusa inclinación panteísta que tiende a interiorizar el mundo desde
una perspectiva solitaria: éstos son, según creemos, los atributos que plasman la idiosincrasia del
gaucho.
En la esfera del arte narrativo, Don Segundo Sombra puede considerarse el jalón que separa la
época pastoril de la etapa agrícola. Las necesidades inherentes a la colonización han transformado
la fisonomía de nuestros campos; dilatadas masas selváticas fueron abatidas para dar paso a las
vastas sementeras.
Especular con el gaucho para extraer una sustancia nacional de sabor aborigen, vale tanto como
especular con una clase humilde a la que se convierte en bandera tardía y en herramienta polémica.
No deja de ser curiosa la evolución que cumplen algunos símbolos colectivos cuando la emoción
primordial que generan es desplazada por una tardía voluntad interpretativa, por un aparatoso
espíritu doctrinario. Nuestro medio y nuestra edad no dejan lugar ni ámbito visible para el gaucho
Martín Fierro, hombre rebelde y solitario de mediados del siglo pasado, es decir, de una época
esencialmente individualista. En todo momento lo vemos reaccionar contra la “partida”, emblema
de la fuerza alquilona y del autoritarismo despiadado. En consecuencia, no es fácil convertirlo en
insignia de aquello que precisamente combatía.
El nomadismo antiguo, propio de un país ganadero y dilatado, perdió vigencia al imponerse un tipo
humano que radica en la tierra con la cual lucha y se encariña. El duro varón cabalgante fue
emblema de aislamiento altivo y se definió por lo que podríamos llamar su oficio pastoril. Su oficio,
no su indumento ni sus modismos más o menos pintorescos, permiten reconocerlo como tal.
Hombre de lejanías, hombre “de a caballo”, sintió un manifiesto desdén por la vida sedentaria y por
la mecanización del trabajo agrario. Sus preferencias y sus medios de vida lo apartaron de quienes,
en la hora actual, cultivan la tierra y manejan el arado.
En la vastedad del territorio patrio se multiplican las tónicas singulares y, por lo tanto, no es posible
hablar de un arquetipo humano distinto y homogéneo. Corresponde, sin embargo, subrayar algunos
rasgos diferenciales, siquiera sea en función de las zonas más contrapuestas o menos semejantes
entre sí.
Las energías telúricas, las corrientes inmigratorias y la adopción de las nuevas conquistas de la
técnica, han gravitado de modo decisivo sobre la intimidad de la población agraria. A diferencia del
montañés, el hombre del Litoral, el hombre de este costado de la patria, es accesible y fácil como la
llanura que lo rodea. Aquí, la tierra se muestra amable con su habitante, cuyo ingenio es pródigo en
matices irónicos y en risueños hallazgos.
En comarcas interiores, hacia el lejano Norte, donde la hurañía de la montaña configura un
majestuoso y cerrado horizonte, aflora una humanidad taciturna y noblemente contemplativa. En
esas regiones, donde la soledad es dueña de almas, arraiga el árabe inmigrante, el hombre de los
desiertos. Fue imagen y efluvio de esas tierras el corazón evangélico del Padre Esquiú, y de allí
surgirá un día, así cabe esperarlo, el gran propulsor de almas, el gran místico.
Los campos australes, los territorios patagónicos, son el inmenso escenario del heroísmo cotidiano y
de las riesgosas empresas. Hacia ellos, con vocación de aventura, van los destinos bien templados,
los varones capaces de afrontar las celadas de la naturaleza.
Estas diversas modalidades sólo parcialmente han entrado en las letras argentinas. Para los clásicos
del siglo pasado, el país terminaba con la llanura. En las dilatadas planicies sufrieron y lucharon
casi todos nuestros héroes cimarrones. La gravedad imponente y la forestal abundancia de las tierras
interiores no tuvieron eco en los representantes de la épica pastoril. El poema de Hernández,
obrando a manera de campo magnético, convoca realidades pampeanas y concede expresión al
sentimiento de la llanura. Al Norte montañés, que vino a las letras con cierto retraso, le faltó un
positivo “condensador” poético. Cerrado ya el ciclo gauchesco sobreviene La Guerra Gaucha,
hermosa epopeya retrospectiva donde la Francia napoleónica colabora con el Valle de Lerma… Por
causas complejas pero no indefinibles, la pampa y la zona litoral han ejercido cierta hegemonía en
materia de humanidades literarias locales. Fierro, Moreira, Santos Vega, Hormiga Negra, Calandria,
son criollos de aquí cerca, son bonaerenses o entrerrianos.
En el Litoral, la vida se expresa con dulzura y dicta la conformidad venturosa. Hay una entonación
de llaneza afable y una gracia zumbona en el poblador de estas comarcas. Como ya lo dejamos
expresado, sus íntimas propensiones lo separan y apartan de las formas solemnes y pomposas, de
esa grave dicción que supieron amonedar con fidelidad los Echagües y los Rojas. Paisaje intermedio
donde se ordenan suaves frondas y lentas “cuchillas”, el Litoral constituye una especie de transición
deliciosa; ni la vastedad desolada de la pampa, ni la extrema vehemencia selvática de las tierras
subtropicales. Cabe esperar que estas modalidades externas, vistas desde el ángulo contemplativo
del colono inmigrante, o bien del hijo de europeo nacido o modelado en ese medio, adquieran
soberanía literaria en la narrativa litoraleña del porvenir.
El siglo pasado nos legó el representativo Martín Fierro. Aún está por escribirse la epopeya
nacional de nuestro tiempo, la obra donde ha de espejarse la generosa Argentina que antepuso los
valores humanos a los preconceptos de raza, de sangre y de frontera. Cabe subrayar, de paso, que
este género de creaciones soporta innumerables riesgos. El Martín Fierro por ejemplo, padece todos
los peligros inherentes a su grandeza. Con evidente agravio de la lógica, abundan quienes lo juzgan,
a un tiempo mismo, un magno símbolo y un documento preciso y fiel. Si su contenido es abarcante
y emblemático poco importa, pongamos por caso, que el sargento Cruz no se parezca mucho a los
paisanos de Ayacucho o de Lobería. Puesto que el memorable poema trasciende las opiniones
circunstanciales –sólo valederas como estímulos y puntos de partida- de nada sirve indagar si el
animoso personaje citado le hace el juego a los federales o añora los gobiernos unitarios. Solicitado
por estas corrientes civiles, el Martín Fierro sufre imprevistas deformaciones. Su autor mata más
que Shakespeare, pero no por ello debemos ver en sus páginas, con fines escasamente literarios, una
halagadora y fanática exaltación del coraje agreste.
En la hora actual no es posible poner en luz un arquetipo definido, un común denominador de
nuestras almas: sobrellevamos un acelerado e incesante proceso de plasmación étnica. Es evidente,
sin embargo, que se hallan en plena formación los mitos de las grandes ciudades. Así lo demuestra
la lozanía del cancionero popular que fluye de las densas comunidades urbanas y cuya voz más
nítida es el tango, sucesor innegable de la copla silvestre y de la milonga campesina. Todos hemos
visto, en llanos y en montañas, el aparato receptor o el humilde fonógrafo. Dondequiera se
encuentren, estos mecanismos expanden alegrías fraguadas por la calle Corrientes, por la decisiva
Buenos Aires. Los modernos medios de perpetuación y difusión del sonido han fomentado esta
pasmosa mudanza. Hasta las vacuas rancheras y zambas de nuestra edad padecen artificio, tienen
sabor porteño y, en cierto modo, regresan de la metrópoli al interior: el gusto colectivo parece
ajustarse al juego de una fuerza aspirante-impelente.
El progreso técnico diluye algunas formas de la espiritualidad regional y el folklore ciudadano
penetra en el campo argentino. También la literatura se urbaniza: a principios de siglo con Carriego,
evocador piadoso del suburbio; más tarde, con Fernández Moreno, con Borges, con Roberto Arlt.
Estos escritores, para quienes el arrabal es ventura apacible, levantan y subliman los temas que
flotan en el difuso espíritu metropolitano, cuyo cancionero suele trasuntar un sombrío desengaño.
La felicidad raras veces entró en los planes de la poesía popular argentina.
La épica individual de la pasada centuria define al estoico y solitario varón de nuestros campos. En
vano se intenta reanimar, con tanto denuedo como retraso, ese agotado género gauchesco. Nuestra
edad ha concebido, o vuelto a concebir, la “literatura de masas” y, si bien es cierto que no abundan
en el país las creaciones de esta nueva especie, cabe sostener que las grandes urbes, los vastos
conjuntos humanos, imponen su tono al arte popular de nuestras últimas décadas. Curioso es
comprobar que esta imperiosa tendencia coincide con la declinación del localismo autonómico y del
espíritu federalista.
Consideremos ahora la presencia del paisaje en las obras capitales de nuestra literatura vernácula,
tan pródiga en matices cambiantes y en sugestiones esclarecedoras de nuestra realidad campesina.
Preciso es adelantar que los poetas destinados al tema gauchesco, cuyos libros, no obstante la
evolución del gusto literario, siguen irradiando un sereno fulgor de arte, no hicieron del paisaje una
presencia constante y sostenida. En ellos, el elemento espacial está subordinado a la acción, es
decir, al tiempo. Respondieron de este modo a las normas de Lessing, para quien la literatura es
continuidad temporal y no dimensión plástica y objetiva.
Los poetas argentinos del siglo pasado que nos legaron una visión del campo virgen, no movieron
materiales decorativos: la región, la comarca, el pago, aparecen aludidos y no descriptos en sus
páginas. Puesto que estaban en lo suyo –así lo observan muchos críticos-, no se vieron compelidos a
subrayar con énfasis las circunstancias de lugar en que se mueven sus personajes. Es siempre el
recién venido, el criollo por adopción, quien acentúa o destaca estos pormenores.
De modo sutil y delicado, apelando a procedimientos alusivos y a finas sugestiones, nos mostraron
la tierra a través de sus habitantes arquetípicos. Por lo general, la idiosincrasia gauchesca la
manifiesta o insinúa. La poesía popular no es descriptiva; tiende a comunicar sentimientos y
pasiones, o bien acuña refranes que dicen del mundo y del humano destino. Sólo el escritor culto de
la ulterior edad romántica se detiene en lo espacial y externo. Echeverría, patriota sonoro, nos
presenta un desierto inconmensurable y abierto, pero Hernández, mozo del campo, se ahorra esos
asombros y prefiere modelar un carácter, un hombre entero. Quienes fatigan distancias y
contemplan lejanías sienten como cosa familiar esa grandiosidad que, para el escritor ciudadano, es
pasmo y milagro.
En lo que atañe al Martín Fierro, es sabido que el paisaje tiene en sus páginas vigencia fugaz. Sólo
cuentan las peripecias y andanzas del héroe, varón humilde y primitivo para quien la naturaleza no
podía tener atractivos escenográficos. Pero la inmensidad de los campos se revela en su voz y en sus
actos, a la vez que ejerce gravitación continua sobre su alma independiente y arrojada. Recordando
la generosidad de una naturaleza todavía misteriosa, nos dice:
El gaucho más infeliz
tenía tropilla de un pelo;
no le faltaba un consuelo
y andaba la gente lista.
tendiendo al campo la vista
sólo vía hacienda y cielo.
Pero Fierro no se detiene a decir la flora ni a mencionar la fauna, preferencia que surge con los
tardíos vicarios del color local, para quienes la apariencia y la exterioridad poseen mayor encanto
que la íntima esencia del hombre silvestre. No es posible pedirle a Hernández estos asombros
ópticos, máxime si se tiene en cuenta que habla o canta, por boca de Fierro, para auditorios ya
identificados con la tierra donde se desarrolla la acción. Hay un color local psicológico mucho más
importante que los implementos físicos –aperos, lazos, facones- que integran el aparatoso color
local de los nuevos cultores de lo criollo. Por lo demás, esta carencia de plasticidad y cromatismo se
concierta con el ánimo estoico del antiguo campesino.
El ornamento, la primacía de lo inanimado, el atributo pictórico que no tiene carácter accesorio sino
que se convierte en asunto decisivo, sólo adquieren categoría estética en los ciclos literarios ya
borrosos y declinantes.
Pese a esta carencia de espacio y de color, la tierra aparece en los clásicos del campo con inusitado
poderío. Pero, como ya lo dijimos, se refleja en breves menciones colmadas de sentido y de
graduada vivacidad.
El más antiguo de los prosistas rioplatenses, Ruy Díaz de Guzmán, a quien se le debe una
importante obra orgánica, nos ha dejado algunas descripciones que datan, aproximadamente, de
1612. Sus páginas, aparte de otros méritos, poseen un notorio valor documental. Dicho autor
condensa en ellas sus impresiones sobre las tierras del Litoral, deteniéndose con verdadera
delectación en el registro literario de nuestros grandes ríos.
Manuel de Labardén, que dio a conocer sus primeros trabajos poco antes de la Revolución, es
considerado “el primer poeta argentino que describe la naturaleza de nuestro país con intentos de
color local”. Sus menciones de la tierra, un tanto difusas y generales, no carecen de cierto encanto
sencillo y espontáneo. Tanto en su tragedia Siripo como en su famosa Oda al Paraná, los campos y
las aguas asoman con su gracia primordial.
Posteriormente, el ya citado Echeverría, poeta que se detuvo con largueza feliz en lo nuestro, pero
que aplicó la técnica del literario culto a los temas locales que acudieron a su pluma, nos brinda
algunas descripciones animosas de los anchos paisajes de su tiempo. El creador saturado de textos
latinos y seducido por los maestros del romanticismo no concede muchas ocasiones de arte al
vocero de la tierra americana. Su obra oscila entre dos tentaciones: la poesía popular y la afinada
retórica de procedencia europea. Cuando se allana a interpolar locuciones vulgares, fácil es advertir
que se trata de un intento meditado, de una licencia consciente y voluntaria. Ello no obstante, es
admirable el afán que lo lleva a desarrollar temas y asuntos netamente criollos sin caer en las
convenciones históricas y mitológicas que avasallaron a sus contemporáneos. Sus poemas asumen
la dignidad majestuosa que corresponde a la recia grandeza del campo virgen. En La Cautiva, las
imponentes regiones andinas se recortan con perfiles memorables. Los altos picachos y los infinitos
desiertos que nos depara esa página se llevan bien con la vibrante entonación épica que la atraviesa.
Echeverría, escritor que tomó el partido de la civilización, cumplió esfuerzos realmente
conmovedores para llegar a la intimidad de nuestras comarcas salvajes y de nuestros hombres
humildes.
Juan María Gutiérrez, con un material expresivo similar al de Echeverría, nos ofrece algunas lúcidas
visiones de la tierra americana y dice de la realidad inmediata en el tono exaltado y palpitante que
su tiempo le impuso. Lo mismo puede afirmarse de Andrade, cuya voz mesiánica estuvo al servicio
del porvenir y del progreso, sin dejar de ser por eso una voz de la tierra primitiva y desértica. Los
paisajes que reflejan ambos poetas son más grandiosos que precisos.
Mitre y López nos han legado vívidas descripciones del campo argentino, pero estos ilustres
escritores fueron regidos, con fuerza principal, por un propósito civil y didáctico.
Hilario Ascasubi, considerado el más fecundo de los poetas gauchescos, nos ha dejado algunas
luminosas páginas donde los anchurosos campos perduran con risueña seducción elemental.
“Paisajista” extraordinario, milita entre nuestros poetas más plásticos y coloridos. Sus bosquejos del
amanecer, de la indiada en trance bélico y de ese gaucho cuyo nombre no es de este mundo (el
gaucho Jacinto Cielo), se cuentan entre los aciertos más firmes del ciclo pastoril. En Ascasubi,
acaso por vez primera, sentimos la pampa en toda su rudeza desolada.
Ya dijimos de Hernández, en quien parece culminar y cerrarse todo un género literario vernáculo.
Quizá resulte conveniente, ahora, formular un distingo suplementario. Mucha pólvora se ha
quemado para celebrar los nobles propósitos civiles que recorren el ámbito del Martín Fierro. Con
satisfacción manifiesta, el ilustre gaucho nos adelanta: Pero yo canto opinando… Ahora bien: las
opiniones de Hernández cabían en cualquier editorial, en cualquier diario de su época, dado que no
las sustenta ninguna base especulativa o científica. Los méritos de naturaleza polémica –reducibles
a valores morales- no siempre ayudan a crear poesía. El Martín Fierro desborda los cauces del
periodismo circunstancial y persiste en la emoción colectiva precisamente porque las opiniones que
trasluce (en modo alguno privativas de su autor), cuentan menos que las esencias artísticas y
humanas perceptibles en su generosa hondura.
Con errónea satisfacción, además de un documento, quiere verse en esta obra una orgánica doctrina
y una especie de consigna partidaria. Admitida su realidad documental, no es fácil aceptar lo
segundo, por hábiles que sean los esfuerzos acumulativos de quienes anhelan doctrinas
octosilábicas. Se parte de una materia remota y esencialmente literaria para alcanzar fines
concretos, para dar respaldo teórico a ciertas banderías, para rectificar el curso histórico del país.
Martín Fierro es el más puro, el más grato de los adornos nacionales; justamente porque se trata de
un espléndido mito en continua expansión –el mito del héroe anónimo a quien “la injusticia arroja al
despoblado”– no es dable juzgarlo una realidad inmediata y mentora.
Por lo general, el valor desamparado promueve honda repercusión en el lector antonomástico y, por
otra parte, ante la adversidad de un hombre como Fierro, el pueblo siempre busca un culpable, un
agente de males que se hallaría como disuelto en el contexto social. Quizás estos efectos y
resonancias contribuyeron a que el poema de Hernández se convirtiera en nuestra Biblia Laica.
Acaso su contenido se vea dañado por el afán de justificación moral de que no pudo librarse el
poeta. Su gaucho con frecuencia pide benignidad al cielo y se cuida de afirmar que purga ajenos
errores. Asimismo, se defiende de toda inculpación de crueldad, como si sus andanzas y sus duelos
a cuchillo se produjeran con menos inocencia y naturalidad de lo que nos permite suponer su
condición primitiva y su existencia acosada.
También Sarmiento y Mansilla miraron el espacio argentino con mirada integral. Sus cuadros y sus
estampas, ejecutados con técnica sobria y sencilla, nos allegan dilatados horizontes y misteriosas
lejanías. Asimismo, Rafael Obligado expresó las duras y olvidadas delicias de aquellas soledades,
hoy pobladas de colonias y fraccionadas en numerosos sembradíos.
Generoso en colores joviales y pródigo en aciertos descriptivos es el siempre recordado Estanislao
del Campo, cuyo Fausto, según lo observó Macedonio Fernández, es la más alta y quizá la única
expresión de ventura silvestre que ostentan nuestras letras.
Algunos ingleses o descendientes de ingleses han llevado a sus libros el variado paisaje criollo. En
El naturalista en el Plata y en La tierra roja, Hudson declara el cariño que le inspiran nuestras
praderas y evoca la infinitud pampeana con un donaire y un vigor extraordinarios. Su prosa
matizada y fluyente está colmada de imperturbable poesía. Joaquín V. González, embajador
meditativo de valles y montañas, y Martiniano Leguizamón, en cuya obra perdura el rumor de las
selvas entrerrianas, también fueron voceros de comarcas casi ignoradas.
No es nuestro propósito enunciar las creaciones literarias que, en el presente siglo, han mirado hacia
el campo. Digamos, sin embargo, que Lugones en su admirable “Oda a los ganados y las mieses”,
poetizó la totalidad del país –de un país ya evolucionado y próspero- con minuciosa y firme
maestría. Quiroga, equidistante de la magia poética y de la especulación reflexiva, nos ha legado
algunos intensos relatos misioneros. En un plano más borroso, el salteño Dávalos enfrenta con
altiva firmeza los sutiles y complejos sobornos de la inspiración toda vez que intenta ser el
representante de su comarca natal. Güiraldes con su obra capital, el nostalgioso Gerchunoff que nos
recuerda su infancia espejada en las puras aguas del arroyo Vergara, y el Bíblico Luis Franco de sus
primeros libros, como asimismo el narrador costumbrista Roberto J. Payró, se alistan con honra en
esta magna legión.
* * *
El trabajo agrario ya no es actividad romántica ni exige un ejercicio continuo del riesgo: el campo
sobrelleva procedimientos mecánicos, transferibles. El colono interroga su porvenir al cielo y a la
tierra, elabora su paz con animosa dulzura, encarna la esperanza. Allá en las plácidas llanuras y en
las onduladas regiones mesopotámicas, el labrador, al igual que el marino, enfrenta las aventuras
naturales, el azar de las lluvias excesivas y de las arduas sequías.
No es fácil desentrañar la intimidad ni reducir a esquema las direcciones profundas del argentino
actual, sobre cuyo espíritu influye la imperiosa Buenos Aires y, con ella, las conquistas técnicas del
siglo. Nuestro descontento difuso y compartido puede ser indicio de unidad y anuncio de una
estable fisonomía colectiva. Hasta ahora, no hubo en nosotros esa vocación de coherencia capaz de
abrir cauces a las sueltas y heterogéneas formas de vida en que se dispersa el destino común. Una
insatisfacción sustancial, pero ceñida a la experiencia y ajena a toda quejumbre divagatoria, sería el
primer paso hacia un estilo concreto, hacia una definida expresión del ser argentino. La carencia de
rasgos estables gravita sobre nuestra cansada expectación, sobre el ritmo vacilante de nuestro
anhelo. Pero esa misma vacuidad ha traído simientes de valiosa tensión, ha originado una inquietud
que prospera en la soledad y en la penuria. Ese tenaz descontento trabaja para lo invisible, dado que
todavía no encontró su objeto. Dicho estado de ánimo es consecuencia y a la vez espejo de nuestras
limitaciones: imperio del evasivo y desligado presente, idolatría del acierto fácil, carencia de
sentido solidario, desdén por todo lo que exige plan y estructura, reducción del trabajo a un mero
formalismo de tipo mecánico.
El muy elocuente optimismo de Estado, que raras veces percibe nuestro hemisferio de sombra, nada
sabe de indigencias ni de yerros locales. Esa propensión, estimulada por quienes anhelan
congratularse con el pueblo mediante la aplicación de los métodos más crasos y primarios, impide
que nos juzguemos con racional equidad, a la vez que descarta todo cotejo iluminativo con los
demás países y comunidades. Agentes de un error análogo, pero en el otro polo doctrinario, los
sociólogos luctuosos que nos condenan a la frustración, a las empresas subalternas, desechan las
virtudes analíticas y sólo recurren, a veces con ardor glacial, al concepto teológico de la culpa: en
un ámbito eterno, vale decir, indócil a la historia, está escrito que nacimos para la desolación, el
fracaso y la ineptitud. Según estos apóstoles temibles, un pecado indeleble y una sanción
preestablecida signaron para siempre –no es poco privilegio- al hombre de estas latitudes adversas.
Nos hallamos ante un severo arbitrio que, en razón de su origen, excluye toda pobranza concreta y
todo recurso argumental. En suma, cabe afirmar que la desmesura acecha tanto en la voz de los
optimistas por conveniencia como en la complacida negación de quienes sólo advierten, con
obstinada voluntad aumentativa, nuestras innegables miserias, nuestro lado sombrío.
Anhelamos constituirnos en función de un mito, de un principio emocional compartido y operante.
No de otro modo podrá superarse la condición desvalida y la soledad sin compuertas que pesan
sobre nuestro mudadizo cuerpo social. Se trata de una indigencia que, pese a los empresarios de
cataclismos, está subordinada a la evolución de los grupos humanos, de modo que puede ser
rebasada bajo la acción de circunstancias favorables.
Ya en este siglo, pacificado el país y afianzadas –siquiera formalmente- sus instituciones, el
argentino de extracción urbana crea valores para codiciarlos después. El hombre de tierra adentro
(no el hacendado sujeto a la influencia de los grandes centros de población) se adapta al medio en
que vive con una serenidad y una resignación severa que han desaparecido de las regiones donde la
densidad demográfica es grande. Una tabla de valores abstractos, con frecuencia vinculados a su
innata noción de la persona moral, rige sus actos y delimita la órbita de sus asentimientos y sus
rechazos. Cierta autonomía frente al mundo circundante –actitud que suele parecer de indiferencia-
define su comportamiento social. Se podrá argüir que la condición proletaria del campesino –
prescindamos por un momento del pequeño propietario rural- lo relega y le impide encauzar el
proceso social, pero en verdad su bajo nivel económico no es la causa única de su inoperancia: el
obrero fabril, el proletario urbano impone sus opiniones y organiza su defensa con decisiva eficacia.
Hemos enumerado, cierto es que sumariamente, algunas propensiones del alma colectiva por
entender que ellas despiertan o no tardarán en despertar la atención de los escritores que buscan la
cifra de lo argentino. Ninguna de las Américas han indagado la doble realidad –humana y cósmica-
desde el plano especulativo; sentimos con fuerza y pensamos con desgano los hondos problemas
que en otras latitudes suscitan ideas generales. Nuestra capacidad reflexiva es grande, pero sólo se
aplica a lo inmediato y lo concreto, al mundo de las circunstancias y a la vida de relación.
Concebimos planes sagaces para superar determinadas contingencias, para “salir del paso”, para
defendernos ante lo imprevisto. Se trata de una inventiva momentánea que no difiere mucho de la
habilidad pragmática, del instinto precaucional. La “viveza” nos impide vivir.
Nuestra despierta sensibilidad impone un tinte singular al lenguaje comunicativo de emociones, más
elocuentes y explícitas en el hombre de la ciudad que no en el campesino. La fe, que es instinto
desinteresado, se diría la salida natural de nuestro ser profundo, pero este movimiento del ánimo
raras veces encuentra su materia, y en consecuencia, esa presunta fe es apenas convicción o
voluntad de personal afianzamiento. Si atendemos a la totalidad de las congregaciones cívicas
locales, si prescindimos de lo excepcional, habremos de advertir que sólo por obra de la tradición o
de la amistad nos integramos en ésta o en aquella bandería, en tal o cual corriente de opinión. La
oscura privanza del sentimiento determina todas las empresas de magnitud nacional que se fundan y
centran en un individuo, ya se trate del Restaurador de las Leyes, del Padre de los Pobres o del
caudillo vindicativo. Los planes de acción y los cuerpos de doctrina no tienen límites definidos y,
sin mengua de las realidades sociales y políticas de que son expresión, pueden permutarse entre sí.
Sólo en los últimos años, por acción refleja de aquellos hechos mundiales que parecen conmover el
propio fundamento del derecho clásico y de las instituciones públicas cristalizadas, nuestro país se
ha convertido en campo donde pugnan contrapuestos principios acerca del Estado y sus facultades.
Hemos paseado la mirada a lo largo de nuestra literatura a fin de avistar los cauces expresivos que
corresponden al presente y que prefiguran el futuro inmediato. La más alta poesía derrumba el
orden sucesivo, promueve en el lector como un olvido abismático del tiempo. Así lo entendieron los
escritores que dejamos mencionados, para quienes el espacio, el medio físico, fue un elemento
funcional y subordinado. La extensión colorida y vistosa, el campo ya vuelto materia de
contemplación analítica, ha sido y es patrimonio literario de la ciudad. Apagada ya la imagen del
gaucho, la reverencia poética que se le profesa se detiene en sus objetos, en sus implementos, en su
trousseau montaraz, en los emblemas que lo sugieren y que permiten erigir una nostalgia sin
materia entrañal.
El campo nuevo, el campo donde se urden inéditas formas de vida, espera a los poetas que intentan
decir esencias argentinas. La soledad de la tremenda llanura ha sido el verdadero tema o, por lo
menos, el ambiente emocional de nuestros libros fundamentales. Otros son los estímulos que
aguardan a los artistas dispuestos a enternecerse frente al campo colonizado y agrícola. Deberán,
por cierto, sortear algunas seducciones riesgosas para que las sustancias estéticas de que serán
voceros, no sufran menoscabo. Los expansivos mitos políticos de nuestro tiempo que, por lo común,
arraigan en un sustrato irracionalista, tienden a ver en toda cultura nacional o continental una
cerrada unidad biológica, un organismo sujeto a principios internos, una imponente construcción
refractaria. Dicha tendencia suele llevar a la clausura presuntuosa y, por otra parte, parece
vocacionada a replegar las creaciones sobre sí mismas, con mengua de su validez universal. Nos
referimos, como es evidente, a esa estirpe de obras que toman su origen en el ámbito lugareño, en el
área comarcana. Nuestro mal es el costumbrismo, la reiterada copia de una realidad visible y
verificable. Claro está que todas las direcciones del arte son parejamente legítimas, pero creemos
que la adopción de un solo rumbo, de una preceptiva excluyente y de un invariable registro de
temas, puede conducir a una suerte de pobreza automática. Se quiere ver en lo argentino una esencia
inmóvil y estable a la cual ha de plegarse toda forma estética local. Quienes piensan de este modo
subordinan el hecho literario a la “circunstancia” telúrica o geográfica, como si las condiciones
ambientales que anteceden al creador ya no se hubieran incorporado a su intimidad profunda. El
poeta argentino dispuesto a evocar sus recuerdos de Túnez o de Finlandia es tan capaz de
comunicarnos el sabor de lo criollo como el que se inspira en Morón de Buenos Aires o en Belén de
Catamarca. En los abstrusos territorios del arte, toda ofrenda a lo autóctono, todo acento diferencial,
reclama una suerte de abandono sincero y supone un movimiento desinteresado del ánimo. Estas
son las convicciones que, si no hemos caído en error, deben regir a los jóvenes hombres de letras
que esperan ser la Palabra de nuestra tierra.
La gran mentira convencional
Se afirma con didáctica persistencia que nuestros escritores dedican escasa atención a las
circunstancias y las vidas argentinas. No es nueva esa queja; durante los festejos del Centenario se
levantaron voces movidas por el propósito de fomentar un saludable “regreso a la tierra”. Si bien dicho
reclamo ya tiene medio siglo, los argumentos que le sirven de base no han ganado en solidez ni en
variedad. Como ayer, quienes afirman que nuestros clercs se desvían y apartan de la buena dirección,
despliegan una reiterada dialéctica de raíz emocional o instintiva. Ningún razonamiento convincente
vino a fortalecer la antigua denuncia estética.
La superstición documental es imperiosa en nuestro medio. Se preceptúa que todo artista debe mirar lo
inmediato, ya que sólo se le pide una especie de fiel retrato de familia. Se tiende a creer que existe un
centro fijo del cual la creación literaria no puede alejarse sin daño de su esencia. Cuanto más próxima a
ese centro, mayor será su validez y su fuerza persuasiva. Ahora bien: la expresión de lo inmediato no
es una condición necesaria, ya que ninguna norma preexistente determina los temas a que habrá de
ceñirse la obra de imaginación. Sin embargo, en el registro poético o narrativo de lo nacional quiere
verse una suerte de imperativo categórico, cuando en verdad se trata de una convención sudamericana
muy arraigada, pero tan discutible y fugaz como todas las convenciones.
Con frecuencia deploramos la falsedad de aquellos libros donde no alienta el sentimiento de la tierra o
donde no advertimos la presencia de nuestro ser colectivo. Y, justamente, empezamos a falsearnos en
la medida en que negamos los vínculos –de base y no simplemente literarios- que nos unen a Europa.
Prueba notoria de ello es que, no bien nuestros escritores intentan llevar al dominio artístico la esencia
incontaminada de lo criollo, se ven en la precisión de acudir al pasado, a la emoción retrospectiva.
No estamos ante un hecho psíquico de superficie o de trivial mimetismo, como suelen entenderlo
quienes lo condenan con irreflexiva premura. Si en nuestros libros hay resonancias europeas, ello no es
fruto de un proceso voluntario ni consecuencia de una general propensión artificiosa. En rigor, no se
trata de una falsedad sino de una condición ineludible. Más bien cabría afirmar que damos con lo
ilusorio y lo forzado cuando seguimos la dirección opuesta, la vía que lleva a la exhumación del indio
y del mestizo. Quienes aconsejan el realismo, la adopción de temas y ambientes locales, caen en la
irrealidad de mirar el país en función de estructuras sociales ya caducas y, no obstante su apego a lo
próximo y verificable, no perciben que nuestro potencial humano sufrió mudanzas profundas y que
Europa anda por nuestras calles. Admitida esa premisa, ¿cómo establecer una línea divisoria entre lo
que somos y lo que escribimos?
Consideramos muy natural que en tiempos de Hernández, cuando el tono lo daba el campo y nuestra
población poseía caracteres firmes y precisos, se escribieran páginas donde el país aparece definido por
su sabor más típico y sus rasgos más singulares. Entonces, dos terceras partes de la población total de
la República era rural y un tercio urbana, mientras que ahora, por lo menos dos tercios de ella se agrupa
en las ciudades y el resto se halla dispersa en los campos. Sólo en el lapso 1921-1930 se sumaron a
nuestro nada cuantioso cuerpo comunitario, 870 mil inmigrantes. Puede argüirse, claro está, que
también en las ciudades abundan los argentinos y se originan problemas, situaciones y conflictos muy
propios de nuestro medio, ya que no se darían en otros países. Esa objeción no carece de justeza ni está
destituida de verdad, pero nos hallamos ante una verdad relativa y subordinada. Cabe aceptarla en la
justa proporción y medida en que somos parte de un medio diferenciado, en cuanto las circunstancias
locales pueden gravitar sobre un conjunto humano en plena evolución, es decir, sometido a causas y
efectos que renuevan su propia esencia.
Así como nuestro espíritu se sitúa a medio camino entre Europa y la condición americana, así la citada
teoría del ambiente se agota en el punto medio del movimiento pendular que cumplimos: sólo
corresponde a un aspecto o parcela de nuestra realidad. Por lo demás, el hecho de que nuestro país sea
un puente o campo de convergencia cultural y espiritual no significa una condena ni debe suscitar –tal
nuestra creencia- conclusiones forzosamente negativas. Pese a ello, muchos son los críticos que
aconsejan el rastreo de esencias permanentes y de sustancias típicas, como si no fuera más sensato y
útil atenerse a los hechos, por sí mismos elocuentes.
En este orden de cosas, adoptar una actitud deliberada y voluntaria vale tanto como anteponer los
efectos a las causas. La inversión del proceso no franquea salida alguna. Formarnos en contraposición
a Europa es tan vano como atribuirnos una personalidad nacional con el socorro de la cultura incaica o
quechua. La vocación “extranjerizante” de nuestra literatura: he aquí un aserto muy nuestro, muy
argentino. A pesar de este lamento, en proporción no desdeñable, la Argentina es Europa. Para corregir
los efectos del trasplante en masa, para que el hijo del extranjero fuera también hijo del país, hubo de
instituirse el principio del jus soli.
xxx
En el plano del espíritu, la generosa actitud receptiva ya es parte de nuestra tradición, movimiento
espontáneo que, en cierto modo, genera a Sarmiento y plasma a Lugones, escritores bien definidos por
su acento criollo, por su tono local. Digamos, de paso, que una literatura se enriquece por obra de las
potencias imaginativas de quienes la impulsan, no en función de los asuntos que son privativos de un
área determinada. La paciente y minuciosa tarea de inventariar las cosas que tenemos ante nuestros
ojos no es camino que lleve a la obra de arte. Esta última supone una operación interna, cualitativa, que
no siempre aparece referida al medio físico o al sector humano donde toma origen.
El manejo de temas nacionales no asegura el advenimiento de una rica y diferenciada literatura
nacional. Inversamente, los motivos y estímulos foráneos –levantemos el veto que padece este
vocablo- pueden contribuir a crearla. La singularidad artística de un país no pende de la materia que
mueven sus artistas. El tiempo y el espacio son condiciones de toda ciencia posible, pero pierden su
rigidez en el dominio estético. Aquí nada es necesario; más bien todo es contingente, puesto que el
tema o contenido argumental (como las verdades de hecho que deprimían a Leibniz) no se justifica por
sí mismo y sólo prueba su eficacia con posterioridad a la experiencia de quien lo lleva al plano
literario. Los asuntos que nos conciernen, ya se trate del lugar donde vivimos o del contexto social en
que nos integramos, constituyen excelentes puntos de partida pero todavía no son el hecho estético.
Los autores que se sirven de ellos con docilidad automática no suelen depararnos otra cosa que le
grand reportage.1
La extensa América de habla castellana nos dicta buena doctrina. Miremos su pasado próximo, sobre el
cual no pesó el imperioso prejuicio que nos ocupa. Rubén Darío, Herrera y Reissig, Alfonso Reyes y el
creciente Vallejo sólo de manera eventual dijeron las cosas de sus respectivas tierras. En cuanto a
nuestro Lugones, es sabido que su estilo y su cetro estaban hechos cuando nos dio las flores silvestres
de su inspiración romanceada. Nos legó una obra cuya amplitud y complejidad permitía el ingreso del
elemento folklórico. Por lo demás, el vigente preconcepto es una reacción casi ritual en nuestro medio;
lo trajo la brusca mudanza étnica y, si bien injustificable, no debe sorprendernos que haya radicado
aquí con más firmeza que en otras tierras americanas.
Si dirá que es preciso acceder al tiempo presente para reflejar la vida de los campesinos y ciudadanos
que en estos momentos definen la idiosincrasia del país. Asimismo, será inevitable el dictamen
conforme al cual nuestro pueblo sobrelleva inquietudes, desvelos y problemas dignos de ser
trasladados a la literatura. Nadie niega, por cierto, estas nuevas formas de nuestra realidad. Ahora bien:
se pide la expresión de lo inmediato, y lo inmediato es la ciudad. Nos referimos, no a su cercanía física
sino a su poder radiante y a su fuerza centrípeta. Como es evidente, Buenos Aires impone su tono y su
estilo, su ritmo vital y sus modos verbales, sus costumbres y sus gustos a la totalidad del país. Se trata
de una suerte de energía radiactiva cuyas ondas son perceptibles a lo largo y a lo ancho de la
República. Por otra parte, es sabido que nuestras densas congregaciones urbanas disponen de medios
técnicos y de recursos instrumentales capaces de disipar todo matiz lugareño. El tango no agota este
proceso de penetración. En cierto modo, las costumbres y las faenas que corresponden al ciclo pastoril
aparecen sometidas al desarrollo industrial, cuyo impulso las modifica y transfigura. El periodismo, la
radiofonía y el cinematógrafo –agentes gravitatorios mucho más poderosos en la ciudad capital que en
1 Nota del autor: El ciclo del algodón, el ciclo de la caña de azúcar, el ciclo del maíz, etc.
el interior- aceleran ese cambio, borran los rasgos que son fundamento de la diversidad regional y
hacen del salteño, del cordobés o del puntano otros tantos porteños aproximativos. Treinta años atrás,
herido de melodiosa nostalgia, ya Fernández Moreno se quejaba desde las sierras: En cada piedra un
aviso.
Con ánimo severo se reconviene a nuestros escritores en razón de que olvidan al pueblo y de modo
especialmente escandaloso, al pueblo de tierra adentro. Oportuno es recordar, sin embargo, que el
nuevo arquetipo rural se parece más al hombre de Buenos Aires que no al habitante de las escarpadas o
selváticas regiones de Bolivia o del Perú. Y Buenos Aires, a su vez, es Europa, siquiera sea como
versión o recreación dotada de caracteres singulares. El mundo, por decirlo así, se entretiene en
desfigurarnos... Se habla con inquietud de las técnicas y culturas que, por extrañas a la realidad
americana, nos deforman y subvierten, pero también nosotros, los blancos, alguna vez fuimos
forasteros en América.
Nos hemos referido a Bolivia y al Perú; nuestra mención, ciertamente, nada tiene de ociosa o gratuita.
Hace algún tiempo, el eminente novelista peruano Ciro Alegría, en una declaración no exenta de
virtudes judicativas, señaló que la literatura argentina “no refleja la evolución local” sino que adhiere
con excesiva complacencia “al proceso francés o inglés”. Subrayó también que nos interesa más París
que Lima o Cuzco, con sus indios y sus ruinas. Creemos que las ruinas cuzqueñas, si bien pueden ser
motivo de loable curiosidad erudita y de majestuosas odas celebratorias, no son esenciales dentro del
proceso expresivo que se consuma en este costado de América. Su belleza visible no forma parte de
nuestra viva corriente cultural. La literatura griega contemporánea dedica escasas páginas a la Victoria
Aptera y los novelistas italianos de esta hora no se muestran muy corteses con las ruinas del Coliseo.
En Córdoba –según una observación de Henríquez Ureña que hemos recordado en diversas ocasiones-
empieza la zona del Pacífico. Allí, o tal vez en regiones más alejadas de la cuenca del Plata, existe una
especie de frontera ideal donde dos arquetipos humanos se miran con extrañeza. El estilo y los modos
de vida que corresponden a los pueblos del Pacífico difieren mucho de los que se plasman en estas
latitudes. La Argentina –según la afortunada definición de un argentino- es la menos americana de las
naciones del continente. No podemos jouer à l'autochtone. Pero podemos abandonarnos a los
estímulos que nos llegan con los hombres procedentes de otras comunidades. Por lo menos en espíritu
(prescindimos de las profusas migraciones internas), la población mediterránea camina hacia el Litoral,
es decir, hacia las tierras donde convergen y se fusionan las más dispares corrientes de la sensibilidad y
del pensamiento. Si admitimos que el curso histórico lleva esa dirección, habremos de mirar con
sorpresa a quienes nos proponen el lago Titicaca como destino último y como acicate exclusivo. Con la
sola excepción de la papa y la mandioca, todos nuestros frutos naturales son consecuencia de un largo
acarreo. Innecesario es subrayar, por evidente, que “en nuestro territorio, todo lo humano con
excepción del indígena, y casi todo lo animal y vegetal, es adventicio y trasladado”.
Quienes lamentan la irrealidad y el prestado europeísmo de las letras argentinas parecen olvidar que
nuestras condiciones no son las que se manifiestan en otras áreas del hemisferio. En crecido número de
casos, lo que en verdad se reprocha al escritor nacional es su presunto desinterés por las cuestiones
sociales, su actitud retráctil –aserto nunca respaldado en ejemplos concretos- ante las esencias
populares. Como toda generalización difusa, esta censura no sólo es de fácil manejo sino que puede
formularse con cierta impunidad. Promueve resonancias sentimentales a cuyo favor es posible ganar
adeptos sin que esa operación catequística entrañe riesgo intelectual alguno. La noción de culpa
simplifica el problema y permite sortear los intrincados exámenes a que debe someterse el movimiento
artístico local. A menudo, los severos fiscales de nuestra literatura intentan hacer un arma de sus
personales limitaciones y dejan traslucir una sospechosa actitud defensiva. El pueblo está en muchas
páginas argentinas, pero no es su improbable olvido la verdadera causa de los ásperos reclamos que
incansablemente se formulan. Otro origen tiene el acatado mito de nuestro ajenamiento literario. La
imputación en sí misma –nace de los escritores y se dirige a los escritores- no es sino un oscuro rodeo
argumental. No deriva de una irritada voluntad de justicia. Irrita, eso sí, la firmeza y la soltura de
quienes recorren con recompensado empeño los más dilatados dominios culturales. El hecho de que el
poeta X escriba como los ingleses viene a ser la causa aparente; en realidad, se le reprocha su
afortunada comprensión del complejo Samuel Johnson o del sutil Henry James. Quiere verse una falta
punible en la generosa apetencia ecuménica que no excluye, claro está, el ortodoxo amor a nuestra
tierra. En suma, resulta menos costoso y arduo reproducir el lenguaje de Floresta Sur o de Monte
Chingolo que esclarecer los símbolos de Joyce o de Kafka.
Lo popular y lo nacional (palabras que en estos últimos años vienen siempre apareadas), no tienen una
fuente común ni llevan una marcha paralela en nuestro medio. La unidad ideal de la nación en cierto
modo aparece contrapuesta a la diversidad de orígenes de sus habitantes. La historia estaba hecha
cuando se produjo esa fractura entre el pasado y el presente. En consecuencia, ignoramos hasta qué
punto puede reclamarse, en los amargos términos que hoy son habituales, la erección de una literatura
específicamente nacional. Lo nacional es justamente todo cuanto ahora se manifiesta en los distintos
órdenes del pensamiento y de la acción. Por otra parte, la brusca voluntad de afirmación que se
advierte en algunos países nuevos contribuye a exacerbar la prédica de quienes rechazan las influencias
extraterritoriales.
En el lapso que medió entre las dos grandes guerras se fortalecieron los principios políticos cerrados y
excluyentes. El concepto de nación acabó por convertirse en una categoría irreductible y primera. No
hubo comunidad que no se lanzara a la lucha –diplomática o armada- para rescatar derechos o afianzar
su independencia. Como es natural, la acritud de esas demandas colectivas fue particularmente intensa
en los países que se consideraban meros testigos del acaecer histórico. Bajo tales condiciones, una
sombría voluntad de repliegue y de emancipación vino a espejar el sentir de estas Repúblicas australes.
Dicho estado de espíritu, que oscila entre el descontento y la rebeldía, conserva en la hora presente toda
su fuerza. Las obras que miran en esa dirección y que responden a tales sentimientos tienen, pues,
ámbito favorable y acústica excelente. Frutos de una tierra así removida, gravitan sobre la conciencia
moral de los lectores con aquellas palabras que los lectores esperan. Ignoramos si más adelante,
borradas las circunstancias y desaparecidos los motivos en que tomaron origen, serán vistas como
firmes creaciones literarias. Necesario será, de todos modos, separar sus valores estéticos, si es posible
encontrarlos, de aquellos elementos traídos del periodismo polémico.
Intentaremos presentar otro aspecto de la cuestión. Dijimos que no es fácil, en esta parte de América,
trazar una línea divisoria entre lo autóctono y lo europeo. Este juicio incluye, por mucho que parezca
su negación, un hecho pasible de ser comprobado: el activo interés que nuestros escritores demuestran
por los atributos propios de su tierra y de su pueblo. Pese a nuestra condición de puente entre el Viejo y
el Nuevo Mundo, la literatura argentina se complace en la expresión de caracteres y rasgos locales.
Siquiera como proyección voluntaria y como empeño deliberado, tiende a posesionarse de lo inmediato
(El mayor o menor éxito de tal empresa es cuestión que excede la órbita en que ahora nos movemos).
Los matices y los aspectos diferenciales que, no obstante su apertura hacia lo europeo, definen al país,
desvelan a nuestros poetas y novelistas. Quizás porque sus materias típicas sufren constante variación y
remuda, nuestros escritores no hacen más que reproducir o evocar ambientes argentinos. A despecho
de la opinión dominante, no es aventurado afirmar que nuestra literatura adolece de regionalismo. Cada
provincia habla por la voz de numerosos personeros, no hay particularidad silvestre que no tenga su
pertinente alejandrino y estos últimos años nos benefician con una especie de avasallante lirismo
geográfico.
Admitida la naturaleza heterogénea de nuestro organismo social, forzoso es admitir también que
nuestras letras, como la divinidad del Viejo Testamento, son lo que son y no pueden ser otra cosa. Las
más duras objeciones que se le dirigen –con sorprendente olvido de la coherencia- proceden de los
círculos que tienen muy en cuenta las circunstancias históricas y las condiciones sociales. Claro está
que tales círculos establecen un distingo entre nativismo elegíaco, cuyos cultores prodigarían tarjetas
postales para deleite de turistas, y literatura identificada con “ese pueblo descalzo que vemos todos los
días”. Estimamos, sin embargo, que también esta última apetencia encuentra satisfacción y respuesta
en numerosos libros orientados a la presentación de conmovedores destinos urbanos y silvestres. Acaso
sea oportuno recordar que la inventiva de nuestros escritores raras veces se apartó del realismo
descriptivo.
Nuestra narrativa presta voz a los problemas y a los tipos humanos que proceden de todos los
estamentos sociales. Dominan, sin embargo, los símbolos y los ambientes de la clase media,
singularidad que nada tiene de asombrosa, ya que dicha clase impone su tono y su estilo al país. La
movilidad social que aquí se advierte parece ser la causa de un proceso evolutivo que, descontadas las
excepciones, se detiene en la pequeña burguesía. A diferencia de otras comunidades del continente,
donde sólo hay pobres y ricos, la nuestra permite el ascenso del obrero, o de sus hijos, a la condición de
burócrata, profesional o pequeño propietario. La prudente o previsora construcción del porvenir es el
más compartido de nuestros rasgos sociales. Esencialmente, de manera instintiva, tendemos a la
evolución, no a la revolución. Nada de extraño, pues, que nuestra literatura se aquiete y establezca, sin
que ello le impida mirar otras formas de vida, en la expresión de aquellos conflictos que son privativos
de la mencionada clase social. Las propensiones de nuestros novelistas corresponden con fidelidad al
medio humano en que están insertos; no son ni mejores ni peores que la materia a que se aplican.
Agotada la retórica lustrosa del modernismo, nuestra América produjo escritores sólo interesados en
ambientes y conflictos americanos. Semejante a esas comunidades que temen ser perturbadas cuando,
entre muchas voces, quieren oír la propia voz y que, así dispuestas, optan por cerrar sus fronteras,
nuestro continente levanta vallas ante los estímulos externos que pudieran remover sus cimientos y
transfigurar su alma. Esa faena es particularmente obstinada y restrictiva en nuestro país, como si tales
estímulos –corpóreos y dotados de vida- no se sumaran a su realidad de manera constante. Dicha
conducta es hija de un movimiento voluntario, de una actitud preventiva, de una resolución por
completo ajena a las exigencias y condiciones de aquellos pueblos donde se manifiestan formas y
estilos que son naturales rebrotes de Europa. Como nadie lo ignora, tan arrogante arbitrio comporta un
olvido del caudal sobreviniente y de las modificaciones introducidas por los nuevos caracteres étnicos.
Se persiste en el empeño de rastrear precipitados inmóviles, estrictamente americanos. Ninguna
propensión al exotismo en nuestro hemisferio, donde cada país anhela dar vigencia artística a sus
rasgos particulares. De haber nacido en estas regiones, Farrére, Loti, Saint-Léger y Malraux padecerían
la condena que recae sobre los reos de alta traición literaria. El escarnio y la yugulación acabarían con
el novelista local que se arriesgase a situar la acción de su obra, no diremos en Shanghai, sino en
Ginebra o en Bruselas. En consecuencia, la buena fortuna acompaña a ese escritor ejemplar –no así a
nuestras letras- cuyo patriotismo lo defiende de tales riesgos.
Julio Mafud, autor de un excelente ensayo sobre El desarraigo argentino, lleva a sus últimas
consecuencias los juicios que asienta en esta obra inicial. Luego de reprobar tanto a los escritores que
miran hacia Europa como a los que trabajan sobre la patria ideal, sostiene con desmañada vehemencia:
“Sarmiento definió mejor que nadie a los escritores de esta concepción ideal nacionalista: son los que
pretenden que el honor nacional está guardado con disimular las manchas que lo empañan, no
denunciarlas para que desaparezcan. A lo que ha tendido el escritor argentino subterráneamente es a
ocultar no sólo de la mirada ajena, sino sobre todo de la propia, su realidad, que siempre consideró
inferior. El escritor argentino no ha escrito sin toma de conciencia. Incluso de algo peor: no ha
concienciado la Argentina ideal sobre la Argentina real sino la Argentina real desde la Argentina ideal.
En consecuencia, siempre la verdadera realidad estaba excluida”.
Olvida este vicario de la realidad verdadera –he aquí un absoluto que no se compadece mucho con el
siglo de Einstein y de la disgregación atómica- que América, por lo menos en su costado atlántico, es
en buena medida una prolongación de Europa, una continuidad cultural cuyas fuentes nos exceden.
Hace años que se debate este problema, conforme al cual casi todas las generaciones argentinas se han
equivocado. Hace años, también, que se busca esa escurridiza sustancia primera en cuyo nombre
Mafud levanta su patética queja. Si nos atenemos a sus palabras, nuestros escritores la buscan y al
mismo tiempo la sortean. Misteriosas razones los inducirían al fracaso, a instituir una literatura
paródica o sofisticada. Esa desviación habría significado un estímulo para el tango, para el
“lunfardismo literario”, porque cuando la literatura culta –sostiene el mencionado sociólogo- no logra
expresar lo popular, otras creaciones, literarias o no, llenan y expresan esa omisión. De ahí la fuerza y
el poder radiante de nuestro folklore, según la tesis que acabamos de exponer de modo esquemático.
Argumento que, por cierto, puede extenderse al lied, a la canzonetta napolitana y al impetuoso jazz,
formas populares las tres que los años no borran y que tienen audiencia en todas partes. Su
florecimiento incesante tomaría origen, como en el caso del tango, en la ineptitud respectiva de los
literatos alemanes, italianos y norteamericanos. Por otra parte, fácil es advertir que lo popular y lo
nacional se identifican en la raíz de estos juicios, pese a que en nuestro medio no se ha dado de modo
concluyente tal fusión.
El nuestro es el único país del mundo donde los motivos generadores de la obra literaria son objeto de
repudio o de aprobación con arreglo a un criterio espacial, circunstanciado, físico. Se diría que el
imperioso principio de lo nacional rige y agota todas las posibilidades del escritor argentino. De tal
modo, un concepto previo que no es forzoso consustanciar con el cometido estético, viene a ser la
condición a que debe someterse el hombre de letras. Como si los medios se confundieran con los fines,
todo quehacer local ha de replegarse sobre lo argentino. Queremos fundarnos todos los días. Sin
embargo, esta obstinación supersticiosa deja traslucir una radical inseguridad. Justamente porque no
somos un pueblo de rasgos definidos tendemos a buscar nuestra singularidad por artificiales y
prefijadas vías. Los críticos de Whitman –tolérese el ejemplo- señalan su entronque bíblico, su
propensión al salmo civil, pero esta modalidad de su estilo no los mueve a escándalo. Ninguno de ellos
cae en la demasía de juzgarlo un préstamo del Cercano Oriente. Sólo en nuestro medio se multiplican y
fortalecen los censores de la libertad expresiva. Discípulos inocentes de Averroes, hacen de la literatura
una inmutable especie única: las diferentes formas de unión del artista con esa realidad fundamental
vendrían a definir los matices, los modos particulares. Parecen creer que lo nacional –centro fijo-
impone una dependencia de hierro.
Es sabido que en nuestro país, donde priva el hombre blanco, se ha cumplido un proceso de integración
étnica que, con la sola excepción del Uruguay, no es perceptible en las otras naciones del continente.
Esta homogeneidad nos impide expresar el sentimiento de lo aborigen mediante los recursos que tienen
a la mano los escritores de Colombia o del Perú. No es posible dotar de vida a lo que no está vivo en
nosotros, a lo que consideramos mera curiosidad de museo. Si bien menguantes, alientan hermosas y
nobles realidades autóctonas en las provincias del interior, pero no por ello el sacramento de la
criollería ha de tener carácter compulsivo en los altares del arte.
Desde los años de la organización nacional hasta las primeras décadas de nuestro siglo, ejercieron
decisiva gravitación los hombres públicos de extracción provinciana. Sarmiento, Avellaneda, Roca,
Juárez Celman, ejemplifican con nitidez este predominio. Se ha dicho con verdad que las revoluciones
de 1874 y de 1880 fueron otras tantas protestas armadas contra esa hegemonía. El ulterior crecimiento
de Buenos Aires, al que no fue ajeno el caudal inmigratorio que contribuyó a su prosperidad, hizo caer
el balancín en el sentido opuesto. “Desde la presidencia de Yrigoyen –sustenta un sociólogo
indudable–, con la sola excepción transitoria del Dr. Castillo, el gobierno nacional ha estado en manos
de los porteños, sea por los resultados electorales o como consecuencia de los regímenes de fuerza que
tuvieron todos sus centros de acción en Buenos Aires”. No es casual, por cierto, esa flexión de la
corriente histórica interna. Asimismo, cabe agregar que, con prescindencia de su lugar de nacimiento,
los hombres que en los últimos años gobernaron la nación se sintieron determinados por la nueva
estructura de nuestra realidad.
En un sagaz ensayo acerca de las migraciones internacionales que acrecieron nuestra población, Sergio
Bagú se manifiesta así:
“El proceso es muy complejo. Hay países, como la Argentina, en los cuales nada ha quedado sin
modificarse al contacto de las migraciones: la familia y la estructura social, la población, la concepción
religiosa, la capacidad organizadora. Se producen, además, otros procesos correlativos: la
intensificación del comercio y del movimiento de capitales entre las sedes de origen y de destino, y una
corriente de acercamiento cultural”.
Con referencia a la relación numérica entre el caudal inmigratorio y la población nativa, señala Bagú
que el mayor coeficiente americano corresponde a la Argentina. Y ello, pese a la gran receptividad de
los Estados Unidos y de Canadá. Enuncia también las circunstancias en que se produjo la densa y
sostenida inmigración: “Debemos agregar que la Argentina asimila este aporte masivo cuando se
encuentra aún en pleno proceso formativo, cuando el país está haciendo su aprendizaje de nación
organizada”. Asimismo, observa con acierto que todavía no se ha estudiado la abstrusa influencia
recíproca de la migración internacional y de la mudadiza y siempre retocada estructura argentina.
Parece indudable que el examen de esta relación móvil es la cuestión básica, la materia primera. Nos
hallamos justamente ante el problema que los celosos apóstoles del ser nacional inmutable siempre
miraron con ligereza, con distracción sospechosa. El citado experto afirma que la intensidad del
fenómeno inmigratorio se mide con estos guarismos: en la nación del Norte, a lo largo de 111 años, 26
millones de extranjeros se sumaron a 9 millones y medio de habitantes (relación de 3 a 1); en nuestro
país, durante 74 años, 4 millones de extranjeros vinieron a convivir con un millón de nativos
(proporción de 4 a 1).
Las graves cuestiones que plantea nuestra castigada realidad literaria no pueden resolverse en la
cúspide sino en la base. No es dable advertir un puro azar en el hecho de que el francés Gardel, el gran
ajedrecista Najdorf y el famoso pugilista panameño Thompson, todo ellos incorporados a la vida del
país, susciten un sentimiento de orgullosa satisfacción dentro de la comunidad que los tiene por suyos.
Si bien es cierto que estos semidioses locales se acogieron al juicio de naturalización, también es cierto
que los juzgamos emblemas de los méritos argentinos en la medida en que su prestigio refluye sobre el
medio de adopción. Los hacemos nuestros con rápido ademán posesivo. En estas ocasiones propicias
nos olvidamos del incontaminado criollo fundamental. Pese a su procedencia, o más bien, por tratarse
de transplantados, en virtud de ella, no constituyen excepción sino que son modos naturales de nuestra
realidad. El fervor que inspiran sería menos animoso si no los tuviéramos por otros tantos respaldos de
las virtudes y las pericias nacionales. Sin esfuerzo alguno, sin ningún margen de duda, los convertimos
en nuestros luminosos emblemas. Con una espontaneidad no exenta de candor, tomamos nuestros
bienes allí donde es posible echarles mano. Muchos son los hombres que deben a su patria de elección,
no a su tierra natal, la celebridad o el éxito que los acompaña, pero sólo las definidas y particulares
condiciones de nuestro medio permiten que Gardel, transfigurado en mito elemental, venga a ser la
melodiosa sustancia y la tenaz encarnación del alma colectiva. Precisamente porque corresponde
indagar lo rudimentario y básico, proponemos el ejemplo del cantor franco-argentino, no el de
Groussac, grande hombre solitario y retráctil. Muchos son los artistas que a favor de su extenso
prestigio, obtienen el aplauso indistinto de Londres o de París, de Roma o de Nueva York; muy pocos
se consustancian con la entraña emocional de un país al que no están unidos por vínculos de sangre.
Según un difundido preconcepto literario, el carácter y la procedencia del tema cuentan más que la
afortunada ejecución y, consecuentemente, que los valores estéticos emanados de la intimidad del
escritor. La obra de arte más digna de tal nombre no es la más fiel a un modelo prefijado, sino la que
trasluce mayor inventiva y mayor capacidad de expresión. Si no fuera así, las jerarquías éticas y los
preceptos didácticos quedarían antepuestos a toda voluntad de belleza. Pero muchos examinadores de
esta cuestión quieren que, a través de sus artistas, América sea materia de conocimiento y de fervor.
Piden un buen registro de lo americano, no una buena literatura americana. Piensan que el arte sólo es
el cauce por donde nos llegará el “mensaje” ya proverbial. Sin forzar mucho los hechos es dable
afirmar que no anhelan valores sino cosas, bienes que de alguna manera están fuera del hombre.
Conforme a ese criterio a un tiempo social y pragmático, el preciso y concreto punto de partida es más
importante que el fin hacia el cual tiende normalmente el narrador o el poeta.
Sabemos que la miseria y la penuria pesan sobre extensas regiones de nuestro territorio, pero es
indudable que en ellas no se agota la realidad local. Reducirlo todo a esa visión sombría es caer en la
misma parcialidad que se les reprocha a los especialistas en esplendores, a los asépticos personeros de
la calle Florida. Los deplorables rancheríos de lata son parte visible del país, pero también lo son los
humildes jardincitos de Bánfield o de Ituzaingó. Bueno es declarar la indigencia, pero no es bueno
someterlo todo a un rígido cartabón, a un dictamen implacable. Nadie más obligado a mirar sin
preconceptos estas cosas que el crítico que se empeña en denunciar la irrealidad de nuestra literatura.
El realismo desborda todo espíritu de esquema; sus atributos de justeza y de verdad le impiden
simplificarse y someterse a lo genérico, al orden científico. Como es sabido, la abstracción es un
proceso mental puro: no está en el mundo. Lo ficticio es partir de un precepto y no de vívidas esencias
humanas. Allí donde se impone lo sedimentado y homogéneo suele oírse una sola nota, una sola voz
inflexible, como si la singularidad se lograra a costa de limitaciones; en cambio, la apertura hacia lo
diverso permite la fusión de elementos nunca congregados y propone al artista un amplio y generoso
repertorio de estímulos.
Ninguna razón, ninguna garantía respalda el argumento conforme al cual lo próximo siempre será
mejor expresado que lo distante. Inmerso en la realidad que intenta trasladar al plano del arte, el sujeto
todavía es parte del objeto; está como sumergido en el vértigo de las percepciones mudadizas. Puede
asumirse la actitud contemplativa, pero en su contemplación ingresa lo secundario y deleznable. Por lo
general, las experiencias largo tiempo olvidadas y que de modo imprevisto despiertan en nosotros,
suponen un trabajo interno que las depura y les imprime un sello personal. Antes que lo inmediato,
aquello que ya dista de nuestros ojos –no de nuestra emoción– tiene más posibilidades de alcanzar
vigencia estética. En función del asunto literario, las cosas que aparecen importan menos que las que
reaparecen. Cuando el mundo arrecia sobre nuestro espíritu, éste se disuelve en estados instantáneos
que se eslabonan mal y, por lo tanto, la intimidad así invadida es incapaz de formular una respuesta
feliz. No sin abundar en ejemplos convincentes, Jules Renard estima que los mejores poemas bucólicos
se han escrito en la clausura del apacible bufete urbano.
Con resolución deliberada y con espíritu de sistema, los novelistas y poetas argentinos de nuestro siglo
se han repartido el mapa literario nacional. El perímetro delimitado por nuestras fronteras acabó por
convertirse en una especie de obligatoria materia sacramental. En rigor, la tierra y la historia, las
realidades visibles y las ya incorporadas a nuestra tradición, fueron y son objeto de una indistinta
reverencia apriorística. Y ésta es la hora en que el hijo del país puede negar la existencia de Dios o la
sustancia del universo, pues se toleran estas formas de nihilismo, pero no puede poner en duda la
belleza de tal o cual especie autóctona, ni juzgar con ánimo reticente la capacidad militar del doctor
Manuel Belgrano, cuyo patriotismo, por otra parte, nadie discute. Sensibles a estas propensiones, los
literatos argentinos no hacen otra cosa que mirar a sus compatriotas.2 Sin embargo, la evolución social
y demográfica que dejamos bosquejada borra innumerables rasgos particulares y, como ya lo dijimos,
la ciudad capital dicta su estilo al interior. Ilustrativo a este respecto es el caso del llamado Gran
Buenos Aires. En 1869, las migraciones internas habían acrecido su población sólo en un 3%, mientras
que en 1957 registraba un 36% de trasplantados como consecuencia del mismo proceso. Europa pulula
y se agolpa en nuestras playas, pero los hombres del interior, a su vez, en cuanto se acercan a la cuenca
2 Nota del autor: No es necesario acudir a los juicios de hechos para demostrar que, desde 1910 en adelante, casi todo
nuestro fervor literario se agotó en la expresión de lo argentino. Innumerables son las poesías, los cuentos y las novelas que
dicen de nuestra tierra o declaran nuestros problemas. Se trata de una inclinación que no es privativa de ese lapso pero que
en los últimos años alcanzó avasallante poderío. Guarda una relación inversamente proporcional a la fuerza de la tradición
pastoril y a la firmeza de la continuidad histórica del país. Hemos cultivado una literatura de puertas adentro cuyas
manifestaciones se dirían infinitas. Y es indudable que, en considerable número de casos, esa intensa dilección ha dado
óptimos frutos. Las primeras décadas del siglo nos agraciaron con obras donde el sentimiento de lo argentino se revela bajo
las siguientes especies: Odas seculares, Los gauchos judíos, Campo arado, Medida del criollismo, Fervor de Buenos Aires,
La maestra normal, etcétera.
Hemos citado y citaremos sólo llevados por el azar de la memoria, ya que no entra en nuestros propósitos el ejercicio del
método estadístico. En el lapso que va de 1925 a 1935, el país se beneficia con obras como Radiografía de la pampa,
Historia de una pasión argentina, La pampa y su pasión, Ciudad, Campo argentino, Historias del arrabal, Cuentos de la
oficina, entre muchas otras. Asimismo, dentro de ese período, nuestra memoria recobra Luna de enfrente (1925), libro que
corresponde con justeza y con hermosura a la devoción arquetípica que ahora nos ocupa. Por entonces, también trabajan en
lo nacional Juan Carlos Dávalos, A. Bufano, Draghi Lucero, Benito Lynch, José Pedroni, Roberto Arlt, Juan L. Ortiz, José
Portogalo, Luis Franco, Carlos B. Quiroga, V. Barbieri, B. Canal Feijóo, Gudiño Kramer, Scalabrini Otiz, L. Marechal, L.
Hurtado, etcétera.
En años más recientes, prolongan y alimentan esa vocación ortodoxa Miguel Etchebarne, Jorge Calvetti, N. Groppa, A.
Cerretani, B. Verbitsky, M. Lozzia, A. Arias, B. Guido, D. Viñas, Roger Pla, J.J. Manauta, Gómez Bas, E. L., Castro, J.
Goyanarte, H. A. Murena, J. Masciángioli. Nuestra improvisada requisa es extensible a voluntad.
del Plata, se identifican con lo europeo. Bajo estas condiciones se intenta plasmar una literatura de
precisos contornos nacionales.
No es imposible esgrimir, contra quienes deploran el carácter imitativo y la naturaleza desasida de
nuestra literatura, el mismo argumento adverso que manejan con agresividad casi mecánica. Esos duros
censores cultivan un realismo de base popular que trae su origen de Gorki y que a veces reitera o
exhuma las vidas atormentadas de Dostoievski. Cuando aspiran a mostrarse más atentos a los gustos de
nuestro tiempo, renuncian al procedimiento descriptivo y dan en Steinbeck o en Silone. Atilio Dabini
advierte en los narradores locales que postulan lo inmediato y lo palpable, y que aspiran a expresar los
viscerales problemas del país, una “degeneración del sentido realista”. Más allá de las imputaciones
recíprocas, creemos que la cuestión debe situarse en un terreno ya expurgado de preconceptos. En los
casos realmente dignos de tenerse en cuenta, allí donde el poeta o el narrador se entiende bien con la
materia viva que asume, no percibimos una docilidad dañosa sino un entronque justificable y
espontáneo. No se imita sino que se prolonga una tradición cuyo caudal acaso pueda enriquecerse con
el nuestro. Es natural y quizás forzoso que estas regiones de América, hondamente trabajadas por
Europa, acuñen una expresión donde se balancean y contrapesan el receptivo medio físico y los modos
y usos que trae el hombre del Viejo Mundo. El olvido o el repudio de las fuentes no ha de contribuir a
mejorar nuestras formas culturales. Con voluntad defensiva, para salvaguardar su originalidad, nuestros
escritores no hacen más que sacrificar en el ara de las deidades telúricas y comarcanas.
Hacia 1849, Juan Llerena3 señaló que mientras dedicamos nuestra indiferencia a las riquezas físicas
que poseemos, el europeo activo y solícito se beneficia culturalmente a su vecindad espléndida. “Su
literatura y su ciencia –exclama con romántica inquietud- se enriquecen cada día con la adquisición
que hace incesantemente sobre las regiones inexploradas de nuestro suelo, y nosotros tenemos que ir a
beber en extrañas fuentes...”. Esta sombría reconvención de Llerena, acaso justa y sensata en su época,
hizo mucho camino y es ya un lugar convencional en el que abundan los estudiosos de nuestra
literatura. Miradas con alguna detención, fácil es percibir que sus graves palabras tienen un sentido y
traslucen una moralidad que en cierto modo las anula o las pone de revés. En efecto, el europeo activo
y solícito sale de su ámbito nativo y se abre a la plenitud del mundo, a la diversidad de las cosas
creadas. Se aviene a beber en extrañas fuentes y no teme que su patrimonio cultural se disgregue al
contacto de realidades ultramarinas. Ignoramos por qué las letras nacionales han de verse condenadas a
la retracción y la timidez. Su dádiva, creemos, no ha de ser la monotonía, la reiteración canónica de dos
o tres asuntos. Lamentable es comprobar que sólo se encara y justiprecia el tema, como si la íntima
naturaleza del creador no fuese el otro término de la ecuación estética. Pero no es la abolición del
3 Nota del autor: Celebridad cuyana y autor de un loado “manifiesto romántico”.
individuo que imagina y escribe sus imaginaciones el medio más adecuado al logro de una literatura
próspera y singular.
Nuestra peculiaridad es la conjunción y la suma de sangres diversas. Nada tiene de asombrosa, pues, la
efervescencia de estilos y caracteres que estremece al organismo psíquico colectivo. Su removida
entraña está conturbada por la palpitación de lo que empieza, por ese ímpetu oscuro que sobreviene allí
donde la vida busca su forma y quiere organizarse. Estas horas nos encuentran, no ante un recomienzo,
sino ante un comienzo. Si el símil que pedimos a las matemáticas no es improcedente, cabe sostener
que iniciamos una nueva serie de combinaciones. Pero el proceso arrítmico a que estamos sometidos,
puesto que define un velado y profundo trabajo de plasmación, no es signo de mengua ni manantial de
pobreza. Ninguna razón asiste a quienes descubren en nuestros fundamentos promiscuos un precedente
adverso, un duro anuncio de esterilidad y de penuria. Hace más de treinta años que los indagadores de
estas cuestiones nos invitan al páramo. Y decimos que nos invitan, no que nos persuaden, porque de
modo involuntario desprenden de sí mismo un sombrío querer, nada semejante, por cierto, a la
conclusión en que encuentra remate la secuencia rigurosa. El desplazamiento constante de nuestro
centro ideal no es hecho que por fuerza lleve a la formulación de juicios nefastos y de predicados
sombríos. De ello se sigue que las letras argentinas pueden extraer beneficio de las tensiones dispares y
las no asentadas fuerzas que componen el cuadro espiritual y anímico del país.
Como puede apreciarse, no hacemos del fenómeno literario una floración de invernadero sino que lo
consideramos en función de lo que somos, ya que no es dable separarlo del conjunto social donde se
manifiesta. Situados en el propio terreno de los que estudian esta cuestión sin escindirla de las vividas
circunstancias nacionales, nuestro intento de análisis recurre al lenguaje de todos y excluye las
empinadas “verdades especulativas”. Más bien se consustancia con las chatas verdades empíricas. Por
lo demás, no trasunta descontento alguno ni encubre ningún propósito condenatorio. Es sabido que la
realidad escueta –acontecimiento puro– no se compadece con la estimación judicativa.
Liberados de la obsesión que nos lleva a buscar lo específicamente nuestro y desoídas aquellas
convenciones que nos limitan y traban, dispondremos de mayores posibilidades para erigir una esencial
literatura argentina.
El pobre Almafuerte
A diferencia de los poetas anteriores y posteriores a su generación, más insular que Andrade y que
Lugones, desasido y libre como pocos, Almafuerte no se inscribe en ninguna continuidad literaria.
Ni el romanticismo ni las ulteriores capillas estéticas conquistan a este hombre apartado y solitario
que sólo aparece regido por su poderosa energía interna. El hecho de haberse mantenido muy
distante del siglo, tanto como su independencia retráctil y su incultura parcial, quizá sean rasgos que
ahora gravitan venturosamente sobre el contenido singular de su obra. Se diría que su ascetismo, su
complacencia en el desierto, su espíritu siempre alejado de los centros donde se cruzan las grandes
corrientes de la cultura, obran como tendencias favorables y acaban por traerle posteridad. Al igual
que Eliot, no quiere que la sabiduría se rebaje al promiscuarse con la momentánea información.
Estas modalidades acaso pueden explicar el carácter intemporal de su poesía, cuya actualidad y
vigencia se mantienen, en tanto caducan otras formas expresivas que corresponden a la misma
época. Sorprende, en efecto, la perennidad sin altibajos de Almafuerte, cuya retórica no adolece de
vejez ni sufre las mutaciones del artero buen gusto. Situado más allá de las consignas creadoras que
someten a sus contemporáneos, su obra escapa a los dictámenes de quienes se dan a clasificar
autores en función de escuelas estéticas, corrientes literarias y otras construcciones del gregarismo
artístico. Por lo general, la posteridad inmediata de un poeta tiende a enjuiciarlo con dureza y, de tal
modo, tras de la muerte, parece cumplir una rotación adversa que sólo nos dejase su hemisferio de
sombra. Respecto de Almafuerte, esta normal declinación no se advirtió en su hora; antes bien, ha
venido creciendo en el doble favor del culto y del profano.
Borges lo imagina un místico de suburbio en quien se fusionan la prédica piadosa y el dialecto de
bodegón o de comité. Mas y Pi escruta cierto pesimismo vital que habría sido base y raíz de su obra
poética. Lugones, cuya adolescencia lo imita, ulteriormente prefiere el silencio a la censura. Yunque lo
identifica con el pueblo y, llevado por su ánimo generoso, lo hace campeón de terrenales vindicaciones
(Adversamente, creemos que la humanidad y no una fracción de ella mueve la inspiración de nuestro
poeta: su pleito realmente grande tiene a lo Absoluto por antagonista). De Paola lo advierte rebelado
contra la gratuidad del mal y propenso a la glorificación del fracaso. Capdevila, más sensorial y
argentino, luego de exaltarlo con noble retórica –león de Dios– proyecta su curiosidad famularia sobre
lo que llama “el misterio amoroso de Almafuerte”. Pese al rico acervo exegético que ya promovió,
muchas interpretaciones ha de generar todavía. Por nuestra parte, nos aventuramos a suponerlo un
severo crítico de la Eternidad. En su intenso apetito de razón encontramos el manantial de la fuerza
sombría que lo anima. Nada importa que maldiga de la “fría Razón”. Quiere exhibir la ineptitud del
Creador, imponer equidad al cielo, racionalizar de algún modo la obra de Dios. Prosigue su lucha sin
apoyarse en la esperanza; no intenta hacer del éxito la corona de su arrojo perseverante. Como es
sabido, aspira a una suerte de maternidad universal. Exalta, anhela el trance del alumbramiento porque
en ese trance se le muestran, en dramático acuerdo, vida y dolor. Como Prometeo, odia a todos los
dioses. Como Cristo, instaura una ética masoquista, sublima y proclama su misericordia impersonal. Se
ha dicho que resolvió ignorar su mundo afectivo y sus experiencias concretas. Esa afirmación no lo
reduce; es natural que un solitario sienta la atracción de lo genérico y lo abstracto: la predestinación,
los planes divinos, el problema del mal. El carácter sustantivo y grave de su poesía, su fuerte adhesión
a los temas que lo desvelan, constituyen atributos negativos para quienes se complacen, con deleite
excluyente, en los hallazgos formales. Esa vaga ausencia de asunto que es la felicidad no se pliega bien
a la naturaleza de Almafuerte. Del sufrimiento y de la desolación extrae una suerte de gloria inversa:
Mi concepto del triunfo no consiste
ni en lucir, ni en mandar, ni en tener suerte;
yo soy el triunfador y soy el fuerte
porque no me acobardo de lo triste.
Su rebelión carente de salidas, su vehemencia opaca y sin compuertas se vierten en una poesía que sólo
manifiesta los rumbos permanentes y constantes del alma. Pese a las banderías que lo reclaman y
deforman, nunca presta voz a las mutaciones que fluyen por el cauce histórico. Su tono es
evidentemente criollo; su estado de permanente rebelión quizá no sea una cifra local, vernácula. No
obstante las convenciones métricas a que somete su estrofa, se diría que una apagada corriente judaica
recorre los ámbitos de su obra. Negado a toda concepción hedónica de la literatura, asume la poesía
como se asume un deber supremo. No experimenta la atracción de la belleza verbal; son más costosos
y más patéticos sus objetivos. El poema es para él un medio de indagar el mundo, un instrumento que
le permite acercarse al destino de todos. Dichas propensiones no son precisamente las de un poeta
individualista, aunque pueden avenirse con un ánimo solitario. En cierto modo, contradice a su siglo, a
los autores de su dilección y a los críticos que para juzgarlo se atienen a las rencillas aldeanas que
jalonaron sus años de juventud.
Los hallazgos momentáneos y los aciertos lineales de Almafuerte nunca se sobreponen al conjunto,
nunca exceden el área episódica en que están inscriptos. No irradian ese fulgor violento que, en los
obstinados cultores de la sorpresa idiomática, quiebra la estructura del poema y subordina el todo al
ornato adventicio. He aquí algunos momentos notables: En el secreto foro de mi pecho... La fúlgida
serie de soles... Y yo sé perfectamente que mi trágica persona... Yo soy el miserable que amó mucho...
En una época que populariza efectos ópticos y descriptivos, en una época cuya vocación de
refinamiento impone una desesperada tensión hacia arriba, Almafuerte desecha esas fórmulas rituales
del encanto poético y aspira a la llaga, al desconsuelo compartido, a la expresión de aquellas realidades
que trasuntan la miseria esencial del humano destino. Naturalizado en la catástrofe, se reconoce entre
los “malditos”, se alista en esa vasta columna donde militan quienes rechazan el orden instituido por
los dioses:
Soy el alma, la visión,
el hermano de Luzbel,
que impotente como él,
como él blasfema y grita:
sobre mi testa gravita
la maldición del laurel.
Asimismo, estos versos dignos del tiempo exhiben la contradicción profunda, las sucesivas apariencias
de ese Hombre perdurable y fluyente que es la humanidad:
Soy un esporo lanzado
tras la procesión astral;
vil chorlo del pajonal
que al par del águila vuela...
¡Sombra de sombra que anhela
ser una sombra inmortal!
De la Biblia se incorpora la opacidad y la magnificencia; sus ripios son típicamente pampeanos:
Al trabajo, pues, me apronto
sin ninguna indecisión...
Todo poema suyo es una batalla contra los poderes celestes, una misión informada por su clemencia y
su desesperanza. Propone o discute una ética, cumpliendo de este modo una labor grata al pueblo, una
labor que siempre encuentra eco y amistad en quienes piden un contenido orientador a la obra literaria.
En nuestro Parnaso, sólo Almafuerte remueve valores universales; no sabemos de otro poeta que en
nuestro medio haya olvidado las menudas circunstancias privadas para allegarse a una concepción del
mundo y del destino. Hemos tenido muchos poetas religiosos: Almafuerte es nuestro único poeta
metafísico. Asombra que los abogados de la moderna angustia se hayan abstenido de inscribir su
nombre en el pórtico existencialista. Intuye un absurdo irrevocable en los fundamentos de toda vida
consciente. Con desencanto paralelo, Albert Camus articula esta orgullosa queja: “El hombre es la
única criatura que rehúsa ser lo que es”.
Los versos de Almafuerte comunican un sentimiento de veracidad incontestable. Con prelación a todo
análisis, advertimos que la emoción y la conducta del poeta se conciertan sin artificio: no hay solución
de continuidad entre su anhelo y su palabra. No es la suya una materia ilusoria o ficticia; escribe para
comprometerse, para revelarnos la totalidad de su ser, para ceñirse a los dictados de su premiosa
conciencia moral.4 Niega con sufrimiento el libre arbitrio y, luego de rebelarse contra la fuerza del
sino, pide que Dios sea traído a los tribunales humanos:
A quien se absuelve al absolver los reos
es al sublime Artífice de Todo.
Su autonomía moral lo dice ajeno a las supersticiones y los prejuicios que obran en su medio. En
particular, los versos que manifiestan su destierro amoroso reflejan una valiente sinceridad. Aquí, antes
que su vida privada, nos detiene un rasgo de su conducta. En efecto, muy asistido de valor debió
sentirse el hombre que en la campaña bonaerense de fines del siglo pasado –en un ambiente donde la
idolatría del padrillo era imperiosa– se avino a proclamar su pureza, su ascetismo firme, su desamparo
erótico.
Quienes anhelan establecer las líneas vertebrales de nuestro espíritu, afectados por un delirio
generalizador, lo descubren representativo, lo diluyen en símbolo. Esencialmente, Almafuerte no es un
fruto del país. Su idioma y su tono, muy locales, no bastan a definirlo poeta arquetípico. Por lo que
sabemos, de sus páginas no es dable extraer ninguna caracterología nacional.
Sin embargo, Almafuerte presta voz a una arraigada tendencia local. Caso insólito en nuestro medio,
vemos en él antes una persona que un literato, pero su poesía espeja un pesimismo sarcástico muy
nuestro, muy extendido en el subsuelo del sentimiento argentino. Oportuno es recordar que Almafuerte
se manifiesta en un período de transición, en un momento en que la esperanza y la amargura se
disputan el alma colectiva. Cabe imaginarlo –lo decimos con palabras de otro poeta– un conturbado
criollo final. Muchas de sus estrofas denuncian la dura monotonía de la vida cotidiana, las asperezas y
las opresiones de un mundo de antemano condenado. En este místico en estado salvaje (como acaso lo
hubiese definido Claudel), la queja circunstanciada y comarcana del Martín Fierro se vuelve
quejumbre universal, absoluta; su compasivo dolor excede las fronteras de la habitual confesión lírica.
Ya corregida y suavizada por la sensualidad, su amargura se prolonga en las letras de tango, en las
ulteriores expresiones del cancionero ciudadano. Su estilo vehemente y opaco no ha tenido
4 Nota del autor: Los estadistas y los políticos –constancia curiosa– le profesan admiración sincera. Mitre, Barroetaveña, Palacios, Oyhanarte, lo han mencionado con elogio (los hombres públicos, antes que los primores formales, suelen mirar el fondo sustantivo de la poesía). Su gravedad imponente y su ausencia de sentido humorístico son rasgos que también se manifiestan en los tribunos, en los rectores del pueblo.
descendencia directa, pero su desolada visión del universo y de la vida parece resurgir en la gran voz
de Martínez Estrada, para quien toda realidad es diabólica, negativa.
Los procedimientos técnicos que adopta no son abstrusos. Con frecuencia maneja el superlativo:
Cordero supersanto; Nido paupérrimo. Las voces de carácter científico abundan en sus poemas: la
intuición de la ciencia; ínfimos bacterios; el fiat inicial del protoplasma, etc. Los ásperos y crudos
vocablos son los mejores vehículos de su desesperación: charca hedionda, llena de taras y de histeria.
Fácil es percibir que Almafuerte no concede valor específico al vocablo. El arrastre de su fuerza
persuasiva es muy grande y, en consecuencia, el lector nunca se distancia del tema que conmueve al
poeta. Juzgar su poesía en función del buen gusto equivale a caer en ingenuidad punible y ostentosa, y
comporta la aceptación de esa timidez expresiva que es nuestro común denominador. La naturaleza de
sus poemas se aviene y concierta con ese lenguaje heterogéneo, con esa indiferencia selectiva que le
permite incorporar voces y giros de la más diversa procedencia. Sus Artífices sublimes, sus Leviatanes
horribles, sus prosaísmos solemnes, nunca traban el generoso curso de su poesía. Tampoco retrocede
ante el pleonasmo, que con frecuencia es agente de elocuencia: desierto solitario. Se diría que extrajo
fuerza de su flaqueza estilística. Creador esencial, no ha dejado sucesión copiosa ni abrió cauces dentro
de nuestra historia literaria, pero su vitalidad es grande y se le tributa una veneración que los años no
marchitan.
El diverso y recatado Lugones
Se afirma con hereditaria persistencia que Darío y Lugones no hicieron más que aplicar y extender
en tierras americanas la doctrina simbolista. Este limitativo aserto, cualquiera sea su base
argumental, no disminuye a dichos poetas. Muchos de sus congéneres, también beneficiarios y
receptores del caudal simbolista, no escribieron una sola línea digna del recuerdo. La mención de un
eslabonamiento o de una progenitura no derrumba del Parnaso a quienes participan de esa
continuidad. Sin embargo, a favor de cierta pompa erudita que invoca a Samain y a Verlaine para
hollar los jardines crepusculares del argentino, la irreflexión y los años ampliaron este error. Desde
el comienzo de nuestro siglo, sus renovados censores se empeñan en sepultarlo bajo lápidas
francesas.
No sólo con relación a sus opiniones se lo deplora versátil. Lamentable es comprobarlo: no hay
alternativa ni dirección literaria que pueda zafarse de ciertos argumentos adversos que se proponen
menos probar que impresionar. No tienen otro fin que cerrar todas las compuertas. Así, desde la
publicación del Lunario... se reitera que nuestro poeta maneja las más variadas formas y pasa de un
estilo a otro con soltura desconcertante. De ello se deriva que nunca lograremos saber “cuál es el
verdadero Lugones”. En rigor, Lugones es la totalidad de su obra. En cuanto a la noción de lo
verdadero, acaso podamos cercarla con el socorro de un dogma, o bien descubriendo, mediante un
esfuerzo previo, el arquetipo inmóvil a que debe subordinarse el inspirado. Quienes se muestran tan
corteses con el principio de no contradicción, suelen autorizarse en Heráclito cuando los poetas que
caen bajo su área crítica no poseen “la flexible unidad de la corriente, que como va corriendo va
cambiando”. Dicho en otras palabras: si Lugones hubiera renunciado a la diversidad, se lo reprobaría
por monótono y angosto. En este último caso, la expresión hace años que se repite manaría de las
mismas plumas que solicitan un centro fijo y una esencia inmutable.
Lugones consuma una obra que, de modo natural y en otras circunstancias, hubiera demandado el
empeño convergente de numerosos poetas. Sin caer en exceso alguno, cabe imaginarlo una
constelación. Adoptamos un símil que implica lo plural y diverso porque la multitud de sus dones hace
de él una etapa de nuestro proceso literario, una generación entera.
Casi todos sus críticos lo advierten libre de urgencias metafísicas pero su escasa adhesión a las Causas
y las Esencias nada tiene de sorprendente. Hombre identificado con las doctrinas más expresivas del
siglo XIX, durante la mayor parte de su vida refracta las inquietudes y las opiniones de la escuela
positivista. El aspecto funcional de la naturaleza le importa más que su origen y su sentido. El progreso
social, la razón armoniosa, la dialéctica de la historia, agotan su vocación especulativa. Pero más allá
de las influencias y las circunstancias que dejamos señaladas, en la misma sustancia de su espíritu
debemos rastrear la causa de esa abstención arrogante. Los sondeos metapsíquicos que practica en El
ángel de la sombra no son consecuencia de un impulso inevitable sino que más bien dimanan de un
ameno gusto digresivo. Poco puede decirse acerca de su famosa y tardía conversión (a su vez corregida
por la muerte voluntaria), ya que no alcanza a manifestarse en obras.
Exhumamos ahora algunas frases y algunos hechos que acaso contribuyan a esclarecerlo. Sólo en los
pormenores, sólo en los episodios eventuales que jalonan una vida, nos es dable descubrir sus
momentos de máxima espontaneidad. Los siguientes recuerdos –aventuramos esta esperanza– pueden
ayudarnos a conocer el carácter de Lugones y, consecuentemente, su poesía. El hombre con quien
desaparece la última memoria de un acontecimiento, el hombre con quien todavía está en el mundo una
imagen o una experiencia que su muerte borrará con rigor definitivo –tema o mito de esa admirable
página que se llama “El testigo”, donde agoniza un sajón que ha mirado el viejo rostro de Woden y el
creciente rostro de Cristo–, quizás tenga derecho a dar testimonio de cosas que no merecen perderse y
que el azar puso ante sus ojos. Puesto que aquí se trata de Lugones, suponemos que la mención de esas
cosas puede ser útil.
Hacia 1925 se discuten las retóricas del expresionismo y del creacionismo, bien pronto ramificadas en
numerosas variantes europeas y americanas. Consultado Lugones sobre el valor de esas escuelas, y
luego de oír los nombres de Apollinaire y de Cocteau, contesta con aire lejano pero con profunda
convicción: “El culpable es Mallarmé...”. Por cierto, piensa que este poeta, además de una nueva Sibila
de Cumas, es el causante de un lamentable proceso crepuscular.
Con respecto al trance creador y al prejuicio romántico según el cual la inspiración está por encima de
todo retoque, de todo auxilio humano, aduce con disposición mentora: “A pesar de su abundancia,
Hugo corregía”.
Camina cierta tarde por el radio céntrico de Buenos Aires, a la hora en que habitualmente sale de la
biblioteca del Consejo de Educación, acompañado de dos jóvenes que intentan el verso. Abundan
todavía los comercios dedicados a la venta de ornamentales objetos exóticos. En ellos se abarrotan y
promiscuan muebles con incrustaciones de nácar, pantallas ovales, esteras decoradas, pagodas
mínimas, vistosos kimonos, adornos trabajados en carey, prolijos abanicos y cien otras obras de la
paciencia artesanal. Sin considerar diferencias de estilo y de raza, la gente las conoce por japonerías
(Esta denominación agrupa todas las formas del ingenio asiático). En el encuentro de las calles Lavalle
y Pellegrini –le agrada caminar con posesivo paso de batalla–, Lugones se detiene ante la vidriera de
una de esas casas y mira con sostenida atención. Luego se justifica con naturalidad, casi
distraídamente: “Me gustan estas cosas”. Podemos inferir que no media ninguna distancia entre la
naturaleza de sus gustos y los elementos que con ánimo sincero lleva a su poesía.
Afirma que el cultivo de la esgrima lo remoza y fortalece. Mientras se acerca al Centro Naval,
escenario vespertino de sus aceradas prácticas, le dice con exultación a un amigo: “¡Mi organismo se
alegra en la pedana!” Y al tiempo que habla se balancea suavemente. En esos momentos de llaneza
desprevenida y de sentencioso entusiasmo tiene un aire de expansivo gendarme rural.
Ahora, dos testimonios indirectos, reducibles a otras tantas frases sueltas que, si poco dicen de su
mundo mental, permiten a lo menos verlo vivir. Cierto día, en demanda de consejo, lo visita un joven
escritor que sobrelleva muy grave problema sentimental. Luego de sopesar todas las circunstancias del
caso con escrupuloso y compartido interés, convienen en que la cuestión es prácticamente insoluble. Y
el mayor, asertivo, cierra el diálogo: “¡No queda más salida que el suicidio, mi amigo!” Pese a este
veredicto que tiene el sabor del riesgo y del drama, se dispensan un fuerte aprecio que los hechos
corroboran; así lo prueba, por ejemplo, la pública alabanza que Lugones acaba de dedicar a su
atribulado visitante. No por ello, ciertamente, este último tiene la amabilidad de seguir su consejo...
Hacia 1934 o 1935, Lugones siente que su espíritu se distancia del mundo, como si toda comunicación
fuera imposible. Tal vez más cansado de sí mismo que de los otros, se diría que mira en profundidad su
destino. Y trabaja porque siempre ha trabajado, dispuesto a cumplir una función que ya no está
presidida por la esperanza. Y empieza a sentir el asedio de la soledad. Su viejo amigo el editor Gleizer,
al que acompaña un periodista que asiste al breve diálogo, lo encuentra de modo casual:
—¿Cómo le va, don Leopoldo?
—Bien, porque lo veo... Pero en los últimos tiempos lo he visto poco. Usted también me abandona...
—De ninguna manera. En estos días iré a la biblioteca.
Y se suceden las usuales expresiones corteses.
Hay escritores cuyo prestigio, si bien fundado en su obra, cuenta con el respaldo suplementario de una
leyenda. Favorecidos por alguna personal extravagancia, engendran curiosidad y promueven interés.
Sus manías y debilidades se resuelven en beneficio póstumo. En aquellos cuya vida exterior carece de
altibajos y de sorpresas, sólo cuenta su incontaminada realización literaria. Así Lugones, hombre cuyo
recato le impide magnificar las incidencias coloridas o espectaculares que le trae la vida.
Mucho se ha dicho de su humorismo; su sentido del humor no recurre a un lenguaje explícito ni
abunda en fuertes apoyaturas. Se trata más bien de una genérica voluntad aprobatoria, de una grata
condición del ánimo, de un rasgo temperamental. No se proyecta hacia la observación risueña o aguda;
sin ningún espíritu de sistema, traslada al verso su invariable y planetaria buena voluntad. Se abstiene
de prestar voz a las realidades adversas o sombrías. Melpómene le inspira una sincera indiferencia, de
la que alguna vez resuelve exculparse con enérgicos y bien templados argumentos. Su naturaleza
profunda sólo es afirmación y confianza. Omite aquellos hechos o estados que sospecha desagradables
o éticamente dudosos. Como regido por un velado instinto moral que le prohíbe el desfallecimiento, se
impone el deber excluyente de mirar la faz luminosa del mundo. Intuye que la quejumbre –con licencia
de Hernández– no integra el censo de las costumbres criollas. Los defectos y errores de que adolece
son hijos de su opulencia interna; trabaja como dominado por su coraje y su fuerza. En cierta medida,
es una víctima literaria de su pudor viril.5
No quiere narrarse; su historia personal no pasa al verso y sobran razones para juzgarlo el menos
autobiográfico de nuestros poetas. Con buen acopio de probanzas se afirma que no está en sus poemas;
conviene agregar que prefiere olvidarse de sí mismo para responder de este modo, como quien acepta
5 Nota del autor: Piensa o siente que la muerte es una vicisitud poco importante, un hecho que habitualmente magnificamos
porque sólo nos ocurre una vez.
un mandato, a un rasgo de su carácter, a una disposición innata. Quizás su medio y su sangre lo
aconsejan con palabra secular. Estima que las experiencias que le trae la vida no valen la efusión lírica,
pero ese criterio encuentra confirmación en su temple, en su recia idiosincrasia. La confidencia y el
lamento le inspiran una suerte de prevención inevitable. Parece natural, por lo tanto, que la primera
persona del singular casi siempre esté ausente de sus páginas:
En la Villa de María del Río Seco,
al pie del Cerro del Romero, nací,
y esto es todo cuanto diré de mí,
porque no soy más que un eco
del canto natal que traigo aquí.
Y a los 28 años de su edad, en el tributo póstumo que rinde a Zola, arbitra con voz firme:
No el lamento, la compunción menos aún; antes una serena conformidad que no excluya el análisis
por severo...
Podemos saludarlo nuestro último poeta civil. Innecesario es destacar, por evidente y admitido, que sus
páginas rimadas casi nunca dejan oír la voz del lírico. De modo instintivo y natural, parte de las cosas,
de los promiscuos dones del mundo, de la realidad individuada y visible. Hace suyos numerosos temas
y asuntos que están en la memoria común, en la hondura genérica del ser nacional, pero que sus
predecesores olvidaron o se abstuvieron de trasladar al poema. En estas latitudes, Lugones es el
primero que dice –nuestra enumeración se acoge antes al azar que al espíritu taxativo– el espectáculo
de los fuegos artificiales, la populosa celebración patriótica (en Hidalgo sólo es apunte risueño), el
glacial ambiente de los sanatorios, el retumbo del tren que atraviesa los campos desiertos.
Se notan demasiado los grandes y laboriosos filtros de donde salen, en destilación incesante, sus
adjetivos y sus verbos insólitos. Nunca descansa, nunca se abandona a esa indefensa emoción que por
el sólo hecho de tropezar y de revelarse desvalida, promueve certeza y avasalla el ánimo del lector
resistente. Su casi rutinaria función es el fogonazo metafórico. Como el criollo de vista segura que
acredita su destreza a cielo abierto, enlaza y somete las cosas con mano infalible. Por momentos,
sentimos la impresión de estar ante el gaucho dominical que luce sus botas nuevas. Sujeto a una
especie de férrea ley que lo reduce al ejercicio del deslumbramiento, raras veces concede al lector la
libertad de encontrar o descubrir por sí mismo aquellos aciertos velados o aparentemente ocasionales
que se repliegan en los más íntimos gineceos de la poesía. En sus páginas no abundan los versos que
aluden o convocan a toda la humanidad, pero cuando se mueve dentro de ese ámbito dilatado su tono
se ennoblece y su leva es magnífica. Ningún lector sensible puede pasar de largo ante estos graves
versos que exceden toda circunstancia de lugar y de tiempo:
La ligera tristeza del destino...
El hombre numeroso de penas y de días...
Y es más dulce que la dicha
la tristeza de querer.
Puesto que despiertan reminiscencias que duermen en todas las almas, también es bueno hacer
memoria de aquellas veladas dulces y serias “en que un grato silencio de amistad nos mejora”.
Pocas son las ocasiones en que prescinde del espacio; su poesía excluye esa entonación dramática que
corresponde a lo sucesivo, transitorio y perecedero. No obstante, el paso del tiempo cursa las estrofas
de «El solterón», pieza que dentro del conjunto de su obra constituye una singularidad feliz, un
espléndido desvío. Admirable en la tarea descriptiva, lo sentimos menos convincente cuando ensaya la
confidencia, cuando tiende a juntarse consigo mismo.
Como ya lo señalamos, intuye que este último predio no le pertenece. Puesto que afinca con buena
fortuna en los dominios de la complejidad verbal y del estilo barroco, cabría sostener que el cultivo de
las formas populares no se concierta con las exigencias de su sensibilidad. Sin embargo, las nuevas
generaciones, aleccionadas por los apóstoles de la “vuelta de la tierra”, no celebran sino aquella
porción de su obra que se acuña en octosílabos y que exhuma episodios lugareños. Ese encomio parcial
pone en primer plano, por más argentinos, sus últimos libros. Con arreglo a esta creencia, después de
muchos devaneos, el poeta contrae nupcias con lo telúrico y ofrece un estable y definitivo tributo a la
patria. No pocos de sus adictos recientes afirman, entre conmovidos y perplejos, que hacia el final de
su vida logra encontrarse con lo más suyo. Si hubiera dejado de escribir hacia 1910, después del
Lunario sentimental y de las Odas seculares, sus méritos no tendrían una base menos sólida. Si sólo
hubiera escrito romances de tierra adentro, su empresa creadora sería equivalente a la consumada por
Jijena Sánchez o por Silva Valdés. Las composiciones de tipo dialectal se mueven en un dominio de
fronteras cerradas. Por definición, todo lo «absolutamente nuestro» es inaccesible a la voluntad
posesiva de los otros. Si la obra que arraiga en el subsuelo del alma colectiva se concreta en un
lenguaje indócil y tapiado, claro está que su sabor y su temperatura serán intransferibles. En este
sentido, nada más impopular que la poesía folklórica.
El hecho de que Lugones nos hurte su persona nada dice en contra de su poesía. En realidad, sus
procedimientos son los del entusiasta que se defiende de serlo y que amonesta a la efervescente deidad
cuya vivienda transitoria es el alma del poeta. Su robusta y elocuente naturaleza afectiva, para mejor
dispensarse de la exuberancia, busca un contrapeso en el humorismo. Dijimos que nos agracia con
poemas donde los momentos de efusión lírica son escasos y poco seductores; pese a ello, cuando
olvida momentáneamente al lector y renuncia a cobrar ingentes tributos emocionales, también en ese
ámbito suele aparejarse al delicado acierto:
Tan dulce que parece que te nombra.
Siempre que se priva de mencionar objeto, o bien cuando los deja en un penumbroso segundo plano, su
nivel poético asciende y su voz se purifica:
La paz de las doncellas estudiosas.
Y las nubes diversas como el alma.
O bien esta hermosa línea que se diría un eco apagado de Almafuerte, cuya gravitación ocasional sobre
Lugones han señalado los expertos:
Yo fui aquel que asombró a la desventura.
O bien esta observación psicológicamente justa:
... con el afecto distinto
de una hermana ya casada.
Asimismo, tal vez sea oportuno mencionar estos versos de concisa estructura y de remoto sabor latino:
Yo que soy montañés sé lo que vale
la amistad de la piedra para el alma.
Hay poetas que se esfuerzan por colonizar un tema virgen, por unir su nombre a una realidad
desprovista de tradición literaria. Con frecuencia oímos decir que X es el cantor de las chimeneas y Z
el genuino representante de los puentes o de los diques. Quienes se vinculan de este modo a una
fracción del mundo material creen disponer de un título imprescriptible, de un firme derecho que la
posteridad no ha de ignorar. Tienden a perpetuarse en función de las cosas. Ningún manejo de esta
índole en el diverso Lugones. Su imaginación dadivosa se entiende con el mundo vario y plural. Mira
con pareja complacencia la ciudad y el campo, los mares y las praderas, la empresa del criollo y el
esfuerzo del gringo. Su orientalismo fulgente no le impide la melodiosa enumeración de las especies
aladas locales. Evoca la ruda edad pastoril, pero canta –sin duda el primero– las apacibles tierras
agrícolas, evolucionadas.
Allí donde se abandona al estilo narrativo, allí donde el despliegue de imágenes no es una obligación
de su preceptiva –en largos trechos, por ejemplo, de “El solterón” y de la “Oda a los ganados y las
mieses”– alcanza su mayor nobleza y altitud. Pero la naturalidad es el último de sus cuidados.
Asimismo, cabe observar que sus ambientes son más verosímiles y cautivantes que sus personajes. A
diferencia de Rilke –valga el ocasional ejemplo–, cuyos héroes mitológicos piensan y quieren con
autonomía, cuando Lugones bosqueja un hombre rehúsa concebirlo por dentro, es decir, se abstiene de
allegarnos la intimidad de su criatura. Se diría que no le interesan los caracteres.
Hay autores que intentan innovar con el socorro exclusivo del vocabulario; otros, en cambio, llevan
adelante ese cometido en el plano de los giros y los trazos sintácticos. Los primeros fijan su interés en
la anatomía del estilo, en tanto que los segundos, tal como los fisiólogos, dedican su atención al
mecanismo funcional y móvil del lenguaje. El empeño de Lugones es dual, ya que abarca, además del
vocabulario, el orden y la situación de las sucesivas unidades verbales.
Trae nuevas voces al cristalizado y ceremonioso idioma poético; nos sorprende con un insólito modo
de asignar cualidades y predicados a los nombres. Las palabras que en los años de sus primeros libros
son tenidas por ineficaces, glaciales o despojadas de cargas emotivas, alcanzan valor estético bajo su
pluma: “combustible devaneo”, “blusa conveniente”, “compás hidráulico”, etc. No siempre despierta la
sensibilidad poética pero siempre produce un efecto de choque y un movimiento admirativo, como si el
escritor se hubiera antepuesto a la cosa expresada. No establece distingos entre el ritual lenguaje del
verso y el que alienta en otros ámbitos. Los vocablos que son acarreo de la técnica industrial o que
proceden del dominio científico, regidos o no por un leve propósito festivo, pueblan con liberalidad sus
páginas:
El cielo, como una honda cuba de añil salobre, exalta en electrólisis de sulfato de cobre
la grande estrella verde de las tardes de estío.
El empleo de rimas abstrusas o poco frecuentes conduce de manera ineludible a la mención de objetos.
Lugones no escapa al imperio de esta ley. La atlética exhibición de su potencia verbal lo lleva a
incorporarse la terminología del físico y del químico. La hidrostática ensancha el reino de su
inspiración melodiosa; la bacteriología se vuelve música en sus poemas. Como es evidente, esa actitud
receptiva, en el Buenos Aires arcádico de Guido Spano y de Rafael Obligado, no podía originar sino
desconcierto y perplejidad. Combatido por muchos de sus coetáneos, que sólo vieron en él una
modulación ligeramente agreste de Lutecia, también sufrió los embates de las generaciones que
vinieron después. Hugo, Poe, Samain, Laforgue, fueron los instrumentos de esa reprobación injusta.
Como Lugones, pese a los naturales ecos que son propios de toda obra evolucionada y culta, estaba
muy presente en sus libros, no se quiso ver a Lugones. Por lo demás, sensato sería admitir que
cualquier creación literaria que tiende a lo individual integra una serie determinada por individuos.
Nada de esto ocurre con las obras que florecen en suelo popular, cuyos autores son un país o, si nos
atenemos a la índole de sus temas, se disuelven en la indistinta humanidad. Digamos, al pasar, que si
bien los críticos estudian con detención los antecedentes y entronques de Lugones, casi nunca
mencionan a Richepin, poeta subrepticio y voz incierta que bien puede sumarse al copioso censo. Nada
importa esa paternidad modesta; es sabido que el escritor de genio suele beber en fuentes oscuras y
hasta turbias. También en los literatos secundarios es posible encontrar un estímulo y un punto de
partida. Su misión positiva, dentro del proceso en que se inscriben, acaso no sea otra que proponer los
materiales de que se valdrán las naturalezas realmente creadoras.
En los poetas afectos a la rima inusual o extraña, no en aquellos que desechan los rigores musicales del
verso, es notoria la influencia de las formas fonéticas sobre el movimiento y la dirección del poema. El
sonido, en los rimadores, suele producir la sustancia significativa. Obra, digamos así, a modo de una
hipótesis de trabajo. Las asociaciones y los nexos verbales son tan fortuitos y numerosos que lo mismo
da partir de un sonido que de una experiencia o un recuerdo. Trivial o profundo, el incentivo que
mueve al poeta puede apreciarse por sus efectos, por sus resultados. Siquiera oscuramente, la rima
propone un rumbo y abre un camino en la intrincada floresta de las posibilidades. Contra lo que suele
suponerse, no siempre es instrumento generador de dones casuales, innecesarios. En apreciable número
de casos, permite esa operación envolvente a cuyo término queda reducido el orbe de la gratuidad y del
azar. En ese plano de la construcción poética, Lugones revela una facilidad extraordinaria, una destreza
ejecutiva siempre orillada al prodigio. Su facundia le permite moverse con provecho y fortuna dentro
del cerco de la rima coercitiva, dentro de los musicales parapetos que a la vez lo determinan y lo
estimulan. Asombra en verdad comprobar que, dadas las restricciones fonéticas a que se allana, su
poesía no arrastre más versos injustificados, más miembros inertes.
Maneja un idioma excelente pero nunca ceñido al preconcepto casticista. Sabe que el lenguaje es un
organismo mudadizo y, sobre tal fundamento, rebasa las fronteras académicas para incorporarse
galicismos útiles y sabrosos americanismos. Pese a esta doble liberalidad, su trama verbal y el
ambiente –digamos así– de su vocabulario, trasuntan una seguridad y una pericia que nunca
desfallecen. Sus gustos metafóricos aparecen atados a la montaña y al moaré, a la selva y al biombo.
Cuando quiere decir la grandeza se torna orográfico; cuando aspira a crear ambientes eróticos
despliega alguna fina tela, algún delicado abanico. Según el numeroso testimonio de quienes lo
frecuentan, tiene plena conciencia de estas propensiones –la grandilocuencia y el ornato– y se empeña
en reprimirlas y sortearlas. Podemos achacarle con equidad los mismos decaimientos que él advierte en
la prosa de Sarmiento: “Es el escritor de los trozos selectos. Imposible encontrar en su vasta obra una
pieza completa” (Historia de Sarmiento, pág. 156). Pero en uno y otro los altibajos y desniveles
reconocen por causa una excesiva riqueza interna.
Los modos expresivos que adopta y perfecciona Lugones ya están presentes en los poemas que
corresponden a su mocedad. Dos hábitos o preferencias de carácter formal recorren la totalidad de su
obra y permiten identificar su estilo entre la multitud de los estilos. Acaso asumidas de manera
voluntaria en su juventud, esas preferencias acabaron por incorporarse a su naturaleza literaria con una
suerte de vigor invencible. Con el andar del tiempo, lo que inicialmente pudo ser una dirección
espontánea del gusto vino a cristalizar en manera, en regla automática. No ha de verse en ello un
menoscabo, ya que muchos escritores extraen beneficio de sus manías y reiteraciones. Suelen acentuar
ciertos rasgos verbales para lograr lo que nuestro tiempo llama “estilización”. Con voluntad restrictiva,
persisten en el ejercicio de dos o tres procedimientos que acaban por integrar su dominio privado, su
personal patrimonio. Bien: uno de esos hábitos o complacencias de Lugones consiste en el uso
afortunado y dispendioso de los posesivos tu y su. El otro, en el empleo, también frecuente, del
participio pasado dentro de ámbitos expresivos donde su poder radiante no sufre desgastes. Claro está
que estos miembros del organismo gramatical son reconocibles en todos los idiomas cultos y,
consecuentemente, aparecen en todos los escritores, pero queremos arriesgar que Lugones se posesiona
de ellos para dotarlos de la máxima capacidad de sugestión. Se diría que descubre las sutiles virtudes
que el posesivo y el participio pasado, al oportuno arrimo de otros vocablos, pueden esparcir sobre el
texto poético que integran. Sus efectos más firmes y personales toman origen en esa doble propensión
elocutiva cuya persistencia permite «reconocerlo» sin vacilación alguna. Es muy suyo ese rápido
movimiento destinado a eludir las mortecinas voces intermedias y las ataduras lógicas que no son
canjeables por imagen alguna: templan los gallos sus clarines.
Lugones especula con las mencionadas unidades gramaticales para potenciar las cosas y adicionarles
facultades y dominios. La patria ya secular encumbra su fresca fuerza de leales robles. Y el río no
semeja un conjunto de líquidas espadas sino que las suma a sus bienes y pertenencias: espejeando sus
líquidas espadas. Como si el principio de identidad no rigiera en su mundo fluyente, todo está sujeto a
mudanza y transfiguración. El sujeto, de pronto, deja de serlo para volverse atributo; nunca advertimos
la coexistencia de ambos términos. Bajo el imperio de esta alquimia verbal, los vocablos obran por
acción recíproca y toda mención trasluce una diversidad de menciones. Así tratados, los objetos y las
vidas sacan de su intimidad siempre dadivosa, como el ilusionista de la manga, deslumbrantes
propiedades mágicas. El orbe de las posibilidades se multiplica hasta lo infinito y la realidad nos
sorprende con el espectáculo de su constante desdoblamiento. El rebaño no anda solo sino en la
manifiesta compañía de su raza o su arquetipo: paseando su estirpe obesa. Innecesario es acudir a la
estilometría para poner en luz esta singularidad prominente; sin embargo, quizás no sea ocioso
demostrar que resurge con el persistente rigor de las mareas:
«Desliza su vibrátil garabato
la lagartija en breve escapatoria...»
«Otro grita pisado por el pavo
que rueda lentamente su carroza»
«En la sombra estrellada de tu abismo»
«Sacude el viento sus glaciales sábanas».
«Buen diablo entre tu flora de arsénico y de azufre»
«Y en la calma que cuelga su madeja de seda».
«Orión juega su ficha...»
Asimismo, asigna a la luna algún dinero inglés:
«Su cuño no cambia
tu libra esterlina.»
Y no debemos olvidar esa tormenta brava
«que azufra su hacha lívida sobre el pavor del campo.»
En Lugones, el participio pasado se vuelve dinámico y operante, a la vez que rezuma el máximo de
esencias expresivas. Las contactos y ayuntamientos a que aparece sometido, tanto como su valor de
situación dentro del verso, son condiciones que contribuyen a darle consistencia poética y densidad
emocional. Como sus adjetivos siempre militantes, tiende a develar la realidad y se adelanta con osadía
para rendir tierras incógnitas. En nuestro poeta, cada vocablo se integra en un campo de fuerzas, en un
instantáneo sistema de relaciones. Claro está que cuando los efectos, por gratos que sean, se vinculan
de manera evidente con la física del idioma, con los elementos concretos del lenguaje, es fácil rastrear
su origen y descifrar su entraña, ya que se ofrecen al lector destituidos de misterio. De ahí que los más
puros hallazgos poéticos se nos figuren independientes de las palabras. Pese a ello, Lugones convierte
el participio pasado en una herramienta siempre útil, en un auxiliar que nunca está inerte; lo pliega a su
voluntad hasta darle el carácter de una invariante estilística. Caso ejemplar es aquella espléndida tarde
suya, a la que transfigura en un intenso pavo real verde delirado en oro. La concisión y la fuerza de
este verso serían nulas si el poeta no hubiera hecho del vocablo delirado el núcleo radiante de su
efecto, el centro de su poder incantatorio. Toda magia se disipa –valga el improvisado contraste– si
decimos del sujeto que delira como el oro o que es oro en delirio. Por lo demás, ya destacamos que
esta operación expresiva es constante en su obra:
«Ardida en llamas de ponche...»
«Crepitada en ascuas de estroncio...»
«Estalladas en piedras preciosas...»
«Encorvado en clarín, canta a su oreja...»
«La máquina bufada de sonoros...»
«Con su crin derramada en suave holgura...»
«Cristalizado ya en blancura sólida...»
«Apuntado como una pistola...»
«Sobre el lago temblado suavemente de luna...»
«Quebrado el vuelo en sobresalto huraño...»
«Maridada a su poste se abandona la viña...»
«Volcado al tajo redondo de la hoz...»
«Embellecido de pradera absorbe...»
«Viene ya el agua eléctrica y sonora,
hinchada en un sombrío azul de breva...»
Tal como lo emplea Lugones, el participio pasado trae a su estrofa movimiento y prieta sobriedad. Una
convergente multitud de sugestiones resonará en el lector a su sola presencia. Se diría que obra como
agente dinámico del verso y como gran condensador de aquellas formas de la realidad que en el mundo
exterior nunca se dan simultáneas o apareadas.
Si nos avenimos a proceder por abstracción, si olvidamos las demás propensiones verbales del poeta
para atender solamente a las ya enunciadas, ese proceso restrictivo no será obstáculo que nos impida
identificar su estilo y distinguir su voz. Dichos recursos vuelven a sus páginas con periodicidad
sorprendente. También se mantiene firme, también se abstiene de retroceder ante las reprobadas
seducciones del gerundio. Aquellos críticos que hacen de cada norma retórica una deidad imperiosa y
que triunfan en los dominios de la precultura mediante la exhibición de un severo sistema legislativo,
no advierten que el verdadero artista desbarata los cánones y las preceptivas que se tienen por
inconmovibles y sacramentales. Su empeño creador puede convertir las presuntas faltas de oficio en
valores reales, en imprevistas virtudes literarias. Lugones usa el temido gerundio con un desembarazo
que no amengua la eficacia de su voz poética:
«Implorando con flébiles querellas...»
«Llora enterneciendo a los serafines...»
«Sintiendo vagar en su elegante persona...»
«Haciendo relumbrar en fractura de estrella...»
«Y el sueño va anulando el albedrío...»
«Prolongando en justicia la honra de antes...»
Muchas de sus imágenes hermanan lo diminuto a lo dilatado. Ese procedimiento insólito, que consiste
en la fusión de cosas disímiles por su magnitud, se apoya en la realidad para someter el ánimo del
lector a una especie de magia instantánea:
«La quebrada, sensible como una oreja oscura...»
«Lo saludo en la aurora que entreabre su granada...»
«Los bólidos, cual vastos colibríes...»
«Y la siesta, como una gruesa castaña de oro...»
Quienes subrayan con sorpresa los numerosos versos que dedica a las “cosas útiles” –la grey bovina, el
grano cereal, los huertos pródigos, las cosechas óptimas– parecen olvidar esa propensión edificante y
vagamente platónica que está implícita en su poesía. Coincide con la realidad; este feliz avenimiento
mueve y favorece al observador agudo que hay en él. Y si las nuevas generaciones lo sienten un poco
distante o anacrónico, ello se debe a que el espíritu de nuestros años desecha el orden natural de las
cosas y proclama una suerte de amarga rebeldía metafísica. Perjudicado por su ingenio activo, nuestro
tiempo lo reduce a un dechado de ingenio verbal.
A diferencia de los clásicos, cultores de un lenguaje estable y canónico, Lugones nos demuestra que el
prosaísmo es parte integrante de la poesía. Claro está que en este orden de mutaciones el denuedo
innovador es virtud de muchos, pero resulta evidente que en nuestro medio nadie que no él se permitió
osadías más acertadas. Nos hallamos ante un proceso que comienza a principios del siglo pasado; de
manera gradual se fueron levantando las rígidas proscripciones impuestas por la vieja retórica. Si bien
no en todos los casos, la expresión insípida o vulgar desempeña un papel importante dentro de la
economía general del poema. Determinados contextos la justifican; otros, la reclaman como condición
necesaria. El prosaísmo puede operar por contraste y suele contribuir a la mejor presentación de las
experiencias humildes y cotidianas. Después del primer Napoleón, poco más o menos, se acentúa una
mudanza importante en los dominios de la narrativa. Antes de la Revolución Francesa, tanto la fábula
novelesca como la poesía dramática plasmaban héroes majestuosos y decisivos, hombres egregios que
removían el destino de las naciones. Por lo menos dentro del reino literario, la guillotina acabó con
todos los poderosos. Todavía Racine y Voltaire nos presentan señores eminentes. El siglo XIX los
sustituye por el individuo anónimo, por el hombre de la calle. César y Británico son energías sociales o
criaturas que merecen la prestigiosa atención de los implacables hados. Ya en nuestra edad, los
personajes de James y los de Joyce espejan calladas fluencias interiores. La introspección y el
anonimato caracterizan al héroe de la ficción moderna. Las escuelas literarias de cuyo florecimiento
somos testigos, extienden su gravitación más allá del plano artístico, se identifican con las más variadas
formas del alma y quieren censar todos los modos de la conciencia y del carácter. Esta evolución del
gusto, como es natural, se manifiesta también en la órbita del lenguaje. Luego de sostener que en un
poema de cierta longitud deben notarse las transiciones entre los pasajes de mayor y de menor
intensidad, Eliot señala que los menos intensos se conciertan bien con el prosaísmo. Dicha doctrina -
nos dice– complementa la sustentada por Matthew Arnold sobre la línea o pasaje de prueba: el poeta
revela su verdadero nivel en los momentos aparentemente desganados, aunque estructuralmente
vitales, de su obra. Desde la mencionada perspectiva, Eliot concluye que el poema que puede servirnos
de paradigma no sólo está hecho de “palabras bellas” y que, en último término, aceptado el carácter
funcional o dependiente de los diversos miembros del lenguaje, no es perceptible diferencia alguna
entre la expresión prosaica y la poética. Los medios verbales que emplea Lugones parecen corroborar
tales asertos. En sus páginas damos con el ángel telefonista, con la araña costurera y con alguna criada
que, en la lejana cocina, aplicada a la tarea de batir un huevo, sugiere los tiernos poderes de la
costumbre y parece confirmar el apacible orden doméstico.
Contemplador sutil de las cosas inmediatas y tangibles, Lugones renuncia a erigir mitos, a categorizar
la realidad en alegorías ajenas al mundo de las circunstancias. Pese al fervor que le inspira la
Commedia, el observador penetrante sustituye al mitólogo que teje sueños inmemoriales y que traslada
al plano del arte las intuiciones que están en todos los hombres. Sin embargo, su afortunado
afianzamiento en el reino de la naturaleza visible deja traslucir, como a despecho de su voluntad y por
indirectas vías, un sentimiento mágico del universo, una jocunda conformidad pagana, una visión
alucinatoria y deslumbrante de la vida.
Fray Mocho, espejo de criollos
Los sencillos relatos y las naturales narraciones del inquieto José S. Álvarez se inscriben en una
tradición literaria que gozaba de escaso prestigio en el siglo pasado. En nuestro medio, los más altos
modelos que se adoptaban, poco tenían que ver con la realidad inmediata, con el ámbito humano y
físico del país. Privaba todavía cierta concepción estética con arreglo a la cual, tanto el poeta como
el novelista han de elegir caracteres majestuosos, símbolos elevados y destinos capaces de imponer
de antemano su prestigio. Bajo tales condiciones, en el plano de las letras sólo afloraban héroes
borrosos, entidades históricas o mitológicas que asistían obligatoriamente al poema o a la página de
prosa que aspiraba a situarse en el más eminente nivel creador. Por extraño que parezca, todo el
resto no era literatura, como si el manejo de lo vivido y cotidiano no fuese tarea digna de ascensión
estética. Esta arraigada concepción prescribe que la obra de arte debe provenir de otra obra de arte,
sumándose a una corriente continua, y no de experiencias directas y verificables. Se explica, pues,
que la narrativa que se ensayaba en estas latitudes haya sido el reflejo tardío de un foco remoto.
Nada de extraño, asimismo, que casi todas las poesías destinadas a celebrar la muy americana
batalla de Chacabuco hayan solicitado la presencia imponente de Marte. Todo lo humilde y
próximo cedía una materia trivial, insípida, ajena al noble quehacer literario.
Ascasubi y Hernández se dieron a la tarea, quizá involuntaria, de quebrantar ese prejuicio arrogante,
pero su gravitación fue tan lenta como la del preciso Stendhal, que impuso un plazo de varias
generaciones a la comprensión de sus lectores. Parece natural, por otra parte, la actitud indiferente o
retráctil de los hombres de su tiempo, para quienes la literatura se hallaba ceñida a cauces por donde no
discurría ninguna sustancia criolla. Todo cuanto se consideraba digno de expresión estética, como una
imponderable esencia platónica, quedaba fuera de nuestro campo vital y espiritual. Con alguna
excepción romántica, se tuvo por admitido que las obras orientadas a reproducir nuestra propia
fisonomía eran obras de humilde color. Esta resolución depresiva posee innegable importancia en
cuanto a sus efectos y consecuencias. Los más cercanos y virginales estímulos creadores eran
relegados por inoperantes, se mantuvo la escisión que separaba a nuestro ser de nuestra forma artística
y la sutileza barroca pudo multiplicarse sin obstáculos. No es nueva, por cierto, esa discordia entre el
orden de nuestras sustancias y el de nuestras formas (Somos una comunidad tan ávida de estilo que
casi no juzgamos otra cosa que expresiones y modos de comportamiento). Para olvidar la barbarie que
las circundaba, las clases cultas del siglo pasado dejaron en una suerte de Purgatorio literario a los
autores que hoy, con dudosa justeza, llamamos “gauchescos”. El ambiente hizo sentir su autoridad
sobre los escritores dados a presentar tipos y costumbres locales. Acabaron por creer que su labor era
un pasatiempo, un ejercicio insignificante. Quizá esta convicción, en cuanto les permitía moverse fuera
de las áreas convencionales, les trajo libertad, llaneza y desprevenida soltura. En la certidumbre de que
practicaban un género subalterno, la modestia y la naturalidad vinieron a favorecer su empresa.
Estimaron su obra desde el ángulo de visión de sus coetáneos, y esa circunstancia gravitó sobre el tono,
las intenciones y los procedimientos constructivos que los singularizan. Tanto la sencillez carente de
preconceptos con que emprendían su trabajo, como el juicio que se formaban del mismo, revelan que
se sentían ejecutores de una labor extraliteraria o, por lo menos, apartada de los grandes procesos
culturales. Se trata de un difuso sentimiento cuyas derivaciones –recato, escrúpulo, humildad– definen
todo un territorio de nuestras letras.6
Ascasubi, con pluma festiva, siguió los vaivenes de una guerra larga y quiso mantener el ardor civil en
la sitiada Montevideo. Hernández se propuso dar estado público al sufrimiento del gaucho desposeído
y referir las injusticias que lo arrojaron al desierto. En la huella de Sarmiento y de Mansilla, Álvarez se
limitó a exhumar recuerdos y a proyectar luz sobre algunas bravías zonas de nuestra campaña. Fueron
memoralistas o políticos que escribieron con voluntad documental y didáctica. Sin embargo, la
posteridad celebra sus dones literarios, como si las virtudes estéticas que fueron suyas se hubieran dado
por añadidura.
Hemos aludido a esa especie de fractura que nos separa del repertorio de formas que ejercitamos y que,
más que para esclarecernos, nos sirven para ocultarnos. En lo que respecta a los escritores del siglo
XIX que miraron hacia el campo, cabe agregar que la distancia se salvó mucho después, como si se
hubiera producido una soldadura tardía. En efecto, nuestro siglo exaltó aquellas obras primigenias
donde alienta el sentimiento de la patria silvestre. Ese empeño reivindicatorio se manifestó en Buenos
Aires (en los medios rústicos la identificación no había sufrido retraso). La ciudad indagó sus valores y
en cierto modo, empezó a recrearlas. Para las nuevas generaciones, necesariamente ajenas al
rudimentario ciclo pastoril, la literatura que prodiga gauchos, fortines y tolderías es un invento de la
ciudad.
Sentir la nostalgia del campo es como sentir el pasado del país. Amenazados de ambigüedad y
disgregación, de los centros urbanos surgió el propósito de afirmarnos en la tierra elemental,
improvisándose muy luego los fundamentos de un arte comarcano que hubo de autorizarse en las voces
más oscuras y menos ambiciosas de ayer. El espíritu nacionalista, para el cual la belleza comienza en la
6 Nota del autor: En el prólogo de Martín Fierro Hernández pide excusas, o poco menos, por el estilo que adopta; se refiere
luego, con una franqueza apenas distinta de la humildad, al estado de ánimo y a las causas inmediatas que lo llevaron a
enfilar sextinas. La sencillez y la coloquial soltura con que expone sus móviles –vista la creciente celebridad del Martín
Fierro– hoy nos parecen conmovedoras. Como despreocupado del porvenir, ajeno a toda posteridad posible, dice Hernández
que la composición del poema lo ayudó, por momentos, a alejar el fastidio de la vida de hotel. Esta declaración no agota las
intenciones que determinaron su obra, sobre la cual gravitó, sin duda, una pluralidad de causas. Sin embargo, el tono de sus
palabras liminares, en verdad exentas de ambición retórica y libres de toda codicia específicamente literaria, permite ver en
ellas una confesión directa y, por lo tanto, nos releva de abundar en pruebas. La pampa no tenía aún jerarquía estética y el
habla de la población rural era una herramienta expresiva que parecía incompatible con la excelsa práctica del arte.
propia casa, quiso reflejarse en el hecho estético y buscó precedentes irrefutables. Pese a los muchos
vicios del sistema, cuyas proyecciones a la vez aciagas y múltiples son bien conocidas, la elección de
antecesores fue afortunada y justa.
En lo que a temas y estímulos inmediatos se refiere, parecería que Álvarez se despide de Hernández y
anuncia a Carriego. El matrero y el orillero viven en sus páginas. Fue testigo de un período en que se
producían decisivas mudanzas sociales. Todo el país empezaba a pender de la ciudad; en las tierras del
indio reducido se multiplicaba el ganado de marca y el gaucho nómade de otros tiempos envejecía en
las estancias ya circunscriptas por el alambrado preventivo. En las fogosas cocinas, ese sobreviviente
de las guerras civiles y de las policías inciviles, relataba historias que correspondían a una edad casi
extinta. Sus congéneres más rebeldes, o más liberales en el ejercicio del cuchillo, tal como lo recuerda
el andariego entrerriano, habían buscado refugio en los campos bajos y en los inextricables pajonales,
ya dispuestos a eludir el género humano, libres de toda presión social y semejantes a dioses
condenados. Esta realidad declinante coincidía, siquiera fugazmente, con una apetencia de progreso
que modificó las costumbres y permitió la formación de grandes núcleos humanos. El suburbio, que ya
dejaba oír la guitarra y el acero, empezaba a erigir sus mitos y a proponer sus homicidios. Eran años de
prosperidad; la gente se afianzaba en la certeza de que el nuestro es el país más rico del mundo y en el
arrabal, para ganar prestigio, sólo era necesario el valor o la belleza. En ese ambiente intermedio donde
todavía perduraba la gracia fácil del campo y donde podían gozarse los primeros favores de la
civilización, encontró Álvarez algunos de sus arquetipos más pintorescos. Sus libros, en los que priva
un suelto y venturoso estilo, atestiguan con amenidad esa transición.
Pese a las oscuras vidas y a los humildes ambientes que nos presenta, sus relatos traslucen una plácida
y austera felicidad. Prescinden de fuertes apoyaturas, como si su autor hubiera querido disimularse tras
los animosos y ocurrentes personajes que los pueblan. Una firme voluntad de concisión, con frecuencia
avecinada al bosquejo, preside su estilo, siempre consustanciado con el lenguaje oral, siempre
destituido de ornamentos verbales. El Mocho, como dieron en llamarlo sus amigos, evoca duros
destinos y cuenta dramáticas historias si perder su ritmo natural, sin renunciar a su dicción serena.
Quiere comunicar, no expresar, de modo que puede abstenerse de toda fatuidad retórica. George
Moore tendía la obtención de un estilo homogéneo donde no se advirtiera el paso de lo principal a lo
accesorio; lograda esa herramienta expresiva, en el mismo tono hubiera podido describir las
circunstancias de un crimen pavoroso y los bordados de un mantel eventual. Sin reflexión previa, sólo
atento a los dictados de su naturaleza, Álvarez lleva a sus libros este apacible procedimiento. Por lo
demás, tanto su complacencia en la llaneza coloquial como el agrado con que ahonda en nuestra
realidad, son atributos impuestos por la evolución del gusto y señalan el advenimiento de una nueva
etapa literaria. El naturalismo ameno que se acuña en sus relatos corresponde a la expectación final del
siglo XIX. Sin menoscabo de su rica intimidad, es dable admitir que el tiempo y el espacio colaboran
con su inventiva y acentúan algunas de sus virtudes innatas. La intención festiva y la gracia
despreocupada que surcan su obra, alientan en el ámbito temporal que comparte con del Campo,
Mansilla, Eduardo Wilde, Cané y otros escritores de estilo vivaz y risueño. La naturaleza de su
lenguaje, no su vida, trae el recuerdo de esa congregación amable. Hijo de Entre Ríos, de algún modo
evidencia las propensiones lugareñas. El medio físico donde discurren sus días no abruma al
contemplador con ninguna desmesura sombría: ni la vastedad abstracta de la pampa, ni la majestad
reconcentrada de la montaña que impide las primeras y las últimas luces. Un sentimiento aprobatorio
del mundo, un empeño orientado a encontrar hasta en el más derrumbado de los hombres una sustancia
irreducible y curiosa, y un sabroso humorismo que excluye toda acrimonia –en el que puede entreverse
la sorna jovial de los pastores entrerrianos– vienen a constituir el común denominador de su obra. Las
penosas jornadas que debió sobrellevar no le destemplaron el ánimo, ni cegaron los manantiales donde
abrevaba su ingenio descubridor. Supo conjugar el estoicismo del criollo curtido por el destino con la
más abierta y franca voluntad celebratoria.
Acaricia o caronea, digamos así, todas las cosas que entran en su campo de observación. El agrado y la
modestia son las formas de su intimidad que con mayor desembarazo pasan a su escritura; esa ausencia
de intervalos entre el movimiento de su ánimo y el de su prosa le permite confesarse con liberalidad a
través de sus criaturas. Como Ascasubi es visual y plástico; como del Campo, bordea un manso
humorismo colmado de simpatía humana. Precisamente porque nunca se empina para dirigirse al
lector, lo sentimos olvidado de sí mismo y dispuesto a seguir el curso de sus experiencias. Más dado a
componer arquetipos o figuras genéricas –el matrero, el compadrito, el ladrón ingenioso– que a
concebir esos individuos cuyos rasgos no se disuelven en especie o categoría alguna, resulta explicable
su popularidad dilatada, como también la persistencia con que los críticos han destacado su inquietud
social, su arrimo a los desheredados. Parece indudable que el arte que espeja grandes conjuntos
humanos o reproduce una fisonomía en la que muchos se reconocen, cuenta con una base de
sustentación extensa y segura.
Los clásicos creían que toda parcela del mundo se ramifica en estratos y matices inextricables; de ello
derivaban que las letras sólo rescatan estructuras o formas generales de lo concreto. Regidos por esta
convicción escéptica, dieron a sus temas el mismo tratamiento y la misma medida que en nuestro
recuerdo tienen las cosas. Desecharon lo accidental para adecuar a las condiciones de la conciencia el
potencial de sus obras. Sobrios hasta el ascetismo y el esquema, sus eslabonados elementos que
subordinan a un imperativo de necesidad. Dicho con otras palabras: sus medios son tan importantes
como sus fines. Las concisas páginas de Álvarez, siempre libres de materias aluvionales, responden sin
esfuerzo a la preceptiva clásica.
A veces, su jovialidad socarrona procede por contrastes y antinomias, al modo de Quevedo. Su retrato
del cabo Pérez ejemplifica esta propensión: “Era generoso y una vez casi lloró porque lo mandaron al
Once de Septiembre y no le dieron dos pesos de los viejos para el tranway; era suertudo en lides de
amor, y la mujer se le escapó con un sepulturero de la Recoleta que se iba como administrador del
cementerio de Navarro; era sobrio y por lo general lo arrestaban por ebrio; y era valiente, y hubo que
darlo de baja porque desertó una consigna, perseguido por unos vendedores de diarios que le quitaron
el machete y el kepí”.
De los duros hombres que pueblan o, mejor, que despueblan las tierras bajas y los espesos pajonales,
nos dice con brevedad certera: “Su patria la forman el rifle y la canoa”. Y se refiere así a la región que
habitan: “... los derechos individuales concluyen allí adonde a cada uno se le concluyen las garras”. La
rebeldía pampeana de Fierro gana las islas en la persona del Aguará, traficante en plumas y cueros que
renuncia a trabajar de peón y que nos informa: “Lo menos que puedo hacer por una sociedad en que yo
no soy socio sino para llevar lo peor, es retirarme al desierto”.
La historia del viejo músico, que integra Un viaje al país de los matreros, es en verdad digna del
recuerdo y del arte. Ese músico de matorral se había casado, en los remotos años de su mocedad
santafecina, con una criollita a la que describe muy regular y codiciada. Como busca una especie de
amparo legal para su vejez, se aviene a confesar después: “No faltó uno que me la alzara; yo,
francamente, agarré la tierra por mi cuenta y no supe más de ella. Pasaron años y la otra noche –como
yo me ocupo así, de acompañar con la guitarra y siempre me gano unos realitos– vinieron a buscarme
para una música en un velorio, y fui: era un rancho como de aquí a cinco leguas”. Hasta ahí la
confesión del guitarrero isleño. Innecesario es agregar que el destino lo había llevado a poner
animación en el velorio de su versátil y olvidada mujer.
Digamos, finalmente, que el afán de justicia que sirvió de estímulo a Álvarez, acabó por simplificarlo a
los ojos de la posteridad. Suele verse en él, de modo exclusivo, un pedagogo social, un periodista
rebelde, un defensor abnegado de pobres y ausentes. Su obra excede estos perímetros morales y se
sitúa en los dominios del arte. Nuestro ilustre paisano es parte de la realidad nacional, como las selvas
y los arroyos que recorrió en su mocedad. Por eso, en uno de nuestros viajes a Entre Ríos, lo hemos
sentido o presentido entre los pajonales, conversando con espectros de matreros, cuando la tarde se
cansa en los bañados y algún pájaro empieza la tristeza...
Roberto Arlt
De modo constante y sostenido, nuestra literatura tiende a mostrar una suerte de avenimiento o
correspondencia entre el hombre y la realidad, entre el carácter de los personajes que nos presenta y
el ámbito en que se hallan inmersos. Esta adecuación exige el manejo de un estilo mesurado y el
empleo de un tono que excluya la vehemente demasía, como cuadra a los ambientes y los asuntos
que se apartan de toda instancia extrema, de toda situación-límite.
En lo que va del siglo, acaso sólo Horacio Quiroga, cuya trágica visión de la vida se amoneda en
relatos estriados de fuerzas oscuras, y el tormentoso Almafuerte, hayan desbordado esos tranquilos
cauces. Dentro de las apacibles fronteras que definen el área de nuestras letras, Roberto Arlt constituye
otra excepción intrépida. Si miramos su obra en función de las modalidades vigentes hace tres décadas,
advertiremos que desbrozó comarcas narrativas poco frecuentadas y que su faena fue la de un
admirable y arriesgado innovador. Visto desde nuestro convulso presente, tan pródigo en creaciones
destinadas a exaltar lo que hay de absurdo en toda existencia, cabe admitir que su gravitación local, de
día en día más notoria y firme, es la de un verdadero precursor. Sus páginas nos presentan destinos
irreducibles y conciencias perplejas. Explora una realidad indócil a las circunstancias y a los factores
externos. De ahí que uno de sus héroes, sensible a la carga de fatalidad que lo arrastra, pueda decir con
dramática convicción: “¡Te das cuenta! ¡Creo que estoy embrujado!”.
Por lo demás, al sostener que en la órbita de nuestra narrativa son escasas las situaciones orientadas a
reflejar esos desencuentros del hombre con el mundo, desencuentros que lo llevan a sentirse un
desterrado nato, no hemos querido significar que nuestros escritores no hayan presentado ásperos
conflictos y sombríos episodios novelescos. Habitualmente, tales conflictos eran consecuencia de un
enfrentamiento de caracteres, cuya acción recíproca daba movimiento y sentido al argumento. En
cambio, Arlt traslada el nudo dramático a la conciencia de sus personajes, así convertida en manantial
de los adversos atributos –inadaptación, soledad, zozobra– que aparecen referidos a la esencia de la
condición humana. El rastreo de emociones (todo aquello que Macedonio Fernández denominaba
“mero psicologismo”) ha cesado para abrir paso a una concepción abarcante del hombre y su destino,
tal como alienta en Los siete locos y en Los lanzallamas. Si nos atenemos a ese deslinde, hemos de ver
que Arlt ocupa una situación insular dentro de nuestra narrativa.
El autor de El juguete rabioso no presenta a sus personajes en función de las circunstancias, vale decir,
influidos o modificados por otros personajes, sino que los confronta con valores absolutos. De ahí su
carácter intemporal y ubicuo, pese a los modismos porteños que los singularizan. Tras la colorida
superficie, a poco que los miremos en profundidad, exceden los hábitos y las condiciones de nuestro
medio. Los rasgos particulares e inmediatos que les otorga el novelista dejan traslucir un modo de
intuir la vida y el mundo. No es aventurado afirmar que el férvido romanticismo de Arlt se avecina a la
metafísica. Acaso no se propuso imprimir una significación trascendente a sus libros, pero su fuerza
creadora y sus sentimientos de la realidad lo situaron más allá del choque de caracteres y del análisis de
costumbres.
Advierte un destello de humanidad y un anhelo de pureza hasta en las almas que más bajo han caído;
inversamente, en aquellas vidas que por obra de la buena fortuna parecen discurrir hacia el reino de los
elegidos, no sospecha ninguna posibilidad de salvación, ya que su ritual sometimiento a un orden
moral no las define sustantivamente, no las aparta del mundo demoníaco. Imprecisas y móviles son las
fronteras que intentamos establecer en los dominios del alma. Esta visión del hombre prueba que Arlt
reconoce un fondo común y una esencia compartida en todos los mortales: el destino es un campo de
fuerzas donde se mezclan y obran con pareja intensidad las proyecciones que llevan a la condena y
aquellas que conducen a la salvación. Las palabras con que titula algunos capítulos de Los siete locos
son harto iluminativas. Prometen gentes insólitas, enigmas de estirpe pitagórica y naturalezas morales
en cuya hondura se compensan la bajeza y la piedad: “El astrólogo”, “Las opiniones del rufián
melancólico”, “El humillado”, “Capas de oscuridad”, “Trabajo de la angustia”, etc. En rigor, el
novelista examina conciencias en crisis y espíritus que no logran hacer pie en una realidad capaz de
justificarlos.
De algún modo, fuimos testigos del proceso que vino a desembocar en esta novela admirable. Tres
años antes, El juguete rabioso había aparecido simultáneamente con un olvidado libro de poemas que
lleva el mismo sello editorial. Los primeros ejemplares fueron entregados a los autores, también
simultáneamente, en una nublada mañana de octubre, hace justamente 37 años. Con la expectante
inquietud que singulariza a los noveles, esperábamos con Arlt, casi desde el alba, en la penumbra de
una lechería que acababa de abrir sus puertas (digamos, de paso, que estos negocios eran, por entonces,
una verdadera institución popular) el momento en que nos serían entregados los primeros volúmenes.
Ya había concebido el plan de Los siete locos, pues pocos días después lo acompañamos a una pensión
estudiantil donde se alojaba un médico en cierne que le había prometido hacerle conocer un instituto de
alienados. Así pudo tomar contacto con algunas dramáticas humanidades, y esa ingrata experiencia
gravitó sobre su proyecto narrativo. En la remota pensión que evocamos, donde compartía el mate de
los estudiantes, trabó relación con un muchacho tucumano que oscilaba entre la abogacía y los versos.
Luego de oír sus primeros poemas, Arlt le predijo con enfática convicción: “¡Magnífico! ¡Serás otro
Lugones!”. Ignoramos si tan riesgoso aserto reflejaba su real entusiasmo o si quería poner a prueba la
modestia de su halagado y confuso interlocutor. Estos lejanos episodios, vinculados con la gestación
del citado libro, originaron la emoción retrospectiva con que volvimos a leerlo.
La reedición de Los siete locos y de Aguafuertes porteños, es claro indicio de que la obra de nuestro
hirsuto narrador no ha perdido vitalidad ni ha dejado de suscitar interés. Como ya lo señalamos, sus
páginas responden con justeza a las apetencias y zozobras de estos inciertos años. En el libro
mencionado en primer término, cierto descreído y turbio personaje declara que todos nuestros actos
son equivalentes, ya que la vida sólo posee el sentido que deseamos otorgarle: “Nacemos, vivimos y
morimos sin que por eso dejen las estrellas de moverse y las hormigas de trabajar”. El hombre que está
detrás de tales palabras construye lo que podría llamarse una dialéctica de la nada, y el deplorable tipo
de vida que ha elegido guarda estrecha relación con su filosofía nihilista. A lo largo de esta novela, las
almas aúllan “como lobos proféticos” y, por momentos, aflora una especie de oscura compasión
existencial: “La horrible miseria está en nosotros; es la miseria de adentro...”. Tampoco faltan los
visionarios que, como si hubieran querido anunciar las vicisitudes de nuestro país, señalan normas
oprobiosas orientadas a modificar la conciencia social: “La cuestión es apoderarse del alma de una
generación. El resto se hace solo”.
Milenarias sentencias proféticas y expresiones que son propias de la moderna técnica industrial,
convergen en Los siete locos. No es dable extraer de este libro ninguna doctrina determinada o
aplicable, ya que su autor prescindió de todo objetivo pragmático. Por otra parte, como lo observó
Proust, la obra que declara ostentosamente una teoría se parece a un objeto con la etiqueta del precio.
Encontramos en Arlt, eso sí, un definido modo de reaccionar ante el mundo y una personalísima visión
de la existencia. Tiende a decirnos que el sufrimiento es condición de todos, hasta de aquellos que por
haber caído muy bajo, parecen escindidos del género humano. Como Pascal, Dostoievski y Chestov,
sobrelleva una tensa inquietud sin causa visible y sospecha abismos bajo los inciertos pasos cotidianos.
Para sus marginales criaturas, la vida es una penosa trayectoria que no excluye el prodigio. El
presentimiento de que la humanidad, desde el punto de vista de Sirio, no es más importante que un
hormiguero, las rebela y sacude oscuramente. Así como el animoso barco que realiza su primer viaje se
prueba y se consagra en la agitación del mar tempestuoso, así los arquetipos de Arlt enfrentan riesgos y
sorpresas con una resolución a la vez desasida y conmovedora. He aquí una mención bíblica muy
expresiva del sentido general que recorre esta novela: “Y salvaré a la coja y preservaré a la descarriada,
y pondrélas por alabanza y por renombre en todo el país de confusión”. La inferencia que uno de los
personajes extrae de las inmemoriales palabras es también significativa: “Porque hoy la ciudad está
enamorada de sus rufianes, y ellos hundieron a la coja y a la descarriada, pero tendrán que humillarse y
besarle los pies”.
Guardadas las distancias, cabe afirmar que Los siete locos y el ulterior Calígula, drama que afianzó la
gloria de Camus, miran en la misma dirección y corren por cauces paralelos.
La llaneza y la reciedumbre se conjugaban en su espíritu. Estos atributos pasaron a sus novelas, en las
que priva un lenguaje cuya soltura y desembarazo las sitúa sobre el nivel de muchas narraciones bien
peinadas. El idioma de Arlt es el que mejor se concierta con los ambientes y las almas que explora. Lo
define una expresión incisiva y una prosa pródiga en desniveles, pero siempre fiel a la intimidad de que
dimana. No se detiene a considerar el ambiente de las palabras. Los arcaísmos se ayuntan a los
porteñismos en nupcias tan bruscas como pintorescas. Trabaja con todos los elementos de que dispone,
sin excluir los que difunde y canoniza el periodismo; de esta suerte, funda una especie de agradable
desorden que, lejos de apartar al lector, lo solicita y retiene. La máxima virtud de Arlt es también la
primordial virtud literaria: el interés. Sin embargo, estos rasgos dejan de ser lo que fueron para la
visión oblicua de sus intérpretes recientes. Se quiere ver en él un autor popular orientado a la
modificación del mundo inmediato. Simplificado en emblema, su rebeldía indistinta ya no es una
forma de su carácter sino un modo de llevar al terreno de los hechos ciertas convicciones sociales.
Con Aguafuertes porteñas prolonga esa rica tradición local que prestigiaron Fray Mocho y Félix Lima.
Como ellos, es un diestro retratista de tipos urbanos y suburbanos. Como ellos, maneja un lenguaje
plástico y flexible que acrecienta la vivacidad de sus coloridos relatos. A diferencia de sus antecesores,
no sólo se proyecta hacia los medios humildes, sino que bosqueja caracteres y describe con pluma
certera diversos lugares de la ciudad. Su abarcante apetencia creadora no excluye el mundo visible, el
ámbito ciudadano donde resonaron sus pasos descubridores.
Muchas de las frases que se acuñan en esta obra lo confiesan y perpetúan, en tanto que naturaleza
singular, con admirable plenitud. Así, cierto pasaje que nos deja la impresión de oír al mismo Arlt,
sorprendido ante la frivolidad ostentosa de su interlocutor: “Che, usted, ¿por qué es tan inconsciente?”.
En verdad, esa pregunta inusual, con las inflexiones, el tono espontáneo y el asombro inocente que
fueron suyos, lo reconstruye y fija en el tiempo con temible precisión. También algunas observaciones
colmadas de humor sombrío (uno de sus personajes aparece con “traje de cesante”) trasuntan los
movimientos de su ánimo y su inagotable capacidad de sorpresa. En un país de reprimidos verbales,
donde vocablos tan legítimos como ciego y muerte están prácticamente vedados –se prefiere,
respectivamente, no vidente y fallecimiento– Arlt introdujo una grata y pasmosa disidencia, un
temerario estilo que no sabe de convenciones ni de formas hechas. Decidió plegarse a su intimidad
profunda, no a los dictámenes externos ni a las preceptivas vigentes. De ahí que su obra nos permita
ver antes al hombre que al narrador dispuesto a higienizar sus frases y períodos. Hemos sugerido que
uno de nuestros rasgos más acentuados es el que denuncia cierto afán de corrección expresiva, tras el
cual se encubre –digámoslo ahora– una voluntad de efecto, una intención estratégica. Es justamente
contra esa corrección meramente formal y, por lo tanto, carente de vida, que Arlt libra su gran batalla.
Puesto que su facundia creadora desborda los cauces prefijados, puede sacar de sí mismo la
herramienta más adecuada a sus personales fines. Estas propensiones son el manantial de la fluyente
desenvoltura y de la riesgosa liberalidad con que traslada el habla popular a la página literaria.
De modo muy vívido y concreto lo sentimos presente en sus novelas. En efecto, los personajes que
prohija son, por lo común, impetuosos y mordaces, pero al mismo tiempo se entregan a grandes
fervores y ejercitan una capacidad admirativa siempre disponible y abierta. En su trémula hondura se
mezclan el sentido práctico y el rapto alucinatorio. Por momentos, parecen dotados de cierta calidad
angélica, de cierta fabulosa inocencia que los lleva a enfrentar y padecer situaciones extremas. El
gigantismo anímico de Arlt, que acaso sea un inmemorial dictado de su sangre, también alienta en las
palabras y los actos de sus ruinosos héroes.
El destino lo abatió en su hora meridiana, cuando su espíritu, enriquecido por complejas experiencias,
nos allegaba esas dádivas que sólo rinden los períodos de sazón y madurez. Pero su obra perdura en el
aprecio ferviente de las nuevas generaciones, en el ánimo receptivo de quienes, en razón de su edad, se
ahorraron el dolor de verlo caer en su momento más cenital y generoso, como el árbol que en plena
floración fue tocado por el rayo.
Barbieri o el sentimiento de la llanura
Formado en un ámbito literario donde ya se habían sometido a revisión y examen las aventuras
idiomáticas que ocurrieron durante la década 1920-30, Vicente Barbieri pudo mirar desde una
serena perspectiva los bienes promiscuos que, en ese período de remozamiento, se incorporaron sus
antecesores inmediatos. De tal modo, le fue dado apartarse con paso seguro de los gustos retóricos
todavía vigentes, pese al menguante fervor sacramental de sus primeros adeptos. Más allá de los
dogmas estéticos imperantes y a prudente distancia de quienes hacían de la metáfora el fundamento
y la esencia de la poesía, sin advertir que todas las instancias del lenguaje literario componen una
dilatada metáfora (ello no impide, claro está, el manejo de lo que llamaremos las figuras de segundo
grado), nuestro poeta logró separar lo sustantivo de lo accesorio para dar comienzo, libre de
ataduras y de restricciones sectarias, a su noble empresa lírica. Como es natural, la experiencia
innovadora que acababa de consumarse ofrecía aspectos positivos y negativos. En esa hora, que fue
también la hora de su advenimiento, Barbieri se encontró inmejorablemente situado para sortear
riesgos, moverse con soltura, recorrer un firme territorio poético y desoír los reclamos de la pasión
banderiza. Determinado por esas condiciones positivas y asistido de su lucidez, asumió la tarea
preliminar de pulir su herramienta, a la vez que hacía suyos aquellos recursos verbales y estilísticos
aún flotantes en el “aire del tiempo”, pero ya sometidos a un proceso que permitía medir su eficacia
y su valor instrumental. Su sensibilidad pudo recibir y transmutar todo cuanto alentaba en la
hondura de ese momento dadivoso.
En los poemas de Barbieri no damos con metáforas canónicas o estrictas. Como si hubiera querido
recatar o disminuir el efecto de choque de sus tropos, cultiva una especie de imagen que se diría
implícita en el encadenamiento de los nombres y los predicados. Su singular manera de enunciar
ambientes, vidas y objetos, a un tiempo mismo incluye y omite la metáfora. No otra es la venturosa
consecuencia del sutil procedimiento que se impone. Si, como lo quiere Valéry, “clásico es el que
viene después”, cuando el caos tiende a resolverse en un orden, parece evidente que en Barbieri
convergen y se afincan las virtudes del clasicismo. Y ello, por cierto, sin mengua de su capacidad de
efusión, de los inocentes y profundos dones que nos libra su intimidad desvelada.
Un arte que se identificara de modo pleno y total con la realidad –nuestra suposición es notoriamente
hiperbólica–, carecería de los atributos propios del arte. Por ventura, las posibilidades de un logro de tal
índole ni siquiera son imaginables, ya que todo objeto estético está plasmado en nuestra humana
madera y, por lo tanto, también se beneficia de nuestras limitaciones. El desmesurado ejemplo del
mapa de un país cuya minuciosa perfección no permitiera distinguirlo de su modelo, es ilustrativo a
este respecto. Ese prodigio cartográfico equivaldría a un hecho de la naturaleza. Con arreglo a sus
necesidades internas, la obra literaria suele fortalecerse cuando subraya su condición de criatura
ilusoria o ficticia. Tanto en la órbita de la narración como en la del poema, nuestro tiempo propende,
no a posesionarse de la realidad, sino a denunciar el no ser, a confrontarse con la nada. El principio de
identidad sufre duro castigo y las formas de expresión que teníamos por más estables, se descomponen
y fraccionan. La moderna ciencia física nos demuestra que la materia se vuelve contra la materia. Y la
literatura se esfuerza por negar la literatura. Un famoso hombre de teatro aconsejaba a quienes animan
vidas imaginarias: “Para ser verdadero, el actor debe representar en falso”. En efecto, cuando el
personaje encuentra un intérprete verdadero, no pierde su condición de simulacro. Así también el poeta
debe revelarse más convincente y firme que su fraguado mundo verbal.
Existe una raza de poesía que renuncia a manejar un “idioma propio” y que para ganar en robustez y
aliento, se incorpora el lenguaje coloquial, cotidiano. Tanto el municipio de Carriego como el mundo
de Whitman –para no citar sino a dos americanos dispares– toman origen y voz en esa receptiva
corriente, cuyo ímpetu, cuando nacía nuestro siglo y expiraba el simbolismo, fue en verdad avasallante.
Pero no tarda en producirse el reflujo, y durante los años en que Barbieri cumple su aprendizaje, priva
un lenguaje ritual y ceremonioso que sólo por excepción acoge voces de naturaleza prosaica o de
articulación frecuente. La poesía se repliega sobre sí misma, no admite adherencias dudosas y quiere
ser una esencia independiente y primera. Antes que acceder a la novedad temeraria, Barbieri resuelve
mostrarse fiel a los dictados de su tiempo. Establece un severo deslinde entre el lenguaje práctico y el
idioma poético. Considera que toda línea incapaz de generar un instantáneo deslumbramiento, un
súbito esplendor, corresponde naturalmente a la prosa. Así dispuesto, convierte el mundo exterior en
un eventual punto de partida, desecha aquellos recursos que sirven menos a un empeño melodioso que
a un propósito narrativo y despliega una suave simbología, en cuya hondura la acostumbrada realidad
se disuelve para franquearnos el camino de lo maravilloso. En ese reino extraordinario hay “serenos
corceles”, “ángeles desolados”, “capitanes de lirios”, “alabadas torres”, “aceites gloriosos” y
“vehementes diademas”. Sus primeros libros nos proponen virtudes majestuosas y graves criaturas
heráldicas. Acaso sea oportuno subrayar que un proceso análogo se advierte, por aquellos años, en el
plano de las artes plásticas, ya apartadas, si bien todavía con timidez, de ese vasto prosaísmo que es el
universo visible.
Una vieja costumbre retórica confía al adjetivo la intensidad y el énfasis del poema; sin embargo, no
hay parte de la oración que bien ceñida al conjunto, no logre cumplir ese cometido emocional. La
frecuente mención de cosas puede causar la misma vibración interna que habitualmente pedimos a los
epítetos. Suele promoverla el poeta que congrega y multiplica nombres sustantivos para gravitar sobre
el ánimo del lector. Por mucho que no digamos sus atributos, toda certera enunciación de objetos o
lugares sugestivos, basta a esos fines poéticos. Esta complacencia en lo concreto y gregario, a veces
regida por el propósito de exaltar el carácter mágico de la realidad, singulariza a un vasto territorio de
la lírica actual. Con fortuna variable, Neruda recurre al mundo inmediato cuando intenta deprimirnos
mediante la visión de la materia que se disgrega con lentitud. Francis Ponge ha creado una suerte de
metafísica de los objetos. Barbieri convoca substancias tangibles y enumera todas las formas creadas
para comunicarnos su intuición de la vida y del mundo. En la medida en que nos muestra la densidad y
la textura de las cosas, deja traslucir la convicción de que éstas poseen un poder radiante y una fuerza
expresiva capaces de remover el subsuelo emocional de los hombres. La «Balada del río Salado»
ilustra con estadística fidelidad dicha tendencia:
Teoría en cruz de postes y mojones
y resolana y trébol y molinos.
Almanaques rurales, fundaciones,
ganadero tropel, cerco de espinos.
Consecuente con su vocabulario y con sus gustos profundos, pero también dispuesto al procedimiento
acumulativo, Barbieri dilata un modo estilístico que no sabe de infracciones, como si rehusara turbar
con deliberadas mudanzas la fluencia espontánea de su discurso poético. Sublima y transpone los datos
sensibles que recibe del ámbito comarcano, lo que en verdad lo aleja de la descripción primaria y de la
cuantiosa poesía documental o social. No por otra causa, levanta “castillos fríos” y “augustas torres” en
las cercanías del río Salado. Damos aquí con una naturaleza exilada que intenta imponer nuevas leyes
al mundo y que accede a la más pura y delicada expresión lírica. Dijimos que en nuestros años, la
literatura corteja la nada y tiende a negarse como forma pura. Por momentos, parece complacerse en su
propia anulación. Necesario es aclarar que un innato sentimiento del equilibrio preserva a Barbieri de
excesos y demasías. La realidad no se disuelve en sus páginas, pero no acude al impersonal hecho
simple cuando decide llevarla al dominio del arte. Depura y transpone para reorganizar sus
experiencias, no para privarlas de contenido cierto. Conforme a una acentuada propensión de nuestro
tiempo, Barbieri tiende a obsequiarnos formas simultáneas y continuamente presentes, como si quisiera
negar el orden sucesivo. No procede por etapas, sino que hace coexistir los elementos que concurren al
poema. Los efectos que administra perduran en una suerte de luminoso presente. A modo del diestro
tirador que centra y reúne todas las flechas en un mismo blanco, obra por convergencia.
Atento a las voces que durante sus años de iniciación preceptuaban una especie de lirismo geográfico,
el nostálgico poeta de «La columna y el viento» se suma a la corriente de cierto regionalismo elegíaco,
cuyo vigor, todavía notorio, ha recorrido provincias y decenios. Una entrañable ternura retrospectiva
alienta en sus versos. Era en la infancia, en juncos y rocíos. / Yo miraba sus cosas, sus trigales. Ensaya
con reiterada fortuna esa fabulosa suspensión del tiempo que es el designio más alto de la evocación
fundada en la palabra.
Los versos que retienen el sabor y el color de su mundo obran a manera de poderosa descarga,
ocasionan un largo deslumbramiento y se apoyan con levedad en el tema que les sirve de base, como si
las experiencias recogidas en el ámbito de la vida inmediata fueran el ínfimo escalón desde el cual es
preciso ascender, según lo quiere la doctrina platónica, hacia los serenos arquetipos de la poesía. Su
vocación enumerativa nunca codicia un modelo externo, una realidad verificable; más bien se propone
recobrar, mediante una larga serie de predicados líricos, las felices visiones y los vaporosos bienes que
los años aquietaron en la hondura de su intimidad deslumbrada. La operación de orden poético que
Barbieri realiza con mayor acierto y destreza es la suma, la venturosa unión de elementos destinados a
esclarecer una ternura, un recuerdo:
Bosque angélico –roca en la espesura
para el descanso de tu mano abierta,
junto a tus alas de final aroma.
Bosque angélico –fuente en la más pura
floresta de la pena verdadera
para gemir en cruz: dardo y paloma.
Define la tarea del corazón y nos dice que el canto es el efluvio natural de su destino:
Mi fábula refiere
todo acontecimiento
con la exacta palabra de la clave.
Sometido al melodioso hechizo, se diría que el universo le parece un pretexto para llegar a la música,
para trabajar en las patrias de lo legendario y lo maravilloso. En poemas colmados de tiernas
evocaciones, en un fluyente estilo que es ámbito donde se citan criaturas heterogéneas, mediante el
afortunado acercamiento de elementos dispares, Barbieri nos allega los demorosos crepúsculos, las
grandes aguas y las recias gentes de la provincia que lo inspira. Asimismo, trae memorias de la rosa y
leyendas de fogón y noche criolla.
Sus jornadas y sus páginas están regidas por cierta serenidad inconmovible, por cierta contención
estoica, por ese carácter sufrido y ascético que le infunde el medio natal, la dura extensión pampeana
donde discurre su infancia. El sufrimiento físico lo postra pero no concede a su vida amenazada más
palabras que las necesarias. Pudoroso y bien templado, sólo se confiesa a través de símbolos y
alegorías. Sus páginas dicen de materias orgánicas y minerales cuya densidad corpórea hace más
vívido el zozobrante mundo de que son reflejo. Constituyen las sombrías decoraciones de la
enfermedad y del sepulcro: yodo, greda, alcanfores, máscaras de fenol, coronas de bronce. Y escribe
con aciaga hermosura:
Ésta es tu greda, tu heredad profunda,
tu final y preclara persistencia.
....................
Tendrás tu flor, tu pájaro, tu piedra
con dulce antigüedad...
Tendrás tu quieto río azul, sin sangre,
y tus tristes verónicas de lino,
mientras crecen tus huesos y tus sales.
Estas líneas (en cuanto anuncian mortalidad, necesariamente proféticas) han hecho camino y están en
la memoria de muchos, honroso tributo que, por cierto, no es frecuente en nuestro tiempo. Cabe
sostener, lateralmente, que tan grata costumbre tiende a desvanecerse bajo la acción de causas diversas.
Tal vez el decaimiento de la tradición humanista produce una general declinación de modelos; quizás
la estructura del verso moderno fomenta el olvido y no deja en la intimidad del lector sino vagos
estados irreproducibles. Por lo demás, los mismos poetas, sólo entregados al momentáneo deleite de
hacer, parecen abstenerse de crear objetos estéticos capaces de fijación y de regreso.
La despierta sensibilidad de Barbieri, tan generosa en el ejercicio de la vida como en la práctica del
poema, se acuña en conmovedoras páginas donde alientan la pasión y la gracia.
Rasgos del carácter argentino
Los argentinos se miran a sí mismos. Abundantes libros tienden a esclarecer el carácter de nuestro
hombre medio. En los últimos treinta años esa propensión analítica adquirió mucho vigor y casi no
hubo ensayista que no arriesgara una tesis acerca del espíritu nacional. No se trata de un empeño
fortuito o carente de significado. Antes bien, revela que el país busca su “forma”, su estilo, su
fundamento vivo y operante.
Los políticos y los periodistas celebran las virtudes de nuestro hombre representativo o arquetípico;
los sociólogos suelen mirarlo desde una perspectiva más sombría. Escasas son las obras que no se
acogen a uno de estos extremos: halago o censura. No es nuestro propósito considerar el grado de
razón que asiste a unos y a otros. Preferimos subrayar que esa tarea de autocontemplación y de
rastreo ha sido pródiga en frutos. Mucho nos interesa saber cómo somos. No falta, sin embargo, el
pesimista profesional que afirma: “Previamente, es preciso saber si en realidad somos”. Los críticos
de costumbres de comienzos de siglo examinaron algunos sectores humanos: el guarango, el criollo
suburbano, el patotero. Agustín Álvarez, Juan A. García, Carlos O. Bunge, Cancela y otros
escritores, observan con detención ciertos aspectos de nuestro organismo social. Algunos visitantes
ilustres, como Keyserling y Ortega, estimularon esa vocación analítica. Este último nos habla del
“hombre a la defensiva” y afirma que en nuestro medio lo funcional priva sobre lo sustantivo.
Decimos, por ejemplo, que A es profesor de la materia X en la universidad Z, pero olvidamos decir
si es bueno o malo como profesor. Otros observadores señalan que cierto respeto por lo institucional
es nuestro rasgo más saliente. El individuo se halla como preservado por la entidad en que está
inserto. Asimismo, Alfonso Reyes estima que el respeto por las formas instituidas genera hábitos de
urbanidad que merecen ser celebrados. Bien avenidos con las normas vigentes, somos clásicos
innatos. No constituye excepción la buena ama de casa que, al organizar una fiesta, preceptúa con
seriedad: “Los bocadillos son de rigor”. Cuando de un casamiento se trata, no se quebranta el
principio conforme al cual el automóvil de los novios “debe tener iluminación interna”. La opinión
de los otros es decisiva en estas materias.
Damos luego con el “hombre que está solo y espera”. Concentrado, grave, atento a la construcción de
su propio destino, su voluntad de afirmación le impediría volcarse hacia el mundo externo. La
movilidad social que nos caracteriza, define en cierto modo su idiosincrasia. Situado en el incierto
porvenir, no puede reposar en el deleitoso presente. Otros ensayistas juzgan que nuestro hombre medio
está signado por el fatalismo y la frustración. Martínez Estrada levanta una vasta estructura
interpretativa para probar que el medio físico nos determina: somos derivación y consecuencia pasiva
de invencibles fuerzas telúricas. Nos hallamos ante un pesimismo trascendental de noble entonación
poética. La naturaleza lo puede todo, en tanto que el proceso histórico es inoperante. El ombú maléfico
y la pampa inhóspita se convierten en símbolos. La mitología cuenta aquí mucho más que la
sociología. Oportuno es recordar, asimismo, la tesis de la Argentina invisible, que vendría a ser nuestra
realidad más pura, si bien inmóvil como el río meditativo junto al cual se levanta Buenos Aires. Con
lucidez y acritud, Sábato categoriza nuestra tristeza, voceada por el tango.
Algunos escritores, entre los que se destaca Ismael Viñas, estiman que estos problemas son
inseparables del contexto social-económico. Consideran insensato hablar de “esencias” nacionales, ya
que toda comunidad es mudadiza, inestable. Toman el partido de la historia y renuncian al principio de
identidad. Admitimos que nuestros atributos son cambiantes, pero creemos que no se transfiguran de
modo instantáneo. En un momento dado es posible practicar un corte analítico. El mismo Viñas ya no
es el hombre que era hace algunos años, pero continúa siendo Viñas. Felizmente.
Entre América y Europa
Tanto en el tiempo como en el espacio percibimos dos Argentinas. Como si se hubiera extraviado un
eslabón de la continuidad nacional, en nuestras zonas más evolucionadas se advierte una escisión o
ruptura entre los hábitos y modos del pasado inmediato y los que prevalecen en la hora presente. Este
quebranto del orden sucesivo acaso sea la causa del tono pesimista y del sentimiento de culpa que
singulariza a los rastreadores del espíritu colectivo. A diferencia de nuestros antepasados, tendemos a
creer que no hacemos la historia sino que nos dejamos determinar por ella. Hemos perdido un estilo –
se afirma– y no acertamos a reemplazarlo por otro que corresponda a la nueva realidad.
La disparidad, la línea divisoria a que aludimos será perceptible no bien confrontemos las costumbres
vigentes en el interior con las que imperan en el denso Litoral. Para los devotos de nuestras reliquias
aborígenes, Buenos Aires es una vasta toldería europea instalada en el linde de la pampa. Según esos
teóricos sombríos, el malón depredatorio viene de afuera... En cuanto quiebra la calma continental,
Buenos Aires sería una suerte de intrusa en América. Algunos ensayistas sostienen que la zona del
Pacífico empieza en Córdoba.7 Quieren significar que en esa provincia ya se manifiesta una forma de
vida que proviene de una cultura sedimentada y macerada por los siglos. Digamos, de paso, que todo
ayer, en la medida en que el tiempo borra lo circunstancial y fortuito, nos parece orgánico,
estructurado. En la franja que va de Córdoba a la cuenca del Plata se afianzaría un tipo humano que
vive asomado al balcón atlántico. Aquí, el desarraigo, la incomunicación y la soledad multitudinaria.
Nos hallamos, pues, ante dos zonas entre las cuales vacila el argentino simbólico. Años atrás se
sostuvo este punto de vista en un memorable debate organizado por la revista Sur. Esa coexistencia de
culturas mal integradas, ha dado origen a muchos juicios severos y opresivos. Así, por ejemplo, la
«teoría de la culpa» o de la condena prefijada: estamos signados de antemano por un pecado original
que, por otra parte, no sabemos bien cuál es ni en quién se manifiesta. Concepto de origen místico.
Enfoque irracionalista que permite el desplazamiento de materiales alegóricos más expresivos de una
tensión personal que de una tesis científica. Todo país es un arquetipo inmutable y, en consecuencia,
no hay redención posible.
Sin embargo, somos testigos de continuas mudanzas y no queda descartada la posibilidad de
«redención». Abundan quienes la buscan por un solo camino, como si nuestros problemas no
reclamaran conductas globales y de conjunto. La exclusiva solución económica, que en un momento
dado fue cautivante, tiene por objetivo un satisfecho país de indios gordos. Corresponde atender a lo
concreto, pero con decisión paralela deben andarse los caminos de la educación moral y del progreso
cultural. El esplendor monetario de Cartago nada perdurable aportó a la humanidad. Con ello no
queremos significar que los estímulos beneficiosos, cualquiera sea su procedencia y naturaleza, no
hayan de tenerse en cuenta. Si hubiéramos desechado las ajenas culturas y el esfuerzo de los europeos
de buena voluntad, todavía seguiríamos sentados sobre una calavera de vaca.
La tesis del desarraigo, que postula cierta inadecuación entre el hombre y su medio, posee sólida base.
Su fundamento es el carácter desasido de aquellos habitantes que hacen de la tierra un mero lugar de
explotación, no de inserción profunda. La naturaleza deviene un vasto instrumento manejado con
desamor. También hizo camino el argumento de nuestra consabida tristeza. El trasplante de grandes
grupos humanos habría generado una especie de humorismo malhumorado, además de cierto
resentimiento tipificado por el “sobrador”. Con acierto se afirma que estos rasgos del carácter medio
pasaron al melancólico tango actual, tan diferente de su “iletrado” hermano del 900. Nuestra realidad
fue indagada, asimismo, en función de la pampa.8 Pero esa perspectiva sólo puede adoptarse con
7 Nota del autor: En rigor, el deslinde ideal de que se habló hace más de veinte años, ya no pasa por Córdoba. Ahora,
por obra de factores diversos, esa móvil línea divisoria puede tenderse en Tucumán, o quizás en Salta.8 Nota del autor: Quienes se autorizan y respaldan en los viejos hábitos pampeanos para indagar el país, no hacen
otra cosa que sarmientismo tardío. Sin embargo, todas las semanas se nos propone una metafísica del facón y una
relación al pasado. La ciudad capital gravita sobre la totalidad del país, y para gran parte de nuestra
población joven o reciente, la singularidad provinciana sólo se descubre y concreta en el sabor diverso
de 14 tipos de empanadas.
Nuestras dos áreas humanas
Porteños y provincianos. Ya algunas páginas de Alberdi examinan esta dualidad de caracteres, estos
dispares modos de ser que se reparten el mapa psíquico del país. En rigor, unos y otros se
complementan y crean una suerte de equilibrio fecundo. La tradición se afianza y cristaliza de manera
más notoria en tierras interiores. Sin menoscabo del sentimiento de continuidad que no es privativo de
ninguna zona determinada, la población que se congrega junto a la cuenca del Plata mira hacia el
futuro y moviliza sus potencias creadoras con firme voluntad de renovación. En su espíritu convergen
las más diversas formas y conductas sociales. Cuando la imaginación anda de vacaciones, se tiende a
suponer que el color local y el rasgo pintoresco son atributos exclusivos de las provincias. Sin
embargo, el escritor jujeño Jorge Calvetti, observó con acierto que el hombre típico de Buenos Aires
presenta muchas facetas coloridas y curiosas.
Visto desde la quebrada de Humahuaca, suscita sorpresa en la medida en que se desprende con gran
prisa de un tranvía para tomar un café o para concurrir a una oficina donde luego repasa con desgano
las páginas del diario. Con frecuencia, se apresura para obtener una discreta ración de aburrimiento.
Una especie de funcionalismo ya incorporado a su naturaleza le impone ese ritmo. La ciudad manda en
él, y es justo reconocer que si adoptara otro comportamiento, tropezaría con dificultades. También
genera asombro en el citado escrito el tono de algunas bromas “ciudadanas” que son habituales en
rueda de amigos, y que más bien parecen enfáticas censuras o festivas agresiones. Si admitimos la
existencia de muchos ángulos de contemplación, habremos de concluir que lo pintoresco está en todas
partes.
Regido por una concepción instrumental de la vida, el porteño se proyecta con mayor vehemencia
sobre las cosas. Dicho estilo es condición y herramienta de la voluntad de progreso que lo singulariza.
Por su parte, el hombre del interior se inserta naturalmente en el medio físico y anímico donde
discurren sus días. Raras veces enfrenta la realidad con el propósito de modificarla. En suma, cabe
afirmar que la acción y la contemplación definen las dos fisonomías que dejamos bosquejadas. Ambas
concurren a crear de modo armónico el unitario carácter nacional. Si toda civilización comporta o
engendra un incesante aumento de necesidades –una por cada invento industrial–, no puede negarse
que el hombre de la ciudad es más civilizado. Y ello, con prescindencia de la común raíz etimológica
sociología de la mazamorra. En nuestro tiempo, acaso sea preciso examinar el campo con sujeción al «camionero»,
ya lo bastante real como para alcanzar magnitud de símbolo.
que tienen los vocablos ciudad y civilización. En cambio, el que arraiga en áreas mediterráneas tiene
más “estilo”, como que se aviene sin desazón al orden natural de las cosas y se complace en cierto
estoicismo de remota estirpe gauchesca.
Para la sensibilidad provinciana, el porteño adopta un tono demasiado asertivo, como si la duda nunca
lo rozara; para nuestro arquetipo urbano, el hombre de tierra adentro adolece de un ritmo vital harto
lento. El primero es, por encima de todo, espacio, actualidad, proyecto. El segundo es, de modo más
notorio, tiempo, historia, buen avenimiento con el orden social heredado.
El típico lenguaje de las provincias, que en cierto modo corresponde al ciclo pastoril, por obra de los
modernos medios de transmisión oral, desaparece o se borra gradualmente. Para las nuevas
generaciones ciudadanas, vocablos que 20 años atrás todavía tenían dilatada vigencia, ya nada dicen. Y
oportuno es recordar que en otras épocas el hombre de la ciudad se hallaba identificado con la vida
campesina. En él se conjugaban el estilo agreste y el que prevalece en los centros civilizados.
Expresiones como “el que venga atrás, que arrée”, nada significan para un porteño de edad escasa.
Dicha expresión tenía validez, claro está, cuando el ganado era conducido por hombres, no por
vagones ferroviarios. Lo mismo cabe decir de “piquetano”, en su antiguo sentido despectivo (Ya casi
nadie toma posición en favor del individualista Martín Fierro y en contra de la partida alquilona). En
cambio, la ciudad pone en todos los labios voces de origen industrial o técnico. Sospechamos que
muchos jóvenes a quienes no les fue dado salir del perímetro urbano, pueden tomar a la letra este
aserto del gran humorista Macedonio Fernández: “El gaucho no existió nunca; fue un invento de los
estancieros para entretener a los caballos”.
El tímido borra las pistas
No bien nuestro hombre medio gana la calle y advierte que sus actos y palabras tienen testigos
ocasionales, adopta un severo sistema de represiones. “Creo que el morocho no acepta la gerencia”.
Esta frase, o alguna de sus variantes, puede oírse en muchos lugares públicos de nuestra ciudad.
También es dable oír: “Andá por allá después de las 15”. O bien: “¡Yo no entro en ese asunto ni por
broma!”. El morocho en vez del nombre propio, allá y no la clara determinación del lugar, o asunto
por un plan o tarea que se prefiere indefinir, son vocablos que ilustran con precisión acerca de un rasgo
temperamental muy nuestro. Signos de contención preventiva, cuando no de timidez ante el
desconocido que juzga y sopesa, dichas frases proyectan luz sobre nuestro carácter. Inversamente, muy
suelto y explícito es el estilo que asumimos cuando la presión social es mínima. Entonces, nuestro
lenguaje deja de ser pulido y misterioso.
La tímida reserva vendría a ser, pues, una de las constantes psíquicas de nuestro arquetipo. Si
confrontamos estos modos verbales con los del colombiano o el brasileño, por lo general más
extravertidos, habremos de extraer conclusiones no carentes de sabor. Casi no hay lector que, en trance
de viajar a través de nuestra ciudad, no lleve su libro cuidadosamente forrado. Y adoptará esta
precaución, menos para preservarlo que para evitar que su título resulte legible a los otros, a los que
van a su lado. Esta vocación cautelosa suele resolverse en formas restrictivas y herméticas que, para los
observadores procedentes de otras latitudes, son indicios de urbanidad discreta y de ponderación
reflexiva. En rigor, las expresiones destituidas de cargas pasionales y los velos que se tienden sobre la
realidad, si bien nos hurtan el sentir profundo de nuestro hombre típico, reflejan o suponen hábitos
evolucionados que dicen de cautela y de prudencia. Nos hallamos ante un estilo retráctil, ante un
complejo repertorio de formas y convenciones que acabaron por crear, como lo observa Alfonso
Reyes, una disciplina social tan estricta como laudable. El hombre que “se pone a tono”, no sólo se
suma sin fricciones al organismo comunitario, sino que anula o neutraliza de antemano el juicio
adverso de los otros. En nuestro medio, todo lo instituido se torna sacramental.
Este modo de comportamiento público, en última instancia, es un sutil y delicado homenaje que el
individuo tributa a la sociedad. El siguiente aserto –siempre que no se lo interprete literalmente– quizás
contribuya a definir las costumbres locales: somos nórdicos en lo exterior, en cuanto grey ciudadana;
perduramos latinos en la órbita de lo doméstico y privado. La reserva y la contención generan una
suerte de repliegue general. Y es justamente esa actitud retráctil la que, obrando a manera de estímulo,
engendra al buen observador, al hombre a quien no se le escapa ningún detalle del mundo externo. Así,
la curiosidad invasora se halla en relación directa al encogimiento preventivo (Todo cuanto se vincula
al mundo visible permanece sumiso a nuestra maestría, a nuestra insomne capacidad de indagación).
No bien advierte que sobre su persona se posa el interés analítico de los otros, nuestro arquetipo trata
de borrar las pistas, practica un lenguaje sibilino y aspira a mostrarse impersonal. Es caritativo y muy
sensible al ajeno infortunio, pero no siempre se detiene ante el mendigo apostado en la calle o en el
atrio. A veces, lleva la mano al bolsillo, vacila y finalmente se abstiene, porque lo están mirando. Su
impulso, sin embargo, no puede ser más noble. Su mundo sentimental, aun en la sociedad de los
amigos, es predio cerrado. A este respecto, he aquí una observación sagaz y justa del escritor A. López
Peña: “El porteño dice te quiero pero jamás se arriesga a confesar la quiero”. Aun ante los allegados
oculta su potencial afectivo, como si el revelarlo fuese indicio de blandura o debilidad. Se lo anticipan
muchas letras de tango: el casamiento es una abdicación de la vida jovial que comparte con los
«muchachos de la barra». Pero la vida es cosa seria para nuestro personaje simbólico. Afirma, pues,
con timidez, que cambiará de estado. Y que estará a la altura de sus nuevos compromisos y
obligaciones.
El Tango, formalidad coreográfica
La tristeza y la corrección: he aquí dos rasgos o aspectos de nuestro carácter que, no obstante parecer
disímiles, se complementan y tienen un origen común. La necesidad de alcanzar una “forma”, un
aplomado estilo, es la causa notoria de ambas modalidades. Esa apetencia crea un estado de grave
preocupación. Por otra parte, somos un pueblo muy sensible a la presión social y tendemos a corregir
nuestra diversidad de fondo mediante la adopción de una conducta homogénea y casi ritual. Todo ello
exige un esfuerzo anímico que genera una actitud de preventiva vigilia. Tensos y serios nos sumamos a
la multitud callejera y ni aun en el centro luminoso de la fiesta dejamos de mostrarnos prevenidos.
Grato es comprobar que en la doble o triple acepción del término, somos personas “formales”.
Los escrúpulos y cautelas del arquetipo que bosquejamos responden al propósito de no «desentonar»,
de neutralizar el potencial irónico o la inclemencia analítica de los otros. Obra en función del prójimo.
Cualquier traspié o laguna, puesto que lo muestra vulnerable, le ocasiona un malestar profundo. Su
complacencia en lo correcto suele resolverse en un estilo acartonado que pronto asume la apariencia de
una perfecta disciplina colectiva. En materia indumentaria, por ejemplo, sabe “lo que se lleva” y cómo
“debe llevarse”.
Muchos ensayistas han visto en la tristeza un rasgo anímico nacional. Sería consecuencia de un
desajuste, de una improvisada formación étnica. Cancela observa que el tango impone a sus bailarines
un aire reconcentrado, como si fueran los oficiantes de una solemne ceremonia plástica. Nunca se
abandonan a la magia festiva, nunca se olvidan de sí mismos. Por su parte, Scalabrini Ortiz considera
que nuestro hombre medio, mezcla de criollo y de inmigrante, en la medida en que desea afirmarse y
“hacer carrera”, vive preocupado y juzga frívola toda actividad ajena a sus severos planes.
Posteriormente, los radiógrafos de nuestro ser colectivo nos atribuyeron un “destino trágico”, una
especie de fatalidad telúrica más fuerte que las mudanzas que trae el tiempo. Puesto que el hombre y la
naturaleza –según esa tesis condenatoria– hacen del nuestro un país de infortunio, “somos parias en
eriales de penitencia”. El ombú es árbol maléfico y el viento sur, cuando viene con ímpetu de malón,
derriba las cabañas pampeanas. Algo nos distingue, de todos modos. Halago inverso y privilegios
sombríos. Muchas de estas notas son justas y certeras. Lo cuestionable es su carácter prefijado, su
férreo determinismo, su sello de eternidad. En este plano nocturno, la voluntad humana ya no impulsa
el motor de la historia.
Dentro del ámbito nacional que nos ocupa, el trabajo no tiene un inmediato fin hedónico, sino que es la
grave manifestación de un espíritu previsor.
Lo que estimamos explicable y sensato en hombres de edad avanzada, no se justifica en quienes de
antemano, se sienten jubilados y artríticos. El objetivo último del esfuerzo es menos el deleite que la
seguridad consolidada y el prestigio social. Ganarse el pan –dice Miller– se vuelve cosa más
importante que comerlo. Estas propensiones se vinculan a la movilidad y a la espléndida fluidez que
singularizan a nuestra comunidad, cuyos integrantes pasan de un estamento a otro con un ritmo
acelerado que en pocos países es perceptible. Las puertas del mañana están abiertas. Esa empeñosa
voluntad ascensional, en la medida en que pesa sobre el espíritu, impide que nuestro «personaje» se
abandone con liberal soltura al usufructo del presente. Reconcentrado y grisáceo, su ánimo no está para
bromas. Es un rico venero de proyectos y la mejor contrafigura de la vacua y “dolce vita”. La
coreografía del tango, por ejemplo, tiende a ser, no expresión de alegría sino de grave eficacia y de
solemne pericia. Como en la palestra medieval el estandarte, permite clavar el yo en el centro del salón.
El lenguaje de la afirmación personal
Ningún habitante de nuestra ciudad, dotado de audición normal, ignora esta expresión corriente: “Me
lo vas a decir a mí!”. O bien: “Conozco perfectamente el asunto”. También se familiarizó con la frase:
“Cuando él va de ida, yo vengo de vuelta”. Y en un plano más pulido: “Yo soy el tipo de los
pantallazos. Visión rápida: hay que hacer esto y aquello y lo otro. Los detalles, a cargo del secretario”.
Expresiones de esta naturaleza son relativamente nuevas, pues el criollo de otras épocas se complacía
en “prudenciar”. La seguridad es rasgo que define a un considerable sector de nuestra población media
y, de modo preferente, como es natural, a quienes no han ingresado en la edad de razón, si bien es
cierto que no pocos hombres maduros eligieron la puerilidad. Un imperioso anhelo de afirmación
personal alienta en dichos modismos, de muy nítido cuño local. El uso acabó por legitimarlos como
parte del capital idiomático circulante. Asimismo, la difundida pregunta aniquiladora: “¿A quién le
ganó?”, sugiere una concepción de la existencia centrada en la voluntad de supremacía o identificada
con la incesante pericia victoriosa. Concepción en verdad estimulante que hace de la vida una curiosa y
atrayente carrera de obstáculos.
Toda expresión cuyo contenido deja de interesar, pronto se retira de las mentes y de las bocas, si bien
es cierto que la energía interior que la originaba puede pasar a otra forma verbal. Por mucho que se
trasvase y asuma nuevas palabras, la continuidad del contenido es lo que ahora nos solicita. Claro está
que frases como las citadas abundan en todos los países, pero la persistencia y el vigor de las nuestras,
lo que podríamos llamar su tensión y su temperatura, es lo que corresponde tener en cuenta.
Satisfechos con nuestro destino de conjunto, con lo que vemos y somos, también nos confortamos ante
la certeza de tener “la avenida más ancha del mundo” y “las mujeres más dotadas de elegancia”,
asertos que no refutamos, pero que debemos registrar a modo de indicios o símbolos, tal como el
“objetivo” sismógrafo registra la sensibilidad entrañable del planeta.
Manifestación extrema y negativa de ese ejemplar humano que confía holgadamente en sí mismo es el
famoso “sobrador”, arquetipo derivado que pisa con el talón, tiene opinión formada sobre todo asunto
y ejerce una dialéctica de boliche que le permite poner en claro las muchas cuestiones que sus
interlocutores tienen por confusas. Pero dejemos las excepciones para volver al tipo genérico. Digamos
que suele irritarse y sufrir cuando, descuidada por un momento su guardia, deja en los otros la
impresión de que su eficacia no es absoluta, pese al empeño que pone en mostrarse identificado con el
acierto. Es evidente que, al revelarse falible, el temor al ridículo inspira sus exaltadas reacciones. De
ello es dable inferir que se trata de un ser primordialmente social, urbano, reflejo, bien integrado en el
contexto civil. Procura mantener en alto su prestigio, que es un valor dependiente, un término de
relación entre su beneficiario y los demás.
El aplomo verbal, el tono afirmativo y rotundo que lo caracteriza, puede concertarse con cierta sensatez
fundamental. Advertimos en él atributos dispares pero no incompatibles. No debe sorprendernos, pues,
que afirme sus pies en la vida cotidiana y que raras veces ceda a los encantos de lo utópico, a la ficción
que miente prodigios. Se juzga bien dotado y a veces sufre de una intoxicación del yo, pero ello no le
impide recurrir al amigo que en tal o cual comercio “le hará precio”, ni pensar con la máxima seriedad
en la solidez económica de la caja de previsión donde está inscripto. Lo define un equilibrio de neta
estirpe racionalista. La contrafigura de nuestro personaje sería cierto tipo de porteño tan propenso al
humorismo como a la cortesía, y del que ya no quedan muchos ejemplares. Antes que aleccionar,
consulta a los otros. Su paradigma más alto: el humorista Macedonio Fernández. Hombre tan cortés
que fue a expresar sus condolencias a dos amigos, “pues no podré asistir a la inhumación de sus restos,
porque ya ustedes habrán asistido al sepelio de los míos”.
El imperio de la corrección
Nuestro apego a la corrección no es ajeno, por cierto, el agudo sentido del ridículo, rasgo este último
que se diría la piedra de toque o el sismógrafo de la sensibilidad nacional. Con frecuencia intentamos
demostrar que somos buenos conocedores de la norma vigente, tendencia que nos lleva a disponer de
un complejo repertorio de formas y actitudes ortodoxas. De ello se infiere que optamos por el “medio
tono” y que nuestros gustos se identifican con el gusto clásico, con el precepto estricto, con los estilos
autorizados por el uso. Es cierto que damos con el muchacho que se complace en exhibir una corbata
insólita o detonante, pero también es cierto que su audacia genera una especie de irritación secreta o de
callada reprobación en quienes contemplan esa herejía lineal o cromática.
La sobriedad y la mesura son atributos que, del alma colectiva, pasaron al plano artístico, como
también a los momentos de abandono festivo. Abandono muy dosificado, por cierto. Quien se pierde
con desprevención en el vértigo del baile, con la suelta inocencia de ciertos europeos, si ya excedió la
primera juventud, se gana el mote de “loco lindo”. Asimismo, aquel que no se adapta a los compartidos
hábitos indumentarios, “cree que todo el año es Carnaval”. Este rigor formalista, cuando se vuelve
extremoso, viene a dar en su contrario, vale decir, agravia la coherencia y la armonía que le dieron
origen. A veces, por ejemplo, el buen padre de familia, en la fiesta que sigue al casamiento de su hija,
luce el ritual chaqué. Ostenta esa prenda de ceremonia, pero en la cocina. “Tiros largos” entre las ollas.
Y el caso no es tan excepcional como puede creerse. La nutrida concurrencia y las reducidas
dimensiones de la casa lo obligan a replegarse con los más íntimos en tan prosaico recinto. Su traje de
gala contrasta con el ambiente. El respeto a las formas consagradas genera muchas situaciones de esta
naturaleza. Nuestra corrección (los sastres locales gustan de este vocablo: vista usted correctamente) se
ajusta a modelos prefijados que no es dable sortear sin que padezca afrenta el consenso público. Lo
puramente estético queda subordinado a la norma imperante.
Alfonso Reyes advirtió en nuestro país cierta vocación normativa, cierta respetuosa adaptación a
formas públicamente impersonales. Con ánimo benigno, sólo se detuvo ante los efectos educativos de
una constante presión social. Alienta aquí, nos dice, una fuerza consciente y premeditada que va
plasmando, al manifestarse en las cosas humildes y diarias, una disciplina colectiva muy laudable. El
mucho crédito que otorgamos a la apariencia, a la regla automática, es fuente de virtudes. Se trata de
una especie de acatamiento institucional que, en última instancia, sirve de base a todo un sistema de
urbanidad. Nuestros cuidados externos convierten la vida en una carrera de obstáculos, haciendo que la
calle misma se transforme en gimnasio o plantel educativo. Buenos ejemplos son la vertical pulcritud
de los pantalones argentinos y el parejo estilo con que las damas se ciñen o tercian algunas prendas de
vestir. Lo importante es no desentonar, allanarse al hábito vigente. Lo compartido y genérico prevalece
así sobre toda pequeña disidencia o peculiaridad personal. Esta respetuosa nivelación republicana se
revela también en el ánimo reverente con que juzgamos todo organismo abstracto, toda entidad estable,
toda estructura poderosa. La institución argentina –señala Reyes– es superior a los individuos que la
integran, y ello comporta una verdadera conquista democrática. La sociedad científica o la fundación
artística cuenta más que sus componentes, por muchos méritos que ostenten estos últimos. He aquí un
argumento de autoridad que está en todos los labios: “Lo dijo el diario X, nada menos”. No obstante
los excesos que dicha propensión apareja, se logra así la suma de las virtudes individuales, y gozamos
del magnífico espectáculo de una nación fundada sobre la cabeza de sus hombres. Hermosa
experiencia que mucho interesaría a los enciclopedistas del siglo XVIII. Claro está que no debemos
olvidar la filosofía de la persona... ni disolvernos bajo el horror a lo diferente y singular.
Cuadros sociales abiertos
Los sociólogos han acuñado la expresión «movilidad social» para dar cuenta del tránsito positivo y
ascendente que cumplen los individuos dentro del contexto humano en que se integran. Como se trata
de una expresión circulante y conocida, la preferimos a sus congéneres menos habituales. Por otra
parte, su contenido no es impreciso. Sugiere fluidez y dice de un horizonte abierto a variadas
posibilidades de progreso.
Todo hombre es, potencialmente, una sucesión de proyectos, pero los planes y las aspiraciones del
arquetipo local que nos ocupa no se agotan en mera subjetividad sino que tienen carácter aplicado y
manifestación concreta. Con celeridad que causaría asombro en los países de estructura estable,
nuestro hombre medio pasa de un estamento social a otro y asume con premura los diversos estilos
que esa mudanza constante le impone o le aconseja. Se diría que la incesante adopción de nuevas
formas es la condición y el objetivo de su existencia. Se trata de una rápida evolución que, con
mayor o menor fuerza, resulta perceptible en el doble plano de lo material y lo espiritual. A veces,
claro está, quedan algunos estilos y modos de comportamiento a medio hacer, deficiencia que
obliga a improvisar pericias y aptitudes, sobre la marcha. A lo largo del camino se vivieron
experiencias que, por instantáneas y fugaces, no se anudan o eslabonan bien en los espíritus,
siempre arrojados hacia el futuro. Crasos y primarios modos verbales, por ejemplo, suelen darse en
hombres que lograron justificado aprecio científico o artístico.
Para no pocas personas evolucionadas, la obligación de escribir una carta configura un verdadero
drama postal y gramatical. Como si se hubieran esforzado en una sola dirección, consiguieron cultivar
con eficacia, y a veces con brillo, una disciplina determinada, pero tal éxito comporta la renuncia o el
sacrificio de nociones que hubieran hecho suyas a través de un proceso más lento. El hijo del atareado
inmigrante se muestra menos propenso al gratuito goce del mundo que a la metódica “conquista” del
porvenir. De ahí los heterogéneos aspectos de su interioridad y los desniveles que se advierten en su
inestable repertorio de gestos, actitudes y vocablos. Pero se mueve en una perspectiva abierta, respira
un aire adecuado al despliegue de la voluntad y, al margen de los estímulos oficiales, nos ofrece desde
abajo una lección de inquieta democracia práctica. Del boliche al consultorio. Inversamente, en no
pocos países americanos y europeos, dentro del orden de la familia, el almacenero engendra
almaceneros y el abogado se desdobla en abogados.
Cierta dama que profesa la música con discutible brillo, y que de otro país americano vino al nuestro,
narró en rueda de amigos sus primeras relaciones con Buenos Aires. Su condición de forastera le
permitía confrontar estilos y modos nacionales. Luego de amenizar la reunión con un desconcierto de
piano, recordó que un chofer que la había conducido hasta un teatro céntrico cayó en la demasía de
hacerle la corte. Ni agrado ni desagrado: sorpresa. Venía de una tierra donde los estamentos sociales
son rígidos y cerrados. Formada en este ámbito, no podía liberarse de cierta concepción feudal de las
relaciones humanas. “¡Pero un chófer...!”, exclamaba la perpleja concertista. Luego hubo de reconocer
que su postulante parecía ser un hombre inteligente. Recordó algunas circunstancias personales que le
había confiado aquél. Le había dicho que dedicaba al estudio sus horas libres, pues seguía cursos en
una escuela industrial. “Bueno... ¿ha visto?” –acotó uno de los oyentes, como llamándola a la realidad.
La esponjada señora, por otra parte no exenta de ingenio y cordialidad, corroboró así un rasgo social
que responde con justeza a nuestra vocación de futuro, más avecinada a la índole republicana que al
espíritu de casta.
Acaso provenga de este sentido funcional de la vida, particularmente notorio en los centros urbanos, la
contención y la seriedad que nos caracteriza. Y sin caer en profecías aciagas, subrayamos que es
necesario velar a fin de que el progreso externo o visible no paralice o imponga un ritmo lento a la
íntima evolución de nuestra humanidad arquetípica. Ya en nuestro siglo, pacificado el país y afianzadas
las instituciones, el habitante de las ciudades crea valores para codiciarlos después. Este movimiento
posesivo y práctico viene a trazar un deslinde entre la desligada vida pastoril y el ímpetu conjuntivo de
Buenos Aires.
La familia, deber social
La vida es una seria tarea, un arduo oficio para el argentino simbólico que examinamos. Con todos los
riesgos inherentes a los esquemas de esta naturaleza, cabe afirmar que esa grave tarea (ya Almafuerte
vio en la vida un deplorable oficio) se manifiesta en obligaciones, formalidades y solemnes ritos que
no sólo jalonan su destino sino que con frecuencia lo absorben y sustituyen. Antes de alcanzar los años
de madurez, juzga que la vida de familia es importante y esencial, pero ligeramente opaca. En cambio,
tiende a creer que fuera de ella, en un ámbito exterior donde se siente libre, ya se trate de la calle o del
café de la esquina, todo se vuelve más interesante, pero también más perecedero y frívolo. Veinte años
atrás el cabaret era cifra y emblema de esa magia liviana que conjuga lo exótico y lo placentero. La
pista de estos negocios menguantes fue luminosa palestra donde su empeño de afirmación personal
podía cumplirse, ya arrimado a la beldad de turno.
Pero la contrafigura de este esplendor ligero y ficticio es la reposada existencia doméstica. Todo
cambia cuando llega la hora de constituir hogar. Nuestro arquetipo admite –lo decimos con palabras
bíblicas– que hay una edad para reír y una edad para llorar. No debe extrañarnos, pues, que asuma
deberes y practique ritos caseros con un espíritu formalista propenso a la acartonada dignidad. Las
ceremonias, digamos, que celebran el amor, el éxito profesional o el advenimiento del hijo, son
iluminativas a este respecto. En la órbita de nuestro estilo, esos actos alegóricos o sacramentales no
sólo constituyen severos compromisos emergentes de una acatada convención social, sino que suelen
apagar o posponer la espontánea energía interna que presuntivamente les dio origen. Con frecuencia,
tanto las ceremonias felices como las luctuosas son ocasiones que nos permiten mostrarnos
conocedores de la norma y fieles al principio vigente. Quien organizó una fiesta, pongamos por caso,
ha de sentirse satisfecho menos por el júbilo que vino a coronarla que por los cuidados formales que le
dieron realce. El dueño de casa suele comentar: No ha faltado nada; hicimos un buen papel... En
efecto, ningún detalle del ritual fue violado y, en consecuencia, el éxito guardó relación con los
esfuerzos preparatorios.
En tesis general, cuando ha llegado el tiempo de ejercer una profesión, el argentino medio la considera
un serio deber y no una forma de realización interior. Llegada la hora de fundar familia, como si
embridara sus impulsos románticos, se detiene a examinar los compromisos y los esfuerzos que ha de
imponerle su cambio de estado. Claro está que el ambiente, el medio económico y otros factores nada
subjetivos, gravitan sobre su espíritu reflexivo y sobre sus decisiones. Pero “no es bueno que el hombre
ande solo”, dice el texto sagrado. Asume, pues, la nueva responsabilidad. Entonces, como quien
ingresa en orden monástica, suele declarar que los alegres días quedaron atrás, dado que el matrimonio
le dicta el estilo del hombre formal y hogareño. En una reunión cuya crónica está en cualquier tango, se
despide de “los muchachos de la barra”.
Es dable percibir una reacción parecida en el padre reciente, cuya dicha no excluye la reconcentrada
dignidad. El júbilo ruidoso le parece inconveniente cuando se trata de saludar la multiplicación de la
especie humana. Además, hay que pensar en el médico y en los libros escolares. Por encima de estas
reacciones, en lo más alto de la escala afectiva, se yergue la condición de madre, que implica muy
venerados atributos: resignación estoica, abnegación, generosidad. La imagen de la Madre Sufriente
pasó del orbe religioso al terrenal. Se da por admitido que vino al mundo para ejercer el bien y probar
el infortunio. Para todo aquel que padece, el sentimiento popular acuñó esta colorida frase: “X sufre
como una madre”.
El “sobrador” y sus variantes
Afamados intérpretes del ser nacional se ajustan a un estricto método histórico y rehúsan los datos
inmediatos de la realidad. Puesto que los estilos y rasgos colectivos propios del siglo pasado en nada se
asemejan a los actuales, parece ocioso desentrañar el carácter de nuestra comunidad en función del
domador, la toldería o el ganado chúcaro. En este orden de cosas, los exámenes retrospectivos siempre
orillan la leyenda y el mito. No es posible asumir esa actitud interpretativa y al mismo tiempo declarar
que el hombre es un producto del medio social-económico. De quienes adoptan ambos rumbos, se ha
dicho con acierto: cuando se interesan en el pasado dejan de ser materialistas, y cuando son
materialistas olvidan el sedimento histórico. La técnica y la nostalgia llevan direcciones opuestas. Si las
precedentes digresiones son válidas, fácil será admitir que nuestra psicología social ha de indagarse, no
a través de prestigiosos símbolos yertos, sino en función de ese hombre oscuro y modesto que cuida,
pongamos por caso, su precario jardincito en Liniers o en Villa Lugano. Por mucho que el sencillo
empirismo y la directa observación de los hechos tengan cierto aire prosaico, es indudable que lo típico
y representativo sólo puede rastrearse en los dominios de lo cotidiano.
Dentro de la galería de tipos humanos que florecen en estas latitudes, como subespecies o derivaciones
que no pretendemos identificar con nuestro hombre medio, cabe mencionar al vivo y al sobrador. Este
último es un personaje antisocial, cuya aplomada suficiencia dimana de una secreta inseguridad de
fondo. Vive en estado de permanente tensión, siempre quiere decir la última palabra (como si fuera un
tribunal de alzada), trae todas las soluciones en el bolsillo y cuando discute, menos que para
desentrañar la verdad, lo hace para imponerse. Asociado a sus congéneres, integra la agresiva “patota”.
Por su parte, el sobrador que actúa en un plano más elevado, no bien la buena fortuna lo favorece,
pierde naturalidad y soltura. Entonces, como si el puesto que ocupa se le hubiese subido a la cabeza,
afirma que el ambiente donde resplandece le queda chico.
Las circunstancias exteriores han modificado su interioridad. Sabe que en nuestro país, todo aquel que
asume una apariencia importante, no tarda en volverse importante. Cuando condesciende a saludar –
inexpresivo el rostro y apretados los labios–, se diría que concede una merced. Como si la suficiencia
lo hubiera mineralizado, adquiere una impasible rigidez de criatura neolítica.
El sobrador arquetípico cultiva cierto “chauvinismo” de puertas cerradas que, por cierto, nada tiene
que ver con el sentimiento patriótico. El país es una especie de proyección natural de su persona;
ensalza sus virtudes y sus riquezas para confirmarse a través de ellas, para ostentar lo que podría
llamarse un envidiable “valor de situación”. Si concurre a una fiesta, no será para divertirse, sino para
triunfar. Años atrás, cuando todavía el tango era una ciencia aplicada y no una danza, y la gomina una
brillante vocación nacional, cierto ejemplar de esta especie realizó un viaje a Francia. En uno de los
salones que frecuentó quiso lucir sus pericias de bailarín. A su regreso, comentó esa experiencia con
desencanto: “Allá son otras las costumbres... Salí a la pista, pero nadie me miraba; todos se divertían y
estaban en lo suyo”. Por lo demás, su conversación abunda en expresiones como “primero yo”,
“carpeta es lo que me sobra”, “le puse la tapa”, “a mí nadie me gana de mano”, etc. En rigor, el
sobrador es un sobrante social. Con frecuencia, su inventiva y su sentido humorístico se ejercitan a
costa de los otros.
El vivo, digamos así, es una variante benigna del personaje genérico que dejamos bosquejado. Suele
poseer rasgos estimables y no carece de simpatía comunicativa. Se inserta bien en los ambientes de la
novela picaresca. Sus palabras son discretas y sus actitudes son mesuradas, pero detrás de ellas esconde
un propósito especulativo, un plan cuya consumación habrá de reportarle beneficio o provecho.
Practica una política secreta que le permite obtener “sin cargo” lo que normalmente se obtiene
mediante retribución. Es el muchacho, valga el ejemplo, que se hace amigo del acomodador de cine
para tener acceso gratuito al espectáculo. Cuando sus defectos se acentúan y exacerban, damos con el
“ventajita”, vocablo que, ciertamente, no se acuñó por mero azar. Este subtipo, que constituye legión,
se pliega a las más variadas circunstancias y parece ser reflejo de una concepción materialista de la
vida.
La vuelta del Viejo Vizcacha
Después del armisticio de 1918, en todas las latitudes del orbe, los postulados del nacionalismo político
se fortalecieron hasta la exasperación. Encontraron respaldo en cierto fervor cerrado y limitativo que
fue particularmente notorio en los países que padecen el complejo de factoría y que aún no accedieron
a la etapa industrial. Contra los principios más vívidos y operantes a lo largo del siglo pasado –“el
progreso une a los hombres”; “breguemos por la fraternidad universal”; “proletarios del mundo,
uníos”– después de la primera guerra mundial pudo advertirse que las causas populares y las
nacionales tendían a identificarse. Se produjo una gradual atomización de reclamos y vindicaciones,
pero al mismo tiempo se buscó en el pueblo el fundamento y la razón última de todas las luchas y las
prédicas, sin excluir, claro está, las que se desarrollan en el campo internacional.
El acceso del obrero a la felicidad material fue el mejor justificativo de esos evangelios violentos y, de
tal modo, el romántico sentimiento nacionalista de otras épocas sobrellevó una evolución que vino a
desembocar en designios concretos y positivos, en planes donde los valores morales aparecen
subordinados a fines esencialmente prácticos. Se quería modificar la realidad inmediata desde el
dominio donde juegan los bienes instrumentales. La dignidad inherente a la condición humana habría
de alcanzarse mediante la elevación del nivel de vida de los desposeídos; en consecuencia, la política
se convirtió en una corriente tributaria de la economía. Esta concepción pragmática hizo todo su
camino de la mano de aquellas innovadoras teorías científicas para las cuales la circunstancia nacional,
lejos de ser un etéreo motivo de prestigio o un acicate capaz de suscitar empresas heroicas y
desinteresadas, es una especie de categoría irreducible y primera a la cual han de plegarse todas las
disciplinas sociales y políticas.
De la abierta y desprevenida noción de patria al encierro excluyente media tanta distancia como la que
separa el justo reclamo movido por un anhelo de bienestar decoroso de la avidez obstinada y del
empeño acumulativo que definen el espíritu grisáceo de la pequeña y alta burguesía. Bajo la
gravitación de factores diversos, esa distancia dejó de ser perceptible en la intimidad del hombre medio
argentino. Ya ni siquiera son imaginables las condiciones y las formas sociales del siglo pasado, es
decir, de un tiempo en que cualquier estancia contaba con la población suplementaria de cinco o seis
“agregados”. La transformación operada, claro está, ha sido pródiga en venturosos resultados y en
consecuencias indudablemente positivas, pero hizo caer el acento sobre una dinámica concepción de la
vida que en cierto modo subordina el hombre a las cosas. Bajo su imperiosa influencia, la idiosincrasia
de nuestro sujeto “representativo” ha sufrido una mudanza profunda. El régimen absolutista que
antepuso el holgorio circense a los deleites de la cultura –por cierto, más arduos– abrió profundo cauce
a esas propensiones todavía difusas, nos adoctrinó en el desprecio de todo aquello que no se cotiza en
los mercados y se propuso difundir los atributos burgueses menos recomendables. La mansedumbre
satisfecha siempre resulta grata a las conciencias autoritarias.
El afán adquisitivo, la ventaja ocasional, el provecho que no supone un justo reverso de esfuerzo o
rendimiento y la prudente conservación del “status” económico alcanzado, vinieron a configurar una
arquitectura psíquica que, en verdad, nada tiene que ver con el estoicismo fatalista de nuestro antiguo
hombre de campo. El sufrido trabajador que asciende al nivel de la calmosa clase media no tarda en
adoptar los métodos preventivos y el cauteloso estilo que singularizan a esta última. El burócrata en
quien se advierten las propensiones del jubilado nato y que, cualquiera sea su edad, sólo vive en
función de la senectud, es emblema y reflejo de esa previsora especie ascendente que en los últimos
decenios se multiplicó hasta lo inverosímil. En suma, la exasperación nacionalista, un ímpetu uniforme
que sólo persigue la ordenada quietud y una fuerte apetencia de seguridad material –el vocablo
previsión es el que se articula con mayor frecuencia en nuestro país– son las consecuencias más
visibles de la política social que se practicó en los últimos años. En función de los individuos, esto es,
de los objetivos próximos, estimamos que dicha política puede oponer sólida justificación a sus
negadores; en función del país, la juzgamos funesta.
Oportuno es observar que ese tenso anhelo de estabilidad y resguardo persigue un bien siempre móvil
y distante, ya que, en última reducción, es un modo de encauzar el quehacer de las sucesivas jornadas,
un estímulo bajo cuya acción la vida de nuestro sujeto típico encuentra sustancia y sentido. Se trata de
una meta ilusoria o huidiza que le permite mantenerse en estado de extrema tensión y que lo aparta del
abismático vacío. A diferencia de otros pueblos americanos, ancestralmente dispuestos a dejarse llevar
por el azar de los días, el nuestro se define por una grave tensión que excluye toda posibilidad de
soltura y de abandono. En rigor, ignora el presente y codicia una seguridad bien aplomada que es su
desvelo avasallante. La preservación del futuro –cuidado propio de los viejos– empareja esfuerzos y
voluntades.
En la medida en que el hombre de una clase social determinada asciende con relativa facilidad a la
inmediata superior, nuestro medio no es propicio a las reivindicaciones violentas. Por otra parte, la
condición fluida y cambiante de los estamentos populares, con la fuerza persuasiva de todo lo
verificable y sustantivo, contribuye a fortalecer –más allá de nuestros gobernantes– la conciencia
democrática del cuerpo civil. Y es justamente esa perspectiva siempre abierta, esa posibilidad de
acelerada evolución material y cultural, la causa evidente de los desniveles y las contrapuestas facetas
que percibimos en la hondura del individuo medio y, consecuentemente, en nuestra psicología
colectiva. Por otra parte, es dable afirmar que las fuerzas prospectivas son, en última instancia, fuerzas
estabilizadoras. El conformismo siempre supone un mínimo de aspiraciones que es preciso llevar al
terreno del quehacer cotidiano, o un mínimo de patrimonio que es necesario acrecer. Esperábamos la
vuelta de Martín Fierro, pero ha vuelto el viejo Vizcacha.
El templado clima anímico
Hemos intentado, con dudosa fortuna, tender las coordenadas capaces de orientarnos a través de
nuestra psicología social. Delimitado, siquiera de modo impreciso, tan arduo terreno, acaso sea posible
resumir lo antedicho y extraer algunas conclusiones de los hechos expuestos. El sencillo procedimiento
empírico sólo se justifica en función de lo general.
En la hora presente, la gravitación de las antiguas costumbres criollas es poco menos que
imperceptible. Movidos por el anhelo de ser diferentes y, en lo que concierne al siglo XIX, llevados
por el afán de apartarnos de España, hicimos del gaucho la raíz y el dechado de ser nacional. Corrido el
tiempo, nuestro héroe cerril alienta en el alma popular como uno de los muchos factores operantes. Es
apenas un ingrediente de nuestro complejo laboratorio étnico. Somos humanitarios y generosos,
pongamos por caso, no porque nuestro arquetipo agreste obre como fuerza determinante, sino porque
tales virtudes suelen reiterarse sobre la faz del planeta, ya se trate de la cuenca del Plata, ya del
Támesis, ya del Don apacible. El gaucho, cuyos atributos son dignos de alabanza, es un mito
sentimental que nos halaga –nada de repudiable hay en ello–, pero en modo alguno puede servirnos de
punto de partida para desentrañar el carácter colectivo. Ahora bien: a medida que se aleja de nuestra
realidad, se afianza con mayor brío en el terreno de la ficción literaria. La sola aparición del Martín
Fierro bastó para modificar el valor específico y la resistencia interna de todas nuestras obras de
imaginación. Confrontados con dicho poema, sus congéneres locales parecen borrosos y evanescentes.
El infortunio y el coraje son los cimientos de esta obra fundamental, cuyo héroe padece la injusticia de
un medio que le impone una férrea alternativa: la sumisión o el homicidio.
La brusca evolución de que somos escenario no excluye cierta leve continuidad, cierta línea vertebral
que los años no han borrado. El estoicismo, la sensatez y la vocación normativa definen a nuestro
pueblo, también reconocible por su actitud receptiva y abierta al porvenir. Organizado el país en
tiempos del libre examen y de la fraternidad universal, nuestras instituciones –erigidas después de
Caseros– espejan con precisión esa época. Las ulteriores corrientes inmigratorias fueron respaldo vivo
de la filosofía social por entonces adoptada. Nuestra mejor tradición es el porvenir –le oímos decir a un
escritor nada propenso a los juegos verbales.
Las direcciones íntimas que dejamos señaladas se apoyan con recíproca firmeza: las fuertes
convenciones que pesan sobre nuestra vida de relación se llevan bien con ese realismo sensato que es
nuestro común denominador; el espíritu normativo pide un mundo estable y ordenado. Para nosotros,
como para Schopenhauer, la pasión es el mal. He aquí una exhortación, muy frecuente: “Trate de ser
objetivo”. Todas las demasías –¡no hagás teatro!– generan un asombro esencialmente adverso. El
equilibrio formal y el imperio del medio tono definen a nuestra comunidad. A este respecto, el
novelista europeo W. Gombrowicz observó con acierto: “Los argentinos no caen en el melodrama, ni
en el sentimentalismo, ni en la bufonada. Por lo menos, no caen jamás del todo. No condenan ni se
avergüenzan tanto como nosotros. En ellos, la vergüenza es menos vergüenza; el asco, menos
asqueante”.
La exaltación del progreso, en tanto que expansivo mito dinámico, es otra de nuestras propensiones
notorias. No se le rinde un culto candoroso, ni promueve ese éxtasis inferior de que nos habla Poe, sino
que trasluce una aplomada concepción de la vida.
El obrero europeo que se multiplica en hijos argentinos sabe de esa animosa tensión hacia el futuro.
Sus rudos trabajos dibujan el rostro del mañana. Los frutos de su esfuerzo rebasan el orden meramente
material. Las salvajes pampas de antaño generan ocasiones de civilizado afinamiento. De haber nacido
en el país de sus progenitores, esa primera generación de argentinos no hubiera podido exceder el
ámbito artesanal de aquéllos. Asimismo, la expansión del estilo urbano, con menoscabo de los viejos
modos campesinos, es otro hecho decisivo dentro de la evolución del espíritu nacional.
Lirismo y facilidad
La seducción avasallante que sobre nuestros hombres de letras ejerce la poesía lírica, hoy atendida por
innumerables adeptos, engendra cuantiosos y temibles regalos. Una heredada superstición moviliza a
sus cultores locales, cuyo fervor dispendioso abruma imprentas y abarrota librerías: consideran que
este género literario se halla investido de una superioridad no compartida por ninguna de las otras
proyecciones imaginativas.
Innecesario es subrayar que ninguna teoría de los valores estéticos respalda esa divulgada creencia, tan
extraña a las jerarquías propuestas por los tratadistas clásicos como apartada de los rumbos que siguen
las más lozanas y recientes energías creadoras. Los autores clásicos nunca se avinieron a degradar la
poesía dramática. Tampoco la épica salió menoscabada de las reflexiones que condensaron en sus
libros. Ahora bien: si la “modernidad” puede ser decisiva en este orden de preferencias, cabe observar
que la novela fluye con más juventud y poder radiante que la poesía lírica. El género narrativo, en sus
formas rigurosas, sólo ha cumplido un siglo.
Conforme con el prejuicio vigente, los impulsos cordiales y los movimientos del ánimo son los
supremos objetivos del hombre de letras. Sólo alcanza estos codiciados fines el poema que nos
comunica una ternura otoñal, un valioso temblor, un desmayo selecto. Lo importante, según puede
verse, es potenciar un desvanecimiento y reducir a poesía un estado de alma. Las deducciones no son
costosas: se tiende a canonizar las dádivas de una sensibilidad desligada, cambiante y destituida de
coherencia. Tan azarientos regalos no bastan a traducir una definida concepción del mundo y, puesto
que no responden a norma alguna, carecen de aquella objetividad que es condición inseparable del arte.
Así fecundada y ejercida, claro está que nuestra lírica puede multiplicar sus criaturas de modo
incesante y pavoroso.
La mayoría de sus fieles jura que no existe forma poética más digna y prestigiosa. En particular, los
jóvenes le consagran una devoción no siempre recompensada. Los estímulos de esa incansable
fidelidad no reclaman exploración alguna, puesto que son evidentes. Pero conviene enumerar los más
conocidos:
1º El mito de la facilidad obscena. La poesía lírica, para muchos de sus cultores locales, excluye todo
plan y no supone sacrificio alguno. Permite seguir la línea del menor esfuerzo: todo consiste en
“dejarse llevar”. En cambio, la narrativa, la crítica, el ensayismo (casi baldíos entre nosotros), exigen
tareas preparatorias y desarrollos orgánicos.
2º El prejuicio jerárquico. A la ya enunciada carencia de normas viene a sumarse otro motivo de
seducción que gana voluntades para la poesía lírica: el mito de su incomparable jerarquía. El poema
lírico –suele afirmarse– no reclama fervientes indagaciones, penuriosos tanteos y obstinadas esperas.
Esa facilidad activa, cuyos frutos son accesibles y de todos, es notoriamente ventajosa, puesto que
demanda una tensión mínima y concede un máximo de prestigio. Permite –el lenguaje comercial es
inevitable– adquirir una aureola a bajo precio.
3º El prejuicio místico de la gracia. Para sortear obstáculos y declinar problemas, el poeta invoca
ciertos atributos sobrenaturales que lo eximen de todo esfuerzo realmente apreciable. Nimbado y como
escondido en el esplendor de su propia leyenda, disimula el escaso rigor de sus construcciones y la
simplicidad impúdica de sus tareas. Sus leyes no son las humanas. Puede resistir, ostentosamente, toda
invitación a la coherencia y al método.
4º El gasto mínimo. Razones de orden material y concreto militan en favor de esa abundancia, de esa
leporina multiplicación poética. Como nuestro arquetipo lírico no erige vastas arquitecturas, sino que
anota sus instantáneas emociones, puede llegar al público en diminutas plaquetas. El trabajo del
prosista, por lo general, es más prolongado y más intenso. El verso consiente una mayor celeridad: dos
pliegos bastan...
La sobreestimación de las potencias sentimentales es otro factor concurrente. No hemos enumerado
este preconcepto porque está implícito en la superstición jerárquica. Por lo demás, ya señalamos la
fuerte atracción que ejercen los impulsos cordiales: un estremecimiento vale más que una idea; el más
trivial de los sonetos, si confiesa una perturbación del ánimo, reduce y desmorona a Samuel Johnson, a
Saint-Beuve, a Groussac y otros gélidos prosadores.
Estimulado por su vanidad, ese poeta innumerable renuncia a toda labor y se limita a poner en juego
sus presuntas, misteriosas riquezas. Con inmodestia ejemplar, admite que nació armado de todas las
armas y desdeña los costosos hallazgos de la premeditación y del espíritu normativo. Su romanticismo
apremiante le permite rendir la Musa antes de haberla cortejado. La violación suplanta al
consentimiento, ese delicioso y arduo consentimiento que para Giradoux es la instancia más valiosa del
amor.
La posición estética que dejamos enunciada revierte la corriente de nuestras letras al 1900 y, pese a la
devoción de modernidad de quienes la sustentan, los muestra identificados con los muchos Fernández
y Espiro de aquel entonces. Nos referimos a nuestro 1990, porque es sabido que en otras zonas del
mundo poético ya había ocurrido el episodio Mallarmé –largo anhelo sin renunciamientos–, y también
la peripecia Whitman, cuyo mensaje, depurado a través de muchas versiones, es trasunto de sus hondas
y generosas batallas.
Cuando se descarta la duda y no se advierte un fervor ennoblecido por la espera, todo se resuelve en
acción, en intensidad aplicada, en rendimiento. Entonces, el ideal burgués de la producción en masa
invade también el arte.
Nuestros premiosos líricos parten de la siguiente convicción: la autenticidad y pureza de un poema
están en relación directa a la falta de escrúpulos de su autor. Se apoyan, también, en esta creencia: la
reflexión es una herejía; enturbia la delicada corriente emocional e introduce elementos recibidos,
exteriores, artificiosos. Se olvida que el poeta maneja palabras y que el idioma es cosa aprendida, vale
decir, una convención y un artificio. Cierto literato porteño declaró alguna vez, con elocuente
melancolía, que ningún libro podrá registrar con fidelidad las voces y los singulares movimientos de
los irracionales. Como la mayoría de sus colegas, aspiraba a lo espontáneo y lo sincero. Maurice Ravel
ha dicho que cuando uno se deja llevar de la espontaneidad, parlotea y no pasa de allí. Por otra parte, es
innegable que más espontáneos y directamente expresivos de nuestros estados de ánimo son los
sollozos, los balbuceos y los bostezos, pero con estos huidizos materiales no es dable intentar poesía.
Nada se quiere sacrificar; no hay verso que no pida la infinitud del tiempo; no hay página que merezca
las honras secretas de la destrucción y el olvido. Esta ausencia de responsabilidad se concierta con una
insondable ausencia de procedimientos. Quienes así proscriben la duda, aceptan con prontitud todos los
regalos ocasionales y renuncian a poner en juego sus facultades selectivas. Puesto que todo les fue
dado, creemos que su altiva negligencia es justificable.
Abolidas las leyes melódicas y descartados los desarrollos argumentales, no queda más solución que
adoptar el estilo divagatorio y proceder por acumulaciones. Entonces, cada verso trae una realidad y
una atmósfera verbal distintas.
Tacaño de sus más arduas (y supuestas) riquezas, nuestro lírico arguye que es innecesario colaborar
con el alma. Ello explica la abundancia de libros que no son malos, sino reiterativos. Las más veces,
alcanzan cierto nivel, pero sus milagros son accesibles y cotidianos. Ni gravitan sobre la evolución de
la cultura ni trasuntan la intención de rebasar las formas hechas.
Conviene destacar que un equívoco dañoso pesa sobre el concepto de artesanía. Por lo general, se lo
consubstancia con la busca de preciosas rimas y demás encantos exteriores. Hay una artesanía
profunda que define las proyecciones más íntimas del poeta y que replantea todo el problema de la
expresión. Sólo ella supera el mundo de las aproximaciones, elimina lo superfluo, somete los medios a
los fines. Difiere notablemente de la “mera prolijidad, que es a la exactitud lo que la superstición a la
religión verdadera”. Solamente el fervor artesanal reúne y compromete todas las energías en una
extrema tensión del ser. Esa operante inquietud suscita un desdén nada juicioso, y ya lamentable
cuando quienes lo profesan luchan por la dignificación del buen obrero.
El hondo Valéry, que nada tiene de conformista, puede ilustrar nuestra queja: “Amo a esos amantes de
la poesía que veneran a la diosa con demasiada lucidez para dedicarle la desidia de su pensamiento y la
flojedad de su razón”. Es evidente que el autor de Charmes –lo subrayan sus críticos– no se deja
envolver en el nimbo religioso que tejemos en torno de los poetas.
Renuncia e endiosar la intuición ingenua, le asombra que nadie quiera llegar hasta el fin y no admite
que se pueda fundar poesía sobre la gratuidad y el azar. Entre nosotros, el placer que deparan sus libros
hizo que se olvidara su conducta.
Nos atrevemos a interrogar de este modo a nuestros poetas espasmódicos: ¿Cómo admirar la aventura
sin riesgo, el prodigio hecho costumbre, la hazaña indolora? Estos desganados se autorizan también de
la subconciencia. El vasto acervo de lo aprendido y mecánico –no lo más viviente del ser– perdura en
ese depósito sombrío. Por otra parte, ya observó Thierry-Maulinier que no todo lo subconsciente es
poético.
En proceso paralelo al que cumplen las disciplinas científicas, el arte de nuestro siglo tiende a decirnos
que las cosas individuales son y no son al mismo tiempo. Éstas no se ajustan a las categorías que dicta
la lógica, sino a las que determina la magia, por cierto más flexibles y liberales. También algunos
lapsos griegos y algunos períodos de la Edad Media (Eckhart), se apartaron del principio de identidad.
Lo cierto es que ahora está como desterrado de los dominios artístico y científico. Después de
Pirandello, parecen desecharlo Kafka y Joyce, Breton y Picasso. En el campo de la física y las
matemáticas, después de Kantor, se acentúa el mismo proceso crepuscular. El dadaísmo es su fiscal; el
superrealismo, su juez sarcástico. Los feligreses de ambas capillas se complacen en consustanciar
estados anímicos opuestos entre sí, exaltan las oscuras formaciones oníricas –donde el ente A, sin dejar
de ser A, es también B– y, con firmeza en verdad curiosa, aconsejan la libertad pero rechazan toda
responsabilidad.9
El ímpetu rebelde que singularizó a la primera etapa del superrealismo hubo de disolverse en una
severa ética normativa. De modo paulatino, las joviales demasías y las vehementes polémicas
perdieron su eficacia combativa. Pierre Naville dice con verdad de sus antiguos cofrades: “La
burguesía no los teme; los absorbe fácilmente”. La expansión planetaria, el triunfo directo o indirecto
de la doctrina superrealista acabó por disminuir su capacidad de sorpresa y vino a liberar las densas
atmósferas acumuladas en su ámbito de origen, cuya excesiva presión inicial encontró compuertas en
el asentimiento colectivo. Ahora, esa atmósfera es respirable y, por lo tanto, no perturba nuestro ánimo
ni suscita nuestra inquietud. El mundo hizo suyas las criaturas plasmadas en ese Edén hoy accesible; el
mundo recibió con beneplácito los dones (nadie duda de que el superrealismo fue pródigo en dones)
procedentes de aquel Paraíso ya franqueado, como un parque municipal, a la curiosidad de todos. En
consecuencia, resulta vano el empeño de quienes anhelan mover batalla sobre territorio sometido.
Con frecuencia, los movimientos literarios progresan de modo sutil y siguen caminos sinuosos. Cabe
recordar la declaración superrealista destinada a los directores de manicomios, ante quienes se
formulaba la defensa estética y filosófica de los locos. Bueno es tener en cuenta, asimismo, las duras
objeciones que el grupo automático dirigió a la civilización occidental, para identificarse finalmente
9 Nota del autor: Las doctrinas, como los hombres, tienen antecesores. Schopenhauer aduce que el arte se sitúa más allá del
principio de razón suficiente.
con las milenarias virtudes asiáticas: “Queremos que los mogoles vengan a ocupar nuestro sitio”.
Oscuramente, la nueva doctrina retocaba su origen y seguía imprevistas direcciones. Ahora bien:
dueños de atributos proféticos o sólo fieles al sentir de nuestro tiempo, los evangelistas del
movimiento, allí donde razonan un elogio de la locura, exaltan el despertar asiático y hacen del mito la
entraña más profunda de la poesía, vislumbran o espejan la faz de nuestro siglo, cuyas turbias
corrientes irracionalistas son bien conocida. Esa adecuación natural nos revela que todo está
impregnado de superrealismo; nos hallamos ante un bien público que, por serlo, pierde su vigor
heterodoxo o disidente. Pero su mismo poder gravitatorio, a la vuelta de los años, lo distancia de su
manantial y le imprime un sentido que en cierto modo implica su refutación.
El superrealismo tiende a identificar naturaleza y arte o, para decirlo de manera menos imprecisa,
quebranta las convenciones estéticas que impiden acceder a la pura naturaleza; en la medida en que
registra los datos inmediatos del alma, sus obras son virginales documentos psicológicos. Descartadas
la reflexión y la voluntad, abatidas las vallas que separan el hecho artístico de los inevitables accidentes
internos, todos los individuos de la especie humana, con mayor o menor eficacia, se hallan condenados
a la creación involuntaria. Ajeno a toda vocación antológica, el superrealismo coincide o se
consustancia con el vasto mundo. Ya dijimos de su expansión literaria y de su acción catequística.
Hombres de unas y otras banderías, bajo influencias inextricables pero intensas dentro de un definido
espacio de tiempo, lo han hecho suyo. Tal vez sin proponérselo, el errante y solitario Joyce, artista que
no supo de dogmas ni se adscribió a círculo alguno, logró situarlo en el más elevado plano estético:
misteriosas son las causas que enriquecen o apagan una doctrina, y sus vicarios pertinaces sólo por
excepción parecen llamados a proyectarla hacia el futuro.
No pretendemos instituir ningún ascetismo estético; hemos adoptado un tono incisivo porque en
nuestra romántica edad el poema lírico, apartado del plano literario, intenta declarar el ser, aspira a
convertirse en misteriosa experiencia metafísica y se desliga de las leyes que le señala su propia
naturaleza. Quiera verse en esta página nuestro respetuoso amor a la poesía.
La denuncia de irrealidad
Todas las semanas se levantan voces que exigen del escritor argentino una mejor adecuación a las
vicisitudes y los afanes nacionales. La irrealidad –se afirma en tono admonitorio– es la dolencia
crónica de nuestras letras. Estimamos que el problema no es irreal, pero a la vez entendemos que
rebasa el dominio literario y debe mirarse desde un ángulo más abierto y dilatado. La adopción de
una estrecha perspectiva profesional significaría que sólo las clases cultas son y hacen el país.
Como es indudable, ninguna concepción egregia o restringida de los procesos literarios nacionales
(así definibles por su persistencia y porque incluyen a muchos individuos), puede avenirse con las
aspiraciones de quiénes solicitan una expresión más franca de nuestra realidad. Por lo demás, no
sólo es perceptible esa expresión sino que guarda justa correspondencia con el ámbito en que
resuena. Gratuitos son, pues, los reproches que aparecen referidos a un gremio, a un círculo, a una
porción del espíritu colectivo. Nada tiene de ilusorio el penoso problema que todos vocean, pero
nuestros escritores, en ningún momento escindidos o apartados de su medio, son el natural reflejo
de un país que gusta del estilo sesgado y se complace en la palabra ambigua.
La veneración que inspira lo aparente y formal nos lleva a creer que carecemos de un fundamento
sustantivo, concreto. Y como lo próximo parece lejano o se disuelve en pura funcionalidad, no pocos
literatos, por sinuosas vías, salen en busca de ambientes y caracteres menos fantasmales. Su
compensatoria decisión suele apelar a los más curiosos procedimientos.
En el fondo de una provincia rica en industrias y muy dotada de porvenir hay un rincón abandonado,
un distrito vuelto hacia el ayer, una especie de islote aborigen. Como si quisieran prevenirse contra las
influencias europeas, algunos escritores del interior estudian ese paraje donde todo es concreto y
genuino... En busca de temas incontaminados y a fin de arrogarse prioridades sobre los mismos,
emprenden largas carreras ciclísticas. No por infrecuente o extraordinaria su conducta deja de ser
significativa. Quieren colonizar determinados asuntos y dar estado literario a ciertas costumbres y
leyendas que aún no salieron de su ámbito natural. Regidos por tal propósito, convergen en ese lugar
adámico, solitario. Los destinos y los ambientes que todos los días tienen ante sus ojos sin duda les
parecen inciertos o espectrales, pues su interés artístico no se posa en ello. Suponen que la realidad está
en el espacio X y no en el espacio Z. Su fuerte apetencia de realismo no ensancha sino que reduce el
área donde puede tener aplicación su doctrina mimética. Estiman que nada hay de sustantivo y firme en
las comarcas ya tocadas por la técnica de procedencia ultramarina. Quieren ser pregoneros de cosas
laterales y escondidas. Sólo encuentran la realidad en lugares casi vírgenes, como si todo el resto fuera
evanescente, quimérico, ficticio. Se dirían movidos por el afán de encontrar un centro fijo, un eje en
torno del cual habrá de girar todo lícito empeño literario. Estos realistas impacientes son metafísicos
que se ignoran como tales. Una suerte de cálida inocencia los lleva a perseguir la verdadera realidad.
El preconcepto que hace de lo enquistado y típico la única posibilidad de nuestra república literaria nos
muestra, ante nuestros propios ojos, diferentes y apartados de los demás hombres. Sin paradoja alguna
cabe sostener que se identifica lo exótico y lo remoto con ciertos ambientes de tierra adentro. Sanagasta
corresponde exactamente a la Bagdad literaria de ayer. Chumbicha sustituye a la borrosa Ecbatana de
los modernistas. No es aventurado afirmar, en consecuencia, que en esas latitudes descubrimos lo
insólito, no los rasgos normales ni los atributos inherentes a la totalidad nacional. El realismo
obstinado, pues, se vuelve contra sí mismo allí donde recurre a lo marginal y circunscripto. Sólo
cuando admitimos que lo americano y lo europeo, con una energía que desbarata todos los esquemas,
se mezclan y confunden en el vasto escenario del país, empezamos a vernos con alguna nitidez.
Siempre nos parecen asombrosos y singulares aquellos estilos de vida que están apartados de nuestra
intimidad. Una distancia considerable nos permite salir en busca de ciertas peculiaridades locales que
declinan y se agostan. Encontramos el sabor de lo exótico en nuestro pasado, y ello obedece a dos
causas parejamente decisivas: 1) Buenos Aires, realidad superpuesta a lo que juzgamos autóctono, se
asemeja más a Europa que a Tinogasta, y 2) los rasgos y modos de la edad pastoril –no extinta pero sí
corregida por la máquina– quedaron tan lejos que hoy son curiosidades para las nuevas generaciones
urbanas. La avenida de Mayo exhuma gauchos y multiplica locuaces fogones criollos.
La fluencia inmigratoria, como si fuera un acicate o un desafío merecedor de pronta réplica, fortalece
nuestro nacionalismo consciente y voluntario. Porque la obstinación con que intentamos expresar lo
distinto y homogéneo –el rostro siempre buscado del país– es consecuencia de una actitud
premeditada, de un designio teórico. Como si no pudiéramos ser espontáneamente argentinos, hora tras
hora señalamos rumbos a quienes cumplen un cometido literario en estas tierras. Es evidente, sin
embargo, que los errores colectivos son de indagación menos fácil que los errores individuales. Pueden
equivocarse los hombres, pero cuando dos o tres generaciones miran en determinado sentido, acaso sea
preciso tener en cuenta el sustrato social y psíquico que les impone ésta y no aquella dirección. Las
tendencias compartidas y generales no son imputables a capricho alguno ni se manifiestan en el vacío.
Nuestra literatura lleva el rumbo del país.
He aquí un postulado estético de fuerte carácter totalitario o autoritario que está en muchas bocas y que
ensombrece numerosas páginas: “Lo nacional debe surgir de las obras como un signo inconfundible
que no tolere, por la fuerza de la evidencia, las discusión”. De este principio inconmovible se infiere
que hay derecho a reclamar que lo nacional aparezca ponderablemente en las obras concretas; quien
olvida o desoye tal exigencia –según el referido preconcepto– se hace responsable de una grave
omisión, de una falta sin atenuantes. Toda conducta literaria que ignore este principio forzosamente
nos subvierte y desnaturaliza. Pues bien: lo nacional sucede en nuestras letras pero no con arreglo a los
bosquejos artificiales que prescinden del país. El proceso de naturalización, de arraigo y de ajuste
espiritual se cumple con lentitud en todos los órdenes de la vida argentina; sin embargo, los fiscales de
nuestra literatura quieren ver en ella, con toda precisión, esa esperada coherencia profunda. Por lo
visto, importa mucho que las obras declaren, no hacia adónde van, sino de dónde vienen.
Nos esforzamos por atribuirnos un fundamento primero y exclusivo que siempre huye de nosotros. A
despecho de esta propensión angustiosa que es hija de la incertidumbre, el temor de ser otros ya nos
singulariza, por mucho que reduzca todas las tareas a la persistente tarea de rastrearnos y definirnos.
Los imponderables elementos europeos que arrecian sobre el arte local y que éste absorbe y se
incorpora –tal como ocurre con los inmigrantes– son también elementos argentinos, tan válidos desde
el punto de vista nacional como todo lo que aquí radica y se aquerencia. Quienes hacen de lo autóctono
un deber o un designio de carácter voluntario, si no quieren agraviar la lógica, deben admitir que todos
somos argentinos de elección, sea que hayamos nacido en el país o fuera de él. Por lo menos en la
órbita del arte es mejor, claro está, serlo de modo natural y espontáneo, vale decir, con prescindencia
del dictamen previo y de la resolución fríamente adoptada. No obstante haber nacido aquí, será
argentino de elección todo aquel que no lo sea de modo desprevenido y libre. Sin embargo, con
atropello de la sensatez, suele admitirse que tal estado puede alcanzarse mediante un esfuerzo
premeditado o con el auxilio de un plan minucioso. Nada es obligatorio en el dominio de la
sensibilidad artística. No obstante, quienes predican el realismo hacen de lo argentino una grave labor
sistemática, un melancólico deber profesional.
Nuestra literatura no puede darse como una formación desligada del país; necesariamente lo confirma
y espeja. De nada vale deplorar los remansos y las impurezas de su corriente si antes no miramos, con
mirada conjuntiva y escrutadora, el cauce por el cual discurre, el lecho y las orillas que la determinan.
Con notoria ligereza se fulmina europea toda página exenta de color local o ajena a los hábitos
específicamente nuestros, pues nos vemos en función de hereditarias convenciones. Este deslizamiento
estimativo nos induce a creer que todo lo universal y genérico es un lamentable préstamo venido del
Viejo Mundo. De tal modo, los atributos que son propios de la ubicua humanidad y que, por ello, no
están sujetos a circunstancias de espacio o de tiempo, aparecen contrapuestos a los que juzgamos
privativamente argentinos. Así, los afanes y los anhelos que comparten todos los hombres vendrían a
empobrecer la recta expresión de lo nacional. Esta falsa contraposición es desvelo de muchos. América
se brinda a la humanidad, pero no quiere parecerse a la humanidad. La obra regida por un anhelo de
apertura universal rebasa, como es evidente, no sólo el ámbito americano, sino el europeo.
Tan vano es preceptuar que nuestros poetas y novelistas deben atenerse a determinada fracción de la
realidad como resolver que deben enamorarse de A, no de B. Las enmiendas y mudanzas de índole
literaria, si alguna vez ocurren, serán reflejo de las que se cumplan en el país real.
Como todos los pueblos que adolecen de inseguridad, como todas las comunidades de corta historia
(rasgos momentáneos que de ningún modo obligan al pesimismo), nos formamos por oposición y nos
definimos por rechazos. Estos ásperos instrumentos dialécticos nos ayudan a sentirnos inmunes a los
influjos de las demás naciones. La determinación de ajenas culpas –por ejemplo, el presunto
sometimiento de nuestros intelectuales a Europa– con frecuencia sirve de atenuante al acusador; por
esta vía puede, asimismo, simplificar el estudio de las cuestiones que nos conciernen. Para quienes se
sitúan en este plano inclinado, la supuesta irrealidad de nuestra literatura tiene un origen moral. Como
es evidente, parten de la obra ya cumplida, no del ámbito humano ni del removido suelo donde aquélla
germina. Por lo demás, es sabido que en las épocas de crisis o de bruscas transformaciones todos los
juicios de valor adquieren un tinte luctuoso, propenden a lo negativo. Cuando los griegos, después de
Aristóteles, se sienten ciudadanos del mundo y los moralistas ambulantes, llegados de todas partes,
predican en Atenas, ocurre una suerte de retracción colectiva, nadie se interesa en la buena marcha de
los negocios públicos y un agrio escepticismo gana los espíritus. En el antiguo kosmopolites tienen,
pues, un sugestivo antecedente social los críticos que denuncian la irrealidad de nuestra literatura y que
la niegan como expresión del pueblo en que florece. En atención a los principios que sustentan,
creemos que alguna vez aplicarán de veras las leyes del determinismo histórico. Si la realidad que
postulamos con tanto empeño se cubre de velos, si la atonía y la retracción alcanzan a todos los
miembros del organismo colectivo, no debe asombrarnos que la versión de esa realidad pase por sutiles
filtros y se parezca a una esencia deletérea.
xxx
Es creencia muy extendida, aunque raras veces analizada, que los defectos de nuestra literatura y, en
especial, su proclamado carácter reflejo, no reconocen otro origen que la condición dependiente o
tributaria del país. Subordinado –se aduce– al poder expansivo de las naciones poderosas, sus letras
están perturbadas por este sometimiento al rigor externo, lo cual vale tanto como decir que los
desposeídos ni siquiera pueden ejercitar sus facultades imaginativas. Nos hallamos ante un argumento
que la historia refuta con milenaria energía. Desde Virgilio hasta el latín abstruso de la decadencia,
Roma impera sobre el mundo pero rinde vasallaje espiritual a Grecia. No sólo reproduce los mitos
helénicos sino que intenta exhibir, con manifiesta voluntad imitativa, su Homero y su Teócrito. Puesto
que los testimonios antiguos pueden parecer dudosos, volvamos a nuestra América. En el ámbito
argentino, ha sido y es grande la influencia de Francia, y esta influencia se acentúa después del 70
(recuérdese la generación de Cané, Cambaceres y García Mérou). Ahora bien, Francia sufre por
entonces un grave contraste, lo que en cierto modo determina la disgregación de su estructura imperial.
De alguna manera, la derrota de Sedán anticipa o presagia la rebelión argelina de que somos testigos.
Desde el Segundo Imperio hasta el año 45, padece tres invasiones armadas. Tropas que llegan de
América (¡Aquí estamos, Lafayette!) por dos veces la ayudan a salir del duro trance. Sin embargo, la
declinación del poder político de ese país no quita fuerza radiante a su literatura. Creemos que esta
observación también es válida para Inglaterra, cuyos poetas y novelistas se difunden en nuestro medio
con una intensidad hasta ayer desconocida. Su éxito coincide con el visible ocaso del imperio británico.
Mientras desde Londres se suplica un lugar en el Mercado Común Europeo, las letras de Inglaterra
ganan voluntades y continentes. Desde Joyce hasta Graham Greene, desde Eliot hasta Auden, todos sus
escritores son leídos en nuestro país. No diremos que sustituyen a los franceses, pero ya parecen
encontrarse en situación de paridad. Ello nos demuestra que el paralelismo primario entre lo
económico y lo estético –un modo de reducir a esquema las complejas actividades del espíritu– exige
una sensata revisión. Los ecos literarios de Inglaterra y de Francia llegan normalmente a innumerables
naciones. Sólo nosotros juzgamos perversa esa doble resonancia. Muchos son los escritores locales que
la denuncian dañosa, pero ello no les impide trasladar sus propias obras a otros idiomas,
desdoblamiento que implica el propósito de conquistar lectores remotos. Dan los primeros pasos, pues,
para ejercer una especie de imperialismo cultural inverso. Salen o intentan salir de sus fronteras a fin de
extender su gravitación sobre los demás pueblos. Nuestra generosa receptividad, en cambio, es indicio
de mala salud artística.
Esta inculpación ya rutinaria se agota en afirmaciones tajantes y se abstiene de todo empeño
probatorio. Abundan los ensayos lóbregos y las monografías quejosas que levantan acusaciones
imprecisas contra los causantes de nuestra supuesta impersonalidad literaria. Entre muchos, el opúsculo
que sufre el título de Procedencia y mensaje en la novela10 reitera con ejemplar docilidad la antigua
queja. En dicho trabajo, donde la negligencia se distribuye equitativamente entre el concepto y la
expresión, leemos sin sorpresas alguna que determinada estructura económica, por medio de la novela-
masa, logra “despersonalizar la cultura, irrealizarla y mantener, en consecuencia, en estado de
esclavitud mental a las grandes masas de población”. Al parecer, esta frívola literatura, instrumento de
un crimen contra el espíritu, colma el tiempo libre de que dispone el hombre común. Téngase presente
que el ensayista da como cosa admitida la existencia del hombre común. La grisácea personalidad de
tal espécimen precede y no sigue a las lecturas malignas, también habituales en las más poderosas
naciones del orbe. Aparte la circunstancia –nada desdeñable, por cierto– de que la mayoría de los
grandes escritores surge o se forma en el ámbito del hombre común, conviene observar que este
modesto arquetipo, con arreglo a las inclinaciones de su imaginación, busca en los libros el nivel que
corresponde a su íntima naturaleza. La disparidad de aptitudes y los diversos grados del mérito, por
tanto, son hechos que podemos verificar dentro de un mismo ambiente, dentro de una misma estructura
social. En el orden del espíritu las diferencias parecen tomar origen en otras causas. Por lo demás, las
imputaciones de carácter genérico o estructural anulan el principio de responsabilidad individual,
anulación que arrastra consigo aquello que justamente se quiere preservar: lo humano. He aquí una
ética benigna que siempre nos exculpa, ya que el “sistema” obra con prescindencia del hombre
concreto.
10 Nota del autor: Noe Jitrik (Universidad Nacional de Córdoba).
Asombra comprobar que el reproche de ajenamiento y deserción que pesa sobre el escritor argentino,
cuyo menoscabo sería efecto de una fuerza intrusiva que nos relega al estado de colonia, no se formula
contra sus colegas de otros países americanos donde la penetración de las grandes potencias sería más
violenta y exhaustiva. Antes bien, las obras que provienen de las comunidades menos afortunadas del
hemisferio son definidas como ejemplo de fidelidad a la tierra y al pueblo. En el tono propio de la
reconvención y con voluntad educativa se destaca que en esas obras está el sufrimiento del indio y del
mestizo. Según este criterio, en las regiones del continente donde es más severa la presión imperialista,
el escritor no sabe de obstáculos y, en consecuencia, se mueve con libertad. Siempre con sujeción a
estas creencias, los novelistas cuya dramática materia es la gente desvalida de la meseta boliviana o de
las selváticas regiones de Colombia, no sólo se ajustan a su “verdadero cometido nacional” sino que no
padecen los dañosos resultados de la opresión que, un poco más al sur, desnaturaliza poemas y
narraciones. Debemos seguir –se nos dice– el recto camino de esos novelistas ejemplares. El
imperialismo genera, pues, dos conductas literarias que no se concilian entre sí.
Más próximos a Europa y con una base étnica siempre móvil, causamos la impresión de estar con un
pie en el Viejo Mundo. En rigor, nada de lo que aquí se ensaya o emprende puede sortear las
condiciones generales de lo argentino. Si espejamos de modo tenue o borroso la realidad de que somos
parte, ello se debe, no a los supuestos ya señalados, sino a nuestra misma urdimbre social, a los rasgos
del carácter medio, a la temperatura anímica perceptible en todas las células del organismo colectivo.
Tendemos a situar lejos del país la fuente de los males que nos aquejan. Suele afirmarse que nuestros
escritores están segregados de su medio; quizá la segregación sea unánime y general.
El tono de nuestra literatura, más bien reprimido y perifrástico cuando encara lo inmediato,
corresponde a la tónica dominante en el país. Nuestros hombres de letras abundan en los mismos
eufemismos que todos los días advertimos en el político que se abstiene de abrir juicio, en el profesor
que sustenta en la cátedra lo niega en la calle, en el periodista que renuncia a interpretar los hechos para
no arriesgar su carrera, en el potentado que llora sus imaginarias pérdidas, en el dirigente obrero que
negocia a espaldas de su gremio y en el gobernante que abandona todo plan coherente para seguir el
rumbo que le aconsejan las circunstancias. De ello se sigue que nuestra literatura no escapa a estas
modalidades. Y cabe juzgarla realista en cuanto las refleja con exactitud.
Quienes lo equiparan a un ente jurídico abstracto, intentan nacionalizar el arte como si fuera un
frigorífico o una empresa ferroviaria. Los personeros de ese rescate afirman que entre 1945 y 1955
hemos vivido liberados del imperialismo alevoso. Entonces, todo lo argentino habría vuelto a manos
argentinas. Sabemos, sin embargo, que durante ese período, escasamente fértil en el dominio cultural,
la recuperación ficticia o cierta de algunas entidades manejadas por extranjeros no vino a resonar en el
plano del espíritu ni contribuyó a que oyéramos de modo más nítido nuestra propia voz. Supimos de
escritores que respaldaron el nuevo estado de cosas, pero su fervor vindicativo –premiado con
embajadas, cátedras y opulentos periplos– asumió un desabrido carácter oficial y hubo de resolverse en
mecánicas odas cortesanas y en olvidadas biografías lisonjeras. De esos años en que “fuimos más
argentinos”, con excepción de quienes prefirieron serlo de otro modo, no queda página alguna digna
del recuerdo. Los críticos y ensayistas que achacan al imperialismo las presuntas desviaciones de
nuestra cultura, cuando examinan el proceso literario argentino, tienden a olvidar el tiempo en que se
festejaron redimidos. Ese lapso estéril no está en sus obras.
No pocos escritores con vocación arqueológica sostienen que el remedio de nuestros males está en una
oportuna vuelta al período virreinal. Celebran y añoran el dominio español, el imperio de Carlos V, los
años de la colonia. Todo coloniaje es malo –nos adoctrinan– excepto el que permite esa homogeneidad
racial que hoy perturba el inmigrante. Buscan la cepa, es decir, quieren establecernos en un pasado
anterior a los infortunios que nos trajo la última centuria. Estiman que el curso histórico es anulable a
voluntad. Para dejar de ser colonia británica –sugieren– debemos ser colonia española, como lo fuimos
hasta 1810, con el régimen de la esclavatura y demás ventajas del sistema. Acuden a la prosa poética
para dar una aparente base conceptual a sus creencias. Nada de extraño, pues, que invoquen cierta
efusión, en verdad muy restrictiva, de ese delicado gustador de ambientes exóticos que fue Rubén
Darío: “Si hay poesía en nuestra América, ella está en las cosas viejas, en Palenke y Ulatlán, en el indio
legendario, y en el inca sensual y fino y en el gran Moctezuma de la silla de oro”. Quienes por
animadversión al presente retroceden hasta los años de la conquista –cañones contra flechas– exhuman
el esplendor de imperios remotos, veneran grandezas más opresivas que las actuales. Con un ardor que
no excluye la inocencia, denuncian las injusticias que trae consigo el anglosajón pero recuerdan con
añosa ternura el imperio incaico y el azteca. Nadie ignora que bajo esa doble férula padecieron muchas
comunidades aborígenes.
Avecinado a los ideales retrospectivos de Larreta, pero en prosa de madera chaqueña, el profesor J.
Hernández Arregui sustenta que “el país verdadero está en las provincias más humildes”, aserto un
tanto franciscano que no fomenta mucho la emancipación económica de los pueblos.11 Asimismo,
11 Nota del autor:¿Qué es el ser nacional? (págs. 8, 23, 28, 87 y siguientes). El autor de este caluroso libro no sólo encuentra
la verdad última, y también el más puro “linaje nacional” allí donde la historia pasa de largo o duerme la siesta, sino que
niega toda base popular a la lucha por la emancipación americana. Escribe (pág. 67) que las masas no fueron separatistas. De
tal modo, la gesta continental habría sido obra de las clases cultas. No logramos comprender cómo se llevó a término esa
empresa sin el fervor decisivo del pueblo. Pero en la página 87 el gaucho sale a pelear como bueno: “Hizo la patria con los
ejércitos que libertaron a América y con su sangre amojonó las fronteras del país”. Asimismo, entiende que la gente del
interior, al arribar a la gran ciudad, antes que ser influida por ésta, la influye y la purifica. Los muchos provincianos que en
los últimos años arraigaron en la capital de la República, habrían operado la nacionalización de no pocos aspectos de la vida
de Buenos Aires, refrescando así los sentimientos patrios. Las zambas y las cuecas –afirma– están en todas las guitarras y las
predica que en los países dependientes no florece la inventiva filosófica ni prospera la auténtica
literatura. Cabe imaginar, pues, que la Magna Grecia presocrática y la España de los califatos son casos
excepcionales.
En rigor, lo que se rehúsa examinar es el humus colectivo. Nos hallamos ante un hecho que, por
evidente, no exige demostración; entroncamos en la diversa Europa y no solamente en España. Y
puesto que estamos ante un hecho que se impone con histórica terquedad, vano sería remontar los años
para interpretar el país con arreglo a lo que ya dejó de ser. No hay proceso social que pueda ponerse
entre paréntesis para satisfacer esperanzas anacrónicas o para abolir aquello que no se concierta con
nuestros deseos. Propicia o nefasta, nadie puede ignorar razonablemente la condición étnica y
espiritual que nos define.
xxx
La conformidad y la reserva son los pasivos hábitos que distinguen al argentino de nuestro tiempo.
Este hombre arquetípico y, en cuanto arquetípico, simplificado, soporta con ordenada mansedumbre
aquellos arbitrios que, si bien estima desacertados, asumen una apariencia de legalidad imperiosa.
Domina y somete su ánimo –conviene subrayarlo– no la legalidad en sí mismo, sino su aparato, su
fábula temible. En toda disensión tiende a ver un escándalo, un conflicto que pide la presencia
correctiva del gendarme. Casi nunca se defiende de la presión colectiva que lo lleva a nivelar opiniones
y a disolverse en la norma compartida. Cuando se produce un desacuerdo, como quien padece ante un
hecho insólito, propone con voluntad ortodoxa: “Hay que arreglar”. He aquí un designio nada
romántico que nace de la timidez, quiere la comodidad y responde al deseo más o menos secreto de no
perder las posiciones alcanzadas. Designio que, por otra parte, lleva implícito el muy difundido anhelo
de no innovar.
bocas ciudadanas. La observación es inobjetable. Por nuestra parte, recordamos que noches pasadas, en el populoso barrio
de Caballito, dimos con un cartel profesional donde se lee: Inglés y danzas nativas. A nadie se le escapa que en el ámbito
urbano esas formas musicales, esos préstamos, sólo se mantienen en la superficie emocional del cantor o del guitarrista que
las interpreta. Sí, no cabe duda: los hermosos yuyos del campo ya están en las farmacias homeopáticas. Por otra parte, el
autor de esta indagación ontológica, en cuanto simplifica la historia para resolverla en pura voluntad de supremacía, niega
que toda operación del espíritu provenga de una pluralidad de causas. Reducidos a la producción de materias primas –nos
dice– nuestra literatura es una víctima más del monopolio hegemónico. Según esa interpretación. El Aleph sería un hijo
natural del monocultivo y de Borges o, si se prefiere, de nuestro sometimiento económico y de un escritor favorecido por
nuestro retraso industrial.
Las dilaciones burocráticas, las tarifas arbitrarias, las extensas filas humanas que esperan al médico del
servicio social o al cajero intermitente que dialoga con sus amigos, son casos ejemplares que están en
la memoria de todos. El principio de autoridad, por lo menos en función del oscuro hombre medio,
impone su fuerza niveladora. Se diría que este arquetipo encuentra amparo en la homogeneidad y
protección en lo gregario. No pocos transeúntes siguen con festivo interés el «procedimiento» de la
partida policial que disuelve una asamblea o la actividad represiva del inspector de tránsito que
sorprende una infracción. Esta reverencia difusa que genera el poder –descontadas las causas que
corresponden a nuestra edad y que exceden nuestras fronteras– está determinada por la estructura
étnica y por la conciencia social que definen al país argentino. Somos un pueblo que vive en estado de
constante remuda y que intenta sujetar a cohesión una compleja diversidad de sangres. El hombre
nuevo, digamos así, no se identifica plenamente con las instituciones, pues no imagina que las crea y
sustenta. Refrenado por la sospecha de que aún no lleva el rumbo de nuestras grandes corrientes
históricas, cabría decir que mira desde la costa el curso del acontecer nacional. Su neutra disposición
de ánimo lo convierte en un cauteloso testigo de los negocios públicos. Como si no fuese una fracción
del espíritu comunitario, presencia, no más, la vida política y civil que tiene por delante. Intuye que los
problemas que se relacionan con el destino del país están y deben estar en manos de los otros, pero no
se detiene a considerar (en verdad no es cosa fácil) quiénes son los otros. De ahí la actitud ascética y
reprimida que dejamos señalada. El pueblo ha consumado algunas conquistas alentadoras. No
ignoramos que existe una conciencia gremial, pero todavía no hemos alcanzado una abarcante y unitiva
conciencia social. Esta privación, ya lamentada por Juan Agustín García, si bien tiene antigua raíces en
nuestro medio, en la hora presente se ahonda y acentúa. Abundan los argentinos, no los ciudadanos.
Nativo o inmigrante, el hombre de estas tierras, pese a la abierta generosidad del ambiente, se siente un
poco en casa ajena. Por lo general, se integra bien en un grupo humano, en un barrio, en un pueblo, en
una comarca, pero el país como unidad ideal está ausente de sus desvelos. La familia, la profesión, los
intereses de círculo, colman sus afanosas jornadas. Acude a la prensa periódica, eso sí, cuando quiere
informarse acerca de lo que ocurre en el plano nacional, porque los procesos que se relacionan con el
destino común –si bien en marmóreo estilo y pasados por complejos alambiques– están en los diarios.
De este modo responde a su vocación de testigo por excelencia. Esa actitud desasida, ese difícil arrimo
a los problemas de conjunto, lo llevan a creer que los gobiernos o las autoridades, no el organismo
social de que es parte, lo admiten y lo dejan vivir en paz. Por eso acata las decisiones oficiales que
juzga erróneas con un estoicismo que sólo deja paso a la censura explícita cuando un movimiento
militar victorioso destituye a los representantes del poder político. Símbolo pintoresco y a la vez
esclarecedor, la amansadora tiene en nuestro medio la fuerza de una verdadera institución. Este
invento local que se anticipa a las morosas novelas de Kafka, visto en función de sus efectos
psicológicos, posee indudable eficacia: refuerza el principio de autoridad.
La comunidad calla, como si su destino fuera inseparable de la retracción y la parsimonia. Las
estaciones radiofónicas, voluntariamente apartadas de las cuestiones que nos afectan (ni siquiera es
necesaria la censura oficial activa), abundan en noticias sobre los riesgos que corre la China
nacionalista o se interesan en los conflictos internos que desgarran a las naciones del Cercano
Oriente12. Para dispensarse de lo inmediato y no “hacerse problemas”, los diarios nos allegan
pormenores sobre los motines que ocurren en las nuevas repúblicas africanas. Mientras examinamos
los hechos que acontecen en remotas latitudes, todo cuanto aquí sucede está privado de voz, pues la
prescindencia y la cautela son nuestras consignas tácitas.
Así envuelta en algodones, la vaga realidad en que estamos integrados carece de forma, de volumen, de
pesantez. Perdidos en ese ámbito donde nada resuena, cómo pedirles a los escritores argentinos una
explícita versión de lo nacional?
El país tiende a olvidarse del país, ya sujeto a un automático recelo que le prohíbe vocear su propia
entraña.
Lo cierto es que asistimos en silencio a la disgregación del derecho público, el agostamiento del poder
civil. Muchos deploran el ya proverbial vacío de poder, pero ello no les impide girar en círculo vicioso,
como lo demuestra su dialéctica quejosa. En efecto, reducen y socavan las estructuras gubernativas y al
mismo tiempo censuran con suficiencia la endeblez de nuestros gobiernos. Nuestra precaria
sensibilidad social, de ningún modo imputable a un círculo o un grupo determinado, nos impide poner
en luz estas fuertes contradicciones.
Si concedemos que dichos rasgos se han acentuado en los últimos cuarenta años y si damos por cierto
que la masa electora sufre de tiempo atrás notorio menoscabo, no habrá de sorprendernos que ninguna
de las revoluciones de nuestra historia reciente, haya sido popular, profunda. Antes que revoluciones
12 Nota del autor: No ya con referencia a las estaciones radiofónicas, sino a los canales de televisión, El mundo (21-VI-63),
bajo el título de “La TV y el miedo”, afirma con solitario arrojo: “Todo sabemos que no faltan entre nosotros los espacios
destinados a los temas de actualidad, espacios que procuran informarnos (a través del reportaje o mesa redonda) de variados
asuntos culturales, políticos y sociales. Pero ocurre, y esto también lo sabemos y lo padecemos todos, que la realidad no
figura en esos programas. O que figura en forma tan retaceada y tan lavada que ya no es la realidad, sino justamente todo lo
contrario: lo imposible, lo irreal, lo etéreo. Basta con que uno de esos programas pretenda considerar determinado problema
para que el problema se convierta en un cuento de hadas, en una versión de Caperucita Roja sin lobo. Aunque en la mayoría
de los casos se prefiera obviar esas penurias eludiendo los temas que importan y magnificando las cosas más triviales y
baladíes. Nada de alterar la rutina, es el lema. Nada altera el aburrimiento o el tedio de los resignados telespectadores”.
Ocioso es agregar que esta sensata reconvención no encontró eco en el ambiente a que se dirigía.
fueron motines cuarteleros o airados conflictos de palacio. Así en 1943 como en 1963. Gobernado el
país por caudillos de mentalidad paternalista o por equipos alternativos de hombres tutelares que se
sustituyeron al poder civil, en más de una ocasión salieron las tropas de sus acantonamientos para
sostener o destituir gobiernos. Pero los problemas políticos se ventilaban y resolvían con prescindencia
de los supuestos mandantes. En ese ámbito moral y cívico, el pueblo acabó por confundir la autoridad
estatal con el poder de policía. De tal modo, la voluntad del demos se trocaba en fantasma utilizable, en
herramienta sólo conveniente allí donde era preciso «salvar las formas» y ceñir la máscara de la
normalidad. Un vasto juego de simulacros separó al gobernante visible de los penumbrosos
gobernados. A favor de esta situación, los titulares de la fuerza pudieron regir el país sin que los
alcanzaran las normas restrictivas que pesan sobre las autoridades naturales. Entre tanto, el pueblo
seguía este proceso con la resignación de quien contempla los inevitables hechos de la naturaleza.
Como era previsible, cuando los bandos armados entraban en acción, el desgano y la incertidumbre
invadían el ánimo de los soldados, en verdad perplejos ante esas pugnas que no resonaban en la
comunidad. Alguna vez, obligados a disparar sus armas, lo hicieron de manera automática, pero
cuidando de no dar en el blanco. Por impopulares, estas revoluciones fueron incruentas, o poco menos.
En razón de las causas que las movieron, debemos felicitarnos de su lenidad. En las calles de Buenos
Aires la gente sorteaba los bélicos tanques para entrar en los cinematógrafos; al término del
espectáculo solía preguntar, calmosa y sonriente, por la marcha de los acontecimientos. Estaba en el
centro del drama, pero todo le parecía lejano, inverosímil, ilusorio. Asimismo, en esas horas que
parecían extrañas al destino común, los estadios de fútbol y las pistas caballares contaban con su
público habitual.
De modo casi mecánico, los jefes militares más sensibles a las “sugestiones” de sus inferiores, en
nombre de la salud nacional, revisaban decretos y rehacían gabinetes ministeriales. Todas las protestas
audibles tuvieron origen castrense. Claro está que nuestro apocamiento, nuestra propensión al
eufemismo, no las llama protestas sino inquietudes. Todavía hoy, cuando se recuerda el pasado
inmediato, disimulamos en planteamientos las duras conminaciones formuladas por los cuadros
oficiales. La entrañable realidad –cuidado teórico de muchos– queda así como apagada tras los velos
verbales que teje nuestra cautela, nuestro espíritu reprimido.
El país estuvo y está ausente de las graves decisiones que adoptaron sus eventuales personeros. Los
signos se sustituyeron a las cosas y los valores puramente formales acabaron por tener la vigencia y el
bulto de lo sustancial. Dado que “la verdad está en el todo”, inútil sería indagar si la indiferencia de los
más suscitó la arbitrariedad de los menos, o si es dable invertir los términos de tan sombrío problema.
Lo nacional y lo popular no andan juntos. Los factores de poder desplazan a las agrupaciones políticas,
y consecuentemente, al hombre de la calle, así reducido a fuente ideal o figurada de nuestra soberanía.
De ahí la impresión de irrealidad que dejaron en nosotros y en el mundo estas presuntas conmociones
públicas. De ahí, también, la naturaleza vaporosa y convencional de los cambios que introdujeron. Su
opacidad y su atonía corresponden de alguna manera a la de nuestro hombre medio. La contención
recelosa, vecina del silencio, es nuestro común denominador. La vida pública se ha vuelto vida secreta.
Si el país entero se muestra propenso al estilo retráctil y al empleo de formas que mediatizan o diluyen
la realidad,13 no debe sorprendernos que tales hábitos aparezcan también en nuestra literatura. Por lo
menos en los últimos años (no hay motivos para dudar de la saludable renovación que muchos
anhelan), ese acuerdo no puede ser más patente. Examinados desde esta perspectiva –creemos que no
puede adoptarse otra sin alejarlos de su medio– los escritores argentinos registran con instintivo acierto
el tono, el ritmo y las costumbres de nuestro cuerpo social. Su adecuación al ambiente es perfecta. Se
ajustan al principio de verosimilitud y, en cuanto devuelven las mismas vibraciones que la comunidad
les transmite, practican un excelente realismo. Lugones en la primera década del siglo y Borges en
nuestros días, introducen una variante afortunada, pero es indudable que las letras nacionales, sensibles
a la propensión dominante, declaran el país real, reproducen la fisonomía colectiva y trasladan al
dominio artístico los rasgos que nos son propios. Responden así al gusto medio de lectores y críticos,
quizá más interesados en la índole de los temas que en la inventiva de quienes los manejan.
13 Nota del autor: Proponemos algunos ejemplos que excluyen lo extraordinario y que tienen, por eso mismo, validez
general. El agonista del primero es un agente fiscal –un representante del poder público– que se abstiene de apelar cierto
fallo absolutorio, recaído en un proceso estrictamente político. El ministro de Justicia, de quien depende el fiscal, separa a
éste de sus funciones. Como los diarios, no sin los cuidados habituales, propagan el caso, nada más sensato que proceder a la
atenuación idiomática del castigo. Según la calmosa explicación del ministro, no corresponde hablar de una cesantía puesto
que, simplemente, se ha dejado sin efecto el nombramiento del fiscal remiso. A nadie se le oculta que, cualquiera sea la
forma que se adopte para designarlo, el hecho en sí mismo no cambia. Sin embargo, tendemos a creer que importa menos la
cosa que su nombre. El segundo ejemplo recoge las noticias que la prensa divulgó acerca del último de nuestros presidentes
derrocados. Leemos que durante el proceso, a lo largo de muchas jornadas convulsas, el Dr. Frondizi no pronunció una sola
palabra orientada a esclarecer los hechos que minaban su autoridad. Sus partidarios afirmaron en diversas ocasiones que
había dicho tal o cual cosa, pero los testimonios eran contradictorios. Sólo un año después de su confinamiento, ante los
periodistas que lo visitaron para formularle preguntas, abandonando a medias el estilo críptico de todos, reveló entre
indeterminaciones: En un momento del proceso, alguien mintió. Y así terminó el diálogo.
Mientras se sucedían las pugnas y los conflictos, las hojas públicas perfeccionaban su sistema de circunloquios. Allí donde
leemos altos niveles debemos imaginar generales y almirantes. La vaga alusión y la sedativa perífrasis ya son costumbres
arraigadas. Otro ejemplo periodístico: “Los últimos episodios militares se desarrollaron con un trasfondo político que es
difícil disimular”. Todo lo explícito parece exigir justificación y disculpa.
Nuestros escritores hablan el lenguaje de todos y se aplican a una tarea con frecuencia generosa en
frutos. La mesura y el estilo un tanto cifrado que los singulariza, nada tienen de casuales. Fieles a su
medio, miran con timidez y duplican con justeza una realidad donde la expresión directa y la franca
pasión están vedadas.
Nota divagatoria sobre el lenguaje
De un susto intenso o de una gran efusión acaso nacieron los primeros signos del lenguaje hablado.
Para los tratadistas clásicos, el lenguaje era un complejo producto del espíritu; la expresión escrita,
cuando no literaria, constituyó el punto de partida de sus investigaciones. En nuestro siglo, tales
estudios arrancan de las formas de comunicación oral y encuentran sus más sólidos fundamentos en la
vida colectiva, en los procesos lingüísticos que se cumplen en la hondura del cuerpo social. La materia
a que aplican su atención los especialistas ya no es un texto literario, ya no es una riqueza elaborada y
excepcional: consideran más bien esa sustancia fluida y anónima que es el lenguaje de todos los días,
en el que siempre percibimos vibraciones afectivas y resonancias emocionales. Este moderno tipo de
investigación ahonda en los subsuelos del idioma hablado, se proyecta hacia lo popular y nunca se
desentiende del curso histórico. Se funda en la certeza de que el lenguaje, a modo de esos campos de
fuerza donde obran múltiples energías, es creado por la vida de relación y supone una interdependencia
siempre activa. Reconoce un cimiento social y nace, digamos así, entre los hombres, esto es, de los
contactos vivos que genera la realidad cotidiana.
Para los evangelistas de esta doctrina, todo lenguaje es interjectivo. En sus orígenes encontramos la
zozobra y el pasmo, la admiración y la furia. De tal modo, ni siquiera el hablante que afirma: “Creo
que lloverá”, o bien “Soy una persona impasible”, se libra de esa connotación emocional, subjetiva. En
el primer ejemplo, su “creo” posee cierto tinte personal que no sería perceptible en la pura formulación
lógica; en el segundo, es evidente que cuando afirma su indiferencia, su condición marmórea,
experimenta un placer –siquiera mínimo– que aflora en dicha frase.
Los dilatados procesos culturales tienden a racionalizar el cambiante organismo idiomático. Es sabido
que el lenguaje, en su etapa rudimental, prescinde de nexos lógicos y sólo despliega un registro de
sustantivos difusos y de verbos en cierto modo intemporales. En la medida en que rehúsa ser mera
convención, conserva sus matices subjetivos y sus reservas de afectividad. El vocabulario del niño,
tanto como el del poeta, manifiesta con vigor ese predominio de lo afectivo. No es nuevo este criterio
donde lo pueril y lo poético se enlazan (acaso reconozca antecedentes en Platón), pero en nuestra edad
irracionalista cuenta con el consenso de todos. Puesto que para el niño el mundo real es un mundo
mágico, se quiere la canonización literaria del poeta adolescente. El legendario Rimbaud –ahora
solicitado por los hombres de ciencia que escrutan su lenguaje– corrobora nuestro aserto. Se ha visto
en él un rival o suplente del mago, y para más de un crítico, encarna el mito de la adolescencia
prodigiosa. Define a esta especie de creadores un estado de inocencia paradisíaca que les permite
remontar los años y establecerse en la venturosa infancia. Por otra parte, la exaltación de los valores
afectivos, en el área del lenguaje, viene a legitimar los efectos de choque y los deslumbramientos
verbales. El severo desarrollo narrativo, propio de los clásicos, pierde vigencia y, como todos los
productos de la imaginación lógica, queda relegado al plano de la prosa.
Estas propensiones muestran la entraña de nuestro romántico siglo. Los nombres que celebra –Novalis,
Kleist, Rimbaud– revelan sus proyecciones más firmes. Digamos, de paso, que todo poeta romántico
tiene la obligación de morir tempranamente (No pocos tropiezos literarios le trajo a Hugo su hermosa
longevidad). A este respecto, existe en Inglaterra y Alemania una tradición muy ilustrativa.
En lo atinente al lenguaje que utiliza esta familia de poetas, conviene observar que si bien alcanza la
magia verbal, esta magia no excluye cierto sentido o tono de conjunto que nos permite acceder a un
hecho estético comunicable. Para quienes codician el ser trascendental, digamos así, el lenguaje es una
vía de acceso a la metafísica; para quienes lo estudian desde una perspectiva científica, es un producto
social tributario de la historia y centrado en el hombre. Los primeros tienden a ver en la poesía una
revelación del Ser. Por la palabra, dice Heidegger, se revela la esencia de aquello que es nombrado: el
ser. Porque la palabra separa lo esencial de lo inesencial; produce un corte, una fisura, que a su vez
establece relaciones, a modo de una fuerza mediadora. Esta intercesión que es el lenguaje puede
definirse como la inmediatez misma, y quien dice según las leyes de la palabra, declara lo sagrado. El
Verbo establece relaciones y tiende lazos entre lo inefable y lo inmediato.
En el polo opuesto se sitúan los tratadistas que estudian el lenguaje en función del mundo sensible y
práctico. Analizan el hecho lingüístico desde abajo, es decir, desde un plano experimental. Se atienen
antes al habla de todos los días que no al depurado idioma poético. Entre dichos extremos
interpretativos, las gradaciones y matices son innumerables. La filosofía y la ciencia se disputan la
materia lingüística, y en este balanceo vamos –para decirlo de modo esquemático– de la revelación del
ser, de la donación de lo absoluto, al mero rótulo, a la designación útil o práctica, al ente nominativo
que permite el diálogo y cumple una función comunitaria.
Y en verdad las palabras son rótulos cuando obran como convenciones útiles y no como imágenes
capaces de evocar o reproducir experiencias. Al poeta le corresponde, ya en un dominio expresivo
anticonvencional, redescubrir la realidad y llevar sus personales vivencias a la intimidad de los otros.
En este sentido, la obra poética recrea el mundo con una herramienta precaria, con un instrumento que,
por ser patrimonio de todo, necesariamente se desgasta. Como ocurre con todos los organismos vivos,
las potencias creadoras de la palabra siempre están amenazadas.
Histórico y, por lo tanto, perecedero es el lenguaje. Ello no obstante, el poeta se empeña en convertirlo
en agente de lo absoluto y lo doblega a su inspiración para devolvernos aquellas experiencias que
subyacen como dormidas en la hondura del alma humana. Quiere, a un tiempo mismo, preservar el
idioma y darle nuevo contenido emocional. Con frecuencia, las circunstancias lo desbordan, ya que la
preservación del pasado idiomático no es fácil cuando el pueblo, la comunidad de hablantes, ejerce
obra de remozamiento audaz. Ese esfuerzo defensivo, seguido de inevitables rectificaciones que son
otras tantas derrotas, es más visible aún en las Academias de la Lengua. Si atendemos a las graduales
mudanzas que trae el tiempo, tales academias dependen del chulo o del guarango de la esquina, cuyos
labios infunden vida a muchas voces que mañana serán correctas. Vocablos aluvionales y recientes
como silenciar o profesionalizar son tan dignos de nuestro acervo idiomático como las voces más
antiguas y arraigadas. Ya en el dominio literario, ¿cuál es la causa que nos lleva a preferir aquellas
palabras que se han impuesto y como establecido a lo largo de los años? Las preferimos porque vienen
a nosotros ya ennoblecidas por el tiempo, ya vividas por muchas generaciones de hombres. Pasaron
por innumerables almas, de modo que las imaginamos asistidas de cierta sugestiva profundidad
temporal. Además, el uso las ha vuelto llanas y naturales. En cambio, el neologismo se nos figura un
edificio tan fuerte como necesario, pero aún deshabitado y frío. Adolece de juventud y se mueve sin
dejar una estela de sugestiones a su paso.
Grande es, en la hora presente, la gravitación del lenguaje escrito sobre el habla cotidiana. Su poder
influyente, por cierto, nada tiene que ver con esa lengua llamada materna porque fue aprendida en el
hogar, bajo el natural magisterio de la madre, según es tradición. El lenguaje escrito, superpuesto al
que podríamos denominar casero, no siempre se identifica con la intimidad del hablante. Hombres
sencillos y rudimentarios, insensiblemente aleccionado por el periodismo y atentos a la terminología
industrial, suelen usar expresiones que parecen ajenas a su ámbito nativo. De tal modo, en ellos es
dable advertir un desnivel con frecuencia pintoresco. Lo viviente y lo artificioso son claramente
discernibles en el caudal de voces que utilizan. Así, muchos hablantes de vocabulario escaso o
defectuoso –propensos al modo verbal haiga, por ejemplo– nos sorprenden con expresiones como “X
esgrimió la pistola reglamentaria” o “Z adquirió el pertinente cintillo adicional”. Como es sabido, este
artefacto suntuario suele ofrecerse juntamente con el anillo de compromiso (Divulgan estos vocablos
los comercios que se proponen vender un objeto más). En nuestro país, la colorida vena popular, más
allá de ciertas deformaciones que le son imputables, obra como eficaz contrapeso del imitado lenguaje
periodístico y mercantil, cuyo tono impersonal y abstracto tiene dilatados ecos en el ámbito del habla
común. En efecto, las hojas públicas expanden un idioma pulido y perifrástico del que pronto se
posesionan sus innumerables lectores. Este contagio paulatino, este vasto consentimiento, acaba por
imponer un vocabulario que no siempre coincide con el mundo íntimo de quien lo articula. Dicho
proceso trae como consecuencia una suerte de clásica uniformidad, una extensa nivelación en la tiesura
decente y en el simulacro bienquisto.
Es evidente que en muchos hablantes, tales voces parecen un préstamo. El lenguaje escrito gravita con
energía sobre nuestras costumbres orales, pero como su adopción no es parte de un progreso coherente
y homogéneo, como no armoniza con el estilo general de quien se lo incorpora, denuncia un tránsito
brusco y una virtud postiza. A menudo, la misma boca que emite voces llenas de dignidad y como
pasadas por sutiles filtros, enuncia poco después: “Estoy afligido: este chico no me come”, lo que
comporta una exaltación de la antropofagia. Asimismo, es habitual esta declaración: “Ando
preocupado: el muchacho no me estudia”, lo que convierte al progenitor del niño en una lección de
castellano o en un capítulo de historia. También es frecuente esta expresión: “No, ese tranvía no te
para”, como si los vehículos, por arte de magia, pudieran detener o parar en seco a los peatones. La
acción didáctica del lenguaje escrito es siempre beneficiosa y útil, pero sólo cuando se opere una
síntesis profunda, cuando la palabra recibida, sin anularse como herramienta social, coincida con el
espíritu y semeje la emanación natural de quien la hace suya, estas aportaciones traerán una riqueza no
fortuita al habla cotidiana de todos.
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“Vea, amigo, le soy sincero...”. He aquí un exordio muy frecuente en estas latitudes. Todo hablante
quiere persuadir o convencer, para lo cual recurre a frases preparatorias que a veces finge extraer de su
intimidad profunda. Claro está que las declaraciones de sinceridad, si demasiado apoyadas, no
producen efecto alguno o, más precisamente, quitan naturalidad al diálogo, ya que tales frases suscitan
los mismos recelos y estados dubitativos que tienden a evitar. Lo cierto es, sin embargo, que la
voluntad de convicción acompaña a toda palabra hablada o escrita, como si el destino último del
lenguaje no fuera otro que imponer o divulgar valores.
Complejos y variados son los modos persuasivos a que se recurre para ganar el ánimo del lector o del
interlocutor. En el plano literario, este propósito va indisolublemente unido a los valores estéticos, de
los que viene a ser el cimiento invisible. El lenguaje que transmite estos bienes imponderables, como
es sabido, aparece contrapuesto al habla cotidiana, al lenguaje que cumple una función aplicada o
práctica. En ambos dominios puede reflejar estados de exaltación y movimientos extremos del ánimo,
pero en tanto que sencillo medio comunicativo, sus énfasis todavía son juicios, noticias, formas que
tienden a definir o presentar. Las convenciones juegan como convenciones y nadie se llama a engaño.
La demasía y la hipérbole, más que un hecho, definen una persona, una resonancia emocional. Nadie
se ha librado de oír: “En la reunión de ayer había un mundo de gente”. O bien: “Fulano es la última
carta de la baraja”. En ambos casos, una particular manera de sentir la realidad se disuelve en formas
genéricas que preceden a la impresión de que son agentes (Sólo dentro del plano estético cada estado
de ánimo se vierte en un idioma que le es propio y que no admite variantes). Nadie, por cierto, toma a
la letra estas difundidas expresiones que, por generales y manidas, no arrastran consigo ninguna
sustancias singular, distinta. En cambio, el lenguaje estético tiende a presentar una realidad
diferenciada y única, para lo cual debe producir convicción y descongelar el orbe nominativo.
Coleridge sentenció que la obra de arte promueve una suspensión momentánea de la duda. El lenguaje
práctico se propone como signo; el literario, parece identificarse con su objeto. A mayor universalidad,
digamos así, mayor vaguedad. Decir azul o verde, por ejemplo, no es dar la representación vívida de
estos colores. Al poeta le corresponde buscar la forma y tantear el rumbo que lo llevará a crear en el
lector la imagen intensa, la representación imperiosa, la instantánea vivencia cromática del azul o del
verde. Aquello que en la esfera del lenguaje meramente comunicativo es noticia, en el plano del arte es
instrumento de conquista interior y experiencia indirecta. Mediante una forma convincente o sugestiva,
mediante giros afortunados e imágenes certeras, por vías imprevistas y abstrusas, el literato conduce al
lector hasta causar en éste el estado anímico que le permitirá vivir esos colores. Sólo alcanza sus fines
cuando logra, digamos así, insertar un idioma orbicular y cerrado dentro del idioma general y
compartido. No por otra causa, cuando nos acercamos con frialdad analítica a cualquier estilo
diferenciado, tendemos a juzgarlo un dialecto, un organismo sujeto a leyes inusuales, un continente
cuya atmósfera y cuya temperatura emocional reclaman un lento proceso de adaptación. El hombre de
letras especula con elementos imprevistos pero necesarios. Y cada vez que nos propone un objeto, sea
físico o imaginario, debe rescatarlo de lo indistinto y sumarlo a la vida inmediata. Dicho con otras
palabras: organiza ficciones que, por ser también verdades, solicitan y remueven, quebrando toda
resistencia interna, nuestro mundo afectivo. Causas imponderables o, por lo menos, de muy difícil
indagación, gravitan sobre los vocablos y acaban por imprimirles extrañas y sorprendentes
significaciones. En la medida en que posee vida y puede ser agente de estados afectivos, el destino de
toda palabra es imprevisible y variable. Las pesquisas etimológicas tienden a esclarecer las causas bajo
cuya acción los vocablos mudan de sentido y de sabor a lo largo del tiempo. Asimismo, se ha querido
establecer leyes de variación para sujetar a principios estrictos estas indagaciones. Sin embargo, la
determinación de leyes en un dominio donde obran de modo constante la intuición, la fantasía verbal y
la afectividad que encauza, deforma y renueva los matices, es tarea que presenta reiterados escollos.
Las fuerzas determinantes, cuando son innumerables, cuando se ramifican y entrelazan hasta anular
todo intento de rastreo, crean una apariencia de libertad. Las esperanzas, los mitos, los anhelos
colectivos y las nuevas y viejas supersticiones forman una trama impenetrable a través de la cual es
preciso buscar las causas de esas mudanzas. Se ha dicho con justeza que nunca damos con el principio
de necesidad que pueda explicar el advenimiento de las sucesivas acepciones. El planteo se complica y
se vuelve cerradamente subjetivo si admitimos que a cada palabra corresponde, no una cosa, sino un
concepto o matiz de concepto, y que cada hablante la siente y experimenta de modo distinto. De ahí la
dificultad que acompaña a todo anhelo enderezado a la expresión de hechos singulares. Sólo en el reino
de las ideas es dable sospechar la vigencia de una armonía preestablecida.
El análisis de los diversos sentidos que carga un mismo vocablo compete a la semántica descriptiva.
Del latín tabula han salido tabla, mesa, mapa, faja de tierra, tabla rasa y otras derivaciones. De stilus,
que significa un objeto tan concreto como el punzón, provino el vocablo abstracto estilo. Se ha
observado que la palabra realizar, en cuanto vale por cumplir o consumar, no ha suscitado ningún
problema. Pero se ha dicho también que, cuando trasladó al francés su acepción inglesa de “percatarse
o imaginar con acierto”, ha creado graciosas y pintorescas homonimias, a veces grotescas, como
durante la primera guerra mundial, en que circuló el siguiente comunicado militar: “El alto comando
ha realizado plenamente las intenciones del enemigo”.
Las transposiciones de sentido abundan, como nadie lo ignora, en el dominio de la crítica literaria y
artística. Así, cuando se habla de un color cálido, de un tono áspero, de una sinfonía en blanco, etc. El
oído, la visión, el tacto y el gusto aparecen como barajados y como en estado de recíproca
dependencia. El uruguayo Silva Valdés nos presenta de este modo un amanecer campesino: “Lejos, a
la distancia, se oye salir el sol”.
En nuestro vocabulario, como en el de todos los países, abundan las nuevas significaciones. Poco a
poco fueron ganando terreno, hasta hacer olvidar el sentido etimológico de muchas palabras. Cuando
nos hablan de una persona meticulosa, no la imaginamos medrosa sino atenta a detalles y minucias de
cualquier naturaleza. Ínfimo ha venido a significar muy pequeño, con olvido de su acepción primera:
muy bajo o, con alguna elasticidad, subalterno. Aunque menos usual que hace 20 o 30 años, el vocablo
consentida, suele emplearse para decir de una muchacha arrogante y poco accesible; sin embargo,
posee justamente la acepción opuesta, ya que designa a quien condesciende o tolera. Otra desviación
extrema, y por cierto pintoresca, es la que padece el adjetivo brutal. Muchos hablantes de la periferia
urbana le imprimen una connotación elogiosa y lo convierten en agente de su extremosa admiración.
De tal modo, suelen decir con énfasis: “X, es un hombre muy instruido; ¡es brutal lo que sabe!...”.
Digamos dos palabras sobre el lenguaje literario. Es indudable que los procedimientos y los fines de la
literatura nada tienen de semejantes entre sí; en efecto, el hombre de letras, y el innumerable lector,
quieren ahondar en la realidad para librarse de la tiranía de lo real. Cuando queremos sortear una pena
concreta, por ejemplo, nos internamos en un mundo todavía más concreto y corpóreo. Leemos: “Toda
luna es atroz y todo sol amargo”, y sentimos en ese verso una realidad más viva y pujante que la
implícita en su modelo inmediato, en su fuente vital. En el dominio estético, la fantasía y la evidencia
son dones indistintos y consustanciales, como las ilusorias figuras circulares que componen la
superficie de la esfera. No hay cosa que no parezca prodigio cuando la vivimos a través de una imagen
feliz. Leemos en Blake, pongamos por caso: “Cuando las estrellas arrojaron sus lanzas...”. En este
verso la verdad y la magia oscilan, se acercan y se fusionan.
La obra de arte cuyo vehículo es la palabra, no tiene otro fin que convertir en presente el pasado,
mudándolo en circunstancias viva, pero también cumple una misión inversa: la de elevar a fábula y
alegoría todas las formas del animoso presente. En su reino, la realidad es mito y el mito es realidad.
La poesía que rectamente gana nuestra emoción sobreviene de modo fortuito y esporádico; en rigor,
debe parecerse a la casualidad.
Puesto que es reflejo y signo del mundo plural, en la esencia del lenguaje está el simulacro, pero el
tiempo nos ayuda a olvidar su condición artificiosa: lo suponemos una emanación natural del alma
humana. Aquí alcanzamos la entraña dramática de la poesía, cuyos instrumentos de expresión deben
conceder validez universal a una sustancia íntima, excluyente, solitaria. La queremos comunicable,
ajena a la singularidad irreductible y dotada de transparencia para que resuene en todos los hombres,
pero también la identificamos con la vida, en sí misma inefable. Todo vocablo es símbolo y esquema;
el poeta asume la ardua tarea de hendir la rugosa y uniforme superficie del idioma para conferirle
nueva soberanía emocional. Con miembros inertes y dispersos erige su propio lenguaje, donde todo ha
de ser vívido y singular. No hay malicia retórica que pueda cercar un dominio tan oculto y defendido.
Las palabras son genéricas por definición; encierran juicios que, en el registro poético, han de mudarse
en unidades sensibles. Los medios de expresión que no son también arquetipos, formas generales,
carecen de sentido y, por lo tanto, nada pueden comunicarnos. En suma, el poeta se entrega a una
empresa que participa de la absurdidad y del heroísmo. Su lenguaje, situado en la frontera de reinos
adversos, en una enmarañada región donde no cesa el riesgo, deberá ser, a un tiempo mismo,
inteligible y único, lógico y afectivo, universal en sus efectos y cerradamente dialectal en su origen.
Esta discordia es menos profunda en aquellos géneros literarios donde privan los hechos, donde la
personal visión del creador se borra o disimula.
Desganada puede ser una vida, tedioso puede ser un ambiente; el arte que se apodere de esa vida y ese
ambiente deberá expresarlos con imperio y poder persuasivo. El mundo real no siempre es atrayente y
a veces asume formas desmayadas; la flaqueza o la simplicidad del asunto no licencia al artista –
forzosamente situado más allá del hecho primario– que se propone llevarlo al plano estético. Para
lograr estos fines, el escritor recurre a una extensa gama expresiva, dentro de la cual elige con arreglo a
las circunstancias y a la condición histórica, que va desde el habla sencilla y cotidiana hasta el lenguaje
más abstruso y de más difícil comunicación. Nuestra época parece haber agotado todas las
posibilidades del preciosismo verbal y abre cauce a un lenguaje más límpido y más dotado de sentido,
a un estilo llano que tiende a manifestarse –lo decimos con palabras de Montaigne– “tal en el papel
como en la boca”.
La seducción y el poderío mágico del estilo no provienen de su organismo visible, no residen en la
entraña de sus vocablos. En el mejor de los casos, sólo de manera subordinada surgen de estos
elementos corpóreos. Más bien hay que buscarlos en las transiciones, en esos abismos instantáneos que
permiten imaginar todas las posibilidades, en aquellos lugares vacantes donde se acumula la
expectación y acecha la sorpresa. Banchs, por ejemplo, en un soneto justamente famoso, luego de
presentarnos un tigre, se detiene en su descripción física. Nos dice que “pasa suave como un verso”,
que tiene “el ojo seco y vigoroso” y que “su furor acecha siempre... Así es mi odio” “concluye”. En el
tránsito, en el paso verbal que separa a la fiera visible de la pasión sombría alienta o reside el efecto
poético alcanzado con el auxilio de las sencillas palabras citadas. Se podrá argüir que estamos
celebrando, no un procedimiento sino un género: el alegórico. Sin embargo, en los más diversos tipos
de poemas es dable advertir esos tránsitos felices, esos movimientos generadores de expectación. En
un poema de ambiente dramático, que sugiere el vagabundeo de un hombre triste, dice Apollinaire: “Se
jugaba a las cartas, y tú me habías olvidado”. Aquí también, la transición cuenta más que los miembros
verbales por ella separados.
No proponemos un talismán, ni sugerimos una fructuosa conducta literaria; nuestro propósito es
señalar el sitio donde el estilo flexiona de modo imprevisto, donde el lenguaje racional tiende a la
magia.
Todo estilo parece fundarse en un arduo sistema de relaciones. El operante afán del escritor, cuando lo
lleva a consustanciarse con la parcela de realidad que traslada a su creación, descubre uniones secretas
y lazos incógnitos. Las transiciones de su estilo vienen a confesar esos nexos ocultos. Quien persigue
estos fines se condena a un desvelo incesante, ya que por sinuosos caminos debe acceder a la sorpresa
y a la verosimilitud –conquistas vanas cuando no son simultáneas–. Todo logro poético es fruto de una
vigilia equilibrada, todo poema es un hermoso animal despierto. Cada uno de sus momentos, cada una
de sus palabras ha de proscribir o anular el desvaído mundo cotidiano, aun cuando su materia sea el
mundo cotidiano. Comporta, pues, el rechazo de esas potencias rutinarias que viven en nosotros sin
nosotros; se aparta de todo automatismo para mejor proponernos el desvelo pleno del ser. De lucidez,
pero también de olvidos, desganos y vacancias están hechas las jornadas del hombre. En el orbe
emocional del poema, esos instantes nulos y espectrales deben tornarse “sensibles”, activos y
operantes; la emoción estética supone una variedad de excitaciones convergentes. Como el organismo
animado, la obra poética instaura una suma de acuerdos y de tensiones que viene a ser condición de su
existencia (Ya se trate del cristal, ya del hombre, sólo encontramos vida en aquello que defiende su
forma y obedece a un orden inmanente). Por estas vías, alcanzamos ese conocimiento afectivo, esa
revelación de origen sentimental que es el don primero de la poesía. Nos referimos a un conocimiento
y una revelación que se cumplen en el orden de lo humano, por mucho que pretendan asediar lo
Absoluto. Desde el nivel de los hombres, por así decirlo, hemos de apreciar el balanceo continuo del
prodigio y la verdad, términos necesarios que deben ejercer pareja gravitación. Consideramos que todo
poema, sin excluir el de contenido realista y de intención imitativa, ha de causar la impresión de que
anduvo largamente con el poeta como un acompañante secreto y fiel.
También la naturaleza se hace historia en el dominio de la ciencia lingüística, cuyos procesos, según
sus intérpretes más recientes, no obedecen a leyes estrictas y prefijadas. El lenguaje no cumple ciclos
previstos, como el árbol o el pájaro, que para las ciencias naturales son objetos, sino que es una energía
espiritual que se manifiesta a lo largo del tiempo y en función de la sociedad. Sobre el habla gravita la
inventiva personal y sobre el lenguaje operan las fuerzas psíquicas de la comunidad. Ni uno ni otro
pueden ser definidos como “productos”, como sustancias yertas. Antes bien, ambos integran una
especie de campo imantado donde se cumplen sutilísimos procesos, y donde advertimos impulsos,
movimientos y permutaciones que van de uno a otro extremo, es decir, del individuo a la sociedad, y
viceversa. Por imprevisibles cauces, la intención, la fantasía y la voluntad, primero plasman el habla y
luego introducen mudanzas en el lenguaje comunitario. Así como no es posible ofrecer una idea
envuelta en un papel, así también no es dable predecir los rumbos de la evolución idiomática.
Queremos significar que estos cambios son de naturaleza cualitativa y no material o estadística. El
hombre, considerado como sujeto de experiencias, es el incesante manantial del lenguaje. Éste aparece
regido, asimismo, por valores prácticos, por intereses concretos de diversa índole, pero en su origen es
siempre creación, movedizo reflejo del espíritu. El pasado y el futuro inmediato, el arcaísmo y el
neologismo, convergen en ese proceso de constante recreación que es, en definitiva, la trama temporal
del lenguaje. Cuando sacamos de sus carriles las formas gramaticales utilitarias y corrientes, nos
acercamos al hecho estético. La irregularidad, el quebranto de las estructuras gramaticales fijas no
generan poesía, pero la acompañan de modo necesario, con verificable constancia. Por lo demás, la
sintaxis racional o lógica, si se la puede denominar así, no es lo sustancial o decisivo en la obra
literaria. Más bien gravita sobre el lenguaje práctico, y es sabido que la poesía tiende a descartar esos
nexos y puentes que la lógica gramatical ha creado. Nos referimos a esos vocablos que, por no
comunicar representaciones ni estados, carecen de contenido emocional. Por ejemplo: no es fácil
justificar en un poema enlaces racionales de esta naturaleza: Tanto más te admiro cuanto que para
admirarte, etc. La poesía responde a leyes internas y personales que no siempre comparte el lenguaje
común. De ahí que la tarea de poner en prosa escueta el texto de un poema apareje la anulación de toda
esencia poética.
Cuanto más se avecina a lo lírico, “menos importante se nos figura la construcción sintáctica de la obra
poética”. Los gustos y la inspiración de un autor siempre tienen un aire de afortunada disidencia. Sirva
de ejemplo este cuarteto con que Lugones remata su hermoso “Salmo Pluvial”, página cuyos últimos
versos dicen de esa paz luminosa que alienta en los campos tras una fugaz tormenta:
“Delicia de los campos que abrevó el aguacero.
Delicia de los gárrulos raudales en desliz.
Cristalina delicia del trino del jilguero.
Delicia serenísima de la tarde feliz”.
Es evidente que dicha estrofa, llevada a su extrema reducción lógica, a su sentido literal y a su más
económica forma, puede amonedarse en estas palabras: “Delicia de los campos húmedos, de los
raudales en desliz, del canto cristalino del jilguero y de la serenísima tarde feliz”. Hemos suprimido
algunos vocablos, desde el punto de vista lógico, poco necesarios. La eficaz repetición –delicia– quedó
abolida como tal. La palabra trino, inusual en prosa, se convirtió en canto. En el tránsito ha
desaparecido toda sustancia emocional.
Otros son los problemas que plantea el lenguaje del orador, del hombre que desea influir sobre los
oyentes para infundirles una convicción o una creencia.