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Franz Kafka
3 de julio de 1883 – 3 de junio de 1924
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Nació en Praga el 3 de julio de 1883 en el seno de una familia judía. Hijo de Hermann
Kafka (1852-1931) y Julie Löwy (1856-1934), quienes una vez establecidos en Praga
pasaron a formar parte de la alta sociedad.
Era el mayor de seis hermanos. Dos de ellos, Georg y Heinrich, fallecieron a los quince
y seis meses de edad, respectivamente, antes de que Franz cumpliera los siete años.
Sus hermanas: Gabriele, Valerie y Ottilie, tras la ocupación de Checoslovaquia son
llevadas por los nazis al gueto de Łódź, las que perecieron en el Holocausto.
Cursó sus estudios primarios en la Deutsche Knabenschule, y los secundarios en el
riguroso Altstädter Deutsches Gymnasium. Durante los últimos años de su
adolescencia se hizo miembro de la Freie Schule (Escuela Libre), una institución
anticlerical; leía ávidamente a Nietzsche, Darwin y Haeckel, sentía verdadero
entusiasmo por el socialismo (especialmente en lo que se refiere al ideal de
solidaridad) y el ateísmo. Sus notas sobresalían de la media de sus compañeros.
En 1901 comienza a estudiar Química en la Universidad de Praga, pero a las dos
semanas se cambia a Historia del Arte y Filología alemana. Finalmente, obligado por
su padre, estudia Derecho, obteniendo el doctorado en leyes el 18 de junio de 1906.
En sus relaciones sociales, temía ser percibido de manera repulsiva tanto física como
mentalmente. Sin embargo, impresionaba a los demás con su aspecto infantil, pulcro
y austero, su conducta tranquila y fría y su gran inteligencia, además de su particular
sentido del humor.
Desde 1905 se vio obligado a frecuentar los sanatorios como resultado de su
debilidad física.
Al terminar la carrera de Derecho, realizó un año de servicio obligatorio (sin
remuneración) en los tribunales civiles y penales, con funciones administrativas. Tras
ello, ingresó como pasante, también sin retribución, en una agencia italiana de
seguros de accidentes laborales. Fue en ese momento en que comenzó a escribir.
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Tras abandonar la compañía de seguros en 1908, consiguió un trabajo en la
compañía Arbeiter-Unfall-Versicherungs-Anstalt für Königsreich Böhmen. Este empleo
le permitió dedicarse a escribir además de ser una fuente primordial de temas para
su obra literaria.
En 1912 escribe en ocho horas El juicio y a finales de noviembre termina su obra
Contemplación (colección de 18 relatos que habían aparecido previamente
dispersos en diversos medios). La aparición de este libro lo dio a conocer como
escritor ante la sociedad en general.
En 1915 escribe el famoso relato La metamorfosis. En 1917 fue diagnosticado con
tuberculosis, lo que lo obliga a mantener frecuentes períodos de convalecencia. En
1919 termina los catorce cuentos fantásticos (o catorce lacónicas pesadillas) que
componen Un médico rural.
Entre 1913 y 1917 mantuvo una relación difícil con Felice Bauer, que dio origen a una
correspondencia de más de 500 cartas y tarjetas postales. Su falta de reacción ante
el manuscrito de La metamorfosis llevó a Kafka a un profundo abatimiento. Aunque
llegó a presentar una solicitud de matrimonio en junio de 1913 para casarse con ella,
finalmente no lo hicieron. En el otoño de ese año durante su estancia en el sanatorio
de Riva, se produjo una primera ruptura, ocasionada al conocer a G.W, la mujer
identificada como “La suiza” en sus diarios.
Durante la segunda mitad de 1914, escribió un antecedente de El proceso
(Fragmento de Josef K.) y la narración En la colonia penitenciaria.
Como consecuencia de la guerra, tuvo que hacerse cargo de la fabrica familiar, lo
que ocasiona que durante casi año y medio, desde octubre de 1914 no escribiera.
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En julio de 1917 se comprometieron nuevamente en matrimonio con Felice Bauer,
pero otra vez la boda no llegó a consumarse. En diciembre se separaron
definitivamente.
La noche del 12 al 13 de agosto se le manifestó una hemoptisis que confirmó una
tuberculosis pulmonar. Durante su estancia en el sanatorio conoció a la joven Julie
Wohryzek, con la que se comprometió en matrimonio. La relación con Julie se
rompió en noviembre de 1919.
En otoño de 1920 escribió numerosas piezas narrativas del género de las parábolas
aforísticas. Como consecuencia del empeoramiento de su estado general de salud,
pasó gran parte de 1921 y 1922 en distintos sanatorios.
En julio de 1923 estuvo en una colonia judía de vacaciones en Müritz, a orillas del
Báltico, donde conoció a Dora Diamant, una joven periodista de 25 años
descendiente de una familia judía ortodoxa que había huido de su pueblo natal.
Más tarde se traslada a Berlín, con la esperanza de distanciarse de la influencia de su
familia y concentrarse en su obra. Allí vivió con Dora, quien se convirtió en su
compañera. En la Navidad del mismo año contrajo una pulmonía que lo obligó a
regresar al hogar paterno en Praga. Al agravarse la enfermedad ingresó en el
sanatorio de Wiener Wald, cerca de Viena, donde sufrió un ataque de tuberculosis
de laringe, lo que hacía que tragar los alimentos le resultara muy doloroso,
alimentándose las últimas semanas principalmente de líquidos. Se le trasladó a la
clínica universitaria de la capital y a finales de abril al sanatorio Dr. Hoffmann de
Kierling donde falleció el 3 de junio. Lo enterraron el 11 de junio en la parte judía del
Nuevo Cementerio de Praga.
Kafka solo publicó algunas historias cortas durante toda su vida, una pequeña parte
de su trabajo, por lo que su obra pasó prácticamente inadvertida hasta después de
su muerte. Poco antes de esta, le dijo a su amigo y albacea Max Brod que
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destruyera todos sus manuscritos. Brod no le hizo caso y supervisó la publicación de
la mayor parte de los escritos. Dora Diamant por su parte guardó en secreto la
mayoría de sus últimos escritos, entre ellos 20 cuadernos y 35 cartas, hasta que la
Gestapo los confiscó en 1933.
Los escritos de Kafka pronto comenzaron a despertar el interés del público y a recibir
elogios por parte de la crítica, lo que posibilitó su pronta divulgación. Su obra marcó
la literatura de la segunda mitad del siglo XX, en donde a menudo el protagonista se
enfrenta a un mundo complejo, que se basa en reglas desconocidas, paradójicas o
inescrutables. La importancia de su mirada ha sido tal que en varias lenguas se ha
acuñado el adjetivo “kafkiano” para describir situaciones que recuerdan a las
reflejadas por él.
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Bibliografía
Contemplación
Niños en un camino de campo
Desenmascaramiento de un embaucador
El paseo repentino
Resoluciones
La excursión a la montaña
Desdicha del soltero
El comerciante
Mirando afuera distraídamente
El camino a casa
Los que pasan corriendo
El pasajero
Vestidos
El rechazo
La condena. Una historia para Felice B.
El fogonero. Un fragmento
La metamorfosis
En la colonia penitenciaria
Un médico rural
El nuevo abogado
Un médico rural
En la galería
Un viejo manuscrito
Ante la ley (parábola). Repetido en El Proceso.
Chacales y árabes
Una visita a la mina
El pueblo más cercano
Un mensaje imperial
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Preocupaciones de un padre de familia
Once hijos
Un fratricidio
Un sueño
Informe para una academia
Un artista del hambre
Primer sufrimiento
Una mujercita
Un artista del hambre
Josefina la cantora o El pueblo de los ratones
Textos publicados en revistas
Un brevario para damas
Conversación con el borracho
Conversación con el orante
Los aeroplanos en Brescia
Una novela de juventud
Una revista extinta
Primer capítulo del libro Richard y Samuel
Barullo
Desde Matlárháza
El jinete del cubo
El desaparecido
El proceso
El castillo
La edificación de la Muralla China
Carta al padre
Ricardo y Samuel
La obra, también traducida como La construcción o La madriguera.
Preparativos de una boda en el campo
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La muralla china
Aforismos, visiones y sueños
Cuadernos en octava
Diarios
Escritos sobre sus escritos
Carta al padre
Cartas a Felice
Cartas a Milena
Cartas a Ottla
Cartas a la familia
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Algunas obras
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Ante la ley
[Parábola: Texto completo.]
Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y
solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no
puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.
-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se
hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le
dice:
-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero
recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón
también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián
es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre
accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles,
su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le
conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un
costado de la puerta.Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al
guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él,
le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas
indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no
puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje,
sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en
efecto, pero le dice:
-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
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Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se
olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la
Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta;
más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y
como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer
hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y
convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay
menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un
resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo
de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en
su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al
guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer
su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él,
porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el
tiempo, para desmedro del campesino.
-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.
-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces
que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes
sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a
cerrarla.
FIN
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El silencio de las sirenas
[Cuento: Texto completo.]
Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la
salvación. He aquí la prueba:
Para protegerse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo
encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era
ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que
eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba
todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que
mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había
llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el
manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de
las sirenas con alegría inocente. Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho
más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que
alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio.
Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido
mediante las propias fuerzas.
En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque
creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el
espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y
cadenas, les hizo olvidar toda canción.
Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de
que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas
de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios
entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él.
El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su
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horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más
acerca de ellas. Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban.
Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la
roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el
fulgor de los grandes ojos de Ulises.
Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas
permanecieron y Ulises escapó.
La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan
ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero
interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises
supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para
los dioses, en cierta manera a modo de escudo.
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El viejo manuscrito
[Cuento: Texto completo.]
Podría decirse que el sistema de defensa de nuestra patria adolece de serios
defectos. Hasta el momento no nos hemos ocupado de ellos sino de nuestros
deberes cotidianos; pero algunos acontecimientos recientes nos inquietan.
Soy zapatero remendón; mi negocio da a la plaza del palacio imperial. Al
amanecer, apenas abro mis ventanas, ya veo soldados armados, apostados en
todas las bocacalles que dan a la plaza. Pero no son soldados nuestros; son,
evidentemente, nómades del Norte. De algún modo que no llego a comprender,
han llegado hasta la capital, que, sin embargo, está bastante lejos de las fronteras.
De todas maneras, allí están; su número parece aumentar cada día.
Como es su costumbre, acampan al aire libre y rechazan las casas. Se entretienen
en afilar las espadas, en aguzar las flechas, en realizar ejercicios ecuestres. Han
convertido esta plaza tranquila y siempre pulcra en una verdadera pocilga. Muchas
veces intentamos salir de nuestros negocios y hacer una recorrida para limpiar por lo
menos la basura más gruesa; pero esas salidas se tornan cada vez más escasas,
porque es un trabajo inútil y corremos, además, el riesgo de hacernos aplastar por
sus caballos salvajes o de que nos hieran con sus látigos.
Es imposible hablar con los nómades. No conocen nuestro idioma y casi no tienen
idioma propio. Entre ellos se entienden como se entienden los grajos. Todo el tiempo
se escucha ese graznar de grajos. Nuestras costumbres y nuestras instituciones les
resultan tan incomprensibles como carentes de interés. Por lo mismo, ni siquiera
intentan comprender nuestro lenguaje de señas. Uno puede dislocarse la mandíbula
y las muñecas de tanto hacer ademanes; no entienden nada y nunca entenderán.
Con frecuencia hacen muecas; en esas ocasiones ponen los ojos en blanco y les
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sale espuma por la boca, pero con eso nada quieren decir ni tampoco causan terror
alguno; lo hacen por costumbre. Si necesitan algo, lo roban. No puede afirmarse
que utilicen la violencia. Simplemente se apoderan de las cosas; uno se hace a un
lado y se las cede. También de mi tienda se han llevado excelentes mercancías.
Pero no puedo quejarme cuando veo, por ejemplo, lo que ocurre con el carnicero.
Apenas llega su mercadería, los nómades se la llevan y la comen de inmediato.
También sus caballos devoran carne; a menudo se ve a un jinete junto a su caballo
comiendo del mismo trozo de carne, cada cual de una punta. El carnicero es
miedoso y no se atreve a suspender los pedidos de carne. Pero nosotros
comprendemos su situación y hacemos colectas para mantenerlo. Si los nómades se
encontraran sin carne, nadie sabe lo que se les ocurriría hacer; por otra parte, quien
sabe lo que se les ocurriría hacer comiendo carne todos los días.
Hace poco, el carnicero pensó que podría ahorrarse, al menos, el trabajo de
descuartizar, y una mañana trajo un buey vivo. Pero no se atreverá a hacerlo
nuevamente. Yo me pasé toda una hora echado en el suelo, en el fondo de mi
tienda, tapado con toda mi ropa, mantas y almohadas, para no oír los mugidos de
ese buey, mientras los nómades se abalanzaban desde todos lados sobre él y le
arrancaban con los dientes trozos de carne viva. No me atreví a salir hasta mucho
después de que el ruido cesara; como ebrios en torno de un tonel de vino, estaban
tendidos por el agotamiento, alrededor de los restos del buey. Precisamente en esa
ocasión me pareció ver al emperador en persona asomado por una de las ventanas
del palacio; casi nunca sale a las habitaciones exteriores y vive siempre en el jardín
más interior, pero esa vez lo vi, o por lo menos me pareció verlo, ante una de las
ventanas, contemplando cabizbajo lo que ocurría frente a su palacio.
-¿En qué terminará esto? -nos preguntamos todos-. ¿Hasta cuando soportaremos
esta carga y este tormento? El palacio imperial ha traído a los nómadas, pero no
sabe cómo hacer para repelerlos. El portal permanece cerrado; los guardias, que
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antes solían entrar y salir marchando festivamente, ahora están siempre encerrados
detrás de las rejas de las ventanas. La salvación de la patria sólo depende de
nosotros, artesanos y comerciantes; pero no estamos preparados para semejante
empresa; tampoco nos hemos jactado nunca de ser capaces de cumplirla. Hay
cierta confusión, y esa confusión será nuestra ruina.
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La verdad sobre Sancho Panza
[Parábola: Texto completo.]
Sancho Panza, que por lo demás nunca se jactó de ello, logró, con el correr de los
años, mediante la composición de una cantidad de novelas de caballería y de
bandoleros, en horas del atardecer y de la noche, apartar a tal punto de sí a su
demonio, al que luego dio el nombre de don Quijote, que este se lanzó
irrefrenablemente a las más locas aventuras, las cuales empero, por falta de un
objeto predeterminado, y que precisamente hubiese debido ser Sancho Panza, no
hicieron daño a nadie. Sancho Panza, hombre libre, siguió impasible, quizás en razón
de un cierto sentido de la responsabilidad, a don Quijote en sus andanzas,
alcanzando con ello un grande y útil esparcimiento hasta su fin.
FIN
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Las preocupaciones de un padre de familia
[Cuento: Texto completo.]
Algunos dicen que la palabra «odradek» precede del esloveno, y sobre esta base
tratan de establecer su etimología. Otros, en cambio, creen que es de origen
alemán, con alguna influencia del esloveno. Pero la incertidumbre de ambos
supuestos despierta la sospecha de que ninguno de los dos sea correcto, sobre todo
porque no ayudan a determinar el sentido de esa palabra.
Como es lógico, nadie se preocuparía por semejante investigación si no fuera
porque existe realmente un ser llamado Odradek. A primera vista tiene el aspecto de
un carrete de hilo en forma de estrella plana. Parece cubierto de hilo, pero más bien
se trata de pedazos de hilo, de los tipos y colores más diversos, anudados o
apelmazados entre sí. Pero no es únicamente un carrete de hilo, pues de su centro
emerge un pequeño palito, al que está fijado otro, en ángulo recto. Con ayuda de
este último, por un lado, y con una especie de prolongación que tiene uno de los
radios, por el otro, el conjunto puede sostenerse como sobre dos patas.
Uno siente la tentación de creer que esta criatura tuvo, tiempo atrás, una figura más
razonable y que ahora está rota. Pero éste no parece ser el caso; al menos, no
encuentro ningún indicio de ello; en ninguna parte se ven huellas de añadidos o de
puntas de rotura que pudieran darnos una pista en ese sentido; aunque el conjunto
es absurdo, parece completo en sí. Y no es posible dar más detalles, porque
Odradek es muy movedizo y no se deja atrapar.
Habita alternativamente bajo la techumbre, en escalera, en los pasillos y en el
zaguán. A veces no se deja ver durante varios meses, como si se hubiese ido a otras
casas, pero siempre vuelve a la nuestra. A veces, cuando uno sale por la puerta y lo
descubre arrimado a la baranda, al pie de la escalera, entran ganas de hablar con
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él. No se le hacen preguntas difíciles, desde luego, porque, como es tan pequeño,
uno lo trata como si fuera un niño.
-¿Cómo te llamas? -le pregunto.
-Odradek -me contesta.
-¿Y dónde vives?
-Domicilio indeterminado -dice y se ríe.
Es una risa como la que se podría producir si no se tuvieran pulmones. Suena como el
crujido de hojas secas, y con ella suele concluir la conversación. A veces ni siquiera
contesta y permanece tan callado como la madera de la que parece hecho.
En vano me pregunto qué será de él. ¿Acaso puede morir? Todo lo que muere debe
haber tenido alguna razón be ser, alguna clase de actividad que lo ha desgastado.
Y éste no es el caso de Odradek. ¿Acaso rodará algún día por la escalera,
arrastrando unos hilos ante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? No parece
que haga mal a nadie; pero casi me resulta dolorosa la idea de que me pueda
sobrevivir.
FIN
20
Una mujercita
[Cuento: Texto completo.]
Es toda una mujercita; aunque muy delgada, suele además usar un corsé ajustado;
la veo siempre con el mismo vestido gris amarillento, algo así como el color de la
madera, adornado discretamente con borlas en forma de botón, de igual color;
siempre sale sin sombrero, el rubio cabello opaco y lacio es ordenado, pero también
muy suelto. Aunque está encorsetada se mueve con agilidad, y a veces exagera
esa facilidad de movimiento; le gusta llevarse las manos a la cintura y girar el torso
hacia uno u otro lado, con asombrosa rapidez. Apenas puedo dar una ligera idea
de la impresión que me causa su mano, si digo que jamás he visto una cuyos dedos
estén tan agudamente diferenciados entre sí como la suya; y sin embargo no
presenta ninguna peculiaridad anatómica, es completamente normal.
Ahora bien, esta mujercita está muy descontenta conmigo, siempre tiene algo que
objetarme, siempre cometo toda clase de injusticias con ella, cada paso mío la irrita;
si la vida pudiera cortarse en trozos infinitesimales y cada pedacito pudiera ser
juzgado, estoy seguro de que cada partícula de mi vida sería para ella motivo de
disgusto. A menudo he pensado en eso: ¿por qué la irrito tanto? Podría ser que todo
en mí ofendiera su sentido de la belleza, su idea de la justicia, sus costumbres, sus
tradiciones, sus esperanzas; hay naturalezas humanas muy incompatibles, pero ¿por
qué se preocupa tanto por eso? No hay en verdad ninguna relación entre nosotros
que la obligue a soportarme. Debería decidirse a considerarme un perfecto
desconocido, lo que en realidad soy, teniendo en cuenta que semejante decisión
no me molestaría, más bien se la agradecería mucho, sólo debería decidirse a
olvidar mi existencia, una existencia que nunca quise obligarla a soportar, y jamás
querré; y evidentemente, todos sus tormentos terminarían. Hago total abstracción de
mis sentimientos y no tengo en cuenta que su actitud también es para mí,
naturalmente, muy dolorosa, y no lo tengo en cuenta porque reconozco
perfectamente que mis molestias no son nada al lado de sus sufrimientos. De todos
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modos, siempre he sabido que esos sufrimientos no son causados por el afecto; no le
interesa en absoluto mejorarme, y además todo lo que en mí le desagrada es
justamente lo que menos puede impedirme mejorar. Pero tampoco le importa que
yo progrese, solamente le importan sus intereses personales, que consisten en
vengarse de los sufrimientos que le provoco, e impedir los sufrimientos con que
pueda volver a amenazarla. Ya una vez intenté indicarle la mejor manera de poner
fin a este resentimiento perpetuo, pero sólo logré suscitar en ella tal arrebato de
furor, que nunca más repetiré esa tentativa. Además, esto representa para mí, si así
puedo decirlo, cierta responsabilidad, porque por menos intimidad que haya entre
la mujercita y yo, y por más evidente que sea que la única relación existente es la
irritación que le produzco, o más bien la irritación que ella permite que yo le
produzca, no por eso puedo sentirme indiferente ante los visibles perjuicios físicos que
le produce. De vez en cuando, y estos últimos tiempos más a menudo, me llegan
informes de que esa mañana amaneció pálida, insomne, con dolor de cabeza y
casi incapacitada para el trabajo; esto hace que sus familiares se pregunten
perplejos cuál será el origen de esos estados, y hasta ahora no lo han descubierto.
Sólo yo lo sé, es la antigua y siempre renovada irritación. Claro que no comparto
totalmente las preocupaciones de sus familiares; ella es fuerte y resistente; quien
puede enojarse hasta ese punto, puede con seguridad también pasar por alto las
consecuencias del enojo; hasta tengo la sospecha de que ella -por lo menos a
veces- simula sufrimientos para dirigir hacia mí las sospechas de la gente. Es
demasiado orgullosa para decir abiertamente cómo sufre por culpa de mi simple
existencia; recurrir a los demás contra mí le parecería rebajarse a sí misma; sólo la
repugnancia, una incesante repugnancia que no deja de impelerla, consigue que
se ocupe de mí; discutir abiertamente algo tan impuro le parecería demasiada
vergüenza. Pero también es demasiado para ella callar constantemente algo que la
oprime sin cesar. Por eso prefiere, con astucia femenina, un término medio: callar, y
sólo mediante las apariencias exteriores de un sufrimiento oculto, llamar la atención
pública sobre el asunto. Tal vez espere, posiblemente, que en cuanto la atención
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pública fije en mí todas sus miradas, se concrete un rencor general y público, y con
todos sus vastos poderes éste consiga condenarme definitivamente, con mucho más
vigor y rapidez que sus relativamente débiles rencores privados, entonces se retiraría
de la escena, respiraría con alivio y me volvería la espalda. Ahora bien, si estas son
realmente sus esperanzas, se engaña. La opinión pública no la sustituirá en su papel;
la opinión pública nunca encontraría en mí tantos motivos de reproche, aunque me
estudiara a través de su lupa de mayor aumento. No soy un hombre tan inútil como
ella cree; no quiero exagerar mis méritos, y mucho menos cuando se trata de este
asunto; pero si no llamo la atención por mis condiciones extraordinarias, tampoco la
llamo por mi falta de condiciones; sólo para ella, para sus ojos llameantes y casi
lívidos de ira, soy así; no podrá convencer a nadie más. Por lo tanto, ¿puedo
sentirme por completo tranquilo en lo que a esto respecta? No, tampoco; porque
cuando sea realmente de conocimiento público que mi comportamiento está
provocando positivamente su enfermedad, y algún observador, por ejemplo mis más
activos informadores, estén a punto de advertirlo, o por lo menos adopten la actitud
de advertirlo, y la gente venga a preguntarme por qué hago sufrir a esta pobre
mujercita con mis acciones incorregibles, o si tengo la intención de llevarla a la
tumba, y cuándo llegará el momento de mostrarme más sensato y de demostrar
suficiente compasión para poner fin a todo eso; cuando la gente me haga esta
pregunta, me costará bastante responder. ¿Confesaré francamente que no creo en
sus síntomas de enfermedad, lo que producirá la desagradable impresión de que
para librarme de mi culpa culpo a otro, y justamente de una manera tan poco
galante? ¿Y cómo podría decir abiertamente que yo, aun cuando creyera que ella
está realmente enferma, no siento un poco de compasión, que la mujer en cuestión
es para mí una perfecta desconocida, y que la relación que existe entre nosotros es
pura invención de su parte y totalmente inexistente? No digo que no me creerían;
más bien ni una cosa ni la otra; no se tomarían el trabajo de dudar; simplemente, se
tomaría nota de la respuesta relativa a una mujer débil y enferma, y esto no me
haría mucho honor. Tanto con ésta como con cualquier otra respuesta, chocaría
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inevitablemente con la incapacidad de la gente de impedir, en un caso como éste,
la sospecha de una relación amorosa, aunque es más evidente que la luz del día
que semejante relación no existe, y que si existiera, se originaría más bien en mí y no
en ella, ya que realmente yo sería muy capaz de admirar en esta mujercita la
potente rapidez de sus juicios y la infatigabilidad de sus conclusiones, cuando esas
mismas cualidades no estuvieran al servicio constante de mi tormento. Pero en todo
caso, ella no muestra el menor deseo de llegar a una relación amistosa; en eso es
honrada y veraz; en eso reside mi última esperanza; sería imposible que la
conveniencia de su plan de campaña la llevara a hacerme creer en una relación
de ese tipo, olvidándose de sí misma hasta el punto de cometer una acción
semejante. Pero la opinión pública, absolutamente incapaz de sutilezas, seguirá
siempre pensando lo mismo en este sentido, y siempre se decidirá en mi contra. Por
lo tanto, lo único que me resta es cambiar a tiempo, antes que intervengan los
demás, lo suficiente no para anular el rencor de la mujercita, que es inconcebible,
sino por lo menos para dulcificarlo. Y en efecto, muchas veces me he preguntado si
me agrada tanto mi estado actual que ya no quiero modificarlo, y si no sería posible
provocar en mí algunos cambios, no porque me parecieran necesarios, sino
simplemente para calmar a la mujercita. Y he tratado honradamente de hacerlo, no
sin fatigas ni problemas; hasta me hacía bien, casi me divertía; logré ciertas
modificaciones visibles desde muy lejos, no necesitaba llamar la atención de la
mujercita sobre ellas, ya que se da cuenta de esas cosas antes que yo, puede
percibir por la expresión de mi cara las intenciones de mi mente; pero no logré
ningún éxito. ¿Cómo hubiera podido lograrlo? Su disconformidad conmigo es, como
bien lo comprendo ahora, fundamental; nada puede hacerla desaparecer, ni
siquiera mi propia desaparición; su furor ante la noticia de mi suicidio sería
posiblemente inmenso. Ahora bien, no puedo imaginarme que ella, una mujer tan
aguda, no comprenda todo esto tan bien como yo, no comprenda tanto la
inutilidad de sus esfuerzos como mi propia inocencia, mi incapacidad (a pesar de la
mejor voluntad del mundo) de conformarme a sus requisitos. Seguramente lo
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comprende, pero como es de naturaleza combativa, lo olvida en el apasionamiento
del combate, y mi desdichada manera de ser, que no puedo imaginar diferente
porque me pertenece de nacimiento, consiste justamente en susurrar suaves
consejos a quien está enfurecido. De este modo, naturalmente, no llegaremos jamás
a entendernos. Día tras día saldré de la casa con mi habitual alegría matutina, para
encontrarme con ese rostro amargado, con la curva desdeñosa de esos labios, la
mirada investigadora (y ya antes de investigar, segura de lo que encontrará) que me
explora y a la que nada escapa, sea cual sea su brevedad, la sonrisa sarcástica que
abre surcos en sus mejillas adolescentes, la mirada lastimera elevada hacia el cielo,
las manos que se plantan en las caderas, para reunir más aplomo, y luego, el
temblor y la palidez de la ira al estallar.
No hace mucho -y por primera vez, como advertí asombrado entonces- mencioné
algo de este asunto a un buen amigo mío, sólo de pasada, sin darle importancia;
con sólo dos palabras le hice un rápido resumen de la situación; tan poca cosa me
parece cuando la contemplo desde afuera, que hasta llegué a reducir un poco sus
proporciones. Inesperadamente, mi amigo no se desinteresó de la cuestión, sino que
por cuenta propia le dio más importancia que yo, no quería cambiar de tema, e
insistía en discutirlo. Más inesperado aún fue que él, a pesar de todo, subestimara el
problema en uno de sus aspectos más importantes, porque me aconsejó seriamente
que me alejara por un tiempo, que viajara. Ningún consejo podría ser más
incomprensible; la situación es bastante clara, cualquiera que la estudie de cerca
puede llegar a comprenderla perfectamente, pero no es sin embargo tan simple
que una simple partida la solucione del todo, o por lo menos en una parte. Nada de
eso, tengo que cuidarme mucho de no alejarme; porque si me decido a seguir
algún plan, éste debe consistir esencialmente en mantener el asunto dentro de los
reducidos límites que hasta ahora ha tenido, no dejar penetrar en él al mundo
exterior, o sea quedarme tranquilo donde estoy, y no permitir que el asunto ocasione
ningún cambio considerable e importante, lo que significa no hablar con nadie de la
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cuestión; pero todo esto no porque se trate de un peligroso misterio, sino porque es
una cuestión desdeñable, puramente personal, y como tal indigna de tanta
atención; y porque no debe dejar de serlo. Por eso las observaciones de mi amigo
no fueron totalmente inútiles; no me revelaron nada nuevo, pero fortificaron mi
primitiva resolución. En efecto, si se lo considera atentamente, las modificaciones
que con el correr del tiempo parece haber sufrido este asunto, no son
modificaciones del tema en sí, sino tan sólo un desarrollo de mi actitud ante él, una
indicación de que esta actitud se ha vuelto por una parte más tranquila, más viril,
más cerca del fondo de la cuestión, y por otra parte, bajo la incesante influencia de
estos continuos sobresaltos, por insignificantes que parezcan, ha provocado cierta
alteración de mis nervios. Este asunto me preocupa menos que antes, porque
comienzo a creer que comprendo que por más cerca que hayamos creído
encontrarnos de una crisis decisiva, es muy poco probable que ésta ocurra; se está
predispuesto a calcular con demasiado apresuramiento, en especial cuando se es
joven, la rapidez con que se producen las crisis decisivas; cada vez que mi pequeño
juez femenino, debilitado por culpa de mi mera presencia, se dejaba caer de
costado en una silla sosteniéndose con una mano sobre el respaldo, y aflojándose
los lazos del corpiño con la otra, mientras lágrimas de furor y desesperación corrían
por sus mejillas, yo creía que el instante de la crisis había llegado, y que de un
momento a otro me vería obligado a dar explicaciones. Pero nada de momento
decisivo, nada de explicaciones, las mujeres se desvanecen con facilidad, la gente
ni tiene tiempo de ocuparse de sus manías. ¿Y qué sucedió realmente durante todos
estos años? Muy simple: estas situaciones se repitieron, a veces más violentamente, a
veces menos, y que en consecuencia su suma total ha aumentado. Y la gente
acecha en torno, deseosa de intervenir, si pudieran descubrir una oportunidad que
se lo permitiera; pero no encuentran ninguna, hasta ahora se han visto obligados a
reducirse a lo que podían olfatear en el ambiente, y bastante había como para
mantenerlos ampliamente ocupados, pero allí terminaba todo. Pero siempre ha sido
fundamentalmente así, siempre existieron esos inútiles espectadores y esos
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olfateadores, que excusaban su presencia con pretextos ingeniosos, con preferencia
de parentesco, siempre espiando, siempre olfateando toda clase de pistas, pero la
consecuencia de todo esto es simplemente que allí están todavía. La única
diferencia consiste en que poco a poco he llegado a conocerlos, y a distinguir sus
caras; en otros tiempos, yo creía que acudían paulatinamente de todas partes, que
las repercusiones del asunto aumentaban y provocarían por sí solas la crisis definitiva;
hoy creo saber que todos ésos estaban aquí desde mucho antes, y que la crisis
definitiva poco o nada tiene que ver con ellos. Y esa crisis ¿por qué la dignifico con
un nombre tan pomposo? Suponiendo que algún día -que no será seguro mañana ni
pasado mañana ni probablemente nunca- ocurriera que la opinión pública se
interesara en este asunto, lo que insisto en repetir, no le compete, no saldré
seguramente indemne de dicho proceso, pero también es indudable que tendrán
en consideración el hecho de que la opinión pública no le desconoce totalmente, y
que hasta ahora siempre he vivido a la plena luz, confiado y digno de confianza, y
que esta insignificante y desdichada mujercita, recién llegada a mi vida, a quien,
hago notar de paso, otro hombre habría considerado hace mucho como
insignificante y, sin llamar en lo más mínimo la atención de la opinión pública, la
habría aplastado bajo sus pies; esta mujer, en el peor de los casos, sólo podría
agregar un odioso adorno al diploma que desde hace tiempo me certifica ante la
opinión pública como miembro respetable de la sociedad. Así están actualmente las
cosas, de modo que no tengo muchos motivos de preocupación.
El hecho de que con los años yo haya llegado a sentirme un poco inquieto no tiene
nada que ver en realidad con el significado esencial del asunto; es simple: es
insoportable ser el constante motivo de ira de otra persona, aun cuando se sabe
perfectamente que esa ira es infundada; uno se siente inquieto, se empieza, de una
manera puramente física, a eludir las crisis decisivas, aun cuando honradamente no
crea demasiado en su posibilidad. Además, esto representa en cierta forma un
síntoma de envejecimiento; la juventud lo mejora todo; las características
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desagradables se pierden en la fuente de vigor inagotable de la juventud; si una
persona tiene mirada astuta cuando es joven no se considera un defecto, ni siquiera
se advierte, ni siquiera él mismo lo advierte; pero lo que perdura en la vejez son
restos, todo es necesario, nada se renueva, todo está expuesto a examen, y la
mirada astuta de un hombre que envejece es francamente una mirada astuta, y no
es difícil reconocerla. Sólo que tampoco en este caso constituye un empeoramiento
real de su condición. Por lo tanto, de cualquier ángulo que se lo considere resulta
evidente, y a esa evidencia me atengo, que si consigo mantener este pequeño
asunto bajo control, aun sin esforzarme, todavía podré seguir viviendo durante
mucho tiempo la vida que hasta ahora he vivido, imperturbado por el mundo, a
pesar de todos los arrebatos de esta mujer.
FIN
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Una pequeña fábula
[Fábula: Texto completo.]
¡Ay! -dijo el ratón-. El mundo se hace cada día más pequeño. Al principio era tan
grande que le tenía miedo. Corría y corría y por cierto que me alegraba ver esos
muros, a diestra y siniestra, en la distancia. Pero esas paredes se estrechan tan rápido
que me encuentro en el último cuarto y ahí en el rincón está la trampa sobre la cual
debo pasar.
-Todo lo que debes hacer es cambiar de rumbo -dijo el gato... y se lo comió.
FIN
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Un mensaje imperial
[Cuento: Texto completo.]
El Emperador, tal va una parábola, te ha mandado, humilde sujeto, que eres la
insignificante sombra arrinconándose en la más recóndita distancia del sol imperial,
un mensaje: el Emperador desde su lecho de muerte te ha mandado un mensaje
para ti únicamente. Ha comandado al mensajero a arrodillarse junto a la cama, y ha
susurrado el mensaje; ha puesto tanta importancia al mensaje, que ha ordenado al
mensajero se lo repita en el oído. Luego, con un movimiento de cabeza, ha
confirmado que está correcto. Sí, ante los congregados espectadores de su muerte -
toda pared obstructora ha sido tumbada, y en las espaciosas y colosalmente altas
escaleras están en un círculo los grandes príncipes del Imperio- ante todos ellos él ha
mandado su mensaje. El mensajero inmediatamente embarca en su viaje; es un
poderoso, infatigable hombre; ahora empujando con su brazo diestro, ahora con el
siniestro, taja un camino al través de la multitud; si encuentra resistencia, apunta a su
pecho, donde el símbolo del sol repica de luz; al contrario de otro hombre
cualquiera, su camino así se le facilita. Mas las multitudes son tan vastas; sus números
no tienen fin. Si tan sólo pudiera alcanzar los amplios campos, cuán rápido él volaría,
y pronto, sin duda alguna, escucharías el bienvenido martilleo de sus puños en tu
puerta. Pero, en vez, cómo vanamente gasta sus fuerzas; aún todavía traza su
camino tras las cámaras del profundo interior del palacio; nunca llegará al final de
ellas; y si lo lograra, nada se lograría en ello; él debe, tras aquello, luchar durante su
camino hacia abajo por las escaleras; y si lo lograra, nada se lograría en ello;
todavía tiene que cruzar las cortes; y tras las cortes, el segundo palacio externo; y
una vez más, más escaleras y cortes; y de nuevo otro palacio; y así por miles de
años; y por si al fin llegara a lanzarse afuera, tras la última puerta del último palacio -
pero nunca, nunca podría llegar eso a suceder-, la capital imperial, centro del
mundo, caería ante él, apretada a explotar con sus propios sedimentos. Nadie
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podría luchar y salir de ahí, ni siquiera con el mensaje de un hombre muerto. Mas te
sientas tras la ventana, al caer la noche, y te lo imaginas, en sueños.
FIN
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Un médico rural
[Cuento: Texto completo.]
Estaba muy preocupado; debía emprender un viaje urgente; un enfermo de
gravedad me estaba esperando en un pueblo a diez millas de distancia; una
violenta tempestad de nieve azotaba el vasto espacio que nos separaba; yo tenía
un coche, un cochecito ligero, de grandes ruedas, exactamente apropiado para
correr por nuestros caminos; envuelto en el abrigo de pieles, con mi maletín en la
mano, esperaba en el patio, listo para marchar; pero faltaba el caballo... El mío se
había muerto la noche anterior, agotado por las fatigas de ese invierno helado;
mientras tanto, mi criada corría por el pueblo, en busca de un caballo prestado;
pero estaba condenada al fracaso, yo lo sabía, y a pesar de eso continuaba allí
inútilmente, cada vez más envarado, bajo la nieve que me cubría con su pesado
manto. En la puerta apareció la muchacha, sola, y agitó la lámpara; naturalmente,
¿quién habría prestado su caballo para semejante viaje? Atravesé el patio, no
hallaba ninguna solución; distraído y desesperado a la vez, golpeé con el pie la
ruinosa puerta de la pocilga, deshabitada desde hacía años. La puerta se abrió, y
siguió oscilando sobre sus bisagras. De la pocilga salió una vaharada como de
establo, un olor a caballos. Una polvorienta linterna colgaba de una cuerda.
Un individuo, acurrucado en el tabique bajo, mostró su rostro claro, de ojitos azules.
-¿Los engancho al coche? -preguntó, acercándose a cuatro patas.
No supe qué decirle, y me agaché para ver qué había dentro de la pocilga. La
criada estaba a mi lado.
-Uno nunca sabe lo que puede encontrar en su propia casa -dijo ésta. Y ambos nos
echamos a reír.
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-¡Hola, hermano, hola, hermana! -gritó el palafrenero, y dos caballos, dos magníficas
bestias de vigorosos flancos, con las piernas dobladas y apretadas contra el cuerpo,
las perfectas cabezas agachadas, como las de los camellos, se abrieron paso una
tras otra por el hueco de la puerta, que llenaban por completo. Pero una vez afuera
se irguieron sobre sus largas patas, despidiendo un espeso vapor.
-Ayúdalo -dije a la criada, y ella, dócil, alargó los arreos al caballerizo. Pero apenas
llegó a su lado, el hombre la abrazó y acercó su rostro al rostro de la joven. Esta gritó,
y huyó hacia mí; sobre sus mejillas se veían, rojas, las marcas de dos hileras de
dientes.
-¡Salvaje! -dije al caballerizo-. ¿Quieres que te azote?
Pero luego pensé que se trataba de un desconocido, que yo ignoraba de dónde
venía y que me ofrecía ayuda cuando todos me habían fallado. Como si hubiera
adivinado mis pensamientos, no se mostró ofendido por mi amenaza y, siempre
atareado con los caballos, sólo se volvió una vez hacia mí.
-Suba -me dijo, y, en efecto, todo estaba preparado.
Advierto entonces que nunca viajé con tan hermoso tronco de caballos, y subo
alegremente.
-Yo conduciré, pues tú no conoces el camino -dije.
-Naturalmente -replica-, yo no voy con usted: me quedo con Rosa.
-¡No! -grita Rosa, y huye hacia la casa, presintiendo su inevitable destino; aún oigo el
ruido de la cadena de la puerta al correr en el cerrojo; oigo girar la llave en la
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cerradura; veo además que Rosa apaga todas las luces del vestíbulo y, siempre
huyendo, las de las habitaciones restantes, para que no puedan encontrarla.
-Tú vendrás conmigo -digo al mozo-; si no es así, desisto del viaje, por urgente que
sea. No tengo intención de dejarte a la muchacha como pago del viaje.
-¡Arre! -grita él, y da una palmada; el coche parte, arrastrado como un leño en el
torrente; oigo crujir la puerta de mi casa, que cae hecha pedazos bajo los golpes del
mozo; luego mis ojos y mis oídos se hunden en el remolino de la tormenta que
confunde todos mis sentidos. Pero esto dura sólo un instante; se diría que frente a mi
puerta se encontraba la puerta de la casa de mi paciente; ya estoy allí; los caballos
se detienen; la nieve ha dejado de caer; claro de luna en torno; los padres de mi
paciente salen ansiosos de la casa, seguidos de la hermana; casi me arrancan del
coche; no entiendo nada de su confuso parloteo; en el cuarto del enfermo el aire es
casi irrespirable, la estufa humea, abandonada; quiero abrir la ventana, pero antes
voy a ver al enfermo. Delgado, sin fiebre, ni caliente ni frío, con ojos inexpresivos, sin
camisa, el joven se yergue bajo el edredón de plumas, se abraza a mi cuello y me
susurra al oído:
-Doctor, déjeme morir.
Miro en torno; nadie lo ha oído; los padres callan, inclinados hacia adelante,
esperando mi sentencia; la hermana me ha acercado una silla para que coloque mi
maletín de mano. Lo abro, y busco entre mis instrumentos; el joven sigue
alargándome las manos, para recordarme su súplica; tomo un par de pinzas, las
examino a la luz de la bujía y las deposito nuevamente.
"Sí" pienso indignado, "en estos casos los dioses nos ayudan, nos mandan el caballo
que necesitamos y, dada nuestra prisa, nos agregan otro. Además, nos envían un
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caballerizo..." En aquel preciso instante me acuerdo de Rosa. ¿Qué hacer? ¿Cómo
salvarla? ¿Cómo rescatar su cuerpo del peso de aquel hombre, a diez millas de
distancia, con un par de caballos imposibles de manejar? Esos caballos que no sé
cómo se han desatado de las riendas, que se abren paso ignoro cómo; que asoman
la cabeza por la ventana y contemplan al enfermo, sin dejarse impresionar por las
voces de la familia.
-Regresaré en seguida -me digo como si los caballos me invitaran al viaje. Sin
embargo, permito que la hermana, que me cree aturdido por el calor, me quite el
abrigo de pieles. Me sirven una copa de ron; el anciano me palmea amistosamente
el hombro, porque el ofrecimiento de su tesoro justifica ya esta familiaridad. Meneo
la cabeza; estallaré dentro del estrecho círculo de mis pensamientos; por eso me
niego a beber.
La madre permanece junto al lecho y me invita a acercarme; la obedezco, y
mientras un caballo relincha estridentemente hacia el techo, apoyo la cabeza sobre
el pecho del joven, que se estremece bajo mi barba mojada. Se confirma lo que ya
sabía: el joven está sano, quizá un poco anémico, quizá saturado de café, que su
solícita madre le sirve, pero está sano; lo mejor sería sacarlo de un tirón de la cama.
No soy ningún reformador del mundo, y lo dejo donde está. Soy un vulgar médico
del distrito que cumple con su deber hasta donde puede, hasta un punto que ya es
una exageración. Mal pagado, soy, sin embargo, generoso con los pobres. Es
necesario que me ocupe de Rosa; al fin y al cabo es posible que el joven tenga
razón, y yo también pido que me dejen morir. ¿Qué hago aquí, en este interminable
invierno? Mi caballo se ha muerto y no hay nadie en el pueblo que me preste el
suyo. Me veré obligado a arrojar mi carruaje en la pocilga; si por casualidad no
hubiese encontrado esos caballos, habría tenido que recurrir a los cerdos. Esta es mi
situación.
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Saludo a la familia con un movimiento de cabeza. Ellos no saben nada de todo esto,
y si lo supieran, no lo creerían. Es fácil escribir recetas, pero en cambio es un trabajo
difícil entenderse con la gente. Ahora bien, acudí junto al enfermo; una vez más me
han molestado inútilmente; estoy acostumbrado a ello; con esa campanilla
nocturna todo el distrito me molesta, pero que además tenga que sacrificar a Rosa,
esa hermosa muchacha que durante años vivió en mi casa sin que yo me diera
cuenta cabal de su presencia... Este sacrificio es excesivo, y tengo que encontrarle
alguna solución, cualquier cosa, para no dejarme arrastrar por esta familia que, a
pesar de su buena voluntad, no podrían devolverme a Rosa. Pero he aquí que
mientras cierro el maletín de mano y hago una señal para que me traigan mi abrigo,
la familia se agrupa, el padre olfatea la copa de ron que tiene en la mano, la
madre, evidentemente decepcionada conmigo -¿qué espera, pues, la gente?- se
muerde, llorosa, los labios, y la hermana agita un pañuelo lleno de sangre; me siento
dispuesto a creer, bajo ciertas condiciones, que el joven quizá está enfermo. Me
acerco a él, que me sonríe como si le trajera un cordial... ¡Ah! Ahora los dos caballos
relinchan a la vez; ese estrépito ha sido seguramente dispuesto para facilitar mi
auscultación; y esta vez descubro que el joven está enfermo. El costado derecho,
cerca de la cadera, tiene una herida grande como un platillo, rosada, con muchos
matices, oscura en el fondo, más clara en los bordes, suave al tacto, con coágulos
irregulares de sangre, abierta como una mina al aire libre. Así es como se ve a cierta
distancia. De cerca, aparece peor. ¿Quién puede contemplar una cosa así sin que
se le escape un silbido? Los gusanos, largos y gordos como mi dedo meñique,
rosados y manchados de sangre, se mueven en el fondo de la herida, la puntean
con sus cabecitas blancas y sus numerosas patitas. Pobre muchacho, nada se
puede hacer por ti. He descubierto tu gran herida; esa flor abierta en tu costado te
mata. La familia está contenta, me ve trabajar; la hermana se lo dice a la madre,
ésta al padre, el padre a algunas visitas que entran por la puerta abierta, de
puntillas, a través del claro de luna.
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-¿Me salvarás? -murmura entre sollozos el joven, deslumbrado por la vista de su
herida.
Así es la gente de mi comarca. Siempre esperan que el médico haga lo imposible.
Han perdido la antigua fe; el cura se queda en su casa y desgarra sus ornamentos
sacerdotales uno tras otro; en cambio, el médico tiene que hacerlo todo, suponen
ellos, con sus pobres dedos de cirujano. ¡Como quieran! Yo no les pedí que me
llamaran; si pretenden servirse de mí para un designio sagrado, no me negaré a ello.
¿Qué cosa mejor puedo pedir yo, un pobre médico rural, despojado de su criada?
Y he aquí que empiezan a llegar los parientes y todos los ancianos del pueblo, y me
desvisten; un coro de escolares, con el maestro a la cabeza, canta junto a la casa
una tonada infantil con estas palabras:
Desvístanlo, para que cure,
y si no cura, mátenlo.
Sólo es un médico, sólo es un médico...
Mírenme: ya estoy desvestido, y, mesándome la barba y cabizbajo, miro al pueblo
tranquilamente. Tengo un gran dominio sobre mí mismo; me siento superior a todos y
aguanto, aunque no me sirve de nada, porque ahora me toman por la cabeza y los
pies y me llevan a la cama del enfermo. Me colocan junto a la pared, al lado de la
herida. Luego salen todos del aposento; cierran la puerta, el canto cesa; las nubes
cubren la luna; las mantas me calientan, las sombras de las cabezas de los caballos
oscilan en el vano de las ventanas.
-¿Sabes -me dice una voz al oído- que no tengo mucha confianza en ti? No importa
cómo hayas llegado hasta aquí; no te han llevado tus pies. En vez de ayudarme, me
escatimas mi lecho de muerte. No sabes cómo me gustaría arrancarte los ojos.
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-En verdad -dije yo-, es una vergüenza. Pero soy médico. ¿Qué quieres que haga? Te
aseguro que mi papel nada tiene de fácil.
-¿He de darme por satisfecho con esa excusa? Supongo que sí. Siempre debo
conformarme. Vine al mundo con una hermosa herida. Es lo único que poseo.
-Joven amigo -digo-, tu error estriba en tu falta de empuje. Yo, que conozco todos
los cuartos de los enfermos del distrito, te aseguro: tu herida no es muy terrible. Fue
hecha con dos golpes de hacha, en ángulo agudo. Son muchos los que ofrecen sus
flancos, y ni siquiera oyen el ruido del hacha en el bosque. Pero menos aún sienten
que el hacha se les acerca.
-¿Es de veras así, o te aprovechas de mi fiebre para engañarme?
-Es cierto, palabra de honor de un médico juramentado. Puedes llevártela al otro
mundo.
Aceptó mi palabra, y guardó silencio. Pero ya era hora de pensar en mi libertad. Los
caballos seguían en el mismo lugar. Recogí rápidamente mis vestidos, mi abrigo de
pieles y mi maletín; no podía perder el tiempo en vestirme; si los caballos corrían
tanto como en el viaje de ida, saltaría de esta cama a la mía. Dócilmente, uno de
los caballos se apartó de la ventana; arrojé el lío en el coche; el abrigo cayó fuera, y
sólo quedó retenido por una manga en un gancho. Ya era bastante. Monté de un
salto a un caballo; las riendas iban sueltas, las bestias, casi desuncidas, el coche
corría al azar y mi abrigo de pieles se arrastraba por la nieve.
-¡De prisa! -grité-. Pero íbamos despacio, como viajeros, por aquel desierto de nieve,
y mientras tanto, de nuevo el canto de los escolares, el canto de los muchachos que
se mofaban de mí, se dejó oír durante un buen rato detrás de nosotros:
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Alégrense, enfermos,
tienen al médico en su propia cama.
A ese paso nunca llegaría a mi casa; mi clientela está perdida; un sucesor ocupará
mi cargo, pero sin provecho, porque no puede reemplazarme; en mi casa cunde el
repugnante furor del caballerizo; Rosa es su víctima; no quiero pensar en ello.
Desnudo, medio muerto de frío y a mi edad, con un coche terrenal y dos caballos
sobrenaturales, voy rodando por los caminos. Mi abrigo cuelga detrás del coche,
pero no puedo alcanzarlo, y ninguno de esos enfermos sinvergüenzas levantará un
dedo para ayudarme. ¡Se han burlado de mí! Basta acudir una vez a un falso
llamado de la campanilla nocturna para que lo irreparable se produzca.
FIN
39
La metamorfosis
I
Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo,
se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado
sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza
veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco,
sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de
resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el
resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.
«¿Qué me ha ocurrido?», pensó.
No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo
pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por
encima de la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños
desempaquetados -Samsa era viajante de comercio-, estaba colgado aquel
cuadro que hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un
bonito marco dorado. Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una
boa de piel, que estaba allí, sentada muy erguida y levantaba hacia el observador
un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido su antebrazo.
La mirada de Gregorio se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso -se
oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alféizar de la ventana- lo ponía muy
melancólico.
«¿Qué pasaría -pensó- si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?»
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Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir
del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado. Aunque
se lanzase con mucha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a
balancear sobre la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener
que ver las patas que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba
a notar en el costado un dolor leve y sordo que antes nunca había sentido.
«¡Dios mío! -pensó-. ¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de
viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de la
ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al tanto de los
empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una relación humana
constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial. ¡Que se
vaya todo al diablo!»
Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se deslizó lentamente más cerca
de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con
que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños puntos
blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso palpar esa parte con una pata, pero
inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos.
Se deslizó de nuevo a su posición inicial.
«Esto de levantarse pronto -pensó- hace a uno desvariar. El hombre tiene que dormir.
Otros viajantes viven como pachás. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana
vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos
señores todavía están sentados tomando el desayuno. Eso podría intentar yo con mi
jefe, pero en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás, si no
sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya me habría
despedido hace tiempo, me habría presentado ante el jefe y le habría dicho mi
opinión con toda mi alma. ¡Se habría caído de la mesa! Sí que es una extraña
41
costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde esa altura, hablar hacia abajo con
el empleado que, además, por culpa de la sordera del jefe, tiene que acercarse
mucho. Bueno, la esperanza todavía no está perdida del todo; si alguna vez tengo el
dinero suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él -puedo tardar
todavía entre cinco y seis años- lo hago con toda seguridad. Entonces habrá
llegado el gran momento; ahora, por lo pronto, tengo que levantarme porque el tren
sale a las cinco», y miró hacia el despertador que hacía tic tac sobre el armario.
«¡Dios del cielo!», pensó.
Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya
había pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. «¿Es que no habría
sonado el despertador?» Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto
a las cuatro, seguro que también había sonado. Sí, pero... ¿era posible seguir
durmiendo tan tranquilo con ese ruido que hacía temblar los muebles? Bueno,
tampoco había dormido tranquilo, pero quizá tanto más profundamente.
¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo tendría que
haberse dado una prisa loca, el muestrario todavía no estaba empaquetado, y él
mismo no se encontraba especialmente espabilado y ágil; e incluso si consiguiese
coger el tren, no se podía evitar una reprimenda del jefe, porque el mozo de los
recados habría esperado en el tren de las cinco y ya hacía tiempo que habría dado
parte de su descuido. Era un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué pasaría si
dijese que estaba enfermo? Pero esto sería sumamente desagradable y sospechoso,
porque Gregorio no había estado enfermo ni una sola vez durante los cinco años de
servicio. Seguramente aparecería el jefe con el médico del seguro, haría reproches
a sus padres por tener un hijo tan vago y se salvaría de todas las objeciones
remitiéndose al médico del seguro, para el que sólo existen hombres totalmente
sanos, pero con aversión al trabajo. ¿Y es que en este caso no tendría un poco de
42
razón? Gregorio, a excepción de una modorra realmente superflua después del
largo sueño, se encontraba bastante bien e incluso tenía mucha hambre. Mientras
reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a abandonar la
cama -en este mismo instante el despertador daba las siete menos cuarto-, llamaron
cautelosamente a la puerta que estaba a la cabecera de su cama.
-Gregorio -dijeron (era la madre)-, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de
viaje?
¡Qué dulce voz! Gregorio se asustó, en cambio, al contestar. Escuchó una voz que,
evidentemente, era la suya, pero en la cual, como desde lo más profundo, se
mezclaba un doloroso e incontenible piar, que en el primer momento dejaba salir las
palabras con claridad para, al prolongarse el sonido, destrozarlas de tal forma que
no se sabía si se había oído bien. Gregorio querría haber contestado
detalladamente y explicarlo todo, pero en estas circunstancias se limitó a decir:
-Sí, sí, gracias madre, ya me levanto.
Probablemente a causa de la puerta de madera no se notaba desde fuera el
cambio en la voz de Gregorio, porque la madre se tranquilizó con esta respuesta y se
marchó de allí. Pero merced a la breve conversación, los otros miembros de la
familia se habían dado cuenta de que Gregorio, en contra de todo lo esperado,
estaba todavía en casa, y ya el padre llamaba suavemente, pero con el puño, a
una de las puertas laterales.
-¡Gregorio, Gregorio! -gritó-. ¿Qué ocurre? -tras unos instantes insistió de nuevo con
voz más grave-. ¡Gregorio, Gregorio!
Desde la otra puerta lateral se lamentaba en voz baja la hermana.
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-Gregorio, ¿no te encuentras bien?, ¿necesitas algo?
Gregorio contestó hacia ambos lados:
-Ya estoy preparado -y con una pronunciación lo más cuidadosa posible, y
haciendo largas pausas entre las palabras, se esforzó por despojar a su voz de todo
lo que pudiese llamar la atención. El padre volvió a su desayuno, pero la hermana
susurró:
-Gregorio, abre, te lo suplico -pero Gregorio no tenía ni la menor intención de abrir,
más bien elogió la precaución de cerrar las puertas que había adquirido durante sus
viajes, y esto incluso en casa.
Al principio tenía la intención de levantarse tranquilamente y, sin ser molestado,
vestirse y, sobre todo, desayunar, y después pensar en todo lo demás, porque en la
cama, eso ya lo veía, no llegaría con sus cavilaciones a una conclusión sensata.
Recordó que ya en varias ocasiones había sentido en la cama algún leve dolor,
quizá producido por estar mal tumbado, dolor que al levantarse había resultado ser
sólo fruto de su imaginación, y tenía curiosidad por ver cómo se iban desvaneciendo
paulatinamente sus fantasías de hoy. No dudaba en absoluto de que el cambio de
voz no era otra cosa que el síntoma de un buen resfriado, la enfermedad profesional
de los viajantes.
Tirar el cobertor era muy sencillo, sólo necesitaba inflarse un poco y caería por sí solo,
pero el resto sería difícil, especialmente porque él era muy ancho. Hubiera
necesitado brazos y manos para incorporarse, pero en su lugar tenía muchas patitas
que, sin interrupción, se hallaban en el más dispar de los movimientos y que,
además, no podía dominar. Si quería doblar alguna de ellas, entonces era la primera
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la que se estiraba, y si por fin lograba realizar con esta pata lo que quería, entonces
todas las demás se movían, como liberadas, con una agitación grande y dolorosa.
«No hay que permanecer en la cama inútilmente», se decía Gregorio.
Quería salir de la cama en primer lugar con la parte inferior de su cuerpo, pero esta
parte inferior que, por cierto, no había visto todavía y que no podía imaginar
exactamente, demostró ser difícil de mover; el movimiento se producía muy
despacio, y cuando, finalmente, casi furioso, se lanzó hacia delante con toda su
fuerza sin pensar en las consecuencias, había calculado mal la dirección, se golpeó
fuertemente con la pata trasera de la cama y el dolor punzante que sintió le enseñó
que precisamente la parte inferior de su cuerpo era quizá en estos momentos la más
sensible. Así pues, intentó en primer lugar sacar de la cama la parte superior del
cuerpo y volvió la cabeza con cuidado hacia el borde de la cama. Lo logró con
facilidad y, a pesar de su anchura y su peso, el cuerpo siguió finalmente con lentitud
el giro de la cabeza. Pero cuando, por fin, tenía la cabeza colgando en el aire fuera
de la cama, le entró miedo de continuar avanzando de este modo porque, si se
dejaba caer en esta posición, tenía que ocurrir realmente un milagro para que la
cabeza no resultase herida, y precisamente ahora no podía de ningún modo perder
la cabeza, antes prefería quedarse en la cama. Pero como, jadeando después de
semejante esfuerzo, seguía allí tumbado igual que antes, y veía sus patitas de nuevo
luchando entre sí, quizá con más fuerza aún, y no encontraba posibilidad de poner
sosiego y orden a este atropello, se decía otra vez que de ningún modo podía
permanecer en la cama y que lo más sensato era sacrificarlo todo, si es que con ello
existía la más mínima esperanza de liberarse de ella. Pero al mismo tiempo no
olvidaba recordar de vez en cuando que reflexionar serena, muy serenamente, es
mejor que tomar decisiones desesperadas. En tales momentos dirigía sus ojos lo más
agudamente posible hacia la ventana, pero, por desgracia, poco optimismo y
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ánimo se podían sacar del espectáculo de la niebla matinal, que ocultaba incluso el
otro lado de la estrecha calle.
«Las siete ya -se dijo cuando sonó de nuevo el despertador-, las siete ya y todavía
semejante niebla», y durante un instante permaneció tumbado, tranquilo, respirando
débilmente, como si esperase del absoluto silencio el regreso del estado real y
cotidiano. Pero después se dijo:
«Antes de que den las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama del todo,
como sea. Por lo demás, para entonces habrá venido alguien del almacén a
preguntar por mí, porque el almacén se abre antes de las siete.» Y entonces, de
forma totalmente regular, comenzó a balancear su cuerpo, cuan largo era, hacia
fuera de la cama. Si se dejaba caer de ella de esta forma, la cabeza, que pretendía
levantar con fuerza en la caída, permanecería probablemente ilesa. La espalda
parecía ser fuerte, seguramente no le pasaría nada al caer sobre la alfombra. Lo
más difícil, a su modo de ver, era tener cuidado con el ruido que se produciría, y que
posiblemente provocaría al otro lado de todas las puertas, si no temor, al menos
preocupación. Pero había que intentarlo.
Cuando Gregorio ya sobresalía a medias de la cama -el nuevo método era más un
juego que un esfuerzo, sólo tenía que balancearse a empujones- se le ocurrió lo fácil
que sería si alguien viniese en su ayuda. Dos personas fuertes -pensaba en su padre y
en la criada- hubiesen sido más que suficientes; sólo tendrían que introducir sus
brazos por debajo de su abombada espalda, descascararle así de la cama,
agacharse con el peso, y después solamente tendrían que haber soportado que
diese con cuidado una vuelta impetuosa en el suelo, sobre el cual, seguramente, las
patitas adquirirían su razón de ser. Bueno, aparte de que las puertas estaban
cerradas, ¿debía de verdad pedir ayuda? A pesar de la necesidad, no pudo reprimir
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una sonrisa al concebir tales pensamientos.
Ya había llegado el punto en el que, al balancearse con más fuerza, apenas podía
guardar el equilibrio y pronto tendría que decidirse definitivamente, porque dentro
de cinco minutos serían las siete y cuarto. En ese momento sonó el timbre de la
puerta de la calle.
«Seguro que es alguien del almacén», se dijo, y casi se quedó petrificado mientras
sus patitas bailaban aún más deprisa. Durante un momento todo permaneció en
silencio.
«No abren», se dijo Gregorio, confundido por alguna absurda esperanza.
Pero entonces, como siempre, la criada se dirigió, con naturalidad y con paso firme,
hacia la puerta y abrió. Gregorio sólo necesitó escuchar el primer saludo del visitante
y ya sabía quién era, el apoderado en persona. ¿Por qué había sido condenado
Gregorio a prestar sus servicios en una empresa en la que al más mínimo descuido se
concebía inmediatamente la mayor sospecha? ¿Es que todos los empleados, sin
excepción, eran unos bribones? ¿Es que no había entre ellos un hombre leal y adicto
a quien, simplemente porque no hubiese aprovechado para el almacén un par de
horas de la mañana, se lo comiesen los remordimientos y francamente no estuviese
en condiciones de abandonar la cama? ¿Es que no era de verdad suficiente
mandar a preguntar a un aprendiz si es que este «pregunteo» era necesario? ¿Tenía
que venir el apoderado en persona y había con ello que mostrar a toda una familia
inocente que la investigación de este sospechoso asunto solamente podía ser
confiada al juicio del apoderado? Y, más como consecuencia de la irritación a la
que le condujeron estos pensamientos que como consecuencia de una auténtica
decisión, se lanzó de la cama con toda su fuerza. Se produjo un golpe fuerte, pero
no fue un auténtico ruido. La caída fue amortiguada un poco por la alfombra y
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además la espalda era más elástica de lo que Gregorio había pensado; a ello se
debió el sonido sordo y poco aparatoso. Solamente no había mantenido la cabeza
con el cuidado necesario y se la había golpeado, la giró y la restregó contra la
alfombra de rabia y dolor.
-Ahí dentro se ha caído algo- dijo el apoderado en la habitación contigua de la
izquierda.
Gregorio intentó imaginarse si quizá alguna vez no pudiese ocurrirle al apoderado
algo parecido a lo que le ocurría hoy a él; había al menos que admitir la posibilidad.
Pero, como cruda respuesta a esta pregunta, el apoderado dio ahora un par de
pasos firmes en la habitación contigua e hizo crujir sus botas de charol. Desde la
habitación de la derecha, la hermana, para advertir a Gregorio, susurró:
-Gregorio, el apoderado está aquí.
«Ya lo sé», se dijo Gregorio para sus adentros, pero no se atrevió a alzar la voz tan
alto que la hermana pudiera haberlo oído.
-Gregorio -dijo entonces el padre desde la habitación de la derecha-, el señor
apoderado ha venido y desea saber por qué no has salido de viaje en el primer tren.
No sabemos qué debemos decirle, además desea también hablar personalmente
contigo, así es que, por favor, abre la puerta. El señor ya tendrá la bondad de
perdonar el desorden en la habitación.
-Buenos días, señor Samsa -interrumpió el apoderado amablemente.
-No se encuentra bien -dijo la madre al apoderado mientras el padre hablaba ante
la puerta-, no se encuentra bien, créame usted, señor apoderado. ¡Cómo si no iba
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Gregorio a perder un tren! El chico no tiene en la cabeza nada más que el negocio.
A mí casi me disgusta que nunca salga por la tarde; ahora ha estado ocho días en la
ciudad, pero pasó todas las tardes en casa. Allí está, sentado con nosotros a la mesa
y lee tranquilamente el periódico o estudia horarios de trenes. Para él es ya una
distracción hacer trabajos de marquetería. Por ejemplo, en dos o tres tardes ha
tallado un pequeño marco, se asombrará usted de lo bonito que es, está colgado
ahí dentro, en la habitación; en cuanto abra Gregorio lo verá usted enseguida. Por
cierto, que me alegro de que esté usted aquí, señor apoderado, nosotros solos no
habríamos conseguido que Gregorio abriese la puerta; es muy testarudo y seguro
que no se encuentra bien a pesar de que lo ha negado esta mañana.
-Voy enseguida -dijo Gregorio, lentamente y con precaución, y no se movió para no
perderse una palabra de la conversación.
-De otro modo, señora, tampoco puedo explicármelo yo -dijo el apoderado-. Espero
que no se trate de nada serio, si bien tengo que decir, por otra parte, que nosotros,
los comerciantes, por suerte o por desgracia, según se mire, tenemos sencillamente
que sobreponernos a una ligera indisposición por consideración a los negocios.
-Vamos, ¿puede pasar el apoderado a tu habitación? -preguntó impaciente el
padre.
-No- dijo Gregorio.
En la habitación de la izquierda se hizo un penoso silencio, en la habitación de la
derecha comenzó a sollozar la hermana.
¿Por qué no se iba la hermana con los otros? Seguramente acababa de levantarse
de la cama y todavía no había empezado a vestirse; y ¿por qué lloraba? ¿Porque él
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no se levantaba y dejaba entrar al apoderado?, ¿porque estaba en peligro de
perder el trabajo y entonces el jefe perseguiría otra vez a sus padres con las viejas
deudas? Éstas eran, de momento, preocupaciones innecesarias. Gregorio todavía
estaba aquí y no pensaba de ningún modo abandonar a su familia. De momento
yacía en la alfombra y nadie que hubiese tenido conocimiento de su estado hubiese
exigido seriamente de él que dejase entrar al apoderado. Pero por esta pequeña
descortesía, para la que más tarde se encontraría con facilidad una disculpa
apropiada, no podía Gregorio ser despedido inmediatamente. Y a Gregorio le
parecía que sería mucho más sensato dejarle tranquilo en lugar de molestarle con
lloros e intentos de persuasión. Pero la verdad es que era la incertidumbre la que
apuraba a los otros hacia perdonar su comportamiento.
-Señor Samsa -exclamó entonces el apoderado levantando la voz-. ¿Qué ocurre? Se
atrinchera usted en su habitación, contesta solamente con sí o no, preocupa usted
grave e inútilmente a sus padres y, dicho sea de paso, falta usted a sus deberes de
una forma verdaderamente inaudita. Hablo aquí en nombre de sus padres y de su
jefe, y le exijo seriamente una explicación clara e inmediata. Estoy asombrado, estoy
asombrado. Yo le tenía a usted por un hombre formal y sensato, y ahora, de
repente, parece que quiere usted empezar a hacer alarde de extravagancias
extrañas. El jefe me insinuó esta mañana una posible explicación a su demora, se
refería al cobro que se le ha confiado desde hace poco tiempo. Yo realmente di
casi mi palabra de honor de que esta explicación no podía ser cierta. Pero en este
momento veo su incomprensible obstinación y pierdo todo el deseo de dar la cara
en lo más mínimo por usted, y su posición no es, en absoluto, la más segura. En
principio tenía la intención de decirle todo esto a solas, pero ya que me hace usted
perder mi tiempo inútilmente no veo la razón de que no se enteren también sus
señores padres. Su rendimiento en los últimos tiempos ha sido muy poco satisfactorio,
cierto que no es la época del año apropiada para hacer grandes negocios, eso lo
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reconocemos, pero una época del año para no hacer negocios no existe, señor
Samsa, no debe existir.
-Pero señor apoderado -gritó Gregorio, fuera de sí, y en su irritación olvidó todo lo
demás-, abro inmediatamente la puerta. Una ligera indisposición, un mareo, me han
impedido levantarme. Todavía estoy en la cama, pero ahora ya estoy otra vez
despejado. Ahora mismo me levanto de la cama. ¡Sólo un momentito de paciencia!
Todavía no me encuentro tan bien como creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo puede
atacar a una persona una cosa así! Ayer por la tarde me encontraba bastante bien,
mis padres bien lo saben o, mejor dicho, ya ayer por la tarde tuve una pequeña
corazonada, tendría que habérseme notado. ¡Por qué no lo avisé en el almacén!
Pero lo cierto es que siempre se piensa que se superará la enfermedad sin tener que
quedarse. ¡Señor apoderado, tenga consideración con mis padres! No hay motivo
alguno para todos los reproches que me hace usted; nunca se me dijo una palabra
de todo eso; quizá no haya leído los últimos pedidos que he enviado. Por cierto, en
el tren de las ocho salgo de viaje, las pocas horas de sosiego me han dado fuerza.
No se entretenga usted señor apoderado; yo mismo estaré enseguida en el
almacén, tenga usted la bondad de decirlo y de saludar de mi parte al jefe. Y
mientras Gregorio farfullaba atropelladamente todo esto, y apenas sabía lo que
decía, se había acercado un poco al armario, seguramente como consecuencia
del ejercicio ya practicado en la cama, e intentaba ahora levantarse apoyado en
él. Quería de verdad abrir la puerta, deseaba sinceramente dejarse ver y hablar con
el apoderado; estaba deseoso de saber lo que los otros, que tanto deseaban verle,
dirían ante su presencia. Si se asustaban, Gregorio no tendría ya responsabilidad
alguna y podría estar tranquilo, pero si lo aceptaban todo con tranquilidad entonces
tampoco tenía motivo para excitarse y, de hecho, podría, si se daba prisa, estar a las
ocho en la estación. Al principio se resbaló varias veces del liso armario, pero
finalmente se dio con fuerza un último impulso y permaneció erguido; ya no
prestaba atención alguna a los dolores de vientre, aunque eran muy agudos.
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Entonces se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos bordes se
agarró fuertemente con sus patitas. Con esto había conseguido el dominio sobre sí, y
enmudeció porque ahora podía escuchar al apoderado.
-¿Han entendido ustedes una sola palabra? -preguntó el apoderado a los padres-.
¿O es que nos toma por tontos?
-¡Por el amor de Dios! -exclamó la madre entre sollozos-, quizá esté gravemente
enfermo y nosotros lo atormentamos. ¡Greta! ¡Greta! -gritó después.
-¿Qué, madre? -dijo la hermana desde el otro lado. Se comunicaban a través de la
habitación de Gregorio-. Tienes que ir inmediatamente al médico, Gregorio está
enfermo. Rápido, a buscar al médico. ¿Acabas de oír hablar a Gregorio?
-Es una voz de animal -dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente bajo
comparado con los gritos de la madre.
-¡Anna! ¡Anna! -gritó el padre en dirección a la cocina a través de la antesala, y
dando palmadas-. ¡Ve a buscar inmediatamente un cerrajero!
Y ya corrían las dos muchachas haciendo ruido con sus faldas por la antesala -
¿cómo se habría vestido la hermana tan deprisa?- y abrieron la puerta de par en
par. No se oyó cerrar la puerta, seguramente la habían dejado abierta como suele
ocurrir en las casas en las que ha ocurrido una gran desgracia. Pero Gregorio ya
estaba mucho más tranquilo. Así es que ya no se entendían sus palabras a pesar de
que a él le habían parecido lo suficientemente claras, más claras que antes, sin
duda, como consecuencia de que el oído se iba acostumbrando. Pero en todo
caso ya se creía en el hecho de que algo andaba mal respecto a Gregorio, y se
estaba dispuesto a prestarle ayuda. La decisión y seguridad con que fueron
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tomadas las primeras disposiciones le sentaron bien. De nuevo se consideró incluido
en el círculo humano y esperaba de ambos, del médico y del cerrajero, sin
distinguirlos del todo entre sí, excelentes y sorprendentes resultados. Con el fin de
tener una voz lo más clara posible en las decisivas conversaciones que se
avecinaban, tosió un poco, esforzándose, sin embargo, por hacerlo con mucha
moderación, porque posiblemente incluso ese ruido sonaba de una forma distinta a
la voz humana, hecho que no confiaba poder distinguir él mismo. Mientras tanto, en
la habitación contigua reinaba el silencio. Quizás los padres estaban sentados a la
mesa con el apoderado y cuchicheaban, quizá todos estaban arrimados a la puerta
y escuchaban. Gregorio se acercó lentamente a la puerta con la ayuda de la silla,
allí la soltó, se arrojó contra la puerta, se mantuvo erguido sobre ella -las callosidades
de sus patitas estaban provistas de una sustancia pegajosa- y descansó allí durante
un momento del esfuerzo realizado. A continuación comenzó a girar con la boca la
llave, que estaba dentro de la cerradura. Por desgracia, no parecía tener dientes
propiamente dichos -¿con qué iba a agarrar la llave?-, pero, por el contrario, las
mandíbulas eran, desde luego, muy poderosas. Con su ayuda puso la llave,
efectivamente, en movimiento, y no se daba cuenta de que, sin duda, se estaba
causando algún daño, porque un líquido parduzco le salía de la boca, chorreaba
por la llave y goteaba hasta el suelo.
-Escuchen ustedes -dijo el apoderado en la habitación contigua- está dando la
vuelta a la llave.
Esto significó un gran estímulo para Gregorio; pero todos debían haberle animado,
incluso el padre y la madre. «¡Vamos, Gregorio! -debían haber aclamado-. ¡Duro con
ello, duro con la cerradura!» Y ante la idea de que todos seguían con expectación
sus esfuerzos, se aferró ciegamente a la llave con todas las fuerzas que fue capaz de
reunir. A medida que avanzaba el giro de la llave, Gregorio se movía en torno a la
cerradura, ya sólo se mantenía de pie con la boca, y, según era necesario, se
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colgaba de la llave o la apretaba de nuevo hacia dentro con todo el peso de su
cuerpo. El sonido agudo de la cerradura, que se abrió por fin, despertó del todo a
Gregorio. Respirando profundamente dijo para sus adentros: «No he necesitado al
cerrajero», y apoyó la cabeza sobre el picaporte para abrir la puerta del todo.
Como tuvo que abrir la puerta de esta forma, ésta estaba ya bastante abierta y
todavía no se le veía. En primer lugar tenía que darse lentamente la vuelta sobre sí
mismo, alrededor de la hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si no quería
caer torpemente de espaldas justo ante el umbral de la habitación. Todavía estaba
absorto en llevar a cabo aquel difícil movimiento y no tenía tiempo de prestar
atención a otra cosa, cuando escuchó al apoderado lanzar en voz alta un «¡Oh!»
que sonó como un silbido del viento, y en ese momento vio también cómo aquél,
que era el más cercano a la puerta, se tapaba con la mano la boca abierta y
retrocedía lentamente como si le empujase una fuerza invisible que actuaba
regularmente. La madre -a pesar de la presencia del apoderado, estaba allí con los
cabellos desenredados y levantados hacia arriba- miró en primer lugar al padre con
las manos juntas, dio a continuación dos pasos hacia Gregorio y, con el rostro
completamente oculto en su pecho, cayó al suelo en medio de sus faldas, que
quedaron extendidas a su alrededor. El padre cerró el puño con expresión
amenazadora, como si quisiera empujar de nuevo a Gregorio a su habitación, miró
inseguro a su alrededor por el cuarto de estar, después se tapó los ojos con las
manos y lloró de tal forma que su robusto pecho se estremecía por el llanto. Gregorio
no entró, pues, en la habitación, sino que se apoyó en la parte intermedia de la hoja
de la puerta que permanecía cerrada, de modo que sólo podía verse la mitad de su
cuerpo y sobre él la cabeza, inclinada a un lado, con la cual miraba hacia los
demás. Entre tanto el día había aclarado; al otro lado de la calle se distinguía
claramente una parte del edificio de enfrente, negruzco e interminable -era un
hospital-, con sus ventanas regulares que rompían duramente la fachada. Todavía
caía la lluvia, pero sólo a grandes gotas que eran lanzadas hacia abajo
aisladamente sobre la tierra. Las piezas de la vajilla del desayuno se extendían en
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gran cantidad sobre la mesa porque para el padre el desayuno era la comida
principal del día, que prolongaba durante horas con la lectura de diversos
periódicos. Justamente en la pared de enfrente había una fotografía de Gregorio,
de la época de su servicio militar, que le representaba con uniforme de teniente, y
cómo, con la mano sobre la espada, sonriendo despreocupadamente, exigía
respeto para su actitud y su uniforme. La puerta del vestíbulo estaba abierta y se
podía ver el rellano de la escalera y el comienzo de la misma, que conducían hacia
abajo.
-Bueno- dijo Gregorio, y era completamente consciente de que era el único que
había conservado la tranquilidad-, me vestiré inmediatamente, empaquetaré el
muestrario y saldré de viaje. ¿Quieren dejarme marchar? Bueno, señor apoderado,
ya ve usted que no soy obstinado y me gusta trabajar, viajar es fatigoso, pero no
podría vivir sin viajar. ¿Adónde va usted, señor apoderado? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo
contará usted todo tal como es en realidad? En un momento dado puede uno ser
incapaz de trabajar, pero después llega el momento preciso de acordarse de los
servicios prestados y de pensar que después, una vez superado el obstáculo, uno
trabajará, con toda seguridad, con más celo y concentración. Yo le debo mucho al
jefe, bien lo sabe usted. Por otra parte, tengo a mi cuidado a mis padres y a mi
hermana. Estoy en un aprieto, pero saldré de él. Pero no me lo haga usted más difícil
de lo que ya es. ¡Póngase de mi parte en el almacén! Ya sé que no se quiere bien al
viajante. Se piensa que gana un montón de dinero y se da la gran vida. Es cierto que
no hay una razón especial para meditar a fondo sobre este prejuicio, pero usted,
señor apoderado, usted tiene una visión de conjunto de las circunstancias mejor que
la que tiene el resto del personal; sí, en confianza, incluso una visión de conjunto
mejor que la del mismo jefe, que, en su condición de empresario, cambia fácilmente
de opinión en perjuicio del empleado. También sabe usted muy bien que el viajante,
que casi todo el año está fuera del almacén, puede convertirse fácilmente en
víctima de murmuraciones, casualidades y quejas infundadas, contra las que le
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resulta absolutamente imposible defenderse, porque la mayoría de las veces no se
entera de ellas y más tarde, cuando, agotado, ha terminado un viaje, siente sobre su
propia carne, una vez en el hogar, las funestas consecuencias cuyas causas no
puede comprender. Señor apoderado, no se marche usted sin haberme dicho una
palabra que me demuestre que, al menos en una pequeña parte, me da usted la
razón. Pero el apoderado ya se había dado la vuelta a las primeras palabras de
Gregorio, y por encima del hombro, que se movía convulsivamente, miraba hacia
Gregorio poniendo los labios en forma de morro, y mientras Gregorio hablaba no
estuvo quieto ni un momento, sino que, sin perderle de vista, se iba deslizando hacia
la puerta, pero muy lentamente, como si existiese una prohibición secreta de
abandonar la habitación. Ya se encontraba en el vestíbulo y, a juzgar por el
movimiento repentino con que sacó el pie por última vez del cuarto de estar, podría
haberse creído que acababa de quemarse la suela. Ya en el vestíbulo, extendió la
mano derecha lejos de sí y en dirección a la escalera, como si allí le esperase
realmente una salvación sobrenatural.
Gregorio comprendió que de ningún modo debía dejar marchar al apoderado en
este estado de ánimo, si es que no quería ver extremadamente amenazado su
trabajo en el almacén. Los padres no entendían todo esto demasiado bien: durante
todos estos largos años habían llegado al convencimiento de que Gregorio estaba
colocado en este almacén para el resto de su vida, y además, con las
preocupaciones actuales, tenían tanto que hacer, que habían perdido toda
previsión. Pero Gregorio poseía esa previsión. El apoderado tenía que ser retenido,
tranquilizado, persuadido y, finalmente, atraído. ¡El futuro de Gregorio y de su familia
dependía de ello! ¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella era lista; ya había llorado
cuando Gregorio todavía estaba tranquilamente sobre su espalda, y seguro que el
apoderado, ese aficionado a las mujeres, se hubiese dejado llevar por ella; ella
habría cerrado la puerta principal y en el vestíbulo le hubiese disuadido de su miedo.
Pero lo cierto es que la hermana no estaba aquí y Gregorio tenía que actuar. Y sin
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pensar que no conocía todavía su actual capacidad de movimiento, y que sus
palabras posiblemente, seguramente incluso, no habían sido entendidas, abandonó
la hoja de la puerta y se deslizó a través del hueco abierto. Pretendía dirigirse hacia
el apoderado que, de una forma grotesca, se agarraba ya con ambas manos a la
barandilla del rellano; pero, buscando algo en que apoyarse, se cayó
inmediatamente sobre sus múltiples patitas, dando un pequeño grito. Apenas había
sucedido esto, sintió por primera vez en esta mañana un bienestar físico: las patitas
tenían suelo firme por debajo, obedecían a la perfección, como advirtió con alegría;
incluso intentaban transportarle hacia donde él quería; y ya creía Gregorio que el
alivio definitivo de todos sus males se encontraba a su alcance; Pero en el mismo
momento en que, balanceándose por el movimiento reprimido, no lejos de su
madre, permanecía en el suelo justo enfrente de ella, ésta, que parecía
completamente sumida en sus propios pensamientos, dio un salto hacia arriba, con
los brazos extendidos, con los dedos muy separados entre sí, y exclamó:
-¡Socorro, por el amor de Dios, socorro!
Mantenía la cabeza inclinada, como si quisiera ver mejor a Gregorio, pero, en
contradicción con ello, retrocedió atropelladamente; había olvidado que detrás de
ella estaba la mesa puesta; cuando hubo llegado a ella, se sentó encima
precipitadamente, como fuera de sí, y no pareció notar que, junto a ella, el café de
la cafetera volcada caía a chorros sobre la alfombra.
-¡Madre, madre! -dijo Gregorio en voz baja, y miró hacia ella. Por un momento había
olvidado completamente al apoderado; por el contrario, no pudo evitar, a la vista
del café que se derramaba, abrir y cerrar varias veces sus mandíbulas al vacío.
Al verlo la madre gritó nuevamente, huyó de la mesa y cayó en los brazos del padre,
que corría a su encuentro. Pero Gregorio no tenía ahora tiempo para sus padres. El
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apoderado se encontraba ya en la escalera; con la barbilla sobre la barandilla miró
de nuevo por última vez. Gregorio tomó impulso para alcanzarle con la mayor
seguridad posible. El apoderado debió adivinar algo, porque saltó de una vez varios
escalones y desapareció; pero lanzó aún un «¡Uh!», que se oyó en toda la escalera.
Lamentablemente esta huida del apoderado pareció desconcertar del todo al
padre, que hasta ahora había estado relativamente sereno, pues en lugar de
perseguir él mismo al apoderado o, al menos, no obstaculizar a Gregorio en su
persecución, agarró con la mano derecha el bastón del apoderado, que aquél
había dejado sobre la silla junto con el sombrero y el gabán; tomó con la mano
izquierda un gran periódico que había sobre la mesa y, dando patadas en el suelo,
comenzó a hacer retroceder a Gregorio a su habitación blandiendo el bastón y el
periódico. De nada sirvieron los ruegos de Gregorio, tampoco fueron entendidos, y
por mucho que girase humildemente la cabeza, el padre pataleaba aún con más
fuerza. Al otro lado, la madre había abierto de par en par una ventana, a pesar del
tiempo frío, e inclinada hacia fuera se cubría el rostro con las manos.
Entre la calle y la escalera se estableció una fuerte corriente de aire, las cortinas de
las ventanas volaban, se agitaban los periódicos de encima de la mesa, las hojas
sueltas revoloteaban por el suelo. El padre le acosaba implacablemente y daba
silbidos como un loco. Pero Gregorio todavía no tenía mucha práctica en andar
hacia atrás, andaba realmente muy despacio. Si Gregorio se hubiese podido dar la
vuelta, enseguida hubiese estado en su habitación, pero tenía miedo de
impacientar al padre con su lentitud al darse la vuelta, y a cada instante le
amenazaba el golpe mortal del bastón en la espalda o la cabeza. Finalmente, no le
quedó a Gregorio otra solución, pues advirtió con angustia que andando hacia
atrás ni siquiera era capaz de mantener la dirección, y así, mirando con temor
constantemente a su padre de reojo, comenzó a darse la vuelta con la mayor
rapidez posible, pero, en realidad, con una gran lentitud. Quizá advirtió el padre su
buena voluntad, porque no sólo no le obstaculizó en su empeño, sino que, con la
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punta de su bastón, le dirigía de vez en cuando, desde lejos, en su movimiento
giratorio. ¡Si no hubiese sido por ese insoportable silbar del padre! Por su culpa
Gregorio perdía la cabeza por completo. Ya casi se había dado la vuelta del todo
cuando, siempre oyendo ese silbido, incluso se equivocó y retrocedió un poco en su
vuelta. Pero cuando por fin, feliz, tenía ya la cabeza ante la puerta, resultó que su
cuerpo era demasiado ancho para pasar por ella sin más. Naturalmente, al padre,
en su actual estado de ánimo, ni siquiera se le ocurrió ni por lo más remoto abrir la
otra hoja de la puerta para ofrecer a Gregorio espacio suficiente. Su idea fija
consistía solamente en que Gregorio tenía que entrar en su habitación lo más
rápidamente posible; tampoco hubiera permitido jamás los complicados
preparativos que necesitaba Gregorio para incorporarse y, de este modo, atravesar
la puerta. Es más, empujaba hacia delante a Gregorio con mayor ruido aún, como si
no existiese obstáculo alguno. Ya no sonaba tras de Gregorio como si fuese la voz de
un solo padre; ahora ya no había que andarse con bromas, y Gregorio se empotró
en la puerta, pasase lo que pasase. Uno de los costados se levantó, ahora estaba
atravesado en el hueco de la puerta, su costado estaba herido por completo, en la
puerta blanca quedaron marcadas unas manchas desagradables, pronto se quedó
atascado y sólo no hubiera podido moverse, las patitas de un costado estaban
colgadas en el aire, y temblaban, las del otro lado permanecían aplastadas
dolorosamente contra el suelo. Entonces el padre le dio por detrás un fuerte
empujón que, en esta situación, le produjo un auténtico alivio, y Gregorio penetró
profundamente en su habitación, sangrando con intensidad. La puerta fue cerrada
con el bastón y a continuación se hizo, por fin, el silencio.
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II
Hasta la caída de la tarde no se despertó Gregorio de su profundo sueño, similar a
una pérdida de conocimiento. Seguramente no se hubiese despertado mucho más
tarde, aun sin ser molestado, porque se sentía suficientemente repuesto y
descansado; sin embargo, le parecía como si le hubiesen despertado unos pasos
fugaces y el ruido de la puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado. El
resplandor de las farolas eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí y allí en
el techo de la habitación y en las partes altas de los muebles, pero abajo, donde se
encontraba Gregorio, estaba oscuro. Tanteando todavía torpemente con sus
antenas, que ahora aprendía a valorar, se deslizó lentamente hacia la puerta para
ver lo que había ocurrido allí. Su costado izquierdo parecía una única y larga cicatriz
que le daba desagradables tirones y le obligaba realmente a cojear con sus dos filas
de patas. Por cierto, una de las patitas había resultado gravemente herida durante
los incidentes de la mañana -casi parecía un milagro que sólo una hubiese resultado
herida-, y se arrastraba sin vida. Sólo cuando ya había llegado a la puerta advirtió
que lo que lo había atraído hacia ella era el olor a algo comestible, porque allí había
una escudilla llena de leche dulce en la que nadaban trocitos de pan. Estuvo a
punto de llorar de alegría porque ahora tenía aún más hambre que por la mañana,
e inmediatamente introdujo la cabeza dentro de la leche casi hasta por encima de
los ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilusión. No sólo comer le resultaba difícil
debido a su delicado costado izquierdo -sólo podía comer si todo su cuerpo
cooperaba jadeando-, sino que, además, la leche, que siempre había sido su
bebida favorita, y que seguramente por eso se la había traído la hermana, ya no le
gustaba; es más, se retiró casi con repugnancia de la escudilla y retrocedió a rastras
hacia el centro de la habitación.
En el cuarto de estar, por lo que veía Gregorio a través de la rendija de la puerta,
estaba encendido el gas, pero mientras que -como era habitual a estas horas del
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día- el padre solía leer en voz alta a la madre, y a veces también a la hermana, el
periódico vespertino, ahora no se oía ruido alguno. Bueno, quizá esta costumbre de
leer en voz alta, tal como le contaba y le escribía siempre su hermana, se había
perdido del todo en los últimos tiempos. Pero todo a su alrededor permanecía en
silencio, a pesar de que, sin duda, la casa no estaba vacía. «¡Qué vida tan apacible
lleva la familia!», se dijo Gregorio, y, mientras miraba fijamente la oscuridad que
reinaba ante él, se sintió muy orgulloso de haber podido proporcionar a sus padres y
a su hermana la vida que llevaban en una vivienda tan hermosa. Pero ¿qué ocurriría
si toda la tranquilidad, todo el bienestar, toda la satisfacción, llegase ahora a un
terrible final? Para no perderse en tales pensamientos, prefirió Gregorio ponerse en
movimiento y arrastrarse de acá para allá por la habitación.
En una ocasión, durante el largo anochecer, se abrió una pequeña rendija una vez
en una puerta lateral y otra vez en la otra, y ambas se volvieron a cerrar
rápidamente; probablemente alguien tenía necesidad de entrar, pero, al mismo
tiempo, sentía demasiada vacilación. Entonces Gregorio se paró justamente delante
de la puerta del cuarto de estar, decidido a hacer entrar de alguna manera al
indeciso visitante, o al menos para saber de quién se trataba; pero la puerta ya no
se abrió más y Gregorio esperó en vano. Por la mañana temprano, cuando todas las
puertas estaban bajo llave, todos querían entrar en su habitación. Ahora que había
abierto una puerta, y que las demás habían sido abiertas sin duda durante el día, no
venía nadie y, además, ahora las llaves estaban metidas en las cerraduras desde
fuera.
Muy tarde, ya de noche, se apagó la luz en el cuarto de estar y entonces fue fácil
comprobar que los padres y la hermana habían permanecido despiertos todo ese
tiempo, porque tal y como se podía oír perfectamente, se retiraban de puntillas los
tres juntos en este momento. Así pues, seguramente hasta la mañana siguiente no
entraría nadie más en la habitación de Gregorio; disponía de mucho tiempo para
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pensar, sin que nadie le molestase, sobre cómo debía organizar de nuevo su vida.
Pero la habitación de techos altos y que daba la impresión de estar vacía, en la cual
estaba obligado a permanecer tumbado en el suelo, lo asustaba sin que pudiera
descubrir cuál era la causa, puesto que era la habitación que ocupaba desde hacía
cinco años, y con un giro medio inconsciente y no sin una cierta vergüenza, se
apresuró a meterse bajo el canapé, en donde, a pesar de que su caparazón era
algo estrujado y a pesar de que ya no podía levantar la cabeza, se sintió pronto muy
cómodo y solamente lamentó que su cuerpo fuese demasiado ancho para poder
desaparecer por completo debajo del canapé. Allí permaneció durante toda la
noche, que pasó, en parte, inmerso en un semisueño, del que una y otra vez lo
despertaba el hambre con un sobresalto, y, en parte, entre preocupaciones y
confusas esperanzas, que lo llevaban a la consecuencia de que, de momento,
debía comportarse con calma y, con la ayuda de una gran paciencia y de una
gran consideración por parte de la familia, tendría que hacer soportables las
molestias que Gregorio, en su estado actual, no podía evitar producirles.
Ya muy de mañana, era todavía casi de noche, tuvo Gregorio la oportunidad de
poner a prueba las decisiones que acababa de tomar, porque la hermana, casi
vestida del todo, abrió la puerta desde el vestíbulo y miró con expectación hacia
dentro. No lo encontró enseguida, pero cuando lo descubrió debajo del canapé -
¡Dios mío, tenía que estar en alguna parte, no podía haber volado!- se asustó tanto
que, sin poder dominarse, volvió a cerrar la puerta desde afuera. Pero como si se
arrepintiese de su comportamiento, inmediatamente la abrió de nuevo y entró de
puntillas, como si se tratase de un enfermo grave o de un extraño. Gregorio había
adelantado la cabeza casi hasta el borde del canapé y la observaba. ¿Se daría
cuenta de que había dejado la leche, y no por falta de hambre, y le traería otra
comida más adecuada? Si no caía en la cuenta por sí misma Gregorio preferiría
morir de hambre antes que llamarle la atención sobre esto, a pesar de que sentía
unos enormes deseos de salir de debajo del canapé, arrojarse a los pies de la
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hermana y rogarle que le trajese algo bueno de comer. Pero la hermana reparó con
sorpresa en la escudilla llena, a cuyo alrededor se había vertido un poco de leche, y
la levantó del suelo, aunque no lo hizo directamente con las manos, sino con un
trapo, y se la llevó. Gregorio tenía mucha curiosidad por saber lo que le traería en su
lugar, e hizo al respecto las más diversas conjeturas. Pero nunca hubiese podido
adivinar lo que la bondad de la hermana iba realmente a hacer. Para poner a
prueba su gusto, le trajo muchas cosas para elegir, todas ellas extendidas sobre un
viejo periódico. Había verduras pasadas medio podridas, huesos de la cena,
rodeados de una salsa blanca que se había ya endurecido, algunas uvas pasas y
almendras, un queso que, hacía dos días, Gregorio había calificado de incomible,
un trozo de pan, otro trozo de pan untado con mantequilla y otro trozo de pan
untado con mantequilla y sal. Además añadió a todo esto la escudilla que, a partir
de ahora, probablemente estaba destinada a Gregorio, en la cual había echado
agua. Y por delicadeza, como sabía que Gregorio nunca comería delante de ella,
se retiró rápidamente e incluso echó la llave, para que Gregorio se diese cuenta de
que podía ponerse todo lo cómodo que desease. Las patitas de Gregorio
zumbaban cuando se acercaba el momento de comer. Por cierto, sus heridas ya
debían estar curadas del todo porque ya no notaba molestia alguna; se asombró y
pensó en cómo, hacía más de un mes, se había cortado un poco un dedo y esa
herida, todavía anteayer, le dolía bastante. ¿Tendré ahora menos sensibilidad?,
pensó, y ya chupaba con voracidad el queso, que fue lo que más fuertemente y de
inmediato lo atrajo de todo. Sucesivamente, a toda velocidad, y con los ojos llenos
de lágrimas de alegría, devoró el queso, las verduras y la salsa; los alimentos frescos,
por el contrario, no le gustaban, ni siquiera podía soportar su olor, e incluso alejó un
poco las cosas que quería comer. Ya hacía tiempo que había terminado y
permanecía tumbado perezosamente en el mismo sitio, cuando la hermana, como
señal de que debía retirarse, giró lentamente la llave. Esto lo asustó, a pesar de que
ya dormitaba, y se apresuró a esconderse bajo el canapé, pero le costó una gran
fuerza de voluntad permanecer debajo del canapé aun el breve tiempo en el que
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la hermana estuvo en la habitación, porque, a causa de la abundante comida, el
vientre se había redondeado un poco y apenas podía respirar en el reducido
espacio. Entre pequeños ataques de asfixia, veía con ojos un poco saltones cómo la
hermana, que nada imaginaba de esto, no solamente barría con su escoba los
restos, sino también los alimentos que Gregorio ni siquiera había tocado, como si
éstos ya no se pudiesen utilizar, y cómo lo tiraba todo precipitadamente a un cubo,
que cerró con una tapa de madera, después de lo cual se lo llevó todo. Apenas se
había dado la vuelta cuando Gregorio salía ya de debajo del canapé, se estiraba y
se inflaba. De esta forma recibía Gregorio su comida diaria una vez por la mañana,
cuando los padres y la criada todavía dormían, y la segunda vez después de la
comida del mediodía, porque entonces los padres dormían un ratito y la hermana
mandaba a la criada a algún recado. Sin duda los padres no querían que Gregorio
se muriese de hambre, pero quizá no hubieran podido soportar enterarse de sus
costumbres alimenticias más de lo que de ellas les dijese la hermana; quizá la
hermana quería ahorrarles una pequeña pena porque, de hecho, ya sufrían
bastante.
Gregorio no pudo enterarse de las excusas con las que el médico y el cerrajero
habían sido despedidos de la casa en aquella primera mañana, puesto que, como
no podían entenderle, nadie, ni siquiera la hermana, pensaba que él pudiera
entender a los demás, y así, cuando la hermana estaba en su habitación, tenía que
conformarse con escuchar de vez en cuando sus suspiros y sus invocaciones a los
santos. Sólo más tarde, cuando ya se había acostumbrado un poco a todo -
naturalmente nunca podría pensarse en que se acostumbrase del todo-, cazaba
Gregorio a veces una observación hecha amablemente o que así podía
interpretarse: «Hoy sí que le ha gustado», decía cuando Gregorio había comido con
abundancia, mientras que, en el caso contrario, que poco a poco se repetía con
más frecuencia, solía decir casi con tristeza: «Hoy ha sobrado todo». Mientras que
Gregorio no se enteraba de novedad alguna de forma directa, escuchaba algunas
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cosas procedentes de las habitaciones contiguas. Y allí donde escuchaba voces
una sola vez, corría enseguida hacia la puerta correspondiente y se estrujaba con
todo su cuerpo contra ella. Especialmente en los primeros tiempos no había ninguna
conversación que de alguna manera, si bien sólo en secreto, no tratase de él. A lo
largo de dos días se escucharon durante las comidas discusiones sobre cómo se
debían comportar ahora; pero también entre las comidas se hablaba del mismo
tema, porque siempre había en casa al menos dos miembros de la familia, ya que
seguramente nadie quería quedarse solo en casa, y tampoco podían dejar de
ningún modo la casa sola. Incluso ya el primer día la criada (no estaba del todo
claro qué y cuánto sabía de lo ocurrido) había pedido de rodillas a la madre que la
despidiese inmediatamente, y cuando, un cuarto de hora después, se marchaba
con lágrimas en los ojos, daba gracias por el despido como por el favor más grande
que pudiese hacérsele, y sin que nadie se lo pidiese hizo un solemne juramento de
no decir nada a nadie.
Ahora la hermana, junto con la madre, tenía que cocinar, si bien esto no
ocasionaba demasiado trabajo porque apenas se comía nada. Una y otra vez
escuchaba Gregorio cómo uno animaba en vano al otro a que comiese y no recibía
más contestación que: «¡Gracias, tengo suficiente!», o algo parecido. Quizá
tampoco se bebía nada. A veces la hermana preguntaba al padre si quería tomar
una cerveza, y se ofrecía amablemente a ir ella misma a buscarla, y como el padre
permanecía en silencio, añadía para que él no tuviese reparos, que también podía
mandar a la portera, pero entonces el padre respondía, por fin, con un poderoso
«no», y ya no se hablaba más del asunto.
Ya en el transcurso del primer día el padre explicó tanto a la madre como a la
hermana toda la situación económica y las perspectivas. De vez en cuando se
levantaba de la mesa y recogía de la pequeña caja marca Wertheim, que había
salvado de la quiebra de su negocio ocurrida hacía cinco años, algún documento o
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libro de anotaciones. Se oía cómo abría el complicado cerrojo y lo volvía a cerrar
después de sacar lo que buscaba. Estas explicaciones del padre eran, en parte, la
primera cosa grata que Gregorio oía desde su encierro. Gregorio había creído que
al padre no le había quedado nada de aquel negocio, al menos el padre no le
había dicho nada en sentido contrario, y, por otra parte, tampoco Gregorio le había
preguntado. En aquel entonces la preocupación de Gregorio había sido hacer todo
lo posible para que la familia olvidase rápidamente el desastre comercial que los
había sumido a todos en la más completa desesperación, y así había empezado
entonces a trabajar con un ardor muy especial y, casi de la noche a la mañana,
había pasado a ser de un simple dependiente a un viajante que, naturalmente,
tenía otras muchas posibilidades de ganar dinero, y cuyos éxitos profesionales, en
forma de comisiones, se convierten inmediatamente en dinero constante y sonante,
que se podía poner sobre la mesa en casa ante la familia asombrada y feliz. Habían
sido buenos tiempos y después nunca se habían repetido, al menos con ese
esplendor, a pesar de que Gregorio, después, ganaba tanto dinero, que estaba en
situación de cargar con todos los gastos de la familia y así lo hacía. Se habían
acostumbrado a esto tanto la familia como Gregorio; se aceptaba el dinero con
agradecimiento, él lo entregaba con gusto, pero ya no emanaba de ello un calor
especial. Solamente la hermana había permanecido unida a Gregorio, y su
intención secreta consistía en mandarla el año próximo al conservatorio sin tener en
cuenta los grandes gastos que ello traería consigo y que se compensarían de alguna
otra forma, porque ella, al contrario que Gregorio, sentía un gran amor por la música
y tocaba el violín de una forma conmovedora. Con frecuencia, durante las breves
estancias de Gregorio en la ciudad, se mencionaba el conservatorio en las
conversaciones con la hermana, pero sólo como un hermoso sueño en cuya
realización no podía ni pensarse, y a los padres ni siquiera les gustaba escuchar estas
inocentes alusiones; pero Gregorio pensaba decididamente en ello y tenía la
intención de darlo a conocer solemnemente en Nochebuena.
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Este tipo de pensamientos, completamente inútiles en su estado actual, eran los que
le pasaban por la cabeza mientras permanecía allí pegado a la puerta y
escuchaba. A veces ya no podía escuchar más de puro cansando y, en un
descuido, se golpeaba la cabeza contra la puerta, pero inmediatamente volvía a
levantarla, porque incluso el pequeño ruido que había producido con ello había sido
escuchado al lado y había hecho enmudecer a todos.
-¿Qué es lo que hará? -decía el padre pasados unos momentos y dirigiéndose a
todas luces hacia la puerta; después se reanudaba poco a poco la conversación
que había sido interrumpida.
De esta forma Gregorio se enteró muy bien -el padre solía repetir con frecuencia sus
explicaciones, en parte porque él mismo ya hacía tiempo que no se ocupaba de
estas cosas, y, en parte también, porque la madre no entendía todo a la primera- de
que, a pesar de la desgracia, todavía quedaba una pequeña fortuna; que los
intereses, aún intactos, habían aumentado un poco más durante todo este tiempo.
Además, el dinero que Gregorio había traído todos los meses a casa -él sólo había
guardado para sí unos pocos florines- no se había gastado del todo y se había
convertido en un pequeño capital. Gregorio, detrás de su puerta, asentía
entusiasmado, contento por la inesperada previsión y ahorro. La verdad es que con
ese dinero sobrante Gregorio podía haber ido liquidando la deuda que tenía el
padre con el jefe y el día en que, por fin, hubiese podido abandonar ese trabajo
habría estado más cercano; pero ahora era sin duda mucho mejor así, tal y como lo
había organizado el padre. Sin embargo, este dinero no era del todo suficiente
como para que la familia pudiese vivir de los intereses; bastaba quizá para mantener
a la familia uno, como mucho dos años, más era imposible. Así pues, se trataba de
una suma de dinero que, en realidad, no podía tocarse, y que debía ser reservada
para un caso de necesidad, pero el dinero para vivir había que ganarlo. Ahora bien,
el padre era ciertamente un hombre sano, pero ya viejo, que desde hacía cinco
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años no trabajaba y que, en todo caso, no debía confiar mucho en sus fuerzas;
durante estos cinco años, que habían sido las primeras vacaciones de su esforzada
y, sin embargo, infructuosa existencia, había engordado mucho, y por ello se había
vuelto muy torpe. ¿Y la anciana madre? ¿Tenía ahora que ganar dinero, ella que
padecía de asma, a quien un paseo por la casa producía fatiga, y que pasaba uno
de cada dos días con dificultades respiratorias, tumbada en el sofá con la ventana
abierta? ¿Y la hermana también tenía que ganar dinero, ella que todavía era una
criatura de diecisiete años, a quien uno se alegraba de poder proporcionar la forma
de vida que había llevado hasta ahora, y que consistía en vestirse bien, dormir
mucho, ayudar en la casa, participar en algunas diversiones modestas y, sobre todo,
tocar el violín? Cuando se empezaba a hablar de la necesidad de ganar dinero
Gregorio acababa por abandonar la puerta y arrojarse sobre el fresco sofá de
cuero, que estaba junto a la puerta, porque se ponía al rojo vivo de vergüenza y
tristeza.
A veces permanecía allí tumbado durante toda la noche, no dormía ni un momento,
y se restregaba durante horas sobre el cuero. O bien no retrocedía ante el gran
esfuerzo de empujar una silla hasta la ventana, trepar a continuación hasta el
antepecho y, subido en la silla, apoyarse en la ventana y mirar a través de la misma,
sin duda como recuerdo de lo libre que se había sentido siempre que anteriormente
había estado apoyado aquí. Porque, efectivamente, de día en día, veía cada vez
con menos claridad las cosas que ni siquiera estaban muy alejadas: ya no podía ver
el hospital de enfrente, cuya visión constante había antes maldecido, y si no hubiese
sabido muy bien que vivía en la tranquila pero central Charlottenstrasse, podría
haber creído que veía desde su ventana un desierto en el que el cielo gris y la gris
tierra se unían sin poder distinguirse uno de otra. Sólo dos veces había sido necesario
que su atenta hermana viese que la silla estaba bajo la ventana para que, a partir
de entonces, después de haber recogido la habitación, la colocase siempre bajo
aquélla, e incluso dejase abierta la contraventana interior.
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Si Gregorio hubiese podido hablar con la hermana y darle las gracias por todo lo
que tenía que hacer por él, hubiese soportado mejor sus servicios, pero de esta
forma sufría con ellos. Ciertamente, la hermana intentaba hacer más llevadero lo
desagradable de la situación, y, naturalmente, cuanto más tiempo pasaba, tanto
más fácil le resultaba conseguirlo, pero también Gregorio adquirió con el tiempo una
visión de conjunto más exacta. Ya el solo hecho de que la hermana entrase le
parecía terrible.
Apenas había entrado, sin tomarse el tiempo necesario para cerrar la puerta, y eso
que siempre ponía mucha atención en ahorrar a todos el espectáculo que ofrecía la
habitación de Gregorio, corría derecha hacia la ventana y la abría de par en par,
con manos presurosas, como si se asfixiase y, aunque hiciese mucho frío,
permanecía durante algunos momentos ante ella, y respiraba profundamente. Estas
carreras y ruidos asustaban a Gregorio dos veces al día; durante todo ese tiempo
temblaba bajo el canapé y sabía muy bien que ella le hubiese evitado con gusto
todo esto, si es que le hubiese sido posible permanecer con la ventana cerrada en la
habitación en la que se encontraba Gregorio.
Una vez, hacía aproximadamente un mes de la transformación de Gregorio, y el
aspecto de éste ya no era para la hermana motivo especial de asombro, llegó un
poco antes de lo previsto y encontró a Gregorio mirando por la ventana, inmóvil y
realmente colocado para asustar. Para Gregorio no hubiese sido inesperado si ella
no hubiese entrado, ya que él, con su posición, impedía que ella pudiese abrir de
inmediato la ventana, pero ella no solamente no entró, sino que retrocedió y cerró la
puerta; un extraño habría podido pensar que Gregorio la había acechado y había
querido morderla. Gregorio, naturalmente, se escondió enseguida bajo el canapé,
pero tuvo que esperar hasta mediodía antes de que la hermana volviese de nuevo,
y además parecía mucho más intranquila que de costumbre. Gregorio sacó la
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conclusión de que su aspecto todavía le resultaba insoportable y continuaría
pareciéndoselo, y que ella tenía que dominarse a sí misma para no salir corriendo al
ver incluso la pequeña parte de su cuerpo que sobresalía del canapé. Para
ahorrarle también ese espectáculo, transportó un día sobre la espalda -para ello
necesitó cuatro horas- la sábana encima del canapé, y la colocó de tal forma que
él quedaba tapado del todo, y la hermana, incluso si se agachaba, no podía verlo.
Si, en opinión de la hermana, esa sábana no hubiese sido necesaria, podría haberla
retirado, porque estaba suficientemente claro que Gregorio no se aislaba por gusto,
pero dejó la sábana tal como estaba, e incluso Gregorio creyó adivinar una mirada
de gratitud cuando, con cuidado, levantó la cabeza un poco para ver cómo
acogía la hermana la nueva disposición.
Durante los primeros catorce días, los padres no consiguieron decidirse a entrar en su
habitación, y Gregorio escuchaba con frecuencia cómo ahora reconocían el
trabajo de la hermana, a pesar de que anteriormente se habían enfadado muchas
veces con ella, porque les parecía una chica un poco inútil. Pero ahora, a veces,
ambos, el padre y la madre, esperaban ante la habitación de Gregorio mientras la
hermana la recogía y, apenas había salido, tenía que contar con todo detalle qué
aspecto tenía la habitación, lo que había comido Gregorio, cómo se había
comportado esta vez y si, quizá, se advertía una pequeña mejoría. Por cierto, la
madre quiso entrar a ver a Gregorio relativamente pronto, pero el padre y la
hermana se lo impidieron, al principio con argumentos racionales, que Gregorio
escuchaba con mucha atención, y con los que estaba muy de acuerdo, pero más
tarde hubo que impedírselo por la fuerza, y si entonces gritaba: «¡Déjenme entrar a
ver a Gregorio, pobre hijo mío! ¿Es que no comprenden que tengo que entrar a
verlo?» Entonces Gregorio pensaba que quizá sería bueno que la madre entrase,
naturalmente no todos los días, pero sí una vez a la semana; ella comprendía todo
mucho mejor que la hermana, que, a pesar de todo su valor, no era más que una
70
niña, y, en última instancia, quizá sólo se había hecho cargo de una tarea tan difícil
por irreflexión infantil.
El deseo de Gregorio de ver a la madre pronto se convirtió en realidad. Durante el
día Gregorio no quería mostrarse por la ventana, por consideración a sus padres,
pero tampoco podía arrastrarse demasiado por los pocos metros cuadrados del
suelo; ya soportaba con dificultad estar tumbado tranquilamente durante la noche,
pronto ya ni siquiera la comida le producía alegría alguna y así, para distraerse,
adoptó la costumbre de arrastrarse en todas direcciones por las paredes y el techo.
Le gustaba especialmente permanecer colgado del techo; era algo muy distinto a
estar tumbado en el suelo; se respiraba con más libertad; un ligero balanceo
atravesaba el cuerpo; y sumido en la casi feliz distracción en la que se encontraba
allí arriba, podía ocurrir que, para su sorpresa, se dejase caer y se golpease contra el
suelo. Pero ahora, naturalmente, dominaba su cuerpo de una forma muy distinta a
como lo había hecho antes y no se hacía daño, incluso después de semejante
caída. La hermana se dio cuenta inmediatamente de la nueva diversión que
Gregorio había descubierto -al arrastrarse dejaba tras de sí, por todas partes, huellas
de su sustancia pegajosa- y entonces se le metió en la cabeza proporcionar a
Gregorio la posibilidad de arrastrarse a gran escala y sacar de allí los muebles que lo
impedían, es decir, sobre todo el armario y el escritorio. Ella no era capaz de hacerlo
todo sola, tampoco se atrevía a pedir ayuda al padre; la criada no la hubiese
ayudado seguramente, porque esa chica, de unos dieciséis años, resistía
ciertamente con valor desde que se despidió a la cocinera anterior, pero había
pedido el favor de poder mantener la cocina constantemente cerrada y abrirla
solamente a una señal determinada. Así pues, no le quedó a la hermana más
remedio que valerse de la madre, una vez que estaba el padre ausente. Con
exclamaciones de excitada alegría se acercó la madre, pero enmudeció ante la
puerta de la habitación de Gregorio. Primero la hermana se aseguró de que todo en
la habitación estaba en orden, después dejó entrar a la madre. Gregorio se había
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apresurado a colocar la sábana aún más bajo y con más pliegues, de modo que,
de verdad, tenía el aspecto de una sábana lanzada casualmente sobre el canapé.
Gregorio se abstuvo esta vez de espiar por debajo de la sábana; renunció a ver esta
vez a la madre y se contentaba sólo conque hubiese venido.
-Vamos, acércate, no se le ve -dijo la hermana, y, sin duda, llevaba a la madre de la
mano. Gregorio oyó entonces cómo las dos débiles mujeres movían de su sitio el
pesado y viejo armario, y cómo la hermana siempre se cargaba la mayor parte del
trabajo, sin escuchar las advertencias de la madre que temía que se esforzase
demasiado. Duró mucho tiempo. Aproximadamente después de un cuarto de hora
de trabajo dijo la madre que deberían dejar aquí el armario, porque, en primer lugar,
era demasiado pesado y no acabarían antes de que regresase el padre, y con el
armario en medio de la habitación le bloqueaban a Gregorio cualquier camino y,
en segundo lugar, no era del todo seguro que se le hiciese a Gregorio un favor con
retirar los muebles. A ella le parecía precisamente lo contrario, la vista de las paredes
desnudas le oprimía el corazón, y por qué no iba a sentir Gregorio lo mismo, puesto
que ya hacía tiempo que estaba acostumbrado a los muebles de la habitación, y
por eso se sentiría abandonado en la habitación vacía.
-Y es que acaso no... -finalizó la madre en voz baja, aunque ella hablaba siempre
casi susurrando, como si quisiera evitar que Gregorio, cuyo escondite exacto ella
ignoraba, escuchase siquiera el sonido de su voz, porque ella estaba convencida de
que él no entendía las palabras.
-¿Y es que acaso no parece que retirando los muebles le mostramos que perdemos
toda esperanza de mejoría y lo abandonamos a su suerte sin consideración alguna?
Yo creo que lo mejor sería que intentásemos conservar la habitación en el mismo
estado en que se encontraba antes, para que Gregorio, cuando regrese de nuevo
con nosotros, encuentre todo tal como estaba y pueda olvidar más fácilmente este
72
paréntesis de tiempo. Al escuchar estas palabras de la madre, Gregorio reconoció
que la falta de toda conversación inmediata con un ser humano, junto a la vida
monótona en el seno de la familia, tenía que haber confundido sus facultades
mentales a lo largo de estos dos meses, porque de otro modo no podía explicarse
que hubiese podido desear seriamente que se vaciase su habitación. ¿Deseaba
realmente permitir que transformasen la cálida habitación amueblada
confortablemente, con muebles heredados de su familia, en una cueva en la que,
efectivamente, podría arrastrarse en todas direcciones sin obstáculo alguno,
teniendo, sin embargo, como contrapartida, que olvidarse al mismo tiempo,
rápidamente y por completo, de su pasado humano? Ya se encontraba a punto de
olvidar y solamente le había animado la voz de su madre, que no había oído desde
hacía tiempo. Nada debía retirarse, todo debía quedar como estaba, no podía
prescindir en su estado de la bienhechora influencia de los muebles, y si los muebles
le impedían arrastrarse sin sentido de un lado para otro, no se trataba de un
perjuicio, sino de una gran ventaja. Pero la hermana era, lamentablemente, de otra
opinión; no sin cierto derecho, se había acostumbrado a aparecer frente a los
padres como experta al discutir sobre asuntos concernientes a Gregorio, y de esta
forma el consejo de la madre era para la hermana motivo suficiente para retirar no
sólo el armario y el escritorio, como había pensado en un principio, sino todos los
muebles a excepción del imprescindible canapé. Naturalmente, no sólo se trataba
de una terquedad pueril y de la confianza en sí misma que en los últimos tiempos, de
forma tan inesperada y difícil, había conseguido, lo que la impulsaba a esta
exigencia; ella había observado, efectivamente, que Gregorio necesitaba mucho
sitio para arrastrarse y que, en cambio, no utilizaba en absoluto los muebles, al
menos por lo que se veía. Pero quizá jugaba también un papel importante el
carácter exaltado de una chica de su edad, que busca su satisfacción en cada
oportunidad, y por el que Greta ahora se dejaba tentar con la intención de hacer
más que ahora, porque en una habitación en la que sólo Gregorio era dueño y
señor de las paredes vacías, no se atrevería a entrar ninguna otra persona más que
73
Greta. Así pues, no se dejó disuadir de sus propósitos por la madre, que también, de
pura inquietud, parecía sentirse insegura en esta habitación; pronto enmudeció y
ayudó a la hermana con todas sus fuerzas a sacar el armario. Bueno, en caso de
necesidad, Gregorio podía prescindir del armario, pero el escritorio tenía que
quedarse; y apenas habían abandonado las mujeres la habitación con el armario,
en el cual se apoyaban gimiendo, cuando Gregorio sacó la cabeza de debajo del
canapé para ver cómo podía tomar cartas en el asunto lo más prudente y
discretamente posible. Pero, por desgracia, fue precisamente la madre quien
regresó primero, mientras Greta, en la habitación contigua, sujetaba el armario
rodeándolo con los brazos y lo empujaba sola de acá para allá, naturalmente, sin
moverlo un ápice de su sitio. Pero la madre no estaba acostumbrada a ver a
Gregorio, podría haberse puesto enferma por su culpa, y así Gregorio, andando
hacia atrás, se alejó asustado hasta el otro extremo del canapé, pero no pudo evitar
que la sábana se moviese un poco por la parte de delante. Esto fue suficiente para
llamar la atención de la madre. Ésta se detuvo, permaneció allí un momento en
silencio y luego volvió con Greta.
A pesar de que Gregorio se repetía una y otra vez que no ocurría nada fuera de lo
común, sino que sólo se cambiaban de sitio algunos muebles, sin embargo, como
pronto habría de confesarse a sí mismo, este ir y venir de las mujeres, sus breves
gritos, el arrastre de los muebles sobre el suelo, le producían la impresión de un gran
barullo, que crecía procedente de todas las direcciones y, por mucho que encogía
la cabeza y las patas sobre sí mismo y apretaba el cuerpo contra el suelo, tuvo que
confesarse irremisiblemente que no soportaría todo esto mucho tiempo. Ellas le
vaciaban su habitación, le quitaban todo aquello a lo que tenía cariño, el armario
en el que guardaba la sierra y otras herramientas ya lo habían sacado; ahora ya
aflojaban el escritorio, que estaba fijo al suelo, en el cual había hecho sus deberes
cuando era estudiante de comercio, alumno del instituto e incluso alumno de la
escuela primaria. Ante esto no le quedaba ni un momento para comprobar las
74
buenas intenciones que tenían las dos mujeres, y cuya existencia, por cierto, casi
había olvidado, porque de puro agotamiento trabajaban en silencio y solamente se
oían las sordas pisadas de sus pies. Y así salió de repente -las mujeres estaban en ese
momento en la habitación contigua, apoyadas en el escritorio para tomar aliento-,
cambió cuatro veces la dirección de su marcha, no sabía a ciencia cierta qué era lo
que debía salvar primero, cuando vio en la pared ya vacía, llamándole la atención,
el cuadro de la mujer envuelta en pieles. Se arrastró apresuradamente hacia arriba y
se apretó contra el cuadro, cuyo cristal lo sujetaba y le aliviaba el ardor de su
vientre. Al menos este cuadro, que Gregorio tapaba ahora por completo, seguro
que no se lo llevaba nadie. Volvió la cabeza hacia la puerta del cuarto de estar
para observar a las mujeres cuando volviesen.
No se habían permitido una larga tregua y ya volvían; Greta había rodeado a su
madre con el brazo y casi la llevaba en volandas.
-¿Qué nos llevamos ahora? -dijo Greta, y miró a su alrededor. Entonces sus miradas
se cruzaron con las de Gregorio, que estaba en la pared. Seguramente sólo a causa
de la presencia de la madre conservó su serenidad, inclinó su rostro hacia la madre,
para impedir que ella mirase a su alrededor, y dijo temblando y aturdida:
-Ven, ¿nos volvemos un momento al cuarto de estar?
Gregorio veía claramente la intención de Greta, quería llevar a la madre a un lugar
seguro y luego echarle de la pared. Bueno, ¡que lo intentase! Él permanecería sobre
su cuadro y no renunciaría a él. Prefería saltarle a Greta a la cara. Pero justamente
las palabras de Greta inquietaron a la madre, quien se echó a un lado y vio la
gigantesca mancha pardusca sobre el papel pintado de flores y, antes de darse
realmente cuenta de que aquello que veía era Gregorio, gritó con voz ronca y
estridente:
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-¡Ay Dios mío, ay Dios mío! -y con los brazos extendidos cayó sobre el canapé, como
si renunciase a todo, y se quedó allí inmóvil.
-¡Cuidado, Gregorio! -gritó la hermana levantando el puño y con una mirada
penetrante. Desde la transformación eran estas las primeras palabras que le dirigía
directamente. Corrió a la habitación contigua para buscar alguna esencia con la
que pudiese despertar a su madre de su inconsciencia; Gregorio también quería
ayudar -había tiempo más que suficiente para salvar el cuadro-, pero estaba
pegado al cristal y tuvo que desprenderse con fuerza, luego corrió también a la
habitación de al lado como si pudiera dar a la hermana algún consejo, como en
otros tiempos, pero tuvo que quedarse detrás de ella sin hacer nada; cuando Greta
volvía entre diversos frascos, se asustó al darse la vuelta y un frasco se cayó al suelo y
se rompió y un trozo de cristal hirió a Gregorio en la cara; una medicina corrosiva se
derramó sobre él. Sin detenerse más tiempo, Greta cogió todos los frascos que podía
llevar y corrió con ellos hacia donde estaba la madre; cerró la puerta con el pie.
Gregorio estaba ahora aislado de la madre, que quizá estaba a punto de morir por
su culpa; no debía abrir la habitación, no quería echar a la hermana que tenía que
permanecer con la madre; ahora no tenía otra cosa que hacer que esperar; y,
afligido por los remordimientos y la preocupación, comenzó a arrastrarse, se arrastró
por todas partes: paredes, muebles y techos, y finalmente, en su desesperación,
cuando ya la habitación empezaba a dar vueltas a su alrededor, se desplomó en
medio de la gran mesa.
Pasó un momento, Gregorio yacía allí extenuado, a su alrededor todo estaba
tranquilo, quizá esto era una buena señal. Entonces sonó el timbre. La chica estaba,
naturalmente, encerrada en su cocina y Greta tenía que ir a abrir. El padre había
llegado.
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-¿Qué ha ocurrido? -fueron sus primeras palabras.
El aspecto de Greta lo revelaba todo. Greta contestó con voz ahogada, si duda
apretaba su rostro contra el pecho del padre:
-Madre se quedó inconsciente, pero ya está mejor. Gregorio ha escapado.
-Ya me lo esperaba -dijo el padre-, se los he dicho una y otra vez, pero ustedes, las
mujeres, nunca hacen caso.
Gregorio se dio cuenta de que el padre había interpretado mal la escueta
información de Greta y sospechaba que Gregorio había hecho uso de algún acto
violento. Por eso ahora tenía que intentar apaciguar al padre, porque para darle
explicaciones no tenía ni el tiempo ni la posibilidad. Así pues, Gregorio se precipitó
hacia la puerta de su habitación y se apretó contra ella para que el padre, ya
desde el momento en que entrase en el vestíbulo, viese que Gregorio tenía la más
sana intención de regresar inmediatamente a su habitación, y que no era necesario
hacerle retroceder, sino que sólo hacía falta abrir la puerta e inmediatamente
desaparecería. Pero el padre no estaba en situación de advertir tales sutilezas.
-¡Ah! -gritó al entrar, en un tono como si al mismo tiempo estuviese furioso y contento.
Gregorio retiró la cabeza de la puerta y la levantó hacia el padre. Nunca se hubiese
imaginado así al padre, tal y como estaba allí; bien es verdad que en los últimos
tiempos, puesta su atención en arrastrarse por todas partes, había perdido la
ocasión de preocuparse como antes de los asuntos que ocurrían en el resto de la
casa, y tenía realmente que haber estado preparado para encontrar las
circunstancias cambiadas. Aun así, aun así. ¿Era este todavía el padre? ¿El mismo
hombre que yacía sepultado en la cama, cuando, en otros tiempos, Gregorio salía
en viaje de negocios? ¿El mismo hombre que, la tarde en que volvía, le recibía en
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bata sentado en su sillón, y que no estaba en condiciones de levantarse, sino que,
como señal de alegría, sólo levantaba los brazos hacia él? ¿El mismo hombre que,
durante los poco frecuentes paseos en común, un par de domingos al año o en las
festividades más importantes, se abría paso hacia delante entre Gregorio y la
madre, que ya de por sí andaban despacio, aún más despacio que ellos, envuelto
en su viejo abrigo, siempre apoyando con cuidado el bastón, y que, cuando quería
decir algo, casi siempre se quedaba parado y congregaba a sus acompañantes a
su alrededor? Pero ahora estaba muy derecho, vestido con un rígido uniforme azul
con botones, como los que llevan los ordenanzas de los bancos; por encima del
cuello alto y tieso de la chaqueta sobresalía su gran papada; por debajo de las
pobladas cejas se abría paso la mirada, despierta y atenta, de unos ojos negros. El
cabello blanco, en otro tiempo desgreñado, estaba ahora ordenado en un peinado
a raya brillante y exacto. Arrojó su gorra, en la que había bordado un monograma
dorado, probablemente el de un banco, sobre el canapé a través de la habitación
formando un arco, y se dirigió hacia Gregorio con el rostro enconado, las puntas de
la larga chaqueta del uniforme echadas hacia atrás, y las manos en los bolsillos del
pantalón. Probablemente ni él mismo sabía lo que iba a hacer, sin embargo
levantaba los pies a una altura desusada y Gregorio se asombró del tamaño enorme
de las suelas de sus botas. Pero Gregorio no permanecía parado, ya sabía desde el
primer día de su nueva vida que el padre, con respecto a él, sólo consideraba
oportuna la mayor rigidez. Y así corría delante del padre, se paraba si el padre se
paraba, y se apresuraba a seguir hacia delante con sólo que el padre se moviese.
Así recorrieron varias veces la habitación sin que ocurriese nada decisivo y sin que
ello hubiese tenido el aspecto de una persecución, como consecuencia de la
lentitud de su recorrido. Por eso Gregorio permaneció de momento sobre el suelo,
especialmente porque temía que el padre considerase una especial maldad por su
parte la huida a las paredes o al techo. Por otra parte, Gregorio tuvo que confesarse
a sí mismo que no soportaría por mucho tiempo estas carreras, porque mientras el
padre daba un paso, él tenía que realizar un sinnúmero de movimientos. Ya
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comenzaba a sentir ahogos, bien es verdad que tampoco anteriormente había
tenido unos pulmones dignos de confianza. Mientras se tambaleaba con la intención
de reunir todas sus fuerzas para la carrera, apenas tenía los ojos abiertos; en su
embotamiento no pensaba en otra posibilidad de salvación que la de correr; y ya
casi había olvidado que las paredes estaban a su disposición, bien es verdad que
éstas estaban obstruidas por muelles llenos de esquinas y picos. En ese momento
algo, lanzado sin fuerza, cayó junto a él, y echó a rodar por delante de él. Era una
manzana; inmediatamente siguió otra; Gregorio se quedó inmóvil del susto; seguir
corriendo era inútil, porque el padre había decidido bombardearle. Con la fruta
procedente del frutero que estaba sobre el aparador se había llenado los bolsillos y
lanzaba manzana tras manzana sin apuntar con exactitud, de momento. Estas
pequeñas manzanas rojas rodaban por el suelo como electrificadas y chocaban
unas con otras. Una manzana lanzada sin fuerza rozó la espalda de Gregorio, pero
resbaló sin causarle daños. Sin embargo, otra que la siguió inmediatamente, se
incrustó en la espalda de Gregorio; éste quería continuar arrastrándose, como si el
increíble y sorprendente dolor pudiese aliviarse al cambiar de sitio; pero estaba
como clavado y se estiraba, totalmente desconcertado. Sólo al mirar por última vez
alcanzó a ver cómo la puerta de su habitación se abría de par en par y por delante
de la hermana, que chillaba, salía corriendo la madre en enaguas, puesto que la
hermana la había desnudado para proporcionarle aire mientras permanecía
inconsciente; vio también cómo, a continuación, la madre corría hacia el padre y,
en el camino, perdía una tras otra sus enaguas desatadas, y cómo tropezando con
ellas, caía sobre el padre, y abrazándole, unida estrechamente a él -ya empezaba a
fallarle la vista a Gregorio-, le suplicaba, cruzando las manos por detrás de su nuca,
que perdonase la vida de Gregorio.
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III
La grave herida de Gregorio, cuyos dolores soportó más de un mes -la manzana
permaneció empotrada en la carne como recuerdo visible, ya que nadie se atrevía
a retirarla-, pareció recordar, incluso al padre, que Gregorio, a pesar de su triste y
repugnante forma actual, era un miembro de la familia, a quien no podía tratarse
como a un enemigo, sino frente al cual el deber familiar era aguantarse la
repugnancia y resignarse, nada más que resignarse.
Y si Gregorio ahora, por culpa de su herida, probablemente había perdido agilidad
para siempre, y por lo pronto necesitaba para cruzar su habitación como un viejo
inválido largos minutos -no se podía ni pensar en arrastrarse por las alturas-, sin
embargo, en compensación por este empeoramiento de su estado, recibió, en su
opinión, una reparación más que suficiente: hacia el anochecer se abría la puerta
del cuarto de estar, la cual solía observar fijamente ya desde dos horas antes, de
forma que, tumbado en la oscuridad de su habitación, sin ser visto desde el
comedor, podía ver a toda la familia en la mesa iluminada y podía escuchar sus
conversaciones, en cierto modo con el consentimiento general, es decir, de una
forma completamente distinta a como había sido hasta ahora.
Naturalmente, ya no se trataba de las animadas conversaciones de antaño, en las
que Gregorio, desde la habitación de su hotel, siempre había pensado con cierta
nostalgia cuando, cansado, tenía que meterse en la cama húmeda. La mayoría de
las veces transcurría el tiempo en silencio. El padre no tardaba en dormirse en la silla
después de la cena, y la madre y la hermana se recomendaban mutuamente
silencio; la madre, inclinada muy por debajo de la luz, cosía ropa fina para un
comercio de moda; la hermana, que había aceptado un trabajo como
dependienta, estudiaba por la noche estenografía y francés, para conseguir, quizá
más tarde, un puesto mejor. A veces el padre se despertaba y, como si no supiera
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que había dormido, decía a la madre: «¡Cuánto coses hoy también!», e
inmediatamente volvía a dormirse mientras la madre y la hermana se sonreían
mutuamente.
Por una especie de obstinación, el padre se negaba a quitarse el uniforme mientras
estaba en casa; y mientras la bata colgaba inútilmente de la percha, dormitaba el
padre en su asiento, completamente vestido, como si siempre estuviese preparado
para el servicio e incluso en casa esperase también la voz de su superior. Como
consecuencia, el uniforme, que no era nuevo ya en un principio, empezó a
ensuciarse a pesar del cuidado de la madre y de la hermana. Gregorio se pasaba
con frecuencia tardes enteras mirando esta brillante ropa, completamente
manchada, con sus botones dorados siempre limpios, con la que el anciano dormía
muy incómodo y, sin embargo, tranquilo.
En cuanto el reloj daba las diez, la madre intentaba despertar al padre en voz baja y
convencerle para que se fuese a la cama, porque éste no era un sueño auténtico y
el padre tenía necesidad de él, porque tenía que empezar a trabajar a las seis de la
mañana. Pero con la obstinación que se había apoderado de él desde que se
había convertido en ordenanza, insistía en quedarse más tiempo a la mesa, a pesar
de que, normalmente, se quedaba dormido y, además, sólo con grandes esfuerzos
podía convencérsele de que cambiase la silla por la cama. Ya podían la madre y la
hermana insistir con pequeñas amonestaciones, durante un cuarto de hora daba
cabezadas lentamente, mantenía los ojos cerrados y no se levantaba. La madre le
tiraba del brazo, diciéndole al oído palabras cariñosas, la hermana abandonaba su
trabajo para ayudar a la madre, pero esto no tenía efecto sobre el padre. Se hundía
más profundamente en su silla. Sólo cuando las mujeres lo cogían por debajo de los
hombros, abría los ojos, miraba alternativamente a la madre y a la hermana, y solía
decir: «¡Qué vida ésta! ¡Ésta es la tranquilidad de mis últimos días!», y apoyado sobre
las dos mujeres se levantaba pesadamente, como si él mismo fuese su más pesada
81
carga, se dejaba llevar por ellas hasta la puerta, allí les hacía una señal de que no
las necesitaba, y continuaba solo, mientras que la madre y la hermana dejaban
apresuradamente su costura y su pluma para correr tras el padre y continuar
ayudándolo.
¿Quién en esta familia, agotada por el trabajo y rendida de cansancio, iba a tener
más tiempo del necesario para ocuparse de Gregorio? El presupuesto familiar se
reducía cada vez más, la criada acabó por ser despedida. Una asistenta gigantesca
y huesuda, con el pelo blanco y desgreñado, venía por la mañana y por la noche, y
hacía el trabajo más pesado; todo lo demás lo hacía la madre, además de su
mucha costura. Ocurrió incluso el caso de que varias joyas de la familia, que la
madre y la hermana habían lucido entusiasmadas en reuniones y fiestas, hubieron de
ser vendidas, según se enteró Gregorio por la noche por la conversación acerca del
precio conseguido. Pero el mayor motivo de queja era que no se podía dejar esta
casa, que resultaba demasiado grande en las circunstancias presentes, ya que no
sabían cómo se podía trasladar a Gregorio. Pero Gregorio comprendía que no era
sólo la consideración hacia él lo que impedía un traslado, porque se le hubiera
podido transportar fácilmente en un cajón apropiado con un par de agujeros para
el aire; lo que, en primer lugar, impedía a la familia un cambio de casa era, aún más,
la desesperación total y la idea de que habían sido azotados por una desgracia
como no había igual en todo su círculo de parientes y amigos. Todo lo que el mundo
exige de la gente pobre lo cumplían ellos hasta la saciedad: el padre iba a buscar el
desayuno para el pequeño empleado de banco, la madre se sacrificaba por la
ropa de gente extraña, la hermana, a la orden de los clientes, corría de un lado
para otro detrás del mostrador, pero las fuerzas de la familia ya no daban para más.
La herida de la espalda comenzaba otra vez a dolerle a Gregorio como recién
hecha cuando la madre y la hermana, después de haber llevado al padre a la
cama, regresaban, dejaban a un lado el trabajo, se acercaban una a otra,
sentándose muy juntas. Entonces la madre, señalando hacia la habitación de
82
Gregorio, decía: «Cierra la puerta, Greta», y cuando Gregorio se encontraba de
nuevo en la oscuridad, fuera las mujeres confundían sus lágrimas o simplemente
miraban fijamente a la mesa sin llorar.
Gregorio pasaba las noches y los días casi sin dormir. A veces pensaba que la
próxima vez que se abriese la puerta él se haría cargo de los asuntos de la familia
como antes; en su mente aparecieron de nuevo, después de mucho tiempo, el jefe
y el encargado; los dependientes y los aprendices; el mozo de los recados, tan corto
de luces; dos, tres amigos de otros almacenes; una camarera de un hotel de
provincias; un recuerdo amado y fugaz: una cajera de una tienda de sombreros a
quien había hecho la corte seriamente, pero con demasiada lentitud; todos ellos
aparecían mezclados con gente extraña o ya olvidada, pero en lugar de ayudarle a
él y a su familia, todos ellos eran inaccesibles, y Gregorio se sentía aliviado cuando
desaparecían. Pero después ya no estaba de humor para preocuparse por su
familia, solamente sentía rabia por el mal cuidado de que era objeto y, a pesar de
que no podía imaginarse algo que le hiciese sentir apetito, hacía planes sobre cómo
podría llegar a la despensa para tomar de allí lo que quisiese, incluso aunque no
tuviese hambre alguna. Sin pensar más en qué es lo que podría gustar a Gregorio, la
hermana, por la mañana y al mediodía, antes de marcharse a la tienda, empujaba
apresuradamente con el pie cualquier comida en la habitación de Gregorio, para
después recogerla por la noche con el palo de la escoba, tanto si la comida había
sido probada como si -y éste era el caso más frecuente- ni siquiera hubiera sido
tocada. Recoger la habitación, cosa que ahora hacía siempre por la noche, no
podía hacerse más deprisa. Franjas de suciedad se extendían por las paredes, por
todas partes había ovillos de polvo y suciedad. Al principio, cuando llegaba la
hermana, Gregorio se colocaba en el rincón más significativamente sucio para, en
cierto modo, hacerle reproches mediante esta posición. Pero seguramente hubiese
podido permanecer allí semanas enteras sin que la hermana hubiese mejorado su
actitud por ello; ella veía la suciedad lo mismo que él, pero se había decidido a
83
dejarla allí. Al mismo tiempo, con una susceptibilidad completamente nueva en ella
y que, en general, se había apoderado de toda la familia, ponía especial atención
en el hecho de que se reservase solamente a ella el cuidado de la habitación de
Gregorio. En una ocasión la madre había sometido la habitación de Gregorio a una
gran limpieza, que había logrado solamente después de utilizar varios cubos de
agua -la humedad, sin embargo, también molestaba a Gregorio, que yacía
extendido, amargado e inmóvil sobre el canapé-, pero el castigo de la madre no se
hizo esperar, porque apenas había notado la hermana por la tarde el cambio en la
habitación de Gregorio, cuando, herida en lo más profundo de sus sentimientos,
corrió al cuarto de estar y, a pesar de que la madre suplicaba con las manos
levantadas, rompió en un mar de lágrimas, que los padres -el padre se despertó
sobresaltado en su silla-, al principio, observaban asombrados y sin poder hacer
nada, hasta que, también ellos, comenzaron a sentirse conmovidos. El padre, a su
derecha, reprochaba a la madre que no hubiese dejado al cuidado de la hermana
la limpieza de la habitación de Gregorio; a su izquierda, decía a gritos a la hermana
que nunca más volvería a limpiar la habitación de Gregorio. Mientras que la madre
intentaba llevar al dormitorio al padre, que no podía más de irritación, la hermana,
sacudida por los sollozos, golpeaba la mesa con sus pequeños puños, y Gregorio
silbaba de pura rabia porque a nadie se le ocurría cerrar la puerta para ahorrarle
este espectáculo y este ruido. Pero incluso si la hermana, agotada por su trabajo,
estaba ya harta de cuidar de Gregorio como antes, tampoco la madre tenía que
sustituirla y no era necesario que Gregorio hubiese sido abandonado, porque para
eso estaba la asistenta. Esa vieja viuda, que en su larga vida debía haber superado
lo peor con ayuda de su fuerte constitución, no sentía repugnancia alguna por
Gregorio. Sin sentir verdadera curiosidad, una vez había abierto por casualidad la
puerta de la habitación de Gregorio y, al verle, se quedó parada, asombrada con
los brazos cruzados, mientras éste, sorprendido y a pesar de que nadie le perseguía,
comenzó a correr de un lado a otro. Desde entonces no perdía la oportunidad de
abrir un poco la puerta por la mañana y por la tarde para echar un vistazo a la
84
habitación de Gregorio. Al principio le llamaba hacia ella con palabras que,
probablemente, consideraba amables, como: «¡Ven aquí, viejo escarabajo
pelotero!» o «¡Miren al viejo escarabajo pelotero!» Gregorio no contestaba nada a
tales llamadas, sino que permanecía inmóvil en su sitio, como si la puerta no hubiese
sido abierta. ¡Si se le hubiese ordenado a esa asistenta que limpiase diariamente la
habitación en lugar de dejar que le molestase inútilmente a su antojo! Una vez, por
la mañana temprano -una intensa lluvia golpeaba los cristales, quizá como signo de
la primavera que ya se acercaba- cuando la asistenta empezó otra vez con sus
improperios, Gregorio se enfureció tanto que se dio la vuelta hacia ella como para
atacarla, pero de forma lenta y débil. Sin embargo, la asistenta, en vez de asustarse,
alzó simplemente una silla, que se encontraba cerca de la puerta, y, tal como
permanecía allí, con la boca completamente abierta, estaba clara su intención de
cerrar la boca sólo cuando la silla que tenía en la mano acabase en la espalda de
Gregorio.
-¿Conque no seguimos adelante? -preguntó, al ver que Gregorio se daba de nuevo
la vuelta, y volvió a colocar la silla tranquilamente en el rincón.
Gregorio ya no comía casi nada. Sólo si pasaba por casualidad al lado de la comida
tomaba un bocado para jugar con él en la boca, lo mantenía allí horas y horas y, la
mayoría de las veces acababa por escupirlo. Al principio pensó que lo que le
impedía comer era la tristeza por el estado de su habitación, pero precisamente con
los cambios de la habitación se reconcilió muy pronto. Se habían acostumbrado a
meter en esta habitación cosas que no podían colocar en otro sitio, y ahora había
muchas cosas de éstas, porque una de las habitaciones de la casa había sido
alquilada a tres huéspedes. Estos señores tan severos -los tres tenían barba, según
pudo comprobar Gregorio por una rendija de la puerta- ponían especial atención
en el orden, no sólo ya de su habitación, sino de toda la casa, puesto que se habían
instalado aquí, y especialmente en el orden de la cocina. No soportaban trastos
85
inútiles ni mucho menos sucios. Además, habían traído una gran parte de sus propios
muebles. Por ese motivo sobraban muchas cosas que no se podían vender ni
tampoco se querían tirar. Todas estas cosas acababan en la habitación de
Gregorio. Lo mismo ocurrió con el cubo de la ceniza y el cubo de la basura de la
cocina. La asistenta, que siempre tenía mucha prisa, arrojaba simplemente en la
habitación de Gregorio todo lo que, de momento, no servía; por suerte, Gregorio
sólo veía, la mayoría de las veces, el objeto correspondiente y la mano que lo
sujetaba. La asistenta tenía, quizá, la intención de recoger de nuevo las cosas
cuando hubiese tiempo y oportunidad, o quizá tirarlas todas de una vez, pero lo
cierto es que todas se quedaban tiradas en el mismo lugar en que habían caído al
arrojarlas, a no ser que Gregorio se moviese por entre los trastos y los pusiese en
movimiento, al principio obligado a ello porque no había sitio libre para arrastrarse,
pero más tarde con creciente satisfacción, a pesar de que después de tales paseos
acababa mortalmente agotado y triste, y durante horas permanecía inmóvil.
Como los huéspedes a veces tomaban la cena en el cuarto de estar, la puerta
permanecía algunas noches cerrada, pero Gregorio renunciaba gustoso a abrirla,
incluso algunas noches en las que había estado abierta no se había aprovechado
de ello, sino que, sin que la familia lo notase, se había tumbado en el rincón más
oscuro de la habitación. Pero en una ocasión la asistenta había dejado un poco
abierta la puerta que daba al cuarto de estar y se quedó abierta incluso cuando los
huéspedes llegaron y se dio la luz. Se sentaban a la mesa en los mismos sitios en que
antes habían comido el padre, la madre y Gregorio, desdoblaban las servilletas y
tomaban en la mano cuchillo y tenedor. Al momento aparecía por la puerta la
madre con una fuente de carne, y poco después lo hacía la hermana con una
fuente llena de patatas. La comida humeaba. Los huéspedes se inclinaban sobre las
fuentes que había ante ellos como si quisiesen examinarlas antes de comer, y,
efectivamente, el señor que estaba sentado en medio y que parecía ser el que más
autoridad tenía de los tres, cortaba un trozo de carne en la misma fuente con el fin
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de comprobar si estaba lo suficientemente tierna, o quizá tenía que ser devuelta a la
cocina. La prueba le satisfacía, la madre y la hermana, que habían observado todo
con impaciencia, comenzaban a sonreír respirando profundamente.
La familia comía en la cocina. A pesar de ello, el padre, antes de entrar en ésta,
entraba en la habitación y con una sola reverencia y la gorra en la mano, daba una
vuelta a la mesa. Los huéspedes se levantaban y murmuraban algo para el cuello de
su camisa. Cuando ya estaban solos, comían casi en absoluto silencio. A Gregorio le
parecía extraño el hecho de que, de todos los variados ruidos de la comida, una y
otra vez se escuchasen los dientes al masticar, como si con ello quisieran mostrarle a
Gregorio que para comer se necesitan los dientes y que, aun con las más hermosas
mandíbulas, sin dientes no se podía conseguir nada.
-Pero si yo no tengo apetito -se decía Gregorio preocupado-, pero me apetecen
estas cosas. ¡Cómo comen los huéspedes y yo me muero!
Precisamente aquella noche -Gregorio no se acordaba de haberlo oído en todo el
tiempo- se escuchó el violín. Los huéspedes ya habían terminado de cenar, el de en
medio había sacado un periódico, les había dado una hoja a cada uno de los otros
dos, y los tres fumaban y leían echados hacia atrás. Cuando el violín comenzó a
sonar escucharon con atención, se levantaron y, de puntillas, fueron hacia la puerta
del vestíbulo, en la que permanecieron quietos de pie, apretados unos junto a otros.
Desde la cocina se les debió oír, porque el padre gritó:
-¿Les molesta a los señores la música? Inmediatamente puede dejar de tocarse.
-Al contrario -dijo el señor de en medio-. ¿No desearía la señorita entrar con nosotros
y tocar aquí en la habitación, donde es mucho más cómodo y agradable?
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-Naturalmente -exclamó el padre, como si el violinista fuese él mismo.
Los señores regresaron a la habitación y esperaron. Pronto llegó el padre con el atril,
la madre con la partitura y la hermana con el violín. La hermana preparó con
tranquilidad todo lo necesario para tocar. Los padres, que nunca antes habían
alquilado habitaciones, y por ello exageraban la amabilidad con los huéspedes, no
se atrevían a sentarse en sus propias sillas; el padre se apoyó en la puerta, con la
mano derecha colocada entre dos botones de la librea abrochada; a la madre le
fue ofrecida una silla por uno de los señores y, como la dejó en el lugar en el que,
por casualidad, la había colocado el señor, permanecía sentada en un rincón
apartado. La hermana empezó a tocar; el padre y la madre, cada uno desde su
lugar, seguían con atención los movimientos de sus manos; Gregorio, atraído por la
música, había avanzado un poco hacia delante y ya tenía la cabeza en el cuarto
de estar. Ya apenas se extrañaba de que en los últimos tiempos no tenía
consideración con los demás; antes estaba orgulloso de tener esa consideración y,
precisamente ahora, hubiese tenido mayor motivo para esconderse, porque, como
consecuencia del polvo que reinaba en su habitación, y que volaba por todas
partes al menor movimiento, él mismo estaba también lleno de polvo. Sobre su
espalda y sus costados arrastraba consigo por todas partes hilos, pelos, restos de
comida... Su indiferencia hacia todo era demasiado grande como para tumbarse
sobre su espalda y restregarse contra la alfombra, tal como hacía antes varias veces
al día. Y, a pesar de este estado, no sentía vergüenza alguna de avanzar por el suelo
impecable del comedor. Por otra parte, nadie le prestaba atención. La familia
estaba completamente absorta en la música del violín; por el contrario, los
huéspedes, que al principio, con las manos en los bolsillos, se habían colocado
demasiado cerca detrás del atril de la hermana, de forma que podrían haber leído
la partitura, lo cual sin duda tenía que estorbar a la hermana, hablando a media
voz, con las cabezas inclinadas, se retiraron pronto hacia la ventana, donde
permanecieron observados por el padre con preocupación. Realmente daba a
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todas luces la impresión de que habían sido decepcionados en su suposición de
escuchar una pieza bella o divertida al violín, de que estaban hartos de la función y
sólo permitían que se les molestase por amabilidad. Especialmente la forma en que
echaban a lo alto el humo de los cigarrillos por la boca y por la nariz denotaba gran
nerviosismo. Y, sin embargo, la hermana tocaba tan bien... Su rostro estaba inclinado
hacia un lado, atenta y tristemente seguían sus ojos las notas del pentagrama.
Gregorio avanzó un poco más y mantenía la cabeza pegada al suelo para, quizá,
poder encontrar sus miradas. ¿Es que era ya una bestia a la que le emocionaba la
música? Le parecía como si se le mostrase el camino hacia el desconocido y
anhelado alimento. Estaba decidido a acercarse hasta la hermana, tirarle de la
falda y darle así a entender que ella podía entrar con su violín en su habitación
porque nadie podía recompensar su música como él quería hacerlo. No quería
dejarla salir nunca de su habitación, al menos mientras él viviese; su horrible forma le
sería útil por primera vez; quería estar a la vez en todas las puertas de su habitación y
tirarse a los que le atacasen; pero la hermana no debía quedarse con él por la
fuerza, sino por su propia voluntad; debería sentarse junto a él sobre el canapé,
inclinar el oído hacía él, y él deseaba confiarle que había tenido la firme intención
de enviarla al conservatorio y que si la desgracia no se hubiese cruzado en su
camino la Navidad pasada -probablemente la Navidad ya había pasado- se lo
hubiese dicho a todos sin preocuparse de réplica alguna. Después de esta
confesión, la hermana estallaría en lágrimas de emoción y Gregorio se levantaría
hasta su hombro y le daría un beso en el cuello, que, desde que iba a la tienda,
llevaba siempre al aire sin cintas ni adornos.
-¡Señor Samsa! -gritó el señor de en medio al padre y señaló, sin decir una palabra
más, con el índice hacia Gregorio, que avanzaba lentamente. El violín enmudeció.
En un principio el huésped de en medio sonrió a sus amigos moviendo la cabeza y, a
continuación, miró hacia Gregorio. El padre, en lugar de echar a Gregorio,
consideró más necesario, ante todo, tranquilizar a los huéspedes, a pesar de que
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ellos no estaban nerviosos en absoluto y Gregorio parecía distraerles más que el
violín. Se precipitó hacia ellos e intentó, con los brazos abiertos, empujarles a su
habitación y, al mismo tiempo, evitar con su cuerpo que pudiesen ver a Gregorio.
Ciertamente se enfadaron un poco, no se sabía ya si por el comportamiento del
padre, o porque ahora se empezaban a dar cuenta de que, sin saberlo, habían
tenido un vecino como Gregorio. Exigían al padre explicaciones, levantaban los
brazos, se tiraban intranquilos de la barba y, muy lentamente, retrocedían hacia su
habitación. Entre tanto, la hermana había superado el desconcierto en que había
caído después de interrumpir su música de una forma tan repentina, había
reaccionado de pronto, después de que durante unos momentos había sostenido
en las manos caídas con indolencia el violín y el arco, y había seguido mirando la
partitura como si todavía tocase, había colocado el instrumento en el regazo de la
madre, que todavía seguía sentada en su silla con dificultades para respirar y
agitando violentamente los pulmones, y había corrido hacia la habitación de al
lado, a la que los huéspedes se acercaban cada vez más deprisa ante la insistencia
del padre. Se veía cómo, gracias a las diestras manos de la hermana, las mantas y
almohadas de las camas volaban hacia lo alto y se ordenaban. Antes de que los
señores hubiesen llegado a la habitación, había terminado de hacer las camas y se
había escabullido hacia fuera. El padre parecía estar hasta tal punto dominado por
su obstinación, que olvidó todo el respeto que, ciertamente, debía a sus huéspedes.
Sólo les empujaba y les empujaba hasta que, ante la puerta de la habitación, el
señor de en medio dio una patada atronadora contra el suelo y así detuvo al padre.
-Participo a ustedes -dijo, levantando la mano y buscando con sus miradas también
a la madre y a la hermana- que, teniendo en cuenta las repugnantes circunstancias
que reinan en esta casa y en esta familia -en este punto escupió decididamente
sobre el suelo-, en este preciso instante dejo la habitación. Por los días que he vívido
aquí no pagaré, naturalmente, lo más mínimo: por el contrario, me pensaré si no
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procedo contra ustedes con algunas reclamaciones muy fáciles, créanme, de
justificar.
Calló y miró hacia delante como si esperase algo. En efecto, sus dos amigos
intervinieron inmediatamente con las siguientes palabras:
-También nosotros dejamos en este momento la habitación.
A continuación agarró el picaporte y cerró la puerta de un portazo. El padre se
tambaleaba tanteando con las manos en dirección a su silla y se dejó caer en ella.
Parecía como si se preparase para su acostumbrada siestecita nocturna, pero la
profunda inclinación de su cabeza, abatida como si nada la sostuviese, mostraba
que de ninguna manera dormía. Gregorio yacía todo el tiempo en silencio en el
mismo sitio en que le habían descubierto los huéspedes. La decepción por el fracaso
de sus planes, pero quizá también la debilidad causada por el hambre que pasaba,
le impedían moverse. Temía con cierto fundamento que dentro de unos momentos
se desencadenase sobre él una tormenta general, y esperaba. Ni siquiera se
sobresaltó con el ruido del violín que, por entre los temblorosos dedos de la madre,
se cayó de su regazo y produjo un sonido retumbante.
-Queridos padres -dijo la hermana y, como introducción, dio un golpe sobre la mesa-
, esto no puede seguir así. Si ustedes no se dan cuenta, yo sí me doy. No quiero, ante
esta bestia, pronunciar el nombre de mi hermano, y por eso solamente digo:
tenemos que intentar quitárnoslo de encima. Hemos hecho todo lo humanamente
posible por cuidarlo y aceptarlo; creo que nadie puede hacernos el menor
reproche.
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-Tienes razón una y mil veces -dijo el padre para sus adentros. La madre, que aún no
tenía aire suficiente, comenzó a toser sordamente sobre la mano que tenía ante la
boca, con una expresión de enajenación en los ojos.
La hermana corrió hacia la madre y le sujetó la frente. El padre parecía estar
enfrascado en determinados pensamientos; gracias a las palabras de la hermana,
se había sentado más derecho, jugueteaba con su gorra por entre los platos, que
desde la cena de los huéspedes seguían en la mesa, y miraba de vez en cuando a
Gregorio, que permanecía en silencio.
-Tenemos que intentar quitárnoslo de encima -dijo entonces la hermana,
dirigiéndose sólo al padre, porque la madre, con su tos, no oía nada-. Los va a matar
a los dos, ya lo veo venir. Cuando hay que trabajar tan duramente como lo
hacemos nosotros no se puede, además, soportar en casa este tormento sin fin. Yo
tampoco puedo más- y rompió a llorar de una forma tan violenta, que sus lágrimas
caían sobre el rostro de la madre, la cual las secaba mecánicamente con las
manos.
-Pero hija -dijo el padre compasivo y con sorprendente comprensión-. ¡Qué
podemos hacer!
Pero la hermana sólo se encogió de hombros como signo de la perplejidad que,
mientras lloraba, se había apoderado de ella, en contraste con su seguridad
anterior.
-Sí él nos entendiese... -dijo el padre en tono medio interrogante.
La hermana, en su llanto, movió violentamente la mano como señal de que no se
podía ni pensar en ello.
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-Sí él nos entendiese... -repitió el padre, y cerrando los ojos hizo suya la convicción de
la hermana acerca de la imposibilidad de ello-, entonces sería posible llegar a un
acuerdo con él, pero así...
-Tiene que irse -exclamó la hermana-, es la única posibilidad, padre. Sólo tienes que
desechar la idea de que se trata de Gregorio. El haberlo creído durante tanto
tiempo ha sido nuestra auténtica desgracia, pero ¿cómo es posible que sea
Gregorio? Si fuese Gregorio hubiese comprendido hace tiempo que una
convivencia entre personas y semejante animal no es posible, y se hubiese
marchado por su propia voluntad: ya no tendríamos un hermano, pero podríamos
continuar viviendo y conservaríamos su recuerdo con honor. Pero esta bestia nos
persigue, echa a los huéspedes, quiere, evidentemente, adueñarse de toda la casa
y dejar que pasemos la noche en la calle. ¡Mira, padre -gritó de repente-, ya
empieza otra vez! Y con un miedo completamente incomprensible para Gregorio, la
hermana abandonó incluso a la madre, se arrojó literalmente de su silla, como si
prefiriese sacrificar a la madre antes de permanece cerca de Gregorio, y se
precipitó detrás del padre que, principalmente irritado por su comportamiento, se
puso también en pie y levantó los brazos a media altura por delante de la hermana
para protegerla. Pero Gregorio no pretendía, ni por lo más remoto, asustar a nadie,
ni mucho menos a la hermana. Solamente había empezado a darse la vuelta para
volver a su habitación y esto llamaba la atención, ya que, como consecuencia de
su estado enfermizo, para dar tan difíciles vueltas tenía que ayudarse con la cabeza,
que levantaba una y otra vez y que golpeaba contra el suelo. Se detuvo y miró a su
alrededor; su buena intención pareció ser entendida; sólo había sido un susto
momentáneo, ahora todos lo miraban tristes y en silencio. La madre yacía en su silla
con las piernas extendidas y apretadas una contra otra, los ojos casi se le cerraban
de puro agotamiento. El padre y la hermana estaban sentados uno junto a otro, y la
hermana había colocado su brazo alrededor del cuello del padre.
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«Quizá pueda darme la vuelta ahora», pensó Gregorio, y empezó de nuevo su
actividad. No podía contener los resuellos por el esfuerzo y de vez en cuando tenía
que descansar. Por lo demás, nadie le apremiaba, se le dejaba hacer lo que
quisiera. Cuando hubo dado la vuelta del todo comenzó enseguida a retroceder
todo recto... Se asombró de la gran distancia que le separaba de su habitación y no
comprendía cómo, con su debilidad, hacía un momento había recorrido el mismo
camino sin notarlo. Concentrándose constantemente en avanzar con rapidez,
apenas se dio cuenta de que ni una palabra, ni una exclamación de su familia le
molestaba. Cuando ya estaba en la puerta volvió la cabeza, no por completo,
porque notaba que el cuello se le ponía rígido, pero sí vio aún que tras de él nada
había cambiado, sólo la hermana se había levantado. Su última mirada acarició a la
madre que, por fin, se había quedado profundamente dormida. Apenas entró en su
habitación se cerró la puerta y echaron la llave. Gregorio se asustó tanto del
repentino ruido producido detrás de él, que las patitas se le doblaron. Era la
hermana quien se había apresurado tanto. Había permanecido en pie allí y había
esperado, con ligereza había saltado hacia delante, Gregorio ni siquiera la había
oído venir, y gritó un «¡Por fin!» a los padres mientras echaba la llave.
«¿Y ahora?», se preguntó Gregorio, y miró a su alrededor en la oscuridad.
Pronto descubrió que ya no se podía mover. No se extrañó por ello, más bien le
parecía antinatural que, hasta ahora, hubiera podido moverse con estas patitas. Por
lo demás, se sentía relativamente a gusto. Bien es verdad que le dolía todo el
cuerpo, pero le parecía como si los dolores se hiciesen más y más débiles y, al final,
desapareciesen por completo. Apenas sentía ya la manzana podrida de su espalda
y la infección que producía a su alrededor, cubiertas ambas por un suave polvo.
Pensaba en su familia con cariño y emoción, su opinión de que tenía que
desaparecer era, si cabe, aún más decidida que la de su hermana. En este estado
de apacible y letárgica meditación permaneció hasta que el reloj de la torre dio las
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tres de la madrugada. Vivió todavía el comienzo del amanecer detrás de los
cristales. A continuación, contra su voluntad, su cabeza se desplomó sobre el suelo y
sus orificios nasales exhalaron el último suspiro. Cuando, por la mañana temprano,
llegó la asistenta -de pura fuerza y prisa daba tales portazos que, aunque repetidas
veces se le había pedido que procurase evitarlo, desde el momento de su llegada
era ya imposible concebir el sueño en toda la casa- en su acostumbrada y breve
visita a Gregorio nada le llamó al principio la atención. Pensaba que estaba allí
tumbado tan inmóvil a propósito y se hacía el ofendido, le creía capaz de tener
todo el entendimiento posible. Como tenía por casualidad la larga escoba en la
mano, intentó con ella hacer cosquillas a Gregorio desde la puerta. Al no conseguir
nada con ello, se enfadó, y pinchó a Gregorio ligeramente, y sólo cuando, sin que él
opusiese resistencia, le había movido de su sitio, le prestó atención. Cuando se dio
cuenta de las verdaderas circunstancias abrió mucho los ojos, silbó para sus
adentros, pero no se entretuvo mucho tiempo, sino que abrió de par en par las
puertas del dormitorio y exclamó en voz alta hacia la oscuridad.
-¡Fíjense, ha reventado, ahí está, ha reventado del todo!
El matrimonio Samsa estaba sentado en la cama e intentaba sobreponerse del susto
de la asistenta antes de llegar a comprender su aviso. Pero después, el señor y la
señora Samsa, cada uno por su lado, se bajaron rápidamente de la cama. El señor
Samsa se echó la colcha por los hombros, la señora Samsa apareció en camisón, así
entraron en la habitación de Gregorio. Entre tanto, también se había abierto la
puerta del cuarto de estar, en donde dormía Greta desde la llegada de los
huéspedes; estaba completamente vestida, como si no hubiese dormido, su rostro
pálido parecía probarlo.
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-¿Muerto? -dijo la señora Samsa, y levantó los ojos con gesto interrogante hacia la
asistenta a pesar de que ella misma podía comprobarlo e incluso podía darse
cuenta de ello sin necesidad de comprobarlo
-Digo, ¡ya lo creo! -dijo la asistenta y, como prueba, empujó el cadáver de Gregorio
con la escoba un buen trecho hacia un lado. La señora Samsa hizo un movimiento
como si quisiera detener la escoba, pero no lo hizo.
-Bueno -dijo el señor Samsa-, ahora podemos dar gracias a Dios -se santiguó y las tres
mujeres siguieron su ejemplo.
Greta, que no apartaba los ojos del cadáver, dijo:
-Miren qué flaco estaba, ya hacía mucho tiempo que no comía nada. Las comidas
salían tal como entraban.
Efectivamente, el cuerpo de Gregorio estaba completamente plano y seco, sólo se
daban realmente cuenta de ello ahora que ya no le levantaban sus patitas, y
ninguna otra cosa distraía la mirada.
-Greta, ven un momento a nuestra habitación -dijo la señora Samsa con una sonrisa
melancólica, y Greta fue al dormitorio detrás de los padres, no sin volver la mirada
hacia el cadáver. La asistenta cerró la puerta y abrió del todo la ventana. A pesar
de lo temprano de la mañana ya había una cierta tibieza mezclada con el aire
fresco. Ya era finales de marzo.
Los tres huéspedes salieron de su habitación y miraron asombrados a su alrededor en
busca de su desayuno; se habían olvidado de ellos:
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-¿Dónde está el desayuno? -preguntó de mal humor el señor de en medio a la
asistenta, pero ésta se colocó el dedo en la boca e hizo a los señores, apresurada y
silenciosamente, señales con la mano para que fuesen a la habitación de Gregorio.
Así pues, fueron y permanecieron en pie, con las manos en los bolsillos de sus
chaquetas algo gastadas, alrededor del cadáver, en la habitación de Gregorio ya
totalmente iluminada. Entonces se abrió la puerta del dormitorio y el señor Samsa
apareció vestido con su librea, de un brazo su mujer y del otro su hija. Todos estaban
un poco llorosos; a veces Greta apoyaba su rostro en el brazo del padre.
-Salgan ustedes de mi casa inmediatamente -dijo el señor Samsa, y señaló la puerta
sin soltar a las mujeres.
-¿Qué quiere usted decir? -dijo el señor de en medio algo aturdido, y sonrió con
cierta hipocresía. Los otros dos tenían las manos en la espalda y se las frotaban
constantemente una contra otra, como si esperasen con alegría una gran pelea
que tenía que resultarles favorable.
-Quiero decir exactamente lo que digo -contestó el señor Samsa, dirigiéndose con
sus acompañantes hacia el huésped. Al principio éste se quedó allí en silencio y miró
hacia el suelo, como si las cosas se dispusiesen en un nuevo orden en su cabeza.
-Pues entonces nos vamos -dijo después, y levantó los ojos hacia el señor Samsa
como si, en un repentino ataque de humildad, le pidiese incluso permiso para tomar
esta decisión.
El señor Samsa solamente asintió brevemente varias veces con los ojos muy abiertos.
A continuación el huésped se dirigió, en efecto, a grandes pasos hacia el vestíbulo;
sus dos amigos llevaban ya un rato escuchando con las manos completamente
tranquilas y ahora daban verdaderos brincos tras de él, como si tuviesen miedo de
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que el señor Samsa entrase antes que ellos en el vestíbulo e impidiese el contacto
con su guía. Ya en el vestíbulo, los tres cogieron sus sombreros del perchero, sacaron
sus bastones de la bastonera, hicieron una reverencia en silencio y salieron de la
casa. Con una desconfianza completamente infundada, como se demostraría
después, el señor Samsa salió con las dos mujeres al rellano; apoyados sobre la
barandilla veían cómo los tres, lenta pero constantemente, bajaban la larga
escalera, en cada piso desaparecían tras un determinado recodo y volvían a
aparecer a los pocos instantes. Cuanto más abajo estaban tanto más interés perdía
la familia Samsa por ellos, y cuando un oficial carnicero, con la carga en la cabeza
en una posición orgullosa, se les acercó de frente y luego, cruzándose con ellos,
siguió subiendo, el señor Samsa abandonó la barandilla con las dos mujeres y todos
regresaron aliviados a su casa.
Decidieron utilizar aquel día para descansar e ir de paseo; no solamente se habían
ganado esta pausa en el trabajo, sino que, incluso, la necesitaban a toda costa. Así
pues, se sentaron a la mesa y escribieron tres justificantes: el señor Samsa a su
dirección, la señora Samsa al señor que le daba trabajo, y Greta al dueño de la
tienda. Mientras escribían entró la asistenta para decir que ya se marchaba porque
había terminado su trabajo de por la mañana. Los tres que escribían solamente
asintieron al principio sin levantar la vista; cuando la asistenta no daba señales de
retirarse levantaron la vista enfadados.
-¿Qué pasa? -preguntó el señor Samsa.
La asistenta permanecía de pie junto a la puerta, como si quisiera participar a la
familia un gran éxito, pero que sólo lo haría cuando la interrogaran con todo detalle.
La pequeña pluma de avestruz colocada casi derecha sobre su sombrero, que,
desde que estaba a su servicio, incomodaba al señor Samsa, se balanceaba
suavemente en todas las direcciones.
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-¿Qué es lo que quiere usted? -preguntó la señora Samsa que era, de todos, la que
más respetaba la asistenta.
-Bueno- contestó la asistenta, y no podía seguir hablando de puro sonreír
amablemente-, no tienen que preocuparse de cómo deshacerse de la cosa esa de
al lado. Ya está todo arreglado.
La señora Samsa y Greta se inclinaron de nuevo sobre sus cartas, como si quisieran
continuar escribiendo; el señor Samsa, que se dio cuenta de que la asistenta quería
empezar a contarlo todo con todo detalle, lo rechazó decididamente con la mano
extendida. Como no podía contar nada, recordó la gran prisa que tenía, gritó
visiblemente ofendida: «¡Adiós a todos!», se dio la vuelta con rabia y abandonó la
casa con un portazo tremendo.
-Esta noche la despido- dijo el señor Samsa, pero no recibió una respuesta ni de su
mujer ni de su hija, porque la asistenta parecía haber turbado la tranquilidad apenas
recién conseguida. Se levantaron, fueron hacia la ventana y permanecieron allí
abrazadas. El señor Samsa se dio la vuelta en su silla hacia ellas y las observó en
silencio un momento, luego las llamó:
-Vamos, vengan. Olviden de una vez las cosas pasadas y tengan un poco de
consideración conmigo.
Las mujeres lo obedecieron enseguida, corrieron hacia él, lo acariciaron y terminaron
rápidamente sus cartas. Después, los tres abandonaron la casa juntos, cosa que no
habían hecho desde hacía meses, y se marcharon al campo, fuera de la ciudad, en
el tranvía. El vehículo en el que estaban sentados solos estaba totalmente iluminado
por el cálido sol. Recostados cómodamente en sus asientos, hablaron de las
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perspectivas para el futuro y llegaron a la conclusión de que, vistas las cosas más de
cerca, no eran malas en absoluto, porque los tres trabajos, a este respecto todavía
no se habían preguntado realmente unos a otros, eran sumamente buenos y,
especialmente, muy prometedores para el futuro. Pero la gran mejoría inmediata de
la situación tenía que producirse, naturalmente, con más facilidad con un cambio
de casa; ahora querían cambiarse a una más pequeña y barata, pero mejor
ubicada y, sobre todo, más práctica que la actual, que había sido escogida por
Gregorio. Mientras hablaban así, al señor y a la señora Samsa se les ocurrió casi al
mismo tiempo, al ver a su hija cada vez más animada, que en los últimos tiempos, a
pesar de las calamidades que habían hecho palidecer sus mejillas, se había
convertido en una joven lozana y hermosa. Tornándose cada vez más silenciosos y
entendiéndose casi inconscientemente con las miradas, pensaban que ya llegaba
el momento de buscarle un buen marido, y para ellos fue como una confirmación
de sus nuevos sueños y buenas intenciones cuando, al final de su viaje, fue la hija
quien se levantó primero y estiró su cuerpo joven.
FIN
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