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Franz kafka

Date post: 17-Jul-2015
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Franz Kafka 3 de julio de 1883 – 3 de junio de 1924
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Franz Kafka

3 de julio de 1883 – 3 de junio de 1924

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Nació en Praga el 3 de julio de 1883 en el seno de una familia judía. Hijo de Hermann

Kafka (1852-1931) y Julie Löwy (1856-1934), quienes una vez establecidos en Praga

pasaron a formar parte de la alta sociedad.

Era el mayor de seis hermanos. Dos de ellos, Georg y Heinrich, fallecieron a los quince

y seis meses de edad, respectivamente, antes de que Franz cumpliera los siete años.

Sus hermanas: Gabriele, Valerie y Ottilie, tras la ocupación de Checoslovaquia son

llevadas por los nazis al gueto de Łódź, las que perecieron en el Holocausto.

Cursó sus estudios primarios en la Deutsche Knabenschule, y los secundarios en el

riguroso Altstädter Deutsches Gymnasium. Durante los últimos años de su

adolescencia se hizo miembro de la Freie Schule (Escuela Libre), una institución

anticlerical; leía ávidamente a Nietzsche, Darwin y Haeckel, sentía verdadero

entusiasmo por el socialismo (especialmente en lo que se refiere al ideal de

solidaridad) y el ateísmo. Sus notas sobresalían de la media de sus compañeros.

En 1901 comienza a estudiar Química en la Universidad de Praga, pero a las dos

semanas se cambia a Historia del Arte y Filología alemana. Finalmente, obligado por

su padre, estudia Derecho, obteniendo el doctorado en leyes el 18 de junio de 1906.

En sus relaciones sociales, temía ser percibido de manera repulsiva tanto física como

mentalmente. Sin embargo, impresionaba a los demás con su aspecto infantil, pulcro

y austero, su conducta tranquila y fría y su gran inteligencia, además de su particular

sentido del humor.

Desde 1905 se vio obligado a frecuentar los sanatorios como resultado de su

debilidad física.

Al terminar la carrera de Derecho, realizó un año de servicio obligatorio (sin

remuneración) en los tribunales civiles y penales, con funciones administrativas. Tras

ello, ingresó como pasante, también sin retribución, en una agencia italiana de

seguros de accidentes laborales. Fue en ese momento en que comenzó a escribir.

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Tras abandonar la compañía de seguros en 1908, consiguió un trabajo en la

compañía Arbeiter-Unfall-Versicherungs-Anstalt für Königsreich Böhmen. Este empleo

le permitió dedicarse a escribir además de ser una fuente primordial de temas para

su obra literaria.

En 1912 escribe en ocho horas El juicio y a finales de noviembre termina su obra

Contemplación (colección de 18 relatos que habían aparecido previamente

dispersos en diversos medios). La aparición de este libro lo dio a conocer como

escritor ante la sociedad en general.

En 1915 escribe el famoso relato La metamorfosis. En 1917 fue diagnosticado con

tuberculosis, lo que lo obliga a mantener frecuentes períodos de convalecencia. En

1919 termina los catorce cuentos fantásticos (o catorce lacónicas pesadillas) que

componen Un médico rural.

Entre 1913 y 1917 mantuvo una relación difícil con Felice Bauer, que dio origen a una

correspondencia de más de 500 cartas y tarjetas postales. Su falta de reacción ante

el manuscrito de La metamorfosis llevó a Kafka a un profundo abatimiento. Aunque

llegó a presentar una solicitud de matrimonio en junio de 1913 para casarse con ella,

finalmente no lo hicieron. En el otoño de ese año durante su estancia en el sanatorio

de Riva, se produjo una primera ruptura, ocasionada al conocer a G.W, la mujer

identificada como “La suiza” en sus diarios.

Durante la segunda mitad de 1914, escribió un antecedente de El proceso

(Fragmento de Josef K.) y la narración En la colonia penitenciaria.

Como consecuencia de la guerra, tuvo que hacerse cargo de la fabrica familiar, lo

que ocasiona que durante casi año y medio, desde octubre de 1914 no escribiera.

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En julio de 1917 se comprometieron nuevamente en matrimonio con Felice Bauer,

pero otra vez la boda no llegó a consumarse. En diciembre se separaron

definitivamente.

La noche del 12 al 13 de agosto se le manifestó una hemoptisis que confirmó una

tuberculosis pulmonar. Durante su estancia en el sanatorio conoció a la joven Julie

Wohryzek, con la que se comprometió en matrimonio. La relación con Julie se

rompió en noviembre de 1919.

En otoño de 1920 escribió numerosas piezas narrativas del género de las parábolas

aforísticas. Como consecuencia del empeoramiento de su estado general de salud,

pasó gran parte de 1921 y 1922 en distintos sanatorios.

En julio de 1923 estuvo en una colonia judía de vacaciones en Müritz, a orillas del

Báltico, donde conoció a Dora Diamant, una joven periodista de 25 años

descendiente de una familia judía ortodoxa que había huido de su pueblo natal.

Más tarde se traslada a Berlín, con la esperanza de distanciarse de la influencia de su

familia y concentrarse en su obra. Allí vivió con Dora, quien se convirtió en su

compañera. En la Navidad del mismo año contrajo una pulmonía que lo obligó a

regresar al hogar paterno en Praga. Al agravarse la enfermedad ingresó en el

sanatorio de Wiener Wald, cerca de Viena, donde sufrió un ataque de tuberculosis

de laringe, lo que hacía que tragar los alimentos le resultara muy doloroso,

alimentándose las últimas semanas principalmente de líquidos. Se le trasladó a la

clínica universitaria de la capital y a finales de abril al sanatorio Dr. Hoffmann de

Kierling donde falleció el 3 de junio. Lo enterraron el 11 de junio en la parte judía del

Nuevo Cementerio de Praga.

Kafka solo publicó algunas historias cortas durante toda su vida, una pequeña parte

de su trabajo, por lo que su obra pasó prácticamente inadvertida hasta después de

su muerte. Poco antes de esta, le dijo a su amigo y albacea Max Brod que

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destruyera todos sus manuscritos. Brod no le hizo caso y supervisó la publicación de

la mayor parte de los escritos. Dora Diamant por su parte guardó en secreto la

mayoría de sus últimos escritos, entre ellos 20 cuadernos y 35 cartas, hasta que la

Gestapo los confiscó en 1933.

Los escritos de Kafka pronto comenzaron a despertar el interés del público y a recibir

elogios por parte de la crítica, lo que posibilitó su pronta divulgación. Su obra marcó

la literatura de la segunda mitad del siglo XX, en donde a menudo el protagonista se

enfrenta a un mundo complejo, que se basa en reglas desconocidas, paradójicas o

inescrutables. La importancia de su mirada ha sido tal que en varias lenguas se ha

acuñado el adjetivo “kafkiano” para describir situaciones que recuerdan a las

reflejadas por él.

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Bibliografía

Contemplación

Niños en un camino de campo

Desenmascaramiento de un embaucador

El paseo repentino

Resoluciones

La excursión a la montaña

Desdicha del soltero

El comerciante

Mirando afuera distraídamente

El camino a casa

Los que pasan corriendo

El pasajero

Vestidos

El rechazo

La condena. Una historia para Felice B.

El fogonero. Un fragmento

La metamorfosis

En la colonia penitenciaria

Un médico rural

El nuevo abogado

Un médico rural

En la galería

Un viejo manuscrito

Ante la ley (parábola). Repetido en El Proceso.

Chacales y árabes

Una visita a la mina

El pueblo más cercano

Un mensaje imperial

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Preocupaciones de un padre de familia

Once hijos

Un fratricidio

Un sueño

Informe para una academia

Un artista del hambre

Primer sufrimiento

Una mujercita

Un artista del hambre

Josefina la cantora o El pueblo de los ratones

Textos publicados en revistas

Un brevario para damas

Conversación con el borracho

Conversación con el orante

Los aeroplanos en Brescia

Una novela de juventud

Una revista extinta

Primer capítulo del libro Richard y Samuel

Barullo

Desde Matlárháza

El jinete del cubo

El desaparecido

El proceso

El castillo

La edificación de la Muralla China

Carta al padre

Ricardo y Samuel

La obra, también traducida como La construcción o La madriguera.

Preparativos de una boda en el campo

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La muralla china

Aforismos, visiones y sueños

Cuadernos en octava

Diarios

Escritos sobre sus escritos

Carta al padre

Cartas a Felice

Cartas a Milena

Cartas a Ottla

Cartas a la familia

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Algunas obras

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Ante la ley

[Parábola: Texto completo.]

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y

solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no

puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.

-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.

La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se

hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le

dice:

-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero

recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón

también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián

es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.

El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre

accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles,

su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le

conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un

costado de la puerta.Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al

guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él,

le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas

indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no

puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje,

sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en

efecto, pero le dice:

-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.

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Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se

olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la

Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta;

más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y

como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer

hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y

convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay

menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un

resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo

de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en

su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al

guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer

su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él,

porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el

tiempo, para desmedro del campesino.

-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.

-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces

que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?

El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes

sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:

-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a

cerrarla.

FIN

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El silencio de las sirenas

[Cuento: Texto completo.]

Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la

salvación. He aquí la prueba:

Para protegerse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo

encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era

ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que

eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba

todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que

mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había

llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el

manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de

las sirenas con alegría inocente. Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho

más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que

alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio.

Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido

mediante las propias fuerzas.

En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque

creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el

espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y

cadenas, les hizo olvidar toda canción.

Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de

que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas

de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios

entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él.

El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su

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horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más

acerca de ellas. Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban.

Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la

roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el

fulgor de los grandes ojos de Ulises.

Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas

permanecieron y Ulises escapó.

La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan

ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero

interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises

supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para

los dioses, en cierta manera a modo de escudo.

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El viejo manuscrito

[Cuento: Texto completo.]

Podría decirse que el sistema de defensa de nuestra patria adolece de serios

defectos. Hasta el momento no nos hemos ocupado de ellos sino de nuestros

deberes cotidianos; pero algunos acontecimientos recientes nos inquietan.

Soy zapatero remendón; mi negocio da a la plaza del palacio imperial. Al

amanecer, apenas abro mis ventanas, ya veo soldados armados, apostados en

todas las bocacalles que dan a la plaza. Pero no son soldados nuestros; son,

evidentemente, nómades del Norte. De algún modo que no llego a comprender,

han llegado hasta la capital, que, sin embargo, está bastante lejos de las fronteras.

De todas maneras, allí están; su número parece aumentar cada día.

Como es su costumbre, acampan al aire libre y rechazan las casas. Se entretienen

en afilar las espadas, en aguzar las flechas, en realizar ejercicios ecuestres. Han

convertido esta plaza tranquila y siempre pulcra en una verdadera pocilga. Muchas

veces intentamos salir de nuestros negocios y hacer una recorrida para limpiar por lo

menos la basura más gruesa; pero esas salidas se tornan cada vez más escasas,

porque es un trabajo inútil y corremos, además, el riesgo de hacernos aplastar por

sus caballos salvajes o de que nos hieran con sus látigos.

Es imposible hablar con los nómades. No conocen nuestro idioma y casi no tienen

idioma propio. Entre ellos se entienden como se entienden los grajos. Todo el tiempo

se escucha ese graznar de grajos. Nuestras costumbres y nuestras instituciones les

resultan tan incomprensibles como carentes de interés. Por lo mismo, ni siquiera

intentan comprender nuestro lenguaje de señas. Uno puede dislocarse la mandíbula

y las muñecas de tanto hacer ademanes; no entienden nada y nunca entenderán.

Con frecuencia hacen muecas; en esas ocasiones ponen los ojos en blanco y les

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sale espuma por la boca, pero con eso nada quieren decir ni tampoco causan terror

alguno; lo hacen por costumbre. Si necesitan algo, lo roban. No puede afirmarse

que utilicen la violencia. Simplemente se apoderan de las cosas; uno se hace a un

lado y se las cede. También de mi tienda se han llevado excelentes mercancías.

Pero no puedo quejarme cuando veo, por ejemplo, lo que ocurre con el carnicero.

Apenas llega su mercadería, los nómades se la llevan y la comen de inmediato.

También sus caballos devoran carne; a menudo se ve a un jinete junto a su caballo

comiendo del mismo trozo de carne, cada cual de una punta. El carnicero es

miedoso y no se atreve a suspender los pedidos de carne. Pero nosotros

comprendemos su situación y hacemos colectas para mantenerlo. Si los nómades se

encontraran sin carne, nadie sabe lo que se les ocurriría hacer; por otra parte, quien

sabe lo que se les ocurriría hacer comiendo carne todos los días.

Hace poco, el carnicero pensó que podría ahorrarse, al menos, el trabajo de

descuartizar, y una mañana trajo un buey vivo. Pero no se atreverá a hacerlo

nuevamente. Yo me pasé toda una hora echado en el suelo, en el fondo de mi

tienda, tapado con toda mi ropa, mantas y almohadas, para no oír los mugidos de

ese buey, mientras los nómades se abalanzaban desde todos lados sobre él y le

arrancaban con los dientes trozos de carne viva. No me atreví a salir hasta mucho

después de que el ruido cesara; como ebrios en torno de un tonel de vino, estaban

tendidos por el agotamiento, alrededor de los restos del buey. Precisamente en esa

ocasión me pareció ver al emperador en persona asomado por una de las ventanas

del palacio; casi nunca sale a las habitaciones exteriores y vive siempre en el jardín

más interior, pero esa vez lo vi, o por lo menos me pareció verlo, ante una de las

ventanas, contemplando cabizbajo lo que ocurría frente a su palacio.

-¿En qué terminará esto? -nos preguntamos todos-. ¿Hasta cuando soportaremos

esta carga y este tormento? El palacio imperial ha traído a los nómadas, pero no

sabe cómo hacer para repelerlos. El portal permanece cerrado; los guardias, que

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antes solían entrar y salir marchando festivamente, ahora están siempre encerrados

detrás de las rejas de las ventanas. La salvación de la patria sólo depende de

nosotros, artesanos y comerciantes; pero no estamos preparados para semejante

empresa; tampoco nos hemos jactado nunca de ser capaces de cumplirla. Hay

cierta confusión, y esa confusión será nuestra ruina.

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La verdad sobre Sancho Panza

[Parábola: Texto completo.]

Sancho Panza, que por lo demás nunca se jactó de ello, logró, con el correr de los

años, mediante la composición de una cantidad de novelas de caballería y de

bandoleros, en horas del atardecer y de la noche, apartar a tal punto de sí a su

demonio, al que luego dio el nombre de don Quijote, que este se lanzó

irrefrenablemente a las más locas aventuras, las cuales empero, por falta de un

objeto predeterminado, y que precisamente hubiese debido ser Sancho Panza, no

hicieron daño a nadie. Sancho Panza, hombre libre, siguió impasible, quizás en razón

de un cierto sentido de la responsabilidad, a don Quijote en sus andanzas,

alcanzando con ello un grande y útil esparcimiento hasta su fin.

FIN

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Las preocupaciones de un padre de familia

[Cuento: Texto completo.]

Algunos dicen que la palabra «odradek» precede del esloveno, y sobre esta base

tratan de establecer su etimología. Otros, en cambio, creen que es de origen

alemán, con alguna influencia del esloveno. Pero la incertidumbre de ambos

supuestos despierta la sospecha de que ninguno de los dos sea correcto, sobre todo

porque no ayudan a determinar el sentido de esa palabra.

Como es lógico, nadie se preocuparía por semejante investigación si no fuera

porque existe realmente un ser llamado Odradek. A primera vista tiene el aspecto de

un carrete de hilo en forma de estrella plana. Parece cubierto de hilo, pero más bien

se trata de pedazos de hilo, de los tipos y colores más diversos, anudados o

apelmazados entre sí. Pero no es únicamente un carrete de hilo, pues de su centro

emerge un pequeño palito, al que está fijado otro, en ángulo recto. Con ayuda de

este último, por un lado, y con una especie de prolongación que tiene uno de los

radios, por el otro, el conjunto puede sostenerse como sobre dos patas.

Uno siente la tentación de creer que esta criatura tuvo, tiempo atrás, una figura más

razonable y que ahora está rota. Pero éste no parece ser el caso; al menos, no

encuentro ningún indicio de ello; en ninguna parte se ven huellas de añadidos o de

puntas de rotura que pudieran darnos una pista en ese sentido; aunque el conjunto

es absurdo, parece completo en sí. Y no es posible dar más detalles, porque

Odradek es muy movedizo y no se deja atrapar.

Habita alternativamente bajo la techumbre, en escalera, en los pasillos y en el

zaguán. A veces no se deja ver durante varios meses, como si se hubiese ido a otras

casas, pero siempre vuelve a la nuestra. A veces, cuando uno sale por la puerta y lo

descubre arrimado a la baranda, al pie de la escalera, entran ganas de hablar con

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él. No se le hacen preguntas difíciles, desde luego, porque, como es tan pequeño,

uno lo trata como si fuera un niño.

-¿Cómo te llamas? -le pregunto.

-Odradek -me contesta.

-¿Y dónde vives?

-Domicilio indeterminado -dice y se ríe.

Es una risa como la que se podría producir si no se tuvieran pulmones. Suena como el

crujido de hojas secas, y con ella suele concluir la conversación. A veces ni siquiera

contesta y permanece tan callado como la madera de la que parece hecho.

En vano me pregunto qué será de él. ¿Acaso puede morir? Todo lo que muere debe

haber tenido alguna razón be ser, alguna clase de actividad que lo ha desgastado.

Y éste no es el caso de Odradek. ¿Acaso rodará algún día por la escalera,

arrastrando unos hilos ante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? No parece

que haga mal a nadie; pero casi me resulta dolorosa la idea de que me pueda

sobrevivir.

FIN

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Una mujercita

[Cuento: Texto completo.]

Es toda una mujercita; aunque muy delgada, suele además usar un corsé ajustado;

la veo siempre con el mismo vestido gris amarillento, algo así como el color de la

madera, adornado discretamente con borlas en forma de botón, de igual color;

siempre sale sin sombrero, el rubio cabello opaco y lacio es ordenado, pero también

muy suelto. Aunque está encorsetada se mueve con agilidad, y a veces exagera

esa facilidad de movimiento; le gusta llevarse las manos a la cintura y girar el torso

hacia uno u otro lado, con asombrosa rapidez. Apenas puedo dar una ligera idea

de la impresión que me causa su mano, si digo que jamás he visto una cuyos dedos

estén tan agudamente diferenciados entre sí como la suya; y sin embargo no

presenta ninguna peculiaridad anatómica, es completamente normal.

Ahora bien, esta mujercita está muy descontenta conmigo, siempre tiene algo que

objetarme, siempre cometo toda clase de injusticias con ella, cada paso mío la irrita;

si la vida pudiera cortarse en trozos infinitesimales y cada pedacito pudiera ser

juzgado, estoy seguro de que cada partícula de mi vida sería para ella motivo de

disgusto. A menudo he pensado en eso: ¿por qué la irrito tanto? Podría ser que todo

en mí ofendiera su sentido de la belleza, su idea de la justicia, sus costumbres, sus

tradiciones, sus esperanzas; hay naturalezas humanas muy incompatibles, pero ¿por

qué se preocupa tanto por eso? No hay en verdad ninguna relación entre nosotros

que la obligue a soportarme. Debería decidirse a considerarme un perfecto

desconocido, lo que en realidad soy, teniendo en cuenta que semejante decisión

no me molestaría, más bien se la agradecería mucho, sólo debería decidirse a

olvidar mi existencia, una existencia que nunca quise obligarla a soportar, y jamás

querré; y evidentemente, todos sus tormentos terminarían. Hago total abstracción de

mis sentimientos y no tengo en cuenta que su actitud también es para mí,

naturalmente, muy dolorosa, y no lo tengo en cuenta porque reconozco

perfectamente que mis molestias no son nada al lado de sus sufrimientos. De todos

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modos, siempre he sabido que esos sufrimientos no son causados por el afecto; no le

interesa en absoluto mejorarme, y además todo lo que en mí le desagrada es

justamente lo que menos puede impedirme mejorar. Pero tampoco le importa que

yo progrese, solamente le importan sus intereses personales, que consisten en

vengarse de los sufrimientos que le provoco, e impedir los sufrimientos con que

pueda volver a amenazarla. Ya una vez intenté indicarle la mejor manera de poner

fin a este resentimiento perpetuo, pero sólo logré suscitar en ella tal arrebato de

furor, que nunca más repetiré esa tentativa. Además, esto representa para mí, si así

puedo decirlo, cierta responsabilidad, porque por menos intimidad que haya entre

la mujercita y yo, y por más evidente que sea que la única relación existente es la

irritación que le produzco, o más bien la irritación que ella permite que yo le

produzca, no por eso puedo sentirme indiferente ante los visibles perjuicios físicos que

le produce. De vez en cuando, y estos últimos tiempos más a menudo, me llegan

informes de que esa mañana amaneció pálida, insomne, con dolor de cabeza y

casi incapacitada para el trabajo; esto hace que sus familiares se pregunten

perplejos cuál será el origen de esos estados, y hasta ahora no lo han descubierto.

Sólo yo lo sé, es la antigua y siempre renovada irritación. Claro que no comparto

totalmente las preocupaciones de sus familiares; ella es fuerte y resistente; quien

puede enojarse hasta ese punto, puede con seguridad también pasar por alto las

consecuencias del enojo; hasta tengo la sospecha de que ella -por lo menos a

veces- simula sufrimientos para dirigir hacia mí las sospechas de la gente. Es

demasiado orgullosa para decir abiertamente cómo sufre por culpa de mi simple

existencia; recurrir a los demás contra mí le parecería rebajarse a sí misma; sólo la

repugnancia, una incesante repugnancia que no deja de impelerla, consigue que

se ocupe de mí; discutir abiertamente algo tan impuro le parecería demasiada

vergüenza. Pero también es demasiado para ella callar constantemente algo que la

oprime sin cesar. Por eso prefiere, con astucia femenina, un término medio: callar, y

sólo mediante las apariencias exteriores de un sufrimiento oculto, llamar la atención

pública sobre el asunto. Tal vez espere, posiblemente, que en cuanto la atención

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pública fije en mí todas sus miradas, se concrete un rencor general y público, y con

todos sus vastos poderes éste consiga condenarme definitivamente, con mucho más

vigor y rapidez que sus relativamente débiles rencores privados, entonces se retiraría

de la escena, respiraría con alivio y me volvería la espalda. Ahora bien, si estas son

realmente sus esperanzas, se engaña. La opinión pública no la sustituirá en su papel;

la opinión pública nunca encontraría en mí tantos motivos de reproche, aunque me

estudiara a través de su lupa de mayor aumento. No soy un hombre tan inútil como

ella cree; no quiero exagerar mis méritos, y mucho menos cuando se trata de este

asunto; pero si no llamo la atención por mis condiciones extraordinarias, tampoco la

llamo por mi falta de condiciones; sólo para ella, para sus ojos llameantes y casi

lívidos de ira, soy así; no podrá convencer a nadie más. Por lo tanto, ¿puedo

sentirme por completo tranquilo en lo que a esto respecta? No, tampoco; porque

cuando sea realmente de conocimiento público que mi comportamiento está

provocando positivamente su enfermedad, y algún observador, por ejemplo mis más

activos informadores, estén a punto de advertirlo, o por lo menos adopten la actitud

de advertirlo, y la gente venga a preguntarme por qué hago sufrir a esta pobre

mujercita con mis acciones incorregibles, o si tengo la intención de llevarla a la

tumba, y cuándo llegará el momento de mostrarme más sensato y de demostrar

suficiente compasión para poner fin a todo eso; cuando la gente me haga esta

pregunta, me costará bastante responder. ¿Confesaré francamente que no creo en

sus síntomas de enfermedad, lo que producirá la desagradable impresión de que

para librarme de mi culpa culpo a otro, y justamente de una manera tan poco

galante? ¿Y cómo podría decir abiertamente que yo, aun cuando creyera que ella

está realmente enferma, no siento un poco de compasión, que la mujer en cuestión

es para mí una perfecta desconocida, y que la relación que existe entre nosotros es

pura invención de su parte y totalmente inexistente? No digo que no me creerían;

más bien ni una cosa ni la otra; no se tomarían el trabajo de dudar; simplemente, se

tomaría nota de la respuesta relativa a una mujer débil y enferma, y esto no me

haría mucho honor. Tanto con ésta como con cualquier otra respuesta, chocaría

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inevitablemente con la incapacidad de la gente de impedir, en un caso como éste,

la sospecha de una relación amorosa, aunque es más evidente que la luz del día

que semejante relación no existe, y que si existiera, se originaría más bien en mí y no

en ella, ya que realmente yo sería muy capaz de admirar en esta mujercita la

potente rapidez de sus juicios y la infatigabilidad de sus conclusiones, cuando esas

mismas cualidades no estuvieran al servicio constante de mi tormento. Pero en todo

caso, ella no muestra el menor deseo de llegar a una relación amistosa; en eso es

honrada y veraz; en eso reside mi última esperanza; sería imposible que la

conveniencia de su plan de campaña la llevara a hacerme creer en una relación

de ese tipo, olvidándose de sí misma hasta el punto de cometer una acción

semejante. Pero la opinión pública, absolutamente incapaz de sutilezas, seguirá

siempre pensando lo mismo en este sentido, y siempre se decidirá en mi contra. Por

lo tanto, lo único que me resta es cambiar a tiempo, antes que intervengan los

demás, lo suficiente no para anular el rencor de la mujercita, que es inconcebible,

sino por lo menos para dulcificarlo. Y en efecto, muchas veces me he preguntado si

me agrada tanto mi estado actual que ya no quiero modificarlo, y si no sería posible

provocar en mí algunos cambios, no porque me parecieran necesarios, sino

simplemente para calmar a la mujercita. Y he tratado honradamente de hacerlo, no

sin fatigas ni problemas; hasta me hacía bien, casi me divertía; logré ciertas

modificaciones visibles desde muy lejos, no necesitaba llamar la atención de la

mujercita sobre ellas, ya que se da cuenta de esas cosas antes que yo, puede

percibir por la expresión de mi cara las intenciones de mi mente; pero no logré

ningún éxito. ¿Cómo hubiera podido lograrlo? Su disconformidad conmigo es, como

bien lo comprendo ahora, fundamental; nada puede hacerla desaparecer, ni

siquiera mi propia desaparición; su furor ante la noticia de mi suicidio sería

posiblemente inmenso. Ahora bien, no puedo imaginarme que ella, una mujer tan

aguda, no comprenda todo esto tan bien como yo, no comprenda tanto la

inutilidad de sus esfuerzos como mi propia inocencia, mi incapacidad (a pesar de la

mejor voluntad del mundo) de conformarme a sus requisitos. Seguramente lo

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comprende, pero como es de naturaleza combativa, lo olvida en el apasionamiento

del combate, y mi desdichada manera de ser, que no puedo imaginar diferente

porque me pertenece de nacimiento, consiste justamente en susurrar suaves

consejos a quien está enfurecido. De este modo, naturalmente, no llegaremos jamás

a entendernos. Día tras día saldré de la casa con mi habitual alegría matutina, para

encontrarme con ese rostro amargado, con la curva desdeñosa de esos labios, la

mirada investigadora (y ya antes de investigar, segura de lo que encontrará) que me

explora y a la que nada escapa, sea cual sea su brevedad, la sonrisa sarcástica que

abre surcos en sus mejillas adolescentes, la mirada lastimera elevada hacia el cielo,

las manos que se plantan en las caderas, para reunir más aplomo, y luego, el

temblor y la palidez de la ira al estallar.

No hace mucho -y por primera vez, como advertí asombrado entonces- mencioné

algo de este asunto a un buen amigo mío, sólo de pasada, sin darle importancia;

con sólo dos palabras le hice un rápido resumen de la situación; tan poca cosa me

parece cuando la contemplo desde afuera, que hasta llegué a reducir un poco sus

proporciones. Inesperadamente, mi amigo no se desinteresó de la cuestión, sino que

por cuenta propia le dio más importancia que yo, no quería cambiar de tema, e

insistía en discutirlo. Más inesperado aún fue que él, a pesar de todo, subestimara el

problema en uno de sus aspectos más importantes, porque me aconsejó seriamente

que me alejara por un tiempo, que viajara. Ningún consejo podría ser más

incomprensible; la situación es bastante clara, cualquiera que la estudie de cerca

puede llegar a comprenderla perfectamente, pero no es sin embargo tan simple

que una simple partida la solucione del todo, o por lo menos en una parte. Nada de

eso, tengo que cuidarme mucho de no alejarme; porque si me decido a seguir

algún plan, éste debe consistir esencialmente en mantener el asunto dentro de los

reducidos límites que hasta ahora ha tenido, no dejar penetrar en él al mundo

exterior, o sea quedarme tranquilo donde estoy, y no permitir que el asunto ocasione

ningún cambio considerable e importante, lo que significa no hablar con nadie de la

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25

cuestión; pero todo esto no porque se trate de un peligroso misterio, sino porque es

una cuestión desdeñable, puramente personal, y como tal indigna de tanta

atención; y porque no debe dejar de serlo. Por eso las observaciones de mi amigo

no fueron totalmente inútiles; no me revelaron nada nuevo, pero fortificaron mi

primitiva resolución. En efecto, si se lo considera atentamente, las modificaciones

que con el correr del tiempo parece haber sufrido este asunto, no son

modificaciones del tema en sí, sino tan sólo un desarrollo de mi actitud ante él, una

indicación de que esta actitud se ha vuelto por una parte más tranquila, más viril,

más cerca del fondo de la cuestión, y por otra parte, bajo la incesante influencia de

estos continuos sobresaltos, por insignificantes que parezcan, ha provocado cierta

alteración de mis nervios. Este asunto me preocupa menos que antes, porque

comienzo a creer que comprendo que por más cerca que hayamos creído

encontrarnos de una crisis decisiva, es muy poco probable que ésta ocurra; se está

predispuesto a calcular con demasiado apresuramiento, en especial cuando se es

joven, la rapidez con que se producen las crisis decisivas; cada vez que mi pequeño

juez femenino, debilitado por culpa de mi mera presencia, se dejaba caer de

costado en una silla sosteniéndose con una mano sobre el respaldo, y aflojándose

los lazos del corpiño con la otra, mientras lágrimas de furor y desesperación corrían

por sus mejillas, yo creía que el instante de la crisis había llegado, y que de un

momento a otro me vería obligado a dar explicaciones. Pero nada de momento

decisivo, nada de explicaciones, las mujeres se desvanecen con facilidad, la gente

ni tiene tiempo de ocuparse de sus manías. ¿Y qué sucedió realmente durante todos

estos años? Muy simple: estas situaciones se repitieron, a veces más violentamente, a

veces menos, y que en consecuencia su suma total ha aumentado. Y la gente

acecha en torno, deseosa de intervenir, si pudieran descubrir una oportunidad que

se lo permitiera; pero no encuentran ninguna, hasta ahora se han visto obligados a

reducirse a lo que podían olfatear en el ambiente, y bastante había como para

mantenerlos ampliamente ocupados, pero allí terminaba todo. Pero siempre ha sido

fundamentalmente así, siempre existieron esos inútiles espectadores y esos

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olfateadores, que excusaban su presencia con pretextos ingeniosos, con preferencia

de parentesco, siempre espiando, siempre olfateando toda clase de pistas, pero la

consecuencia de todo esto es simplemente que allí están todavía. La única

diferencia consiste en que poco a poco he llegado a conocerlos, y a distinguir sus

caras; en otros tiempos, yo creía que acudían paulatinamente de todas partes, que

las repercusiones del asunto aumentaban y provocarían por sí solas la crisis definitiva;

hoy creo saber que todos ésos estaban aquí desde mucho antes, y que la crisis

definitiva poco o nada tiene que ver con ellos. Y esa crisis ¿por qué la dignifico con

un nombre tan pomposo? Suponiendo que algún día -que no será seguro mañana ni

pasado mañana ni probablemente nunca- ocurriera que la opinión pública se

interesara en este asunto, lo que insisto en repetir, no le compete, no saldré

seguramente indemne de dicho proceso, pero también es indudable que tendrán

en consideración el hecho de que la opinión pública no le desconoce totalmente, y

que hasta ahora siempre he vivido a la plena luz, confiado y digno de confianza, y

que esta insignificante y desdichada mujercita, recién llegada a mi vida, a quien,

hago notar de paso, otro hombre habría considerado hace mucho como

insignificante y, sin llamar en lo más mínimo la atención de la opinión pública, la

habría aplastado bajo sus pies; esta mujer, en el peor de los casos, sólo podría

agregar un odioso adorno al diploma que desde hace tiempo me certifica ante la

opinión pública como miembro respetable de la sociedad. Así están actualmente las

cosas, de modo que no tengo muchos motivos de preocupación.

El hecho de que con los años yo haya llegado a sentirme un poco inquieto no tiene

nada que ver en realidad con el significado esencial del asunto; es simple: es

insoportable ser el constante motivo de ira de otra persona, aun cuando se sabe

perfectamente que esa ira es infundada; uno se siente inquieto, se empieza, de una

manera puramente física, a eludir las crisis decisivas, aun cuando honradamente no

crea demasiado en su posibilidad. Además, esto representa en cierta forma un

síntoma de envejecimiento; la juventud lo mejora todo; las características

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desagradables se pierden en la fuente de vigor inagotable de la juventud; si una

persona tiene mirada astuta cuando es joven no se considera un defecto, ni siquiera

se advierte, ni siquiera él mismo lo advierte; pero lo que perdura en la vejez son

restos, todo es necesario, nada se renueva, todo está expuesto a examen, y la

mirada astuta de un hombre que envejece es francamente una mirada astuta, y no

es difícil reconocerla. Sólo que tampoco en este caso constituye un empeoramiento

real de su condición. Por lo tanto, de cualquier ángulo que se lo considere resulta

evidente, y a esa evidencia me atengo, que si consigo mantener este pequeño

asunto bajo control, aun sin esforzarme, todavía podré seguir viviendo durante

mucho tiempo la vida que hasta ahora he vivido, imperturbado por el mundo, a

pesar de todos los arrebatos de esta mujer.

FIN

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Una pequeña fábula

[Fábula: Texto completo.]

¡Ay! -dijo el ratón-. El mundo se hace cada día más pequeño. Al principio era tan

grande que le tenía miedo. Corría y corría y por cierto que me alegraba ver esos

muros, a diestra y siniestra, en la distancia. Pero esas paredes se estrechan tan rápido

que me encuentro en el último cuarto y ahí en el rincón está la trampa sobre la cual

debo pasar.

-Todo lo que debes hacer es cambiar de rumbo -dijo el gato... y se lo comió.

FIN

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Un mensaje imperial

[Cuento: Texto completo.]

El Emperador, tal va una parábola, te ha mandado, humilde sujeto, que eres la

insignificante sombra arrinconándose en la más recóndita distancia del sol imperial,

un mensaje: el Emperador desde su lecho de muerte te ha mandado un mensaje

para ti únicamente. Ha comandado al mensajero a arrodillarse junto a la cama, y ha

susurrado el mensaje; ha puesto tanta importancia al mensaje, que ha ordenado al

mensajero se lo repita en el oído. Luego, con un movimiento de cabeza, ha

confirmado que está correcto. Sí, ante los congregados espectadores de su muerte -

toda pared obstructora ha sido tumbada, y en las espaciosas y colosalmente altas

escaleras están en un círculo los grandes príncipes del Imperio- ante todos ellos él ha

mandado su mensaje. El mensajero inmediatamente embarca en su viaje; es un

poderoso, infatigable hombre; ahora empujando con su brazo diestro, ahora con el

siniestro, taja un camino al través de la multitud; si encuentra resistencia, apunta a su

pecho, donde el símbolo del sol repica de luz; al contrario de otro hombre

cualquiera, su camino así se le facilita. Mas las multitudes son tan vastas; sus números

no tienen fin. Si tan sólo pudiera alcanzar los amplios campos, cuán rápido él volaría,

y pronto, sin duda alguna, escucharías el bienvenido martilleo de sus puños en tu

puerta. Pero, en vez, cómo vanamente gasta sus fuerzas; aún todavía traza su

camino tras las cámaras del profundo interior del palacio; nunca llegará al final de

ellas; y si lo lograra, nada se lograría en ello; él debe, tras aquello, luchar durante su

camino hacia abajo por las escaleras; y si lo lograra, nada se lograría en ello;

todavía tiene que cruzar las cortes; y tras las cortes, el segundo palacio externo; y

una vez más, más escaleras y cortes; y de nuevo otro palacio; y así por miles de

años; y por si al fin llegara a lanzarse afuera, tras la última puerta del último palacio -

pero nunca, nunca podría llegar eso a suceder-, la capital imperial, centro del

mundo, caería ante él, apretada a explotar con sus propios sedimentos. Nadie

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podría luchar y salir de ahí, ni siquiera con el mensaje de un hombre muerto. Mas te

sientas tras la ventana, al caer la noche, y te lo imaginas, en sueños.

FIN

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Un médico rural

[Cuento: Texto completo.]

Estaba muy preocupado; debía emprender un viaje urgente; un enfermo de

gravedad me estaba esperando en un pueblo a diez millas de distancia; una

violenta tempestad de nieve azotaba el vasto espacio que nos separaba; yo tenía

un coche, un cochecito ligero, de grandes ruedas, exactamente apropiado para

correr por nuestros caminos; envuelto en el abrigo de pieles, con mi maletín en la

mano, esperaba en el patio, listo para marchar; pero faltaba el caballo... El mío se

había muerto la noche anterior, agotado por las fatigas de ese invierno helado;

mientras tanto, mi criada corría por el pueblo, en busca de un caballo prestado;

pero estaba condenada al fracaso, yo lo sabía, y a pesar de eso continuaba allí

inútilmente, cada vez más envarado, bajo la nieve que me cubría con su pesado

manto. En la puerta apareció la muchacha, sola, y agitó la lámpara; naturalmente,

¿quién habría prestado su caballo para semejante viaje? Atravesé el patio, no

hallaba ninguna solución; distraído y desesperado a la vez, golpeé con el pie la

ruinosa puerta de la pocilga, deshabitada desde hacía años. La puerta se abrió, y

siguió oscilando sobre sus bisagras. De la pocilga salió una vaharada como de

establo, un olor a caballos. Una polvorienta linterna colgaba de una cuerda.

Un individuo, acurrucado en el tabique bajo, mostró su rostro claro, de ojitos azules.

-¿Los engancho al coche? -preguntó, acercándose a cuatro patas.

No supe qué decirle, y me agaché para ver qué había dentro de la pocilga. La

criada estaba a mi lado.

-Uno nunca sabe lo que puede encontrar en su propia casa -dijo ésta. Y ambos nos

echamos a reír.

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-¡Hola, hermano, hola, hermana! -gritó el palafrenero, y dos caballos, dos magníficas

bestias de vigorosos flancos, con las piernas dobladas y apretadas contra el cuerpo,

las perfectas cabezas agachadas, como las de los camellos, se abrieron paso una

tras otra por el hueco de la puerta, que llenaban por completo. Pero una vez afuera

se irguieron sobre sus largas patas, despidiendo un espeso vapor.

-Ayúdalo -dije a la criada, y ella, dócil, alargó los arreos al caballerizo. Pero apenas

llegó a su lado, el hombre la abrazó y acercó su rostro al rostro de la joven. Esta gritó,

y huyó hacia mí; sobre sus mejillas se veían, rojas, las marcas de dos hileras de

dientes.

-¡Salvaje! -dije al caballerizo-. ¿Quieres que te azote?

Pero luego pensé que se trataba de un desconocido, que yo ignoraba de dónde

venía y que me ofrecía ayuda cuando todos me habían fallado. Como si hubiera

adivinado mis pensamientos, no se mostró ofendido por mi amenaza y, siempre

atareado con los caballos, sólo se volvió una vez hacia mí.

-Suba -me dijo, y, en efecto, todo estaba preparado.

Advierto entonces que nunca viajé con tan hermoso tronco de caballos, y subo

alegremente.

-Yo conduciré, pues tú no conoces el camino -dije.

-Naturalmente -replica-, yo no voy con usted: me quedo con Rosa.

-¡No! -grita Rosa, y huye hacia la casa, presintiendo su inevitable destino; aún oigo el

ruido de la cadena de la puerta al correr en el cerrojo; oigo girar la llave en la

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cerradura; veo además que Rosa apaga todas las luces del vestíbulo y, siempre

huyendo, las de las habitaciones restantes, para que no puedan encontrarla.

-Tú vendrás conmigo -digo al mozo-; si no es así, desisto del viaje, por urgente que

sea. No tengo intención de dejarte a la muchacha como pago del viaje.

-¡Arre! -grita él, y da una palmada; el coche parte, arrastrado como un leño en el

torrente; oigo crujir la puerta de mi casa, que cae hecha pedazos bajo los golpes del

mozo; luego mis ojos y mis oídos se hunden en el remolino de la tormenta que

confunde todos mis sentidos. Pero esto dura sólo un instante; se diría que frente a mi

puerta se encontraba la puerta de la casa de mi paciente; ya estoy allí; los caballos

se detienen; la nieve ha dejado de caer; claro de luna en torno; los padres de mi

paciente salen ansiosos de la casa, seguidos de la hermana; casi me arrancan del

coche; no entiendo nada de su confuso parloteo; en el cuarto del enfermo el aire es

casi irrespirable, la estufa humea, abandonada; quiero abrir la ventana, pero antes

voy a ver al enfermo. Delgado, sin fiebre, ni caliente ni frío, con ojos inexpresivos, sin

camisa, el joven se yergue bajo el edredón de plumas, se abraza a mi cuello y me

susurra al oído:

-Doctor, déjeme morir.

Miro en torno; nadie lo ha oído; los padres callan, inclinados hacia adelante,

esperando mi sentencia; la hermana me ha acercado una silla para que coloque mi

maletín de mano. Lo abro, y busco entre mis instrumentos; el joven sigue

alargándome las manos, para recordarme su súplica; tomo un par de pinzas, las

examino a la luz de la bujía y las deposito nuevamente.

"Sí" pienso indignado, "en estos casos los dioses nos ayudan, nos mandan el caballo

que necesitamos y, dada nuestra prisa, nos agregan otro. Además, nos envían un

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caballerizo..." En aquel preciso instante me acuerdo de Rosa. ¿Qué hacer? ¿Cómo

salvarla? ¿Cómo rescatar su cuerpo del peso de aquel hombre, a diez millas de

distancia, con un par de caballos imposibles de manejar? Esos caballos que no sé

cómo se han desatado de las riendas, que se abren paso ignoro cómo; que asoman

la cabeza por la ventana y contemplan al enfermo, sin dejarse impresionar por las

voces de la familia.

-Regresaré en seguida -me digo como si los caballos me invitaran al viaje. Sin

embargo, permito que la hermana, que me cree aturdido por el calor, me quite el

abrigo de pieles. Me sirven una copa de ron; el anciano me palmea amistosamente

el hombro, porque el ofrecimiento de su tesoro justifica ya esta familiaridad. Meneo

la cabeza; estallaré dentro del estrecho círculo de mis pensamientos; por eso me

niego a beber.

La madre permanece junto al lecho y me invita a acercarme; la obedezco, y

mientras un caballo relincha estridentemente hacia el techo, apoyo la cabeza sobre

el pecho del joven, que se estremece bajo mi barba mojada. Se confirma lo que ya

sabía: el joven está sano, quizá un poco anémico, quizá saturado de café, que su

solícita madre le sirve, pero está sano; lo mejor sería sacarlo de un tirón de la cama.

No soy ningún reformador del mundo, y lo dejo donde está. Soy un vulgar médico

del distrito que cumple con su deber hasta donde puede, hasta un punto que ya es

una exageración. Mal pagado, soy, sin embargo, generoso con los pobres. Es

necesario que me ocupe de Rosa; al fin y al cabo es posible que el joven tenga

razón, y yo también pido que me dejen morir. ¿Qué hago aquí, en este interminable

invierno? Mi caballo se ha muerto y no hay nadie en el pueblo que me preste el

suyo. Me veré obligado a arrojar mi carruaje en la pocilga; si por casualidad no

hubiese encontrado esos caballos, habría tenido que recurrir a los cerdos. Esta es mi

situación.

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Saludo a la familia con un movimiento de cabeza. Ellos no saben nada de todo esto,

y si lo supieran, no lo creerían. Es fácil escribir recetas, pero en cambio es un trabajo

difícil entenderse con la gente. Ahora bien, acudí junto al enfermo; una vez más me

han molestado inútilmente; estoy acostumbrado a ello; con esa campanilla

nocturna todo el distrito me molesta, pero que además tenga que sacrificar a Rosa,

esa hermosa muchacha que durante años vivió en mi casa sin que yo me diera

cuenta cabal de su presencia... Este sacrificio es excesivo, y tengo que encontrarle

alguna solución, cualquier cosa, para no dejarme arrastrar por esta familia que, a

pesar de su buena voluntad, no podrían devolverme a Rosa. Pero he aquí que

mientras cierro el maletín de mano y hago una señal para que me traigan mi abrigo,

la familia se agrupa, el padre olfatea la copa de ron que tiene en la mano, la

madre, evidentemente decepcionada conmigo -¿qué espera, pues, la gente?- se

muerde, llorosa, los labios, y la hermana agita un pañuelo lleno de sangre; me siento

dispuesto a creer, bajo ciertas condiciones, que el joven quizá está enfermo. Me

acerco a él, que me sonríe como si le trajera un cordial... ¡Ah! Ahora los dos caballos

relinchan a la vez; ese estrépito ha sido seguramente dispuesto para facilitar mi

auscultación; y esta vez descubro que el joven está enfermo. El costado derecho,

cerca de la cadera, tiene una herida grande como un platillo, rosada, con muchos

matices, oscura en el fondo, más clara en los bordes, suave al tacto, con coágulos

irregulares de sangre, abierta como una mina al aire libre. Así es como se ve a cierta

distancia. De cerca, aparece peor. ¿Quién puede contemplar una cosa así sin que

se le escape un silbido? Los gusanos, largos y gordos como mi dedo meñique,

rosados y manchados de sangre, se mueven en el fondo de la herida, la puntean

con sus cabecitas blancas y sus numerosas patitas. Pobre muchacho, nada se

puede hacer por ti. He descubierto tu gran herida; esa flor abierta en tu costado te

mata. La familia está contenta, me ve trabajar; la hermana se lo dice a la madre,

ésta al padre, el padre a algunas visitas que entran por la puerta abierta, de

puntillas, a través del claro de luna.

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-¿Me salvarás? -murmura entre sollozos el joven, deslumbrado por la vista de su

herida.

Así es la gente de mi comarca. Siempre esperan que el médico haga lo imposible.

Han perdido la antigua fe; el cura se queda en su casa y desgarra sus ornamentos

sacerdotales uno tras otro; en cambio, el médico tiene que hacerlo todo, suponen

ellos, con sus pobres dedos de cirujano. ¡Como quieran! Yo no les pedí que me

llamaran; si pretenden servirse de mí para un designio sagrado, no me negaré a ello.

¿Qué cosa mejor puedo pedir yo, un pobre médico rural, despojado de su criada?

Y he aquí que empiezan a llegar los parientes y todos los ancianos del pueblo, y me

desvisten; un coro de escolares, con el maestro a la cabeza, canta junto a la casa

una tonada infantil con estas palabras:

Desvístanlo, para que cure,

y si no cura, mátenlo.

Sólo es un médico, sólo es un médico...

Mírenme: ya estoy desvestido, y, mesándome la barba y cabizbajo, miro al pueblo

tranquilamente. Tengo un gran dominio sobre mí mismo; me siento superior a todos y

aguanto, aunque no me sirve de nada, porque ahora me toman por la cabeza y los

pies y me llevan a la cama del enfermo. Me colocan junto a la pared, al lado de la

herida. Luego salen todos del aposento; cierran la puerta, el canto cesa; las nubes

cubren la luna; las mantas me calientan, las sombras de las cabezas de los caballos

oscilan en el vano de las ventanas.

-¿Sabes -me dice una voz al oído- que no tengo mucha confianza en ti? No importa

cómo hayas llegado hasta aquí; no te han llevado tus pies. En vez de ayudarme, me

escatimas mi lecho de muerte. No sabes cómo me gustaría arrancarte los ojos.

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-En verdad -dije yo-, es una vergüenza. Pero soy médico. ¿Qué quieres que haga? Te

aseguro que mi papel nada tiene de fácil.

-¿He de darme por satisfecho con esa excusa? Supongo que sí. Siempre debo

conformarme. Vine al mundo con una hermosa herida. Es lo único que poseo.

-Joven amigo -digo-, tu error estriba en tu falta de empuje. Yo, que conozco todos

los cuartos de los enfermos del distrito, te aseguro: tu herida no es muy terrible. Fue

hecha con dos golpes de hacha, en ángulo agudo. Son muchos los que ofrecen sus

flancos, y ni siquiera oyen el ruido del hacha en el bosque. Pero menos aún sienten

que el hacha se les acerca.

-¿Es de veras así, o te aprovechas de mi fiebre para engañarme?

-Es cierto, palabra de honor de un médico juramentado. Puedes llevártela al otro

mundo.

Aceptó mi palabra, y guardó silencio. Pero ya era hora de pensar en mi libertad. Los

caballos seguían en el mismo lugar. Recogí rápidamente mis vestidos, mi abrigo de

pieles y mi maletín; no podía perder el tiempo en vestirme; si los caballos corrían

tanto como en el viaje de ida, saltaría de esta cama a la mía. Dócilmente, uno de

los caballos se apartó de la ventana; arrojé el lío en el coche; el abrigo cayó fuera, y

sólo quedó retenido por una manga en un gancho. Ya era bastante. Monté de un

salto a un caballo; las riendas iban sueltas, las bestias, casi desuncidas, el coche

corría al azar y mi abrigo de pieles se arrastraba por la nieve.

-¡De prisa! -grité-. Pero íbamos despacio, como viajeros, por aquel desierto de nieve,

y mientras tanto, de nuevo el canto de los escolares, el canto de los muchachos que

se mofaban de mí, se dejó oír durante un buen rato detrás de nosotros:

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Alégrense, enfermos,

tienen al médico en su propia cama.

A ese paso nunca llegaría a mi casa; mi clientela está perdida; un sucesor ocupará

mi cargo, pero sin provecho, porque no puede reemplazarme; en mi casa cunde el

repugnante furor del caballerizo; Rosa es su víctima; no quiero pensar en ello.

Desnudo, medio muerto de frío y a mi edad, con un coche terrenal y dos caballos

sobrenaturales, voy rodando por los caminos. Mi abrigo cuelga detrás del coche,

pero no puedo alcanzarlo, y ninguno de esos enfermos sinvergüenzas levantará un

dedo para ayudarme. ¡Se han burlado de mí! Basta acudir una vez a un falso

llamado de la campanilla nocturna para que lo irreparable se produzca.

FIN

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La metamorfosis

I

Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo,

se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado

sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza

veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco,

sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de

resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el

resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.

«¿Qué me ha ocurrido?», pensó.

No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo

pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por

encima de la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños

desempaquetados -Samsa era viajante de comercio-, estaba colgado aquel

cuadro que hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un

bonito marco dorado. Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una

boa de piel, que estaba allí, sentada muy erguida y levantaba hacia el observador

un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido su antebrazo.

La mirada de Gregorio se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso -se

oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alféizar de la ventana- lo ponía muy

melancólico.

«¿Qué pasaría -pensó- si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?»

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Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir

del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado. Aunque

se lanzase con mucha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a

balancear sobre la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener

que ver las patas que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba

a notar en el costado un dolor leve y sordo que antes nunca había sentido.

«¡Dios mío! -pensó-. ¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de

viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de la

ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al tanto de los

empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una relación humana

constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial. ¡Que se

vaya todo al diablo!»

Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se deslizó lentamente más cerca

de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con

que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños puntos

blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso palpar esa parte con una pata, pero

inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos.

Se deslizó de nuevo a su posición inicial.

«Esto de levantarse pronto -pensó- hace a uno desvariar. El hombre tiene que dormir.

Otros viajantes viven como pachás. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana

vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos

señores todavía están sentados tomando el desayuno. Eso podría intentar yo con mi

jefe, pero en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás, si no

sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya me habría

despedido hace tiempo, me habría presentado ante el jefe y le habría dicho mi

opinión con toda mi alma. ¡Se habría caído de la mesa! Sí que es una extraña

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costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde esa altura, hablar hacia abajo con

el empleado que, además, por culpa de la sordera del jefe, tiene que acercarse

mucho. Bueno, la esperanza todavía no está perdida del todo; si alguna vez tengo el

dinero suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él -puedo tardar

todavía entre cinco y seis años- lo hago con toda seguridad. Entonces habrá

llegado el gran momento; ahora, por lo pronto, tengo que levantarme porque el tren

sale a las cinco», y miró hacia el despertador que hacía tic tac sobre el armario.

«¡Dios del cielo!», pensó.

Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya

había pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. «¿Es que no habría

sonado el despertador?» Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto

a las cuatro, seguro que también había sonado. Sí, pero... ¿era posible seguir

durmiendo tan tranquilo con ese ruido que hacía temblar los muebles? Bueno,

tampoco había dormido tranquilo, pero quizá tanto más profundamente.

¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo tendría que

haberse dado una prisa loca, el muestrario todavía no estaba empaquetado, y él

mismo no se encontraba especialmente espabilado y ágil; e incluso si consiguiese

coger el tren, no se podía evitar una reprimenda del jefe, porque el mozo de los

recados habría esperado en el tren de las cinco y ya hacía tiempo que habría dado

parte de su descuido. Era un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué pasaría si

dijese que estaba enfermo? Pero esto sería sumamente desagradable y sospechoso,

porque Gregorio no había estado enfermo ni una sola vez durante los cinco años de

servicio. Seguramente aparecería el jefe con el médico del seguro, haría reproches

a sus padres por tener un hijo tan vago y se salvaría de todas las objeciones

remitiéndose al médico del seguro, para el que sólo existen hombres totalmente

sanos, pero con aversión al trabajo. ¿Y es que en este caso no tendría un poco de

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razón? Gregorio, a excepción de una modorra realmente superflua después del

largo sueño, se encontraba bastante bien e incluso tenía mucha hambre. Mientras

reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a abandonar la

cama -en este mismo instante el despertador daba las siete menos cuarto-, llamaron

cautelosamente a la puerta que estaba a la cabecera de su cama.

-Gregorio -dijeron (era la madre)-, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de

viaje?

¡Qué dulce voz! Gregorio se asustó, en cambio, al contestar. Escuchó una voz que,

evidentemente, era la suya, pero en la cual, como desde lo más profundo, se

mezclaba un doloroso e incontenible piar, que en el primer momento dejaba salir las

palabras con claridad para, al prolongarse el sonido, destrozarlas de tal forma que

no se sabía si se había oído bien. Gregorio querría haber contestado

detalladamente y explicarlo todo, pero en estas circunstancias se limitó a decir:

-Sí, sí, gracias madre, ya me levanto.

Probablemente a causa de la puerta de madera no se notaba desde fuera el

cambio en la voz de Gregorio, porque la madre se tranquilizó con esta respuesta y se

marchó de allí. Pero merced a la breve conversación, los otros miembros de la

familia se habían dado cuenta de que Gregorio, en contra de todo lo esperado,

estaba todavía en casa, y ya el padre llamaba suavemente, pero con el puño, a

una de las puertas laterales.

-¡Gregorio, Gregorio! -gritó-. ¿Qué ocurre? -tras unos instantes insistió de nuevo con

voz más grave-. ¡Gregorio, Gregorio!

Desde la otra puerta lateral se lamentaba en voz baja la hermana.

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-Gregorio, ¿no te encuentras bien?, ¿necesitas algo?

Gregorio contestó hacia ambos lados:

-Ya estoy preparado -y con una pronunciación lo más cuidadosa posible, y

haciendo largas pausas entre las palabras, se esforzó por despojar a su voz de todo

lo que pudiese llamar la atención. El padre volvió a su desayuno, pero la hermana

susurró:

-Gregorio, abre, te lo suplico -pero Gregorio no tenía ni la menor intención de abrir,

más bien elogió la precaución de cerrar las puertas que había adquirido durante sus

viajes, y esto incluso en casa.

Al principio tenía la intención de levantarse tranquilamente y, sin ser molestado,

vestirse y, sobre todo, desayunar, y después pensar en todo lo demás, porque en la

cama, eso ya lo veía, no llegaría con sus cavilaciones a una conclusión sensata.

Recordó que ya en varias ocasiones había sentido en la cama algún leve dolor,

quizá producido por estar mal tumbado, dolor que al levantarse había resultado ser

sólo fruto de su imaginación, y tenía curiosidad por ver cómo se iban desvaneciendo

paulatinamente sus fantasías de hoy. No dudaba en absoluto de que el cambio de

voz no era otra cosa que el síntoma de un buen resfriado, la enfermedad profesional

de los viajantes.

Tirar el cobertor era muy sencillo, sólo necesitaba inflarse un poco y caería por sí solo,

pero el resto sería difícil, especialmente porque él era muy ancho. Hubiera

necesitado brazos y manos para incorporarse, pero en su lugar tenía muchas patitas

que, sin interrupción, se hallaban en el más dispar de los movimientos y que,

además, no podía dominar. Si quería doblar alguna de ellas, entonces era la primera

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la que se estiraba, y si por fin lograba realizar con esta pata lo que quería, entonces

todas las demás se movían, como liberadas, con una agitación grande y dolorosa.

«No hay que permanecer en la cama inútilmente», se decía Gregorio.

Quería salir de la cama en primer lugar con la parte inferior de su cuerpo, pero esta

parte inferior que, por cierto, no había visto todavía y que no podía imaginar

exactamente, demostró ser difícil de mover; el movimiento se producía muy

despacio, y cuando, finalmente, casi furioso, se lanzó hacia delante con toda su

fuerza sin pensar en las consecuencias, había calculado mal la dirección, se golpeó

fuertemente con la pata trasera de la cama y el dolor punzante que sintió le enseñó

que precisamente la parte inferior de su cuerpo era quizá en estos momentos la más

sensible. Así pues, intentó en primer lugar sacar de la cama la parte superior del

cuerpo y volvió la cabeza con cuidado hacia el borde de la cama. Lo logró con

facilidad y, a pesar de su anchura y su peso, el cuerpo siguió finalmente con lentitud

el giro de la cabeza. Pero cuando, por fin, tenía la cabeza colgando en el aire fuera

de la cama, le entró miedo de continuar avanzando de este modo porque, si se

dejaba caer en esta posición, tenía que ocurrir realmente un milagro para que la

cabeza no resultase herida, y precisamente ahora no podía de ningún modo perder

la cabeza, antes prefería quedarse en la cama. Pero como, jadeando después de

semejante esfuerzo, seguía allí tumbado igual que antes, y veía sus patitas de nuevo

luchando entre sí, quizá con más fuerza aún, y no encontraba posibilidad de poner

sosiego y orden a este atropello, se decía otra vez que de ningún modo podía

permanecer en la cama y que lo más sensato era sacrificarlo todo, si es que con ello

existía la más mínima esperanza de liberarse de ella. Pero al mismo tiempo no

olvidaba recordar de vez en cuando que reflexionar serena, muy serenamente, es

mejor que tomar decisiones desesperadas. En tales momentos dirigía sus ojos lo más

agudamente posible hacia la ventana, pero, por desgracia, poco optimismo y

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ánimo se podían sacar del espectáculo de la niebla matinal, que ocultaba incluso el

otro lado de la estrecha calle.

«Las siete ya -se dijo cuando sonó de nuevo el despertador-, las siete ya y todavía

semejante niebla», y durante un instante permaneció tumbado, tranquilo, respirando

débilmente, como si esperase del absoluto silencio el regreso del estado real y

cotidiano. Pero después se dijo:

«Antes de que den las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama del todo,

como sea. Por lo demás, para entonces habrá venido alguien del almacén a

preguntar por mí, porque el almacén se abre antes de las siete.» Y entonces, de

forma totalmente regular, comenzó a balancear su cuerpo, cuan largo era, hacia

fuera de la cama. Si se dejaba caer de ella de esta forma, la cabeza, que pretendía

levantar con fuerza en la caída, permanecería probablemente ilesa. La espalda

parecía ser fuerte, seguramente no le pasaría nada al caer sobre la alfombra. Lo

más difícil, a su modo de ver, era tener cuidado con el ruido que se produciría, y que

posiblemente provocaría al otro lado de todas las puertas, si no temor, al menos

preocupación. Pero había que intentarlo.

Cuando Gregorio ya sobresalía a medias de la cama -el nuevo método era más un

juego que un esfuerzo, sólo tenía que balancearse a empujones- se le ocurrió lo fácil

que sería si alguien viniese en su ayuda. Dos personas fuertes -pensaba en su padre y

en la criada- hubiesen sido más que suficientes; sólo tendrían que introducir sus

brazos por debajo de su abombada espalda, descascararle así de la cama,

agacharse con el peso, y después solamente tendrían que haber soportado que

diese con cuidado una vuelta impetuosa en el suelo, sobre el cual, seguramente, las

patitas adquirirían su razón de ser. Bueno, aparte de que las puertas estaban

cerradas, ¿debía de verdad pedir ayuda? A pesar de la necesidad, no pudo reprimir

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una sonrisa al concebir tales pensamientos.

Ya había llegado el punto en el que, al balancearse con más fuerza, apenas podía

guardar el equilibrio y pronto tendría que decidirse definitivamente, porque dentro

de cinco minutos serían las siete y cuarto. En ese momento sonó el timbre de la

puerta de la calle.

«Seguro que es alguien del almacén», se dijo, y casi se quedó petrificado mientras

sus patitas bailaban aún más deprisa. Durante un momento todo permaneció en

silencio.

«No abren», se dijo Gregorio, confundido por alguna absurda esperanza.

Pero entonces, como siempre, la criada se dirigió, con naturalidad y con paso firme,

hacia la puerta y abrió. Gregorio sólo necesitó escuchar el primer saludo del visitante

y ya sabía quién era, el apoderado en persona. ¿Por qué había sido condenado

Gregorio a prestar sus servicios en una empresa en la que al más mínimo descuido se

concebía inmediatamente la mayor sospecha? ¿Es que todos los empleados, sin

excepción, eran unos bribones? ¿Es que no había entre ellos un hombre leal y adicto

a quien, simplemente porque no hubiese aprovechado para el almacén un par de

horas de la mañana, se lo comiesen los remordimientos y francamente no estuviese

en condiciones de abandonar la cama? ¿Es que no era de verdad suficiente

mandar a preguntar a un aprendiz si es que este «pregunteo» era necesario? ¿Tenía

que venir el apoderado en persona y había con ello que mostrar a toda una familia

inocente que la investigación de este sospechoso asunto solamente podía ser

confiada al juicio del apoderado? Y, más como consecuencia de la irritación a la

que le condujeron estos pensamientos que como consecuencia de una auténtica

decisión, se lanzó de la cama con toda su fuerza. Se produjo un golpe fuerte, pero

no fue un auténtico ruido. La caída fue amortiguada un poco por la alfombra y

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además la espalda era más elástica de lo que Gregorio había pensado; a ello se

debió el sonido sordo y poco aparatoso. Solamente no había mantenido la cabeza

con el cuidado necesario y se la había golpeado, la giró y la restregó contra la

alfombra de rabia y dolor.

-Ahí dentro se ha caído algo- dijo el apoderado en la habitación contigua de la

izquierda.

Gregorio intentó imaginarse si quizá alguna vez no pudiese ocurrirle al apoderado

algo parecido a lo que le ocurría hoy a él; había al menos que admitir la posibilidad.

Pero, como cruda respuesta a esta pregunta, el apoderado dio ahora un par de

pasos firmes en la habitación contigua e hizo crujir sus botas de charol. Desde la

habitación de la derecha, la hermana, para advertir a Gregorio, susurró:

-Gregorio, el apoderado está aquí.

«Ya lo sé», se dijo Gregorio para sus adentros, pero no se atrevió a alzar la voz tan

alto que la hermana pudiera haberlo oído.

-Gregorio -dijo entonces el padre desde la habitación de la derecha-, el señor

apoderado ha venido y desea saber por qué no has salido de viaje en el primer tren.

No sabemos qué debemos decirle, además desea también hablar personalmente

contigo, así es que, por favor, abre la puerta. El señor ya tendrá la bondad de

perdonar el desorden en la habitación.

-Buenos días, señor Samsa -interrumpió el apoderado amablemente.

-No se encuentra bien -dijo la madre al apoderado mientras el padre hablaba ante

la puerta-, no se encuentra bien, créame usted, señor apoderado. ¡Cómo si no iba

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Gregorio a perder un tren! El chico no tiene en la cabeza nada más que el negocio.

A mí casi me disgusta que nunca salga por la tarde; ahora ha estado ocho días en la

ciudad, pero pasó todas las tardes en casa. Allí está, sentado con nosotros a la mesa

y lee tranquilamente el periódico o estudia horarios de trenes. Para él es ya una

distracción hacer trabajos de marquetería. Por ejemplo, en dos o tres tardes ha

tallado un pequeño marco, se asombrará usted de lo bonito que es, está colgado

ahí dentro, en la habitación; en cuanto abra Gregorio lo verá usted enseguida. Por

cierto, que me alegro de que esté usted aquí, señor apoderado, nosotros solos no

habríamos conseguido que Gregorio abriese la puerta; es muy testarudo y seguro

que no se encuentra bien a pesar de que lo ha negado esta mañana.

-Voy enseguida -dijo Gregorio, lentamente y con precaución, y no se movió para no

perderse una palabra de la conversación.

-De otro modo, señora, tampoco puedo explicármelo yo -dijo el apoderado-. Espero

que no se trate de nada serio, si bien tengo que decir, por otra parte, que nosotros,

los comerciantes, por suerte o por desgracia, según se mire, tenemos sencillamente

que sobreponernos a una ligera indisposición por consideración a los negocios.

-Vamos, ¿puede pasar el apoderado a tu habitación? -preguntó impaciente el

padre.

-No- dijo Gregorio.

En la habitación de la izquierda se hizo un penoso silencio, en la habitación de la

derecha comenzó a sollozar la hermana.

¿Por qué no se iba la hermana con los otros? Seguramente acababa de levantarse

de la cama y todavía no había empezado a vestirse; y ¿por qué lloraba? ¿Porque él

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no se levantaba y dejaba entrar al apoderado?, ¿porque estaba en peligro de

perder el trabajo y entonces el jefe perseguiría otra vez a sus padres con las viejas

deudas? Éstas eran, de momento, preocupaciones innecesarias. Gregorio todavía

estaba aquí y no pensaba de ningún modo abandonar a su familia. De momento

yacía en la alfombra y nadie que hubiese tenido conocimiento de su estado hubiese

exigido seriamente de él que dejase entrar al apoderado. Pero por esta pequeña

descortesía, para la que más tarde se encontraría con facilidad una disculpa

apropiada, no podía Gregorio ser despedido inmediatamente. Y a Gregorio le

parecía que sería mucho más sensato dejarle tranquilo en lugar de molestarle con

lloros e intentos de persuasión. Pero la verdad es que era la incertidumbre la que

apuraba a los otros hacia perdonar su comportamiento.

-Señor Samsa -exclamó entonces el apoderado levantando la voz-. ¿Qué ocurre? Se

atrinchera usted en su habitación, contesta solamente con sí o no, preocupa usted

grave e inútilmente a sus padres y, dicho sea de paso, falta usted a sus deberes de

una forma verdaderamente inaudita. Hablo aquí en nombre de sus padres y de su

jefe, y le exijo seriamente una explicación clara e inmediata. Estoy asombrado, estoy

asombrado. Yo le tenía a usted por un hombre formal y sensato, y ahora, de

repente, parece que quiere usted empezar a hacer alarde de extravagancias

extrañas. El jefe me insinuó esta mañana una posible explicación a su demora, se

refería al cobro que se le ha confiado desde hace poco tiempo. Yo realmente di

casi mi palabra de honor de que esta explicación no podía ser cierta. Pero en este

momento veo su incomprensible obstinación y pierdo todo el deseo de dar la cara

en lo más mínimo por usted, y su posición no es, en absoluto, la más segura. En

principio tenía la intención de decirle todo esto a solas, pero ya que me hace usted

perder mi tiempo inútilmente no veo la razón de que no se enteren también sus

señores padres. Su rendimiento en los últimos tiempos ha sido muy poco satisfactorio,

cierto que no es la época del año apropiada para hacer grandes negocios, eso lo

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reconocemos, pero una época del año para no hacer negocios no existe, señor

Samsa, no debe existir.

-Pero señor apoderado -gritó Gregorio, fuera de sí, y en su irritación olvidó todo lo

demás-, abro inmediatamente la puerta. Una ligera indisposición, un mareo, me han

impedido levantarme. Todavía estoy en la cama, pero ahora ya estoy otra vez

despejado. Ahora mismo me levanto de la cama. ¡Sólo un momentito de paciencia!

Todavía no me encuentro tan bien como creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo puede

atacar a una persona una cosa así! Ayer por la tarde me encontraba bastante bien,

mis padres bien lo saben o, mejor dicho, ya ayer por la tarde tuve una pequeña

corazonada, tendría que habérseme notado. ¡Por qué no lo avisé en el almacén!

Pero lo cierto es que siempre se piensa que se superará la enfermedad sin tener que

quedarse. ¡Señor apoderado, tenga consideración con mis padres! No hay motivo

alguno para todos los reproches que me hace usted; nunca se me dijo una palabra

de todo eso; quizá no haya leído los últimos pedidos que he enviado. Por cierto, en

el tren de las ocho salgo de viaje, las pocas horas de sosiego me han dado fuerza.

No se entretenga usted señor apoderado; yo mismo estaré enseguida en el

almacén, tenga usted la bondad de decirlo y de saludar de mi parte al jefe. Y

mientras Gregorio farfullaba atropelladamente todo esto, y apenas sabía lo que

decía, se había acercado un poco al armario, seguramente como consecuencia

del ejercicio ya practicado en la cama, e intentaba ahora levantarse apoyado en

él. Quería de verdad abrir la puerta, deseaba sinceramente dejarse ver y hablar con

el apoderado; estaba deseoso de saber lo que los otros, que tanto deseaban verle,

dirían ante su presencia. Si se asustaban, Gregorio no tendría ya responsabilidad

alguna y podría estar tranquilo, pero si lo aceptaban todo con tranquilidad entonces

tampoco tenía motivo para excitarse y, de hecho, podría, si se daba prisa, estar a las

ocho en la estación. Al principio se resbaló varias veces del liso armario, pero

finalmente se dio con fuerza un último impulso y permaneció erguido; ya no

prestaba atención alguna a los dolores de vientre, aunque eran muy agudos.

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Entonces se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos bordes se

agarró fuertemente con sus patitas. Con esto había conseguido el dominio sobre sí, y

enmudeció porque ahora podía escuchar al apoderado.

-¿Han entendido ustedes una sola palabra? -preguntó el apoderado a los padres-.

¿O es que nos toma por tontos?

-¡Por el amor de Dios! -exclamó la madre entre sollozos-, quizá esté gravemente

enfermo y nosotros lo atormentamos. ¡Greta! ¡Greta! -gritó después.

-¿Qué, madre? -dijo la hermana desde el otro lado. Se comunicaban a través de la

habitación de Gregorio-. Tienes que ir inmediatamente al médico, Gregorio está

enfermo. Rápido, a buscar al médico. ¿Acabas de oír hablar a Gregorio?

-Es una voz de animal -dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente bajo

comparado con los gritos de la madre.

-¡Anna! ¡Anna! -gritó el padre en dirección a la cocina a través de la antesala, y

dando palmadas-. ¡Ve a buscar inmediatamente un cerrajero!

Y ya corrían las dos muchachas haciendo ruido con sus faldas por la antesala -

¿cómo se habría vestido la hermana tan deprisa?- y abrieron la puerta de par en

par. No se oyó cerrar la puerta, seguramente la habían dejado abierta como suele

ocurrir en las casas en las que ha ocurrido una gran desgracia. Pero Gregorio ya

estaba mucho más tranquilo. Así es que ya no se entendían sus palabras a pesar de

que a él le habían parecido lo suficientemente claras, más claras que antes, sin

duda, como consecuencia de que el oído se iba acostumbrando. Pero en todo

caso ya se creía en el hecho de que algo andaba mal respecto a Gregorio, y se

estaba dispuesto a prestarle ayuda. La decisión y seguridad con que fueron

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tomadas las primeras disposiciones le sentaron bien. De nuevo se consideró incluido

en el círculo humano y esperaba de ambos, del médico y del cerrajero, sin

distinguirlos del todo entre sí, excelentes y sorprendentes resultados. Con el fin de

tener una voz lo más clara posible en las decisivas conversaciones que se

avecinaban, tosió un poco, esforzándose, sin embargo, por hacerlo con mucha

moderación, porque posiblemente incluso ese ruido sonaba de una forma distinta a

la voz humana, hecho que no confiaba poder distinguir él mismo. Mientras tanto, en

la habitación contigua reinaba el silencio. Quizás los padres estaban sentados a la

mesa con el apoderado y cuchicheaban, quizá todos estaban arrimados a la puerta

y escuchaban. Gregorio se acercó lentamente a la puerta con la ayuda de la silla,

allí la soltó, se arrojó contra la puerta, se mantuvo erguido sobre ella -las callosidades

de sus patitas estaban provistas de una sustancia pegajosa- y descansó allí durante

un momento del esfuerzo realizado. A continuación comenzó a girar con la boca la

llave, que estaba dentro de la cerradura. Por desgracia, no parecía tener dientes

propiamente dichos -¿con qué iba a agarrar la llave?-, pero, por el contrario, las

mandíbulas eran, desde luego, muy poderosas. Con su ayuda puso la llave,

efectivamente, en movimiento, y no se daba cuenta de que, sin duda, se estaba

causando algún daño, porque un líquido parduzco le salía de la boca, chorreaba

por la llave y goteaba hasta el suelo.

-Escuchen ustedes -dijo el apoderado en la habitación contigua- está dando la

vuelta a la llave.

Esto significó un gran estímulo para Gregorio; pero todos debían haberle animado,

incluso el padre y la madre. «¡Vamos, Gregorio! -debían haber aclamado-. ¡Duro con

ello, duro con la cerradura!» Y ante la idea de que todos seguían con expectación

sus esfuerzos, se aferró ciegamente a la llave con todas las fuerzas que fue capaz de

reunir. A medida que avanzaba el giro de la llave, Gregorio se movía en torno a la

cerradura, ya sólo se mantenía de pie con la boca, y, según era necesario, se

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colgaba de la llave o la apretaba de nuevo hacia dentro con todo el peso de su

cuerpo. El sonido agudo de la cerradura, que se abrió por fin, despertó del todo a

Gregorio. Respirando profundamente dijo para sus adentros: «No he necesitado al

cerrajero», y apoyó la cabeza sobre el picaporte para abrir la puerta del todo.

Como tuvo que abrir la puerta de esta forma, ésta estaba ya bastante abierta y

todavía no se le veía. En primer lugar tenía que darse lentamente la vuelta sobre sí

mismo, alrededor de la hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si no quería

caer torpemente de espaldas justo ante el umbral de la habitación. Todavía estaba

absorto en llevar a cabo aquel difícil movimiento y no tenía tiempo de prestar

atención a otra cosa, cuando escuchó al apoderado lanzar en voz alta un «¡Oh!»

que sonó como un silbido del viento, y en ese momento vio también cómo aquél,

que era el más cercano a la puerta, se tapaba con la mano la boca abierta y

retrocedía lentamente como si le empujase una fuerza invisible que actuaba

regularmente. La madre -a pesar de la presencia del apoderado, estaba allí con los

cabellos desenredados y levantados hacia arriba- miró en primer lugar al padre con

las manos juntas, dio a continuación dos pasos hacia Gregorio y, con el rostro

completamente oculto en su pecho, cayó al suelo en medio de sus faldas, que

quedaron extendidas a su alrededor. El padre cerró el puño con expresión

amenazadora, como si quisiera empujar de nuevo a Gregorio a su habitación, miró

inseguro a su alrededor por el cuarto de estar, después se tapó los ojos con las

manos y lloró de tal forma que su robusto pecho se estremecía por el llanto. Gregorio

no entró, pues, en la habitación, sino que se apoyó en la parte intermedia de la hoja

de la puerta que permanecía cerrada, de modo que sólo podía verse la mitad de su

cuerpo y sobre él la cabeza, inclinada a un lado, con la cual miraba hacia los

demás. Entre tanto el día había aclarado; al otro lado de la calle se distinguía

claramente una parte del edificio de enfrente, negruzco e interminable -era un

hospital-, con sus ventanas regulares que rompían duramente la fachada. Todavía

caía la lluvia, pero sólo a grandes gotas que eran lanzadas hacia abajo

aisladamente sobre la tierra. Las piezas de la vajilla del desayuno se extendían en

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gran cantidad sobre la mesa porque para el padre el desayuno era la comida

principal del día, que prolongaba durante horas con la lectura de diversos

periódicos. Justamente en la pared de enfrente había una fotografía de Gregorio,

de la época de su servicio militar, que le representaba con uniforme de teniente, y

cómo, con la mano sobre la espada, sonriendo despreocupadamente, exigía

respeto para su actitud y su uniforme. La puerta del vestíbulo estaba abierta y se

podía ver el rellano de la escalera y el comienzo de la misma, que conducían hacia

abajo.

-Bueno- dijo Gregorio, y era completamente consciente de que era el único que

había conservado la tranquilidad-, me vestiré inmediatamente, empaquetaré el

muestrario y saldré de viaje. ¿Quieren dejarme marchar? Bueno, señor apoderado,

ya ve usted que no soy obstinado y me gusta trabajar, viajar es fatigoso, pero no

podría vivir sin viajar. ¿Adónde va usted, señor apoderado? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo

contará usted todo tal como es en realidad? En un momento dado puede uno ser

incapaz de trabajar, pero después llega el momento preciso de acordarse de los

servicios prestados y de pensar que después, una vez superado el obstáculo, uno

trabajará, con toda seguridad, con más celo y concentración. Yo le debo mucho al

jefe, bien lo sabe usted. Por otra parte, tengo a mi cuidado a mis padres y a mi

hermana. Estoy en un aprieto, pero saldré de él. Pero no me lo haga usted más difícil

de lo que ya es. ¡Póngase de mi parte en el almacén! Ya sé que no se quiere bien al

viajante. Se piensa que gana un montón de dinero y se da la gran vida. Es cierto que

no hay una razón especial para meditar a fondo sobre este prejuicio, pero usted,

señor apoderado, usted tiene una visión de conjunto de las circunstancias mejor que

la que tiene el resto del personal; sí, en confianza, incluso una visión de conjunto

mejor que la del mismo jefe, que, en su condición de empresario, cambia fácilmente

de opinión en perjuicio del empleado. También sabe usted muy bien que el viajante,

que casi todo el año está fuera del almacén, puede convertirse fácilmente en

víctima de murmuraciones, casualidades y quejas infundadas, contra las que le

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resulta absolutamente imposible defenderse, porque la mayoría de las veces no se

entera de ellas y más tarde, cuando, agotado, ha terminado un viaje, siente sobre su

propia carne, una vez en el hogar, las funestas consecuencias cuyas causas no

puede comprender. Señor apoderado, no se marche usted sin haberme dicho una

palabra que me demuestre que, al menos en una pequeña parte, me da usted la

razón. Pero el apoderado ya se había dado la vuelta a las primeras palabras de

Gregorio, y por encima del hombro, que se movía convulsivamente, miraba hacia

Gregorio poniendo los labios en forma de morro, y mientras Gregorio hablaba no

estuvo quieto ni un momento, sino que, sin perderle de vista, se iba deslizando hacia

la puerta, pero muy lentamente, como si existiese una prohibición secreta de

abandonar la habitación. Ya se encontraba en el vestíbulo y, a juzgar por el

movimiento repentino con que sacó el pie por última vez del cuarto de estar, podría

haberse creído que acababa de quemarse la suela. Ya en el vestíbulo, extendió la

mano derecha lejos de sí y en dirección a la escalera, como si allí le esperase

realmente una salvación sobrenatural.

Gregorio comprendió que de ningún modo debía dejar marchar al apoderado en

este estado de ánimo, si es que no quería ver extremadamente amenazado su

trabajo en el almacén. Los padres no entendían todo esto demasiado bien: durante

todos estos largos años habían llegado al convencimiento de que Gregorio estaba

colocado en este almacén para el resto de su vida, y además, con las

preocupaciones actuales, tenían tanto que hacer, que habían perdido toda

previsión. Pero Gregorio poseía esa previsión. El apoderado tenía que ser retenido,

tranquilizado, persuadido y, finalmente, atraído. ¡El futuro de Gregorio y de su familia

dependía de ello! ¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella era lista; ya había llorado

cuando Gregorio todavía estaba tranquilamente sobre su espalda, y seguro que el

apoderado, ese aficionado a las mujeres, se hubiese dejado llevar por ella; ella

habría cerrado la puerta principal y en el vestíbulo le hubiese disuadido de su miedo.

Pero lo cierto es que la hermana no estaba aquí y Gregorio tenía que actuar. Y sin

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pensar que no conocía todavía su actual capacidad de movimiento, y que sus

palabras posiblemente, seguramente incluso, no habían sido entendidas, abandonó

la hoja de la puerta y se deslizó a través del hueco abierto. Pretendía dirigirse hacia

el apoderado que, de una forma grotesca, se agarraba ya con ambas manos a la

barandilla del rellano; pero, buscando algo en que apoyarse, se cayó

inmediatamente sobre sus múltiples patitas, dando un pequeño grito. Apenas había

sucedido esto, sintió por primera vez en esta mañana un bienestar físico: las patitas

tenían suelo firme por debajo, obedecían a la perfección, como advirtió con alegría;

incluso intentaban transportarle hacia donde él quería; y ya creía Gregorio que el

alivio definitivo de todos sus males se encontraba a su alcance; Pero en el mismo

momento en que, balanceándose por el movimiento reprimido, no lejos de su

madre, permanecía en el suelo justo enfrente de ella, ésta, que parecía

completamente sumida en sus propios pensamientos, dio un salto hacia arriba, con

los brazos extendidos, con los dedos muy separados entre sí, y exclamó:

-¡Socorro, por el amor de Dios, socorro!

Mantenía la cabeza inclinada, como si quisiera ver mejor a Gregorio, pero, en

contradicción con ello, retrocedió atropelladamente; había olvidado que detrás de

ella estaba la mesa puesta; cuando hubo llegado a ella, se sentó encima

precipitadamente, como fuera de sí, y no pareció notar que, junto a ella, el café de

la cafetera volcada caía a chorros sobre la alfombra.

-¡Madre, madre! -dijo Gregorio en voz baja, y miró hacia ella. Por un momento había

olvidado completamente al apoderado; por el contrario, no pudo evitar, a la vista

del café que se derramaba, abrir y cerrar varias veces sus mandíbulas al vacío.

Al verlo la madre gritó nuevamente, huyó de la mesa y cayó en los brazos del padre,

que corría a su encuentro. Pero Gregorio no tenía ahora tiempo para sus padres. El

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apoderado se encontraba ya en la escalera; con la barbilla sobre la barandilla miró

de nuevo por última vez. Gregorio tomó impulso para alcanzarle con la mayor

seguridad posible. El apoderado debió adivinar algo, porque saltó de una vez varios

escalones y desapareció; pero lanzó aún un «¡Uh!», que se oyó en toda la escalera.

Lamentablemente esta huida del apoderado pareció desconcertar del todo al

padre, que hasta ahora había estado relativamente sereno, pues en lugar de

perseguir él mismo al apoderado o, al menos, no obstaculizar a Gregorio en su

persecución, agarró con la mano derecha el bastón del apoderado, que aquél

había dejado sobre la silla junto con el sombrero y el gabán; tomó con la mano

izquierda un gran periódico que había sobre la mesa y, dando patadas en el suelo,

comenzó a hacer retroceder a Gregorio a su habitación blandiendo el bastón y el

periódico. De nada sirvieron los ruegos de Gregorio, tampoco fueron entendidos, y

por mucho que girase humildemente la cabeza, el padre pataleaba aún con más

fuerza. Al otro lado, la madre había abierto de par en par una ventana, a pesar del

tiempo frío, e inclinada hacia fuera se cubría el rostro con las manos.

Entre la calle y la escalera se estableció una fuerte corriente de aire, las cortinas de

las ventanas volaban, se agitaban los periódicos de encima de la mesa, las hojas

sueltas revoloteaban por el suelo. El padre le acosaba implacablemente y daba

silbidos como un loco. Pero Gregorio todavía no tenía mucha práctica en andar

hacia atrás, andaba realmente muy despacio. Si Gregorio se hubiese podido dar la

vuelta, enseguida hubiese estado en su habitación, pero tenía miedo de

impacientar al padre con su lentitud al darse la vuelta, y a cada instante le

amenazaba el golpe mortal del bastón en la espalda o la cabeza. Finalmente, no le

quedó a Gregorio otra solución, pues advirtió con angustia que andando hacia

atrás ni siquiera era capaz de mantener la dirección, y así, mirando con temor

constantemente a su padre de reojo, comenzó a darse la vuelta con la mayor

rapidez posible, pero, en realidad, con una gran lentitud. Quizá advirtió el padre su

buena voluntad, porque no sólo no le obstaculizó en su empeño, sino que, con la

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punta de su bastón, le dirigía de vez en cuando, desde lejos, en su movimiento

giratorio. ¡Si no hubiese sido por ese insoportable silbar del padre! Por su culpa

Gregorio perdía la cabeza por completo. Ya casi se había dado la vuelta del todo

cuando, siempre oyendo ese silbido, incluso se equivocó y retrocedió un poco en su

vuelta. Pero cuando por fin, feliz, tenía ya la cabeza ante la puerta, resultó que su

cuerpo era demasiado ancho para pasar por ella sin más. Naturalmente, al padre,

en su actual estado de ánimo, ni siquiera se le ocurrió ni por lo más remoto abrir la

otra hoja de la puerta para ofrecer a Gregorio espacio suficiente. Su idea fija

consistía solamente en que Gregorio tenía que entrar en su habitación lo más

rápidamente posible; tampoco hubiera permitido jamás los complicados

preparativos que necesitaba Gregorio para incorporarse y, de este modo, atravesar

la puerta. Es más, empujaba hacia delante a Gregorio con mayor ruido aún, como si

no existiese obstáculo alguno. Ya no sonaba tras de Gregorio como si fuese la voz de

un solo padre; ahora ya no había que andarse con bromas, y Gregorio se empotró

en la puerta, pasase lo que pasase. Uno de los costados se levantó, ahora estaba

atravesado en el hueco de la puerta, su costado estaba herido por completo, en la

puerta blanca quedaron marcadas unas manchas desagradables, pronto se quedó

atascado y sólo no hubiera podido moverse, las patitas de un costado estaban

colgadas en el aire, y temblaban, las del otro lado permanecían aplastadas

dolorosamente contra el suelo. Entonces el padre le dio por detrás un fuerte

empujón que, en esta situación, le produjo un auténtico alivio, y Gregorio penetró

profundamente en su habitación, sangrando con intensidad. La puerta fue cerrada

con el bastón y a continuación se hizo, por fin, el silencio.

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59

II

Hasta la caída de la tarde no se despertó Gregorio de su profundo sueño, similar a

una pérdida de conocimiento. Seguramente no se hubiese despertado mucho más

tarde, aun sin ser molestado, porque se sentía suficientemente repuesto y

descansado; sin embargo, le parecía como si le hubiesen despertado unos pasos

fugaces y el ruido de la puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado. El

resplandor de las farolas eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí y allí en

el techo de la habitación y en las partes altas de los muebles, pero abajo, donde se

encontraba Gregorio, estaba oscuro. Tanteando todavía torpemente con sus

antenas, que ahora aprendía a valorar, se deslizó lentamente hacia la puerta para

ver lo que había ocurrido allí. Su costado izquierdo parecía una única y larga cicatriz

que le daba desagradables tirones y le obligaba realmente a cojear con sus dos filas

de patas. Por cierto, una de las patitas había resultado gravemente herida durante

los incidentes de la mañana -casi parecía un milagro que sólo una hubiese resultado

herida-, y se arrastraba sin vida. Sólo cuando ya había llegado a la puerta advirtió

que lo que lo había atraído hacia ella era el olor a algo comestible, porque allí había

una escudilla llena de leche dulce en la que nadaban trocitos de pan. Estuvo a

punto de llorar de alegría porque ahora tenía aún más hambre que por la mañana,

e inmediatamente introdujo la cabeza dentro de la leche casi hasta por encima de

los ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilusión. No sólo comer le resultaba difícil

debido a su delicado costado izquierdo -sólo podía comer si todo su cuerpo

cooperaba jadeando-, sino que, además, la leche, que siempre había sido su

bebida favorita, y que seguramente por eso se la había traído la hermana, ya no le

gustaba; es más, se retiró casi con repugnancia de la escudilla y retrocedió a rastras

hacia el centro de la habitación.

En el cuarto de estar, por lo que veía Gregorio a través de la rendija de la puerta,

estaba encendido el gas, pero mientras que -como era habitual a estas horas del

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día- el padre solía leer en voz alta a la madre, y a veces también a la hermana, el

periódico vespertino, ahora no se oía ruido alguno. Bueno, quizá esta costumbre de

leer en voz alta, tal como le contaba y le escribía siempre su hermana, se había

perdido del todo en los últimos tiempos. Pero todo a su alrededor permanecía en

silencio, a pesar de que, sin duda, la casa no estaba vacía. «¡Qué vida tan apacible

lleva la familia!», se dijo Gregorio, y, mientras miraba fijamente la oscuridad que

reinaba ante él, se sintió muy orgulloso de haber podido proporcionar a sus padres y

a su hermana la vida que llevaban en una vivienda tan hermosa. Pero ¿qué ocurriría

si toda la tranquilidad, todo el bienestar, toda la satisfacción, llegase ahora a un

terrible final? Para no perderse en tales pensamientos, prefirió Gregorio ponerse en

movimiento y arrastrarse de acá para allá por la habitación.

En una ocasión, durante el largo anochecer, se abrió una pequeña rendija una vez

en una puerta lateral y otra vez en la otra, y ambas se volvieron a cerrar

rápidamente; probablemente alguien tenía necesidad de entrar, pero, al mismo

tiempo, sentía demasiada vacilación. Entonces Gregorio se paró justamente delante

de la puerta del cuarto de estar, decidido a hacer entrar de alguna manera al

indeciso visitante, o al menos para saber de quién se trataba; pero la puerta ya no

se abrió más y Gregorio esperó en vano. Por la mañana temprano, cuando todas las

puertas estaban bajo llave, todos querían entrar en su habitación. Ahora que había

abierto una puerta, y que las demás habían sido abiertas sin duda durante el día, no

venía nadie y, además, ahora las llaves estaban metidas en las cerraduras desde

fuera.

Muy tarde, ya de noche, se apagó la luz en el cuarto de estar y entonces fue fácil

comprobar que los padres y la hermana habían permanecido despiertos todo ese

tiempo, porque tal y como se podía oír perfectamente, se retiraban de puntillas los

tres juntos en este momento. Así pues, seguramente hasta la mañana siguiente no

entraría nadie más en la habitación de Gregorio; disponía de mucho tiempo para

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pensar, sin que nadie le molestase, sobre cómo debía organizar de nuevo su vida.

Pero la habitación de techos altos y que daba la impresión de estar vacía, en la cual

estaba obligado a permanecer tumbado en el suelo, lo asustaba sin que pudiera

descubrir cuál era la causa, puesto que era la habitación que ocupaba desde hacía

cinco años, y con un giro medio inconsciente y no sin una cierta vergüenza, se

apresuró a meterse bajo el canapé, en donde, a pesar de que su caparazón era

algo estrujado y a pesar de que ya no podía levantar la cabeza, se sintió pronto muy

cómodo y solamente lamentó que su cuerpo fuese demasiado ancho para poder

desaparecer por completo debajo del canapé. Allí permaneció durante toda la

noche, que pasó, en parte, inmerso en un semisueño, del que una y otra vez lo

despertaba el hambre con un sobresalto, y, en parte, entre preocupaciones y

confusas esperanzas, que lo llevaban a la consecuencia de que, de momento,

debía comportarse con calma y, con la ayuda de una gran paciencia y de una

gran consideración por parte de la familia, tendría que hacer soportables las

molestias que Gregorio, en su estado actual, no podía evitar producirles.

Ya muy de mañana, era todavía casi de noche, tuvo Gregorio la oportunidad de

poner a prueba las decisiones que acababa de tomar, porque la hermana, casi

vestida del todo, abrió la puerta desde el vestíbulo y miró con expectación hacia

dentro. No lo encontró enseguida, pero cuando lo descubrió debajo del canapé -

¡Dios mío, tenía que estar en alguna parte, no podía haber volado!- se asustó tanto

que, sin poder dominarse, volvió a cerrar la puerta desde afuera. Pero como si se

arrepintiese de su comportamiento, inmediatamente la abrió de nuevo y entró de

puntillas, como si se tratase de un enfermo grave o de un extraño. Gregorio había

adelantado la cabeza casi hasta el borde del canapé y la observaba. ¿Se daría

cuenta de que había dejado la leche, y no por falta de hambre, y le traería otra

comida más adecuada? Si no caía en la cuenta por sí misma Gregorio preferiría

morir de hambre antes que llamarle la atención sobre esto, a pesar de que sentía

unos enormes deseos de salir de debajo del canapé, arrojarse a los pies de la

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hermana y rogarle que le trajese algo bueno de comer. Pero la hermana reparó con

sorpresa en la escudilla llena, a cuyo alrededor se había vertido un poco de leche, y

la levantó del suelo, aunque no lo hizo directamente con las manos, sino con un

trapo, y se la llevó. Gregorio tenía mucha curiosidad por saber lo que le traería en su

lugar, e hizo al respecto las más diversas conjeturas. Pero nunca hubiese podido

adivinar lo que la bondad de la hermana iba realmente a hacer. Para poner a

prueba su gusto, le trajo muchas cosas para elegir, todas ellas extendidas sobre un

viejo periódico. Había verduras pasadas medio podridas, huesos de la cena,

rodeados de una salsa blanca que se había ya endurecido, algunas uvas pasas y

almendras, un queso que, hacía dos días, Gregorio había calificado de incomible,

un trozo de pan, otro trozo de pan untado con mantequilla y otro trozo de pan

untado con mantequilla y sal. Además añadió a todo esto la escudilla que, a partir

de ahora, probablemente estaba destinada a Gregorio, en la cual había echado

agua. Y por delicadeza, como sabía que Gregorio nunca comería delante de ella,

se retiró rápidamente e incluso echó la llave, para que Gregorio se diese cuenta de

que podía ponerse todo lo cómodo que desease. Las patitas de Gregorio

zumbaban cuando se acercaba el momento de comer. Por cierto, sus heridas ya

debían estar curadas del todo porque ya no notaba molestia alguna; se asombró y

pensó en cómo, hacía más de un mes, se había cortado un poco un dedo y esa

herida, todavía anteayer, le dolía bastante. ¿Tendré ahora menos sensibilidad?,

pensó, y ya chupaba con voracidad el queso, que fue lo que más fuertemente y de

inmediato lo atrajo de todo. Sucesivamente, a toda velocidad, y con los ojos llenos

de lágrimas de alegría, devoró el queso, las verduras y la salsa; los alimentos frescos,

por el contrario, no le gustaban, ni siquiera podía soportar su olor, e incluso alejó un

poco las cosas que quería comer. Ya hacía tiempo que había terminado y

permanecía tumbado perezosamente en el mismo sitio, cuando la hermana, como

señal de que debía retirarse, giró lentamente la llave. Esto lo asustó, a pesar de que

ya dormitaba, y se apresuró a esconderse bajo el canapé, pero le costó una gran

fuerza de voluntad permanecer debajo del canapé aun el breve tiempo en el que

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la hermana estuvo en la habitación, porque, a causa de la abundante comida, el

vientre se había redondeado un poco y apenas podía respirar en el reducido

espacio. Entre pequeños ataques de asfixia, veía con ojos un poco saltones cómo la

hermana, que nada imaginaba de esto, no solamente barría con su escoba los

restos, sino también los alimentos que Gregorio ni siquiera había tocado, como si

éstos ya no se pudiesen utilizar, y cómo lo tiraba todo precipitadamente a un cubo,

que cerró con una tapa de madera, después de lo cual se lo llevó todo. Apenas se

había dado la vuelta cuando Gregorio salía ya de debajo del canapé, se estiraba y

se inflaba. De esta forma recibía Gregorio su comida diaria una vez por la mañana,

cuando los padres y la criada todavía dormían, y la segunda vez después de la

comida del mediodía, porque entonces los padres dormían un ratito y la hermana

mandaba a la criada a algún recado. Sin duda los padres no querían que Gregorio

se muriese de hambre, pero quizá no hubieran podido soportar enterarse de sus

costumbres alimenticias más de lo que de ellas les dijese la hermana; quizá la

hermana quería ahorrarles una pequeña pena porque, de hecho, ya sufrían

bastante.

Gregorio no pudo enterarse de las excusas con las que el médico y el cerrajero

habían sido despedidos de la casa en aquella primera mañana, puesto que, como

no podían entenderle, nadie, ni siquiera la hermana, pensaba que él pudiera

entender a los demás, y así, cuando la hermana estaba en su habitación, tenía que

conformarse con escuchar de vez en cuando sus suspiros y sus invocaciones a los

santos. Sólo más tarde, cuando ya se había acostumbrado un poco a todo -

naturalmente nunca podría pensarse en que se acostumbrase del todo-, cazaba

Gregorio a veces una observación hecha amablemente o que así podía

interpretarse: «Hoy sí que le ha gustado», decía cuando Gregorio había comido con

abundancia, mientras que, en el caso contrario, que poco a poco se repetía con

más frecuencia, solía decir casi con tristeza: «Hoy ha sobrado todo». Mientras que

Gregorio no se enteraba de novedad alguna de forma directa, escuchaba algunas

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cosas procedentes de las habitaciones contiguas. Y allí donde escuchaba voces

una sola vez, corría enseguida hacia la puerta correspondiente y se estrujaba con

todo su cuerpo contra ella. Especialmente en los primeros tiempos no había ninguna

conversación que de alguna manera, si bien sólo en secreto, no tratase de él. A lo

largo de dos días se escucharon durante las comidas discusiones sobre cómo se

debían comportar ahora; pero también entre las comidas se hablaba del mismo

tema, porque siempre había en casa al menos dos miembros de la familia, ya que

seguramente nadie quería quedarse solo en casa, y tampoco podían dejar de

ningún modo la casa sola. Incluso ya el primer día la criada (no estaba del todo

claro qué y cuánto sabía de lo ocurrido) había pedido de rodillas a la madre que la

despidiese inmediatamente, y cuando, un cuarto de hora después, se marchaba

con lágrimas en los ojos, daba gracias por el despido como por el favor más grande

que pudiese hacérsele, y sin que nadie se lo pidiese hizo un solemne juramento de

no decir nada a nadie.

Ahora la hermana, junto con la madre, tenía que cocinar, si bien esto no

ocasionaba demasiado trabajo porque apenas se comía nada. Una y otra vez

escuchaba Gregorio cómo uno animaba en vano al otro a que comiese y no recibía

más contestación que: «¡Gracias, tengo suficiente!», o algo parecido. Quizá

tampoco se bebía nada. A veces la hermana preguntaba al padre si quería tomar

una cerveza, y se ofrecía amablemente a ir ella misma a buscarla, y como el padre

permanecía en silencio, añadía para que él no tuviese reparos, que también podía

mandar a la portera, pero entonces el padre respondía, por fin, con un poderoso

«no», y ya no se hablaba más del asunto.

Ya en el transcurso del primer día el padre explicó tanto a la madre como a la

hermana toda la situación económica y las perspectivas. De vez en cuando se

levantaba de la mesa y recogía de la pequeña caja marca Wertheim, que había

salvado de la quiebra de su negocio ocurrida hacía cinco años, algún documento o

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libro de anotaciones. Se oía cómo abría el complicado cerrojo y lo volvía a cerrar

después de sacar lo que buscaba. Estas explicaciones del padre eran, en parte, la

primera cosa grata que Gregorio oía desde su encierro. Gregorio había creído que

al padre no le había quedado nada de aquel negocio, al menos el padre no le

había dicho nada en sentido contrario, y, por otra parte, tampoco Gregorio le había

preguntado. En aquel entonces la preocupación de Gregorio había sido hacer todo

lo posible para que la familia olvidase rápidamente el desastre comercial que los

había sumido a todos en la más completa desesperación, y así había empezado

entonces a trabajar con un ardor muy especial y, casi de la noche a la mañana,

había pasado a ser de un simple dependiente a un viajante que, naturalmente,

tenía otras muchas posibilidades de ganar dinero, y cuyos éxitos profesionales, en

forma de comisiones, se convierten inmediatamente en dinero constante y sonante,

que se podía poner sobre la mesa en casa ante la familia asombrada y feliz. Habían

sido buenos tiempos y después nunca se habían repetido, al menos con ese

esplendor, a pesar de que Gregorio, después, ganaba tanto dinero, que estaba en

situación de cargar con todos los gastos de la familia y así lo hacía. Se habían

acostumbrado a esto tanto la familia como Gregorio; se aceptaba el dinero con

agradecimiento, él lo entregaba con gusto, pero ya no emanaba de ello un calor

especial. Solamente la hermana había permanecido unida a Gregorio, y su

intención secreta consistía en mandarla el año próximo al conservatorio sin tener en

cuenta los grandes gastos que ello traería consigo y que se compensarían de alguna

otra forma, porque ella, al contrario que Gregorio, sentía un gran amor por la música

y tocaba el violín de una forma conmovedora. Con frecuencia, durante las breves

estancias de Gregorio en la ciudad, se mencionaba el conservatorio en las

conversaciones con la hermana, pero sólo como un hermoso sueño en cuya

realización no podía ni pensarse, y a los padres ni siquiera les gustaba escuchar estas

inocentes alusiones; pero Gregorio pensaba decididamente en ello y tenía la

intención de darlo a conocer solemnemente en Nochebuena.

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Este tipo de pensamientos, completamente inútiles en su estado actual, eran los que

le pasaban por la cabeza mientras permanecía allí pegado a la puerta y

escuchaba. A veces ya no podía escuchar más de puro cansando y, en un

descuido, se golpeaba la cabeza contra la puerta, pero inmediatamente volvía a

levantarla, porque incluso el pequeño ruido que había producido con ello había sido

escuchado al lado y había hecho enmudecer a todos.

-¿Qué es lo que hará? -decía el padre pasados unos momentos y dirigiéndose a

todas luces hacia la puerta; después se reanudaba poco a poco la conversación

que había sido interrumpida.

De esta forma Gregorio se enteró muy bien -el padre solía repetir con frecuencia sus

explicaciones, en parte porque él mismo ya hacía tiempo que no se ocupaba de

estas cosas, y, en parte también, porque la madre no entendía todo a la primera- de

que, a pesar de la desgracia, todavía quedaba una pequeña fortuna; que los

intereses, aún intactos, habían aumentado un poco más durante todo este tiempo.

Además, el dinero que Gregorio había traído todos los meses a casa -él sólo había

guardado para sí unos pocos florines- no se había gastado del todo y se había

convertido en un pequeño capital. Gregorio, detrás de su puerta, asentía

entusiasmado, contento por la inesperada previsión y ahorro. La verdad es que con

ese dinero sobrante Gregorio podía haber ido liquidando la deuda que tenía el

padre con el jefe y el día en que, por fin, hubiese podido abandonar ese trabajo

habría estado más cercano; pero ahora era sin duda mucho mejor así, tal y como lo

había organizado el padre. Sin embargo, este dinero no era del todo suficiente

como para que la familia pudiese vivir de los intereses; bastaba quizá para mantener

a la familia uno, como mucho dos años, más era imposible. Así pues, se trataba de

una suma de dinero que, en realidad, no podía tocarse, y que debía ser reservada

para un caso de necesidad, pero el dinero para vivir había que ganarlo. Ahora bien,

el padre era ciertamente un hombre sano, pero ya viejo, que desde hacía cinco

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años no trabajaba y que, en todo caso, no debía confiar mucho en sus fuerzas;

durante estos cinco años, que habían sido las primeras vacaciones de su esforzada

y, sin embargo, infructuosa existencia, había engordado mucho, y por ello se había

vuelto muy torpe. ¿Y la anciana madre? ¿Tenía ahora que ganar dinero, ella que

padecía de asma, a quien un paseo por la casa producía fatiga, y que pasaba uno

de cada dos días con dificultades respiratorias, tumbada en el sofá con la ventana

abierta? ¿Y la hermana también tenía que ganar dinero, ella que todavía era una

criatura de diecisiete años, a quien uno se alegraba de poder proporcionar la forma

de vida que había llevado hasta ahora, y que consistía en vestirse bien, dormir

mucho, ayudar en la casa, participar en algunas diversiones modestas y, sobre todo,

tocar el violín? Cuando se empezaba a hablar de la necesidad de ganar dinero

Gregorio acababa por abandonar la puerta y arrojarse sobre el fresco sofá de

cuero, que estaba junto a la puerta, porque se ponía al rojo vivo de vergüenza y

tristeza.

A veces permanecía allí tumbado durante toda la noche, no dormía ni un momento,

y se restregaba durante horas sobre el cuero. O bien no retrocedía ante el gran

esfuerzo de empujar una silla hasta la ventana, trepar a continuación hasta el

antepecho y, subido en la silla, apoyarse en la ventana y mirar a través de la misma,

sin duda como recuerdo de lo libre que se había sentido siempre que anteriormente

había estado apoyado aquí. Porque, efectivamente, de día en día, veía cada vez

con menos claridad las cosas que ni siquiera estaban muy alejadas: ya no podía ver

el hospital de enfrente, cuya visión constante había antes maldecido, y si no hubiese

sabido muy bien que vivía en la tranquila pero central Charlottenstrasse, podría

haber creído que veía desde su ventana un desierto en el que el cielo gris y la gris

tierra se unían sin poder distinguirse uno de otra. Sólo dos veces había sido necesario

que su atenta hermana viese que la silla estaba bajo la ventana para que, a partir

de entonces, después de haber recogido la habitación, la colocase siempre bajo

aquélla, e incluso dejase abierta la contraventana interior.

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Si Gregorio hubiese podido hablar con la hermana y darle las gracias por todo lo

que tenía que hacer por él, hubiese soportado mejor sus servicios, pero de esta

forma sufría con ellos. Ciertamente, la hermana intentaba hacer más llevadero lo

desagradable de la situación, y, naturalmente, cuanto más tiempo pasaba, tanto

más fácil le resultaba conseguirlo, pero también Gregorio adquirió con el tiempo una

visión de conjunto más exacta. Ya el solo hecho de que la hermana entrase le

parecía terrible.

Apenas había entrado, sin tomarse el tiempo necesario para cerrar la puerta, y eso

que siempre ponía mucha atención en ahorrar a todos el espectáculo que ofrecía la

habitación de Gregorio, corría derecha hacia la ventana y la abría de par en par,

con manos presurosas, como si se asfixiase y, aunque hiciese mucho frío,

permanecía durante algunos momentos ante ella, y respiraba profundamente. Estas

carreras y ruidos asustaban a Gregorio dos veces al día; durante todo ese tiempo

temblaba bajo el canapé y sabía muy bien que ella le hubiese evitado con gusto

todo esto, si es que le hubiese sido posible permanecer con la ventana cerrada en la

habitación en la que se encontraba Gregorio.

Una vez, hacía aproximadamente un mes de la transformación de Gregorio, y el

aspecto de éste ya no era para la hermana motivo especial de asombro, llegó un

poco antes de lo previsto y encontró a Gregorio mirando por la ventana, inmóvil y

realmente colocado para asustar. Para Gregorio no hubiese sido inesperado si ella

no hubiese entrado, ya que él, con su posición, impedía que ella pudiese abrir de

inmediato la ventana, pero ella no solamente no entró, sino que retrocedió y cerró la

puerta; un extraño habría podido pensar que Gregorio la había acechado y había

querido morderla. Gregorio, naturalmente, se escondió enseguida bajo el canapé,

pero tuvo que esperar hasta mediodía antes de que la hermana volviese de nuevo,

y además parecía mucho más intranquila que de costumbre. Gregorio sacó la

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conclusión de que su aspecto todavía le resultaba insoportable y continuaría

pareciéndoselo, y que ella tenía que dominarse a sí misma para no salir corriendo al

ver incluso la pequeña parte de su cuerpo que sobresalía del canapé. Para

ahorrarle también ese espectáculo, transportó un día sobre la espalda -para ello

necesitó cuatro horas- la sábana encima del canapé, y la colocó de tal forma que

él quedaba tapado del todo, y la hermana, incluso si se agachaba, no podía verlo.

Si, en opinión de la hermana, esa sábana no hubiese sido necesaria, podría haberla

retirado, porque estaba suficientemente claro que Gregorio no se aislaba por gusto,

pero dejó la sábana tal como estaba, e incluso Gregorio creyó adivinar una mirada

de gratitud cuando, con cuidado, levantó la cabeza un poco para ver cómo

acogía la hermana la nueva disposición.

Durante los primeros catorce días, los padres no consiguieron decidirse a entrar en su

habitación, y Gregorio escuchaba con frecuencia cómo ahora reconocían el

trabajo de la hermana, a pesar de que anteriormente se habían enfadado muchas

veces con ella, porque les parecía una chica un poco inútil. Pero ahora, a veces,

ambos, el padre y la madre, esperaban ante la habitación de Gregorio mientras la

hermana la recogía y, apenas había salido, tenía que contar con todo detalle qué

aspecto tenía la habitación, lo que había comido Gregorio, cómo se había

comportado esta vez y si, quizá, se advertía una pequeña mejoría. Por cierto, la

madre quiso entrar a ver a Gregorio relativamente pronto, pero el padre y la

hermana se lo impidieron, al principio con argumentos racionales, que Gregorio

escuchaba con mucha atención, y con los que estaba muy de acuerdo, pero más

tarde hubo que impedírselo por la fuerza, y si entonces gritaba: «¡Déjenme entrar a

ver a Gregorio, pobre hijo mío! ¿Es que no comprenden que tengo que entrar a

verlo?» Entonces Gregorio pensaba que quizá sería bueno que la madre entrase,

naturalmente no todos los días, pero sí una vez a la semana; ella comprendía todo

mucho mejor que la hermana, que, a pesar de todo su valor, no era más que una

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niña, y, en última instancia, quizá sólo se había hecho cargo de una tarea tan difícil

por irreflexión infantil.

El deseo de Gregorio de ver a la madre pronto se convirtió en realidad. Durante el

día Gregorio no quería mostrarse por la ventana, por consideración a sus padres,

pero tampoco podía arrastrarse demasiado por los pocos metros cuadrados del

suelo; ya soportaba con dificultad estar tumbado tranquilamente durante la noche,

pronto ya ni siquiera la comida le producía alegría alguna y así, para distraerse,

adoptó la costumbre de arrastrarse en todas direcciones por las paredes y el techo.

Le gustaba especialmente permanecer colgado del techo; era algo muy distinto a

estar tumbado en el suelo; se respiraba con más libertad; un ligero balanceo

atravesaba el cuerpo; y sumido en la casi feliz distracción en la que se encontraba

allí arriba, podía ocurrir que, para su sorpresa, se dejase caer y se golpease contra el

suelo. Pero ahora, naturalmente, dominaba su cuerpo de una forma muy distinta a

como lo había hecho antes y no se hacía daño, incluso después de semejante

caída. La hermana se dio cuenta inmediatamente de la nueva diversión que

Gregorio había descubierto -al arrastrarse dejaba tras de sí, por todas partes, huellas

de su sustancia pegajosa- y entonces se le metió en la cabeza proporcionar a

Gregorio la posibilidad de arrastrarse a gran escala y sacar de allí los muebles que lo

impedían, es decir, sobre todo el armario y el escritorio. Ella no era capaz de hacerlo

todo sola, tampoco se atrevía a pedir ayuda al padre; la criada no la hubiese

ayudado seguramente, porque esa chica, de unos dieciséis años, resistía

ciertamente con valor desde que se despidió a la cocinera anterior, pero había

pedido el favor de poder mantener la cocina constantemente cerrada y abrirla

solamente a una señal determinada. Así pues, no le quedó a la hermana más

remedio que valerse de la madre, una vez que estaba el padre ausente. Con

exclamaciones de excitada alegría se acercó la madre, pero enmudeció ante la

puerta de la habitación de Gregorio. Primero la hermana se aseguró de que todo en

la habitación estaba en orden, después dejó entrar a la madre. Gregorio se había

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apresurado a colocar la sábana aún más bajo y con más pliegues, de modo que,

de verdad, tenía el aspecto de una sábana lanzada casualmente sobre el canapé.

Gregorio se abstuvo esta vez de espiar por debajo de la sábana; renunció a ver esta

vez a la madre y se contentaba sólo conque hubiese venido.

-Vamos, acércate, no se le ve -dijo la hermana, y, sin duda, llevaba a la madre de la

mano. Gregorio oyó entonces cómo las dos débiles mujeres movían de su sitio el

pesado y viejo armario, y cómo la hermana siempre se cargaba la mayor parte del

trabajo, sin escuchar las advertencias de la madre que temía que se esforzase

demasiado. Duró mucho tiempo. Aproximadamente después de un cuarto de hora

de trabajo dijo la madre que deberían dejar aquí el armario, porque, en primer lugar,

era demasiado pesado y no acabarían antes de que regresase el padre, y con el

armario en medio de la habitación le bloqueaban a Gregorio cualquier camino y,

en segundo lugar, no era del todo seguro que se le hiciese a Gregorio un favor con

retirar los muebles. A ella le parecía precisamente lo contrario, la vista de las paredes

desnudas le oprimía el corazón, y por qué no iba a sentir Gregorio lo mismo, puesto

que ya hacía tiempo que estaba acostumbrado a los muebles de la habitación, y

por eso se sentiría abandonado en la habitación vacía.

-Y es que acaso no... -finalizó la madre en voz baja, aunque ella hablaba siempre

casi susurrando, como si quisiera evitar que Gregorio, cuyo escondite exacto ella

ignoraba, escuchase siquiera el sonido de su voz, porque ella estaba convencida de

que él no entendía las palabras.

-¿Y es que acaso no parece que retirando los muebles le mostramos que perdemos

toda esperanza de mejoría y lo abandonamos a su suerte sin consideración alguna?

Yo creo que lo mejor sería que intentásemos conservar la habitación en el mismo

estado en que se encontraba antes, para que Gregorio, cuando regrese de nuevo

con nosotros, encuentre todo tal como estaba y pueda olvidar más fácilmente este

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paréntesis de tiempo. Al escuchar estas palabras de la madre, Gregorio reconoció

que la falta de toda conversación inmediata con un ser humano, junto a la vida

monótona en el seno de la familia, tenía que haber confundido sus facultades

mentales a lo largo de estos dos meses, porque de otro modo no podía explicarse

que hubiese podido desear seriamente que se vaciase su habitación. ¿Deseaba

realmente permitir que transformasen la cálida habitación amueblada

confortablemente, con muebles heredados de su familia, en una cueva en la que,

efectivamente, podría arrastrarse en todas direcciones sin obstáculo alguno,

teniendo, sin embargo, como contrapartida, que olvidarse al mismo tiempo,

rápidamente y por completo, de su pasado humano? Ya se encontraba a punto de

olvidar y solamente le había animado la voz de su madre, que no había oído desde

hacía tiempo. Nada debía retirarse, todo debía quedar como estaba, no podía

prescindir en su estado de la bienhechora influencia de los muebles, y si los muebles

le impedían arrastrarse sin sentido de un lado para otro, no se trataba de un

perjuicio, sino de una gran ventaja. Pero la hermana era, lamentablemente, de otra

opinión; no sin cierto derecho, se había acostumbrado a aparecer frente a los

padres como experta al discutir sobre asuntos concernientes a Gregorio, y de esta

forma el consejo de la madre era para la hermana motivo suficiente para retirar no

sólo el armario y el escritorio, como había pensado en un principio, sino todos los

muebles a excepción del imprescindible canapé. Naturalmente, no sólo se trataba

de una terquedad pueril y de la confianza en sí misma que en los últimos tiempos, de

forma tan inesperada y difícil, había conseguido, lo que la impulsaba a esta

exigencia; ella había observado, efectivamente, que Gregorio necesitaba mucho

sitio para arrastrarse y que, en cambio, no utilizaba en absoluto los muebles, al

menos por lo que se veía. Pero quizá jugaba también un papel importante el

carácter exaltado de una chica de su edad, que busca su satisfacción en cada

oportunidad, y por el que Greta ahora se dejaba tentar con la intención de hacer

más que ahora, porque en una habitación en la que sólo Gregorio era dueño y

señor de las paredes vacías, no se atrevería a entrar ninguna otra persona más que

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Greta. Así pues, no se dejó disuadir de sus propósitos por la madre, que también, de

pura inquietud, parecía sentirse insegura en esta habitación; pronto enmudeció y

ayudó a la hermana con todas sus fuerzas a sacar el armario. Bueno, en caso de

necesidad, Gregorio podía prescindir del armario, pero el escritorio tenía que

quedarse; y apenas habían abandonado las mujeres la habitación con el armario,

en el cual se apoyaban gimiendo, cuando Gregorio sacó la cabeza de debajo del

canapé para ver cómo podía tomar cartas en el asunto lo más prudente y

discretamente posible. Pero, por desgracia, fue precisamente la madre quien

regresó primero, mientras Greta, en la habitación contigua, sujetaba el armario

rodeándolo con los brazos y lo empujaba sola de acá para allá, naturalmente, sin

moverlo un ápice de su sitio. Pero la madre no estaba acostumbrada a ver a

Gregorio, podría haberse puesto enferma por su culpa, y así Gregorio, andando

hacia atrás, se alejó asustado hasta el otro extremo del canapé, pero no pudo evitar

que la sábana se moviese un poco por la parte de delante. Esto fue suficiente para

llamar la atención de la madre. Ésta se detuvo, permaneció allí un momento en

silencio y luego volvió con Greta.

A pesar de que Gregorio se repetía una y otra vez que no ocurría nada fuera de lo

común, sino que sólo se cambiaban de sitio algunos muebles, sin embargo, como

pronto habría de confesarse a sí mismo, este ir y venir de las mujeres, sus breves

gritos, el arrastre de los muebles sobre el suelo, le producían la impresión de un gran

barullo, que crecía procedente de todas las direcciones y, por mucho que encogía

la cabeza y las patas sobre sí mismo y apretaba el cuerpo contra el suelo, tuvo que

confesarse irremisiblemente que no soportaría todo esto mucho tiempo. Ellas le

vaciaban su habitación, le quitaban todo aquello a lo que tenía cariño, el armario

en el que guardaba la sierra y otras herramientas ya lo habían sacado; ahora ya

aflojaban el escritorio, que estaba fijo al suelo, en el cual había hecho sus deberes

cuando era estudiante de comercio, alumno del instituto e incluso alumno de la

escuela primaria. Ante esto no le quedaba ni un momento para comprobar las

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buenas intenciones que tenían las dos mujeres, y cuya existencia, por cierto, casi

había olvidado, porque de puro agotamiento trabajaban en silencio y solamente se

oían las sordas pisadas de sus pies. Y así salió de repente -las mujeres estaban en ese

momento en la habitación contigua, apoyadas en el escritorio para tomar aliento-,

cambió cuatro veces la dirección de su marcha, no sabía a ciencia cierta qué era lo

que debía salvar primero, cuando vio en la pared ya vacía, llamándole la atención,

el cuadro de la mujer envuelta en pieles. Se arrastró apresuradamente hacia arriba y

se apretó contra el cuadro, cuyo cristal lo sujetaba y le aliviaba el ardor de su

vientre. Al menos este cuadro, que Gregorio tapaba ahora por completo, seguro

que no se lo llevaba nadie. Volvió la cabeza hacia la puerta del cuarto de estar

para observar a las mujeres cuando volviesen.

No se habían permitido una larga tregua y ya volvían; Greta había rodeado a su

madre con el brazo y casi la llevaba en volandas.

-¿Qué nos llevamos ahora? -dijo Greta, y miró a su alrededor. Entonces sus miradas

se cruzaron con las de Gregorio, que estaba en la pared. Seguramente sólo a causa

de la presencia de la madre conservó su serenidad, inclinó su rostro hacia la madre,

para impedir que ella mirase a su alrededor, y dijo temblando y aturdida:

-Ven, ¿nos volvemos un momento al cuarto de estar?

Gregorio veía claramente la intención de Greta, quería llevar a la madre a un lugar

seguro y luego echarle de la pared. Bueno, ¡que lo intentase! Él permanecería sobre

su cuadro y no renunciaría a él. Prefería saltarle a Greta a la cara. Pero justamente

las palabras de Greta inquietaron a la madre, quien se echó a un lado y vio la

gigantesca mancha pardusca sobre el papel pintado de flores y, antes de darse

realmente cuenta de que aquello que veía era Gregorio, gritó con voz ronca y

estridente:

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-¡Ay Dios mío, ay Dios mío! -y con los brazos extendidos cayó sobre el canapé, como

si renunciase a todo, y se quedó allí inmóvil.

-¡Cuidado, Gregorio! -gritó la hermana levantando el puño y con una mirada

penetrante. Desde la transformación eran estas las primeras palabras que le dirigía

directamente. Corrió a la habitación contigua para buscar alguna esencia con la

que pudiese despertar a su madre de su inconsciencia; Gregorio también quería

ayudar -había tiempo más que suficiente para salvar el cuadro-, pero estaba

pegado al cristal y tuvo que desprenderse con fuerza, luego corrió también a la

habitación de al lado como si pudiera dar a la hermana algún consejo, como en

otros tiempos, pero tuvo que quedarse detrás de ella sin hacer nada; cuando Greta

volvía entre diversos frascos, se asustó al darse la vuelta y un frasco se cayó al suelo y

se rompió y un trozo de cristal hirió a Gregorio en la cara; una medicina corrosiva se

derramó sobre él. Sin detenerse más tiempo, Greta cogió todos los frascos que podía

llevar y corrió con ellos hacia donde estaba la madre; cerró la puerta con el pie.

Gregorio estaba ahora aislado de la madre, que quizá estaba a punto de morir por

su culpa; no debía abrir la habitación, no quería echar a la hermana que tenía que

permanecer con la madre; ahora no tenía otra cosa que hacer que esperar; y,

afligido por los remordimientos y la preocupación, comenzó a arrastrarse, se arrastró

por todas partes: paredes, muebles y techos, y finalmente, en su desesperación,

cuando ya la habitación empezaba a dar vueltas a su alrededor, se desplomó en

medio de la gran mesa.

Pasó un momento, Gregorio yacía allí extenuado, a su alrededor todo estaba

tranquilo, quizá esto era una buena señal. Entonces sonó el timbre. La chica estaba,

naturalmente, encerrada en su cocina y Greta tenía que ir a abrir. El padre había

llegado.

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-¿Qué ha ocurrido? -fueron sus primeras palabras.

El aspecto de Greta lo revelaba todo. Greta contestó con voz ahogada, si duda

apretaba su rostro contra el pecho del padre:

-Madre se quedó inconsciente, pero ya está mejor. Gregorio ha escapado.

-Ya me lo esperaba -dijo el padre-, se los he dicho una y otra vez, pero ustedes, las

mujeres, nunca hacen caso.

Gregorio se dio cuenta de que el padre había interpretado mal la escueta

información de Greta y sospechaba que Gregorio había hecho uso de algún acto

violento. Por eso ahora tenía que intentar apaciguar al padre, porque para darle

explicaciones no tenía ni el tiempo ni la posibilidad. Así pues, Gregorio se precipitó

hacia la puerta de su habitación y se apretó contra ella para que el padre, ya

desde el momento en que entrase en el vestíbulo, viese que Gregorio tenía la más

sana intención de regresar inmediatamente a su habitación, y que no era necesario

hacerle retroceder, sino que sólo hacía falta abrir la puerta e inmediatamente

desaparecería. Pero el padre no estaba en situación de advertir tales sutilezas.

-¡Ah! -gritó al entrar, en un tono como si al mismo tiempo estuviese furioso y contento.

Gregorio retiró la cabeza de la puerta y la levantó hacia el padre. Nunca se hubiese

imaginado así al padre, tal y como estaba allí; bien es verdad que en los últimos

tiempos, puesta su atención en arrastrarse por todas partes, había perdido la

ocasión de preocuparse como antes de los asuntos que ocurrían en el resto de la

casa, y tenía realmente que haber estado preparado para encontrar las

circunstancias cambiadas. Aun así, aun así. ¿Era este todavía el padre? ¿El mismo

hombre que yacía sepultado en la cama, cuando, en otros tiempos, Gregorio salía

en viaje de negocios? ¿El mismo hombre que, la tarde en que volvía, le recibía en

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bata sentado en su sillón, y que no estaba en condiciones de levantarse, sino que,

como señal de alegría, sólo levantaba los brazos hacia él? ¿El mismo hombre que,

durante los poco frecuentes paseos en común, un par de domingos al año o en las

festividades más importantes, se abría paso hacia delante entre Gregorio y la

madre, que ya de por sí andaban despacio, aún más despacio que ellos, envuelto

en su viejo abrigo, siempre apoyando con cuidado el bastón, y que, cuando quería

decir algo, casi siempre se quedaba parado y congregaba a sus acompañantes a

su alrededor? Pero ahora estaba muy derecho, vestido con un rígido uniforme azul

con botones, como los que llevan los ordenanzas de los bancos; por encima del

cuello alto y tieso de la chaqueta sobresalía su gran papada; por debajo de las

pobladas cejas se abría paso la mirada, despierta y atenta, de unos ojos negros. El

cabello blanco, en otro tiempo desgreñado, estaba ahora ordenado en un peinado

a raya brillante y exacto. Arrojó su gorra, en la que había bordado un monograma

dorado, probablemente el de un banco, sobre el canapé a través de la habitación

formando un arco, y se dirigió hacia Gregorio con el rostro enconado, las puntas de

la larga chaqueta del uniforme echadas hacia atrás, y las manos en los bolsillos del

pantalón. Probablemente ni él mismo sabía lo que iba a hacer, sin embargo

levantaba los pies a una altura desusada y Gregorio se asombró del tamaño enorme

de las suelas de sus botas. Pero Gregorio no permanecía parado, ya sabía desde el

primer día de su nueva vida que el padre, con respecto a él, sólo consideraba

oportuna la mayor rigidez. Y así corría delante del padre, se paraba si el padre se

paraba, y se apresuraba a seguir hacia delante con sólo que el padre se moviese.

Así recorrieron varias veces la habitación sin que ocurriese nada decisivo y sin que

ello hubiese tenido el aspecto de una persecución, como consecuencia de la

lentitud de su recorrido. Por eso Gregorio permaneció de momento sobre el suelo,

especialmente porque temía que el padre considerase una especial maldad por su

parte la huida a las paredes o al techo. Por otra parte, Gregorio tuvo que confesarse

a sí mismo que no soportaría por mucho tiempo estas carreras, porque mientras el

padre daba un paso, él tenía que realizar un sinnúmero de movimientos. Ya

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comenzaba a sentir ahogos, bien es verdad que tampoco anteriormente había

tenido unos pulmones dignos de confianza. Mientras se tambaleaba con la intención

de reunir todas sus fuerzas para la carrera, apenas tenía los ojos abiertos; en su

embotamiento no pensaba en otra posibilidad de salvación que la de correr; y ya

casi había olvidado que las paredes estaban a su disposición, bien es verdad que

éstas estaban obstruidas por muelles llenos de esquinas y picos. En ese momento

algo, lanzado sin fuerza, cayó junto a él, y echó a rodar por delante de él. Era una

manzana; inmediatamente siguió otra; Gregorio se quedó inmóvil del susto; seguir

corriendo era inútil, porque el padre había decidido bombardearle. Con la fruta

procedente del frutero que estaba sobre el aparador se había llenado los bolsillos y

lanzaba manzana tras manzana sin apuntar con exactitud, de momento. Estas

pequeñas manzanas rojas rodaban por el suelo como electrificadas y chocaban

unas con otras. Una manzana lanzada sin fuerza rozó la espalda de Gregorio, pero

resbaló sin causarle daños. Sin embargo, otra que la siguió inmediatamente, se

incrustó en la espalda de Gregorio; éste quería continuar arrastrándose, como si el

increíble y sorprendente dolor pudiese aliviarse al cambiar de sitio; pero estaba

como clavado y se estiraba, totalmente desconcertado. Sólo al mirar por última vez

alcanzó a ver cómo la puerta de su habitación se abría de par en par y por delante

de la hermana, que chillaba, salía corriendo la madre en enaguas, puesto que la

hermana la había desnudado para proporcionarle aire mientras permanecía

inconsciente; vio también cómo, a continuación, la madre corría hacia el padre y,

en el camino, perdía una tras otra sus enaguas desatadas, y cómo tropezando con

ellas, caía sobre el padre, y abrazándole, unida estrechamente a él -ya empezaba a

fallarle la vista a Gregorio-, le suplicaba, cruzando las manos por detrás de su nuca,

que perdonase la vida de Gregorio.

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III

La grave herida de Gregorio, cuyos dolores soportó más de un mes -la manzana

permaneció empotrada en la carne como recuerdo visible, ya que nadie se atrevía

a retirarla-, pareció recordar, incluso al padre, que Gregorio, a pesar de su triste y

repugnante forma actual, era un miembro de la familia, a quien no podía tratarse

como a un enemigo, sino frente al cual el deber familiar era aguantarse la

repugnancia y resignarse, nada más que resignarse.

Y si Gregorio ahora, por culpa de su herida, probablemente había perdido agilidad

para siempre, y por lo pronto necesitaba para cruzar su habitación como un viejo

inválido largos minutos -no se podía ni pensar en arrastrarse por las alturas-, sin

embargo, en compensación por este empeoramiento de su estado, recibió, en su

opinión, una reparación más que suficiente: hacia el anochecer se abría la puerta

del cuarto de estar, la cual solía observar fijamente ya desde dos horas antes, de

forma que, tumbado en la oscuridad de su habitación, sin ser visto desde el

comedor, podía ver a toda la familia en la mesa iluminada y podía escuchar sus

conversaciones, en cierto modo con el consentimiento general, es decir, de una

forma completamente distinta a como había sido hasta ahora.

Naturalmente, ya no se trataba de las animadas conversaciones de antaño, en las

que Gregorio, desde la habitación de su hotel, siempre había pensado con cierta

nostalgia cuando, cansado, tenía que meterse en la cama húmeda. La mayoría de

las veces transcurría el tiempo en silencio. El padre no tardaba en dormirse en la silla

después de la cena, y la madre y la hermana se recomendaban mutuamente

silencio; la madre, inclinada muy por debajo de la luz, cosía ropa fina para un

comercio de moda; la hermana, que había aceptado un trabajo como

dependienta, estudiaba por la noche estenografía y francés, para conseguir, quizá

más tarde, un puesto mejor. A veces el padre se despertaba y, como si no supiera

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que había dormido, decía a la madre: «¡Cuánto coses hoy también!», e

inmediatamente volvía a dormirse mientras la madre y la hermana se sonreían

mutuamente.

Por una especie de obstinación, el padre se negaba a quitarse el uniforme mientras

estaba en casa; y mientras la bata colgaba inútilmente de la percha, dormitaba el

padre en su asiento, completamente vestido, como si siempre estuviese preparado

para el servicio e incluso en casa esperase también la voz de su superior. Como

consecuencia, el uniforme, que no era nuevo ya en un principio, empezó a

ensuciarse a pesar del cuidado de la madre y de la hermana. Gregorio se pasaba

con frecuencia tardes enteras mirando esta brillante ropa, completamente

manchada, con sus botones dorados siempre limpios, con la que el anciano dormía

muy incómodo y, sin embargo, tranquilo.

En cuanto el reloj daba las diez, la madre intentaba despertar al padre en voz baja y

convencerle para que se fuese a la cama, porque éste no era un sueño auténtico y

el padre tenía necesidad de él, porque tenía que empezar a trabajar a las seis de la

mañana. Pero con la obstinación que se había apoderado de él desde que se

había convertido en ordenanza, insistía en quedarse más tiempo a la mesa, a pesar

de que, normalmente, se quedaba dormido y, además, sólo con grandes esfuerzos

podía convencérsele de que cambiase la silla por la cama. Ya podían la madre y la

hermana insistir con pequeñas amonestaciones, durante un cuarto de hora daba

cabezadas lentamente, mantenía los ojos cerrados y no se levantaba. La madre le

tiraba del brazo, diciéndole al oído palabras cariñosas, la hermana abandonaba su

trabajo para ayudar a la madre, pero esto no tenía efecto sobre el padre. Se hundía

más profundamente en su silla. Sólo cuando las mujeres lo cogían por debajo de los

hombros, abría los ojos, miraba alternativamente a la madre y a la hermana, y solía

decir: «¡Qué vida ésta! ¡Ésta es la tranquilidad de mis últimos días!», y apoyado sobre

las dos mujeres se levantaba pesadamente, como si él mismo fuese su más pesada

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carga, se dejaba llevar por ellas hasta la puerta, allí les hacía una señal de que no

las necesitaba, y continuaba solo, mientras que la madre y la hermana dejaban

apresuradamente su costura y su pluma para correr tras el padre y continuar

ayudándolo.

¿Quién en esta familia, agotada por el trabajo y rendida de cansancio, iba a tener

más tiempo del necesario para ocuparse de Gregorio? El presupuesto familiar se

reducía cada vez más, la criada acabó por ser despedida. Una asistenta gigantesca

y huesuda, con el pelo blanco y desgreñado, venía por la mañana y por la noche, y

hacía el trabajo más pesado; todo lo demás lo hacía la madre, además de su

mucha costura. Ocurrió incluso el caso de que varias joyas de la familia, que la

madre y la hermana habían lucido entusiasmadas en reuniones y fiestas, hubieron de

ser vendidas, según se enteró Gregorio por la noche por la conversación acerca del

precio conseguido. Pero el mayor motivo de queja era que no se podía dejar esta

casa, que resultaba demasiado grande en las circunstancias presentes, ya que no

sabían cómo se podía trasladar a Gregorio. Pero Gregorio comprendía que no era

sólo la consideración hacia él lo que impedía un traslado, porque se le hubiera

podido transportar fácilmente en un cajón apropiado con un par de agujeros para

el aire; lo que, en primer lugar, impedía a la familia un cambio de casa era, aún más,

la desesperación total y la idea de que habían sido azotados por una desgracia

como no había igual en todo su círculo de parientes y amigos. Todo lo que el mundo

exige de la gente pobre lo cumplían ellos hasta la saciedad: el padre iba a buscar el

desayuno para el pequeño empleado de banco, la madre se sacrificaba por la

ropa de gente extraña, la hermana, a la orden de los clientes, corría de un lado

para otro detrás del mostrador, pero las fuerzas de la familia ya no daban para más.

La herida de la espalda comenzaba otra vez a dolerle a Gregorio como recién

hecha cuando la madre y la hermana, después de haber llevado al padre a la

cama, regresaban, dejaban a un lado el trabajo, se acercaban una a otra,

sentándose muy juntas. Entonces la madre, señalando hacia la habitación de

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Gregorio, decía: «Cierra la puerta, Greta», y cuando Gregorio se encontraba de

nuevo en la oscuridad, fuera las mujeres confundían sus lágrimas o simplemente

miraban fijamente a la mesa sin llorar.

Gregorio pasaba las noches y los días casi sin dormir. A veces pensaba que la

próxima vez que se abriese la puerta él se haría cargo de los asuntos de la familia

como antes; en su mente aparecieron de nuevo, después de mucho tiempo, el jefe

y el encargado; los dependientes y los aprendices; el mozo de los recados, tan corto

de luces; dos, tres amigos de otros almacenes; una camarera de un hotel de

provincias; un recuerdo amado y fugaz: una cajera de una tienda de sombreros a

quien había hecho la corte seriamente, pero con demasiada lentitud; todos ellos

aparecían mezclados con gente extraña o ya olvidada, pero en lugar de ayudarle a

él y a su familia, todos ellos eran inaccesibles, y Gregorio se sentía aliviado cuando

desaparecían. Pero después ya no estaba de humor para preocuparse por su

familia, solamente sentía rabia por el mal cuidado de que era objeto y, a pesar de

que no podía imaginarse algo que le hiciese sentir apetito, hacía planes sobre cómo

podría llegar a la despensa para tomar de allí lo que quisiese, incluso aunque no

tuviese hambre alguna. Sin pensar más en qué es lo que podría gustar a Gregorio, la

hermana, por la mañana y al mediodía, antes de marcharse a la tienda, empujaba

apresuradamente con el pie cualquier comida en la habitación de Gregorio, para

después recogerla por la noche con el palo de la escoba, tanto si la comida había

sido probada como si -y éste era el caso más frecuente- ni siquiera hubiera sido

tocada. Recoger la habitación, cosa que ahora hacía siempre por la noche, no

podía hacerse más deprisa. Franjas de suciedad se extendían por las paredes, por

todas partes había ovillos de polvo y suciedad. Al principio, cuando llegaba la

hermana, Gregorio se colocaba en el rincón más significativamente sucio para, en

cierto modo, hacerle reproches mediante esta posición. Pero seguramente hubiese

podido permanecer allí semanas enteras sin que la hermana hubiese mejorado su

actitud por ello; ella veía la suciedad lo mismo que él, pero se había decidido a

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dejarla allí. Al mismo tiempo, con una susceptibilidad completamente nueva en ella

y que, en general, se había apoderado de toda la familia, ponía especial atención

en el hecho de que se reservase solamente a ella el cuidado de la habitación de

Gregorio. En una ocasión la madre había sometido la habitación de Gregorio a una

gran limpieza, que había logrado solamente después de utilizar varios cubos de

agua -la humedad, sin embargo, también molestaba a Gregorio, que yacía

extendido, amargado e inmóvil sobre el canapé-, pero el castigo de la madre no se

hizo esperar, porque apenas había notado la hermana por la tarde el cambio en la

habitación de Gregorio, cuando, herida en lo más profundo de sus sentimientos,

corrió al cuarto de estar y, a pesar de que la madre suplicaba con las manos

levantadas, rompió en un mar de lágrimas, que los padres -el padre se despertó

sobresaltado en su silla-, al principio, observaban asombrados y sin poder hacer

nada, hasta que, también ellos, comenzaron a sentirse conmovidos. El padre, a su

derecha, reprochaba a la madre que no hubiese dejado al cuidado de la hermana

la limpieza de la habitación de Gregorio; a su izquierda, decía a gritos a la hermana

que nunca más volvería a limpiar la habitación de Gregorio. Mientras que la madre

intentaba llevar al dormitorio al padre, que no podía más de irritación, la hermana,

sacudida por los sollozos, golpeaba la mesa con sus pequeños puños, y Gregorio

silbaba de pura rabia porque a nadie se le ocurría cerrar la puerta para ahorrarle

este espectáculo y este ruido. Pero incluso si la hermana, agotada por su trabajo,

estaba ya harta de cuidar de Gregorio como antes, tampoco la madre tenía que

sustituirla y no era necesario que Gregorio hubiese sido abandonado, porque para

eso estaba la asistenta. Esa vieja viuda, que en su larga vida debía haber superado

lo peor con ayuda de su fuerte constitución, no sentía repugnancia alguna por

Gregorio. Sin sentir verdadera curiosidad, una vez había abierto por casualidad la

puerta de la habitación de Gregorio y, al verle, se quedó parada, asombrada con

los brazos cruzados, mientras éste, sorprendido y a pesar de que nadie le perseguía,

comenzó a correr de un lado a otro. Desde entonces no perdía la oportunidad de

abrir un poco la puerta por la mañana y por la tarde para echar un vistazo a la

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habitación de Gregorio. Al principio le llamaba hacia ella con palabras que,

probablemente, consideraba amables, como: «¡Ven aquí, viejo escarabajo

pelotero!» o «¡Miren al viejo escarabajo pelotero!» Gregorio no contestaba nada a

tales llamadas, sino que permanecía inmóvil en su sitio, como si la puerta no hubiese

sido abierta. ¡Si se le hubiese ordenado a esa asistenta que limpiase diariamente la

habitación en lugar de dejar que le molestase inútilmente a su antojo! Una vez, por

la mañana temprano -una intensa lluvia golpeaba los cristales, quizá como signo de

la primavera que ya se acercaba- cuando la asistenta empezó otra vez con sus

improperios, Gregorio se enfureció tanto que se dio la vuelta hacia ella como para

atacarla, pero de forma lenta y débil. Sin embargo, la asistenta, en vez de asustarse,

alzó simplemente una silla, que se encontraba cerca de la puerta, y, tal como

permanecía allí, con la boca completamente abierta, estaba clara su intención de

cerrar la boca sólo cuando la silla que tenía en la mano acabase en la espalda de

Gregorio.

-¿Conque no seguimos adelante? -preguntó, al ver que Gregorio se daba de nuevo

la vuelta, y volvió a colocar la silla tranquilamente en el rincón.

Gregorio ya no comía casi nada. Sólo si pasaba por casualidad al lado de la comida

tomaba un bocado para jugar con él en la boca, lo mantenía allí horas y horas y, la

mayoría de las veces acababa por escupirlo. Al principio pensó que lo que le

impedía comer era la tristeza por el estado de su habitación, pero precisamente con

los cambios de la habitación se reconcilió muy pronto. Se habían acostumbrado a

meter en esta habitación cosas que no podían colocar en otro sitio, y ahora había

muchas cosas de éstas, porque una de las habitaciones de la casa había sido

alquilada a tres huéspedes. Estos señores tan severos -los tres tenían barba, según

pudo comprobar Gregorio por una rendija de la puerta- ponían especial atención

en el orden, no sólo ya de su habitación, sino de toda la casa, puesto que se habían

instalado aquí, y especialmente en el orden de la cocina. No soportaban trastos

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inútiles ni mucho menos sucios. Además, habían traído una gran parte de sus propios

muebles. Por ese motivo sobraban muchas cosas que no se podían vender ni

tampoco se querían tirar. Todas estas cosas acababan en la habitación de

Gregorio. Lo mismo ocurrió con el cubo de la ceniza y el cubo de la basura de la

cocina. La asistenta, que siempre tenía mucha prisa, arrojaba simplemente en la

habitación de Gregorio todo lo que, de momento, no servía; por suerte, Gregorio

sólo veía, la mayoría de las veces, el objeto correspondiente y la mano que lo

sujetaba. La asistenta tenía, quizá, la intención de recoger de nuevo las cosas

cuando hubiese tiempo y oportunidad, o quizá tirarlas todas de una vez, pero lo

cierto es que todas se quedaban tiradas en el mismo lugar en que habían caído al

arrojarlas, a no ser que Gregorio se moviese por entre los trastos y los pusiese en

movimiento, al principio obligado a ello porque no había sitio libre para arrastrarse,

pero más tarde con creciente satisfacción, a pesar de que después de tales paseos

acababa mortalmente agotado y triste, y durante horas permanecía inmóvil.

Como los huéspedes a veces tomaban la cena en el cuarto de estar, la puerta

permanecía algunas noches cerrada, pero Gregorio renunciaba gustoso a abrirla,

incluso algunas noches en las que había estado abierta no se había aprovechado

de ello, sino que, sin que la familia lo notase, se había tumbado en el rincón más

oscuro de la habitación. Pero en una ocasión la asistenta había dejado un poco

abierta la puerta que daba al cuarto de estar y se quedó abierta incluso cuando los

huéspedes llegaron y se dio la luz. Se sentaban a la mesa en los mismos sitios en que

antes habían comido el padre, la madre y Gregorio, desdoblaban las servilletas y

tomaban en la mano cuchillo y tenedor. Al momento aparecía por la puerta la

madre con una fuente de carne, y poco después lo hacía la hermana con una

fuente llena de patatas. La comida humeaba. Los huéspedes se inclinaban sobre las

fuentes que había ante ellos como si quisiesen examinarlas antes de comer, y,

efectivamente, el señor que estaba sentado en medio y que parecía ser el que más

autoridad tenía de los tres, cortaba un trozo de carne en la misma fuente con el fin

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de comprobar si estaba lo suficientemente tierna, o quizá tenía que ser devuelta a la

cocina. La prueba le satisfacía, la madre y la hermana, que habían observado todo

con impaciencia, comenzaban a sonreír respirando profundamente.

La familia comía en la cocina. A pesar de ello, el padre, antes de entrar en ésta,

entraba en la habitación y con una sola reverencia y la gorra en la mano, daba una

vuelta a la mesa. Los huéspedes se levantaban y murmuraban algo para el cuello de

su camisa. Cuando ya estaban solos, comían casi en absoluto silencio. A Gregorio le

parecía extraño el hecho de que, de todos los variados ruidos de la comida, una y

otra vez se escuchasen los dientes al masticar, como si con ello quisieran mostrarle a

Gregorio que para comer se necesitan los dientes y que, aun con las más hermosas

mandíbulas, sin dientes no se podía conseguir nada.

-Pero si yo no tengo apetito -se decía Gregorio preocupado-, pero me apetecen

estas cosas. ¡Cómo comen los huéspedes y yo me muero!

Precisamente aquella noche -Gregorio no se acordaba de haberlo oído en todo el

tiempo- se escuchó el violín. Los huéspedes ya habían terminado de cenar, el de en

medio había sacado un periódico, les había dado una hoja a cada uno de los otros

dos, y los tres fumaban y leían echados hacia atrás. Cuando el violín comenzó a

sonar escucharon con atención, se levantaron y, de puntillas, fueron hacia la puerta

del vestíbulo, en la que permanecieron quietos de pie, apretados unos junto a otros.

Desde la cocina se les debió oír, porque el padre gritó:

-¿Les molesta a los señores la música? Inmediatamente puede dejar de tocarse.

-Al contrario -dijo el señor de en medio-. ¿No desearía la señorita entrar con nosotros

y tocar aquí en la habitación, donde es mucho más cómodo y agradable?

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-Naturalmente -exclamó el padre, como si el violinista fuese él mismo.

Los señores regresaron a la habitación y esperaron. Pronto llegó el padre con el atril,

la madre con la partitura y la hermana con el violín. La hermana preparó con

tranquilidad todo lo necesario para tocar. Los padres, que nunca antes habían

alquilado habitaciones, y por ello exageraban la amabilidad con los huéspedes, no

se atrevían a sentarse en sus propias sillas; el padre se apoyó en la puerta, con la

mano derecha colocada entre dos botones de la librea abrochada; a la madre le

fue ofrecida una silla por uno de los señores y, como la dejó en el lugar en el que,

por casualidad, la había colocado el señor, permanecía sentada en un rincón

apartado. La hermana empezó a tocar; el padre y la madre, cada uno desde su

lugar, seguían con atención los movimientos de sus manos; Gregorio, atraído por la

música, había avanzado un poco hacia delante y ya tenía la cabeza en el cuarto

de estar. Ya apenas se extrañaba de que en los últimos tiempos no tenía

consideración con los demás; antes estaba orgulloso de tener esa consideración y,

precisamente ahora, hubiese tenido mayor motivo para esconderse, porque, como

consecuencia del polvo que reinaba en su habitación, y que volaba por todas

partes al menor movimiento, él mismo estaba también lleno de polvo. Sobre su

espalda y sus costados arrastraba consigo por todas partes hilos, pelos, restos de

comida... Su indiferencia hacia todo era demasiado grande como para tumbarse

sobre su espalda y restregarse contra la alfombra, tal como hacía antes varias veces

al día. Y, a pesar de este estado, no sentía vergüenza alguna de avanzar por el suelo

impecable del comedor. Por otra parte, nadie le prestaba atención. La familia

estaba completamente absorta en la música del violín; por el contrario, los

huéspedes, que al principio, con las manos en los bolsillos, se habían colocado

demasiado cerca detrás del atril de la hermana, de forma que podrían haber leído

la partitura, lo cual sin duda tenía que estorbar a la hermana, hablando a media

voz, con las cabezas inclinadas, se retiraron pronto hacia la ventana, donde

permanecieron observados por el padre con preocupación. Realmente daba a

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todas luces la impresión de que habían sido decepcionados en su suposición de

escuchar una pieza bella o divertida al violín, de que estaban hartos de la función y

sólo permitían que se les molestase por amabilidad. Especialmente la forma en que

echaban a lo alto el humo de los cigarrillos por la boca y por la nariz denotaba gran

nerviosismo. Y, sin embargo, la hermana tocaba tan bien... Su rostro estaba inclinado

hacia un lado, atenta y tristemente seguían sus ojos las notas del pentagrama.

Gregorio avanzó un poco más y mantenía la cabeza pegada al suelo para, quizá,

poder encontrar sus miradas. ¿Es que era ya una bestia a la que le emocionaba la

música? Le parecía como si se le mostrase el camino hacia el desconocido y

anhelado alimento. Estaba decidido a acercarse hasta la hermana, tirarle de la

falda y darle así a entender que ella podía entrar con su violín en su habitación

porque nadie podía recompensar su música como él quería hacerlo. No quería

dejarla salir nunca de su habitación, al menos mientras él viviese; su horrible forma le

sería útil por primera vez; quería estar a la vez en todas las puertas de su habitación y

tirarse a los que le atacasen; pero la hermana no debía quedarse con él por la

fuerza, sino por su propia voluntad; debería sentarse junto a él sobre el canapé,

inclinar el oído hacía él, y él deseaba confiarle que había tenido la firme intención

de enviarla al conservatorio y que si la desgracia no se hubiese cruzado en su

camino la Navidad pasada -probablemente la Navidad ya había pasado- se lo

hubiese dicho a todos sin preocuparse de réplica alguna. Después de esta

confesión, la hermana estallaría en lágrimas de emoción y Gregorio se levantaría

hasta su hombro y le daría un beso en el cuello, que, desde que iba a la tienda,

llevaba siempre al aire sin cintas ni adornos.

-¡Señor Samsa! -gritó el señor de en medio al padre y señaló, sin decir una palabra

más, con el índice hacia Gregorio, que avanzaba lentamente. El violín enmudeció.

En un principio el huésped de en medio sonrió a sus amigos moviendo la cabeza y, a

continuación, miró hacia Gregorio. El padre, en lugar de echar a Gregorio,

consideró más necesario, ante todo, tranquilizar a los huéspedes, a pesar de que

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ellos no estaban nerviosos en absoluto y Gregorio parecía distraerles más que el

violín. Se precipitó hacia ellos e intentó, con los brazos abiertos, empujarles a su

habitación y, al mismo tiempo, evitar con su cuerpo que pudiesen ver a Gregorio.

Ciertamente se enfadaron un poco, no se sabía ya si por el comportamiento del

padre, o porque ahora se empezaban a dar cuenta de que, sin saberlo, habían

tenido un vecino como Gregorio. Exigían al padre explicaciones, levantaban los

brazos, se tiraban intranquilos de la barba y, muy lentamente, retrocedían hacia su

habitación. Entre tanto, la hermana había superado el desconcierto en que había

caído después de interrumpir su música de una forma tan repentina, había

reaccionado de pronto, después de que durante unos momentos había sostenido

en las manos caídas con indolencia el violín y el arco, y había seguido mirando la

partitura como si todavía tocase, había colocado el instrumento en el regazo de la

madre, que todavía seguía sentada en su silla con dificultades para respirar y

agitando violentamente los pulmones, y había corrido hacia la habitación de al

lado, a la que los huéspedes se acercaban cada vez más deprisa ante la insistencia

del padre. Se veía cómo, gracias a las diestras manos de la hermana, las mantas y

almohadas de las camas volaban hacia lo alto y se ordenaban. Antes de que los

señores hubiesen llegado a la habitación, había terminado de hacer las camas y se

había escabullido hacia fuera. El padre parecía estar hasta tal punto dominado por

su obstinación, que olvidó todo el respeto que, ciertamente, debía a sus huéspedes.

Sólo les empujaba y les empujaba hasta que, ante la puerta de la habitación, el

señor de en medio dio una patada atronadora contra el suelo y así detuvo al padre.

-Participo a ustedes -dijo, levantando la mano y buscando con sus miradas también

a la madre y a la hermana- que, teniendo en cuenta las repugnantes circunstancias

que reinan en esta casa y en esta familia -en este punto escupió decididamente

sobre el suelo-, en este preciso instante dejo la habitación. Por los días que he vívido

aquí no pagaré, naturalmente, lo más mínimo: por el contrario, me pensaré si no

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procedo contra ustedes con algunas reclamaciones muy fáciles, créanme, de

justificar.

Calló y miró hacia delante como si esperase algo. En efecto, sus dos amigos

intervinieron inmediatamente con las siguientes palabras:

-También nosotros dejamos en este momento la habitación.

A continuación agarró el picaporte y cerró la puerta de un portazo. El padre se

tambaleaba tanteando con las manos en dirección a su silla y se dejó caer en ella.

Parecía como si se preparase para su acostumbrada siestecita nocturna, pero la

profunda inclinación de su cabeza, abatida como si nada la sostuviese, mostraba

que de ninguna manera dormía. Gregorio yacía todo el tiempo en silencio en el

mismo sitio en que le habían descubierto los huéspedes. La decepción por el fracaso

de sus planes, pero quizá también la debilidad causada por el hambre que pasaba,

le impedían moverse. Temía con cierto fundamento que dentro de unos momentos

se desencadenase sobre él una tormenta general, y esperaba. Ni siquiera se

sobresaltó con el ruido del violín que, por entre los temblorosos dedos de la madre,

se cayó de su regazo y produjo un sonido retumbante.

-Queridos padres -dijo la hermana y, como introducción, dio un golpe sobre la mesa-

, esto no puede seguir así. Si ustedes no se dan cuenta, yo sí me doy. No quiero, ante

esta bestia, pronunciar el nombre de mi hermano, y por eso solamente digo:

tenemos que intentar quitárnoslo de encima. Hemos hecho todo lo humanamente

posible por cuidarlo y aceptarlo; creo que nadie puede hacernos el menor

reproche.

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-Tienes razón una y mil veces -dijo el padre para sus adentros. La madre, que aún no

tenía aire suficiente, comenzó a toser sordamente sobre la mano que tenía ante la

boca, con una expresión de enajenación en los ojos.

La hermana corrió hacia la madre y le sujetó la frente. El padre parecía estar

enfrascado en determinados pensamientos; gracias a las palabras de la hermana,

se había sentado más derecho, jugueteaba con su gorra por entre los platos, que

desde la cena de los huéspedes seguían en la mesa, y miraba de vez en cuando a

Gregorio, que permanecía en silencio.

-Tenemos que intentar quitárnoslo de encima -dijo entonces la hermana,

dirigiéndose sólo al padre, porque la madre, con su tos, no oía nada-. Los va a matar

a los dos, ya lo veo venir. Cuando hay que trabajar tan duramente como lo

hacemos nosotros no se puede, además, soportar en casa este tormento sin fin. Yo

tampoco puedo más- y rompió a llorar de una forma tan violenta, que sus lágrimas

caían sobre el rostro de la madre, la cual las secaba mecánicamente con las

manos.

-Pero hija -dijo el padre compasivo y con sorprendente comprensión-. ¡Qué

podemos hacer!

Pero la hermana sólo se encogió de hombros como signo de la perplejidad que,

mientras lloraba, se había apoderado de ella, en contraste con su seguridad

anterior.

-Sí él nos entendiese... -dijo el padre en tono medio interrogante.

La hermana, en su llanto, movió violentamente la mano como señal de que no se

podía ni pensar en ello.

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-Sí él nos entendiese... -repitió el padre, y cerrando los ojos hizo suya la convicción de

la hermana acerca de la imposibilidad de ello-, entonces sería posible llegar a un

acuerdo con él, pero así...

-Tiene que irse -exclamó la hermana-, es la única posibilidad, padre. Sólo tienes que

desechar la idea de que se trata de Gregorio. El haberlo creído durante tanto

tiempo ha sido nuestra auténtica desgracia, pero ¿cómo es posible que sea

Gregorio? Si fuese Gregorio hubiese comprendido hace tiempo que una

convivencia entre personas y semejante animal no es posible, y se hubiese

marchado por su propia voluntad: ya no tendríamos un hermano, pero podríamos

continuar viviendo y conservaríamos su recuerdo con honor. Pero esta bestia nos

persigue, echa a los huéspedes, quiere, evidentemente, adueñarse de toda la casa

y dejar que pasemos la noche en la calle. ¡Mira, padre -gritó de repente-, ya

empieza otra vez! Y con un miedo completamente incomprensible para Gregorio, la

hermana abandonó incluso a la madre, se arrojó literalmente de su silla, como si

prefiriese sacrificar a la madre antes de permanece cerca de Gregorio, y se

precipitó detrás del padre que, principalmente irritado por su comportamiento, se

puso también en pie y levantó los brazos a media altura por delante de la hermana

para protegerla. Pero Gregorio no pretendía, ni por lo más remoto, asustar a nadie,

ni mucho menos a la hermana. Solamente había empezado a darse la vuelta para

volver a su habitación y esto llamaba la atención, ya que, como consecuencia de

su estado enfermizo, para dar tan difíciles vueltas tenía que ayudarse con la cabeza,

que levantaba una y otra vez y que golpeaba contra el suelo. Se detuvo y miró a su

alrededor; su buena intención pareció ser entendida; sólo había sido un susto

momentáneo, ahora todos lo miraban tristes y en silencio. La madre yacía en su silla

con las piernas extendidas y apretadas una contra otra, los ojos casi se le cerraban

de puro agotamiento. El padre y la hermana estaban sentados uno junto a otro, y la

hermana había colocado su brazo alrededor del cuello del padre.

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«Quizá pueda darme la vuelta ahora», pensó Gregorio, y empezó de nuevo su

actividad. No podía contener los resuellos por el esfuerzo y de vez en cuando tenía

que descansar. Por lo demás, nadie le apremiaba, se le dejaba hacer lo que

quisiera. Cuando hubo dado la vuelta del todo comenzó enseguida a retroceder

todo recto... Se asombró de la gran distancia que le separaba de su habitación y no

comprendía cómo, con su debilidad, hacía un momento había recorrido el mismo

camino sin notarlo. Concentrándose constantemente en avanzar con rapidez,

apenas se dio cuenta de que ni una palabra, ni una exclamación de su familia le

molestaba. Cuando ya estaba en la puerta volvió la cabeza, no por completo,

porque notaba que el cuello se le ponía rígido, pero sí vio aún que tras de él nada

había cambiado, sólo la hermana se había levantado. Su última mirada acarició a la

madre que, por fin, se había quedado profundamente dormida. Apenas entró en su

habitación se cerró la puerta y echaron la llave. Gregorio se asustó tanto del

repentino ruido producido detrás de él, que las patitas se le doblaron. Era la

hermana quien se había apresurado tanto. Había permanecido en pie allí y había

esperado, con ligereza había saltado hacia delante, Gregorio ni siquiera la había

oído venir, y gritó un «¡Por fin!» a los padres mientras echaba la llave.

«¿Y ahora?», se preguntó Gregorio, y miró a su alrededor en la oscuridad.

Pronto descubrió que ya no se podía mover. No se extrañó por ello, más bien le

parecía antinatural que, hasta ahora, hubiera podido moverse con estas patitas. Por

lo demás, se sentía relativamente a gusto. Bien es verdad que le dolía todo el

cuerpo, pero le parecía como si los dolores se hiciesen más y más débiles y, al final,

desapareciesen por completo. Apenas sentía ya la manzana podrida de su espalda

y la infección que producía a su alrededor, cubiertas ambas por un suave polvo.

Pensaba en su familia con cariño y emoción, su opinión de que tenía que

desaparecer era, si cabe, aún más decidida que la de su hermana. En este estado

de apacible y letárgica meditación permaneció hasta que el reloj de la torre dio las

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tres de la madrugada. Vivió todavía el comienzo del amanecer detrás de los

cristales. A continuación, contra su voluntad, su cabeza se desplomó sobre el suelo y

sus orificios nasales exhalaron el último suspiro. Cuando, por la mañana temprano,

llegó la asistenta -de pura fuerza y prisa daba tales portazos que, aunque repetidas

veces se le había pedido que procurase evitarlo, desde el momento de su llegada

era ya imposible concebir el sueño en toda la casa- en su acostumbrada y breve

visita a Gregorio nada le llamó al principio la atención. Pensaba que estaba allí

tumbado tan inmóvil a propósito y se hacía el ofendido, le creía capaz de tener

todo el entendimiento posible. Como tenía por casualidad la larga escoba en la

mano, intentó con ella hacer cosquillas a Gregorio desde la puerta. Al no conseguir

nada con ello, se enfadó, y pinchó a Gregorio ligeramente, y sólo cuando, sin que él

opusiese resistencia, le había movido de su sitio, le prestó atención. Cuando se dio

cuenta de las verdaderas circunstancias abrió mucho los ojos, silbó para sus

adentros, pero no se entretuvo mucho tiempo, sino que abrió de par en par las

puertas del dormitorio y exclamó en voz alta hacia la oscuridad.

-¡Fíjense, ha reventado, ahí está, ha reventado del todo!

El matrimonio Samsa estaba sentado en la cama e intentaba sobreponerse del susto

de la asistenta antes de llegar a comprender su aviso. Pero después, el señor y la

señora Samsa, cada uno por su lado, se bajaron rápidamente de la cama. El señor

Samsa se echó la colcha por los hombros, la señora Samsa apareció en camisón, así

entraron en la habitación de Gregorio. Entre tanto, también se había abierto la

puerta del cuarto de estar, en donde dormía Greta desde la llegada de los

huéspedes; estaba completamente vestida, como si no hubiese dormido, su rostro

pálido parecía probarlo.

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-¿Muerto? -dijo la señora Samsa, y levantó los ojos con gesto interrogante hacia la

asistenta a pesar de que ella misma podía comprobarlo e incluso podía darse

cuenta de ello sin necesidad de comprobarlo

-Digo, ¡ya lo creo! -dijo la asistenta y, como prueba, empujó el cadáver de Gregorio

con la escoba un buen trecho hacia un lado. La señora Samsa hizo un movimiento

como si quisiera detener la escoba, pero no lo hizo.

-Bueno -dijo el señor Samsa-, ahora podemos dar gracias a Dios -se santiguó y las tres

mujeres siguieron su ejemplo.

Greta, que no apartaba los ojos del cadáver, dijo:

-Miren qué flaco estaba, ya hacía mucho tiempo que no comía nada. Las comidas

salían tal como entraban.

Efectivamente, el cuerpo de Gregorio estaba completamente plano y seco, sólo se

daban realmente cuenta de ello ahora que ya no le levantaban sus patitas, y

ninguna otra cosa distraía la mirada.

-Greta, ven un momento a nuestra habitación -dijo la señora Samsa con una sonrisa

melancólica, y Greta fue al dormitorio detrás de los padres, no sin volver la mirada

hacia el cadáver. La asistenta cerró la puerta y abrió del todo la ventana. A pesar

de lo temprano de la mañana ya había una cierta tibieza mezclada con el aire

fresco. Ya era finales de marzo.

Los tres huéspedes salieron de su habitación y miraron asombrados a su alrededor en

busca de su desayuno; se habían olvidado de ellos:

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-¿Dónde está el desayuno? -preguntó de mal humor el señor de en medio a la

asistenta, pero ésta se colocó el dedo en la boca e hizo a los señores, apresurada y

silenciosamente, señales con la mano para que fuesen a la habitación de Gregorio.

Así pues, fueron y permanecieron en pie, con las manos en los bolsillos de sus

chaquetas algo gastadas, alrededor del cadáver, en la habitación de Gregorio ya

totalmente iluminada. Entonces se abrió la puerta del dormitorio y el señor Samsa

apareció vestido con su librea, de un brazo su mujer y del otro su hija. Todos estaban

un poco llorosos; a veces Greta apoyaba su rostro en el brazo del padre.

-Salgan ustedes de mi casa inmediatamente -dijo el señor Samsa, y señaló la puerta

sin soltar a las mujeres.

-¿Qué quiere usted decir? -dijo el señor de en medio algo aturdido, y sonrió con

cierta hipocresía. Los otros dos tenían las manos en la espalda y se las frotaban

constantemente una contra otra, como si esperasen con alegría una gran pelea

que tenía que resultarles favorable.

-Quiero decir exactamente lo que digo -contestó el señor Samsa, dirigiéndose con

sus acompañantes hacia el huésped. Al principio éste se quedó allí en silencio y miró

hacia el suelo, como si las cosas se dispusiesen en un nuevo orden en su cabeza.

-Pues entonces nos vamos -dijo después, y levantó los ojos hacia el señor Samsa

como si, en un repentino ataque de humildad, le pidiese incluso permiso para tomar

esta decisión.

El señor Samsa solamente asintió brevemente varias veces con los ojos muy abiertos.

A continuación el huésped se dirigió, en efecto, a grandes pasos hacia el vestíbulo;

sus dos amigos llevaban ya un rato escuchando con las manos completamente

tranquilas y ahora daban verdaderos brincos tras de él, como si tuviesen miedo de

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que el señor Samsa entrase antes que ellos en el vestíbulo e impidiese el contacto

con su guía. Ya en el vestíbulo, los tres cogieron sus sombreros del perchero, sacaron

sus bastones de la bastonera, hicieron una reverencia en silencio y salieron de la

casa. Con una desconfianza completamente infundada, como se demostraría

después, el señor Samsa salió con las dos mujeres al rellano; apoyados sobre la

barandilla veían cómo los tres, lenta pero constantemente, bajaban la larga

escalera, en cada piso desaparecían tras un determinado recodo y volvían a

aparecer a los pocos instantes. Cuanto más abajo estaban tanto más interés perdía

la familia Samsa por ellos, y cuando un oficial carnicero, con la carga en la cabeza

en una posición orgullosa, se les acercó de frente y luego, cruzándose con ellos,

siguió subiendo, el señor Samsa abandonó la barandilla con las dos mujeres y todos

regresaron aliviados a su casa.

Decidieron utilizar aquel día para descansar e ir de paseo; no solamente se habían

ganado esta pausa en el trabajo, sino que, incluso, la necesitaban a toda costa. Así

pues, se sentaron a la mesa y escribieron tres justificantes: el señor Samsa a su

dirección, la señora Samsa al señor que le daba trabajo, y Greta al dueño de la

tienda. Mientras escribían entró la asistenta para decir que ya se marchaba porque

había terminado su trabajo de por la mañana. Los tres que escribían solamente

asintieron al principio sin levantar la vista; cuando la asistenta no daba señales de

retirarse levantaron la vista enfadados.

-¿Qué pasa? -preguntó el señor Samsa.

La asistenta permanecía de pie junto a la puerta, como si quisiera participar a la

familia un gran éxito, pero que sólo lo haría cuando la interrogaran con todo detalle.

La pequeña pluma de avestruz colocada casi derecha sobre su sombrero, que,

desde que estaba a su servicio, incomodaba al señor Samsa, se balanceaba

suavemente en todas las direcciones.

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-¿Qué es lo que quiere usted? -preguntó la señora Samsa que era, de todos, la que

más respetaba la asistenta.

-Bueno- contestó la asistenta, y no podía seguir hablando de puro sonreír

amablemente-, no tienen que preocuparse de cómo deshacerse de la cosa esa de

al lado. Ya está todo arreglado.

La señora Samsa y Greta se inclinaron de nuevo sobre sus cartas, como si quisieran

continuar escribiendo; el señor Samsa, que se dio cuenta de que la asistenta quería

empezar a contarlo todo con todo detalle, lo rechazó decididamente con la mano

extendida. Como no podía contar nada, recordó la gran prisa que tenía, gritó

visiblemente ofendida: «¡Adiós a todos!», se dio la vuelta con rabia y abandonó la

casa con un portazo tremendo.

-Esta noche la despido- dijo el señor Samsa, pero no recibió una respuesta ni de su

mujer ni de su hija, porque la asistenta parecía haber turbado la tranquilidad apenas

recién conseguida. Se levantaron, fueron hacia la ventana y permanecieron allí

abrazadas. El señor Samsa se dio la vuelta en su silla hacia ellas y las observó en

silencio un momento, luego las llamó:

-Vamos, vengan. Olviden de una vez las cosas pasadas y tengan un poco de

consideración conmigo.

Las mujeres lo obedecieron enseguida, corrieron hacia él, lo acariciaron y terminaron

rápidamente sus cartas. Después, los tres abandonaron la casa juntos, cosa que no

habían hecho desde hacía meses, y se marcharon al campo, fuera de la ciudad, en

el tranvía. El vehículo en el que estaban sentados solos estaba totalmente iluminado

por el cálido sol. Recostados cómodamente en sus asientos, hablaron de las

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perspectivas para el futuro y llegaron a la conclusión de que, vistas las cosas más de

cerca, no eran malas en absoluto, porque los tres trabajos, a este respecto todavía

no se habían preguntado realmente unos a otros, eran sumamente buenos y,

especialmente, muy prometedores para el futuro. Pero la gran mejoría inmediata de

la situación tenía que producirse, naturalmente, con más facilidad con un cambio

de casa; ahora querían cambiarse a una más pequeña y barata, pero mejor

ubicada y, sobre todo, más práctica que la actual, que había sido escogida por

Gregorio. Mientras hablaban así, al señor y a la señora Samsa se les ocurrió casi al

mismo tiempo, al ver a su hija cada vez más animada, que en los últimos tiempos, a

pesar de las calamidades que habían hecho palidecer sus mejillas, se había

convertido en una joven lozana y hermosa. Tornándose cada vez más silenciosos y

entendiéndose casi inconscientemente con las miradas, pensaban que ya llegaba

el momento de buscarle un buen marido, y para ellos fue como una confirmación

de sus nuevos sueños y buenas intenciones cuando, al final de su viaje, fue la hija

quien se levantó primero y estiró su cuerpo joven.

FIN

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