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Mempo Giardinelli
¿Por qué prohibieron el circo?
Edhasa
Primera edición en Argentina: diciembre de 2013
Buenos Aires – Argentina
ISBN: 978—987—628—282—6
Índice
Prólogo a esta edición
Texto de la contratapa de la edición mexicana de 1983
Advertencia al lector (Texto tomado de las primeras
ediciones de 1976 y 1983)
Primera parte
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Segunda parte
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Tercera parte
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Brevísimo vocabulario
Prólogo a esta edición
Escribí mi primera novela cuando tenía menos de veinte años pero también
la decisión blindada de que la literatura sería mi vida. El título era "La tierra de uno",
y rápidamente descubrí que como novela no valía nada y por eso duerme hoy un
justo sueño.
Pero aquel aprendizaje juvenil me sirvió para escribir una segunda novela,
que empecé a los veintiún años, durante el servicio militar. Es ésta que usted lee y
su primer título fue Toño, y más tarde Toño tuerto rey de ciegos.
En 1973 la presenté al Concurso Latinoamericano de Novela del diario La
Opinión, cuyo jurado era intimidatorio: Juan Carlos Onetti, Augusto Roa Bastos,
Julio Cortázar y Rodolfo Walsh.
No lo gané, pero mis expectativas se cumplieron con holgura: Roa Bastos y
Walsh destacaron explícitamente mi novela en el largo artículo que el diario dedicó
al veredicto, el domingo 13 de mayo de ese año.
Fue un estímulo inmejorable, pero como siempre ha sido difícil encontrar
editor para un primer original, mi caso fue uno más. Recién en 1974 Jorge Lafforgue
decidió incluir Toño en la colección Narradores de Nuestra Época, de la editorial
Losada. Lo celebré, obviamente, aunque todavía no sabía que ésta era una novela
maldita. Primero porque por naturales demoras editoriales se fue postergando la
publicación, que finalmente se produjo después del golpe de Estado del 24 de
Marzo de 1976.Y luego porque la edición completa de tres mil ejemplares fue
retenida en las bodegas de Losada hasta que una noche del invierno de ese
espantoso año argentino fue incinerada junto a miles de otros libros de Losada que
los dictadores ordenaron quemar. Ésa fue la causa principal de mi exilio en México,
hacia donde partí en cuanto pude.
En el oscuro trayecto perdí el único ejemplar que tenía, realzado por una
bellísima tapa de Silvio Baldessari, el extraordinario ilustrador de aquella colección
de Losada. En cambio, y por fortuna, conservé unas viejas galeradas de linotipo,
sucias y entintadas, que me habían enviado de la editorial un par de años antes para
corregir. Y que en México me sirvieron para tipear nuevamente esta novela, que sin
embargo ya no me convenció y decidí abandonar, pensando que había envejecido.
O acaso era que mis ideas literarias iban ya por otros carriles: en 1980 se publicó en
España La revolución en bicicleta, que fue, de hecho, mi primera novela publicada. En
1981 y 1982 se editaron en los Estados Unidos El cielo con las manos y los cuentos de
Vidas ejemplares. Y en 1983 recibí en México el Premio Nacional de Novela por Luna
caliente.
En esos días me llamó el poeta Sandro Cohen, amigo y colega del diario
Excelsior, y me propuso una cita con Luis Mario Schneider, un editor bastante
prestigioso que para mi sorpresa resultó ser correntino de nacimiento y estaba lleno
de nostalgias del mismo río Paraná y de las mismas siestas que yo añoraba, aunque
él llevaba cuarenta años viviendo en México y no tenía nada que ver con el exilio
político. Había fundado y dirigía la editorial Oasis, una empresa pequeña pero muy
activa, y quería leer el original premiado.
De ese encuentro resultó la primera edición de Luna caliente, que se vendió en
un par de meses e hizo que Schneider me pidiera otra novela. No tenía ninguna,
pero le conté la historia de Toño tuerto rey de ciegos, abortada entre miles de otros
libros quemados por los militares. Schneider se entusiasmó y me ofreció publicarla
también.
No fue para mí una decisión fácil, porque ese texto requería una ardua
reescritura. Habían pasado nueve años desde que Lafforgue aprobara el primer
original, y en ese lapso yo había crecido y me reconocía mucho más exigente. De
manera que me apliqué a un riguroso trabajo de reescritura durante varias semanas.
Le quité malezas y vicios adolescentes, y también le cambié el título.
¿Por qué prohibieron el circo? se publicó, igual que Luna caliente, en la colección
El Nido del Ave Roe, de Oasis. Y así como a la primera la presentaba en contratapa
un texto de Juan Rulfo, a ésta la presentó uno de José Agustín, que los lectores
encontrarán a continuación de este prólogo.
La novela se vendió más rápido que lo esperado, e igual velocidad tuvo mi
arrepentimiento: decidí que era un texto menor, que ya no me representaba, y me
prometí nunca más reeditarla y hasta la excluí de mi bibliografía.
Acierto o error, pasaron tres décadas hasta que en 2012 la encontré en la
Biblioteca Alderman, de la Universidad de Virginia, Estados Unidos, donde hay un
único ejemplar encuadernado que me llenó de nostalgia. Pedí una copia escaneada,
pensando en alguna futura labor de arqueología literaria.
Apenas dos meses después, desayunando con mi editor y amigo Fernando
Fagnani, le conté esta historia y él se entusiasmó exactamente como Schneider
treinta años antes. Me propuso rescatar esta novela y contratarla a ciegas, sin
haberla leído, con lo que me metió en un compromiso porque yo ya no recordaba
cabalmente el argumento.
Desde esa mañana, me apliqué a una lectura crítica de esta novela, pero con
la decisión de no modificarla argumental ni estructuralmente. Sólo hice pequeños
arreglos necesarios, cambié el nombre de un par de personajes, eliminé alguna
alusión que ya no me interesa, y morigeré y perfeccioné la oralidad local de la
historia, que originalmente reproducía vocablos en lenguas guaraní y qom (que
entonces llamábamos "toba"). Hace cuarenta años era una valorable labor reflejar
los sonidos de la oralidad. Hoy pareciera que ya no, pero quise mantenerlo
igualmente porque creo que le da un justo sabor de época al texto.
Releer esta novela, avanzar en ella sin saber lo que seguía e incluso
ignorando el final —puesto que no conseguía recordarlo— fue nomás un trabajo
arqueológico personal. No me sobraba el tiempo ni andaba yo sin otros proyectos,
pero comprendí que en esa tarea estaba reconociendo mi irrenunciable pasado
literario. Y eso es, finalmente, casi todo lo que un escritor posee.
MG.
Resistencia, Chaco, Febrero de 2013.
Texto de la contratapa
de la edición mexicana de 1983
Por José Agustín
En esta, la primera novela del argentino Mempo Giardinelli, nos
encontramos con un escritor extraordinariamente dotado, que posee la seguridad
instintiva de los grandes artistas; que maneja diversos e intrincados estratos del
lenguaje, con una capacidad poco común; y que se muestra atento a las necesidades
más profundas y dramáticas de los pueblos latinoamericanos que sufren
explotaciones y miserias.
Esta novela, sin perder su condición primeriza, es muy rica: se lee con gusto,
primero, y con apasionamiento después. Los personajes, vistos en su
contradictoriedad, están vivos; y la recreación del pequeño pueblo fronterizo es
magnífica. Hay un doble compromiso aquí: con la suerte de los oprimidos (lo cual
motivó que la edición argentina de esta novela se cancelara en 1976), y con la
literatura misma, pues el autor nos da lo mejor de sí sin auto complacencias ni
fuegos de artificio.
Fascinante, rica en líneas argumentales, en planos literarios, esta novela
también refleja la búsqueda de un estilo propio, ya entonces en proceso de
consolidación, y los vastos recursos artísticos del autor, una de las cartas más
fuertes de la reciente narrativa latinoamericana.
Advertencia al lector
(Texto tomado de las primeras ediciones
de 1976 y 1983)
Casi todo lo que aquí se relata ocurrió realmente. Sin embargo, como no
quise hacer historia, los hechos aparecen mezclados, exagerados o minimizados.
Fundamentalmente, lo que hay es una absoluta incoherencia temporal. Lo único
cierto es que estos sucesos acaecieron en la provincia del Chaco, años atrás.
Por otra parte, puede que algunas personas se sientan identificadas. Aunque
la mayoría de los personajes de esta obra son imaginarios, es verdad que algunos de
ellos existen o existieron en la vida real. Por eso, hago mía la advertencia con que
Crisanto Domínguez, un plurifacético individuo que protagonizó el Chaco, mi
provincia, en el Norte de Argentina, durante más de treinta años, comenzaba su
libro Tanino. Memorias de un hachero: "Los personajes de este libro podrían ser
ficticios, pero no, son auténticos. Por eso, si alguien se siente zamarreado por estas
páginas y cree que es él; que no lo dude, es él nomás".
La presente versión es prácticamente la misma, con algunas correcciones.
La edición mexicana de 1983 tenía esta dedicatoria:
Para Mónica, a pesar de todo.
Y para María y Guillermina.
Treinta años después la mantengo y no sólo por elegancia, sino porque es lo
justo.
PRIMERA PARTE
Uno
Llegó una mañana temprano, cuando el sol se adivinaba por la claridad que
subía desde el horizonte. Con la mochila al hombro y una valija en la mano,
caminaba lentamente. Tenía el pelo revuelto, una mueca de disgusto en la boca y
una barba nueva y morena que le ensombrecía el rostro. Los ojos, vidriosos,
miraban como mira un muerto.
El pueblo apareció detrás de unos eucaliptos, como si la espesura se hubiera
convertido, repentinamente, en una larga calle. Un par de casas, a cada lado,
parecían formar una puerta de entrada al vecindario. A unos trescientos metros vio
un mástil sin bandera. Más allá, un árbol, otro mástil y un rancho: el final del
caserío, cuyos habitantes, a esa hora, dormían o se desperezaban frente a galletas
mojadas en mate cocido.
Unos pasos más adelante, a su derecha, le llamó la atención un viejo edificio
descolorido, que parecía una mezcla de supermercado ciudadano con tienda de
turco contrabandista. La puerta de madera nunca había sido pintada. Sobre la
vidriera, se destacaba una inscripción: Farmacia Lema. Se acercó.
Adentro, un hombre tomaba mates. A pesar del calor, vestía calzoncillos
largos y camiseta de frisa. Era canoso y no se le distinguían las facciones, pero
miraba hacia la ventana. Tenía la costumbre de contar los mates: decía que si se
tomaban números impares era mala suerte y podía quedar tuerto. Por supuesto,
jamás había tomado uno solo: seguramente hubiera terminado rengo. Lo cierto es
que se asustó y no supo si vio al hombre junto a su ventana en el octavo o en el
noveno. Era uno de los más antiguos pobladores de Colonia Perdida y conocía a
todos sus habitantes, uno por uno.
—No es de acá —murmuró.
Dejó la pava y el porongo sobre el piso de ladrillos. Se pasó una mano por la
frente y achicó los ojos para ver mejor. La figura se hizo más nítida: hasta le vio una
pequeña cicatriz en la mejilla derecha. Se puso de pie y dio un salto hacia atrás. Se
escudó tras el mostrador y tomó la escopeta que guardaba entre los papeles de
envolver.
—Dieciséis de mierda —dijo—. Ojalá que me andés ahora.
Afirmó los pies en el piso y apuntó con la culata pegada al costado de su
cintura. Pensó: "Si entra lo mato".
Afuera, el recién llegado lo miraba sin verlo. Durante casi un minuto, los dos
hombres parecieron esperar, ventana de por medio. Después, el forastero giró y se
alejó hacia el centro de la calle, hacia el oeste.
El canoso se desconcertó. Arma en mano, corrió hasta la ventana y vio que el
sol despuntaba a lo lejos y comenzaba a castigar las espaldas del desconocido. Lo
miró: era alto, fornido, moreno y una larga melena le cubría el cuello.
Se preguntó cómo había llegado. A Colonia Perdida no conducían caminos
ni vías de ferrocarril. Los aviones pasaban demasiado alto y seguían de largo. Una
vieja picada desandaba larguísimas leguas de monte cerrado, cruzando esteros y
riachos, hasta la ruta más próxima; de ahí a la capital había como cinco horas de
viaje. Pero andar la picada podía requerir varios días de marcha.
Se preguntó, también, por qué había llegado. Y para qué. Colonia Perdida,
en medio de las selvas más vírgenes del Chaco —ni tan al Norte ni tan al Sur pero
más bien hacia el Norte—, era menos que un centenar de habitantes, una larga calle
de tierra y casas dispersas a su vera.
—Malo —aseguró—, esto es malo.
Abrió la puerta y se asomó. El forastero caminaba por el medio de la calle;
estaba a casi doscientos metros de distancia. Al mirarlo nuevamente, sacudió la
cabeza. Era el primer extranjero en veintisiete años.
Dos
Atravesó la tranquera de molinete y se detuvo frente al árbol, un enorme y
solitario quebracho. Más allá, tras los descuidados yuyos del patio, se levantaba una
construcción rectangular, con techo de cinc a dos aguas y una galería en la que se
destacaban las cuatro columnas de grueso urunday. Haciendo ángulo con el árbol y
el viejo edificio, un mástil de tacuara tenía los hilos colgando. En la galería dormía
un hombre, flanqueado por dos perros: uno blanco, lanudo y de cola corta, y otro
marrón, gordo y de cola larga. La botella de vino parecía haberlos emborrachado a
los tres.
Al fondo había un rancho cuadrado y pequeño que alguna vez había
recibido una mano de pintura blanca. Sobre el techo de adobe crecían dos paraísos.
Fue hasta allí y se detuvo frente a la puerta. Aplaudió tres veces.
—Quién es —preguntó una voz ronca, del otro lado.
—Antonio Oroño, el nuevo maestro.
Pudo escuchar el ruido que hacía el hombre al levantarse de la cama, ponerse
un pantalón y calzarse unas chancletas. Cuando abrió la puerta, apareció un rostro
ajado como una flor guardada entre las páginas de un libro. La cabeza era enorme y
los cabellos reblancos. La nariz puntiaguda caía como un pico de carancho.
—Pase —dijo—, pase.
Adentro había un desagradable olor a encierro, a falta de sol, como si la
transpiración de ese individuo estuviera suspendida en el aire.
—Puede llamarme Toña.
—Y yo soy Juan Palacio. Tome asiento. Ya me visto y preparo el café.
Toña se sentó en una silla de mimbre. El anciano se abotonó una camisa
blanca y almidonada, encendió el calentador y puso la cafetera sobre la hornalla. Se
ajustó el pantalón y se calzó unos viejos botines que le cubrían los tobillos. Cuando
el café estuvo listo, llenó dos tazones, espantó las hormigas de la azucarera y se
acercó.
—Sírvase, ché, está en su casa.
Toña revolvió el azúcar.
—No me esperaba, ¿no?
—Acá nunca se espera nada.
Bebieron en silencio. Después, el viejo preguntó cómo está Resistencia, hace
mil años que no vaya la capital. Toña se lo dijo.
Se miraron durante unos minutos sin saber de qué hablar, hasta que Juan
Palacio se dirigió a la puerta, la abrió, miró hacia el otro edificio y volvió a cerrarla.
Se sentó en la cama.
—No piense que este pueblo es una porquería —afirmó—. Sólo un poco
aburrido. Hay que conocer la idiosincrasia de la gente, entenderla, hacerse querer
un poco y enseguida se los pone a todos en el bolsillo. Y si no es de mucho pensar y
se hace menos mala sangre, lo va a pasar bien. No digo que yo no haya sentido el
paso de los años, pero le aseguro que no es tan malo como estará pensando.
—Yo no pienso que sea malo. Pedí para venir.
—¡Pidió para venir! ¡Voluntariamente con su voluntá!
—Sí.
—¿Y por qué, si se puede preguntar?
—Me cansé de la ciudad. No me gustaba.
—Yo, en cambio, vine por error. Me anoté mal en el registro, y cuando me
dijeron que mi destino era Colonia Perdida resultó que andaba sin plata. Como me
ofrecían un trabajo, una casa y un sueldito...
Se pasó la mano por la barba. Estaba larga, como de tres días. Se arrellanó en
la cama, recostándose contra la pared, y suspiró profundamente.
—Acá no hay Este ni Oeste —continuó—, ni Sur ni Norte. No hay diferencia
entre que el sol salga o se ponga. No hay sobresaltos. No hay diarios. ¿Sabe la de
cosas que no hay aquí? Eso sí: el que tiene radio se salva un poco.
Los tiempos cambian, se dijo Toña.
—Al principio me gustaba —siguió el viejo—, porque yo era un ante de la
naturaleza, y acá hay mucha. Me sentaba todas las noches bajo el algarrobo y
disfrutaba de esta paz, tomaba mates y hacía planes para cuando volviera. Hasta
que un día vi que todo era igual, que estaba harto de la tranquilidad y que me
olvidaba de los planes con la misma facilidad con que los hacía. Entonces empecé a
ir al boliche y a sentirme cada vez más solo. Pedí la jubilación y rogué que no me la
dieran. Pero ahora vino usted, Oroño, y yo me voy esta misma tarde.
Se levantó y abrió la ventana. Suspiró. Después se peinó frente a un espejo
que había sobre una palangana.
—¿Y qué le parece el pueblo?
—Todavía no me parece nada.
El viejo levantó dos camisas del suelo y escondió las alpargatas debajo de la
cama.
—Ser maestro es creer en Dios —dijo—. Lo que se dice un verdadero
sacerdocio, ¿no?
—No.
—¿No? —lo miró, sorprendido—. ¿Cómo que no?
—No me parece que sea un sacerdocio. Ni me parece que uno deba creer en
Dios por el hecho de ser maestro. Yo no creo en Dios.
—Uy, uy, uy, eso es malo, amigo, muy malo. En un pueblo como éste ser
ateo no es aconsejable. Le sugiero que no lo diga. Acá la gente trata de creer más y
más, como si fuera una obligación, como si así cada uno se mirara menos para
adentro. La fe es una buena medicina, y Dios no es malo, Oroño, sólo un poquito
olvidadizo. Al fin y al cabo todo el mundo le pide cosas y él no puede estar en todas
partes. Alguien tiene que sufrir y pasada mal, ¿no?
—Discúlpeme, pero no estoy de acuerdo.
—Ya lo sé. Pero quiero verlo de acá a un tiempo, cuando se sienta solo como
un terrón en medio del campo. Ya va a cambiar.
—Hábleme de la escuela, ¿quiere?
—Hay poco que decir. Son cuarenta y dos chicos en el único turno, de
mañana. Y cuatro o cinco que vienen de tarde, pero porque si no yo me aburro.
Están todos juntos para los siete grados. En general Son buenos, pobres, flacos,
brutos, pero... No es importante que aprendan gran cosa. Ninguno va a estudiar a
Resistencia.
—¿Por qué?
—Porque nadie sale de Colonia Perdida. No hace falta: los chicos hacen lo
mismo que sus padres. El hijo de hachero será hachero. El de padre cosechero será
cosechero. Y heredan también la miseria. El pueblo está ordenado así.
—¿Y el resto de la gente?
—Hay de todo. Ya los va a conocer.
—¿Pero qué hacen, de qué viven?
—Acá se trabaja cuatro meses en las cosechas y todo el año en el obraje. Y
están el cura, el bolichero, el tendero, el farmacéutico, el almacenero, el intendente y
los administradores. Nada más. La gente no hace nada y ésa es su virtud. O hacen
que hacen cosas, pero como cada uno conoce más las limitaciones ajenas que las
propias, todos se resignan y se aceptan así: tratan de vivir lo mejor posible y morirse
lo más tarde que se pueda. No me dirá que no es una buena filosofía, ¿no? Acá no
hay gente mala. Los malos están muertos o aquietados.
Se escuchó una campana. El viejo se puso de pie.
—Venga que lo voy a presentar. La campana la toca Nicasio todos los días
cuando calcula que son las siete y cuarto. Lo habrá visto durmiendo en la galería
con sus perros. Es un borrachín que un día se quedó aquí y desde entonces toca la
campana, corta el pasto y trata de aguantar cada día ese día. Hay que tratarlo como
a un portero y se siente feliz... Y a usté, ¿qué le dio por venir a Colonia Perdida?
—Vine nomás.
—Claro —dijo el viejo—. Yo también vine nomás. Hace cuarenta y cuatro
años.
Tres
Ahora ambos caminan mientras un grupo numeroso de niños los observa en
silencio. Miran el monte que está ahí nomás. Toño hace un comentario sobre el
paisaje, que es muy gris, y el viejo está de acuerdo en que es una lástima que el
polvo lo cubra todo, pero acá el clima es así y el verano es eterno y uno se
acostumbra, ya lo va a ver, y eso es lo malo: acostumbrarse.
Juan Palacio dice estar convencido de que por más que uno se resista, a la
larga termina adaptándose y se resigna. Los hombres resignados son como las
líneas rectas, no tienen perspectiva. Entonces uno se achata, se recuesta en su propia
soledad y acaba despreciando a la gente, al pueblo, a uno mismo. Es que uno se
contradice y se traiciona permanentemente: justo cuando va a decir se acabó, planto
y me voy, decide esperar hasta mañana. Y mañana se convence de que no está tan
mal como está. Y lo peor es que, siempre, cuando uno se da cuenta ya es tarde.
Toña no lo mira. Siguen caminando.
—Qué quiere que le diga. Me cuesta entender que haya venido por su
voluntá. Parece tan joven. ¿Cuántos años tiene? ¿Treinta?
—Treinta y uno —sonríe, mira al viejo a los ojos—. Pero qué ganas tiene de
quedarse, ¿eh?
—¿Qué? ¿Que yo? ...
—Sí, claro, usted. Tiene unas ganas locas de quedarse.
Juan Palacio frunce el ceño, patea un terrón y suelta una risita forzada.
—Puede ser —dice—. Pero usted ya vino y los dos no cabemos.
Cuando llegan a la galería, Toña mira hacia el pueblo: hay un sulky detenido
a cien metros, una mujer con un bolso en la mano, varios perros, dos chicas que
barren la calle, un paisano a caballo. Después observa a los niños. Casi todos son
muy pobres y bajo sus guardapolvos blanquisucios asoman ropas harapientas. Son
caras angulosas, demacradas, casi adultas.
—Buenos días, alumnos —dice Juan Palacio.
—BUENOSDÍAS—MAESTRO —grita el coro de niños.
—A la enseña con unción.
Toño lo mira. Está seguro de que ninguno conoce el significado de esa
fórmula. Pero los chicos giran las cabezas cuando empieza a escucharse "Aurora" en
un viejo fonógrafo. Al pie del mástil de tacuara hay un gordito peinado a la gomina
y un peticito con los zapatos lustrados. Izan una bandera desteñida y algo
deshilachada, en un ambiente sin emoción, mientras la mañana se entibia
lentamente.
Después, los niños entran al aula. Juan Palacio se dirige al hombre a quien
Toño viera durmiendo en la galería.
—¿Están todos, Nicasio?
—Faltan dó. El de Luján y un Galínde.
Es un individuo sin edad, pequeño, enjuto y encorvado como el dedo
meñique de una mano caída. Tiene la cara agrietada y cobriza, unos ojos que
parecen dos agujeros de bala y una nariz enorme y roja.
—Nicasio —dice el viejo—. Este's el nuevo maestro.
—Qué tal —dice Toño.
Se miran pero no se dan la mano.
—¿Y usté? —pregunta Nicasio.
—Me voy esta tarde —responde el viejo.
—No va'volver.
—No, nunca más.
Entran al aula. Hay un cuadro de San Martín al frente, y otros dos, de
Rivadavia y de Sarmiento, al fondo. En las paredes hay láminas con vacas, pampas,
insectos y máximas. Debajo de San Martín está el pizarrón. Una ventana da a la
galería. Otras dos, en la pared opuesta, dejan ver el monte. Juan Palacio mira a sus
alumnos, uno por uno, detenidamente.
—Bueno muchachos —dice—.Yo me voy a la ciudad y se queda con ustedes
el Señor Antonio Oroño, que acaba de llegar de Resistencia. y entonces tenemos que
despedirnos.
Toño juzga que es mejor no estar presente. El discurso promete ser sensiblero,
y la sensiblería lo agobia.
Nicasio ceba mates en la galería. Los perros lo observan.
Toño se detiene junto al mástil y enciende un cigarrillo. Al rato, Juan Palacio
sale del aula, con los ojos brillosos.
—Qué lástima, carajo, qué triste. Nunca pensé que sería tan difícil.
Y camina presuroso hacia la casa, mientras una bandada de cotorras se
anticipa a las nubes que avanzan trotando.
Toño lo mira indiferente.
Cuatro
El Bar El Jardín era un antiguo caserón de ladrillos con dos grandes vidrieras
que daban a la calle. De jardín sólo tenía algunas flores pintadas sobre el viejo
empapelado hecho jirones. En el salón, de unos diez metros por lado, había varias
mesas cuadrangulares rodeadas de sillas con sentaderas de mimbre tejido.
Mosquitos y vinchucas giraban en torno de los faroles de querosén. Tras el
mostrador, una puerta de la que colgaba una cortina roja daba a las habitaciones
interiores.
Ignoró la insistencia de las miradas y se sentó junto a una de las ventanas.
Había caminado lentamente, observando el paisaje de viejos ranchos de barro y
paja y las pocas casas de material. La gente lo había mirado con asombro desde las
veredas falsas. Era la hora en que se encendían los candiles; algunos sacaban sus
catres de tijera para dormir a la intemperie y otros, simplemente, tomaban mate o
guaripola en las puertas de sus casas. Era la hora en que la noche trataba en vano de
mitigar el sofocón de los cuarenta grados de abril.
Se le acercó un hombre gordo, de mediana estatura, casi calvo y con una cara
pálida como la de un payaso recién maquillado. Sonrió mostrando dos premolares
de platino.
—Usté's el nuevo maestro —dijo—. ¿El Señor Oroño?
Toño asintió.
—Tóo el pueulo habla de usté. Acá no llegan gente, ¿sabe?
El gordo hablaba con tonada paraguaya: las palabras salían como mecidas en
una hamaca.
Detrás, la concurrencia —numerosa— no respiraba. Algunos se habían
inclinado descaradamente para oír mejor.
—¿Qué toma, mestrro?
—Una ginebra, por favor.
—Enseída. Pero va'dispensar que no tenemo hielo.
Corrió hacia el mostrador. Jamás en su vida había sido tan diligente. Lo
recibió un murmullo perceptible. El gordo chistó como ahuyentando a un perro y
volvió a la carrera. Depositó el pedido sobre la mesa, esperó un instante y luego se
retiró.
Toño lo miró hacer, pensando que los primeros días lo colmarían de
atenciones porque era nuevo en el pueblo. Pero no se detenía a analizar lo que
estaba viviendo. Nada tenía edad. Todo era de hace un rato, ayer, anteayer a lo
sumo. Las cosas pasaban porque tenían que pasar, así había sido todo el día, todo el
viaje desde Resistencia, todo el tiempo anterior, toda su vida, todo lo que vendría.
Se preguntó si de veras vendría algo. En realidad, no esperaba nada. Esperaba nada.
Era su única certeza.
—Disculpe, caraí mestrro —le dijo una voz ronca—. ¿Me deja sentar?
Era un moreno enorme, de casi dos metros, espaldas anchísimas y manos
callosas que sostenían nerviosamente un sombrero aludo.
—Métale.
—Me llamo Gerunflo Romero —dijo el hombrón. Tenía ojos achinados, cejas
quemadas y pómulos redondos y gordos que le ensanchaban la cara. Barbilampiño,
su boca estaba coronada por un bigote ralo. El sombrero descansó en su falda.
—Uno'e misijo é alumno suyo.
—Ahá.
—Sí, hoy vino contento. Al viejo Palacio no le quería por el Nicasio. Ya le
conocerá, supongo...
Toño asintió y pensó que la amabilidad era mentira. Los chicos de la
escuelita lo odiaban, estaba seguro. Los había atiborrado de deberes: un par de
problemas, tres trabajos de geometría, una composición y una lección de
Naturaleza. La mentira era una excusa para acercarse; estaría harto de cacarear
alrededor del paraguayo gordo.
—M'hijo es güeno, mestrro —dijo el hombrón—. Si se hace'l loco déle nomá
por cabezudo. Pero cuídemelo del Nicasio; se la tengo jurada.
—¿Por?
—Yo le digo nomá.
—Está bien.
El hombre bajó los ojos y se miró las manos. Habló con rabia:
—Pasa que's un generáo... Vez pasada me lo arrinconó al Artemio y se abusó.
Toño achicó los ojos y preguntó:
—¿Cómo dice?
—Eso. Nicasio se lo mandó y yo se la juré.
Se miraron sostenidamente. Y justo en ese momento entró al bar un
hombrecito flaco, que vestía pantalones claros y rotosos y una camisa que habría
sido blanca si la lavaban. Tenía cara de retardado, la boca muy abierta y unos ojos
de mirar vidrioso, achinados, que parecían encerrar entre paréntesis una nariz
anchísima y carnosa. Jadeaba nerviosamente.
Se dirigió al paraguayo, gritando:
—¡Rojo... El intendente... me mandó'ver... al nuevo mestrro...!
—¡Despacio, Marcial! ¡Ya te dije que no entrés así, que me asustás la
clientela!
—Tá'bien, pero el intendente me...
—Ahi'stá —señaló Rojo—. Es el Señor Oroño.
Marcial caminó hacia Toño, con su paso desparejo y rápido. Su mirada
parecía incapaz de fijarse en un solo punto.
—Güenas hiñor —dijo—. Dice'l intendente que l'invita almorzar mañana.
Que por qué no le vio primero a él. Que l'estuvo esperando too el día dihoy. Que
vaye mañana a las docenpunto.
Toño agradeció con un movimiento de cabeza. La concurrencia elevó el
murmullo y algunos cruzaron miradas de entendimiento. Rojo masculló unas
palabrotas.
Él siguió bebiendo su ginebra.
Cinco
El mate cocido con leche y sin azúcar le dejó un gusto amargo en la boca,
como si hubiese pegado estampillas toda su vida. Después se recostó en la cama y
fumó un par de cigarrillos.
Cuando escuchó que llegaban los primeros niños a la escuela, se puso de pie
y salió. El sol comenzaba a picar. Caminó hasta el edificio.
—¿Quién es Artemio Romero? —preguntó.
—Aquél —respondió un flaquito picado de viruelas. Señaló a un chico de
unos diez años, relleno y aindiado, de mirada triste, que comía una galleta sentado
en un tronquito—. ¿Quiere que le llame?
—No —dijo Toño. El flaquito lo miraba. Tenía una panza pequeña, como una
pelota escondida bajo el delantal. Las piernas parecían un piolín con nudos.
—Y vos quién sos.
—Miguel.
—Miguel cuánto.
—Miguel Perón.
Tenía los pelos parados como las cerdas del lomo de los pecaríes, los ojos
mínimos, rasgos inconfundibles: era un toba legítimo.
—No te hagás el vivo, pendejo. Tu apellido, de veras.
—Perón —repitió el niño—. Mi papá se llama Juan Perón.
Nicasio asistía a la escena con la pava en la mano. Se acercó a Toño y le
entregó un mate.
—Miguel es hijo 'e un indio que nació n'el obraje hace muchosaño. No tenía
padre conocido y tonce le bautizaron Juan Perón. Hay mucho jhindio que tienen
nombre de prócere: hay Domingo Sarnmiento, San Martín, Belgrano... Hipólito
Yrigoyen tamién; hasta Julio Arroca, hay de too...
Toña asintió y entró al aula. Explicó la regla de tres compuesta para los
mayores y las tres clases de triángulos para los menores. En la hora de lenguaje
enseñó la conjugación de un par de verbos y luego hizo preguntas a los niños acerca
de gustos, costumbres y detalles de la vida en el monte, las plantaciones y el pueblo.
La mañana pasó rápidamente.
Cuando la escuela quedó desierta, se cambió la camisa, se mojó el pelo y
salió rumbo a la intendencia. Nicasio le indicó el camino. El calor era intenso y
pesado; el mediodía tenía el olor de los aromas del monte mezclado con el de los
guisos que cocían las mujeres del pueblo. Las puertas estaban cerradas y la gente
comía con urgencia para dormir la siesta a la sombra.
La intendencia era la misma casa del intendente, una construcción amplia y
antigua, frente a la iglesia, plaza de por medio, pintada de azul claro y con varias
ventanas —cuyas persianas estaban cerradas— que daban a la galería delantera. Un
seto cubierto de ligustrinas separaba al edificio de la calle. Toña llamó y unos
segundos después se abrió la puerta principal. Apareció una mujer de unos
cuarenta años, pelo castaño oscuro, pechos como ubres y ojos color miel. La sonrisa
dejaba ver sus dientes parejos y sanos.
—Adelante, adelante —lo invitó, casi cantando—. Lo estábamos esperando,
Señor Oroño, creíamos que ya no venía...
Toño se dejó llevar y de paso vio al retardado regando unos naranjos a un
costado de la casa.
Entraron a una sala blanca en cuyas paredes se destacaban tres retratos de
hombres bigotudos y solemnes: un militar y dos civiles. La mujer le rogó que
esperara un minutito. Un quinqué de plata le llamó la atención. Leyó la inscripción
en la base: "A nuestro querido intendente Marcelino Grande, por ser grande entre
los grandes. Su pueblo, Colonia Perdida".
A la izquierda había una puerta. Se abrió y Marcelino Grande apareció
dando unos pasos enormes. Un bigotazo magnífico, rubio como todo él, parecía
caminar adelante. Toña tuvo la certeza de que había visto alguna vez a ese hombre.
Enseguida se dio cuenta: era uno de los tres individuos cuyos retratos estaban en
esa misma sala.
—¡Salud, amigo, salud! —dijo Grande con voz estrepitosa—.Vaya que es
usté poco formal. Llega al pueblo y no me viene a ver. Tengo que enterarme por los
demás de que se encuentra entre nosotros un eximio maestro ciudadano a quien me
complazco en darle oficialmente la bienvenida.
—Gracias —dijo Toño—. No es para tanto.
—No señor. Soy intendente desde hace diecisiete años, cuando se nos murió
el benemérito y eficiente Jacinto Portal, que en paz descanse, y ésta es la primera
vez que recibo a un visitante. Compréndame...
—Claro, claro...
—Y como le decía, amigo mío —Grande gesticulaba, mostrando sus muchos
anillos. Parecía un molino de viento cuando se zafan los frenos de las aspas—, usté
es un hombre poco formal pero no se preocupe que yo lo entiendo. Estuvo ocupado,
seguro. Y está bien: sólo los ocupados construimos. ¡Qué sería de este bendito país
sin gente que tenga que hacer!
La panza parecía contenida por varias fajas. La culata de un revólver de
considerable tamaño aparecía sobre el ancho cinturón, a un costado de la hebilla de
plata en la que relucían sus iniciales. Sus ojos eran muy claros y sus cejas tupidas.
Mediría un metro noventa y seguramente sobrepasaba los cien kilos.
Se dirigieron a otro salón, en el que había una mesa preparada para tres
comensales. Un florero en el medio, repleto de jazmines, despedía un agradable
perfume.
—Por aquí, Oroño —dijo el intendente—. Le repito que es un honor tenerlo
con nosotros.
—Siéntese ahí —invitó la mujer—. La casa es chica pero el corazón es grande,
usted sabe.
—Grande —dijo el intendente—. Como que me llamo Marcelino Grande.
Toño sonrió, creyendo que se trataba de una broma. El intendente dispuso
que se sirviera la comida.
Tomaron tres botellas de vino y Grande comió como si lo hubieran tenido a
dieta una semana. En ningún momento dejó de hablar: de Resistencia ciudad a la
que hace mil años que no voy usté sabe las obligaciones al frente de la comuna
porque acá el intendente es además comisario juez de paz y jefe del registro civil
vea es para volverse loco yo no sé uno se sacrifica por el progreso del pueblo pero
hay gente mala son dos o tres a los que tengo bajo control usté comprende los
rebeldes nunca faltan además tengo a mis hijas estudiando en la capital y viera qué
maravilla de hijas contale Mary pero cuídese Oroño porque enseguida se va a hacer
de enemigos lo van a envolver en barullos y mire por más bueno que uno sea la
gente confunde y cree que uno es boludo con perdón de la palabra y si se deja pasar
al cuarto está listo yo sé lo que le digo mire vea siga mis consejos que nadie conoce
Colonia Perdida como yo.
Después del postre se levantó y hurgueteó en un aparador de madera oscura.
Sacó una botella envuelta en una redecilla de hilo y un par de copitas.
—Esto es extraordinario —afirmó—. A este coñac lo tengo desde hace
diecisiete años y ésta es la oportunidad de saborearlo. Me lo regaló Jacinto Portal
antes de morir. Me dijo: "Te lo dejo para las grandes ocasiones, Marcelinito".
Después dio vuelta los ojos y se murió. Fue como la entrega del bastón de mando.
Gran intendente Portal. Una vida al frente de la comuna.
Sirvió las dos copas, se puso de pie y exclamó:
—Solemnemente lo recibo como maestro de Colonia Perdida. Que su gestión
sea positiva en pro de la educación de nuestros hijos y... en fin, disculpe pero no
sirvo para pronunciar discursos. Además, acá no hacen falta. Así que bienvenido.
Mientras tomaban el café, el intendente habló de las mejoras de la calle, de la
poda de las árboles y de las fórmulas con que redactaba los certificados de
nacimientos, matrimonios y defunciones. Hizo hincapié en la necesidad de
mantener la cordialidad entre la gente. Toño se sintió repentinamente cansado, pero
Grande estaba en su apogeo.
—Si el pueblo se aburre, estoy sonado —dijo, agitando el índice derecho de
arriba hacia abajo—. Siempre hay que darles en qué pensar, algo a qué combatir. En
cuantito se sienten bien y livianos me hacen planteos estúpidos. Ya los va a conocer
—miró el reloj de la pared: eran las tres y cuarto—. Dentro de un rato saldremos
pa'hacer una recorrida. Le voy a presentar a la gente... que vale la pena.
Seis
—¿Usted pertenece a algún partido, intendente?
—No, acá no hay.
—¿Y eso?
—El Coronel MacGuire, primer intendente del pueblo, determinó que fuera
un cargo hereditario o algo así: cuando un intendente se está por morir nombra al
sucesor. A Portal un día se le dio por morirse y me llamó. "Marcelinito (era muy
cariñoso conmigo), vos vas a ser el intendente —me dijo—. Dale duro a los que se te
rebeléen. Abajo los sagua—á." Entonces llamé a Lema, al tendero Maderal, al cura,
al almacenero Gold y a los administradores del obraje y del algodonal. Fueron los
testigos de la decisión de Portal.
—¿Y el pueblo? ¿No se opusieron, no dijeron nada?
—¡Qué iban a decir! En el entierro de Portal anuncié que me hacía cargo de la
intendencia y que esperaba la colaboración de todos.
—Sí, pero ... ¿y los partidos?
—Nunca hubo, ya le dije. Acá miramos los acontecimientos nacionales como
desde un balcón, ¿vio? Además, sólo unos cuantos estamos enterados de lo que
pasa. Los que tenemos radio. ¿Para qué informar a todos? Si somos pocos. Entonces
nos dividimos entre los que están con los intendentes, en este caso conmigo, y los
que no. Es muy sencillo y se vive bien.
—¿Y los que están en contra?
—A esos los tengo a raya. El día que deje de tenerlos estoy frito.
Cruzaron la plaza. Grande explicó que en el mástil no flameaba la bandera
porque la única que poseían la usaban para las fiestas patrias.
La iglesia era de ladrillos sin revocar. En el frente —de unos ocho metros—
había una cruz de madera a la izquierda y una enorme puerta a la derecha.
Entraron. La única nave estaba ebria de luz. Tres altos ventanales a cada lado
iluminaban los bancos vacíos. Al fondo, se divisaba el altar: un Cristo chiquito
extendía sus brazos hacia un par de santos ubicados a los costados y, más abajo, se
observaba a la Virgen de la Soledad, vestida de celeste y orlada de estrellitas de lata.
—¡Padre! —gritó el intendente— ¡Padre Gabriel!
De atrás del altar salió una cabeza calva y brillosa.
—¡Chist, carajo! ¡No porque sea intendente va a entrar a las gritos en la casa
de Dios, ché!
A la cabeza calva sucedió un cuerpo menudo, enfundado en una sotana gris.
El Padre Gabriel era un hombre de entre sesenta y setenta años. Tenía los ojitos
perdidos tras las gafas de miope, calzadas sobre una nariz aguileña y tan fina como
toda su cara, y se notaba que era un hombre pulcro y de modales estudiados.
—Está bien, pero no se enoje. Vengo a presentarle al Señor Antonio Oroño,
ilustre visitante de Colonia Perdida y desde hoy nuevo maestro del pueblo.
—Desde ayer —corrigió el cura. Su boca, de labios muy finos, apenas se
movía—. Llegó ayer de madrugada y dio su primera clase acompañado por Juan
Palacio.
—Mucho gusto —dijo Toño.
El cura refregó su diestra en la sotana antes de extenderla.
—Padre Gabriel Maldonado a sus órdenes. y créame que es un placer. Hace
años que no veo una cara nueva.
—Bueno, padre —dijo Grande—. Usté comprenderá que andamos de pasada.
Tengo que presentarle al resto de la gente. Así que lo dejamos.
—Confieso de tardecita —dijo el cura, dirigiéndose a Toño—, y se comulga
en cualquier momento. Pero venga cuando quiera; será un gustazo que me cuente
cosas de la ciudá.
—A charlar voy a venir.
—Lo espero —dijo el cura, entendiendo.
—Chau padre —dijo el intendente.
Cuando cruzaban el umbral de la iglesia, el sacerdote corrió hacia ellos y le
preguntó a Toño si sabía jugar al truco. "Y claro", fue la respuesta.
En la primera cuadra a la derecha de la iglesia estaba el Bar El Jardín.
Pasaron frente a la puerta, en silencio. Algunos metros más adelante, Grande dijo:
—A Enrique Rojo ya lo conoció anoche. Es mala persona; se hace el
simpático pero es un renegado hijo de perra y un pésimo patriota: como paraguayo
es malo y como argentino peor. Los patriotas no son privilegio del pasado, Oroño. Y
los antipatria tampoco. Este es comunista y anarquista.
Toño no hizo comentarios y así llegaron, en silencio, a la tercera cuadra a la
derecha de la iglesia, donde se ubicaba la Farmacia Lema. Entraron. El intendente
pateó una silla y adentro, tras una puerta, se oyó un murmullo.
—Ricardo —dijo el intendente—. Soy Grande.
Apareció un hombre macizo y retacón. Toño lo reconoció: era el mismo al
que había visto tomando mate y que lo había apuntado con una escopeta. De cabeza
llamativamente redonda y poblada de canas, tenía muchas arrugas en la cara, los
ojos saltones y la boca como un esfínter fruncido. Su mirada era inteligente.
—Ricardo —dijo Grande—. Te presento al nuevo maestro: el Señor Antonio
Oroño.
—Mucho gusto —dijo el farmacéutico—. Creo que ya nos conocemos.
—Sí, claro —sonrió Toño, dándole la mano.
—¿Cómo? —se asustó el intendente.
—De vista —explicó Toño—. Nos vimos cuando llegué.
—Ahá. Bueno, el Señor Ricardo Lema es el boticario, y eventualmente
médico, del pueblo. Uno de nuestros más eficaces colaboradores. Es importante,
Oroño, que frecuente su amistad. Lema es un hombre culto, sabio, prudente y bien
intencionado.
Toño adivinó un brillo jocoso en los ojos de Lema.
—No es para tanto, Marcelino, no es para tanto...
En la segunda cuadra a la derecha de la iglesia, y sobre la vereda de enfrente,
se destacaba la casa de Ramiro Luján, administrador del Obraje El Quebrachal. Era
una mansión de campo: un edificio cuadrado, de una sola planta y techo a cuatro
aguas, con numerosas ventanas protegidas por gruesas rejas de hierro forjado.
Emplazada en mitad de la cuadra, la rodeaba un parque en el que abundaban
rosales y malvones. Al fondo, había dos limoneros de los que colgaban orquídeas
silvestres.
Una mujer de rasgos indígenas, gorda y morena, les salió al encuentro. Tenía
los pómulos elevados, la nariz chata y la boca carnosa.
—Güena, caraí intendente —dijo la mujer—. Pase usté.
—Cómo le va, Ña Clara. ¿Está Luján?
—Y sí. Pase usté qu'el hiñor Ramiro le va'tendé.
Ramiro Luján era un hombre de estatura mediana, más bien delgado y con
una cara rubicunda y casi inexpresiva que delataba alguna ascendencia sajona. De
unos cuarenta años, su mirada era firme, clara y fría. Tenía unas extrañas manos de
cardíaco: nudosas y con las uñas gordas y anchas. Estaba recién afeitado y
jugueteaba con un rebenque. En la cartuchera, sobre la pierna derecha, cargaba un
Colt calibre 38.
—Hola, intendente.
—Vengo a verlo, Luján, para presentarle al nuevo maestro de Colonia
Perdida, el señor Oroño.
—Ahá —dijo Luján—. Mucho gusto.
Sin darles la mano, se dirigió al intendente.
—Estaba por ir a verlo. Tengo un problemita que me interesa consultarle.
—Cómo no —se alegró Grande—. Cómo no, Luján, cuando quiera. Usté sabe
que estoy a sus órdenes.
—Lo veré esta tardecita o mañana temprano.
Una cuadra a la izquierda de la iglesia estaba la Tienda El Amanecer. y justo
enfrente, el Almacén Casa Gold. Primero fueron a la tienda.
Los recibió un hombre alto y de pelo escaso.
—Don Grande —dijo con una sonrisa que mostró dos hileras de dientes
equinos: amarillos y enormes—. Qué gusto verlo.
—Floro —dijo el intendente—, te presento al nuevo maestro. y dirigiéndose
a Toño, agregó:
—Floro Maderal, el mejor tendero del mundo, el de los precios... ¿Cómo es
eso, Floro?
—Maderal Floro el de los precios de oro, o Floro Maderal el del precio
especial —sonrió. Los dientes eran impresionantes. Se dieron la mano. El tendero
siguió:
—Me dijeron los chicos que usté's un gran maestro, Señor Oroño.
—Gracias —dijo Toño—. Sus chicos son encantadores.
—Claro, claro —dijo el intendente—. De tal palo tal astilla —y acarició una
tela—. ¿Y, Floro? ¿Cómo andan las cosas?
—Mal, intendente. No nos llega la mercadería. El Gerunflo Romero se retrasa
con sus mulas y ya no tengo qué vender.
—Algo de eso supe. A Gold le pasa lo mismo.
—No hablemos de esos... ¿Toman algo?
Marcelino Grande explicó que estaban de paso. Maderal insistió sin suerte
un mate un tecito intendente no me desprecie mire qu'es ingrato siempre anda a las apuradas
y usté Señor Oroño venga cuando quiera ya sabe qu'ésta es su casa. Y los dientes equinos
salían a relucir a cada palabra porque su dueño recogía los labios como se
arremanga una camisa.
Mientras cruzaban la calle, Toño se preguntaba quienes serían los hijos de
Floro Maderal.
El almacén era el amplio jól de una casa grande en el cual se habían apilado
estantes, cajones y un mostrador de madera despintada. Había una balanza con dos
platos de aluminio y varias pesas de bronce. Entre latas y paquetes, aceites y yerbas,
moscas y salames, Nicomedes Gold hacía sus cuentas en una libreta y con un lápiz
cortito que cada tanto montaba sobre su oreja derecha. Era bajo y delgado, de nariz
recta y ojos pardos, abundante cabellera y manos firmes.
—Intendente —sonrió, sin mucha convicción—. Buenas, Señor.
—Cómo está, Nicomedes. Vengo a presentarle al nuevo maestro.
—El Señor Antonio Oroño —dijo Gold—. Que vino ayer de madrugada y se
hizo cargo del vacío que nos deja Juan Palacio.
—Exacto —dijo Grande—. Usted sí que es un hombre informado. Mire,
Oroño, acá el amigo es un magnífico exponente de Colonia Perdida: nació y
progresó en el pueblo.
—Y son cuarenta y siete años —apuntó Gold.
—Qué bien —dijo Toño.
—Y cómo andan las cosas, Nico —preguntó el intendente.
—Andan nomás... Usté sabe que acá no se puede enriquecer nadie.
Solamente se gana pa'vivir modestamente.
Grande miró a Toño, orgulloso.
—Mire qué ejemplo de humildad.
Gold estaba preocupado.
—Intendente... ¿El señor Maderalle dijo algo de mí?
—No.
—Porque usté sabe que tenemos alguna diferencia. Cada vez que hay viento
Norte él aprovecha y limpia, y la mugre viene a mi negocio... ¿No podría hacerse
una ordenanza que prohíba limpiar y sacar basura los días de viento Norte?
—Los días de cualquier viento, Gold —dijo Grande, dirigiéndose a la puerta.
Toño lo siguió presuroso, harto.
Una cuadra más allá, vivía Jesús María Pérez, comisionado de los
Establecimientos Algodoneros Sociedad Anónima. Era una vieja casa pintada de
blanco, con margaritas y malvones en el jardín anterior. Una mujer joven regaba las
plantas.
—Rosario... ¿Está su esposo?
La mujer se dio vuelta y asintió en silencio. Tenía un rostro interesante:
ovalado, de nariz fina con pequeños orificios hacia adelante, boca amplia y sensual
y grandes ojos marrones. Menuda pero esbelta y de pechos firmes, sus piernas se
escondían bajo una larga falda de colores suaves. Miró a ambos fugazmente y
después bajó la vista.
—Pasen —dijo—. Jesús está vistiéndose para ir a la plantación.
Pérez se peinaba frente a un espejo, en el comedor. Mayor que su mujer,
debía rozar los cincuenta años. Sus ojos eran claros, de mirada fría, y aunque en la
boca se le notaba una mueca de desagrado, o de desconfianza, impresionaba como
un hombre inteligente, calculador y astuto.
—Salú, Jesús —dijo el intendente.
—Buenas —respondió Pérez, quien no pareció alegrarse por la visita.
Grande hizo las presentaciones una vez más.
—Oroño —dijo—, Pérez aún no tiene hijos, pero en cuanto se largue le llena
la escuela.
—¿Usté viene a radicarse? —preguntó Pérez, desviando la conversación.
Toño le descubrió un ligero acento español.
—Sí, claro.
—Bueno, vamos —dijo Grande—. Que si nos quedamos nos invitan a tomar
unos mates y no andamos con tiempo. Chau, Pérez.
Salieron los tres en silencio. En el jardín, la mujer seguía regando las plantas.
Pérez dijo:
—Rosario, adentro que te necesito.
—Pero las plantas, Jesús.
—Un cuerno. Adentro que te necesito.
Caminaban por el medio de la calle. Toño sabía que eran observados, que en
las ventanas manos anónimas descorrían las cortinas para verlos pasar. Solo quería
irse a dormir el resto de esa maldita siesta. Ni siquiera, pensó, voy a sacar la mugre
que me dejó el viejo Palacio.
—Bueno, amigo, ya sabe que estoy a sus órdenes. La semana que viene lo
volveré a invitar a comer. Me gusta agasajar a los que llegan al pueblo.
—¿Pero no era que yo soy el primero?
—No tiene nada que ver. Me gusta igual.
Se dieron la mano en el centro de la plaza, bajo el mástil sin bandera.
En la escuela, Nicasio tomaba mates en la galería, mientras sus perros
masticaban el aire cazando moscas; el silencio sólo era quebrado por el chocar de las
mandíbulas. Toño lo saludó con un movimiento de cabeza y siguió de largo, hacia
el rancho. Al abrir la puerta, lo sorprendió la limpieza. Miró la cama recién tendida,
las sábanas cambiadas, la alfombrita sacudida, el calentador y los utensilios limpios
y en orden. La ventana estaba abierta y entraba un grueso rayo de sol. Sobre la mesa
había una botella de litro con tres rosas color té. El olor era agradable. Se dio vuelta.
—¡Nicasio, quién me limpió el rancho!
—¡No sé! —gritó Nicasio desde la escuela.
—¡Pero quién vino!
—¡Nadie!
Siete
Esa noche volvió al Bar El Jardín. Se sentó a la misma mesa, junto a la
ventana, y tuvo la sensación de que todo se repetía: el murmullo, la curiosidad
general, el paraguayo gordo que se disculpaba por no tener hielo.
Bebió su ginebra en silencio, mientras repasaba las sorpresas de esa tarde.
Había salido a caminar por los alrededores de la escuela, intrigado por esas flores y
la limpieza del rancho. Cómodamente recostado bajo la sombra de los eucaliptos
que preceden al monte y masticando unas hierbas, había escuchado atentamente los
sonidos de la selva: los gritos de los monos, el canto de los pitohué y el estruendo de
las chicharras, y ese particular zumbido de mosquitos, jejenes y tábanos hasta que,
después de un largo rato, oyó aquellos chasquidos frente a la escuela, seguidos de
un grito agudo y una andanada de insultos. Se acercó a la tranquera, sin entender, y
observó a las cuatro figuras que se dirigían a la plaza: tres hombres vestidos con
camisas celestes, armados con rifles y con cananas cruzadas en pecho y espalda
—uno de los cuales esgrimía un amenazante teyú—ruguay— llevaban prisionero a
un cuarto individuo.
Llamó a Nicasio, quien armaba un cigarrillo junto al fuego que había
encendido.
—Quiénes son.
—Lo brigáa ... y el otro é jhindio. Habrá robao o eso. Vaye sabé.
Él repitió brigadas y puso cara de no entender.
—Sí, lo brigáa de control de traájo. Hay dó: una n'el obraje y otra n'el
algodonal. Son como policía, ¿vio? La policía d'ellos.
Enrique Rojo se paró a su lado y tosió discretamente. Toño bebió un sorbo y
lo miró a los ojos. El paraguayo esbozó una sonrisa.
—¿Y; qué tal?
—Está buena, sírvame otro vaso.
—No, decía si está contento n'el pueblo.
—¿Por?
—Digo nomá, si le gusta.
—Usted... ¿qué opina de las brigadas de control de trabajo?
—¿Por qué me lo pregunta?
—Porque esta tarde vi que llevaban a un indio.
Rojo movió la cabeza juntando saliva y escupió un gargajo pesado y oscuro.
—Son unos asesino —dijo, mordiendo las palabras—. No me hable d'ellos.
Una hora después, recorrió la calle con la actitud de un centinela alertado. Ya
no había luces y la quietud delataba el sueño en que se sumía Colonia Perdida.
En la galería de la escuela, Nicasio dormía junto a uno de sus perros. El otro
salió a reconocerlo, pero sin ladrar. A la luz de la luna, los brotes de paraísos del
techo de su rancho parecían dibujar mapas de ríos que desembocan en el mar.
Cuando abrió la puerta, sintió el aroma de las rosas. Le sonrió a la oscuridad
y, sin encender la vela, se acostó vestido, sobre las sábanas, para pensar.
Desde entonces su vida fue tan rutinaria y monocorde como sus clases en la
escuela. Los cuarenta y dos niños llegaban todas las mañanas, atraídos por la
campana que tocaba Nicasio; se izaba la bandera y él pronunciaba algunas palabras
de aliento, en una terca arremetida contra la desilusión que se dibujaba en la
mayoría de las caras. Eran discursos breves, de palabras fáciles y frases cortas. A
veces les hacía preguntas acerca de sus padres, o de las enfermedades que azotaban
a todos, y siempre terminaba exigiéndoles que dijeran sus opiniones, si las tenían, y
los incitaba a discutir con él.
Después de las clases, se preparaba alguna comida, secundado a veces por
Nicasio. Los niños le llevaban, casi diariamente, pollos, gallinas, patos, huevos,
leche, verduras y chorizos caseros.
Por más que quiso convencerlos de que no debían hacerle obsequios —y
aunque más de una vez los rechazó— terminó por aceptarlos, para no herir
susceptibilidades. Después de comer, dormía una breve siesta y por las tardes se
quedaba encerrado en su rancho, fumando un cigarrillo tras otro, con la vista fija en
el techo. Algunas veces escribía cartas que después rompía, o salía a caminar por las
inmediaciones de la escuela y se internaba en el monte.
Todas las noches iba al Bar El Jardín. Casi siempre alguien le pedía permiso
para sentarse con él. Cambiaban impresiones sobre el tiempo, las cosechas, el vinal
que ya era plaga, el régimen de trabajo en los obrajes y sobre la vida y costumbres
de los habitantes de la colonia.
Supo que su llegada fue tema de conversación durante semanas, y que hasta
se produjo una polémica acerca de su viaje por la picada.
Muchos dijeron que había llegado a lomo de mula y no caminando.
Algunos porfiaron haber visto una mula flaca y patizamba en el patio de la
escuela aquella mañana de abril. Ricardo Lema, entonces, decía: "No, vino
caminando".
Supo también que su llegada despertó desconfianza porque, como todo
pueblo chico, Colonia Perdida sospechaba de los forasteros. Se dio cuenta de que
engendró odios, porque había necesidad de conservar el orden presente, y un
nuevo habitante siempre ocupa lugar e implica cambios. Y generó envidia, porque
los pueblos que durante veintisiete años no recibieron visitas, envidian a los que
llegan y tienen, al menos, misterio. Muchas veces se preguntó el por qué de su
arribo; si había sido para tanto; si soportaría la inmensa soledad de la selva.
Alguna vez intuyó que todo ocurriría lenta, perezosamente, porque el
tiempo carecía de prisa y para la tienda, el almacén, la iglesia, el bar, la farmacia, la
plaza, la gente, todos los días eran iguales. En más de una ocasión se preguntó por
qué. Y se respondió que su única expectativa era la nada; lo más que podía hacer
era dejarse llevar.
Y también lloró, aunque no demasiado. Y poco a poco se dio cuenta de que
ése era un pueblo vacío, resignado y sin esperanzas, un pueblo donde
verdaderamente se podía morir olvidado del mundo.
Segunda Parte
Uno
—Y así nomá he de terminar.
—Pero es triste.
—Y qué... Al hambre le v'ia ganar de alguna forma.
—Sí, pero yo digo que es triste haber trabajado toda la vida para terminar así.
—Usté no entiende, mestrro. La ciudá ha de ser distinto.
—No es cuestión de ciudad, Don Sanda.
—Si usté dice...
El viejo Sandalio Quiroga se quedó pensativo. Había sido cachapecero,
hachero, carpidor, peón de playa y ya no recordaba cuántos oficios más. Tampoco
sabía su edad ni la cantidad de hijos que había engendrado; pero no era menor de
setenta años y una colonia de jóvenes Quiroga atestiguaba su virilidad. De ojos
penetrantes, bajo la nariz usaba un bigote llamativamente gris. No era un hombre
corpulento, pero a su lado se tenía una inequívoca sensación de seguridad. Su
cabeza pequeña, poblada de cabellos blancos, le daba el aspecto del abuelo que
cualquiera desearía tener.
Toño, quien poco después de arribar a Colonia Perdida conoció el obraje
guiado por Enrique Rojo, se había hecho amigo del viejo Sandalio desde sus
primeras visitas a las playas de El Quebrachal Sociedad Anónima. Lo había visto ir
y venir, con ese aspecto mezcla de resignación y dignidad que el viejo resumía en su
andar, y una tarde lo siguió hasta su rancho, una tapera de barro y paja custodiada
por una larga familia de perros. Construida en un abra entre tupidos algarrobos e
itines, los arbustos que crecían en el techo delataban su antigüedad. Se acercó en
medio del escándalo provocado por los perros que lo rodearon y ladraron. El viejo
le dijo "güenas" y le ofreció unos mates.
Fue e! comienzo de una útil amistad. En frecuentes, interminables mateadas,
Toño aprendió a conocer e! monte y a distinguir sus ruidos. Aprendió a orientarse
en la espesura y a diferenciar olores, colores y propiedades. Aprendió que e!
hachero habla mucho con su conciencia, como hombre solitario que es, y que e!
sapukay es un grito de triunfo pero también de impotencia, de rabia contenida, la
única gran prueba que tienen esos seres para demostrarse su dominio sobre la
naturaleza. Porque su labor es compleja y extenuante: cortar el quebracho,
desramado, pelar el rollizo, montado al alzaprima. A veces, todo en un solo día, por
un jornal que apenas alcanza para yerba, vino y pan, y con la atemorizante certeza
de que los hachazos pueden atraer a los yaguaretés. Pero su necesidad de tumbar al
árbol es más fuerte que el temor a enfrentarse con un tigre. Quizás por eso, los
últimos golpes de! hachero son desesperados, cargados de odio, como si esa
arremetida estuviera destinada a matar a su peor enemigo: el que le da de comer.
El viejo sólo hablaba en respuesta a preguntas concretas, y sabía ser explícito
economizando palabras. El resto del tiempo se encerraba en un silencio amplio
como el de las tardes tristes. Se había quedado solo por esas cosas que pasan: un
poco por su mal genio y su egoísmo con las mujeres; otro poco por temperamento;
fundamentalmente porque la vida era así y a él no le importaba mayormente lo que
no entendía con claridad. Para él lo único cierto era que e! monte imponía sus reglas
y era inútil oponerse. La opción era tomar la vida que ese mundo ofrecía, o dejarse
morir. Y como ningún hombre se deja morir, decía, entonces y aunque no
comprenda, vive como puede.
Toño lo escuchaba con atención. A veces se asombraba o pretendía discutir.
El anciano, entonces, se encerraba en un oscuro y pegajoso silencio, como dejándolo
solo, como para que comprendiera lentamente. Y luego decía:
—El destino n'el monte no se cambia, chamigo mestrro; se aguanta nomá.
Yo estaba más loco que una cabra. Me había convencido de que no existía.
Me ponía a prueba constantemente, siempre en busca de lo indemostrable. ¿Quién
me dijo que estoy vivo? ¿Cuál es la prueba, e! certificado, la garantía que indica
categóricamente que uno existe? ¿Y si uno sólo se ha autoconvencido de existir?
¿Acaso ver, sentir, escuchar, transpirar, hacer el amor, hablar con la gente, ocupar,
presuntamente, un lugar en el espacio, es estar vivo? ¿Y quién dijo que en la no
existencia no se ve, no se siente, no se escucha y todo eso? Mil interrogantes por el
estilo me inquietaron durante toda mi adolescencia. Yo estaba más loco que una
cabra.
Una noche Malena dormía, y yo, desvelado y fumando en la oscuridad, me
preguntaba por qué razón, si ella dormía, su sueño significaba que estaba viva.
¿Acaso el haberle pegado unos chirlos a Carlitos esta mañana —me pregunté—
demuestra que está viva? ¿El hecho de que hoy hayamos cogido después de un mes
(qué le voy a hacer, no tengo ganas) quiere decir que estamos vivos? ¿Sentir algo de
vez en cuando, o ver pájaros o carros que van al mercado al amanecer, implican
aceptar que uno existe? ¿Y si uno no está vivo, qué? Ninguna respuesta, de las que
intenté, me satisfizo. Entonces me dije que seguía tan loco, etcétera, y me fui a la
cocina, me hice un sángüiche y seguí pensando. A ver, me dije mientras comía, yo
creo ser yo con mi cuerpo desde que nací, y soy un tipo físicamente completo,
supongamos, admitamos. ¿Entonces estoy vivo? ¿Soy, existo por eso?
Me niego a aceptarlo, como niego montones de cosas y allí está el problema:
sé lo que niego pero no lo que afirmo.
Terminé el sángüiche y volví a la cama, preocupadísimo.
Pero al día siguiente todo fue distinto. Miré a Malena con otros ojos, no sé si
más críticos o con una desconocida dosis de estupor. Evité hablarle, la eludí
—también a Carlitos— y no hice más que recordar el día en que nos conocimos, a la
orilla del río Negro, y me encantaron sus rizos, su pequeñez, su sonrisa que parecía
empeñada en reflejarse en mis ojos, sus quince años y esa mirada
sorprendentemente verde. Reviví su llegada, en bicicleta, y más de una vez la vi
arrojando esa piedra al agua, iplack!, ¡glug! y hasta volví a observar los circulitos
que arrugaron la superficie, olitas redondas y nerviosas que corrieron como
monjitas huyendo de un convento incendiado, hasta que se disiparon un par de
metros más allá en virtud de no sé qué ley física. Y vi nuevamente a Malena
mirándome (yo diría mirándome verdemente desde el verdor de sus ojos verdes) y
—¿Cómo te llamás?
—Toño —le digo y me dice:
—Pero no. Te pregunto tu nombre, no tu sobrenombre.
Malena y su lógica elemental, que amé y odié sucesivamente.
—Ah. Antonio.
La miro. Me mira. Siempre verde. Insisto:
—Pero me dicen Toño.
Me mira. La miro. Dice:
—Ya me lo dijiste, tonto.
Y otra piedra ¡glug! Esta más grande, más pesada, el doble, el triple, la tiré yo.
Uno siempre hace cosas así cuando lo sacan de su desgano, cuando no quiere no
sabe qué pero no quiere algo.
Y después recordé a Malena enamorada y enseñándome a querer si quererla
fue enturbiarme, salir de mi rutina, crecer y al mismo tiempo aprender a mentir, a
especular, a luchar para que no me dominara, para no entregarme. Y si es cierto que
los recuerdos se encadenan, desde ese día me volví más nostálgico, creo, porque
empecé a recapitular mi vida, a tientas, inseguro. Por eso mentiría si afirmo que
encontré las respuestas; más bien descubrí nuevos, inmensurables interrogantes. Y
empecé a saber que las posibilidades de la mente son infinitas.
A veces solía matear con ellos el indio Josecito, un mataco joven, ojeroso y
desnutrido que tenía una extraña fortaleza para enfrentar al quebracho.
Era uno de los pocos nativos que trabajaban en el obraje como hacheros,
pues los aborígenes eran tomados, generalmente, como peones de patio, cebadores
o niñeros; las tareas mayores estaban reservadas para los hijos de santiagueños,
correntinos o paraguayos que con el tiempo se habían radicado en la colonia. Los
indígenas se limitaban a tareas insignificantes que los obligaban a vivir en un
estado de miseria permanente, mendicantes y hambrientos. En su mayoría eran
tobas o matacos de aspecto enfermizo. La tuberculosis, las fiebres palúdicas y el
alcohol los devastaban. Tenían los ojos sanguinolentos, las manos siempre
lastimadas y en sus cuerpos se veían heridas que la maleza y su propia ignorancia
reabrían. Muchos de ellos alojaban familias de piojos en sus cabezas, de pelos lacios
pero tan grasientos como sus mismos cuerpos. Eran subseres que no vivían más de
cuarenta años y desde los treinta eran viejos. No tenían amparo sanitario ni legal
alguno y ni siquiera se los inscribía en el registro civil, pues desde los tiempos del
Coronel MacGuire se los había segregado. Sólo unos pocos, los que trabajaban
como sirvientes domésticos, niñeros o jardineros, entraban al pueblo. Casi todos se
habían convertido al catolicismo, la mayoría más por miedo o ignorancia que por
convicción. La iglesia de Colonia Perdida daba misas exclusivamente para ellos los
domingos al caer la tarde, pero nunca a la mañana por el olor intenso que dejaban.
Eran razas amansadas a fuerza de castigos y acostumbradas al trato con los
blancos. Pero conservaban sus tradiciones, entre ellas la de vivir de la caza y de la
pesca en los numerosos esteros de la zona. Minoritarios en el poblado y sus
alrededores, vivían desperdigados en el monte, o en pequeñas comunidades
formadas por unas cuantas taperas. Desde siempre, sabían bastarse con lo que la
naturaleza les daba. Y quizás esa costumbre, esa autosuficiencia hizo que fueran
casi exterminados. Josecito siempre lo decía en su castellano duro: "Blanco le mata'l
monte; y si monte tene indio, jodió indio".
Todas las noches Toño comentaba con Enrique Rojo sus impresiones, y el
obeso paraguayo lo escuchaba sin sorprenderse porque la vida en el obraje no era
extraña para él. Una vida dura, que comienza antes del alba, con la mateada que
arranca a las dos o a las tres de la mañana. Se trabaja a partir de las primeras luces
del día, hachazo tras hachazo, y se interrumpe cuando el calor es más intenso. Se
come algún pedazo de charque con galleta dura, se bebe agua de botellones y
algunos simplemente mascan tabaco. Luego se continúa la faena hasta que oscurece,
y después se duerme. Los hombres matizan las noches con abundante ginebra o
caña.
Los Establecimientos Algodoneros Sociedad Anónima abarcaban diversas
parcelas de tierra que se habían ganado al monte a lo largo de los años, y algo más
de tres mil hectáreas que conformaban un enorme rectángulo a una legua de
Colonia Perdida.
También se trabajaba el algodón en pequeñas chacritas que explotaban
aparceros y arrendatarios. El acopio era monopolizado por la empresa que dirigía
Jesús María Pérez, y que se encargaba de llevar el producto a los centros poblados
en largas filas de carretones tirados por bueyes o caballos, a través de la única
picada que comunicaba al pueblo con la ruta que iba a la capital.
La jornada también comenzaba muy temprano, y continuaba hasta que la
tierra se recalentaba y endurecía por la acción del sol. Bajo el rigor del verano casi
eterno, trabajaban ininterrumpidamente hombres, mujeres, niños y ancianos, y se
los reconocía también por sus manos, plagadas de sangrantes callos de tanto
meterlas en los capullos para arrancarlos. Los cosecheros transpiraban
profusamente, lo que los obligaba a beber caña o agua calientes. La protección que
les brindaban los sombreros de paja, o los pañuelos empapados que se anudaban
alrededor del cuello, eran pobres recursos para evitar deshidrataciones o insolación.
De todos modos, la recolección del algodón era la época más próspera de esa
gente, si prosperidad era un concepto aplicable a esas vidas miserables.
Nadie escribe su historia si no es uno mismo, empezó a repetir un día. Hacía
ya bastante tiempo que lo notaba cambiado, extraño. No me sorprendió; lo conozco
mucho más de lo que él cree y siempre sé si viene con alguna locura nueva. Todas
las madres del mundo nos damos cuenta de lo que les pasa a nuestros hijos. Y yo
enseguida supe de esas ideas raras que tenía, porque a la hora de almorzar se ponía
a hablar de las injusticias del mundo, como si una no las conociese. Comíamos y
hablaba del hambre. Yo le decía Toño, comé querido, no te preocupés por eso, que
hambre siempre hubo, no hay nada que hacerle.
Primero era yo sola, pero cuando la conoció a Malena ella también se dio
cuenta y por suerte lo cambió un poco. Pero yo sufrí mucho; qué no hace una madre
por su hijo adorado. Cuando era chico le daba todos los gustos, lo mimaba, le
compraba lo que quería. Y después que murió Antonio padre más todavía, cómo no,
si Toñito era mi alegría, mi vida entera, mi desvelo constante, y yo sólo quería que
fuese feliz y supiera el sacrificio de esta madre que dejaba todo de lado por él. Pero
los hijos son todos iguales. Como pajaritos: aprenden a volar y se olvidan de la que
los trajo al mundo. Sólo Dios sabe cuánto hace una madre por su hijo. Es la ley de la
vida, sí Señor, en algún lado debe estar escrito que una sufra tanto.
Claro que por suerte, después que nació Carlitos se puso mejor, dejó de
pensar en esas ideas y anduvo amoroso otra vez, democrático como Dios manda.
TOÑO (en el porsche que da al jardín de la casa frente al río).
—Dejate de decir tonterías, mamá. Cuando nació el chico, ustedes no
hicieron otra cosa que joderme.
MAMÁ (tejiendo en la mecedora de mimbre que juera de Antonio Padre).
—No me desmientas,Toñito. Nunca dudes de la palabra de tu madre que te
quiere tanto y sólo vive para vos. Si hasta habías dejado de ir a la iglesia, acordate...
Y mirá que yo te lo decía, ¿eh?
TOÑO (en Colonia Perdida, en el rancho detrás de la escuela).
—¡Dejame de hinchar las bolas, querés!
MALENA (en la cocina, donde prepara un pastel).
—¡Toño! ¡No trates así a tu madre, le debés respeto!
MAMÁ (un domingo, mientras amasa y corta ravioies).
—Dejalo, queridita, es un ingrato como son todos los hijos. Ya te va a tocar a
vos también. A los hijos hay que comprenderlos; no tratar de reformarlos. Cada uno
es como es y nosotros los viejos tenemos que adaptarnos. Los tiempos nos superan.
Una tarde, mientras caminaba por la picada que conducía a lo de Quiroga,
Toño escuchó el ruido de alguien que corría.
—¡Hijo 'e puta! —gritó una voz, en el monte—. ¡Brigáa hijoputa!
Se dirigió hacia el lugar de donde provenían los gritos, pero se enganchó en
unas lianas y se distrajo para zafarse. Cuando levantó la vista, un hombre bajo,
chueco y musculoso, lo miraba desde unos cinco metros de distancia. Tenía un
hacha en una mano y temblaba de indignación. Parecía más joven que lo que
seguramente era. En sus profundos ojos negros se reflejaba e! instinto animal de!
montaraz que vale por y para sí mismo. En el monte un hombre vale su voluntad,
su destreza, su coraje; no hay vida más librada al azar que la suya. Y en ese
individuo se notaba que todo estaba en contra de él y que él estaba en contra de
todo.
—Qué le hicieron, amigo...
—Lo brigáa ... ¡Me robaron n'el pesaje, añá membí! Rollizo poguasú nicó era
el mío. Pero siempre nos joden, nomá, siempre igual.
Toño extrajo un cigarrillo recién armado y se lo ofreció.
—Lo persiguen —preguntó.
—No ha de... Hace rato que meandanjodiendo nomá.
Fumaron en silencio, sentados en el suelo. Se dijeron sus nombres y Toño
formuló algunas preguntas para las que no obtuvo respuesta. Quirurgo Gauna era
un hombre cauteloso.
Sandalio Quiroga estaba sentado con las piernas abiertas y el sexo le
abultaba exageradamente bajo la bragueta de la bombacha. Los tobillos al aire
dejaban ver su carne ajada y sucia, y las alpargatas parecían parte de sus pies.
Las verdes llamas de un palo santo encendido los iluminaban más. Toño
tenía el ceño fruncido y escuchaba atentamente.
—Maguire era retobáo como él solo... Nunca se sacaba el sombrero 'e corcho,
ni pa' dormir. Y andaba siempre con el latiguito en la mano, que si le agarraba a uno
capá que le partía la jeta en dó. Jue medio mujerengo, eso sí. Machazo, viera mestrro,
que no quedaba ninguna pa'mujer de los otro gente. Paece que él nomá se las
culiaba toa. Y siúro que de alguna le habrá nacido el rubito ése, el Richar. Pero nicó
habrá sido por vergüenza, porque el Coronel Maguire era maridao, que le negó al
mitaí y tonce le hizo aparecer como hijo de un capanga que tamién era bringo, y
soltero. Un tal Jái, que despué se murió en una fiebre... El coronel nicó le obligó a
toito que le llamáramo Ño Richar Jái al chico. Y güeno..., aunque too sabíamo qu'era
su hijo de él, igual nomá le empezamo a llamar asi, como había ordenao el patrón.
"Pero despué pasó lo año y cuando Portal jué intendente una vé le llamó al
Ño Richar y le dijo que mejor no se llamara má así, porque había qué ser too
argentino. Le ordenó que se pusiera un nombre que no juera bringo... Y paece que al
Ño Richar no le pareció mal porque al otro día, nomá, va y dice que nadie má le
diga Richar Jái y que dende ahora se iba a llamar Ramiro Luján, en honor de una
virgen que no era de por acá".
El viejo cebó otro mate y lo sorbió lentamente.
—Igualmente el don Ramiro sigue siendo medio bringo por lo refinao.
Se rascó una pierna y miró alternativamente a Josecito y a Quirurgo Gauna.
—Éste jué de los primero que sufrió e! efeto. ¿Te recordá, cheraí? Se hizo un
largo silencio. Todos parecían concentrados en los mismos recuerdos.
—Le mataron al padre. Lo brigáa. N'de balde que se resistió el taitá de José,
que era juerte demá. Lo brigáa le cepearon tres día y ni siquiera le dieron ahua pa'
tomá. Y cuando le dejaron ir, por atrá le siguieron dó hasta la tapera y áhi le
carnearon alante la pendejáa.
—Por qué hicieron eso.
—Porque se le había retobao a un capatá que le tenía ojeriza. Un día le hizo
provocar por un brigáa brasilero, un negro grandote, malo. Le acusó de robarle la
ginebra de su caramañola. Tonce el taitá de José le dijo que no había sido, y se dio
güelta y se jué pa'las casa mientra el negro le insultaba fiero.Y güeno..., esa noche le
buscaron y le llevaron al monte pa' guasquearle. Le llenaron la boca 'e ortiga pa' que
confesara, y despué vino el Ño Richar Jái, que acababa de cambiarse'l nombre, y le
hizo estaquiar. Sufrió demá el pobre, viera, que s'escuchaba de lejo su grito...
Mientras el viejo Sandalio chasqueaba la lengua, entre sorbo y sorbo, Toño
observó a Josecito: la frente lisa, las cejas casi lampiñas, como sus mejillas, y toda la
cara del color de un ladrillo nuevo. Sus ojos estaban secos y opacos. Parecía ausente.
—De ahí en má —siguió el viejo Sandalio—, lo brigáa se hicieron má bravo.
Que lo jusile, que la metralleta, que lo guascazo, la verdá es que nunca má hubo pá.
Al que se quejaba, cepo. Al que no, no. Tonce too elegimo... Porque al que se
retobaba le dentraban en los rancherío y meta bala y lonjazo nomá. Por un retobao
ligábamo too... Y usté sáe: la gente, con tal de vivir tranquila, aguanta cualquier
cosa.
La noche era fresca y un ruido de sapos lejanos parecía flotar en la brisa que
venía de los esteros que habían alimentado las últimas lluvias. Toño hizo una seña
al anciano, indicándole que no quería más mates. Prendió otro cigarrillo.
—Mese despué hub'una bailanta n'el obraje, como siempre los día de pago, y
se armó un tiroteo flor. Un correntino que jué mi amigo, Paricio Ayala, se mamó
fiero y empezó a insultarle a Pére, qu'era capatá del algodonal, por no sé qué asunto.
Peló su machete y le quiso peliar, tonce Pére sacó su réminton coli, ése que siempre
usa a la cintura, y le baleó en medio 'e la fiesta. ¡Pa' qué! Ahí nomá se armó el
desparramo y volaron la silla y los musiquero se escuendieron con el mujerío y too
sacamo lo machete... Yo me alcé con un finao y a otro le corté un'oreja. Pero de atrá
m'encajaron un planazo n'ia espalda y áhi nomá quedé tendío... Por suerte, porque
al ratito nomá cayeron lo brigáa del algodonal qu'estaban toito trancao tamién y
meta tiro se bajaron como dié gente. Jue brava la cosa: como dos noche siguieron
apretando al rancherío y a unos cuanto le estaquiaron. Too jhindio, porque a Pére se
le había metido en la cabeza que jué indio el iniciador del baleo. Mire si habrá estao
en pedo que ni en cuenta se dio de que'l Paricio jué el primer finao. Y todo porque el
don Pére siempre le tuvo ojeriza a l'indiada, porque cuando le trajeron de la Uropa
un malón le atacó en las casa y le mataron toíto a su familia. Jesú nicó jué el único
que se salvó...
El viejo se mordió los labios mientras miraba en derredor, como vigilando la
discreción del monte.
—Eso gente siempre le persiguieron demá a lo jhindio. Jodido estuvimo too,
como ahorita nomá, porque pa' eso semo pobre, pero a éstos, mestrro, ni que jueran
chancho cómo le mataron siempre... Que Pére, que Luján, que'l mismo Grande,
pero al que no le finaban l'estaquiaban, o meta lonjazo nomá... Y despué el
intendente dice que en este paí no hay má esclavitú... ¡Pa'ello no hay má!
Toño suspiró ruidosamente; le interesaba el relato, pero estaba cansado y se
sentía inquieto.
—¿Tá cansao, charnigo? Si se aburre no se haga el educáo, ¿eh? Se va cuando
quiere nomá.
—No, no, Don Sandalio, no es cansancio. Lo que pasa es que no entiendo
cómo aguantan —se preguntó si era eso, realmente, si acaso no volvía a hartarse,
otra especie de hartazgo. Pensó en Malena, en por qué él estaba ahí, en cuál sería su
lugar en el mundo. ¿Había un lugar? Espantó un mosquito del brazo—. Pareciera
que todo está escrito, que no puede ser de otra manera...
El viejo carraspeó y soltó un suspiro largo.
—Yo no sé si esté escrito en algún láo. Y ademá yo no sé lér. Acá ninguno
saémo —hizo un gesto con la mano, abarcándolos a todos—. Pero lo que sí saémo es
que los brigáa son dañino demá. Como yarará, son. Les buscan en la ciudá, en
Resistencia, Corriente, Formosa, entre la gente más pior, y les dicen que son
fugitivo de la justicia, que má vale se vengan a escuender aquí n' el monte. Les dan
rancho y comida, su arma, su platita y órdene pa' joder a los pobre.Y ello obedecen.
Así nomá é.
Josecito se movió para avivar el fuego con unos palos.
—Nojotro aprendimo rápido, mestrro. Hace muchos año, ya. Un brigáa se
muere y ya preparate porque traen otro, má malo toavía. Y le irrespetan a las
mujere, se abusan cuando tienen gana... Y lo pior es que nojotro semo zonzo, ésa's la
verdá, porque ahí las compañía organizan una bailanta, reparten el chupi y ahí
vamo nojotro, nos mezclamo toíto el paisanaje, nos ponemo en pedo y nos
olvidamo... No nos damo en cuenta: juntamo rabía al cuete nomá. Como la vez
pasáa, que con un Lucho Sánchez, que es hachero, le jugamo un truco a uno brigáa
y le ganamo, pero ello son malo perdedore y se enojaron y no quisieron pagar...
Siempre igual: se reviran y pelan los machete, los cuarentaycuatro, y empieza el
escarmiento. Así le dicen: escarmiento... y pior toavía los días de pago, porque
nojotro saémo que nos roban con las liquidacione. Los patrón y los brigáa te
patrulla el monte, te contabiliza el rollizo, te calcula l'algodón, te engaña n'el pesaje
y tamién te roba en los vale que te da la compañía. Siempre están paráos detrás del
contador, como buitres, esperando a ver si vó te quejá de las cuenta d'ello, o de los
vale que te dan. Porque aquí plata, lo que é plata, pocas vece vemo nojotro.Y eso
que trraajamo duro, juerte, todo los día, vece lo sábado, vece lo domingo tamién, y
sin saber de las leye ésa que dicen que hay en la ciudá, que dio el general Perón, y
que les dio tamién jubilacione, güeno, aquí nada d'eso aplican las compañía. Ni
nunca supimo de jubilacione. ¿Vó supiste alguna vé, cheraí?
Josecito negó con la cabeza.
—Por eso, chamigo, aquí cada uno hace lo que puede. Y si ya no servís
pa'trraajar, mejor te vas muriendo. El destino acá no se cambia, ya te dije.
Alpedamente que uno procure.
—Tá bien, Don Sanda —intervino Gauna, tosiendo para aclarar la garganta y
bajando la cabeza, respetuoso—, pero yo siempre le 'igo a usté que no nos podemo
dejar así nomá. No vaye creer el mestrro que nosotro nos dejamo...
—Sí, vó siempre decí nomá...
—Áhi anda Rojo diciendo que tenemo que hacerle una güelga al Don Ramiro
y al Don Pére. Qu'eso les va'joder.
—Sí, capá que les duele. Cuando estaba el general dicen que seguro les
hubiera dolido. Pero aura nos puede doler máh a nojotro.
—No, Sanda, no crea; ya semo vario los que'stamo pensando.
El anciano se tomó un tiempo antes de responder. Miró a Toño, a Josecito, a
Gauna. Dijo:
—No sé, Quirurgo. Yo hace pilas de año que vengo pensando.
Dos
—Que venga —dijo el intendente.
Marcial Calloso lo miró sin entender. Abrió la boca como para un bostezo y
preguntó:
—Quién.
—Rojo. Que venga.
Junto a la verja que daba a la calle, unas charatas se alborotaron alrededor de
Marcial y el tero domesticado se puso a saltar como si hubiera pisado un cigarrillo
encendido. Doña Mary regaba el patio que separaba la casa del despacho.
—A dónde vas —preguntó.
Marcial se detuvo y la miró lánguidamente.
—A buscarle a Rojo.
Se quedó con los ojos fijos en ella. Parecía bobo y lo era. Tenía treinta años
pero aparentaba cincuenta. Desde chico había oficiado de secretario de la
intendencia, a cambio de comida y algunos pesos que recibía los sábados.
—Bueno —dijo la mujer—. Andá, no te quedés ahí parado.
Lo vio alejarse levantando nubecitas de polvo con las alpargatas bigotudas.
"Era hora que Marcelino le apretara las clavijas —pensó—. Comunista asqueroso."
Enrique Rojo lustraba la bandeja de plata, recuerdo de la Guerra del Chaco.
Se la había regalado un soldado que fue asistente del general Gutiérrez en la
Brigada 22, en la que también él prestó servicios. Sargento a los catorce años, ya no
le gustaba acordarse de aquellos meses en el frente de Fortín Boquerón. En las
misérrimas trincheras había conocido el dolor, la cercanía de la muerte, el hambre y
todo tipo de sensaciones que lo hicieron dudar acerca del valor de la vida.
El Bar El Jardín estaba casi vacío: el Tarta Riquelme mascullaba borracho,
junto a una botella de vino, y cada tanto se dormía para despertar sobresaltado por
sus propios eructos. Toño, frente a un vaso de ginebra, pensaba en lo que minutos
antes había dicho Rojo respecto de esa guerra: que nunca entendió por qué y para
qué se peleó con tanta vehemencia y a costa de tanta sangre. "En realidad —había
concluido— nunca entendí ninguna guerra. Los hombres no se dan cuenta 'e qu'en
las guerra no gana nadie; pierden todos."
Marcial Calloso lo sacó de esas cavilaciones:
—Rojo: el intendente 'ice que vaye —anunció desde la puerta.
Enrique Rojo hizo una mueca de disgusto.
—Y qué quiere.
—No sé, así nomá me 'ijo.
Rojo recordó sus discusiones con Marcelino Grande cada vez que éste lo
intimaba para que se nacionalizara. Había tenido similares problemas con Jacinto
Portal. El chauvinismo de los intendentes lo fastidiaba. Pero él había escapado del
Paraguay por motivos políticos y no tenía intenciones de nacionalizarse, lo que
además en esos parajes era absurdo e imposible.
—Que se deje de joder.
Marcial lo miró. Tenía las facciones de goma y los huesos parecían saltarle
adentro.
—¿Le 'igo así?
Rojo asintió con la cabeza y Marcial giró para salir, pero Toña lo detuvo y le
dijo que esperara.
—No sea pavo, Rojo. Vaya a verlo o tendrá problemas.
Rojo dejó la bandeja en el mostrador y se acercó.
—¿Le parece?
—Estoy seguro, hombre. Después de todo es el intendente. Aunque no le
guste.
—Pero me argela demás. Lo que pasa es que no tiene náa que hacer.
—Y que usted es el único extranjero del pueblo.
—Lev'ia hacer morder el culo con mi perro pa' que se deje de joder.
Marcial soltó una risita y con una mano se rascó las nalgas, debajo del
pantalón. Rojo se dio vuelta.
—Andá y decile qu'estoy ocupado. Que v'ia d'ir más tarde. Marcial salió y
Rojo desapareció tras la cortina que separaba el salón de la casa.
Toño se quedó pensando en esa tarde de julio; en el invierno breve del Chaco;
en esos tres meses de vivir en Colonia Perdida durante los cuales lo había tapado
todo. Su vida, hasta su arribo al pueblo, era la síntesis de algo distante, una luz que
se ve a lo lejos, de noche, un resplandor que se le aparecía en algunas pesadillas,
cuando Malena, Carlitos, su pasado, adquirían características de monstruos alados
y malignos, de palomas malamente presagiosas que cuestionaban su presencia en
Colonia Perdida. Le decían que ése no era su lugar, que su sitio tampoco estaba en
Resistencia, que su existencia misma era un equívoco y que, por eso, su única
posibilidad era la muerte.
Consideró cuánto se había consolidado su amistad con Rojo. Devenidos
mutuamente en confidentes, se consultaban casi todo y mantenían una relación que
era mal vista por Marcelino Grande, pero a la que ellos fomentaban quizás por esa
misma razón. Esa complicidad los hacía sentirse menos solos.
Después de un segundo y último almuerzo en la intendencia —en un clima
más bien frío, casi hostil—, había optado por recluirse en la escuelita y, por las
noches, en el Bar El Jardín. Con Floro Maderal había conversado en tres
oportunidades, en la puerta de su tienda, sobre nimiedades; otras veces había
fingido no verlo. Con Nicomedes Gold, en cambio, había hablado algo más, hasta
que se hartó de escuchar su pequeña disputa con Maderal. Con Pérez se ignoraban
mutuamente; y desde un comienzo había sentido el desprecio de Ramiro Luján.
También recordó la tarde reciente en que, luego de que fustigara
públicamente la existencia de las Brigadas de Control de Trabajo, Grande lo mandó
llamar. Con toda calma le explicó que cumplían una función social importantísima,
de resguardo de intereses que eran beneficiosos para el pueblo; de contralor para el
mejor rendimiento del desmonte y la posterior carpida que daría excelentes tierras
para la explotación del algodón; de vigilancia contra eventuales contrabandistas
que vinieran desde el Paraguay, vía Formosa, y de freno a los desmanes de esos
indios matreros, carajo, que son todos una manga de vagos y ladrones.
Él habló, en cambio, de la miseria en que vivían los trabajadores y del mal
trato a que eran sometidos, y le recordó que algunos podían ser taimados en
defensa propia pero todos eran humanos.
—Acá hay demasiadas injusticias, intendente.
—Se hace lo que se puede, Oroño. Pero usté mejor no se meta. Acá vino de
maestro, no de político.
—Lo siento, pero si puedo ayudar a esta gente lo vay a hacer.
—Entonces, seguro que usté tiene que ver con el petitorio ése que nos han
entregado.
—¿Qué petitorio? —mintió. Sabía bien de que se trataba. Rojo y Quiroga lo
habían redactado una semana atrás, con copias para Luján y Pérez. Pedían un
aumento de la remuneración por rollizo lampiñado, del doscientos por ciento y con
pago en efectivo; la eliminación del sistema de vales; la jornada laboral de ocho
horas y un doble franco semanal; una comida gratuita por día; la disolución de las
brigadas; la efectivización de aportes jubilatorios por parte de las empresas; un plan
de sindicalización de obrajeros y cosecheros y otro de asistencia en caso de muerte o
enfermedad.
—Usté sabe a lo que me refiero.
—Claro, porque yo leo en su mente.
—No se haga el vivo.
Marcelino Grande se recompuso y su despedida fue política: "Le recomiendo
que se limite a sus funciones escolares. Acá hay un orden que debe cumplirse: unos
mandamos; los demás obedecen. El timón del pueblo está en mis manos, y los años
y la felicidad de Colonia Perdida atestiguan que son buenas manos. Así que
dedíquese a lo suyo".
Marcial Calloso volvió al ratito de la intendencia. Preguntó nuevamente por
Rojo, que se asomó corriendo la cortina.
—El intendente quiere que vaye'nseída. Y con tu perro.
—¿Con mi qué?
—Tu perro. Que le lleve.
—Pero áique joder.
Volvió a entrar a la casa mientras Marcial se secaba unas babas con el
antebrazo. Luego de unos minutos reapareció con el perro. Le había atado un
cinturón viejo alrededor del cogote. Era un animal de cualquier raza, grande, negro
y peludo. Tenía una bocaza inmensa y la lengua le caía por un costado. Marcial lo
miró con respeto.
—¿Me acompaña, mestrro?
Sin hablar, Toño terminó la ginebra y se puso de pie.
El despacho del intendente era un salón espacioso que alguna vez había sido
pintado de amarillo y en cuyo techo abundaban las telarañas. Sobre el escritorio
había un tintero, dos lapiceras, un lápiz, una pila de expedientes de pocas páginas y
algunos papeles sueltos. Del otro lado, echado hacia atrás, Marcelino Grande
miraba por la ventana. Sus espaldas abarcaban todo el respaldo del sillón. El frío
comenzaba a hacerse sentir y por la ventana entraba una brisa olorosa a monte, a
verde virgen.
—Salí, Marcial —dijo el intendente.
Marcial Calloso salió. Rojo preguntó qué quería. Grande lo ignoró:
—Viene bien que haya venido, Oroño —dijo fríamente—. Será testigo.
—De qué —preguntó Rojo.
—Vea, yo a usté lo tengo calado —Grande señaló despectivamente al
animal—. El perro...
—Y qué pasa con el perro.
—El nombre.
—Se llama Stalin.
—¿Y qué le parece?
—Pero dígame, Grande, ¿que tiene que se llame así?
—Tiene que ver con sus ideas políticas, ¿no es cierto?
—El perro se llama Stalin porque es mío y a mí me gusta que se llame Stalin.
Le pongo el nombre que quiero. Su tero se llama Jacinto y yo no le'igo nada.
—Es distinto: un tero es un tero y un perro es un perro... —titubeó el
intendente—. Y después de todo, Jacinto no es un nombre político.
—¡Pero los asunto 'e perros no es su índole!
—¡No discuta a la autoridá! ¡Dije que no y no se me insolente!
—No qué.
—No se puede llamar así.
—Y por qué.
—Porque no se puede. Cámbiele'l nombre. Es todo.
Toño lo tomó del brazo.
—Ya oyó. No enquilombice que será peor. Vamos.
Salieron sin despedirse. Al llegar a la vereda, Rojo dijo:
—¿Y ahora qué hago?
—Cámbiele el nombre. Póngale Perón.
—¿Perón?
—Y sí. Es más nacional. Y tambiénjoderá a Grande.
—Pero yo soy paraguayo.
—Y qué. Stalin es ruso.
Rojo se rascó la cabeza, considerando la idea. Se rió.
—Perón—Perón. Eso lo va'joder más todavía. Dende ahora Stalin se llama
Perón—Perón.
Regresó al rancho, le pidió a Nicasio que nadie lo molestara y se tendió boca
arriba a fumar. Pensó en el Padre Gabriel y en que esa noche volverían a enfrentarse
en una partida de truco. Se preguntó si el viejo cura hablaría, como decía, con Dios.
Él, Toño, sí lo había hecho.
Suspiró, apagó el cigarrillo contra el piso y se dispuso a dormir. Estaba
inquieto. Se dio vuelta y vio, sobre la mesa y como cada semana, dos rosas nuevas
en la botella, dos pimpollos que apenas se abrían. Sonrió y cerró los ojos.
Todo sucedió después de que me separé de mis amigos, luego de aquella
manteada en el bulín de la calle Brown. Era un terreno baldío con una piecita en el
fondo y algunos árboles bajo los cuales solían hacerse asados. A veces los más
grandes organizaban fiestas con prostitutas de los barrios marginales de Resistencia,
que arrimaba cualquiera de ellos aunque en particular el Bestia Dioménica, un tipo
que ya tenía veinte años y la inocencia del destripador de Londres. Yo le temía y
siempre pensé que la manteada fue idea suya.
Habíamos jugado al truco hasta bien entrada la noche, y él llegó y dijo que
estaba con una mina que no nos imaginábamos.
—Y vos, pendejo —me señaló—, vas a ver qué debut tenés.
Todos nos escondimos y yo, la verdad, estaba aterrado. El Pardo fue el
primero en entrar a la piecita. Yo temblaba de miedo y Hugo se dio cuenta y
empezó a alentarme. Me dijo que estuviera tranquilo, que alguna vez debía ser la
primera y que la mina valía la pena. Todos me miraban como hermanos mayores.
Yo era el más chico de la barra.
Después de un rato, salió el Pardo y Hugo me llamó.
—Andá —me dijo—, pero no prendas la luz para que no vea que tenés once
años. No hay cama; el colchón está en el suelo.
Entré a la piecita, aterrado. En la oscuridad no se veía nada, pero escuché
una respiración. Me desvestí rápidamente, mientras me excitaba de solo
imaginarme una mujer desnuda toda para mí. Cuando me agaché para tender me
en el colchón, toqué un pecho peludo. La carcajada del Sapo fue la señal para que
todos se me echaran encima. Me cubrieron con una frazada maloliente y me dieron
una paliza afectuosa, eso que llamábamos manteada.
Yo me fui, ofendido, y no volví nunca más.
Y entonces empecé a ir a la catedral. Pero no necesariamente para rezar, que
yo no sabía hacerlo, sino porque era un lugar tranquilo en el que supongo que mi
vergüenza sentía cobijo. y además aprovechaba para comer un sángüiche o pensar
en cualquier cosa cuando faltaba al colegio, y hasta para hacer alguna siestita.
Quizás fue el comienzo de una leve etapa mística, no sé, pero allí me sentía bien.
Estaba solo y podía conversar cómodamente con Jesucristo, a quien poco a poco fui
considerando mi mejor amigo. Me pasaba horas enteras charlando con él, lo tuteaba
y le contaba mis secretos. Y Jesús me entendía. A veces se bajaba de la cruz, tomaba
un mantelito bordado en ftltiré o una carpetita de hilo de Francia para secarse la
sangre, y se sentaba conmigo en un rinconcito, entre los mármoles acres de las
columnas. Nos mirábamos confianzudamente, como buenos y viejos amigos,
cruzábamos las piernas y yo le hablaba de mi drama de entonces —me masturbaba
varias veces por día— y de mi relación con mamá, cuya menopausia me tenía
podrido.
Jesús era sensacional: discreto, comprensivo, siempre con la palabra justa y
la sonrisa en el momento apropiado. Alguna vez, inclusive, me confió sus
problemas, su soledad, lo harto que estaba de vivir clavado y escuchar tantas
tonterías de cierta gente. Yo lo consolé: "Bueno, pero para algo sos el hijo de Dios. Si
Dios tuviera que atender a todos los que le piden cosas se volvería loco; entonces
vos tenés que escucharlos y después le transmitís a él para que intervenga, ¿no?".
Un día le hice el planteo: "Decime, Jesús: ¿existo yo?" Estábamos fumando a
escondidas, en nuestro rincón de la nave izquierda. Escuchábamos cómo afuera el
Padre Mauro cortaba rosas para la virgen o se inventaba tareas de bricolaje. "¿Y
eso?", me dijo. "Mirá, te lo pregunto porque yo a veces me desprendo de mí mismo
y entonces me parece que a lo mejor uno no existe y sólo tiene un cuerpo para
engañar a la gente y cumplir con ustedes." "¿Quién, ustedes?" "Y..., digamos vos, tu
viejo y el Espíritu Santo." Jesús se quedó un rato pensativo. Al final sonrió: "Sí,
existís". La respuesta no me convenció: "Por qué, pregunté, explicámelo". "Son
cuestiones de Filosofía y Teología, me dijo, preguntalo cuando tengas muchos años
y sientas que se te acaba la vida. Preguntate a vos mismo si viviste como Dios
manda y te vas a saber contestar. Esas son cosas que pertenecen a los misterios
divinos." "Jesús: no me vengás con misterios. Yo quiero saberlo ahora. Me lo
pregunto ahora. Ya te dije que a veces me desprendo de mí mismo." "No puede ser."
"Te lo juro. Por ejemplo cuando me hago la paja yo pienso en vos para que me
salvés. Entonces me salgo de mí y vengo a verte, como a morir a tu lado. Muero
aquí cada vez que me masturbo en mi casa." "Esa es la lucha de la fe contra la
tentación." "Ma qué fe, Jesús. Si yo me independizo de mi cuerpo no hay fe que
valga. Eso es dejar de existir. Es dejar que mi cuerpo respire y palpite y nada más."
"No puede ser que te salgas de tu cuerpo. El alma es inseparable del cuerpo. Sólo se
independiza con la muerte, cuando llega el momento de salvarla." "Pero yo me
salgo." "Te digo que no puede ser." "Ah, ¿no?, mirá..."
Me desprendí la bragueta y empecé a masturbarme.
—Fijate bien —le dije—. Mi cuerpo está ahí, sentado, dándole a la mano.
¿Pero y yo, Jesús, dónde estoy? Me salí, ¿ves? Ese pibe que está ahí es el que todos
conocen como Toño, pero no soy yo, ¿ves? Entonces, ¿quién soy yo?
Claro que no hubo forma de explicarle esta conversación al Padre Mauro. Me
dijo que era un pendejo asqueroso, que masturbarse era pecado mortal,
mortalísimo, y yo merecía la excomunión, a quién se le ocurre venir a hacerse la
paja a la casa del Señor, pendejo de mierda. Me dio uno par de sopapos, me llevó a
la sacristía y llamó a reunión del consejo parroquial mientras tomaba unas pastillas
para los nervios. Llamó a mi vieja y la amenazó con comunicar el asunto al obispo si
no pagaba una misa por los jóvenes descarriados. Fue imposible explicarle que no
era yo el que se masturbaba; que Jesús estaba conmigo y los dos mirábamos mi
cuerpo.
Desde entonces, abandoné la iglesia porque la siguiente vez que fui el Padre
Mauro no dejó de vigilarme. Y así lo inhibió a Jesús, que nunca más bajó de la cruz.
Y yo me convencí de que no existía. Que era sólo una ilusión óptica de los
demás y hasta de mí mismo. Comencé a masturbarme frente a un espejo.
"Tengo un tres, un cuatro y una sota, pensó el Padre Gabriel, veintisiete de
mano."
"Una sota y dos dos, calculó Gerunflo Romero, y al cura ya le vi un tres, que
no vamo a ganar."
"Dos caballos y un cinco, carajo", se dijo Enrique Rojo.
"El macho de bastos y un seis y un rey, especuló Toño, si Rojo me ayuda les
ganamos."
Se reunían los domingos por la noche en el Bar El Jardín, casi siempre
rodeados de algunos parroquianos que respetaban la seriedad del juego con un
profundo silencio. El Padre Gabriel llevaba la cuenta de los partidos ganados por
cada pareja. Se jugaba por dinero.
—Ya son nuestro —fanfarroneó Rojo.
—Pobrecito —dijo Gerunflo, mirándolo con desprecio—. Venga, Padre.
—Quién es mano —preguntó Toño.
—Yo —dijo el Padre Gabriel—. Y voy con un cuatro a ver qué pasa.
—Métale un arrancayuyos, Oroño —pidió Rojo, esbozando una sonrisa
enigmática y optimista. Sus ojos iban del sacerdote a Romero y de éste a aquél
incesantemente, pero su palidez lo delataba. Toño se dio cuenta de que el as de
bastos estaba indefenso. Ganaban catorce a doce y estaban en buenas. Iban a quince.
—No tengo —confesó—. Aguántese con lo que pueda.
Jugó el rey de copas.
Romero estaba nervioso y seguía con el vaso en la mano. Miró fijamente a su
compañero, rogándole que dijera la verdad.
—¿Tiene tantos?
—Cante —autorizó serenamente el Padre Gabriel, acomodándose las gafas.
—Envido —dijo Romero, y miró a sus contrincantes. Cada uno estaba
enfrascado en la contemplación de sus naipes. No se les notaba la desolación. Rojo
dijo:
—¡Falta envido!
—Quiero —se apresuró el Padre Gabriel—, veintisiete y de mano.
Enseguida supo que ganaba. Ensanchó la sonrisa.
Toño no se inmutó. Ni siquiera intentó sorber la ginebra para disimular.
Tenía veintisiete, también, pero perdedores.
—Son güenas —admitió Rojo.
Romero soltó una risita y dijo alegremente:
—Catorce a trece —le pasó un poroto al sacerdote—. ¡Al truco jugamo!
—No sea pavo, Gerunflo. ¿No ve que así los corremo?
Toño y Rojo se miraron.
—Guarda la cama, Rojo. Si no tiene un dos, agarre; si no, rajemos.
—Me gusta, mestrro. Soy capá 'e darle un quiero santo.
Romero se removió en la silla. Jugó el dos de espadas. Rojo, nervioso, bajó el
cinco de copas. Romero jugó otro dos, el de oro, y miró al cura.
Toño estaba serio; Rojo arrepentido. Depositó un caballo sobre el cinco y el
cura puso la sota de oro sobre el cuatro de bastos. Toño jugó su as y lo miró burlón,
pero no lo impresionó. Estaban perdidos.
—Y bien —dijo el cura—. Juegue.
Toño sorbió ginebra. Miró a su compañero.
—¿Qué le queda? —preguntó—. La verdad.
Rojo se avergonzó: "Otro caballo".
—Paso —dijo Toño.
El Padre Gabriel y Gerunflo Romero se miraron eufóricos, enarbolando un
tres y una sota. Romero miró a Toño con rencor, como si en ese partido se hubiera
jugado la vida.
Los vencedores se retiraron guardando sus dineros y haciendo sonoros
comentarios.
Rojo se refugió tras el mostrador y Toño permaneció sentado, mirando el
vaso de ginebra.
—En qué piensa, mestrro.
—Pensaba en Romero. Qué tipo resentido.
—¿Vio la cara que puso cuando le cobró?
—Sigue cabrero por lo del hijo, pero no veo por qué conmigo.
—La otra noche, empedo, dijo que usté era igual que Palacio. Que no hacía
náa con el Nicasio.
—¿Y qué quiere que haga? ¿Que lo mate?
Rojo movió la cabeza como si recién entendiera algo. Levantó el índice
derecho y señaló al aire:
—Fíjese: el Gerunflo nunca jué amigo del intendente, pero ahora, medio por
el lao del cura, me parece que se anda amigando.
—Estos van a empezar a cazar brujas.
—No sé si brujas, pero hombres, seguro... Ademá el Gerunflo por plata hace
cualquier cosa, y Luján y Pére tienen demá.
—¿Y, cómo le fue?
—Perdimos.
—Seguro que por culpa de Rojo.
Toño lo miró entre despectivo y sonriente. Durante la semana casi no se
veían, pero los domingos, luego de su visita al Bar El Jardín, Toño hacía una breve
escala en la farmacia.
—Usted no entiende, viejo.
—Déjeme de joder con Rojo.
La disputa entre el bolichero y el boticario databa de unos veinte años:
Marciana de Rojo había perdido un hijo porque su marido se había empecinado en
asistirla personalmente el día del parto. De nada valió que Lema lo acusara de
ignorante y materialista; discutieron, se insultaron y Lema jamás le perdonó el no
haberlo llamado, ya que los partos eran su especialidad y su orgullo.
Paradójicamente, la amistad que Toño mantenía con Rojo no impidió una
estrecha relación con Lema. Esto produjo un curioso efecto: el intendente celaba a
Lema de la misma forma en que Rojo celaba al maestro.
Se sentaron en la botica, a la luz de un velón, y Lema sirvió ginebra. Se lo
veía concentrado. "¿En qué piensa? ", preguntó Toño. Lema lo miró. "¿La verdad?"
"La verdad." "En sus complejos. Quizá los asume para hacerse el intelectual, o el
misterioso. Pero a mí no me engaña." "No me joda usted, no me hable en difícil."
"Usted entiende todo, dijo Lema, es un tipo culto.""Culto las pelotas, eso no sirve
para nada."
Era una noche apacible y el viento jugaba entre el follaje de los paraísos.
Toño sorbió un trago y dijo: "¿y usted, Lema?" "Yo qué." "Usted es inteligente. Pero
es tan conservador que no se anima a cambiar nada. Quiere que todo siga igual,
total usted no se perjudica. Es muy egoísta. Le calienta dos carajos que las brigadas
azoten y maten a la gente; o que en este pueblo haya tres o cuatro que explotan a los
demás". "¿Y con eso?" "Que es un reaccionario de mierda."
"Así que yo soy reaccionario", dijo Lema, molesto. " ¿Y Rojo, qué me dice que
es izquierdista, por no decir comunista, y es bruto como un zapato?" "Error, dijo
Toño, Rojo es muy inteligente a su manera. Usted tiene con él un asunto personal."
"Rojo es bruto, no lo niegue." "Pero es intuitivo." "Y necio." "Ya le dije, Lema, usted
tiene con él un asunto personal." "Sí, pero igual es bruto, y es comunista, y todos lo
sabemos. Lo supimos desde que volvió." "¿Y qué hay de las brigadas, Lema, y de
Luján, Grande y todos esos?"
Ricardo Lema tenía la cabeza gacha. Se frotó las manos, buscó algo en un
bolsillo, volvió a llenar los vasos.
Siempre ocurría lo mismo: llegaban a un punto en el que ya no podían seguir
hablando, señal de que ambos estaban borrachos. Lema se acordaba entonces de la
mañana en que lo vio llegar y dijo "malo; esto es malo". Entonces decía arrepentirse
de no haberlo reventado de un escopetazo, y de paso le echaba en cara su crueldad
al irse de Resistencia y abandonar a su familia.
"Usted no entiende nada porque además es un viejo resentido, replicaba
Toño, la familia es un invento de mierda pero ni eso fue capaz de tener usted." Y
entonces le echaba en cara ser cobarde, acomodaticio con el poder y cagón en todos
los sentidos.
—Váyase a la mierda —terminaba Lema, furioso, y se ponía de pie.
—Es lo que debería hacer y no venir nunca más —retrucaba Toño, que
también se ponía de pie diciendo: Usted sí que no entiende nada, viejo del carajo,
porque tiene miedo, usted es de los que siempre están en la vereda de enfrente.
Y después de los insultos se quedaban en silencio, los dos, y lentamente
volvían a sentarse para seguir bebiendo, fastidiados y en silencio. Hasta que Toño,
cuando calculaba que eran las dos de la mañana, decía borrosamente:
—Bueno, me voy.
—Haga lo que quiera. Otra vez vino a confundirme con su mierda.
—Los hombres siempre estamos confundidos, Lema. Ta mañana.
—Váyase a la puta y no vuelva más.
Y así cada domingo, como novios que se esperan.
Pero eso no tiene nada que ver con lo que yo estaba pensando de modo que
tengo que admitir que no hay dos patos de un mismo vuelo o sea que cuando Toño
dijo que su madre no era buena no se refería a la bondad misma sino a las
habladurías y a ciertas intimidades entre ellos pero no por eso era mala porque
mala lo que se dice mala de mala leche mala sangre y malos sentimientos no era
pero a eso Rojo no lo entendió jamás como hay muchas cosas que no entiende y por
eso cuando dijo: "La madre de Toño era una mala mujer", se equivocó de puro
rencoroso porque saber sabía la verdadera historia de la madre de Toño lo que pasa
es que es un resentido porque también sabe la historia de su propia madre que Dios
me libre y guarde yo mismo se lo recordé la noche que volvimos a pelearnos
Asunción Celeste era una prostituta paraguaya que llegó a Colonia Perdida con el
Circo Haggemberg y sus 20 rutilantes estrellas del juego y el buen humor 20 y se
pasó de gran farra una semana entera con Jacinto Portal y se fue borracha, muy
borracha, tan borracha que se olvidó un hijo de tres años que dormía en un cesto de
mimbre bajo un lapacho la noche que se fue el circo y al otro día alguien lo encontró
creo que fue Riquelme y dijo ah y le avisó a Jacinto Portal quien sintió mucha
vergüenza pobre Portal en que lío se metió él apenas recordaba que ella le había
dicho que el chico se llamaba Enrique pero como eso había ocurrido en un
momento de jolgorio no se acordó del apellido o capaz que nunca lo supo y por eso
durante muchos años fue conocido como Enrique Portal para desgracia de Jacinto
aunque así nomás lo llamaron mal que le pesara y Enrique se hizo muchacho y se
fue al Paraguay y estuvo muchos años e hizo la guerra y volvió un día deportado
trayendo tres caballos cargados con latas de grasa y otras chucherías aunque de la
grasa nunca más se supo, cuestión que ya en esa época dijo llamarse Enrique Rojo y
no porque ése fuera el apellido de su padre pues padre conocido no tenía sino
porque era comunista y además trajo un retrato de su madre que en ese entonces
era madrina de otro circo paraguayo que estaba dando la vuelta al mundo y que se
llamaba Circo Variedades y dijo Rojo que ya no ejercía el oficio y es claro pobre con
los años que tendría pero todos sabíamos que había sido una mala mujer aunque
buena hembra y a pesar de los años transcurridos yo la recordaba bruta pero
hermosa con fogatas negras en los ojos y un rosario de piedras de cálculos renales
liado al cuello así que para que no hablara macanas le recordé todo esto y encima le
dije:
—La madre de Toño no era mala, Rojo. Mala era la tuya.
Rojo me miró y me dijo maldito seas Lema mil veces maldito, y desde
entonces no hemos vuelto a hablarnos ni siquiera a saludarnos cosa que para este
pueblo es bastante difícil porque nos vemos todos los días.
Tres
"Tenés cara de puta", le ha dicho. Como con cariño, tiernamente, sin
sensualidad.
—Y me gusta tu olor —le dijo después—. Tenés olor a rancho, a humo de
espiral, a indio cansado.
—Qué más.
—No preguntés. Los piropos me salen solos.
Ahora ella da un pequeño giro sobre sí misma, desnuda, con los pechos
insinuándose bajo las sábanas. La cama ha crujido como siempre, encaprichada en
apoyarse sobre tres de sus patas mientras la cuarta se eleva un centímetro y con los
movimientos hace tac—tac—tac.
Es la tarde más fría de este invierno, el primero que pasa Toño en el pueblo.
El viejo despertador está por dar las cuatro y media. Hace tres horas que están
juntos, han hecho el amor y mientras él prepara café ella mira el techo y piensa en
esa especie de rito de casi todas las tardes: despedir al marido, ordenar la casa, salir
por la puerta de la cocina, ir hacia el monte, alejarse del pueblo dando el rodeo de
siempre, por el senderito que conoce de memoria desde hace meses, y llegar al
rancho de Toño sin pasar por la galería donde Nicasio duerme custodiado por sus
perros. Ahí mirar bien a todos lados y entrar sin golpear la puerta, y adentro
abrazarlo desesperada y sintiendo cómo él juega con sus nalgas y la arrastra hacia la
cama, la desviste, la posee.
—Toño.
—Qué.
—Le voy a contar al Padre Gabriel.
—¿Qué? ¡Vos estás loca!
—A alguien tengo que contarle todo esto. Nadie puede guardar un secreto
como éste tanto tiempo. A alguien tengo que confiarle el miedo de hacer lo que más
me gusta.
—Pero decime: ¿qué te picó a vos?
—Lo mismo que a vos, Toño. Se lo contaste al paraguayo Rojo.
—Pero es distinto: Rojo es mi amigo... Sé que puedo confiar.
—El Padre Gabriel es viejo y es cura. Tendrá qu'entender y callarse la boca.
—Pero es amigo de tu marido, del intendente, de todo el mundo.
—No sé... Acá nadie es amigo de nadie, me parece.
Toño se acerca con el café humeante.
—Hablando de Roma: ¿Y tu marido?
—Es un pobre tipo que empezó a odiar a la vida antes de nacer. Vive como
esperando que le den una puñalada en la espalda. A veces me da lástima.
Hace una pausa, bebe un trago de café y continúa:
—El otro día se indignó con vos por el asunto del perro de Rojo.
—Qué dijo.
—Que seguro qu'el nuevo nombre era cosa tuya. Que Grande no debería
permitirlo. Que iba a hablar con Luján...
Beben en silencio. Hay un elogio, un par de besos, se cae una taza.
Toño se extiende a su lado y la cama comienza a crujir. La cuarta pata hace
tac—tac—tac.
Al terminar, ella dice:
—Me tengo que ir. Andá a charlar con Nicasio que yo te limpio el rancho y
me voy.
Toño se viste presuroso. La mira una vez más, mientras ella se calza el
vestido.
—Chau, Rosario.
—Chau, Toño... Te dejo las rosas sobre la mesa.
Cuando Rosario hubo partido, Toño se sintió liviano, nada de boa—nube, se
dijo, y recordó a Benicio, su amigo que tanto le había cuestionado el viaje el día que
compró la mula. "Estás loco, Toño, hermano —le había dicho—, en lugar de ir a ese
pueblo de mierda tendrías que ir a un analista."
Una tarde, cuando Benicio tenía catorce años y yo doce, me dijo:
"Anoche fui a coger. Debuté", y se quedó mirándome de reojo. Con un palito
yo apartaba la tierra que dificultaba el paso de una caravana de hormigas que
venían de un caramelo escupido.
—¿Y vos? ¿Todavía nunca?
Negué con la cabeza. A él no podía mentirle.
—¿Querés ir? A mí me encantó y voy a volver. Si querés te llevo.
Me miraba con unos ojos tan negros como mis pensamientos, grandes como
mi confusión y mi miedo. Empecé a dibujar circulitos. También mi nombre. Borraba,
alisaba, volvía a escribir, volvía a borrar, a alisar, a escribir. Qué ganas de tener
catorce años.
—¿Ya te sale?
—Claro.
—¿Y te la hacés mucho?
—Un momón, todo el día me la hago. Y eso me da miedo.
—Dicen que uno se acostumbra y cuando sos grande podés volverte loco.
—¿De veras?
—Y tenés la cara llena de granos.
—Eso no sabía.
—¿Querés ir o no?
—Y bueno.
—¿Tenés veinticinco mangos? Si no, yo te presto.
—Voy a ver si consigo.
—Esta noche, entonces.
Íbamos a Barranqueras en un viejo ómnibus Ford destartalado que rompía la
calma del verano. Yo transpiraba. Buscaba pretextos la luz prendida Benicio me olvidé
qué macana y al ratito me siento mal cité debo tener fiebre mejor bajemos a tomar una Bidú
no sé qué me pasa.
—Ya llegamos —dijo y me codeó en el costado. Lo tomé del brazo y sentí que
agarraba una barra de hielo, un pedazo de piel mojada y fría. O mi mano estaba
afiebrada de veras.
Bajamos del ómnibus sin miramos. Reconocí la curva de Villa Rossi. La
arboleda ocultaba un camino de tierra que se hundía en el rancherío, de donde
venía un impreciso olor a frituras, humedad, sudor.
Flaco tengo miedo le dije y él me dijo ya sé pero quedate tranquilo que no es para
tanto.
La luna parecía acompañarmos, redonda y plateada como un medallón
sobre un pecho de árboles. Caminamos una, dos, no sé cuántas cuadras.
Aquí es dijo él y yo dije sí claro.
Era una casa muy vieja, de ladrillos soldados con barro, cuadrada y sombría.
Estaba detrás de un alambrado cubierto de campanillas silvestres. En la pared del
frente había una puerta de colores chillones y arriba un farolito rojo. Entramos.
Benicio me dijo va a salir la tía Matilde decile tía Matilde y hacete el simpático que
después si sos habitué algunas veces no te cobra. Una vieja nos salió al encuentro, lo besó y
abrazó y qué contás pichoncito me encanta que vengás seguido y qué bien que trajiste un
amigo justo tengo dos chicas libres.
Benicio sonreía y decía a todo que sí. La vieja hablaba y parecía que sin
respirar. Tenía ojos grandes y saltones como los de una vaca aburrida, y el pelo
teñido de un color raro como si en vez de tintura hubiese usado una mezcla de agua,
orín y tabaco. Me preguntó cómo te llamás. Se lo dije y ella ordenó una limonada que
trajo una pibita y nos sentamos en el patio de tierra, bajo una morera, como viejos
amigos.
Una mujer descorrió una cortina y nos miró. Era joven y delgada y a mí me
pareció muy linda.
—Betty, llamala a Mary que acá están dos chicos.
—Que pasen —dijo Betty, y después dijo algo hacia adentro.
Yo pensé Benicio me quiero ir pero él ya estaba de pie y decía dale que ésta te
va a gustar. La tía Matilde se reía como si un fantasma le hiciera cosquillas con un
cepillo de acero. Después siguió hablando, pero yo no la escuchaba.
Betty se asomó tras apartar la lona y me dijo: bueno vení, apurate que me quiero
dar un baño. Por la tonada supe que era paraguaya. Enseguida la otra chica llamó a
Benicio. Yo corrí la lona y entré.
Estaba echada.
Tendida.
Displicente.
Puta, ramera, golfa, carne aglomerada.
Mis ojos hinchados, cinchados, trinchados, pinchados, henchidos. La nube
siempre venía, siempre vino y viene. Es una cosa oscura.
No parece de vapor ni es nube de cielo de mayo, ni nube con pájaros, ni
avión que la cruza, ni es húmeda ni flota ota ota ota ota. Produce un eco eco eco eco
eco que me nubla la vista y a veces alcanzo a pensar que parece mentira porque no
puedo pensar sar sar sar. Eso es la nube y viene solita y me sube lenta,
tranquilamente y sigue subiendo sin parar, sube y sube y llega a la cintura y yo me
quiero ir Benicio de mierda para qué me trajo acá y la nube se convierte en boa y es
la etapa más crítica porque ahora quiere comerme, se enrosca a mi alrededor, me
contornea pero no me aprieta, eso viene después porque ella es sutil, me envuelve
lenta y suavemente, es como caer en una ciénaga y es inútil resistirse, tampoco
puedo gritar, no sé por qué no puedo gritar, mejor estarse quieto tieso no intentar
resistencia lo que es superior no se resiste se soporta orta orta orta...
Betty dijo bueno dale vení.
Yo no dije nada.
La boa—nube no me había cubierto la cara así que alcancé a ver el deshabillé
transparente, gastado y como de segunda mano, y debajo el corpiño negro y la
mancha oscura del pubis. Betty tenía una dentadura linda y parejita, el pelo negro
azabache y la piel lechosamente blanca.
La boa—nube hizo un movimiento y yo me desvestí pudorosamente,
mientras Betty se limaba las uñas y tarareaba no me acuerdo qué. Pensé qué suerte
que no me mira y me saqué todo. Hasta las medias.
Cuando Betty levantó las rodillas y acercó los pies a sus nalgas, ya la
boa—nube me cubría la boca. Después me tapó totalmente.
—¿Y qué le parece'l mestrro, chamigo? —preguntó Quirurgo Gauna,
mientras jugaba con una ramita en la boca.
Sandalio Quiroga, atusándose el bigote, lo miró sin hablar. Gauna lo animó
con un movimiento de cabeza.
—Tiene istrución —dijo Quiroga—. Quién sáe qué quiera.
Hacía frío. La humedad se elevaba desde el piso mojado por las lluvias
invernales, como si fuese verano. Estaban en cuclillas, descansando, con las hachas
apoyadas contra un árbol. Gauna, con un cuchillo, tallaba un palito de yuchán.
—Oiga, viejo, nojotro ganamo poco.
—Uhjú ...
—Trrabajámo demá, cobramo en papele y encima no alcanza...
—Así nomá é. Siempre jué.
—Rojo y el mestrro dicen qu'el hambre é más juerte que lo brigáa.
—Si ellos 'icen ...
—Yo ando pensando en la güelga que'ice Rojo. Qué le parece.
—Hummm... Rojo es muy...
—Pero no digo Rojo, digo la güelga qué le parece.
—Hummm... Quién sabe...
Estuvieron así un largo rato. El canto de millones de cotorras llenaba la tarde,
y las charatas del monte aparecían a curioseados cada tanto. Un sol medio flaco se
colaba a través de la fronda y el cielo, vacío de nubes, resplandecía en un azul
intacto.
De pronto escucharon un ruido. "Chanchos", pensó primero Quiroga, pero
inmediatamente se puso de pie:
—¡La brigáa, Quirurgo! ¡Son brigáa!
Gauna se paró de un salto y así los encontró el grupo que surgió de la
espesura.
—¿Qué hacen? —preguntó uno de los hombres. Eran tres. Tenían cananas
cruzadas en el pecho, pistolas a la cintura, del otro lado un machete y fusil al
hombro. Vestían camisas celestes y los escuditos los identificaban
redundantemente.
—Descansamo —dijo Quiroga.
—A trabajar —repuso el hombre—. Hay que entregar los rollizo ante 'e las
cuatro.
—Y sí —dijo Gauna, y tomó el hacha. Quiroga hizo lo propio. En silencio, y
sin saludarse, se separaron. Los tres hombres se perdieron en el monte.
Esa tarde, Quirurgo Gauna fue al Almacén Casa Gold para abastecerse de
provisiones. Ató el caballo al horcón de la galería y entró con cuidado, como quien
va de visita. Vestía ropas domingueras: bombachón rosado y camisa blanca, saco
negro, un pañuelo también negro anudado al cuello y el chambergo ladeado.
"Don Nico", llamó. "Hola, Quirurgo", saludó Nicomedes Gold atravesando la
cortina. Gauna hizo el pedido: yerba, galleta, azúcar, caña, tabaco y papas. Mientras
Gold lo atendía, pensaba en el petitorio que habían presentado, en que habría que
hacer una huelga porque la respuesta había sido una sonora carcajada de Ramiro
Luján, y en los cambios del mundo "aunque, se dijo, acá ninguno saemo qu'es el
mundo".
Gold guardó los vales. El almacén estaba inundado de un olor a cebollas y
alpargatas nuevas que apestaba. Gauna miró los ojos fríos del almacenero y recordó
que quince días antes le había encargado unas hojitas de ñangapirí, buenas para
hacer té contra la presión alta. Las tenía en el bolsillo derecho de la bombacha.
Creyó escuchar que Gold se las pedía.
—No le traje —mintió—, me olvidé, don...
Y después salió con su tranco lento, de rodillas separadas. Pensaba: "Hijos 'e
puta. Lindo tu almacén, linda la casa 'el intendente, y la 'e Luján y la 'e Pére. Pero lo
jodido semo nojotro con esto 'e los vale de mierda y nunca tener plata. Hoy la Rosa
se va'nojar: no le cambié'l ñangapirí por los vestidos viejos 'e la Gold".
Esa misma tarde, Anselmo Riquelme estaba sentado a la mesa de siempre.
Era el único parroquiano del Bar El Jardín. Rojo leía un diario viejo, apoyado sobre
el mostrador.
—Che, Ro—Rojo ...
—Qué pasa, Tarta.
—Algún día t—t—te voy a p—p—pagar.
Rojo sonrió.
—Chupá nomá —dijo—. Vo tenés crédito.
—Por l—l—lástima, ¿no? Y sí, a—así nomá ha de ser...
Rojo hizo como que no lo oyó. Carraspeó con fuerza y recordó al Riquelme
de hacía años, cuando era un joven capataz de los Establecimientos Algodoneros
Sociedad Anónima y uno de los mozos más codiciados por las niñas de la zona.
Cliente del Bar El Jardín, todas las mañanas a las seis y media entraba al salón
luciendo su andar seguro, sus bombachas de gabardina, el impecable sombrero
negro y los bigotes siempre recortados. Rubio y alto, parecía hijo de gringos.
Siempre pedía lo mismo: café con leche tibio, dos galletas, manteca, dulce de moras
y medio mamón maduro. Después decía "te pago, Rojo" y se iba lentamente, a
caballo, hacia el algodonal. Entonces, Anselmo Riquelme, de sólo veintitrés años, ya
era Don Anselmo. Tenía fama de hombre justo: desdeñaba los vales y sabía hacerse
respetar sin apelar a la crueldad. Se había opuesto a la formación de las Brigadas de
Control de Trabajo que implantó Jacinto Portal y que luego desarrollaron Luján y
Pérez en sus establecimientos. "E—era ot—t—tra epoca", solía decir, Cuando sus
borracheras eran nostálgicas.
Un buen día se casó con una de las hijas de Portal. Fue favorito, entonces, del
intendente, y vivió feliz algo más de cuatro años. Incluso llegó a rumorearse que
sería el sucesor de Portal en la intendencia, Pero no tuvo hijos. Nunca se supo si era
estéril o lo era su mujer, Catalina, la más linda de las tres niñas del intendente. Lo
cierto es que Portal se sintió muy preocupado a partir del segundo año desde la
boda y hubo quienes insinuaron que lo había autorizado a mantener relaciones con
sus otras hijas. Mentira o verdad, pasaron más años y Portal no pudo tener nietos.
Las solteras —Rosaura y Margarita—, envejecieron de golpe. Catalina se marchitó
tejiendo mañanitas y bordando pañuelos. Y Anselmo Riquelme, el favorito, cayó en
desgracia.
Una noche Jacinto Portal se llevó a sus hijas a Resistencia y volvió dos
semanas después, solo y optimista. Anselmo lo encaró duramente porque también
se había llevado a su mujer. De esa discusión, se dijo que fue muy violenta y que
Portal llegó a pegarle. El caso es que Anselmo desapareció por tres días y Rojo lo
supo porque no fue a desayunar. Al cuarto día lo vio entrar un poco inseguro, con
el bigote viejo y una barba despareja que le ensombrecía la piel. Eran las nueve de la
mañana y se sentó a su mesa de siempre. Rojo lo saludó y le sirvió el desayuno.
—Llevátelo —dijo Riquelme—, y traéme una botella 'e caña.
Desde entonces siempre desayunó así. Con el andar del tiempo se fue
endeudando y matizaba sus alimentos con vino tinto, todo lo cual Rojo le fiaba sin
saber bien por qué. De noche, terminaba dormido sobre la mesa junto a una botella
vacía. Entonces Rojo lo llevaba al patio y lo echaba en un catre viejo. Después,
cuando Portal murió y empezó a tartamudear, un día Marcelino Grande lo definió
como "el pobre Tarta Riquelme". Como ya no tenía domicilio, Rojo se habituó a
tenderlo en un catre en la cocina. No le cobraba ni jamás iba a cobrar, pero Riquelme
siempre decía: "Te pago, Rojo", y Rojo le contestaba: "Bueno, Tarta".
—¿V—vo s—se—seguí p—pe—pensando en eso de la hue—ue—uelga?
Rojo se inquietó. Puso el diario a un costado.
—¿Por?
El Tarta se acomodó el pantalón.
—Mm—ma—mala cosa. Port—t—tal me dijo que las co—cosas son como
son. Que sss—si sss—seguí una huella ll—lle—llegás al animal. Qu—que pa'que
cambiar, ¿e—hé?
—Pa'que no haiga injusticias.
El Tarta sorbió un trago de caña. Eructó suavemente y comentó:
—De balde. T—to—todo va' ser al p—pe—pedamente. Ac—c—cordate.
El Colegio Nacional José María Paz, de Resistencia, funcionaba en el viejo
edificio de una antigua pensión de fin de siglo, con un patio con aljibe y paredes
descaradas, baños al fondo y a la derecha, y un cuerpo de profesores que se
indignaba cada vez que en el mástil aparecían flameando banderas con estrellas de
cinco puntas, o cuando amanecían los "Perón vuelve" o "Viva Perón, carajo"
pintados en las paredes.
Uno de ellos era el profesor Storvo, un sujeto menudo, amanerado e
ignorante que enseñaba música, adoraba su piano y con el tiempo se había
convertido en blanco de las bromas pesadas de todas las generaciones que desde
hacía veinte años pasaban por las aulas. Tenía la frente despejada, un hoyuelo en la
pera, una expresión como de sueño permanente y era un individuo más bien frío y
manso, cuyo prestigio empezó a arruinarse el día que el Caballo Esllóquez lo
amenazó de muerte si no aprobaba música.
Storvo primero no creyó en la amenaza y lo denunció ante el rector. Pero al
día siguiente y al empezar la clase el Caballo desenfundó un revólver enorme, que
lo hizo palidecer y a todos nos dejó helados. "Quieto", le dijo y Storvo quedó como
clavado al piso. "Póngame el diez que necesito y después chitón". Storvo sacó la
libretita y cambió las notas en medio del silencio general, silencio que significaba
que nadie había visto ni oído nada. Esllóquez aprobó la materia.
Dos años después, la imagen de Storvo se deterioró aún más por culpa de
otro caballo: el de Troya. Irineo Gambetta era tan desafinado como un violín
humedecido y yo también, lo que nos granjeó la antipatía de Storvo, quien pidió a
las autoridades que se nos eximiera de asistir a las clases de canto porque
distraíamos al resto de los alumnos. Cuando el rector nos comunicó la novedad yo
sentí alivio y alegría, pero Irineo se indignó: "Che Toño esto es agraviante", dijo, y
explicó que se sentía como los aqueos que para tomar Troya debieron recurrir al
famoso caballo de madera. "También nosotros vamos a entrar", aseguró cuando
Storvo nos cerró en la cara la puerta de la sala de música. Irineo señaló un enorme y
pesado tablón que se usaba como andamio para unas refacciones que se efectuaban
en esos días en el colegio, y dijo: "Como los aqueos, Toño". Tomó el andamio por un
extremo y yo por el otro, apuntamos hacia la puerta, hicimos dos ensayos y al grito
de "a la conquista de Troya" nos abalanzamos. El estallido fue tremendo, los vidrios
saltaron justo en Cabralsoldadoheroico / cubriéndosedegloria y Storvo casi muere
del susto.
Por supuesto, pidió expulsiones para los dos, pero esa noche Irineo fue a
verlo y, según dijo después, lo corrió por toda la casa con un cuchillo de carnicero.
No supe si fue verdad o mentira, pero Storvo retiró el pedido de expulsión. Y poco
después renunció, cuando una extraña huelga arrasó con el poco prestigio que le
quedaba.
Fue un episodio absurdo y en él intervino personalmente el rector. Lo
recuerdo de pie ante nosotros y con una sonrisa malévola. El ventilador sonaba
como si lo hubieran aceitado por última vez a principios de siglo y el hombre
caminaba ante nosotros arremangándose la camisa y secándose la frente con un
pañuelo. Era un tipo bajo y macizo, de facciones duras y voz de falsete. De pronto
se detuvo y nos miró con dureza.
A que fue usted Gambetta.
No Señor rector dijo Gambetta.
Entonces usted Greco.
Tampoco Señor estuve engripado.
¿Mansilla?
No señor yo tengo estreñimiento crónico.
Greco y Burgos se rieron Viviana Viglietti se puso colorada y bajó la vista.
Irineo y Mansilla eran dos estatuas. Yo sabía que el rector tenía la paciencia de un
buey, y eso me daba miedo porque la expulsión era segura en este caso.
Burgos dígame quién fue ¿eh?
No lo sé señor si lo supiera se lo digo.
Miren que van a pagar justos por pecadores, muchachos, si no aparece el responsable
se van todos a la calle en este asunto no hay tu tía piénsenlo.
Tomó una carpeta de su despacho y salió a la galería. Estaba demasiado
ofendido para perdonamos, pero quería dejamos deliberar.
Gambetta dijo muchachos estamos fritos. Burgos se enojó mirá Irineo si fuiste vos
más vale que lo digas. Yo no fui. Tengo mis dudas insistió Burgos. Y qué le vas a hacer dijo
Gambetta, desdeñoso. Pero mi viejo me degüella reclamó Burgos, transpirando. Greco
intervino ché confiesen carajo. La puta que lo parió al que fue dijo Viviana. En mi casa me
capan, comentó Mansilla. Solo a este enano y al imbécil de Storvo se les puede ocurrir que
haya sido yo pensó Viviana en voz alta. Pudiste ser así que no te hagás la santita le replic6
Gambetta.
Me dí cuenta de que el culpable no iba a confesar. Entonces pensé que si
alguno se declaraba culpable y se disculpaba, lo podrían perdonar.
El rector volvió a entrar. Traía seis legajos bajo el brazo.
Bueno señores acá tengo vuestras carpetas los escucho.
Entonces dije fui yo.
¿Usted Oroño?
Sí señor.
¿Y por qué hizo semejante barbaridad Oroño?
Porque tuve ganas y me pareció divertido. Pensé en la cara que pondría el profesor
Storvo y me tenté já já lo volvería a hacer já já já, le juro.
Todos empezaron a reírse. Hasta el rector perdió su compostura y soltó una
carcajada. Viviana, roja y encendida, se ahogaba con su risa fuerte y sonora. Irineo
escupía por entre el hueco del colmillo que le faltaba.
Entonces le cagué el piano, conté muy divertido, cagué todo a lo largo del teclado
pensando en Storvo.
Já já já se reía el rector la cara de Storvo já já claro si lo hubiesen visto decía mi piano
mi pianito querido me lo cagaron todo mi piano querido já já já usted es una bestia Oroño
considérese expulsado já já se va del colegio.
No Señor rector afirmó Gambetta no fue Oroño fui yo.
Já já dijo el rector y súbitamente se puso serio: cómo dice Gambetta
Que fui yo Señor.
No Señor Burgos dio un paso al frente fui yo.
Mentira dijo Greco la verdad es que fui yo no estuve engripado.
Aunque parezca increíble en una dama dijo Viviana sin dejar de reírse fui yo se lo juro
por mi madre.
Todos mienten Señor aseguró Mansilla fui yo no tengo estreñimiento crónico.
Esa noche Irineo propuso conseguir la solidaridad de todo el colegio para
hacer una huelga, porque nos habían expulsado a los seis. Muchos compañeros
eran incondicionales y los más chicos no podrían negar su apoyo a los cuartos y
quintos años unidos. Dos días después, fuimos al colegio una hora antes de que se
abrieran las puertas y nos instalamos en las esquinas. Colocamos carteles que
decían: "Fue todo el colegio", "Unidos contra las expulsiones", "Reincorporación
para los compañeros". Costó poco convencer a los dudosos, ya los remisos los
dejamos entrar señalándolos como carneros. La inasistencia fue casi total y hasta
hubo profesores que nos apoyaron. Además logramos que una comisión de padres
y profesores poco solemnes, que habían tomado el asunto en broma, entrevistaran
al rector. Y cuando se retiraron, Olazábal, que era el profe de Psicología, nos dijo
que no habría expulsiones si limpiábamos de inmediato y entre los seis el piano, le
pedíamos perdón a Storvo y le jurábamos al rector que nunca más ocurriría algo
semejante. Por supuesto aceptamos, y a las diez de la mañana todo el mundo estuvo
en clase mientras nosotros íbamos a la sala de música. Allí nos miramos sin saber
qué hacer, hasta que Irmeo dijo esto es un asco pero yo estoy dispuesto a limpiarlo todo;
les cuesta cien mangos a cada uno. El asco se trasladó a Irineo, pero todos estuvimos de
acuerdo en que era un precio razonable. Nos fió hasta el día siguiente y puso manos
a la obra.
Dos días después le pregunté, en el baño, si había sido él.
Y claro, respondió, sólo uno puede limpiar tranquilamente su propia mierda.
—Decididamente hay que hacerla. Carajo, mire como viven esos indio.
Mírelo a Gauna, a Quiroga...
—También miro a Gerunflo, a Lema y a otros que no quieren saber nada.
Enrique Rojo hizo una mueca de resignación. Terminó de prepararse un
inmenso sángüiche de jamón y queso y se sentó a comerlo junto a Toño. Hacía más
de una hora que discutían, ante la muda presencia del Tarta Riquelme, que
dormitaba sobre sus propios brazos, en otra mesa. Toño lo miró y sonrió:
—Como diría el viejo Quiroga: en este pueblo es tan posible hacer una
huelga como cazar un tigre a hondazos.
—Se'stá achicando.
—Vamos, Enrique, usted conoce Colonia Perdida mejor que a la cachuncha
de su mujer.
—Tiene miedo. Tóos tienen miedo. Prefieren seguir así.
—Me extraña que subestime a la gente. ¿Usted qué opina, Doña?
Acababa de aparecer Marciana en la puerta de la cocina, como convocada
por el comentario del maestro, y al ser interpelada se detuvo y lo miró, inexpresiva.
Era una mujer alta y gruesa, de enormes pechos y voz de pito. Tenía una verruga
muy grande en el lado izquierdo de la nariz y unas manazas que hubiera envidiado
un carpintero.
—No sé. Grande, Luján y estos mierda no se van a quedar cruzaos de brazo.
Un reclamo se aguantan y no dan bola, pero una güelga... De puro machos
van'arriar a todos pa'l conchabo.
Rojo se removió en la silla. Armó rápidamente un cigarrillo, lo encendió y
tiró el fósforo con rabia.
—¡Pero hay que hacerla! Ademáh ahora lo tenemo a usté.
—Yo no significo nada, no se engañe.
—Pero si siempre'stá criticando y coincidiendo con nojotro...
—Y con eso qué. Lo único que yo sé hacer es criticar.
Toño tomó unas miguitas de pan de sobre la mesa, y pensó que no se
entendía a sí mismo. ¿Por qué se oponía a la huelga? ¿Se oponía o era que tenía
miedo, un miedo diferente del que enojaba a Rojo? ¿Era que volvía su vieja pavura
a paralizarlo, la puta boa—nube, o eran sus viejos cuestionamientos existenciales?
¿Y qué le importaba a él que hicieran o no esa huelga? Rojo lo contaba de su lado,
pero, ¿estaba seguro de que se ubicaría en su vereda? Una miguita le pareció que
tenía la forma de la cara de Ricardo Lema.
Rojo terminó de comer. Bebió un trago de vino.
Marciana llevó al salón los faroles que acababa de encender. Los distribuyó
entre las mesas, mientras los hombres hablaban, y llenó de agua la palangana
donde Perón—Perón bebía. Después se acercó a ellos y puso una mano sobre el
hombro de su marido. Miró a Toño con aire solemne.
—Le digo algo: una güelga es una güelga y náa má.
—Eso —dijo Rojo, sintiéndose triunfante.
Todos los días, a la una y cinco de la tarde, caminaba hasta la plaza. A esa
hora pasaba el ómnibus que iba a Puerto Barranqueras. Llegaba justo para la
partida del vaporcito de las dos menos cuarto.
El "Nicolás Ambrosoni" era una embarcación panzona y blanca, con un bar
en la proa donde se bebía una cosa negra que todos llamábamos café, y se jugaba al
truco durante los setenta minutos que duraba el cruce del río Paraná. Ese horario
era casi exclusivamente para los estudiantes que iban a Corrientes y el "Nicolás
Ambrosoni" se convertía en una especie de mensajero cultural interprovincial: traía
a los alumnos de Arquitectura, Ingeniería, Humanidades y Ciencias Económicas y
llevaba a los de Derecho, Medicina, Exactas, Agronomía y Veterinaria.
Todos los años, en el mes de Julio, había elecciones en los Centros de
Estudiantes y el activismo aumentaba, proliferaba la propaganda política y todo el
mundo tomaba partido. Los activistas repartían panfletos, había asambleas a diario
y se escuchaban discursos encendidos. En época de elecciones toda arma era válida,
por lo que se organizaban fiestas, guitarreadas, reuniones doctrinarias y hasta se
presentaban amigas o amigos a los más indecisos con el criterio de que el sexo era
otro medio de penetración ideológica. En el bar del "Nicolás Ambrosoni" se
suspendían los partidos de truco y proliferaban volantes y documentos.
Yo no fui ajeno a ese clima y una tarde, mientras el vaporcito atracaba, acepté
incorporarme a una agrupación que dirigía un tal Victor Ciervaloni, un tipo alto, de
espaldas anchas, moreno y de mirada fría y penetrante a quien apodaban "El
Buitre". Ex afiliado al Partido Comunista, se había retirado, según sus palabras,
"bien marxistizado pero harto del blabla y el antiperonismo de las menches". En las
elecciones recibimos pocos votos pero mateamos toda la noche, hubo guitarreada
hasta el amanecer y yo me ligué una morocha fenomenal de nombre Itatí.
Al amanecer fui al puerto para tomar el primer vaporcito a Resistencia.
Corrientes, a esa hora, parecía un bellísimo desierto cósmico. El río recibía al sol
desde la ciudad y las aguas se teñían de marrón oscuro. En el ambiente había un
subyugante olor a jazmines. Yo me sentía como un arquero después de atajar un
penal sobre la hora.
Toño lo convenció de que debía hablar con Capinté. No lo conocía, pero lo
había oído nombrar por algunos aborígenes del obraje, y el mismo Rojo solía
mencionado aunque no parecía respetado demasiado. Consideraba que si un
cacique permitía que a su raza la exterminaran sin oponer resistencia, era inútil
intentar comprometerlo para nada y menos para una huelga.
Sin embargo, Toño argumentó que, como fuera, sin la aprobación del cacique
los indígenas jamás apoyarían acción alguna. Dijo que eran razas sometidas pero en
esencia indómitas y Rojo debía recordar los malones contra los blancos.
—No, mestrro. Usté no conoce a lo jhindio.
—Está bien, pero usted no sea sectario. Vaya a verlo.
—Bueno, pero acompáñeme —Rojo lo apuntó con un dedo—. Capinté es un
hombre dificil, amargáo.
Toño aceptó.
—Y ademáh, hable —siguió Rojo—. Muéstrese juerte y Capinté le va'respetar.
En una d'esa le hace caso.
—A mí no tiene que hacerme caso. Yo simplemente lo acompaño.
—Sí, pero yo no tengo el palabrerío como el que usté usa.
—Usté ocúpese de no equivocar el discurso, nada más.
—Qué me quiere decir.
—Capinté, los indios... ¿son peronistas?
—¿Y qué sé yo? Han de ser...
—Bueno, por las dudas hable de Perón; dígale que va a volver.
—¿Y usté cómo lo sabe?
—Todo el país lo sabe. Va a volver.
—Usté está mal de la cabeza. No conoce a lo jhindio.
—Puede ser, pero escuche esto: en este país todos los pobres son peronistas.
Y los indios también, por algo tengo alumnos de apellido Perón. Así que haga lo
que le aconsejo. No joda con el comunismo, hágame caso.
—Yo no soy comunista.
—Ya sé, pero aquí nadie se lo cree. Y además, lo fue.
—Quién no.
—Yo, por citar un caso.
Dos días después, fueron al obraje a buscar a Quirurgo Gauna. Él podía
llevarlos a la tapera de Capinté. Eran compañeros de tareas y según Rojo se
respetaban mutuamente.
Gauna acababa de entregar un rollizo al pesaje. Estaba con unos paisanos
que descansaban al costado de unos carretones a medio cargar. Esa noche saldría
una partida de postes y varillas rumbo a la capital. Aunque la travesía sólo llegaba
hasta la ruta —donde esperaban camiones que llevarían el cargamento a las playas
del ferrocarril y al puerto— el paisanaje vivía con entusiasmo el acontecimiento.
Los hombres se acercaban a despedir a los viajeros, cambiar impresiones y hacer
encargos.
Gauna accedió a acompañarlos.
Era un rancherío gris y polvoriento. Las taperas estaban desperdigadas entre
abras y monte, en un radio de cien metros. Eran todas parecidas: cuatro estacas y
techo de barro y paja. Algunas paredes se cubrían con adobe, chapas, tablas o
cartones. Las puertas eran de lona o de arpillera y dentro de ellas reinaba la
oscuridad. El caserío estaba habitado por más chivos que seres humanos, y a la
sombra y junto a las mujeres había perros flacos y de miradas tristes o cansino
andar. También se veían algunos chanchos flacos, conviviendo mansamente con
pecaríes domesticados. Las gallinas picoteaban quien sabe qué en el piso de tierra y
era como que se olía la presencia de vinchucas chagásicas. En un rancho y junto a
una pequeña cruz sin Cristo, había dos calaveras en la entrada, una de carayá
adulto y la otra de humano, y en el piso varias estatuillas de barro o madera que
representaban a Caá—vi—yara, N'ohuet y otros dioses indígenas.
Era un puñado de familias que vivía en la mayor promiscuidad. El olor que
despedía el conjunto era fuerte como un lago de amoníaco junto a una montaña de
azufre. Los más pequeños —piojosos y desnudos, o apenas cubiertos con viejos
culeros de sus padres— jugaban en el suelo con bolitas de barro, maderitas y
caparazones de tatú. Las mujeres —algunas de las cuales no sobrepasaban los
quince años pero ya lucían avanzados embarazos—, permanecían en las chozas
cocinando guisos flacos, chipá o torta parrilla mientras sus maridos hacían nada en
las puertas o alrededor de algún fuego agonizante. A un costado una picada se
perdía en el monte. Había un cierto silencio en el ambiente, quebrado solo por los
gritos esporádicos de un indio borracho que parecía pelear con alguien. Hablaba un
qom duro, ininteligible acaso para muchos de sus congéneres. Una mujer de voz
chillona lo reprendió severamente. Después se escuchó un ruido como de latas que
caían y, por fin, el murmullo de algunas voces.
Se dirigieron a la vivienda de Capinté, en medio del cuchicheo de los niños
que corrían a esconderse en las faldas maternas. Se les notaba el miedo. Hacía
demasiados años que las visitas de los blancos significaban pesares. El vivir en
comunidad implicaba ese riesgo, pero era su única manera de subsistir. Los
indígenas que se separaban y permanecían desperdigados en el monte eran
exterminados por las alimañas o por los brigadas. Además, necesitaban asociarse
para las tareas de caza y pesca. En los alrededores de Colonia Perdida coexistía una
decena de pequeños núcleos de aborígenes, en su mayoría de la etnia qom, que los
blancos llamaban tobas.
Al final de la calle, y enfrentándose a ésta, se levantaba la tapera de Capinté.
Era un hombre joven, alto, delgado y de un carácter extremadamente silencioso.
Trabajaba como hachero y eso, sumado a su condición de cacique, le permitía cierta
riqueza: poseía un par de caballos y un buen número de gallinas. Su destreza en el
monte y su formidable puntería —con arco y flecha no había animal que se le
escapara— lo habían hecho legendario para el indiaje. Sabía oler una manada de
chanchos a un kilómetro de distancia, armar trampas para mborevíes o pumas y sus
perros podían alcanzar y rodear rápidamente a un pecarí tambor. Reacio al trato
con los blancos, el sistemático exterminio de los suyos, desde la colonización a fines
del siglo diecinueve, le daba razones para ello. Mantenía un orgullo siempre
encendido y se decía que sabía la historia completa de su raza, aunque sólo hablaba
de ello con sus hermanos, y en su idioma.
Quirurgo Gauna entró primero. Toño escuchó que hablaban qom. Al rato
apareció una india anciana, apenas cubierta con un batón descolorido y sin botones
que dejaba ver sus pechos fláccidos y manchados, y les indicó que pasaran.
Traspuso la puerta detrás de Rojo. Un paco de bosta encendida en un rincón
espantaba a los mosquitos pero despedía un olor muy intenso. Toño no pudo
reprimir una sensación de repugnancia ante lo que le pareció un golpe de calor y de
olor.
El ambiente era todo lo deprimente que puede ser la visión de la miseria más
absoluta. Un camastro con una frazada raída y un montón de trapos sucios, una olla
con restos de comida adheridos a los costados, una silla de mimbre a la que le
faltaba una pata, una vieja valija llena de cosas y pieles por doquier, no todas bien
curadas, constituían el mobiliario. Capinté estaba sentado en el suelo y en la
semioscuridad, con las piernas cruzadas bajo sus nalgas, y Toño pudo ver los callos
de la planta de uno de sus pies. Eran como una tabla de una pulgada de espesor.
Ese indio podía andar sobre la tierra calcinada a cuarenta y cinco grados, o sobre un
sendero de ortigas y cardos, y sentir menos molestias que cualquier blanco al pisar
un grano de arroz.
—Buenas —dijo Toño, extendiéndole la mano.
Capinté no se movió. Por toda respuesta, señaló la silla de mimbre.
Tenía una cara de huesos grandes, sobre los cuales la piel se estiraba Como
un cuero mojado expuesto al sol. Sus ojos eran pequeños y hundidos y de mirada
seca y roja. Le faltaban varios dientes y dos de ellos, amarillos, apuntaban hacia
afuera levantándole los labios carnosos y heridos por llagas viejas. Gauna estaba
junto a él.
Rojo se sentó en el suelo. Toña eludió la silla y se agachó y se mantuvo en
cuclillas.
—Capinté, aquí andan queriendo conocerte —dijo Gauna.
El cacique asintió. Toña se dio cuenta de que le tocaba hablar a Rojo. Deseó
que lo hiciera rápido y sin vueltas. Se sentía incómodo y quería irse cuanto antes de
ese lugar.
El paraguayo habló con precisión y frases cortas. Dijo que muchos ya no
podían soportar la situación, y que él y otros estaban pensando en hacer una huelga
y creían muy importante la participación de los aborígenes. Aseguró, también,
mirando a Toña con cierto embarazo, que Perón volvería pronto y que, de paso, la
huelga sería una contribución para esa causa. Tosió y concluyó afirmando que la
huelga era necesaria.
Los ojos de Capinté eran tan expresivos como dos bolitas de barro. El silencio
se hizo pesado. Para Toña fue insoportable.
—Cacique —dijo—. Ustedes tienen derecho a una vida mejor, a una
verdadera justicia y a que se respete su cultura. ¿Se da cuenta?: los que no son las
dueños viven como dueños, y ustedes viven como la mierda.
Quirurgo Gauna se removió en su sitio.
—Puede tutearlo —comentó—. A lo jhindio se le tutea. Por confianza nomá.
—Está bien —dijo Toña, y siguió—: ¿Pero qué pasaría si ustedes dejaran de
obedecer a las capangas? ¿Qué pasaría si de pronto ustedes abandonan sus
conchados, si todos, blancos y aborígenes, dejan de trabajar? ¿Usted sabe lo que es
una huelga?
Capinté asintió con un gruñido. Buscó algo detrás suyo y extrajo una hoja de
tabaco liado. Lo mascó lentamente.
—Indio pohre, nomá —dijo.
—Por eso mismo. ¿Por qué se dejan castigar, entonces? Porque tienen los
brazos caídos. Pero tienen que levantarlos, cacique. Tienen que luchar. Ustedes
también son el país, también son el mundo, son seres humanos, no animales.
—Indio no tene paí. Indio bruto no sáe mundo.
—Pero a este paso dentro de treinta años se acabó su raza, Capinté. ¿O no se
da cuenta?
—Blanco cagüén é ma juerte. Quitó toa a indio. Ansí nomá e.
Cuatro
Cada vez que Jaime Cabello, que era calvo como un vidrio, iba al Bar El
Jardín, a su alrededor se reunían todos los parroquianos para pedirle que contara
sus historias de cacerías. Paisano retacón y redondo, de carnes blandas, patizambo,
tenía el ojo derecho más cerrado que el izquierdo y una enorme cicatriz en el cuello,
productos de un arañazo de yaguareté. De pómulos altos, cejijunto y medio bizco,
era un buen prototipo de hombre feo. Usaba el chambergo echado sobre la espalda
y sostenido al cuello por una cintita negra con un bordado ilegible, que se decía era
regalo de una muchacha que había sido su único amor de juventud.
Famoso baqueano de la zona, el concurso de Jaime Cabello resultaba
imprescindible para quien quisiera internarse en el monte a cazar. Era, además, el
guía obligado de Luján, Pérez y Grande, quienes una o dos veces al mes pasaban un
fin de semana mariscando en la selva. También como patero era muy reconocido.
Siempre estaba al tanto de la llegada de picazos, crestones y sirirís a los comederos.
Sabía qué laguna frecuentaban y a qué horas se acercaban a comer. Jaime Cabello se
jactaba de que jamás se le había escapado presa alguna que hubiera perseguido.
Con su largo puñal en la espalda, bajo la faja, y su Colt adelante, pegado al
abdomen, era un tipo con carisma y orgulloso de ser libre como los pájaros libres y
nadie recordaba haberlo visto de mal humor. Las brigadas de control de trabajo no
se metían en sus cosas, y él se llevaba tan bien con los patrones como con hacheros e
indios. Nacido y criado en el monte, había quedado huérfano de muchacho y desde
entonces vivía solo. Amaba a los animales aunque ayudaba a cazados, porque decía
que era más fácil entenderse con ellos que con los hombres. Gran bebedor, jamás se
lo había visto borracho y se comentaba que era capaz de tomarse un esqueleto de
vino o un barril de guaripola y luego salir lo más campante tras una manada de
gargantillos.
Su oficio de baqueano del intendente y de los administradores le permitía un
buen pasar. Su rancho estaba bastante alejado de Colonia Perdida, en uno de los
últimos puestos de los campos propiedad de los Establecimientos Algodoneros
Sociedad Anónima. Vivía con dos perros y su caballo, el Azulino, con el que se
decía que hablaba largas horas. Algunos incrédulos se le acercaban, cuando llegaba
al pueblo, y le preguntaban si era cierto que el caballo hablaba.
—Naturalmente —sonreía Cabello.
—A ver, hacélo hablar, chamigo —lo desafiaban.
Él meneaba la cabeza, bondadosamente.
—No va' querer —decía—. El Azulino habla cuando'stá solo conmigo,
nomás.
Los días de Jaime Cabello transcurrían en la mayor soledad, como es la vida
en el monte, cazando y criando animalitos, autoabastecido y sin amigos. Según él,
había que verlos muy de vez en cuando porque, aseguraba, un amigo es como una
víbora: si uno la ve todos los días deja de tenerle miedo, se confía y acaba
envenenado.
De cada cacería obtenía anécdotas, abundante ginebra de regalo y unos
pesos que siempre le dejaba el intendente. Era un hombre sin problemas, orgulloso
de sí, que vivía de espaldas a lo ajeno y jamás se inmutaba, salvo en el momento de
encontrar y matar a una presa. Su misma fama lo henchía de satisfacción y lo hacía
sentirse marginado —aunque en un plano superior— del resto de sus paisanos.
El advenimiento de Toño a Colonia Perdida no significó nada para él. Era
cierto que hacía muchos años que nadie llegaba al pueblo para quedarse, pero no
quebró su rutina y sólo se interesó por el nuevo maestro la noche que fue al Bar El
Jardín y lo vio sentado junto a la ventana frente a su vaso de ginebra.
Enseguida lo enteraron y después de observado durante un rato se le acercó
y se sentó a su mesa. Toño lo invitó a compartir ginebra. Estaba de excelente humor
y le gustó ese hombre simple, despierto, alegre, que había provocado aplausos y
vivas en la concurrencia y que era un personaje querido por todos. Lo trató como tal,
se interesó por el oficio de baqueano y le contó de la escuela, y cuando Cabello le
preguntó sus impresiones sobre el pueblo, contestó:
—Más o menos. Hay demasiada injusticia —y sonrió.
Contra lo que se podía esperar de un hombre que contaba con los favores del
intendente y sus amigos, Cabello simplemente dijo:
—Así es.
Y siguió bebiendo y cambió de tema, y pidió que llamaran a Carvajal, el
violinista, y a Cardozo, el que tocaba el bandoneón. Él sabía pulsar la guitarra y
estaba probado, anunció, que formaban el mejor trío chamamecero. La idea fue
acogida con entusiasmo.
Jaime Cabello se convirtió en el alma de la fiesta. Tocó, cantó y bailó hasta la
madrugada, bebiendo incansablemente caña tibia natural.
Toño le propuso seguir conversando. Cabello se excusó y prefirió dejarlo
para otra vez pues a las cinco de la mañana debía ir al almacén a buscar provisiones.
Inmediatamente partiría hacia su puesto.
Otra vez la boa—nube carajo justo esta noche que van a estar las pibas de Alvarlenga
y seguro que tambien Milagros que es tan linda aunque medio boluda y encima con novio
aunque para lo que a mí me interesa...
Me detuve en la vereda de enfrente, arreglé el nudo de la corbata mientras
trataba de dominar un tic que me tensaba la yugular y me acordé de mamá. Tóñito
qué buen mozo estás si te viera tu padre que era tan elegante qué lastima que se murió.
Se celebraba el Día de la Independencia y en el Club Social y Deportivo se
realizaba el tradicional baile anual. Se presentaban en sociedad las niñas
quinceañeras que, vestidas de largo, a las doce de la noche invadían la pista para
danzar el vals con sus padres. Estos, hombres soberbios y solemnes como próceres,
representaban cabalmente a esa sociedad sin tradiciones ni abolengo pero
fenomenalmente pretenciosa. Eran empresarios, industriales, comerciantes,
médicos, abogados y funcionarios públicos que hablaban de negocios y de política
mientras sus mujeres se enjoyaban y analizaban a los pretendientes de sus hijas.
En ese palacete viejo y lujoso, con amplios salones alfombrados en rojo y
grandes arañas sobradas de caireles, rodeados de jardines de cuidados rosales y
santarritas en pleno centro de la ciudad, había que pagar mucho dinero y tener
excelentes presentantes para ser admitido. Allí se reunían los miembros de las más
diversas asociaciones para servir a la comunidad con pantagruélicas cenas, y se
instalaban de noche los venerables de la ciudad con sus mujeres a beber café y soda
y discurrir sobre la nada y el vacío. En los salones de la parte posterior se jugaba al
póker o a la loba por sumas fuertísimas, y en la planta alta se reunían las señoras
para organizar desfiles de modas a beneficio del Asilo de Ancianos Desvalidos, la
Asociación de Ayuda a los Huerfanitos Pobres y otras instituciones, y todos los
fines de semana se celebraban bodas, cumpleaños y aniversarios. En cada una de las
grandes fiestas —el 25 de Mayo, el 9 de Julio y el 31 de Diciembre— se cenaba con
platos franceses y vinos italianos, se cantaba el himno nacional a las doce de la
noche, ejecutado en estilo de banda militar por la Bristol Jazz, y se bailaba hasta el
amanecer con predominio de música norteamericana y brasileña.
En la historia de la institución se contabilizaban, además, tres o cuatro
muertes notables, duras venganzas financieras y hasta retos a duelo que nunca se
llevaron a cabo. Desde la década del cuarenta se contaban también nueve infartos
en la sala de juegos e infinidad de grescas, muchas de ellas protagonizadas por
militares destinados en el regimiento local.
El asunto va a ser aguantarla a Malena cuando tire la bronca pero ya me las voy a
arreglar después de todo tengo ganas de conocer alguna minita nueva me siento mal no sé ni
por qué vengo.
En la puerta estaba Corvalán, el portero, vestido de mayordomo de gala. Era
un veterano guardaespaldas de un caudillo conservador que había sido presidente
del club y allí lo conchabó para siempre. Antiguo matón, se le conocían por lo
menos dos muertes limpiamente ejecutadas años atrás, lo que le permitía gozar del
respeto de muchos. Corvalán era inteligente como una mona rabiosa, pero conocía
de memoria a cada socio y sobre todo sus puntos vulnerables, y había forjado la
discreción suficiente como para no exigir tarjetas de invitación. Lo saludé
tuteándolo e ingresé con paso seguro.
En la escalinata que llevaba al gran salón gris, el anterior, estaban las
debutantes quinceañeras, lejos del control paterno. Los varones, un poco más allá,
fumaban como degenerados para demostrar su hombría. Los solteros más
veteranos deambulaban a la pesca, whisky en mano. Los subtenientes del
regimiento se nucleaban alrededor de las hijas de los tenientes coroneles; los
capitanes se aburrían con sus esposas y espiaban a las acompañantes de los
tenientes. Las mujeres de los capitanes hablaban de sirvientas e hijos y miraban con
discreta codicia a los solteros más veteranos. Una orquesta típica amenizaba la cena
con tangos instrumental es, y todo debía terminar indefectiblemente a las doce,
hora en que se cantaba el himno y empezaba el baile.
Yo iba a esas fiestas todos los años. Papá había sido vocal de la Comisión
Directiva y mamá integrado la Comisión de Damas. Ya no concurría a las fiestas
para no ponerse triste y porque ahora éramos pobres y su dignidad le impedía
sentarse a la larga mesa de las viudas notables. Pero aquella vez entré al salón gris y
en el acto me sentí nervioso. Como siempre, debía saludar a derecha e izquierda,
besar a viejas señoras apergaminadas y aceitosas que comentaban cuánto había
crecido, el parecido con mi padre y, claro, se interesaban por la presión de tu mamita.
Pero lo más fastidioso era atender los halagos a la memoria de papá, un hombre que
jamás hubiera imaginado el aprecio de toda esa gente porque la verdad era que se
había muerto disgustado con muchos de ellos y convencido de que la vida era una
mierda.
La boa—nube me perseguía desde hacía media hora. Había comenzado
como de costumbre: subiendo desde las pies, inmovilizándome, haciéndome
suspirar y fumar nerviosamente, obligándome a soportar un creciente dolor de
cabeza. Fui al bar, pedí una aspirina y un whisky con hielo, y me dispuse a esperar
aburridamente que algo sucediera. Pero no pasó nada.
A las dos de la mañana el baile estaba en su apogeo. Yo me sentía harto. La
batería de la orquesta parecía tocar sólo en mi cabeza y mi estómago era un campo
donde alguien encendía fuegos artificiales. En algún momento salí al jardín.
Algunas parejas pasaron bailando Sweet Georgia Brown y en un giro más violento
que lo aconsejable un bailarín me pateó un tobillo. Era un subteniente, rígido y
engominado, que llevaba en sus brazos nada menos que a Milagros, evidentemente
fascinada por el uniforme del tipo, que además era alto, flaco y fibroso y tenía un
bigotito a lo Clark Gable típicamente militar. Yo sentí que la boa—nube me había
atrapado. Me aflojé la corbata y noté que con el tobillazo me había manchado la
camisa con whisky. Pensé que mi aspecto debía ser lamentable y me dije siempre lo
mismo esto es lo que me jode venir por calentón a ver si engancho algo y después termino en
pedo y haciendo papelones. Y pensando esto me acerqué a la pista y cuando después de
Sweet Georgia Brown tocaron Saint Louis Blues, girando, girando, vi venir al miliquito
y le grité:
—Ché, sorete mequetrefe, me llegás a pisar de nuevo y te rompo la jeta.
El tipo se detuvo e hizo una firme indicación a Milagros para que volviera a
la mesa, aunque ella lo tomaba del brazo como Ingrid Bergman conteniendo la
violencia de Bogart.
—La jeta de tu hermana —me dijo.
—Milico de mierda —le grité—. Convoquen a elecciones.
—Elecciones tu hermana —el tipo no tenía un lenguaje variado.
—Vení si sos macho —desafié.
Y el tipo vino, y no sé cómo, en ese momento la boa—nube me tapó por
completo.
En cuanto abrí los ojos, reconocí el prostíbulo de la Tía Zita, en Villa San
Martín. Calculé que habría dormido un montón de horas.
Intenté ponerme de pie y fue como si un grandote de ciento veinte kilos se
hubiera sentado sobre mi cabeza. Me quedé un rato acostado, escuchando el canto
de los canarios y el hermoso sonido del barrio, hasta que me sentí un poco mejor.
La tía Zita, Benicio y dos de las chicas charlaban alegremente en la vereda.
Salí con el saco y la corbata en la mano y vi que el sol declinaba del otro lado de la
ciudad.
—Salú pueblo —dije desde la puerta.
Zita y las chicas me besaron, de lo más cariñosas. Acepté una taza de té y lo
miré a Benicio.
—Hablé con tu vieja —me explicó—. Le dije que dormiste en mi casa y que
esta mañana te fuiste a pescar. No me creyó, pero se quedó tranquila.
Estuvimos un rato en la vereda. Pasó el camión regador, dejando un
exquisito olor a tierra mojada en el ambiente. En todos los jardines se alargaban las
sombras del día. Después nos fuimos y en el ómnibus Benicio me preguntó si me
acordaba de lo que había pasado. Le contesté que no.
—Vos estás loco, chamigo. Lo dejaste al miliquito a la miseria y gritabas que
las elecciones, que la revolución y hasta vivas a Perón y Evita. Si no te paramos,
todavía sigue el despelote. Y después, dormido, decías que los pobres y las putas
eran lo mejor del mundo. La tía estaba chocha.
Al mes siguiente, en pleno invierno, Jaime Cabello volvió a Colonia Perdida.
Cuando entró al pueblo, vio gente reunida en la puerta del Bar El Jardín. Eran las
cinco de la tarde, una hora desusada para que el salón estuviera tan concurrido.
Apuró el paso del Azulino y desmontó a pocos metros.
El viejo Sandalia, con una enorme cinta negra sobre el bolsillo del saco,
estaba junto a Rojo. En ese momento, el grupo se movilizaba hacia la calle y se
dirigía a la intendencia.
Rojo se le acercó y lo enteró de lo ocurrido: la tarde anterior un brigada ebrio
había estrangulado a la hija de DeJesús Quiroga, nieta del viejo Sandalia. La niña,
de sólo once años, además había sido violada. Jesuso —como le decían a DeJesús—
no hizo esperar su venganza: esa misma noche buscó al asesino y estuvo a punto de
matarlo en la puerta de la casa de Ramiro Luján, adonde el brigada fue a esconderse.
A fustazos y ayudado por algunos sirvientes, Luján logró contener a Quiroga y lo
hizo arrestar por "alterar el orden".
A la mañana siguiente —y ante la indignación general—, Marcelino Grande
ordenó a Marcial Calloso que distribuyera la noticia de que el preso sería puesto en
libertad sólo si juraba que no intentaría vengarse por su cuenta. En cuanto al
brigada, sería sancionado y transferido a los Establecimientos Algodoneros
Sociedad Anónima.
Todos sabían que Jesuso jamás dejaría de pensar en vengarse y que el
brigada no sufriría castigo, sino que se lo escondería en algún lugar hasta que todo
pasara. Después, seguramente, se organizaría una fiesta con cualquier pretexto, se
emborracharía a todo el mundo y el asunto quedaría definitivamente olvidado. Ya
había ocurrido otras veces.
Jaime Cabello ató el Azulino a un palenque y también integró la
manifestación.
—¡Intendente! —gritó Rojo desde la calle. Detrás de él se apiñaban todos, en
silencio—. ¡Salga, carajo, que el pueblo lo reclama!
Esa mañana, al enterarse, Toña había suspendido las clases. De inmediato,
ordenó a Nicasio poner la bandera a media asta y salió en busca de Rojo. Juntos
partieron hacia el rancho del viejo Sandalia. Entre los tres consiguieron reunir a ese
puñado de hombres que exigía a Grande la libertad de Jesuso Quiroga.
El intendente apareció en la puerta, con su Colt 44 bien visible, apenas
metido el caño bajo su cinturón. Se paró con las piernas abiertas y las manos
colgándole a los costados como dos preservativos usados. Miró al conjunto con una
mirada feroz.
—¿Qué pasa?
—Usté sabe lo que pasa —dijo Rojo, con el mismo tono firme y decidido—.
Queremo que deje libre a De Jesús Quiroga. No hizo nada.
—Lo voy a dejar en libertá cuando me jure que se va' dejar de joder. Ya está
todo arreglado y es mejor que se vayan y no me desorganicen el pueblo.
—Estoy seguro de que ese arreglo que usted dice no satisface a la familia
Quiroga —terció Toño.
—La intendencia va' enterrar a la chica en el cementerio atrás de la iglesia. Ya
hablé con el cura y tendrá cristiana sepultura. En cuanto al detenido, lo voy a dejar
salir cuando yo lo considere. Y usté no se meta en lo que no le importa, maestro... ¡Y
ahora, váyanse!
Se dio vuelta y se dirigió a su casa. Toño gritó:
—¡Sí que me importa, Grande!
El intendente se detuvo, giró despacio y lo miró severamente.
—Entonces jódase.
Sacó el Colt y lo gatilló. Se escuchó un murmullo.
—Se van o no.
Algunos hombres comenzaron a retroceder. "Quietos", musitó Rojo, pero
muchos no le hicieron caso. Sólo quedaron junto a él Toño, el viejo Sandalio, Jaime
Cabello y media docena de paisanos e indios. Grande los miró uno por uno.
—Tire —dijo Cabello—. Vamo, métale si usté sabe...
Marcelino Grande titubeó por un instante. Hizo una mueca con la boca,
entrecerró los ojos y por fin forzó una sonrisa.
—No —dijo en voz baja—.Todavía no hay maestro suplente. Pero les juro
que se van' arrepentir.
Cinco
Gilberto Ramúa entró corriendo, jadeante. Era un muchacho de quien se
decía que de tanto masturbarse tenía los nervios destrozados. Parecía un
muestrario de tics ambulante, con el cutis perforado por infinitos forúnculos
abiertos, como un marlo desgranado.
—¡La mujer de Pére! —chilló con voz infantil—. Él le pilló con el mestrro...
¡Culeándo!
En el salón se hizo un silencio ominoso. La tensión de los últimos días se
reflejó en todas las caras.
Para esa gente, acostumbrada a los días parejos, la sobriedad de las tardes y
el silencioso e imperceptible paso de los días, era como si la vida diese un giro de
imprevisibles consecuencias. Todo parecía tomar color, como cuando se guisa la
carne con mucho picante. Pero a la vez se daban cuenta de que los cambios los
obligarían a tomar partido.
Enrique Rojo, que atendía una de las pocas mesas ocupadas, se sobresaltó
como quien encuentra una yarará en su cama.
—Y qué pasó —preguntó alguien.
—No sé —dijo Gilberto—. Primero jué un griterío y agora el intendiente'stá
encerrao con Pére y su mujer. Paece que'l mestrro se juén la'scuela y Pére le castigó
a la Rosario.
Marciana de Rojo atravesó la cortina.
—Vó andá verle al mestrro —le ordenó a su marido—. Yo me'ncargo 'e la
puta ésa.
Dejó el cuchillo sobre el mostrador, se calzó debidamente los zapatos y
partió, decidida, hacia la casa de los Pérez.
Los pocos parroquianos se retiraron en tropel, haciendo comentarios. Rojo,
presuroso, cerró el bar y salió detrás de todos.
Empujó la puerta suavemente. Adentro no había luz. Apenas se divisaba la
cama, en la penumbra, sobre la que Toño fumaba tranquilamente. La ventana
estaba cerrada y el olor a cigarrillos y a encierro era fuerte pero soportable. Se sentó
en una silla.
—Qué pa lo que pasó.
—Qué le importa.
—Me importa. Lo van a joder.
—Ya se jodió todo.
—Con más razón, cuente...
—Fue una boludez. Rosario siempre me pedía que fuera a su casa porque
decía que iba a ser... excitante, y usted sabe cómo son a veces las mujeres... Yo me
negaba, pero jodió tanto que hoy le di el gusto.
—¿Y qué dijo Pérez cuando apareció?
—Que me fuera... Y yo me fui... Me vestí despacito mientras él me miraba.
Nunca vi tanto odio concentrado y no sé cómo no nos baleó... Rosario se largó a
llorar y me pidió que me quedara. Pero qué iba a hacer yo ahí... Pensé que el tipo
nos iba a matar a los dos. Y no sé si lo hice por ella o por los dos, pero me fui como
un cobarde... Renuncié.
Una madre conoce perfectamente a su hijo. Bien dicen que el diablo sabe por
diablo, etcétera. Siempre le decía: Toño, cuando vos vas yo estoy de vuelta. Pero él
se reía y se encerraba en ese silencio tan profundo, tan suyo. Podía estar días
enteros sin hablar, aferrado a esa manía de no contestar o contestar mal. Era
agresivo, para qué negarlo, aunque a veces tan tierno. En todo contradictorio, mi
Toño querido, en todo. Hasta para meterse en eso de la política y dejar su trabajo en
Tribunales y un camino de bien... Pero una madre no abandona al hijo caído en el
error, trata de encaminado a toda costa.
Malenita también jugó un papel importante. La primera vez que la trajo a
casa, me dijo, antes de que ella llegara, que no pensaba casarse porque no creía en el
matrimonio, que se acostaba con ella y que no lo jodiera haciéndome ilusiones de
tener una nuera... Ay, mi hijo, si me hubiera escuchado. Pero los hijos no hacen caso
de las madres y menos si la madre es una tonta como fui yo, que vivía para él y le
combatía todas esas ideas raras que tenía.
Un día vino y me dijo rettuncié.
Yo temblé y le pregunté qué decís Toñito. Que renuncié mamá y no digás ni mú.
Yo mú no iba a decir, qué esperanza. No Señor. Pero le dije todo lo que
pensaba: que estaba loco, que era un insensato y hasta le dije que me arrepentía de
haberlo tenido. Sé que estuve dura con eso pero me pareció que no le afectaba
demasiado, así que me ofendí aún más. Y él no quiso explicarme nada, esa noche no
vino a comer y yo me quedé sola, llorando y decidida a hablar al otro día con el
doctor Carranza para decirle que Toño no sabía lo que hacía.
Yo amé la Facultad de Derecho, y mi trabajo en la Corte y la plena certeza de
que muy pronto iba a ser abogado. Y lo amé tanto como de pronto un día me di
cuenta de que ya no quería serlo.
Hoy me pregunto por qué empecé esa carrera, por qué me dejó de gustar y
por qué la odio tanto ahora, cómo se me acabó la pasión... y respondo que no sé...
Yo fui un perfecto tragalibros. Meta y meta con entusiasmo y devoción. Que las
discusiones de Kelsen y Cossio. Que los iusnaturalistas y los iuspositivistas (las dos
escuelas estaban superadas, pero la controversia es siempre interesantísima). Que la
admiración a Ihering por su defensa del Derecho. Que el odio a Von Kirchman
porque dijo que el Derecho no es más que un montón de bibliotecas inútiles o algo
parecido. Y no obvié, claro, un profundo amor a los romanos. Al punto que en
algún momento me juré que mi primer hijo se llamaría Justiniano, aunque es un
nombre francamente espantoso. Por supuesto, también soñé con ser delegado ante
las Naciones Unidas, seducido por la idea de defender las doctrinas nacionales y
nuestra tradición—jurídica—internacional. Oh, sí, y eso no es todo, hasta llegué a
convencerme de que el Civil es un codigazo. "Persona es todo ente capaz de
adquirir derechos y contraer obligaciones" me parecía una definición la mar de
inteligente, pobrecito de mí, no me daba cuenta de que el sistema jurídico fue
armado por tipos que creían en la propiedad privada más que en la virginidad de
su propia hermana.
Lo que quiero decir es que estaba harto. Una vez en Economía Política asistí
a una clase sobre Marx y empecé a leer El Capital, claro, y no lo terminé, como
corresponde, pero aprendí algunas cosas. Y como era un adolescente inflexible y
dogmático me autodeclaré marxista, aunque en realidad me sentía anarquista, con
lo que se me hizo un despelote en el balero. Por suerte todo eso me duró apenas un
poco más que lo que dura un pedo en un salón, pero me sirvió para desdeñar, con
asco, los Derechos Reales que me enseñaban que la propiedad es un derecho
inalienable que se ejerce erga omnes, que quiere decir contra todos, el viejo Dalmacio
Vélez Sársfield, ni lerdo ni perezoso, dejó bien sentado que nadie puede atentar
contra la propiedad de una persona, ¿okéy? Por eso en este país la propiedad
privada es parte inseparable de nuestra forma de vida republicana y chúpese ésa, o,
dicho de otro modo, la clase trabajadora que no tiene donde caerse muerta, y
además es peronista, justamente se puede morir, pero en silencio, calladitos, no sea
que si gritan se los califique como extremistas subversivos, portadores de
ideologías foráneas, flagelos apátridas al servicio de potencias extranjeras, la
sinarquía, el comunismo internacional y la mar en coche.
En la facultad sólo enseñan abstracciones. Nada es absoluto en Derecho,
nada definitivo, nada concluyente. El Derecho es la escuela de la transacción,
porque transar es la gran solución de los abogados: un poco para cada parte,
bastante para los apoderados de las partes y a otra cosa, que pase el que sigue.
La vida tiene cánones preestablecidos. La sociedad es tan rígida como sólo
pueden serlo los necios, los hipócritas y los obsecuentes. En ella sólo triunfan los
necios, los hipócritas y los obsecuentes.
Y como a mí todo eso me daba por las pelotas, agarré y me fui. Pero antes le
dije todo esto mismo al doctor Carranza, presidente de la suprema corte, cuando
renuncié a tribunales.
A la puerta de la casa de los Pérez parecía haberse reunido todo el pueblo.
Marciana de Rojo se abrió paso entre la multitud e ingresó resuelta a la casa.
—No sea testarudo, hombre —decía el intendente. Estaba sentado frente a
Jesús María Pérez, quien parecía llorar con la cabeza entre las manos.
—¿Y Rosario? —preguntó Marciana.
Marcelino Grande la miró de arribabajo, con resentimiento. Sabía que era
una mujer temperamental y decidida, como su marido.
—En la pieza. Pero mejor no entre.
—¿Por qué no?
—Este animal la destrozó. Mejor que duerma un poco.
—¡Cómo dormir! Hay que verla'nseída.
Entró a la habitación, cuyas ventanas estaban cerradas. Sobre la cama,
Rosario tenía los ojos abiertos pero la mirada perdida. Todavía semidesnuda y
apenas cubierta con las sábanas, tenía un moretón en un ojo y huellas de golpes en
la cara. En distintas partes de su cuerpo se advertían huellas de los cinturonazos
que le había aplicado su marido. A los numerosos moretones se sumaban dos
heridas, una en una pierna y otra en uno de sus pechos, cuyo pezón parecía una
orquídea abierta. Los cabellos le caían sobre la cara pero no ocultaban su palidez ni
los golpes recibidos.
—M'ijita —dijo Marciana—, losombre'engañao no son hombre. Son animale
que creen que toa'las hembra son puta y tonce golpean.
Como no obtuvo respuesta, la zamarreó.
—¡Ché, contestame si estás viva!
Rosario apenas hizo, débilmente, una mueca de dolor.
Marciana salió, presurosa, a buscar ayuda. En la antesala, el intendente
seguía discutiendo con Pérez; lo amenazaba con que se pudriría en la cárcel si
mataba a su mujer. Marciana le ordenó:
—Mande llamar a Lema y que traiga gasa, alcohol y vendas. En la farmacia
tiene de tóo. Y a ver si a Pére lo encierra sei mese pa'que aprienda a no ser tan pavo.
Volvió a entrar en la habitación, mientras el intendente la seguía con la
mirada, sorprendido. No podía tolerar que una mujer, y menos Marciana de Rojo, le
diera órdenes y en su propia casa. Se puso de pie para decirle lo que pensaba, pero
ella cerró la puerta violentamente.
—¡Y usté no moleste! —gritó desde adentro.
Marcelino Grande ordenó que buscasen a Lema y enseguida se sintió un
tanto desgraciado, pero reconoció que ella tenía razón. Se convenció rápidamente
de que la decisión de encerrar a Pérez era una buena idea y era suya. "Si hace una
macana, se dijo, me va'alterar la paz del pueblo".
Entonces salió a la calle y, a los gritos, ordenó que todos se metieran en sus
casas y en sus cosas. Después tomó a Pérez de un brazo y lo llevó a la intendencia.
Cuando una hora más tarde Marciana regresó al bar —cerrado en señal de
curioso duelo—, su marido la esperaba echado sobre la hamaca, con las piernas
cruzadas. Su panza se inflaba y se desinflaba rítmicamente mientras espantaba
mosquitos con una palmeta. Un espiral se consumía en el pico de una botella vacía.
—No me digás náa —dijo Marciana—. Sé más que vó.
—Qué cosa —preguntó Rojo.
—Rosario ta bresa. Y no sabe de quién é.
Yo sé que se va a sentir como la mona, pobre mi Toñito. Lo conozco tanto
que sé que no podrá perdonármelo. Andará silencioso y arisco y hasta se va a pelear
con Malenita y todo eso, pero hay cosas que él ahora no comprende pero algún día
me va a agradecer... Cómo no iba a pedirle disculpas al doctor Carranza, tan buena
persona. Por suerte, me entendió y me prometió olvidar el incidente, así son los
muchachos de ahora, me dijo, son idealistas, eso es lo que pasa. Y tiene razón. Pero
lo importante es que acá no ha pasado nada, le van a dar un mes de licencia especial
y Carranza me dijo que todo sea en honor de Antonio padre, que en paz descanse, a
quien él conoció y estimó mucho. Yo a eso no lo sabía, pero está bien, lo que
importa es que Toño será reincorporado y sanseacabó.
Se quedó acostado, y fumando, hasta muy tarde, hasta que sólo quedaron
encendidas las luces del Bar El Jardín y de la intendencia. No tenía fuerzas ni para
levantarse y preparar café. Lo abrumaba una forma de vergüenza, un pudor
imprecisable y absurdo que no sabía explicarse. El pudor y el odio desandaban un
mismo camino en sus sensaciones. No era la primera vez. Y lo sabía: degeneraría en
una parálisis más, en una soledad infinita. Soledad igual a hastío, se dijo, hastío
igual a muerte; la humillación del hombre. Siempre hacer lo que no se quiere hacer.
Estar donde no se sabe si se quiere estar. Buscar un lugar, desconocer si existe.
En esos pensamientos, se acordó del Gordo Conde, el soldado más pícaro y
audaz que había conocido. Todo un año juntos en el Servicio Militar, nunca más lo
había visto pero lo recordaba porque jamás estaba triste y se reía de todo; pertenecía
a esa clase de individuos con los que uno quisiera pasar los últimos minutos de su
vida.
Pero también, y paradójicamente, era un ser absolutamente desprovisto de
pudor y capaz de traicionar hasta a su hermanita menor. A nadie más que a él se le
pudo ocurrir meterse con la mujer del sargento Cabrera, que era jefe de guardia dos
veces por semana. Su esposa lo visitaba por la noche en el Casino de Suboficiales, y
le hacía comidas especiales. Era una tipa de huesos grandes, abundantes carnes y
un aspecto de acorazado en medio del océano que hacía fácil imaginar que Cabrera,
bajo y de aspecto debilucho, no le era suficiente. Todo el mundo sabía que le metía
los cuernos, y además se decía que le pegaba cada vez que él juntaba coraje para
una escena de celos. Cabrera se desquitaba con nosotros: era capaz de sacarnos a
correr desnudos por el patio en las noches de invierno, o a la una de la tarde en
pleno febrero, después de comer y bajo un sol calcinante.
En la segunda guardia que nos tocó hacer juntos, Cabrera encontró a Conde
masturbándose en el baño y alguien le dijo que estaba loco por su mujer. Por eso lo
vigiló especialmente y la primera noche que ella volvió a cocinar en el Casino, se
dio cuenta cuando el Gordo se ató al borseguí un espejito que apuntaba su cara
reflectora hacia arriba, de manera que con sólo acercarse y ubicar bien el pie podía
observar las intimidades de la mujer. Se ofreció de asistente y anduvo una hora de
acá para allá, siempre cerca de ella y estirando la pierna para mirarle los muslos y el
calzón. Cabrera lo castigó con diez días de calabozo, y como creyó que estábamos
todos confabulados ordenó también un arresto colectivo.
Se preguntó por qué se acordaba de Conde, Cabrera y ese tiempo
desagradable que consideraba un año perdido. Quizás porque la soledad es la
mejor compañera y la peor enemiga del recluta. Se busca el baño donde
masturbarse, se escriben cartas que conectan con el exterior y se espía la foto secreta
o la estampita que cada soldado lleva siempre en sus bolsillos, del lado del corazón.
Mienten los que dicen que en el servicio militar no hay tiempo para aburrirse. Sobra,
y tanto, que uno se hace amigo de las cucarachas de la colchoneta, de las hormigas
que construyen y van y vienen y van y vuelven a venir, de los pájaros que hacen
nidos en los techos de las galerías. Y se sueña con salir pronto porque la soledad es
abrumadora.
Como ésta que ahora sentía, y además con vergüenza. Debió quedarse con
Rosario. Debería estar allí ahora. ¿Sí? No, ni se le ocurría. Como tampoco pensaba
en volver a Resistencia.
Basta de siempre hacer lo que no se quiere, se dijo, basta de estar mal parado
en el mundo.
El problema era que no sabía qué hacer ni dónde estar.
El Padre Gabriel elevó las manos, con las palmas extendidas hacia el cielo.
"¿Te das cuenta?", le preguntó a Jesucristo, bajando los párpados y alzando las cejas.
Después suspiró profundo, meneó la cabeza y musitó:
—¡Qué vergüenza, Dios mío!
Marcial Calloso lo miraba como un borracho a un vaso de leche.
—Padrecito. Qué le 'igo a don Grande.
El cura lo observó severamente.
—¿Y qué le vas a decir? Que vaya ir, m'ijo, que voy a ir... Un buen sacerdote
no abandona a sus fieles descarriados.
Marcial asintió, sin entenderlo, y se retiró en silencio. La palabra del
sacerdote era sagrada para él. Tenía una idea muy vaga de dios: se lo imaginaba
como a un Cristo crucificado, con la cara y la voz del Padre Gabriel.
Cada vez que Micapitán me llamaba para jugar al ajedrez, me sentía liberado
del asedio de los suboficiales. Jugar con él era terrible, pero en alguna medida era
estar hombre a hombre y además me convidaba café y me permitía fumar. La
frustración se hacía soportable y de pronto yo era una especie de esclavo feliz con
su amo.
Micapitán era un sujeto alto y rubio. Tenía la cara alargada como la de un
caballo, y en su piel se notaban las huellas de alguna vieja viruela. Siempre olía a
loción Old Spice, y de él se podía decir que era un racista consecuente. Quizás por
eso me estimaba: yo pertenecía a la clase media local, y aunque venidos a menos él
me consideraba su par. Además, conmigo podía conversar de cine, de política, de
cualquier cosa. Claro que conversar era su fantasía, porque el que hablaba era él y
yo sólo podía asentir. Sus muletillas eran Kennedy, Enrique Carreras y el
Comunismo, y pronto supe cuáles eran los argumentos convenientes de esgrimir:
me mostraba como el calco de su mente, sonreía ante todas sus estupideces y
hablaba en forma clara y precisa. Eso lo encandilaba. Los dos constituíamos un
baluarte occidental y cristiano.
Según me conviniera, yo ganaba o perdía. A lo sumo, le hacía tablas, pero
siempre dependía de sus estados de ánimo porque era un sujeto peligroso: si yo
perdía dos partidas, creía que me dejaba ganar; si le ganaba dos, se enojaba porque
lo consideraba insubordinación; lo mejor era hacer tablas. Pero entonces corría el
riesgo de que se deprimiera porque resultábamos iguales y eso tampoco podía ser.
Había que estar muy atento.
Yo llevaba a sus hijos a la escuela todos los días. Eran dos cretinitos a quienes
debía tratar con dulzura y soportarles sus caprichos. Para ellos un soldado era como
un pañuelo de papel, que se usa y se tira. También hacía de mandadero de su mujer,
una porteña cajetilla cuyas frases más originales eran "los negros no trabajan
porque no quieren" y "los peronistas me producen alergia, yo no sé cómo pueden
querer a ese hombre". Además, una o dos veces por semana la emprendía a
arañazos contra su marido. Entonces yo tenía que comentar —durante las
partidas— que los gatos son animales traicioneros, e inmediatamente relatarle
alguno de mis dramas. Por ejemplo, que mi novia me pegaba e insultaba y que yo,
por amor, la comprendía y perdonaba. Terminábamos hablando de mujeres, lo que
le permitía contarme sus aventuras extraconyugales.
Micapitán me quería, ciertamente, y me defendía de los suboficiales. Pero
todos detestábamos su sonrisa estúpida, su olor a Old Spice y sus ojos claros como
escupida de mate de leche.
Un soldado es un creador de pampas donde crecen el odio y el hastío. La
humillación cotidiana puede llegar a resultarte normal y por eso en la milicia uno se
abandona sobre un mullido colchón de recuerdos y deja resbalar las horas por su
piel, mientras el hartazgo crece como la espuma de una cerveza recién tirada.
En la intendencia, Ramiro Luján, furioso y desencajado, había quebrado el
mango de su teyú—ruguay de tanto azotar el despacho de Grande. Era de la idea de
expulsar inmediatamente a Toña de Colonia Perdida.
Ricardo Lema lo llamó a la reflexión:
—Eso va'hacer que todo el mundo tenga a Pérez en su boca por el resto de
sus días, y va a ser un guampudo público... Lo que hay que hacer es buscar la forma
de que Pérez se tranquilice y la gente se olvide del asunto. Cosas así ocurren y
ocurrieron siempre.
—Pero acá nunca pasó algo semejante.
—Quién sabe...
—Lo que pasa es que usté es amigo de ese tipo.
Ricardo Lema hizo como que no lo escuchó. Se dirigió a Grande:
—¿Usted qué piensa, Marcelino?
—Que el problema de expulsarlo es que además nos deja sin maestro.
—¡Igual hay que echarlo! —bramó Luján—. ¡A este paso nos va'poner a
todos esos negros de mierda en contra!
—Cuando llegue ese día, lo echo en menos que canta un gallo —amenazó
Grande.
—Y a quién pone de maestro —preguntó Lema.
—Seré yo, si es necesario.
En ese momento el cura entró resueltamente diciendo "hay que perdonar,
hay que perdonar, es un mandamiento de Jesucristo: errar es humano, perdonar es
divino".
—Bueno, cura, silencio —ordenó Grande.
El Padre Gabriel se sentó junto a la ventana mirando hacia el naranjo, y
preguntó:
—Y ahora qué vamo'hacer.
—Eso estamos pensando —dijo Lema.
—¡Insisto que con tres brigadas lo hago desaparecer esta misma noche!
—dijo Luján, tocándose la cartuchera.
El intendente frunció el ceño y estuvo un rato pensativo, con un gesto de
preocupación, hasta que lentamente se le empezó a dibujar una sonrisa.
—Ustede son una manga de inútiles —dijo poniéndose de pie y apoyando
los puños sobre el escritorio—. Que no se hable más.
Los tres hombres lo miraron, extrañados.
—Cómo dice —preguntó Lema.
—Que no se hable más del asunto —explicó Grande—. Ésa es la solución.
Acá no pasó nada, no hay por qué preocuparse. Nadie tiene por qué pensar nada,
puesto que no ocurrió nada.
Su sonrisa era triunfal.
—De Pérez m' encargo yo. Esta misma noche lo emborracho y lo mando
tranquilito a su casa, y a Rosario la dejo una semana al cuidado de Mary, hasta que
se recupere. Usté la va' controlar, Lema... Y mañana el pueblo sigue igual que
siempre y le meto veinte días de cepo al que hable de esto. ¡Acá no pasó nada!
—Pero... —insinuó el cura.
—Nada, nada —lo interrumpió el intendente, y sacó un block de papel y su
lapicera del cajón—.Ya mismo preparo el comunicado.
Se sentó, contento como un general condecorado, y empezó a escribir. Los
demás lo miraban, sorprendidos. El intendente leía en voz alta, mientras redactaba:
—... Y ante versiones infundadas...
Seis
Después de escribir Abajo Grande miró la "b" y pensó que le había salido
desprolija pero no le importó. Alzó el balde y caminó un par de metros. Imaginó la
cara de Floro Maderal cuando al día siguiente descubriera la inscripción. Abriría la
boca como un caballo que bosteza y, espantado, correría hasta la intendencia para
jurar que él no tenía nada que ver y que repudiaba el hecho.
Se detuvo frente al muro de la esquina del Almacén Casa Gold.
Era una pared de unos cuarenta metros. "Ideal", murmuró. Entonces escribió
con enormes letras:
BASTA DE EXPLOTACIÓN Y DE INJUSTICIAS EN EL OBRAJE
La idea había sido de Marciana. "Yo no sé lér, pero ser letráo no ha de ser
pura felicidá. Ansí que ustede vayen y escríbanle lo que no les gusta".
A Rojo le encantó la idea, y a Toño le produjo un cierto escozor porque sólo
ellos dos podían hacerlo. Pero aceptó. Y ahora, viendo las primeras leyendas en las
paredes, tuvo la sensación de que algo se repetía, como si de alguna manera las
paredes fueran espejos en los que él se reconocía. Deseó que el final de esa película
que volvía a ver, el fondo de los espejos, fuera diferente. Sintió un escalofrío.
La pintura la habían preparado con cal, arcilla y un colorante que consiguió
Rojo. Las letras se chorreaban, pero eso no les importaba. Al otro día todo el pueblo
comentaría las inscripciones.
En la ventana del dormitorio de Nicomedes Gold escribió:
VIVA LA HUELGA
Y de ahí hasta la casa de Roque Moreno:
ACABAR CON LAS BRIGADAS DE LUJÁN Y DE PÉREZ
Después caminó rápidamente hasta la plaza. La noche era clara y las estrellas
alumbraban su itinerario. Colonia Perdida parecía un cementerio a la hora del
crepúsculo. En la base del mástil escribió una misma frase en los cuatro costados:
OBRAJEROS: A LA HUELGA
Después retornó a la calle y frente a la iglesia y la casa cural se detuvo a
pensar. Cuando se decidió, escribió lo mismo en ambos edificios:
EL PADRE GABRIEL ESTÁ CORROMPIDO
Volvió a cruzar la plaza, rumbo a la intendencia. Junto al alambrado, escuchó
el silencio durante unos segundos. Después se acercó a la casa y creyó oír los
ronquidos de Marcelino Grande. Con una mueca de satisfacción, volvió a empapar
la brocha en el balde y escribió:
EN ESTE PUEBLO 10 VIVEN COMO REYES
Y EL RESTO COMO ESCLAVOS
Se retiró unos metros y leyó con una sonrisa. No se apuró. A esa hora, las dos
de la madrugada, Colonia Perdida era un caserío fantasmal. Depositó la brocha en
el balde y caminó bajo la arboleda, que brindaba una complicidad acogedora.
Enrique Rojo lo esperaba en el banco convenido. A su lado Perón—Perón, con la
lengua afuera, parecía sonreír.
—Listo —dijo Rojo—. Ya pinté la otra parte de la calle. Ni el bar se salvó.
—Está bien. Pero ojo que mañana hay que sorprenderse como cualquiera.
—Sí, pero angaú nomá —se rió Rojo dirigiéndose a su casa.
Ya en su rancho, Toño pensó que era una lástima que en ese pueblo eran
muy pocos los que sabían leer.
Envuelto en papel cartón, parecía palpitar sobre la cama. Lo levanté, me lo
puse bajo la axila y salí a la calle. Acomodé el paquete en el portaequipajes de la
bicicleta, monté y empecé a andar. Eran las ocho de la noche.
No sentía miedo ni emoción. Simplemente, pedaleé hasta que llegué a la
avenida. Los árboles impedían el paso de la luz de los faroles y la ciudad parecía
habitada por gnomos ocultos en las copas. Me detuve en la esquina, frente a la vieja
y blanca casona. Una enamorada del muro se abrazaba al enrejado semi colonial y a
las paredes, tapando casi totalmente las ventanas de vidrios de colores. Entonces
repasé mi plan: tendría que dejar la bicicleta junto al muro, saltado, cruzar el
pequeño jardín y depositar el paquete en la puerta. Inmediatamente, iría a
ocultarme en lo de Eduardo hasta muy entrada la noche. Después reaparecería con
toda naturalidad.
Di una vuelta a la plazoleta del boulevard y comprobé que no había nadie a
la vista. La oscuridad me favorecía. Ágilmente salté las rejas, deposité el paquete y
volví a la vereda. Empecé a contar: uno, dos, tres ... —monté a la bicicleta y
emprendi la fuga—... nueve, diez, once... —tenía que apurarme, alejarme lo más
que pudiera—... dieciséis, diecisiete, dieciocho... —apareció un automóvil, juré que
me habían visto, dije "carajo" y seguí pedaleando—... veintisiete, veintiocho...
—bueno, ya explota—... treinta.
Escuché el estruendo y casi me caí de la bicicleta. El automóvil frenó
violentamente y por un instante los faros me alumbraron. La onda expansiva
rompió algunos vidrios del vecindario. Dos cuadras más allá, Eduardo no abrió la
puerta del garage; sólo se asomó a su ventana y me dijo: "Boludo, te vieron. Ahora
andá a esconderte a otro lado".
Mañana —dijo el indio Josecito, con los ojos brillantes como carbones
mojados. El pelo negro, largo y seco, estaba sostenido por una vincha de trapo viejo.
Descalzo, sus pies parecían empanadas de barro. Las ropas harapientas —un raído
culero sobre una bombacha bataraza, una camisa rotosa y un saco que le quedaba
grande— despedían un olor intenso.
—¿Noay que í? —preguntó Belgrano, sin mirado. Molía maíz con destreza
en un mortero de lapacho. Estaban en la puerta de su tapera, junto al catre de
guayaibí con trenzado de tientos que el indio usaba para dormir a la intemperie
pues adentro ya no cabían. Su mujer acababa de tener al noveno hijo y apenas
habían hecho lugar para el cajoncito de madera que le servía de cuna.
—Y no —explicó Josecito— El Quirurgo dijo que si va te jode'l brigáa. Brigáa
malo: pega y no paga. No é justicia, dijo él.
Alrededor y en distintas sombras dormitaban varios perros.
—¿Y vó cré que güelga va sacá brigáa? —preguntó Belgrano.
—No ha de... Peo le va'jodé.
—¿Y quién no van?
—Too.Vó frená'l que pase. Que naide vaye.
A las tres de la mañana Malena trajo una bandeja con dos milanesas mas, un
frasco de mayonesa, pan cortado en rodajas y un vaso de naranjada. Yo estaba
escondido en el sótano de su casa, detrás de unos cajones de vino y un par de baúles
repletos de cosas viejas.
Prendió la lamparita del techo, dejó la bandeja sobre una gran alfombra
plegada y se acercó al colchón extendido en el suelo. Me dio un beso y me dijo
cariño despertate. Yo estaba despierto, pero con los ojos cerrados. Los abrí, la miré y
le dije que estaba hermosa y que la quería. Y le conté que había soñado que
allanaban mi casa me detenían y me daban una paliza bárbara para que dijera quién me dio la
bomba. A ese primer interrogatorio lo aguantaba, pero sabía que cuando vinieran a buscarme
para el segundo yo iba a cantar hasta La Cumparsita con variaciones porque había un
sargento de bigotitos que quería amputarme el pito con una yílét el hijo de puta y me la tmía
jurada.
Ay mi amor no pensés esas cosas. ¿No querés otra mílanesa?
Malena puso la bandeja sobre el colchón y se sentó a mi lado. Le guiñé un ojo
y ella me pasó una mano por el pelo. Mañana te lavo la camisa / Qué dicen tus viejos /
Creen que estás en Corrimtes / Bueno contame las novedades / Según los diarios sigue la
guerra en Asia otra vez hay rumores de golpe en Buenos Aires y continúa la tensión
en Berlín. / Siempre lo mismo. / Y El Rotativo no deja de alabar al gobernador vos
sabés cómo son. / Cabrones hijos de puta, eso son. / En la facultad se comentó
mucho la movilización del viernes vino el Buitre de Corrientes y anduvo
repartiendo panfletos yo no me explico cómo anda suelto. / Porque tiene huevos y
suerte pero decime cuándo me van a sacar de aquí. / El Buitre me dijo que piensan
esconder te en la catedral y si dentro de una semana todo sigue igual te llevan a
Córdoba. / Está bien. / ¿Y si te agarran Toño? / Ni pienso en eso.
Cuando terminé de comer, le dije te cojo y me largué a reír. Puerco no hablés así
respondió Malena mientras yo me acercaba a ella en cuatro patas. Dijo no acá no,
pero la alcancé y comencé a besarla y nos fundimos en un largo abrazo.
Después se fue. Debe haber apagado la luz cuando yo ya estaba dormido.
Pasó por la administración a las tres de la mañana. Se acercó a una de las
ventanas del edificio y espió. Un brigada hacía guardia, dormido junto a un
Soldenoche y con el máuser entre las piernas.
Aunque recién era la primavera, esa noche hacía mucho calor y resultaba
peligroso quedarse quieto en la oscuridad: las vinchucas salían de sus escondites a
buscar sangre caliente. En esos montes impenetrables y esos ranchos y casas nunca
fumigados eran chagásicas y sus picaduras, aunque indoloras, a la larga eran letales.
La inmensa mayoría de los habitantes de la región estaban infectados.
Se alejó de la ventana y caminó hacia el monte. La cita era en la picada por
donde los cachapés pasaban diariamente. Las profundas huellas conservaban aún
el agua de la última lluvia; allí, generaciones de mosquitos nacían, ovulaban y
morían, con un zumbido que se mezclaba con los ruidos de la selva. Mientras
caminaba, recapituló el proceso previo a esa huelga. Habían considerado aguardar
hasta el verano —entre diciembre y abril el algodonal funcionaba a pleno— porque
eso hubiera permitido más huelguistas; y en pocos meses más se habría logrado la
adhesión de los aborígenes que obedecían a Capinté, quien todavía desconfiaba y,
acaso, también tenía miedo.
Sin embargo, tras muchas discusiones se había impuesto el criterio de no
esperar más, posición apoyada por el viejo Sandalio Quiroga, quien desde la muerte
de su nieta sectía urgentes deseos de justicia, o quizás de venganza. El plan que
elaboraron fue sencillo: nadie trabajaría hasta que los patrones aceptaran —y se
comprometieran a cumplir— el pliego de condiciones presentado.
Para garantizar el paro, habían hablado con todos los trabajadores
individualmente y en pequeños grupos. Las arengas corrieron por cuenta de
Josecito y de Quirurgo Gauna. Quiroga, por su parte, apalabró a unos cuantos
boyeros y cachapeceros, entre los que gozaba de respeto. El anuncio oficial de la
huelga quedó a cargo de Enrique Rojo, quien colocó un cartel en el Bar El Jardín.
En minutos la noticia llegó a oídos del intendente, que hizo llamar a Rojo
para pedirle explicaciones. El diálogo fue áspero y no lograron —ni quisieron—
ponerse de acuerdo. Rojo dijo: "La güelga se hará anque no les guste porque con
ustede no es posible entenderse; son la autoridá y no conozco autoridá que esté
dispuesta a ceder nada por las güenas". Marcelino Grande fue más explícito: "Si me
joden la tranquilidá del pueblo y alteran el progreso dentro del orden y la paz, no
v'iá dejar cabeza en pie". Ramiro Luján, presente en la entrevista, anunció
escuetamente que se tomarían represalias contra los huelguistas.
Toño caminó, en la total oscuridad, hasta que calculó que había llegado al
Campo de Diosecito, un abra de un largo centenar de metros de ancho, especie de
cañadón seco y con pastos naturales cuyos humedales permanentes servían de
aguadas para los animales del monte. A esa hora empezaban a llegar manadas de
todas las especies y los sonidos eran impresionantes. Se mantuvo sereno, sabedor
de que era un extraño allí, pero no necesariamente sería atacado si se quedaba
quieto. El Campo de Diosecito era la sección más ancha de ese antiguo cañadón,
posible viejo cauce de un río, y en él había un estero que los aborígenes veneraban
porque, según la leyenda, era el último vestigio de un gran lago en el cual, en
tiempos inmemoriales, el dios maligno de los tobas —Nohuet— saciaba su sed.
—Mestrro —dijo una voz.
Era Josecito.Veía en las sombras.
—Dónde —preguntó Toño.
—Aquí... Caminá hacia mi vó.
Toño pudo orientarse.
—¿Estás solo?
—Total.
Se sentó a su lado, sobre un viejo rollizo olvidado por algún cachapé.
—Una vé —dijo josecito, como para sí mismo—, vino Yporá a tomá el
ahua.Tonce Nohué le comió... Nohué májuerte qu'Yporá. Nunca má vino.
—No vino nadie —dijo Toño. Ya se había acostumbrado a la oscuridad.
Josecito estaba sentado sobre sus piernas. Su mutismo era total; no se escuchaba ni
su respiración.
Así estuvieron un largo rato, hasta que oyeron pasos.
—E jhindio —alertó josecito—.Vien'en pata.
—Parálo —dijo Toño.
Josecito se hundió en la oscuridad con el sigilo de una víbora en un yuyal.
Enseguida volvió acompañado por un mataco que trabajaba como peón de patio en
la administración.
—Mestrro: Manuel quere í.
Toño lo miró. Era menos moreno que Josecito, pero más joven y fuerte.
Como todo mataco, era bajo y desaliñado.
—¿Por qué vas, Manuel? Si la brigada te castiga, te...
—Lenda palagra, peo vó no podé cumplí. El brigáa má macho. Si Manuel no
va tonce'l brigá me castiga.
—¿Quién te dijo eso?
—El Don Ramiro. Ayé tarde avisó q'al que no viene el brigáa le buca'n las
casa.
Toño no dudó que fuera cierto. Luján era capaz de estrangular a su madre y
después llorarlda. Si los indios iban a trabajar, nada se podría esperar de los
paisanos y la huelga fracasaría. Se dio cuenta del peligro que corrían las familias de
los que cumplieran el paro. De Josecito y de Quiroga, por ejemplo. De Gauna y
algún otro. Deseó consultar a Rojo. Se sintió muy solo. Perdido.
Josecito lo miraba. El aborigen es desconfiado y ladino, pero cuando entrega
su amistad, cuando cree en un hombre, es ciego. Entonces no admite flaquezas.
Toño lo sabía. Y lo lamentó.
—Me voy —dijo Manuel.
Josecito intentó detenerlo. Toño intervino:
—Dejalo... —y al otro—: Manuel... ¿Qué van a hacer los demás?
—Güelga no alimenta. Nojotrro traajámo pa'comé. El brigáa'stá porqu'stá.
Qué le va'hacé.
—¿Eso quiere decir que todos van a trabajar?
—Y sí. Elambre a májuerte que'l brigáa.
Manuel siguió su camino. El sol se asomaba entre las copas mientras el vapor
subía y los mosquitos se escondían en las sombras. Toño sintió frío. "El hambre es
más fuerte que la brigada, se repitió, qué ironía, carajo, nos dieron vuelta el slogan".
Era absurdo que estuviera escondido en la casa de mi novia. La noche
siguiente salí, sin avisar, y con todas las precauciones caminé hasta la catedral. Pero
allí el cura Osvaldo me confirmó que la policía me andaba buscando, me habían
identificado desde el coche que apareció cuando huía en la bici y ahora tenía que
esconderme en otro lado porque, según el sacerdote, en cualquier momento pueden
allanar la catedral éstos no respetan nada.
Eran las once de la noche, ya no quedaban compañeros en el patio y la
ciudad sufría el toque de queda. Decidí salir por una puerta lateral, pensando
refugiarme con la tía Zita. Después, no sería dificil ubicar compañeros que me
sacaran de Resistencia escondido en el baúl de un coche.
Me había acostumbrado a desconfiar hasta de mis calzoncillos, de modo que
no avisé a nadie, ni siquiera al cura Osvaldo. Fue un error y de eso me di cuenta
cuando escuché el ruido de un motor y vi la sombra del Ford que doblaba en la
esquina, con los faros apagados, y viniendo directo hacia mí.
—¡Alto! —me gritaron y un par de tipos bajó corriendo mientras el Ford
retrocedía. Vestían inconfundiblemente de negro. Empecé a correr y en la esquina
vi, como en un sueño, que se encendía una luz en una ventana de la media cuadra.
A los gritos de mis perseguidores se agregó un silbato. Doblé, esquivé una raíz y caí
en brazos de un agente de uniforme que parecía haber estado esperándome. Traté
de zafarme a manotazos, pero otro uniformado, que apareció de no sé dónde, me
aplicó una trompada en el hígado que me paralizó.
Me llevaron hasta el coche, sosteniéndome porque yo estaba tan firme como
una toalla mojada, me arrojaron al interior y los dos tipos de civil se sentaron a mis
costados.
—Dormílo —ordenó una voz.
Me durmieron de un culatazo.
En la celda el olor a orín era tan fuerte como para reanimar a un infartado.
Cuando me arrojaron y cerraron la puerta de rejas hubo algunos chistidos. Ahí
había más de sesenta hombres que dormían amontonados, abrazados como víboras
en sus nidos, para combatir el frío.
Me quedé cerca de la puerta y busqué un hueco donde sentarme.
—Oiga compañero —me dijo una voz ronca, aguardentosa—. ¿Trae cigarro?
Busqué en el bolsillo del pantalón, saqué el paquete y se lo alcancé.
—¿Por qué lo trajeron?
—Soy estudiante. Me agarraron recién.
—Venga. No se va' estar parao toda la noche —se corrió a un costado y
encendió el cigarrillo. No me devolvió el atado. Pude observado mientras me
sentaba y él fumaba. Era un tipo de la edad que hubiera tenido mi viejo, pero muy
arrugado y sucio, y con un tajo que le cruzaba el lado derecho de la mandíbula.
Fumaba y mascullaba palabras inentendibles. Se moría de ganas de hablar,
pero yo estaba demasiado asustado, y preocupado por lo torpe que había sido:
nadie sabía mi paradero y recién sospecharían a la tarde siguiente. O no, ya que el
cura Osvaldo me había alertado y podrían suponer que estaba muy bien escondido.
El tiempo político que se vivía estaba demasiado convulsionado como para hacerse
ilusiones.Tras un mes de agitación y luchas estudiantiles, de las últimas marchas
habían resultado un muerto y varios heridos y contusos. Los policías —mal
pagados y peor dormidos por el exceso de trabajo— estaban hartos y eso los hacía
más temibles. Pensé que podía estar años encerrado sin que nadie lo supiera y que
nunca como en ese momento era tan fácil morir y que nadie se enterara. Temblé.
—¿Tenés frío, pibe?
—No.
—Entonces tenés miedo.
—Un poco, sí.
—Te van a fajar.
Lo miré de reojo, con ganas de putearlo, pero me contuve.
—¿Y usted por qué está aquí?
—Vengo siempre. Por ebriedá o asuntos menores. Acá ya me conocen. A
veces no tengo dónde dormir y vengo nomá.
—¿Y lo dejan entrar así nomás?
—Ahora sí. Ante, cuando no me dejaban, tenía qu'empedarme o hacer
contravenciones. Pero ahora estoy viejo y cuando me ven venir me dicen "Pasá
Gorosito" y me abren la puerta. Los canas son así, a vece quieren a alguien.
Un alarido me sobresaltó y me hizo brincar como si hubiera estado sobre un
colchón de lana y le hubiesen prendido fuego. El grito se convirtió en un lamento
largo y quejumbroso. En la celda hubo murmullos y puteadas. Gorosito dijo en voz
muy baja:
—Toas las noche lo mismo.
Sentí una corriente helada transitando mi columna. El tipo siguió:
—Hace varias noche qu'están haciendo cantar a los detenidos. Si te toca'l
turno hacéme caso: largá todo, y rápido.
Se dio vuelta con un murmullo inentendible. Lo maldije para mis adentros,
encendí un cigarrillo y observé que me temblaba la mano. El lamento se fue
apagando hasta convertirse en un llanto que parecía venir desde un piso alto' Un
rato después se escuchó el ruido de una palangana que caía al suelo. Luego se hizo
un largo silencio, hasta que los ayes volvieron a escucharse. Esa sesión duró como
una hora, según mis cálculos. La oscuridad era total y los demás presos parecían
sordos. Me pregunté si los gritos de ese desgraciado no eran invención de mi propio
terror. Estaba solo en el mundo y ni siquiera mi sombra me acompañaba. Tenía un
nudo en la garganta y el cerebro bloqueado como si me hubieran inyectado
cemento líquido. Le pedí a Gorosito la colilla del pucho para darle un par de
pitadas.
—Ché, mariquita, dormí y la puta que te parió —gritó uno, en el fondo. Otro
chistó. Gorosito me tiró de un brazo.
—Dormí, chamigo.Y llorá, si sabés.
Supe.
Fue un día de cielo encapotado, con algunos truenos en el horizonte y un frío
desusado sobre la tierra. El Obraje El Quebrachal despertó como siempre, con la
única novedad de que la vigilancia había sido reforzada. Ramiro Luján se instaló en
su escritorio y dos de sus hombres quedaron en la puerta, custodiando su caballo.
Inmediatamente ordenó el conteo de los ausentes e hizo anunciar el descuento de
ese día a todo el personal "por el solo hecho de haber dudado". Una patrulla de
veinte brigadas se internó en la selva rumbo a los ranchos de los huelguistas, con la
orden de escarmentarlos.
En los ranchos de Quirurgo Gauna y de Sandalio Quiroga no había nadie;
revolvieron las miserables pertenencias de los hacheros y siguieron de largo. En la
tapera de Belgrano sólo hallaron a su compañera y a sus hijos. Después se dijo que
violaron a la mujer delante de sus crías y salieron en busca de Belgrano. Lo
encontraron mientras se hundía en la espesura. El indio echó a correr, pero le
cerraron el paso.
—¡Tuyo, Montiel! —gritó un brigada.
El tal Montiel disparó y Belgrano cayó bajo un vinal, herido en una pierna y
sabiéndose perdido.
—¡Piedá! ¡Piedacita chamigo brigáa!
Por toda respuesta le descerrajaron un tiro en el sexo y otro, después, en la
cabeza.
El grueso de los brigadas siguió su camino. Montiel y tres más se quedaron
con el indio muerto. Le ataron una soga al cuello y lo colgaron de un enorme
franciscoalvarez. Después siguieron al resto del grupo.
Cuando llegaron al rancherío donde vivía Josecito, mujeres y niños se
dispersaron aterrados. Los brigadas gritaban y disparaban al aire, entraban en
todos los ranchos y los prendían fuego. Pero Josecito no apareció. Entonces
reunieron a la indiada y un brigada preguntó:
—¡Dónde está ese hijo 'e puta!
Nadie respondió. Los niños se abrazaban a las piernas de los mayores y los
mayores se apiñaban como para ocultarse entre ellos mismos.
Un brigada señaló a una joven aborigen de pelos muy largos y se dirigió a
Montiel:
—Creo qu'ésa es su mujer.
Montiel se acercó a la muchacha y la quiso tomar de los pelos, pero ella lo
esquivó y se puso a gritar como un gato incendiado.
—¡José! —gritó Montiel, cuando logró agarrada—. ¡Indio'e mierda, salí o te
culeo la hembra!
Dos hombres la sujetaron por los brazos y dos por las piernas. Y en ese
momento Josecito apareció, con una hachuela en la mano.
—Jo putaaaaa! —gritó y lanzó el hachazo hacia el grupo, mientras extraía un
machete de su espalda. Montiel aulló de dolor, llevándose las manos al pecho
partido, mientras sus colegas baleaban a Josecito.
Después se abalanzaron sobre él y lo remataron. Dejaron su cuerpo
atravesado en la puerta de su tapera.
Ese sopapo me vino de la izquierda. Al principio los había contado para
distraerme, para no pensar, para no hablar. Pero en el catorce me aturdí y perdí la
cuenta, y entonces repetía: "Catorce, catorce, catorce".Y me vino una trompada de la
derecha. A la mandíbula.
—¡Hablá, hijo de puta!
No era cuestión de mostrar me estoico, pero yo sabía que me exigían que
hablara aunque no les importaba lo que pudiera decirles. No me hacían preguntas
concretas. Era un simple trabajo de ablandamiento. Una rutina. Sólo pisoteaban mi
dignidad.
La habitación no tenía ventanas y todo su mobiliario se reducía a una mesa y
dos sillas. Un gordo en mangas de camisa fumaba recostado contra la puerta. Un
sargento uniformado manipulaba una lámpara de por lo menos quinientos watts; la
luz me daba de lleno en la cara y me enceguecía. El que me pegaba era alto y
delgado y yo no podía distinguir sus facciones. Era como una sombra sin dueño.
—¡Hablá, te digo, maricón!
Me pegó un revés, enseguida con la palma y luego con el puño cerrado,
directo al mentón. Sentí que se me aflojaban los dientes y tragué un poco de algo
pastoso, que supuse era sangre. Después me regresaron a la celda.
Llevaba casi una semana detenido y no hacía más que pensar en las torturas
que por alguna razón todavía no me aplicaban. Me pegaban a diario, y el trato era
humillante, pero ni ellos parecían saber lo que querían de mí. O sabían que yo no
era importante. Mientras tanto estar encerrado era ratificar mi soledad, mi
aislamiento. Allí no había noción de tiempo, nada era cierto ni evidente y, como
todo preso, yo vivía inmerso en suposiciones y fantasías. Mi mente giraba en torno
a mis teorías sobre la no existencia: no era yo; sólo a mi cuerpo golpeaban y todo
pasaría, finalmente.
Una tarde de esos días escuché un ruido de pasos que se acercaban y supe
que venían hacia mi celda. Contra lo esperado, un cana me pidió, de buenas
maneras, que lo acompañara. Alguien quería hablarme. Me condujo hasta una
oficina bien iluminada, donde un tipo joven, de traje claro e impecablemente
planchado, estaba sentado ante un escritorio.
Me tendió una mano, que no estreché.
—Soy oficial de la Secretaría de Informaciones, caballero —dijo, y tomó una
carpeta anaranjada que estaba sobre el escritorio—. Siéntese.
Acerqué una silla. Me miró a los ojos.
—Sabemos que usted es uno de los integrantes de la Junta Coordinadora de
Estudiantes —pronunció solemnemente el título—. Y que puso una bomba de
estruendo en la Sociedad Rural, que causó daños menores.
Lo miré tratando de que mis ojos fueran tan expresivos como los botones de
un amplificador.
—Afortunadamente no hubo víctimas que lamentar —continuó, sin dejar de
hojear la carpeta—. Y no se lo reprocho. Sé muy bien lo que es una ideología y soy
respetuoso de ellas, aunque no las comparta.
A medida que el tipo hablaba, yo hacía esfuerzos por permanecer en actitud
neutra y me cuidaba de no mover ni un músculo.
—Le advierto que yo soy apolítico —continuó, con naturalidad—. Pero eso sí:
decididamente antiperonista.
Lo miré sin verlo.
—Usted se preguntará por qué le digo estas cosas y por qué lo tienen aquí,
encerrado, y ya pasaron... ¿cinco días? Sí. Y naturalmente, la libertad es hermosa.
Pero algunos no saben valorada y por eso la combaten. Y entonces quienes creemos
en ella la vamos a defender, ¿no le parece, Oroño? La libertad es la hija dilecta del
sistema. Y un buen padre cuida a su hija, ¿no? Usted haría lo mismo. Es un brillante
alumno de abogacía, un muchacho que tiene todo en sus manos para ser un
excelente profesional, ganar dinero, tener amigos. Está muy bien conceptuado y
pertenece a una conocida familia chaqueña. Su expediente no es demasiado
comprometedor y créame que le tomé aprecio y por eso está aquí. Sólo para
conversar...
Bajé la cabeza y me mordí el labio inferior.
—¿Qué le pasa? ¿Se siente mal?
—Sí. Sinceramente, estoy esperando que termine.
—Lástima, porque yo sólo quería conversar y ayudado. Quiero pensar que
usted no es un caso perdido como ciertos peronistas envenenados. Si conversamos
hoy, y mañana, y pasado, quién le dice... Usted podría revisar sus conceptos y
después que se olviden estos pequeños incidentes lamentables, debidos a tontos
errores de las autoridades universitarias, usted va a gozar nuevamente de su
libertad.Y hasta podríamos entendemos. Por ahí colaborar con nosotros...
Durante el espích del tipo, yo había juntado saliva a sabiendas, de manera
que el escupitajo que le lancé le dio de lleno en la cara. Sobre la nariz, donde se
juntan los ojos. Me emocioné como quien aprecia la mejor obra de su vida.
El tipo sacó un pañuelo y se secó la cara lentamente. No dejó de mirar me con
unos ojos que parecían recién sacados de la congeladora. Se puso de pie y salió, y
enseguida entraron un cabo y otro cana y me llevaron de vuelta a la celda. Después
me interrogaron y picanearon en tres oportunidades, la primera con electrodos en
los tobillos y los testículos. Yo me sacudí, grité, lloré, sentí que la carne se me
desgarraba en cada descarga, mi sangre enloquecía y me quemaban hasta las
visceras, y así hasta que me desmayé. De nada me valió pensar que yo no existía y
esas boludeces que me resultaron tan útiles como un diario de la semana pasada.
Para la segunda sesión un flaquito de ojos de muerto, biliosos, se dedicó a recorrer
todo mi cuerpo con los electrodos. Descubrió uno por uno mis puntos vulnerables:
las axilas, los testículos, el ano y las plantas de los pies. Desnudo sobre un elástico
de cama, torpemente mojado con una toalla sucia, sufrí las distintas potencias de la
batería. Fríamente, y ante dos tipos que estaban en las sombras y fumaban, se reían
y hacían preguntas sin mucho sentido, el flaquito me arrancó todo lo que quiso:
conté la historia de mi vida, completa, y reconocí haber puesto la bomba, delaté mi
escondite, mencioné a cada uno de mis compañeros y a los curas amigos, hablé de
planes terroristas y hasta juré haber participado activamente en el exterminio de
judíos en Polonia, además de confesar mis íntimas relaciones con el canciller de
Napoleón. Fue la noche más desgraciada de mi vida.
La tercera sesión fue una breve, simple y yo diría que rutinaria repetición de
los tormentos. Después me tiraron en la celda como se tira un forro usado.
—No pudo ser más pior —sentenció el viejo Quiroga. Una arruga le había
arado la frente y su semblante tenía los colores de un cadáver conservado en
formol.
Toño lo miraba sin verlo. Varios vasos de ginebra se habían convertido en un
plomo derretido que le subía del estómago al cerebro. Marciana de Rojo parecía
llorar en silencio, mientras su marido, más sereno, fregaba el mostrador con un
trapo rejilla por enésima vez.
—La brigáa estuvo fiera demá —siguió Quiroga—.Y too por culpa d'eso
jhindio cagone.
—No diga eso —eructó Toño, y repitió Rojo casi a coro.
En el Bar El Jardín no había nadie más que ellos. Estaban en silencio,
sombríos, escuchando el relato de lo acontecido que hacía el viejo Sandalio. Con la
voz quebrada, concluyó diciendo que todos corrían peligro.
Como sucede con todo, y aún lo peor, a lo largo de muchos días, que luego
supe hicieron un mes, me fui reponiendo. Alguien se ocupó de que mejorara mi
alimentación y recibí atención médica. Las marcas desaparecieron y sólo me quedó
la quebradura moral.
El día que me liberaron, dos policías de civil me colocaron ante un fotógrafo
que me retrató de frente y de perfil mientras sostenía un cartel lleno de números
contra mi pecho. Me tomaron las diez huellas digitales, me hicieron firmar media
docena de veces y me abrieron la puerta diciéndome rajá pibe y quedáte piola.
En mi casa me sentí extrañamente maduro, prescindente, triste como una
pampa inundada. El miedo que me habían inculcado era pegajoso, imposible de
limpiar. Cuando me contaron que como consecuencia de las revueltas habían
renunciado el ministro del interior, algunos gobernadores y el rector de la
universidad, tuve la sensación de que me hablaban de cosas ocurridas varios siglos
atrás. Me negué a ver a mis viejos compañeros y amigos y también a Malena. Me fui
a Buenos Aires, a vivir en casa de una tía que no tenía hijos y me quería tanto como
a sus gatos, lo que no era poca cosa.
Regresé cinco meses más tarde y pedí la reincorporación a Tribunales. Me la
dieron y también recomencé mis estudios y me recluí en la placidez del jardín y el
río. No hizo falta que avisara a nadie que me abría y poco a poco todo fue quedando
atrás. Y con la misma rapidez se me agotó la imaginación, me desgané, tuve miedo
y empecé a desarmarme como una calesita de parque que se va de un pueblo. No
quería luchar, no tenía por qué hacerlo; el círculo estaba cerrado.
Esa noche Marcial Calloso pegó ocho bandos manuscritos: en la ventana de
la Farmacia Lema; en el murito de la casa de Ramiro Luján; en la puerta de la iglesia;
en el costado norte de la peana del mástil de la plaza; en la pared del Almacén Casa
Gold; en la única vidriera de la Tienda El Amanecer; en el portoncito de la casa de
Jesús María Pérez y en la galería de la escuelita. El bando se refería a los "sucesos
del día de hoy en el Obraje El Quebrachal" y terminaba con estas palabras: "...porlo
que no habiéndose producido alteraciones del orden, y esperando que estos hechos
que sólo atentan contra la vida pacífica de nuestra comunidad y el sagrado derecho
a ganarse el pan honradamente no se repitan, puede considerarse superada la
situación, sin novedad".
Esa noche Enrique Rojo hirió de una perdigonada a Marcial Calloso cuando
intentaba pegar el noveno bando en la vidriera del Bar El Jardín.
Esa noche Marciana de Rojo se vistió de luto y encendió dos velones sobre el
mostrador del bar, debajo de una cruz que fabricó con dos tablas cruzadas. Su
esposo estuvo mascullando toda la noche, acostado en la hamaca que tendió en el
fondo de la casa.
Esa noche Toño arrancó, furioso, el bando pegado en la galería de la escuela.
Después tomó ginebra hasta que se durmió. Al alba, Nicasio vio cómo sus perros lo
lamían, tirado al pie del lapacho.
Siete
—Repiten siete —dice Toño, mirando a sus alumnos.
Es la última clase del año y la asistencia es completa. A la derecha los
varones; a la izquierda, las mujeres. Los aborígenes, todos adelante y ocupando
hasta la cuarta fila. Las cinco restantes, para los blancos y mestizos, rigurosamente
mezclados. Es una forma de ubicación que Toño impuso desde que se hizo cargo de
la escuela: como los indígenas estuvieron siempre, históricamente relegados, desde
que llegó les dio el desquite.
Sorprendidos, los niños se miran entre ellos. Todos saben que seis repetirán
de grado: Armidia Perón, Natividad Quiroga, Natalio Ramúa y Pedro Claro, todos
por poca inteligencia y nula dedicación;Arturo Flor, por faltas reiteradas y no
completar el ciclo; Pastor Gauna, porque es retardado. La incógnita es el séptimo.
Toño lee la lista de los repitentes y se solaza en retardar la mención del
último. Sabe que los niños contarán todo a sus padres, con el mismo suspenso.
Entonces deja pasar unos segundos y dice:
—Ramiro Luján, hijo.
Inmediatamente, se jura una vez más que no es por venganza. Está
convencido de que Ramirito es poco inteligente. Además, ha faltado demasiado, es
en extremo arrogante y observó una pésima conducta.
Nicasio es el único testigo, pues Toño envió una circular a los padres
solicitando que se abstuvieran de concurrir a la fiesta de fin de año ya que no habría
tal "en razón del luto por los trabajadores asesinados en el obraje".
Entonces entrega a cada uno su libreta y a algunos les acaricia la cabeza. Los
niños salen desordenadamente y organizan rondas y juegos. Algunos pocos se
acercan a Nicasio, que bajo el lapacho del fondo atiende el asado, que Toña exigió al
intendente para despedir el año escolar. El exquisito olor de los chorizos se
confunde con los aromas del monte.
Acomoda su carpeta y los libros de temas y de grados. Está solo en el aula y,
lentamente, comienza a desprender algunas láminas de las paredes. Cierra las
ventanas, echa una última mirada al salón y se retira.
Entra a su rancho y deposita las láminas sobre la cama. Por la ventana ve la
luna, que insiste en durar todo el día. Después suspira y sale. De lejos ve a los ninos
que rodean la mesa donde Nicasio sirve chorizos, morcillas, costillas y achuras.
Entonces se siente solo y reconoce lo mucho que los extrañará.
Se acerca, se sienta a la cabecera y come con ellos.
Tan tan tatáaaaaa / ta tan tatáaaa / tan tan tatáaa / tan—tan—tan tan—táaa ...
Ay qué émoción Dios mío después de años de esperarlo vaya ser su esposa
para toda la vida qué contenta esta mami es el sueño de su vida el vestido me quedó
precioso aunque ahora estoy muy delgada, pero a Toña le gusto igual no importa
que hayamos tenido relaciones total lo importante como dijo el Padre Euclides es
que nos casamos enamorados y él me quiere y yo lo quiero con toda mi aima claro
que sí y la gente qué de gente que hay Toña me espera allá en el altar qué serio y
qué lindo que está el traje negro le queda brutal y eso que me costó convencerlo
porque se le ocurre cada idea mi amor quería casarse solamente por civil y en
mangas de camisa era una locura así está precioso las chicas se van a morir de
envidia yo sé que hay cada loca suelta que le tiene unas ganas pero lo voy a hacer
muy feliz para que no mire a ninguna otra tarada qué emoción Dios mío ya estoy
llegando al altar dentro de un ratito seremos marido y mujer y vamos a ir a la fiesta
en casa y después a Mar del Plata.
—ChéToño.
—Qué hay.
—¿Cómo te sentís?
—Bien. Como siempre.
—¿Viste qué lindo es estar casados?
—Hummmm ...
—Yo me siento tan feliz... e incluso más buena, qué querés que te diga. Es
como si de repente amara a todo el mundo.
—No me digas...
—No seas irónico, ché.Vos siempre fuiste un tipo raro, duro, complicado.
Pero yo no, y ahora que te tengo me siento más buena... Es dificil de explicar.
—No sé a qué viene que te sientas buena. Nadie es bueno.
—Pero mi amor, cuando uno ama se siente mejor y necesariamente es más
bueno. ¿Acaso vos no me amás?
—No tiene nada que ver. No entendés.
—Pero me querés o no. Decímelo.
—Dale, Malena, acabala —estaba desnudo, sobre la cama del hotel, y se
acariciaba el sexo—. Sacate la bombachita y vení que te lo digo.
Mientras caminábamos, le dije:
—Yo pensaba que las lunas de miel eran dulces de veras.
Él se detuvo frente a un banco de piedra, apoyó un pie y contempló cómo el
mar, agitado, desparramaba espuma sobre la arena.
—Te veo raro, Toño. Estás callado, y como si huyeras. No te quiero hacer
reproches, ahora menos que nunca, pero me duele que estés así, tan ausente, como
disgustado.
—Me rebelo.
—¿Contra qué?
—¿Contra quién va a ser? Contra mí, Malena.Yo soy una mierda.
—¿Por qué decís eso? No sos ninguna mierda, ¿sabés?
—Sí soy. Y no me defiendas. Yo no sé si te amo. No sé si soy capaz de querer
a alguien. Mamá me hincha las bolas y vos me gustás mucho, a veces me siento bien
y creo quererte, pero no sé... Me quiero ir.
—A dónde.
—Qué sé yo, a cualquier parte. Nunca vas a entender que piense así. Nada
me gusta. Ni mi laburo, ni un carajo. Quiero estar solo, no sé qué me pasa...
—¿Y cómo en la cama, cuando lo hacemos, decís que me amás?
—Porque cuando hacemos el amor yo siento que moriría sin vos.
Una gaviota gorda y lustrosa se acercó en picada. Se detuvo a pocos metros y
nos miró. Los dos la miramos.
—Algún día me voy a ir y necesito que lo entiendas. Me voy a ir cuando sepa
dónde está mi verdadero lugar. No quiero ser un cabrón toda la vida.
Y sin embargo lo fui durante muchos años, a lo largo de los cuales viví muy
bien. El así llamado éxito social merodeaba a mi alrededor como las moscas sobre
las cabezas de las malditas palometas que pescaba involuntariamente los sábados,
bajo el puente. Uno iba en busca de un dorado o un pacú, pero en las carnadas se
enganchaban las muy putas. Como en la vida. Y así me pasó con el desahogo
económico alcanzado cuando terminé la universidad y empecé a laburar en un
estudio jurídico de renombre en el Chaco, y con mi matrimonio bien constituido, y
una amante rubia a la que veía de vez en cuando, y el hijo que crecía porque no
podía ser de otra manera, y desde luego el olvido con que el mundo había tapado
mis pecados de juventud. La sociedad me había perdonado y yo iba camino de ser
otro perfecto y prolijito hijo de puta.
Mamá, Malena y Carlitos eran felices.
Un día de fines de ese noviembre el Padre Gabriel Maldonado cumplió
sesenta y siete años. Por la mañana se sintió más solo que nunca y tuvo el negro
presentimiento de prometerse descargar su desazón sobre el primero que fuera a
confesarse. "Después de todo tengo derecho, se dijo, para eso soy el cura del pueblo
y tengo que aguantarme los pecados de todo el mundo".Aunque enseguida imploró
el perdón de Dios, no pudo dejar de ser mordaz cuando vio aparecer en la puerta de
la iglesia a Rosario de Pérez.
—Hola niña...
—Buenas, padre. Vengo a confesarme.
—¿Has pecado acaso? —y le sonrió—. Rezate un par de aves que vuelvo
enseguida.
Entró a su casa pensando que debía ir a almorzar, como todos los años, a lo
de Marcelino Grande. En el fogón se consumía un leño y la pava ennegrecida
despedía un vapor flaquito que subía hasta el techo de madera y adobe,
ennegrecido también por el humo de todos los días. Preparó el mate con yerba
nueva, le pus dos fetas de cáscara de naranja y se sentó, levantándose la sotana has
arriba de las rodillas, mientras pensaba: "La loquita ésta se infidela con el maestro y
después viene a pedir perdón.Yo le v'ia enseñar a refrescarse la cachuncha".
El murmullo del follaje delató la tormenta que se avecinaba. Miró en
derredor como para asegurarse de que todo estaba bien agarrado; el viento norte,
que empezaba con aumento de temperatura y veloces nubes de polvo, podía
llevarse algo. Entonces vio elmanaque con esa rubia desnuda a la que con tinta
china le había cubiert las partes pudendas.
Escuchó pasos del otro lado de la puerta. Era Rosario.
—¿Me confiesa, padre? Tengo que hacerle la comida al Jesús.
—Bueno, pasá.
—¿Acá, padre?
—Y qué tiene. Te vea o no la cara, igual te conozco. En la confesión, lo que
importa son las palabras y el arrepentimiento.
Rosario se sentó a su lado, e inclinó la cabeza.
—Mentí —dijo— sentí envidia no me importa mi casa cada día odio más a
las mujeres del pueblo salvo Marciana de1Rojo me negué a dar plata para la
cooperadora de la escuela y eso que'l Jesús es vocal de la comisión tuve malos
pensamientos y...
—Cuáles.
—¿Hace falta decirlos?
—Y sí.
—Que Jesús se muera. Que nomás pase n'el pueblo lo que presiento.
—¿Qué presentís?
—Cosas. Una nunca sabe, pero siento escozotes en el vientre, como cuando
barruntamos que van a pasar cosas extrkñas.
—Va a haber tiros y muertos, ¿verdad?
—Sí, padre, ¿Cómo sabía?
—Yo también presiento. Seguí.
—Que no le pase nada a Toño, padre. Yo lo quiero.
—Ya sé, todo eso me lo dijiste la última vez. Hace meses que te confesás con
las mismas palabras.
—¿Lo aburro, padre?
—Un cura siempre se aburre con las confesiones.
—Disculpe.
—Seguí, Rosario, seguí.
—Pero hay algo nuevo.
—A ver.
—Voy a tener un hijo. Estoy de cinco meses.
—Carajo, cómo no vas a sentir escozores en el vientre, m'ija... De quién es.
—De Toña, claro.
—Y Jesús qué dice.
—No sabe.
—¿Y Oroño?
—A él no le importa, creo... Ya no nos vemos. Yo tengo mucho miedo, usté lo
conoce al Jesús. Si nos encuentra de nuevo nos achura a los dos.
—Vas a tener que decírselo.
—Claro.
—Y decile que es de él.
—Sí.
—Y cuidate, m'hija...
Entonces se puso de pie y le ordenó rezar seis padrenuestros y seis
avemarías, hacer la señal de la cruz con las manos mojadas en agua bendita y
encomendar su alma a Jesús. Como Rosario se confundiera tuvo que aclararle que
no se encomendara a su marido, por favor, sino al verdadero, al de la cruz.
Cuando ella salió, siguió tomando mates pero enseguida se sintió inquieto,
abrumado. Fue a la capilla y vio que ella rezaba en el tercer banco. Se sentó a su
lado y murmuró:
—Rosario... Los presentimientos... ¿Cómo es eso?
—No sé, padre, me vienen por las cosas que dicen todos: mi marido,
Marciana. En lo único que todos coinciden es en que no pueden permanecer así
frente a lo que pasa.
—¿Cómo así?
—Así; dicen así.
—Qué más dicen. Oroño, los Rojo.
—Que la huelga no fue suficiente y hace falta cambiar.
—¡Y qué carajo quieren cambiar! —se irritó el padre Gabriel, dándose un
manotazo en la pierna.
—No sé, padre. Supongo que al intendente. Yo no entiendo de esas cosas.
El sacerdote se levantó bruscamente. Se dirigió al altar y se detuvo con las
piernas separadas. Desde un crucifijo de madera colorada, un Jesucristo miraba
hacia abajo. El Padre Gabriello señaló con un dedo amenazador:
—Hay más que un simple cambio de intendente —le advirtió—. Estoy
seguro. Tenés que ayudarnos o el pueblo éste se va a la mierda.
Cambiabas de formas de pensar según te convenía. Eras ubicua como un
chicle muy masticado. Un día me explicaste que gracias a eso nunca tenías
problemas con la gente. Entonces yo te dije que quien carece de enemigos es un
hipócrita. Me aseguraste que no te importaba porque al mundo hay que correrla
para el lado que dispara Toñito no podés pretender que todos sean como vos
querés.
Qué notable, mamá, yo siempre de contramano y vos siempre en el camino
recto, el ejemplo digno, la formalidad hecha madre y encima madre mía.
Cuando me casé, empezaste a joder con eso de que ya te podías morir
tranquila. Hablabas de tu muerte como de algo inminente y tanto fastidiabas con
esa especie de victimización que no te creí cuando te encontré tirada en el suelo.
Pasaron varios minutos durante los cuales miré tu cuerpo gordo y vencido, hasta
que reaccioné y corrí a buscarlo al doctor Báez, que ordenó una ambulancia
mientras Malena se levantaba y organizaba dejar a Cartitas a cargo de una vecina.
Yo me quebré horas después, cuando besé tu cadáver y sentí lo que supongo
siente todo el mundo en esas circunstancias: perplejidad ante la muerte; un deseo
inexplicable de pedir perdón aunque sin saber claramente por qué; el vago
propósito de empezar de nuevo algo, otra cosa. Estaba completamente
desconcertado, de pronto, y cuando me di cuenta eran las dos de la mañana del día
siguiente y decidí salir a caminar. Resistencia estaba linda: fría y seca y con su
silencio de invierno sólo quebrado por los carros de frutas y verduras que van al
mercado y a las ferias antes del alba. Crucé la plaza llena de tipas y rosales; escuché
el bullicio asordinado de un grupo de estudiantes reunidos en el Bar La Estrella y
alguna zamba que venía de una peña follclórica; caminé entre estatuas y murales; vi
a los taxistas durmiendo en los coches y a los típicos vigilantes aburridos
controlando la quietud; y vi también los pocos edificios con ventanas iluminadas en
las alturas y ese coche solitario con pareja solitaria que siempre parece estar dando
vueltas a la plaza y el ómnibus que va a Antequera y que pasa a las tres y diez por el
mástil frente al Banco Nación.
Volví a casa sintiendo que algo había cambiado o iba a cambiar. Es posible
que sea un sentimiento—lugar común que asalta a todo el que viene del velatorio
de su madre. No lo niego. Pero algún muñeco de la estantería se había movido, eso
seguro.
El 24 de diciembre a las seis de la tarde, Floro Maderal llamó desde la
tranquera de la escuela. Toño se asomó a la puerta del rancho, sacó un par de sillas
y lo invitó a sentarse bajo el lapacho.
—Qué lo trae por acá.
—Vengo a invitarlo —dijo Maderal con una sonrisa, mientras cruzaba sus
larguísimas piernas. Vestía una especie de saco de hilo sin mangas ni cuello, sobre
una camisa nueva. Los zapatos recién lustrados ya tenían una pequeña capa de
polvo—. El intendente quiere que pase la nochebuena'n su casa, con nosotros.
—Y quiénes son nosotros.
—Bueno... Grande, Lema, Gold, yo... y Pérez y Luján. También van a estar
nuestras familias, claro. Y el cura.
Toño encendió un cigarrillo mientras contenía una sonrisa.
—Por supuesto, saben que no voy a ir —dijo suavemente.
—Pero el intendente...
—Nada, Maderal, no se esfuerce, es obvio que no voy a ir. Pérez va a estar
con Rosario y mi presencia allí sería un fastidio. Luján se quedó con la sangre en el
ojo porque su hijo repitió de grado y por la huelga en el obraje. Y el intendente anda
jodiendo con que soy igual que Rojo.
—Todo se arregla, Oroño —dijo Maderal, amistosamente—. Semo gente
grande y culta. Debemo comprender que lo pasado pisado. En la vida se superan
muchas cosas, usté sabe...
—No. No voy a ir, Maderal. Puede ir a cacareárselo al intendente.
—¿Y cómo va pasar las fiesta?
—¿Y a usted qué le importa?
—Pero usté no nos puede hacer esto. Usté...
—Yo hago lo que se me canta.
Cuando Maderal se fue, Toño se sintió aún más disgustado, pero consigo
mismo. Se reprochó su grosería y pensó que debía haber aceptado la invitación, que
habría sido útil, y además habría visto a Rosario. Le hubiera encantado verla,
aunque no con el marido allí. También se dijo que Maderal no tenía la culpa de su
malhumor. Él detestaba las navidades y en una de las más lejanas que recordaba se
escuchaba una vaga melodía, el Célebre Adagio de Albinoni, y había una especie de
procesión de hambrientos extenuados que bajaban de una colina a la hora del
crepúsculo. El comienzo ideal de un film sobre las miserias humanas, había
pensado alguna vez. Claro que ese cortejo era de gordos señores y gordas señoras, y
la colina era Resistencia un día de diciembre a las cinco en punto de la tarde, y la
única música era el ruido verdadero de los cascos de los caballos sobre el
pavimento.
Un hombre caminaba / hacia los pinos verdes y los mármoles / con su cara de
pena y un traje azul / seis caballos de alquitrán / empujaban un feretro lustrado y /
la tarde tenía silbos de chicharras disfónicas / y había una mujer con un velo sobre
el rostro / y otra mujer con el rostro sobre un velo / había un niño de rubios cabellos
con traje de hombre / y un hombre de rubios cabellos con traje de niño / y otro
hombre de rubios caballos y un niño de traje / un par de vecinas con rosarios en las
manos / otro par de vecinas con vista de lince / un médico gordo con cara de gordo
bueno / un caballo que cagó una torta de bosta sobre el pavimento / un chofer de
librea gastada / un carro lleno de flores cortadas esta mañana / un cura con una
Biblia en el bolsillo / un monaguillo mirando al Señor / un señor con cara de pájaro
que bosteza / un joven de la mano de una joven / la joven con su otra mano en el
hombro de un niño / el niño rascándose el sexo / una señora nueva en el barrio que
se plegó por sentimientos humanitarios / un abogado a la pesca / otro abogado
seguro de sí mismo / un ex embajador con un monóculo verde botella / un
oftalmólogo amigo de la familia / unjoven que cuando se acuerda de un amigo se
pregunta qué andará haciendo / un anciano que cuando se acuerda de un amigo se
pregunta si estará vivo / un kioskero que le vendía el Leoplán al muerto todas las
semanas / un cuarteto de señoras camaradas de canasta de la viuda / un marido que
también jugaba a la canasta / tus ex compañeros de oficina / el Club Social / el Club
de Regatas / la Asociación Española de Socorros Mutuos / La Asociazione Italiana
di Benevolenza / un representante de las fuerzas vivas / un vivo sin representante /
un juez muy circunspecto / un hijo de economista con lágrimas en los ojos / un
borracho que salió a caminar / un buen hombre que no tenía nada que hacer / un
niño al que la hermana mandó a ver si llueve / dos perros que no se conocían / un
director de cortejo con cara de cuervo y una factura en el bolsillo / un subdirector de
escuela primaria con cara de hormiga / millones de hormigas en las aceras / un hijo
llamado Toño que se aparta, entra a un bar y pide una Coca—Cola mientras se
escarba la nariz.
Cuando Marcial Calloso terminó de acomodar la mesa en la vereda, frente a
la intendencia había más de cincuenta personas. En la plaza algunos chicos jugaban
alrededor del mástil, esa tarde con la bandera flameando.
Durante toda la semana el intendente había invitado a la población a
reunirse frente a su casa para despedir el año. Prometió sidra y pan dulce gratis
para todos. Gold y Maderal, cuya disputa había pasado a segundo plano, se
encargaron de diseminar la noticia. La expectativa estaba creada, ya que desde los
tiempos de Jacinto Portal no se convocaba al pueblo un 31 de diciembre.
En el Bar El Jardín, Toño tomó una copita de ginebra mientras Rojo
—vistiendo un traje color habano y un sombrero de carandaí muy aludo— urgía a
su mujer para ir a la plaza. Después de un rato de hablar de cualquier cosa, de
reconocer que se sentían tristes y que se consideraban el uno al otro el mejor amigo
del mundo, apareció Marciana enfundada en un vestido de lamé violeta.
Cuando llegaron a la plaza, Marcelino Grande acababa de subir a la mesa
que hacía de tarima. El público —numeroso, casi todos los habitantes del poblado—
se aglomeró frente a él.
—Esto es un discurso —dijo Grande, luego de toser y sacando un papelito
del bolsillo de la guayabera—. Y trataré de hacerlo en el mejor estilo de nuestro
ilustre Coronel MacGuire, fundador de Colonia Perdida y colonizador de nuestra
región, e inspirado por la claridad meridiana de nuestro recordado y nunca bien
ponderado Jacinto Portal...
La gente estaba en silencio y Grande lo aprovechaba para leer su ayuda
memoria. Toño, sin disimular su molestia, miraba en derredor como contabilizando
las ausencias. Se había negado a ir a la plaza, pero Marciana y Enrique Rojo lo
habían convencido: una fiesta popular no es asunto pa'oponerse, habían dicho, y
aunque fuese para criticar a Grande, debían estar presentes.
—Colonia Perdida está viviendo momentos de calma, como siempre a través
de su historia. Es la misma calma que permitió el florecimiento y la prosperidad
para cada uno de nosotros, la calma armoniosa del entendimiento y el diálogo...
¡Porque no se puede estar contra las autoridades todo el tiempo y porque sí nomás!
Las autoridades cumplen una función importantísima, que es la de guiar
espiritualmente a la comunidad...
Recorrió con los ojos a todos los presentes.
—Y si los he reunido hoy aquí no es sólo para desearles un feliz año nuevo.
Es también para advertir al pueblo que nuestra muy querida y bienhechora paz está
en peligro... Es también para denunciar que hay algunas personas que todos
conocemos muy bien que están empeñados en que yo me vaya... y que no quieren
que los antiguos ciudadanos, hijos de este pueblo y hombres de bien que siempre
velamos por la seguridad y la tranquilidad de la población, sigamos gobernando
Colonia Perdida. ¡Pero ellos son extranjeros, venidos vaya uno a saber con qué
oscuras intenciones, y ahora pretenden enjuiciar a dignos ciudadanos que en
nuestras vidas demostramos ser hombres fieles a nuestro estilo de vida! Esos
disolventes subversivos tienen inconfesables intereses y pretenden imponer la
anarquía con ideas foráneas completamente ajenas a nuestras tradiciones... Así lo
demostraron alentando una huelga que no condujo a nada y ensuciando las paredes
de nuestras casas. Son enemigos de la sociedad que sólo pretenden entronizar el
caos y la violencia, y por ello deben ser repudiados...
Miró en derredor por encima de las pequeñas gafas de lectura que se había
montado en la nariz. El silencio del gentío era absoluto e indescifrable. Tosió y
siguió:
—Hoy estoy aquí para advertirles a todos que la salvaguarda de nuestras
instituciones, así como de la paz, la estabilidad, el orden y el progreso, ¡será una
lucha a muerte si así lo quieren!... y lo será porque estamos decididos a cumplir con
nuestro compromiso histórico para con los próceres que nos enseñaron el derrotero
de la dignidad y los altos valores morales. De modo que no repararemos en medios
con tal de frenar esas actitudes disociadoras, en defensa de nuestras más caras
tradiciones y nuestro patrimonio espiritual...
La voz de Grande sonaba cada vez más fuerte, segura y solemne.
Un extraño brillo de excitación le bailoteaba en los ojos, que parecían más
claros.
—... Y por eso, anuncio con entusiasmo que el distinguido amigo Ramiro
Luján ha tenido un gesto que lo enaltece: ha puesto al servicio de Colonia Perdida y
por lo que pudiera acontecer, a la Brigada de Control de Trabajo del Obraje El
Quebrachal. Esta brigada, como todos saben, está compuesta por un grupo de
honestos capataces del obraje, encargados de la vigilancia de la producción. Y el
honorable amigo Don Jesús María Pérez ha hecho lo propio con la brigada
homónima de los Establecimientos Algodoneros Sociedad Anónima...
—Un verdadero discurso de mierda —sentenció Rojo, que tomó a su mujer
del brazo para retirarse sin disimular su disgusto.
Toño se fue con ellos y esa noche comieron un chivito asado en el fondo del
Bar El Jardín, con abundante vino y poca luz, como para que en la semioscuridad
no pudiera saberse quién iba a saludarlos ni a qué hora, exactamente, estarían todos
borrachos.
Ocho
Se acabó, Toño, se acabó eso de venir a la farmacia a las tres de la mañana y
despertarme para charlar un rato, meterle a la ginebra y después irse lo más
campante mientras yo me quedo con mi curda y violentado porque no le puedo
seguir el tren. Encima, usted se va y aparte de la tranca me deja el drama de sus
alumnos hambrientos peleándose por el pan que les reparte en los recreos; o el
dolor de las indias que se embarazan con docenas de críos sin padre y nada que
comer; o el asco hacia Nicasio que es capaz de cogerse a sus perros o la angustia de
sus amoríos con Rosario y eso que se supone que Pérez es amigo mío.
No, muchacho, basta de eso. Yo lo defendí al principio, cuando llegó, y ahora
creo que lo hice para no sentirme tan solo. Me jugué por su amistad aunque
pensábamos distinto y lo defendí cuando vino el intendente y me dijo:
—El maestro... Es subversivo.
Le pregunté por qué. Usted sabe que Grande es maniático.
—Lo dijo la radio.
—Qué dijo la radio.
—Que todos los que tienen el pelo largo como mujeres son subversivos.
—Pero intendente, eso es por la barba y Oroño no tiene barba.
—Igual. ¡Es peligroso!
—Es inofensivo; solamente mira lo que pasa; no ha hecho nada. Peligrosos
pueden ser los otros.
—A ésos también los voy a poner en vereda. Pero este Oroño...
—¿Por qué no se tranquiliza, Marcelino? Usté está muy excitado.
—Ni de áhi, tranquilidá es descuido. Si ni sabemo de dónde viene.
—¡Viene de la capital, de Resistencia, ché! Y después de todo reconozca que
aquí hay injusticias.
—¡Y dónde no las hay! Pero ésto' son comunistas, anarquistas, peronistas,
pura mierda. Tenía razón MacGuire: la política es una mierda y los que vienen a
soliviantar sólo entienden el rigor.
—Entonces ocúpese d'ellos pero deje en paz al maestro.
—Sí, pero el pelo largo.
—No tiene nada que ver el pelo largo.
—Tiene. Es subversivo.
—Usté es una mula, Grande. ¿Cuándo dejará de ser tan terco?
—Nunca. Gracias a eso soy intendente y lo voy a ser hasta que me muera.
Así que vea, Toño, como tiré por la borda un montón de años de amistad con
la vieja gente del pueblo, porque pensaba que usted iba a cambiar. Pero no. Y ahora
qué quiere que le diga. Si yo no hubiera vivido en este pueblo, usted se habría
muerto de aburrimiento. Porque no me va a decir que el paraguayo Rojo con sus
extravagancias le hubiera bancado sus crisis, lo hubiera siquiera entendido, ¿no?
Pero ahora resulta que usted quiere cambiar las cosas de veras, más allá de
las palabras, y en eso es peor que el delirante de Rojo. Dirá que soy reaccionario, ya
sé, pero es que me está jodiendo también a mí. Yo no puedo romper amistades de
tantos años por defenderlo. No puedo apoyar lo que no me asegura una muerte en
paz. No tengo hijos, estoy en los sesenta y sólo quiero morir viendo todo como está.
¿Usted se imagina lo lindo que debe ser morirse viendo que todo está igual?
Así que basta. Carajo: ya ni me deja dormir la siesta. Hoy mismo estaba
calentito, sin moscas ni viento norte, pero yo me sentía mal y tenía pálpitos. Dormí
como el diablo, y por ahi soñé con usted y con el intendente, que lo quería meter
preso por no sé qué asunto y yo lo sabía. Entonces corría hasta su casa y le gritaba
"Toño, dispare que el intendente lo busca". Entonces usted salía y me decía "Lema,
dispare que el intendente lo busca" y yo le gritaba de nuevo "Toño, dispare que el
intendente lo busca" y era cosa de mamados, los dos diciendo lo mismo. Y mire qué
casualidad que va y me despierta Marcial Calloso con su voz gangosa y el terror, el
desconcierto y hasta un poco de alegría en la cara:
—¡Lema, Lema, dispare que'l intendente se volvió loco! ¡Anda' los tiro por el
medio 'e la calle!
Muchas veces me hiciste sufrir. Muchas. Pero ninguna me dolió tanto como
ésta, Toño. Ninguna.
Desde que te conocí, aquella primavera, siempre estuve dispuesta a soportar
cualquier cosa. Por capricho o por amor, una nunca sabe, te perdoné todo, siempre.
Y así me fue. Lo recuerdo como si fuera hoy: vos habías tirado una línea y leías,
echado sobre el pasto. Yo dejé la bicicleta en el puente y bajé hasta el río. Cuando
me agaché para tocar el agua, tosiste y vi que me mirabas. Estuve cinco minutos y
regresé al camino. Pensé en vos toda la semana.
Yo tenía quince años, vos dieciocho, y ya eras un solitario empedernido: casi
todas las siestas te instalabas bajo el puente para mirar el agua. Llevabas tus libros,
pero no estudiabas. También las líneas y anzuelos y carnadas, pero no te importaba
pescar. Poco a poco te acostumbraste a mi presencia. Me esperabas leyendo y yo me
sentaba a tu lado, sintiéndome chiquita y protegida. A veces hablabas de la facultad.
Yo no entendía nada, pero me gustaba escucharte, mirarte a las ojos y sentirme
envuelta, turbada. Eras tan fuerte, tan seguro, tan decidido. De repente me
observabas, decías "estás linda" y volvías a mirar la línea. Y yo me moría de amor.
Muchos sábados esperé que me tomaras en tus brazos, pero vos, nada.
Para ver cómo reaccionabas, dejé de ir dos sábados seguidos. Cuando volví a
verte, dijiste "vení, acercate" y golpeaste el piso a tu lado, sonriendo, radiante, para
que me sentara. Me dijiste "quedate quieta" y acercaste tu cara. Te vi cerquita, ahí
nomás, y empecé a desmayarme. Primero me besaste tiernamente. Después nos
apasionamos y yo te abracé y empecé a gritar de placer. Me tomaste como lo que era:
una mocosa enamorada que creía encontrarse en el cielo y se olvidaba del dolor.
Todavía recuerdo el gusto amargo que me quedó en la boca y el dolor en la
entrepierna. Vos no pronunciaste ni una palabra pero sí dijiste montones de cosas
con las manos y la mirada después de levantarte. Estabas a pocos centímetros y me
pusiste la bolsa de pesca bajo la cabeza. Me pediste que cerrara los ojos y me di
cuenta de que me mirabas abajo. Después me cubriste con la pollera y me besaste en
la frente. Yo lloraba apenitas y te dije que te quería. Pero vos encendiste un
cigarrillo y dijiste:
—Está bienVení cuando quieras.
Un hijo de puta, Toño. Así eras, así fuiste siempre. Una semana más tarde me
explicaste que había sangrado poco para ser la primera vez. A veces dulce, a veces
brutal, tu franqueza era agresiva: llegaste a decirme que yo no era inteligente y que
me querías justamente por eso. Una bestia. Adorable, para la pendejita que yo era,
pero una bestia.
Después, en el invierno, nos instalábamos a estudiar en el comedor de casa,
uno junto al otro, cada uno con sus libros.Vos te concentrabas lo más bien; yo, en
cambio, me turbaba. No podía acabar de leer ni la primera página. Cuando
terminabas lo que a vos te interesaba, empezabas a tocarme. Apoyabas una mano
en mi pierna y yo me volvía loca. A veces me subía encima tuyo, o me tirabas sobre
la mesa. O me hacías el amor en el suelo. Mamá era tan discreta, pobre, que nunca
se le ocurría entrar al comedor.
Eras incansable. Cuando íbamos al Club de Regatas, en el verano,
nadábamos hasta el medio del río y lo hacíamos bajo el agua, mirando a la gente. O
estábamos con amigos, cerca de la orilla, contando cuentos, y me sentabas en tu
falda de lo más cariñoso, como una parejita cualquiera, pero me entrabas y yo me
ponía toda colorada. Y así siempre. Y yo siempre aguantando. Y es claro que
también fui feliz, cierto, no lo niego, la verdad es que durante todos los años de
estar a tu lado yo fui muy feliz con vos, con Carlitos y con tu madre. Pero hasta esta
mañana.
Todavía debió pasar mucho tiempo hasta el día en que le compré la mula al
Turco Yunes. Hasta ese momento, tuve que preguntarme demasiadas cosas que no
supe responderme. Debí esquivar a Malena y a Carlitos infinidad de veces, porque
optar es siempre dificil: se elige un camino, pero se abandona otro. Volví a leer, a
observar, a mirarme para adentro. Fue un proceso largo y lento, en el que yo mismo
era un juez implacable. Es complejo y duro reconocerse cuando uno ni siquiera sabe
bien quién es; se corre el riesgo de ser un mar sin peces, un cuadro sin firma, una
cáscara vacía.
No sé en qué momento ocurrió, pero sé que fue después de los besos, del
amor en la orilla del río, de mi cabeza sobre el vientre rítmico de Malena y sus
dedos enredándome el pelo. Después de la complacencia de mamá por la nueva
habitante de la casa al regreso de la luna de miel en Mar del Plata. Después de
cuidado que no se canse Malena vení queridita sentate querés algo te sentís bien.
Después de Carlitos se va a llamar Carlitos y el abuelo si viviera qué contento se
pondría. Después de Carlitos en hogar bien constituido y todo lo que sea por el hijo
no tiene precio para él todo y yo también para él todo y no me daba cuenta qué
mierda me iba a dar.
Entonces yo tenía treinta años y podía recostarme sobre el presente porque
había decretado que todo lo demás estaba lejos: los amigos, la universidad, la
militancia. Lo cercano eran Malena y sus pechos vibrantes y tersos, y sus uñas
clavadas en mi espalda como si sólo aferrándose a mí pudiera no caerse del mapa.
Cercanos eran mi vieja y su mundo eclesial. Cercana era la enorme mano
imaginaria que me atenazaba el cogote. Todo es demasiado trabajoso cuando la
apatía te va entrando por cada poro hasta que no sos consciente de cómo se diluye
tu vida, tu querida y única vida.
Y así un día llegó el hastío como llega el tipo que llama desde la vereda y
ofrece en venta una radio a transistores que trajo del Paraguay, o una caja de
cosméticos para la patrona de la casa, mire, vea. Fue una tarde de sol y yo tomaba
mates mientras miraba pasar autos y camiones por el puente sobre el río Negro. De
repente me sentí solo, abrumadoramente solo y me dije ché, capaz que está
llegando el momento de rajar. Juro que no lo tenía pensado ni mucho menos
planeado, pero fue como una ráfaga de idea, ni siquiera una idea chiquita, un
pensamiento completo.
Pero tenía esa forma redonda que tienen algunas decisiones trascendentales.
Había llegado el momento de irme. No sabía si era lo mejor, pero tenía que hacerlo.
Y era urgente. Esa tarde fui con los Turcos y les compré la mula.
Y cuando a la mañana siguiente me levanté para, rutinariamente, afeitarme,
de pronto giré y regresé al dormitorio, desconcertado y dubitativo. Malena me
preguntó qué quería comer al mediodía y no sé qué le contesté, dije que no iba a ir a
trabajar y estuve un largo rato dándole vueltas al asunto, de pronto mi vacilación
era absoluta y yo no cabía en mi ansiedad. Sentía un miedo infantil y hasta me dio
pena pensar en la pobre mula que se habría cagado de frío bajo el puente, el caso es
que decidí decirlo todo de un saque, no sé como pero de pronto parece que se me
vio en la cara y Malena entró en pánico. Se le aflautó la voz como cada vez que se
ponía nerviosa y antes de que montara una escena le dije me voy, ahora sí que me voy.
Ella empezó lo que pintaba para ser un ataque de histeria y yo, embolado y muerto
de miedo, le dije que ella sabía, que siempre había sabido que yo me iba a ir un día;
que le había jugado limpio y que si tenía algo o mucho que reprocharme lo
lamentaba en el alma y le pedía perdón, pero yo me rajaba. También le pedí que
después le explicara a Caditos, pero ella me tiró un zapatazo gritándome cagón,
cobarde y traidor, y yo cerré la puerta después de aclarade, inútilmente, que no
sabía si iba a volver algún día, que nunca se sabe, que así es la vida.
Había sido un día excitante: el intendente aterrorizó a todo el pueblo durante
horas bajo la anarquía de los balazos. Al final tuvieron que enlazarlo y encerrarlo
con candado en su casa. Se quedó gritando hasta muy entrada la noche, y después
se durmió. Como era de esperarse, los administradores convocaron a una reunión
para nombrar un intendente interino. Provisoriamente, y tras una agitada discusión,
él resultó elegido. Claro que la designación no era más que una imposición porque
él no se sentía capaz de dirigir al pueblo. Ni tenía ganas. Su aceptación había
quedado condicionada a que esa noche lo pensaría con detenimiento y recién
después daría una respuesta definitiva.
Cerró la farmacia y se sentó a la mesa del pequeño despacho. Se sintió más
solo que nunca, se sirvió un vaso de caña y lo bebió completo y sin pensar en lo que
debía pensar. Al segundo vaso le pareció escuchar ruidos en el dormitorio.
Encendió una vela y se dirigió hacia allí.
Sentado al borde de la cama, un anciano de botas y bombachas, con un aludo
chambergo y el barbijo anudado al cuello, le sonreía confianzudamente. Lema
estiró la mano que sostenía la vela y estudió el rostro.
—Pero usté es el fantasma de Jacinto Portal.
—Así es.
—¿Qué hace aquí?
—Vine a verlo porque usted es un hombre sensato, no como el tarado de
Grande.
—¿Y qué quiere?
—Conversar.
Lema encajó la vela en un candelabro de bronce y lo depositó sobre la mesa
de noche. Se sentó del otro lado de la cama.
—Lo escucho.
—Hace tiempo que vengo observando el comportamiento de ese mozo, el
maestro. Es mala persona y le está haciendo daño al pueblo. Usted sabe: es
inteligente, preparado, egoísta. No puedo decir que mal nacido porque yo hablé
con la madre, que es una excelente señora, pero... Tiene que expulsarlo de Colonia
Perdida. Para eso es ahora el intendente.
—En primer lugar, todavía no acepté el cargo y no sé si lo voy a hacer. Y en
cuanto a Toño, no creo que sea mala persona. Es el único hombre más o menos culto
que aparece por Colonia Perdida en toda su historia. Bien aprovechado, puede ser
positivo.
—¡No, ahí está la cosa! Justamente por eso hay que expulsarlo... Éste es un
pueblo de gente simple; aquí nunca pasa nada. Entiéndalo: aquí no puede vivir un
hombre que sabe lo que no quiere y que pretende cambiar nuestro estilo de vida. Es
demasiado evolucionado. Hay pueblos que no deben cambiar, para poder subsistir.
¿No se da cuenta, Lema? ¿No ve que acá nunca nadie se planteó un problema
existencial? ¿No ve que acá nunca nadie se preocupó por el tiempo? ¿No ve que acá
un comunista estando solo no jode? ¿No ve que acá las mujeres siempre fueron
fieles porque no tuvieron por quién cambiar los maridos? ¿No ve que aquí las
radios sólo funcionan para las buenas noticias y la música popular? ¿No ve que la
gente no se aburre y se divierte igual aunque hace como cuarenta años que el Circo
Haggemberg dejó de venir? ¿Por qué cree que prohibí que volvieran los circos con
sus prostitutas e intercepté las malas noticias de la radio e inventé las Brigadas de
Control de Trabajo y aislé al pueblo del exterior y aquí nunca llegó el ferrocarril ni
hay caminos a la capital? ¿No ve, carajo, que éste es un pueblo incomunicado y ésa
es su salvación?
Lema lo miraba, entrecerrando los ojos y fruncido el ceño.
—Le digo: un hombre inteligente en este pueblo lo único que hace es joder.
Ricardo Lema miró al fantasma con desconfianza, pero reconoció que sus
argumentos eran razonables. Quizás porque se dio cuenta de que el nuevo cargo lo
envejecía definitivamente, sintió menos aversión hacia la vejez.
—Está bien, Portal. Déjeme pensarlo.
Tercera parte
Uno
Cuando las sombras se estiraron al máximo, Enrique Rojo salió al jardín
envuelto en un poncho colorado y se internó en el monte. Llevaba una linterna en
una mano y una pala en la otra. Perón—Perón, jadeante, lo siguió sin ladrar.
Marciana lo miró desde la cocina, mordiéndose la lengua y comprendiendo la
emoción de su marido.
Hacía veintiún años que no iba a ese lugar, seiscientos metros hacia el sur,
monte adentro, contados desde el paraíso del fondo de la casa. Era una cruz
rudamente confeccionada: dos palos unidos transversalmente con alambres y un
clavo en el centro, y en la coyuntura un corazón de lata —ya muy oxidada— con
una inscripción hecha a punta de cuchillo:
Enrique Rojo (hijo)
Que le parta un rayo al que usurpe esta tumba
Aunque los Rojo nunca habían sido religiosos, a nadie extrañó que
cumplieran con la tradición de enterrar a su angelito muerto. Claro que nadie
entendió sus omisiones florales de los domingos y fiestas de guardar, pero al menos,
se decía, Marciana y Enrique habían inhumado cristianamente al único hijo que
engendraron y que murió al nacer. Por supuesto, nadie osó profanar esa tumba.
Primero porque estaba en un lugar por el que nadie pasaba. Y además porque la
superstición popular obligaba a persignarse frente a cada sepultura, más aún si era
de angelito, y a seguir de largo mirando hacia otro lado. Es mala cosa la muerte en
el monte, y Enrique Rojo lo tuvo muy en cuenta.
Cuando llegó al sitio, comprobó que la vegetación había cubierto el
montículo de tierra. La maldición era apenas legible. Con la punta de la bota limpió
apenas la escritura y remontó su memoria dos décadas atrás, hasta el día en que,
solo con Marciana, cavó la fosa cuidando que nadie los viera. Después dijeron, en el
pueblo, dónde estaba exactamente la tumba de su niño. Durante algunas semanas,
almas piadosas depositaron flores junto a la cruz y ellos recibieron unas pocas
visitas de pésame.
Se quitó el poncho y puso manos a la obra. Arrancó la cruz y la arrojó a un
costado. Luego empezó a cavar. La tierra estaba endurecida por los años. Él
también. Hundía la pala sin pensar y, mecánicamente, extraía un terrón tras otro. La
linterna, apoyada sobre unas ramas bajas, iluminaba lóbregamente el lugar. Media
hora después había abierto un cuadrado de un metro de profundidad y la pala
chocó contra algo duro, metálico.
Se alegró en silencio y redobló el esfuerzo. Cuando hubo sacado una decena
de paladas, esquivando los latones de la fosa, se arrodilló y escarbó con las manos,
ayudado por Perón—Perón, hasta aislar la primera lata. La extrajo.
Era un recipiente de casi medio metro de altura, que alguna vez había
contenido veinte kilos de grasa. Le quitó la tierra y con el cuchillo que llevaba en la
cintura, lo destapó. Adentro, totalmente desarmada y engrasada, había una
ametralladora Piripipí calibre 9, de fabricación checoslovaca, con abundantes
municiones. Recordó que en las otras seis latas había cuatro metralletas más —dos
checoslovacas; dos belgas—, y una quincena de revólveres Browning calibre 38
largo con sus correspondientes arsenales. También había tres machetes Barcelona
del ex Regimiento de Macheteros "Acá Carayá", en cuya vigésimo segunda brigada
había prestado servicios.
Sonrió satisfecho después de comprobar que la ametralladora se hallaba en
buen estado, y volvió a enlatarla. Se limpió los restos de grasa restregando sus
manos en un tronco y con tierra en polvo, y cerró la tapa, recogió el poncho y
regresó a su casa cargando el latón.
Marciana lo esperaba, nerviosa. Habían pasado tres horas y en una mesa del
Bar El Jardín cuatro paisanos jugaban al tute rodeados de un par de espectadores. El
Tarta Riquelme y Toño, sentados a la mesa de siempre, no hablaban. Gerunflo
Romero fumaba en silencio, y dos brigadas de franco, a su lado, parecían vigilar el
salón.
Marciana atravesó la cortina y fue a recibido.
—Todo'stá bien —dijo Rojo—, esta misma noche traigo las sei lata que faltan.
Entonces se lavó las manos, se alisó el pelo y apareció en el salón como todas
las noches.
Cuando al amanecer del día siguiente terminó de desenterrar el séptimo
latón de armamentos y lo llevó a su casa, luego de rehacer el montículo y de dejar la
cruz tal como la encontrara, Marciana había revivido la historia de esas armas.
Al finalizar la guerra paraguayo—boliviana, él había llegado por segunda
vez a Colonia Perdida, con tres caballos cargados de enseres. Cuando se instaló con
el Bar El Jardín y se juntó poco tiempo después con ella, nadie sospechó que tuviera
armas, y menos que hubiera urdido alguna vez la locura de usadas. Quizás ni él
mismo, entonces, lo imaginaba. Al menos así se lo confesó al año de concubinarse:
—Mirá, chamiga, quedan tres camino: o guardamo las arma en casa; o las
llevo a Formosa y las hago plata; o las escondemo por áhi.
Ella le contestó, entonces, muy segura de sí:
—Enterrále n'el monte.
—Pero Marciana, mejor las vendemo en Formosa. ¿Enterradas pa'qué
sirven?
—Nunca se sabe.
Él no la entendió aquella vez, pero ahora, después de veintiún años de haber
representado la parodia del embarazo y el hijo muerto durante el parto, después de
casi cuarenta años de haber huido del Paraguay en aquella canoa con la que cruzó el
Pilcomayo para adentrarse en territorio formoseño, cargando armas, descalzo,
empiojado, hambriento y dispuesto a refugiarse para siempre en el monte
chaqueño, sí comprendía las palabras de su mujer: un arma es una guerra latente;
enterrada, es un peligro que duerme pero que podrá revivir cuando las
circunstancias lo exijan.
—Che, Ro—Rojo... Vo andáp—p—p—preocupado, ¿no?
Rojo se miraba en el espejo del estante de las bebidas. Se veía más viejo y
calvo que nunca. Había engordado mucho y la papada se había tragado el cuello
con varios pliegues. Estaba ojeroso y cansado. Hacía varias noches que no podía
dormir. Desvelado, se escapaba de los abrazos de Marciana para mirar las estrellas
desde la ventana, mientras mascaba tabaco.
Se acercó a Riquelme.
—¿Se me nota?
—Qué no.
—Ay,Tarta, si supieras que no duermo 'e noche...
—Y q—q—quien va'dormir c—co—con los gritos de Grande... Dende que se
entenó que gr—grita toas las noches. Pa—p—parece lechuza.
—Pero no es por eso, Tarta.
—¿Y d—de áhi?
—Hace sei mese y veintitré día que vengo cocinando un guiso, y no sé si me
va a quedar crudo o se me va'pasar.
Riquelme bebió un largo trago y chasqueó la lengua:
—Hace sei mes e y veint—t—titré días que Lema está de intendente y
s—si—siempre lo mismo. Es de balde t—tu impaciencia, chamigo; lo—lo que está
mal dura mucho.Vó t—t—te apurá porque só calentón, pe—ppero te frená porque'l
maestro con Lema se ent—t—tienden y respetan. Vó t—t—te da en cuenta y por eso
te po—p—poné nervioso. Ss—son—son... ¡celo!
Rojo se sentó frente a Riquelme. Lo apuntó con un dedo.
—No sabés cómo me jode que le aprecie a ese viejo choto.
El Tarta sonrió.
—Eso'lo que te ti—t—tiene mal. Y ademá t—te—tenés miedo.
Se recostó en el respaldo de la silla y pensó en sus años de mimado de Jacinto
Portal. Eran otros tiempos.
—Y ademá de arma les fa—fa—fa—faltan huevos.
—Explicáte.
—Qu'estás vi—viejo, Enrique... No p—podés ver que aun si ustéen ganaran,
¿q—qu—qué van a hacer? Si sac—can tamién a Le—Le—Lema Y a Luján,
¿qu—quién quedará, eh? ¿Qu—qu—quién va'p—prohibir el circo ahora, eh?
¿V—vó?
—No lo sé, pero si tenés una papa podrida tenés que tirarla. Despué se ve
cómo se acompleta el kilo.
—¿Y c—cómo se ac—completa, eh?
Rojo se desconcertó. Se rascó la nariz con el antebrazo, caminó hacia el
mostrador y se sirvió una copita de grappa. El Tarta lo núraba triunfante. No le
interesaba vencer en nada, pero disfrutaba viendo a Rojo luchar con sus
confusiones.
Desde lejos se escucharon los gritos de Marcelino Grande. Rojo escupió y se
puso más nervioso.
—¡M'importa un carajo lo que venga despué ni quién mande! ¡Lo que digo es
que uno primero caga y despué se limpia el culo!
En la última habitación de la intendencia, Marcelino Grande se había pasado
toda la mañana cantando su canción favorita: "Los voy a matar a todos". Después,
se dedicó a observar a su mujer, que colgaba ropas recién lavadas en el alambre del
patio. Al mediodía, ella le alcanzó una pata de chancho asado y medio cacho de
bananas y le prometió escribir sin falta al gobernador de la provincia. Según
expresas órdenes de Grande, debía explicarle que él había sido desalojado de su
puesto y que era necesario enviar un veedor a Colonia Perdida para reintegrarlo a
sus funciones, pues el orden institucional estaba alterado con grave peligro para la
estabilidad lugareña.
Doña Mary escuchó pacientemente las denuncias y después se alejó con
cualquier excusa. Hacía seis meses y veintitrés días que Marcelino Grande le pedía
lo mismo. Vestido con su viejo y ya estropeado traje de dril blanco, renovaba
esperanzas como todas las siestas, y entonces desafinaba junto a los barrotes que
habían instalado en la puerta y la ventana de la habitación que hacía de celda:
Los voy a matar a todos
aunque vengan degollando
y voy a degollarlos
así vengan matando.
Hacía seis meses y veintitrés días que Enrique Rojo escupía cada vez que lo
escuchaba.
En esos seis meses y veintitrés días Ricardo Lema había dejado transcurrir el
tiempo como convencido de que su sola voluntad podía detenerlo y arreglar las
cosas. Recelado por todos y con la única compañía del cada día más senil Padre
Gabriel, no se daba cuenta de que las cosas verdaderamente habían empezado a
cambiar, y su manejo de la intendencia era desastroso. Su mejor gestión había sido
interceder ante Luján y Pérez para que disminuyeran la vigilancia en sus empresas,
convencido de que en un clima de concordia, paz y democracia todo tendría
solución, pero fue inútil. "Usté confunde democracia con amontonamiento y cree
que nosotro semo estúpido", le dijo Luján. "Y ni se le ocurra apañar a esos
revoltosos", completó Pérez.
Afuera, el viento del Sur agitaba al monte y el ruido del follaje era nítido y
turbio a la vez. En la cocina del Bar El Jardín, alumbrados sólo por una vela, Rojo y
Quirurgo Gauna tomaban mate. Junto a la ventana que daba al fondo, Toño miraba
hacia la noche y recordaba que habían pasado seis meses y veintitrés días desde que
Nicasio, en un ataque de risa, le contara que el intendente se había vuelto loco.
Fueron meses difíciles en los que el régimen de terror que Luján y Pérez
instituyeron, con posterioridad a la demencia de Marcelino Grande, sobrepasó
prontamente la autoridad de Ricardo Lema, quien día tras día daba pruebas de su
ineptitud al frente del pueblo. Esto aumentó las tensiones ya existentes, alentadas
por Rojo, Gauna y Quiroga, quienes todas las tardes recorrían la zona tratando de
solucionar cuanto problema tenía solución. Más de una vez habían obligado a Lema
a salir de su botica, aun a altas horas de la madrugada, para visitar enfermos o curar
a los infortunados que sufrían el rigor de las brigadas.
Era evidente que ahora los aborígenes odiaban sin disimulo cuando eran
castigados, o robados en peso y pesos. Ahora Capinté protestaba cuando los
brigadas flagelaban a cualquiera de los suyos. Y las bailantas, el vino y la caña
gratuitos ya no servían para olvidar totalmente los rencores. Todos tenían memoria
de la muerte de cada muerto, y de cada agravio y cada violación. En cada uno
parecía renacer un instintivo sentimiento de venganza y sus miradas ya no eran de
resignación. El pueblo había cambiado.
Y Toño también, sobre todo desde la navidad pasada, cuando lentamente
entró en un estado de melancolía y abatimiento. La vieja orfandad que redescubría,
la empecinada búsqueda de identidad y de un lugar propio en el que sentirse
seguro, eran las materias de su desazón. Las noches de enero las pasaba solo en el
rancho, a la luz de un Soldenoche que convocaba millones de bichos. El verano
nocturno podía ser tan brutal como de día, y él ya había leído y releído al azar y por
completo su vieja enciclopedia y todos los varios libros que había traído. Era muy
difícil conciliar el sueño con esa temperatura en el monte, el asedio de los mosquitos,
la presagiosa compañía de las vinchucas, la posible visita letal de las yararás y
encima teniendo el cerebro envinado.
Fueron meses en los que desatendió la escuelita y se emborrachó con Lema,
en los que echó de menos a Rosario y soñó las más espantosas pesadillas, como
aquella en la que su madre era un centauro hembra que galopaba sobre su cabeza; o
esa otra, horripilante, en la que se pasaba toda la noche enterrando el cuerpo de su
padre, que lo miraba con los ojos abiertos y una sonrisa maligna desde el ataúd. En
esos meses de borracheras brutales, su creciente desesperación parecía empujarlo
hacia formas de muerte que no se atrevía a imaginar, porque su relación con la
muerte era intelectual, más bien íntima y retórica, inocua. Se dio cuenta de que en
vez de encontrar un sitio, en Colonia Perdida había hallado una dimensión del
infierno que nunca antes había imaginado. Porque el infierno, en realidad, era él
mismo.
Hasta que una tarde se quebró y Nicasio debió ir en busca de Rojo y de Lema
para que lo asistieran, porque llevaba dos días padeciendo convulsiones, meándose
y llorando como un bebé.
Esa fue la tarde en que ambos se encontraron cara a cara y Lema volvió a
tratar a Rojo de asesino, recordándole lo del parto de Marciana, y Rojo acusó a
Lema de cómplice de los patrones, y además rencoroso e ignorante. Y fue también
la tarde en que Jaime Cabello volvió al pueblo y al enterarse de la demencia de
Marcelino Grande se rió a carcajadas, y cantó y bailó, porque él sabía que eso iba a
ocurrir, dijo, el Azulino no se equivocó, y contaba que el caballo se lo había
anticipado porque al Azulino nunca le había gustado el intendente.
Dos
Junto a la ventana que daba al fondo, los observó y los vio borrosos, confusos,
hasta que Rojo dijo:
—No vienen.
—Ya vendrán —aseguró Gauna.
Le ofrecieron un mate, que rechazó con la cabeza, sin dejar de mirar por la
ventana.
—¿Le avisaron a Cabello? —preguntó.
—Sí mestrro —dijo Gauna—. Capinté mand'un indio p'avisarle.
Toña encendió un cigarrillo. Le costaba enfocado, pero ese hombre le
gustaba. Era valiente, decidido, honesto y cada vez que llegaba a Colonia Perdida
todos lo recibían como a un abuelo millonario. Carismático, Jaime Cabello se había
dado cuenta de su tácito liderazgo. Ya no era el baqueano dilecto de Luján y de
Pérez, y ahora se lo podía encontrar —por lo menos una vez a la semana—
recorriendo taperas o discutiendo con los trabajadores del obraje.
—Mestrro —dijo Gauna—. Acá vamo a morí mucho, ¿no?
Toña lo miró. Gauna tenía un raro resplandor en los ojos.
—¿Por qué lo preguntás?
—Digo nomá. Quería saér... —sonrió y se rascó una pierna.
—¿Y por qué te vas a morir vos?
—No, digo nomá... Un suponer.
Enrique Rojo los miraba atentamente. Pensaba en los miles que había visto
morir en las trincheras y fortines de la guerra contra Bolivia, esa guerra que nunca
había entendido y a la que los lanzaron diciéndoles que la patria estaba en peligro.
Y así se habían enfrentado a miles de bolivianos a los que otros también lanzaron
asegurándoles que la patria peligraba. Y al final todo siguió igual, sólo que después
de la más estúpida matazón.
—Qué lo parió —comentó, moviendo la cabeza. En ese momento golpearon
a la puerta.
Primero entró Capinte. Su saludo consistió en mirar fijamente a cada uno.
Detrás iba Rodríguez, su lugarteniente, un qom silencioso y de mirada
sanguinolenta, casi tan alto como el cacique y resentido por la tuberculosis, la fiebre
que matara a su mujer y el hambre de sus cuatro hijos. Finalmente ingresó Juan, un
mataco bajito y encorvado, a quien llamaban El Tatú Carreta por su giba
voluminosa. Se sentaron en el suelo, sin hablar.
Un minuto más tarde, casi al mismo tiempo, llegaron Sandalia Quiroga y
Jaime Cabello. El viejo se recostó contra la pared, junto a Toño. Cabello acercó una
silla y se sentó con el respaldo hacia adelante. Marciana cambió la yerba y puso más
agua a calentar. Desde el salón llegaban los ronquidos del Tarta Riquelme; Rojo lo
había emborrachado más que de costumbre. Eran las cuatro de la madrugada y
estaban todos. Rojo dio comienzo a la reunión.
—Tenemo que copar el pueblo —dijo—. Es la única forma de terminar con
esto. Sólo tomando nosotro la intendencia vamo eliminar a Luján, Pérez y sus
brigáas. Y pa'eso ya tenemo las arma.
Se detuvo un instante y recorrió los rostros de los presentes.
—Pero ante de recurrir a métodos violento —continuó—, debemo llamar a
otra huelga. Habrá que trabajarla mejor, lograr que sea efectiva y estar muy atentos
porque van a salir a buscarno como tigras en celo. En lah asamblea que hagamo
va'haber provocacione como nunca, pero las vamo a responder. Lo más probable es
que la güelga misma no sirva pa'nada, pero debemo hacerla pa'que a naides le
queden dudas de que si acá empiezan los tiro es porque pacíficamente no se puede
conseguir nada. Y después sí, iremo a la intendencia a desalojar a Lema.
Le tocó un mate. Mientras lo tomaba, Cabello preguntó:
—¿Y cuándo pá va'ser la güelga ésa?
—Ya fijaremo fecha. Por ahora tenemos que hacer asamblea pa'volver a
explicar los objetivo que se persiguen, pa'que la gente comprenda la necesidad. Que
no ocurra como la vez pasáa.
Se hizo un silencio. Quirurgo Gauna meneó la cabeza y dijo:
—Y si tenemo lah'arma, pa'qué la güelga, ¿eh? Mejor vamo ahora nomá y le
achuramo a tóo en las casa. ¿Pa'qué esperar?
—No, Quirurgo —respondió Cabello—, si hacemo'heso el pueblo se nos tir'
en contra. Vamo a parecer vulgares asesino.
—Y qué.
—No se puede. Tenemo que ser cuidadoso. Una cosa eh'el apuro que todos
tenemo y otra es la prudencia. Josecito y Belgrano eran dos'ombre muy valioso, y
los perdimo...
Rojo se inclinó hacia adelante.
—Una pregunta... ¿Qué va 'pasar despué que tomemo la intendencia?
¿Quién va 'mandar?
—Nojotro —dijo Cabello—. O los que nojotro queramo.
Toño pensó que iban a fracasar, pero no lo dijo. Miró hacia afuera, le pareció
encontrar los ojos de Perón—Perón en la oscuridad y se reprochó por no decir lo
que pensaba. Se replicó que no había nada que decir; esos hombres no
retrocederían.
—¿Y vó? —preguntó Capinté, con voz ronca.
Toño lo observó. Después de haber sido reacio a cooperar, ahora estaba
decidido a ir hasta el final.
—Me quedaré mientras ustedes lo crean necesario. Después no sé. Seguiré
como maestro o me voy a ir.
—Peo va'ser patrrón... Vó ha de queré algo. No se pelea por náa. Lo que
mestrro tá' ciendo —se dirigió a la reunión— é por alguna plata o por un interé. Si
no no sé.
—No, Capinté, ni por plata ni por interés —hizo una pausa; todos lo
miraban—. Te voy a ser sincero: yo no tengo mucha fe en todo esto. Sí creo en los
cambios que hay que hacer en este pueblo, y en que ustedes son capaces de hacerlos.
Pero soy escéptico y...
—Y eso qué's.
—Eséctico —repitió Cabello—. Esplique lo que es eso.
—Quiero decir que no estoy convencido de que vayamos a triunfar. Y que
tengo miedo. Pero igual estoy con ustedes, y si se equivocan yo me equivoco con
ustedes. ¿Está claro?
Capinté lo miró fijo durante algunos segundos. Toño sostuvo la mirada.
—Tá'ién.
—¿Y qué vamo'hacer con Lema, Luján y todo'heso? —preguntó Rojo.
Toño miró el piso y midió su respuesta; sabía que tarde o temprano se harían
y le harían esa pregunta.
Pero fue Cabello el que retrucó:
—¿Qué quiere hacer usté, Enrique?
—Matarlos a todos.
Toño los miró uno por uno. No estaban asombrados. Para ellos, los que
mandaban en el pueblo eran malos y explotadores. Debían morir. Así de sencillo.
Rojo retornó la palabra:
—Claro que yo sé que no'stamo solos...
—Qué quiere decir —preguntó Sandalio.
—Que'stamo en Colonia Perdida. Qu'el Chaco es grande y hay un
gobernador. Que'ste país tiene un presiénte... Un milico hijoeputa, pero es el
presiénte y manda.
—Claro —dijo Cabello.
—Cómo claro. No vamo a jugar nuestras vida pa'que despué vengan los
milico de la capital...
—Güeno... —dijo Cabello, cautelosamente—, lo que aquí pase no tiene por
qué saberse. Si en veintisiete año no viniero' naiden más que el mestrro, por qué van
a venir ahora.
—Pero Jaime —interrumpió Gauna—. Acá lo único que queremo es que los
brigáa no jodan má a la gente y se pague lo que é justo.
—Tiene razón —dijo Rojo.
—Güeno, lo que yo 'igo es que si semo esplotación, el asunto'stá en que no
noh'esploten má. De los gobierno n'el paí a mí no me importa.
—Eso —dijo Gauna—. Si uno tanto se pregunta qué va'pasar mañana, hoy
no hace náa...
Capinté pareció sonreír. Al menos dejó ver sus dientes picados.
—Tené razón, ché Jaime: anque despé vayen a joderno igual, agora nojotro
saémo queay que cagale juego a eso brigáa. Despé se verá.
Tres
—En conclusión, lo que hay que hacer es rezarle mucho al Señor para que
nos oiga —dijo el Padre Gabriel, desde el púlpito—. No es que se haga el sordo,
como piensan algunos; lo que pasa es que tiene demasiado trabajo y que nosotro
somo una comunidad de pecadores imperdonables...
La concurrencia era la misma de todos los domingos: algunas mujeres, niños
y ancianos ganados por el tedio. Monotemático, al Padre Gabriel se le daba por
desmenuzar asuntos e insistía en ellos durante varias misas, hasta que alguien le
sugería que cambiase porque los asistentes comenzaban a aburrirse. Dos meses
atrás, había iniciado una campaña contra la haraganería de la gente para orar.
—Jesucristo se está olvidando de este pueblo porque soy el único que le reza
—remató—, y así todo va a ir de mal en peor...
Ese domingo los feligreses estaban convulsionados por la desaparición del
maestro, cuarenta y ocho horas antes.
El Padre Gabriel acababa de enterarse.
—¡Esto es el colmo! —bramó—. ¡Hace dos días que se fue y yo recién ahora
vengo a saberlol ¡Es para matarlos, carajo! ¡Como si acá la Iglesia no contara!
En la puerta, las mujeres comentaban el acontecimiento. Entre ellas la de
Gerunflo Romero, muy excitada, y Ramona Luján. El Padre Gabriel se acercó y
preguntó "adónde se fue, si se puede saber" y todas lo rodearon hablando a la vez,
preocupadas porque "los chicos van a perder el año", "ateo tenía que ser", "se
infideló y aura se va", "es comunista como el paraguayo ése","sejue sin dejar las nota
de los chico", "y justo que faltaba un mé".
El cura, a los gritos, impuso silencio y prometió "hablar con el mozo ese".
—¡Pero es que se jué! —le advirtió una voz chillona.
—Seguro qu'está con esos crenchudos —se indignó Ramona Luján justo
cuando dos indias que pasaban se detuvieron a mirar. Una en gorda y patizamba; la
otra era flaca como un alambre y por la falta de dientes sus labios estaban
contraídos en una mueca que parecía una cicatriz con forma de u hacia abajo.
—¡Chusma! ¡Mugrientas! —les gritó Ramona Luján acercándose a ellas. La
flaca la escupió en la cara y en el acto todas las mujeres empezaron a zamarrearlas,
haciéndolas rodar por el suelo. El cura trató, inútilmente, de separarlas, pero
enseguida se dio cuenta de que no tenía las fuerzas ni la convicción para hacerla.
Entonces giró, entró en la iglesia y se fue a rezar al altar. Afuera seguía el griterío de
las mujeres.
A las seis de la tarde, y después de tres negativas, Ricardo Lema accedió a
recibir a la Comisión de Damas de la Virgen de la Soledad. Andresa Romero habló
en nombre de sus colegas, ya que la presidenta, Ramona Luján, había sufrido un
ataque de alta presión.
—Vea, Don Lema, esto no puede seguir así. Hay que hacer algo.
—De acuerdo. Qué le parece que hagamos.
—Yo no sé... ¡Usté debe saber, qu'es el intendentel
—Lo único que yo sé es que la escuela se quedó sin maestro y nadie tiene
idea de dónde está metido.
—Hay qu'echarlo del pueblo.
—Señora —dijo Lema, suavemente—, mal podemos echar a una persona que
no sabemos donde está...
—¡Entonce hay que obligarle a que venga'dar clase! Nuestros'ijo van a
perdé'l año.
—¿Pero ustedes quieren echarlo o que vuelva a dar clases?
Andresa Romero se desconcertó. La situación la salvó Eduviges Mendieta:
—Vea, Lema, no nos confunda. Yo tengo tres nieto y sé mucho d'estas cosa.
Lo que pasa es que usté siente aprecio por esa porquería.
—Con Don Juan Palacio estas cosa no pasaban —agregó Andresa Romero.
Lema ignoró la acusación, miró de reojo a Rosario de Pérez, que eludió su
mirada, y decidió que estaba harto y llegaba a un límite:
—Bueno, bueno, ya las escuché y tengo mucho que hacer. Vayan nomás que
yo voy a encontrar al maestro...
Entró a la farmacia, cerró las puertas y fue directo al baño.
—Estoy harto —dijo, mirándose en el espejo—. Carajo, estoy más harto de lo
que yo creía.
Esa noche, Ramiro Luján se reunió con Jesús María Pérez y llegaron a la
conclusión de que debían hacerle una seria advertencia a Ricardo Lema o asumir
ellos poderes extraordinarios.
También esa noche el espejo de la farmacia le devolvía a Lema una imagen
que parecía la de él mismo, sólo que le costaba reconocerse tan arrugado y ojeroso.
El enero chaqueño, con su pesadumbre de insectos, barro y humedad, lo
malhumoraba tanto o más que la certeza de que estaba condenado a ser un solitario.
Hacía nueve meses que era intendente, pero esa noche podía jurar que no
aguantaría un día más.
Durante su mandato, el pueblo había cambiado muchísimo, y no sólo por el
temporal de verano que sufrieron, ni por el fallecimiento de Isaquito Gold víctima
de una meningitis violenta, ni el parto de Rosario de Pérez que dio que hablar a
todo el mundo y dividió a las mujeres entre las que opinaban que el niño era
idéntico a Toña y las que se inclinaban por la paternidad de Jesús María Pérez
(todas, empero, estaban de acuerdo en que el niño era igual al padre) ni por las
reiteradas denuncias de vecinos que acudían a exigirle un orden que él no podía
imponer ni garantizar. Lo verdaderamente grave eran los enfrentamientos en el
monte porque los pagos seguían haciéndose en vales, y eso desencadenaba
protestas seguidas de represiones y asesinatos que ordenaban Luján y Pérez, y de
ajusticiamientos y venganzas por parte de hacheros y aborígenes. Las noticias que
se tenían del maestro eran confusas: algunos lo dieron por muerto y otros
afirmaban haberlo visto borracho y en un zanjón; y no faltaron los que dijeron que
era su ánima la que ahora andaba sublevando en abras, picadas y plantaciones.
Lo cierto era que el clima de tensión había obligado a reforzar las vigilancias,
el trabajo se cumplía en sugestivo silencio y todo el mundo parecía esperar graves
acontecimientos, y él, como intendente a pesar suyo, era obvio que no podía con
todo eso.
Mientras se afeitaba, su panza acariciaba la palangana y él tomaba conciencia
de lo gordo que estaba, y se veía hinchado y extremadamente bajo, le crecían las
orejas, la lengua le sangraba y tenía cinco cuernos que se desarrollaban
desmesuradamente. Entonces dejó de mirarse y suspiró. Últimamente no podía
conciliar el sueño. Su humor era como el de un gato al que alguien le sacara los
bigotes uno por uno con una pincita. Pensó que era absolutamente necesario que el
fantasma de Jacinto Portal volviera a visitarlo. No lo hacía desde la víspera de su
asunción al cargo. Portal había sido un hombre criterioso y su fantasma no tenía por
qué ser diferente.
Cuando terminó de afeitarse se vistió lentamente y se dirigió a la intendencia.
Desde la plaza vio las tres caballos que estaban en la puerta. Reconoció el gateado
de Ramiro Luján y decidió llegar más tarde a su despacho. Se sentó en un banco,
cerró los ojos y se concentró en escuchar el canto de las cigarras.
Se quedó dormido bajo la sombra de los paraísos.
Cuando despertó, una hora después, las caballos ya no estaban. Marcial
Calloso lo enteró de que Pérez, Luján y un brigada lo habían estado esperando.
—Mejor que no me encontraron —comentó.
Marcial le confirmó, además, los rumores de que habría otra huelga en el
obraje y en la plantación.
—Carajo —dijo—, no me dan paz.
Para colmo, debía solucionar el problema de la escuelita. En el pueblo no
había nadie en condiciones de suplantar a Oroño. Le quedaban menos de dos meses
para solucionar el asunto, o tendría que dar las clases él mismo antes de tener
encima a todas las madres de Colonia Perdida.
A la hora de almorzar hizo cinco solitarios, todos con mal resultado.
Nervioso, llamó a Marcial.
—Andá y decile a Rojo que le avise a Oroño que quiero velo sin falta —le
ordenó—. Él debe saber dónde está.
—iAaaaaHHH! Indiu morió che Lema, aaahaaayyy va vé vó cuando'l
espírito d'indiaje te maldice se t'i'vá podrí tu sangue! ¡El brigáa le achuró al ante 'e
laj cria! ¡Asesino son tóo'ustéen!
Marcial Calloso apenas lograba contenerla. La india lo arañaba y escupía una
saliva negra. Saltaba como una rana sobre un piso de brasas y los ojos le brillaban
sin lágrimas, rojos como sangre fresca, mientras manoteaba el aire intentando
acercarse.
—¡Ustéen asesino! ¡De tré bala n'el pecho le mataron!
Lema se cansó.
—Sacála, ché.
Marcial Calloso sacudió a la indígena sin dejar de insultada, y la arrastró
hacia el patio.
El Padre Gabriel, que estaba sentado en un sillón, se mordió un labio,
desconsolado. Tenía las manos entrelazadas sobre la falda y el ceño fruncido. Su
calvicie era opaca y los cabellos grises, alrededor, parecían brillar artificialmente.
—¡Qué cristiandá, carajo!
Lema reparó en él.
—Qué me dice, paí.
—Que a ésta no la reconforta ni Cristo resucitáo.
Los gritos, afuera, se aplacaron. Lema se puso de pie y se acercó a la ventana.
Los truenos anunciaban la lluvia inminente.
—Va a llover —dijo—, y en forma.
—Con éste son cuatro indios muertos —dijo el Padre Gabriel.
—Ojalá lloviera diez días seguidos. Ojalá Colonia Perdida se inundara y
desapareciéramos.
—No se haga ilusiones, Lema. Nosotros moriríamos porque semo viejos,
pero el pueblo se levantaría al día siguiente. Siempre hay cucarachas dispuestas a
caminar sobre la miseria.
Apenas se apagaron los chillidos de la indígena, empezaron a escucharse los
insultos de Marcelino Grande. El cura se levantó y juntos miraron el cielo a través
de la ventana.
—Cuatro muertos, chamigo, es demasiado.
—Lo hice llamar a Oroño —dijo Lema—. Pero no da bola. Le hice avisar con
Rojo. Ése ha de saber dónde está metido.
—Cuatro muertos, Ricardo, ya es demasiado.
—Ya sé, pero qué quiere que haga... Luján y Pérez se cagan en razone. Para
ellos un indio es un animal. O menos.
—Parece mentira que sean cristianos.
Lema lo miró y por toda réplica alzó una ceja.
Eran las seis de la tarde y las primeras sombras de la noche caían sobre la
intendencia con algunos gotones. La voz de Marcelino Grande se escuchaba como
desde un sótano:"Que se mueeeraaa... India 'e mierdaaaa, sáquenla... Que la
maldicion de mil siglos caiga sobre ustedes, traidoreeee... "
Marcial regresó, alborotado, y se arrodilló ante el cura.
—Mirá ché paí, yo me quiero d'ir. Tengo miedo...
—Claro, claro —dijo el Padre Gabriel.
—Hacé lo que quieras, Marcial—dijo Lema—. Yo estoy harto, andáte si
querés...
—¿Y Marcelino? —preguntó el sacerdote.
—Que se joda. Quién le manda estar loco.
Los ayes de la aborigen volvieron a mezclarse con los de Grande.
Parecía una competencia entre tenor y soprano, pero a ver quién afinaba
peor. Lema meneó la cabeza hacia los costados y en eso entró Doña Mary,
aterrorizada.
—Vino... —balbuceó adelantándose a Toño, que tenía el pelo muy largo y los
ojos fríos como los de un pescado. Parecía enfermo.
—Cómo le va —dijo Lema, con sincera alegria—. Gracias por venir. Pensé
que...
—Usted me llamó y yo vengo, aunque ya no tenemos nada que hablar... Vine
porque me queda un resto de respeto hacia usted, así que dígame qué quiere.
Lema se dio cuenta de que había bebido. Pálido y ojeroso, había adelgazado
mucho. Vestía una vieja camisa de color claro, manchada y rota, y le temblaban las
manos. Sintió pena por ese hombre a quien había aprendido a respetar y a querer.
—Quiero hacer un pacto.
El Padre Gabriel hizo una seña a Marcial y a Doña Mary para que se retiraran.
Toño los atajó:
—Que se queden. Lo escucho...
—Necesito que vuelva a la escuela. Quiero pacificar los ánimos Y estoy
dispuesto a hablar con Luján y con Pérez. Usted debe reintegrarse a sus funciones y
con el padre nos encargaremos de que todo sea como...
—Antes.
—Sí, claro, como antes.
—¿Cuándo, antes?
—Bueno, antes de que empezaran todos estos líos.
Toño lo miró, entre irónico y piadoso.
—Ya no sé si usté es o se hace, Lema.
—Pero Toño, no joda, sea razonable... Solo le pido que coopere para
tranquilizar a la gente. El pueblo necesita que el obraje y las plantaciones trabajen
en paz. Y que usté esté en la escuela.
—No me diga... Si quiere tranquilizar las cosas, ¿por qué no los llama a Pérez
y Luján y les dice que paguen lo que es justo, y en pesos en lugar de esos papelitos
de mierda? ¿Y por qué no llama también a Rojo y a Cabello, a ver si logra entender
lo que está pasando y lo que va a pasar... ? Yo no mando a nadie.
—¿Es cierto que habrá huelga otra vez? —la voz de Lema parecía rogar que
la respuesta fuera negativa.
Toño dudó un segundo.
—¿Para qué le voy a mentir, Ricardo? Sí, está convocada para pasado
mañana, según decidió la última asamblea. Será total y por tiempo indeterminado,
hasta que acepten cumplir el petitorio y disuelvan las brigadas.
El Padre Gabriel intervino:
—¿Y entonces?
—Entonces no hay más que hablar.
—Pero usté sabe que con la huelga no van a ganar nada. Las brigadas no van
a...
—Vea, cura, lo único que yo sé es que esto no da para más.
Se dio vuelta para retirarse. Doña Mary y Marcial le abrieron paso.
Cuatro
Y viera usté don Ricardo que anoche el Marcelino me empezó a llamar a los
gritos yo no quería verlo porque ademá de loco me da no sé qué cuestión que él
gritaba como cotorra en bandada y tuve qu'ir porque iba'dispertar a todo el pueblo
me paré en la puerta medio lejos pa' que no me alcanzara y le pregunté qué querés
Marcelino y él me dijo estar un rato con vos vení acercate que no te hago nada
estaba dulce viera don Lema no sé me hizo acordar de otros tiempo en qu'éramo
jóvenes y él no estaba loco y me acerqué y me tomó la mano y la acarició y me dijo
que me extrañaba que todavía estaba linda y me quería como siempre y bueno
como yo también le quiero entonce no pude resistirme y pensé que se habría curado
porque mire que yo le rezo mucho a Dios pa que se cure y entonce me acerqué un
poco más y me acarició los brazos y dijo rejas de mierda que me separan de vos por
qué no me soltás eh y yo le dije ay Marcelino no puedo te juro que mañana le pido a
don Lema que te abra entonce él s'enojó y dijo no pero soltame ya que tengo que
hablar con ellos no Marce esperate hasta mañana y entonce se puso nervioso
porque le contradije y me gritó pero dende cuándo una mujer se le va rebelar a
Marcelino Grande y áhi le juro que le vi un brillo en los ojos que me di cuenta que
seguía chifláo nomás y me asusté y quise dejarlo pero él me agarró' e las muñeca y
empezó a gritar que él era grande entre los grandes y que usté era un impostor y un
mal amigo y de pronto gritó démen mi cuarenta y cuatro hijos d'una gran... y vó
soltame qu' estuve hablando con Jacinto Portal...
—Qué dijo de Portal, Mary...
Dijo que juntos habían consideráo la situación y él tenía que retomar las
rienda del pueblo a todo esto me mantenía agarrada y empezó a hablar como quien
rezara y decía lo que iba a pasar que Colonia Perdida se iba'incendiar toíta y que no
iba haber más quebracho ni algodón y que se acabaría el indiaje y áhi empezó a
cantar bajito algo así como "qué lindo qué lindo carajo / el mundo se viene abajo" y
de repente me soltó las manos y me sonrió le juro que parecía carayá contento
cuando me dijo mirá Mary ni el sagráo fuego del amor va'salvar a este mundo de la
catrrástofe y le juro Ricardo que estará cada día más loco no se lo niego pero a mí
me da un miedo...
Ricardo Lema los mira con desprecio. Chismosos y egoístas, han olvidado su
viejo diferendo y ya no limpian sus negocios los días de viento norte; ahora están
unidos y desde hace un par de meses solidariamente aterrados. No sólo por la
progresiva disminución de sus dividendos —producto de una campaña contra ellos,
incitando a exigir rebajas y vueltos en efectivo—, sino porque además sienten, como
nunca, la hostilidad de su clientela.
—Lema, hay que hacer algo; a Gauna tiene que arrestarlo —exige Maderal,
mostrando sus dientes equinos.
—Por qué razón.
—Porque vino hace un rato y me dijo que si no le'ntregaba dos kilos de yerba,
uno de azúcar, uno de harina y un cajón de vino y otro de gaseosas, me iba' achurar
—tercia Gold.
—Mire qué atrevido —dice Maderal—. A mí tamién me amenazó.
—Por supuesto yo le dije que no le daba nada y lo eché, y entonc'él
desenfundó un revólve de la cintura y encajó un balazo en el mostrador, me insultó
y se llevó todo lo que quería sin pagar. Eso se llama robo.
—Y despué salió y se topó conmigo, que corrí a ver que pasaba, y me dijo:
"vó tamién la vas a pagar" y me tiró dos balazo al suelo y tuve que salir corriendo,
eso no se hace con la gente decente, para mí qu'estaba borracho. Estos tape'stán
agrandáos.
—Va'tener que hablar con Ramiro pa'que los haga buscar, esto no puede
seguir así. Esta mañana vino al almacén un indio que conozco bien porque una vé le
ayudé con mercadería, y le pregunté qué pasaba y me dijo que nada pero yo me di
cuenta de que estaba mintiendo. Tuve una corazonada y le ofrecí regalarle lo que
quisiera si me decía lo que estaba pasando n'el monte entre ellos. Me costó una caja
de leche'n polvo y una botella'e ginebra.
—Güeno, Nicomede, pero cuéntele lo que dijo'l indio.
—Dijo que Rojo les había entregado armas: ametralladoras, revólves,
machetes, cañones y cuantimás, y que ojo las brigada si quieren romper la güelga de
mañana, yo casi muero del disgusto.
—Ya mí ya el Gerunflo me alvirtió vez pasada qu'escuchó hablar del asunto
'e las arma. Yo creo que hay que arrestarle al paraguayo, si no qué va 'pasar aquí,
¿eh?
—No sé qué va a pasar —dice Lema—. Pero vayan nomás.
—¿Cómo que vayen nomá? ¿Y no va'hacer náa? —preguntan a dúo.
—Ya veré pero ahora se van, por favor —dice Lema.
—Pero Lema, usté...
—Yo estoy harto, señores —y se da vuelta y entra al despacho.
Había llovido toda la noche y las nubes indicaban que el mal tiempo
continuaría. Lema estaba sentado en su sillón reclinable. Afuera, Doña Mary
podaba una ligustrina aprovechando la pausa de la lluvia, y él oía el chis—chás de
la tijera, chis—chás, chis—chás, mientras Marcelino Grande cantaba "ojalá se
mueran todos / lo más pronto posible".
Aún le quedaba media hora para asistir a Clorinda Robles, quien estaba por
ser madre. En la farmacia habría, como todas las tardes, algún enfermo para
atender. "Duro oficio el de médico, se dijo, uno trata con la vida ajena y no sabe qué
hacer con la propia". Terminó de preparar la vieja tijera, algodones y unas gasas,
que eran todo su instrumental, y se encontró de pronto recordando sus comienzos.
Casi cuarenta años antes había estado en Resistencia, enfermo de hepatitis. La
curación fue larga y gracias a su natural curiosidad llegó a conocer algo de su
propia salud. Durante los dos meses de internación en el Hospital del Norte,
médicos y enfermeros lo alentaron a estudiar, y le regalaron un par de libros de
anatomía y fisiología. Escuchó infinidad de consejos, pidió y recibió abundantes
explicaciones sobre dolencias elementales, aprendió el manejo teórico de algunos
instrumentos y a todo lo retuvo en su memoria. Al final de la convalecencia, se
procuró un par de manuales de medicina de urgencia y se impuso un idioma seudo
profesional. Regresó a Colonia Perdida con un cargamento de remedios
obsequiados por la gente del hospital. Desde entonces, recibía esporádicamente
muestras gratuitas y productos farmacéuticos para su botica. Manualmente
habilidoso, intuitivo y audaz, y buen aficionado a la lectura, llegó a saber bastante
de medicina práctica. Y Con el tiempo se convirtió en un hombre indispensable
para el pueblo.
Ligeramente emocionado, Ricardo Lema revivió la primera extracción de
una muela con su pinza de carpintería, un destornillador y un bisturí viejo que le
regalaron en el hospital; el miedo del primer parto, cuando nació el hijo de
Diógenes Aquino, a quien bautizaron Ricardo en su honor y que de muchacho
murió destrozado por una manada de pecaríes; sus pretextados dolores de vientre,
cuando dejaba a los enfermos en la farmacia y se iba al dormitorio a hojear sus
libros pues aun no los sabía de memoria; aquella peritonitis que se llevó a
Fiestocívico Aguilar; aquel palúdico que curó con aspirinas y compresas de agua
hirviendo en hojas de guayaibí y eucaliptos; las ventosas que recetaba para
cualquier enfermedad y que sabía poner estupendamente; el extraño caso de sífilis
que le curó al indio Rivadavia en base a baños de alcohol y meada de tapir, con
hojas de algarrobo negro molidas y flores secas de yvirá—pitá. Los aborígenes de
toda la región lo tenían por pi'oxonaq, que significa médico en lengua qom, y eso era
un orgullo para él.
Ensimismado, no escuchó el crepitar de las gotas sobre la tierra reseca.
Tampoco advirtió el silencio de Marcelino Grande, quien desde las rejas de su
habitación miraba llover con una fiera mueca en la cara pero con los ojos alegres y
bailones.
Cuando reaccionó y recordó que debía atender a Clorinda Robles, cerró los
ojos y pensó que estaba faltando a la ética hipocrática pero la verdad es que le
importaban un carajo Clorinda, los griegos y todo lo demás. Se puso pesadamente
de pie y se acercó a la ventana. Era lindo ver llover a la hora del crepúsculo. La
lluvia siempre es cosa nueva, se dijo, no tiene edad.
Entonces escuchó las voces en la galería, y a Doña Mary saludando
respetuosa, y el taconeo irreverente que se hacía cada vez más fuerte.
Un viejo odio le creció por dentro, reverdecido y sólido. Ramiro Luján entró
al despacho de la intendencia, seguido por Jesús María Pérez, Nicomedes Gold,
Floro Maderal, el Padre Gabriel, Doña Mary y Marcial Calloso.
—Lema: terminemos la farsa —dijo severamente. El 38 parecía parte de su
pierna.
—Luján: cuál de ellas —respondió, mirándolo con desprecio.
—La de ser intendente y seguir apañando a esos bandidos. Usté estuvo con
Oroño y no lo detuvo. ¿Qué es eso? No se es intendente pa'dejar que cada uno haga
lo que quiera y la tranquilidá del pueblo corra peligro.
—Permítame, Luján, pero no estoy de acuerdo.
—Cualquiera sabe que usté y nosotros dejamos de estar de acuerdo hace rato.
No es por eso que venimos a verlo.
—¿Y entonces?
—Venimos a comunicarle que hemos decidido que vuelva no más a su
farmacia. Ya no es más intendente.
Ricardo Lema se revolvió en el sillón. Trató de ganar tiempo para pensar.
Abrió un cajón de su escritorio, lo cerró, carraspeó, suspiró profundo, reparó en el
repiqueteo de la lluvia sobre las chapas del techo y observó con lentitud a cada uno
de las presentes. Doña Mary había bajado la vista y a Marcial Calloso parecía
habérsele petrificado la sonrisa de tonto. El cura había juntado las manos sobre la
panza y hacía rotar los pulgares, con la mirada perdida en el techo. Mayoral y Gold
no ocultaban su resentimiento. Pérez y Luján se veían altivos como dos caranchos
parados sobre los cuernos de una vaca muerta.
—Qué más quieren decirme —preguntó.
Hubo un corto silencio. El Padre Gabriel buscó a alguien con la mirada.
—Verá usté, Ricardo —dijo Pérez, con el acento español marcado por el
cuidado con que escogía las palabras—: la cuestión no es personal. Lo que pasa es
qu'en este momento hace falta una mano dura y usté...
Floro Maderal movió la cabeza para acomodar el cuello de la camisa y no se
contuvo:
—Usté no hizo caso de las denuncias que le formulamo. Con armas'é otra
cosa.
—Y nos insultó —agregó Nicomedes Gold.
El Cura lo miró como a un moribundo al que debiera administrarle la
extremaunción. Lema se levantó lentamente, sintiendo un inesperado dolor en el
pecho. Abrió los cajones y retiró un fajo de papeles, una carpeta, un cuaderno, dos
lápices y una goma de borrar. También las pastillas para el hígado y las otras de
menta. Dio la vuelta al escritorio y se paró, firme, frente a Luján. Lo midió de arriba
abajo, despectivamente, y dijo en voz muy alta:
—¡Abran paso, mierdas!
Todos se corrieron a los costados, formando un pasillo que Lema caminó con
pasos lentos pero firmes.
—Oiga Ricardo —dijo Luján, en tono amistoso—, no tiene por qué
insultarnos. No sea necio, comprenda la situación.
Lema giró y escupió un gargajo pesado y oscuro que cayó junto a la bota
derecha de Ramiro Luján.
—Que lo comprenda su abuela —dijo.
Y se alejó por la galería sin mirar hacia atrás. El dolor en el pecho era cada
vez más agudo.
—¡Marciana, Marciana!
Los gritos de Enrique Rojo sorprendieron a su mujer, que en ese momento
terminaba de lavar la vajilla usada la noche anterior por los parroquianos del Bar El
Jardín. Atravesó la cortina y lo miró desde el mostrador. Su marido traía la cara
desencajada.
—Marciana... Ahí pasaron pa'la intendencia...
—Pero quiéne, ché, esplicáte ien.
—Luján y Pére y too eso. Con tré brigaa de custodia. Tonce yo le seguí y
l'esperé en la plaza... Y despué salió Lema qu'estaba indignao demá y enseída Luján
que empezó a dar órdene a unos brigáa.
Marciana se mordió el labio inferior. Miró hacia la calle a través de la
ventana del salón.
—Vamo a tené que irno —murmuró.
—Ya mismo —dijo Rojo, dirigiéndose al interior de la casa.
Diez minutos después el Bar El Jardín cerraba sus puertas para siempre.
Cinco
Era una vieja tapera abandonada. Los cuatro postes de urunday estaban
unidos por paredes de adobe estampado sobre un armazón de ramas secas. La
tierra apisonada del techo apagaba el plic plic de la lluvia, mientras el follaje se
agitaba libremente. Toño, desde la puerta, miraba los huellones de las alzaprimas y
jugaba a esperar los globitos que hacían las gotas al caer. Pensaba en Malena. La
recordaba extendida sobre la cama, con el camisón subido hasta el ombligo. Toda
ella era una inmensa, negra y frondosa vagina.
Sandalio Quiroga terminó de encender una fogata con bosta seca para
espantar a los mosquitos que se refugiaban en la tapera, y luego se acercó también a
la puerta. Miró en detredor; su ruidosa respiración le hacía flamear los bigotes.
Empezó a mascar tabaco mechado.
—Linda lluvia —comentó.
Toño se mantuvo en silencio.
—N' el monte solemo decir que cuando se va'tirá un tiro noay que presentir.
Hay que tirá nomá.
—Debe ser que estoy teniendo miedo —dijo Toño, hablando como para sí
mismo. Bebió otro trago del pico de la botella.
Quiroga se dio vuelta y se tendió en la hamaca, con las manos cruzadas sobre
el vientre. Cerró los ojos e intentó dormir.
Toño siguió mirando la lluvia durante un largo rato. Últimamente bebía
demasiado, se dijo, y no le servía para nada. Quizás debía pensar en el regreso,
aunque no sabía adónde, a qué, para qué. Recordaba la tarde en que había decidido
irse y se veía ante el espejo del ropero, vistiendo traje y corbata de seda, camisa
blanca impecable y zapatos nuevos, negros. Todo un señor. Después se veía un
domingo junto a la casona y sobre el río, envuelto en el mundo pegajoso de Malena;
se veía negociando con el insuperable terror que había negado durante años y que
pacientemente había disfrazado con palabras y más palabras que ocultaban sus
verdaderos, profundos infiernos. Veía nuevamente su soledad y su impotencia, que
ahora surgían como lenguas de un fuego atizado, convertidas en la figura borrosa
de su padre, aquel Antonio José Oroño muerto cuando él era un niño, aquel hombre
que nunca le había dicho que lo quería, ni jamás acariciado y cuyo beso no
recordaba, y que era apenas una sombra en su memoria, y encima sombra carente
de ternura, como todas las sombras.
Y ahora ni siquiera veía claro. Todo era penumbras. Y en las penumbras,
cuestionamientos que no sabía responder: ¿Estaba definitivamente perdido?
¿Perdido para qué? ¿Y qué era lo contrario de estar perdido? ¿Acaso seguir
viviendo como vivía? ¿Acaso era vivir esa incursión en la miseria, en el alcohol, en
esa peculiar y avara forma de la autodestrucción, y esa loca, lasciva fascinación por
la muerte?
El viejo Sandalio se sentó bruscamente y saltó de la hamaca.
—¡Guarda! —dijo.
—Qué pasa.
—Vienen gente —cerró los ojos y escuchó el silencio—. Espere.
Se parapetó en la puerta y se asomó a la lluvia. Miró en derredor, volvió a
entrar y se agachó. De rodillas, apoyó la oreja derecha sobre el piso de tierra.
—La lluvia jode —murmuró—. Pero vienen. Y son unos cuanto...
—Brigadas, seguro —dijo Toño, indiferente, como si hablara del verano, del
viento.
El viejo lo sacudió y lo obligó a levantarse.
—Rosario —musitó Toño—, debo ver a Rosario. Ella y el niño no mueren en
las pesadillas. Ellos no existen.
—Tenga —le dijo el viejo, con urgencia, y le pasó las armas.
Se colocaron los revólveres bajo los cinturones y colgaron las ametralladoras
de los hombros. Salieron y Quiroga tomó la iniciativa:
—Sígame. Yo se por'ónde ir.
Rosario depositó al niño en la cuna, ya amamantado y dormido, y se dirigió
a la cocina. No reparó en los dos hombres que estaban en la puerta que daba al
monte.
—Rosario.
Se dio vuelta, sorprendida. Al ver a Toño contuvo un grito.
—Güenas —saludó Quiroga con la metralleta a la cintura, apuntando al
suelo.
—Qué... qué pasa.
—Sólo quería verlos un minuto —dijo Toño, en voz muy baja.
—Pero acá es imposible esconderlos —empezó a temblar, se restregó las
manos y se las pasó por el cabello primero, y enseguida plisó la pollera. Tenía los
ojos húmedos y el pelo le caía sobre los hombros—. Jesús puede venir en cualquier
momento.
—No venimos a escondernos.
Ella se estrujaba las manos sin saber qué hacer. Quiroga miraba
constantemente la puerta del frente y a la vez vigilaba el monte. Toño no tenía
apuro. Su cabeza se estaba despejando de la borrachera.
—No les van a dejar hacer la huelga, Toño. Ahora el intendente es Luján y...
Les tienen mucho miedo. Ya estuvieron en el bar de Rojo y hay brigadas en la
iglesia y en la escuela. Por si acaso no te hagás ver.
—Sandalio —dijo—, vaya y avísele a Rojo...
—Ya lo sáe, mestrro.
—No importa, vaya igual.
—Disculpe, pero sáe que no le v'iá dejar.
—Entonces espéreme afuera, sólo un ratito... Por favor...
Quiroga asintió y se alejó unos mlttros hacia el monte. Esperó junto al aljibe,
vigilante. Toño miró a Rosario.
—Seguí nomás —dijo, y entró a la habitación contigua, donde dormía el niño.
Junto a la cama matrimonial había una cuna de mimbre con un mástil en la cabecera,
del cual caía un mosquitero. Se acercó lenta y suavemente, cuidando de no hacer
ruido pero sin importarle que el barro de sus botas ensuciara el piso de baldosas.
—Toño —Rosario estaba detrás de él—. Toño, vámonos.
—¿Qué decís?
—Que nos vayamos, que me llevés con vos a Resistencia, a cualquier lado.
Sacános de aquí, no aguanto más, Toño, no lo aguanto a Jesús, yo te quiero a vos... Y
éste es tu hijo ¿o tenés dudas... ? Llevános, que aquí te van a matar...
—Vos estás loca.
—Puede ser, y qué. ¡No doy más!
El hizo silencio. Ella empezó a llorar.
—Terminála, Rosario, sabés que no me gustan estas cosas.
—No puedo creer que seas tan desamorado...
—No entendés. Hablamos un idioma diferente.
—¡Y el chico! ¡Es tu hijo,Toño!
Dudó un segundo. Meneó la cabeza y dijo, frunciendo el ceño:
—Sí, seguramente... También tengo otro en Resistencia y...
Se interrumpió. Ella lloraba con desesperación, casi a los gritos. La miró con
pena, sinceramente conmovido. Sintió la boca reseca, el aliento amargo. La culpa
que de pronto lo ganaba era del tamaño de una ola gigante; no supo qué hacer, no
tenía respuesta. Caminó lentamente hacia la puerta que daba al monte, por donde
habían llegado.
—Ojalá cuando sean grandes sean indulgentes conmigo —dijo, turbado—.
Por ellos, no por mí... Chau Rosario.
Y salió como quien sale corriendo. En ese momento, le pareció que alguien
había vaciado el mundo.
Seis
Y claro que son buenos jugadores pero no se puede negar que son peligrosos
por algo los andan buscando, mire que decir que nuestro Señor fue comunista o
peronista o esas cosas, no no y no están equivocados el todopoderoso fue un
hombre justo bajó de los cielos para castigar a Herodes y a todos esos judíos que
andaban jodiendo y resucitó y todo eso, y vaya si habrá hecho milagros no pueden
ahora estos tipos venir a decir que los milagros no existen y pretender conocer más
que yo de la vida del Señor, lo que quieren es combatir la religión nadie me va a
negar que son ateos, si están en contra de la misa, este Oroño nunca vino y cuántas
vece se burló y decía que no le importaba y Rojo ni se diga.
Lo que más me argela es esta agitación que tengo, no sé por qué me parece
que mañana van a pasar cosas terribles con esa huelga de mierda, están demasiado
cabreados unos contra otros y entonce no hay forma de arreglar las cosas. Y el
tozudo de Luján que no me llama para que yo interceda, él cree que estoy viejo y ya
no sirvo para deshacer entuertos lo único que faltaba pa'qué soy el cura acá.
Encima hay que ver cómo llueve parece que San Pedro se me hubiera
enfermado de la vejiga justo ahora que va a haber huelga y va a ser un barria!
inmundo después me ensucian la capilla y nadie me ayuda a limpiar cómo quieren
que uno no rezongue aunque por áhi es mejor que no pare de llover por lo menos si
se mojan se van a enfriar un poco, así que cierto, metele nomá San Pedro esta noche
le voy a rezar tupido al Señor pa' que te influencie, claro que últimamente me anda
fallando, le tengo encomendado que aprudencie a la gente y no hay caso y si no se
arreglan las cosas por las buenas esta misma noche se van a agarrar y va'ser una
carnecería ahora andan todos armados de dónde carajo habrán sacado esas armas
hay que verlos no parecen los mismos de antes, por suerte Luján tomó la manija
porque lo que es Lema se ablandó demasiado.
Van a ver ahora estos "güelguistas" cómo se marca el paso por las buenas y si
no será por las malas porque parece que no queda otro remedio más que
ablandarlos a tiros si es preciso y que Dios me perdone Señor de las alturas las cosas
que estoy diciendo, pero vos sabés Jesús mío que soy incapaz de desearle mal a
nadie lo que pasa es que acá no se puede hacer otra cosa, estos tapes nos van a
invadir el pueblo y son capaces de quemar la iglesia así son los peronistas,
resentidos de mierda igual que estos indios que no aprenden más nacieron brutos y
van a morir brutos, yo no niego que hay injusticias pero en qué lugar no las hay y si
lo permite el Señor es pa'que cada uno se gane el cielo y eso está muy bien despué
de todo la justicia divina es la que vale y acá nadie puede juzgar lo qu'está bien y lo
qu'está mal, si hay injusticias por algo será, y si Dios así lo quiere él mismo ha de
compensade en el cielo a los que sufren, así está escrito y los jodidos al infierno.
¡Qué mierda íbamos a estar hace años de huelga en huelga, si en el obraje se repartía
caña vino y pan dulce que era un contento y todo el mundo los domingos a misa
qué tiempos aquellos qué misas Dios mío quién iba a pensar!
El Padre Gabriel se asomó a la puerta de la iglesia, atraído por el griterío. Un
centenar de manifestantes, aprovechando una pausa de la lluvia, había desplegado
tres carteles. En uno se leía:
NO A LA HUELGA — QUEREMOS PAS
En otro:
QUE BIBAN LAS BRIGADA
Y en el tercero:
UELGA NO — SUVERSIÓN MENO
A la cabeza marchaban Maderal y Gold, tomados de los brazos. Con ellos sus
familias, y más atrás Gerunfl.o Romero y sus hijos, la comisión de Damas de la
Virgen de la Soledad y algunos familiares de paisanos o brigadas. La movilización
había comenzado frente a la casa de Ramiro Luján, caminaban lentamente y se
detenían cada cincuenta metros, para escuchar las arengas de Maderal.
El Padre Gabriel no pudo reprimir el disgusto que le producía no haber sido
invitado.
Se dirigían a la intendencia y antes de cruzar la plaza, Floro Maderal levantó
un brazo y la marcha se detuvo.
—¡Previamente haremos un desagravio a la bandera de la patria! Hubo
vítores y aplausos.
Maderal siguió:
—¡Cantemo el Higno!
Se escucharon las estrofas a capella, que el viento de la tarde pugnaba por
llevarse. Las hojas de los eucaliptos producían un castañeteo que aumentaba la
confusión, pero era un himno legítimo. El Padre Gabriel, que se había instalado en
el medio de la calle, no lo cantó. Cuando terminaron, Maderal carraspeó y dijo:
—¡Pueblo de Colonia Perdida: vivimos un momento'e zozobra inominiosa!
¡Esos revoltosos quieren hacer una güelga que lo único que va'traer es caos y
violencia! ¡Ofienden a la bandera y las tradicione con sus idea foráneas y ajenas a
nuestro sentir! ¡Este pueblo jue siempre tranquilo y ahora no vamo permitir que se
istaure la anarquía! ¡Queremo paz!
Fue interrumpido por una ovación. Una voz ronca gritó:
—¡Vivan Ramiro Luján y las brigáas de la paz!
Otra ovación.
El Padre Gabriel, en medio de la calle, envidió a Maderal: él jamás había
infundido tanto entusiasmo a sus fieles desde el púlpito. Pero su arrogancia pudo
más. Desde su puesto, impostó la voz y gritó:
—¡Maderal!
Los que estaban al final de la manifestación se dieron vuelta. Maderal había
recomenzado su discurso, pero en unos segundos la noticia llegó hasta él.
—¡Eh, padre, venga!
—¡No voy nada! —gritó— ¡A nú no me invitaron!
Algunos manifestantes se apresuraron a rodeado. "Venga paí." "Vamos no se
ofenda." "No piense mal." "Cómo nos vamo'olvidar." "Agréguese a nojotro."
—¡No, Señor! ¡Qué clase de pueblo es éste que no invita a su cura! ¡Ni saben
escribir paz con zeta!
—¡No tiene nada que ver, padre! —gritó Maderal mientras todos coreaban el
nombre del sacerdote: "¡Dónga—briel! ¡Dónga—briel!"
—¡Venga, padre, discúlpenos!
—¡No—voy—na—da!
Se dio vuelta y entró a la iglesia, para rezar nuevamente ante el altar. Muera,
la manifestación siguió su marcha hasta que volvió a llover.
La llovizna continuó hasta el anochecer y la calle, desierta, se convirtió en un
lodazal. El Bar El Jardín, a oscuras, ensombrecía todo el pueblo. Sólo en el extremo
oeste de la calle se descolgaba un haz de luz de la ventana de la farmacia. En el
interior, Ricardo Lema ya iba por la tercera botella de vino.
Apenas un par de horas antes se habían silenciado los gritos de Marcelino
Grande, que esa tarde había atormentado al pueblo con su canción de los días de
lluvia:
Que llueva que llueva
Marcelino está en la cueva
los pájaros se mueren
la indiada se subleva.
Los nada enigmáticos versos habían exasperado a Ramiro Luján hasta el
punto de que, en plena siesta, salió de su despacho, tomó un balde lleno de agua y
se lo lanzó en medio de una andanada de insultos. De todos modos, Grande no dejó
de reírse y cantar en toda la tarde. Se puso tan intolerable que a la hora del
crepúsculo Marcial Calloso tuvo que atrapar una araña pollito y lanzada dentro de
la celda. Entonces se silenció, ocupado como estuvo en matar al animal, pues cada
vez que intentaba pisotearla, la tarántula saltaba y contraatacaba.
Al caer la noche se durmió temprano, agotado como un niño, y Ramiro Luján
impartió las últimas instrucciones: ordenó que se patrullara la calle toda la
madrugada y reforzó las guardias en la escuela y en su casa. Los brigadas
empezaron a rondar de a pares, fuertemente armados, y frente a la intendencia
quedó apostado uno, con otros dos caminando de esquina a esquina.
Mucho después de que Luján se retiró y se apagaron todas las luces, a eso de
la una de la mañana dos sujetos lograron llegar sin ser vistos hasta el mástil de la
plaza. Se acercaron sigilosamente, amparados en las sombras y esquivando el
patrullaje de los brigadas. Cuando los guardias pasaron algunos metros más allá,
uno de los hombres, con una bolsa colgada del hombro, cruzó la calle resueltamente
y con la mano en el revólver que llevaba en la cintura.
—¿Quién es? —preguntó un brigada.
—Trranquilo, chamigo —dijo el hombre—. Yo nomá.
Y levantó el revólver y le descerrajó un tiro en el pecho.
El guardia se desplomó y en la esquina se escuchó un grito de alerta,
mientras otros brigadas corrían hacia la plaza.
Los detuvo una ráfaga de ametralladora proveniente del mástil.
Uno cayó retorciéndose y el otro alcanzó a tirarse en la zanja que separaba la
vereda de la calle. Se entabló un violento tiroteo a la vez que se difundía la alarma.
Para cuando se encendieron las primeras luces y arribaban brigadas y vecinos, ya la
intendencia ardía ruidosamente y los dos hombres se perdían en las sombras.
Al escuchar los primeros balazos, Ricardo Lema se levantó e instintivamente
corrió a tomar su escopeta del mostrador.
—¡Empezaron! —gritó— ¡Hijos de puta!
Sobresaltado y bamboleante, abrió la puerta y miró hacia la plaza.
Por sobre la arboleda vio las llamaradas que se alzaban y a algunos vecinos
en calzoncillos, que salían gritando de sus casas mientras se escuchaban balazos
aislados. Dudó si lo que veía era cierto o fantasía de su borrachera. Pero cuando vio
que Ramiro Luján corría por la calle ajustándose las botas de caña alta y gritando
"¡Me la van a pagar! ¡Me las van a pagar!" Ricardo Lema alzó la escopeta, le apuntó
y disparó. Luján siguió corriendo.
En ese momento, Lema decidió que debía matarlo sí o sí. Salió a la calle y
corrió en dirección a la plaza con la escopeta en la mano, pero apenas anduvo unos
pocos metros tropezó y cayó de cara al barro. Primero sintió que se ahogaba.
Después vomitó y levantó la cabeza y se atragantó con una bocanada de aire.
—¡Viejo de mierda podrido! —se lamentó e intentó reincorporarse, pero no
pudo. —Ojalá me muera ahora mismo...
Y se largó a llorar, desconsolado, y se dejó caer sobre el lodo.
Marcelino Grande fue rescatado de su celda con quemaduras de poca
consideración. Dormido profundamente, no había atinado a pedir auxilio y, en el
fragor del desconcierto, nadie se acordó de él hasta que Doña Mary empezó a gritar
que una cosa era tener marido loco y otra quedar viuda. Cuando la rescataron,
Grande se resistió a que lo maniataran e intentó robarle un rifle a un brigada. Fue
disuadido por una violenta trompada de Ramiro Luján. Después, debieron atarlo
antes de encerrarlo en el baño de una casa vecina, con dos guardias en la puerta. Al
mediodía siguiente reacondicionarían la celda para volverlo a ella.
El Padre Gabriel, espantado por los tiros, se persignó infinidad de veces y
salió de la casa parroquial en calzoncillos y poniéndose la sotana del lado del revés.
—¡Dios los va a castigar a todos, tirios y troyanos, hijos de puta!
Cuando llegó junto a Luján, se quejó airadamente de que ya no se podía
dormir en paz.
—¿Qué pasa en este pueblo, eh?
—No joda, padre —dijo Luján, sin hacerle caso.
—¡Hay que reprimir urgente y severamente! ¿Cómo permiten el incendio,
eh?
—¡No joda o lo hago fusilar, carajo!
—¡Haga lo que quiera, pero acá la única solución es matarlos a todos!
—Sí —dijo Luján—, ya lo sé.
El cura, de pronto, se sintió invadido por un problema de conciencia. Carajo
estoy viejo, pensó, y se retiró en silencio, aturdido y con una acre sensación de culpa.
Musitando un padrenuestro cruzó la plaza y vio las tres sombras que corrían en
dirección al Bar El Jardín, lo rociaban con un líquido inflamable y huían luego de
prenderle fuego.
—Dios mío —fue todo lo que pudo decir, y, entre desconcertado y
desesperado, caminó sin rumbo. "Si me queman la iglesia los mato, repetía, los
mato. Cualquier cosa menos la iglesia." Así anduvo algunos metros hasta que vio,
iluminado por las llamas que venían del Bar El Jardín, un cuerpo tendido en el
barro. Se acercó y lo dio vuelta con la punta de sus zapatos.
—¡Lema!
Apelando a todas sus fuerzas, lo arrastró hasta la farmacia y lo depositó en el
umbral. Allí lo observó y lo olió. Apestaba a vino tinto.
—¡Lema! —lo cacheteó—. ¡Ricardo, carajo, conteste!
El farmacéutico abrió un ojo —el otro estaba cubierto de barro— Y miró al
cura.
—Estoy harto —dijo—. Me quiero ir a la mierda.
—¿Y dónde coños se cree que está? —le replicó el cura.
Antes de que despuntara el sol se había logrado dominar el incendio en la
intendencia. El Bar El Jardín, en cambio, se consumió totalmente al cabo de un par
de horas.
El cielo se despejó al amanecer, justo en el momento en que las brigadas del
Obraje El Quebrachal se metían en el monte por picadas viejas y abriendo otras a
machetazos, comandadas por Ramiro Luján y seguidas por un pequeño grupo de
espontáneos armados. Iban en busca de los huelguistas, dispuestos a impedir el
paro a cualquier costo.
En el pueblo quedaron las mujeres y los niños, custodiados por una decena
de brigadas de los Establecimientos Algodoneros Sociedad Anónima, al mando de
Jesús María Pérez, quien para entonces no abandonaba su Rémington recortado por
nada del mundo.
Siete
Durante toda la noche cada uno revisó sus armas, contó sus municiones y
aflió su machete. Las mujeres aprendieron a diferenciar los proyectiles, arroparon a
sus hijos, cebaron mate sin cesar y finalmente descansaron junto a sus hombres.
Apenas antes del amanecer, la columna se puso en marcha.
Al frente iban Rojo y Cabello. Quirurgo Gauna, un centenar de metros más
adelante, registraba la picada por donde debía pasar toda esa gente, a fin de
desmalezar y dar la alarma en caso de que se les hubiese preparado una emboscada.
Capinté, con un nutrido grupo de aborígenes y hacheros, marchaba a la retaguardia.
Todos caminaban silenciosa, velozmente.
Toño y el viejo Quiroga iban detrás de Rojo, en silencio, cansados, sin haber
dormido en toda la noche. Después de salir de la casa de Pérez, anduvieron por el
monte y se sentaron a fumar en un sitio que el viejo consideró seguro, donde sin
hacer fuego esperaron la hora de juntarse con los demás, una vigilia que despejó a
Toño y que hubiese resultado perfecta si la inminencia de ese amanecer cargado de
muerte no hubiera contenido tantos presagios.
—¿Cómo está la gente? —preguntó Toño a los que iban delante.
—Con ganas —respondió Cabello—. No le paramo má'anque queramo, así
que...
—Así que qué.
—Nadie va'recular. Acá todo saémo pa'qué'stamo y le'amo a meter pata
pa'delante nomá —se detuvo un momento, tosió y anadió—: Le quiero decir que si
en medio' el rio me da un calambre, no via gritar que me ahogo; me viá'ugar
pensando que falta poco pa'llegá'la orilla, ¿m'entiende?
Anduvieron unas dos horas, y cuando ya clareaba llegaron al obraje. Había
sólo un par de guardias que huyeron al vedos, de modo que tomaron posiciones
rápidamente. La administración era una vieja casa de ladrillos pintados a la cal, con
techo de cinc a cuatro aguas y altas galerías laterales. La playa ocupaba poco más de
dos hectáreas de campo limpio. Los rollizos allí depositados fueron colocados uno a
continuación de otro, de manera tal que se formó un círculo de casi doscientos
metros de diámetro, media cuadra más allá del cual era monte cerrado. En pocas
horas de trabajo, se hicieron zanjas, pozos y trampas, y se aprovecharon las
alzaprimas y los cachapés para fortificar aún más las posiciones.
Algunos aborígenes, provistos de revólveres y escopetas, se subieron a los
árboles. El resto se ubicó a todo lo largo de las defensas. Las mujeres cebaban mate
y ayudaban, y las más jovencitas se hicieron cargo de los niños, arrejuntados en una
especie de corral de troncos.
—Ahora hay que esperar que ataquen —dijo Rojo, luego de recorrer las
instalaciones—. No van a conceder nada del petitorio.
—¿Y si no atacan? —preguntó Toña.
—Van'hacerlo —respondió Cabello—. Necesitan que'l obraje y el algodonal
trraajen. Ademá, Luján está agrandáo y va'matonear. Pero acá n'el monte no nos
ganan...
A media mañana comenzaron a llegar algunos hacheros que originalmente
se habían opuesto a la huelga. Jimeno Corral, que vivía a media legua del pueblo,
contó que poco antes del alba tres brigadas habían asaltado su rancho mientras él
escapaba. También se recibieron noticias de que Ramiro Luján en persona
encabezaba la marcha hacia el obraje. Andaban despacio, requisando y saqueando
cuanto rancho encontraban a su paso.
Rojo calculó que estarían cerca del obraje alrededor del mediodía. Se reunió
con Capinté, Gauna, Cabello y Quiroga en la gerencia, y ultimaron los detalles de la
defensa.
Toña también participó, y cuando todos salieron al patio se quedó sentado
ante el escritorio. Apoyó los codos sobre la mesa y se mesó los cabellos. Se sentía
lúcido, nuevamente había claridad en su cerebro. El prolongado andar de esa noche
que terminaba lo había despejado. Reconoció entonces que tenía mucho miedo por
lo que pudiera pasar; quizás era, en parte, responsable de lo acontecido y de todo lo
por venir. Eso lo sacudía interiormente, pero sabía que sólo le quedaba acompañar
los hechos. No tenía otro camino y lo iba a andar.
Recordó, entonces, que le hizo bien llorar al despedirse de Rosario. Un
desahogo que Sandalio Quiroga entendió, respetó y alentó, hasta queToño le dijo
"qué nos pasó, viejo", y el anciano, palmeándole la rodilla y separando su espalda
del árbol, le reconvino "qué te pasó a vos m'ijo", y él se detuvo a considerar el tuteo,
el cambio de tratamiento que parecía un eco que repiqueteaba en el follaje.
Se lo dijo, y el viejo respondió que no sabía por qué lo tuteaba ahora, aunque
pensó que quizás debía decirle "porque vó has crecido" pero no lo dijo y entonces
volvieron al silencio.
Toña recordaba que después del llanto de Rosario, y el suyo propio, estuvo
mirando el cielo, todavía nuboso, y la oscuridad total, atemorizante, de la selva
cuando ha llovido. Descubrió y se detuvo a mirar un quebracho colorado, que le
pareció el más alto del monte, verdadero emperador de ese mundo vegetal. No
recordaba haber visto un árbol semejante, pero sintió que también eso era
indicativo de que algo había cambiado en él, en su persona más que en ese paisaje
que, a la vez, ya le resultaba familiar.
Sintió una extraña, inexplicable emoción. ¿Qué hacía él ahí, a horas de una
casi segura muerte, junto a ese viejo que le hablaba en un tono paternal que él no
rechazaba? ¿Quién era, realmente, ese viejo que lo había acompañado esos casi dos
años, y le había enseñado y hecho sentir la dimensión de la vida en la selva? ¿Qué
extraña virtud tenía ese momento del alba, cuando se oían los primeros pájaros
matutinos, para mutar una historia? ¿Qué significaba esa súbita lucidez luego del
llanto de esa noche, después de dejar a Rosario y vagar por el monte, aún ebrio?
¿Qué quería decir el viejo Sandalio con ese "qué te pasó a vos m'ijo"? ¿Acaso había
redención tras la desdicha? ¿Acaso la parálisis era un camino con final cierto?
¿Acaso las pesadillas no necesariamente debían concluir cuando él concluyera esa
existencia desafortunada, dolorosa, forjada en la incomprensión y apuntalada
últimamente por el alcohol?
No, se dijo sin quitar la vista del techo de la gerencia, las respuestas no están
en la noche ni están aquí. Las respuestas nunca están al alcance del entendimiento,
y menos en instantes dramáticos, presagiosamente letales, cuando todo Colonia
Perdida iba a estallar inexorablemente. Quizás no había respuestas; nunca las
habría. Lo único eterno, inacabable, son las dudas, se dijo, y el sendero del hombre,
pareciera, es bifurcarse entre buscar respuestas en la muerte o vivir dudando.
Se dio cuenta de que empezaba a recuperar una parte de sí mismo que,
paradójicamente, nunca más reconocería. Lo supo de una vez, y rápido: era un
enfermo, un suicida zigzagueante, y no era con desesperación, ni con repulsión ni
odio, ni con la horripilancia de sus pesadillas, como se curaría, si curarse era esa
vana forma de confirmar las profecías ajenas.
Comprendió que la vida se componía del montaje de las paradojas y que a él
le había correspondido una muy peculiar: la de acercarse al entendimiento, a la
salida del laberinto,justo en el momento en que la muerte era más palpable, más
precisa y obvia. Cualquier bala de las próximas horas le podía estar destinada.
Y también descubrió que esa noche no sintió miedo por primera vez en
mucho tiempo. No deseó huir ni esconderse, no ansió un trago de vino, no admitió
erotismo alguno en la idea de la muerte. Alzó la cabeza y miró a lo alto del
quebracho colorado con una ansiedad renovada, y sintió la urgencia de decirlo:
—¿Sabe qué me hubiese gustado preguntarle a mis padres, viejo?
Sandalia Quiroga nada más lo miró, casi sin expresión. Pero enseguida él vio,
en la oscuridad, que tenía los ojos humedecidos, una mueca indefinible en la boca y
su mirada se tornaba cálida, tierna, alentadora. No habló.
—¿Por qué nací? —dijo él— ¿Y para qué?
Y continuaron en silencio, como si el anciano transmitiese sus reflexiones sin
palabras, y él entendiese que una vez más no había respuestas, porque quizás todas
las respuestas estaban dentro de él y diciéndole que no se inventa la vida de los
hijos, que no se planifica la vida de nadie.
Después él también se había tendido al pie del árbol, haciendo cruz con el
cuerpo acostado del viejo Sandalia. Allí empezó a sentir que iniciaba un camino
desconocido. Siguió mirando ese árbol altísimo y regio, y comprendió, finalmente,
que la desdicha es también un recurso, y que la capacidad de dolor es un don, como
el verdadero sentido de la vida es dudar y buscar.
Escuchó ruido de voces en el patio y se acercó a la ventana. Tras el vidrio,
como en una película muda, Enrique Rojo gesticulaba frente a un grupo de
hacheros e indígenas. Se dedicó a mirar la escena: las operaciones de los hombres;
los troncos y las alzaprimas formando la defensa una cuadra más alla, y luego el
monte que se cerraba de golpe a la salida de la picada.
Traspasándolo todo, como si su mirada penetrara el espacio y el tiempo en
ese momento, imaginó un instante de amor, treinta y tres años atrás; imaginó un
espacio, un deseo, una rutina pertinaz y un éxtasis, un dolor. Sintió que algo
empezaba a morir en ese instante. Era más una intuición que una certeza, más un
sonido que una música. Desconoció pormenores, pero lo supo: paradójicamente,
como en un espejo, el alto y duro quebracho le devolvía su pequeña dimensión, su
fragilidad: en pocas horas más, quizá minutos, podía estar muerto. Pero también
supo que antes de eso, en un instante fugaz, luminoso, alcanzaría a ver su propia
historia en la que se integrarían su padre y su madre, verosímiles, exactos, y se
juntarían el horror y el amor, la realidad y los sueños, y la muerte y la vida, porque
en ese exacto momento, irrepetible y único, se dijo, llorando, él habría llegado a
comprender su propia condición de hombre.
—¡Doña Mary! —llamó Jesús María Pérez.
Estaba en el incendiado despacho de la intendencia, con dos de sus hombres.
Se había cruzado una canana sobre el pecho y tenía a su alcance una carabina
Winchester calibre 44. Los ojos le brillaban. Para él, una larga pesadilla estaba a
punto de finalizar.
—Sí, Pére —respondió la mujer al entrar al despacho.
—Por favor, pregúntele a su marido si quiere conversar conmigo un minuto.
Podría hacer algo por nosotros.
—Güeno, pero... Y qué es.
—Usté vaya y pregúntele —sonrió Pérez—. Son cosas de hombres...
Doña Mary salió. Pérez hizo señas a uno de los guardias para que la siguiera
discretamente. Al otro le dijo:
—Y vos, prepará el mejor caballo y provisiones pa'un largo viaje.
El brigada salió a cumplir la orden. Doña Mary entró segundos después.
—Dice'l Marcelino que va' hablar si lo sueltan. Que si no no es posible. Y que
qué se cree usté...
—¿Pero va' hablar?
—Sí.
Pérez se levantó, fue hasta la puerta y gritó al guardia:
—¡Soltálo al Señor Grande!
En seguida, Marcelino Grande irrumpió en el despacho. Ridículamente
vestido con su viejo traje hecho harapos, por el abierto cuello de la camisa salía una
mata de pelos rubios encanecidos.
—¡Pero carajo, era hora de que entendieran que sólo yo puedo salvar a este
pueblo de la ruina!
—Vea, Marcelino... —dijo Pérez.
—¡Qué vea ni vea! ¡Salga de ese escritorio y dígame cómo están las cosa! Y
rápido, que ya han perdido mucho tiempo. Mire que infamarme con qu'estaba loco.
Háh, loco yo...
—¡Bueno, pero cállese y escuche que los minutos valen oro! —se alteró
Pérez—. Hay una misión importantísima que sólo usté puede cumplir... Por eso
reconsideramos nuestra medida y le vamos a devolver la intendencia con todos los
honores y el respeto eterno del pueblo.
—¿A ver cómo es eso, ché? —se interesó Grande.
—Se alzó la indiada con los hacheros. Están armados y se fortificaron en el
obraje. Luján fue hacia allá con las brigadas y un grupo de vecinos, también
armados. El pueblo está a salvo por ahora, pero necesitamos alguien de absoluta
confianza, un hombre intachable, un prócer digamos, pa'una misión fundamental.
—Ése soy yo. ¿Cuál es la misión?
—Hay que d'ir a Resistencia'avisar al gobierno. Para ellos uste's todavía el
intendente. Deberá contar todo lo que ocurrió en estos dos últimos años y conseguir
su ratificación oficial. Y por lo que pudiera pasar, pedir refuerzos para imponer el
orden de una vez por todas. Es urgente: debe salir ya mismo.
—Ajá. Pero un intendente no abandona a su pueblo en los momentos
dificiles. Yo...
—Un momento, Marcelino. Un buen intendente hace acciones heroicas por
su pueblo. Más todavía si es el único que puede hacerlas. Comprenda: si yo voy a
Resistencia, ¿quién me da bola? Pero a usté sí. Ya su vuelta se hará cargo
nuevamente de la intendencia...
Marcelino Grande lo miró fijamente.
—Además —agregó Pérez, guiñándole un ojo—, usté podrá exagerar un
poquito las cosas pa'qu'el gobierno comprenda la urgencia de la situación. Tiene
elementos de sobra pa'pedir que se aplaste a los insurrectos. La campaña de su
locura, sabrá, la organizó Oroño... Hasta dijo que'l Padre Gabriel es de malas
costumbres y que andaba revolcándose con Lema. Y por si no lo sabe, y si no lo
paramos, Rojo va a ser el intendente de Colonia Perdida... Y además recordará usté
el asunto con Rosario... ¿Pudo ser su mujer, no? Ya sabe cómo son estos tipos... Ésta
es tarea pa'un patriota, usté puede, Marcelino.
Se miraron sostenidamente durante unos segundos, hasta que Grande movió
afirmativamente la cabeza y gritó:
—¡Ánde'stá el mejor caballo de'ste pueblo!
Al mediodía Telésforo Sarmiento, que era un hachero qom, entró corriendo
al obraje. Flaquito, crenchudo y descalzo, llevaba una escopeta en la mano. Saltó los
rollizos como los saltaría un gato y se dirigió resueltamente a Rojo y Cabello.
—¡Áhi viene lo brigaa! —anunció, jadeando—. ¡Armáu que no sé, te juro!
¡Demá son, chamigo, capá 'e cualquié cosa!
Salieron atropelladamente al patio.
—¡Todo el mundo a sus puesto! —gritó Cabello.
Los hombres se apostaron tras los rollizos, vigilando el monte. El Tele señaló
hacia el Sur.
—Po eso lao —dijo—. Po la picáa.
Era el camino más directo desde el pueblo, el de la única huella permanente.
Sandalia Quiroga se refugió tras una pila de rollizos, junto a un grupo de
cosecheros. Quirurgo Gauna trepó por una de las columnas de la administración y
se apostó en el techo del edificio, con tres hombres. Capinté llamó a un par de
jóvenes aborígenes y les ordenó que repartiesen municiones y recorrieran la
fortificación para ver si alguien necesitaba algo. Después se dirigió al corral donde
Marciana de Rojo organizaba a mujeres y niños.
—Si hay parlamento, parlamentamo pero no rebajamo ni una condición
—dijo Cabello.
—Y si hay bala, le me temo bala —dijo Rojo.
—¡Al primero que aparezca me lo bajan! —gritó Cabello—. ¡Pero no
malgasten tiro!
Tomó al indio Telésforo de un brazo.
—Quedáte con nojotro.Vah'a llevar las órdene arrastrándote.
Se hizo un largo silencio. Jaime Cabello respiraba agitadamente. Parecía ser
el único ruido del mediodía.
Del monte surgió un caballo. Era un zaino orejudo y gordo. Una descarga lo
abatió inmediatamente. Toño sintió un estremecimiento. Rojo lo codeó.
—Háh —movió la cabeza hacia los costados—. Qué no.
Se mantuvieron en silencio. El monte parecía paralizado. No se oía el canto
de pájaro alguno, y el efecto era el de millones de cotorras enmudecidas de repente.
No había viento y era como si la tierra humedecida absorbiera la tensión.
Súbitamente,Télésforo se agachó y apoyó una oreja contra el suelo.
—Ahicito nomá'stán —dijo—. Son gente demá, y tienen miedo. De no, ya
hubieran tiráo.
Una bandada de cotorras partió de un lapachal, cincuenta metros monte
adentro.
—Hablan —dijo el Tele.
Inmediatamente se oyó la voz de Ramiro Luján, a lo lejos, pero fuerte y
nítida:
—¡Rojo! ¡Es mejor que se rindaaaaan... !
—¡Ni en pedo, Luján! —gritó Rojo.
Hubo un pequeño silencio.
—¡No van a ganar nadaaaaa! —insistió Luján—. ¡Si se rinden no habrá
represaliaaaaas...!
—¡Métase su perdón en el culo! —gritó Cabello— ¡Firme y garantice el
petitorio y se arregla tóo!
Se produjo otra pausa, más tensa que la anterior. Por fin, Luján gritó
roncamente:
—¡Se van'arrepentiiiir...! ¡Tienen diez minutos de plazo...!
Cabello extrajo su revólver de la cintura y apuntó hacia el monte.
—¡Ésta es nuestra respuesta, Luján! —gritó, y disparó tres veces. El tiroteo se
generalizó. Los estampidos agitaron la selva y el olor a pólvora inundó el ambiente,
mientras todos los pájaros del monte, sobresaltados, ahora sí echaban a volar.
Resistencia / Buenos Aires / México / Cuemavaca / Charlottesville / Resistencia,
1969 — 2013.
Brevísimo vocabulario
Acá Carayá: Cabeza de Mono, en guaraní.
Angá: Expresión de lástima.
Angaú: De mentira, en guaraní.
Añá membí (o membuí): En guaraní, hijo del diablo; hijo de mala madre.
Argelar: Voz del nordeste argentino por fastidiar, molestar.
Cachapé: Carro de cuatro ruedas en el que se transportan los rollizos. Es
distinto del alzaprima, que tiene dos ruedas muy grandes alrededor de un eje, del
que pende el rollizo.
Cagüén: Malo, en toba.
Carayá: Mono aullador.
Colí: Corto. Rémington colí es un revólver de caño recortado.
Cheraí: Mi hijo, en guaraní.
Franciscoalvarez: Árbol típico del Chaco argentino, Paraguay y Brasil.
También conocido como ivitinga, caobetí o sota caballo, alcanza los 30 metros de
altura y es de copa muy frondosa.
Cuaripola: Aguardiente rústico producto de la fermentación de caña de
azúcar.
Cuasquear: Azotar con la guasca (látigo).
Mitaí: Niño, muchachito, en guaraní.
Nicó: Expresión fonética cuya función es dar énfasis a una afirmación.
Pa: Expresión fonética de énfasis que acentúa la interrogación.
Poguasú: Grande, en guaraní. Rollizo poguasú es el tronco desramado.
Sagua—á: Salvaje, en guaraní.
Teyú—ruguay: Látigo de cueros trenzados.
Yuchán: Palo borracho, árbol típico del Chaco seco, que puede alcanzar
enormes proporciones.