Date post: | 13-Nov-2015 |
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Jaime de Carlos Gmez-Rodulfo
INSTITUCIONES DE LA MONARQUA ESPAOLA
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Introduccin
Captulo preliminar. La persona humana. Sus derechos y sus deberes
1. El derecho a la propiedad
2. El derecho a trabajar
3. La libertad de opinin
4. El derecho de asociacin
5. El derecho a votar
6. La libertad de conciencia y culto
Captulo I - La familia
1. El derecho a la integridad del hogar
2. El derecho a la enseanza
Captulo II - Los municipios
Captulo III - Las corporaciones
Captulo IV - Las Regiones
1. Fundamentacin y explicacin del regionalismo
2. Principios y formas del regionalismo
Captulo V - Las Cortes representativas
1. El problema de la representacin
2. Organizacin y atribuciones de las Cortes
Captulo VI - Teora general sobre el poder poltico
Captulo VII - La funcin judicial
1. Importancia y fundamentos de la funcin judicial
2. Organizacin y caractersticas de la funcin judicial
Captulo VIII - El gobierno o la funcin ejecutiva
Captulo IX - Los consejos
1. Consideraciones generales sobre los consejos
2. Principales clases de consejos
Captulo X - La Corona
1. Dos formas de monarqua que no nos sirven
2. Caractersticas de la Monarqua Tradicional
Captulo XI - Las relaciones entre la Iglesia y el Estado
Captulo XII - Sobre el titular de la Corona
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Introduccin
Al comenzar a escribir un libro sobre la Monarqua, nos engaaramos si no reconociramos, de antemano, que en
Espaa hay amplios y estimables sectores de opinin que no son monrquicos. La poltica es una ciencia no slo de
principios, sino tambin de realidades -de aqu lo que tiene de arte-, y por eso, en un libro sobre temas polticos no
pueden soslayarse stas. Tenemos, pues, que fundamentar nuestra exposicin en los hechos concretos del momento
histrico en que vivimos. Y lo primero que estos hechos nos indican es algo aparentemente contradictorio: que el
rgimen connatural de Espaa es el monrquico, realidad por una parte acertadamente recogida en la legislacin actual
con vistas al prximo futuro de nuestra patria, y, por otra, que hay en ella mucha gente que no conocen ni sienten la
monarqua. Ms todava, que incluso se opone a ella. La cuestin es seria, pero no irremediablemente grave. Siempre,
en toda comunidad, son lgicas y naturales las discrepancias y aun las oposiciones. Es ley humana e incluso seal de
vitalidad. Y a nosotros no puede extraarnos, despus de los muchos avatares polticos por que ha pasado nuestra Patria
en los dos ltimos siglos, que se haya roto la unanimidad de criterio entre los espaoles sobre el problema terico de las
formas de gobierno y sobre la cuestin prctica de su mejor adecuacin a nuestras necesidades.
Pero no slo esto. A nosotros tampoco puede extraarnos que, adems de romperse esa unanimidad de criterio,
se haya producido tambin, en la opinin general, una cierta y clara indiferencia hacia uno u otro sistema o forma de
gobierno. Y hemos de decir, adems, que comprendemos esta indiferencia y aquella rotura en la unanimidad de criterio
en lo poltico. Son la consecuencia de haber sufrido los espaoles, desde la guerra de la Independencia, hasta la segunda
Repblica, siglo y cuarto de desgobierno. Siglo y cuarto de desbarajuste y de caos poltico, de oscilaciones entre el
despotismo y el libertinaje, de partidismo disgregador, de trgalas y de revanchas, es decir, de falta de orden, de
equilibrio y de justicia en la direccin de la cosa pblica. Cuando tantas panaceas salvadoras se le han ofrecido al
pueblo espaol en el transcurso de estos aos, y todas ellas han fracasado ruidosamente y se han revelado muchas veces
como engaos miserables, no tiene nada de extrao que los espaoles hayan perdido su fe en los remedios de la poltica
y de los polticos. Y que la indiferencia poltica se haya hecho tnica general en un amplio sector de la opinin nacional.
Y que, en aquellos otros sectores que an piensan en la cosa pblica, y se preocupan por ella, no haya la debida unidad
de criterio, ni se compartan las mismas ilusiones y esperanzas, en cuanto a las posibles soluciones del problema poltico.
Si, como hemos dicho antes, la discrepancia y la oposicin, en lo poltico, son cosas humanamente naturales,
se comprende perfectamente que esta tendencia se haya agudizado en nuestra Patria a la vista de los acontecimientos
que en ella han tenido lugar como consecuencia de la revolucin liberal.
Y si tenemos en cuenta que este desastre poltico a que haba llegado Espaa en 1936, oficialmente lo ha
presidido, y realmente lo ha producido la Monarqua, hasta que sus propios errores la desbordaron y derribaron el 14 de
Abril de 1931, se comprende fcilmente que mucha gente mire con recelo los intentos de restaurarla, que bastantes
espaoles no se sientan monrquicos y que otros, incluso, se manifiesten totalmente contrarios a ella.
He aqu, pues, una realidad que no podemos negar ni desconocer en el da de hoy: buena parte de los espaoles no es
monrquica. De entre ellos unos son francamente antimonrquicos, otros, los ms, totalmente indiferentes a la
Monarqua. No la combaten, pero no la sienten y no tienen fe ni ilusin en ella.
La cuestin, como hemos dicho anteriormente, es seria, pero no irremediablemente grave. Porque la fe que
justificadamente han perdido en la Monarqua, segn ellos la han vivido o conocido por testimonios recientes, o por las
consecuencias sufridas personalmente de sus errores o extravos, puede volver a recuperarse. Como tambin puede
volver a recuperarse la necesaria unidad de criterio en lo poltico, en cuanto lo poltico acierte a presentar, a la opinin
pblica, unas formas y unos principios aceptables que le ofrezcan una garanta de seguridad y estabilidad, de justicia y
de buen gobierno, es decir, de lo que el annimo hombre de la calle necesita para vivir bien y en paz, que es, en
definitiva, lo que l quiere y lo nico que, de verdad y en serio, le preocupa e interesa.
El momento poltico en que estamos hoy es verdaderamente interesante. Se trata de consolidar y dar
continuidad al esfuerzo realizado en la Cruzada Nacional para rescatar a Espaa de la catica situacin a que la haba
llevado la revolucin liberal. De reencauzar a nuestra Patria en sus tradiciones y de asegurar con carcter permanente y
decisivo, un sistema de gobierno que haga posible, en el futuro, la tranquila convivencia de todos los espaoles dentro
de unas formas polticas, ponderadas y justas, que garanticen la consecucin del bien comn, aspiracin final y legtima
de toda comunidad poltica.
Y aunque de momento no lo vean as todos, puede afirmarse que ello no se conseguir mas que buscando la necesaria
estabilidad y continuidad polticas en la restauracin de la Monarqua. Y por eso se ha constituido oficialmente el
Estado espaol en Reino y oficialmente se va, para el futuro, a la restauracin monrquica.
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Y esto porque la Monarqua es el rgimen connatural al ser de Espaa. Porque no es cierto que las formas de gobierno
sean accidentales en relacin con cada pas, sino que, por el contrario, cada pas requiere, esencial y necesariamente,
aquellas formas de gobierno que, por haber brotado histricamente de su propio ser, se han identificado con l.
No se trata ahora, en este punto, de hacer un elogio de la Monarqua como forma de gobierno, ni una crtica y
condena del sistema republicano. Se trata nicamente de afirmar un hecho: a saber, que en general, y prescindiendo de
los distintos tipos de Monarqua y Repblicas que puedan darse, no hay, en lo que respecta a la futura configuracin
poltica de Espaa, otra opcin que la de elegir entre las dos nicas formas de gobierno posibles y conocidas: la
Repblica o la Monarqua.
Y en esta opcin, prescindiendo tambin ahora de anlisis puramente tericos y doctrinales -que por otra parte nos
llevaran a la misma conclusin-, la eleccin nos viene hecha histricamente. La Repblica es extraa al ser y a la
historia de Espaa. La Repblica, en nuestra Patria, ha sido un fracaso y una catstrofe. No tenemos otra salida que la
Monarqua.
Quede esto as por el momento. No se nos oculta que a algn lector podr parecerle una afirmacin totalmente
gratuita y discutible, pero la contestacin a su objecin es, precisamente, el objeto de este libro. Confiamos en
demostrar esta tesis en las pginas sucesivas y esperamos que, al terminar su lectura, haya comprendido nuestro posible
objetante, las razones que nos han movido a hacer una afirmacin tan terminante y rotunda en principio.
Ahora bien, si en Espaa ha de restaurarse, o instaurarse nuevamente la Monarqua y si estamos en esta tarea
es evidente que interesa sumar a ella el mximo posible de adhesiones, porque la Monarqua popular, de todos y para
todos, un rgimen entraable, no impuesto por la fuerza, sino querido y deseado con ilusin y esperanza, o al menos
aceptado con un decoroso margen de confianza en sus posibilidades y en su porvenir, que sern las posibilidades y el
porvenir de todos nosotros.
Y llegados a este punto, nos dirigimos especialmente a aquellos que no son monrquicos. A los que no sienten la
Monarqua, a los que miran su anunciada restauracin sin fe ni ilusin o, lo que es peor, con temor, con recelo o con
antipata.
Y nos dirigimos a ellos porque, como hemos dicho, si es cierto que encontramos en principio justificados su falta de fe,
y aun sus recelos y temores ante la restauracin de la Monarqua, creemos tambin posible disipar en ellos esos recelos
y temores y hacerles sentir, si no un entusiasmo ferviente en todos los casos, s una cierta y confiada expectacin ante la
citada restauracin monrquica.
La cuestin estriba en que sepan todos que la Monarqua cuya restauracin propugnamos no es, ni puede ser,
ni confiamos en Dios que ser nunca, la Monarqua que sucumbi el 14 de Abril de 1931. Es decir, la caricatura de la
Monarqua que se ali con la revolucin liberal y fue la causante de todos los males polticos y sociales que nuestra
Patria ha sufrido en la ltima centuria. La Monarqua constitucional del desgobierno y de la traicin a las esencias
tradicionales de la Patria. La Monarqua que ellos han conocido, o cuyas consecuencias han sufrido y que, como es
natural, no ven ni pueden ver, como no la vemos tampoco los verdaderos monrquicos, ni con simpata, ni con ilusin,
ni con fe.
La Monarqua que propugnamos no es la liberal o parlamentaria, la Monarqua constitucional en que, a influjos
de la revolucin, degener la verdadera Monarqua espaola, sino la Monarqua catlica y templada, la Monarqua
tradicional que surgi al hilo de nuestra historia y que hizo y presidi nuestra grandeza.
Esta Monarqua tradicional puede decirse que es, ante la historia contempornea de Espaa y ante la actual opinin
nacional, una Monarqua indita, conservada inclume y pura, para el futuro de nuestra Patria, por el esfuerzo generoso
y sorprendente del Carlismo. Una Monarqua que se presenta libre y limpia de los errores y extravos que se han
cometido en el gobierno de Espaa durante la usurpacin liberal, porque todo lo que en esta poca se ha hecho en
nuestra Patria, se ha hecho de espaldas y en contra de ella. Y frente a su constante oposicin. Oposicin que ha
permitido, por fin, vencer los excesos de la revolucin y situarnos en la actual coyuntura de reorganizacin y de
replanteamiento poltico y definitivo de las instituciones tradicionales adecuadamente remozadas y actualizadas.
Propugnamos con ella un rgimen catlico, paternal y estrictamente jurdico, en el cual la autoridad y la
libertad -la libertad concreta de las personas y de las sociedades infrasoberanas- se coordinen y armonicen, junto con el
ms amplio respeto a todos los derechos y el exacto cumplimiento de todos los deberes, de forma permanente y estable,
ya que la permanencia y la estabilidad, adems de la continuidad, son condiciones necesarias a toda labor de buen
gobierno.
Un rgimen de esta clase no puede basarse ni en una concepcin arbitraria del poder, ni en un conglomerado amorfo
de individuos en continua presin sobre l. De aqu que la Monarqua Tradicional no consista slo en el Rey -la corona,
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con toda la importancia que esta institucin tiene en ella- ni en el conjunto de individuos, circunstancialmente unidos en
agrupaciones partidistas, que peridicamente imponen su voluntad mayoritaria.
La Monarqua Tradicional est constituida por una serie de instituciones, todas y cada unas de las cuales son
piezas imprescindibles y necesarias en la construccin poltica a la cual pertenecen. La Monarqua no es el Rey, la
Monarqua no es el pueblo. La Monarqua est constituida por el pueblo y por el Rey, pero por el pueblo organizado,
inserto en una serie de entidades y de organizaciones que le amparan, protegen y ayudan a conseguir sus fines
personales y sociales -familias, municipios, corporaciones y regiones- y por el Rey que rige y que gobierna, si, pero de
acuerdo con la ley, limitado en sus funciones por los derechos de las sociedades infrasoberanas, auxiliado por sus
secretarios y ministros, necesariamente asesorado por los Consejos y con la presencia activa de su pueblo organizado
debidamente representado en las Cortes.
De aqu que, al ponernos a escribir sobre la Monarqua espaola -como ver quien siga leyendo-, antes de
hablar del Rey tenemos que hablar de otras muchas cosas, porque la sociedad, lo social es anterior al Estado, a lo
poltico, y por eso pudo decir Carlos VII que los Reyes son para los pueblos, no los pueblos para los Reyes. El Rey -la
Corona- es la piedra clave que remata el edificio monrquico, pero en ste, tan importantes como el remate son los
cimientos, los muros maestros y toda la obra de fbrica -diversas instituciones de todos los tipos- que constituyen la
gran construccin de los siglos y del Derecho pblico cristiano que es la Monarqua Tradicional espaola.
Vamos a estudiarla ahora, estudiando y analizando las diversas instituciones que la integran. El lector que nos siga
podr ver cmo en ella se recogen y amparan todas las aspiraciones y necesidades personales y sociales, cmo se
protegen las legtimas libertades y derechos de los individuos y de las sociedades infrasoberanas, cmo se previenen y
evitan los abusos y excesos, tanto del poder como de la demagogia y del libertinaje, y cmo, en fin, ella hace posible un
sistema de gobierno actual, paternal y justo, que garantice el orden y la continuidad poltica y armonice en forma
estable y permanente todos los legtimos intereses en la consecucin del supremo inters poltico que es el bien comn.
Que esto, en resumidas cuentas, es lo que interesa al annimo hombre de la calle, al mismo que,
escarmentado y desconfiado, puede hoy sentirse escptico o indiferente ante la Monarqua o ante la Repblica. Vivir
libre y tranquilo: sentirse persona humana y considerado y respetado en sus derechos, as como amparado y ayudado en
sus necesidades. Ver cubiertas, amplia y decorosamente, las de su familia, y saberse integrado en una comunidad
ordenada, pacfica y prspera, que le haga mirar con tranquilidad el porvenir y le permita sentir el orgullo de ser
ciudadano de su Patria. Aspiraciones, todas ellas, que puede satisfacer la Monarqua Tradicional. De aqu nuestro
optimismo y la confianza con que la presentamos en las pginas que siguen ante la opinin nacional, en la seguridad de
que, aunque parte de ella no sea monrquica, la prestar en su inmensa mayora, cuando la conozca y se sienta protegido
por ella, ese mnimum de adhesin y apoyo que es necesario a toda obra poltica estable.
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Captulo preliminar. La persona humana. Sus derechos y sus deberes
Para que un rgimen poltico pueda ser justo tiene que asentarse en una exacta concepcin del hombre y de los
valores humanos. Porque, como veremos, la poltica no tiene justificacin sino en funcin de servicio al hombre y a sus
necesidades, es decir, en cuanto que, llegado a un cierto punto de su desenvolvimiento, el hombre la precisa para su
perfeccionamiento y el mejor cumplimiento de sus fines propios. Pero al hablar del hombre y de sus valores, aun
cuando lo hagamos sin particularizar, en general, tngase siempre muy en cuenta que no hablamos del hombre abstracto,
que no se da en la realidad y que, por lo tanto, es una pura entelequia que no nos interesa en absoluto, sino del hombre
concreto y real, es decir, del hombre que vive en un tiempo y un espacio determinados y tiene, como tal, una serie de
necesidades que debe satisfacer y una serie de problemas que precisa resolver, si es que quiere -y ya lo creo que quiere-
seguir viviendo.
Seguir viviendo. He aqu la cuestin fundamental. He aqu el principal problema del hombre: vivir. Pero vivir
de acuerdo con su naturaleza, es decir, bien y dignamente, para poder alcanzar sus fines propios y, entre ellos, el fin
supremo de glorificar a Dios, su Creador, y salvar su alma. Y cul es esta naturaleza del hombre de acuerdo con la cual
ha de vivir? La de un ser libre y racional, creado por Dios a su imagen y semejanza. Tenemos, pues, que la vida del
hombre importa una primera exigencia: la libertad. Es decir, el derecho a vivir, a desarrollar su vida, libremente. El
derecho a la vida, a que se respete su vida, es el primero y ms radical de todos los derechos que, al nacer tiene el ser
humano. De l derivan, naturalmente, todos los dems. Porque el ejercicio de este derecho requiere unas condiciones y
medios sin los cuales sera imposible el mantenimiento de la propia vida. Todas estas condiciones y medios forman un
conjunto de derechos, que, con el primero y ya citado derecho a la vida, constituyen el patrimonio nativo de todo
hombre, por el mero hecho de serlo. Por derivarse de la naturaleza humana, a la que van unidos inseparablemente, y por
ser, como la misma vida, de concesin divina, estos derechos son llamados naturales y la disciplina que los contiene,
estudia y expone, Derecho natural.
Vamos ahora a exponer los principales, siquiera sea someramente, pues es imprescindible tenerlos en cuenta
para cuanto hemos de decir despus, ya que sobre ellos, sobre su reconocimiento y salvaguardia, ha de asentarse -a
guisa de slidos y profundos cimientos- todo el posterior edificio poltico. Pues hasta tal punto son esenciales, que un
rgimen poltico que se estructure sin contar con ellos, bien sea desconocindolos, bien sea negndolos, ser siempre
antinatural -porque ir contra la naturaleza del individuo- e injusto -porque lesionar intereses y derechos anteriores y
superiores a los suyos propios-, con lo cual adolecer siempre -por tirnico que llegue a ser- de la suprema debilidad de
estar asentado sobre una base falsa y de ser contrario a la verdadera esencia de su objeto propio: el bien comn de la
colectividad humana.
1. El derecho a la propiedad
Hemos dicho que el derecho primordial y fundamental de la persona humana, como ser creado por Dios y
destinado a cumplir fines naturales y sobrenaturales, es el de ver respetada su vida y, consiguientemente, el de poder
conservarla y perfeccionarla. Si el hombre, en s mismo, tiene el deber de hacerlo as, en su relacin con los dems es
evidente que tendr el derecho de que ello se le reconozca y facilite y, en consecuencia, de poder contar con los medios
precisos y necesarios para esta conservacin y perfeccionamiento de la propia vida.
Pero estos medios que el hombre necesita para desenvolver su vida no pueden referirse slo al presente, sino tambin
al porvenir, ya que el hombre es un ser naturalmente previsor y provisor y puede y debe proveer no slo a sus
necesidades presentes, sino tambin a las futuras. Y para hacer frente a estas necesidades futuras -prdida o falta de
trabajo, enfermedades, poca de escasez, ancianidad o invalidez, etc.- tiene que tener el derecho y la posibilidad de
adquirir y retener lo conveniente y preciso para sobrellevar estas contingencias, normales o anormales, de la vida. Pero
al mismo tiempo, es natural que el hombre desee tomar estado, y la creacin de una familia con las obligaciones que
supone, implica una mayor necesidad de bienes y recursos econmicos y hace aumentar el instinto previsor del hombre,
para poder criar y educar adecuadamente en su da a sus hijos, para darles estado y para que stos y la mujer no queden
desamparados ante la eventualidad de su muerte. Todas estas razones, o sea, el que el hombre se provea de lo necesario
para todas las ocasiones, son razones a favor del derecho a la propiedad, ya que es sta la que, al constituir una reserva
de bienestar y seguridad materiales, contribuye a hacer ms tranquila, ms desahogada y digna, la vida del hombre.
Pero sta no puede quedar relegada solamente al disfrute de lo material. El ser humano tiene que cumplir
fines espirituales: tiene que perfeccionarse y elevarse en lo intelectual y moral. Para esto necesita ms de lo
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estrictamente necesario para subsistir en lo material. El cultivo de los fines espirituales requiere holgura, decoro e
independencia en lo material: slo as la vida del hombre ser propiamente humana, acorde con su naturaleza hecha a
imagen y semejanza de Dios. Pero para obtener esta holgura e independencia y poder espiritualizar la vida, es necesaria
la propiedad estable y privada.
Esta necesidad de la propiedad la confirman, junto con las anteriores razones, el reconocimiento constante y
universal de la propiedad en la historia, y la naturaleza ntima del hombre. En efecto, el instinto de la propiedad es
fundamental en el hombre y aparece en l desde los primeros aos de vida.
Ahora bien, los ttulos, todos ellos legtimos, para adquirir la propiedad privada y ejercer el derecho de la
persona humana hacia ella, pueden ser el ahorro, el trabajo intelectual y manual, la ocupacin de lo que no tiene dueo,
la compraventa, la donacin, la transmisin hereditaria, etc.
Pero si la propiedad privada es uno de los factores esenciales para el orden, la paz y la prosperidad individual
y familiar, si tenemos en cuenta que el ser humano al ser limitado e insuficiente por s mismo, es eminentemente
sociable, y busca en la asociacin con los dems hombres la ayuda y complemento que necesita para suplir sus
deficiencias, veremos que la propiedad se hace tambin necesaria a las entidades y asociaciones que el hombre crea
llevado de este instinto de sociabilidad. En efecto, sta, la propiedad social, el derecho a la propiedad de las entidades
sociales, derivado del individual que tienen las personas que en ellas se integran a la propiedad privada, es el mejor y
ms eficaz medio con que ellas cuentan para la consecucin de sus fines propios. Hay que tener en cuenta, por otra
parte, que siendo difcil que todos los individuos sean privadamente propietarios en la medida necesaria o conveniente,
es precisamente la propiedad social (de los municipios, de las corporaciones, de las asociaciones de todos los tipos y
clases) la que permite que en su seno sean propietarios todos los hombres que a ellas pertenecen, con lo cual aquellos
que aisladamente carecan de propiedades, o no tienen las suficientes, pueden compensar en parte su falta y beneficiarse
de las ventajas de la propiedad colectiva.
Establecida as la necesidad de la propiedad, tanto privada como social, es evidente que el Estado debe
reconocer el derecho que los individuos y las sociedades tienen a ella y, en consecuencia, protegerlo con sus leyes y
fomentarlo, persiguiendo el ideal de lograr que todos, a ser posible, lleguen a ser propietarios de los bienes ms precisos.
Por ello la propiedad privada debe ser defendida por el Estado contra todo ataque injusto, as como favorecida para que
participen de ella el mayor nmero posible de personas.
Y convencidos de que, en una situacin de ataque a la propiedad privada, los que ms sufren y desamparados quedan
suelen ser, precisamente, los ms humildes, por ser los que tienen menos defensas, creemos tambin que el Estado debe
tender, con una legislacin adecuada y protectora, a la creacin del patrimonio familiar inembargable, con lo cual se dar
proteccin y seguridad econmica a los que hoy carecen de todo.
Por las mismas razones estimamos que el Estado debe facilitar con su legislacin a las sociedades infrasoberanas la
constitucin de patrimonios propios, en los cuales y con los cuales, puedan ser propietarios y beneficiarse todos los que
en ellas, natural o libremente, se integren.
En consecuencia con lo dicho, creemos que el derecho a la propiedad no ha de tener, en un Estado cristiano y
justo, ms lmites que los que seale el bien comn, as como el lcito ejercicio de los restantes derechos de los
individuos y sociedades. El Estado no podr, pues, limitar arbitrariamente la propiedad privada, ni expropiarle a nadie,
individuo o sociedad, sin causa justa y grave -y mediante adecuada indemnizacin- los bienes legtimamente adquiridos.
Podr, eso s, cuando sea preciso, intervenir en el ejercicio de este derecho a la propiedad para regular su uso, y sobre
todo para evitar abusos, pero siempre por razn de bien comn, respetando los intereses legtimos de los individuos y
sociedades y dejando en todo momento a salvo la intangibilidad del principio inviolable que es el derecho, individual o
social, a la propiedad.
2. El derecho a trabajar
Hemos visto en el apartado anterior que uno de los medios que tiene el hombre para mantener, conservar y
perfeccionar su vida es la propiedad. Otro, fundamental como ste, es el trabajo, el cual al tiempo que es un ttulo
legtimo de acceso a la propiedad (mediante el ahorro y la transformacin que opera en los objetos), es tambin el
ejercicio del derecho a la propiedad, ya que la presupone (pues de lo contrario no podramos disponer de los objetos
para transformarlos), y su complemento, puesto que por el trabajo adquirimos lo que nos falta y necesitamos y gracias a
l, tambin, suplimos la carencia de propiedades o lo que stas no alcanzan a proporcionarnos.
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De acuerdo con esto tenemos que es obligatorio reconocer al hombre el derecho a ejercer, mediante el trabajo,
sus actividades en orden a la adquisicin de lo que le falta y le es necesario para vivir y, por lo tanto, debe facilitrsele
el ejercicio de su derecho a trabajar. Pero en sentido estricto, esto no quiere decir que tenga derecho a que se le
proporcione un trabajo determinado y concreto, lo cual, por otra parte, sera imposible y contrario a la misma dignidad e
independencia del individuo. El derecho a trabajar implica, en realidad, un derecho al trabajo abstracto y en general y
slo a su sujeto le corresponde determinar, a su gusto y en su caso, las condiciones del ejercicio concreto de este
derecho. La persona humana ha de tener, pues, absoluta libertad para la eleccin de su profesin y, correlativamente a
esta libertad, la de moverse libremente por todo el territorio nacional y la de poder fijar su residencia donde crea
conveniente y oportuno.
Al escribir sobre el trabajo conviene advertir que entendemos por l no slo el manual, sino tambin el
intelectual y que, en lo que se refiere al derecho a trabajar, no hacemos salvedad alguna sobre la forma o clase de
trabajo en que ste se ejercite. Todas son dignas y respetables y todas merecen consideracin y ayuda.
Diremos ahora que el trabajo, considerado en general, tiene dos caractersticas fundamentales: es personal,
porque lo lleva a cabo el hombre con sus fuerzas particulares, y es necesario, porque sin l no puede lograr,
normalmente, lo preciso para la vida. Pero como la vida del hombre no es puramente individual, sino tambin social, se
deduce de aqu que lo preciso para vivir no es lo que estrictamente baste a uno solo, sino lo suficiente para que el
hombre pueda desempear dignamente sus funciones sociales. Por esto es injusta la retribucin que no permita al
trabajador cumplir su tendencia social de crear una familia y poder mantenerla dignamente. Y no cabe alegar aqu que
es suficiente considerar el carcter personal del trabajo, si el trabajador renuncia voluntariamente a lo necesario para
cumplir con su misin social. Si as lo hace, por no tener ms remedio y verse obligado a aceptar lo que le den, pese a
su "consentimiento" se comete con l una violencia opuesta a la justicia, ya que lo necesario es irrenunciable y es de
obligada justicia el otorgarlo.
Esto quiere decir que el trabajo no es una mercanca que pueda comprarse y venderse, que en su ejercicio hay
que respetar la dignidad humana del operario y que la retribucin ha de ser justa y suficiente, dados sus caracteres de
personal y de necesario y sus fines individuales y sociales. El trabajo da, pues, un pleno derecho al salario y a la libre
disposicin del mismo y este salario ha de ser siempre adecuado a las necesidades verdaderas del individuo.
El rgimen de salario y de contrato de trabajo sin perjuicio de que, donde voluntariamente as se establezca entre las
partes interesadas, se llegue al ideal de contrato de sociedad, no son injustos de s, sino perfectamente lcitos, siempre y
cuando el salario que en dicho contrato se estipule rena las necesarias condiciones de justicia y suficiencia.
De acuerdo con esto, para determinar la cuanta del salario justo han de tenerse en cuenta la justicia
conmutativa y la distributiva, dando a cada uno lo que le corresponde, segn su capacidad y segn sus necesidades
legtimas. Pues no es justo pagar lo mismo al buen operario que al malo, ni tampoco al que, por razones de edad o de
estado, tiene ms necesidades que otro ms soltero o ms joven. As, sobre la base del salario individual, justo y
mnimo ha de establecerse el salario familiar y un sistema de bonificaciones (bajo forma de premios de antigedad, de
produccin y de comportamiento, p. ejemplo), que estimulen el amor al trabajo, la lealtad a la empresa y permitan la
operario aumentar sus ingresos conforme crecen sus necesidades.
Ahora bien, as como el trabajador deber tener garantizado un salario justo, es evidente que ste no hay que cobrarlo
slo, sino tambin ganarlo: es decir, que ha de alcanzar el rendimiento mnimo que se estipule. No es slo la Empresa la
que tiene obligaciones con el trabajador, sino tambin ste con aqulla y, por consiguiente, la Empresa podr exigir el
rendimiento adecuado, gozando del derecho de sancionar o despedir al operario que se haga acreedor a ello.
El grave problema de la continuidad -propiedad lo llamaramos nosotros-, del trabajo, de forma que ste no
falte nunca, debidamente retribuido, a quien tiene una profesin y ganas de ejercerla, deber resolverse en el seno de las
organizaciones profesionales, segn veremos en el captulo a ellas dedicado.
Diremos ahora dos palabras sobre unos problemas muy debatidos en la actualidad: el de la cogestin y el de
la participacin en los beneficios.
No creemos que el trabajo tenga derecho ni a la cogestin de la Empresa, ni a la participacin en los beneficios, tal
como en sentido estricto y corrientemente se entienden ambas cosas.
Respecto a la cogestin, son muchos y complicados los factores tcnicos y econmicos que entran en la
constitucin y funcionamiento de una Empresa para que pueda admitirse que tengan derecho decisivo a participar en su
direccin quien carece de la adecuada preparacin.
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Ello sera, en la mayora de los casos, perjudicial para su prosperidad, pero sera tambin atentatorio contra los
derechos de los creadores y fundadores de la Empresa, que arriesgan su capital y sus esfuerzos no slo al servicio de sus
intereses, sino tambin de sus empleados y de la sociedad misma, y que deben conservar la legtima libertad de
iniciativa y direccin de la obra por ellos emprendida y financiada. Otra cosa sera, ciertamente, dar cauce al trabajo
para que, debidamente representado, puedan los operarios estrechar su relacin con los Consejos de Administracin y
las direcciones de las Empresas, a fin de poder aportar sus sugerencias y hacerles llegar las aspiraciones y necesidades
del personal, as como participar en la administracin de las obras asistenciales, culturales o deportivas, que puedan y
deban crear las Empresas.
Sobre la "participacin en los beneficios", creemos que el precio justo de un artculo debe venir determinado
por su coste de fabricacin (incluidos en l los salarios justos de cuantos participan, en las distintas escalas laborales, en
su produccin, el valor de las materias primas y la repercusin en cada unidad de los impuestos legales y gastos
generales), la adecuada amortizacin del capital invertido en enseres y maquinaria, que ser preciso ir renovando, la
constitucin de un prudente fondo de reserva y el lcito y legal inters del capital invertido en la Empresa. Estos
factores que determinan el precio de venta han de ir exacta y justamente aquilatados. No hay, ni puede haber, en rigor,
ms beneficios que stos, y todo sobre precio, que para beneficiar a uno u otro de estos factores se introduzca en el
valor del artculo producido, constituye una especulacin indebida, es decir, una estafa fraudulenta al pblico
consumidor, a quien se le hace pagar ms de lo que vale lo que compra. Si la retribucin del trabajo es la justa,
atendidas todas las condiciones que hemos expuesto, no cabe hablar de otra participacin en los beneficios.
Incrementarla sobrecargando el precio de venta no slo no es de justicia, sino que, como hemos dicho, va en perjuicio
del comprador. Incrementarla a costa de lcito inters del capital, tampoco es justo y tendra graves repercusiones en la
economa nacional por las consecuencias de retraccin de capitales que, admitido este principio, se producira, as como
tampoco puede defenderse, en justicia, que el capital aumente sus beneficios, sobre lo lcito, a costa de la justa
retribucin del trabajo, o de encarecer el producto sobre el exacto y legal precio de venta que ha de tener de acuerdo con
los factores de valoracin que anteriormente hemos enumerado.
Finalmente, y para terminar con este apartado sobre el derecho a trabajar, diremos que la regulacin y
ordenacin de todo lo referente a trabajo corresponde llevarla a cabo a los propios interesados: es decir, a los operarios
y a los patronos, dentro de unas normas generales de justicia social y en una estrecha armona de los dos elementos
precisos e inseparables de la produccin: el capital y el trabajo. Tan slo si stos no lo hicieran por s o por sus
organizaciones profesionales, le cabe al Estado intervenir como regulador, pero respetando siempre el carcter personal
y social del trabajo.
Es precisamente por ese carcter personal y social del trabajo, por lo que todo lo referente a ste, como organizacin
de la produccin, de la distribucin, fijacin de precios, salarios, pulses, seguros del trabajador, mejoras de todas clases,
fallo y resolucin de pleitos laborales, etc., no es de la incumbencia inmediata y directa del Estado, ni debe hacerlo ste,
sino los propios interesados, al margen de la poltica y en el seno de las organizaciones profesionales, tal como
explicaremos al hablar de los gremios o corporaciones.
3. La libertad de opinin
Por libertad de opinin entendemos el derecho a manifestar en todo momento, y en cualquier forma, nuestro
pensamiento u opinin sobre los problemas y cosas que nos afectan. Antes de pasar a su estudio conviene distinguir dos
aspectos en la libertad de opinin: 1, lo que podemos llamar eleccin de opiniones, o formacin de criterio, y 2, su
manifestacin al exterior. Aunque ambas fases estn estrechamente unidas, son distintas en rigor y deben considerarse
separadamente.
Consideraremos en primer lugar lo referente a la eleccin o formacin de las opiniones. El hombre es un ser
inteligente y, como tal, siente un deseo innato de saber y un amor a la verdad que le lleva a buscar la razn de las cosas
y a formarse su propio criterio sobre ellas. En consecuencia, cuando racionalmente llega a la conviccin de que una
opinin es verdadera, se siente obligado a compartirla y le presta su adhesin. Ahora bien, bajo el influjo de diversas
causas el hombre puede extraviarse en su bsqueda de la verdad y llegar a tomar por verdadero lo que en realidad es
falso, adhirindose as, de buena fe, a un error. La cuestin entonces es delicada, pues nada es tan difcil como apreciar
con justicia el grado de sinceridad y buena fe, as como la responsabilidad en los extravos, de las opiniones ajenas. Por
ello no es justo condenar a la ligera al prjimo porque no piense como nosotros y porque creamos que est en un error.
Y por eso no se puede, tampoco, tomar medidas vejatorias contra l, ni mucho menos emplear la violencia para
obligarle a repudiar lo que tiene por verdadero o aprobar lo que estima falso. Mtodos, por otra parte, intiles, pues en
la opinin no influye la violencia, sino el convencimiento. La caridad cristiana y el respeto a las convicciones del
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prjimo nos aconsejan presumir su buena fe, aunque le creamos equivocado, siempre y cuando no se tengan pruebas
fehacientes de lo contrario.
Sin embargo no por eso se puede admitir que todas las doctrinas sean verdaderas. La verdad no es ms que
una y nace de la existencia y voluntad de Dios, debiendo el hombre conformar su vida a ella, y por lo tanto, aceptarla,
con la ley de ella derivada (religin y Derecho Natural), como norma suprema y objetiva de todos nuestros actos. Slo
as el hombre obrar de acuerdo con su naturaleza racional y alcanzar los fines, naturales y sobrenaturales, a que est
llamado. Obligado a poner los medios posibles para obtenerlos, el hombre no puede desentenderse, de ninguna manera,
de las cuestiones religiosas y morales. En consecuencia tenemos que no hay libertad para el error, como no la hay para
el mal. El hombre puede equivocarse y caer en el error, pero no tiene libertad moral para permanecer en l a sabiendas,
ni menos an, derecho, salvada su dignidad humana, a propagarlo, aunque lo crea de buena fe. De aqu que, si en lo que
respecta a la formacin de sus opiniones no se le podr coaccionar en el fuero interno de su conciencia, en la
manifestacin externa si se podr impedir que las propague y manifieste pblicamente cuando sean errneas.
As, pues, partiendo del reconocimiento de una Verdad superior, y de la obligatoriedad en que est el hombre
de adherirse a ella, tenemos que, cuanto est de acuerdo con ella podr manifestarse libremente. En consecuencia
diremos que el derecho a obrar segn los dictados de la propia conciencia, y de manifestar libremente las opiniones, es
absoluto si se trata de una conciencia recta e ilustrada, pero no lo es si se trata de una conciencia falsa, en cuyo caso se
podr n impedir sus manifestaciones, pues la libertad est sujeta a un orden, a una ley, y no existe la libertad de
propagar el error, ya que esto sera ir contra el Derecho de Dios, de la sociedad y del mismo individuo que est llamado
al bien y a la verdad.
Ahora bien, como la suprema direccin de los espritus no le compete al Estado, sino a la Iglesia, como
depositaria que es de la Verdad revelada, es a sta y no a aqul, a quien le corresponde fijar los exactos lmites de la
libertad de opinin.
En consecuencia, el Estado, como tutor que es del orden social, e intrprete en lo positivo de la ley natural, ha de
sancionar en su legislacin lo que la Iglesia haya dispuesto sobre la materia. Y as, en lneas generales, podemos decir
que ser lcito todo lo que no se oponga a la religin catlica, a la moral cristiana y a los principios fundamentales en
ella asentados. Estos principios son aquellos que sirven de base a la sociedad y al Estado legtimamente estructurado y
constituido, y sin cuyo reconocimiento peligrara todo el orden social y poltico.
El Derecho Cannico y una adecuada ley civil de Prensa y Publicaciones sern los que regulen, en la prctica,
los lmites de este derecho de libre opinin. En principio, y de acuerdo con el Derecho Cannico, sern intangibles los
principios religiosos y morales, contra los cuales no podr emitirse ninguna opinin ni doctrina. En lo puramente civil,
la citada Ley de Prensa y Publicaciones establecer los principios polticos y sociales que han de considerarse
indiscutibles. Estos sern pocos, fundamentales, y siempre de acuerdo con el Derecho natural cristiano, en que se ha de
inspirar el Estado, as como los inviolables derechos de los individuos.
Fuera de lo indicado, todo lo dems ser libremente opinable, y podr quedar sujeto a discusin, sin que el
Estado pueda pretender coartar la legtima libertad de conciencia del individuo, ni prohibir, con un fin meramente
poltico, sus lcitas manifestaciones. Por ello, con objeto de garantizar la libertad de crtica y opinin del individuo -tan
necesaria por otra parte para poder ejercer bien la funcin de gobierno-, dentro de los lcitos cauces del Derecho natural
cristiano, la interpretacin de las justas limitaciones que pueda imponer el Estado, no se har nunca de forma
discrecional y arbitraria, sino previamente regulada por la citada Ley de Prensa y el Cdigo Penal. Al mismo tiempo, la
aplicacin de esta Ley y Cdigo, y la sancin de las infracciones, no ser ejercida directamente de modo gubernativo,
sino por va judicial y con intervencin, en su caso, de magistraturas especiales, que sern plenamente responsables del
uso que hagan de sus atribuciones, quedndole siempre, por otra parte, al sancionado, como garanta contra la injusticia
y el abuso, el derecho a entablar el oportuno procedimiento de recurso.
4. El derecho de asociacin
Por el derecho de asociacin se entiende el que tiene el individuo para agruparse con otros hombres para
conseguir un fin comn.
El mismo fundamento y demostracin que tiene el derecho de asociacin tienen otros derechos propios del hombre
para poder elegir libremente el lugar de su residencia, as como el de trasladarse, sin trabas de ninguna clase, de un sitio
a otro del territorio nacional.
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Prescindiendo de estos ltimos, diremos que el derecho de asociacin se apoya en el principio de que los hombres son
sociables por naturaleza. No vamos ahora a demostrar la sociabilidad humana. Basta para nuestro propsito con sealar,
y ello es evidente, como la experiencia de su propia insuficiencia y limitacin le hace al hombre agruparse con otros
hombres para alcanzar los fines que no puede lograr solo.
Ahora bien, si el hombre por si solo no puede obtener cuanto necesita en su vida, y esto lo puede lograr
asocindose con otros hombres, es obvio que de un modo natural ha de poseer el derecho de libre asociacin, ya que de
lo contrario sera ir contra su propia personalidad, libertad e independencia, pues entonces le faltaran parte de los
medios precisos para desarrollar sus facultades, perfeccionar su vida y obtener sus fines legtimos.
Pero si el hombre ha de poder asociarse con sus semejantes, en entidades siempre tiles y muchas veces necesarias
para el progreso no slo individual, sino de la sociedad misma, para que no sufran merma sus derechos de libertad e
independencia, el ejercicio de asociacin ha de ser libre. As, pues, los hombres podrn organizar libremente las
asociaciones que crean convenientes y, una vez creadas, podr n tambin gobernarlas y regirlas con entera
independencia y libertad, pues no es justo, ni razonable, que una entidad sea dirigida por quien no pertenece a ella.
De esta forma tenemos que, siempre y cuando los medios utilizados Y los fines perseguidos por estas
asociaciones, sean lcitos -y medimos su licitud no por el capricho de nadie, sino por la Ley de Dios y el Derecho
Natural Cristiano de ella derivado-. El Estado no podr prohibir nunca su creacin ni existencia, pues su misin es
defender, y nunca aniquilar, ni limitar esclavizndolo, el derecho natural del hombre. Por ello tampoco podr el Estado,
ni nadie, obligar al individuo a ingresar en contra de su voluntad en ninguna asociacin, ni tampoco impedir que, quien
lo desee, pueda darse de baja, cuando lo estime oportuno, de aquellas asociaciones a las cuales no le interese seguir
perteneciendo.
Estas asociaciones, libremente creadas y gobernadas por los hombres, gozar n de plena capacidad jurdica, ya
que toda sociedad es una persona moral, como integrada que est por individuos dotados de libertad e inteligencia y
sustentadores de derechos imprescriptibles.
El Estado, por su parte, a los efectos del reconocimiento oficial y jurdico de estas asociaciones, podr exigir que se le
d cuenta de su constitucin y fines, pero sin que esto pueda significar nunca limitacin ni intromisin en su
funcionamiento y se har de forma que queden garantizadas siempre la libertad de asociacin y su independencia
respecto del Estado, para lo cual la vigilancia de su funcionamiento y la sancin de las posibles infracciones que
cometan quedar encomendada a las autoridades judiciales competentes.
5. El derecho a votar
Entendemos por tal el que cada hombre tiene de poder participar en la eleccin de quien ha de representarle
en los rganos administrativos o polticos del Estado. Esto, en cuanto se refiere al sufragio activo, el pasivo supone el
derecho a presentarse candidato para desempear alguno de estos cargos representativos.
Y aqu el lector habr observado que hemos utilizado, repetidamente, el concepto "representar". Entendamos,
en efecto, que la base y fundamento del Estado monrquico tradicional consiste, junto con la legitimidad del titular de
la Corona, en la presencia eficaz y activa, ante el poder poltico, mediante una adecuada representacin, de todos los
legtimos intereses de los individuos y entidades infrasoberanas que se integran polticamente en tal Estado. Ahora
bien, esta presencia activa de los intereses individuales y sociales ante el Estado, no pueden conseguirse hoy da, dada
la imposibilidad de que todos y cada uno de ellos se hagan presentes directamente ante l, ms que mediante el
nombramiento de representantes de dichos intereses y que, libremente elegidos, tengan plena capacidad para
manifestarlos y defenderlos ante los organismos correspondientes.
La "representacin" de la sociedad, ante el poder poltico, es, pues, pieza fundamental en la concepcin
monrquica tradicional, ya que al Estado le ser imposible desempear sus funciones de administracin y de buen
gobierno, si desconoce las autnticas necesidades de sus gobernados, es decir, de aquellos de los es servidor y protector.
Pero al sealar la importancia de la "representacin" interesa muchsimo dejar claro que no la entendemos a la usanza,
vaga y abstracta, demoliberal. Y esto porque los estados no son un conjunto amorfo de individuos, dotados de unos
derechos inconcretos, que cualquiera pueda interpretar y representar tras una eleccin inorgnica y en virtud de unos
votos que no tienen de comn y coincidente ms que un inters meramente poltico y, por lo tanto, puramente
circunstancial y secundario.
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Creemos que a ms de un lector le habr sorprendido nuestra ltima afirmacin. Debemos, por ello,
explicarla. En el sistema demoliberal los individuos, considerados independientemente de sus caractersticas concretas,
personales y sociales, se agrupan para votar, bajo el lema abstracto de 'un hombre, un voto" en los partidos polticos.
Votan los conozcan o no, a los polticos que esos partidos presentan como candidatos, los cuales si son elegidos,
representan, en consecuencia, no los intereses peculiares de sus electores, a la mayora de los cuales ni siquiera conocen,
y que no han en la eleccin, sino a los programas polticos de los partidos que los han presentado y a los cuales,
circunstancialmente, se han adherido los votantes individuales.
Pero es que los intereses primordiales de los individuos no son, fundamentalmente, de carcter poltico. La
prueba est en que, a la mayora de los hombres la poltica y lo poltico no les interesa ms que muy secundariamente,
es decir, tan slo en cuanto se relaciona. -favorecindolos o perjudicndolos- con otros intereses ms vitales para ellos.
Estos intereses pueden cifrarse y resumirse -hay que ser realistas- en el ideal medio de "poder vivir dignamente y en
paz". Es decir, que al hombre de calle lo que de verdad le interesa es sentirse respetado en su dignidad humana y
protegido en sus derechos legtimos; poder ejercer con provecho su profesin, sacar adelante holgadamente a su familia
y disfrutar con tranquilidad de los bienes espirituales y adelantos materiales propios de la poca en que vive.
Sus intereses verdaderos son, pues, no polticos, sino eminentemente individuales y sociales. Pero no
abstractamente individuales y sociales, sino concretos y determinados en grado sumo. O sea, respecto a su propiedad
que es esta y no aqulla, a su integridad personal, que no es la del vecino, a su derecho a asociarse y manifestarse lcita
y libremente, en tal caso y de tal forma; respeto y proteccin a su trabajo, que es ste y ejerce en tal sitio; a su familia,
que tiene stas necesidades bien definidas; a su municipio, que tiene tales problemas, y que, a su vez, ha de resolverle
satisfactoriamente sus necesidades colectivas, derivadas de su condicin de vecino en l, y as sucesivamente.
Es decir, que la vida del hombre no es una vida sobre el papel, aunque ste, convenientemente impreso, reciba el
nombre de "Constitucin"; sino una vida que transcurre en situaciones bien definidas y en el seno de una serie de
entidades, familias, corporaciones, clases y asociaciones, municipios, comarcas y regiones, reales todas ellas y en las
cuales busca la solucin de sus problemas y la consecucin de sus aspiraciones. Es pues, en el seno de estas entidades,
surgidas para proteger su vida, donde se tiene que buscar el cauce concreto, real y eficaz, de la autntica representacin
de las necesidades individuales y sociales ante el poder poltico.
Nada, por tanto, de sufragios individuales, polticos, amorfos e inorgnicos. Los hombres tienen derecho a
votar, es decir, a elegir a las personas que han de representarlos ante la autoridad. Pero como sus necesidades son
concretas, sus representantes han de tener tambin mandatos concretos y precisos. Y para ello deben ser elegidos
orgnicamente, es decir, en el seno de las sociedades en las cuales transcurre la vida humana. Y de acuerdo con los
problemas reales de esas sociedades que son las personas que las integran. Voto libre s, pero cada uno debe votar sobre
lo que entiende y necesita, a fin de poder elegir, de entre sus conocidos, al apoderado ms idneo para hacer llegar ante
el Estado, y defender frente a l, sus anhelos y necesidades autnticas. Que es por otra parte, tambin lo que precisa el
Estado; conocer la exacta realidad sobre los problemas y aspiraciones de sus gobernados, a fin de poder resolver los
unos y satisfacer las otras.
En consecuencia opinamos que el Estado tradicional tiene que facilitar y proteger el ejercicio de este derecho
al voto libre y cualitativo -quien tenga ms actividades y ms intereses que defender es lgico que tenga ms votos-,
ejercido siempre a travs de las entidades naturales en que los hombres se integran y dirigido a nombrar los
representantes de esos intereses sociales ante los organismos administrativos y polticos del Poder. Por otra parte, al
tiempo que los hombres tienen derecho a votar, es decir, a elegir sus representantes, es evidente que, siempre que
renan las necesarias y normales condiciones de honorabilidad, capacidad y responsabilidad, tienen tambin el derecho
a presentarse candidatos en estas elecciones orgnicas, para ser ellos los procuradores o representantes de las entidades
a que pertenecen.
6. La libertad de conciencia y culto
En otros captulos, cuando tratemos de estas entidades y singularmente, por su relacin con lo poltico, de las
Regiones, los Consejos y las Cortes, ir quedando definitivamente perfilado lo referente a este derecho al sufragio y a su
forma de realizarse. Queda ahora a este respecto, por indicar, nicamente que la pureza y autenticidad de estas
elecciones orgnicas han de estar garantizadas por la responsabilidad que en todo momento podr exigirse a las propias
entidades que designan sus representantes, responsabilidad que podr hacerse efectiva en su propio seno, o, si fuera
preciso, ante los Tribunales de Justicia, a los cuales podr acudirse en demanda contra cualquier atropello o abuso
sufrido.
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Al tratar de la libertad de opinin hemos sentado ya unas premisas fundamentales en relacin con este
apartado emparentado, por una parte, con ella.
Vimos entonces que no es lcito manifestar libremente cualquier opinin, sino tan slo las que son rectas y estn de
acuerdo con la verdad fundada en la existencia y ley de Dios. Vimos, tambin, como consecuencia, que el error no tiene
derechos y que, por lo tanto, objetivamente, puede y debe impedirse su difusin.
Esto nos lleva a afirmar, en problema tan importante como el de la supuesta libertad de cultos que, frente al
Culto verdadero, los dems no tienen, en rigor, derechos equiparables ni equivalentes. El problema, que es claro
tericamente, en la prctica tiene sus dificultades polticas en cuanto que en un pas de buena f que sinceramente creen
profesar la verdadera religin. En estos pases los Estados deben ser confesionalmente catlicos -puesto que la religin
catlica es la verdadera- pero en la prctica esto no es tan simple ni este ideal podr realizarse en todos ellos y siempre,
en uno u otro caso, se realice o no, se le plantear n al Estado delicados problemas relacionados con la coexistencia bajo
su jurisdiccin de diversas religiones.
Una cosa, no obstante, es clara tambin, y es que sta es una materia sobre la cual no tienen, ni pueden tener, derecho
a opinar los indiferentes, ya que stos no pueden pretender imponer una solucin sobre un asunto en el cual, por
definicin, no tienen inters de ninguna clase al manifestarse indiferentes en cuestin religiosa. Al mismo tiempo, y en
asunto de tal trascendencia, no cabe tampoco defender como ideal el indiferentismo del Estado, indiferentismo que, por
otra parte, no se ha dado nunca en realidad, pues cuando un Estado se ha proclamado indiferente en materia religiosa en
la prctica ha obrado siempre como enemigo y conculcador del catolicismo.
Evidente es, por otra parte, que, ante un Estado confesional, pero de confesionalidad distinta a la catlica, los catlicos
tienen el derecho y el deber de tratar de obtener la mxima libertad religiosa posible, hasta ver de conseguir, cuando
menos, igualdad de trato con la religin oficial.
Pero dejando ya de considerar situaciones que afortunadamente no se dan en nuestra Patria, nos ceiremos
nicamente a analizar la cuestin en ella.
En Espaa, donde la mayora de los espaoles profesa la religin catlica, es Estado tiene, necesariamente y sin
disculpa alguna, que ser confesionalmente catlico. Ahora bien, dndose la feliz circunstancia de que la mayora no
catlica es nfima, el problema de la libertad de cultos en nuestra Patria no presenta dificultades prcticas que en otros
pases. Y al margen de hiptesis y casos especiales, puede y debe resolverse en una actitud de clara y franca tesis
catlica.
En consecuencia podemos decir que, siendo la religin catlica la verdadera, y no existiendo derechos por
parte del error, frente a la verdad, no puede hablarse en Espaa, de derecho a una libertad de cultos en sentido estricto,
libertad que sera, por otra parte, ofensiva para con el legtimo derecho de la inmensa mayora del pas que, en este caso,
vera el error autorizado oficialmente a atacar y socavar la unidad religiosa de nuestra patria.
Pero hemos visto tambin antes, que si el error no tiene derecho ha ser difundido, no se puede tampoco coaccionar las
conciencias de quienes lo profesan de buena fe. En consecuencia, si el Estado no debe permitir su difusin, tampoco
debe perseguir a quien, en el fuero interno e inviolable de su conciencia lo profese. De acuerdo con este criterio, el
Estado espaol tolerar a los reducidsimos grupos que en el territorio de su soberana profesan religiones distintas a la
catlica, el ejercicio particular y privado de su culto, respetando todos los derechos individuales y concediendo a sus
miembros todas las garantas que les sean debidas en su condicin de personas humanas, pero prohibir e impedir
terminantemente la manifestacin y difusin pblica de los cultos no catlicos, as como de toda idea o costumbre que
pueda atacar o resquebrajar la unidad religiosa y moral -catlicas- de Espaa y de los espaoles.
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Captulo I - La familia
La Familia constituye la clula social primaria mediante la cual el ser humano se inserta en la vida comn con
sus semejantes para atender a las ms radicales y directas necesidades de su naturaleza.
No obstante su carcter primario, su importancia es fundamental; pues sin la familia no existira el orden social
econmico; es ms, no existira tampoco la vida humana misma, que en ella encuentra su cauce legtimo y natural de
aparicin y desarrollo.
De aqu la absoluta obligacin que tiene el Estado no ya de respetar a la familia como institucin, sino de
protegerla y favorecerla en todo momento y grado sumo. El Estado ha de ser el constante y eficaz servidor y defensor
de la familia y de la vida familiar, pero no de una familia y vida familiar moldeada caprichosa y arbitrariamente, con un
criterio poltico, a gusto del mismo Estado, sino tal y como ellas son en s, con pleno reconocimiento de su esencia
genuina y de todos sus derechos, que son, adems, superiores y anteriores a los del mismo Estado.
Diremos ahora que la estructura institucional de la familia ha ido evolucionando con el tiempo. Antiguamente
se nos presentaba como una sociedad compleja, en la que se aglutinaban otras ms simples, a saber: la conyugal,
formada por el marido y la mujer; la paterno-filial, por los padres y los hijos, y la heril, constituida por los seores y los
criados. Esto sin olvidar su antiguo carcter patriarcal que haca permaneciesen adscritas a ella, con carcter de ntima y
slida unin, es decir, formando un solo cuerpo familiar, en sentido estricto, otras lneas rectas y colaterales, que
abarcaban varias y distintas generaciones ligadas entre s no slo por los vnculos del afecto, sino tambin por una serie
de derechos y deberes recprocos que no eran slo de carcter moral, sino tambin jurdicos.
Hoy en da, sin embargo, en virtud de la complejidad que ha adquirido la vida, as como de las leyes emancipadoras y
destructoras de los patrimonios familiares y de la autoridad paterna, podemos decir que en la familia, ha desaparecido
su antiguo y venerable carcter patriarcal. Y ha desaparecido tambin, o al menos est desapareciendo rpidamente, de
su estructura constitucional y en su forma clsica, la sociedad heril, o sea, la integrada por los seores y los criados, de
carcter muy distinto, en la actualidad y por lo general, al que esta sociedad heril tena en siglos pasados.
Pero no obstante estas evoluciones sufridas por la institucin familiar en el transcurso del tiempo, subsiste
ntegramente la importancia de la familia, con sus derechos y deberes caractersticos, en el doble y ms esencial aspecto
de la sociedad conyugal y de la paternofilial.
Y para no alargarnos demasiado centraremos y reduciremos el estudio de estos derechos y deberes fundamentales de
la institucin familiar, solamente en dos, que son los que ms nos interesan desde nuestro punto de vista y que el Estado
ha de reconocer y amparar de modo muy especial.
Son el derecho a la integridad del hogar y el derecho a la enseanza.
1. El derecho a la integridad del hogar
Este concepto de "la integridad del hogar" es mucho ms amplio de lo que vulgarmente se suele pensar. No se
refiere slo a lo material y puramente externo, sino tambin, y principalmente, a lo espiritual e interno. No se reduce la
cuestin, pues, a la creencia vulgar de que la defensa de la integridad del hogar consiste en que nadie pueda violar su
intimidad contra la voluntad de sus ocupantes legtimos. Ciertamente que esto es fundamental y nadie podr,
ordinariamente, penetrar en ningn hogar sin mandamiento judicial que oficialmente, y con todas las garantas precisas
para los derechos de sus moradores, les autorice a ello; pero con ser esto fundamental no es lo nico ni, tampoco, lo
ms importante en realidad.
El derecho a "la integridad del hogar" ha de entenderse, en su conjunto, como el derecho a la salvaguardia y
proteccin de la integridad familiar, es decir, de todas las condiciones que necesita y requiere la familia para su normal
desenvolvimiento y el cumplimiento de sus fines. Fines que bueno ser recordar que son: la procreacin, proteccin y
educacin de la prole, como fin inmediato; la prestacin de socorros mutuos, espirituales y materiales, entre los
cnyuges, como el fin secundario, y el bien del prjimo humano, como fin remoto, derivado naturalmente del recto
cumplimiento y consecucin de los fines anteriores.
Es preciso pues, que el Estado cree las condiciones legales necesarias para hacer posible la integridad total de
la vida familiar. Esto, sin embargo, muchas veces no ser de su incumbencia directa, sino que ser propio, como
veremos, de otras entidades sociales intermedias, como las corporaciones o municipios; pero siempre ser funcin
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estatal, el armonizar y tutelar toda la vida social y facilitar, con una legislacin adecuada, el libre y normal
desenvolvimiento de todas las instituciones y entidades menores.
Y as, en el tema que ahora nos ocupa, de la integridad del hogar, o con ms precisin, de la vida familiar,
condicin muy importante es la de hacer posible que cada familia cuente con los medios econmicos y materiales
precisos para su subsistencia. El salario familiar decoroso y suficiente -tal como hemos sealado al escribir sobre el
derecho al trabajo-, la propiedad y estabilidad de ese trabajo, la seguridad en su ejercicio y la proteccin social en sus
quiebras naturales -por enfermedad, vejez, invalidez o defuncin-; as como poder contar con las viviendas dignas y
adecuadamente confortables, son condiciones necesarias para el desarrollo de la vida familiar que las organizaciones
profesionales, y, en su defecto, al Estado, han de asegurar a todos los cabezas de familia, segn veremos en el captulo
correspondiente a las corporaciones.
Muy importante, a este respecto, es proteger la funcin especfica de la mujer para que la necesidad no la
desve de la primordial atencin a su hogar, obligndola a incrementar con su trabajo los ingresos familiares. Si bien es
cierto que esta eventualidad no se da normalmente si el cabeza de familia gana el salario familiar suficiente y el
ejercicio de su trabajo se encuentra debidamente asegurado y protegido en el seno de la corporacin correspondiente,
las entidades sociales deben tomar las medidas necesarias para que, en caso de que se d, por la razn que fuera, ello no
repercuta, o repercuta mnimamente, en la marcha del hogar y en el cuidado y atencin de los hijos.
Respecto a estos, al tiempo que se facilitarn los medios precisos para su buena instruccin general y su
capacitacin profesional, se tomarn las medidas necesarias para protegerlos no slo o contra el posible abandono en
que excepcionalmente pudieran caer, sino tambin contra su eventual explotacin en trabajos prematuros e inadecuados,
mediante una estricta y severa reglamentacin que regule y ordene el trabajo de los menores.
2. El derecho a la enseanza
Dentro de este orden de cosas de proteccin a la vida familiar, es tambin interesante, e importante, la
creacin y mantenimiento por las entidades sociales de centros y organizaciones culturales y deportivas, artsticas y de
recreo, que faciliten a las familias, o a sus componentes, considerados segn sus sexos, edades y aficiones, la
posibilidad de aumentar sus conocimientos, cultivando sus espritus y de distraerse y divertirse, sana y honestamente,
en sus momentos de descanso.
Y aqu llegamos a un punto de suma importancia: es el relativo a la proteccin de la moralidad del hogar y de
sus componentes, individualmente considerados. Moralidad familiar que si es de la competencia directa de los propios
interesados -bajo la direccin y vigilancia de la Iglesia- y cae bajo la responsabilidad inmediata del jefe de familia, si
han de ayudar, proteger y fomentar, indirecta o externamente, las entidades sociales y el propio Estado. Para ello las
leyes respaldarn y fortalecer n la autoridad del cabeza de familia, impedir n la emancipacin prematura de los hijos,
sancionar n eficazmente los ataques contra la unidad, indisolubilidad y carcter sacramental del matrimonio, as como
los posibles intentos y atentados, en todos los rdenes, contra la moralidad individual, familiar y social. Ser por tanto,
prohibido y perseguido todo cunto pueda representar un foco o peligro de inmoralidad, como la instalacin de centros
de corrupcin, la difusin desde la ctedra, el libro, la prensa o la radio de doctrinas heterodoxas e inmorales, as, como
los espectculos -teatro, cine y televisin- que atenten contra las buenas costumbres y sanas doctrinas. Objeto de muy
cuidada regulacin y vigilancia sern, en este orden de cosas, la radio y la televisin, ya que estos medios de difusin
penetran con sus emisiones directamente en la misma intimidad de los hogares, donde quedan al alcance de cualquiera.
Finalmente, para completar las ideas expuestas en este apartado, diremos que, siendo el matrimonio, base y
origen de la familia, un sacramento, cae de lleno bajo la jurisdiccin de la Iglesia, competindole nicamente al Estado
lo referente a su reconocimiento legal, y a la regulacin de los derechos y efectos civiles de l dimanantes.
Atencin primordial del Estado, en orden a la tutela de la familia ha de ser tambin facilitar, con su
legislacin, la constitucin de los patrimonios familiares inembargables, as como el respeto al derecho de testar y
especial proteccin -con la desgravacin de impuestos y otras ventajas- a las familias numerosas, persiguiendo
implacablemente todas las prcticas que atenten contra la fecundidad matrimonial o que representen factores de
disolucin y desmoralizacin de la vida familiar y social.
Siendo el fin esencial del matrimonio la procreacin y la proteccin y educacin de la prole, tenemos que
derecho a la enseanza es un derecho fundamental que poseen los padres y que es anterior a cualquier derecho civil y
del Estado, y, por lo mismo inviolable por parte de toda potestad terrena.
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Pero al hablar del derecho a ensear, no entendemos por enseanza lo que en sentido estricto puede considerarse dar
una instruccin, ms o menos extensa y de mayor o menor profundidad. Sino ese concepto ms amplio que comprende
no slo el instruir, sino tambin el educar, el formar, es decir, el preparar integra y totalmente a los nios para que en su
mayora de edad sean hombres y mujeres en el pleno sentido de la palabra, aptos para enfrentarse con todas las
dificultades de la vida y desempear dignamente su misin en ella.
Tanto en este sentido amplio como en el estricto, el derecho a la enseanza corresponde, por derecho natural a
los padres, y por derecho divino positivo a la Iglesia, a quien su divino Fundador encomend la misin de ensear a los
hombres lo concerniente a la religin y a la salvacin de las almas. Ahora bien, en sustitucin de los padres y por
delegacin y eleccin de stos, la funcin docente la puede desempear quien tenga adecuada preparacin prctica y
solvencia intelectual y moral. Junto a los padres y a la Iglesia, stas son las personas con derecho verdadero y directo a
la enseanza. Respecto al Estado diremos que este no es, y por funcin propia, persona docente. nicamente cuando los
padres no pueden hallar quien los sustituya en la funcin docente de sus hijos, y las sociedades ms prximas a la
familia, como son las corporaciones, los municipios y las regiones, carezcan de posibilidades para suplir esta
insuficiencia, el Estado, cumpliendo su deber de completar la accin de las sociedades infrasoberanas, puede y debe
crear y sostener establecimientos propios de enseanza. Pero esto sin pretender atribuirse nunca su monopolio, para el
cual carece en todo caso de ttulo jurdico, as como de preparacin y capacidad. Vemos, pues, que en esta materia, la
misin propia del Estado es la de titular el ejercicio del derecho a la enseanza, a fin de que al ensear las personas a
quien por funcin propia corresponde hacerlo, como son los padres y maestros, no se falte a la justicia ni se incurra en
negligencia o en abusos reprobables.
De acuerdo con esta misin tuteladora, el Estado podr regular lo relativo a la colacin de grados y vigilar y
fiscalizar el ejercicio pblico del derecho a la enseanza, pero esto siempre en defensa de los legtimos derechos que en
la materia asisten a la familia y a la sociedad y sin que esta tutela y vigilancia suponga nunca merma de la lcita libertad
a ensear. Al mismo tiempo proteger el ejercicio de este derecho, facilitando a la Iglesia, padres de familia y entidades
menores, la creacin de centros adecuados de enseanza a los cuales ayudar con subvenciones, exenciones de
impuestos y premios a su labor docente, as como fomentar mediante ayuda directa a los organismos sociales
adecuados, la ereccin de Colegios Mayores y menores, la creacin de becas y bolsas de estudio y la edicin econmica
de libros de texto y consulta.
Todo ello no quiere decir que el Estado, en cuanto tal Estado y al servicio inmediato de sus propios fines, no
tenga tambin el derecho de dar o exigir directamente una enseanza especializada determinada. Es decir, que el Estado,
aqu como en cualquier particular, para tomar una persona a su servicio podr exigirle la preparacin que estime
necesaria y as, para nombrar sus funcionarios y representantes, podr someterlos a exmenes previos, concursos,
oposiciones, etc. en la forma y con los programas que estime oportunos. Como podr tambin, en su caso, establecer
centros de enseanza, estatales, donde se preparen estos aspirantes a funcionarios o se cursen los estudios requeridos
para entrar al servicio directo del Estado en alguna de sus dependencias especializadas.
Lo que s ha de quedar claro es que al no corresponderle de suyo el derecho a ensear, el Estado no puede
pretender monopolizar el ejercicio de la enseanza, ni de los textos ni cuestionarios, y que su misin, a este respecto, no
es otra que la de proteger, tutelar y ordenar, facilitndolo siempre, el libre ejercicio de este derecho por parte de la
Iglesia y de los cabezas de familia o sus delegados, que es a quienes pertenece por derecho divino positivo y por
derecho natural.
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Captulo II - Los municipios
As como la unin de dos seres de distinto sexo, surge la familia, primera sociedad natural, de la agrupacin
de distintas familias, con intereses comunes de vecindad, nacen los Municipios. Estos son, pues, sociedades naturales
surgidas de la agrupacin de familias que tienen por fin facilitar el desenvolvimiento de las normales actividades de
stas y atender a las necesidades comunes de todas ellas que, por desbordar el mbito propiamente familiar, requieren
una coordinacin de esfuerzos e intereses y una administracin comn.
De lo dicho se deduce que los Municipios no son entidades de carcter poltico ni estatal, sino sociales, que se
constituyen naturalmente como organismos administrativos al servicio de las necesidades de las familias que los
integran y sin ms atribuciones que las derivadas de ese servicio y las que sus administradores y representados deleguen
en ellos de acuerdo con sus intereses.
Entre estas atribuciones o funciones propias de los Municipios, tenemos como ms caractersticas, en general,
las administrativas de los intereses comunes, las 'urbansticas", las sanitarias, las docentes (como complemento de la
docencia familiar y por delegacin de sta), las benficas (donde y cuando no alcance la beneficencia particular y de la
Iglesia), las de abastos, no en cuanto intervencin monopolizadora, sino en cuanto facilitacin y complementacin de la
iniciativa privada y regulacin de los mercados, la de orden pblico y las de fomento y proteccin de cuantas iniciativas
particulares redunden en beneficio de la comunidad de familias que los integran.
Adems de estas funciones generales, antiguamente los Municipios desempeaban, en su mayora, otra de
gran inters e importancia social; la de hacer propietarios, con sus bienes, a todos los vecinos incluidos en el trmino
municipal. En efecto, a tal fin los Municipios tenan patrimonios propios, que eran inalienables, pues cada generacin
no se consideraba ms que usufructuaria de ellos y reconoca su obligacin de conservarlos e incluso aumentarlos para
legar su disfrute a las generaciones venideras, patrimonios municipales de cuya renta o beneficios de explotacin
participaban todos los vecinos. De esta manera, el que careca de bienes propios disfrutaba de la propiedad comn, la
cual, por otra parte, serva tambin para atender las necesidades comunes, a cargo del Municipio, con la consiguiente
desgravacin de impuestos y cargas que de otra manera habran tenido que abonar irremediablemente todos los vecinos.
Estos patrimonios municipales fueron deshechos por la revolucin liberal, que cre as un grave problema
econmico a la inmensa mayora de los municipios, al tiempo que desarraigaba de ellos a las familias que los
integraban y dejaba abandonados a la miseria -o entregados forzosamente a la beneficencia- a los vecinos pobres que
subsistan gracias a su participacin en los bienes comunes.
Difcil es ahora, pero fundamental, la reorganizacin de estos patrimonios municipales. De aqu que, el Estado, tras de
reconocer a los Municipios el derecho a poseerlos, debe crear con su legislacin y accin protectora las condiciones
necesarias para que, poco a poco, puedan ir formndose de nuevo estos patrimonios comunes, en los Ayuntamientos
que carezcan de ellos, o incrementndose convenientemente los de aquellos otros municipios que, ms afortunados,
consiguieron salvar algunos de la desamortizacin o adquirirlos posteriormente.
Como organismos esencialmente administrativos, los Ayuntamientos sern elegidos en votacin libre y
secreta, por aquellos vecinos que tengan intereses que defender y representar en los Municipios, es decir, por los
cabezas de familia, sin ms condicin para ello que la de estar legalmente en pleno disfrute de sus derechos civiles y la
de residir en la localidad con suficiente antelacin y permanencia para poder ser considerados vecinos de ella. En
consecuencia, en estas elecciones municipales, las mujeres slo tendrn voto cuando tenga esta calidad de "cabezas de
familia". Respecto al voto, parecer conveniente que se establezca el acumulativo, ya que el carcter representativo y la
funcin administradora de los Ayuntamientos hacen aconsejable que los vecinos que tengan ms intereses que
representar y ms importancia social en el Municipio, tengan mayor participacin en su constitucin. As pues, cada
cabeza de familia y en condicin de tal, poseer un voto al que, en su caso, se le agregar n los que puedan
corresponderle por sus ttulos acadmicos, en su categora profesional y su condicin de propietario o contribuyente
dentro del Municipio.
Todo elector, o sea, todo cabeza de familia, podr a su vez ser elegido para formar parte del Ayuntamiento. A
ninguno se le podr privar de ser candidato a concejal o alcalde, exceptundose tan slo de este derecho a los
funcionarios pblicos estatales, ni se podr exigir para ello ms condiciones que las de tener vecindad ganada en el
municipio y llevar una vida moral y digna.
La votacin para elegir los ayuntamientos ser hecha ante un tribunal o tribunales -segn la cuanta numrica del
censo de votantes- formado por personas de la mayor solvencia moral elegidas entre los residentes en la localidad. Los
cabezas de familia, en esta votacin libre y directa, elegir n los dos tercios del nmero de concejales que haya de tener
el Ayuntamiento. El tercio restante lo elegirn, de entre sus miembros, los organismos corporativos, culturales y
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profesionales, que existan en la localidad. De esta manera se conseguir que en los Ayuntamientos estn representados,
adems de los intereses individuales y familiares, los de sociedades corporativas con vida propia en el Municipio.
Respecto al nombramiento de los alcaldes, que nunca deber ser gubernativo, existen dos procedimientos, pudiendo
adoptarse, previo estudio, el que en cada caso parezca conveniente. Uno de ellos consiste en que los alcaldes los
nombren por votacin, los concejales electos, inmediatamente despus de ser elegidos y el otro, en ser proclamado
automticamente alcalde el concejal que haya tenido mayor nmero de votos.
Una cuestin muy importante, sobre todo en los Municipios pequeos es que, con objeto de evitar
coacciones o que no se planteen, en las sesiones del Ayuntamiento cuestiones que pudieran resultar desagradables,
por hallarse en pugna sobre ellas distintos intereses, o por temor a que se produzcan enemistades, as como para evitar
que se produzcan "cacicazgos", se admitan varias veces al ao, en las deliberaciones municipales "proposiciones
secretas, es decir, introducidas por los concejales en un buzn en pliegos cerrados y sin firma, que sern ledas y
discutidas a continuacin por los concejales que lo deseen y que debern ser votadas en sesin secreta en la siguiente
reunin del Ayuntamiento o Consejo Municipal.
Por su parte, todos los vecinos cuyas peticiones y quejas no sean atendidas por el Ayuntamiento tendrn el
derecho y el deber de presentarlas, con las correspondientes denuncias, en el Gobierno Regional. Este dispondr de
cierto nmero de comisiones inspectoras, encargadas de investigar estas denuncias y de realizar peridicamente
inspecciones comprobadoras de la gestin administrativa de los Ayuntamientos. Estas comisiones no tendrn ninguna
jurisdiccin sobre los Municipios ni podr n intervenir en la labor municipal en ningn sentido: se limitar n a informar
al Gobierno Regional sobre la marcha de la administracin municipal y, si procediera, proponer las oportunas
recompensas o penalidades. En caso de propuesta de sancin, contra algn Ayuntamiento, se nombrar otra Comisin
extraordinaria que har una nueva inspeccin en el Municipio de que se trate para comprobar su procedencia; si por el
contrario, en ella se pusiera de manifiesto que el informe de la Comisin inspectora ordinaria era inexacto o injusto, se
le exigir la oportuna responsabilidad.
Al mismo tiempo los integrantes de los Ayuntamientos, durante el ejercicio de sus cargos y al cesar en ellos,
estarn en todo momento sujetos a responsabilidad que ser exigible, mediante la va judicial o la denuncia y
reclamacin al Gobierno Regional, segn proceda, por todos y cada uno de los vecinos, los cuales, a su vez, sern
tambin responsables de las reclamaciones infundadas o de las denuncias injustas que formulen.
Respecto a las relaciones del Municipio con el Estado, hay que tener en cuenta que los Municipios son
sociedades civiles derivadas de la familia y anteriores al Estado, con fines y esfera de accin propios. En consecuencia,
el Estado respetar su autarqua y personalidad, reconocindoles el derecho a regirse libremente, bien por rgimen
comn, por rgimen de carta o fuero propio, o por sistema de gerencia, segn la tradicin y fisonoma peculiar de cada
uno, de modo que se logre en ellos la ms directa y eficaz intervencin de los vecinos en las cosas que les afectan.
Tendrn pues, tambin, a fin de contar con los medios precisos para desempear sus funciones, la facultad de nutrir
libremente sus haciendas -dentro, claro est , de las directrices que, en pro del bien comn, establezcan las Cortes y
promulgue el poder poltico en materia de impuestos- quedando, por otra parte, en este aspecto, sujetos a las
correspondientes fiscalizaciones de cuentas que ejercitar n las Comisiones inspectoras de los Gobiernos Regionales.
Interesa mucho sealar que, as como el Estado no podr inmiscuirse en la vida de los Municipios, ni
mediatizar su gobierno y administracin, stos, a su vez, habrn de cuidar muy especialmente de mantenerse dentro de
los lmites de su competencia, sin invadir la del Estado y sin dedicarse a actividades propiamente polticas que no son
de su incumbencia.
De acuerdo con estos principios, la insuficiencia de los Municipios, en los en que se produzca, ser suplida,
en primer lugar, por la ayuda de la inmediata sociedad superior, o sea, por la Comarca primero y la Regin despus y
tan slo cuando las facultades y medios de stas tampoco basten para remediarla, deber intervenir el Estado, con su
funcin supletoria, complementaria y tuteladora.
Por su parte, como representantes de una serie de intereses y necesidades comunes de las familias que los
constituyen, los Municipios tienen derecho a hacerse presentes ante el poder poltico, por lo cual, bien solos o
agrupados en Comarcas -segn su importancia- tendrn adecuada representacin en las Cortes Regionales, as como,
debidamente integrados en la vida regional, en las Cortes generales del Reino.
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Captulo III - Las corporaciones
Como ya ha quedado indicado en captulos anteriores, los hombres no nacen miembros de un partido poltico,
ni tienen, primariamente un inters poltico que defender. Los hombres nacen en una familia, insertos en una sociedad y,
dentro de ella, en una clase determinada, desarrollando su vida en el ejercicio de una profesin. As pues, los intereses
fundamentales de los hombres no son polticos, sino sociales, clasistas y profesionales. Pero si polticamente su nico
inters est en ser bien gobernados y en que se reconozcan y amparen sus derechos, en cuanto hombres que viven una
vida individual y social, pertenecen a una clase determinada y ejercen una profesin, es evidente tambin que todos
ellos tienen problemas que son comunes a cuantos viven en la misma sociedad, pertenecen a la misma clase y ejercitan
la misma profesin. Ahora bien, la relacin que implica la vida social, la relacin que hay entre las clases, y las
cuestiones que se plantean al ejercer una misma profesin, que son comunes a todos los que la ejercen, desbordan las
posibilidades de la vida individual y llevan al individuo, limitado de por s, a asociarse con los dems hombres de su
clase, a asociarse tambin con sus compaeros de profesin, para lograr unidos los objetivos que no pueden conseguir
solos y defender sus comunes intereses clasistas y profesionales. Prescindiendo ahora de lo relativo a las clases, as
como del estudio de otro tipo de corporaciones, nos ocuparemos en este captulo de las integradas por las
organizaciones profesionales, que son las de ms inters y trascendencia y que hemos visto cmo surgen natural y
espontneamente de la misma naturaleza limitada del individuo y de las necesidades de la vida social, pero nunca de la
poltica.
De lo dicho se deduce que las Corporaciones son entidades con personalidad jurdica reconocida, que tienden
directa y principalmente a cumplir fines sociales y a resolver necesidades de la comunidad, e indirectamente, a
satisfacer fines individuales de defensa y mejora de los intereses de los individuos que las constituyen. As pues, la
Corporacin de distingue de la Asociacin en que los fines de sta son principalmente individuales, mientras los de
aquella son preferentemente los sociales.
Y al comenzar a estudiar las Corporaciones profesionales, interesa mucho sealar que la restauracin de la vida
corporativa, fundamental en la concepcin de la Monarqua Tradicional, no consiste en que el Estado organice
mltiples oficinas, con comisiones de enlace y rigurosas inspecciones, sino por el contrario, en que el Estado se
desprenda de funciones que no le son propias y devuelva a la sociedad y las profesiones el derecho a organizarse y
gobernarse por s mismas, dentro, claro est , de los imperativos del bien comn. Solamente de esta forma podr brillar
en genio creador y previsor del hombre, e irn surgiendo, independientes y con vida propia, las entidades que l
necesita para el desenvolvimiento de su vida individual y social.
Ahora bien, si la prosperidad de la vida social requiere que el Estado se limite a sus funciones propias y no
invada las reservadas a la Sociedad, el buen orden poltico requiere que, de un modo recproco, la Sociedad no irrumpa
en lo propiamente estatal y no recabe para s funciones polticas que no le corresponden. Debe distinguirse claramente
entre lo social y lo poltico, c