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La azotea de - imagenta · actuales con el tabaco y los pasados con el alcohol, tenía que ponerse...

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La azotea de los Innombrables

José Manuel Serrano Valero

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Primera edición: Noviembre de 2014

© Derechos de edición reservados.Editorial [email protected]ón Novela

© José Manuel Serrano Valero.

Edición: © Editorial Imagenta SL.Maquetación: © Ildefonso Sena.Cubiertas y diseño de portada: © Luis Alfonso Sena.Ilustración de portada: © PL.TH–fotolia.comFotografía de contraportada: © Tony MeresImpresión: Estugraf.

ISBN: 978-84-942939-5-5Depósito Legal: CA 411-2014

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquierforma de reproducción, distribución, comunicación pública y trans-formación de esta obra sin contar con la autorización de los titularesde propiedad intelectual. La infracción de los derechos menciona-dos puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual(arts. 270 y ss. Código Penal).

IMPRESO EN ESPAÑA – UNIÓN EUROPEA

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Para el constructor de aquella azoteay todo lo que había debajo,por todo lo que me enseñó.

Para la hacedora de milagros,que tenía la capacidad deconvertir la ruina en risa.

Y para ella, claro, comono podía ser de otra manera.

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Aeste hombre que hoy escribe lo conocí haceya la tira de años cuando se incorporó comobecario a la redacción de Europa Sur, donde

luego ejerció como redactor. Era un mozalbeteveinteañero que acababa de dejar la facultad dePeriodismo dispuesto a comerse el mundo. Cons-ciente de que entonces empezaba el auténticoaprendizaje, vencido el calendario de créditos su-perados a base de esfuerzo, sabía que allí y en lacalle estaba la auténtica trinchera para forjarse enel oficio de Lou Grant. Y también descubrió que laveterania es un grado, así que se dejó guiar porquienes ya habíamos acumulado demasiadasmuescas en las cachas de un oficio que se mueretal y como ambos lo conocimos.

PrólogoPor Ildefonso Sena

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De José Manuel Serrano podría contar tantasanécdotas que este prólogo se haría interminable.Algunas han sido puestas en negro sobre blan -co –él lo sabe– quedando impresas para siempreen el imaginario colectivo del periodismo campo-gibraltareño.Pero no es el caso, porque ahora toca hacer de te-

lonero de su libro. Aquél periodista recién licen-ciado de 1995 ahora se acerca a la edad queentonces yo tenía. Por fortuna no ha crecido en es-tatura –ya tenía la suficiente–, pero sí en experien-cia humana y profesional, está casado y tiene hijas,posiblemente una hipoteca y contempla con impo-tencia vocacional el triste derrotero que ha tomadoel oficio que siempre soñó tener.Con toda probabilidad, José Manuel Serrano

habrá plantado más de un árbol así que le tocabaescribir un libro. Y ha elegido el momento opor-tuno, liberado de otros menesteres que le hurtabanel tiempo de una vida llena de estrés y preocupa-ciones que no cesan.La azotea de los innombrables es la historia de un

periodista, como no podía ser de otra manera. Unperiodista imaginario pero que pudo existir y dehecho existe en la memoria de quienes tuvimos elplacer, incluso el honor, de ser reporteros cuandohabía trincheras auténticas y las historias supera-ban a la simple edición de notas de prensa. Decuando en las redacciones había una extraña mez-cla de novatos veinteañeros, becarios, veteranos y

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jubilados del oficio que se resignaban a permane-cer en el olvido.De esa gran memoria colectiva ha surgido Moha-

med Kebira gracias a la pluma sosegada de esteautor que, llevado por el subsconciente, quierehacer un homenaje a los maestros del oficio quedejaron huella en este sur del sur y en cualquiersitio del mundo donde exista una prensa libre.Pasen y lean una historia de pasión profesional

bien documentada. Escrita sin demasiadas floritu-ras ni frases yuxtapuestas, como los buenos repor-teros. Con las palabras justas, ni muy larga nidemasiado corta, lo suficiente como para que dis-fruten dejando volar su imaginación gracias a lamagia de la lectura.

Tarifa, noviembre de 2014.

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En tu tierra –dijo El Principito– los hombrescultivan cinco mil rosas en un mismo

jardín... y no encuentran lo que buscan...–No lo encuentran... –respondí.

–Y, sin embargo, lo que buscan podría encontrarse en una sola rosa

o en un poco de agua.

Del capítulo XXV de El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944)

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Mohamed Kebira no podía imaginarse, nipor asomo, que sobre la mesa de trabajoiba a encontrarse aquella mañana los

datos necesarios para escribir la esquela y el obi-tuario de Madame Cherifa.Kebira, a escasos tres años de su jubilación, iba a

recibir, nuevamente y de sopetón, uno de los másfuertes varapalos que aún le quedarían por sufrircomo consecuencia de aquella tiránica decisión desu jefe que consistió en destinarlo a escribir las es-quelas y los obituarios.Las esquelas eran sólo pequeños espacios recua-

drados para los ciudadanos sin más trayectoria quetrabajar y sobrevivir. Como si eso fuera poco. Obi-tuarios, ya textos mucho más amplios y plenos de

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cuerpo y presumiblemente de contenido, los habíade dos tipos. Primero los pagados que, con más de-voción que otra cosa, encargaban las familias adi-neradas y empeñadas en sacar fama del fallecido.El resto de obituarios se escribían prácticamentesolos, dado que la fama del muerto ponía la tareaen bandeja. El trabajo de Kebira se volvía especial-mente complejo y desagradable en el primer tipo.Sobre todo, porque debía sacar datos de donde nolos había. Demasiados pozos secos. Y aquello nopodía ser más desolador.El anciano periodista, avejentado por sus excesos

actuales con el tabaco y los pasados con el alcohol,tenía que ponerse manos a la obra para recopilarargumentos que sirviesen al esqueleto del texto. Elproceso era árido, difícil y pesado. Le suponía con-tactar con demasiadas viejas glorias, soportar lar-gas parrafadas, toparse con el pasado una y otravez. Lo fue cuando tuvo que escribir el obituariodel panadero Asillah, cuyo único mérito vital habíaconsistido, quizá, en aderezar magistralmente consésamo esos bollos de leche que se vendían en lapastelería del barrio oeste de la ciudad. La viuda y un cuñado, un borrachín rumboso em-

pleado en los muelles, se empeñaron en que Asi-llah tuviera esquela y obituario, ambas cosas a lavez. Kebira pasó lo suyo para escribir aquel obituario,

que hubo de ocupar, como todos, el faldón de la

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penúltima página del diario. El periodista no pudoeludir escuchar mil veces tanto a la viuda como alcuñado, cogorzas monumentales de éste incluidas.Tuvo suficiente después de varias sesiones de con-versaciones. Pero tardó una eternidad en entregarel texto. Llegó a la redacción a las cinco de la tarde.Eran las nueve y media de la noche y todavía an-daba dándole los últimos retoques. Su vieja má-quina de escribir, enterrada en ceniza, era a esasalturas una vieja locomotora, lenta y doliente. Pa-recía que nunca llegaría a la estación. El armatosteera una pieza de museo, un monumento plantadoen mitad de la redacción. A más de un periodistale gustaba bajar la nariz y oler de cerca el aromamezclado de la tinta, la ceniza y las décadas quecontemplaban su historia. Eso sí: Kebira había sidoun cronista culto, fino, elegante en la escritura.Para él, el acto de publicar en prensa seguía siendotan sagrado como en sus comienzos profesionalesen El Cairo.De lo que no se daba cuenta –porque la edad ya

no lo dejaba y sobre todo a la hora de encarar losobituarios pagados– era de que la elegancia al re-dactar y la flaqueza y simplicidad de ciertos datosde los fallecidos daban lugar finalmente a un cóc-tel ridículo y esperpéntico. Por ejemplo, el fonta-nero Ismael parecía haber desaparecido comopresidente de la República con todos los honorespropios del cargo. Un dislate, en definitiva.

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Ocurrió también con el panadero Asillah, dequien Kebira escribió: Este artesano de la masa, elsésamo, las migas y los azúcares era añorado por loshornos que, vivientes por sus magistrales manos, loechaban de menos cuando él no estaba en la pana-dería.Al año de estar escribiendo obituarios y esquelas,

Kebira era nuevamente tan clásico en el mundo delperiodismo como cuando, lleno de fuerza y juven-tud, narraba en sus célebres reportajes los últimosdescubrimientos arqueológicos acaecidos en elValle del Sur. Los motivos de su clasicismo eran ahora muy di-

ferentes a los que le proporcionó su estilo culto ydirecto al mismo tiempo, su capacidad vocacionalpara dejar bien atados textos repletos de noveda-des atractivas e interesantes, contadas con rigor ysin dejar lugar a especulación alguna.Kebira, en algunos cafés concretos de la urbe, era

actualmente el hazmerreír. Más por la forma quepor el fondo. Los viejos de su generación no podíanresistirse a párrafos tan sublimes como:

Así era Mohamed Zaq al volante de aquel desven-cijado autobús. Un portento de amabilidad, destrezaen la conducción y servicio a los viajeros, a los quesólo faltaba que les recitara algunos versos aprendi-dos en el afamado Liceo francés en el que estudió du-rante casi toda su infancia.

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Todos sabíamos –y Kebira el primero– que Zaqno había acudido en sus ochenta años de vida a es-tudiar. Ni al Liceo ni a ninguna otra parte. No habíatenido nunca la experiencia de estar sentado en unaula junto a compañeros de clase y atendiendo alas explicaciones de un maestro. Por otra parte,Zaq había sido a lo largo de su trayectoria profe-sional un conductor maleducado, que arreaba unapatada a la puerta del autocar y prácticamente ledaba con ella al que hubiese tenido el atrevimientode llegar un poco tarde. La puntualidad era elúnico rasgo que el conductor había conservado dellegado dejado por los colonizadores franceses. Entodo lo demás era un absoluto desastre. Ironizabaencarnizadamente a raíz de los comentarios de lasmujeres que volvían del mercado, aprovechabacualquier oportunidad para regañar a los viajerosy se convertía, en sus días más feroces, en una má-quina de insultar a los peatones y a los demás con-ductores.

Kebira, el viejo cronista, se descubría a sí mismoen la faceta de faltar a la verdad lo cual, según con-sideraba, era lo peor que podía pasarle a un perio-dista. La verdad le había obsesionado desde suniñez. Quizá fue su apego a la realidad en carneviva lo que lo empujó al oficio que lo mantuvo ac-tivo hasta el final. Y traicionar esto ahora, porculpa de aquella tiránica decisión de su joven jefe

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de desplazarlo a las esquelas y los obituarios, eraotro drama añadido a su situación. No quedabaotro remedio. Casi todos los días había algún en-cargo que se planteaba como misión imposible.

–¡Pero qué demonios voy a escribir de Sarsi. Estoes el colmo! No hay quien pueda hacer ni una líneade un hombre que ha estado toda su vida sentadoa la puerta de casa viendo pasar a los vecinos

–Kebira: ya he tenido esta discusión contigo otrasveces. Es un encargo de la familia. Escribes cual-quier cosa y en paz –advertía el joven redactor jefesin apenas levantar la mirada de unos papeles querevisaba al tiempo que intentaba atajar el enfadomonumental del veterano.

–¡Y tan en paz, ni que se fuera a levantar el fiam-bre! Pero si no se inmutó en noventa años de vida¿Qué quieres que escriba?

–Es tu problema, Kebira, no el mío. El periódicote paga para que cumplas con tu trabajo.

–Mira, jovenzuelo...

–Kebira. No voy a admitirte ese tono...

–Tú no habías nacido cuando yo ya había entre-

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vistado dos veces a Nasser. Ibas al colegio cuandoyo viajaba por Palestina enviando las crónicascomo podía y hasta había entrevistado en París algeneral De Gaulle.

–Tu gran error, Kebira –adquirió el redactor jefeun tono ceremonioso– es que no tomas concienciade que todo eso es historia. Historia pasada. Hoyha amanecido un nuevo día y esto, el periódico,hay que sacarlo adelante como sea. No vamos aestar comiendo toda la vida de una entrevista quetú le hiciste a De Gaulle hace cuarenta y cincoaños. La verdad, no puedo perder más tiempo endiscusiones que no nos van a llevar a ningún sitio.¿Te pones a la tarea?

–¡Nooooooooooooooooooooo!

Encendido de rabia, Kebira cerró la puerta delperiódico y se marchó desolado a pensar en Ma-dame Cherifa, aquel amor que no pudo ser por tanpoco.

Hundido y encorvado como si su espalda do-blada en joroba pesara varias toneladas, con sutraje de raya diplomática indiscretamente raído ycurtido en miles de días en la redacción y de noti-cia en noticia, Kebira se esforzaba, ajustado a lacortedad de su corbata oscura repleta de lamparo-

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nes, por caminar erguido bajo sus gafas con mon-tura de concha hacia el parque de Los Mártires dela Revolución. En aquellos jardines, el único oasisque guardaba a la ciudad de las terribles invasio-nes de calor procedentes del desierto, MohamedKebira había conocido a Cherifa Alati. Lo primeroque Kebira pensó cuando la vio fue que había co-nocido a la perfección en persona, alguien sagradoque él adoraba.Tenía una estatura media, pero su porte dejaba

este detalle en un asunto menor. Su piel no era deun moreno clásico, sino de uno de los tonos delbronce para él inéditos hasta entonces. Su rostroguardaba una seriedad trágica, una atractiva yprofunda tristeza, que ella podía iluminar y trans-formar radicalmente a poco que se decidiese a son-reír levemente.Coincidieron en la escuela superior. Ella ateso-

raba toda la fuerza y la potencia de una belleza sinpresunciones. Él, en cambio, ya lucía a esa edadsus gafas con montura de concha, rodeadas por unsinfín de granos que recorrían toda la geografía desu cara.Al propio joven le parecía que el contraste de

imágenes era evidente. Había tal diferencia entreKebira y la muchacha de los Alati que se sintió atra-ído profundamente apenas haberla visto unos se-gundos e, inmediatamente, quedó paralizado poruna mezcla de pánico y vergüenza incontrolables.

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¿Quién no la ha sentido alguna vez?La sensación hacía que, preso de la timidez, Ke-

bira se moviese como un pequeño reptil, casi pordebajo de las piedras del patio de recreo, por de-trás de las columnas de los pasillos larguísimos yoculto tras los tablones de anuncios de la escuela.Nuestro amigo era invisible.Cherifa Alati iba a su aire y vivía con naturalidad

y ajena, en principio, al volcán en ebullición delaula de al lado, que albergaba a los chicos un añomayores, los de séptimo. Ahí estaba Kebira, que nose había enterado de nada desde que empezara elcurso escolar porque toda su atención estabapuesta en que sonara el timbre para salir de clasey ver a la muchacha.Uno de los primeros encuentros fue puramente

casual. Y en él participó, sin quererlo como siem-pre, el chófer Mohamed Zaq.

Expulsado como estaba de su empresa de trans-portes por haber llegado a las manos con uno desus superiores, Zaq se dedicó un tiempo a la con-ducción de autobuses escolares. Y en esas estabacuando un día Cherifa subió al autocar acompa-ñada por sus amigas y el chófer se dispuso a arran-car. Las muchachas se turnaban en contar lasanécdotas de la mañana de clase y, recién termi-nado cada capítulo, el resto estallaba en risas quedenotaban su anclaje temporal en una patente

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edad del pavo. Es curiosa esta etapa vital cuandoafecta a las mujeres. Aunque dotadas de su inteli-gencia natural y afilada, las chicas rompían a reírpor cualquier tontería, al comentario más insus-tancial le sacaban un gran partido humorístico y,sin embargo, era imposible que se escapara de suatención y apercibimiento detalle importante al-guno. Con los chicos es diferente. Están en otromundo y están en otro mundo. Sin más. Y claro, seles van todas. Así no es raro que sean víctimas pro-picias de la clásica y nunca bien valorada inteligen-cia e intuición femeninas, a resultas de las cualesocurre que, donde una mujer pone el ojo, pone labala. La niña de los Alati ya había puesto el ojo pormotivos que tuvimos que desentrañar más ade-lante. Faltaba poner la bala, cosa que no iba a re-sultar fácil con el ultratímido Mohamed Kebira.

En el episodio inicial del autobús, el muchachoestaba en las nubes. Como casi siempre. El acele-rón del motor lo sacó de la distracción. Pudo echara correr y tener la habilidad de engancharse a lapuerta del vehículo en el último segundo en el queesto era posible. Kebira había permanecido en laparada con el resto de los chicos pero inmovilizadoy profundamente embobado como cada vez queCherifa estaba a menos de cien metros de él. Afortunadamente, Zaq, el conductor, todavía no

había atizado su clásica patada de desahogo a la

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puerta de los pasajeros. Aunque cuando vio a Mo-hamed colarse como un ciclón en el coche, tuvo lamejor de las excusas para comenzar una inapela-ble y monumental bronca.

–¡Valiente impresentable eres, Kebira! No tienesvergüenza. Faltas el respeto a todo el mundo, tucarrera parece la de un dromedario borracho. Nome extraña que seas así teniendo la familia de laque vienes.

Las voces se estrellaban contra los cristales y pa-recía que los iba a hacer estallar de un momento aotro. El silencio de los viajeros amplificaba más losgritos. El joven estaba pasando, bajo esta tormenta de

elevado volumen, uno de los momentos más hu-millantes de su adolescencia. Él, que no hablabapor no molestar, que era un estudiante correcto yeducado en extremo. Él, hijo de trabajadores dis-puesto a aprovechar la única oportunidad de estu-dio y salida adelante que tenía ante sí. Un fríoelectrizante le recorría, simultáneamente, el estó-mago y la columna vertebral. Su respiración, en-trecortada, apenas podía contener su corazónalocado e incluso un breve hilo de orina se escapópor la entrepierna. Fue entonces cuando, de la parte final del auto-

bús, allá donde se ubicaban las muchachas como

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si de criaturas de costumbre se tratara, surgió lavoz fina y enérgica de Cherifa Alati, de 15 años,hija de un sargento de la Gendarmería y de ladueña de la lavandería Azul.

–Siempre serás igual, Zaq. Vives amargado. Vuel-cas en los demás lo que nunca te has enfrentado areconocer de ti mismo. El impresentable eres tú. Elque se ha ganado a pulso que le tengamos maníatodos los viajeros, peatones y conductores eres tú.El pecado de Mohamed ha sido subirse un pocotarde y ya te empeñas en machacarlo.

Una intervención clave en la vida de Kebira, queél recordaría siempre. Había sido defendido porprimera vez y justo por la mujer que había desper-tado tanto en él. La hija de los Alati, sin quererlo oqueriendo, había comenzado a enseñar a Moha-med qué es la atracción personal, qué es sentirseinteresado por otra persona. En fin.Tuvieron que pasar algunas horas hasta que el

joven pudo hacer una valoración real del mensajey la acción de Cherifa. De entrada, traslucía lo queKebira no tardaría en denominar como tripleefecto.Primero: Zaq no se atrevió a replicarle a algo más

que una jovenzuela descarada porque, simple-mente, sus palabras habían sido serias y contun-dentes, dichas por una mujer hecha y derecha, y

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no por una jovenzuela descarada. Sus humos y sumala educación bajaron varios enteros, al menos,en las semanas siguientes. Segundo: Cherifa Alati había superado las mira-

das y la atención de los demás para defenderlo.Ella hacía una apuesta decidida por él. Lo habíallamado por su nombre –luego tenía alguna refe-rencia de su existencia–, lo había protegido en uncontexto en el que cualquier comentario o gestosolía dar pie a una época de bromas juveniles bas-tante pesada.Tercero: La pelota estaba en su tejado. Así de

claro y de sencillo. Hasta el enamorado más radi-calmente tímido y temeroso es consciente, enalgún momento de la batalla, de que le toca moverpieza. La necesidad de dar un paso fue para Kebira una

auténtica tortura. No había excusas, pero la timi-dez era para él, sobre todo para él, una auténticabarrera que, en principio, parecía imposible tras-pasar. Mezclaba en su cabeza y en su ánimo laatracción por la niña de los Alati, una vergüenzapesada, espesa y paralizante, un enrevesado com-plejo de fealdad que era acentuado por sus granosen la cara, sus pelos ingobernables y las gafas deconcha del tamaño de la pantalla del cine Liberté. Su habitual soledad de lector empedernido se

constituyó en otro freno a la hora de tomar la ini-ciativa. Pero el episodio del autobús aún tendría

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más trascendencia en el devenir inmediato de Ke-bira.

Apenas habían transcurrido unas horas desde laderrota pública de Zaq, el chófer sin educación.Era sábado por la mañana. Kebira salía distraídode la biblioteca y Hamido, el hijo del mecánico delejército, atravesó toda la plaza a bordo de su bici-cleta a una velocidad clásica y endiablada en su ca-rácter consolidado de gamberro del barrio.Al pasar justo a su lado, y con Kebira todavía su-

mido en algún capítulo de una edición nueva deDon Quijote recién llegada a las estanterías, estirósu cuello como si quisiera arrancarle la oreja de unbocado.

–El lunes es el día. Tú sabes que no puedes dejarpasar más tiempo.

Hamido, con su desparpajo habitual, se habíaconvertido en un rayo con forma de voz de la con-ciencia, refrescó la inquietud de su vecino y des-apareció con la misma rapidez con la que habíallegado. Comprobó la marcha de su compañero acámara lenta. En realidad, los clientes que entra-ban y salían de una tienda junto a la biblioteca, elviento que movía las hojas de los árboles y unosniños jugando y cantando en corro en la plazoletaparecían moverse a cámara lenta.

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Todo aquél sábado de hacía demasiado tiempofue un día terrible para Kebira. El chico permane-ció encerrado en su habitación, sudoroso por lasprimeras ventiscas de poniente que anunciaban lainminente llegada del calor. El verano en este rincóndel mundo no puede explicarse con palabras ni conletras a quien no conoce el norte de África, recordabaahora el muchacho que había escrito en una de susprimeras andanzas de escritor insignificante. Y continuaba leyendo en su reclusión: El calor es

tan sofocante que parece que los edificios se derreti-rán poco a poco, fundiendo el hierro de las ventanascon el cemento como si fueran una gelatina viscosa.Las calles, las conversaciones, las relaciones entre laspersonas y cualquier otro aspecto de la vida y de laciudad se llenan de un sopor y un agobio cuyos efec-tos empiezan a dejarse sentir en la primera semanade junio. Todo, cualquier cosa que se haga, acaba portornarse en una actividad espesa, eterna y cuya ter-minación parece un mundo. En la prosa de Kebira también había lugar para

los únicos resquicios que dejara cualquier situa-ción: Sólo los que vivimos cerca del mar tenemoscierto respiro. Una de las vivencias que quiero yañoro con más fuerza desde que tuve uso de razónme llevan a las charlas hasta la madrugada que sesucedían en las puertas, los patios de las casas y lasazoteas. Sé, porque me lo han contado, que nuestrosantepasados dejaron esta costumbre en Andalucía,

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en la otra orilla, a la que seguro voy a viajar algúndía. El arte de la charla y la conversación por la con-versación no es cualquier cosa. Hay que saber qué,cómo, cuánto y cuándo decir.

El lunes llegó volando. Casi tan rápido como elamigo ciclista que había dejado el ultimátum re-tumbando dentro del pabellón de su oreja. Kebiraeligió la hora del recreo. Apenas hubo paraferna-lia. El muchacho iba a esforzarse porque su argu-mentación no pareciera excesivamente mecánica,después de haber estado todo el fin de semana pre-parándola a conciencia y segundo a segundo. Sólo hacía falta que surgiese el instante, algo que

ya de por sí no era sencillo. Lograr que las mucha-chas se separasen un poco y dejasen a Cherifa almargen era complejo, pero Kebira tenía la estrate-gia perfectamente trazada. Los minutos previospresagiaron lo que estaba por venir. Había miradasextrañas entre los muchachos que pateaban unbalón de cuero y demasiadas risas nerviosas en lasbocas de las niñas que saltaban la comba sin per-der detalle de lo que ocurría en el otro extremo delpatio. Sonó el timbrazo que ponía fin al tiempo derecreo. Todo el mundo se precipitó hacia el pasilloque conducía desde la entrada a las diferentesaulas. Cherifa se quedó un metro retrasada delgrupo y, Kebira, otro metro más atrás. Él tiró muysuavemente de uno de los lazos de las trenzas de

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ella y el impulso de la chica hizo el resto. El lazocayó al suelo y ella se agachó para recogerlo. Él latocó en el brazo y no se demoró más.

–Cherifa, me gustaría decirte que...

–¿Cómo? No, mira... las niñas creían que tú nosuperarías la timidez y que nunca llegarías a de-cirme nada pero, en fin, les he demostrado que soymás guapa y más atractiva que todo eso. He podidomás que tú. Porque soy más que tú.

Cherifa Alati giró presuntuosamente la cabeza ycon total serenidad caminó pasillo adelante. En lasaulas retumbaban las carcajadas. Y la tragedia ter-minó de concretarse. Pocas cosas hay más cruelesen la vida que el “no” adolescente y radical. Laedad matiza luego las negativas y las carga deprosa –diríamos– políticamente correcta. Pero enesa etapa iniciática la verdad se presenta desnuday pura. A veces hasta torpe, porque corta de raízuna vida que pudo ser feliz por otra cargada depesar y desdicha.Mohamed Kebira quiso haber muerto en ese mo-

mento. Sintió como si lo hubieran sujeto al suelocon dos clavos que le atravesaran los pies. Nopodía moverse. Tenía ganas de vomitar, empezó atiritar con fuerza y lo invadía una fuerte sensaciónde ahogo y confusión. Alguien dijo que el exceso

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de juventud es una enfermedad que sólo puedecurar el paso del tiempo. Es verdad, como es igual-mente cierto que cuando se está inmerso en estepadecimiento no se miden ni calculan adecuada-mente las consecuencias que cada acción puedetener a medio y largo plazo.

La niña de los Alati no previó que tratar de esaforma a alguien –más si ese alguien es un fervienteenamorado– cava un surco irreconciliable en elque duerme, latente y con paciencia, un ansia or-gullosa de venganza que no tiene habitualmentefecha de caducidad. De eso no era consciente, porel momento, ni siquiera el principal interesado eneste caso, el propio Kebira que, lejos de apartarsedignamente, siguió lo que restaba de curso y todoel siguiente haciendo literalmente el idiota en posde una muchacha que sólo lo mantenía en su par-ticular listado de admiradores despechados, mal-tratados e insatisfechos. Kebira no tenía ni la experiencia ni el asesora-

miento oportunos para sacar una de las clásicasconclusiones a la que es difícil llegar cuando se esadolescente y es que, cuando se comprende lo quehay que comprender porque no hay más vuelta dehoja, ya es demasiado tarde y lo que hemos apren-dido no nos sirve para nada. Nuestro amigo aprendió a fondo, pasados algu-

nos años, eso que Hamido y otros del instituto le

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adelantaban con acierto en los momentos decisi-vos de aquellos dos cursos en los que se estaba li-brando la batalla: uno no puede pretenderenamorar a una chica si está todo el día mostrandoque tiene interés por ella y la atosiga permanente-mente con cuestiones como poemas y alabanzassin cuento. Al menos, no a esa edad.Kebira fue tan torpe que llegó incluso a trabar

amistad con Cherifa. Error garrafal, advertido con-venientemente por el pacientísimo Hamido, con-vertido para entonces en un aliado a prueba debombas, que apoyaba a su compañero en los mu-chísimos fallos y los escasísimos aciertos y que,sólo muy esporádicamente, desaparecía de la es-cena a conciencia y harto de tanto viaje a ningunaparte. Pero la verdadera amistad es así, debeacompañar en las aventuras más disparatadas por-que sólo en ellas puede pasar los exámenes más ri-gurosos, claro. –El hombre que ha sido rechazado por una mujer

jamás puede esperar que ella vea la amistad pos-terior como algo natural y sobrevenido, le repetíaHamido a Kebira una y otra vez.–Muy al contrario, va a estar en guardia para que

no tengas nunca la tentación de saltar, desde esaamistad, a una nueva oportunidad parecida a laque ella ya rechazó aquella vez delante de todosnosotros en el instituto. ¿O es que no te acuerdas? Para Hamido, la amistad era una palabra mayor

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y cargada de contenido. Llena de significado. Enesto lo habían educado y él lo llevaba a gala desdemuy niño. –Cherifa sabe, aunque no lo habrá ni pensado,

que esa amistad que tú pretendes tiene los pies debarro. Es un sustituto, un placebo, un medica-mento malo, una engañifa, algo que está ahí por-que no pudo haber otra cosa....–Ya está bien –contestaba Kebira absolutamente

agobiado– ¿Qué eres tú? ¿Un tratado de amistady amor con patas? Hago lo que puedo, no puedohacer otra cosa.

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Recordaba constantemente y aquel día, in-dignado como estaba tras la bronca con eljefe, Kebira rememoró que solo los viajes y

la distancia pudieron atenuar aquella pasión tanfuerte. Trajo a su mente que, convertido en adoles-cente, cruzó el Mediterráneo con una beca sa-biendo que en los dos cursos siguientes ampliaríasus estudios de español y francés. El estudiante llegó al puerto de Algeciras, en

aquel entonces apenas un pueblo de pescadores yotros trabajadores de los muelles que no superabalos 30.000 habitantes en el extremo sur de España.Fue su primer contacto con el llamado Viejo Con-tinente. Sin duda, el comienzo de una aventuraque le llevaría a conocerlo en profundidad, desde

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los barrios en los que se hacinaban las personas lle-gadas de África y que viajaban a la metrópoli hastalos exclusivos palacios de gobernantes a los que,más tarde que temprano, acabaría entrevistandoya en su trabajo como periodista.Aquel puerto le sorprendió por su trasiego. Le pa-

reció entonces que el mundo era como una largacorriente acuática. En unos tramos hay quietud,calma y parece que el tiempo y las circunstanciasestuviesen definitivamente detenidas. En otros, encambio, hay cataratas y afluentes, que inundan elespacio de ruido, intercambio y constantes movi-mientos.Éste fue su primer salto de catarata, con un cons-

tante entrar y salir de barcos, viajeros y vehículosque nunca estaban parados. Alejarse de ella erabuscar de nuevo el remanso que no podía encon-trarse en los muelles, en los que quedaban aparca-dos y en circulación los autobuses de la Compañíade Transportes de Marruecos (CTM), importadade África a la península y cuyos vehículos toma-ban, alineados, la apariencia de una fila de fichasde dominó a la que pudieran cambiársele las pie-zas.Paseó un poco por su mercado, cuya primera

imagen sorprendió a su curiosidad de periodistaen ciernes. Vio una gran amalgama de colorido y gentes que

compraban y vendían de todo, como si de un

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enorme zoco de la otra orilla se tratase y, sobreaquella multitud de la que sobresalían las voces delos vendedores, una gigantesca cúpula de cementopintada con sencillez de blanco, sin columnas niapoyos interiores, que descansaba sobre el muroque servía de pared perimetral al recinto cubierto.El mercado tenía en su interior el ambiente mágicoque ya nunca pierden los edificios que son obrasmaestras de la arquitectura. El joven viajero pudo informarse y aprender

luego que aquella construcción tan singular habíasido ideada por el célebre ingeniero Eduardo To-rroja. Su atrevimiento de no colocar ni pilares nilos referidos apoyos interiores fue respondida porlos albañiles que intervinieron en las obras conmucho miedo. Simplemente, se negaron en un pri-mer momento a retirar las planchas de madera ylos puntales provisionales atemorizados ante la po-sibilidad de que todo se viniera abajo. Torroja, sor-prendido, insistía una y otra vez en la conjunciónperfecta entre la solidez y delgadez de la cubiertade hormigón, de solo ocho centímetros de espesor,y el poco peso. Y dijo que todo saldría bien. Mu-chas veces, querer es poder.

Recordaba cómo luego de aquella visita tomó unautobús con destino a Sevilla. Antes de llegar aesta ciudad atravesó dos paisajes bien diferentes.Por un lado, un frondoso y tupido bosque de alcor-

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noques, de un verdor y espesura que él no habíavisto en toda su vida. Después, unas áridas llanurasresecas y amarillentas, que unos hombres acompa-ñados de bestias de labor trabajaban a lo lejos.El estudiante pasó en Sevilla un año excepcional,

inolvidable. Encontró una ciudad llena de referen-cias árabes, desde el enorme río que se llamabaigual que él mismo y la cruzaba de lado a ladohasta la majestuosa torre de la Giralda. Kebira sin-tió en Sevilla, por primera vez, un punto a partesiguales de nostalgia y motivación. Si su civilizaciónhabía sido así… ¿Por qué no iba a volver a serloalgún día? La utopía es terreno de expansión parala juventud.Dedicó las mañanas a acudir a la Facultad de Fi-

losofía y Letras. Allí completó un español perfectoy Cherifa Alati, que había tenido un peso impor-tante en el momento de decidir su exilio volunta-rio, empezó a alejarse por el espejo retrovisor desu vida y su memoria. En esta ciudad de Andalucíahizo amigos, con los que después se cartearía du-rante años. Concluido el primer curso, Kebira remontó el

Mediterráneo como un ave de paso y se establecióen un Liceo de Niza. Francia también le sorpren-dió. Él creía que los colonizadores serían, en la me-trópoli, profundos conocedores de las tierras en lasque se habían asentado en África. Y el choque con-sistió, precisamente, en que la gente de la calle

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apenas tenía unas nociones escasas de los territo-rios, pero realmente no sabían nada de las pobla-ciones, su cultura y costumbres.Los europeos –pensaba– saben de algunos luga-

res por los familiares que tienen destinados en elejército. Poco más. A Kebira le produjo no pocaconmoción el escaso valor que la metrópoli dabaal hecho de que en algunos lugares africanos estu-viese bien considerada por haber llevado escuelas,médicos o carreteras. Y se explicaba mentalmente.

–Es de un desperdicio insostenible lo que deja-mos de hacer juntos (ellos y nosotros) por la men-talidad única de los colonizadores de extraerrecursos sin más. Es un pena, no se dan cuenta,solía reflexionar.

Quizá el año en Niza fuese el mejor en la vida deKebira. No tardó en encontrar y aprovechar unfilón. Culto e inteligente cada vez más, el estu-diante empezó a codearse con amigos y familiaresde los profesores universitarios de la metrópoli,que lo veían como un elemento exótico del que ob-tener información y datos sobre cómo era la “tierramadre” en sus colonias de ultramar.Los contactos de Kebira eran con gente de gran

nivel cultural. Se trataba de personas conservado-ras centradas, en la mayoría de los casos, en cal-mar sus conciencias en lo que respectaba al

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comportamiento del colonialismo en África. Ke-bira exlicaba una y otra vez, en diferentes reunio-nes y fiestas, que había de todo.–Nosotros sabemos que ustedes conocen que han

traído a África algunas cosas positivas –decía ad-quiriendo un tono bastante político– pero nadie ig-nora que están aprovechándose tanto o más quetodo lo que trajeron. Les pongo un ejemplo. Uste-des no construyen una vía ferroviaria si esa vía nohace negocio comunicando una mina con unpuerto o esos mismos muelles con un yacimientode fosfatos. Al final de cuentas, los que estábamosallí desde antes acabamos usando esa línea de trenpara ir de un pueblo a otro, pero quienes tienen laposibilidad de sacar el producto, embarcarlo paracruzar el Mediterráneo con él y traerlo a Europapara seguir generando riqueza aquí son ustedes,mis queridos amigos de la metrópoli. Son sabedo-res, igualmente, de que en África la mayoría de lapoblación es analfabeta, nunca ha acudido a unaula para recibir clases, para aprender cómo seaprenden las cosas. No tienen ni la preparación nila formación que se necesitan para poder defen-derse en la vida con dignidad. Llegaron y, en prin-cipio, durante décadas, nos deslumbraron.Cuando algunas personas hemos venido a darnoscuenta de lo que Europa estaba haciendo de Áfricaha sido demasiado tarde. Muchas veces tenemosla impresión de que somos la antesala de esa fá-

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brica a la que antes me refería. Somos como unmuelle de carga que ve pasar un montón de cosasque nos harían mejor esta vida. Y lo más paradó-jico de todo, del colonialismo en sí, es que esto lohemos aprendido de ustedes.

El estudiante, a punto de terminar la carrera deperiodismo, elegía bien el auditorio de estas alo-cuciones. Intentaba no chocar, que no hubiera con-versadores radicales con los que entrar en disputa. Kebira, alto, espigado, bien parecido, impecable-

mente vestido, cuidadosamente peinado y enfun-dado en el único traje que tenía, modulaba su voza la perfección, apoyaba cada idea en argumentossólidos. No dudaba cuando hablaba, pero tampocoparecía que fuera un divo sabedor de todo lo quehabla desde la cátedra.Caras de comprensión y hasta de resignación

eran las que podían verse cuando Kebira termi-naba sus palabras. No fueron ni uno ni dos los cóc-teles en los que nuestro estudiante provocaba quealgún ciudadano de la metrópoli se fuese a casadándole más vueltas a la cabeza de lo debido. Y noprecisamente por el consumo de licores. No. En Ke-bira se había revelado un poder de seducción yconvicción arrasador. Así pasaba su vejez nuestro cronista, recuerdo a

recuerdo y espoleado entre lo que pasaba en la re-dacción –donde sufría una soledad patente y dolo-

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rosa– y los recuerdos de un pasado muy activo,profesionalmente exitoso y pleno de experienciashumanas y personales. Cada tropiezo, cada broncaen aquel lugar, suponía para él caer en un bacheanímico profundo. Dejó de pensar en todo. Ca-minó como un autómata hacia su casa –un antiquí-simo piso a cuatro calles de allí– y cuan prontopudo dejó que la noche y el sueño acabaran conaquel día tan duro.

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Mohamed Kebira despertó literalmenteagotado. Apenas pudo abrir los ojos ynotó cómo, de inmediato, su ajado pi-

jama de rayas rosadas y blancas se había conver-tido en una armadura de hierro perfectamenteacorazada. No podía moverse porque el cansanciolo aprisionaba. “Ya no estoy para estos trotes”, re-flexionó, y decidió pensar –únicamente pensar–mirando el globo de cristal verde que envolvía labombilla. La luz de la mañana se colaba por lasrendijas que dejaban las tiras metálicas de la per-siana. La buhardilla en la que vivía el viejo perio-dista estaba sumida en el caos histórico que laadornaba. Dos archivadores con los cajones a medio cerrar

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por allá. Más cerca, un par de sillas que sosteníandecenas de carpetas azules por cuyos límites sobre-salían antiquísimos y amarillentos artículos deprensa. El teléfono de pared no sonaba desde hacíaal menos cuarenta y ocho horas. Cuatro cenicerosrepletos de colillas y varias decenas de diarios es-taban a la derecha del camastro, apostado en unlado de la ventana, demasiado lejos del aseo conlavabo y plato de ducha como para pensar siquieraen transitar hasta allá en busca de alivio. En unode los tabiques, tres estanterías con cientos de li-bros a punto de quebrarse y mandarlo todo al in-fierno.La atmósfera amarillenta del espacio, acrecen-

tada por el papel pintado pegado a la pared, estuvoa punto de adormecer nuevamente al cronista.Empezó a pensar seriamente, hora y quince minu-tos después, que debía dejar de mirar al techo, le-vantarse e intentar buscar un lugar en el que tomarun café que sirviese para aclarar ideas. “Debopasar por el periódico”, meditó. Subrayó mental-mente el verbo “debo”. Kebira El-Hayek acumu-laba casi medio siglo de tránsito por redacciones,esos lugares que, para los periodistas, comienzansiendo santuarios que van demonizándose poco apoco. Había desaparecido en él, hacía muchos años,

aquella ansia antigua por llegar a la redacción yempezar a teclear una historia, algo importante

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que contar a los lectores. El periodista –discurríaKebira embutido en el pijama– tiene con las redac-ciones una historia de amor parecida a la que se in-serta en los matrimonios. Al principio todo es de color de rosa. Los enamo-

rados buscan cualquier pretexto para estar juntosy concretar, siempre concretar. De manera que noes extraño ver a los jóvenes que empiezan pasandohoras innecesarias en estas “salas de maquinacio-nes”. Tonteando, releyendo alguna edición atra-sada u ofreciendo ayuda en balde hasta tornarseen auténticos estorbos. Los compañeros más veteranos, que hace tiempo

dejaron de pisar las calles buscando noticias másallá de las oficiales, les suelen decir: “Deberíaisestar en la calle, buscando noticias más allá de lasoficiales”. Es un círculo vicioso que no deja entrever sino

sus primeros trazos, porque las redacciones agotanfísica y mentalmente en cuanto uno traspasa unlustro de habitar en ellas. Algunas tardes en las queel trabajo concluye antes, el periodista que co-mienza a madurar sale a la calle y descubre quehay una vida aparte de la que aparece descritacada mañana en las páginas del diario. Hay niñosque juegan en la plaza, madres que pasean a susbebés en carritos, novios que retozan junto al rom-peolas, hombres de mediana y avanzada edad quetoman café y fuman sin atender al paso de las

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horas, tenderos a punto de cerrar sus comercios...En fin. Otro mundo. Y es entonces cuando empiezauna fase de perdición, por cierto, bastante peli-grosa: el que tiene ese oficio toma conciencia –conrazón– de que a poco que medie un milagro la suyaserá una vida esclava. No hay periodista que no sea, de una u otra ma-

nera, un eslabón más de la propia actualidad. Unnexo invisible pero importante, porque es el que seencarga de darle cuerpo y narrarla. La actualidadnunca descansa, vaya obviedad a estas alturas. Lacrisis existencial del periodista cristaliza entoncesy toma cuerpo cuando conoce a ciencia cierta que,muchas veces de forma imprevista, habrá de aban-donar cualquier tarea cuando la realidad se pre-sente cruda, inmediata e inexcusable.No tenía más que recordar aquella vez que se in-

cendió el teatro del barrio oeste y treinta especta-dores fallecieron quemados al querer abandonarlode forma precipitada. El joven que entonces era elcronista conoció el rumor del siniestro a punto deembarcar hacia Europa en una de sus primeras va-caciones. Apenas faltaban unos segundos paraponer el pie en la pasarela del buque. Y dio marchaatrás, telefoneó al periódico desde la terminal depasajeros y asumió la responsabilidad informativade aquel suceso sólo instantes antes de que un taxilo dejara prácticamente al pie del caos de humo yllamas, en el que las ambulancias competían por

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trasladar a los heridos y un grupo de policías ocul-taba con sábanas los primeros cadáveres.Jamás se supo de aquella maleta suya que quedó

abandonada al pie del barco, con varias revistaspara pasar el tiempo de la travesía y mudas de ropaque alguien seguro aprovechó en los años siguien-tes. Ésta fue siempre una de las grandes inquietu-des del escritor que escondía el periodista: quéocurre con aquellos objetos que perdemos o des-pistamos sin más, cómo cambia la vida de las per-sonas según tomen una u otra decisión en sólodécimas de segundo. El incendio marcó la etapa más temprana de su

trayectoria profesional. Comprobó cómo es posiblevivir con cierta frialdad la desgracia ajena quellega de repente. Se avergonzó de la prevalencia,en su forma de comportarse, de la responsabilidadde recoger datos frente a la solidaridad sentimen-tal con los semejantes. Y experimentó el dramaque supone no hacer más allá que contar y, por pri-mera vez, escarbar en el tránsito tan lamentableque, para los espectadores, discurrió entre com-prar una entrada en la taquilla con la intención deser felices y, segundos después, perder la vida por-que todo se volvieron llamas, negrura y destruc-ción. “A los periodistas se nos ha reservado el papelde buitres que transportan la carroña para el con-sumo de todos”, concluyó de tan triste trance,cuando hubo de relatar, por ejemplo, la historia de

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aquella pareja de novios carbonizada a pocos díasde casarse porque él se empeñó en que aquellaobra de teatro sería el último regalo antes de la ce-remonia.

Kebira, que seguía acostado en su casa y no habíamovido más músculos que los que elevaban suspestañas, fue interrumpido por el timbrazo del te-léfono. Por un instante, rechazó descolgarlo.

Si quieren algo importante, insistirán –musitó–

El caso es que debía serlo porque, pese a que elsonido cesó después de unas quince repeticiones,al cabo de dos minutos de silencio volvió a golpearsin compasión los oídos del solitario habitante deaquella desordenada pero cálida buhardilla delcentro de la ciudad.

–Dígame –sonaron sus palabras roncas y abati-das de antemano, reveladoras a las claras de queno había cruzado diálogo alguno con nadie en mu-chas horas.

–Kebira, soy yo…

El viejo periodista quedó petrificado. Conocía lavoz de Mehmed en cualquier circunstancia, decualquier modo. Era la del subdirector de La Ma-

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ñana del Magreb, el diario en el que Kebira con-fiaba en pasar los últimos meses antes de una mástemprana que tardía jubilación. El subdirector eraun tipo peculiar, extremadamente torpe e inútil. Pasaba la jornada sin salir de la redacción, cobi-

jado de las iras populares de los muchos afectadosde sus artículos de opinión falsos e imprecisos.Transitaba sudoroso entre las mesas de sus subor-dinados, con los hombros salpicados de caspa yuna camisa llena de manchas por fuera del panta-lón. Iba a toda velocidad, sin que nadie en treintaaños consiguiese averiguar cuál era su destino, dedónde procedía, qué tarea había encargado o cuálsería su más inminente ocupación. Recientemente, había atacado sin justificación al-

guna al gremio de cultivadores de tomates, cuyasparcelas rodeaban el cementerio hebreo, muy cer-cano a la playa de los antiguos barracones. Escribió,sin pensárselo dos veces aunque tan pésimamenteaconsejado como siempre por un chivatazo malin-tencionado, que los tomates del gremio estaban per-diendo calidad a pasos agigantados y que la causase encontraba, sin duda alguna, en extrañas filtra-ciones de agua que llegaban hasta los huertos pro-cedentes de las tumbas de los hebreos. La necrópolisjudía databa de mil años atrás. Era un recinto cui-dado con sobriedad y exquisitez a un tiempo, conmás de dos mil tumbas y personal propio de man-tenimiento y limpieza.

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Madame Turia Al-Fassi, la propietaria de La Ma-ñana del Magreb, bramó como en otras ocasionesdesde su vivienda, en la planta superior a la queocupaba la redacción. Se supo entonces que unanueva hecatombe estaba por llegar, dados los gol-pes de zapato de tacón y las voces fuera de tonoque podían escuchar helados y paralizados los pe-riodistas y otros empleados del piso inferior. El teléfono de la secretaria de la señora Al-Fassi

no daba abasto para recibir las llamadas indigna-das de decenas de hebreos y hebreas de la ciudadrechazando de plano el contenido de la columnade opinión de Mehmed, que para entonces acre-centaba su rapidez histérica por entre los pasillosde la redacción, en silencio, alimentado por reso-plidos arrítmicos y sin saber dónde meterse. El subdirector Mehmed siempre parecía tener sus

días contados, pero el dato fundamental de su bio-grafía radicaba en que no había conocido otros lu-gares que no fuesen su propia casa y “La Mañana”,toda vez que entró como ordenanza hacía 42 añosy ahí seguía, fallando en cuestiones más importan-tes día a día a medida que lo inexplicable –ingre-diente esencial de las empresas informativas– lohabían ido dotando progresivamente de mayoresresponsabilidades. Todos en la ciudad achacabanla permanencia de Mehmed en su puesto a su leal-tad y, sobre todo, a la extrema caridad para con élde la señora Al-Fassi, incapaz realmente de matar

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una mosca, como todas aquellas personas que pa-rece que devorarán un león de un solo bocado ensus momentos de mayor irritación.Sobra comentar que la dueña del periódico hubo

de pasar la mañana con el auricular telefónico pe-gado a su oreja, calmando los ánimos de cuantoshebreos llamaban airados a su majestuoso despa-cho, especialmente de todos aquellos judíos co-merciantes –la mayoría– que amenazaban sinrubor con retirar sus anuncios publicitarios de laspáginas del diario.

–Tomaré medidas –repetía a todos con tonofirme y una seguridad abrumadora, que tenía lacapacidad de tranquilizar a los interlocutores.

Más original, y menos atendida institucional-mente por motivos puramente económicos, fue laprotesta ejercida por los treinta y tres cultivadoresde tomates que componían el gremio agrícola. Pri-mero apilaron, una tras otra, veinticinco cajas desu producto ante la mesa del aterrado conserje deldiario –ubicado en el portal del edificio– y añadie-ron una nota dirigida a la señora Al-Fassi.

Estimada señora: Valgan estos ejemplares para de-mostrar la “bajada de calidad” de nuestros tomates.No es nuestro deseo que su subdirector, el infalibleseñor Mehmed, los pruebe, porque entonces las pro-

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piedades de estos frutos prolongarán su vida y no cre-emos que eso puedan soportarlo ni su negocio de ven-der periódicos ni el propio concepto de la verdad quenos merecemos en esta ciudad. Un saludo.Posteriormente, el tumulto ocasionado por el re-

parto de varias decenas de cajas entre los viandan-tes hubo de ser disuelto sin mayores incidenciaspor una pareja de gendarmes que poco antes sehabía ocupado en regular el tráfico de la calle delas Verdades, paradójica dirección de La Mañanadel Magreb. Aquel suceso se resolvió como tantasotras veces, en virtud de un ceremonial repetidopero no por ello menos curioso. Hasna, la secretaria de la señora Al-Fassi, solía

disfrutar con la llamada que su jefa y propietariadel diario le ordenaba al filo de la hora del al-muerzo, en ese remanso temporal que se presumíade paz antes de que los redactores regresasen y laactividad en aquel habitáculo desordenado y pocoaireado se volviese verdaderamente frenética.

–Por favor, Hasna, dígale al inútil que tenemoscomo subdirector que suba de inmediato a mi des-pacho.

–Enseguida, señora Al-Fassi.

La secretaria, que ganaba cinco veces menos queel subdirector y trabajaba el cuádruple con mayor

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presión y menos tiempo, atendía gozosa el encargoy el timbre de su voz la delataba. Mehmed jamásestaba en su lugar para atender la llamada, peroésta iba siendo desviada de mesa en mesa hasta al-canzar la zona de la redacción en la que el subdi-rector ya sólo tenía dos opciones: o coger elteléfono con la sentencia de muerte que él habíavisto aproximarse desde hacía dos minutos demano en mano o tirarse por la ventana en la quehabía sido arrinconado.

–Señor subdirector, la señora Al-Fassi desea quesuba usted a su despacho inmediatamente.

Mehmed ni contestaba. Los poros de su piel sevolvían aún más brillantes porque el sudor era in-contenible, centraba el temblor de sus manos enbuscar una grasienta corbata azul marino escon-dida en una desvencijada cajonera y se apresurabaa subir a la vivienda de la propietaria sin mirar anada ni a nadie, ni siquiera al director, con el quehacía unos diez años que no hablaba más que loimprescindible y al que odiaba literalmente amuerte. Escalaba posteriormente cada peldaño con una

lentitud inenarrable. No era posible saber lo queaquel reo de muerte tenía en su cabeza, pero se-guro que algo relacionado con que el tiempo nodebía transcurrir, sino detenerse o comenzar un

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ritmo tan pausado que un segundo se pareciese aun día entero y, un minuto, a todo un año. El pare-cido entre el subdirector y el niño que jugueteahasta el infinito para demorar que le pongan unainyección era perfecto. Hasna, la secretaria, lo re-cibía con una sonrisa irónica que iba de oreja aoreja.

–Pase, pase sin más… Si la señora Al-Fassi lo estáesperando…

El silencio del piso inferior, en la redacción, se-guía siendo sepulcral. Y en el instante en que seapagaba el fino timbre de voz de la joven Hasna,todos los que preferían demorar el almuerzo paraescuchar la bronca –la mayoría– cerraban la en-trada a este espacio y pegaban sus mejores orejasa las paredes para no perder detalle. Qué gozada:poder oír cómo machacaban a aquel tirano desgra-ciado, que periódicamente no podía librarse de lasiras de la dueña del negocio. El ritual se repetía porenésima vez. La señora Al-Fassi pertenecía a unafamilia hecha a sí misma, sabedora de la dureza dela labor periodística y de las tácticas de todos aque-llos que, en el marco de la misma, aprovechan parano dar golpe y convertirse en parásitos. Su abuelo,antiguo vendedor callejero de periódicos, habíaahorrado y sudado tinta hasta fundar “La Ma-ñana”, alquilando un piso en el que comenzaron a

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trabajar algunos buenos informadores deseosos deiniciar una nueva aventura laboral a finales delsiglo XIX. Era precisamente por las andanzas del abuelo

por donde la señora Al-Fassi, empedernida fuma-dora y devoradora de caramelos de menta a untiempo, comenzaba una fenomenal bronca con gri-tos que volaban aquí y allá. Lógicamente, entre-mezclaba cada dos o tres minutos algún elementoconcreto vinculado al nuevo toque de atención alsubdirector. Esta vez, por ejemplo, tocó hablar delos ingresos que reportaban a La Mañana los anun-cios publicitarios de los comerciantes hebreos, lacomunidad aludida en el desastroso artículo deopinión de Mehmed. Al-Fassi, de 75 años, conservaba una agilidad fí-

sica y mental proverbial, si bien en los últimos añosésta última comenzaba a presentar algunas fisurascomprobables desde el exterior. Siempre enfun-dada en un vestido largo y de chillones colores es-tampados, lucía una media melena blanquísimaque se confundía con el color de su piel a la alturade las mejillas. Visiblemente arrugada, invitaba a Mehmed a

sentarse en la silla frente a su enorme y ordenadamesa de despacho y empezaba a dar vueltas por laestancia alrededor de su presa. Cada vez subía másla voz, sobre todo cuando tomaba de un estanteuno de los tomos encuadernados que recogían ex-

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clusivamente las meteduras de pata del subdirec-tor. Ese mítico despacho forrado de maderas no-bles allá donde se mirase era a esas alturas untúnel oscuro y sin salidas para Mehmed, un rincóndel cuadrilátero en el que el boxeador acorralado–tan aturdido por la paliza que recibe– ya casi nioye las voces del público porque encaja un golpetras otro sin remedio. La señora Al-Fassi recordaba todos los sacrificios

de su familia para mantener a flote “La Mañana”,lanzaba contra las paredes los volúmenes encua-dernados de Mehmed –que luego recogería Hasnaencantada– y no permitía que su subdirectorabriese la boca en ningún momento.Abajo, en la redacción, las risas silenciosas y mi-

radas conformaban todo un entramado de compli-cidades, cobradoras de todos los malos ratos queprovocaba la tarea torpe, destructiva e inútil deMehmed. La bronca terminaba tradicionalmentecon dos puntos ineludibles. El primero, una frasecoreada desde abajo en susurros por los secretos ygozosos espectadores de la reprimenda.

–Recuerde siempre que usted está aquí porquemi padre, en su lecho de muerte, me recordó quela caridad era una virtud irremplazable para nues-tra familia y que esto lo decía directamente porusted: Si lo mantienes en el periódico hasta que des-aparezcas tú también, habrás ganado el paraíso. No

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habrá mayor prueba en tu paso por la vida queaguantarlo, me dijo el pobrecito.La segunda conclusión se centraba en prohibirle

a Mehmed que escribiera nada hasta nueva orden.Ni sobre hebreos, ni acerca de cementerios o de to-mates o nada que se le pareciese. Y una últimaorden: –Desaparezca de mi vista e intente no cruzarse

conmigo en los próximos dos años, hasta quepueda olvidar un día como el de hoy.

Sabedora de la inutilidad de su subdirector y delenésimo discurso que le había lanzado, la señoraAl-Fassi era capaz de transformar la furia en calmaen pocos segundos y acudía luego puntual a la citaen el casino de la plaza, donde ella y otras amigasprobaban como aperitivo un vermut amargo paraabrir boca. Ella sabía –también todos los demás– que Meh-

med volvería a hacer de las suyas muy pronto y consu pretexto favorito: “Ha vuelto a fallarnos otro co-lumnista de opinión y yo debo cubrir ese espacio”,una frase tornada en la primera piedra del edificiode la catástrofe. Estos episodios, traídos a su memoria por la lla-

mada telefónica intrascendente de Mehmed y cuyocontenido él ni había escuchado bien, revivían aMohamed Kebira El-Hayek. Hay, entre quienes sededican a este oficio, la conciencia clara de que

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deben vivir y guardar equilibrios entre distintas re-alidades: la de la calle, la de la redacción, la delhogar, la de los personajes públicos con los que seconvive. Periodistas que piensan que pueden estaral nivel económico o de popularidad de muchos desus entrevistados corren el riesgo de ser tomadospor chiflados. En la calle, las bocas se cierran y sedice solo lo que el periodista pueda o deba escu-char, que muchas veces no tiene nada que ver conla verdad. En el hogar, la familia suele acabar hartade titulares de prensa, debates, ausencias intermi-nables, llamadas y avisos intempestivos y un sinfínde inconvenientes.

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El anciano periodista salió a la calle caminode la redacción pero se adentró antes por unlarguísimo sendero del parque de los Márti-

res de la Revolución. Cansado y sudoroso, cami-naba junto a un arriate por el que el agua bajaba auna velocidad de locos.Se sentó en un banco y pasó del recuerdo de sus

últimos meses de estudiante en la costa azul fran-cesa a Cherifa Alati, cuyo fallecimiento había pul-sado la tecla de encendido del repaso a susmemorias. Antes de pensar en el reencuentro conaquella mujer al regreso de Europa, Kebira, arru-llado por el ruido del agua y aliviado por la sombrafrondosa que cubría por entero aquel parque lim-pio y solitario, echó una cabezadita apoyado en elrespaldo del banco.

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Soñó profundamente con algo que le ocurrió aorillas del Mediterráneo pocos días antes de su em-barque de regreso desde Marsella. El estudiante,recién titulado y con la vista puesta en encontrartrabajo de vuelta a casa, entró en un bar cuyos tol-dos, de color azul celeste, invadían el cantil que se-paraba el mar del estrecho paseo.Cuando tomaba el primer sorbo de un refresco

helado de naranja, Kebira vio como un forzudo ca-marero –del tamaño de un armario y vestido conuna mugrienta camiseta de tirantes llena de lam-parones– sacaba del bar a empellones a un jovenmuy mal peinado, de piel oscura y ojos negroshonda y extraordinariamente vivos.El muchacho, sin quererlo, rompió la tranquili-

dad de la terraza al irrumpir en ella violentamente,sacado de un empujón desde el interior del esta-blecimiento.Sobre él cayó lo que parecía un cuadro envuelto

en papel cartón, igualmente arrojado con fuerzadesde la oscuridad recluida del bar.–Ni esto es arte, ni es pintura ni es nada. Esto es

una porquería. ¿Qué crees, que puedes venir a ti-marnos cada vez que te dé la gana? Vete a Españacon tus baratijas.

Mohamed Kebira apuró rápidamente su refresco.Dejó un par de monedas sobre la mesa y un im-pulso irrefrenable que mezclaba solidaridad y lás-

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tima a partes prácticamente iguales lo encomen-daron al auxilio inmediato de aquel desdichado. El joven, en apariencia unos cuantos años menor

que él, vestía una camiseta marinera con bandasque alternaban el azul y el blanco. Kebira le dio lamano para que se levantase y, mientras el expul-sado se sacudía, él recogía el paquete.

–Me llamo Mohamed Kebira. Ya veo que no todoel mundo tiene respeto ni por el arte ni por las per-sonas.

El muchacho guardó un silencio muy triste. Diounos pasos y se sentó frente al mar, con la miradaperdida en el horizonte. Empezó a hablar de unaforma pausada y monocorde:

–A la vista está. Me llamo Pablo Ruiz Picasso. Mededico a pintar, aunque también hago escultura.Llevo un par de años en Francia intentando saliradelante. Es lo único que pretendo. Querían uncuadro nuevo, algo diferente que adornara el bar.Les he traído uno que se me ha ocurrido titular“Les demoiselles d’Avignon” o “Las señoritas deAviñón”. Se me ocurrió descomponer las imáge-nes, convertirlas en una serie de piezas geométri-cas que mantienen el conjunto de mi discurso enla pintura, pero que lo presentan de forma total-mente innovadora. Estoy cansado de lo de siem-

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pre. Creo que hay que echarle imaginación alasunto. Hacer cosas nuevas en la vida y en el arte.Sin riesgo y sin apuesta seríamos unos fósiles. Yocreo que el siglo XX tiene que servir para que deje-mos al clasicismo en los museos e inventemos. Nosé si algún día me llevará a algo esta búsquedamía…

Mohamed Kebira tenía, a esta edad, recuerdossalteados cuyo poder de ensimismamiento se tur-naban cada día con los acontecimientos de su viday los de la redacción del periódico, los dos ámbitosexclusivos de su existencia. Despertó atolondrado,abandonó el vergel del parque de Los Mártires y locambió por el calor inhumano del callejón Azul,una vía empedrada y estrecha, abierta por sombrasque llevaban a la avenida de Liberación.El aire estaba tan espeso que no dejaba ni pensar.

El callejón parecía, sin serlo, una galería cerrada,asfixiante y húmeda. Kebira, con paso lento y dis-traído, se acercaba al final de aquella vía. Encarabauna segunda transición porque, igual que acababade pasar del parque de Los Mártires y su micro-clima a la incandescencia del callejón Azul, seacrecentaba ahora el volumen ensordecedor deltráfico de la avenida que contrastaba con el silen-cio sepulcral de la estrechez. Un edificio enorme hacía esquina entre el Azul y

la avenida Liberación. Aquel mamotreto inmenso

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había sido una de las sucursales más tétricas de laDirección de Seguridad, en la práctica un centrode detención y tortura como tantos en este mundo. Éste, como los otros, desprendía de su estructura

impertérrita una impresión de tristeza latente. Asaber: ya no era, desde hace un par de décadas,aquel lugar del que surgían alaridos ahogados dedolor. Ahora estaba vacío, casi abandonado. Sólounos cuantos gendarmes mantenían en la actuali-dad, en un minúsculo rincón del vestíbulo, un parde taquillas oxidadas en las que guardar algunasropas en los cambios de turno de vigilancia y regu-lación del tráfico en ese sector urbano.Kebira estaba a punto de torcer la esquina y, en

ese momento, un cañonazo de agua caliente lebañó el pie izquierdo, el único que le quedaba apo-yado en el callejón Azul.Al viejo periodista le dio un vuelco el corazón, su-

frió una reacción al sobresalto rápida y rotunda,demasiado brutal para su cuerpo de viejo. Kebiracayó de rodillas porque aquel cañonazo le dejó la-cias las articulaciones, sin fuerzas para sostenerloen pie. Sin embargo, en esa postura empezó a percibir

lo que estaba pasando. Una cañería ancha habíareventado en la base misma del edificio. Escupióun primer borbotón de agua caliente y sucia quemojó al periodista, pero, después de esto, dejó ungran boquete en la pared de cerca de metro y

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medio de diámetro. Nadie pasaba por la calle. Ke-bira aprovechó el hueco para mirar y darse cuentade que daba al sótano del inmueble, aquel espaciolúgubre en tiempos de la colonización y compa-rado con el mismísimo infierno en el que, cobija-das por paredes muy gruesas de hormigón, sedesarrollaron tareas de tortura.Kebira retrocedió cuarenta años en el tiempo y

sintió tan fuerte la llamada de la vocación que fuedirecto a encararla con una juventud de la que ca-recía.El periodista se deslizó por la abertura y se su-

mergió en una oscuridad absoluta. Encendió unmechero, que apenas iluminaba porque la negruraen aquel sótano se cortaba con cuchillo. Empezó adar unos pasos sin acordarse de que horas anteshabía muerto Cherifa Alati, de que ello le habíaproporcionado el repaso a toda su vida, de la dis-cusión con el redactor jefe, de que, poco a poco,todo se estaba acabando.La búsqueda y el misterio le podían. Ya había

ocurrido varias veces. Para concluir un reportaje,quince años atrás, Kebira pasó casi dos días inves-tigando en el barrio turco y sin reparar que llevabaese mismo espacio de tiempo sin dormir y apenascon un té verde en el estómago.A tientas, hasta que sus ojos comenzaron a acos-

tumbrarse a la luz mortecina del mechero, Kebirafue avanzando por entre el silencio del sótano,

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cuya superficie, salpicada de pilares, era equiva-lente a la de un campo de fútbol. En un rincón, des-conectada de los desagües, una fila de diez lavabosgrandes.

Aquí les sumergían las cabezas a los detenidos,pensó.

Más hacia el centro, una veintena de sillas apila-das entrelazadas por gruesos correajes. Kebira sedetuvo a escrutar más detenidamente este últimohallazgo porque los asientos, de una madera toscay mal rematada, lucían unos surcos, en muchoscasos, impregnados y rellenos de sangre marrón yreseca.Al periodista se le iba erizando el pelo y sentía en

el pecho un vacío irrecuperable. En aquel sótanose había juntado mucho sufrimiento y se habíanextremado la capacidad, la resistencia y los límitesdel ser humano. En la Dirección de Seguridad seponía a prueba el aguante de los detenidos me-diante la tortura. Siempre con el objetivo de obte-ner información sobre lo que ocurría en launiversidad, las fábricas y los barrios más indepen-dentistas de la capital y las ciudades importantes.Bajo sus pies, Kebira notó un crujido. Apuntó conel mechero y no tardó en apercibirse de que estabasobre un montón de papeles. Cogió algunos y vioque se trataba de folios en blanco que tenían en el

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margen superior izquierdo un membrete escueto:

Dirección General de Seguridad Sede central

Junto a los folios, el gran hallazgo: una caja me-tálica, descascarillada y podrida de tiempo, de lasque servían para guardar puros en una mesa dedespacho. Kebira vivió esto último como el descu-brimiento del niño que, sin pensarlo, se topa trasla puerta de un armario con un regalo que alguiencompró con mucha antelación a la fecha de sucumpleaños. Una euforia indescriptible.Costó trabajo abrir la caja. De su frontal sobresa-

lía una llavecita completamente oxidada y blo-queada en la cerradura. Kebira presionó con sudedo pulgar y violentó la chapa. Dentro del reci-piente había tres fichas policiales, sucias, mugrien-tas. Eran hojas de cartón rayado, dobladas por sumitad y que contenían, incluso, las fotos de los de-tenidos y hasta sus huellas dactilares.

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La primera ficha correspondía a un muchachomuy joven. Reverdecía el viejo periodista enestos momentos, cuando sentía al mismo

tiempo eso que él siempre llamaba la “alucinaciónde la curiosidad” y el instinto del informador quelleva a valorar una historia que pide a gritos ser in-vestigada y contada. Sus mecanismos se activabaninstintivamente: calmarse primero para ni precipi-tarse ni meter la pata después. Inevitablemente, lavista de Kebira se centraba en un primer momentoen la foto tamaño carnet grapada en el ángulo su-perior izquierdo del documento. Un trazo desvaídode rotulador negro encabezaba los datos de aque-lla persona. Y entre paréntesis figuraba la palabra‘Innombrable’.

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Kebira estaba acogotado como pocas veces antes.Sintió una profunda sensación mezclada de dolor,desaliento, desamparo, recuerdo y –no en un se-gundo plano– de sorpresa mayúscula al ser ya ple-namente consciente de que estaba ante unhallazgo importante.Solo había pasado unos meses fuera de su país

en aquellos años terribles y tan largos de guerrapor la independencia.Tenía clavado en su cerebro cada detalle, cada

capítulo, cada desaparición de vecino, amigo o fa-miliar. La angustia, la incertidumbre, el desgarrode saber que te han arrancado a un ser querido yno puedes hacer nada. La Humanidad, pensaba,puede cometer pocas atrocidades tan crueles,duras y amargas como las desapariciones en lasque unas tazas de un desayuno sin recoger o unaprenda de ropa olvidada constituyen la única des-pedida. De los recuerdos del desaparecido, mejorni pensar ni hablar: el día que nació, las primerastelas que lo arroparon, su primer juguete, sus son-risas, su voz, sus palabras, su vida en el colegio, suslápices de colores, su primer amor, las tardes com-partidas en el parque y en la playa… Todo arran-cado de la noche a la mañana. La memoria a puntoestuvo de sepultarlo en aquella cámara de los ho-rrores con forma de sótano en cuanto pudo leer losdatos del joven de esa primera ficha: Tarek Larbi (Innombrable). Comunista e indepen-

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dentista, aunque hay pocos datos y no están bien ata-dos porque se corresponden con rumores. Unos 19años. Detenido por la noche, torturado. Fallecido. Nohay comprobación de ligazones políticos claros. Dosdisparos en la nuca. Campo Sur. 70 kilómetros.

Kebira apenas podía respirar. Pensó, acongojadopero sin lágrimas, en lo absurdo de la muerte, encómo puede despacharse con cinco líneas y medialos 19 años de vida de un muchacho que, a buenseguro, estaría lleno de ilusiones y tras el cual ha-bría una familia a cuya casa jamás regresó. Pudohaber una novia a la que nunca nadie contestó,unos amigos con los que ya no volvió a bañarse enel mar. Todas las muertes son absurdas, pero la que figu-

raba en este trozo de cartón insultaba a quien lohabría redactado en su momento: “…hay pocosdatos y no están bien atados porque se correspon-den con rumores…”, “No hay comprobación…”¿Podían considerarse seres humanos aquellas per-sonas que hicieron que el texto fuese realidad? ¿Oeran, sin remedio, criaturas inmundas a las que noquerrían parecerse ni las ratas de alcantarilla?

Segunda ficha: Gamal Akra. (Innombrable). Altosecreto. Líder de masas detenido tras un mitin clan-destino. Operación desarrollada por fuerzas para-caidistas. Murieron 40 personas pero él pudo ser

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capturado con vida para aplicarle tortura. No sepudo obtener información como resultado. Pertene-ciente a una familia independentista. Varios herma-nos encarcelados y tres de ellos huidos a la montaña.Campo Sur. 70 kilómetros. Gamal Akra. Gamal Akra… ¡¡¡Sí!!! ¡¡¡Increíble!!!

El periodista gritaba en su cerebro para no llamarla atención de la calle, que de todas maneras es-taba desierta a esas horas. De Akra recordaba sufuerza y su ascenso meteórico en la política por laindependencia. Era muy peligroso para la metró-poli… Hasta que un día, después de un mitin alque siguieron disturbios muy violentos –una au-téntica guerra en la calle– se le perdió la pista ynunca más volvió a saberse de él. Una sola vez re-memoraba haber hablado con él. Era alto, alegre,muy fuerte, pelo ondulado y peinado hacia atrás,nariz prominente y ojos oscuros, se expresaba deforma vehemente y contundente.

Y otra más: Hasiba Mezzian. Capturada junto auna ermita del barrio Este. Unos 25 años de edad. Enla carrera de huida se le caen unos apuntes de estu-diante entre los que aparece propaganda socialista.Aunque escapó en principio, luego fue localizada por-que aparecía una dirección en los papeles hallados enel suelo. Sometida a tortura. Fuerte resistencia. No dainformación. Ahogada en los lavabos. Enterrada enla fosa común del Campo Sur. 70 kilómetros.

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Ya no decía nada más. A Kebira se le heló el co-razón. La última ficha no era menos patética, peroen ésta saltó la sorpresa de forma definitiva.El nombre de Hasiba Mezzian le sonaba muchí-

simo. Podía recordar que había sido una de las pri-meras mujeres en sumarse a aquella guerra y que,hoy en día, si la memoria no le fallaba, tenía sunombre en algún lugar del callejero de la ciudad.Una calle o una plaza en aquel laberinto, no sabríadecir bien. Por primera vez, después de más decuarenta años, tenía en sus manos una prueba con-creta y por escrito de todas aquellas barbaridades.Compungido y en el estado mental más opuesto alde la calma, repasó bien la tercera ficha. El óxidoque había desprendido la grapa a lo largo de tantotiempo tapaba media cara de un rostro masculinobastante aniñado y una marcada tensión en elgesto. ¡¡¡¡¡¡¡Hasiba Mezzian!!!!!! ¡¡¡¡Claro!!!! Recogía

los datos de una joven licenciada en Derecho quehabía regresado desde la metrópoli cuando vio asu gente embarcada en la guerra de la independen-cia. Su desaparición posterior la convirtió en unmártir de aquella revolución, en una figura emble-mática que servía a los irredentos para pelear conmás fuerza. Al leer sus referencias, Kebira fue cons-ciente de que aquel descubrimiento suyo era tanpeligroso como una bomba de relojería. La verdadcontrastada de lo ocurrido –ahora en forma de

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ficha policial– podía remover los cimientos del Es-tado, pese a la cantidad importante de años quehabían transcurrido de la marcha de los coloniza-dores.

Kebira había perdido la noción del tiempo y el es-pacio. Segunda y tercera persona eran conocidas,le sonaban aunque lejanamente y con poca profun-didad. Resonaban en su cabeza influencias deaquellos años. Del primer torturado, Tarek Larbi,no tenía ni la más remota idea. Era, para él, un ab-soluto desconocido. Dobló las tres fichas en el bol-sillo interior de su chaqueta de varias décadas y sedispuso a abandonar aquel infierno. Le costómucho trabajo. La abertura por la que había caídoal sótano quedaba ahora bastante alta y, además,la luz de la tarde veraniega lo cegó durante unosminutos en la salida. Menuda escalada en la quecrujió todo su esqueleto. Parecía que estaba vol-viendo a nacer, sólo que en lugar de proceder deun útero materno, cálido y acogedor, venía de unode los lugares más bajos a los que puede descenderel género humano. Le faltaba el aire por los esfuer-zos, el corazón se le salía del pecho. Estaba empa-pado en sudor. Las gotas de la frente ledespeinaban el flequillo. No había tiempo que perder. Cuando pudo re-

componerse, ya de pie en la calle, apretó el paso.La excitación por lo que tenía entre manos era su

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motor en aquellos minutos, llenos de nerviosismo,electrizantes de recuerdo y actualidad. Las déca-das pasaban silbando por sus oídos como si fueranbalas. Kebira marchó a su apartamento y se ence-rró en él bajo llave tan pronto como pudo. Habíamucho que pensar. Aquellas muertes no podíanquedar en el limbo de la injusticia. El asunto no eraexclusivamente periodístico aunque la casualidad,una vez más, lo hubiera puesto en el camino co-rrecto para demostrarse a sí mismo y a los demásque en él pervivía un profesional que no habíamuerto y podía lanzar zarpazos de realidad rigu-rosa y contrastada en cualquier momento.

Primero fue consciente de cómo la muerte igualacon el mismo rasero de fatalidad y olvido a perso-nas que, en vida, se insertan en esferas sociales yeconómicas bien diferentes. Cayó en estos pensa-mientos a raíz de la ficha del pobre muchacho delque se rumoreaba que podía ser comunista –cuyacara y referencias ni le sonaban lejanamente comoel rumor de un río que se pierde en la distancia–frente a los datos de los otros dos líderes naciona-listas. El primero, un pobre desgraciado. Segundoy tercera, personas reconocidas. El uno, perdidoen el anonimato y cercado en los recuerdos no másallá, si acaso, por las paredes de la casa de su fami-lia. Una de ellas, Hasiba Mezzian, en el rótulo deuna céntrica plaza de la ciudad como homenaje

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póstumo a la etapa gloriosa de la lucha por la in-dependencia del país. Pero, en conclusión, losdatos finales y las circunstancias tétricas de ambosy de otro muchacho más estaban juntos, olvidadosy extraviados en una oxidada y abollada caja depuros que nadie, hasta la llegada accidental de unperiodista acabado a aquel sótano muchos añosdespués de sus muertes, se había entretenido enrebuscar.

Kebira reflexionó mucho sobre este contrasteporque recordaba perfectamente que había entre-vistado a la muchacha antes de que ésta regresasea África, cuando ella ya había terminado sus estu-dios universitarios y habían empezado a librarselos primeros combates. La memoria de Kebira eramonumental. Y le traía hasta párrafos enteros derespuestas que ella le había dado en aquella con-versación:

… Estamos despertando a un nuevo mundo. La ca-pacidad de crecimiento ha alcanzado un tope, estáfrenada y sus beneficios no llegan a más capas de lasociedad porque el que pertenezcamos a la metrópolino da opciones de repartir las riquezas de nuestra tie-rra. Ha llegado el momento de decir Basta.

… A nadie le gusta en el fondo que las cosas sehagan de forma cruenta, pero la metrópoli ha reac-

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cionado con violencia, simplemente, una vez que seha planteado el debate en una sociedad que no porestar colonizada es menos adulta, madura y respon-sable. Algunos sectores no pueden ser contenidos porlos líderes de esta Revolución si se aprestan al diálogoy el entendimiento y son tratados a culatazos de es-copeta, torturados porque acudían a una reunión encualquier barrio de este país…

Mohamed Kebira entendió, recordando aquellaentrevista que halló luego guardada en una car-peta de su apartamento, que el colonizado durantemuchos años guarda una sensación extrañacuando se lanza a luchar contra la que largotiempo se ha considerado la “madre patria”. Todo,no obstante, quedaba en un segundo plano portanta muerte injusta, tanta sangre derramada,tanto militar desmandado…

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Trazó un plan. Muy temprano, a la mañanasiguiente de aquel hallazgo que lo tuvo sindormir toda la noche, tomó un autobús

hacia ese lugar a 70 kilómetros que figuraba en lasfichas de los torturados. El periodista recordabafiltraciones de la Dirección de Seguridad en los lla-mados años de plomo que apuntaban a la ubica-ción más o menos exacta de diversas fosascomunes en las que se habían enterrado miles decadáveres. Se decía que una estaba situada unoskilómetros dentro del desierto, aunque sólo en loslímites si se tenía en cuenta la inmensidad de aque-lla extensión de arena.Era como dejar a los muertos al borde de la nada.

Otra junto a la frontera, aunque él apenas disponía

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de información sobre este enclave concreto. Y unatercera, más conocida, a 70 kilómetros de la capitalque podría ser –perfectamente podría ser– la queaparecía en las fichas. La denominación CampoSur lo despistaba porque jamás había escuchadoesa expresión y, además, a 70 kilómetros estabanlos enterramientos clandestinos junto al Medite-rráneo de los que él tenía mayor información. El problema era, en principio, que el mar estaba

al norte del país, no al sur. Resolvió, por instinto,no hacer caso a la dirección Sur.El autobús, anticuado y sucio, tardó una eterni-

dad en completar el trayecto. Hizo todo el caminoen paralelo a la costa. En él viajaban unas cuantasseñoras dispuestas a pasar el día con los nietosentre la playa y el campo, que se extendía más alláde la arena, y unos albañiles mal afeitados conpocas herramientas de trabajo. Kebira transitabaentre la excitación de andar acertado tras la pistadel Campo Sur, por el momento única referenciapara su investigación, y la posible decepción deque la excursión, lenta y pesada, no sirviese abso-lutamente para nada. Las peores expectativas pa-recían confirmarse cuando llegó a aquella línea decosta desierta, cubierta por un techo plomizo denubes muy grises que no dejaban pasar un solorayo de sol. El conductor advirtió a los viajeros queel único servicio de regreso a la ciudad se efectua-ría seis horas después. Desapareció rápido luego –

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se supone que aligerado del peso de los pasajeros–y las señoras, sus nietos y los cuatro o cinco alba-ñiles mal afeitados se esfumaron como tragadospor los pinares cercanos. Kebira se quedó solofrente al mar y se adentró camino de la orilla. Nohabía nada. Únicamente arena y el azul grisáceodel mar. Las seis horas que quedaban por delante amena-

zaban con convertirse en seis siglos. Se arremangólos pantalones y comenzó a caminar junto al agua.Al fondo del paisaje había unas dunas, a las que sedirigió, más que nada, por fijarse una meta, un ob-jetivo. Tardó casi una hora en llegar a ellas. Pero alcoronarlas, con mucho esfuerzo, sufrió otro sobre-salto brutal. Majestuosas y melancólicas, brillantes y sólidas

hasta en su situación de abandono, se alzaban traslas montañas de arena las ruinas de unas instala-ciones veraniegas que aún conservaban un rótulocasi desatornillado en su entrada principal:

CLUB NAVAL DE OFICIALES

El periodista tuvo que afrontar nuevamente latarea de ordenar la tormenta de ideas desencade-nada en su cabeza. En primer lugar, este enclaveestaba, exactamente, a 70 kilómetros del tétricomastodonte de la vieja Dirección de Seguridad. Y,en segundo término, detrás de aquellas dunas

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había surgido una referencia inesperada. Sólo conun poco de conocimiento ya podía deducirse queaquellos crímenes, de los que tres fichas olvidadasen una caja daban testimonio, estaban relaciona-dos de alguna manera con aquella parcela inmensade encuentro entre el campo y el mar en la que,para más señas, seguían en pie las ruinas de unode los cuatro Clubes Navales de Oficiales que ha-bían salpicado en el pasado el litoral del país.Kebira tenía más información en su cerebro

sobre esta pista de la que pudiera encontrar en suscaóticos archivos del apartamento o la redaccióndel periódico. Los Clubes Navales de Oficiales eran dependen-

cias suntuosas, que el ejército construía para quesus mandos más relevantes pasaran veranos portodo lo alto junto a familiares e invitados. Estabanlevantados a pie de playa y disponían de varias pis-cinas, numerosos vestuarios, canchas de tenis, ca-ballerizas y bastantes puntos de atraque paraembarcaciones de recreo. Por supuesto, habíatambién habitaciones y restaurantes.Kebira tuvo claro que el único de aquellos sitios

a 70 kilómetros de aquel sótano era el Club Navalde Oficiales en el que él se encontraba. Y que la de-nominación de Campo Sur se correspondía a aque-lla playa del norte. Tenía que ver, sin duda, contodo el entorno que rodeaba las instalaciones deveraneo. Y habían llamado Sur a una zona del

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norte para buscar confusión y desvincular a los ofi-ciales de la Armada de los asesinatos recogidos enlas fichas. Había poco más que encontrar en aquellugar, pero quedaban cinco horas para que volvierael autobús de regreso a la capital. El viejo periodista, empujado por el motor de la

curiosidad, empezó a recorrer el Club Naval. Aque-llas instalaciones fueron objeto de algunas escara-muzas en los años finales de la colonización. Aúnpodían verse bastantes agujeros de bala y metrallaen las columnas del pórtico de entrada y a lo largode la cerca que limitaba el recinto. Una gran pis-cina era el espacio central, rodeado del restaurantey varias cafeterías. Ahora estaba prácticamentevacía. Apenas había cuatro palmos de agua ver-dosa en la zona más profunda, de la que sobresalíaun tablero de baloncesto con la madera carcomiday el aro oxidado y apenas restos de pintura na-ranja. Todo el conjunto estaba saqueado y ofrecía una

sincera sensación de vacío, tristeza y desaprove-chamiento. Aún así, la belleza del Club Naval seacrecentó con la caída de la tarde, cuando la luz,en su pérdida de vigor, le otorgó miles de sombrasy matices diferentes que permitían adivinar lagrandeza del pasado. Kebira miró su reloj. Decidió que debía retomar

la orilla para volver con tiempo a la explanada enla que paraba el autobús. Mohamed supo que bajo

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aquella arena que pisaba o escondidos en algúnsolar cercano permanecían los restos mortales detres jóvenes sin presente ni futuro. Ahora quedabaaveriguar quiénes fueron los encargados de ponerpunto y final a su pasado.

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Podían estar vivos los asesinos de aquellaspersonas? Y si lo estaban… ¿Dónde? ¿Cómoconectar aquellas muertes con sus culpa-

bles? El peso de las preguntas era demasiado y, porel momento, no demasiados los clavos ardiendo alos que agarrarse. El autobús apareció entrada la noche. A Kebira

le sirvió el itinerario de regreso para recapitular.Con él volvían los albañiles y las abuelas con susnietos, que dormitaban en los asientos. En principio, no sabía por dónde tirar. El viejo ve-

hículo llegó a la ciudad bien entrada la noche. Fuea su casa y se aseó un poco. Se echó a dormir enuna cama históricamente rodeada de cientos decarpetas, libros, periódicos de todas las épocas…

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Pero no pudo. Tenía que encontrar algún anclajeque le permitiese seguir adelante con la investiga-ción. Sin él, sin algo que marcase el camino, no eraposible el descanso.El cronista se sentó sobre el colchón y abrió las

fichas ante sí, concentrándose plenamente en ellasy buscando datos que pudieran ayudarlo. Peronada. Sí, aquellos papeles representaban un granhallazgo relacionado con una etapa terrible y té-trica de la historia del país, pero… Nada que fuesea impactar con fuerza en una sociedad que sabíamucho de torturas y desapariciones… Cientos defamilias –si no miles– estaban marcadas por aque-llos episodios, lo que hacía que el caso transitasecon facilidad entre lo cotidiano y la Historia, conel peligro de que ésta se colocase en primer planoy ensombreciera el pulso vital que, sin duda, alber-gaba.Tenía para sí que aquellas personas –o al menos

sus vidas, su trabajo, su memoria– merecían algomás que la precipitada publicación de las fichas ylo que guardaba aquel sótano en un reportaje adoble página, que una mañana es recibida y leídacon gran sorpresa y al mediodía ya sirve para en-volver pescado en el mercado. A Kebira le sobraban arrugas y experiencia para

distinguir perfectamente una gran informaciónque quedase enmarcada en los despachos ejecuti-vos de La Mañana del Magreb –y había unas cuan-

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tas firmadas por él– de muchas otras de relleno,hechas con la prisa de salir del paso o que carecíande importancia alguna.Su cabeza era una olla de preguntas a punto de

estallar: ¿Por qué no ir a por el bocado entero y ser-virlo todo junto en varias entregas? Nada de pre-cipitaciones. Había que ahondar, saber de aquellosseres destrozados y sus circunstancias, dónde es-taban y están y cómo son sus familias, qué pasó,cómo murieron –aunque quizá esto último era lomás fácilmente imaginable–, quiénes fueron losasesinos con nombres y apellidos, saber si vivíantodavía en el país. Había que intentar descubrirlotodo. Todo. No dejar nada atrás pero… ¿Cómo,por favor? ¿Cómo?Se incorporó un poco y se lavó la cara en el dimi-

nuto lavabo inmediato, el agua salía ardiendo delgrifo y tuvieron que pasar casi dos minutos paraque apareciese fresca. Y entonces levantó la mi-rada y se vio en el espejo: Qué viejo estoy –pensó– y no me he dado cuenta

casi hasta ahora…

Se quedó mirando un rato largo la imagen que ledevolvía aquel cristal. Y continuó pensando…Tengo que hacer lo que siempre he hecho cuando he

estado bloqueado. Hay que volver a la calle, buscaren la calle. Solo lo que encuentre en ella me va a ser-vir a mí y va a interesar en el periódico y a los lecto-

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res, a la gente. Hay que volver a la calle –se repetíaobsesivamente.Las fichas y la calle se le presentaron entonces

como un binomio balsámico. Ya tenía una guía quele ayudase a continuar con la investigación. Habíaque trabajar ahí afuera. Buscar.Pudo recostarse entonces y la suerte –y el cierto

abandono de todos que él sufría– hicieron que elteléfono atornillado a una de las paredes del pasi-llo no sonase en todo el día. Despertó un poco atur-dido y se asomó a la ventana: había pasado más dedoce horas durmiendo y volvía a caer la tardeacompañada de un viento algo más fresco de po-niente, que procedía del mar.Agobiado y embotado de datos y posibilidades

que analizar y cuadrar, Mohamed Kebira se aseó yvistió. Salió a la acera y comenzó a vagar sin unrumbo determinado, mientras lo rodeaba el ruidode las bocinas de los coches. La taquilla del CineLiberté lo atrajo como un imán y pidió una entradapara ver El ladrón de bicicletas, una película ita-liana del director Vittorio de Sica. No era ni muchomenos una novedad, la estaban reponiendo. El Liberté recuperaba antiguas historias cinema-

tográficas que proyectaba a la caída de la tarde,sobre las siete, un par de horas antes de los estre-nos de cada noche. A Kebira El-Hayek, desde niño,le gustaba entrar de día –con el sol fuera– al patiode butacas y salir de la película por la noche

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cuando la jornada ya se había marchado literal-mente a tomar viento. El periodista logró lo quequería: poder evadirse y no centrarse más que enlo que estaba ocurriendo en aquella pantallaenorme, vigilada de cerca por una gran estrella deescayola anclada al techo como adorno decorativoprincipal y a la que se accedía dejando atrás un re-cibidor presidido por un pequeño ambigú. En élatendía un camarero de pajarita negra, bigote, yque no sonreía jamás, bajo ningún concepto. Eraun personaje que bien valía para explicar a losniños en el colegio la filosofía de la tristeza. El ladrón de bicicletas le impactó mucho. Y le

emocionó. Por la miseria en la que quedó sumidaItalia a consecuencia de la Segunda Guerra Mun-dial. Por la lucha de aquel protagonista para sacaradelante a su familia en una Roma destrozada porlos bombardeos y deshumanizada por la tensiónbélica. Por las gotas de unión y amistad con la queAntonio, el actor principal, y su hijo Bruno se en-cuentran cuando intentan localizar una bicicletaque les hace falta, literalmente, para comer. Un ar-gumento simple pero lleno de profundidad y con-tenido, así le gustaban las historias a Kebira. Lapena y la alegría. El hambre. La tristeza. La super-vivencia. La solidaridad entre personas que setopan entre ellas y se salvan.A la mañana siguiente, trastocado el sueño y con

el recuerdo aún de la película en su mente, estaba

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abrumado por toda la tarea que tenía por delante.Buscó en el Registro de empadronamientos delAyuntamiento los datos de la dirección de la fami-lia de la tercera persona que aparecía en las fichas:Hasiba Mezzian. Este trámite no le llevó apenas tiempo, transpor-

tado en volandas en oficinas e instituciones poruna veteranía y un conocimiento de la Administra-ción que no era valorado ni aprovechado por losinútiles que dirigían La Mañana del Magreb. Apenas cuarenta y cinco minutos después, Kebira

había llegado ya al domicilio de la familia Mez-zian, una segunda planta de un edificio de vecinosal que se entraba por un patio rodeado por colum-nas. El apellido Mezzian era sagrado y mítico en laHistoria del país y en el decisivo periodo de luchapor la independencia.Una anécdota que en su casa se celebraba siem-

pre de forma solemne y risueña a un tiempo portoda la familia había retratado a la perfección a ladesaparecida Hasiba Mezzian.–Fue mártir desde pequeña, desde el colegio.Contaba la madre de aquella activista que la

niña, en lugar de jugar con sus amigos en la calle,se esforzaba por copiar los caracteres en árabehasta aprender a escribirlos bien.–Tenía un profesor muy estricto que no quería

saber nada del árabe. Pero ella se rebelaba y loaprendía de forma autodidacta, con la misma exi-

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gencia que si hubiera sido una asignatura más,algo realmente llamativo en una niña de su edad…–Siempre estaba estudiando sola –le añadía

aquella mujer bastante maltratada por el paso deltiempo y a la que la visita de Kebira le había encen-dido la mirada. La madre de Hasiba Mezzian seexpre saba con determinación. Escuchaba atenta-mente, con profundidad. No se le escapaba detalle,pero cuan do le tocaba hablar era contundente.–No lo esperábamos. Un día desapareció y ya no

supimos más. He sufrido muchísimo, aún lo hago.Nunca perdí la esperanza de volver a verla viva,pero nos enterábamos de tantas desapariciones ytorturas que era posible pensar que a mi Hasiba lahabían cogido y me la habían matado. He pasadomiles de horas asomada a esa ventana, con la es-peranza de verla aparecer por el final de la calle. –Pero… ¿Y qué hicieron en aquellos primeros

meses?–No teníamos mucho margen para hacer cosas.

Nuestra familia estaba muy señalada en la luchapor la independencia. Íbamos a los cuarteles de laGendarmería, nos recorríamos todas las comisa-rías. Pero éramos muchos padres y madres en esasituación y nos trataban como a perros. Intentabanaburrirnos: rellene ese formulario, vuelva dentrode una semana, contactaremos con el Departa-mento de prisiones. Todo eran evasivas para queel tiempo pasase.

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–¿Y entonces?–En la metrópoli ni se imaginaban que había

mucha gente que ni quería ni estaba de acuerdocon la independencia. No era nuestro caso, porqueen nuestra familia estábamos convencidos desdeel principio de que ésta es nuestra tierra y que éra-mos nosotros los que teníamos que gobernarla yevitar el expolio al que estábamos siendo someti-dos. Pero, por eso mismo, bien sabemos que hubomuchas dificultades y que hacer un gran trabajohasta sumar a nuestra causa a miles de personasacomodadas a ese sistema. Hasiba hizo lo indeci-ble. Reuniones, viajes, asambleas, imprimía pas-quines, hacía pintadas. No paraba quieta. Ya habíatenido algún que otro encontronazo del que sesalvó milagrosamente. Hasta que un día desapare-ció. Sin más. No hemos dejado de esperarla, perosu familia es muy importante para ella. Sabíamosque tirados no nos iba a dejar. Un día te das cuentade que no es que dejes de esperarla, es que la rea-lidad de que no va a venir es cada vez más pode-rosa. He llorado todo lo posible, su falta me hapesado siempre. Era puro carisma. Todo empuje.Tenía un carácter fortísimo y jamás se arrugabaante nada ni nadie.El periodista no sabía ni qué deriva iba a tomar

aquella conversación.–¿Temían que fuera apresada y torturada?–En el fondo, yo sí que tenía cierto temor a que

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la capturasen y la matasen porque era carne decañón: las detenciones estaban encaminadas a lo-grar toda la información posible. De los activistasencarcerlados se quería saber quiénes estaban im-plicados en las acciones independentistas, quiénessuministraban y manejaban propaganda y armas.Dónde vivían y cuáles eran sus movimientos. Todo.Y yo, que la parí, sabía que Hasiba no era una chi-vata y no iba a delatar a nadie. Lo que me martiri-zaba era su martirio: que la hicieran sufrir tantopara nada y que cuando ella ya no les fuese útilpara sus objetivos la eliminasen y acabaran con suvida. Ella sería valiosa para los militares mientrastuviese cosas que contar y mucha información. Sipor mucho que la torturasen no decía nada, su vidaya no valdría y libre tampoco la iban a dejar…

Había en las palabras de aquella mujer un eco derepetición.–Cuántas noches cuestionándome al principio si

todo merecía la pena, si tenía que ser una hija míala que se implicase tanto y no podían ser otras per-sonas. Pasado el tiempo, tu cabeza se defiende ypiensa que alguien tiene que hacerlo, que son al-gunos los que deben sacrificar su vida y su destinopara que los demás dispusiésemos de libertad. Fuemi autodefensa.

Mohamed Kebira El-Hayek, que había entrado en

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aquella casa con la excusa de hacer un reportajesobre mártires de la independencia, había sentidopánico, sorpresa y mucha tristeza. Pero ante el úl-timo razonamiento de la madre de Hasiba, cen-trado en el orgullo por la lucha de su hija, vio laoportunidad clara y directa ante sí.Sacó la ficha de Hasiba Mezzian, que llevaba do-

blada en el bolsillo de su camisa, y se la entregó asu madre. Ella no podía creer lo que veía. Empezóa leerla en silencio y se le saltaron dos lágrimas, delas que ella, embebida como estaba en las letras,en lo que explicaban aquellas tétricas frases, no sedio ni cuenta. Casi veinte años habían pasado. Dos décadas sin

Hasiba, aquella niña inquieta, luego adolescentecontestataria, estudiante rebelde pero leal a su fa-milia y sus convicciones y, finalmente, activista porla independencia apresada, torturada y asesinadapor el ejército de la metrópoli. Se acabó. Punto.Punto y final. Había una mesita junto al butacón en el que la

madre de Hasiba estaba sentada mientras hablabacon Mohamed Kebira. Y en ella depositó la fichapolicial –que el periodista no perdía de vista– y fijóla mirada perdida en una marina de la bahía de lacapital colgada de la pared. El silencio se hizo espeso y cerrado y él no se veía

capaz de romperlo. Era un homenaje respetuoso.Hasiba ya no era una desaparecida. Se había des-

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vanecido cualquier posibilidad de verla con vida.Todo era demasiado duro como para asumirlo enpocos minutos. El infortunio se había cebado conaquella chica porque, como se explica en su ficha,pudo escapar inicialmente pero en papeles queperdió durante la huida había referencias que per-mitieron localizarla después. Ni el ejército ni la Po-licía iban a dejar escapar una pieza tan suculentani aquella gestión de encontrarla e interrogarlasería aparcada u olvidada por nada del mundo.A sus 25 años le quedaban rasgos de inmadurez

e imprudencia como para no tener en cuenta queen aquellos documentos que no pudo pararse a re-coger había direcciones apuntadas que ponían enriesgo su libertad, su vida y su futuro. Y así sería.Así fue. Las fuerzas paracaidistas cercaban variascalles durante la noche y registraban cada viviendapalmo a palmo sin dejar nada atrás. Cayó Hasibaen la redada, como los otros dos seres desgracia-dos de las otras fichas. Daba escalofríos pensarcuántas fichas se habrían destruido y no se encon-trarían jamás.

La señora Mezzian rompió el silencio:–¿Y ahora qué, señor Kebira?–Bueno, ustedes me conocen por toda mi ca-

rrera. No soy persona que deje causas abiertas osin resolver. Estoy al borde de la jubilación, peroun periodista no se retira nunca. Y menos cuando

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trae entre manos una historia importante que con-tar. Mi plan –mi único plan– es llegar hasta el final.Con todas sus consecuencias. Caiga quien caiga.Les pido la máxima discreción. Muchas personasno se marcharon en el proceso de descolonizacióny, muchas otras, regresaron cuando todo se hubotranquilizado y normalizado. Guardo la esperanzade que esos asesinos puedan estar aún entre nos-otros. Ojalá vivan y podamos llevarlos ante la Jus-ticia.

El periodista abandonó la vivienda de los Mez-zian agotado. Pero con un punto de alivio y sosiegoporque había logrado de aquella madre un seriocompromiso de silencio y confidencialidad, quenecesitaba para seguir investigando aquellasmuertes.

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Si patética parecía la muerte de Tarek Larbisegún lo recogido en su ficha policial, peoraún se volvió todo cuando Mohamed Kebira

tuvo contacto, después de dar mil y una vueltas,con su padre. Era un peón de fontanería analfabetoy con una inquietante incapacidad para compren-der nada. Aquel hombre rondaría los 70 años aun-que físicamente parecía bastante más joven.El periodista golpeó con los nudillos de la mano

su puerta una y otra vez hasta que logró que aquelpeón, ensimismado y como parapetado tras unosenormes ojos abiertos como platos, descorriera uncerrojo y le dejase pasar. Necesariamente, estas entrevistas se llevaban a

cabo en el interior de las casas familiares de los fa-

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llecidos porque, en la calle, todo el mundo sabíaque Kebira se dedicaba a los obituarios y otrascuestiones menores pero llamativas para un vecin-dario siempre ávido de noticias que comentar ysobre las que especular… Todo esto, agotador. Em-pezar a hacer pesquisas con vecinos sin allegadosdesaparecidos en extrañas circunstancias hubieradespertado sospechas indeseadas.

–Pase, siéntese… Ordenó pausadamente y sinestar muy convencido el padre de Tarek Larbi a Ke-bira con voz ronca y pesada, tosca y rotunda.

Todo estaba desordenado en aquella casa, queera un auténtico desastre: cacharros de la cocinasucios, falta de pintura en las paredes, mueblespolvorientos y mal colocados… Oscuridad y faltade ventilación, un penetrante olor a basura y hu-medad…Kebira se dejó caer levemente en una silla de una

estancia que parecía una pequeña cocina. Y frentea él, en otra que estaba igualmente a punto deromperse, el padre de Tarek embutido en una gra-sienta camiseta interior de tirantes que un díadebió ser blanca.

–Vengo por la desaparición de su hijo, TarekLarbi.–Ajá

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–Me consta que un día usted y su esposa dejaronde saber de él –Ajá

El padre de Tarek Larbi acompañaba cada “ajá”con un lento movimiento de cabeza de arriba abajopero no hacía ni un solo gesto con la cara, blo-queada en una inexpresividad total. Kebira nosabía qué hacer. Ni qué decir. Desconocía por com-pleto si aquel hombre lo estaba siquiera enten-diendo. Como no tenía la más remota idea de quécamino escoger –y casi arrepentido como estabapor la creciente sensación de estar perdiendo eltiempo– resolvió preguntar

–¿Qué puede decirme de su hijo?–No sé, la verdad. Yo trabajo siempre. Apenas lo

he visto. Un año antes de dejar de venir él por lacasa, mi mujer murió. Y al año más o menos él dejóde venir. –Me dice usted que su hijo Tarek “dejó de venir”

por esta casa.–Ajá, sí, claro, dejó de venir.

Al periodista, que sudaba a borbotones y ya nopodía aguantar más los nervios, se le cayó elmundo encima. Aquel hombre, en su cortedad, niera consciente de la desaparición de su hijo. Entra-ban, salían de aquella casucha y solo compartir un

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techo y la figura de aquella mujer en una enormefotografía en la pared de lo que debía ser un salónera lo que había podido unirles. A esas alturas de la visita, Kebira tenía claro que

a aquel peón de fontanería de cortas luces no ibaa enseñarle la ficha ni nada que se le pareciese.

–Tengo que marcharme –Ajá –dijo el padre de Tarek, sin hacer intento al-

guno de acompañarlo a la puerta.

Y allí siguió, absorto y con la mirada perdida enuna pared descalichada. Siempre le inquietaron laspersonas que viven en su mundo. Con ellas, es im-posible determinar si saben más de lo que pareceo esa es su simplicidad real. ¿Y cómo sería ese mundo interior? ¿Cómo puede

una persona pasar días y días, meses y meses, añosy años sin pensar en nada con un poco de enjun-dia? Para Mohamed Kebira, cuya cabeza habíasido siempre una auténtica sala de máquinas de suexistencia, éste era un asunto muy atractivo. El periodista salió de aquella casa humilde –a la

que se llegaba por un laberinto de callejuelas sal-teadas de niños jugando al fútbol en espacios im-posibles– pensando en que las investigaciones sonasí: requieren siempre de muchos pasos y gestio-nes que, a veces, demasiadas veces, no aportannada.

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–¡¡¡Mohamed, Mohamed!!!Dos gritos surgieron del fondo de los callejones.

Y luego el ruido de unos pasos acercándose a ciertavelocidad. –¡¡¡Fátima!!! ¡¡¡Qué casualidad!!!

Era Fátima Alati, la hermana menor de MadameCherifa Alati.Mohamed Kebira llevaba décadas sin verla y aún

así la reconoció al instante. Era tan guapa como suhermana. –Fátima ¿Cómo tú por aquí? –Te he visto desde que has entrado al barrio, te

llamé pero no me oíste. Y estos días atrás te he te-lefoneado al periódico, pero aquello es un desastrey no había forma de que me pusieran contigo. Ima-gino que sabes ya lo de mi hermana…Sí –contestó Kebira muy triste– y encima tengo

que escribir su obituario. Alguien de vuestra fami-lia lo ha encargado en La Mañana…–Ha sido una enfermedad muy dura, lo pensa-

mos y nos pareció bonito que fueses tú el que es-cribieses las últimas palabras sobre ella. ¿Teacuerdas de cuando empezó a cantar en los esce-narios?–Claro que me acuerdo ¿No me voy a acordar?–En aquella época te vimos tanto entusiasmo por

ella –pese a lo que te hizo cuando érais unos críos–que en mi casa pensamos que habría una segunda

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oportunidad para vosotros. Siempre te preocupa-bas porque a sus actuaciones se le reservara unbuen espacio en el periódico. Te portaste muy biencon ella. Nosotros ahora hemos encargado el obi-tuario porque sabíamos que lo ibas a hacer tú. ACherifa le hubiese gustado.

Fátima usaba en su conversación con el viejo cro-nista un tono melancólico y de ensueño, que em-bobaba a ambos y los hacía ajenos al calor quearrasaba la calle a esas horas.

–Ella te quiso siempre –lanzó Fátima no tan sor-presivamente.

–Es muy duro todo esto, Fátima, la Historia y lavida no nos han dejado compartirnos. Ella ha sidola mujer de mi vida pero, siempre, eternamente,nos ha faltado el último paso, el decisivo. La hequerido cuando no era más que un niño, la améaún más como adolescente. Y sí: en aquellos añosprimeros en el diario, en cierta forma, estaba lu-chando porque se fijase en mí, primero, y despuésme quisiese…–No le guardes rencor, Mohamed…–No, realmente no lo es. He pensado mucho en

ella –y en nosotros– todos estos años: si se ama aalguien de verdad, ese amor es infinito y tieneentre sus componentes ser, también, incondicio-

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nal. No le puedo guardar rencor ni porque no meamase realmente ni porque, cuando surgió la úl-tima oportunidad, no se decidiese a que lo hubié-semos intentado. –También es cierto que no tuvisteis demasiada

suerte…–Hubo en juego muchos factores. Es verdad que

intervenían y nos llevaban dos pasiones que, poraquel entonces, parecían interponerse, como re-sultaron ser el periodismo y la canción. Y ambaspasiones no eran cualquier cosa. Hoy, pasado eltiempo, veo que no fueron más que simples pretex-tos. Por ambas partes. No pudo ser y ya está. Nohay que darle más vueltas.

Fátima, apabullada por el tono triste y melancó-lico de su interlocutor, decidió cambiar el rumbode la charla, que los había llevado más de 45 añosatrás, como si estuvieran subidos a una máquinadel tiempo y tocara apearse con rapidez.

–Bueno… ¿Y qué haces por aquí? ¿Cómo quesales de casa del albañil?

El periodista recogió la pregunta como un ha-chazo en su cerebro. Otra vez no sabía ni cómo re-accionar, pero resultaba indudable que Fátima loconocía…–Pues nada, aquí que he venido a verlo…

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–¿Otro obituario? Pero si no se le ha muerto re-cientemente nadie… Es viudo y su mujer murióhace bastantes años. Además –guiñó un ojo cóm-plice y lo acompañó de una media sonrisa pícarapropia de una juventud y agilidad mental que nola habían abandonado nunca– este albañil estácomo atontado. Vamos, que si has podido hablarcon él tú, que no eres tonto, ya te habrás dadocuenta… Jajajaja.Mohamed Kebira El Hayek, que no conocía espe-

cialmente bien aquel barrio, se estaba quedandode piedra. Tan desanimado que venía de la entre-vista con aquel extraño personaje…

–Bueno…

Fátima, un torrente contínuo de palabras, lo in-terrumpía constantemente. Mejor para él, quehabía pasado del silencio a aquella demostraciónde oratoria imparable en apenas media hora.

–Mira, ¿Tú sabes por qué es conocido ese hombreaquí? Yo te lo diré: cuando la guerra de la Indepen-dencia, a su hijo –un infeliz algo más despiertoaunque bastante parecido a él– se lo llevaron unosparacaidistas de las tropas que vinieron por aquí.

–Ahh, pero ¿Llegaste a conocer a aquel mucha-cho?

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–Por supuesto que sí –respondió rápida Fátima,encantada con el interrogatorio– pero déjame quete diga (le lanzaba a Kebira, que ya hacía rato quela entrevistaba sin que ella se diera ni cuenta). Elchico era como el resto de la familia, callado, ensi-mismado, apenas hablaba o trataba con el resto devecinos… En el barrio teníamos mucha gente quequería la independencia. Y había un gran movi-miento de militantes que iban y venían. Muchosdesaparecían un tiempo y se perdían para unirseen el monte a la guerra de guerrillas que atacabandistintas posiciones o emboscaban a los militaresen las carreteras de montaña. Al llegar los paracai-distas desde la metrópoli, los tuvimos en esta zonade la ciudad desde el principio. Eran despóticos,brutales, nos trataban fatal. Imponían toques dequeda de forma arbitraria: la calle se vaciaba y des-aparecía la poca alegría que nos quedaba. Todo sesumía en el silencio y la tensión. –¿Y Tarek Larbi? –Cortó Kebira porque el relato

se alargaba sin que se viera término a la historia.–Te voy a contar una cosa, que es rigurosamente

cierta: ese muchacho no tenía nada que ver connadie ni con nada. Así de rotundo te lo puedodecir, con total seguridad. Cero implicación, nada. –Pero ¿Y entonces? ¿Cómo acabó muerto?–De la forma más absurda y ridícula que puedas

imaginarte. –¿Qué pasó?

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–Esa tarde-noche entraron al barrio muchos pa-racaidistas del ejército, muchísimos. Buscaban aalguno de los líderes por rumores contradictoriosde una reunión clandestina que, finalmente, nillegó a producirse como ellos esperaban. Había de-cretado un toque de queda y comenzaron a reco-rrer las calles en grupos de 7 u 8 soldados para quenadie se lo saltase. Todo el mundo debía quedarseencerrado en casa. Mi familia y yo mirábamos losmovimientos de las patrullas escondidos tras lascortinas de aquel mismo salón –dijo señalando aun balcón– y observamos cómo se aproximaban ala casa de Tarek Larbi, pero no porque fuesen ex-presamente allí sino simplemente porque era supaso. Todo estaba en silencio. No se escuchaba nia las moscas. Pero a esa hora daban por la radio unprograma de humor con el que nos moríamos dela risa, con parodias, chistes, imitaciones… Era, siacaso, el único soplo de alegría y felicidad que te-níamos en común en aquellos años de guerra co-lonial. Fueron tiempos terribles de tensión, comoya se sabe. A lo que voy: en el silencio de la acerase escuchó el sonido de un aparato de radio quesalía por la ventana abierta de la casa de la familiaLarbi.

–¿Y entonces? –interrumpió Kebira agotado perointeresado cada vez más en saber qué pasó real-mente.

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–Pues que Tarek estaba carcajeándose. Simple-mente, oyendo el programa de radio y disfrutandocon lo que salía de aquel transistor. Estaría igno-rante de lo que pasaba afuera, pero vamos, que telo he explicado: no era un chico de muchas luces.Ocho paracaidistas empezaron a aporrear supuerta, a patearla, querían derribarla, echarlaabajo… Entraron en la casa y calló la radio. Pudi-mos escuchar cómo le pegaban, fueron unos mi-nutos interminables. No podíamos hacer nada. Lacalle estaba llena de militares con pistolas y ame-tralladoras. Él gritaba al principio, cada vez menosdespués. Llorábamos de impotencia y de rabia sinhacer ruido. Mi madre dijo que sentía asco, que nopodía soportarlo y se fue a vomitar. Yo me quedépegada a la ventana y vi cómo lo sacaban a rastras,la cara negra e hinchada y la ropa ensangrentada.Iba lacio como un muñeco de trapo. Lo sosteníanpor las axilas y la cabeza le caía sobre el pecho. Alfinal de la calle, en el recodo que hace la curva,uno de los soldados sacó una pistola de su cinto yapuntó a su nuca. Disparó dos veces, lo recuerdoperfectamente. Cómo olvidarlo. Los tiros sonaroncomo golpes secos. Con lo estrecha que es la cal-zada imagínate cómo retumbaron y cómo nos de-jaron a todos…

El calor no daba tregua, pero ni eso ni lo asfi-xiante del ambiente importaban ya. Mohamed Ke-

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bira estaba tomando conciencia de que algo ex-traño ocurría. Él había leído en las fichas que TarekLarbi había sido torturado, que lo detuvieron porla noche. Y al menos estos dos datos –no hablemosya de las vinculaciones políticas, pensaba– no po-dían ser ciertos atendiendo al relato de los hechosvividos personalmente por Fátima Alati.

–Que tú sepas… ¿Él había tenido amistades congente de la guerra?�¿De algún partido político?

–Por favor… –soltó Fátima rozando el estallidode la carcajada si no fuera porque el asunto no lle-vaba precisamente a la risa– Ese muchacho nisabía lo que era la política ni tenía capacidad paraenterarse ni de la situación que vivía el país. Nada,Mohamed. Cero. Su vida era entrar y salir, andarpor ahí. Cosas sencillas como escuchar el pro-grama de radio. Lo mataron por su risa contagiosa.Lo quitaron de en medio porque no estaban encon-trando lo que querían, esa maldita reunión clan-destina y torturar para sacar información. Él, sintener nada que ver, se estaba riendo con los chistesque salían de un aparato de radio. En fin… Es unafamilia muy extraña, sin apenas relación connadie, encerrada en sí misma, ya te lo he dicho…Ufff… ¡¡¡Se me hace tardísimo!!! Me encantaríaque charláramos más tranquilamente un día. Metengo que marchar…

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Y con la misma velocidad con la que había lle-gado, Fátima Alati, apenas un bebé cuando Kebirala había conocido hacía tanto ya, se marchó de-jando al periodista aún enmarañado y confundidoen su torrente interminable de palabras. Mohamed Kebira creyó totalmente a Fátima

Alati. Y sacó su gran conclusión: había muertes tanarbitrarias e injustificadas que hasta internamentenecesitaban mentiras para justificarse. A Tarek Larbi lo mataron en el acto y sin saber ni

quién era tras darle una brutal paliza. Fue la pér-dida de una vida por un capricho, por una risa adestiempo –o que aquellas bestias armadas enten-dieron a destiempo en su irracionalidad– y todoacabó para aquel muchacho poco despierto cuyaúnica y pobre existencia había consistido en lacalle y oír la radio, huérfano de madre muchosaños y con un padre que no se enteraba de casinada.Mohamed Kebira supo entonces que las fichas

mentían. No en su totalidad, pero sí en los casos,como éste, en los que necesariamente hasta la bar-barie de matar por matar precisaba de una expli-cación. Las personas habían existido. Y también lasdesapariciones –cada una marcada por sus propiascircunstancias– pero la falsedad emborronabaaquellos papeles sucios y misteriosos que encontróel viejo periodista.

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Mohamed Kebira no paraba de pensar. Ibaa la redacción de “La Mañana” y apenascruzaba una palabra con nadie, pero los

veteranos del lugar ya se estaban apercibiendo deque algo serio, como en muchos otros casos y su-cesos a lo largo de su carrera periodística, traíaentre sus manos y su cabeza. Los más jóvenes de aquel edificio, en su descono-

cimiento, ignoraban esta posibilidad. Ellos dema-siado tenían cada día con hacer decenas degestiones telefónicas y personales para obtener losdatos de una simple noticia breve, de apenas rele-vancia. No digamos ya un reportaje a doble páginao una de mayor calado aún. A un periodista másque conocido, como Kebira, la gente lo para por la

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calle para pedirle que publique cosas: aquel muroa punto de derrumbarse, ese grupo musical que seforma y al que nadie hace caso, un robo en la joye-ría de la esquina… Es la gran diferencia entre unosy otros. Pero la atención de Mohamed no podía –ni quería– escaparse de aquel hallazgo. Concluyó que sus fuerzas estaban justas y, aun-

que tenía pánico de volver a bucear en la caóticahemeroteca de “La Mañana” como ya le había ocu-rrido otras veces, en esta ocasión parecía que noquedaba otro remedio. Era un cuarto sin ventila-ción en el quinto piso, bien caldeado por la calimaque el viento empujaba desde el campo y en el quecostaba trabajo abrir y mover la puerta porque lapresión de los periódicos apilados lo impedía casi. Parecía que los diarios apilados derribarían las

paredes de un momento a otro. Los periódicos es-taban archivados por meses. Unas tablillas de ma-dera fina eran portada y contraportada de aquellostomos. Y luego dos hierros con tuercas los apreta-ban y ajustaban hasta que los ordenanzas llegabancon un rotulador de trazo grueso y negro: OCTU-BRE 1957, ENERO 1958… Los apilaban en aquelhabitáculo, pobre estancia olvidada que guardaba,sin embargo, toda la historia de la ciudad en el úl-timo siglo y, muy raramente, alguien se acordabade aquellos armatostes cargados de palabras salvoen ocasiones como la que ahora ocupaba a Kebira. El cronista, enterrado en ejemplares antiguos,

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buscó y rebuscó en los meses más cruentos de laguerra y durante horas solo el sonido de la calle ledaba alguna orientación del momento del día quepodía ser. La suerte viajaba de su mano, pero sin querer tra-

bar una íntima amistad. Lo seguía de cerca en susinvestigaciones aunque se tomase sus plazos yponía su paciencia y capacidad de espera al límite.Aquella era una tarea larga, lenta, delicada, quesolo de vez en cuando le aportaba los frutos quebuscaba. Vio la colección perteneciente a Noviembre de

1959.–Qué mes más duro aquél –dijo para sí.Recordaba las calles encendidas de ira y vengan-

zas, constantes tiroteos, bombardeos sobre la ca-pital, desapariciones, paracaidistas de la metrópolique llovían sobre las guerrillas en lo abrupto de lasmontañas, enfrentamientos entre nacionalistas ymilitares y, entre sí, de civiles a favor y en contrade la independencia. Todo sumido en el caos.Quienes luchaban por la independencia habían de-cidido atacar los puntos de productividad y gene-ración de dinero: igual asaltaban un banco quequemaban una granja y los cultivos de alrededor oreventaban con explosivos una vía ferroviaria o ungasoducto. Kebira pasaba las páginas mezclando cansancio

y dolor a partes iguales, sin encontrar nada hasta

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que, al doblarse una de las hojas de aquel tomo en-cuadernado, apareció algo como expresamenteprevisto para que el periodista no perdiera la espe-ranza definitivamente. Había un gran titular: “Policía y Ejército irrum-

pen por sorpresa en un mitin que acaba en trage-dia”. Una foto con poca definición mostraba varioscadáveres semicubiertos y revueltos entre pancar-tas y pasquines manchados de sangre con el tristefondo de una tarima de madera casi destruida. Yen el sumario de la información, lo que buscabaMohamed Kebira: Detenidos los organizadores delmitin, con el peligroso y buscado Gamal Akra a la ca-beza. Gamal Akra. Allí estaba. Al tiempo que leía la no-

ticia, revivía la compleja y controvertida posicióndel diario “La Mañana del Magreb” durante losaños más tensos y sangrientos de la Guerra de In-dependencia. A la familia Al-Fassi, propietaria dela publicación, no le había ido mal en los años dela colonización. No faltaban los anunciantes y,aunque lentamente, había ido surgiendo una clasemedia que, en los últimos treinta años, había acu-dido al colegio y ya alfabetizada hizo que subieranlas ventas de ejemplares cada día. Los periodistas de la cabecera estaban habitua-

dos a manejar con inteligencia la necesaria ambi-güedad que se precisa para no irritar a ninguno delos dos bandos. Ni a colonos ni a independentistas.

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Pero una guerra todo lo emponzoña y ennegrece yhasta en la propia redacción se coló –de forma trai-cioneramente invisible– el veneno de la discordia,la división y el enfrentamiento. Los más jóvenes de la plantilla –bastante amplia

porque incluía a linotipistas, administrativos, per-sonal comercial, los propios periodistas, ordenan-zas y repartidores– deseaban emanciparse de lametrópoli. Los más veteranos eran lógicamentemás conservadores y desconfiados y no estabanpor la labor de vivir grandes cambios. Los coloni-zadores –bien se sabía– estaban movidos por un in-terés primordialmente económico. Pero muchosde ellos, realmente una mayoría social, habíaechado raíces en aquellas tierras desde varias ge-neraciones atrás. Y de todo tipo: sentimentales, fa-miliares, afectivas… Muchas de aquellas personas no habían estado

jamás en la metrópoli porque pertenecían ya a unasegunda o tercera era de aquellos soñadores quebuscaron un futuro tras la línea del horizonte delmar. Aquellos emprendedores, justo era recono-cerlo, habían traído escuelas públicas, ambulato-rios, un cierto orden social y seguridad…Era unpatrimonio de civilización europea que los másviejos del lugar valoraban mucho. Además, estosno se fiaban completamente de la gestión de todoeso que pudiera hacerse cuando la metrópoli semarchara.

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A veces, los debates se acaloraban y se montabanbroncas monumentales. Y alguien vociferaba siem-pre una frase que, invariablemente, acababa porencender la mecha de las discusiones y que luegotanto costaba sofocar: –¿Qué pasa, que no os fiáis de los jóvenes?

En alguna ocasión volaba incluso una máquinade escribir o algún objeto contundente de unbando al contrario. Kebira, imperturbable, co-rrecto y discreto en extremo, se quedaba obser-vando entonces en silencio desde una esquina ydecía siempre lo mismo: –Me parece mentira que mañana por la mañana

pueda haber algo de papel en los kioscos que lagente pueda comprar y que se llame La Mañana delMagreb.El cronista aparcó estos recuerdos sorprendido

por una media sonrisa y leyó detenidamente lo quele ocurrió aquella tarde fatídica a Gamal Akra, lapersona a la que correspondía la tercera ficha, esenefasto 15 de noviembre de 1959:

Un mitin por la independencia organizado por es-tudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras acabóayer con el trágico balance de cuarenta muertos y, almenos, veinte desaparecidos en la plaza Ibn Battuta.Militares vestidos de paisano sorprendieron a públicoe intervinientes y, al verse rodeados por la actitud

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hostil y los gritos de protesta, dispararon a discreciónal tiempo que el lugar era rodeado por otros batallo-nes de soldados que introdujeron a la fuerza a mani-festantes en furgones. A la hora del cierre de estaedición había aún en la calle muchas especulacionesacerca tanto de la identidad de los fallecidos como dequienes fueron detenidos y de los que no se ha tenidomás noticia. Sí se pudo constatar que uno de los apre-sados es el relevante líder independentista GamalAkra, cuyos familiares hacían gestiones anoche paraconocer su paradero y su estado tras el enfrenta-miento (…). Akra ha sido apresado e interrogado enanteriores ocasiones, si bien es cierto que aquellos su-cesos acaecieron en tiempos en los que la contiendabélica se encontraba en ámbitos rurales –aún no enlas grandes ciudades– y en los que la guerra era solouna amenaza que parecía lejos de concretarse. Hoylas cosas son bien diferentes, desafortunadamente.

Aquella página de La Mañana no le aportó a Ke-bira grandes novedades. Sí algo más las edicionesde días después. Confirmaban, sin saberlo, que yajamás volvería a saberse nada de aquel joven,Gamal Akra, del que ahora podría escribirse sinmayor género de dudas que fue torturado y asesi-nado en los sótanos de la mal llamada Direcciónde Seguridad y, posteriormente, enterrado a 70 ki-lómetros de allí en algún lugar por determinar.

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Kebira se sumergió en la oscuridad de las ca-lles y vagó kilómetros y kilómetros a la bús-queda de respuestas. Eran las cuatro de la

madrugada y hacía un calor sofocante. La urbe es-taba enterrada en el silencio y la negrura. Tan sólo,algún maullido de un gato despistado por allí, unmotor de un coche lejano…A lo lejos, al final de la avenida junto al parque,

vio la luz mortecina de un bar antiguo. Dos o trestrasnochadores se apoyaban en la barra del esta-blecimiento, que tenía un segundo nivel en formade semisótano y al que se accedía por una breve es-calerilla.Kebira avanzó como encantado por aquella lla-

mada inconsciente. La parte baja no tenía nada

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que ver con la de arriba. Ante él apareció un esce-nario lejano, sobre el que tocaba un grupo de mú-sica andalusí pulcramente vestido de blanco ymejor afinado aún. Los intérpretes, avanzada lanoche, mantenían a un numeroso público hechi-zado por unas piezas muy vivas, en las que inter-venían todos los instrumentos y que conducían alos espectadores por un camino rítmico desenfre-nado.Era un cabaret semiclandestino, escondido a

quien no quisiera verlo por un bar mugriento y des-vencijado que ocultaba, con toda la intención, unelegante escenario orientado hacia decenas de pe-queñas mesas redondas con una minúscula lampa-rita en el centro de la tabla.Kebira, que pasó desapercibido al entrar, se aco-

modó en uno de los lugares libres que quedabanpróximos a la puerta, al final de la estancia y nolejos de la escalerita metálica.–¿Qué desea, señor?

La pregunta, educada y pronunciada en un tonosuave para lo avanzado de la madrugada, procedíade un chico joven, un camarero de unos 25 o 26años impecablemente enfundado en una chaquetablanca. El muchacho no dejó responder al ancianoperiodista.–Señor Kebira, ¿No me conoce, no se acuerda

usted de mí?

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Kebira no atinaba. Su expresividad fue suficientecomo para que su interlocutor supiera que estabaperdido como una cabra en un garaje.–Soy Ibrahim, el hijo de la señora Boutaleb. ¿No

se acuerda?–Recuerdo a la señora Boutaleb, siempre rode-

ada de chiquillos. Trabajaba en una lavanderíacerca del Callejón Azul… Cerca de la Dirección deSeguridad.–Eso es. Éramos doce hermanos. Sí, mi madre

trabajaba cerca de lo que dice usted… la Direc-ción…–Sí, la Dirección de Seguridad, a la que debería-

mos de llamar de Inseguridad porque para lo queservía en realidad era para torturar y machacar alos que luchaban por la independencia.–Me gustaría hablar más rato con usted, Kebira,

pero, ya ve… Ahora estoy trabajando.–A mí también me gustaría, Ibrahim.–Queda una hora para que echemos el cierre.

Puedo acompañarle luego a su casa.–Perfecto, esperaré entonces.

Kebira buscó en el archivo de su memoria, mien-tras la música andalusí de aquel grupo iba de mása menos. La señora Boutaleb sí fue fácil de locali-zar entre sus recuerdos porque era una imponentematriarca, grandullona, siempre flanqueada porsus hijos y ajetreada todo el día, de acá para allá,

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para que la inactividad no amenazase el futuro desu familia. A Ibrahim era prácticamente imposibleque lo conociese. La diferencia de edad con él eraexcesiva aunque, eso sí, ahora se presentaba unabuena oportunidad porque, en apenas un breve in-tercambio de palabras, el joven había mostrado de-voción y respeto y la conexión estaba hecha.Las luces del local se fueron apagando, el público

comenzó a abandonarlo discretamente y la mú-sica, que a última hora no era ya más que un susu-rro de violín, se extinguió definitivamente.

–Estoy listo, señor Kebira, podemos marcharnoscuando quiera. Cuántos años sin verle.

Salieron a la calle, que para entonces era un de -sierto infinito de negrura y silencio.

–Usted no lo sabe, pero siempre ha sido un per-sonaje para mi familia. Por las tardes, después decomer, mi madre nos leía a los hermanos muchosde sus reportajes. Ella era la única que sabía leeren la familia, pero bien que aprovechaba para tra-tar de inculcarnos la lectura, el interés por lo quepasaba alrededor y aparecía en los periódicos, elamor por los libros. Fuimos los primeros niños delbarrio en tener el carnet de biblioteca. Podríamosser muy pobres –que de hecho lo éramos– pero mimadre luchó siempre contra la ignorancia y se salió

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con la suya. Cuando éramos pequeños queríamosser arqueólogos por todo aquello que contabasobre las excavaciones.–Fue una época muy bonita, quizá la mejor. ¿Qué

es ahora de tu vida?–Trabajo y más trabajo. Es la única forma de salir

adelante. Usted ya lo sabe. Por las noches, en estecabaret. Durante el día, también como camareroen el Club de Oficiales.

A Kebira le temblaron las piernas como en losmomentos en los que descubrió las fichas de losasesinados en aquel sótano inmundo. Se le abrie-ron los ojos como platos y sintió de pronto una sen-sación helada a la que siguió un calor insoportable.Miró al camarero asombrado y tuvo incluso la im-presión de que éste se estaba dando cuenta de laimportancia de su última frase, lo que le llevó aadoptar un impostado gesto de naturalidad y, sim-plemente, miró para otro lado y ocultó su expre-sión. Un muchacho todavía feliz por unreencuentro, un admirador de sus antiguas cróni-cas, trabajaba ahora precisamente en el único Clubde Oficiales que, con origen en los tiempos de lacolonización, quedaba aún en pie y funcionandoen el país. El lugar clave para poder avanzar en lainvestigación. Sería apenas un remedo de aquellassuntuosas instalaciones junto al Mediterráneopero, al fin y al cabo, aunque fuese un pequeño ca-

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sino, sí heredero de esa institución de solaz y re-creo que él había descubierto en la playa en sus pri-meros pasos investigadores.¿Cómo transmitir al chico su obsesión sin preo-

cuparlo? ¿Podía una persona tan joven aunar dis-creción, inteligencia y arrojo para cooperar en laspesquisas? ¿Podía hacerse sin riesgo de que per-diera su empleo en el Club? ¿El secreto de la bús-queda de aquellos asesinos seguiría a salvo?

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El paseo nocturno continuó varios kilómetrosmás, pero Kebira, como encantado, ya no es-cuchaba con verdadera atención lo que le

decía Ibrahim Boutaleb.El anciano periodista siempre luchó contra el

prejuicio de no dar confianza a la juventud nicreer la capacitada para solventar tareas serias coneficacia, pero a veces caía en el error de la descon-fianza y la inseguridad y toda esta filosofía se mar-chaba por cualquier desagüe. La conversaciónresultó muy agradable. Y surgió entre ellos –comopocas veces ocurre– la sintonía y la química tan es-casa y preciada que convierten el diálogo en unplacer. Kebira optó por no revelar nada esa noche,descansar todo el día porque ya había nuevos po-

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sibles avances y volver a la carga la velada si-guiente.El viejo cronista se despidió asegurándose de que

habría una próxima vez y buscando, al mismotiempo, una primera reacción de Boutaleb.–Me gustaría seguir la charla mañana por la

noche. Ando detrás de un asunto delicado. No sési podrías ayudarme.–Para mí sería un auténtico lujo. ¡Yo ayudando a

Mohamed Kebira!–Insisto en que el asunto es muy peliagudo. Para

empezar la discreción debe ser total y absoluta.Mañana hablaremos.

Kebira fue un poco seco en su despedida, pero in-teriormente se encontraba satisfecho porque habíaencontrado, casualmente, un aliado que podía re-sultar, si no decisivo, sí muy importante. Estabamuy cansado y quería que Ibrahim fuese plena-mente consciente de que el tema era misterioso yno exento de peligros. Esa noche durmió como unlirón. Desde el amanecer tendría tiempo para pen-sar la estrategia. Ibrahim podía ayudar. Y mucho.Pero debía ganarse la confianza poco a poco y,sobre todo, demostrar seriedad y responsabilidad.La época de la represión, los asesinatos y las

desa pariciones estaban más vivas y latentes de loque pudiera pensarse. En ella habían estado impli-cados viejos militares, personas sin escrúpulos en

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muchos casos, acostumbradas a la guerra, la tor-tura y que, sin lugar a dudas, conservaban susarmas de fuego.El calor de las once de la mañana fue lo que em-

pezó a espabilarlo. Embutido en su pijama de rayasrojas y verdes –con muchos años encima– pasóparte del día leyendo y pensando. Buscó, entre suscarpetas de páginas antiguas, alguna posible refe-rencia a las desapariciones de aquellas personas delas fichas.Muchas veces, entre líneas, podía advertirse de

informaciones sobre manifestaciones o protestasque, finalmente en ellas, se habían practicado de-tenciones con resultados posteriores de desapari-ciones o torturas.Era posible si habían participado en las revueltas

personajes de la independencia de cierta relevan-cia. Encontró algunas cosas, pero demasiado ge-néricas. Las fichas, guardadas celosamente en eldestartalado apartamento, seguían siendo la granbaza porque constituían toda una prueba docu-mental cargada de datos. No podía olvidarse queeran papeles oficiales. Kebira esperó la noche conansiedad pensando en ir a recoger a Ibrahim Bou-taleb.

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El camarero dio muestras de que su ansiedadhabía ido en aumento desde que el viejo Ke-bira le había solicitado colaboración. Esto

preocupó al periodista, desconfiado por natura-leza.–Debo reiterarte una y otra vez que el aplomo y

la discreción tienen que ser absolutos. Quiero quesepas, a partir de ahora, que simple y llanamentenos estamos jugando la vida.A Boutaleb se le salían los ojos de las órbitas,

pero se esforzó lo indecible para no mostrar ner-viosismo, para parecer calmado.–Estoy investigando tres asesinatos cometidos,

con total seguridad, por antiguos militares entiempos de la colonización. Aquellos criminales so-

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metieron a esos desventurados a torturas terriblesantes de quitarles la vida. Esos asesinos, que jamásfueron juzgados, pueden estar hoy vivos y seguircon residencia en nuestro país. Tenemos la obliga-ción moral de descubrirlos e intentar que paguenpor lo que hicieron.Boutaleb era más inteligente de lo que pensaba

Kebira.–Menos mal que tengo trabajo en el cabaret y

algún que otro negociete por ahí… ¿Eh, señor Ke-bira? Lo digo porque me temo que, desde este ins-tante, mi puesto en el Club de Oficiales puedepeligrar de lo lindo ¿Verdad?–Pues depende de cómo hagamos las cosas. Y

digo hagamos porque me causaste una impresiónpositiva y estamos juntos en esto para lo bueno ylo malo. A partir de ahora ya no valen Kebira yBoutaleb a título individual y cada uno por sepa-rado. –Estamos. Puedo hablarle bastante del Club de

Oficiales. Llevo allí unos cinco años.–¿Quiénes lo forman?Aquello es un poco decadente. Tuvo, como insti-

tución, unos balnearios impresionantes en la costamediterránea. Lo que queda ahora, que es dondeyo trabajo, es un viejo casino con un salón de lec-tura bastante amplio, una azotea orientada al marque tiene su historia y una cafetería decorada conmaderas nobles.

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–¿Y por qué dices que la azotea tiene su historia?–La azotea es para ellos un lugar especial. Y no

es una tontería lo que voy a contarle. Tenga encuenta que, de auténticos e históricos militares, nohabrá más de 15 que se mantengan como sociosactualmente. Todos los años se celebra una ex-traña ceremonia en esa azotea. Sólo pueden acudirlos hombres, los antiguos militares que un día lle-garon asustados y reticentes de una metrópoli enplena etapa de esplendor, vivieron luego el final dela colonización y, al final, estaban ya tan enraiza-dos y encantados de esta orilla del Mediterráneoque jamás regresaron a su tierra de origen.

Kebira estaba tan impaciente que, con su mirada,aceleraba el relato de Ibrahim Boutaleb, que ha-blaba cada vez más atropellado pero se manteníafirme y creíble en su narración. –Las citas de la azotea siempre terminan con dis-

cursos muy radicales, en los que se deja ver a lasclaras el desencanto hacia la metrópoli por mar-charse un día. En esas palabras se insiste en que lamadre patria ha traicionado sus ideales sagradosde expansión. Es una ceremonia extraña y ultra-conservadora, que avergüenza con sólo verla.El viejo cronista reaccionó con la velocidad de un

rayo.–He reflexionado mucho en las últimas horas

sobre lo que voy a pedirte ahora: necesitamos un

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listado de los quince socios que cada año protago-nizan esa reunión.–Pero…Ibrahim mostró en su cara un gesto de pánico y

duda entremezclada.–Lo que te pido es comprometido. Lo sé, pero tú

mismo me has dicho que preveías posibles riesgos.–Soy persona de palabra. Sé lo que ha pasado

con muchos conciudadanos nuestros y es de justi-cia que hagamos algo por ellos y por su memoria.No temo las consecuencias. El único “pero” que lehe puesto tiene que ver con la metodología. La fa-mosa cita anual es dentro de dos semanas. No haytiempo que perder. Usted debe mojarse más y pro-curar que el famoso día todo esté listo y preparadopor si a la caída de la tarde podemos demostrarcon nombres y apellidos quiénes fueron los asesi-nos.

A Kebira le sorprendió, una vez más, la seguridady determinación de su joven compañero.

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El cronista sentía que el cerco se cerraba.Había pasado tiempo desde el hallazgo, perola realidad es que encontrar un aliado serio

y eficaz estaba resultando capital. No había faltadola necesaria dosis de suerte, sin la que es imposiblehacer nada en la vida. Retumbaba en su cabeza una de las últimas fra-

ses de Ibrahim: “No tenemos tiempo que perder”.Y, a la vez, no cabía ni precipitarse ni dar pasos enfalso. Kebira sintió que debía acometer su parte deltrato. Recordó a su viejo amigo el juez Talleyrand,una persona caracterizada por su trayectoria plenade seriedad y honradez. Estaba decidido a ponerel caso en sus manos. A Talleyrand le quedaban apenas dos meses de

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actividad, pero Kebira confiaba, por una parte, ensu contrastado compromiso a favor de las liberta-des y los derechos humanos y, por otra, en que siIbrahim avanzaba en la tarea que había de haceren el Club de Oficiales, la investigación –pruebasincluidas– estaba prácticamente terminada.Sería, para el magistrado, una perita en dulce

con la que poner broche de oro a su carrera. Así lovio él también, que recibió a Kebira como debe ha-cerse con los antiguos y buenos amigos: con pron-titud y calidez.El periodista contó a su amigo todo el asunto con

pelos y señales, incluida la referencia a los “Innom-brables”, que era una clave vital para la resolucióndel caso y de la que él no le había dicho nada, in-tencionada y maliciosamente, a su colaboradorBoutaleb. ¿Estaba de más guardarse siempre unacarta en la manga? Resultaba evidente que no,porque aunque algún rasgo de su carácter le hi-ciese sentir mal por su compañero de vez encuando, él era una persona con suficientes kilóme-tros y experiencias en la vida como para quedarseplenamente a merced de los demás.Talleyrand, curtido en mil batallas judiciales, no

tardó en poner sobre aviso a su amigo, al que co-nocía desde hacía más de 40 años:–Sé que era inevitable para acceder al Club de

Oficiales, pero quizá has asumido demasiados ries-gos con ese muchacho. Ahí te pierde un poco tu

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clásica impaciencia por llegar al final de los temas.Aquí nos la estamos jugando todos un poco. Hastayo mismo. He sido juez los últimos 40 años, peroen un par de meses seré un ciudadano más. Des-pués de tu relato, tengo algo muy claro: los asesi-nos, si están en el país después de tanto tiempo,pertenecen al dichoso Club de Oficiales. Lo que teha contado ese chico es verdad. Se trata de un re-ducto muy radical, que en muchas ocasiones hamaquinado en ámbitos políticos para recuperarantiguas posiciones de privilegio. Tratan de influiren los partidos políticos que les son más afines, tie-nen dinero en los bancos y amigos en todas las je-rarquías. Impusieron de forma natural que paraellos la igualdad no existe. No existe ni es un con-cepto ni moral ni ético al que atender. Se conside-ran especiales: sus conversaciones y su filosofía sebasan en que conocen esta nación mucho mejorque quienes lucharon por su independencia por-que ya estaban aquí, pateándola palmo a palmo,antes de que los guerrilleros nacieran. No tecuento ya cuando hablan de que trajeron la civili-zación: carreteras, escuelas, hospitales… En fin, eldebate de siempre. He intentando hincarles eldiente, pero nunca con resultados positivos. Si unavez que entremos a saco en el asunto no somos ca-paces de detenerlos, mejor que pensemos emigrarporque intentarán matarnos con total seguridad.Y, aunque tú y yo seamos viejos, no creo que este-

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mos todavía para esos trotes… ¿Verdad? Y menosaún ese mozalbete con el que andas jugando aSherlock Holmes. Vaya berenjenal como no cua-dremos bien el asunto.

Fue Talleyrand en estado puro, un hombre soca-rrón, especial y lúcidamente dotado de un sentidode la ironía que le permitía, ante todo, prevenir degrandes riesgos con la sonrisa más amable en suslabios. Así se había conducido por la vida. Kebirase despidió de su amigo, esperanzado en no tardarmucho en tener noticias de Ibrahim Boutaleb.

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Era martes. Había citado a Boutaleb en suapartamento. No quería repetir visitas al ca-baret semiclandestino que despertaran sos-

pechas. El camarero aseguró que había que andarcon paciencia. Hasta el sábado por la mañana nohabría posibilidades de acceder al minúsculo des-pacho del gerente del casino. Ibrahim contó al pe-riodista que había calculado hacerlo en el turno dela mujer de la limpieza más despistada del Club deOficiales. Sólo había entrado una vez allí. Era un lugar sim-

ple y austero en decoración. Una mesa, un archi-vador metálico, un mapa de la madre patriacolgado en la pared y una bandera cubierta depolvo. Nada más.

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Miércoles, jueves y viernes fueron una tortura.Tres días convertidos en un siglo. Boutaleb y Ke-bira apenas se vieron pero, por separado, sintieronal unísono la tensión propia de estar ante un esco-llo que, o ayudaba a resolver el enigma, o lo tapo-naba definitivamente. Talleyrand, no menosexpectante y renovado en sus ilusiones como unniño, tuvo que tranquilizar por teléfono a su amigoel viejo cronista.

–Ni te inquietes ni agobies a Ibrahim. Todo va adepender ahora de los papeles que pueda sacar delClub y si podemos conectarlos con las fichas queencontraste en el sótano. Eso contando con que losimplicados estén todavía aquí y no necesitemosdictar una orden internacional de busca y captura.No es momento para precipitarse.

Llegó el sábado. Pasó la mañana. Y la hora del al-muerzo. Se apagaron las primeras luces de latarde, que se introdujo en ese espacio temporal es-peso e indeterminado que acaba por morir en lanoche.Kebira iba poniéndose en lo peor cuando, sofo-

cado en calor y papeles, sonó como un estallido elteléfono de pared de su apartamento.–Soy yo, señor Kebira.–Pero Ibrahim, muchacho… Son las 7 de la

tarde.

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–Hay novedades importantes. El asunto se ponefeo. Voy para allá inmediatamente.Boutaleb inundó el piso del viejo cronista con un

gesto de reproche y desconfianza que nublaba laestancia y elevaba la tensión.–Quiero que sepa que yo sé que usted me ha

mentido. Y, si no me ha mentido, al menos no meha dicho toda la verdad sobre lo que estamos bus-cando. Viene a ser lo mismo. Usted se precia decreer en los jóvenes, pero estoy en disposición dedemostrarle que esa convicción no es más que unfarol y vengo, igualmente, para dejarle claro quehe podido traicionarle a usted y al juez Talleyrand.He podido jugársela a ambos y, como ahora tengomás integridad que ustedes, no voy a hacerlo.

Kebira reaccionó con indignación y bastantes pa-labras vagas. Más que nada, lo que hizo fue em-prender una huida hacia delante porque sabía quehabía cosas que jamás contó a su joven colabora-dor. Boutaleb se mostró maduro una vez más.–Quiero explicármelo todo pensando que uste-

des han pasado por una colonización y una guerra.Guardan más precauciones de las debidas. No sefían de nadie y yo, ahora, iba siendo una víctimamás de una dinámica que han establecido y de laque ya no pueden librarse.

Había un gesto de tristeza en Boutaleb, que es-

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taba seriamente irritado aunque contenía por edu-cación un enfado que lo desbordaba. –He querido ayudarles desde el principio. Porque

lo admiraba desde niño. Ahora estoy profunda-mente decepcionado. No voy a dejarles tirados porlo que he explicado: buscamos que se haga justiciay la edad de ustedes no me deja margen para nada.Si estuviéramos en otras circunstancias…

Ibrahim Boutaleb, tímido de nacimiento, apren-dió desde niño, obligado por la calle y todo lo querodeaba su primera existencia, a ser práctico. Y aque cada paso vital no bloqueara los siguientes.Boutaleb era un saltador de obstáculos con todassus consecuencias. Muy pronto guardó silencio enun diálogo en el que a veces había logrado sostenerla mirada y otras no y se centró, entonces, en losresultados de su búsqueda en el Club Naval de Ofi-ciales. Tal fue la altura moral de sus palabras queBoutaleb no dejó a Kebira ni opción de respuesta.A éste no le quedó otra que un gesto hondo de la-mento y esperar a que el vendaval amainase.

–En fin… He encontrado dos documentos, nosolo traigo la lista de socios. No estamos única-mente tras la pista de unos viejos militares. Aquíhay algo más y ustedes se lo han callado. A veceslos mayores caen en imprudencias infantiles. Yo heestado en la boca del lobo sin saberlo. Y no hay de-

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recho a eso. El papel más importante no es preci-samente la lista de socios, que de todas formasaquí está:

1. Paul Sallard2. Mathieu Moulin3. Vincent Guillard4. Charles Delmás5. Jean Toulon6. Alexandre Tour7. Joel Germain8. Pierre Dix9. Jean Sallard10. Dominique L’eau11. Germain Champs12. Ivan Renaud13. Victor Bleu14. Paul Millar15. Abraham Biant

–Ha aparecido otro papel, más amarillento y an-tiguo por el paso del tiempo, con un gran título ensu parte superior y grandes letras mayúsculas

INNOMBRABLES

A partir de ahí, el texto del que, sin duda, era uninforme oficial y secreto, claramente sacado por laPolicía de una comisaría para esconderlo en unlugar seguro del que no interesara que saliera su

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contenido. Kebira, en un estado de tensión inusi-tado, leyó a media voz despacio y muy detenida-mente.

Los Innombrables son un grupo radical de extremaderecha, que vivió su gran tragedia cuando se conce-dió la independencia. En su tiempo constituyó un au-téntico poder fáctico al que no dudaron en sumarsepolíticos, empresarios y, sobre todo, militares. Pocoa poco fueron estos últimos los que quedaron en el co-lectivo de Innombrables prácticamente en solitario.Los Innombrables han cometido durísimas atroci-

dades contra ciudadanos en los últimos años de lapresencia aquí de la metrópoli. Desafiaron al Go-bierno de la propia tierra de origen llegando a extre-mos de radicalismo desorbitados. Cometieronasesinatos, extorsiones, secuestros y un largo etcéterade delitos de lesa humanidad. Integrantes de nues-tras Fuerzas Especiales de Información (FEI) han po-dido detectar que los Innombrables, que llevaron acabo tareas de tortura en los bajos de la antigua Di-rección de Seguridad, perdieron hace años los datosde tres represaliados relevantes cuyas muertes mues-tran a las claras la barbarie cometida por miembrosde nuestras Fuerzas Armadas. Aquellos asesinatos,cuyo secreto debería guardarse por los tiempos de lostiempos, ponen en riesgo la seguridad del Estado por-que removerían los cimientos de un Ejército metidoen fuertes controversias por su configuración, embar-

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cado hace tiempo en ser ejemplo de modernidad, jus-ticia y democracia para el país.El coste en prestigio internacional para el Estado

sería, hoy por hoy, completamente inasumible. LosInnombrables han sido interrogados con dureza –nodesde luego la que ellos exhibían contra pobres des-graciados– e intensidad, pero ninguno ha sido capazde dar un solo dato acerca del posible paradero deaquellas fichas, que continúan desaparecidas y su-midas en el más completo de los misterios. Es factiblecreer que, realmente, están perdidas y ellos no tienenla más remota idea de su paradero.Muchos Innombrables han emigrado pero no aque-

llos vinculados a los llamados años de plomo de laDirección de Seguridad y los trabajos de tortura. Sonlos más radicales. El último reducto se residencia enel antiguo casino del Club de Oficiales de la capital.Este grupo final de Innombrables celebra anual-mente una extraña ceremonia frente a una enormepintura mural de la azotea del mencionado casino.Rumores populares expandidos por el personal delCasino apuntan a que los Innombrables, en nochesde borrachera, desarrollaban el ritual de escribir,sobre las paredes y con pinceles preparados al efecto,acerca de las masacres que cometieron en los sótanosde la Dirección de Seguridad. Este informe quedasolo pendiente del envío de dos investigadores paraanalizar con detenimiento dicho mural. No debe ol-vidarse que en los interrogatorios a Innombrables ha

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quedado contrastado que en algún sitio de la pintura–a la intemperie y muy deteriorada– debe haber al-guna referencia incriminatoria, alusiva a buen se-guro a las fichas desaparecidas, señalando quizá losnombres responsables de las torturas y muertes ha-bidas en aquellos casos.

Kebira tomó por el brazo a Boutaleb, no pudoocultar dos lágrimas que inundaban sus ojos ydictó sentencia: –Los tenemos. Vamos a ver a Talleyrand ahora

mismo.

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Talleyrand esperaba impaciente. Leyó conavidez y gafas de vista cansada los papelesque Kebira y Boutaleb habían depositado

cuidadosamente en una carpeta que, por vieja, nollamaba la atención de nadie. Contenía las fichas policiales, antiguas fotos del

Club de Oficiales, el listado de los socios y el papelmás importante: el informe secreto que describíaa los Innombrables, los señalaba directamente yarrojaba tanta luz sobre los asesinatos.Parecía que podía haber una ligazón clara entre

los miembros de aquel reducto radical y las fichasde muerte y torturas. Talleyrand suspiró con hon-dura, contuvo luego el aliento y todo lo hizo con lamirada fija en el cronista y el joven camarero. Se

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quitó las gafas y se tapó la cara con las manosechándose hacia atrás en su sillón. Luego se inclinóhacia adelante…–Bien… ¿Y qué se supone que podemos hacer

ahora?–¿Cómo que qué podemos hacer ahora? –reac-

cionó impulsivo y lleno de rabia Kebira– Hay quelevantar esa pintura de inmediato. ¡Encarcelar aesos asesinos! Talleyrand se preparaba para afrontar la enésima

discusión con su amigo.–En primer lugar, os recuerdo a los dos que el

juez aquí soy yo. Por tanto, calma. En segundo tér-mino, os advierto que si llega a oídos de algunosde los implicados lo que nos traemos entre manos,podría desaparecer el último eslabón de una ca-dena que, todo hay que decirlo, habéis completadocon mucha habilidad y no pocas dosis de suerte.Es verdad que estamos más cerca. Enhorabuena.Ésta es solo una felicitación parcial –porque latarea no está completa– pero felicitación al fin y alcabo. Eso sí, no voy a permitir que estropeéis vues-tro propio trabajo al final. No podemos correrahora. Si por alguna razón enrarecemos los mo-mentos previos a la celebración de la ceremonia dela azotea, todo serán sospechas y son capaces decargarse la pintura y hasta derribar la pared.–Talleyrand, estos son cuatro viejos…–Vuelvo a repetirlo, creo que esto no ha quedado

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claro. Un arma de fuego la dispara igual un mu-chacho de 20 años que un viejo de 70. No subesti-memos a personas maduradas a base de heridas deguerra, que serán duros hasta el final de sus días.–¿Cuándo es la ceremonia en la azotea?–Mañana –respondió educada e inmediatamente

Boutaleb–, que había guardado un sepulcral silen-cio hasta entonces.–Bien, no tenemos tiempo que perder. Voy a lla-

mar a dos agentes de la Policía Judicial que son demi absoluta confianza. Debéis salir al pasillo, porfavor. He de hablar con ellos.

Talleyrand mostraba una firmeza absoluta en elcontrol de la situación. La maquinaria estaba enmarcha. Y, según la impresión que generaba tran-quilidad en Kebira y Boutaleb, ya no iba a dete-nerse.

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Talleyrand dio la localización del viejo casinoa dos maduros agentes de la Policía Judicial.Intercambió impresiones con ellos durante

una hora. Se trataba de profesionales expertos yde eficacia muy contrastada, que habían compar-tido tarea a las órdenes del magistrado durante laúltima década. Uno era más bajo y delgado. Elotro, una auténtica mole con músculos de acero.Ambos parecían serios, discretos y silenciosos.Luego demostrarían que conocían la ciudad palmoa palmo. Durante la larga entrevista entre el juez y los po-

licías, Kebira y Boutaleb –que ahora se veían almismo tiempo responsabilizados, relegados y másseguros que yendo por libre– habían estado inquie-tos en el pasillo de la Audiencia.

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–Dice el juez que pasen de nuevo–, se despidiórápido uno de los policías.

Talleyrand, que muchas veces empleaba el diá-logo con los funcionarios para asegurarse de queno pisaba en falso, los recibió con una expresiónverdaderamente grave.

–Esto se complica, amigos míos. El asunto se lohe contado a ellos en apenas quince minutos, peroesos hombres son mis pies y mis manos y lo quepiensen es muy importante para mí. Ellos creenque estamos realmente ante la resolución posiblee inminente de todo un misterio pero…–¿Cuál es el pero? –se adelantó impaciente Ke-

bira.

Talleyrand se removió en su sillón gastado yapoyó sus brazos en la mesa para explicarse.

–Mi gente –así solía llamar cálidamente a losagentes y funcionarios a su servicio– no habíaechado en saco roto los años que hemos andadotras esos asesinos. Son muy profesionales y, comonunca dejan de sorprenderme, tenían informaciónreciente sobre los Innombrables.–¿Cuál?–se atrevió a gemir Boutaleb.Talleyrand tiró de socarronería pero con un

punto de pesimismo muy acentuado.

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–Os explico. Varios Innombrables tienen reservasde avión en el aeropuerto para pasado mañanamismo. Hay buena información procedente de lasagencias de viajes. Antiguos colonos que regresa-ron tras la independencia y cuando se hubieroncalmado las aguas han comentado por ahí que esteverano se marchan algunos militares, que renieganpara siempre de este país. Eso quiere decir que laceremonia de este año en la azotea será, simple-mente, la última. Es prácticamente seguro y ya es-tamos advertidos. Si mañana al atardecer nohemos sido capaces de vincular todas las pruebasa los criminales, todo se irá al traste para siempre.Ahora mismo no se me ocurre nada. La realidad ju-dicial y policial, que también he discutido con losfuncionarios, apunta a que sólo podemos dejar quela ceremonia se celebre e intentar descubrir en ellaalgo que los incrimine. Es la única opción, la únicasalida. Kebira, que ya no podía aguantar más, terció en

el diálogo.

–En el documento que encontró Boutaleb apa-rece claramente esa azotea como un lugar clavepara resolver esta cuestión. Algo hay ahí… No sé… –Un momento. Tengo también algo que deciros

sobre eso. Los agentes conocen el lugar y el mural.Ahora los he mandado hacia allí porque puedenverlo a cierta distancia pero con discreción abso-

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luta. Me han dicho que tienen un contacto muy es-trecho con un empresario pesquero cuya casa estápegada a esa azotea. Concretamente, me hablande una ventana muy pequeña de un cuarto debaño que da a una esquina del suelo de la dichosaazotea y desde la que puede verse el ritual. Los queviven en casa del empresario dicen que conoceneste asunto aunque nunca lo han comentado connadie, que les parece cosa de nostálgicos y algo alo que nunca han dado mayor importancia. No esnuestro caso, desde luego, pero mi conclusión estáclara: necesitamos una última pizca de suerte finalporque nos sigue faltando lo que al principio, unvínculo claro y directo entre esa gentuza y las fi-chas. Quiero dejaros algo muy claro –apuntó elmagistrado cargándose de solemnidad–: Siemprehemos tenido referencias de los Innombrables.Siempre. Pero nunca, como hasta ahora, las fichasy el informe que trajisteis. Esos documentos sondecisivos. Mis hombres han estado indagando contoda la discreción y la profesionalidad que podáissuponer. Hay algo que puede facilitarnos un tantolas cosas. Tres de los ex militares ya no viven aquí,en el país. Se marcharon y no hay ni rastro de ellos:Son los números 1, 5 y 8 del “ListadoBoutaleb” –afirmó guiñando un ojo cómplice al ca-marero para darle su sitio–… Concretamente ha-blamos de Paul Sallard, Jean Toulon y Pierre Dix.Otros cinco fallecieron en aquel célebre accidente

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de helicóptero ocurrido durante las exhibicionesaéreas civiles que siguieron celebrándose en losprimeros años tras la Independencia. Son los nú-meros 6, 7, 9, 10 y 11: Alexandre Tour, Jean Ger-main, Jean Sallard, Dominique L’eau y GermainChamps…Kebira, muy atento a todo y rápido de mente pese

a su edad, comprendió que los tiempos de soledadentre los policías y Talleyrand estaban sirviendopara intercambiar antecedentes de aquellas perso-nas y recuperar datos e informes que constaban enlos archivos judiciales y de las fuerzas de seguri-dad. Los asesinos podían estar entre los siete vete-ranos de guerra aún vivos y que, presumiblemente,acudían siquiera una vez al año a aquella odiosaazotea. O podían estar ya muertos y que todo loque se averiguara sirviera para esclarecer el casopero no para procesar a los quienes mataron aaquellos jóvenes.

–Os digo una cosa –remarcó seriamente sus pa-labras el juez, que miraba a ambos por encima delas gafas–: Habría que ver hasta las circunstanciasque rodearon aquel siniestro aéreo…–Pero eso no es lo que estamos investigando

ahora –quiso zanjar nervioso Kebira, que sobresa-lía a la prudencia contenida de Ibrahim Boutaleb.–Ya, ya… Tranquilo… Evidentemente no nos

vamos a meter ahora en cómo murieron esos hijos

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de… Pero me da a mí que aquel accidente pudo noser tan accidente ni tan casual. Hay demasiadascuentas pendientes en esta tierra. Muchas no estánsaldadas. Nos quedan, por tanto, siete personas.Entre los siete Innombrables pueden estar los ase-sinos de la maldita caja de latón de puros…–Pero… ¿Y la pared?, preguntó asustado y algo

desorientado Boutaleb.Sonó un timbrazo del teléfono sobre la mesa del

despacho del juez, que se apresuró a descolgarlo.–Humm, ajá, sí, sí, ya… bueno. Os espero.Talleyrand, que ya no sonreía, colgó el aparato.

–Ya había pensado yo en lo de la pared. Esa lla-mada que acabo de atender ahora era de los poli-cías. Han estado con la familia vecina de la azotea.Sus noticias no son buenas. El mural no se repintadesde hace décadas. Por algo será. Pero ellos,desde luego, no saben nada acerca de por qué nose ha repintado ese mural en décadas. Los milita-res no han querido que nadie toque esa pared. Medicen que la pintura, aunque mantiene algo decolor y muestra aún a unos soldados de caballeríaen expresión triunfante, está muy deteriorada.Está totalmente cuarteada, convertida en calichesque se podrían desmoronar en los dedos con sólotocarlos. El autor del mural –y de eso sí que hay al-gunas averiguaciones– fue un pintor de la metró-poli asesinado muy poco después del final de la

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Segunda Guerra Mundial. La historia no es larga:todos conocemos aquí que la misma metrópoli –sus medios de comunicación, el Gobierno, los his-toriadores– ocultaron largamente que las primerasescaramuzas independentistas se produjeron alfinal de esa contienda. Los soldados que se jugaronel pellejo para acabar con el nazismo tomaron con-ciencia de que habían sido usados en las trinche-ras. Habían servido la mesa de la victoria aliadaponiendo encima un montón de caídos en combatepero, a la hora de la verdad y restituida la paz, vol-vían a ser considerados ciudadanos de segunda ytercera categoría. Esa fue la chispa. A partir de en-tonces, este país ya nunca volvió a ser el mismo. Elpintor, al parecer y aunque fijaos que su crimenestá aún más alejado en el tiempo, fue una de lasprimeras víctimas de aquellos sucesos. Si se estu-dia su obra, centrada en motivos militares y colo-nialistas, se ve claramente que, para nada, debióser un moderado… Estamos seguros de su vincu-lación al Club Naval de Oficiales –al menos comosimpatizante– y, al morir, su mural tuvo que adqui-rir para sus “camaradas” –agudizó Talleyrand sutono irónico– un significado y un recuerdo espe-ciales, claro…

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Prácticamente, no había posibilidades. Kebiray Boutaleb habían pasado en el despacho deljuez toda la tarde. Estaban agotados. A la

caída de la noche, se marcharon juntos no sinantes citarse con Talleyrand para el día decisivo.Se verían después de comer. Los policías habíanacordado con la familia vecina de la azotea de losInnombrables ocupar su casa casi todo el día de laceremonia, desde el amanecer.No hablaron en el camino de regreso y se despi-

dieron con un gesto lacónico y de resignación enel que la emoción, la tensión y el cansancio lo cu-brieron todo y no dejaron espacio a las palabras. Ni uno ni otro durmieron en toda la noche. Ke-

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bira, pesimista por naturaleza, lo daba todo porperdido. Pensaba que seguían sin tener nada deci-sivo que ligara aquellas fichas a los desaparecidosque aparecían en ellas. Unas personas de cuyos ca-dáveres, por cierto, jamás se supo. Inquieto y ago-biado, hizo, muy entrada la noche, algunasllamadas telefónicas a la redacción de La Mañana.Hasna, la secretaria de la señora Al-Fassi, atendióuna de aquellas llamadas en el aparato de la recep-ción cuando se despedía y marchaba a su casa.

–¡Ah! Señor Kebira, dígame, dígame… –lo reci-bió en el auricular con su habitual amabilidad yeficacia, que encandilaba a todos sus interlocuto-res.–Hasna –dijo agotado– ¿Qué viejas glorias como

yo hay a estas alturas aún por ahí?–Jajaja, no muchas, la verdad. Espere un mo-

mento… A ver… Está el “inútil”, pero a ese ni se lopongo al teléfono porque para cuando haya col-gado querría usted colgarme a mí –dijo divertidarefiriéndose a Mehmed, el inefable subdirector.–¡¡¡Ni se te ocurra, por favor!!! rio también sua-

vemente Kebira–Ajá, mire, está aquí Khantach, le voy a pasar con

él.–Ahhh –respondió ilusionado como un niño–

gracias, muchas gracias

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Khantach, un veterano como Mohamed Kebira,lucía unas gruesas gafas de culo de vaso, era altocomo una espiga de trigo y tenía la cara llena dearrugas. Era muy eficiente. Dos ingredientes de supersonalidad lo caracterizaban: su amor infinitopor la información deportiva –a la que se había de-dicado siempre en cuerpo y alma tras su corta tra-yectoria como atleta y escayolista– y poseer unamemoria prodigiosa.

–¿Qué hay por ahí, viejo?–Algo que me lleva a mal traer. Escúchame aten-

tamente, por favor: ¿Tú recuerdas aquellas ligas defútbol aficionado y los equipos que había en ellas? –¡Ay, qué tiempos! ¿No me voy a acordar? ¿Qué

necesitas?–¿Competía un equipo de ex militares del Club

Naval de Oficiales?–Claro que sí, claro que me acuerdo de ellos…–Espérame en el periódico, por favor, voy para

allá inmediatamente. Kebira había pronunciado sus últimas palabras

casi desde el rellano de la escalera, con el cable delteléfono tan estirado que parecía que iba a rom-perse de un momento a otro. Llegó al diario atur-dido y veloz como un principiante y para entoncesKhantach, ordenado y pulcro en extremo, lo aguar-daba con una carpeta que contenía viejas crónicasde los campeonatos de balompié –como se llamaba

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a aquel deporte en la época– y fotos de diferentesequipos convenientemente clasificadas.Estos militares eran unos chulos de pistola fácil

y tuvieron que retirarse de una de las ligas, nopuedo decirte el año así a bote pronto –se anticipóKhantach–. Armaban broncas constantes y malambiente en los campos en los que jugaban. Sequejaban de que recibían muchas faltas, infinidadde patadas, golpes y codazos. Ellos respondían conmás virulencia aún y ya estaba el problema mon-tado.

La redacción, para esas horas, estaba completa-mente vacía. Solo había dos viejos profesionalesdel periodismo y amigos –miles de vivencias jun-tos– frente a frente. La luz, amarillenta, y la atmós-fera cargada concedían a la conversación un airede solemnidad, calma y transcendencia únicas. Elrugido y traqueteo lejano de la rotativa en el só-tano de “La Mañana”, que ya escupía ejemplareshacia las furgonetas de los repartidores, era laúnica sintonía que los acompañaba

–No puedes hablar con nadie nada de lo que tevoy a contar. Buscamos a siete asesinos de tres jó-venes en los años de la Guerra de Independencia.Eran de ese Club. ¿Conoces a los jugadores queaparecen en las fotos?–Pues claro… Mira… –dijo señalando una de

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ellas– aquí están los hermanos Sallard, Moulin,Guillard, Delmás, éste es Renaud…–Para, para, para… –dijo Kebira sacando su cua-

derno de notas–. Hay tres sospechosos que ya noestán en el país y hasta cinco que murieron en unaccidente de helicóptero durante una exhibición–¿Y entonces? ¿El asesino o los asesinos pueden

estar entre los que conozca de por aquí? ¿Te digonombres?–Estoy impaciente, no tenemos mucho tiempo.

Hablemos prioritariamente de los que sabemosque aún están vivos y a los que, por tanto, aún po-dremos echar el guante con la ayuda de Talley-rand, que está en esto con nosotros–Khantach respiró hondo. Abrió su cerebro de

enciclopedia y empezó, mirando la hoja cuadricu-lada que le extendía Kebira junto a la foto, a seña-lar las caras de una formación de futbolistasvestidos con camisa oscura y calzón y medias blan-cas antes de empezar un partido…–Éste es Mathieu Moulin, un matón de cuidado,

súperviolento, siempre lo expulsaban los árbi-tros… Y mira Guillard, qué joven aquí, éste no erafijo en este conjunto e iba y venía de la Marina…Víctor Bleu, te lo señalo aquí, otro carnicero delárea… Estos tres de aquí son Renaud, Paul Millary Abraham Biant. El que va vestido de guardametay tiene gorra y los guantes en la mano se llamaba,se llamaba… Delmas, Charles Delmas. ¿Estos son

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los siete que están vivos, no?–¡¡¡Eso es!!!–Ya te digo, gente muy violenta en los terrenos

de juego y que, por ser militares de la época másnegra, tuvieron que dejar la competición porquesu participación era una constante fuente de pro-blemas. Ojalá tengáis suerte, amigo. Lo mereces

Se fundieron en un abrazo largo y sincero. Plenode humildad, Khantach se limitó a ofrecer infor-mación y no hacer preguntas. La misma actitud deservicio de siempre. Kebira se llevó la carpeta y noparó, el resto de la noche, de repasar las caras deaquellos personajes.Boutaleb, por su parte, estaba negándose a sí

mismo tirar la toalla. Él pensaba que algo ocurri-ría, al final, que descubriese los nombres de los tor-turadores de entre los que figuraban en aquellamacabra lista de militares incluida en el informesecreto de los Innombrables.

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Amaneció un día de sol radiante clásico delfinal del verano: con mucha luz pero algofresco, anunciador de que el buen tiempo

iba a empezar a matizarse poco a poco. Llegada lahora de comer, los policías se ubicaron en la casadel empresario pesquero y situaron una discretacámara fotográfica tras la rejilla de la ventana delcuarto de aseo que daba a la azotea.La rejilla, en realidad, era una malla muy tupida

pero dejaba ver lo que ocurriese fuera y, desde elexterior, más de uno habría cotilleado el interiordel baño sin mayores problemas. Kebira, ojeroso y destrozado, recogió primero a

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Boutaleb, que venía con poco optimismo.–Seamos realistas –dijo Kebira– Si la pared está

en tan mal estado que no puede darnos la últimaclave, todo no habrá valido para nada. Tengo unagran sensación de vacío. Te confieso que me hesentido vivo y joven con toda esta historia. Quizáhaya sido lo más positivo. También he cometidoerrores, fundamentalmente, cuando no te dije queexistía la referencia de los Innombrables en aque-llas fichas del demonio.–No tiene importancia, señor Kebira…–Sí, sí que la tiene. La confianza y la amistad son

muy importantes en la vida. No habríamos llegadoa este punto si no llega a ser por la colaboraciónque hemos mantenido. Yo viví aquellos años tanduros, que nos han marcado para varias genera-ciones. La prueba está en que rara es la familia queno tiene personas desaparecidas o muertas deaquella etapa. Tú no viviste aquello y, sin embargo,te has implicado como Talleyrand o yo mismo y esalgo que te agradezco sinceramente.–No importa, señor Kebira…Boutaleb, en su sencillez –que era un valor sa-

grado para él– estaba apenado porque, con muchaseguridad, el viejo cronista no iba a ver resuelto elenigma al completo. Lo sentía por él.

Llegaron a recoger a Talleyrand, especialmentetenso, silencioso, como quien había estado ru-

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miando que habría, por alguna parte, un clavo ar-diendo al que agarrarse para señalar a los culpa-bles de tortura y asesinato. Entraron pronto en lacasa del empresario pesquero, en la que se vivíauna calma tensa entre las criadas que, sin sabermuy bien lo que ocurría, transitaban atareadas pordecenas de habitaciones y estancias de techosaltos. En la calle, vestidos de paisano y en ropa ve-raniega, paseaban mimetizados con el ambientevarios policías que charlaban con peatones, echa-ban una caña de pesca al mar inmediato, tomabanté verde en un bar cercano, pedaleaban en bici-cleta…Talleyrand lo había preparado todo con deteni-

miento, a conciencia. Era un auténtico perfeccio-nista. Aquella ventana era un cuadrito de 30centímetros de lado. Apenas servía para que elvapor del baño tuviese una vía de escape. Empezóa caer la tarde. La azotea estaba desierta. Aquella terraza inmensa se asomaba directa-

mente al Mediterráneo, del que lo separaba una es-trecha calle de dos carriles y una castigadaescollera de bloques de hormigón usada por pes-cadores aficionados y algún que otro bañista oca-sional.Una baranda plateada en mate constituía el lí-

mite desde el que contemplar el mar y, en el ex-tremo opuesto, el majestuoso pero decadente ehistórico mural pintado en una pared de tres me-

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tros y medio de altura. De lejos podía apreciarse, efectivamente, que la

pintura estaba en muy mal estado. Pero quizá notanto como habían descrito los policías. A Kebira,asomado en su turno a la ventanita, no le parecióque aquellos caliches estuviesen como para desha-cerse en los dedos. Ya no sabía qué pensar.

El sol estaba cada vez más bajo y se hizo un im-presionante silencio. Apagaron entonces las lucesdel cuarto de baño y Talleyrand, los dos policías desu confianza, Kebira y Boutaleb callaron radical-mente en cuanto oyeron un rumor de pasos debotas y tintineo metálico de condecoraciones queascendía por las escaleras de acceso a la azotea.Perfectamente agazapados, iban turnándose subi-dos a un taburete, pero el magistrado dirigía losmovimientos en todo momento mediante señas rá-pidas y cortantes y era el que más tiempo veía loque pasaba desde aquella esquina a ras de suelo.Militares vestidos de rigurosa gala y semblante

serio fueron accediendo a la azotea. Portaban ban-deras de antiguos regimientos: paracaidistas, arti-lleros, infantería, caballería… Eran siete. Primeraclave.Talleyrand susurró muy levemente a uno de sus

hombres: –¿Son los de la lista?–Sí jefe, clavados, son los siete que quedan vivos

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del papel que el camarero sacó del Club. Eso lo te-nemos comprobado.Los siete veteranos oficiales se situaron en semi-

círculo, de cara al mural y dando la espalda al mar.Con su ubicación dejaban ver, desde la ventanita,bastantes trozos de la pintura, otra de las clavesque aparecía en el informe secreto de los Innom-brables.Uno de los militares, muy mayor como sus com-

pañeros, se adelantó para dar la espalda a la paredy colocarse frente a sus compañeros y el mar. Sacó un papel doblado de su guerrera y comenzó

a pronunciar un discurso, mientras la expectaciónen el cuarto de baño oculto podía cortarse con cu-chillo:

Esta ceremonia de hoy es especialmente triste paratodos nosotros. No podemos decir que vayamos adejar una ex colonia porque, aunque a miles de kiló-metros de nuestra tierra de origen, ésta ha sido, es yserá para nosotros una parte muy importante de lamismísima Madre Patria. Militares afeminados, sinfuerza, valor ni prestigio, y políticos vergonzantes ycorruptos concedieron la independencia a una tierray unos súbditos que no están preparados para ella.Esos mal llamados militares son una vergüenza paratodos nosotros…

El discurso, largo y lleno de rencor, avanzaba en

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paralelo a la caída del último sol de la tarde, pero,de forma casi mágica, el cielo empezó a nublarsedensamente y un viento helado removió los cuer-pos ancianos de los militares en la azotea.

–¡Dios mío! ¡Se nos escapan!

Kebira, aterrado, susurró dentro del cuarto debaño, casi entre lágrimas de desesperación. Pen-saba que la tormenta que comenzaba a concretarsesuspendería la ceremonia...

–Sssschhh. Déjame.

Talleyrand apartó de un manotazo a Kebira ysubió nuevamente al taburete. Vio que había em-pezado a descargar una lluvia muy fina y persis-tente, que comenzó a calar los uniformes y ainundar el suelo de un tono rojizo que contrastabacon el gris del cielo. El magistrado se fijó en lapared y siguió susurrando a sus compañeros, api-ñados en el aseo y empapados en sudor:

–¡La lluvia está destiñendo el mural!

Kebira quiso bajar a su amigo asomado a la ven-tana, pero quedó paralizado por el pánico y la ten-sión reflejada en el rostro del juez, que lo miró conganas de fulminarlo pidiendo sin palabras que ni

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se atreviera a tocarlo en esos momentos.Una leve voz pegada a un radiotransmisor de uno

de los agentes puso en guardia a los que compo-nían el dispositivo, todavía camuflados en la calley alerta para bloquear las salidas del edificio.

–Prevenidos, todos atentos

Talleyrand, entre lágrimas, bajó súbitamente deltaburete y se sentó mareado y rendido en el filo dela bañera. Con palabras agotadas, serenas y la ex-presión cadavérica, ordenó a los policías que losacompañaban:

–Ya podéis hacer las fotos.

Uno de los agentes subió veloz al asiento y vio elmural destiñéndose y borrándose por efecto delagua. Era como la cara triste de una muchacha ala que el llanto destroza el maquillaje. Estaba enpleno proceso de desmoronamiento. Todos los tro-zos de pintura cuarteada, literalmente, se caían.No aguantaban más. Y, en una esquina inferior dela composición, habían surgido bajo varias capasde caliches grandes letras de pintura negra quequedaban al descubierto sin que los militares, ab-sortos en el discurso, se hubiesen ni apercibido:

JA, JA, JA. LOS ASESINOS DE LAS FICHAS DE

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MI CAJA DE PUROS SON MOULIN, BLEU Y MI-LLAR. LOA A ESOS PADRES DE LA PATRIA!!!

Las letras estaban escritas de forma irregular, tor-cida. Eran obra de un borracho ebrio de sinceri-dad. Todo fue muy rápido. La cámara fotográfica,apoyada sobre un trípode encima del taburete, dis-paró alocada decenas de veces. Un grito de euforiaestalló en el cuarto de baño y los militares se gira-ron confundidos y sorprendidos hacia aquel puntodesde el que habían sido seguidos sin que hubiesennotado lo más mínimo en todo el ritual. Los hechosse sucedieron a velocidad de vértigo porque,cuando los Innombrables quisieron reaccionar, yaestaban rodeados de policías de paisano que ha-bían subido a la azotea y les conminaban a bajarlas escaleras e introducirse en furgones celularesque llegaron sin mayores escándalos.Kebira, Boutaleb y el juez se abrazaron emocio-

nados, viendo aquella patética procesión de su-puestos hombres dignos conducidos por policíasde paisano.

El viejo Kebira se despidió de sus amigos hora ymedia después. Noventa minutos de recuerdos,miradas, emociones y conclusiones junto a hume-antes tazas de té verde en una calle que, para ellos,era una íntima y silenciosa fiesta de celebración dela vida. Caminó luego lento, satisfecho y rendido

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hora y media más y, al torcer la esquina para entraren su calle, oyó un aparato de radio que, con volu-men algo más elevado de lo normal, escupía unanoticia leída con la emoción de lo que es verdade-ramente novedoso y noticiable: Un increíble caso ha sido resuelto en las últimas

horas. Las pesquisas de un veterano periodista de LaMañana del Magreb y un camarero han permitidoal conocido juez Talleyrand comenzar el procesa-miento de antiguos militares que cometieron terri-bles torturas y asesinatos en la última etapa de lacolonización. Hay siete detenidos, que tendrían queresponder por crímenes de sangre que no han pres-crito. Les iremos ofreciendo más detalles de esta in-formación de alcance en próximos boletines…

Kebira sonrió agotado y se perdió por la calle-juela dejando atrás el rumor apagado de la radio.

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Este libro de terminó de imprimir enlos talleres de Estugraf Impresores de Ciempozuelos (Madrid), durante el mes de noviembre de 2014.

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