La casa de mamá
Osvaldo Mejía Marulanda
A Mamá Yaya, Mamá Erne, Melba, Patricia, Marianela,
Marisela, Mary Ángel y Oswaldito.
A quienes quiero mucho.
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Osvaldo Mejía Marulanda
ADVERTENCIA
La mayoría de los personajes de esta novela son
ficticios, pero, hay algunos nombres que a pesar de
parecer reales no concuerdan con las situaciones. Esta
es una obra producto de la imaginación del autor;
cualquier parecido con la realidad, es pura
coincidencia.
El autor
La casa de mamá
Osvaldo Mejía Marulanda
PRÓLOGO
UN NOSTALGICO VIAJE AL RECUERDO IMAGINADO
Mientras leía el borrador del libro “LA CASA DE MAMÁ”, de la autoría del escritor guajiro Osvaldo Mejía Marulanda, mi humilde instinto de también escritora, me susurró con decisión: “aquí no tienes mucho que corregir, porque las palabras que deben estar están y lo que tenía que ser contado está contado” y terminó advirtiéndome casi amenazante: “y bien contado”. Entonces, haciéndole sombra al instinto y en un arranque de inusual infidelidad con él, releí, releí y releí, por si las moscas…Era verdad. En el trajinar goloso de mis ojos, apetentes por encontrar erráticas palabras, ellos terminaron por cansarse y yo por darle la razón al consejo de mi instinto, al que tercamente le había desoído. Después, con la serenidad que me prestó el hermoso río, que pasa diariamente interminable y libre de culpas por mis pupilas que no se aburren de mimarlo, eché mano de los viejos conocimientos filosóficos, para interpretar lo leído. Recordé a Heráclito, en la afirmación que hace de entrada Adelaida (personaje de la novela):
-- “¡Como ha cambiado el tiempo….-habló sola-,
ahora todo es distinto!”.
Fue Heráclito el primer filosofo en atreverse a decir que “todo cambia…nada permanece”. Adelaida estaba haciendo filosofía sin darse cuenta. También recordé a Platón, sobre todo en aquel pasaje conocido como el
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mito de las cavernas de su libro “La República”, donde nos habla del velo que cubre la realidad…Osvaldo Mejía Marulanda, lo descorre con la sabia delicadeza de una araña tejiendo su red…Así, poniendo como garantes en mi interpretación, los conceptos de estos dos filósofos, LA CASA DE MAMÁ, se convierte en la suma del tiempo y la realidad imaginada, y el resultado indiscutible de la audaz creatividad del escritor Osvaldo Mejía Marulanda, quien se inventa un nudo mágico para amarrar el imaginario de sus anhelos, con los recuerdos ficticiamente reales de los acontecimientos de “LA CASA DE MAMÁ”. Esta, a la hora de la verdad, es la historia cierta de nuestra casa, porque allí se recoge y expresa la añoranza inequívoca de los tiempos idos, con sus acumuladas situaciones, actuaciones, travesuras, ingenuidades, descubrimientos, afectos, amores, regaños, cuentos, leyendas, miedos…En fin, todo el discurrir de la vida, en el universo individual y colectivo que logramos construir con la fogosidad del que espera, en el más fascinante lugar, donde incluso se pueden tener todas las limitaciones del mundo pero somos casi felices. Esa es “LA CASA DE MAMÁ”, el espacio donde nos ha puesto de nuevo Osvaldo Mejía Marulanda, convocando con su relato y sin ningún asomo de compasión a la nostalgia. No hay nada qué hacer…el hilillo de las palabras se desenrolla, como un ovillo marcando señas en laberinto y cada una nos pone en el punto exacto de lo que deseamos pensar, dejándonos la opción de imaginar el tiempo y la realidad a nuestro antojo, pero con la condición cierta de que él y ella nos pertenecen, así sean desde la ficción imposible. “LA CASA DE MAMÁ”, es una novela de muchas oportunidades. En ella, cabe también el reencuentro con la naturaleza, con el lenguaje en los dichos y
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sentencias populares llenos de sabiduría impecable, que puestos en boca de los personajes se vuelven ciencia empírica. Aquí no hay retórica, no hay palabras ahuecadas, no hay rebusques de términos que desapeguen el interés febril del lector con el imaginario de sus propios recuerdos. Aquí no hay purismos que lo aíslen de la recreación de la historia que asume haber vivido o escuchado en otras voces y en ignotos tiempos, o lo que seguramente también puede ser una nostalgia soñada o la frustración de la reencarnación en otros cuerpos. Aquí no hay demonios íntimos persiguiendo crucificados arrepentimientos ni fantasmas encadenados espantándose con su propia silueta… Aquí encontramos el consciente de un soñador que deja en libertad sus añoranzas, cuyo deseo –infiero-, es que las generaciones venideras que pueblen estas tierras, no tengan como referente sólo la muerte con sus pesares, sino la felicidad y la alegría como una posibilidad real de la que pueden ser dueños. Osvaldo Mejía Marulanda, habla con afán y tiene un afán, comparado con el de los topos abriendo túneles: llegar a la salida para ver la luz. Quiere llegar al resplandor de una memoria ancestral y legarla, para que no se pierdan los recuerdos en el espejismo que nos muestran los mercaderes de la vida…y para que no se cumpla el título de uno de los libros del grandioso escritor uruguayo Mario Benedetti “La memoria está llena de olvidos”, porque eso es fatal para la humanidad. Ya lo dije: “LA CASA DE MAMÁ”, es una novela donde descubrimos muchas cosas. Por ejemplo, el rescate del costumbrismo, estilo literario que ha padecido el mal del desprecio y entró en desuso cuando a los novedosos escritores contagiados de oleadas literarias aventureras, les dio por ahorrar palabras y oscurecer con ininteligible lenguaje el festín tropical de los adornos que decoraban las narraciones, a la postre valor agregado de la
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imaginación del lector. Por fortuna, éste sigue siendo bien visto y acogido por la gente que disfruta y gusta de las palabras sencillas, léxico plano, del lenguaje sin trochas ni desvíos torturadores, que llevan a la deserción en la lectura y crean antipatías con éste buen hábito. Osvaldo Mejía Marulanda, nos tiende un puente desde Campo Florido y nos reconcilia desde él con la otra orilla donde se encuentra asentado el costumbrismo. Leyendo “LA CASA DE MAMÁ”, sentí el deber de preguntarme: ¿Qué sería de la humanidad sin escritores ni escritoras?, ¿Quién contaría de nuestras vicisitudes, de los miedos, las alegrías, las luchas, los desafíos, los triunfos, las derrotas, los logros, las costumbres, los avances, el hielo, el tren, los gitanos, los indios, la flor, el sol, la muerte? ¿Quién establecería las distancias entre el cielo y la tierra? ¿Quién tendría guardadas en el fondo del mar las palabras para enamorar, para cantarle a la luna? ¿Quién contaría las estrellas en un arrebato de amor? ¿Quién las apagaría? ¿Quién le tiraría piedras a la luna?, ¿Quién sacaría toda el agua del mar?, ¿Quién llovería primaveras?… en fin... ¿Quién narraría de la vida? ¿Qué validez cobra el escritor y la escritora?... Ellos y ellas, son la memoria de la sociedad, nos llevan de la mano al reencuentro con el pasado, con sus signos, símbolos, señales y códigos, que son las más claras formas de entender y construir la realidad y el presente. Por eso, es mi obligación resaltar la obra literaria que pone ante nuestros ojos el escritor guajiro Osvaldo Mejía Marulanda…! Este hombre está hablando de su tierra...! Tengo que confesarles algo, debo ser honesta con ustedes: no conocía a Osvaldo Mejía Marulanda, hasta que una calupegajosa mañana de junio del año 2007, se
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empeñó en ponernos en la misma camioneta, que viajaba para la ciudad del sol naciente y tierra del petróleo, adonde Escalona prometió llevar en su chevrolito a un amor acabado de conquistar: Maracaibo. La camioneta resultó ser de su hermano Orlando, quien la conducía. Nos sentamos en la misma silla de atrás y sólo nos dijimos las horas y nos dimos el trato propio de lo que éramos: dos desconocidos. Pero la vida tiene guardadas en su saco sin fondo, las más impensables sorpresas. Se inició el viaje hacia el país vecino y la conversación no fue más allá de cualquier trivial comentario. Pasada “La Raya”, nos encontramos con que los indígenas tenían un bloqueo en la vía de salida, en señal de protesta, por un problema escolar que tenían y exigían la presencia de una autoridad gubernamental, que demoraba en aparecer. Se fue formando una fila de carros y el calor aumentaba, alimentada por la evaporación que manaba de los charcos de agua, testigos del último aguacero o el acumulado de los muchos que habían pegado por esos días y a los que esperaba más agua y una explosión de sapitos en las noches, pues faltaban bastantes días para el veranillo de San Juan. Era 4 de junio. Salimos de la camioneta y obligados por la sofocación nos sentamos en un bordillo de la encogida terraza de una tienda. Ya ahí y por la fuerza de la necesidad primaria de los seres humanos de hablar y comunicarse, comenzamos a conversar sobre lo que acaecía respecto al bloqueo, al tiempo atmosférico, el calor insoportable y después empezamos a meterle otros temas. Ahí fue cuando éste hombre, -de quien no sabía todavía el nombre-, irrumpió con un torbellino de palabras y contaba y contaba y contaba de una novela que había escrito y lo hacía con tanto fervor que yo no hallaba la manera de decirle: ¡veeee mijito... dejáme hablaaaaá…!
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En los pocos espacios que le robé, pude preguntarle el nombre y sus apellidos y rápidamente decirle los míos, antes de que en un descuido, volviera apasionadamente a adueñarse del discurso oral del que ya era propietario hacía rato y diera rienda suelta -como perdido cuando aparece-, a la avalancha de palabras y a la historia imaginaria- real que ya quería seguir oyendo, porque la sentía mía, desde mi condición no de oyente sino de protagonista, porque en ella encontré el relato y los personajes que de alguna forma todos hemos conocido, sido y vivido, así sea en una fantasía propicia de estos pueblos, que esconden las mismas historias solo que en tiempos y protagonistas diferentes. En la emoción compartida de la simpatía por la literatura y la afición de escribir, el tiempo pasó. Los afanes se habían tornado pacientes y terminamos como muchachos traviesos burlando la vigilancia de los indígenas bloqueadores para que ningún carro se volara, tomando un charqui pedregoso camino alterno, adonde casi nos atollamos pero que nos llevó a la salida sin riesgos. Después de refrescarme con el maravilloso relato de Osvaldo Mejía Marulanda, cuando llegué a Maracaibo no me pareció tan caliente. Recuerdo que Osvaldo dijo al final: “….teníamos que conocernos hoy…” Fue una feliz coincidencia, por eso estoy ahora escribiendo este prólogo. En hora buena, está aquí y con nosotros y nosotras Osvaldo Mejía Marulanda, un hombre, que como todo escritor, se atrevió a pensar más de la cuenta y con la paciencia imperturbable de abeja elaborando un panal, nos trajo para deleitar, las mieles de un trabajo producto de su crecida y resplandeciente imaginación, hecho con la calma que da la pasión reposada, lo que
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equivale a decir, con verdadero y auténtico amor. Entremos a la intimidad y saciados de la confianza con la sólo se llega a “LA CASA DE MAMÁ”. ELIZABETH MIRANDA GUERRA Supervisora de Educación Distrital Barranquilla. Escritora.
Barranquilla, noviembre de 2007
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CAPÍTULO UNO
Cuando José Agustín estaba en lo más alto del cerro de
la casa, pensó que su primer ascendiente en América,
también subió a esta misma parte, y, observó el paisaje
en un mes de marzo, para asignarle tan acertado
nombre a este quimérico lugar de la tierra. Campo
Florido era un conjunto de aldeas establecidas en un
valle entre la sierra nevada de Santa Marta y los montes
de Oca. Lo conformaban cinco pequeñas aldeas, que
existían desde hacía trescientos años. Medía un total de
cincuenta mil hectáreas, distribuidas de diez mil cada
una, que el Reino de España había adjudicado mediante
Cédula Real a descendientes del primer inmigrante,
quien había llegado cien años antes. Éstos habían
llenado los requisitos para tal concesión. Con el pasar
de los años sus habitantes se fueron entrecruzando
entre sí, hasta conformar un solo pueblo. Cada aldea
tenía su nombre: Castilla, Cerro Grande, Manantial,
Cueva del Santo y Río Dulce.
La casa de Mamá era una casona colonial edificada tres
centurias antes. Estaba situada en el cerro de las Minas
a orillas del Río Dulce, al cual le llamaron así, por el
sabor de sus aguas. De largos corredores, paredes
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gruesas de adobe, salones grandes de techos altos de
palma en dos aguas, puertas y ventanas grandes, con
capiteles; rodeada de puyes, cañahuates, guayacanes y
más próximo una inmensa mata de trinitaria de la cual
colgaban helechos de heterogéneas variedades, al lado
de un jardín muy bien mantenido. Venía siendo
heredada de una generación a otra, como los genes
inmutables de la familia. Sus alcobas fueron variando
de usos según las necesidades. El techo que antes era
de tejas rojas españolas, fue reemplazado por hojas de
palmas que crecían en forma silvestre en todo Campo
Florido. El peso de los años, fue deteriorando la
estructura de madera que soportaba las tejas, que un
día cualquiera se vinieron abajo.
Adelaida cortó y sustituyó la cubierta con sumo cuidado
diez años después de la partida de José Agustín. Al
regreso de José Agustín el corredor era un salón donde
estaban colgadas: angarillas, sillas de caballos, piezas
del trapiche y utensilios inservibles de la molienda de
caña; la cocina estaba atiborrada de ollas, platos,
anafres y tiestos viejos. En cambio el único aposento
que conservaba su función original, era en el cual
dormía Mamá. Sin embargo, en los últimos tiempos allí
habían quedado los utensilios que se volvían inútiles,
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las cuales Adelaida las había acomodado en su puesto.
Ahora tenía un aspecto de museo, un museo privado
que reunía completa la antología de esta casta, pues allí
reposaban pertenencias de cada miembro de las
distintas generaciones. Estaban intactas sin polvo ni
telaraña como si a diario las limpiaran. Adelaida decía
que las ánimas de la familia las mantenían así, para que
no se pusieran viejas; conservaban un estado como
nuevas. Cada objeto era una referencia del rostro de lo
que han sido los Asís. Amontonados bien ordenados se
encontraban los libros que ha leído toda la familia
durante su estadía en esta casa: espejos, lámparas,
baúles llenos de recuerdos de otras épocas, carros,
juguetes de niños de todos los tiempos, una bicicleta en
la que José Agustín aprendió a disfrutar sus primeros
años y un cajón rebosante de cartas amarillentas.
Una mañana del mes de marzo, los gallos del corral
cantaron por última vez antes del amanecer; los pájaros
trinaban con insistencia y los madrugadores cerdos,
buscaban entre los matojos, para ver si encontraban
algún bocado olvidado del día anterior. Amanecía y a la
casa penetraba un viento fresco y agradable con
fragancia a flores de los árboles que la rodeaban.
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Adelaida se levantó de su cama, se quitó la ropa de
dormir y vistió un traje fondo negro con flores blancas,
se colocó en la cabeza una pañoleta blanca y calzó sus
zapatos. Abrió el postigo y cuando salió al patio, vio
florecidos a los cañahuates cercanos a la casa; observó
que tenían más flores que en otras épocas; eran todo
amarillo. Echó un vistazo al entorno y percibió en el
cerro de la casa, a todos los árboles vestidos de flores:
amarillas, rojas, rosadas, moradas, blancas y azules.
Volteó la cabeza hacia los otros cerros, y todos estaban
en iguales condiciones.
Asombrada, no entendía por qué estaban así algunos
árboles que en esa época no lo hacían. Hasta la
trinitaria también estaba florecida; ésta tenía flores de
todos los tonos. Muchísimas mariposas de múltiples
tonalidades, revoloteaban por todos los lados,
impidiéndole que ella caminara con facilidad. Los
chupaflores que hacía tiempo no se veían, regresaron
para absorber el néctar de las nuevas flores.
- ¡Cómo ha cambiado el tiempo! –habló sola-, ahora
todo es distinto. ¡Ay! Estas mariposas no me dejan
caminar.
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El sereno de la madrugada, había mojado la tierra,
apaciguando el polvo que agitaban las brisas veraniegas.
Esa mañana era encantadora, los animales y las
plantas, estaban alegres, haciendo de ese lugar, un
verdadero paraíso.
- ¡Ah! Si ya entró la primavera. –dijo otra vez-.
Adelaida era anciana, muy próximo a cumplir los cien
años, y a pesar de su edad era sana y fuerte. Su cabello
liso se había emblanquecido desde hacía muchos años,
de estatura mediana y cuerpo robusto, tenía las piernas
y manos cubiertas de manchas semejantes a las del
ballenato, las cuales manifestaban que ella también
había padecido el Carate, esa enfermedad que muchos
años antes, le había transfigurado el color de la piel a
toda gente de Campo Florido.
Junto a la cerca, dos gallos se enfrentaban con las alas
arqueadas y las plumas erizadas. Su lucha era torpe,
estos animales eran mampolones. Adelaida los miró un
momento y dijo:
- Hoy mato al jabado, para acabar con esa pelea
que mantiene todo el santo día. Desde que ese
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pobre pollo cantó por primera vez, ese gallo viejo
no nos deja la vida tranquila.
Alzó la cabeza hacia el cielo para observar una multitud
de aves silvestres, que se elevaban hacia las montañas,
brillando sus cuerpos con los primeros rayos del sol.
Después se dirigió al corral de las cabras; las pocas que
de su gran rebaño le quedaban. Estas eran las últimas
que le habían dejado los tigres y leones de dos patas, a
quienes Tarzán, el perro de siempre, ya no ladraba.
Ordeñó las cabras, sacando la leche que le alcanzara
para el consumo del día.
Cuando regresó, hizo como siempre: se inclinó junto al
fogón, removió las cenizas descubriendo las brazas;
colocó algunas astillas sobre ellas, sopló y reavivó la
candela. Desde que hizo llamas, surgió con insistencia
un huéspere, por lo cual pensó y dijo:
- ¡Eso es una visita!
Preparó su ligero desayuno: guineos cocidos con huevos,
queso y café con leche. Comió y se dispuso a continuar
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con los quehaceres de la casa. Cuando terminó se le
cayó el tenedor. Entonces dijo:
- ¡Ah, sí es un hombre el visitante!
Continuó hablando sola:
- Hoy es Domingo de Ramos, ya entró la semana
santa. Menos mal que ya traje de la roza los
guineos para los potajes del jueves y viernes,
porque este huésped, está anunciando que María
Elisa vendrá con mucha gente, y voy a estar
preparada. Por suerte que al maíz ya lo tosté y lo
molí, para el Chiquichiqui y el fríjol también lo
tengo desgranado. Bueno las demás cosas la trae
ella, siempre lo hace así.
Adelaida se paró en el patio, para interpretar el canto de
una palguarata que estaba en el cañaguate; además
percibió que no sólo ella cantaba, si no, muchísimos
pájaros que le hacían coro en los alrededores. Entró a la
casa, tomó una olla y se dirigió a buscar agua a “Sal si
puedes”, arroyo situado a un kilómetro de allí, en cuyas
orillas se encontraba una tupida montaña, que
mantenía perenne las aguas cristalinas. A su regreso,
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bajó la olla, llenó la tinaja y dio por terminada esa tarea
diaria.
El sol, se levantaba candente, igual que en los días de
verano, a pesar de las primeras lluvias que traía la
primavera. Eran las diez de la mañana cuando escuchó
el ladrido de Tarzán, su único compañero.
- ¿Quién vendrá? Si ya por acá casi no viene nadie.
-se preguntó-.
Adelaida miró hacia el sur y por el camino que conduce
hacia su casa, a unos trescientos metros aproximados
de distancia, vio venir a un hombre muy bien vestido,
todo de blanco y corbata. El hombre traía sus manos un
maletín negro. Le recordó a Salvador Ortiz, su
compadre, el cual vestía de blanco de pies a cabeza.
- ¿Estaré delirando? -dijo-.
Ya hacían muchos años que su compadre había muerto.
En los últimos tiempos ella veía y hablaba con personas
muertas.
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- Yo no sé, si estoy viva o muerta. ¿Quién será ese
hombre que viene para acá? Me arden los ojos
cuando miró lejos -siguió hablando-.
Se sintió confundida y quiso entrar a la casa. Este
hombre también se parecía a César, su hijo, y padre de
José Agustín con Tomaza Carrillo, su esposa, quien
murió un año después que parió a su primer y único
hijo. Tomasa era sobrina de Ernestina. Ese día cumplía
cuarenta y cinco años, tres meses y dieciocho días de
muerto; esa misma edad tenía José Agustín, su nieto al
cual reconoció cuando se aproximaba a la casa. Intentó
caminar hacía él, pero, las piernas le fallaron; temblaba
de la emoción y con voz cariñosa y regañona, se dirigió a
Tarzán:
- ¡Ven! -le dijo- que ese es el hombre de la casa. A
quien debes ladrarle, no lo haces. ¡Ah Tarzán! ¿Ya
no lo conoces?
El perro meneaba su rabo y todo su cuerpo. Él lo
reconoció y también tenía los mismos años esperándolo,
lo añoraba igual que Adelaida.
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En Campo Florido llovía dos veces al año: las primeras,
llamadas primaveras, comenzaban en marzo y a veces
se extendían hasta junio; a las otras les decían
segundas, caían entre agosto y noviembre. Antes de
empezar las lluvias de la primavera, el calor se hacía
desesperante, como lo era cuando José Agustín regresó
a su tierra. El mes de marzo llevaba veinticuatro días y,
como era notorio, los árboles estaban anunciando que
ese año caerían muchos aguaceros.
Ya habían pasado treinta años, desde ese largo viaje. A
José Agustín le rebosaba el corazón de amor patrio,
gozaba de una mañana perfumada de primavera. Ella
también tenía los ojos humedecidos, como los de un
niño que calla su llanto a la primera caricia materna. El
cielo tenía color azul claro hacia Surimena, pero, sobre
las crestas más altas de la sierra Nevada de Santa
Marta, permanecía nublado como siempre pasaba en
esa época del año.
En el momento que José Agustín, oyó la voz de su
abuela, luego de estrecharlo entre sus brazos y acercarlo
con todas sus fuerzas a su pecho. Una sombra le cubrió
los ojos; era el supremo placer que conmovía su cuerpo
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y llegaba hasta el fondo de su alma. Con un nudo en la
garganta y la voz quebrada, le dijo:
- Mama Yaya, aquí está su nieto.
Luego ella le quitó su equipaje, lo guardó y rebosada de
alegría comentó:
- Ahora si puedo morirme.
Él, apresurado, casi sin dejarla terminar de hablar le
preguntó:
- ¿Cómo?, Si ahora le necesito más que nunca.
¿Dónde están papá Cachencho y Mama Erne?
Ella, llorando con un nudo en la garganta, dificultosa
para pronunciar las palabras.
- Cachencho y Erne, murieron. –dijo-.
Estas palabras dejaron callado por un instante a José
Agustín, quien casi llorando preguntó:
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- ¿Cómo?, ¿Cuándo?, ¿Dónde? ¿Por qué? No, no
puede ser. ¿Entonces, usted vive sola?
- Sola no, -dijo-, con Dios, Tarzán y todos mis
muertos.
Después de llorar un largo rato, abundantes lágrimas
cayeron sobre sus vestidos.
- ¿Qué quieres comer?
- Lo que sea, pero de almuerzo, porque ya
desayuné.
Se sentaron bajo la sombra de la mata de trinitaria en
donde ella le contó sobre la infortunada noticia.
- Tu abuelo murió hace veinte años, tres meses y
veintiocho días, a consecuencia de cáncer en la
lengua, debido a una quemadura hecha con el
tabaco, ya que él fumaba con la candela adentro
de la boca. Nosotros hicimos todo lo posible por
curarlo, lo llevamos a Barranquilla, pero, todo fue
inútil; murió en el hueso, de hambre, no podía
comer porque su lengua se le consumió toda, hasta
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que le salió un hoyo en la garganta y las palabras
eran como en otro idioma; nadie le entendía,
incluso en los últimos días ni Erne ni yo le
entendíamos.
- Ernestina también murió casi en las mismas
condiciones. A ella le salió una bola en la garganta
que no la dejaba comer y también falleció flaquita,
en el hueso, ahora en mayo se cumplen diez años.
Esta situación contradecía los ideales de Crescencio,
pues toda la vida sostuvo, que él trabajaba: en primer
lugar para comer, que las demás cosas eran
secundarias.
- Además, Evaristo, César, Gumersindo, Dolores, y
Rosario; mis hijos, también murieron de lo mismo;
de cáncer. Esa es la herencia. Dios me ha dado
fuerzas para enterrarlos a todos, pero, ya se
acerca el final.
Después de todas estas informaciones, él le preguntó:
- ¿Qué se hizo la gente de éste pueblo? ¿Dónde
están las casas? Cuando pasé, solo vi los sitios
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donde quedaban las casas de Tita Solano, Débora
Pinto, Marcelina Gómez y Vicenta Pinto.
A todas estas preguntas, la vieja contestó:
- Hijo, todos los viejos murieron y las familias
enteras se fueron para otros pueblos. Unos
buscando nuevos horizontes en la explotación del
carbón, y otros huyendo de la guerra entre la
misma familia. Este pueblo y sus alrededores se
acabaron desde el día en que Samuel Brito, mató a
Juan Salvador Ortiz, su primo. A raíz de esa
muerte se desató una guerra que involucró a todas
las personas, mejor dicho, llegó el diablo con su
mano endemoniada y arrasó con todo.
- Deme razón de la familia Padilla. En esa casa me
gustaba Flor Alba, quien tenía la piel canela, las
cejas encontradas, los ojos claros y encantadores,
con hoyuelos en las mejillas al sonreír, el cabello
liso y negro, alta de estatura. En su corta edad, ya
se le notaba que iba a ser bonita; en esos tiempos
le decían, que cuando fuera señorita, representaría
a esta región, en algún reinado de belleza. Se
metió tanto en mi ser, que yo creía que ella sería
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mi esposa; llegó a significar tanto en mi vida, que
ni Coromoto Urdaneta, ha podido reemplazar ese
idilio.
- ¡No solo te gustaba! La amabas.
- ¿Usted supo algo? –preguntó el nieto.
- Lo supe todo, pero, ya pasó; el tiempo, el tiempo y
la distancia acabó con eso.
- ¡Ay! hijo, es triste –suspiró- toda esa gente se fue –
contestó con mucha tristeza- no he vuelto a saber
más de ellos. Hijo, hasta mi familia se marchó,
unos para el cementerio, y otros se fueron lejos,
para no involucrarse en la guerra. A veces vienen
en la semana Santa y unos pocos para el Año
Nuevo. La única que se queda aquí hasta morir
soy yo. Aquí nací, y aquí mismo moriré.
José Agustín se acordó de la noche víspera de su viaje
hacia Santa Marta. Un claro de luna se veía en las
aguas mansas del jagüey. Alzó la cabeza y miró a través
de las matas de plátano del patio y vio una sombra
opaca que se desplazaba con lentitud; era Flor Alba,
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quien venía vestida con una manta wayuú. Este vestido
se la había colocado en la tarde, pero como se había
citado con él, aun lo tenía puesto. Sacó el pañuelo que
siempre llevaba en el bolsillo, se secó el sudor de la
frente y en él envolvió su angustia. La angustia se ahogó
en ese momento, pero, cuando ella llegó, aquella
impaciencia concluyó. Se abrazaron y se amaron hasta
el cansancio. La luna por momentos se escondía en las
nubes negras igual que la noche, que pasaban lisonjeras
como ayudándoles a esconderse en las tinieblas, que les
servían de cómplice a los enamorados.
Adelaida mató y guisó el gallo jabado para el almuerzo,
complementó con arroz de coco, plátanos amarillos
asados y limonada; era un exquisito menú. Sacó de la
vitrina toda la losa guardada desde muchos años. José
Agustín le comentó:
- Abuela, usted aun cocina como antes. Yo no había
vuelto a comer con esta sazón especial, que solo
usted sabe como lo hace.
- No exageres, que allá en Europa tienen que cocinar
mejor.
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Después del almuerzo, se recostaron un rato, para hacer
la siesta.
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CAPÍTULO DOS
En la tarde, recogieron flores, para llevarlas al viejo
cementerio de la aldea. Antes de ponerse, el sol era un
globo anaranjado, esplendoroso en el cielo, pero muy
pronto declinó. Con rapidez cubrieron con flores las
tumbas de sus muertos. El día llegaba a su final y la
lúgubre noche, estaba muy cerca. Antes de oscurecerse,
la luna había aparecido cuando Adelaida y su nieto
regresaron del camposanto. Aligeraron el paso para no
llegar de noche; además tenían que venir a hacer luz,
es decir, prender una lámpara de querosén.
A prima noche, Adelaida sacó de la vitrina una losa,
distinta a la del medio día, que hacía más de treinta
años no usaba, le sirvió chiquichiqui; mazamorra de
maíz tostado y molido, con coco, canela Lo había
endulzado con azúcar porque desde el ciclón, se había
acabado la miel de caña que tan buen sabor le daba a
las comidas. José Agustín consumió con lentitud ese
alimento tan exquisito, que heredaban desde cientos de
años, de los indígenas wayuú, con los cuales estaban
emparentados.
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Durante una hora, se paseó por toda la casa, se estaba
poniendo sentimental. Recordó aquellos tiempos de su
niñez, cuando iba a los cerros cercanos a la casa y
algún otro lugar. ¡Claro! todo tiempo pasado parece
mejor; pero, sin lugar a dudas, en aquellos tiempos
había algo, un ambiente especial, que ahora faltaba.
Cuando la abuela cerró la puerta, vio una mata de
sábila que colgaba de un clavo en la parte superior,
amarrada con una cinta roja, un pan en el medio, una
pequeña bolsa marrón que contenía monedas e imanes
y un Cristo más visible.
- Abuela y eso que está colgado en la puerta, ¿Qué
significa?
- Esa es para que no nos pase nada malo. Me la
preparó un indio de la sierra Nevada.
A las ocho de la noche, su abuela le dio una bebida de
toronjil, mejorana y hojas de naranjo. José Agustín se
acostó en la cama de lienzo, a la que no había vuelto a
ver desde ese largo viaje, cuando fue a estudiar. Su
abuela le narró los cuentos de: tía Zorra, tío Conejo, tío
Tigre, Blanca Nieves y las leyendas de: la cueva del
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Santo, la Llorona, la Madre del monte, Silbita y otras
historias, para que conciliara el sueño, igual como lo
hacía cuando él estaba niño. Esa noche durmió como en
la infancia, experimentando la felicidad, que creía
perdida desde hacía mucho tiempo.
El sueño ya dominaba a José Agustín, quien a duras
penas le respondió:
- Mañana seguiremos hablando de eso.
Afuera la noche seguía avanzando su paso inexorable, y
la luna alumbraba como el sol. Solo se escuchaban a los
grillos que estaban escondidos en los rincones,
acompañando a la anciana que estaba más contenta
que nunca y no conciliaba el sueño.
Cuando José Agustín despertó, las aves cantaban
revoloteando en los puyes, cañahuates y guayacanes.
En el jardín los chupaflores removieron sus fragancias
que llegaron hasta el aposento de la casa. Se levantó,
para iniciar un nuevo día.
- Abuela, anoche cuando me levanté a orinar, me
asomé por la ventana y vi una llama de candela,
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debajo del árbol de guayacán en donde enterraron
a mí primo, pero, no quise despertarla. ¿Qué sería
eso?
- Decían los viejos de antes, que era la señal de
donde habían enterrado un tesoro en tiempos de
las guerras del siglo pasado, y el dueño ya
fallecido quería entregárselo a la persona que viera
la llama. Eso es que te quieren dar alguna fortuna;
ese entierro es para ti, pero, tienes que esperar,
porque cada cosa tiene su tiempo.
Esa mañana, después de dialogar con su abuela, José
Agustín se colocó bajo la sombra del cañahuate a leer
los periódicos que su abuela le entregó; eran viejos,
pero, contenían artículos importantes. El primero
informaba que desde su país, se exportaban cada año a
muchos países, treinta millones de toneladas de carbón,
provenientes de las minas de Cerro Grande. Se sintió
orgulloso al saber, que se había hecho realidad tan
esperado sueño. Pensó que los gringos, hacían otra
explotación, para enriquecerse más con los recursos
naturales ajenos. Así sucedió con las bananeras, pero,
entre otras cosas, harían famosa a esta tierra por todo el
mundo; de no ser así, sus coterráneos, seguirían
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sumidos en un letargo interminable del que venían
siendo objeto hacía mucho tiempo, debido al abandono
en que el gobierno los ha sumido toda la vida, desde la
llegada de los conquistadores.
- Abuela, no se sabe qué sería mejor: que sacaran el
carbón o que ese yacimiento continuara enterrado
allí como antes.
- Creo que antes estábamos mejor. –comentó la
vieja. Ahora todos los medios días se escuchan
unos sonidos fuertes, y hasta tiembla la tierra,
como cuando en octubre truena el Cerro Grande.
Día y noche roncan esas máquinas, que hay veces
que se sienten como si estuvieran en el patio de la
casa.
José Agustín leyó en otra página, la crónica de una
familia indígena, que en los meses anteriores había sido
exterminada, a consecuencia de haber comido maíz
envenenado en el campamento de la mina. El maíz lo
habían colocado en los basurales para terminar con una
manada de ratas que tenían sus madrigueras a orillas
del campamento minero, haciendo mucho daño. Allí
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Curría recogió el fatídico alimento, sin saber que sería el
acabo de su felicidad.
Comentó estas noticias con su abuela, quien le dijo:
- Ve muchacho, durante los últimos años, siempre
han llegado unos hombres de esa compañía,
proponiéndome la compra de las tierras, y yo les
he repetido, que esto lo venderá el dueño cuando
regrese. ¿Por qué, yo no necesito esa plata?
- La primera vez que vinieron, me preguntaron qué
quién era el dueño, y les contesté que mi nieto; el
cual fue a estudiar lejos y pronto vendrá.
- ¿Porqué yo? si hay otros herederos también.
- Pero, como no se sabe dónde están, ni les ha
interesado más, Campo Florido; es tuyo.
- Hijo, ya por aquí todo cambió, también pasan unos
hombres con armas largas, que les llaman Los
Muchachos; ésos secuestran, matan, roban
ganados, le quitan las provisiones a la gente que
va para la sierra, amenazan con matar y hasta
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hacen salir a los malos acostumbrados. En ésta
región ahora hay que tener cuidado para hablar;
como decían los viejos de antes, "La lengua es el
castigo del cuerpo"
Durante estos treinta años, Adelaida había mantenido la
casa con sumo cuidado. Todo estaba como antes: la
cerca que protegía la casa con el jardín en donde
habían: rosas, margaritas, cortejos, azucenas, claveles,
jazmines, lirios, girasoles y otras más. La centenaria,
mata de trinitaria, permanecía fresca y sombría, de la
cual colgaban helechos de todas las variedades, traídos
de la sierra. Todo era rústico, pero estaban bien
dispuestas y colocadas cada cosa en su lugar. La casa
por dentro y por fuera estaba limpia. La cocina en el
patio, con su techo de palma y paredes con tiras de
madera, traídas del aserradero que había funcionado
muchos años antes en Campo Florido.
A las doce, Adelaida sirvió el almuerzo: gallo asado,
acompañó con arroz de fideo volado y tajadas fritas de
plátano maduro, como jugo tomaron agua de panela con
bastante limón. El viento ligero, traía el aroma de los
árboles cercanos. Después del almuerzo continuaron
con las interminables conversaciones, que tanto los
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motivaba. Caminaron hacia los alrededores de la casa y
se detuvieron debajo de un frondoso guayacán, entonces
José Agustín le comentó a su abuela:
- ¡Ay! Mama Yaya, aun están aquí las piedras en
las cuales machacábamos las corúas en aquellos
tiempos cuando se reunía toda la familia. Yo
recuerdo cuando llegaba la semana santa que
íbamos al arroyo a recoger esas frutas de las
palmeras que habían en sus orillas y traíamos en
sacos, ollas, poncheras, latas o en cualquier otra
vasija. Cuando nos reuníamos todos los primos:
Nilita, Zulma, Neris, Sonia, Silvana, Denis, Alma,
Marcianita, Morre, Ada luz, Rosita, Esperanza,
Juve, Ufo, Ángel, Alda, Rolando, Portico, Cucho,
Carlito, Levis, Orlandito, Ovidio, Osvaldo, Óscar,
Omar, Mireya, Marina, Marisela y algunos amigos
que también formaban aquel peregrinaje. Entonces
le extraíamos el corozo, para luego masticarlo y
tragarlo; el cual era muy exquisito.
Entonces Adelaida comentó:
- ¡Ay! hijo es tan triste recordar esos tiempos que se
fueron y más nunca volverán. Esas piedras ya
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ustedes las encontraron ahí, yo me acuerdo que
hacen como sesenta años el aceite que vendían de
las fábricas, se puso caro, que todos los
habitantes de Campo Florido, tomamos la decisión
de sustituirlo extrayéndolo por nuestros propios
medios. Nos fuimos a las orillas del río y
recogimos las piedras que utilizaríamos para
sacarle el corozo a las corúas, luego lo
triturábamos en el pilón, después colábamos esa
masa y la exprimíamos, entonces la poníamos al
fogón hasta cuando se evaporaba el agua y
quedaba el aceite, pero, esta tarea la
abandonamos por la gran lucha que nos traía todo
el proceso de esa industria artesanal.
Volvieron a la casa y el sueño dominaba a José Agustín
y le propuso a la abuela que continuaran más tarde.
- Mamá, después hablaremos de mi vida en estos
treinta largos años, ahora tengo mucho sueño.
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CAPÍTULO TRÉS
En el Seminario de la diócesis de Santa Marta, obtuvo
una beca, para estudiar en España. Antes del viaje lo
visitó el maestro José Agustín Solano, el cual le asesoró,
para que se defendiera en ese país, donde él había
estudiado el sacerdocio, pero, que tuvo que abandonarlo
cuando empezó la Segunda Guerra Mundial. Desde
entonces fundó su propio colegio “Instituto Cultural”.
José Agustín Solano, le entregó dos libros de poesías
manuscritos: uno de su autoría y otro que le enviaba
Gabriel Solano, su otro maestro. Con el maestro José
Agustín envió un sobre con cartas para sus abuelos, su
padrino y Flor Alba.
A fines del mes de enero se embarcó y viajó para España
sin saber cuánto tiempo tardaría su regreso. Iba
invadido de nostalgia, porque su tierra y su familia se
quedaban sin él, pero, también se marchaba lleno de
esperanzas, pues sabía que a su regreso, vendría
preparado para ayudar a sus paisanos, como lo había
hecho Santander Iguarán. El viaje demoró un mes,
porque el barco fue haciendo descansos en las islas del
Caribe, recogiendo cargas y nuevos viajeros, quienes
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también iban cargados de proyectos, que realizarían en
tierras lejanas, que luego traerían a sus patrias chicas.
En España continuó sus estudios de bachillerato, cinco
años después terminó con muchos honores. Los curas
que lo tutelaban, comprendieron que su vocación no era
para la religión si no para la medicina. Entonces fue
cuando ingresó a la facultad de Medicina de la
Universidad de Salamanca; la misma adonde había
estudiado su padrino. El rector de la universidad le
confesó que Salvador Ortiz, había enviado una carta en
la que hablaba de su persona y desde ya era admitido y
estudiaría pensionado, para que lo sucediera cuando
este falleciera; sería su reemplazo. Cuando José
Agustín culminó sus estudios superiores, hubo cambio
de gobierno en España, y las normas que patrocinaban
a los extranjeros, fueron abolidas; porque la estadía de
los extranjeros, ponía en peligro la estabilidad laboral de
los españoles.
Entonces muchos de los forasteros, establecidos en
España, se trasladaron a Francia, en donde les
acogieron como si fueran de ese país. En este nuevo
país, José Agustín, se especializó en Ginecología y
Obstetricia, en la universidad de París. Allí, conoció a
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Coromoto Urdaneta, una indígena venezolana, que igual
que él había abandonado al país en donde habían
estudiado.
José Agustín continuó informándole a su abuela los
pormenores de su vida. Cinco años después, contrajo
matrimonio con Coromoto, en la catedral de París.
Establecieron su residencia en la misma ciudad. Vivían
en el cuarto piso de un edificio de diez plantas.
Trabajaban haciendo turnos en hospitales de otras
ciudades cercanas. Con lo que ganaban, cubrían los
gastos mensuales: pago de los servicios, alimentación, la
cuota de los vehículos que habían adquirido a crédito; el
salario les alcanzaba hasta para ahorrar.
- Cuando Coromoto parió la subsidiaron por haber
tenido mellizos, y durante cinco años, le pagaban
sin trabajar. Es que en Francia controlaron tanto la
natalidad, que ya la población se ha envejecido.
Ahora quieren incentivarla y no es fácil, por eso es
muy bueno vivir allá. Ya obtuvimos la
nacionalidad francesa por el nacimiento de
nuestros hijos.
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- ¿Entonces ustedes y los niños son franceses?, ¡Ah!
eso es lo malo, que mis muchachos no son mis
paisanos.
- También son colombianos y venezolanos; porque
sus padres somos de estos dos países. La mayoría
de las constituciones del mundo así lo expresan.
Coromoto y yo los presentamos en ambas
embajadas. Tienen tres nacionalidades.
José Agustín tenía planeado regresar a su país con su
esposa, para servir como tenía prometido, reemplazar a
su padrino, con la ventaja que Coromoto se había
especializado en Patología, y muy pocas personas lo
habían hecho en su región. Con su esposa, acordó que
él viajaría a su tierra, a explorar si era posible esa
aventura. El terrorismo se había apoderado de su
pueblo. Los subversivos practicaban todas las formas de
violencia: Habían secuestrado y asesinado candidatos
presidenciales, senadores, diputados, concejales,
alcaldes, empresarios, ancianos, mujeres, niños y toda
clase de gente. Por lo cual era difícil convivir en una
patria donde el respeto y el amor, habían quedado en el
pasado.
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José Agustín llegó colmado de optimismo, a servir a sus
paisanos.
- El día del parto de Coromoto -le comentó- Me
acordé mucho de usted. Lo único distinto a los
partos que usted atiende, es que el de ella fue por
cesárea. Cuando vayamos lo va a observar,
porque lo filmaron y allá está la película de todo el
procedimiento del parto.
Recordó que su abuela era la comadrona, que en toda la
comarca de Campo Florido, la buscaban para atender
los partos a las embarazadas. Él, le preguntó:
- ¿Usted ya dejó ese oficio de atender parturientas?
Ella, con muchas energías, le respondió:
- El último parto que atendí, fue a una cachaca, que
vino de la sierra.
A esta mujer ella la intervino en perfectas condiciones a
pesar de los años que tenía.
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- Ahora a todas las llevan al hospital, porque dicen
que prestan mejor servicio. Pero, es la moda de
hoy en día.
Los avances científicos y tecnológicos, más la edad le
quitaron tan ardua tarea, la cual realizaba con mucho
amor y profesionalismo. Él quedó encantado con tantos
conocimientos teóricos sobre la ginecología empírica de
su abuela.
José Agustín le comentó todos los pormenores del parto
de su esposa. Ella parió dos hermosos niños de
diferentes sexos.
- Lo primero que hice fue asignarles nombres; al
niño lo llamé Crescencio Antonio y a la niña
Adelaida Antonia; en honor a ustedes. Además
nacieron el trece de junio.
Esto entristeció mucho a Adelaida. Corrieron por sus
mejillas gruesas y abundantes lágrimas.
Interrumpiéndole con voz triste le dijo:
- No es por nada malo, pero es que con esos
nombres se sufre mucho. Mira la vida que llevó tu
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abuelo, y la mía, la cual ha sido de sufrimientos y
soledad. Yo recuerdo que cuando Crescencio te
colocó ese nombre, lo acepté con inconformidad, y
me tracé la meta, de enviarte lejos a estudiar para
romper la tradición de nacer, crecer y morir
esclavos de estas tierras; para que fueras otro, y
no padecieras los mismos sufrimientos heredados
de nuestra estirpe. Por eso has debido darles otros
nombres.
Sin descansar, como a un juguete que le hubiera dado
cuerda, decía:
- El primero que me guió, para que te convirtieras en
alguien importante en la vida, fue Salvador Ortiz,
quien se hizo médico por correspondencia; desde
España le enviaban libros, con toda la dificultad
del transporte en aquellos tiempos, en que el
correo funcionaba en burro, desde Santa Marta
acá a la provincia. Él te salvó la vida, cuando
apenas tenías once meses de nacido. Te dio la tos
ferina, que casi te mueres. Cuando nadie creía que
te salvabas, él mandó que te dieran a tomar
“Mientras Llega”; medicina preparada por él, y dijo
que si amanecías vivo, ya eras de él. En otra
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ocasión, cuando tenías cinco años, que te cortaste
el pié con una botella; que por poco mueres
desangrado, volvió a decirme que serías médico,
heredarías todas sus facultades. Fue por todo eso
que le pedí que te bautizara.
Hizo una pausa breve para respirar.
- Luego te llevé donde los maestros José Agustín y
Gabriel Solano, los grandes forjadores de muchas
generaciones, que en todo Campo Florido jamás
olvidarán. Vivieron atentos de ti, hasta cuando los
curas te llevaron lejos a formarte como yo quería.
- Sí abuela, eso lo recuerdo bien, cuando cada uno
de ellos me regaló un libro de poesías manuscritos,
los cuales conservo todavía. Y me han servido en
mi formación, con ellos mantuve comunicación
durante unos años, pero, ya ha pasado mucho
tiempo, que no contestan mis cartas. ¿Será que
han muerto?
- Yo no sé, porque ya ni voy al pueblo. Ya ni los
pésames doy, porque me canso al caminar,
además le tengo mucho miedo al pueblo; allá
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pasan muchas cosas feas, pero, dígame usted, con
tanta civilización y gente forastera que ha llegado
de todas partes, como peces en tiempos de
subienda; ya la gente no se conoce.
- Cuando nos vayamos para Francia, los
visitaremos. –dijo José Agustín-
Adelaida en su interior pensaba: “Una cosa piensa el
burro y otra el que lo está ensillando” Este cree, que yo
voy a salir de aquí. Dios y yo sabemos para donde voy.
- ¡Ay muchacho! –haciendo una pausa- Así también
decía Crescencio después del ciclón, cuando se iba
para Chancleta, y ahora cincuenta años después,
vuelvo a repetirlo. De aquí voy es para el
cementerio.
José Agustín le dijo, que muy pronto se irían para
Francia, ya que ella sola pasaba mucho trabajo y que
había llegado la hora que ella cambiara de vida.
Además, él no regresaría sin ella. Allá conocería: al Arco
del triunfo, la torre Eiffel, los montes Pirineos, al canal
de la Mancha, al río Sena, el cual pasa por París. A lo
que la vieja respondió:
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- Hijo, primero mi madre y luego Crescencio me
dejaron aquí, y aquí mismo moriré, no dejaré mi
casa y mis pertenecías solas. Esta casa es la
insignia de nuestra estirpe.
Ella poseía una vitrina que apreciaba más que a un
tesoro; la había heredado de su abuela. Todavía
conservaba todo lo perteneciente a Crescencio. En unas
estacas incrustadas en la pared, estaban colgados: el
sombrero, la mochila, el machete y hasta su acordeón;
estaban como si ayer su dueño los hubiera colocado allí,
y hoy esperaban ser usados por él mismo, quien hacía
muchos años había partido para más nunca regresar a
tocarlos. La abuela dijo:
- Esta casa y mis muertos, no me dejan salir de
aquí.
- Lo último que te digo, es que ni se te ocurra venir a
vivir por aquí, porque esto se acabó.
A las dos de la tarde Adelaida limpió, revisó y alistó el
horno que tenía en el patio, debajo del guayacán.
Mientras ella preparaba la masa para los panes, José
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Agustín partió y rayó los cocos; también rayó la corteza
de los limones, aceitó las cuajaderas, prendió la leña del
horno. La vieja rompió los huevos y separó las claras de
las yemas. En el recipiente apropiado para esa tarea,
con un tenedor, batió las claras de los huevos con
azúcar, hasta cuando estuvo en su punto para echar la
mezcla en el molde de los merengues. Todas las
cuajaderas quedaron listas para introducirlas al horno.
Adelaida había preparado: panes de dulce, de sal,
galletas, suspiros, merengues, bizcochos, queques y
bollos de maduro.
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CAPÍTULO CUATRO
Cuando el sol se estaba ocultando, José Agustín se
dirigió al cerro de la casa. La alta temperatura del medio
día, había cesado y ahora corría una brisa suave. Antes
de la partida, como lo hacía cuando niño, le dijo a su
abuela:
- Voy a subir al cerro de la casa, para acordarme
cuando estaba pequeño.
Adelaida le demostró preocupación, pero, era porque
perdían tiempo para seguir contándole más detalles,
entonces le dijo:
- No te demores y ten mucho cuidado con las
culebras.
Cuando José Agustín estaba allá arriba, volvió la vista
hacia el valle que formaba a Campo Florido. Desde allá
divisó la sierra Nevada y cada uno de los lugares donde
solo quedaban las ruinas de lo que muchos años atrás
eran hermosas casas y los diferentes caminos que
conducían a un destino preciso. Llegaron a su mente,
recuerdos de tiempos pasados, cuando estando niño,
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subía a este mismo cerro. Se sentó sobre una piedra,
que tenía la forma de un sillón, que estaba lisa como si
hubiera sido labrada para sentarse alguien. En esos
tiempos decían que allí posaba el cacique de la tribu
indígena que habitaban estas tierras antes de la llegada
de los españoles. Ahí mismo se sentaba en aquellos
tiempos de su infancia.
Rememoró la canción que escuchó en su viaje, sobre un
poeta que igual que él, regresaba a su pueblo. Para José
Agustín, fue todo lo contrario; encontró que el arroyo se
había secado, no habían ningunas calles, no había
iglesia, solo permanecían los cerros llenos de tristeza.
Mucho menos hubo paloma alguna, que volara con
rumbo fijo; ya su nido lo habían destruido, volando sus
briznas con el viento, en un viaje sin regreso y él
tampoco encontró su amor.
José Agustín sintió como si su alma se hubiera salido
del cuerpo y volaba como un ave por todos los lugares
recorridos en su infancia y otros que no recordaba. Esto
le sucedió durante un largo rato, hasta que por fin
volvió en sí, de ese éxtasis tan agradable, que marcó
para siempre su vida, y que más nunca olvidaría. -
pensó-, que si él fuese un escritor y se pusiera escribir
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lo que sentía con la inspiración que lo invadía en ese
momento, escribiría la más bonita obra de todo los
tiempos, la cual sería traducida a todo los idiomas y
sería leída a lo largo y ancho de toda la tierra.
Mirando el entorno, veía en todos los cerros, a los
árboles florecidos. A lo lejos se veía al Cerro Grande,
imponente, todo vestido de amarillo. Entonces
comprendió que José Agustín Asís, el español, subió a
un cerro como este, una tarde primaveral igual a la que
él con fortuna escogió, e inspirado, lo llamó Campo
Florido. Abrió el libro que cargaba en las manos y sacó
unas hojas limpias de su interior; del bolsillo extrajo un
lápiz, y como impulsando por algo divino, se puso a
escribir; describió al paraje, como lo hubiera descrito el
mejor poeta; su escrito no tenía nada que envidiarle al
de los clásicos de la literatura; tales eran los
sentimientos que lo circundaron.
El sol se escondió en la sierra nevada de Santa Marta.
Entonces comenzó la batalla campal entre el día y la
noche, ya eran notables las primeras sombras de la
noche, se oía en los alrededores, el canto de todas las
aves y chicharras, que todos los días entonan su canto,
haciendo coro para despedir el día, de la misma forma
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como muchas los hacen, para darle la bienvenida a un
nuevo todas las mañanas. Guardó las hojas dentro del
libro y bajó del cerro, dirigiéndose a la casa.
La luna asomaba grande y luminosa, pues ese día
estaba más llena que nunca. Los reyes Magos, las
Marías, las Cabrillas y las demás estrellas la
acompañaban alegres y brillantes. Llegaba la noche y
José Agustín caminaba con los ojos bien abiertos,
porque esa era la hora de las culebras. En el sendero
solo encontró varias lechuzas, que iniciaban su tarea de
todas las noches, buscando algo comestible al igual que
todas las aves nocturnas, además, borrando sus huellas
como lo hicieron con Jesucristo cuando lo perseguían
para matarlo sus detractores.
La noche con sus alas negras cayó sobre la tierra. El
muchacho llegó a la casa. Adelaida iba a buscarlo. Se
encontraron en el camino. Se inició una conversación
entre él y la abuela:
- Yo creía que le había pasado algo malo a mi
muchacho.
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- No vieja… me fue mucho mejor de lo que usted
puede imaginarse.
- ¿Qué se encontró mi muchachito lindo?
Cuando llegaron a la casa, el nieto sacó del bolsillo un
papel y le dijo:
- Léase éste papel y conozca a su nieto.
Adelaida entró a la casa, le alzó la mecha a la lámpara.
Todavía podía leer a la perfección. Se frotó los ojos y
después de leerlos con detenimiento, lo abrazó y lo besó,
al mismo tiempo que le dijo:
- Se realizó el sueño de mi vida, que mi muchacho
fuera un médico como Salvador Ortiz y escritor
como los maestros José Agustín y Gabriel Solano.
- Hoy vas a cenar con lo que horneamos ésta
mañana.
En el plato le colocó de todo lo horneado: Pan dulce,
salado, bizcocho, merengues, suspiros, galletas y
queques.
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- Te los comes todos, porque fueron hechos para ti.
- Abuela guarde los otros para seguir comiendo
durante varios días, porque están muy deliciosos.
Le solicitó a la abuela.
A prima noche mientras dialogaban Adelaida y su nieto
en el patio, la luna se elevó llena y grande bajo un cielo
oscuro. Con esa luminosidad se dibujaban las altas
crestas de la montaña como las de un gallo. Las
radiantes sabanas del Sierrón, plateaban las aguas del
río y difundiendo su claridad melancólica hasta el fondo
del valle de Campo Florido. Las plantas emanaban sus
más suaves y misteriosos aromas, que pusieron triste a
José Agustín.
Esa noche conversando con su abuela, recordó que
cuando llovía, y si no tronaba, ella le daba un pantalón
mocho y viejo, para que se bañara, porque ella decía
que el agua de lluvia era medicinal y curaba muchos
males, pero no dejaba que se alejara de la casa, le
decía:
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- Báñate en el chorro que cae del techo, porque si te
alejas, puedes caerte y hacerte daño.
Era como un vaticinio, cada vez que él hacía lo
prohibido, algún percance le ocurría.
- ¡Hijo! “El que no oye consejo, no llega a viejo”
En una ocasión que se bañaba en la lluvia, desobedeció
a su abuela y le dijo:
- No voy muy lejos, ya regreso.
Cuando regresó, cojeaba y traía el pie ensangrentado.
Una botella que estaba rota y oculta entre la paja, lo
hirió profundo.
- ¡Te lo dije! –expresó Adelaida ofuscada- Tú sabes
que eres muy de malas, cuando abusas en irte
más allá de lo permitido. Yo creo que le lloré a mí
madre en la barriga.
Le aplicaron café molido y le amarraron la herida con
un trapo en forma de torniquete, pero se lo aflojaron
antes de dormirse, porque se le había acalambrado el
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pie. En la madrugada, Crescencio y Adelaida se
levantaron, para darse cuenta cómo seguía el niño.
Crescencio le subió la mecha a la lámpara y Adelaida
descubrió que por el piso pasaba un líquido. Examinó el
asunto y en efecto era sangre fría que manaba del pie
del niño, el colchón estaba empapado y goteaba. José
Agustín sollozaba, estaba frío y hablaba incoherencias.
Cuando la abuela lloraba animándolo, el niño le
preguntó:
- ¡Abuela! ¿Es verdad lo que usted dice? “Que quien
no oye consejo no llega a viejo”.
- Eso decían los viejos de antes. Pero los
muchachos de ahora no creen nada de las
costumbres viejas.
Crescencio, avisó a los vecinos, quienes llegaron
corriendo, a ver en qué podían ayudar. Carlos Brito,
hijo de Carmen, fue al potrero, y trajo el caballo alazano
y corrió a Cardonal en busca de Salvador Ortiz, para
que curara a su ahijado. Éste le mandó un líquido en
un frasco, para que lo tomara todo y que se lo trajeran.
Así fue, lo acostaron en una hamaca que colgaron en
un palo largo y emprendieron el viaje. La multitud era
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tan grande que peleaba el turno para cargarlo. Llegaron
a casa de Salvador Ortiz, éste dirigiéndose a Adelaida, le
dijo:
- Comadre, el hombre va a ser médico. Recuerde
que ya se lo he dicho dos veces. No pierda tiempo
con él, mándelo apenas termine aquí en este
pueblo, porque si lo deja por acá, perdemos su
vocación, que en él es innata.
- Así es compadre, muy pronto se irá a estudiar
lejos, eso es lo que más anhelo.
Salvador Ortiz inició sus labores, le lavó el pie con agua
caliente, luego derramó sobre la herida un líquido rojo
anaranjado, acto seguido le cosió a sangre fría, con una
aguja grande y curva. Esto le servirá en su profesión.
José Agustín, se recuperó en pocas semanas y más
nunca volvió a bañarse en las lluvias.
José Agustín, sacó de lo más profundo de su memoria,
recuerdos guardados de tres décadas antes
- ¡Mama Yaya! ¿Usted se acuerda de las eternas
parrandas de mi padrino de confirmación?
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- Sí, él se dejó de eso, desde el día en que hubo
unos muertos, de la guerra esa que acabó con la
tranquilidad de Campo Florido.
Fulgencio Romero, llegaba todos los meses desde
Maracaibo en donde trabajaba como médico. Alegraba
durante varios días, al pueblo que a cada momento era
más triste. Siempre se oía el toque de una caja y el
canto lejano, de los borrachos trasnochados. La gente
llegó a decir que parecía una perra de tiempo, porque él
iba Adelante y una procesión de hombres detrás, pero,
era “gorreando” que andaban. Fulgencio llevaba el licor
por cajas y se marchaba cuando consumía la última
botella, también dejaba pago el chirrinche del
alambique de Francisco Brito, para cuando él regresara
seguir con sus interminables parrandas.
Fulgencio era seguidor de Luís Enrique Martínez;
interpretaba el acordeón cabal como él, hasta el timbre
de la voz era similar, que si no se veía quien ejecutaba y
cantaba, cualquiera aseguraba que estaba
interpretando el Pollo Vallenato.
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- Mama Yaya, yo me acuerdo cuando Luís Enrique
Martínez fue Rey Vallenato, mi padrino lo trajo a
Campo Florido y día y noche la parranda demoró
una semana. Cuando eso comencé a aprender a
tocar el acordeón, mientras mí abuelo estaba para
la finca.
- ¡Ay muchacho! tú te acuerdas de todo lo que ha
pasado en la vida. En estos días te voy a contar
todos los detalles la historia de la familia.
Después de la muerte de Juan Salvador, Samuel y sus
hermanos, emigraron a tierras lejanas. Un día se
apareció Manuel, hermano menor de Samuel. Junto con
otros familiares formó una parranda que llevaba varios
días. Cerca de donde ellos tenían su jolgorio pasó
Marcelino Bernal. Sin mediar palabras con él, sacó su
revólver y lo asesinó a sangre fría. Manuel dijo:
- Marcelino andaba cuando quemaron a los hijos de
mi hermano.
Ese fue el motivo por el cual, Fulgencio más nunca
volvió al pueblo. Muchos decían y algunos familiares del
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difunto, repetían que él era culpable, por mantener
esas parrandas que trajeron la desgracia.
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CAPÍTULO CINCO
Pasados dos días, después de la llegada de José Agustín,
el martes Santo; veintiséis de marzo, como si les
hubieran avisado, llegaron en unos lujosos carros los
compradores de terreno de la compañía carbonera.
-Buenos días Doctor José Agustín, ¿Cómo le fue en su
largo viaje?
Este hombre era cachaco, y José Agustín se acordó de
una frase de la región que dice “Cachaco, paloma y
gato, tres animales ingratos” pensó ¿Con que jugada
vendrá este cachaco?
En un tono muy cortés, le respondió al que le hablaba
en tono familiar.
- Me fue muy bien, gracias.
- Bueno, ¿A qué se debe esta visita?
- Es usted muy afortunado, porque venimos a
comprarle las tierras.
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Sostuvieron una larga conversación en la cual lograron
un acuerdo sobre el precio de la venta de las posesiones,
que tasaron en cinco millones de dólares. José Agustín
poco fue lo que aportó a la discusión, él no poseía los
conocimientos del tema, tampoco tenía la menor idea de
la magnitud de la transacción que estaba realizando; en
cambio sus interlocutores eran expertos para engañar a
los inexpertos. A José Agustín le pareció muy buen
precio e inició a imaginar planes con el dinero que iba a
recibir. El que parecía ser el jefe le dijo:
- Esta es la compra más alta que hemos realizado,
es usted muy afortunado, si usted desea la
compañía lo puede aceptar como socio.
- Explíqueme cómo es la participación nuestra en la
empresa. –preguntó confundido José Agustín-.
El empleado utilizando sus astucias hizo una larga y
enredada explicación que ni el mismo creía. Esas
artimañas merecieron la intervención de Adelaida, quien
refutó esos argumentos diciendo:
- Ve José Agustín coge tu plata y haz tus
evoluciones con ella, porque eso de dinero debe
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manejarlo su dueño, nadie sabe lo que está
pensando el otro.
El comprador reiteró:
- Esta es una opción, -explicó– no hay para que
enojarse, ustedes tienen la razón.
Entonces Adelaida sacó de un viejo y polvoriento baúl,
un envoltorio que contenía unos papeles amarillentos,
que venían a ser las escrituras de las hijuelas. Le
entregó tres paquetes y le dijo:
- Estas son las de Santa Fe, de Crescencio; estas
otras las de Chancleta, de Ernestina; y estas
últimas son las de la pila de Palos, o sean las
mías. Véndeles todas, para saciarles la ambición
que tienen hace tiempos. Recuerden lo que dicen
por ahí, que “La ambición rompe el saco”.
Antes de viajar, José Agustín se salió del patio y fue al
corral de las cabras, allí orinó en el tronco del frondoso
guayacán, que a su lado había un montón de pierda.
Demoró porque fue tanto el orín que excretó, que corrió
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formando un arroyo, se empozó que parecía que había
llovido. Los visitantes pitaron el carro:
- Pit, pit, pit.
- ¡Ve muchacho, apúrate, que estos hombres andan
desesperados! –le gritó Adelaida-.
Cuando terminó de orinar, sintió un alivio y pensó, este
orín tiene un color raro ¿Qué será esto?, demoró porque
se puso a observar unas hormigas que se acercaban al
orín como a beber del líquido salitroso expulsada de su
cuerpo.
- Que se vayan si quieren. -contestó enojado-.
Al momento del viaje, que fue rápido; Adelaida se dirigió
a su nieto diciéndole:
- Ya que te vas –le dijo entrecortado- Llega donde
tu madrina, donde tus maestros y salúdame a
quien pregunte por mí.
José Agustín, se dio cuenta, que su abuela no era la
misma, y que sólo ella despertaba ese amor familiar, que
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nacía en él, en la tierra. Después de muchos años de
ausencia, por primera vez desde su regreso, le miró fijo
a la cara. Tenía la piel arrugada, los dientes
desgastados, el cabello marchito y sin color y la mirada
triste. La comparó con el recuerdo más antiguo que
tenía de ella; la mañana melancólica de aquel diez de
enero, que caía con suavidad una llovizna pasajera
sobre Campo Florido. Una cabañuela presagiaba que ese
y los años venideros serían muy fructíferos. Esa misma
mañana cuando era entregado a los curas misioneros,
para que se encargaran de su educación; después que
José Agustín y Gabriel Solano, designaran con buen
acierto su futuro escolar. En un instante descubrió las
manchas y las cicatrices que habían dejado en ella, casi
un siglo de vida cotidiana, y comprobó que esos estragos
suscitaban en él, aquel más recóndito signo de amor
familiar.
Antes de despedirse le preguntó:
- ¿Qué le pasa?
- Lo que pasa –suspiró la vieja, es que el mundo se
va acabando poco a poco y ya nada se puede
hacer.
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Melancólico se despidió de besos y se marchó con los
extraños. Durante el viaje, recordaba que su abuela lo
abrazó con todas sus fuerzas, y demoró un largo rato
para soltarlo. En el recorrido recordó el fuerte apretón
de su abuela y también pensó en las hormigas que se
amontonaban donde él orinó.
Entraron al centro poblado de Campo Florido por una
avenida reluciente, se había llenado de edificaciones
modernas al estilo de las grandes ciudades; el
cementerio que antes quedaba fuera del pueblo, cercado
con alambre, ahora se encontraba en el centro de la
ciudad, rodeado por bellos muros construidos al estilo
Romano; enfrente un inmenso parque, igual que las
ciudades europeas y todas sus calles pavimentadas.
Luego que pasaron por el cementerio, cruzaron hacia la
derecha. José Agustín vio a la virgen del Pilar, quien
seguía mostrándole a quienes llegaran, que ésa era la
calle de las Flores; en la cual estaban sembrados árboles
de cañahuate, que siempre permanecían florecidos. El
carro seguía su marcha, más adelante estaba Lola
Redondo, parada en la puerta de su antigua casa, con
un jardín en la entrada principal, que la hacía distintas
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a todas las demás. Frente a ella, Franco Ramón Estrada
se quedó mirando al carro sin reconocer quienes
viajaban, en donde llevaban a José Agustín, igual que a
cualquier preso, con la diferencia que no iba esposado.
En la notaría las diligencias fueron rápidas. Allí
elaboraron los tres paquetes en un abrir y cerrar de
ojos. Firmó los documentos de la venta, recibió el pago
en un cheque en dólares. Entró al banco de la plaza
principal, simuló realizar una transacción y salió. Lucía
tranquilo mirando con detenimiento el mínimo detalle de
los cambios que le hicieron a la iglesia. Llamó por
teléfono a Coromoto Urdaneta, su esposa,
comunicándole que todo estaba listo para el viaje con su
abuela y, dentro de pocos días estaría allá, también le
dijo:
- Cuídame mucho a mis hijos, que ellos y tú,
después de mí abuela son lo mejor que tengo.
Al medio día almorzó en la Flor del Asado, un lujoso
restaurante; el mejor de Campo Florido, ubicado en la
plaza central del pueblo, en donde fue construida una
majestuosa tarima en honor a Leandro Díaz, el ciego
compositor, que mucho le ha cantado a su tierra. En los
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alrededores se levantaban altos edificios, la iglesia había
sido muy bien remodelada; que la hacía esplendorosa, el
Almirante Padilla, seguía con su espada en la mano
diciéndoles a los nativos, que no se dejaran avasallar, ni
atemorizar por esa invasión de avispados forasteros que
los amenazaban con cambiarles sus costumbres, que
siguieran comiendo maíz tostado y que quisieran cada
día más a su pueblo, y siguieran siendo celosos
guardianes de su terruño. José Agustín firmó con la
mano izquierda. Hizo una rúbrica que ni él mismo
entendía, para los compradores fue suficiente, habían
adquirido la gran fortuna, con más de doscientos años
de otorgada por la corona de España, mediante Cédula
Real a los descendientes del primer José Agustín Asís,
quien pobló esta región, en la cual incluía la propiedad
el subsuelo, y él era descendiente directo. El valor de las
tierras era cien veces mayor al que José Agustín había
recibido.
El sol comenzaba a declinar cuando José Agustín salió
por la esquina sur de la plaza. En el Prado visitó a su
madrina Mercedes Asís, de casi cien años de vida. Ella
padecía miles sufrimientos por la muerte de Juan
Salvador Sexto, su único biznieto. Juan Salvador Sexto,
era hijo de Juan Salvador Segundo con Adelina Padilla.
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Sus nietos habían muerto en circunstancias trágicas a
consecuencia de la guerra que sostuvieron por la
venganza de la muerte de su padre. Este era como su
hijo, ella lo había criado. El infortunio ocurrió en la
compañía minera, cuando un inesperado accidente en
plena operación de trabajo, le tronchó la vida, cuando
apenas iniciaba a florecer su juventud.
Mercedes Asís, se entusiasmó muchísimo con la
presencia de su ahijado y nieto de Crescencio, su
hermano. José Agustín, la consoló un poco. Él le
prometió dormir en su casa el día antes del viaje.
Entonces el ahijado preguntó:
- ¡Dígame madrina! ¿Qué es de la vida de los
maestros José Agustín y Gabriel Solano.
- Ellos murieron hace muchos años.
En ese instante sonaron las campanas de la iglesia,
para celebrar la última misa, con la cual darían por
terminado el novenario de Santander Iguarán, el político
más grande de todos los tiempos de Campo Florido; a
quien descubrieron a los tres días de muerto y que al
realizarle la necropsia, le encontraron que el hígado era
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una masa blanca muy grande y amorfa. José Agustín se
despidió de su madrina y luego se marchó por los
jolones de Pontón, que lo conducían al camino que
pasaba por el cerro Majagüita, atravesaba por
Calabacito, y así luego llegaba a su destino. Éste camino
lo había recorrido muchas veces con su abuela, estando
pequeño, cuando iban a la fiesta de la virgen del Pilar.
Cuando llegó a la curva del cerro de las Minas se detuvo
un momento para recordar aquella mañana del diez de
enero en que viajó por muchos años. Entonces le
pareció ver a Flor Alba en la distancia cuando alzó la
mano para expresarle, que pronto volvería, para curarle
todos sus males. Ella en un gesto con la cabeza, movió
su cabellera que le llegaba a la cintura.
También recordó a su abuelo quien lloraba, porque tal
vez presentía que más nunca volvería a ver a su nieto
querido. Vio otra vez a las nubes de enero que viajaban
tristes por los cielos de Campo Florido.
A medidas que avanzaba, veía que todos los árboles
habían dejado caer sus flores, todas en el suelo; lo
habían tapizado, formando una alfombra natural, pero,
las flores habían cambiado su color; se veían
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empalidecidas y su fragancia se había convertido en
perfume de cementerio. José Agustín, se sintió solitario
como nunca. Cuando subió al cerrito contiguo a casa de
su familia. No vio la casa. Miró a todas partes, los
árboles antes florecidos, no eran los mismos. José
Agustín, se desesperó, asustado corrió como un
pequeño.
Cuando llegó al sitio en donde quedaba la casa de
Mamá solo quedaban las gruesas paredes de adobe, se
formó un remolino que alborotó las cenizas que
comenzaban agitarse, formando un gigantesco
laberinto. La mata de trinitaria estaba chamuscada y
casi muerta. Gritó llorando, envuelto en añoranzas y
desespero. Cayó de rodillas porque sus piernas le
fallaron. Se encontró perdido en la soledad.
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CAPÍTULO SÉIS
La noche estaba muy oscura. El abundante aguacero,
había dejado caer sus últimas gotas. Se sentía un leve
olor a cenizas, tierra mojada y flores muertas. José
Agustín se levantó del suelo, se sentó en el montículo de
piedras que estaba debajo de un árbol de guayacán en
las orillas del corral de las cabras que ya no estaban allí.
A este lo enterraron allí, porque en esos tiempos creían,
que los niños eran ángeles, por eso no los sepultaban en
los cementerios.
José Agustín con las manos sostenía la cabeza, mirando
el suelo, y los codos los apoyaba en las rodillas. Con la
luz opaca de la luna, observó que en el lugar donde
había orinado en la mañana, habían muchísimas
hormigas de las llamadas “Ají molido” revoloteando en el
pozo de orín que se hizo en la mañana. Tenía el cuerpo
mojado y cansado de tanto remover las cenizas
buscando entre ellas algo que le diera pista sobre su
abuela, cuando una voz en la penumbra le dijo:
- Oiga doctor, levántese y vamos.
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Alzó la cabeza y vio en los alrededores muchos hombres
vestidos de ropa pintada que parecían tigres, Estaban
mojados y olían a bestias salvajes.
- ¿Dónde está mi abuela?
- Camine sin preguntar nada que el jefe quiere
hablar con usted.
El cielo seguía nublado. Un frío que se sentía en los
huesos, hacía temblar, pero José Agustín, con esa
sorpresa, olvidó este estado climático. Volvió a
preguntar:
- ¿Dónde está mi abuela? O es que están sordos.
Caminaron hacia la sierra mojada, por un rumbo que
José Agustín desconocía. La luna apareció tardía hacia
el occidente, opaca y sin un lucero que le acompañara,
pero luego desapareció cuando unas nubes blancas, que
parecían humo, invadieron el periplo. Los pájaros de la
mañana entonaron su perenne canción, saludando al
nuevo visitante que no conocían. Cuando amaneció ya
habían subido hasta un sitio en donde se encontraba un
rancho sin habitantes. A José Agustín le dolía todo el
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cuerpo y los pies no los sentía. Con miedo, pero sin
demostrarlo les dijo:
- De aquí no sigo, si no me dicen dónde está mi
abuela.
Atravesaron lo más tupido de la montaña, llegaron a la
parte superior de ésta. Allí encontraron seis caballos
bien aperados: dos bayos, dos negros con pintas
blancas, un alazán y un blanco. Descansaron un rato y
luego le ordenaron montarse en el caballo blanco,
grande con una mancha negra en toda la frente. Eran
caballos de raza fina, tenían las orejas pequeñas y la
crin abundante.
- Su abuela está arreglando cuentas con el jefe, por
eso lo llevamos a usted para que arregle también.
- Yo no he hecho nada, así que me entregan a mí
abuela, para llevármela para Francia.
- Usted se va para Francia, pero después de hablar
con el jefe.
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Uno de los hombres que lo llevaban, quien parecía el
que mandaba, ordenó no discutir con el doctor, esas
preguntas las respondería el jefe. El matiz dialectal del
que dio la orden era de la gente del altiplano, de esos
que les dicen cachacos.
Cuando amaneció se vio en la lejanía los picos blancos
congelados de la sierra Nevada de Santa Marta, lo que
les indicó a los captores que estaban fuera de peligro:
- Ahora estamos más cerca que cuando salimos. No
se desespere la cosa apenas está el comenzando.
José Agustín se movía de un lado al otro y no
encontraba acomodo en la silla el caballo. Las nalgas le
dolían y todos los músculos tensionados. En su cabeza
fluían muchos pensamientos, pensaba en su esposa y
sus hijos, en su abuela, en su suerte, cómo saldrían de
esta situación que jamás había soñado.
Durante todo el día no dejaron de andar. En la tardecita
llegaron a una casa y ordenaron a que les dieran de
comer. Cenaron, recogieron las provisiones que los
moradores tenían y continuaron el camino.
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Recorrieron durante tres días la cordillera que divide
con Venezuela. Cruzaron muchísimos riachuelos, en
cuyas orillas había frondosos guamos e higuerones
florecidos. Por fin llegaron a la parte más alta de la
montaña. Desde allí se veía todo el valle de Upar. Se
divisaba majestuosa la sierra nevada, con su parte más
alta congelada. José Agustín fue girando la cabeza y vio
un gran valle hasta donde llegaba la vista, se divisaba el
río Magdalena. Miró hacia el sureste y observó a lo lejos
el lago de Maracaibo. Fue entonces cuando comprendió
que tal vez estaría en el Cerro Pintado de Villanueva.
- ¿Dónde está mi abuela? –volvió a preguntar-
Ustedes mataron a mí abuela, ¿La quemaron?
¡Díganme la verdad!
Nadie le respondía sus inútiles preguntas. En los días
siguientes, comían galletas con bocadillo, el agua la
tomaban en los arroyos, como los animales; agachados
en la orilla con una mano apoyada en el suelo y con la
otra lanzaban el agua a la boca, que atrapaba y tragaba
con rapidez. Se trasladaban de noche, en el día
descansaban en las orillas de los arroyos; para no correr
el riesgo de vistos por las fuerzas de seguridad del
Estado.
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José Agustín estaba sentado en una gran piedra cerca
de un arroyo, observando como agua corría, cristalina
ente las rocas. Alzó la cabeza y más tranquilo miró y en
la lejanía vio al río Ranchería. Al observar el río viajó en
su mente por el tiempo y llegó hasta aquel veinticuatro
de octubre, que como nunca, su abuela le permitió
quedarse, sin ir a Calabacito a visitar a San Rafael. Ese
día salió de paseo, hacia una finca acompañado de
muchas personas para festejarle los quince años a
Adelina Padilla, la hermana mayor de Flor Alba. A ésta,
sus padres cada año le agasajaban el día de su santo.
Después que llegaron, muchos de ellos corrieron a
bañarse en las aguas del río Ranchería. Allí José
Agustín echó un vistazo a Flor Alba. La observó de pies
a cabeza y quedó fascinado al ver tanta belleza junta. En
pocos instantes se imaginó que en el futuro tendría
cuerpo de guitarra, esa cabellera indígena y el conjunto
de su cara: ojos, frente, nariz, boca y mejillas con
hoyuelos, que a pesar de la edad no dejaron tranquilo
un momento a José Agustín. Ella tenía su cuerpo
formado como toda una mujer. Cuando se bañaban, él
temblando como si le hubiera picado un insecto
venenoso, le agarró un pie por debajo del agua, sin que
nadie se enterara. Ella, turbada, lo miró fijo a los ojos,
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como regañándolo. Él asustado la soltó, porque creía
que ella se había enojado, pero Flor Alba siguió
mirándolo, ahora le volvió el alma al cuerpo, cuando
descifró que sus ojos saltones, destellaban pasión. José
Agustín volvió a acariciarla bajo las aguas tibias, pero
en esta ocasión vibraba de amor. Las demás personas
que también se bañaban, se alejaron del río y los
dejaron solos a los enamorados. El río con sus aguas de
panela había sido cómplice de ese amor que los uniría
hasta la eternidad y los árboles de las orillas crujían sus
ramas llenas de alegría, como si fueran manos y brazos.
Una iguana se aferraba a una rama para no caerse,
mientras se movía de un lado a otro, escondiéndose
para no dejarse ver de los enamorados. El matorral era
sacudido por una brisa, que parecía de diciembre y los
pajonales también se extendían como las olas del mar.
Sin importarles que los vislumbraran, se acercaron el
uno al otro; se besaron sin saber cuánto tiempo
tardaron en este abrazo feliz. Al cabo rato cuando
recapacitaron miraron a todas partes; muy rápido
salieron de allí apenados con las personas del paseo,
pero, nadie dijo nada y todo siguió normal como si nada
estuviera sucediendo.
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- Parece que no se han dado cuenta. –dijo ella en su
inocencia -
Solo ellos sabían lo que estaban viviendo. Al otro lado
del río encontraron a todas las personas del paseo, Ellos
estaban inadvertidos, consumiendo el sancocho que
habían preparado con gallinas criadas en la finca de
Julio Padilla, papá de Flor Alba. Después de reposar el
almuerzo, cuando el sol declinaba, José Agustín y Flor
Alba, regresaron a orillas del río, se sentaron juntos en
las raíces de un árbol de higuerón, al cual una creciente
en años anteriores, había erosionado su cimiento,
dejándole descubiertas sus entrañas. Ella como
asustada le dijo:
- He visto que las hojas del árbol se agitan. Las
hojas han seguido moviéndose, siento miedo.
- ¿Qué mueve las hojas? Eso hace que mis piernas y
mí pecho tiemblen.
- No seas tonta, ese es una paloma en su nido.
- No entiendo. Explícame lo de la paloma y el nido.
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- La paloma recoge ramitas y hojas secas, luego con
ellas hace como una cama, allí coloca sus huevos,
hasta cuando al cabo de veinte días nacen sus
hijos. Así estaremos tú y yo algún día con nuestros
hijos, criándolos y educándolos, igual que nuestros
padres, con los años pasamos a ocupar su lugar.
- ¿Cuánto tiempo esperaremos, para que esto
acontezca?
- No se cuanto, pero, te aseguro que algún día es
mañana.
En las orillas del río, junto al barranco muchas
mariposas de variados colores, centelleaban en la
sombra como manchas de sol, que se movían en todo
momento. Cuando Flor Alba volvió a zambullirse, las
mariposas la cubrieron como por encanto. La paloma en
su nido entonó su canto, como expresando su regocijo
por el idilio que bajo sus ojos se había consumado.
Por primera vez en los últimos años Adelaida viajó sin
su nieto. Ese veinticuatro de octubre en Calabacito,
muchísimas personas le preguntaban:
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- Vieja deme razón de José Agustín. ¿A dónde lo
dejó? Si él no se pierde de esta fiesta.
Ella asistió a la ceremonia de San Rafael para dar
cumplimiento con la promesa de todos los años:
escuchar la misa, colocarle un dije de oro; de acuerdo al
ofrecimiento y en la tarde recorrerse la procesión. Ese
año José Agustín no viajó con su abuela, porque se
había comprometido acompañar a Juan Salvador
Segundo, su primo y mejor amigo, quien estaba
enamorado de Adelina, la hermana mayor de Flor Alba.
Pero, a José Agustín le fue mejor que a su amigo;
porque él conquistó y el compañero no. Él no volvió a
vivir tranquilo; el amor le había traspasado el alma.
A oídos de la abuela llegaron los rumores de lo acaecido
en el paseo y pocos días después fue al pueblo a
suplicarles a los maestros José Agustín y Gabriel
Solano, para que lo enviaran a estudiar lejos y no
continuara el destino ancestral, que por más de cien
años había arrastrado a la familia.
José Agustín en España estaba a muchas leguas de
Campo Florido, allí no conocía a nadie. Recordaba con
nostalgia cada uno de los lugares en donde pasó su
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niñez. Cuando cerraba sus ojos, viajaba en su mente en
un instante por miles de kilómetros y atravesaba el
inmenso mar hasta llegar a su tierra. Entonces recorría
por los caminos y visitaba a Flor Alba sin que ella lo
supiera. Esto lo hacía muy a menudo, a pesar de los
años siempre mantenía en su recuerdo aquel
veinticuatro de octubre feliz, que marcó su vida
amorosa. Con Coromoto Urdaneta, quiso reemplazar
ese amorío quimérico de su adolescencia.
Recordó la noche víspera de su viaje. Estaba la noche
serena y silenciosa. El cielo azul y transparente, lucía
toda la brillantez de su ropaje de verano. La luz de la
luna resplandecía en las aguas mansas del jagüey. La
luna centelleaba y se veía que las estrellas se
multiplicaban como por arte de magia. Ya no cabían
más estrellas en el agua. Entonces llegó Flor Alba. José
Agustín la esperaba debajo del naranjo por donde
revoloteaban muchísimas luciérnagas como expresando
su alegría, y el silencio solo era interrumpido por el
aleteo del pájaro al cual unos niños esa tarde le
destruyeron su nido. También sus pichones habían
desaparecido junto con sus briznas que viajaron con el
viento. El cielo estaba despejado, la luna alumbraba la
inocencia de los amantes de la noche. Las aves
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asomaban su cabeza fuera del nido para verlos besarse
como si estuvieran celosas de su felicidad. Ella le
preguntó:
- ¿Qué haré? Dime, dime qué debo hacer para que
estos años pasen rápido. Tú, durante mucho
tiempo no vas a estar viendo a Campo Florido.
Dedicado al estudio, viendo países nuevos,
olvidarás muchas cosa enteras; y yo nada podré
olvidar… me dejas aquí, recordando y esperando
puedo morirme.
Ella colocó las manos sobre los hombros de José
Agustín, dejó descansar por un instante su cabeza en el
pecho de su amor.
- No hables así, mi amor –le dijo con voz apagada y
acariciando con su cuerpo- No hables así; que vas
a destruir lo último que me queda de valor.
- ¡Ah! Tú tienes valor todavía, y yo hace días que lo
perdí todo. He podido conformarme – agregó
ocultando el rostro con el pañuelo – No he debido
prestarme a llevar en mí este afán y angustia que
me atormentan, porque a tu lado se convertía eso
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en algo que debía ser alegría… pero, te vas con
ella, y me quedo sola con mí tristeza ¡Ay! ¿Para
qué llegaste a mí vida? Has debido irte para donde
San Rafael. ¿Qué hago cuando llegue octubre?
Esas últimas palabras le hicieron estremecer, y
apartando la cabeza de la de ella, dejó caer gruesas
lágrimas que mojaron el vestido a Flor Alba. Él le
respondió levantando el rostro, en el cual debió ella ver
algo extraño y solemne. Ella lo miró fijo e inmóvil, le
preguntó:
- ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? ¿Por qué estás
triste?
- Por nada, es que me duele el alma.
- ¿Y cómo duele el alma?
José Agustín le confesó que el viaje lo habían
Adelantado. Ella no entendía por qué las cosas
sucedían así. Él le dijo:
- No te quejes a mí, de mi regreso; quéjate al que me
hizo ir al paseo; a quien quiso que te amara como
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te amo; cúlpate entonces de ser como eres…
quéjate a Dios. ¿Qué te he exigido, qué me has
dado que no pudiera darse y exigirse delante de
Él?
- ¡Nada, nada!
- ¿Por qué me lo preguntas así? –dijo ella como
nerviosa–
- Yo no me quejo… también voy a sufrir sin ti allá
lejos.
- El que se queda, sufre más que el que se va.
- No, no… ¿Qué te dije? Lo que pasa es que siento
miedo con otra mujer de esos países lejanos, más
bella que yo y de pronto me deje sin tu amor.
- No seas rencoroso conmigo por esa bobería. Yo
tendré ya valor… tendré todo; no me quejaré de
nada más. Yo no volveré jamás a decirte eso…
Nunca te habías enojado conmigo.
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Mientras José Agustín enjugaba sus últimas lágrimas,
besaban también por última vez los labios de aquel
sufrido amor que dejaba en la desventura. Estaban muy
tristes al saber que era la última vez que se verían en
mucho tiempo, que al día siguiente partiría hacia Santa
Marta, donde continuaría sus estudios, para gloria de
toda la familia. Ella alzó las manos, le cogió la cabeza y
le dijo:
- Mañana estaré de nuevo a tu lado antes que te
vayas.
Cuando se separaron de aquel delirio apasionado, en el
cual habían sumido el cariño y el dolor, la noche
acababa de cubrir el firmamento con sombras tan
espesas como las que acababan de caer sobre sus
almas.
Aquella mañana del diez de enero, Flor Alba se levantó a
las cinco de la mañana. Recogió flores del jardín y
fabricó un ramo que alrededor adoró con las de
trinitaria. Las llevó envueltas en una bolsa y se las
entregó cuando se despedía en la curva del Cerro de Las
Minas. Allí lo abrazó, lo besó, pero con el apretón que se
dieron, comprendió que su regreso demoraría más de lo
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que José Agustín le había prometido. Ella sin
comunicarle lo que sentía, se despidió con lágrimas en
las mejillas, que él secó con el pañuelo que envolvió y
guardó para siempre.
- Mi amor, ahí te dejo la mata de trinitaria, todas
sus flores son para ti.
Cuando se alejaba, José Agustín le dijo adiós con la
mano derecha, pero, ella no le respondió, dio la espalda,
luego volteó, se fue siguiéndolo con la vista hasta
cuando atravesó el arroyo. Él miraba para atrás, para
observar el traje blanco, sobre cuya graciosa falda
ondulaban las trenzas al más leve movimiento de su
cintura o de sus pies que pisaban la hojarasca que
tapizaba el suelo. Ella, aún seguía mirándolo, cuando
en frente se paró el pájaro, al cual los niños el día
anterior habían destruido su nido; entonces, lo comparó
con ella y pudo ver que el viaje de su amor también
destruía su más grande ilusión. El pájaro se fue
volando con rumbo fijo, detrás de José Agustín. Ella
alzó sus al cielo y dijo:
- ¡Padre que estás en cielo, hoy te entrego mí suerte!
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Flor Alba tenía doce años. El cabello liso y abundante,
color negro, suelto y jugueteando sobre su cintura fina;
ojos grandes y saltones; tal era la imagen que de ella
cuando partió hacia España. Así estaba en la mañana
de aquel triste día, bajo la sombra de la trinitaria de la
casa de Mamá.
Durante el viaje José Agustín seguía a su abuela, quien
ocultaba el rostro a sus miradas. Sus pisadas en el
camino pedregoso del cerro Majagüita y la travesía por
el río Ranchería, ahogaron sus últimos suspiros
nostálgicos por novia que dejaba desamparada y a la
deriva.
Antes de ocultarse el sol, ya había partido con los curas
hacia Santa Marta. Por las ventanas del carro en que
viajaban, se veían muchas personas que recolectaban
las mazorcas de los maizales secos del año anterior.
Pasaron por Fonseca, Distracción, San Juan del Cesar,
El Molino, Villanueva, Urumita, La Paz, Valledupar,
Fundación, Aracataca y por último llegaron a Santa
Marta.
En Santa Marta, lo embargaba la tristeza que llevaba en
el alma, como cae la sombra de la noche sobre las
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montañas. El cariño de su abuela no alcanzaba a
consolarlo, y al adolescente enamorado, solitario, el
mundo le parecía un desierto sin el amor de Flor Alba, y
buscaba la soledad como a un amigo cariñoso para
confiarle sus dolores.
José Agustín volvió a la realidad, cuando un guerrillero
le tocó el hombro.
- Sigamos, que aún estamos lejos.
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CAPÍTULO SIETE
Continuaron el viaje y, al cabo de dos días, llegaron a un
campamento en donde encontró a la abuela en la
planicie del Cerro Pintado de Villanueva. Ella estaba
esperándolo en una casa, tenía la misma posición
geográfica; la cocina, con todos sus enseres; el corral de
las cabras, el de las gallinas y el de los cerdos, con ellos.
Todo era semejante a la casa de Campo Florido. La
abrazó, la besó y le dijo:
- Yo la hacía muerta. ¿Usted también vino en
caballo?
Adelaida sin entender porqué su nieto le hacía esa
pregunta, le contestó:
- No, a mí me trajeron en un carro, por toda la
carretera y al día siguiente me trajeron hasta aquí.
Me dijeron que me trían para atender a una
embarazada. Les dije que si, eso es lo que yo sé
hacer; por eso me traje todo cuanto utilizo en estos
casos. Me siento como en Campo Florido, claro que
con mejor clima. Acá es más fresco. Estoy
acompañada de la gente de uno.
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- Mama Yaya ¿Qué se hicieron los panes?
- Ahí te los traje en una caja, están allá dentro del
rancho.
Muy pronto apareció un hombre vestido igual que los
soldados de la patria. Todos vestían así, a excepción de
Adelaida y su nieto. El hombre saludó a José Agustín
por su nombre, muy cariñoso, le dio la mano y dijo:
- Esto lo mandé a construir así, para que no sientan
ningún cambio y nos facilite la convivencia. Que
pasen buena noche y mañana nos veremos.
José Agustín, miró a la única mujer del grupo. Era una
muchacha alta, con botas y fusil terciado. Tenía la cara
tapada con un pasamontañas verde oliva, pero, por los
orificios se le veían los ojos. Ella se sentó en frente, él
también se quedó mirándola. La muchacha, sonriendo,
cruzó las manos sobre las rodillas. A través de la camisa
se notaban sus senos pequeños y erguidos. Cada vez
que la miraba José Agustín sentía oprimírsele la
garganta. A él le parecía conocer a la muchacha, pero,
los recuerdos no le cuadraban.
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Esa noche trajeron a una muchacha como de veinte
años de edad envuelta en una sábana marrón y un
equipo completo para atender un parto. Adelaida y José
Agustín, la acostaron en una cama, igual a las de los
hospitales. La abuela y el nieto aplicaron sus
conocimientos. Adelaida a pesar de la edad realizaba
sus tareas con la destreza de siempre, el nieto servía de
ayudante.
- Me imagino, que allá es distinto. Pero, aquí es que
se sabe quién es quién. –dijo la vieja-.
- Mama Yaya, desde hace tiempos, esto era lo que
yo quería aprender. -expresó José Agustín-
La mujer se retorcía con los dolores del parto, se mordía
los labios y solo exhalaba un pujido al compás de las
contracciones.
- Este parto es para las diez de la mañana, solo ha
dilatado dos centímetros. –dijo el Ginecólogo-.
- ¿Qué hora es?
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- Las dos de la mañana – Contestó un guerrillero.
- ¡No hombre! esto es para ya, hijo. Vas a ver, no me
crees. Ya te voy a enseñar algo que tienes que
aprender y allá no te enseñaron y nunca lo harán.
Adelaida preparó una bebida de alta misa, bien fuerte
con panela. Cuando estuvo lista, hizo que la parturienta
la ingiriera y en dos horas más, había dilatado hasta
ocho centímetros y en poco tiempo, parió una niña. Los
guerrilleros trataban a la vieja de abuela, pero en verdad
sería bisabuela y tatarabuela de muchos de ellos.
- ¡Puja, puja!, para que expulses la placenta.
Terminadas las labores del parto, José Agustín, comentó
a su abuela:
- Esa voz me parece conocida, pero no alcanzo a
reconocerla.
- A mí también me parece familiar. Pero como un
diablo se parece a otro, de pronto sea casualidad.
Le volvió a decir a su abuela:
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- No aguanto el frío.
José Agustín, se dirigió a los guerrilleros, expresándoles:
- ¡Oigan señores! ¿Para esto nos trajeron? Ya parió
la mujer y amaneció, ¿qué viene ahora?
- Los trajimos para esto y mucho más. El jefe llega
mañana. Cuando arreglen con él, se irán para
Francia. No se preocupen, que estamos en familia.
- Sí, estos son los muchachos de los cuales te había
hablado. Eso es largo de contar y también de
entender. Es verdad que son familia de nosotros.
Cuando salió el sol, todo se hizo claro y el frío de la
noche también se esfumó. En la mañana aparecieron los
guerrilleros. Uno de ellos dijo:
- Ya el jefe viene.
Una hora después apareció el jefe. Era el doble de José
Agustín, era tanto el parecido que los dos retenidos
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quedaron sin palabras. El recién llegado, se dirigió a la
abuela y el nieto:
- Mama Yaya, usted no se pone vieja. Yo soy Julio
Alonso, hijo de Luzmila, nieto de Evaristo, bisnieto
de usted.
- ¡Ay hijo, y eres tú! Te metiste a esta vida, desde
cuando estabas pequeño mostraste lo que ibas a
ser.
Julio Alonso recordaba que estando niño, de escasos
dos años, lloraba, inocente de la trampa que su madre
estaba ejecutando. Mariana, su tía, lo cargó, pero, antes
de despegárselo, él se aferró a sus brazos y tuvieron
varias personas ayudar a arrancárselo. El niño gemía y
su madre también; él por la separación que a la fuerza
le habían hecho y ella al comprender que dejaba a su
inocente criatura que más nunca volvería a ver. Su
abuela, sus hermanas y su tía, también sollozaban
porque no sabían cuanto tiempo tardaría ella en
regresar. Yolanda, la hermana mayor, quien lo había
escondido detrás de la casa, lo asomaba para que la
mirara por última vez. Él vio cuando desapareció en la
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lejanía, después de cruzar la esquina de la casa de
Débora Pinto.
- Ese viaje de mi madre, del cual más nunca
regresó, me quedó este trauma, que nunca me
repondré. Por eso soy así; rebelde e indomable.
Solo una bala me quitará este afán.
La centenaria abuela comprendió las palabras de su
bisnieto, y le aprobó su comportamiento. Retomó la
palabra.
- Este es José Agustín, el hombre de la casa, el que
se fue a estudiar a Europa. ¿Fue usted el que le
regaló a los gringos, las tierras de Cerro Grande?
Bueno primo, entregue la plata. Los cinco millones
de dólares que le dieron por las tierras.
- Yo no tengo ni un peso, la giré a mí esposa a
Francia.
En una larga negociación de varios días, después de
fuertes discusiones, llegaron a un acuerdo, el cual
consistía en: Entregar el dinero recibido y servir como
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médico durante un año en las montañas. José Agustín y
su abuela aceptaron. Por último la vieja dijo:
- Entrégales esa plata, porque yo no la necesito y tu
mucho menos, te regresas a Francia y con tu
profesión levantas a tu familia.
Acordaron que un día cualquiera José Agustín iría al
pueblo y haría que su esposa le regresara el dinero para
la causa insurgente. También le preguntaron:
- ¿Usted qué firmó?
- A mí algo me avisaba, y no firmé bien; lo hice con
la mano izquierda unos garabatos indescifrables,
por si acaso se presentara una reclamación, yo no
había vendido nada.
El jefe en tono pacífico se dirigió a la abuela:
- Mama Yaya, la niña es hija mía y se llamará;
Adelaida, en honor a usted.
- Vean y ustedes para que ponen mi nombre. Tú
también quieres que ella sufra como yo.
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- No importa, algún día triunfaremos y
conseguiremos la posición social que nos
corresponde, no crea en agüeros, la historia de
este país va a cambiar. Un día no lejano
tendremos el poder. Mamá Yaya su tataranieta
será importante y me van a preguntar el origen de
su nombre y con orgullo dirá.
- Ese nombre lo heredé de mi tatarabuela.
- Yo también heredé de mi abuela: el nombre y la
vitrina. Entonces ella será mi heredera.
Cuando el viaje estaba listo, Adelaida se resistió a viajar,
dijo:
- Yo de aquí no me voy. Acá hago lo que a mí me
gusta; atender mis partos, en cambio en Francia
voy a estar como pájaro en jaula; metida en un
apartamento, sin poder salir y así como me dijiste
que en invierno todo se vuelve hielo, yo no voy a
morir congelada. Además aquí tengo más familia,
estos muchachos todos son mis descendientes. Lo
que te digo es que tú vayas, le dejes plata a los de
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allá y regreses, porque aquí te necesitamos mucho.
Ahora eres muy importante para toda esta gente,
no te hagas el rogado.
A la vieja la habían convencido sobre la razón de ser del
conflicto, esta era una lucha por el bien del pueblo que
venía siendo presa del saqueo y el abandono desde la
llegada de los españoles a estas tierras.
Adelaida le refirió a José Agustín y a los combatientes,
que sus familiares, habían llegado trescientos años
antes desde España, como colonizadores a ejercer el
comercio, trabajar la tierra, criar ganado y explotar el
oro. Se amañaron para más nunca regresar y entonces
formalizaron estos pueblos. Luego lucharon hasta lograr
independizarse de la madre patria. Les dijo que un
familiar de ellos, José Prudencio Padilla, luchó con sus
muchachos y en el lago de Maracaibo derrotó a los
españoles. A ustedes les digo que tengan mucho
cuidado porque hay envidiosos que después que entre
todos consiguen un fin, matan a sus compañeros, para
quedarse con lo que logran. Así le pasó a José Prudencio
Padilla, lo fusilaron para que no fuera presidente;
porque eso iba a ser en poco tiempo; a él lo quería
mucho la gente.
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- Ya hacen once meses largos que estamos aquí. Lo
único que me preocupa es que no hay la harina
para el Chiquichiqui, ni el fríjol, habrá que hacer
nada más el arroz de leche y el plátano pícaro.
- No se preocupe por eso, que cosas llega en estos
días. - dijo el jefe-
Los combatientes continuaron con los planes de
derribar el puente del tren, sobre el río Ranchería. Ellos
se ufanaban decir que lograrían que los extranjeros
abandonaran la explotación de las minas de carbón.
En unos de esos momentos que Adelaida y su nieto
quedaron solos, éste le recordó:
- Por eso fue que le dije el primer día cuando llegué,
qué yo solo no podía heredar todo.
- Algo que no te había contado, es sobre mis ahorros
de toda la vida. Yo construí una casa en cada
pueblo de la región, desde Valledupar hasta
Riohacha, sin saltar alguno. Que esos herederos,
cuando yo muera, se repartan esos bienes como
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mejor puedan, pero, las tierras que vendiste son
tuyas.
Adelaida durante toda la vida trabajó muchísimo: con lo
que ganaba en los partos, la ganancia de la panadería,
la venta de las cabras, chivos y ovejas y otros productos,
compraba café a la cosecha a muchas personas que
poseían sus haciendas en la sierra, y por cualquier
necesidad, vendían por quintales y pagaban cuando
recolectaban a final del año el producto. Llegó a comprar
tanto que muchas veces almacenaba más café que los
que tenían fincas. El negocio fue tan próspero, que se
propuso en construir una casa en cada pueblo, con la
ayuda del esposo de María Elisa, el cual era albañil.
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CAPÍTULO OCHO
Una mañana que José Agustín conversaba con
Adelaida, recordó la historia que le contó su abuelo
sobre el origen de la familia paterna. El sol estaba
despuntando y las brisas batían las hojas de los
árboles, mientras los pájaros cantaban alegres como
siempre lo hacían a esa hora.
Su abuelo le contó, que trescientos años antes, habían
desembarcado en las costas de Riohacha, el primer José
Agustín Asís y su esposa. Cuando aún ningún español
había poblado estos territorios. Ellos descendieron de la
embarcación que los trajo de España y sus coterráneos,
siguieron viaje hacia tierras lejanas en busca de oro.
Después que se quedaron en esta región, continuaron
su sendero hacia el sur. Cuando subieron la sierra,
observaron un valle que les hizo recordar a su tierra
natal. Decidieron quedarse ahí, y fundaron la primera
aldea que le llamaron San José de Campo Florido.
Trajeron como santo patrono a San José, de ahí el
nombre con el cual bautizaron al nuevo pueblo. En
estos territorios encontraron aborígenes, quienes al
principio se mostraron rebeldes por la invasión a sus
posesiones, pero, con los años se volvieron pacíficos y
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en pocas décadas, se fueron emparentando con los hijos
de los extranjeros.
Pasaron más de cien años, y muertos los abuelos, los
descendientes de José Agustín Asís, solicitaron al
gobierno español, les concediera la legalidad de las
tierras, sobre las cuales tenían el uso y goce de más de
una centuria. La corona española por medio de Cédula
Real, adjudicó a cinco representantes del mismo
número de grupos familiares conformados de la estirpe
del castellano que se había establecido en este valle.
Crescencio luego continuó con el relato más reciente:
- En honor a mí papá, José Agustín Asís, te coloqué
ese nombre.
José Agustín el padre de Crescencio, era de gran
estatura; medía un metro con noventa y cinco
centímetros, de piel blanca y fina fisonomía, tenía muy
buen aspecto. Contaba con veinticinco años, cuando
fue a trabajar a la finca de Simón Dávila. Él era biznieto
legítimo de los españoles que desembarcaron en
Riohacha:
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- Mi papá fue el único que sobrevivió entre diez
hermanos. Los demás murieron cuando llegó la
Gripe, enfermedad que diezmó a la población de
Campo Florido. El se casó con Natalia Dávila, una
mulata de otras tierras. Ella era hija de negros
mezclados con españoles.
Le contaba Crescencio al nieto que José Agustín Asís,
su padre, se había despertado en la madrugada, antes
del primer canto de los gallos. Ya su madre estaba
terminando de prepararle un envoltorio en donde
llevaría el desayuno, además le empacó pan, panela y
un tarro con agua.
- Hijo, anda a Corral de Piedras y buscas trabajo
donde Simón Dávila y allí mismo te enamoras de
una de sus hijas. Él también es de origen
castellano.
Emprendió su viaje de a pies, llegó al medio día a la
finca de Simón Dávila, solicitó le dieran trabajo, en
donde había toda una empresa agro artesanal. El sol se
había alzado en el cielo y su sombra se dibujaba en la
tierra al doble de la escala humana. Allí cultivaban la
caña de azúcar, la molían en un trapiche, movido con
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mulas y bueyes. Fabricaban la panela y por último
vendían este producto. Cuando llegó, el que hacía las
veces de jefe de personal, le preguntó:
- Oiga joven ¿Qué busca por estos lugares?
José Agustín contestó con respeto, pero sin dejarse
humillar, fue frentero y dijo:
- Vine porque deseo trabajar aquí.
El capataz le informó que volviera en tres meses cuando
iniciarían la siembra de un nuevo lote de tierra.
José Agustín se alejó con la esperanza de poder ingresar
a laborar en aquella finca, en donde le pareció que allí
estaba guardada su fortuna.
Cuando el joven partió lleno de esperanzas, Simón
Dávila, preguntó:
- ¿Quién es ese muchacho?
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Desde ese momento, don Simón veía que ese era el
tiempo más largo de todos los vividos hasta ahora, él
quería conocerlo.
José Agustín contaba los días para regresar a Corral de
Piedras, a la estancia de Simón Dávila, para comenzar a
trabajar, como él sabía hacerlo. Él había aprendido las
ocupaciones del campo junto a su familia de parte
madre. Ellos eran humildes agricultores en décadas
pasadas se habían establecido en esta región de gentes
dóciles, pero, valientes. Ese fue el tiempo más largo e
intranquilo que José Agustín pasó en su vida. Siempre
tuvo en la mente, a una muchacha morena de pelo
largo que se acercó al trapiche, buscando miel para
endulzar el café para brindarle a la visita. Él sorbió la
bebida con lentitud, degustándola y comparándola con
otras, pero, sin quitarle la vista a la joven que esperaba
la taza. Sin preguntarle el nombre, quitándose el
sombrero, le dijo:
- Muchas gracias señorita, pero, dígame, ¿Quién
hizo el tinto?
- Yo señor, ¿Porqué?, ¿estaba feo?
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- No, no, no. Al contrario estaba muy delicioso.
José Agustín, tragó el último sorbo del exquisito café.
Volvió a hablar, diciendo:
- Perdone las preguntas, pero explíqueme ¿Qué le
echó?
- Cuando retorne, sabrá el secreto que tengo.
Ese café lo mantuvo esperanzado durante tres meses.
Regresó en el mes de julio e inició laborando como
machetero. Era tan aventajado que ningún otro
trabajador terminaba primero que él. Estas cualidades
que le regaló la madre naturaleza, hicieron de José
Agustín, un hombre admirado por algunos y envidiados
por otros trabajadores. Decían que él tenía niños en
cruz, porque todas las labores las realizaba en menos
tiempo que los demás.
Simón Dávila, hombre de experiencia, en poco tiempo
conoció a José Agustín. Enseguida conquistó la
confianza de su patrón y desplazó a otros obreros,
quienes llevaban años laborando allí. Simón Dávila
apreció la clase de hombre que era José Agustín y le
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propuso que le trabajara gratis durante un tiempo a
cambio él garantizaría matrimonio con una de sus
hijas. Él no dudó en aceptar la oferta y sin más vueltas,
inició a cumplir con el compromiso.
El matrimonio se realizó cuando se cumplió el plazo.
Fueron hasta Mar Ocaso, en donde se realizaban estos
tipos de ceremonias. Allá existía una comunidad de la
religión Católica y en sus fiestas de cada año oficiaban
matrimonios y bautizos, además de pagar los tributos a
San Juan Bautista.
Cuando completó quince años de casado, ya tenía siete
hijos: Severino, Crescencio, Eulogio, Mercedes, Rosa,
Luisa y Carmen.
En enero pasó hacia Valledupar un hombre en un
caballo, quien venía de Riohacha, informando que
habían llegado unos grillos grandes y verdes que salían
del mar; estos animales se comían cuanto cultivo
encontraban a su paso. A Campo Florido llegaron en
febrero, a pesar de saber nadie se había prevenido, los
sorprendió “Asando Mazorcas”. Cuando la langosta
entró en furor a destruir los cultivos, los habitantes se
organizaron en cuadrillas, excavando zanjas y con palas
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a la carrera, cuando estas caían con rapidez iban
tapando los socavones. A pesar de esta operación,
muchas salían a la superficie. Las mujeres y los niños
también participaban de lucha contra la plaga que
amenazaba con dejar sin alimento a los humanos y a
los animales, cuyos pastos también consumían en un
abrir y cerrar de ojos.
Después de la eliminación de la langosta, un día José
Agustín, reflexionó sobre su estadía en Corral de
Piedras al lado de sus suegros y comentó esto a su
esposa, con quien llegó al acuerdo de separarse de su
familia, y así fundar su propia estancia, para tener
autonomía. Él estaba cansado del trato
discriminatorio que asumían sus cuñados. Cuando
sembraba maíz, le soltaban en sus cultivos las vacas,
bestias, cabras y burros, para que se los comieran y
destruyeran. Esa acción se repetía con frecuencia. Los
hijos ya no respetaban al viejo Simón, por el contrario,
le repetían un adagio que dice:
- El que se casa, hace su casa. Esa es la langosta
invisible que hace eso.
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Este comportamiento de los cuñados le hizo tomar la
decisión de irse lejos de ellos. Se estacionó en unas
tierras que encontró baldías en el globo de la Cueva
del Santo, a las cuales bautizó con el nombre de
Nueva Idea.
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CAPÍTULO NUEVE
José Agustín fundó su estancia en unas tierras que
encontró baldías, en cercanías de la cueva del Santo.
En estas tierras descombró e hizo su casa, y en una
orilla, sembró la estaca de trinitaria que le regaló su
suegra cuando partía. En pocos años sus cultivos
prosperaron a gran escala, que le permitieron atesorar
una considerable fortuna.
Para esta posesión llevaron: cinco vacas paridas que
le regaló su padre y diez gallinas que le proporcionó
Salustiana Mendoza, madre de a Natalia. José Agustín
recibió de Simón Dávila, cinco vacas también paridas,
en compensación por sus años de trabajo, además
compró cuatro burros y una puerca para aumentar su
pequeño patrimonio.
Años después de la fundación de Nueva Idea, José
Agustín ya tenía abundante ganados, entre los que
contaba; vacas, cabras, ovejas, caballos, burros y aves
de corral. Un día le amaneció una vaca muerta en el
corral y le atribuyó esta muerte a la mordedura de una
serpiente. En los días siguientes siguieron muriendo
otros animales, hasta que no le quedó un solo animal.
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Decían que la peste que acabó con su rebaño, era
producto de la envidia que le tenían algunos vecinos,
por el progreso que en pocos años llevaba José Agustín.
Visitó a un brujo en Corral de Piedras quien le informó
que se trasladara de allí a un lugar apartado de los
envidiosos.
Nueva Idea quedaba cerca de la cueva del Santo, región
colindante con Río Dulce. A estos dos globos de tierra
los dividía un cerro, cortado en el medio por una
quebrada que nace en la sierra del oriente y termina en
el Cerro Grande. Allí donde pasa el Arroyo Hondo, se
encuentra una gruta natural. Allí los habitantes de sus
alrededores, desde tiempos inmemoriales cuentan que,
ese lugar ha sido misterioso con la aparición de
espantos, que asustan a quienes transitan por este sitio,
en las horas de la tarde y la noche; entre las diferentes
versiones que relatan, se destacan las más
sobresalientes:
Un señor que trabajaba en Santa Bárbara, en los
cañaverales de José Agustín Asís, un día viajó hacia
Manantial, en donde tenía su familia; cuando pasó por
la Cueva del Santo, a las seis de la tarde, entre oscuro y
claro; es decir, a dos luces, se encontró con un niño,
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que empezaba a caminar. -pensó– que esta criatura
había sido abandonada por una madre desalmada o se
habría perdido caminando sin rumbo fijo. Entonces
procedió a montarlo en el anca de su caballo. A medidas
que avanzaba el viaje, la bestia disminuía su paso,
hasta que no caminó más. El señor miró hacia atrás,
para ver qué sucedía, fue entonces cuando vio a un
hombre negro montado en donde iba el niño, al cual le
arrastraban los pies y los colmillos le sobresalían de la
boca, además los ojos parecían dos tizones de candela,
entonces le preguntó:
- ¿De esta vida o de la otra?
El espanto, se bajó con rapidez, al retirarse expidió una
carcajada lúgubre, desapareciendo en forma inmediata,
dejando un fuerte olor de azufre. El hombre cayó
desmayado, y al día siguiente fue encontrado sin fuerzas
ni conocimiento, apenas recobró los sentidos, para
contar lo sucedido y luego murió.
Decían también que la llorona, salía por el camino que
conducía a Río Dulce, pasaba llorando y emitiendo
quejidos lastimeros, despertando y dejando muy
asustados a los habitantes del lugar, hasta perderse en
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cercanías de la cueva del Santo. Ellos creían que
cuando se escuchaba a la llorona, alguna desgracia
acontecía en esa región.
Otro misterioso espanto era Silbita, a esa ave nocturna,
le atribuían que su canto presagiaba desgracias que
muy pronto ocurrían por estos lugares. Cuando pasaba
silbando, y alguien lo imitaba, se regresaba y rodeaba el
sector, algo le acontecía al imitador, después volaba con
rumbo fijo hacia la cueva del Santo.
Narran otra historia sobre el negro Felipe, señor al cual
le atribuían tener pacto con el diablo, ya que en la finca
de este, todos los años se perdía un trabajador. Decían
que, cuando cabalgaba de la sierra a Campo Florido, se
formaba una polvareda creando un remolino, que iba
detrás de él hasta que desaparecía frente a la cueva del
Santo, seguido de una lluvia así fuera en verano.
Cuando esto sucedía, en esos mismos días alguna
persona moría. La gente decía que este señor entregaba
una persona al demonio, cada vez que éste se lo exigía,
para cumplir con el pacto, que consistía en donarle
almas, a eso le atribuían la gran fortuna que Felipe
poseía.
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Murmuraban que la guerra de la familia había sido
provocada por él, en su compromiso con Satanás.
Cuentan que en el arroyo Hondo, también aparecía una
mujer desnuda que se bañaba sin malicia alguna.
Cubría su cuerpo con el cabello que era muy largo y le
arrastraba, la gente le llamaba Madre del monte.
Además, se refieren los habitantes, que en el interior de
la cueva, vivía un ermitaño, que celebraba sus ritos
religiosos al parecer solitario, siempre veían fogatas
dentro de la cueva y dicen que algunas personas lo
vieron bajar a la orilla del arroyo para bañarse. Allí
había una piedra lisa, en la cual estaban labradas las
huellas de sus pies, además una peinilla y una
jabonera. Relatan que llegaron a verlo vestido con hojas
de piedra, planta existente en cercanías a la cueva,
dicen también que subía al cerro de enfrente donde hay
otra gruta y vivían unos tigres. Les hablaba y alzaba sus
brazos y cabeza hacia el cielo como hablando con Dios,
allí permanecía durante varias horas. Los que
transitaban por allí, pronunciaban malas palabras y
disparaban sus armas de fuego hacia la cueva. El
ermitaño, abandonó para siempre este lugar,
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desconociéndose su paradero, tampoco se supo más de
la piedra en donde se paraba para bañarse.
Una noche José Agustín soñó que vivía en una finca
donde había prosperidad. Él interpretó que se
trasladara hacia otra parte en donde presentía que le
iría mejor. Entonces fue a donde Nemesio Saltarén y le
compró un lote de tierra que este poseía a orillas del Río
Dulce. Abandonó a Nueva Idea y se trasladó para su
nueva finca a la cual llamó Santa Bárbara. En esta
propiedad sembró unos cañaverales, que fueron la
redención. En la negociación que realizó con Nemesio
Saltarén, compró cien pesos de tierra en ese globo.
En Santa Bárbara, crecieron sus hijos, los cuales
buscaron con quien formalizar sus nuevas familias; se
casaron con personas de las otras aldeas de Campo
Florido.
Severino, casó en Río Dulce con Juana Solano. Tuvo
cuatro hijos: Ana del Carmen, Samuel, Manuel y
Daniel. Samuel casó con María del Carmen Brito, su
prima, y tuvo a Saúl, Abel y Esperanza. Manuel tuvo un
hijo antes de la guerra, Rubén; Daniel, no dejó
descendencia; murió joven antes de casarse. Ana del
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Carmen se casó con Luciano Pérez, también pariente
lejano, y tuvo cinco hijos: Pedro, Pablo, Marcos,
Bernarda y Santiago.
Crescencio consiguió a Adelaida Marulanda en
Manantial, a Ernestina Carrillo en Cerro Grande y a
María Asís en Castilla. No se casó, para no resentir a
ninguna de sus mujeres. Tuvo diez hijos; siete con
Adelaida Marulanda, dos con Ernestina Carrillo y una
con María Asís. Los hijos de Adelaida fueron: Evaristo,
César, Gumersindo, Dolores, Antonio, Rosario y María
Elisa. Los de Ernestina: Cecilio y José Francisco. La de
María: Margarita. Evaristo tuvo dos hijas: Luzmila y
Mariana. César tuvo su único hijo con Tomasa Carrillo:
José Agustín (El médico); Gumersindo tuvo un hijo con
Paula Pérez, al cual llamó: Juventino. Dolores tuvo una
sola hija, a la cual llamó Esperanza. Antonio tuvo un
hijo con Julia Calderón; Atilio Calderón, éste llevó el
apellido de su madre, por ser hijo natural.
Mercedes, casó con Salvador Ortiz. Tuvo un solo hijo:
Juan Salvador. Este casó con Édita Fonseca, sobrina de
Juan Fonseca con quien tuvo cuatro hijos: Juan Salvador
Segundo, Juan Salvador Tercero, Juan Salvador Cuarto y
Juan Salvador Quinto. Los llamaban por su tercer
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nombre. Juan Salvador Segundo tuvo un hijo con Adelina
Padilla; Juan Salvador Sexto.
Eulogio, con Simplicia Epieyú, una india wayuú, tuvo
un hijo: Eulogio Segundo, al cual los indios llamaban
Curría. Este se casó con Regina Uriana y tuvo tres
hijos: Eva, José y Moisés.
Rosa, se casó con Juan Fonseca, tuvo dos hijos: Juan
Segundo y Dulce María. Juan Segundo con la esposa,
tuvo a María Milagro y con otra señora Juan José y
Ángel José.
Luisa se casó con Pedro Vicente Hernández, hermano
de Herminia y Dulcinea, tuvo tres hijos: Ramiro,
Rodrigo y Ricardo.
Carmen se casó con Nicolás Brito; tuvo cinco hijos de:
María del Carmen, Jenaro, Carlos, Fabio y Alfonso.
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CAPÍTULO DIEZ En este capítulo se describe el desarrollo de la industria
panelera:
1. Limpieza y quema del terreno.
2. Siembra de la caña de azúcar.
3. Riego.
4. Limpieza.
5. Instalación del trapiche.
6. Compra y aliste de las mulas y bueyes.
7. Corte y recolección de las hojas de caña para
techos.
8. Corte de caña.
9. Molienda.
10. Cocida de la miel.
11. Preparación y empaque de la panela.
12. Comercialización de la miel y la panela.
13.
Una noche de luna llena estando las estrellas en su
esplendor Crescencio, Adelaida y Ernestina, rodeados de
muchos nietos; cuando aún estaba viviendo la familia
toda en Campo Florido, los abuelos escogieron el tema del
cultivo de la caña de azúcar. Mientras Crescencio
relataba algunos pasajes de esos tiempos idos José
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Agustín mirando al cielo, fue sorprendido contando las
estrellas.
- Muchacho no lo hagas, porque cuando llegues a tu
estrella te mueres.
- No entiendo por qué tengo que morirme, yo no le
veo nada malo.
- Al menos tienes que obedecer; eso lo decían los
viejos de antes. Y recuerda que “El que no oye
consejo no llega a viejo”
Crescencio les contó
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CAPÍTULO ONCE
Un domingo de verano por la tardecita Crescencio le
contó a José Agustín que el seis de diciembre del que a él
le parecía que era el mejor año de toda su vida también
amaneció lloviendo; ya iban tres días que no escampaba.
La neblina se extendía por el suelo, y parecía humo.
Crescencio se había despertado a media noche con el
estropicio de una descarga eléctrica que sacudió como si
hubiera caído dentro de la casa. La luz del relámpago fue
tan fuerte que dentro de la casa en fracciones de
segundos quedó más claro que el día. Crescencio y
Ernestina no volvieron a pegar los ojos. Más tarde sintió
un silbido, después de escrutar en su mente los sonidos
que guardaba en su memoria, entonces se acordó de una
creciente del río cuando él estaba niño. Era ruidoso. Se le
vino a la mente que el río había crecido. Ese fragor le
hizo conciliar otra vez el sueño. Durante el tiempo que él
dormitó, Ernestina tuvo que moverlo hasta despertarlo,
porque roncaba y emitía frases incoherentes.
Cuando Crescencio despertó ya eran las cinco de la
mañana, volteó la cabeza mirando a Ernestina, su
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mujer. Ella también estaba despierta. Al despertarse le
comentó sobre una pesadilla que había tenido:
- Ernestina, tuve un sueño raro, primero veía a
todas las vacas recién paridas. Mariposa, la vaca,
con la que comencé a criar ganado, tenía cinco
terneros de los cuales mamaban cuatro a la vez y
uno quedó sin hacerlo, porque la ubre solo
alcanzaba para los que lo hacían. El
desafortunado ternero cayó y luego se levantó
tambaleándose con las patas abiertas, temblaba
como si le hubiera picado una serpiente. Yo intenté
auxiliarlo y la madre no me lo permitió, me
embistió con ganas de matarme, por poco lo hace;
tuve que subirme al palo de mango. Yo no se si
sería porque iba vestido con una camisa roja.
Después vi a mamá, ella me dijo que venían
tiempos difíciles, que no haría nada para evitarlo,
pero, que sería el camino de partida hacia la
redención, también me dijo:
- No hay mal que por bien no venga, ni bien que su
mal no tenga.
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- Después del suceso de la vaca, nosotros vivíamos
lejos de aquí en otra casa y desconocida, era un
lugar muy diferente a este; allí pasábamos mucho
trabajo, porque había escasez. Yo trabajaba en
una hacienda ajena, como esclavo; allí había
abundancia, pero, en nuestra casa todo era
pobreza.
- ¡Ay Cachencho! Ese sueño no me gusta –expresó
Ernestina- Que Dios nos ampare y nos favorezca.
- Levanta a los muchachos para dar una vuelta por
la rosa –dijo Crescencio-.
- Ve Cachencho, hoy es domingo -contestó con
paciencia- Además toda la noche la pasó
lloviendo, deja a esos muchachos que descansen
hoy.
Desde el dos de diciembre estaba lloviznando y no
dejaba trabajar. La lluvia era intermitente, lo cual tenía
fastidiados a los habitantes de Campo Florido.
En la madrugada después de los truenos se escuchó un
estruendo y quedó un zumbido inescrutable.
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Cuando Crescencio y Ernestina se levantaron, aun era
oscuro, el ambiente estaba lleno de nubarrones y
parecía que iba seguir lloviendo. El ruido del río era más
fuerte y se escuchaba más cerca. Crescencio salió con
su machete en la mano a indagar sobre el murmullo del
río. A los pocos momentos llegó corriendo a la casa, por
lo cual Ernestina le preguntó:
-¿Qué pasa? Cahencho ¿Qué pasa?
Las aguas avanzaban rápidas detrás de Crescencio. Él,
no podía hablar, tenía un nudo en la garganta y las
piernas comenzaban a fallarle. A la bulla de Ernestina,
sus hijos se levantaron y los trabajadores salieron de
sus ranchos vecinos, llegaron corriendo, impresionados
por los gritos de sus jefes.
-Se está acabando el mundo –dijo Crescencio
desesperado- El río está crecido como nunca, ya viene
llegando a la bajadita del palo de mango. De ahí para
allá eso es un mar. Al mango no se le ven ni las hojas;
tiene que habérselo llevado la avalancha.
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El mango, era el árbol más grande que había en la
región; lo sembró José Agustín, el padre de Crescencio,
cuando llegó a esas tierras, hacía más de ochenta años,
y por eso ellos se dieron cuenta que esta creciente era la
más grande de todas las que el río había traído en
muchos años.
La familia corrió para ver el acontecimiento. Cuando se
asomaron vieron que el agua avanzaba hacia ellos, por
todos partes. La vista se perdía en la lejanía y la neblina
completaba un paisaje desconocido en su totalidad, eso
parecía un sueño. Corrieron hacia la casa, en donde con
rapidez, le abrieron la puerta al gallinero, desde donde
salieron las gallinas volando, como si comprendieran lo
que sucedía; parecían pájaros silvestres. Las cabras y
ovejas también corrieron despavoridas hacia los cerros
igual que sus dueños, para ver si allí se salvaban de las
siniestras aguas del río.
En pocos minutos llegaron a la cima del cerro más
cercano a la casa. Allá arriba observaron todo el
contorno y solo se veía agua. El agua era espesa y
oscura; era fea. Por el río rodaban muchos troncos de
árboles con todo y raíces, también pasaban piedras
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gigantescas, que no se sabe de donde salieron, eran
blancas y lisas, parecían huevos prehistóricos.
-¡Uy! Esto tiene que ser el acabo del mundo, –dijo
Ernestina- Es posible que se esté repitiendo el diluvio
de la Biblia.
- Pueda ser que no sea así. De ser así, ¿Qué será de
nosotros? Así el río nos deja sin nada. –dijo
Crescencio-.
Crescencio se puso las manos en la cabeza. Al mismo
tiempo lamentaba que las vacas deberían haberse
ahogado, pues el corral de ellas quedaba en cercanías al
palo de mango, el trapiche, los cañaverales los bueyes y
todo su patrimonio había sido devastado.
- ¡Anda! ¿Y cómo hago con Antonio Manuel
Ballesteros?
Él se refería al señor que le había acreditado un nuevo
trapiche, este era más grande y eficaz que el fabricado
por Andrés Parodi. Lo cancelaría con la molienda que
iniciaría después del seis de enero. Eran cien hectáreas
de caña en donde laboraban más de cien personas, y de
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donde subsistía la mayoría de los habitantes de Campo
Florido. El trapiche sería estrenado en esa cosecha, la
primera a gran escala que Crescencio forjaba, para
posicionarse entre los más grandes productores de la
región. Este trapiche era metálico, porque el anterior fue
fabricado en madera, el cual no daba abasto para la
extensión de la nueva empresa.
Los cincuenta y dos bueyes también se los había
acreditado a Crescencio el comprador de la producción
de ese año. Esta cosecha era decisiva para el
crecimiento económico que Crescencio había
planificado.
Al medio día se acercaron a la casa para buscar algo de
comida, todos sentían hambre: no habían desayunado.
Ernestina preparó una sopa con dos de los pollos que
permanecían encerrados en un corral al cual no llegaron
las aguas del río. La familia se reunió en la enramada a
orillas de la casa. Crescencio se sentó en su chinchorro
de muchos colores, que le cambiaron por panela a unos
indios wayuú en la cosecha pasada. Comió despacio su
alimento, parecía ido del mundo. Estaba preocupado por
la inesperada catástrofe.
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Crescencio mirando lejos, recordó con nostalgia, que ese
mismo día cumplía diez años de muerta Natalia, su
madre. Por sus mejillas corrían chorros de agua sucia,
como si el río se hubiera implantado en el fondo de sus
sentimientos. Ernestina y los niños también lloraban,
produciendo un ruido semejante al que se arrastra por
las orillas del río. El llanto era tan lastimero, que las
cabras se acercaron a llorar juntas con sus dueños.
…………
Después de la muerte su madre, habían sucedido
muchas cosas; una había sido la separación del hogar
paterno, ocasionada por la actitud hostil de su padre. A
pesar de ser un hombre hecho y derecho, Crescencio
seguía trabajando como cualquier sirviente, sin salario;
solo tenía derecho a lo que consumiera.
A los cinco años de muerta su madre, decidió hacer un
cañaveral aparte de su padre, cosa que no le agradó a
éste. Cuando llegó la hora de la molienda, no le permitió
utilizar las instalaciones de su trapiche y mucho menos
los animales con los cuales se realizaban las
operaciones.
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Unos meses antes Crescencio había soñado con Natalia,
su madre, quien le dijo:
- Hijo, tu padre te va a provocar, para que te vayas
de su lado, acéptalo sin pelear, porque con todos
los defectos, es tu padre.
Entonces convidó y se retiró con Evaristo, César,
Gumersindo y Cecilio, sus hijos. En el camino les
comentó:
- Yo esto lo sabía, mamá me lo dijo en un sueño. Ya
se comienza esa revelación. No nos preocupemos,
ahora nos irá mejor.
Antes de irse a su papá le dijo:
- Papá la historia se repite, verdad, usted se está
desquitando conmigo, lo que sus cuñados le
hicieron.
- Me respetas mal hijo. Te vales de la ocasión, por
estar como estoy. Pero hijo eres y padre serás.
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- Bueno esa maldición no me cae porque, yo soy
distinto con mis hijos. ¡Que Dios lo perdone papá!
Llegaron donde Andrés Parodi. Después del saludo, les
brindaron café.
- Andrés, yo vine para que me fabriques un trapiche
-dijo Crescencio-.
Con Andrés Parodi acordó encontrarse al siguiente día,
a las seis de la mañana, para escoger y cortar el árbol
de guayacán que serviría para fabricar el trapiche.
Crescencio y sus hijos, no durmieron esa noche; él
pensativo y enojado con su padre, y los niños muy
contentos porque ellos mismos cortarían el árbol de
guayacán para molino, además, se redimirían del ultraje
que recibían de su abuelo.
Mientras le fabricaban el trapiche, Crescencio viajó en
su caballo y sus hijos en unas mulas hacia Buenos
Aires, una lejana finca, en donde había existido un
cañaveral y no usaban los equipos de molienda. Allí
compraron un fondo y dos pailas, en donde preparaban
la panela. Montó los enseres en los animales y se
trasladaron a su estancia.
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Durante varios días visitaba al fabricante del trapiche,
con la ilusión de ver hecho realidad el sueño de tener su
propia organización y de verdad ser independiente. Un
sábado en la tarde cuando iba muriendo el sol, Andrés
con su risa de siempre le dijo:
- El lunes instalamos este aparato. Va haber miel en
todas partes, ya que lo hice con mucho cuidado.
La elaboración del trapiche, solo tardó dos semanas. En
la finca todo estaba listo y así comenzó la operación de
la nueva empresa. Desde el día que comenzó su
molienda se incrementaron las maldiciones y los
comentarios adversos de su padre. Lo indispuso con los
compradores del producto, argumentando que esa
panela era de mala calidad. A todo esto se sobrepuso
Crescencio; sin reclamaciones y haciendo caso omiso a
esos ataques.
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CAPÍTULO DOCE
En cuatro años de cosechas, Crescencio había
comprado las tierras a los vecinos y poseía más de cien
hectáreas cultivadas de caña de azúcar, además de
doscientas cincuenta que adquirió ese año para ampliar
su empresa, la cual era muy promisoria.
Esta avalancha, había tronchado sus esperanzas. La
nueva situación no lo dejaba vivir tranquilo.
En la tarde salió el sol y sus rayos no quemaban como
en otros días y hasta el cerro llegaba una brisa sutil,
que movía la hierba y las hojas de los escasos árboles,
como recordando que era diciembre, pero, la brisa no
era la de otros años, ahora la desesperanza merodeaba
por la mente de Crescencio. Él no sabía que le acontecía
a la otra mitad de su vida, pues al otro lado del río
quedaba la casa de Adelaida, su otra mujer, algunos de
sus hijos estaban allá y unos de allá estaban acá. Sus
mujeres eran amigas, siempre lo fueron.
- ¿Qué habrá sido de Adelaida y sus muchachos?
-preguntó Ernestina- Ni como saber de ellos, si
nosotros estamos igual de incomunicados.
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- Voy a ver si invento una canoa y embalso, para
ver qué pasó -comentó Crescencio-.
Adecuó su balsa con una canoa vieja de aparar la miel
del trapiche. Antes de anochecer llegó una paloma
volando y trajo en su pico una flor de Trinitaria, que
solo había en la casa de Adelaida. La llegada de la
paloma fue una prueba que les mostró que la avalancha
no había subido hasta el cerro de las Minas, donde
residía el resto de la familia de Crescencio. La travesía la
aplazó para el día siguiente porque muy pronto se hizo
de noche. Mañana indagaría sobre lo ocurrido.
Al siguiente día bien temprano, mucha gente de los
alrededores de Campo Florido, llegó vuelta del cerro
Majagüita, en busca de información sobre sus parientes
que vivían el la serranía. El río había bajado en más de
la mitad su caudal, ya no traía árboles ni piedras; solo
corrían las aguas turbias como de panela. Crescencio
remolcó con sus hijos su balsa y atravesaron el nuevo
cauce del río que se había reubicado a tres kilómetros
de donde antes recorría. Resbalando todos llenos de
lodo llegaron al otro lado donde moraba su otro hogar.
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En la casa del otro lado del río, todos estaban sanos y
salvos. Adelaida preguntó:
- ¿Qué pasó allá? Nosotros no hallábamos que
pensar, el desespero nos angustiaba; pero, nada
podíamos hacer.
En la travesía, vieron el siniestro ocasionado por la
avalancha. Las piedras grandes, las más pequeñas, la
arena, los palos, los animales muertos, utensilios de
cocina, sacos de café, racimos de guineos, taburetes,
ropa y cada cosa quedó en su lugar. Ellos observaron
todo cuanto veían y nada era conocido.
Allí presenciaron la llegada de Epaminondas Noriega con
su familia. Éste relató el drama que había vivido. Refirió
que una semana antes había soñado lo sucedido y
entonces fabricó una barca en donde entraron todos los
de su casa. Relató que en el recorrido les tocó superar
muchos peligros, varias veces se atascó la embarcación
y estuvo a punto de naufragar, pero todas esas
dificultades las superaron.
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A los dos días se intensificó la búsqueda aguas abajo,
por parte de cientos de personas que hacían las veces de
socorristas.
Cuando calentó el sol, los gallinazos fueron guiando a
los exploradores. Fue así como Crescencio reconoció los
cuerpos de algunos de sus animales. En la tarde, varios
kilómetros abajo en una palizada, encontraron el
cadáver de un hombre al cual consumían los gallinazos.
Se fueron amontonando los buscadores y con mucha
dificultad lograron identificarlo, estaba hinchado y
muchas contusiones por todo el cuerpo.
Continuaron con la búsqueda y al finalizar el día,
encontraron a cuatro infortunados hombres quienes
perdieron la vida en circunstancias de angustia y
desespero ante un ataque de la madre naturaleza. Quien
sabe si tenían alguna deuda pendiente con ésta y ese
día pagaron con sus vidas.
Cuando pasaron los días y todo volvió a la calma,
Crescencio fue entristeciendo, la comida se escaseó y la
vida se hizo más dificultosa. Una mañana de enero
emprendió un viaje lejos de Campo Florido. En Corral de
Piedras, consiguió trabajar en una estancia, allí realizó
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todos las labores que había aprendido y ejecutado
durante su vida. Así obtenía el sustento para su familia
y pagar las obligaciones contraídas antes del turbión. De
allá venía los sábados por la tarde y se iba el lunes por
la madrugada. En su burro negro de hocico y orejas
blancas, hacía el recorrido de muchos kilómetros. Al
cabo de cuatro años canceló la obligación contraída
antes de la avalancha.
Durante el tiempo que Crescencio cumplía con sus
responsabilidades, sus mujeres y sus hijos, cultivaron
de nuevo otra roza en el playón que les dejó la
avalancha y a los pocos meses, comenzaron a consumir
lo que en ella producían; sembraron plátano, yuca, ají,
tomate, fríjol, auyama, patilla, hortalizas, y todo lo que
les servía para el sostén de la familia. Crescencio no
descansaba ni los domingos; ese día laboraba con sus
hijos desde el advenimiento del sol hasta su ocaso.
Cuando concluyó el quinto año de su desgracia, de
regreso a casa a su familia le contó:
- A la finca en donde yo trabajaba llegó, un indio de
la Sierra Nevada de Santa Marta, en las manos
me leyó la suerte. Me explicó que lo sucedido con
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la avalancha, era una maldición ancestral que
había pronunciado un cura, quien vivió en esa
región en el siglo pasado, y unos habitantes de
aquí, consumaron un robo al tesoro que poseía y
por poco lo asesinan. Al tiempo de marcharse de
estas tierras, profirió su maldición y ahora cien
años después se produjo tal reprensión. También
me dijo que abandonara éstas tierras, que habían
quedado malditas hasta el fin de los tiempos.
La información y consejos del indio, formaron en
Crescencio, la conciencia de abandonar la tierra que lo
vio crecer. Él creía que su futuro estaba en otra parte.
Con fe, planeó su nueva vida.
Pensó que alejándose de estas tierras, conseguiría
realizar su proyecto de vida que había soñado. Junto con
Ernestina, ideó marcharse hacia Chancleta, a orillas de
Cerro Grande; en donde ella había dejado su fortuna
desde cuando se unió con Crescencio.
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CAPÍTULO TRECE
El primer día del año nuevo, Crescencio se levantó en la
madrugada. Cuando salió al patio vio a un ángel al cual
le resplandecía la ropa, era un blanco brillante y no
pisaba el suelo, suspendido en levitación, le dijo:
- El padre me envió a comunicarte, tú viaje de estas
tierras y que más allá de Cerro Grande te
ubicarás. Allí será tu nueva vida, en donde
progresarás como anhelas.
Cuando amaneció se reunió con sus dos señoras e hijos,
a los cuales comentó lo sucedido y les dijo:
- Nos vamos para otras tierras donde está nuestro
futuro.
Ernestina estuvo de acuerdo, pero Adelaida se opuso
con decisión firme, argumentando que su mamá la
había dejado en Campo Florido y ahí mismo se quedaría
hasta la muerte.
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Luego de largas deliberaciones no pudo convencer a
Adelaida, por lo cual decidió incursionar con sus hijos.
Entonces dijo:
- Ernestina, alístame el equipaje, porque después de
los santos reyes, me iré con mis hijos a buscar
nuevos horizontes.
- Anda y exploras en Chancleta -dijo Ernestina–
Allá después del cerro Grande, donde aún viven
algunos de mis parientes, les preguntas cuáles son
las tierras que me pertenecen y decide si ahí nos
podemos ubicarnos.
Sus mujeres le prepararon los tabacos suficientes para
tres meses, empacaron maíz, sal, panela, café y demás
comestibles para la excursión y la ropa que completaba
su equipaje.
Crescencio emprendió el viaje en la madrugada del diez
de enero. Viajó hacia Chancleta, unas tierras baldías e
inexploradas, de donde era nativa Ernestina. Cuando
amaneció ya iba lejos en compañía de Gumersindo y
César, sus hijos, ya Evaristo se había casado, y vivía
lejos de allí. Cesar, Cecilio y José Francisco, habían
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muerto; el primero a causa de la mordedura de una
culebra y el segundo de un mareo. El primer día del
viaje, recorrieron la mitad del camino. El sol se había
ocultado cuando llegaron al Descanso. Acamparon en
casa de José María Asís, un familiar de su papá. Allí
conversaron hasta tarde. La luna salió acompañada de
muchísimas estrellas. La noche parecía el día, por la
claridad que ofrecía la luna. Crescencio se puso a mirar
el cielo y vio la osa mayor, la menor, los tres reyes, las
tres marías, cuando fijó su mirada en las cabrillas, las
contó y no pudo saber cuántas había; eran muchas y
luego observó que dejaban caer su luz como lágrimas y
se ponían más brillantes. Un meteorito atravesó el cielo
dejando una nube de candela, como nunca él había
visto.
Se acostaron, pero Crescencio no concilió el sueño, toda
la noche pasó pensando en todo lo vivido hasta ahora.
Recordó lo que le dijo su padre después del ciclón:
- Esta desgracia que nos trajo el río, es por culpa
tuya. Tú nunca serás independiente, y si lo
intentas, siempre fracasarás.
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Cuando Crescencio recordaba estas palabras, no lo
dejaban tranquilo, las interpretaba como una maldición.
Esa noche le robaron la tranquilidad. Regresaba sus
pensamientos hasta lo más antiguo de sus recuerdos y
no entendía porqué su padre le tenía esa animadversión;
todo lo que él hacía a este le parecía mal. No entendía el
comportamiento de su padre para con él y pensaba, que
a sus hijos les daría todo lo que a él le negaba el suyo.
Entonces pensó que seguiría adelante, nada lo
detendría, porque si la naturaleza se le oponía, lucharía
contra ella.
Cantaron por primera vez los gallos y continuaba sin
dormir. Crescencio pensó que aun era media noche. A la
tercera vez que cantaron se levantó y con sus hijos,
dispuso la partida. Mientras los gallos hicieron una
pausa, siguió recordando otros pasajes de su vida.
Recordó lo que un día le dijo su madre:
- Hijo, apártate de tu padre y funda tu propia
estancia lejos de él, porque aquí no serás nadie.
Tus hijos ya están creciendo, entonces bríndales
un mejor porvenir, pero esto lo harás después que
yo muera. Tu padre siempre te ha tenido mala
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voluntad, sus predilecciones son con Eulogio y tú
eres el esclavo. No le cuentes a nadie esto, que
esto me está acabando en vida.
Los gallos volvieron a cantar. Eran las dos de la
madrugada. Uno de los burros rebuznó, a pocos
minutos otro también lo hizo. Crescencio volvió a pensar
– dentro de un rato si nos vamos-. Ahora estaba alegre,
porque una vez más complacía a su madre, no obstante
que ella estuviera muerta. Desde el cielo Natalia, le
seguía iluminando su destino. Él imaginaba que desde
el más allá, sus consejos serían precisos y que ahora no
pasaría lo mismo que al lado de la tierra y las personas
que lo vieron nacer.
Cuando los gallos cantaron de nuevo, saltó del
chinchorro y en silencio, para no despertar a los dueños
de la casa, tocó a sus hijos uno por uno:
- Vamos, levántense que nos coge el día y el camino
es largo.
Abrió la puerta y salió al patio. Tras él, sus hijos
caminaban afanados, para continuar el viaje que
muchas ilusiones les traía, igual cuando se fueron de la
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casa del abuelo. Cuando ensillaban los animales, salió
de la cocina Julia Puche, la esposa del tío José María
Asís, y le dijo:
- Crescencio, toma estas arepas, para que coman en
el camino, porque no se sabe cuánto tiempo
retarden en llegar.
Salieron antes que amaneciera. Cuando el sol apareció
ya habían dejado atrás al Cerro Grande. Al medio día
pasaron por Patillal, una nueva aldea en cercanías al río
Ranchería. Allí descansaron un rato y saludaron a unos
parientes que poblaban ese territorio.
El sol empezaba a ponerse cuando llegaron a Chancleta.
A su encuentro salieron los tíos de Ernestina. Les dieron
la bienvenida, ayudaron a descargar los animales.
Crescencio le dijo a Gregorio Carrillo:
- Ernestina me mandó para ver si dejaban que
cosecháramos junto a ustedes.
- No señor, no solo cosecharán, si no que haremos
entrega de las tierras que dejó su padre. Mañana
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mismo conocerán y empezarán a ocupar sus
posesiones.
- El Ciclón nos dejó en la ruina. Hemos pasado
muchos trabajos –dijo Crescencio-
Desde que amaneció, caminaron y recibieron las tierras
de Ernestina. En poco tiempo Crescencio con sus hijos,
iniciaron una socola de varias hectáreas, para sembrar
en primavera. Después del veintidós de marzo,
comenzaron las primeras lluvias, entonces sembraron
maíz, yuca, fríjoles, patilla, tomate y auyama.
Trabajaban como esclavos desde que el sol aparecía
hasta cuando se ocultaba.
Ese año la Semana Santa se celebró a mediados de
abril. Crescencio con sus hijos emprendieron viaje de
regreso a Campo Florido en busca del resto de la familia.
Adelaida se resistió a mudarse a Chancleta, pero,
Ernestina se fue para acompañar a su cónyuge. Ya
María había muerto antes del ciclón.
Después de la semana mayor Crescencio se estableció
en forma definitiva en Chancleta. Sus cultivos que había
sembrado, prosperaban sin dificultades, las lluvias
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caían con frecuencia y todo marchaba bien. Con los
excedentes de la cosecha, compró vacas, cabras y
ovejas. En pocos años el progreso aumentó en todas las
actividades agropecuarias que ellos emprendían. Con el
tabaco que Crescencio cultivaba, Ernestina elaboraba
las calillas que siempre consumía.
Ernestina tuvo un sueño en el que se reveló el futuro de
la familia. Ella soñó que viajaba a pie con Crescencio,
Cecilio y José Francisco, sus hijos, quienes habían
fallecido hacía muchos años. Se marchaban sin ningún
equipaje. En el camino encontraron a unos hombres
realizando excavaciones, en las profundidades se
alcanzaban a ver hombres extrayendo unas piedras
negras. Ella preguntó a los desconocidos:
- ¿Qué es eso que sacan allá abajo?
- Oro negro, señora -le contestó uno de los señores-
No pregunte más que está prohibido informar
sobre este asunto.
Cuando pasaron por el pueblo en el viaje hacia
Barranquilla al tratamiento de la enfermedad de
Crescencio, Ernestina aprovechó y llegó adonde Perfecta
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Hernández, para indagar sobre su sueño. No encontró a
la vidente, pero, la atendió Raquel, una hija de esta,
quien le informó que ese sueño era complejo. Tenía
varios significados: primero ellos abandonarían por
completo a sus tierras; segundo sufrirían la pérdida de
un familiar muy querido; se acercaba la explotación del
carbón, origen de la destrucción de este pueblo.
En Chancleta vivieron durante veinte años, hasta que
regresaron a Capo Florido, cuando le apareció esa
enfermedad en la lengua que lo llevó al cementerio.
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CAPÍTULO CATORCE
Adelaida y su nieto estaban sentados bajo las sombras
del caracolí, conversando como siempre. Esa tarde de
septiembre era triste. El cielo estaba lleno de nubes
grises, el ambiente era agitado por una brisa seca y
apacible. Cada día que la abuela y el nieto se colocaban
a dialogar, el entorno se ponía melancólico.
- Esta tarde me recuerda aquella del Año Nuevo,
cuando sepultaron a mí compadre Salvador Ortiz,
cinco años después de tu viaje.
Salvador Ortiz había preparado su funeral. Esa mañana
navideña cuando se reunieron en el patio de su casa,
llegaban como ráfagas, brisas de diciembre, las cuales
movían las hojas de los árboles en un vaivén incierto,
pero, sí eran ciertas las palabras que recitaba Salvador
Ortiz, con la calma que lo caracterizaba. Estaba sentado
en una poltrona que le habían enviado de España, para
que descansara sus últimos días de su vida. Faltaban
diez días exactos para morir, cuando reunió al
Sacerdote, al Alcalde, al Notario y a otras personas
distinguidas. Mientras Salvador Ortiz hablaba, el
notario escribía a manuscrito con mucha atención todo
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lo que decía. En su testamento no repartió bienes raíces
cuantiosos, lo primero en decir fue que sus libros, en
donde estaba consignada su sabiduría, fuesen
guardados en la iglesia, y, dentro de veinticinco años
cuando regresara de estudiar José Agustín, su ahijado y
nieto de Adelaida Marulanda, se los entregaran, porque
ese sería su sucesor. Después de una pausa se dirigió a
Mercedes, su esposa, diciéndole:
- Oye Mercedes, prepárate para la muerte de tu hijo.
Muerto yo, Juan Salvador no dura tres meses
vivos. Esta muerte cambiará todo. Se perderán
muchas vidas y capitales.
- Alcalde, haga lo posible por evitar los conflictos
entre sus gobernados. Su intervención será
fundamental, para que se mantenga el orden y el
respeto en los habitantes de Campo Florido.
Mercedes se asustó, pero disimuló, para que no
comprendieran su asombro, ella le tenía miedo a las
predicciones de Salvador Ortiz, – Pensó – Qué sería de
ella sin su esposo y su hijo; eran lo que más adoraba en
el mundo, y su único respaldo.
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Se dirigió otra vez al Alcalde:
- Señor Alcalde, éste pueblo crecerá muchísimo, el
carbón será explotado y el progreso se trasladará
hacia acá. Eduque a sus paisanos para que no se
queden por debajo de los foráneos, fortalezca las
escuelas de José Agustín, Gabriel y Remedios
Solano y así serán los propios quienes dirijan los
destinos de su tierra. No espere que gente de otra
parte lo haga.
El sol avanzaba su recorrido y las brisas frescas, suaves
y agradables de esa época del año, no abandonaban el
lugar. Cuando Salvador Ortiz retomó la palabra y habló
de su funeral; anunció que sería el día más bonito del
año, además la historia de Campo Florido a partir de su
muerte cambiaría muchísimo. Señalando con el dedo
índice y los demás empuñados, al notario le dijo:
- Tu hijo, el profesor, recitará un discurso, en donde
haga un recuento de los pormenores de mi servicio
a la humanidad.
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Osvaldo Mejía Marulanda
Por último miró a Santander Iguarán, el dirigente más
sobresaliente que había tenido esta región, en toda su
historia. A éste también le expresó:
- Tú también hablarás en mi entierro; improvisa
como lo haces en tus discursos políticos.
Salvador ese año había cumplido cien años de edad, era
de baja estatura, el pelo liso y blanco, el bigote y las
barbas largas como las de un cura capuchino; vestía de
blanco de pies a cabeza, igual que los médicos de su
época.
…
Siempre se comentaba que una mañana primaveral,
Salvador Ortiz caminaba solitario por los potreros de la
finca de su madre, cuando se le apareció un anciano
vestido de blanco, quien le entregó un papel, en el cual
estaba impresa la dirección de la universidad
Salamanca en España, además le dijo:
- Escribe allá, para que te envíen libros y así
estudies, porque has sido escogido por Dios, para
que cures a los enfermos de tu tierra.
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Osvaldo Mejía Marulanda
Después de esta corta entrevista, el hombre desapareció
en un instante, nada de esto le produjo miedo. Regresó
a casa contándole a Teodora, su madre, lo acaecido.
Ella le comentó que ese era un enviado de Dios y apoyó
a su hijo en el envío de las comunicaciones que se
producían una vez al año, debido a que el correo
funcionaba en burro. Hacía el recorrido desde Riohacha
atravesando toda la península, luego pasaba por
Valledupar, y, de pueblo en pueblo recogía las cartas
hasta llegar a Santa Marta, donde las enviaban en
barcos de velas.
Transcurrieron veinte años para que Salvador alcanzara
la sabiduría que empezaría a poner en práctica, hasta
convertirse en el salvador de todos.
La primera curación que hizo fue a Juana Solano, la
madre de Samuel, pocos años antes de casarse con
Severino, su cuñado. Ella había sido tratada por los
galenos de fama de la región quienes le descartaron
posibilidades de vida. Desahuciada por los médicos, la
trajeron a morir a su casa. Un día como a las cinco de la
mañana, Salvador Ortiz, escuchó una voz, que le dijo:
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- Salvador, anda donde Juana Solano y sálvala,
éste es el momento indicado, para que conozcan tu
sabiduría. Cerca de la casa de ella hay un árbol
de Aceite María, a mano derecha por donde sale el
sol, escarba la primera capa de tierra y fabrica
una pelota de barro mojado; haces una almohada
y sobre ésta, colócale la cabeza. Con eso sanará.
Tal cual como Salvador hizo, al siguiente día Juana
recobró el conocimiento que hacía un mes había
perdido; se sabía que estaba viva por movimiento del
vientre. A los siete días caminaba como antes lo hacía.
Desde ese momento Salvador se convirtió en el
verdadero salvador de todos los que se enfermaban en la
región de Campo Florido. Hizo infinitas curaciones que
fueron consideradas, como milagros.
En una ocasión Teodoro Hernández le estaban
esperando la hora en que muriera, ya que varios
médicos lo habían desahuciado. Alguien dijo:
- ¡Busquen a Salvador Ortiz, que si él no lo cura, no
lo hará nadie!
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Osvaldo Mejía Marulanda
Hubo muchas personas que se oponían, diciendo que él
no era médico, en verdad él era un botánico, único en
su especie. A salvador, le llegaban cajas de medicinas y
componentes químicos, los cuales combinaba, hasta
lograr sus propios remedios y además les colocaba
nombres muy específicos. Dijeron también, que si los
que habían ido a las universidades, no habían curado;
ahora Salvador que no sabía nada, iba a curarlo.
Cuando, fueron a buscarlo, Mercedes, su esposa, tuvo
que rogarle para que accediera ir. Ya Salvador sabía la
polémica que había suscitado la mención de su nombre,
como posible salvador. Se dirigió hasta ese lugar. Al
verlo llegar, murmuraban los presentes con ironía por
su presencia. Salvador comprendió lo que sucedía, se
arrodilló y exclamó:
- Padre, préstamele la vida a este paciente por un
año más, para así probarle a estos incrédulos, que
tu y yo lo salvaremos.
Entró al cuarto donde lo tenían, lo llamó por su nombre:
- ¡Teodoro, Teodoro!
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Sabían que Teodoro estaba vivo, por el movimiento del
abdomen movido por los pulmones al inhalar y exhalar
el aire. Al tercer llamado contestó y abrió los ojos.
Salvador le dijo:
- Teodoro, levántate y anda, que ya estás bien.
Teodoro, se levantó como si nada hubiera sufrido
caminó por el patio saludando a todos y agradeciéndoles
su presencia. Los que antes murmuraban estupideces
sobre Salvador Ortiz y sus curaciones, quedaron
atolondrados, al ver lo que había sucedido. Salvador
Ortiz se despidió con cariño, como siempre lo hacía,
deseándoles mejores días a los presentes.
Pasaron los meses y todos habían olvidado lo sucedido
ese día. Un año después, a la misma hora en que
Teodoro había resucitado, murió, en forma instantánea
y sin dar señales de ninguna molestia. Desde ese
momento la gente temía imprecar contra Salvador Ortiz.
Más se aferraban a creer que él era el salvador de todos
los enfermos.
Mucho tiempo después, Salvador Ortiz se enfermó y
nada de lo que tomaba lo mejoraba. Luego de mucha
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insistencia de Mercedes y Juan Salvador, quienes lo
animaban para viajar a Santa Marta, para que lo tratara
el doctor Antonio Díaz Ballesteros, el médico de mayor
fama en toda la antigua gobernación. Salvador Ortiz
aceptó para complacerlos, pero él sabía que solo irían a
pasear. Su mal no tenía salvación; eran los años, ya
eran noventa y cinco que había cumplido. Sabía que
Mercedes se moría por conocer otras tierras. Ella
aprovechó el viaje para muchas cosas: Viajó en carro,
que poco antes habían comenzado a llegar a ésta
olvidada provincia de Padilla, conoció y anduvo en tren.
Cuando terminaron la visita donde el doctor Antonio
Díaz Ballesteros, quien realizó todos los exámenes del
caso, en secreto a sus familiares, les dijo:
- Salvador no tardará mucho tiempo en morir, que
ya los años no lo dejan recuperarse, él es un caso
perdido, sus órganos ya cumplieron su ciclo de
vida, se está muriendo de viejo.
Al salir del consultorio del médico, ya para despedirse,
Salvador Ortiz le dijo:
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- Doctor Díaz Ballesteros, yo se que me voy a morir,
pero le aseguro, que usted muere primero que yo.
El Doctor Díaz Ballesteros, sin conocer los poderes ni la
fama de Salvador, se echó a reír aprobándole sus
palabras. Creía que eran cosas de anciano.
En los días siguientes de la consulta de Salvador Ortiz,
el doctor Díaz Ballesteros, quedó muy preocupado. Muy
pronto enfermó de gravedad. Pensaba mucho en
Salvador Ortiz, quería verlo de nuevo, pero fue
imposible. A los dos meses de la consulta de Salvador,
circuló la noticia por todas partes, que el doctor Antonio
Díaz Ballesteros, había muerto.
Después de la muerte del Doctor Antonio Díaz
Ballesteros, Salvador Ortiz vivió cinco años más; como
para probar, que Salvador moriría el día que Dios lo
necesitara.
A la última persona a quien trató Salvador Ortiz un mes
antes de morir, fue a Samuel; quien se gravó de muerte.
Lo llevaron hasta la casa de Salvador Ortiz para hacerle
el tratamiento, pues éste ya no podía salir. Lo atendió
con mucho esmero, a pesar de la edad y los malestares
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que, hacían seis meses padecía. Le formulaba una cosa
y otra, y su paciente no mejoraba. Una tarde cuando el
sol se ocultaba, salió al patio y a Dios se dirigió:
- ¿Qué sucede, si ya no puedo curar como antes lo
hacía?
Escuchó la misma voz de siempre, que le dijo:
- A Samuel es el último a quien vas a curar.
Recuerda que él es hijo de la primera persona a la
cual salvaste. Él es tu ahijado querido; y él mismo
te pagará con la moneda que paga el diablo. Estas
palabras no las comprendes, divúlgalas, solo
después de tu muerte la humanidad las
comprenderá.
Samuel, era el hijo mayor de Juana Solano. Lo
bautizaron Salvador Ortiz y Mercedes Asís. Los habían
colocado como padrinos; para agradecerle a Salvador
Ortiz el favor de haberla salvado, además Mercedes Asís
era hermana de Severino Asís, el esposo de Juana.
Ese día, como de costumbre, Mercedes se levantó muy
temprano, la noche anterior poco había dormido, debido
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al bullicio de la gente celebrando la llegada de un nuevo
año. Ella destapó a Salvador, quien siempre dormía
arropado de pies a cabeza. Mercedes quedó confundida
cuando observó que su esposo estaba convertido en una
estatua de yeso; ya no era el mismo, igual a un santo,
yacía con los ojos abiertos. Ella en silencio, trasladó el
ataúd que hacía muchos años tenían guardado para
ésta ocasión. Sola sacó fuerzas de donde no tenía, lo
alistó, lo introdujo en el ataúd y luego avisó al
vecindario sobre la funesta noticia.
En la tarde cuando llegaron al cementerio, el ambiente
estaba triste como nunca. La alegría de otros años se
había perdido, éste no había traído la prosperidad que
todo el mundo siempre desea a la llegada del nuevo año.
En Campo Florido había sucedido lo peor para sus
habitantes. En el cielo eran notables nubes grisáceas
matizándolo con figuras indescifrables; parecían
montañas, palmeras, flores y figuras humanas; a las
cuales el sol hería en forma tenue. El arrebol de ese día
era el más triste del que se tuviera recuerdo. El paisaje
melancólico, complementaba el estado de ánimo de los
presentes, quienes se habían congregado, para darle el
último adiós a Salvador Ortiz, el médico del pueblo.
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Osvaldo Mejía Marulanda
Así como Salvador Ortiz había preparado su funeral, se
hizo. Antes de enterrarlo, Octavio Solano y Santander
Iguarán, recitaron sus largos discursos, haciendo
honores a la vida y la obra de Salvador Ortiz. Esas
sentidas y penetrantes palabras, se anidaron en los
corazones de los presentes que luego de formarles un
nudo en las gargantas, hacían rodar lágrimas por sus
mejillas. Todo el pueblo lloraba a su salvador.
El sol también había dejado solo a Campo Florido, en el
firmamento solo quedaban las nubes rojizas y sin
movimiento, el arrebol de esa tarde fue distinto; sobre
todo, más triste que nunca. Toda la gente salió
silenciosa del cementerio. Terminaban de enterrar al
salvador del pueblo, ahora que más nunca salvaría a
nadie, era cuando más reconocían su obra. Había sido
la más santa de la cual se tuviera noticia en la región
del Cerro Grande, después de Jesucristo y Bartolomé
Almenárez. No cobraba un solo peso; hasta regalaba las
medicinas. Fue como dijera Santander Iguarán
terminando su discurso, cuando dijo:
- A Campo Florido le vienen tiempos difíciles,
recuerden lo que hoy digo, la partida de Salvador
Ortiz, es el comienzo del fin...
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CAPÍTULO QUINCE
Cada día que pasaba, Adelaida narraba nuevos detalles
de historia de la familia. Esa mañana amaneció
lloviendo, entonces conversaron sin salir al patio,
sentados en unos taburetes, tapizados con cuero de
chivo.
- Hijo este fue el comienzo de una historia muy triste
en la familia.
La desgracia comenzó aquella tarde tranquila de febrero,
en la que solo se oía el canto perdido de las torcazas y el
chillido de las chicharras, despidiendo el día. Juan
Salvador se presentó ante Samuel para reclamarle que
el ganado de éste se había pasado a sus predios
comiéndose cinco hectáreas, cosa que no era la primera
vez que sucedía. Samuel prestó poca atención al asunto:
- Yo no tengo culpa que sus lienzos estén en mal
estado, los animales no saben que esas tierras son
suyas. Haga lo que quiera, vaya al carajo con sus
groserías.
- Bueno, yo sabré qué hacer.
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En forma súbita callaron las aves y chicharras. El
repentino silencio fue roto por las altas voces y palabras
desafiantes que se cruzaron los primos, originadas por
la actitud indiferente de Samuel. A lo lejos se veía el sol
de los conejos, despidiéndose y llenando el cielo con
extraños matices. Dicen que el color del sol de estos
pueblos es cada día diferente y que cada color presagia
su destino.
Como Samuel no hizo caso, se mostró desatento, Juan
Salvador manifestó:
- ¡Bueno, yo sabré como me desquito!
El toro reproductor de Samuel, era cebú puro y se lo
había obsequiado un compadre, para que mejorara la
raza de su rebaño, en la mañana apareció castrado.
Samuel consideró que este acto era obra de su primo y
expresó:
- Con este clavo no me quedo yo, ahora si va a
saber Juan Salvador lo que es un hombre
dispuesto a todo.
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Mercedes, madre de Juan Salvador y Édita Fonseca, su
esposa, tenían seguridad que Juan Salvador no había
sido el autor de la castración del toro. Él había
recomendado a su madre para que arreglara la situación
con su ahijado. Mercedes se enteró de lo que decía su
ahijado y sobrino Samuel, con quien llegó al acuerdo de
pagarle el animal y que este arreglara las cercas. Éste
aceptó la oferta de su madrina y le dijo:
- Madrina, no hay problema, se hace como usted
diga.
Juan Salvador se enojó mucho, no aceptando el trato de
su madre, a la cual, en forma displicente le dijo:
- A mí también me va a pagar los daños, mejor
dicho, según él, en asuntos de hombres no
intervienen las mujeres.
Como consecuencia, Mercedes no cumplió el acuerdo al
cual había llegado con Samuel. Al día siguiente viajó a
Campo Florido, para pedirle a Juan Fonseca, padrino de
Juan Salvador, que intercediera ante su ahijado, al cual
él respetaba muchísimo. La intervención de Juan
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Fonseca fue inútil, porque el ahijado no aceptaba
ninguna sugerencia.
- Solo muerto yo pagan ese animal.
Cuando Samuel se enteró que Juan Salvador no
aceptaba nada para que todo se arreglara, se disgustó
muchísimo y profirió amenazas contra su primo:
- Ahora sí consiguió Juan Salvador la horma de su
zapato, se muere, porque se muere.
Estas amenazas llegaron a oídos del aludido, quien por
la madrugada, cuando apenas cantaba el primer gallo.
Se dirigió a un pueblo cercano a Campo Florido en
busca de balas para resolver el asunto de una vez por
todas.
Su madre preocupada, y aprovechando su ausencia,
decidió ir donde Perfecta Hernández, quien predecía el
porvenir, para que le leyera las cartas, con el fin de
conocer el futuro, el cual para Mercedes, auguraba una
tragedia antes de cinco días. Cuando Mercedes regresó a
la casa, entró a su cuarto y encendió cinco velas a San
Antonio, cuya estatua permanecía polvorienta en un
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rincón oscuro de la habitación. La mujer rezó y pidió por
la suerte de su único hijo.
Nunca se supo quien castró al toro y por medios de
quién, cómo, cuándo y porqué, los primos se enteraban
de lo que cada cual decía del otro. Dicen que los montes
tienen ojos y las paredes oídos, también que el diablo
llegó a estos pueblos, junto con los conquistadores y que
aún convive aquí, hasta el fin de los tiempos.
El sol ya se había colocando en el medio del cielo; el
calor era sofocante; las hojas de los árboles estaban
quietas, ya que las brisas veraniegas, hacía un rato,
habían abandonado el lugar.
Al regreso Juan Salvador, llegó a una aldea de Campo
Florido; en donde hacían sus compras los habitantes de
la región. Entró en la tienda, pidió una cerveza y
comenzó a hablar con unos conocidos, quienes le
preguntaron, qué le traía por esos lugares, a lo cual
respondió en voz alta:
- Fui al pueblo a comprar tiros, para matar a
Samuel.
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Saúl, hijo de Samuel, estaba allí mismo haciendo
compras. Cuando Juan Salvador vio al niño, parece que
le hubieran dado cuerda, siguió hablando rabioso.
- No me importa que ese muchacho esté aquí. Si
quiere que se lo diga, porque él está resuelto a
matarme, entonces vamos a ver a quién le cae la
cruz primero.
Saúl al escuchar esas palabras, salió con rapidez y
corrió desesperado durante una hora, hasta llegar al
rancho de sus padres. Samuel al verlo tan agitado,
pálido, con los labios morados y la lengua afuera de la
boca, le preguntó:
- ¿Hijo y qué te ha sucedido?
El niño con un nudo en la garganta y dificultoso para
hablar, llorando le contó el motivo de sus tribulaciones.
- Papá, mi tío Juan Salvador, ahora mismo dijo que
lo va a matar a usted, está bebiendo en Campo
Alegre y tiene mucha rabia.
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Samuel alistó su revólver, pensando, que guerra avisada
no mata soldado, salió con rabia expresó:
- Hoy se acaba esta vaina, me lleva él o me lo llevo
yo.
Al observarlo, María del Carmen, le preguntó:
- ¿Qué vas hacer?
Samuel no respondió y callado se marchó. Su esposa lo
miró y vio cómo se perdía en la lejanía, mientras ella
murmuraba una mezcla de oraciones y conjuros, y rogó
al Dios de su monte, que librara de todo mal a su
marido.
A María del Carmen, le preocupaba muchísimo la
situación, porque ella era prima de Samuel y de Juan
Salvador; Carmen, su madre, era hermana de Severino y
de Mercedes.
Samuel preparó una emboscada al lado del camino por
donde pasaría Juan Salvador. El corazón le palpitaba
como un trueno dentro de su pecho; el sudor bañaba su
cara y sus manos. Se escondió detrás de un árbol de
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caracolí y respiró hondo, para apaciguar sus nervios.
Escuchó el tintineo de unas espuelas. Era Juan
Salvador, quien se acercaba confiado, igual que un toro
cuando es llevado a la plaza, para una corrida; él
ignoraba lo que a pocos metros le esperaba. El caballo,
inquieto, sacudía la cabeza. Este movimiento junto con
el paso de camino, hacía sonar el freno que traía entre
sus dientes. De repente dio un relincho, parándose en
dos patas. Juan Salvador quien venía distraído, de
repente impulsado por los instintos, alzó su cabeza,
para observar la posición de las orejas del caballo y
hacia allí dirigió su mirada.
Samuel, emboscado, contenía la respiración con la
espalda pegada al árbol; ahora el sudor, bañaba todo su
cuerpo; sus ojos luminosos brillaban cual los de una
fiera en asecho. Se Adelantó decidido con el revólver en
mano y se atravesó en medio del camino. En ese
momento todo fue extraño, las cosas ocurrieron en
fracciones de segundos. Juan Salvador, al ver a Samuel,
se angustió muchísimo y su instinto de conservación lo
hizo reaccionar; desesperado, trató de sacar el revólver,
que traía en la mochila, amarrada en la cabeza de la
silla. Ese movimiento le indicó a Samuel, que habían
llegado los últimos momentos para uno de los dos, y
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quien tuviera más habilidad y suerte podría seguir
viviendo. Disparó haciendo blanco en el cuerpo de su
víctima, quien cayó del caballo. De esa forma, Juan
Salvador había quedado desarmado. Entonces sin
pronunciar una palabra, con el ceño fruncido, fijó su
mirada en los ojos de Samuel. Una extraña brisa,
sacudió en ese momento las hojas de los árboles,
produciendo un sonido pavoroso que parecía reproducir
el eco del disparo. Samuel observó en la mirada de Juan
Salvador, una profunda tristeza, su mente, por un
momento, quedó en blanco. Entonces vio a Juan
Salvador, cuando en una ocasión estando niño, éste se
cayó del mismo caballo, cuando lo amansaban. Fue
Samuel, quien le avisó a Mercedes, del accidente de su
hijo, que lo mantuvo varios días entre la vida y la
muerte, cosa por la cual, ella siempre lo sobreprotegía,
para que nada le sucediera. Recordó, que Mercedes era
tía y madrina de él, que Juana Solano, su madre,
cuando señorita, había sido curada por Salvador Ortiz,
padre de Juan Salvador, al igual que a él, hacía tres
meses. Samuel ya estaba poseído por la sed de sangre.
No lo dudó. Con ímpetu descargó el resto de sus tiros en
el cuerpo de su primo. Había matado a su propia
sangre.
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Cuando Samuel iba huyendo, - pensó - ahora quién le
avisaría a su madrina, sobre la muerte de su hijo; ésta
vez si había muerto para siempre.
Samuel seguía corriendo por el monte, cuando escuchó
una voz que le dijo:
- ¿Dónde está Juan Salvador, tu primo?
Samuel asustado se paró y mirando al cielo respondió:
- No sé. ¿Soy yo acaso guardián de mi primo?
Y la misma voz, le contestó:
- ¿Samuel, qué has hecho? La voz de la sangre de
tu primo, clama a mí desde la tierra.
- Ahora, pues, maldito seas con toda tu familia,
serás errante y forastero en la tierra donde vayas.
. . . .
En el rincón de San Antonio, las velas no se habían
acabado todavía, cuando llegó el caballo ensangrentado.
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Mercedes, bañada en sudor por la elevadísima
temperatura que hacía alrededor de la estatua del santo,
acababa de abandonar el cuarto. Cerca del patio de la
casa vio al caballo venir al trote, solo, con la cabeza
gacha y las orejas caídas. Comprendió la desgracia de
su hijo. Se arrodilló, alzó los brazos y profirió a gritos su
maldición:
- ¡Ay hijo mío! Te mataron, te mataron. Ya yo lo
sabía. Pero, el maldito de tu asesino, será un
infeliz toda la vida y morirá algún día como un
perro y su cuerpo se pudrirá antes que lo
encuentren.
La muerte de Juan Salvador ocurrió en el camino de Río
dulce. Después del levantamiento de cadáver, lo llevaron
a Campo Florido en donde realizaron el entierro en la
tarde del siguiente día. El velorio fue muy concurrido,
llegaron personas de toda la región. Curría, su primo,
vino con una multitud de indígenas, que portaban
armas de distintas clases, para la venganza, pero, se
encontró con la sorpresa; que el asesino había sido
Samuel Asís, su primo, entonces con sus compañeros
comentó:
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- Después del entierro, nos vamos, porque, “Tigre no
come tigre”
Momentos previos al entierro del féretro, en un hoyo de
tres metros de profundidad, apareció una indígena,
quien vestía una manta negra y la cara tapada, ella le
metió unos pollos recién nacidos junto con un envoltorio
negro del cual se oían unos chillidos lúgubres; era un
mico. Realizando esta labor fue mordida por el animal
que ocultaba, lo que la hizo expedir un quejido
aterrador. Según las creencias, el mico aceleraría la
muerte del asesino.
Curría había ingerido chirrinche durante toda la noche y
todo el día, entonces cuando regresaron del cementerio
se llamó a su tía Mercedes al patio y en un rincón le
confesó algo en secreto que nadie supo qué le dijo.
En el idioma de su raza dijo:
- ¡Ounush tayá!
Caridad Fonseca, estaba parada cerca de Mercedes, su
prima, para despedirse de esta y, escuchó lo que dijo
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Curría a su tía. Ella creyó oír, que habría muchos
muertos.
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CAPÍTULO DIECISÉIS
Después que sepultaron a Juan Salvador, la noche
arropó la tierra dejándola más oscura que otros días.
Los asistentes se alejaron a sus casas. Cuando nadie
esperaba una desgracia, aconteció el incendio a la casa
de Samuel, en donde fallecieron Esperanza y Abel, sus
dos menores hijos. Con estas vidas, había pagado en
pocas horas, su grave error; que le quitó la tranquilidad
a Campo Florido.
Un mes después se presentó otra mala hora que
conmovió a Campo Florido. Estaba cayendo un fuerte
aguacero, y aunque Daniel tenía cubierto su cuerpo por
un plástico, sentía como la humedad de la noche calaba
hasta sus huesos. Desde la mañana y todo el día había
estado amenazando con llover. Las nubes negras de la
tarde, descargaron un aguacero, derramaron sus aguas
sin ininterrupción.
Un caballo desbocado, marchaba a una velocidad
endiablada. Así fue dejando atrás leguas más leguas
hasta cuando llegó al Potrero, hato ganadero de Lorenza
Asís, una prima de Crescencio. En ese lugar, se
levantaban los postes indicativos de los cercanos
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corrales. El caballo fue a detenerse frente a la enorme
casa central, sumida en la oscuridad. No se oía ningún
ruido que turbara el silencio de la noche. Dando
traspiés, el herido llegó hasta la puerta y débilmente
comenzó a golpearla, mientras decía:
- ¡Abran por amor a Dios, abran!
- ¿Quién es? –preguntó una voz femenina-
Daniel Asís, hermano menor de Samuel, era un hombre
de unos treinta años, alto y corpulento. Dueño de un
cabello enrizado, siempre alborotado, era muy
cuidadoso, para su persona, demasiado atildado quizás
en vestir. Tenía fama de mujeriego poseyendo cierta
habilidad en el manejo del revólver.
- Ábrele Bertilda, que ese es Daniel, el hijo de
Severino y Juana. –dijo Lorenza–
- ¿Ve y él qué busca por aquí? –preguntó- Si ellos se
fueron lejos de esta región.
- No sé, pero es él. Corre que está desesperado.
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Cuando abrieron, lo encontraron que había caído del
caballo, lleno de sangre; no daba para moverse.
- ¡Estoy herido! Sálvenme. –suplicaba Daniel-
- ¿Quién te hizo esto? – preguntó Lorenza -
- No sé quién, pero, nos tirotearon en el pase de
Boquerón, yo nada más vi la candela de las armas
cuando disparaban, entonces azoté al caballo y,
este me respondió. Corrió hasta ponerme a salvo.
No se cual sería la suerte de Manuel, yo creo que
lo mataron, él cayó de su caballo, fue la última vez
que lo vi. Esos son unos cobardes, porqué no se
enfrentan como los hombres guapos.
- ¿A quién te refieres si no los mirasteis bien?
Ese es el indio cobarde, que le prometió a la tía, que
habría muchos muertos a consecuencia del dolor
que ella soportaba. Una persona que estaba cerca,
oyó cuando le expresó esas palabras. Pero, si yo me
salvo de esta, van a ver esos indios quienes somos
nosotros.
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Allí le cocinaron una infusión de toronjil y flor de
muertos, con bastante azúcar. Tomó muy rápido la
bebida, pero, había perdido mucha sangre. Seguía
sangrando, mientras le mandó una razón a Samuel.
- Si yo muero, díganle a Samuel que siga con la
venganza, que no se quede con este clavo.
No terminó de pronunciar muy bien las palabras cuando
falleció desangrado. Ya no tenía fuerzas, cuando miraba
a todas partes, dejó caer la cabeza hacia delante y su
cuerpo quedó tendido en el suelo.
- ¿Qué nos hacemos ahora con este muerto? Unos
dirán que nosotros lo matamos, otros que tratamos
de salvarlo. Pobre de nosotros, ya también
entramos en la guerra.
…
Dos años después de la muerte de Juan Salvador, en
plena Semana Santa; una tarde primaveral de finales
de marzo y cuando el sol estaba ocultándose, se oía el
repique de la caja, en una de las eternas parrandas de
Fulgencio Romero. Estaban jugando Cucurubaca debajo
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de una enramada. Entonces Pablo, pidió al cantinero
una cerveza. Ramiro Hernández, quien estaba cerca,
agarró para él la cerveza y la tomó de un solo sorbo.
- Sírvame otra cerveza –dijo Pablo-, con paciencia.
Volvió Ramiro y la tomó más rápido que la otra. Todo lo
hacía para que Pablo se enojara. Al mismo instante dijo:
- Señor cantinero, por favor, sírvame otra. –dijo con
rabia-
La tercera cerveza, Ramiro la derramó en el suelo, soltó
una carcajada y burlándose dijo:
- Lo que no nos cuesta, hagámoslo fiesta.
Después de esta acción fue entonces cuando Pablo, al
estilo de las películas mejicanas, sin mediar ni una sola
palabra, desenfundó su revólver. Uno tras otro sonaron
unos disparos.
- Pan, pan, pan, pan, pan, pan.
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Pablo, descargó las seis balas de su arma en el cuerpo
de Ramiro, quien cayó brincando como un pez cuando lo
sacan vivo del agua, y en pocos instantes murió. Rodrigo
Hernández, un hermano de éste, quien estaba detrás de
Pablo, también usó su pistola y dio muerte a Pablo en
fracciones de segundos. Continuaron los disparos, esta
vez cayeron como lluvia al cuerpo de Rodrigo. Pedro,
Marcos, Santiago y otros familiares, habían descargado
sus pistolas; el cuerpo de Rodrigo había quedado como
un colador. Ricardo Hernández, otro hermano de
Ramiro, salió corriendo, y lo alcanzaron las balas que
fueron más rápidas que él. En total resultaron cuatro
muertos en pocos minutos.
Todos los presentes corrieron, cada cual en direcciones
distintas. Pedro, Marcos y Santiago, cargaron el
cadáver de su hermano, llevándolo hasta su casa. Los
otros tres cuerpos fueron recogidos por la autoridad
policial, después de una concertación con quienes les
dieron muerte e iban a quemarlos.
Fulgencio Romero, organizador de la parranda
desapareció y más nunca volvió a Campo Florido. A él le
endilgaban esas muertes, ya que él había organizado la
parranda.
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El dos de febrero en la caseta que amenizaban los
Hermanos Zuleta, Francisco Brito asesinó a Alfonso,
hermano de los gemelos que murieron en manos de él,
sin razón aparente. Pero, Alfonso también lo eliminó,
para que todo quedara esclarecido. El motivo de estas
muertes, era por el asesinato de Juan Salvador Ortiz.
…
Una noche oscura de febrero; sábado de carnaval,
Bernarda Pérez estaba muy alegre, ella era la reina
central de esas fiestas, y esa noche era la coronación. El
salón del baile, era alumbrado por un motor que
generaba luz. De repente se apagó, lo que hizo que se
formara un desorden. A consecuencia de la falta de la
luz, sonaron unos disparos, como para imponer el
orden, siguieron sonando más disparos. Todos los
asistentes corrieron a esconderse, evitando ser
alcanzados por las balas. Al cabo rato cuando se
restableció el alumbrado, descubrieron a Bernarda en el
suelo con las manos en el pecho. Una bala había
chocado en la rama de un guayacán, le desvió su
recorrido y penetró traspasando su cuerpo,
incrustándose en el corazón de la reina. La sangre de
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Bernarda había bañado al salón, como si hubieran
derramado muchos recipientes de agua. Estirada y sin
vida, levantaron a Bernarda y la llevaron donde su
madre.
- ¡Ay! -dijo ahogándose– Yo no aguanto esto.
Ana del Carmen murió al instante de ver a su hija en
estas condiciones. Nunca se supo quién disparó el arma
que acabó con la vida de la alegría del pueblo. Pero,
decían las voces callejeras, que Fabio también había
disparado.
Un primero de enero aparecieron muertos los gemelos:
Jenaro y Fabio Brito, sin saberse quién, ni porqué los
habían asesinado en esa forma tan vil.
A Pedro Pérez, el hijo de Ana del Carmen, le imputaban
en la muerte de los gemelos, porque uno de ellos estaba
en el baile ese sábado de carnaval cuando falleció
Bernarda, hermana menor de Pedro, y quien aun no se
había casado. Lo perseguían tanto, que un día explotó
una bomba en su granja y acabó con la vida de su perro
quien caminaba delante de su dueño. El perro salvó la
vida de Pedro por fracciones de segundo. Él sospechaba
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de Rubén Asís, su primo; hijo de Manuel. Una noche
después de la procesión de la virgen del Pilar, muchos
perros aullaban. Ellos estaban tomando licor en una
cantina de la plaza. Recordaron sucesos de la guerra y
porfiaron durante largo rato.
- Vea primo todo el mundo sabe que usted mató a
los gemelos.
- Respete que yo no fui, y si hubiera sido yo, tenía
razón, porque la gente también dice: que Fabio
mató a Bernarda.
Así de ofensas una tras otra, los ánimos se fueron
subiendo de tono. En medio de esa acalorada discusión,
se desafiaron a duelo. Desenfundaron sus armas y
Pedro tuvo la suerte de seguir con vida. Rubén
sucumbió ante las balas del revólver de su primo que lo
mandaron al cementerio.
Marcos Pérez quien se desempeñaba como maestro en
una escuela, una mañana cuando venía de asistir a su
trabajo, le salieron varios hombres con las caras
encapuchadas, disparándole y lo dejaron tirado en el
suelo como muerto. Luego lo recogieron aun con vida y
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se salvó de milagro, pero, quedó minusválido, perdió sus
dos piernas.
A Pedro lo asesinaron cuando iba para su granja; le
montaron cacería a orillas del río y cuando bajó de su
caballo a tomar agua, dispararon varios fusiles a la vez;
cayó boca abajo dentro del agua y tampoco se supo
quién lo asesinó.
Santiago desapareció de Campo Florido, se radicó en
cercanías de donde vivía Samuel. Este envió a una
persona a Campo Florido donde Nicolás Brito, su
suegro. Estos pactaron el asesinato de Santiago
- Hijo entre cielo y tierra no hay nada oculto. Aquí
todo con el tiempo se fue descubriendo.
Santiago apareció picoteado por los gallinazos, lo
reconocieron por la ropa que vestía el día de su muerte.
Él se había ido lejos tratando de salvarse del sino trágico
que los rodeaba. Ya su madre estaba enterrada a
consecuencia de la muerte de Bernarda. Santiago
apareció muerto con sus extremidades inferiores
mutiladas; sus asesinos llevaron las manos como
prueba para que un tío pagara por su muerte.
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Con el pasar del tiempo se supo, porque el mismo
Nicolás lo denunció cuando perdió la razón. Él en sus
alucinaciones veía que unas manos sin cuerpo lo
agarraban y trataban de sacarle los ojos. Esas manos
eran las de Santiago, que se lo llevaron a la tumba,
porque no lo dejaron tranquilo, al tiempo de morir dijo:
- ¡Ay sobrino perdóneme, fue Samuel, su tío, quien
quiso que usted muriera y si usted no me perdona,
que lo haga Dios!
…
- ! Ay! hijo –suspiró la vieja- por la misma causa
hubo más muertes.
Siempre aprovechaban un evento que reuniera muchas
personas para provocar las malas horas. El veintinueve
de junio de otro año en la gallera, se formó una nueva
desgracia, cuando peleaban unos gallos. Eugenio
Solano, hirió de un tiro en la garganta a Atilio Calderón,
nieto de Adelaida, porque el gallo de éste, había matado
al suyo. Atilio se salvó de milagro, la bala le pasó a un
centímetro de la vena aorta y le dañó las cuerdas
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bucales; por lo cual hablaba con dificultad. Los ánimos
se calmaron después que los viejos del pueblo se
reunieron, acordando que el agresor pagara los gastos
de la recuperación del herido.
- Cuando eso sucedió, todavía los viejos servían de
jueces naturales. Eran respetados.
Al año siguiente en la misma fecha, volvieron a
encontrarse en la gallera. Algo extraño sucedió, pero,
ningún gallo que coincidía con el peso del de Eugenio.
Solo el gallo negro de Atilio pesó las mismas dos libras y
catorce onzas del gallo blanco de Eugenio. Entraron en
la valla, cada cual con su gallo. Mientras los
confrontaban para que se picaran y se irritaran,
Eugenio colocaba el suyo más arriba, para que siempre
picara primero que el de Atilio. Eugenio se reía,
burlándose ya que su gallo había picado en la cresta y
herido al contendor. Se retiraron y soltaron los
animales; éstos se tropezaron en el medio de la valla, se
aprehendían con el pico, daban una vuelta hasta
encontrarse de nuevo. Hubo un momento que el gallo de
Atilio cayo con una herida en el buche, derramando
mucha sangre.
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Eugenio exclamó:
- Este gallo es igual a su dueño. Da tiros de
morcillera, y todavía no es nada, si no lo que falta.
Atilio en la orilla aguantaba las humillaciones de su
contendor y se retorcía por dentro. Su cuerpo estaba
descompuesto y hacía muchas muecas en la cara, las
extremidades, era una angustia con la cual Eugenio reía
a carcajadas y gritaba:
- Pica gallo blanco, que este año también volvemos a
ganar.
El gallo blanco se cansó de tanto pelear, entonces el gallo
negro de Atilio, se reincorporó y de un solo tiro le
atravesó la cabeza
- Cleooo… -hizo el gallo blanco-
Eugenio quedó mudo por un instante, con rabia gritó:
- ¡Si mí gallo pierde, yo no, porque yo soy es un
macho.
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Cuando Eugenio trató de hacer uso de su arma, Atilio
desenfundó su revólver y descargó todas las balas por el
mismo orificio en la cabeza de su adversario.
….
- Lo más horrible fue el asesinato en la misma
noche en la caseta Apolo. Se armó un desorden y
terminaron con la vida de Segundo, Tercero,
Cuarto y de Quinto, los nietos de mí comadre
Mercedes.
- ¡Abuela! ¿Y ningún descendiente de usted entró en
la guerra?
- Oye, si Atilio era mí nieto.
- Sí, en la misma caseta Apolo, Juventino, el hijo de
Gumersindo, asesinó a un familiar que nadie
conocía en el pueblo. Él se había criado en otra
región, sus padres se habían alejado por la guerra.
Ese día le buscó pelea a mí nieto, pero como
Juventino no lo conocía, desenfundó su pistola y lo
eliminó. Unos primos más cercanos con los cuales
vivía él, persiguieron al muchacho, y al
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encontrarlo, también lo asesinaron a sangre fría
sin discutir con él. Cuando se iban dejándolo
muerto, dijeron “El que a hierro mata, a hierro
muere”
- ¡Ay! Ya no te sigo contando tantas cosas
desagradables. Todo esto es muy feo.
Aunque no murió por las balas locas de la guerra, fue
una muerte trágica la de Dulce María Fonseca. Una tarde
cuando el sol moría, ella fue a bañarse en el río. Sus
compañeras se habían salido para irse y le suplicaban
que no se zambullera más, les dijo:
- Esta es la última vez que me tiro, espérenme.
Y fue la última vez que se lanzó al pozo, porque apareció
un caimán dos veces más grande que ella y la atrapó con
su extraordinaria boca y la tragó de un solo bocado. Las
aguas del río se tiñeron de rojo. El animal se sumergió en
el agua y desapareció cerca del barranco donde había
una palizada y en lo más profundo de una solapa se
escondió. Las compañeras corrieron a dar aviso a sus
padres, quienes realizaron todos los esfuerzos durante la
noche y los días siguientes con resultados infructuosos. A
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los seis meses mataron al animal y en su estómago
encontraron la cabellera de Dulce María; su madre la
conservó por muchos años, hasta la muerte como único
recuerdo de hija, quien no dejó descendientes.
Esos fueron los pasajes negros la historia de la familia,
que bien o mal, José Agustín necesitaba conocer, para
entender el presente y tal vez proyectar un futuro mejor,
evitando toda clase de confrontación con todos los
semejantes, porque al fin de cuentas todos eran una sola
familia.
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CAPÍTULO DIECISIETE
Una mañana temprano, después del desayuno, José
Agustín y su abuela se sentaron a conversar, debajo de
un árbol de caracolí a orillas del rancho. Él estaba cada
día más interesado en saber los pormenores de la
familia, le preguntó:
- Abuela cuénteme, ¿qué fue de la vida de mí tía
Carmen Asís y el tío Nicolás Brito?
- ¡Ay hijo! Ese es otro cuadro de tristeza.
Adelaida siempre estaba dispuesta a informarle el
mínimo detalle de la historia de la familia. Le refirió con
paciencia la triste historia de su comadre.
- Mi compadre Nicolás Brito, formalizó una bonita
familia con la comadre Carmen Asís, pero esa
desgracia de Samuel, acabó con la paz de todos.
Después de los nueve días de muerte de Alfonso, una
tarde que Adelaida visitaba a sus compadres, Carmen le
comentó que la noche anterior, Alfonso había soñado,
que junto con Carlos, Jenaro, Fabio y su padre, bajaban
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de la sierra hacia Campo Florido, luego de recolectar la
cosecha de café. Por delante traían sus burros; el
mohíno, de ojeras y hocico blancos, y, el moro, de ojeras
y hocico negros. Con su sueño evocó quince años atrás,
cuando apenas era niño. Cuando relató el sueño por la
mañana a sus padres, éstos lloraron consternados, pues
ya Carlos, Jenaro, Fabio y los burros, habían muerto y
la finca muchos años atrás, la habían vendido. Fue
triste y conmovedor ese día para la familia, ocasionado
por el sueño de Alfonso. El día anterior, habían
celebrado la misa del primer mes de la muerte de Jenaro
y Fabio, además ese dos de febrero, cumplían, veintidós
años de nacidos; ellos eran gemelos. Nadie opinó acerca
del presagio que podría traer el nostálgico sueño.
Carmen comentó:
- Desde la partida de Perfecta, han sucedido
muchas desgracias en este pueblo; ya nadie sabe
lo que pasará y eso va acabar con todos aquí. Yo
veo que las cosas antes eran distintas. El mundo
se va acabar.
Ese día se reunieron en la enramada, Nicolás, Carmen y
Alfonso. Comentaron sobre muchos anécdotas de sus
vidas: Recordaron su matrimonio, el nacimiento de sus
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hijos, en especial el de los gemelos y otros sucesos de la
familia.
Carmen rememoró la desgracia de su hija María del
Carmen. Cuando Samuel asesinó a Juan Salvador, su
primo, al muerto lo llevaron desde donde quedó tendido
para hacerle el velorio y sepultarlo en Campo Florido.
Después del sepelio, muchas personas se quedaron
acompañando a Mercedes en su dolor y otros se alejaron
a sus aldeas. Cuando Caridad Asís, familiar cercano,
pasaba cerca de la casa de María del Carmen, arrimó y
le dijo:
- Sobrina recoja las hamacas de usted y sus
muchachos, para que pasen la noche en mí casa,
porque cualquier cosa puede ocurrir. Hay mucha
gente dolida por la muerte de Juan Salvador. Pero
como uno no está en el corazón de los demás; es
mejor prevenir que lamentar.
- Tía, no piense así. Juan Salvador no tenía
hermanos, además conmigo no se mete nadie:
primero yo también soy prima del muerto, y quién
se atreve a tocarle la familia a Samuel; si él se
volvió un valiente y actúa como una fiera salvaje.
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- Lo que te digo es que escuches mí consejo. Por algo
te lo digo. Te espero en la casa.
Caridad se marchó y María de Carmen quedó pensativa
y comentó a Saúl.
- ¿Qué habrá sabido mí tía? ¿Por qué dirá eso?
Ordenó a Saúl que fuera al escondite en donde se
encontraba Samuel, para que le informara sobre los
pronósticos de su tía. El niño enérgico y malicioso,
corrió para informar a su padre sobre las
preocupaciones de la tía. Ella cerró la casa, dejó
durmiendo a sus dos pequeños hijos: Esperanza, la niña
de tres años quien le seguía a Saúl y Abel, recién
nacido. Se dirigió a casa de su tía, para que le explicara
con más detalles:
- ¡Tía! ¿Quién dijo eso?
- Es pura malicia indígena. –dijo-.
- ¿Dónde están tus hijos? ¡Niña! ¿Cómo los dejaste?
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En ese momento se alzó una llamarada que en un abrir
y cerrar de ojos, iluminó el entorno.
- ¡Te lo dije! Muchacha inocente.
María del Carmen se puso las manos en la cabeza, y
exclamó:
- ¡Ay! Mis angelitos.
María del Carmen y Caridad, corrieron hasta la casa
que consumían las llamas, para salvar sus hijos y los
enseres del hogar.
Al poco tiempo Samuel llegó desaforado, con el revólver
en mano, pero era inútil. Preguntaba como loco:
- ¿Qué pasó? ¿Quién fue? ¿Dónde están, para
matarlos?
Samuel intentó abrir, pero a las puertas les habían
colocado candados, entonces brincó como un león
contra la puerta del patio, la derribó de un solo golpazo.
Entró a prisa junto con María del Carmen. El fuego que
se había ido propagando con rapidez, hasta que se hizo
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imposible de controlarlo, casi asfixiaba a todas las
personas que se acercaban y tenían que alejarse a
prisa. Sin resultados favorables trataron apagar las
llamas del techo de palma que ya ardía en candela. El
niño de tres meses de nacido, acostado en un
chinchorro, lloraba desesperado. Su madre entró
corriendo, abatida por el presentimiento de la mala hora
que corrían sus pequeños hijos.
María del Carmen salió con su hijo ahogándose, pero,
ella no se daba cuenta que su vestido también tenía
candela. Cuando se enteró sus piernas estaban
chamuscadas. Mientras tanto Samuel buscaba sin tino
en todos los rincones a Esperanza, su hija. Ella sacudía
a Abel, su hijo de tres años. Le echaba fresco con la
boca, como para revivirlo.
Los vecinos se habían amontonado en la casa de
Samuel y María del Carmen. Ella emitía un quejido
sordo, que parecía más a un ronquido de un animal
herido, que al llanto de un humano. En ese instante
comenzó a caer un aguacero que fue apagando el
incendio en poco tiempo.
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Samuel, María del Carmen y el vecindario, se ubicaron
debajo del árbol frondoso de guayacán, para evitar
mojarse. Los infortunados padres seguían con sus hijos
muertos en los brazos, de repente el niño, comenzó a
expedir una espuma blanca y abundante por la nariz y
la boca. Era tanta la espuma que expulsaba que en
pocos minutos, cubrió los cuerpos de él y su madre. Los
vecinos todos se marcharon horrorizados hacia sus
casas, como venados perseguidos por un tigre. María
del Carmen y Caridad lloraban inconsolables: la una
porque había perdido lo más bonito que tenía; sus
hijos, y la otra parque trató de evitarlo y no pudo.
Samuel tomó a su esposa de las manos y con Saúl, se
alejaron sin saber nadie adónde fueron.
La gente decía, que el maligno había llegado al rancho
de ellos como castigo a Samuel por matar a su primo.
. . .
Nicolás recordó a Carlos y dijo:
- ¿Se acuerdan del tigre de Carlos?
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Eran ocho los cazadores: Nicolás, Jenaro, Fabio,
Alfonso, Francisco, Samuel, Juan Salvador y Carlos;
quien se incorporó al grupo, después que regresó en su
caballo, desde otra finca cercana, en donde buscaba
unos cuajos para los quesos. Cuando se desmontó, le
informaron:
- Los hombres andan persiguiendo a un tigre en
cercanías del cerro, por los lados del Chorro,
donde nace el manantial.
En la aldea no quedaron perros. Todos eran excelentes
cazadores, ya estaban probados atrapando tigres,
leones, venados, conejos e iguanas. Hasta Sombra, el
perro viejo de La Casa de Mamá, un poco cegato por los
años; también se fue contento en la retaguardia para
ayudar a los novatos en cualquier situación.
Carlos montó de nuevo al caballo y salió despavorido a
la cacería del felino. En la falda del cerro, dejó al caballo
amarrado en un árbol de guayabo veraniego. Encontró a
los compañeros que perseguían al feroz animal. Todos
estaban armados con escopetas y machetes.
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Aprovechando una angosta y enredada trocha,
ascendieron por la ribera del arroyo con poca fuente de
agua, en cuyas orillas crecían caracolíes, guarumos,
ceibas y enredaderas espinosas. El camino estaba
obstruido por enormes piedras, que hacían más difícil el
desplazamiento, sobre todo ante semejante fiera.
En poco más de una hora de persecución, habían
encontrado las huellas del tigre. Sitiaron el lugar en
donde era posible que estuviera su presa. Jenaro se
detuvo y sin mirar a sus compañeros hizo un ademán
para que se detuvieran. Observó el cuerpo mutilado y
mal roído de un ternero. Entonces alzó la cabeza hacia
los árboles y divisó al tigre subido en un frondoso cedro.
Con asombro, en voz baja, exclamó:
- Aquí está el cliente.
Jenaro con la escopeta terciada a la espalda, subió por
el barranco, aferrándose a los arbustos para evitar que
una mala pisada lo hiciera rodar hacia la quebrada. En
la cima se colocó cerca del tigre. Este se escondía en el
follaje, para que no lo descubrieran. Los perros ladraban
impacientes en el tronco del árbol. Los cazadores se
habían dispuesto a uno y otro lado del cedro sin
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probabilidad de hacerse daño entre ellos mismos. Sonó
el primer disparo de Jenaro.
- ¡Puuun!
El proyectil impactó en el cuerpo del tigre, sin hacerle
mucho daño. Francisco y Fabio, también lo dispararon
desde el otro extremo. Nicolás más veterano se apoyó en
el pecho la escopeta como para disparar sobre las
piedras en que se escondía junto con Samuel y Juan
Salvador, para no ser descubiertos por el animal.
Alfonso llevaba su escopeta lista para la ofensiva y
Carlos llevaba un machete colorado que le prestó su
padre.
Con un nuevo disparo que le propinó Jenaro, el tigre se
lanzó al suelo donde estaban los perros. Estos estaban
distraídos y se asustaron al verlo. Luego persiguieron
de cerca la presa y lo acorralaron contra un barranco.
Jenaro comandaba el escuadrón y gritando ordenó:
- Unos por allá y otros por acá, para taparle la
salida.
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De los cinco perros ya tres estaban fuera de combate:
uno de ellos destrozado a los pies de la fiera; otro con
las tripas fuera de los costillares; a Sombra lo haló con
las garras lo mordió y se le sentó encima. Nicolás gritó:
- Ahora que acabe con los perros, sigue con
nosotros. Ya los tiros se me acabaron. Pobre mí
perro de tantos años.
El tigre, sentado de espalda contra el barranco,
culebreando la cola, erizando el dorso, los ojos como
candela, la dentadura descubierta y frunciendo la
frente, lanzaba bramidos roncos, y al sacudir la enorme
cabeza, las orejas hacían un ruido semejante a un
elefante arrebatado. Al seguir siendo hostigado por los
perros, se veía que por las costillas chorreaba sangre, la
que a veces intentaba lamer y miraba a todas partes a la
vez. Alguien dijo:
- ¡Está herido!
Carlos tenía dieciocho años, medía dos metros y diez
centímetros, pesaba ciento diez kilos y de constitución
maciza. Hasta el momento él no había participado con
furia por no tener arma de fuego. Al ver el estado en que
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tenía de humillados a los perros, se le subió la sangre a
la cabeza, una nube negra le cubrió los ojos. Alzó el
brazo derecho y con todas sus fuerzas, conectó un
machetazo en la cabeza del tigre que pretendió
embestirle. En un instante quedó partido en dos partes.
Los compañeros le gritaron:
- ¡Cuidado con el cuero! Que en Valledupar lo pagan
bien caro.
Después de dar muerte al tigre, Carlos no pudo estar
más tranquilo, no olvidaba la expresión del animal en el
momento que le asestó el machetazo. La fiera arrugó la
frente, peló los grandes dientes y los ojos se volvieron
luminosos como un relámpago, que lo dejaron ciego.
Después de un mes sin dormir, salió y se fue lejos de
Campo Florido. No le interesaba el mundo de los demás,
deambulaba buscando lo que no encontraría. Cogió
carretera hacia el sur, pasaba por los pueblos como si
nada le importara, iba descalzo, primero los zapatos se
le quedaron sin suela y los días siguientes, se sentó en
una piedra, desató los cordones y tiró los restos al río
que estaba crecido. Nada más decía:
- ¡Pobre el tigre!
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Carlos se volvió un trotamundos que aparecía de año en
año. Hasta que pasó mucho tiempo y no regresó.
Muchas personas decían que lo había atropellado un
carro y todo el mundo repetía ese mensaje, sin tener
certeza de lo que decían. Pero más nunca volvió. Años
después seguían comentando lo del camión que lo
había matado en la región de Valledupar.
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CAPÍTULO DIECIOCHO
Adelaida prosiguió con el relato de los acontecimientos
sobre la vida de sus compadres: Nicolás y Mercedes en
relación a la suerte de sus hijos, ellos le refirieron que
ese dos de febrero, el día moría con toda lentitud
cuando Alfonso venía de bañarse en el río, que quedaba
a orillas del pueblo. El sol se había ocultado y la noche
principiaba a extender su manto negro.
Alfonso se detuvo un momento, miró hacia atrás y vio
que la luna anunciaba su salida; comenzaron hacerse
visibles las primeras estrellas y no tardó mucho tiempo
en oscurecerse; así el cielo quedó estrellado en su
totalidad.
El dos de febrero, Alfonso salió de su casa a las seis de
la tarde, disgustado por las predicciones de sus padres.
Iba dispuesto a cumplir la cita con Idalmis Barros, su
novia, quien lo había retado con terminar los amores
que ellos sostenían desde el año anterior, si ésa noche
no iba al baile. Esa noche, amenizarían la fiesta Los
Hermanos Zuleta, el conjunto de moda en aquellos
tiempos. Fueron dos los motivos que obligaron a
Alfonso, desobedecer a sus padres; la gallera y la cita
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con Idalmis, con quien iría a bailar. Él continuó
caminando hasta llegar a su casa. Su madre le
preguntó:
- Alfonso, ¿Para dónde vas?
- Para la gallera y luego a la caseta Apolo.
- Verdad que tu si has cambiado. Evítame otro
sufrimiento. Por lo que más quieras, no salgas de
la casa.
- Las que se encierran temprano son las gallinas, y
que sepa yo soy es un macho.
- Bueno, el que no oye consejo no llega a viejo.
Alfonso, decidió ir al baile, se vistió con camisa y
pantalón negro, sombrero y zapatos blancos; parecía un
charro mexicano. Se derramó en el cuerpo el perfume
que Fabio compró en navidad. Por donde pasaba, dejaba
impregnada su fragancia. Cogió su revólver, revisó las
balas, confirmando que quedaran cinco de ellas. Alfonso
creía que solo debería usar en su revolver cinco balas,
ya que según creencias en su región, era de mal agüero
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cargar las seis. Él observó muy bien su revólver por
todas partes y lo colocó en su cinto.
Cuando Alfonso salió a la puerta de la calle, Nicolás, su
padre, se le aproximó y con voz de tristeza suplicándole
dijo:
- Alfonso, mijo ¿Para dónde vas?
Carmen, su madre, al escuchar las voces de Nicolás,
salió como llorando y se dirigió a su hijo diciéndole:
- ¡Ay Alfonso! Tú vas acabar con nosotros. No
observas el estado de tu padre, que se parece a
Tarzán, el perro flaco de Adelaida, y a mí, que
estoy en el esqueleto. Ya se te olvidó que Jenaro y
Fabio, apenas ayer cumplieron un mes de
muertos; y a ellos los mataron por esa maldita
caseta. Por esos gallos y esa caseta vamos a
morir todos, pero, que Dios se lo pague a quien
inventó las peleas de gallos, para divertirse, según
él, a nosotros es para acabarnos.
En ese preciso momento, se escuchó en el altoparlante
de la cantina, ubicada en la esquina sur de la plaza, el
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corrido: Mataron a Lucio Vásquez. Carmen siguió
suplicándole a su hijo, el cual ya se alejaba paso a paso,
no prestando atención. Ella casi gritando le dijo:
- No salgas muchacho... escucha lo que te dice ésa
canción, hoy pueden matarte, mijooooo...
Su padre, enfurecido por la desobediencia de su hijo,
también con rabia gritó:
- Alfonso, recuerda lo del hijo desobediente.
Sus padres hacían todo esto para persuadirlo, y, así
evitarle una mala hora. Desde muchos años atrás a la
familia, la perseguía un sino trágico, debido a la
maldición que les lanzara un cura; al cual en casa de los
abuelos de Carmen, le mataron un hermano en la fiesta
de la virgen del Pilar. Desde ese pronóstico todos los
años moría un miembro de esa familia, hubo un año
que era uno todas las semanas.
Alfonso, se detuvo un momento y en voz alta, se dirigió a
sus padres, diciéndoles:
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- Yo soy un hombre igual que mis hermanos, estoy
vacunado contra el miedo, no nací para semilla; el
que me vaya a matar, que se amarre bien los
pantalones, porque va a matar a un hombre, y, si
me matan; entiérrenme con música, pongan la
ranchera "Échenme la tierra encima".
Nicolás y Carmen, lo seguían mirando, hasta cuando
cruzó la esquina. Carmen con los brazos abiertos hacia
el cielo exclamó:
- Que las ánimas de sus hermanos lo protejan.
Regresaron a casa los desconsolados padres. Carmen
sacó un cuadro con la imagen de la virgen del Pilar,
colocó un Cristo de espaldas, prendió tres velas, y
arrodillada, inició una vigilia de muchas horas como
siempre lo hacía. A la virgen le imploró por la suerte de
su hijo.
Alfonso, llegó a la esquina de la plaza, se dirigió a la
cantina, pidió una cerveza y, que le repitieran diez veces
la ranchera que acababa de sonar. Por cada vez que
sonaba dicha canción, ingería una nueva cerveza. A
todas las personas que estaban allí les comentó:
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- Esta es la noche más bonita que yo he visto en la
vida. ¿Cierto? El cielo hoy tiene más estrellas que
nunca y la luna es más resplandeciente.
Esa noche todas las estrellas, salieron a coquetearle a la
luna. Silbita pasó en repetidas oportunidades cantando,
como si algo se le hubiera perdido en Campo Florido.
Todos coincidieron en afirmar que era una linda noche.
También preguntaron, qué buscaba Silbita en este
pueblo; así fue el treinta y uno de diciembre, cantó
hasta las doce.
Alfonso muy eufórico, dijo:
- Esta es la noche de Silbita y la mía, muere él o
muero yo.
A la insistencia del pájaro, Alfonso, hizo un disparo al
aire, lo cual alejó al animal para siempre.
Una anciana, como de cien años que vestía faldas largas
que le arrastraban y deambulaba a esa hora por allí, se
detuvo y dirigiéndose a Alfonso, le dijo:
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- ¡Muchacho! no hagas eso, ve que ese pájaro
siempre anuncia desgracias. ¡Ay! Cómo cambian
los tiempos, sus abuelos y su padre siempre
fueron ejemplos.
Pero, Alfonso antes no era así, desde la muerte de sus
hermanos, se comportaba distinto. Todos se miraron y
comprendieron que Alfonso no era el mismo muchacho
amistoso, hoy era otro, sus ánimos estaban en las
nubes.
De la cantina se dirigió hacia la gallera. Allí se puso a
jugar su suerte, que al fin de cuentas lo abandonó.
Quedó sin un solo peso. Los gallos a los cuales él
apostó, perdieron. Salió de la gallera, decepcionado,
porque ya no tenía dinero, para cumplir con la
obligación contraída con Idalmis, quien lo había
amenazado con dejarlo si no la llevaba a bailar.
Cuando cruzó la calle se encontró con Idalmis. Esta al
verlo listo le dijo, que ya Los Hermanos Zuleta, habían
llegado, y que ya el espectáculo muy pronto iniciaría.
Algo extraño le avisaba que no fuera al baile, ya no tenía
dinero, pero, también algo misterioso, lo empujaba a
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desobedecer. Revisó los bolsillos y encontró en ellos,
más dinero que el perdido en la gallera, hasta en las
medias tenía billetes. No se detuvo a pensar y entró con
Idalmis a la caseta.
Las horas transcurrieron sin darse cuenta. A las doce de
la noche, en punto, cuando los ánimos estaban
sobrepasando los límites, los tragos ya habían subido a
la cabeza de los parranderos, la luna ya iba avanzando
su recorrido, seguía cortejada por los mismos luceros
que en la prima noche resplandecían a su lado. Alfonso,
pidió:
- Quiero que me complazcan tocando, “Como
cambian los tiempos”
Esa era la canción de éxito por ésos meses, se había
convertido en un himno en Campo Florido, pues en ella
se mencionaba el nombre de Fabio, y a Alfonso esto le
causaba melancolía. Esa no la bailó, mas bien, se aferró
al pico de la botella, hasta terminar con su contenido.
La emoción, la tristeza y el licor lo invadieron. Con todas
sus fuerzas gritó:
- Viva la vida y mueran los pesares.
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No terminó muy bien la canción cuando rompió la
botella contra el suelo, desenfundó su revólver e hizo
sonar tres disparos. Este hecho, provocó pánico entre
los asistentes del baile. Todas las personas corrieron
hacia la puerta, huyéndole a la mala hora. Muchos
asustados se hicieron a las orillas como para presenciar
lo que parecía una película mexicana. Como si no
hubiera pasado nada, Alfonso se sentó, pidió otra
botella y preguntó:
- ¿Qué pasa? Todos corren como si algún espanto
estuviera aquí. Bailen y que siga la fiesta.
Con voz de borracho alegre volvió a decir:
- Sigan tocando la misma canción.
Esa canción le hizo recordar a Jenaro y Fabio, sus
hermanos muertos, quienes el dos de febrero cumplían
años de nacidos Fabio, además se refería a la vida
cotidiana, lo que hacía recordar a los tiempos pasados.
Todo ese día coincidía, haciendo que Alfonso, creyera
como ciego, que esa fecha estaba escrita en su destino.
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Carmen no había pegado los ojos, acababa de
reemplazar las velas que ya se apagaban. Escuchó tres
disparos. Gritó despertando a su esposo que pocos
minutos antes había conciliado el sueño y dijo:
- ¡Ay! ese es Alfonso, ¿Qué le estará pasando?
Nicolás, la agarró y la sacudió, diciéndole:
- Despierta Carmen, te estás volviendo loca, no has
dormido al lado de esas velas. Vamos a dormir,
que Alfonso acaba con nosotros y él queda
disfrutando la vida, como se ha dedicado desde la
muerte de sus hermanos.
No transcurrió un minuto cuando sonaron uno tras
otro, seis disparos.
- ¡Ay! Mataron a Alfonso, yo lo vi entrar a la casa,
entró y salió sin abrir las puertas. Iba abrazado
con Jenaro y Fabio, salieron para el patio.
- exclamó Carmen-
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- ¡Ay Nicolás! Ya no quieres a Alfonso, tu hijo no te
duele, lo mataron, lo mataron, y tampoco vamos a
saber quien lo asesinó.
- Carmen, yo también los vi, ahora si lo mataron,
que Dios se encargue de nosotros.
A Carmen, le pareció que la virgen del Pilar le había
dicho, que a Alfonso lo habían matado. En ese instante,
Alfonso reapareció frente sus padres y les dijo:
- Acabé de matar al asesinó de Jenaro y Fabio,
antes de dispararme dijo como terminó con sus
vidas, y toda la gente se enteró.
Al mismo tiempo sus padres le preguntaron:
- Hijo, dinos quien fue.
En ése instante Alfonso desapareció.
……..
Francisco Brito, el dueño del espectáculo, se colmó de
muchísima rabia, desatendió sus labores, y, arrebatado
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se dirigió a Alfonso, y sin preguntarle por qué lo hacía,
descargó las seis balas de su revólver, estas hicieron
blanco en el cuerpo de la víctima. Alfonso, cayó herido
de gravedad. Allí en el suelo, él asesino le dijo:
- ¡Ah! ¿De manera que tú vas a dañarme la fiesta?
Quiero que sepas antes que mueras, fui yo quien
mató a tus hermanos y a ti también te mataré, y si
mil veces resucitan, mil veces los vuelvo a matar.
Los presentes que ignoraban, quién había sido el
asesino de los gemelos, conocieron al autor del doble
crimen que conmovió a todo el pueblo. A Jenaro y a
Fabio los habían asesinado el primero de enero, cuando
después de las doce de la noche la gente festeja la
llegada del Año Nuevo. Ellos se dirigían a la casa de sus
padres para felicitarlos, pues esa hora los había
sorprendido en la calle. Desde un callejón oscuro le
dispararon, sin saber nadie, quien los había ultimado
con vileza.
Para que se cumpliera el adagio que dice, los hombres
que son hombres mueren de pies, Alfonso, se levantó
como si nada le hubiera pasado. Cuando Francisco vio
a Alfonso parado, corrió despavorido, para salvarse,
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igual como corren los gallos bastos en la gallera. Alfonso
con firmeza llamó:
- ¡Francisco!
Francisco Brito escuchó su nombre y volteó para atrás.
En ese preciso instante, Alfonso, disparó la última bala,
que le quedaba en su revólver, propinándoselo en medio
de las cejas. Francisco, cayó de un solo golpe en la
puerta, impidiendo la salida a los aterrorizados
espectadores. Su muerte fue instantánea y quedó
inmóvil como si llevara horas allí. Mientras que Alfonso
caminó hacía su adversario con el revolver en la mano.
Cuando Alfonso llegó cerca de Francisco, vio que a este
la cabeza le había quedado destruida en totalidad;
quedó hecha una bola gelatinosa, ya que la bala de
Alfonso, explotó otra vez al hacer contacto con él.
Alfonso se desplomó muriendo también, pero, cuando
iba cayendo dijo:
- ¡Oigan! díganles a mis padres, que por fin se supo
quien fue el asesino de sus hijos.
Solo ese día se supo, cuáles fueron los motivos que
incitaron a Francisco Brito, para cometer esa desgracia
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que afectó muchísimo al pueblo en general, si Jenaro
Fabio y Alfonso, eran sobrinos de primos de su esposa.
Además Nicolás, era su primo hermano.
Francisco había comentado en público:
- Si Alfonso esta noche viene al baile, lo mato.
- ¿Francisco y por qué dice eso? -le preguntó
alguien que estaba presente-
- Es que él es cuñado de Samuel igual que Jenaro y
Fabio. Ellos estuvieron involucrados en la muerte
de los hijos de Juan Salvador. Y como no había
quien los castigara. Lo hago para que mi tía
Mercedes vea también destruidos a quienes la han
hecho sufrir.
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CAPÍTULO DIECINUEVE
Adelaida no paraba de contar la interminable historia
que fascinaba a José Agustín; era una novela que para
adquirir fama solo faltaba que alguien la escribiera y
publicara. José Agustín estaba tan entusiasmado que
hacía pocas preguntas, la abuela describía hasta el
estado del tiempo y el ánimo de los actores. Le expresó
que Samuel Asís se había despertado casi a oscuras.
Aún se divisaban algunas estrellas en el cielo; la luna
debilitaba su luminosidad y las nubes se apelmazaban
hacía el sur. Los gallos llevaban un rato cantando. En el
plantío de cordones y trupillos, se escuchaba el trino de
los pájaros, dándole la bienvenida al nuevo día. El
viento que penetraba en el rancho era tan frío, que hizo
permanecer a Samuel, toda la noche arropado de pies a
cabeza. Era un viento que olía a tormenta.
Los ojos de Samuel se abrieron, mirando primero la
rendija de luz de la puerta, y luego volvió su cabeza a
María del Carmen Brito, su mujer, que yacía a su lado
en la cama. Los ojos de ella también estaban abiertos. El
no recordaba haberlos visto nunca cerrados al
despertarse. Sus ojos se movieron siguiendo los pasos
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de María del Carmen quien se había levantado,
dirigiéndose al postigo. Lo abrió y salió al corredor
donde estaba el fogón, extrajo un tizón y lo sopló para
reactivar la candela, mientras colocaba cuidadosamente
sobre él algunas astillas.
Mientras tanto, Samuel vistió su pantalón caqui de dril,
su desteñida camisa de franela, deslizó sus rudos pies
en sus guaireñas, colocó el sombrero en su cabeza y
salió para ver la aurora. El mes anterior, Samuel había
cumplido sesenta y tres años, y a pesar de su edad era
sano y fuerte; de mediana estatura, cara curtida por el
sol, sus ojos eran grandes y saltones y su bigote
diminuto y áspero.
La impresión fue momentánea. Recordó qué fecha era
aquel día y tuvo un fugaz pero mal presentimiento.
Extrañas y ligeras nubes negras comenzaron a invadir el
horizonte que fue surcado por una bandada de
golondrinas, más negras aún, que lograron que
Compañero, el perro de Samuel, flaco y tímido, aullara
ladridos de misterio.
- ¡Ve María! ¿Y tú sabes qué día es hoy!
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- No, no voy saber. Me acuerdo que este día bien
temprano nos íbamos para la casa de tía Mercedes
a la fiesta de San Antonio. ¿O tú ya la olvidaste?
- Por eso es que te pregunto, para ver si tú todavía
te acuerdas.
Era trece de junio y para Samuel esa fecha tenía un
significado especial hacía mucho tiempo; la noche
anterior y al despertarse esa mañana se había sentido
más intranquilo que otras veces. Tal vez sus temores
fuesen infundados, motivados por las creencias
supersticiosas que le habían sido inculcadas desde niño.
Todos los indicios parecían presagiar una desgracia
cercana: los aullidos de los perros durante la noche, el
canto de la gallina al amanecer y el sueño extraño que
María del Carmen había tenido.
Ella soñó que junto con Samuel asistían al matrimonio
de un familiar muy cercano; todas las personas iban
vestidas de blanco, pero, sus rostros resplandecían
como el sol y sus vestiduras se hicieron más blancas
que la luz, lo cual hacía más bonita la procesión. La
iglesia estaba llena de personas que habían muerto
hacía mucho tiempo. El sacerdote lucía una sotana
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negra. Al salir de la iglesia, se dio cuenta que por su
boca manaba abundante sangre, ocasionada por la
caída de una muela y un diente; era tanta la sangre que
le cubrió todo el vestido; tiñéndole de rojo. Ella fue
rodeada por todos los presentes, pero, en ese momento
despertó y no pudo volver a conciliar el sueño.
Samuel comentó:
- ¡María del Carmen! ese sueño tuyo me da mala
espina. Voy a consultarlo.
Entonces se acercó a la choza de Raquel, quien por esos
días los visitaba. Ella interpretaba los sueños, igual que
Perfecta Luque, su mamá. Ella, al oír el relato del sueño
de María del Carmen, le dijo:
- Se aproximaba algo raro, parece una tragedia. No
sé cómo, pero, es sueño es muy malo.
- Ella dice que es un mal sueño raro, pero, no
precisa nada claro. –le comentó a su esposa-
A la mente de Samuel llegaron imágenes atropelladas de
sucesos antiguos. Él recordó con nostalgia a Campo
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Alegre, una de las aldeas que formaban al gran Campo
Florido, en la que todos sus habitantes eran familiares,
y cuya actividad principal era la cría de ganados y la
pequeña agricultura para el consumo de cada familia.
Con tristeza se acordó de Juan Salvador, su primo, y de
los trágicos acontecimientos que ocurrieron hacía
mucho tiempo...
. . .
Después de la muerte de Juan Salvador, la familia y el
vecindario todo, rechazaron al asesino. Samuel decidió
irse lejos, para evitarles a sus hijos el mismo rechazo o
que fuesen señalados como hijos de un criminal.
Cuando Mercedes se restableció de la muerte de su hijo,
regresó al Cardonal, su finca. Tomó a San Antonio; al
cual veneraban sus antecesores desde hacía más de
cien años sus antecesores. Lo arrojó en arroyo seco, que
pasaba detrás de la casa. Esto lo hizo por no haber
evitado la tragedia, que acabó con su vida. Mercedes, no
volvió a salir de su casa, y más nunca se celebró la
misa de San Antonio. Los trece de junio Mercedes decía:
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-Dios se lo pague a San Antonio, quien no hizo nada
para salvar a mí único hijo.
. . .
El doce de junio, Samuel junto con Saúl, dedicaron la
mañana para marcar los novillos que aún no estaban
herrados. Introdujeron en una manga estrecha a los
animales inocente del dolor que pronto soportarían.
Samuel corría con la marca candente empuñada, se las
aplicaba en las paletas de lado y lado. Los animales se
retorcían y bramaban como si desearan salir de allí y
con sus cuernos desquitarse lo que les hacían sus
dueños. Como al soltar los animales podía haber
algunos lances de peligro. Samuel y Saúl, les abrieron la
puerta que conduce al potrero y corrieron hacia la casa
que quedaba en vía contraria.
Después del almuerzo, fueron a bañarse. En las
corrientes frías del río, disfrutaron del baño en las aguas
cristalinas del Río Ranchería en el verano, en especial a
esa hora que ellos llegaron a sus orillas. En los
caracolíes, sobre cuyas flores revoloteaban millares de
avispas, se escuchaba un zumbido producido por ellas,
mientras recogían el polen, para llevárselo hacia sus
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casas. Sus ramas les ofrecían densa sombra y en el
suelo una acolchonada hojarasca, en donde se
ocultaban insectos y reptiles. En el profundo remanso a
nuestros pies, se veían variadas sardinas que
jugueteaban. Compañero, su perro, se bañó y jugueteó
con Saúl durante el rato que estuvieron en el río.
En la tarde, María del Carmen les brindó una
mazamorra preparada con maíz, que trituró en el pilón,
fabricado por Samuel cuando llegaron allí desterrados
de su patria chica, cuando asesinó a su primo.
Consumieron el alimento ancestral, con tanto gusto, que
María del Carmen les comprendió que deseaban repetir
la porción. Ella les preguntó:
- ¿Quieren más?
- Sí, por supuesto, es que está muy sabrosa.
. . .
Samuel intentó borrar de su memoria aquellos feos
recuerdos, sorbió el café como de costumbre, y con
Saúl, su hijo, se dirigió al corral para iniciar la dura
tarea de todos los días, como era la de ordeñar y
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pastorear el ganado y labrar las tierras que constituían
su patrimonio.
En el corral rumiaban acostadas las vacas; guacamayas
escondidas en los follajes de los caracolíes charlaban
alegres; y tendida en las ramas altas dormía una
manada de monos. Las chicharras hacían resonar por
todas partes sus monótonos cantos. Una que otra
ardilla asomaba por entre el matorral y desaparecía con
velocidad que a veces solo se le veía el celaje. Hacia el
interior del monte se oí de rato en rato el canto de un
yaacabó. Habían comenzado a ordeñar las primeras
vacas; el sol dominaba todo el panorama, ahuyentando
las últimas sombras de la noche. Samuel se dirigió a su
hijo:
- Saúl, Tú no estás observando que este día está
más triste que nunca, ¿Qué irá a pasar? Las
nubes no siguen su viaje, si no que se han
detenido. Eso me parece extraño.
Sin saber de dónde salieron, unos jóvenes invadieron el
corral con actitud amenazante. En los rostros pálidos y
nerviosos de los recién llegados, se palpaba a leguas que
no habían dormido y que algo extraño los motivaba; sus
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ojos y manos estaban dispuestos a cualquier
movimiento. Las vacas que rumiaban acostadas, se
levantaron impresionadas también con la aparición de
los importunos invasores.
A Samuel estas caras le parecían conocidas.
Sorprendido, pensó que se trataba de un atraco, y como
para infundir respeto, despótico y desafiante les
preguntó:
- ¿Qué buscan en mis propiedades?
Uno de los extraños que acababa de llegar le contestó:
- Lo buscamos a Usted.
A continuación ordenaron a Samuel y a Saúl que
colocaran las manos en alto. Padre e hijo no tuvieron
más remedio que obedecer.
Cuando Samuel Asís vio el brillo de las cuatro armas
que le apuntaban, comprendió que estaba cumpliendo el
inexorable encuentro con su pasado.
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No fueron vanos sus presentimientos y con rapidez
fotográfica, recordó sus angustias de aquella mañana.
Samuel, en forma pacífica, volvió a preguntar:
- ¿Para qué me buscan? Yo a ustedes no los
conozco.
El que parecía ser el jefe de los recién llegados, ordenó
que desarmaran a Saúl y a su padre, quitándoles las
armas que tenían en el cinto, al tiempo que decía:
- Yo soy Juan Salvador Segundo Ortiz y éstos son:
Tercero, Cuarto y Quinto, mis hermanos –decía,
caminando exasperado de un lado a otro- Hace
veinte años, dos meses y veintiséis días que
quedamos sin padre; por eso, hoy ya convertidos
en hombres, venimos a cobrar la vieja deuda.
Al escuchar estas palabras, Samuel quedó mudo, su
respiración se hizo silbante y tuvo que abrir la boca para
impedirlo. Su expresión, había perdido el aire de
sorpresa y su cuerpo estaba rígido. A su cerebro
acudieron los recuerdos del pasado. En su interior,
Saúl repetía una fórmula vieja para retirarse del peligro
y, más audible, una avemaría entre dientes.
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Samuel alzó sus ojos al cielo y vio unas nubes grises
semejando palmeras, que unidas formaban una corona
y en la misma dirección, una bandada de garzas volando
en círculos y en centro dos de ellas, que casi no
aleteaban, y lucían cansadas. Se oyó cuando Samuel
dijo:
- ¡Señor, que se haga tú voluntad!
Samuel duró un largo rato mirando hacia el cielo, tenía
la mente en blanco. En ese instante se escuchó repetido
y desesperado el canto del yaacabó, que desde cuando
amaneció, anunciaba lo que ahora vivían Samuel y su
hijo. El asesino había pensado que todo estaba
olvidado, pero. En este momento se daba cuenta que no
era así y que su fin había llegado. Samuel vio dentro del
corral, la estatua de San Antonio, mirándolo fijo a los
ojos, pero, el santo se le parecía a Salvador Ortiz. Se
encomendó a Dios, bajó la cabeza y dirigiéndose a los
hijos de Juan Salvador, les pidió:
- Mátenme a mí que soy culpable de mis errores,
pero, no maten a mi hijo, él es inocente.
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En esos momentos, Compañero, se acercó ladrándoles a
los extraños. Uno de ellos, disparó hacia el animal,
quien en su agonía buscó la mirada de su amo.
El hijo de Juan Salvador sentenció dirigiéndose a
Samuel:
- Este es tu revólver, con él diste muerte a nuestro
padre. Hoy sirve para darles muerte a ti y a tu
hijo. Morirán igual que ese perro.
Fue extraño. Las vacas todas miraron a Samuel, a él le
pareció que Lucero, la vieja vaca negra de lunares
blancos, derramó gruesas lágrimas por su dueño. Sintió
la compasión de los animales y preparó su cuerpo para
morir. Ese rato que duró la entrevista con los hijos de
Juan Salvador, fue una eternidad para Samuel. Allí
sufrió lo que en más de veinte años no había vivido.
Miró a su hijo y lloró por dentro, pensando que su tierra
jamás progresaría, su hijo pagaría por él, su viejo error.
Sintió frío y les gritó:
- Disparen, que ustedes tienen razón, pero no maten
a mi hijo, él es primo de ustedes.
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Antes de morir alcanzó escuchar el último disparo que
rompió el corazón y la vida de su hijo.
- Noooo... A ustedes les pasará lo mismo que a mí.
Pagarán por lo que han hecho con mi hijo. Él
también es hijo de Dios.
Samuel bajó los brazos ya no tuvo que ver con más
nada. Su cuerpo estaba anestesiado. Cuando lo
apuntaron para dispararle a él, su cuerpo se hizo
brillante y no le penetraban las balas. Entonces
Segundo le golpeó con un garrote en la cabeza hasta
dejársela como una arepa. Así se paró de nuevo y
caminó hacia la estatua de San Antonio y a su lado
cayó, como suplicándole. Lo agarraron entre los cuatro
hermanos y con sus cuchillos que llevaban en sus
cintos, le dieron más de cien puñaladas, hasta cuando
no le quedó signos de vida.
Las chicharras enmudecieron, las guacamayas alzaron
su vuelo con rumbo desconocido, la manada de monos
que dormía, corrió despavorida soltando de árbol en
árbol; como salvándose de la tragedia que a ellos les
parecía que era para exterminarlos. Las vacas no
huyeron, se aproximaron a los cadáveres, formando una
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ronda; bramaban llorando la muerte de sus dueños
quienes más nunca volverían a ordeñarlas y mucho
menos pastorearlas.
Sus verdugos se fueron corriendo, dejando muertos en
el suelo a dos hombres y a un perro. Delante de ellos se
desplazaba a gran velocidad San Antonio. Pero los
muertos cayeron boca abajo, los asesinos
comprendieron entonces, que fueran donde fueran, la
venganza seguiría.
Cuando llegaron formaron una fiesta que duró una
semana. Visitaron a su abuela, le contaron que San
Antonio los había guiado a realizar la venganza,
entonces ella mandó a buscarlo donde lo había tirado
cuando sucedió la mala hora de su hijo. Nunca se supo
que se hizo el santo. Alguien lo recogió, pero siempre se
desconoció adonde fue a parar el milagroso y protector
de la familia.
Durante los días de celebración hacían disparos con el
revólver que le quitaron a Samuel y ufanados decían:
- ¡Canta, mata dueño!
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CAPÍTULO VEINTE
Una brisa fría y tenue llegaba hasta el caracolí que le
servía de cómplice a la vieja y el nieto. Ese día fue José
Agustín quien le relató a su abuela una historia reciente
de la familia, que Adelaida aun no sabía.
- ¡Mama Yaya! le voy a explicar la historia que le
ocurrió a Santander Iguarán. Esto me contó mí
madrina. Dicen que él tenía el hígado blanco.
- Santander Iguarán era primo hermano de
Crescencio. Pero, siempre se le morían las mujeres.
Comenzaron a sonar las campanas, más y más, lo cual
fue despertando a todos los habitantes de Campo
Florido. Las personas que se iban levantando, llamaban
a sus vecinos, éstos también hacían lo mismo hasta
levantarse toda la población. Como si les hubieran
ordenado, fueron asistiendo a la iglesia donde estaban
siendo llamados por el repique interminable de las
campanas que agitaba Jesús Darío, el cura párroco.
Cuando ya estuvo llena la casa de Dios, inició a oficiarse
la eucaristía. El reloj sonó en siete oportunidades, más
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fuerte que en nunca, dejando casi sordos a los
asistentes.
Todos los asistentes comentaban en murmullos, cuando
el cura inició con los oficios propios de la misa.
El sacerdote abrió la Biblia y leyó en el Apocalipsis un
pasaje sobre la apertura de los siete sellos.
En el momento de la prédica en un tono como de
incertidumbre expresó:
- Este amanecer ha sido distinto, han ocurrido
muchos sucesos en forma simultánea, que no son
normales: el reloj sonó por última vez a las doce de
la noche, los gallos no cantaron en la madrugada,
los perros tampoco ladraron, los cerdos callejeros,
hoy no salieron a buscar algo comestible, los
pajarillos del amanecer, también amanecieron
durmiendo igual a ustedes, que solo el repique de
las campanas los despertaron. Les digo, que el
reino de los cielos se acerca, estas son señales que
veremos antes del fin del mundo. El Apocalipsis de
san Juan aparece, pues, en una época crítica para
los cristianos, quienes eran perseguidos por el
imperio romano, por no practicar la religión como
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ellos imponían, entonces fueron perseguidos a
muerte. En la parte de este libro sagrado que
acabo de leer supimos que cuando se abrió el
cuarto sello, salió un caballo amarillo y el que lo
montaba tenía por nombre Muerte, después de
abrirse el séptimo sello, hubo un silencio en el
cielo, luego aparecieron siete ángeles que tenían
cada uno su trompeta las cuales hicieron sonar.
Esto que hoy vivimos en Campo Florido, lo
comparo con el mensaje apocalíptico, lo cual es
una revelación. Observen que cada día aparece un
nuevo impuesto que pagar, no hay en las minas
empleo para los habitantes de este pueblo y los
que no son de aquí se llevan el carbón como si
fuera de ellos y nadie dice nada. Las trompetas
que sonaron en el Apocalipsis; son los siete
campanazos que acabamos de escuchar. Por toda
esta reflexión, les digo que es hora de seguir el
camino que nos dejó señalado nuestro señor
Jesucristo.
Luego terminó la misa y con la mano derecha hizo una
cruz en el aire diciendo:
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- Que la bendición del padre, descienda sobre todos
ustedes, pueden ir en paz.
En ese momento cuando la multitud salió a la puerta,
los que estaban afuera miraban al cielo, esto obligaba a
cuantos salían, hacer lo mismo. En el cielo daban
vueltas, miles de gallinazos. Eran tantos que
oscurecieron el horizonte, que apenas comenzaba a
clarear, debido a que el sol, hacía pocos instantes había
aparecido, igual que los habitantes de Campo Florido. El
rey de los gallinazos, dio un giro hacia abajo y toda la
bandada hizo lo mismo, como obedeciendo una orden.
Los gallinazos todos se pararon en el techo de la casa en
donde había funcionado la alcaldía, muchos años antes,
cuando inició este pueblo la vida municipal. Allí vivía
Santander Iguarán. Fueron tantos los gallinazos que en
la vieja casona se posaron, que el techo estaba a punto
de venirse al suelo; parecían golondrinas en invierno.
El alcalde dio la orden para que la policía procediera
abrir la casa, para indagar lo que dentro acontecía, con
seguridad algo extraño había allí, debido a las
numerosas señales que en poco tiempo, como dijera el
cura en la misa. Con voz fuerte y segura dijo:
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- Señor comandante, por favor toque tres veces, y, si
no abre, anuncie por medio del megáfono; si el
silencio persiste, busque la forma, tire al suelo esa
puerta, pero, ábrala.
El comandante de la policía, realizó el procedimiento tal
cual le habían ordenado. Por un megáfono gritó:
- Abra la puerta o la derribaremos.
Unos minutos más tarde, como había sentenciado la
derribó, en ese instante salió un ave desconocida de
gran tamaño; color blanco, muchos decían que era
Silbita, salió un intenso olor a licor muy fuerte que a
todos hizo estornudar. Entraron a la casona, el cura, el
alcalde, el médico y el comandante de la policía,
mientras en la puerta se inició un forcejeo entre los
pocos agentes de la fuerza pública y la gente, ya que el
pueblo entero quería darse cuenta por sus propios ojos
de lo insólito que ocurría allí. Muy rápido la puerta se
cerró. La multitud formó una bulla ocasionada por la
actitud de los agentes de la policía. Entre otras cosas
gritaban en coro:
- Déjennos verlo, aunque sea la última vez.
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- No se puede pasar -les dijo- deteniéndoles, un
agente de policía de facciones y dialecto cachaco.
La multitud gritaba:
- ¡Abran! ¡Abran! ¡Abran!
Había mucha gente que se amontonaba sobre la puerta,
y los de adelante eran empujados y apretujados por los
de atrás. Desde la plaza un borracho, enorme vestido de
negro, se arrojó contra la muchedumbre compacta,
cayendo entre los que estaban empujando y forcejeando
unos con otros. Se levantó, retrocedió y volvió a
arrojarse contra ellos gritando:
- ¡Abran!, o no respondo.
El hombre se apartó de la muchedumbre, se sentó y se
empinó de la botella de licor que tenía casi llena. Gritó
de nuevo:
- ¡Ah!, es aquí mandan son los forasteros. Hoy se
verá en Campo Florido lo que nunca se había visto.
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Un poco nerviosos los policías decían:
- ¡No se puede! Les ruego que retrocedan.
¡Señores..., no depende de nosotros! ¡Les ruego
que retrocedan! ¡Por amor a Dios...!
Todo ese tiempo la multitud había estado gritando para
que le abrieran las puertas. Seguían vociferando e
denigrando de la fuerza pública. Cuando de repente el
hombre, con voz valiente de expresó:
- Apártense policías, que en este pueblo no los
necesitamos. Ustedes no son de aquí, no los
conocemos, en cambio nosotros sí somos nacidos y
criados aquí igual que nuestros abuelos.
Eugenio Frías, el cantinero, recordó la noche anterior
cuando Santander Iguarán, estuvo en Los Recuerdos de
Ella, su cantina, allí Santander le propuso, que a partir
de mañana cerrara las puertas y no atendiera más al
público. A lo cual Eugenio, respondió:
- No, no, no me diga eso; de este negocio vivimos mi
familia y yo, además con qué me pagará, si usted
no tiene donde caer muerto.
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- Vea Eugenio, no se equivoque conmigo, porque yo
estoy esperando mi pensión de jubilación del
gobierno, en estos días me llega.
- Santa, usted ya lleva más de veinte años
esperando esa pensión y no le llega nada.
- Mejor dicho Eugenio, no pague más impuestos,
para que le cierren el establecimiento, porque yo
quiero es pasar mis últimos días tomando licor, y
así contarle la historia de mi vida y usted a su vez
la escriba, y verá que hará rico cuando la
publique.
Eugenio accedió a las peticiones de Santander y colocó
en el equipo de música las canciones de moda en esos
tiempos: Terrible pena (El Cantinero), Bebiendo Yo, Los
recuerdos de ella. Por último hizo sonar Pero sigo
siendo el Rey. Estas canciones llenaron de orgullo y
ufanado dijo:
- Esos compositores hicieron esas canciones para
mí; ellas narran las cosas de mí vida.
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Fue entonces cuando le hizo una pormenorizada crónica
de su vida. Cuando Santander estaba de cinco años de
edad, una mañanita de invierno, su padre amaneció
muerto en la cama, cuando tenía treinta y tres años. De
él, tenía una imprecisa reminiscencia, solo se acordaba
cuando fueron a mirar el río, el cual había crecido en
forma descomunal; a la que llamaron ciclón. Esta
avalancha arrasó con toda los grandes árboles, cultivos
y todo lo que había en las orillas, y, el agua como de
panela, pero, muy espesa, también decían que el río
había vuelto a su antiguo cauce y trajo de bien lejos
inmensas piedras redondas, blancas y lisas. Decían que
eran huevos de los dinosaurios más gigantes que
existieron y estos se habían petrificado.
Santander había cumplido los quince años, cuando
murió su madre, quien desde la muerte su esposo no
volvió a recobrar la memoria. Ella vivía en un letargo
eterno, miraba estable hacia un solo lugar, semejando
estar viendo algo que los demás no entendían. Así
demoraba horas, sumergida en un mundo en que sola
ella existía.
Después de la muerte de Pedro Vicente y Dulcinea,
padres de Santander; este vivió unos años en Santa
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Bárbara con Herminia Hernández, su tía. Herminia y
Dulcinea eran hermanas por parte de padre de José
Agustín. La tía Mina quedó como tutora del niño.
Santander, quien heredó una considerable fortuna, con
lo cual, ella lo mandó estudiar a Bogotá. Allá terminó el
bachillerato y luego recibió el título de abogado.
Contrajo matrimonio con Sara Restrepo, una linda
bogotana.
Luego de casado regresó a su pueblo natal, para ayudar
a forjar el desarrollo de su olvidada tierra, allí trabajó
como abogado litigante, juez, profesor, alcalde, concejal,
diputado, gobernador, representante a la cámara y
senador, fue el político más grande de todos los tiempos
que haya tenido esta región. Su esposa tuvo un hijo al
cual llamó José María, le colocaron el nombre de sus
abuelos, por lo cual; le decían Chemita. La muerte de
Dulcinea, madre de Santander, aconteció también a los
treinta y tres años.
Años después cuando era congresista, volvió a casarse
con Lorencita Ramírez, quien era muy jovencita, apenas
tenía sus primeras quince primaveras, con esta no tuvo
hijos, ya que cuando estaba a punto de parir a su hijo,
precisamente el once de julio, día en que cumplía treinta
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y tres años, amaneció muerta, desconociéndose la causa
que le produjo tan súbito fallecimiento. Cuando se
produjo este deceso, Santander contaba con sesenta y
dos años. También había finalizado su vida pública.
Muchos fueron los rumores que se suscitaron a raíz de
esta muerte y de la de Chemita Iguarán, quién apareció
colgado con una soga en el cuello en el traspatio, el día
que de la defunción de Lorencita Ramírez, también
cumplía treinta y tres años de nacida.
En la tarde se realizaron los dos sepelios. La gente decía
que Santander había envenenado a su esposa, porque
esta, al perecer mantenía relaciones amorosas con
Chemita. También murmuraban, que Santander
Iguarán, se había hecho vasectomía en su estadía en
Bogotá, por lo cual no fecundaba, en consecuencia
Lorencita había hecho todos los esfuerzos para
embarazarse no logrando su objetivo. Santander
siempre ocultó lo de la cirugía. Era por eso que él estaba
seguro de la perfidia de su esposa.
Pasaron diez años, a Santander ninguna mujer se le
acercaba, lo veían como ave de mal agüero. Un día
cualquiera se marchó sin que nadie supiera, y, a los dos
meses regresó con una hermosa mujer, a la que no le
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permitía salir a la calle y mucho menos tener amistad
con persona de ese pueblo. Cuando él salía, dejaba la
casa con candados por todos los lados. Un día que
Santander se descuidó, la infortunada mujer salió a la
carretera, para irse donde él más nunca la encontrara.
Cuando trató cruzar la calle de Las Flores, enfrente de la
estatua de la virgen del Pilar, apareció un carro a toda
velocidad, arrollando a la mujer, produciéndole la
muerte instantánea. Solo se supo quién era, cuando
Santander la reconoció e hizo que fuera sepultada, con
premura el mismo día sin hacerle velorio.
A la autoridad que realizó el levantamiento del cadáver,
Santander le suministró el documento de identidad. Fue
entonces cuando se supo que se llamaba Susana
Moscote, había nacido en Chimichagua y que tenía
treinta y tres años. Después de este nuevo caso la gente
comentaba que Santander tenía el hígado blanco y
también decían que tenía pacto con el diablo. Lo extraño
era que las personas más cercanas a él, morían a los
treinta y tres años. Nuca se supo el sino trágico que le
revelaba el número treinta y tres.
La gente de la puerta de la casa de Santander seguía
vociferando palabras insultantes a los agentes de la
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policía cuando se abrió la puerta principal, la cual
estaba carcomida y a punto de caerse. Habló por el
altoparlante el alcalde diciendo:
- Señoras y señores, oficialmente les comunico que
Santander Iguarán, ha fallecido. Ahora nos
dirigimos hacia el cementerio, para practicarle la
autopsia, para determinar la causa de su muerte y
luego sepultarlo lo más pronto, debido a su
avanzado estado de descomposición.
Muy pronto salió Raymundo Díaz Asís, el sepulturero,
con el cadáver que expelía un pestilente olor. Toda la
gente se dirigió al cementerio, que quedaba a cuatro
cuadras. Esa era la procesión de su entierro. La barriga
se le había inflado como un globo que amenazaba con
explotarse. Muy rápido el médico inició las labores del
caso, y pidió a la multitud, que abandonaran el área. La
gente se resistió, este prosiguió, y cuando le rompió el
abdomen, salieron todos espantados como un lote de
ganado, tumbándose unos a otros. El nauseabundo olor
era tan fuerte, que parecía que hubieran muerto veinte
elefantes. Raymundo Díaz, encontró que el hígado, era
una masa deforme y grande, era tan enorme que los
demás órganos estaban empequeñecidos en forma y
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tamaño. El hígado estaba cristalizado y transparente, y,
en su interior parecía verse a tres mujeres que nadie
conocía., Los de adelante secreteaban a los de atrás de
lo novedoso, lo cual hizo amontonar de nuevo a la gente,
dándose empujones y pisones, que casi caían encima
del cadáver.
Volvió el alcalde y tomó el altavoz para informarles a los
asistentes los resultados de la autopsia, esta vez la
multitud esperaba con ansias el dictamen médico, el
cual fue corto. Haciendo un gesto afirmativo con la
cabeza dijo:
- Señores, el pueblo con su sabiduría no se
equivoca. Con toda seguridad este era el motivo de
su desgracia. Éste hombre nació con el hígado
blanco.
Luego dispusieron enrollarlo en sábanas. Mientras
realizaban esta maniobra en el suelo, el cuerpo se
recubrió de arena por lo resbaladizo que estaba, las
relucientes sábanas antes eran blancas, se
transformaron en unos trapos de color indescifrable. Ya
el nauseabundo olor se había escapado, ahora se sentía
lo mismo que cuando abrieron la casa, olía a licor,
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parecía que se habían derramado muchísimos tanques
de chirrinche de un alambique. Por último, lo
introdujeron en el féretro. Jesús Darío Vega, celebró una
breve misa y se consumó el entierro.
El cura rezaba a toda prisa. Más atrás estaba Eugenio
Gómez, el cantinero, con un cigarrillo encendido en una
mano y una botella de licor en la otra balanceando las
piernas, diciendo:
- Él me lo contó todo. Yo fui el último que compartió
con Santa, yo sé todo.
Nadie le prestaba atención. Lo tenían como un borracho,
que habla mucho, para sentirse importante.
Las últimas palabras que Jesús Darío, dijo:
- Hombre las cosas de la vida son impresionantes,
murió el más anciano de este pueblo. Santander
acababa de cumplir noventa y nueve años.
Entre oscuro y claro salieron las últimas personas que
aún quedaban en el campo santo.
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CAPÍTULO VEINTIUNO
Ya la vieja estaba por terminar de narrar la historia
familiar, cuando dio detalles del fracaso que padeció
Curría en su hogar. A ella le habían relatado este
episodio otras personas, porque ella no salía al pueblo.
Los gallos habían anunciado el alba, y un aire nuevo
anunció la aurora. Las brisas de la mañana traían los
sonidos nítidos de unos tambores, que por algún motivo
eran tocados a esa hora. En los repetidos sonidos se
entendía una tristeza no común de la yonna, en un
instante se descifraba que en la ranchería de los Epieyú,
algo extraño estaba ocurriendo, ya habían pasado
muchos días, escuchándose estos tristes sonidos.
Comenzó a escucharse el llanto de las mujeres de la
familia, las cuales se habían inclinado al lado de las
tumbas, tapándose la cabeza con un gran pañuelo,
dejando salir de sus bocas aquel gemido largo y
melancólico, que producía inconmensurable tristeza.
Estos lastimeros lamentos hicieron poner de pies a
todos los presentes en aquel ritual. Se les rizaron los
bellos, como piel de gallina, cuando desde La Sierrita,
escucharon una gran detonación, que junto con una
gigantesca llamarada se vio en el valle de Campo
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Florido, en donde se habían instalado los extranjeros y
su gente, para hacerle esa gran cicatriz en el pecho a su
tierra y así sacarle el corazón, que a pesar de tenerlo
negro, no era por maldad; ese fue el color que Dios le
designó. Ahora se lo llevaban en unos trenes, con una
larga fila de vagones; así como a un enfermo le
introducen una sonda por la boca para extraerle el mal.
De este modo se llevaban su más grande riqueza, con la
que Dios la premió y que jamás recuperará. Lo que en
un paciente extraen para botarlo, ellos se los llevan en
sus titánicos barcos, para hacerse más ricos de lo que
son.
Esta península, duerme tranquila al lado del mar
Caribe, con quien ha convivido toda la vida, desde los
tiempos de Adán y Eva. Nunca ha peleado con él,
aunque tenga otras mujeres, siempre han vivido en paz.
Su alma la tiene blanca, pues desde sus playas se
reparte paz hacia todo el mundo. Solo el sol, la luna y
las estrellas, son testigos de tan aterrador y vil crimen
que se haya cometido en la tierra.
Curría era mestizo, él era hijo de Eulogio Asís con María
Epieyú, una indígena Wayuú, que en una época había
ido a Santa Bárbara, cuando en tiempos de sequía,
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llegaban hasta allá, para intercambiar sus productos
como sal, quesos, chinchorros, artesanías, y mercancías
que ellos a su vez cambiaban a orillas del mar con los
extranjeros que comerciaban perlas y oro. Curría
estando joven iba a Santa Bárbara, pero después del
ciclón cuando todo quedó en ruinas y con la muerte de
los viejos más nunca volvió, pero si se arrimaba a
Chancleta a la casa de su tío Crescencio. Su nombre de
pila era Eulogio Segundo, pero los indígenas le llamaban
Curría. Su fisonomía y estatura eran como los de su
raza, pero tenía el cabello ensortijado como su padre.
Curría, había recogido una bolsa de maíz que encontró
en uno de los basurales de la nueva ciudad, que muy
rápido en cuatro años habían construido. Todo el
mundo pensó que sería la redención para los habitantes
de la región y no fue así, fue su destrucción. Él recogió
la bolsa, llevándola al rancho, la entregó a Regina
Uriana, su mujer, diciéndole:
- Ahí está ese maíz, haces una mazamorra,
mientras voy a cortar una carga de leña.
Regina, después que su marido se marchó, preparó la
mazamorra, y, cuando estuvo la sirvió a José, Ángel y
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Eva, sus tres esperanzas, quienes llevaban varios días
sin comer. El maíz que Curría cosechaba se les había
acabado. El extenso verano que llevaba cuatro años,
ocho meses y dieciséis días, no permitía cosechar nada.
Decía la gente de toda la región que los extranjeros
bombardeaban las nubes para que no lloviera.
Los pequeños niños, sentados cada uno en sus piedras,
en donde acostumbraban a comer, recibieron el
alimento que su madre acababa de preparar. Por último
se sirvió en una totuma y sentada en un chinchorro,
poco a poco consumió su mazamorra; sin la mínima
sospecha que este sería el acabo de sus vidas.
Regina llevaba ocho meses y catorce días de embarazo;
muy pronto pariría una nueva criatura para orgullo de
su raza.
Al regreso Curría vio que Regina y sus pequeños hijos,
se revolcaban en el suelo como reptiles moribundos,
mientras sus platos eran disputados en una batalla
feroz por los perros, gatos y gallinas, y dicha lucha
terminaba, cada vez que uno de ellos comía su
contenido, caían temblando, viraban los ojos e iban
muriendo.
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El maíz había sido envenenado para exterminar las
fastidiosas ratas que vivían en los alrededores de los
campamentos y hacían mucho daño.
Curría, corrió aprisa para descubrir qué sucedía. Gritó
angustiado, sus gritos se alcanzaron a escuchar en los
ranchos más cercanas, lo cual atrajo a sus habitantes.
El burro mohíno de orejas y hocico blancos paró las
orejas y comenzó a fruncir si vientre y a abrir la boca
emitiendo su rebuzno desesperado, como difundiendo la
mala noticia, mientras seguía cargando sobre su lomo,
la carga de leña que Curría con tanto esmero había
cortado y cargado sobre su lomo. Los que llegaban nada
podían hacer, regresaban raudos difundiendo la
novedad en toda la región, no tardó en llenarse el
rancho. Curría daba leche con desosiego a Regina y a
sus hijos, lo que no les producía mejora alguna. Toda
aquella gente sabía cuan peligrosos eran esos venenos
de los aríjunas. Sabían que primero venían los vómitos,
luego las contracciones en el estomago y por último las
convulsiones, para luego morir. Los gritos de los niños
se habían convertido en gemidos.
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Curría, había admirado muchas veces la resistente
contextura de su mujer. Ella respetuosa y sumisa era
capaz de retorcerse en los dolores del parto sin exhalar
un grito, sabía soportar el hambre y la fatiga, incluso,
mejor que el mismo Curría. Quemando carbón y
cargando sus grandes mochilas, y ahora hacía una cosa
del todo diferente, lloraba porque sabía que ella y sus
hijos no se salvarían.
En su voz suave, casi llorando, Regina decía:
- Un doctor –pedía–
- Vamos, llévennos a donde el doctor Óscar Mejía, él
nos salvará.
Mireya Epieyú, la piache, estaba demorando, vivía muy
distante, por eso todos coincidían en decir:
- Mejor llevémoslos a la compañía, mientras
esperamos a la paisana, vamos a donde un doctor,
porque pueden morirse.
Los de la puerta empujaron a los de atrás, para abrir
paso a Curría, que había cortado unas varas largas en
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donde colgaron los chinchorros que cargaron unos
Adelante y otros atrás; emprendieron el viaje buscando
salvación a sus enfermos. Era ya un problema de toda
la comunidad. Formaban una acelerada y silenciosa
procesión, que después de media hora de camino
llegarían a la compañía. El sol amarillo, proyectaba sus
sombras hacia delante, de modo que andaban
persiguiéndolas.
Llegaron por fin al lugar en que empezaba la nueva
ciudad de mampostería, la ciudad rodeada por grandes
mallas exteriores. Frescos y lindos jardines que la
adornaban, había agua constante, regándolos en forma
artificial. Mientras en las rancherías que quedaban a
escasos cinco kilómetros la gente y los animales se
morían de sed, hasta los cactos sentían el peso del
verano.
Curría vaciló un momento. Esta gente no era paisana
suya. Estos aríjunas, eran de una raza que desde su
llegada había despreciado a la estirpe de Curría,
llenándola de terror, de modo que el indígena se acercó
a la caseta de la entrada, henchido de humildad. Y,
como siempre que se acercaba a un miembro de aquella
gente, Curría se sentía débil, asustado y furioso a la vez.
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La ira y el terror se mezclaban en él. Le sería más fácil
matar a uno de ellos que hablarle, pues los de ésa
estirpe hablaban a los paisanos de Curría como si
fueran simples bestias de carga.
Para mayor sorpresa, el hombre que lo atendió, era de
su propia raza. Curría, llorando y desesperado le habló
en Wayuúnaiki:
- Mi mujer, mis hijos y mí todo, han sido
envenenados con esa vaina que recogí aquí
–explicó– y necesitan que los curen.
No los dejó acercarse y el vigilante se negó a emplear su
viejo idioma.
- Un momento, voy a informarlo.
Cerró la puerta, cogió un teléfono y marcó con mucha
paciencia como si nada grave sucediera.
La procesión, se amontonó para ver y oír más de cerca,
quienes fueron retirados a la fuerza. El sol proyectaba
las negras siluetas del grupo sobre los muros blancos de
la reluciente entrada, la cual muchos indígenas,
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fascinados miraban, con los ojos bien abiertos al darse
cuenta que eran ellos mismos quienes se movían en las
paredes.
Mientras el indiferente indígena, hablaba por teléfono
todos vieron cuando los niños morían. Regina, había
parido a un nuevo hijo, que emitía un gemido que
parecía a un roedor, al tiempo que moría, junto con su
envenenada madre.
Una ola de vergüenza, rabia, tristeza y rencor, recorrió
todo el grupo. Curría y sus paisanos no esperaron
contestación, dieron la vuelta y se marcharon. Ahora el
sol les daba de frente, haciéndoles fruncir sus caras y
entrecerrar los ojos. Volvieron al lugar de donde habían
salido. Allí encontraron perros, gatos, gallinas, cabras,
lagartijas, pájaros y hasta insectos muertos, también
habían comido del maldito alimento.
Al llegar al rancho de inmediato, enviaron la noticia a
los ranchos cercanos y a los familiares más distantes,
divulgándose la noticia a toda velocidad. Desde los
otros ranchos trajeron ataúdes que guardaban para
estas ocasiones.
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Los familiares y demás indígenas de la tribu, llegaron
con cabras, ovejas y vacas, que encerraron en unos
inmensos corrales, para sacrificarlos los días del velorio.
Luego las mujeres, se acercaban a los cincos ataúdes,
con cabezas y caras tapadas, con un pañuelo grande; y
allí, prorrumpían en una exclamación o quejido largo y
desconsolado, que repetían con cierto ritmo lastimero,
que invadía de tristeza a todos los presentes.
El astro rey se ponía, cuando Curría se alejó unos pocos
metros del rancho. Observó, que las nubes grises,
estaban afligidas; viajaban muy lentas en un
movimiento incierto, mientras que a las del oeste, el sol
las hería, poniéndolas rojizas; este panorama lo hizo
llorar. Bajó la cabeza y miró hacia el suelo; era una
tierra sin agua cubierta por cactos, trupillos y malezas
muy arraigados en el suelo. Entre ellos crecía una paja
grisácea y seca, siempre sedienta y moribunda. Una
lagartija tamborera, lo miraba y meneaba la cabeza;
mientras apoyaba una de sus manos en el suelo batía la
otra, como dándole el sentido pésame. El desértico
paisaje era abandonado por el sol escondiéndose con su
tristeza que en ningún tiempo antes había tenido.
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A las doce de la noche, cuando bañaban y envolvían a
los cadáveres, la luna triste y borrosa; se elevó en el
cielo, antes del primer canto de los gallos.
En la tarde del día siguiente, se trasladaron hacía el
cementerio, dándoles sepultura en una bóveda en
especie de panteón, que con exactitud tenía cinco
espacios vacíos. Quedó llena. Dicen que cuando una
bóveda queda abierta, con certeza, muere alguna
persona de esa familia y así llena ese espacio.
Las indígenas en su llanto silencioso, pedían a Dios, que
mandara su castigo a quien había matado a sus
hermanos.
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CAPÍTULO VEINTIDOS
Era una tarde de agosto en que las brisas agitaban a los
árboles, que le rompían hasta las ramas más fuertes. La
abuela no dejaba de hacer sus relatos llenos de magia y
realidad. Ahora le tocó el turno a Juan Segundo
Fonseca. Le expresó que cerca de Campo Florido, a
orillas de la vía por donde pasa el tren del carbón, más
preciso en los Cuatro Vientos, lugar en donde se formó
un pueblo con gente del mundo entero, quienes llegaron
a la Tierra de Nadie; buena y acogedora, gente de toda
clase, desde el pordiosero hasta la prostituta. A
mediados del marzo, Francisco Hernández, hijo de
Teodoro, estaba construyendo una estación de servicios.
Lo acompañaba, en calidad de maestro de obras, Juan
Segundo Fonseca, el cual era todo un hombre, pues ya
tenía treinta y ocho años, y quince de ellos, los había
pasado en lucha tenaz y bravía con la naturaleza.
Un sábado, después del pago de los obreros, la tarde
había caído ya, dejando un frío triste. Las hojas y vainas
trupillos secas, crujían bajo el manto de la brisa y las
ramas desprovistas de hojas, se movían con susurros,
tocándose unas a otras, como los enamorados. El viento
soplaba con furia arrojándoles al rostro, ramitas, arena
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y grava. Al oeste se veía el sol de conejo, que despedía
sus últimos rayos, hiriendo las nubes del contorno,
formando así, un hermosísimo arrebol.
Ya había pasado la última locomotora del día, lanzando
al aire sus eructos negros y arrastrando tras de sí una
larga fila de vagones que transportaban carbón hacía el
puerto.
Se fueron hacía Campo Florido. Ya era de noche. El
cielo había quedado limpio, y terso; la luna, que esa
noche era llena, estaba cortejando por millares de
estrellas que coqueteaban a su lado. Cuando llegaron a
su destino. Allá se dirigieron a una cantina, pidiendo
una botella de licor.
En medio de las copas, conversaba y hacían planes para
el futuro. Francisco le comentó que necesitaba que
alguien le administrara su negocio. Juan Segundo, con
gran rapidez se prestó a decir:
- ¡Oiga! Yo le administraré la estación de servicio.
- ¿Cómo? –le preguntó Francisco– ¿sabe usted de
eso?
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- Yo soy especialista en ese negocio.
- ¿Que como aprendí? Voy a contarle mi historia,
que es triste y divertida a la vez.
Le contó que su papá era una de las personas más
acaudaladas de la región. Era el dueño de un hotel muy
lujoso, al que le habían dado por nombre: “Oasis de la
península”. Además tenía un edificio de doce plantas en
la esquina de la plaza, considerado el mejor diseñado y
el más alto, en el cual funcionaban las instalaciones de
un banco, poseía una finca, llamada, la flor de la
Guajira y también era el dueño de la gasolinera que les
quedaba enfrente; la dieciséis de Julio, su padre le
colocó ese nombre ya que por tradición su familia es
devota de la virgen del Carmen.
Juan Fonseca, papá de Juan Segundo, murió en un
accidente aéreo en la sierra nevada, cuando venía de
Barranquilla de una asamblea de la empresa lechera
más importante de la región; en la cual fue aclamado
por unanimidad, como gerente, pues era el más grande
productor. A consecuencia de la muerte de su padre, su
mamá murió del corazón por la impresión de la noticia.
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El entierro se realizó en la tarde del día siguiente
llevando los ataúdes juntos al cementerio, quedando yo
solo en el mundo, ya que era el único hijo del
matrimonio, su hermana Dulce María, había sido
devorada por un caimán en el río hacía muchos años.
El día del entierro, desde las primeras horas de la tarde,
las nubes que durante todo el día estuvieron
amenazando con descargar un aguacero, en la tardecita,
abrieron sus compuertas de agua, sin que esta dejara de
caer sin ininterrupción, como señal que el cielo también
lloraba por la muerte de dos grandes personas que
acababan de ser enterradas. Llegó la noche, con un olor
a tierra mojada. El cielo estaba muy negro parecía una
bóveda humosa regada aquí y allá por el destello de
miríadas de estrellas.
- Yo siempre fui un vago, tal vez fui por ser hijo
único; mi padre no decía nada para no
disgustarme, antes por el contrario, me daba todos
los gustos. Me mandó a estudiar en Bogotá,
Medellín, Barranquilla. En cada ciudad y colegio
que estudié, perdí los años.
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A la muerte de sus padres contaba con veinte años.
Tomó las riendas de toda aquella fortuna que había
heredado. Una fortuna que alcanzaría para levantar con
toda comodidad a más de tres generaciones de una
familia.
Lo primero que hizo fue vender el ganado, luego
hipotecó la finca, Decía que nada iba hacer con monte...
si eso lo único que da es espina. Después se fue para
Barranquilla donde duró meses en el mejor hotel. Allí
tomaba los licores más finos todos los días y llevaba
conjuntos vallenatos a amenizar sus interminables
parrandas. Cuando vino a darse cuenta, de los millones
que recibió por la finca no le quedaba un centavo.
Resolvió entonces venderle el edificio a la entidad
bancaria, y en dicha transacción recibió muchos
millones de peso. Compró una casa en Aguas Blancas,
uno de los mejores barrios de Barranquilla, por ella dio
el doble de lo que le pidieron, para que se mudaran el
mismo día. Quería humillar a todos con su plata. Se
conoció con Angélica Daza, una jovencita muy bonita,
con la cual contrajo nupcias. Le entregó varios millones
para que comprara todo lo que ella y la casa
necesitaran. Compró siete lujosos automóviles de las
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mejores marcas, para darse el lujo de no usar el mismo
vehículo todos los días. Se hizo tan famoso en
Barranquilla, que su nombre lo pronunciaban hasta los
niños de pecho. Ya no le decían Juan Segundo, si no
Don Juan.
Festejó su matrimonio como nadie antes lo había hecho.
En el mejor hotel de la ciudad. Allí hubo comida para
mil personas, estuvo amenizado por los conjuntos de:
Diomedes Díaz con Juancho Rois, Jorge Oñate con
Colacho Mendoza, Emiliano con Poncho Zuleta, El
Binomio de Oro, Beto Zabaleta con Beto Villa, Adaníes
Díaz con Héctor Zuleta, Wilfrido Vargas y Juan Piña, el
licor que se bebió fue de los más finos. Luego se fue a
pasar la luna de miel a los Estados Unidos y Europa. Al
cabo de pocos meses no tenía ni un solo peso.
Hizo una nueva venta, la del hotel. Ese dinero que le
dieron por él, solo alcanzó para ocho meses más. Se
entregó, entonces, a las peleas de gallo. Iba con
frecuencia a la gallera “Pico y Espuela”. Fue de buenas
en los gallos, siempre ganaba. Se hice celebre entre los
galleros de la región, pues las sumas que él apostaba
nadie las hacía. Sus gabelas eran hasta de cien contra
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uno, y siempre triunfaba. Cuando llegaba a la gallera
todos se llenaban de alborozo, muchos gritaban en coro:
- Llegó Don Juan.
Así ahuyentó a los más famosos galleros. Para sostener
su fama, a todos los acompañantes y a la gallera entera,
le regalaba el licor que allí se consumiera.
De lo que dejó su padre lo último en vender fue la
gasolinera. Esa venta le dolió muchísimo, ya que con
ella su padre se hizo a tan grandiosa fortuna. Ese
dinero lo gastó al igual que todo aquel que por sus
manos pasaba.
Al pasar tres años de muertos sus padres, no le
quedaba nada de la herencia, solo unos carros
chocados, otros empeñados, la casa hipotecada, y hasta
sus cadenas y anillos, los había perdido en las casas de
empeño.
En un accidente automovilístico que tuvo, casi muere,
duró varios días inconscientes. Al sanar quedó cojo de
la pierna izquierda. De esa manera, se fue el diablo
apoderando de él y de lo que a su lado estuviera. En los
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seis meses siguientes comenzaron los primeros trabajos
de la vida a atropellarlo. Su esposa, que antes hacía
ostentación de contar con cinco empleadas para los
servicios de la casa, no tenía ni una y le tocaba hacer
todo a ella. Le quitaron la casa. La mujer se le fue con
un individuo que decía ser su mejor amigo; y, sólo se
quedó con María Milagro, su hija, de escasos dos años
de edad.
Después de quedar en esas condiciones, ya no tenía un
solo amigo que le saludara. Con muchas dificultades,
pudo conseguir el pasaje y vino a parar acá a Campo
Florido. Llegó de noche para que la gente no lo
reconociera. Como no tenía para un taxi, se fue
caminando y se presentó ante Carmen, su tía, hermana
de Rosa, su madre. La luna clara y llena se levantaba
en el firmamento. El éter limpio y estrellado hacía de
esa noche, una noche de alegría; sin embargo a él le
llenaba de tristeza regresar de esa manera a sui pueblo.
Su tía Carmen se alegró muchísimo con esa visita y
abrazada con él lloró largo rato, las lágrimas les mojaron
los vestidos. Ella como enloquecida guardó su equipaje,
acostó a María Milagro, que se había dormido, le brindó
comida y le comentó que todo el día, desde que prendió
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el fogón, estuvo haciendo huéspere, lo cual anunciaba la
pronta llegada de un visitante. Lo que más le dolió a
Juan Segundo fue que en esas circunstancias, le
brindara apoyo, aquella persona a quien menos tuvo en
cuenta en su abundancia. La tía Carmen vivía sola, ya
sus hijos Carlos, Fabio, Jenaro y Alfonso, igual que su
esposo, habían muerto. Ella vestía blusas mangas
largas, cuello de tortuga y faldas que le arrastraban.
- ¡Ay sobrino yo lo esperaba todos los días! A mí me
comentaban siempre sobre su situación y lloraba
sola, recordando a mí hermana y mi cuñado.
Además pensaba que si ellos resucitaran,
volverían a morir al instante al ver como botó
usted, lo que ellos trabajaron toda la vida.
Fue así como empezó a sentir lo duro que es la vida sin
plata. No es tan duro ser pobre, sino serlo después de
haber sido rico.
Viviendo de lo poco que ganaba su tía en su colmena del
mercado, pasaron dos años. En esos dos años buscó a
algunos de los amigos de su padre, para que lo
ayudaran, y no lo consiguió. Con su tía, fue hasta
Corral de Piedras; pueblo donde hay personas que leen
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muy bien las cartas, y hacen trabajo de hechicería, para
arreglarle la suerte a quien buscara ayuda. A Juan
Segundo nada de eso me sirvió.
Ayudando a su tía Carmen, comenzó a vender pescado,
tomate, yuca, plátano y demás víveres. Todo esto lo
hacía por María Milagro, quien ya había empezado a
estudiar. En esa forma pasó de vendedor del mercado a
lotero. En ese oficio trabajó como nunca lo había hecho.
Todos los días muy temprano recorría el pueblo, aún en
los barrios más apartados y pobres, tratando de vender
los billetes de la lotería que nunca ganaban; con una
ansiedad que solo era concebible en un moribundo,
gritando decía:
- Llegó la suerte –pregonaba-. No la dejen ir, porque
solo llega una sola vez en la vida.
Hacía conmovedores esfuerzos por parecer alegre,
simpático y elocuente, pero, solo bastaba verle, el sudor
y el mal semblante, para que supieran que no podía con
su alma. A veces se escondía en algunos solares
solitarios, donde nadie lo viera, y se sentaba un rato a
reposar el cansancio que lo desintegraba por dentro.
Todavía en la noche antes de jugar la lotería andaba en
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los bares, tratando de persuadir con predicas de buena
suerte a las mujeres infelices que sollozaban beodas, su
desdicha. Este número no sale hace varios meses, esta
es la flecha, les decía, dejándoles en las manos, sin
querérselos recibir, simulaba que se iba.
- No dejen ir la suerte, que ahí está el premio.
Acabaron por perderle el respeto, se burlaban de él en
su presencia, y en los últimos tiempos ya no le decían
Juan Segundo como lo habían hecho siempre, sino que
le decían en su propia cara, Manaure, dólar y Mala
suerte. Manaure por salado, dólar era por el imperfecto
de mí pierna, que al caminar subía y bajaba, y de Mala
suerte, porque nadie acertaba con un solo número de
los billetes que él vendía. La voz se le fue convirtiendo
en un ronquido de perro. Sin embargo a medida que fue
quedando sin voz y cada día más cansado, fue
comprendiendo que no era así como estudiaría María
Milagro.
En los últimos tiempos trabajaba la albañilería, llegando
a ser uno de los mejores, siguiendo el consejo de las
leyes de la vida, que lo que uno se proponga hacer, que
lo haga con esmero y fe en Dios, y verá que la va bien.
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- Todo lo hago por darle estudio a mí hija, que este
año termina el bachillerato, después irá a estudiar
en una universidad para venir a trabajar en las
minas del Cerro Grande, y así su padre descanse
un poco de la pena que ha encargado sobre sus
hombros durante estos dieciocho largos años, y los
que aún le faltan.
En esos momentos los ojos de Juan Segundo,
comenzaron a despedir lágrimas con lo cual hizo llorar a
Francisco. Sus lágrimas se confundían con las gotas de
licor que había sobre la mesa. Juan Segundo jadeante
dijo:
- A usted le pido que me dé su ayuda, para que mi
hija estudie y no pase el trabajo que yo he pasado.
Pero a Juan Segundo aún le quedaba una finca que su
tía Carmen conservaba y pronto le entregaría; ella se la
había reservado para cuando aprendiera a vivir. Su tía
Carmen, aun tenía la propiedad sobre Santa Bárbara,
finca de la familia y le entregó a Juan Segundo la parte
que le correspondía por herencia de Rosa, madre de él
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Era de madrugada ya. Los gallos comenzaron a cantar.
A esa hora estaba saliendo el molendero. El cielo seguía
limpio y terso con la luna y las estrellas avanzando su
recorrido.
Francisco Hernández, le dijo a Juan Segundo:
- ¿Usted de dónde es?, No será que nosotros somos
familia. Porque en este pueblo todos nacemos de
una sola ascendencia.
- Yo soy hijo de Juan Fonseca y Rosa Asís.
- Su mamá era prima de mí papá. ¿Usted cuándo
regresó? De usted se supo que murió en un
accidente en Barranquilla. Bueno, era que yo
también me había marchado de aquí hacía varios
años.
En verdad nunca se supo porqué lloraba Juan Segundo,
si por la historia que acababa de contar ó porque estaba
borracho. De todas maneras, el licor lo había hecho
recordar el pasado.
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CAPÍTULO VEINTITRÉS
Ese día terminó el cuento de Juan Segundo. En Campo
Florido se extendió que se volvió una leyenda. Decían
que Juan Segundo estaba ordeñando en el corral.
Exprimía la ubre de la careta, la vaca colorada con cara
blanca, que le había regalado su compadre Tomás
Solano. Habían pájaros cucaracheros, posados en los
árboles cercanos, en donde entonaban un incesante
canto interminable y le miraban como diciéndole algo.
Uno de ellos bajó, al lado de las vacas se puso a picotear
y escarbar boñigas viejas, comiéndose los gusanos que
en su interior descubría. Juan Segundo que lo miraba
mientras ordeñaba, trajo a su mente los recuerdos de
tiempos pasados.
Juan Segundo exprimía la ubre con lentitud y por
momentos dejaba de hacerlo y miraba al cielo como
buscando a alguien. El ternero que estaba amarrado en
las extremidades delanteras de la vaca, cabeceaba a la
madre que soportaba la lentitud con que su nuevo
dueño, esa mañana le sacaba la comida de su hijo.
Primavera con paciencia esperaba que éste terminara
para irse al potrero como todos los días.
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Juan Segundo hizo un breve viaje por lo que hasta ese
día había vivido. Primero recordó cuando sus padres lo
llevaron a Barranquilla con el pretexto de estudiar, pero,
era alejándolo de la guerra que se libraba en esos
tiempos en la familia. Un día salió en su carro de paseo;
con él viajaban muchas personas. Estaba trasnochado
porque había amanecido parrandeando. Su estado físico
le sumergió en la somnolencia y muy pronto se durmió.
Cuando quiso reaccionar, muy tarde comprendió lo que
sucedía; el carro dio vueltas y hacia el fondo del abismo
fue a dar. Juan Segundo se salió del carro y perdió el
conocimiento. Cuando despertó a los cien días, se
encontraba en el hospital. Fue entonces cuando supo
que de las quince personas que llevaba la camioneta,
solo él quedaba con vida; incluso su novia que lo
acompañaba en la cabina, había muerto. Juan Segundo
no imaginaba el problema que eso acarrearía, pues, en
la puerta del hospital, las autoridades lo custodiaban
porque algunos de los familiares de los muertos,
esperaban el día de su salida para matarlo.
Después de tres meses de hospitalizado, por invención
del propietario de una funeraria y su padre, simularon
su muerte y pudieron sacarlo del hospital en un ataúd,
frente a quienes deseaban su muerte; ellos, sintieron
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satisfacción con la muerte de Juan Segundo y
presenciaron el dolor que simulaban sus familiares
cuando un vehículo con sonido funeral, lo transportaba
hasta Campo Florido, para darle supuesta sepultura. De
esta manera evadió la responsabilidad del siniestro.
También recordó cuando se instaló en Santa Bárbara, la
finca que le entregó su tía Carmen después que pasó
muchísimo trabajo, esta la heredó de su madre, cuando
realizaron la partición del patrimonio del viejo José
Agustín Asís. Entonces le colocó un plazo perentorio a
Alberto, quien la había administrado por muchos años;
lo hizo salir en poco tiempo y sin cancelarle sus
prestaciones sociales. Él se instaló en la finca, para
dirigirla con sus pocos conocimientos en este tema.
Comenzó vendiendo ganado para comprar carros y
darse una vida de rico nuevo; así aparentaba tener más
riqueza de la que poseía. En una ocasión, invitó al
gerente de una entidad bancaria, con quien parrandeó
durante una semana, conquistando que le aprobara un
crédito, para la siembra de algodón; pero, en realidad el
dinero lo utilizó para comprar un bus, que a los pocos
días le quitaron las autoridades, pues este había sido
robado. Con todos los que negociaba, lo engañaban.
Pasaron los años y fue quedando mal con las
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obligaciones; en sus intentos por salir de las deudas, el
banco le prestaba para una cosa y utilizaba el dinero
para otra, refinanciaba las deudas, así contraía nuevos
compromisos.
En los tiempos en que no pudo cumplir las obligaciones,
buscó toda clase de ayudas supersticiosas, las cuales de
nada le sirvieron, hasta que se encontró con un negro
chocoano, quien le enseñó como comunicarse con el
diablo y con éste realizó un pacto; el cual consistía en
obtener dinero a cambio de almas. En un principio
movía plata sin que su familia supiera de donde la
conseguía, pero no cancelaba las deudas que todos los
días crecían. Un tiempo después el demonio se le
presentó a cobrarle y él entregó primero al capataz de la
finca, así lo siguió haciendo con los demás empleaos, de
tal manera que todos los años se moría un trabajador.
Cuando quedó sin obreros. Hasta que un día el maligno
le pidió a María Milagro, entonces entraron en discusión
y el diablo le decía:
- Ahora te quiero es a ti mismo. El próximo día nos
vamos los dos.
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La gente comentaba que él hablaba solo, pero era con el
demonio. Lo cierto es que no quiso entregar a su hija
María Milagro. También decían que la guerra de la
familia, se hizo más larga porque él se los entregaba al
diablo para cumplir con su pacto.
Durante la vigencia de este endeudamiento, soportó
todas las humillaciones que se pueda imaginar, hasta
que un día subastaron sus bienes; y perdió sus tierras y
el ganado que aún tenía.
Después que quedó en la miseria, se mudó a la
propiedad que le entregó su tía Carmen. Esta parcela le
correspondía por la cuota hereditaria Rosa, madre de
Juan Segundo. Entonces la tía Carmen había
conservado la parte que le correspondía de Santa
Bárbara. Le entregó este bien, en la cual se refugió en
precarias condiciones. Allí vivía con la mujer del
capataz. Ella tenía cinco hijos y con él tuvo tres más.
Los diez, aguantaban días sin probar alimentos.
Una mañana, los niños espantaron las avispas de las
flores del jardín, que eran sacudidas por la brisa
veraniega. Las avispas revoloteaban incesantes
buscando el néctar primaveral. Los niños en su
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inocencia no se percibían que también asustaban a las
avispas que recogían polen, para la miel que su padre
en el veranillo traía a la casa. Juan Segundo,
dirigiéndose a Carolina, le dijo:
- La vida es una sola; esas insignificantes avispas
recolectan la sustancia de las flores, la convierten
en miel. Luego el hombre desvalija su casa, la
recoge y esta sirve de medicina para curar muchas
enfermedades causadas por la misma naturaleza.
Esa misma tarde Juanchito, su hijo menor, de escasos
cinco años de edad, jugaba con sus carritos que le
fabricaba Juan Segundo: unos con llantas de jabilla de
las ceibas de las orillas del río y otros de lata de
sardinas con palitos de bombón. El en su inocencia
creía que Papá Noel, venía cada año los veinticuatro de
diciembre. El niño Dios nunca llegaba a la casa de ellos.
Él creía que Dios no gustaba de los pobres, porque solo
los hijos de los ricos amanecían el veinticinco con
lujosos juguetes. Juanchito se conformaba con verlos
de lejos, pues no le permitían que les pusiera las
manos. Un día les preguntó a sus padres:
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- ¿Qué le pasa al niño Dios con nosotros? Si
nosotros no somos malos.
Juan Segundo, aturdido por las preguntas de su hijo.
No encontraba que decirle. Para salir del aprieto en que
los puso el niño, le contestó:
- Hijo, lo que pasa es que a él no le gustan los niños
desobedientes.
- Papá, ¿Acaso soy yo desobediente?
El niño comenzó a llorar en los brazos de su madre
quien lo abrazaba y también sollozaba junto con él.
Enojada con su marido le dijo:
- Dile al niño la verdad, ya está bueno. Él no es
nacido por debajo de la manga.
- Dísela tú, siempre tengo que ser yo el que enfrenta
los momentos difíciles de esta casa.
- ¡Ay hijo! Lo que pasa es que nosotros somos muy
pobres y no tenemos para compra esos regalos
caros –le dijo Carolina-.
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- No entiendo, ¿entonces quién es el niño Dios?
Ustedes, los padres.
- Sí, el niño Dios somos los padres, quienes
compramos los regalos y se los ponemos en la
madrugada, antes que amanezca.
- Ahora si entiendo, ¿Y por qué?
Llegó el día en que Juan Segundo no aguantó más. Sin
timidez, decidió aproximarse a la casa de Tomás Solano,
su compadre, a quien él oprimía en sus buenos tiempos.
La noche anterior había escuchado a la lechuza que
cantaba y pasaba en cercanías de su casa, ese suceso lo
preocupó muchísimo que no concilió más el sueño. Esa
noche contó las sesenta y cinco veces que el gallo cantó.
…
Esa mañana mientras ordeñaba a Lucerito, la vaca
pintada; recordó el día cuando Tomás Solano se acercó
a la casa de su finca a pedirle con humildad, que le
bautizara a Jaime, su hijo menor. Evocó aquella tarde
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cuando encontró a las vacas de su compadre Tomás
Solano, dentro de sus predios, allí les embistió con el
machete y alcanzó a dos vacas, a las cuales causó
muchas heridas: en tendones, orejas, rabos, ubre y en
todo el cuerpo, que parecían pescados relajados. Tomás
curó las heridas su dueño las curó con paciencia sin
indagar quien sería el autor de tan horrible acción. Él
sospechaba quien podría ser, pero, le dejó esta tarea a
Dios, para que, aunque tarde hiciera justicia.
El sol despedía los primeros rayos que penetraron en el
corral y llegaron de frente a la cara de Juan Segundo,
quien tuvo que cerrar los ojos para evitar que lo
encandilaran. En ese instante reaccionó como si
despertara de un sueño. Siguió ordeñando a Primavera,
la cual ese día proporcionaba más leche que nunca. Se
paró, para evacuar la leche en otro recipiente. El
cucarachero que comía en el suelo, voló parándose en
un puntal que estaba clavado en el centro del corral y
siguió entonando la misma canción, lo cual preocupó
más a Juan Segundo. No obstante continuó su tarea
con la vaca.
Continuó con sus recuerdos y llegó al día en que se
presentó donde su compadre Tomás Solano. Durante la
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conversación que tardó varias horas, dio muchas
vueltas hasta que por fin con un nudo en la garganta y
la voz quebrada en tono suplicante le dijo:
- Regáleme una vaca compadre. Si usted no lo hace
muy pronto moriré de hambre junto con mi familia.
El compadre que lo escuchaba con mucha atención y
que con paciencia esperaba que acabara de expresarse,
le contestó:
- Mientras yo esté vivo, usted no va a morir, porque
sería capaz de dar hasta mi vida por salvarlo.
Tomás Solano en vez de una, le regaló dos vacas; entre
ellas a Primavera. Le entregó las que más lesiones y
cicatrices tenían. Desde ese momento, Juan Segundo
más nunca tuvo tranquilidad de ver que su compadre
aunque jamás le reclamó, ahora cobraba su dulce
venganza.
Rechazó esos recuerdos y continuó ordeñando a
primavera que entre más leche le sacaba, más le crecía
la ubre y sin el accionar derramaba a chorros el precioso
líquido.
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Al corral se aproximaron los niños con sus potes de
aceite de carro que conformaban la vajilla del hogar,
para tomar espuma en ayunas, lo cual servía de
alimento y a la vez mataba las lombrices. Uno de los
niños corrió a la casa para decirle a su madre que
llevara todos los baldes porque ese día la leche era más
abundante que todos los días. Ella hizo como el niño le
indicó. Cuando llegó al corral le entregó los recipientes a
su marido, quien sacaba uno y metía el otro para evitar
que se derramara la leche. Llenaron diez baldes y la
vaca seguía como si no la hubieran ordeñado. Al ver
esta situación Luisa le comentó:
- Ahora si vamos a salir de pobres, porque esta es
la mejor vaca del mundo.
Y sorprendida le dijo:
- Ve Juan Segundo, ¿Ese cucarachero que está
diciendo?
Juan Segundo no reveló a su mujer lo que estaba
pensando, pero un mal presentimiento llevaba por
dentro. Sin embargo le contestó:
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- Desde que llegué a ordeñar no ha hecho más que
cantar.
En un instante sin que nadie pudiera ayudarle, Juan
Segundo cayó en medio de las patas de la vaca con la
cabeza dentro del balde el cual estaba lleno. Carolina y
sus hijos corrieron, gritando:
- ¡Ay Dios mío!, ¿Qué pasa?
Cuando entraron en el corral, Tomás Solano se
aproximó corriendo, entró también y Carolina le dijo:
- Ay señor Tomás Solano, ayúdeme, que se muere
su compadre!
Al corral también se aproximó Gerardo, el ahijado de
Juan Segundo, a quien nunca le había regalado nada,
quien sorprendido también contemplaba a su padrino.
Las vacas, los terneros y los cucaracheros también se
apostaron a orillas de Juan Segundo el cual había
muerto y su cuerpo se fue tornándose en leche y
evaporándose en poco tiempo, hasta cuando
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desapareció por completo. En ese momento todos vieron
cuando salió una culebra grande y negra que presurosa
se introdujo en el matorral a orillas del corral. Los
presentes vieron como los baldes antes llenos de leche,
quedaron repletos de sangre. Se escuchó en el aire, el
eco de una carcajada burlona y un fuerte olor de azufre.
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CAPÍTULO VEINTICUATRO
El sol aun no había salido, la neblina arrastraba por el
suelo, cuando José Agustín se había sentado en el
asiento debajo del caracolí, en el cual solía hacerlo
todos los días.
- Abuela cuénteme con detalles las muertes de papá
Cachencho, mama Erne y los otros familiares que
fallecieron sin que los mataran como sucedió con
casi toda la familia.
Adelaida en las montañas trajo a su mente los
momentos más tristes de su vida.
- No sé cuánto, pero, te aseguro que algún día es
mañana. Ahora te contaré sobre los que fallecieron
como Dios manda; ya te hablé de los que
fallecieron en esa guerra loca.
Recordó comentó con melancolía:
- Erne y yo observamos que Cachencho casi no
comía, se estaba poniendo flaco, entonces lo
purgamos con una toma de sen. Siguió perdiendo
peso, hasta que nos dimos cuenta que no comía
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porque no aguantaba el dolor en la lengua; una
peladura no le cicatrizaba. La lengua la tenía en
carne viva. Entonces alistamos el viaje con
Gumersindo y Antonio, quienes se trasladaron con
él a Barranquilla.
En Barranquilla, le realizaron todos los exámenes del
caso. Los médicos recomendaron las radiaciones, para
cauterizarle las lesiones ocasionadas por el tabaco. Le
practicaron las primeras sesiones, las cuales eran tan
fuertes y dolorosas, que cuando ordenaron las otras él
no aceptó. Les dijo a sus hijos:
- Por lo que ustedes más quieran, llévenme a morir a
mí casa sin este sufrimiento. De todos modos voy a
morir, pero al lado de Adelaida y Ernestina. Yo
siento morir cuando me hacen esa cosa en mí
lengua.
- Gumersindo me contó que cuando su papá salía de
esas sesiones de radiaciones, era como para
morirse, lloraba como un niño, y no quería volver a
ellas. Quedaba mareado y vomitando hasta tres
días.
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Lo trajeron demacrado y pálido. Caminaba agarrado de
otra persona, porque se caía solo. Después del regreso
duró poco tiempo vivo. Expiró un veintiséis de
noviembre a las cinco y media de la tarde. Lo enterraron
al día siguiente, y cuando terminaron de sepultarlo, ya
caían las primeras gotas de un aguacero que duró toda
la noche y los días siguientes hasta el novenario. El
ataúd lo habían comprado sus hijos cuando regresaron
de Barranquilla; estaba guardado en el cuarto que hacía
las veces de bodega, contiguo a los aposentos de
Adelaida y Ernestina.
- Murió hace veinte años, tres meses y veintiocho
días, murió en el hueso, de hambre, no podía
comer porque su lengua se le consumió toda, hasta
que le salió un hoyo en la garganta y las palabras
eran como en otro idioma. Nadie le entendía,
incluso en los últimos días ni yo le entendía.
- Ernestina también murió casi en las mismas
condiciones. A ella le salió una bola en la garganta
que no la dejaba comer y también falleció flaquita,
en el hueso, ahora en mayo se cumplen diez años.
Yo no sé qué sería, pero, a la hora en que ella
expiró, salió del aposento un pájaro negro, con
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unas alas grandotas. El misterioso animal
desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Ahora
que recuerdo cuando murió Crescencio también
salió un pájaro igual.
- Quien que después murió fue Evaristo. Él padeció
un año con una novedad en estómago, tampoco
podía comer. Murió igual César, tu papá, como él
no volvió a comer desde que falleció Tomaza, tu
mamá. Eso fue muy duro para mí.
Cuatro años más tarde, continuaron las muertes, esta
vez fue uno todos los años.
- Después le tocó el turno Rosario. A ella le salió
azúcar en la sangre. Se la llevaron para
Barranquilla, en donde le hacían diálisis cada dos
días, hasta que la trajeron muerta un quince de
agosto.
- El año siguiente falleció Esperanza, la única hija
de Dolores. A ella le dio un mal que le dañó los
riñones, le trasplantaron otros en Maracaibo, pero,
sufrió mucho, ella y su madre; esa muerte se la
llevó a ella también.
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- El seis de junio siguiente, después de sufrir
durante cinco años murió Gumersindo, igual que
Cachencho.
- Aun no nos habíamos repuesto de la muerte de
Gumersindo, cuando falleció Dolores, el diecinueve
de noviembre del mismo año, también de azúcar
en la sangre.
- Al año siguiente, el día antes del cabo de año de
Dolores, cayó Antonio.
- María Elisa, a la cual le coloqué el nombre de mi
madre. Ella vive en Maicao, y solo viene con sus
hijos en Semana Santa. Pero ahora si me perdió el
rumbo.
- Otros familiares también han muerto de lo mismo:
cáncer o azúcar en la sangre.
- Mamá, pero, en nuestra familia no se hereda nada
bueno.
.
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Por lo que la abuela acababa de contar a José Agustín,
podía razonarse que a esta familia le circundaba un sino
trágico, que no se le encontraba explicación en la
ciencia, si no en la tradición popular. Ellos creían que
su mala suerte, se debía a las maldiciones proferidas
por el cura al cual habían intentado asesinar unos
habitantes de Campo Florido en centurias pasadas y
que aun hoy permanecen vigentes hasta el fin del
mundo.
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CAPÍTULO VEINTICINCO
En los días en que estaban preparando el
derrumbamiento del puente, trajeron a un joven, que
mantenían secuestrado. Él cargaba en su mano derecha
un maletín y colgada en el hombro izquierdo una
guitarra. José Agustín estableció una gran amistad, era
su tocayo; su nombre era José Alfonso Maestre, pero, le
decían “Chiche”. Él por las tardes interpretaba su el
instrumento, al cual le sacaba bellas melodías.
En julio antes del cumpleaños de Adelaida, se le cayeron
las hojas a los árboles. Estos quedaron pelados como si
fueran a morirse. Las brisas arrastraban las hojas, que se
amontonaron en las hondonadas formando una
acolchonada hojarasca, en donde se escondían los
insectos, ranas y reptiles. Cuando cayeron las primeras
lluvias de agosto, corrían despavoridas: las iguanas hacia
los árboles, las culebras a cualquier hoyo y las lagartijas
sin rumbo desconocido. Adelaida comentó:
- Ya está pasando el veranillo y la segunda pinta
que va ser buena. Hay que quemar rápido esa
socola, para sembrar el maíz.
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La tarde comenzó a caer, cuando la abuela se ubicó en
el patio para leer; esa era la hora de hacerlo todos los
días. Ella siempre tenía algo para estudiar; era una
costumbre de la familia. La familia inventó una frase:
“El que lee aprende” y es verdad porque en los libros,
periódicos y revistas, se encuentra escrito lo que existe y
además en el mundo todo se repite, por eso la lectura
permite conocer errores pasados, para no reiterar en
asuntos negativos.
Mientras los combatientes andaban tomando medidas
sobre la misión de volar el puente, la mujer que siempre
los cuidaba, se quedó con José Agustín y su abuela. Él
no olvidaba las miradas de la muchacha, que cada día
eran más insistentes. Cuando por fin un día habló con
ella, entonces le preguntó:
- ¿Cómo te llamas?
- Me llaman Rosa de la tarde.
- Tu nombre es bonito, parece como de novela. ¿De
quién eres mujer?
- Si te digo la verdad, no me vas a creer.
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- Di, aunque me toque sufrir.
- De nadie, desde niña me enamoré de un imposible
y aun sigo soñando con él.
- Tú no crees en Dios, él tarda, pero no olvida, algún
día te recompensará.
Fue cuando ella, con ímpetu se quitó la máscara y le
dijo:
- Si eso quieres, conóceme. ¿Satisfecho?
- ¡Ay!, Tú eres Flor Alba –dijo entusiasmado-
Solo en ese momento, él entendió lo del supuesto
nombre de guerrillera. Rosa de la tarde, es lo contrario a
flor de la mañana.
- Yo soy la misma que viste y calza.
- Aquí me llamas Rosa, ni se te ocurra decirme Flor.
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Ella lo miro sonriente; después se sonrojó, pero sin
bajar la mirada.
- Te estás ruborizando –le dijo José Agustín- ¿Te
sonrojas muy a menudo?
- Nunca. Me voy, mañana seguimos hablando.
José Agustín permaneció inmóvil contemplándola,
cuando la muchacha se alejaba hacia su habitación, sin
atreverse a indagar el motivo de su retiro.
Después que la muchacha se alejó, la vieja movió la
cabeza como afirmando, al recordarla e inició una
conversación con el nieto.
- ¡Hijo! –le dijo Adelaida- Perdóname si te hice daño
con mí actitud.
Adelaida había enviado a José Agustín, a estudiar a
España por dos grandes razones: una para que se
superara y no fuera igual que los demás de la familia;
otra para separarlo de Flor Alba. Ella era del mismo
linaje. Su madre había muerto de cáncer y todos sus
ascendentes padecieron del mismo mal y en los últimos
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tiempos habían descubierto que sufrían de diabetes.
Estos motivos obligaron a la abuela que deseaba un
mejor futuro para su estirpe.
- Perdóname, si fue malo, que padecieras. Creo que
al fin y al cabo, fue mejor.
La abuela lo transportó al pasado, y él recordó cuando,
cumplió los siete años, comenzaron a aflojársele los
dientes. Él no manifestó esta nueva situación, hasta que
un día le descubrieron hinchada la encía, próximo a
salirle una andana. Su abuelo le agarró revisó con los
dedos índice y pulgar hasta que le aflojó un incisivo, le
amarró un hilo e inició una lucha con el niño, quien no
dejaba que le extrajeran nada. La abuela lo persuadió
diciéndole:
- ¡Ay! hijo, deja que te lo saquen porque esos
dientes montados son muy feos, y tu eres muy
lindo.
- Es que me duele mucho.
Crescencio le explicó, que él mismo se fuera halando
poco a poco, hasta que sin darse cuenta ya tenía el
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diente en la mano. Su abuela le dio una taza de agua
con sal. Embuchó varias veces del benigno líquido hasta
cuando dejó de sangrar. Después ella le enseñó que
arrojara a un techo de palma y expresara un estribillo
que decía:
- Ratoncito, ratoncito, toma tu diente viejo y
mándame uno nuevo.
En efecto, a los pocos días, le comenzó a salir el diente
que le había pedido al ratoncito.
- El niño le mostró a la abuela que el diente que le
mandó el ratoncito, tenía un serrucho en la punta.
- Sí, te mandó uno de los de él para que comas de
todo.
Al siguiente día por la tarde cuando José Agustín
conversaba con Rosa de la Tarde, un pájaro se paró en
un guarumo seco junto a la casa y ladeó la cabeza hacia
él. Tenía los ojos redondos, grandes y brillantes. Lo
miró de frente. Luego se alejó revoloteando y
desapareció en el horizonte. Él se asustó porque le
parecía que le enviaba una señal con su mirada.
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A prima noche, en alguna parte de la montaña cantaba
un pájaro, más allá de los yarumos de la casa. El pájaro
volvió a cantar, invisible emitió un sonido sin
significado, profundo y sin modulaciones definidas,
cesando como si lo hubiera cortado un cuchillo, y luego
otra vez aquella sensación del agua veloz y tranquila
por encima de lugares secretos, notada, no vista, ni
oída.
José Agustín, miró hacia los árboles por donde se
colaba el sol y en donde el pájaro cantaba. Pero, su
búsqueda era infructuosa.
- Ese pájaro que anoche cantaba, era extraño,
nunca lo había escuchado.
La abuela le comentó:
- En la sierra, hace muchos años que un pájaro de
esos que le llaman Paujil, se llevó a Eulogio. El
cogió su escopeta e inició una persecución al
animal que cuando él se acercaba a donde
cantaba, volaba y se escuchaba más lejos, y así lo
fue siguiendo hasta quien sabe dónde. Más nunca
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se supo de él, por eso te digo que ese pájaro es
maligno.
Aquella noche, José Agustín se levantó a media noche
sin que la abuela se enterara. Recordaba al pájaro que
en la tarde lo había mirada con extrañeza, pero, más
fuerte era el deseo de besar aquella Rosa. Con mucho
miedo, llegó al dormitorio de Rosa de la Tarde. El árbol
de azucena estaba florecido, cuando florecía se llenaba
de unos gusanos pintados. El aroma de sus flores
invadía los alrededores, siempre que llegaba el fin del
año, este olor perduraba hasta la navidad, quedaba
cerca a la ventana de la alcoba, que aún estaba a
oscuras. La hierba hacía ruido porque José Agustín,
andaba por encima de ella a la luz de la luna, donde su
sombra no se veía diáfana y se confundía con la sombra
de las ramas de los guamos. Temeroso, temblando en
voz baja le dijo:
- Rosa, vine a conversar contigo.
Ella estaba esperándolo.
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- Entra que la puerta no tiene tranca. Así la he
dejado todas estas noches, para ver si te atrevías
a venir. Te he esperado siempre.
Al cabo rato comenzó a llover. Las fuertes gotas del
aguacero sobre el techo, sonaban como lo habían hecho
siempre y él transportó sus pensamientos a los tiempos
de su niñez, cuando era inocente y feliz. Recordó
cuando volaba cometas con sus primos, en el cerro más
cercano a la casa de Mamá.
En la entrevista ella le censuró porque nunca le contestó
las cartas que le enviaba. Él le comunicó que siempre lo
hizo sin respuestas de su parte. Entonces dedujeron que
la abuela no entregaba a ella las misivas que llegaban
desde España.
- En una oportunidad, mí abuela me comunicó que
te habías casado y marchado para otras tierras.
Sufrí mucho, pero, nada podía hacer desde tan
lejos y sin comunicación.
Él sintió que se aflojaban los brazos de la muchacha
cuando la atrajo hacia sí, notando que temblaba. José
Agustín la apretó contra su cuerpo, trataba de besar sus
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labios. La muchacha mantenía la cara contra la
almohada, pero sus brazos lo abrazaban con fuerza.
- No tengas miedo, -le dijo riéndose- que ahora nada
ni nadie podrá separarnos.
- No debo estar así contigo. Todos estos años he
sufrido por ti. Me resolví ingresar a esta vida por
decepción. A pesar de parecer muy brava, tengo
miedo.
- Te quiero, mi amor. – dijo José Agustín-
- Yo también te quiero a ti. -Contestó ella-.
Él la mantenía junto a sí, sintiéndola próxima y quieta,
notando que sus senos se erguían al rozar con su
pecho. Ahora, todo lo que antes estaba cubierto, quedó
descubierto. Donde antes había rugosidad de ropa,
había suavidad, con una firmeza que ahogaba y una
frescura que persistía, fresca por fuera y cálida por
dentro, firme mensajera de felicidad joven y amorosa,
con una delicadeza que envenenaba, y que José Agustín
no pudo soportar, por lo que le preguntó:
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- ¿Has amado a otros hombres?
- ¡Nunca! –repuso ella con enojo.
Ella estaba apretada contra él y su boca se abrió un
poco, y de repente, teniéndola junto a sí, él fue feliz,
más feliz que nunca en el amor. Regocijado, alegre, sin
preocupaciones, sin pensar en nada, sintiendo un gran
placer, le dijo:
- ¡Mi amor! ¡Mi cariño! ¡Mi siempre amada!
- ¿Qué dices? –preguntó ella con asombro-
- ¡Mi amor! –respondió él-
Estaban acostados, y él sentía su corazón palpitando
contra el suyo, mientras pasaba las manos por los
genitales inmaculados de la muchacha, que pedían más
caricias y esperaba que le hiciera el amor. Su pene no
se erguía con ninguna caricia.
- ¿Qué te pasa? ¿O es que tienes miedo?
-Esto nunca me había sucedido, ¿Qué será?
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Preocupados hicieron de todo para se excitara y no
lograron conseguirlo.
- ¿Qué hora es? –preguntó él-
- El reloj está ahí colgado.
- No te preocupes, otro día será, yo quería saber si
me amabas todavía. Así estuvo bien. Te amo.
- No puedo hacer nada contigo mientras no
salgamos de aquí, pero eres mi amor. Ahora me
voy antes que la abuela se despierte
José Agustín le ocultó a Rosa de la tarde, que él padecía
de diabetes, y estos eran los resultados de la
enfermedad. Desde su llegada no ingirió más los
medicamentos y mucho menos siguió con la dieta. Él en
su interior sabía lo que pasaba, pero le causó pena
comunicárselo.
Ella se mantenía apretada contra él. Sus labios
buscaban los suyos, y cuando los encontró frescos,
nuevos y suaves y amorosos. Ella le dijo con temor:
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- ¿Será que tú también sufres de azúcar en la
sangre, igual que todos en la familia. Dicen que
eso produce impotencia sexual, cuidado.
- De pronto, porque dicen que no se hereda plata,
pero, esas cosas sí.
- Recuerda que los genes no se equivocan. No te
vayas, quédate conmigo.
- Me voy, porque quién aguanta a mi abuela, ella
nunca ha querido estos amores, porque somos de
la misma familia.
Era de madrugada, y la esfera del cronómetro brillaba
en la oscuridad, al observarlo más de cerca, vio que
marcaba la una. Había dejado de llover. El silencio de
la noche en las montañas era dominante. José Agustín,
salió asustado del aposento de Rosa de la Tarde. Tan
asustado iba que él pensaba, que muchos ojos lo
miraban de todas partes, pero, lo que más terror le
causó, fue cuando un animal nocturno chilló y calló de
repente. Se le pararon los pelos y la piel se la volvió de
gallina, cuando entró a su dormitorio.
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Eran las cuatro de la madrugada y en la montaña
comenzaron a despertarse todos los animales;
cantaban las aves, gritaban los monos, chillaban las
chicharras, rugía el tigre, pero entre todas cerca de la
casa cantaban los chauchaus que siempre lo hacían.
La lluvia de la noche, había mojado la tierra. En las hojas
de los árboles y en la diminuta paja del patio de la casa,
se apreciaban las gotas que se habían quedado ahí como
si acabara de escampar. Las flores del jardín dejaban
escapar el aroma como para siempre. El perfume de las
rosas del jardín, se regaba por todas partes, dejando esa
agradable fragancia, lo que hacía de ese lugar, un sitio
acogedor.
Había amanecido desde hacía rato, y el reloj marcaba
las ocho de la mañana, aun la temperatura estaba fría,
los pájaros no dejaron de cantar y la neblina parecía
humo, se sentía la fragancia de las flores de azucenas y
yarumos. La abuela no se levantaba. Entonces José
Agustín, no la llamaba para dejar que descansara. En
esos últimos días ella dormía hasta tarde.
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El sol proyectaba con plenitud sus rayos ardientes. En
la huerta las abejas sonaban como un remolino
veraniego, que emite un ruido atrapado como por un
hechizo. Era un enjambre de avispas africanizadas que
llegó en la tarde como un aguacero de invierno y se paró
en el árbol de guarumo. Allí se anidaron, al siguiente
día ya tenían su casa como si tuvieran tiempos de estar
ocupando ese lugar. El ruido de las abejas era un
zumbido que fue disminuyendo como si en vez de
hundirse en el silencio, el silencio se limitaba a
envolvernos como el agua del invierno.
El día era claro, brillante y templado ya por el sol. José
Agustín contempló a Rosa de la tarde. Después de
mirarla caminó hacia el corral. Ella también lo siguió con
la mirada. Cuando él regresó, la vieja le preguntó:
- ¿Tú hiciste algo con ella? No me escondas que yo
sé que anoche tuviste en su habitación. Yo he
querido evitar que tus hijos padezcan las mismas
enfermedades que han sufrido las otras
generaciones, pero “No hay peor sordo que el que
no quiere oír”
- Cierto que estuve donde ella, pero no hice nada.
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- Tú eres adulto y puedes escoger lo que te guste. Yo
no digo más nada.
- Mamá, a mí no me funciona el pene.
- ¿Cómo? ¿A ti se te murió el alma tan joven?
- Es que yo sufro de diabetes, y eso con los años
produce disfunción eréctil. Y como ya llevo muchos
meses sin tomar mis medicinas, creo que ya no
tengo esperanzas de recuperarme. Ella y yo
hicimos todo lo posible para lograrlo, sin
resultados positivos.
José Agustín, había observado que donde quiera él
orinaba se amontonaban miles de hormigas Ají Molido,
llevándose hasta el último grano de arena salpicado por
el orín arrojado por él.
Llegó el fin del año y la cosecha de maíz fue excelente,
esta se hizo por iniciativa de Adelaida. Antes de salir los
rebeldes a derrumbar el puente, recogieron maíz verde e
hicieron bollos de chichiguare, arepuelas, y cuando
estaba jojoto; lo comieron en cachapas.
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CAPÍTULO VEINTISÉIS
El día antes en que salieran a tumbar el puente, Julio
Alonso, el comandante de los combatientes, le relató a
José Agustín sobre sus acciones subversivas que durante
varios años habían venido realizando. La conversación
duró media mañana. Le explicó sobre la nueva misión
que había planeado.
- Oiga primo, nosotros estamos librando una guerra
en contra de la compañía carbonera. Hemos
realizado cinco atentados al tren, varios
secuestros, quemado algunas máquinas y
vehículos, pero, aun no se van.
Estando conversando, llegó una mujer como de sesenta
años, con una falda larga.
- ¿Quién es esta señora?
- Ella es hija de Perfecta, la que interpretaba sueños
en Campo Florido. Raquel es parte de nuestra
organización; ella es quien nos asiste en las cosas
que no se ven, es muy buena. Los presento.
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- Mucho gusto, yo soy José Agustín Asís, el médico.
- El español, que tanto esperábamos. –dijo Raquel-
- El mismo que viste y calza. –Respondió José
Agustín -
Dirigiéndose a Julio Alonso, le hizo una seña con la
mano.
- ¡Déjeme ver su mano! -pidió ella–
Julio Alonso, extendió su mano. Ella se la abrió y
tomándola en la suya le pasó el pulgar, mirándola con
atención; después la dejó caer y se levantó. Él hizo lo
mismo y ella lo miró sonriendo.
- ¿Qué ha visto? –indagó Julio Alonso- No creo
mucho en esas cosas, así que no me asusta nada
de lo que me digas.
- ¡Nada, no he visto nada! -le repuso ella.
- Sí, has visto alguna cosa. Solo tengo curiosidad
por saberlo. Repito, no creo en esas cosas.
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- ¿En qué crees? –inquirió Raquel-
- En nuestra causa. -respondió Julio Alonso-
- Sí, ya lo he visto. -Afirmó Raquel-
- Dime qué más viste. -insistía Julio Alonso-
- Nada más, –dijo ella a secas–
- ¿Dices que lo del puente será muy difícil?
–preguntó Julio Alonso-
- ¡No! Dije que será muy importante. Pero puede
resultar difícil.
- Sí. Ahora voy a ir a observarlo. ¿Cuántos hombres
van? – Preguntó ella -.
- Cinco, que sirven para algo. –dijo Julio Alonso-
- A Pablo el indio no lo cuentes, porque él va a
cuidar a los caballos. Mejor llévate diez.
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- Es que no hay más caballos. –de nuevo dijo Julio
Alonso-
- No seas terco, en el camino los encontrarán.
Insinuó Raquel -
Entonces Julio Alonso se volvió más comprensivo.
Dirigiéndose a Pablo el Indio, dijo:
- Pablo, dile a Curría y a los paisanos que se
alisten, ellos son buenos. En el asunto del tren
estuvo a la altura. Que sea pronto
- ¿Por qué no van más? -insistía Raquel- llévate
cincuenta, por lo menos, es que con el puente y el
tren juntos, va a ser feo. Luego de tumbar el
puente, tendrán que huir hacia las montañas;
mientras unos huyen, otros enfrentarán al ejército,
y así ganaremos.
- Raquel, es que los de la vigilancia privada y los
del ejército que cuidan el puente, son de nosotros.
- Pero, es mejor estar preparados. Dicen en Campo
Florido que “Hombre preparado vale por dos”
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-advertía Raquel- Cuando regresen de la misión
del puente, hablaremos.
- Gracias por lo que has dicho; me agrada mucho tu
manera de hablar. –le respondió Julio Alonso–
Julio Alonso, se acercó a Raquel y en el oído le volvió a
preguntar:
- Entonces, dime lo que viste en mí mano.
- No, -replicó ella– no vi nada. Anda, vete a terminar
tu misión, que junto con Rosa de la tarde, cuidaré
a esta gente.
Raquel, miró a José Agustín y le dijo:
- ¡Oiga doctor, con usted hablaré allá en el
campamento!
Julio Alonso tenía en su poder unas dos mochilas que
no dejaba un momento. Entonces José Agustín le
preguntó:
- ¡Primo! ¿Qué contienen esas mochilas?
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- ¡Dinamita! –contestó-.
- ¿Qué piensa hacer con esa dinamita?
- Vamos a tumbar el puente.
- ¿Cuál puente?
- El puente Guajiro.
- No, usted no puede volar ese puente, por antojos.
Recuerde que cerca del puente viven familiares
nuestros. Entonces ¿Ésta guerra es contra el
gobierno o contra toda la sociedad? Hay que
respetar a la familia.
- Oiga primo, -dijo Julio Alonso- en las guerras
mueren más inocentes que culpables. Ya usted
conoce lo que sucedió en la guerra de la familia.
De ahí para acá, no hay que mirar
consideraciones.
- ¡Primo! no estoy de acuerdo con ese
planteamiento, porque hasta en la guerra hay que
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ser honesto. Para eso existe el Derecho
Internacional Humanitario. Esa es una
herramienta para utilizarla.
- Usted no sabe que esta guerra no es regular. Lo
nuestro es considerado terrorismo, y no una causa
social y política. Explicó Julio Alonso. Primo, dijo
un pensador “El fin justifica los medios” Ha de
morir mucha gente, antes que enderecemos a este
país. Algún día este conflicto, será declarado de
carácter político, entonces negociaremos como lo
que somos, ahí si aplican todas las normas
internacionales sobre la materia.
- Lo único que le digo primo, es que tengan en
cuenta, a la población civil que no hace parte de
esta guerra.
- Oiga primo, allí era donde vivía Curría y su
familia, y fueron exterminados por esos forasteros.
Ahora Curría está aquí con nosotros.
- ¡Ah! si la familia que exterminaron fue la de Curría.
Entonces primo haga como usted quiera, que yo no
opino más nada. Esto es un enredo.
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De repente la vieja se volvió hacia ellos, diciéndole a
Julio Alonso:
- ¿Eres tú un bruto? ¡Sí que lo eres! ¿Eres tú una
bestia? ¡Sí que lo eres, y mucho más! ¿Tienes
sesos? No, ¡qué vas a tenerlos! ¿Cuál es tú meta?
La justicia o la injusticia. ¡Ay! –exclamó– Es una
vergüenza que seamos las mujeres las que los
traemos al mundo a estos desalmados.
Julio Alonso, no se molestó en absoluto, entonces
ordenó a dos de sus subalternos para que recogieran
las mochilas, y dijo:
- Cada uno tiene que hacer la que pueda de
acuerdo a sus posibilidades.
-Recuerde primo, que si ese plan lo ejecutan como
usted propone, nos perseguirán hasta en lo más
profundo de la cueva, nos matarán a todos. Olvídese
del puente, para mantenernos tranquilos por este lado
de la montaña.
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Julio Alonso y sus compañeros montaron sus caballos y
se despidieron:
- Primo, nos vemos la próxima semana, cuando
regresemos.
- Pueda ser que Dios lo así quiera, que haya
regreso. –le contestó José Agustín-
El día antes del viaje de José Alfonso Maestre, él invitó a
José Agustín y Rosa de la tarde a escuchar sus nuevas
canciones.
-Estas las compuse para ustedes.
“Chiche” empezó a cantar “Soy rey”. Con esas notas y
esos versos, los enamorados lloraron sin cesar y el
guitarrista terminó cantando y llorando con ellos. Otra
vez dijo:
- Esta otra canción titulada: Pero no pude olvidarte,
la hice para sellar la historia de sus amores
José Agustín no encontraba palabras para agradecerle a
“Chiche” la deferencia que con él había tenido, de
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interpretar lo que él hubiera querido hacer. Esos eran
los sentimientos que él guardaba en lo más profundo de
su corazón,
José Alfonso Maestre se marchó el día que deberían
tumbar el puente, con su maletín en el hombro y su
guitarra que sostenía en la mano derecha, le dijo a
José Agustín:
- Compadre ahí le dejo mi guitarra para que termine
de aprender con las clases que le di. Espero que
cuando baje al Valle ya sepa tocar como yo.
Pregúntele a cualquier persona que alguien le da
razón di mi vida, vea que lo espero. Allá le sigo
cantando mis canciones.
Ese mismo día Rosa de la tarde trasladó a los retenidos
hacia otro lugar. El cielo estaba nublado, amenazaba con
llover cuando atravesaron lo más tupido de la montaña,
llegaron a una parte bien alta. Allá estaba el
campamento, debajo de una roca que se elevaba por
encima de sus cabezas, en medio de los árboles. Ahí
estaba, y como campamento, parecía bueno. No se hacía
visible hasta llegar a él. Estaba tan oculto como la
guarida de un tigre; parecían estar bien escondidos. José
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Agustín, fue observando con detenimiento mientras se
acercaban.
En la roca había una gran cueva, con más de mil metros
cuadrados, en donde estaban ubicados los dormitorios
del grupo subversivo. Rosa de la tarde, les dijo:
- Aquí estaremos a salvo, por si acaso las cosas no
salgan como se planearon. Acá ni con radar nos
encuentran.
Como esa noche llovió, no salió la luna; las nubes negras
cubrieron todo el cielo y hasta los caballos, eran del color
de la noche.
José Agustín, durmió hasta cuando fue despertado por el
ruido de motores del helicóptero que se movía con
lentitud como si estuviera viendo a alguna persona.
Volvía a pasar a través del cielo de las montañas, en la
dirección por la que habían pasado el día anterior. Luego
sobrevolaron a toda velocidad, tres aviones de guerra,
seguidos por nueve más, volando a mayor altura,
pasaban de tres en tres.
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Rosa de la tarde, estaba parada en la entrada de la cueva,
observando en las alturas a los aviones. José Agustín se
ocultaba en la oscuridad de la cueva, sabía que allí que
no les era posible verlos. A los caballos los habían
amarrado debajo de los frondosos árboles. El rugido de
los aviones se aproximaba cada vez más. Volvieron a
pasar más cerca, al instante sonaron unas detonaciones
con intervalos de segundos. Cayeron sobre la nueva casa
de Mamá, que estaba situada en la planicie del Cerro
Pintado. La destruyeron toda. Las cabras que pastaban
alrededor, poco antes con el zumbido de los aviones,
habían salido despavoridos, como si hubieran adivinado
lo que iba a suceder. Llegaron a toda velocidad, y se
internaron en la cueva, para salvarse como sus dueños.
Deslizándose en el interior de la cueva, José Agustín llegó
hasta la entrada, en donde permanecía Rosa o Flor,
oculta detrás de una roca que la protegía de ser vista por
los aviones. En baja voz le preguntó:
- ¿Han volado otras veces por aquí estos aviones?
- ¡Nunca! –dijo Rosa de la tarde- observa como
quedó la casa de Mamá.
- No le digamos nada, porque muere enseguida.
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El sol no llegaba todavía a la entrada de la cueva. Brillaba
ahora sobre la sabana al lado del arroyo Aguas Blancas.
Ellos sabían que era imposible verlos, así como estaban a
la sombra oscura que proyectaban los árboles en las
primeras horas de la mañana, pero entró hasta donde
estaba la vieja para responderle las preguntas que
formulaba desde su improvisado lecho.
- José Agustín ¿Qué está pasando?
- Unos aviones están sobrevolando estas montañas.
Será buscando guerrilleros.
- Que no nos pase nada a nosotros antes de irnos
de aquí. Porque tu esposa y tus hijos te esperan.
En ese momento oyeron un zumbido más ensordecedor y
lastimero, mientras pasaban a unos doscientos metros de
altura, José Agustín perdió la cuenta de cuántos aviones
habían pasado.
A la entrada de la cueva, todos se miraron a las caras y
pusieron una expresión de horror. Desde el fondo la vieja
gritó:
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- Que Dios nos ampare y nos favorezca, y a los
muchachos esos también.
- Esto significa algo malo. -dijo José Agustín-
Semejante concentración de aviones, no podía tener buen
significado. No habían descargado a nadie, solo habían
bombardeado la zona, para atemorizar a cualquiera que
por allí estuviera.
Aun zumbaban sus oídos del ruido de los aviones,
cuando por la tarde llegó Pablo el indio, el único
guerrillero que escapó de milagro. El contó los
pormenores del ataque dinamitero.
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CAPÍTULO VEINTISIETE
José Agustín observó a través del telescopio hacia el
valle del Ranchería, desde donde distinguió con
perfección todas las aldeas de Campo Florido, y recordó
el día que subió al cerro de la casa. Ahora vio un enorme
socavón, y en los alrededores nuevos cerros: unos
grises, otros negros; todos infecundos, que además
habían transformado el paisaje. Esta vez no vio los
cañahuates, puyes, guayacanes y otros árboles vestidos
de amarillo.
Los bombardeos de los aviones habían finalizado. Las
aves de la montaña no cantaban, y el silencio era
impresionante. Ahora reinaba la calma, cuando se oyó
el relincho de un caballo. Entre los árboles se vio
cuando los caballos llegaron corriendo y sudados;
respiraban apresurados y sus narices no daban abasto
para expulsar e inhalar el aire que necesitaban.
Montado en un caballo negro, llegó Pablo el Indio.
- Sucedió un gran desastre. Desde un cerro cercano
donde yo esperaba a esta gente con los caballos,
vi por medio del telescopio, cuando todo voló.
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Algunos miembros de la vigilancia privada les
colaboraban, por radio les avisaron que el tren saldría a
las seis de la tarde. Pablo el Indio, movió la cabeza al
traer a su mente lo que había presenciado y después
prosiguió:
- El tren se acercaba rápido a unos setenta
kilómetros por hora. Desde lejos, se distinguían los
ciento cincuenta vagones que arrastraban las tres
locomotoras. En mi vida no había visto cosa
semejante a esa explosión. Yo sentí una impresión
tan grande que no logro describirla. En el momento
de la explosión, las ruedas delanteras de la
máquina se levantaron y toda la tierra pareció
elevarse en una gran nube negra y con un
pavoroso rugido. Las tres locomotoras se elevaron
por sobre esa nube y las personas que las
manejaban, volaron por los aires como en una
alucinación. Después, las máquinas cayeron sobre
un costado, como un animal herido, y hubo una
nueva explosión, antes que la tierra elevada por la
primera, hubieran dejado de caer. Entonces al
poco momento se oyó sonar a las ametralladoras
de los soldados que cuidaban el puente. Se oía: ta-
ta-ta-ta. Comenzaba a oscurecerse cuando a una
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velocidad impresionante, llegaron varios carros del
ejército, disparando hacia todas partes. Las
ametralladoras de ambos bandos disparaban
mientras caían los hombres de lado y lado. Nunca
en mi vida había visto cosa igual, con las tropas
guerrilleras que huían del tren cuyos vagones
seguían cayendo en la hondonada del río. Seguí
mirando aquella desagradable escena, que parecía
más de una película que de la vida real, vi como
cayeron soldados y guerrilleros muertos, no
distinguí quienes eran porque todos vestían de
pintados, pero, murió mucha gente. Entonces solté
a los caballos y monté en el negro, para traerles la
noticia a ustedes. Vayámonos lejos de aquí,
porque ahora si nos van acabar.
José Agustín recordaba el rostro de Julio Alonso con
una tristeza como nunca. Es la tristeza que se les nota
a las personas cuando nos abandonan para siempre; la
que se expresa antes del fin.
La explotación había cambiado todo el paisaje, que en
nada se parecía al que él llevaba en sus recuerdos.
Entonces pensó: que su viaje era inevitable, pero,
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también pensaba que cómo se marcharía él, dejando a
Rosa de la tarde.
Dentro de la cueva hubo una convención entre los pocos
que habían quedado. Decidieron dividirse en grupos de
cuatro personas. Pablo el indio dijo:
- Bueno que cada cual arranque para donde mejor
le parezca, porque esto está llegando a su final.
Raquel propuso formar un grupo con Adelaida, José
Agustín y Rosa de la tarde. Reunida con sus
compañeros, les dijo:
- Nosotros, nos vamos para Valledupar, allá
tenemos dónde hospedarnos. Mañana partiremos.
En la noche antes del viaje, José Agustín escuchó la voz
de Rosa de la Tarde que llegó a sus oídos; dulce y pura;
era la misma voz de niña, pero, más grave y lista para
prestarse a todas las modulaciones de la ternura y de la
pasión. Muchas veces, en sus sueños, escuchó un eco
de ese mismo acento que después ha llegado a su alma,
y sus ojos han buscado en vano aquel río, donde tan
bella la vio en aquel octubre feliz.
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Rosa de la tarde llevaba la cuenta con exactitud, ya iban
treinta años que se quedó sin su único amor, pero, con
paciencia esperaba su regreso. Entonces esa noche le
dijo:
- Mi amor, yo sé que te vas, y más nunca
regresarás. Muy pronto moriré por ti, como tú
seguirás vivo, recuérdame, nunca me olvides.
- Te voy a dar la noticia que no quería manifestar
con anticipación. Tú también viajarás a Francia
con Mamá y conmigo. Coromoto sabrá lo nuestro,
y así viviremos como Papá Cahencho con sus dos
mujeres.
José Agustín y Adelaida, ya estaban completando el año
de servicio forzoso pactado con Julio Alonso. Adelaida
estaba acostumbrada a la vida campesina, lo cual le
sirvió de terapia, así no sufrió las dificultades por las
que pasó su nieto quien no estaba acostumbrado, pero
resistió motivado por el encuentro con Rosa de la Tarde.
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José Agustín anhelaba regresar a Francia para volver al
lado de Coromoto, Crescencio Antonio y Adelaida
Antonia, sus amores.
Durante ese año no se sintió secuestrado. Llegó un
tiempo en que pensó "No hay mal que dure cien años, ni
cuerpo que lo resista" También “No hay mal que por
bien no venga, ni mal que su bien no tenga" Esta
situación, para bien o para mal; algo le traería en el
futuro.
José Agustín recordó que la semana antes que los
rebeldes salieran a su misión, mientras Pablo el Indio
estaba ordeñando, de repente las vacas salieron del
corral dando saltos, como si alguien las espantara. Un
temblor sacudió a la tierra. La madera caía partida por
todos los lados como galletas de soda. El suelo seguía
moviéndose y las vacas corrían despavoridas. En los
árboles lejanos se escuchaban los chillidos angustiosos
de monos, micos y marimondas, que se aferraban a las
ramas para no caer con el estremecimiento de la tierra.
Ahora las vacas corrían otra vez hacia el corral, estaban
como locas. Adelaida comentó:
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- Dicen que esa es una de las señales de acabo del
mundo.
José Agustín miró a los árboles sobre los cuales caía la
tarde, pensando en el atardecer y en el pájaro que todos
los días cantaba a esa hora. También recordaba cuando
niño se bañaba en los saltos del arroyo Aguas Blancas,
un afluente del Río Dulce, por el cual corrían perennes
las claras aguas, que no se secaban, ni el más fuerte
verano. Parecían velas blancas, como cuando se
derriten las que prenden a la virgen del Pilar en
octubre.
Los rayos del sol penetraban oblicuos por entre las
hojas de los árboles que lo cubrían la cueva. Raquel, se
apartó con José Agustín, y le dijo:
- Yo tengo sangre de gitanos. Nosotros descendemos
de un pueblo que llegó a España, por el norte de
África, hacen ochocientos años y, aquí en
Colombia nos mezclamos con los indios Wayuú,
para dar como resultado una estirpe, con una
sabiduría, sin igual en la tierra.
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- Entonces, ¿Por qué esta gente piensa en hacer
tanto daño? Si a los gitanos no le gusta matar a
sus semejantes, pero, a los indios de esta tribu no
les interesa matar a los que no son de su raza, y
la guerra les gusta más que la comida. En esta
guerra, hay muchos miembros de la familia que
formó el primer José Agustín Asís que vino de
España.
José Agustín se acordó cuando estaba niño que en las
orillas del río, junto al barranco muchas mariposas de
múltiples colores, centelleaban en la sombra como
manchas de sol moviéndose en todo momento. José
Agustín, las observaba como descifrando el movimiento
perpetuo de los insectos extraordinarios, sin igual en la
naturaleza.
En la noche, observaron desde las montañas una
explosión ígnea en dirección de Campo Florido, seguida
de un gran trueno, que dejó el entorno tan claro como el
día. Desde la cima del Cerro Grande siguió saliendo
candela. Comprendieron entonces que por fin Dios,
escuchaba las repetidas súplicas, que hacía toda la
tribu en nombre de su tierra; la cual era descuartizada
en forma irresponsable por forasteros.
La casa de mamá
Osvaldo Mejía Marulanda
Seguido de la gran detonación comenzó a llover; la tierra
tenía sed. Hacía varios años no llovía. Contaban los
ancianos que en invierno, el Cerro Grande, producía un
ruido lúgubre como un ronquido, ahora lo hizo más
fuerte que nunca. No solo rugió sino que además, eructó
piedras resplandecientes como lo hizo el Vesubio, que en
tiempos remotos sepultó a Pompeya y Herculano. Por el
cráter salió tanta lava, que se transformó el paisaje,
formándose un gran cerro más alto que la Sierra
Nevada. Al mismo tiempo un terremoto de tierra meció
sobre el corazón de mi tierra durante una hora. Este
raro fenómeno natural dejó sepultada a la nueva ciudad
y a todo cuanto había en sus alrededores. Los grandes
socavones que habían hecho, quedaron tapados, que
solo se veía el gran cerro gris y más nunca se supo
donde quedaban las instalaciones mineras.
La humareda que allí se formó fue gigantesca; solo se
aplacó con el interrumpido aguacero que cayó durante
muchos días y noches. Al río Ranchería, le quedó
tapado el cauce y sus aguas regresaron hacia el sur
hasta unirse con el Río Cesar, su hermano que nace
junto con él, en la sierra nevada de Santa Marta.
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En la Sierrita, en donde subió el primer José Agustín
Asís, para decidir quedarse en esta región. Allí mismo se
había congregado toda la tribu wayuú, salvándose de la
inundación que ocurrió a consecuencia de la venganza
que la misma naturaleza, había cobrado, por el cruel
descuartizamiento en el pecho le habían hecho a una
inocente tierra y el injusto trato dado a su gente, que
habitaba en ella antes del descubrimiento de los
europeos.
A pesar de todo lo a acontecido, los tambores seguían
sonando, ahora el sonido era diferente, denotaban
alegría.
El río Cesar que nace en la sierra Nevada, adyacente al
río Ranchería, cambió su cauce y unió sus aguas con el
hermano de nacimiento, las cuales se represaron en
donde quedaba el puente Guajiro, y que se había
taponado con los restos del puente, del tren, de roca,
tierra y del carbón derramado en el cuenca del río. Con
el temblor de tierra se derrumbaron los cerros
artificiales que los explotadores habían hecho en esos
años de extracción del mineral que para ellos era bueno
y para los criollos había sido la desgracia, porque antes
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del descubrimiento y explotación de esos yacimientos la
vida era tranquila y pacífica.
En las montañas José Agustín y Adelaida se acostaron
con la resolución de partir en la mañana siguiente,
junto con Raquel y Rosa de la tarde, hacia Valledupar y
luego a Francia.
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CAPÍTULO VEINTIOCHO
Esa mañana del éxodo, despertaron con el ronquido de
Adelaida. Rosa de la tarde, se acercó al chinchorro de la
vieja, para descubrir porqué ella respiraba tan anormal.
Extrañada dijo:
- ¡Anda! Mama Yaya está asada de fiebre.
Sus pies y manos quemaban, José Agustín le puso la
mano al revés en la frente.
- Rosa, tráeme el termómetro, creo que la tiene la
fiebre en cuarenta.
Adelaida había perdido la voz, no respondía las preguntas
que desesperadas le formulaban. Raquel se acercó y dijo:
- Vamos hacerle una toma de limón bien fuerte, con
eso sanará. Este malestar es de resfriado.
José Agustín, apelando a sus conocimientos científicos
opinó:
- Tratémosla como debe ser, con antibióticos.
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Al fin se pusieron de acuerdo para el tratamiento, al fin y
al cabo, todos querían verla sana.
Pablo el indio y su grupo; entre el cual quedó incluida la
mujer que había parido el año anterior, asistida por
Adelaida y su nieto, habían viajado por la madrugada
por un camino que los conducía hacia Venezuela.
Mientras tanto el grupo de José Agustín se quedó allí por
la novedad de Adelaida. Después que la vieja se tomó la
infusión, José Agustín apoyaba la frente sobre una de sus
manos. Rosa de la tarde y Raquel permanecían al lado de
Adelaida, le tocaban la frente a cada rato. En la cueva
había un silencio dominante.
- ¿Qué hora es?
- Las diez de la mañana -contestó Rosa de la tarde-
- Ya hacen tres horas que se le dio la bebida y aun
no mejora.
A las cuatro de la tarde, la fiebre no había cedido, y la
enferma continuaba delirando. Ahora conversaba con
alguien que ellos no veían. Todos los remedios caseros
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que para el supuesto resfriado se le aplicaron, habían
sido hasta entonces ineficaces.
José Agustín dispuso que se preparase un baño con
plantas medicinales. Mientras Raquel preparaba la
pócima, Rosa de la Tarde le indagó al doctor su concepto
sobre la enfermedad.
- Es probable, que sea una fiebre cerebral –dijo-.
- ¿Y ese dolor cual se queja en el abdomen?
- El resfriado no tiene nada que ver con el otro mal,
pero, no se puede descuidar.
Rosa de la Tarde buscó en el botiquín, a ver si conseguía
algún medicamento, y se sorprendió al ver que Pablo el
Indio, se había llevado todas las drogas, solo quedó el
estante vacío.
- ¿Te parece muy grave el mal? Así suelen empezar
estas fiebres, pero, si se atacan a tiempo, se logra
muchas veces vencerlas. A mí lo único que me
preocupa es la edad de mí abuela.
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- Hablando la verdad, estoy casi seguro que a ella
la ha puesto así es el viaje para Francia. Yo sé que
ella no quiere ir para allá. Pero, mientras esté viva
hay que hacer todo hasta sanarla.
- Y no te equivocas, porque ayer me dijo que viviera
con ella porque se iba de nuevo para Campo
Florido. Si no nos llevas, yo me hago cargo de ella.
– dijo Rosa de la tarde – Te seguiré esperando
hasta la muerte.
- Mira Rosa, existen enfermedades que proviniendo
de sufrimientos del ánimo, se disfrazan con los
síntomas de otras, o se complican con las más
conocidas por la ciencia. Has hecho bien en
decirme ese motivo que ya sabía. Cuando se
recobre, sabré como explicarle, que el viaje no se
efectuará, y que mejor esperen que yo me traiga a
mí familia para morir acá como han muerto todos
nuestros antepasados.
Eran las tres de la madrugada y la fiebre aun no se le
quitaba. Adelaida permanecía con la vista fija hacia la
pared mirando a un cuadro del Ecce – Homo, que había
adquirido un Lunes Santo, desde hacía muchos años en
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Valledupar. Esa era otra fiesta a la cual ella asistía con
devoción. El movimiento de sus labios indicaba que
rezaba. Ya las palabras del delirio habían desaparecido,
y se notaba la mejoría. Se sentó en el chinchorro y dijo:
- Acuéstense y duerman que ya de esta me salvé.
- ¡Mama Yaya! ¿Usted con quién hablaba ayer
cuando agonizaba?
- Con mi compadre Salvador Ortiz. Él vino a curarme
y a decirme que alistara el viaje, porque mi hora
estaba cerca.
Rosa de la tarde y Raquel, se retiraron mientras
Adelaida, le comunicaba un secreto. Ella dirigió a José
Agustín:
- Allá en Francia vas hacer como hiciste en el cerro
de la casa. Escribe una novela con la historia de la
familia, no dejes un solo detalle por escribir. Que
no se te olvide nada. De esa forma perduraremos
inolvidables en el mundo.
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José Agustín entendió, que el viaje al cual ella se refería
era el de Francia, entonces quedó tranquilo, y no le
mencionó que había cambiado los planes.
- José Agustín ahora que estamos solos, voy a
decirte lo último que me faltaba por comunicarte.
Debajo del árbol de guayacán hay dos pilas de
piedras, -dijo Adelaida mirando a los lados para
ver si de verdad estaban solos- En la pila de
piedras más alargada está sepultado el hijo de
Rosario, y en la otra al excavar dos metros,
encontrarás una múcura en donde está guardado
un tesoro que contiene: morocotas, cadenas,
collares, sortijas, pulseras, placas y lingotes de
oro; esas prendas pesan cincuenta kilos, de
mucho te servirán.
- ¿Y para qué es todo eso? Usted no se va a morir
todavía.
- Es por si acaso, tú sabes que somos casta de
muerte. Ese tesoro también es para ti.
En la tarde pidió un espejo, se miró se pasó las manos
por la cabeza, y dijo a Rosa de la tarde:
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- ¡Ve hija!, péiname que parezco una loca.
El semblante de Adelaida era preocupante. Estaba
pálida y la mirada entristecida. Rosa de la Tarde la
peinó, mientras Raquel la sostenía por la espalda con la
mono derecha, y con la izquierda el pecho. Le hizo dos
trenzas.
- Es la hora de la bebida –dijo Raquel-.
Eran las siete de la noche cuando Adelaida tomó la
pócima de toronjil, paja de limón y hojas de naranjo. Les
refirió unos cuentos de los que narraba a su nieto
cuando niño. Se durmieron todos hasta el día siguiente.
Durante toda la noche José Agustín no pudo dormir. En
las horas de desvelo, desfilaron en su imaginación todos
los cuadros que vendrían después de la muerte de su
abuela, la cual no podía detenerse; era el tiempo al cual
no podía atajarse, entonces recordó las palabras que
ella le pronunció cuando él viajó a vender las tierras “Es
que el mundo se va acabando poco a poco, y nada se
puede hacer”
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Durante la noche, Tarzán aullaba con insistencia, por lo
cual Adelaida comentó:
- Vean y ese perro qué tanto aúlla. Eso no me
parece bueno. Hay que tener mucho cuidado.
Empezaba a amanecer; algunas líneas luminosas
entraban por las rendijas de la puerta de la cueva. José
Agustín vio en la entrada principal, tres pájaros negros y
grandes, que salieron volando a mucha prisa. Entonces
recordó lo que su abuela le había contado que vio los
días en que fallecieron Crescencio y Ernestina.
- Oigan muchachas y ustedes vieron lo que salió
volando. –comentó José Agustín-.
- Yo los vi y no dije nada, para no asustarlos, pero,
esos son espíritus que habitan en estos lugares y
salen hacia otras moradas. –dijo Raquel-.
La luz de la lámpara fue haciéndose más y más pálida
cuando José Agustín se levantó a las cinco de la
mañana y salió a la puerta de la guarida como cualquier
fiera silvestre. Respiró profundo el aire de la mañana,
mientras escuchaba a las aves mañaneras que
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entonaban sus perennes cantos, heredadas de sus
padres. Tarzán se paró de donde permanecía
acurrucado y movió su cola, mientras rozaba su cuerpo
con el de su amo.
A las ocho José Agustín se dirigió a las enfermeras:
- Llamémosla que hoy debemos emprender el viaje.
Yo espero que Mama Yaya estará mejor.
La encontraron estirada y arropada de pies a cabeza.
Cuando la llamaron no recibieron respuesta, entonces le
quitó la sábana y descubrió que había muerto. Parecía
una estatua, estaba tiesa y se parecía a la virgen del
Pilar.
José Agustín se abrazó a Rosa de la tarde cuando
Raquel les dijo:
- No se asusten, pero las cosas se están
complicando.
Ellos tres miraron al suelo para examinar un ruido que
se oía desde el fondo de la cueva. Fue entonces cuando
observó a un montón de hormigas que corrían hacia
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ellos como a comérselos, al mismo tiempo, escucharon
el eco de una voz que dijo:
- ¡ Adiooooooooos!
Fin