Date post: | 13-Jun-2015 |
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La conciencia mística Impulso, experiencia, expresión
Francisco José García Ramiro
§ 1 No soy de este mundo. He ahí la más radical expresión del sentimiento de extranjería.
Uno mira a su alrededor y contempla las cosas que antes le eran familiares, que incluso
aprendió un tiempo a distinguir de sí. Pero esa distinción respecto a los objetos
circundantes, necesaria para concebirse como identidad delimitada, llevaba en sí el
veneno de la alienación. Cuando uno vuelve la atención sobre sí se descubre como un
vacío primordial, como algo desajustado en su nivelación con los objetos. De repente,
todo queda cubierto por una extrañeza esencial; lo familiar ha dejado de serlo. Según
Freud, se convierte en siniestro (unheimlich, lo contrario de familiar u hogareño). No es
sólo un extrañamiento o alienación, como si el sujeto no reconociera más lo que antes
consideraba conocido. No es algo parecido al sentimiento que acompaña a la amnesia.
Los objetos circundantes, que eran familiares hasta el punto de no poder ser
diferenciados del yo, o que, más tarde, el yo mismo incorporaba a su identidad
(identidad a través de la propiedad), se convierten en entes extraños en la medida en que
revelan un fondo, una voluntad, que se vuelve contra el propio sujeto, en realidad, una
fuerza opuesta a la voluntad del sujeto. Por eso no solo se vuelven sorprendentemente
desconocidos; se convierten en objetos hostiles. Más tarde o más temprano los hombres
nos encontramos con un entorno que ha dejado de ser familiar y se rebela contra
nosotros en la misma medida en que cobramos conciencia de nosotros mismos. Porque
no se puede adquirir esa conciencia sino a través de la negación y de la separación. El
yo es necesariamente una escisión de la realidad, por la que se aparta de ella y la
empieza a sentir como un cuerpo extraño. El adolescente cubre esta etapa como un
estadio psicológico en la construcción de la identidad. Pero es algo más fundamental. Es
propio de un ser que se presenta en el mundo como conciencia del mismo, y por tanto
como un nivel distinto de realidad. Los objetos de la conciencia, que manaban
libremente como aspectos de una realidad continua y fluida se convierten en resistencias
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a la conciencia, parecen conspirar contra ella, la quieren someter: el yo hace frente a
una confabulación universal. Por eso la identidad es dramática: sólo se gana y se
conserva a cambio de un sentimiento permanente de paranoia, de haber convertido el
mundo no sólo en lo no familiar, en lo ajeno, sino (precisamente por haber sido
familiar) en lo hostil, lo amenazante. Vivir como Extranjero es presentir el fondo ignoto
de lo circundante y su potencial amenaza. Puesto que la realidad aparece como lo que
limita el libre flujo de mi conciencia, es fácil a su vez que se convierta en
contraconciencia, en una voluntad que se opone a la mía y que lucha por aniquilarla. El
mundo se le aparece a la conciencia como un lugar inhóspito: no pertenezco a este
mundo.
§ 2
Hace falta un viaje, una reubicación. Aquí todo funciona según un orden o una
voluntad que no son las mías. ¿Pero a dónde hay que viajar? La constitución de la
propia identidad como conciencia ha acabado, en primer lugar, con la patria, con el
hogar (Heim): Weg von hier, das ist mein Ziel (fuera de aquí, esa es mi meta)1. Nadie ha
expresado la condición del sujeto como Kafka, cuyos personajes viajan constantemente,
pero no llegan a ninguna parte. Lo circundante se ha convertido en lugar inhóspito y eso
nos ha puesto en huida. Puesto que allí donde llegamos el mundo tiene el mismo
carácter hostil, la huida no tiene fin. El impulso que llevará a la mística está prefigurado
en esta huida. La conciencia mística empezará a tomar forma cuando se empiece a
concebir un lugar de llegada, un regreso a Ítaca, una vuelta al hogar, a la patria. Una
manera fundamental de representarse la patria es la anulación del extrañamiento, de la
hostilidad, mediante la anulación de la conciencia individual. Si logro identificarme con
la totalidad o el Absoluto, si me olvido de mí mismo y convierto el entorno en una
1 Ordené que trajeran mi caballo del establo. El criado no me entendió, así que fui yo mismo. Ensillé el caballo y lo monté. A la distancia oí el sonido de una trompeta y pregunté al mozo su significado. Él no sabía nada; no había oído sonido alguno. En el portón me detuvo y preguntó: –¿Hacia dónde cabalga, señor? –No lo sé –respondí–, sólo quiero partir, sólo partir, nada más que partir de aquí. Sólo así lograré llegar a mi meta. –¿Entonces conoce usted la meta? –preguntó él. –Sí –contesté–. Ya te lo he dicho. Partir, ésa es mi meta. –¿No lleva provisiones?–preguntó. –No me son necesarias –respondí–, el viaje es tan largo que moriré de hambre si no consigo alimentos por el camino. No hay provisión que pueda salvarme. Por suerte es un viaje realmente interminable.
Franz Kafka, “La partida”, en La muralla china y otros relatos.
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prolongación de mí mismo, si gracias al amor salgo de mí y me fundo con el entorno…
entonces ya no será hostil; sentiré su abrazo y me diluiré en el amor correspondido. Se
ha superado así el desnivel, la escisión: hemos vuelto a casa. Para ello se presenta como
formalmente necesario superar los límites de la propia identidad, aquellos que trazaban
la línea de demarcación entre el yo y el entorno amenazante. Empieza a tomar forma la
experiencia mística.
Tal experiencia es un camino de vuelta en busca de la patria, del hogar. Quien no
ha sentido el extrañamiento, lo inhóspito del entorno, no ha sentido la necesidad
acuciante de regresar. Salir del tiempo, por ejemplo. El tiempo futuro en la eternidad es
en realidad un regreso a la eternidad que nos precedía. Pero no todos los hombres han
emprendido ese camino. Kafka escogió el más difícil: asumió que el hogar, en realidad,
había dejado de existir para siempre, que quizá nunca existió y que la mayor desgracia
que le puede ocurrir a una persona es regresar a aquello que en el pasado tomó por su
patria –ninguna esperanza le quedará entonces. La desesperada esperanza del hogar, la
fantasmagoría de un final que nunca llega ni llegará es lo único que nos mantiene vivos
(terrible la plasmación de esta idea en el relato Ante la ley: el guardián regala al
campesino el terrible fulgor de la verdad justo antes de la muerte, aunque en realidad
nunca lo engañó. Tan sólo fue poco persistente para impedir que el campesino se
ilusionara por sí mismo). Por eso la obra de Kafka está perfectamente acabada como
obra de arte cuando queda inacabada.
Ser un Extranjero en el mundo y sentir la nostalgia del hogar es el impulso
místico. Tal impulso, por tanto, está muy extendido. Llegar a la patria (a algo que uno
pueda llamar patria) configura la experiencia mística. La diferencia entre unos místicos
y otros es el nombre que le dan a esa patria, que en todo caso requiere una forma de
superación de los límites de la identidad individual que permita sentir el entorno como
una prolongación del sujeto o, mejor aún, que le haga sentir al sujeto su dependencia
respecto a algo que lo supera, lo abarca y lo cuida: no soy un Extranjero; el mundo se
preocupa por mí.
§ 3
Nadie que se sienta en plenitud (¿es eso posible?) está abierto a la experiencia
mística; carece del impulso necesario para ello. Para sentir el cuidado, la preocupación
del mundo, el amor supremo, uno tiene que haberse sentido previamente solo,
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incompleto, desvalido. Podría enfocarse de otra manera: es la presencia del Absoluto la
que me hace descubrir mi incompletud. La revelación de Dios desplaza al sujeto de su
autosuficiencia y lo pone en disposición del viaje místico. ¿Pero por qué la experiencia
de Dios nos desubica del mundo? Si alguien se sintiera unido al mundo, la presencia de
Dios no haría otra cosa que reforzar esa unión. Dios no introduciría la desarmonía con
el entorno, no más que el movimiento de las estrellas o la presencia de otras
conciencias. La unión con el Absoluto es la meta del impulso místico, no su origen.
Podríamos pensar sobre el símil tan clásico en la literatura mística de la pasión amorosa.
Si aplicamos la teoría teológica, cuando uno se enamora se percata de su finitud, de su
insuficiencia, y se abre al exterior. ¿No ocurre más bien al contrario, que ese
sentimiento de insuficiencia, de finitud, de extrañamiento, nos hace receptivos a la
salvación por el amor? ¿Puede acaso enamorarse alguien que no duda de su
autosuficiencia y que se toma a sí mismo por infinito?
La interpretación teológica es compatible con lo escrito anteriormente, en la
medida en que el impulso místico, con revelación anterior o sólo posterior requiere el
sentimiento de incompletud y de habitar un mundo que se ha vuelto inhóspito. La razón
por la que muchos seres humanos tenemos tal sentimiento puede estar producida por
causas distintas. De hecho, la mística traspasa los límites de las creencias particulares y
se nos aparece con una expresión multiforme por todos los rincones de la Tierra y en
diferentes épocas históricas. Por tanto, no se trata de delimitar qué forma de expresar la
experiencia mística es la correcta, pretensión, por otra parte, muy poco coherente con el
carácter experiencial y vivo de la mística. No por otra cosa el místico siempre ha sido
contemplado con recelo y temor por el sacerdote o el teólogo oficiales. La experiencia
mística, en cuanto que es experiencia más que teoría, tiene con ésta una relación
ambigua: la teoría va a dar un sentido prefijado a lo que se presenta como visión o
emoción polisémica y constituye un determinado camino para el viaje de reencuentro,
de manera que orienta la experiencia mística. Pero por otra parte la polisemia se resiste
a la unilateralidad de la teoría y la rebasa, lo que hace que el místico se pueda sentir
constreñido por el teólogo. Para el auténtico místico lo expresado mediante el lenguaje
es dudoso; la experiencia es innegable, pero también inefable.
Esto nos lleva a considerar el papel del lenguaje respecto a la experiencia mística
desde su ambigüedad: 1) su capacidad para expresarla; 2) su poder para interpretarla,
definirla y prepararla. Desde la primera perspectiva la experiencia es el cauce y el
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lenguaje el caudal. La segunda perspectiva invierte la relación entre continente y
contenido y presenta el lenguaje como cauce y la experiencia como caudal.
La distinción es analítica, pues la experiencia es todo ello a la vez: la materia y
la forma del sentir místico son inseparables en el acto mismo del sentir, lo que no quiere
decir que no podamos distinguir los dos componentes en su acción recíproca.
Normalmente, el místico, arrebatado por la experiencia, tiende a considerar la relación
desde el punto de vista de las dificultades de expresión y repara menos en el marco
teórico que no sólo ha servido para interpretar la experiencia, sino que ya la había
preparado en ese sentido y no en otro. Por esa razón la experiencia mística es tan
universal. La explicación inversa es también válida, aunque forzada: la experiencia
mística parte de un extrañamiento del mundo y de un intento de reconciliación, pero ese
sentimiento habría sido generado originariamente por la experiencia nítida de la
presencia de Dios. Nadie que haya sentido a Dios puede seguir atado a este mundo. Es
precisamente esa experiencia la que lo ha convertido en extranjero en el mundo finito.
El místico, por tanto, vuelve su experiencia sobre sí de forma refleja en la forma de una
Edad de Oro que tiene que recuperar. Piensa así en una experiencia originaria que sirve
como arquetipo a las siguientes y que llama al cierre en la plenitud de su realización
eterna. Tal interpretación de la mística es demasiado forzada porque no acierta a
explicar la diversidad interpretativa de la misma y nos lleva a una consideración del
misticismo correcto frente al herético o al falso, algo muy teológico, pero poco místico.
Es innegable que existe un impulso similar que se expresa de distintas maneras según
como se defina la situación. Con todo, se puede discutir sobre si una experiencia es
realmente mística o no; lo que resulta más difícil es negar que haya un impulso
universal hacia la misma que no depende de ninguna interpretación particular y que se
expresa de distintas maneras.
§ 4
La experiencia mística existe en la medida en que el yo experimenta la
superación de sus límites y se siente uno con el todo. Puesto que esos límites están
determinados por la propia conciencia del sujeto, la mística es ya una potencialidad de
la propia constitución del yo. Afirmar que es la presencia nítida de un Dios trascendente
la que me lleva al desajuste con el mundo finito supone considerar toda otra experiencia
de carácter místico 1) como una revelación imperfecta, por la que el místico no ha
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sabido leer adecuadamente lo que sentía; o 2) como un sucedáneo de experiencia
mística, algo externamente similar, pero de naturaleza distinta. La primera posibilidad
se basa en una ortodoxia que desde la reflexión en profundidad solo puede parecer
arbitraria y, sobre todo, refleja una ortodoxia muy poco congruente con el carácter vivo
de la experiencia mística. La segunda posibilidad nos lleva a la negación misma de la
experiencia para empezar a hacer teología. Desde esta perspectiva podríamos empezar a
discutir si la unión que siente el místico hindú con el todo es un sucedáneo de
experiencia mística sin percatarnos de que lo mismo puede hacer el hindú respecto a la
experiencia mística de un católico, lo que nos llevaría a una discusión interminable
sobre la corrección de la experiencia, de manera que sólo si alguien ha interpretado o
dirigido la experiencia según una determinada doctrina ha tenido una experiencia
verdadera. –“No, en su país no han entendido correctamente lo que experimentaban”,
habrían de decir. El problema es que la experiencia como tal es verdadera siempre que
sea sincera (que no sea un fingimiento). De ahí la seguridad del místico –no puede
negar la experiencia. Sin embargo, las representaciones que acompañan al sentimiento
no tienen por qué ser verdaderas en el sentido de que se correspondan con la realidad.
La experiencia se da igualmente desde la certeza de la verdad de las representaciones, es
decir, desde el sentimiento subjetivo de su verdad; no es necesario que realmente sean
verdaderas. Por ejemplo, el hecho de que uno sienta miedo ante una amenaza ilusoria no
nos permite negar que la experiencia del miedo sea verdadera. De cualquier manera,
definir la experiencia mística desde la ortodoxia atenta contra la esencia de la misma: la
experiencia arrebatadora que se impone por sí misma. Queda claro, entonces, que
definir la experiencia mística por su ajuste con unas creencias claramente definidas no
es la mejor manera de aproximarse al tema.
§ 5
Eso no quiere decir que no haya una experiencia originaria que constituya el
impulso místico. Si tomamos el sentimiento de la unidad con el absoluto y la superación
del yo como punto de partida habrá que tener en cuenta que 1) es necesariamente
anterior a la conciencia; y que 2) se experimenta de forma refleja como un darse cuenta
posterior (desde la conciencia). El sentimiento de unidad originaria se construye desde
la experiencia actual de la pérdida del mismo. La fuerza de la mística es que lo
originario, la unidad con el mundo, no se experimentaba conscientemente. Por eso la
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unidad adquiere el carácter de arquetipo: está teñida por la nostalgia de la pérdida y así
se experimenta. Al mismo tiempo el místico se percata, aunque oscuramente, de que
desde la conciencia es imposible restaurar la unidad (la propia conciencia creó la
ruptura). Por eso intuye que, para regresar, debe traspasar los límites del yo, debe volver
de alguna manera a la inconsciencia. ¿Pero no es eso la muerte? Muchos místicos
expresan la naturaleza contradictoria de su impulso de supervivencia y anulación con un
estilo literario sembrado de paradojas: la muerte es la vida. ¿Puedo ser uno con el todo
y al mismo tiempo saberme conscientemente como un sujeto que piensa y siente la
realidad? El místico se aproxima experiencialmente a este problema, lo que hace que
sea mucho más exigente que el teólogo. No le sirve cualquier componenda. La solución
no es simplemente la vida eterna; ésta no soluciona el problema que al místico le resulta
acuciante. Wittgenstein lo expresa con claridad al final del Tractatus:
La inmortalidad temporal del alma humana, esto es, su eterno sobrevivir aun después de la muerte, no solo no está garantizada de ningún modo, sino que tal suposición no nos proporciona en principio lo que merced a ella se ha deseado siempre conseguir. ¿Se resuelve quizás un enigma por el hecho de yo sobreviva eternamente? Y esta vida eterna ¿no es tan enigmática como la presente? La solución del enigma de la vida en el espacio y en el tiempo está fuera del espacio y del tiempo.
Lo que espera el místico no es la mera supervivencia, sino colmar su deseo de
fusión con el todo. Aspira a la totalidad, y, desde ese deseo, la vida eterna no sería otra
cosa que una eterna demora. Por eso, desde la mística, la muerte no puede ser un
paréntesis, ni la vida eterna un consuelo que nos evite el miedo a la muerte. De hecho en
la experiencia mística se produce también una experiencia radical de la muerte. Según
Wittgenstein, el mundo aparece a la conciencia como un enigma; estamos rodeados de
objetos que podemos describir pero cuyo significado desconocemos. Esa es la manera
en que Wittgenstein se refiere al extrañamiento fundamental de la conciencia respecto al
mundo. Miro a mi alrededor y no entiendo nada. Todo eso que percibo es el mundo
exterior, que me acosa, me limita, se ha vuelto hostil. ¿Puede ser la inmortalidad la
solución a ese problema? Es parte de la aspiración del sujeto (conservarse), pero
también se da cuenta de que de algún modo (compatible con su conservarse) debe morir
(morir realmente, no despertar de un sueño, atravesar una puerta, o como quiera
representarse la falsa muerte entendida como tránsito). La conservación y la muerte
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deben realizarse simultáneamente2. Esta exigencia contradictoria para la razón conduce
a la superación de la misma mediante el arte o la religión (que abren al sujeto al
misterio)3.
Hasta aquí hemos tratado de dilucidar el impulso místico y nos hemos referido a
la experiencia que viene a realizar las potencialidades de ese impulso, así como la
determinación teórica y la expresión de la misma. Queda prácticamente explicado el
que a pesar de que el impulso sea tan universal, la experiencia mística sea tan
infrecuente. Para sentir la experiencia mística es necesario tener una representación de
la totalidad que se toma como absolutamente verdadera. Por eso la experiencia mística
se produce cuando la ruptura con el mundo y el deseo de reunificación y de superación
de los propios límites se orientan hacia una meta nítidamente representada. De esta
manera, la religión o la filosofía, en la medida en que se tornan verdades absolutas,
configuran, como el otro polo, la experiencia mística, así como posibilitan su expresión.
Sólo una certeza (metafísica o religiosa) posibilita superar la experiencia kafkiana del
viaje infinito (para el que no hay meta) de la conciencia arrojada al mundo. Esto
explica que la experiencia mística aparente ser una consecuencia de la revelación.
§ 6 El místico tiene una relación muy determinada con el mundo real en la dialéctica
sujeto-objeto. Y no es la única respuesta posible al problema. Heidegger está en el
camino trazado por el impulso místico, pero la experiencia que persigue no es tanto la
de trascender el mundo como la de sacralizarlo. En su pretensión de habitar el mundo
se encuentran ecos del romanticismo y muy especialmente de Hölderlin, que en sus
conocidos como Poemas de la locura abandona el yo y describe de forma impersonal
los ciclos por los que el mundo se renueva una y otra vez. En Heidegger nos
2 Difícilmente hubiera podido complacerse un visionario en la idea de ser tragado por el abismo de la divinidad si no hubiera colocado su propio yo siempre en el lugar de la divinidad. Difícilmente hubiera podido un místico pensarse a sí mismo anonadado a no ser que hubiera pensado siempre, como sustrato de su anonadamiento, su propia mismidad. Esta necesidad de pensarse a sí mismo en todo, que vino en ayuda de todos los visionarios, se presentó también a Spinoza. Contemplándose a sí mismo como absorbido en el objeto absoluto, seguía contemplándose a sí mismo, y no podía pensarse como anonadado, sin pensarse a la vez como algo existente.
F. W. J. Schelling, Cartas sobre dogmatismo y criticismo, VIII, 9.
3 El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona, y cuando el entusiasmo desaparece, ahí se queda, como un hijo pródigo a quien el padre echó de casa, contemplado los miserables céntimos con que la compasión alivió su camino.
Friedrich Hölderlin, Hiperion.
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encontramos con la pretensión de borrar la frontera entre el yo y el mundo, de manera
que éste se convierta en nuestro hogar. Para ello sería necesario abandonar el impulso
de la acción y alcanzar un estado contemplativo en el que la conciencia se hiciera una
con los ciclos naturales. En ese momento se eliminaría toda distinción entre el ser y el
deber ser, y teniendo en cuenta que esa distinción es el fundamento ideal de todo
impulso activo (hacer coincidir lo que es
con lo que debe ser) llegaríamos al estado
puramente contemplativo. Si los ciclos
naturales representaran el deber ser
habríamos elevado nuestra voluntad no ya a
voluntad general roussoniana, sino a
voluntad universal, habríamos hecho de la
conciencia alma del mundo y del mundo el
hogar de la conciencia4.
¿Pero es posible tal meta para la
conciencia? ¿No es necesario que la
conciencia en cuanto conciencia (y más aún
en la medida en que es autoconciencia) sea
esencialmente un hiato entre el plano del ser y el del deber ser? Puesto que la
conciencia se representa el mundo ¿no forma parte de su esencia el contemplar el
mundo desde la posibilidad, desde la recomposición de lo representado? ¿Y no sucede
entonces que algunas de esas posibilidades se presentan como más deseables que las
4 Los mortales habitan en la medida en que salvan la tierra […] La salvación no sólo arranca algo de un peligro; salvar significa propiamente: franquearle a algo la entrada a su propia esencia. Salvar la tierra es más que explotarla o incluso estragarla. Salvar la tierra no es adueñarse de la tierra, no es hacerla nuestro súbdito, de donde sólo un paso lleva a la explotación sin límites. Los mortales habitan en la medida en que reciben el cielo como cielo. Dejan al sol y a la luna seguir su viaje; a las estrellas su ruta; a las estaciones del año, su bendición y su injuria; no hacen de la noche día ni del día una carrera sin reposo. Los mortales habitan en la medida en que esperan a los divinos como divinos. Esperando les sostienen lo inesperado yendo al encuentro de ellos; esperan las señas de su advenimiento y no desconocen los signos de su ausencia. No se hacen sus dioses ni practican el culto a ídolos. En la desgracia esperan aún la salvación que se les ha quitado. Los mortales habitan en la medida en que conducen su esencia propia –ser capaces de la muerte como muerte- al uso de esta capacidad, para que sea una buena muerte. Conducir a los mortales a la esencia de la muerte no significa en absoluto poner como meta la muerte en tanto que nada vacía; tampoco quiere decir ensombrecer el habitar con una mirada ciega dirigida fijamente al fin. En el salvar la tierra, en el recibir el cielo, en la espera de los divinos, en el conducir de los mortales acaece de un modo propio el habitar.
Martin Heidegger, Construir habitar pensar.
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reales? La diferencia entre lo real y lo posible, que está inscrita en la misma estructura
de la conciencia es el fundamento de la tensión necesaria entre el ser y el deber ser. ¿Se
puede superar esa tensión sin renunciar a la identidad subjetiva? El sujeto vive en ese
permanente estado de conflicto entre un mundo que se le presenta como objetivo y la
voluntad que se lo representa de otro modo mejor como mera posibilidad. Esa tensión
que lleva a la actividad en el intento de hacer coherente la realidad con la voluntad del
sujeto (con sus representaciones probables), nos conduce a la técnica, la moral, la
política...
Como el yo empírico es un fenómeno más de la realidad (también pensado desde
su perfección posible), la conciencia no puede sino encontrar insatisfacción incluso en
la representación de su propia identidad subjetiva. ¿Es posible una conciencia que sólo
se represente el mundo como si fuera ella un espejo, sin representarse a su vez las
posibilidades que ofrece el mismo? Puesto que el ser y el deber ser no pueden coincidir
nunca (siempre aparecerá la representación de una posibilidad que mejora la realidad)
¿no está abocada la conciencia necesariamente a la insatisfacción, a la alienación, al
extrañamiento? El mundo es resistencia y finalmente hostilidad para la conciencia.
Sobre la base de la representación de lo posible (del deber ser) se erige la radical
extranjería del sujeto, la incoherencia fundamental de la conciencia con el mundo y
consigo misma cuya reparación es una tarea infinita, quizá imposible.
§ 7 La aproximación de la conciencia a la realidad ha determinado distintas
concepciones estéticas y vitales. La realidad aparece como fenómeno al tiempo que se
impone a la subjetividad con la fuerza de su objetividad. La realidad somete y se somete
al yo al mismo tiempo. En el punto límite el yo pretende anular la realidad y la realidad
anular al yo. En el centro de esta tensión entre realismo e idealismo se sitúa el salir de sí
y la indiferenciación en el Absoluto propios de la mística.
El realismo parte de un intento por explicar la resistencia de la realidad al yo y la
aparente tiranía con la que se impone. El sujeto se ve limitado en su capacidad para
estructurar el entorno, que se le aparece como lo ya dado. Todo proyecto vital tiene que
tomar en consideración la resistencia de la realidad. Pero al mismo tiempo ésta lo
posibilita, le da un cauce de acción. La pura actividad sin resistencia sería igual que la
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máxima determinación, ya que se extendería sin objeto alguno en todas direcciones5.
La voluntad necesita algo a lo que oponerse para ser tal, para resplandecer como una
causalidad distinta, como contracausalidad respecto a la realidad circundante. Vencer la
resistencia del medio a la propia causalidad de la voluntad es la libertad. Por eso, la
libertad es una actividad, no un estado. El realismo nace con la pretensión de fijar el
objeto mismo en su independencia de la conciencia. El mundo real se presenta como lo
circundante a la conciencia. Ésta sería un punto crítico, un pliegue de la realidad que se
refleja a sí misma (la conciencia realista aspira a su constitución como espejo bien
pulido del entorno). En última instancia, la conciencia no sería otra cosa que una fiel
representación de la realidad que la circunda. ¿Pero es eso posible? Lo cierto es que el
realismo tiene que luchar también explícitamente por una realidad que corre el peligro
de ser absorbida por el sujeto.
Tiene que recordarnos que el
papel que le corresponde a la
conciencia es el de mero
espejo, porque el yo tiende a
pasarlo por alto. Lo que de
verdad está haciendo el
realista es ganarle terreno al
mar de la conciencia. En esos
países bajos, de los que se ha
drenado el líquido amniótico de la conciencia, es donde el realista se siente en el
mundo. Todo queda a la vista, los ideales no distorsionan con sus ondas la correcta
apreciación de la superficie, no hay refracción que rompa la continuidad de las cosas. La
aspiración del realista es acumular tierra sobre tierra para que emerja por encima de las
aguas. Frente al flujo continuo de las aguas destaca la estabilidad mineral de la realidad,
discreta y precisa. Las olas de la conciencia rompen en sus acantilados, la erosionan con
el tiempo, por eso el realista debe trabajar por su mantenimiento. De ese modo, el
5 Minino de Cheshire, ¿podrías decirme, por favor, qué camino debo seguir para salir de aquí? -Esto depende en gran parte del sitio al que quieras llegar -dijo el Gato. -No me importa mucho el sitio... -dijo Alicia. -Entonces tampoco importa mucho el camino que tomes -dijo el Gato. -... siempre que llegue a alguna parte -añadió Alicia como explicación. -¡Oh, siempre llegarás a alguna parte -aseguró el Gato-, si caminas lo suficiente!
Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas.
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realismo es el esfuerzo por evitar la indiferenciación en la conciencia. Toda su tarea se
dirige a mostrar un mundo inasequible a las reglas de la conciencia, de manera que todo
lo que sucede en él es contemplado como carente de toda dirección, de todo sentido,
especialmente en lo que atañe a los deseos del lector. La derivación del realismo hacia
formas del naturalismo nos enseña el carácter titánico de esta tarea. El naturalismo es
una claudicación del realista al poder de la conciencia, pues ya ha perdido su primer
ensueño de objetividad: su conciencia le dirige la mirada hacia los aspectos más
desagradables de la realidad, como para ejercitarse contra ella. Pero también esas
realidades, precisamente por contradecir las representaciones ideales de la conciencia,
se erigen como la roca inexpugnable de la realidad, lo que se impone a la conciencia de
forma incluso dolorosa. De ahí la inhumana perspectiva del naturalismo, su fría
descripción de la injusticia social o cósmica (en última instancia, no habría ninguna
diferencia entre ambas perspectivas). No hace otra cosa que mostrar el carácter
inasequible y diferenciado de la realidad acentuando su lejanía mediante el doloroso
desajuste que produce en la conciencia. Para ésta queda el deber ser; el reino de la
realidad es el del ser. El naturalismo pretende hacer patente que ambos planos son
irreconciliables y presenta el ideal como el dolor del sujeto ante su impotencia. Por eso,
el perfecto realista no debe acudir a la justicia poética, no debe implicarse. Las reglas de
la conciencia no deben inmiscuirse en el ámbito de la realidad. Ese es el verdadero
trabajo de ingeniería del realismo; así es como le gana terreno al mar.
El problema del realismo es que hace falta muy poco para darse cuenta de que la
realidad no es una isla, sino algo más parecido a un iceberg. La realidad no se fija en un
punto y resiste impertérrita los embates de la conciencia, sino que viaja de forma
errática mecida por sus corrientes. El caso del naturalismo es muy ilustrativo al
respecto: es la propia conciencia la que define el litoral de la realidad, lo desplaza,
modifica su tamaño, le da altura, relieve, etc. Porque la propia constitución de una
realidad objetiva en cuanto tal es una necesidad intrínseca de la propia conciencia. Es
ella misma la que tiene que tocar tierra firme para no desfondarse, la que se pone a
prueba para reconocerse, para ganarse. La realidad es la referencia que el propio sujeto
se da a sí mismo y lo constituye como identidad diferenciada. La misma intención de
fijar la mirada o de convertirse en espejo son impulsos de la conciencia que definen el
contorno del territorio de lo que llamará realidad. ¿Por qué, si no, se desmarca ella
misma del mundo? La conciencia innombrada e innombrable del realismo permanece al
acecho como las aguas circundantes. El iceberg no es otra cosa que el propio material de
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la conciencia solidificado y extrañado. Es la mayor densidad de su materia la que nos
lleva a la apariencia de la estabilidad: la realidad es aquella región de la conciencia
que destaca de forma discreta y en la que el movimiento parece parcialmente detenido,
de ahí la resistencia que ofrece frente al stream of consciousness.
El realismo como etiqueta específica es una reacción intelectual a la figura, más
espontánea, del pensamiento mítico, y que reaparece en distintas épocas y de diversas
formas (la más tardía es el realismo mágico). En el mito también se presenta la realidad,
pero una realidad de la que aún no se ha separado la conciencia (en el realismo la
realidad es lo que resta cuando se suprime la conciencia). El mundo ya no es una isla,
sino que está sumergido en el líquido amniótico de la conciencia. Las corrientes surcan
sus valles y las calles de sus ciudades, y las habita con las criaturas de su medio. En el
mito se observa esa unidad originaria e inseparable entre sujeto y realidad (sociedad y
cosmos, lo divino y lo humano, el bien y el mal, el orden y el caos, etc.). Se objetará que
el mito elimina toda referencia a la subjetividad. Y así es, puesto que la subjetividad es
el medio diáfano que circunda el mundo, el espíritu o ánima, el vector del relato que es
la realidad. Es de la realidad imperceptiblemente habitada por la conciencia de la que
habla el mito. Las relaciones se conciben desde la posibilidad del deber ser. Por eso el
mito es todavía de naturaleza eminentemente moral.
La mística es la anulación de la realidad en la conciencia, la noche oscura del
fondo abisal en la que los objetos han desaparecido y las relaciones se conciben desde la
pura indiferenciación, desde la posibilidad infinita. El místico ha superado el carácter
moral del impulso de la conciencia y ha entrado en el ámbito estético o religioso en el
momento en que la oscuridad informe se convierte en presencia y la soledad en el big
bang que pone en expansión al sujeto hacia los espacios infinitos en todas direcciones y
lo extravía de sí mismo. Esos dos polos de la noche oscura, la presencia incorpórea
implosiva y la indeterminación explosiva, se cruzan precisamente en la experiencia
erótica del misticismo.
§ 8 La noche oscura todavía tendrá que convertirse en noche resplandeciente en la
experiencia mística. Hölderlin compendia en un poema de pocos versos todo el
recorrido trazado hasta ahora.
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Visión Imágenes que la plenitud del día a los hombres muestran, En el verdor de la llana lejanía, Antes de que la luz decline en el crepúsculo, Y la tenue claridad dulcemente serene los sonidos del día. Oscura, cerrada, parece a menudo la interioridad del mundo, Sin esperanza, lleno de dudas el sentido de los hombres, Mas el esplendor de la Naturaleza alegra sus días Y lejana yace la oscura pregunta de la duda.
Hölderlin se refiere en el poema a las imágenes que revelan el interior de la
naturaleza. Esas imágenes muestran la plenitud del día, la vida en toda su potencia, la
productividad de la naturaleza. La plenitud se esconde tras imágenes cotidianas, es
interior, pero se hace presente sólo en algunas ocasiones en las que el yo parece
ensancharse y unirse al paisaje. El hombre inmerso en sus problemas mundanos no tiene
la receptividad suficiente para comprender lo que las cosas le muestran o las mira sólo
como cosas. Dos son las maneras de desviar la recta mirada de la verdad: la mirada
ensimismada que sólo concibe las cosas desde la medida del propio interés vital o la
mirada analítica que sólo contempla piezas de ensamblaje de un mecanismo inerte. Por
el contrario, el poeta tiene una visión de la plenitud porque se fija en el verdor de la
llana lejanía. El verdor es la primavera, el renacer del mundo, el carácter orgánico de la
naturaleza; la lejanía es el infinito, la eternidad. En un solo verso aparece la vivencia del
eterno renacer como suprema potencia que se extiende al infinito y que abarca al mismo
poeta y lo desplaza junto a su mirada por la llanura sin fin. La plenitud es la vida como
potencia infinita. No se trata de la mera supervivencia individual; al contrario, la
plenitud precisa del olvido del yo empírico mediante su superación. Se identifica más
bien con el flujo de la conciencia, que es la corriente misma de la vida y que sólo toma
los objetos como punto de apoyo para proyectarse más lejos: los obstáculos son los
medios de superación, pero presentan el peligro de fijar al sujeto en sus límites
empíricos. La plenitud es la infinita autoactividad de la conciencia.
La paradoja de la naturaleza interior es que es a la vez olvido y pre-memoria,
instante y eternidad, ausencia y presencia. Tiene que ser ambas cosas para satisfacer el
deseo de plenitud. El mero vacío es una renuncia desencantada de la vida, un querer
aliviar las frustraciones de la vida que se convierte en un querer no querer más. Esa
renuncia o anulación es demasiado parecida a una claudicación para presentarse al
sujeto como medida de plenitud, de autorrealización, pero al mismo tiempo es
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irrenunciable. Del mismo modo se nos presenta el otro polo de la experiencia mística: la
solución de todas las contingencias de la vida en una existencia perfecta. ¿Pero puede
haber una tal existencia como conciencia de la separación (inevitable como conciencia
del sujeto empírico) que pueda aspirar a la plenitud? Una vez que he definido los límites
de mi conciencia y que distingo el interior del exterior ¿cómo evitar la experiencia del
desajuste con el mundo? Incluso la vida eterna en el simple sentido de la inmortalidad
(es decir, la inexistencia de la muerte) resulta una perpetuación del enigma y del
conflicto del sujeto con el mundo: no soluciona el problema del dolor. La muerte es un
problema existencial en la medida en que el yo vive centrado en sí mismo y desea
mantener los límites con su entorno (lo que podríamos llamar instinto de conservación).
El yo se ve escindido por dos tendencias contrapuestas derivadas de su naturaleza como
conciencia. De un lado siente todo lo que se asoma a sus límites como algo ajeno y que
amenaza permanentemente la propia identidad separada. Pero, por otra parte, el yo sin
contacto con el entorno (aunque sea conflictivo) siente el insoportable estado de la
soledad. Incluso Dios, entendido como un yo o conciencia, crea el mundo para aliviar su
soledad ¿Para qué decidirse a crear un objeto que cobra independencia con respecto a su
creador? ¿Para qué crear una conciencia libre como la del ser humano? El yo busca
fuera de sí y lo necesita; además necesita encontrar naturalezas como la suya para
superar esa soledad, pero al mismo tiempo crea el conflicto que lo ha desajustado del
mundo (de la sociedad y de la naturaleza). La fusión con la sociedad, la transformación
de la voluntad particular en voluntad general es una de las posibles soluciones a este
nudo gordiano, pero es incompleta en la medida en que hay otras sociedades que se
presentan como amenaza a la mía (la comunidad como un yo ensanchado, pero un yo
subjetivo frente a un entorno hostil al fin y al cabo) y que la naturaleza hace valer sus
derechos como realidad que se erige contra la mía. La técnica tiende un puente hacia la
unificación, ya que representa la superación de la contradicción que siente el sujeto
entre sus ideales y la realidad. Pero la técnica se concreta como solución en su
proyección hacia el futuro, esto es, en la idea de progreso. Como observó Max Weber,
la ideología del progreso, acusada por muchos de ser excesivamente optimista, es, en
realidad, una forma de pesimismo bien administrado (no histérico o desesperado), pero
pesimismo al fin y al cabo. El progresista es alguien que sufre las limitaciones de su
época y que no puede aprovecharse del legado que deja a los demás con su esfuerzo.
Mira hacia el pasado con lástima por los rigores que presentaba la vida a sus
antepasados, pero esa mirada se vuelve sobre sí y se ve a sí mismo igualmente limitado
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a su tiempo y sometido a un dolor contingente. En otras palabras, el progresista
consciente se ve abocado al pensamiento (emocionalmente demoledor) de que ha
nacido demasiado pronto. Pero es propio de la ideología progresista llegar a la certeza
de que, no importa en qué época haya nacido uno, siempre habrá nacido demasiado
pronto.
La plenitud, como la vive el místico, no puede ser parcial. Ni la política ni la
técnica llevan a ella, y si lo hacen en parte es porque proporcionan olvido, porque
adormecen la conciencia. Si seguimos ese camino hasta el final tendremos que concluir
que hace falta un olvido más radical: el olvido de sí (la muerte) se presenta como una
necesidad para llegar a la plenitud. Pero en el concepto de plenitud queda anulada toda
unilateralidad, toda renuncia sustancial. Hay que morir, sí, pero esa muerte tiene que
ser, a la vez, la vida plena. ¿Cómo hay que entender esa paradoja?
En primer lugar, como manifestación del deseo constitutivo de la conciencia de
escapar al dolor y al miedo, de sentirse seguro y acogido. La conciencia nos ha
preparado justamente para lo contrario. La paradoja de la solución encierra de forma
imprecisa la superación de los planteamientos del problema. Eso sirve de impulso
inicial a la elevación mística, incluso antes de que una teoría concrete la forma de
representación y los matices de la experiencia, que varía en el espacio y en el tiempo.
Hölderlin lo expresa de forma esencial en el poema que estamos analizando. La lejanía
se presenta como la intuición de la ausencia de límites. La mirada se pierde en la
llanura, no encuentra nada que la limite, lo que representa una salida de sí del propio yo.
Mis ojos no alcanzan a percibir el fin, nada se opone a mi mirada, nada la limita: la
actividad pura del mirar no
encuentra obstáculos que la
cosifiquen y, de esa manera, el
mirar se convierte en una
actividad pura, indeterminada.
Schelling (en sus Cartas sobre
el dogmatismo y el criticismo)
ya se percató de que la máxima
actividad se hace equivalente a la máxima quietud: así nos parece en ese mirar el aire,
los espacios infinitos, en los que la mirada se convierte en pensamiento del Absoluto o
de la Nada, pues ambos conceptos convergen en la vertiginosa y estática velocidad
infinita.
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Hölderlin no acaba ahí el poema; aún nos muestra algo más: puesto que la
mirada se convierte en pensamiento cuando se dirige al infinito, necesita superar toda
objetivación que se le presente como obstáculo. Por eso la mirada no inicia su viaje en
cualquier dirección, sino hacia el poniente. El verdor de los campos que el sol ponía a su
vista reconcilia al sujeto con la vida, pero también entorpece la absoluta reconciliación,
nos invita a detener la mirada
abajo, lo que dificulta que el
pensamiento se libere de su
limitación objetual. La luz del sol,
allá en lo alto, con su cegadora
claridad indefinida, se convierte en
su referencia. Los ojos se dirigen a
la fuente misma de la visibilidad y
recorren su camino. Toda mirada a
la verdad, toda iluminación es, por eso, una premonición del crepúsculo, de la oscuridad
primordial indefinida de la que súbitamente nos asalta un déjà-vu, una pre-memoria. El
sol aún nos producía dolor (más aún que los objetos que iluminaba); la tenue claridad
del crepúsculo nos serena. ¿Es la muerte el fin del impulso místico? La noche nos
sorprende con su oscuridad reparadora, con el olvido del mundo. ¿Pero puede evitar el
sujeto la sensación, también dolorosa, de haberse perdido? La noche nos lleva a la
interioridad del mundo6 (que no es otra cosa que un repliegue de la conciencia sobre sí
misma en la medida en que ya no se identifica con la identidad por la que se constituye
el sujeto empírico), frente a su exterior objetivo, pero la interioridad se nos presenta al
principio como algo oscuro, cerrado. Es un lugar en el que no puede penetrar la mirada,
y el hombre se ha acostumbrado a comprender a través del sentido de la vista. Por eso se
ha trasladado al horror de la infancia, a la pura oscuridad en la que acecha el peligro de
la disolución. En la oscuridad no aparece al principio ninguna dirección hacia la
6 Más celestes que aquellas centelleantes estrellas / nos parecen los ojos infinitos que abrió la Noche en nosotros. Novalis, Himnos a la Noche, 1. Los días de la Luz están contados; / pero fuera del tiempo y del espacio está el imperio de la Noche. Novalis, Himnos a la Noche, 2. Apago la luz. / Con mano púrpura, / Me quito el mundo / Como si fuera un traje de colores. // Y me sumerjo en lo oscuro / Desnudo y solo, / El reino profundo / Será mío y yo suyo. // Grandes milagros corren ligeros / A través de la espesura, / Venas de agua saltan / En el sentido más profundo. // Oh, que sigan saltando, / Yo llegaría al centro / Al corazón de la tierra / Cerca de todo, lejos de todo. Hugo von Hofmannsthal.
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plenitud, sino el peligro. Pero en el peligro se encuentra la salvación7. Lo que en la vida
cotidiana eran ideas vagas e inverosímiles, el miedo las convierte en certeza. ¿Quién no
ha sentido en el terror de la noche la presencia de seres de la fantasía que se desvanecen
con la claridad del día? El que cree en demonios ya ha dejado la mente dispuesta para
creer también en ángeles (y a la inversa8).
Esas presencias de la oscuridad la van poblando con su tenue luz. La noche
oscura se ha transfigurado en verklärte Nacht (noche resplandeciente) y se ha
convertido en el lugar de la revelación. Se produce aquí una segunda iluminación, una
iluminación interior del espíritu universal, del alma del mundo, de la naturaleza interior.
Es la propia vida del espíritu, su actividad suprema, liberada de las restricciones de la
individualidad y de los objetos, libre al fin en la determinación de su actividad sobre sí
misma, la que se vislumbra tras el velo de la oscuridad nocturna. En aquel lugar no hay
identidad: como en los sueños, las formas objetivas no determinan los significados y se
transforman por la propia actividad del espíritu. El sujeto empírico se ha convertido en
sujeto absoluto (la conciencia pura trasciende las limitaciones de la identidad personal y
la abarca en la totalidad de su fluir eterno –es decir, inabarcable).
La oscuridad del interior de la naturaleza, más aún si se la contempla desde la
claridad del día, no puede ser ganada durante la vida sino como visiones puntuales. La
vida del sujeto empírico tiene que estar fundamentada en la identidad personal. A ello le
fuerzan los objetos y las otras conciencias en su mutuo oponerse. La interioridad del
mundo aparece en súbitas visiones de esplendor acompañadas de un sentimiento de
éxtasis. Esas visiones representan una esperanza de reconciliación que sirve de guía en
la vida, incluso justifican por sí solas toda la vida9. La luz interior de la naturaleza, que
se ha presentado en la experiencia mística con la promesa de la reunificación de la pre-
memoria, hace imposible la duda. Al fin y al cabo, la duda sólo existe porque la
conciencia está cerrada en sí misma frente al exterior desconocido y hostil. En el lugar
hacia el que se proyecta el poeta se han abolido todos los límites: ninguna duda es
7 "Cercano está / Dios y es difícil captarlo. / Pero donde hay peligro, crece / lo que nos salva”. Friedrich Hölderlin, Patmos 8 y como el conde, en una hora feliz, le preguntara un día a su esposa por qué aquel terrible día tres, resignada como parecía estar a la idea de cualquier vicioso, había huido de él como del diablo, respondió ella echándosele al cuello que «no se le habría antojado entonces un diablo si la primera vez que lo vio no le hubiera parecido un ángel». Heinrich von Kleist, La marquesa de O. 9 “una vez, por lo menos, habré vivido igual / que los dioses, y nada más me será necesario”. Friedrich Hölderlin, A las Parcas.
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posible allí. Ahora puede vivir en la espera de esa plenitud a la que se acercará
tímidamente en vida.
El yo se extraña en primer lugar de sí mismo. Su identidad se le aparece como
un objeto extraño, como una determinación de la naturaleza, de la sociedad, del azar. El
crepúsculo hace más tenue la exterioridad (de la que forma parte mi identidad personal)
y nos vuelve hacia el interior. En la indiferencia de la noche el yo se hace coherente
consigo mismo. ¿Pero es vida esa indiferencia? ¿Puedo afirmar que sigo vivo cuando he
olvidado quién soy? ¿Puedo ser yo y ser todo a la vez? Las distintas expresiones de la
mística darán diversas respuestas a estas cuestiones. Lo cierto es que en todas las
experiencias místicas hay una idea sustantiva de la muerte que coexiste con la vida
plena. Lo que se quiere decir es que la eternidad no puede ser una mera prolongación
sin limitación del flujo temporal. La eternidad es un cierre y, por lo tanto, se parece más
a un punto que a una línea. Es la detención del instante supremo que buscaba Fausto, la
anulación del tiempo, no su extensión infinita. El tiempo es enemigo de la plenitud (ya
nos hemos referido al carácter esencialmente pesimista de la idea del progreso). En la
existencia plena no puede existir el lastre del pasado ni la incompletud a la que nos
proyecta el futuro. ¿Es ese el deseo final del místico, convertirse en naturaleza muerta,
o, mejor, en un muerto viviente?
§ 9
Precisamente la paradoja de la mística ha encontrado una extraña expresión en la
figura cinematográfica de los zombis. En La noche de los muertos vivientes (George A.
Romero, 1968) o en la primera de las secuelas se los representa de manera ya clásica,
hasta el punto de que forman parte del imaginario popular. En la película asistimos al
extraño espectáculo de los muertos que salen de sus tumbas y se pasan la muerte
deambulando ensimismados de un lugar a otro. No hay ya finalidad en su deambular.
Visitan los lugares familiares llevados por una mera rutina mecánica. Pero el mundo que
habían conocido ya nada les dice; no son de este mundo. Pueblan el centro comercial,
como solían hacer los fines de semana, pero ya se han liberado del materialismo
consumista. No se preocupan por su aspecto. Su carne se pudre, está marcada por
heridas mortales (aunque la imagen no permite afirmar que desprendan buen olor). Son
la imagen del dolor de la vida orgánica transfigurada en sonambulismo por la muerte. El
zombi parece que por fin se ha podido reconciliar con el Absoluto mediante el olvido de
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sí. Es ese olvido, la pérdida de su condición de sujetos, lo que constituye su muerte,
pues nadie diría que alguien que se vaya paseando por ahí está realmente muerto. Pero
para el aún vivo el zombi es un muerto. Si un antiguo amigo se presenta en casa como
un zombi, uno se da cuenta de que ya no es el amigo que conoció. Ni siquiera es otra
persona. Simplemente ya no es nada: un pedazo de carne; naturaleza solamente.
Es curioso que el zombi
se encuentre a gusto con los
demás de su condición. Todos
ensimismados y hermanados en
su anulación como individuos,
todos han traspasado las
fronteras de la identidad. Nunca
se agreden entre sí. Deambulan
por las ciudades desiertas y por
los campos sólo con lo puesto,
como una orden mendicante. Sólo se les puede imputar un vicio: tienen un insaciable
gusto por la carne humana. ¿Por qué se empeñan en comerse a los desaprensivos
humanos vivos que se encuentran en su deambular? ¿No esconde eso una intuida y feroz
xenofobia contra el Extranjero que destruye la indiferenciación del Absoluto? Si para el
individuo civilizado el zombi representa la amenaza de la indiferenciación, el Extranjero
es para el zombi la amenaza de la conciencia subjetiva ¿No es lógico que esa
comunidad de místicos truncados odien a los individuos aferrados a su yo hasta tal
punto y que a la vez no les baste con aniquilarlos, sino que los incorporen a su
hermandad o, de forma más radical, los hagan carne de su carne y sangre de su sangre
en la comunión universal? ¿No es curioso, finalmente, que los mismos zombis puedan
todavía morir? En el infinito la vida y la muerte se confunden. ¿Les falta el amor para
que su experiencia sea realmente mística? Una vez que han salido de sí mismos ¿de
quién a quién sería ese amor? Sólo gracias al sentimiento de carencia del yo escindido
es posible ese deseo de fusión con el otro que es el amor. ¿No es el zombi alguien que
ha regresado a la patria roussoniana originaria, al lugar de la pre-memoria en el que el
yo no se había desgajado aún del todo? ¿No es entonces el Extranjero civilizado, el
colonizador, la única amenaza, lo único que aún pone en peligro la existencia plena? Le
falta la conciencia, responderán, para que su ser sea pleno. El místico no ha vuelto a la
inconsciencia, sino que ha elevado la propia conciencia al infinito. ¿Sin perder nada a
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cambio? ¿Mantiene así su identidad personal, basada en la conciencia subjetiva (en la
memoria)? ¿Pero se puede evitar entonces volver a la escisión? Quizá al amparo de la
indiferenciación del Absoluto estemos pensando en la cuadratura del círculo.
El zombie es monstruoso porque se ha olvidado de sí pero no ha salido de sí. Su
amnesia ha acabado con su
identidad personal, pero a costa
de someterlo aún más
férreamente a una individualidad
maquinal. No alcanzaron la
meta, pero ¿quién podía asegurar
que la meta era alcanzable, que
existía siquiera? ¿Cuál era
realmente la meta? Los zombis
son gentes que osaron entrar en
el bosque en busca del misterio
absoluto y nunca más salieron10.
Es un deseo muy humano el
mantenimiento de la conciencia
subjetiva, pero también lo es la anulación de la misma para soportar el desamparo, la
soledad o el dolor que produce la escisión. Al fin y al cabo, los personajes de estas
películas (los todavía vivos; los zombis ya no son propiamente personajes) parecen
tentados por la dulzura de la muerte (indiferénciate, únete a ellos, abandónate al todo).
Esta idea, desde otra perspectiva, también se encuentra en La invasión de los ladrones
de cuerpos (Don Siegel, 1956) y sus múltiples remakes, en que el mensaje se hace
explícito: renuncia a tu identidad, la vida será más dichosa si abandonas tu carácter de
conciencia subjetiva y te fundes con el todo. Los personajes de la película reaccionan
con horror porque piensan que esa transformación es la muerte ¿Les fallaba la intuición,
reaccionaban con inútil terquedad? ¿No les animaba más que un tozudo e irracional
instinto de supervivencia mal entendido, como les aseguraban los convertidos?
Madrid, junio de 2008. 10 “Holz” [madera, leña] es un antiguo nombre para el bosque. En el bosque hay caminos [“Wege”], por lo general medio ocultos por la maleza, que cesan bruscamente en lo no hollado. Es a estos caminos a los que se llama “Holzwege” [“caminos de bosque, caminos que se pierden en el bosque”]. Martin Heidegger, Caminos de bosque.