Date post: | 18-Mar-2016 |
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Juanjo Conti
LA MÁQUINA DE LOS CUENTOS
Y OTRAS FICCIONES
Índice
Presentación
La Oficina Media 5
El hijo del escritor 10
Celular 14
El pelo en el jabón 18
El último en la cola 20
Instante cero 21
La máquina de los cuentos 24
La entrevista 29
Schwarzweiss (Un cuento épico) 30
Personajes 33
Dulce Poppy 34
Regreso a la máquina de los cuentos 38
Muchas gracias
4
Presentación
Este pequeño libro, que tenés en tus manos, es una
compilación de algunos de los cuentos que escribí desde
mediados de 2007 a finales de 2010. Los géneros son
variados y en ellos intento desde regalarte un momento
divertido hasta plantear alguna idea para pensarla.
Mi nombre es Juanjo Conti y no soy un escritor
profesional. De hecho la literatura es mi hobby, como para
algunos puede ser el macramé o la jardinería ornamental.
Hace mucho tiempo que vengo leyendo libros y siempre me
pareció asombrosa la existencia de estos objetos. Hoy, casi
como un juego, completo este proyecto de editar algunas de
las cosas que escribí. Espero que te gusten.
Muchos amigos tuvieron que sufrir las primeras
versiones de mis cuentos y me fueron dando opiniones o
haciendo correcciones; en particular me gustaría
agradecerles a Joel, César y Melisa su colaboración en casi
todos los textos que integran este volumen.
Sin más preámbulos, los dejo con los cuentos. Sean
bienvenidos.
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La Oficina Media
Cuando Alfredo escuchó a la paloma arrullar desde
la ventana levantó su cabeza de la computadora y la miró.
Luego, como buscando una excusa para su momentáneo
descanso laboral, miró hacia el gran reloj rojo que colgaba
de una de las paredes de la oficina C del 3° piso. Eran las dos
menos cinco. El horario de trabajo ya terminaba, pero hoy le
tocaban horas extras y hasta las cinco no podría volver a su
casa.
Volvió su vista a la computadora y siguió
trabajando. Cumplir horas extras no era algo que le fas-
cinara. De hecho, con las siete horas que trabajaba diaria-
mente le alcanzaba para cumplir con sus obligaciones, pero
el pago de las horas extras era un triunfo sindical y ser tan
desagradecido de no aprovecharlas sería una falta de
respeto imperdonable hacia los altos dirigentes del gremio.
Aprovechaba su tiempo ordenando cosas, leyendo noticias
en Internet y chateando con una puertorriqueña de
veintiséis años y rulos esponjosos (o al menos esto era lo
que Alfredo creía, pero la historia del plomero de estado
mental cuestionable que entra a los salones de chat
haciéndose pasar por mujeres de distintas nacionalidades
centroamericanas la dejaremos para otra ocasión).
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Otros en su misma situación eran Charly de
contabilidad, Oscar que realizaba el mismo trabajo que
Alfredo y un chico nuevo que todavía no encontraba su
lugar en la gran maquinaria de burocracia estatal. El chico
se llamaba Marcos.
—No se olviden de apagar la cafetera. —dijo
Graciela la secretaria, que completaba el quinteto de
personas que de mañana trabajaban en la C. Y así, con esas
palabras, marcó la hora de su salida en una tarjeta y sin
despedirse más que con esa advertencia, se fue.
Cuando el aroma a café quemado ya inundaba la
sala, Marcos se acercó y cumplió con el mandato de la
secretaria. Aprovechando que se había levantado hasta allí,
tomó un vasito de plástico y se sirvió un poco de café negro.
Con una cucharita de metal sacó azúcar del pote que todos
los meses Graciela llenaba con el aporte de dos pesos por
cabeza y se dispuso a beber. El color de la bebida, cual
néctar de los dioses en el imaginario de Marcos e ideal para
ese día lluvioso, se le presentaba negro y brilloso, casi con
un brillo del color de los rubíes. Pero cuando lo llevó a su
garganta...
—¡Puaj! —exclamó, y con la cara retorcida hizo
que la bebida, ahora más parecida a asfalto que a elixir,
pasara por su garganta.
—¿Qué pasó Marquitos? —le gritó Oscar desde el
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fondo. —¿No está rico el café de Graciela? —mientras con
una risa que lo desbordaba carcajeaba para sus adentros.
Oscar hacía veinte años que trabajaba allí y con nutrida
experiencia conocía las cualidades, si se permite el adjetivo,
culinarias de Graciela. Ya desde chiquita había demostrado
tener nulas, sino negativas, habilidades para la cocina. Su
primer intento fue un budín inglés de regalo para su madre
por el día de su santa, Santa Ana. Nadie puede a ciencia
cierta asegurar si era rico o si era feo, pero desde entonces ha
estado en la familia y es la mejor tranca para la puerta del
patio que la familia de Graciela nunca tuvo.
Ya recuperado de la experiencia organoléptica, y
mientras tiraba por el inodoro del baño el café que quedaba,
Marcos pronunció estas palabras, iniciadoras de un cambio
fundamental que se daría en la oficina:
No todo lo que reluce es oro.
Mientras su cabeza, como rebotando en el aire,
asentía sus propias palabras, los otros tres hombres de la
oficina dejaron lo que estaban haciendo para mirarlo.
Aunque entre sí no se dieron cuenta de que todos miraban lo
mismo, en los ojos de los tres estaba el mismo brillo, y en
sus labios, la misma pregunta. Alfredo, decidido a conocer
la respuesta se puso de pie, aclaró su garganta y enunció:
Ni toda la gente errante anda perdida.
Casi sin dominar su cuerpo, Charly se paró sobre sus
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ciento veinte kilogramos y con su cabeza erguida, barba
canosa y cabellera ausente, dijo:
A las raíces no llega la escarcha.
El viejo vigoroso no se marchita.
Súbitamente Oscar, que miraba a todos como si
estuviera viendo fantasmas, con sus ojos bien abiertos y con
algo de vergüenza, apagó su cigarrillo y lanzó:
De las cenizas subirá un fuego.
El descoronado será de nuevo rey.
Silencio total.
¿Podría ser cierto?, ¿ser verdad lo que los tres
hombres estaban pensando? Oscar, Charly y Alfredo se
quedaron mirando a Marcos, Marquitos.
Marcos, que se había quedado con el vasito de café
en la mano hipnotizado al ver los repentinos movimientos y
manifestaciones de poesía, no supo que hacer. Lentamente
dejó el vaso sobre su escritorio y hasta amagó a darse vuelta
y salir despacito como Graciela, pero a él también le
tocaban horas extras hoy.
Entonces, quitándose la coraza con la que había
estado yendo al trabajo, dejó entrever una sonrisa y gritó:
Se forjará la espada rota.
La oficina se transformó en una imprevista
avalancha de gritos y aullidos, festejo y alegría. Gritos
como los que darían un grupo de Hobbits al bajar corriendo
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de una colina en La Comarca luego de realizar una
travesura. Sus tres compañeros se acercaron a Marcos, lo
saludaron con un apretón fuerte de manos, como si fuese su
primer día en la oficina y todos rieron juntos, felices de
haberse encontrado en el mundo oficinista.
Desde ese día las horas extras en la oficina C del 3°
piso ya no fueron las de antes; Alfredo, Charly, Oscar y
Marcos juegan a su juego de rol preferido mientras la
oficina se convierte en la Tierra Media.
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El hijo del escritor
El Dr. Martín Hogara observó a su hijo terminar de
leer la última página de un grueso volumen. Complacido
respiró profundamente.
Martín Hogara Jr. tenía dieciseis años y era digno
hijo de sus padres. El Dr. Martín Hogara era un escritor
reconocido y su madre, profesora en la carrera Licenciatura
en Letras de una prestigiosa universidad.
La verdad es que su hijo no había tenido siempre la
actitud pulcra y erudita hacia la literatura que hoy lo
revestía. Menos de un año atrás podía contar con los dedos
de su mano la cantidad de libros que había leído y no
pensaba requerir de la otra en mucho tiempo.
Martín era el capitán del equipo de fútbol de su
escuela, jugaba al básquetbol en un club de su barrio y
practicaba judo. Los fines de semana salía a correr por la
costa y una vez al mes se iba de pesca con su tío a un río
cercano. Por su puesto, los veranos practicaba natación. En
todos sus estilos.
No..., nada parecía demostrar que fuese a seguir los
pasos de sus progenitores, y esto verdaderamente tenía
preocupado a sus padres. La historia hubiera seguido su
curso si no fuera por lo que aconteció en cierta ocasión. En
11
el verano de su décimo quinto cumpleaños, Martín se cayó
del techo de su casa.
Era diciembre y su papá le había pedido ayuda para
cambiar unas tejas del techo. El sol agobiante de verano al
mediodía lo iluminaba desde arriba y en un momento
empezó a sentirse mareado. Se le nubló la vista y de repente
sintió un fuerte golpe, o al menos eso es lo que recordaba.
Cuando se despertó estaba en la cama de un hospital
con sus padres a su alrededor. Tenía una pierna quebrada y
vendas por todo el cuerpo. El yeso no le dejaba mover la
pierna y, asustado, preguntó que le había pasado. Su padre
con mucha calma lo tranquilizó y le explicó que se había
mareado y caído del techo de la casa. Le dijo que no se
preocupara, que en pocos días podría estar de regreso.
¡¿Qué no se preocupara?! Del sobresalto Martín
casi cayó de la cama. ¿Qué pasaría con su equipo de fútbol,
con la natación y el resto de los deportes que practicaba?
Éste, sin duda, no sería un buen verano.
Cuando regresó a su casa encontró su habitación
limpia como no había estado en años. Su mamá la había
acomodado especialmente para él. No había ropa ni pelotas
tiradas, la cama estaba tendida y por la ventana entraba una
agradable luz natural.
Ese primer día en casa fue terrible. El médico le
había mandado a quedarse en reposo por varias semanas y
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esto no le había hecho ninguna gracia. Todo lo contrario, lo
tenía de muy mal humor.
Durante la tarde, su padre fue a verlo. Le explicó
que no debía sentirse mal, que en cambio debía aprovechar
esa situación para hacer algo diferente. En ese momento
Martín notó que su papá cargaba bajo el brazo algunos
libros.
—Libros no, papá...
—Se que no te gustan mucho Martín, pero de verdad
pienso que deberías darle una oportunidad a éste. Se llama
Un capitán de quince años y fue uno de los primeros libros
que leí.
Martín miraba con desconfianza la cubierta del
libro. En ella, un chico que debía tener más o menos su edad
lo miraba desde un barco ballenero. Su padre, sin decir otra
palabra, salió de la habitación y cerró la puerta.
Cuando su papá fue a visitarlo al otro día, Martín lo
esperaba ansioso. El libro de Julio Verne le había fascinado
y, con mostrada ansiedad, le pidió otros. Su padre le llevó
clásicos del mismo autor como De la Tierra a la Luna, Viaje
al centro de la Tierra y Veinte mil leguas de viaje submarino.
No pasó mucho tiempo hasta que Martín le pidió
nuevos libros y conoció Los viajes de Gulliver, la planta de
naranja lima de José Mauro de Vasconcelos y los vericuetos
de Daniel Sempere en la Barcelona de los años treinta.
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Las mañanas y las tardes se inundaban de palabras y,
por las noches, comentaba con su papá las obras que había
leído. Incluso su madre una tarde se animó y le acercó un
libro de poemas. Más allá de la indiferencia con la que se
había relacionado en su vida con la poesía, se encontró
retrasando su cena para terminar de saborear los versos de
un tal Pablo Neruda.
Pasaron las semanas y a medida que su cuerpo se fue
sintiendo más fuerte, también se fortaleció su gusto por las
letras. Pasó por autores clásicos y contemporáneos. Jorge
Luis Borges y Julio Cortázar. Ciencia ficción y fantasía. Día
a día fue descubriendo joyas en todos los géneros y tiempos,
que su padre con buen ojo le sabía enseñar.
Así pasó Martín Hogara Jr. el verano en que cumplió
quince años, descubriendo un mundo que hasta ese
entonces desconocía. Cuando en marzo ya estaba
recuperado salió corriendo de su casa y jugó un gran partido
de fútbol; como hacía mucho tiempo no jugaba. Cuando
volvió a su casa se bañó y luego cenó con sus padres. Antes
de dormir, prendió su velador y empezó a leer una nueva
recomendación de su padre, Rayuela. Seguía siendo un
deportista, pero su vida había cambiado ese verano.
El Dr. Martín Hogara observó complacido a su hijo.
Sí. Si retrocediera el tiempo, volvería a empujarlo desde el
techo de su casa.
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Celular
13:02 h
Cuando su marido entra la ve llorando; deja caer su
caja de herramientas y se pone a llorar con ella mientras la
abraza fuerte. No necesita que Estela le diga lo que acaba de
suceder, porque no hay nada en la Tierra que se compare con
el llanto de una madre cuando ha perdido a su hijo.
12:37 h
La música de la radio llena la cocina. Estela apaga
una hornalla, destapa la cacerola y huele el aroma que
asoma. Su especialidad está casi lista. Hoy llega su hijo que
estudia en la ciudad. El fin de semana pasado no había ido
porque estaba con exámenes; por eso se lo extraña en la
casa.
El colectivo llega al pueblo a las 13:20. Su papá
Antonio va a salir un rato antes del trabajo, va a pasar por la
casa para lavarse las manos y va a ir a esperarlo a la
terminal.
A Estela le parece escuchar el teléfono. Apaga la
radio y presta más atención. ¿Quién podrá ser? Se abre
camino hasta la mesita del teléfono y atiende. Los lentes que
tenía en la mano se le resbalan. Ella, como imitándolos,
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también se resbala y cae sentada en una silla. Le pregunta a
su interlocutor si está seguro de lo que le está diciendo.
En la cocina, los fideos, que no se enteraron de lo
que le pasó a Martín, rebalsan de la olla mientras el agua
hierve.
12:30 h
El calor es más insoportable que nunca. Gustavo
cierra la puerta de su auto y enciende el motor. El aire no
anda, así que abre la ventanilla mientras toma la avenida.
No ve que un chico cruza la calle distraído con su celular.
Cuando cualquiera de los dos levantó la vista, fue
tarde. Había atropellado a una persona, a un chico. Lo había
matado.
Intenta hacer algo pero enseguida un policía le dice
que no lo mueva, se agarra la cabeza y, entre lágrimas,
piensa en su mujer y en sus dos hijas. Con bronca patea la
llanta mientras al chico lo suben a una ambulancia. Otro
policía le dice ahora a él que no se mueva, que espere para
que le tome una declaración. ¿Una declaración? Preguntó
entre las lágrimas que no dejaban de caerle. Arrodillado cae
en el asfalto cuando empieza a lloviznar. Y en ese momento
lo ve, el celular del chico está tirado entre las ruedas
delanteras de su auto. Estira el brazo y temblando lo agarra.
Con miedo, aprieta un botón y lee en la pantalla “Casa”. Se
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cubre los ojos con la mano izquierda. Luego vuelve a mirar
el aparato sabiendo ya lo que tiene que hacer. Oprime el
botón verde y hace la llamada.
Una madre en un pueblito a unos ciento cincuenta
kilómetros de distancia se derrumba en la silla que la
familia Gonzalez tiene junto a la mesita del teléfono.
9:30 h
Es de mañana y Martín Gonzalez se levanta, se baña
y desayuna unas tostadas con mate cocido junto a uno de sus
compañeros de la pensión. Le cuenta que está contento y
triste a la vez. Está contento porque le fue muy bien en los
exámenes de la semana, y eso suele poner muy orgullosa a
su mamá Estela, que siempre que le preguntan responde
orgullosa que su hijo estudia medicina en la ciudad.
Pero también está triste. En su casa la plata no sobra
y está seguro de que su papá se va a enojar con él cuando se
entere. Lo va a tratar de irresponsable y le va decir que
siempre fue un consentido de su madre. Pero él no tuvo la
culpa, los otros eran dos y él solamente uno. No quiso
dárselo, pero no tuvo más remedio que soltarlo cuando
forcejeaba y vio el resplandor de una navaja. Sin pensarlo,
se fue corriendo.
Todo esto le pasa por la cabeza mientras revuelve el
mate cocido para que se enfríe un poco. Más tarde, volverá
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al pueblo para pasar el fin de semana con su familia, y ni se
imagina lo contento que se pondrán sus padres cuando se
enteren de que la tarde anterior le robaron el celular.
18
El pelo en el jabón
Probablemente un pelo en el jabón sea uno de los
objetos más limpios del mundo. Sin embargo, cuando uno
—con su cuerpo transpirado y los cabellos grasos— se
dirige a la ducha para descargar ahí toda la mugre del día
—del cuerpo y del alma— y se encuentra un pelo en el
jabón... ¡Ah! que desazón y que sentimiento de violación a
la intimidad de las gotas de agua que caen sobre el propio
ser. Es que es tal la relación que uno tiene con el jabón, ese
pan blanco protector y confidente, que el solo hecho de
encontrar un pelo incrustado, cual fósil en piedra, nos
recuerda que el vínculo que nos une a él no es inmaculado:
hay más personas que frotan su cuerpo transpirado y sus
cabellos grasos en él. Y entonces, entre parientes y amigos,
empezamos a buscar sospechosos. Lo medimos,
estudiamos su color, ¿rubio oscuro o castaño claro? En eso
nos asalta otra pregunta y, tal vez, pista para encontrar al
culpable. ¿De qué parte del cuerpo de ese vil rufián será el
pelo? Demasiado corto para cabellera de mujer, demasiado
largo para pelo de pierna de hombre. La cadena de
deducciones se congela en el cerebro y el estómago se nos
revuelve. Con las uñas y precisión quirúrgica nos
animamos, lo sujetamos y lo retiramos de su soporte
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pastoso. Lo sostenemos ante nuestros ojos para examinarlo
mejor. Reflexión. Una nueva inspección ocular. Parece que
sí. Falsa alarma. Se trataba de un pedazo de hilo que se
escapó del calzoncillo mientras lo lavábamos rasguñando
su textil composición con el jabón la noche anterior. Ahora
sí, fuera de peligro podemos bañarnos tranquilos. Pero...
¿qué sucede? El agua caliente se terminó.
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El último en la cola
—Disculpe señor, ¿es usted el último en la cola?
Me miró sonriente y con una palmada en la espalda
me contestó:
—Ahora sos vos.
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Instante Cero
—Todos nuestros anteriores intentos por cultivar
vida en un planeta experimental han fallado. ¿Cómo
podemos estudiar a esos extraños seres si se destruyen entre
sí antes de alcanzar el estado de evolución que queremos
investigar? —gritó una voz nerviosa.
—Es por eso que te traje aquí afuera, querido amigo,
—le dijo el profesor Marlov a su colega— para contarte mi
nueva idea.
Entonces Boris Marlov le contó detalladamente el
plan a su amigo y colega, el profesor Bernard, Julius
Bernad. Era descabellado, pero podría funcionar.
Incubarían millones de esos seres, objeto de su
estudio, tantos como fueran necesarios para poblar alguno
de los planetas de alguno de los muchos sistemas solares
con los que contaban para experimentar. También
incubarían suficientes de otros seres para que convivan con
los primeros. Aquellos que, según sus registros, existían
antes del momento de la extinción.
Por supuesto, esto no sería suficiente; además
tendrían que realizar muchas tareas de adecuación de
medio. Así llamaban a las actividades relacionadas con
acondicionar un planeta para que sea ocupado por
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conejillos de India.
Un grupo de cincuenta mil operadores se trasladó al
planeta elegido, y llevó a cabo una serie de tareas rutinarias
como higienización, control de gases atmosféricos y
mineralización del suelo.
Mientras tanto, en la base, un grupo de trescientos
científicos trabajó arduamente en los cultivos. Desde ya,
todas las tareas automatizables eran programadas y los
científicos, una vez puesto todo en funcionamiento, solo se
dedicaban a controlar indicadores y a hacer ajustes
menores.
Luego de cinco años de trabajo, casi todo estaba
listo para poner el planeta en funcionamiento. Solo restaba
grabar en los cerebros de los seres una suma de
conocimientos y recuerdos equivalentes a los que tendrían
los miembros de su sociedad luego de doscientos treinta mil
años de evolución. Cuando se concretase este último paso,
todo los seres serían colocados en lugares cuidadosamente
calculados en relación a sus últimos recuerdos grabados.
Boris Marlov daría la orden: ¡Comenzar! y la vida seguiría
su curso, el curso que ellos habían definido, en ese nuevo
planeta al que llamaron Tierra.
Julius dirigió personalmente la colocación de los
seres humanos en el planeta Tierra. Por supuesto, no estuvo
en la colocación de cada uno de los más de seis mil millones.
De eso se encargaban los robots, pero sí se detuvo a
contemplar algunos que llamaban en demasía su atención.
Una niña de unos ocho años de edad que viajaba en
bicicleta a comprar dos kilos de pan, como le había
mandado su mamá. Un japonés que estaba a punto de
romper una tabla de diez centímetros de madera con su
mano. Un buzo explorando la fauna submarina de un mar al
que habían llamado Mediterráneo porque se encontraba
entre dos continentes. Y todos con el recuerdo exacto de
estar haciendo aquella actividad para la cual eran
dispuestos.
Una persona leyendo un cuento titulado Instante
Cero.
—¡Comenzar!
23
La máquina de los cuentos
Aquí en el futuro hacer literatura es una práctica
popular. La cultivan los ancianos, es común en los adultos y
se la enseñamos a los niños en las escuelas. Es una práctica
tan popular que prácticamente todas las personas son
autoras de algún gran cuento o novela de renombre. Bueno,
al menos dentro de su localidad.
Pero... ¡que irreverente! Dejen que me presente
antes de continuar con mi relato. Mi nombre es Ivan
Goldstein y soy, como ya se habrán dado cuenta, un escritor.
Me especializo en cuentos, aunque más de una vez abordé
otras formas como la novela o la poesía, pero prefiero los
cuentos porque solo puedo dedicarme a escribir algunas
horas durante los fines de semana. Mi trabajo como
ingeniero tipográfico me ocupa el resto de los días. Es así
que solo los sábados y domingos tengo tiempo para
dedicarme al lápiz y al papel. ¡Oh, sí!, a pesar de
encontrarnos en el futuro, seguimos utilizando lápiz y
papel, los elementos más sencillos con los que puede contar
un autor para crear.
Esta práctica, precaria o incluso denominada
cavernícola en ciertos círculos, ha sobrevivido a los años
gracias a la Guerra Negra del año 2133, dónde los países del
24
25
mundo literalmente quemaron todos sus recursos
intentando destruirse entre sí. Debo contarles con pena que
la pobreza se adueñó del mundo cuando la guerra terminó.
Y no terminó porque haya alguien vencido, más bien
terminó cuando todos perdimos, cuando pocos recursos le
quedaban a la naturaleza, y los países alguna vez ricos se
volvieron más pobres que aquellos de los que eran sus
tiranos.
Como les venía contando, luego de la Guerra Negra
la escasez fue tal que ya no existieron computadoras o
máquinas de dictado. Los escritores que sobrevivieron,
pocos y muy pobres, empezaron a utilizar lápiz y papel, así
como lo hacían sus maestros de antaño.
La popularización de la literatura y el crecimiento
de la sensibilidad del alma de los hombres es otra historia,
pero también está ligada a la desazón y la desprotección en
la que se encontró la humanidad luego de tan devastador
hecho bélico. Hoy nuestra sociedad ha restablecido su nivel
de abundancia y ha superado, no solo alcanzado, el
desarrollo tanto tecnológico como de otras disciplinas, con
los que contaba en los tiempos anteriores a la guerra. Por
suerte esta abundancia de bienestares no terminó con la
literatura como forma de expresión sino que, gracias a que
las personas ahora tienen más tiempo libre, la acrecentó.
Hoy es tal la cantidad de obras literarias existentes,
que es muy difícil tener una idea original, poder plasmarla
adecuadamente y lograr llegar a las otras personas. Y ha
sido tan difícil en los últimos años que, incluso, se han
desarrollado herramientas tecnológicas para permitirnos a
los hombres seguir creando literatura.1Las Máquinas de Cuentos son unos aparatos, en
apariencia similares a aquellos que alrededor del año 2000
llamaban Cajeros Automáticos, que utilizan Inteligencia
Artificial para generar una frase (de no más de treinta
palabras) que le sirva a un autor de inspiración para su obra.
Recuerdo la primera vez que usé una. Fue hace siete
años cuando apenas comenzaban a popularizarse. Saqué
una moneda de mi bolsillo y la metí por la ranura. Luego,
presioné el botón que decía Cuento y esperé un momento.
Cinco segundos más tarde un pequeño trozo de papel era
expulsado por la máquina hasta mi mano para que yo lo
leyera. Decía:
Sus cabellos se despeinaban en el viento, pero no le
importaba. La ruta la saludaba y ese día era el primero del
resto de su vida.
No lo podía creer. La frase era concisa pero
reveladora. A partir de ella escribí mi primer cuento de
26
fama. Lo titulé El día libre de la señorita Bianciotto. Y
contaba la historia de una profesora de Historia Antigua que
decidía formar su propia banda de rock.
Esta mañana cuando me levanté, busqué una
moneda y, sin soltarla de mi mano caminé hasta la Máquina
de Cuentos más cercana al lugar dónde vivo. Cuando llegué
había una cola de unas diez personas. Un anciano, dos
mujeres, tres niños y cuatro adolescentes. Los adolescentes
son los escritores más efervescentes de estos tiempos, se la
pasan escribiendo. Tanto que prácticamente no leen a sus
mayores.
El objetivo de mi día era mi nueva obra maestra.
Tenía que lograrlo. Por lo que pacientemente esperé que
todas las personas que había delante mío en la cola
obtuvieran su trozo de papel de la máquina. Cuando llegó
mi turno ya estaba bastante emocionado, había estado más
tiempo de lo normal sin escribir y la abstinencia me estaba
poniendo algo nervioso. Introduje la moneda en la ranura
correspondiente y, como la primer vez, apreté el botón que
decía Cuento.
La máquina hizo un extraño ruido, o al menos un
ruido al que yo no estaba acostumbrado, y, finalmente,
imprimió mi papel. Lo tomé entre mis manos y mis pupilas
se dilataron cuando leí lo que decía:
27
28
Error de sistema 9999999991.
Por favor, vuelva más tarde.
Sin saber qué hacer, miré para todos lados, era el
único en la calle. Tenía que apurarme. Intenté meter el papel
de nuevo en la máquina pero era imposible. Tampoco podía
tirarlo. Nuestra avanzada legislación, en una de sus infinitas
leyes y normas, contempla el uso de las Máquinas de
Cuentos y exige que siempre que la máquina entregue una
frase a un ciudadano, este cree a partir de ella una obra. No
hacerlo está penado severamente.
Es por eso que, sin otra opción, saqué un lápiz y unas
hojas de papel de mi bolsillo y me puse a escribir este relato.
Como hoy estas palabras no serían más que fragmentos del
diario de un errante, voy a tomar lo que escriba y lo voy a
enviar al pasado. Allá donde sueñan con mi tiempo, estas
palabras y mi seudónimo podrán ser perfectamente tomadas
como una ficción escrita por algún otro escritor novel, sin
Máquina de Cuentos.
facilitar la creación de cuentos. Estas máquinas rápidamente incorporaron la posibilidad de seleccionar el tipo de obra que se desea crear.
1 Su nombre se debe a que los primeros prototipos solo servían para
29
La entrevista
—Muy bien, Gabriel... —y el entrevistador apuntó
sus ojos sobre la planilla de papel que tenía el apellido del
candidato en tinta azul— ...Almada. Dígame entonces por
qué quiere trabajar en MegaCorp.
Gabriel repitió las respuestas que había ensayado.
Una por una las preguntas de quien lo inspeccionaba eran
respondidas no solo con las respuestas esperadas, sino
también con gestos de duda o pausas según lo ameritara.
—Para finalizar, ¿cuál diría que es su mayor virtud?
Se mentir muy bien en las entrevistas, pensó
Gabriel. Y luego, de libro, respondió —Mi sinceridad.
—Bienvenido joven, queda contratado.
30
Schwarzweiss
(Un cuento épico)
En las tierras de Schwarzweiss habitaban dos
poblaciones que, sin saberlo, eran vecinas desde hacía
muchos años.
El rey de Schwarzes era conocido por su fuerza y
astucia, mientras que el rey de Weiß lo era por su amor e
inteligencia. Los dos reinos estaban separados por un
cordón de montañas. En el valle de Schwarzes había un gran
lago y alrededor se asentaban las casas de los habitantes de
su reino, mientras que el valle de Weiß era atravesado por un
vivo río.
En ambos reinos había campesinos, jinetes,
caballeros y reales. Los reales eran los integrantes de la
familia del rey. La reina de Schwarzes era una mujer alta, de
cabellos del color de la noche y lacios, mientras que la de
Weiß tenía largos risos del color del sol.
En ambos reinos también había arqueros, quienes
pasaban la mayor parte del tiempo en altas torres, en las
fronteras de los reinos. Desde allí, vigilantes, tenían
órdenes de dar aviso ante cualquier acontecimiento
anormal. Hacía mucho tiempo que no se veían personas
fuera de los reinos; de todas formas los arqueros hacían su
31
trabajo día tras día turnándose entre dos grupos. El primero
subía a las torres cuando salía el sol y bajaba a la hora de la
cena. El segundo grupo hacía guardia a la luz de la luna.
Parece difícil de creer que dos civilizaciones tan
similares —aunque opuestas— y tan cercanas, hayan
transitado tan largos caminos antes de encontrarse. Lo que
no sorprende tanto es que cuando se encontraron por
primera vez, lo hicieron para la guerra.
La mañana de la guerra, un campesino de Weiß
había salido a pastar sus ovejas. Si bien se dedicaba a las
labores del campo, era un hombre de espíritu libre, un poeta,
y siempre se distraía mirando la naturaleza. Árboles,
bandadas de pájaros o un amanecer: cualquier escena era
buena para dejar volar su imaginación. Pero ese día, no se
dio cuenta de que se alejaba más de lo acostumbrado.
Cuando el balido de una oveja lo volvió a la realidad, estaba
al pie de las montañas que siempre contemplaba desde
lejos. Pudo haber sido el frío viento que sigue al amanecer, o
el olor de las flores en esa estación. Sea lo que fuere, su libre
espíritu le pidió subir a las montañas. Y así lo hizo.
Cuando llegó a la cima, ya era la hora del mediodía.
Se llevó la mano a la cabeza para proteger sus ojos de los
fuertes rayos del sol y ver mejor. Cuando bajó la mirada por
la ladera se sorprendió en demasía al ver las casas y castillos
que se emplazaban tan cerca de su hogar sin que nunca
32
hubiese sabido de ellas.
Tratando de pasar desapercibido, empezó a bajar
aferrándose a rocas y ramas. Pero la montaña era tan
empinada que pronto empezó a rodar cuesta abajo sin saber
de dónde agarrarse. Mientras se ponía de pie y se sacudía el
polvo de sus blancas ropas, vio que un jinete se acercaba al
galope. El jinete llevaba vestiduras negras como la piel de
su animal y un casco con una pluma gris.
Desde arriba el caballo lo miró y lo apuntó con su
lanza...
“¡Joel! Vení a tomar la leche”, gritó su madre desde
la cocina. Y Joel, que nunca iba al primer grito, siguió
concentrado en su partida de ajedrez.
“¡Joel, la leche!”. El jovencito frunció la nariz y con
su brazo barrió todas las piezas del tablero.
Cuando termina la partida,
los reyes y los peones van a la misma caja.
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Personajes
Los dos amigos caminaban por la playa.
—¿Nunca se te ocurrió que nuestras vidas podrían
ser parte de un cuento, que nuestra existencia podría ser no
más que el sueño de un poeta, que nuestras siempre bien
resueltas aventuras no existen más que en el negro sobre
blanco de la tinta en el papel?
—Mmmmmmmmm, no.
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Dulce Poppy
Cuando llegué a la terminal de colectivos y me
enteré de que mi viaje se había retrasado dos horas, decidí
comprar algo de literatura para pasar el tiempo. Por suerte,
dentro de la terminal había un negocio de venta de libros.
Este tipo de negocios, me refiero a los ubicados en este tipo
de lugares, suelen tener buenos precios, ediciones baratas o
libros usados. Por supuesto, sus principales clientes solo
queremos su mercadería para matar el tiempo y eso nos
vuelve poco exigentes (en forma, no en contenido).
No es que sea un ratón de bibliotecas, pero... ¿qué
más podía hacer dos horas varado en una ciudad que casi no
conozco? El plan de leer en los confortables bancos
metálicos parecía insuperable. Al menos eso parecía. Luego
de una vuelta rápida entre las mesas que ofrecían títulos que
iban desde "Cómo el Tarot puede ayudarlo a mejorar su
jardín" hasta "Argentina, campeón del 86" llegué a mi
sección favorita en cualquier librería, la de Ciencia Ficción.
Hice un buen hallazgo y por un módico precio, un libro que
podría haber pasado inadvertido para muchos, pasó a
formar parte de la colección de libros de mi autor predilecto.
Ya con mi tesoro bajo el brazo izquierdo y un café de
máquina en mi mano derecha, me senté en uno de los
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bancos. A falta de un acolchado sofá, el plateado y bien
terminado banco se me hacía una delicia. Como el metal
estaba frío me senté sobre mi campera. Dejé mi mochila a
un lado, mi nuevo libro sobre ella y me dispuse a beber café
mientras miraba la gente pasar, como un acto previo a un
placer mayor: el de entregarme a las páginas y leer.
El vasito térmico de café estaba casi vacío cuando
antes de comenzar con mi lectura algo me llamó la atención.
Por debajo de mi campera asomaba un corazón escrito en
tinta sobre plateado. Rápidamente levanté mi abrigo, pero
ya era tarde. La tinta se había contagiado del banco a mi
campera de tela color crema. En ese momento noté que el
banco entero estaba decorado con corazones y dentro de
ellos había algo que, adiviné, era el nombre de alguien. Mi
campera lucía también, con buena caligrafía y trazo firme,
el nombre de la artista urbana que había dejado su marca:
Poppy.
Mi cólera momentánea se disipó rápidamente,
como suele pasarme y hasta me sorprendí sonriendo y
pensando que la tinta fresca debía ser una señal de que
Poppy no estaba lejos. Como por instinto levanté la vista y a
dos bancos de distancia, vistiendo jeans, una campera
marrón claro y una bufanda rosada, vi a una chica delgada
que llevaba el pelo atado.
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Era realmente hermosa. Claramente algunos años
menor que yo, pero indiscutiblemente hermosa. Al notar
que la miraba fijo (casi hipnotizado) se acercó a mi banco.
—¿Qué me mira, señor?
Maldición, me dijo “señor”. Y como me agarró de
imprevisto, no supe que responder. Gesticulando un poco y
haciendo ruidos que recordaban a un bebé pidiendo la teta
solo atiné a levantar mi campera y mostrársela.
—Ah... sí, me salen lindos los corazones, ¿no? No
se lo cobro.
Casi me caigo sentado. No solo había insultado mi
juventud interior, sino que no aceptaba ninguna
responsabilidad por su hecho de vandalismo ciudadano que
dejó marcas en mi campera nueva. La juventud está
perdida...
Maldición, estoy hablando como un viejo.
Desganado, me senté.
Poppy se sentó a mi lado y empezó a estudiarme
meticulosamente. Mientras lo hacía, decía algunas palabras
que yo no podía seguir. Su voz, aguda y punzante, era
mucho más rápida de lo que mi cerebro podía, a esa altura de
los acontecimientos, procesar.
En un momento, su vista se clavó en el libro que
llevaba bajo el brazo izquierdo y noté que movía la boca
mientras leía el título: El Hombre Bicentenario.
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Abriendo y cerrando las pestañas me miró por un
momento para luego decir:
—No puedo creer que hayan hecho un libro a partir
de la película. De seguro es malísimo.
Dando unos saltos se alejó de mi banco y de mí. El
vaso de café en mi mano derecha estaba hecho añicos.
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Regreso a la máquina de los cuentos
Luego de que escribiera La máquina de los Cuentos,
lo enviara al pasado con ayuda de un amigo que trabaja en la
oficina de Realidades Alternativas y me tomara un café con
masitas de avena, se me ocurrió una idea divertida. ¿Qué
repercusiones habrá tenido mi texto en el pasado? ¿Lo
habrá siquiera leído alguien? Asaltado por la duda dejé mi
merienda para salir corriendo a la calle.
A dos cuadras de mi casa está una de las bibliotecas
más grandes de la ciudad y conservan copias (en su mayoría
digitalizadas) de prácticamente todo lo que la humanidad ha
escrito.
Presentada mi identificación, tomé asiento en uno
de los cubículos e introduje el nombre del cuento y mi
seudónimo en la computadora. Salió ante mis ojos la
imagen de una copia roída de un viejo libro; seguramente la
imagen había sido tomada mucho tiempo después de su
impresión. Casi me caigo de mi silla, lo que sucedía no era
solo divertido, era asombroso. No se trataba solo de un
cuento, ¡era un libro entero de cuentos! Y en la cubierta, en
letras de moldes, el seudónimo que había elegido.
Después de asimilar el descubrimiento, me di
cuenta de lo que tenía que hacer. De lo único que podía
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hacer: volver a mi casa por monedas, sentarme frente a una
máquina de cuentos y, una tras una, sacar ideas para escribir
relatos y enviarlos al pasado.
40
Muchas gracias
Muchas gracias por leerme. Si tenés algún
comentario para hacerme, podés escribir en
http://www.juanjoconti.com.ar/cuentos; se acepta todo tipo
de crítica, o un simple saludo.