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Libro proporcionado por el equipo - …descargar.lelibros.online/Joe Hill/El Traje del Muerto...

Date post: 02-Oct-2018
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Libro proporcionado por el equipoLe Libros

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UNA ESTRELLA DE ROCK EXCÉNTRICA, UNA NOVIA GÓTICA Y SENSUAL,UN SECRETARIO ENAMORADO DE SU JEFE, UN FANTASMA DEL QUE NOPUEDEN ESCAPAR Y UNA HISTORIA QUE JAMÁS OLVIDARÁSJudas Coyne es un coleccionista de lo macabro: un libro de cocina paracaníbales, la soga usada por un verdugo, una película snuff. Veterano diosdel rock duro, su gusto por todo lo fuera de lo normal es tan ampliamenteconocido por sus legiones de fans como los excesos de su juventud. Peronada de lo que posee es tan insólito ni espantoso como su últimodescubrimiento, un objeto a la venta en internet, algo tan terriblementeextraño que Jude no puede evitar echar mano de su cartera. Vendo elfantasma de mi padrastro al mejor postor...Por mil dólares, Jude se convertirá en el orgulloso propietario del traje de unmuerto, del que se cuenta que está hechizado por un espíritu inquieto. Notiene miedo. Ha pasado toda su vida tratando con fantasmas —el de unpadre malvado, los de las amantes a las que cruelmente abandonó, los delos músicos a quienes traicionó—. ¿Qué puede suponer uno más? Pero loque le entregará en mano un mensajero en una caja negra con forma decorazón no es un fantasma imaginario metafórico, ni un agradable tema deconversación. Es algo real.Y de repente el anterior dueño del traje está por todas partes: tras lapuerta del dormitorio, sentado en su Mustang de época, de pie al otro ladode la ventana, contemplándole fijamente desde la pantalla gigante de sutelevisor, acechando con una reluciente navaja que cuelga de una cadena deuna huesuda mano...

Joe HillEl traje del muerto

A mi padre, uno de los buenos.

¿Cómo podrían tener destino los muertos?

Alan Moore, Voice of the fire

EL TRAJE DEL MUERTO

Perro negro

PARTE 1

J

Capítulo1

ude tenía una colección privada.Había enmarcado dibujos de los siete enanitos y los había colocado en la pareddel estudio, mezclados con sus discos de platino. Eran obra de John Way ne Gacy,que los había hecho mientras estaba en la cárcel y se los había mandado. A Gacyle gustaba la época dorada de Disney casi tanto como abusar sexualmente deniños pequeños, y más o menos lo mismo que los discos de su cantante favorito,Jude.

Jude guardaba el cráneo de un campesino al que le habían hecho unatrepanación en el siglo XVI para liberarlo de los demonios, y en el agujero delcentro de la calavera había colocado su colección de plumas estilográficas.

Tenía también una confesión de una bruja de hacía trescientos años. « Yohablé con un perro negro que dijo que iba a envenenar mis vacas y que haría quemis caballos enloquecieran y mis hijos enfermaran si no le entregaba mi alma.Le dije que sí, y después de eso le di de mamar de mi pecho» .

La quemaron en la hoguera.Conservaba, además, un lazo, rígido y gastado, que se había utilizado para

ahorcar a un hombre en Inglaterra a principios de siglo; el tablero de ajedrez conel que jugaba Aleister Crowley cuando era niño, y una película pornográfica enla que alguien era realmente asesinado durante el acto sexual. De todas las piezasde su colección, esta última era la que más le incomodaba poseer. Había llegadoa sus manos a través de un oficial de policía que se ocupó de la seguridad enalgunos de sus espectáculos en Los Ángeles. El policía había dicho, con ciertoentusiasmo, que el vídeo era enfermizo. Jude lo vio y, desde luego, estuvo deacuerdo. Era enfermizo; y además, de una manera indirecta, también habíaprecipitado el fin del matrimonio de Jude, al que todavía se aferraba.

Muchos de los objetos grotescos y raros de su colección privada le habíansido enviados por sus admiradores. No era habitual que él mismo comprara algopara su desagradable museo. Pero cuando Danny Wooten, su asistente personal,le dijo que había un fantasma en venta en la Red y le preguntó si queríacomprarlo, Jude ni siquiera tuvo que pensarlo. Fue como ir a comer a unrestaurante, escuchar la recomendación del plato del día y decidir, sin necesidad

de mirar la carta, que eso era lo que uno quería. Algunos impulsos no requierenconsideración alguna.

La oficina de Danny ocupaba una zona relativamente nueva que se extendíaen el extremo noreste de las irregulares construcciones de la granja de Jude. Enrealidad era una ampliación, con una antigüedad de diez años. Con su aireacondicionado, sus muebles modernos y la alfombra industrial de color café conleche, la oficina era fríamente impersonal, y en modo alguno se parecía al restode la casa. Podría haber pasado por la sala de espera de un dentista si no fuerapor la proliferación de carteles que anunciaban conciertos en marcos de aceroinoxidable. En uno de ellos se veía un bote lleno de globos oculares que mirabanfijamente, con nudos de nervios ensangrentados colgando en la parte de atrás.Era el cartel de la gira « Todos los ojos puestos en ti» .

Apenas terminada la obra de ampliación, Jude comenzó a arrepentirse dehaberla emprendido. No había querido verse obligado a conducir cuarenta ycinco minutos desde Piecliff hasta una oficina alquilada en Poughkeepsie paraocuparse de sus asuntos profesionales; pero ya pensaba que eso habría sidopreferible a tener a Danny Wooten allí mismo, en la casa. Danny y el trabajo deDanny se encontraban demasiado cerca. Cuando Jude estaba en la cocina, podíaescuchar los teléfonos. A veces las dos líneas instaladas allí sonaban a la vez, yese ruido le volvía loco. No había grabado ningún disco desde hacía varios años yapenas trabajaba desde que habían muerto Jerome y Dizzy, y con ellos la banda;pero de todos modos los teléfonos seguían sonando y sonando. Se sentíaabrumado por el desfile incesante de personas que le robaban su tiempo, por laacumulación interminable de exigencias legales y profesionales, acuerdos ycontratos, promociones y apariciones en los medios de comunicación. Nosoportaba el trabajo de Judas Coyne Inc… que nunca se terminaba, que siempreparecía hallarse en plena actividad. Cuando estaba en su casa, quería ser élmismo, no una marca registrada.

La mayor parte del tiempo, Danny se mantenía alejado del resto de la casa.Por muchos defectos que tuviera, era muy respetuoso con el espacio privado deJude. Pero el secretario le abordaba con total desahogo cada vez que pasaba porla oficina, algo que Jude hacía, sin mucho entusiasmo, cuatro o cinco veces aldía. El paso por la oficina era el camino más rápido hacia el cobertizo y losperros. Podía evitar encontrarse con Danny saliendo por la puerta principal ydando toda la vuelta alrededor de la casa, pero se negaba a jugar al escondite ensu propio hogar sólo para no encontrarse con Danny Wooten.

Además, no le parecía posible que Danny fuera a tener siempre algún asuntocon el que molestarlo. Sin embargo, el caso era que siempre lo tenía. Y si noencontraba nada que requiriese su atención inmediata, pretendía conversar. Elsecretario procedía del sur de California, tierra de buenos conversadores, y suscharlas eran interminables. No vacilaba en hablar con perfectos desconocidos

acerca de los beneficios del germen de trigo, incluida su propiedad de convertirlas evacuaciones intestinales en productos tan fragantes como la hierba reciéncortada. Había cumplido treinta años, pero podía hablar del monopatín y laPlayStation con el muchacho que traía la pizza como si tuviera catorce. Eracapaz de hacer confidencias a los técnicos que reparaban el aire acondicionado,contarles que su hermana había abusado de la heroína cuando era adolescente, yque él mismo, de joven, había encontrado el cuerpo de su madre cuando sesuicidó. Era imposible que se sintiera inhibido. Ignoraba el significado de lapalabra « timidez» .

Jude regresó a la casa después de echar de comer a los perros Angus y Bon.Ya había cruzado la mitad del camino batido por el fuego de Danny y,justamente cuando comenzaba a pensar que atravesaría la oficina sininterrupciones, sonó la voz del desinhibido.

—Ah, jefe, me alegro de verle. Por favor, eche un vistazo a esto.Danny iniciaba casi todos sus ataques de locuacidad con esas mismas

palabras, una frase que Jude había aprendido a temer y odiar, por ser preludio deal menos media hora de tiempo perdido, formularios que cumplimentar, faxesque mirar, monsergas que escuchar. Esta vez Danny le dijo que alguien ponía ala venta un fantasma, y Jude se olvidó repentinamente de todo lo que lemolestaba de su ayudante. Rodeó el escritorio para poder mirar la pantalla delordenador por encima del hombro de Danny.

Había descubierto al fantasma en una página de subastas de Internet que noera eBay, sino una de sus imitaciones. Jude recorría con la mirada la descripcióndel producto, mientras Danny leía en voz alta. Su asistente le habría dado decomer en la boca, si Jude se lo hubiera permitido. El empleado tenía una vena deservilismo que a Jude, francamente, le resultaba muy desagradable en unhombre.

—« Vendo el fantasma de mi padrastro —ley ó Danny—. Mi ancianopadrastro murió hace seis semanas, de manera muy repentina. Estaba connosotros en ese momento, de visita. No tenía casa propia y viajaba de pariente enpariente, quedándose durante un mes o dos para luego ir de visita a otro lugar. Sumuerte fue una gran sorpresa para todos, especialmente para mi hija, que estabamuy apegada a él. Nadie lo habría imaginado. Estuvo muy activo hasta el finalde su vida. Nunca se sentaba frente al televisor. Bebía un vaso de zumo denaranja al día. No le faltaba ni un diente» .

—Seguro que es una maldita broma —dijo Jude.—No me lo parece —replicó Danny. Y continuó ley endo—: « A poco de

celebrado su funeral, mi hij ita lo encontró sentado en la habitación de huéspedes,que está justo frente a su dormitorio. Después de verlo, la niña ya no quisoquedarse sola en su habitación nunca más, y ni siquiera acepta ir sola al piso dearriba. Le dije que su abuelo jamás le haría daño alguno, pero ella me respondió

que sus ojos le daban miedo. Aseguró que estaban cubiertos de garabatos negrosy y a no servían para ver. De modo que desde entonces duerme conmigo. Alprincipio pensé que se trataba de un cuento de terror que se estaba contando a símisma, pero es algo más que eso. La habitación de los huéspedes está siemprefría. Revisé el lugar y noté que era peor en el armario en que estaba colgada suropa de los domingos. Él había dispuesto que lo enterraran con ese traje, perocuando se lo probamos en la funeraria no le quedaba bien. Las personas encogenun poco cuando mueren. El agua que hay en ellas se seca. Su mejor traje erademasiado grande para él, de modo que la gente de la funeraria nos convencióde que era mejor comprar uno de los que ellos tenían. No sé por qué les hicecaso. La otra noche me desperté y escuché que mi padrastro caminaba por elpiso superior. La cama, en su habitación, siempre está deshecha, y la puerta seabre y se cierra a todas horas. La gata tampoco quiere ir arriba y, a veces, sesienta al pie de la escalera, mirando cosas que y o no puedo ver. Observa algofijamente un rato, luego maúlla como si le pisaran la cola y sale corriendo» .

El secretario tomó aire. La carta de la vendedora era, desde luego, larga ydetallada. Luego siguió con la lectura.

—« Mi padrastro fue espiritista toda la vida, y creo que sólo está aquí paraenseñarle a mi hija que la muerte no es el final. Pero ella tiene once años ynecesita una vida normal, y dormir en su propia habitación, no en la mía. Loúnico que se me ocurre es tratar de conseguir un nuevo hogar para papá. Elmundo está lleno de personas que quieren creer en la vida después de la muerte.Bien, mi padrastro es la prueba que necesitan. Venderé el fantasma de mipadrastro al mejor postor. Por supuesto, un alma no puede venderse realmente,pero creo que irá a la casa del comprador a vivir con él si se le hace saber que esbienvenido. Como y a he dicho, cuando murió estaba con nosotros sólotemporalmente y no tenía ningún hogar que pudiera considerar como propio, demodo que tengo la seguridad de que irá allí donde se sienta querido. Que nadiepiense que esto es un truco publicitario o una broma ni que cogeré su dinero paraluego no enviarle nada. El mejor postor tendrá algo concreto a cambio de suinversión. Le haré llegar su traje de los domingos. Creo que si su espíritu estáaferrado a algo, tiene que ser a eso. Es un traje pasado de moda muy bonito,hecho por las Sastrerías Great Western. Tiene unas finas ray as de color gris plata,forro de raso…» , etcétera, etcétera. —Danny dejó de leer y señaló la pantallacon el dedo—. Mire las medidas del traje, jefe. Es de su tamaño. La puja departida es de ochenta dólares. Si usted quiere tener un fantasma, parece quepodría conseguirlo por cien.

—Comprémoslo —dijo Jude.—¿En serio? ¿Hacemos una oferta de cien dólares?Jude entornó los ojos, mirando algo en la pantalla, precisamente debajo de la

descripción del artículo subastado. Había allí un botón que decía: « Suy o ahora

mismo: 1000 dólares» . Y debajo de eso podía leerse: « Haga clic para comprary suspenda de inmediato la subasta» . Puso un dedo sobre la pantalla y apretó conenergía.

—Que sean mil, y cerremos el trato —proclamó.Danny giró en su silla. Sonrió y alzó las cejas, que eran altas, arqueadas,

como las de Jack Nicholson. Las usaba con habilidad, logrando siempre granefecto. Tal vez esperaba una explicación, pero Jude no estaba seguro de poderexplicar, ni siquiera a sí mismo, por qué era razonable pagar mil dólares por untraje viejo que probablemente no valía ni siquiera la quinta parte de esa cantidad.

Luego pensó que podría ser una buena publicidad: « Judas Coy ne compra unfantasma travieso» . Los admiradores devoraban historias de ese tipo. Pero esaidea se le ocurrió más tarde. En ese mismo momento, sólo supo que quería ser elcomprador del fantasma.

Jude hizo ademán de retirarse, pensando ir arriba para ver si Georgia yaestaba preparada. Le había dicho que se vistiera hacía y a media hora, peroestaba seguro de que iba a encontrarla todavía en la cama. Tenía la sensación deque planeaba quedarse allí hasta provocar la pelea que andaba buscando. Se laencontraría sentada, en ropa interior, pintándose cuidadosamente de negro lasuñas de los pies. O tendría abierto su portátil y estaría navegando en la Red, enbusca de accesorios góticos, del adorno adecuado para atravesarse la lengua,como si necesitara más de esos malditos… Al pensar en la navegación por laRed, una asociación de ideas hizo que Jude se detuviera y se preguntara algo. Sevolvió para mirar a Danny.

—A propósito, ¿cómo has encontrado eso? —le preguntó, señalando hacia elordenador con la cabeza.

—Ha llegado por correo electrónico.—¿De quién?—Del sitio de subastas. Nos han mandado un correo electrónico que decía:

« Sabemos que usted ha comprado antes artículos como éste y pensamos quepodría interesarle» .

—¿Hemos comprado artículos iguales antes?—Se refieren a productos relacionados con el ocultismo, supongo.—Nunca he comprado nada en ese sitio.—Tal vez sí que ha comprado algo y no lo recuerda. O quizá hay a sido yo

quien hay a encargado algo para usted.—Malditos ácidos —exclamó Jude—. Antes tenía buena memoria. Yo

pertenecía al club de ajedrez en el instituto. Se me daba bien.—¿En serio? Eso es fantástico.—¿El qué? ¿Que estuviera en el club de ajedrez?—Supongo que sí. Me parece tan… excéntrico.—Sí. Pero usaba dedos amputados en lugar de piezas normales.

Danny se rió con demasiada intensidad, tembló como si tuviera convulsionesy secó lágrimas imaginarias en el rabillo de sus ojos. Ah, pequeño y serviladulador.

E

Capítulo2

l traje llegó el sábado por la mañana, temprano. Jude estaba levantado yjugaba fuera con los perros.

En cuanto Angus vio que se detenía el coche, la correa se soltó de la mano desu amo. El perro se lanzó sobre el lateral del vehículo ya parado. La saliva lecolgaba de la boca, mientras arañaba furiosamente con las patas la puerta delconductor. Éste permaneció sentado al volante, mirándolo con la expresióntranquila pero atenta del médico que analiza una nueva variedad de virus ébolaen el microscopio. Jude recogió la correa del perro y tiró con más fuerza de laque tenía intención de usar. Angus cayó de lado sobre el polvo, luego giró sobre síy volvió a saltar y a ladrar. Para entonces Bon también se hacía notar, tirando dela correa que la sujetaba y que Jude tenía en la otra mano. Aulló con tantaestridencia que provocó dolor de cabeza a su amo.

Como estaba demasiado lejos para arrastrarlos de regreso a su caseta delcobertizo, Jude los llevó por el jardín hasta el porche de entrada, mientras ambosanimales luchaban contra él, resistiéndose. Los hizo entrar a empujones y cerróla puerta tras ellos, de golpe. De inmediato comenzaron a lanzarse contra lapuerta, ladrando histéricamente. Ésta temblaba cada vez que los animalesembestían. Perros de mierda.

Jude regresó por el caminillo de entrada hasta llegar a la camioneta de UPS,precisamente cuando la puerta trasera se abría con un ruido metálico. Elrepartidor estaba allí, de pie. Saltó al suelo con una caja larga y chata bajo elbrazo.

—Ozzy Osborne tiene perros de Pomerania —dijo el tipo de UPS—. Los vien la televisión. Encantadores perritos que parecen gatos domésticos. ¿Nunca haconsiderado tener un par de esos preciosos chuchos?

Jude tomó la caja sin decir una palabra y regresó a la casa.Entró y fue directamente a la cocina. Puso el paquete en la encimera y se

sirvió café. Era un hombre madrugador por instinto y por hábito. Mientras estabade gira, o grabando, se había acostumbrado a acostarse a las cinco de la mañanay a dormir la may or parte del día, pero quedarse toda la noche levantado nunca

había sido su tendencia natural.Durante las giras se despertaba a las cuatro de la tarde, de mal humor y con

dolor de cabeza, desorientado, confundido en cuanto a lugar, fecha y horario serefería. Todas las personas que conocía le parecían astutos impostores, oinsensibles alienígenas que llevaran máscaras de goma con los rasgos de lascaras de los amigos. Se necesitaba una buena cantidad de alcohol para que todosvolvieran a parecer quienes eran.

Pero habían pasado ya tres años desde que salió de gira por última vez. No leapetecía demasiado beber cuando estaba en su casa. La mayor parte de lasnoches se iba a la cama a las nueve. A la edad de cincuenta y cuatro años habíavuelto a los ritmos vitales que le inculcaron cuando su nombre era JustinCowzy nski y un niño que crecía en la explotación porcina de su padre. Aquelanalfabeto bastardo le habría arrancado de la cama, agarrándolo por el pelo, si lohubiera encontrado en ella cuando salía el sol. La suy a fue una infancia de lodo,ladridos, alambre de púas, ruinosos cobertizos de granja, cerdos de pielembarrada y hocico aplastado. Una niñez con poco contacto humano, aparte deuna madre que se sentaba la mayor parte del día junto a la mesa de la cocina,con el aspecto flojo y la mirada fija de quien ha sido sometido a una lobotomía,y de su padre, que gobernaba hectáreas cubiertas de estiércol de cerdo y ruinascon su risa furiosa y los puños siempre preparados.

De modo que Jude llevaba varias horas en pie, pero todavía no había tomadoel desayuno, y estaba friendo tocino cuando Georgia entró en la cocina. La jovenllevaba sólo unas bragas negras y caminaba con los brazos cruzados sobre susperforados pechos, pequeños y blancos. Su pelo negro flotaba alrededor de lacabeza, y parecía un nido suave y enredado. Su nombre no era realmenteGeorgia. Tampoco Morphine, aunque se había desnudado usando ese nombreartístico durante dos años. Se llamaba Marybeth Kimball. Era un nombre tansimple que la chica se había reído cuando se lo dijo por primera vez, como si laavergonzara.

Jude se había abierto camino a través de una colección de novias góticas quese desnudaban en público o adivinaban el futuro, o que se desnudaban y ademásadivinaban el futuro; muchachas bonitas que usaban cruces egipcias y sepintaban las uñas de negro, y a las que siempre llamaba por el nombre del estadodonde habían nacido, un hábito que no complacía a todas, pues no querían que seles recordara a la persona a la que trataban de borrar con todo aquel maquillajede « muertos vivientes» . Georgia tenía veintitrés años.

—Malditos perros estúpidos —protestó la joven, apartando a uno de ellos desu camino con el tacón. Daban vueltas alrededor de las piernas de Jude, excitadospor el olor del tocino—. Me han despertado a una hora de mierda.

—Tal vez era la hora de mierda de levantarte. ¿No se te ha ocurrido pensarlo?Ella nunca salía de la cama antes de las diez, si podía evitarlo.

Se inclinó ante la nevera, en busca de zumo de naranja. A él le encantó lo quevio entonces, la manera en que los elásticos de su ropa interior se apretabancontra las nalgas, casi demasiado blancas. La visión del trasero le hipnotizó unosinstantes, pero apartó la mirada mientras ella bebía directamente del envase decartón, que luego dejó en la encimera. Se estropearía ahí si él no se ocupaba dedevolverlo a su sitio.

Estaba encantado con la adoración de las muchachas góticas. Y el sexo conellas le gustaba todavía más, con sus cuerpos flexibles, atléticos y tatuados, y suentusiasmo por lo diferente.

En otro tiempo estuvo casado una vez con una mujer que utilizaba vaso yvolvía a guardar las cosas después de usarlas; además leía el periódico por lamañana. Echaba de menos sus conversaciones. Eran charlas maduras. No habíasido bailarina de strip-tease. No creía en la adivinación del futuro. Era unacompañía adulta.

Georgia usó un cuchillo de cortar carne para abrir la caja de UPS, y luego lodejó en la encimera, con un trozo de cinta pegado al filo.

—¿Qué es esto? —quiso saber.Dentro del primer recipiente había otro. Estaban muy apretados y Georgia

tuvo que porfiar durante un rato para sacar la caja interior y colocarla en laencimera.

Era grande, brillante y negra, y tenía forma de corazón. A veces losbombones venían en cajas como aquélla, aunque ésta era demasiado grandepara ser de golosinas. Además, las cajas con dulces solían ser de color rosa, o aveces amarillas. Se trataba de lencería, entonces… Pero él nunca había pedidonada de eso para ella. Frunció el ceño. No tenía la menor idea de lo que podíacontener, pero al mismo tiempo le daba la sensación de que debería adivinarlo.

—¿Esto es para mí? —preguntó.Quitó la tapa y sacó el contenido, levantándolo para que él lo viera. Un traje.

Alguien le había enviado un traje. Era negro y pasado de moda; los detalles sedesdibujaban a través de la bolsa de plástico de la tintorería con que estabaenvuelto. Georgia lo sostuvo por los hombros delante de su cuerpo, como si lepidiera opinión, como si se tratara de un vestido que quisiera probarse. Lo mirócon expresión inquisitiva y una encantadora arruga entre las cejas. Inicialmenteél no recordó. No sabía quién demonios podía mandarle un traje como aquél.

Abrió la boca para decirle que no tenía la menor idea; pero de pronto cay ó enla cuenta y soltó una frase lapidaria:

—El traje del muerto.—¿Qué?—El fantasma —explicó, recordando los detalles del asunto mientras hablaba

—. He comprado un fantasma. Una mujer estaba convencida de que el espíritude su padrastro la visitaba, de modo que puso en venta en la Red el espíritu

inquieto, y y o lo he comprado por mil dólares. Es el traje de él. La mujer creeque podría ser el origen de las visitas del fantasma.

—Qué bien —dijo Georgia—. Entonces, ¿te lo vas a poner?Su propia reacción le sorprendió. Se estremeció, se le puso carne de gallina.

La idea le pareció obscena, sin necesidad de pensarlo mucho. No habíaconsiderado la posibilidad de ponerse aquellas prendas.

—No —respondió, y ella le lanzó una mirada de sorpresa al percibir algo fríoe inexpresivo en su voz. La forzada sonrisa de la joven gótica se hizo un poco másprofunda, y él se dio cuenta de que había dado la impresión de sentirse…, bueno,no asustado, pero sí momentáneamente débil—. No me quedaría bien —añadió,aunque en verdad parecía que el travieso fantasma había tenido en vida sumisma altura y su mismo peso.

—Tal vez lo use y o —sugirió Georgia—. Al fin y al cabo soy una especie deespíritu inquieto. Y me encuentro muy bien cuando uso ropa de hombre. Mepongo muy ardiente.

Otra vez tuvo una sensación de repugnancia, incluso desazón física. Ella nodebía ponérselo. Le molestó hasta que bromeara sobre el asunto, aunque no sabíamuy bien por qué. No iba a permitir que se lo pusiera. En ese preciso momentono podía imaginar nada más repelente.

Y eso quería decir algo. No eran muchas las cosas que Jude encontraba tandesagradables como para tomarlas en consideración. Estaba poco acostumbradoa sentir disgusto por algo. Lo chocante, lo desagradable, no le molestaba; le habíapermitido llevar una buena vida durante treinta años.

—Lo dejaré arriba hasta que decida qué voy a hacer con él —dijo, tratandode mantener un tono displicente, pero sin lograrlo del todo.

Ella le miró a los ojos, intrigada por el sorprendente abandono de suacostumbrado autodominio, y luego quitó la bolsa de plástico de la tintorería. Losbotones de plata de la chaqueta brillaron con la luz de la estancia. El traje erasombrío, tan oscuro como las plumas de un cuervo, pero los botones, del tamañode una moneda de veinticinco centavos, le daban algo así como un carácterrústico. Con una corbata de cordón, habría sido el tipo de vestimenta que JohnnyCash usaba en el escenario.

Angus empezó a emitir ladridos agudos, estridentes, asustados. Se encogiósobre sus patas traseras y escondió el rabo, apartándose de la prenda.

Georgia se rió.—Está embrujado —dijo.Sostuvo el traje delante de ella y lo agitó de un lado a otro, moviéndolo en el

aire hacia Angus, fingiendo que invitaba al perro a que arremetiese contra él,como hace un torero con el capote. La chica, encantada, gimió a medida que seacercaba al perro. Imitaba a un fantasma errante, mientras sus ojos brillaban deplacer.

Angus retrocedió arrastrándose, golpeó un taburete que había junto a laencimera y lo tiró ruidosamente. Bon miraba desde debajo de la viejaplataforma de madera para cortar carne, con las orejas aplastadas contra elcráneo. Georgia volvió a reírse.

—Deja de molestarlos —ordenó Jude.Ella le lanzó una mirada triunfal y perversamente feliz, con la expresión del

niño travieso que está quemando hormigas con una lupa… y de repente pusocara de dolor y gritó. Soltó varias palabrotas y se agarró la mano derecha.Arrojó el traje a un lado, sobre la encimera.

Una brillante gota de sangre crecía en la punta de su dedo pulgar, y acabócayendo, toc, sobre el suelo de mosaico.

—Mierda —dijo—. Alfiler de mierda.—Ya ves lo que has logrado.Le dedicó una mirada furiosa, le hizo un gesto obsceno con el dedo corazón

de la mano y se fue. Cuando ella estuvo lejos, Jude se levantó y puso el zumo enel frigorífico. Luego dejó caer el cuchillo en el fregadero, buscó un paño decocina para limpiar la sangre del suelo… y finalmente su mirada se detuvo en eltraje. Observándolo, olvidó lo que tenía pensado hacer en ese momento, fuera loque fuese.

Lo estiró, cruzó las mangas sobre el pecho, lo palpó cuidadosamente por todaspartes. Jude no encontró ningún alfiler, y fue incapaz de imaginar con qué sehabía pinchado la chica. Finalmente, colocó suavemente el traje otra vez en sucaja.

Un olor acre atrajo su atención. Miró la sartén y maldijo. El tocino se habíaquemado.

P

Capítulo3

uso la caja sobre el estante situado detrás del ropero y decidió dejar de pensaren todo aquello.

U

Capítulo4

n poco antes de las seis regresó a la cocina, en busca de salchichas para laparrilla. Al pasar oyó que alguien cuchicheaba en la oficina de Danny.

El murmullo le sorprendió e hizo que se detuviera. Danny se había marchadoa su casa hacía más de una hora, y la oficina estaba cerrada con llave. Deberíaestar vacía. Inclinó la cabeza para escuchar, concentrándose intensamente en lavoz baja y sibilante que sonaba tras la puerta… y un momento después identificólo que estaba oyendo. Entonces su pulso comenzó a tranquilizarse.

No había nadie allí. Se trataba de la radio. Era obvio. Los tonos bajos no erantan bajos y la voz se desvanecía sutilmente. Los sonidos pueden sugerir siluetas,producir una imagen del espacio de aire en el que toman forma. Una voz en unpozo tiene un eco redondeado y profundo, mientras que una voz en un roperoparece condensada, despojada de su propia plenitud. La música es tambiéngeometría. Lo que Jude estaba escuchando en ese momento era una voz metidaen una caja. Danny se había olvidado de apagar la radio.

Abrió la puerta de la oficina y metió la cabeza dentro. Las luces estabanapagadas y, con el sol en el otro lado del edificio, la habitación se sumergía enuna sombra azul. El equipo de música de la oficina era el tercero por orden decalidad que había en la casa, lo que no quería decir que no fuera mejor que lamay oría de los equipos de música domésticos. Consistía en un montón decomponentes Onkyo metidos en un armario de vidrio, junto al depósito de aguafresca. Los indicadores digitales estaban todos encendidos, con un color verdemuy poco natural, del tono propio de objetos vistos a través de un aparato devisión nocturna. Había una línea vertical de color rojo brillante que indicaba lafrecuencia en que la radio estaba sintonizada. La línea era una especie deestrecha abertura, como la pupila de un gato, y parecía observar fijamente laoficina, con una extraña y gélida mirada de fascinación.

—¿Cuánto frío hará esta noche? —preguntaba alguien en la radio con tonoronco, casi abrasivo. Un hombre gordo, a juzgar por el resuello que dejabaescapar—. ¿Debemos temer que podamos encontrarnos vagabundos congeladosen el suelo?

—Tu preocupación por el bienestar de las personas sin hogar es conmovedora

—dijo un segundo hombre, éste con una voz un poco débil y a la vez chillona.Era la WFUM, emisora en la que sonaban bandas con nombres de

enfermedades fatales (Ántrax), o de situaciones decadentes (Rancio), y en la quelos locutores tenían tendencia a preocuparse por ladillas en las entrepiernas,bailarinas sin ropa y las divertidas humillaciones que sufren los pobres, loslisiados y los ancianos. Se sabía que emitían temas de Jude más o menosconstantemente, razón por la cual Danny mantenía el equipo de músicasintonizado con ella, como un acto de lealtad y de adulación. En verdad, Judesospechaba que Danny no tenía preferencias musicales especiales, nada que legustara o disgustara demasiado, y que la radio era sólo un fondo musical, elequivalente auditivo del tono del papel de las paredes. Si hubiera trabajado paraEny a, Danny habría canturreado con toda tranquilidad melodías celtas mientrasrespondía el correo electrónico de su jefa, enviaba faxes y realizaba otras milgestiones.

Jude se dispuso a cruzar la habitación para apagar el equipo de música, perono había avanzado mucho cuando sus pasos se detuvieron. Un recuerdo se cruzóen sus pensamientos. Apenas una hora antes había estado fuera, con los perros,en un extremo de la rotonda de tierra de la entrada, disfrutando del suave airereinante, del ligero y estimulante pinchazo que le producía en las mejillas. Nolejos de allí, alguien quemaba ramas y hojas secas otoñales, y el leve olor delhumo perfumado también le resultó placentero.

Danny había salido de la oficina, encogiendo los hombros al ponerse lachaqueta, para dirigirse a su casa. Mantuvieron una breve conversación, o, paraser más exactos, Danny estuvo un rato delante de él moviendo la boca, mientrasJude miraba a los perros y trataba de terminar rápidamente esa charla. Unosiempre podía estar seguro de que Danny Wooten podía estropear un silencioperfecto.

Silencio. Cuando Danny la había abandonado, la oficina estaba en silencio.Jude podía recordar el graznido de los cuervos y el constante y exuberanteparloteo de Danny, pero ningún sonido de radio que saliera del despacho. Sihubiera estado encendida, Jude la habría escuchado. No le cabía la menor duda.Sus oídos seguían siendo tan sensibles como siempre. Contra todo pronóstico, susoídos habían sobrevivido a cuantos sufrimientos los había sometido durante losúltimos treinta años. No le ocurría lo mismo a Kenny Morlix, el batería de Jude,el otro superviviente de la banda original, que padecía severos zumbidos que leimpedían escuchar casi cualquier cosa. Ni siquiera oía a su mujer cuando legritaba directamente en la cara.

Jude volvió a moverse hacia delante, pero algo le inquietaba. Mejor dicho, leinquietaba todo. La oscuridad de la oficina, el misterio de la radio encendida y elbrillante ojo rojo que miraba desde la parte delantera del receptor. No se le iba lasensación de que la radio no estaba conectada una hora antes, cuando Danny aún

andaba por allí, con la puerta de la oficina abierta mientras se abrochaba lachaqueta. Le angustiaba la sospecha de que alguien había pasado muy poco antespor la oficina y todavía podía estar cerca, tal vez mirando desde la oscuridad delbaño, cuya puerta permanecía ligeramente abierta. Resultaba un tanto paranoicopensar eso, y no era algo habitual en él, pero la idea rondaba por su cabeza detodos modos. Estiró la mano para alcanzar el botón de encendido del equipo demúsica, casi sin fijarse en el aparato, con la mirada puesta en aquella puertaentornada. Se preguntaba qué haría si se abriera del todo.

El meteorólogo hablaba. « Frío y seco, mientras el frente empuja al airetemplado hacia el sur. Los muertos empujan a los vivos. Hacia el frío. Hacia elhoyo. Ustedes…» .

El pulgar de Jude tocó el botón y apagó el equipo de música, mientras sesorprendía ligeramente tarde por lo que había dicho el locutor. Tembló, sesobresaltó y apretó con fuerza el botón de encendido otra vez, para volver aescuchar la voz, para saber de qué diablos hablaba el meteorólogo.

Pero el hombre del tiempo ya había terminado de hablar, y en su lugarsonaba la chachara del conductor del programa.

—Nos vamos a congelar hasta el culo, pero Kurt Cobain está calentito en elinfierno. Escúchenlo.

Una guitarra gimió con tono agudo y vacilante. Sonaba y sonaba sin ningunamelodía o propósito discernible, salvo quizá llevar al oy ente a la locura. Era laintroducción a Me odio y quiero morir. ¿Era de eso de lo que el meteorólogohabía estado hablando? Decía algo acerca de la muerte. Jude apretó el botón otravez, y la habitación volvió a quedar en silencio.

No duró. Sonó el teléfono, justo detrás de él, en un sorpresivo estallido sonoroque dio al pulso de Jude otro desagradable sobresalto. Echó una mirada alescritorio de Danny, preguntándose quién estaría llamando a la oficina a esashoras. Dio la vuelta al escritorio para poder ver el identificador de llamadas. Eraun número que comenzaba con 985, que reconoció de inmediato como el prefijode Luisiana oriental. El nombre que aparecía era Cowzynski, M.

Pero Jude sabía, aun sin atender el teléfono, que no era verdaderamenteCowzy nski, M. quien estaba llamando. A menos que se hubiera producido unmilagro médico. Estuvo a punto de no atender siquiera la llamada, pero entoncespensó que tal vez Arlene Wade estaba telefoneando para decirle que Martin habíamuerto, en cuyo caso no quedaba más remedio que hablar con ella. Deberíahacerlo tarde o temprano, quisiera o no.

—Hola —dijo.—Hola, Justin —comenzó Arlene. Era su tía por matrimonio, cuñada de su

madre y enfermera profesional, aunque durante los últimos trece meses su únicopaciente había sido el padre de Jude. La mujer tenía sesenta y nueve años, y suvoz consistía en puros trémolos y gorjeos. Para ella, él siempre sería Justin

Cowzynski.—¿Cómo estás, Arlene?—Igual que siempre, por supuesto. Mi perro y yo seguimos adelante. Aunque

a él ahora le cuesta mucho levantarse, porque está demasiado gordo y le duelenlas articulaciones. Pero no te llamo para hablarte de mí ni de mi perro. Te llamopor tu padre.

Como si hubiera otra cosa por la que pudiera llamarlo. La línea comenzó aemitir ruidos extraños. En una ocasión, Jude fue entrevistado desde Pekín,telefónicamente, por un importante hombre de radio, y en otra recibió llamadasde Brian Johnson desde Australia, y las líneas habían sido tan impecables y clarascomo si estuvieran usando el teléfono de un vecino. Pero por alguna razón lasllamadas desde Moore's Corner (Luisiana) eran confusas y débiles, sonabancomo una emisora de onda media que estuviera demasiado lejos para serrecibida con nitidez. Otras conversaciones telefónicas se cruzaban por momentosen la linea, escasamente audible, para luego desaparecer. Podían tener línea deInternet con banda ancha en Baton Rouge, pero en los pueblos pequeños de lospantanos situados al norte del lago Pontchartrain, si uno quería una conexión dealta velocidad con el resto del mundo, había que arrancar el automóvil y salir atoda velocidad.

—En los últimos meses le he estado dando de comer con una cuchara. Cosasblandas, para que no tenga que masticar. Y le gustaba mucho esa comida. Sopade fideos, muy espesa. Y natillas. No he conocido a ningún moribundo al que nole apeteciera probar unas natillas antes de partir.

—Me sorprende. Nunca le han gustado los dulces. ¿Estás segura?—¿Quién lo está cuidando?—Tú.—Bien. Entonces, supongo que estoy segura.—Muy bien.—Ésa es la razón por la que te llamo. No quiere comer natillas, ni fideos, ni

ningún otro alimento. Se atraganta con cualquier cosa que le ponga en la boca.No puede tragar. El doctor Newland vino ay er a verlo. Piensa que tu padre hatenido otro ataque.

—Una apoplej ía —dijo, y no era precisamente una pregunta.—No se trata de una crisis fulminante y fatal. Si tuviera otro ataque de ésos,

no habría nada que hacer. Estaría muerto. Ha debido de ser un acceso leve. Esdifícil enterarse cuando un paciente así sufre un pequeño ataque. Especialmentesi está como ahora, mirando fijamente a su alrededor todo el tiempo. No hadicho una palabra a nadie en dos meses. Y no va a volver a pronunciar ningunapalabra nunca más.

—¿Está en el hospital?—No. Podemos cuidarlo igual o mejor aquí. Yo viviendo con él, y el doctor

Newland viniendo todos los días. Pero si lo prefieres, lo mandamos al hospital.Sería más barato allí, si eso es lo que te preocupa.

—No importa. Dejemos las camas del hospital para las personas que puedencurarse de verdad.

—Eso no te lo voy a discutir. Muere demasiada gente en los hospitales. Si esono puede evitarse, uno tiene que preguntarse por qué. Las familias no quieren quelos suyos fallezcan en casa.

—¿Y qué vas a hacer con lo de que se niegue a comer? ¿Qué pasará ahora?La respuesta fue un momento de silencio. Le pareció que la pregunta la había

pillado desprevenida. Cuando habló de nuevo, el tono de voz de la mujer era, a lavez, paciente y de disculpa, como si estuviera contando una dura verdad a unniño.

—Verás. Eso depende de ti, no de mí, Justin. El doctor Newland puedecolocarle un tubo para alimentarlo, y seguiría así por un tiempo, si eso es lo quequieres. Hasta que sufra otro ataque, grande o pequeño, y tal vez se olvide decómo respirar. O, sencillamente, podemos dejarlo tranquilo. Nunca volverá aestar como antes. No es posible a los ochenta y cinco años. No es como si leestuvieran robando la juventud. ¿Comprendes? Él está listo para irse. ¿Lo estás túpara que se vay a tu padre?

Jude pensó que en realidad estaba preparado para que se fuera su padredesde hacía cuarenta años, pero no lo dijo. En muchas ocasiones, habíaimaginado aquel momento. Incluso podría decirse, sin faltar a la verdad, quehabía soñado despierto con ese momento. Pero ahora había llegado de verdad, noera una fantasía, y se sorprendió al darse cuenta de que le dolía el estómago.

Logró sobreponerse, y cuando respondió su voz era firme y segura.—Está bien, Arlene. Nada de tubos. Si tú dices que ha llegado el momento, lo

acepto. Quiero que me tengas informado de todo, ¿de acuerdo?Pero ella no había terminado todavía. Emitió un gruñido de impaciencia, una

especie de ronco suspiro, y luego preguntó:—¿Vas a venir?Jude estaba en el escritorio de Danny, con el ceño fruncido, confuso. La

conversación había pasado de un tema a otro, sin lógica aparente, como la agujaque salta de un surco a otro en un disco rayado.

—¿Por qué debería ir?—¿Quieres verlo antes de que se marche?No. No había visto a su padre, no había estado con él en la misma habitación,

en las últimas tres décadas. Jude no quería ver al viejo antes de que partiera, y noquería verlo después. Ni siquiera tenía pensado asistir al funeral, aunque lopagaría él. Le daba miedo lo que pudiera sentir, o no sentir. Pagaría lo que fuerapara no tener que estar en compañía de su padre otra vez. Lo mejor que el dineropodía comprar era precisamente eso, la distancia.

Pero no procedía contarle eso a Arlene, como tampoco confesaría jamás queesperaba que el anciano muriera desde que tenía catorce años. Su respuesta, portanto, no fue sincera, sino evasiva:

—¿Se enteraría, al menos, de que yo estoy allí?—Es difícil decir lo que sabe y lo que no. Tiene conciencia de las personas

que están en la habitación con él. Gira los ojos para mirar a la gente que entra ysale. Aunque últimamente y a no responde tanto a esos estímulos. A losmoribundos les pasa eso cuando sus luces se van apagando.

—No puedo ir. Esta semana me resulta imposible —dijo Jude, apelando a lamentira más fácil. Pensó que la conversación tal vez ya estaba terminada, y sepreparó para despedirse. Luego se sorprendió a sí mismo haciendo una preguntaque ni siquiera sabía que tenía en la mente hasta que salió de su boca—: ¿Serádifícil?

—¿Para él? ¿Morirse? No. Cuando un viejo llega a ese estado, se desvanecemuy rápidamente, sin aferrarse a nada. No sufre lo más mínimo.

—¿Estás segura de eso?—¿Por qué? —quiso saber ella—. ¿Eso te desilusiona?

C

Capítulo5

uarenta minutos después Jude se dirigió al baño a remojarse los pies, que erangrandes y planos, de la talla 45, una constante fuente de molestias y dolores.Encontró a Georgia inclinada sobre el lavabo, chupándose el dedo pulgar.Llevaba una camiseta y unos pantalones de pijama con un lindo diseño dedibujitos rojos, que bien podrían haber sido corazones estampados. Pero cuandouno se acercaba mucho se daba cuenta de que todas aquellas figuritas rojas eranen realidad imágenes de ratas muertas y arrugadas.

Se inclinó sobre ella y le sacó la mano de la boca, para echar un vistazo a supulgar herido. La yema estaba hinchada y tenía una llaga blanca, de aspectoblando. Le soltó la mano y se volvió, al parecer más tranquilo, para coger unatoalla y arrojarla sobre sus hombros.

—Deberías ponerte algo en ese dedo —sugirió—. Antes de que se infecte yse pudra. Hay menos trabajo para bailarinas eróticas con deformidades visibles.

—Eres un perfecto hijo de puta con tu compasión, ¿lo sabías?—Si quieres compasión, ve a revolcarte con James Tay lor.La miró de refilón cuando salió con paso airado. En cuanto terminó la

desagradable frase, una parte de él deseó retirar lo dicho. Pero no lo hizo. A lasmuchachas como Georgia, con sus brazaletes de metal y su lápiz de labios negrobrillante, de niña muerta, les gustaba tratar y ser tratadas con dureza. Queríandemostrarse a ellas mismas lo mucho que eran capaces de aguantar, evidenciarque eran duras. Siempre supo que se acercaban a él por esa razón. No las atraía apesar de las cosas que les decía, o de la manera en que las trataba, sinoprecisamente debido a ellas. Jude no quería que, cuando acabase la relación,ninguna se fuera decepcionada. Porque era algo sabido que, tarde o temprano, setenían que ir.

Desde luego él lo sabía, y si ellas lo ignoraban al principio, al final seenteraban siempre.

U

Capítulo6

no de los perros estaba en la casa. Jude despertó poco después de las tres de lamañana, al escuchar los ruidos que hacía el animal caminando por el pasillo,además de un cruj ido y un ligero silbido. Era como si alguien se moviese por allí,inquieto. Sonó un suave golpe en la pared.

Los había dejado en sus casetas poco antes del anochecer. Lo recordaba contoda claridad, pero, al despertarse, no se preocupó por eso. Uno de los perroshabía entrado de alguna manera en la casa, eso era todo.

Jude permaneció sentado un instante, todavía atontado y confuso por el sueño.Un rayo de luz de luna caía sobre Georgia, dormida boca abajo a su izquierda.Dormida, con el rostro relajado y libre de todo maquillaje, tenía un aspecto casiinfantil. Sintió una ternura repentina por ella. Y, sorprendentemente, también unacierta vergüenza, incomodidad por encontrarse en la cama con aquella criatura.

—¿Angus? —susurró—. ¿Bon?Georgia no le oyó llamar a los perros. No se movió. Ahora no se escuchaba

nada en el pasillo. Se deslizó fuera de la cama. La humedad y el frío le pillarondesprevenido. Había sido el día más frío en varios meses, la primera auténticajornada de fresco otoñal. El aire se había enfriado a su alrededor, lo cual queríadecir que fuera la temperatura sería aún menor. Tal vez ésa era la razón por laque los perros estaban en la casa. Quizá habían excavado por debajo de la paredde la caseta y habían conseguido entrar de alguna manera, desesperados, enbusca de un lugar más caliente. Pero eso no tenía sentido. Disponían de casetascon una parte al aire libre y otra interior caldeada, es decir, que podían entrar enel recinto climatizado cuando sintieran frío. Pensó dirigirse hacia la puerta paraespiar el pasillo, luego vaciló, fue a la ventana y corrió la cortina para mirarfuera.

Los perros estaban en la parte descubierta de la caseta. Los dos permanecíanallí, contra la pared del recinto. Angus iba de un lado a otro sobre la paja, con sucuerpo largo y lustroso. Se deslizaba de lado, con movimientos nerviosos. Bonestaba sentada en un rincón, con aire inquietante. Tenía la cabeza levantada y lamirada fija en la ventana de Jude, o en él. En la oscuridad, sus ojos reflejaban

una luz verde, brillante y poco natural. Estaba demasiado quieta, demasiado fija,como si fuera la estatua de un perro y no un animal de verdad.

Era impresionante mirar por la ventana y descubrirla mirándolo de aquellamanera, directamente a él, como si llevara observando el vidrio quién sabecuánto tiempo a la espera de que él apareciese. Pero eso no era tan preocupantecomo saber que había algo más en la casa, moviéndose, chocando contra losmuebles y las paredes del pasillo.

Jude echó un vistazo a los paneles de control situados junto a la puerta deldormitorio. La casa estaba controlada por una red tecnológica de seguridad,dentro y fuera. Había detectores de movimientos en todos los sitios. Los perros noeran lo suficientemente grandes como para activarlos, pero un hombre adultotropezaría inevitablemente con ellos, y los paneles alertarían del movimiento encualquier lugar de la casa.

El monitor, sin embargo, mostraba una constante luz verde indicadora de quehabía normalidad, y sólo decía: « Sistema preparado» . Jude se preguntó si el chipera lo bastante inteligente como para apreciar la diferencia entre un perro y unloco desnudo moviéndose a cuatro patas con un cuchillo entre los dientes.

El cantante tenía un arma de fuego, pero estaba en su estudio de grabaciónprivado, en la caja fuerte. Buscó la guitarra Dobro, que estaba contra la pared.Jude no era de los que hacían añicos los instrumentos para llamar la atención. Fuesu padre, y no él, quien destrozó su primera guitarra, en un temprano intento delibrar al joven de sus ambiciones musicales. Jude no había sido capaz de emularese acto, ni siquiera en escena, como parte del espectáculo, cuando ya podíapermitirse comprar todas las guitarras que quisiera. De todas maneras, estabacompletamente dispuesto a usar una como arma para defenderse. En ciertosentido, tenía la impresión de que siempre las había usado como armas.

Oy ó que una tabla del suelo cruj ía en el pasillo, luego otra, y después sonó unsuspiro, o mejor dicho un resuello, la respiración de alguien que se detiene. Susangre se aceleró. Abrió la puerta.

Pero el pasillo estaba vacío. Jude atravesó los largos rectángulos de luz heladaque llegaban a través de los tragaluces. Se detuvo ante cada puerta cerrada,escuchó, y luego miró dentro. Una manta arrojada sobre una silla le pareció, porun momento, un enano deforme que lo miraba. En otra habitación encontródetrás de la puerta una figura alta y demacrada, de pie. El corazón saltó en supecho, y casi golpeó la silueta con la guitarra. Luego se dio cuenta de que no eramás que un perchero, y soltó con fuerza el aire contenido en sus pulmones.

Al llegar junto a su despacho, al final del pasillo, pensó en coger el arma defuego, pero enseguida decidió que no lo haría. No quería llevarla consigo, noporque tuviera miedo de usarla, sino porque no tenía suficiente miedo parahacerlo. Estaba tan tenso que podría reaccionar ante cualquier movimientorepentino que percibiera en la oscuridad apretando el gatillo, haciéndole un

agujero a Danny Wooten o al ama de llaves. No había razón para que ninguno deellos paseara por la casa a esas horas, pero nada era imposible. Regresó al pasilloy bajó las escaleras.

Registró la planta baja y sólo encontró oscuridad y silencio, lo cual, encondiciones normales, tendría que haberle tranquilizado; pero no fue así. Reinabauna quietud rara, una especie de vacío, como el asombro que sigue a unaexplosión repentina. Los tímpanos le latían por la presión de aquella angustiosatranquilidad, aquel pesado silencio.

No podía relajarse, pero al final de las escaleras fingió hacerlo, en una farsaque representó para sí mismo. Apoyó la guitarra contra la pared y suspiróruidosamente.

« ¿Qué diablos estás haciendo?» , se dijo. Estaba tan tenso que el sonido de supropia voz le turbó, le provocó un estremecimiento frío, picante, que le subió porlos brazos. No recordaba haber hablado solo ni una vez en su vida.

Subió las escaleras y deshizo el camino por el pasillo, hacia el dormitorio.Su mirada se dirigió hacia el anciano que estaba sentado en una antigua silla

colonial pegada a la pared. En cuanto lo vio, el pulso le latió alarmado, y apartóla mirada para fijarla en la puerta de su dormitorio, de modo que sólo distinguíaal viejo de reojo, en el borde de su campo de visión. En los momentos quesiguieron, Jude sintió que era cuestión de vida o muerte no establecer contactovisual con el anciano, que no debía dar señal alguna de que lo había visto. No lohabía visto, se dijo Jude. No había nadie allí.

La cabeza del intruso estaba inclinada. Se había quitado el sombrero, quereposaba en sus rodillas. El pelo, corto y tieso, tenía el brillo de la escarcha reciéncaída. Los botones de su abrigo brillaban en la oscuridad, iluminados por la luz dela luna.

Jude reconoció el traje de inmediato. Lo había visto por última vez doblado enla caja negra con forma de corazón que había ido a parar a la parte de atrás desu armario ropero. Los ojos del anciano estaban cerrados.

El corazón le latió con más fuerza todavía. Le resultaba difícil respirar, ycontinuó avanzando hacia la puerta del dormitorio, que estaba en el extremo delpasillo. Al pasar junto a la silla colonial pegada a la pared, a la izquierda, supierna rozó la rodilla del anciano, y el fantasma levantó la cabeza. Pero en esemomento Jude ya había pasado de largo y estaba casi en la puerta. Evitó correr.No importaba que el anciano le mirara la espalda, lo importante era que notuvieran contacto visual el uno con el otro. Además, no había ningún anciano.

Entró en el dormitorio y cerró la puerta con un leve ruido. Se fuedirectamente a la cama y se metió en ella. De inmediato, comenzó a temblar.Una parte de él quería rodar hacia Georgia y aferrarse a ella, dejar que elcuerpo de la joven le diera calor y apartara el frío; pero se quedó en su lado de lacama para no despertarla. Fijó la mirada en el techo.

Georgia estaba inquieta y gimió, molesta, sin despertarse.

C

Capítulo7

reyó que estaría en vela sin remedio, pero se quedó dormido al clarear el día,y luego se despertó inusitadamente tarde, después de las nueve. Georgia estaba asu lado, con la pequeña mano y el delicado aliento caldeando su pecho. Salió dela cama apartándose con cuidado de ella, fue hacia el pasillo y bajó.

La guitarra estaba apoyada contra la pared, en la misma posición y el mismositio donde la había dejado. El simple hecho de verla hizo que su corazón sesobresaltara una vez más. Intentó fingir que no había visto lo que había vistodurante la noche. Se propuso firmemente no pensar en ello. Pero allí estaba laguitarra.

Cuando miró por la ventana, descubrió el coche de Danny aparcado junto alestablo. No tenía nada que decirle a su ayudante, y por tanto ninguna razón paramolestarlo, pero en un instante se plantó, casi sin proponérselo, en la puerta de laoficina. No pudo evitarlo. El impulso de buscar la compañía de otro ser humano,alguien despierto y sensato, con la cabeza llena de ideas sobre las tonteríascotidianas, era irresistible.

Danny estaba hablando por teléfono, reclinado como un pacha en su sillón deescritorio, riéndose por algo que le contaban. Todavía llevaba puesta su chaquetade ante. Jude no necesitaba preguntar por qué. Él mismo estaba cubierto con unabata sobre los hombros, abrazándose a sí mismo por debajo de ella. Un fríohúmedo invadía la oficina.

Danny vio a Jude, que miraba desde la puerta, y le hizo un guiño, otro de sushábitos de adulador al estilo de Hollywood. En aquella mañana tan particular, aJude no le molestó el irritante ademán. El secretario advirtió algo poco habitualen la expresión de su jefe y frunció el ceño.

—¿Se siente bien? —preguntó con voz preocupada; pero Jude no respondió.No lo sabía.

Danny se deshizo del interlocutor que estaba al otro lado del teléfono e hizogirar su sillón para situarse frente al músico y dirigirle una mirada solícita.

—¿Qué ocurre, jefe? Tiene un aspecto terrible.—Ha aparecido el fantasma —dijo Jude.—¡No! ¿De verdad ha aparecido? —preguntó Danny con entusiasmo. Luego

se abrazó a sí mismo, simulando que sufría un temblor. Al cabo de unos instantesseñaló el teléfono con un gesto de la cabeza—. Estaba hablando con la gente de lacalefacción. Este lugar está tan frío como una maldita tumba. Enviarán a alguienenseguida para revisar la caldera.

—Quiero llamarla.—¿A quién?—A la mujer que nos vendió el fantasma.Danny bajó una ceja y levantó la otra. Era una de sus formas habituales de

decir que en algún momento había perdido el hilo de lo que Jude contaba.—¿Qué quiere decir exactamente con eso de que ha aparecido el fantasma?

¿De verdad que lo ha visto?—Sí. El fantasma que compramos. Ha aparecido. Quiero llamarla. Necesito

saber algunas cosas.Danny se concedió unos instantes para asimilar las sensacionales noticias.

Hizo medio giro hacia el ordenador y cogió el teléfono, pero su miradapermaneció fija en Jude.

—¿Seguro que se siente bien?—No —dijo—. Voy a ocuparme de los perros. Busca su número de teléfono,

por favor.Salió cubierto sólo con el albornoz y la ropa interior, y se dirigió al exterior

para sacar de sus casetas a Bon y Angus. La temperatura era baja, menos de diezgrados centígrados, y el aire estaba blanqueado por una fina bruma. De todasmaneras, era más llevadero que el frío húmedo y pesado de la casa. Angus lelamió la mano. Su lengua era áspera y cálida. Le resultó tan real que, por unmomento, Jude tuvo un sentimiento casi doloroso de gratitud. Estaba feliz deencontrarse con los perros, con su olor a pelo mojado y su entusiasta afán dejugar. Pasaron corriendo junto a él, persiguiéndose uno a otro, y luegoregresaron. Angus mordisqueaba el rabo de Bon.

Su propio padre había tratado siempre a los perros mejor que a su madre, oque al mismo Jude. Con el tiempo, a él le había ocurrido algo semejante, y pocoa poco tendió a tratar a los animales mejor que a sí mismo. Había pasado lamayor parte de la infancia compartiendo la cama con perros, durmiendo conuno a cada lado, y a veces con otro más a los pies. Había sido compañeroinseparable de la sucia jauría llena de pulgas propiedad de su padre. Nada lerecordaba con más rapidez quién era él y de dónde venía que el olor acre de unperro. Cuando volvió a entrar en la casa se sentía más seguro, más anclado en supropio ser, su realidad habitual.

Atravesó la puerta de la oficina y vio que Danny estaba hablando porteléfono.

—Muchas gracias. ¿Puede esperar un momento, señor Coyne? —Apretó unbotón y le ofreció el auricular—. Se llama Jessica Price. Vive en Florida.

Cuando Jude cogió el teléfono, se dijo a sí mismo que aquélla era la primeravez que escuchaba el nombre de la mujer. Cuando había decidido entregar dineroa cambio del fantasma, no había sentido curiosidad por saberlo. En ese momentole parecía que se trataba de una información que debía haber conocido desde elprincipio.

Frunció el ceño. El nombre de la mujer era del todo corriente, y sin embargo,por alguna razón, le pareció singular. No creía haberlo escuchado antes, pero eratan fácil de olvidar que resultaba difícil estar seguro.

Jude se puso el teléfono en la oreja e hizo una señal con la cabeza. Dannyapretó el botón de llamada en espera para ponerlos al habla.

—Jessica. Hola. Judas Coyne.—¿Le ha gustado el traje, señor Coy ne? —quiso saber ella. Su voz tenía un

delicado tono del sur, y su manera de hablar era sencilla, agradable… y algomás. Parecía ocultar una promesa dulce y graciosa, algo parecido a una burla.

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Judas a su vez. Nunca había sido personapropensa a dar rodeos para llegar al tema que le interesaba—. Me refiero a supadrastro.

—Reese, querida —dijo la mujer, hablando con otra persona, no con Jude—.Reese, ¿quieres apagar la televisión e ir afuera? —Una niña, lejos del teléfono,emitió una protesta sombría. —Porque estoy en el teléfono. —La niña dijo algomás—. Porque es privado. Vamos, ahora vete. Vete. —Se oyó una puerta que secerraba de golpe. La mujer suspiró, y habló de nuevo con Jude en tono divertido:—Ah, estos niños. En fin. ¿Lo ha visto usted? ¿Por qué no me dice qué aspectocree usted que tiene, y yo le aclaro si era él o no?

Estaba jugando con él. Vaya. Menudo atrevimiento, jugar con él.—Lo voy a devolver —dijo Jude.—¿El traje? Envíelo. Usted puede enviarme el traje. Eso no quiere decir que

el fantasma vuelva también. No hay reembolso, señor Coy ne. No hay cambios.Danny miraba fijamente a Jude con una sonrisa perpleja y la frente

arrugada, reflexiva. Entonces el viejo cantante sintió su propia respiración,áspera y profunda. Luchó en busca de palabras. No sabía qué decir.

Ella habló primero.—¿Hace frío allí? Apuesto cualquier cosa a que hace frío. Hará mucho más

frío antes de que todo haya terminado.—¿Qué es lo que está buscando usted? ¿Más dinero? No lo conseguirá.—No sea tonto. Ella regresó a su hogar para suicidarse —dijo aquella Jessica

Price, de Florida, cuyo nombre era desconocido para él, pero tal vez no tantocomo le habría gustado. La voz había perdido repentinamente, sin previo aviso, eltono festivo—. Después de hablar con usted, se cortó las venas de las muñecas enla bañera. Nuestro padrastro fue quien la encontró. Ella habría hecho cualquiercosa por usted, y usted la despreció como si fuera basura.

Florida.Florida. Jude sintió un malestar repentino en la boca del estómago, una

sensación de pesadez fría, enfermiza. En ese mismo momento, su cabeza parecióaclararse, eliminando las telarañas del agotamiento y del miedo supersticioso.Aquella chica siempre había sido Florida para él, pero su nombre era realmenteAnna May McDermott. Adivinaba el futuro, conocía el tarot y la quiromancia.Ella y su hermana mayor habían aprendido esas artes de su padrastro. Erahipnotizador de profesión, el último recurso de fumadores y damas gordasdescontentas consigo mismas que querían librarse de los cigarrillos y lasgolosinas. Pero durante los fines de semana el padrastro de Anna trabajaba comozahorí y usaba su péndulo de hipnotizador, una navaja de plata colgada de unacadena de oro, para encontrar objetos perdidos e indicar a la gente dónde debíaperforar sus pozos. Lo colgaba sobre los cuerpos de los enfermos para purificarsus auras y frenar sus hambrientos cánceres, para hablar con los muertos,haciéndolo oscilar sobre un tablero de ouija. Pero el hipnotismo era lo que ledaba de comer: « Usted puede relajarse ahora. Puede cerrar los ojos. Sóloescuche mi voz» .

Jessica Price estaba hablando otra vez.—Antes de que mi padrastro muriera, me dijo lo que tenía que hacer. Debía

ponerme en contacto con usted y enviarle su traje. Me dijo lo que ocurriríadespués. Me aseguró que él se ocuparía de usted, maldito hijo de puta sin talento.

Era Jessica Price, no McDermott, porque se había casado y luego habíaenviudado. Jude creía recordar que su marido era un reservista que resultómuerto en Tikrit. Anna se lo contó en una ocasión. No estaba seguro de que lachica hubiera mencionado alguna vez el apellido de casada de su hermanamayor, aunque sí le había contado que Jessica había seguido los pasos de supadrastro y practicaba también el hipnotismo. Según Anna, su hermana ganabacasi setenta mil dólares al año.

—¿Por qué tenía que comprar el traje? —quiso saber Jude—. ¿Por qué no melo envió sencillamente? —La calma de su propia voz fue motivo de satisfacciónpara él. Parecía más tranquilo que su interlocutora.

—Si usted no pagaba, el fantasma no le pertenecería realmente. Tenía quepagar, era imprescindible. Y… vay a, vaya…, le aseguro que pagó, y va a pagar.Pagará un precio muy alto.

—¿Cómo sabía usted que yo lo compraría?—Yo le envié un correo electrónico, ¿no? Anna me contó todo lo relativo a su

pequeña y enfermiza colección…, sus perversas porquerías ocultas. Me imaginéque no resistiría la tentación.

—Otra persona podría haberlo comprado. Otros participantes en la subasta…—No había otros. Sólo usted. Yo misma inventé todos esos compradores. El

remate no tendría lugar hasta que usted hiciera su oferta. ¿Le gusta lo que ha

comprado? ¿Es lo que se imaginaba? Bueno, bueno. Le espera mucha diversión.Voy a gastar los mil dólares que me ha pagado por el fantasma de mi padrastroen flores para el funeral que se celebre por usted. Será una bonita ocasión.

« Puedo largarme perfectamente —pensó Jude—. Sencillamente, puedoabandonar la casa. Dejar aquí el traje del muerto y al muerto también. Irme conGeorgia de viaje a Los Ángeles. Bastaría con llenar un par de maletas y tomarun avión. Danny puede organizarlo en menos de tres horas. Danny puede…» .

Como si lo hubiera dicho en voz alta, Jessica Price replicó:—Intente escapar, sin más. Márchese a un hotel. Vea lo que ocurre. Vay a a

donde vay a, él estará allí. Cuando usted despierte, él estará sentado al pie de sucama. —La mujer empezó a reírse—. Usted va a morir y será la fría mano delfantasma la que estará sobre su boca cuando eso ocurra.

—De modo que Anna estaba viviendo con usted cuando se suicidó —dijo él.Todavía dueño de sí, todavía perfectamente en calma.

Una pausa. La enfadada hermana se había quedado sin aliento, necesitaba unrespiro para poder contestar. Jude podía escuchar el ruido de fondo de unaspersor funcionando, los gritos de niños en la calle.

—Era el único rincón que le quedaba —explicó finalmente Jessica—. Estabadeprimida. Ella siempre se deprimía, pero con usted fue peor. Estaba demasiadotriste como para salir, buscar ayuda, ver a alguien. Usted hizo que se odiara a símisma. Usted consiguió que ella quisiera morir.

—¿Qué le hace pensar que se mató por mi culpa? ¿Nunca se le ha ocurrido austed pensar que quizá fue el placer de su compañía lo que la llevó al límite? Siy o tuviera que escucharla a usted todo el día, probablemente también querríacortarme las venas.

—Va a morir, téngalo por seguro —vaticinó ella con seguridad.La interrumpió:—Cambie de discurso. Y mientras lo hace, le propongo otra cosa para pensar.

Conozco personalmente a unos cuantos espíritus furiosos. Montan en Harley s,viven en remolques, consumen anfetaminas, golpean a sus hijos y les disparan asus esposas. Usted los llama gusanos. Para mí son admiradores. Veré si encuentroalgunos que vivan cerca de usted para que le hagan una visita.

—Nadie le ay udará —replicó ella, con voz ahogada y temblorosa de ira—.Su marca negra infectará a cualquiera que se una a su causa. No sobrevivirá, nilo hará cualquiera que le ay ude o le consuele. —Hablaba con furia contenida,como si estuviera recitando, como si fuera un discurso ensay ado, lo cual quizáfuese cierto—. Todos huirán de su lado o serán destruidos, exactamente igual queusted será aniquilado. Se va a morir solo, ¿me comprende? Solo.

—No esté tan segura. Si he de caer, tal vez quiera hacerlo en compañía —replicó Jude—. Y si no puedo conseguir ay uda, quizá vay a y o mismo a verla. —Y colgó el teléfono con un golpe.

E

Capítulo8

l rockero miró furioso el teléfono negro que todavía agarraba fuertemente,como si quisiera pulverizarlo con la mano. Tenía los nudillos blancos y escuchabael redoble lento y marcial de su corazón.

—Jefe —susurró Danny—. Hola. General. Mierda. Jefe —dejó escapar unarisita susurrante, sin la menor gracia—. ¿Qué diablos ha sido todo eso?

Jude ordenó mentalmente que su mano se abriera y soltara el teléfono. Noquiso hacerlo. Sabía que Danny le había hecho una pregunta, pero fue como unavoz oída por casualidad detrás de una puerta cerrada, parte de una conversaciónque estuviera ocurriendo en otra habitación, de ninguna manera relacionada conél.

Empezaba a darse cuenta de que Florida estaba muerta. Al enterarse hacíaunos instantes de que se había suicidado —cuando Jessica Price se lo dijodirectamente— no había significado nada, porque él no podía permitir quesignificara algo. En ese momento, sin embargo, no había manera de escapar deello. Sintió en la sangre la certeza de la muerte de la mujer. La triste idea sevolvió pesada, espesa y extraña para él.

A Jude le parecía imposible que pudiera estar muerta, que alguien con quienhabía compartido su cama pudiera hallarse ahora en un lecho bajo tierra. Ellatenía veintiséis…; no, veintisiete; no, no, tenía veintiséis años cuando partió.Cuando él la echó. Tenía veintiséis años, pero hacía preguntas propias de una niñade cuatro. « ¿Vas a pescar mucho al lago Pontchartrain? ¿Cuál es el mejor perroque has tenido en tu vida? ¿Qué crees que nos pasa cuando morimos?» .Suficientes preguntas tontas para desesperar a cualquiera.

Ella temía estar volviéndose loca. Se sumía en la depresión. No porque esaenfermedad mental estuviera de moda entre las muchachas góticas, sino deverdad. Estaba clínicamente deprimida. Había caído en la depresión durante losdos últimos meses que pasaron juntos. No dormía, lloraba sin razón alguna, seolvidaba de ponerse ropa, se quedaba mirando la pantalla de la televisión sinmolestarse en encender el aparato, descolgaba el teléfono cuando sonaba, perono decía nada, sencillamente se quedaba allí sosteniéndolo, como si ella mismaestuviera desconectada.

Pero antes de eso habían compartido los días de verano en el cobertizo,mientras él reconstruía el Mustang. También tuvieron a John Prine en la radio, eldulce olor a heno recalentado por el calor y las tardes lánguidas, llenas de susperezosas preguntas sin sentido. Un interrogatorio interminable que era,alternativamente, fatigoso, divertido y erótico. Había poseído su cuerpo tatuado yblanco como la nieve, con las rodillas huesudas y los muslos flacos de corredorde fondo. Y la frágil respiración femenina sobre su cuello.

—Eh… —dijo Danny. Extendió la mano y sus dedos rascaron la muñeca deJude. Al sentir el contacto, la mano se abrió de golpe, soltando el teléfono—. ¿Vatodo bien?

—No sé.—¿Quiere decirme qué está ocurriendo?Lentamente, Jude levantó la mirada. Danny estaba detrás de su escritorio,

incorporado a medias. Parecía un poco pálido, sus pecas, del color del jengibre,resaltaban sobre la blancura de las mejillas.

Danny había tenido amistad con la muerta, de la manera no amenazadora,tranquila, ligeramente impersonal en que se relacionaba con todas las muchachasde Jude. Desempeñaba el papel del amigo gay educado y comprensivo, lapersona a la que podían confiar sus secretos, alguien con quien podíandesahogarse y chismorrear, capaz de proporcionar intimidad sin compromiso.Era el confidente ideal para decirles cosas de Jude que el propio cantante nocontaría jamás.

La hermana de Danny había muerto por sobredosis de heroína cuando elsecretario era sólo un estudiante de primer año en la universidad. Su madre seahorcó seis meses más tarde, y Danny fue quien encontró su cadáver. El cuerpocolgaba de la única viga de la despensa, con los dedos de los pies apuntando haciaabajo, moviéndose en pequeños círculos sobre un taburete apartado de unapatada. No se necesitaba ser psicólogo para darse cuenta de que la ondaexpansiva de la doble explosión de las muertes casi simultáneas de la hermana yla madre también se había llevado por delante una parte de Danny, y lo habíacongelado a los diecinueve años. Aunque no se pintaba de negro las uñas ni usabaanillos en los labios, la atracción que Danny sentía por Jude no era, en el fondo,tan diferente de la de Georgia o la de Florida, o de cualquiera de las otrasmuchachas. Jude las coleccionaba casi exactamente de la misma manera que elFlautista de Hamelín con ratas y niños. Componía canciones a partir del odio, laperversión y el dolor, y ellos acudían, saltando enloquecidos con la música, conla esperanza de que los dejara cantar con él.

Jude no quería contarle a Danny lo que Florida se había hecho a sí misma.Prefería ahorrarle el sufrimiento. Sería mejor no decírselo. No estaba seguro decómo se lo tomaría.

De todas maneras se lo dijo.

—Anna. Anna McDermott. Se cortó las venas, por las muñecas. La mujercon la que estaba hablando hace un momento era su hermana.

—¿Florida? —preguntó Danny. Se echó hacia atrás en el sillón, que cruj ió.Pareció quedarse sin aliento. Se apretó el abdomen con las manos. Se inclinó unpoco hacia delante, como si sufriera un espasmo en el estómago—. Oh, mierda.Oh…, mierda, mierda —exclamó con tono dulce y dolorido. Ninguna palabra hasonado nunca menos obscena.

Se produjo un silencio. Jude se dio cuenta, en ese mismo momento, de que laradio estaba encendida. Muy baja, apenas un murmullo. Trent Reznor anunciabaque estaba listo para dejar su imperio de mugre. Era curioso escuchar en laradio, en ese momento, Uñas de veinte centímetros. Conoció a Florida en unafunción de Trent Reznor, entre bastidores. La muerte de la joven volvió agolpearlo de nuevo, como si se acabara de dar cuenta del terrible desenlace porprimera vez. « ¿Vas a pescar mucho al lago Pontchartrain?» . Y entonces laconmoción comenzó a mezclarse con un resentimiento estomagante. Fue algo tansin sentido, tan estúpido y tan centrado en ella misma que le fue imposible noodiarla un poco, no querer llamarla por teléfono para insultarla. Pero no podíacoger el teléfono, porque estaba muerta.

—¿Dejó alguna nota? —preguntó Danny.—No lo sé. Su hermana no me ha dado demasiada información. No ha sido la

llamada telefónica más provechosa del mundo, como habrás notado.Pero Danny no estaba escuchando.—Nos íbamos a beber margaritas de vez en cuando. Era una criatura

tremendamente encantadora. Una vez me preguntó si tenía un lugar favorito paracontemplar la lluvia cuando era niño. ¿Qué maldita clase de pregunta es ésa? Mehizo cerrar los ojos y recordar lo que se veía a través de la ventana de midormitorio cuando estaba lloviendo. Durante diez minutos. Uno nunca sabía loque iba a preguntar después. Éramos grandes compañeros. No lo comprendo.Desde luego, yo sabía que estaba deprimida. Ella me lo contó. Pero la verdad esque no quería estarlo. ¿No nos habría llamado a alguno de nosotros pidiendoauxilio antes de pensar en hacer algo como eso?… ¿No nos habría dado laoportunidad de persuadirla de que no lo hiciera?

—Supongo que no.Danny parecía haberse achicado en los últimos minutos. Dio la impresión de

replegarse sobre sí mismo.—Y la hermana… —continuó—, la hermana piensa que usted es el culpable,

¿no? Bueno…, eso es algo descabellado. —Pero su voz era débil, y a Jude lepareció que no se mostraba demasiado seguro de lo que decía.

—Supongo que sí.—Ella tenía problemas emocionales desde mucho antes de conocerle a usted

—dijo Danny, con un poco más de confianza.

—Creo que era algo de familia —explicó Jude.El secretario se inclinó hacia delante otra vez.—Sí. Claro. Quiero decir… ¡Qué demonios! La hermana de Anna es la

persona que le ha vendido el fantasma. Y el traje del hombre muerto. ¿Qué es loque está ocurriendo? ¿Qué sucedió para que usted quisiera llamarla a ella derepente?

No quería detallarle a Danny lo que había visto la noche anterior. En esemomento, ante la despiadada realidad de la muerte de Florida, no estaba del todoseguro de lo que había o no había presenciado. El anciano sentado en el pasillo alas tres de la madrugada frente a la puerta de su dormitorio ya no parecía tanreal.

—El traje que me ha mandado es una especie de amenaza de muerte. Ungesto simbólico. Nos tendió una trampa para que lo compráramos. Por algunarazón no podía enviármelo sin más. Había que pagarlo primero. Supongo que sepuede decir que la cordura no es su principal virtud. En fin. Me di cuenta de quehabía algo raro en cuanto llegó el traje. Estaba en una maldita caja negra enforma de corazón, y además, y esto tal vez suene un tanto paranoico, llevaba unalfiler escondido dentro, colocado adrede para que alguien se pinchara.

—¿Había un alfiler escondido? ¿Le ha herido?—No. Pero Georgia se ha pinchado.—¿Está bien? ¿Cree que había algo en el alfiler?—¿Te refieres a arsénico o algo por el estilo? No. No me da la impresión de

que la loca Jessica Price de Florida sea en realidad tan estúpida. Profunda ytotalmente loca, sí; pero no estúpida. Pretende asustarme, pero no quiere ir a lacárcel. Me ha dicho que el fantasma de su padrastro había venido con el traje yque me hará pagar por lo que le hice a Anna. El alfiler era probablemente…, nosé, una especie de rito vudú. Crecí cerca de Panhandle. Ese lugar está lleno delocas desdentadas que se alimentan de comadrejas y viven en carromatos, ytienen la cabeza repleta de ideas raras. Uno puede ir con una corona de espinas asu trabajo en la fábrica de rosquillas Krispy Kreme, y nadie se extraña, nadie seinmuta.

—¿Quiere que llame a la policía? —sugirió Danny. Volvía a ser él mismo. Suvoz ya no estaba tan falta de aliento, había recuperado algo de su seguridadhabitual.

—No.—Le está amenazando de muerte.—¿Quién lo dice?—Usted. Y y o también. Estaba sentado aquí mismo y lo he escuchado todo.—¿Qué has escuchado?Danny le miró con intensidad por un momento, luego bajó los párpados y

sonrió de manera dócil.

—Lo que usted diga que he escuchado.Jude le devolvió una franca sonrisa, muy a su pesar. Danny era un

desvergonzado. En ese momento no tuvo más remedio que preguntarse por qué aveces su secretario no le gustaba.

—No —prosiguió Jude—. No es así como me voy a ocupar de este asunto.Pero puedes hacer algo por mí. Anna me envió un par de cartas después devolverse a su casa. No sé qué hice con ellas. ¿Quieres buscarlas?

—Claro. Veré si puedo encontrarlas. —Danny volvió a mirarlo con ciertainquietud, y aunque tenía otra vez el habitual buen ánimo, no le había vuelto elcolor.

—Jude…, cuando asegura que no es así como se va a ocupar de esto…, ¿quéquiere decir? —Se pellizcó el labio inferior, con la frente arrugada por laconcentración que exigían sus pensamientos—. Eso que usted ha dicho cuando hacolgado. Lo de enviar a cierta gente a que la visitara. La amenaza de ir ustedmismo. Parecía muy enfadado. Nunca lo había visto tan enfadado. ¿Tengo quepreocuparme?

—¿Tú? No —respondió Jude—. ¿Ella? Tal vez.

S

Capítulo9

u pensamiento saltaba de una imagen terrible a otra igualmente tremenda:Anna desnuda y con los ojos inexpresivos, flotando, muerta, en el aguaenrojecida de la bañera; Jessica Price en el teléfono: « Usted va a morir y será lafría mano del fantasma la que estará sobre su boca» ; el anciano sentado en elsalón, con su traje negro estilo Johnny Cash, levantando lentamente la cabezapara mirar a Jude mientras éste pasaba a su lado.

Necesitaba calmar el torbellino desatado en su cabeza, algo que por logeneral conseguía haciendo un poco de ruido con las manos. Llevó la guitarra asu estudio, tocó para probarla, y no le gustó el punto de afinación del instrumento.Jude fue a un armario a buscar una cej illa y en su lugar encontró un montón debalas.

Estaban en una caja con forma de corazón, uno de los estuches amarillos queel padre solía regalar a su madre el día de los enamorados, el día de la madre, enNavidad y por su cumpleaños. Martin nunca le regaló otra cosa, ni rosas, nianillos, ni botellas de champán. Siempre le daba la misma caja grande debombones, comprada en el mismo establecimiento.

La reacción de la madre era tan invariable como el regalo de su marido.Siempre le dedicaba una sonrisa incómoda, delgada, con los labios apretados. Eratímida. Le daba vergüenza enseñar los dientes. Los de arriba eran postizos. Losverdaderos habían desaparecido casi de golpe. Siempre le ofrecía bombones dela caja a su marido, y éste, sonriendo orgullosamente, como si su obsequio fueraun collar de diamantes y no una caja de bombones de tres dólares, agitaba lacabeza para rechazarlos. Luego se los ofrecía a Jude.

Y el hijo siempre escogía el mismo bombón, el del centro, una cerezarecubierta de chocolate. Le gustaba la explosión que se producía en la bocacuando lo mordía. Se deleitaba con el zumo de sabor ligeramente excesivo, dulcey jugoso, la textura blanda de la cereza misma. Se imaginaba que estabasirviéndose un ojo humano cubierto de chocolate. Ya en aquellos tiempos, Jude secomplacía soñando con lo peor; se deleitaba imaginando las posibilidades máshorripilantes.

Encontró la caja entre un montón de cables, pedales y adaptadores, en un

estuche de guitarra apoyado contra la parte posterior del armario de su oficina.No era una funda de guitarra cualquiera, sino aquella con la que había dejadoLuisiana treinta años antes. La vieja y usada Yamaha de cuarenta dólares que lahabía habitado había desaparecido hacía ya mucho tiempo. La guitarra quedóatrás, en el escenario de San Francisco donde actuó como telonero de LedZeppelin una noche de 1975. Había dejado muchas cosas atrás en aquellos días:su familia, Luisiana, los cerdos, la pobreza, el nombre con el que había nacido.Nunca le había dedicado demasiado tiempo a mirar hacia atrás.

Apenas sacó la caja de bombones del estuche de la guitarra, sus manosflojearon y la dejó caer. Jude supo lo que había en ella sin necesidad de abrirla.Lo tuvo claro en el instante en que la vio. Si quedaba alguna mínima duda,desapareció cuando la caja chocó contra el suelo y se oyó dentro el tintineo delos casquillos. Su simple visión hizo que retrocediera presa de un terror casiatávico, como si al meter las manos entre los cables una enorme y peluda arañale hubiera saltado sobre el dorso de la mano. No veía aquella caja de proyectilesdesde hacía más de tres décadas. Recordaba con claridad que la había dejadometida entre el colchón y el somier de su cama de la infancia, allá en Moore'sCorner. No la había llevado consigo cuando dejó Luisiana, y no había manera deexplicar por qué estaba metida allí, en el estuche de su vieja guitarra. Pero allíestaba.

Miró la caja amarilla con forma de corazón durante un momento, y luego seinclinó para recogerla. La destapó y la volvió. Las balas se desparramaron por elsuelo.

Él mismo las había coleccionado de pequeño. En aquellos días era tanaficionado a ellas como otros niños a los cromos de béisbol. Fue su primeracolección. La empezó a los ocho años, cuando todavía era Justin Cowzynski, añosy años antes de imaginar siquiera que llegaría a ser otra persona. Un díacaminaba por el prado del este y notó que algo hacía ruido bajo sus pies. Seinclinó y recogió del barro un cartucho vacío de escopeta. Probablemente uno delos de su padre. Era otoño, la época en que el viejo cazaba pavos. Justin olió elcartucho roto y aplastado. El tufo a pólvora le produjo picor en la nariz, unasensación que seguramente fue desagradable, pero que a la vez le resultóextrañamente atractiva. Se lo llevó a casa, en el bolsillo de su pantalón de telarústica, y fue a parar a una de las cajas de bombones vacías de su madre.

Pronto se sumaron dos balas, éstas cargadas, de una pistola calibre 38,birladas del garaje de un amigo. Después, algunos curiosos casquillos de plataque había encontrado en el tiro al blanco, y una bala de fusil de asalto británico,larga como su dedo índice. Esta última la consiguió mediante un trueque, y elprecio fue alto: un ejemplar de la revista Escalofriante, pero estaba seguro de quehabía valido la pena. Por la noche, en su cama, pasaba horas observando lasbalas, estudiando la manera en que la luz de las estrellas brillaba sobre la

superficie pulida del metal, oliendo el plomo de la misma forma que un hombreolería la cinta del pelo impregnada con el perfume de su amada, con aire deéxtasis, con la cabeza llena de dulces fantasías.

En su época del instituto ensartó la bala británica en un cordón de cuero y lallevó colgada del cuello, hasta que el director se la confiscó. A Jude le sorprendíano haber acabado matando a alguien en aquellos tiempos. Reunía todas lascondiciones para convertirse en un francotirador escolar: hormonas, miseria,munición. La gente se preguntaba cómo era posible que pudiera ocurrir algocomo lo de Columbine. Jude se preguntaba por qué no sucedía más a menudo.

Estaban todas allí: el cartucho de escopeta aplastado, las balas de plata vacías,incluso la bala de cinco centímetros del AR-15, que no debería estar allí porque eldirector nunca se la devolvió. Era una advertencia. Jude había visto a un hombremuerto durante la noche, el padrastro de Anna, y ésta era su manera de decirleque su misión no había terminado.

Era descabellado pensar tal cosa. Tenía que haber una docena deexplicaciones más razonables para la aparición de la caja de las balas. Pero aJude no le importaba lo que fuera razonable. No era un hombre razonable. A élsólo le importaba lo que era cierto. Había visto a un hombre muerto aquellanoche. Tal vez durante algunos minutos, en la soleada oficina de Danny, habíapodido bloquear sus pensamientos sobre la escalofriante visión, fingir que aquellono había ocurrido. Pero sí había ocurrido.

Ya estaba más tranquilo y empezaba a considerar el asunto de las balas conserenidad. Se le ocurrió que tal vez se trataba de algo más que una advertencia.Quizá también fuese un mensaje. El hombre muerto, el fantasma, le estabadiciendo que se hiciera daño a sí mismo.

Jude pensó en el revólver Super Blackhawk que tenía en la caja fuerte, bajosu escritorio. Pero ¿qué podía hacer con él? Comprendió que el fantasma existíaen primer lugar, y sobre todo, en su propia cabeza. Quizá los fantasmasaparecían siempre en las mentes, no en los lugares. Si quisiera disparar alespectro, tendría que apuntar el arma contra su propia sien.

Metió otra vez las balas en la caja de bombones de su madre y la volvió atapar. Los proy ectiles no le harían ningún bien. Pero había otra clase demuniciones.

Tenía una colección de libros en el estante situado en un extremo deldespacho. Versaban sobre ocultismo y fenómenos de tipo sobrenatural. Más omenos en la época en que Jude comenzó su carrera discográfica, Black Sabbath,la demoníaca banda británica de heavy metal, estaba en su apogeo, y elrepresentante de Jude le sugirió que no le haría ningún daño insinuar que él yLucifer tenían buenas relaciones. Jude ya había comenzado a hacer estudios depsicología de grupos e hipnosis de masas, convencido de que si los admiradoreseran buenos, mejores eran lo fanáticos de algún culto. Añadió a su lista de

lecturas libros de Aleister Crowley y Charles Dexter Ward, y los devoró con unacuidadosa y seria concentración, subray ando ideas y datos que le parecieronimportantes.

Más adelante, después de haberse convertido en una celebridad, crey entessatánicos, neopaganos y espiritualistas, que al escuchar su música pensaronequivocadamente que compartía sus creencias cuando en realidad le importabanun bledo, y a que para él aquellas pamplinas eran como los pantalones de cuero,sencillamente parte de su circo particular, le enviaron todavía más material delectura. Sin duda, eran documentos fascinantes: un oscuro manual para realizarexorcismos publicado por la Iglesia católica en la década de 1930; una traducciónde un libro de unos quinientos años de antigüedad con salmos perversos escritospor un templario loco, y un libro de cocina para caníbales.

Jude puso la caja de balas en el estante entre sus libros, cuando ya todaintención de encontrar una cej illa y tocar algo de Skyny rd había desaparecido.Recorrió con los dedos los lomos de los libros de tapas duras. Hacía suficiente fríoen el estudio como para provocar que las manos estuvieran rígidas y torpes, loque dificultaba la tarea de hojear los volúmenes. Además, no sabía qué estababuscando.

Dedicó mucho tiempo al intento de interpretar un denso discurso sobreanimales poseídos, criaturas de intensos sentimientos muy ligadas por amor y porsangre a sus amos, y que podían comunicarse directamente con los muertos.Pero estaba escrito en un inextricable inglés del siglo XVIII, sin ningún signo depuntuación. Jude trataba de leer un párrafo esforzándose durante diez minutos,para finalmente no entender ni siquiera lo esencial. Se dio por vencido.

En otro libro se detuvo en un capítulo referido a la posesión, tanto por parte deun demonio como de un espíritu maligno. Una grotesca ilustración mostraba a unanciano tendido en la cama, entre unas sábanas desordenadas, con los ojosdesorbitados por el horror y la boca muy abierta, mientras un lascivo homúnculodesnudo trepaba por sus labios, saliendo o, tal vez peor, entrando.

Jude leyó que cualquiera que abriese la puerta dorada de la muerte paraechar una mirada al otro lado corría el riesgo de dejar entrar algo infernal, y quelos enfermos, los viejos y los adoradores de la muerte estaban particularmenteen peligro. El tono era enérgico y experto, por lo que Jude se sintió alentado acontinuar, hasta que leyó que el mejor método de protección contra aquelloshorrores era bañarse en orina. Jude tenía una mente abierta en lo que se refería ala depravación, pero trazaba una línea roja en lo referente a las actividadesacuáticas de aquella clase, y cuando el libro se le escapó de sus manos frías no semolestó en recogerlo. En lugar de ello, lo alejó con una patada.

Ley ó un texto sobre la embrujada mansión Borley, otro sobre la forma deponerse en contacto con los espíritus afines por medio del tablero de ouija y unomás acerca de los usos esotéricos de la sangre menstrual. Leía hasta que sus ojos

se le nublaban, y entonces arrojaba los libros lejos de sí, por todo el despacho.Aquellas palabras eran porquerías. Demonios, poseídos, círculos mágicos,beneficios sobrenaturales de la orina. Uno de los libros arrastró con estrépito, alser lanzado, una lámpara del escritorio. Otro golpeó un disco de platinoenmarcado, que se resquebrajó. El marco cayó de la pared, chocó con el suelo yquedó boca abajo. La mano de Jude encontró la caja de bombones llena de balasy casquillos. La lanzó contra la pared, y la munición se desparramó por el sueloruidosamente.

Cogió otro libro, y respiró con fuerza, con la sangre hirviendo. Ahora sóloquería romper algo de inmediato, sin importarle lo que fuera. Pero se contuvo,porque el tacto de lo que tenía en la mano le resultó extraño. Miró y lo que viofue una cinta de vídeo, negra y sin etiqueta. No se dio cuenta de inmediato de quése trataba y tuvo que pensar un rato antes de que le viniera a la mente. Era lapelícula pornográfica en la que alguien muere durante el acto sexual. Habíaestado allí guardada en el estante, con los libros, separada de los otros vídeos,durante… ¿cuánto tiempo? ¿Cuatro años? Llevaba en aquel lugar tanto tiempo quehabía dejado de verla entre los libros de tapas duras. Había llegado a convertirseen una parte más del montón de objetos colocados sobre los estantes.

Jude había entrado en el estudio una mañana y había encontrado a su esposa,Shannon, mirándola. Él estaba haciendo las maletas para un viaje a Nueva Yorky había ido a buscar una guitarra que quería llevar consigo. Se detuvo en laentrada al verla. Shannon estaba de pie frente al televisor, observando a unhombre que asfixiaba con una bolsa de plástico transparente a una adolescentedesnuda, mientras otros hombres miraban.

La mujer tenía el ceño fruncido y la frente arrugada por la concentraciónmientras contemplaba cómo moría la niña en la película. A él no le afectaban losenojos de su esposa, porque la cólera no le impresionaba; pero había aprendido apreocuparse cuando ella estaba así, en calma, en silencio, recogida en sí misma.

—¿Esto es real? —preguntó finalmente.—Sí.—¿La está matando de verdad?Él miró el televisor. La muchacha desnuda había caído, floja, como sin

huesos, sobre el suelo.—Está realmente muerta. Mataron a su novio también, ¿no?—Él lo pidió.—Me la dio un policía. Me dijo que los dos jóvenes eran drogadictos de Texas

que habían asaltado una tienda de licores y habían matado a alguien. Luegohuyeron a Tijuana. Los policías dejan muchas porquerías en cualquier parte.

—El chico imploró por ella.—Es horripilante —dijo Jude—. No sé por qué la tengo todavía.—Yo tampoco lo sé —comentó ella. Se puso de pie y sacó la película.

Permaneció observándola como si nunca antes hubiera visto una cinta de vídeo yestuviera tratando de imaginar para qué podría servir aquello.

—¿Estás bien? —preguntó Jude.—No sé —respondió la mujer. Le dirigió una mirada vidriosa y confundida

—. Y tú, ¿estás bien?Jude no respondió. Entonces ella cruzó la habitación y pasó junto a él. Al

llegar a la puerta, Shannon se detuvo y se dio cuenta de que todavía tenía en susmanos la película. La puso suavemente sobre el estante antes de marcharse. Mástarde, la criada colocó el vídeo con los libros. Fue un error que Jude nunca semolestó en corregir. No tardó mucho en olvidar que estaba allí.

Tenía otras cosas en qué pensar. Después, cuando regresó de Nueva York,encontró la casa y la parte del armario ropero dé Shannon vacías. No se habíamolestado siquiera en escribir una nota. Nada de explicar que su amor había sidoun error o que ella amaba una versión de él que en realidad no existía, que sehabían ido apartando el uno del otro cada vez más, o algo por el estilo. Ella teníacuarenta y seis años y había estado casada antes. No hizo escenas propias deamoríos de una escuela secundaria. Cuando tuvo algo que decirle, le llamó.Cuando necesitaba algo material de él, telefoneaba su abogado.

Al mirar la cinta en ese momento no supo realmente por qué se habíaapegado a ella, o por qué la cinta se había apegado a él. Le pareció que debíahaberla buscado y haberse deshecho de ella cuando volvió a casa y descubrióque su mujer se había ido. Ni siquiera sabía las razones por las que la habíaaceptado cuando se la ofrecieron. Jude coqueteó luego con la incómoda idea deque con el tiempo se había mostrado demasiado dispuesto a aceptar lo que ledieran, sin pensar en las posibles consecuencias. Eso mismo le había llevado ameterse en el problema en que se hallaba. Anna se le ofreció, y él la habíarecibido, y pasado el tiempo estaba muerta. Jessica McDermott Price le habíaofrecido el traje del muerto, y ya era suy o. Ya era suyo.

Nunca había tenido interés alguno por poseer el traje de un muerto, ni unacinta de vídeo de mortal pornografía mexicana, ni ninguno de los otros objetos desu colección. Le pareció que todas aquellas cosas habían sido atraídas hacia élcomo objetos de hierro hacia un imán, y él no podía evitar atraerlos yconservarlos, como tampoco el imán podía evitar sus efectos. Pero eso sugeríaindefensión, y nunca había sido un hombre indefenso. Si algo debía ser estrelladocontra la pared, era aquella cinta.

Pero se había quedado allí pensando demasiado tiempo. El frío reinante en elestudio se apoderó de él, de modo que se sintió cansado, sufrió el peso de la edad.Se sorprendió de que no fuera visible su propio aliento, tal era el frío que sentía.No podía imaginar nada más tonto, o más débil, que un hombre de cincuenta ycuatro años tirando sus libros en un ataque de rabia, y si había algo quedespreciaba era la debilidad. Estuvo tentado de tirar al suelo la cinta y aplastarla

con los pies, pero en lugar de ello se volvió y la puso en el estante. Sintió que lomás importante era recuperar la compostura, actuar, al menos por un momento,como un adulto.

—Deshazte de eso —dijo Georgia desde la puerta.

L

Capítulo10

a sorpresa le hizo estremecerse, al punto de encoger los hombrosinvoluntariamente. Se volvió y la miró. Para empezar, estaba pálida. Siempre loestaba, pero en ese momento su cara parecía no tener sangre, era como un huesopulido, de modo que, más que nunca, parecía un vampiro. Jude se preguntó si nosería un truco de maquillaje; pero enseguida vio que sus mejillas estabanhúmedas y los finos pelos negros de las sienes pegados por el sudor. Iba enpijama, abrazándose a sí misma, temblando de frío.

—¿Estás enferma? —preguntó él.—Estoy bien —respondió la chica—. Soy la viva imagen de la salud.

Deshazte de eso.Él puso delicadamente la película pornográfica y mortal otra vez en el

estante.—¿Que me deshaga de qué?—Del traje del muerto. Huele mal. ¿No te has dado cuenta del mal olor que

se ha extendido cuando lo has sacado del ropero?—¿No está en el ropero?—No, no está en el ropero. Estaba sobre la cama cuando me he despertado,

extendido justo a mi lado. ¿Has olvidado guardarlo otra vez? Juro por Dios que aveces me sorprende que seas capaz de recordar que debes meterte la polladentro de los pantalones después de mear. Espero que toda la hierba que fumasteen los años setenta valiera la pena. De todas maneras, ¿qué diablos estabashaciendo con él?

Si el traje estaba fuera del ropero, había salido por su cuenta. Pero no teníasentido contárselo a Georgia, de modo que no dijo nada y fingió estar ordenandoel despacho.

Jude dio la vuelta al escritorio, se inclinó y recogió el disco enmarcado quehabía caído al suelo. El trofeo estaba tan destrozado como el panel de vidrio quelo cubría. Terminó de romper el marco y lo inclinó hacia un lado. Los cristalesrotos se deslizaron con ruidos musicales hacia la papelera, junto al escritorio.Arrancó los trozos del disco de platino hecho pedazos, Happy Little Lynch Mob, ylos echó a la basura. Eran como seis brillantes hojas de sable de acero

atravesadas por surcos. ¿Qué hacer en ese momento? Supuso que un hombrerazonable iría a echar un vistazo al traje. Se puso de pie y se volvió hacia ella.

—Vamos. Deberías acostarte. Tienes un aspecto terrible. Llevaré el traje aotro sitio y luego te ayudaré a meterte en la cama.

Le puso la mano en el brazo, pero ella se soltó.—No. La cama también huele como el traje. Las sábanas tienen el mismo

olor.—Bien, entonces pondremos sábanas limpias —dijo, cogiéndola por el brazo

otra vez.Jude la obligó a dar la vuelta y la guió hacia el pasillo. El muerto estaba

sentado más allá de la mitad del pasillo, en la silla colonial de la izquierda, con lacabeza inclinada, sumido en sus pensamientos. Un ray o del sol matinal caía justodonde deberían estar las piernas, que desaparecían al paso de la luz. Esto le dabael aspecto de un veterano mutilado de guerra, con sus pantalones terminados enmuñones a la altura de los muslos. Debajo del rayo de sol estaban los zapatosnegros, bien lustrados, con calcetines también negros. Entre los muslos y loszapatos, las únicas piernas que se veían eran las patas de la silla, de madera clara,brillante por efecto de la luz.

Apenas lo vio, Jude apartó la mirada. No quería mirarlo, se negaba a pensarque estaba allí. Miró a Georgia, para ver si ella había descubierto al fantasma. Lachica observaba fijamente sus propios pies, con el pelo sobre la cara, mientras sedejaba conducir por la mano de Jude. Hubiera deseado decirle que mirase,quería saber si ella también podía verlo, pero estaba demasiado atemorizado porel muerto como para hablar, temía que el fantasma le escuchara y le mirara.

Era estúpido pensar que el muerto no iba a darse cuenta, de una u otra forma,de que pasaban junto a él. Sin embargo, por alguna razón que no podía explicar,Jude presintió que si guardaban silencio podían escabullirse sin ser vistos. Los ojosdel muerto estaban cerrados; la barbilla casi le tocaba el pecho. Era un viejo quedormitaba bajo el último sol de la mañana. Sobre todo, lo que Jude quería era quepermaneciera tal como estaba. Que no se moviera. Que no se despertara. Que noabriese los ojos; por favor, que no los abriese.

Se iban acercando, pero Georgia seguía sin mirar por dónde iba. En vez demirar al fantasma, apoy ó su cabeza somnolienta en el hombro de Jude y cerrólos ojos.

—Ahora dime por qué tenías que destrozar el estudio. ¿Estabas gritando allídentro? Me ha parecido oírte gritar.

Él no quería volver a mirar, pero no pudo evitarlo. El fantasma seguía comoestaba, con la cabeza un poco inclinada a un lado, dibujando una especie desonrisa incipiente, como si estuviera concentrado en una idea o un sueñoagradable. El muerto no parecía escucharla a ella. Jude tuvo en ese momentouna idea difusa, difícil de articular. Con los ojos cerrados y la cabeza inclinada de

esa manera, el fantasma, más que dormitando, parecía hallarse a la escucha dealgo. Jude pensó que quizá estuviera oy éndole a él. A la espera, tal vez, de serreconocido, antes de que a su vez él reconociera o pudiera reconocer a Jude. Yacasi estaban encima del espectro, a punto de pasar junto a él. Se encogió y seapretó contra Georgia para evitar tocarlo.

—Eso fue lo que me despertó, el ruido, y luego el olor… —La chica soltó unatos leve y levantó la cabeza para mirar hacia la puerta del dormitorio, con losojos entrecerrados y húmedos. Sin embargo no vio al fantasma, aunque estabanpasando precisamente frente a él en ese instante. Se detuvo de golpe.

—No voy a entrar ahí hasta que hagas algo con ese traje.Jude deslizó la mano por el brazo de la joven hasta la muñeca y la apretó,

empujándola hacia delante. Ella dejó escapar un leve gemido, de dolor yprotesta, y trató de apartarse de él.

—¿Qué mierda haces?—Sigue caminando —ordenó el cantante, y un momento después se dio

cuenta, con un lastimoso latido en el corazón, de que había hablado.Miró al fantasma y al mismo tiempo el muerto levantó la cabeza y alzó los

párpados. Pero donde debían estar los ojos sólo había un garabato negro. Eracomo si un niño hubiera cogido un rotulador Magic, un rotulador realmentemágico que pudiera escribir en el aire, y hubiese intentado cubrirlos de tintadesesperadamente. Las líneas negras se retorcían y se enredaban entre sí,formando algo parecido a un nudo de gusanos.

Entonces Jude pasó junto a él empujando a Georgia por el pasillo, mientrasella oponía resistencia y lloriqueaba. Cuando estuvieron en la puerta deldormitorio, él miró atrás.

El fantasma se puso de pie, y mientras lo hacía sus piernas salían de la luz delsol. Volvían a verse, como si alguien las hubiera vuelto a pintar, las largasperneras negras del pantalón. El muerto extendió su brazo derecho hacia un ladocon la palma vuelta hacia el suelo, y algo cay ó de ella. Era un objeto de platabrillante, pulida como un espejo, colgado de una delicada cadena de oro. Perono, no era un colgante normal, sino una hoja curvada. Jude no distinguía de quése trataba exactamente. La escena recordaba el péndulo de aquel cuento deEdgar Allan Poe. La cadena de oro estaba unida a un anillo en uno de los dedosdel fantasma, una alianza de matrimonio. La navaja, pues eso era lo que colgaba,estaba en el otro extremo. El aparecido permitió que Jude lo mirara por unmomento y luego dio una sacudida a la muñeca, como un niño que hace un trucocon un yoyó, y la navaja curvada saltó a su mano.

Jude sintió que un gemido luchaba por salir de su pecho. Empujó a Georgiapor la puerta, hacia el dormitorio, y la cerró de golpe.

—¿Qué estás haciendo, Jude? —gritó la muchacha, soltándose por fin yalejándose de él a trompicones.

—Cállate.La chica le golpeó en el hombro con la mano izquierda, luego le dio otro

golpe en la espalda con la derecha, la mano que tenía el pulgar infectado. Sintiómás dolor ella que el agredido. Lanzó un gemido enfermizo y dejó de pegarle.

Jude aún sostenía el pomo de la puerta. Estaba atento al pasillo. Permanecíaen silencio.

Abrió ligeramente la puerta y miró a través de una rendija de pocoscentímetros, listo para cerrarla de golpe otra vez si el muerto estuviera allí con sunavaja atada a una cadena.

No había nadie en el pasillo.Cerró los ojos. Cerró la puerta. Apoy ó la frente sobre la madera, aspiró

profundamente hasta llenar los pulmones y contuvo la respiración. Luego dejóescapar el aire lentamente. Tenía la cara húmeda por el sudor y levantó unamano para secarla. Algo helado, afilado y duro le raspó ligeramente la mejilla.Abrió los ojos y vio la navaja curva del muerto en su propia mano. La hoja deacerado color azul reflejaba la imagen de su propio globo ocular desorbitado, quemiraba fijamente.

Jude gritó y la arrojó. Luego miró al suelo, pero y a no estaba allí.

D

Capítulo11

io un paso atrás, alejándose de la puerta. En la habitación sólo se escuchabansonidos de respiraciones tensas, la suya y la de Marybeth. En ese momento suúnico nombre era Marybeth. No podía recordar cómo la llamaba habitualmente.

—¿Qué clase de porquería estás tomando? —preguntó ella en un tono de vozque recordaba ligeramente el pausado hablar de un campesino. De repente teníaun leve acento del sur.

—Georgia —dijo, recordando el apodo en ese momento—. Nada. No podríaestar más sobrio.

—Venga, por favor. ¿Qué estás tomando? —El sutil, apenas perceptible acentohabía desaparecido, retirándose tan rápidamente como apareció. Georgia residióun par de años en la ciudad de Nueva York, donde se esforzó por eliminar su dejesureño, pues no le gustaba que la confundieran con una campesina.

—Dejé de tomar toda esa mierda hace años. Ya te lo conté.—¿Qué era lo que había en el pasillo? Tú has visto algo. ¿Qué ha sido?Jude le lanzó una furiosa mirada de advertencia que ella ignoró. La mujer

estaba de pie delante de él, encogida dentro de su pijama, con los brazos cruzadospor debajo de los pechos y las manos escondidas en los costados. Sus pies estabanligeramente separados, como si se aprestara a cortarle el camino en caso de quetratara de avanzar hacia la otra parte del dormitorio. Una pretensión absurda parauna chiquilla cincuenta kilos más liviana que él.

—Había un anciano sentado fuera, en el pasillo. En la silla —explicó élfinalmente. Tenía que decirle algo y no veía ninguna razón para mentirle. Lo queella pensara acerca de su cordura no le preocupaba—. Hemos pasado junto a él,pero tú no lo has visto. No sé si puedes verlo.

—Eso son tonterías de loco —dijo ella sin demasiada convicción.Jude se dirigió hacia la cama y la chica lo dejó pasar y se apretó contra la

pared.El traje del muerto estaba cuidadosamente extendido en su lado de la cama.

La honda caja en forma de corazón reposaba en el suelo, con la tapa negra juntoa ella. El papel de seda blanco sobresalía. Sintió el tufillo del traje cuando estabatodavía a cuatro pasos de él, y se estremeció. No desprendía ese hedor al sacarlo

de la caja la primera vez. Se habría dado cuenta. Ahora era imposible nopercibirlo. Tenía el olor maduro de la corrupción, de algo que está muerto ypudriéndose.

—Dios mío —exclamó Jude.Georgia se mantenía a distancia, tapándose la boca y la nariz con una mano

ahuecada.—Me estaba preguntando si no habrá algo en los bolsillos. Algo pútrido.

Comida vieja, quizá.Respirando por la boca para evitar las náuseas, Jude revisó la chaqueta. Pensó

que era muy probable que descubriera algún material en un avanzado estado dedescomposición. No le sorprendería que Jessica McDermott Price hubierametido una rata muerta en el traje, un regalo extra para acompañar la comprasin cargo alguno. Pero sólo encontró un cuadrado rígido, tal vez de plástico, enuno de los bolsillos. Lo sacó para ver qué era.

Se trataba de una fotografía que él conocía muy bien, la foto favorita deAnna, una instantánea de ellos dos. Se la había llevado consigo cuando semarchó. La había tomado Danny una tarde, a finales de agosto, cuando la luz delsol, roj iza y tibia, inundaba el porche frontal, un día lleno de libélulas y brillantesmotas de polvo.

Jude aparecía sentado sobre los escalones, vestido con una gastada cazadoravaquera y con la guitarra Dobro sobre las rodillas. Anna estaba sentada junto a élobservándolo mientras tocaba, con las manos apretadas entre los muslos. Losperros, echados en el suelo a sus pies, miraban con curiosidad a la cámara.

Aquel día habían pasado una buena tarde, tal vez una de las últimas tardesbuenas antes de que las cosas comenzaran a ir mal. Pero mirar la fotografía enese momento no le producía ningún placer. Alguien la había marcado con unrotulador fino. Los ojos de Jude habían sido cubiertos con tinta negra, congarabatos hechos por una mano furiosa.

Georgia decía algo a pocos centímetros de distancia. Su voz era tímida,insegura.

—¿Qué aspecto tenía el fantasma en el pasillo?El cuerpo de Jude estaba inclinado de tal manera que ella no podía ver la

fotografía, lo cual era una suerte para el rockero. No quería que la viera.Jude se esforzó por encontrar su propia voz. Era difícil recuperarse de la

terrible impresión que le habían causado los trazos negros que ocultaban sus ojosen la fotografía.

—Era un anciano —logró decir por fin—. Llevaba este mismo traje.« Y también tenía esos malditos garabatos negros que flotaban delante de sus

ojos, iguales a éstos» , añadió mentalmente Jude, pensando que podía enseñarlela foto. Pero no lo hizo.

—Estaba sentado allí, ¿y nada más? —preguntó Georgia—. ¿No ha ocurrido

nada más?—Se ha puesto de pie y me ha mostrado una navaja colgada de una cadena.

Una extraña y pequeña navaja.El día que Danny tomó la fotografía, Anna todavía no había cambiado y Jude

pensaba que era una chica feliz. Él pasó la mayor parte de aquella tarde de finesdel verano debajo del Mustang, mientras Anna permanecía cerca, gateando paraalcanzarle las herramientas y los repuestos necesarios. En la foto, ella aparecíacon una mancha de aceite de automóvil en la barbilla y con las manos y lasrodillas sucias. Era una suciedad atractiva, ganada a pulso, la clase de manchasde las que uno puede sentirse orgulloso. Tenía las cejas levantadas, con un bonitohoyuelo entre ellas, y estaba con la boca abierta, como si se riera o, másprobablemente, como si se dispusiera a hacerle una pregunta. « ¿Vas a pescarmucho al lago Pontchartrain? ¿Cuál ha sido el mejor perro que has tenido en tuvida?» . Ella y sus preguntas.

Pero cuando todo terminó Anna no le preguntó por qué la echaba. No lo hizodespués de que la encontrara una noche caminando, ausente, por la autopista,vestida sólo con una camiseta y nada más. La gente tocaba alarmada la bocinaen cuanto pasaba junto a ella. La metió en el coche de un tirón y preparó el brazopara darle un golpe, pero se contuvo, y se conformó con aporrear con violenciael volante. Lo golpeó hasta que los nudillos le sangraron. Le dijo que y a erasuficiente, que él mismo pondría sus cosas en una maleta y la enviaría a su casa.Anna dijo, suplicante, que se moriría sin él, y Jude respondió que enviaría floresal funeral.

Así pues, ella, por lo menos, había cumplido con su palabra. Era demasiadotarde para que él hiciera lo mismo. El funeral había tenido lugar sin que seenterase.

—¿Me estás tomando el pelo, Jude? —preguntó Georgia. Su voz sonaba cerca.Se estaba deslizando hacia él, a pesar de su aversión al olor. Metió la fotografíaotra vez en el bolsillo del traje del muerto, antes de que la joven pudiera verla—.Porque si se trata de una broma, es de muy mal gusto.

—No es una broma. Supongo que es posible que me esté volviendo loco, perotampoco creo que se trate de eso. La persona que me vendió el…, el traje…sabía lo que estaba haciendo. Su hermana menor era una admiradora que sesuicidó. Esa mujer me culpa de su muerte. He hablado por teléfono con ella haceapenas una hora, y me lo ha dicho ella misma. Desde luego, esa parte del asuntono me la he imaginado, ha sido muy real. Danny estaba conmigo. Me ha oídocuando hablaba. Ella quiere vengarse. Así que me mandó un fantasma. Lo hevisto hace un momento en el pasillo. Y anoche también me encontré con él.

Empezó a doblar el traje con la intención de volver a meterlo en su caja.—Quémalo —pidió Georgia con una súbita vehemencia que le sorprendió—.

Llévate este traje de mierda y quémalo.

Durante un instante, Jude sintió el impulso casi embriagador de hacerprecisamente eso: buscar algún combustible, empaparlo y calcinarlo en elcaminillo de la entrada de la casa. Pero fue un deseo del que de inmediatodesconfió. Le preocupaba tomar una decisión irrevocable. ¿Quién sabía quépuentes podían quemarse junto con el traje? Sintió el levísimo centelleo de unpensamiento positivo, algo acerca del maloliente traje y la forma en que podríaresultarle de alguna utilidad; pero la idea se desvaneció antes de que la aclarase.Estaba cansado. Era difícil poner un solo pensamiento en su lugar.

Sus razones para querer conservar el traje eran ilógicas, supersticiosas, pococlaras incluso para sí mismo; pero cuando habló dio una explicaciónperfectamente razonable para conservarlo.

—No podemos quemarlo. Es una prueba. Mi abogado querrá tenerlo a sudisposición si decidimos llevar a juicio a esa mujer.

Georgia se rió débilmente, con tristeza.—¿Por qué? ¿Por agresión con un espíritu mortífero?—No. Tal vez por agresión a secas. Acoso, quizá. En cualquier caso me está

amenazando de muerte, aun cuando sea una amenaza absurda. Hay leyes paracastigar eso.

Terminó de doblar el traje y lo puso en su lecho de papel de seda, dentro de lacaja. Respiraba por la boca mientras lo hacía, con la cabeza apartada, rehuyendocomo podía el mal olor.

—La habitación apesta. Sé que esto está lleno de pus, y tengo ganas de gritar—aseguró la joven, con asco indecible.

Jude le dirigió una mirada de reojo. Ella mantenía distraídamente la manoderecha contra el pecho mientras miraba fijamente la caja negra y brillante conforma de corazón. Hasta ese momento, la chica había estado escondiendo lamano en un costado. Tenía el pulgar hinchado y el punto en que el alfiler se habíaclavado era ya una llaga blanca del tamaño de una pequeña goma de borrar,brillante de pus. Ella notó que Jude la miraba, observó su propia herida, y luegovolvió a levantar la vista, sonriendo abatida.

—Tienes una gran infección en ese dedo.—Lo sé. Me he puesto antibióticos.—Tal vez deberías consultar con un médico. Si es tétanos, los antibióticos no

servirán de nada.Cerró los dedos alrededor del pulgar herido y apretó suavemente.—Me pinché con ese alfiler escondido en el traje. ¿Y si estaba envenenado?—Supongo que si hubiera tenido cianuro y a nos habríamos dado cuenta.—Ántrax.—He hablado con esa mujer. Es muy estúpida, por no decir que está como

una cabra, pero no creo que sea capaz de enviarme algo envenenado. Sabe queiría a la cárcel por ello. —Cogió la muñeca de Georgia, acercó su mano hacia él

y estudió el pulgar. La piel situada alrededor de la zona de la infección estabablanda y descompuesta, arrugada como si hubiera permanecido metida en aguadurante mucho tiempo.

—¿Por qué no vas a ver la televisión un rato? Le diré a Danny que pida unacita con el médico para ti.

Le soltó la muñeca y señaló con la cabeza hacia la puerta, pero ella no semovió.

—¿Te importa mirar si está todavía en el pasillo? —le pidió.Jude la miró por un momento, y luego asintió con la cabeza. Fue hasta la

puerta, la abrió unos quince centímetros y espió. El sol había cambiado de lugar,o estaba tapado por una nube, y el pasillo permanecía oscuro y fresco. No habíanadie sentado en la silla colonial pegada a la pared. No se veía ningún fantasmacon una navaja y una cadena en el rincón.

—El camino está libre.Le tocó el hombro con la mano sana.—Una vez vi un fantasma. Cuando era niña.No le sorprendió. Nunca había conocido a una jovencita gótica que no

hubiera tenido algún contacto con lo sobrenatural, que no crey era, con una total eincómoda sinceridad, en las formas astrales, en los ángeles o en la magianeopagana.

—Por aquel entonces vivía con Bammy, mi abuela. Ocurrió después de laprimera vez que mi papá me echó de casa. Una tarde fui a la cocina a tomar unvaso de la exquisita limonada que ella hace y miré por la ventana trasera. Allíestaba aquella niña, en el jardín. Recolectaba vilanos de diente de león y soplabapara hacerlos volar, como hacen los niños, mientras cantaba por lo bajo. La niñatenía unos años menos que yo y llevaba puesto un vestido muy barato. Abrí laventana para llamarla, para preguntarle qué estaba haciendo en nuestro jardín.Cuando escuchó el chirrido de la ventana, me miró, y en ese momento me dicuenta de que estaba muerta. Tenía los ojos manchados.

—¿Qué quieres decir con eso de « manchados» ? —quiso saber Jude. La pielde los brazos le picó y se volvió tensa y áspera. El comentario le había puesto lacarne de gallina.

—Tenía los ojos pintados de negro. No. Ni siquiera eran ojos. Era más bien…como si los hubieran tachado. No sé cómo explicarlo.

—Tachados —repitió Jude.—Sí. Tachados con un rotulador. Negro. Luego volvió la cabeza hacia la

cerca. Un momento después, se puso de pie de un salto y atravesó el jardín.Movía la boca como si estuviera hablando con alguien, pero allí no había nadie, yno pude escuchar lo que estaba diciendo. La podía oír mientras recogía dientes deleón y cantaba para sí, pero no cuando se levantó y parecía que estaba hablandocon alguien. Siempre he pensado que era raro que sólo pudiera escucharla

mientras cantaba. Y luego extendió la mano como si hubiera una personainvisible delante de ella, al otro lado de la cerca de Bammy, que se la cogiera. —Georgia le miró con intensidad, como si quisiera confirmar que la creía. Siguiócon su relato—: Y de repente me asusté, sentí escalofríos porque percibí que algomalo iba a ocurrirle. Quería decirle que soltara aquella mano. Quienquiera que laagarrase no tenía buenas intenciones; yo quería que ella se alejara de él o de ella.Pero estaba demasiado asustada. No podía ni respirar. Y la niña pequeña mevolvió a mirar una vez más, con cierta tristeza, con sus ojos tachados, y luego seseparó del suelo, se elevó, lo juro por Dios, y flotó en el aire desplazándose haciael otro lado de la cerca. No como si estuviera volando, sino como si hubiera sidolevantada por unas manos invisibles. Se notaba por la manera en que sus piescolgaban en el aire. Rozaron las estacas de la valla. Pasó por arriba y luegodesapareció. Me inundó un sudor frío y tuve que sentarme en el suelo de lacocina. —Georgia lanzó otra mirada a la cara de Jude, tal vez para ver si él creíaque estaba loca. Pero él sólo hizo un gesto para animarla a que continuara con elrelato—: Bammy entró y me dijo a gritos: « Niña, ¿qué te pasa?» . Pero cuandole conté lo que había visto, se quedó muy trastornada, muy mal, y empezó allorar. Se sentó en el suelo conmigo y me dijo que me creía. Me explicó que y ohabía visto a su hermana gemela, Ruth. Yo sabía quién era Ruth, sabía que habíamuerto cuando Bammy era pequeña, pero hasta aquel día la abuela no me contólo que le había pasado realmente. Hasta ese momento había pensado que la habíaatropellado un coche o algo por el estilo, pero no había sido así. Un día, cuandoambas tenían siete u ocho años, debió ser hacia mil novecientos cincuenta ytantos, su madre las llamó a comer. Bammy obedeció, pero Ruthie se quedófuera porque no tenía ganas de comer y porque además era de naturaldesobediente. Mientras Bammy y el resto de la familia estaban dentro, alguien laarrebató del jardín trasero. Nunca más volvieron a verla. Es decir, viva, porquede vez en cuando las personas que habitaban en la casa de la abuela la veíansoplando dientes de león, cantando para sí, y luego alguien invisible se la llevaba.Mi madre vio el fantasma de Ruth, y también el marido de Bammy, una vez, yalgunos amigos de Bammy, y la misma Bammy. A todos los que vieron a Ruthles pasó lo mismo que a mí. Querían decirle que no se fuera, que se apartara dequien estuviese al otro lado de la valla. Pero todos los que la vieron estabandemasiado asustados por el simple hecho de verla como para hablar. La abueladecía que pensaba que eso no terminaría hasta que alguien pudiera hablar en elmomento decisivo. Que era como si el fantasma de Ruth estuviera en unaespecie de sueño, siempre repitiendo sus últimos minutos, y ella debiera seguirasí hasta que alguien gritara y la despertara. —Georgia tragó saliva y se quedóen silencio. Inclinó la cabeza, de modo que el oscuro pelo le tapaba los ojos—.No puedo creer que los muertos quieran hacernos daño —añadió la chicafinalmente—. ¿Acaso ellos no necesitan nuestra ay uda? ¿No anhelan siempre

nuestra ay uda? Si lo vuelves a ver otra vez, debes tratar de hablarle. Tienes quedescubrir qué quiere.

Jude sabía que la cuestión no era si volvería a verle, sino cuándo se leaparecería de nuevo. Y además él ya sabía lo que el muerto quería.

—No ha venido para conversar —sentenció Jude.

J

Capítulo12

ude no sabía lo que podía hacer a continuación, de modo que preparó té, pormantenerse ocupado. Los gestos simples y automáticos de llenar la tetera, poneruna cucharada de hierbas en el colador y buscar un jarro fueron una manera delimpiar su cabeza y serenarse, estableciendo una útil tregua de silencio.Permaneció junto al quemador, escuchando el borboteo del agua hirviente.

No estaba aterrorizado, lo que le produjo cierta satisfacción. Tampoco ledominaba el deseo de salir corriendo, pues tenía dudas acerca de las ventajas dehacerlo. ¿Dónde iba a estar mejor que allí? Jessica Price había dicho que elmuerto y a le pertenecía y le seguiría a cualquier lugar que fuera. Por la mentede Jude pasó fugazmente la imagen de sí mismo acomodado en un asiento deprimera clase, en vuelo a California, y descubriendo al girar la cabeza que elmuerto estaba sentado junto a él, con aquellos garabatos negros flotando delantede los ojos. Se estremeció y suspiró ruidosamente para eliminar los siniestrospensamientos. La casa era tan buen lugar como cualquier otro para defenderse,por lo menos hasta que se le ocurriera algo razonable. Además, odiaba dejar alos perros en cualquier albergue de animales. En los viejos tiempos, cuando ibade gira siempre viajaban en el autobús con él.

Por otra parte, a pesar de lo que había dicho a Georgia, tenía aún menosinterés en llamar a la policía o a su abogado. Estaba convencido de que mezclar ala ley en todo aquel asunto sería el peor de los errores. Podía llevar a juicio aJessica McDermott Price, y tal vez obtuviera algún placer con ello, pero tomarsela revancha no haría que el muerto se marchase. Lo sabía. Había visto muchaspelículas de terror.

Además, llamar a la policía era una acción que iba en contra de sus principiosmás arraigados, lo cual no era poco. Pensaba que la propia identidad era suprimera y más poderosa creación, la máquina que había manufacturado todossus éxitos, la fuente principal de cuanto era digno en su vida. Le importabamucho permanecer fiel a sus principios y normas de comportamiento. Estabadispuesto a mantenerlos hasta el final.

Jude podía creer en un fantasma, pero no en un monstruo puro, en la perfectareencarnación del mal. Aquel muerto tenía que ser más complejo, debía de tener

algo más que los garabatos delante de los ojos y una navaja curva colgada deuna cadena de oro. Algún punto débil. Pensando en eso, se preguntó de repentecon qué se habría cortado Anna las venas, y otra vez volvió a tener conciencia delo fría que estaba la cocina y de que permanecía inclinado sobre el agua que secalentaba en el fuego para aprovechar un poco su calor. Jude tuvo entonces lacerteza de que ella se había cortado las venas con la navaja colgada en elextremo del péndulo de su padre, el que usaba para hipnotizar a los tontosdesesperados y para buscar aguas subterráneas. Se preguntó qué más tendría quesaber sobre la muerte de Anna y el hombre que había sido un padre para ella yque había descubierto su cuerpo en la bañera llena de agua fría teñida con susangre.

Tal vez Danny había encontrado las cartas de la pobre suicida. Jude teníamiedo de leerlas otra vez, y al mismo tiempo sabía que su deber era hacerlo. Enese momento las recordaba lo bastante como para darse cuenta de que la jovenintentó decirle lo que iba a hacer, y a él se le había escapado el angustiosomensaje. Pero no. Se trataba de algo más terrible que eso. Él no había queridover el peligro, había ignorado deliberadamente lo que tenía ante los ojos.

Las primeras cartas que mandó desde su casa dejaban ver un optimismojovial, y lo que en el fondo transmitían era que trataba de reorganizar su vidatomando decisiones sensatas y maduras sobre el futuro. Estaban escritas en finascartulinas, muy blancas, con delicada caligrafía en cursiva. Al igual que suconversación, aquellas cartas estaban llenas de preguntas, aunque en lacorrespondencia no parecía esperar ninguna respuesta. Le escribía que habíapasado todo el mes enviando solicitudes de empleo, para luego preguntar, conmuchos rodeos, si era un error llevar lápiz de labios negro y botas de motera auna entrevista de trabajo en una guardería de niños. Citaba dos universidades y sepreguntaba cuál sería mejor para ella. Pero todo era una farsa, y Jude lo sabía.Nunca consiguió el trabajo en la guardería, nunca volvió a mencionar el asuntodespués de la única carta en que había hablado de ello. Y cuando llegó eltrimestre de primavera, se inscribió en un curso de una academia de belleza, conlo que el asunto de la universidad quedaba olvidado. Los propósitos madurosduraron poco.

Las últimas cartas, ya muy espaciadas, trazaban una imagen más auténticade su situación mental. Estaban escritas en papel común, rayado; en realidaderan hojas arrancadas de un cuaderno. Había desaparecido la caligrafíacuidadosa, todo eran garabatos difíciles de leer. Contaba que apenas podíadescansar. Su hermana vivía en un barrio nuevo y estaban construyendo una casajusto al lado. Decía que escuchaba martillazos todo el día, y que era como vivirjunto al taller de un fabricante de ataúdes después de una epidemia de peste.Cuando trataba de descansar, por la noche, los martillos comenzaban a trabajarotra vez justo en el momento en que se estaba durmiendo, lo cual ocurría aunque

allí no hubiera nadie. Estaba desesperada por poder dormir. Su hermana queríaconvencerla de que dejase que los médicos se ocupasen de su insomnio. Habíacosas de las que Anna quería hablar, pero no tenía a nadie con quien hacerlo.Estaba cansada de hablar consigo misma. Contaba, en fin, que le resultabainsoportable estar tan cansada todo el tiempo.

Anna le rogaba que la llamara, pero él no lo hizo. La desdicha de la mujer leagotaba. Era demasiado difícil ayudarla a superar sus depresiones. Lo habíaintentado cuando estuvieron juntos y nada de lo que había hecho había sidosuficiente. Le dio todo lo que pudo, sin ningún resultado; pero ella no lo dejabatranquilo. Ni siquiera sabía por qué leía sus cartas, y mucho menos por qué lasrespondía a veces. Hasta deseó que dejaran de llegar. Y finalmente así fue.

Danny podría encontrarlas y luego pediría una cita con el médico paraGeorgia. No es que fuese un gran plan de acción frente a las apariciones delmuerto, pero era algo, lo cual resultaba mejor que lo que tenía diez minutosantes, es decir, nada. Jude sirvió el té, y el tiempo se puso en marcha otra vez.

Se dirigió a la oficina con la tetera en la mano. Danny no estaba en su mesa.Jude se quedó en la entrada mirando la habitación vacía, escuchandoatentamente el silencio, a la espera de alguna señal del secretario. Nada. Habríaido al baño. Tal vez…, pero no. La puerta estaba un poco entreabierta, como eldía anterior, y por la abertura sólo se veía oscuridad. Tal vez había salido para ir acomer.

Jude se dirigió a la ventana para ver si el coche de Danny estaba en laentrada, pero se detuvo antes de llegar y se desvió hacia el escritorio de suayudante. Echó un vistazo a los montones de papeles, buscando las cartas deAnna. Enseguida pensó que si Danny las hubiera encontrado, seguramente lashabría guardado en algún lugar discreto. Tal como esperaba, no las encontró. Diomedia vuelta, se sentó en el sillón de Danny y activó el explorador de Internet enel ordenador. Tenía intención de hacer una búsqueda sobre el padrastro de Anna.En la Red había información sobre todo el mundo. Tal vez el muerto tuviera supropia página, quién sabe. Jude se rió. Fue una carcajada sorda, fea, nacida ymuerta en el fondo de la garganta.

No podía recordar el nombre de pila del difunto, de modo que hizo unabúsqueda de « hipnosis —McDermott—muerto» . El primer resultado fue unenlace con un obituario que había salido en el Pensacola News Journal el veranoanterior. Se hablaba de la muerte de un Craddock James McDermott. Era él:Craddock.

Jude hizo clic en la nota necrológica… y allí estaba.El hombre de la fotografía en blanco y negro era una versión más joven del

tipo que Jude había visto ya dos veces en el pasillo de arriba. En la foto parecíaun vigoroso hombre de sesenta años, con un corte de pelo al estilo militar. Con sucara larga y casi caballuna, y amplios y finos labios, tenía un parecido más que

somero con Charlton Heston. Lo más sorprendente de aquella fotografía era eldescubrimiento de que Craddock, en vida, tenía ojos como los de cualquier serhumano. Eran claros y directos, y miraban a la eternidad con la confianzaestimulante de los que lanzan discursos bienintencionados, venden biblias oquieren redimir al mundo de una u otra manera.

Jude leyó el obituario. Decía que una vida de aprendizaje y enseñanza, deexploración y aventura, había terminado cuando Craddock James McDermottmurió de una embolia cerebral en la casa de su hijastra, en Testament, Florida, elmartes 10 de agosto. Genuino ciudadano del sur, creció como hijo único de unministro pentecostaliano y había vivido en Savannah y Atlanta, Georgia, y luegoen Galveston, Texas.

Fue integrante del equipo de los Longhorns en 1965, y se había enrolado en elejército después de graduarse. Fue miembro de la división de operacionespsicológicas de las fuerzas armadas. Fue allí donde descubrió su vocación, dondeconoció las posibilidades de la hipnosis. En Vietnam obtuvo un Corazón Púrpura yuna Estrella de Bronce. Se licenció con honores, y se estableció en Florida. En1980 se casó con Paula Joy Williams, una bibliotecaria, y se convirtió enpadrastro de sus dos hijas, Jessica y Anna, a quienes después adoptó. Paula yCraddock compartieron un amor basado en la fe silenciosa, una confianzaprofunda y una fascinación compartida por las inexploradas posibilidades delespíritu humano.

Al leer esto, Jude frunció el ceño. Era una expresión curiosa: « unafascinación compartida por las inexploradas posibilidades del espíritu humano» .Ni siquiera sabía lo que quería decir.

El matrimonio duró hasta que Paula falleció en 1986. A lo largo de su vida,Craddock había atendido a casi diez mil « pacientes» . —Jude resopló ante esapalabra—, usando técnicas de hipnosis profunda para aliviar el sufrimiento de losenfermos y para ay udar a quienes necesitaban superar sus debilidades, trabajoque su hijastra may or, Jessica McDermott Price, seguía todavía realizando en suconsulta privada. Jude resopló otra vez. Probablemente ella misma era la autoradel obituario. Le sorprendía que no hubiera incluido el número de teléfonoofreciendo sus servicios. « Si tuvo conocimiento de la existencia de este servicioal leer el obituario de mi padre, tendrá el diez por ciento de descuento en suprimera sesión» .

El interés de Craddock por el espiritismo y el inexplorado potencial de lamente le hizo experimentar con la radiestesia, la vieja técnica rural paradescubrir manantiales de agua subterráneos mediante una varilla o un péndulo.Pero sus hijas y sus seres queridos le recordarían especialmente por la maneraen que logró que tantos compañeros de camino en la vida descubrieran suspropias reservas ocultas de fuerza y autoestima. « Su voz y a está en silencio, peronunca será olvidado» .

Nada sobre el suicidio de Anna.Jude recorrió otra vez con la vista el obituario, fijándose en ciertas

combinaciones de palabras que en principio no le interesaban demasiado:« operaciones psicológicas» , « posibilidades inexploradas» , « potencialinexplorado de la mente» . Miró el rostro de Craddock otra vez y se detuvo en lafría confianza de sus pálidos ojos y en la sonrisa casi enojada, fija en susdelgados labios incoloros. Era un hijo de puta de aspecto cruel.

El ordenador de Danny emitió un sonido metálico que hizo saber a Jude quehabía llegado un correo electrónico. Inmediatamente se preguntó dónde diablosse había metido Danny. Miró el reloj del ordenador y vio que llevaba sentado allícerca de veinte minutos. Hizo clic en la ventana de correo electrónico de Danny,que recogía los mensajes para ambos. El nuevo correo iba dirigido a Jude.

Miró la dirección del remitente, luego cambió de postura en el sillón,enderezándose, tensos los músculos del pecho y el abdomen, como si se estuvierapreparando para recibir un golpe. En cierto modo, así era. El correo electrónicoera de [email protected].

Jude lo abrió y empezó a leer.

querido jude:correremos al anochecer correremos hasta el hoyo yo estoy muerto túmorirás cualquiera que se acerque demasiado será infectado con la muertetuya ambos estamos infectados y estaremos juntos en el hoy o de la muerte yla tierra de la tumba nos caerá encima lalalá los muertos arrastran haciaabajo a los vivos si alguien trata de ayudarte nosotros los arrastraremos ycaminaremos sobre ellos y nadie podrá salir porque el agujero es demasiadohondo y la tierra cae demasiado rápidamente y cualquiera que oiga tu vozsabrá que es verdad que Jude está muerto y que y o estoy muerto y morirás yescucharás mi/nuestra voz y nosotros correremos juntos en la ruta de lanoche hacia el sitio el sitio final donde el viento llora por ti por nosotroscaminaremos hasta el borde del hoy o caeremos tomados de la manocaeremos cantando por nosotros cantando en tu/nuestra tumba cantandolalalá.

El pecho de Jude se convirtió en un recipiente sin aire, lleno de abrasadoresalfileres, de agujas heladas. « Operaciones psicológicas» , pensó casi al azar, yluego se puso furioso, con la peor clase de ira, la que debía contenerse, porque nohabía nadie cerca a quien maldecir y no iba a permitirse romper nada. Ya habíapasado una parte de la mañana arrojando libros y eso no le había hecho sentirsemejor. En ese momento se hacía el firme propósito de no perder los nervios, demantener controlada la situación.

Pulsó el ratón para volver al navegador, pensando que podría echar otro

vistazo a los resultados de su búsqueda, a ver si se enteraba de algo más. Miró unavez más, ahora sin fijar en él la atención, el obituario del Pensacola News y sumirada se detuvo en la fotografía. Ahora veía una imagen diferente. Craddockestaba sonriendo y era viejo, tenía la cara arrugada y demacrada, casi parecíamuerto de hambre, y sus ojos estaban tachados con furiosos garabatos negros.Las primeras líneas de la nota necrológica decían: « Una vida de aprendizaje yenseñanza, de exploración y de aventura, terminó cuando Craddock JamesMcDermott murió de una embolia cerebral en el hogar de su hijastra y ahora élestaba volviendo lalalá y hacía frío, estaba frío, Jude estaría frío también cuandose cortara, iba a cortarse y cortar a la niña y estarían en el hoy o de la muerte yJude podría cantar para ellos, cantar para todos ellos…» .

El músico se puso de pie con tan repentina fuerza y tanta rapidez que el sillónde Danny se inclinó hacia atrás y cayó. Luego sus manos bajaron hasta elordenador, debajo del monitor, y lo levantaron para sacarlo del escritorio yestrellarlo en el suelo. De inmediato, se escuchó un sonoro golpe, un breve yagudo chirrido y el cruj ido de vidrios que se rompen, seguido por un súbitochispazo. Luego, el silencio. El ventilador que enfriaba el disco duro se fuedeteniendo lentamente. Lo había tirado de manera instintiva, moviéndose condemasiada rapidez como para pensar lo que hacía. Joder. No era capaz decontrolarse.

Su pulso se aceleró al máximo. Sentía que las piernas le temblaban y estabandébiles. ¿Dónde demonios estaba el maldito Danny? Miró el reloj de pared y vioque eran casi las dos. Tal vez había salido para hacer alguna gestión. Perohabitualmente le llamaba por el intercomunicador, para hacerle saber que salía.

Jude dio la vuelta al escritorio y finalmente se dirigió a la ventana con vistas ala entrada. El pequeño Honda de Danny estaba aparcado en la rotonda de tierra,y el propio secretario se encontraba dentro. Sentado perfectamente inmóvil en elasiento del conductor, con una mano sobre el volante, con la cara del color de laceniza, rígido, sin expresión.

El hecho de verlo allí, simplemente sentado, sin ir a ninguna parte, mirando ala nada, tuvo el efecto de calmar a Jude. Observó a Danny por la ventana paraver qué hacía, pero el joven secretario no hizo nada. No puso el automóvil enmarcha. Ni siquiera miró a su alrededor. El ayudante parecía una persona entrance, y sólo por pensarlo Jude sintió un incómodo latido en las articulaciones.Pasó un minuto, y luego otro, y cuanto más miraba, más incómodo se sentía,más profundo era su malestar. Luego su mano estuvo sobre la puerta y la abriópara salir y ver qué le ocurría a Danny.

E

Capítulo13

l aire le recibió con un golpe frío que le llenó los ojos de lágrimas. Cuandollegó junto al coche, las mejillas de Jude ardían, heladas, y la punta de su narizestaba entumecida. Aunque ya era primera hora de la tarde, el músico todavíallevaba puestos su gastada bata, una camiseta y unos calzoncillos rayados. Alrecrudecerse el viento, el aire congelado, crudo y lacerante le quemó la pieldesnuda.

Danny no se volvió, sino que siguió mirando fijamente, sin expresión, a travésdel parabrisas. De cerca parecía estar todavía peor. Tiritaba. Era un temblorligero y regular. Una gota de sudor le caía sobre la mejilla.

Jude golpeó la ventanilla con los nudillos. Danny se sobresaltó, como si sedespertara de un ligero sueño, pestañeó rápidamente y buscó a tientas el botónpara bajar el cristal. Seguía sin mirar a Jude directamente.

—¿Qué estás haciendo en el coche, Danny? —preguntó Jude.—Creo que debo irme a casa.—¿Lo has visto?Danny insistió:—Creo que debo irme a la casa ahora.—¿Has visto al muerto? ¿Qué ha hecho? —Jude era paciente. Cuando era

necesario, podía comportarse como el hombre más paciente del mundo.—Creo que estoy mal del estómago. Eso es todo.Danny levantó la mano derecha de su regazo, para secarse la cara, y Jude

vio que sostenía entre los dedos un abridor de cartas.—No me mientas, Danny —dijo Jude—. Sólo quiero saber qué ha sido lo que

has visto.—Sus ojos eran garabatos negros. Me ha mirado. Ojalá no me hubiera

mirado.—No puede hacerte daño, Danny.—Usted no sabe eso. Usted no lo sabe.Jude extendió la mano a través de la ventana abierta para apretarle el

hombro. Danny esquivó el contacto. Al mismo tiempo, hizo un rápido gesto haciaél, amenazándole con el abridor de cartas. No llegó ni remotamente a rozarle,

pero Jude retiró la mano de todos modos.—¡Danny! ¿Por qué haces eso?—Sus ojos son ahora exactamente como los de él —dijo Danny, que

enseguida arrancó el coche, marcha atrás.Jude retrocedió de un salto y se apartó del vehículo antes de que pasara sobre

sus pies. Danny vaciló unos instantes y pisó el freno.—No voy a regresar —anunció, mirando el volante.—Está bien.—Le ayudaría si pudiera, pero no puedo. Sencillamente no puedo.—Comprendo.Danny retrocedió con el coche hasta la entrada. Las ruedas hacían cruj ir la

grava. Giró noventa grados bruscamente y se fue colina abajo, hacia el camino.Jude se quedó mirando hasta que Danny pasó por los portones, giró a la izquierday desapareció de la vista. Nunca más volvió a verlo.

S

Capítulo14

e dirigió al cobertizo, en busca de los perros.Jude agradeció el estimulante efecto del aire frío sobre su rostro. Cada aspiraciónresultaba reconfortante para sus pulmones y su ánimo. Era una sensación real.Desde que había visto al muerto aquella mañana, se sentía cada vez más asaltadopor ideas no naturales, propias de un mal sueño, que se colaban en la vidacotidiana, con la que nada tenían que ver. Necesitaba algunas realidadespalpables, bien concretas, para aferrarse a ellas. Serían vendajes con los quedetener la hemorragia espiritual que padecía.

Los perros miraron apesadumbrados a su amo cuando descorría el cerrojo dela caseta. Se metió antes de que pudieran salir y se agachó, dejándolos treparsobre él, olerle la cara. Los perros. Ellos también eran reales. Devolvió la miradaa sus ojos de color chocolate y sus caras largas y preocupadas.

—Si hubiera algún ser maligno conmigo, vosotros lo veríais, ¿no? —lespreguntó—. Si hubiera garabatos sobre mis ojos, me avisaríais, ¿no?

Angus le lamió la cara una vez, dos veces. Jude le besó el húmedo hocico.Acarició el lomo de Bon mientras ella le olfateaba, ansiosa, la entrepierna.

Salió. No estaba preparado para volver a la casa, así que se dirigió al interiordel cobertizo. Se acercó al coche y se miró en el espejo retrovisor de la puertadel conductor. No había garabatos negros. Sus ojos tenían el aspecto de siempre,su color gris pálido bajo cejas negras, tupidas e intensas que le dibujaba el gestointenso y serio de quien siempre parecía dispuesto a matar a alguien.

Jude había comprado el coche, en muy mal estado, a un ayudante de labanda. Era un Mustang del 65, el GT Fastback. Estuvo de gira, casi sin descanso,durante diez meses. Había partido casi en el mismo momento en que su esposa lodejó, y cuando regresó se encontró con una casa vacía y nada que hacer. Pasótodo el mes de julio y la mayor parte de agosto metido en el cobertizo,desarmando el Mustang, sacando las piezas que estaban oxidadas, gastadas, rotas,abolladas, corroídas, endurecidas por los aceites y los ácidos, y reemplazándolas.Procuró respetar el motor, manivelas y cabezales originales, transmisión,embrague, suspensión, asientos blancos de cuero. Todo original menos losaltavoces y el equipo de música. Instaló una antena de radio XM en el techo, y

también un sistema de sonido digital de última generación. Se empapó en aceite,se golpeó los nudillos y se hirió con la transmisión. Era un trabajo duro,justamente lo que necesitaba en ese momento.

Por aquel entonces, Anna ya había comenzado a vivir con él. Aunque nuncala llamó por ese nombre. Siempre había sido Florida, pero por alguna razón queno se explicaba desde que se enteró de su suicidio comenzó a pensar en ellacomo Anna. Quizá creía que no debía ponerle apodos a los muertos.

Ella se sentaba en el asiento trasero, junto a los perros, con las botas saliendopor el hueco de una ventanilla aún no instalada, mientras él trabajaba. La jovenentonaba todo el rato las canciones que conocía, hablaba a Bon como a un bebé ybombardeaba a Jude con sus preguntas. Le preguntó si alguna vez iba a quedarsecalvo (« no sé» ), porque ella lo abandonaría si lo hiciera (« no te culparía» ), sitodavía le parecería que era sexy si se afeitaba todo el pelo (« no» ), si le dejaríaconducir el Mustang cuando estuviera terminado (« sí» ), si alguna vez habíaparticipado en una pelea a puñetazos (« trato de evitarlas… Es difícil tocar laguitarra con una mano fracturada» ), por qué nunca hablaba de sus padres (a loque él no dijo nada) y si creía en el destino (« no» , pero estaba mintiendo).

Antes de la época de Anna y el Mustang, había grabado un nuevo CD, ensolitario, había viajado a veinticuatro países y se había presentado en unos cienespectáculos. Pero trabajar en el automóvil era su principal actividad desde queShannon le había dejado. Le hacía sentirse verdaderamente útil, realizando untrabajo que valía la pena, en el sentido más auténtico. Las razones por las que lareconstrucción de un coche de museo debía ser considerada un trabajo honesto yno el pasatiempo de un hombre rico, mientras que grabar discos y presentarse engalas le parecía el pasatiempo de un hombre frívolo en lugar de un trabajo eranun misterio, algo que no podía explicar.

De nuevo se le pasó por la mente la idea de que debía irse. Ver alejarse lagranja en el espejo retrovisor y seguir, seguir sin importar adonde.

El impulso era tan fuerte, tan acuciante —« sube al automóvil y sal de estelugar» —, que le hacía apretar los dientes. No le gustaba tener que escapar.Lanzarse al automóvil y salir a toda velocidad no era resultado de una libreelección, sino consecuencia directa del pánico. Luego le asaltó otra idea,desconcertante e infundada, aunque curiosamente convincente: la impresión deque lo estaban manipulando, de que el muerto quería que él saliera corriendo;que estaba tratando de forzarlo a huir… ¿De qué? Jude no podía imaginarlo.Fuera, los perros ladraron a coro a un pequeño y destartalado remolque quepasaba por allí.

De todas maneras, no pensaba ir a ninguna parte sin hablar antes conGeorgia. Y si finalmente decidiera largarse, probablemente querría vestirseantes. Un instante después se encontró en el Mustang, al volante. Era un lugaridóneo para pensar. Siempre reflexionaba mejor dentro del coche, con la radio

encendida.Se sentó con la ventana a medio abrir, en el oscuro garaje de suelo de tierra,

y le pareció que había un fantasma cerca, pero el de Anna, no el espírituenfadado de su padrastro. Estaba muy cerca, en el asiento trasero. Allí habíanhecho el amor, por supuesto. Él había entrado en la casa a buscar cerveza y alregresar ella lo estaba esperando en la parte trasera del Mustang. Sólo teníapuestas las botas, nada más. Dejó caer las cervezas abiertas, que desparramaronla espuma en el suelo arenoso. En aquel momento, nada en el mundo parecíamás importante que su carne firme, de veintiséis años, su sudor de veintiséis años,su risa, sus dientes de veintiséis años dulcemente clavados en el cuello de Jude.

Estaba sentado en la fría sombra, reclinado contra el cuero blanco, sintiendopor primera vez en todo el día su agotamiento. Notaba los brazos pesados, y lospies descalzos estaban medio entumecidos de frío. Las llaves estaban puestas, demodo que las hizo girar para conectar el sistema eléctrico y encender lacalefacción.

Jude no estaba muy seguro de por qué se había metido en el coche, pero,dado que ya estaba sentado allí, era difícil imaginarse otro lugar mejor. Desdeuna distancia que parecía enorme, le llegaron los ladridos de los perros, quevolvían a hacerse oír, estridentes y alarmados. Pensó que podía ahogarlosencendiendo la radio.

John Lennon cantaba I am the walrus. El aire acondicionado soltaba su sordorumor sobre las piernas desnudas de Jude. Se estremeció por un momento, luegose relajó y dejó descansar la cabeza en el respaldo del asiento. El bajo de PaulMcCartney se perdía tras el murmullo del motor del Mustang, lo cual erainquietante, ya que él no había encendido el motor, sólo la batería. A los Beatlessiguió un desfile de anuncios publicitarios. Lew, en Imperial Autos, decía: « Noencontrará ofertas como las nuestras en ninguno de los tres estados del área.Conquistamos a nuestros clientes con propuestas que nuestros competidores nopueden igualar» .

En su estado de dulce sopor no percibió un cambio en el tono del discursopublicitario. « Los muertos arrastran abajo a los vivos. Entre, póngase al volantey lleve el coche a dar vueltas por el camino de la noche. Iremos juntos.Cantaremos juntos. No querrá que el viaje termine» .

Los anuncios aburrieron a Jude y encontró la fuerza necesaria para cambiarde emisora. En FUM estaban poniendo una de sus canciones, precisamente suprimer disco sencillo, una estruendosa imitación de AC/DC llamada Souls forsale. En la penumbra parecía que formas fantasmales, nubes amorfas deamenazadora niebla, habían empezado a girar alrededor del coche. Cerró losojos otra vez y escuchó el sonido distante de su propia voz: « Más que la plata ymás que el oro / dices que vale mi alma. / Bien, me gustaría estar en paz conDios, / pero primero necesito dinero para cerveza» .

Resopló sin hacer ruido, como si temiera molestar a alguien. No era porvender almas por lo que uno tenía problemas, sino por comprarlas. La próximavez debería asegurarse de que había derecho a devolución. Se rió y abrió un pocolos ojos. El muerto, Craddock, estaba sentado junto a él, en el asiento delacompañante. Le sonrió para mostrarle unos dientes torcidos, manchados, y unalengua negra. Olía a muerte y también a gases de tubo de escape de automóvil.Los ojos se escondían detrás de aquellos raros garabatos negros, constantementeen movimiento.

—Ni devoluciones ni cambios —dijo Jude. El muerto asintió con la cabeza,comprensivo, y Jude cerró los ojos otra vez. En algún lugar, a kilómetros dedistancia, podía oír que alguien gritaba su nombre: « ¡Jude! ¡Jude! Respóndeme,Ju…» . Pero no quería que lo molestaran, estaba dormitando, anhelaba que lodejaran tranquilo. Movió la palanca para echar hacia atrás el respaldo. Cruzó lasmanos sobre el abdomen. Respiró profundamente.

Acababa de quedarse dormido cuando Georgia le agarró del brazo y learrancó del coche para hacerlo caer sobre el suelo. Su voz le llegaba de maneraintermitente, entrando y saliendo de su oído, o de su conciencia.

—… Sal de ahí, Jude, sal de ahí, mierda… No estés muerto, no… Por favor…ojos, abre los ojos, mierda…

Abrió los ojos y se incorporó con un movimiento repentino, tosiendofuriosamente. La puerta del cobertizo estaba abierta y el sol entraba a través deella, en rayos brillantes, cristalinos, de aspecto casi sólido. La luz llegó como unpuñal a sus ojos, y se apartó de ella. Respiró hondo el frío aire, abrió la boca paradecir algo, para contarle a ella que estaba bien, pero la garganta se le llenó debilis. Se puso a cuatro patas y vomitó sobre la tierra. Georgia lo sostuvo por elbrazo y se inclinó sobre él mientras le asaltaban las arcadas.

Jude estaba mareado. El suelo se inclinaba a sus pies. Cuando trató de mirar asu alrededor, el mundo giró como si fuera una imagen pintada sobre un floreroque girase en un torno. La casa, el jardín, el caminito de entrada, el cielo,pasaban junto a él. Se vio envuelto en una desagradable sensación de mareo, yvomitó otra vez.

Se aferró al suelo y esperó a que el mundo dejara de moverse. Pero esojamás ocurriría. Era algo que uno descubría cuando estaba drogado, o agotado, ofebril: el mundo siempre se movía y sólo una mente sana podía detener sus girosdesestabilizadores. Escupió y se limpió la boca. Los músculos de su estómagoestaban doloridos, presa de calambres, como si acabara de hacer un montón deabdominales, lo cual, si se pensaba bien, no estaba lejos de la verdad. Seincorporó, se volvió para mirar el Mustang. Aún tenía el motor en marcha. Nohabía nadie en él. No sabía qué acababa de ocurrir.

Los perros bailaron a su alrededor. Angus se le subió al regazo y empujó elhocico frío y húmedo sobre su cara. Lamió la boca amarga de Jude, que estaba

demasiado débil para apartarlo. Bon, siempre tímida, le dirigió una miradainquieta, de soslay o, luego bajó la cabeza hasta el vómito y comenzó a lamerlodiscretamente.

Trató de ponerse en pie agarrándose a la muñeca de Georgia, pero no teníafuerza en las piernas, por lo que intentó atraerla hacia él, para que se sentarasobre sus rodillas. Le asaltó una idea confusa —« los muertos arrastran hacia elabismo a los vivos» — que dio vueltas en su cabeza por un momento y luegodesapareció. Georgia temblaba. El rostro de la chica estaba húmedo, apoy ado enel cuello de él.

—Jude —dijo—. Jude, no sé qué está ocurriendo contigo.Por un instante, él fue incapaz de hablar. No tenía voz. Todavía le faltaba el

aire. Miró el Mustang negro, que vibraba sobre la suspensión. La potenciacontenida del motor agitaba todo el chasis.

Georgia siguió hablando.—Creí que estabas muerto. Cuando te he tocado el brazo, pensaba que no

respirabas. ¿Por qué estás aquí con el coche en marcha y la puerta del cobertizocerrada?

—No hay ninguna razón.—¿He hecho algo? ¿He hecho algo malo?—¿De qué estás hablando?—No lo sé —respondió ella, poniéndose a llorar—. Debe haber alguna razón

para que hayas venido aquí a matarte.Él giró sobre sus rodillas. Descubrió que todavía estaba aferrado a una de las

delgadas muñecas de la chica, y entonces cogió la otra. Su pelo negro flotabaalrededor de la cabeza, con el flequillo sobre los ojos.

—Ocurren cosas extrañas, algo va mal, pero no estaba aquí tratando desuicidarme. Me he sentado en el coche para calentarme, pero no he encendido elmotor. Se ha encendido solo.

Ella se soltó de las manos de su novio.—Basta.—Ha sido el muerto.—Basta. Basta.—El fantasma que vi en el pasillo. Ha aparecido otra vez. Estaba en el coche

conmigo. O ha sido él quien ha puesto en marcha el Mustang o lo he hecho yo sinser dueño de mis actos porque él quería que lo hiciera.

—¿Te das cuenta de lo absurdo que suena todo eso que dices? ¿Eresconsciente de lo disparatado que parece lo que cuentas?

—Si estoy loco, Danny también lo está. Él lo ha visto. Por eso se ha ido. Noha podido soportarlo. Ha tenido que marcharse.

Georgia le miró fijamente con ojos lúcidos, brillantes y temerosos detrás delos suaves rizos de su flequillo. Agitó la cabeza en un gesto angustiado de

negación.—Salgamos de aquí —dijo él—. Ayúdame a ponerme de pie.Ella enganchó un brazo por debajo de la axila de Jude y empujó hacia arriba.

Las rodillas del viejo cantante eran débiles resortes que parecían dislocados,incapaces de proporcionar ningún apoyo. En cuanto consiguió incorporarse sobrelos talones, comenzó a inclinarse hacia delante. Estiró las manos para evitarcaerse, y se aferró al capó del automóvil.

—Apágalo —pidió—. Mueve las llaves.Georgia subió al coche tosiendo, agitando las manos para apartar la nube de

gases tóxicos, y apagó el motor. Se hizo un silencio súbito, alarmante.Bon se apretó contra las piernas de Jude buscando protección. Las rodillas de

él amenazaron con doblarse de nuevo. Empujó como pudo a la perra a un lado, yle pisó adrede el rabo. El animal aulló y saltó, alejándose.

—¡Fuera! ¡Mierda! —exclamó.—¿Por qué no la dejas tranquila? —preguntó Georgia—. Los perros te han

salvado la vida.—¿Por qué lo dices?—¿No los has oído? Yo venía a encerrarlos. Estaban como locos.Entonces lamentó haber hecho daño a Bon y miró a su alrededor para ver si

estaba cerca y acariciarla. Pero se había escondido en el cobertizo y se movíaentre las sombras, observándolo con ojos tristes y acusadores. Jude se preguntópor Angus y miró a su alrededor. El otro perro estaba en la puerta del cobertizo yle daba la espalda, con el rabo levantado. Tenía la mirada fija en el sendero deentrada.

—¿Qué será lo que ve? —preguntó Georgia. Era una pregunta absurda, porcierto. Jude no tenía la menor idea. Estaba apoy ado en el automóvil, demasiadolejos de la puerta corredera del cobertizo como para ver lo que había fuera, en eljardín.

La chica metió las llaves en el bolsillo de sus vaqueros negros. Sin saber muybien cómo, había logrado vestirse y envolverse el pulgar derecho con vendas.Pasó junto a Jude y fue hacia donde estaba Angus. Acarició el lomo del perro,observó el caminillo de entrada y luego miró otra vez a Jude.

—¿Qué ocurre? —preguntó él.—Nada —respondió. La chica puso la mano derecha sobre su esternón e hizo

una ligera mueca, como si le doliera—. ¿Necesitas ayuda?—Puedo arreglármelas —dijo Jude y se apartó del Mustang. Notaba una

negra presión detrás de los ojos, un profundo, lento y creciente pinchazo queamenazaba con convertirse en uno de los más intensos dolores de cabeza de todoslos tiempos.

Se detuvo en las grandes puertas correderas del cobertizo, con Angus entre ély Georgia. Miró hacia el sendero de entrada cubierto de barro congelado, hacia

los abiertos portones de su granja. El cielo se estaba aclarando. Las negras ydensas formaciones de nubes se deshacían y el sol brillaba de manera irregularentre los espacios que empezaban a abrirse.

El muerto, con su sombrero de fieltro negro, le devolvió la mirada desde lacarretera. Estuvo allí un momento, mientras el sol permaneció detrás de unanube, de modo que el camino quedaba en sombra. Sonrió, mostrando sus dientesmanchados. Cuando el sol se acercó a los bordes de la nube, dispuesto a salir denuevo, Craddock desapareció. Primero se esfumaron la cabeza y las manos, demodo que sólo quedó allí un traje negro, erguido y vacío. Luego el traje tambiéndesapareció. Volvió a ser visible un momento después, cuando el sol se ocultóotra vez.

Levantó su sombrero hacia Jude e hizo una inclinación, un gesto burlón,curiosamente sureño. El sol salió y se fue una y otra vez, y el muerto apareció ydesapareció como si fuera una intermitente señal en código morse.

—¿Jude? —Georgia se había dado cuenta de que él y Angus estaban allí,inmóviles, mirando hacia el camino de entrada de la misma manera—. No haynada allí, ¿no es cierto, Jude? —Ella no veía a Craddock.

—No —respondió él—. Nada.El muerto volvió a aparecer el tiempo suficiente para hacer un guiño.

Entonces se alzó una brisa suave y, en lo alto, el sol se abrió paso definitivamente,en un punto del cielo donde las nubes se habían deshilachado para convertirse entiras de lana sucia. La luz brilló con intensidad sobre el camino, y el hombremuerto no volvió a ser visible.

G

Capítulo15

eorgia le llevó a la sala de música, en el primer piso. Jude no sintió el brazo dela mujer alrededor de su cintura, dándole apoyo y guiándolo, hasta que ella losoltó. Él se dejó caer en el sofá, quedándose dormido casi en el mismo momentoen que levantó los pies del suelo.

Dormitó, luego despertó por un instante, con los ojos llorosos y la visiónturbia, cuando Georgia se inclinó para cubrirlo con una manta de viaje. La carade su novia era un círculo pálido, sin más rasgos característicos que la oscuralínea de su boca y los agujeros negros que aparecían donde antes estaban susojos.

Sus párpados se hundieron al cerrarse. No podía recordar la última vez quehabía estado tan cansado. El sueño le dominaba, le estaba precipitando al abismolentamente, ahogando la razón, eliminando los sentidos. Sumergido de nuevo enla terrible oscuridad, aquella imagen de Georgia se deslizó otra vez ante él, y unaidea alarmante cruzó sus pensamientos, la de que sus ojos estaban escondidosdetrás de garabatos negros. Estaba muerta, y habitaba con los fantasmas.

Hizo esfuerzos para despertarse, y por un momento estuvo a punto delograrlo. Abrió los ojos ligeramente. Georgia estaba en la puerta de la sala demúsica, mirándolo, con sus blancas manitas cerradas en pequeños puños blancos.Sus ojos eran los de siempre. Tuvo un momento de dulce alivio al verla.

Entonces descubrió al muerto en el pasillo, detrás de la chica. La piel de lacara estaba estirada por sobre los pómulos, y sonreía, mostrando los dientesmanchados de nicotina.

Craddock McDermott hacía movimientos inertes, su desplazamiento eracomo una serie de fotografías de tamaño natural. En un momento, tenía losbrazos en los costados. Al siguiente, una de sus demacradas manos estaba sobreel hombro de Georgia. Tenía las uñas amarillentas, largas y curvas. Losgarabatos negros saltaban y se movían delante de los ojos.

El tiempo saltó hacia delante otra vez. Súbitamente, la mano derecha deCraddock estaba en el aire, en un punto muy alto, por encima de la cabeza deGeorgia. La cadena de oro colgaba de esa mano. El péndulo situado en elextremo, una hoja curva de seis centímetros, un relámpago de filo plateado,

cayó delante de los ojos de Georgia. La navaja se balanceó en arcos leves anteella, y la chica la miró fijamente con los ojos, de pronto, muy abiertos. Parecíafascinada.

Otra foto fija apareció un instante después, y Craddock estaba inclinado haciadelante, en una pose que se diría congelada, con los labios cerca de la oreja deGeorgia. El espectro no movía la boca, pero Jude podía escuchar los susurros, unruido similar al de quien afila la hoja de un cuchillo sobre el cuero tenso.

Jude quería llamarla. Deseaba decirle que tuviera cuidado, que el muertoestaba justo al lado de ella, y que tenía que correr, tenía que alejarse, no debíaescucharlo. Pero su boca estaba absolutamente cerrada, incapaz de producirsonido alguno, aparte de un irregular gemido. El esfuerzo requerido paramantener los párpados abiertos era más de lo que podía realizar, y se cerraron.Luchó contra el sueño, pero estaba débil, demasiado débil, una sensación pocohabitual en él. Se hundió de nuevo y esta vez se quedó en el abismo.

Craddock le estaba esperando con su navaja, en el fondo del sueño. La hojacolgaba en el extremo de su cadena de oro ante la ancha cara de un vietnamitaque no llevaba más ropa que un andrajo blanco sostenido por un cordel alrededorde la cintura, sentado en una silla de respaldo rígido, en una fría y húmedahabitación de hormigón. El vietnamita llevaba la cabeza afeitada, y tenía círculosrosados y brillantes en el cuero cabelludo, en las zonas en que lo habían quemadocon electrodos.

Una ventana daba al lluvioso jardín delantero de Jude. Los perros estabanjunto a los cristales, lo suficientemente cerca como para que su aliento sequedase pegado a ellos, empañándolos. Ladraban furiosamente, pero eran comoperros que salieran en una televisión con el volumen apagado. Jude no escuchabasonido alguno de los animales. Permanecía en silencio, en un rincón, rogando quenadie lo viera. La navaja se movía de un lado a otro delante de la asombrada ysudorosa cara del vietnamita.

—La sopa estaba envenenada —dijo Craddock. Hablaba en vietnamita, pero,tal como ocurre en los sueños, Jude entendía todo lo que decía—. Éste es elantídoto. —Hizo un gesto con la mano señalando una enorme jeringa colocadadentro de una caja negra con forma de corazón. En ella, junto a la jeringa, habíaun cuchillo con asa de teflón—. Sálvate.

El vietnamita cogió la jeringa y se la clavó, sin el menor titubeo, en su propiocuello. La aguja tenía unos diez centímetros de largo. Jude se estremeció yapartó la mirada, que giró de forma natural hacia la ventana. Los perros seguíanal otro lado del cristal, saltando contra él, sin que se escuchara sonido alguno.Detrás de los animales, Georgia estaba sentada en un extremo de un balancín.Una niñita de pelo rubio paj izo, descalza y con un precioso vestido floreado

estaba sentada en el otro extremo.Georgia y la niña tenían los ojos vendados con telas rugosas, casi

transparentes. El rubio y pálido cabello de la niña estaba recogido en una cola decaballo. Su rostro era totalmente inexpresivo. Aunque le resultaba vagamenteconocida, pasó todavía un largo rato antes de darse cuenta, con unestremecimiento, de que estaba mirando a Anna cuando tenía nueve o diez años.Anna y Georgia subían y bajaban en el columpio.

Craddock hablaba ahora en inglés al prisionero.—Voy a tratar de ay udarte. Estás metido en problemas, ¿me entiendes? Pero

y o puedo ayudarte, y todo lo que tienes que hacer es escuchar atentamente. Nopienses. Sólo escucha el sonido de mi voz. Se acerca el anochecer. Ya es casi elmomento. Al llegar la noche es cuando encendemos la radio y escuchamos lavoz. Hacemos lo que el hombre de la radio nos ordena hacer. Tu cabeza es unaradio, y mi voz es la única emisión.

Jude volvió a mirar y Craddock y a no estaba allí. En su lugar, donde habíaestado sentado un momento antes, se veía ahora una radio pasada de moda, conla parte frontal iluminada por una luz verde. La voz del fantasma salía de ella:

—Tu única oportunidad de vivir es hacer lo que y o ordene. Mi voz es lo únicoque oy es.

Jude sintió frío en el pecho, no le gustaba el rumbo que tomaba todo aquello.Se levantó, y en tres pasos llegó junto a la mesa. Quería librarse y librar alprisionero de la voz de Craddock. Jude se apoderó del cable de alimentación de laradio, justo a la altura del enchufe en la pared, y tiró de él. Se produjo unchispazo de color azul, y sintió una descarga en la mano. Retrocedió, dejandocaer el cable al suelo. De todas maneras, la radio continuó funcionando.

—Ha llegado el anochecer. Por fin ha llegado el anochecer. Ha llegado elmomento. ¿Ves el cuchillo en la caja? Puedes cogerlo. Es tuyo. Tómalo. Felizcumpleaños.

El vietnamita miró con cierta curiosidad la caja con forma de corazón ycogió el cuchillo. Lo miró por un lado y por el otro, girándolo de modo que lahoja lanzaba destellos al iluminarse.

Jude se acercó para mirar bien la parte frontal de la radio. Le molestaba lamano derecha, que aún le latía después del latigazo eléctrico que había recibido.Le resultaba difícil moverla. No vio ningún botón de encendido, de modo que hizogirar el dial, trató de silenciar la voz de Craddock cambiando de emisora. Elaparato emitió un sonido que Jude creyó, en un primer momento, que eraninterferencias, pero de inmediato se dio cuenta de que era el murmullo constante,monótono, de una gran multitud, mil voces haciéndose oír a la vez.

Luego escuchó la voz de un hombre que tenía el tono experimentado de loslocutores famosos de la década de 1950:

—Stottlemy re los está hipnotizando hoy con esas bolas que lanza con efecto,

y allá va Tony Conigliaro. Ustedes probablemente han oído decir que no se puedeobligar a que las personas hagan cosas que no quieren hacer cuando estánhipnotizadas. Pero aquí pueden ver que eso sencillamente no es verdad, porquehemos podido comprobar que Tony C. no quería realmente batear esa últimabola. Cualquiera puede conseguir que otro haga algo horrible. Sólo hay queablandarlos bien. Permítanme demostrar lo que quiero decir con JohnnyAmarillo, que está aquí. Johnny, los dedos de tu mano derecha son serpientesvenenosas. ¡No permitas que te muerdan!

El vietnamita se echó de golpe hacia atrás en la silla, retrocediendosobresaltado. Las ventanas de su nariz se dilataron y sus ojos se entrecerraron,con un fiero y súbito aire de determinación. Jude se volvió. Sus talones hicieroncruj ir el suelo. Gritó, diciéndole que se detuviera, pero antes de que pudierahablar el preso vietnamita ya había golpeado con el cuchillo.

Los dedos cay eron de su mano, pero en realidad eran cabezas de serpientes,negras, brillantes. El prisionero automutilado no gritó. Su cara húmeda y de colormarrón estaba iluminada por una expresión de triunfo. Levantó la mano derechapara mostrar los muñones de sus dedos, casi con orgullo, mientras la sangre salíaa borbotones para deslizarse hacia abajo por el brazo.

—Este grotesco acto de automutilación les ha sido presentado por cortesía denaranjas Moxie. Si usted no ha probado una Moxie, ha llegado el momento deacercarse a la fuente y descubrir por qué Mickey Mantle dice que son de lomejor… Retiradas a un lado para…

Jude se volvió, se tambaleó hacia la puerta. Notó un sabor a vómito en laparte de atrás de su garganta, sintió olor a devuelto al soltar aire. En la periferiamisma de su visión, pudo ver la ventana y el balancín. Todavía estaba subiendo ybajando. No había nadie en él. Los perros permanecían echados de lado,dormidos en el césped.

Empujó la puerta y bajó ruidosamente los dos peldaños torcidos, hacia elpolvoriento patio delantero de la granja de su padre. Éste estaba sentado deespaldas a él, sobre una piedra, afilando su navaja recta con un afilador de cueronegro. El ruido sonaba como la voz del muerto, o tal vez era al revés, Jude ya noestaba seguro. Un cubo de acero lleno de agua estaba sobre la hierba, junto aMartin Cowzy nski, y un sombrero de fieltro negro flotaba en su interior. La visióndel sombrero en el agua era horrible. Al verlo, Jude sintió deseos de gritar.

La luz del sol era intensa, y un resplandor constante le daba directamente enla cara. Se tambaleó por el golpe de calor que recibió, giró sobre los talones yalzó la mano para protegerse los ojos. Martin apoyó la navaja sobre el afilador, ydel cuero negro cayó sangre en espesas gotas. Cuando Martin pasó la navajahacia delante, el afilador de cuero susurró la palabra « muerte» . Al retirar lahoja, hizo un ruido entrecortado que sonó como la palabra « amor» . Jude no sedetuvo para hablar con su padre, sino que continuó avanzando hacia la parte

posterior de la casa.Martin le llamó, y el interpelado le dirigió una mirada de soslayo, sin poder

evitarlo. Su padre tenía puestas unas gafas de sol para ciegos, dos lentes negrasredondas con marcos de plata. Brillaban cuando les daba la luz del sol.

—Jude. Tienes que volver a la cama, muchacho. Estás ardiendo. ¿Adóndecrees que vas disfrazado de esa manera?

Jude se miró a sí mismo y vio que llevaba puesto el traje del muerto. Sinalterar el paso, comenzó a tirar de los botones de la chaqueta, tratando dedesabrocharlos mientras avanzaba. Pero su mano derecha estaba entumecida ytorpe, sentía como si fuera él quien acababa de cortarse los dedos. Los botones nose soltaban. A los pocos pasos, desistió. Se sentía descompuesto, asándose al sol deLuisiana, hirviendo dentro de su traje negro. El padre habló de nuevo:

—Parece que vayas a un funeral. Ten cuidado. Podría ser el tuyo.Un cuervo que se había posado en el cubo de agua donde había estado el

sombrero levantó el vuelo moviendo furiosamente las alas y salpicó a Judecuando pasó tambaleándose como un borracho. Dio un paso más y llegó junto alMustang. Se dejó caer dentro del coche y cerró la puerta de golpe.

A través del parabrisas, veía la moderna carrocería moviéndose como unaimagen reflejada en el agua. Efecto de la reverberación. Estaba empapado desudor y jadeaba en busca de aliento, metido en el traje del muerto, que estabademasiado caliente, era demasiado negro, demasiado rígido. Algo olíaligeramente a quemado. El calor era may or en la mano derecha. La sensaciónque tenía en ella no podía ser descrita como dolor. Era, más bien, un pesoenvenenado, hinchado, no por acumulación de sangre sino de mineral licuado.

La radio digital XM había desaparecido. En su lugar estaba la radio originaldel Mustang, una AM de serie. Cuando la encendió, su mano derecha estaba tancaliente que dejó una borrosa huella de piel derretida del pulgar en el botón deldial.

—Si hay una palabra que puede hacer cambiar vuestras vidas, amigos míos—decía en la radio una voz, urgente, melodiosa, inconfundiblemente sureña—, sihay sólo una palabra, permítanme decírsela. ¡Esa palabra es« Divinoy eternojesús!» .

Jude apoy ó la mano en el volante. El plástico negro empezó a reblandecersede inmediato, derritiéndose para adaptarse a la forma de sus dedos. Observóaturdido, curioso. El volante comenzaba a deformarse, fundiéndose.

—Sí, si conservas esa palabra en tu corazón, la abrazas junto a tu corazón, laacunas como lo haces con tus hijos, puede salvar tu vida, realmente puedesalvarla. Yo lo creo. ¿Escucharás mi voz ahora?

Una vez más, la voz radiofónica tomó súbitamente derroteros siniestros:—¿Escucharás sólo mi voz? He aquí otra palabra que puede hacer que tu

mundo se revolucione y abras los ojos a las infinitas posibilidades del alma

viviente. Esa palabra es « anochecer» . Permíteme repetirla otra vez.« Anochecer» . Finalmente, el anochecer. Los muertos arrastran a los vivos haciael fondo. Recorreremos el camino de la noche, el sendero de la gloria juntos,aleluya.

Jude quitó la mano del volante y la puso sobre el asiento, que comenzó aechar humo. Alzó el brazo y lo agitó, pero entonces el humo negro ya estabasaliendo de la manga, del interior de la chaqueta del muerto. El viejo cochemarchaba por un extraño camino, un trecho largo, recto y asfaltado queavanzaba por el bosque del sur, con los árboles estrangulados por enredaderasque ahogaban todos los espacios entre troncos y ramas. El asfalto parecía torcidoy distorsionado a lo lejos, visto entre las ondas de calor que subían desde el suelo.

El sonido de la radio se interrumpía por momentos, y a veces podía escucharel fragmento de alguna otra cosa, superponiéndose la música a la voz delpredicador de la radio, que en realidad no era un predicador, sino Craddock, queusaba la boca de otra persona. Se oía una canción doliente y arcaica, quizá de undisco de música folclórica, triste y dulce al mismo tiempo, interpretada con unasola guitarra que sonaba en modo menor. « Puede hablar, pero no puede cantar» ,pensó Jude, que razonaba sin sentido aparente.

El olor reinante en el automóvil era cada vez peor, un tufo de lana quecomenzaba a chisporrotear y a quemarse. Jude también entraba en combustión.El humo ya salía de las dos mangas y del interior del cuello. Apretó los dientes yempezó a gritar. Siempre supo que terminaría de esa manera: quemado. Siempresupo que la rabia es inflamable, difícil de conservar indefinidamente bajopresión, como la había mantenido toda su vida. El Mustang avanzaba porinterminables caminos secundarios, con el humo negro saliendo del capó,escapando por las ventanillas, de modo que apenas podía ver a través desemejante nube. Los ojos le ardían, la visión se hizo borrosa, obstaculizadatambién por las lágrimas. No importaba. No necesitaba ver hacia dónde seencaminaba. Pisó el pedal.

Jude se despertó de un salto, con una sensación muy desagradable de calor en lacara. Estaba echado sobre el brazo derecho, y cuando se incorporó no sentía lamano. Aunque ya despierto, aún podía percibir el hedor de algo que se estabaquemando, un olor como de pelo chamuscado. Se miró a sí mismo, medioesperando verse vestido con el traje del muerto, como en su pesadilla. Pero no,todavía llevaba su viejo y descuidado albornoz sobre la ropa interior.

El traje. La clave era el traje. Todo lo que tenía que hacer era venderlo otravez. Tanto al traje como al fantasma. Resultaba tan obvio que no supo por quéhabía tardado tanto en llegar a esa conclusión. Alguien lo querría; tal vez muchagente querría poseerlo. Había visto a sus admiradores patalear, gritar, morder y

arañar, peleándose por los palillos de percusión arrojados a la multitud. Estabaseguro de que desearían hacerse con un fantasma de la casa de Judas Coyne.Algún estúpido desgraciado se lo quitaría de las manos, y el fantasma partiría. Loque le ocurriera al comprador después no afectaba demasiado a la conciencia deJude. Su propia supervivencia, y la de Georgia, le preocupaban más quecualquier otra cosa.

Se levantó, tambaleándose, y flexionó la mano derecha. La sangre empezabaa circular de nuevo, causándole una sensación de helado escozor. Iba a dolerlemucho.

La luz, pálida y débil después de atravesar los visillos, era distinta ahora. Sehabía desplazado a otro lado de la habitación. Era difícil precisar cuánto tiempohabía dormido.

El olor, aquel hedor a algo que se estaba quemando, le impulsó a ir abajo, a laoscurecida sala principal, a la cocina y a la despensa. La puerta que daba al patiotrasero estaba abierta. Allí se encontraba Georgia, visiblemente muerta de frío,con una chaqueta vaquera negra y una camiseta de Los Ramones que dejaba ala vista la curva suave y blanca de su abdomen. Tenía unas tenazas en la manoizquierda. Su aliento se transformaba en vapor al contacto con el aire frío.

—Sea lo que fuere lo que estés cocinando, lo estás echando a perder —le dijoJude, señalando el humo con un movimiento de la mano.

—De ninguna manera —replicó ella, y le dedicó una sonrisa orgullosa ydesafiante. En ese instante, la chica estaba tan hermosa que era un pocosobrecogedora: la blancura de su garganta, el hueco que aparecía en ella, ladelicada línea de sus apenas visibles clavículas—. Comprendí lo que teníamosque hacer. He descubierto la manera de hacer que el fantasma se vay a.

—¿Y cómo es eso? —quiso saber Jude.Ella recogió algo con las tenazas y luego lo levantó. Era una solapa de tela

negra, en llamas.—El traje —explicó—. Lo he quemado.

U

Capítulo16

na hora después ya había anochecido. Jude estaba sentado en el estudio,mirando cómo desaparecía del cielo la última luz del día. Tenía una guitarra en elregazo. Necesitaba pensar. Guitarra, reflexión. Las dos cosas iban juntas.

Estaba en una silla, orientada para mirar hacia una ventana que daba alcobertizo, la caseta de los perros y los árboles situados al otro lado. Jude la habíaabierto un poco. El aire que entraba llevaba en su seno una sensación punzante.No le molestó. Necesitaba aire fresco, agradecía el olor a manzanas pasadas yhojas caídas, típico de mediados de octubre. Era un alivio, comparado con elhedor de los gases de tubo de escape. Incluso después de una ducha y cambiarsede ropa, todavía notaba en sí mismo aquella desagradable peste.

Jude estaba de espaldas a la puerta, y cuando Georgia entró en la habitaciónvio su reflejo. Llevaba un vaso de vino tinto en cada mano. El vendaje del dedopulgar la obligaba a sostener con torpeza uno de los recipientes, y se derramó unpoco de líquido encima cuando se dejó caer de rodillas junto a la silla. Se lamióla piel para quitarse el vino, y luego puso un vaso frente a él, sobre el altavozcolocado cerca de sus pies.

—No volverá —dijo—. El muerto. Te lo aseguro. Al quemar el traje se haido. Un rapto de genialidad. Además, había que eliminar esa cosa de mierda.¡Adiós! Lo he envuelto en dos bolsas de basura antes de bajarlo, y aun así creíaque iba a vomitar por el mal olor, que no desaparecía.

Pensó decirle: « Él quería que lo quemaras» . Pero no lo hizo. A ella no leharía ningún bien saberlo, y además, de todas maneras, ya estaba hecho.

Georgia entornó los ojos, estudiando su expresión. Las dudas debían dereflejarse en su cara, porque la chica se sintió inquieta.

—¿Crees que volverá? —Cuando Jude no respondió, se inclinó sobre él yhabló otra vez. Su voz era baja; el tono, urgente—. Entonces, ¿por qué no nosvamos? Alquila una habitación en la ciudad y huyamos de este lugar.

Jude pensó en ello. Meditó su réplica largamente, con esfuerzo. Suspiró yhabló.

—No pienso que sirva para nada eso de salir corriendo. No quiere apoderarsede la casa. Me quiere a mí. No puedo huir de mí mismo.

Era una parte importante del problema…, pero sólo una parte. El resto erademasiado difícil de expresar con palabras. Quedaba la impresión angustiosa deque todo lo ocurrido hasta ese momento tenía sus razones para haber ocurrido.Las razones del hombre muerto. Aquellas palabras, « operaciones psicológicas» ,brotaron en la mente de Jude acompañadas de una sensación de frío. Se preguntóotra vez si el fantasma no estaría tratando de provocar que él huyera, y de ser asípor qué lo haría. Tal vez la casa, o algo en la casa, le ofreciera cierta ventaja aJude, aunque, por más que lo intentaba, no podía descubrir cuál era.

—¿No se te ha ocurrido pensar que debes largarte? —preguntó Judebruscamente.

—Hoy casi te mueres —replicó Georgia—. No sé qué está ocurriendocontigo, pero no me voy a ninguna parte. No quiero perderte de vista nunca más.Además, tu fantasma a mí no me ha hecho nada. Apuesto lo que quieras a que nopuede tocarme siquiera.

Pero Jude había visto a Craddock susurrando en la oreja de la joven. No podíaolvidar la expresión afligida de la cara de Georgia mientras el muerto sosteníaante sus ojos la navaja colgada de una cadena. Y tampoco se le iba de la cabezala voz de Jessica Price en el teléfono, su forma de hablar campesina, lenta yvenenosa: « Usted no vivirá, y nadie que le preste ay uda o le consuele vivirá» .

Craddock podía llegar hasta Georgia. Ella tenía que irse. Jude lo veíaclaramente en ese momento; pero, de todas maneras, la idea de obligarla amarcharse, de despertar solo en medio de la noche y encontrar al muerto allí,sobre él, en la oscuridad, le daba miedo, le debilitaba. Si la mujer se marchaba,Jude presentía que con ella se iría todo lo que le quedaba de fortaleza. No sabía siiba a poder soportar la noche y el silencio sin ella cerca. La admisión de sunecesidad, tan simple e inesperada, le produjo un breve y desagradablemomento de vértigo. Era un hombre que le temía a las alturas, que veía el sueloalejarse de él mientras la rueda de un mecanismo gigante lo arrastrabainexorablemente al cielo.

—¿Y Danny ? —le recordó Jude. Le pareció que su propia voz sonaba muytensa, con un timbre diferente al habitual. Se aclaró la garganta—. Danny piensaque es peligroso.

—¿Qué le ha hecho a Danny, en realidad, ese fantasma? Ha visto algo, se haasustado y ha huido para salvar su vida. No es que le hay a hecho nada enconcreto.

—El hecho de que el fantasma no le haya hecho nada no quiere decir que nopueda hacerlo. Mira lo que me ha pasado a mí esta tarde.

Georgia asintió con la cabeza. Bebió de un trago el resto de su vino, luego lemiró a la cara, con ojos brillantes e inquisitivos.

—¿Me juras, entonces, que no te has encerrado en el cobertizo con laintención de matarte? ¿Me lo juras, Jude? No te enfades por la pregunta. Tengo

que saberlo.—¿Crees que soy capaz de hacer algo así? —preguntó él.—Cualquiera puede serlo.—Yo no.—Cualquiera. Yo traté de hacerlo. Pastillas. Bammy me encontró

desmayada en el suelo del baño. Tenía los labios azules. Apenas respiraba. Tresdías después de terminar en el instituto. Luego vinieron mi madre y mi padre alhospital, y mi padre dijo: « Ni siquiera eso has podido hacerlo bien» .

—Imbécil.—Sí. Bastante.—¿Por qué quisiste matarte? Supongo que tendrías una buena razón.—Porque hacía el amor con el mejor amigo de mi padre. Desde los trece

años. Era un tipo cuarentón que también tenía una hija. Algunas personas seenteraron. Su misma hija se enteró. Era mi amiga. Me dijo que le había destruidola vida. Me llamó puta. —Georgia hizo girar el vaso hacia un lado y hacia otro,observando el rayo de luz que se movía por el borde—. Era difícil discutírselo. Élme había regalado cosas, y yo nunca había rechazado sus regalos. Por ejemplo,una vez me trajo un suéter nuevo con cincuenta dólares en el bolsillo. Dijo que eldinero era para que me comprara zapatos que hicieran juego con el jersey. Ledejé hacerme el amor por el dinero de los zapatos.

—Diablos. Eso no era una razón suficiente para suicidarte —reaccionó Jude—. En todo caso lo sería para matarlo a él. —Ella se rió—. ¿Cómo se llamaba?

—George Ruger. Ahora es vendedor de coches usados, en mi pueblo. Jefe delcomité directivo del Partido Republicano del condado.

—La próxima vez que pase por Georgia, me detendré un momento allí paramatar a ese hijo de puta. —La joven se rió otra vez—. O por lo menos haré quesu culo se hunda totalmente en la arcilla de Georgia —afirmó Jude, y tocó losprimeros compases de Actos sucios.

Ella levantó la copa de vino que estaba en el altavoz, la alzó en un brindis porél y bebió un sorbo.

—¿Sabes que es lo mejor de ti? —le preguntó ella.—No tengo la menor idea.—Nada te escandaliza. Quiero decir que te he contado todo eso y tú no has

pensado que y o…, no sé…, que mi vida estaba arruinada. Definitivamentedeshecha.

—Tal vez sí me escandaliza, pero no me importa.—Sí te importa —dijo ella. Puso una mano sobre el tobillo de Jude—. Y nada

te asusta.Dejó pasar el comentario, no dijo que le resultó fácil adivinar el intento de

suicidio, el padre al que nada le importaba, el amigo de la familia que abusósexualmente de ella casi desde la primera vez que la vio, con el collar de perro al

cuello, el pelo organizado en penachos irregulares y la boca pintada con lápizblanco hasta parecer la capa de azúcar glaseado de un pastel.

—¿Y a ti qué te ocurrió? —dijo ella—. Es tu turno.Movió el tobillo para librarse de la mano de la chica.—No me interesan los concursos para ver quién ha sufrido más.Miró por la ventana. Ya no quedaba nada de luz, salvo un destello broncíneo,

pálido y roj izo detrás de los árboles sin hojas. Jude miró su propio reflejo,semitransparente, en el vidrio; su cara larga, arrugada, demacrada, con unabarba negra que le llegaba casi al pecho. Era un fantasma exangüe, de rostrohorrible.

—Hablame —insistió Georgia— de esa mujer que te ha enviado el fantasma.—Jessica Price. Y no me lo envió así sin más. Recuerda, me engañó para que

pagara por él.—Correcto. ¿En eBay o algún otro lugar como ése?—No. Un sitio diferente, un clon de tercera categoría. Parecía una vulgar

subasta de Internet. No tenía nada de especial, salvo el producto ofrecido. Laindividua organizó todo entre bastidores para asegurarse de que yo la ganara. —Jude vio nacer una pregunta en los ojos de Georgia y la respondió antes de queella pudiera hablar—. Desconozco la razón por la que se tomó todo ese trabajo.No puedo decirte nada, no lo sé. Pero tengo la sensación de que no podíaenviármelo sin más, por correo. Era obligado que yo aceptase hacerme cargo deél. Estoy seguro de que en eso hay algún mensaje moral profundo.

—Sí —confirmó Georgia—. Sigue con eBay. No aceptes ningún sustituto. —Probó un poco de vino, se lamió los labios y luego continuó—. ¿Y todo esto esporque su hermana se suicidó? ¿Por qué piensa ella que tuviste la culpa? ¿Tereprocha algo que escribiste en alguna de tus canciones? ¿Es como cuando aquelmuchacho se mató después de escuchar a Ozzy Osborne? ¿Has escrito algunaletra que diga que el suicidio está bien, o algo por el estilo?

—No. Ni tampoco lo hizo Ozzy.—Entonces, no comprendo por qué está tan enfadada contigo. ¿Os conocéis

de alguna manera? ¿Conocías a la muchacha que se suicidó? ¿Te escribiódescabelladas cartas de admiradora?

—Vivió conmigo por un tiempo. Como tú —confesó Jude.—¿Como y o? ¡Oh!—Tengo noticias sensacionales para ti, Georgia: yo no era virgen cuando te

conocí. —Su voz le parecía distante y extraña a él mismo.—¿Cuánto tiempo vivió aquí?—No sé. Ocho, nueve meses. Desde luego, más de la cuenta.La chica pareció reflexionar sobre el último comentario de Jude.—Llevo viviendo contigo unos nueve meses.—¿Y qué?

—¿Me he quedado más tiempo de lo debido? ¿Nueve meses es el límite?¿Entonces llega el momento de buscar un coño nuevo? Dime, ¿era rubia ydecidiste que había llegado el momento de acostarse con una morena?

Él apartó las manos de la guitarra.—Me daba igual que fuera rubia. Era una loca, por eso la eché. Supongo que

no se lo tomó bien.—¿Qué quieres decir con eso de que era una loca?—Quiero decir que era una maniacodepresiva. Cuando estaba maniaca, era

una amante espectacular. Cuando estaba depresiva, daba demasiado trabajo.—¿Tenía problemas mentales, y tú la abandonaste?—No había compromiso alguno de llevarla de la mano el resto de sus días.

Como tampoco lo tengo contigo. Te diré otra cosa, Georgia, si tú crees quenuestra historia terminará con un « y vivieron felices para siempre» , entonces tehas metido en el cuento de hadas equivocado. —A medida que hablaba se dabacuenta de que había encontrado la manera de herirla y deshacerse de ella. Enese momento comprendió que había llevado inconscientemente la conversaciónhacia ese preciso punto. Volvió a rondarle la idea de que herirla lo suficientecomo para que se marchara, aunque fuera por poco tiempo, una noche, unashoras, podría ser la última cosa buena que hiciera por ella. Ofenderla erasinónimo de salvarla.

—¿Cómo se llamaba la muchacha que se mató?Quiso decir « Anna» , pero dijo « Florida» .Georgia se puso de pie con rapidez, tanta que se tambaleó y dio la impresión

de que podía caerse. Jude pudo haber extendido la mano para tranquilizarla, perono lo hizo. Era mejor que se sintiera herida. La cara de la chica se puso blanca yse trastabilló hacia atrás. Lo miró, perpleja y herida…, y luego sus ojos seentornaron, como si estuviera enfocándole el rostro.

—No —dijo respirando suavemente—. No conseguirás que me vay a. Sé quees lo que buscas. Puedes soltarme toda la mierda que quieras, pero me quedaré,Jude.

Con cuidado, dejó el vaso que tenía en la mano en el borde del escritorio. Seapartó de él y luego se detuvo en la puerta. Giró la cabeza, pero no pareció podermirarlo directamente a la cara.

—Voy a dormir un poco. Y tú te vienes también a la cama. —Era una orden,no un ruego.

Jude abrió la boca para responder y descubrió que no tenía nada que decir.Cuando Georgia dejó la habitación, apoyó delicadamente la guitarra contra la

pared y se puso de pie. Su pulso se aceleró, las piernas estaban inestables. Eranlas manifestaciones físicas de una emoción que tardó un poco en identificar.Estaba muy poco acostumbrado a la sensación de alivio.

G

Capítulo17

eorgia no estaba allí. Eso fue lo primero que notó. Se había ido, y todavía erade noche. Soltó aire, y con ello creó una nube de vapor blanco en la habitación.Empujó la única sábana delgada que le cubría, y salió de la cama. Luego seabrazó a sí mismo, víctima de un breve acceso de temblores.

La idea de que ella estuviera levantada y vagando por la casa le alarmó.Todavía tenía la cabeza confusa por el sueño. La temperatura de la habitación nodebía estar muy lejos de los cero grados. Sería razonable pensar que Georgiahabía ido a ver qué ocurría con la calefacción, pero Jude sabía que no era así.Ella también había dormido mal, dando vueltas y hablando entre sueños.Desvelada, podría haberse levantado para ver la televisión, pero tampoco creíaque eso fuera lo ocurrido.

Estuvo a punto de llamarla a gritos, pero lo pensó mejor. Se acobardó ante laposibilidad de que no contestara, de que su llamada fuese respondida por unintenso silencio. No. Nada de gritar. Nada de dar vueltas de un lado a otro. Sintióque si salía corriendo del dormitorio y recorría la casa a oscuras, llamándola,inevitablemente le dominaría el pánico. Además, la oscuridad y el silencio deldormitorio le horrorizaban. Se dio cuenta de que le daba miedo ir a buscarla, leaterrorizaba lo que pudiera estar esperándolo al otro lado de la puerta.

Mientras permanecía allí, inmóvil, percibió un murmullo gutural, el ruido deun motor en marcha. Dirigió su mirada al techo. Estaba iluminado con una luzblanca como el hielo. Eran los faros de algún vehículo que apuntaban desdeabajo, desde el sendero de entrada. Se escuchó el ladrido de los perros.

Jude se dirigió a la ventana y descorrió la cortina.La furgoneta aparcada delante de la casa había sido azul alguna vez, pero

tenía por lo menos veinte años y era evidente que nunca la habían repintado enese tiempo, por lo que se había desteñido hasta adquirir un extraño colorahumado. Era un Chevy, un vehículo de trabajo. Jude había desperdiciado dosaños de su vida con una llave inglesa en la mano en un taller de automóviles,cobrando 1,75 dólares por hora, y se dio cuenta por el murmullo profundo yviolento del motor encendido de que tenía un peso grande bajo el capó. La partedelantera era agresiva y amenazante, con un ancho parachoques plateado que

parecía el protector bucal de un boxeador. Había un refuerzo metálico sobre laparrilla delantera. Lo que en un primer momento había confundido con los farosera en realidad un par de reflectores agregados al protector metálico, quelanzaban dos rayos de intensa luz que brillaban en la noche. La furgoneta sealzaba más de un metro del suelo, sobre cuatro neumáticos de gran tamaño. Eraun vehículo diseñado para recorrer caminos inundados, para moverse por lashuellas abiertas entre los arbustos espesos del sur profundo, en lo más inaccesiblede los pantanos. El motor estaba en marcha. No había nadie en la furgoneta.

Los perros se lanzaban contra la pared de tela metálica de la caseta, con unestrépito regular, aullando como locos al vehículo vacío. Jude miró hacia laentrada, en dirección al camino. Los portones estaban cerrados. Había queconocer un código de seguridad de seis dígitos para poder abrirlos.

Era el vehículo del muerto. Jude lo supo en el preciso momento en que lo vio.Tuvo una certeza total y tranquila. Su siguiente pensamiento fue: « ¿Adóndevamos, viejo?» .

Sonó el teléfono, junto a la cama. Jude dio un respingo y soltó la cortina. Sevolvió y miró. El reloj colocado junto al teléfono marcaba las 3:12. El teléfonosonó otra vez.

Jude se dirigió a él, caminando de puntillas, rápidamente, sobre las frías tablasdel suelo. Lo miró. Sonó por tercera vez. No quería responder. Tenía la certeza deque era el muerto, y no quería hablar con él. Jude no quería escuchar la voz deCraddock.

—Mierda —dijo, reponiéndose, y descolgó—. ¿Quién es?—Hola, jefe. Soy Dan.—¿Dánny? Son las tres de la mañana.—Oh. No sabía que fuera tan tarde. ¿Estaba dormido?—No. —Jude se quedó en silencio, esperando.—Lamento haberme ido como lo hice.—¿Estás borracho? —preguntó Jude. Volvió a mirar por la ventana. La intensa

luz azul de los reflectores hacía brillar los bordes de las cortinas—. ¿Me llamas aestas horas, ebrio, porque quieres recuperar tu trabajo? Porque si es así, no eséste precisamente el mejor momento, maldición.

—No. No puedo… No puedo volver, Jude. Sólo llamaba para decir que lolamento. Que lamento haber hablado del fantasma en venta. Tenía que habermantenido la boca cerrada.

—Vete a la cama.—No puedo.—¿Qué demonios te ocurre?—Estoy fuera, caminando en la oscuridad. Ni siquiera sé dónde estoy.Jude sintió que se le erizaba la piel de los brazos. La mera imagen de Danny

en la calle, en algún lugar, yendo de un lado a otro en la oscuridad, le perturbó

más de lo debido, más de lo razonable.—¿Cómo has llegado ahí?—Simplemente, salí a caminar. No sé por qué.—Jesús, estás muy borracho. Mira a tu alrededor, busca algún cartel con el

nombre de la calle y llama a un maldito taxi —dijo Jude, y colgó.Se alegró de soltar el aparato. No le había gustado el tono de confusión

mórbida y desdichada de Danny.No es que el muchacho hubiera dicho nada increíble o improbable. Lo que

pasaba era que nunca antes habían tenido una conversación como aquélla.Danny jamás había llamado a esas horas de la noche, y nunca bebido, a ningunahora. Era difícil imaginarlo yendo a dar un paseo a las tres de la mañana, oalejándose tanto de su casa como para perderse. A pesar de todos los defectosque pudiera tener, el joven poseía la virtud de enfrentarse a los problemas pararesolverlos. Por eso mismo Jude lo había retenido en la nómina durante ochoaños. Incluso estando borracho, Danny no habría llamado a Jude si no supieradónde estaba. Antes se habría acercado a algún establecimiento abierto parabuscar información. Habría detenido a un coche-patrulla policial. Habría hechocualquier cosa.

No. Allí había gato encerrado. La llamada telefónica y el vehículo del muertoen el caminillo de la entrada debían ser dos partes de la misma cosa. Jude losabía. Sus nervios se lo decían. La cama vacía se lo confirmaba.

Volvió a mirar la cortina, iluminada desde atrás por aquellos reflectores. Losperros se estaban volviendo locos en su encierro.

Georgia. Lo que importaba en ese momento era encontrar a Georgia. Luegopodrían pensar sobre la presencia de aquella furgoneta. Juntos serían capaces deentender la situación.

Jude miró la puerta que daba al pasillo. Movió los dedos, pues tenía las manosentumecidas por el frío. No deseaba salir, no quería abrir la puerta y ver aCraddock sentado en aquella silla, con el sombrero sobre las rodillas y la navajaprendida en una cadena colgando de la mano.

Pero la idea de ver al muerto otra vez, de enfrentarse a lo que viniesedespués, sólo le frenó un momento más. Luego se liberó del miedo para dirigirsea la puerta, y la abrió.

—Vamos —dijo hacia quien estuviera en el pasillo, sin antes comprobarsiquiera si había alguien allí.

No había nadie.Jude se detuvo, escuchando su propia respiración, ligeramente agitada, en el

siniestro silencio de la casa. El largo pasillo estaba envuelto en sombras, la sillacolonial colocada junto a la pared seguía vacía. No. No estaba vacía. Sobre ellahabía un sombrero de fieltro negro.

Unos ruidos amortiguados y distantes atrajeron su atención. Era un murmullo

de voces procedente de un televisor, y el estrépito distante de las olas. Apartó losojos del sombrero de fieltro y miró al final del pasillo. Una luz azul parpadeabaen las rendijas de la puerta del despacho. Seguramente Georgia estaba allí viendola televisión, después de todo.

Jude vaciló ante la puerta, escuchando. Oy ó una voz que gritaba en español,una voz de la televisión. El sonido de las olas era más fuerte. Jude tuvo entoncesla intención de llamarla por su nombre, Mary beth, no Georgia, sino Mary beth,pero algo terrible ocurrió cuando quiso hacerlo: su respiración le abandonó. Sólopodía emitir un resuello con el débil sonido de su nombre.

Abrió la puerta.Georgia estaba al otro lado de la habitación, en el sillón reclinable, delante de

la pantalla plana de televisión. Desde donde estaba, sólo podía verle la nuca, laesponjosa madeja de su pelo negro, rodeada por un nimbo de luz azul. La cabezaimpedía ver lo que había en la televisión, aunque distinguió palmeras y cielo azultropical. Por lo demás, reinaba la oscuridad. Las luces de la habitación estabanapagadas.

No respondió cuando él habló.—Georgia —dijo, y su siguiente idea fue que estaba muerta. Cuando llegara

a ella, descubriría que tenía los ojos extrañamente abiertos.Comenzó a acercarse, pero había avanzado solamente un par de pasos

cuando sonó el teléfono del escritorio.En ese momento la pantalla del televisor le resultaba lo suficientemente

visible como para poder ver a un mexicano regordete, con gafas de sol y ropadeportiva de color beige, de pie junto a un camino de tierra, en algún lugarboscoso. Jude supo entonces lo que ella estaba contemplando, aunque no lo habíavisto en varios años. Era la película pornográfica del asesinato.

Cuando sonó el teléfono, la cabeza de Georgia pareció moverse un poco ycreyó escuchar que soltaba, tensa, un suspiro contenido. No estaba muerta, portanto. Pero no tuvo otra reacción, no miró, no se levantó para responder.

Dio un paso hacia el escritorio y cogió el teléfono al segundo tono.—¿Eres tú, Danny ? ¿Sigues todavía perdido? —preguntó Jude.—Sí —respondió el otro con una risa débil—. Todavía perdido. Estoy en un

teléfono público, quién sabe dónde. Es gracioso, casi ya no se ven teléfonospúblicos.

Georgia no giró la cabeza al oír la voz de Jude, no apartó la mirada deltelevisor.

—Supongo que me has llamado porque quieres que vay a a buscarte —dijoJude—. Estoy muy ocupado en este momento. Si tengo que ir a buscarte, lomejor será que sigas perdido.

—Ya lo he descubierto, jefe. Ya sé cómo he llegado a este lugar. A estacarretera en la oscuridad.

—¿Cómo ha sido?—Me he matado. Me he colgado hace unas horas. Esta carretera oscura…,

esto está muerto.El cuero cabelludo de Jude se erizó, con una sensación de temblor, helada,

casi dolorosa. La voz del secretario siguió sonando:—Mi madre se colgó precisamente de la misma manera. Pero lo hizo mejor.

Se rompió el cuello. Murió en el acto. Yo he perdido la calma en el últimomomento. No he caído con la fuerza suficiente. Me he estrangulado lentamente,hasta morir.

Del televisor, al otro lado de la habitación, llegaban ruidos ahogados, como sialguien estuviera siendo estrangulado hasta morir. Y de eso se trataba. El difuntoDanny continuó explicándose:

—Ha durado bastante, Jude. Recuerdo haber estado balanceándome durantemucho tiempo. Mirando mis pies. Estoy recordando muchas cosas ahora.

—¿Por qué lo has hecho?—Él me obligó. El muerto. Vino a mí. Yo iba a volver a la oficina, a buscar

esas cartas para usted. Creía que por lo menos tenía que hacer eso. Empezaba apensar que no debía haberme apartado de usted como lo hice. Pero cuando entréen mi dormitorio para buscar el abrigo, el fantasma me estaba esperando allí. Nisiquiera sabía cómo hacer el nudo corredizo, hasta que él me enseñó. Va a hacerlo mismo con usted. Hará que se suicide.

—No. No lo hará.—Es difícil no escuchar su voz. Yo no pude luchar contra ella. Él sabía

demasiado. Sabía que y o le había dado a mi hermana la heroína con la quemurió por sobredosis. Dijo que ésa había sido la razón por la que mi madre sehabía matado, porque no podía vivir sabiendo lo que y o había hecho. Me dijo queen realidad debería haberme suicidado y o, no mi madre. Me dijo que si mequedaba algo de dignidad tenía que hacerlo, pues debería estar muerto hacíamucho tiempo. Tenía razón.

—No, Danny —dijo Jude—. No. No tenía razón. No tenías que…A Danny pareció faltarle el aliento.—Ya lo he hecho. He tenido que hacerlo. No había manera de discutir con él.

No se puede discutir con una voz como ésa.—Ya lo veremos —replicó Jude.Danny no tuvo respuesta para ese comentario. En la película pornográfica

con asesinato incluido, dos hombres discutían acaloradamente en español. Losruidos de la asfixia continuaban. Georgia todavía seguía sin darse la vuelta.Apenas se movía, sólo los hombros se agitaban de forma regular,espasmódicamente, cada cierto tiempo.

—Tengo que colgar, Danny. —El interlocutor siguió sin decir nada. Judeescuchó los leves cruj idos de la línea por un momento, con la sensación de que el

desdichado joven estaba esperando algo, alguna palabra final—. Siguecaminando, muchacho —masculló al fin—. Ese camino debe llevar a algunaparte.

Danny se rió.—Usted no es tan malo como piensa, Jude. ¿Lo sabía?—Sí. Pero no lo divulgues.—Su secreto está a salvo, téngalo por seguro. Adiós.—Adiós, Danny.Jude se echó hacia delante y colgó el teléfono con suavidad. Al inclinarse

sobre el escritorio, miró abajo por detrás del mueble, y vio que la caja fuerteestaba abierta. En un primer momento pensó que el fantasma la había abierto,pero lo descartó casi de inmediato. Habría sido Georgia, más probablemente.Ella conocía la combinación.

Giró sobre sí mismo, le miró la nuca, el halo de parpadeante luz azul y eltelevisor, situado más allá.

—¿Georgia? ¿Qué estás haciendo, querida?No respondió.Se adelantó, acercándose en silencio sobre la gruesa alfombra. La película

proy ectada en la pantalla se le hizo visible finalmente. Los asesinos estabanmatando al muchacho blanco y flaco. Luego iban a llevar a su novia a unacasucha de piedra volcánica, cerca de una play a. Pero en ese momento seencontraban en un camino abandonado, entre la maleza, en las colinas situadassobre el golfo de California. El chico estaba boca abajo, con las muñecas atadaspor unas esposas blancas, de plástico. Su piel era pálida como el vientre de un pezexpuesto a la luz del sol ecuatorial. Un diminuto norteamericano estrábico, con unbufonesco peinado afro, de pelo rojo rizado, plantaba una bota de vaquero sobreel cuello del muchacho. Estacionada en el camino, se veía una camioneta negra,con las puertas traseras abiertas. Junto al guardabarros trasero había unmexicano, con ropa deportiva y una expresión preocupada en el rostro.

—Nos estamos pasando —dijo en español el hombre de las gafas de sol—.Dejemoslo y a.

El pelirrojo estrábico hizo un gesto raro y sacudió la cabeza, como si noestuviera de acuerdo. Luego apuntó el pequeño revólver a la cabeza delmuchacho flaco y apretó el gatillo. Hubo un destello en la boca del arma. Lacabeza del chico saltó hacia delante, golpeó el suelo y rebotó. El aire alrededorde la cabeza se vio envuelto de pronto en una nube de gotitas de sangre.

El norteamericano quitó el pie del cuello del muchacho y se apartó concuidado, para no manchar de sangre sus flamantes botas de vaquero.

La cara de Georgia estaba pálida, rígida, inexpresiva. Tenía los ojos muyabiertos, la mirada clavada en la televisión. Llevaba la misma camiseta de LosRamones que horas antes, pero estaba sin ropa interior y tenía las piernas

abiertas. Con una mano, la del dedo herido, sostenía con torpeza la pistola deJude, con el cañón profundamente metido en la boca. La otra mano la tenía entrelas piernas, y movía el índice hacia arriba y hacia abajo.

—Georgia —dijo él, y por un instante ella le dirigió una mirada de soslayo,indefensa e implorante, para luego volver de inmediato los ojos hacia el televisor.La mano herida hizo girar el arma, para apuntar el cañón al cielo del paladar. Alhacerlo emitió un débil sonido ahogado.

El mando a distancia estaba sobre el brazo del sillón. Jude apretó el botón rojoy el televisor se apagó. Los hombros de ella se sobresaltaron con unencogimiento nervioso, en un acto reflejo. La mano izquierda siguió moviéndoseentre las piernas. La muchacha tembló y su garganta dejó escapar un gemidotenso y desdichado.

—Basta —dijo Jude.La joven tiró hacia atrás del percutor con el pulgar. Provocó un brusco y

fuerte ruido en el silencio del estudio.Jude se acercó a ella y le quitó suavemente el arma de la mano. El cuerpo de

la muchacha se calmó de pronto. Su respiración se alteró. Su boca, húmeda,brillaba ligeramente. Jude se dio cuenta de que tenía una erección incipiente. Supene había empezado a ponerse duro al percibir en el aire el olor de la mujerexcitada y al ver sus dedos jugueteando con el clítoris. Y estaba precisamente ala altura adecuada. Si se colocaba frente a la silla, podía hacerle una felaciónmientras él apoyaba el revólver contra su cabeza. Le pondría el cañón en laoreja mientras empujaba con su miembro…

Vio un atisbo de movimiento en la parcialmente abierta ventana del otro ladodel escritorio, y su mirada se clavó en ese punto. Podía verse a sí mismo allíreflejado, y al muerto junto a él, encorvado y susurrándole algo al oído. En elvidrio Jude pudo ver que su propio brazo se había movido y estaba apuntando elrevólver contra la cabeza de Georgia.

El corazón le saltó en el pecho. Toda la sangre se precipitó hacia él, en unasúbita explosión de adrenalina. Miró hacia abajo y vio que era verdad, que estabaapoy ando el arma contra el cráneo de la joven. Vio que el dedo apretaba elgatillo. Trató de detenerse, pero ya era demasiado tarde. Lo pulsó y esperó conhorror que el percutor cay era.

No cay ó. El gatillo no recorrió los últimos milímetros. Tenía puesto el seguro.—Joder —susurró Jude, y bajó el arma, temblando desesperadamente. Usó

el pulgar para volver a bajar el percutor. Cuando éste estuvo en su lugar, arrojó elarma lejos de sí.

Golpeó con fuerza el escritorio. Georgia se estremeció al oír el inesperado yviolento sonido de los golpes y gritó suavemente. Pero su mirada siguió fija enalgún punto indeterminado y lejano, en la oscuridad que tenía delante de sí.

Jude se volvió, buscando el fantasma de Craddock. No había nadie a su lado.

La habitación estaba vacía. Allí no había nadie más que él y Georgia. Regresójunto a ella y la cogió por la blanca y delgada muñeca.

—Levántate —dijo—. Vamos. Debemos irnos. Ahora mismo. No sé adondeiremos, pero hay que marcharse de aquí. Nos vamos a algún lugar donde hay amuchas personas y luces brillantes, y allí trataremos de resolver todo esto. ¿Meescuchas? —Ya no podía recordar el razonamiento que hasta ese momento lehabía impulsado a quedarse. La lógica se había ido al traste.

—No ha terminado con nosotros, esto no ha acabado —dijo ella. Su voz eraun susurro estremecedor.

Jude tiró de ella, pero la chica no se incorporó. Su cuerpo se quedó rígido enel sillón. Se mostraba poco cooperativa. Seguía sin mirarlo. En realidad, nomiraba a ninguna parte. Sólo enfocaba la vista directamente adelante.

—Vamonos —insistió—. Mientras haya tiempo.—No hay más tiempo. Se acabó el tiempo —replicó ella.El televisor se encendió otra vez.

S

Capítulo18

e emitía el telediario vespertino. Bill Beutel, que había comenzado su carreraperiodística cuando el asesinato del archiduque Fernando había sido la principalnoticia del día, estaba sentado rígidamente detrás de la mesa del plato. Su caraera algo así como una red de arrugas, una telaraña que partía de los alrededoresde los ojos y de las esquinas de la boca. Tales rasgos concordaban con suexpresión de pesar. Con la palabra, con el tono, con los gestos que decían que otravez llegaban malas noticias de Oriente Próximo, o que un autobús escolar sehabía salido de la carretera interestatal, había volcado y habían muerto todos lospasajeros, o que, en el sur, un tornado se había tragado un camping y a su pasohabía dejado un terrible rastro de caravanas destrozadas y cuerpos mutilados.

« Según diversas fuentes, no hay ningún superviviente. Les daremos toda lainformación a medida que los hechos vayan conociéndose —dijo Beutel. Volvióla cabeza ligeramente, y el reflejo de la pantalla azul del teleapuntador rebotópor un momento en los cristales de sus gafas bifocales antes de pasar a otrosuceso—. A última hora de esta tarde, el departamento del sheriff del condado deDutchess ha confirmado que Judas Coyne, el popular cantante del grupo Jude'sHammer, presuntamente ha disparado a su novia, Marybeth Stacy Kimball, queha resultado muerta, antes de volver el arma contra sí mismo y quitarse la vida» .

En la pantalla se vio luego la granja de Jude, recortada contra un cieloblancuzco, neutro, sin rasgos característicos. Los vehículos de la policía estabanaparcados de manera desordenada en la rotonda de entrada, y una ambulanciahabía retrocedido casi hasta la puerta de la oficina de Danny.

Beutel continuó hablando sobre las imágenes: « La policía ha comenzado areconstruir los pasos dados en los últimos días por Coyne. Algunas declaracionesde quienes lo conocían sugieren que estaba dando muestras de estar perturbado ypreocupado por su propia salud mental» .

Las imágenes mostraban ahora a los perros en su caseta. Estaban echados delado sobre el césped corto y duro. Ninguno de los dos se movía y tenían las patasy los cuerpos rígidos. Parecían muertos. Jude se puso tenso al verlos. Le resultabaun espectáculo horrible, insoportable. Quiso apartar la mirada, pero parecía queno podía desviar los ojos.

« Los agentes de policía también creen que Coyne ha tenido algo que ver enla muerte de su asistente personal, Daniel Wooten, de treinta años, quien ha sidohallado muerto en su residencia de Woodstock esta mañana temprano.Aparentemente, también se trata de un suicidio» .

Tras mostrar a los perros, la cámara pasó a enfocar a dos enfermeros, uno acada lado de una pesada bolsa de plástico azul, para cadáveres. Georgia hizo unruido suave y triste con la garganta cuando vio que uno de ellos subía a laambulancia caminando hacia atrás y levantando un extremo de la bolsa.

Beutel empezó a hablar de la carrera de Jude, y las imágenes mostraronmaterial de archivo en el que se veía al cantante en escena, en Houston, en unespectáculo de hacía seis o siete años. En aquella ocasión Jude llevaba vaquerosmuy oscuros y botas negras con puntas de acero; tenía el pecho descubierto, eltorso brillante de sudor, el abundante pelo pegado sobre la piel y el abdomensubía y bajaba por la respiración alterada. Un mar de cien mil personassemidesnudas apareció debajo de él. Era una desordenada marea de puñoslevantados, oleadas humanas que iban de un lado a otro, siguiendo el caóticoritmo del vientre del astro.

Dizzy ya estaba muriéndose en los días del concierto de Houston, aunque enaquel momento casi nadie, salvo Jude, lo sabía. Pobre Dizzy, con su adicción a laheroína y su sida. Tocaban espalda contra espalda, la cabellera rubia de Dizzy ensu cara, con el viento empujándola contra su boca. Aquél había sido el último añoque la banda había estado unida. Dizzy murió, luego falleció Jerome y todoterminó.

En las imágenes de archivo estaban tocando la canción que daba título alálbum, Put you in yer place, un éxito postrero de su grupo, la última canciónrealmente buena que Jude había escrito. Al oír aquella batería, una furiosaexplosión lo sacudió, liberándolo de la extraña fuerza que parecía mantenerloatado a la televisión. Aquello había sido real. Lo de Houston había ocurrido, aquelconcierto se había celebrado de verdad. La multitud envolvente y enloquecidaabajo, la frenética corriente de música fluyendo a su alrededor. Era real, habíaocurrido, y lo demás era…

—Tonterías —exclamó Jude, y con el pulgar apretó el botón rojo. El televisorse apagó otra vez.

—No es verdad —gimió Georgia. Su voz era apenas algo más que un susurro—. No es verdad, ¿a que no? ¿Nosotros…, tú…? ¿Va a pasarnos eso?

—No —respondió Jude.Y el televisor volvió a encenderse. Bill Beutel estaba otra vez allí sentado,

detrás de la mesa del plató del informativo, con un montón de papeles en lasmanos, frente a la cámara. Seguía hablando: « Sí. Ambos estaréis muertos. Losmuertos arrastran a los vivos. Tú cogerás el arma y ella tratará de escapar, perola alcanzarás y la…» .

Jude volvió a desconectar el aparato y luego arrojó el mando a distanciacontra la pantalla del televisor. Se acercó, apoy ó un pie sobre la pantalla yempujó con todas sus fuerzas, haciéndola caer por la parte posterior del mueble,que estaba separado de la pared. El aparato impactó contra el tabique y algobrilló. Fue una especie de luz blanca, como la producida por un flash. La pantallaplana desapareció en el espacio que quedaba tras el mueble y produjo un ruidode plástico aplastado, breve, eléctrico, rodeado de chispas. Duró apenas unmomento. Otro día como ése y no iba a quedar nada sin romper en la casa.

Se volvió y comprobó que el muerto estaba detrás de la silla de Georgia. Elfantasma de Craddock tenía las manos sobre el respaldo, como si fuera asostenerle la cabeza. Los garabatos negros bailaban y brillaban delante de losojos del anciano.

Georgia no intentó moverse ni mirar. Permanecía tan quieta como alguienque se enfrenta a una serpiente venenosa, sin decidirse a hacer ningúnmovimiento, ni siquiera respirar, por miedo a ser atacado.

—No has venido a por ella —dijo Jude. Mientras hablaba, iba caminandohacia la izquierda, rodeando la habitación en dirección a la puerta que daba alpasillo—. Ella no es tu objetivo.

En un momento las manos de Craddock sostenían delicadamente la cabeza deGeorgia. En el instante siguiente, su brazo derecho se alzó y se estiró.

Alrededor del muerto, el tiempo saltaba como un DVD defectuoso, con laimagen pasando erráticamente de un momento a otro, sin transición alguna. Lacadena de oro cayó de su mano derecha, que estaba levantada. La navaja, comouna luna creciente, relució en su extremo. El filo de la hoja era un pocoiridiscente. Recordaba a un arco iris reflejado en una mancha de aceite sobre elagua.

—Es hora de irse, Jude.—Pues vete —respondió Jude.—Si quieres que me vaya, sólo tienes que escuchar mi voz. Tienes que

escuchar atentamente. Tienes que ser como una radio, y mi voz es la estaciónemisora. Después de anochecer es agradable oír la radio. Si quieres que estotermine, debes escuchar lo más atentamente que puedas. Has de anhelar quetermine con todo tu corazón. ¿Quieres que termine?

Jude apretó la mandíbula hasta casi hacerse daño en los dientes. No iba aresponder. Sin saber por qué, presentía que cometería un error si daba algunarespuesta. Pero de pronto se encontró asintiendo lentamente con la cabeza.

—¿No quieres escuchar atentamente? Sé que sí lo deseas. Lo sé. Escucha.Puedes silenciar a todo el mundo y oír nada más que mi voz. Porque estásescuchando atentamente.

Jude continuó asintiendo con la cabeza, moviéndola lentamente arriba yabajo, mientras a su alrededor todos los demás ruidos de la habitación iban

desapareciendo. Jude ni siquiera se había dado cuenta de la existencia de esosotros ruidos hasta que desaparecieron. El sordo rugido del motor en marcha, eldelicado resoplar de Georgia, cuy os gemidos acompañaban la fuerte respiraciónde Jude. Sus oídos zumbaron ante la completa y repentina ausencia de ruidos,como si los tímpanos hubieran sido neutralizados de pronto por una fuerteexplosión.

La navaja desnuda se balanceaba en pequeños arcos, de un lado a otro,armónica, hipnóticamente. Jude tenía miedo de mirarla, y se esforzó por apartarlos ojos de ella. Craddock seguía a lo suy o.

—No necesitas mirar. Estoy muerto. No necesito un péndulo para entrar en tumente. Ya estoy allí.

Pero de todos modos Jude sintió que su mirada volvía al fantasma, a lanavaja, sin poder evitarlo.

—Georgia —dijo o trató de decir Jude. Sintió la palabra en sus labios, en suboca, en la forma de su respiración, pero no escuchó su propia voz, no oy ó nadaen aquel silencio horrible y envolvente. Nunca había escuchado un sonido tanfuerte como aquel particular silencio.

—Yo no la voy a matar. No, señor.La voz nunca variaba el tono, era paciente, comprensiva, un murmullo bajo y

retumbante que hacía pensar en el sonido de las abejas en una colmena.—Lo vas a hacer. Lo harás. Quieres hacerlo.Jude abrió la boca para decirle lo equivocado que estaba, pero asintió.—Sí.O supuso que era eso lo que había dicho. Era más bien un fuerte pensamiento.—Muy bien, muchacho.Georgia estaba empezando a llorar, aunque a la vez hacía un visible esfuerzo

por mantenerse quieta, por no temblar. Jude no podía escucharla. La navaja deCraddock se movía de un lado a otro, cortando el aire.

« No quiero hacerle daño, no hagas que la hiera» , pensó Jude.—No va a ser como tú quieras. Será como y o desee. Coge el arma, ¿me

oy es? Hazlo ahora.Jude empezó a moverse. Se sentía sutilmente desconectado de su cuerpo,

como si fuera un testigo, no un participante en la escena que se estabadesarrollando. Su cabeza se encontraba demasiado vacía como para tener miedode lo que estaba a punto de hacer. Sólo sabía que tenía que hacerlo si queríadespertarse.

Pero antes de que pudiera coger el arma, Georgia saltó de la silla y escapóhacia la puerta. Él no creía que ella fuera capaz de moverse, pensaba queCraddock la había inmovilizado allí de alguna manera. Pero sólo era el miedo loque la paralizaba.

—Detenla.

Era la orden de la única voz que quedaba en el mundo, y cuando ella pasójunto a él, Jude se vio a sí mismo cogiéndola del pelo, haciéndole echar la cabezahacia atrás de golpe. La joven se tambaleó. Jude giró sobre sí mismo y laderribó. El mobiliario saltó cuando la chica golpeó el suelo. Un montón de discoscompactos que había sobre una mesilla auxiliar se deslizó, cayó y se estrellócontra el suelo sin provocar siquiera un leve sonido. El pie de Jude encontró elestómago de Georgia. Le propinó una gran patada y la chica se encogió y sequedó en posición fetal. No sabía por qué estaba actuando así.

—Eso es, muchacho.La manera en que le llegó la voz del muerto desorientó a Jude. Le dejó

estupefacto el modo en que salió del silencio; eran palabras que tenían unapresencia casi física, como abejas que zumbaban y se perseguían unas a otras,dando vueltas dentro de su cabeza, que se había vuelto demasiado liviana,demasiado hueca. Iba a volverse loco si no recuperaba sus propios pensamientos,su propia voz.

Pero el muerto seguía hablando:—Debes darle una lección a esa zorra, si no te molesta que lo diga. Ahora

busca el arma. Apresúrate.Jude se volvió en busca del revólver, moviéndose ahora con rapidez. Fue

hasta el escritorio y se arrodilló para recoger el arma, que estaba a sus pies.No oyó a los perros hasta que ya estaba a punto de empuñar el arma. Un

ladrido tenso, luego otro. Quedó repentinamente paralizado por esos ruidos, comosi se le hubiese enganchado la ropa a un clavo en plena carrera. Se sorprendió alescuchar, en el silencio sin fondo, algo distinto de la voz de Craddock. La ventanaque estaba detrás del escritorio permanecía un poco abierta, como él mismo lahabía dejado antes. Otro ladrido, agudo, furioso, y otro más. Angus. Luego Bon.

—Vamos, muchacho. Adelante, hazlo.La mirada de Jude revoloteó hacia el pequeño cesto de papeles que había

junto al escritorio y hacia los trozos del disco de platino, que estaban allí desdeque lo rompiera. Era como un haz de cuchillas cromadas que sobresalíanapuntando al aire. Ambos perros ladraban a la vez en ese momento, en unaenloquecedora ruptura del manto de silencio. Y el ruido que hacían llevó a sumente, sin que nadie lo llamara, el olor, el olor a pelo húmedo de perro, el hedoranimal, cálido, de su aliento. Jude pudo ver su propio rostro reflejado en uno delos trozos del disco de platino y sintió un estremecimiento. Lo que se veía era supropia expresión rígida y dura, de desesperación, de horror. En el momentosiguiente, mezclado con el implacable ladrido de los perros, tuvo la idea de que loque sonaba era su propia voz. « El único poder que tiene sobre cualquiera deustedes es el que ustedes mismos le dan» .

En ese momento, Jude extendió la mano más allá del arma y la puso sobre lapapelera. Plantó la palma de su mano izquierda sobre la astilla de plata más

afilada, la más larga, y se apoyó sobre ella. Con todo su peso. La hoja se hundióen la carne, y sintió un lanzazo de dolor que le atravesó la mano y llegó hasta lamuñeca. Jude gritó, y sus ojos se nublaron, llenos de lágrimas. De inmediato,separó la mano, liberándola de la hoja; luego se la apretó con la otra. La sangremanó a chorros entre ellas.

—¿Qué demonios te estás haciendo, muchacho?Pero Jude y a no escuchaba al muerto. No podía prestarle atención mientras

sufría aquella terrible sensación en la mano, después de haberse heridoprofundamente, casi hasta el hueso.

—No he terminado contigo.Craddock se equivocaba. Sí había terminado, aunque no lo sabía. La mente de

Jude trataba de aferrarse a los ladridos de los perros, como el náufrago intentaagarrarse a un salvavidas que acaba de encontrar. Estaba en pie, y empezó amoverse.

Debía llegar hasta los perros. Su vida —y la de Georgia— dependía de eso.Era una idea que no tenía sentido, carente de explicación racional, pero a Jude nole importaba lo racional. Sólo le interesaba lo que era verdadero.

El dolor era una cinta roja que sostenía entre sus manos, un rastro salvador, yal seguirlo se alejaba de la voz del muerto para regresar a sus propiospensamientos. Tenía una gran tolerancia al dolor, siempre la había tenido, y enotros momentos y circunstancias de su vida hasta lo había buscadodeliberadamente. Sentía un dolor profundo en la muñeca, en la articulación, unaseñal de lo grande que era la herida. En parte agradecía ese dolor, se maravillabaante él. Al levantarse, vio su reflejo en la ventana. Sonreía entre la maraña de subarba. Era una visión todavía peor que la expresión de terror que vislumbrara ensu propia cara unos momentos antes.

—Vuelve aquí.La orden de Craddock pareció surtir efecto y Jude disminuy ó la velocidad por

un instante, pero luego recuperó el paso y siguió adelante.Al salir observó a Georgia —no podía correr el riesgo de mirar hacia atrás

para ver qué hacía Craddock—. Todavía estaba acurrucada en el suelo, con losbrazos sobre el estómago y el pelo cubriéndole la cara. La chica le devolvió lamirada entre los desordenados mechones. Tenía las mejillas húmedas por elsudor. Parpadeó. Los ojos suplicaban, preguntaban, empañados por el dolor.

Deseó haber tenido tiempo para decirle que no quería herirla. Necesitabaexplicarle que no se trataba de una huida, que no la estaba abandonando, que sóloprocuraba que el muerto se alejara; pero el dolor que sentía en la mano erademasiado intenso. No le dejaba pensar, no le permitía colocar las palabrasformando oraciones claras. Además, no sabía cuánto tiempo más podría pensarpor sí mismo, antes de que Craddock volviera a apoderarse de él. Debía controlarlo que iba a ocurrir, y tenía que hacerlo inmediatamente. Eso estaba bien. Era

mejor de ese modo. Siempre se sentía más cómodo funcionando a un ritmorápido, por no decir enloquecido. Así era su música y así era su carácter.

Hizo el esfuerzo de recorrer el pasillo y bajó las escaleras con rapidez, tal vezdemasiada, cuatro escalones de una tacada, de modo que casi era como estarcay éndose por ellas. Saltó sobre los últimos peldaños y aterrizó en las baldosas dearcilla roja de la cocina. Se torció un tobillo. Tropezó con la tabla de madera paracortar carne, con sus patas esbeltas y la superficie manchada de sangre vieja.Había un cuchillo de carnicero clavado en la madera blanda del borde y la hojaplana brillaba como el mercurio líquido en la oscuridad. Vio las escaleras quequedaban detrás reflejadas en ella, y a Craddock también, con sus faccionesborrosas, las manos levantadas sobre la cabeza, las palmas hacia fuera, como unambulante predicador del resurgimiento religioso dando testimonio ante susfeligreses.

—Detente. Busca un cuchillo.Pero Jude se concentró en el latido de la palma de su mano. Ignoraba al

espectro. El dolor intenso del músculo perforado tenía el benéfico efecto dedespejarle la cabeza y permitirle concentrarse. El muerto no conseguiría queJude hiciera lo que él quería si su dolor era tan fuerte como para impedir que loescuchara. Se apartó con fuerza de la madera de cortar carne, y el impulso loarrastró lejos de ella, al otro lado de la cocina.

Empujó la puerta de la oficina de Danny, entró y se precipitó hacia laoscuridad.

A

Capítulo19

tres pasos de la puerta se detuvo y vaciló un momento, para orientarse. Laspersianas estaban bajadas. No había luz por ningún lado. No podía ver por dóndecaminaba en medio de aquella profunda oscuridad, y tuvo que avanzar másdespacio, arrastrando los pies, con las manos hacia delante, tratando de palpar losobjetos que pudieran interponerse en su camino. La puerta no estaba lejos. Trasella se encontraba la salvación.

Pero mientras avanzaba sintió una opresión en el pecho, similar a un ataquede ansiedad. Le costaba respirar un poco más de lo que hubiera deseado.Presentía en todo instante que, en la oscuridad, sus manos acabarían apoyándosesobre la cara fría y muerta de Craddock. Tuvo que luchar para no ser presa delpánico por esa simple idea. Golpeó con el codo una lámpara de pie, que cay ó. Elcorazón le dio un vuelco. Siguió moviendo los pies hacia delante, con vacilantespasos de bebé, pero no tenía la sensación de estar acercándose de ningunamanera al lugar que pretendía.

Un ojo rojo, como el de un gato, se abrió lentamente en la oscuridad. Losaltavoces que flanqueaban el mueble del equipo de música dejaban oír un ritmosordo de bajo, y un extraño murmullo, profundo y hueco. La opresión envolvió elcorazón de Jude. Era víctima de una tensión enfermiza. « Sigue respirando —sedijo a sí mismo—. Sigue avanzando. Tratará de impedirte salir de aquí» . Losperros ladraban y ladraban, con gruñidos ásperos, tensos, y a no demasiado lejos.

El equipo de música estaba encendido, y lo que sonaba debía ser la radio,pero no había radio. No había ningún sonido. Los dedos de Jude pasaron por lapared, por el marco de la puerta, y luego cogió el pestillo con su lesionada manoizquierda. Una imaginaria aguja de coser se movía lentamente en la herida,produciendo un intermitente y frío destello de dolor.

Jude hizo girar el pomo y abrió la puerta. La luz penetró en la oscuridad. Miróhacia el ray o luminoso que partía de los reflectores de la parte delantera de lacamioneta del muerto.

—Crees que eres algo especial porque aprendiste a tocar una malditaguitarra.

Ahora el que hablaba era el padre de Jude, desde el extremo más lejano de la

oficina. La voz salía del equipo de música y era fuerte y hueca.Un momento después, prestó atención a los otros sonidos que salían de los

altavoces: respiración fuerte, zapatos que se arrastraban, el ruido sordo de alguienque golpea una mesa. Todos sugerían una lucha silenciosa, desesperada, de doshombres, uno contra otro. Era una radionovela, una obra que Jude conocía bien.Él había sido uno de los actores en la emisión original.

Se detuvo, con la puerta ya entreabierta, incapaz de lanzarse hacia la noche,clavado en el sitio por los sonidos procedentes del equipo de música de la oficina.

—¿Crees que por saber tocar eres mejor que yo?Martin Cowzy nski usaba un tono divertido y de odio al mismo tiempo.—Ven aquí.Luego sonó la voz del propio Jude. No, no era la voz de Jude. No era Jude, por

tanto. Era la voz de Justin, una voz en una octava ligeramente más alta, una vozque a veces se quebraba y carecía de la resonancia que tuvo luego, con eldesarrollo adulto del aparato respiratorio.

—¡Mamá! ¡Mamá, socorro!La madre no dijo nada, ni una palabra, pero Jude recordó lo que ella había

hecho. Se levantó de la mesa de la cocina, se dirigió a la habitación donde hacíasu costura y cerró la puerta suavemente tras de sí, sin atreverse a mirar aninguno de ellos. Jude y su madre nunca se habían ayudado uno a otro. Cuandomás se necesitaron, no se atrevieron. Nunca.

—He dicho que te vay as, demonios.Tras la orden repetida de Martin, ruido de alguien que cae contra una silla.

Ruido de la silla que golpea contra el suelo. Cuando Justin volvió a gritar, su voztemblaba, alarmada:

—¡Mi mano no! ¡No! ¡Papá, mi mano no!Y enseguida la réplica terrible del padre:—Te voy a enseñar.Se oy ó un gran ruido, parecido a una explosión, o al de una gigantesca puerta

que se cierra de golpe, y Justin (el niño de la radio) gritó y gritó otra vez, y esossonidos torturadores hicieron que Jude se lanzara hacia fuera, al aire de la noche.

Tropezó con un escalón, se trastabilló, cayó de rodillas en el barro congeladode la entrada. Se levantó, pisó otros dos escalones, siempre corriendo, y tropezóotra vez. Al final cay ó boca abajo delante de la furgoneta del muerto. Observó elparachoques delantero, la brutal estructura metálica de protección donde tambiénestaban los reflectores.

La parte frontal de una casa, de un automóvil o de un camión puede a vecesparecer una cara, y eso era lo que ocurría con el Chevy de Craddock. Losreflectores eran los brillantes, ciegos y fijos ojos de un trastornado. La barra decromo del parachoques era una depravada boca plateada. Jude esperó que selanzara a por él, con las ruedas girando a toda velocidad sobre la grava. Pero no

se movió.Bon y Angus saltaron contra las paredes de tela metálica de su caseta,

ladrando sin cesar, emitiendo profundos y guturales sonidos de terror y rabia. Elsuyo era el eterno, primitivo lenguaje de los perros. « Mira mis dientes —veníana decir—, aléjate o los probarás, no te acerques, soy peor que tú» . Por uninstante pensó que estaban ladrando a la furgoneta, pero Angus miraba más allá.Jude se dio la vuelta para ver a qué le ladraba. El muerto estaba en la puerta de laoficina de Danny. El fantasma de Craddock levantó su sombrero de fieltro negroy se lo colocó cuidadosamente sobre la cabeza.

—Hijo. Ven aquí, hijo.Pero Jude trataba de no escuchar las palabras del muerto, y se concentraba

atentamente en los ruidos que hacían los perros. Dado que sus ladridos habíansido los primeros en romper el hechizo que lo había dominado en el estudio, leparecía que lo más importante del mundo era llegar junto a ellos, aunque nopodría haber explicado a nadie, ni siquiera a sí mismo, por qué era tanimportante. Lo cierto es que cuando escuchó los ladridos de los animalesrecuperó la voz.

Jude se levantó de la grava, corrió, cayó de nuevo, se levantó, corrió otra vez,tropezó en el borde del sendero de la entrada, volvió a caer sobre sus rodillas.Gateó por el césped. No tenía suficiente fuerza en las piernas para incorporarseotra vez. El aire frío mordió la herida de la mano.

Miró hacia atrás. Craddock lo seguía. La cadena de oro colgaba de su manoderecha. La navaja comenzó a balancearse en el extremo. Era un filo de plata,una franja brillante que atravesaba la noche. El reflejo y el brillo fascinaron aJude. Sintió que su mirada se quedaba fija en ellos, sintió que todo pensamiento leabandonaba, y un instante después se arrastró hacia la cerca de tela metálica ychocó, cayendo sobre un costado. Rodó para poder apoy arse en la espalda.

Quedó recostado contra la puerta batiente que mantenía la caseta cerrada.Angus golpeaba desde el otro lado, con los ojos dirigidos hacia arriba. Bonpermanecía rígida detrás de él, ladrando con una insistencia firme y aguda. Elmuerto se acercaba.

—Vamos a caminar, Jude. Vamos a dar un paseo por el camino de la noche.Jude sintió que vacilaba, que se rendía otra vez a la voz fantasmal, que caía de

nuevo bajo el poder de la visión de la hoja de plata que cortaba la oscuridad deun lado a otro.

Angus golpeó la rej illa metálica con tanta fuerza que rebotó y se cay ó delado. El impacto sacó a Jude de su trance.

Angus quería salir. Ya estaba otra vez sobre las cuatro patas ladrándole almuerto, golpeando con las patas delanteras la barrera de tela metálica.

Entonces Jude tuvo una idea salvaje, sólo pensada a medias. Recordó algoque había leído el día anterior por la mañana, en uno de sus libros sobre

ocultismo. Trataba de animales poseídos. Algo acerca de cómo podíancomunicarse directamente con los muertos.

El fantasma estaba a los pies de Jude. La cara demacrada y blanca deCraddock era rígida, congelada en una expresión de desprecio. Los garabatosnegros bailaban delante de las cuencas de los ojos.

—Escucha, ahora. Escucha el sonido de mi voz.—Ya he escuchado bastante —dijo Jude.Estiró la mano hacia arriba y encontró tras de sí el cerrojo de la caseta. Lo

descorrió.Un instante después, Angus saltó contra la puerta. Se abrió con un fuerte ruido,

y el perro se lanzó hacia el muerto emitiendo un sonido que Jude nunca habíaescuchado antes al animal, un gruñido entrecortado y áspero que salía delprofundo barril que era su pecho. Bon pasó a toda velocidad un momentodespués, con la lengua colgando y los negros labios retraídos para mostrar losdientes.

El muerto dio un paso atrás tambaleándose, con ademán de confusión en elrostro. En los segundos que siguieron, a Jude le resultó difícil entender lo que enrealidad estaba viendo. Angus saltó hacia el viejo, y en ese momento pareció queno era un perro, sino dos. El primero era el delgado y fuerte pastor alemán quesiempre había sido. Sin embargo, unida a ese pastor alemán había una oscuridadnegra como el azabache, con la forma de un perro plano y sin rasgoscaracterísticos, pero de alguna manera sólida. Una sombra viviente.

El cuerpo material de Angus se sobreponía a la sombra con forma canina,pero no perfectamente. El perro de sombra sobresalía por los bordes,especialmente en la zona del hocico y la boca abierta. Este segundo y oscuroAngus atacó al muerto una fracción de segundo antes que el Angus real, saltandosobre su lado izquierdo, lejos de la mano que sostenía la cadena de oro y la hojade plata que se balanceaba. El muerto lazó un grito, un chillido ahogado, furioso,y giró sobre sí, asombrado. Retrocedió. Empujó a Angus para alejarlo de sí, legolpeó en el hocico con un codo. Pero no, no estaba empujando a Angus, sino alotro, al perro negro que se movía y se inclinaba como la sombra proy ectada porla llama de una vela.

Bon se lanzó hacia el otro lado de Craddock. Ella era también dos perros, teníatambién su propio gemelo de sombra moviéndose a su lado. Cuando saltó, elviejo la golpeó con la cadena de oro. La hoja de plata en forma de media lunagimió en el aire. Atravesó la pata delantera derecha de Bon, por encima delhombro, sin dejar marca. Pero luego se hundió en el perro negro que había juntoa ella, y le enganchó la pata. La Bon de sombra quedó atrapada y, por unmomento, dio fuertes tirones que la deformaban hasta convertirla en algo que noera exactamente un perro, no era exactamente… nada. La hoja se desprendió

para volver a la mano del muerto. Bon lanzó un aullido, un grito horroroso yagudo de dolor. Jude no supo qué versión de la perra aullaba, si el pastor alemán ola sombra.

Angus se lanzó contra el muerto otra vez, con las mandíbulas abiertas,derecho a la garganta, a la cara. Craddock no pudo girar con la suficiente rapidezcomo para alcanzarlo con el cuchillo que se balanceaba. El Angus de sombra lepuso las patas delanteras sobre el pecho y empujó. El muerto tropezó y cay ósobre el sendero de la entrada. Cuando el perro negro arremetió, se estiró,adelantándose casi un metro más allá del pastor alemán al que estaba unido,alargándose y afinándose como una sombra al final del día. Sus colmillos negrosse cerraron de golpe a pocos centímetros de la cara del muerto. El sombrero deCraddock voló. Angus —los dos, el pastor alemán y el perro del color de lamedianoche unido a él— se subió encima y lo arañó con sus patas.

El tiempo dio un salto.El muerto estaba sobre sus pies otra vez, apoyado de cualquier manera en la

camioneta. Angus había saltado a través del tiempo con él; se agachaba yatacaba. Oscuros dientes destrozaban la pernera de los pantalones del espectro.Una sombra líquida caía de los arañazos de la cara del muerto. Cuando las gotaschocaban contra el suelo, crepitaban y echaban humo como si fuera aceite alcaer sobre una sartén caliente. Craddock lanzó una patada, dio en el blanco yAngus rodó, para volver a erguirse de inmediato.

El animal se agachó, con un profundo gruñido hirviendo en su interior y lamirada fija en Craddock y en la cadena de oro con la hoja en forma de medialuna en un extremo que el fantasma hacía oscilar con fiera tenacidad. Esperabala oportunidad de atacar. Los músculos del lomo del enorme perro estaban tensosbajo el brillante pelaje corto, listos para el salto. El animal negro unido a Angus selanzó primero, apenas una fracción de segundo antes, con la boca muy abierta ylos dientes tratando de morder la entrepierna del muerto, buscando sus testículos.Craddock chilló.

Lo esquivó.El aire tembló con el ruido de una puerta al cerrarse de golpe. El viejo estaba

dentro de su Chevy. Su sombrero había quedado en el camino de tierra,aplastado.

Angus golpeó el lateral de la camioneta y ésta se meció sobre la suspensión.Luego, Bon arremetió contra el otro lado del vehículo, arañando el acerodesesperadamente con las patas. Su respiración cubría de vaho la ventana, lababa mojaba el cristal, como si se tratara de una furgoneta auténtica. Jude nosabía cómo había llegado al otro lado. Un momento antes estaba junto a él,agazapada, preparada para el ataque.

Bon resbaló, dio la vuelta, trazando un círculo completo, y se lanzó otra vez

sobre la furgoneta. Al otro lado del vehículo, Angus atacó al mismo tiempo. Uninstante después, sin embargo, el Chevy desapareció, y los dos perros chocaronentre sí. Sus cabezas se golpearon audiblemente, y cay eron al suelo, sobre elbarro congelado en el que había estado la furgoneta hasta apenas un segundoantes.

Pero no se había ido. No del todo. Los reflectores seguían allí, dos círculos deluz flotando en el aire. Los perros volvieron a saltar, arremetiendo contra aquellasluces. Cuando vieron que atacaban algo inmaterial, se pusieron a ladrarfuriosamente contra ellas. Bon tenía el lomo arqueado, el pelo erizado, y seapartó de las luces flotantes e incorpóreas al tiempo que ladraba. Angus y a notenía apenas garganta para ladrar, y cada aullido sonaba más ronco que elanterior. El cantante advirtió que los gemelos de sombra de sus perros habíandesaparecido junto con la camioneta, o habían regresado al interior de loscuerpos reales, donde tal vez habían estado siempre escondidos. El hombresupuso —la idea le pareció sumamente razonable— que aquellos canes negrosunidos a Bon y a Angus eran sus almas.

Los círculos redondos de los reflectores comenzaban a desvanecerse, se ibanvolviendo fríos y azules, como recogiéndose sobre sí mismos. Luego se apagaronsin dejar nada, salvo pálidos reflejos en las retinas de Jude, una suerte de discostenues, con el color de la luna, que flotaron delante de él por unos momentosantes de desaparecer.

J

Capítulo20

ude no estuvo listo hasta que el cielo comenzó a iluminarse hacia el este, con laprimera luz de un falso amanecer. Luego dejó a Bon en el automóvil e hizo entrara Angus en la casa con él. Trotó escaleras arriba, hacia el estudio. Georgia estabadonde la había dejado, durmiendo tumbada en el sofá, sobre una sábana dealgodón blanco que él había sacado de la cama de la habitación de los huéspedes.

—Despierta, querida —dijo, poniéndole una mano sobre el hombro.Georgia rodó hacia él cuando sintió que la tocaba. Un largo mechón de pelo

negro estaba pegado a su mejilla sudorosa, y tenía mal semblante. Las mejillaseran de un color rojo bastante feo, mientras que el resto de la piel estaba blanco,cadavérico. Puso el dorso de la mano sobre su frente. Estaba febril y mojada.

Ella se humedeció los labios.—¿Qué hora es?—Las cuatro y media.La joven miró a su alrededor, se incorporó y se apoyó sobre los codos.—¿Qué estoy haciendo aquí?—¿No lo sabes?Ella le miró desde el fondo de los ojos. Su barbilla comenzó a temblar, y

luego tuvo que apartar la mirada. Se cubrió el rostro con una mano.—Dios mío —dijo.Angus se estiró junto a Jude y metió el hocico en el cuello de Georgia, debajo

de la mandíbula, empujándola, como si quisiera decirle que mantuviera lacabeza alta. Sus enormes ojos estaban húmedos por la preocupación.

Ella se sobresaltó cuando la nariz húmeda del perro besó su piel. Se sentó deltodo. Dirigió una mirada sorprendida y desorientada a Angus y pusodelicadamente una mano sobre su cabeza, entre las orejas.

—¿Qué hace aquí dentro? —Miró a su amante, vio que estaba vestido, conbotas negras y un impermeable que le llegaba hasta el tobillo. Casi al mismotiempo, la joven pareció darse cuenta del murmullo gutural del Mustang, queestaba, con el motor en marcha, en la entrada.

El equipaje ya estaba allí.

—¿Adónde te vas?—Nos vamos —corrigió él—. Al sur.

EL TRAJE DEL MUERTO

El viaje

PARTE 2

L

Capítulo21

a luz del día declinaba cuando llegaron al norte de Fredericksburg. Fueentonces cuando Jude vio la furgoneta del muerto detrás de ellos, siguiéndolos auna distancia de poco más o menos trescientos metros.

Craddock McDermott iba al volante, aunque era difícil distinguirlo claramentecon tan poca luz, que además rebotaba en las nubes, haciéndolas brillar comobrasas. Jude vio que llevaba puesto otra vez el sombrero de fieltro y conducíaencorvado sobre el volante, con los hombros elevados hasta la altura de lasorejas. Lucía unas gafas redondas cuyos cristales refulgían con una extraña luzanaranjada, producto de los reflejos de las farolas de la carretera interestatal 95.Parecían brillantes círculos de llamas, casi un complemento de los reflectoresinstalados en la protección metálica delantera.

Jude abandonó la autopista en la primera salida que encontró. Georgia lepreguntó por qué lo hacía y él le respondió que estaba cansado. La chica no habíavisto al fantasma.

—Puedo conducir yo —propuso ella.Georgia había dormido la mayor parte de la tarde. Viajaba en el asiento del

acompañante, con los pies recogidos y la cabeza reclinada en el respaldo.Al ver que él no respondía, le dirigió una mirada inquisitiva y le preguntó:—¿Va todo bien?—Sólo quiero salir de la autopista antes de que anochezca.Bon metió la cabeza en el hueco entre los asientos delanteros, se diría que

para escucharlos hablar. A la perra le gustaba ser incluida en las conversaciones.Georgia le acarició la cabeza, mientras el animal miraba a Jude con unaexpresión de nervioso recelo visible en sus ojos de color castaño.

Encontraron un motel, un Days Inn, a menos de un kilómetro del peaje de laautopista. Jude pidió a Georgia que consiguiera una habitación, mientras él sequedaba en el Mustang con los perros. No quería correr el riesgo de serreconocido, no estaba de humor para ello. A decir verdad, no lo había estadodurante los últimos quince años.

En cuanto la joven abandonó el coche, Bon se acomodó en el lugar que dejóvacío, acurrucada en el templado asiento que Georgia había ocupado durante

horas. Mientras la perra colocaba su hocico sobre las patas delanteras, dirigió aJude una mirada culpable, esperando que gritara, que le ordenara volver atráscon Angus. Pero no lo hizo. Los perros eran libres de hacer lo que quisieran.

Al poco de comenzar el viaje, Jude le había contado a Georgia cómo losperros habían atacado a Craddock.

—Me parece que ni siquiera el muerto sabía que Angus y Bonnie podíanatacarle de ese modo. Creo que se dio cuenta de que ellos constituían una especiede amenaza. Sospecho que le habría encantado asustarnos, hacernos abandonarla casa y alejarnos de ellos antes de que comprendiésemos que son una buenadefensa contra los fantasmas.

Cuando escuchó lo que había pasado, Georgia se dio la vuelta en su asiento,alargó la mano hacia atrás y metió los dedos entre las orejas de Angus,inclinándose para poder frotar su nariz contra el hocico de Bon.

—¿Dónde están mis perritos valientes? ¿Dónde se han metido? Sí, aquí están,siempre con nosotros. —Y continuó con las carantoñas hasta que Jude comenzó ahartarse de ellas.

Georgia salió de la oficina con una llave enganchada en un dedo. Se lamostró, balanceándola, se dio la vuelta y se alejó, doblando la esquina deledificio. Él la siguió en el automóvil y aparcó en un sitio libre, frente a una de lasnumerosas puertas de color beige que había en la parte de atrás del motel.

La chica entró con Angus mientras Jude paseaba a Bon por un bosquecillo dearbustos situado junto a la explanada del aparcamiento. Luego regresó, dejó aBon con Georgia y llevó a pasear a Angus. Era importante que ninguno de los dosse apartara de al menos uno de los perros.

El bosquecillo, detrás del Days Inn, no se parecía al que crecía alrededor desu granja en Piecliff, Nueva York. Los de este tipo eran inconfundiblementesureños, con su típico olor a humedad dulzona, a plantas en descomposición, amusgo y arcilla, azufre y aguas residuales, orquídeas y aceite de motor. Laatmósfera misma era diferente. El aire parecía más denso, más tibio, pegajosopor la humedad. Como una sauna natural. Se parecía a Moore's Corner, dondeJude había crecido. Angus saltó sobre las luciérnagas que volaban aquí y alláentre los helechos, como chispas de etérea luz verde.

El cantante regresó a la habitación. Cuando atravesaban Delaware, se habíandetenido en una estación de servicio para echar gasolina, y pensó aprovechar laparada para comprar media docena de latas de comida para perros en elsupermercado anexo. Pero no se le había ocurrido conseguir también platos depapel. Mientras Georgia usaba el baño, Jude abrió uno de los cajones del tocador,buscó dos latas y las vació dentro. Puso el cajón en el suelo y los perros selanzaron sobre él. Los ruidos húmedos que hacían al babear y tragar, al gruñir ytomarse un respiro en mitad del festín, llenaron la habitación.

Georgia salió del baño, se detuvo en la puerta con unas tenues bragas blancasy un top de espalda descubierta que le dejaba desnudo el abdomen. Todo rastrode su personalidad gótica había desaparecido con la ducha, menos las brillantesuñas de los pies, pintadas de negro. La mano derecha estaba envuelta con unavenda nueva. Miró a los perros con la nariz arrugada en expresión de divertidodesagrado.

—Vay a, vaya. Eso sí que es vivir en suciedad. Si la mucama descubre que« hemo' da'o de comer a lo' perro'» en un cajón del tocador, no nos va a volvera invitar al motel Fredericksburg Days Inn —dijo pronunciando deliberadamentecon acento campesino, para hacer sonreír a su compañero. Se pasó toda la tardeeliminando las eses y alargando las vocales, a veces por diversión y otras, segúnle parecía a Jude, sin darse cuenta. Era como si al aproximarse a las tierrasmeridionales fuera también alejándose de la persona que había sido lejos de allí.Recuperaba inconscientemente la voz y las actitudes de antes, de la escuálidamuchachita de Georgia que pensaba que era divertido ir a bañarse desnuda conlos chicos.

—He conocido a personas que dejan las habitaciones de los hoteles en« piores» condiciones —dijo « piores» en vez de « peores» . También parecíaque el viejo acento de Jude, que se había ido desvaneciendo con el paso de losaños, empezaba a resurgir. Si no tenía cuidado, antes de llegar a Carolina del Surestaría hablando como un figurante de algún programa folk de televisión. Eradifícil regresar al lugar donde uno había crecido sin recuperar las característicasde la persona que se había sido allí—. Una vez, mi baj ista, Dizzy, cagó en uncajón de tocador porque yo tardaba demasiado en salir del baño.

Georgia se rió, pero Jude notó que su alegría no era plena y lo miraba concierta preocupación, preguntándose, tal vez, qué estaba pensando. Dizzy habíamuerto. Sida. Jerome, que tocaba la guitarra rítmica y los teclados, y bastantebien todos los demás instrumentos, también estaba muerto. Su coche se salió de lacarretera, a ciento cuarenta kilómetros por hora. El Porsche en que viajaba dioseis vueltas de campana antes de estallar en llamas. Sólo un puñado de personassabía que no había sido un accidente por conducir borracho, sino un suicidio. Semató estando perfectamente sobrio.

No mucho después de la desaparición de Jerome, Kenny dijo que habíallegado el momento de dar todo por terminado, quería pasar algún tiempo con sushijos. Kenny estaba cansado de las perforaciones en las tetillas y los pantalonesnegros de cuero, de la pirotecnia y las habitaciones de hoteles. De todas maneras,y a hacía bastante tiempo que se limitaba a representar su papel. Aquello fue elfinal de la banda. Jude siguió actuando como solista a partir de entonces.

Y tal vez ya ni siquiera era un cantante solista. Allí estaban las grabaciones deprueba hechas en el estudio de su casa, casi treinta canciones nuevas. Pero erauna colección privada. No se había molestado en tocarlas ante nadie. Esa música

era simplemente más de lo mismo. ¿Qué había dicho Kurt Cobain? Estrofa, coro,estrofa. Una y otra vez. A Jude y a no le importaba. El sida se había llevado aDizzy, la carretera y la depresión habían devorado a Jerome. A Jude y a no leimportaba que no hubiera más música en su vida.

Tal y como habían ocurrido las cosas, nada tenía demasiado sentido para él.Jude siempre había sido la estrella del grupo. La banda se llamaba El Martillo deJude. Era él quien se suponía que debía morir trágicamente joven. Jerome yDizzy deberían haber seguido vivos para poder contar, años después, historias noaptas para menores sobre él en algún documental de televisión por cable, ambosparcialmente calvos, gordos, con las uñas cuidadas, en paz con su fortuna y supasado escandaloso y rebelde. Pero lo cierto es que Jude nunca fue demasiadorespetuoso con los guiones.

Se comieron los bocadillos que habían comprado en la misma estación deservicio de Delaware en la que habían adquirido la comida para los perros.Tenían el sabor del plástico en el que estaban envueltos.

El grupo My Chemical Romance estaba tocando en el programa de Conan.Tenían aretes en los labios y las cejas, y el pelo levantado en penachossupuestamente rebeldes, pero debajo del blanco maquillaje y la negra pintura delabios no eran más que un grupo de niños regordetes que probablemente habríanestado en la banda del instituto muy pocos años antes. Saltaban de un lado a otrotropezando entre sí, como si el escenario fuera una placa electrificada. Jugabande manera desenfrenada. A Jude le gustaban. Se preguntaba cuál de ellos moriríaprimero.

Después, Georgia apagó la luz que había junto a la cama y permanecieronacostados uno al lado del otro en la oscuridad, con los perros hechos unos ovillosen el suelo.

—Me parece que no me libré de él al quemar su traje —dijo ella, ahora sin elmenor acento campesino.

—Era una buena idea, sin embargo.—No, no lo era. Él me manipuló para que lo hiciera, ¿no?Jude no respondió.—¿Qué haremos si no podemos descubrir la manera de obligarle a

marcharse? —preguntó.—Acostúmbrate al olor de la comida para perros.Ella se rió con tantas ganas que sintió cosquillas en la garganta. Tuvo un

acceso de tos.—¿Qué vamos a hacer cuando lleguemos a nuestro destino? ¿Has pensado

algo?—Vamos a hablar con la mujer que me mandó el traje. Averiguaremos si

ella sabe cómo librarse de su padrastro.Los automóviles zumbaban por la Interestatal 95. Los grillos cantaban.

—¿Vas a hacerle daño?—No lo sé. Tal vez. ¿Cómo está tu mano?—Mejor —dijo—. ¿Cómo está la tuy a?—Mejor.Mentía, y estaba seguro de que ella tampoco decía la verdad. Había ido al

baño a cambiarse el vendaje de la mano nada más entrar en la habitación. Judeentró después, para cambiar el suy o, y había encontrado las vendas usadas en labasura. Sacó las tiras de gasa de la papelera para inspeccionarlas. Apestaban porla infección y la pomada antiséptica, y estaban manchadas de sangre seca.Estaban cubiertas por una costra amarilla que sin duda debía ser pus.

En cuanto a su propia mano, el agujero que se había hecho seguramentenecesitaba algunos puntos. Antes de abandonar la casa aquella mañana, habíasacado un maletín de primeros auxilios de un armario alto, en la cocina, y habíausado unas tiritas para cerrar la herida. Luego la había envuelto con vendasblancas. Pero el agujero seguía sangrando. Cuando se quitó las vendas, la sangrecomenzaba a empaparlas por completo. El hueco sangrante de la mano izquierdaresaltaba entre las tiritas, como un ojo colorado y líquido. Impresionaba verlo.

—La muchacha que se mató —comenzó Georgia—. La chica que tiene quever con todo esto…

—Anna McDermott —esta vez dijo su verdadero nombre.—Anna —repitió Georgia—. ¿Sabes por qué se suicidó? ¿Lo hizo porque le

dij iste que se largara?—Su hermana, obviamente, cree que sí. Y su padrastro también, supongo, ya

que nos está persiguiendo.—El fantasma… puede lograr que las personas hagan ciertas cosas. Como

inducirme a que quemara el traje. Como hacer que Danny se ahorcara.Jude le había hablado de Danny en el automóvil. Georgia había vuelto la cara

hacia la ventanilla, y la había oído llorar en silencio durante un rato, haciendobreves ruidos entrecortados que después se convirtieron durante horas en larespiración lenta y regular del sueño. Aquélla había sido la primera vez quealguno de los dos mencionaba a Danny desde que había tenido lugar la tragedia.

Jude le explicó:—El muerto, el padrastro de Anna, aprendió hipnotismo torturando a

prisioneros cuando estaba en el ejército, y siguió practicándolo después. Legustaba que le consideraran un mentalista. Siempre usaba esa cadena, con lanavaja de plata en un extremo, para inducir al trance; pero ahora está muerto, yaunque la lleva y a no la necesita. Hay algo en la manera en que dice las cosasque te obliga a hacer lo que él manda. De repente, estás sentado viendo cómo temaneja, cómo te lleva de aquí para allá. Uno ni siquiera siente nada. El cuerpo esmateria ajena, y es él, y no uno mismo, quien manipula tu voluntad a su antojo.—« El traje del muerto» , pensó Jude, y se le erizaron los pelos de los brazos—.

No sé mucho de él. A Anna no le gustaba hablar de su padrastro. Pero sé que ellatrabajó durante un tiempo como adivina, leyendo la palma de la mano, y medijo que había sido el viejo quien la había enseñado a hacerlo. El tipo seinteresaba por los aspectos menos conocidos de la mente humana. Por ejemplo,los fines de semana trabajaba como zahorí.

—Un zahorí es alguien que encuentra agua agitando ramas en el aire, ¿no? Miabuela contrató a un viejo campesino con la boca llena de dientes de oro paraque encontrara un pozo de agua fresca cuando el suyo se secó. Usaba una ramade nogal.

—El padrastro de Anna, Craddock, no utilizaba un palo. Sólo usaba esahermosa navaja que llevaba colgada de una cadena. Los péndulos normalestambién le servían, supongo. De todos modos, la bruja loca que me mandó eltraje, Jessica McDermott Price, quería que y o supiera que su padrastro habíadicho que se vengaría de mí cuando estuviera muerto. De modo que imagino queel viejo tenía algunas ideas sobre cómo regresar después de muerto. En otraspalabras, no es un fantasma por casualidad, contra su voluntad, si eso tiene algúnsentido. Está donde está y como está deliberadamente.

Un perro aulló en algún lugar distante. Bon levantó la cabeza, mirópensativamente hacia la puerta y luego bajó el hocico para apoyarlo en las patasdelanteras.

—¿Era bonita? —quiso saber Georgia.—¿Anna? Sí, claro. ¿Quieres saber si era buena en la cama?—Sólo estoy preguntando cómo era. No tienes que portarte como un hijo de

puta.—Bien, entonces no hagas preguntas cuy as respuestas realmente no quieres

conocer. Debes haber observado que yo nunca te pregunto sobre tus aventuraspasadas.

—Aventuras pasadas. Maldición. ¿Eso es lo que piensas de mí? ¿Soy laaventura actual que pronto será la aventura pasada?

—Santo cielo. No empecemos.—No pregunto por curiosidad. Estoy tratando de resolver este asunto.—¿Cómo puede ayudarte a resolver nuestro problema con el fantasma saber

si era bonita?Estiró la sábana hasta taparse la barbilla y lo miró en la oscuridad.—Así que ella era Florida y yo soy Georgia. ¿Cuántos otros estados ha

visitado tu polla?—No podría decirlo. No tengo ningún mapa con alfileres que indique los

lugares recorridos. ¿Realmente quieres que haga un cálculo aproximado? Y yaque estamos metidos en el asunto, ¿por qué limitarnos a los estados? He hechotrece giras mundiales, y siempre he llevado mi polla conmigo.

—Maldito y jodido estúpido.

Sonrió detrás de su barba.—Sé que eso probablemente es terrible para una virgen como tú. Debo

repetirte la revelación asombrosa que te he hecho hace poco: yo tengo unpasado. Cincuenta y cuatro años de pasado.

—¿La amabas?—No puedes dejar el tema en paz, ¿verdad?—Esto es importante, maldición.—¿Por qué es importante?No respondió.Jude se sentó, apoyado en la cabecera de la cama.—La amé durante unas tres semanas.—¿Ella te amaba?Él asintió con la cabeza.—¿Te escribió cartas, después de que la devolvieras a su casa?—Sí.—¿Cartas furiosas? —No respondió de inmediato. Pasó unos instantes

ponderando la respuesta—. ¿Por lo menos leíste las malditas cartas, cerdoinsensible?

En ese momento apareció otra vez en su voz un inconfundible acento rural ysureño. Estaba furiosa, y se había olvidado de sí misma por un momento. O talvez no se trataba de que se hubiera olvidado de sí misma, pensó Jude, sino todo locontrario.

—Sí, las leí en su momento —respondió—. Y las estaba buscando por todaspartes cuando toda esta mierda estalló en nuestras manos, allí en Nueva York.

Lamentaba que Danny no las hubiera encontrado. Había querido a Anna.Había vivido con ella, había hablado con ella todos los días, pero en ese momentose daba cuenta de que casi no sabía nada sobre la desdichada muchacha. Sabíatan poco sobre su vida antes de conocerla… y después.

—Te mereces cualquier cosa que te suceda —dijo la chica, que se apartódándose la vuelta—. Los dos nos lo merecemos.

—No eran cartas furiosas —continuó él—. A veces eran emotivas. Y a vecesasustaban por lo contrario, porque había muy poca emoción en ellas. En laúltima, recuerdo que decía que había cosas de las que quería hablar, asuntos queestaba cansada de mantener en secreto. Decía que no aguantaba estar tancansada todo el tiempo. Eso debió haberme servido de señal de alarma en esemismo momento. Pero ya había dicho cosas parecidas otras veces y nunca…, enfin. Estoy tratando de decirte que Anna no se encontraba bien. No era feliz.

—¿Pero crees que ella todavía te amaba? ¿Incluso después de que le dierasuna patada en el culo?

—Yo no… —empezó a responder, pero luego dejó escapar un breve suspironervioso. No mordería el anzuelo, no se disculparía—. Supongo que sí. No estoy

seguro, pero probablemente seguía queriéndome.Georgia guardó silencio durante un buen rato, de espaldas a él. Jude también

permaneció callado, observando la curva de su hombro. Luego la chica habló denuevo:

—Me siento mal, por ella. Sabes bien que no es precisamente una diversión.—¿El qué?—Estar enamorada de ti. He convivido con muchos malos tipos que me

hicieron sentirme fatal conmigo misma, Jude, pero tú eres algo especial. Yo sabíaque ninguno de ellos se preocupaba realmente por mí, pero tú sí te preocupas, ysin embargo haces que me sienta como tu putita de mierda. —Hablaba conextrema sinceridad, calmada, sin mirarlo.

Las palabras de la mujer hicieron que su respiración se sobresaltara un poco,y por un instante quiso decirle que lo sentía, pero se abstuvo de pronunciar talespalabras. No tenía la costumbre de pedir disculpas, y odiaba las explicaciones.Georgia esperó a que él respondiera, y al ver que no lo hacía, estiró la manta yse cubrió el hombro.

Jude se deslizó hasta quedar apoyado en la almohada, y puso las manosdetrás de su cabeza.

—Mañana pasaremos por Georgia —dijo la joven, todavía sin volverse haciaél—. Quiero que nos detengamos para ver a mi abuela.

—Tu abuela —repitió Jude, como si no estuviera seguro de haberla oídocorrectamente.

—Bammy es la persona que más quiero en el mundo. Una vez hizotrescientos puntos jugando a los bolos. —Georgia había dicho esto como si las doscosas estuvieran naturalmente relacionadas. Tal vez existiera alguna relación.

—¿Te haces cargo del problema en que estamos metidos?—Aja. Soy vagamente consciente de ello.—¿Crees que es una buena idea empezar a realizar paradas? ¿Consideras

sensato perder tiempo?—Quiero verla.—¿Qué tal si lo hacemos a la vuelta? Las dos podréis hablar de los viejos

tiempos con toda tranquilidad. Qué coño, las dos podréis ir a jugar un par departidas de bolos.

Georgia tardó un poco en responder:—Presiento que debo verla ahora. Lo he pensado mucho. No estoy muy

segura de que podamos hacer el viaje de regreso. ¿No crees?El cantante se acarició la barba y se entretuvo observando sus formas

dibujadas bajo la sábana. No le gustaba la idea de entretenerse por ningunarazón, pero sintió la necesidad de concederle algo, conseguir que al menos loodiara un poco menos. Además, si Georgia tenía cosas que quería decirle aalguien que la amaba, era lógico que lo hiciera cuanto antes. Posponer una tarea

importante y a no parecía ser demasiado prudente. Reconocía que ambos teníanun futuro incierto.

—¿Siempre tiene esa famosa limonada en el frigorífico?—Recién hecha.—Está bien —aceptó Jude—. Nos detendremos. Pero no por mucho tiempo,

¿de acuerdo? Podemos llegar a Florida mañana a esta misma hora si no nosretrasamos en exceso.

Uno de los animales suspiró. Georgia había abierto una ventana, la que dabaal patio central del motel, para que se fuese el olor de comida para perros. Judepercibía olor a herrumbre de la valla metálica, y también un leve olor a cloro,aunque no había agua en la piscina.

—Además, yo tenía un tablero de ouija. Cuando lleguemos a casa de miabuela, quiero buscarlo —dijo Georgia.

—Ya te he dicho que no necesito hablar con Craddock. Ya sé lo que quiere.—No —replicó Georgia, con voz seca e impaciente—. No quiero decir que

vay amos a hablar con él.—Entonces, ¿qué quieres decir?—Necesitamos el tablero para hablar con Anna —explicó Georgia—. Me has

dicho que ella te amaba. Tal vez pueda decirnos cómo salir de esta pesadilla.Quizá ella sea capaz de conseguir que su padrastro se vay a.

A

Capítulo22

sí que el lago Pontchartrain, ¿no? Yo me crié bastante cerca. Mis padres nosllevaron de campamento allí una vez. Mi padrastro pescaba. No puedo recordarsi pescaba mucho. ¿Vas a pescar mucho al lago Pontchartrain?

Ella siempre le había acribillado con sus preguntas. Jude nunca pudo saber aciencia cierta si escuchaba las respuestas o sólo usaba el tiempo en que élhablaba para pensar otra cosa con la que molestarlo.

—¿Te gusta pescar? ¿Te gusta el pescado crudo? ¿El sushi? A mí el sushi meparece repugnante, salvo cuando bebo, entonces sí estoy de humor para tomarlo.La repulsión oculta la atracción. ¿Cuántas veces has estado en Tokio? Tengoentendido que la comida es realmente desagradable: calamares crudos, medusascrudas. Todo se sirve crudo allí. ¿No han inventado el fuego en Japón todavía?¿Alguna vez te has intoxicado con comida en mal estado? Seguro que sí. Estandoconstantemente de gira, es normal. ¿Cuál ha sido la peor descomposición que hastenido? ¿Has vomitado alguna vez por la nariz? ¿Te ha ocurrido? Eso es lo peor.Pero ¿vas mucho a pescar al lago Pontchartrain? ¿Tu padre te llevaba? ¿No es éseel nombre más bonito del mundo? Lago Pontchartrain, lago Pontchartrain, quierover la lluvia sobre el lago Pontchartrain. ¿Sabes cuál es el sonido más románticodel mundo? El de la lluvia sobre un lago silencioso. Una buena lluvia deprimavera. Cuando era niña, podía entrar en trance con sólo sentarme junto a miventana a ver la lluvia. Mi padrastro solía decir que no había conocido a nadie aquien fuera tan fácil poner en trance como a mí. ¿Cómo eras de niño? ¿Cuándodecidiste cambiarte de nombre?

Preguntas, todo en ella eran preguntas tontas y ansiosas.—¿Crees que debería cambiarme el nombre? Tienes que escoger un nombre

nuevo para mí. Quiero que me llames con cualquier nombre nuevo que quierasponerme.

—Ya lo hago —respondió Jude aquella vez.—Es cierto. Así es. Desde ahora en adelante, mi nombre es Florida. Anna

McDermott ha muerto para mí. Es una muchacha del pasado. Ya no existe. Detodas maneras, nunca me ha gustado. Prefiero ser Florida. ¿Echas de menosLuisiana? ¿No te parece curioso que viviéramos a sólo cuatro horas el uno del

otro? Nuestros caminos podrían haberse cruzado muchas veces. ¿Crees quealguna vez hemos estado juntos, tú y yo, en la misma habitación, al mismotiempo, sin saberlo? Aunque es muy probable que no, ¿no es cierto? Porque tefuiste de Luisiana antes de que yo ni siquiera hubiera nacido.

Aquél era su hábito más atractivo o su manía más irritante. Jude nunca estuvoseguro de ello. Tal vez era ambas cosas al mismo tiempo.

—¿Nunca dejas de hacer preguntas? —le preguntó la primera noche quedurmieron juntos. Eran las dos de la mañana, y ella había estado interrogándolodurante una hora—. ¿Eras acaso una de esas niñas que volvían locas a sus madreshaciendo preguntas todo el tiempo? ¿Por qué es azul el cielo? ¿Por qué la tierra nose estrella contra el sol? ¿Qué nos pasa cuando nos morimos?

—¿Qué pasa cuando nos morimos? —preguntó Anna, encantada—. ¿Has vistoalguna vez un fantasma? Mi padrastro sí. Ha hablado con ellos. Estuvo enVietnam. Dice que todo el país está embrujado.

Para entonces él ya sabía que su padrastro era un zahorí y también unhipnotizador, y que hacía negocios con su hermana mayor, tambiénhipnotizadora profesional, ambos en Testament, Florida. Eso era casi todo lo queconocía de su familia. Jude no preguntó más, ni entonces ni después. Seconformó con saber de ella lo que la joven quería que supiera.

Había conocido a Anna tres días antes, en Nueva York. Había ido allí para unaactuación como cantante invitado, con Trent Reznor, en la banda sonora de unapelícula. Era dinero fácil. Luego se quedó para ver un espectáculo que Trentestaba haciendo en Roseland. Anna se encontraba entre bastidores. Era unamuchacha pequeña que usaba pintalabios violeta y pantalones de cuero quechirriaban al caminar. Rara chica rubia entre las muchachas góticas. Le preguntósi quería un bocadillo de huevo y fue a buscárselo. Luego dijo:

—¿Es difícil comer con una barba así? ¿Se te pega la comida en ella? —Loacosó con preguntas casi desde el momento en que se conocieron—. ¿Por quépiensas que tantos tipos, motociclistas y otros, se dejan crecer las barbas? ¿Paraparecer amenazadores? ¿No opinas que en realidad son una desventaja en unapelea de verdad?

—¿Por qué una barba ha de ser una desventaja en una pelea? —preguntóJude en aquella ocasión.

Ella le agarró fuertemente la barba y tiró de ella. Se inclinó hacia delante alsentir el dolor del tirón en la parte inferior del rostro. Le rechinaron los dientes, yahogó un grito furioso. Le soltó y continuó con su chachara:

—Si y o tuviera que pelear alguna vez con un hombre barbudo, esto sería loprimero que haría. Esos cantantes, los ZZ Pop, serían fáciles de derrotar. Podríadominarlos a los tres yo sola, con lo pequeñita que soy. Esos tipos no tienenescapatoria, no pueden afeitarse. Si alguna vez se afeitaran, nadie sabría quiénesson. Me parece que contigo ocurriría lo mismo, ahora que lo pienso un poco. La

barba es parte de ti. Tus barbas me causaban pesadillas de pequeña, cuando solíamirarte en los vídeos. ¡Vaya! Podrías ser un personaje totalmente anónimo si teafeitaras. ¿Lo has pensado alguna vez? Tendrías vacaciones instantáneas en eltrabajo de ser célebre. Además, es una desventaja en una pelea. Hay buenasrazones para afeitarse.

—Mi cara sí que es una desventaja para conseguir mujeres. Si mi barba teproducía pesadillas, deberías verme sin ella. Probablemente nunca volverías adormir.

—De modo que es un disfraz. Un truco de ocultación. Como tu nombre.—¿Qué pasa con mi nombre?—El que usas no es tu nombre real. Judas Coyne. Es un juego de palabras. —

Se inclinó hacia él—. ¿Un nombre como ése? ¿Acaso provienes de una familia decristianos locos? Seguro que sí. Mi padrastro dice que la Biblia es sólo palabrería.Fue educado en la religión pentecostal, pero acabó siendo espiritista, y así fuecomo nos crió a nosotras. Tiene un péndulo. Lo cuelga delante de una personapara hacerle preguntas y discernir si está mintiendo o no, por la manera en queoscila. También puede leer tu aura con eso. Mi aura es negra como el pecado. ¿Yla tuya? ¿Quieres que te lea las manos? Leer las manos no es nada. Es un trucofacilísimo.

Anna le leyó la buenaventura tres veces. En la primera ocasión, ella estabaarrodillada, desnuda en la cama, junto a él, con una línea brillante de sudor en laintersección de los pechos. Estaba sofocada, aún con la respiración agitada por elesfuerzo compartido. Ella le cogió la mano, movió las y emas de los dedos sobrela palma, y observó atentamente.

—Mira esta línea de la vida —dijo Anna—. Es muy larga. Creo que viviráseternamente. Yo no querría vivir siempre. ¿Cuándo se es demasiado viejo? Talvez sea algo metafórico. Como decir que tu música es inmortal. Pura palabrería.No sé. La lectura de las manos no es una ciencia exacta.

En otra ocasión, poco tiempo después de que terminara de reconstruir elMustang, fueron a pasear por las colinas que se alzan sobre el río Hudson. Sedetuvieron en un embarcadero pequeño y se quedaron mirando el río. El aguaparecía salpicada por escamas de diamantes, debajo de un cielo alto y azul, algodesteñido. Nubes blancas y esponjosas, a miles de metros de altura, cubrían elhorizonte. No fue un paseo premeditado, porque en realidad Jude pretendía esatarde llevar a Anna a ver a un psiquiatra —Danny había conseguido la cita—,pero ella se negó rotundamente en el último momento. Le dijo que era un díademasiado hermoso como para pasarlo en el consultorio de un médico.

Se quedaron allí sentados, con las ventanillas del coche abiertas y la músicapuesta en tono suave. Ella le tomó la mano que reposaba en el asiento, entreambos. La chica tenía uno de sus días buenos, de aquellos que se presentabancada vez con menor frecuencia.

—Te enamorarás otra vez después de mí —le dijo—. Tendrás otraoportunidad de ser feliz. No sé si te permitirás aprovecharla. Tengo la sensaciónde que no lo harás. ¿Por qué no quieres ser feliz?

—¿Qué significa « después de ti» ? —preguntó, molesto—. Soy feliz ahora.—No. No eres feliz. Todavía estás enfadado.—¿Con quién?—Contigo mismo —explicó ella, como si fuera la cosa más natural del

mundo—. En el fondo te culpas de que Jerome y Dizzy murieran. No quieresaceptar que nadie habría podido salvarlos de ellos mismos. Además, aún estásenfadado con tu padre. Por lo que le hizo a tu madre. Por lo que te hizo en lamano.

La última afirmación le cortó el aliento.—¿De qué estás hablando? ¿Cómo sabes lo que él me hizo en la mano?Ella le dirigió una mirada divertida y astuta.—La estoy mirando en este momento, ¿no? —Le cogió la mano y le dio la

vuelta. Pasó el pulgar sobre los nudillos con cicatrices—. No hace falta servidente ni nada por el estilo. Sólo hay que tener dedos sensibles. Puedo sentir ellugar en el que los huesos se soldaron. ¿Con qué te golpeó la mano para aplastarlaasí? ¿Con una maza? Se curó bastante mal.

—Con la puerta del sótano. Me escapé un fin de semana, para tocar en unespectáculo, en Nueva Orleans. Era un concurso de bandas. Yo tenía quince años.Saqué cien dólares de los ahorros de la familia para pagar el billete de autobús.Pensé que no sería un robo, porque íbamos a ganar el concurso. El premio era dequinientos dólares en efectivo. Lo devolvería con intereses.

—¿Y qué pasó? ¿Cómo quedasteis?—En tercer lugar. Nos dieron una camiseta a cada uno —explicó Jude—.

Cuando volví, me arrastró hasta la puerta del sótano y me aplastó la manoizquierda con ella. Sabía que era la mano con la que hacía los acordes.

Ella frunció el ceño y luego lo miró confusa.—Creía que hacías los acordes con la otra mano.—Eso es ahora. No me quedó otro remedio. —Anna le miró a los ojos—. Ya

ves, como pude, aprendí a hacerlos con la mano derecha mientras se curaba laizquierda, y y a nunca dejé de tocar así.

—¿Fue difícil?—Bueno, no estaba seguro de que mi mano izquierda volviera a ser como

antes, de modo que o aprendía a usar la otra o dejaba de tocar. Y habría sidomucho más duro para mí dejar la música.

—¿Dónde estaba tu madre cuando ocurrió eso?—No me acuerdo.Una mentira. La verdad era que no lo podía olvidar. Su madre estaba en la

mesa cuando su padre empezó a arrastrarlo por la cocina, hacia la puerta del

sótano. El muchacho gritó, pidiéndole ay uda, pero ella simplemente se puso depie, se tapó los oídos y huyó hacia el cuarto de costura. Lo cierto era que nopodía culparla por negarse a intervenir. Supuso que se lo merecía, y noprecisamente por sacar los cien dólares de la caja.

—De todas maneras —prosiguió Jude—, acabé tocando mejor la guitarracuando tuve que cambiar de mano. Me tiré más o menos un mes sacando losmás horribles y jodidos sonidos que jamás se han escuchado. Hasta que,finalmente, alguien me explicó que tenía que encordar la guitarra al revés si iba atocar con las manos cambiadas. Después de eso, resultó mucho más fácil.

—Además, fue una lección para tu padre, ¿no?Jude no respondió. La chica observó la palma de su mano y pasó el pulgar

por la muñeca.—Él no ha terminado todavía contigo. Tu padre, digo. Volverás a verlo.—Imposible. Hace treinta años que no lo veo. Ya no forma parte de mi vida.—Sí que forma parte. Forma parte de ella todos los días.—Es curioso. Creía que habíamos decidido no ir a la cita con el psiquiatra esta

tarde.Anna no hizo caso, y siguió:—Tienes cinco líneas de la suerte. Tienes más suerte que un gato, Jude

Coy ne. El mundo debe recompensarte aún más por todo lo que te hizo tu padre.Cinco líneas de la suerte. El mundo nunca terminará de pagarte. —Le soltó lamano—. Tu barba y tu gran chaqueta de cuero, tu enorme cochazo negro y tusgrandes botas negras. Nadie se pone toda esa armadura a menos que hay a sidoherido por alguien que no tenía ese derecho.

—Mira quién habló —replicó él—. ¿Hay algún lugar de tu cuerpo que nohayas atravesado con un alfiler? —Tenía alfileres en las orejas, la lengua, en unpezón, en los labios vaginales—. ¿A quién tratas de asustar para que no seacerque?

Anna le hizo la última lectura de mano unos pocos días antes de que Jude lehiciera las maletas. Un día, a primera hora de la tarde, él miró por la ventana dela cocina y la vio caminando bajo una fría lluvia de febrero, en dirección alestablo. Iba vestida sólo con un top oscuro y unas bragas negras. Su piel desnudaera de una palidez terrible.

Cuando Jude la alcanzó, la chica ya se había arrastrado dentro de la caseta delos perros, en la parte que estaba en el interior del establo, donde Angus y Bon serefugiaban de la lluvia. Estaba sentada en la tierra, con la parte posterior de losmuslos llena de barro. Los animales se movían de un lado a otro y le lanzabanmiradas de preocupación mientras le dejaban sitio para que estuviera cómoda.

Jude entró en la caseta gateando, enfadado con ella, totalmente harto delmodo en que habían marchado las cosas en los últimos dos meses. Estabacansado de hablarle y recibir elementales respuestas de no más de tres palabras,

asqueado de las risas y las lágrimas soltadas sin razón alguna. Ya no hacían elamor. La sola idea le repelía. Ella no se lavaba, no se vestía, no se cepillaba losdientes. Su pelo rubio, del color de la miel, parecía un nido de ratas. Las escasasveces que habían intentado últimamente tener relaciones sexuales ella habíaconseguido que Jude perdiera interés, avergonzado y asqueado por las cosas queella quería hacer. A él no le molestaba un poco de perversión, atarla si ella quería,pellizcarle los pezones, darle la vuelta y practicar sexo anal. Pero para ellaaquello no era suficiente. Quería que él le pusiera una bolsa de plástico en lacabeza. Que le hiciese cortes con un cuchillo.

Estaba inclinada hacia delante con un alfiler en la mano. Se lo clavaba en eldedo pulgar, moviéndolo lenta y deliberadamente, pinchándose a sí misma una yotra vez, haciendo salir gruesas gotas de sangre, brillantes como gemas.

—¿Qué demonios estás haciendo? —le preguntó él, esforzándose pormantener la voz calmada, sin lograrlo. La cogió por la muñeca para impedir quesiguiera lastimándose.

Ella dejó caer el alfiler en el barro, liberó su mano para coger la de él yapretarla, mirándola. Los ojos brillaron febriles en medio de sus oscuras ojeras,que más bien parecían moretones. Apenas llegaba a dormir tres horas por noche,en el mejor de los casos.

—Se te está acabando el tiempo casi tan rápido como a mí. Seré más útilcuando me vay a. Ya me he ido. No tenemos futuro. Alguien tratará de hacertedaño. Alguien que quiere quitártelo todo. —Levantó la vista para mirarlo a lacara—. Alguien contra quien no puedes luchar. Pero pelearás de todos modos,aunque no está a tu alcance vencer. No ganarás. Todas las cosas buenas de tu vidapronto habrán desaparecido.

Angus lloriqueó, ansioso, y se colocó junto a los dos, metiendo el hocico entrelas piernas de ella. La joven sonrió —era la primera sonrisa que Jude le habíavisto en un mes— y lo acarició detrás de las orejas.

—Bien —dijo—. Siempre te quedarán los perros.Jude se liberó de las manos de ella, la cogió por los brazos y la levantó,

dejándola en pie.—No presto atención a nada de lo que dices. Me has leído las manos al menos

tres veces, y cada una de ellas has dicho cosas diferentes.—Lo sé —respondió Anna—. Pero todas son verdaderas.—¿Por qué estabas clavándote un alfiler? ¿Por qué haces esas cosas?—Lo hago desde que era niña. De vez en cuando, si me pincho un par de

veces, puedo hacer que los malos pensamientos se vay an. Es un truco que yomisma inventé para limpiar mi cabeza. Es como pellizcarse a uno mismo duranteun mal sueño. Ya sabes, el dolor tiene la facultad de despertarte, de hacerterecordar quién eres.

Jude lo sabía.

La joven siguió hablando, casi mecánicamente, sin pensar.—Supongo que el truco ya no funciona demasiado. —Jude la sacó de la

caseta y la condujo de vuelta al cobertizo. Ella no callaba—. No sé por qué estoyaquí fuera. Sólo con la ropa interior.

—Yo tampoco lo sé.—¿Alguna vez habías salido con alguna mujer tan loca como yo, Jude? ¿Me

odias? Has tenido muchas mujeres. Dime la verdad, ¿y o soy la peor? ¿Quién hasido la peor de todas las que has conocido?

—¿Por qué tienes que hacer tantas malditas preguntas? —No lo preguntóporque sí, necesitaba una respuesta.

Al volver afuera, a la lluvia, abrió su impermeable negro y lo cerró sobre elcuerpo fino y tembloroso de la mujer, estrechándola entre sus brazos.

—Prefiero hacer preguntas —contestó— a tener que responderlas.

D

Capítulo23

espertó poco después de las nueve, con una melodía en la cabeza. Aquellamúsica tenía el aire de un himno de los Montes Apalaches. Empujó a Bon fuerade la cama —la perra había trepado para dormir con ellos durante la noche— yretiró las mantas. Jude se sentó en el borde del colchón, repitiendo mentalmentela melodía, tratando de identificarla, de recordar la letra. Pero no podía hacerlo.Ni el título ni la letra acababan de aclararse en su mente. Y era lógico, porqueesa música no existía hasta que él la pensó. Acababa de crearla en sueños. Notendría nombre hasta que él le diera uno.

Jude se levantó, cruzó la habitación y salió al corredor con techo dehormigón. Sólo llevaba puestos los calzoncillos. Abrió el maletero del Mustang ysacó una muy usada funda de guitarra, con una 68 Les Paul dentro. Regresó conella a la habitación.

Georgia no se había movido. Estaba tendida, con la cara apoyada en laalmohada, un brazo blanco como el marfil encima de las sábanas y el otrorecogido con fuerza sobre su cuerpo. Hacía muchos años que no salía con unachica de piel bronceada. Cuando se es gótico, es importante sugerir por lo menosla posibilidad de que uno puede estallar envuelto en llamas a poco que se expongadirectamente a la luz del sol.

Fue al baño. Angus y Bon y a lo seguían de cerca, y les ordenó con un susurroque se quedaran. Se echaron sobre sus barrigas, al otro lado de la puerta,mirándolo con gesto de desamparo, acusando a su amo con los ojos de noamarlos lo suficiente.

No estaba seguro de ser capaz de tocar bien por la herida de su manoizquierda. Con ella hacía el punteo y con la derecha buscaba los acordes. Sacó laguitarra de su estuche y empezó a afinarla. Al pasar los dedos por las cuerdassintió un leve destello de dolor en el centro de la palma de la mano, no muyfuerte, apenas un pinchazo incómodo. Sintió como si un cable de acero leatravesara la carne y comenzara a calentarse. Pero pensó que podía tocar apesar de ello.

Cuando la guitarra estuvo afinada, buscó los acordes adecuados y empezó atocar, reproduciendo la melodía que tenía en la cabeza cuando se despertó. Sin el

amplificador, la guitarra emitía un sonido plano, gangoso. Cada cuerda hacía unruido ronco y metálico.

La canción podría haber sido una melodía provinciana, rural. Parecía sacadade una grabación folclórica o de una retrospectiva de música tradicionalguardada en la Biblioteca del Congreso. Bien podría titularse Preparándome paracavar mi tumba, Jesús trajo su carroza o Brinda por el diablo.

—Brinda por los muertos —dijo.Dejó la guitarra y volvió al dormitorio. Había una libretita de notas y un

bolígrafo en la mesilla de noche. Los llevó al baño y escribió: Brinda por losmuertos. Ya tenía un título. Cogió la guitarra y tocó otra vez.

La melodía de la canción —que parecía propia de los Montes Ozark, o de ungrupo de fanáticos seguidores del Evangelio— le produjo un estremecimiento deplacer que recorrió los brazos y le llegó a la parte trasera del cuello. Muchoscomienzos de sus canciones parecían inspirados en la música tradicional.Llegaban a él como huérfanos errantes, hijos perdidos de grandes y venerablesfamilias musicales. Se le acercaban en forma de canciones anteriores alfonógrafo, cantos populares de los bares, lamentos de las planicies desiertas,temas perdidos de Chuck Berry. Jude los vestía de negro y les enseñaba a gritar.

Lamentó no llevar consigo la grabadora de audio digital. Quería escuchar loque tenía grabado en cinta. En lugar de ello, dejó a un lado la guitarra ygarabateó los acordes en la libreta de notas, debajo del título. Luego volvió acoger la Les Paul y tocó la melodía una y otra vez, deseoso de saber adonde lellevaría la inspiración. Veinte minutos después aparecían manchas de sangre através del vendaje de su mano izquierda. Ya había elaborado el coro, que surgíanaturalmente del estribillo inicial. Era un coro constante, creciente y estruendoso,desde el susurro inicial hasta el grito colectivo final; un acto de violencia contra labelleza y la dulzura de la melodía que había aparecido antes.

—¿De quién es eso? —preguntó Georgia, reclinada en la puerta del baño,restregándose los ojos para terminar de despertarse.

—Mío.—Me gusta.—Está bien. Sonaría todavía mejor si esta cosa estuviera enchufada.El pelo negro y suave de Georgia flotaba alrededor de la cabeza. Tenía

aspecto de estar suelto, al viento, y las sombras dibujadas bajo sus ojos atrajeronla atención de Jude por su gran tamaño. Ella le sonrió, somnolienta. Él le devolvióla sonrisa.

—Jude —dijo ella, en un tono de ternura erótica casi insoportable.—¿Sí?—¿Podrías salir del baño para que pueda hacer pis?Cuando ella cerró la puerta, dejó caer el estuche de la guitarra sobre la cama

y se quedó inmóvil en la oscuridad de la habitación, escuchando el sonido

amortiguado del mundo, más allá de las cortinas corridas: el zumbido del tráficoen la autopista, una puerta de coche que se cierra con un golpe, una aspiradorafuncionando en la habitación de arriba. Entonces pensó que el fantasma se habíamarchado.

Desde el momento en que el traje había llegado a su casa en la caja negracon forma de corazón, había sentido constantemente que el muerto estaba cercade él. Incluso cuando no lo veía, era consciente de su presencia, lo percibía casicomo un peso invisible, una especie de carga de presión y electricidad en el aire,como la que precede a una tormenta. Había vivido en esa atmósfera de horribleespera durante días, en una interminable y tensa opresión que le hacía difícilprobar la comida o conciliar el sueño. En ese momento, sin embargo, la angustiase había disipado. Se había olvidado del fantasma mientras escribía la nuevacanción… y el fantasma tampoco le recordaba a él, o por lo menos era incapazde meterse en los pensamientos de Jude, en el entorno de Jude. La música, comolos perros, parecía ahuyentar al espectro.

Sacó a pasear a Angus. Se tomó su tiempo. Jude llevaba una camisa demanga corta y vaqueros. Le agradaba la caricia del sol en la nuca. El extrañoolor de la mañana —el manto de gases de los tubos de escape en la Interestatal95, los lirios del pantano, los aromas del bosque, el asfalto caliente— le hizo arderla sangre, le inculcó el deseo de ponerse en camino, conduciendo hacia algúnsitio, a cualquier lugar. Se sentía bien, lo cual últimamente era una sensación pocohabitual. Tal vez estaba excitado. Pensó en el agradable mechón de pelo deGeorgia, en sus ojos hinchados, somnolientos, y en sus piernas blancas, flexibles.Tenía hambre, quería huevos, un filete de pollo. Angus perseguía a una marmotapor la hierba, alta hasta la cintura. Al cabo de un rato se detuvo junto a los árbolesque bordeaban la pradera, aullando alegremente. Jude regresó para proporcionara Bon su ración de ejercicio y escuchó el ruido de la ducha.

Se metió en el baño. Estaba lleno de vapor, el aire era caliente y espeso. Sedesvistió, retiró la cortina para entrar y se metió en la bañera.

Georgia saltó cuando los nudillos de él le rozaron la espalda y giró la cabezapara mirarlo por encima del hombro. Tenía tatuados un corazón negro, en lacadera, y una mariposa igualmente negra en el hombro. Se volvió hacia él y lepuso la mano sobre el corazón.

Ella apretó su cuerpo húmedo y elástico contra el de su amante, y se besaron.Jude se inclinó hacia ella, sobre ella, y para mantener el equilibrio, Georgia seapoy ó en la pared… Enseguida emitió un fino y agudo gemido de dolor. Retiró lamano de la pared como si se la hubiera quemado.

Georgia trató de esconder la mano dolorida, pero él le cogió la muñeca y lalevantó. Tenía el pulgar inflamado y rojo, y en cuanto lo tocó levemente pudosentir el calor enfermizo que emanaba. La palma también estaba enrojecida ehinchada alrededor de la base del pulgar. En la parte interior del dedo se

encontraba la llaga blanca, rebosante de pus, que seguía saliendo.—¿Qué vamos a hacer con esto? —preguntó.—Va bien. Le estoy poniendo pomada antiséptica.—Eso no es suficiente. No tiene buen aspecto. Deberíamos ir a un médico de

urgencias.—No voy a sentarme en una sala de espera durante tres horas para que

alguien me mire el agujero que yo misma me hice con un alfiler.—No sabes qué fue lo que te pinchó. No olvides lo que estabas haciendo

cuando te pasó esto. No era una actividad normal.—No lo he olvidado. Pero no creo que ningún médico pueda mejorar lo que

se cura solo. De verdad.—¿Crees que se va a curar solo?—Creo que estará bien… si hacemos que el muerto se vay a. Si nos lo

quitamos de encima, creo que los dos nos curaremos —dijo—. Sea lo que fuerelo que le pasa a mi mano, forma parte de todo este asunto. Pero tú y a lo sabes,¿no?

No sabía nada, pero tenía algunas ideas, y no le gustó que coincidieran con lasde ella. Inclinó la cabeza, pensativo, y se enjugó las salpicaduras de agua de lacara.

—Cuando Anna estaba en sus peores momentos, se pinchaba con un alfiler enel pulgar. Para aclararse la cabeza, me dijo. No lo sé. Tal vez no es nada. Perome inquieta que te hayas pinchado como lo hacía ella.

—Bien. A mí no me preocupa. En realidad, eso casi me hace sentirme mejor.—Su mano sana se movió sobre el pecho del amante mientras hablaba, con losdedos explorando el paisaje de músculos que comenzaban a perder definición yla piel que se aflojaba con la edad, todo cubierto por un montón de rizados peloscanosos.

—¿En serio?—Sí. Otra cosa que ella y y o tenemos en común. Aparte de ti. Jamás la

conocí y casi no sé nada de su vida, pero me siento conectada con ella de algunamanera. No tengo miedo de esas cosas, y a lo sabes.

—Me alegra que no te moleste. Me encantaría poder decir lo mismo. Encuanto a mí, no me gusta mucho pensar en eso.

—Entonces no lo hagas —dijo la chica, apoy ándose en Jude y empujandocon su lengua en la boca de él para hacerlo callar.

J

Capítulo24

ude llevó a Bon a dar su muy demorado paseo, mientras Georgia se ocupabade sí misma en el baño, vistiéndose, volviendo a vendarse la mano y poniéndosependientes y otros adornos. Sabía que ella necesitaba al menos veinte minutos, demodo que se detuvo junto al coche y sacó del maletero el ordenador portátil de lajoven. Georgia ni siquiera sabía que lo llevaban con ellos. En realidad Jude loguardó en el coche de forma automática, sin pensarlo casi. Era una costumbre,porque Georgia lo llevaba consigo allí donde fuera y lo usaba para mantenerseen contacto, por medio del correo electrónico, con multitud de amigos que vivíanlejos. La chica pasaba muchas horas navegando por páginas de contactosamistosos, blogs, información de conciertos y pornografía vampírica (lo cualtenía algo de hilarante y mucho de deprimente). Pero en cuanto se pusieron encamino, Jude olvidó que llevaban el ordenador portátil con ellos y Georgia nopregunto por él, de modo que había pasado la noche en el maletero.

Jude no tenía ordenador portátil propio. Danny se había ocupado de su correoelectrónico y de todas las demás obligaciones en la Red. El viejo cantante sabíamuy bien que pertenecía a un grupo social cada vez más reducido, el de los queno comprendían plenamente el encanto de la era digital. Jude no quería estarconectado. Había pasado cuatro años enchufado a la cocaína, un periodo detiempo en el que todo parecía más que acelerado. Lo vivió como si estuviera enuna de esas películas en las que el tiempo pasa a toda velocidad, donde todo undía y una noche transcurren en pocos segundos, el tráfico se convierte enchillonas franjas de luz, las personas se transforman en borrosos maniquíesmoviéndose apresuradamente a saltos, de aquí para allá. Aquellos cuatro años losrecordaba en ese momento como cuatro días malos, disparatados e insomnes,que comenzaron con una resaca de víspera de Año Nuevo y terminaron enfiestas de Navidad llenas de gente y humo, donde se encontraba rodeado dedesconocidos tratando de tocarlo, profiriendo chillonas risotadas inhumanas. Noquería conectarse nunca más a nada. Ni siquiera a Internet.

Había tratado de explicarle a Danny tales sentimientos una vez, hablarle delcomportamiento compulsivo, del tiempo que pasa demasiado rápido, de Internety las drogas. El secretario se había limitado a levantar una de sus finas y

movedizas cejas y mirarlo con una forzada sonrisa, llena de confusión. Danny nopensaba que la cocaína y los ordenadores tuvieran relación entre sí. Pero a sujefe le había impresionado la forma en que muchas personas se inclinaban sobrelas pantallas, apretando una y otra vez los botones, a la espera de alguna crucial,aunque vana, información. Pensaba que era casi exactamente lo mismo.

En aquel momento, sin embargo, estaba de humor para conectarse. Llevó elordenador portátil a la habitación, lo enchufó y entró en la Red. No hizo ningúnintento de acceder a su cuenta de correo electrónico. La verdad era que norecordaba bien cómo hacerlo. Danny tenía instalado un programa para que Judepudiera leer directamente todos los mensajes, pero él no sabía cómo llegar a sucorreo desde un ordenador distinto. Lo que sí sabía era cómo buscar un nombreen Google, y escribió el de Anna.

Su nota necrológica era breve, la mitad que la de su padre. Jude pudo leerlaen un momento, casi de un simple golpe de vista. Fue su fotografía lo que lellamó la atención y le produjo una breve sensación de vacío en la boca delestómago. Supuso que había sido tomada ya al final de su vida. Miraba a lacámara de manera inexpresiva, con algunos finos mechones de pelo sobre sucara demacrada, y tenía las mejillas hundidas debajo de los pómulos.

Cuando la conoció, ella llevaba un aro en cada ceja y otros cuatro en cadaoreja, pero en la foto no los tenía, lo cual hacía que su rostro, demasiado pálido,pareciera todavía más vulnerable. Al mirarla con mayor atención, pudo ver lasmarcas dejadas por los piercings. Ya no usaba argollas ni cruces de plata, noestaban las cruces egipcias y las gemas brillantes, los adornos, los anzuelos yanillos que antes clavaba en su piel para parecer sucia, insensible, peligrosa, locay hermosa. Algunas de esas cualidades eran reales, además. Fue de verdad locay hermosa; y peligrosa también. Peligrosa para sí misma.

El obituario no decía nada sobre notas de suicidio. En realidad no hablaba desuicidio. Murió menos de tres meses antes que su padrastro.

Hizo otra búsqueda. Escribió « Craddock McDermott, rabdomante» yapareció una docena de enlaces. Hizo clic en el primer resultado, que lo llevó aun artículo publicado nueve años antes en el Tampa Tribune, en la sección « Vidacotidiana y artes» . Jude miró primero las fotografías —había dos— y deinmediato se puso tenso en la silla. Pasó un rato antes de que pudiera apartar lamirada de aquellas imágenes, para centrar su atención en el texto que lasacompañaba.

La nota se titulaba « Buscar muertos con una varilla de zahorí» . Las primeraslíneas de presentación del texto decían: « Veinte años después de Vietnam, elcapitán Craddock McDermott está listo para dejar reposar a algunos fantasmas…y llamar a otros» .

El artículo comenzaba con la historia de Roy Hay es, un profesor de biologíajubilado que a los sesenta y nueve años aprendió a pilotar aviones ligeros y que,

una mañana de otoño de 1991, voló con un avión muy liviano sobre losEverglades, con el propósito de contar garzas por encargo de un grupo ecologista.A las 7:13 de la mañana, un pequeño aeropuerto privado del sur de Nápoles,Florida, recibió una transmisión suya:

« Creo que estoy sufriendo una apoplej ía —dijo su voz por radio—. Meencuentro mareado. No puedo decir a qué altura he descendido. Necesitoayuda» .

Eso fue lo último que se supo de él. Un grupo de salvamento, formado pormás de treinta botes y cien hombres, no había podido descubrir rastros de Hay esni de su avión. En el tiempo en que se publicó el artículo, tres años después de sudesaparición y presunta muerte, la familia había tomado la extraordinariadecisión de contratar a Craddock McDermott, capitán retirado del ejército deEstados Unidos, para encabezar una nueva búsqueda de sus restos.

« No cayó en los Everglades —declaraba McDermott con una sonrisaconfiada—. Los grupos de rescate buscaron siempre en el lugar equivocado. Losvientos de aquella mañana llevaron su avión más al norte, sobre Big Cy press.Calculo que su posición verdadera está a menos de un kilómetro y medio de lacarretera interestatal 94» .

« McDermott —leyó Jude— cree que puede localizar con toda precisión elsitio del accidente en un área de menos de un kilómetro cuadrado. Pero él norealizó sus cálculos consultando los datos meteorológicos correspondientes a lamañana de la desaparición, ni revisando las últimas transmisiones de radio deldoctor Hay es, ni los informes de los testigos oculares. En lugar de eso, hizooscilar un péndulo de plata sobre un gran mapa de la región. Cuando el péndulocomenzó a moverse rápidamente de un lado a otro, sobre un lugar al sur de BigCypress, McDermott anunció que había encontrado la zona de impacto. Ycuando al final de esta semana conduzca al equipo de rescate privado por lospantanos de Big Cypress para buscar el ultraligero accidentado, no lo harállevando consigo un radar, detectores de metales o perros sabuesos. Su plan paraencontrar al profesor desaparecido es mucho más simple… y perturbador. Suintención es consultar directamente a Roy Hayes, apelar al mismo doctor yamuerto para que guíe al grupo hasta el lugar en que reposa» .

El artículo seguía con los antecedentes del extraño rescatador, analizando losanteriores encuentros de Craddock con lo sobrenatural. Dedicaba algunas líneas alos detalles más góticos de su vida familiar. Se ocupaba brevemente del padre,ministro pentecostal aficionado a la manipulación de serpientes, que habíadesaparecido cuando Craddock era sólo un niño. También incluía un párrafodedicado a su madre, que los había hecho atravesar dos veces todo el país,después de ver a un fantasma que ella llamaba « el hombre que camina haciaatrás» . Aseguraba que era una visión que predecía mala suerte. Tras una de lasvisitas del hombre que camina hacia atrás, el pequeño Craddock y su madre

dejaron de vivir en un edificio de apartamentos de Atlanta, menos de tressemanas antes de que el inmueble se quemara completamente en un incendioprovocado por un cortocircuito.

En 1967 McDermott y a era un oficial destinado en Vietnam, donde estaba acargo de los interrogatorios a oficiales del Vietcong. Estuvo asignado al caso deun tal Nguy en Trung, quiromántico, de quien se decía que había aprendido lasartes adivinatorias con el propio hermano de Ho Chi Minh y que llegó a ofrecersus servicios a varios jerarcas del Vietcong. Para tranquilizar a su prisionero,McDermott le pidió a Trung que lo ayudara a comprender sus creenciasespirituales. Lo que siguió fue una serie de extraordinarias conversaciones sobretemas como la profecía, el alma humana y los muertos, charlas que segúnMcDermott le habían abierto los ojos a todo lo sobrenatural que le rodeaba.

« En Vietnam —decía el artículo, citando palabras de McDermott— losfantasmas están ocupados. Nguyen Trung me enseñó a verlos. Cuando uno sabecómo buscarlos, es posible descubrirlos en cada esquina, con sus ojos tachados ysus pies que no tocan el suelo. Es sabido que allí los vivos usan con frecuencia alos muertos. Un espíritu que cree que tiene trabajo pendiente no abandonaránuestro mundo. Se quedará hasta que esa labor inacabada esté concluida. Fueentonces cuando empecé a creer por primera vez que íbamos a perder la guerra.Vi lo que ocurría en el campo de batalla. Cuando nuestros muchachos morían, susalmas salían de las bocas, como el vapor de una tetera, y ascendían hacia elcielo. Cuando morían los del Vietcong, sus espíritus se quedaban. Sus muertoscontinuaban luchando» .

Una vez concluidas sus sesiones, McDermott perdió de vista a Trung, quedesapareció en la época del Tet, el año nuevo vietnamita. En cuanto al profesorHay es, McDermott creía que su destino final sería conocido muy pronto.

« Lo encontraremos —decía—. Su espíritu está desocupado en este momento,pero le daré algún trabajo. Nosotros marcharemos juntos, Hay es y y o. Él va aconducirme hasta su cuerpo» .

Al leer esto último —« nosotros marcharemos juntos» —, Jude sintió unescalofrío que hizo que se le erizaran los pelos de los brazos. Pero eso no fue tandesagradable como la sensación de miedo que lo invadió cuando miró lasfotografías.

La primera era una imagen de Craddock apoy ado en la carrocería de sucamioneta azul. Sus hijastras estaban descalzas —Anna tenía tal vez doce años,Jessica unos quince—, sentadas en el capó, una a cada lado de él. Era la primeravez que Jude veía a la hermana mayor de Anna, pero no la primera vez que veíaa Anna cuando era niña. Estaba exactamente igual que en su sueño.

En la fotografía, Jessica pasaba los brazos alrededor del cuello de su sonrientey anguloso padrastro. Era casi tan delgada y esbelta como él, un hombre alto yen buena forma física, y su piel estaba saludablemente bronceada. Pero había

algo artificial en la sonrisa de la joven, amplia, tal vez demasiado ancha,demasiado entusiasta, mostrando una dentadura desmesurada. Parecía la sonrisade un vendedor a domicilio desesperado. Y también había algo raro en sus ojos,que eran tan brillantes y negros como la tinta húmeda. E inquietantementeávidos.

Anna estaba sentada a cierta distancia de los otros dos. Era huesuda, se diríatoda codos y rodillas, y el pelo le llegaba casi hasta la cintura, en una larga ydorada cascada que parecía luminosa. Era también la única que no sonreía a lacámara. En realidad no tenía ninguna expresión. La cara estaba aturdida einexpresiva. Los ojos, desenfocados, parecían los de una sonámbula. Jude laidentificó como la expresión que tenía cuando se hundía en el mundomonocromático e introvertido de su depresión. Le vino a la cabeza laperturbadora idea de que ella había vivido en ese estado durante la may or partede su infancia.

Sin embargo, lo peor de todo era una segunda fotografía, más pequeña. Enella se veía al capitán Craddock McDermott con uniforme de combate, unsombrero de pesca manchado de sudor y una ametralladora MI6 colgada delhombro. Posaba junto a otros soldados, sobre un suelo de barro amarillo y duro.Detrás de ellos había palmeras y agua estancada. Podría haberse tomado por unaimagen de los Everglades, si no fuera por todos aquellos soldados y su prisionerovietnamita.

El cautivo estaba un poco más atrás de Craddock, y era un hombre de cuerposólido, vestido con una chaquetilla negra, la cabeza afeitada, rasgos amplios yapuestos, y los ojos calmos de un monje. En cuanto lo vio, Jude lo reconociócomo el prisionero vietnamita que aparecía en su sueño. Los dedos ausentes de lamano derecha de Trung eran una revelación involuntaria. En la foto, pocodefinida y mal coloreada, los muñones de esos dedos parecían cosidosrecientemente con hilo basto. No parecía haber recibido una cura profesional.

La leyenda escrita debajo de la foto identificaba al hombre como Nguy enTrung, y describía el lugar como un hospital de campaña en Dong Tam, donde elprisionero había sido atendido por heridas sufridas en combate. Eso era más omenos correcto. Trung se amputó sus propios dedos para no confesar, paradefenderse del interrogatorio, de modo que la herida fue consideradaconsecuencia de una especie de acción de combate. En cuanto a lo que habíaocurrido con él, Jude creía saberlo. Pensaba que era probable que cuando Trungy a no tuvo más que decir a Craddock McDermott sobre los fantasmas y eltrabajo que hacía con ellos, el capitán le había llevado a dar un paseo nocturno.

El artículo no decía si McDermott llegó a encontrar a Roy Hayes, el profesorretirado y piloto de aviones ultraligeros, pero Jude creía que así había sido, pormucho que no hubiera argumentos razonables para pensar tal cosa. Por si acaso,hizo otra búsqueda. Halló respuesta. Los restos de Roy Hay es habían sido

enterrados cinco semanas después. Lo cierto era que Craddock no lo encontrópersonalmente. El agua era demasiado profunda. Un equipo de buzos de lapolicía del estado se sumergieron en el lugar donde Craddock dijo que sezambulleran, y lo sacaron.

Georgia abrió la puerta del baño y Jude dejó de prestar atención al ordenador.—¿Qué estás haciendo? —preguntó.—Intento averiguar cómo puedo ver mi correo electrónico —mintió—.

¿Quieres usarlo?Ella miró su ordenador por un momento, luego sacudió la cabeza y arrugó la

nariz.—No. No tengo el más mínimo interés en conectarme ahora. ¿No es

gracioso? Generalmente no puedes desengancharme de la pantalla.—¡Eso está bien! ¿Ves? La tensión necesaria para huir y salvar la vida no es

del todo mala. Fíjate cómo logra fortalecer el carácter.Jude sacó de nuevo el cajón del tocador y vació en él otra lata de comida

para perros.—Anoche, el olor de esa mierda me dio tanto asco que estuve a punto de

vomitar —dijo Georgia—. Aunque parezca raro, esta mañana me está abriendoel apetito.

—Vamos. Hay un Denny 's aquí cerca. Iremos dando un paseo.Abrió la puerta y luego le tendió la mano. Estaba sentada en el borde de la

cama, con sus vaqueros oscuros, unas pesadas botas negras y una camisa gris, sinmangas, que colgaba holgadamente sobre su delgado cuerpo. Bajo el doradoray o de luz de sol que entraba por la puerta, su piel era tan pálida y delicada quecasi parecía traslúcida. Daba la impresión de que se rompería con sólo tocarlalevemente.

Jude vio que la joven buscaba con la mirada a los perros. Angus y Bon seinclinaban sobre el cajón, con las cabezas juntas mientras se sumergían en lacomida. Vio también que Georgia fruncía el ceño y supo lo que estaba pensando:que ambos se encontrarían a salvo mientras los animales estuvieran cerca.Entonces ella le miró entornando los ojos. El hombre estaba erguido, en medio dela luz. Cogió su mano y dejó que la ayudara a ponerse de pie. El día era brillante.Más allá de la puerta, la mañana los esperaba.

Jude no tenía miedo. Todavía se sentía amparado por la nueva canción. Creía,o más bien percibía, que al escribirla había trazado un círculo mágico alrededorde ambos, que había creado una barrera que el muerto no podía traspasar. Creíahaber expulsado al fantasma, al menos por un rato.

Pero cuando atravesaron la explanada del aparcamiento —relajadamenteagarrados de la mano, algo que nunca hacían— miró distraídamente hacia suhabitación del hotel. Angus y Bon los contemplaban a través del ventanal,erguidos sobre las patas traseras, con las delanteras apoyadas en el vidrio. Sus

caras tenían idénticas expresiones de aprensión.

E

Capítulo25

l Denny 's estaba lleno de gente y de ruido, el aire era denso por el olor de lagrasa del tocino, del café quemado y del humo de los cigarrillos. El bar, situadoinmediatamente a la derecha de las puertas, era la zona de fumadores. Esosignificaba que, después de cinco minutos de espera para encontrar sitio, unopodía estar seguro de apestar como un cenicero cuando fuera conducido a lamesa.

Jude no fumaba y nunca había fumado. Era el único hábito autodestructivoque había logrado evitar. Su padre sí fumaba. Cuando hacía recados en el pueblo,Jude siempre estaba dispuesto a comprarle aquellas cajetillas baratas y largas decigarrillos sin marca. A veces las compraba incluso sin que se lo pidiera. Ambossabían por qué. El muchacho observaba con intensidad a Martin al otro lado de lamesa de la cocina, mientras su padre encendía un cigarrillo y daba la primeracalada, haciendo que la punta se pusiera al rojo vivo.

—Si las miradas pudieran matar, yo y a tendría cáncer —le dijo Martin unanoche, sin ningún preámbulo. Agitó una mano, dibujó un círculo en el aire con elcigarrillo, mirando a Jude con los ojos entornados por el humo—. Tengo unaconstitución fuerte. Tú quieres matarme con éstos, pero vas a tener que esperarbastante. Si realmente quieres verme muerto, hay maneras más fáciles deconseguirlo.

La madre de Jude no dijo nada, concentrada como estaba en el trabajo depelar guisantes, con una expresión ensimismada. Podría haber pasado porsordomuda.

Jude —entonces era Justin— tampoco habló, se limitó a seguir mirándolo confuria. No porque estuviera demasiado enfadado como para hablar. Lo queocurría era que estaba demasiado sorprendido, pues parecía que su padre lehubiera leído la mente. Había mantenido fija la mirada en los pliegues holgados,como de piel de gallina, del cuello de Martin Cowzynski, con una especie de iracontenida, como si deseara que un cáncer se apoderara de él en ese mismoinstante, como si quisiera ver un montón de células negras en aumento quedevoraran la voz de su padre, que ahogaran la respiración de su padre. Deseabaeso con todo su corazón: un cáncer que obligara a los médicos a arrancarle la

garganta, a callarlo para siempre.El hombre sentado en la mesa vecina había perdido su garganta y usaba una

laringe electrónica para hablar. Era un ruidoso y agudo sistema que manejabadesde la parte de abajo de la barbilla para hablar con la camarera, y de paso contodos los presentes en el lugar.

—¿Tienen aire acondicionado? Bien, enciéndalo. Si ustedes no se molestan encocinar la comida, ¿por qué quieren freír a los clientes que pagan? Dios Santo,tengo ochenta y siete años. —Este dato parecía ser para él de suma importancia,ya que, cuando la camarera se alejaba, se lo repitió a su esposa, una mujerincreíblemente obesa que no levantó la vista del periódico mientras él hablaba—.Tengo ochenta y siete años, santo cielo. ¡Nos freímos como si fuéramos huevos!—Se parecía al viejo de aquella famosa pintura titulada Gótico estadounidensehasta en los cabellos grises peinados sobre la cabeza parcialmente calva.

—Me pregunto qué clase de par de viejos llegaremos a ser —dijo Georgia.—Lo tengo claro. Yo todavía tendré pelo. Sólo pelo blanco. Mechones que

crecerán de manera desordenada, por todas partes, probablemente. Las orejas.La nariz. Pelos grandes e hirsutos saliendo de mis cejas. En resumen, seré comoun Santa Claus terriblemente mal hecho.

Ella se puso una mano debajo de los pechos.—La grasa que tienen éstos se escurrirá directamente hacia mi culo. Me

gustan los dulces, de modo que, muy probablemente, me faltarán dientes. Porotra parte, y eso será lo mejor, podré sacarme la dentadura para practicar sexooral sin dientes. Lo propio de una señora may or.

Jude le tocó la barbilla y le levantó la cara para enfrentarla a la suya. Estudiósus pómulos y los ojos dentro de las profundas cuencas, con ojeras, ojos quemiraban divertidos e irónicos, sin llegar a ocultar del todo el deseo de contar consu aprobación.

—Tienes una buena cara —dijo él—. Tienes buenos ojos. Estarás bien. En lasancianas lo importante son los ojos. Serás una viejecita con ojos vivaces, yparecerá que siempre estás pensando en algo divertido. Siempre dispuesta ameterte en problemas.

Retiró la mano. Ella fijó la mirada en el café, sonriendo, halagada ysumergida en una timidez poco habitual.

—Parece que estuvieras hablando de mi abuela Bammy —dijo—. Te va aencantar cuando la veas. Podríamos estar allí a la hora del almuerzo.

—Sí.—Mi abuela tiene el aspecto de una encantadora ancianita, adorable e

inofensiva. Pero, ay, le gusta atormentar a la gente. Yo vivía con ella cuandoestaba en octavo. Invitaba a mi amigo Jimmy Elliott a casa, supuestamente parajugar a los dados, pero en realidad robábamos vino. Bammy dejaba casi todoslos días en el frigorífico media botella de tinto que había sobrado de la comida de

la noche anterior. Y ella sabía lo que estábamos haciendo. Un día cambió el vinopor tinta morada y la dejó allí para que nosotros la robáramos. Jimmy me dejóbeber primero. Eché un trago y me atraganté, tosiendo como nunca lo habíahecho. Cuando volví a casa, todavía tenía un enorme anillo morado alrededor dela boca, manchas del mismo color por toda la mandíbula y la lengua de colorpúrpura. La tinta no salió hasta una semana después. Yo esperaba que Bammyme diera unos azotes, pero a ella le pareció suficiente castigo y consideró queademás era un asunto gracioso.

La camarera se acercó para tomar nota. Cuando se fue, Georgia sacó untema inesperado:

—¿Cómo era eso de estar casado, Jude?—Tranquilo.—¿Por qué te divorciaste de ella?—Yo no me divorcié. Fue ella quien se divorció de mí.—¿Te sorprendió en la cama con todo el estado de Alaska o algo por el estilo?—No. No la engañé… Bueno, no demasiado a menudo. Y a ella no parecía

molestarle.—¿No le molestaba? ¿Lo dices en serio? Si nosotros estuviéramos casados y tú

hicieras de las tuyas, te arrojaría a la cara lo primero que tuviera a mano. Y losegundo. Y luego no te llevaría al hospital. Dejaría que te desangraras. —Hizouna pausa y se inclinó sobre su taza de café—. ¿Y por qué fue entonces? ¿Por quéte dejó?

—Sería difícil de explicar.—¿Porque soy demasiado estúpida?—No —replicó él—. Más bien porque y o no soy lo suficientemente listo

como para explicármelo a mí mismo, y mucho menos a otra persona. Durantemucho tiempo, quise hacer el papel de marido. Pero luego dejé de hacerlo. Ycuando eso ocurrió… ella se dio cuenta. Sencillamente. Tal vez y o procuré que losupiera. —Mientras decía eso, Jude estaba pensando en cómo había empezado aacostarse cada vez más tarde, esperando a que ella se cansara y se fuera adormir sin él. Procuraba meterse en la cama después de que ella se durmierapara no tener que hacer el amor. También pensaba en cómo a veces comenzabaa tocar la guitarra, ensayando una melodía, precisamente cuando ella estabadiciéndole algo. Tapaba con los acordes lo que su mujer decía. Recordabaigualmente que había conservado la película pornográfica con el asesinato, enlugar de deshacerse de ella. Recordaba que la había dejado donde ella pudieradescubrirla, donde él suponía que ella la encontraría.

—Eso no tiene sentido. Así, de repente. ¿No sentiste que debías hacer unesfuerzo? No es propio de ti. No eres el tipo de persona capaz de abandonar lascosas importantes sin ninguna razón.

No había sido sin ninguna razón, pero la razón que había desafiaba toda

explicación racional, no podía ser traducida en palabras de manera que tuvierasentido. Había adquirido la granja para su esposa, para ellos dos. Le compró aShannon un Mercedes, luego otro, un sedán grande y un descapotable. Viajabanlos fines de semana, a veces incluso a Cannes, y volaban en un jet particular enel que comían langostinos gigantes y langosta. Y luego Dizzy murió, se fue de lamanera más terrible y dolorosa que se pueda imaginar, y Jerome se mató. Apesar de ello, Shannon solía aparecer en el estudio para decirle a Jude: « Estoypreocupada por ti. Vamos a Hawai» o « Te he comprado una americana decuero…, pruébatela» , y él empezaba a tocar las cuerdas de su guitarra.Detestaba la voz de Shannon y tocaba para que la música la borrara. Odiaba lasola idea de gastar más dinero, de poseer otra chaqueta, de hacer otro viaje. Perosobre todo odiaba la expresión de satisfacción de su mujer, aquel aspectocomplacido de su cara. Y detestaba sus dedos regordetes, llenos de anillos, eincluso el frío aire de preocupación que a veces aparecía en su mirada.

Cuando Dizzy estaba ciego, y a muy cerca del final, con fiebre altísima y sinpoder controlar sus esfínteres, el delirio se apoderó de su mente y creía que Judeera su padre. El enfermo lloraba y decía que no quería ser gay.

—No me odies más, papá, no me odies —suplicaba, gimiendo.Y Jude respondía, por pura piedad:—No te odio. Nunca te he odiado.Luego Dizzy murió y Shannon seguía comprando ropa para su marido y

pensando a qué restaurante irían a comer.—¿Por qué no tuviste hijos con ella? —quiso saber Georgia.—Tenía mucho miedo de parecerme demasiado a mi padre.—Dudo que te parezcas a él —sentenció ella.Pensó en eso mientras observaba el bocado que tenía pinchado en el tenedor.—Te equivocas. Tenemos un temperamento muy parecido.—A mí lo que me asusta —dijo la chica— es tener hijos y que luego ellos se

enteren de toda la verdad sobre mí. Los hijos siempre se enteran. Yo acabésabiendo todo lo referente a mis padres.

—¿Qué descubrirían tus hijos sobre ti?—Que abandoné el instituto. Que tenía trece años cuando dejé que un tipo me

convirtiera en prostituta. El único trabajo que siempre he sabido hacer bien hasido quitarme la ropa al ritmo de la música de Mótley Crüe, en una sala llena deborrachos. Traté de suicidarme. Me arrestaron tres veces. Le robé dinero a miabuela y la hice llorar. No me cepillé los dientes durante casi dos años. ¿Meolvido algo?

—Pues lo que tu hijo descubrirá es que, por malas que sean las cosas quehaga, siempre podrá hablar con su madre, porque ella ya lo ha pasado todo. Noimporta qué mierda le caiga encima. Puede sobrevivir, porque su madre soportócosas peores y logró salir adelante.

Georgia levantó la cabeza, sonriendo otra vez, con los ojos brillantes de placery picardía. En ese momento eran la clase de ojos de los que Jude había estadohablando apenas unos minutos antes.

—¿Sabes una cosa, Jude? —dijo ella, tratando de coger su taza de café con lamano vendada. La camarera, que estaba detrás de la chica, se inclinó con lacafetera para volver a llenar la taza de Georgia, sin fijarse en lo que estabahaciendo porque estaba mirando su talonario de facturas. Jude presintió lo queestaba a punto de ocurrir, pero no pudo soltar la advertencia a tiempo. Georgiaseguía hablando—: A veces eres un tipo tan bueno, puedo olvidar que eres unest…

La camarera sirvió justo cuando Georgia movió la taza y volcó café hirvientesobre la mano vendada. La lesionada gritó y retiró la mano, apretándosela contrael pecho, con la cara deformada por un gesto de dolor. Por un instante hubo unaexpresión vidriosa en sus ojos, una mirada hueca y lejana que hizo que Judepensara que estaba a punto de desmay arse.

Luego se puso de pie, sujetando la mano herida con la sana.—¿Por qué no miras dónde sirves esa porquería, maldita zorra? —le gritó a la

camarera con aquel acento sureño y provinciano que volvía a apoderarse de ella.—Georgia —intervino Jude, empezando a levantarse.Ella hizo un gesto con la cara y agitó la mano para que volviera a sentarse.

Golpeó adrede a la camarera con el hombro al pasar junto a ella para dirigirsecon gesto altivo hacia el pasillo en el que se encontraban los baños.

Jude empujó su plato a un lado.—Tráigame la cuenta cuando pueda.—Lo siento mucho —se disculpó la mujer.—Ha sido un accidente.—Lo siento mucho —repitió la camarera—. Pero no es razón para que me

hable de esa manera.—Bueno, se ha quemado. Me sorprende que no haya dicho cosas peores.—Ustedes dos —dijo la camarera—. Sabía a quién estaba sirviendo nada más

posar los ojos sobre usted. Y les he servido con el mismo cuidado que a todo elmundo.

—¿Ah, sí? ¿Usted sabía a quién estaba sirviendo? ¿Y a quién era?—A un par de delincuentes. Usted parece un vendedor de drogas.Él se rió.—Y sólo hay que echarle una ojeada a ella para saber lo que es. ¿Cobra por

horas? ¿También sabe si hace eso? —Dejó de reírse—. Tráigame la cuenta —ordenó—. Y desaparezca de mi vista de inmediato.

Ella le miró un momento más, con la boca apretada, como si estuviera apunto de escupirle, y luego se alejó rápidamente sin decir ninguna otra palabra.

Los clientes sentados en las mesas situadas alrededor de él detuvieron sus

conversaciones para mirar, sorprendidos, y por supuesto para escuchar. Juderecorrió a todos con la mirada, clavando los ojos en quienes se atrevían a mirarloa él, y uno a uno fueron volviendo a ocuparse de su comida. Era implacablecuando se trataba de mirar cara a cara. Había mirado a demasiadas multitudesdurante demasiados años como para atemorizarse ante unos ojos desafiantes.Podía sostener cualquier mirada sin pestañear.

Finalmente, las únicas personas que siguieron mirándolo fueron el anciano delcuadro Gótico estadounidense y su esposa, que bien podría haber sido la increíblemujer gorda de un barracón de feria en su día libre. Ella, por lo menos, hizo elesfuerzo de ser discreta mirando a Jude por el rabillo del ojo, mientras fingíaestar interesada en el periódico que tenía ante sí. Pero el anciano seguía mirandocon sus ojos castaños, censurándolo y también reflejando cierta malignadiversión. Con una mano sostenía la laringe electrónica, que zumbabadébilmente, como si estuviera a punto de hacer algún comentario. Pero no dijonada.

—¿Tiene algo que decir? —preguntó Jude mirando al anciano a los ojos. Peroel viejo no se avergonzó ante aquella mirada que lo invitaba a ocuparse de susasuntos.

Levantó las cejas para luego mover la cabeza de un lado a otro, comodiciendo: « No, no tengo nada que decir» . Bajó la mirada hacia su plato e hizo unmohín gracioso con la nariz. Dejó la laringe electrónica junto a la sal y lapimienta.

Jude estaba a punto de apartar la mirada cuando la laringe electrónica cobróvida, vibrando sobre la mesa. Una voz fuerte, monótona y eléctrica clamó,zumbante: « Morirás» .

El anciano se puso tenso, se echó hacia atrás en la silla de ruedas. Miró atónitosu laringe electrónica. Estaba perplejo, tal vez no del todo seguro de no haberdicho algo. La dama gorda arrugó el diario y miró por encima de éste hacia elaparato, con expresión de asombro en su ceño fruncido sobre una cara tan suavey redonda como el dibujo de la mascota de la fábrica de rosquillas Pillsbury.

« Estoy muerto» .La laringe electrónica había zumbado otra vez, parloteando desde la mesa,

como un juguete de cuerda. El anciano la cogió entre sus dedos. Con ello sólologró que el zumbido saliera de entre ellos:

« Morirás. Juntos moriremos en el hoyo de la muerte» .—¿Qué está ocurriendo? —exclamó la gorda—. ¿Está sintonizando una

emisora de radio otra vez?El anciano sacudió la cabeza como diciendo: « No lo sé» . Apartó la mirada

de la laringe electrónica, que en ese momento estaba en la palma de su mano,para mirar a Jude. Lo miró a través de las gafas que agrandaban sus ojosasombrados. El viejo estiró la mano, como ofreciéndole el aparato a Jude. Seguía

zumbando y parloteando.« La matarás, te matarás, los perros no te salvarán. Nos iremos juntos, me

escuchas ahora, escuchas mi voz, nos iremos juntos al anochecer. Tú no meposees. Yo te poseo a ti. Te poseo ahora» .

—Peter —dijo la mujer gorda. Estaba tratando de susurrar, pero su voz seahogó, y cuando forzó la siguiente emisión de aire, la voz salió chillona yvacilante—: Deten esa cosa, Peter.

Peter continuó sentado en su sitio, ofreciéndole el aparato a Jude, como si setratara de un teléfono y la llamada fuera para él.

Todos estaban mirando. La habitación se llenó de murmullos depreocupación. Algunos de los clientes se habían levantado de sus sillas paramirar, pues no querían perderse lo que pudiera ocurrir luego.

Jude también estaba de pie, pensando en Georgia. Mientras se incorporaba yempezaba a volverse hacia el pasillo que conducía a los baños, su miradarecorrió los ventanales de la parte frontal del local. Se detuvo a mitad delmovimiento. Su mirada quedó atrapada por lo que vio en la explanada delaparcamiento. La furgoneta del muerto estaba allí, cerca de la entrada. Tenía elmotor en marcha y los reflectores encendidos eran globos de luz blanca y fría.No había nadie sentado dentro.

Algunos curiosos se arremolinaban entre las mesas, detrás de él, y tuvo queabrirse paso a empujones para poder llegar al pasillo en que estaban los lavabos.

Jude encontró una puerta que decía « Mujeres» , y entró, cerrándola con ungolpe.

Georgia estaba ante uno de los dos lavabos. No levantó la vista al oír el ruidode la puerta golpeando contra la pared. Se estaba mirando en el espejo, pero susojos no parecían enfocados, no miraban nada en particular y la cara tenía laexpresión triste y grave de un niño casi dormido frente al televisor.

Llevó su puño vendado hacia atrás y lo lanzó contra el espejo con todas susfuerzas, sin contenerse nada. Pulverizó la superficie de cristal en un círculo deltamaño de la mano, con las líneas de las roturas circundantes alejándose delagujero en todas direcciones. Un instante después, plateados cuchillos de espejocay eron con un estrépito resonante, para romperse musicalmente contra loslavabos.

Una mujer delgada y rubia, con un bebé en los brazos, estaba a un metro dedistancia. Apretó al bebé contra su pecho y empezó a gritar:

—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!Georgia cogió una hoja de cristal muy afilada, brillante, plateada, en forma

de media luna, de quince centímetros, se la llevó hasta la garganta y echó labarbilla hacia atrás, para atravesar la carne que quedaba al descubierto. Judesalió de la conmoción en la que había quedado al entrar y le agarró la muñeca.La dobló hacia atrás hasta que ella dejó escapar un grito lastimoso y soltó el trozo

de vidrio, que cayó al suelo de azulejos blancos y se hizo añicos con un fuerteruido.

Jude trató de obligarla a darse la vuelta retorciéndole el brazo otra vez,causándole dolor. La joven abrió la boca y cerró los ojos llenos de lágrimas,resistiéndose; pero dejó que él la obligara a caminar, a acercarse a la puerta. Nosabía por qué le estaba haciendo daño, si era por puro pánico o si lo hacía apropósito porque estaba enfadado con ella por alejarse, o consigo mismo porpermitírselo.

El muerto se encontraba en el pasillo, cerca del baño. Jude no lo vio hasta queya había pasado junto a él, y entonces un estremecimiento le recorrió el cuerpo,dejándolo con un incesante temblor de piernas. Craddock se había quitado susombrero negro, saludándolos al pasar.

Georgia apenas podía mantenerse erguida. Jude movió la mano parasujetarla por la parte de arriba del brazo, sosteniéndola a la vez que la empujabahacia el comedor. La mujer gorda y el anciano tenían las cabezas juntas.

—No ha sido ninguna emisora de radio.—Chiflados. Chiflados que hacen bromas.—Cállate…, ahí vuelven.Los demás seguían mirando y pegaron un bote para abrirles paso. La

camarera que hacía apenas un minuto había acusado a Jude de ser un vendedorde drogas y a Georgia de ser su puta estaba apoy ada en el mostrador de laentrada hablando con el gerente, un hombrecito con lapiceros en el bolsillo de lacamisa y los ojos tristes de un sabueso. Ella los señaló con el dedo cuandocruzaron la habitación.

Jude se detuvo un momento al pasar junto a la mesa a la que habían estadosentados para arrojar un par de billetes de veinte dólares. Al cruzarse con elgerente, el hombrecito levantó la cabeza para observarlos con su mirada trágica,pero no dijo nada. La camarera continuó hablándole al oído.

—Jude —dijo Georgia cuando atravesaron las primeras puertas—. Me estáshaciendo daño.

Él aflojó los dedos en el brazo de ella y vio que le había dejado marcas muyblancas en la piel, muy pálida. Atravesaron ruidosamente las últimas puertas ypronto estuvieron fuera.

—¿Estamos a salvo? —preguntó ella.—No —respondió Jude—. Pero pronto lo estaremos. El fantasma tiene un

saludable miedo a los perros.Pasaron rápidamente junto a la camioneta de Craddock, que seguía con el

motor en marcha. La ventanilla del asiento del acompañante estaba medioabierta. Dentro sonaba la radio. Sonaba la voz de uno de los políticos de derechasde la AM, que estaba hablando con tono suave y confiado, casi arrogante.

« Es bueno aceptar esos valores esenciales estadounidenses, y es bueno ver

que las personas adecuadas ganan unas elecciones, aun cuando la otra parte digaque no han sido unas elecciones limpias; y es muy bueno ver cómo más y máspersonas regresan a la política del buen sentido común cristiano. Pero ¿sabes quées todavía mejor? Asfixiar a esa bruja que está a tu lado. Asfixia a esa bruja yluego llévala a la carretera y arrójala delante de un camión de gran tonelaje.Hazlo, hazlo y …» .

Luego se alejaron y ya no se oía la voz.—Vamos a librarnos de esa cosa —dijo Georgia.—No. No nos libraremos de él. Vamos. Faltan menos de cien metros para

llegar al hotel.—Si no nos atrapa ahora, lo conseguirá después. Tarde o temprano. Me lo ha

dicho. Me ha dicho que era mejor que me suicidara y terminara con todo. Iba ahacerlo. No podía evitarlo.

—Lo sé. Así es como lo hace.Caminaron a lo largo de la carretera, sobre una de las cunetas de la calzada,

con los largos tallos de hierba azotando los vaqueros de Jude.—Me duele la mano —se quejó Georgia.Se detuvieron. Levantó el brazo para mirarle la herida. No estaba sangrando,

ni por el golpe al espejo ni por empuñar la hoja curva de vidrio. El gruesoalmohadillado de la venda le había protegido la piel. De todas maneras, a pesardel vendaje pudo sentir que emitía un calor enfermizo y se preguntó si no sehabría roto un hueso.

—Seguro que te duele. Has golpeado el espejo con mucha fuerza. Has tenidosuerte de no sufrir una lesión mucho mayor. —La empujó suavemente yvolvieron a ponerse en marcha.

—Me late como un corazón. Hace « pum-pum-pum» . —Escupió, y luegoescupió otra vez.

Entre ellos y el motel había un paso subterráneo, un pasaje pétreo en un túnelangosto y oscuro, sin ninguna acera, sin ningún espacio a los lados, ni siquiera elarcén lateral para emergencias. El agua goteaba del techo de piedra.

—Vamos —dijo.El túnel era una estructura negra, encajada alrededor de una imagen del hotel

Days Inn. Jude tenía la mirada fija en el motel. Podía ver el Mustang. Podía versu habitación.

No disminuyeron la velocidad al entrar en el túnel, que apestaba a aguaestancada, malas hierbas y orina.

—Espera —dijo Georgia.Se volvió y se agachó. Vomitó cuanto acababa de comer: los huevos, los

trozos de tostadas a medio digerir y el zumo de naranja.Jude le sostuvo el brazo izquierdo con una mano y le recogió con la otra el

pelo para que no le cayera sobre la cara. Se puso nervioso por verse obligados a

pararse allí, en la maloliente oscuridad, esperando a que ella terminara.—Jude —dijo la chica.—Vamos —la apremió a modo de réplica, mientras tiraba de su brazo.—Espera…—Vamos.Ella se limpió la boca con la parte inferior de la camisa. Permaneció

inclinada.—Creo…Oyó el vehículo antes de verlo, escuchó el motor acelerando detrás de él. Era

como un gruñido furioso que se fue convirtiendo en un rugido atronador. Losfaros recorrieron las paredes de toscos bloques de piedra. Jude tuvo tiempo demirar hacia atrás y vio la camioneta del muerto que se lanzaba sobre ellos.Craddock sonreía detrás del volante y de los reflectores, que eran dos círculos deluz cegadora, agujeros ardientes, lanzallamas orientados directamente hacia elmundo. El humo salía, caliente, de los neumáticos.

Jude abrazó a Georgia y se lanzó hacia delante, llevándosela con él para salirpor el lejano extremo del túnel.

El Chevy de color azul ahumado chocó contra la pared, detrás de ellos, conun estrepitoso ruido de acero contra rocas. El estruendo aturdió los tímpanos deJude, que siguieron resonando un rato. Él y Georgia cay eron sobre la gravamojada, ya fuera del túnel. Rodaron, alejándose del camino, sobre los arbustos,para terminar tumbados entre los helechos mojados de rocío. Georgia gritó, legolpeó en el ojo izquierdo con su codo huesudo. Él apoy ó una mano sobre algoesponjoso y sintió el desagradable fresco del barro del pantano.

Se levantó, respirando agitado. Miró hacia atrás. No había sido, en realidad, elviejo Chevy del muerto lo que había chocado contra la pared, sino un Jeep decolor verde aceitunado, un viejo vehículo sin techo, con una barra metálica en laparte de atrás. Un hombre negro, con el pelo corto, duro, estaba sentado detrásdel volante, con una mano sobre la frente. El parabrisas aparecía roto, formandouna red de anillos concéntricos que crecían desde el punto en el que su cabezahabía golpeado. Toda la parte delantera del Jeep había sido arrancada de cuajo.Sólo se veían hierros retorcidos por todos lados, dispersos en pedazos humeantes.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Georgia, con voz débil y metálica, difícil dedistinguir por encima del zumbido que aún le sonaba en los oídos.

—El fantasma. Ha fallado.—¿Estás seguro?—¿Seguro de que ha sido el fantasma?—De que ha fallado.Jude se puso de pie con las piernas inestables, las rodillas a punto de ceder. La

cogió por la muñeca y la ayudó a ponerse en marcha. Los ruidos de sus tímpanoscomenzaban a debilitarse. A lo lejos, podía oír a los perros ladrando

histéricamente, furiosos sin duda.

A

Capítulo26

l apilar sus maletas en la parte posterior del Mustang, Jude se dio cuenta deque sufría un latido lento y profundo en la mano izquierda, una sensacióndiferente del dolor constante y opaco que persistía desde que se había herido a símismo en ese lugar el día anterior. Cuando miró, vio que el vendaje se estabadeshaciendo y se empapaba de sangre nueva.

Georgia conducía. Él iba en el asiento del acompañante, con el equipo deprimeros auxilios que era su obligada compañía desde Nueva York abierto sobreel regazo. Deshizo el vendaje húmedo y pegajoso y lo dejó caer sobre el suelo, alos pies. Las tiritas que había aplicado a la herida el día anterior se habíandespegado, y el agujero estaba abierto otra vez, brillante, obsceno. El mismo selo había vuelto a abrir con el esfuerzo hecho al apartarse del camino paraesquivar la furgoneta de Craddock.

—¿Qué vas a hacer con esa mano? —preguntó Georgia, lanzándole unamirada de preocupación antes de volver la vista hacia el camino.

—Lo mismo que tú estas haciendo con la tuya —respondió—. Nada.Comenzó a colocarse torpemente nuevas tiritas sobre la herida. Sufrió como

si se estuviera apagando un cigarrillo en la palma de la mano. Cuando hubocerrado la herida lo mejor que pudo, envolvió la mano con gasa limpia.

—Te sangra la cabeza también —dijo ella—. ¿Te habías dado cuenta?—Un pequeño rasguño. No te preocupes.—¿Qué va a ocurrir la próxima vez? ¿Qué pasará la siguiente ocasión que

terminemos en algún lugar sin disponer de los perros para que nos cuiden?—No lo sé.—Era un lugar público. Deberíamos haber estado seguros en un lugar público.

Con gente por todas partes. Y a plena luz del día. Pero él se ha presentado allí sinningún problema y nos ha acosado. ¿Cómo se supone que vamos a luchar contraalgo así?

—No lo sé —respondió él—. Si supiera qué hacer, ya estaría en ello, Florida.Tú y tus preguntas. Deja las preguntas al menos por un minuto, ¿crees quepodrás?

Siguieron viaje. Sólo cuando escuchó el sonido entrecortado de un sollozo —

luchaba por llorar en silencio— cayó en la cuenta de que la había llamadoFlorida, cuando había querido decir Georgia. Fueron sus preguntas las que habíanprovocado el lapsus. Una pregunta tras otra, sumadas a ese acento sureño, que sehabía ido deslizando poco a poco en su voz durante el último par de días.

El ruido que hacía Georgia tratando de no llorar era en cierto modo peor quesi sollozase abiertamente. Ojalá se permitiera a sí misma llorar. Si lo hiciera, Judepodría decirle algo, pero de aquella manera se sentía impulsado a dejarla sufriren privado, a fingir que no se había dado cuenta. Se hundió aún más en el asientodel acompañante y volvió la cara hacia la ventanilla.

El sol proyectaba una luminosidad intensa que entraba a través del parabrisas.Un poco al sur de Richmond, Jude se sumió en un desagradable trance,adormecido por el calor. Trató de pensar en lo que sabía sobre el muerto que losperseguía, en lo que Anna le había contado de su padrastro cuando estabanjuntos. Pero le resultaba difícil pensar, era demasiado esfuerzo. Estaba dolorido,todo aquel sol le daba en la cara y Georgia hacía aquellos ruidos suaves,desgraciados, detrás del volante. De todos modos estaba seguro de que Anna nole había dicho mucho. « Prefiero hacer preguntas —le aseguraba una y otra vez— más que responderlas» .

Lo había vuelto loco con aquellas preguntas tontas, sin sentido, durante casimedio año: « ¿Fuiste alguna vez boy scout? ¿Te lavas la barba con champú? ¿Quéprefieres, mi culo o mis tetas?»

Lo poco que sabía debería haber excitado su curiosidad: la actividad familiarrelacionada con el hipnotismo, el padre zahorí que enseñaba a sus hijas a leer laspalmas de las manos y a hablar con los espíritus; una infancia marcada poralucinaciones de esquizofrenia preadolescente. No se interesó. Anna (Florida) noquería hablar sobre lo que había sido antes de conocerlo, y, en cuanto a él, secontentaba con que el pasado de la chica fuera precisamente eso, pasado.

Fuera lo que fuese lo que ella no le contaba, Jude sabía que se trataba de algomalo. Ignoraba su naturaleza, pero estaba seguro de que no era nada bueno. Losdetalles concretos no importaban…, eso era lo que él creía entonces. En aqueltiempo pensaba que su decisión y su capacidad de aceptarla tal como era, sinpreguntas, sin juzgar, era uno de sus puntos fuertes. Qué error.

Ahora se daba cuenta de que en realidad no la había protegido. Losfantasmas, al final, siempre le alcanzan a uno, y no hay manera de cerrarles laspuertas. Pueden atravesarlas. Lo que él consideraba que era un rasgo de fortalezapersonal —conformarse con saber solamente lo que ella quería que él supiera—era más bien una señal de egoísmo. Tenía miedo a los secretos de ella o, másespecíficamente, a los enredos emocionales que podrían generarse al conocerlos.

Florida sólo se había arriesgado una vez a hacer algo cercano a unaconfesión, a enseñar algo de sí misma. Fue al final, poco antes de que Jude laenviara a su casa.

Llevaba deprimida unos cuantos meses. Primero, las relaciones sexualesdecayeron, y luego desaparecieron por completo. Solía encontrarla en el baño,metida en agua helada, temblando, sin hacer nada, demasiado confundida ydesdichada como para salir. Al pensar en ello, tanto tiempo después, le parecíaque en aquellas ocasiones estaba ensayando para su primer día como cadáver,para la noche que iba a pasar enfriándose y arrugándose en una bañera llena deagua gélida turbia de sangre. Parloteaba consigo misma con una vocecitacantarina, de niña pequeña; pero enmudecía si él trataba de hablarle. Entonces lemiraba perpleja y sorprendida, como si quien estaba hablando fuese uno de losmuebles.

Una noche Jude salió, no recordaba por qué. Quizá fuera a alquilar unapelícula o a comprar una hamburguesa. Acababa de oscurecer cuandoemprendió el regreso a casa. Medio kilómetro antes de llegar, oyó que losconductores tocaban la bocina, vio que los automóviles hacían señales con losfaros.

Entonces pasó junto a ella. Anna iba por el otro lado de la carretera,corriendo por el arcén, sin más ropa que una de las camisetas de él, que lequedaba muy grande. Su pelo rubio estaba enredado y despeinado por el viento.Ella le vio pasar en la otra dirección, y se lanzó sobre la carretera detrás de él,agitando desesperadamente la mano. Iba como loca, delante de un enormecamión que se acercaba.

Los neumáticos del camión chirriaron con estrépito. La parte trasera delremolque derrapó hacia la izquierda y la cabina se fue hacia la derecha.Finalmente se detuvo, medio metro antes de atropellarla. Ella no pareció darsecuenta. Para ese momento, Jude ya había parado su coche y ella abrió la puertadel lado del conductor para caer sobre él.

—¿Adónde has ido? —gritó—. Te he buscado por todas partes. Corrí y corrí.Creía que te habías ido, de modo que corrí, corrí buscándote.

El conductor del camión había abierto la puerta y tenía un pie apoyado en elescalón de la cabina.

—¿Qué diablos le pasa a esa loca?—Yo me ocupo de ella —explicó Jude.El camionero abrió la boca para hablar otra vez, pero se quedó mudo cuando

Jude arrastró a Anna por encima de sus propias piernas, maniobra que le levantóla camiseta y dejó el culo de la mujer al aire.

Jude la dejó caer en el asiento del acompañante, y de inmediato ella seincorporó otra vez, dispuesta a echarse sobre él, apoyando la cara caliente yhúmeda contra su pecho.

—Estaba asustada. Tan asustada… y corrí…La empujó con el codo para apartarla de sí, con tanta fuerza que hizo que se

golpeara contra la puerta del acompañante. Florida se sumió en un silencio

aturdido.—Basta. Estás desquiciada. Ya me he cansado. ¿Me escuchas? No eres la

única que puede leer el futuro. ¿Quieres que te diga yo algo sobre tu futuro? Teveo con tus maletas, esperando un autobús —le dijo Jude con crueldad.

Su pecho estaba tenso. Lo suficiente como para recordarle que y a no teníatreinta y tres años, sino cincuenta y tres, casi treinta más que ella. Anna lomiraba sin pestañear. Sus ojos redondos y grandes parecían no comprender.

Puso el coche en marcha con la intención de volver a casa. Al entrar en lacarretera, ella se inclinó y trató de bajarle la cremallera de los pantalones parapracticar sexo oral, pero la simple idea de una felación revolvió el estómago aJude. Le resultaba inimaginable, era algo que no podía consentir, de modo que lagolpeó con el codo, empujándola otra vez.

La evitó durante la may or parte del día siguiente, pero por la noche, cuandovolvió de pasear a los perros, ella lo llamó desde lo alto de la escalera de servicio.Le pidió que le hiciera una sopa o le calentara alguna lata de algo. Él dijo que sí.

Cuando le llevó un tazón de sopa de fideos con pollo en una bandeja pequeña,pudo ver que la chica era otra vez ella misma. Descolorida y agotada, pero conla cabeza, clara. Florida trató de ofrecerle una sonrisa, algo que él no quería ver.Lo que iba a hacer ya era bastante difícil sin sonrisas.

Anna se incorporó, cogió la bandeja y la puso sobre sus rodillas. Jude se sentóen el borde de la cama y se quedó mirándola mientras tomaba pequeñascucharadas. Se notaba que realmente no tenías ganas de comer. Todo era sólouna excusa para que subiera al dormitorio. Él se dio cuenta por la manera en queella apretaba la mandíbula antes de cada diminuto y apurado sorbo. Habíaperdido seis kilos en los últimos tres meses.

Dejó la bandeja a un lado después de tomarse menos de la cuarta parte deltazón; luego sonrió, como lo hace un niño al que se la ha prometido helado si secome todos los espárragos. Agradeció y elogió la sopa. Dijo que se sentía mejor.

—Tengo que ir a Nueva York el próximo lunes. Estoy invitado al programa detelevisión de Howard Stern —comentó Jude.

Una luz de preocupación parpadeó en los pálidos ojos de la joven.—Yo… no creo que deba ir.—No. La ciudad sería muy mala para ti en este momento. —Le miró con

tanto agradecimiento que él tuvo que apartar los ojos—. Tampoco puedo dejarteaquí —añadió Jude—. No puedes estar sola. He pensado que tal vez lo mejor seaque te quedes con tu familia por un tiempo. Allá en Florida. —Como ella norespondió, él continuó—: ¿Hay algún familiar tuy o a quien yo pueda llamar?

Se deslizó, hundiéndose en las almohadas. Estiró la sábana hasta la barbilla. Eltemió que se pusiera a llorar, pero, cuando la miró, vio que la chica estabacontemplando tranquilamente el techo, con las manos dobladas una sobre la otra,apoy adas en el esternón.

—Sí —dijo ella finalmente—. Has sido bueno aguantándome todo el tiempoque lo has hecho.

—Lo que dije la otra noche…—No recuerdo.—Me alegro. Lo que dije es mejor olvidarlo. No quise decir nada de lo que

dije, de todas maneras. —Aunque lo cierto era que había dicho exactamente loque quería decir. Sólo había sido la versión más dura posible de lo que tambiénestaba diciendo, de otra manera, en aquel mismo momento.

El silencio creció entre ellos hasta volverse incómodo, y Jude sintió que debíapincharla otra vez, pero cuando se disponía a abrir la boca, Anna se le adelantó.

—Puedes llamar a mi padre —sugirió—. Mi padrastro, quiero decir. No esposible llamar a mi verdadero padre. Está muerto, por supuesto. Tienes quehablar con mi padrastro. Él vendrá personalmente en su coche hasta aquí pararecogerme, si tú quieres. Sólo tienes que decírselo. A mi padrastro le gusta decirque soy su cebollita. Hago que salgan lágrimas de sus ojos. ¿No es bonito poderdecir algo así?

—No le haré venir a buscarte. Te enviaré en un avión privado.—Nada de aviones. Los aviones son demasiado rápidos. No puedes ir al sur

en avión. Lo mejor es ir en coche. O tomar un tren. Uno tiene que viajardespacio, de verdad, ver todos los depósitos de chatarra llenos de vehículosoxidándose. Uno tiene que pasar por unos cuantos puentes. Dicen que los espíritusmalignos no pueden seguirlo a uno por encima de agua en movimiento, pero esoes sólo un disparate. ¿Te has dado cuenta alguna vez de que los ríos del norte noson iguales que los del sur? Los ríos sureños tienen el color del chocolate, yhuelen a pantano y musgo. Aquí son negros y tienen un olor dulce, como a pinos.Como a Navidad.

—Puedo llevarte a la estación Penn y dejarte en el tren. ¿Será esosuficientemente lento para llevarte al sur?

—Sí.—Entonces, ¿llamo a tu padre…, a tu padrastro?—Tal vez es mejor que lo llame y o —rectificó ella.A Jude se le pasó entonces por la cabeza el hecho de que ella rara vez hablaba

con alguien de su familia. Llevaban juntos muchos meses. ¿Había llamado a supadrastro en alguna ocasión, para desearle feliz cumpleaños, para contarle cómole iba? Una o dos veces Jude entró en su despacho y encontró a Anna hablandopor teléfono con su hermana, frunciendo el ceño, con gran concentración,siempre en voz baja y usando frases cortas. Ella parecía diferente en aquellosmomentos, como si estuviera concentrada en un deporte desagradable, en unjuego que no le gustaba pero que se sentía obligada a practicar de todos modos.

—No tienes por qué llamarle —insistió la chica.—¿Por qué no quieres que hable con él? ¿Temes que no simpaticemos?

—No es que me preocupe que sea descortés contigo ni nada por el estilo. Nopasaría algo así. Es fácil hablar con mi padre. Se hace amigo de todo el mundo.

—Y bien, entonces, ¿qué es lo que ocurre?—Nunca le he hablado de nosotros, pero sé lo que piensa sobre el hecho de

que vivamos juntos. No le gusta. Tú, con la edad que tienes y la clase de músicaque tocas, no eres la pareja que considera ideal. Él odia esa clase de música.

—Hay más gente a la que no le gusta que lo contrario. Ahí está,precisamente, la clave de su éxito.

—No tiene buena opinión de los músicos en general. No creo que nuncahayas conocido a un hombre menos musical que él. Cuando éramos pequeñas,nos llevaba en largos viajes a algún lugar donde lo habían contratado como zahorípara buscar un pozo de agua, y nos hacía escuchar programas de radio habladostodo el viaje. No le importaba lo que dijeran. El caso era no poner música.

» Nos hacía escuchar una información meteorológica continua, durantecuatro horas. —Se pasó lentamente la mano por el pelo, separando un mechónlargo y dorado, para dejarlo deslizarse luego entre sus dedos, hasta caer—.Además, hacía una cosa escalofriante. Cuando encontraba a alguien hablando,por ejemplo uno de esos predicadores chillones que siempre disertan sobre Jesúsen la onda media, lo escuchábamos y escuchábamos, hasta que Jessie y yo lerogábamos que pusiera otra cosa. Pero él no decía nada, y aunque insistiéramosseguía callado. Entonces, justo cuando ya no podíamos soportarlo más,empezaba a hablar consigo mismo. Y decía palabra por palabra lo que elpredicador estaba diciendo en la radio, exactamente al mismo tiempo, pero consu propia voz. Repitiéndolo. Inexpresivo. « Cristo, el redentor, sangró y murió porti. ¿Qué harás tú por Él? Él llevó su propia cruz mientras le escupían. ¿Qué cargallevarás tú?» . Como si estuviera ley endo el mismo texto. Y seguía hasta que mimadre le pedía que acabara. A ella no le gustaban esas cosas. Él se reía yapagaba la radio. Pero seguía hablando consigo mismo en una especie demurmullo. Repetía las palabras del predicador, aun con la radio apagada. Comosi la estuviera escuchando en su cabeza, como si recibiera la transmisión en sucerebro. Me asustaba mucho cuando hacía eso.

Jude no respondió. No pensó que fuera necesaria una respuesta. Y de todosmodos, no estaba seguro de que aquella historia fuese verdadera. Pensaba queprobablemente se tratase de la última de las alucinaciones que la atormentaban.

Ella suspiró y dejó caer otro mechón de su pelo.—Pero te estaba diciendo que tú no le ibas a gustar, y él tiene su particular

manera de deshacerse de mis amigos cuando no le gustan. Muchos padresprotegen demasiado a sus hij itas, y si alguien se acerca y a ellos no les gusta,tratan de ahuyentarlo o asustarlo. Presionarlo un poco. Por supuesto, eso nuncasirve para nada, porque las niñas siempre se ponen de parte de los muchachos,que siguen con ellas, ya sea porque no se les puede asustar fácilmente o porque

no quieren que ellas piensen que son unos cobardes. Mi padrastro es másinteligente. Se muestra lo más amistoso que se pueda imaginar, incluso conaquellos a quienes quisiera quemar vivos. Si alguna vez desea deshacerse dealguien a quien no quiere ver a mi lado, lo ahuyenta diciéndole la verdad. Con laverdad, por lo general, es suficiente. Te pondré un ejemplo. Cuando teníadieciséis años, comencé a salir con un muchacho que yo sabía que a mi padre nole gustaba, debido a que era judío, y también porque escuchábamos rap juntos.Mi padre odia el rap más que cualquier otra cosa. De modo que un día me dijoque eso se iba a terminar. Yo le repliqué que estaba decidida a ver a quienquisiera. Y él lo aceptó, pero agregó que eso no significaba que el muchachosiguiera deseando verme. No me gustó cómo sonó aquello, pero no lo entendí, yél no dio ninguna otra explicación. —La chica tomó aire, dudó un instante ysiguió hablando—: Bien, tú has visto cómo me pongo a veces cuando empiezo apensar cosas raras. Eso comenzó cuando tenía unos doce años, al mismo tiempoque la pubertad. No fui a ver a un médico, ni a nadie. Mi padrastro me trató enpersona, con hipnoterapia. Además, podía mantener todo bajo control bastantebien, siempre y cuando tuviéramos una o dos sesiones por semana. Así yo nopadecía ninguna de esas sensaciones raras. No pensaba que había un camiónoscuro dando vueltas a la casa. No veía niñas pequeñas con brasas en los ojosobservándome desde debajo de los árboles, por la noche. Pero un día tuvo queirse. Se marchó a Austin, a dar una conferencia sobre drogas hipnóticas.Generalmente me llevaba con él cuando se iba a uno de sus viajes, pero esa vezme dejó en casa, con Jessie. Mi madre ya estaba muerta por aquel entonces, ymi hermana, que tenía dieciocho años, se ocupaba de todo. Mientras él estuvoausente tuve problemas para dormir. Ése es siempre el primer síntoma de queestoy enfermando. Todo empieza, una y otra vez, con el insomnio.

» Después de un par de noches —siguió diciendo la chica—, se presentaronvisiones de niñitas con los ojos en llamas. No pude ir al colegio el lunes, porqueme estaban esperando fuera, bajo el roble. Yo estaba demasiado asustada comopara salir. Se lo conté a Jessie. Le dije que tenía que pedirle a papá que regresaraa casa, porque yo estaba teniendo ideas malas y veía cosas raras otra vez. Ellame dijo que estaba cansada de mi locura de mierda, que él estaba ocupado y queyo tenía que portarme bien hasta que volviera. Trató de obligarme a ir al colegio,pero no lo logró. Me quedé en mi cuarto, viendo la televisión. Pero, de pronto, lasniñas muertas comenzaron a hablarme a través de la pantalla del televisor. Medecían que yo estaba muerta, como lo estaban ellas. Que debía estar bajo tierracon ellas. Generalmente, Jessie volvía del colegio a las dos o a las tres. Peroaquel día se retrasó. Se iba haciendo tarde, muy tarde, y cada vez que mirabapor la ventana veía a las niñas, que me observaban. Se encontraban justamente alotro lado del cristal. Mi padrastro telefoneó y le conté que tenía problemas y quepor favor regresara a casa. Me respondió que vendría lo más pronto que pudiera,

pero que aún faltaba mucho para eso. También me dijo que le preocupaba quepudiera hacerme algún daño a mí misma y que llamaría a alguien para que meacompañara. Después de colgar, llamó por teléfono a los padres de Philip, quevivían calle arriba, no lejos de nosotros.

—¿Philip? ¿Ése era tu novio? ¿El muchacho judío?—El mismo. Phil vino de inmediato. No lo reconocí. Me escondí debajo de la

cama y grité cuando trató de tocarme. Le pregunté si estaba con las niñasmuertas. Le conté todo lo que sabía sobre ellas. Al poco rato, apareció Jessie, yPhilip salió corriendo tan rápidamente como pudo. Después de aquello, quedó tanasustado que no quiso tener nada que ver conmigo. Mi padrastro sólo dijo que erauna vergüenza, que él creía que Philip era mi amigo y que de él, más que decualquier otra persona, podía haberse esperado que se ocupara de mí cuando loestaba pasando mal.

—¿Así que eso es lo que te preocupa? ¿Que tu padre me revele que estás locay que yo me sorprenda tanto que nunca más quiera tener nada que ver contigo?Debo decirte, Florida, que si él me cuenta que haces cosas raras de vez encuando, no será nada nuevo para mí.

Dejó escapar un resoplido, una suave risa que parecía un suspiro.—No, él nunca diría que estoy loca. No sé lo que diría. Pero seguramente

encontrará algo que haga que yo te guste un poco menos. Si es que puedogustarte menos todavía.

—No empecemos con eso.—No. No, pensándolo bien, tal vez sea mejor que llames a mi hermana y no

a él. Es una bruja desagradable, no nos llevamos demasiado bien. Nunca me haperdonado que y o fuera más guapa que ella y que recibiera mejores regalos deNavidad. Después de la muerte de mi madre, ella tuvo que hacerse cargo de lacasa, pues y o todavía seguía siendo una niña. A los doce años Jessie se ocupabade lavarnos la ropa y hacernos la comida, y nunca nadie le reconoció lo muchoque trabajaba o lo poco que se divertía. Pero se las arreglaba para tenermesiempre en casa, sin discusión posible. Le encantará tenerme otra vez con ella,así podrá darme órdenes y obligarme a hacer lo que quiera.

Pero cuando Jude llamó a casa de su hermana, quien descolgó fue, a fin decuentas, el padrastro. Respondió al tercer tono:

—¿Qué puedo hacer por usted? Vamos, hable. Le ayudaré en lo que pueda.Jude se presentó. Dijo que Anna quería volver a casa durante un tiempo.

Presentó la situación como si se tratara de una idea de ella más que de él. Jude sedebatía mentalmente, pensando en la manera en que podía describir el estado dela chica, pero Craddock acudió en su auxilio.

—¿Qué tal está durmiendo últimamente? —preguntó Craddock.—No demasiado bien —respondió el cantante, aliviado, seguro de que, de

algún modo, con eso estaba todo dicho.

Jude ofreció un chófer para que llevara a Anna de la estación de tren, enJacksonville, hasta la casa de Testament, pero Craddock dijo que no eranecesario. Él mismo iría a buscarla.

—Un paseo en coche a Jacksonville me va a encantar. Cualquier excusa esbuena para salir con mi camioneta durante unas horas. Con las ventanillasbajadas. Haciendo muecas a las vacas.

—Entiendo —dijo Jude, olvidándose de sí mismo y entusiasmándose con elanciano. Conocía bien ese deseo.

—Le agradezco que se hay a ocupado tanto de mi pequeña. ¿Sabe que,cuando era apenas una niña, tenía carteles suy os en todas las paredes? Ellasiempre quiso conocerlo. A usted y ese tipo de… ¿Cómo se llamaban? MotleyCrüe. Vay a, sí que quería a esos tipos. Los siguió durante medio año. No se perdióninguna de sus actuaciones. Llegó a conocer a algunos, incluso. No a los de labanda, supongo, sino a los del equipo de la gira. Aquéllos fueron sus años dedesenfreno. Aunque supongo que aún no está del todo asentada, ¿verdad? Sí, ellaadoraba todos sus discos. Le encantaba toda esa música heavy metal. Siempresupe que acabaría consiguiendo una estrella del rock para ella.

Jude tuvo una sensación seca, como de extrañas cosquillas, que se expandiópor el pecho. Entendía lo que Craddock le estaba diciendo, que la chica se habíaacostado con los asistentes para poder estar cerca de Motley Crüe; que tenía laobsesión de hacer el amor con estrellas musicales y que si no estuvieraacostándose con él se encontraría en la cama con Vince Neil o Slash. Y tambiénsabía por qué Craddock le estaba contando esas cosas. Por la misma razón quehabía hecho que el amigo judío de Anna la viera cuando ella estaba fuera de sí:para levantar un muro entre los dos.

Lo que Jude no había previsto era que, aunque él supiera lo que Craddockestaba haciendo, el resultado fuera el deseado por el viejo. Apenas Craddock dijolo que tenía que decir, Jude empezó a pensar en el lugar en que él y Anna sehabían conocido, entre bastidores, en una presentación de Trent Reznor. ¿Cómohabía llegado ella allí? ¿A quién conocía y qué tuvo que hacer para que la dejaranestar entre bastidores? ¿Si Trent hubiera entrado en la habitación en aquelmomento, ella se habría sentado a los pies de él en vez de a los suyos y le habríahecho las mismas preguntas dulces y sin sentido?

—Yo me ocuparé de ella, señor Coyne. Envíela, que la estaré esperando —remató Craddock.

Jude la llevó a la estación Penn. La joven estuvo del mejor ánimo toda lamañana. Él sabía que estaba haciendo grandes esfuerzos por ser la persona quehabía conocido tiempo atrás, no el ser desdichado que realmente era. Pero encuanto la miraba sentía otra vez aquella sensación seca y de frío en el pecho. Sussonrisas de duende, la manera en que se colocaba el pelo para dejar aldescubierto los muy decorados y rosados lóbulos de sus orejas, su última ráfaga

de preguntas tontas, todo eso le parecían ahora frías manipulaciones que sóloconseguían alejarle aún más de ella.

Sin embargo, Anna no daba la menor señal de sospechar que él la estabarepudiando, y en la estación Penn se puso de puntillas y se apretó alrededor delcuello de Jude, en un abrazo fuerte, un abrazo sin ninguna connotación sexual.Cuando lo besó, fue con un roce de labios sobre la mejilla, como el de unahermana.

—Nos hemos divertido mucho, ¿no? —preguntó. Siempre con sus preguntas.—Sí —respondió él. Podía haber dicho algo más…, que la llamaría pronto,

que se cuidara más…, pero no le salió nada, no podía ofrecerle buenos deseos.Cuando le llegó el impulso de ser tierno, de ser compasivo, escuchó la voz delpadrastro en su cabeza, cálida, amigable, persuasiva: « Siempre supe queacabaría consiguiendo una estrella de rock para ella» .

Anna sonrió, como si él hubiera respondido con algo muy ingenioso, y leapretó la mano. Se quedó lo suficiente como para verla subir al vagón, pero noesperó la partida del tren. El andén estaba lleno de gente y había mucho ruido. Sesentía acosado, y se abrió paso casi a empujones. Además, el hedor de aquellugar —olor a hierro caliente, orina rancia y cuerpos tibios y sudorosos— leoprimía.

Pero fuera no se sentía mucho mejor, empapado por la fría lluvia otoñal deManhattan. La sensación de ser empujado, de estar apretado por todas partes,siguió con él todo el camino de regreso al hotel Pierre, todo el camino de regresoa la tranquilidad y soledad de su suite. Se sentía con ánimo belicoso, necesitabahacer algo, tenía que desahogarse de alguna manera.

Cuatro horas después estaba precisamente en el lugar adecuado, en el estudiode la emisora de Howard Stern, donde insultó, intimidó y humilló a losacompañantes del locutor, tontos aduladores, cuando tuvieron la osadía deinterrumpirlo. Allí pronunció su encendido sermón de perversión y odio, caos yridículo. A Stern le encantó. Su equipo sólo quería saber cuándo podía Judehacerles el favor de regresar.

Ese fin de semana estaba todavía en la ciudad de Nueva York, y con elmismo humor, cuando aceptó encontrarse con algunos de los tipos del equipo deStern en un club de strip-tease de Broadway. Eran precisamente las mismaspersonas de las que se había burlado delante de una audiencia de millones deindividuos. No consideraron que fuera algo personal. Ser objetos de burla era sutrabajo. Estaban locos por él. Pensaban que había estado maravilloso.

Su humor, sin embargo, no había mejorado. Pidió una cerveza que no bebió yse sentó al final de una pasarela que parecía un largo panel de vidrio congelado,iluminado desde abajo con suaves luces azules. Las caras, en sombras, alrededorde la pasarela tenían todas mal aspecto para él, le resultaban antinaturales,enfermizas, desagradables, como rostros de ahogados. Le dolía la cabeza.

Cuando cerró los ojos, vio el chocante y deslumbrante espectáculo de fuegosartificiales que era el preludio de una migraña.

Cuando abrió los ojos, una muchacha cayó de rodillas frente a él, con uncuchillo en una mano. Tenía los ojos cerrados. Se inclinó lentamente hacia atrás,hasta que la parte posterior de la cabeza tocó el suelo de vidrio y su pelo negro,suave y ligero se extendió por la pasarela. Todavía estaba de rodillas.

Movió el arma sobre su cuerpo, un cuchillo indio de caza, con un filo ancho ydentado. Llevaba un collar de perro con anillos plateados, un body con encajepor delante, que apretaba los pechos uno contra otro, y medias negras.

Cuando el mango del cuchillo estuvo entre las piernas, con la hoja apuntandoal techo —haciendo sin duda la parodia de un pene—, lo lanzó al aire, sus ojos seabrieron de golpe y lo atrapó al caer. Lo hizo mientras arqueaba la espalda,levantando los senos hacia el techo, como si hiciese una ofrenda.

Cortó el encaje negro por la mitad, abriendo una cuchillada roja, oscura,como si se hubiera abierto ella misma desde la garganta hasta la entrepierna.Rodó y se quitó el traje. Debajo estaba desnuda, sólo llevaba los anillos de plataque le atravesaban los pezones y colgaban de los pechos, y un taparrabos quecruzaba sobre los huesos de la cadera. Su torso flexible y de piel delicada estabapintado de color morado.

AC/DC estaba tocando If you want blood you got it, y lo que más excitó a Judeno fue el cuerpo joven y atlético de la chica, ni la manera en que sus pechos sebalanceaban con las argollas de plata atravesando los pezones, ni siquiera sumirada directa y serena.

Fueron los labios que apenas se movían. Dudó que alguien más en todo ellugar, aparte de él, lo hubiera notado. Estaba cantando para sí misma, cantandojunto con AC/DC. Se sabía todas las letras. Fue la cosa más excitante que habíavisto en meses.

Levantó su cerveza hacia ella, pero descubrió que la copa estaba vacía. Norecordaba haberla bebido. La camarera le llevó otra unos minutos después. Éstale informó de que la bailarina del cuchillo se llamaba Morphine y era una de lasmuchachas más conocidas del lugar. Le costó un billete de cien dólares conseguirsu número de teléfono y enterarse de que estaba bailando allí desde hacía unosdos años, casi desde el día en que se había bajado del autobús de Georgia. Y lecostó otros cien saber que, cuando no trabajaba desnudándose, respondía alnombre de Marybeth.

J

Capítulo27

ude se puso al volante justo antes de que entraran en Georgia. Le dolía lacabeza. Notaba una incómoda sensación opresiva, en los ojos más que enninguna otra parte. El malestar era agravado por la luz del sol sureño, querefulgía prácticamente en todo lo que tocaba: guardabarros, parabrisas, señalesde tráfico, carteles publicitarios, postes metálicos. Si no hubiera sido por lajaqueca, aquel cielo luminoso le habría deleitado, proporcionándole placer. No envano estaba de un profundo, oscuro, color azul sin nubes.

Al acercarse al límite con el estado de Florida, empezó a experimentar unasensación de ansiedad expectante, un creciente cosquilleo nervioso en elestómago. A esas alturas, Testament estaba apenas a cuatro horas de viaje.Llegarían esa noche a la residencia de Jessie Price, de soltera McDermott,hermana de Anna, hijastra mayor de Craddock. Y no sabía qué iban a hacercuando llegaran al sitio en cuestión.

Se le había pasado por la cabeza la idea de que, cuando la encontrara, elasunto podría terminar con la muerte de alguien. Incluso pensó, medio en serio,que quizá estaría bien matarla. Se lo merecía, desde luego, pero por primera vez,ahora que se acercaba el momento de estar cara a cara con ella, la idea seconvirtió en algo más que una simple imaginación de un hombre enfadado.

Había matado pequeños cerdos cuando era niño. Los agarraba por las patas yles aplastaba los sesos contra el suelo de hormigón de uno de los cobertizos de lagranja de su padre. La técnica consiste en voltearlos en el aire para luego golpearel suelo con ellos, haciendo cesar sus desagradables chillidos con el violento yhueco sonido de algo que se parte, el mismo ruido que hace una sandía cuando sela deja caer desde gran altura. A otros cerdos les había disparado con una pistola,imaginando que mataba a su padre.

Jude había decidido hacer lo que fuera necesario, aunque aún no sabía en quéconsistiría eso exactamente. Y cuando lo pensaba con detenimiento, temía llegara alguna conclusión. Le daba casi tanto miedo su propio poder destructivo comola extraña cosa que iba persiguiéndolo, el ser que alguna vez había sido CraddockMcDermott.

Pensaba que Georgia dormitaba, no se dio cuenta de que estaba despierta

hasta que la chica habló.—Es la próxima salida —dijo con voz áspera.Su abuela. Jude no se acordaba de ella, había olvidado que había prometido

detenerse a visitarla.Siguió las instrucciones de la joven, giró a la izquierda al final de la rampa de

salida y entró en una carretera estatal de dos carriles, que atravesaba los sórdidosalrededores de Crickets, Georgia. Pasaron junto a gigantescas tiendas de cochesusados, con sus miles de banderines de plástico rojos, blancos y azules ondeandoen el viento, y siguieron el camino que llevaba hasta el pueblo. Avanzaronlentamente por un lado de la plaza central, pasaron frente al edificio de lostribunales de justicia, luego el del ayuntamiento, y después vieron el envejecidoinmueble de ladrillo del teatro Águila.

El camino hacia la casa de Bammy recorría los verdes terrenos de unapequeña universidad bautista. Los muchachos, con corbatas debajo de susjerseys con cuello de pico, caminaban junto a jovencitas de faldas plisadas ypeinados brillantes, salidos directamente de viejos dibujos publicitarios de losaños cincuenta. Algunos de los estudiantes miraron a Jude y a Georgia, quedebían resultar llamativos en el Mustang, con los pastores alemanes Bon y Angusatentos y echando su blanco aliento sobre la ventanilla trasera. Una muchachaque caminaba al lado de un chico alto con una pajarita amarilla retrocedió,arrimándose asustada a su compañero. Crey ó que el coche la iba a atropellar. Elde la pajarita amarilla le puso un brazo protector alrededor de los hombros e hizoun gesto de desagrado hacia el coche. Jude se contuvo para no responder, y asícondujo varias calles más sintiéndose bien, orgulloso del dominio que tenía sobresí mismo.

Después de pasar por la universidad llegaron a una calle bordeada por biencuidadas casas de estilo Victoriano y colonial, con placas que anunciaban bufetesde abogados o consultorios de dentistas. A medida que avanzaban, las casas eranmás pequeñas. Ya no se trataba de oficinas, sino de viviendas. Al llegar a una defachada amarilla, decorada con rosas también amarillas, Georgia hizo un gesto.

—Entra aquí.La mujer que abrió la puerta no era gorda, sino robusta. Tenía cuerpo de

jugador de rugby, rostro ancho y oscuro, un sedoso bigote e inteligentes ojosjuveniles de fondo marrón con un destello claro. Sus zapatillas chocabansuavemente contra el suelo. Miró a Jude y a Georgia por un instante, mientras lachica sonreía de forma tímida y algo extraña. El hombre estaba sorprendido. ¡Laabuela! ¿Abuela? ¿Qué edad tendría? ¿Sesenta? ¿Cincuenta y cinco? Ladesconcertante idea de que pudiera ser más joven que él cruzó un momento porsu cabeza. Tras un instante de duda, los ojos de la abuela se iluminaron, dejóescapar un grito y abrió los brazos. Georgia cayó en ellos.

—¡Qué sorpresa! ¡Si es MB! —gritó Bammy. Luego se apartó de ella y,

sujetándola todavía por las caderas, la miró a la cara—. Tú no estás bien.Puso una mano sobre la frente de Georgia, que se apartó al ser tocada. Luego

Bammy vio la mano vendada, la cogió por la muñeca y le lanzó una miradainquisitiva. Finalmente soltó la mano de manera algo brusca, como si la apartarade sí.

—¿Estás drogada? Santo cielo. Hueles como un perro.—No, Bammy. Lo juro por Dios, no estoy tomando ninguna droga ahora.

Huelo de esta manera porque he tenido a los perros saltando sobre mí durantecasi dos días. ¿Por qué siempre piensas lo peor, maldición? —El proceso que seiniciara casi mil quinientos kilómetros antes, cuando comenzaron el viaje al sur,parecía haber concluido, de modo que todo lo que Georgia decía tenía y a el máspuro acento campesino del sur.

Pero, en realidad, ¿su acento había empezado a reaparecer cuando sepusieron en marcha? ¿O quizá había aparecido y a antes? Jude pensaba que aquelacento campesino había aparecido probablemente el mismo día en que se pinchócon el alfiler inexistente del traje del muerto. Su transformación verbal ledesconcertaba y le perturbaba. Cuando se expresaba de aquella manera —« ¿porqué siempre piensas lo peor, maldición?» — se parecía mucho a la manera dehablar de Anna.

Bon se metió en el espacio que había entre Jude y Georgia y miró expectantea Bammy. La larga cinta rosada que era la lengua de Bon colgaba con saliva quegoteaba abundantemente. En el rectángulo verde del jardín, Angus seguía huellasde un lado a otro, metiendo la nariz en las flores que crecían al borde de la cercade madera.

Bammy miró primero las llamativas botas de Jude, luego alzó la vista hacia ladescuidada barba negra del cantante, fijándose, recelosa, en los rasguños, lasuciedad, la venda de la mano izquierda.

—¿Tú eres la estrella del rock?—Sí, señora.—Tienes pinta de haber estado metido en una pelea. ¿Fue entre vosotros?—No, Bammy —explicó Georgia.—Qué simpático eso de llevar las mismas vendas en las manos. ¿Es producto

de un arrebato romántico? ¿Os hicisteis marcas mutuamente como señal devuestro amor? En mis tiempos solíamos intercambiar anillos, lo que era unacostumbre menos sangrienta.

—No, Bammy. Estamos bien. Estamos de paso, rumbo a Florida, y y o hequerido que nos detuviéramos para verte. Quería que conocieras a Jude.

—Deberías haber llamado. Habría preparado la cena.—No podemos quedarnos. Tenemos que llegar a Florida esta noche.—Vosotros no iréis a ninguna parte, salvo a la cama. O tal vez al hospital.—Estoy bien.

—Demonios. Tú te encuentras lo más alejada del bienestar que jamás hanvisto mis ojos. —Retiró un mechón de pelo negro que Georgia tenía pegado sobrela mejilla húmeda—. Estás cubierta de sudor. Yo sé distinguir muy bien cuándoalguien está enfermo.

—Hemos pasado demasiado calor, eso es todo. He estado las últimas ochohoras metida en ese coche, con estos perros enormes y con un pésimo aireacondicionado. ¿Te vas a quitar de en medio para dejarme entrar o me obligarása subir otra vez al coche para seguir viaje?

—No lo he decidido aún.—¿Por qué te lo piensas tanto?—Estoy pensando en las probabilidades que hay de que vosotros dos hayáis

venido aquí para matarme, por el dinero que tengo, para comprar Oxy contin, ocomo se llame esa droga que todo el mundo está tomando hoy en día. Hay niñasdel instituto que se prostituy en para conseguirla. Me he enterado de eso en lasnoticias de la televisión, esta mañana.

—Pues tienes suerte de que no estemos en el instituto.Bammy pareció a punto de responder, pero miró de pronto hacia un punto

situado más allá de Jude, en el jardín.El cantante se dio la vuelta para ver de qué se trataba. Angus estaba casi de

cuclillas, contraído, como si hubiera un acordeón dentro de su cuerpo. El negro ybrillante pelaje del lomo estaba arrugado en pliegues, y soltaba mierda y másmierda sobre la hierba.

—Yo lo limpiaré. Lo siento —se excusó Jude.—Yo no podría —dijo Georgia—. Mírame bien, Bammy. Si no encuentro un

baño en el próximo minuto, será mi turno de desahogarme en el jardín.La abuela bajó los párpados cargados de rímel y se hizo a un lado para

dejarlos pasar.—Entrad, entonces. La verdad es que no quiero que los vecinos os vean por

aquí. Pensarían que estoy creando mi propia sucursal de los Ángeles del Infierno.

C

Capítulo28

uando fueron presentados formalmente Jude descubrió que el auténticonombre de la abuela era señora Fordham, y así fue como la llamó a partir de esemomento. No le parecía correcto llamarla Bammy. Paradójicamente, eraincapaz de pensar en ella realmente como la señora Fordham. Era Bammy, pormás que la llamara de cualquier otra manera.

—Llevemos los perros afuera, a la parte de atrás, donde puedan correr —sugirió Bammy.

Georgia y Jude intercambiaron una mirada. En ese momento se encontrabantodos en la cocina. Bon estaba debajo de la mesa. Angus había levantado lacabeza para olfatear la encimera, donde llamaban su atención las galletas puestasen una fuente tapada con papel de plata.

El espacio era demasiado pequeño como para que estuvieran también losperros. El pasillo de entrada también era muy reducido para ellos. Un rato antes,cuando Angus y Bon entraron corriendo golpearon un trinchero, haciendotambalearse la cerámica colocada en la parte de arriba, y chocaron contra lasparedes, con tal fuerza que los cuadros allí colgados quedaron torcidos.

El cantante miró a Bammy y vio que estaba frunciendo el ceño. Habíasorprendido el intercambio de miradas entre él y Georgia y sabía que significabaalgo, aunque no podía precisar qué.

Georgia habló primero.—Ah, Bammy, no podemos quitarles la vista de encima. Se meterían en tu

jardín y lo destrozarían.Bon apartó algunas sillas para salir de su refugio bajo la mesa. Una cayó,

haciendo un ruido agudo. Georgia saltó hacia la perra y la cogió firmemente porel collar.

—Yo la controlo —dijo—. ¿Puedo usar la ducha? Necesito lavarme y tal vezecharme un rato. Puede quedarse conmigo, en mi compañía no crearáproblemas.

Angus puso sus patas delanteras sobre la encimera, para acercar el hocico alas galletas.

—¡Angus! —clamó Jude—. Ven aquí.Bammy tenía en la nevera algo de pollo y ensalada. También limonada

casera, como había asegurado Georgia, en una jarra de vidrio. Cuando la jovensubió la escalera de servicio, Bammy le preparó a Jude un plato de pollo yensalada. Se dispuso a comer. Angus se echó a sus pies.

Desde donde estaba sentado, en la mesa de la cocina, el hombre tenía visióndel patio trasero. Una soga muy gastada pendía de la rama de un viejo y altonogal. El neumático que alguna vez había colgado de ella ya no estaba allí. Másallá de la cerca había un callejón, empedrado con adoquines muy erosionados eirregulares.

Bammy se sirvió limonada y apoyó el trasero en la encimera. El alféizar quehabía detrás de ella estaba lleno de trofeos de bolos. Llevaba las mangas subidas,dejando a la vista unos antebrazos tan peludos como los de Jude.

—No conozco la romántica historia del modo en que os conocisteis.—Los dos estábamos en Central Park —contó él—. Cogiendo margaritas. Nos

pusimos a hablar y decidimos merendar juntos.—Debió de ser así, o quizá os conocisteis en algún perverso club de

fetichistas.—Ahora que lo pienso, pudo haber sido en un perverso club de fetichistas.—Estás comiendo como si nunca antes hubieras visto comida.—No nos hemos parado a comer en todo el camino.—¿Por qué tanta prisa? ¿Qué ocurre en Florida que os urge tanto llegar allí?

¿Algunos de vuestros amigos organizan una orgía a la que no queréis faltar?—¿Prepara esta ensalada usted misma?—Naturalmente.—Está buena.—¿Quieres la receta?En la cocina reinaba un silencio sólo roto por el roce del tenedor sobre el plato

y el ruido sordo de la cola del perro golpeando el suelo. Bammy le miró a losojos, sin decir nada.

Por fin, Jude decidió romper aquella incómoda situación.—Marybeth la llama Bammy. ¿Por qué?—Es un diminutivo de mi nombre —explicó Bammy—. Alabama. MB me ha

llamado así desde que era un bebé que mojaba los pañales.Un bocado seco de pollo frío se le fue inesperadamente hacia la tráquea. Jude

tosió y se golpeó el pecho. Parpadeó con los ojos llorosos. Le ardían las orejas.—No lo tome a mal —dijo él, cuando su garganta estuvo libre—. Esto puede

parecer fuera de lugar, pero ¿ha visto usted alguna vez una de mis actuaciones? Alo mejor me vio en la doble presentación con AC/DC en el año 1979.

—De ninguna manera. No me gustaba esa clase de música ni siquiera cuandoera joven. Un montón de gorilas saltando por el escenario, diciendo palabrotas y

gritando hasta quebrarse la garganta. Podría haberte visto si hubieras estado en elestreno de los Bay City Rollers. ¿Por qué?

Jude enjugó el sudor que volvía a cubrir su frente, en el fondo extrañamentealiviado.

—Conocí a una Alabama hace tiempo. No tiene importancia.—¿Cómo es que los dos estáis tan maltrechos? Tenéis heridas encima de las

heridas. Un desastre.—Estábamos en Virginia, fuimos a un Denny 's desde nuestro motel. Al

regresar, casi nos atropellan.—¿Seguro que todo quedó en un « casi» ?—Íbamos por un paso subterráneo. Un tipo hizo chocar su Jeep contra la

pared de piedra. Él también se golpeó la cara contra el parabrisas.—¿Cómo quedó?—Salvó la vida, supongo.—¿Estaba borracho?—No sé. No lo creo.—¿Qué ocurrió cuando llegó la policía?—No nos quedamos para hablar con ella.—No os quedasteis… —Se detuvo nada más iniciar la frase y arrojó el resto

de la limonada en el fregadero, luego se secó la boca con el antebrazo. Tenía loslabios fruncidos, como si el último trago de refresco hubiera estado más agrio delo que a ella le gustaba—. Lleváis mucha prisa —dijo.

—Un poco.—Hijo, ¿es muy grande el problema en que estáis metidos?En ese momento, Georgia le llamó desde arriba.—Ven a echarte, Jude. Ven arriba. Nos acostaremos en mi habitación. ¿Nos

despiertas dentro de una hora, Bammy ? Todavía tenemos que viajar un pocomás.

—No tenéis por qué iros esta noche. Sabéis muy bien que podéis pasar lanoche aquí.

—Mejor no —comentó Jude.—No tiene sentido que os deis esa paliza. Ya son casi las cinco. Vayáis donde

vayáis, no llegaréis hasta muy tarde.—No hay problema, iremos bien. Nos gusta la noche. —Dejó su plato en el

fregadero.Bammy le miró con atención, casi estudiándole.—No os iréis sin comer, ¿verdad? Eso era un aperitivo.—No, señora. De ninguna manera. Gracias, señora.Ella asintió con la cabeza.—Prepararé algo mientras dormís una siesta. ¿De qué parte del sur eres?—De Luisiana. Un lugar llamado Moore's Corner. No creo que usted haya

oído hablar de él. No hay nada importante allí.—Lo conozco. Mi hermana se casó con un hombre que la llevó a Slidell.

Moore's Corner está muy cerca de allí. Hay buena gente en esa zona.—No es el caso de mi gente —replicó Jude, y se fue arriba, con Angus detrás

de él, saltando por los escalones.Georgia le esperaba arriba, en la fresca oscuridad del pasillo del piso superior.

Tenía el pelo envuelto en una toalla y llevaba puesta una desteñida camiseta de laUniversidad de Duke y unos pantalones cortos azules, muy holgados. Tenía losbrazos cruzados debajo de los pechos y en la mano izquierda sostenía una cajablanca, chata, rota en las esquinas y pegada con cinta marrón que se estabadesprendiendo.

Sus ojos eran lo más brillante que se veía entre las sombras del pasillo, comochispas verdosas de luz no natural. En su rostro pálido, agotado, había una especiede entusiasmo.

—¿Qué es eso? —preguntó él, y ella le dio la vuelta para que se viera lo queestaba escrito en uno de sus lados.

OUIJA — TABLERO QUE HABLA — PARKER BROS.

L

Capítulo29

o llevó a su dormitorio, donde se quitó la toalla de la cabeza y la dejó caersobre una silla.

Era una habitación pequeña, situada debajo del tejado, con apenas espaciosuficiente para ellos y los perros. Bon y a estaba acurrucada en la cama pequeña,arrimada a la pared. Georgia hizo un chasquido con la lengua, dio un golpe en laalmohada, y Angus se fue de un salto junto a su hermana. Se echó.

Jude permaneció junto a la puerta cerrada —el tablero estaba en esemomento en sus manos— y se volvió, trazando un lento círculo, mirando concuriosidad el lugar donde Georgia había pasado la mayor parte de su infancia.No imaginaba que sería algo tan sólido y sano como lo que encontró. Elcubrecama era una colcha de parches, con un dibujo de la banderaestadounidense. Un montón de unicornios de trapo, de aspecto polvoriento, devarios colores, estaba almacenado en una canasta de mimbre, en un rincón.

Había un tocador antiguo, de nogal, con un espejo que podía inclinarse haciadelante y hacia atrás. En el marco del espejo estaban colocadas varias fotosdescoloridas por el sol, y en ellas se veía a una muchacha de grandes dientes ypelo negro. Era una adolescente de aspecto huesudo y algo varonil. En una de lasfotos llevaba puesto el uniforme de los equipos juveniles, que era demasiadogrande para ella, con las orejas sobresaliendo por debajo de la gorra. En otrainstantánea estaba con varias amigas, todas ellas bronceadas por el sol, de pechoschatos, en bikini, en la playa de un lugar indeterminado, con un muelle ensegundo plano.

La única semejanza de aquella muchacha con la persona en la que despuésse convirtió podía hallarse en una última fotografía, la de la ceremonia degraduación. Allí estaba Georgia, con birrete y toga negra. La acompañaban suspadres: una mujer marchita, con un vestido de flores que parecía sacado de unapelícula antigua, y un hombre con cabeza en forma de patata, mal peinado yvestido con una barata americana deportiva de cuadros. Georgia posaba entreellos, sonriente, pero sus ojos estaban sombríos, astutos y llenos de resentimiento.Y mientras sostenía su diploma en una mano, la otra permanecía levantada conun saludo muy heavy, con los dedos meñique e índice estirados, representando

los cuernos del diablo. Destacaban la uñas pintadas de negro. Eso era todo.Georgia encontró en el escritorio lo que estaba buscando, una caja de cerillas

de cocina. Se inclinó sobre el alféizar para encender algunas velas oscuras.Impresas en la parte trasera de sus pantalones cortos llevaba las palabras« equipo universitario» . La parte de atrás de sus muslos estaba tensa y era fuertegracias a cinco años de baile.

—¿Equipo universitario de qué? —preguntó Jude.Ella se volvió para mirarlo, con la frente arrugada. Luego dirigió los ojos

hacia dónde él estaba mirando, echó un rápido vistazo a su propio trasero ysonrió.

—Gimnasia. De ahí saqué la mayor parte de mi número.—¿Allí fue donde aprendiste a lanzar el cuchillo?Cuando actuaba tiraba cuchillos de atrezo, pero también era capaz de

manejar uno de verdad. En cierta ocasión, para hacerle una demostración, habíalanzado un machete a un tronco, a una distancia de seis metros, y lo habíaclavado con un ruido sordo y sólido, seguido de un sonido metálico y ondulante:el timbre musical, bajo y armónico, del acero que vibra.

Le dirigió una mirada tímida y habló:—Bah, no es para tanto, Bammy me enseñó a hacerlo. Bammy tiene un

brazo que parece diseñado para arrojar cosas. Bolos, pelotas de béisbol… Tieneprecisión. A los cincuenta años seguía lanzando pelotas para su equipo de béisbol.Nadie podía con ella. Su padre le enseñó a lanzar el cuchillo y ella me enseñó amí.

Después de encender las velas, abrió unos centímetros las dos ventanas de laestancia, sin levantar las cortinas blancas, lisas. Cuando la brisa sopló, éstas semovieron y la pálida luz del sol se coló en la habitación, y luego disminuyó yenseguida volvió a crecer, produciéndose suaves oleadas de tenue luminosidad.Las velas no añadieron demasiada claridad, pero el perfume que producían eraagradable, sobre todo al mezclarse con el fresco olor a hierba que llegaba delexterior.

Georgia se volvió, cruzó las piernas y se sentó en el suelo. Jude se puso derodillas frente a ella. Las articulaciones cruj ieron.

Puso la caja entre ellos, la abrió y sacó el tablero del juego… ¿Un tablero deouija era un juego, exactamente? En el cuadrado de color sepia estaban todas lasletras del alfabeto, las palabras SÍ y NO, en mayúsculas, un sol con una cara queparecía la de un loco que reía y una luna que simulaba un rostro de expresiónenojada. Jude colocó sobre el tablero una tablilla de plástico negro con forma denaipe.

—No sabía si podría encontrarlo —dijo Georgia—. No he visto esta malditacosa probablemente desde hace ocho años. ¿Recuerdas la historia que te contésobre aquella vez que vi un fantasma en el patio trasero de Bammy?

—Su gemela.—Me asustó muchísimo, pero también me produjo curiosidad. Es gracioso

cómo somos las personas. Porque cuando vi a la niña en el patio trasero, alfantasma, lo único que quería era que se fuera. Pero en cuanto se marchó, sentídeseos de volver a verla. Deseé con fuerza tener otra experiencia como ésa,encontrarme con otro fantasma.

—Y ahora tienes a uno pisándote los talones. ¿Quién dice que los sueños no seconvierten en realidad?

Se rió.—Por si no se cumplían fácilmente, no mucho después de haber visto a la

hermana de Bammy en el patio trasero compré esto en una tienda barata. Unaamiga y yo solíamos jugar con este tablero. Interrogábamos a los espíritus sobrelos chicos del colegio. Y muchas veces yo movía la tablilla a escondidas, paraque dijera lo que yo quería oír. Mi amiga, Shery ll Jane, sabía que y o le estabahaciendo decir cosas, pero siempre fingía creer que hablábamos realmente conun espíritu. Abría mucho los ojos, tanto que parecía que iban a salírsele de lasórbitas. Yo movía la tablilla por todo el tablero de ouija, para que le dijera quealgún muchacho del colegio guardaba una prenda de su ropa interior en elarmario, y ella dejaba escapar un chillido diciendo: « ¡Sabía que siempre haestado loco por mí!» . Ella era dulce y buena conmigo, y siempre aceptaba losjuegos que a mí me gustaban. —Georgia se frotó la nuca. Luego, como si se leacabara de ocurrir, añadió lo más importante—: Una vez, sin embargo,estábamos jugando y la tablilla empezó a moverse por su cuenta. Yo no la movíaaquella vez.

—Tal vez lo estuviera haciendo Shery ll Jane.—No. Se movía por su cuenta, y las dos lo sabíamos. Noté que se movía sola

porque Shery ll no hacía su habitual comedia de sorpresa, ojos abiertos y todoeso. Ella quería que se detuviera. Cuando el fantasma nos contó quién era, miamiga protestó diciendo que no le hacía gracia que y o hiciera eso. Le expliquéque yo no estaba haciendo nada, pero ella insistió, me pidió por favor que dejarade hacerlo. Pero no quitó la mano de la tablilla.

—¿Quién era el espíritu?—Su primo Freddy. Se había ahorcado aquel verano. Tenía quince años. Se

querían mucho… Freddy y Shery ll. Mucho.—¿Qué quería?—Dijo que en el establo de su familia había fotografías de hombres en ropa

interior. Nos indicó de forma precisa dónde encontrarlas, escondidas bajo unatabla del suelo. Explicó que no quería que sus padres supieran que era gay y sesintieran peor de lo que y a se sentían; que había sido por eso por lo que se habíamatado, porque no quería seguir siendo homosexual. Entonces contó que lasalmas no son ni varones ni hembras. Son solamente almas. Allí no existe

condición sexual, nadie es gay ni nada por el estilo. Si su madre se enteraba de loocurrido se entristecería por nada. Recuerdo exactamente eso, que usó el verbo« entristecerse» .

—¿Fuisteis a buscar las fotografías?—Entramos a hurtadillas en el establo, la tarde siguiente, y encontramos la

tabla suelta del suelo, pero allí no había nada escondido. Entonces el padre deFreddy, que nos había seguido, se acercó y nos soltó unos cuantos gritos. Dijo queno teníamos por qué andar hurgando en su establo y nos echó. Salimos corriendo.Según Shery ll, el hecho de no haber encontrado ninguna fotografía demostrabaque todo eso era una mentira y que yo lo había falsificado todo. No te imaginascómo se enfadó. Pero yo creo que el padre de Freddy encontró las fotografíasantes que nosotras, y se deshizo de ellas, para que nadie se enterara de que sumuchacho era un marica. Por la forma en que nos gritó daba la impresión de quetemía que supiéramos algo. Tenía miedo por lo que podíamos estar buscando. —Hizo una pausa y suspiró. No le resultaba fácil contar todo aquello—. Shery ll yy o no superamos aquel trauma nunca. Fingimos haberlo olvidado, pero despuésde lo ocurrido dejamos de pasar juntas tanto tiempo como antes. Lo cual meconvenía, pues por aquel entonces yo y a estaba durmiendo con George Ruger, elamigo de mi padre. No quería tener a mi alrededor a un montón de amigaspreguntándome por qué, de repente, tenía tanto dinero en los bolsillos.

Las cortinas se levantaron y luego bajaron. La habitación se iluminó y seoscureció. Angus bostezó.

—Entonces, ¿qué hacemos? —quiso saber el cantante.—¿Nunca has jugado con un tablero de ouija?Jude negó con la cabeza.—Bien, los dos ponemos una mano sobre la tablilla. —Mientras lo explicaba

empezó a tender la mano derecha hacia delante, luego cambió de idea y trató deretirarla.

Fue demasiado tarde. El estiró su mano y la sujetó por la muñeca. Ella hizouna mueca de dolor.

Se había quitado las vendas antes de ducharse y todavía no se había puesto lasnuevas. La visión de aquella mano descubierta dejó a Jude sin aliento. Parecíaque hubiese permanecido metida en agua durante horas. La piel estaba arrugada,blanca y blanda. Lo del pulgar era peor. Por un instante, en la oscuridad, parecióque casi no tenía piel. La carne estaba inflamada y de un sorprendente colormorado, y donde debía estar la y ema había un amplio círculo de infección, undisco de pus, hundido, amarillo, que se oscurecía hasta volverse negro en elcentro.

—Santo cielo —exclamó Jude.El rostro demasiado pálido y demasiado delgado de Georgia estaba

asombrosamente tranquilo, mirándolo a los ojos a través de las sombras

vacilantes. Retiró la mano con un movimiento enérgico.—¿Quieres perder esa mano? —preguntó él—. ¿Quieres arriesgarte a morir

de un envenenamiento de la sangre?—No tengo tanto miedo de morir ahora como hace un par de días. ¿No es

gracioso?Jude abrió la boca para responderle y descubrió que no tenía nada que

decirle. Notaba un nudo en la garganta. Lo que le estaba ocurriendo en la manopodía matarla si no hacía algo rápido. Ambos lo sabían, y ella no estaba asustada.

—La muerte no es el final —dijo Georgia—. Ahora lo sé. Los dos losabemos.

—Pero no es razón para conformarse con la muerte, sin más. No es motivopara no cuidarse.

—Yo no he decidido morirme sin más. Sólo he decidido que no iré a ningúnhospital. Ya hemos hablado de eso. Sabes que no podemos llevar a los perros connosotros a ninguna sala de urgencias.

—Soy rico. Puedo hacer que venga un médico privado.—Ya te dije que no creo que mi mal pueda ser curado por ningún médico. —

Se inclinó hacia delante y golpeó con los nudillos de la mano izquierda el tablerode ouija—. Esto es más importante que el hospital. Tarde o temprano Craddockva a deshacerse de los perros. Creo que será pronto. Encontrará la manera dehacerlo. No pueden protegernos eternamente. Estamos viviendo minuto a minuto,lo sabes. No me molesta morirme, siempre y cuando él no me esté esperando enel otro lado.

—Estás enferma. Las tuyas son ideas propiciadas por la fiebre. No necesitasesta magia. Necesitas antibióticos.

—Te necesito a ti —exclamó ella. Sus ojos brillantes y vivaces estaban fijosen la cara de su amante—, necesito que cierres la boca y pongas la mano sobrela tablilla.

G

Capítulo30

eorgia dijo que sería ella la encargada de hablar y puso los dedos de la manoizquierda junto a la de él, sobre la tablilla. Se llamaba tablilla parlante, recordóJude en ese momento. Él la miró cuando notó que respiraba profundamente. Lajoven cerró los ojos, no como si estuviera a punto de entrar en un trance místico,sino más bien como si fuera a saltar de un trampolín alto y tratara desobreponerse a la agitación de su estómago.

—Muy bien —comenzó Georgia—. Mi nombre es Marybeth Stacy Kimball.Me llamé Morphine durante algunos años malos, y el tipo al que amo me llamaGeorgia. Aunque eso me vuelve loca, soy Marybeth, ése es mi verdaderonombre. —Abrió mínimamente los ojos y miró a Jude entre las pestañas—.Preséntate.

Estaba a punto de hablar cuando ella alzó una mano para detenerlo.—Tu nombre real ahora. El nombre que corresponde a tu auténtico yo. Los

nombres verdaderos son muy importantes. Las palabras correctas tienen unacarga decisiva. Un contenido suficiente como para traer a los muertos junto a losvivos.

Se sentía estúpido. Estaba convencido de que lo que estaban haciendo nopodía funcionar, que era una pérdida de tiempo, que se comportaban como niños.De todas maneras, su carrera le había proporcionado multitud de oportunidadespara comportarse como un tonto. Una vez, para la grabación de un vídeomusical, él y su banda —Dizzy, Jerome y Kenny — corrieron por un prado llenode tréboles, fingiéndose aterrorizados, perseguidos por un enano vestido degnomo sucio que esgrimía una sierra mecánica. Con el tiempo, Jude habíadesarrollado algo así como una absoluta indiferencia ante el ridículo. No leimportaba sentirse estúpido. Por eso cuando hizo una pausa no fue por renuenciaa hablar, sino porque, sinceramente, no sabía qué decir.

Finalmente, miró a Georgia y salió de su silencio.—Mi nombre es… Justin. Justin Cowzynski. Creo. Aunque no he respondido a

él desde que tenía diecinueve años.Georgia cerró los ojos, concentrándose en sí misma. Entre sus finas cejas

apareció un hoyuelo, una pequeña arruga de preocupación. Lentamente, con

suavidad, habló:—Bien. Ya está dicho. Éstos somos nosotros. Queremos hablar con Anna

McDermott. Justin y Marybeth necesitan tu ayuda. ¿Anna, estás ahí? ¿Anna,hablarás con nosotros hoy?

Esperaron. La cortina se movió otra vez. Había niños gritando en la calle.—¿Hay cerca alguien a quien le gustaría hablar con Justin y Marybeth?

¿Anna McDermott nos dirá algo? Por favor. Estamos en un aprieto, Anna. Porfavor, escúchanos. Te lo ruego, ayúdanos. —Esperó un instante y, con voz que seacercaba al susurro, insistió—: Vamos. Haz algo.

Estaba hablando a la tabla parlante.Bon, que dormía, dejó escapar varias ventosidades, que hicieron un ruido

chillón, como el de un pie patinando sobre goma mojada.—Ella no me conocía —dijo Georgia—. Pregunta tú por ella.—¿Anna McDermott? ¿Hay alguna Anna McDermott en la casa? ¿Podría

comunicarse con el centro de comunicaciones ouija? —preguntó Jude con vozsonora, hueca, como de presentador de espectáculos.

Georgia dibujó en su cara una ácida sonrisa, desganada, sin humor.—Ah, claro. Tenía que haber imaginado que no tardarías mucho en empezar

con las bromitas.—Lo siento.—Pregunta por ella. Pregunta de verdad.—Esto no funciona.—No lo has intentado.—Sí que lo he intentado.—No, señor. No lo has intentado.—Como quieras, pero, sencillamente, esto no funciona.Esperaba hostilidad o impaciencia. En cambio, la sonrisa de la chica se

ensanchó todavía más, y le miró con una suave dulzura de la que él enseguidadesconfió.

—Anna esperó que la llamaras hasta el mismo día de su muerte. Como sihubiera alguna posibilidad de que eso ocurriera. ¿Qué hiciste tú? ¿Esperaste almenos una semana antes de seguir con tu recorrido estado por estado, en buscadel coño más fácil del país?

El viejo rockero se ruborizó. No, ni siquiera aguantó una semana.—No deberías enfadarte tanto —replicó él—, sobre todo si tenemos en cuenta

que el coño en cuestión fue el tuyo.—Lo sé, y me repugna. ¡Pon… tu… mano… otra vez en el maldito tablero!

No hemos terminado con esto.Jude había retirado la mano de la tablilla parlante, pero ante el arrebato de

Georgia volvió a colocarla allí.—Estoy muy enfadada con nosotros. Con los dos. Contigo por ser como eres,

y conmigo por no hacer nada para evitar que continuaras comportándote así.Ahora, llámala tú. Ella no vendrá por mí, pero podría hacerlo por ti. Te estuvoesperando hasta el fin, y si alguna vez la hubieras llamado, habría acudidocorriendo. Tal vez todavía quiera hacerlo.

Iracundo, Jude miró el tablero, el alfabeto con letras de tipo anticuado, el sol,la luna.

—Anna, ¿estás por ahí? ¿Anna McDermott se hará presente para hablar connosotros? —clamó Jude.

La tablilla parlante era un trozo de plástico muerto, inmóvil. Esa cualidadmaterial le agradaba. Hacía muchos días que no se sentía tan en contacto con elmundo real y las cosas cotidianas. Aquello no iba a funcionar. No estaba bien. Leresultaba difícil mantener la mano sobre la tablilla. Estaba ansioso por levantarse,por terminar con el enojoso asunto.

—Jude —dijo Georgia y luego se corrigió—. Justin. No abandones. Inténtalootra vez.

Jude. Justin.Miró fijamente sus dedos, colocados sobre la tablilla parlante, abajo, en el

tablero, y trató de discernir qué era lo que no le parecía bien. Al instante, le vinoa la cabeza. Georgia había dicho que los nombres verdaderos llevaban una cargaen ellos, que las palabras adecuadas tenían el poder de hacer que los muertosregresaran junto a los vivos. Entonces pensó que Justin no era su nombreverdadero, que había dejado a Justin Cowzy nski en Luisiana, cuando teníadiecinueve años, y que el hombre que bajó del autobús en Nueva York cuarentahoras después era alguien completamente distinto, capaz de hacer y decir cosasque no tenían nada que ver con Justin Cowzynski. Y lo que estaban haciendo malen ese momento era llamar a Anna McDermott. Él nunca la había llamado deesa manera. Ella nunca fue Anna McDermott mientras estuvieron juntos.

—Florida —llamó Jude, casi en un suspiro. Cuando habló otra vez, su propiavoz le sorprendió, de tan tranquila y segura como era—: Acércate y hablame,Florida. Soy Jude, querida. Lamento no haberte llamado. Te estoy llamandoahora. ¿Estás ahí? ¿Estás escuchando? ¿Todavía me esperas? Estoy aquí, ahora.Estoy aquí mismo.

La tablilla parlante saltó bajo sus dedos, como si hubieran golpeado el tablerodesde abajo. Georgia dio un respingo al notarlo y lanzó un gritito. Se llevó lamano herida al cuello. La brisa cambió de dirección y movió las cortinas ensentido contrario al habitual, golpeándolas contra las ventanas. La habitación seoscureció. Angus levantó la cabeza con los ojos encendidos y brillantes,matizados por un reflejo verde muy poco natural. Daba miedo, a la débil luz delas velas.

La mano sana de Georgia había quedado sobre la tablilla y, en cuanto remitióel movimiento del tablero, comenzó a moverse. Flotaba en el ambiente una

sensación sobrenatural, que hizo que el corazón de Jude se acelerase. Daba laimpresión de que había otro par de dedos en la tablilla parlante, una tercera manoubicada en el espacio que quedaba entre su mano y la de Georgia, y que hacíadeslizarse el objeto de un lado a otro, moviéndolo sin control. Circulaba a suantojo por el tablero, tocaba una letra, se quedaba allí durante un momento, luegogiraba sobre sí misma, por debajo de sus dedos, obligando a Jude a torcer lamuñeca para mantener la mano posada sobre el plástico.

—Q —dijo Georgia, visiblemente falta del aliento— … U… E…—« Qué» —descifró Jude. La tablilla continuó encontrando letras, y Georgia

siguió leyéndolas: una T, una E, una D. Jude escuchaba, concentrado en lo queestaba deletreando.

—« Qué te detuvo» —dijo Jude.La tablilla dio media vuelta y se paró, chirriando débilmente.—« Qué te detuvo» —repitió Jude.—¿Y si no es ella? ¿Si es él? ¿Cómo sabemos con quién estamos hablando?La tablilla se movió antes, incluso, de que Georgia hubiera terminado de

hablar. Era como tener un dedo sobre un disco que había comenzado a girarrepentinamente.

—P… O… R… Q… U… E… E… —iba diciendo Georgia.—« Por… qué… el… cielo… es… azul» —descifró Jude. La tablilla se quedó

quieta—. Es ella. Ella siempre decía que prefería hacer preguntas y noresponderlas. Llegó a convertirse en una especia de broma entre nosotros.

Era ella. Innumerables imágenes pasaron de golpe por la cabeza de Jude,como una abrumadora serie de vividas instantáneas. Ella estaba en el asientotrasero del Mustang, desnuda sobre el cuero blanco, sólo con sus botas vaqueras yun sombrero cubierto de plumas, mirándolo por debajo del ala, con los ojosbrillantes y traviesos. Anna le tiraba de la barba, entre bastidores, en elespectáculo de Trent Reznor, mientras él se mordía los labios para no gritar. Annamuerta en la bañera, algo que él nunca había visto, aunque sí imaginado; y elagua era tinta, y su padrastro, con su traje negro de empresario de pompasfúnebres, estaba de rodillas junto a la bañera, como si rezara.

—Vamos, Jude —insistió Georgia—. Habla con ella.La voz de Georgia era tensa, apenas más fuerte que un susurro. Cuando Jude

levantó la vista para mirarla, la chica estaba temblando y su cara resplandecíapor el sudor. Le brillaban los ojos desde sus cuencas oscuras y huesudas… Teníauna terrible mirada febril.

—¿Estás bien?Georgia sacudió la cabeza.—Déjame tranquila. —Se estremeció furiosamente. Su mano izquierda

continuaba posada sobre la tablilla—. Háblale.El cantante volvió a mirar el tablero. La luna negra estampada en un rincón

estaba riéndose. ¿No tenía la cara seria un momento antes? Un perro negrodibujado en la parte inferior del tablero aullaba a la luna. Jude tenía la certeza deque no estaba allí cuando miró por primera vez el supuesto juego.

—No sabía cómo ay udarte —dijo—. Lo siento, muchachita. Ojalá tehubieras enamorado de otro que no fuera y o. Ojalá hubieras tenido relación conun buen tipo. Alguien incapaz de despacharte a casa cuando las cosas se pusierandifíciles.

—E… S… T… A… S… —ley ó Georgia, con la misma voz forzada, casi sinaliento. Jude percibía en aquella voz el esfuerzo que le costaba controlar sutemblor.

—« Estás… enfadado…» .La tablilla se quedó quieta.Jude experimentó una catarata de emociones, tantas cosas, todas juntas, que

no estaba seguro de poder traducirlas en palabras. Pero sí podía, y resultó fácil:—Sí —respondió él.La tablilla voló a la palabra « NO» .—No debiste hacer lo que hiciste.—H… A… C…—« Hacer qué» —ley ó Jude—. ¿Hacer qué? Tú sabes qué. Acabaste con

tu…La tablilla saltó otra vez a la palabra « NO» .—¿Qué quieres decir con la palabra « no» ?Georgia dijo las letras en voz alta, una Q, una U, una E.—« Qué… tal… si… no… puedo… responder» . —La tablilla se quedó

inmóvil otra vez. Jude se quedó pensativo un momento. Luego entendió—. Nopuede responder a las preguntas. Ella sólo puede hacerlas.

Pero Georgia ya estaba deletreando otra vez.—E… L… T… E… E… S… T…Un temblor incontenible se apoderó de ella, sus dientes chocaban entre sí, y

cuando Jude la miró, vio el vapor de su aliento entre los labios, como si estuvierametida en una cámara frigorífica. Pero la habitación no le parecía a Jude ni másfría ni más caliente que antes.

Luego se dio cuenta de que Georgia no estaba mirando su mano sobre latablilla, ni le observaba a él, ni a nada en particular. Sus ojos parecíandesenfocados, fijos en una distancia indefinida. Georgia continuó recitando lasletras en voz alta, mientras la tablilla las tocaba. Pero y a no estaba mirando eltablero, no podía ver lo que hacía.

—« El… te… está… persiguiendo…» —ley ó Jude mientras Georgiadeletreaba las palabras en tono inexpresivo y tenso.

Georgia dejó de nombrar las letras y él se dio cuenta de que había hecho unapregunta.

—Sí. Sí. Piensa que es mi culpa que tú te hayas suicidado y ahora trata devengarse.

« No» . La tablilla señaló esta palabra por un largo y enfático rato, antes devolver a moverse.

—P… O… R… Q… U… E… E… R… E… S… —dijo Georgia entre dientes,pesadamente.

—« Por… qué… eres… tan… tonto…» . —Jude se quedó en silencio, con lamirada perdida.

Uno de los perros gimió en la cama.Entonces Jude comprendió. Durante un momento se sintió embargado por

una sensación de vértigo y desconcierto profundos. Fue como el mareo que sesiente al ponerse en pie de golpe. Era también una sensación parecida a la que seexperimenta al pisar hielo frágil, que se resquebraja bajo los pies en eldesagradable instante en que uno se hunde. Le asombró haber tardado tanto encomprender.

—Maldito bastardo —dijo Jude, con voz ahogada por la cólera—. Esebastardo.

Notó que Bon estaba despierta, mirando con aprensión el tablero de ouija.Angus también lo estaba mirando mientras golpeaba sordamente el colchón conel rabo.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Jude—. Nos está persiguiendo, ynosotros no sabemos cómo deshacernos de él. ¿Puedes ayudarnos?

La tablilla se movió hacia la palabra « SÍ» .—La puerta dorada —susurró Georgia.Jude la miró… y retrocedió. Parecía tener los ojos vueltos del revés, como si

mirasen dentro de su propia cabeza. Sólo se veían las partes blancas. Todo sucuerpo temblaba furiosamente, sin parar. La cara, que y a de por sí estaba pálidacomo la cera, había perdido todavía más color, y adquiría una inquietantetransparencia. Su respiración se convertía en vapor. Él oy ó que la tablillaempezaba a chirriar y a deslizarse desenfrenadamente por todo el tablero, y bajóla vista para mirarlo. Georgia ya no estaba deletreando para que él descifrara.No hablaba. Armó las palabras él solo.

—« Quién… será… la… puerta…» . ¿Quién será la puerta?—Yo seré la puerta —dijo Georgia.—¿Georgia? —exclamó Jude—. ¿De qué estás hablando?La tablilla parlante empezó a moverse otra vez. Jude ya no habló, sólo la

observó mientras encontraba las letras, vacilando sobre cada una sólo un instanteantes de continuar.

« ¿Me harás pasar?» .—Sí —respondió Georgia—. Si puedo. Haré la puerta y te haré pasar para

que lo detengas.

« ¿Lo juras?» .—Lo juro —aseguró ella. Su voz era aguda, alterada y tensa por el miedo—.

Lo juro, lo juro, oh Dios, lo juro. Sea lo que sea lo que tenga que hacer, lo haré,aunque no sé de qué se trata. Estoy lista para hacer lo que sea, pero dime qué es,qué debo hacer.

« ¿Tienes un espejo, Marybeth?» .—¿Por qué? —preguntó Georgia, parpadeando, volviendo a su lugar para

buscar confusamente a su alrededor. Volvió la cabeza hacia el tocador—. Hayuno…

Gritó. Sus dedos se saltaron de la tablilla y apretó las manos sobra la boca,para sofocar el largo chillido. En ese mismo instante, Angus saltó sobre sus cuatropatas y empezó a ladrar desde la cama. Estaba mirando lo mismo que ella. A lavez, Jude se daba la vuelta para ver él también. Sus dedos abandonaron la tablilla,que comenzó a girar y girar por su cuenta, como un niño que hace círculos consu bicicleta todo-terreno.

El espejo colocado sobre el tocador estaba inclinado hacia delante, paramostrar a Georgia sentada frente a Jude, con el tablero de ouija entre ambos.Pero en el espejo los ojos de ella estaban cubiertos por una venda de gasa negray tenía la garganta cortada. Una boca roja se abría obscenamente,atravesándola, y su camisa chorreaba sangre.

Angus y Bon saltaron de la cama en el mismo momento. La perra se lanzósobre la tablilla parlante nada más tocar el suelo, gruñendo. Cerró sus mandíbulassobre ella, de la misma manera en que podría haber atacado a un ratón quecorriera en busca de su agujero. El trozo de plástico se hizo pedazos entre susdientes.

Angus se arrojó contra el tocador y puso las patas delanteras en la parte dearriba, ladrando furiosamente a la cara que aparecía en el espejo. La fuerza desu peso hizo que el tocador se meciera sobre sus patas traseras. El espejo podíamoverse hacia atrás y hacia delante, y en ese momento fue hacia atrás,inclinándose para quedar de cara al techo. Angus volvió a apoyarse en sus cuatropatas, y un instante después el tocador recuperó la estabilidad, apoyándose en suspatas de madera con un ruido que tuvo eco. El espejo se inclinó hacia delantepara mostrar a Georgia su propio reflejo una vez más. Ahora sólo se trataba desu imagen, sin más. La sangre…, la herida… y la venda negra… habíandesaparecido.

E

Capítulo31

n el frescor de la última hora de la tarde, en la habitación, Jude y Georgiaestaban acostados, juntos en la cama de una sola plaza. Era demasiado pequeñapara ambos, y la joven tuvo que ponerse de lado y colocar una pierna sobre élpara poder acomodarse. Apoyaba la cara en el cuello del hombre, poniendo lapunta de la fría nariz en contacto con su piel.

Él estaba entumecido. Jude sabía que debía pensar en lo que acababa deocurrirles, pero no parecía capaz de orientar sus pensamientos hacia lasimágenes que había visto en el espejo, a lo que Anna trató de decirles. Su mentese negaba a hacerlo. El cerebro quería librarse de los pensamientos sobre lamuerte al menos un rato. Se sentía saturado de muerte, percibía la promesa de lamuerte por todas partes, notaba la muerte en su pecho, y con cada muerte seañadía una carga más sobre él, quitándole el aire: la muerte de Anna, la deDanny, la de Dizzy, la de Jerome, la posibilidad de su propia muerte y la deGeorgia esperándolo en algún recodo del camino. No podía moverse por el pesode todas aquellas muertes que lo abrumaban.

Se le ocurrió que mientras él y Georgia permanecieran quietos y sin decirnada, podrían seguir indefinidamente en aquel estado de tranquilidad, juntos, conlas cortinas moviéndose y la débil luz temblorosa agitándose alrededor de ellos.Cualquier manifestación del mal que les estuviera acechando no llegaría sipermanecían allí. Mientras se quedara en la pequeña cama, con el muslo frío deGeorgia sobre él y su cuerpo abrazado, el inimaginable futuro no los alcanzaría.

Pero, de todos modos, llegó. Bammy golpeó suavemente la puerta, y cuandohabló, su voz era susurrante e incierta:

—¿Estáis bien?Georgia se incorporó y se apoyó sobre un codo. Se pasó el dorso de la mano

sobre los ojos. Jude no se había dado cuenta hasta ese momento de que ella habíaestado llorando. La chica parpadeó y sonrió, y la suya era una sonrisa auténtica,no una mueca fingida. Jude ignoraba qué razón podía tener la joven para sonreír.Se lo preguntaría el resto de su vida.

La cara había sido lavada por las lágrimas, y la franca sonrisa eradesgarradora por su sinceridad casi infantil. Parecía decir: « En fin, a veces uno

pasa un mal momento» . Él comprendió entonces que Georgia creía que lo queambos habían visto en el espejo era una especie de visión premonitoria, algo queiba a ocurrir, algo que tal vez no podrían evitar. El hombre se acobardó ante esaidea.

No. No, sería mejor que Craddock le alcanzara y acabase con él antes de queGeorgia muriera ahogada en su propia sangre. Además, ¿por qué les habríamostrado Anna aquello? ¿Qué podría desear ella?

—¿Cariño? —Bammy parecía muy preocupada.—Estamos bien —respondió Georgia.Silencio.La abuela habló de nuevo:—No estaréis peleando ahí dentro, ¿verdad? He oído ruidos.—No —respondió Georgia, en tono ofendido por semejante sugerencia—. Te

lo juro por Dios, Bammy. Lamento que te sobresaltaran los ruidos.—Bien —dijo Bammy—. ¿Necesitas algo?—Sábanas limpias —respondió Georgia.Otro silencio. Jude sintió que la joven temblaba contra su pecho. Era un dulce

temblor. Ella se mordía el labio inferior para evitar reírse. Y luego él tambiéntrató de contener la risa. Le dominaba una hilaridad repentina y convulsa. Sepuso una mano en la boca, mientras su cuerpo temblaba de risa contenida,estrangulada.

—Jesús —exclamó Bammy, que daba la impresión de querer escupir—.Jesús. —Mientras lo decía, se oyeron sus pasos alejándose de la puerta.

Georgia se apoyó de nuevo en Jude, su rostro frío y húmedo se apretó confuerza sobre el cuello de él, que la abrazó, y ambos apretaron los cuerposmientras casi se ahogaban de risa.

D

Capítulo32

espués de la cena, Jude dijo que tenía que hacer algunas llamadas telefónicasy dejó a Georgia y Bammy en la sala. En realidad no tenía a nadie a quienllamar, pero sabía que Georgia quería pasar un poco de tiempo a solas con suabuela y que se sentirían más libres si él no estaba presente.

Pero una vez que llegó a la cocina, con un vaso de limonada fresca delante deél y sin nada que hacer, se encontró, de todos modos, con el teléfono en la mano.

Llamó al número de su oficina en el que se podían escuchar los mensajes.Era una extraña sensación la de estar ocupado con algo tan absolutamenterelacionado con la realidad cotidiana, después de todo lo que había ocurridodurante el día, desde el enfrentamiento con Craddock en Denny 's hasta elencuentro con Anna en el dormitorio de Georgia. Jude se sentía desvinculado dela persona que había sido antes de ver por primera vez al muerto. Su carrera, suvida, tanto los negocios como el arte que lo habían ocupado durante más detreinta años, parecían asuntos que no tenían la menor importancia. Marcó elnúmero, observando su mano como si perteneciera a otra persona, sintiendo queera un espectador pasivo ante las acciones de alguien en una obra de teatro. Esealguien era un actor que interpretaba el papel de él mismo.

Tenía cinco mensajes grabados. El primero era de Herb Gross, su contable ygerente. La voz de Herb, que era generalmente melosa y presumida, sonaba enel mensaje llena de emoción.

« Acabo de enterarme por boca de Nan Shreve de que han encontradomuerto a Danny Wooten en su apartamento esta mañana. Aparentemente se haahorcado. Aquí estamos todos consternados, como sin duda puedes imaginarte.Llámame cuando recibas este mensaje. No sé dónde estás. Nadie lo sabe.Llama, por favor. Gracias» .

Había también un mensaje de un tal oficial Beam, que decía que la policía dePiecliff estaba tratando de comunicarse con Jude por un tema importante y lepedía que respondiera a la llamada. Un mensaje de Nan Shreve, su abogada,decía que ella se estaba ocupando de todo, que la policía quería una declaraciónde él sobre Danny y que debía llamar tan pronto como fuera posible.

El siguiente mensaje era de Jerome Presley, que había muerto hacía ya

cuatro años, al chocar con su Porsche contra un sauce llorón, a ciento cuarentakilómetros por hora.

« Hola, Jude, supongo que vamos a tener a toda la banda junta pronto, ¿no?John Bonham a la batería, Joey Ramone como segunda voz. —Se rió; luegocontinuó, con su habitual manera de hablar lenta y cansada. La voz quebrada deJerome siempre había recordado a Jude al cómico Steven Wright—. Me enteréde que ahora conduces un Mustang reconstruido. Es una cosa que siempretuvimos en común, Jude…, la afición a los coches. Suspensiones, motores,alerones, sistemas de sonido, Mustang, Thunderbird, Charger, Porsche. ¿Sabes loque estaba pensando la noche en que hice que mi Porsche se saliera del camino?Pensaba en toda la mierda que nunca te dije. En toda la mierda de la que nohablamos. Por ejemplo, que me hiciste adicto a tu coca cuando tuviste el corajede decirme que si y o no hacía lo mismo me echarías de la banda; que le distedinero a Christine para que pusiera su propio negocio después de que me dejara,cuando se fue con los niños sin decir una palabra; que también le diste dineropara un abogado. Eso es la lealtad para ti. O que no fuiste capaz de hacerme unsimple préstamo de mierda cuando y o lo estaba perdiendo todo, la casa, loscoches, todo. Y eso que te había dejado dormir en una cama en el sótano de micasa nada más bajarte del autobús que te trajo de Luisiana con menos de treintadólares en el bolsillo» . —Se rió otra vez, con su risa áspera y corrosiva defumador—. Bueno, supongo que pronto tendremos la oportunidad de hablar porfin de todas esas cosas. Calculo que te veré un día de éstos. Me han dicho que yaestás en el camino de la noche. Sé muy bien adonde lleva esa ruta. Derecho almaldito árbol. Me sacaron de entre las ramas, ¿lo sabías? Salvo las partes quequedaron en el parabrisas. Te echo de menos, Jude. No veo llegar la hora deabrazarte. Vamos a cantar como en los viejos tiempos. Todos cantan aquí.Después de un tiempo, parece que los cantos fueran más bien gritos. Escucha. Siprestas atención, oirás cómo gritan» .

Se escucharon ruidos extraños cuando Jerome pareció apartar el teléfono desu oreja y sostenerlo en el aire para que Jude pudiera escuchar. Lo que llegó através de la línea fue un ruido que no se parecía a ningún otro que el cantantehubiera escuchado antes. Era extraño y aterrador, como un murmullo de moscasamplificado unas cien veces, mezclado con el cruj ido y los chirridos de unamáquina, una prensa de vapor que daba golpes y silbaba. Si uno prestabaatención, era posible escuchar palabras entre todo ese zumbido de moscas ymetales, voces no humanas que llamaban a la madre, que pedían que aquello sedetuviera.

Jude estaba dispuesto a eliminar el siguiente mensaje, pensando que setrataría de otro muerto, pero resultó ser una llamada del ama de llaves de supadre, Arlene Wade. La mujer estaba tan lejos de sus pensamientos, que pasaronvarios segundos antes de que pudiera identificar la voz vieja, temblorosa y

curiosamente inexpresiva, y para entonces su breve mensaje y a casi habíaterminado.

« Hola, Justin, soy yo. Quería mantenerte informado sobre tu padre. Estáinconsciente desde hace treinta y seis horas. Los latidos de su corazón son cadavez más irregulares. Pensé que querrías saberlo. No tiene dolores. Llámame siquieres» .

Después de colgar, se apoyó sobre la encimera de la cocina, mirado hacia elexterior, a la noche. Tenía las mangas recogidas hasta los codos y la ventanaestaba abierta. La brisa se hizo sentir, fresca, sobre su piel. El agradable airellegaba perfumado con los olores de las flores del jardín. Las ranas croaban.

Jude vio mentalmente a su padre: el viejo tirado sobre la cama angosta,demacrado, agotado, con el mentón cubierto por una barba corta, blanca y rala,las sienes hundidas y grises. Hasta le pareció que sentía su olor a medias, el hedordel sudor rancio, la peste de la casa, un olor que incluía, además de eso, efluviosde mierda de gallinas y cerdos, y el olor a nicotina que lo impregnaba todo,cortinas, mantas, el papel de las paredes. Cuando Jude se fue de Luisiana, lo hizohuyendo de aquel olor tanto como de su padre.

Corrió, corrió y corrió. Hizo música. Logró amasar millones, se había pasadouna vida entera tratando de poner tanta distancia como fuera posible entre él y elviejo. Y en ese momento, la casualidad, el destino, podían hacer que ambosmuriesen el mismo día. Marcharían juntos por el camino de la noche. O tal vezno caminaran, sino que lo recorrerían en coche, compartiendo el asiento delacompañante en la furgoneta azul de Craddock McDermott. Ambos sentados tancerca uno del otro que Martin Cowzynski podría apoy ar una de sus garrasenflaquecidas en la nuca de Jude. Su olor llenaría el automóvil. El repugnanteolor del hogar.

El infierno apestaría, sin duda, precisamente con ese olor, y llegarían allíjuntos, padre e hijo, acompañados por el horripilante chófer de pelo plateadomuy corto y traje de Johnny Cash, con la radio sintonizada en la emisora de RushLimbaugh. Si algo anunciaba lo que sería el infierno, eran las charlasradiofónicas… y la familia.

En la sala, Bammy dijo algo con un murmullo bajo, de aire chismoso.Georgia se rió. Jude inclinó la cabeza intentando oír, y un instante después sesorprendió a sí mismo sonriendo, en una reacción automática. Cómo era posibleque ella y él pudieran estar muriéndose de risa otra vez, con todo lo que se alzabacontra ellos y todo lo que habían visto. No podía creerlo, era incapaz deimaginarlo.

La frescura y la franqueza de su risa eran una cualidad que él valoraba enGeorgia por encima de las demás. Le encantaba su grave y caótica musicalidad,la manera en que se entregaba completamente a ella. Le conmovía, le apartabade sus pesares. Eran poco más de las siete, según el reloj del horno microondas.

Volvería a la sala para compartir con ellas unos minutos de charla fácil, sinsentido. Luego avisaría a Georgia con una mirada significativa hacia la puerta. Elcamino esperaba.

Ya lo había decidido y estaba apartándose de la encimera, cuando un sonidoatrajo su atención. Era una voz melodiosa y desafinada, cantando: « Adiós,adiós» . Giró sobre sus talones y volvió a mirar el patio trasero de la casa.

El rincón más lejano estaba iluminado por una de las farolas del callejón.Arrojaba una luz azulada a través de la cerca de estacas puntiagudas y delenorme nogal frondoso del que colgaba la gastada soga. Una niña pequeña estabade cuclillas sobre el césped, debajo del árbol. Era una cría de quizá seis o sieteaños, cubierta con un simple vestido a cuadros rojos y blancos. Llevaba el pelooscuro recogido en una cola de caballo. Cantaba para sí misma la vieja canciónde Dean Martin que decía que y a era tiempo de volver al camino, hacia el paísde los sueños, para hundirse en la tierra de la imaginación. Cogió un vilano dediente de león, tomó aire y sopló. Las semillas se separaron, convirtiéndose enparacaídas, como cien sombrillitas que volaron para perderse en la oscuridad. Enteoría, debía ser imposible verlas flotar en el aire, pero eran ligeramenteluminiscentes y se dejaban llevar por la brisa como improbables chispas blancas.La niña tenía la cabeza levantada, de modo que pareció mirar directamente aJude a través de la ventana, aunque en realidad era imposible discernir si mirabao no, porque los ojos de la pequeña estaban oscurecidos por marcas negras quese movían delante de ellos.

Era Ruth, la hermana gemela de Bammy, la que había desaparecido en ladécada de los cincuenta. Sus padres habían llamado a las dos chiquillas para queentrasen a almorzar. Bammy lo hizo corriendo, pero Ruth se quedó atrás, y nuncamás nadie volvió a verla… con vida.

Jude abrió la boca sin saber lo que iba a decir, y descubrió que no podíahablar. El aliento se juntó en su pecho y allí permaneció.

Ruth dejó de cantar, y la noche quedó en silencio. En ese momento nisiquiera se escuchaban los ruidos de las ranas o de los insectos. La fantasmalcriatura giró la cabeza para mirar hacia el callejón, detrás de la casa. Sonrió ymovió una mano, en un pequeño saludo, como si acabara de descubrir a alguienallí detenido, alguien a quien conocía, tal vez un amigo del vecindario. Pero nohabía nadie en el callejón. Sólo se veían viejas hojas de periódico esparcidas porel suelo, algunos trozos de vidrio, hierbas creciendo entre los ladrillos. Ruth sepuso de pie y caminó lentamente hasta la cerca, moviendo los labios, hablandoen completo silencio con una persona que no estaba allí. ¿En qué momento habíadejado de oír la voz de la niña? Cuando dejó de cantar.

Mientras Ruth se aproximaba a la valla, Jude tuvo una creciente sensación dealarma, como si estuviera viendo a un niño a punto de cruzarse en el camino deun autobús. Quiso llamarla, pero no pudo. Ni siquiera era capaz de respirar.

Recordó entonces lo que Georgia le había contado sobre ella. Que laspersonas que veían a la pequeña Ruth siempre trataban de llamarla, queríanadvertirle que estaba en peligro, decirle que corriera, pero a la hora de la verdadnadie podía hacerlo. Estaban demasiado sorprendidas por la propia visión de lachiquilla muerta como para poder hablar. Le asaltó una idea repentina ydisparatada, la de que aquella muchacha era todas las niñas a quienes Jude habíaconocido y no había podido ay udar. Era a la vez Anna y Georgia. Nada deseabamás que poder pronunciar su nombre, atraer su atención, hacerle una señal paraavisarla de que estaba en peligro, que cualquier cosa era posible. Si pudiera,Georgia y él todavía serían capaces de vencer al muerto, podrían sobrevivir a lainfernal trampa en la que se habían metido.

Pero a Jude le era imposible encontrar su voz. Resultaba exasperante estar allísin hacer nada, mirando, sin poder hablar. Golpeó su mano herida y vendadacontra la encimera, y sintió una oleada de dolor que atravesó la palma. Fue inútil,siguió sin poder emitir ningún sonido por el cegado túnel en que se habíaconvertido su garganta.

Angus estaba a su lado y saltó cuando Jude golpeó la encimera de la cocina.Levantó la cabeza y lamió nerviosamente la muñeca de su amo. El contactoáspero, cálido, de la lengua de Angus sobre su piel desnuda le sobresaltó. Era algoinmediato y real que le libró de su parálisis tan rápida y repentinamente como larisa de Georgia lo había sacado de su pozo de desesperación hacía apenas unosmomentos. Los pulmones se le llenaron con un poco de aire y gritó por laventana.

—¡Ruth! —chilló… y ella giró la cabeza. Le escuchó. Ella le escuchó—.¡Aléjate, Ruth! ¡Corre a casa! ¡Ahora mismo!

Ruth volvió a mirar al callejón oscuro y vacío, y entonces dio un paso atrás,casi perdiendo el equilibrio, para correr de vuelta a la casa. Antes de que pudieraavanzar un poco más, su delgado y blanco brazo se alzó, como si hubiera unacuerda invisible atada a su muñeca izquierda y alguien estuviera tirando de ella.

Pero no era una cuerda invisible. Era una mano invisible. Y un instantedespués se despegó del suelo, arrastrada en el aire por alguien que no estaba allí.Sus piernas largas y flacas pataleaban, impotentes, y una de sus sandalias volópor el aire, para desaparecer en la oscuridad. Ella luchó y se esforzó, con los dospies suspendidos en el aire, y fue arrastrada vigorosamente hacia atrás. Su carase volvió hacia él, indefensa e implorante. Las marcas visibles sobre sus ojosocultaban una mirada desesperada, mientras era llevada por fuerzas misteriosaspor encima del cercado de estacas.

—¡Ruth! —llamó otra vez, con voz tan autoritaria como lo había sido más deuna vez en el escenario, cuando gritaba sin consideración alguna a sus legiones deseguidores.

La niña comenzó desaparecer mientras era arrastrada hacia el callejón. Los

cuadros de su vestido eran en ese momento grises y blancos. El pelo habíaadquirido el color plateado de la luna. La otra sandalia se cayó sobre un charco ysalpicó a su alrededor. Luego desapareció, hundiéndose, aunque las ondas delagua continuaron moviéndose por la superficie barrosa y poco profunda. Parecíahaber caído, de manera increíble, directamente desde el pasado en el presente.La boca de Ruth estaba abierta, pero no podía gritar, y Jude no supo por qué. Talvez el ser invisible que la arrastraba le había puesto una mano sobre la boca. Pasóbajo la intensa luz azul brillante de la farola y desapareció. La brisa levantó unperiódico y éste aleteó por el callejón vacío, con un sonido seco y cruj iente.

Angus gimió otra vez y lo lamió de nuevo. Jude tenía la mirada fija, malsabor en la boca y una sensación opresiva en los tímpanos.

—Jude —susurró Georgia detrás de él.El cantante vio su reflejo en la ventana. Garabatos negros le bailaban delante

de los ojos. También pululaban ante los suy os. Ambos estaban muertos. Pero nohabían dejado de moverse todavía.

—¿Qué ha ocurrido, Jude?—No he podido salvarla —respondió—. A la niña. A Ruth. He visto que se la

llevaban. —No podía decirle a Georgia que, de algún modo, su esperanza depoder salvarse ellos mismos se había ido con ella—. He gritado. He conseguidogritar. La he llamado por su nombre, pero no he podido cambiar su destino.

—Por supuesto que no, querido —dijo Bammy.

J

Capítulo33

ude se volvió hacia Georgia y Bammy. La joven estaba en el otro extremo dela cocina, en la entrada. Sus ojos eran simplemente sus ojos, sin marcas demuerte delante de ellos, Bammy tocó a su nieta en la cadera, para empujarla aun lado y poder entrar en la cocina pasando junto a ella. Se acercó a Jude.

—¿Conoces la historia de Ruth? ¿Acaso MB te la ha contado?—Me dijo que su hermana fue raptada cuando era pequeña. Me contó que a

veces algunas personas la ven en el jardín trasero, donde es raptada una y otravez. Pero no es lo mismo verla en persona. La he escuchado cantar. He vistocómo se la llevaban.

Bammy puso una mano sobre el brazo del cantante.—¿Quieres sentarte? —Él negó con la cabeza—. ¿Sabes por qué sigue

regresando? ¿Por qué la ven las personas? Los peores momentos de la vida deRuth transcurrieron allí, en ese jardín, mientras todos nosotros estábamos aquísentados, almorzando, estaba sola y atemorizada, y nadie vio cómo se lallevaban. Nadie se dio cuenta de que dejaba de cantar. Debió de ser la cosa máshorrible. Siempre he pensado que cuando algo realmente malo le pasa a unapersona, los demás tienen que saberlo. No es posible que caiga el árbol en elbosque sin que nadie escuche el ruido de la caída. ¿Puedo, por lo menos, dartealgo para beber?

Sólo en ese momento se dio cuenta de que su boca estaba desagradablementepegajosa. Asintió con la cabeza. Ella buscó la jarra de limonada, ya casi vacía, yvertió en un vaso lo último que quedaba.

—Siempre he creído —dijo mientras servía— que si alguien lograba hablarlepodría quitarle un peso de encima. Siempre he pensado que si alguien podíahacerle sentir que no estaba tan sola en esos últimos minutos, podría liberarla. —Bammy inclinó la cabeza a un lado, en un gesto curioso e inquisitivo que Jude lehabía visto hacer a Georgia un millón de veces—. Tú puedes haberle hecho ungran bien sin saberlo. Sólo por haber pronunciado en voz alta su nombre.

—¿Qué he hecho por ella, en realidad? Se la han llevado igual. —Bebió suvaso de un trago y luego lo puso en la pila de la cocina.

Bammy estaba cerca, junto a él, y su tono era a la vez amable e indulgente.

—No la has ay udado alterando lo ocurrido. La has liberado. Nunca pensé, nipor un momento, que alguien pudiera cambiar lo que ya le había ocurrido a ella.Eso está hecho. El pasado es pasado. Quedaos a pasar la noche aquí, Jude.

Esto último era tan completamente incoherente con lo que había dicho antes,que Jude necesitó un instante para comprender que ella acababa de hacerle unruego.

—No puedo —dijo Jude.—¿Por qué?Porque cualquiera que les ofreciera ayuda sería contagiado con la muerte.

Nadie podía saber hasta qué punto habían puesto ya en peligro la vida deBammy, simplemente por haberse detenido en su casa unas horas. Porque él yGeorgia ya estaban muertos, y los muertos arrastran a los vivos.

—Porque no es seguro —dijo finalmente. Era una explicación honesta, por lomenos.

La frente de Bammy se contrajo, pensativa. La vio esforzarse por encontrarlas palabras adecuadas para hacerlo hablar, para obligarlo a revelar la situaciónen la que se hallaban.

Mientras ella seguía pensando, Georgia entró en la cocina, suavemente, casideslizándose, de puntillas, como si tuviera miedo de hacer ruido. Bon la seguía,pegada a sus talones, mirándola con perruno aire de preocupación.

—No todos los fantasmas son como tu hermana, Bammy —explicó Georgia—. Hay algunos realmente malos. Estamos teniendo problemas de todo tipo conlos muertos. No nos pidas ninguna explicación. No te ayudaría nada y teparecería disparatado.

—Intentadlo, de todos modos. Dejadme ayudaros.—Señora Fordham —dijo Jude—, ha sido usted muy buena al recibirnos.

Gracias por la cena.Georgia se acercó a Bammy y tiró de la manga de su camisa. Cuando la

abuela se volvió, la estrechó con sus pálidos y flacos brazos, abrazándola confuerza.

—Eres una buena mujer, y y o te amo.Bammy tenía aún la cabeza vuelta, mirando a Jude.—Si puedo hacer algo…—No puede —explicó él—. Es lo mismo que ocurre con su hermana, allí, en

el jardín trasero. Uno puede gritar todo lo que quiera, pero eso no cambiará laforma en que ocurren las cosas.

—No creo que sea así. Mi hermana está muerta. Nadie prestó ningunaatención cuando dejó de cantar, y alguien se la llevó y la mató. Pero vosotros noestáis muertos. Vosotros dos estáis vivos y aquí, conmigo, en mi casa. No dejéisde luchar. Los muertos ganan cuando uno deja de cantar y permite que ellos se lolleven consigo por el camino en la noche.

Esto último produjo en Jude una sacudida nerviosa, como si hubiera recibidouna súbita y punzante descarga de electricidad estática al tocar algo metálico.Debió de ser la alusión a no abandonar la lucha, o lo de dejar de cantar. Allí habíauna idea, estaba seguro, pero no le encontraba sentido todavía. Lo que él yGeorgia sabían sobre el inminente final de sus caminos, la sensación de queambos estaban tan muertos como la niña que acababa de ver en el jardín trasero,eran un obstáculo que ninguna otra idea podía salvar.

Georgia besó la cara de Bammy, una y otra vez, enjugando sus lágrimas.Finalmente, la abuela se volvió para mirarla. Puso las manos sobre las mejillasde su nieta.

—Quedaos —pidió Bammy—. Oblígale a quedarse. Y si no quiere, que sevaya sin ti.

—No puedo hacer eso —replicó Georgia—. Y él tiene razón. No podemosinvolucrarte en este asunto más de lo que ya lo hemos hecho. Un hombre que eranuestro amigo murió por no alejarse de nosotros a tiempo.

Bammy apoyó la frente sobre el pecho de Georgia. Su respiración se agitó.Alzó las manos y las llevó hacia el pelo de la joven, y por un momento ambasmujeres se balancearon juntas, como si estuvieran bailando muy lentamente.

Cuando recobró la compostura —no pasó mucho tiempo— Bammy levantólos ojos para mirar la cara de Georgia otra vez. La abuela estaba congestionada,tenía las mejillas húmedas y le temblaba la barbilla, pero parecía que habíalogrado dominar su llanto.

—Rezaré, Marybeth. Rezaré por vosotros.—Gracias —dijo Georgia.—Estoy segura de que volverás. Estoy segura de que te volveré a ver otra

vez, cuando hayas encontrado la manera de salir de ese asunto. Y sé que loharás. Porque eres inteligente, eres buena y eres mi niña. —Bammy respiróhondo y le dirigió una mirada llorosa de soslay o a Jude—. Espero que valga lapena.

Georgia se rió, con sonido suave, convulsivo, casi como un sollozo, y apretó aBammy una vez más.

—Ve, entonces —aceptó Bammy—. Vete, si tienes que hacerlo.—Ya nos hemos ido —dijo Georgia.

C

Capítulo34

onducía él. Llevaba las palmas calientes y húmedas sobre el volante. Sentía elestómago tenso. Necesitaba dar un puñetazo a algo. Quería conducir a todavelocidad, y lo estaba haciendo, pasando los semáforos ya con las luces enámbar, en el mismo momento en que se ponían rojas. Y cuando no lograba pasara tiempo y tenía que detenerse para esperar sentado el momento de partir,apretaba el pedal del acelerador, haciendo rugir el motor con impaciencia. Loque había sentido en la casa, al observar a la pequeña niña muerta mientras eraarrastrada, esa sensación de indefensión, se había enquistado en su interior, paracuajarse en rabia, en un regusto a leche agria.

Georgia le miró durante unos cuantos kilómetros y luego puso una manosobre su antebrazo. Jude se sobresaltó al sentir el contacto húmedo y helado de lapiel de ella sobre la suya. Quería respirar hondo y recuperar la serenidad, notanto por él mismo como por ella. Si alguien podía permitirse el lujo de estaralterado, le parecía a él que debía ser Georgia. Ella tenía más derecho a sentirsemal, después de lo que Anna le había mostrado en el espejo. Cómo no iba aangustiarse después de haberse visto a sí misma muerta. El cantante nocomprendía la tranquilidad, la tenacidad de Georgia, su preocupación por él, y nopodía encontrar nada similar en sí mismo. Por eso era incapaz de respirar hondo.Un camión que iba delante de ellos tardó en arrancar después de que el semáforose pusiera verde, y tocó la bocina.

—¡Muévete, imbécil! —gritó Jude por la ventanilla abierta al pasar junto alcamión, cruzando la doble línea amarilla para adelantarle.

Georgia retiró la mano del brazo de él y la volvió a colocar en su regazo. Giróla cabeza para mirar por la ventanilla del lado del acompañante. Condujeron unpoco más hasta llegar al siguiente cruce de carreteras.

Cuando Georgia habló otra vez, lo hizo refunfuñando, en tono bajo ydivertido. No tenía intención de que Jude la escuchara, estaba hablando consigomisma.

—Oh, mira. El supermercado de coches de segunda mano que menos megusta de todo el ancho mundo. ¿Dónde hay una granada de mano cuando una lanecesita?

—¿Qué? —preguntó él, pero al decirlo ya se había percatado de lo que decía.Un momento después estaba moviendo el volante y utilizando los frenos paraaparcar el automóvil junto al bordillo.

A la derecha del Mustang se abría la vasta extensión de un establecimiento deventa de automóviles usados, brillantemente iluminado con lámparas de sodiocolocadas sobre postes de acero de diez metros de altura. Se alzaban sobre elasfalto como filas de alienígenas de tres patas, simulando la silenciosa invasión deun ejército de otro mundo. Se habían tendido cuerdas entre ellos, y milbanderines azules y rojos se movían con el viento, añadiendo un matizcarnavalesco al extraño lugar. Pasaban de las ocho de la tarde, pero todavíaestaba abierto, aún se vendían coches. Varias parejas se movían entre losautomóviles, inclinándose por las ventanillas para mirar las etiquetas de losprecios, pegadas al vidrio.

Georgia arrugó la frente y su boca se abrió de una manera que indicaba queestaba a punto de preguntarle qué diablos estaba haciendo.

—¿Es éste el lugar? —preguntó Jude.—¿Qué lugar?—No te hagas la tonta. El sitio donde aquel tipo abusó de ti y te trató como si

fueras una puta.—Él no… No fue… No diría exactamente que él…—Yo sí. ¿Éste es el lugar?Ella miró las manos de Jude apretadas sobre el volante, con los nudillos

blancos por la fuerza con que lo agarraban.—Probablemente él ni siquiera esté aquí —dijo.Jude abrió la puerta del automóvil y se bajó. Los coches pasaban a toda

velocidad y la caliente estela con olor a gasolina de los tubos de escape se pegabaa su ropa.

Georgia se bajó por el otro lado y le miró por encima del Mustang.—¿Adónde vas?—Voy a buscar a ese tipo. Recuérdame su nombre.—Sube al coche.—¿A quién debo buscar? No me obligues a ir golpeando a vendedores de

coches al azar.—No entrarás ahí tú solo para darle una paliza a un tipo que ni siquiera

conoces.—No. No voy solo. Me llevo a Angus. —Miró hacia el Mustang. La cabeza

del perro y a estaba saliendo por el espacio que dejaban libre los dos asientosdelanteros, y miraba expectante a Jude—. Vamos, Angus.

El enorme perro negro saltó al asiento del conductor y luego a la carretera.Jude cerró la puerta de un golpe, pasó por la parte delantera del coche, con eldenso y ágil torso de Angus apretado contra su costado.

—No voy a decirte quién fue —dijo ella.—Muy bien. Preguntaré por ahí.Ella lo agarró del brazo.—¿Qué quieres decir con eso de que preguntarás por ahí? ¿Qué vas a hacer?

¿Te vas a poner a preguntar a los vendedores si tenían el hábito de follarse a niñasde trece años?

Entonces le volvió a la memoria, le vino a la cabeza sin previo aviso. Estabapensando en que le gustaría ponerle un arma en la cara a aquel hijo de puta, yrecordó:

—Ruger. Su nombre era Ruger. Como la pistola.—Acabarás en la cárcel. No vas a entrar ahí.—Ésa es la razón por la que los tipos como él se salen con la suy a. Porque

gente como tú sigue protegiéndolos, aunque sabe que debería actuar de otramanera.

—No lo estoy protegiendo a él, estúpido. Te estoy protegiendo a ti.Liberó su brazo de la mano de ella y empezó a volverse, dispuesto a

abandonar, furioso por ello…, y en ese momento se dio cuenta de que Angushabía desaparecido.

Lanzó una rápida mirada por todas partes y lo descubrió un instante después,en medio del negocio de venta de coches usados, trotando entre filas defurgonetas, para luego doblar y desaparecer detrás de una de ellas.

—¡Angus! —gritó, pero un enorme camión de dieciocho ruedas pasó conestruendo, y la voz de Jude desapareció bajo el tremendo ruido del motor diésel.

Jude fue tras el animal. Miró hacia atrás y vio a Georgia, que le seguía, con lacara blanca y los enormes ojos muy abiertos, alarmados. Estaban en unaautopista importante, en una tienda de venta de coches de segunda mano muyactiva. Un sitio pésimo para perder a uno de los perros.

Llegó a la fila de vehículos donde había visto a Angus por última vez y torció.Y allí estaba, a tres metros, sentado sobre sus patas traseras, dejando que unhombre flaco y calvo, con una chaqueta azul, le rascara detrás de las orejas. Elindividuo era uno de los vendedores. La etiqueta que llevaba sobre el bolsillosuperior decía Ruger. Ruger estaba acompañado por una familia de gordos quellevaban camisetas con lemas publicitarios. Sus abdómenes enormes hacían lasveces de carteleras. La barriga del padre vendía una marca de cerveza; lospechos de la madre hacían un poco persuasivo anuncio de un producto paramantener la línea y la buena salud; y el hijo, de unos diez años, llevaba unacamiseta de la cadena de restaurantes Hooter, atendidos por atractivascamareras de grandes pechos. Junto a ellos, Ruger parecía casi enano, unaimpresión que se reforzaba gracias a sus delicadas y arqueadas cejas y a susorejas puntiagudas, de peludos lóbulos. Llevaba mocasines con borlas. Judeodiaba los mocasines con borlas. Decididamente, era un tipo repulsivo.

—Es un buen muchacho —comentaba Ruger—. Miren, miren qué buenmuchacho.

Jude aflojó el paso, dejando que Georgia llegara hasta él. La joven estaba apunto de alcanzarle, pero en ese momento vio a Ruger y se detuvo de golpe.

El vendedor alzó la mirada, con una sonrisa cortés, grande, de agentecomercial.

—¿Es su perro, señora? —Sus ojos se entornaron y enseguida un gesto dereconocimiento perplejo le atravesó la cara—. Es la pequeña Mary beth Kimball,y a muy crecida. ¡Mírate! ¿Estás de visita? Me contaron que vivías en NuevaYork.

Georgia no habló. Miró a Jude de soslay o, con ojos azules brillantes yafligidos. Angus los había conducido directamente a él, como si hubiera sabido aquién estaban buscando. Tal vez el perro lo sabía de algún modo. Quizá el animalde humo negro que vivía dentro de Angus lo sabía. Georgia comenzó a sacudir lacabeza mirando a Jude.

—No, no lo hagas. —Pero él no le prestó atención, dio la vuelta alrededor deella, y se acercó a Angus y Ruger.

El tipo calvo dirigió la mirada al cantante. Su cara se iluminó por la sorpresay por el placer.

—¡Dios mío! Usted es Judas Coy ne, el famoso intérprete de rock. Mi hijoadolescente tiene todos sus discos. No puedo decir que me agrade mucho elvolumen al que los pone —se llevó un dedo a la oreja, como si en sus tímpanostodavía resonara la música de Jude—, pero le diré qué usted ha causado un granimpacto en mi muchacho.

—Estoy a punto de hacer un gran impacto sobre ti, estúpido —dijo Jude, ylanzó su puño derecho a la cara de Ruger. Se oy ó nítidamente el ruido que hizo lanariz al ser aplastada.

El vendedor se tambaleó, se inclinó a medias, con una mano cubriéndose lacara. La pareja de gordos se apartó para dejarlo pasar, trastabillando. El niñosonreía y se ponía de puntillas para mirar la pelea por encima del hombro de supadre. Jude propinó un golpe con la izquierda en el abdomen de Ruger, haciendocaso omiso del estallido de dolor que atravesó la herida abierta en la palma de sumano. Agarró al vendedor de coches cuando éste comenzaba a caer sobre susrodillas y lo lanzó sobre el capó de un Pontiac que tenía un cartel pegado en elparabrisas con la leyenda: « ¡¡¡Es suy o si lo quiere!!! ¡¡¡Barato!!!» .

Ruger trató de incorporarse y Jude le agarró por la entrepierna, encontró elescroto y apretó. Sintió la masa de los testículos de Ruger que cruj ía en su puño.El hombre calvo se encogió y chilló, mientras un hilo de oscura sangre salía porsus fosas nasales. Tenía los pantalones levantados, dejando las espinillas al aire.Angus saltó, gruñendo, y clavó sus mandíbulas en el pie de Ruger, tiró y learrancó un mocasín.

La gorda se tapó los ojos, pero mantuvo dos dedos separados para poderespiar entre ellos.

Jude sólo tuvo tiempo de dar un par de golpes más antes de que Georgia lecogiera por el codo y lo arrastrara. A mitad de camino hacia el coche ellaempezó a reírse, y en cuanto estuvieron en el Mustang se abalanzó sobre él,mordiéndole el lóbulo de la oreja, besándole la barba, temblando pegada a él, asu lado.

Angus todavía tenía en la boca el mocasín de Ruger, y una vez que estuvieronen la carretera interestatal, Georgia se lo cambió por un bocadillo de carne y locolgó del espejo retrovisor, atándolo con las borlas.

—¿Te gusta? —preguntó.—Mejor que los perros de peluche —dijo Jude.

EL TRAJE DEL MUERTO

Herido

PARTE 3

L

Capítulo35

a casa de Jessica McDermott Price estaba en una urbanización nueva. Habíamultitud de edificios de estilos coloniales de diversas épocas, con revestimientosde vinilo de varios colores, alineados a lo largo de calles que se retorcían y dabanvueltas y más vueltas, como laberintos. Pasaron delante de ella dos veces antesde que Georgia descubriera el número sobre el buzón. Era una construcción decolor amarillo brillante. Parecía un gigantesco helado de mango y no era deningún estilo arquitectónico en particular, a menos que las casas suburbanasestadounidenses grandes e insulsas constituyan un estilo. Jude pasó lentamentedelante de ella y continuó unos cien metros por la misma calle. Entró por uncamino sin asfaltar y avanzó sobre el barro amarillo y seco hasta una casa enconstrucción.

La estructura del garaje acababa de ser levantada y se veían las vigas de pinonuevo que salían de los cimientos. También eran visibles vigas que seentrecruzaban por encima de ellos. El techo estaba cubierto con planchas deplástico. La casa levantada junto al garaje estaba apenas un poco más avanzada,con paneles de contrachapado clavados entre las vigas. Había rectángulosabiertos para mostrar dónde irían las ventanas y las puertas.

Jude dio la vuelta con el Mustang, para que la parte delantera quedaramirando a la calle, y retrocedió hacia el espacio vacío y sin puertas del garaje.Desde ese lugar tenían una buena vista de la casa de Price. Era lo que quería.Desconectó la llave de contacto. Se quedaron allí sentados durante un rato,escuchando el decreciente ruido del ventilador enfriando el motor.

Habían corrido lo suyo en el viaje hacia el sur desde la casa de Bammy.Habían llegado antes de lo que pensaban. Era apenas la una de la mañana.

—¿Tenemos algún plan? —preguntó Georgia.Jude señaló el otro lado de la calle, hacia un par de grandes cubos de basura

que había junto al bordillo. Luego la hizo fijarse en otros lugares en los que seveían otros grandes cubos de plástico verde.

—Parece que mañana es día de recogida de basura —dijo Jude. Movió lacabeza hacia la casa de Jessica Price—. No ha sacado sus desperdicios todavía.

Georgia le miró atentamente. Una farola de la calle lanzaba un rayo pálido

de luz delante de sus ojos, que emitieron destellos, como el agua en el fondo deun pozo. La chica no dijo nada.

—Esperaremos hasta que salga con la basura, y luego la metemos en elcoche con nosotros.

—¡La metemos!—Pasearemos con ella un rato, en coche. Hablaremos de algunas cosas… los

tres.—¿Y si el que saca la basura es el marido?—No será así. Era reservista y se lo cargaron en Irak. Es una de las pocas

cosas que Anna me contó sobre su hermana.—Tal vez ahora tenga novio.—Si tiene novio y es mucho más grande que yo, esperamos y buscamos otra

oportunidad. Pero Anna nunca dijo nada sobre un novio. Por lo que sé, Jessicavivía sola aquí, con su padrastro, Craddock, y su hija.

—¿Su hija?Jude miró significativamente hacia una bicicleta de color rosa apoyada en el

garaje de los Price. Georgia siguió su mirada.—Es la razón por la que no vamos a entrar esta noche —explicó Jude—. Pero

mañana la niña se va al colegio. Tarde o temprano Jessica se quedará sola.—¿Y entonces?—Entonces podemos hacer lo que tenemos que hacer, sin preocuparnos por

lo que su hija vea o deje de ver.Permanecieron en silencio durante un rato. Desde los arbustos y las palmeras

que había detrás de la casa sin terminar salía el canto de los insectos, un palpitarrítmico, animal.

Por lo demás, la calle estaba silenciosa.—¿Qué le vamos a hacer a esa mujer? —preguntó Georgia.—Lo que sea necesario.La joven reclinó el asiento totalmente y fijó la mirada en la oscuridad del

techo. Bon se echó hacia delante y gimió con ansia en su oreja.Georgia le acarició la cabeza.—Estos perros están hambrientos, Jude.—Tendrán que esperar —replicó, mirando hacia la casa de Jessica Price.Le dolía la cabeza, y también le molestaban los nudillos. Además, estaba

excesivamente cansado, y su agotamiento hacía difícil iniciar cualquierrazonamiento. Su mente, en cambio, se ocupaba de perros negros que perseguíansus propios rabos, dando vueltas una y otra vez, en círculos exasperantes, sinllegar nunca a ninguna parte.

Había hecho algunas cosas malas en su vida —como poner a Anna en aqueltren, para empezar, enviándola a morir junto a sus parientes—, pero nada separecía a lo que imaginaba que podría llegar a hacer en el futuro. No estaba

seguro de lo que iba a tener que hacer, de si aquel feo asunto terminaría o no enuna muerte —y desde luego eso le parecía muy posible—, mientras en su cabezaresonaba la voz de Johnny Cash cantando Folsom Prison blues: « Mi madre medijo que fuera un buen niño, que no jugara con armas de fuego» . Pensó en lapistola que había dejado en su casa, en su enorme calibre 44, estilo John Way ne.Habría sido más fácil conseguir respuestas de Jessica Price si hubiera llevado elarma consigo. Pero, si hubiera tenido la pistola, Craddock y a lo habría persuadidopara que disparara a Georgia, a sí mismo e incluso a los perros. Jude pensó en lasarmas de fuego que había poseído, en los perros que había tenido, y se viocorriendo descalzo, con los animales, por las grandes extensiones de colinas quehabía detrás de la granja de su padre. Pensó en la emoción de correr con losperros a la luz del amanecer; en el estruendo de la escopeta de su padre aldisparar a los patos; en cómo su madre y él mismo habían escapado juntoscuando Jude tenía nueve años, y en cómo ella se había acobardado al llegar a laestación de autobuses. Llamó a sus padres y lloró al teléfono. Ellos le dijeron quedevolviera al niño a su padre y que se reconciliara con su marido y con Dios.Recordó que su padre los estaba esperando en el porche cuando regresaron y quela golpeó en la cara con la culata de la escopeta, para luego ponerle el cañón delarma sobre el lado izquierdo del pecho, diciéndole que la mataría si trataba deescaparse otra vez. Ella nunca más volvió a intentar fugarse. Cuando Jude, esdecir, Justin, pues así se llamaba entonces, trató de entrar en la casa, su padre ledijo: « No estoy enfadado contigo, hijo, no es tu culpa» . Le abarcó con un brazoy lo apretó contra su pierna. Se inclinó para darle un beso y Justin le respondióautomáticamente que él también le quería. Era un recuerdo ante el cual aúnretrocedía, un acto tan moralmente repugnante, tan vergonzoso que no podíasoportar ser la persona que lo había cometido; por eso había necesitado al finalconvertirse en otra persona. ¿Había sido aquello lo peor que había hecho en suvida, dar aquel beso de Judas en la mejilla de su padre mientras su madresangraba?, ¿aceptar la devaluada moneda del cariño paterno? No había sido peorque echar de su lado a Anna. Y de pronto estaba de regreso en el mismo lugardonde había empezado, preguntándose sobre lo que ocurriría al día siguiente porla mañana, dudando si podría, cuando llegara el momento, obligar a la hermanade Anna a subir a la parte de atrás de su coche, alejarla de su hogar y luegohacer lo que tenía que hacer para que hablase.

Aunque no hacía calor en el Mustang, se secó el sudor que le cubría la frentecon el dorso del brazo, antes de que goteara en los ojos. Miraba hacia la casa yhacia la calle. Un coche-patrulla policial pasó una vez, pero el Mustang estababien escondido en las sombras del garaje a medio construir, y el vehículo no sedetuvo.

Georgia dormitaba junto a él, con la cara vuelta hacia el otro lado. Un pocodespués de las dos de la mañana, la joven comenzó a luchar contra algo en

sueños. Alzó la mano derecha, como si estuviera en clase y tratara de llamar laatención del maestro. No se había cambiado el vendaje y la mano quedaba a lavista, blanca y arrugada, en peor estado incluso que unas horas antes.Descolorida, deteriorada, terrible. Comenzó a dar golpes en el aire y gimió. Fuecasi un contenido grito de terror. Sacudió la cabeza.

Se inclinó sobre ella, llamándola por su nombre, y la cogió por el hombro confirmeza, pero delicadamente, sacudiéndola para despertarla. Ella le golpeó con lamano herida. Luego abrió los ojos y lo miró sin reconocerlo. Su mirada era detotal terror ciego, y él supo inmediatamente que Georgia no estaba viendo sucara, sino la del muerto.

—Mary beth —repitió—. Es un sueño. Tranquila. Estás bien. Va todo bien.Despierta.

La niebla desapareció de sus ojos. Su cuerpo, que había estado encogido,rígido, se aflojó, y desapareció la tensión. Abrió la boca. Jude le quitó el pelo quetenía pegado a la sudorosa mejilla y le sorprendió el calor que sintió en la zona.

—Tengo sed —dijo ella.Estiró el brazo hacia la parte de atrás, buscó en una bolsa de plástico llena de

comestibles que habían comprado en una estación de servicio, hasta encontraruna botella de agua. Georgia quitó la tapa y se bebió casi la tercera parte encuatro grandes tragos.

—¿Qué ocurrirá si la hermana de Anna no puede ay udarnos? —preguntó lajoven—. ¿Y si ella no puede hacer que se vay a? ¿La vamos a matar si noconsigue que Craddock se vaya?

—¿Por qué no intentas descansar? Vamos a tener que esperar bastantetiempo.

—No quiero matar a nadie, Jude. No quiero malgastar mis últimas horas en latierra asesinando a alguien.

—No vives tus últimas horas —replicó él. Tuvo cuidado de no incluirse a símismo en esa afirmación.

—Tampoco quiero que tú mates a nadie. No quiero que seas así. Además, sila matamos, luego tendremos dos fantasmas persiguiéndonos. No creo que puedasoportar más monstruos detrás de mí.

—¿Quieres que encienda la radio?—Prométeme que no la matarás, Jude. Pase lo que pase.Conectó la radio. Tras recorrer casi todo el dial de la FM encontró a los Foo

Fighters. David Grohl cantaba que estaba holgazaneando, sólo holgazaneando.Jude puso el volumen muy bajo, hasta que pareció el más débil de losmurmullos.

—Mary beth —comenzó a decir. Ella tembló—. ¿Estás bien?—Me gusta cuando me llamas por mi verdadero nombre. No vuelvas a

llamarme Georgia, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.—Desearía que la primera vez que me viste no hubiera sido quitándome la

ropa delante de los borrachos. Me gustaría que no nos hubiéramos conocido en unclub de strip-tease. Hubiera preferido habernos conocido antes de que yoempezara con esa clase de cosas. Antes de llegar a ser lo que soy. Antes de haberhecho todas las cosas que ahora querría borrar de mi vida.

—Tú sabes que la gente paga mucho más dinero por muebles un poco usados.¿Cómo dicen? ¿Cosas que han sido vividas? Lo que se ha desgastado un pocoresulta más interesante que algo impoluto, que nunca ha sido ray ado.

—Eso soy y o —señaló ella—. Una cosa atractivamente desgastada. —Estabatemblando otra vez, y a fuera de control.

—¿Crees que puedes aguantar un poco más?—Sí —respondió. La voz le temblaba tanto como el cuerpo.Escucharon la radio, trufada de leves interferencias. Jude empezó a sentirse

mejor. Su cabeza se estaba aclarando, sentía que músculos que ni siquiera sabíaque estaban agarrotados comenzaban a relajarse. Por el momento no importabalo que les esperaba ni lo que iban a tener que hacer cuando llegara la mañana.Tampoco era relevante lo que había quedado detrás de ellos —los días de viajeen coche, el fantasma de Craddock McDermott con su vieja furgoneta y sus ojoscon garabatos delante—. Lo importante era que Jude estaba en alguna parte, enel sur, en el Mustang, con el asiento echado hacia atrás y Aerosmith sonando enla radio.

Entonces Mary beth tuvo que arruinar el momento mágico.—Si muero, Jude, y tú todavía sigues vivo —dijo—, voy a tratar de detenerlo.

Desde el otro lado.—¿De qué estás hablando? Tú no vas a morirte.—Lo sé. Es un decir. Si las cosas no nos salen bien, encontraré a Anna, y

nosotras, las muchachas muertas, haremos que se detenga.—Tú no vas a morir. No importa lo que ha dicho el tablero de ouija, ni

tampoco lo que Anna te ha mostrado en el espejo. —Había decidido lo mismoque la chica hacía unas horas, pensando mientras viajaban.

Mary beth frunció el ceño pensativamente.—En cuanto ella empezó a hablar, mi habitación se enfrió. No podía dejar de

temblar. Ni siquiera podía sentir mi mano en la tablilla. Y luego tú le preguntastealgo a Anna y yo sencillamente sabía lo que ella iba a responder. No escuchabavoces ni nada por el estilo. Simplemente, lo sabía. En ese momento todo teníasentido, pero ahora y a no. No puedo recordar qué pretendía que hiciera y o ni loque quería decir con eso de « ser puerta» . Sólo que… creo que estaba diciendoque si Craddock podía regresar, ella también. Con un poco de ayuda. Y sé que, dealguna manera, y o puedo ayudar. Pero creo, y esto lo he escuchado con todaclaridad, que tal vez tendría que morir para hacerlo.

—Tú no vas a morir. Vivirás mientras y o pueda protegerte.La mujer sonrió o, mejor dicho, esbozó una mueca cansada.—Tú no puedes hacer nada.No supo qué responder. Al menos en un primer momento. Ya había pasado

por su cabeza la idea de que existía una forma de garantizar la seguridad de ella,pero todavía no podía expresarla con palabras. Se le había ocurrido que si élmoría, Craddock se iría y Mary beth seguiría con vida; que Craddock sólo loquería a él, que seguramente sólo tenía una reclamación que hacer en estemundo, la relativa a él, a Jude. Permanecería con los vivos mientras su enemigoestuviera vivo. Después de todo, el cantante lo había comprado, había pagadopara poseerlos a él y el traje del muerto. Craddock había pasado ya casi unasemana entera tratando de hacer que Jude se suicidara. Había estado tan ocupadoresistiendo que no se había parado a considerar si el precio que había que pagarpor sobrevivir no era peor que darle al muerto lo que quería. Sentía que eraseguro que iba a perder, y que cuanto más tiempo aguantara, más probable eraque arrastrase a Marybeth con él. Porque los muertos arrastran a los vivos.

Marybeth lo miraba fijamente. Sus ojos estaban húmedos, con un encantadorbrillo en la oscuridad. Le retiró el pelo que tenía en la frente. Era muy joven ymuy hermosa. Tenía la cara húmeda por el sudor que producía la fiebre. La ideade que su muerte precediera a la de él era peor que intolerable, era obscena.

Se deslizó hacia ella, estiró los brazos y le cogió delicadamente las manos. Sila frente de la joven estaba húmeda y demasiado caliente, sus manos,igualmente mojadas, le parecieron demasiado frías. Les dio la vuelta para ver laspalmas en la penumbra. Lo que descubrió le causó una impresión muydesagradable. Ambas manos estaban macilentas, blancas y arrugadas; no sólo laderecha, que desde luego era la peor. Toda la parte carnosa del dedo pulgar erauna llaga brillante y podrida, y la uña ya no estaba, se había caído. En lasuperficie de ambas palmas se veían las líneas rojas de la infección, que seguíanlas delicadas ramificaciones de las venas y avanzaban hacia los antebrazos. Alllegar a las muñecas se convertían en manchas moradas de aspecto enfermizo.

—¿Qué te está pasando? —preguntó, como si no lo supiera. Era la historia dela muerte de Anna escrita sobre la piel de Marybeth.

—Ella es parte de mí. No sé cómo, pero lo es de alguna manera. Anna. Lallevo conmigo, dentro de mí. Esto me está ocurriendo desde hace tiempo, creo.

El comentario, por no decir la revelación, no sorprendió a Jude. Había intuidoinconscientemente que Marybeth y Anna se estaban uniendo, iban fundiéndoseen un proceso inexplicable, sobrenatural. Percibió el fenómeno en laresurrección del acento sureño de Marybeth, que se parecía cada vez más a laforma de hablar lacónica y provinciana de Anna. Lo había presentido en lamanera en que Mary beth jugueteaba con su pelo, tal como lo hacía la pobreFlorida.

—Ella quiere —prosiguió Georgia— que la ay ude a regresar a nuestromundo, para poder detenerlo. Yo soy la puerta de entrada…, ella me lo dijo.

—Marybeth… —Jude quiso hablar, pero no encontró nada que decir.La chica cerró los ojos y sonrió.—Es mi auténtico nombre. No lo gastes. En realidad, pensándolo mejor,

continúa, gástalo. Me gusta oírte pronunciarlo. La manera tan especial que tienesde hacerlo, completo, no solamente Mary.

—Marybeth —repitió él, y le soltó las manos. La besó con suavidad en lafrente—. Marybeth. —Posó los labios en el pómulo. Ella tembló, pero esta vez deplacer—. Marybeth. —Besó su boca.

—Sí, soy yo. Marybeth soy yo. Es quien quiero ser. Mary. Beth. Como situvieras dos mujeres por el precio de una. Vay a… En realidad, a lo mejor ahoratienes dos chicas. Si Anna está dentro de mí —abrió los ojos y se encontró con lamirada de su amante—, cuando me haces el amor tal vez también le estéshaciendo el amor a ella. ¿No te parece un buen negocio, Jude? ¿No es un grannegocio? ¿Cómo puedes resistirte a él?

—Es el mejor negocio que he hecho en mi vida —confirmó él.—No lo olvides —recomendó la joven, besándolo a su vez.Jude abrió la puerta y ordenó a los animales que salieran, y durante un rato

Jude y Marybeth estuvieron a solas en el Mustang, mientras los pastoresalemanes se paseaban por el suelo de cemento del garaje.

S

Capítulo36

e despertó sobresaltado, con el corazón latiendo demasiado rápido, al escucharel ladrido de los perros. Lo primero que pensó fue que era cosa del fantasma, queel muerto se acercaba.

Los dos animales estaban en el coche. Habían dormido en la parte trasera.Angus y Bon ocupaban el asiento de atrás y estaban mirando por la ventanilla auna fea perra labrador amarilla que estaba en las cercanías. La perra tenía ellomo rígido y la cola levantada, y aullaba insistentemente al Mustang. Angus yBon la observaban con expresiones ávidas, expectantes, y ellos mismos ladrabande vez en cuando. Eran ladridos fuertes, chillones, que herían los oídos de Jude enlos estrechos límites del Mustang. Mary beth se acurrucó en el asiento delacompañante, haciendo una mueca. Estaba medio despierta, pero anhelabaseguir durmiendo.

Jude les ordenó groseramente que se callaran. Pero no le hicieron caso.Miró por el parabrisas, directamente al sol, un agujero de cobre abierto en el

cielo, un brillante e implacable farol dirigido a su cara. Dejó escapar un gemido,afectado por el golpe de la luz intensa, pero antes de levantar una mano paraprotegerse los ojos, un hombre apareció delante del automóvil, y su cabeza tapóel sol.

Jude miró con los ojos entornados a un joven con un cinturón de cuero parallevar herramientas. Era un lugareño blanco, típico, con la piel cocida hasta elpunto de haber adquirido un profundo tono roj izo. Frunció el ceño al mirar a Jude.Éste saludó con la mano y le hizo un gesto con la cabeza. Puso en marcha elMustang. Cuando se encendió el reloj de la radio, vio que eran las siete de lamañana.

El lugareño se hizo a un lado y Jude rodó hacia el exterior del garaje y rodeóla furgoneta aparcada del carpintero, que eso era en realidad aquel hombre decampo. La perra amarilla los persiguió por el sendero de entrada, aullando, yluego se detuvo en el borde del jardín. Bon respondió con un último ladridocuando arrancaron. Jude disminuyó la velocidad al pasar por la casa de Price.Nadie había sacado la basura todavía.

Decidió que aún había tiempo, y siguió conduciendo hasta salir del pequeñorincón suburbano de Jessica Price. Sacó a pasear primero a Angus y luego a Bon,en la plaza del pueblo, y consiguió té y rosquillas en la tienda de una gasolinerallamada Rocío de Miel. Marybeth se cambió las vendas de la mano derecha conla poca gasa que quedaba en el maletín de primeros auxilios. Dejó la otra mano,que al menos no tenía ninguna herida visible, tal como estaba. Llenaron eldepósito de gasolina y luego aparcaron junto a una plataforma de hormigón ycomieron un refrigerio. Dieron algunas rosquillas a los perros.

Jude condujo a todos de regreso a la vivienda de la hijastra del muerto.Aparcó en la esquina, a media manzana de la casa, en el otro lado de la calle,lejos del edificio en construcción. No quería correr el riesgo de que les viera elobrero que los había descubierto en el coche cuando se habían despertado.

Eran las siete y media pasadas, y esperaba que Jessica sacara de unmomento a otro la basura. Cuanto más tiempo estuvieran allí sentados, másprobabilidades había de atraer la atención de alguien. No resultaban muydiscretos, los dos metidos en el Mustang negro, vestidos con chaquetas negras decuero y vaqueros negros, con sus llamativas heridas y sus tatuajes. Ambosparecían lo que eran en aquel momento: dos delincuentes peligrosos quevigilaban el lugar en el que planeaban cometer un delito.

En ese momento Jude tenía la cabeza clara, la sangre le circulabanormalmente, el corazón parecía sereno. Estaba listo, pero no había nada quehacer, salvo esperar. Se preguntó si el carpintero le habría reconocido y pensó enlo que podría contar a los otros trabajadores cuando llegaran a la casa enconstrucción: « Todavía no puedo creerlo. Un tipo que se parece a Judas Coyneestaba durmiendo en el garaje. Él y una mujer muy sexy. Se parecía tanto alauténtico que casi le pregunto si podía firmarme un autógrafo» . Y entonces se leocurrió que el carpintero era otra persona más que podría identificarlosperfectamente, después de hacer lo que tenían que hacer. Era difícil llevar unavida al margen de la ley cuando uno era famoso.

Se puso a pensar qué estrella del rock había pasado más tiempo en la cárcel.Rick James, tal vez. Estuvo… ¿Cuántos años? ¿Cinco? ¿Tres? Ike Turner tambiénestuvo encerrado un tiempo. Cinco años por lo menos. Otros debieron pasar mástodavía. Leadbelly estuvo encarcelado por homicidio, pasó diez años picandopiedra, luego se benefició de un indulto después de ofrecer un buen espectáculopara el gobernador y su familia. Bien. Jude pensó que, si jugaba bien sus cartas,podía tirarse en la cárcel más años que todos ellos juntos.

La prisión no le asustaba particularmente. Tenía muchos admiradores allí. Noera tan mal sitio.

La puerta del garaje, al final del sendero de hormigón de Jessica McDermottPrice, comenzó a hacer ruido. Se abría. Una niña flacucha, de unos once o doceaños, con el pelo dorado y corto, con cintas, arrastró un cubo de basura hasta un

lado de la calle. Al verla sintió un escalofrío por su gran parecido con Anna. Consu fuerte y afilado mentón, el pelo rubio paj izo y aquellos ojos azules muyseparados, parecía que Anna hubiera saltado desde su infancia en la década delos ochenta directamente hasta la brillante y plena mañana de aquel día.

Dejó el cubo de basura, cruzó el jardín en dirección a la puerta principal yvolvió a entrar. Una vez en el interior, se encontró con Jessica. La niña dejó lapuerta abierta, lo cual permitió a Jude y Mary beth ver a la madre y la hijajuntas.

Jessica McDermott Price tenía más estatura que la difunta Anna, su pelo eraun poco más oscuro y su boca estaba enmarcada por las arrugas que suelenacompañar a los labios siempre fruncidos. Vestía una blusa campesina, conmangas holgadas, de volantes, y una arrugada falda de flores estampadas,vestimenta que Jude supuso que tenía el propósito de proclamar que era unespíritu libre, una especie de hippy sencilla y comprensiva. Pero su cara habíasido cuidadosa y profesionalmente maquillada, demasiado, y lo que se podía verdel interior de la casa eran muebles oscuros, lustrados, costosos. La mujer librevivía muy bien. Eran la casa y el rostro de una ejecutiva de banca de cuarentaaños, no de una vidente.

Jessica entregó a la niña una mochila pequeña, de brillantes colores rosa ygranate, que hacía juego con la chaqueta y las zapatillas, así como con labicicleta que estaba fuera, y le dio un rápido beso en la frente. La pequeña salió,cerró la puerta con un alegre golpe y aceleró el paso por el jardín, mientras secargaba la mochila en los hombros. Pasó frente a Jude y Marybeth por el otrolado de la calle, y al hacerlo les lanzó una mirada curiosa. Arrugó la nariz, comosi hubiera descubierto desperdicios tirados en el jardín de algún vecino. Luego diovuelta a la esquina y desapareció.

En cuanto estuvo fuera de la vista, Jude empezó a sentir extraños picores en eltorso, bajo los brazos, y notó que un abundante sudor hacía que se le pegase lacamisa a la espalda.

—Allá vamos —dijo.Sabía que sería peligroso dudar, tomarse tiempo para pensarlo una vez más.

Bajó del coche. Angus saltó detrás de él. Mary beth salió por el otro lado.—Espera aquí —ordenó Jude.—Demonios, no.El hombre se dirigió al maletero.—¿Cómo vamos a entrar? —quiso saber Marybeth—. ¿Simplemente

llamamos a la puerta de entrada y le decimos: « Hola, hemos venido amatarla» ?

Levantó el capó y cogió una llave de cruz, de las que se usan para cambiar larueda del coche. Con ella señaló el garaje, que había quedado abierto. Cerró elmaletero y empezó a cruzar la calle. Angus corrió por delante, dio la vuelta,

volvió a adelantarse a la carrera, levantó una pata y orinó en un buzón.Todavía era temprano. El sol calentaba la nuca y el cuello de Jude. Sostenía

un extremo de la llave con el puño. Era la parte ajustable, el resto lo apoy aba enel interior del antebrazo, tratando de esconderla junto al cuerpo. Detrás de Judese cerró de golpe la puerta de un coche. Bon pasó corriendo junto a él. EntoncesMary beth llegó a su altura, casi sin aliento, trotando para mantener el paso rápidodel cantante.

—Jude. Jude. ¿Qué te parece si nosotros…, si simplemente tratamos de hablarcon ella? Tal vez podamos persuadirla… de que nos ay ude voluntariamente.Decirle que tú nunca…, nunca quisiste hacer daño a Anna. Que nunca quisisteque ella se matara.

—Anna no se suicidó, y su hermana lo sabe. No se trata de eso. Nunca se hatratado de eso. —Jude miró a Marybeth y vio que se había quedado unos pasosdetrás de él, mirándolo con una expresión de sorpresa y desaliento—. Siempre hahabido en esto mucho más de lo que imaginamos al principio. Desde luego, noestoy muy seguro de que nosotros seamos los villanos en esta historia.

Avanzó por el camino de entrada, con los perros moviéndose a ambos lados,como una guardia de honor. Miró rápidamente la fachada frontal de la casa, lasventanas con cortinas de encaje blancas y, dentro, la oscuridad. Era imposiblesaber si ella los estaba observando. No tardaron en llegar a la oscuridad delgaraje, donde había un descapotable de dos puertas, de color cereza, con placasque decían: « Hipnótico» , aparcado sobre un suelo de hormigón bien barrido.

Encontró la puerta de acceso a la casa, puso la mano sobre el pomo, inclinó lacabeza hacia dentro, y escuchó. La radio estaba encendida. La voz más aburridadel mundo decía que las acciones de rentabilidad segura estaban bajando, las deempresas tecnológicas también lo hacían y los títulos a largo plazo sedesplomaban… Luego escuchó tacones que golpeaban sobre las baldosas, al otrolado de la puerta, e instintivamente saltó hacia atrás. Pero era demasiado tarde.La puerta se abrió y allí estaba Jessica McDermott Price.

Estuvo a punto de chocar con él. La mujer no los había visto. Tenía las llavesdel coche en una mano y un bolso de colores llamativos en la otra. Cuando ellalevantó la vista, Jude la cogió por la pechera de la blusa y la empujó hacia elinterior sin darle tiempo a que pudiera reaccionar, ni siquiera para emitir unaprotesta.

Jessica retrocedió, a punto de caerse, intentando mantener el equilibrio sobrelos tacones. Se le torció un tobillo y el pie se salió de un zapato. Soltó el pequeño yllamativo bolso, que cay ó a sus pies. Jude lo hizo a un lado de una patada y siguióavanzando.

Atravesaron la estancia y entraron en una cocina llena de sol, que estaba enla parte de atrás de la casa. Fue entonces cuando las piernas de ella cedieron. Lablusa se le rompió al caer y los botones saltaron rebotando por todas partes. Uno

de ellos golpeó el ojo izquierdo de Jude…, que sintió como si le hubiese alcanzadoun ray o negro de dolor. Lagrimeó y parpadeó furiosamente para aclararlo.

La mujer se golpeó fuertemente contra la mesa colocada en el centro de lacocina, y se agarró del borde para frenar la caída. Los platos hicieron ruido. Laencimera estaba detrás de ella y la mujer permaneció cara a cara con Jude.Estiró la mano hacia atrás, sin mirar, y cogió un plato con la intención deromperlo sobre la cabeza, de su atacante cuando éste se acercaba. Lo hizo.

Jude apenas lo sintió. Era un plato sucio. Restos de tostadas y huevos revueltosvolaron por todas partes. El cantante estiró el brazo derecho y dejó que la llavede cruz para cambiar ruedas de coche se deslizara hasta cogerla por el mango y,sosteniéndola como si fuera un garrote, la golpeó en la rodilla izquierda, justodebajo del dobladillo de la falda.

La mujer cay ó, como si ambas piernas le hubieran sido arrancadas derepente. Cuando comenzó a levantarse, Angus la derribó otra vez al echarse sobreella. Con las patas delanteras parecía escarbar en el pecho de Jessica.

—Sal de ahí —ordenó Mary beth, y cogió a Angus por el collar. Lo arrastrócon tanta fuerza hacia atrás que le hizo girar sobre sí mismo, dando vueltasligeramente ridículas, con las patas moviéndose en el aire un instante, antes devolver a caer sobre ellas.

Angus intentó precipitarse sobre Jessica de nuevo, pero Mary beth lo sujetó.Bon entró en la habitación, dirigió una nerviosa mirada culpable a Jessica Price,y luego se dirigió a los trozos de plato roto y empezó a devorar una corteza detostada.

En la radio, una pequeña caja de color rosa colocada sobre la encimera de lacocina, se escuchaba una voz que sonaba como un murmullo: « Los clubes delectura infantil tienen éxito entre los padres, que consideran la palabra escrita unbuen recurso para proteger a sus hijos de los contenidos sexuales gratuitos y laviolencia explícita que saturan los videojuegos, los programas de televisión y laspelículas» .

La blusa de Jessica estaba rota y abierta hasta la cintura. Llevaba un delicadosostén de color melocotón, que dejaba expuesta la parte superior de los pechos,que subían y bajaban con la agitada respiración. Enseñó los dientes —¿estabasonriendo?— y se pudo ver que los tenía manchados de sangre.

—Si ha venido a matarme —le advirtió ella—, debe saber que no tengomiedo a la muerte. Mi padre estará en el otro lado para recibirme con los brazosabiertos.

—Seguro que está ansiosa esperando ese momento —replicó Jude—. Tengola impresión de que usted y él tenían una relación muy estrecha. Por lo menoshasta que Anna fue lo suficientemente mayor como para que él comenzara ahacer el amor con ella en lugar de con usted.

U

Capítulo37

no de los párpados de Jessica McDermott Price temblaba de manerairregular. Gotas de sudor pendían de sus pestañas, listas para caer. Los labios,pintados de un color rojo profundo, casi negro, seguían estirados, mostrando losdientes, pero ya no dibujaban una sonrisa. Era más bien una mueca queexpresaba rabia y confusión.

—Usted no tiene derecho a hablar de mi padre. Él estaba por encima deporquerías y despojos humanos como usted.

—Eso es verdad en parte —dijo Jude. El también respiraba agitadamente, yestaba un poco sorprendido por la serenidad de su propia voz—. El muerto yusted se buscaron serios problemas cuando se metieron conmigo. Dígame algo,¿usted le ayudó a matarla, para evitar que hablara sobre lo que le había hecho?¿Estuvo usted presente mientras su propia hermana se desangraba hasta morir?

—La mujer que regresó a esta casa no era mi hermana. No se parecía nadaa la Anna que yo conocía. Mi hermana y a estaba muerta cuando usted terminósu trabajo con ella. Usted la destruyó. La niña que volvió a nosotros llevabaveneno dentro. Había que oír las cosas que decía, las amenazas que profería.Quería enviar a nuestro padre a prisión. Deseaba mandarme a mí a la cárcel. Ymi padre no le tocó ni un maldito pelo de su cabeza desleal. Mi padre la quería.Era el mejor de los hombres, el mejor.

—A su padre le gustaba follar con niñas pequeñas. Primero usted, luegoAnna. Tuve esa asquerosa realidad delante de mis ojos todo el tiempo, pero noacerté a verla.

Al decir esas palabras se estaba inclinando sobre ella, amenazador. Se sentíaun poco mareado. La luz del sol entraba a través de la ventana, por encima delfregadero de la cocina. El aire era tibio, denso, y olía fuertemente al perfume deJessica, a jazmín. Más allá de la cocina, una puerta corredera de vidrio estabaparcialmente abierta y daba a un porche techado en la parte de atrás, con suelode madera de pino y presidido por una mesa cubierta con un mantel de encaje.Un gato de pelo largo, gris, observaba con temor, con el lomo erizado y las uñasmedio sacadas. La radio seguía siendo un runrún que ahora hablaba de cosas quese podían descargar de Internet. Era como el zumbido de las abejas en una

colmena. Una voz como aquélla era capaz de dormir a cualquiera.Jude miró hacia la radio, con ganas de darle un golpe con la llave de cruz

para silenciarla. Entonces vio la fotografía que estaba al lado del aparato y seolvidó de su intención de apagar la radio. Era una fotografía de unos quince portreinta centímetros, colocada en un marco de plata. Craddock sonreía desde ella.Llevaba su traje negro, con los botones del tamaño de un dólar de plata brillandoen la chaqueta. Tenía una mano puesta sobre su sombrero de fieltro, como siestuviera a punto de levantarlo para saludar. La otra mano reposaba sobre elhombro de una niña pequeña, de frente ancha y ojos azules bien separados, lahija de Jessica, que tanto se parecía a Anna. La cara de la pequeña, bronceadapor el sol en la fotografía, era inexpresiva e inmutable, el rostro de alguien queespera salir de un ascensor que agobia por demasiado lento. Era una expresiónpor completo carente de sentimientos. Tal ademán hacía que la niña se parecieramás a Anna, cuando ésta se encontraba en el punto máximo de una de susdepresiones. La enorme semejanza perturbaba a Jude.

Aprovechando su distracción, Jessica se estaba arrastrando hacia atrás por elsuelo, intentando poner más distancia entre los dos. Cuando vio que trataba deapartarse, Jude la cogió por la blusa otra vez, y voló otro botón. La camisa de lamujer colgaba de sus hombros, abierta hasta la cintura. Con el dorso de uno delos brazos, Jude se secó el sudor de la frente. Era un simple respiro. No habíaterminado de hablar todavía.

—Anna nunca entró en detalles, pero me contó que había sufrido abusossexuales cuando era pequeña. Se esforzaba tanto por evitar cualquier pregunta,que resultaba obvio. En la última carta que me escribió, confesaba que estabacansada de guardar sus terribles secretos, que no podía soportarlo más. A primeravista, parecían palabras de una persona con impulsos suicidas. Tardé un tiempoen darme cuenta de lo que realmente quería decir. Anhelaba sacar a la luz lasverdades que había escondido tanto tiempo en su interior. Contar cómo supadrastro la ponía en trance, y así él podía hacer lo que quisiera con ella. Era unbuen hipnotizador, pero nadie es perfecto… Podía hacerle olvidar lo ocurridodurante un tiempo, pero le resultaba imposible eliminar completamente losrecuerdos de lo sucedido. Todo reaparecía cada vez que Florida sufría uno de susataques emocionales. Al final, siendo ya una adolescente, supongo, ella lo vio,comprendió lo que él había hecho. Anna pasó muchos años huyendo de esaterrible verdad. Escapando de él. Pero y o la puse en el tren y la envié de regreso,con lo que terminó otra vez ante su verdugo. Llegó y vio lo viejo que estaba, locerca de la muerte que se encontraba el monstruo. Y tal vez decidió que ya notenía por qué seguir huyendo. —Jude había pensado mucho en el asunto. No teníaintención de guardarse nada—. Así que amenazó con contar lo que Craddockhabía hecho. ¿No es cierto? Dijo que se lo contaría a todo el mundo, que haríaque la ley cay ese sobre él. Por eso la mató. La puso en trance una vez más y le

cortó las venas en el baño. Se las rajó y observó tranquilamente cómo sedesangraba, se sentó allí y vio cómo se le iba la vida…

—Basta ya de decir esas cosas de él —exclamó Jessica, con voz aguda,punzante, chillona—. Aquella última noche fue terrible. Las cosas que le hizo y ledijo fueron horribles. Le escupió. Trató de matarlo, intentó empujarlo para quese cayese por las escaleras; a él, un anciano débil. Nos amenazó, a todos nosamenazó. Dijo que nos iba a quitar a Reese. Juró que usaría el dinero y losabogados que usted podía proporcionarle para enviar a mi padre a la cárcel.Rezumaba odio.

—Entonces él hizo lo que tenía que hacer, ¿no? —resumió Jude—. Fueprácticamente en defensa propia.

Una rara expresión asomó a las facciones de Jessica y desapareció tanrápidamente que él pensó que quizá sólo se lo había imaginado. Pero la realidadfue que, por un instante, las comisuras de sus labios parecieron temblar, en unaespecie de sonrisa sucia, perspicaz y atroz. La mujer se enderezó. Cuando volvióa hablar, su tono era el de una conferenciante, más que el de una persona furiosay acorralada.

—Mi hermana estaba enferma. Se sentía confundida. Hacía tiempo que teníatendencias suicidas. Anna se cortó las venas en la bañera, tal como todossabíamos siempre que acabaría haciendo, y no hay nadie que pueda decir locontrario.

—Anna dice otra cosa —informó Jude, y cuando vio la confusión queasomaba en el rostro de Jessica, remató el comentario—: Últimamente he estadorecibiendo la visita de toda clase de muertos. ¿Sabe usted que nunca ha tenidodemasiado sentido lo que hizo? Si quería enviarme un fantasma paraperseguirme, ¿por qué no mandarla a ella? Si la muerte de Anna era culpa mía,¿por qué enviar al padre? Pero su padrastro no me persigue por lo que hice yo.Me persigue por lo que hizo él.

—De todos modos, ¿quién es usted para decir que nuestro padre era unpederasta? ¿Cuántos años le lleva usted a esa puta que tiene detrás? ¿Treinta?¿Cuarenta?

—Tenga cuidado —advirtió Jude, apretando la mano sobre la llave de cruzque aún empuñaba.

—Mi padre se merecía que le diéramos cualquier cosa que nos pidiera —continuó Jessica. Ya no podía callarse—. Yo siempre entendí eso. Mi hija tambiénlo comprendió. Pero Anna hizo que todo fuera sucio, horrible, y lo trató como aun violador, cuando él no le había hecho a Reese nada que ella no quisiera. Annahabría estropeado los últimos días de nuestro padre en esta tierra, sólo para volvera estar con usted, para conseguir que se preocupara de nuevo por ella. Y ahora,y a ve usted adonde lo ha llevado todo esto. A poner a la gente contra sus familias.A meter las narices donde no pinta nada, donde no debe.

—Oh, Dios mío —intervino Mary beth—. Si ella está diciendo lo que piensoque está diciendo, es la conversación más repugnante que he escuchado jamás.

Jude puso la rodilla entre las piernas de Jessica y la empujó contra el suelocon la mano herida.

—Basta ya. Si escucho una palabra más sobre lo que su padrastro se merecíay cuánto las quería a todas ustedes acabaré vomitando. ¿Cómo me deshago de él?Dígame lo que tengo que hacer para que desaparezca y nos iremos de aquí parasiempre. Ahí terminará todo.

Jude dijo todo esto sin estar seguro de si sería capaz de cumplir su parte deltrato.

—¿Qué ha pasado con el traje? —quiso saber Jessica.—¿Qué mierda importa eso?—Ha desaparecido, ¿no? Usted compró el traje del muerto, y ahora ha

desaparecido, y no pueden deshacerse de él. Todas las ventas son irrevocables.No hay devoluciones, especialmente si la mercancía ha sido deteriorada. No haynada que hacer. Usted está muerto. Usted y esa puta que lo acompaña. No pararáhasta que usted esté bajo tierra.

Jude se inclinó hacia delante, le puso la llave de cruz en el cuello y apretó unpoco. La mujer comenzó a ahogarse.

—No. No acepto eso —replicó Jude—. No me lo creo. Tiene que haberalguna solución, si no… ¡Quíteme las manos de encima, mierda!

Las manos de Jessica estaban tirando de la hebilla de su cinturón. Él se apartóal sentir que la mujer le tocaba, retirando sin querer la llave de cruz de sugarganta. Jessica se echó a reír.

—Vamos. Ya me ha arrancado la blusa. ¿Nunca ha soñado con la posibilidadde presumir de haberse follado a dos hermanas? —preguntó ella—. Seguro que asu amiguita le gustaría mirar.

—No me toque.—Escúcheme, gran hombre fuerte. Gran estrella de rock. Usted me tiene

miedo a mí, le tiene miedo a mi padre y tiene miedo de sí mismo. Bien. Tienerazón al sentir tantos temores. Usted va a morir. Por su propia mano. Puedo verlas marcas de la muerte sobre sus ojos. —Dirigió la mirada a Mary beth—.También las veo en ti, cariño. Tu novio te va a matar antes de suicidarse, y tú losabes. Me gustaría estar presente en el momento en que eso ocurra. Meencantaría ver cómo lo hace. Espero que te haga picadillo, espero que haga miltajos en tu carita de puta…

En un instante, la llave que Jude usaba como arma estuvo otra vez sobre elcuello de Jessica, y él apretó con toda la fuerza que pudo. Jessica abrió los ojosdesmesuradamente, y su lengua salió de la boca. Trató de incorporarse sobre loscodos. El hombre la empujó con fuerza hacia abajo, haciendo que su cabeza segolpeara con el suelo.

—¡Jude! —gritó Mary beth—. ¡No lo hagas, Jude!Aflojó la presión que ejercía sobre la llave, con lo que Jessica pudo volver a

respirar y gritó. Era la primera vez que gritaba. Jude volvió a apretar, esta vezpara interrumpir el grito.

—El garaje —ordenó Jude.—¡Jude!—Cierra la puerta del garaje. Todos los vecinos van a oírla, si no cierras.Jessica trató de arañarle la cara. Pero los brazos de él eran más largos que los

de la mujer. Se apartó de las manos de Jessica, que se habían transformado engarras. Por segunda vez golpeó el suelo con la cabeza de su prisionera.

—Si vuelve a gritar, la mataré a golpes aquí mismo. Ahora voy a retirarle lallave de la garganta, y será mejor que empiece a hablar, que me diga cómodeshacerme de esa cosa. ¿Qué tal si se comunica con él directamente? ¿Podríahacerlo con un tablero de ouija o algo por el estilo? ¿Puede conseguir usted que sevaya?

Aflojó la presión de nuevo, y ella gritó por segunda vez… Fue un grito largo ypenetrante, que al final se disolvió en una carcajada. Jude le dio un puñetazo en elplexo solar y la dejó sin aire, haciéndola callar.

—Jude —insistió Marybeth desde atrás. Había ido a cerrar la puerta delgaraje y en ese momento regresaba.

—Luego.—Jude.—¿Qué? —Reaccionó, girando el torso para lanzarle una mirada furiosa.En una mano Mary beth tenía el bolso brillante y colorido, más o menos

cuadrado, de Jessica Price. Lo levantó para que él lo viera. Pero en realidad noera un bolso, sino un recipiente para llevar el almuerzo, con una foto de lamodelo y cantante Hillary Duff en un lado.

Jude seguía mirando a Mary beth, que mostraba el recipiente para llevarcomida. Estaba confundido, no comprendía por qué quería ella que mirase aquelobjeto, por qué era tan importante. Además, llevaba en alto la otra mano, sinnada. ¿Por qué? En ese momento Bon empezó a ladrar. Era un fuerte ladrido, queparecía surgir de lo más profundo de su pecho. Cuando Jude giró la cabeza paraver a qué o por qué estaba ladrando, escuchó otro ruido, un clic agudo, metálico,el inconfundible ruido de alguien que amartilla una pistola.

La niña, la hija de Jessica Price, había entrado por la puerta acristalada delporche. En realidad había encañonado a Marybeth, y por eso iba brazos en alto.Jude ignoraba de dónde podía haber salido el arma. Era un enorme Colt 45, conincrustaciones de marfil y un cañón largo, una pistola tan pesada que la niñaapenas podía sostenerla. Miraba atentamente desde debajo del flequillo. Una gotade sudor le iluminaba el labio superior. Cuando habló, fue con la voz de Anna,pero lo que más sorprendía era la tranquilidad que rezumaba.

—Apártese de mi madre —dijo.

E

Capítulo38

l hombre de la radio seguía hablando: « ¿Cuál es la exportación másimportante de Florida? Uno podría decir que son las naranjas, pero seequivocaría» .

Por un momento, la suya fue la única voz que se escuchó en la habitación.Mary beth sostenía a Angus por el collar y trataba de frenarlo, tarea nada fácil. Elperro tiraba hacia delante con toda su considerable voluntad y todos susmúsculos, y Marybeth debía apoyarse con fuerza en los talones para impedir queescapara. El animal comenzó a gruñir. Fue como un sordo trueno, bajo yentrecortado, un mudo pero perfectamente elocuente mensaje de amenaza. Elgruñido hizo que Bon ladrara otra vez, un explosivo ladrido tras otro.

Marybeth fue la primera en romper el silencio.—No necesitas usar eso. Nos marchamos. Vamos, Jude. Salgamos de aquí.

Ay údame con los perros y vamonos.—¡Vigílalos, Reese! —gritó Jessica—. ¡Han venido a matarnos!Jude cruzó la mirada con Marybeth e hizo un gesto en dirección a la puerta

del garaje.—Salgamos de aquí. —Se puso de pie, una rodilla cruj ió recordándole que

empezaba a tener las articulaciones viejas y hubo de apoy arse en la encimerapara sostenerse. Luego miró a la niña directamente a los ojos, sobre la pistola decalibre 45 que le apuntaba a la cara.

—Sólo quiero sujetar a mi perro —explicó—. Y no os molestaremos más.Bon, ven aquí.

La perra ladraba y ladraba sin parar, en el espacio que había entre Jude yReese. El cantante dio un paso hacia ella para buscar su collar y sujetarla.

—¡No dejes que se te acerque demasiado! —gritó Jessica—. ¡Tratará dequitarte el arma!

—¡Retroceda! —ordenó la niña.—Reese —dijo él, usando su nombre de pila para calmarla y generar

confianza. Jude tenía alguna práctica en el terreno de la persuasión psicológica—.Voy a dejar esto —mostró la llave de cruz para que ella pudiera verla. Luego la

dejó sobre la repisa—. Ahí está. Ahora tú tienes una pistola y yo estoydesarmado. Sólo quiero a mi perro.

—Vamonos, Jude —dijo Marybeth—. Bonnie nos seguirá. Salgamos de aquí.Marybeth estaba ya en el garaje, mirando hacia atrás a través de la puerta.

Angus ladró por primera vez. El sonido resonó en el suelo de hormigón y el altotecho.

—Ven conmigo, Bon —la llamó Jude, pero Bon hizo caso omiso de él, y encambio dio un nervioso y pequeño salto hacia Reese.

Los hombros de la niña se movieron, al encogerse por el susto. Durante unmomento, giró el arma para apuntar a la perra, pero enseguida la volvió haciaJude, quien dio otro paso para acercarse a Bon. Estaba casi lo suficientementecerca como para alcanzar el collar.

—¡Aléjese de ella! —gritó Jessica y Jude percibió un movimiento en el bordede su campo visual.

La hermana de su antigua novia estaba gateando por el suelo, y cuando Judese volvió, la mujer se puso de pie y cayó sobre él. El hombre vio el reflejo dealgo suave y blanco en una mano. No supo qué era hasta que lo tuvo en la cara.Era una daga de porcelana, o mejor dicho un ancho trozo del plato roto, que elladirigió al ojo de su enemigo, pero éste movió la cabeza y sólo alcanzó a herirloen la mejilla.

Jude alzó el brazo izquierdo y le dio un codazo en la mandíbula. Arrancó eltrozo de plato roto de su cara y lo arrojó lejos. Con su otra mano encontró la llavede cruz sobre el mueble de la cocina y notó que un instante después producía unruido sordo, sólido y sustancioso. Vio que los ojos de Jessica se abrían hastaquerer salirse de las órbitas.

—¡No, Jude, no! —gritó Marybeth.Él giró sobre sí mismo y se agachó cuando ella gritó. Tuvo tiempo de ver a la

niña, con rostro de sobresalto y grandes ojos afligidos. Y entonces el arma quetenía en las manos se disparó. El ruido fue ensordecedor. Un florero, lleno deguijarros y con algunas orquídeas blancas artificiales, explotó en la encimera dela cocina. Trozos de vidrio y pequeñas piedras volaron por el aire alrededor de él.

La pequeña retrocedió, dando trompicones. Se le enganchó el talón en elborde de una alfombra y casi se cayó al suelo, Bon saltó hacia ella. Reese sehabía enderezado, y cuando la perra la golpeó, lo hizo con tanta fuerza que laderribó y el arma volvió a dispararse.

La bala le dio a Bon abajo, en el abdomen, e hizo que su parte trasera saltarapor el aire. El salto se convirtió en una extraña vuelta completa. Rodó y se golpeócontra las puertas del armario, debajo del fregadero. Tenía los ojos muy abiertosy sólo se veía la parte blanca de ellos. Su boca también había quedado muyabierta. Entonces el perro negro de humo que había dentro del animal surgióentre sus mandíbulas, como un genio saliendo de una lámpara árabe, y atravesó

a toda velocidad la habitación, pasando junto a la niña, para salir al porche.La gata que estaba echada sobre la mesa lo vio llegar, y chilló mientras su

pelo se erizaba en el lomo. Se echó a la derecha cuando el perro de humo negrorebotó sobre la mesa casi sin tocarla. La sombra de Bon echó una rápida miradaal rabo de la gata y luego saltó. Cuando el espíritu de Bon llegó al suelo, atravesóun intenso rayo de temprano sol matutino, y desapareció en un abrir y cerrar deojos.

Jude se quedó mirando el lugar por el que el increíble perro de sombra negrahabía desaparecido. Demasiado confuso como para actuar, durante unosmomentos pareció paralizado. Sólo era capaz de sentir. Y lo que sintió fue laemoción del asombro, un pasmo tan intenso que pareció una especie de descargaeléctrica. Sintió que había tenido el honor de vislumbrar algo hermoso y eterno.

Y luego miró el cuerpo muerto de Bon, y a sin alma. La herida en suabdomen era un espectáculo horrible, una abertura ensangrentada, un nudo azulde intestinos desparramados. La larga cinta rosada de su lengua caíaobscenamente de la boca. No parecía posible que el disparo la hubiera abierto tancompletamente, de modo que no debió morir por el tiro, sino que había sidodestripada. Había sangre por todos lados, en las paredes, los armarios, sobre él,derramándose en el suelo en un charco oscuro. Bon y a estaba muerta cuandochocó con el suelo. La visión de la perra le producía otra especie de choqueeléctrico, una formidable sacudida para sus terminales nerviosas.

Jude volvió la mirada incrédula a la niña. Se preguntó si la pequeña habríavisto al perro de humo negro cuando pasó corriendo junto a ella. Estuvo a puntode preguntárselo, pero no pudo hablar. Momentáneamente, se había quedado sinpalabras. Reese se incorporó sobre los codos, apuntándole con el Colt 45 en unamano.

Nadie habló ni se movió, y en aquel silencio se oy ó claramente la voz de laradio:

« Los caballos salvajes del Parque Nacional de Yosemita, en California, estánhambrientos después de meses de sequía y los expertos temen que muchosmorirán si no se toman medidas rápidas. Tu madre morirá si no le disparas. Túmorirás» .

Reese no dio ninguna muestra de haber escuchado lo que el hombre de laradio estaba diciendo. Tal vez fuera así. Al menos de forma consciente, no leescuchaba. Jude miró hacia la radio. En la fotografía colocada junto al aparato,Craddock todavía tenía la mano sobre el hombro de Reese, pero ahora sus ojoshabían sido tachados con los garabatos de la muerte.

La voz de la radio insistió:« No dejes que se te acerque más. Está aquí para mataros a las dos.

Dispárale, Reese. Dispárale» .Tenía que hacer callar la radio. Se arrepentía de no haber seguido su impulso

de aplastarla un rato antes. Se volvió hacia la encimera, moviéndose demasiadorápidamente, y su tacón se deslizó, resbalando con la sangre del suelo, con unchirrido agudo. Se tambaleó y dio un paso desequilibrado hacia atrás, endirección a Reese. Los ojos de la niña se abrieron alarmados cuando él setambaleó hacia ella. Jude levantó la mano derecha, en un ademán cuy a intenciónera la de calmar, tranquilizar, hasta que en el último momento se dio cuenta deque estaba esgrimiendo la llave de cruz para cambiar neumáticos, y que a ella ledaría la impresión de que la usaba para atacarla. Todo ocurrió en una fracción desegundo.

La niña apretó el gatillo y la bala golpeó en la llave, que, con un resonanteruido metálico, giró y le arrancó el dedo índice. Una lluvia de finas gotas desangre caliente cayó sobre su cara. Volvió la cabeza y miró con la boca abiertasu propia mano, tan asombrado por la desaparición del dedo como antes por elmilagro del perro negro que se había desvanecido. Era la mano con la que hacíalos acordes. Casi todo el dedo había desaparecido. Aún sostenía la llave de cruzcon lo que le quedaba de mano. La soltó. Cayó al suelo con sonido de campana.

Mary beth gritó su nombre, pero la voz sonó tan lejana que bien podía haberestado en la calle. Apenas podía oírla entre el zumbido de sus oídos. Sintió que sucabeza se volvía peligrosamente ligera. Necesitaba sentarse. Pero no se sentó.Puso la mano izquierda sobre la encimera y empezó a dar marcha atrás,retirándose lentamente en dirección a Marybeth y el garaje.

La cocina olía a pólvora quemada, a metal caliente. Mantuvo la manoderecha alzada, apuntando al techo. El muñón de su dedo índice no sangrabademasiado. La sangre mojó la palma de su mano, chorreando por el interior delbrazo, pero era un goteo lento, y eso le sorprendió. Tampoco el dolor eraexcesivo. Lo que sentía era más bien una desagradable sensación de presiónconcentrada en el muñón. No notaba en absoluto el corte que tenía en la cara.Miró al suelo y vio que iba dejando un rastro de gruesas gotas de sangre y rojashuellas de botas.

Su visión parecía aumentada y distorsionada, como si llevara una pecera enla cabeza. Jessica Price estaba de rodillas, con las manos en el cuello. Tenía lacara amoratada e hinchada, como si estuviera sufriendo una grave reacciónalérgica. Casi se rió. ¿Quién no era alérgico a una barra de metal aplicada en elcuello y en el rostro? En ese momento pensó que se las había apañado paraherirse las dos manos en el espacio de apenas tres días, y luchó contra unanecesidad casi compulsiva de reírse tontamente. Tendría que aprender a tocar laguitarra con los pies.

Reese le miró a través de la nube de humo sucio de pólvora, con los ojos muyabiertos y asombrados…, y de algún modo compungidos. El arma estaba en elsuelo, junto a ella. Movió la vendada mano izquierda hacia ella, aunque nisiquiera estaba seguro de cuál era el propósito de ese gesto. Tenía la vaga idea de

que estaba tratando de tranquilizarla, diciéndole que él estaba bien. Le preocupólo pálida que parecía la niña. Esa criatura nunca superaría aquellos terriblessucesos, y no tenía la culpa de nada.

Entonces Mary beth le cogió del brazo. Estaban en el garaje. No, estabanfuera del garaje, bajo el blanco resplandor del sol. Jude casi se cayó al suelocuando Angus le puso las patas delanteras sobre el pecho.

—¡Fuera! —gritó Mary beth, y su voz aún parecía venir de muy lejos.Jude quería sentarse, por encima de cualquier otra cosa… Allí mismo, en la

entrada, donde pudiera recibir el sol en la cara.—No —ordenó Mary beth cuando él empezó a dejarse caer hacia el

hormigón del suelo—. No. Al coche. Vamos. —Tiraba de su brazo con ambasmanos, para mantenerlo de pie.

Él se balanceó, avanzó trastabillado hacia ella, puso un brazo sobre el hombrode la chica y ambos se dejaron llevar por la inclinación del camino de acceso,como un par de adolescentes ebrios en la fiesta de graduación que trataran debailar el Stairway de Led Zepellin. Esta vez él sí se rió. Mary beth lo miró conterror.

—Jude. Tienes que colaborar. No puedo llevarte. No lo lograremos si te caes.El tono de súplica de su voz le preocupó, y se propuso hacer mejor las cosas.

Respiró hondo, para reponerse, y fijó la vista en sus botas. Se concentró en eltrabajo de hacerlas avanzar. El pavimento que había debajo de sus pies era difícilde atravesar. Se sentía como si tratara de caminar por un trampolín en estado deembriaguez. La tierra parecía doblarse y tambalearse debajo de él, y el cielo seinclinaba peligrosamente.

—Al hospital —dijo ella.—No. Tú sabes por qué.—Tengo que llevarte…—No tienes que hacerlo. Detendré la hemorragia.¿Quién le estaba respondiendo? El sonido era el de su propia voz,

asombrosamente razonable.Jude levantó la vista, vio el Mustang. El mundo giraba a su alrededor, veía un

calidoscopio de jardines demasiado verdes, canteros de flores, la blanca caraaterrorizada de Mary beth. Se encontraba tan cerca que su nariz estabaprácticamente metida en el remolino oscuro y flotante de su pelo. Aspiróprofundamente, para disfrutar de su dulce y alentador aroma, pero seestremeció, sorprendido por el fuerte olor a pólvora y a perro muerto.

Dieron la vuelta alrededor del automóvil y ella lo dejó caer sobre el asientodel acompañante. Luego, Georgia fue a la parte delantera del Mustang, cogió aAngus por el collar y empezó a arrastrarlo hacia la puerta del conductor.

Estaba tratando de abrirla cuando la camioneta de Craddock salióruidosamente del garaje, con los neumáticos girando violentamente sobre el

suelo, echando un humo grasiento. Craddock estaba detrás del volante. Lacamioneta se salió del camino de acceso a la casa y atravesó el césped con unruido sordo. Chocó con estrépito contra la cerca de estacas, derribándola sobre laacera, para luego seguir hasta la calle.

Marybeth soltó a Angus y se arrojó sobre el capó del automóvil, deslizándosesobre el abdomen, justo antes de que la camioneta de Craddock se estrellaracontra un lado del Mustang. La fuerza del impacto lanzó a Jude hacia la puertadel lado del acompañante. La colisión hizo girar el Mustang, de modo que la partede atrás quedó en medio de la calle y la de delante se subió encima del bordillo,con tal brusquedad que Marybeth fue catapultada desde el capó hasta el suelo. Lacamioneta había golpeado el automóvil con un extraño ruido de plásticoaplastado, mezclado con agudos ladridos.

Los trozos de vidrio roto cayeron tintineando sobre la calle. Jude levantó lavista y vio el descapotable de color cereza de Jessica McDermott Price en lacalle, junto al Mustang. La camioneta había desaparecido. En realidad nuncahabía estado allí. El blanco globo del airbag se había desplegado sobre el volante,y Jessica estaba sentada allí, con la cabeza entre las manos.

Jude sabía que debería estar sintiendo algo —alguna urgencia, algunasensación de alarma—, pero sólo se sentía somnoliento, atontado. Tenía los oídostaponados, y tragó varias veces para destaponarlos, para liberarlos.

Salió por la puerta del acompañante, para ver qué le había ocurrido aMarybeth. En ese momento la chica estaba sentándose en la acera. No habíarazón para preocuparse. Se encontraba bien. Parecía tan aturdida como Jude,pestañeando a la luz del sol, con un gran rasguño en la punta de la barbilla y elpelo cay éndole desordenadamente sobre los ojos. Pero nada más. Miró haciaatrás, hacia el descapotable. La ventanilla del conductor estaba bajada —o habíacaído a la calle— y la mano de Jessica colgaba, blanda, hacia fuera. El resto dela mujer yacía dentro, invisible.

En algún lugar, alguien empezó a gritar. Sonaba lo que parecía el llanto de unaniña. Estaba llamando a su madre a gritos.

Sudor, o tal vez sangre, goteaba en el ojo derecho de Jude, y escocía. Levantóla mano derecha para enjugarlo y se rozó la frente con el muñón de su dedoíndice. Sintió como si hubiera metido la mano en una parrilla caliente. El dolorrecorrió todo el brazo y llegó hasta el pecho, donde se convirtió en otra cosa, enuna falta de aliento y en hormigueo helado detrás del esternón. Era una sensaciónterrible y de alguna manera fascinante.

Marybeth pasó tambaleándose por la parte delantera del Mustang y abrió lapuerta del conductor, que hizo un ruido de metal doblado. Llevaba en los brazosalgo que parecía un enorme bolso marinero de color negro. El bolso estabagoteando. No…, no era un bolso marinero…, era. Angus. Movió el asiento delconductor hacia delante y dejó el inerte animal en el asiento de atrás, antes de

subir.Jude se volvió cuando ella puso en marcha el coche. Ambos sentían una

profunda necesidad de mirar atrás, a su perro, y a la vez deseaban condesesperación no hacerlo. Angus levantó la cabeza para mirarlo con ojosvidriosos, húmedos, inyectados en sangre. Gemía casi sin hacer ruido. Sus patastraseras estaban destrozadas. Un hueso rojo asomaba, atravesando la piel de unade ellas, justo por encima de la articulación.

Jude pasó su mirada de Angus a Marybeth. Ella mantenía firme y alta subarbilla herida; los labios eran una fina y horrorizada línea. Las vendas de sumano derecha, en terrible estado, estaban empapadas. ¡Vaya con ellos y susmanos! A ese paso tendrían que acariciarse con garfios cuando todo aquellohubiera terminado.

—Mira cómo estamos los tres —observó Jude—. ¿No formamos un tríolamentable? —Tosió. La sensación de tener clavados alfileres y agujas en supecho estaba disminuyendo…, pero muy lentamente.

—Buscaré un hospital.—Nada de hospitales. Vamos a la carretera.—Podrías morir si no vamos a un hospital.—Si vamos a un hospital, seguramente moriré, y tú también. Craddock

terminará con nosotros fácilmente. Mientras Angus esté vivo, tenemos algunaposibilidad de sobrevivir.

—¿Qué puede hacer Angus…?—Craddock no le tiene miedo al perro. Le tiene miedo al perro que hay

dentro del perro.—¿De qué estás hablando, Jude? No comprendo.—Vamos. Puedo detener la hemorragia del dedo. Es sólo un dedo. Vamos a la

autopista. Marchemos al oeste. —Alzó la mano derecha, a un lado de la cabeza,para disminuir la velocidad de la hemorragia. En ese momento estabacomenzando a pensar. Aunque no tenía que pensar mucho para saber adonde sedirigían. Iban al único lugar al que podían ir.

—¿Qué mierda hay al oeste? —preguntó Marybeth.—Luisiana —respondió—. El hogar.

E

Capítulo39

l maletín de primeros auxilios que los había acompañado desde Nueva Yorkestaba en el suelo, en la parte de atrás del coche. Sólo quedaban un pequeño rollode gasa, unas pinzas y varias dosis de Motrin, el poderoso calmante muscular, enenvases difíciles de abrir. Cogió primero el analgésico, abrió el envaserompiéndolo con los dientes y se tragó en seco los seis comprimidos, 1200miligramos. No era suficiente. Todavía sentía la mano como si fuera un montónde hierro caliente apoyado en un yunque, donde era lenta pero metódicamenteaplastado a martillazos.

Al mismo tiempo, el dolor mantenía a raya la nubosidad mental, era unflotador para mantenerse a salvo, consciente, una cuerda que lo sujetaba almundo real: la autopista, los carteles verdes con los kilometrajes, el zumbido delaire acondicionado.

Jude no sabía cuánto tiempo lograría mantener clara la cabeza, y quería usarel que le quedara para explicar las cosas. Habló vacilando, con los dientesapretados, mientras se colocaba la venda dándole vueltas a la mano herida.

—La granja de mi padre está justamente al cruzar el límite de Luisiana, enMoore's Corner. Podemos llegar allí en menos de tres horas. No voy adesangrarme en sólo tres horas. El viejo está enfermo, casi siempre inconsciente.Hay una anciana allí, una tía política, por matrimonio, que es enfermeraprofesional. Ella lo cuida. Está registrada en el colegio de enfermeras. Haymorfina. Para los dolores de mi padre. Y habrá perros. Creo que tiene… Malditasea. Madre mía. Maldición. Dos perros. Pastores alemanes, como los míos.Salvajes. Malditos animales.

Cuando se terminó la gasa, la sujetó, ajustándola con un imperdible. Usó losdedos del pie para quitarse las botas. Tuvo que hacer un gran esfuerzo. Puso uncalcetín sobre la mano derecha. Envolvió el otro alrededor de la muñeca y loanudó con fuerza, para hacer más lenta la circulación, pero no para detenerla.Miró detenidamente el guiñapo en que se había convertido su mano y trató depensar si podría aprender a hacer acordes sin el dedo índice. Siempre le quedaríael recurso de tocar la guitarra con slide. O podía volver a usar la izquierda, comohacía cuando era niño. El solo hecho de pensarlo hizo que comenzara a reírse

otra vez. Parecía un loco.—Basta —dijo Marybeth.Apretó los dientes con fuerza y se obligó a dejar de reír. Tenía que admitir

que se comportaba de una manera extraña, que no resultaba normal para sucompañera.

—¿Crees que no llamará a la policía esa vieja tía tuya? ¿No te parece que seempeñará en llamar a un médico para que te vea? ¿No dices que es enfermera?

—No lo hará.—¿Por qué no?—No se lo vamos a permitir.Marybeth no dijo nada durante un rato, después de oír aquello. Condujo

tranquilamente, de forma automática, pasando de un carril a otro correctamenteal adelantar a otros vehículos, para continuar a una velocidad de crucero de nomás de ciento diez o ciento quince kilómetros por hora. Sostenía el volante concuidado, con su mano izquierda, blanca, arrugada, lastimada, y no lo tocaba deninguna manera con la infectada mano derecha.

Finalmente, Georgia habló:—¿Cómo crees que terminará todo esto?Jude no tenía respuesta para semejante pregunta. El que respondió fue Angus.

Lo hizo con un suave y doliente quej ido.

J

Capítulo40

ude trataba de mantener vigilado el camino que quedaba detrás de ellos, atentoa la policía, o a la furgoneta del muerto, pero a primera hora de la tarde no pudomás, apoy ó la cabeza contra la ventanilla lateral y cerró los ojos por unmomento. Los neumáticos producían un sonido hipnótico, un murmullomonótono. El aparato de aire acondicionado, que nunca antes había hecho ruidos,emitía ronroneos regulares. Los ventiladores vibraban furiosos durante unmomento, para luego, cíclicamente, quedar en silencio. Eso también tenía unefecto hipnótico.

Había pasado meses reconstruyendo el Mustang, y Jessica McDermott Pricelo había convertido en chatarra otra vez en apenas un instante. Le había hechocosas que él pensaba que sólo les ocurrían a los personajes de las canciones delOeste: destrozó su automóvil, machacó a sus perros, le hizo huir de su casa paraconvertirlo en un fuera de la ley. Casi era gracioso. Tal vez dejarlo a uno sin undedo y un cuarto de litro de sangre podía ser estimulante para el sentido delhumor.

No. No era gracioso. Era importante no reírse otra vez. No quería asustar aMary beth, no quería que ella pensara que estaba perdiendo la cabeza.

—Usted está loco —dijo Jessica Price—. Usted no va a ninguna parte. Ustednecesita tranquilizarse. Le daré algo para que se relaje, y hablaremos.

Al oír el sonido de su voz, Jude abrió los ojos.Estaba sentado en un sillón de mimbre, contra la pared, en el oscuro pasillo

del piso de arriba de la casa de Jessica Price. Nunca había visto la planta superiorde aquella vivienda, no había llegado a entrar hasta ese lugar, pero de todasmaneras supo de inmediato dónde estaba. Se daba cuenta gracias a lasfotografías, por los enormes retratos enmarcados que colgaban de las paredes deoscuros paneles de madera. Uno era una foto de Reese, tomada con filtro difusor,en la escuela, cuando tenía ocho años. Posaba delante de una cortina azul ysonreía, dejando ver unos metálicos aparatos de ortodoncia en los dientes. Lasorejas sobresalían, dándole un aspecto ridículo.

El otro retrato era más viejo y sus colores estaban ligeramente desteñidos. Seveía a un capitán, tieso como un palo, de hombros cuadrados, quien, con su

alargada y delgada cara, sus ojos cerúleos y su ancha boca de labios finos, teníamás que un ligero parecido con Charlton Heston. La mirada de Craddock en esafotografía era distante y arrogante al mismo tiempo. Pura disciplina.

El pasillo daba, a la izquierda de Jude, a la amplia escalera central que subíadesde el vestíbulo. Anna estaba subiendo y Jessica la seguía de cerca, detrás deella. Anna estaba sofocada, demasiado flaca. Los huesos de las muñecas y loscodos sobresalían debajo de la piel, y la ropa le quedaba excesivamente grande.Ya no era gótica. Nada de maquillaje, ni pintura negra en las uñas. Nada dearetes o anillos en la nariz. Llevaba puesta una túnica blanca, desteñidospantalones cortos de gimnasia de color rosa y zapatillas de tenis sin cordones.Daba la impresión de que su pelo no había sido cepillado ni peinado en variassemanas. En buena lógica, todo ello tendría que haberle conferido un aspectoterrible, de mujer desaliñada y hambrienta, pero no era así. Estaba tan hermosaen ese momento como el verano que habían pasado juntos en el cobertizo,trabajando en el Mustang, con los perros en medio.

Al verla, Jude sintió un abrumador ataque emocional. Conmoción, pérdida yadoración, todo junto. Apenas pudo soportar tantos sentimientos simultáneos.Incluso parecían más sentimientos de lo que la realidad que le rodeaba podíaadmitir, pues el mundo se curvaba en los bordes de su campo visual, volviéndoseborroso y distorsionado. El pasillo se convirtió en un corredor salido de Alicia enel país de las maravillas, demasiado pequeño en un extremo, con puertas tandiminutas que sólo un gato podría atravesarlas, y demasiado grande en el otro,donde el retrato de Craddock se dilataba hasta alcanzar tamaño natural. Las vocesde las mujeres en las escaleras se hicieron más profundas y lentas, hasta el puntode convertirse en sonidos incoherentes. Era como escuchar un disco queempezara a detenerse después de que el tocadiscos hubiera sido desenchufado.

Jude estuvo a punto de llamar a Anna. Lo que más deseaba era ir hacia ella,pero cuando el mundo se deformó, se echó hacia atrás en la silla, mientras loslatidos de su corazón se disparaban. Un instante después, su visión se aclaró, elpasillo se enderezó y pudo escuchar otra vez a Anna y a Jessica con todaclaridad. Entonces se dio cuenta de que la visión que le rodeaba era frágil y queno podía forzarla demasiado. Era importante mantenerse quieto, no realizarningún movimiento brusco. Hacer y sentir lo menos posible, ésa era la clave.Sólo tenía que observar.

Las manos de Anna estaban cerradas, en puños pequeños, huesudos. Subía lasescaleras con una precipitación agresiva, de modo que su hermana tropezabatratando de seguirle el ritmo, agarrándose a la barandilla para evitar rodarescaleras abajo.

—Espera… Anna…, ¡detente! —dijo Jessica, parándose, para luego seguirescaleras arriba, tratando de coger la manga de la túnica de su hermana—. Estáshistérica…

—No estoy histérica, no me toques —replicó Anna, hablandoatropelladamente. De un tirón, liberó el brazo.

Anna llegó al descansillo y se volvió hacia su hermana may or, que se quedórígida, dos peldaños más abajo, vestida con una pálida falda de seda y una blusade color café oscuro. Los talones de Jessica estaban juntos. En el cuellosobresalían los tendones. Estaba haciendo una mueca, y en ese momento pareciómás vieja, no una mujer de unos cuarenta años, sino de más de cincuenta. Enrealidad parecía asustada. Su palidez, especialmente en las mejillas, a la altura delas sienes, era gris, y el contorno de su boca estaba fruncido, lleno de arrugas.

—Estás histérica. Estás imaginando cosas, eres víctima de una de tus terriblesfantasías. No sabes lo que es real y lo que no lo es. No puedes ir a ninguna parteen ese estado.

Anna no hacía caso.—¿Esto es imaginario? —Llevaba un sobre en las manos—. ¿Estas fotografías

son imaginarias? —Sacó varias fotos Polaroid, las agitó en una mano paramostrárselas a Jessica y se las arrojó luego a la cara—. ¡Jesús! ¡Es tu hija!¡Tiene once años!

Jessica Price se encogió ante las fotos que volaban, que cayeron en losescalones, alrededor de sus pies. Jude se dio cuenta de que Anna todavía teníauna de ellas, que volvió a guardar en el sobre.

—Sé muy bien lo que es real —insistió Anna—. Por primera vez en mi vida,tal vez.

—Papá —dijo Jessica con voz débil, amortiguada.Anna continuó:—Me voy. La próxima vez que me veas, llegaré con sus abogados. Para

llevarme a Reese.—¿Crees que él te ayudará? —preguntó Jessica. Su voz era un susurro

tembloroso.¿Él? ¿Sus abogados? A Jude le costó un instante darse cuenta de que estaban

hablando de él. La mano derecha comenzaba a escocerle. La notaba hinchada ycaliente, como si hubiera sufrido la picadura de un terrible insecto.

—Seguro que me ay udará.—¡Papá! —exclamó Jessica de nuevo. Su voz sonó esta vez más fuerte, más

vibrante.Una puerta se abrió de golpe, en el pasillo oscuro, a la derecha de Jude. Miró,

esperando ver a Craddock, pero era Reese. La niña asomó la cabeza espiandohacia todos los lados. Era una chiquilla con el pelo del mismo color dorado pálidoque el de Anna. Igual que a ella, un mechón le caía sobre uno de los ojos. Judesintió pena al verla. Se le encogió el corazón al contemplar sus grandes ojosafligidos. ¡Las cosas que algunos niños tenían que ver! Sin embargo… pocasserían peores que las que ya había sufrido ella, pensó.

—Esto se va a saber, Jessie. Todo —dijo Anna—. Estoy feliz. Quiero hablarde eso. Espero que vay a a la cárcel.

—¡Papá! —gritó Jessica por tercera vez.Se abrió la puerta situada frente a la habitación de Reese y una figura alta,

demacrada y angulosa salió al pasillo. Craddock no era más que una silueta negrarecortada en las sombras, sin ningún rasgo característico, salvo las gafas demontura oscura, que usaba muy de vez en cuando. Los cristales de las gafasatrapaban y enfocaban la luz disponible, de modo que brillaban débilmente, conalgún destello rosa, en la oscuridad. Detrás de él, en su habitación, unacondicionador de aire vibraba con un ruido constante, cíclico, que a Jude leresultaba curiosamente conocido.

—¿Qué es todo este ruido? —preguntó Craddock con voz áspera y melosa.—Papá —dijo Jessica—, Anna se va. Dice que regresa a Nueva York, otra

vez, con Judas Coy ne, y va a conseguir que sus abogados…Anna miró hacia el pasillo, a su padre. No vio a Jude. Por supuesto que no le

vio. Sus mejillas eran de un furioso color rojo oscuro, con dos manchas sin coloralguno sobre los pómulos. Estaba temblando.

—Quiere llamar a los abogados de ese tipo y a la policía, y les va a decir atodos que tú y Reese…

—Reese está aquí, Jessie —la interrumpió Craddock—. Tranquilízate.Tranquilízate.

—… y ella… ha encontrado algunas fotografías —siguió Jessica, con vozcada vez más débil, mientras miraba a su hija por primera vez.

—¿Ah, sí? —replicó Craddock, mostrándose completamente tranquilo—.Anna, querida. Lamento que te hayas alterado tanto. Pero no es un momentoadecuado para que te marches, desquiciada como estás. Es tarde, querida. Escasi de noche. ¿Por qué no te sientas conmigo y hablamos sobre lo que te estápreocupando? Quisiera ver si puedo tranquilizar tu espíritu, darte un poco de paz.Si me permitieras intentarlo, aunque sólo sea un momento, estoy seguro de que lolograría.

De pronto Anna pareció tener dificultades para emitir su voz. Sus ojos estabanmuy abiertos, brillantes y asustados. Pasaba la mirada de Craddock a Reese, yluego a su hermana.

—Mantenlo lejos de mí —dijo Anna—. O que Dios me perdone, porque lomataré.

—No puede irse —dijo Jessica a Craddock—. Por ahora no puede.¿Por ahora? Jude se pregunto qué podría significar eso. ¿Acaso Jessica

pensaba que había algo más que hacer o decir? Él tenía la sensación de que laconversación había terminado.

Craddock miró de reojo a la niña.—Vete a tu habitación, Reese. —Alargó la mano hacia ella, mientras hablaba,

para hacerle una caricia tranquilizadora en la pequeña cabeza.—¡No la toques! —gritó Anna.La mano de Craddock se detuvo en el aire, por encima de la cabeza de

Reese… Entonces la dejó caer a un lado.En ese momento algo cambió. En la oscuridad del corredor, Jude no podía

distinguir bien las facciones de Craddock, pero le pareció detectar una sutilvariación en el lenguaje corporal, en la posición de los hombros, en la inclinaciónde la cabeza y en la manera en que apoy aba los pies en el suelo. Jude tuvo laimpresión de que ahora era un hombre que se disponía a atrapar una serpienteoculta entre la hierba.

Finalmente Craddock habló a Reese otra vez, sin apartar la vista de Anna.—Vamos, mi amor. Deja que los adultos hablen ahora. Está anocheciendo y

es hora de que los may ores charlen sin que las niñas estén presentes.Reese miró por el pasillo hacia Anna y su madre. Anna la miró a los ojos y

movió la cabeza con una levísima inclinación.—Ve, Reese —dijo Anna—. No es más que una aburrida conversación de

personas mayores.La pequeña metió la cabeza en su habitación y cerró la puerta. Un momento

después se oy ó música, sonando fuerte aunque amortiguada a través de la puerta.Era una mezcla de percusión con el chillido de una guitarra que parecía un trendescarrilando, seguido todo ello de gritos entusiastas con algo de infantil en sutimbre. Todo, extrañamente, sonaba con una áspera armonía. Era la versión KidzBop del último éxito de Jude que había figurado en la lista de los cuarenta temasmás escuchados, Put you in yer place.

El cuerpo de Craddock se sacudió al escucharlo y sus manos se cerraron confuerza.

—Ese hombre —murmuró.Al acercarse a Anna y Jessica, ocurrió algo curioso. El descansillo de la parte

superior de la escalera estaba iluminado por la luz del sol poniente, que entrabapor una gran ventana que sobresalía en la fachada frontal de la casa, de modoque cuando Craddock se acercó a sus hijastras la luz le iluminó la cara,destacando hasta los menores detalles: la inclinación de los pómulos, lasprofundas arrugas que cerraban la boca a los lados. Pero los cristales de sus gafasse oscurecieron, ocultando los ojos detrás de inquietantes círculos negros.

—No eres la misma desde que has vuelto a casa después de vivir con esehombre —dijo el anciano—. No sé qué puede haber ocurrido contigo, Anna,querida. Has pasado por algunos malos momentos, nadie lo sabe mejor que yo;pero me da la impresión de que ese tipo, Coyne, se ha apoderado de tu desdichay, por decirlo así, le ha subido el volumen. Es como si hiciera que tus penassonaran tan fuerte que y a no puedes escuchar mi voz cuando trato de hablarte.Sufro al verte tan triste y confundida.

—No estoy confundida y no soy tu « querida Anna» . Te lo aseguro, si teacercas a mí a menos de un metro, lo lamentarás.

—Diez minutos, papá —dijo Jessica.Craddock movió los dedos hacia ella, en un gesto de impaciencia para hacerla

callar.Anna lanzó una mirada a su hermana, y luego se volvió otra vez hacia

Craddock.—Ambos estáis equivocados si pensáis que podéis retenerme aquí por la

fuerza.—Nadie te obligará a hacer nada que tú no quieras —replicó Craddock,

pasando junto a Jude.Tenía la cara arrugada y de mal color, las pecas resaltaban más que nunca

sobre su piel blanca como la cera. Más que caminar, arrastraba los pies, ladeadoquizá por alguna afección permanente de la columna, pensó Jude. Muerto teníamejor aspecto.

—¿Crees que Coy ne te va a hacer algún favor? —continuó Craddock—. Creorecordar que te echó. Te repudió. Tengo entendido que y a ni siquiera responde tuscartas. No te ayudó antes… y no veo por qué habría de hacerlo ahora.

—No sabía cómo conseguirlo. Yo no me conocía a mí misma. Ahora sí meconozco. Le voy a contar lo que tú has hecho. Le voy a decir que deberías estaren la cárcel. ¿Y sabes lo que ocurrirá? Hará que sus abogados te metan enprisión. —Dirigió una mirada a Jessica—. Y a ella, también…, si no la encierranen un manicomio. A mí me da lo mismo, siempre y cuando la mantengan tanlejos como sea posible de Reese.

—¡Papá, haz algo! —lloriqueó Jessica, pero Craddock sacudió bruscamente lacabeza, lo que significaba: « Cállate» .

—¿Crees que te va a recibir? ¿Piensas que te abrirá su puerta cuando llames aella? Estoy seguro de que ya se está revolcando con otra. Hay montones demuchachas bonitas, muy dispuestas a levantarse las faldas por una estrella derock. No tienes nada para ofrecerle que él no pueda conseguir en otra parte, sintantos problemas emocionales.

Al oír tales palabras, una expresión de dolor atravesó el rostro de Anna, quepareció empezar a hundirse, como un corredor sin aliento, dolorido después delsupremo esfuerzo de la carrera.

—No importa que esté con otra persona. Es mi amigo —replicó ella con vozdébil.

—No te creerá. Nadie lo creerá, porque todo eso es mentira, querida. Todo esmentira —insistió Craddock, dando un paso hacia ella—. Te estás sintiendoconfusa otra vez, Anna.

—Eso es —le apoyó Jessica fervientemente.—Ni siquiera las fotografías son lo que tú crees. Puedo explicártelo, si

quieres. Puedo ayudarte si…Pero se había acercado más de la cuenta. Anna saltó hacia él. Le puso una

mano en la cara, le arrebató las gafas y las aplastó contra el suelo. Puso la otramano, que todavía sostenía el sobre, en el centro de su pecho y le empujó. Setambaleó, gritó. Se torció el tobillo izquierdo y cayó. Se desplomó hacia el ladocontrario al de los escalones. Anna no le había empujado por las escaleras,aunque Jessica hubiera dicho lo contrario. Aquella acusación era, pues, unafalsedad.

Craddock cayó sobre su escuálido trasero, con un ruido sordo que hizotemblar todo el pasillo y sacudió su propio retrato en la pared, dejándolo torcido.Empezó a incorporarse y Anna le puso el tacón en el hombro y lo empujó denuevo, obligándole a apoyar la espalda contra el suelo. La joven temblabafuriosamente.

Jessica lanzó un chillido y subió corriendo los últimos peldaños, esquivando aAnna, para caer de rodillas junto a su padrastro.

Jude se vio de repente poniéndose de pie. No podía seguir inmóvil por mástiempo. Intuyó que al incorporarse el mundo se iba distorsionar otra vez, y asífue. Se estiró de manera absurda, como si fuera una imagen reflejada en unaburbuja de jabón que se dilatara. Retumbó una explosión en sus oídos. Sentía quetenía la cabeza muy lejos de los pies…, a kilómetros de distancia. Y al dar elprimer paso hacia delante, sintió que flotaba, que, curiosamente, era casiingrávido, como un buceador que recorre el fondo del océano. Pero al avanzarpor el pasillo deseó que el espacio que le rodeaba recuperara la forma y lasdimensiones correctas, y así fue. Su voluntad significaba algo, por tanto. Eraposible moverse en aquel universo de pompa de jabón que le rodeaba sin hacerloexplotar; bastaba con tener cuidado.

Le dolían las manos, las dos, no sólo la derecha. Las notaba hinchadas, comosi fueran guantes de boxeo. El dolor aparecía en oleadas continuas, rítmicas,sincronizadas con su pulso, « tum-tum-tum» . Aquella angustiosa sensación semezclaba con el repiqueteo y el zumbido del aparato de aire acondicionado de lahabitación de Craddock. Aquellos sonidos de fondo se convertían, increíblemente,en un coro tranquilizador.

Deseaba desesperadamente decirle a Anna que saliera, que fuera a la plantabaja y escapara de la casa. Pero tenía la fuerte sensación de que no podíainvolucrarse en la escena que se desarrollaba delante de él sin romper el delicadotej ido del sueño. Y de todos modos, el pasado era sólo eso, pasado. No podíacambiar lo que estaba a punto de ocurrir, como tampoco había podido salvar a lahermana de Bammy, Ruth, llamándola por su nombre. No estaba en su manocambiar nada, pero sí tenía la posibilidad de dar testimonio, ser testigo de losucedido.

Jude se preguntó por qué había subido Anna, pero luego pensó que tal vez

quería recoger algo de ropa antes de irse. No les tenía miedo a su padre ni aJessica. Pensaba que y a no tenían ningún poder sobre ella… Exhibía unamaravillosa, desgarradora y fatal confianza en sí misma.

—Te he dicho que no te acercaras —dijo Anna.—¿Estás haciendo esto por él? —preguntó Craddock. Hasta ese momento,

había hablado con un elegante acento del sur; pero ya no había nada cortés en suvoz, su tono era rudo, nasal, no de caballero sino de campesino sureño sin lamenor delicadeza—. ¿Todo esto forma parte de alguna loca idea, de algún plandemencial para recuperarlo? ¿Crees que vas a lograr que se compadezca de ticuando te arrastres hacia él, contándole la triste historia de cómo tu papaíto teobligó a hacer cosas terribles que te han arruinado la vida? Seguro que te mueresde impaciencia por jactarte de haberme rechazado y empujado hasta hacermecaer, a mí, a un anciano que te cuidó cuando estabas enferma y te protegió de timisma cuando estabas fuera de tus casillas. ¿Crees que se sentiría orgulloso de tisi estuviera aquí, en este momento, y viera cómo me atacas?

—No —replicó Anna—. Creo que estaría orgulloso de mí si me viera haceresto. —Se adelantó dos pasos y le escupió en la cara.

Craddock se estremeció. Luego dejó escapar un bramido sordo, como sihubiera recibido un chorro de ácido en los ojos. Jessica empezó a ponerse de pie,con los dedos curvados como garras, pero Anna la agarró por el hombro y laempujó, para ponerla de espaldas, junto al padrastro de ambas. Anna estaba depie sobre ellos, temblando, pero no tan furiosamente como hacía un momento.Jude extendió la mano, tratando de alcanzar su hombro. Logró colocar la manovendada en él y apretó ligeramente. Por fin se había atrevido a tocarla. Anna nopareció darse cuenta. La realidad se deformó por un instante al producirse elcontacto, pero Jude logró que todo volviera a la normalidad pensando yconcentrándose en los sonidos de fondo, la música de aquel momento: tum-tum-tum, repiqueteo y zumbido.

—Bien hecho, Florida —dijo. Habló sin poder contenerse. Pero el mundo nodesapareció.

Anna movió la cabeza hacia atrás y hacia delante. Fue un breve gesto dedesdén. Cuando habló, su tono era cansino:

—Y pensar que te tenía miedo…Se volvió, soltándose de la mano de Jude, y se fue por el pasillo, hacia una

habitación que había en el fondo. Entró en ella y cerró la puerta.Jude escuchó algo que hacía ruido en el suelo. Miró. Era su propia mano

derecha, empapada de sangre y goteando sobre el piso. Los botones de plata dela parte delantera de su americana de estilo Johnny Cash brillaron con la últimaluz roj iza del día. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que llevabapuesto el traje del muerto. Le quedaba maravillosamente bien. Jude en ningúnmomento se había preguntado cómo era posible que pudiera estar viendo la

escena que tenía ante sus ojos, pero en ese instante surgió la respuesta a lapregunta no formulada. Había comprado el traje del muerto, y al muertotambién. Era dueño del fantasma y de su pasado. Aquellos momentos, por tanto,también le pertenecían.

Jessica estaba agachada junto a su padrastro. Los dos respiraban condificultad y tenían los ojos clavados en la puerta cerrada de la habitación deAnna. Jude escuchó ruidos de cajones que se abrían y se cerraban allí dentro. Lapuerta de un armario ropero se cerró ruidosamente.

—El anochecer —susurró Jessica—. El anochecer por fin.Craddock asintió con la cabeza. Tenía un rasguño en la cara, debajo del ojo

izquierdo, donde Anna le había arañado con una uña cuando le había arrancadolas gafas. Una gota de sangre colgaba de su nariz. La secó con el dorso de lamano y al hacerlo dejó una mancha roja sobre la cara.

Jude miró hacia la gran ventana del vestíbulo. El cielo era de un color azulintenso y sereno, que se iba oscureciendo en su implacable avance hacia lanoche. Sobre el horizonte, más allá de los árboles y los tejados, al otro lado de lacalle, había una línea de color rojo profundo, allí donde el sol acababa dedesaparecer.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Craddock. Habló quedamente, con un tonode voz cercano al de un susurro. Aún temblaba de rabia.

—Me dejó hipnotizarla un par de veces —le informó Jessica, hablando en elmismo tono bajo—. Para ay udarla a dormir. En aquellas ocasiones le dejé en elinconsciente una sugestión hipnótica.

En la habitación de Anna se produjo un breve silencio. Luego Jude oy óclaramente el tintineo de un vaso, el golpe de una botella contra el vidrio, seguidopor un suave gorgoteo.

—¿Cuál es esa sugestión hipnótica? —preguntó Craddock.—Le grabé en la mente la idea de que el anochecer es un buen momento

para echar un trago. Le dije que era su recompensa después del largo día. Tieneuna botella en el último cajón.

En el dormitorio de Anna se produjo un largo y terrible silencio.—¿Y eso de qué va a servir?—He puesto fenobarbital en la ginebra —informó Jessica—. Últimamente la

hago dormir como una campeona.Se escuchó ruido de vidrio al golpear sobre el suelo de madera en la

habitación de Anna. La caída de un vaso.—Muy bueno, lo tuyo —susurró Craddock—. Ya sabía que tenías algo

preparado.—Papá —dijo Jessica—, tienes que hacerle olvidar… las fotos, lo que

encontró, todo. Todo lo que ha ocurrido. Tienes que hacer que todo esodesaparezca.

—No puedo hacer eso —explicó Craddock—. No soy capaz de conseguirlodesde hace mucho tiempo. Cuando era más joven… Cuando confiaba más enmí. Tal vez tú…

Jessica movía la cabeza.—No puedo llegar más al fondo. Es así de simple. No me deja…, lo he

intentado. La última vez que la hipnoticé, para ay udarla con el insomnio, traté dehacerle preguntas sobre Judas Coy ne. Quería averiguar qué había escrito en lascartas que le enviaba, si ella alguna vez le había dicho algo… sobre ti. Pero cadavez que entraba en un terreno demasiado personal, cuando le preguntaba algoque ella no quería decirme, se ponía a cantar una de las canciones de su novio.Como si quisiera mantenerme alejada. Nunca he visto nada similar.

—Coy ne es el culpable —afirmó Craddock, con la boca torcida en un gestodesagradable—. Él la destruyó. —Subray ó esas palabras—. La puso en contra denosotros. La usó para sus fines, arruinó todo su mundo y luego nos la envió anosotros para que destrozase el nuestro. Habría dado lo mismo que nos remitieseuna bomba por correo.

—¿Qué vamos a hacer? Tiene que haber alguna manera de detenerla. Nopuede irse de esta casa en el estado en que está. Ya la has escuchado. Se llevará aReese, apartándola de mí. Te arrastrará con su locura. Te detendrán a ti, ytambién a mí, y nunca más volveremos a vernos, salvo en la sala de un tribunal.

Craddock respiraba lentamente en ese momento, y de su rostro habíadesaparecido toda expresión de sentimientos. Sólo quedaba una mirada llena dehostilidad densa y oscura.

—En algo tienes razón, mi niña. No puede salir de esta casa.Pasó un momento antes de que Jessica pareciera comprender la seca

afirmación. La joven dirigió una mirada sobresaltada y perpleja a su padrastro.—¿Papá? ¿Papá?—Todos conocen el estado mental de Anna —continuó él—. Saben lo

desdichada que siempre ha sido. Todo el mundo ha imaginado siempre de quémanera podía terminar: cualquier día puede abrirse las venas en el baño.

Jessica empezó a agitar la cabeza. Hizo un intento de incorporarse, peroCraddock la sujetó por las muñecas y la obligó a mantenerse de rodillas.

—La ginebra y las drogas no nos causarán problemas, tienen sentido. Muchosse toman un par de tragos y algunas pastillas antes de hacerlo. Antes de matarse.Así es como superan sus miedos y aplacan el dolor —explicó.

Jessica continuó moviendo la cabeza, con cierta desesperación, con los ojosbrillantes, aterrorizados y ciegos, ya sin ver a su padrastro. Respiraba mediantebreves estallidos… Estaba cerca de la crisis de ansiedad.

Hubo un silencio terrible. Cuando Craddock volvió a hablar, su voz eraregular, tranquila:

—Basta y a. ¿Quieres que Anna se lleve a Reese? ¿Quieres pasar diez años en

una institución penitenciaria del condado? —Apretó las muñecas de su hijastra yla acercó más hacia él, de modo que pudo hablarle directamente frente a la cara.Finalmente, los ojos de Jessica volvieron a enfocarse en los de él y su cabezadejó de moverse de un lado a otro. Craddock continuó—: No es culpa nuestra,sino de Coy ne. Él es quien nos ha arrinconado de esta manera, ¿me escuchas? Élfue quien nos envió a esta desconocida que quiere destruirnos. No sé qué haocurrido con nuestra Anna. No recuerdo cuánto tiempo hace que no veo a laverdadera Anna. La Anna que creció contigo está muerta. Coyne se ocupó deque así fuera. Para mí es como si él hubiera terminado con ella. Es como si ya lehubiera cortado las venas de las muñecas. Y va a pagar por ello. Créeme. Le voya enseñar lo que significa meterse con mi familia. Ahora, tranquila. Respira concalma. Escucha mi voz. Saldremos adelante. Te sacaré de esta situación, talcomo lo he hecho cada vez que ha ocurrido algo malo en tu vida. Confía en mícomo siempre. Respira hondo. Vamos. Otra vez. ¿Te sientes mejor?

Los ojos azules de la chica estaban muy abiertos, con expresión de avidez. Entrance. Su respiración era un silbido, una sucesión de largas y lentasexhalaciones.

—Puedes hacerlo —continuó Craddock—. Sé que puedes. Por Reese, erescapaz de afrontar lo que sea necesario.

—Trataré de hacerlo —respondió Jessica—. Pero tienes que decirme qué ycómo. Debes guiarme. No puedo pensar.

—Eso está bien. Yo pensaré por los dos —aseguró Craddock—. Y tú no tienesque hacer nada. Ahora levántate y ve a tomar un buen baño caliente.

—Sí. Está bien.Jessica empezó a ponerse de pie otra vez, pero Craddock sujetó sus muñecas

y la mantuvo junto a él un momento más.—Y cuando hayas terminado —ordenó Craddock—, ve abajo y busca mi

viejo péndulo. Necesitaré algo para las muñecas de Anna.Dicho esto, la dejó alejarse. Jessica se puso de pie con tanta rapidez que

tropezó y tuvo que apoyar una mano en la pared para no caerse. Le miró por unmomento con ojos deslumbrados y estupefactos, luego se volvió, en una especiede trance, y abrió la puerta que había a su izquierda. Entró en un baño de azulejosblancos.

Craddock permaneció en el suelo hasta que oyó el ruido del agua llenando labañera. Entonces se incorporó y quedó, hombro con hombro, junto a Jude.

—Maldito viejo bastardo —murmuró el cantante. El mundo de pompa dejabón se deformó y se tambaleó. Jude apretó los dientes hasta que el entornorecuperó su forma normal.

Los labios de Craddock eran delgados y pálidos, estirados sobre sus dientes enuna mueca mordaz y fea. La carne vieja de la parte trasera de sus brazos sebalanceó. Se dirigió a paso lento hacia la habitación de Anna, tambaleándose un

poco. El empujón recibido y la caída lo habían afectado. Abrió la puerta. Judefue tras él, pisándole los talones.

Había dos ventanas en la habitación de Anna, pero ambas daban a la parteposterior de la casa, al lado contrario de aquel por donde el sol se había puesto.Allí ya reinaba la noche, y la habitación estaba envuelta en sombras azules. Annaestaba sentada en el extremo de la cama. En el suelo, entre sus zapatillas, habíaun vaso vacío. Su bolso de viaje estaba sobre el colchón, detrás de ella, conalguna ropa sucia apresuradamente guardada y la manga de un suéter rojocolgando por fuera. La expresión de Anna era plácida e inexpresiva. Tenía losbrazos apoyados en las rodillas, los ojos vidriosos y la mirada perdida en ladistancia. En una mano, olvidado, reposaba el sobre de color crema con las fotosPolaroid de Reese. Las pruebas que había conseguido. Al verla así, Jude se sintiómal. Se dejó caer sobre la cama, junto a ella. El colchón hizo ruido bajo su peso,pero ni Anna ni Craddock parecieron darse cuenta. Puso la mano izquierda sobrela derecha de Anna. La que estaba herida sangraba abundantemente otra vez.Tenía las vendas manchadas y flojas. ¿Cuándo había comenzado aquellahemorragia? Ni siquiera podía levantar la mano derecha en ese momento,porque se había vuelto demasiado pesada y le dolía mucho. La simple idea demoverla le producía mareos.

Craddock se detuvo ante su hijastra y se inclinó para observar, pensativo, sucara.

—¿Anna? ¿Puedes escucharme? ¿Oyes mi voz?Ella siguió sonriendo, y en un primer momento no respondió. Luego parpadeó

y habló:—¿Qué? ¿Has dicho algo, papá? Estaba escuchando a Jude. Por la radio. Ésta

es mi canción favorita.Los labios del viejo se tensaron hasta que todo color desapareció de ellos.—Ese hombre —masculló, casi escupiendo las palabras. Cogió una esquina

del sobre y lo arrancó de sus manos.Craddock se enderezó y se volvió hacia una de las ventanas para cerrar la

persiana.—Te amo, Florida —dijo Jude. El dormitorio que le rodeaba se ensanchó

cuando habló, la pompa de jabón se hinchó hasta casi estallar, para luego volvera encogerse.

—Te amo, Jude —dijo Anna casi sin hacer ruido.Al oír sus palabras, los hombros de Craddock se alzaron en un sorprendido

encogimiento. Se dio la vuelta, curioso.—Tú y tu estrella del rock os reuniréis de nuevo muy pronto. Eso es lo que tú

querías, y es lo que tendrás. Tu padre se va a encargar de que así sea. Tu padreconseguirá que os reunáis tan pronto como sea posible.

—Maldito seas —exclamó Jude, y esta vez, cuando la habitación se hinchó y

se estiró perdiendo su forma, no pudo, por mucho que se concentró en el tum-tum-tum, hacer que recuperara la proporción correcta. Las paredes se dilatarony luego se hundieron hacia dentro, como sábanas tendidas al sol que se movierancon la brisa.

El aire de la habitación era tibio y estaba cargado. Olía a humo de coches y aperro. Jude escuchó un leve gemido detrás de él, y se volvió para mirar a Angus,que estaba echado en la cama, en el lugar que ocupaba el bolso de viaje de Annaun momento antes. El perro respiraba con dificultad y sus ojos estaban pastosos yamarillentos. Un hueso rojo y astillado asomaba por la piel de una pata doblada.

Jude volvió a mirar a Anna, pero descubrió que era Marybeth la que estabasentada en la cama en ese momento, con la cara sucia y la expresión tensa.

Craddock bajó una de las cortinas y la habitación se oscureció un poco más.Jude miró por la otra ventana y vio las plantas que crecían al otro lado de lacarretera interestatal. Había palmeras, basura entre la maleza, y más allá uncartel verde que decía: « SALIDA 9» . Sus manos retomaron el tum-tum-tum. Elacondicionador de aire murmuraba, zumbaba, susurraba. Jude se preguntó porprimera vez cómo era posible que todavía pudiera seguir escuchando el aparatode aire acondicionado de Craddock. La habitación del anciano estaba en el otroextremo del pasillo. Algo empezó a hacer una especie de tictac, un sonido tanconstante como el de un cronómetro. Era el ruido del intermitente.

Craddock fue a la otra ventana, tapando la visión de Jude hacia la carretera, ybajó también aquella cortina. De esa forma, dejó la habitación de Anna en totaloscuridad. Finalmente, llegó la noche.

Jude volvió a mirar a Marybeth, su mandíbula tensa, una mano sobre elvolante. La luz intermitente brillaba de manera repetitiva en el tablero y él abrióla boca para decir algo, no sabía qué, algo como…

Q

Capítulo41

ué estás haciendo? —Su voz sonaba como un extraño estertor, un ruido que noparecía humano. Marybeth dirigía el Mustang hacia una salida de la carreteraprincipal, a la que ya casi había llegado—. No es por aquí.

—He estado intentando despertarte durante unos cinco minutos y noreaccionabas. Creía que estabas en coma, o por lo menos desmay ado. Por aquíhay un hospital.

—Sigue adelante. Estoy despierto. Me encuentro bien.Viró bruscamente en el último momento, para regresar a la autopista, y se

oyó un bocinazo furioso detrás de ella.—¿Cómo te sientes, Angus? —preguntó Jude y se dio la vuelta para mirar al

perro.Alargó el brazo entre los asientos y le tocó una pata. Por un instante, la

mirada nublada de Angus se aclaró un poco. Movió las mandíbulas. Su lenguaencontró el dorso de la mano de Jude y le lamió los dedos.

—Eres un buen perro —susurró Jude—. Un buen amigo.Finalmente se dio la vuelta y volvió a acomodarse en su asiento. La mano

derecha, cubierta con un calcetín, parecía una marioneta con la cabeza roja.Sentía gran necesidad de algo que le distrajera, que le ay udara a soportar eldolor, y crey ó que podría encontrarlo en la radio: los Skyny rd o, si no daba conellos, los Black Crows. La conectó y giró rápidamente el dial, dando paso a unestallido de interferencias, el sonido sincopado de una transmisión militar cifraday luego Hank Williams III, o tal vez sólo Hank Williams. Jude no pudo escucharbien, porque la señal era demasiado débil, y entonces…

De pronto, el sintonizador se ubicó en una emisión bien conocida: Craddock.« Nunca pensé que tendrías tanto aguante, muchacho. —La voz, que salía por

los altavoces instalados en las puertas, sonaba amistosa y cercana—. Para ti noexiste la palabra "abandonar". Por lo general a eso le doy un valor especial. Peroes evidente que ésta no es una situación normal, por supuesto. Supongo que locomprenderás. Y ahora, realmente me gusta dar un paseo en coche con laventanilla abierta. Sigue de camino, a cualquier parte. No importa adonde.Cualquier lugar me parece bueno. A la mayoría de la gente le gusta pensar que

no conoce el significado de la palabra "abandonar", pero eso no es verdad. ¿Sabeslo que ocurre con la mayoría de la gente, con cualquiera, si uno la hipnotiza, si lalleva a lo más profundo, si tal vez uno la ayuda con alguna droga, si la sumergeen un trance profundo y luego le dice que se está quemando viva? Gritarápidiendo agua hasta que no le quede nada de voz. Hará cualquier cosa paraconseguir que la pesadilla termine. Cualquier cosa que uno quiera. Así es lanaturaleza humana. Pero con algunas personas, los niños y los locos,principalmente, uno no puede razonar, ni siquiera cuando están en trance. Annaera ambas cosas, que Dios la tenga en su gloría. Yo traté de hacer que ella seolvidara de todas las penas que la hacían sentirse tan mal. Era una buena niña.Me desagradaba enormemente la manera en que se desvivía por cualquier cosa,incluso por ti. Pero nunca pude llevarla hasta el punto en que ya no sintiera nada,aun cuando eso le habría ahorrado el dolor. Algunas personas, sencillamente,prefieren sufrir. Con razón le gustabas. Tú eres igual. Quería ocuparme de tirápidamente. Y ahora te preguntas por qué. Ya lo sabes. Cuando ese perro que vaen el asiento de atrás deje de respirar, también dejarás de respirar tú. Y no serátan fácil como podría haber sido. Has pasado tres días viviendo como un perro, yahora tienes que morir como uno de ellos; y también morirá contigo esta puta dedos dólares… —Mary beth apagó la radio con el dedo pulgar. Pero la voz volvió asalir otra vez de inmediato—: Tú crees que puedes poner a mi propia niña en micontra y salirte con la tuya…» .

Jude levantó el pie y golpeó con el tacón de su bota la radio del salpicadero.El impacto sonó con un ruido de plástico roto. La voz de Craddock desaparecióinstantáneamente, sumida en una súbita y ensordecedora explosión de bajos. Elcantante propinó otra patada a la radio, terminando de romper el aparato. Quedóen silencio.

—¿Recuerdas que te aseguré que el muerto no había venido a hablar? —dijoJude—. Retiro lo dicho. Últimamente pienso que sólo ha venido para eso. Habla atodas horas, en todo momento.

Marybeth no respondió. Treinta minutos después, Jude habló de nuevo, paradecirle que abandonara la autopista en la siguiente salida.

Entraron en una carretera estatal de dos carriles. Bosques típicamentesureños, subtropicales, crecían a los lados, inclinándose sobre el camino. Pasaronjunto a un autocine, cerrado desde que Jude era niño. La pantalla gigante sealzaba sobre la solitaria carretera, con agujeros que dejaban ver trozos de cielo.La película de aquella noche, y de todas las noches desde tiempo inmemorial,era un manto de humo sucio en movimiento. Pasaron junto al motel Nuevo Sur,abandonado también desde hacía mucho, medio invadido por el bosque. Lasventanas estaban tapadas con maderas. Pasaron frente a una gasolinera, elprimer lugar que encontraban activo y abierto. Dos hombres gordos, muybronceados por el sol, estaban sentados frente a ella, y los miraron pasar. No

sonrieron, ni saludaron con la mano, ni dieron señal alguna de interés por elcoche que pasaba. Eso sí, uno de ellos se inclinó hacia delante y escupió en elsuelo.

Jude le dijo que doblara a la izquierda y siguiera el camino que iba hacia unascolinas bajas no muy lejanas. La luz de la tarde era extraña, de un color rojodemasiado débil, venenoso. Había una penumbra anunciadora de tormenta. Erael mismo color que Jude veía cuando cerraba los ojos, el de su dolor de cabeza.No estaba próxima la caída de la noche, pero lo parecía. Las nubes hinchadas,hacia el oeste, eran oscuras y amenazadoras. El viento sacudía las copas de laspalmeras y agitaba el musgo que colgaba de las ramas bajas de los robles.

—Aquí es —dijo.Cuando Mary beth giró en la entrada y enfiló el largo sendero hacia la casa, el

viento soplaba con más fuerza si cabe, y lanzó sobre el parabrisas un montón degordas gotas de lluvia. Golpearon con un repiqueteo repentino y furioso. Judeesperaba más agua, más temporal, pero aquello fue todo.

La vivienda estaba construida sobre una pequeña elevación. Hacía más detres décadas que Jude no visitaba el lugar, y no se había dado cuenta hasta esemomento de cuánto se parecía su casa de Nueva York a la de su infancia. Al caeren la cuenta, sintió como si hubiera saltado diez años hacia el futuro, pararegresar a Nueva York y encontrar su propia granja descuidada y en desuso,convertida en una ruina. El gran cúmulo de construcciones desordenadas quehabía ante él era de color gris, con un techo de tablillas negras, muchas de ellastorcidas, algunas ausentes. A medida que se iban acercando, Jude vio cómo elviento movía una, la arrancaba y la lanzaba al cielo.

Junto a la casa se veía el gallinero abandonado, con su puerta de telametálica, que se balanceaba, se abría para luego cerrarse con un golpe, secocomo el disparo de una escopeta. Faltaba el cristal de una ventana del primer pisoy el viento hacía sonar una hoja de plástico semitransparente precariamentegrapada en el marco.

El camino de tierra que conducía a la casa terminaba en un sendero conforma de espiral. Marybeth lo siguió. Dio la vuelta al coche para aparcarlomirando hacia atrás, hacia el camino por donde habían llegado. Los doscontemplaban ese camino cuando los faros de la furgoneta de Craddockaparecieron al fondo.

—Oh, Dios —exclamó Marybeth, y rápidamente salió del Mustang, paracorrer al lado de Jude.

La pálida furgoneta visible en un extremo del camino pareció detenerse porun momento. Luego empezó a subir la colina, hacia ellos.

Marybeth abrió de un golpe la puerta. Jude casi se cay ó. Le agarró de unbrazo.

—Levanta. Vamos a la casa.

—Angus… —dijo él, mirando hacia atrás, a su perro.La cabeza del animal estaba apoy ada sobre las patas delanteras. Le devolvió

a Jude una mirada débil, con los ojos enrojecidos y húmedos.—Está muerto.—No —dijo Jude, seguro de que la chica se equivocaba—. ¿Cómo estás,

amigo?Angus lo miró con dolor, sin moverse. El viento entró en el coche y un vaso

de papel vacío rodó por todo el suelo, repiqueteando suavemente. La brisarevolvió el lomo de Angus, levantando los pelos en la dirección contraria a lanatural. El perro, que estaba muy mal, ni se inmutó. Ya no respiraba.

Parecía imposible que Angus pudiera haber muerto de aquella manera, sinprevio aviso, sin ninguna señal anunciadora. Nada, ni un estertor postrero. Judeestaba seguro de que seguía vivo hasta hacía unos pocos minutos. Permaneció depie, sobre la tierra, junto al Mustang, convencido de que sólo tenía que esperar unmomento más para que Angus se moviera, extendiese las patas delanteras ylevantara la cabeza. De pronto notó que Mary beth estaba tirando otra vez de subrazo, y él no tuvo ya fuerzas para resistirse. No le quedaba más remedio queavanzar como pudiera, detrás de ella, o arriesgarse a ser derribado.

Cay ó de rodillas a menos de un metro de los escalones del umbral. No supopor qué. Se apoy aba sobre los hombros de Marybeth, y ella lo sostenía con unbrazo alrededor de su cintura. La mujer gimió con los labios apretados,arrastrándolo con la intención de volver a ponerlo de pie. Detrás de él, Judeescuchó la furgoneta del muerto, que se detenía en la curva. La grava cruj ió bajoel peso de los neumáticos.

—Eh, tú.Craddock le había llamado desde la ventana del conductor, que estaba abierta.

Jude y Mary beth se detuvieron en la puerta para mirar.El motor de la furgoneta continuó funcionando junto al Mustang. El fantasma

estaba sentado detrás del volante, rígido y formal, vestido con el traje negro debotones plateados. Su brazo izquierdo colgaba de la ventanilla. Era difícil verle lacara a través del curvo vidrio azulado.

Craddock se rió.—¿Ésta es tu casa, hijo? ¿Cómo pudiste alguna vez ser tan tonto como para

dejarla?La navaja en forma de media luna cayó de la mano que asomaba por la

ventanilla y se balanceó en su brillante cadena.—Tú le vas a cortar el cuello a esa mujer. Y ella será feliz cuando lo hagas.

Sólo para terminar con todo. Debiste mantenerte alejado de mis niñas, Jude.El cantante hizo girar el pomo de la puerta, Mary beth presionó hacia dentro

con el hombro y se abalanzaron hacia la oscuridad del recibidor. La jovenempujó con el pie la puerta, para cerrarla, en cuanto entraron. Jude echó una

última mirada por la ventana que estaba al lado de la puerta… y comprobó quela furgoneta había desaparecido. Sólo se veía el Mustang en el caminillo deentrada. Mary beth se volvió hacia él y le obligó a moverse otra vez.

Empezaron a avanzar por el pasillo, uno junto a otro, sosteniéndosemutuamente. Ella chocó con la cadera contra una mesa de pared, que setambaleó y cayó estrepitosamente al suelo. Un teléfono que reposaba sobre ellacayó sobre la tarima y el receptor se salió de su lugar.

En un extremo del salón había una puerta que daba a la cocina, cuy as lucesestaban encendidas. Era la única fuente de luz que habían visto en toda la casa.Desde fuera, las ventanas se veían oscuras, y una vez que estuvieron dentro, todofueron sombras en el salón principal. Una oscuridad cavernosa esperaba en laparte de arriba de las escaleras.

Una anciana, que llevaba una blusa de tela estampada con flores de colorpastel, apareció en la puerta de la cocina. Tenía alborotado el pelo blanco, y susgafas aumentaban el color azul de sus ojos asombrados, haciéndolos parecerenormes, cómicamente grandes. Jude reconoció a Arlene Wade de inmediato,aunque no recordaba cuánto tiempo hacía desde la última vez que la vio. Fueracual fuera el tiempo transcurrido, lo cierto es que ella siempre había sido así:escuálida, vieja, con una constante, por no decir eterna, expresión de sobresalto.

—¿Qué es todo esto? —gritó. La mano derecha voló hacia la cruz que pendíadel cuello, enredándose en su cadena. La mujer retrocedió, asustada, mientrasellos llegaban a la puerta, para entrar—. Dios mío —dijo, reconociéndolo al fin—, Justin. En el nombre de María y José, ¿qué te ha ocurrido?

La cocina era amarilla. Linóleo amarillo, encimeras de azulejo amarillas,cortinas de cuadros amarillos y blancos, platos decorados con margaritas que sesecaban en el escurreplatos junto al fregadero. Cuando Jude vio todo eso,escuchó mentalmente aquella canción, la que había sido un éxito del grupoColdplay hacía algunos años, la que decía que todo era amarillo.

Se quedó sorprendido, después de haber visto la casa desde el exterior, alencontrar la cocina tan llena de vivos colores, tan bien cuidada. Nunca había sidoasí de acogedora cuando él era niño. Lo recordaba muy bien. La cocina era ellugar en que su madre pasaba la mayor parte del tiempo, viendo la televisión ybuscándose mil ocupaciones. Allí permanecía, silenciosa, casi en trance,mientras pelaba patatas o lavaba judías. Se diría que su permanente tristeza, suagotamiento emocional, había matado la vida de la estancia, convirtiéndola en unlugar donde era importante hablar en voz baja, si es que se hablaba, un espacioprivado y triste por el que uno no podía pasar corriendo. De niño, la cocina erapara él una especie de velatorio.

Pero habían transcurrido treinta años desde la muerte de su madre y lacocina era ahora territorio de Arlene Wade. Llevaba en la casa más de un año ymuy probablemente pasaba la mayor parte de su tiempo de vigilia en aquella

habitación, que ella había revivido con la simple actividad cotidiana. Le habíadevuelto el calor hogareño por el procedimiento de ser, simplemente, ellamisma, una mujer may or con amigos con los que hablar por teléfono, unaseñora que horneaba pasteles para los parientes y tenía un hombre moribundoque cuidar. A decir verdad, la cocina era tal vez un poco demasiado acogedora.Jude se sintió mareado ante tanto calor de hogar, ante el aire templado queparecía encerrado allí artificialmente. Mary beth le condujo hacia la mesa de lacocina. Él sintió una garra huesuda hundiéndose en su brazo derecho. Era Arlene,que le sujetaba con mucha energía. Le sorprendió la fuerza rígida de los dedos dela anciana.

—Tienes un calcetín en la mano —le dijo.—Tiene un dedo amputado —explicó Mary beth.—¿Qué estáis haciendo aquí, entonces? —preguntó Arlene—. Deberías

llevarlo a un hospital.Jude se dejó caer en una silla. Curiosamente, incluso sentado, quieto, se sentía

como si estuviera moviéndose, le parecía que las paredes de la habitación sedeslizaban lentamente junto a él, que la silla que ocupaba se proyectaba haciadelante, como el aparato de un parque de atracciones. « El paseo loco del señorJude» , podría llamarse. Marybeth se instaló en una silla junto a él. Las rodillas deambos se rozaban. La joven tiritaba. Tenía la cara brillante a causa del sudor, y elpelo parecía la cabellera de una loca furiosa, todo revuelto y erizado. Algunosmechones se le habían quedado pegados a las sienes, por el sudor, en amboslados de la cara y en la parte posterior del cuello.

—¿Dónde están sus perros? —preguntó Marybeth.Arlene empezó a desatar el calcetín que envolvía la muñeca de Jude,

mirando por encima de la nariz, a través de las gruesas lentes de aumento de susgafas. Puede ser que considerase que aquella pregunta era rara o sorprendente,pero no dio señal alguna de que fuera así. Estaba concentrada en el trabajo quehacían sus manos.

—Mi perro está ahí —dijo al fin, inclinando la cabeza hacia un rincón de lacocina—. Y como puedes ver, es mi gran protector. Es un amigo viejo y feroz. Silo conocieras, no querrías contrariarlo.

Jude y Marybeth miraron al rincón. Un rottweiler viejo y gordo estabaechado en un almohadón para perros, dentro de una cesta de mimbre. El animalera demasiado grande para ese recinto, y su culo sonrosado y ralo sobresalía porun lado. Levantó la cabeza débilmente, los miró con atención con sus ojoshúmedos, inyectados en sangre, para luego bajar otra vez la cabeza y suspirar sinapenas hacer ruido.

—¿Es eso lo que te ha pasado en la mano? —preguntó Arlene—. ¿Te hamordido un perro, Justin?

—¿Qué ha sido de los pastores alemanes de mi padre? —preguntó Jude, en

lugar de responder.—Hace ya tiempo que dejó de estar en condiciones de cuidar ningún perro.

Envié a Clinton y a Rather a vivir con la familia Jeffery. —En ese momento sacópor fin el calcetín y respiró hondo cuando vio la venda que había debajo. Estabaempapada, saturada de sangre—. ¿Estás participando en alguna estúpida carreracon tu padre para ver quién se muere primero? —La vieja enfermera puso lamano del herido sobre la mesa, sin quitar las vendas, para verla mejor. Luegoechó una mirada a la mano izquierda, igualmente vendada, de Jude—. ¿Te faltaalgún trozo en ésa también?

—No. A ésa sólo le he hecho una gran raja.—Llamaré a una ambulancia —decidió Arlene. Había vivido en el sur toda su

vida y pronunció la palabra « ambulancia» alargando las vocales.Cogió el teléfono que estaba en la pared de la cocina. Sonó un ruido áspero y

repetitivo en el auricular. La vieja apartó la oreja rápidamente y colgó.—El teléfono del salón se ha quedado descolgado cuando has tirado el aparato

—dijo, y se fue a la parte delantera de la casa.Marybeth observó la mano de su compañero. Él la levantó con esfuerzo,

descubrió que había dejado su silueta roja y húmeda sobre la mesa… y volvió abajarla con claros signos de debilidad.

—No debíamos haber venido aquí —dijo la joven.—No tenemos otro lugar adonde ir.Marybeth giró la cabeza, y miró al gordo perro de Arlene.—Dime que ese bicho va a ayudarnos.—Está bien. Te lo digo: Va a ay udarnos.—¿Lo dices en serio?—No. —Marybeth le dirigió una mirada inquisitiva—. Lo siento —dijo Jude

—. Tal vez no he sido del todo claro con el asunto de los perros. No sirvecualquier perro. Tienen que ser míos, de mi propiedad. Ocurre como con lasbrujas, que cada bruja tiene un gato negro. Bon y Angus eran eso para mí, mistalismanes. No pueden ser reemplazados.

—¿Cuándo descubriste eso?—Hace cuatro días.—¿Por qué no me lo dij iste?—Esperaba desangrarme hasta morir antes de que Angus muriera junto a

nosotros. Entonces tú estarías bien. El fantasma tendría que dejarte tranquila. Suproblema con nosotros estaría liquidado. Si mi cabeza, hubiera estado más clara,no me habría vendado tan bien.

—¿Crees que todo se arreglará si te dejas morir? ¿Crees que está bien darle loque quiere? Maldito seas. ¿Crees que he llegado hasta aquí para ver cómo temueres? Maldito seas.

Arlene entró por la puerta de la cocina, frunciendo el ceño, con las cejas

unidas en una expresión de fastidio, o de estar pensando profundamente, o deambas cosas a la vez.

—Algo anda mal en ese teléfono. No da tono para marcar. Todo lo queconsigo cuando levanto el auricular es oír alguna emisora de radio local de ondamedia. Algún programa agrícola. Un tío que habla sobre cómo descuartizaranimales. Tal vez el viento haya derribado algún poste y se han estropeado laslíneas.

—Tengo un teléfono móvil… —comenzó a decir Mary beth.—Yo también —replicó Arlene—. Pero no hay cobertura por esta zona. Que

Justin se acueste y y o veré lo que puedo hacer por su mano ahora mismo. Luegoiré en coche a casa de los McGee, para llamar desde allí.

Sin ninguna advertencia, estiró el brazo y cogió la muñeca de Marybeth,levantándole la mano vendada durante unos instantes. El vendaje estaba rígido ymarrón, con manchas de sangre seca.

—¿Qué diablos habéis estado haciendo vosotros dos? —preguntó.—Es mi pulgar —explicó Marybeth.—¿Has intentado cambiártelo por un dedo suyo? ¿Algún diabólico jueguecito

rockero?—Sólo tengo una infección.Arlene dejó la mano vendada y miró la otra, que estaba descubierta, muy

blanca y con la piel arrugada.—Nunca he visto una infección semejante. Tienes las dos manos

infectadas… ¿Algún otro lugar del cuerpo afectado?—No.Puso una mano en la frente de Marybeth.—Estás ardiendo. ¡Dios mío, qué dos! Puedes descansar en mi habitación,

querida. Pondré a Justin con su padre. Coloqué una cama adicional en su cuartohace dos semanas, para así poder dormitar allí y vigilarlo más de cerca. Vamos,niño grande. Tendrás que caminar un poco más. Levántate.

—Si quieres que me mueva, será mejor que traigas la carretilla y me llevesen ella —dijo Jude.

—Tengo morfina en la habitación de tu padre.—Bien. Eso es otra cosa —dijo Jude, y puso la mano izquierda sobre la mesa,

esforzándose por ponerse de pie.Marybeth se puso de pie de un salto y le cogió por el codo.—Tú te quedas donde estás —ordenó Arlene. Hizo un gesto con la cabeza en

dirección a su rottweiler y la puerta abierta más allá de él, que daba a lo quealguna vez había sido un cuarto de costura, pero que se había convertido en unpequeño dormitorio—. Ve y descansa allí. Yo puedo hacerme cargo de esto.

—Está bien —dijo Jude a Marybeth—. No te preocupes, Arlene me sostiene.—¿Qué vamos a hacer con Craddock? —preguntó Mary beth.

Estaba de pie, apoyada en él. Jude se inclinó hacia delante, acercó la cara alpelo de la chica y la besó en la parte superior de la cabeza.

—No sé —respondió el hombre—. Demonios. Ojalá no estuvieras metida eneste lío conmigo. ¿Por qué no te fuiste? ¿Por qué no te alejaste de mí cuandotodavía podías hacerlo? ¿Por qué tenías que ser tan terca e insistente con todo?

—Llevo a tu lado nueve meses —dijo. Se puso de puntillas y colocó los brazosalrededor del cuello de Jude, buscándole la boca con la suya—. Supongo que algose me ha pegado.

Y entonces, por un momento, se mecieron dulcemente, casi bailando, uno enbrazos del otro.

C

Capítulo42

uando Jude se apartó de Marybeth, Arlene le ayudó a darse la vuelta y leobligó a caminar. Creía que la anciana le llevaría de regreso al vestíbulo, para asípoder subir al dormitorio principal, en el piso de arriba, donde suponía que estabasu padre. Sin embargo, para su sorpresa, siguieron hacia delante, a lo largo detoda la cocina, en dirección al pasillo trasero, el que conducía al viejo dormitoriode Jude.

Por supuesto, su padre estaba allí, en la planta baja. El cantante recordabavagamente que Arlene le había dicho, en alguna de sus pocas conversacionestelefónicas, que iba a trasladar a Martin abajo, al antiguo dormitorio de Jude,porque le resultaba más fácil que subir y bajar las escaleras mil veces al día paraatenderlo.

Se volvió para dedicar una última mirada a Mary beth. Ella le contemplabadesde la puerta del dormitorio de Arlene, con sus ojos febriles y exhaustos…, yasí continuó hasta que Jude y Arlene se alejaron, dejándola sola. A él no legustaba la idea de estar tan lejos de Marybeth en el oscuro y deterioradolaberinto que era la casa de su padre. No parecía muy descabellado pensar en laposibilidad de que nunca pudieran volver a encontrarse.

El pasillo que llevaba a su habitación era angosto y tortuoso y tenía lasparedes visiblemente torcidas. Pasaron junto una puerta cubierta con telametálica, clausurada con clavos en el marco. La rej illa estaba oxidada ydeformada hacia fuera. Daba a un embarrado corral, una pocilga habitada enese momento por tres cerdos de tamaño mediano. Los animales miraron a Judey a Arlene mientras pasaban, con gesto benevolente y sabio en sus caras de narizaplastada.

—¿Todavía tenemos cerdos? —preguntó Jude—. ¿Quién se ocupa de ellos?—¿Quién se te ocurre que puede hacerlo?—¿Por qué no los has vendido?La veterana enfermera se encogió de hombros.—Tu padre ha cuidado cerdos toda su vida. Así puede escucharlos desde

donde está acostado. Supongo que pensé que eso le ay udaría a mantenerse encontacto con la realidad. A seguir siendo mínimamente quien era. —Levantó la

vista hacia el rostro de Jude—. ¿Crees que soy tonta?—No —respondió Jude.Arlene empujó hacia dentro la puerta del viejo dormitorio de Jude y

penetraron en un ambiente de calor sofocante, con un olor tan fuerte a mentolque los ojos de Jude lagrimearon inmediatamente.

—Espera —dijo Arlene—. Primero voy a sacar mi costura.Le dejó apoyado contra la puerta y fue rápidamente hacia la pequeña cama

pegada a la pared, a la izquierda. Jude miró al otro lado de la habitación, a uncatre idéntico. Su padre estaba en él.

Los ojos de Martin Cowzynski no eran más que unas hendiduras angostas quesólo dejaban ver una parte estrecha y vidriosa del globo ocular. Tenía la bocaabierta, como congelada en un amago de bostezo. Sus manos eran garrasdemacradas, encogidas contra el pecho, con las uñas torcidas, amarillas, afiladas.Siempre había sido flaco y fibroso. Pero Jude calculó que había perdido tal vezun tercio de su masa corporal, y apenas quedaban unos cincuenta kilos de él. Lasmejillas del enfermo eran cuevas hundidas. Daba la impresión de estar yamuerto, aunque el aliento todavía brotaba tenuemente de su boca. Había hilos deespuma blanca en la barbilla. Arlene lo había estado afeitando. El tazón de laespuma reposaba en la mesilla de noche, con una brocha de mango de maderaapoy ada en él.

Jude no había visitado a su padre desde hacía treinta y cuatro años, y verlo así—debilitado, feo, perdido en su propio sueño de muerte— le produjo una nuevasensación de vértigo, casi de mareo. No sabía bien por qué, pero le parecíahorrible que Martin siguiera respirando. Habría sido más fácil mirarlo si estuvieramuerto, y no en el estado en que se encontraba en ese momento. Jude lo habíaodiado durante tanto tiempo que no estaba preparado para experimentar ningunaotra emoción ante él. Y menos para la lástima. Para el horror. El horror tenía susraíces en la compasión, después de todo, en la capacidad de comprender lanaturaleza del peor sufrimiento. Jude no había imaginado que podría sentircompasión o comprensión por el hombre que estaba en la cama, en el otroextremo de la habitación.

—¿Puede darse cuenta de que estoy aquí? —preguntó Jude.Arlene miró de reojo al padre de Jude.—Lo dudo. No ha respondido a ningún estímulo visual desde hace varios días.

Por supuesto, hace meses que perdió la facultad de hablar, pero hasta no hacemucho, en ocasiones, hacía muecas, gestos, o daba alguna señal cuando queríaalgo. Le gustaba que le afeitara, de modo que lo hago todos los días. Leencantaba sentir el agua caliente en la cara. Tal vez en algún profundo nivel de laconciencia todavía le guste. No lo sé. —Hizo una pausa, mirando la figurademacrada y agónica en la otra cama—. Me da pena verlo morir de estamanera, pero es peor mantener vivo a alguien cuando se traspasa cierto límite.

Eso es lo que creo. Cuando llega el momento, los muertos tienen derecho a losuyo. A irse en paz, sin sufrimientos innecesarios.

Jude asintió con la cabeza.—Los muertos reclaman lo suy o. Sí que lo hacen.Observó lo que Arlene tenía en las manos, el costurero que acababa de sacar

de debajo de la cama vacía. Era el viejo tesoro de su madre: una colección dededales, agujas e hilos, amontonados en desorden en una de las grandes cajas debombones, amarillas, con forma de corazón, que su padre solía comprar paraella. Arlene apretó la tapa para cerrarla y la puso sobre el suelo, entre las doscamas. Jude miró con cautela, pero la caja no hizo ningún movimientoamenazador.

Arlene volvió junto a él y le llevó agarrado por el codo hasta la cama vacía.Había un flexo con un brazo articulado, atornillado a la mesilla de noche. Lamujer movió la lámpara, que emitió un desagradable chirrido cuando el resorteoxidado se estiró. La encendió. Cerró los ojos para acostumbrarse a la súbitaluminosidad.

—Veamos esa mano.Acercó un taburete pequeño a la cama y empezó a retirar la gasa empapada

de sangre, usando un par de pinzas quirúrgicas. Cuando sacó la última capaadherida a la piel, una oleada de cosquilleo helado recorrió toda la mano delherido, y luego el dedo ausente empezó, increíblemente, a arderle. Era como siestuviera todavía allí, cubierto de hormigas rojas picándolo de una forma salvaje.

La anciana enfermera clavó una aguja en la herida, inyectándolo variasveces en distintos lugares, mientras él maldecía. Luego llegó una corriente de fríointenso, gratificador, que circulaba por sus venas y se extendía hasta la muñeca,convirtiéndolo casi en un hombre de hielo.

La habitación se oscureció, luego se iluminó. El sudor que cubría su cuerpo seenfrió rápidamente. Estaba echado sobre la espalda. No recordaba haberseacostado. Vagamente, sentía tirones en la mano derecha. Cuando se dio cuenta deque los tirones eran porque Arlene estaba haciendo algo sobre el muñón de sudedo —poniéndole grapas, o ganchos, o suturándolo—, habló:

—Voy a vomitar.Contuvo el vómito hasta que ella pudo colocar un recipiente de plástico junto

a su mejilla. Luego giró la cabeza y vació el estómago.Cuando Arlene terminó, le puso la mano sobre el pecho, para que reposara.Envuelta en capas colocadas sobre otras capas de vendas y algodones, tenía

al menos el triple de su tamaño normal. Parecía una pequeña almohada. Estabaaturdido. Le latían las sienes. La mujer volvió la fuerte y brillante luz hacia losojos de Jude y se inclinó para observar el corte de la mejilla. Encontró una granvenda de color carne y la colocó cuidadosamente en el rostro del hombre.

—Has sangrado mucho. ¿Sabes qué grupo sanguíneo tienes? Les pediré que la

ambulancia —pronunció otra vez esta palabra alargando las vocales— traiga lasangre adecuada.

—Ocúpate de Mary beth. Por favor.—Iba a hacer eso precisamente.Apagó la luz antes de irse. Era un alivio sumirse en la oscuridad de nuevo.Cerró los ojos, y cuando los volvió a abrir no sabía si había pasado un minuto,

una hora o un año. La casa de su padre era un lugar de quietud y silencioapacible. No se oía nada, salvo el súbito sonido del viento, el crepitar de la leña, elsuave golpeteo de la lluvia en las ventanas. Se preguntó si Arlene habría ido abuscar la ambulancia y si Mary beth también estaría durmiendo. Se preguntó siCraddock andaría por la casa, sentado al otro lado de la puerta. Jude giró lacabeza y vio que su padre le estaba mirando.

La mandíbula del anciano colgaba, con la boca abierta, y enseñaba los pocosdientes que le quedaban, llenos de manchas marrones debidas a la nicotina. Lasencías estaban visiblemente enfermas. Martin lo miraba fijamente, con suspálidos ojos grises. Era una mirada confusa. Poco más de un metro de suelodesnudo separaba a los dos hombres.

Martin Cowzynski habló con una extraña voz, que era un resuello:—Tú no estás aquí.—Creía que no podías hablar —replicó Jude.El padre parpadeó lentamente. No dio ninguna señal de haberle escuchado.—Te habrás ido cuando me despierte.El tono de su voz parecía reflejar deseo. Empezó a toser débilmente. Voló

saliva, y su pecho pareció vaciarse, hundiéndose, como si con cada dolorosaexpectoración estuviera escupiendo las tripas. Se diría que empezaba adesinflarse.

—Te equivocas, viejo —le dijo Jude—. Tú eres mi pesadilla, no al revés.Martin continuó mirándolo con la misma expresión de asombro estúpido

durante unos momentos más, y luego dirigió los ojos al techo otra vez. Jude mirócon preocupación a aquel anciano en su catre monacal, con la respiraciónresonando penosamente en la garganta y el rostro lleno de restos secos deespuma de afeitar.

Los ojos de su padre se fueron cerrando gradualmente. Al poco rato, los deJude hicieron lo mismo.

N

Capítulo43

o tenía claro lo que le había despertado, pero lo cierto es que Jude abrió losojos, espabilándose en un instante, y encontró a Arlene al pie de la cama. Nosabía cuánto tiempo llevaba la enfermera allí. Tenía puesto un chubasquero decolor rojo brillante, con la capucha quitada. Las gotitas de agua brillaban sobre elplástico. Su cara vieja y huesuda tenía una expresión inerte, casi de robot, queJude al principio no reconoció. Necesitó algunos momentos para interpretarlacomo señal de miedo. Se preguntaba si ella se había ido y vuelto después, o si aúnno había salido.

—Estamos sin electricidad —informó.—¿Sí?—Salí, y cuando volví, y a no teníamos luz.—Ya.—Hay una furgoneta en la entrada. Está allí. De ningún color en especial, un

cacharro viejo. No sé quién está sentado dentro. Iba a acercarme para ver si eraalguien que tal vez pudiera ir a algún lugar y hacernos el favor de llamar aemergencias…, pero entonces me he asustado. Me ha asustado lo que pudieraencontrar allí, y he vuelto a la casa sin acercarme, sin verle.

—Mejor mantente alejada.La mujer continuó, como si Jude no hubiera dicho nada:—Cuando he vuelto adentro, estábamos sin corriente eléctrica, pero de todas

maneras seguía escuchándose algún estúpido programa de radio en el teléfono.Un montón de cosas religiosas sobre la necesidad de recorrer el camino de lagloría. La televisión estaba encendida en el salón delantero. Estaba encendida,sencillamente. Sé que no puede ser, porque no hay electricidad, pero de todosmodos estaba encendida. Se veía algo en la televisión. En el telediario. Hablabande ti. Se referían a todos nosotros. Contaban que todos estábamos muertos.Mostraron una imagen de la granja. Se veía cómo cubrían mi cuerpo con unasábana. No me identificaban, pero yo vi mi mano, que sobresalía, y mi brazalete.Era yo, estoy segura. Había policías por todas partes. Y esa cinta amarillabloqueando la entrada. Y Dennis Woltering contaba, como cosa segura, que túnos habías matado a todos.

—Es una alucinación, una mentira. Nada de eso va a ocurrir realmente.—Hasta que no he podido soportarlo más y he apagado la televisión. Pero ha

vuelto a encenderse de inmediato, y la he apagado otra vez y he quitado elenchufe de la pared. Eso ha sido suficiente. —Hizo una pausa y luego siguió—:Tengo que irme, Justin. Pediré la ambulancia en casa de los vecinos. Tengo queirme… Pero me da miedo pasar cerca de esa camioneta. ¿Quién la conduce?

—Nadie a quien quieras conocer. Llévate mi Mustang. Las llaves estándentro.

—No, gracias. Ya he visto lo que hay en el asiento trasero.—Oh.—Iré en mi coche.—Por favor, no hagas nada con respecto a esa furgoneta. Ni te acerques.

Conduce sobre el césped y rompe la cerca si es preciso. Haz lo que sea necesariopara mantenerte alejada de él. ¿Le has echado un vistazo a Mary beth?

Arlene asintió con la cabeza.—¿Cómo está?—Durmiendo. Pobre niña.—Así es. Pobre niña.—Adiós, Justin.—Ten cuidado.—Llevo mi perro conmigo.—Muy bien.Dio medio paso, deslizándose hacia la puerta.Entonces, antes de salir, Arlene se detuvo y habló de nuevo:—Tu tío Pete y y o te llevamos a Disney world cuando tenías siete años. ¿Lo

recuerdas?—Me temo que no.—En toda tu vida no te había visto sonreír, ni una vez, hasta que estuviste

encima de los elefantes, dando vueltas y vueltas. Aquello me hizo sentirme muybien. Cuando te vi sonreír, supe que aún tenías una oportunidad de ser feliz.Lamenté mucho que luego te volvieras así. Tan triste. Siempre con ropa negra ydiciendo todas esas cosas terribles en tus canciones. Me sentí terriblemente malpor ti. ¿Adónde se fue aquel niño?, el pequeño que sonreía dando vueltas sobre unelefante?

—Se murió de hambre. Yo soy su fantasma.Ella asintió con la cabeza y dio un paso hacia atrás. Levantó la mano, en

ademán de despedida, dio media vuelta y desapareció.Después, Jude prestó atención a los ruidos de la casa, a los débiles cruj idos

que provocaba aquí y allá el viento, a las salpicaduras de la lluvia que caía sobreel tejado. Una puerta de vaivén, de tela metálica, golpeó con fuerza en algunaparte. Podía haber sido Arlene al partir. Podía haber sido la puerta suelta del

gallinero situado junto a la casa.Aparte de una sensación de calor áspero en el lado herido de su cara, donde

Jessica Price le había clavado el trozo de plato, no sentía gran dolor. Surespiración era lenta y regular. Miró la puerta, esperando que Craddockapareciera en cualquier momento. No apartó la mirada de allí hasta que escuchóun golpeteo procedente de su derecha.

Miró. La enorme caja amarilla en forma de corazón seguía en el suelo. Algoprodujo dentro de ella un ruido sordo. Luego, la caja se movió, como si lasacudieran desde abajo. Se desplazó unos centímetros hacia delante, por el suelo,y saltó otra vez. Hubo otro golpe en la tapa, propinado desde dentro una vez más,y se levantó una esquina de la cubierta.

Cuatro flacos dedos surgieron del interior de la caja. Se produjo otro ruidosordo, la tapa quedó suelta y luego empezó a elevarse. Del interior del recipienteamarillo salió Craddock. Emergió como si brotase de un agujero en forma decorazón abierto en el suelo.

La tapa quedó sobre su cabeza, a modo de sombrero ridículo. Se la quitó, ladejó a un lado, luego se impulsó para salir de la caja hasta la cintura con un solomovimiento, sorprendentemente atlético para un hombre que no sólo era unanciano, sino que además estaba muerto. Puso una rodilla en el suelo, sacó elresto del cuerpo y se puso de pie. Las ray as de las perneras de sus pantalonesnegros eran perfectas.

Fuera, en la pocilga, los cerdos empezaron a chillar. Craddock extendió sulargo brazo en el interior de la caja sin fondo, buscó hasta encontrar el sombrerode fieltro, y se lo puso. Los garabatos bailaron delante de sus ojos. Entonces elmuerto se volvió y sonrió.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó Jude.

A

Capítulo44

quí estamos. Tú y yo. Ambos apartados de nuestro camino.El fantasma hablaba, pero sus labios se movían sin emitir sonido alguno. Su

voz sólo existía en la cabeza de Jude. Los botones de plata de la chaqueta de sutraje negro brillaban en la oscuridad.

—Sí —dijo Jude—. La diversión no puede ser eterna, tiene que terminar enalgún momento.

—¡Todavía lleno de bríos! Vaya, vaya.Craddock puso una flaca mano sobre el tobillo de Martin y la pasó, sobre la

sábana, a lo largo de la pierna. El moribundo tenía los ojos cerrados, pero su bocaseguía abierta, con la mandíbula floja y el aliento todavía saliendo y entrandocon silbidos agudos, más mecánicos que humanos.

—Mil quinientos kilómetros después, y sigues cantando la misma canción.La mano de Craddock se deslizó sobre el pecho de Martin. Era algo que

parecía estar haciendo casi sin pensar en ello. No miró ni una sola vez al anciano,que luchaba por conquistar sus últimos suspiros allí en la cama, junto a él.

—Nunca me gustó tu música. Anna solía escucharla con un volumen tan altoque haría que a una persona normal le sangraran los oídos. ¿Sabes que hay uncamino que une este lugar y el infierno? Yo mismo lo he recorrido. Muchasveces y a. Y te diré una cosa, en ese camino hay sólo una estación, y lo único quetocan allí es tu música. Supongo que ésa es la manera que tiene el diablo decastigar a los pecadores.

El muerto reía con siniestras carcajadas.—Deja tranquila a mi amiga —dijo Jude.—Oh, no. Ella estará sentada entre nosotros mientras marchamos por el

camino de la noche. Ya ha llegado demasiado lejos contigo. No podemos dejarlaatrás ahora.

—Te digo que Marybeth no tiene nada que ver con esto.—Pero no tienes nada que decirme, hijo. Soy yo quien te dice las cosas a ti.

Vas a asfixiarla hasta que muera, y yo estaré observando. Dilo. Dime cómo va aocurrir eso.

Jude pensó: « No lo haré» , pero mientras lo estaba pensando, dijo:

—Voy a asfixiarla. Tú vas a mirar.—Ahora tocas la música que me gusta.Jude pensó en la canción que había compuesto el otro día, en el motel de

Virginia. Recordó cómo sus dedos habían sabido dónde estaban los acordesadecuados, y la sensación de tranquilidad y fuerza que lo había invadido mientrastocaba. Se sintió en un entorno de orden y control, tuvo la impresión de que elresto del mundo estaba muy lejos, mantenido a distancia por su propia paredinvisible de sonidos. Pensó en lo que Bammy le había dicho: « Los muertos ganancuando uno deja de cantar» . Y, en su visión, Jessica Price había dicho que Annacantaba cuando estaba en trance para impedir que la obligara a hacer cosas queno quería hacer, para cortar el paso a las voces que no deseaba escuchar. Derepente, el muerto le dio una orden:

—Levántate. Basta ya de holgazanear. Tienes cosas que hacer en la otrahabitación. Tu amiga te está esperando.

Pero Jude ya no le escuchaba. Estaba concentrado en la música que había ensu cabeza, oy éndola tal como iba a sonar cuando la hubiera grabado con unabanda. Percibía en su interior el suave golpear de los platillos y los tambores, elprofundo y lento pulso del bajo. El anciano fantasma le estaba hablando, peroJude descubrió que cuando fijaba la mente en su nueva canción podía ignorarlocasi completamente.

Pensó en la radio del Mustang, la vieja, la que había arrancado delsalpicadero para poner en su lugar un receptor por satélite XM y un reproductorde discos DVD. La radio original había sido un receptor de onda media con tapafrontal de vidrio, que brillaba con un extraño color verde que iluminaba el asientodel conductor del coche como si fuera un acuario. En su mente, Jude podíaescuchar su propia canción como si saliera de ella, podía escuchar su propia vozgritando la letra sobre el vibrante fondo, con eco, de la guitarra. Eso se oía en unaemisora. La voz del viejo estaba en otra, tapada por la anterior. La segunda erauna lejana radio sureña, de medianoche, de esas que hablan de Jesús, de esas quesiempre tienen a alguien parloteando, cuy a recepción no era demasiado buena,de modo que únicamente se oían una o dos palabras de vez en cuando, mientrasel resto del tiempo sólo llegaban oleadas de interferencias.

Craddock le había dicho que se levantara. Pasó un momento hasta que Jude sedio cuenta de que no le había obedecido.

—Levántate, te digo.Jude empezó a moverse…, pero enseguida se detuvo. En su mente estaba en

el asiento del conductor, reclinado, con los pies saliendo por la ventanilla, y en laradio se escuchaba su tema, mientras los grillos cantaban en la tibia oscuridad delverano. Estaba tarareando para sí mismo y un momento después se dio cuenta deello. Era un murmullo suave, fuera de tono, pero de todas maneras identificablecomo la nueva canción.

—¿No oyes lo que te estoy diciendo, hijo?Jude no escuchaba las preguntas del muerto. Podía darse cuenta de lo que

Craddock estaba diciendo porque le veía los labios mientras su boca formabaclaramente las palabras. Pero, en realidad, no podía escuchar a su enemigomuerto en absoluto.

—No —replicó Jude—. No oigo nada.El labio superior de Craddock se encogió en un gesto despectivo. Todavía tenía

una mano posada sobre el padre de Jude…, se había deslizado por el pecho deMartin, y en ese momento descansaba sobre el cuello. El viento rugía,embistiendo contra la casa, y las gotas de lluvia golpeaban, ahora furiosamente,los vidrios de las ventanas. En un momento dado, el viento amainó, y en elsilencio que siguió Martin Cowzynski soltó un gemido.

Jude se había olvidado de su padre por un momento —sus pensamientos seconcentraban en los adornos de la canción imaginada—, pero el gemido atrajo suatención. Los ojos de Martin estaban abiertos, desorbitados y horrorizados.Miraba a Craddock. Éste tenía la cabeza vuelta hacia él. Su gesto de desprecio sedesvanecía, para dar lugar a una expresión que indicaba una reflexión profunday serena.

Finalmente, el padre de Jude habló. Su voz era poco más que un resuellomonótono:

—Es un mensajero. Un mensajero de la muerte.El muerto pareció volver a mirar a Jude, con los garabatos negros bailando

ante sus ojos. Los labios de Craddock se movieron, y por un instante su voz vacilóy sonó con claridad, sorda pero audible, por debajo del murmullo de la canciónprivada e interior de Jude.

—Tal vez tú puedas alejarme con la música. Pero él no es capaz.Craddock se inclinó sobre el padre de Jude y le puso las manos sobre la cara,

una en cada mejilla. La respiración del enfermo comenzó a sobresaltarse, yluego a reducirse. Cada inhalación era más breve, rápida y aterrorizada que laanterior. Sus párpados pestañearon. El muerto se inclinó hacia delante y puso suboca sobre la de Martin.

El padre de Jude apretó el cuerpo sobre la almohada, estiró los talones haciael extremo de la cama, y empujó, como si pudiera meterse más adentro delcolchón, alejándose así de Craddock. Exhaló un último y desesperado suspiro… yabsorbió al muerto, metiéndolo dentro de sí. Ocurrió en un instante. Fue como vera un mago consiguiendo que un pañuelo atravesara su puño, para hacerlodesaparecer. Craddock se contrajo, como un pliego de papel de envolver chupadopor el tubo de una aspiradora. Sus negros y brillantes zapatos fueron lo último enentrar por la garganta de Martin. Por un momento, el cuello del moribundopareció distenderse, hincharse, como lo hace una serpiente después de comerseuna rata; pero luego se tragó a Craddock de un solo golpe, y su garganta volvió a

su forma normal, flaca y con la piel suelta.El padre de Jude tuvo arcadas, tosió, estuvo a punto de vomitar. Sus caderas se

alzaron sobre la cama, la espalda se arqueó. Jude no pudo evitarlo: pensó deinmediato en un orgasmo. Los ojos de Martin parecían querer salirse de susórbitas. La punta de la lengua vibraba entre los dientes.

—¡Escúpelo, papá! —gritó Jude.Su padre no pareció escuchar. Volvió a desplomarse en la cama, luego se

arqueó una vez más, casi como si alguien se hubiera sentado sobre él y Martinestuviera tratando de sacárselo de encima. Se oían ruidos húmedos, sordos yahogados en su garganta. Una vena azul sobresalía en el centro de la frente. Suslabios estaban estirados hacia atrás, de forma muy poco natural, dejando a lavista los dientes, en una mueca más propia de un perro.

Luego se aflojó suavemente, descendiendo sobre el colchón. Sus manos, quehabían estado aferradas desesperadamente a la sábana, se abrieron poco a poco.Los ojos eran ahora de un color rojo vivo, horroroso: los vasos sanguíneos habíanestallado, tiñendo la parte blanca de los globos oculares. La mirada estabaclavada, fija e inexpresiva, en el techo. La sangre le manchaba los dientes.

Jude le contempló con ansia, buscando algún movimiento, esforzándose porescuchar algún ruido de respiración. Sólo oy ó que la casa cruj ía con el viento yque la lluvia golpeaba contra las paredes.

Con gran esfuerzo, el cantante se incorporó, luego giró para poner los pies enel suelo. No tenía ninguna duda de que su padre estaba muerto; él, que habíadestrozado la mano de Jude con la puerta del sótano y había puesto una escopetacontra el pecho de su madre, que había gobernado aquella granja con sus puños,usando el cinturón como látigo, con explosiones de ira y de risa, el tipo a quien elmismo Jude muchas veces había soñado con matar, estaba muerto. Por finestaba muerto, y sin embargo no le había resultado fácil ver morir a Martin. AJude le dolía el estómago, como si acabara de vomitar otra vez, como si algo lehubiera sido arrancado de su interior, de lo más profundo de su cuerpo, algo de loque no quería desprenderse. Era rabia, tal vez.

—¿Papá? —dijo Jude, convencido de que nadie iba a responder.Se puso de pie, tambaleándose, mareado. Dio un paso arrastrando los pies,

como un hombre viejo. Puso la vendada mano izquierda sobre el borde de lamesilla de noche, para apoy arse. Sentía que sus piernas podrían doblarse encualquier momento.

—¿Papá? —repitió.Su padre sacudió la cabeza, resucitado, y fijó sus ojos rojos, horribles,

fascinados, en Jude.De repente habló, en un susurro tenso. Sonrió, y la sonrisa fue un espectáculo

pavoroso en su rostro demacrado y atormentado.—Justin. Mi muchacho. Estoy bien. Estoy muy bien. Acércate. Ven y

abrázame.Jude no le hizo caso. Por el contrario, retrocedió con paso vacilante e

inestable. No se esperaba aquel fenómeno. Se quedó sin aire. Luego recuperó elaliento y habló:

—Tú no eres mi padre.Los labios de Martin se abrieron para mostrar las encías enfermas y los

dientes amarillos y torcidos, o mejor dicho lo que quedaba de ellos. Una lágrimasanguinolenta cayó de su ojo izquierdo, bajando por una línea roja, irregular, querecorría el pómulo hundido. El ojo de Craddock derramaba lágrimas muyparecidas, y de la misma manera, en la visión que Jude había tenido de la últimanoche de Anna.

El viejo poseído se incorporó y extendió la mano por encima del tazón deespuma de afeitar. Martin cerró la mano sobre la vieja navaja de afeitar, la detoda la vida, con su mango de nogal. El hijo no se había dado cuenta de queestaba allí, no la había visto detrás del tazón blanco de porcelana. Jude se alejómás, retrocediendo otro paso. La parte trasera de sus piernas chocó con el bordedel camastro y se sentó en el colchón.

Entonces su padre se levantó, y la sábana se deslizó, dejándolo descubierto.Se movió con mayor rapidez de la que Jude esperaba, casi como una lagartijaque pasara de la quietud total a una actividad frenética. El viejo avanzó haciadelante, casi demasiado rápido para seguirle con la vista. Sólo llevaba unos sucioscalzoncillos de color indefinido, tal vez gris. Sus músculos pectorales eranpequeños y temblorosos sacos de carne, cubierta con rizados pelos blancos comola nieve. Martin dio un paso, puso el talón sobre la caja en forma de corazón y laaplastó. Ahora hablaba con la voz de Craddock.

—Ven aquí, hijo. Papá te va a enseñar a afeitarte.Dio un golpe de muñeca y la navaja de afeitar salió del asa. Durante la

décima de segundo que duró el movimiento, la hoja fue un espejo en el que Judepudo ver fugazmente su propia cara asombrada.

Martin arremetió contra Jude, tratando de alcanzarlo con la navaja, pero Judesacó un pie y lo metió entre los tobillos del anciano. Al mismo tiempo, se echó aun lado con una energía que ignoraba que tuviese. Martin cay ó hacia delante yJude sintió que la navaja desgarraba su camisa y los bíceps que había debajo deella con una especie de silbido, aparentemente sin ninguna resistencia. Elcantante rodó por encima de la barra oxidada del cabecero de la cama y cayó alsuelo.

La habitación habría estado en silencio de no ser por sus gemidosentrecortados, tratando de recuperar el aliento, y por el silbido del viento al pasardebajo de los aleros. Su padre se subió a un extremo de la cama y luego saltó aun lado con movimientos demasiado enérgicos para un hombre que había sufridovarias apoplej ías y no abandonaba su cama desde hacía tres meses. Para

entonces, Jude ya retrocedía, gateando, para ganar la puerta.Reculó hasta mitad de camino por el pasillo, se detuvo ante la puerta de

vaivén con tela metálica que daba al corral de cerdos. Los animales seamontonaban contra ella, abriéndose paso a empujones para lograr una mejorubicación. Los chillidos nerviosos atrajeron su atención por un momento, ycuando volvió a mirar atrás, Martin estaba ya casi encima de él.

El viejo le cayó encima. Echó el brazo hacia atrás para pasar la navaja deafeitar por la cara de Jude. Este se olvidó de cualquier consideración y envió suvendada mano derecha hacia la barbilla de su padre, con tanta fuerza que hizoque la cabeza del anciano se inclinara violentamente hacia atrás. El hijo gritó.Una candente descarga de dolor atravesó su mano herida y subió por elantebrazo. Fue una sensación similar a la que produciría un impulso eléctrico quellegara directamente al hueso.

Aprovechó el retroceso de su padre y lo empujó hasta la puerta de telametálica. Martin chocó contra ella, se escuchó un sonido de madera rota y casi ala vez el ruido de unos muelles oxidados que se rompían. La tela metálica de laparte de abajo se soltó por completo y Martin cay ó por el hueco resultante. Loscerdos se dispersaron. No había escalones debajo de la puerta, y el monstruosoviejo cayó sesenta centímetros, hasta quedar fuera de la vista. Golpeó el suelocon un seco y sordo sonido.

El mundo vaciló, se oscureció, casi desapareció. « No —pensó Jude—, no, no,no» . Se esforzó por no perder el conocimiento, como lucha por volver a lasuperficie quien es arrastrado debajo del agua. Trataba, desesperadamente, deno quedarse sin aliento.

El mundo se iluminó otra vez, en una gota de luz que se ensanchó y seextendió. Formas fantasmagóricas, grises, borrosas, aparecieron ante él, paraluego recuperar gradualmente sus perfiles normales. El pasillo estaba tranquilo.Los cerdos gruñían fuera. Un sudor enfermizo se enfriaba en la cara de Jude.

Descansó un rato, mientras los oídos le seguían vibrando. Su mano tambiéntembló. Cuando estuvo listo, usó los talones para impulsarse hasta la pared. Luegoaprovechó la misma pared para sentarse reclinado en ella. Descansó otra vez.

Finalmente, logró ponerse de pie, deslizando la espalda hacia arriba conmucho esfuerzo. Miró a través de los restos de la puerta de tela metálica, perotodavía no podía ver a su padre. Debía de yacer contra el costado de la casa.

Se apartó de la pared y se asomó, hasta casi quedar colgando, a la puerta dela pocilga. Se agarró al marco para evitar caer, también él, con los cerdos. Laspiernas le temblaban furiosamente. Se inclinó hacia delante, en un intento por versi Martin estaba en el suelo con el cuello roto o algo así, y en ese momento supadre se alzó, extendió la mano a través de la puerta rota y le agarró la pierna.

Jude gritó, dio una tremenda patada a la mano de Martin y retrocedióinstintivamente. Entonces se convirtió en algo así como un hombre que perdía el

equilibrio en una superficie helada, haciendo girar los brazos tontamente,retrocediendo por el pasillo y la cocina, donde volvió a caerse.

Martin entró a través de la puerta destrozada. Gateó hacia Jude, caminando acuatro patas, hasta que estuvo encima de él. La mano del viejo se levantó y luegocay ó, con una brillante chispa de plata en ella. Jude levantó el brazo izquierdo yla navaja de afeitar le golpeó el antebrazo, tocando el hueso. La sangre saltó porel aire. Más sangre.

La palma de la mano izquierda de Jude estaba vendada, pero los dedosquedaban al descubierto. Salían de la gasa como si ésta fuera un guante con losdedos cortados. Su padre blandió la navaja en el aire, para atacar otra vez, peroantes de que pudiera hacerla bajar, Jude clavó los dedos en los ojos rojos ybrillantes del viejo. Éste gritó, retorciendo la cabeza hacia atrás, tratando delibrarse de la mano de su hijo. La hoja de la navaja se movió delante de la carade Jude, sin tocarle. El hijo empujó hacia atrás, cada vez más hacia atrás, lacabeza de lo que había sido su padre, dejando al descubierto su escuálidagarganta, preguntándose si podía presionar lo suficiente como para quebrarle elcuello al maldito bastardo.

Sostenía la cabeza del anciano tan atrás como le era posible, cuando uncuchillo de cocina golpeó el cuello de su padre.

A tres metros, de pie junto a la encimera de la cocina, al lado de una placaimantada puesta en la pared, con cuchillos adheridos a ella, estaba Marybeth.Más que respirar, sollozaba… El padre de Jude giró la cabeza, para mirarla.Burbujas de aire hacían espuma en la sangre que manaba alrededor del mangodel cuchillo, hundido en la carne. Martin estiró una mano para cogerlo, cerró susdedos débilmente sobre el arma, luego emitió un ruido, una sonora inhalación, yfinalmente cay ó hacia un lado.

Marybeth arrancó otro cuchillo de hoja ancha del soporte imantado, y luegootro más. Tomó el primero por la punta de la hoja y lo arrojó a la espalda deMartin, mientras éste se desplomaba hacia delante. Chocó con el suelo y elcuchillo se hundió más, con un ruido hueco, profundo, como si la hoja se hubieraclavado en un melón. Martin no se quejó y a con este segundo golpe. Sólo se oy óel silbido de un agónico aliento final. La mujer avanzó hacia él, con el últimocuchillo delante de ella.

—No te acerques —ordenó Jude—. No te acerques, es un muerto viviente. —Pero ella no le escuchó.

Enseguida estuvo sobre Martin. El padre de Jude la miró y Marybeth leatravesó la cara con el cuchillo. Entró cerca de una de las comisuras de los labiosy salió por el otro lado, un poco más allá de la otra comisura, ensanchándole laboca hasta convertirla en un gran tajo rojo.

Según le acuchillaba, el viejo contraatacó, lanzando la mano derecha, la quesostenía la navaja. La hoja le abrió una línea roja en el muslo, por encima de la

rodilla derecha, que se le dobló.Martin comenzó a levantarse del suelo, mientras Marybeth empezaba a caer.

El viejo rugía al incorporarse. La atrapó a la altura del estómago, en un placajecasi perfecto, y Marybeth se estrelló contra la encimera de la cocina. Comopudo, la mujer clavó el último cuchillo en el hombro de Martin, hundiéndolohasta el mango. Fue lo mismo que clavarlo en el tronco de un árbol, si seconsideran los resultados que obtuvo.

Se deslizó hacia el suelo, con el padre de Jude encima de ella. La sangretodavía formaba espuma en el cuchillo clavado en su cuello. Volvió a atacarlacon la navaja.

Marybeth se protegió el cuello, cubriéndolo débilmente con la mano herida.La sangre corrió entre sus dedos. Se había abierto una tosca sonrisa negra en lacarne blanca de su garganta.

Se deslizó hacia un lado. Golpeó con la cabeza en el suelo. Miró a Martin y aJude al caer. Un lado de su cara se apoyaba en la sangre, un charco de sangreespesa, de color granate.

El padre de Jude cayó y se quedó a cuatro patas. Su mano libre estabatodavía alrededor del mango del cuchillo que tenía clavado en la garganta.Parecía explorarlo a ciegas con los dedos, midiéndolo, pero sin hacer nada parasacarlo. Estaba acribillado, con un cuchillo clavado en el hombro, otro en laespalda, pero él sólo estaba interesado en el tercero, el que le atravesaba elpescuezo, sin dar señales de darse cuenta de la presencia de las otras hojas deacero metidas en su cuerpo.

Martin gateó vacilante, alejándose de Mary beth y de Jude. Los brazoscedieron primero y luego la cabeza cayó al suelo. El golpe en la barbilla fue tanfuerte que se oyó el ruido de los dientes al chocar entre sí. Trató de impulsarsepara ponerse de pie y a punto estuvo de lograrlo, pero en el último instante seaflojó y rodó hacia un lado. Ocurrió lejos de Jude, lo cual fue un pequeño aliviopara éste. Así no lo tendría pegado a su cara mientras moría otra vez.

Marybeth intentaba hablar. Su lengua salió de la boca, movió los labios. Losojos imploraban a Jude que se acercara. Las pupilas se habían convertido enpuntos negros.

Jude se arrastró por el suelo, avanzando con los codos, acercándose a ella. Lajoven ya estaba susurrando algo. Era difícil oírla por encima de los ruidos delmoribundo, que de nuevo soltaba toses ahogadas y daba fuertes golpes con lostalones en el suelo. Parecía dominado por una especie de diabólica convulsión.

—No ha… desaparecido —decía Mary beth débilmente—. Va a… volver…otra vez. Nunca… se irá.

Jude miró a su alrededor, buscando algo que pudiera taponar la herida de lagarganta. Estaba ya tan cerca que sus manos chapoteaban en el charco de sangreque la rodeaba. Descubrió un paño de cocina colgado en el asa del horno. Lo

cogió.Marybeth le miraba a la cara, pero Jude tenía la impresión de que ya no le

veía…, la sensación de que en realidad miraba a través de él, hacia una distanciainalcanzable.

—Escucho… a Anna. La escucho… llamándome. Tenemos… que hacer…una puerta. Tenemos que… dejarla entrar. « Haznos una puerta. Haz unapuerta… —dice— … y y o la abriré» .

—No hables. —Levantó la mano de la joven, enrolló el paño en el cuello ypresionó, intentando detener la hemorragia.

Marybeth le agarró la muñeca.—Yo no puedo abrirla… una vez que esté… en el otro… lado. Tiene que ser

ahora. Yo ya estoy muerta. Anna está muerta. No puedes… salvarnos… anosotras —dijo. Había mucha sangre, demasiada sangre—. Olvídate… denosotras. Sálvate… tú.

Al otro lado de la habitación Jude escuchó más toses, se volvió y vio a supadre, que estaba a punto de vomitar. Escupía con un tremendo esfuerzo algo quesalía por su garganta. Jude supo enseguida de qué se trataba.

Miró a Marybeth con más incredulidad que pesar. Con la mano cubrió la carade la joven, que estaba muy fría al tacto. Le había hecho una promesa. Se habíaprometido a sí mismo, además de a ella, que la cuidaría, y allí estaba la pobre,con la garganta cortada, diciéndole que era ella quien lo iba a cuidar a él. Seesforzaba por vivir un poco más con cada suspiro. No podía controlar el temblor.

—Hazlo, Jude —imploró—. Simplemente, hazlo.Levantó las manos de la chica y las puso sobre el paño de cocina, para

mantenerlo presionado sobre el cuello herido. Luego se volvió y gateó porencima de la sangre de la mujer, hasta alcanzar el borde del charco. Se escuchóa sí mismo tarareando otra vez su canción, su nueva canción, la melodía parecidaa un himno sureño, a una composición country. ¿Cómo se hacía una puerta paralos muertos? ¿Sería suficiente simplemente dibujar una? Trataba de pensar,desconcertado, con qué dibujarla, cuando vio las huellas rojas que sus manosiban dejando sobre el linóleo. Mojó un dedo en la sangre de la chica y comenzó atrazar una línea sobre el suelo.

Cuando consideró que la había hecho suficientemente larga, empezó adibujar otra, formando un ángulo recto con la primera. La sangre que había en lapunta de su dedo se acabó, o mejor dicho se secó. Giró, arrastrándoselentamente, para regresar hacia Mary beth y el amplio y tembloroso charco desangre en el que estaba tendida.

Miró más allá de ella y vio a Craddock, saliendo por la boca abierta de supadre. La cara del fantasma estaba horriblemente alterada por el esfuerzo.Emergía con los brazos hacia abajo, una mano sobre la frente y la otra sobre elhombro de Martin. A la altura del estómago, su cuerpo estaba aplanado y

enrollado, como una soga que llenaba la boca de Martin y parecía extendersehacia abajo, a través de su laringe atragantada. Craddock había entrado con lafacilidad de un líquido que cae por una hendidura, pero estaba tratando de salircomo un hombre hundido hasta la cintura en un pantano cenagoso. El muertohabló:

—Morirás. La puta morirá, tú morirás, nosotros moriremos, todos juntosiremos por la ruta de la noche, tú quieres cantar la la la, te enseñaré a cantar, teenseñaré.

Jude metió la mano en la sangre de Mary beth, mojándola por completo, y sevolvió, para enseguida alejarse otra vez. No pensaba en nada. Era una máquinaque gateaba estúpidamente hacia delante, mientras terminaba de dibujar lapuerta. Acabó la parte de arriba del sangriento símbolo, se arrastró para dar lavuelta y empezó una tercera línea, yendo con esfuerzo en dirección a Marybeth.Trazaba como podía una línea torpe y sinuosa, gruesa en algunos lugares, apenasuna delgada mancha en otros.

La parte inferior de la puerta era el charco. Cuando llegó a él, miró la cara deMarybeth. Toda su camiseta estaba empapada por delante. La cara aparecíapálida e inexpresiva, y por un momento pensó que era demasiado tarde, queestaba muerta, pero entonces sus ojos se movieron, imperceptiblemente, sólo unpoco, observándolo a través de una neblina opaca mientras se acercaba.

Craddock empezó a gritar, furioso por la frustración. Casi todo él había salidoya del viejo. Sólo le faltaba una pierna. Ya intentaba ponerse en pie, pero lapierna estaba atascada en alguna parte del interior de la garganta de Martin, yeso parecía hacerle perder el equilibrio. En la mano del espectro estaba la navajade hoja en forma de media luna. La cadena colgaba de ella dibujando un buclebrillante, que se balanceaba.

Jude le dio la espalda otra vez y dirigió la vista a la puerta irregular dibujadacon sangre. Miró estúpidamente la larga y torcida estructura roja, un recuadrovacío que contenía algunas huellas de manos de color escarlata. No estabaterminada todavía y trató de pensar qué más necesitaba. Entonces se le ocurrióque aquello no era una puerta si no había manera de abrirla. Gateó hacia delantey pintó un círculo, un pomo, en el centro del rectángulo.

La sombra de Craddock cayó sobre él. ¿Los fantasmas podían proy ectarsombra? Jude se sorprendió. Estaba cansado. Era difícil pensar. Se arrodilló sobrela puerta y sintió que algo daba un golpe por el otro lado. Fue como si el viento,que todavía azotaba la casa en ráfagas furiosas, constantes, tratara de entrar através del linóleo.

Una línea clara, de incipiente luminosidad, apareció por el borde derecho dela puerta. Enseguida fue una vivida y radiante franja blanca. Algo golpeó otravez el otro lado, como un león salvaje que estuviera atrapado bajo el suelo.Golpeó por tercera vez. Cada golpe producía un gran estruendo, que estremecía

la casa, haciendo que los platos sonaran al bailar en la bandeja de plástico, juntoal fregadero. Jude sintió que sus codos comenzaban a ceder un poco y decidióque no había razón para quedarse allí a cuatro patas, y además, ya erademasiado esfuerzo. Se dejó caer hacia un lado, rodó fuera de la puerta y sequedó acostado sobre su espalda.

Craddock estaba de pie sobre Marybeth, con su traje negro de muerto, quetenía torcido un lado del cuello. El sombrero había desaparecido. El fantasma noavanzaba. Se había detenido. Miró con desconfianza la puerta dibujada consangre que tenía a sus pies, como si fuera una escotilla secreta y él hubieraestado a punto de pisarla y caer por ella.

—¿Qué es esto? ¿Qué has hecho?Cuando Jude habló, su voz pareció llegar de una gran distancia, como si se

tratara de algún truco de ventriloquia:—Los muertos reclaman lo suy o, Craddock. Tarde o temprano reclaman lo

suyo.La puerta deforme se hinchó y luego retrocedió en el suelo. Se volvió a

hinchar. Casi daba la impresión de estar respirando, o palpitando brutalmente. Lalínea de luz se extendió por la parte de arriba. Ahora era un rayo de luminosidadtan intenso que no se podía mirar directamente sin riesgo de cegarse. Giró en elángulo y siguió hacia abajo, por el otro lado de la puerta.

El viento lanzaba un lamento fúnebre, más intenso que nunca, un chillido altoy agudo. Pasado un momento, Jude se dio cuenta de que no se trataba del vientoque soplaba fuera de la casa, sino de un vendaval que gemía en los bordes de lapuerta dibujada con sangre. No soplaba hacia fuera, sino que estaba siendoabsorbido hacia dentro, a través de aquellas líneas blancas, cegadoras. Sus oídosse taponaron de golpe y Jude pensó en un avión que descendiera demasiadorápidamente. Los papeles se arrugaron, luego levantaron el vuelo sobre la mesade la cocina y empezaron a girar por encima, persiguiéndose unos a otros.Pequeñas y delicadas ondas se movían sobre el ancho charco de sangre,alrededor de la cara inexpresiva y con los ojos desmesuradamente abiertos deMarybeth.

El brazo izquierdo de la mujer estaba estirado sobre el lago de sangre,apuntando a la puerta de entrada. En un momento en que Jude no estabamirando, se había movido, para dejar la mano señalando de aquella manera. Losdedos descansaban sobre el círculo rojo que había dibujado a modo de pomo.

En algún lugar, un perro empezó a ladrar.Un instante después, la puerta pintada sobre el linóleo se abrió. Según las

leyes de la física, Mary beth debería haber caído al otro lado, pues la mitad de sucuerpo estaba echada sobre la puerta; pero no fue así. En lugar de ello, flotó,como si la sostuviera una hoja de brillante vidrio. Un paralelogramo irregularllenaba el centro del suelo, una trampilla abierta, inundada con una luz

sorprendente, un brillo cegador que se alzaba alrededor de ella.La intensidad de aquella luz que llegaba, desbordante, desde abajo, convirtió

la habitación en un negativo fotográfico. Todo fueron claroscuros y sombrasplanas e imposibles. Marybeth era una figura negra, sin rasgos característicos,suspendida en una hoja de luz. Craddock, de pie sobre ella, con los brazos alzadospara protegerse la cara, parecía una de las víctimas de la bomba atómica deHiroshima, la imagen abstracta de un hombre, de tamaño natural, dibujado conceniza sobre una pared negra. Los papeles todavía giraban y revoloteaban porencima de la mesa de la cocina, pero se habían vuelto negros y parecían unabandada de cuervos.

Marybeth dio una vuelta sobre sí misma y levantó la cabeza, pero ya no eraMarybeth. Era Anna, y rayos de luz llenaban sus ojos y su rostro era tan severocomo el juicio del propio Dios. Y la muerta habló:

—¿Por qué?Craddock respondió siseando:—Vete. Regresa.Luego hizo balancearse la cadena de oro de su péndulo, y la hoja en forma

de media luna gimió en el aire, trazando un círculo de fuego plateado.Anna estaba ya de pie, en la base de la brillante puerta. Jude no la había visto

levantarse. En un momento estaba acostada y en el siguiente se encontraba depie. Tal vez el tiempo se había encogido. El tiempo ya no tenía importancia. Judelevantó una mano para protegerse los ojos de los reflejos más intensos, pero laluz estaba por todas partes y no había manera de esquivarla. Podía ver los huesosde su mano, y la piel tenía el color y la transparencia de la miel. Sus heridas, elcorte de la cara, el muñón del dedo índice amputado, latían produciendo un dolorque era a la vez profundo y estimulante. Creyó que podría ponerse a gritar, demiedo, de júbilo, como reacción a lo que ocurría, por todo eso y muchas cosasmás. Estaba poco menos que en éxtasis.

Anna se acercó a Craddock y volvió a lanzar su pregunta:—¿Por qué?El padrastro usó la cadena como un látigo, lanzándola hacia ella, y la navaja

curva prendida en el extremo le hizo un amplio corte en la cara, desde el ángulodel ojo derecho, por la nariz, hasta la boca…, pero el tajo sólo dio paso a unnuevo rayo de brillante luz, y el punto en que la luz tocaba a Craddock empezó aechar humo. Anna extendió la mano hacia él.

—¿Por qué?Craddock chilló cuando ella lo envolvió en sus brazos, gritó más y la cortó de

nuevo, esta vez en los pechos, y con ello hizo otra abertura hacia la eternidad.Sobre la cara de Craddock cayó una luz deslumbrante, un brillo que quemó yeliminó sus facciones, que borró todo lo que tocaba. El gemido del fantasma sonótan fuerte que Jude pensó que sus tímpanos iban a estallar.

Anna repetía, implacable, su pregunta. Lo hizo una última vez antes de ponersu boca sobre la del padrastro. En cuanto lo hizo, de la puerta de sangre saltaronlos perros negros, los animales de Jude, canes gigantes de humo, de sombra, concolmillos de tinta.

Craddock McDermott luchó, tratando de apartarla, pero ella iba cayendohacia atrás con él, lentamente, hacia la puerta, y los perros corrían alrededor desus pies, y mientras saltaban se estiraban y perdían su forma, desenrollándosecomo ovillos de lana, convirtiéndose en largos trazos de oscuridad que sedesplegaban alrededor de él, que subían por sus piernas, envolviéndolo por lacintura, atando al hombre muerto con la chica muerta. Mientras Craddock eraarrastrado hacia abajo, hacia la luminosidad del otro lado, Jude vio que la partede atrás de la cabeza del viejo se desprendía, y un rayo de luz blanca intensísima,azul en los bordes, lo atravesó y dio en el techo, donde quemó el yeso, haciendoque burbujeara y echara espuma.

Cay eron por la puerta abierta y desaparecieron.

L

Capítulo45

os papeles que habían estado girando por encima de la mesa de la cocinabajaron y se posaron con un leve cruj ido, amontonándose en una pila, casiexactamente en el mismo sitio de donde habían partido. En el silencio que siguió,Jude percibió un delicado murmullo, parecido a un pulso profundo y melódico,que era más bien sentido en los huesos que escuchado. Subía y bajaba, y subíaotra vez. Era una suerte de música no humana, no humana, pero tampocodesagradable. Jude nunca había escuchado instrumento alguno que produjerasonidos como aquéllos. Pensó que parecía la melodía casual producida por unosneumáticos deslizándose armónicamente sobre el pavimento. Aquella músicabaja, poderosa, podía sentirse también en la piel. El aire vibraba con ella. Se diríaque era casi una propiedad de la luz, que llegaba inundándolo todo a través delrectángulo torcido que dibujara con sangre en el suelo. Jude parpadeó ante la luzy se preguntó dónde se habría ido Marybeth. « Los muertos reclaman lo suy o» ,pensó, y sintió un temblor inesperado en todo su cuerpo. Tardó unos instantes envolver a controlarse.

No. Ella no estaba muerta hacía un momento, cuando abrió la puerta. Noaceptaba que Marybeth hubiera desaparecido simplemente, sin dejar ningúnrastro en la tierra. Gateó. Era lo único que se movía en la habitación en esemomento. La tranquilidad del lugar, después de lo que acababa de ocurrir,parecía incluso más increíble que el agujero entre diferentes mundos que sehabía abierto en el suelo. Sentía dolores, le dolían las manos, le dolía la cara, ytenía un hormigueo en el pecho, un escozor helado y mortal. No se asustó, porquepensó que si el destino le había reservado un ataque cardiaco para esa tarde, yatendría que haberse producido. Aparte del continuo murmullo que lo rodeaba portodas partes, no había ningún otro ruido en absoluto, excepción hecha de suspropios suspiros, tratando de recuperar el aliento, y los arañazos de sus manos,que rascaban el suelo sin saber por qué. Se escuchó a sí mismo pronunciando elnombre de Marybeth.

Cuanto más se acercaba a la luz, más difícil le resultaba mirarla. Cerró losojos… y se encontró con que seguía viendo la habitación ante él, como a travésde una pálida cortina de seda plateada, con la luz atravesando sus párpados

cerrados. Detrás de los globos oculares, los nervios latían con una cadenciaregular, siguiendo aquel pulso incesante.

No podía soportar toda aquella luz y apartó la mirada girando la cabeza.Siguió gateando hacia delante, sin mirar. De modo que Jude no se dio cuenta deque había llegado al borde de la puerta abierta hasta que puso las manos y noencontró nada donde apoyarse. Marybeth (¿o había sido Anna?) habíapermanecido suspendida sobre la puerta abierta, como si estuviera sobre unahoja de vidrio, pero Jude cayó como un condenado a muerte que se precipita porla trampilla del cadalso. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar antes de caer a plomohacia la luz.

L

Capítulo46

a sensación de estar cayendo (una impresión enfermiza de ingravidez, notadaen la boca del estómago y en las raíces de los pelos) apenas ha pasado cuando seda cuenta de que la luz no es ya tan intensa. Levanta una mano para proteger susojos y parpadea hacia ella, que ahora es un polvoriento sol amarillo. Calcula quees media tarde y por la posición del sol está casi seguro de que se encuentra en elsur. Jude está en el Mustang otra vez, instalado en el asiento del acompañante.Anna va al volante, y tararea para sí misma mientras conduce. El motor emiteun rugido bajo y controlado. El Mustang funciona bien. Está como recién salidode fábrica, o de la tienda de coches, en 1965.

Avanzan un kilómetro y medio más o menos. Ninguno de ellos dice nada,hasta que él finalmente identifica la carretera en la que están, la autopista estatal22.

—¿Adónde nos dirigimos? —pregunta por fin.Anna arquea su espalda, estirando la columna vertebral. Mantiene ambas

manos en el volante.—No sé. Pensaba que sólo estábamos paseando. ¿Adónde quieres ir?—No importa. ¿Qué te parece Chinchuba Landing?—¿Qué hay allí?—Nada. Sólo es un lugar para quedarse un rato, escuchar la radio y mirar el

paisaje. ¿Qué te parece?—Me parece un paraíso. Debemos estar en el cielo.Cuando Anna dice eso, a Jude le empieza a doler la sien izquierda. Desearía

que ella no hubiera dicho nada. No están en el cielo. No quiere oír hablar de eso.Durante un rato ruedan sobre una carretera de dos carriles, con el pavimento

roto aquí y allá, muy descuidado. Luego él ve la salida que se acerca a laderecha, la señala y Marybeth conduce el Mustang hacia ella sin decir unapalabra. El camino es ahora de tierra, y los árboles crecen cerca, a cada lado,inclinándose sobre él, convirtiéndolo en un túnel de rica luz verde. Sombras yfugaces rayos de sol pasan sobre las limpias y delicadas facciones de Marybeth.Parece muy serena, cómoda al volante del gran coche, feliz por tener toda latarde por delante, sin ninguna obligación especial, salvo detenerse en algún lugar

con Jude y escuchar música.¿Cuándo se ha convertido en Marybeth?Es como si él hubiera formulado la pregunta en voz alta, porque ella se vuelve

y le dirige una sonrisa avergonzada.—Traté de advertirte, ¿no? Dos mujeres por el precio de una.—Me lo advertiste.—Sé por qué camino vamos —dice Marybeth, sin el menor rastro del acento

del sur que ha venido marcando su voz en los últimos días.—Ya te lo he dicho. El que va a Chinchuba Landing.Ella le devuelve una mirada perspicaz, divertida y ligeramente compasiva.

Luego, como si él no hubiera dicho nada, Mary beth continúa hablando:—Diablos. Después de todas las cosas que he escuchado sobre este camino de

cabras, esperaba que fuera peor. Esto no es tan malo. Bastante bonito, enrealidad. Llamándose el camino de la noche, uno espera que por lo menos reinela oscuridad. Tal vez sólo es de noche aquí para algunas personas.

Él hace una mueca de dolor…, otra aguda punzada en la cabeza. Quierepensar que la chica está confundida, que se equivoca al referirse al lugar en elque están. No sólo no es de noche, sino que difícilmente puede decirse que setrate de un camino.

Un momento después están botando a lo largo de un par de huellas trazadasen el polvo, estrechas marcas de ruedas, con un frondoso lecho de hierbas yflores silvestres creciendo entre ambas. Las plantas chocan con el guardabarrosy se aplastan bajo el chasis. Pasan junto a los restos de una furgoneta de colorpálido, impreciso, aparcada debajo de un sauce, con el capó abierto y las hierbasinvadiéndolo. Jude apenas la mira de refilón al pasar.

Las palmeras y el follaje se abren al llegar a la siguiente curva, peroMarybeth disminuy e la velocidad, de modo que el Mustang apenas sigueavanzando. De momento continúan protegidos por la sombra fresca de losárboles que se inclinan sobre ellos. La grava cruje de manera agradable debajode los neumáticos. Es un sonido que a Jude siempre le ha encantado, un ruido quetodos adoran. Más allá del claro cubierto de hierba está el mar marrón, lasuperficie pantanosa del lago Pontchartrain, con el agua alborotada por el vientoy los bordes de las olas lanzando destellos de acero pulido, recién enfriado. Judese queda un poco sorprendido por el cielo, que es de un descolorido color blanco,uniforme y cegador. Es un cielo tan luminoso que resulta imposible mirarlodirectamente, e incluso saber dónde está el sol. Jude aparta la mirada de él,entornando los ojos y levantando una mano para protegérselos. El dolor en la sienizquierda se intensifica, latiendo al ritmo de su pulso.

—Maldición —exclama—. Ese cielo.—¿No es extraordinario? —pregunta Anna desde el interior del cuerpo de

Marybeth—. Uno puede ver a una gran distancia. Uno puede ver hasta la

eternidad.—No puedo ver una mierda.—No —dice Anna, pero todavía es Mary beth al volante, es la boca de

Marybeth la que se mueve—. Tienes que protegerte los ojos de esa luz. Enrealidad no puedes mirar ahí. Todavía no. Nosotros tenemos problemas paramirar hacia atrás, hacia tu mundo, aunque no valga la pena. Tal vez te has dadocuenta de la presencia de unas líneas negras delante de nuestros ojos. Consideraque son como gafas de sol de los muertos vivientes. —La afirmación la hace reír,con las carcajadas un poco roncas y bruscas de Mary beth.

Detiene el automóvil en el borde mismo del claro, lo aparca. Las ventanillasestán bajadas. El aire que susurra sobre las ramas tiene el olor dulce de la malezasecada por el sol y de la hierba silvestre. Por debajo de ese aroma, él puedesentir el sutil perfume del lago Pontchartrain, una fragancia fresca, de pantano.

Marybeth se inclina hacia él, pone la cabeza sobre su hombro, coloca unbrazo en la cintura de Jude, y cuando habla otra vez lo hace con su propia voz:

—Ojalá pudiera regresar contigo, Jude.El hombre reacciona con un súbito escalofrío.—¿Qué quieres decir?Ella le mira cariñosamente a la cara.—Vay a. Casi lo hemos logrado. ¿No? ¿No es cierto que casi lo hemos logrado,

Jude?—Basta —dice el cantante—. Tú no vas a ninguna parte. Tú te quedas

conmigo.—No lo sé —dice Marybeth—. Estoy cansada. Hay un largo viaje de

regreso, y no creo que pueda soportarlo. Te juro que este coche está usando algode mí como combustible, y yo estoy casi exhausta.

—Deja de hablar de esa manera.—¿Te parece bien que escuchemos un poco de música?Él abre la guantera, busca a tientas una cinta. Es una selección de grabaciones

de prueba, una colección privada. Elige sus nuevas canciones. Quiere queMarybeth las escuche. Desea que la mujer sepa que él no lo ha abandonado todo.La primera canción empieza a escucharse. Es Drink to the dead. La guitarrasuena y toca un himno country, casi un rezo acústico, dulce y solitario, un temamelancólico, hecho para llorar. Maldición, le duele la cabeza, ambas sienes enese momento, un latido constante detrás de los ojos. Maldito sea ese cielo con suabrumadora luminosidad.

Marybeth se y ergue en el asiento, pero y a no es Mary beth, sino Anna. Susojos están llenos de esa luz, están repletos de cielo.

—Todo el mundo está hecho de música. Todos somos cuerdas de una lira.Resonamos. Cantamos juntos. Eso fue hermoso. Con ese viento sobre mi cara.Cuando cantas, yo canto contigo, cariño. Tú lo sabes, ¿no?

—Basta —dice él. Anna se acomoda detrás del volante otra vez, y pone enmarcha el coche—. ¿Qué estás haciendo?

Mary beth se inclina hacia delante desde el asiento trasero y busca la mano deél. En ese momento las dos mujeres están separadas. Son dos personasindividuales, diferentes, tal vez por primera vez en varios días.

—Tengo que dejarte, Jude. —Se acerca hasta colocar su boca sobre la de él.Los labios de la chica están fríos y temblorosos—. Hemos llegado. Aquí es dondetú te bajas.

—Nosotros —dice el hombre, y cuando ella trata de retirar su mano, él no ladeja ir, aprieta con más fuerza, hasta que puede sentir los huesos que se doblanbajo la piel. Jude la besa otra vez, y habla sobre su boca—: Donde nos bajamos.Nosotros. Nosotros —insiste.

Ruido de grava bajo los neumáticos otra vez. El Mustang avanza bajo el cieloabierto. El asiento delantero se llena con una inundación de luz, unaincandescencia que borra todo el mundo existente fuera del coche, que sólo dejael interior. A Jude le cuesta ver incluso lo que hay dentro del vehículo, por másque mire con los ojos entornados. El dolor que persiste detrás de sus globosoculares es sorprendente, maravilloso. Todavía tiene a Marybeth sujeta por lamano. Ella no puede irse si él no la deja, y la luz… Oh, Dios, hay tanta luz. Algoocurre con el estéreo del automóvil, su canción va y viene, vacilante, ahogándosedebajo de una palpitante armónica, profunda y baja. Es la misma músicaextraña que había escuchado cuando cayó por la puerta abierta entre ambosmundos. Quiere decirle algo a Marybeth, desea que sepa que lamenta no podercumplir sus promesas, las que le hizo a ella y las que se hizo a sí mismo. Quieredecirle cuánto la ama, pero no puede encontrar su voz y le resulta difícil pensarpor culpa de la luz que le da en los ojos y de ese murmullo que resuena en sucabeza. La mano de ella. Él sigue sujetando su mano. Aprieta su mano una y otravez, tratando de decirle lo que tiene que decirle por medio del tacto. Y ellaaprieta a su vez.

Y una vez en la luz, ve a Anna, la ve iluminada, brillando como unaluciérnaga, la ve apartarse del volante, la ve sonreír y extender el brazo hacia él,poniendo su mano sobre la de él y la de Mary beth, y es entonces cuando dice loinesperado:

—Maldición, creo que este peludo hijo de perra está tratando de incorporarse.

J

Capítulo47

ude parpadeó por la luz blanca, clara y dolorosa de un oftalmoscopio queapuntaba a su ojo izquierdo. Intentó, con fuerza, ponerse de pie, pero alguien losujetaba con una mano colocada sobre su pecho, manteniéndolo aplastado contrael suelo. Abrió la boca en busca aire, como una trucha recién pescada y lanzadaa la orilla en el lago Pontchartrain. Le había dicho a Anna que podrían ir a pescarallí, lo dos juntos. ¿O había sido a Marybeth? Ya no lo sabía.

El oftalmoscopio fue retirado y se quedó mirando sin ver hacia el techomanchado de moho de la cocina. En algunas ocasiones, los locos se hacíanagujeros en su propia cabeza para dejar salir a los demonios, para aliviar lapresión de los pensamientos que ya no podían tolerar más. Jude comprendió eseimpulso. Cada latido de su corazón era un nuevo y sorprendente golpe, sentido enlos nervios de detrás de los ojos y en las sienes. Eran dolorosas pruebas de queestaba con vida.

Un cerdo con la cara rosada y blanda se inclinó sobre él, sonrióobscenamente y habló:

—¡A la mierda! —exclamó—. ¿Sabes quién es éste? Es Judas Coy ne.—¿Podemos sacar a los malditos cerdos de la habitación? —preguntó otra

voz.El cerdo que tenía casi encima fue empujado con una patada y se oy ó un

chillido de indignación. Un hombre de prolija barba marrón, de chivo, y ojosavisados se inclinó hasta entrar en el campo visual de Jude.

—¿Señor Coyne? Procure no moverse. Ha perdido mucha sangre. Vamos aponerlo en una camilla.

—Anna —dijo Jude con voz temblorosa y respirando con dificultad.Una breve expresión de dolor, y algo así como una disculpa, pasaron por los

claros ojos azules del joven enfermero.—¿Anna era su nombre?No. No. Jude se había equivocado. Ése no era su nombre, pero no pudo

encontrar el aliento necesario para rectificar. Entonces se dio cuenta de que elhombre que se inclinaba sobre él se había referido a ella en tiempo pasado.

Arlene Wade habló en su nombre.

—Me dijo que su nombre era Marybeth.La vieja enfermera se inclinó por el otro lado, mirándolo con sus ojos

cómicamente grandes detrás de las gafas. La mujer estaba hablando deMarybeth también en tiempo pasado. Trató otra vez de sentarse, pero elenfermero de la barbita de chivo se lo impidió con firmeza.

—No trates de levantarte, querido —le recomendó Arlene.Algo hizo un ruido metálico no muy lejos de él. Miró hacia delante, sobre su

propio cuerpo, más allá de sus pies, y vio a unos hombres empujando unacamilla en dirección al pasillo. Una bolsa de plástico, llena de sangre, sebalanceaba de un lado a otro, sostenida por una varilla de metal fijada a lacamilla. Desde su posición en el suelo, Jude no podía ver nada de la persona queestaba sobre la camilla, salvo una mano que colgaba en un lado. La infección quehabía arrugado y dejado blanca la palma de la mano de Marybeth habíadesaparecido, no quedaba rastro de ella. Su mano, pequeña y delgada, oscilabasin fuerza, siguiendo el movimiento de la camilla, y Jude pensó en la niña de suobscena película pornográfica, en la manera en que al caer parecía no tenerhuesos. Se quedaba inerte, vacía, cuando la vida la abandonaba. Uno de losenfermeros que empujaba la camilla bajó la vista y vio a Jude, que miraba.Cogió la mano de Marybeth y la volvió a poner en su sitio. Los demás empujaronla camilla hasta que quedó fuera de la vista de Jude. Todos iban hablando en vozbaja, nerviosos.

—¿Marybeth? —logró preguntar Jude, con una voz que era el más débil de lossusurros, pronunciado en una dolorosa exhalación de aliento.

—Ella tiene que irse ahora —explicó Arlene—. Otra ambulancia vendrá apor ti, Justin. —Pronunció la palabra « ambulancia» alargando las vocales.

—¿Irse? —preguntó Jude. No comprendía realmente.—No pueden hacer nada más por ella aquí, eso es todo. Es hora de llevársela.

—Arlene le palmeó la mano—. Su viaje termina aquí.

EL TRAJE DEL MUERTO

Con vida

PARTE 4

J

Capítulo48

ude estuvo perdiendo y recuperando el conocimiento durante veinticuatrohoras.

Una de las veces que despertó vio a su abogada, Nan Shreve, en la puerta dela habitación del hospital. La mujer hablaba con Jackson Browne. Jude lo habíaconocido unos años antes, en la entrega de los Premios Grammy. Aquel día habíasalido discretamente, a mitad de la ceremonia, para hacer una visita al lavabo decaballeros, y mientras estaba orinando, levantó la vista casualmente y descubrióa Jackson Browne en el mingitorio de al lado. Sólo se habían saludado con unmovimiento de cabeza, no habían llegado a cruzar ni una palabra, ni siquiera paradecirse hola, de modo que Jude no podía imaginar qué estaba haciendo en esemomento en Luisiana. Tal vez tenía que dar un concierto en Nueva Orleans y, alenterarse de que Jude había estado a punto de morir, se había acercado paraexpresar su solidaridad. A lo mejor era el comienzo de una procesión de visitasde estrellas del rock and roll, para decirle que tuviera fuerzas y siguiera adelante.Jackson Browne estaba vestido de manera conservadora —chaqueta azul, corbata— y llevaba un escudo dorado en el cinturón, junto a un revólver enfundado.Jude dejó que sus párpados se cerraran.

Tenía una percepción oscura y amortiguada del paso del tiempo. Cuandodespertó otra vez, otra estrella de rock estaba sentada junto a él: Dizzy. Con losojos cubiertos por garabatos negros, su rostro todavía demacrado por el sida. Letendió la mano y Jude se la cogió.

—Tenía que venir, hombre. Tú estuviste en su momento conmigo.—Me alegro de verte —dijo Jude—. Te he echado mucho de menos.—¿Disculpe? ¿Decía algo? —preguntó la enfermera, que estaba al otro lado

de la cama.Jude levantó la vista hacia ella. No se había dado cuenta de que la mujer

estaba allí. Cuando volvió a mirar a Dizzy, descubrió que su mano colgaba vacía.No había nadie.

—¿A quién le está hablando? —quiso saber la enfermera.—A un viejo amigo. No le había visto desde que murió.Ella suspiró ruidosamente.

—Me temo que tenemos que reducir su dosis de morfina.Después, Angus se paseó por la habitación y desapareció debajo de la cama.

Jude lo llamó, pero el perro nunca salió. Simplemente se quedó debajo delenorme lecho de hospital, golpeando con el rabo contra el suelo, marcando unaespecie de latido constante que acabó acompasándose con el ritmo del corazónde Jude.

El cantante no sabía qué muerto o famoso se presentaría a continuación, y sesorprendió cuando abrió los ojos y descubrió que tenía la habitación para él solo.Estaba en el cuarto o quinto piso de un hospital de las afueras de Slidell. Más alláde la ventana estaba el lago Pontchartrain, azul y frío, iluminado por la luz de laúltima hora de la tarde. La orilla estaba llena de grúas y un viejo y oxidadobuque petrolero ponía rumbo al este. Por primera vez se dio cuenta de que podíapercibir el débil sabor salobre del agua. Jude lloró.

Cuando logró recuperar el control de sí mismo, llamó a la enfermera. En sulugar, acudió un médico, un negro cadavérico, de ojos tristes, inyectados ensangre, y la cabeza afeitada. Con voz baja y áspera, empezó a informar a Judesobre su situación.

—¿Alguien ha llamado a Bammy? —preguntó Jude.—¿Quién es?—La abuela de Marybeth. Si nadie la ha llamado, quiero ser y o quien se lo

diga. Bammy debe saber lo que ha ocurrido.—Si usted puede decirnos su apellido y un número de teléfono, o una

dirección, haré que una de las enfermeras la llame.—Debo ser yo.—Usted ha pasado muy malos momentos. Creo que, en el estado emocional

en que se encuentra, una llamada suya podría alarmarla.Jude se quedó mirando al médico, sin entender.—¿Cree usted que la alarmará menos recibir de un extraño las tristes noticias

sobre la persona que más quiere en el mundo?—Exactamente. Ésa es la razón por la que preferimos hacer la llamada

nosotros —dijo el médico—. Es la clase de noticia que no queremos que lafamilia reciba de cualquier manera. En la primera llamada telefónica a losparientes, nos preocupamos por centrarnos en lo positivo.

Jude sintió que todavía estaba enfermo. La conversación tenía un toque deirrealidad que él asociaba a la fiebre. Agitó la cabeza y empezó a reírse. Luegose dio cuenta de que estaba llorando otra vez. Se enjugó la cara con manostemblorosas.

—¿En qué cosas positivas van a centrarse en este caso? —preguntó.—Las noticias podrían ser peores —explicó el médico—. Por lo menos, ahora

está estable. Y su corazón sólo se paró unos pocos minutos. Hay gente que haestado muerta durante más tiempo. Debe de haber solamente un mínimo…

Pero Jude no escuchó el resto.

I

Capítulo49

nsperadamente apareció en los pasillos un hombre de un metro ochenta y cincode estatura, de más de cien kilos de peso, cincuenta y cuatro años de edad, unaenorme barba negra de mechones enredados y un camisón de hospital aleteandoabierto atrás, dejando a la vista un culo de escuálidas nalgas sin pelos. El médicotrotaba a su lado y las enfermeras se movían a su alrededor, tratando de hacerloregresar a la habitación, pero él seguía dando zancadas, con la bolsa de suerotodavía en el brazo, balanceándose junto a él, colgada de un soporte metálico conruedas. Jude estaba lúcido, totalmente despierto. Las manos no le molestaban,respiraba bien. Mientras avanzaba, empezó a gritar el nombre de ella. Su voz eraasombrosamente buena, de cantante.

—Señor Coyne —decía el médico—. Señor Coyne, ella todavía no está deltodo bien… Usted tampoco se encuentra en condiciones…

Bon pasó corriendo junto a Jude por el pasillo, y giró a la derecha en laesquina siguiente. El enfermo aceleró el paso. Llegó al extremo y miró al otropasillo, justo a tiempo de ver a Bon atravesando una puerta doble, a unos seismetros. Se cerró detrás de la perra, moviéndose sobre sus bisagras neumáticas.El panel iluminado encima de la puerta decía: « Unidad de Cuidados Intensivos» .

Un oficial de seguridad, bajo y regordete, se interponía en el camino de Judepero el cantante le evitó, y el policía contratado tuvo que trotar y agitarse paraalcanzarlo. No tuvo éxito. Jude empujó las puertas y entró en la Unidad deCuidados Intensivos. Bon acababa de desaparecer en una habitación oscura, a laizquierda.

Entró directamente detrás de ella. No se veía a Bon por ninguna parte, peroMary beth estaba en la única cama del lugar, con vendas en la garganta, un tubode aire metido en las narices y diversas máquinas emitiendo alegremente agudospitidos en la oscuridad, alrededor de ella. Sus ojos se abrieron como hinchadasranuras cuando Jude entró llamándola por su nombre. Su aspecto era terrible.Tenía la tez brillante y pálida, estaba escuálida. Al verla así, su corazón secontrajo en una dulce convulsión. Se detuvo junto a ella, al borde del colchón,envolviéndola en sus brazos, acariciando su piel de seda, sintiendo sus huesos, que

parecían varillas huecas. Puso la cara sobre el cuello herido de la joven, entre supelo, aspirando profundamente. Necesitaba su olor, porque era la prueba de queestaba allí, que era real, que estaba con vida. Una de las manos de la chica sealzó débilmente a su lado, se deslizó por su espalda. Los labios de la mujerestaban fríos, y temblaron cuando él los besó.

—Pensé que estabas muerta —dijo Jude—. Viajábamos en el Mustang otravez, con Anna, y creí que estabas muerta.

—Ah, mierda —susurró Marybeth, con una voz apenas más fuerte que elaliento—. Salí del coche. Harta de estar todo el tiempo metida en automóviles.Jude, ¿crees que cuando regresemos a casa podremos ir en avión?

N

Capítulo50

o estaba dormido, pero creía estarlo cuando la puerta se abrió haciendo unligero ruido metálico. Se dio la vuelta, preguntándose qué persona muerta, quéleyenda del rock o qué espíritu animal le visitaría en aquel momento. Pero sólo setrataba de Nan Shreve, que vestía una falda marrón formal, una chaqueta detraje y medias de nailon de color carne. Llevaba unos zapatos de tacones altos enuna mano, y se deslizó rápidamente, caminando de puntillas. Cerró la puertadetrás de sí, procurando no hacer ruido.

—He entrado a escondidas —dijo, arrugando la nariz y haciéndole un guiño—. Se supone que no debería estar aquí todavía.

Nan era una mujer pequeña, fibrosa, cuy a cabeza apenas le llegaba al pechoa Jude. Era socialmente torpe, no sabía cómo sonreír. Su sonrisa parecía unaimitación rígida, penosa, y no proyectaba ninguna de las cosas que se supone quedebe transmitir: confianza, optimismo, calor, placer, afecto. Andaba por loscuarenta y tantos años, estaba casada, tenía dos hijos y llevaba siendo su abogadacasi una década. Pero además eran amigos desde mucho antes, desde la épocaen que ella no tenía más de veinte años. Tampoco entonces sabía cómo sonreír, yen aquellos días ni siquiera lo intentaba. En aquella época estaba sumamentetensa, y podría decirse que era mala; además, entonces él no la llamaba Nan.

—Hola, Tennessee —la saludó Jude—. ¿Por qué se supone que no debes estaraquí?

Había comenzado a acercarse a la cama, pero vaciló al escucharlo. Él nohabía tenido la intención de llamarla Tennessee, lo había dicho sin pensar. Estabacansado. Ella pestañeó, y por un momento su sonrisa pareció todavía másdesdichada que de costumbre. Luego retomó el paso, llegó junto a la cama y seubicó en una silla de plástico, a su lado.

—He estado intentando buscar a Quinn en el vestíbulo —explicó, mientras seponía los zapatos—. Es el detective a cargo de la investigación de lo ocurrido.Pero se va a retrasar. He pasado junto a un terrible accidente en la autopista, yme ha parecido ver su coche parado en la cuneta, de modo que debe de habersedetenido para ayudar a la policía del estado.

—¿De qué se me acusa?

—¿Por qué habría que acusarte a ti? Tu padre, Jude, tu padre te atacó. Osatacó a los dos. Tienes suerte de no haber muerto. Quinn sólo quiere unadeclaración. Cuéntale lo que ocurrió en la casa de tu padre. Dile la verdad. —Lomiró a los ojos y luego comenzó a hablar con sumo cuidado, como una madreque repite instrucciones simples, pero importantes, a su hijo—: Tu padre estabatotalmente desconectado de la realidad. Suele ocurrir. Se llama demencia senil.Os atacó a ti y a Marybeth Kimball, y ella lo mató, para salvaros. Eso es todo loque Quinn quiere escuchar. Simplemente, lo que ocurrió. —En los últimosmomentos, su conversación había dejado por completo de ser amistosa ysociable. La sonrisa de yeso había desaparecido, y él estaba otra vez conTennessee, la de ojos fríos, la dura, la Tennessee rígida y temible. La abogada, laprofesional, recordaba a la joven de hacía veinte años. El herido asintió con lacabeza—. Quinn podría hacerte algunas preguntas sobre el accidente que tearrancó el dedo —dijo ella—. Y mató al perro. El perro muerto en tu coche.

—No comprendo —dijo Jude—. ¿No quiere hablar conmigo sobre lo queocurrió en Florida?

Ella pestañeó rápidamente, y por un momento le estuvo mirando con gesto deinconfundible perplej idad. Luego la mirada de ojos fríos se reafirmó y se volviótodavía más fría.

—¿Sucedió algo en Florida? ¿Algo que y o deba saber, Jude?De modo que no había ninguna orden judicial contra él en Florida. Eso no

tenía sentido. Había atacado a una mujer y a su hija, le habían disparado, sehabía producido una colisión de vehículos… Pero si fuera un hombre buscado enFlorida, Nan ya estaría al tanto de ello. Ya estaría pensando en su declaración.

La letrada continuó:—Viniste al sur para ver a tu padre antes de que falleciera. Tuviste un

accidente al llegar a su granja. Mientras paseabas al perro por el arcén de lacarretera, los dos fuisteis atropellados. Una inimaginable secuencia de hechosdesdichados, eso fue lo que ocurrió. Ninguna otra cosa tiene sentido.

La puerta se abrió y Jackson Browne curioseó el interior de la habitación.Jude le vio una marca roja de nacimiento en el cuello, una mancha roj iza con laforma irregular de una mano de tres dedos. Cuando habló, su voz era una especiede bocina de bufón, con los tonos propios de un campesino sureño:

—Señor Coyne. ¿Todavía con nosotros? —Su mirada penetrante saltó de Judea Nan Shreve, que estaba junto a él—. Su empresa discográfica estarádesilusionada. Supongo que ya estaban preparando el disco de homenaje. —Aldecirlo empezó a reírse, hasta que tosió y pestañeó con los ojos llorosos—.Señora Shreve, no la he visto en el vestíbulo. —Lo dijo en un tono bastante jovial,pero la manera en que la miró, con los ojos entrecerrados y suspicaces, sonabacasi como una acusación—. Tampoco la enfermera de recepción. Dijo que no lahabía visto.

—He saludado con la mano al entrar —explicó Nan.—Entre —le invitó Jude—. Nan me ha dicho que quiere hablar conmigo.—Debería arrestarlo —dijo el detective Quinn.El pulso de Jude se aceleró, pero su voz, cuando habló, era suave y apacible:—¿Por qué?—Por sus últimos tres discos —dijo Quinn—. Tengo dos hijas, y los escuchan

todo el tiempo, a todo volumen, hasta que las paredes tiemblan y los platostintinean y yo noto que estoy al borde de perpetrar actos de violencia doméstica,¿me comprende? Y además contra mis encantadoras y divertidas hijas, a las queno sería capaz de dañar en condiciones normales. —Suspiró, usó la corbata parasecarse la frente, se acercó al pie de la cama. Le ofreció a Jude el último chicleque le quedaba. Cuando el cantante lo rechazó, Quinn se lo metió rápidamente enla boca y empezó a mascar—. En fin. Uno tiene que amarlas hagan lo quehagan, sin que importe lo mucho que te saquen de quicio a veces.

—Así es —confirmó Jude.—Sólo unas pocas preguntas —comenzó Quinn, sacando una libreta del

bolsillo interior de su chaqueta—. Empecemos por lo ocurrido antes de quellegara a la casa de su padre. Tuvo un accidente y el conductor se fugó, ¿no? Undía horrible para usted y su amiga, ¿eh? Y luego su padre le ataca. Por supuesto,por su aspecto y las condiciones en las que él se encontraba, pensaría que era…No sé. Un asesino que venía a saquear su granja. Un espíritu maligno. De todasmaneras, no entiendo por qué no fue a un hospital después del accidente en el queperdió el dedo.

—No hay misterio —respondió Jude—. No estábamos lejos de la casa de mipadre, y yo sabía que mi tía estaba allí. Es enfermera titulada.

—¿Ah, sí? Cuénteme cómo era el coche que lo atropello.—Una furgoneta —explicó Jude—. Una furgoneta. —Miró a Nan, que asintió

levemente con la cabeza, observándole con sus ojos atentos y seguros. Juderespiró profundamente y empezó a mentir.

A

Capítulo51

ntes de abandonar la habitación, Nan se detuvo al llegar a la puerta, y se dio lavuelta para mirar a Jude. Tenía otra vez en la cara aquella sonrisa tensa, forzada,que tanto entristecía al cantante.

—Es verdaderamente hermosa, Jude —dijo Nan—. Y te ama. Se le nota enla manera que tiene de hablar de ti. Charlé con ella. Sólo un momento, pero…,pero una se da cuenta. Ella es Georgia, ¿no? —Los ojos de Nan eran ahoratímidos, dolientes y afectuosos, todo al mismo tiempo. Había hecho la preguntacomo si no estuviera segura de querer realmente conocer la respuesta.

—Marybeth —dijo Jude con firmeza—. Su nombre es Marybeth.

D

Capítulo52

os semanas después estaban en Nueva York para el servicio religioso enmemoria de Danny. Marybeth llevaba un fular negro alrededor del cuello, quehacía juego con los oscuros guantes de encaje. La tarde se había presentadoventosa y fría, pero acudió mucha gente a pesar de ello. Parecía que todas laspersonas con las que Danny había conversado, chismorreado o hablado porteléfono alguna vez estaban allí. Eran muchas. Ninguna de ellas se apresuró parairse, ni siquiera cuando comenzó a llover.

C

Capítulo53

uando llegó la primavera, Jude grabó un disco, muy despojado de cualquieradorno, casi completamente acústico. Cantaba a los muertos, a los caminos en lanoche. Otros músicos tocaban los punteos de guitarra. Podía manejar el ritmo,pero eso era todo. Se había visto obligado a hacer de nuevo los acordes con laizquierda, como en su infancia. Y no se le daba tan bien con esa mano.

El nuevo CD se vendió bien. No realizó ninguna gira. En lugar de ello lehicieron un triple bypass.

Marybeth enseñaba danza en un gimnasio elegante de High Plains. Sus clasessiempre estaban llenas de gente.

M

Capítulo54

ary beth encontró un Dodge Charger abandonado en un almacén de chatarralocal, y lo compró por trescientos dólares. Jude pasó el verano siguiente sudandoen el jardín, sin camisa, reconstruyéndolo. Él entraba en la casa tarde todas lasnoches, tostado por el sol, todo el cuerpo menos la brillante cicatriz plateada quetenía en el centro del pecho. Marybeth le esperaba siempre en la puerta, con unvaso de limonada casera en la mano. A veces intercambiaban un beso, que sabíaa refresco y aceite de motor. Eran sus besos favoritos.

U

Capítulo55

na tarde, a finales de agosto, Jude entró en la casa, como siempre sudoroso ybronceado por el sol, y encontró un mensaje de Nan en el contestador. Le decíaque tenía una información importante para él y que la llamara en cuanto pudiera.En ese momento podía, y la llamó a su oficina. Se sentó en el borde del viejoescritorio de Danny mientras la secretaria de Nan le ponía al habla con su jefa.

—Me temo que no tengo mucho que decirte sobre esa persona, George Ruger—informó Nan sin ningún preámbulo—. Querías saber si su nombre figura enalgún proceso penal del año pasado, y la respuesta es que parece que no. Tal vezsi me dieras más información, como cuál es exactamente la razón de tu interéspor él…

—No. No te preocupes —dijo Jude.Así que Ruger no había hecho ningún tipo de denuncia ante las autoridades; no

le sorprendía. Si pensara acusarlo de algo o tratara de hacer que lo detuvieran,Jude y a se habría enterado a esas alturas. En realidad, no esperó en ningúnmomento que Nan consiguiera algo. Ruger no podía hablar sobre lo que él lehabía hecho sin arriesgarse a que se conociera lo de Marybeth, a que se supieraque él se había acostado con ella cuando todavía estaba en la escuela secundaria.El hombre era, recordó Jude, una figura importante de la política local. Era difícilseguir siéndolo, e incluso pertenecer al partido, después de ser acusado deestupro.

—He tenido un poco más de suerte en lo que se refiere a Jessica Price.—Vaya —reaccionó Jude. El mero hecho de escuchar su nombre hizo que se

le encogiera el estómago.Cuando Nan habló otra vez, lo hizo en un tono falsamente informal,

demasiado frío como para ser persuasivo.—Esa tal Price está siendo investigada por poner en peligro a una niña, y por

abuso sexual. Su propia hija, imagínate. Parece ser que la policía fue a su casadespués de que alguien llamara para informar de un accidente. Price lanzó sucoche, adrede, sobre el vehículo de otra persona, delante de su propia casa, asesenta kilómetros por hora. Cuando la policía llegó al lugar, la encontraroninconsciente, todavía al volante. Su hija estaba dentro de la casa con un arma de

fuego en la mano y un perro muerto en el suelo.Nan hizo una pausa para dar a Jude la oportunidad de hacer algún

comentario, pero él no tenía nada que decir.La abogada continuó:—Quienquiera que fuese la víctima de Price, huyó. Nunca fue hallada.—¿Price no lo dijo? ¿Qué es lo que ella cuenta?—Nada. La policía logró calmar a la niña y quitarle el arma. Cuando

registraron la casa encontraron un sobre escondido en el forro de terciopelo de lacaja de la pistola. Contenía varias fotos Polaroid de la niña. Escenas que erandelictivas. Algo horrible. Aparentemente, pueden probar que fue la madre quienlas tomó. Podrían encerrar a Jessica Price por lo menos unos diez años. Y tengoentendido que su hija sólo tiene trece años. Qué cosa más espantosa, ¿no?

—Espantosa —coincidió Jude—. Espantosa, efectivamente.—¿Puedes creer que todo esto, el accidente de coche de Jessica Price, lo del

perro muerto, las fotos, ocurrió el mismo día en que tu padre murió en Luisiana?Otra vez Jude decidió no responder… El silencio le hacía sentirse más seguro.Nan continuó:—Siguiendo el consejo de su abogado, Jessica Price ha decidido ejercer su

derecho legal de permanecer en silencio. No ha dicho una palabra desde que fuearrestada. Lo cual es bueno para ella. Y también es un golpe de suerte para quienestuviera allí. Ya sabes…, con el perro.

Jude sostuvo el auricular en la oreja. Nan permaneció en silencio durantetanto tiempo que él empezó a preguntarse si la comunicación se había cortado.

Finalmente, sólo para ver si ella seguía en la línea, habló:—¿Eso es todo?—No, hay otra cosa —dijo Nan. Su tono era perfectamente inexpresivo—.

Un carpintero que trabajaba en la misma calle dijo que vio a un par desospechosos en un coche negro escondido por allí, unas horas antes, ese mismodía. Dijo que el conductor era la viva imagen del vocalista de Metallica.

Jude tuvo que reírse.

E

Capítulo56

l segundo fin de semana de noviembre, el Dodge Charger se alejó del atrio dela iglesia por un camino de polvo de arcilla roja, en Georgia, con latasrepiqueteando en la parte trasera. Bammy se metió los dedos en la boca y silbógroseramente.

E

Capítulo57

n otoño fueron a las islas Fij i. Y exactamente un año despues visitaron Grecia.En octubre viajaron a Hawai, donde pasaron diez horas diarias en una play a dearena negra. Nápoles, al año siguiente, fue todavía mejor. Su intención era estaruna semana y se quedaron un mes.

En el otoño de su quinto aniversario no fueron a ninguna parte. Jude habíacomprado unos cachorros y no quería apartarse de ellos. Un día que se habíapresentado frío y lluvioso, el cantante fue con sus nuevos perros hasta la entradade la casa, para recoger el correo. Mientras sacaba los sobres del buzón, al otrolado del portón de entrada, vio pasar una vieja y destartalada furgoneta.Marchaba ruidosamente por la autopista, lo cual hizo que a Jude le corriera unsudor frío por la espalda. Cuando se volvió para observarla alejarse, vio a Anna,que lo miraba desde el otro lado del camino. Sintió una aguda desazón en elpecho. Permaneció largo rato sin aliento.

Ella se apartó un mechón de pelo rubio de los ojos y vio que en realidad erauna mujer más baja, con un cuerpo más atlético que el de Anna. Apenas unaniña, de dieciocho años como máximo. Levantó la mano a modo de tímidosaludo. El respondió haciendo un gesto para que se acercara.

—Hola, señor Coyne —le saludó.—Reese, ¿verdad? —Jude la había reconocido.La niña asintió con la cabeza. No llevaba sombrero y tenía el pelo mojado. Su

chaqueta vaquera estaba empapada. Los cachorros se lanzaron alegrementesobre ella, que retrocedió riéndose.

—Jimmy —ordenó Jude—. Robert. Abajo. Disculpa. Son unos maleducados,estos perros. Todavía no les he enseñado buenos modales. ¿Quieres entrar? —Ellatemblaba un poco—. Estás empapada. Pareces enferma, te vas a morir.

—¿Será contagioso? —preguntó Reese.—Sí —respondió Jude—. Hay una epidemia por esta zona. Tarde o temprano

todo el mundo la sufre. Es raro, pero aquí nadie vive eternamente.La llevó a la casa y a la cocina oscura. Se estaba preguntando cómo habría

llegado la chiquilla hasta él, cuando Marybeth habló desde la escalera. Queríasaber quién estaba allí con él.

—Reese Price —respondió Jude—. De Testament, Florida. La hija de JessicaPrice.

Por un momento se hizo el silencio arriba. Luego, Mary beth bajó losescalones sin ruido, y se detuvo al pie de la escalera. Jude encontró el interruptorde las luces junto a la puerta. Las encendió.

En la súbita luminosidad que se produjo, Marybeth y Reese se miraron sinhablar. La cara de Mary beth permanecía impasible, era difícil de interpretar. Conojos inquisitivos, Reese miró la cara de la mujer, y de ahí pasó al cuello, a lamedia luna blanca plateada de tej ido cicatrizado alrededor de su garganta.

Reese sacó los brazos de las mangas de su chaqueta y se abrazó a sí misma.Estaba chorreando y empezaba a formarse un charco de agua a sus pies.

—Santo cielo, Jude —exclamó Marybeth—. Ve y tráele una toalla.Jude fue a por una toalla al baño de la planta baja. Cuando regresó a la cocina

con ella en la mano, había agua calentándose y Reese estaba sentada en el centrode la estancia, hablando a Marybeth de los estudiantes rusos en viaje deintercambio que la habían llevado desde Nueva York, unos chicos que no habíanparado de hablar de su visita al edificio del Empire State, confundiendo demanera muy graciosa las palabras.

Marybeth le preparó chocolate caliente y un bocadillo de queso fundido ytomate, mientras Jude se sentaba con Reese junto a la encimera. La antiguaGeorgia se mostraba relajada y amistosa, riéndose alegremente con los relatosde Reese, como si fuera la cosa más natural del mundo ser la anfitriona de unaniña que le había arrancado un trozo de mano a su marido de un disparo.

Las mujeres dominaron la conversación. Reese iba de viaje a Búfalo, dondese encontraría con amigos para ver y escuchar a 50 Cent y Eminem. Luegoviajarían al Niágara. Uno de los amigos había comprado una vieja casa flotante.Su idea era vivir allí. Eran media docena de jóvenes. Había una gran balsa quenecesitaba reparaciones. Tenían pensado arreglarla y venderla. Reese estaba acargo de la pintura. Se le había ocurrido una gran idea para un mural que queríapintar en un costado. Ya tenía los bocetos. Sacó un cuaderno de dibujo de lamochila y les mostró algunos de sus trabajos. Sus ilustraciones eran un pocotorpes, pero llamativas. Imágenes de mujeres desnudas, ancianos ciegos yguitarras, distribuidas en complejos patrones entrelazados. Si no podían vender labalsa, la usarían para poner un negocio, de pizza o de tatuajes. Reese sabíamucho de tatuajes y había practicado consigo misma. Se levantó la blusa paramostrarles el dibujo tatuado de una serpiente pálida y delgada, que rodeaba elombligo mordiéndose la cola.

Jude la interrumpió para preguntarle cómo pensaba llegar a Búfalo. Dijo quese había quedado sin dinero para el autobús ya en la Estación Penn, y pensabahacer el resto del camino a dedo.

—¿Sabes que son casi quinientos kilómetros?

Reese le miró con los ojos muy abiertos y luego sacudió la cabeza.—Una mira el mapa y este estado no parece demasiado grande. ¿Está seguro

de que son casi quinientos kilómetros?Marybeth recogió su plato vacío y lo dejó en el fregadero.—¿Hay alguien a quien quieras llamar? ¿Alguien de tu familia? Puedes usar

nuestro teléfono.—No, señora.Marybeth esbozó una sonrisa al escuchar eso, y Jude se preguntó si alguna

vez alguien la habría llamado señora.—¿Y tu madre? —preguntó Marybeth.—Está en la cárcel. Espero que no salga nunca —respondió Reese, y bajó la

vista para mirar el chocolate. Empezó a jugar con un largo mechón de peloamarillo, rizándolo alrededor de su dedo, algo que Jude le había visto hacer aAnna mil veces—. Ni siquiera quiero pensar en ella. Prefiero fingir que estámuerta. No le deseo a nadie tenerla cerca. Es una maldición, eso es lo que es. Sialguna vez llego a pensar que puedo ser una madre como ella, me haré esterilizarde inmediato.

Cuando terminó su chocolate, Jude se puso un chubasquero y le dijo que loacompañara, que él la llevaría a la estación de autobuses.

Durante un rato viajaron sin decir nada, con la radio apagada. El único sonidoaudible era el producido por la lluvia que golpeaba sobre los cristales y por loslimpiaparabrisas del Charger, que iban y venían. Jude la miró una vez y vio quetenía echado el asiento hacia atrás y llevaba los ojos cerrados. Se había quitado lachaqueta vaquera y se la había echado encima, como si fuera una manta. Lepareció que estaba durmiendo.

Pero al poco, ella abrió un ojo y le miró.—Usted quería de verdad a mi tía Anna, ¿no?Él asintió con la cabeza. Los limpiaparabrisas seguían con su incansable

tictoc-tictoc.—Hay cosas que mi madre hizo y que nunca debió haber hecho —dijo Reese

—. Algunas de ellas no se me quitan de la cabeza, daría un brazo para olvidarlas.A veces pienso que mi tía Anna descubrió algunas de las cosas que mi madrehacía, mi madre y mi abuelito…, y que fue por eso por lo que se mató. Porqueella no podía seguir viviendo con lo que sabía, pero tampoco podía decírselo anadie. Sé que ya era muy desdichada antes. Pienso que tal vez a ella también lepasaron cosas feas cuando era pequeña. Muchas de las cosas que me pasaron amí. —En ese momento le estaba mirando directamente.

Bien. Reese, por lo menos, no sabía todo lo que su madre había hecho, lo cualllevó a Jude a pensar que realmente se podía encontrar un poco de piedad en elmundo.

—Lamento mucho lo que hice con su mano —dijo la jovencita—. Lo digo en

serio. A veces tengo sueños, sueños sobre mi tía Anna. Vamos a pasear juntas.Ella tiene un hermoso automóvil viejo, como éste, pero negro. Ya no está triste,en mis sueños. Vamos a pasear por el campo. Escucha su música en la radio. Mecuenta que usted no fue a nuestra casa para hacerme daño. En mi sueño aseguraque usted vino para terminar con todo aquello, para hacer que mi madre rindieracuentas por lo que había permitido que me ocurriera a mí. Sólo quería decirleque lo siento y que espero que usted sea feliz.

Asintió con la cabeza, pero no respondió. En verdad, no confiaba en su propiavoz.

Entraron en la estación de autobuses juntos. Jude la dejó en un muy gastado ypintarrajeado banco de madera, fue a la ventanilla y compró un billete paraBúfalo. Le dijo al empleado que lo metiera en un sobre. Deslizó doscientosdólares dentro, junto con el billete de autobús, y también puso una hoja de papeldoblada, con su número de teléfono y una nota que decía que lo llamara si teníaalgún problema en el camino. Cuando regresó junto a ella, metió el sobre en uncompartimento lateral de la mochila, en lugar de dárselo a ella, para evitar que loabriera de inmediato y tratara de devolverle el dinero.

La jovencita lo acompañó a la calle, donde la lluvia caía con más fuerza queunos minutos antes. Las últimas luces del día habían desaparecido, haciendo quetodo adquiriese un tono azulado y frío. Jude se volvió para decir adiós, y la chicase puso de puntillas y le besó en la mojada y gélida cara. Hasta ese momento, élhabía pensado en ella como en una mujer joven, pero notó que aquél era el besoinocente de una niña. La idea de que viajara cientos de kilómetros hacia el norte,sin nadie que la cuidara, le pareció de pronto todavía más preocupante.

—Buena suerte —dijeron ambos, exactamente al mismo tiempo, al unísono,y se rieron. Jude le apretó la mano y movió la cabeza, pero no tenía otra cosaque decirle, más que adiós.

Ya había oscurecido del todo cuando regresó a casa. Mary beth sacó dosbotellas de cerveza de la nevera y buscó un abridor en los cajones.

—Ojalá hubiera podido hacer algo por ella —dijo Jude.—Es un poco joven —comentó Marybeth—. Incluso para ti. ¿Por qué no

piensas en otra cosa? Sería lo mejor.—Santo cielo. No quería decir eso.Mary beth se rió, encontró un paño de cocina y se lo puso en la cara.—Sécate. Cuando estás mojado pareces todavía más un miserable

vagabundo.Se pasó el trapo por el pelo. Marybeth le abrió una cerveza y la puso delante

de él. Y entonces vio que él estaba haciendo muecas, y se rió otra vez.—Vamos, Jude. Si no me tuvieras a mí para avivarte las brasas de vez en

cuando, no quedaría nada de fuego en tu vida —dijo. Estaba al otro lado de laencimera de la cocina, observándolo con una mirada irónica y tierna—. De todos

modos, le has dado un billete de autobús para Búfalo y… ¿qué más? ¿Cuántodinero?

—Doscientos dólares.—Pues y a ves, claro que has hecho algo por ella. Has hecho mucho. ¿Qué se

supone que podrías hacer?Jude estaba sentado en mitad de la cocina, sosteniendo la cerveza que

Mary beth le había puesto delante, pero no hizo amago de beber. Se sentíacansado, todavía húmedo y con frío en todo el cuerpo. Un camión grande, o unautobús tal vez, rugió por la autopista, rumbo al frío túnel de la noche, y se perdióen él. Pudo escuchar a los cachorros en su caseta lanzando agudos ladridos,excitados por aquel ruido.

—Espero que lo consiga —dijo Jude.—¿Llegar a Búfalo? No veo por qué no iba a conseguirlo —replicó Mary beth.—Sí —confirmó Jude, aunque no estaba seguro de que fuera eso lo que

realmente había querido decir.

A

Agradecimientos

lzad vuestros mecheros para una última balada sentimental de rock duro, ypermitidme cantar las alabanzas de aquellos que han hecho tanto para ayudarmea dar vida a El traje del muerto. Mi agradecimiento para mi agente, MichaelChoate, que conduce mi embarcación profesional con cuidado, discreción y unpoco habitual sentido común. Debo mucho a Jennifer Brehl, por todo el esfuerzoque ha dedicado a la edición de mi novela, por guiarme a través de la versiónfinal, y especialmente por apostar la primera por El traje del muerto. MaureenSugden ha hecho un trabajo extraordinario de corrección de mi novela. Tambiéndebo dar las gracias a Lisa Gallagher, Juliette Shapland, Kate Nintzel, AnnaMaria Allessi, Lynn Grady, Rich Aquan, Lorie Young, Kim Lewis, SealeBallenger, y a todos los demás que se han ocupado del libro en William Morrow.

Mi gratitud más profunda para Andy y Kerri, por su entusiasmo y amistad, ya Shane, que no sólo es mi compadre, sino también la persona que se ocupa demi web, joehillfiction.com, navegando con ingenio e imaginación.

Y no soy capaz de expresar lo agradecido que estoy a mis padres y mishermanos por su tiempo, ideas, apoyo y amor.

Sobre todo, mi amor y agradecimiento para Leanora y los niños. Leanora hapasado no sé cuántas horas leyendo y releyendo los originales, en todas susdiversas formas, y hablándome de Jude, Mary beth y los fantasmas. Por decirlode otro modo: ella ha leído un millón de páginas y las ha evaluado todas. Gracias,Leanora. Estoy muy feliz y me siento muy afortunado por tenerte como mimejor amiga.

Eso es todo. Y gracias a todos por venir a mi espectáculo. ¡Buenas noches,pueblo de Shreveport, en Luisiana!


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