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Libro proporcionado por el equipo Visite nuestro sitio y ...descargar.lelibros.online/Stephen...

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Bill Halleck es un marido ejemplar, excelente padre de familia. Tiene unahermosa casa, considerable fortuna, merecido prestigio como abogado y…algunos kilos de más.

Pero cierto día, Bill atropella con su automóvil a una gitana en la calle, y elpadre de la mujer le lanza una extraña maldición. Son apenas dos palabras:«mas delgado»… En seis semanas, Bill pierde cincuenta kilos. Sin cesar, sevuelve mas y mas delgado. Desesperado, intenta romper el maleficio que seabate sobre su vida.

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Stephen KingMaleficio

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A mi esposaClaudia Inez Bachman

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Capítulo ICiento uno

—Más delgado —susurró el viejo gitano de nariz macilenta a William Halleck,mientras éste y su esposa, Heidi, salían del juzgado.

Sólo una palabra, emitida con su aliento dulzón y empalagoso.—Más delgado.Y antes de que Halleck pudiera apartarse, el viejo gitano alargó la mano y

acarició su mejilla con un dedo contrahecho. Sus labios se ofrecían abiertoscomo una herida, mostrando unos pocos dientes que sobresalían de sus encías.Eran verdes y negruzcos. Su lengua se retorció entre ellos y luego se deslizó porsus sonrientes y amargos labios.

—Más delgado.

Este recuerdo asaltó a Billy Halleck, oportunamente, mientras se hallaba de pieen la balanza, a las siete de la mañana, con una toalla enrollada a la cintura. Elaroma de los huevos con tocino llegaba desde el piso de abajo. Tuvo queinclinarse levemente hacia delante para leer los números. Bueno…, en realidad,tuvo que inclinarse hacia delante algo más que levemente. En realidad, se inclinómás de la cuenta. Era un hombre gordo. Demasiado grueso, como al doctorHouston le gustaba decir.

—Por si alguien no te lo dice, permíteme informarte —le había dichoHouston después de su último chequeo—. Un hombre de tu edad, ingresos yhábitos entra en el club del infarto, más o menos, a los treinta y ocho años, Billy.Tienes que perder algo de peso.

Pero esa mañana había buenas noticias. Había bajado casi un kilo y medio,de ciento tres a ciento uno y medio.

Bueno…, en realidad el peso dio ciento cuatro la última vez que tuvo el valorde ponerse allí a echar un vistazo, pero llevaba los pantalones puestos, y algunasmonedas sueltas en los bolsillos, sin mencionar su llavero y su cuchillo delejército suizo, y la balanza del cuarto de baño del piso de arriba tenía tendencia amarcar de más… Estaba moralmente seguro de ello.

Y como buen muchacho criado en Nueva York, había oído que los gitanostenían el don de la profecía. Tal vez ésta fuese la prueba. Trató de reírse y sólo

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pudo emitir una breve y no muy lograda sonrisa; aún era demasiado pronto parareírse de los gitanos. El tiempo pasaría y las cosas se verían en perspectiva; era losuficientemente mayor como para saberlo. Pero aún le ponía enfermo su barrigademasiado prominente al pensar en los gitanos, y deseaba de todo corazón no verninguno más en su vida. A partir de ese momento dejaría de lado la lectura de lamano en las fiestas y se mostraría partidario del tablero guija. Eso es…

—¿Billy?La voz venía del piso de abajo.—¡Ya voy !Se vistió, notando con un malestar casi subliminal que, a pesar de haber

adelgazado casi un kilo y medio, la cintura de sus pantalones le quedaba apretadade nuevo. Su cintura medía en ese momento ciento siete centímetros. Habíadejado de fumar, exactamente, a las 12:01 del día de Año nuevo, pero tuvo quepagarlo. Oh, y de qué manera. Se dirigió al piso de abajo con el cuellodesabrochado y la corbata colgando. Linda, su hija mayor de catorce años, salíapor la puerta con un revuelo de falda y el vaivén de su cola de caballo, atadaaquella mañana con una cinta muy sexy de terciopelo. Llevaba los libros debajodel brazo. Dos llamativas borlas de animadora, púrpuras y blancas, se rozaban ensu otra mano.

—¡Adiós, papi!—Que lo pases bien, Lin.Se sentó a la mesa y tomó el Wall Street Journal.—Cariño… —le saludo Heidi.—Querida mía —respondió pomposamente, y dejó boca abajo el Journal al

lado de la indolente Susan.Ésta colocó el desayuno delante de él: un humeante montón de huevos

revueltos, un panecillo inglés con pasas y cinco tiras de cruj iente tocino al estilocampestre. Buenos alimentos. La mujer se deslizó en el asiento enfrente de él, enel rincón de los desayunos y encendió un Vantage 100. Enero y febrero habíansido tensos: demasiadas « discusiones» que sólo sirvieron para disfrazar lasdisputas, demasiadas noches en que acabaron durmiendo de espaldas el uno alotro. Pero habían llegado a un modus vivendi: ella dejó de apremiarle sobre supeso y él cesó de reprocharle su hábito de fumarse hasta el filtro del paquete ymedio de cigarrillos al día. Contribuyó a que tuvieran una primavera bastantedecente. Y además de su propia estabilidad, habían sucedido otras cosas buenas.En primer lugar, Halleck había ascendido. « Greely, Penschley y Kinder» eraahora « Greely, Penschley, Kinder y Halleck» . La madre de Heidi habíacumplido finalmente su amenaza de mucho tiempo atrás de mudarse de nuevo aVirginia. Linda había conseguido ser animadora « J. V.» y para Billy aquelloconstituía una enorme bendición; hubo momentos en que estuvo seguro de que elhistrionismo de Lin le llevaría a un derrumbamiento nervioso. Todo se había

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desarrollado a lo grande.Luego llegaron los gitanos a la ciudad.—Más delgado —había dicho el anciano gitano. ¿Qué diablos tenía en la

nariz? ¿Sífilis? ¿Cáncer? ¿O algo aún más terrible, como la lepra?Y a propósito, ¿por qué no lo dejas? ¿Por qué no lo dejas y en paz?—No te lo quitas de la cabeza, ¿verdad? —le dijo de repente Heidi. Tan de

improviso que Halleck vaciló en su asiento—. Billy, no es culpa tuya. El juez asílo dijo.

—No pensaba en eso.—¿Entonces, en qué pensabas?—En el Journal —replicó—. Afirma que las viviendas están bajando este

trimestre.No era su culpa, eso es, el juez lo había dicho. El juez Rossington. Cary para

sus amigos.Amigos como yo —pensó Halleck—. He jugado muchas partidas de golf con

el viejo Cary Rossington, como sabes muy bien, Heidi. En nuestra fiesta deNochevieja de hace dos años, el año en que creí que dejaría de fumar, y no lohice. ¿Quién te agarró tus tan tocables tetas en el tradicional beso de Año nuevo?¿Adivina quién? ¿Por qué, cielos? Fue el bueno de Cary Rossington, tal como vivoy respiro.

Sí. El bueno del viejo Cary Rossington ante el que Billy había discutido másde una docena de casos municipales. El bueno del viejo Cary Rossington, con elque a veces Billy jugaba al póquer en el club. El bueno del viejo Cary Rossingtonque no se descalificó a sí mismo cuando su buen compinche del golf y delpóquer, Billy Halleck (Cary, que a veces le daba unas palmaditas en la espalda yle gritaba « ¿Cómo los tienes, Gran Bill?» ) se presentó ante su tribunal, no paradiscutir algún punto de derecho municipal, sino por una acusación de homicidioinvoluntario en accidente de tráfico.

Y cuando Cary Rossington no se recusó a sí mismo, ¿quién dijo ni mu, hij itos?¿Quién en esta tan justa ciudad de Fairview es el que se queja? Nadie, nadie dicenada. ¡Nadie dice ni pío! A fin de cuentas. ¿Por qué iban a hacerlo? Por nada masque un montón de asquerosos gitanos. Cuanto más pronto salgan de Fairview y seencaminen por la carretera con sus breaks y sus pegatinas NRA en losparachoques traseros, cuanto más pronto veamos la parte trasera de suscaravanas de confección casera y sus remolques, tanto mejor… Cuanto máspronto…

Más delgado.Heidi aplastó su cigarrillo y exclamó:—¡A la mierda con tus cuentos de viviendas! Te conozco mucho mejor que

eso…Billy también lo creía así. Y también supuso que ella pensaba en lo mismo.

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Tenía el rostro demasiado pálido. Aparentaba su edad, treinta y cinco, y eso erararo. Se habían casado muy, pero que muy jóvenes, y él aún recordaba alviajante que llegó a su puerta vendiendo aspiradoras un día en que llevaban y atres años de casados. Se quedó mirando a la Heidi Halleck de veintidós años y lepreguntó cortésmente:

—¿Está tu madre en casa, encanto?—De todos modos no me quita el apetito —repuso, y aquello era ciertamente

verdad.Angustiado o no, había dejado muy poco de los huevos revueltos, y del tocino

no quedaba ni rastro. Se bebió la mitad del jugo de naranja y le brindó a la mujeruna sonrisa a lo gran Billy Halleck. Ella también trató de sonreírle, pero habíaperdido la costumbre. Él se la imaginó con un letrero: MI MÁQUINA DESONRISAS ESTÁ TEMPORALMENTE FUERA DE SERVICIO.

Alargó la mano a través de la mesa y tomó la de ella.—Heidi, todo va bien. Y aunque no sea así, en realidad y a pasó.—Lo sé. Lo sé…—¿Está Linda…?—No. Ya no. Dice…, dice que sus amigas comienzan a mostrarse muy

solidarias…

Durante casi una semana después de que aquello sucediera, su hija lo habíapasado bastante mal. Llegaba a casa de la escuela o bien llorando o muy cerca delas lágrimas. Dejó de comer. Su tez llameaba. Halleck, decidido a no pasarse, fuea ver a su tutora, la ayudante de directora, Miss Norwalk, la preferida de Linda,que enseñaba educación física y formación de animadoras. Aseguró (con buenaspalabras de leguleyo) que, en su mayor parte, se trataba de sólo una broma, poringrata y poco divertidas que llegasen a ser las bromas de la mayoría de losalumnos de primer curso de la escuela superior, y claro, sin tacto alguno, dadas lascircunstancias, ¿pero no era eso lo que cabía esperar de un grupo de chicas quepensaba que las bromas rematadamente infantiles eran lo insuperable?

Llevó a Linda a dar un paseo por la calle. Lantern Drive aparecía alineada decasas de muy buen gusto, y de espaldas a la calle, viviendas de más o menossetenta y cinco mil dólares y que se aproximaban a los doscientos mil en lasprovistas de sauna y piscina que dejaban atrás la época en que había que ir al clubde campo del final de la calle.

Linda llevaba sus viejos pantalones cortos de madrás que estaban desgarradosa lo largo de una costura… y, según observó Halleck, sus piernas habían crecidoya tanto y de forma tan inexperta, que mostraban los laterales de sus bombachasamarillas de algodón. Sintió de nuevo una oleada de lástima y terror. Estabacreciendo. Supuso que sabía que los viejos shorts de madrás eran demasiado

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pequeños y desgastados, pero supuso que se los había puesto porque eran un nexocon una infancia más confortante, una infancia en la que los padres no tenían quecomparecer ante el tribunal, en el estrado de los acusados (sin importar para ellolo preparado que fuese ese juicio, con tu viejo compinche del golf y borrachíntoqueteador de las tetas de tu mujer, Cary Rossington, tras el martillo), una infanciaen la que los chicos no te persiguen en el campo de fútbol después de la clasecuarta, mientras te tomas tu almuerzo y te preguntan cuántos puntos ha logrado tupapá por cargarse a la anciana.

Sabes que fue un accidente, ¿verdad, Linda?Ella asiente sin mirarlo. Sí, papá.Salió entre dos coches sin mirar a un lado ni a otro. No me dio tiempo a frenar.

No me dio tiempo en absoluto.Papá, no quiero oír nada más.Ya sé que no, dice él. Y yo no quiero hablar sobre ello. Pero tú si escuchas

cosas. En la escuela.Ella le mira temerosa. ¡Papá! Tú no…¿Qué si he ido a tu escuela? Sí. Lo hice. Pero fui a las tres y media de la tarde

de ayer. No había niños por ninguna parte, al menos ninguno visible. Nadie seenterará.

Ella se relaja. Un poco.Me he enterado de que lo estás pasando mal por culpa de los otros chicos. Lo

siento mucho.No ha sido tan malo, responde, tomándole la mano. Su rostro —esa reciente

proliferación de granos de aspecto inflamado en su frente— cuenta una historiadiferente. Los granos afirman que el trato ha sido más bien duro. El tener un padredetenido es una situación que ni siquiera soportaría Judy Blume (aunque algúndía, probablemente, deberá hacerlo).

Y también he oído que te las arreglas muy bien, dice Billy Halleck. Sin hacerde esto una cosa en exceso importante. Porque si se dan cuenta de que temortifican…

Sí, lo sé, replica lúgubremente.Miss Norwalk afirma que está especialmente orgullosa de ti, prosigue. Es una

pequeña mentira. Miss Norwalk no dijo exactamente eso, pero sí habló bien deLinda, y eso significa casi tanto para Halleck como para su hija. Y obra el milagro.Los ojos de ella se iluminan y mira a Halleck por primera vez.

¿Lo hizo?Así es, confirma Halleck. La mentira sale de forma fácil y convincente. ¿Por

qué no? Últimamente ha dicho un montón de mentiras.Ella le aprieta la mano y le sonríe agradecida.Lo olvidarán muy pronto, Lin. Encontrarán algún otro hueso que roer. Alguna

chica se quedará embarazada o un maestro padecerá un derrumbamiento

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nervioso o expulsarán a algún chico por vender hierba o cocaína. Y tú te veráslibre. ¿De acuerdo?

La chica le echó de repente los brazos al cuello y lo abrazó con fuerza.Decidió que, afín de cuentas, no estaba creciendo con tanta rapidez, y que notodas las mentiras eran malas.

Te quiero, papá, le dijo.Yo también te quiero, Lin.La abrazó a su vez y, de improviso, alguien puso en marcha un gran

amplificador estéreo en la parte delantera de su cerebro y escuchó de nuevo eldoble estruendo: el primero cuando el parachoques delantero del Noventa y Ochogolpeó a la anciana gitana del brillante pañuelo rojo sobre su cabello ralo, y elsegundo cuando las grandes ruedas delanteras pasaron por encima de su cuerpo.

Heidi chilla.Y su mano deja el regazo de Halleck.Halleck abraza con fuerza a su hija, sintiendo cómo la piel de gallina se le

extendía por el cuerpo.

—¿Más huevos? —pregunta Heidi, rompiendo su ensoñación.—No. No, gracias.Mira su plato limpio con cierta culpabilidad: sin importar lo mal que puedan ir

las cosas, nunca han ido lo suficientemente mal como para hacerle perder ni elsueño ni el apetito.

—¿Estás seguro de que…?—¿Que si estoy bien?Sonrió.—Estoy bien, tú estás bien. Linda está bien. Como dicen en las series de

televisión, la pesadilla ha acabado… ¿No podemos volver a nuestras vidas…?—Eso es una idea maravillosa.Esta vez le ha devuelto su sonrisa con una suya auténtica: de nuevo se la veía

por debajo de la treintena, radiante.—¿Quieres el resto del tocino? Quedan dos rodajas…—No —respondió, pensando en la forma en que sus pantalones se adherían a

su blanda cintura (¿qué cintura?, ja, ja, habla en su mente un pequeño y pocodivertido Don Rickles, la última vez que tuviste cintura fue hacia 1978), la formaen que tuvo que encoger el vientre para abrocharse el cinturón.

Luego pensó en la balanza y comentó:—Me tomaré una. He perdido kilo y medio.Ella había vuelto a la cocina, a pesar de su primer no: a veces me conoce tan

bien que resulta deprimente, pensó.Ahora ella le mira.

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—Así, pues, sigues pensando en eso…—En absoluto —respondió exasperado—. ¿No puede un hombre perder un

simple kilo y medio en paz? Siempre me estás diciendo que te gustaría que fueraun poco…

(más delgado)—… un poco menos fornido…Ahora le ha hecho pensar de nuevo en el gitano. ¡Maldita sea! En la macilenta

nariz del gitano y en la sensación escamosa de aquel dedo deslizándose por sumejilla en el momento anterior a que reaccionara y se apartase: de la forma enque huirías de una araña o de un montón de escarabajos apelotonados debajo deun madero podrido.

Ella le trajo el tocino y le besó en la sien.—Lo siento. Debes seguir adelante y perder un poco de peso. Pero si no lo

haces, recuerda lo que dice Mr. Rogers…—« Me gustas de la forma que eres» —terminan la frase al unísono.Manosea el Journal hojeado por la indolente Susan, pero aquello resultaba

demasiado deprimente. Se levantó, salió y encontró el Times de Nueva York enel parterre. El chico siempre lo tiraba allí, nunca le salían los números al terminarla semana y no podía recordar el apellido de Bill. Billy se había preguntado enmás de una ocasión si sería posible que un muchacho de doce años se convirtieraen una víctima de la enfermedad de Alzheimer.

Entró con el periódico, lo abrió por la página deportiva y se comió el tocino.Estaba enfrascado en las apuestas cuando Heidi le trajo otra mitad de panecilloinglés, dorado por la mantequilla derretida.

Halleck lo comió sin ser consciente de lo que hacía.

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Capítulo IICiento uno

En la ciudad, un maldito juicio que se había prolongado durante más de tres años—un juicio que había previsto arrastrar, de una forma u otra, durante lossiguientes tres o cuatro años— llegó a un inesperado y gratificante final amediodía, con el acuerdo del demandante durante un descanso del tribunal,dejándolo en una cantidad asombrosa. Halleck no perdió tiempo en decirle aldemandante, un fabricante de pinturas de Schenectady, y a su cliente, quefirmasen una carta de buenas intenciones en el antedespacho del juez. Elabogado del demandante lo consideró con palpable decaimiento e incredulidadcuando su cliente, presidente de la « Good Luck Paint Company » garrapateó sunombre en las seis copias de la carta y el agente del tribunal autentificabaejemplar tras ejemplar, su calva cabeza brillando suavemente. Billy permaneciósentado en silencio, con las manos en el regazo, sintiendo algo parecido a lalotería de Nueva York. Para la hora del almuerzo todo había acabado excepto losgritos.

Billy se fue con el cliente a O’Lunney ’s, pidió Chivas en un vaso de agua parael cliente y un martini para él y luego llamó a Heidi a casa.

—Mohonk —le dijo, en cuanto ella descolgó el teléfono.Se trataba de un establecimiento laberíntico en el interior de Nueva York

donde pasaron su luna de miel —un regalo de los padres de Heidi—, hacía yamucho, muchísimo tiempo. Ambos se enamoraron del lugar y desde entonceshabían pasado las vacaciones dos veces allí.

—¿Qué?—Mohonk —repitió—. Si no quieres ir, se lo pediré a Julián de la oficina.—¡No lo harás! Billy, ¿de qué me hablas?—¿Quieres ir o no?—Claro que sí. ¿Este fin de semana?—Mañana, si consigues que venga Mrs. Bean, y se ponga de acuerdo con

Linda para que se haga el lavado y no orgías ante la tele en el salón de la familia.Y si…

Pero el grito de Heidi le ahogó por un momento.—¡Tu caso, Billy ! Las emanaciones y el derrumbamiento nervioso, el

episodio sicótico y…

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—Canley llegará a un acuerdo. En realidad, Canley lo ha hecho ya. Despuésde catorce años de embrollos administrativos y larguísimas opiniones legales queno significaban absolutamente nada, tu marido ha ganado al fin a uno de esostipos estupendos. De una manera clara, decisiva y sin la menor duda. Canley hallegado a un acuerdo, y yo me encuentro en el mejor de los mundos…

—¡Billy ! ¡Dios mío! —gritó de nuevo, esa vez tan alto que el teléfono sedistorsionó.

Billy tuvo que apartárselo del oído, sonriendo.—¿Cuánto te soltará tu chico?Billy dio la cifra y esta vez tuvo que apartarse el teléfono durante casi cinco

segundos.—¿Crees que le importará a Linda que nos tomemos cinco días de

vacaciones?—¿Cuando podrá quedarse hasta la una mirando las últimas emisiones de la

noche de la tele, con Georgia Deeber, ambas hablando de chicos, atiborrándosede mis chocolatines? ¿Bromeas? ¿Hará frío en esta época del año, Billy ? ¿Quieresque te meta en la valija tu cardigan verde? ¿Quieres la parka o tu chaqueta dealgodón? ¿O las dos cosas? O…

Le respondió que hiciese lo que mejor le pareciera y regresó con su cliente.Éste llevaba y a bebida la mitad de su gran vaso de Chivas, y quería contar chistespolacos. El cliente tenía el aspecto de haber sido golpeado con un martillo.Halleck se bebió su martini y estuvo escuchando agudezas sobre carpinterospolacos y restaurantes de Polonia con una atención a medias, con su menteaferrada alegremente a otros asuntos. El caso tendría implicaciones de largoalcance; era demasiado pronto como para decir que aquello cambiaría el cursode su carrera, pero podría ser así. Era lo más probable. No era malo paraaquellos casos que las grandes firmas lo tomasen como una obra de caridad… Yello significaría que…

… el primer golpe lanzó a Heidi hacia delante y durante un momento, se aferróa él, que fue apenas consciente del dolor en su entrepierna. El impacto fue losuficiente fuerte como para cerrar el cinturón de seguridad de ella. Saltó lasangre: tres gotas del tamaño de una moneda de diez centavos, y se aplastó en elparabrisas como lluvia roja. Ella no tuvo tiempo ni de gritar; gritaría después. Él nisiquiera tuvo tiempo de darse cuenta del asunto. El principio de esta toma deconciencia llegaría con el segundo golpe. Y él…

… se tragó el resto de su martini de un trago. Las lágrimas acudieron a susojos.

—¿Está usted bien? —preguntó el cliente, cuy o nombre era DavidDuganfield.

—Estoy tan bien como no puede imaginarse —replicó Billy, y alargó la manoa través de la mesa hacia su cliente—. Felicidades, David.

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No pensaría en el accidente, ni en el gitano de la nariz macilenta. Éste era unbuen tipo y ello se vio claramente; este hecho resultó en el fuerte apretón demanos de Duganfield y en su cansada y ligeramente abobada sonrisa.

—Gracias —le dijo Duganfield—. Muchísimas gracias.De repente se inclinó por encima de la mesa y abrazó torpemente a Billy

Halleck. Billy lo abrazó a su vez. Pero mientras los brazos de David Duganfieldrodeaban su cuello, una palma se deslizó por el ángulo de su mejilla y pensó denuevo en la rara caricia del anciano gitano.

Me ha conmovido, pensó Halleck, e incluso mientras abrazaba a su cliente, seestremeció.

Trató de pensar en David Duganfield en el camino hacia casa —Duganfieldera una buena cosa en qué pensar—, pero en vez de Duganfield, se encontrópensando en Ginelli y en la época en que estaba en el Triborough Bridge.

Él y Duganfield habían pasado la mayor parte de la tarde en Lunney ’s, peroel primer impulso de Billy fue llevar a su cliente a Three Brothers, el restaurantedonde Richard Ginelli tenía una participación informal y silenciosa. Realmentehacía años que no estaba en Brothers —con la reputación de Ginelli aquello nohubiera sido prudente— pero todavía pensaba en Brothers antes que nada. Billyhabía disfrutado allí de algunas buenas comidas y pasado buenos ratos, aunqueHeidi nunca se hubiese preocupado mucho ni por aquel lugar ni por Ginelli.Ginelli la asustaba, pensó Bill.

Estaba atravesando la salida de Gun Hill Road en el Thruway de Nueva York,cuando sus pensamientos volvieron al viejo gitano de una forma tan previsiblecomo la de un caballo que regresa a su cuadra.

Fue Ginelli en quien pensaste primero. Cuando llegaste a casa aquel día yHeidi estaba sentada en la cocina, llorando, fue Ginelli en quien pensaste primero.«Eh Rich, hoy he matado a una vieja. ¿Puedo ir a la ciudad y hablar un momentocontigo?»

Pero Heidi estaba en el cuarto de al lado, y no lo hubiera comprendido. La manode Billy se extendió sobre el teléfono, y luego la alejó. Se le ocurrió conrepentina claridad que era un abogado acaudalado de Connecticut, y que, cuandolas cosas se ponían espinosas sólo podía pensar en una persona a la que llamar: aun matón de Nueva York que al parecer, había desarrollado el hábito, en eltranscurso de los años, de pegarle un tiro a la competencia.

Ginelli era alto, no tenía una magnífica apariencia, pero sí una percha natural.Su voz era fuerte y amable, no la clase de voz que se asociaría con la droga elvicio y el asesinato. Pero estaba relacionado con las tres cosas, al menos según suhoja de servicios. Pero fue la voz de Ginelli la que Billy hubiera querido oír,aquella terrible tarde, cuando Duncan Hopley, el Jefe de Policía de Fairview, le

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dejó marcharse.—… o va a quedarse ahí sentado todo el día?—¿Qué? —exclamó Billy, desconcertado.—Le he dicho si va a pagar o sólo…—Sí —replicó Billy, y le dio un dólar al del peaje.Recibió el cambio y siguió conduciendo. Casi hasta Connecticut; diecinueve

salidas para ver a Heidi. Y luego a Mohonk. Duganfield no funcionaba, por lotanto debía intentar con Mohonk. Simplemente olvidar a la vieja gitana y alanciano cíngaro durante un rato, ¿qué te parece?

Pero sus pensamientos derivaron hacia Ginelli.Billy le había conocido a través del estudio jurídico, que había resuelto

algunos asuntos legales para Ginelli siete años atrás: trabajos mercantiles. Billy,que entonces era un abogado joven de la firma, fue encargado de esa misión.Ninguno de sus socios de más edad habría ni siquiera tocado aquello. Inclusoentonces la reputación de Rich Ginelli era ya muy mala. Billy nunca le preguntóa Kirk Penschley cuál era el motivo real del estudio para aceptar a Ginelli comocliente; le recomendaron que cuidase de los documentos y dejase los asuntos depolítica a sus mayores. Supuso que Ginelli estaría enterado de algún secreto dealguien; era un hombre que siempre tenía el oído pegado al suelo.

Billy empezó su tarea de tres meses a favor de Three Brothers Associates,Inc., esperando que le disgustase e incluso temer al hombre para quien trabajaba.En vez de ello, se encontró atraído hacia él. Ginelli tenía carisma y era divertidoestar a su lado. Y más aún, trató al mismo Billy con una dignidad y un respetoque Billy no encontraría en su propio estudio jurídico durante otros cuatro añosmás.

Billy disminuy ó la marcha en los peajes de Norwalk, arrojó treinta y cincocentavos y se introdujo de nuevo en el tránsito. Sin haber pensado siquiera enello, se inclinó y abrió la guantera. Debajo de los mapas y del manual delpropietario había dos paquetes de Twinkies. Abrió uno y empezó a comer conrapidez, cay éndole algunas migajas en el chaleco.

Todo su trabajo para Ginelli se completó mucho antes de que un tribunal deNueva York procesara a aquel hombre por haber ordenado una oleada deejecuciones al estilo de los gángsteres tras una guerra de drogas. Las actuacionesse habían visto ante la audiencia de Nueva York en el otoño de 1980. Lasenterraron en la primavera de 1981, debido en gran parte a un índice demortalidad del cincuenta por ciento entre los testigos del Estado. Uno de elloshabía volado en su coche junto con tres detectives-policía que le habían asignadopara protegerle. Otro había sido herido en la garganta con el mango roto de unparaguas mientras se lustraba los zapatos en un limpiabotas de la Grand CentralStation. Los otros dos testigos claves decidieron, sin sorprender a nadie, que ya noestaban seguros de que fuese Richie Martillo Ginelli al que habían oído mandar

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asesinar a un barón de las drogas de Brookly n llamado Richovsky.Westport. Southport. Casi en casa. Se inclinó de nuevo hacia delante,

toqueteando en la guantera… ¡Aja! Había allí una bolsa sólo medio vacía de loscacahuetes ofrecidos por una línea aérea. Un poco rancios pero aún comestibles.Billy Halleck empezó a masticarlos, pero sin paladearlos más de lo que habíapaladeado los Twinkies.

Él y Ginelli habían intercambiado felicitaciones por Navidad durante años yhabían tenido juntos un almuerzo ocasional, por lo general en Three Brothers. Lascomidas cesaron después de que Ginelli se refiriese impasiblemente a « misproblemas legales» . Parte de ello fue obra de Heidi —pues adujo razones de tipomundano cuando le ocurrió aquello a Ginelli—, pero la may or parte del asuntofue culpa del propio Ginelli.

—Será mejor que dejes de venir por aquí durante algún tiempo —le dijo aBilly.

—¿Qué? ¿Por qué? —había preguntado Billy inocentemente, como si él yHeidi no hubiesen discutido acerca de ello la noche anterior.

—Porque en lo que se refiere al mundo, soy un gángster —le replicó Ginelli—. Y los abogados jóvenes que se asocian con gángsteres no progresan, William,y esto es de lo que realmente se trata: debes mantener las narices limpias yseguir adelante.

—¿Y eso es todo, verdad?Ginelli había sonreído de una manera extraña.—Verás…, hay algunas cosas más…—¿Como cuáles?—William, confío en que no tengas que averiguarlo nunca. Y ven de vez en

cuando a tomarte un espresso. Hablaremos y nos reiremos un poco. Lo que teestoy diciendo, es que nos mantengamos en contacto.

Se había mantenido en contacto con él y se había dejado caer por allí de vezen cuando (aunque, tuvo que admitirse a sí mismo mientras tomaba la rampa desalida de Fairview, los intervalos cada vez se habían ido distanciando más y más),y cuando se encontró con que debía enfrentarse a una acusación de homicidioinvoluntario por accidente de circulación, fue en Ginelli en quien pensó primero.

Pero el bueno y viejo tocatetas de Cary Rossington se cuidó de eso —lesusurró su mente—. ¿Entonces, por qué estoy pensando ahora en Ginelli?Mohonk, eso es en lo que deberías estar pensando. Y en David Duganfield, quedemuestra que los buenos tipos no siempre terminan los últimos. Y en conseguir unpoco más de dinero.

Pero cuando giró hacia la entrada de coches, comprobó que pensaba en algoque Ginelli había dicho; William, confío en que nunca tengas que averiguarlo.

¿Averiguar qué?, se preguntó Billy, pero y a Heidi salía a toda velocidad por lapuerta principal para darle un beso, y Billy se olvidó de todo durante un rato.

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Capítulo IIIMohonk

Era y a su tercera noche en Mohonk y acababan de hacer el amor. Era la sextavez en tres días, un vertiginoso cambio en su habitual y calmoso índice de un parde veces a la semana. Billy estaba echado junto a ella, sintiendo su calor, elaroma de su perfume —Anaïs Anaïs—, mezclado con el limpio sudor y el olorde sus sexos. Durante un momento su pensamiento hizo una horrible conexióncruzada y empezó a ver a la mujer gitana en el momento anterior a que el Old lagolpease. Durante un instante oyó abrirse una botella de Perrier. Luego la visióndesapareció.

Rodó hacia su mujer y le acarició el muslo.Ella se abrazó a él a su vez con un brazo y deslizó su mano libre por el muslo

de su marido.—Sabes —le dijo—, si pierdo el cerebro un poco más, no me quedará

cerebro en absoluto.—Eso es un mito —replicó Billy, sonriendo.—¿El que se pierde cerebro?—No. Eso es verdad. El mito es que pierdes esas células cerebrales para

siempre. Las que se consumen vuelven a crecer.—Sí, eso lo dices tú…Ella se acomodó más confortablemente contra él. Su mano erró por su muslo,

tocó leve y amorosamente su pene, jugó con su pelo púbico (al año anterior lehabía sorprendido tristemente ver las primeras hebras grises allí en lo que supadre llamaba el bosquecillo de Adán) y luego subió por la colina de su vientre.

La mujer se enderezó de repente sobre un codo, alarmándole un poco. No sehabía dormido, pero se deslizaba ya hacia el sueño.

—¡Realmente has adelgazado!—¿Qué?—Billy Halleck, estás mucho más delgado…Se dio unos golpecitos en el vientre, al que a veces llamaba « La casa que

construy ó ese jovencito» , y se echó a reír:—No demasiado… Aún sigo pareciendo el único hombre del mundo

embarazado de siete meses…—Aún estás robusto, pero no tanto como solías. Lo sé. Te lo puedo decir.

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¿Cuándo te has pesado por última vez?Trató de recordar. Fue la mañana en que se arregló lo de Canley. Había

bajado a ciento diez…—Te dije que había perdido un kilo y medio, ¿recuerdas?—Pues mira, por la mañana lo primero que harás será pesarte —le dijo.—No hay balanza en el cuarto de baño —respondió cómodamente.—Bromeas…—No hay. Mohonk es un lugar civilizado.—Buscaremos una.Empezaba a deslizarse de nuevo hacia el sueño.—Si quieres, claro que sí…—Lo quiero…Había sido una buena mujer, pensó. En algunos momentos, durante los

últimos cinco años, desde que, realmente, había empezado a engordar en serio,había anunciado dietas y /o programas físicos adecuados. Las dietas habíanquedado marcadas por un montón de bromas. Una salchicha o dos a primerashoras de la tarde como suplemento del almuerzo a base de yogur, o tal vez unahamburguesa engullida apresuradamente, o dos, la tarde del sábado, mientrasHeidi salía a una subasta o a una venta de artículos domésticos usados en lavecindad. En una o dos ocasiones, incluso se había rebajado a comprar loshorrendos emparedados calientes que vendían en una pequeña tienda a un par dekilómetros de distancia: por lo general, la carne de esos bocadillos parecía tiras depiel tostada, una vez que el horno de microondas se encargaba de ellas, y, sinembargo, no recordaba haber dejado nunca la menor partícula sin comer. Sí, legustaba la cerveza, por descontado, pero lo que le gustaba más era comer. Eraalgo increíble comer en los mejores restaurantes de Nueva York, pero también loera mirar la tele con una bolsa de Doritos y alguna que otra almeja.

Los programas de adecuación física duraron tal vez una semana, y luegointerfirió con ellos su plan de trabajo, o simplemente, perdió el interés. En elsótano, en un rincón, yacía un juego de pesas, acumulando telarañas y polvo.Parecía reprochárselo cada vez que bajaba. Intentaba no mirarlas.

Debería meter la barriga para dentro más que de costumbre y anunciarpalmariamente a Heidi que había perdido cinco kilos y medio y que y a habíabajado a ciento ocho. Y ella asentiría y le diría que estaba muy contenta, quenaturalmente, notaba la diferencia y que durante todo el tiempo, lo sabía porqueveía vacías las bolsas de la basura. Y desde que Connecticut adoptara una ley debotellas y latas retornables, los huecos de la despensa se habían convertido en unafuente de culpabilidad casi tan grande como las pesas no usadas.

Le miraba cuando dormía; y lo que era peor, le veía también cuando orinaba.No se puede meter la barriga cuando haces pis. Lo había intentado y resultóimposible. Sabía que había perdido tres kilos, cuatro todo lo más. Puedes engañar

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a tu mujer respecto de otras mujeres —por lo menos, durante algún tiempo—,pero no en relación a tu peso. Una mujer que soporta tu peso de vez en cuandopor la noche, sabe muy bien lo que pesas. Pero ella sonrió y le dijo:Naturalmente, cariño, tienes mucho mejor aspecto. Parte de esto no era quizá tanadmirable —le mantenía silencioso respecto a los cigarrillos de ella—, pero no leengañaba hasta creerse que eso era todo, o lo más importante. Era una forma deque él conservase el respeto por sí mismo.

—¿Billy?—¿Qué?Perturbado en su sueño por segunda vez, se quedó mirándola, entre divertido

e irritado.—¿Te sientes del todo bien?—Sí, muy bien. ¿Qué es ese asunto de si me encuentro o no bien?—Pues…, a veces… dicen que una pérdida de peso sin planificar puede ser

indicio de algo.—Me siento estupendamente. Y si no me dejas dormir, te lo demostraré

saltando de nuevo sobre tus huesos…—Adelante…Él gruñó y ella se echó a reír. Muy pronto estaban y a dormidos. Y en su

sueño, él y Heidi regresaban de Shop’n Save, sólo que sabía que esta vez era unsueño, sabía que algo estaba a punto de suceder, y quería decirle que dejaseaquello que estaba haciendo, que debía concentrar toda su atención en laconducción porque muy pronto una vieja gitana saldría corriendo entre doscoches aparcados —entre un Subaru amarillo y un Firebird, verde oscuro paraser exactos— y que esta anciana llevaba una horquilla de plástico de pacotilla ensu entrecano cabello y no miraría a ninguna parte sino sólo directamente ante sí.Quería decirle a Heidi que ésa era su oportunidad de volver atrás, de cambiarlo,de hacerlo bien.

Pero no pudo hablar. El placer le despertó de nuevo y el roce de los dedos deella, juguetones al principio y luego más en serio (su pene se endureció mientrasdormía y volvió la cabeza levemente al clic metálico de su cremallera que sebajaba eslabón a eslabón); el placer se mezcló incómodamente con unasensación de algo terrible e inevitable. Ahora vio delante el Subaru amarillo,aparcado detrás del Firebird verde con la franja blanca de carreras. Y entre ellosel destello de un color más brillante y más vital que cualquier otra pintura deDetroit o de Toyota Village. Trató de gritar: Déjalo, Heidi… ¡Es ella! Voy amatarla de nuevo si no lo dejas… ¡Por favor, Dios mío, no! ¡Por favor, Cristo, no!

Pero la figura salió de entre los dos coches. Halleck trató de quitar el pie delacelerador y ponerlo sobre el freno, pero parecía estar pegado, sujeto allí poruna espantosa e irrevocable firmeza. El pegamento Krazy de la inevitabilidad,trató de decirse salvajemente, intentando torcer el volante, pero el volante

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tampoco giró. Estaba trabado y bloqueado. Por lo tanto intentó prepararse para elimpacto y luego la cabeza de la gitana se volvió y ya no era la vieja, oh, no,uh…, era el gitano de la nariz macilenta. Sólo que ahora sus ojos habíandesaparecido. En el instante previo a que el Olds le golpease y le pasase porencima, Halleck vio aquellas cuencas vacías y contemplativas. Los labios delviejo gitano se abrieron en una sonrisa obscena, un cuarto creciente debajo delcorroído horror de su nariz. Luego: Bum/bum…

Una mano que caía lacia sobre el capó del Olds, fuertemente arrugada,revestida de paganos anillos de tintineante metal. Tres gotas de sangre salpicaronel parabrisas. Halleck fue vagamente consciente de que la mano de Heidi sehabía aferrado agonizantemente en su erección, reteniendo el orgasmo que elchoque había hecho aflorar, originando un repentino y terrible placer-dolor… Yescuchó el susurro del gitano desde alguna parte por debajo de él, ascendiendo através del suelo enmoquetado del lujoso coche, apagado pero lo bastante claro:« Más delgado» .

Se despertó con una sacudida, se volvió hacia la ventana, casi gritando. Laluna era un brillante cuarto creciente por encima de los Adirondacks y, por unmomento, pensó que era el viejo gitano, con la cabeza levemente inclinada haciaun lado, mirando por su ventana, sus ojos dos brillantes estrellas en la negrura delfirmamento, sobre el Estado de Nueva York, con su sonrisa encendida de algunaforma desde dentro, la luz sobresaliendo fría como la de un frasco de vidrio llenode luciérnagas agosteñas, tan frío como los tipos del pantano que había vistoalgunas veces de pequeño en Carolina del Norte: una luz antigua y fría, una lunacon la forma de una sonrisa de anciano, una que contempla la venganza.

Billy respiró penosamente, cerró los ojos con fuerza y luego los abrió denuevo. La luna era otra vez la luna. Se tendió y tres minutos más tarde dormíaotra vez.

El nuevo día fue brillante y claro y al fin Halleck dio el brazo a torcer y convinoen subir por el Laby rinth Trail con su esposa. Los terrenos de Mohonk estabanligados a rutas de excursionismo, clasificadas desde fáciles a muy difíciles. Ladel Laberinto tenía la indicación de « moderada» y en su luna de miel, él y Heidihabían trepado por allí dos veces. Recordó cuánto placer le produjera abrirsepaso por pinos, desfiladeros, con Heidi justo detrás de él, riéndose y diciéndoleque se apresurase, tortuga… Recordó su andar sinuoso a través de pasosestrechos, semejantes a cuevas, en la roca, y susurrar ominosamente a sureciente esposa:

—¿No sientes cómo tiembla el suelo?Y decirlo cuando se encontraban en la parte más estrecha, pero ella aún

había tenido ánimos de darle un buen golpe en el culo.

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Halleck hubiera admitido para sí (pero nunca, nunca, a Heidi) que eranaquellos estrechos pasos a través de la roca lo que ahora le preocupaba. En suluna de miel, era un tipo delgado y esbelto, aún un muchacho, todavía en buenaforma a causa de los veranos pasados con un equipo de explotación forestal enMassachussets occidental. Pero ahora era dieciséis años mayor y muchísimomás pesado. Y, tan jovial y amablemente como le había informado el bueno deldoctor Houston, estaba entrando en el grupo de los que suelen sufrir infartos. Laidea de tener un ataque cardíaco en medio de las montañas resultaba algoincómoda, aunque aún bastante remota; lo que le parecía más probable, eraquedar encallado en una de aquellas estrechas gargantas rocosas por las queserpenteaba la senda en su camino hacia la cumbre. Recordó que por lo menosen cuatro lugares, había tenido que arrastrarse.

No quería quedar aprisionado en uno de aquellos sitios.¿O… cómo sería eso? El tal Billy Halleck se encalla en uno de aquellos

oscuros lugares para arrastrarse y entonces tiene un ataque cardíaco… ¡Eh…!¡Dos pájaros de un tiro!

Pero, finalmente, convino en que debía intentarlo, si ella se mostraba deacuerdo en hacerlo sola en el caso de que él simplemente, no se encontrase enbuena forma para llegar a la cumbre. Y si podían ir primero a New Paltz, dondeél se compraría unos buenos zapatos de lona. Heidi se apresuró a aceptar ambascondiciones.

Ya en la ciudad, Halleck averiguó que los zapatos de lona eran algo anticuado.Nadie admitió siquiera conocer aquella palabra. Compró un par de eleganteszapatos verdes y plata Nike para andar y trepar y se quedó encantado en silenciode lo bien que se ajustaban a sus pies. Aquello le hizo darse cuenta de que nohabía tenido un par de zapatos parecidos desde hacía… ¿Cinco años? ¿Seis? Lepareció imposible, pero era así.

Heidi los admiró también y le dijo de nuevo que, ciertamente, parecía comosi hubiese perdido peso. Fuera de la zapatería había una balanza que funcionabacon monedas, una de aquellas que daba « EL PESO Y EL DESTINO» . Halleckno había visto una desde que era chico.

—Sube, héroe —le dijo Heidi—. Tengo una moneda…Halleck rehusó durante un momento, oscuramente nervioso.—Vamos, apresúrate. Quiero ver cuánto has perdido.—Heidi, esas cosas no pesan bien, y a lo sabes…—Sólo quiero una cifra aproximada. Vamos, Billy, no seas tonto.Con desgana, le entregó el paquete que contenía sus nuevos zapatos y subió a

la balanza. Ella metió la moneda. Se produjo un clic y aparecieron dos panelescurvados de metal plateado. Detrás de la parte superior de uno apareció su peso;detrás del inferior, la idea que tenía la máquina acerca de su destino. Halleckemitió un ronco y sorprendido gritito.

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—Lo sabía… —dijo Heidi a su lado.Se produjo una especie de dudosa interrogación en su voz, como si no

estuviese segura de si debía sentir contento, o miedo, o duda.—Sabía que estabas más delgado…Si ella había oído su propio y ronco jadeo, pensó Halleck más tarde,

indudablemente habría pensado que lo causaba el número marcado en rojo:incluso con la ropa puesta, su cuchillo del Ejército suizo en el bolsillo de suspantalones de pana, incluso con un pesado desayuno de Mohonk en la barriga, laseñal marcaba claramente ciento cinco. Había perdido seis kilos y medio desdeel día en que Canley había convenido en un acuerdo extrajudicial.

Pero, en realidad, no era su peso lo que le hizo jadear, sino su destino. Elpanel inferior no se había hecho a un lado para revelar aquello de: LAECONOMÍA MEJORARÁ PRONTO, O TE VISITARÁN UNOS ANTIGUOSAMIGOS, O NO TOMES DECISIONES IMPORTANTES DE FORMAPRECIPITADA.

Sólo había revelado dos palabras en negro: MÁS DELGADO.

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Capítulo IVCiento tres

Volvieron en coche a Fairview en silencio durante casi todo el trayecto. Heidi sepuso al volante hasta que se hallaron a unos veinticinco kilómetros de la ciudad deNueva York y el tráfico se hizo más denso. Luego ella se detuvo en un área deservicio y dejó que Billy se hiciese cargo del resto del itinerario hasta su casa. Nohabía ninguna razón para que él no condujera: la vieja había resultado muerta,esto era cierto, con un brazo casi arrancado del cuerpo, con la pelvis pulverizada,el cráneo aplastado como un jarrón Ming arrojado sobre un suelo de mármol,pero Billy Halleck no había perdido en absoluto su permiso de conducir deConnecticut. Nuestro buen amigo el tocatetas de Cary Rossington se habíaocupado de ello.

—¿Me has oído, Billy?Éste le lanzó una ojeada y luego volvió a poner los ojos en la carretera.

Conducía mejor aquellos días y, aunque no empleaba la bocina más veces de lousual, ni gritaba o movía los brazos más de lo acostumbrado, era más conscientede los errores de los demás conductores y de los suyos propios que antes, y semostraba menos laxo respecto de ambas cosas. Matar una vieja hace queaumente tu concentración. No resulta nada bueno para el respeto de uno mismoy produce algunos sueños verdaderamente horribles, pero ciertamente, aumentalos antiguos niveles de concentración.

—Estaba distraído. Perdona.—Te decía que muchas gracias por habérmelo hecho pasar tan bien.Le sonrió y le tocó ligeramente el brazo. Había sido algo maravilloso, por lo

menos para Heidi. De una forma cierta, Heidi lo había dejado todo atrás: a lagitana, la audiencia previa en la que se archivó el juicio del Estado, al viejogitano de la nariz macilenta. Para Heidi era ahora sólo algo desagradable yapasado, como la amistad de Billy con aquel matón de Nueva York. Pero en sumente había algo más; una segunda mirada de reojo lo confirmó. La sonrisa sehabía extinguido y lo miraba, mostrando leves arrugas en torno de los ojos.

—No hay de qué —le dijo—. Siempre eres muy bien venida, encanto…—Y cuando lleguemos a casa…—¡Salto de nuevo sobre tu esqueleto! —gritó con falso entusiasmo y compuso

una mirada lasciva.

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En realidad, no creía poder hacerlo aunque un desfile de las Dallas Cowgirlspasase a su lado, con una ropa interior diseñada por Frederick’s de Hollywood. Notenía nada que ver con lo a menudo que lo habían hecho en Mohonk; se trataba deaquella malhadada profecía. MÁS DELGADO. Seguramente no había dichonada parecido: sólo había sido su imaginación. Pero no parecía un producto de suimaginación, maldita sea; sino algo tan real como los titulares del New York Times.Y aquella realidad constituía la parte más terrible de todo, porque el MÁSDELGADO no coincidía con la idea que nadie tiene de la buena suerte. Nisiquiera un TU DESTINO ES PERDER PRONTO PESO sería algo adecuado. Lohabitual eran cosas como prolongados viajes o verse de nuevo con viejos amigos.

Ergo, se había alucinado.Sí, eso era.Ergo, probablemente, estaba perdiendo el sentido común.Oh, vamos, ¿era eso justo?Muy justo. Cuando pierdes el dominio de tu imaginación, no es una buena

noticia.—Puedes saltar sobre mí si quieres —replicó Heidi—, pero lo que realmente

deseo es que saltes sobre la balanza del cuarto de baño…—¡Vamos, Heidi! He perdido un poco de peso, pero no es para tanto…—Estoy muy orgullosa de que hayas adelgazado, Billy, pero hemos estado

juntos casi constantemente los últimos cinco días, y que me maten si sé cómo haspodido lograrlo…

Esta vez dedicó a su mujer una prolongada mirada, pero ella no le respondió;siguió mirando a través del parabrisas, con los brazos cruzados sobre el pecho yun silencio pensativo.

—Heidi…—Has comido tanto como siempre. Tal vez incluso más. El aire de la

montaña debe de haber acelerado tus motores.—¿Por qué dorar la píldora? —le preguntó, disminuyendo la marcha para

arrojar cuarenta centavos en la cesta del peaje de Rye.Sus labios se apretaban formando una delgada línea blanca, su corazón había

empezado a latir muy deprisa y de pronto se puso furioso con ella.—Lo que quieres dar a entender es que soy un auténtico cerdo. Dilo

abiertamente si quieres, Heidi. Qué diablos. Lo acepto…—¡No quiero decir nada parecido! —gritó ella—. ¿Por qué quieres

lastimarme, Billy? ¿Por qué después de haberlo pasado tan bien?No miró esta vez hacia ella para saber si estaba a punto de echarse a llorar. Su

temblorosa voz se lo dijo. Lo sentía, pero sentirlo no dominaría su ira. Y el miedoque estaba bajo aquella ira.

—No quiero lastimarte —le dijo, agarrando el volante del Olds con tantafuerza que los nudillos se le blanquearon—. Nunca lo hago. Pero adelgazar es una

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buena cosa, Heidi; ¿por qué no haces más que restregármelo por la cara?—No siempre es una buena cosa —le gritó, desconcertándole, por lo que el

coche zigzagueó levemente—. ¡No siempre es una buena cosa, y tú lo sabes!Ahora si lloraba, lloraba y hurgaba en su bolso en busca de un Kleenex, de

aquella forma entre fastidiosa y atractiva, como siempre lo hacía. Le tendió supañuelo y ella lo usó para enjugarse los ojos.

—Puedes decir lo que quieras, puedes suponer lo que desees, interrogarme site apetece, Billy, estropear lo bien que lo hemos pasado. Pero te amo y debodecir lo que he dicho. Cuando la gente empieza a adelgazar sin estar a dieta, esopuede significar que está enferma. Es una de las siete señales de advertencia delcáncer.

Le devolvió el pañuelo. Los dedos de él tocaron los de su mujer al hacerlo. Lamano de ella estaba muy fría.

Bien, y a se había dicho la palabra. Cáncer. Evocaba cosas desagradables.Dios sabía que esa palabra ya había brotado en su propia mente más de una vezdesde aquella balanza de monedas de enfrente de la zapatería. Había salido a lasuperficie como algún asqueroso y diabólico globo de pay aso, y había tenido queapartar aquel pensamiento. Lo había apartado como se hace con aquellas damassin hogar que se sentaban balanceándose hacia delante y hacia atrás en susextraños y un poco negruzcos escondrijos delante de la Grand Central Station…,o de la forma en que uno apartaba a los traviesos niños gitanos que aparecieroncon el resto de la banda de gitanos. Los niños gitanos cantaban con unas vocesque conseguían ser monótonas y extrañamente dulces al mismo tiempo. Losniños gitanos andaban sobre las manos con panderetas extendidas, sujetas dealgún modo en sus sucios y desnudos dedos de los pies. Los niños gitanos reíanpor lo bajo y avergonzaban a los jugadores de Frisbee locales, pues hacían girardos, y a veces tres, discos de plástico a la vez: sobre los dedos, en los pulgares yen ocasiones en la nariz. Reían mientras hacían todas esas cosas, y todos parecíantener enfermedades cutáneas, bizqueras o labios leporinos. Cuando de repenteveías semejante y rara combinación de agilidad y fealdad arrojada ante ti, ¿quéotra cosa podías hacer excepto volver la mirada? Amas de casa sin hogar, niñosgitanos y cáncer. Incluso el curso de sus pensamientos le asustó.

De todos modos, tal vez fuese mejor que la palabra se hubiese pronunciado.—Me encuentro bien —repitió, tal vez por sexta vez desde la noche en que

Heidi suscitara el tema.¡Y maldita sea, era verdad!—También he estado haciendo ejercicio.Aquello era también cierto…, por lo menos durante los últimos cinco días.

Habían subido juntos por el Laby rinth Trail, y aunque tuvo que respirarpesadamente y meter la barriga cuando pasaban por uno de los lugares másestrechos, nunca estuvo cerca de quedarse encallado. En realidad, fue Heidi la

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que bufando y sin aliento, tuvo que pedirle dos veces descansar un poco.Diplomáticamente, Billy no le mencionó que se debía al tabaco.

—Estoy segura de que te sientes bien —respondió—, y eso es importante.Pero un chequeo sería también algo estupendo. Hace ocho meses que no te hacesninguno y estoy segura de que el doctor Houston te echa de menos…

—Creo que es un idiota integral —musitó Halleck.—¿Qué…?—Nada…—Lo que te digo, Billy, es que no puedes perder casi nueve kilos en dos

semanas sólo por hacer ejercicio.—¡No estoy enfermo!—Entonces, limítate a complacerme.Continuaron en silencio el viaje hasta Fairview. Halleck deseaba atraerla

hacia sí y decirle que estaba conforme, que haría lo que ella quisiese. Pero se lehabía ocurrido algo. Un pensamiento por completo absurdo. Absurdo y sinembargo, sobrecogedor.

Tal vez exista un nuevo estilo en las viejas maldiciones gitanas, amigos yvecinos… ¿Qué hay de esa posibilidad? Solían transformarte en un hombre lobo ote enviaban un demonio para que te arrancara la cabeza a medianoche, o algunacosa parecida, pero todo cambia, ¿no es verdad? ¿No será que aquel viejo metocó y me transmitió el cáncer? Ella tiene razón, se trata de esos chismes: perdernueve kilos es parecido a cuando el canario del minero cae muerto en su jaula.Cáncer de pulmón…, leucemia…, melanoma…

Era una locura, pero aquella locura no se le iba de la cabeza. ¿No será queaquel viejo me tocó y me transmitió el cáncer?

Linda los recibió con unos besos exagerados, y ante su mutuo asombro, sacó unalasaña nada desdeñable del horno y la sirvió en unos platos de papel que llevabanel rostro de aquel extraordinaire amante de la lasaña, « Garfield, el gato» . Lespreguntó qué tal les había ido en su segunda luna de miel (« Una frase quecorresponde perfectamente a la segunda infancia» , observó Halleck secamentea Heidi aquella noche, después de haber hecho justicia a los platos y de queLinda se fuera pitando con dos de sus amigas a continuar el juego de« Mazmorras y Dragones» al que llevaban jugando durante casi un año), y justocuando apenas habían empezado a hablar, ella gritó:

—¡Oh, eso me recuerda algo!Y se pasó el resto de la comida regalándoles con Cuentos de Prodigios y

Horror de la Escuela superior júnior de Fairview: una historia interminable que lefascinaba más a ella que a Halleck o a su esposa, aunque ambos trataran deescuchar con atención. A fin de cuentas, habían estado fuera una semana…

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Cuando salió a toda velocidad, besó sonoramente en la mejilla a Halleck ygritó:

—Adiós, flacucho…Halleck la observó montar en la bici y pedalear por el paseo de enfrente, con

su cola de caballo al viento, y se volvió hacia Heidi. Estaba sin habla.

—Ahora —le dijo su mujer—, ¿harás el favor de escucharme?—Se lo has dicho. La has llamado aparte y le has pedido que lo dijera.

Confabulación femenina…—No.Escudriñó su rostro y luego asintió cansadamente.—No, supongo que no.Heidi le arrastró al piso de arriba donde, finalmente, acabó en el cuarto de

baño, desnudo a excepción de la toalla enrollada a la cintura. Le sobrecogió unafuerte sensación de lo deja vu: la dislocación temporal resultó tan completa quesintió una fuerte náusea física. Era una repetición casi exacta del día en que sequedó de pie sobre la misma balanza con una toalla de este mismo juego delunares azules en torno de la cintura. Lo único que faltaba era aquel aroma atocino frito que subía desde el piso de abajo. Todo lo demás era exactamenteigual.

No. No, no lo era. Otra cosa era notablemente diferente.Aquel otro día tuvo que inclinarse para leer la mala noticia en la esfera. Y

tuvo que hacerlo así porque su barriga andaba por en medio.La barriga seguía allí, pero era más reducida. No cabía la menor duda al

respecto, puesto que ahora veía bien hacia abajo y leía los números.La lectura digital señalaba ciento cuatro kilos.—Esto zanja el asunto —le dijo Heidi, de forma tajante—. Te concertaré una

cita con el doctor Houston.—Esta balanza siempre pesa de menos —replicó débilmente Halleck—.

Siempre ha sido así. Ésa fue la razón de que siempre me gustara.Ella le miró con frialdad.—Amigo mío, todo eso no es más que blablablá. Te has pasado los últimos

cinco años quejándote de que pesaba de más, y ambos lo sabemos.En la dura luz del cuarto de baño, vio cuan honestamente ansiosos eran los

ojos de su mujer. La piel estaba tirante y con brillo a través de sus mejillas.—Quédate ahí —le dijo al fin, y salió del cuarto de baño.—¿Heidi?—¡No te muevas! —le gritó mientras bajaba al otro piso.Regresó un momento después con una bolsa de azúcar sin abrir. La etiqueta

anunciaba: « Peso neto 10 libras» . La dejó sobre la báscula. Ésta vaciló un

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momento y luego aparecieron impresos unos números rojos digitales: 012.—Eso es lo que pensé —anunció Heidi lúgubremente—. Me he pesado y o

también, Billy. No da el peso de menos, y nunca ha sido así. Pesa de más, comotú siempre habías dicho. No era sólo una protesta, y ambos lo sabemos. Todo elmundo con exceso de peso gusta de tener una balanza inexacta. Le hace dejar delado con mayor facilidad los hechos. Si…

—Heidi…—Si esta balanza dice que pesas ciento cuatro eso significa que no llegas a

ciento tres y ahora, permíteme…—Heidi…—Déjame concertarte una cita.Él se calló durante un momento, mirándose sus pies desnudos y luego meneó

la cabeza.—¡Billy!—Lo haré yo mismo —respondió.—¿Cuándo?—El viernes. Lo haré el viernes. Houston va al club de campo todos los

viernes por la tarde y hace nueve hoy os.A veces juega con el inimitable tocatetas y besa-mujeres Cary Rossington.—¿Por qué no le llamas esta noche? ¿Ahora mismo?—Heidi —le dijo—, ya basta.Y algo en su rostro la debió convencer de no atosigarle más, porque ya no

volvió a mencionarlo aquella noche.

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Capítulo VCiento dos y medio

Domingo, lunes, martes.Billy se mantuvo alejado a propósito de la balanza del piso de arriba. Comió

animadamente aunque era una de las pocas veces de su vida adulta en que no seencontraba terriblemente hambriento. Dejó de esconder sus bocaditos detrás delos paquetes de té Lipton o de las sopas en la despensa. Comía rodajas depepperoni y queso Münster o galletitas Ritz durante el partido del domingo deYankees-Red Sox. Una bolsa de palomitas acarameladas el lunes por la mañanaen la oficina, y bolsa de Cheez-Doodles el lunes por la tarde: una de ellas o unacombinación de las mismas produce una incómoda racha de ventosidades quedura desde las cuatro hasta las nueve de la noche. Linda abandonó la sala de latele a mitad de las noticias, anunciando que regresaría si alguien traía mascarillasantigás. Billy sonrió culpablemente, pero no se movió. Su experiencia con lospedos le había enseñado que salir de la sala para que se esfumase esa clase degas no era demasiado bueno. Es como si unas cosas podridas estuviesen unidas ati con unas manos invisibles de goma. Te siguen a todas partes.

Pero, más tarde, viendo And Justice for All, él y Heidi se comieron la mayorparte de un pastelillo de queso Sara Lee.

Durante su viaje hacia casa del martes, abandonó la Connecticut Turnpike enNorwalk y compró un par de Whoppers con queso en la Burger King allíinstalada. Empezó a comérselos de la forma que siempre lo hacía mientrasconducía, abriéndose paso a través de ellas, triturándolas, tragándoselas bocado abocado…

Recuperó sus sentidos en las afueras de Westport.Por un momento, su mente pareció separarse de su ser físico: no se trataba de

pensamiento, ni reflexión: era una separación. Se acordaba de la sensación físicade náusea que había sentido en la balanza del cuarto de baño la noche en que él yHeidi regresaron de Mohonk, y se le ocurrió que había entrado en un reino deestado mental completamente nuevo. Casi sintió como si hubiese conseguido unaespecie de presencia astral: un mochilero cognitivo que le observaba conatención. ¿Y qué veía aquel mochilero? Algo más ridículo que horrible,

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probablemente. Aquí había un hombre de casi treinta y siete años con zapatosBally en los pies y lentes de contacto blandos Bausch & Lomb en los ojos, unhombre con un traje con chaleco que habría costado seiscientos dólares. Unvarón norteamericano con exceso de peso de treinta y seis años, blanco, sentadoal volante de un Oldsmobile Noventa y ocho, de 1981, devorando una granhamburguesa mientras la may onesa y trozos de lechuga chorreaban sobre suchaleco. Cabría echarse a reír hasta las lágrimas. O a gritar.

Tiró los restos de la segunda Whopper por la ventanilla y luego contempló elmezclado limo de jugos y salsa en su mano con una desesperada especie dehorror. Y luego hizo la única cosa posible dadas las circunstancias: se echó a reír.Y se prometió a sí mismo: no más. Aquella borrachera debería acabar.

Aquella noche, sentado delante de la chimenea leyendo el The Wall StreetJournal, Linda se presentó para darle el beso de buenas noches, se echó haciaatrás y comentó:

—Papi, estás empezando a parecerte a Sy lvester Stallone…—Oh, Dios mío —replicó Halleck, haciendo rodar los ojos, y luego ambos se

echaron a reír.

Billy Halleck descubrió que un burdo tipo de ritual había empezado a estarpresente en sus procedimientos de pesado. ¿Cuándo había sucedido? No lo sabía.Como un chico, se había limitado a subirse allí de vez en cuando, lanzado unamirada precipitada a su peso, bajándose a continuación. Pero en algún puntodurante el período en que había derivado desde los ochenta y ocho kilos y mediohasta un peso que era, por imposible que pareciese, casi la décima parte de unatonelada, fue cuando el ritual dio comienzo.

Ritual, diablos —se dijo a sí mismo. Hábito. Eso es lo que es. Sólo un hábito.Ritual, le susurró lo más profundo de su mente sin posible contestación. Era

agnóstico y no había traspasado el umbral de ninguna iglesia desde los diecinueveaños, pero lo reconoció como un ritual al verlo: aquel procedimiento de pesarseconstituía casi una genuflexión.

Mira, Dios mío, hago lo mismo cada vez, y mantén a este abogado blanco y enprogresión ascendente a salvo de un ataque al corazón o de apoplejía, comocualquier tabla estadística del mundo dice que debo esperar hacia la edad decuarenta y siete años. En el nombre del colesterol y de las grasas saturadas te lorogamos. Amén.

El ritual comienza en el dormitorio. Quitarse la ropa. Ponerse la bata deterciopelo verde oscuro. Colocar toda la ropa sucia en la cesta de lavado. Si era laprimera o segunda vez que se ponía el traje, y no se veían en él manchasimportantes, colgarlo bien en el armario.

Marchar por el pasillo hacia el cuarto de baño. Entrar con reverencia, temor,

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reluctancia. Aquí está el confesionario donde uno debe enfrentarse a su peso y,consiguientemente, a su destino. Quitarse la bata. Colgarla en el gancho del baño.Vaciar la vej iga. Si existe la posibilidad de un movimiento de los intestinos —incluso una posibilidad remota—, llevarlo a cabo. No tenía la menor idea decuánto debía pesar el movimiento promedio de los intestinos, pero el principioresultaba lógico e irrebatible: había que arrojar todo el lastre que se pudiese.

Heidi había observado ese ritual y, en una ocasión, le preguntósarcásticamente si no quería una pluma de avestruz para su cumpleaños. En esecaso, prosiguió, podría metérsela en la garganta y vomitar una o dos veces antesde pesarse. Billy le respondió que no fuese tan cargosa…, y más tarde, aquellanoche, se encontró pensando que no estaba mal la idea.

El viernes por la mañana, Halleck se saltó este ritual por primera vez enmuchos años. El viernes por la mañana, Halleck se convirtió en un hereje. Tal vezse convirtió en algo peor, pues, al igual que los adoradores del diablo, quedeliberadamente pervierten una ceremonia religiosa colgando cruces haciaabajo y recitando el padrenuestro hacia atrás, Halleck invirtió por completo sucampo.

Se vistió, se llenó los bolsillos con todas las monedas que pudo encontrar (mássu navaja del Ejército suizo, naturalmente), se puso sus zapatos más burdos ypesados, y luego se comió un gigantesco desay uno, e ignoró sonriente su vej iga apunto de estallar. Tragó dos huevos fritos, cuatro tiras de tocino, tostadas y unsabroso picadillo. Se bebió un zumo de naranja y una taza de café.

Con todo eso dando vueltas en su interior, Halleck realizó sonriente elrecorrido hasta el baño del piso de arriba. Se detuvo durante un momento,mirando la balanza. Mirarla no había constituido antes una amenaza, pero ahoraera incluso menos placentero.

Hizo acopio de valor y subió al peso.Ciento dos y medio.¡No puede estar bien!Su corazón comenzó a latirle con fuerza en el pecho.¡Diablos, no! Algo debe de andar mal… Algo…—¡Déjalo! —se susurró con voz baja y ronca.Se alejó andando hacia atrás, como un hombre retrocede ante un perro que

sabe que muerde. Se llevó la palma de la mano a la boca y se la pasó rozando dearriba abajo.

—¿Billy?Heidi le llamó desde las escaleras.Halleck miró a la izquierda y vio su propio rostro exangüe contemplándole

desde el espejo. Aparecían unas bolsas purpúreas debajo de los ojos que nuncahabían estado allí, y la serie de arrugas de su frente parecían haberse ahondadoaún más.

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Cáncer, pensó de nuevo y, mezclada con la palabra, oyó al gitano susurrar denuevo.

—¿Billy ? ¿Estás arriba?Cáncer, claro, puedes estar seguro de que es eso. Me maldijo de alguna forma.

La vieja era su mujer… o tal vez su hermana…, y me maldijo. ¿Es eso posible?¿Puede existir algo así? ¿Es posible que el cáncer me esté royendo las entrañasahora mismo, comiéndome por dentro, del mismo modo que aquella nariz…?

Un leve y aterrado sonido salió de su garganta. El rostro del hombre en elespejo estaba hondamente aterrado, era la cara embrujada de un inválido desdehacía mucho tiempo. En aquel momento, Halleck casi crey ó en ello: que teníacáncer, que estaba acribillado por él.

—¡Bi-lly!—Sí, estoy aquí.Su voz fue firme. Casi.—¡Dios mío he estado gritando toda una eternidad!—Lo siento…No subas aquí, Heidi, no me veas de este modo o me llevarás a la jodida

Clínica Mayo en un abrir y cerrar de ojos. Quédate ahí donde está tu sitio. Porfavor.

—¿No te olvidarás de concertar una cita con Michael Houston verdad?—No —replicó—. La haré.—Gracias, querido —le respondió Heidi, en voz baja.Y misericordiosamente, se retiró.Halleck orinó y luego se lavó las manos y la cara. Cuando creyó que

comenzaba de nuevo a parecerse a sí mismo —más o menos— se fue abajo,intentando silbar.

No se había sentido tan asustado en toda su vida.

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Capítulo VICiento uno

—¿Cuánto pesas? —le preguntó el doctor Houston.Halleck, determinado a ser sincero ahora que en realidad estaba enfrente a

aquel hombre, le dijo que había perdido unos trece kilos en tres semanas.—¡Uh! —exclamó Houston.—Heidi está un poco preocupada. Ya sabes cómo las esposas pueden…—Tiene razón en estar preocupada —repuso Houston.Michael Houston era un arquetipo de Fairview: el Doctor Agradable con

Cabello Blanco y Bronceado Malibú. Cuando le entreveías sentado en una deaquellas mesas con sombrilla que rodeaban el bar al aire libre del club de campo,tenía todo el aspecto de una versión más joven de Marcus Welby, doctor enMedicina. El bar al lado de la piscina, al que llamaban el Agujero Aguado, eradonde se encontraban ahora él y Halleck. Houston llevaban unos pantalones rojosde golf sujetos por un brillante cinturón blanco. Sus pies estaban calzados conunos zapatos blancos de golfista. Su camisa Lacoste, y reloj Rolex. Bebía unapiña colada. Una de sus observaciones típicas era llamarla « pene colado» . Él ysu mujer tenían dos hijos mágicamente hermosos y vivían en una de lasmay ores casas de Lantern Drive: se podía ir andando desde allí al club decampo, algo de lo que se jactaba Jenny Houston cuando estaba bebida.Significaba que su casa había costado más de ciento cincuenta mil dólares.Houston conducía un Mercedes café con leche de cuatro puertas. Ella un CadillacCimarrón que parecía un Rolls-Royce con hemorroides. Sus chicos iban a uncolegio privado en Westport. Las habladurías de Fairview —que eran a menudomás verdad que mentira— sugerían que Michel y Jenny Houston habían llegadoa un modus vivendi: él era un galanteador obseso y ella empezaba a darle alwhisky a partir de las tres de la tarde. Simplemente una típica familia deFairview, pensó Halleck, y de pronto se sintió tan cansado como asustado.Conocía a aquellas personas bastante bien, o creía que era así, pero de un modo uotro daba lo mismo.

Bajó la vista hacia sus propios y brillantes zapatos blancos y pensó:¿Bromeas? Llevas la pluma tribal.—Quiero verte mañana en mi consultorio —le dijo Houston.—Tengo un juicio…

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—No te preocupes de tu juicio. Esto es más importante. Entretanto, dime unacosa: ¿Has tenido alguna hemorragia? ¿Rectal? ¿Por boca?

—No.—¿Te has dado cuenta de alguna hemorragia en el pelo al peinarte?—No.—¿Y qué me dices de heridas que no se curan? ¿O costras que se caen y

vuelven a formarse?—No.—Estupendo —repuso Houston—. A propósito… Hoy he conseguido un

ochenta y cuatro. ¿Qué te parece?—Creo que antes de un par de años estarás jugando el Masters —replicó

Billy.Houston se echó a reír. Se acercó el camarero. Houston pidió otro « pene

colado» . Halleck una Miller.Miller Lite, estuvo casi a punto de decirle al camarero —por la fuerza de la

costumbre—, pero contuvo la lengua. Necesitaba una cerveza ligera comonecesitaba…, bueno, como necesitaba una hemorragia rectal.

Michel Houston se inclinó hacia adelante. Sus ojos estaban serios y Hallecksintió miedo de nuevo, como si se tratase de una aguzada aguja acerada, muydelgada, que sondease en el revestimiento de su estómago. Se percató,miserablemente, de que algo había cambiado en su vida, y no para mejor. Y nopara mejor, en absoluto. Ahora estaba en extremo asustado. La venganza delgitano.

Los ojos serios de Houston estaban fijos en los de Billy, y éste se inclinó paraoírle decir:

Los posibilidades de que tengas cáncer son de cinco entre seis, Billy. Nonecesito una radiografía para decírtelo. ¿Tienes el testamento al día? ¿Quedanbien cubiertas Heidi y Linda? Cuando uno es un hombre relativamente joven nocree que puedan suceder estas cosas, pero sí pueden. Si pueden…

En el tono tranquilo de un hombre que imparte una gran información,Houston preguntó:

—¿Cuántos portadores de féretro se necesitan para enterrar a un negro deHarlem?

Billy meneó la cabeza y brindó una fingida sonrisa.—Seis —respondió Houston—. Cuatro para llevar el ataúd y dos para

transportar la radio.Se echó a reír y Billy Halleck se puso a pensar los detalles. En su mente, de

una forma clara, vio al gitano que le había aguardado fuera del tribunal deFairview. Detrás del gitano, en el cordón de la vereda, en una zona deestacionamiento prohibido, se veía una gran furgoneta con una casa rodante deconstrucción casera. Aparecía cubierta con extraños dibujos en torno a una

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pintura central: una representación no muy buena de un unicornio arrodillado,con la cabeza inclinada, ante una gitana con una guirnalda de flores en la mano.El gitano llevaba un desgastado chaleco verde, con botones confeccionados conmonedas de plata. Ahora, al ver a Houston reírse de su propio chiste, con elcocodrilo de su camisa ondeando al compás de su hilaridad, Billy pensó:

Recuerdas mucho más de aquel tipo de lo que crees. Crees que sólo recuerdassu nariz, pero esto no es cierto en absoluto. Lo recuerdas todo condenadamentebien.

Niños. Había niños en la cabina de la vieja camioneta, mirándole con sus ojoscastaños sin fondo, ojos casi negros. « Más delgado» , había dicho el viejo y apesar de su carne callosa, su caricia había sido la caricia de un amante.

Matrícula de Delaware —pensó de repente Billy—. Su coche tenía matrículade Delaware. Y un letrero engomado en el parachoques, algo…

Los brazos de Billy se le pusieron con piel de gallina y, por un momento,creyó que empezaría a gritar, como había oído ahí mismo gritar a una mujer,cuando creía que su hijo se ahogaba en la piscina.

Billy Halleck recordó cuándo habían visto a los gitanos por primera vez: el día enque llegaron a Fairview.

Estacionaron a un lado en los terrenos públicos de la ciudad y una bandada desus chiquillos se dirigió al césped para jugar. Las gitanas permanecieroncongregadas cuchicheando y observándoles. Iban brillantemente vestidas, perono con las vestiduras campesinas de una persona may or, que se asociaron con laversión de Hollywood de gitanos o cíngaros en los años treinta y cuarenta. Eranmujeres con coloridos vestidos veraniegos, mujeres con pantalones ajustadoshasta media pierna, mujeres jóvenes con vaqueros Jordache o Calvin Klein.Parecían brillantes, vivas, un poco peligrosas.

Un joven saltó de un microbús VW y empezó a hacer juegos malabares conunos bolos de gran tamaño.

TODO EL MUNDO NECESITA ALGO EN QUÉ CREER —leyó el jovenque iba en camiseta—. Y CREO QUE AHORA MISMO NECESITO OTRACERVEZA.

Los niños de Fairview corrieron hacia él como atraídos por un imán, gritandoexcitados. Los músculos ondearon bajo la camiseta del joven y un crucifijogigante rebotó hacia arriba y hacia abajo en su pecho. Las madres de Fairviewrecogieron a algunos de los chiquillos y se los llevaron de allí. Otras madres no seprecipitaron tanto. Los niños may ores de la ciudad se aproximaron a los niñosgitanos, que detuvieron sus juegos y observaron cómo se acercaban.

Chicos de ciudad —decían sus ojos negros—. Nos los encontramos en todaspartes a que nos conducen nuestros caminos. Conocemos sus ojos y sus peinados;

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sabemos cómo brillan los aparatos ortopédicos de vuestros dientes al sol. Nosabemos dónde estaremos mañana, pero si dónde estaréis vosotros. ¿No osaburren siempre los mismos rostros y los mismos lugares? Creemos que sí. Y ésa esla razón de que nos odiéis.

Billy, Heidi y Linda Halleck estaban allí aquel día, dos días antes de queHalleck atropellase y matase a la gitana a menos de medio kilómetro. Habíancomido un almuerzo campestre y aguardaban que empezase el primer conciertoprimaveral de la banda. La may oría de los que habían acudido a los terrenosmunicipales aquel día lo habían hecho por la misma razón, un hecho que,indudablemente, conocían los gitanos.

Linda se había levantado, limpiándose, como en un sueño, la parte trasera desus Levi’s y echó a correr hacia el gitano que hacía números malabares con losbolos.

—¡Linda, quédate aquí! —le gritó duramente Heidi.Su mano había errado hasta el cuello de su suéter y jugueteó con él, como a

menudo hacía cuando se sobresaltaba. Halleck no creyó que fuese consciente deello.

—¿Por qué, mami? Es un carnaval…, por lo menos creo que lo es…—Son gitanos —le respondió Heidi—. Mantén las distancias. Son todos unos

bribones.Linda se quedó mirando a su madre y luego a su padre, Billy se encogió de

hombros. Permaneció allí mirando, inconsciente de su melancólica expresión,pensó Billy, mientras Heidi permanecía con la mano en el cuello toqueteándolo ysubiéndola hasta la garganta y bajándola de nuevo.

El joven arrojó sus bolos a la portezuela abierta trasera del microbús, uno auno, y una sonriente muchacha de negro cabello, cuya belleza era casi etérea, letiró cinco clavas indias, una tras otra. El joven comenzó a hacer juegosmalabares con ellas, sonriente, a veces arrojando una debajo del brazo ygritando ¡Ulahop! cada vez que lo hacía.

Una mujer mayor, con un mono y una camisa a cuadros comenzó a repartirprospectos. La encantadora mujer que había recogido los bolos y arrojado lasclavas indias, saltaba ahora ágilmente desde la portezuela de la camioneta con uncaballete. Lo montó y Halleck pensó:

Va a exhibir unas malas marinas y tal vez algunas fotos del presidenteKennedy.

Pero en vez de una pintura colocó en el caballete un blanco. Desde el interiorde la furgoneta, alguien le arrojó una honda.

—¡Gina! —le gritó el muchacho de los juegos malabares con las clavasindias.

Sonrió ampliamente, revelando la ausencia de varios incisivos. Linda se sentóde repente. Su concepto de la belleza masculina se había formado a través de una

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vida entera viendo la tele, y para ella quedó estropeada la apostura del joven.Heidi dejó de juguetear con el cuello de su cárdigan.

La chica pasó la honda al joven. Éste dejó caer una de las clavas y empezó ahacer malabarismos en su lugar con la honda. Halleck recordó haber pensado:

Eso debe de ser casi imposible…El chico lo hizo dos o tres veces, luego le arrojó de nuevo a la chica la honda

y, de algún modo, consiguió recoger la clava que había dejado caer, mientras lasdemás seguían en el aire. Se produjeron esparcidos aplausos. Algunos sonreían—incluso el mismo Billy —, pero la may oría apartó la mirada. Unos cuantosfruncieron el entrecejo.

La muchacha se apartó del blanco que estaba en el caballete, se sacó algunasbolas de un bolsillo del pecho, y disparó tres tiros certeros: plop, plop, plop… Muypronto la chica se vio rodeada de chicos (y de unas cuantas muchachas) quepedían turno. Ella los alineó y los organizó de una forma tan rápida y eficientecomo una maestra de jardín de infantes prepara a sus chicos para el descanso.Dos gitanos adolescentes de aproximadamente, la edad de Linda, salieron de unviejo Break LTD y comenzaron a recoger de la hierba las municiones gastadas.Se parecían como dos gotas de agua, y obviamente, eran mellizos. Uno llevabaun aro de oro en la oreja izquierda; su hermano llevaba la pareja en la orejaderecha.

¿Será ése el procedimiento que usa su madre para reconocerles? —pensóBilly.

Nadie vendía nada. De una forma cuidadosa y del todo obvia, nadie estabavendiendo nada. Tampoco había ninguna Madame Azonka que leyese el tarot.

Sin embargo, se presentó muy pronto un coche de la Policía de Fairview ybajaron del mismo dos policías. Uno era Hopley, el jefe de Policía, un hombretoscamente agraciado de unos cuarenta años. Parte de la acción se detuvo y másmadres aprovecharon aquella oportunidad para capturar de nuevo a susfascinados retoños y llevárselos de allí. Algunos de los mayores protestaron, yHalleck observó que los más pequeños estallaban en sollozos.

Hopley comenzó a discutir de los hechos de la vida con el gitano que habíaestado practicando el número de malabarismo (las clavas, pintadas con brillantesfranjas rojas y azules, se encontraban ahora esparcidas a sus pies) y el gitanomás viejo con el mono, Oshkosh. Éste dijo algo. Hopley meneó la cabeza. Luegoel malabarista añadió algo y comenzó a gesticular. Mientras el malabaristahablaba, se acercó más al patrullero que acompañaba a Hopley. Ahora el cuadrocomenzó a recordarle a Halleck algo y, al cabo de un momento, quedó claro. Eracomo observar a los jugadores de béisbol discutir con los árbitros respecto de unajugada decisiva.

Oshkosh puso una mano en el hombro del malabarista, haciéndole retrocederun paso o dos, y esto resaltó aún más la impresión: el entrenador que trata de que

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el acalorado joven no sea expulsado. El joven dijo algo más. Hopley meneó denuevo la cabeza. El joven empezó a gritar, pero hacía un fuerte viento y Billysólo captó sonidos, no palabras.

—¿Qué sucede, mamá? —preguntó Linda, francamente fascinada.—Nada, querida —replicó Heidi.Repentinamente se halló muy atareada recogiendo cosas.—¿Ya han comido todo?—Sí, por favor… ¿Papá, qué ocurre?Durante un momento tuvo en la punta de la lengua el decir:Estás observando una escena clásica, Linda. Tiene que ver con el Rapto de las

Sabinas. Aquí se llama el Descubrimiento de los Indeseables.Los ojos de Heidi estaban fijos en su rostro, pero su boca aparecía cerrada

con fuerza, y obviamente, sentía que no era el momento de una ligereza fuera delugar.

—No demasiado —dijo—. Una pequeña diferencia de opinión.En verdad, eso de no demasiado era lo cierto: no se soltaron perros, no

amenazaron con porras, ni llegó ningún camión celular. En un casi teatral acto dedesafío, el malabarista se zafó de la sujeción de Oshkosh, recogió sus clavas ycomenzó a hacer de nuevo juegos malabares con ellas. La ira, sin embargo, sehabía aferrado a sus reflejos y ahora constituyó una exhibición muy pobre. Dosde las clavas cay eron al suelo casi en el mismo momento. Una de ellas le golpeóen el pie y uno de los niños se echó a reír.

El compañero de Hopley se movió impaciente hacia delante. Hopley, que nohabía perdido en absoluto los nervios, le contuvo lo mismo que Oshkosh habíahecho con el malabarista. Hopley se apoy ó contra un olmo con los pulgaresmetidos en su amplio cinturón, sin mirar a nada en particular. Dijo algo al otropolicía, y el patrullero sacó una agenda del bolsillo del costado. Probó el bolígrafocon el pulgar, abrió la agenda y anduvo hasta el coche más cercano, un cochefúnebre Cadillac convertido, de la temporada de principios de los sesenta, ycomenzó a escribir. Lo hizo con gran ostentación. Cuando acabó, se acercó almicrobús VW.

Oshkosh se aproximó a Hopley y comenzó a hablar apremiantemente.Hopley se encogió de hombros y miró hacia otro lado. El patrullero se acercó aun viejo Ford sedán. Oshkosh dejó a Hopley y se dirigió al joven. Habló conardor, moviendo las manos en aquel cálido aire primaveral. Para Billy Halleck laescena estaba perdiendo el pequeño interés que hubiera podido tener para él.Empezaba a no ver a los gitanos, que habían cometido el error de detenerse enFairview en su camino de acá para allá.

De pronto, el malabarista se volvió y regresó al microbús, dejandosimplemente que las restantes clavas cay esen en la hierba (el microbús habíasido estacionado detrás de la furgoneta con la mujer y el unicornio pintado en la

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casa rodante de construcción casera). Oshkosh se inclinó para recuperarlos,hablando ansioso con Hopley mientras lo hacía. Hopley se encogió de nuevo dehombros y, aunque Billy Halleck no era de ningún modo telépata, supo queHopley disfrutaba con aquello tanto como él, Heidi y Linda sabían que tendríansobras para cenar.

La joven que había disparado contra el blanco trató de hablar con elmalabarista, pero éste se la sacó de encima airado y entró en el microbús. Lamujer permaneció de pie durante un momento y miró a Oshkosh, cuy os brazosaparecían llenos de clavas, y luego también se dirigió al microbús. Halleck pudoborrar a los demás de su campo de percepción, pero durante un momento fueimposible no ver a la mujer. Su cabello era largo y con una ondulación natural,sin ataduras de ninguna clase. Le caía por debajo de los omóplatos en unaespecie de torrente negro y casi bárbaro. Su blusa estampada y su modesta yplisada falda procedían de Sears o de J.C. Penney ’s, pero su cuerpo era tanexótico como el de algún raro felino: una pantera, un guepardo, un tigre de lasnieves. Cuando subió a la camioneta, el pliegue de la parte posterior de su faldase abrió por un momento y pudo ver la estupenda línea de la parte interior de sumuslo. En aquel momento la deseó intensamente, y se vio encima de ella en lahora más negra de la noche. Y aquel deseo fue una cosa muy rara. Miró haciaHeidi, cuyos labios estaban tan firmemente apretados que se habían puestoblancos. Sus ojos eran dos apagadas monedas. Ella no había visto su mirada, perosí el movimiento del pliegue trasero, lo que revelaba y lo comprendió en seguida.

El policía con la agenda permaneció observando hasta que la muchacha sefue. Luego la cerró, la guardó en su bolsillo y se unió otra vez con Hopley. Lasgitanas estaban metiendo a sus hijos en la casa rodante. Oshkosh, con los brazosllenos de clavas, se aproximó de nuevo a Hopley y dijo algo. Hopley meneó lacabeza con decisión.

Y aquello fue todo.Apareció un segundo patrullero de la Policía de Fairview, con sus luces

girando ociosamente. Oshkosh miró hacia allí y luego echó un vistazo en torno delparque público de Fairview con su costoso equipo de campo de juegos a pruebade robos y el quiosco de la banda. Tiras de crespones ondulaban aún alegrementedesde alguno de los floridos árboles; restos de la carrera de huevos de Pascua deldomingo anterior.

Oshkosh regresó a su coche, que se hallaba en la cabecera de la cola. Cuandosu motor rugió al ponerse en marcha, todos los demás motores hicieron lomismo. La mayor parte estruendosos y chillones; Halleck escuchó un montón depistones que fallaban y vio una gran cantidad de humo azul de escape. El breakde Oshkosh se puso en marcha, bramando y petardeando. Los otros se pusierondetrás, desatendiendo las señales de tráfico, dejando los terrenos yencaminándose hacia el centro de la ciudad.

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—¡Todos llevan las luces encendidas! —exclamó Linda—. ¡Parece unfuneral!

—Aún quedan dos Ring-Dings —exclamó con brío Heidi—. Toma uno.—No lo quiero. Estoy llena. Papá…, esas personas…—Nunca conseguirás un busto abundante si no comes —le dijo Heidi.—He decidido que no quiero un busto abundante —replicó Linda, haciendo

una de sus declaraciones de Gran Dama, que siempre dejaban sin aliento aHalleck—. Lo que se estila ahora son los culos.

—¡Linda Joan Halleck!—Yo me comeré un Ring-Ding —intervino Halleck.Heidi le miró breve y fríamente…Oh…, ¿es eso lo que harás?Y se lo tiró. Encendió un Vantage 100. Billy acabó por comerse los dos Ring-

Dings. Heidi se fumó medio paquete antes de que acabase el concierto de labanda e ignoró los torpes esfuerzos de Billy por alegrarla. Pero se fue animandode regreso a casa y los gitanos quedaron olvidados. Por lo menos, hasta la noche.

Cuando entró en el cuarto de Linda para darle el beso de buenas noches, ella lepreguntó:

—Papá, ¿la policía ha echado de la ciudad a esos tipos?Billy recordó haberla mirado con atención, fingiéndose a un tiempo enfadado

y absurdamente halagado por su pregunta. Acudía a Heidi cuando deseaba sabercuántas calorías había en un trozo de pastel de chocolate alemán. Pero acudía aBilly para verdades más duras y, en ocasiones, le parecía que eso no era justo.

Se sentó en la cama, pensando que ella era aún muy joven, y seguro que seencontraba en el lado de la línea donde están de forma incuestionable los buenoschicos. Podía resultar lastimada. Una mentira lo evitaría. Pero las mentiras sobrelo que había sucedido aquel día en la zona comunal de Fairview, podían ser unaforma de retroceder a los fantasmas de los padres: Billy recordaba con claridada su padre diciéndole que la masturbación le dejaría tartamudo. Su padre fue unbuen hombre de todas formas, pero Billy nunca le perdonó aquella mentira. Sinembargo, Linda ya lo había sometido a rudos vapuleos: habían hablado demaricas, sexo oral, enfermedades venéreas y de la posibilidad de que noexistiese Dios. Había necesitado tener un hijo para enseñarle cuanespantosamente honesto podría ser.

De repente pensó en Ginelli. ¿Qué le diría Ginelli a su hija si estuviese ahoraaquí?

Se ha de conseguir echar de la ciudad a los miserables, cariño. Esto es lo querealmente importa: mantener a los indeseables alejados de la ciudad.

Pero aquello era más cierto de lo que podía colegir.

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—Sí, supongo que sí. Eran gitanos, cariño. Vagabundos.—Mamá dijo que eran unos ladrones.—Un montón de ellos hacen trampas y dicen buenaventuras también falsas.

Cuando llegan a una ciudad como Fairview, la Policía les pide que pasen de largo.Por lo general, arman un escándalo, pero, realmente, no les importa.

¡Bang!Una bandera se alzó en el interior de su cabeza. Mentira número uno.—Por medio de carteles o anuncios avisan dónde estarán… Por lo general

llegan a un acuerdo por dinero con un granjero o con alguien que tenga uncampo fuera de la ciudad. Y al cabo de unos días se marchan.

—¿Y por qué vienen? ¿Qué hacen?—Bueno…, siempre hay gente que desea que le digan la suerte.Y también hay juegos de azar. Por lo general, están trucados.O más bien una parte exótica, pensó Halleck.Vio de nuevo el tableado de la falda de la chica al subir a la furgoneta.¿Cómo se movería?Y su mente respondió:Como el océano preparándose para la tormenta. Así…—¿Les compra drogas la gente?Hoy no necesitas comprarles drogas a los gitanos, cariño: se compran en el

patio de la escuela.—Tal vez hachís —respondió—, u opio.Él llegó a esta parte de Connecticut de adolescente, y se había quedado aquí

desde entonces: en Fairview o en el cercano North-Port. No había visto gitanosdesde hacía veinticinco años…, no desde que fuera un niño que se criara enCarolina del Norte, cuando perdió cinco dólares —un dinero ahorradocuidadosamente durante casi tres meses para comprar el regalo de cumpleañosde su madre—, jugando en la rueda de la suerte. Se suponía que no permitíanjugar a nadie de menos de dieciséis años pero, naturalmente, si uno tenía lamoneda, o la suficiente ingenuidad, podía adelantarse y depositarla. Pensó quealgunas cosas jamás cambiaban, y la principal de ellas radicaba en el viejoproverbio de que el dinero cierra todas las bocas. Si se lo hubieran preguntadoantes de hoy, se habría encogido de hombros y declarado que ya no habíacaravanas errantes de gitanos. Pero, naturalmente, la raza de los errabundosnunca muere. Eran unos desarraigados al llegar y se iban de la misma manera,arbustos humanos que cortan toda clase de lazos y se evaporan de la ciudad condólares en sus grasientas carteras, ganados fichando algo de lo que ellos mismosabominan. Habían sobrevivido. Hitler trató de exterminarlos, junto con los judíosy los homosexuales, pero sobrevivirían a miles de Hitler, supuso.

—Creía que esos terrenos eran de propiedad pública —replicó Linda—. Esoes lo que nos enseñan en la escuela.

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—En cierto modo, así es —repuso Halleck—. Una cosa pública significa quees propiedad de los ciudadanos. De los contribuyentes.

¡Bang!Mentira número dos. La contribución, en Nueva Inglaterra, no tenía nada que

ver con la tierra de dominio público, con la propiedad o con el uso de la misma.No había nada más que ver Richard contra Jerran. New Hampshire, o Bakercontra Olins (de 1835), o…

—Los contribuy entes —le remedó ella.—Necesitas un permiso para usar esos lugares públicos.¡Clang!Mentira número tres. Esa idea había quedado descartada en 1931, cuando

unos cuantos cultivadores de patatas se establecieron en Hooverville en elcorazón de Lewiston, Maine. La ciudad había recurrido al Tribunal Supremo deRoosevelt y no habían conseguido una audiencia. Aquello se debió a que loshooveritas habían elegido Pettingill Park para acampar en él, y Pettingill Park erauna tierra de dominio público.

—Como cuando viene el Circo Shrine —añadió.—¿Y por qué los gitanos no consiguen un permiso, papá?Ya estaba medio dormida. Gracias a Dios…—Bien, tal vez se olvidaron.No existe la menor posibilidad, Lin. No en Fairview. No cuando consideras

estos terrenos públicos desde Lantern Drive y el club de campo, no cuando estavista es aquello por lo que pagas, junto con los colegios privados que enseñanprogramación de computadoras en flamantes Apples y TRS-80, y el airerelativamente puro y la quietud por la noche. El Circo Shrine vale. Y lapersecución de los huevos de Pascua aun está mejor. ¿Pero, gitanos? Cojan elsombrero, y lárguense. Conocemos la basura cuando la vemos. ¡Pero, Dios mío,nada de tocarla! Tenemos criadas y amas de casa para sacar la basura de nuestrascasas. Y cuando aparece en los terrenos comunales de la ciudad, llamamos aHopley.

Pero esas verdades no son para una chica de la escuela superior júnior,piensa Halleck. Son verdades que se aprenden en la segunda fase de la escuelasuperior y en la Universidad. Tal vez lo captas a través del club femenino deestudiantes, o quizás aparezca simplemente, como una transmisión por onda cortadesde el espacio exterior.

No son de nuestra clase, cariño. Mantente alejada.—Buenas noches, papi.—Buenas noches, Lin.La besó de nuevo y salió.

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La lluvia, traída por unas repentinas y fuertes ráfagas de viento, se aplastócontra la ventana de su estudio, y Halleck se despertó de su ligero sopor.

No son de nuestra clase, cariño, pensó de nuevo, y en realidad se rió ensilencio. Este sonido le atemorizó, porque sólo los chiflados se ríen en un cuartovacío. Los chiflados lo hacen siempre; eso es lo que les convierte en chiflados.

No de nuestra clase.Si no lo había creído antes, lo creía ahora.Ahora que estaba más delgado.

Halleck observó cómo la enfermera de Houston le sacaba unas ampollas desangre de su brazo izquierdo y las colocaba en un envase, como huevos en uncartón. Anteriormente Houston le había facilitado tres sobres especiales y le dijoque los mandase por correo. Halleck se los metió lúgubremente en el bolsillo yluego se inclinó para la prueba proctológica, temiendo la humillación de lamisma, más que la pequeña incomodidad. Aquella sensación de ser invadido.Plenamente.

—Relájate —le pidió Houston, haciendo chascar sus delgados guantes degoma—. Mientras puedas sentir mis dos manos en tus hombros, todo irá bien.

Se echó a reír animadamente.Halleck cerró los ojos.

Houston le vio dos días después: había procurado que su análisis de sangre tuvieseprioridad. Halleck estaba sentado en la habitación, parecida a un estudio (cuadrosde veleros en las paredes, sillones de cuero, mullidas alfombras grises), dondeHouston atendía sus consultas. Su corazón latía con fuerza y sintió gotas de sudordepositarse en las sienes.

No voy a llorar delante de un hombre que cuenta chistes de negros —se dijo así mismo con vehemente horror, y no por primera vez—. Si tengo que llorar,saldré en coche de la ciudad, aparcaré y lo haré entonces.

—Todo parece muy bien —le dijo Houston con suavidad.Halleck parpadeó. El miedo se había arraigado ahora tan profundamente en

él, que estaba seguro de haber entendido mal a Houston.—¿Qué?—Todo tiene buen aspecto —repitió Houston—. Haremos algunas pruebas

más si quieres, Billy, pero no veo ahora mismo la necesidad de ello. Tu sangre,en realidad, está mucho mejor ahora que en tus dos anteriores pruebas. Habajado el colesterol y los triglicéridos. Has perdido un poco más de peso, laenfermera te ha anotado ciento un kilos esta mañana, ¿pero, qué puedo decir?Aún tienes más de trece kilos con respecto a tu peso óptimo, y no deseo que

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pierdas eso de vista, pero…Sonrió.—Me gustaría saber tu secreto…—No tengo ninguno —replicó Halleck.Se sintió al mismo tiempo confuso y tremendamente aliviado, de igual forma

como se había sentido en un par de ocasiones en la Universidad al pasarexámenes para los que no estaba preparado.

—Mantendremos el juicio en suspenso hasta que consigamos los resultados detu serie Hayman-Reichling.

—¿Mi qué?—Las tarjetas de la mierda —le dijo Houston, y luego se echó a reír de todo

corazón—. Puede aparecer ahí algo, pero, realmente Billy, el laboratorio hallevado a cabo veintitrés pruebas diferentes con tu sangre, y todas han sidofavorables. Esto es convincente.

Halleck exhaló un largo y tembloroso suspiro.—Estaba asustado —confesó.—Hay gente que no muere joven —replicó Houston.Abrió el cajón de su escritorio y sacó una botellita con una cucharita sujeta al

tapón con una cadena. El mango de la cucharita, según observó Halleck, tenía laforma de la Estatua de la Libertad.

—¿Gustas?Halleck meneó la cabeza. Sin embargo, se hallaba contento de estar sentado

donde estaba, con las manos enlazadas en el vientre —en su disminuida barriga—y observando cómo el médico de cabecera de mayor éxito de Fairview, inhalabacocaína por un orificio de la nariz y luego por el otro. Volvió a guardar la botellitaen su escritorio y sacó otra botella y un paquete de filtros Q. Hundió uno de ellosen la botella y luego se lo llevó a la nariz.

—Agua destilada —explicó—. Para proteger los senos frontales.Y brindó a Halleck un guiño.Probablemente ha tratado a bebés de neumonía teniendo esa mierda

rondándole por la cabeza, pensó Halleck, pero el pensamiento no tuvo un poderreal.

Ahora mismo no podía dejar de gustarle Houston, porque le había dadobuenas noticias. Todo cuanto deseaba en el mundo era estar aquí sentado, con lasmanos enlazadas en su disminuido vientre y explorar las profundidades de suinestable alivio, hacerle frente como a una bicicleta nueva o una prueba deconducción de un coche nuevo. Se imaginó que cuando saliese del gabinete deHouston, probablemente, se sentiría casi como un recién nacido. Un director quefilmase la escena pondría en la banda sonora música de Así habló Zaratustra. Estepensamiento produjo en Halleck la primera sonrisa y luego rió en voz alta.

—Me gustaría participar de ese buen humor —dijo Houston—. En este triste

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mundo necesitamos todas las cosas divertidas que nos sea posible, Billy,muchacho…

Aspiró ruidosamente y luego se lubricó las ventanillas de la nariz con otroapósito Q nuevo.

—Nada —replicó Halleck—. Simplemente… Ya sabes que estaba asustado.Estaba haciendo frente a esa C mayúscula. Intentándolo…

—Bueno, tal vez tengas que hacerlo —prosiguió Houston—, pero no este año.No necesito ver los resultados de laboratorio de las tarjetas Hayman-Reichlingpara decírtelo. El cáncer tiene un aspecto propio. Por lo menos cuando ya se hatragado trece kilos, así es…

—Pero he estado comiendo más que nunca. Le he contado a Heidi que hagomás ejercicios que de costumbre, y en realidad algo he hecho, pero ella afirmaque no se pierden trece kilos sólo quejándote de tu régimen de ejercicios. Diceque no puedes dejar de engordar aún más.

—Eso no es del todo cierto. Las pruebas más recientes muestran que elejercicio es mucho más importante que la dieta. Pero para un tipo que tiene, quetenía, sobrepeso como tú, está en lo cierto. Un gordinflón que aumentaradicalmente su nivel de ejercicios, por lo general lo que consigue es el premiopeor: una buena trombosis tipo dos. No lo suficiente para matarte, pero sí lobastante para que no puedas hacer más los dieciocho hoy os o montarte en lasmontañas rusas de Seven Flags o ver Georgia.

Billy pensó que la cocaína estaba volviendo locuaz a Houston.—No lo comprendes —le dijo—, ni tampoco lo entiendo yo. Pero en este

negocio he visto ya un montón de cosas que no comprendo. Un amigo mío,neurocirujano en la ciudad, me llamó para que echase un vistazo a unaextraordinaria radiografía craneal, hace y a tres años. Un estudiante de la GeorgeWashington University acudió a verle porque tenía unos espantosos dolores decabeza. A mi colega le parecieron las típicas migrañas, de la clase que seadecuan a una personalidad como anillo al dedo, pero no le gusta jugar con esaclase de cosas porque unos dolores de cabeza así son síntomas de tumorescerebrales craneales aunque el paciente no tenga sombra de referenciasolfativas: olores de mierda, de fruta podrida, de palomitas de maíz pasadas, o deuna cosa así. Por lo tanto, mi colega llevó a cabo una serie completa deradiografías, le hizo al chico un electroencefalograma, lo mandó al hospital parauna tomografía cerebral axial. ¿Y sabes qué descubrieron?

Halleck menó la cabeza.—Encontraron que el muchacho, que había sido el tercero en su clase de la

escuela superior, y que había estado en la lista del decano cada semestre en laGeorge Washington University, casi carecía de cerebro. Había una especie deretorcimiento del tej ido cortical a través del centro de su cráneo; mi colega memostró la radiografía, y tenía el aspecto de unas cortinillas de macramé, y eso

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era todo. Esas cortinillas regían, probablemente, todas sus funciones involuntarias.Todo, desde respirar y los latidos cardíacos hasta el orgasmo. Una especie detej ido cerebral con cuerdas. El resto de la cabeza del muchacho no estaba llenode otra cosa que de un fluido cerebroespinal. De alguna forma que nocomprendemos, ese fluido hacía las veces del pensamiento. De todos modos,sigue siendo estupendo en la Universidad, sigue teniendo migrañas y éstas siguenpareciendo de las del tipo personalidad. Si no tiene un ataque al corazón a losveinticinco o treinta y pico años que le mate, comenzarán a disminuirle a loscuarenta.

Houston abrió de nuevo el cajón, sacó la cocaína y tomó un poco. La ofrecióa Halleck. Éste meneó la cabeza.

—También —continuó Houston— hace unos cinco años tuve a una viejadama que se presentó en mi gabinete con mucho dolor en las encías. Ya hamuerto. Si mencionase el nombre de esa vieja perra la conocerías. Eché unvistazo y, Dios Todopoderoso, no pude creerlo. Había perdido el último de susdientes de adulto hacía ya casi diez años, en realidad esta muñeca se encaminabahacia los noventa, y tenía una serie de dientes nuevos saliéndole…, cinco en total.¡No era de extrañar que tuviese dolor de encías, Billy ! Estaba con problemas dedentición a los ochenta y ocho años…

—¿Y qué hiciste? —le preguntó Halleck.Estaba escuchando todo aquello con una parte muy limitada de su mente:

flotaba encima de él, de forma suave, como un ruido en blanco, como Muzakdeslizándose desde el techo en unos grandes almacenes en rebajas. La mayorparte de su mente estaba aún haciendo frente al alivio: seguramente la cocaínade Houston era en realidad una droga pobre comparada con el alivio que sentía.Halleck pensó brevemente en el anciano gitano con la nariz macilenta, pero laimagen había perdido su oscuro y oblicuo poderío.

—¿Qué hice? —preguntó Houston—. Dios mío, ¿qué podía hacer? Le escribíuna receta de un medicamento que no era otra cosa que Num-Zit, pero másfuerte, eso que frotas en las encías de un bebé cuando comienza su dentición.Antes de morir, aún sacó tres más: dos molares y un canino. —Hizo una pausa.

—He visto más cosas, muchas más. Todo médico ve un montón de cosasraras que no puede explicar. Pero basta de Parece increíble, pero es verdad a loRipley. El hecho es que no comprendemos nada respecto del metabolismohumano. Hay tipos como Duncan Hopley … ¿Conoces a Dunc?

Halleck asintió. El jefe de Policía de Fairview, perseguidor de gitanos, parecíaen realidad una réplica de Clint Eastwood.

—Come como si cada comida fuese la última —prosiguió Houston—. BenditoMoisés, nunca he visto un oso así. Pero su peso permanece en torno a los setentay ocho kilos, y puesto que mide un metro ochenta, eso hace que tenga el pesocorrecto. Posee un metabolismo muy potente; digamos que quema las calorías

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con doble rapidez que, por ejemplo, Yard Stevens.Halleck asintió. Yard Stevens era el dueño y trabajaba en Heads Up, la única

peluquería de Fairview. Tal vez pesase ciento treinta y seis kilos. Uno le miraba yse preguntaba si sería su mujer quien le ataba los zapatos.

—Yard tiene más o menos la misma talla que Duncan Hopley —siguióHouston—, pero en las ocasiones en que le he visto almorzar, sólo picotea lacomida. Tal vez sea un gran comedor encerrado en los retretes. Pero me imaginoque no. Tiene cara de hambre. ¿Sabes a qué me refiero?

Billy sonrió un poco y asintió. Según frase de su madre, sabía que YardStevens tenía el aspecto « como si la comida no fuese a hacerle ningún bien» .

—Pero te diré también algo más, aunque supongo que no son cosasacadémicas. Los dos hombres fuman. Yard Stevens confiesa un paquete deMarlboro Lights por día, lo que, probablemente, significa que fuma un paquete ymedio, tal vez dos. Duncan dice que fuma dos de Camel por día, lo cual quieredecir que fuma tres o tres y medio. Me refiero a que, ¿has visto a DuncanHopley sin un cigarrillo en la boca o en la mano?

Billy pensó al respecto y luego movió la cabeza. Mientras tanto, Houston sehabía procurado otra ración.

—Bueno, ya es suficiente —dijo y cerró con fuerza y autoridad el cajón.—De todos modos, tenemos a Yard que fuma un paquete y medio de

cigarrillos bajos en alquitrán, y a Duncan que se fuma tres paquetes de tabacofuerte cada día…, tal vez más. Pero el único que, realmente, invita a presentarseal cáncer de pulmón, y a que lo devore, es Yard Stevens. ¿Por qué? Porque sumetabolismo succiona, y el índice de metabolismo está en cierto modorelacionado con el cáncer. Hay médicos que alegan que podremos curar elcáncer cuando penetremos en el código genético. Es posible que tal vez enalgunas clases de cáncer. Pero no se curará por completo hasta quecomprendamos el metabolismo. Lo cual nos lleva de nuevo a Billy Halleck, elIncreíble Hombre Menguante. O tal vez el Increíble Hombre Reductor de Masa.No Productor de Masa, sino Reductor de Masa…

Houston se echó a reír, con una risa extraña y estúpidamente relinchante.Billy pensó:Si eso es lo que te procura la coca, me parece que seguiré con los Ring-Dings.—No sabes por qué estoy perdiendo peso.—No, en absoluto.Houston pareció complacido ante aquel hecho.—Pero supongo que, en realidad, piensas en ti mismo como delgado. Puede

hacerse, ya lo sabes. Lo vemos bastante a menudo. Hay gente que realmentedesea perder peso. Por lo general, tienen alguna clase de miedo: palpitacionescardíacas, un leve ataque mientras juegan al tenis, bádminton o voleibol, algo así.Por lo tanto, les doy una agradable y suave dieta que debería permitirles perder

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de uno a dos kilos a la semana, durante un par de meses. Puedes llegar a perderde esta manera de ocho a dieciséis kilos sin dolores ni molestias. Estupendo.Excepto que la may or parte de la gente pierde mucho más que eso. Siguen ladieta, pero pierden más peso del que la dieta puede justificar. Es como si algúncentinela mental, que durante muchos años hubiera estado profundamentedormido, se despertase y comenzase a gritar el equivalente de « ¡Fuego!» . Elmismo metabolismo se acelera…, porque el centinela le dice que evacué unoscuantos kilos antes de que toda la casa se incendie.

—Muy bien —replicó Halleck.Estaba deseoso de que le convenciesen. Se había tomado el día libre en el

trabajo y, de repente, deseó hacer algo más que regresar a casa y decirle a Heidique todo iba bien, llevarla arriba y hacer el amor con ella mientras el sol de latarde entraba por las ventanas de su dormitorio.

—Lo tendré en cuenta.Houston se levantó para acompañarle a la puerta. Halleck se percató,

silenciosamente divertido, de que quedaba un poco de polvo blanco debajo de lanariz de Houston.

—Si continúas perdiendo peso, llevaré a cabo contigo toda una serie depruebas metabólicas —le explicó Houston—. Puedo haberte dado la idea de quelas pruebas de ese tipo no sirven para nada, pero a veces nos enseñan muchascosas. De todos modos, dudo que tengamos que hacerlas. Supongo que tu pérdidade peso comenzará a decrecer: dos kilos esta semana, uno la semana siguiente.Luego te mantendrás y tal vez engordes a continuación un kilo.

—Me has tranquilizado —replicó Halleck y apretó con fuerza la mano deHouston.

Éste sonrió complacido, aunque, en realidad, no había dado a Halleck másque negativas: no, no sabía qué andaba mal en Halleck, pero no, no se trataba decáncer.

—Para eso estamos, Billy, muchacho…

Billy se fue a casa con su mujer…—¿Ha dicho que estás bien?Halleck asintió.Ella le rodeó con los brazos y le abrazó con fuerza. Él sintió el tentador

estremecimiento de sus tetas contra el pecho.—¿Quieres que vayamos arriba?La mujer le miró, mientras sus ojos danzaban.—Estupendo, estás bien, ¿verdad?—Puedes estar segura…Subieron y tuvieron una estupenda sesión de sexo. Una de las últimas veces.

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Después, Halleck se quedó dormido. Y soñó.

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Capítulo VIISueños de aves

El gitano se había convertido en una gran ave. Un buitre con el pico raído.Sobrevolaba Fairview y arrojaba un polvo arenoso y ceniciento como hollín dechimenea, que parecía salir de debajo de sus oscuras alas. ¿Del hueco de susalas?

«Más delgado», graznó el gitano-buitre, pasando por encima del terrenocomunal, sobre el Village Pub, el Waldenbooks en la esquina de Main y Devon,por encima de Esta-Esta, el correcto restaurante italiano de Fairview, por encimade Correos, por encima de la gasolinera Amoco, por la moderna BibliotecaPública de paredes de cristal y, finalmente, por las marismas saladas y por labahía.

Más delgado, eran sólo dos palabras, pero resultaban una maldición suficiente,consideró Halleck, porque, de repente, se encontró en Main Street y vio que todoel mundo en esta opulenta «clase superior de viajeros diarios a la ciudad y que setomaban unas copas en el club automovilístico camino de casa en el suburbio»,todos en esta pequeña y bonita ciudad de Nueva Inglaterra, exactamente en elcorazón de John Cheever, todos en Fairview estaban mortalmente desnutridos.

Anduvo más de prisa, más y más Main Street arriba, aparentemente invisible—la lógica de los sueños, a fin de cuentas, es sólo la que necesita el sueño— y sehorrorizó por los resultados de la maldición del gitano. Fairview se habíaconvertido en una ciudad llena de supervivientes de campos de concentración.Bebés con enormes cabezas y consumidos cuerpos gritaban desde costososcochecitos. Dos mujeres con unos vestidos caros de buen diseño se tambalearon ysalieron de Cherry on Top, la versión de Fairview de una heladería. Sus rostroseran todo pómulos y abombadas frentes que se extendían como una piel brillante yapergaminada; los escotes de sus vestidos se deslizaban desde unas clavículasmarcadas en la piel y unos profundos agujeros en los hombros, en una horribleparodia de seducción.

Y apareció Michael Houston, tambaleándose sobre unas piernas delgadas deespantapájaros, con su traje de Saville Row batiendo en torno de su increíblementedemacrada estructura, sosteniendo una ampolla de cocaína con una manoesquelética. «¿Gustas?», le gritó a Halleck con una voz cascada y chillona: era lavoz de una rata atrapada en una trampa y exhalando lo último de su miserable

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vida. «¿Gustas? Ayuda a acelerar el metabolismo, Billy, muchacho… ¿Gustas…?¿Gus…?»

Con profundo horror, Halleck se percató de que la mano que sostenía laampolla no era una mano sino sólo unos huesos retintineantes. El hombre era unesqueleto andante, hablante.

Se volvió para correr, pero como ocurre en las pesadillas, vio que no adquiríala menor velocidad. Aunque se encontraba en la acera de Main Street, sintió comosi anduviese por un barro grueso y pastoso. En cualquier momento, el esqueletoque había sido Michael Houston alargaría la mano y él —o ello— le tocaría elhombro. O tal vez aquella mano huesuda comenzaría a escarbar en su garganta.

—¡Gustas, gustas, gustas! —chillaba, gritaba la voz de rata de Houston.La voz se acercaba cada vez más y más; Halleck supo que, de haber vuelto la

cabeza, la aparición se acercaría a él, aproximándose mucho, mucho, con suschispeantes ojos abultando desde unas cuencas de desnudo hueso, la no recubiertamandíbula oscilando y castañeteando.

Vio a Yard Stevens salir de Heads Up, con su delantal beige de barberooscilando encima de un pecho y un vientre que ahora ya no existía. Yard chillabacon una horrible voz de buitre y, cuando se volvió hacia Halleck, vio que no eraYard en absoluto, sino Ronald Reagan.

—¿Dónde está lo que me falta? —gritó—. ¿Dónde está el resto de mí?¿DÓNDE ESTÁ LO QUE ME FALTA?

—Más delgado…Era ahora Michael Houston quien lo susurraba al oído de Halleck, y ahora

sucedió lo que había temido: aquellos dedos huesudos le tocaron, dando vueltas yretorciendo sus mangas, y Halleck creyó que iba a volverse loco ante aquellasensación.

—Más delgado, mucho más delgado, delgado, delgado, era su mujer, Billy,muchacho, su mujer, y estás en problemas, oh, muñeco, en tantos y tantosproblemas…

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Capítulo VIIILos pantalones de Billy

Billy se despertó sobresaltado, respirando con fuerza, con una mano en la boca.Heidi dormía apacible a su lado, arropada con un edredón. Un viento de mediadala primavera corría entre los aleros del exterior.

Halleck lanzó una rápida y asustada mirada alrededor del dormitorio,asegurándose de que Michael Houston, o su versión de espantapájaros, no seencontraba allí. Sólo era su dormitorio, cada rincón del cual conocía al dedillo. Lapesadilla empezaba a alejarse…, pero todavía quedaba lo suficiente, para quebuscase la proximidad de Heidi. No la tocó —se despertaba con facilidad—, perose acercó, a su calor y le robó parte de su edredón.

Sólo un sueño.Más delgado, respondió implacablemente una voz en su mente. De nuevo le

invadió el sueño. Momentáneamente.A la mañana siguiente a la pesadilla, la báscula del cuarto de baño marcó

cien, y Halleck se sintió esperanzado. Sólo un kilo. Houston tenía razón, con cocao sin coca… El proceso se estaba haciendo más lento. Bajó las escaleras silbandoy se comió tres huevos fritos y media docena de salchichas.

En su viaje hasta la estación de tren, la pesadilla se presentó de nuevo, deforma vaga, más como una sensación de lo deja vu que de un recuerdo real.

Miró por el escaparate al pasar por Heads Up (que estaba flanqueada porFine Meats de Frank y Toys Are Joys) y, por un instante, esperó ver diezesqueletos dando bandazos y arrastrando los pies, como si la confortable y lujosaFairview, de alguna forma, se hubiese convertido en Biafra. Pero la gente de lascalles parecía normal, mejor que normal. Yard Stevens, tan opulento físicamentecomo siempre, lo saludó. Halleck le devolvió el saludo y pensó:

Tu metabolismo te está avisando que dejes de fumar.El pensamiento le hizo sonreír un poco, y para cuando el tren se detuvo en

Grand Central, los últimos vestigios de su pesadilla estaban olvidados.Con la mente relajada respecto al tema de su pérdida de peso, Halleck ni se

pesó, ni pensó demasiado en el asunto durante otros cuatro días… y luego lesucedió una cosa bastante embarazosa, en el tribunal y enfrente del juez HilmerBoynton, que no tenía más sentido del humor que velocidad una tortuga terrestre.Fue algo estúpido; la clase de cosas que producen pesadillas cuando se es

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muchacho de colegio.Halleck se puso en pie para hacer una objeción y sus pantalones comenzaron

a caérsele.Se quedó a mitad de camino, los sintió deslizarse implacablemente por sus

caderas y trasero, haciéndole bolsas en las rodillas, por lo que tuvo que sentarse atoda prisa. En uno de aquellos momentos de casi total objetividad —que sepresentan de una forma espontánea y que a menudo se olvidan pronto—, Halleckse percató de que su movimiento podía haber sido visto como una especie depintoresco salto a la pata coja. William Halleck, abogado, hace su numerito de« Pedrito el Conejo» . Sintió cómo el rubor se apoderaba de sus mejillas.

—¿Se trata de una objeción, Mr. Halleck, o de un ataque de gases?Los espectadores, misericordiosos, se rieron disimuladamente.—Nada, Su Señoría —musitó Halleck—. He cambiado de opinión…Boy nton gruñó. El procedimiento prosiguió y Halleck se sentó sudando,

preguntándose qué pasaría cuando se levantase.El juez pidió un breve receso diez minutos después. Halleck se sentó en la

mesa de la defensa, simulando hojear un montón de papeles. Cuando la sala desesiones estuvo casi vacía, se alzó, con las manos metidas en los bolsillos de suspantalones en un ademán que esperaba que pareciese casual. En realidad, seaguantaba los pantalones a través de los bolsillos.

Se quitó la chaqueta del traje en la intimidad de los lavabos de hombres, lacolgó, se miró los pantalones y se quitó el cinturón. Sus pantalones, aúnabotonados y con la cremallera cerrada, se deslizaron hasta sus rodillas; lasmonedas hicieron un apagado tintineo cuando sus bolsillos alcanzaron elembaldosado. Se sentó en el retrete, sostuvo el cinturón como un rollo de papel yse quedó mirándolo. Pudo leer allí una historia algo más que inquietante. Elcinturón había sido un regalo de Linda para el Día del padre de hacía dos años,Alzó el cinturón, observándolo y sintió que su corazón se aceleraba hasta unavelocidad pavorosa.

La más profunda muesca en el cinturón se encontraba exactamente despuésdel primer agujero. Su hija se lo había comprado un poco pequeño, y Halleckrecordó haber pensado en aquel momento —apesadumbradamente— que era talvez un perdonable optimismo por parte de ella. Sin embargo, fue bastante útildurante algún tiempo. Sólo cuando dejó el tabaco, resultó un poco difícil cerrar lahebilla del cinturón, incluso empleando el primer agujero.

Después de que dejara de fumar…, pero antes de atropellar a la gitana.Ahora aparecían otras marcas en el cinturón: más allá del segundo

agujero…, y del cuarto… y del quinto… Finalmente en el sexto y último.Halleck vio con creciente horror que cada una de las muescas era más leve

que la anterior. Su cinturón contenía una historia más cierta y más breve que laque hiciera Michael Houston. La pérdida de peso proseguía, y no estaba

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frenándose, sino acelerando. Había llegado al último agujero del cinturón que,hacía sólo dos meses, creía que debía retirar por demasiado pequeño. Ahoranecesitaba un séptimo agujero, que no tenía.

Miró el reloj y comprobó que debía regresar pronto. Pero algunas cosas eranmás importantes que si el juez Boynton decidía o no, introducir el testamentocomo prueba.

Halleck escuchó. El lavabo de caballeros estaba silencioso. Tomó lospantalones con una mano y salió del cubículo. Dejó caer de nuevo los pantalonesy se miró en uno de los espejos por encima de la hilera de lavabos. Se alzó losfaldones de la camisa para conseguir una mejor ojeada de su vientre que, hastahacía muy poco, había sido su perdición.

Un leve sonido escapó de su garganta. Eso fue todo, pero lo suficiente. Lapercepción selectiva no pudo sostenerse, sino que todo se descompuso en uninstante. Vio que el modesto vientre que había remplazado su barriga habíadesaparecido. Aunque sus pantalones estaban bajados y su camisa subida porencima de su chaleco desabotonado, los hechos resultaban demasiado claros apesar de la ridícula postura. Los hechos reales, como siempre, eran negociables,—eso lo aprendes con rapidez en el mundo de los abogados—, pero la metáforaque se presentó resultó más que persuasiva: era innegable. Parecía un chicovestido con la ropa de su padre. Halleck permaneció perplejo ante la corta hilerade lavabos, pensando histéricamente:

¿Quién ha conseguido la Shinola? Tendré que procurarme un bigote falso…Una risa asqueada y rancia salió de su garganta, ante la visión de sus

pantalones caídos sobre sus zapatos, y los calcetines negros de nailon trepandohasta tres cuartas partes del camino de sus pantorrillas peludas. En aquelmomento, repentinamente, simplemente, lo crey ó… todo. El gitano le habíahechizado, sí, pero no se trataba de cáncer; el cáncer hubiera sido demasiadoclemente y harto rápido. Era algo más, y aquello sólo acababa de empezar.

La voz de un revisor de tren gritó en su mente:Siguiente parada, Anorexia nerviosa… ¡Que se preparen todos los de Anorexia

nerviosa…!Los sonidos se alzaron en su garganta, una risa que sonaba como gritos, o tal

vez gritos que sonaban como risas… ¿Y eso qué importaba?¿A quién puedo contárselo? ¿A Heidi? Creería que estoy loco.Pero Halleck nunca se había sentido en su vida más cuerdo.La puerta del servicio de caballeros se abrió con violencia.Halleck se retiró con presteza al cubículo y lo cerró por dentro, asustado.—¿Billy?Era John Parker, su ay udante.—Estoy aquí.—Boy nton regresará en seguida. ¿Estás bien?

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—Muy bien —respondió.Sus ojos estaban cerrados.—¿Tienes gases? ¿Se trata del estómago?Sí, es mi estómago, eso es.—Sólo tengo que echar un poco de lastre. Habré acabado dentro de un

minuto. No te preocupes, Parker, y a voy.—Bien.Parker se fue. La mente de Halleck quedó fijada en su cinturón. No podía

regresar a la sala de audiencias del juez Boy nton sosteniéndose los pantalonesdesde los bolsillos de la chaqueta de su traje. ¿Qué demonios iba a hacer?

De repente se acordó de su cuchillo del Ejército suizo, la buena y viejanavaja, que siempre se quitaba del bolsillo antes de pesarse. Allá en los viejostiempos, antes de que los gitanos llegasen a Fairview.

Nadie pidió a esos imbéciles que viniesen… ¿Por qué no fueron a Westport oa Stratford?

Sacó la navaja y, rápidamente, hizo un séptimo agujero en el cinturón. Estabamal hecho y con un aspecto horroroso, pero funcionó. Halleck se abrochó lahebilla, se puso la chaqueta y salió del cubículo. Por primera vez fue conscientede cómo le azotaban los pantalones en torno de las piernas…, sus delgadaspiernas.

¿Lo habrá visto más gente? —pensó con nuevo y punzante embarazo—. ¿Sehabrán dado cuenta de lo mal que me queda la ropa? ¿Lo habrán visto y habrándisimulado? Hablarán…

Se remojó la cara y salió de los servicios de caballeros.Al regresar a la sala de juicios, Boynton entraba en aquel momento entre el

ondear de su toga. Miró severamente a Billy, que esbozó un ademán de disculpa.El rostro de Boy nton permaneció impasible; resultaba claro que no aceptaba lasdisculpas. Los zumbidos comenzaron de nuevo. De alguna forma, Billy consiguióterminar la jornada.

Se subió a la báscula aquella noche después de que Heidi y Linda estuvieran yadormidas, miró hacia abajo, sin acabar de creérselo. Miró durante mucho,mucho tiempo.

Ochenta y ocho.

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Capítulo IXOchenta y cinco

Al día siguiente salió y se compró ropa; lo hizo de forma febril, como si lasnuevas prendas, unas ropas que le sentaban muy bien, pudieran resolverlo todo.Se compró también un cinturón más pequeño. Era consciente de que la gentehabía dejado de felicitarle por su pérdida de peso.

¿Cuándo había comenzado aquello? No lo sabía.Se puso la ropa nueva. Se fue a trabajar y luego volvió a casa. Bebió

demasiado, repitió de todo lo que no le gustaba y que le sentó pesadamente en elestómago. Pasó una semana y las nuevas prendas y a no parecían esbeltas yelegantes; le habían comenzado a hacer bolsas.

Se aproximó a la balanza del cuarto de baño, con el corazón latiéndole tanpesadamente que los ojos le escocían y le dolía la cabeza. Más tarde descubriríaque se había mordido el labio inferior con la fuerza suficiente como para hacerlesangrar. La imagen de la balanza había adquirido unas insinuaciones infantiles deterror en su mente: se había convertido en el duende de su vida. Permaneció allísubido durante tanto tiempo como tres minutos, mordiéndose con fuerza el labioinferior, inconsciente tanto del dolor como del sabor salado de la sangre en suboca. Era de noche. En el piso de abajo, Linda estaba viendo en la televisión Tresen compañía y Heidi pasaba las cuentas semanales de la administracióndoméstica, en el estudio de Halleck.

Con una especie de embestida, subió a la balanza.Ochenta y cinco.Sintió que se le movía el estómago en un solo y vertiginoso giro y, durante un

desesperado momento, le pareció imposible dejar de vomitar. Forcejeólúgubremente para mantener dentro de él la cena: necesitaba ese alimento,aquellas cálidas y saludables calorías.

Al fin, la náusea pasó. Miró hacia la calibrada esfera, recordandosombríamente lo que le había dicho Heidi:

No pesa de más, sino de menos.Recordó cómo Michael Houston le había dicho que en cien kilos se

encontraba todavía doce por encima de su peso óptimo.Ahora ya no, —pensó cansinamente—. Ahora estoy… Ahora estoy más

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delgado…Bajó de la balanza, consciente de que sentía cierto alivio, el alivio que puede

sentir un prisionero del Corredor de la Muerte, al ver que el carcelero y elsacerdote aparecen a las doce menos dos minutos, sabiendo llegado el final, queno habrá ninguna llamada telefónica por parte del gobernador. Había que cumplirvarias formalidades, naturalmente, sí, pero eso era todo. Era algo real. Si hablabade ello con la gente, creerían o bien que bromeaba o que estaba loco —y a nadiecreía en las maldiciones de los gitanos, o tal vez jamás habían creído en ellas—,era algo, definitivamente déclassé, en un mundo que había observado cómocentenares de Marines regresaban a casa desde el Líbano en ataúdes, en unmundo que había visto a los prisioneros del IRA en huelga de hambre hasta lamuerte, entre otras dudosas maravillas; pero, de una forma u otra, eraigualmente cierto. Había matado a la mujer del viejo gitano de la narizmacilenta, y su compañero de golf, el bueno y viejo tocatetas del juez CaryRossington, le había dejado libre, sin nada más que unos golpecitos en la muñeca,por lo que el anciano gitano decidió imponer su propia clase de justicia, en unobeso abogado de Fairview, cuya mujer había elegido un mal día para hacerle suprimera y única paja en un coche en marcha. La clase de justicia que unhombre como su amigo —de hace tiempo— Ginelli hubiese apreciado.

Halleck apagó la luz del cuarto de baño y bajó al otro piso, pensando en losconvictos del Corredor de la Muerte que andaban su último kilómetro.

No me tape los ojos, padre… ¿Pero, quién tiene un cigarrillo?Sonrió débilmente.Heidi estaba sentada a su escritorio, con las facturas a su izquierda, la pantalla

brillante delante y el talonario de cheques apoyado en el teclado, como unapartitura musical. Una escena del todo normal, por lo menos para una noche dela primera semana del nuevo mes. Pero no estaba firmando cheques o haciendocuentas. Sólo estaba sentada allí, con un cigarrillo entre los dedos y, cuando sevolvió hacia él, Billy vio tal aflicción en sus ojos, que casi se tambaleó de unamanera física.

Pensó de nuevo en la percepción selectiva, la divertida manera que tenía sumente para no ver lo que no debía verse…, de la misma forma que uno seaprieta más y más el cinturón, para sostener subidos los pantalones de un tallesuperior en la menguante cintura, o los círculos oscuros en los ojos de su mujer…o la pregunta desesperada en aquellos ojos.

—Sí, sigo perdiendo peso —manifestó.—Oh, Billy —dijo ella, y exhaló un largo y tembloroso suspiro.Pero le miró un poco mejor, y Halleck supuso que le alegraba su sinceridad.

No se atrevía a mencionarlo, como ninguno en la oficina había osado decir:Tus ropas están empezando a tener el aspecto de venir de Ornar el Tendero,

Billy… Digamos que no has crecido o algo parecido, ¿verdad? Alguien te ha

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golpeado con el garrote del cáncer, ¿no es así, Billy? Has conseguido un viejo ygrande tumor en algún lugar dentro de ti, todo negro y jugoso, una especie decorrompida seta humana en tus entrañas, que te está dejando seco, ¿verdad?

Oh, no, nadie dice una mierda así; te dejan que lo averigües por ti mismo. Undía estás en el tribunal y empiezas a perder tus pantalones cuando te levantaspara decir:

« ¡Protesto, Su Señoría!»Algo en la mejor tradición de Perry Masón y nadie tiene que decir una

jodida palabra.—Sí —dijo y luego, en realidad, se rió para disimular.—¿Cuánto?—La balanza dice que he bajado a ochenta y cinco.—¡Oh, Dios mío!Señaló los cigarrillos de su mujer.—¿Me das uno de ésos?—Sí, si quieres uno. Billy, no dirás a Linda ni una palabra acerca de esto. ¡Ni

una!—No hay por qué hacerlo —replicó, encendiendo el cigarrillo.La primera chupada le hizo sentirse mareado. Pero estaba bien; el mareo era

agradable. Era mejor que el entumecido horror que había acompañado el fin dela percepción selectiva.

—Ella sabe que aún sigo perdiendo peso. Lo he visto en su rostro.Simplemente, no sabía lo que estaba viendo hasta esta noche.

—Tienes que volver a visitar a Houston —le dijo.Parecía profundamente asustada, pero esa confusa expresión de duda y de

tristeza había desaparecido ya de sus ojos.» Las series metabólicas…—Heidi, escúchame —le dijo…Y luego se calló.—¿Qué? —le preguntó a ella—. ¿Qué, Billy?Durante un momento casi se lo dijo, se lo dijo todo. Algo le detuvo, y nunca

estuvo seguro de qué era…, excepto que, por un momento, sentado allí en elborde de su escritorio y enfrente de ella, con su hija viendo la tele en la otrahabitación, y con uno de los cigarrillos de su mujer en la mano, sintió un súbitoinstante de odio salvaje hacia ella…

El recuerdo de lo que había sucedido —lo que había estado sucediendo en elminuto o casi en que la anciana gitana echó a correr entre el tráfico, volvió a él,en un destello de recuerdo total. Heidi se había corrido cerca de él y le pasó unbrazo por los hombros… y luego, casi antes de que fuese consciente de lo queocurría, le bajó la cremallera de la bragueta. Sintió sus dedos, ligeros y, oh, taneducados, que se deslizaron por la brecha y luego a través de la apertura de sus

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calzoncillos.De adolescente, Billy Halleck ocasionalmente había examinado (con manos

sudorosas y ojos levemente desorbitados) lo que, entre sus iguales, se llamaban« libros de caricias» . Y en ocasiones, en esos « libros de caricias» , « unacalentona» enlazaría sus « educados dedos» en torno del « rígido miembro» dealgún tipo. Naturalmente, esto no era más que la clase de « sueños húmedos» …,excepto que aquí estaba Heidi, aquí se hallaba su mujer aferrando su propiomiembro en erección. Y, maldita sea, estaba empezando a darle tirones. La habíamirado, asombrado, y había visto la áspera sonrisa en sus labios.

—¿Heidi, qué estás…?—Chist… No digas una palabra.¿Qué se había adueñado de ella? Hasta entonces no había hecho algo así, y

Halleck habría jurado que una cosa de este tipo jamás había cruzado por lamente de su mujer. Pero lo había hecho, y la anciana gitana había salidocorriendo…

¡Oh, dime la verdad! Mientras las escamas están cayendo de tus ojos, tambiéndeberías dejarlas caer a todas, ¿no crees? No consigues nada bueno mintiéndote ati misma; ya es demasiado tarde para eso.

Sólo los hechos, señora…Muy bien, los hechos. El hecho fue el inesperado movimiento de Heidi, que le

excitó de manera tremenda, probablemente a causa de haber sido inesperado.Había alargado la mano derecha hacia ella y Heidi se había subido las faldas,exponiendo unas ordinarias bombachas amarillas de nailon. Aquellas bombachasno le habían excitado nunca antes, pero lo hicieron ahora…, o tal vez fue laforma en que ella se alzó la falda lo que le excitó; nunca lo había hecho antes,tampoco. El hecho fue que un ochenta y cinco por ciento de su atención se habíaapartado de la conducción, aunque en nueve de diez mundos paralelos las cosas,probablemente, habrían salido perfectamente bien; durante los días laborales dela semana, las calles de Fairview no sólo eran tranquilas, sino que casi llegaban aser aburridas. Pero sin tener eso en cuenta, el hecho es que no se habíaencontrado en nueve de diez mundos paralelos, sino que había estado en éste. Elhecho fue que la vieja gitana no había salido corriendo entre el Subaru y elFirebird con una franja en el chasis; el hecho fue que, simplemente, andaba entreambos coches, sosteniendo una bolsa de red llena de compras, con una manonudosa y con manchas hepáticas. La clase de bolsa de red que a menudo lasinglesas llevan consigo cuando van de compras, a lo largo de la calle may or deun pueblo. En la bolsa de red de la gitana había una caja de detergente; Halleckrecordaba eso. No había mirado, eso era verdad. Pero en realidad, Halleck no ibaa más de sesenta kilómetros por hora, y debía de haber casi cincuenta metroshasta la gitana, cuando salió enfrente de su Olds. Mucho tiempo para detenerse sihubiese estado al tanto de la situación. Pero el hecho fue que se encontraba en el

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umbral de un orgasmo explosivo, y hasta la menor fracción de su conciencia sehallaba fijada debajo de su cintura, mientras la mano de Heidi apretaba y sedetenía, se deslizaba arriba y abajo en deliciosa fricción. Su reacción fuedesesperanzadamente lenta, tardía, y la mano de Heidi se había aferrado a él,sofocando el orgasmo que el choque había aportado durante un interminablesegundo de dolor y placer que fue inevitable pero, sin embargo, espantoso.

Ésos eran los hechos. ¡Pero, un momento, compañeros! ¡Atención, amigos yvecinos! Existían dos hechos más, ¿no era cierto? El primer hecho radicaba enque si Heidi no hubiese elegido aquel día particular para intentar un poco deautoerotismo, Halleck se hubiese encontrado al frente de su tarea y de suresponsabilidad como conductor de un vehículo de motor, y el Olds se hubiesedetenido, por lo menos, a dos metros de distancia de la gitana, parándose con unchirriar de frenos, que habría originado que las madres, que arrastraban suscochecitos de bebé a través del parque municipal, hubiesen alzado rápidamentela vista. Debía haber gritado: « ¿No ve por dónde va?» a la anciana, mientras ellale miraría con una especie de miedo estúpido e incomprensión. Él y Heidi lahabrían visto escurrirse a través de la calle, con los corazones latiéndoles confuerza. Tal vez Heidi habría llorado por las bolsas de compras caídas y del líoarmado en la parte posterior.

Pero las cosas hubieran salido bien. No habría habido juicio, ni el gitano denariz macilenta hubiese esperado afuera, para acariciar la mejilla de Halleck ysusurrarle aquella maléfica maldición de dos palabras. Ése era el primer hechosecundario. El segundo hecho, que derivaba del primero, era que todo eso llevabahasta Heidi. Todo había sido culpa suy a. Él no le había pedido que hiciese lo quehabía hecho, no le había dicho:

—¡Oy e! ¿Qué te parece si me la meneas en el viaje de vuelta a casa, Heidi?Son cinco kilómetros, tienes mucho tiempo…

No. Ella se había limitado a hacerlo… y… cabía decirse que ella habíacalculado muy mal el tiempo.

Sí, había sido culpa de ella, pero el viejo gitano no lo sabía, por lo que Halleckhabía recibido la maldición, y era ahora Halleck el que había perdido un total deveintiocho kilos, y ella estaba sentada aquí, y había unos círculos oscuros debajode sus ojos y su piel parecía demasiado cetrina, pero aquellas ojeras no iban amatarla, ¿verdad? No. Tampoco la piel cetrina. El viejo gitano no la había tocadoa ella.

Por lo tanto, el momento en que debía de haberle confesado sus miedos,cuando debió decirle, simplemente: Creo que pierdo peso porque me hanhechizado, aquel momento pasó. El instante de un puro y crudo aborrecimiento,una piedra emocional disparada por su subconsciente a través de alguna burda yprimitiva catapulta, pasó con él.

Escúchame, dijo, y como una buena esposa ella había respondido: ¿Qué,

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Billy ?—Volveré a visitar otra vez a Houston —afirmó, lo cual no era en absoluto

originariamente lo que pretendía decir—. Le diré que siga adelante y encarguelas series metabólicas. Como Albert Einstein acostumbraba decir: « Que sejodan» .

—Oh, Billy —respondió ella y alzó sus brazos hacia él. Halleck se acercó aellos y, debido a que allí había consuelo, sintió vergüenza por el ardiente odio detan sólo unos momentos antes.

Pero en los días que siguieron, a medida que la primavera de Fairviewprocedía con su acostumbrado, no declarado y levemente preparatorio ritmohacia el verano de Fairview, el odio volvió a presentarse cada vez más a menudo,a pesar de todo lo que hiciera para detenerlo o evitar que se presentara.

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Capítulo XOchenta y uno

Hizo la cita para las series metabólicas por medio de Houston, que pareció menosoptimista tras enterarse de la continuada y firme pérdida de peso de Halleck, yque y a había perdido, en realidad, trece kilos desde su examen físico del mesanterior.

—Puede existir aún una explicación perfectamente normal para todo esto —le dijo Houston, llamándole a su vez con la cita y la información tres horasdespués, contándole a Halleck todo cuanto necesitaba saber.

La explicación perfectamente normal, en un tiempo el talismán en la mentede Houston, se había convertido ahora en un caballo perdedor.

—Hum… —exclamó Halleck, mirando hacia donde había estado su vientre.Nunca hubiera creído que se podría echar de menos la panza que salía

delante de ti, la barriga que se había hecho tan grande que, llegado el momento,ocultaba las puntas de tus zapatos —tenía que inclinarse y mirar con atenciónpara averiguar si necesitaban una limpieza—, especialmente nunca hubieracreído que una cosa así fuese posible mientras subía un tramo de escaleras trasdemasiadas copas la noche anterior, agarrando lúgubremente su maletín,sintiendo unas gotas de sudor en la frente, preguntándose si éste sería el día enque se presentaría el ataque cardíaco, un dolor paralizante en la parte izquierdade su pecho que, repentinamente, aparece y se extiende hacia el brazo izquierdo.Pero era cierto: echaba de menos su condenada barriga. En cierta forma nopodía comprender, ni siquiera ahora, que la panza había sido una amiga.

—Si aún existe una explicación normal —le dijo a Houston—, ¿cuál es?—Eso es lo que esos tipos van a decirte —replicó Houston—. Confiemos en

ello.La cita fue en la Henry Glassman Clinic, un pequeño establecimiento privado

de Nueva Jersey. Le dijeron que debía permanecer allí tres días. El costoaproximado de su internación y la serie de pruebas que se iban a llevar a cabo,hicieron alegrarse a Halleck de tener un seguro médico completo.

—Mándame una tarjeta de saludos —le dijo Halleck fríamente, y colgó.

Su cita era para el 12 de mayo, una semana después. Durante los días previos,

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observó que continuaba adelgazando, y se esforzó por contener el pánico, queerosionaba lentamente su resolución de hacerse el hombrecito.

—Papá, estás perdiendo demasiado peso —le dijo Linda incómoda una nochedurante la cena.

Halleck, aferrándose lúgubremente a sus armas, se había comido tres gruesaschuletas de cerdo con salsa de manzana. También se había servidoabundantemente puré de patatas. Con salsa.

—Si es una dieta, creo que ha llegado el momento de que la dejes.—¿Tiene esto el aspecto de que esté a dieta? —replicó Halleck, señalando su

plato con el tenedor, que goteaba salsa.Habló con la suficiente suavidad, pero el rostro de Linda comenzó a

descomponerse y, momentos después, se escapó de la mesa, sollozando, con laservilleta oprimida contra el rostro.

Halleck miró débilmente a su esposa, que le respondió con una miradaimpotente.

Ésta es la forma en que acaba el mundo —pensó estúpidamente Halleck—. Nocon un estallido, sino con un adelgazamiento.

—Hablaré con ella —continuó Halleck, comenzando a levantarse.—Si le dejas verte de la forma en que estás ahora mismo, la asustarás

mortalmente —le dijo Heidi, y él sintió de nuevo aquella metálica y brillanteerupción de miedo.

Ochenta y cuatro, ochenta y tres y medio, ochenta y dos y medio. Era comosi alguien —por ejemplo, el viejo gitano de la nariz macilenta— emplease algunaloca y supernatural goma de borrar con él, frotándole, kilo a kilo. ¿Cuándo habíasido la última vez en que pesó ochenta y dos? ¿En la Universidad? No…,probablemente desde que hizo el último curso en la escuela superior.

En una de sus noches de insomnio entre el cinco de mayo y el doce, seencontró recordando una explicación de vudú que había leído uña vez: funcionaporque la víctima cree que produce efecto. No se trata de una cosa sobrenatural,sino simplemente del poder de la sugestión.

Tal vez —pensó—, Houston tiene razón y pienso en mí mismo como delgado…,porque aquel viejo gitano quería que lo hiciese así. Pero ahora ya no puedodetenerme. Podría conseguir un millón de dólares escribiendo una respuesta a eselibro de Norman Vincent-Peale…, llamarlo « El poder del pensamiento negativo» .

Pero su mente le sugirió que su idea del viejo poder de la sugestión era, en elpeor de los casos, sólo un montón de mierda.

Todo lo que dijo el gitano fue «Más delgado». No dijo: «Por el poder de queestoy investido te condeno a que pierdas de tres a cuatro kilos a la semana hastaque mueras». Tampoco dijo: «Ini-meni-chili-beani, pronto necesitarás un nuevocinturón o no harás más que protestar con tus calzoncillos». Demonios, Billy, nisiquiera recordabas lo que dijo hasta que empezaste a perder peso.

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Tal vez ése fue el momento en que me di cuenta conscientemente de lo que éldijo —argumentó Halleck—, pero…

Sin embargo, si era psicológico, si era ése el poder de sugestión, quedaba elasunto de qué iba a hacer. ¿Cómo se suponía que debía combatirlo? ¿Había algunaforma de que pudiese creerse obeso de nuevo? Supongamos que acudía a unhipnotizador —diablos, a un psiquiatra— y le explicaba el problema. El loquero lehipnotizaría y le implantaría una profunda sugestión de que quedaba invalidada lamaldición del anciano gitano. Eso funcionaría.

O, naturalmente, no funcionaría.

Dos noches antes del día previsto para su chequeo en la Glassman Clinic, Billy seencontraba en la balanza observando desfallecido la esfera; esa noche marcabaochenta y uno. Y mientras estaba allí mirando hacia abajo, se le ocurrió de unaforma perfectamente normal —de la forma en que las cosas ocurren tan amenudo en la mente consciente después de que la inconsciente haya rumiado yrumiado durante días y semanas—, que la persona con la que realmente, deberíahablar acerca de aquellos locos miedos era el juez Cary Rossington.

Éste era un tocatetas cuando estaba borracho, pero era también un tipo muysimpático y comprensivo cuando se hallaba sobrio, por lo menos hasta ciertopunto. Asimismo sabía relativamente mantener la boca cerrada. Halleck supusoque era posible, en alguna que otra fiesta con borracheras (y junto con otrasconstantes del universo físico —la salida del Sol por el este, la puesta por el oeste,el regreso del cometa Halley— estar seguro de que, en alguna parte, de laciudad, después de las nueve de la noche, la gente se estaba bebiendo Manhattan,pescando aceitunas verdes para sacarlas de los Martini, y casi con todaposibilidad, agarrando las tetas de las esposas de otros hombres), podría serindiscreto sobre las ideas paranoico-esquizoides del bueno de Billy Halleck hacialos gitanos y las maldiciones, pero sospechaba que Rossington lo pensaría dosveces antes de extender el cuento, incluso mientras tomaba copas. No era que sehubiese llevado a cabo algo ilegal durante las sesiones; había sido un caso de librode texto, de derecho administrativo, sin que se hubiese sobornado a ningún testigo,ni pasado por alto ninguna prueba. Pero era de igual modo un perro dormido, ylos viejos astutos como Cary Rossington no iban por ahí dando patadas a esosanimales. Resultaba siempre posible —no probable, pero sí muy posible— queuna pregunta referente a no haberse Rossington recusado a sí mismo llegase asurgir también. O el hecho de que el agente que realizó las investigaciones no sepreocupara de llevar a cabo un análisis de aliento de Halleck después de queviera quién era el conductor (y quién la víctima). Ni tampoco Rossington habíainvestigado en el juicio por qué este procedimiento fundamental se había pasadopor alto. Había otras investigaciones que debía haber realizado, y que no hizo.

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No, Halleck creía que este asunto podría estar suficientemente a salvo conCary Rossington, por lo menos hasta que el caso de los gitanos no estuviese unpoco alejado en el tiempo…, cinco años, por ejemplo, o siete… Mientras tanto,era este año el que preocupaba a Halleck. Y al ritmo que iban las cosas,parecería un fugitivo de un campo de concentración antes de que acabase elverano.

Se vistió de prisa, se fue abajo y sacó del armario una campera suelta.—¿Adonde vas? —le preguntó Heidi, saliendo de la cocina.—Salgo… —replicó Halleck—. Regresaré temprano.

Leda Rossington abrió la puerta y miró a Halleck como si no le hubiese vistoantes: la luz en el techo de la entrada que se encontraba detrás de ella, le caíasobre sus demacrados pero aristocráticos pómulos, y el cabello negro de lamujer se hallaba fuertemente echado hacia atrás y mostraba las primeras trazasde blanco. (No —pensó Halleck—, blanco no, plata… Leda nunca tendría algo tanplebeyo como el cabello blanco), el vestido verde césped de Dior, una cositasimple que, probablemente, no costaría menos de quinientos dólares.

Su mirada puso a Halleck profundamente incómodo.¿He perdido tanto peso que no sabe siquiera quién soy? —pensó.Pero incluso con su nueva paranoia acerca de su apariencia personal, le

pareció duro creerlo. Su rostro aparecía demacrado, había unas cuantas arrugasde preocupación en torno a su boca, y unas bolsas descoloridas debajo de susojos por falta de sueño, pero por otra parte, su rostro era el mismo que el delviejo Billy Halleck. La lámpara ornamental en el otro extremo del patio de losRossington (un facsímil en hierro forjado de un farol callejero del Nueva Yorkdel año 1880, colección Horchow, seiscientos ochenta y siete dólares más gastosde correo), lanzaba sólo un pequeño chorro de luz hasta aquí, y él llevabacampera. Seguramente no podría ver cuánto peso había perdido… ¿O sí…?

—¿Leda? Soy Bill. Bill Halleck.—Claro que sí. Hola, Billy.Su mano pendía aún debajo de su barbilla, con el puño semi-cerrado,

tocándose la piel de la parte superior de la garganta, en un ademán deperplej idad y valoración. Aunque sus rasgos fuesen increíblemente lisos para suscincuenta y nueve años, los estiramientos del rostro no habían sido capaces dehacer gran cosa por su cuello; la carne aparecía flácida.

Tal vez esté bebida. O…Se acordó de Houston, con aquella acumulación de nieve boliviana en la

nariz.¿Drogas? ¿Leda Rossington? Resulta difícil de creer en alguien que tenía todos

los triunfos en la mano y hacía las cosas tan bien.

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Y tras esto:Está asustada. Desesperada. ¿Qué es? ¿Y tiene alguna relación con lo que me

está sucediendo a mi?Era una locura, naturalmente…, pero, sin embargo, sintió una frenética

necesidad de saber por qué los labios de Leda Rossington estaban tan fuertementeapretados, por qué, incluso con aquella luz escasa, y a pesar de los mejorescosméticos que podía comprar el dinero, la carne bajo sus ojos parecía tandescolorida y en forma de bolsas, como la suya propia. Por qué la mano quetoqueteaba el escote de su vestido Dior temblaba levemente.

Billy y Leda Rossington se observaron mutuamente en profundo silenciodurante quizá quince segundos…, y luego hablaron exactamente al unísono.

—Leda, ¿está Cary…?—Cary no está, Billy. Está…Se calló. El hizo un ademán para que la mujer continuara.—Le han llamado desde Minnesota. Su hermana está muy enferma…—Muy interesante —replicó Halleck—, dado que Cary no tiene hermanas…La mujer sonrió. Era un intento de su bien educada y dolorosa clase de

sonrisa dedicada a quienes, de forma no intencionada, habían sido bruscos. Perono funcionó; fue, meramente, una abertura de los labios, más mueca que sonrisa.

—¿He dicho hermana? Todo esto ha sido muy penoso para mí…, paranosotros. Su hermano quiero decir. Su…

—Leda, Cary es hijo único —replicó amablemente Halleck—. Una tarde nospasamos con la bebida, en Hastur Lounge. Debió de ser…, oh, hace cuatroaños… El Hastur se incendió no mucho después. Ahora está King in Yellow, esatienda tan importante. Mi hija compra siempre allí los jeans.

No sabía por qué continuaba; de alguna forma supuso que debía tranquilizarla,si le era posible. Pero ahora, con la iluminación de la entrada y a la luz tenue dela lámpara de hierro forjado del patio, vio la brillante huella de una sola lágrimaque le caía del ojo derecho casi hasta la comisura de la boca. Y el arco debajode su ojo izquierdo relumbró. Mientras lo observaba, y sus palabras seconfundían unas con otras y llegaban hasta una penosa detención, ella parpadeódos veces, rápidamente, y las lágrimas se desbordaron. Una segunda y brillantesenda apareció en su mejilla izquierda.

—Dejémoslo —dijo—. Limitémonos a dejarlo correr, Billy, ¿de acuerdo? Nohagas preguntas. Tampoco quiero responderlas.

Halleck la miró y vio cierta implacabilidad en sus ojos, exactamente debajode las fluy entes lágrimas. No tenía la menor intención de decirle dónde estabaCary. Y en un impulso que no comprendió, ni entonces ni después, con absolutaimpremeditación o sin la menor idea de ganancia, se bajó la cremallera de lacampera y la abrió por completo, como destellando hacia ella. Escuchó cómojadeaba sorprendida.

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—Mírame, Leda —le dijo—. He perdido treinta y dos kilos. ¿Me has oído?¡Treinta y dos kilos!

—¡Eso no tiene nada que ver conmigo! —gritó en voz baja y dura.Su tez había adquirido un color enfermizo; manchas de colorete aparecieron

en su rostro como las manchas de color en las mejillas de un payaso. Sus ojosparecían toscos. Los labios se habían retirado hacia sus perfectamenteenfundados dientes en una mueca aterrada.

—No, pero necesito hablar con Cary —insistió Halleck.Subió el primer escalón del porche, manteniendo aún abierta la campera.Y lo haré —pensó—. No estaba seguro antes, pero lo estoy ahora.—Por favor, dime dónde está, Leda. ¿Está aquí?La réplica de ella fue una pregunta y, durante un instante, Billy se quedó sin

respiración. Se agarró a la barandilla del porche con una mano entumecida.—¿Tiene algo que ver con los gitanos, Billy?Al fin fue capaz de impulsar de nuevo aire a sus trabados pulmones. Se

produjo un suave grito:—¿Dónde está, Leda?—Responde primero a mi pregunta. ¿Se trata de los gitanos?Ahora que al fin había surgido —una oportunidad de decirlo en voz alta— se

encontró con que tenía que esforzarse para hacerlo. Tragó saliva, con fuerza, yasintió.

—Sí, creo que sí. Una maldición. Algo parecido a una maldición.Hizo una pausa.—No, no algo parecido. Eso es una estúpida equivocación. Creo que los

gitanos me echaron una maldición.Aguardó a que ella emitiera una chillona risa burlona —había escuchado

aquella reacción muy a menudo en sus sueños y en sus conjeturas—, pero loshombros de ella se derrumbaron simplemente y bajó la cabeza. Era unarepresentación tan completa del desaliento y de la tristeza que, a pesar delauténtico horror que sentía, a Halleck le acometió una intensa y casi penosaempatía hacia ella, hacia su confusión y su terror. Subió el segundo y tercerescalones del porche, le tocó amablemente un brazo…, y le conmovió el brillanteodio que apareció en su rostro cuando alzó la cabeza. Retrocedió de repente,parpadeando…, y tuvo que agarrarse a la barandilla del porche para no rodar porlos escalones y aterrizar sobre el trasero. La expresión de ella era un perfectoreflejo de la forma en que, momentáneamente, Halleck había sentido respecto aHeidi. Que semejante expresión fuese dirigida contra él, le pareció a un tiempoinexplicable y pavoroso.

—¡Es culpa tuya! —le dijo—. ¡Culpa tuya! ¿Por qué tuviste que atropellaraquella estúpida puta de gitana con tu coche? ¡Todo es culpa tuya!

Se quedó mirándola, incapaz de hablar.

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¿Puta? —pensó confusamente—. ¿Había oído a Leda Rossington decir«puta»? ¿Quién hubiera creído que conocía siquiera semejante palabra?

Su segundo pensamiento fue:Estás equivocada por completo, Leda, fue Heidi, no yo…, y está estupenda.

Rebosante de salud. En plena forma. Funcionando con todos los cilindros.Pateando los demonios. Tomando…

Luego el rostro de Leda cambió; miró a Halleck con una calmada einexpresiva educación.

—Entra —le dijo.

Le trajo el Martini que había pedido, en un vaso enorme, con dos aceitunas y doscebollitas pequeñas pinchadas en la varilla de cóctel, que era una pequeña espadaenchapada en oro. O tal vez fuese de oro macizo. El Martini era muy fuerte, loque a Halleck no le importó lo más mínimo…, aunque sabía, por lo que habíabebido durante las tres últimas semanas, que le tiraría de espaldas si no se lotomaba con calma; su capacidad de aguante se había encogido junto con su peso.

De todos modos, para empezar se tomó un buen trago, y cerró agradecido losojos mientras la bebida alcohólica explotaba cálidamente en su estómago.

Gin, una maravillosa bebida de gin con muchas calorías —pensó.—Está en Minnesota —manifestó gravemente, sentada con su propio Martini.

Si era posible, aun mayor que el que le había servido a Billy —. Pero no visitandoparientes. Está en la Clínica May o.

—La Clínica Mayo…—Está convencido de que tiene cáncer —prosiguió—. Mike Houston no ha

podido encontrar nada que esté mal, ni tampoco los dermatólogos que ha visitadoen la ciudad, pero sigue, no obstante, convencido de que se trata de cáncer. ¿Teimaginas que, al principio, crey ó que era herpes? Pensó que y o había atrapado elherpes de alguien…

Billy bajó incómodo la mirada, pero no tenía necesidad de haberlo hecho.Leda miraba por encima de su hombro derecho, como si recitara su relato a lapared. Tomó frecuentes sorbitos de su copa, y el nivel de la misma fue bajandolenta pero firmemente.

—Me reí de él cuando, al fin, lo desembuchó. Me eché a reír y le dije:« Cary, si crees que eso es herpes, sabes menos acerca de enfermedadesvenéreas que y o acerca de la termodinámica.» No debí haberme reído, pero erauna forma de… aliviar la presión, y a sabes… La presión y la ansiedad.¿Ansiedad? El terror… Mike Houston le recetó pomadas que no sirvieron paranada, y los dermatólogos le dieron otras pomadas que tampoco surtieron efecto,y también le pusieron inyecciones del todo inútiles. Yo fui la que recordé al viejogitano, el que tenía la nariz medio comida, y la forma en que salió de entre la

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multitud en el mercado de pulgas el fin de semana después de tu audiencia, Billy.Salió de la muchedumbre y lo tocó…, tocó a Cary. Le puso la mano en el rostroy dijo algo. Se lo pregunté a Cary entonces, y se lo pregunté después, después deque comenzase a extenderse, y no quiso decírmelo. Simplemente, se limitó amover la cabeza.

Halleck tomó un segundo trago de su copa, en el instante en que Leda dejabala suy a, vacía, en la mesa que tenía a su lado.

—Cáncer de la piel —prosiguió—. Está convencido de que se trata de eso,porque el cáncer en la piel puede curarse en el noventa por ciento de los casos.Sé la forma en que trabaja su mente: sería divertido que no lo hiciera, ¿verdad?,después de haber vivido con él durante veinticinco años, observándole sentarse enel estrado, haciendo transacciones con bienes raíces y beber, realizartransacciones de bienes raíces y perseguir a las mujeres de otros hombres yhacer transacciones con bienes raíces y … Oh, mierda, me siento aquí y mepregunto qué diría en su funeral si alguien me diese una dosis de pentotal unahora antes de la ceremonia. Supongo que diría algo parecido a: « Compró unmontón de terrenos en Connecticut que ahora son centros comerciales y soltó unmontón de corpiños y bebió un montón de Wild Turkey y me ha dejado comouna viuda rica y he vivido con él durante los mejores años de mi vida y he tenidomás jodidos abrigos de visón que orgasmos, por lo que salgamos de aquí yvay amos a un albergue de carretera de cualquier parte, y bailemos, y al cabo deun rato tal vez alguien estará lo suficientemente borracho para olvidar que hetenido mi jodido mentón detrás de mis jodidas orejas y que me rompan misjodidos corpiños.» Oh, mierda. ¿Por qué te cuento todo esto? Las únicas cosasque comprenden los hombres como tú es darse prisa, meterse en acuerdos depleitos y en cómo apostar a las quinielas.

Ahora lloraba otra vez, Billy Halleck, que comprendía ya que la bebida quese acababa de terminar no era ni de lejos la primera de la velada, se removióincómodo en su sillón y tomó un buen sorbo de su copa. Golpeó en su estómagocon una calidez poco de fiar.

—Está convencido de que es cáncer de piel porque no puede permitirse creeren algo tan ridículamente del viejo mundo, tan supersticioso, tan de novelabarata, como las maldiciones gitanas. Pero he visto algo en lo hondo de sus ojos,Billy. He visto un montón de cosas en el último mes, más o menos.Especialmente por la noche. Con un poco más de claridad cada noche. Creo quees una de las razones de que se hay a ido, ya sabes. Porque me ve mirarle… ¿Telleno la copa?

Billy meneó atentadamente la cabeza y observó cómo se acercaba al bar yse servía un nuevo Martini. Los hacía extraordinariamente sencillos por lo quevio; simplemente, llenaba un vaso con gin y tiraba un par de aceitunas. Hicierondos caminos de burbujas al hundirse hasta el fondo. Incluso desde donde se

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hallaba sentado, al otro extremo de la habitación, olió el gin.¿Qué pasaba con Cary Rossington? ¿Qué le había sucedido? Una parte de

Billy Halleck, de una forma muy bien definida, no quería saberlo. No estabaperdiendo peso, eso parecía estar claro, aparentemente, Houston no había hechola menor conexión entre lo que le estaba sucediendo a Billy y lo que le sucedía aRossington. ¿Y por qué debía hacerlo? Houston no sabía nada de los gitanos.

Leda regresó y se sentó otra vez.—Si llama y dice que vuelve —le comentó con calma a Billy—, me iré a

nuestra casa de Captiva. Hará un calor terrible en esta época del año pero, sitengo suficiente gin, no notaré la temperatura. No creo que pueda quedarme solacon él nunca más. Aún le amo, sí, a mi manera, le amo. Pero no creo poderresistirlo. Pensar que está en la cama de al lado…, pensar que podría…, quepodría tocarme…

Se estremeció. Se le cayó parte de la bebida. Se bebió el resto de un trago yluego hizo un ruido sonoro, como el de un caballo sediento que acaba de hartarsede beber.

—Leda, ¿qué está mal en él? ¿Qué ha sucedido?—¿Sucedido? ¿Sucedido? Vay a, querido Billy, pensé que te lo había dicho o

que sabías algo…Billy sacudió la cabeza. Estaba empezando a creer que no sabía nada.—Está criando escamas. A Cary le están saliendo escamas.Billy la miró atónito.Leda le brindó una sonrisa seca, distraída y horrorizada y movió un poco la

cabeza.—No, eso no es del todo cierto. Su piel se está convirtiendo en escamas. Se ha

convertido en un caso de evolución invertida, en un monstruo de circo. Se estáconvirtiendo en un pez o en un reptil.

De repente se echó a reír, un alarido, o graznido, que logró que a Halleck se lehelara la sangre.

Se acerca al borde de la locura —pensó.La revelación le dejó aún más frío.Creo que, probablemente, irá a Captiva ocurra lo que ocurriere. Tiene que

salir de Fairview si desea salvar su cordura. Si.Leda se llevó ambas manos a la boca y luego se excusó como si hubiera

eructado —o tal vez vomitado— en vez de reído. Incapaz de hablar hastaentonces, Billy sólo asintió y se levantó para, a pesar de todo, servirse otrabebida.

La mujer pareció encontrar más fácil el hablar entonces y a que él no lamiraba, y a que se encontraba en el bar y con la espalda vuelta, y Billy seentretuvo a propósito más de la cuenta.

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Capítulo XILas escamas de justicia

Cary se puso furioso —totalmente furioso— de que le hubiese tocado el viejogitano. Había acudido a ver al jefe de Policía de Raintree, y al día siguiente aAllen Chalker. Éste era un compañero de póquer y se mostró simpático.

Los gitanos habían ido a Raintree directamente desde Fairview, le contó aCary. Chalker le dijo que estaba esperando que se fuesen por su propia voluntad.Ya llevaban cinco días en Raintree y, por lo general, tres días solía ser lo justo: eltiempo suficiente para que todos los adolescentes interesados de la ciudadrecibiesen su buenaventura, y para que unos cuantos hombres desesperadamenteimpotentes y un número parecido de mujeres desesperadas menopáusicas searrastrasen hasta el campamento al favor de la noche y comprasen pociones ypanaceas y extrañas pomadas aceitosas. Al cabo de tres días, el interés de laciudad por los forasteros siempre se desvanecía. Finalmente, Chalker habíadecidido que aguardaban el mercado de oportunidades del domingo. Se tratabade un acontecimiento anual en Raintree, y atraía mucha gente de todas lasciudades de alrededor. Más que hacer un problema de su continuada presencia —los gitanos, le dijo a Cary, pueden ser tan desagradables como las avispasterrestres si se les atosiga con demasiada fuerza—, decidió dejarles trabajarse alas muchedumbres que visitarían ese mercado. Pero, si no se marchaban el lunespor la mañana, les obligaría a hacerlo.

No hubo necesidad. Al llegar el lunes por la mañana, el campo de la granjadonde los gitanos habían acampado se encontraba del todo vacío, excepto lossurcos dejados por las ruedas, las latas de cerveza vacías y gaseosa (al parecer,los gitanos no tenían el menor interés por las leyes de botellas con derecho adevolución), los ennegrecidos restos de varias fogatas para hacer la comida ytres o cuatro mantas tan piojosas, que el ayudante que Chalker envió parainvestigar, sólo se atrevió a tocarlas con un palo, y un palo muy largo… En algúnmomento entre la puesta y la salida del sol, los gitanos habían abandonado elcampo, dejado Raintree, salido del condado de Patchin…, habían…, según le dijoChalker a su viejo compinche de póquer Cary Rossington, dejado el planeta porlo que él sabía o le preocupaba. ¡Y con viento fresco!

La tarde del domingo el viejo gitano tocó la cara de Cary ; el domingo por lanoche se fueron; el lunes por la mañana, Cary había ido a ver a Chalker para

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presentar una queja (Leda Rossington no sabía qué base legal había tenido ladenuncia); el martes por la mañana habían comenzado los problemas. Trasducharse, Cary se fue al piso de abajo, al rincón de los desayunos, llevandopuesto sólo su bata de baño y dijo: —Mira esto…

« Esto» demostró ser una porción de piel enrojecida un poco por encima desu plexo solar. La piel era algo más brillante que la carne circundante, que poseíaun atractivo tono café con leche (golf, tenis, natación y una lámpara de ray osultravioleta en invierno, que mantenía invariable ese bronceado). A ella lepareció que aquella zona estaba amarillenta, de la forma que se le ponían loscallos en los talones con tiempo muy seco. Lo había tocado (en este momento suvoz se le alteró) y luego retiró con presteza el dedo. La textura era áspera, casipétrea, y sorprendentemente dura. Blindada, tal había sido la palabra que lesurgió sin quererlo en la mente.

—¿Crees que ese maldito gitano me pegó algo? —le preguntó Carypreocupado—. ¿Tiña o impétigo o alguna asquerosa cosa de ese tipo?

—Te tocó la cara, no el pecho, cariño —había replicado Leda—. Y ahora,vístete lo más de prisa posible. Tenemos brioche. Ponte el traje gris oscuro con lacorbata roja y vístete de martes para mí, ¿quieres? Sé un encanto…

Dos noches después la llamó al cuarto de baño, con su voz parecida a unchillido, por lo que tuvo que presentarse allí a la carrera.

Todas nuestras peores revelaciones tienen lugar en el cuarto de baño —pensóBilly.

Cary estaba de pie, sin camisa, con su máquina eléctrica zumbando olvidadaen una mano y sus abiertos ojos mirando en el espejo.

La faja de piel endurecida y amarillenta se había extendido; se habíaconvertido en una rojez, con una forma vagamente arboriforme que se extendíahacia arriba, hacia la zona entre sus tetillas y hacia abajo, ampliándose hacia elfondo de su vientre. Esta carne cambiada se alzaba por encima de la carnenormal de su vientre y estómago en unos milímetros, y Leda observó que corríanpor ella profundas resquebrajaduras; varias de ellas parecían lo suficientementehondas como para introducir el borde de una moneda de diez centavos. Porprimera vez, comentó que estaba empezando a parecer…, bueno, algoescamoso. Y sintió que se le revolvía el estómago.

—¿Qué es esto? —casi le gritó—. Leda, ¿qué es esto?—No lo sé —respondió ella, forzando su voz para que permaneciese calmada

—, pero tienes que ir a ver a Michael Houston. Eso sí está claro. Mañana, Cary.—No, mañana no —respondió, aún mirándose en el espejo, contemplando el

alzado bulto en forma de punta de flecha de carne amarillenta y endurecida—.Mañana puede estar mejor. Pasado mañana, si no ha mejorado. Pero mañanano…

—Cary…

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—Dame la crema Nivea, Leda.Ella lo hizo así y se quedó allí un rato, pero la visión de su marido esparciendo

la blanca crema sobre aquella dura carne amarillenta, escuchando cómo susdedos raspaban al pasar por encima, todo eso fue más de lo que pudo resistir ysalió a escape hacia su cuarto. Aquella fue la primera vez, le dijo a Halleck, quese había mostrado conscientemente contenta de tener camas gemelas,alegrándose conscientemente de que él no pudiese volverse en su sueño y…tocarla… Permaneció tendida y despierta durante horas, explicó, escuchando elsuave rasp-rasp de sus dedos, moviéndose adelante y atrás por aquella carneextraña.

A la noche siguiente le dijo que estaba mejor; a la otra noche alegó queestaba mejor todavía. Supuso que debía haber visto la mentira en sus ojos…, yque se estaba mintiendo a sí mismo aún más que a ella. Incluso en aquellasituación extrema, para su mujer Cary seguía siendo el mismo egoísta hijo deperra de siempre. Pero no todo fue cosa de Cary, añadió bruscamente, sinregresar del bar adonde había ido y donde ahora jugueteaba sin objeto con lascopas. Ella había desarrollado su propio egoísmo altamente especializado con eltranscurso de los años. Deseaba, necesitaba, aquella ilusión tanto como él.

A la tercera noche, entró en su dormitorio llevando sólo los pantalones delpijama. Sus ojos aparecían suaves y heridos, petrificados. Leda había estadoley endo otra vez, una novela de misterio de Dorothy Sayers —habían sido, seríansiempre sus favoritas— y se le cayó de las manos al ver a su marido. Hubierachillado, le contó a Billy, pero por lo visto había perdido por completo el aliento.Y Billy no tuvo tiempo para reflexionar que ninguna sensación humana eraauténticamente única, aunque fuera probable creerlo así: Cary Rossington,aparentemente, había atravesado el mismo período de autoengaño seguido por elapabullante despertar de uno mismo por el que Billy había atravesado.

Leda había visto que la piel dura y amarilla (las escamas, y a no había formade pensar en ellas de manera diferente) cubrían ahora, la may or parte del pechode Cary y todo su vientre. Era tan feo como un tej ido quemado. Las rajaszigzagueaban y zigzagueaban por todas partes, profundas y negras, sombreandounos recovecos rosados y rojos, donde uno no deseaba mirar en absoluto. Yaunque al principio cabía pensar que aquellas grietas se hallaban al azar, comolas resquebrajaduras en el cráter de una bomba, al cabo de unos momentos elojo informaba de algo diferente. En cada borde, la carne amarilla se alzaba unpoco más. Escamas. No escamas de pez, sino grandes y toscas escamas de reptil,como las de un lagarto, un caimán o una iguana.

El arco pardo de su tetilla izquierda todavía se veía; el resto habíadesaparecido, enterrado, bajo aquel caparazón amarillo-negro. La tetilla derechahabía desaparecido por completo, y un reborde retorcido de aquella extrañacarne alcanzaba y rodeaba su axila hacia la espalda, como la garra superficial de

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alguna impensable monstruosidad. El ombligo le había desaparecido. Y…—Se bajó los pantalones del pijama —prosiguió ella.Ahora se abría paso en su tercera copa, tomando dos de aquellos rápidos

sorbos parecidos a los de un pájaro. Unas lágrimas nuevas habían comenzado afiltrarse de sus ojos, pero aquello fue todo.

—Fue entonces cuando recuperé el habla. Le grité que se detuviese, y así lohizo, pero no antes de que viese que empezaban a mandar unas avanzadas haciasus ingles. Aún no habían alcanzado su pene…, por lo menos, aún no…, perodonde habían adelantado, su vello pubiano había desaparecido y ahora sólo seveían aquellas escamas amarillas.

» Pensé que decías que iba mejor —le comenté.» Honestamente pensé que era así —me respondió.» Y al día siguiente concertó la cita con Houston.Que probablemente le contó —pensó Halleck— lo del chico universitario que

no tenía cerebro y la vieja dama con su tercera dentición. Y le preguntaría sideseaba aspirar un poco de aquel antiguo revienta-cerebros.

Una semana después, Rossington vio al mejor equipo de dermatólogos deNueva York. Supieron inmediatamente qué andaba mal en él, le recetaron unrégimen de rayos X « gamma duros» . La carne escamosa continuó avanzando yextendiéndose. Rossington le contó que no le hacía daño; sólo un pequeñohormigueo en las fronteras entre su antigua piel y aquel horrible invasor, pero esoera todo. La nueva carne no tenía en absoluto sensación. Sonriendo con aquellaespantosa y conmovida sonrisa que se estaba convirtiendo en su única expresión,le explicó que el día anterior había encendido un cigarrillo y lo había aplastado…,lentamente, contra su propio estómago. No se produjo en absoluto dolor.

Ella se llevó las manos a los oídos y le gritó que se callase.Los dermatólogos le dijeron a Cary que se había producido una ligera

discrepancia. « ¿Qué quieren decir? —preguntó Cary —. Decían que lo sabían.Afirmaron estar seguros.» « Bueno —respondieron—, esas cosas suceden,raramente, ja, ja, ja, muy raramente, pero ahora lo harían morder el polvo.Todas las pruebas —afirmaron— llevan a esta conclusión.» Un régimen dehipervitaminas —unas vitaminas de alto potencial, para los no familiarizados conlas conversaciones con médicos de elevados honorarios— y unas iny eccionesglandulares fue lo que vino a continuación. Al mismo tiempo que se llevabaadelante este nuevo tratamiento, los primeros parches escamosos habíancomenzado a aparecer en el cuello de Cary…, en la parte baja de su mentón y,finalmente, en su rostro. Fue entonces cuando los dermatólogos admitieron al finque estaban sorprendidos. Sólo de momento, naturalmente. Ninguna cosa asíresulta incurable. La medicina moderna…, los regímenes y dietas… yblablablablá…

Cary y a no quería escucharla si trataba de hablarle acerca del viejo gitano, le

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contó a Halleck; en una ocasión había alzado la mano como para pegarle…, y asíhabía visto las primeras protuberancias y rojeces en la piel suave situada entre elpulgar y el índice de su mano derecha.

—¡Cáncer de piel! —le gritó a su esposa—. ¡Esto es cáncer de piel, cáncer depiel, cáncer de piel! ¡Por el amor de Dios, quítate de encima esa vieja patraña!

Naturalmente, él era el que, por lo menos, tenía sentido común, y ella la quehablaba cosas absurdas del siglo XIV…, y sin embargo ella sabía que aquello eraobra del viejo gitano, que se había adelantado de entre la multitud del mercadode oportunidades de Raintree y tocado el rostro de Cary. Lo sabía, y en los ojosde él, incluso aquella vez en que le alzó la mano, comprobó que él también losabía.

Había arreglado las cosas para disfrutar de un permiso con Glenn Petrie, quequedó emocionado al enterarse de que su viejo amigo, compañero jurista ycompinche de golf, Cary Rossington, tenía cáncer de piel.

Luego siguieron dos semanas, le contó Leda a Halleck, en que apenas seatrevió a recordarlo o hablar de ello. De una forma alternativa, Cary habíadormido como un muerto, a veces en el piso de arriba en su cuarto, otras tantasen el confortable sillón de su estudio, o con la cabeza entre las manos en la mesade la cocina. Comenzó a beber mucho cada tarde a partir de las cuatro. Sesentaba en el salón, sosteniendo el cuello de una botella de whisky J. W. Dant conuna mano áspera y escamosa, mirando en la tele programas como Hogan’sHéroes y The Beverly Hillbillies, luego las noticias locales y nacionales, luegoconcursos del tipo The Joker’s Wild y Family Feud, a continuación tres horas deprimera calidad, seguidas por más noticias, continuadas por películas hasta lasdos o tres de la madrugada. Y todo ello mientras bebía whisky como si fuesePepsi-Cola, directamente de la botella.

Algunas de aquellas noches se echaba a llorar. Ella se acercaba y leobservaba sollozar mientras Warner Anderson, prisionero dentro de un televisor« Sony» de pantalla grande, gritaba « ¡Vayamos a la videocinta!» , con elentusiasmo de un hombre que invita a sus antiguas novias a ir con él en uncrucero a Aruba. Pero otras noches —misericordiosamente sólo unas cuantas—deliraba como Ahab durante los últimos días del Pequod, de un lado para otro dela casa, con la botella de whisky sostenida en una mano que y a no era,realmente, una mano, gritando que se trataba de cáncer de piel, ella le oía, queera un jodido cáncer de piel y que lo había pillado con una jodida lámpara deray os ultravioleta, y que iba a ponerles un pleito a los asquerosos tipos que lehabían hecho esto, demandar ahora mismo a esos jodidos, litigar con esosbastardos hasta que sólo tuviesen un par de calzoncillos manchados de mierdaque ponerse. A veces, cuando estaba en aquel estado de humor, rompía cosas.

—Finalmente, me di cuenta de que tenía… esos arrebatos… las noches

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después de que viniese la señora Marley a efectuar la limpieza —comentósombríamente—. Tenía que subir al desván cuando ella se encontraba aquí,compréndelo. Si lo hubiese visto, lo hubiera sabido toda la ciudad en un abrir ycerrar de ojos. Eran las noches en que acudía ella, y que mi marido debíapermanecer en aquella oscuridad, cuando se sentía más como un proscrito, creo.Más parecido a un monstruo de circo.

—Y por ello acudió a la Clínica Mayo —comentó Billy.—Sí —replicó y, al fin, miró hacia él. Su rostro aparecía perplejo, bebido y

aterrado—. ¿Qué será de él, Billy? ¿En qué se convertirá? Billy meneó la cabeza.No tenía la menor idea. Además, vio que no tenía más urgencia en considerar elasunto que la que había tenido para contemplar aquella famosa fotografía denoticiario, en la que aparecía el general sudvietnamita disparando a la cabeza delpresunto colaborador del Vietcong. De una forma rara que no podía comprenderen absoluto, era algo parecido a esto.

—Alquiló un avión para el vuelo a Minnesota, ¿no te lo he contado? No puedesoportar que la gente le mire. ¿Ya te he dicho eso, Billy?

Billy negó con la cabeza.—¿Qué va a ser de él?—No lo sé —replicó Halleck.Y pensó.A propósito… ¿qué va a ser de mí, Leda?—Al final, antes de que conviniese en ir, sus dos manos se habían convertido

en garras. Sus ojos eran dos…, dos brillantes pequeñas chispas de azul dentro deesos agujeros escamosos. Su nariz…

Se puso en pie y se tambaleó hacia él, golpeando la esquina de la mesa decafé con la suficiente fuerza con su pierna como para moverla.

Ahora no lo siente —pensó Halleck—, pero le saldrá un cardenal de lo másdoloroso en la pantorrilla mañana, y si tiene suerte se preguntará dónde se lo hizo.

La mujer le agarró la mano. Sus ojos eran unas charcas brillantes de unhorror sin límites. Habló con espantosa y jadeante intimidad que puso la piel degallina a Billy en el cuello. Su respiración apestaba a gin sin digerir.

—Ahora parece un caimán —dijo en lo que era casi un íntimo susurro—. Sí,eso es lo que parece, Billy. Como algo que hubiese salido de un pantano y puestoropas humanas. Es como si se estuviese convirtiendo en un caimán, y me alegraque se haya ido. Me alegra. Creo que de no haberse marchado, me hubiera idoy o. Sí. Hubiera, simplemente, llenado una maleta y…, y…

Cada vez se acercaba más y más, y Billy se puso de repente en pie, incapazde soportarlo más. Leda Rossington trastabilló y Halleck apenas pudo agarrarlapor los hombros…, pues él también estaba al parecer demasiado borracho. De nohaberla sostenido, era muy probable que se hubiese roto la cabeza con la mismamesa de café, con la parte superior de cristal y estructura de bronce (Trifles,

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quinientos ochenta y siete dólares, más gastos de envío) con la que se habíagolpeado la pierna…, sólo que, en vez de despertarse con un cardenal, se hubieradespertado muerta. Al mirar a sus semienloquecidos ojos Billy se preguntó si nodaría por bien venida la muerte. —Leda, tengo que marcharme.

—Claro… —respondió—. Sólo has venido para recibir información deprimera mano, ¿no es verdad, Billy, querido?

—Lo siento —replicó—. Siento todo lo que ha sucedido. Por favor, créeme.Y, de forma poco coherente, se escuchó a sí mismo añadir: —Cuando hables

con Cary, dale los mejores recuerdos de mi parte.—Ahora tiene dificultades para hablar —replicó ella—. Por lo que le está

sucediendo en la boca, ya sabes. Están hinchándosele las encías y aplanándoselela lengua. Puedo hablar con él, pero todo lo que me dice, todo lo que me replica,sale entre gruñidos.

Billy retrocedía hacia el vestíbulo, alejándose de ella, deseando verse libre desus suaves e implacables tonos cultos, necesitando liberarse de sus crudos yrelucientes ojos.

—Realmente es así —prosiguió—. Quiero decir que se está convirtiendo enun caimán. Espero que dentro de poco tiempo tengan que meterle en un depósito,deberán conseguir que su piel permanezca húmeda.

Las lágrimas cayeron de sus crudos ojos y Billy observó que dejaba caer ginde su vaso alto de Martini en sus zapatos.

—Buenas noches, Leda —susurró.—¿Por qué, Billy? ¿Por qué tuviste que atropellar a aquella vieja? ¿Por qué

nos has infligido esto a Cary y a mí? ¿Por qué?—Leda…—Vuelve dentro de un par de semanas —prosiguió, aún avanzando mientras

Billy tanteaba locamente detrás de él, en busca del pomo de la puerta delantera,manteniendo su educada sonrisa con una enorme fuerza de voluntad—. Regresay déjame echarte una ojeada cuando hayas perdido otros veinte o veinticincokilos. Me reiré…, me reiré…, me reiré…

Encontró el pomo. Lo giró. El aire frío golpeó su enrojecida y acalorada piel,como una bendición.

—Buenas noches, Leda. Lo siento…—¡Ahórrate tus lamentaciones! —le gritó ella y le tiró su vaso de Martini.Se estrelló contra el marco de la puerta a la derecha de Billy y se hizo añicos.—¿Por qué tuviste que atropellarla, bastardo? ¿Por qué has tenido que traernos

todo esto? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Halleck se dirigió hacia la esquina de Park Lane y Lantern Drive, y luego sederrumbó en un banco en el interior del refugio de la parada de autobús,

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temblando como con fiebre intermitente, con la garganta y el estómago agriadosa causa de la indigestión ácida y la cabeza zumbándole de gin.

Pensó:La atropellé y la maté y ahora estoy perdiendo peso y no puedo impedirlo.

Cary Rossington llevó a cabo la audiencia, me dejó salir sin más que unosgolpecitos en la muñeca, y Cary está en la Clínica Mayo. Está en la Clínica Mayoy, de creer a su esposa, parece un fugitivo de Caimanes por todas partes deMaurice Sendak. ¿Quién más estaba en esto? ¿Quién más se vio implicado de talforma que el viejo gitano se decidiese por la venganza?

Pensó en los dos policías, en los que habían expulsado a los gitanos cuandoaparecieron por la ciudad…, cuando habían dado por supuesto que empezarían ahacer sus trucos de gitanos en los terrenos comunales. Uno de ellos sólo habíasido un segundón, naturalmente… Sólo un patrullero siguiendo…

Siguiendo órdenes.¿Ordenes de quién? Pues del jefe de Policía, naturalmente. Órdenes de

Duncan Hopley.Los gitanos habían sido expulsados porque no les habían permitido llevar a

cabo sus actuaciones en el parque público. Pero, naturalmente, habríancomprendido que el mensaje era en cierto modo más amplio que sólo esto. Si sequería expulsar a los gitanos, había muchas ordenanzas para ello. Vagancia.Molestias públicas. Escupir en la acera. Lo que quieras…

Los gitanos habían llegado a un acuerdo con un granjero de la parte oeste dela ciudad, un viejo agriado llamado Arncaster. Siempre hay un granjero, siempreun agriado viejo granjero, y los gitanos siempre le encuentran.

Sus narices han sido entrenadas para oler a tipos como Arncaster —pensóBilly, sentado ahora en un banco y escuchando las primeras gotas de lluviaprimaveral aplastarse contra el techo del refugio de la parada de autobús. Simpleevolución, como es natural.

Todo esto necesita dos mil años de moverse de un lado para otro. Hablas conalgunas personas; tal vez Madame Azonka hace gratis una o dos lecturas. Huelesel nombre del tipo de la ciudad que tiene tierras, pero debe dinero, el fulano queno tiene gran amor por la ciudad o por las ordenanzas municipales, el tipo quevalla su huerto de manzanos durante la temporada de caza, por pura terquedad,porque prefiere que el ciervo se coma sus manzanas en vez de que los cazadorescacen al ciervo. Hueles el nombre y siempre lo encuentras, porque siempre, porlo menos, hay un Arncaster en las ciudades más ricas, y a veces hasta dos o trespara elegir.

Aparcan sus coches y acampan en círculo, como sus antepasados habíanarrastrado sus carros y carretas en un círculo doscientos, cuatrocientos,ochocientos años antes que ellos. Consiguen permiso para encender fuego, y porlas noches hay conversaciones y risas e, indudablemente, una botella o dos que

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pasan de mano en mano.Todo eso, pensó Halleck, podría haberlo aceptado para Hopley. Era la forma

en que se hacían las cosas. Los que deseasen comprar cualquier cosa que losgitanos vendiesen, irían con sus coches por la West Fairview Road hasta el lugarde Arncaster; por lo menos se hallaba en un lugar apartado, y el sitio deArncaster era una especie de monstruosidad para empezar…, las granjas que losgitanos encuentran siempre lo son. Y muy pronto se trasladarían a Raintree o aWestport, y desde allí se perderían de vista y del pensamiento.

Excepto que, después del accidente, después de que el viejo gitano se hubiesemolestado en subir los escalones del Juzgado y tocar a Billy Halleck, « la formaen que se hacían las cosas» y a no era algo suficientemente bueno.

Hopley había dado dos días a los gitanos, recordó Halleck, y cuando no dieronseñales de irse, les hizo marchar. En primer lugar, Jim Roberts revocó su permisopara hacer fuego. Aunque se habían producido fuertes aguaceros todos los díasdurante la semana anterior, Roberts les dijo que el peligro de incendio de repentehabía aumentado muchísimo. Que lo sentía. Y, a propósito, debían recordar quelas mismas regulaciones que trataban de los fuegos de campamento y paracocinar, se referían también a las estufas de propano, a los fuegos con carbón y alos de brasero.

A continuación, naturalmente, Hopley se habría dedicado a visitar a ciertonúmero de comerciantes locales en los que Lars Arncaster tenía abierta unacuenta de crédito, un crédito que, por lo general, se sobrepasaba siempre. Losmismos incluirían la ferretería, el almacén de alimentación y granos de laRaintree Road, la Cooperativa Agrícola de Fairview Village y el Sumoco deNormie.

Hopley también organizaba una visita a Zachary Marchant, del ConnecticutUnion Bank…, el Banco que amortizaba la hipoteca de Arncaster.

Todo formaba parte del trabajo. Tomar una taza de café con éste, algo decomer con aquél —tal vez algo tan simple como un par de salchichas ylimonadas compradas en el Dog Wagon de Dave—, una botella de cerveza con elde más allá. Y a la puesta de sol del día siguiente, todos aquellos con unareclamación pendiente con Lars Arncaster le harían una llamada,mencionándole lo realmente bueno que sería que aquellos malditos gitanossaliesen de la ciudad…, lo realmente agradecidos que se sentirían todos…

El resultado fue exactamente lo que Duncan Hopley previo que ocurriría.Arncaster iría a ver a los gitanos, haría las cuentas de la suma convenida por elalquiler y tendría los oídos sordos a cualquier protesta (Halleck pensabaespecíficamente en el joven de los bolos, que, aparentemente, aún no habíaabarcado la inmutabilidad de su puesto en la vida). No se trataba de que losgitanos hubieran firmado un arrendamiento que pudiese presentarse ante lostribunales.

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Sobrio, Arncaster les habría dicho que eran afortunados de que fuese unhombre honrado y que les devolviese una parte de lo que habían pagado.Borracho, dado que Arncaster era sobre todo noctámbulo, hubiera sido un pocomás comunicativo. Que había fuerzas en la ciudad que deseaban que los gitanosse fuesen, podría decirles. Que se había presentado una gran presión, una presiónque un granjero pobre con tierras como Lars Arncaster, simplemente, no podíaresistir. Particularmente cuando las llamadas « buenas personas» de la ciudad letenían puesta la pistola al cuello.

Ninguno de los gitanos (con la posible excepción del Malabarista, pensó Billy )necesitaría que le indicasen la cosa con demasiados pelos y señales.

Billy se levantó y anduvo despacio hacia casa en medio de una lluvia fría ycon rachas. Había un poco de luz en el dormitorio; Heidi le esperaba.

No había ninguna necesidad de venganza para el conductor del cochepatrulla. Ni para Arncaster; éste había visto una posibilidad de ganar quinientosdólares en efectivo, y les había hecho marchar porque debía obrar así.

¿Duncan Hopley ?Hopley, tal vez. Un hombre violento tal vez, se corrigió. En cierto modo,

Hopley no era más que otra especie de perro entrenado, cuyas directrices másapremiantes se dirigían a preservar el bien engrasado statu quo de Fairview. PeroBilly dudaba de que el anciano gitano hubiera estado dispuesto a adoptarsemejante punto de vista sociológico y sin efusividad de sangre, y noprecisamente por que Hopley les hubiese expulsado de modo tan eficientedespués de la audiencia. El echarles era una cosa. Estaban acostumbrados a ello.Pero el fracaso de Hopley en investigar el accidente que había costado la vida ala anciana…

Y había además otras cosas, ¿verdad?¿Fracaso en investigar? Diablos, Billy, no me hagas reír. El fracaso en

investigar es un pecado de omisión. Lo que Hopley hizo fue echar tanta tierracomo pudo sobre cualquier posible culpabilidad. Para empezar, la llamativacarencia de una prueba de análisis del aliento. Era quebrantamiento de losprincipios generales. Lo sabes, y Cary Rossington lo sabía también.

El viento arreciaba y la lluvia era ahora más fuerte. Podía ver cómo formabacráteres en los charcos de la calle. El agua tenía una rara apariencia pulimentadabajo los faroles callejeros de alta seguridad de color ámbar que se alineaban porLantern Drive. Por encima de la cabeza, las ramas gemían y cruj ían al viento yBilly Halleck alzó incómodo la mirada.

Debo ver a Duncan Hopley.Algo brilló, algo que debió ser la chispa de una idea. Luego pensó en el

drogado y aterrado rostro de Leda Rossington…, pensó en Leda diciendo Ahorale es difícil hablar…, por lo que le está ocurriendo en el interior de la boca, yasabes…, todo cuanto dice lo emite como gruñidos.

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Pero no esa noche. Ya tenía suficiente por esa noche.

—¿Dónde has ido, Billy?Estaba en la cama, tumbada en el círculo de luz proyectado por la lamparilla

para leer. Dejó el libro a un lado en la colcha, y le miraba, y Billy vio los huecosde un color castaño oscuro debajo de los ojos. Aquellos huecos castaños no leproducían piedad exactamente…, por lo menos no esta noche. Había cosaspeores en el mundo que, al parecer, unos ojos un poco hundidos. Por unmomento, pensó decir:

He ido a ver a Cary Rossington, pero, puesto que no estaba, he terminadotomándome unas copas con su mujer, un tipo de copas que el Gigante Verde debebeber cuando se encuentra entre bocinazos. Y nunca imaginarías lo que me hacontado. Heidi, querida. Cary Rossington, que te agarró una vez las tetas al tocarlas campanadas de medianoche en la Nochevieja en Nueva York, se estáconvirtiendo en un caimán. Cuando finalmente muera, le convertirán en unproducto de nuevo cuño: He aquí billeteras del juez.

—A ninguna parte —replicó—. Sólo he salido. A pasear. A pensar.—Hueles como si te hubieras caído en unos arbustos de enebro en el camino

de regreso a casa.—Supongo que sí, por así decirlo. Aunque en realidad me he caído en la

taberna de Andy.—¿Cuántas has tomado?—Un par.—Pues huele como cinco…—Heidi, ¿me estás interrogando?—No, cariño. Pero querría que no te preocuparas tanto. Esos médicos,

probablemente, averiguarán qué anda mal cuando te practiquen las seriesmetabólicas.

Halleck gruñó.Ella volvió hacia él su rostro ansioso y asustado.—Sólo ruego a Dios que no sea cáncer.Él pensó —y casi dijo— que sería bueno para ella haber salido; sería

estupendo el ser capaz de ver las gradaciones del horror. No lo dijo, pero algo delo que sentía debió mostrarse en su rostro, a causa de que la expresión de cansadatristeza de su mujer se intensificó.

—Lo siento —continuó ella—. Sólo… Al parecer, resulta difícil decir algo queno sea una cosa equivocada.

Ya lo sabes, muñeca —pensó.Y el otro odio destelló de nuevo, pálido y agrio. Debido a la bebida, se sentía

deprimido y al mismo tiempo físicamente enfermo. Retrocedió, dejando

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vergüenza en su estela. La piel de Cary estaba cambiando en Dios sabía qué, algoadecuado para verse sólo en la tienda de atracciones secundaria, de un circo.Duncan Hopley podía no estar bien, o algo peor podía estar aguardando aquí aBilly. Diablos, perder peso no era tan malo, ¿verdad?

Se desvistió con cuidado de apagar primero la lámpara de leer, y tomó aHeidi en sus brazos. Al principio, se mostró rígida contra él. Luego, cuando estabacomenzando a creer que las cosas no funcionarían, se suavizó. Escuchó el sollozoque su mujer trataba de tragarse y pensó, infelizmente, que si todos los libros decuentos tenían razón, que existía nobleza que encontrar en la adversidad ycarácter que forjar en la tribulación, en ese caso estaba haciendo un pobretrabajo tanto encontrando como forjando.

—Heidi, lo siento —le dijo.—Si por lo menos pudiese hacer algo —sollozó—. Si por lo menos pudiese

hacer algo, ya sabes…—Claro que puedes —le dijo, y le tocó los pechos.Hicieron el amor. Él comenzó a pensar:Éste es por ella.Y descubrió que, a fin de cuentas, había sido por él mismo; en vez de ver la

acosada y conmovida cara de Leda Rossington, sus brillantes ojos en laoscuridad, él, por el contrario, fue capaz de dormir.

Al día siguiente la balanza registró ochenta.

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Capítulo XIIDuncan y Hopley

Consiguió un permiso en la oficina para llevar a cabo las series de metabolismo:Kirk Penschley se mostró indecentemente deseoso de acomodarse a su petición,haciendo que Halleck se enfrentase con lo que hasta entonces no se habíaenfrentado: deseaban desembarazarse de él. Con dos de sus tres antiguas papadasdesaparecidas, sus pómulos visibles por vez primera desde hacía muchos años,los otros huesos de su rostro se mostraban con tanta claridad que se habíaconvertido en el coco de la oficina. —Diablos…, ¡si!

Eso fue lo que respondió Penschley antes de que la petición de Billy llegase asalir por completo de su boca. Penschley habló con voz alentadora, la voz que lagente emplea cuando todos saben que algo está mal seriamente y no deseaadmitirlo. Bajó los ojos, mirando al sitio donde solía estar la barriga de Halleck.

—Tómate todo el tiempo que necesites, Bill…—Tres días serán bastante —replicó.Luego llamó a Penschley desde el teléfono público de la cafetería Barker y le

dijo que tenía que tomarse más de tres días. Más de tres días, sí…, pero tal vez nosólo para las series metabólicas. La idea le pareció de primera. Sin embargo, noera una esperanza, no era nada tan grande como eso, pero era algo.

—¿Cuánto tiempo? —le preguntó Penschley.—Aún no lo sé seguro —replicó Halleck—. Tal vez dos semanas.

Posiblemente un mes.Se produjo un silencio momentáneo en el otro extremo del hilo, y Halleck se

percató de que Penschley estaba leyendo entre líneas.Lo que realmente quiero decir, Kirk, es que nunca regresaré. Finalmente, me

han diagnosticado cáncer. Ahora llega lo del cobalto, las drogas para el dolor, elinterferón, si podemos conseguirlo, el laetril si nos quitamos la peluca y decidimosirnos a México. La próxima vez que me veas, Kirk, estaré en una caja alargada,con una almohada de seda debajo de la cabeza.

Y Billy, que había estado temiendo no mucho más durante las últimas seissemanas, sintió la primera y pequeña agitación de ira.

Eso no es lo que estoy diciendo, maldita sea. Por lo menos, aún no…—No hay problema, Bill. Deseamos que arregles lo de Hood con Ron Baker,

pero creo que todo lo demás puede aguardar durante un buen rato. Me cuidaré de

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hacer frente al fuego.Que te den por el culo. Empezarás a revolverlo todo con el personal esta

misma tarde, y en lo que se refiere al litigio de Hood, ya has hablado con RonBaker la semana pasada; me llamó el jueves por la tarde y me preguntó dóndehabía puesto Sally las jodidas deposiciones Con-Gas. Tu idea de esperar, Kirk,muchacho, de hacer frente al fuego, sólo tiene que ver con tus parrilladas de pollodel domingo por la tarde en tu casa de Vermont. Por lo tanto, basta ya de tantamierda, farsante.

—Cuidare de que consiga el expediente —replicó Billy, y no resistió al añadir—: Creo que ya ha logrado las declaraciones Con-Gas.

Un pensativo silencio mientras, en el otro extremo, Kirk Penschley digeríatodo aquello.

—Bueno…, si hay algo que pueda hacer…—Pues lo hay —repuso Billy—. Aunque pueda sonar un poco raro.—¿De qué se trata?Su voz era ahora cautelosa.—¿Te acuerdas de mis problemas a principios de la primavera? ¿El

accidente?—Sííí…—La mujer que atropellé era gitana. ¿Lo sabías?—Salió en el periódico —manifestó a desgano Penschley.—Formaba parte de…, de… ¿Qué? Una banda, supongo que tú lo dirías así…

Una banda de gitanos. Estaban acampados en las afueras de Fairview. Llegaron aun acuerdo con un granjero local que por supuesto necesitaba el dinero y aceptó.

—Espera, espera un segundo… —dijo Kirk Penschley, con voz algo irritada,del todo diferente a su antiguo tono de plañidera de pago.

Billy se permitió una sonrisa. Conocía este segundo tono, y le gustabainfinitamente más. Visualizaba a Penschley, de cuarenta y cinco años, calvo yapenas de metro sesenta de estatura, tomando un bloc de notas amarillo. Cuandole interesaba, Kirk era uno de los hombres más tenaces y brillantes que Halleckhabía conocido.

—Bien, sigue… ¿Quién era ese granjero local?—Arncaster, Lars Arncaster. Después de que atropellé a la mujer…—¿Cuál era su nombre?Halleck cerró los ojos y lo rememoró. Era divertido… Con todo esto, y nunca

había pensado en su nombre después del juicio.—Lemke —dijo al fin—. Se llamaba Susanna Lemke.—¿L-e-m-p-k-e?—Sin p…—Bien…—Después del accidente, los gitanos se percataron de que se había estropeado

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su buen recibimiento en Fairview. Tengo razones para creer que se fueron aRaintree. Quiero saber si se les puede localizar desde allí. Me gustaría saberdónde están ahora. Pagaré de mi bolsillo los honorarios del investigador privado.

—Maldito si lo harás… —replicó Penschley jovialmente—. Bueno, si sefueron hacia el norte, hacia Nueva Inglaterra, probablemente les encontraremos.Pero si se dirigieron hacia el sur, a la ciudad, o a Jersey, lo dudo… Billy … ¿estáspreocupado por una demanda civil?

—No —replicó—. Pero tengo que hablar con el marido de esa mujer. Si eseso lo que es.

—Oh… —exclamó Penschley, y de nuevo Halleck pudo leer lospensamientos de aquel hombre con tanta claridad como si los expusiese en vozalta.

Billy Halleck está arreglando sus asuntos, haciendo el balance en sus libros.Tal vez desea dar al viejo gitano un cheque, quizá sólo desee enfrentarse con él ydisculparse y dar al hombre una oportunidad de que le ponga un ojo negro.

—Gracias, Kirk —dijo Halleck.—Por nada —repuso Penschley—. Limítate a ponerte mejor.—Estupendo —replicó Billy.Y colgó. Su café se le había enfriado.

No se sorprendió al enterarse de que Rand Foxworth, el ay udante del jefe, era elque se encargaba ahora de las cosas en la comisaría de Policía de Fairview.Saludó a Halleck con bastante cordialidad, pero parecía molesto. A los ojosexpertos de Halleck, parecía haber demasiados documentos en la bandeja deEntradas del despacho de Foxworth y no parecía haber demasiados en la bandejade Salidas. El uniforme de Foxworth estaba impecable…, pero sus ojos estabanenrojecidos.

—Dunc ha pescado la gripe —explicó en respuesta a la pregunta de Billy.Esta respuesta tenía el tono estereotipado de haberse dicho muchas veces.—No ha estado aquí el último par de días.—Oh… —dijo Billy—. La gripe…—Eso es —repuso Foxworth, y sus ojos se enfrentaron a Billy para

asegurarse de ello.

La recepcionista le dijo a Billy que el doctor Houston estaba con un paciente.—Es urgente. Por favor, dígale que sólo necesito intercambiar unas palabras

con él.Hubiera sido más fácil en persona, pero Halleck no quería atravesar la ciudad

en coche. Como resultado de ello, estaba sentado en una cabina telefónica (un

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acto que no hubiera sido capaz de hacer no hacía mucho tiempo) al otro lado dela calle de la comisaría de Policía. Al fin, Houston se puso al aparato.

Su voz fue fría, distante, más que un poco irritada… Halleck, que empezaba aser un lince en leer entre líneas o en convertirse en un auténtico paranoico,escuchó un claro mensaje en aquel tono frío:

Ya no eres mi paciente, Billy. Huelo alguna degeneración irreversible en ti queme pone muy, pero muy nervioso. Dame algo que pueda diagnosticar y recetar alrespecto, es lo único que pido. Si no me lo das, entonces no hay realmente basepara nuestra relación. Hemos jugado muy agradablemente al golf, pero no creoque ninguno de nosotros pueda decir que hemos llegado a ser amigos. Me hecomprado un busca-personas de Sony, un equipo para diagnósticos que valedoscientos mil dólares y una selección de medicamentos tan amplia que… Bueno,si mi computadora los imprimiese todos, la hoja se extendería desde la puerta deentrada del club de campo hasta el cruce de Park Lane y Lantern Drive. Con todoesto a mi disposición, me siento listo. Me siento útil. Entonces te presentas tú y mehaces pasar por un médico del siglo XVII con una botella llena de sanguijuelaspara la presión sanguínea alta y un cincel de trepanar para el dolor de cabeza. Yno me gusta sentirme de esta manera, gran Bill. Y la coca no puede hacer nadapara ayudarme. Así que esfúmate. Ya me he lavado las manos contigo. Mepresentaré para verte en tu ataúd…, a menos, naturalmente, que suene miavisador y tenga que marcharme.

—Medicina moderna —musitó Billy.—¿Qué, Billy ? Tendrás que darte prisa. No quiero despacharte, pero mi

ay udante ha telefoneado que está enfermo y esta mañana parece que me va aestallar la cabeza.

—Sólo una simple pregunta, Mike —le dijo Billy—. ¿Qué le pasa a DuncanHopley?

Se produjo un profundo silencio de casi diez segundos al otro extremo de lalínea. Luego:

—¿Qué te hace pensar que sucede algo?—No está en la comisaría. Rand Foxworth dice que tiene gripe, pero Rand

Foxworth miente como un jodido viejo.Se produjo otra pausa larga.—Como abogado, Billy, no debería decirte que me estás pidiendo una

información privada. Podría verme en un aprieto.—Si alguien tropieza con lo que hay en la botellita que guardas en tu

escritorio, también te verás en un aprieto. Estarás tan en la cuerda floja y tanalto, que le daría vértigo a un artista del trapecio.

Más silencio. Cuando Houston habló de nuevo, su voz aparecía envarada porla ira… y se percibió una corriente subterránea de miedo.

—¿Es una amenaza?

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—No —dijo con viveza Billy—. Sólo que no tienes que ser remilgadoconmigo, Mike. Dime qué anda mal en Hopley y aquí acabará la cosa.

—¿Qué quieres saber?—Oh, mierda. Eres una prueba viviente de que un hombre puede ser tan

opaco como desee, ¿lo sabías, Mike?—No tengo la menor idea de qué…—Has visto tres enfermedades muy extrañas en Fairview durante el último

mes. Y no has hecho la menor conexión entre ellas. En cierto modo, eso esbastante comprensible; las tres son muy diferentes en su sintomatología. Por otrolado, eran muy similares en el mismo hecho de su rareza. Me he preguntado sicualquier otro médico…, uno que no hubiese descubierto el placer de metersecocaína por valor de cincuenta dólares en las narices cada día, por ejemplo, nohubiera establecido la conexión a pesar de la diversidad de los síntomas.

—¡Espera un condenado momento!—No, no quiero. Me has preguntado por qué quería saberlo, y por Dios que te

lo voy a decir. Estoy perdiendo peso de una forma continuada, sigo perdiendopeso aunque me meta entre pecho y espalda ocho mil calorías al día. CaryRossington ha pillado una pintoresca enfermedad de la piel. Su mujer dice que seestá convirtiendo en un monstruo de feria. Ha ido a la Clínica Mayo. Y ahoradeseo saber qué anda mal con Duncan Hopley y, en segundo lugar, deseo sabersi has tenido algunos otros casos inexplicables.

—Billy, eso no es tan sencillo. Pareces poseído por alguna loca idea de unaclase u otra. No sé de qué se trata…

—No, y no voy a decírtelo. Pero quiero una respuesta. Si no la consigo de ti,la conseguiré de alguna otra forma.

—Espera un momento Si tengo que hablar de esto, deseo hacerlo en elestudio. Es un sitio mucho más privado.

—Está bien.Se produjo un chasquido mientras Houston pasaba a otro sitio la

comunicación de Billy. Permaneció sentado en la cabina, sudando,preguntándose si ésta sería la forma de Houston para dejarle colgado. Luego seoy ó otro clic.

—¿Estás ahí, Billy ?—Sí.—Bien —prosiguió Houston, con una nota de decepción en su voz,

inconfundible y en cierto modo cómica—. Duncan Hopley ha pescado un casode acné galopante.

Billy se puso en pie y abrió la puerta de la cabina telefónica. De repente, allíhacía demasiado calor.

—¡Acné!—Espinillas. Granos. Barros. Eso es todo. ¿Estás contento?

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—¿Algo más?—No. Y, Billy, yo no considero exactamente las espinillas como algo fuera de

lo normal. Estás empezando a parecer como de una novela de Stephen King.Pero no es así. Dunc Hopley tiene un desequilibrio glandular temporal, esos estodo. Y no es algo tampoco que sea del todo nuevo en él. Tiene un historial deproblemas cutáneos que se remonta a su séptimo año del colegio.

—Muy racional. Pero si añades en la ecuación a Cary Rossington con su pielde caimán y a William J. Halleck con su caso de anorexia nerviosa involuntaria,empieza a sonar de nuevo un poco como una novela de Stephen King, ¿no diríaslo mismo?

Pacientemente, Houston respondió:—Tienes un problema metabólico, Bill. Cary… No lo sé. He visto algunas…—Cosas extrañas, sí…, lo sé —replicó Billy.¿Había sido este aspirador de cocaína su médico familiar desde hacía diez

años? Dios mío, ¿era ésa la verdad?—¿Has visto últimamente a Lars Arncaster?—No —replicó impaciente Houston—. No es mi paciente. Pensé que habías

dicho que sólo tenías una pregunta que hacer.Naturalmente que no es paciente tuyo —pensó Billy frívolamente— no paga

sus facturas a tiempo, ¿verdad? Y un tipo como tú, con gustos caros, realmente nopuede permitirse el lujo de aguardar, ¿no es así?

—Ésta es, realmente, la última —dijo Billy —. ¿Cuándo viste por última vez aDuncan Hopley?

—Hace dos semanas.—Gracias.—La próxima vez pide hora primero, Billy —le contestó Houston con voz

hostil.Y colgó.Naturalmente, Hopley no vivía en Lantern Drive, pero el cargo de jefe de

Policía estaba bien pagado y tenía una casa elegante como las de NuevaInglaterra, en Ribbonmaker Lane.

Billy aparcó al anochecer en la entrada de coches, se acercó a la puerta yllamó al timbre. No hubo respuesta. Llamó de nuevo. Sin respuesta. Mantuvo eldedo apoy ado en el timbre. Siguió sin haber respuesta. Se dirigió al garaje, sepuso las manos alrededor de la cara y miró. El coche de Hopley, un conservadorVolvo color cuero estaba allí. La matrícula rezaba FVW 1. No había segundocoche. Hopley era soltero. Billy regresó a la puerta y comenzó a aporrearla. Lohizo durante casi tres minutos, y empezaba a cansársele el brazo cuando una vozronca gritó:

—¡Váyase! ¡Maldita sea!—¡Déjeme entrar! —le gritó a su vez Billy—. ¡Tengo que hablar con usted!

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No hubo respuesta. Al cabo de un minuto, Billy comenzó a aporrear de nuevola puerta. Tampoco se produjo una respuesta esta vez… pero, cuando cesó derepente de golpear, escuchó el susurro de un movimiento al otro lado de lapuerta. De improviso, se representa a Hopley de pie allí —agazapado allí—,aguardando a que el no bien venido e insistente visitante se marchase y le dejaseen paz. En paz, o lo que pasase por esto en el mundo de Duncan Hopley enaquellos días. Billy abrió su puño hormigueante.

—Hopley, sé que está ahí —le dijo en voz baja—. No tiene por qué decirnada; limítese a escucharme. Soy Billy Halleck. Hace dos meses me viimplicado en un accidente. Se trató de una gitana que cruzó la calle sin mirar.

Ahora se oían unos movimientos definidos detrás de la puerta. Como unarrastrar de pies.

—La atropellé y la maté. Y ahora estoy perdiendo peso. No estoy a dieta ninada parecido. Simplemente, voy perdiendo peso. Hasta ahora he perdido treintay cinco kilos. Si esto no se detiene pronto, pareceré el Esqueleto Humano en unabarraca de feria. Cary Rossington… El juez Rossington presidió la audienciapreliminar y declaró que no había indicios racionales de culpabilidad para elprocesamiento. Y él está afectado ahora por una rara enfermedad de la piel.

Billy pensó que oía un sordo jadeo de sorpresa.» … y ha acudido a la Clínica Mayo. Los médicos le han dicho que no se trata

de cáncer, pero no saben qué es. Rossington más bien cree que es cáncer, cuandosabe realmente de qué se trata.

Billy tragó saliva. Sintió un penoso chasquido en la garganta.» Es una maldición gitana, Hopley. Sé que esto parece una locura, pero es la

verdad. Había un viejo. Me tocó al salir del juicio. Tocó a Rossington cuando él ysu mujer estaban en el mercado de Raintree. ¿Le tocó a usted, Hopley?

Se produjo un largo, largo silencio… y luego una palabra llegó a los oídos deBilly a través de la hendidura para el correo, como una carta llena de malasnoticias del hogar.

—Sí…—¿Cuándo? ¿Dónde?No hubo respuesta.—Hopley, ¿dónde se fueron los gitanos al salir de Raintree? ¿Lo sabe?No hubo respuesta.—¡Tengo que hablar con usted! —exclamó desesperado Billy —. He tenido

una idea, Hopley. Creo…—No puede hacer nada —susurró Hopley —. Es algo que ha llegado muy

lejos. ¿Comprende, Halleck? Demasiado… lejos…De nuevo aquel suspiro…, como de cruj ir de papel, espantoso…—¡Es una posibilidad! —gritó furioso Halleck—. ¿Ha llegado todo tan lejos

que eso no significa ya nada para usted?

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No hubo respuesta. Billy aguardó, buscando dentro de él más palabras, otrosargumentos. No pudo encontrar ninguno. Hopley, simplemente, no iba apermitirle entrar. Había comenzado a alejarse cuando la puerta se abrió un poco.

Billy miró al negro espacio entre la puerta y la jamba. Escuchó de nuevoaquellos movimientos susurrantes, que ahora se alejaban del vestíbulo oscurecidode la entrada. Sintió que se le ponía piel de gallina en la espalda, los costados y losbrazos y, por un momento, estuvo a punto de irse de todos modos.

No te preocupes de Hopley —pensó—, sí alguien puede encontrar a esosgitanos es Kirk Penschley, por lo que no debes preocuparte por Hopley, no lonecesitas, no necesitas ver en qué se ha convertido.

Rechazando aquella voz, Billy agarró el pomo de la puerta principal del jefede Policía, la abrió y entró.

Vio una forma borrosa en el extremo más alejado del vestíbulo. Se abrió unapuerta a la izquierda y la forma entró allí. Brilló una luz tenue y, durante unmomento, una sombra larga y lúgubre se extendió por el suelo del vestíbulo,inclinándose hacia la otra pared, donde se encontraba una fotografía enmarcadade Hopley, en la que se le veía recibiendo un premio del Rotary Club de Fairview.La sombra deformada de la cabeza se fijó en la fotografía como un presagio.

Billy atravesó el vestíbulo, ahora algo espectral… No solía bromear consigomismo. Había esperado a medias que la puerta detrás de él se cerrase y echasenla llave…

…y luego el gitano saldría corriendo de las sombras y me agarraría por detrás,como la gran escena de miedo en una mala película de terror. Seguro. Vamos,tonto, pórtate como un hombrecito…

Pero no por ello disminuyeron los desbocados latidos de su corazón.Se percató de que la casita de Hopley tenía un olor desagradable, persistente

y maduro, como de carne pudriéndose poco a poco.Se quedó durante un momento frente a la abierta puerta. Parecía una especie

de estudio, pero la luz era tan débil que resultaba imposible estar seguro alrespecto.

—Hopley…—Entre —susurró la voz.Billy lo hizo.Era en efecto el estudio de Hopley. Había más libros de los que Billy habría

esperado y una cálida alfombra turca en el suelo. La habitación era pequeña y,probablemente, de lo más agradable en circunstancias más apropiadas.

En el centro se veía un escritorio de madera clara. Había una lámpara en lamesa. Hopley había inclinado la pantalla, por lo que las sombras se extendían apartir de escasos centímetros del papel secante. Se producía un pequeño y

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salvajemente concentrado círculo de luz sobre el secante; el resto del cuarto erauna gélida tierra de sombras.

El mismo Hopley era un bulto con apariencia humana en lo que debía dehaber sido un sillón Eames.

Billy transpuso el umbral. En la esquina había una silla. Billy se sentó allí,consciente de que había elegido la silla de la habitación que estaba más alejadade Hopley. Sin embargo, se dio cuenta de que se esforzaba por ver a Hopley conclaridad. Resultaba imposible. El hombre no era más que una silueta. Billy casiesperó que Hopley subiese la pantalla para que le cay ese ante los ojos. LuegoHopley se inclinaría hacia delante, un policía salido de un película de la serienegra de los años 40 y gritaría:

¡Sabemos que lo hizo, McGonigal! ¡Deje de negarlo! ¡Confiese! Confiese y ledaremos un cigarrillo… ¡Confiese y le daremos un vaso de agua helada! ¡Confiesey le dejaremos ir al cuarto de baño!

Pero Hopley siguió retrepado en su sillón. Se produjo un suave cruj ido alcruzarse de piernas.

—¿Y bien? Quería entrar. Pues ya ha entrado. Cuente lo que tenga que decir,Halleck, y váy ase. En estos momentos no es usted mi persona favorita en elmundo.

—Tampoco soy la persona favorita de Leda Rossington —replicó Billy—, y,francamente, me importa un pito lo que ella piense o lo que piense usted. Ellacree que yo tengo la culpa. Y probablemente usted también.

—¿Cuánto había bebido cuando la atropelló, Halleck? Siempre he pensado quesi Tom Rangely le hubiese aplicado el analizador de aliento, ese pequeño globohubiera salido volando hacia los cielos como esos globos de previsión del tiempo.

—Nada de bebidas ni de drogas —replicó Billy.Su corazón le latía aún con fuerza, pero ahora lo impulsaba la ira más que el

miedo. Cada latido le mandaba una descarga dolorosa a través de la cabeza.—¿Quiere saber que sucedió? ¿Eh? Pues que mi mujer desde hace dieciséis

años, eligió aquel día para hacerme una paja en el coche. Nunca antes habíahecho algo así. Ni tengo la menor idea por qué eligió aquel día para hacerlo. Porlo que, mientras usted y Leda Rossington, y probablemente también CaryRossington, han estado atareados metiéndose conmigo porque era yo el que iba alvolante, yo estaba muy atareado con mi mujer porque tenía una mano dentro demis pantalones. Y tal vez, simplemente, deberíamos achacar las cosas a los hadoso al destino y dejar de preocuparnos acerca de culpabilidades.

Hopley gruñó.—¿O quiere que le diga cómo rogué de rodillas a Tom Rangely para que no

me hiciese una prueba de aliento o de sangre? ¿O de cómo lloré sobre su hombropara que suavizase la investigación y expulsase a esos gitanos de la ciudad?

Esta vez Hopley ni gruñó siquiera. Era sólo una silenciosa sombra derrengada

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en el sillón Eames.—¿No es un poco tarde para todos esos juegos? —preguntó Billy.Su voz era ahora ronca y se percató con cierto asombro que se encontraba al

borde de las lágrimas.—Mi mujer me la estaba meneando, es verdad. Atropellé a la vieja y la

maté, es verdad. Se encontraba por lo menos a cincuenta metros de distancia delpaso de peatones más cercano y salió entre dos coches. Eso también es verdad.Usted suavizó la investigación y les expulsó de la ciudad tan pronto como CaryRossington me echó una mano y me encubrió. Eso también es verdad. Y ningunade esas cosas significa una mierda. Pero si quiere estar sentado aquí, en laoscuridad, dándole vueltas a la culpabilidad, amigo mío, no se olvide de servirseun buen plato para usted mismo.

—Un buen informe final, Halleck. Realmente grande. ¿Ha visto alguna vez aSpencer Tracy en aquella película acerca del juicio del Mono? Seguramente quesí.

—Váyase a la mierda —replicó Billy.Y se puso de pie.Hopley suspiró.—Siéntese.Billy Halleck permaneció inseguro de pie, percatándose de que una parte de

él deseaba emplear su ira para sus propios y poco nobles propósitos. Aquellaparte quería sacarlo de aquí con una furia bien montada, simplemente porqueaquella sombra derrengada en la oscuridad, en el sillón Eames, le asustabamortalmente.

—No sea un jodido santurrón —le dijo Hopley —. Siéntese, por Dios…Billy se sentó, consciente de que tenía la boca seca y que había unos

pequeños músculos en sus muslos que saltaban y bailoteaban de formaindomable.

—Pongámoslo de la forma en que lo quiere, Halleck. Yo me parezco más austed de lo que cree. Tampoco me importa un cuerno hacer la autopsia de todoesto. Tiene usted razón. No lo pensé, sólo lo hice. No eran el primer grupo deindeseables que expulsaba de la ciudad, y he hecho otros pequeños trabaj itos asícuando algún ciudadano importante se ha visto metido en un lío. Naturalmente,no hubiera hecho nada si el ciudadano en cuestión hubiera tenido el problemafuera de los límites de la ciudad de Fairview…, pero quedaría sorprendido decuántos de nuestros ciudadanos importantes nunca acaban de aprender que nodebe cagarse donde se come…

» O tal vez no debería sorprenderse.Hopley emitió una risa jadeante y con resuello que hizo que a Billy se le

pusiera la carne de gallina en los brazos.—Todo forma parte de mi servicio. Si no hubiese sucedido nada, ninguno de

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nosotros, usted, yo, Rossington, ni siquiera recordaríamos ahora la existencia deaquellos gitanos.

Billy abrió la boca para negarlo acaloradamente, para decir a Hopley quesiempre recordaría el enfermizo doble golpe durante el resto de su vida… Yluego recordó los cuatro días en Mohonk con Heidi, cuando reían juntos, comíancomo caballos, hacían excursiones a pie, hacían el amor cada noche y a vecespor las tardes. ¿Cuándo había ocurrido esto después de que sucediera lo otro?¿Dos semanas?

Cerró de nuevo la boca.—Lo pasado, pasado. Supongo que la única razón para que le haya dejado

entrar es que resulta bueno conocer a alguien que cree que esto ha sucedido,aunque parezca una locura. O tal vez, simplemente le he dejado entrar porqueestoy solo. Y asustado, Halleck. Muy asustado. En extremo asustado. ¿Tambiénusted está asustado?

—Sí —respondió simplemente Billy.—¿Sabe qué es lo que más me asusta? Puedo vivir así durante bastante

tiempo. Eso es lo que me asusta. Mrs. Calleghee hace mis compras de alimentosy viene dos veces a la semana a limpiar y a hacer el lavado. Tengo la tele y megusta leer. He hecho muy buenas inversiones a través de los años y, dado que soymoderadamente frugal, podría, probablemente, seguir así de forma indefinida. Y,de todos modos, ¿qué tentaciones tiene para gastar un hombre en mi posición?¿Me voy a comprar un yate, Halleck? ¿Tal vez alquilaré un Lear y volaré aMontecarlo con mi muñeca para ver allí la carrera del Gran Prix el mes queviene? ¿Qué opina? ¿En cuántas fiestas cree que sería bien recibido mientras todala cara se me está cayendo a pedazos?

Billy movió entumecido la cabeza.—Por lo tanto…, puedo vivir aquí y las cosas irían pasando, sólo pasando…

Como ocurre ahora mismo, cada día y cada noche. Y esto me asusta porque eserróneo vivir así. Cada día que pasa y no me suicido, cada día que me limito aestar sentado aquí en la oscuridad, viendo concursos y series por la tele, aqueljodido viejo gitano se está riendo de mí.

—¿Cuándo…, cuándo el…?—¿Cuándo me tocó? Hace unas cinco semanas, si es que eso importa. Fui a

Milford a ver a mi madre y a mi padre. Y los llevé a almorzar. Me bebí unacuantas cervezas antes y otras cuantas durante la comida, y decidí ir al serviciode caballeros antes de marcharnos. La puerta estaba cerrada. Aguardé, se abrióy él salió. El viejo tío con la nariz macilenta. Me tocó en las mejillas y dijo algo.

—¿Qué?—No lo oí —replicó Hopley—. En aquel mismo momento, en la cocina,

alguien dejó caer al suelo una pila de platos. Pero no tengo que oírlo realmente.Lo único que debo hacer es mirarme en el espejo.

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—Probablemente no sabe si estaban acampados en Milford.—En realidad, lo comprobé al día siguiente en el departamento de Policía de

Milford —replicó Hopley—. Llámelo curiosidad profesional…, pero reconocí alviejo gitano, no hay manera de olvidar una cara así, ¿sabe qué quiero decir?

—Sí —repuso Billy.—Habían acampado en una granja en East Milford durante cuatro días. Con

alguna clase de trato como el que concertaron con ese hemorroico de Arncaster.El policía con el que hablé dijo que no les había perdido de vista y que, alparecer, se habían marchado precisamente aquella mañana.

—Después de que el viejo le tocase.—Eso es…—¿Cree que sabía que usted iba a estar allí? ¿En aquel restaurante en

particular?—Nunca había llevado allí a mis padres —replicó Hopley—. Era un sitio

viejo que acababan de renovar. Por lo general, vamos a un restaurante italiano enel otro extremo de la ciudad. Fue idea de mi madre. Deseaba ver qué habíanhecho con las alfombras, los paneles o con algo así. Ya sabe cómo son lasmujeres…

—No ha contestado a mi pregunta. ¿Cree que sabía que iban a ir allí?Se produjo un largo y meditabundo silencio por parte de la derrengada forma

en el sillón Eames.—Sí —dijo Hopley al fin—. Sí, así es. Una locura más, ¿verdad, Halleck? Es

una buena cosa que nadie escuche todo esto, ¿verdad?—Sí —repuso Billy—. Supongo que así es.Una risita particular se le escapó. Sonó como un muy pequeño graznido.—Y ahora, ¿cuál es su idea, Halleck? No duermo mucho estos días, pero, por

lo general, empiezo a dar cabezadas a esta hora de la noche.Billy consideró que era absurdo expresar en palabras lo que únicamente

había pensado en el silencio de su propia mente: su idea era débil y tonta, no erauna idea en absoluto, realmente no, sino sólo un sueño.

—El estudio jurídico para el que trabajo contrata a un equipo deinvestigadores —explicó—. Barton Detectives Services, Inc.

—Ya he oído hablar de ellos.—Se supone que son los mejores en su ramo. Yo… Es decir…Sintió que la impaciencia de Hopley irradiaba de aquel hombre en oleadas,

aunque Hopley no se moviera en absoluto. Reunió la dignidad que aún lequedaba, diciéndose que, seguramente, sabía tanto de lo que estaba ocurriendocomo Hopley, que tenía perfecto derecho a hablar. A fin de cuentas, aquellotambién le estaba sucediendo a él.

—Quiero encontrarle —dijo Billy—. Deseo enfrentarme con él. Decirle loque pasó… Supongo…, supongo que quiero quedar limpio del todo. Aunque me

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imagino que, si puede hacernos esas cosas, lo sabrá de todas formas.—Sí —repuso Hopley.Algo alentado, Billy prosiguió:—Pero de todos modos deseo contarle mi parte en los hechos. Fue culpa mía,

sí, debí de ser capaz de detenerme a tiempo… A igualdad de todas las cosas,debería haber parado a tiempo. Fue culpa de mi mujer, a causa de lo que estabahaciéndome. Fue culpa de Rossington por echarle tierra al asunto, y culpa suyapor haberse saltado la investigación y luego por haberles expulsado de la ciudad.

Billy tragó saliva.—Y luego, le diré que fue también culpa de ella. Sí. Ella estaba cruzando la

calle de forma imprudente, Hopley, y eso está bien, no es un crimen por el quelleven a uno a la cámara de gas, pero la razón que está contra la ley es quepuedan matarlo a uno de la forma que la mataron a ella.

—¿Quiere decirle todo eso?—No quiero hacerlo, sino que voy a hacerlo. Salió entre dos coches

estacionados y sin mirar ni para un lado ni para otro. Enseñan algo mucho mejoren el tercer curso del colegio.

—De todos modos, no creo que esa muñeca recibiera muchas lecciones decirculación peatonal en el tercer curso —repuso Hopley—. En cierto modo, nocreo que ni siquiera llegase a hacer el tercer curso, ¿no le parece?

—Da exactamente igual —replicó tozudamente Billy—, es simple sentidocomún…

—Halleck, usted debe de ser glotón como castigo —dijo la sombra que eraHopley—. Ahora está perdiendo peso… ¿Quiere presentarse al gran premio? Talvez la próxima vez le detendrá las tripas, o le calentará la sangre hasta más decuarenta y cinco grados, o…

—¡No voy a limitarme a seguir sentado en Fairview y dejar que eso suceda!—exclamó con fiereza Billy—. Tal vez pueda invertirse, Hopley. ¿Nunca hapensado en ello?

—He estado leyendo cosas así —replicó Hopley —. Supongo que supe lo queme estaba sucediendo desde el momento en que apareció la primera espinillaencima de mis cejas. Exactamente donde me empezaban los ataques de acné enmis años de la escuela superior y estaba acostumbrado a unos asquerosos ataquesde acné entonces, permítame que se lo diga. ¡Por lo tanto he leído cosas alrespecto! Como ya he dicho, me gusta leer. Y debo decirle, Halleck, que existencentenares de libros acerca de lanzar encantos y maldiciones, pero muy pocosacerca de cómo invertir sus efectos.

—Está bien, tal vez él no pueda. Tal vez no. Probablemente, no, incluso. Pero,maldita sea, aún sigo queriendo localizarle. Puedo mirarle a la cara y decir: « Hacortado el pastel demasiado pequeño, viejo. Debería haber cortado un trozo parami mujer, y otro para su mujer, y mientras hace todo eso, ¿qué le parece un

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trozo para usted mismo? ¿Dónde estaba cuando ella andaba por la calle sin miraradonde iba? Si no estaba acostumbrada al tráfico en la ciudad, debería haberlosabido. Por lo tanto, ¿dónde estaba usted? ¿Por qué no se hallaba allí para tomarlapor el brazo y hacerla pasar por la esquina, por el paso de peatones? ¿Porqué…?»

—Ya basta —replicó Hopley—. Si yo estuviese en el jurado, meconvencería, Halleck. Pero se ha olvidado del factor más importante queinterviene aquí.

—¿Cuál es? —preguntó Billy.—La naturaleza humana —repuso la sombra de Hopley—. Podemos ser

víctimas de lo sobrenatural, pero con aquello que tratamos es la naturalezahumana. Como agente de Policía, perdóneme, ex agente de Policía, no puedoestar de acuerdo más que respecto de que las cosas aparecen en tonos de gris.Nada es totalmente correcto y totalmente erróneo; existe exactamente acontinuación una forma de gris, más clara o más oscura. No creerá que sumarido se tragará toda esa mierda, ¿verdad?

—No lo sé.—Yo lo sé —repuso Hopley—. Lo sé, Halleck. Puedo leer en ese tipo tan bien

que, a veces, creo que debe de estar mandándome unas señales de radiomentales. Toda su vida ha estado en movimiento, expulsado de un lugar tanpronto como las « buenas gentes» consiguen toda la marihuana o el hachís quedesean, tan pronto como pierden todas las monedas que desean emplear en larueda de la fortuna. Toda su vida ha llevado una etiqueta llamada « sucio gitano» .Las « buenas gentes» tienen raíces, pero él no tiene ninguna. Este tipo, Halleck,ha visto tiendas de cáñamo incendiadas por broma, allá en los años 30 y 40, y talvez hubo bebés y ancianos que ardieron en alguna de aquellas tiendas. Ha visto asus hijas, o a las hijas de sus amigos atacadas, tal vez violadas, porque todas esas« buenas gentes» , saben que los gitanos joden como conejos y que un poco másno importa, y aunque no sea así, a quién demonios le interesa. Es como acuñaruna frase. Tal vez haya visto a sus hijos, a los hijos de sus amigos, golpeadoshasta dejarlos por muertos… ¿Y por qué? Porque los padres de los muchachosque dieron las palizas perdieron un poco de dinero en los juegos de azar. Siemprees lo mismo: llegan a una ciudad, las « buenas gentes» toman lo que desean yluego los expulsan de la ciudad. A veces les conceden una semana en una granjade mala muerte o un mes en las casillas de peones camineros locales, todo lomás. Y luego, Halleck, y por encima de todo, llega el número final. Ese abogadode primera con tres papadas y mandíbulas de bulldog atropella a la mujer en lacalle. Tiene setenta o setenta y cinco años, es medio ciega, tal vez sólo camine unpoco de prisa porque desea volver con los suyos antes de mojarse, y los huesosviejos se rompen con facilidad, los huesos viejos son como cristal, y el hombreestá por allí pensando que esta vez, sólo por esta vez, va a haber un poco de

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justicia…, un instante de justicia para compensar toda una vida de mierda…—Deje eso —exclamó roncamente Billy Halleck—, déjelo y a… ¿Qué va a

decir?Se tocó distraídamente la mejilla, pensando que estaba sudando

copiosamente. Pero no había sudor en sus mejillas, sino que se trataba delágrimas.

—No, usted se merece todo esto —exclamó Hopley con salvaje jovialidad—,y se lo voy a servir. No le estoy diciendo que no siga adelante, Halleck… DanielWebster habló del jurado de Satanás, por lo que, diablos, supongo que todo esposible. Pero creo que se sigue haciendo demasiadas ilusiones. Este tipo está loco,Halleck. Este tipo está furioso. Por todo lo que usted sabe, es posible que hayaperdido ya la cabeza, en cuyo caso sería mejor que diera ese paso en elBridgewater Mental Asy lum. Está loco por la venganza, y cuando lo que se buscaes la venganza, uno no es apto para ver todos los grados de gris que hay en lascosas. Cuando la esposa e hijos de uno mueren en un accidente de aviación, nodesea uno escuchar cómo un circuito A jodió la conexión B, y el controlador detráfico C tuvo que tocar el micrófono D y el navegante E eligió un mal momentopara ir al jodido sitio F. Sólo desea poner un pleito a esa maldita línea aérea… omatar a alguien con su escopeta. Quiere un chivo expiatorio, Halleck. Lastimar aalguien. Y estamos siendo lastimados. Malo para nosotros. Pero bueno para él.Tal vez comprenda las cosas un poco mejor que usted, Halleck.

Lenta, lentamente, su mano se acercó al estrecho círculo de luz proyectadapor la lámpara y la hizo dar la vuelta para que alumbrase su rostro. Halleckapenas fue consciente de un jadeo y se percató de que lo había emitido él.

Escuchó a Hopley decir:¿En cuántas fiestas cree que sería bien recibido ahora que toda la cara se me

está cayendo a pedazos?La piel de Hopley era un áspero paisaje alienígeno. Unos granos enrojecidos

y malignos del tamaño de platillos de té, crecían en su mentón, en el cuello, enlos brazos, en el dorso de sus manos. Pequeñas erupciones formaban salpullidosen sus mejillas y en la frente; su nariz era una zona plagada de espinillas. Un pusamarillento rezumaba y fluía en raros canales entre unas protuberantes dunas decarne saliente. La sangre salpicaba acá y allá. Unos bastos pelos negros, pelos dela barba, crecían en desordenados matojos, y la horrorizada y sobrecargadamente de Halleck se percató de que, hacía ya mucho tiempo, que afeitarse sehabía hecho imposible en un rostro de semejantes cataclísmicos alzamientos. Yen el centro de todo ello, impotentemente empotrados en aquel chorreantepaisaje rojo, se encontraban los fijos ojos de Hopley.

Estos se quedaron mirando a Billy Halleck durante lo que pareció uninterminable espacio de tiempo, contemplando su repulsión y su entumecidohorror. Al fin, asintió, como satisfecho, y movió de nuevo hacia abajo la lámpara

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para quedar en sombras.—Dios mío, Hopley. Lo siento…—No se preocupe —replicó Hopley, habiendo recuperado en su voz aquella

rara jovialidad—. Lo suyo va más despacio, pero llegado el momento también loconseguirá. Mi pistola reglamentaria está en el tercer cajón de este escritorio, ysi las cosas empeoran lo suficiente la emplearé sin importarme lo que tenga enmi cuenta del Banco. Dios odia a los cobardes, solía decir mi padre. Querría queme viese para que lo comprendiera. Sé qué siente ese anciano gitano. Porque noharé ninguna clase de discursos legales. No voy a preocuparme sobre ningunarazón endulzada. Le mataré por lo que me ha hecho, Halleck.

Aquella horrenda forma se movió y cambió de posición. Halleck oyó cómoHopley se llevaba los dedos a la mejilla, y luego escuchó el indecible yrepugnante sonido de los granos maduros abrirse rezumantes.

Rossington está quedando blindado, Hopley se pudre y yo voy desapareciendo—pensó—, Dios mío, permite que sea un sueño, permite que enloquezca, pero nodejes que esto suceda.

—Lo mataría muy lentamente —prosiguió Hopley—. Le ahorraré losdetalles.

Billy trató de hablar. Pero no le salió nada excepto un seco graznido.—Comprendo dónde quiere llegar a parar —dijo con voz hueca Hopley—,

pero no tengo la menor esperanza en su misión. ¿Por qué no piensa en matarle envez de… todo eso, Halleck? ¿Por qué no…?

Pero Halleck había llegado al límite de sus fuerzas. Salió corriendo deloscurecido estudio de Hopley, golpeándose con fuerza la cadera contra unaesquina del escritorio, enloquecidamente seguro de que Hopley alargaría una deaquellas espantosas manos y le tocaría. Pero Hopley no lo hizo.

Halleck se precipitó en la noche y se quedó allí de pie, respirando grandesbocanadas de aire fresco, con la cabeza inclinada y temblándole los muslos.

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Capítulo XIIISetenta y ocho

Pensó incesantemente durante el resto de la semana en llamar a Ginelli, deThree Brothers —Ginelli parecía una respuesta de alguna clase—, pero,simplemente, no sabía de qué se trataba. Pero, al final, siguió adelante, se internóen la Glassman Clinic y comenzó las series metabólicas. Si hubiese sido soltero yse hubiese encontrado solo, como le sucedía a Hopley (Hopley había efectuadodiversas apariciones como artista invitado en los sueños de Billy la nocheanterior), habría cancelado todo el asunto. Pero debía pensar en Heidi…, ytambién estaba Linda, Linda que, verdaderamente, era una espectadora inocentey que no comprendía nada de todo aquello. Por eso se internó en la clínica,ocultando sus locos conocimientos, como un hombre que esconde que esdrogadicto.

A fin de cuentas, se trataba de un lugar en el que estar y, mientras seencontrase allí, Kirk Penschley y los Barton Detective Services cuidarían de susasuntos. Por lo menos así lo esperaba.

Por lo tanto, le hurgaron y aguijonearon. Bebió una solución horrible de bariocon sabor a yeso. Le aplicaron rayos X, le sometieron al escáner, le hicieronelectrocardiogramas y electroencefalogramas y toda una investigaciónmetabólica. Doctores visitantes fueron llamados para que le echasen un vistazocomo si se tratase de una rara exhibición zoológica.

Un panda gigante o tal vez la última ave dodo —pensó Billy.Y todo esto mientras se encontraba sentado en el solario y sosteniendo en las

manos un National Geographic, sin leer. Tenía aplicadas conexiones en el dorsode ambas manos, y le clavaron un sinfín de agujas.

En su segunda mañana en Glassman, mientras se sometía a otra ronda dehurgamientos y golpecitos, se percató de que podía verse la doble serie de suscostillas por primera vez desde… ¿Desde la escuela superior? No, desde quiénsabe cuándo. Sus huesos empezaban a darse a conocer, arrojando sombrascontra su piel, apareciendo triunfalmente. No sólo había desaparecido elencantador recubrimiento de sus caderas, sino que resultaban claramente visibleslas paletillas de sus huesos pelvianos. Al tocarse uno de ellos, pensó que lo notabanudoso como el cambio de marchas del primer coche que poseyó, un Pontiac de1957. Se rió un poco y luego sintió el aguijón de las lágrimas. Todos sus días eran

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ahora así. Subidas y bajadas, tiempo inestable, posibilidad de chubascos…Le mataré muy lentamente —oyó decir a Hopley—. Le ahorraré los detalles.¿Por qué? —pensó Billy, yaciendo insomne en su cama clínica con los

costados de los inválidos levantados—. No me serviría de nada.Durante sus tres días de internación en Glassman, Halleck perdió tres kilos.No es demasiado —pensó con su propia clase de jovialidad en el cadalso—.

No es demasiado, menos que el peso de una bolsa de tamaño medio de azúcar. Y aeste ritmo no me extinguiré en la nada hasta… Veamos… ¡Hasta octubre!

Setenta y ocho —cantó su mente—. Setenta y ocho, ahora, si fueses unboxeador, te verías apartado de la categoría de los pesados y tendrías que pasar alos medios… ¿Te atreves a intentar los pesos wélter, Billy? ¿Los ligeros? ¿Lossemiligeros? ¿Y qué me dices del peso mosca?

Trajeron flores: de Heidi, de su gabinete jurídico. Un ramillete de parte deLinda. En una tarjeta, y con su escritura irregular, se leía:

Por favor, ponte bueno pronto, papá. Te quiere, Lin.Billy Halleck lloró a causa de esto.Al tercer día, vestido de nuevo, se entrevistó con los tres médicos encargados

de su caso. Se sintió mucho menos vulnerable en vaqueros y con una camisetacon la inscripción REÚNETE CONMIGO EN FAIRVIEW; resultaba realmenteasombroso lo mucho que significaba no llevar ya puesta una de aquellas malditaschaquetas sin cuello y sin mangas de hospital. Les escuchó, pensó en LedaRossington y reprimió una lúgubre sonrisa.

Sabían exactamente lo que andaba mal en él; no estaban engañados enabsoluto. Au contraire, estaban tan excitados que se hallaban condenadamentecerca de mearse en los pantalones. Bueno…, tal vez debía tenerse en cuenta unanota previa de precaución. Quizá, no supieran exactamente aún qué andaba malen él, pero seguramente era una de dos cosas (o posiblemente tres). Una de ellasuna rara enfermedad consuntiva que nunca había sido señalada fuera deMicronesia. Otra radicaba en una rara enfermedad metabólica que nunca sehabía descrito de modo completo. La tercera —sólo una posibilidad, no cabíaolvidarlo— era una forma psicológica de anorexia nerviosa, esta última tan raraque hacía mucho tiempo que se sospechaba que, en realidad, no había sidoprobada. Por la luz brillante que apareció en sus ojos, Billy vio que lo queperseguían era esta última; deseaban que sus nombres apareciesen en los librosde medicina. Pero, en cualquier caso, Billy Halleck era, de forma definida, unarara avis, y sus médicos eran igual que niños en la mañana de Navidad.

El resultado fue que deseaban que se quedase en Glassman durante otrasemana o dos (o posiblemente tres). Iban a enfrentarse en serio con lo que lepasaba. Y conseguirían el éxito. Contemplaban una serie de megavitaminas paraempezar (¡claro que si!), además iny ecciones de proteínas (¡naturalmente!) y

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una gran cantidad de pruebas más (¡sin duda!).Aquello era el equivalente profesional de unos aullidos de desánimo —y

fueron, literalmente, aullidos— cuando Billy les dijo tranquilamente que se loagradecía, pero que debía irse. Le hicieron de nuevo demostraciones, lereconvinieron, le aleccionaron. Y para Billy, que últimamente sentía cada vezmás que estaba perdiendo la mente, el trío de médicos empezó a tener un aspectomisterioso como Los tres chiflados. Casi esperó que comenzasen a golpearse yzumbarse mutuamente, tambaleándose en torno de la ricamente alhajada oficinacon sus chaquetillas blancas ondeando, rompiendo cosas y gritando con susacentos de Brooklyn.

—Indudablemente, ahora se siente del todo bien, Mr. Halleck —dijo uno deellos—. A fin de cuentas, padecía un grave sobrepeso para empezar, según susantecedentes. Pero necesito prevenirle de que la sensación que ahora tiene puedeser falsa. Si continúa perdiendo peso, cabe esperar que desarrolle llagas en laboca, problemas cutáneos…

Si quieren ver unos auténticos problemas en la piel, deberían visitar al Jefe dePolicía de Fairview —pensó Halleck—. Perdón, ex jefe…

Decidió, sobre la marcha y sin ninguna causa en especial, volver a fumar.—… enfermedades similares al escorbuto o al beriberi —continuó con

firmeza el doctor—. Se convertirá en muy susceptible a las infecciones, a todo,desde resfriados a bronquitis o tuberculosis. Tuberculosis, Mr. Halleck —subrayócon tono capaz de impresionar—. En cambio, si se quedase aquí…

—No —replicó Billy —, hagan el favor de comprender que no existe lamenor opción.

Uno de los otros se llevó con suavidad los dedos a las sienes como si leacabase de atacar un horrendo dolor de cabeza. Por cuanto Billy sabía, lo tenía:era el médico que había sugerido la idea de una anorexia nerviosa psicológica.

—¿Qué podemos hacer para convencerle, Mr. Halleck?—Nada —replicó Billy.La imagen del viejo gitano se le presentó implacable en la mente: sintió de

nuevo el suave y acariciante roce de la mano del hombre en su mejilla, el rascarde sus duros callos.

Sí —pensó—, volveré a fumar. Algo realmente diabólico como Camel, o PallMall o Chesterfield. ¿Por qué no? Cuando los malditos médicos empiezan aparecerse a Larry, Curly y Moe, ha llegado el momento de hacer algo.

Le pidieron que aguardase un momento y salieron. Billy estaba losuficientemente contento como para esperar. Sentía que, finalmente, habíaalcanzado la cesura en aquel juego loco, el ojo de la tormenta, y que aquello lealegraba…, esto y el pensamiento de los cigarrillos que pronto se fumaría, tal vezincluso dos a la vez.

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Regresaron, con caras lúgubres pero con un aspecto en cierto modo exaltado,como hombres que han decidido realizar el sacrificio definitivo. Le permitiríanquedarse aquí gratis, le dijeron; sólo necesitaría pagar los trabajos de laboratorio.

—No —replicó pacientemente Billy —. No lo comprenden. Tengo, de todosmodos, un seguro médico que lo cubre todo. Lo he comprobado. La realidad esque me voy. Me marcho, simplemente estoy harto.

Se quedaron mirándole, sin comprender nada y empezando a enojarse. Billypensó en decirles lo mucho que se parecían a Los tres chiflados, pero decidió queaquello sería una mala idea en extremo. Complicaría las cosas. Tipos como ésosno estaban acostumbrados a que les desafiasen, a que les rechazasen su gris-gris.No pensó en la posibilidad de que llamasen a Heidi y le sugiriesen que estaba enmarcha un problema de competencias. Y Heidi les escucharía.

—Le pagaremos también las pruebas —dijo uno de ellos al fin, en un tono de« ésta es la oferta final» .

—Me voy —porfió Billy.Hablaba con gran tranquilidad, pero comprobó que, por fin, le creían. Tal vez

aquella auténtica tranquilidad de su tono les había convencido al fin de que no setrataba de un asunto de dinero, sino que era una auténtica chifladura.

—¿Pero, por qué? ¿Por qué, Mr. Halleck?—Porque —repuso Billy — aunque crean que pueden ayudarme,

caballeros…, en realidad no pueden…Y al ver sus incrédulas y atónitas caras, Billy pensó que no se había sentido

tan solo en su vida.

De camino a casa, se paró en un quiosco y compró un paquete de ChesterfieldKings. Las primeras tres chupadas le hicieron sentirse tan mareado y mal que lodejó.

—Es demasiado como experimento —dijo en voz alta en el coche, riéndose yllorando al mismo tiempo—. Habrá que volver al viejo tablero de dibujo,muchacho…

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Capítulo XIVSetenta

Linda se había ido.Heidi, con las pequeñas líneas al lado de los ojos y en las comisuras de su

boca ahora profundizadas a causa del esfuerzo (fumaba, como pudo ver Billy,como una máquina de vapor, un Newport Red tras otro), le contó a Halleck quehabía enviado a Linda con la tía Rhoda en Westchester County.

—Lo he hecho por dos razones —explicó Heidi—. La primera es que…necesita descansar de ti, Billy. De lo que te ha sucedido. Se puede decir que estámedio ida. Es tan fuerte la cosa que no puedo convencerla de que no tienescáncer…

—Debería hablar con Cary Rossington —musitó Billy al entrar en la cocinapara prepararse un café.

Necesitaba terriblemente una taza, un café fuerte, sin azúcar.—Parecen almas gemelas…—¿Qué? No te he oído bien.—No te preocupes. Déjame tomar un café.—No duerme… —prosiguió Heidi cuando Billy regresó.Se retorcía nerviosa las manos.—¿Comprendes?—Sí —repuso Billy.Y era así, pero siguió sintiendo como si tuviese una espina en algún lugar

dentro de él. Se preguntó si Heidi comprendía que también necesitaba a Linda, sirealmente entendía que su hija formaba asimismo parte de su sistema de apoy o.Pero, fuese o no parte de su sistema de apoyo, no tenía derecho a erosionar laconfianza de Linda, su equilibrio psicológico. Heidi tenía razón en eso. Teníarazón sin tener en cuenta lo que ello pudiese costar.

Sintió que salía de nuevo aquel odio a la superficie de su corazón. Mami sehabía llevado a su hija a la casa de la tía en cuanto Billy llamó y explicó queestaba ya de camino. ¿Y cómo regresaría? ¡Todo porque aquel papá regresaba acasa! No empieces a llorar, cariño, es sólo el Hombre Delgado…

¿Por qué aquel día? ¿Por qué tuviste que elegir aquel día?—¿Billy? ¿Estás bien?¡Jesús! ¡Perra estúpida! ¿He aquí que estás casada con el Increíble Hombre

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Menguante, y todo lo que se te ocurre pensar es preguntarme si me encuentrobien?

—Estoy tan bien como quepa esperar. ¿Por qué?—Porque, durante un minuto, has parecido muy raro.¿De veras? ¿Ha sido realmente así? ¿Por qué aquel día, Heidi? ¿Por qué

elegiste aquel día para meter la mano en mis pantalones después de tantos años deremilgos y hacerlo todo a oscuras?

—Supongo que me siento un poco extraño últimamente —replicó Billy. Peropensó:

Debes dejar eso, amiga mía. No tiene objeto. Lo hecho, hecho está.Pero resultaba difícil dejarlo. Era duro cuando ella estaba allí fumando un

cigarrillo tras otro, pareciendo terriblemente en buen estado y…Debes dejarlo, Billy. Así que ayúdame.Heidi se alejó y aplastó su cigarrillo en un cenicero de cristal.—Lo segundo es… que me has estado ocultando algo, Billy. Algo que tiene

que ver con esto. A veces hablas en sueños. Sales por las noches. Y ahora quierosaberlo. Me merezco saberlo.

Estaba comenzando a llorar.—¿Quieres saberlo? —preguntó Halleck—. ¿De veras quieres saberlo?Sintió cómo una seca sonrisa le afloraba en el rostro.—¡Sí! ¡Sí!Y Billy se lo contó.

Houston le llamó al día siguiente y, tras un prolongado e inútil prólogo, fue algrano. Heidi estaba con él. Él y Heidi habían tenido una larga charla (¿le hasofrecido un poco de coca para que se sienta humanamente mejor? —pensópreguntar Halleck, pero decidió que sería mejor que no). La conclusión de sularga charla fue algo tan simple como esto: creían que Billy estaba tan loco comouna cabra.

—Mike —replicó Billy —, el viejo gitano es algo real. Nos tocó a los tres; amí, a Cary Rossington y a Duncan Hopley. Y ahora un tipo como tú no cree en losobrenatural. Eso lo acepto. Pero es algo malditamente seguro que crees en elrazonamiento deductivo e inductivo. Por lo tanto, tienes que considerar lasposibilidades. Los tres fuimos tocados por él, los tres padecemos unas dolenciasfísicas misteriosas. ¡Por Dios!, antes de que decidas que estoy chalado, por lomenos considera esta conexión lógica.

—Billy, no existe ninguna conexión.—Simplemente…—He hablado con Leda Rossington. Dice que Cary está en la Clínica Mayo

para que le traten de un cáncer de piel. Afirma que se halla ya muy avanzado,

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pero que están razonablemente seguros de que se pondrá bien. Además, afirmaque no te ha visto desde la fiesta de Navidad de los Cordón.

—¡Miente!Se produjo un silencio por parte de Houston… ¿Aquel sonido como telón de

fondo era Heidi que lloraba? La mano de Billy se aferró con tanta fuerza alteléfono que los nudillos se le pusieron blancos.

—¿Le hablaste en persona o sólo por teléfono?—Por teléfono. Pero no sé qué diferencia puede eso implicar.—Si la vieses lo sabrías. Tiene el aspecto de una mujer a la que se le ha

escapado la mayor parte de la vida.—Bien, cuando te enteres de que su marido tiene cáncer de piel y que ha

llegado a un estadio muy grave…—¿Has hablado con Cary?—Está en cuidados intensivos. Y la gente en cuidados intensivos sólo tiene

permiso para llamadas telefónicas en las circunstancias más extremas…—He bajado a setenta y siete —prosiguió Billy —. Se trata de una pérdida

neta de treinta y cinco kilos, y puedo llamar a eso una cosa extrema…Silencio en el otro extremo del hilo. Excepción hecha de aquel sonido, que

debía de ser Heidi que lloraba.—¿Hablarás con él? ¿Lo intentarás?—Si los médicos le permiten recibir una llamada telefónica, y si desea hablar

conmigo, sí. Pero, Billy, esa alucinación por tu parte…—¡NO ES UNA JODIDA ALUCINACIÓN!—No grites. Dios, no hagas eso…Billy cerró los ojos.—Muy bien, muy bien —Houston suavizó las cosas—. Esa idea. ¿Es ésa la

mejor palabra? Lo que deseo decir es que esa idea no te ayudará a sentirtemejor. En realidad, puede ser la causa raíz de esa psicoanorexia, si es realmentelo que estás padeciendo, como cree el doctor Yount. Tú…

—Hopley —dijo Billy.El sudor había estallado en su cara. Se enjugó la frente con el pañuelo. Tuvo

un destello parpadeante de Hopley, de aquel rostro que realmente ya no era unacara sino un mapa en relieve del averno. Locas inflamaciones, rezumamientos yel sonido, el inexpresable sonido cuando se pasó las uñas por la mejilla.

Hubo un largo silencio por parte de Houston.—Habla con Duncan Hopley. Lo confirmará…—No puedo, Billy. Duncan Hopley se suicidó hace dos días. Ocurrió mientras

estabas en la Glassman Clinic. Se pegó un tiro con su pistola reglamentaria.Halleck cerró los ojos con fuerza y osciló sobre sus pies. Sintió algo parecido

a cuando había intentado fumar. Se pellizcó salvajemente las mejillas para nodesmayarse.

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—Entonces lo sabrás —le dijo con los ojos aún cerrados—. Lo sabrás, oalguien lo sabrá. Alguien le habrá visto.

—Grand Lawlor lo vio —replicó Houston—. Lo acabo de llamar hace unosminutos.

Grand Lawlor. Durante un momento, la confusa y asustada mente de Billy nocomprendió; creyó que Houston había pronunciado una desvirtuada versión de lafrase grand jury. Luego lo captó. Grand Lawlord era el Juez de Instrucción delcondado. Y ahora que pensaba en ello, sí, Grand Lawlord había testimoniado anteun gran jurado o dos en los últimos tiempos.

Este pensamiento le aportó una risilla irracional. Billy apretó la mano contrael micrófono del teléfono y confió en que Houston no oyese aquellas risitas; si lascaptaba, creería con toda seguridad que estaba loco.

Y realmente te gusta pensar que estoy chiflado, ¿verdad, Mike? Porque siestuviese loco y me decidiese a comenzar a chismorrear acerca de la botellita yde la cucharilla de marfil, en ese caso nadie me creería, ¿verdad que no? Diosmío, no…

Y lo consiguió. Las risillas cesaron.—Pregúntale…—¿Algunos detalles referentes a la muerte? Tras la historia de horror que tu

mujer me contó, claro que se lo pregunté.La voz de Houston se hizo momentáneamente acicalada.—Debes de estar condenadamente contento de que, cuando me preguntó por

qué deseaba saberlo, me mostrase fuerte.—¿Y qué dijo?—La tez de Hopley era un revoltijo, pero nada parecido al espectáculo de

horror que describiste a Heidi. La descripción de Grand me induce a creer que setrató de una fea erupción de un acné de adulto del que traté a Duncan de vez encuando, desde la primera vez que lo examiné en 1974. Esas erupciones ledeprimían terriblemente, y eso no me sorprende. Debo decir que ese acné deadulto, cuando es grave, es una de las dolencias no letales que más deprimenpsicológicamente. Lo sé…

—Crees que quedó deprimido por el aspecto que tenía y que por eso se mató.—En esencia, sí.—Déjame decirte algo con franqueza —prosiguió Billy —. Crees que se

trataba de una erupción más o menos corriente del acné de adulto que habíatenido durante años…, pero, al mismo tiempo, crees que se mató a causa de loque veía en el espejo. Ése es un raro diagnóstico, Mike.

—Nunca he dicho que fuera sólo ese sarpullido de la piel —replicó Houston.Pareció enojado—. Lo peor acerca de los problemas es la manera en queparecen presentarse por parejas y tríos y por pandillas completas, nunca uno auno. Los psiquíatras tienen el mayor índice de suicidios de cada diez mil

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miembros de la profesión, Billy, pero los policías no se quedan atrás.Probablemente, se trató de una combinación de factores: esta última erupciónpudo ser, simplemente, la gota que desbordó el vaso.

—Deberías haberle visto —repuso lúgubremente Billy—. No era una gota,sino el jodido World Trade Center.

—No dejó la menor nota, por lo que supongo que nunca lo sabremos, ¿nocrees?

—Cristo —exclamó Billy, y se pasó una mano por el cabello—. Jesucristo…—Y las razones del suicidio de Duncan Hopley están más allá de todo esto,

¿no es cierto?—No para mí —replicó Billy —. No del todo.—Me parece que lo más importante es que tu mente te ha jugado una mala

pasada, Billy. Un complejo de culpabilidad. Tienes una obsesión… respecto a lasmaldiciones gitanas…, y cuando fuiste a ver a Duncan Hopley aquella noche,simplemente viste algo que no estaba allí.

Ahora la voz de Houston adoptó un curioso tono confidencial.—¿Te dejaste caer por la taberna de Andy, para tomarte una copa, antes de

dirigirte a casa de Duncan? ¿No empinaste un poco el codo?—No.—¿Estás seguro? Heidi dice que has estado pasando bastantes ratos en casa de

Andy …—De haber sido así —replicó Billy —, tu mujer me hubiera visto allí, ¿no te

parece?Se produjo un largo período de silencio. Luego Houston dijo monótonamente:—Eso ha sido un condenado golpe bajo, Billy. Pero es también la clase de

comentario que podría esperar de un hombre que se encuentra bajo un graveestrés mental.

—Grave estrés mental. Anorexia psicológica. Ustedes son unos tipos quetienen un nombre para todo, supongo. Pero deberías haberle visto. Deberías…

Billy hizo una pausa, pensando en los llameantes granos en las mejillas deDuncan Hopley, aquellas espinillas rezumantes, la nariz que se había convertidoen casi insignificante en aquel espantoso paisaje en erupción de su acosada cara.

—Billy, ¿no comprendes que tu mente persigue una explicación lógica de loque te está sucediendo? Te sientes culpable a causa de la gitana y por ello…

—La maldición acabó al suicidarse —se oy ó decir a Billy —. Tal vez sea ésala causa de que no parezca algo tan malo. Se parece a las películas de hombreslobos que veíamos de niños, Mike. Cuando al final mataban al hombre lobo, seconvertía de nuevo en un hombre…

La excitación sustituyó a la confusión que había sentido ante la noticia delsuicidio de Hopley, y respecto de la dolencia más o menos corriente de Hopleyen la piel. Su mente comenzó a apresurarse por esta nueva senda, explorándola

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con rapidez, calculando posibilidades y probabilidades.¿Dónde va una maldición cuando ésta finalmente desaparece? Mierda, es algo

parecido a preguntar dónde va el último suspiro de un moribundo. O su alma.Lejos. Se va lejos. Lejos, lejos, lejos. ¿Existe alguna forma de lograr que se vayalejos?

Rossington, aquello era lo primero. Rossington, allá en la Clínica Mayo,aferrándose desesperadamente a la idea de que padecía cáncer de piel, porquesu alternativa era aun mucho peor. Cuando Rossington muriese, ¿se cambiaríaotra vez en…?

Fue consciente de que Houston se había quedado silencioso. Y se oía un ruidode fondo, desagradable pero familiar ¿Sollozos? ¿Era Heidi quien sollozaba?

—¿Por qué llora? —dijo Billy con voz áspera.—Billy…—¡Dale el auricular!—Billy, si pudieras oírte…—¡Maldita sea, que me hable mi mujer!—No. No quiero. No mientras estés así.—Pues aspira un poco…—¡Billy, deja eso!El rugido de Houston fue lo suficiente alto como para que Billy tuviese que

apartarse el teléfono un momento del oído. Cuando se lo acercó de nuevo, lossollozos habían cesado.

—Ahora, escucha —prosiguió Houston—. No existen cosas como loshombres lobo y las maldiciones gitanas. Me siento estúpido por tenértelo quedecir.

—Hombre… ¿no comprendes que eso constituye una parte del problema? —preguntó Billy en voz baja—. ¿No comprendes que ésa es la forma en que esostipos han podido salir adelante durante los últimos veinte siglos, o algo así?

—Billy, si existe una maldición en ti, la ha lanzado tu propia mentesubconsciente. Los viejos gitanos no pueden proferir maldiciones. Pero sí puedehacerlo tu propia mente, enmascarada de viejo gitano…

—Yo, Hopley y Rossington —dijo monótonamente Halleck—, todos a la vez.Eres tú el único ciego, Mike. Tiene sentido.

—Lo que tiene sentido es la coincidencia. Y nada más, ¿Cuántas vecestenemos que darle vueltas a todo eso, Billy? Regresa a Glassman. Permite que teay uden. Deja de volver loca a tu mujer.

Durante un momento, estuvo tentado de dejarlo correr todo y creer aHouston: la cordura y racionalidad en su voz que, sin importar lo exasperada quefuese, resultaba confortante.

Luego pensó en Hopley al girar la lámpara, para que brillase salvajementesobre su rostro.

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Pensó en Hopley al decir:Lo mataré muy lentamente… Le ahorraré los detalles…—No —respondió—. No pueden ayudarme en Glassman, Mike…Houston suspiró con fuerza.—¿Entonces, quién puede? ¿El viejo gitano?—Si puedo encontrarle, tal vez… —replicó Halleck—. Sólo tal vez. Y existe

otro tipo al que conozco y que podría servir de cierta ayuda. Un pragmático,como tú.

Ginelli.Aquel nombre le había aparecido en la mente mientras hablaba.—Pero, sobre todo, creo que debo ay udarme yo mismo…—¡Eso es lo que te he estado diciendo!—Oh… Tenía la impresión de que únicamente me aconsejabas que me

internase de nuevo en la Glassman Clinic.Houston suspiró.—Opino que tu cerebro debe de estar también perdiendo peso. ¿Has pensado

en lo que les estás haciendo a tu mujer y a tu hija? ¿Has pensado en eso?¿Te ha contado Heidi lo que me hacía cuando ocurrió el accidente? —casi

estuvo a punto de estallar Billy—. ¿Te lo ha contado ya, Mikey? ¿No? Oh, puesdeberías preguntárselo… Yo, sí…

—¿Billy?—Heidi y yo hablaremos al respecto —replicó Billy con voz tranquila.—Pero tú no…—Creo que tienes razón por lo menos en una cosa, Mike.—Oh… Gracias, Dios mío… ¿Y de qué se trata?—Hemos dado ya demasiadas vueltas a este asunto —repuso Billy.Y colgó el teléfono.Pero no hablaron.Billy lo intentó un par de veces, pero Heidi movió la cabeza, con el rostro

blanco e inexpresivo, acusándole sus ojos. Sólo respondió una vez.Fue tres días después de la conversación telefónica con Houston, aquella en la

que Heidi había estado sollozando como telón de fondo. Acababan de cenar.Halleck había despachado su acostumbrada comida tipo leñador: treshamburguesas (con guarnición), cuatro mazorcas de maíz (con manteca), papasfritas y dos raciones de tarta de melocotón. Seguía teniendo poco o ningúnapetito, pero había descubierto un hecho alarmante: si no comía, aun perdía máspeso. Heidi había llegado a casa después de la conversación de Billy —discusión— con Houston pálida y silenciosa, con el rostro tiznado por las lágrimas vertidasen el despacho de Houston. Trastornado y sintiéndose miserable consigo mismo,Billy se saltó el almuerzo y la cena… Y cuando se pesó al día siguiente vio quehabía bajado dos kilos y que se encontraba en setenta y cuatro.

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Se quedó mirando la cifra, sintiendo una especie de polillas revolotearle porlas tripas.

Dos kilos —pensó—. ¡Dos kilos en un solo dia! ¡Cristo…!Desde entonces y a no se había saltado más comidas…Señaló su plato vacío, con los restos de las hamburguesas, la ensalada, las

patatas fritas, el postre…—¿Esto te parece anorexia nerviosa, Heidi? —le preguntó—. ¿Lo crees así?—No —replicó ella a su pesar—. No, pero…—He estado comiendo de forma parecida durante el último mes —prosiguió

Halleck—, y en el último mes he perdido más o menos veintisiete kilos. ¿Mequieres explicar ahora cómo se las arregla mi subconsciente para practicar estetruco? ¿Perder un kilo al día tras tomar, aproximadamente, seis mil calorías enveinticuatro horas?

—No…, no lo sé… Pero, Mike… Mike dice…—Tú no lo sabes y yo no lo sé… —prosiguió Billy, arrojando enfadado su

servilleta en el plato.Su estómago le gruñía y le daba vueltas bajo el peso de la comida que

acababa de engullir.Y Michel Houston tampoco lo sabe.—Bueno… ¿pues si se trata de una maldición por qué a mí no me sucede

nada? —le graznó de repente su mujer.Y aunque sus ojos reflejaran ira, Billy vio también que empezaban a llenarse

de lágrimas.Asustado y temporalmente incapaz de dominarse, Halleck le gritó a su vez:—¡Por qué no lo supo, ésa es la razón! ¡La única razón! Porque no lo supo…Sollozando, Heidi echó su silla hacia atrás, casi la tiró al suelo y luego se alejó

corriendo de la mesa. Tenía la mano oprimida contra un lado de su cara, como sile acabase de asaltar un monstruoso dolor de cabeza.

—¡Heidi! —aulló, poniéndose en pie tan de prisa que derribó su silla—.¡Heidi, vuelve!

Sus pisadas no se detuvieron en las escaleras. Escuchó cómo una puerta secerraba con fuerza…, y no fue la puerta de su dormitorio. Demasiado lejos delrellano del piso de arriba. Debía de tratarse del cuarto de Linda o de la habitaciónpara los invitados.

Halleck apostaba más bien por el cuarto de los huéspedes. Tenía razón. Novolvió a dormir de nuevo con él durante la semana que precedió a que Billy sefuese de casa.

Aquella semana —la última semana— tuvo la consistencia de una pesadillaconfusa en la mente de Billy, cuando más tarde intentó pensar en ella. El tiempo

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se convirtió en caluroso y opresivamente desabrido, como los días de perros deprincipios de año. Incluso el fresco Lantern Drive pareció marchitarse un poco.Billy Halleck comió y sudó, sudó y comió… y su peso bajó con lentitud pero deforma decidida durante esos días. Al final de la semana, cuando alquiló un cocheen Avis y se fue, encaminándose por la Interestatal 95 en dirección a NewHampshire y Maine, había bajado otros cinco kilos, hasta setenta.

Durante esa semana, los médicos de la Glassman Clinic telefonearon una yotra vez. Michael Houston llamó una y otra vez. Heidi miró a Billy desde sus ojoscon bordes blancos, fumó y no dijo nada. Cuando él habló de llamar a Linda, selimitó a responder con voz quebrada y muerta:

—Preferiría que no lo hicieses.El viernes, el día anterior a su marcha, Houston telefoneó una vez más:—Michael —le dijo Billy, cerrando los ojos—. Ya he dejado de responder a

las llamadas de los médicos de Glassman. Y voy a hacer lo mismo con las tuy as,si no terminas con esa mierda.

—No lo haré, aún no —replicó Houston—. Deseo que me escuches conatención, Billy. Se trata de algo importante.

Billy escuchó el nuevo golpe de Houston sin auténtica sorpresa y sí con lasmás profundas y sombrías conmociones de ira y traición. ¿No lo había visto venira fin de cuentas?

Se trataba de nuevo de Heidi. Ella y Houston habían tenido una larga consultaque terminó con más lágrimas. Houston había mantenido una larga consulta conLos tres chiflados de la Glassman Clinic (« No te preocupes, Billy, todo esto sehalla bajo el secreto profesional» ). Houston había visto otra vez a Heidi. Todoshabían llegado a la conclusión de que a Billy tal vez le beneficiaría una completaserie de pruebas psiquiátricas.

—Quisiera exhortarte con la mayor firmeza a que lo aceptaras por tu propiavoluntad —concluy ó Houston.

—Claro que sí… Y estoy también seguro de dónde te gustaría que mehiciesen las pruebas. En la Glassman Clinic, ¿no es así? ¿Me ganaré una muñecaKewpie?

—Verás, pensamos que ésa era la lógica…—Oh, bah… Comprendo. ¿Y mientras hacen tests con mi materia gris, debo

dar por supuesto que continuarán los enemas de bario?Houston quedó silenciosamente elocuente.—¿Y si digo que no?—Heidi tiene recursos legales —replicó con cuidado Houston—.

¿Comprendes?—Comprendo —replicó Billy—. Estás hablando de ti, de Heidi y de Los tres

soplones de la Glassman Clinic, reuniéndose y llevándome a Sunnyvale Acres,Nuestra Especialidad Tejido de Cestas…

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—Eso es un poco melodramático, Billy. Heidi está preocupada por Lindatanto como por ti.

—A todos nos preocupa Linda —repuso Billy—. Y también estoy preocupadopor Heidi. Me refiero a que tengo momentos en que me siento muy enojado conella y me revuelve el estómago, pero en general aún la amo. Y me preocupamucho. Verás, hasta cierto punto te ha confundido, Mike.

—No sé de qué me hablas.—Ya sabía que no. Y tampoco voy a decírtelo. Ella podría hacerlo, pero

supongo que no lo hará: todo cuanto desea es olvidar que todo el asunto llegara asuceder, y hacerte saber ciertos detalles, que debe haber pasado por alto, no haráotra cosa que encaminarse por ahí. Digamos, simplemente, que Heidi tambiéntiene su propia culpabilidad en este asunto. Y eso se evidencia en que su consumode cigarrillos ha aumentado de un paquete por día a dos paquetes y medio.

Una larga pausa…Luego, Mike Houston volvió a su propio razonamiento original:—Sea eso lo que fuere, Billy, debes comprender que esas pruebas constituyen

algo del may or interés para todos los que…—Adiós, Mike —replicó Halleck.Y colgó con suavidad.

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Capítulo XVDos conversaciones telefónicas

Billy dedicó el resto de la tarde a andar de un lado para otro por su casa provistade aire acondicionado, atrapando entre visiones de su nuevo ser en espejos ysuperficies pulimentadas.

Cómo nos vemos a nosotros mismos, depende muchísimo más de nuestraconcepción de la masa física que de lo que usualmente creemos.

No encontró nada consolador a esta idea.¿Mi sensación de lo que valgo depende de lo mucho que desplazo del mundo

cuando camino por él? Dios, éste es un pensamiento sin sentido. Ese tipo Mr. T.podría agarrar a un Einstein y arrastrarlo por ahí durante todo el día como un…,un libro de texto o algo así. ¿Eso hace de Mr. T. algo mejor, algo más importante?

Un eco encantado de T.S. Eliot tintineo en su cabeza como una campanadaremota en una mañana de domingo: Eso no es lo que quiero decir, eso no es enabsoluto lo que pretendo decir. Y no lo era. La idea del tamaño en función de lagracia, o de la inteligencia, o como una prueba del amor de Dios, habíadesaparecido por la época en que el obeso y anadeante William Howard Tafthabía cedido la presidencia al epiceno —y casi demacrado— Woodrow Wilson.

La forma en que vemos la realidad, depende muchísimo más de la concepciónde nuestra masa física que de lo que por lo general creemos.

Sí, la realidad. Eso se encontraba mucho más cerca del meollo de la cuestión.Cuando ves que te están borrando kilo a kilo, como una ecuación complicada queborran de una pizarra línea a línea y cálculo a cálculo, se relaciona con tusensación de la realidad. Con tu propia realidad personal, la realidad en general.

Había sido gordo; no fornido, no con unos cuantos kilos de sobrepeso, sinoauténticamente obeso. Luego se había visto recio, luego más o menos normal (sirealmente había una cosa así; Los tres chiflados de la Glassman Clinic, de todosmodos, parecían pensar de esa forma), luego delgado. Pero ahora la delgadezcomenzaba a deslizarse hacia un nuevo estado: estar flaco. ¿Qué vendría despuésde eso? Supuso que la extenuación. Y a continuación, algo que aún permanecíamás allá de los límites de su imaginación.

No estaba seriamente preocupado de verse arrastrado hacia aquellapintoresca granja; semejantes procedimientos llevan su tiempo. Pero la últimaconversación con Houston le mostró claramente cuan lejos habían llegado las

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cosas, y lo imposible que resultaba que nadie llegase a creerle: ni ahora ni nunca.Deseó llamar a Kirk Penschley ; la urgencia de esto resultó casi irresistible,aunque sabía que Kirk le llamaría, a su vez, en el caso de que alguna de las tresagencias de investigación que empleaba el gabinete jurídico hubiese encontradoalgo.

En vez de eso llamó a un número de Nueva York, hojeando en su agenda dedirecciones para encontrarlo. El nombre de Richard Ginelli se había agitadoarriba y abajo de su mente desde el mismo principio de la cosa. Ahora habíallegado el momento de telefonearle.

Exactamente a tiempo.—Three Brothers —dijo la voz en el otro extremo de la línea—. El especial

de esta noche incluye marsala de ternera y nuestra propia versión de fettuciniAlfredo.

—Me llamo William Halleck y quisiera hablar con Mr. Ginelli, si estádisponible.

Al cabo de un momento de meditabundo silencio, la voz replicó:—Halleck.—Sí.El teléfono hizo un ruido. Débilmente, Billy oyó chasquidos de ollas y

sartenes que golpeaban entre sí. Alguien decía palabrotas en italiano. Otro reía.Al igual que todo lo demás de su vida en aquellos tiempos, las cosas parecíanlejanas, muy lejanas.

Al final tomaron de nuevo el teléfono.—¡William!Una vez más le vino a Billy la idea de que Ginelli era la única persona en el

mundo que le llamaba de aquella manera.—¿Cómo te va, paisan?—He perdido un poco de peso.—Vaya, eso es bueno —repuso Ginelli—. Estabas muy gordo, William, no

tengo más remedio que decírtelo, muy gordo… ¿Y cuánto has perdido?—Ocho kilos.—¡Eh! ¡Felicidades! Y tu corazón también te lo agradecerá. Es difícil perder

peso, ¿verdad? No hace falta que me lo digas, lo sé… Esas jodidas calorías siguensiempre dale que dale. A los tipos como tú siempre les penden delante delcinturón. A los italianos como yo, descubres un día que estás descosiendo laculera de tus pantalones cada vez que te inclinas para atarte los zapatos.

—En realidad, no ha sido muy difícil.—Tienes que venir por los Brothers, William. Te prepararé mi especial

« Pollo a la napolitana» . Con una sola comida recuperarás todo ese peso…—Tenía que hablarte acerca de eso —siguió Billy, sonriendo un poco.Podía verse en el espejo de la pared de su estudio, y allí aparecían

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demasiados dientes en su sonrisa. Demasiados dientes y muy cercanos a la partedelantera de su boca. Dejó de sonreír.

—Sí, bien, lo digo en serio. Te he echado de menos. Hace y a mucho tiempo.Y la vida es corta, paisan. Lo digo en serio, la vida es corta, ¿no tengo razón?

—Sí, supongo que así es.La voz de Ginelli bajó una octava.—He oído que has tenido algunos problemas en Connecticut. —Hizo sonar

aquello de Connecticut como si se tratase de algún lugar de Groenlandia, pensóBilly—. Me apené al enterarme.

—¿Y cómo lo has sabido? —le preguntó Billy, francamente desconcertado.Había salido una gacetilla en el Reporter de Fairview —algo decoroso, sin

mencionar nombres—, y aquello fue todo. No había aparecido nada en losperiódicos de Nueva York.

—Tengo siempre los oídos pegados al suelo —replicó Ginelli.Realmente es cierto que tienes los oídos pegados al suelo —pensó Billy.Y se estremeció.—He tenido algunos problemas al respecto —prosiguió ahora Billy, eligiendo

cuidadosamente sus palabras—. Y son de una… naturaleza extralegal… Lamujer… ¿Te enteraste acerca de la mujer?

—Sí. Oí que se trataba de una gitana.—Una gitana, sí… Y tenía marido. Y me…, me está causando algunos

problemas…—¿Cómo se llama?—Creo que Lemke. Estoy tratando de manejarlo por mí mismo, pero… me

pregunto… si no podré hacerlo…—Claro, claro, claro… Y me has llamado… Tal vez pueda hacer algo o tal

vez no. Tal vez decida que no quiero hacerlo. Lo que pretendo decir es que losamigos son los amigos y los negocios los negocios… ¿Sabes a qué me refiero?

—Sí, en efecto.—A veces los amigos y los negocios se mezclan, pero a veces no, ¿estoy en lo

cierto?—Sí.—¿Está tratando ese tipo de pegarte?Billy titubeó.—Me gustaría no decir muchas cosas ahora mismo, Richard. Es algo más

bien peculiar. Pero sí, me está haciendo daño. Me está golpeando con bastantefuerza.

—¡Mierda, William! ¡Deberíamos hablar ahora!La preocupación en la voz de Ginelli resultó clara e inmediata. Billy sintió que

las lágrimas le picaban cálidamente en los párpados y se pasó con fuerza el dorsode la mano por la mejilla.

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—Te lo agradezco, te lo agradezco de veras. Pero primero quisiera hacerlefrente por mí mismo. Ni siquiera estoy seguro de lo que deseo que hagas.

—Si quieres llamarme, estaré disponible, William. ¿De acuerdo?—De acuerdo. Y gracias.Vaciló.—Dime una cosa, Richard… ¿Eres supersticioso?—¿Yo? ¿Preguntas a un tipo como y o si soy supersticioso? ¿A alguien que ha

crecido en una familia donde mi madre, mi abuela y todas mis tías no hacíanmás que hablar de María, y rezar a cada santo del que hubieses oído hablar, y deotros desconocidos por completo, y que tapaban los espejos cada vez que moríaalguien y que hacían el signo del mal de ojo a los cuervos y a los gatos negrosque se cruzaban por su camino? ¿Yo? ¿Me preguntas a mí una cosa así?

—Sí —repuso Billy, sonriendo un poco a pesar de sí mismo—. Te hago unapregunta así…

La voz de Richard Ginelli se volvió tajante, dura, desprovista por completo dehumor.

—Yo sólo creo en dos cosas, William. En las armas y en el dinero, eso es enlo que creo. Y puedes citarlo literalmente. ¿Supersticioso? Yo no, paisan. Estaráspensando en algún otro italianini…

—Eso es bueno —replicó Billy, y su sonrisa se ensanchó.Se trataba de la primera sonrisa auténtica que aparecía por su rostro desde

hacía casi un mes.Y se sintió bien. Le sentó condenadamente bien.

Aquella noche, poco después de que llegara Heidi, llamó Penschley.—Tus gitanos nos han brindado una divertida persecución —le dijo—. Hasta

ahora ya has amontonado en honorarios, por lo menos, diez mil dólares, Bill. ¿Hallegado el momento de dejarlo correr?

—Primero cuéntame lo que has averiguado —repuso Bill.Le sudaban las manos.Penschley comenzó a hablar con su seca voz de anciano estadista.La pandilla de gitanos se dirigió en primer lugar a Greeno, una ciudad de

Connecticut situada a unos cincuenta kilómetros al norte de Milford. Una semanadespués fueron expulsados de Greeno y se dirigieron a Pawtucket, cerca deProvidence, Rhode Island. Después de Pawtucket, a Attleboro, Massachusetts. EnAttleboro, uno de ellos fue arrestado por perturbar la paz, y luego tuvieron quedejar perder la fianza.

—Lo que al parecer ocurrió fue esto —prosiguió Penschley —. Hubo un tipode la ciudad, una especie de camorrista, que perdió diez pavos jugando conmonedas de veinticinco centavos en la rueda de la fortuna. Le dijo al que la

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manejaba que estaba amañada y que él lo arreglaría. Dos días después localizóal gitano al salir de una tienda Nite Own. Mediaron unas palabras entre ellos yluego hubo una pelea en la zona de aparcamiento. Un par de testigos de la ciudaddijeron que el del pueblo había provocado la pelea. Y otros dos ciudadanos másalegaron que había sido el gitano quien la empezó. De todos modos, el arrestadofue el gitano. Cuando se saldó la fianza, los policías locales quedaron encantados.Les había ahorrado un juicio ante el tribunal y consiguieron que los gitanossaliesen de la ciudad.

—Así es por lo general como funciona, ¿verdad? —le preguntó Billy.De repente tenía el rostro ardiendo. Estaba de algún modo seguro que el

joven arrestado en Attleboro era el mismo jovenzuelo que había estado haciendomalabarismos con los bolos en la zona de recreo de Fairview.

—Sí, con bastante frecuencia —convino Penschley —. Los gitanos conocen eltruco; una vez el tipo ha desaparecido, los policías locales quedan contentos. Nohay una busca y captura ni ninguna caza del hombre. Es como si se te metierauna mota de polvo en el ojo. Esa mota es todo aquello en lo que tienes que pensar.Luego te pasas agua por el ojo y se limpia. Y una vez que ha salido, el doloracaba, y uno y a no se preocupa de adonde va esa mota de polvo, ¿no lo creesasí?

—Una mota de polvo —repitió Billy —. ¿Es eso lo que de veras era?—Para la Policía de Attleboro, así era exactamente. ¿Quieres que te cuente

ahora el resto, Bill, o primero deberíamos moralizar acerca de los apuros devarios grupos minoritarios?

—Dime el resto, por favor…—Los gitanos se pararon de nuevo en Lincoln, Mass. Se quedaron unos tres

días antes de partir de nuevo.—¿El mismo grupo cada vez? ¿Estás seguro?—Sí. Siempre los mismos vehículos. Tengo aquí una lista, con las matrículas,

casi todas ellas de Texas y Delaware. ¿Quieres esa lista?—Probablemente, pero no ahora. Sigue.No había mucho más. Los gitanos se habían mostrado por Reveré,

exactamente al norte de Boston, donde permanecieron durante tres días, y luegose fueron por su propia voluntad. Cuatro días en Portsmouth, New Hampshire…Y luego, simplemente, se habían evaporado.

—Podemos encontrar otra vez su rastro si lo deseas —manifestó Penschley—. Ha pasado menos de una semana. Se ocupan de esto tres investigadores deprimera clase de los Barton Detective Services, y creen que los gitanos estaránahora seguramente en algún lugar de Maine. Han seguido paralelos la I-95 por lacosta desde Connecticut… Diablos, todo el camino por la costa desde, por lomenos, las Carolinas, por lo que los hombres de Greeley han sido capaces derastrear sus huellas. Es casi una gira de circo. Probablemente trabajarán las

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zonas turísticas del sur de Maine, como en Ogunquit y Kennebunkport, irán hastaBoothbay Harbor y acabarán en Bar Harbor. Luego, cuando la estación turísticacomience a decaer, regresarán a Florida o al golfo de Texas para pasar elinvierno…

—¿Iba el viejo con ellos? —preguntó Billy.Estaba sujetando con fuerza el teléfono.—¿De unos ochenta años? ¿Con la nariz en un estado terrible: llagas, cáncer o

algo así?Pareció eternizarse un sonido de hojear papeles. Luego:—Taduz Lemke —dijo calmosamente Penschley—. El padre de la mujer que

atropellaste con tu coche. Sí, está con ellos.—¿Padre? —ladró Halleck—. ¡Eso es imposible, Kirk! La mujer tenía unos

setenta o setenta y cinco…—Taduz Lemke tiene ciento seis años…Durante varios instantes, a Billy le resultó imposible hablar. Sus labios se

movieron, pero eso fue todo. Tenía el aspecto de un hombre que besara a unfantasma. Luego consiguió repetir:

—Eso es imposible.—Una edad que todos, ciertamente, envidiaríamos —prosiguió Penschley—,

pero no imposible en absoluto. Existen registros acerca de esas personas, y asabes… Ya no van errantes en caravanas por la Europa del Este, aunque imaginoque algunos de los más viejos, como ese tipo Lemke, desearían hacerlo aún. Heconseguido otros datos para ti… Números de la Seguridad Social…, huellasdigitales, si las deseas… Lemke ha alegado repetidas veces que tiene ciento seisaños, ciento ocho e incluso ciento veinte. He elegido creer en lo de ciento seis,porque concuerda con la información de la Seguridad Social que los detectives deBarton han conseguido. Susanna Lemke era su hija, en efecto, no existe la menorduda al respecto. Y en lo que esto pueda valer, figura como « presidente» de laCompañía Taduz en los diferentes permisos para juegos de azar que debenobtener, lo cual significa que es el jefe de la tribu, o de la banda, o como sedenominen a sí mismos.

¿Su hija? ¿La hija de Lemke? En la mente de Billy, aquello pareció cambiarlotodo. ¿Y si suponíamos que alguien atropellaba a Linda? ¿Y si Linda hubiesecorrido por la calle como un perro mestizo?

—¿… lo dejamos?—¿Eh…?Intentó que su mente volviese a Kirk Penschley.—He dicho si estás seguro de que no deseas que lo dejemos correr… Te está

costando mucho, Bill.—Por favor, diles que prosigan un poco más —replicó Billy—. Te llamaré

dentro de cuatro días, no de tres, y veré si los has localizado.

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—No necesitas hacerlo —repuso Penschley —. Si… Cuando los de Barton loslocalicen, tú serás el primero en saberlo.

—No estaré aquí —replicó con lentitud Halleck.La voz de Penchsley fue cuidadosamente indiferente.—¿Y dónde esperas encontrarte?—De viaje —replicó Halleck.Y colgó poco después.Permaneció del todo rígido, con la mente en un confuso remolino. Sus

delgados dedos tamborileaban preocupadamente en el reborde de su escritorio.

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Capítulo XVICarta de Billy

Heidi salió al día siguiente poco después de las diez para hacer algunas compras.No fue a ver a Billy para decirle adonde iba o cuándo volvería; aquel antiguo yamable hábito ya no existía. Billy permaneció sentado en su estudio observandocómo el Olds salía del camino de coches hasta la calle. Durante un momento, lacabeza de Heidi se volvió y sus ojos parecieron encontrarse, los de él confusos yasustados, los de ella acusadores en silencio:

Me has hecho mandar fuera a nuestra hija, te niegas a recibir la ayudaprofesional que necesitas, nuestros amigos empiezan a hablar. Pareces desear aalguien que haga de copiloto tuyo hacia ese raro país, y yo he elegido. Malditoseas, Billy Halleck. Déjame sola. Quémate si quieres, pero no tienes derecho apedirme que me meta contigo en la olla.

Sólo una ilusión, naturalmente. Ella no podía verle, allá entre las sombras.Sólo una ilusión, pero dolía.Una vez que el Olds desapareció por la calle, Billy colocó una hoja de papel

en su Olivetti y escribió arriba « Querida Heidi» : Fue la única parte de la cartaque resultó sencilla. Escribió una penosa frase cada vez, pensando siempre conuna parte de su mente que ella regresaría mientras tecleaba. Pero no lo hizo.Finalmente, sacó la nota de la máquina de escribir y la leyó:

Querida Heidi:Para cuando leas esto, me habré marchado. No sé exactamente dónde

y tampoco sé exactamente durante cuánto tiempo, pero confío en que,cuando vuelva, todo esto haya acabado. Esta pesadilla con la que estamosviviendo.

Heidi, Michael Houston está equivocado acerca de casi todo. LedaRossington me dijo realmente que el viejo gitano —se llama, a propósito,Taduz Lemke— tocó a Cary, y realmente me dijo que la piel de Cary seestaba endureciendo. Y Duncan Hopley realmente estaba recubierto degranos… Una cosa más horrible de lo que te puedas imaginar.

Houston se niega a emprender cualquier examen serio de losencadenamientos lógicos que le he presentado en defensa de mi mismo, yciertamente se ha negado a combinar este encadenamiento lógico con lo

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inexplicable que me está sucediendo a mí (este mes setenta, y ahora yacasi cuarenta y cinco kilos). No puede hacer esas cosas, pues le sacaríanpor completo de su órbita si las hiciese. Le gustaría más el vermecomprometido durante el resto de mi vida que pensar en considerar laposibilidad de que lo que me está sucediendo sea el resultado de unamaldición gitana. La idea de que unas cosas tan fuera de lo corriente comolas maldiciones gitanas puedan llegar a existir —en cualquier lugar delmundo, pero especialmente en Fairview, Connecticut— es un anatema paratodo aquello en lo que ha creído Michael Houston. Sus dioses salen debotellas, no del aire.

Pero creo que, en alguna parte muy dentro de ti, crees que esto esposible. Me imagino que parte de tu cólera hacia mí durante esta últimasemana ha radicado en mi insistencia en que, dentro de ti misma, sabes quees verdad. Acúsame de jugar al psiquiatra aficionado, si lo deseas, pero lohe razonado así: creer en la maldición es como creer que sólo uno denosotros está siendo castigado por algo en que ambos hemos tenido unpapel. Me refiero a que evitas la culpa por tu parte…, y Dios sabe, Heidi,que, en la parte más timorata y cobarde de mi alma, siento que si he deatravesar esta diabólica disminución, tú deberías pasar también por otra…,la miseria ama la compañía, y supongo que todos tenemos una vena de ununo por ciento de enchapado de oro falso en nuestras naturalezas, unidotan fuertemente a la parte buena de nosotros, que nunca podremoslibrarnos de ello.

Sin embargo, existe otro lado de mí y esa otra parte te ama, Heidi, yjamás deseará que te ocurra el menor daño. Esta mejor parte mía, tienetambién un lado intelectual, lógico, y ésa es la razón de que me vaya.Necesito encontrar a ese gitano, Heidi. Necesito encontrar a Taduz Lemkey contarle aquello por lo que he pasado durante las últimas seis semanas,más o menos. Es fácil culpar, es sencillo desear la venganza. Pero cuandomiras las cosas de cerca, empiezas a ver que todo suceso está trabado conotro suceso; que a veces las cosas ocurren, simplemente, porque debensuceder. A ninguno de nosotros le gusta pensar así, porque nuncagolpearíamos a alguien para que no le hiciese daño; debemos encontrarotra forma, y ninguna de estas otras formas es simple o satisfactoria. Deseodecirle que no existió aquí ninguna intención diabólica. Quiero pedirle si esposible invertir lo que hizo…, siempre dando por supuesto que tenga poderpara hacerlo. Pero lo que me apetece hacer más que nada, es simplementeencontrarle para pedirle disculpas. Por mi…, por ti…, por todo Fairview.Puedes comprender que conozco ahora mucho más acerca de los gitanosde lo que solía. Supongo que dirás que mis ojos se han abierto. Y creo queresulta justo decirte una cosa más, Heidi —si puedo invertirlo, si averiguo

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que, pese a todo, tengo un futuro por el que mirar—, no perderé ese futuroen Fairview. Creo que ya estoy harto del Andy’s Pub, de Lantern Drive, delclub de campo, de toda esta asquerosa e hipócrita ciudad. Si he de tenerese futuro, confío en que tú y Linda vendréis a algún otro y más limpiolugar, para compartirlo conmigo. Si no lo haces, o no puedes, me iré detodas formas. Si Lemke no quiere o no puede hacer nada para ayudarme,por lo menos sentiré que he hecho todo cuanto he podido. Luego regresaréa casa, y voluntariamente me internaré en la Glassman Clinic, si es eso loque aún quieres.

Te aliento a mostrar esta carta a Mike Houston si lo deseas, o a losmédicos de la Glassman. Creo que convendrán en que lo que hago es unaterapia muy buena. A fin de cuentas, razonarán, si se lo inflige comocastigo (siempre están hablando de anorexia psicológica, creyendoaparentemente que si sientes la suficiente culpabilidad, puedes acelerar tumetabolismo hasta que queme muchísimas calorías por día), el enfrentarsea Lemke puede proporcionar exactamente la clase de expiación quenecesita. O, razonarán, existen otras dos posibilidades: una, que Lemke seeche a reír y diga que en toda su vida ha lanzado una maldición, y porende saltará el punto de apoyo psicológico sobre el que se equilibra miobsesión; o bien puede ocurrir que Lemke reconozca la posibilidad de unbeneficio, mienta y convenga en que me ha maldecido, y luego meembarque en alguna «cura» sin valor: pero, pensarán que, una cura sinvalor para una maldición inválida, podría ser por completo efectiva…:

He contratado unos detectives a través de Kirk Penschley y handeterminado que los gitanos se han estado encaminando de forma decididahacia el norte por la Interestatal 95. Confío rastrearles en Maine. Si sucedealgo definitivo, te lo haré saber lo antes posible; en el entretanto, nointentes encontrarme. Pero cree que te amo con todo mi corazón.

TUYOBilly

Metió la carta en un sobre con el nombre de Heidi garrapateado delante y laapoy ó contra la bandeja giratoria para servir la comida en la mesa de la cocina.Luego llamó un taxi para que le llevase a la oficina de Hertz en Wesport.Permaneció erguido en los escalones esperando que llegase el taxi, confiandoaún en su interior que Heidi se presentaría antes y hablarían de las cosas de lanota.

No fue hasta que el taxi giró por el paseo de coches y Billy se acomodó en laparte trasera, cuando admitió ante sí mismo que hablar con Heidi, en estemomento, tal vez no fuese una buena idea: el ser capaz de hablar con Heidi

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constituía una parte del pasado, parte del tiempo en que habían vivido en laCiudad de los Gordos…, en más de una forma y sin siquiera saberlo.

Ése era el pasado. Si había algún futuro se encontraba en la autopista depeaje, en algún lugar de Maine, y debía conseguir cazarlo antes de que sedisolviese en la nada.

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Capítulo XVIISesenta y dos

Aquella noche se detuvo en Providence. Llamó a su estudio, se puso en contactocon el servicio de contestador automático, y dejó un mensaje para KirkPenschley : ¿podría enviar todas las fotografías disponibles de los gitanos y losdetalles disponibles acerca de sus vehículos, incluyendo los números de matrículay VIN, al Hotel Sheraton en South Portland, Maine?

El servicio leyó el mensaje correctamente —un milagro menor en opinión deBilly — y lo dejó. El trayecto desde Fairview hasta Providence era de menos dedoscientos cincuenta kilómetros, pero estaba agotado. Durmió sin sueños porprimera vez desde hacía semanas. A la mañana siguiente, descubrió que no habíabalanza en el cuarto de baño del motel. Gracias, Dios mío, pensó Billy Halleck,por estos pequeños favores.

Se vistió de prisa, deteniéndose sólo una vez, y al anudarse los zapatos, sequedó sorprendido por completo al oírse silbar. A las ocho y media ya seguía denuevo por la Interestatal, y se inscribió en el Sheraton, al otro lado de una avenidacon tiendas, a las seis y media. Ya le aguardaba un mensaje de Penchsley.

Información en camino, pero con dificultades. Tal vez lleve un día o dos.Estupendo —pensó Billy—. Un kilo al día, Kirk, qué diablos… Tres días y

perderé el equivalente de media caja de cervezas. Cinco días y puedo perder elequivalente a una bolsa de harina de tamaño medio. Tómate tu tiempo,compañero… ¿Por qué no?

El South Portland Sheraton era redondo, y el cuarto de Billy tenía la forma deuna porción de pastel. Su abrumadora mente, que hacía tanto tiempo que seenfrentaba a todo, encontró en cierto modo imposible tratar con un dormitorioque en un lugar se reducía a un punto. Tenía cansancio a causa del viaje porcarretera y dolor de cabeza. El restaurante, pensó, era más de lo que podíasoportar…, especialmente si también acababa en un punto. En vez de ello, pidióal servicio de habitaciones que le subiesen la cena.

Acababa de salir de la ducha cuando el camarero llamó a la puerta. Searropó con la bata que la dirección tan apropiadamente había suministrado (NOROBARÁS, decía una pequeña cartulina que colgaba de un bolsillo de la bata) ycruzó el cuarto, gritando:

—¡Un momento, por favor!

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Halleck abrió la puerta… y fue saludado por primera vez con la desagradablecomprobación de cómo deben sentirse los monstruos de circo. El camarero eraun muchacho de no más de diecisiete años, con cabello desaliñado y hundidasmejillas, en una imitación de los roqueros punk británicos. No tenía el menorinterés por sí mismo. Miró a Billy con la vacua indiferencia de un tipo que ve acentenares de hombres con la bata del hotel en cada turno; el desinterés mejoróun poco cuando bajó la vista hacia el billete para ver a cuánto ascendía lapropina, pero eso fue todo. Luego los ojos del camarero se abrieron en unamirada de extrañeza que fue casi de horror. La cosa duró sólo un momento; luegola expresión de indiferencia volvió. Pero Billy la había visto.

Horror. Era casi horror.Y la expresión de desconcierto seguía aún allí, oculta, pero todavía presente.

Billy pensó que podía verla ahora porque se le había añadido otro elemento: lafascinación.

Ambos quedaron inmóviles durante un momento, trabados con el incómodo yno deseado compañerismo del papamoscas y su presa. Billy pensóvertiginosamente en Duncan Hopley sentado en su agradable casa deRibbonmaker Lane con todas las luces apagadas.

—Bueno, éntralo —le dijo con dureza, rompiendo aquel momento conexcesiva fuerza—. ¿Vas a estar afuera toda la noche?

—Oh, no, señor —respondió el camarero de servicio de habitaciones—. Losiento.

La sangre enrojeció su rostro y Billy sintió piedad por él. No era un punkroquero, ni algún siniestro delincuente juvenil que había acudido al circo para vercocodrilos vivos, sino sólo un muchacho universitario que hacía un trabajo enverano, sorprendido por un hombre macilento que debía tener alguna clase deenfermedad o no.

El viejo tipo me maldijo en más de una forma —pensó Billy…No era culpa del chico que Billy Halleck, anteriormente de Fairview,

Connecticut, hubiese perdido suficiente peso casi como para la calificación de unestatus de monstruo. Le dio un dólar más de propina y se desembarazó de él tanrápidamente como pudo. Luego se dirigió al cuarto de baño y se miró en elespejo, abriendo lentamente su bata, de la forma arquetípica como lo practicabaa media luz en la intimidad de su propio cuarto. Para empezar se había dejadoflojo el cinturón de la bata, lo cual dejó al descubierto la mayor parte de supecho y parte de su vientre. Era fácilmente comprensible la conmoción delcamarero al mirar sólo esto. Se hizo aún más evidente con la bata abierta y todasu parte delantera reflejada en el espejo.

Cada costilla destacaba con claridad. Sus clavículas eran unos bordesexquisitamente definidos y cubiertos de piel. Sus pómulos abultaban. El esternónformaba un nudo apiñado, su barriga un hueco, su pelvis una charnela de espoleta

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de ave. Sus piernas eran según las recordaba, largas y aún muy musculosas, conlos huesos aún enterrados; de todas formas nunca había tenido allí demasiadopeso. Pero, por encima de la cintura, realmente se estaba convirtiendo en unmonstruo descarnado; el Esqueleto Humano.

Cuarenta y cinco kilos —pensó—. Eso es lo que hace salir el marfil interior deun hombre del armario. Ahora ya sabes qué delgado filo hay entre lo que siemprehabías dado por supuesto y que de alguna forma se pensaba que sería estaprofunda locura. Si alguna vez te lo preguntaste, ahora ya lo sabes. Aún parecesnormal —bueno, casi normal—, con la ropa puesta, ¿pero cuánto tiempo pasaráantes de que empieces a recibir miradas así, como la que te ha asestado elcamarero, cuando vayas incluso vestido? ¿La semana próxima? ¿Dentro de dossemanas?

La cabeza cada vez le dolía más y, aunque antes se encontrara hambriento,comprobó que sólo podía picotear su cena. Durmió muy mal y se levantótemprano. Ya no silbó al vestirse.

Decidió que Kirk Penschley y los investigadores de Barton tenían razón: losgitanos seguirían por la línea costera. En Maine, durante el verano, era donde seencontraba la acción porque se producía donde se hallaban los turistas. Llegabanpara nadar en un agua que estaba demasiado fría, para solearse (muchos díashabía niebla y llovía, pero los turistas nunca parecían recordarlos), comerlangostas y almejas, comprar ceniceros con gaviotas pintadas en ellos, asistir alos teatros de verano en Ogunquit y Brunswick, fotografiar los faros en Portland yPemaquid, o sólo holgazanear por sitios de moda, como Rockport, Camden y,naturalmente, Bar Harbor.

Los turistas se encontraban cerca de la costa, y también los dólares, que semostraban tan ansiosos de sacar de sus billeteros. Allá era donde estarían losgitanos: ¿pero, dónde exactamente?

Billy hizo una lista de más de cincuenta ciudades costeras, y luego bajó a laplanta baja. El barman había sido importado de Nueva Jersey, y no conocía nadamás que Asbury Park, pero Billy dio con una camarera que había vivido enMaine durante toda su vida, estaba familiarizada con la zona costera y le gustabamucho hablar de ella.

—Busco a unas personas, y estoy por completo seguro de que estarán en unaciudad costera, pero realmente no en una lujosa. Más bien una…, una…

—¿Más bien una ciudad tipo garito? —preguntó ella.Billy asintió.La mujer se inclinó sobre la lista.—Old Orchard Beach —manifestó—. Ésa es la más tipo garito de todas. De

la forma en que las cosas van por allí hasta el Día del Trabajo, sus amigos

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pasaran inadvertidos a menos que tengan tres cabezas cada uno.—¿Y otras?—Verá… La may oría de las ciudades costeras se vuelven un poco garitos en

verano —confesó—. Tomemos, por ejemplo, Bar Harbor. Cualquier persona quehaya oído hablar de ella tiene una imagen de Bar Harbor como algo realmentelujoso…, digno…, lleno de gente rica que va por ahí con sus Rolls-Royces.

—¿Y no es así?—No. Frenchman’s Bay, tal vez, pero no Bar Harbor. En invierno es una

ciudad muerta, en que la cosa más excitante que ocurre durante todo el día es eltrasbordador de las diez y veinticinco. En verano, Bar Harbor es una ciudad loca.Es algo parecido a Fort Lauderdale durante las vacaciones de primavera, llena decabezas y monstruos, y hippies súper-jubilados. Puede encontrarse en el bordede la ciudad, en Northeast Harbor, respirar hondo y quedar flipado por toda ladroga que hay en Bar Harbor, si el viento es favorable. Y la atracción principal,hasta el Día del Trabajo, es un carnaval callejero. La may oría de las ciudadesque tiene en su lista son así, pero Bar Harbor se halla por encima de todo, ¿mecomprende?

—Ya la he oído —replicó Billy, sonriendo.—Solía ir allí algunas veces, en julio o agosto, y quedarme un poco, pero ya

no. Soy demasiado vieja para todo eso que hay ahora.La sonrisa de Billy se volvió melancólica. La camarera no aparentaba más

de veintitrés años.Billy le dio cinco dólares; ella le deseó un feliz veraneo y buena suerte para

encontrar a sus amigos. Billy asintió, pero por primera vez no se notó tanoptimista respecto de esa posibilidad.

—¿Le importaría aceptar un pequeño consejo, señor?—En absoluto —respondió Billy, pensando que le iba a facilitar su idea del

mejor lugar por donde comenzar, aunque y a lo había decidido por sí mismo.—Debería engordar un poco —manifestó—. Coma pasta. Eso es lo que

mamá le diría. Coma montones de pasta. Métase en el cuerpo algunos kilos.

Un sobre manila lleno de fotografías e información acerca de automóviles llegópara Halleck en su tercer día en South Portland. Examinó las fotografíaslentamente, mirando cada una de ellas. Aquí estaba el joven que había hechosjuegos malabares con los bolos; su nombre era también Lemke, Samuel Lemke.Miraba a la cámara con una franqueza no comprometedora, con aspecto de serproclive tanto al placer como a la amistad, o a la ira y el mal humor. Aquí estabala bonita muchacha que montaba el blanco al llegar los policías, y sí era tanmaravillosa como Halleck conjeturara desde su lado del parque. Se llamabaAngelina Lemke. Colocó su foto al lado de la de Samuel Lemke. Hermano y

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hermana. « ¿Los nietos de Susanne Lemke?» , se preguntó. ¿Los biznietos deTaduz Lemke?

Aquí estaba el hombre mayor que había tendido los folletos: Richard Crosskill.Había más Crosskills. Stanchfields. Starbirds. Más Lemkes. Y luego, cerca delfondo…

Era él. Los ojos, atrapados en dos redes de arrugas, eran oscuros, francos yllenos de una clara inteligencia. Llevaba un pañuelo en la cabeza, anudado al ladode su mejilla izquierda. Un cigarrillo aparecía hundido en sus profundamenterajados labios. La nariz era un húmedo y abierto horror, supurante y terrible.

Billy se quedó mirando la foto como hipnotizado. Había algo familiar enaquel viejo, alguna conexión que su mente no podía afinar. Luego se le ocurrió.Taduz Lemke le recordaba a uno de aquellos ancianos de los anuncios del yogurDanone, los rusos de Georgia que fumaban cigarrillos sin filtro, bebían vodkapura, vivían hasta unas edades tan asombrosas como ciento treinta, cientocincuenta, ciento setenta. Y luego un verso de la canción de Jerry Jeff acudió asu mente, aquel acerca de Mr. Bojangles: Parecía tener los auténticos ojos de laedad…

Sí. Aquello era lo que había visto en el rostro de Taduz Lemke: eran losauténticos ojos de la edad. En aquellos ojos Billy vio un conocimiento tanprofundo que convertía a todo el siglo XX en una sombra, y empezó a temblar.

Aquella noche cuando subió a la balanza en su cuarto de baño adjunto a sudormitorio en forma de porción de pastel, vio que había bajado a sesenta y dos.

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Capítulo XVIIILa búsqueda

Old Orchard Beach —había dicho la camarera—. Es la ciudad más garito detodas.

El recepcionista se mostró de acuerdo. Y lo mismo la chica de la cabina deinformación turística, seis kilómetros más allá en la autopista, aunque se negó aexpresarlo en unos términos tan tajantemente pey orativos. Billy dirigió su cochede alquiler hacia Old Orchard Beach, que se hallaba a unos treinta kilómetroshacia el sur.

El tráfico se hizo más lento hasta que los coches se arrastraron parachoquescontra parachoques a unos dos kilómetros de la costa. La may or parte de losvehículos de este desfile llevaban matrículas de Canadá. Un motón de ellos eranvehículos para vacaciones que parecían lo suficientemente grandes como paratransportar equipos completos de rugby profesional. La may oría de la gente queBilly vio, tanto en las colas del tráfico, como andando por los arcenes de lacarretera, parecía vestida con lo mínimo que la ley permitía, y a veces aúnmenos: había un motón de bikinis de tirita, un montón de trajes de baño de cuerpoentero y también un montón de carne con aceites bronceadores en exhibición.

Billy iba vestido con vaqueros, una camisa blanca de cuello abierto y unachaqueta deportiva. Sentado detrás del volante de su coche, sudaba a maresincluso con el aire acondicionado al tope. Pero no había olvidado la forma en queel chico del servicio de habitaciones le había mirado. Ésta era la forma máximade ir desvestido que se permitiría, aunque acabase el día con sus zapatos de lonallenos de charcos de sudor.

El atascado tránsito automovilístico cruzó zonas pantanosas saladas; pasó ante dosdocenas de chozas de langostas y almejas y luego rodeó un área de casasveraniegas que estaban unidas unas a otras, como un nido de setas creciendo enel rincón de una bodega húmeda. Veraneantes similarmente desvestidos sehallaban sentados en muebles de jardín delante de la mayor parte de esas casas,comiendo, leyendo novelas en rústica o, simplemente, observando el inacabableflujo del tránsito.

Dios —pensó Billy—, ¿cómo pueden soportar el hedor de los tubos de

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escape?Se imaginó que tal vez les gustaba, que quizás ésa era la razón de que

estuviesen sentados aquí en vez de en la play a, que aquello les recordaba suhogar.

Las casas dieron paso a los moteles con letreros en los que se leía ON PARLEFRANÇAIS ICI y PAPEL MONEDA CANADIENSE A LA PAR A PARTIR DE250 DÓLARES y A TRES MINUTOS DEL OCÉANO: BONJOUR Á NOS AMISDE LA BELLE PROVINCE!

Los moteles cedieron el paso a una calle principal que parecía albergartiendas de máquinas de fotografiar a bajos precios, tiendas de recuerdos,emporios de libros pornos. Muchachos con pantalones cortos y camisetasholgazaneaban arriba y abajo, algunos dándose la mano, otros sobre patines,abriéndose paso a través de grupos de peatones con aburrido impulso. Ante losconsternados y fascinados ojos de Halleck, todos parecían tener exceso de peso ytodos —incluso los chicos sobre patines— parecían comer algo: un trozo de pizzaaquí, un Chipwich allí, una bolsa de Doritos, una bolsa de palomitas de maíz, uncono de algodón dulce. Vio a un hombre gordo con una camisa blanca suelta,unas bermudas verdes haciendo bolsas, y sandalias de correa, que mordisqueabauna salchicha de casi medio metro de longitud. Una tira de algo que parecíacebolla o sauerkraut le pendía del mentón. Llevaba otras dos salchichas entre losgordezuelos dedos de su mano izquierda, y para Billy parecía más bien un magoteatral mostrando pelotas rojas de caucho antes de hacerlas desaparecer.

Una avenida central se presentó a continuación. Una montaña rusa se alzabaante el cielo. Una réplica gigante de un navío viquingo oscilaba hacia atrás yhacia adelante en unos semicírculos empinados mientras los viajeros atrapadosdentro proferían gritos. Sonaban campanas y destellaban luces en una arcada a laizquierda de Billy ; a su derecha, unos adolescentes con camisas a ray asconducían autos de choque, acometiéndose unos a otros. Exactamente más alláde la arcada, un joven y una joven se besaban. Los brazos de ella estabantrabados en torno del cuello de él. Una de las manos del joven se posaba en eltrasero de ella y la otra mano sostenía una lata de Budweiser.

Sí —pensó Billy—. Sí, éste es el lugar. Debe serlo.

Estacionó su coche en un espacio de sobrecalentado macadán, pagó al vigilantediecisiete dólares por medio día de estadía, trasladó la billetera de su bolsillo en lacadera al bolsillo interior de su chaqueta deportiva y comenzó la caza.

Al principio pensó que la perdida de peso se había acelerado. Todos lemiraban. La parte racional de su mente rápidamente le tranquilizó respecto deque sólo era a causa de sus prendas y no del aspecto que tenía dentro de susropas.

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La gente te mira de la misma forma como si te mostrases por esta acerallevando un traje de baño y una camiseta en octubre, Billy. Tómatelo con calma.Tienes algunas cosas que mirar, y por ahí hay mucho de eso.

Y aquello era ciertamente verdad. Billy vio una mujer gorda con un bikininegro, con su piel profundamente bronceada y reluciente de aceite. Su barrigaera pródiga, la flexibilidad de los largos músculos de sus muslos resultaba casimítica y extrañamente excitante. Avanzó hacia la amplia extensión de la blancaplaya como un trasatlántico, con sus posaderas flexionándose en ondulacionesparecidas a olas. Vio a un caniche grotescamente gordo, con sus rizos cortadospara el verano, con la lengua —más gris que rosada— sobresaliéndoleapáticamente, sentado al lado de un puesto de pizzas. Vio dos peleas a puñetazos.Vio a una gran gaviota de alas moteadas de gris y fijos ojos negros precipitarse yarrebatar un grasiento bizcocho de la mano de un niñito en un cochecillo.

Más allá de todo esto se hallaba el creciente, inmaculadamente blanco, de laplaya de Old Orchard, aunque su blancura se hallaba ahora casi por completooscurecida por las hamacas reclinables para tomar el sol, cosa normal en un díade principios de verano a mediodía. Pero tanto la playa como el Atlántico que seencontraba más allá, parecían en cierto modo reducidos y abaratados por lospulsos y pausas eróticos de la avenida: los atascos de personas con comidasecándoseles en las manos y en los labios y mejillas, los gritos de los buhoneros(« ¡Te adivino el peso! —oyó decir a alguien a su izquierda—. Si me equivoco enmás de dos kilos ganas tú» ), los pequeños chillidos de los que montaban en laferia, la estridente música de rock que surgía de los bares.

De repente, Billy comenzó a sentirse irreal de forma decidida, fuera de símismo, como si se tratase de uno de aquellos ejemplos de revistas Fate deproyección astral. Nombres —Heidi, Penschley, Linda, Houston— parecieron derepente sonar a falsos y a poca cosa, como los nombres que se componen sobrela marcha para un mal relato. Tuvo la sensación de que podía mirar detrás de lascosas y ver las luces, las cámaras, las llaves y algún « mundo real»inimaginable. El olor del mar parecía abrumado ante un olor de alimentospodridos y sal. Los sonidos se hacían distantes, como si flotasen a lo largo de unancho vestíbulo.

Mierda, proyección astral —pronunció una voz tenue—. Me parece que estása punto de pillar una insolación, amigo mío.

Eso es ridículo. No he tenido una insolación en toda mi vida.Bueno, supongo que cuando uno pierde cincuenta y cuatro kilos, el termostato

se va al carajo. ¿Vas a salir ahora del sol o te llevarán a una sala de urgencias enalguna parte donde te proporcionarán una Cruz Azul y un número de ProtecciónAzul?

—Muy bien, ya me has hablado de ello —musitó Billy.Un chico que pasaba a su lado y que se iba metiendo una caja de Reese’s

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Pieces en la boca, se volvió y le dirigió una dura mirada.Más adelante apareció un bar llamado The Seven Seas. En la puerta se veían

dos letreros: FRÍO HELADO, decía uno. HORA DE FELICIDAD TERMINAL,rezaba el otro.

Billy entró.El Seven Seas no sólo estaba fríamente helado, sino benditamente silencioso.

Un letrero en la máquina de discos decía: ALGÚN CRETINO ME PATEÓANOCHE Y AHORA NO FUNCIONO. Debajo aparecía la traducción al francésdel mismo comentario. Pero Billy pensó que, por lo viejo que era el cartel y porel polvo que aparecía en el juke-box, aquel « anoche» en cuestión debía de haberocurrido hacía ya muchos años. En el bar se veía algunos parroquianos, en sumayor parte hombres mayores y vestidos de la misma forma que Billy : máspara ir por la calle que por la play a. Algunos jugaban al ajedrez y al backgamón. Casi todos llevaban sombrero.

—¿Desea algo? —preguntó el barman, acercándose a él.—Me gustaría una Schooner, por favor.—Hecho.Llegó la cerveza. Billy se la bebió lentamente, observando el flujo y reflujo

de la acera afuera de las ventanas del bar, escuchando el murmullo de losancianos. Sintió que parte de su fuerza —parte de su sentido de la realidad— lecomenzaba a regresar.

El barman se presentó de nuevo.—¿Quiere repetir?—Por favor… Y me gustaría hablar unas palabras con usted, si tiene tiempo.—¿Acerca de qué?—De algunas personas que han debido pasar por aquí.—¿Dónde es ese aquí? ¿Por el Seas?—Por Old Orchard.El barman se echó a reír.—Por lo que he visto hasta ahora, todos los de Maine y la mitad de Canadá

pasan por aquí en verano, amigo…—Éstos eran gitanos.El barman gruñó y le trajo a Billy otra botella de Schooner.—Querrá decir que los trae el negocio. Lo mismo les pasa a quienes acuden a

Old Orchard en verano. Aquí las cosas son diferentes. La mayoría de los tipos depor aquí viven en este lugar todo el año. La gente de ahí…

Hizo un ademán hacia la ventana, despreciándolos con un movimiento de lamuñeca.

—Les atrae el asunto. Como a usted.Billy se sirvió la cerveza vertiéndola con cuidado por un lado de su copa y

luego dejó un billete de diez dólares encima de la barra.

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—No estoy seguro de que nos comprendamos. Hablo de auténticos y actualesgitanos, no de turistas o veraneantes.

—Auténticos… Oh, se debe referir a esos tipos que acamparon en Salt Shack.El corazón de Billy se le aceleró en el pecho.—¿Podría mostrarle algunas fotos?—No serviría de nada. Yo no los vi.Se quedó mirando durante un momento el billete de diez dólares y luego

llamó:—¡Lon! ¡Lonnie! ¡Ven aquí un momento!Uno de los ancianos que estaba sentado al lado de la ventana se levantó y

anduvo de un extremo al otro de la barra. Llevaba unos pantalones grises dealgodón, una camisa blanca que era demasiado grande para él y un sombrero depaja. Su rostro parecía cansado. Sólo sus ojos se veían vivaces. A Billy le recordóa alguien y, al cabo de unos momentos, lo comprendió. El viejo se parecía a LeeStrasberg, el maestro y actor.

—Éste es Lon Enders —declaró el barman—. Ha conseguido una buena casaal oeste de la ciudad. Al mismo lado que el Salt Shack. Lon ve todo lo que pasa enOld Orchard.

—Me llamo Bill Halleck.—Me alegro de conocerle —respondió Lon Enders con una voz tenue, y se

situó en el taburete de al lado de Billy.Realmente no pareció sentarse; más bien sus rodillas se doblaron en el

momento en que sus posaderas se acomodaron encima del afelpado.—¿Quiere una cerveza? —preguntó Billy.—No puedo —respondió aquella voz tenue y oxidada.Billy movió su cabeza levemente para evitar el súper dulzón olor del aliento

de Enders.—Ya he tomado la del día. El médico dice que no puedo tomar más. Las

tripas se me retuercen. Si y o fuese un coche estaría y a para el desguace.—Oh… —exclamó Billy con poca convicción.El barman se apartó de ellos y comenzó a meter copas de cerveza en el

lavaplatos. Enders miró el billete de diez dólares. Luego alzó la vista hacia Billy.Halleck explicó de nuevo las cosas, mientras la blanca y cansada cara de

Enders, demasiado brillante, presentaba un aspecto soñador en las sombras delSeven Seas y las campanas de la arcada sonaban levemente, como sonidosentreoídos en un sueño…

—Estuvieron aquí —dijo una vez que terminó Billy—. Estuvieron aquí, enefecto. Hacía siete años o más que no veía gitanos. Y no había visto semejantepandilla en tal vez veinte años.

La mano derecha de Billy apretó la copa de cerveza que sostenía, y tuvo,conscientemente, que aflojar la presión para no llegar a romperla. Dejó

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cuidadosamente la copa encima de la barra.—¿Cuándo? ¿Está seguro? ¿Tiene alguna idea de dónde pueden haber ido?

¿Podría…?Enders alzó una mano: era tan blanca como la de un hombre ahogado que

sobresaliese de un pozo, y a Billy le pareció apagadamente transparente.—Tranquilícese, amigo mío —le dijo con su susurrante voz—. Le diré todo lo

que sé.Con el mismo esfuerzo consciente, Billy procuró no decir nada.Sólo aguardar.—Tomaré los diez dólares porque tiene aspecto de podérselo permitir, amigo

mío —susurró Enders.Se los metió en el bolsillo de su camisa, y luego se llevó el pulgar y el índice

de la mano izquierda a la boca, para ajustarse la parte superior de la dentadurapostiza.

—Pero se lo contaría también gratis. Diablos, cuando te haces viejo pagaríasporque alguien te escuchase… Pregúntele a Timmy si puedo conseguir un vasode agua fría… Incluso una cerveza es demasiado, lo reconozco… Me arde lo queaún me queda en el estómago… Pero para un hombre resulta difícil abandonartodos sus placeres, incluso cuando y a no le representan ningún placer…

Billy llamó al barman y éste le trajo a Enders su agua helada.—¿Estás bien, Lon? —le preguntó cuando se la dejó delante.—He estado mejor y he estado peor —susurró Lon.Y tomó el vaso. Por un momento, Billy pensó que demostraría ser demasiado

pesado. Pero el anciano logró llevárselo a la boca, aunque derramó por elcamino un poco de agua.

—¿Quieres hablar con este tipo? —quiso saber Timmy. El agua fría pareciórevivir a Enders. Dejó otra vez el vaso encima de la barra, miró a Billy y luegodirigió otra vez la vista al barman.

—Creo que alguien debería hacerlo —manifestó—. Aún no está tan malcomo yo…, pero está lográndolo.

Enders vivía en una pequeña colonia de jubilados en Cove Road. Explicó queCove Road constituía una parte del « auténtico Old Orchard» , la única de la queno se preocupaban los tips…

—¿Tips? —preguntó Billy.—Las muchedumbres, amigo mío, las muchedumbres. Yo y mi mujer

llegamos a esta ciudad en 1946, poco después de la guerra. Y desde entonceshemos estado aquí. He aprendido de un maestro en formación de multitudes, deLonesome Tommy McGhee, muerto hace y a muchos años. He conseguido queme griten las tripas, y lo que oy e ahora es todo lo que queda.

Volvió de nuevo la risilla, casi tan débil como un soplo de brisa antes delamanecer.

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Enders había conocido a todos los asociados con el carnaval veraniego queconstituía, al parecer, el Old Orchard: los buhoneros, los voceadores de la feria,los estibadores, los apagavidrios (vendedores de recuerdos), los hombres perro(los mecánicos de los caballitos), los de los autochoques, los artistas de circo, lastipas y los alcahuetes. La may or parte de ellos eran gente estable que habíaconocido durante décadas, o gente que regresaba cada verano como avesmigratorias. Formaban una comunidad fija, en su mayoría encantadora, que losveraneantes nunca veían.

También conocía una amplia porción de lo que el barman había llamado « elnegocio del errabundeo» . Aquellos eran los verdaderos transeúntes, gente que semostraba durante una o dos semanas, hacía algunos negocios en la febrilatmósfera de fiesta de la ciudad de Old Orchard, y luego se iba una vez más.

—¿Y los recuerda a todos? —preguntó Billy dudoso.—Oh, no podía hacerlo si fuesen distintos de un año a otro —susurró Enders

—, pero ésa no es la forma en que funcionan los negocios errabundos. No son tanregulares como los de los caballitos y los autos de choque, pero también tienenuna pauta. Ves a un tipo de ésos aparecer por el paseo de tablas de la playa, en1957, vendiendo Hula Hoops que sostiene en la mano. Y luego le ves de nuevo,en 1960, vendiendo relojes caros a tres dólares la unidad. Su cabello es tal veznegro en vez de rubio, y de este modo cree que la gente no le reconocerá, ysupongo que eso es cierto para los veraneantes, aunque fuese en 1957, porquereincidían en que les timasen. Nosotros sí los conocemos. Conocemos este tipo denegocios. Nada cambia, excepto lo que venden, y todo lo que venden seencuentra siempre unos cuantos pasos fuera de la ley. Los vendedores deestupefacientes. Son demasiados y siempre acaban en la cárcel o se mueren. Ylas putas se hacen viejas demasiado de prisa como para recordarlas. Pero lo queusted quiere es hablar de gitanos. Supongo que son los más viejos en estosnegocios.

Billy sacó su sobre de fotografías del bolsillo de su chaqueta deportiva y lasdepositó con cuidado como el servidor de una mano de póquer: Gina Lemke,Samuel Lemke, Richard Crosskill, Maura Starbird.

Taduz Lemke.—¡Ah!El viejo del taburete respiró con fuerza cuando Billy depositó esta última, y

luego habló directamente a la fotografía, produciéndole a Billy piel de gallina.—¡Teddy, viejo alcahuete!Alzó la vista hacia Billy y sonrió, pero Halleck no se engañó: el viejo tenía

miedo.—Creí que era él —manifestó—. No vi nada más que una sombra en la

oscuridad… Fue algo que sucedió hace tres semanas. Nada más que una formaen la oscuridad, pero creí… No, supe…

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Se llevó de nuevo el vaso de agua a la boca, vertiendo aún más líquido, estavez en la pechera de su camisa. El frío le hizo jadear.

El barman se presentó y favoreció a Billy con una mirada hostil. Endersmantuvo alzada la mano de forma ausente, para mostrar que se encontraba bien.Timmy se retiró otra vez al lavaplatos. Enders dio vuelta la foto de Taduz Lemke.Escrito en la parte posterior se leía Foto tomada en Attleboro Mass… mediados demayo de 1983.

—Y no había envejecido un día desde que le vi a él y a sus amigos en elverano de 1963 —acabó Enders.

Habían instalado el campamento detrás de Herk’s Salt Shack Lobster Barn, en lacarretera 27. Permanecieron allí durante cuatro días y cuatro noches. En lamañana del quinto día, simplemente se fueron. Cove Road estaba cerca, yEnders dijo que había andado aquel kilómetro la segunda noche en que los gitanosse encontraban allí (a Billy le resultaba difícil imaginarse a aquel hombrefantasmal dar la vuelta a la manzana, pero lo pasó por alto), deseaba verlos —manifestó—, porque le recordaban los viejos días cuando un hombre podía dirigirsu propio negocio si tenía un negocio que dirigir, y John Law se apartaba de sucamino y le dejaba actuar en paz.

—Permanecí al lado de la carretera en silencio durante un rato —explicó—.Se trataba de la acostumbrada disposición empleada por los gitanos: cuanto máscambian las cosas, más siguen siendo las mismas. Solían ser todo tiendas y ahoraeran camionetas y casas rodantes y cosas así, pero lo que ocurría en su interiorseguía siendo exactamente igual. Una mujer que decía la buenaventura. Dos, tresmujeres que vendían pócimas para las damas… Dos, tres hombres que vendíanpócimas para los hombres. Supongo que se hubieran quedado más tiempo, peroescuché que planeaban una pelea de perros para algunos ricos locales y que lospolicías del Estado lo habían barruntado.

—¡Peleas de perros!—A la gente le gusta apostar, amigo mío, y este tipo de negocios

trashumantes siempre desea disponer las cosas cuando se quiere apostar; ésta esuna de las cosas para las que está el negocio. Perros o gallos con espolones deacero, o tal vez incluso dos hombres con esas aguzadas navajas que parecen casipunzones, y cada uno de ellos muerde el extremo de un pañuelo, y el que dejacaer primero su lado es el perdedor. Lo que los gitanos llaman « una peleajusta» .

Enders se estaba mirando en el espejo de la parte trasera del bar: a sí mismoy a través de sí mismo.

—Era como en los viejos tiempos, eso es —manifestó soñador—. Podía olersu carne, la forma en que la curan, y pimientos verdes, y el aceite de oliva del

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que tanto gustan, y que huele a rancio al sacarlo de la lata y luego dulce cuandose cocina con él. Y pude oírles hablar con su pintoresco lenguaje y aquel ruidosordo opresivo, procedente de alguien que arrojaba cuchillos contra un tablero.Alguien horneaba pan a la antigua usanza, sobre piedras calientes.

Hizo una pausa.—Era como en los viejos tiempos, pero no lo era. Sentí miedo. Bueno, en

realidad, los gitanos siempre me han asustado un poco; había un diferencia y y ono hubiera vuelto a aquello de ninguna forma. Diablos, yo era un hombre blanco,¿verdad? En los viejos tiempos hubiera caminado en línea recta hasta su fuego decampamento de una forma franca, y comprado una bebida o estrechado algunasmanos, no a causa de que desease beber algo o una cosa simbólica, sino,simplemente, para echar un vistazo por allí. Pero los viejos tiempos me hanconvertido en un viejo, amigo mío y, cuando un viejo se asusta, no hace las cosasa tontas y a locas, como lo hacía en la época en que aprendía a afeitarse.

Se produjo otra pausa.—Por lo tanto, me quedé allí en la oscuridad, con la Salt Shack a uno de mis

lados y todas aquellas camionetas y casas rodantes allí detenidas al otro,observándoles caminar de un lugar a otro frente a su fuego, escuchándoles hablary reír, oliendo su comida. Y luego se abrió la parte trasera de una casa rodante;tenía la foto de una mujer a un costado, y un caballo blanco con un cuernosobresaliéndole de la cabeza, no sé cómo se llama eso…

—Unicornio —replicó Billy.

Y su voz pareció proceder de alguna otra parte o de alguna otra persona. Conocíamuy bien aquella imagen, puesto que la había visto por primera vez el día en quelos gitanos aparecieron en los terrenos públicos de Fairview.

—Luego salió alguien —prosiguió Enders—. Era sólo una sombra y la puntaencendida de un cigarrillo, pero supe quién era.

Dio unos golpecitos en la fotografía del hombre del pañuelo en la cabeza conuno de sus pálidos dedos.

—Era él. Su tipo…—¿Está seguro?—Chupó profundamente de su colilla y vi… eso…Señaló lo que quedaba de la nariz de Taduz Lemke, pero no llegó a tocar la

brillante superficie de la fotografía, como si con aquel roce se arriesgase a unacontaminación.

—¿Habló con él?—No —repuso Enders—, fue él quien habló conmigo. Yo seguía allí de pie en

la oscuridad, y juro por Dios que ni siquiera miraba en mi dirección. Y dijo:» ¿Echas un poco de menos a tu mujer, eh, Flash? No te preocupes, la verás

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ya muy pronto.» Luego se quitó el cigarrillo con un capirotazo de los dedos y se acercó al

fuego. Vi el aro de su oreja destellar una vez a la luz de la lumbre, y eso fue todo.Se enjugó unas pequeñas gotas de agua del mentón con el dorso de la mano y

se quedó mirando a Billy.—Eso de Flash era lo que solían llamarme cuando, en los años cincuenta,

trabajaba en los muelles para ganarme la vida, pero hacía muchos años quenadie me llamaba ya así. Yo me encontraba entre las sombras, pero me vio yme llamó por mi viejo nombre, lo que me, figuro que los gitanos denominaríanmi nombre secreto. Tienen en mucho el conocer el nombre secreto de unhombre.

—¿De veras? —preguntó Billy, casi para sí mismo.Timmy, el barman, se presentó de nuevo. Esta vez le habló a Billy casi

amablemente, y también como si Lon Enders no estuviera allí.—Ya se ha ganado los diez pavos, compañero. Déjele en paz. No está muy

bien, y esta pequeña discusión no le pondrá mejor…—Estoy bien, Timmy —replicó Enders.Timmy no le miró. En vez de ello miró a Billy.—Quiero que se vaya de aquí —le dijo a Billy, en la misma voz razonable y

casi amable—. No me gusta su aspecto. Parece como la mala suerte en esperade un lugar donde producirse. Las cervezas son gratis. Simplemente, váyase.

Billy se quedó mirando al tabernero, sintiéndose asustado y en cierto modohumillado.

—Muy bien —le dijo—. Una pregunta más y me marcharé.Se volvió hacia Enders.—¿Hacia dónde se fueron?—No lo sé —respondió al instante Enders—. Los gitanos, amigo mío, nunca

dejan dirección.Los hombros de Billy se derrumbaron.—Pero estaba levantado cuando se fueron al día siguiente. Ya ni duermo una

mierda, y la mayor parte de sus camionetas y coches no andan muy bien desilenciadores. Les vi encaminarse a la Autopista 27 y luego girar al norte a laCarretera 1. Supongo que se irían a… Rockland.

El viejo lanzó un profundo y tembloroso suspiro que hizo que Billy seinclinase preocupado hacia adelante.

—Rockland o tal vez Boothbay Harbor. Sí. Y esto es todo lo que sé, amigomío, excepto que, cuando me llamaron Flash, cuando pronunciaron mi nombresecreto, me meé a lo largo de la pierna hasta mi zapatilla de tenis del pieizquierdo.

Y, de repente, Lon Enders se echó a llorar.—Señor… ¿hace el favor de marcharse? —pidió Timmy.

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—Ya me voy —replicó Billy, y lo hizo, deteniéndose sólo un momento paraoprimir un poco el estrecho y casi etéreo hombro de aquel hombre.

Afuera, el sol le golpeó como un martillo. Era mediada la tarde, el sol viajabaya hacia el oeste y, al mirar hacia su izquierda, vio su propia sombra tan flacacomo el palo de un pirulí, vertida sobre la blanca y caliente arena como si setratase de tinta.

Marcó el número de zona 203.Le dan mucha importancia a conocer el nombre secreto de un hombre.Luego el 555.Quiero que salga de aquí. No me gusta su aspecto.Marcó el 9231 y escuchó el teléfono comenzar a sonar en su casa, en Ciudad

de los Gordos.Parece como la mala suerte aguardando…—Hola…La voz, expectante y un poco sin aliento, no era la de Heidi sino la de Linda.

Tumbado en la cama en su habitación de hotel en forma de trozo de pastel, Billycerró los ojos contra el repentino escozor de las lágrimas. La vio como la nocheen que había andado con ella por Lantern Drive, habiéndole acerca delaccidente: con sus viejos pantalones cortos y sus largas e inexpertas piernas.

¿Qué le vas a decir, muchacho? ¿Que te has pasado el día en la playa sudandoa mares, ese almuerzo con dos cervezas y que, a pesar de una copiosa cena, nocon uno sino con dos lomos, hoy has perdido kilo y medio en vez del kiloacostumbrado?

—Hola…¿Que eres la mala suerte, en espera de un lugar donde mostrarse? ¿Que

sientes haber mentido, pero que todos los padres lo hacen?—Hola… ¿Hay alguien ahí? ¿Eres tú, Bobby?Con los ojos aún cerrados, contestó:—Soy papá, Linda…—¿Papá?—Cariño, no puedo hablar —le dijo.Porque estoy casi llorando.» Aún sigo perdiendo peso, pero creo haber encontrado el rastro de Lemke.

Díselo a tu madre. Que creo haber encontrado el rastro de Lemke… ¿Lorecordarás?

—¡Papá, por favor, vuelve a casa!Lloraba. La mano de Billy emblanqueció en el teléfono.» Te echo de menos, y no permitiré que ella me mande fuera otra vez.Apagadamente, ahora pudo escuchar a Heidi:

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—¿Lin? ¿Es papá?—Te quiero, muñeca —le dijo—. Y amo a tu madre.—Papá…Se produjo una confusión de pequeños sonidos. Luego Heidi se puso al

teléfono.—¿Billy? Billy, por favor, deja eso y vuelve a casa con nosotras.Billy colgó con cuidado el teléfono, rodó sobre la cama y sepultó su rostro

entre sus cruzados brazos.

Pagó a la mañana siguiente la cuenta en el South Portland Sheraton y seencaminó hacia el norte por la larga autopista costera número 1, que comienzaen Fort Kent, Maine, y acaba en Key West, Florida. Rockland o tal vez BoothbayHarbor, había dicho el viejo de la Seven Seas, pero Billy no quería pasar nadapor alto. Se detuvo en cada estación de servicio del lado norte de la carretera; sedetuvo en almacenes donde los viejos se sentaban delante en sillas de jardín,masticando palillos de dientes o cerillas de madera. Mostró sus fotos a todo elmundo que quiso mirarlas; cambió dos cheques de viajero de cien dólares porveinte billetes de diez dólares, y los fue entregando como un hombre quepromociona una emisión de radio de dudosa audiencia. Las cuatro fotografíasque mostraba con mayor frecuencia eran la de la chica, Gina, con su piel olivaclaro y sus oscuros y prometedores ojos; el ex coche fúnebre Cadillac; elmicrobús VW con la muchacha y el unicornio pintados a un lado. Y la de TaduzLemke.

Al igual que Lon Enders, la gente no quería ni siquiera tocarla.Pero fueron de ayuda, y Billy Halleck no tuvo el menor problema en seguir a

los gitanos a lo largo de la costa. No se trataba del asunto de que las matrículas nofuesen del Estado; había montones de este tipo de matrículas en Maine durante elverano. Se trataba de la forma en que los coches y las camionetas viajabanjuntos, casi pegados; los coloreados dibujos a los lados; los mismos gitanos. Lamayoría de la gente con la que hablaba Billy alegaba que las mujeres o los niñoshabían robado cosas, pero todos parecían vagos respecto de lo robado, y ninguno,por lo que pudo comprobar Billy, había avisado a la Policía a causa de estospresuntos ladrones.

La mayoría de ellos recordaban al viejo gitano con la macilenta nariz: si lehabían visto, le recordaban por encima de todo.

Sentado en el Seven Seas con Lon Enders, se hallaba a tres semanas dedistancia de los gitanos. El propietario de la gasolinera Bob’s Speedy -Ser no fuecapaz de recordar el día en que les había llenado de gasolina sus coches,camiones y camionetas, sino sólo que « hedían condenadamente» . Billy pensóque Bob también olía bastante, pero decidió que decirlo sería más bien

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imprudente. El muchacho universitario del Falmouth Beverage Barn, al otro ladode la carretera del Speedy -Ser le dijo exactamente el día: había sido el 2 dejunio, el día de su cumpleaños, cuando lo pasó tan mal por tener que trabajar. Eldía en que Bill habló con ellos fue el 20 de junio, y se encontraba con dieciochodías de retraso. Los gitanos trataban de encontrar un sitio para acampar, un pocomás al norte en la zona de Brunswick, y siguieron su camino. El 4 de junioacamparon en Boothbay Harbor. No en la misma línea costera, naturalmente,pero sí encontraron a un granjero deseoso de alquilarles un henar, en la zona deKenniston Hill, por veinte dólares cada noche.

Permanecieron sólo tres días en aquella zona: la temporada veraniega nohabía hecho más que empezar y el botín fue escaso, El granjero se llamabaWashburn. Cuando Billy le mostró la foto de Taduz Lemke asintió y se santiguó,de una forma rápida y (Billy estaba convencido de ello) también inconsciente.

—Nunca he visto a un viejo moverse tan de prisa como lo hizo, le vi partirmás leña de la que mis hijos podían traer.

Washburn titubeó y añadió:—No me gustó. Y no era sólo su nariz. Diablos, mi propio abuelo tuvo cáncer

de piel y antes de llevárselo a la tumba le abrió un agujero en la mejilla deltamaño de un cenicero. Pues bien, no nos gusta esto, pero aún nos gustan losabuelos… No sé si entiende lo que quiero decir…

Billy asintió.—Pero este tipo… No me gustó. Me pareció una bestia…Billy pensó en pedirle una aclaración acerca de aquel calificativo. Pero se

percató de que no necesitaba una explicación.—Es una bestia —repitió Billy con gran sinceridad.—Comencé a desear verles desaparecer por la carretera —le dijo a Billy—.

Veinte dólares por noche sólo por limpiar un poco de basura es una buenaremuneración, pero mi mujer les tenía miedo y a mí también me daban un pocode pavor. Por lo tanto aquella mañana me presenté ante ese Lemke para darle lanoticia, antes de que perdiese los nervios. Pero ya estaban guardándolo todo. Mealivió muchísimo.

—Y se encaminaron de nuevo hacia el norte.—Sí, seguro que sí. Me encontraba en lo alto de aquella colina de ahí —señaló

—, y observé cómo tomaban la carretera número 1, hasta perderse de vista.Quedé muy contento al verles marcharse.

—Sí. Estoy seguro de ello…Washburn dirigió sus críticos y preocupados ojos hacia Billy.—¿Quiere acercarse a la casa y tomar un vaso frío de leche? Parece

cansado.—Gracias, pero debo llegar a la zona de Owl’s Head antes de ponerse el sol, si

me es posible.

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—¿Para buscarle?—Sí.—Pues si le encuentra, confío en que no se lo coma, porque me pareció

hambriento.Billy habló con Washburn el día 21 —el primer día oficial del verano, aunque

las carreteras ya estaban llenas de turistas y tuvo que seguir todo el camino tierraadentro hasta Sheepscot antes de encontrar un motel con el letrero de libre— ylos gitanos habían salido de Boothbay Harbor la mañana del día 8. Le separabande ellos trece días.

Luego hubo un par de días en que pareció que los gitanos se habían ido al findel mundo. No les habían visto en Owl’s Head, ni en Rockland, aunque ambasfueran ciudades turísticas de primera clase. Los empleados de las gasolineras ylas camareras miraron sus fotos, pero negaron con las cabezas.

Sintiendo lúgubremente ansias de vomitar preciosas calorías por encima de labarandilla —nunca había sido muy buen marinero—, Billy tomó el trasbordadorinterinsular desde Owl’s Head hasta Vinalhaven, pero los gitanos tampoco habíanestado allí.

En la noche del día 23 llamó a Kirk Penschley, confiando en conseguir nuevainformación, y cuando Kirk se puso al teléfono se produjo un pintoresco dobleclic exactamente en el momento en que Kirk preguntó:

—¿Cómo estás, Bill, muchacho? ¿Y dónde te encuentras?Billy colgó rápidamente, sudando. Se había quedado con la última plaza del

Harnorview Motel de Rockland, y sabía que, probablemente, no habría ningunaotra plaza de motel entre aquí y Bangor, pero, de repente, decidió que semarchaba, aunque eso significara tener que pasarse la noche durmiendo en elcoche en alguna carretera entre pastos. Aquel doble clic. No le había preocupadoen absoluto. A veces escuchas el ruido de que están interviniendo el teléfono, oque emplean equipos de grabación.

Heidi ha firmado documentos por ti, Billy.Es la cosa más condenadamente estúpida que jamás haya oído.Los ha firmado y Houston los ha firmado también junto a ella.¡Permíteme un jodido descanso!Déjalo, Billy.Se fue. Heidi, Houston, aparte de la posibilidad del equipo de grabación,

demostró ser la mejor cosa que hubiera podido hacer. Mientras se inscribía en elBangor Ramada Inn aquella mañana a las dos, mostró al recepcionista las fotos—ahora ya se había convertido en un hábito— y el empleado asintió al instante.

—Sí, llevé a mi chica y consiguió que le leyesen la suerte —explicó.Tomó la fotografía de Gina Lemke e hizo rodar sus ojos.—Sabe realmente usar esa honda suya. Y también tiene el aspecto de saber

hacer bien muchas otras cosas, si entiende lo qué quiero decir.

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Meneó la mano como si se quitase agua de la punta de los dedos.—Mi chica echó un vistazo a la forma en que y o la estaba mirando, y en

seguida me sacó de allí a toda velocidad.Y se echó a reír.Un momento antes, Billy se encontraba tan cansado que sólo pensaba en irse

a la cama. Pero ahora estaba de nuevo despierto por completo, con el estómagohormigueándole de adrenalina.

—¿Dónde? ¿Dónde estaban? ¿O dónde están aún…?—No, ya no están. Se encontraban en Parsons, pero ya se han marchado, eso

es. Estuve allí el otro día.—¿Es la casa de un granjero?—No, es donde solía estar el Bargain Barn de Parsons, hasta que se quemó el

año pasado.Lanzó una incómoda mirada a la forma en que el suéter de Billy se amoldaba

a su cuerpo, a los huesos de los pómulos y a los contornos parecidos a unacalavera del rostro de Billy, en donde los ojos ardían como una vela.

—Eh… ¿Desea inscribirse?

Billy encontró el Bargain Barn de Parsons al día siguiente: se trataba de uncobertizo abrasado de bloques de cemento en medio de lo que parecían unascinco hectáreas de abandonada zona de estacionamiento. Anduvo despacio porencima del rajado macadán, haciendo resonar los tacones. Se veían latas decerveza y de gaseosa. En unas cortezas de queso se arrastraban por allíescarabajos. Aquí aparecía aún una reluciente pelota («¡Eh, Gina!», gritó una vozfantasmal en su cabeza). También surgían los muertos recubrimientos de globosestallados y dos preservativos usados, tan parecidos a los globos.

Sí, habían estado aquí.—Te huelo, viejo —susurró Billy a los restos del Bargain Barn, y a los

espacios vacíos que habían sido ventanas y que parecían devolver la mirada concetrino disgusto a aquel hombre flaco y parecido a un espantapájaros. El lugarestaba encantado, pero Billy no sintió miedo. Le había vuelto la ira, que llevabacomo una segunda piel. Ira hacia Heidi, hacia Taduz Lemke, hacia los llamadosamigos como Kirk Penschley que se suponía que debían estar de su parte, peroque se habían vuelto contra él. Que se habían vuelto o lo harían.

Pero no importaba. Incluso por sí mismo, incluso con sus cincuenta y nuevekilos, aún quedaba lo suficiente de él para dar con aquel viejo gitano.

¿Y qué ocurriría entonces?Pues ya se vería, ¿verdad?—Te huelo, viejo —repitió Billy, y se dirigió a un lado del edificio. Allí había

un letrero de un corredor de bienes raíces. Billy sacó la agenda de su bolsillo

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trasero y apuntó allí la información.

El nombre del corredor era Frank Quigley, pero insistió en que Billy le llamaseBiff. En las paredes se veían fotos enmarcadas de Biff Quigley en su época de laescuela superior. En la mayor parte de ellas, Biff llevaba una casco de rugby.Encima del escritorio de Biff se hallaba un montón de placas de bronce, en lasque se leía debajo un pequeño signo de: LICENCIA DE CONDUCTORFRANCÉS.

Sí, explicó Biff, había alquilado aquel espacio al viejo gitano con laaprobación de Mr. Parsons.

—Se imaginó que no podía tener peor aspecto del que ya presenta ahora —explicó Biff Quigley—, y supongo que en esto tenía razón.

Se retrepó en su silla giratoria, con sus ojos apuntando incesantemente alrostro de Billy, midiendo el hueco entre el cuello de la camisa y el cuello de Billy,la forma en que la pechera de la camisa colgaba en pliegues, como una banderaen un día sin aire. Entrelazó las manos detrás de la cabeza, se balanceó haciadelante y atrás en su silla de oficina y colocó los pies encima de la mesa al ladode las placas de bronce.

—No, comprenderá que esto no es fácil de vender. Sin embargo, se trata deun magnífico suelo para fines industriales y, más pronto o más tarde, alguien convisión se precipitará para llegar a un acuerdo. Sí, señor, correrán a comprar.

—¿Cuándo se fueron los gitanos, Biff?Biff Quigley apartó las manos de detrás de la cabeza y se sentó erguido. Su

silla hizo un ruido como si se tratara de un cerdo mecánico: ¡Hoinc!—¿Le importaría decirme por qué quiere saberlo?Los labios de Billy Halleck —que ahora eran más delgados, y más altos, por

lo que no siempre conseguía encontrarlos— se retiraron en una sonrisa deasustadora intensidad y tan demacrada que no parecía terrestre.

—Sí, Biff, me importa…Biff se echó hacia atrás durante un momento, luego asintió y volvió a

retreparse en su silla. Sus mocasines volvieron a posarse otra vez en su escritorio.Uno se cruzó sobre el otro y dio unos pensativos golpecitos en las placas.

—Está bien Billy. Un hombre tiene sus propios asuntos… Las razones de unhombre siempre son personales…

—Estupendo… —replicó Billy.Sintió cómo la rabia le acometía de nuevo y comenzaba a apoderarse de él.

Le volvía loco aquel hombre repugnante con sus mocasines y su arrastrada yétnica forma de hablar, y aquello, al igual que su cabello, no le proporcionaríaningún bien.

—Así, pues, dado que estamos de acuerdo…

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—Pero esto le costará doscientos dólares.—¿Qué?A Billy se le abrió la boca. Por un momento, su cólera fue tan grande que,

simplemente, fue incapaz de moverse o de decir algo. Esto fue, probablemente,bueno para Biff Quigley, porque, de haber podido Billy moverse, hubiera saltadoencima de él. Su dominio de sí mismo también había perdido algún peso durantelos últimos dos meses.

—No por la información que le estoy dando —replicó Biff Quigley—. Eso esgratis. Los doscientos son por la información que no les daré a ellos…

—¿Que… no… les dará…? ¿A quién? —consiguió al fin decir Billy.—A su mujer —replicó Biff—, y a su médico, y a un hombre que dice

trabajar para un grupo llamado Barton Detective Services.Billy lo vio todo en un destello. Las cosas no eran tan malas como su mente

paranoica había imaginado: eran aun peores. Heidi y Mike Houston habíanvisitado a Kirk Penschley y le habían convencido de que Billy Halleck estabaloco. Penschley empleaba aún la agencia Barton para buscar a los gitanos, peroahora eran todos como astrónomos que miraban hacia Saturno, pero sólo paraestudiar a Titán, o hacer regresar a Titán a la Glassman Clinic.

También veía al detective de Barton sentado en esta misma silla unos díasatrás, hablando con Biff Quigley, explicándole que un hombre muy flacollamado Bill Halleck aparecería pronto por allí y que, cuando lo hiciera, éste erael número donde debería llamar.

Aquello fue seguido de una visión aún más clara: se vio a sí mismo saltandopor encima del escritorio de Biff Quigley, apoderarse del montón de placas amitad del salto y luego golpearle a Biff Quigley la cabeza con ellas. Vio conprofunda y salvaje claridad la escena: la piel rompiéndose, la sangre volando enuna fina pulverización de gotitas (algunas de las cuales se aplastaban contra losretratos enmarcados), el blanco resplandor del hueso cascándose para revelar latextura física de la deleznable mente de aquel hombre. Luego se vio a sí mismotirar las placas donde pertenecían, de donde, como una forma de expresarlo,habían procedido.

Quigley debió ver todo esto —o parte de ello— en la macilenta cara de Billy,puesto que una expresión de alarma apareció en su propio rostro. Se apresuró asacar los pies de encima del escritorio y las manos de detrás del cuello. La sillaemitió de nuevo su chillido de cerdo mecánico.

—En realidad, podríamos hablar… —comenzó.Y Billy vio que una de sus manicuradas manos se acercaba al

intercomunicador.De repente, la ira de Billy se deshinchó, dejándole conmocionado y frío. Se

acababa de visualizar saltándole a aquel hombre los sesos, y no de una maneravaga, sino en el equivalente mental del technicolor y del sonido Dolby. Y el

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bueno del viejo Biff había sabido también lo que ocurriría.¿Qué le habrá pasado al viejo Bill Halleck que solía dar para el United Fund y

hacer brindis el día de Nochebuena?Su mente rigió de nuevo:Sí, ése era el Billy Halleck que vivía en Ciudad de los Gordos. Se mudó. Se

fue, para no volver.—No es necesario hacer eso —le dijo Billy, asintiendo hacia el

intercomunicador.La mano se retiró y luego se acercó a un cajón del escritorio, como si aquél

hubiese sido su objetivo durante todo el tiempo. Biff sacó un paquete decigarrillos.

—Nunca había pensado en ello, ja, ja… ¿Fuma, Mr. Halleck?Billy tomó uno, lo miró y luego se inclinó hacia delante para que le diesen

fuego. Una chupada, y ya su cabeza pareció aligerarse.—Gracias.—Tal vez estaba equivocado respecto de los doscientos dólares.—No, tenía razón… —replicó Billy.Había cambiado por efectivo trescientos dólares en cheques de viajero al

venir hacia aquí, pensando que sería necesario engrasar las cosas un poco,aunque nunca se le había ocurrido que tuviese que engrasarla por una razón deaquel tipo. Sacó la billetera y apartó cuatro billetes de cincuenta dólares. Actoseguido los arrojó encima del escritorio de Biff, al lado de las placas.

—¿Mantendrá la boca cerrada cuando le llame Penschley?—¡Oh, sí señor!Biff tomó el dinero y lo metió en el cajón junto con los cigarrillos.—¡Puede estar seguro!—Así lo espero —replicó Billy—. Y ahora, hábleme de los gitanos.Continuar fue algo breve y sencillo; lo único realmente complicado habían

sido los preliminares. Los gitanos llegaron a Bangor el 10 de junio. SamuelLemke, el joven malabarista, y un hombre que respondía a la descripción deRichard Crosskill, se habían presentado en el despacho de Biff. Tras una llamadaa Mr. Parsons y otra al jefe de Policía de Bangor, Richard Crosskill había firmadoun sencillo formulario de arriendo con fecha a breve término renovable: en estecaso, el breve plazo se especificaba en veinticuatro horas. Crosskill firmó comosecretario de la Compañía Taduz, mientras que el joven Lemke permaneció depie a lado de la puerta del despacho de Biff con sus musculosos brazos cruzados.

—¿Y con cuánto dinero le llenaron la palma de la mano? —preguntó Billy.Biff alzó las cejas.—¿Cómo dice…?—Ha conseguido doscientos míos y probablemente cien de mi preocupada

mujer y amigos, vía los Barton que le visitaron… Sólo me preguntaba cuánto le

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soltaron los gitanos. Ha exprimido muy bien todo esto, acabe como acabe, ¿no esasí, Biff?

Durante un momento, Biff no dijo nada. Luego, sin responder a la preguntade Billy, acabó su relato.

Crosskill había regresado los dos siguientes días para prorrogar el acuerdo dearriendo. Pero cuando se presentó de nuevo al tercer día, Biff ya había recibidouna llamada del jefe de Policía y también de Parsons. Habían comenzado lasquejas por parte de los residentes locales. El jefe de Policía pensó que y a era elmomento apropiado para que los gitanos se fuesen. Parsons pensaba igual, perose prestaría a dejarles quedar otro día, siempre y cuando estuvieran de acuerdoen subir el alquiler un poco: pongamos de treinta a cincuenta dólares por noche…

Crosskill lo escuchó y meneó la cabeza. Se fue sin pronunciar una palabra.Por capricho, Biff acudió en coche aquel mediodía al cobertizo incendiado deBargain Barn. Llegó a tiempo de ver ponerse en marcha la caravana de gitanos.

—Se encaminaron por el Chamberlain Bridge, y eso es todo cuanto sé. ¿Porqué no se larga ahora de aquí, Bill? Para ser honrado, tiene todo el aspecto de unanuncio de unas vacaciones en Biafra. Sólo mirarle me pone la piel de gallina.

Billy estaba aún con el cigarrillo en la mano, aunque después de la primerachupada no había realizado ninguna otra. Ahora se inclinó hacia delante y logolpeó contra las placas de bronce. Cayó encendido en el escritorio de Biff.

—Para ser honesto —le dijo a Biff—, siento lo mismo hacia usted.La cólera le había vuelto. Salió de prisa de la oficina de Biff Quigley antes de

que le moviese en una dirección equivocada, o consiguiera que sus manos seexpresasen en algún idioma terrible, lo que era posible.

Era el 24 de junio. Los gitanos habían salido de Bangor a través delChamberlain Bridge el día 13. Ahora estaban sólo a once días de distancia. Máscerca…, más cerca, pero aún demasiado lejos…

Descubrió que la Carretera 15, que comenzaba en el lado Brewer del puente, seconocía como la Bar Harbor Road. Parecía como si, a fin de cuentas, debiera irallí. Pero, durante el camino, no hablaría más con corredores de bienes raíces yya no se alojaría en moteles de primera clase. Si la gente de Barton aún seguíapor delante de él, Kirk podría poner más hombres en su busca.

Los gitanos habían hecho un trayecto de ochenta kilómetros a Ellsworth el día13, y consiguieron un permiso para acampar en los terrenos feriales durante tresdías. Cruzaron el Penobscot River hacia Bucksport, donde se quedaron otros tresdías, antes de trasladarse de nuevo hacia la costa.

Billy descubrió todo esto el 25; los gitanos salieron de Bucksport a última horade la tarde del 19 de junio.

Ahora sólo le separaba de ellos una semana.

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Bar Harbor era tan locamente estridente como la camarera le había dicho quesería, y Billy pensó que también había sugerido, por lo menos, algunas de lascosas esenciales en los recursos de la ciudad:

La atracción principal… hasta después del Día del Trabajo, es un carnavalcallejero. La mayoría de esas ciudades son así, pero Bar Harbor está por encimade todo, ¿me comprende? Solía ir allí algunas veces en julio o agosto, y quedarme,pero ya no lo hago. Me siento demasiado vieja para eso.

Yo también —pensó Billy, sentado en un banco del parque, con pantalones dealgodón y una camiseta en la que se leía BANGOR TIENE ALMA, y unachaqueta deportiva que colgaba recta de la percha ósea de sus hombros. Estabatomándose un helado de cucurucho y atrayendo demasiadas miradas—. Yotambién.

Estaba cansado; le alarmaba sentir que ahora se encontraba siempre cansadoa menos que se hallase inmerso en uno de sus ataques de cólera. Cuandoestacionó aquella mañana y salió del coche para comenzar a enseñar las fotos,había experimentado un momento de déjà vu de pesadilla: cuando los pantalonesempezaron a deslizársele por las caderas.

—Excúseme —pensó—, mientras se deslizaban por mis no caderas.Los pantalones eran unos de pana que había comprado en el almacén de

objetos de Ejército y Marina de Rockland. Tenían una cintura de ochentacentímetros. El empleado le explicó (algo nervioso) que tendría problemas sicompraba pantalones de confección, porque ahora ya casi se encontraba en lastallas juveniles. Sin embargo, sus piernas seguían teniendo ochenta y cincocentímetros de longitud, y no había muchos chicos de trece años, que alcanzasenmás de un metro ochenta de estatura.

Estaba sentado comiéndose su cucurucho de helado de pistacho, esperandorecuperar fuerzas, y tratando de decidir qué había de perturbador en aquellahermosa y pequeña ciudad, donde no se puede estacionar el coche y apenas sepuede andar por las aceras.

Old Orchard era vulgar, pero su vulgaridad era amistosa y en cierta formaestimulante; sabía que los premios que se ganaban en las cabinas « Pitch-Til-U-Win» eran chatarra que se desmontaba en seguida; que los souvenirs eran basuraque se estropeaban casi en el momento exacto en que uno se alejaba demasiadopara dar la vuelta y regresar a protestar, hasta que devolviesen el dinero. En OldOrchard muchas de las mujeres eran viejas, y casi todas estaban gordas.Algunas lucían unos bikinis obscenamente pequeños, pero la mayoría llevabantrajes de baño completos que parecían reliquias de los años 50: se sentía, al ver

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pasar a aquellas tintineantes mujeres por los paseos de tablas de la play a, que susvestidos estaban sometidos a la misma terrible presión que un submarino que hacruzado mucho más allá de su profundidad media de inmersión permitida. Sialguna parte de aquel milagroso e iridiscente tej ido cedía, las gordas saldríanvolando…

Los olores en el aire eran de pizza, helado, cebollas fritas, de vez en cuando elnervioso vómito de algún chiquillo que había permanecido demasiado rato en eltorbellino. La mayoría de los coches que cruzaban lentamente arriba y abajo, enel tráfico, de Old Orchard, presentaban oxidadas las partes inferiores de laspuertas y, por lo general, eran demasiado grandes. Y la mayor parte de ellosperdían aceite.

Old Orchard era vulgar, pero tenía también ciertos ribetes de inocencia queparecían perdidos en Bar Harbor.

Había aquí tantas cosas que eran exactamente lo contrario de Old Orchard,que Billy se sintió como si hubiese cruzado el espejo: aquí había pocas mujeresancianas y, al parecer, no había mujeres gordas; poquísimas mujeres llevabantraje de baño. El uniforme de Bar Harbor parecía ser el traje de tenis y zapatillasblancas o desgastados jeans, camisolas de rugby y conjuntos marineros. Billy viopocos coches viejos y aún menos coches norteamericanos. La may oría eranSaabs, Volvos, Datsuns, BMW, Hondas. La may or parte de las pegatinas en losparachoques rezaban cosas tales como: PARTE MADERA Y NO ÁTOMOS,FUERA USA DE EL SALVADOR Y LEGALIZAD LA YERBA. También se veíaa la gente en bici; aparecían aquí y allá en el lento tráfico del centro de la ciudad,con costosas bicicletas de diez velocidades y llevaban anteojos de sol polarizadosy viseras para el sol, destellando sus perfectas sonrisas de ortodoncia yescuchando Sony Walkman. En la parte baja de la ciudad, en el mismo puerto,crecía un bosque de mástiles: no los gruesos y descoloridos mástiles de las 181embarcaciones de pesca, sino los esbeltos y blancos de los buques de vela queserían dejados en dique seco después del Día del Trabajo. La gente quehormigueaba por Bar Harbor era joven, esnob, liberal a la moda y rica.También, al parecer, hacían fiestas durante toda la noche. Billy telefoneó conantelación para conseguir una reserva en el Frenchman’s Bay Motel ypermaneció despierto hasta altas horas de la madrugada, escuchando laconflictiva música roquera procedente de seis u ocho bares diferentes. El registrode colisiones de coches y accidentes de tráfico —la mayoría con matrículasDWI, de las Indias Occidentales holandesas— en el periódico local resultabaimpresionante y un tanto descorazonador.

Billy observó volar un Frisbee por encima de las multitudes de espléndidosropajes y pensó:

¿Quieres saber por qué este lugar y esas personas te deprimen? Yo te lo diré.Están estudiando el vivir en sitios como Fairview, ésa es la razón. Acabarán la

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escuela y se casarán con mujeres que concluirán sus primeros líos y rondas deanálisis, más o menos, al mismo tiempo, y se establecerán en los Lantern Orives deEstados Unidos. Llevarán pantalones rojos para jugar al golf y todas y cada una delas fiestas de Nochevieja constituirán ocasiones para muchos tocamientos de tetas.

—Sí, es deprimente, eso es —musitó.Y una pareja que pasaba por allí le miró extrañamente.Aún están aquí.Sí. Aún estaban ahí. El pensamiento fue tan natural, tan positivo, que no fue ni

sorprendente ni en particular excitante. Le llevaban sólo una semana; podíanencontrarse ahora en Maritimes o mediada y a la costa, y ciertamente BarHarbor, donde incluso las tiendas de venta de recuerdos se parecían a las lujosassalas de subastas del East Side, era demasiado elegante para que se quedase allídurante mucho tiempo una banda de gitanos desarrapados. Todo muy cierto.Excepto que aún estaban allí, y él lo sabía.

—Te huelo viejo —susurró.Naturalmente que lo hueles. Se supone que debes hacerlo.Aquel pensamiento le ocasionó una incomodidad momentánea. Se levantó,

arrojó los restos del cucurucho en una papelera y regresó al tenderete de loshelados. El vendedor no pareció particularmente complacido al ver regresar aBilly.

—Me he estado preguntando si podría ayudarme —le dijo Billy.—No, amigo, realmente no lo creo.Y Billy vio la repulsión en sus ojos.—Tal vez se sorprenda…Billy sintió una sensación de profunda calma y predestinación. El vendedor

de helados quiso volverse, pero Billy lo sujetó sólo con los ojos; supo que eracapaz de hacerlo, como si él mismo se hubiese convertido en una especie decriatura sobrenatural. Sacó el paquete de fotografías, que estaban ya arrugadas ymanchadas de sudor. Ahora manejaba muy bien el tarot familiar de imágenes,alineándolas encima del mostrador del puesto de aquel hombre.

El vendedor las miró, y Billy no se sorprendió ante el reconocimiento en losojos del hombre, no de placer, sino de un leve temor, como un dolor queaguardase a salir cuando pasasen los efectos de la anestesia local. Había un clarosabor a sal en el aire, y las gaviotas chillaban por encima del puerto.

—Este tipo —dijo el vendedor de helados, quedándose fascinado mirando lafotografía de Taduz Lemke—. Este tipo… ¡Vay a espantajo…!

—¿Están aún por aquí?—Sí —prosiguió el de los helados—, sí, creo que aún están. Los policías los

echaron a patadas de la ciudad al segundo día, pero pudieron alquilar un campo aun granjero en Tecknor, una ciudad tierra adentro, cerca de aquí. Los he visto porahí… Los policías los han estado multando por llevar rotas las luces de posición

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trasera y cosas así. Uno pensaba que captarían la indirecta…—Gracias —respondió.Y comenzó una vez más a recoger sus fotos.—¿Quiere otro helado?—No, gracias…El miedo era ahora más fuerte, pero también estaba allí la ira, un tono

zumbante y pulsante bajo todo lo demás.—Señor… ¿no le importaría en ese caso circular? No es usted

particularmente bueno para el negocio…—No —replicó Billy —. Supongo que no.Se encaminó de nuevo hacia su coche. El cansancio le había desaparecido.

Aquella noche, a las nueve y cuarto, Billy estacionó su coche alquilado en uncostado de la Carretera 37-A, que salía de Bar Harbor hacia el norte. Seencontraba en lo alto de la colina y la brisa marina soplaba a su alrededor,despeinándole el pelo y haciendo que sus prendas revolotearan en torno a sucuerpo, Desde detrás de él, transportado por aquella brisa, le llegó el sonido de lafiesta roquera de aquella noche que comenzaba a desarrollarse en Bar Harbor.

Por debajo, a la derecha, vio un gran fuego de campamento rodeado por loscoches, camionetas y casas rodantes. La gente estaba cerca del fuego, de vez encuando alguien se acercaba a la hoguera, una figura recortada como en negrocartón. Pudo oír conversaciones y risas ocasionales.

Los había atrapado.El viejo está ahí esperándote, Billy… Sabe que tú estás aquí.Sí. Sí, naturalmente. El viejo podía haber llevado a su banda hasta el final del

mundo —por lo menos, según lo que Billy Halleck habría sido capaz de decir—de haberlo deseado. Pero eso no le hubiera dado placer. En su lugar, habíallevado a Billy dando saltos desde Old Orchard hasta aquí. Eso era lo que habíadeseado.

De nuevo el miedo, derivando como humo a través de sus vacíos huecos; alparecer, ahora tenía numerosos huecos. Pero la ira estaba asimismo allí.

Eso es también lo que yo deseaba, Y estoy a punto de sorprenderle. Miedo, esoes seguramente lo que espera. La cólera…, eso puede ser también una sorpresa.

Billy miró hacia el coche durante un momento y luego meneó la cabeza.Echó a andar por el herboso lado de la colina en dirección a la fogata.

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Capítulo XIXEn el campamento de los gitanos

Se detuvo detrás de la camioneta con el unicornio y la dama a un lado, unaestrecha sombra entre otras sombras, pero más constante que las arrojadas porlas llamas móviles. Se quedó allí escuchando, su tranquila conversación, losestallidos ocasionales de risas, el cruj ido de una rama en el fuego.

No puedo irme de aquí —insistió su mente con profunda seguridad.Se vislumbraba miedo en aquella certidumbre, pero se entrelazaba con unos

inarticulados pero profundos sentimientos de vergüenza y propiedad: no deseabairrumpir en los concéntricos círculos de su fuego de campamento, y en susconversaciones y en su intimidad, del mismo modo que tampoco había deseadoque los pantalones se le cayeran en el tribunal de Hilmer Boynton. A fin decuentas, era el ofensor. Él era…

Luego se alzó el rostro de Linda en su mente; le oyó pedirle que regresase acasa, y comenzó a llorar mientras lo hacía.

Él era el ofensor, sí, pero no el único.La ira comenzó a invadirle. Se aferró a ella, trató de comprimirla, convertirla

en algo un poco más útil; pensó que sería suficiente una simple severidad. Luegocomenzó a andar entre la furgoneta y el break aparcado junto a la misma, consus mocasines susurrando en la seca hierba de alfalfa, y se presentó en medio deellos.

Realmente eran círculos concéntricos: en primer lugar el círculo más toscode los vehículos, y dentro de éste un círculo de hombres y mujeres sentados entorno del fuego, que ardía en un agujero excavado y rodeado de piedras. Muycerca, se veía clavada en el suelo una rama aguzada de unos dos metros dealtura. Una hoja amarillenta de papel —un permiso para fuegos de campamento,según supuso Billy—, estaba empalada en el extremo.

Los hombres y mujeres más jóvenes se sentaban en la hierba aplastada o encolchonetas de aire. La mayoría de la gente de edad se sentaba en tumbonas dealuminio tubular, con tiras de plástico tej idas. Billy vio a una de las viejas sentadaapoyada contra unas almohadas en una tumbona, abrigada con una manta.Fumaba un cigarrillo liado a mano y pegaba S & H Green Stamps en un libro decupones.

Tres perros sabuesos de cazar mapaches situados en el extremo más alejado

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del fuego, comenzaron a ladrar estruendosamente. Uno de los hombres jóvenesalzó la mirada y, con un rápido y brusco movimiento, se echó hacia atrás un ladode su chaleco y reveló un revólver chapado en níquel que llevaba en unapistolera de hombrera.

—Enkelt! —dijo agudamente uno de los hombres, apoyando su mano en ladel joven.

—Bodde har?—Just det… Han och Taduz…El hombre más joven miró hacia Billy Halleck, que ahora se hallaba en

medio de ellos, totalmente fuera de lugar con su ancha chaqueta deportiva y suszapatos de ciudad. No apareció ninguna expresión de miedo, sino demomentánea sorpresa —Billy lo hubiera jurado así— y compasión en su rostro.Luego se fue, deteniéndose sólo lo suficiente para lanzar una patada a uno de lossabuesos y gruñir:

—Enkelt!El perro gimió una vez y luego se calló.Ha ido a buscar al viejo —pensó Billy.Entonces miró a su alrededor. Las conversaciones habían cesado. Le

contemplaron con sus oscuros ojos gitanos y nadie profirió una palabra.Así es como te sientes cuando tus pantalones realmente se te caen en pleno

juicio —pensó.Pero aquello no era cierto. Ahora que se hallaba de veras delante de ellos, la

complej idad de sus emociones había desaparecido. El miedo estaba allí, y lacólera, pero ambas cosas de forma extrañamente tranquila, de algún modo muydentro de él.

Y hay algo más. No están sorprendidos de verte……ni tampoco les sorprende lo más mínimo tu aspecto.Así, pues, era verdad. Todo era cierto. No se trataba de anorexia psicológica;

ni tampoco de ninguna forma exótica de cáncer. Billy pensó que hasta MichaelHouston se habría convencido ante aquellos ojos oscuros. Sabían lo que le habíaocurrido. Sabían por qué le estaba sucediendo. Y sabían cómo acabaría.

Se miraron mutuamente, aquellos gitanos y el delgado hombre de Fairview,Connecticut. Y de repente, sin ninguna razón en absoluto, Billy comenzó a sonreír.

La vieja con la libreta de cupones gimió y le hizo la señal del mal de ojo.Se oyeron unos pasos que se aproximaban y la voz de una mujer joven,

hablando rápida y encolerizadamente:—Vad so han! Och plotslig brast han dybbuk, Papa! Alskling, grat inte! Snalla

dybbuk! Ta mig Mamma!Taduz Lemke, vestido con un camisón que le caía sobre las huesudas rodillas,

penetró con pies descalzos en la luz de la hoguera del campamento. Cerca de él,con una bata de algodón que se redondeaba dulcemente contra sus caderas

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mientras andaba, se hallaba Gina Lemke.—Ta mig Mamma! Ta mig…Captó la presencia de Billy de pie en el interior del círculo, con su chaqueta

deportiva colgándole, con la culera de sus pantalones haciéndole bolsas casi pordebajo del dobladillo de la chaqueta. Movió una mano en su dirección y luego sevolvió hacia el anciano como para atacarle. Los demás la observaron en unimpasible silencio. Otro nudo estalló en la fogata. Las chispas hicieron espiralesen un pequeño ciclón.

—Ta mig Mamma! Va dybbuk! Ta mig inte till mormor! Ordo! Vu’derlak!—So hon lagst, Gina —repuso el anciano.Su rostro y su voz eran serenos. Una de sus retorcidas manos acarició la

suave cascada negra del cabello de ella, que le llegaba hasta la cintura. Hastaaquel momento, Taduz parecía no haber mirado en absoluto a Billy.

—Vi ska stanna.Durante un momento, la mujer se suavizó y, a pesar de sus exuberantes

curvas, a Billy le pareció muy joven. Luego se volvió hacia él, con su rostroencendido de nuevo. Era como si alguien hubiese arrojado un chorro de gasolinaen un incendio moribundo.

—¿No entiende nuestra jerga, señor? —le gritó a Billy—. Le he dicho a miviejo papá que tú mataste a mi vieja mamá… ¡Le he dicho que eres un demonioy que deberíamos matarte!

El anciano le colocó una mano encima del brazo. Ella se liberó y se precipitóhacia Billy, apenas rozando el suelo del campamento con sus pies desnudos. Sucabello ondeó por detrás.

—Gina, verkligen glad! —gritó alguien, alarmado, pero no habló nadie más.La serena expresión del anciano no cambió; observó a Gina aproximarse a

Billy como unos padres indulgentes consideran a un niño díscolo.La mujer le escupió; una enorme cantidad de cálido esputo blanco, como si

su boca hubiese estado llena de saliva. Tenía sabor a lágrimas. Alzó la miradahacia él con sus enormes ojos oscuros y, a pesar de todo lo que había sucedido, apesar de cuánto Billy había perdido de sí mismo, fue consciente de que aún ladeseaba. Y se percató de que ella también lo sabía: sus ojos sombríos eran másbien de desprecio.

—Si eso la hiciera volver, podrías escupirme hasta que me ahogase —lecontestó.

Su voz resultó sorprendentemente clara y fuerte.—Pero no soy un dybbuk. No soy un dybbuk, no soy un demonio, ni un

monstruo. Como puedes ver…Alzó los brazos y, por un momento, la fogata brilló a través de su chaqueta,

haciéndole parecerse a un grande pero muy mal alimentado murciélago blanco.Lentamente, bajó de nuevo las manos a los costados.

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—… Esto es todo lo que soy…Por un momento la mujer pareció insegura, casi temerosa. Aunque su

escupitajo aún bajaba por la cara de Billy, el desprecio había desaparecido de susojos y Billy casi le estuvo agradecido por esto.

—¡Gina!Era Samuel Lemke, el malabarista. Había aparecido al lado del anciano y

aún se abrochaba los pantalones. Llevaba una camiseta con un dibujo de BruceSpringsteen.

—Enkelt men tillrackligt!—Eres un bastardo asesino —le dijo la mujer a Billy, y retrocedió por donde

había venido.Su hermano intentó ponerle un brazo en torno de los hombros, pero ella se lo

impidió y desapareció entre las sombras. El anciano observó de nuevo cómo sealejaba y luego, al fin, volvió su mirada hacia Billy Halleck.

Durante un momento, Billy se quedó mirando el supurante hueco en mediode la cara de Lemke, y luego sus ojos fueron atraídos por los del viejo. ¿Ojos dela edad, había pensado? Eran algo más que eso…, y algo menos. Lo que allí veíaera el vacío; el vacío constituía su fundamental verdad, no la concienciasuperficial que brillaba en ellos como la luz de la luna sobre aguas hondas. Unvacío tan profundo y completo como los espacios que y acen entre las galaxias.

Lemke dobló un dedo hacia Billy y, como en un sueño, éste anduvolentamente en torno del fuego de campamento hasta donde el anciano seencontraba con su camisón color gris oscuro.

—¿Entiendes el caló? —le preguntó Lemke, una vez que Billy estuvoexactamente delante de él.

Su tono resultó casi íntimo, pero resonó con claridad en el silenciosocampamento, donde el único sonido era el de la fogata alimentada con ramassecas.

Billy meneó la cabeza.—En caló te llamamos skummade igenom, que significa « hombre blanco de

la ciudad» .Sonrió, mostrando unos dientes podridos y manchados de tabaco. El hueco

oscuro donde se hallaba su nariz aparecía estirado y retorcido.—Pero también significa lo que suena ignorant scum (escoria ignorante)…Ahora al fin sus ojos liberaron a los de Billy ; Lemke pareció perder todo

interés.—Vete ahora, hombre blanco de la ciudad. No tienes nada que ver con

nosotros, y nosotros no tenemos nada que ver contigo. Si hubo algo entre nosotros,y a pasó. Regresa a tu ciudad.

Y comenzó a alejarse.Durante un momento, Billy se quedó allí con la boca abierta, percatándose

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apenas de que el viejo le había hipnotizado: lo había logrado con tanta facilidadcomo un granjero hace dormir a una gallina, simplemente, metiéndole la cabezadebajo del ala.

¿Y esto es TODO? —le gritó de repente parte de su mente—. Tanto conducir,tanto andar, tantas preguntas, tantas pesadillas, tantos días y noches… ¿Y esto eraTODO? ¿Vas a quedarte aquí sin decir una palabra? ¿Le permitirás únicamenteque te llame escoria ignorante y luego te irás a la cama?

—No, eso no es todo —gritó Billy con voz áspera y fuerte.Alguien suspiró hondo y sorprendido. Samuel Lemke, que había ayudado al

viejo a dirigirse hacia la parte trasera de una de las caravanas, se volvió,desconcertado. Al cabo de un momento, el mismo Lemke se volvió asimismo. Surostro parecía cansadamente divertido, pero, por un momento, pensó Billy,mientras la luz de la fogata alcanzaba su rostro, también había quedadosorprendido.

Muy cerca, el joven que fue el primero en ver a Billy, se metió la mano otravez en su chaleco donde colgaba el revólver.

—Ella es muy bonita —dijo Billy —. Gina…—Cierra el pico, hombre blanco de la ciudad —le gritó Samuel Lemke—. No

quiero escuchar el nombre de mi hermana salir de tu boca…Billy le ignoró. En vez de ello, miró a Lemke.—¿Es tu nieta? ¿Tu bisnieta?El viejo le observó como tratando de decidir si podía existir a fin de cuentas

aquí algo, algún sonido diferente al del viento en un agujero del suelo. Acontinuación, comenzó otra vez a alejarse.

—Tal vez deberías aguardar un momento mientras escribo la dirección de mihija —prosiguió Billy, alzando la voz.

No la elevó mucho; no necesitaba hacerlo para destacar su filo imperativo,uno que había afilado en numerosas salas de juicios.

—No es tan guapa como tu Gina, pero pensamos que es muy bonita. Tal vezeso tendría algo que ver con el tema de la injusticia. ¿Que cree, Lemke? ¿Queserán capaces de hablar acerca de esto después de que esté tan muerto, como suhija? ¿Quién es capaz de deslindar dónde se halla realmente la injusticia? ¿Loshijos? ¿Los nietos? Espere un momento, le escribiré su dirección. Sólo me llevaráun segundo; la escribiré al dorso de una de las fotografías que tengo de usted. Sino pueden arreglar este asunto, tal vez se encuentren algún día y se disparen launa a la otra, y sus hijos tal vez también lo intenten. ¿Qué opina, anciano…, notiene eso más sentido que toda esta mierda?

Samuel colocó un brazo encima de los hombros de Lemke. Lemke se zafó deél y regresó con lentitud donde se encontraba Billy.

Ahora, los ojos de Lemke estaban llenos de lágrimas de furia. Sus nudosasmanos se abrían y cerraban. Todos los demás observaban, silenciosos y

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asustados.—Atropellaste a mi hija en la calle, hombre blanco —le dijo—. Atropellaste

en la calle a mi hija, y luego tienes… eres lo suficientemente borjade rulla comopara venir aquí y hablar con tu boca junto a mi oído. Eh, sé quién lo hizo. Me hepreocupado de ello. La may oría de nosotros damos la vuelta y salimos en cochede la ciudad. Pero, en ocasiones, conseguimos nuestra justicia.

El anciano alzó su nudosa mano enfrente de los ojos de Billy. De repente, lachascó en un cerrado puño. Un momento después la sangre comenzó a gotearle.Los otros musitaron no su miedo o su sorpresa, sino su aprobación.

—Justicia rom, skummade igenom. Ya me he cuidado de los otros dos. El juez,que se arrojó por una ventana hace dos noches. Está…

Taduz Lemke chascó los dedos y luego sopló sobre la eminencia de su pulgarcomo si fuese una semilla de diente de león.

—¿Le ha hecho eso recuperar a su hija, Mr. Lemke? ¿Ha vuelto cuando CaryRossington se estrelló contra el suelo allá en Minnesota?

Los labios de Lemke se retorcieron.—No necesito que vuelva. La justicia no hace regresar a los muertos, hombre

blanco. La justicia es la justicia. Debe salir de aquí antes de que le envíe algomás. Sé lo que usted y su mujer estaban haciendo. ¿Cree que no he tenido esavisión? Pues la tuve. Pregúnteselo a cualquiera. Y tendré esa visión durante uncentenar de años.

Se produjo un murmullo de asentimiento por parte de los reunidos alrededordel fuego.

—No me preocupa el tiempo que siga con esa visión —repuso Billy.Alargó la mano de forma deliberada y sujetó los hombros del anciano. De

alguna parte surgió un gruñido de rabia. Samuel Lemke se echó hacia delante.Taduz Lemke volvió la cabeza y escupió una sola palabra en romaní. El joven sedetuvo, inseguro y confuso. Se produjeron expresiones similares en muchos delos rostros en torno del fuego de campamento, pero Billy no las vio: sólo miraba aLemke. Se inclinó hacia él, cada vez más y más cerca, hasta que su nariz casitocó la retorcida y esponjosa masa que era cuanto quedaba de la nariz de Lemke.

—Me cago en su justicia —replicó—. Sabe usted tanto de justicia como y o deturbinas de reactor. Quíteme esto de encima.

Los ojos de Lemke se alzaron hacia los de Billy, con aquel horrible vacíoexactamente más allá de la inteligencia.

—Aléjese de mí o haré que las cosas se pongan peor —le dijo calmosamente—. Mucho peor de lo que cree que le hice la primera vez.

La sonrisa se extendió de repente por el rostro de Billy, aquella huesudasonrisa que parecía casi como una luna creciente a la que hubiesen empujadohasta ponerla de espaldas.

—Adelante —le dijo—. Inténtelo. Pero sepa que no creo que pueda.

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El viejo le miró sin pronunciar una palabra.—Porque le he ayudado yo mismo a hacerlo —prosiguió Billy—. A fin de

cuentas, había un acuerdo al respecto: es una especie de sociedad, ¿no cree? Elmaldecido y el que lanza la maldición. Todos hemos estado unidos con usted.Hopley, Rossington y yo. Pero yo y a he optado, viejo. Mi mujer me la estabameneando en mi grande y lujoso coche, de acuerdo, y su hija salió de entre doscoches estacionados en mitad de la manzana, como cualquier vulgar peatóndescuidado, y eso también es cierto. Si hubiese cruzado por la esquina, ahoraestaría viva. Hubo culpa por ambas partes, pero ella está muerta y y o no podrévolver ya más a lo que era mi vida. Esto equilibra las cosas. No es el mejorequilibrio en la historia mundial tal vez, pero es algo equilibrante. En Las Vegastienen una forma de referirse a eso, lo llaman un aprieto. Esto es un aprieto,viejo. Dejémoslo acabar aquí.

Un extraño y casi alienante miedo se había alzado en los ojos de Lemkecuando Billy comenzó a sonreír, pero ahora lo reemplazó su ira, pétrea yobstinada.

—Nunca le sacaré eso, hombre blanco de la ciudad —replicó Taduz Lemke—. Moriré sin jamás abrir la boca.

Billy bajó lentamente su rostro sobre el de Lemke, hasta que sus frentes setocaron y percibió el olor del anciano: un olor formado por el de telarañas,tabaco y débilmente a orina.

—Entonces, empeórelo. Adelante. Hágalo… ¿Cómo lo dijo antes? Como melo infirió la primera vez…

Lemke se quedó mirándolo durante un largo momento, y ahora Billy sintióque era Lemke el que se hallaba atrapado. Luego, de repente, volvió el rostrohacia Samuel.

—Enkelt av lakan och kanske alskadel Jtist det!Samuel Lemke y el joven con la pistola debajo del chaleco apartaron a Billy

de Taduz Lemke. El delgado pecho del viejo se alzó y cay ó con rapidez; suescaso pelo quedó en desorden.

No está acostumbrado a que le toquen, ni está acostumbrado a que le hablenairadamente.

—Es un aprieto —dijo Billy mientras se lo llevaban—. ¿Me oye?El rostro de Lemke se retorció. De repente, de una forma horrible, tuvo

trescientos años, un terrible muerto vuelto a la vida.—No poosh! —le gritó a Billy, y sacudió el puño—. ¡Nada de aprieto!

¡Morirás delgado, hombre de ciudad! ¡Morirás así!Juntó los puños y Billy sintió un dolor lancinante en los costados, como si

estuviesen entre aquellos puños. Durante un momento, no pudo respirar y sintiócomo si le estuviesen retorciendo las tripas.

—¡Morirás delgado!

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—Es un aprieto —profirió Billy de nuevo, forcejeando por jadear.—¡Nada de aprieto! —gritó el viejo.En su furia, ante aquella contradicción continuada un leve color rojo había

entrecruzado sus mejillas con un dibujo como una red.—¡Sácalo de aquí!Comenzaron a arrastrarlo más allá del círculo. Taduz Lemke permaneció de

pie observando, con las manos en las caderas y su rostro una pétrea máscara.—Antes de que me saquen, viejo, debe saber que mi propia maldición caerá

sobre su familia —gritó Billy.A pesar del sordo dolor en los costados su voz fue fuerte, calmada, casi

alegre.» La maldición del hombre blanco de la ciudad.Los ojos de Lemke se abrieron levemente, pensó. Con el rabillo del ojo, Billy

vio a la vieja, con los cupones de compras en su regazo cubierto con la manta,lanzarle de nuevo la señal contra el mal de ojo.

Los dos jóvenes dejaron durante un momento de arrastrarlo; Samuel Lemkelanzó una breve y desconcertada carcajada, tal vez ante la idea de que unabogado blanco de la clase media superior, de Fairview, Connecticut, maldijera aun hombre que, probablemente, fuese el gitano más viejo de Estados Unidos. Elmismo Billy se hubiese reído dos meses atrás.

Sin embargo, Taduz Lemke no se reía.—¿Crees que los hombres como yo no tenemos el poder de maldecir? —

preguntó Billy.Alzó las manos, aquellas manos delgadas y consumidas, a un lado y otro de

su rostro y, lentamente, desplegó, los dedos. Parecía un invitado a un espectáculode variedades pidiendo al auditorio que cesasen los aplausos.

» Tenemos el poder. Somos buenos en la maldición una vez que comenzamos.No me haga empezar…

Se produjo un movimiento detrás del anciano, un destello de una bata blancay de un cabello negro.

—¡Gina! —le gritó Samuel Lemke.Billy vio cómo avanzaba hacia la luz. Vio cómo alzaba la honda, tiraba la

horquilla hacia atrás y la soltaba en el mismo movimiento suave, como un artistaque trazase una línea en una agenda en blanco. Pensó ver un líquido y veteadoresplandor en el aire mientras la bola de acero cruzaba el círculo, pero aquellociertamente era sólo producto de su imaginación.

Se produjo un cálido y vidrioso lanzazo de dolor en su mano izquierda.Desapareció con la misma rapidez que había aparecido. Oyó como la bola deacero que ella había disparado rebotaba contra el costado de plancha de unacamioneta. Al mismo tiempo se percató de que veía el demudado y furiosorostro de la muchacha, no enmarcado en sus extendidos dedos, sino a través de su

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palma, donde aparecía un nítido agujero redondo.Me ha disparado con la honda —pensó—. ¡Santo Dios! ¡Lo ha hecho…!La sangre, tan negra como alquitrán al resplandor de la fogata, rodó por la

palma de su mano y empapó la manga de su chaqueta deportiva.—Enkelt! —aulló la mujer—. ¡Sacadlo de aquí, eyelak! ¡Sacad de aquí a ese

bastardo asesino!Arrojó la honda. Aterrizó al borde del fuego, una forma en espoleta con una

cazuela de goma del tamaño de un parche de ojo sujeto a la horquilla. Luego sealejó corriendo y gritando.

Nadie se movió. Los que estaban en torno de la hoguera, los dos jóvenes, elviejo y el mismo Billy, todos permanecieron allí en pie e inmóviles como en uncuadro. Se escuchó el golpear de una puerta y los gritos de la chica quedaronapagados. Y seguía sin haber dolor.

Repentinamente, sin saber siquiera que lo hacía, Billy alzó su sangrante manohacia Lemke. El viejo retrocedió e hizo el signo del ojo hacia Billy. Este cerró lamano al igual que hiciera Lemke; la sangre corrió por su puño cerrado comohabía también corrido por el apretado puño de Lemke.

—¡La maldición del hombre blanco está lanzada contra usted, Mr. Lemke! Nose escribe acerca de esto en los libros, pero le digo que es cierto… Y que usted locree…

El viejo lanzó una catarata de palabras en caló. Billy se sintió arrastradodesde atrás tan de repente que su cabeza se derrumbó contra el cuello. Sus piesdejaron de tocar el suelo.

Me tirarán a la hoguera. Dios mío, me van a asar como a un…En vez de ello lo llevaron por el camino por donde había venido, a través del

círculo (la gente se tiró de sus sillas y se arrastró para alejarse de él), y entre doscamionetas con remolque de casa rodante. Desde una de ellas, Billy oyó sonarun televisor con una banda sonora de risas.

El hombre del chaleco gruñó. Billy osciló como un saco de trigo (un saco detrigo de muy poco peso) y luego, durante un momento, voló. Aterrizó con ungolpe sordo en la hierba más allá de los coches. Esto le dolió mucho más que elagujero de la mano; ya no tenía lugares recubiertos y sintió que sus huesostintineaban dentro de su cuerpo como estacas sueltas en un viejo camión. Tratóde ponerse en pie y al principio no pudo. Unas lucecillas blancas bailoteabandelante de sus ojos. Gimió.

Samuel Lemke se acercó a él. La bien parecida cara del muchacho aparecíalisa, cadavérica e inexpresiva. Buscó en el bolsillo de sus vaqueros y sacó algo.Billy crey ó al principio que se trataba de un palo y sólo reconoció lo que eracuando Lemke desplegó la hoja.

Alzó su ensangrentada mano, con la palma vuelta y Lemke vaciló. Ahorahabía una expresión en su rostro, una que Billy reconoció por su propio espejo del

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cuarto de baño. Se trataba de miedo.Su compañero le musitó algo.Lemke titubeó por un momento, mirando hacia Billy ; luego metió de nuevo la

hoja del cuchillo en sus oscuras cachas. Escupió en dirección a Billy. Unmomento después los dos hombres habían desaparecido.

Se quedó tendido allí durante un instante, tratando de reconstruirlo todo, deextraer un sentido de aquello…, pero eso no era más que un truco de abogado, yno le serviría aquí, en este lóbrego lugar.

Su mano comenzaba a hablarle muy en voz alta acerca de lo que le habíaocurrido, y pensó que muy pronto le dolería muchísimo más. A menos,naturalmente, que mudasen de opinión y fuesen por él. Podrían terminar contodos sus dolores en muy escaso espacio de tiempo, y para siempre.

Ello le obligó a moverse. Rodó sobre sí, alzó las rodillas hasta lo que lequedaba de estómago. Luego realizó una pausa durante un momento, con sumejilla izquierda oprimida contra la marchita hierba, con su trasero al airemientras una oleada de debilidad y de náusea se precipitaba a través de él comouna ola rompiente. Cuando pasó, pudo ponerse en pie y comenzar a ascender porla colina hasta donde estaba su coche. Se cayó dos veces por el camino. Lasegunda vez creyó que le resultaría imposible ponerse de nuevo en pie. Algo —sobre todo el pensar en Linda, durmiendo tranquila e inocentemente en su cama— le movió a hacerlo. Ahora su mano daba la sensación como si una infecciónenrojecida estuviese pulsando allí, abriéndose camino hacia su antebrazo y sucodo.

Una infinidad de tiempo después alcanzó su Ford de alquiler y hurgó en buscade las llaves. Se las había metido en el bolsillo izquierdo, por lo que tuvo quealargar su mano derecha ante la entrepierna para tomarlas.

Puso el coche en marcha y realizó una pausa momentánea, con su torturadapalma yaciendo sobre su muslo izquierdo cual un pájaro al que han disparado.Miró hacia el círculo de camionetas y al titilar del fuego.

Un fantasma de alguna vieja canción llegó hasta él.Ella danzó alrededor del fuego al compás de una melodía gitana…Dulce mujer en movimiento, cómo me encantó…!Levantó lentamente su mano izquierda ante su rostro. Una fantasmal luz

verde del tablero de instrumentos del coche se derramó a través del agujeroredondo negro de su palma.

Billy pensó:Me ha encantado esa mujer, eso es…Puso en marcha el coche.Se preguntó con casi cínico despego si sería capaz de realizar el tray ecto de

regreso al Frenchman’s Bay Motel.Y de alguna forma, lo logró.

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Capítulo XXCincuenta y cuatro

—¿William? ¿Qué anda mal?La voz de Ginelli, que había estado profundamente opaca a causa del sueño y

dispuesta a encolerizarse, tenía ahora un filo de preocupación. Billy habíaencontrado el número particular de Ginelli en su agenda de direcciones, debajodel de los Three Brothers. Lo marcó sin demasiadas esperanzas, seguro de que lohabrían cambiado en algún momento de todos aquellos pasados años.

Su mano izquierda, envuelta en un pañuelo, y acía sobre su regazo. Se habíaconvertido en algo parecido a una emisora de radio y emitía, aproximadamente,en cincuenta mil vatios de dolor; el menor movimiento le enviaba unos doloresterribles a través del brazo. Gotas de sudor permanecían en su frente. Se imaginóincluso imágenes de crucifixión.

—Lamento llamarte a tu casa, Richard —le dijo—. Y además tan tarde…—A la mierda con todo eso… ¿Qué pasa?—Verás, el problema inmediato es que me han disparado y atravesado la

mano con…Se movió levemente. Su mano pareció incendiársele, y sus labios se le

plegaron encima de los dientes.—… con una honda…Se produjo un silencio en el otro extremo.—Ya sé que esto parece raro, pero es verdad. La mujer empleó una honda

para arrojar una bola de acero.—¡Jesús! Qué…Se oyó una voz de mujer como telón de fondo. Ginelli habló brevemente en

italiano con ella y en seguida se puso otra vez al aparato.—¿No es una broma, William? ¿Alguna puta te ha atravesado la mano con

una bola disparada con una honda?—No suelo llamar a la gente a…Se miró el reloj y otra llamarada de dolor le corrió por el brazo.—… a las tres de la madrugada para contar un chiste… He estado sentado

aquí durante las últimas tres horas, intentando aguardar a que fuese una hora máscivilizada. Pero el dolor…

Se echó a reír un poco, un sonido hiriente, impotente, desconcertante.

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—El dolor es terrible.—¿Tiene eso algo que ver con aquello para lo que me llamaste con

anterioridad?—Sí.—¿Se trata de los gitanos?—Sí, Richard…—¿Sí…? Pues te prometo una cosa. Ya no te joderán más después de esto.—Richard, no puedo ir a ver a un médico y estoy en… Realmente tengo un

montón de dolor.Billy Halleck, Gran Maestro de las Declaraciones —pensó.» ¿Podrías enviarme a alguien? ¿Tal vez por « Federal Exprés» ? ¿Alguna

clase de analgésico?—¿Dónde estás?Billy titubeó sólo durante un momento y luego meneó un poco la cabeza.

Todos aquellos en quienes confiaba decidieron que estaba loco: pensó que eramuy probable que su mujer y su jefe hubieran seguido adelante y que, máspronto o más tarde, harían los movimientos necesarios para conseguir unadeclaración de incapacidad contra él en el Estado de Connecticut. Ahora suselecciones resultaban muy simples, y con una maravillosa ironía: o confiar enaquel granuja traficante de drogas, al que no había visto en seis años, o,simplemente, dejarlo todo correr.

Cerró los ojos y dijo:—Estoy en Bar Harbor, Maine. En el Frenchman’s Bay Motel. Unidad treinta

y siete.—Espera un momento.La voz de Ginelli se apartó de nuevo del teléfono. Billy le oyó hablar

apagadamente en italiano. No abrió los ojos. Al final, Ginelli tomó el receptor enel otro extremo de la línea.

—Mi mujer está haciendo un par de llamadas por mí —explicó—. Estáponiendo en marcha ahora mismo a unos tipos en Norwalk, paisan. Espero quequedes satisfecho.

—Eres un caballero, Richard —repuso Billy.Las palabras le salieron en una pronunciación gutural y tuvo que aclararse la

garganta. Sentía mucho frío. Sus labios se encontraban muy secos y trató dehumedecérselos, pero su lengua se hallaba también harto seca.

—Debes estar inmóvil, amigo mío —le explicó Ginelli.Ahora su voz reflejó de nuevo preocupación.—¿Me oyes? Muy quieto. Envuélvete en una manta si quieres, pero eso es

todo. Te han disparado. Y eres víctima del shock.—Mierda, no —replicó Billy, y se rió de nuevo—. Llevo ya dos meses en

shock…

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—¿De qué me hablas?—No importa…—Muy bien. Pero tenemos que hablar, William…—Sí…—Yo… Espera un segundo…De nuevo palabras suaves y débiles en italiano. Halleck cerró los ojos una vez

más y escuchó cómo su mano radiaba dolor. Al cabo de un rato, Ginelli se pusootra vez al aparato:

—Un hombre se presentará con algunos analgésicos para ti. Y él…—Eh, Richard, eso no es…—No me digas cómo he de hacer las cosas…, William… Limítate a

escuchar. Se llama Fander. Ese tipo no es médico, por lo menos ya no, pero teechará un vistazo y decidirá si debes recibir antibióticos además de analgésicos.Estará ahí antes de que se haga de día.

—Richard, no sé cómo darte las gracias —respondió Billy.Las lágrimas le corrían por las mejillas; se las enjugó distraídamente con la

mano derecha.—Ya sé que no —repuso Ginelli—. No eres un tonto… Recuerda, William:

quédate inmóvil.

Fander llegó poco antes de las seis de la mañana. Era un hombrecillo, con uncabello blanco prematuro y llevaba un maletín de médico rural. Se quedómirando el cuerpo flaco y demacrado durante un largo momento sin hablar yluego, cuidadosamente, desató el pañuelo de la mano izquierda de Billy. Éste tuvoque llevarse la otra mano a la boca para sofocar un grito.

—Levántela, por favor —le dijo Fander.Billy lo hizo. La mano estaba muy inflamada, con la piel tensa y brillante.

Por un momento Billy y Fander se miraron a través del agujero de la palma dela mano del primero, que aparecía rodeado de sangre coagulada. Fander sacó unodoscopio de su maletín y lo alumbró a través de la herida. Luego lo apagó.

—Limpio y perfecto —comentó—. Si ha sido una bolilla lo que lo ha hecho,existen muchas menos posibilidades de infección que si se tratase de un balín deplomo.

Realizó una pausa y pensó durante un momento.—A menos, naturalmente, que la chica pusiera algo en la bola antes de

dispararla.—Qué idea más consoladora —gimió Billy.—No me pagan para consolar a la gente —replicó fríamente Fander—,

especialmente cuando me sacan de la cama a las tres y media y he de quitarmeel pijama y ponerme la ropa en un avión que va dando tumbos a casi cuatro mil

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metros. ¿Ha dicho que era una bola de coj inete?—Sí.—En ese caso probablemente está usted bien. No se puede empapar esa bola

con veneno de la misma forma como lo hacen los indios j íbaros para empaparcon curare sus flechas de madera, y no parece probable que la mujer lo pintasecon algo, si se trató, como usted dice, de una reacción sobre la marcha. Estocurará bien, sin complicaciones.

Sacó un desinfectante, gasas y una venda elástica.—Voy a recubrir la herida y luego se la vendaré. El recubrirla le dolerá

terriblemente, pero créame si le digo que le dolerá muchísimo más si la dejamosabierta.

Lanzó otra mirada reflexiva sobre Billy : no el ojo compasivo del doctor,pensó Billy, sino más bien la expresión fría y evaluadora de un abortista.

—Esta mano se convertirá en el menor de sus problemas si no comienza denuevo a comer.

Billy no respondió.Fander le miró durante un largo momento y luego comenzó a tapar la herida.

De todos modos, en aquel momento la conversación se hubiese hecho imposiblepara Billy ; la emisora de radio de dolor de su mano saltó de cincuenta mil adoscientos cincuenta mil vatios. Cerró los ojos, apretó los dientes y aguardó a queaquello terminara.

Al fin todo acabó. Se sentó con su punzante mano vendada en el regazo y observócómo Fander hurgaba de nuevo en su maletín.

—Aparte de las demás consideraciones, su radical delgadez se convierte enun problema cuando hay que enfrentarse al dolor. Se sentirá más incómodo decomo se sentiría si su peso fuese normal… eso temo… No le puedo administrarDarvon o Darvocet porque podrían llevarle al coma o causarle una arritmiacardiaca. ¿Cuánto pesa, Mr. Halleck? ¿Cincuenta y siete?

—Más o menos —musitó Billy.Había una balanza en el cuarto de baño y se había subido a la misma poco

antes de dirigirse al campamento de los gitanos: supuso que era su pintorescaforma de animarse para aquella excursión. La aguja se había detenido encincuenta y tres. Toda aquella carrera en medio de un cálido verano habíaay udado a acelerar considerablemente las cosas.

Fander asintió con una pequeña mueca de disgusto.—Le administraré un analgésico más bien fuerte. Se tomará una sola tableta.

Si no se adormece en el plazo de media hora, y su mano le sigue doliendomucho, mucho, puede tomarse otra media tableta. Y seguirá haciendo lo mismodurante los siguientes tres o cuatro días.

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Meneó la cabeza.—Acabo de volar más de mil kilómetros para recetar a un hombre un

analgésico. No llego a creerlo. La vida puede ser muy perversa. Peroconsiderando su peso, incluso esto podría ser peligroso. Tal vez sería mejor laaspirina infantil.

Fander se sacó otra botellita de su maletín, esta vez sin marcas.—Aureomicina —le dijo—. Tómese una por vía bucal cada seis horas. Pero

anote bien esto, Mr. Halleck… Si empieza a tener diarrea, deje el antibiótico alinstante. En su estado, la diarrea es mucho más capaz de matarle que unainfección de esa herida.

Cerró con vigor el maletín y se puso de pie.—Un consejo final que no tiene nada que ver con sus aventuras por la

campiña del Maine. Tómese algunas tabletas de potasio tan pronto como le seaposible, y comience con dos cada día: una al levantarse y otra cuando se vaya ala cama. Las encontrará en la farmacia en la sección de las vitaminas.

—¿Por qué?—Porque si continúa perdiendo peso, muy pronto comenzará a sufrir ataques

de arritmia cardiaca cuando tome Darvon o cualquier otra droga. Esa clase dearritmia surge si existe una carencia total de potasio en el cuerpo. Tal vez fue loque mató a Karen Carpenter. Buenos días, Mr. Halleck.

Fander salió entre la luz lechosa del amanecer. Por un momento, se quedó allíde pie mirando en dirección al ruido del océano, que resultaba muy nítido enaquella quietud.

—Realmente debe cesar cualquier huelga de hambre que haya emprendido,Mr. Halleck —le dijo sin volverse—. En muchos sentidos, el mundo no es másque un montón de mierda. Pero también puede ser muy hermoso.

Se dirigió hacia el Chevrolet que estaba parado a un lado del edificio y semetió en el compartimiento trasero. El coche se puso en marcha.

—Estoy tratando de dejarla —le dijo Billy al coche que desaparecía—.Realmente lo intento.

Cerró la puerta y se acercó con lentitud a la pequeña mesa que había al ladode la silla. Miró los frasquitos de medicinas y se preguntó cómo los abriría conuna sola mano.

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Capítulo XXIGinelli

Billy encargó que le mandasen un abundante almuerzo. Jamás había estadomenos hambriento en su vida, pero se lo comió todo. Cuando hubo acabado, searriesgó a tomar tres tabletas de Fander, razonando que las tragaba encima de unbocadillo de pavo, papas fritas y un trozo de pastel de manzana, que se parecíamuchísimo a asfalto duro.

Las tabletas le acometieron con fuerza. Fue consciente de que el transmisorde dolor de su mano, de repente, se había reducido a sólo cinco mil voltios, yluego se encontró retozando en una serie febril de sueños. Gina danzaba en unode ellos, desnuda menos sus ajorcas de oro. Luego se arrastraba a través de unalarga y oscura alcantarilla hacia un círculo de luz de día que siempre,enloquecedoramente, permanecía a igual distancia. Algo estaba detrás de él.Tenía la terrible sensación de que se trataba de una rata. Una rata muy grande.Luego salió de la alcantarilla. Si había creído que eso significaba que seescaparía, estaba equivocado: había regresado a aquel hambriento Fairview.Yacían cadáveres amontonados por todas partes. Yard Stevens yacía tendido enmedio del parque municipal, con sus tijeras de barbero fuertemente hundidas enlo que quedaba de su garganta. La hija de Billy aparecía inclinada contra unfarol, sin nada más que un conjunto de palos unidos en su atuendo púrpura yblanco de animadora. Resultaba imposible decir si realmente estaba muertacomo los demás o sólo en estado comatoso. Un buitre se arrojó y aterrizó encimade su hombro. Desgarró un gran mechón de su cabello con su podrido pico.Sangrantes trozos de cuero cabelludo colgaban de sus extremos, como losterrones de tierra adheridos a las raíces de una planta que ha sido arrancada demala manera del suelo. Pero no estaba muerta. Billy la oyó gemir, vio sus manosmoverse débilmente en su regazo.

—¡No! —gritó en sueños.Comprobó que tenía la honda de la muchacha en la mano. El soporte no

estaba cargado con una bolilla de coj inetes sino con un pisapapeles de cristal deencima de la mesa del recibidor de la casa de Fairview. Había algo dentro delpisapapeles —algún defecto—, que parecía como una masa de cúmulos azul-negros. Linda había quedado fascinada siempre con aquello como una chiquilla.Billy disparó el pisapapeles al ave. Erró y, de repente, el pajarraco se convirtió

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en Taduz Lemke. Un ruido resonante comenzó en alguna parte: Billy se preguntósi se trataría de su corazón que se precipitaría en un fatal acceso de arritmia.

Nunca te lo quitaré, hombre blanco de la ciudad —dijo Lemke.Y súbitamente, Billy se encontró en alguna otra parte y el sonido retumbante

seguía aún.Miró estúpidamente en torno de la unidad del motel, crey endo al principio

que se trataba sólo de otro local de sus sueños.—¡William! —gritó alguien al otro lado de la puerta—. ¿Estás ahí? ¡Abre, o

echaré la puerta abajo! ¡William! ¡William!Voy —trató de decir.Pero no salia ningún sonido de su boca. Sus labios estaban secos y como

pegados con goma. Sin embargo, tuvo una abrumadora sensación de alivio. EraGinelli.

—¿William? Maldita sea…Esto último se pronunció en una voz como para sí mismo, y fue seguido de un

gran golpe cuando Ginelli cargó con el hombro contra la puerta.Billy se puso de pie y el mundo entró y salió de foco durante un momento. Al

fin abrió la boca, sus labios se separaron con un suave rasguear que sintió másque oy ó.

—No pasa nada —consiguió decir—. No pasa nada, Richard. Estoy aquí.Acabo de despertarme.

Cruzó el cuarto y abrió la puerta.—Cristo, William, pensé que estabas…Ginelli se calló de repente y se quedó mirándole, con sus ojos castaños cada

vez más abiertos hasta que Billy pensó:Echará a correr. No se puede mirar así a algo o a alguien y no salir pitando en

cuanto recibes la primera impresión de lo que quiera que sea.Luego Ginelli se besó el pulgar derecho, se santiguó y dijo:—¿Me dejarás entrar, William?Ginelli había traído una medicina mejor que la de Fander: Chivas. Sacó la

botella de un maletín de piel de becerro y sirvió para cada uno una buena ración.Tocó el borde del vaso de plástico del motel con el reborde del de Billy.

—Por unos días más felices que éstos —brindó—. ¿Y qué es eso?—Está bien… —replicó Billy, y se tomó la bebida de un solo trago.Después de que la explosión de fuego en su estómago se hubiese convertido

en sólo un rescoldo, se excusó y se dirigió al cuarto de baño. No deseaba emplearel retrete: lo que no quería era que Ginelli le viese llorar.

—¿Qué te ha hecho? —le preguntó Ginelli—. ¿Te ha envenenado la comida?Billy comenzó a reírse. Era la primera buena risa desde hacía mucho tiempo.

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Se sentó de nuevo en su silla y se rió hasta que le rodaron las lágrimas por lasmejillas.

—Te quiero, Richard —le dijo cuando la risa cambió en media risa y luegoen unas risitas con graznido—. Todo el mundo, incluyendo a mi esposa, cree queestoy loco. La última vez que me viste tenía dieciocho kilos de más y ahoraparezco como si estuviese tratando de interpretar el espantapájaros en una nuevaversión de El mago de Oz, y lo único que se te ocurre decir por esa boca es « ¿Teha envenenado la comida?»

Ginelli despreció con una mano tanto la risa semi-histérica de Billy, como loscumplidos, y ambas cosas con igual impaciencia.

Billy pensó:Lemke y Ginelli son iguales. Cuando se trata de la venganza y de la contra-

venganza, no tienen el menor sentido del humor…—¿Y bien? ¿Lo hizo?—Supongo que lo hizo. En cierto modo, lo hizo…—¿Cuánto peso has perdido?Los ojos de Billy enfocaron el espejo de cuerpo entero que e hallaba en el

otro lado de la habitación. Recordó haber leído —le pareció que en una novela deJohn D. MacDonald— que todo moderno cuarto de motel de Estados Unidosparecía estar lleno de espejos, aunque la mayoría de las habitaciones lasocupaban hombres de negocios con exceso de peso, que no tenían el menorinterés en mirarse a sí mismos. Su estado era más bien el opuesto al exceso depeso, pero comprendió igual el sentimiento anti-espejo. Supuso que se trataba desu rostro —no, no sólo su rostro, sino toda la cabeza—, que era eso lo que habíaasustado a Richard. El tamaño de su cráneo seguía siendo el mismo, y elresultado era que su cabeza colgaba por encima de su desaparecido cuerpo comouna espantosa cabeza de gran tamaño de un girasol gigante. Y cada hueso debajode su carne aparecía en claro relieve: era poco más que un cráneo con unoshundidos y relucientes ojos.

Nunca te lo quitaré, hombre blanco de la ciudad —oy ó que decía Lemke.—¿Cuánto pesas, William? —repitió Ginelli.Su voz fue calmosa, pero sus ojos brillaron de forma rara y clara. Billy no

había visto nunca relucir los ojos de un hombre de aquella forma tranquila, y esole puso un poco nervioso.

—Cuando esto comenzó, cuando salí de la sala de juicios y el viejo me tocó,pesaba ciento quince kilos. Esta mañana, pesaba cincuenta y tres poco antes delalmuerzo. ¿Eso hace… sesenta y dos kilos?

—¡Jesús, María y José, el carpintero de Brookly n Heights! —susurró Ginelli,y se santiguó de nuevo—. ¿Te tocó?

Ahora es cuando se irá, así es como se van todos —pensó Billy.Y durante un salvaje segundo pensó en simplemente mentir, sacar alguna

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loca historia de un sistemático envenenamiento de alimentos. Pero si hubo untiempo para mentir, ahora y a había desaparecido. Y si Ginelli se iba, Billy se iríacon él, por lo menos hasta el coche de Ginelli. Le abriría la puerta y le daría lasgracias por su visita. Lo haría porque Ginelli había escuchado cuando Billy lellamó en medio de la noche, enviándole a su particular versión de un médico, yluego se presentó en persona. Pero, sobre todo, llevaría a cabo todos aquellosactos de cortesía porque los ojos de Ginelli se habían abierto de aquella formacuando Billy abrió la puerta, y, sin embargo, no había echado a correr.

Así que le vas a decir la verdad. Afirma que las únicas cosas en que cree sonlas armas y el dinero, y ésa es probablemente la verdad, pero tú le dirás la verdada causa de que es la única forma de pagarle a un tipo como él.

¿Te tocó?Eso es lo que había preguntado Ginelli y, aunque había sucedido sólo un

segundo atrás, fue algo que pareció mucho más prolongado en la confusa yasustada mente de Billy. Ahora pronunció la cosa que le resultaba más difícil dedecir:

—No solamente me tocó, Richard. Me maldijo.Aguardó que aquella loca chispa muriese en los ojos de Ginelli. Aguardó a

que Ginelli mirase el reloj , se pusiese de pie de un salto y agarrase su maletín.El tiempo pasa sin que uno se dé cuenta, ¿no crees? Me gustaría muchísimo

quedarme y hablar de esos asuntos de maldiciones contigo, William, pero tengo unplato caliente de ternera al marsala aguardándome en los Brothers, y…

La chispa no murió y Ginelli no se levantó. Cruzó las piernas, se alisó la ray a,sacó un paquete de cigarrillos Camel y encendió uno.

—Cuéntame todo —le pidió.

Billy Halleck le contó todo a Ginelli. Cuando acabó, en el cenicero se veíancuatro colillas de Camel. Ginelli miraba fijamente a Billy, como hipnotizado. Seprolongó un largo silencio. Resultó incómodo, y Billy deseó romperlo, pero nosabía cómo. Le pareció que y a había empleado todas sus palabras.

—Te hizo esto… —dijo al fin Ginelli—. Esto…Y agitó una mano hacia Billy.—Sí. No espero que lo creas, pero así es, lo hizo…—Lo creo —respondió Ginelli casi ausente.—¿Sí? ¿Qué le ha pasado al tipo que sólo creía en las armas y en el dinero?Ginelli sonrió y luego se echó a reír.—Te lo dije cuando llamaste aquella vez, ¿verdad?—Sí.La sonrisa se extinguió.—Pues bien, existe otra cosa en la que creo, William. Creo en lo que veo. Y

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ésa es la razón de que sea un hombre relativamente rico. Y también es el motivode que sea un hombre vivo. La may oría de la gente no cree lo que ve.

—¿No?—No. No a menos que vaya acompañado de lo que ya creen. ¿Sabes lo que

vi en el drugstore que frecuento? Exactamente la semana pasada vi eso.—¿Qué?—Han puesto allí una máquina para tomar la presión sanguínea. Quiero decir

que también la suelen poner en otras tiendas, pero en la farmacia es gratis. Metesel brazo en un aro y oprimes un botón. El aro se cierra. Te sientas allí durante unrato y tienes pensamientos serenos, y luego la cosa está lista. La lectura te la danen grandes números rojos. Luego miras en el gráfico donde pone « baja» ,« normal» y « elevada» , para comprender lo que significan aquellos números.¿Has captado la descripción?

Billy asintió.—Muy bien. Estaba aguardando a que el tipo me diese un frasquito de esa

medicina estomacal que mi madre debe tomar para su úlcera. Y un tipo gordo seacercó anadeando hacia mí. Quiero decir que pesaba ciento catorce kilos y quesu culo parecía dos perros peleándose debajo de una manta. Había todo un mapade carreteras de bebedor en su nariz y mejillas, y pude ver un paquete deMarlboro en su bolsillo. Toma una de esas bolsas de maíz del Dr. Scholl y la llevaa la registradora cuando sus ojos captan la máquina de tomar la presión. Por lotanto se sienta y la máquina hace su trabajo. Y luego aparecen los números.Veintidós, dice. No conozco una mierda del maravilloso mundo de la medicina,William, pero sé que eso de veintidós es la categoría más espeluznante. Merefiero a que del mismo modo podrías ir por ahí con el cañón de una pistolacargada apuntándote en la oreja, ¿no tengo razón?

—Sí.—¿Y qué hace ese botarate? Me mira y dice: « Todo esto digital es pura

mierda» . Luego paga su bolsa de maíz y se larga. ¿Y sabes cuál es la moralejade esta historieta, William? Algunos tipos, un montón de tipos, no creen lo queven, en especial si no comulga con lo que quieren comer o beber o pensar ocreer. Yo no creo en Dios. Pero si le viese, creería. No iría por ahí diciendo:« Jesús, vaya un efecto especial más estupendo» . La definición de un imbécil es« un tipo que no cree en lo que ve» . Y puedes citarme si así lo deseas…

Billy se quedó mirando con atención durante un momento y luego estalló enrisotadas. Al cabo de un momento, Ginelli se le unió.

—Pues bien —prosiguió—, de todos modos aún sigues parecido al viejoWilliam cuando te ríes. La pregunta, William, es la siguiente: ¿qué vamos a hacercon ese viejo carcamal?

—No lo sé. —Billy se echó a reír de nuevo, pero esta vez fue un sonido breve—. Pero supongo que debo hacer algo. A fin de cuentas, le he maldecido…

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—Eso me has contado. La maldición del petimetre blanco de la ciudad.Teniendo en cuenta lo que todos los petimetres blancos de todas las ciudades hanhecho durante los últimos dos siglos, no será algo muy consistente.

Ginelli hizo una pausa para encender otro cigarrillo y luego dijo, de formanatural, a través del humo.

—Tú sabes que puedo dársela.—No, eso no… —comenzó Billy, pero luego cerró al instante la boca.No tenía una imagen de Ginelli acercándose a Lemke y dándole un puñetazo

en el ojo. Luego, de repente, se percató de que Ginelli estaba hablando de algomucho más definitivo.

—No, no puedes hacerlo —concluyó su frase.Ginelli, o bien no lo comprendió o afectó no comprenderle.—Claro que puedo. Y también es seguro que no me es posible recurrir a

nadie más. Por lo menos, a nadie lo suficientemente de fiar. Pero soy tan capazde hacerlo ahora como cuando sólo tenía veinte años. No sería una molestia,puedes creerme, sino un auténtico placer.

—No, no quiero que le mates a él, ni a ningún otro —replicó Billy—. Lo digoen serio.

—¿Y por qué no? —preguntó Ginelli, aún de forma razonable, pero sus ojos,según vio Billy, seguían girando y girando de aquella loca manera—. ¿Tepreocupa el ser cómplice en un asesinato? No sería un asesinato, sino defensapropia. Porque él te está matando, Billy. Otra semana así, y la gente podrá leerlos signos que llevas encima sin necesidad de preguntarte nada. Otras dossemanas, y no te atreverás a salir si sopla viento por miedo a salir volando.

—Tu socio médico me sugirió que podría morir de arritmia cardiaca antes dellegar tan lejos. Presumiblemente, mi corazón está perdiendo peso, junto con elresto de mí.

Tragó saliva.» Sabes, no he tenido este pensamiento particular hasta ahora mismo. Hubiera

deseado no tenerlo en absoluto…—¿Ves? Te está matando… Pero no te importa… No quieres que se la dé.

Pues no lo haré. De todos modos no parece una buena idea. No acabaría con lacosa.

Billy asintió. Aquello también se le había ocurrido a él.Quítame esto de mi —le había pedido a Lemke.Aparentemente, hasta los hombres blancos de la ciudad comprendían que era

necesario hacer algo. Si Lemke moría, la maldición, simplemente, a partir de esemomento funcionaría por sí sola.

—El problema es —prosiguió Ginelli de forma reflexiva— que no puedesgolpearlo a tu vez.

—No.

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Aplastó su cigarrillo y se levantó.—Voy a pensar en esto, William. Hay mucho que pensar al respecto. Y

quiero decidirme en un estado sereno, ¿comprendes? No se pueden tener ideasacerca de un lío así de complicado cuando estás alterado, y cada vez que te miro,paisan, desearía agarrar el pájaro de ese tipo y metérselo en el agujero dondesolía estar su nariz.

Billy se puso de pie y casi se cayó. Ginelli le sujetó y Billy lo abrazódesmañadamente con su brazo sano. No le pareció haber abrazado a un hombrehecho y derecho en su vida.

—Gracias por venir —le dijo Billy—. Y por creerme.—Eres un buen compañero —replicó Ginelli, soltándole—. Estás metido en

un mal paso, pero tal vez podamos sacarte de él. De una forma u otra, vamos aponerle algunos bloques de piedra a ese viejo. Voy a salir a pasear durante un parde horas, Billy. Para conseguir que mi mente se serene. Para imaginarmealgunas ideas. Y asimismo quiero hacer algunas llamadas telefónicas a la ciudad.

—¿Acerca de qué?—Ya te lo contaré después. Ante todo quiero poder pensar. ¿Estás bien?—Sí.—Mientes… No tienes en absoluto color en la cara.—Muy bien…Se sentía de nuevo soñoliento y totalmente agotado.—La muchacha que disparó contra ti —dijo Ginelli—. ¿Es bonita?—Muy bonita.—¿Sí?Aquel brillo loco había vuelto a los ojos de Ginelli, más reluciente que nunca.—Sí.Aquello turbó a Billy.—Échate, Billy. Tómate algo. Ya te miraré después. ¿Me puedo llevar tu

llave?—Claro…Ginelli se fue. Billy se echó en la cama y colocó su mano vendada con

cuidado a su lado, sabiendo perfectamente bien que si se quedaba dormido, eraprobable que rodase sobre ella y se despertase.

Probablemente sólo me ha seguido la corriente —pensó Billy—.Probablemente ahora mismo estará llamando a Heidi. Y cuando me despierte, loshombres con los cazamariposas estarán esperándome al pie de la cama. Y ellos…

Pero y a no hubo más. Derivó hacia el sueño y, de alguna manera, consiguióno darse vuelta sobre su mano enferma.

Y esta vez no tuvo pesadillas.

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Tampoco había hombres con cazamariposas en la habitación cuando se despertó.Sólo Ginelli, sentado en la silla al otro lado del cuarto. Estaba ley endo un librotitulado This savage rapture y bebiendo una lata de cerveza. Afuera estabaoscuro.

Había cuatro latas de un paquete de seis en un cubo con hielo en la tele, yBilly se lamió los labios.

—¿Podría beberme una? —preguntó. Ginelli alzó la vista.—¡Pero si es Rip Van Winkle que regresa de la muerte! Claro que puedes.

Toma, deja que te abra una.Se la llevó, y Billy se bebió la mitad de la lata sin respirar. La cerveza era

buena y estaba fría. Había amontonado el contenido del frasquito de tabletas enuno de los ceniceros de la habitación (los cuartos de los moteles no tienen tantosceniceros como espejos, pensó, pero casi). Tomó una y la engulló con otro trago.

—¿Cómo va la mano? —le preguntó Ginelli.—Mejor…En cierto modo era una mentira, porque su mano le dolía horriblemente. Pero

en cierto modo era también verdad. Porque Ginelli estaba ahí, y eso hacía máspor contener el dolor que la tableta o el vaso de Chivas. Las cosas duelen enrealidad más cuando estás solo. Esto le hizo pensar en Heidi, porque ella era laque debería estar con él, no este bribón, pero no estaba. Heidi se hallaba allá, enFairview, ignorando tozudamente todo esto, porque el concederle algún hueco ensu mente significaría tener que explorar los límites de su propia culpabilidad, yHeidi no deseaba hacerlo. Billy sintió un monótono y pulsante resentimiento.¿Qué había dicho Ginelli? La definición de un imbécil es la de « un tipo que nocree en lo que ve» . Trató de apartar aquel resentimiento: a fin de cuentas era sumujer. Y estaba haciendo lo que creía que era justo y mejor para él, ¿no era así?El resentimiento se alejó, pero no demasiado.

—¿Qué hay en esa bolsa de la compra? —preguntó Billy.La bolsa estaba en el suelo.—Cosas —replicó Ginelli.Miró al libro que leía y luego lo tiró a la papelera.—Esto chupa más que un Electrolux. No he podido encontrar un Louis

Lamour.—¿Qué clase de cosas?—Para después. Para cuando vaya a visitar a tus amigos gitanos.—No seas tonto —respondió Billy con aspereza—. ¿Quieres acabar como y o?

¿O tal vez como un paragüero humano?—Calma, calma —replicó Ginelli.Su voz era zumbona y suave, pero aquella lucecilla de sus ojos giraba y

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giraba. De repente, Billy se percató de que, en realidad, no se había tratado dealgo dicho acaloradamente: de veras había maldecido a Taduz Lemke. Aquellocon que le maldijera estaba sentado enfrente de él en un barato sillón de plásticode hotel y bebiendo una Miller Lite. Y con partes iguales de diversión y horror, sedio cuenta también de algo más: tal vez Lemke supiese como levantar sumaldición, pero Billy no tenía la menor idea de cómo alzar la maldición delhombre blanco de la ciudad. Ginelli lo estaba pasando bien. Era más divertido, talvez, que cualquier otra cosa que le hubiese pasado en muchos años. Era como unjugador de bolos profesional ansioso de abandonar su retiro para tomar parte enun acontecimiento de caridad. Les hablaría, pero esa conversación no cambiaríanada. Ginelli era su amigo. Ginelli era un tipo cortés e incluso un purista dellenguaje, que le llamaba William en vez de Bill o Billy. Era asimismo un perro decaza muy grande y muy eficiente que se había librado de su cadena.

—No me digas que me lo tome con calma —le dijo—; limítate a contarmequé planeas.

—Nadie resultará lastimado —repuso Ginelli—. Limítate a pensar en esto,William. Sé que es importante para ti. Creo que tienes algo en ti, y a sabes,principios que ya no puedes soportar más, pero seguiré adelante, porque es eso loque quieres y porque eres la parte ofendida. Nadie resultará lastimado en esteasunto. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —repuso Billy.Quedó un poco aliviado…, pero no demasiado.—Por lo menos, mientras no cambies de opinión —añadió Ginelli.—No lo haré.—Debes hacerlo.—¿Qué hay en la bolsa?—Bistecs —replicó Ginelli, y sacó uno.Era un bistec de lomo envuelto en un plástico transparente, con la etiqueta de

Sampson.—¿Parecen buenos, verdad? He comprado cuatro.—¿Y para qué son?—Pongamos las cosas en claro —replicó Ginelli—. Salgo, voy al centro de la

ciudad. ¡Qué jodido espectáculo de horror! No puedes ni siquiera andar por laacera. Todo el mundo lleva gafas de sol Ferrari y camisas con caimanes en lastetas. Parece como si todo el mundo en esta ciudad tuviese dientes postizos y a lamayoría también les han hecho algún arreglo en las narices.

—Lo sé.—Escucha esto, William. He visto a esa chica y al tipo andar por ahí, ¿de

acuerdo? Y el sujeto llevaba continuamente la mano en el bolsillo de atrás de lospantaloncillos cortos de la chica. Me refiero a que estaban en público y que élponía la mano en el bolsillo trasero de ella, tocándole el culo. Hombre, si fuese

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mi hija no se sentaría en una semana y media en aquello que su novio ibatocando. Sabía que allí no podía conseguir un estado sereno de la mente, por loque me fui. Encontré una cabina telefónica y realicé unas cuantas llamadas. Oh,casi me olvidaba. El teléfono estaba enfrente de la farmacia, por lo que entré yte compré esto…

Sacó del bolsillo un frasquito de píldoras y se las tiró a Billy, que las cogió alvuelo con su mano sana. Eran cápsulas de potasio.

—Gracias, Richard —le dijo, con voz un tanto conmovida.—No me des las gracias, limítate a tomarte una. No necesitas un jodido

ataque al corazón aparte de todo lo demás…Billy se tomó una con un trago de cerveza. Su cabeza estaba comenzando a

zumbarle un poco.—Vi a algunos aspirar algo por la nariz, y luego me acerqué al puerto —

continuó Ginelli—. Miré un rato los barcos. William, debe de haber veinte,treinta…, tal vez cincuenta millones de dólares en barcos allí… Balandros, yolas,fragatas, según me pareció… No sé una mierda de barcos, pero me gustabamirarlos… Los barcos…

Se calló y miró pensativamente a Billy.—¿Crees que todos esos tipos de las camisas con caimanes y las gafas de sol

Ferrari hacen contrabando de drogas con esos cacharros?—Pues leí el invierno pasado en el Times que un pescador de langostas de las

islas de por aquí encontró veinte fardos flotando bajo los muelles de la ciudad, yla cosa demostró ser una marihuana excelente…

—Sí. Sí, eso es lo que pensé. Todo este lugar huele a eso. Jodidos aficionados.Deberían salir a navegar con esos bonitos barcos y dejar trabajar a la gente quesabe de qué va la cosa, ¿no crees? Quiero decir que, a veces, se entremeten y enese caso hay que tomar medidas y algún tipo encuentra fiambres flotandodebajo de un muelle en vez de unos cuantos fardos de yerba. Algo muydesagradable…

Billy tomó otro largo trago de cerveza y se atragantó.—Pero no se trata de eso. Di un paseo, miré todos esos barquitos y conseguí

serenarme la mente. Y entonces me imaginé qué debía hacer…, o por lo menoscómo empezar el asunto y la forma que debería ir tomando después. Aún notengo claros todos los detalles, pero eso ya llegará. Regresé a la calle principal ehice una cuantas llamadas…, para conseguir detalles. De momento no hay ordende busca y captura contra ti, William, pero tu mujer y ese médico tuyo de narizde jockey seguro que han firmado algunos documentos acerca de ti. Lo heescrito aquí.

Se sacó un trozo de papel de su bolsillo en el pecho.—« Internamiento in absentia» ¿Es así?La boca se le abrió de repente a Bill Halleck y le salió un sonido de animal

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herido. Durante un momento, quedó por completo aplanado, y luego sintió lafuria, que se había convertido en su compañera intermitente, irrumpir de nuevo através de él. Había pensado que aquello podría suceder, sí, pensado que Houstonlo sugeriría, e incluso imaginado que Heidi podría mostrarse de acuerdo. Peropensar en algo y enterarse de que realmente había sucedido…, que tu propiaesposa había acudido ante un juez, testimoniado que te habías vuelto loco, yconseguido una orden de res gestæ de internamiento que ella había firmado…Todo esto era algo muy diferente.

—Qué perra cobarde… —musitó con voz pastosa.Y luego el mundo quedó emborronado en una roja agonía. Cerró las manos

sin pensar siquiera en lo que hacía. Gimió y miró hacia la venda de su manoizquierda. Flores rojas florecían allí…

No puedo creer que hayas pensado eso de Heidi, le dijo una voz en su mente.Sólo es a causa de que mi mente no está serena, —respondió a la voz, y luego

el mundo se oscureció durante un rato.

No fue algo parecido a un desmay o y se recuperó con rapidez. Ginelli le cambiólas vendas de la mano y volvió a rellenar la herida, haciendo un trabajo algodesmañado pero bastante adecuado. Mientras lo llevaba a cabo no dejó dehablar:

—Mi hombre dice que eso no significa nada a menos que regreses aConnecticut, William.

—Sí, es verdad. ¿Pero no lo comprendes? Que mi propia mujer…—No te preocupes, William. No importa. Si podemos arreglar las cosas con

el gitano viejo, comenzarás de nuevo a ganar peso y su caso será papel mojado.Si eso sucede, tendrás mucho tiempo para decidir qué deseas hacer con tu mujer.Tal vez necesite que la espabilen un poco a bofetadas, ¿no crees? O quizá,simplemente, deberás marcharte. Decidirás toda esa mierda por ti mismo siarreglamos las cosas con el gitano, lo que te parezca mejor. Y si no podemosarreglarlo, te morirás. De una forma u otra, esto se arreglará por sí solo.¿Entonces, por qué preocuparse tanto por el asunto?

Billy trató de esbozar una tímida sonrisa.—Hubieras sido un gran abogado, Richard. Tienes esa forma única de poner

las cosas en su auténtica perspectiva.—¿Sí? ¿Lo crees de veras?—Claro…—Pues gracias… A continuación llamé a Kirk Penschley.—¿Has hablado con Kirk Penschley?—Sí.—¡Jesús, Richard!

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—¿Creíste que no aceptaría una llamada de un matón barato como yo?Ginelli trató de mostrarse a un tiempo herido y divertido.—Claro que la aceptó, puedes creerme. Naturalmente, le telefoneé con mi

tarjeta de crédito; no hubiera querido que mi nombre figurase en su recibotelefónico, eso sí es verdad… Pero, durante todos estos años, he hecho muchosnegocios con tu gabinete, William.

—Eso es nuevo para mí —replicó Billy—. Pensé que sólo fue aquella vez.—Aquella vez todo era claro, y tú eras la persona adecuada para ello —

explicó Ginelli—. Penschley y sus socios abogados nunca te hubieran metido enun lío, William… Eras un novato. Por otra parte, supongo que sabían que, máspronto o más tarde, te verías conmigo, si permanecías el tiempo suficiente en laempresa, y aquel primer trabaj ito sería una buena carta de presentación. Y asífue, tanto para ti como para mí, créeme. Y si algo salía mal, si nuestro asuntohubiera acabado mal o algo parecido, te habrían sacrificado. No les habríagustado hacerlo, pero, desde su punto de vista, es mejor sacrificar a un novatoque a un abogado bregado y con espolones. Esos tipos son todos iguales; enrealidad son muy previsibles…

—¿Qué otros tipos de asuntos has tenido con mi gabinete? —preguntó Billy,francamente fascinado.

Aquello era aun poco parecido a enterarte de que tu mujer te ha estadoengañando mucho después de haberte divorciado de ella por otros motivos.

—Pues de todas clases, y no exactamente con tu gabinete. Digamos queintervinieron en ciertos asuntos legales para mí y para algunos amigos míos, ydejémoslo así. De todos modos, conozco a Kirk lo suficiente como para llamarley pedirle un favor. Con el que se mostró de acuerdo.

—¿Qué favor?—Le pedí que llamase a ese rebaño de Barton y que dejasen correr las cosas

durante una semana. Que te dejasen en paz a ti y a los gitanos. En realidad, estoymás preocupado por los gitanos, si quieres saber la verdad. Podemos hacerlo,William, pero será más fácil si no debemos estar continuamente quitándonoslosde encima…

—Has llamado a Kirk Penschley y le has dicho que dejase las cosas en paz—comentó Billy abstraído.

—No, llamé a Kirk Penschley y le dije que avisase a la agencia Barton paraque se apartase del asunto —le corrigió Ginelli—. Y tampoco exactamente conesas palabras. Puedo ser un poco más político cuando es preciso, William.Concédeme algún crédito.

—Hombre, te concedo un montón de crédito. Y más a cada minuto que pasa.—Pues gracias. Gracias, William. Lo aprecio mucho.Encendió un cigarrillo.—De todos modos, tu esposa y su amigo el doctor continuarán recibiendo

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informes, pero habrá bastantes menos. Me refiero a que será un poco como laversión del National Enquirer y el Reader’s Digest de la verdad… ¿Captas lo quedigo?

Billy se echó a reír.—Sí, comprendo.—Por lo tanto, tenemos una semana. Y una semana será suficiente.—¿Y qué vas a hacer?—Supongo que todo lo que me dejes hacer. Voy a asustarles. William. Y voy

a asustarlo a él. Le asustaré tanto que necesitará que le pongan una jodida bateríade tractor en su marcapasos. Y voy a ir elevando el nivel de las amenazas hastaque suceda una de dos cosas. O se rendirá y te quitará lo que ha puesto en ti, odecidiremos que ese viejo no se asusta. Si pasa eso, volveré a tu lado y tepreguntaré si has cambiado de opinión acerca de despachar gente. Pero tal vezno haya que llegar tan lejos.

—¿Y cómo lograrás asustarle?Ginelli tocó la bolsa de compras con la punta de su bota y le dijo cómo

pensaba comenzar. Billy quedó horrorizado, discutió con Ginelli, como ya habíaprevisto; cuando habló con Ginelli, tal como había previsto, aunque Ginelli no alzónunca la voz (sus ojos continuaron rodando y rodando con aquella loca luz) Billysupo que todo aquello no era más que pedir peras al olmo.

Y mientras el fresco dolor de su mano lentamente se convirtió en el antiguodolor zumbante, comenzó a sentirse otra vez soñoliento.

—¿Cuándo te vas? —preguntó, dándose por vencido. Ginelli miró el reloj .—A las diez y diez. Les daré otras cuatro o cinco horas. Están haciendo aquí

un bonito negocio por lo que he oído en el centro de la ciudad. Echan un montónde buenaventuras. Y los perros, esos perrazos. Dios Todopoderoso… Los perrosque viste no eran para peleas, ¿verdad?

—Nunca he visto perrazos así —repuso Billy soñoliento—. Los que vi másbien parecían sabuesos.

—Esos perros llamados pit-bulls son algo así como un cruce entre terriers ybulldogs. Cuestan un montón de dinero. Si quieres ver una lucha de pit-bulls,tienes que convenir en pagar por un perro muerto antes de que empiecen ahacerse apuestas. Es un negocio muy feo. En esta ciudad hay muchas cosas¿verdad, William? Gafas de sol Ferrari, buques para pasar drogas, peleas deperros. Oh, lo siento… Y Tarot y el I Ching.

—Ten cuidado —le dijo Billy.Billy se quedó dormido poco después. Cuando se despertó eran las cuatro

menos diez y Ginelli se había ido. Le atenazó la certidumbre de que Ginelli habíamuerto. Pero Ginelli se presentó a las seis menos cuarto, tan lleno de vida queparecía en cierto sentido demasiado grande para aquel lugar. Sus prendas, surostro y las manos estaban salpicadas de barro que apestaba a sal marina.

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Sonreía. Aquella loca luz seguía bailoteando en sus ojos.—William —le dijo—, vamos a guardar tus cosas y sacarte de Bar Harbor.

Lo mismo que un testigo del Gobierno que han de llevar a un sitio seguro.Alarmado, Billy preguntó:—¿Qué has hecho?—¡Tómatelo con calma, tómatelo con calma! Simplemente, lo que te dije

que haría, ni más ni menos. Pero cuando sacudes un avispero con un palo, por logeneral es una buena idea salir pitando, ¿no te parece, William?

—Sí, pero…—Ahora ya no hay tiempo. Podemos hacer las maletas y hablar al mismo

tiempo.—¿Adonde? —casi baló Billy.—No demasiado lejos. Te lo diré por el camino. Y ahora, vayámonos. Y tal

vez será mejor que empieces por cambiarte de camisa. Eres un buen hombre,William, pero estás comenzando a oler un poco rancio…

Billy había comenzado a dirigirse a la oficina con su llave cuando Ginelli letocó en el hombro y, amablemente, se la quitó de la mano.

—La dejaré en la mesa de noche de tu cuarto. ¿Te has inscrito con una tarjetade crédito, verdad?

—Sí, pero…—Entonces convertiremos todo esto en un registro informal. Si no hacemos

ningún daño, atraeremos menos la atención hacia nosotros. ¿Conforme?Una mujer que hacía jogging junto a la autopista miró por casualidad hacia

ellos, allá en la carretera…, y su cabeza cayó hacia atrás sobresaltada de unmodo que Ginelli vio pero que, misericordiosamente, Billy se ahorró.

—Incluso dejaré diez dólares para la chica de la limpieza —prosiguió Ginelli—. Nos llevaremos tu coche. Yo conduciré.

—¿Y dónde está el tuyo?Sabía que Ginelli había alquilado uno, y era ahora cuando se percataba

tardíamente de que no había oído ningún motor antes de que entrase Ginelli. Todoaquello sucedía demasiado de prisa para la mente de Billy… No podía seguir elpaso de todo aquello.

—Está bien. Lo he dejado en la carretera a unos cinco kilómetros de aquí yhe venido andando. Le he quitado la tapa del distribuidor y dejado una nota en elparabrisas, donde dice que he tenido problemas con el motor y que regresarédentro de unas horas, sólo para que nadie arme un lío al respecto. No creo queintervenga nadie. ¿Sabías que crece hierba en medio de la carretera?

Se acercó un coche. El conductor lanzó un vistazo a Billy Halleck ydisminuyó la marcha. Ginelli pudo ver cómo se inclinaba y sacaba el cuello.

—Vamos, Billy. Te están mirando. La próxima gente que meta la nariz, puedeser alguien que no interese.

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Una hora después, Billy estaba sentado delante de un televisor en otro cuarto demotel, en este caso en la sala de estar de una sórdida pequeña suite en el BlueMoon Motor Court and Lodge en Northeast Harbor. Se encontraba a menos deveinticinco kilómetros de Bar Harbor, pero Ginelli pareció satisfecho. En lapantalla del televisor, el Pájaro Carpintero trataba de vender una póliza deseguros a un oso parlanchín.

—Muy bien —prosiguió Ginelli—. Debes seguir descansando la mano,William. Estaré fuera todo el día.

—¿Vas a regresar allí?—¿Cómo se va a volver a un avispero mientras las avispas siguen volando? Yo

no, amigo mío. No, hoy jugaré con coches. Esta noche habrá bastante tiempopara la Fase Dos. Tal vez tenga un rato para echarte un vistazo, pero no puedocontar con ello.

Billy no vio de nuevo a Richard Ginelli hasta la mañana siguiente a las nueve,cuando se presentó conduciendo un Chevy Nova azul oscuro que, ciertamente, noprocedía de Hertz o Avis. La pintura estaba desvaída y con manchas, había unagrieta en la ventanilla del lado del pasajero y una abolladura en el baúl. Peroestaba levantado en la parte de atrás y tenía un compresor debajo del capó.

Aquella vez Billy le había dado por muerto seis horas atrás, y saludó a Ginellicalurosamente, intentando no rezumar su alivio. Al parecer, estaba perdiendotodo el control de sus emociones lo mismo que perdía peso…, y esta mañana,cuando salió el sol, había notado los primeros latidos acelerados de su corazón.Jadeó en busca de aire y se golpeó en el pecho con el puño cerrado. Finalmente,el latido se suavizó de nuevo, pero fue el primer ejemplo de arritmia.

—Pensé que habías muerto —le dijo a Ginelli cuando éste entró.—Debes dejar de decir eso y yo iré regresando. Me gustaría que te calmases

con respecto a mí, William. Sé cuidar de mí mismo. Soy un chico fuerte. Si creesque estoy subestimando a ese jodido, eso sería otra cosa. Pero no es así. Es listo ypeligroso.

—¿Qué quieres decir?—Nada. Ya te lo diré después.—¡Ahora!—No.—¿Y por que no?—Por dos razones —repuso pacientemente Ginelli—. En primer lugar,

porque puedes pedirme que no vuelva. Y en segundo lugar, porque no he estadotan cansado en los últimos doce años. Me iré al dormitorio y dormiré duranteunas ocho horas. Luego me levantaré y comeré por lo menos un kilo y medio de

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la mejor comida que pueda encontrar. Después volveré y seguiré metiendomiedo.

Ginelli parecía en realidad cansado y casi ojeroso.Excepto sus ojos —pensó Billy—. Sus ojos siguen danzando y bailoteando

como un par de ruedas fluorescentes de fuegos artificiales de carnaval.—¿Y si suponemos que te pido que no vuelvas? —le preguntó en voz baja

Billy —. ¿Lo harías, Richard?Richard lo miró durante un largo y pensativo momento y a continuación

facilitó a Billy una respuesta que había sabido que le daría desde que viera porprimera vez aquella loca lucecita en los ojos de Ginelli.

—Ahora ya no puedo —le dijo calmadamente Ginelli—. Estás enfermo,William. Es algo que está en todo tu cuerpo. Ya no puedes confiar en saber dónderadican tus mejores intereses.

En otras palabras, te has encargado de tus propios documentos deinternamiento por mí.

Billy abrió la boca para expresar este pensamiento en voz alta y luego lacerró de nuevo. Porque Ginelli no creía en lo que decía, sino que sólo lomanifestaba para que pareciese algo cuerdo.

—Y también porque se trata de algo personal, ¿verdad? —le preguntó al finBilly.

—Sí —replicó Ginelli—. Ahora es algo personal.Se fue al dormitorio, se quitó la camisa y los pantalones y se tumbó. Y estaba

ya dormido sin abrir la cama cinco minutos después.Billy llenó un vaso de agua, se engulló una tableta y bebió el resto del agua de

pie en el umbral. Sus ojos se desplazaron desde Ginelli a los pantalones arrugadosencima de una silla. Ginelli había llegado con sus pantalones de algodónimpecables pero, de alguna forma, en los últimos dos días se había conseguidounos vaqueros. Indudablemente, estarían en ellos las llaves del Nova estacionadodelante. Billy podría quitárselas y marcharse con el automóvil…, excepto quesabía que no lo haría, y el hecho de que estaría firmando su sentencia de muerteen caso de hacerlo parecía, en realidad, algo secundario. La cosa más importanteera ahora permanecer dónde y cómo acabase todo aquello.

Entre tanto, mientras Ginelli seguía durmiendo profundamente en la otrahabitación, Billy tuvo otro episodio de arritmia. Poco después, se adormeció ytuvo un sueño. Fue breve y por completo mundano, pero le llenó de una raramezcla de terror y odioso placer. En su sueño, él y Heidi estaban sentados en elrincón de los desayunos de la casa de Fairview. Entre ambos había un pastel. Sumujer cortó un gran trozo y se lo pasó a Billy. Era un pastel de manzana.

—Esto te engordará —le dijo.

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—No quiero estar gordo —replicó—. He decidido que me gusta estardelgado. Cómetelo tú.

Le dio a ella el trozo de pastel, extendiendo a través de la mesa un brazo nomás grueso que un hueso. Ella lo tomó. Observó cómo se lo comía hasta el últimotrozo, y con cada bocado que tomaba, sus sentimientos de terror y sucia alegríano hicieron más que aumentar.

Otro acceso de leve arritmia le despertó bruscamente del sueño. Se quedósentado allí durante un momento, jadeando, aguardando que su corazón secalmase hasta su ritmo apropiado y, llegado el momento, así fue. Se apoderó deél la sensación de que había tenido algo más que un sueño, que en realidad habíaexperimentado una visión profética de alguna clase. Pero a menudo unasensación así suele acompañar a los sueños vividos y, a medida que se desvaneceel sueño, también lo hace la sensación. Y fue esto lo que le sucedió a BillyHalleck, aunque no mucho después tendría razones para recordar aquel sueño.

Ginelli se levantó a las seis de la tarde, se duchó, se puso los jeans y un suéteroscuro con cuello alto.

—Muy bien —dijo—. Te veré mañana por la mañana, Billy. Entonceshablaremos.

Billy le preguntó de nuevo qué iba a hacer, qué había sucedido hasta entoncesy, una vez más, Ginelli se negó a contárselo.

—Mañana —repuso—. Entretanto, le daré a ella tu amor.—¿A quién le darás mi amor?Ginelli sonrió.—A la encantadora Gina. A la puta que disparó la bola que te atravesó la

mano.—Déjala en paz —replicó Billy.Cuando pensaba en aquellos oscuros ojos, le parecía imposible decir algo

más, sin importarle lo que le había hecho.—Nadie resultará lastimado —reiteró Ginelli.Y se fue. Billy escuchó cómo el Nova se ponía en marcha, oyó el tosco ruido

de su motor, aquella tosquedad que se suavizaría cuando alcanzase más de cienkilómetros por hora, cómo retrocedía para salir del espacio del estacionamiento.

Y reflexionó que aquel « Nadie resultará lastimado» no era lo mismo queconvenir en dejar tranquila a la muchacha. En absoluto.

Esta vez Ginelli no regresó hasta mediodía. Presentaba un profundo corte en lafrente y a lo largo de su brazo derecho, allí donde la manga del suéter de cuelloalto colgaba en dos trozos.

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—Has perdido un poco más de peso —le dijo a Billy—. ¿Comes?—Lo intento —repuso Billy—, pero la ansiedad no es muy buena para el

apetito. Y tú parece que has perdido algo de sangre.—Un poco… Pero estoy bien.—¿Me dirás ahora qué diablos estás haciendo?—Sí. Te lo contaré todo en cuanto salga de la ducha y me vende un poco. Te

verás con él esta noche, Billy. Eso es lo importante. Tienes que mentalizarte alrespecto.

Una punzada mezcla de miedo y excitación le golpeó en el vientre, como sise tratase de un casco de vidrio.

—¿A él? ¿A Lemke?—A él —convino Ginelli—. Y ahora, déjame ducharme, William. No debo

de ser tan joven como creía… Toda esta excitación me hace arrastrar demasiadoel trasero —explicó mientras andaba—. Y pide un poco de café. Montones decafé. Dile al tipo que lo deje afuera de la puerta y que deslice la nota por debajopara que la firmes.

Billy lo miró alejarse, con la boca abierta. Luego, cuando oyó quecomenzaba a correr la ducha, cerró la boca bruscamente y se dirigió al teléfonopara encargar el café.

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Capítulo XXIIEl relato de Ginelli

Al principio habló como en ráfagas rápidas, luego se quedó silencioso por unmomento, como para calcular lo que vendría a continuación. La energía deGinelli parecía realmente en baja forma por primera vez desde que regresara alBar Harbor Motor Inn el lunes por la tarde. No estaba muy maltrecho —susheridas eran apenas unos profundos arañazos—, pero Billy opinaba que sehallaba conmocionado en extremo.

De todos modos, llegado el momento aquel brillo de locura relumbró denuevo en sus ojos, al principio aumentando y disminuyendo la luminosidad comolos anuncios de neón cuando se conectan al anochecer, y luego brillando y a deun modo continuo. Sacó una botella del bolsillo interior de su chaqueta y se echóun chorro de Chivas en el café. Ofreció la botella a Billy. Éste la rehusó, puesignoraba el efecto que el alcohol podría tener sobre su corazón.

Ginelli se enderezó, se apartó el pelo de la frente y empezó a hablar a un ritmomás normal.

A las tres de la mañana del martes, Ginelli había estacionado en una carreteraarbolada que derivaba de la 37-A, cerca del campamento de los gitanos. Seentretuvo un rato con los bistecs y luego volvió a la autopista con la bolsa de lacompra. Nubes altas se deslizaban como lanzaderas a través de una media luna.Aguardó a que se despejase y entonces aprovechó el momento, para localizar elcírculo de vehículos. Cruzó la carretera y comenzó a andar campo a través enaquella dirección.

—Soy un chico de ciudad, pero mi sentido de la orientación no es tan malocomo debería ser —manifestó—. Puedo fiarme más o menos de él. Y no queríallegar como tú lo hiciste. William.

Cortó a través de un par de campos y unos bosquecillos; chapoteó por unlugar pantanoso que olía, según dijo, como veinte kilos de mierda en una bolsa dediez kilos. También se enganchó la parte posterior de los pantalones en una viejaalambrada de púas que era totalmente invisible en la oscuridad sin luna.

—Si esto es la vida del campo, William, que se la queden los campesinos…No se imaginaba que tendría problemas con los sabuesos del campamento;

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Billy era un caso aparte. No se preocuparon de hacer el menor ruido hasta que élentró realmente en el círculo del fuego del campamento, aunque, seguramente,debieron captar su olor ya mucho tiempo antes.

—Uno espera que los gitanos tengan mejores perros guardianes —comentóBilly—. Por lo menos ésa es la imagen.

—Sí… —repuso Ginelli—. La gente puede encontrar toda clase de razonespara expulsar a los gitanos sin que éstos les den ninguna más.

—¿Como perros que ladran durante toda la noche?—Una cosa así. Eres la mar de listo, William, y la gente empezará a pensar

que eres italiano…De todos modos, Ginelli no pasó nada por alto: avanzó lentamente a lo largo

de la parte posterior de los vehículos detenidos, sorteando las camionetas y casasrodantes donde la gente podría estar durmiendo, y mirando sólo en los coches yen las rurales. Vio lo que deseaba tras inspeccionar sólo dos o tres vehículos: unachaqueta de traje arrugada en el asiento de un break Pontiac.

—El coche no estaba cerrado —contó—. La chaqueta no era una malaprenda, pero olía como si llevara una comadreja muerta en cada bolsillo. Vi unpar de zapatillas deportivas en el suelo de la parte trasera. Me quedaban un pocoestrechas, pero de todos modos me las encajé. Dos coches más allá encontré unsombrero que parecía un resto de un transplante de riñón y me lo puse.

Debía oler como uno de los gitanos, explicó Ginelli, no era suficiente garantíacontra un montón de perros mestizos que no valían para nada y que dormíanjunto a las ascuas del fuego de campamento. Era otro montón de perros lo que leinteresaba. Los perros valiosos. Los pit-bulls.

A tres cuartas partes del camino en torno del círculo, localizo una casarodante con una pequeña ventanilla trasera que había sido cerrada con alambreen vez de cristal. Husmeó por allí y no vio nada: la parte posterior estabacompletamente vacía.

—Pero olía a perro, William —explicó Ginelli—. Por lo tanto miré por otrositio y me arriesgué a lanzar un destello con el bolígrafo-linterna que llevaba. Lahierba aparecía hollada en una senda que se alejaba de la parte trasera delvehículo. Uno no tenía que ser Daniel Boone para verlo. Habían sacado a losjodidos perros de la perrera rodante y los habían llevado a algún sitio para que losperros guardianes locales o los seres humanos no los encontraran, si alguienhablaba de más. Pero dejaron una senda que un muchacho de ciudad captaríacon sólo un rápido rayo de su linterna. Estúpidos. Entonces empecé a creer queempezaríamos a ponerles las cosas difíciles.

Ginelli siguió la senda por una loma hasta alcanzar otra pequeña zonaboscosa.

—Perdí la senda —manifestó—. Simplemente, me quedé allí de pie duranteuno o dos minutos preguntándome qué hacer a continuación. Y entonces lo oí,

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William, lo oí alto y claro. A veces los dioses te dan una oportunidad.—¿Qué oíste?—Un perro tirándose un pedo —explicó Ginelli—. Bueno y malo… Sonaba

como alguien que tocase una trompeta con sordina.A menos de siete metros dentro del bosque encontró un tosco corral en un

claro. No era más que un círculo de gruesas ramas hincadas en el suelo y luegoenlazadas con alambre de púas. Dentro había siete pit-bulls. Cinco dormían. Losotros dos miraban atontados a Ginelli.

Parecían alelados porque estaban drogados.—Pensé que estaban colocados, aunque no era seguro contar con ello. Una

vez que se entrenan perros para que peleen, se convierten en una auténticamolestia; lucharán unos con otros y arruinarán tus inversiones a menos quetengas cuidado. O los metes en jaulas separadas o los drogas. La droga es másbarata y más fácil de ocultar. Asimismo, aunque consigas esconder a tus perrosantes de que las autoridades locales hagan una ronda de inspección, explicar unadocena o más de jaulas vacías a uno de la perrera es un problema. ¿Qué vas aexplicar, que guardabas una pandilla de conejos y que has decidido dejarlesescapar? Y, francamente, un trabajo tan chapucero como ese corral para perrosno hubiera servido para contenerles. Si mordisquearan los traseros a losvigilantes, éstos se habrían largado, aunque eso significase tener que dejar lamitad de sus pantalones colgando del alambre de púas.

Sólo los dejaban sobrios cuando las apuestas estaban lo suficientementepreparadas como para justificar el riesgo. Primero la droga, luego el espectáculoy a continuación más droga.

Ginelli se echó a reír.—¿Lo ves? Los pit-bulls son como unos jodidos artistas roqueros. Se gastan

con rapidez, pero mientras estés en la cumbre, puedes encontrar más pit-bulls.No tenían la menor vigilancia.

Ginelli abrió su bolsa de compra y sacó los bistecs. Tras estacionar el cocheen la carretera arbolada, los había sacado de su envoltura e inyectado unajeringuilla con lo que llamaba Cóctel Ginelli Pit-bull en cada uno: una mezcla deheroína marrón, mexicana, y estricnina. Luego los hizo ondear en el aire yobservó a los soñolientos perros volver lentamente a la vida. Uno de ellos profirióun sordo ladrido que parecía más bien el ronquido de un hombre con seriosproblemas nasales.

—A callarse o no hay cena —les dijo Ginelli suavemente.El perro que había ladrado se sentó. Inmediatamente comenzó a dar vueltas y

se puso de nuevo a dormir.Ginelli tiró uno de los bistecs al recinto. Un segundo. Un tercero. Y el último.

Los perros se pelearon entre sí de forma apática. Se produjo algún ladrido, peroen el mismo tono pastoso y como ronquidos, y Ginelli sintió que podía prescindir

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de ellos. Además, nadie que llegase del campamento para echar un vistazo a laimprovisada perrera llevaría linterna, y él tendría tiempo suficiente paradesaparecer en el bosque. Pero nadie se presentó.

Billy escuchó con horrorizada fascinación mientras Ginelli le explicócalmosamente cómo se había sentado cerca, fumando un Camel y observandomorir a los pit-bulls. La may oría lo habían hecho muy silenciosamente informó(¿había el menor matiz de pena en su voz?, se preguntó incómodo Billy ),probablemente a causa de la droga con que y a les habían alimentado. Dostuvieron unas suaves convulsiones. Aquello fue todo. En realidad, en opinión deGinelli, los perros no lo habían pasado tan mal, puesto que los gitanos planeabanpara ellos cosas peores. Todo concluy ó en menos de una hora.

Cuando estuvo seguro de que se hallaban todos muertos o por lo menosprofundamente inconscientes, sacó un billete de dólar de su cartera y una plumadel bolsillo de su chaqueta. En el billete de dólar escribió:

LA PRÓXIMA VEZ PUEDEN SER TUS NIETOS, VIEJO. WILLIAMHALLECK DICE QUE SE LOS LLEVARÁ POR DELANTE.

Los pit-bull llevaban unos trozos de tela por collar, y Ginelli metió el billetedebajo de uno de ellos. Colgó la maloliente chaqueta en uno de los postes delcorral y puso el sombrero encima. Se había quitado las zapatillas y se sacó suspropios zapatos de los bolsillos, se los enfundó y se fue.

Al volver, prosiguió, se perdió durante un rato y se cayó de cabeza en aquellugar pantanoso y maloliente. Pero al fin, vio las luces de unas granjas y así pudoorientarse. Volvió a la autopista, encontró la carretera arbolada, subió a su cochee inició el regreso hacia Bar Harbor.

Estaba a mitad de camino, explicó, cuando el coche empezó a parecerle mal.No podía arreglarlo ni tampoco aclarar más su impresión: simplemente y a no leparecía bien. No era que tuviese un aspecto diferente ni que oliese de mododistinto, sino simplemente que no estaba bien. Había tenido muchas sensacionesasí antes y, la may oría de las veces no significaron nada en absoluto. Pero un parde ellas…

—Decidí abandonarlo en la banquina —prosiguió Ginelli—. No quería correrel menor peligro, y que alguien que tuviera insomnio y diese una vuelta por allí,lo viera. No quería que ellos averiguaran que lo conducía y o, porque podríandesperdigarse, buscarme y encontrarme. Y encontrarte a ti. ¿Comprendes? Teníaque tomármelos en serio. Velar por ti, William, tuve que hacerlo.

Por lo tanto, estacionó el coche en otra carretera secundaria desierta,quitando la tapa del distribuidor y luego anduvo los cinco kilómetros de regreso ala ciudad. Cuando llegó, estaba amaneciendo. Tras dejar a Billy en sus nuevoscuarteles del Northeast Harbor, Ginelli había vuelto a Bar Harbor en taxi, y ledijo al conductor que fuese despacio porque buscaba algo.

—¿De qué se trata? —le preguntó el taxista—. Tal vez pueda ay udarle.

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—No falta nada —replicó Ginelli—. Lo sabré cuando lo vea.Y así fue. A unos tres kilómetros de Northeast Harbor, vio un Nova con un

letrero de « En venta» en el parabrisas, situado junto a una casita de campo. Locomprobó, para estar seguro de que el propietario estaba en la casa, pagó altaxista y sobre la marcha llegó a un acuerdo en metálico. Por un billete extra deveinte dólares, el propietario —un tipo joven, explicó Ginelli, que parecía tenermás piojos que pelos en la cabeza—, convino en dejarle sus matrículas de Mainepara el Nova, aceptando la promesa de Ginelli de devolvérselas en menos de unasemana.

—Incluso lo haré, como es natural —repuso Ginelli, pensativo—. Si es queseguimos vivos, claro está.

Billy le miró reprobadoramente, pero Ginelli se limitó a continuar su relato.Había vuelto con el coche a Bar Harbor, esquivando la ciudad en sí y

dirigiéndose por la 37-A hacia el campamento gitano. Se detuvo a distanciasuficiente para llamar a alguien de quien dijo a Billy que era « un socio en elnegocio» . Le dijo al « socio en el negocio» que se encontrase en cierto quioscocon teléfono público en el centro de la ciudad de Nueva York a las doce y media;se trataba de un quiosco que Ginelli empleaba a menudo; y que gracias a susinfluencias era uno de los pocos en Nueva York que casi nunca estaba estropeado.Se dirigió al campamento en coche, vio señales de actividad, dio la vuelta en lacarretera y emprendió el regreso. Habían trazado una carretera provisional através del henar desde la 37-A hasta el campamento, y allí había un coche que sedirigía a la 37-A.

—Un Porsche turbo —explicó Ginelli—. Un juguete de niños ricos. Unacalcomanía en el cristal trasero decía Universidad Brown. Delante iban dosmuchachos y tres más detrás. Paré el coche y le pregunté al chico que conducíasi había gitanos por allí como me habían informado. Me respondió que sí, peroque si quería que me echasen la buenaventura no estaba de suerte. Los chicoshabían ido allí para que se la dijesen, pero sólo consiguieron que los echasen concajas destempladas. Estaban por partir. Después del asunto de los pit-bulls aquellono me sorprendió. Hizo una pausa y prosiguió.

—Regresé a Bar Harbor y paré en una estación de servicio; ese Nova setraga la nafta de forma increíble, William, pero puede dar también unrendimiento bárbaro. También tomé una coca-cola y unos sándwiches, porquepara entonces empezaba a encontrarme un poco fuera de forma.

Ginelli llamó a « su socio en el negocio» y dispusieron encontrarse en el bardel aeropuerto de Bar Harbor aquella tarde a las cinco en punto. Luego regresóen coche a Bar Harbor. Dejó el Nova en un estacionamiento público y anduvo unrato por la ciudad, buscando al hombre.

—¿A qué hombre? —preguntó Billy.—Al hombre —repitió pacientemente Ginelli, como si le hablase a un idiota

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—. Ese tipo, William, es alguien a quien siempre reconoces en cuanto le ves. Separece a los demás tipos veraneantes, como el que te recogería en auto stop en elcacharro de su padre o dejaría caer diez gramos de buena cocaína, o decidiríaque ya tiene bastante de Bar Harbor e irse a Aspen para la Summerfest en suTrans Am. Pero no igual que los demás, y existen dos maneras rápidas deaveriguarlo. La primera consiste en mirarle los zapatos. Los zapatos de ese tiposon muy malos. Brillan, pero no son de calidad. No tienen clase, y se puede decirpor la manera de andar que le hacen daño en los pies. Luego le miras a los ojos.Esto es la cosa importante número dos. Esos tipos dan la impresión que no llevannunca gafas de sol Ferrari, y siempre les ves los ojos. Es como si algunos tiposanunciasen que hacen algunos trabajos y luego lo confesaran a los policías. Susojos dicen: « ¿De dónde llegará la próxima comida? ¿De dónde procederá elpróximo enganche? ¿Dónde está el tipo con el que deseaba conectarme cuandollegué aquí?» ¿Me sigues?

—Sí, creo que sí.—En la mayoría de ellos sus ojos dicen « ¿Cómo lo hago?» ¿Cómo te dijo el

viejo que llamaban en Old Orchard a los vendedores de droga y a los artistas queganan el dinero con facilidad?

—Los de negocio ambulante —replicó Billy.—Sí —se iluminó Ginelli. La luz de sus ojos bailoteó—. Eso es, muy bien… El

hombre al que buscaba era uno de primera clase en eso del negocio ambulante.Esos tipos en las ciudades estacionales flotan por ahí como putas en busca declientes fijos. Raramente les interesan las cosas importantes, se mueven todo eltiempo y son muy listos, excepción hecha de sus zapatos. Llevan camisas J.Presd y chaquetas deportivas Paul Stuart y vaqueros diseñados…, pero luego lesmiras a los pies y sus jodidos mocasines dicen « diecinueve con noventa ycinco» . Sus mocasines dicen: « Puedo hacerlo, puedo hacer un trabajo para ti» .Con las putas son las blusas. Siempre blusas de rayón. Tienes que entrenarlaspara que no las lleven. Pero, finalmente, vi al hombre, ¿sabes? Así que me gustóy me enzarcé con él en una conversación. Nos sentamos en un banco cerca de labiblioteca pública, un bonito lugar, y lo elaboramos todo. Tuve que pagar un pocomás porque, y a sabes, no tenía tiempo, nada de delicadezas con él, pero estaba losuficientemente hambriento y pensé que podría ser de fiar. Un botín a cortoplazo. Para esos tipos un botín a la larga no existe. Creen que un botín a la larga esel lugar por donde anduvieron para conseguir una nota mediana en historiaamericana o en álgebra.

—¿Cuánto le pagaste?Ginelli hizo un ademán con la mano.—Te estoy costando mucho dinero —le dijo Billy.De forma inconsciente había caído en el mismo ritmo de charla de Ginelli.—Eres un amigo —replicó Ginelli, un poco conmovido—. Ya lo arreglaremos

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después, pero sólo si lo deseas. De momento, me divierto. Esto se estáconvirtiendo en un raro rodeo, William. « Cómo pasé mis vacaciones» , si es quealguna vez le das vueltas al respecto. ¿Cómo puedo decirlo? Se me está secandola boca y he hecho un largo camino, y aún tenemos ante nosotros muchísimascosas.

—Sigue…El tipo elegido por Ginelli era Frank Spurton. Explicó que era un estudiante no-

licenciado, de la Universidad de Colorado, de vacaciones, pero a Ginelli le habíaparecido que tenía unos veinticinco años, un poco viejo para ser estudiante. Peroaquello no importaba. Ginelli quería que fuese a la carretera del bosque dondehabía dejado el Ford de alquiler y luego siguiese a los gitanos cuando semarchasen. Spurton debía llamar al Motor Inn de Bar Harbor cuando estuvieseseguro de que habían encendido el fuego para pasar la noche. No creía quefuesen demasiado lejos. El nombre por el que debía pedir Spurton cuandotelefonease al motel era el de John Tree. Spurton lo anotó. El dinero cambió demanos: el sesenta por ciento del total prometido. Las llaves de contacto y la tapadel distribuidor del Ford cambiaron asimismo de manos. Ginelli preguntó aSpurton si sabría dejar arreglado el distribuidor, y Spurton, con sonrisa de ladrónde coches, le había dicho que creía poder arreglárselas.

—¿Le acompañaste hasta allí? —le preguntó Billy.—Me parece que por el dinero que le pagaba, bien podría hacer un poco de

auto stop.Ginelli volvió en coche al Motor Inn de Bar Harbor, y se inscribió bajo el

nombre de John Tree. Aunque eran sólo las dos de la tarde, consiguió la últimahabitación disponible para pasar la noche: el recepcionista le tendió la llave con elaire de alguien que concede un gran favor. La estación veraniega se encontrabaen su momento de temporada alta. Ginelli se fue al cuarto, colocó el despertadorencima de la mesa de noche, señalando las cuatro y media, y se adormecióhasta que sonó. Luego se levantó y se dirigió al aeropuerto.

A las cinco y diez, un pequeño avión privado —tal vez el mismo quetransportara a Fander desde Connecticut— aterrizó. El « socio en el negocio»bajó del avión, las maletas, una grande y tres pequeñas, fueron sacadas de labodega del aparato. Ginelli y el « socio en el negocio» cargaron el bulto mayoren el asiento trasero del Nova y los pequeños en el baúl. Luego el « socio en elnegocio» regresó al avión. Ginelli no aguardó a verle despegar, sino que volvió almotel, donde durmió hasta las ocho, cuando el teléfono le despertó.

Era Frank Spurton. Le llamaba desde una gasolinera Texaco en la ciudad deBankerton, unos setenta kilómetros al oeste de Bar Harbor. A eso de las siete,según explicó Spurton, la caravana de gitanos había entrado en un campo en lasafueras de la ciudad: al parecer, todo se había dispuesto por adelantado.

—Probablemente Starbird —comentó Billy—. Es su representante.

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Spurton parecía intranquilo… nervioso.—Creí que le habían localizado —explicó Ginelli—. Había haraganeado en el

viaje de vuelta, y eso fue un error. Alguno de ellos dio la vuelta por nafta o algoasí. No los había visto. Iba a unos setenta kilómetros, o cosa así, conduciendoperezosamente, y de repente dos de los viejos breaks y una camioneta VW lehabían adelantado armando mucho alboroto. Fue la primera vez que se diocuenta de que se encontraba de pronto en el medio de la hilera del tren en vez dedetrás. Miró por la ventanilla lateral mientras la camioneta le pasaba, y vio alviejo tipo sin nariz en el asiento del pasajero, mirándole y moviendo los dedoshacia él…, no como si le saludara, sino como si le lanzara un conjuro. No estoyañadiendo nada a las palabras del fulano, William, sino que es, simplemente, loque me contó por teléfono. « Moviendo los dedos como si lanzase un conjuro» .

—Dios —musitó Billy.—¿Quieres un chorrito en el café?—No…, sí…Ginelli dejó caer un chorro de Chivas en la taza de Billy, y prosiguió. Le

preguntó si la camioneta tenía un dibujo a un lado. Así era. La chica y elunicornio.

—Dios —repitió Billy—. ¿Crees realmente que reconocieron el coche? ¿Quehabían dado una vuelta por allí después de encontrar los perros y que lo vieron enla carretera donde lo dejaste?

—Sé que lo hicieron —respondió sonriente Ginelli—. Me facilitó el nombrede la carretera por donde iban, la Finson Road, y el número de la carreteraestatal por la que habían girado desde allí. Luego me pidió que le dejase el restodel dinero en un sobre a su nombre, en la caja de seguridad del motel. « Estoycagado de miedo» , me dijo. Y no le culpo demasiado.

Ginelli se fue del hotel en el Nova a las ocho y cuarto. Pasó el letrerodivisorio entre Bucksport y Bankerton a las nueve y media. Diez minutos despuésllegó a una estación de servicio Texaco, que cerraba por la noche. Había unmontón de coches aparcados en una zona polvorienta, algunos esperando unareparación y otros en venta. En el extremo de la hilera vio el Ford de alquiler.Salió a la carretera, dio la vuelta y regresó en dirección opuesta.

—Hice eso dos veces más —explicó—. No quise tener los mismospresentimientos de antes —prosiguió—, por lo que recorrí un trozo de carretera yestacioné en la banquina. Entonces fue cuando volví.

—¿Y…?—Spurton estaba en el coche —continuó Ginelli—. Detrás del volante.

Muerto. Con un agujero en la frente, exactamente encima del ojo derecho. Sinmucha sangre. Pudo tratarse de un 45, pero no lo creo. No había sangre en elasiento de al lado. Quienquiera que lo matase, no debió estar muy cerca. Unabala de un 45 hubiese dejado un agujero detrás del tamaño de una lata de sopa.

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Creo que alguien le disparó una bolilla de coj inete con una honda, exactamentecomo la chica que disparó contra ti. Tal vez fuese ella misma quien lo hizo…

Ginelli hizo una pausa, mientras pensaba en aquello. —En el regazo tenía unagallina muerta. Degollada. Había una palabra escrita con sangre en la frente deSpurton. Con sangre de gallina, supongo, pero no tuve lo que se dice tiempo paraconseguir un análisis completo de laboratorio, si es eso lo que piensas…

—¿Qué palabra? —preguntó Billy, pero la sabía antes de que la pronunciaseGinelli.

—« NUNCA» .—Dios… —exclamó Billy, y alargó la mano hacia el café con licor.Se llevó la taza a la boca, pero luego volvió a dejarla en la mesa. Si se bebía

algo de aquello, lo vomitaría automáticamente. Y no podía permitirse vomitar.Con los ojos de la mente vio a Spurton sentado detrás del volante del Ford, con lacabeza inclinada hacia atrás, y un oscuro agujero encima de un ojo, y unrevoltijo de plumas blancas en el regazo. Esta visión fue lo bastante clara paraver incluso el pico amarillento del ave, abierto a medias, los vidriosos ojos…

El mundo empezó a adoptar tonos grises…, se escuchó un ruido sordo y notóun sombrío calor en la mejilla. Abrió los ojos y vio a Ginelli que volvía a sentarseen su silla.

—Lo siento, William, pero es como lo que dice ese anuncio para después delafeitado… Lo necesitabas… Creo que te estás echando la culpa por lo de ese tipoSpurton, y quiero que te lo quites de la cabeza, ¿me oyes?

El tono de Ginelli era suave, pero sus ojos parecían encolerizados.—Debes dejar de dar vueltas a las cosas, como esos jueces de corazón

sangrante que quieren echar la culpa de todo al presidente de los Estados Unidos,porque algún drogado ha apuñalado a una vieja y le ha robado su cheque de laSeguridad social. Pero ese botarate de drogadicto que lo hizo se encuentra ahoramismo de pie delante de él, y esperando una suspensión de sentencia, para podersalir y hacerlo de nuevo.

—¡Todo esto no tiene sentido! —comenzó Billy, pero Ginelli le hizo callar.—¡Carajo, sí lo tiene! —le dijo—. Tú no has matado a Spurton, William.

Algún gitano lo hizo, y fuera quien fuese, ese viejo está encima de todo el asunto,y los dos lo sabemos. Nadie retorció tampoco el brazo de Spurton. Estabahaciendo un trabajo por dinero, eso es todo. Un trabajo sencillo… Pero fuedemasiado lejos y le ajustaron las cuentas. Y ahora, dime, William… ¿Quieresdejar correr las cosas o no?

Billy suspiró pesadamente. Su mejilla aún le transmitía un calorcillo en ellugar en que Ginelli le había abofeteado.

—Sí —replicó—, aún quiero seguir adelante.—Muy bien, pues vayamos al grano.—Bien…

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Dejó hablar a Ginelli ininterrumpidamente, hasta el final de su relato. Enverdad, estaba demasiado asombrado como para pensar siquiera eninterrumpirle.

Ginelli anduvo hasta detrás de la estación de servicio y se sentó en un montón deneumáticos viejos. Quería serenar su mente, dijo, y por lo tanto se quedó allísentado durante los siguientes veinte minutos, más o menos, alzando la vista haciael cielo nocturno —el último resplandor de la luz solar se había extinguido haciael oeste—, y lograr unos pensamientos serenos. Cuando creyó que tenía la menteen orden, volvió al Nova. Dio la vuelta a la gasolinera Texaco sin encender lasluces. Luego sacó el cadáver de Spurton del Ford de alquiler y lo introdujo en elbaúl del Nova.

—Quizá querían dejarme un mensaje, o tal vez pretendían que me echaran amí la culpa cuando el encargado de la estación encontrase un fiambre en elcoche, con mi nombre en la documentación del alquiler metida en la guantera.Pero eso era estúpido, William, porque si al tipo le habían disparado con unabolilla de coj inete en vez de una bala de pistola, los policías dejarían prontotranquila mi dirección y se volverían contra ellos: la chica hace un número enque dispara con la honda a unos blancos…

» En otras circunstancias, me gustaría ver a las personas tras las que voy,metiéndose en una situación así, pero se trata de una situación divertida, y es algoque debemos resolver por nosotros mismos. Al mismo tiempo esperaba que asílos policías hablarían con los gitanos sobre algo por completo distinto, si las cosasse producían como yo esperaba, pero lo de Spurton lo complicaría todo. Por lotanto me llevé el cadáver. Gracias a Dios, la estación de servicio en la que meencontraba era muy solitaria y estaba en una carretera rural, pues en casocontrario, no hubiera podido hacerlo.

Con el cuerpo de Spurton en el baúl, curvado entre el pequeño trío de cajasque el « asociado en el negocio» había entregado aquella tarde, Ginelli siguióconduciendo. Encontró la Finson Road a menos de un kilómetro de distancia. Enla carretera 37-A, una buena carretera secundaria que llevaba al oeste hacia BarHarbor, los gitanos se habían instalado abiertamente para dedicarse al negocio.La Finson Road en cambio —sin pavimentar, llena de baches y con hierbacrecida— mostraba claramente un propósito diferente. Se habían escondido.

—Aquello ponía las cosas un poco más difíciles, exactamente como tener quearreglar lo que había sucedido en la estación de servicio, pero en cierto modo,estaba totalmente encantado, William. Quería asustarles, y se estabancomportando como personas asustadas de verdad. Y una vez que la genteempieza a asustarse, resulta cada vez más y más fácil que continúe asustada.

Ginelli apagó los faros del Nova y condujo medio kilómetro por la Finson

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Road. Vio un desvío que llevaba a una cantera de grava abandonada.—No hubiera sido más perfecto de haberlo encargado —musitó.Abrió el baúl, sacó el cuerpo de Spurton y empezó a taparlo con grava. Una

vez enterrado el cadáver, regresó al Nova tomó dos anfetaminas más y luegoabrió el paquete grande, que había en el asiento. En la caja aparecía el letrero de« WORLD BOOK ENCYCLOPEDIA» . En su interior había un fusil de asaltoKalashnikov AK-47 y cuatro cargadores de munición, una navaja automática, unbolso femenino de noche, lleno de perdigones de plomo, un rollo de cintaadhesiva Scotch y un frasco con negro de humo.

Ginelli se ennegreció la cara y las manos y luego se pegó con esparadrapo lanavaja a la parte más carnosa de su pantorrilla. Se metió el rollo de cinta en elbolsillo y se alejó.

—Dejé la zapa —comentó—. Ya estaba harto de sentirme un superhéroesalido de un jodido libro de comics.

Spurton dijo que los gitanos se encontraban acampados a tres kilómetros dedistancia de la carretera. Ginelli se dirigió a los bosques y siguió la carretera enaquella dirección. No quería perder de vista la carretera, comentó, porque teníamiedo a perderse.

—Iba muy despacio —prosiguió—. Tuve cuidado con lo palos y las ramas.Confiaba en no tropezar con alguna maldita hiedra venenosa. Soy muysusceptible al veneno de hiedra.

Tras pasar dos horas forcejeando entre la maleza que crecía a lo largo dellado este de la Fison Road, Ginelli había visto una forma oscura en el pequeñodesnivel de la carretera. Al principio pensó que se trataba de una señal de tráficoo de algún tipo de poste. Un momento después se dio cuenta de que era unhombre.

—Estaba allí de pie, tan frío como un carnicero en una cámara frigorífica,pero creí que era por mí, William. Quiero decir que yo trataba de avanzar ensilencio, pero me he criado en la ciudad de Nueva York. No soy un jodidohiawatha, si sabes lo que quiero decir. Por lo tanto, me imaginé que pretendía nooírme para ponerme en un apuro. Y cuando lo hubiera conseguido, se volvería yempezaría a repartir cuchilladas. Pude haberle volado los sesos donde seencontraba, pero aquello hubiera despertado a todo el mundo en dos kilómetros ala redonda y, además, te había prometido que nadie resultaría herido.

» Por lo tanto, me quedé allí indefinidamente. Permanecí en aquel lugarquince minutos, pensando que si me movía tropezaría con alguna otra raíz y enese caso comenzaría la juerga. Luego se apartó del lado de la carretera hasta lacuneta para echar una meada, y no pude creer lo que veía. No sabía dóndehabría tomado lecciones aquel tipo respecto a los deberes de un centinela, peroestaba seguro de que no había sido en Fort Bragg. Llevaba una de aquellas viejasescopetas que no había visto en veinte años; lo que los corsos llaman un loup. Y

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tenía un par de auriculares tipo Walkman… Hubiera podido acercarme detrás deél, y gritar « ¡Viva Columbia!» , y ni siquiera se hubiera movido.

Ginelli se echó a reír.—Te diré una cosa… Apuesto lo que sea a que el viejo no sabía que el tipo

estaba bailando rock mientras se suponía que debía vigilarme.Cuando el centinela volvió a su antiguo lugar, Ginelli anduvo hacia él por su

espalda, sin hacer demasiados esfuerzos por ser silencioso. Se quitó el cinturónmientras caminaba. Algo avisó al centinela —algo que entrevió por el rabillo delojo— en el último momento. El último momento no es siempre demasiado tarde,pero éste sí lo fue. Ginelli deslizó el cinto en torno de su cuello y apretó confuerza. Se produjo una breve lucha. El joven gitano dejó caer la escopeta y seaferró al cinturón. Los auriculares se le deslizaron por las mejillas y Ginelli oyó alos Rolling Stones, que sonaban como perdidos entre las estrellas, cantando Undermy thumb.

El joven empezó a emitir ruidos gorgoteantes al asfixiarse. Sus esfuerzos sedebilitaron y luego cesaron por completo. Ginelli mantuvo la presión duranteotros veinte segundos y luego la aflojó (« No quería convertirlo en un idiota» ,explicó seriamente a Billy ), y lo arrastró colina arriba hasta los matorrales. Eraun hombre apuesto, bastante musculoso, de tal vez unos veintidós años, con jeans,botas y una camiseta con una foto estampada de Jim Morrison. Ginelli supuso,por la descripción de Billy, que se trataba de Samuel Lemke, y Billy estuvo deacuerdo. Ginelli encontró un árbol de buen tamaño y le ató a él con elesparadrapo.

—Parece estúpido decir eso de que atas a alguien con esparadrapo a un árbol,pero es lo que ocurre en el caso de que nunca te lo hayan hecho a ti. Te ponensuficiente de esa mierda a tu alrededor, y ya se puede olvidar el asunto. Elesparadrapo es algo fuerte. Debes permanecer allí hasta que venga alguien y telibere cortándolo. Es imposible romperlo y puedes estar condenadamente segurode que no te desatarás.

Ginelli cortó parte de los faldones de la camiseta de Lemke, le metió la telaen la boca y se la tapó con esparadrapo.

—Después volví por su casete y le coloqué de nuevo los auriculares en lacabeza. No quería que se aburriera demasiado cuando despertase.

Ginelli caminó ahora por el lado de la carretera. Él y Lemke eran de una tallasimilar, y estaba deseoso de arriesgarse a acercarse a otro centinela antes deverse atacado. Además, se estaba haciendo tarde y no había dormido más quebreves siestas en las últimas cuarenta y ocho horas.

—Si uno pierde demasiado sueño se encuentra atontado por completo —explicó—. Si juegas al Metrópoli, no pasa nada. Pero si estás haciendo frente aunos jodidos que disparan contra la gente y escriben palabras descorazonadorasen sus frentes con sangre de pollo, eres capaz de morirte. En realidad cometí un

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error. Tuve bastante suerte como para salir de aquello. A veces Dios perdona.El error consistió en no ver al segundo centinela hasta que se acercó a él. Y

aquello sucedió porque el segundo hombre estaba también en la sombra en vezde al borde de la carretera, como el de la camiseta de Jim Morrison.Afortunadamente para Ginelli, la razón no era el esconderse sino el estarcómodo.

—Éste no escuchaba una casete —explicó Ginelli—. Se encontrabaprofundamente dormido. Unos guardias bastante malos, pero es lo que cabeesperar de paisanos. Asimismo, se habían hecho a la idea de que ya me habíanasustado para mucho tiempo. Si crees que alguien te sigue los pasos de cerca, esote mantiene despierto, aunque te mueras por irte a dormir.

Ginelli se aproximó al dormido guardián, eligió un lugar en el cráneo delcentinela y luego le aplicó la culata del Kalashnikov en aquel lugar con bastantefuerza. Se produjo un ruido parecido al de una mano golpeando en una mesa decaoba. El guardián, que había estado apoy ado cómodamente contra un árbol,cayó sobre la hierba. Ginelli se inclinó y le buscó el pulso. Allí estaba, lento perofirme. Siguió adelante.

Cinco minutos después, llegaba a la cumbre de una baja colina.Desde allí se abría un campo en pendiente, hacia la izquierda. Ginelli pudo

ver el oscuro círculo de vehículos aparcados a unos doscientos metros de lacarretera. Esa noche no había fuego de campamento. Unas luces amortiguadasen algunas de las casas rodantes. Pero aquello era todo.

Ginelli se abrió paso colina abajo agazapado sobre el estómago y las rodillas,sujetando su fusil de asalto detrás de él. Encontró una roca que afloraba en elsuelo y que le permitió, a un tiempo, asentar la culata con firmeza y mirar por lacolina hacia el campamento.

—La luna estaba saliendo, pero yo no iba a esperar. Veía lo suficiente para loque tenía que hacer; en aquel momento no estaba a más de setenta y cincometros de ellos. Y tampoco tenía que hacer un trabajo muy exacto. De todosmodos, el Kalashnikov no sirve para eso. Es como querer quitarle a un tipo elapéndice con un serrucho. El Kalashnikov es bueno para asustar a la gente con él.Y los asusté, eso es… Estoy seguro de que se mearon en las sábanas. Pero no elviejo. Es la mar de fuerte, William.

Con el fusil automático firmemente sujeto, Ginelli respiró hondo y apuntó alneumático delantero de la camioneta del unicornio. Se oía el ruido de los grillos yel de un pequeño torrente que gorgoteaba muy cerca. Un pájaro cantó una vez alotro lado del campo sombrío. En medio de su segundo trino, Ginelli abrió fuego.

El estampido del Kalashnikov rompió la noche en dos. El fuego colgó en tornodel extremo del cañón en una corona mientras se agitaba el cargador: treintabalas de calibre 30, cada una de ellas casi del tamaño de un cigarrillo extra largo,cada una con la fuerza de más de cien gramos de pólvora.

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El neumático delantero de la furgoneta del unicornio no reventó sino queestalló. Ginelli hizo oscilar el arma bramante por toda la longitud de la camioneta,pero bajo.

—No conseguí ni un maldito agujero en la chapa —prosiguió—. Sólo hicetrizas el suelo por debajo. Ni siquiera me acerqué demasiado por el depósito denafta. ¿Has visto alguna vez explotar una furgoneta VW? Es como cuandoenciendes un petardo y pones una lata encima. Yo lo he visto una vez en laautopista de peaje de Nueva Jersey.

Estalló el neumático trasero de la furgoneta. Ginelli quitó el primer cargadory colocó otro. Abajo empezó un auténtico desparramo. Acá y allá gritabanvoces, algunas encolerizadas, la mayoría sólo asustadas. Una mujer chilló.

Algunos de ellos —Ginelli no tenía forma de saber cuántos— comenzaban atirarse por las portezuelas traseras de las caravanas, la may oría en pijama ocamisón, todos confusos y asustados, todos tratando de mirar en cincodirecciones distintas a la vez. Y entonces Ginelli vio a Taduz Lemke por primeravez. El viejo parecía casi cómico con su ondulante camisa de dormir. Mechonesde pelo se le escapaban por debajo del gorrito de dormir con borla. Se acercó ala parte delantera de la furgoneta del unicornio, lanzó un vistazo a los hundidos yretorcidos neumáticos y luego miró en línea recta hacia donde se hallabatumbado Ginelli. Éste dijo a Billy que no había nada cómico en su fulgurantemirada.

—Sabía que no podía verme —explicó—. La luna estaba ausente, me habíaembadurnado de hollín la cara y las manos, no era más que una sombra en aquelcampo. Pero… Creo que me vio, William, y se me heló el corazón.

Luego el viejo se volvió a los suyos, que empezaban a derivar en sudirección, aún balbuceando y moviendo las manos. Les gritó en caló y deslizó unbrazo por la caravana. Ginelli no pudo entender el idioma, pero el ademán resultóbastante claro:

Pónganse a cubierto, estúpidos.—Demasiado tarde, William —comentó Ginelli, pagado de sí mismo.Disparó la segunda descarga directamente al aire, por encima de sus cabezas.

Ahora chillaba un montón de gente, tanto hombres como mujeres. Algunos seecharon al suelo y empezaron a arrastrarse, la may oría con las cabezasinclinadas y los traseros ondeando al aire. El resto echó a correr, dispersándoseen todas direcciones, excepto por donde procedían los disparos.

Lemke permaneció allí, gritándoles, con mugidos de toro. Se le cay ó el gorrode dormir. Los corredores prosiguieron corriendo, los que se arrastraban,arrastrándose. Lemke debía gobernarles, por lo general, con mano de hierro,pero Ginelli había conseguido sembrar el pánico entre ellos.

El Pontiac break, del que había sacado la chaqueta y las zapatillas deportivasla noche anterior, se encontraba cerca de la furgoneta, Ginelli metió un tercer

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cargador en el AK-47 y abrió fuego otra vez.—Anoche no había nadie y por el olor supuse que esta noche tampoco habría

nadie. Maté aquel coche, William, me refiero a que aniquilé a aquel hijo de puta.Una AK-47 es un arma muy buena, William. La gente que sólo ha visto películasde guerra, cree que cuando se usa un arma automática o un fusil automático,puedes acabar con una nítida línea de agujeros, pero no es así. Es un desparramo,pero sucede de prisa. El parabrisas de aquel viejo cacharro estalló. El capó searrugó un poco. Luego las balas cayeron sobre él y lo partieron. Los farosvolaron. Los neumáticos estallaron. La parrilla se cayó. No pude ver el agua salirdel radiador, estaba demasiado oscuro para eso, pero cuando se acabó elcargador la oí con certeza. Cuando terminé el cargador, aquel hijo de perraparecía como si hubiesen disparado contra un muro. Y durante todo ese tiempo,mientras los cristales y cromados saltaban por los aires, aquel viejo no se movió.Sólo buscó el resplandor del cañón para enviar sus tropas contra mí, si era losuficientemente estúpido como para aguardar a que sus tropas se reunieran.Decidí largarme antes de que eso ocurriese.

Ginelli corrió hacia la carretera, agachado como un auténtico soldado de laSegunda Guerra Mundial bajo el fuego enemigo. Sólo una vez allí se irguió yempezó a correr. Pasó ante el centinela del perímetro interior, aquel con el queempleara la culata del arma, echando apenas un vistazo en su dirección. Perocuando llegó al lugar donde había recogido a « Mr Walkman» , se detuvo,conteniendo el aliento.

—Encontrarle no fue difícil, ni siquiera en la oscuridad —dijo Ginelli—. Pudeoír cómo los matorrales se movían y cruj ían. Cuando llegué un poco más cerca,le oí…

Lemke se había movido en parte en torno del árbol al que le había atado: peroel resultado neto de aquello fue encontrarse atado con más fuerza que antes. Losauriculares se le habían caído y ondeaban bajo su cuello colgando de sus cables.Cuando vio a Ginelli, cesó en sus forcejeos y se limitó a mirarle.

—Vi en sus ojos que creía que iba a matarle, y estaba muy jodido yabsolutamente aterrado —explicó Ginelli—. Aquello me pareció de perlas. Elviejo petimetre no estaba asustado, pero puedo decirte que el muchacho deseabaque nunca te hubiesen parido, William. Por desgracia, no podía hacerle sudar unpoco más; no había tiempo.

Se arrodilló al lado de Lemke y alzó el AK-47 para que pudiese ver de qué setrataba. Los ojos de Lemke mostraron que lo sabía condenadamente bien.

—No tengo demasiado tiempo, papanatas, pero escucha bien —le dijo Ginelli—. Dile al viejo que la próxima vez no dispararé alto o bajo, a cochesdesocupados. Dile que William Halleck pide que se lo quite. ¿Lo harás?

Lemke asintió todo lo que le permitió el esparadrapo. Ginelli se lo arrancó dela boca y le quitó el trozo de camisa que le había metido.

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—Van a estar muy atareados por aquí —le explicó Ginelli—. Grita y teencontrarán. Y recuerda el mensaje.

Se volvió para marcharse.—No lo comprendes —le dijo Lemke roncamente—. Nunca lo quitará. Es el

último de los grandes jefes magiares: tiene una piedra por corazón. Por favor,señor, lo recordaré, pero él nunca lo levantará.

En la carretera, una camioneta iba dando tumbos en dirección alcampamento cíngaro. Ginelli miró en aquella dirección y luego hacia Lemke.

—Se pueden aplastar las piedras —replicó—. Dile también eso.Ginelli se acercó de nuevo a la carretera, la cruzó y anduvo de prisa hacia la

cantera de grava. Pasó junto a él otra camioneta y luego tres coches, uno detrásde otro. Aquellas personas, comprensiblemente curiosas de saber quién habíaestado disparando un arma automática en su pequeña ciudad, en el corazón de lanoche, no presentaban un verdadero problema para Ginelli. El resplandor de losfaros que se acercaban le permitía el tiempo suficiente para ocultarse en elbosquecillo cada vez. Escuchó cómo se aproximaba una sirena en el momento enque se precipitó en la cantera de grava.

Puso en marcha el Nova y lo hizo avanzar a oscuras hasta el extremo de lacorta pista de acceso. Un Chevrolet con su luz azul destellando, pasó rugiendo.

—Una vez que desapareció, me limpié el hollín de la cara y las manos y loseguí —explicó Ginelli.

—¿Que lo seguiste? —le interrumpió Billy.—Es más seguro. Si hay un tiroteo, la gente inocente se rompe las piernas

para poder mostrar un poco de sangre cuando los policías lleguen y la limpien delas aceras. La gente que se va en otra dirección se hace sospechosa. Montañas deveces se larga porque tiene algún arma en el bolsillo.

Para cuando llegó de nuevo al campo, había ya una docena de cochesaparcados a lo largo de la cuneta de la carretera. Los faros se cruzaban unos conotros. La gente corría de acá para allá, gritando.

El coche de la Policía estaba estacionado cerca del lugar donde Ginelli habíadejado al segundo joven; la luz del techo arrojaba destellos azules a través de losárboles. Ginelli bajó la ventanilla del Nova.

—¿Qué ocurre, agente?—Nada de lo que tenga que preocuparse. Circule…Y para el caso de que el tipo del Nova pudiese hablar inglés pero sólo

entendiese el ruso, el agente barrió su linterna impacientemente hacia dondecomenzaba la Finson Road.

Ginelli siguió rodando con lentitud por la carretera, abriéndose camino entrelos coches, que pertenecían, según supuso, a los tipos locales. Resulta más biendifícil moverse entre los papamoscas cuando son vecinos, le contó a Billy. Habíados grupos distintos de gente delante de la rural a la que Ginelli había disparado.

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Uno comprendía a los gitanos en pijamas y camisón. Hablaban entre sí, algunosde ellos gesticulando de manera exagerada. El otro grupo comprendía a los tiposde la ciudad. Estaban de pie en silencio, con las manos en los bolsillos, mirandolos restos del vehículo. Cada grupo ignoraba al otro.

Finson Road continuaba durante otros diez kilómetros, y Ginelli casi hizopatinar el coche, no una vez sino dos, cuando la gente llegó a toda velocidad porlo que no era sino un camino de tierra.

—Eran tipos que querían ver un poco de sangre a medianoche antes de quelos policías la barrieran con mangueras de las aceras, William. O de la hierba, eneste caso…

Conectó con una carretera secundaria que le llevó a Bucksport y desde allígiró hacia el norte. Estuvo de vuelta en la habitación del motel de John Tree a lasdos de la madrugada. Puso el despertador a las siete y media.

Billy se quedó mirándolo.—¿Quieres decir que durante todo el tiempo en que me preocupé creyendo

que estabas muerto, estabas durmiendo en el mismo motel que habíamos dejado?—Pues sí…Ginelli pareció avergonzado de sí mismo por un momento, aunque al mismo

tiempo sonrió y se encogió de hombros.—Achácalo a la inexperiencia, William. No estoy acostumbrado a que la

gente se preocupe por mí. Excepto mi mamá, naturalmente, y eso es distinto.—Te debiste quedar dormido, puesto que no llegaste aquí hasta las nueve o

cosa así. Tuviste tiempo de sobra.—No… Me levanté en cuanto sonó el despertador. Hice una llamada y luego

me dirigí al centro de la ciudad. Alquilé otro coche. En este caso en Avis. Nohabía tenido demasiada suerte con Hertz.

—Vas a tener problemas con ese coche de Hertz, ¿verdad? —le preguntóBilly.

—No. Todo está en orden. Pero podía haber sido peliagudo. Para eso era lallamada, para lo del coche de Hertz. Conseguí que ese « socio en el negocio»mío regresara en avión desde Nueva York. Hay un pequeño aeropuerto enEllsworth, y allí fue donde se dirigió. Luego el piloto se fue a Bangor paraaguardarle. Mi socio fue a Bankerton y …

—La cosa se va complicando cada vez más —le interrumpió Billy—. ¿Losabías? Se está convirtiendo en un Vietnam.

—Maldita sea, no… ¡No seas tonto, William! Durante todo el día no hacesmás que ver a tipos que viajan en primera clase en aviones de líneas aéreas, conmaletines de piel de cerdo y zapatos Gucci en los pies, que hacen cosas muchomenos importantes. Ese coche Hertz no es más que otro problema doméstico.

—Sólo que su ama de casa llegó en avión desde Nueva York…—Pues sí… No conocía a nadie en Maine, y la única conexión aquí consiguió

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que lo matasen. De todos modos, no existe el menor problema. Esta noche meentregarán un informe completo. Mi socio fue a Bankerton ay er a mediodía, y elúnico tipo de la estación de servicio era el muchacho que parece no tenerdemasiadas entendederas. Los muchachos de las estaciones de servicio sirvengasolina cuando se presenta alguien, pero la mayoría de las veces se encuentranen los fosos, cambiando aceite a un coche o algo parecido. Mientras estaba allí,mi socio hizo un empalme en el Ford y se lo llevó. Pasó cerca de los fosos delgaraje. El chico no llegó ni a darse vuelta. Mi socio se lo llevó al BangorInternacional Airport y aparcó el Ford en uno de los recintos de la Hertz. Le dijeque vigilase las manchas de sangre, y cuando hablé con él por teléfono me contóque encontró un poco de sangre en mitad del asiento delantero, los más probableera que se tratase de sangre de pollo, y lo limpió con uno de esos « Wet-Nap» .Luego se dirigió a información, llenó el correspondiente boletín y lo dejó en elbuzón de Express Return. A continuación volvió a casa.

—¿Y que me dices de las llaves? Me explicaste que había hecho un puente.—Pues —contestó Ginelli— las llaves fueron el problema durante todo el

tiempo. Fue otro error. Lo achaco a dormir poco, lo mismo que el otro, pero talvez sea que ya me estoy volviendo viejo. Estaban en el bolsillo de Spurton y meolvidé de sacárselas cuando le enterré. Pero ahora…

Ginelli sacó un par de llaves en un brillante llavero amarillo de Hertz. Las hizotintinear.

—Aquí están…—Volviste… —repuso Billy con la voz un tanto ronca—. Dios mío, volviste y

lo desenterraste para sacarle las llaves…—Verás, más pronto o más tarde los alcaudones o los osos le hubieran

encontrado y lo desenterrarían —repuso con entonación razonable Ginelli—, olos cazadores hubieran dado con él. Probablemente en la temporada de caza deaves, cuando salen con sus perros. Me refiero que no constituía más que unamolestia menor para la gente de Hertz, recibir el sobre por correo urgente sin lasllaves… La gente siempre se olvida de devolver las llaves de los coches dealquiler y de los cuartos de los hoteles. A veces las envían, pero en otrasocasiones no se preocupan lo más mínimo. El director del servicio se limita amarcar un número de ocho cifras, efectúa la lectura del VIN del coche, elnúmero, y el tipo del otro lado de la línea, de la Ford, la GM o la Chrysler, leentrega el molde de la llave. Presto! Y unas llaves nuevas… Pero si alguienencuentra un cadáver enterrado en grava, con una bola de coj inete en la cabezay un juego de llaves de coche en el bolsillo, eso podría hacer que lo rastreasenhasta mí… Lo cual sería malo. Unas noticias muy malas… ¿Me sigues?

—Sí.—Además, ya sabes que de una forma u otra, tenía que regresar —profirió

con suavidad Ginelli—. Y no podía hacerlo en el Nova.

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—¿Y por qué no? No lo habían visto.—Todo hay que contarlo a su tiempo, William. Ya lo verás. ¿Otro trago?Billy meneó la cabeza. Ginelli se sirvió a sí mismo.—Muy bien… A primeras horas del martes, los perros. A última hora de la

tarde del martes, el Nova. El martes por la noche, las descargas cerradas. Elmiércoles a primeras horas de la mañana, el segundo coche de alquiler. ¿Captastodo esto?

—Me parece que sí.—Ahora estamos hablando de un sedán Buick. El tipo de Avis deseaba darme

un Aries K, me dijo que era todo lo que le quedaba, y que yo tenía suerte deconseguirlo, pero un Aries K no era lo apropiado. Tenía que ser un sedán. Noimponente, pero sí bastante grande. Aceptó veinte dólares por cambiar deopinión, pero finalmente conseguí el coche que deseaba. Conduje con él deregreso a Bar Harbor, al Motor Inn, lo estacioné e hice un par de llamadas máspara asegurarme de que todo se desarrollaba de la forma en que lo habíaplaneado. Luego vine aquí en coche, en el Nova. Me gusta el Nova, Billy : pareceun mestizo y huele a caca de vaca, pero tiene buenos huesos. Por lo tanto, mepresenté aquí y al fin he logrado que tu cabeza esté tranquila: Pero cuando estuvedispuesto a volver al combate, me sentí tan cansado para pensar siquiera enregresar a Bar Harbor, que me he pasado todo el día en tu cama.

—Podrías haberme llamado, ya sabes, y por lo menos haberte ahorrado unviaje —respondió en voz baja Billy. Ginelli le sonrió.

—Sí, pude haber telefoneado, pero a la mierda con eso. Una llamadatelefónica no me hubiera mostrado cómo te encontrabas, William. No hubierassido el único preocupado.

Billy bajó la cabeza un poco y tragó con cierta dificultad. Estaba casi al bordede las lágrimas una vez más. Al parecer, últimamente no hacía más que llorar.

—¡Vamos!Ginelli se puso en pie, refrescado y sin demasiada resaca de anfetaminas. Se

había duchado, metido en el Nova que olía más a caca de vaca que nuncadespués de un día al sol, y se encaminó a Bar Harbor. Una vez allí, sacó lospaquetitos del baúl del auto y los abrió en su cuarto. Había un Colt-Woodsman del38 y una pistolera de hombrera. Lo que había en los otros dos paquetes cupo enlos bolsillos de su chaqueta deportiva. Luego salió del cuarto y cambió el Novapor el Buick. Pensó durante un minuto que si él fuera dos personas no tendría quepasarse la mitad del tiempo cambiando de coches como el cuidador de unparking en un restaurante lujoso de Los Ángeles. Luego se dirigió al escénicoBankerton para lo que confiaba que fuese la última vez. Se paró sólo una vezdurante el trayecto en un supermercado. Entró y compró dos cosas: una deaquellas jarras en las que las mujeres ponen compota y una botella de Pepsifamiliar. Llegó a Bankerton ya entre dos luces. Condujo hasta la cantera de grava

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y se metió en ella sin la menor precaución, sabiendo que andarse con remilgosno cambiaría las cosas en absoluto en este punto: si habían encontrado el cadáverpor la excitación de la noche anterior, estaría perdido de todas formas. Pero nohabía nadie, ni indicios de que alguien hubiese estado por allí. Por lo tanto,empezó a excavar en busca de Spurton, toqueteó un poco alrededor y pudo sacarel premio.

La voz de Ginelli resultó del todo inexpresiva, pero Billy observó que parte deesto se desarrollaba en su mente como una película, y no una películaespecialmente placentera. Ginelli agazapado, echando a un lado la grava con lasmanos, encontrando la camisa de Spurton…, su cinturón…, su bolsillo…Metiendo la mano en él. Hurgando entre unas monedas llenas de arena quenunca podría gastar, un cuchillo del Ejército suizo que nunca más abriría. Ydebajo del bolsillo, la fría carne, que y a se había puesto rígida por el rigor mortis.Al fin, las llaves, y el apresurado volver a enterrar el cuerpo.

—Vaya… —musitó Billy.Y se estremeció.—Todo constituy e un problema de perspectiva. William —le confesó

calmosamente Ginelli—. Créeme, es así…Me parece que eso es lo que me asusta —pensó Billy.Y luego escuchó con creciente asombro, cómo Ginelli acababa el relato de

sus increíbles aventuras.

Con las llaves del Hertz en el bolsillo, Ginelli regresó al Buick de la Avis. Abrió laPepsi-Cola, la vertió en la jarra y luego la cerró con el tapón de tela metálica.Una vez hecho esto, se dirigió en coche al campamento de los gitanos.

—Sabía que aún estaban allí —manifestó—. No porque quisieran quedarseaún, sino porque el mandamás del Estado les había dicho, de un modoinconfundible, que permaneciesen allí hasta que terminara la investigación. Aquíhabía un grupo de…, bueno de nómadas, así se les puede llamar, extraños en unaciudad opulenta como Bakerton, claro, y otro desconocido o desconocidos amedia noche empiezan a disparar contra aquel lugar. Los policías tienden amostrarse interesados por cosas así…

En efecto, estaban interesados. Había un patrullero de la Policía Estatal deMaine, y otros dos coches sin identificar. Plymouths, aparcados en el borde delcampo. Ginelli aparcó entre los Plymouths, salió de su coche y comenzó adescender por la colina hacia el campamento. El destrozado break había sidoretirado, presumiblemente para situarlo en el lugar donde la gente del laboratoriodel departamento penal pudiese observarlo.

A mitad de la colina, Ginelli encontró a un policía uniformado del Estado queascendía.

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—No tiene usted nada que hacer aquí, señor —le dijo—. Será mejor quecircule.

—Le convencí de que tenía algo que hacer allí —le explicó Ginelli, sonriente.—¿Cómo lo conseguiste?—Le enseñé esto.Ginelli se metió la mano en su bolsillo trasero y arrojó a Billy una cartera de

piel. La abrió. Supo inmediatamente lo que miraba: había visto un par de aquéllasen el transcurso de su carrera como abogado. Supuso que habría visto un montónmás de ellas de haberse especializado en casos criminales. Era una tarjeta deidentificación laminada con la foto de Ginelli. En ésta, Ginelli parecía cinco añosmás joven. Llevaba el pelo muy corto, casi al cepillo. La tarjeta le identificabacomo agente especial Ellis Stoner.

De repente, todo quedó claro en la mente de Billy. Alzó la mirada deldocumento de identidad.

—Querías el Buick porque se parecía más a…—A un coche del Gobierno, claro… Un aparatoso sedán. Por eso no quería el

cacharro que el tipo de Avis quería darme, y, naturalmente, no deseaba aparecerpor Farmer John con un jodido coche de esos.

—Esto… ¿Es una de las cosas que tu socio trajo en su segundo viaje?—Sí.Billy se lo devolvió.—Parece casi auténtico.La sonrisa de Ginelli se extinguió.—Excepto la foto —replicó con suavidad—, lo es…Durante un momento se produjo un silencio; trató de no pensar demasiado en

lo que le habría ocurrido al agente especial Stoner, ni si tendría hijos.Finalmente dijo:—Estacionaste entre dos coches patrulleros y le mostraste la placa a un poli

del Estado, cinco minutos después de que acabaras de sacar un juego de llaves decoche del bolsillo de un cadáver en una cantera de grava…

—Bah… —replicó Ginelli—. Fueron más bien diez…Mientras se acercaba al campamento, vio a dos tipos, vestidos

desenfadadamente, que eran obviamente policías, arrodillados detrás de lafurgoneta del unicornio. Cada uno tenía una pequeña azada de jardín. Un terceroestaba de pie y alumbraba una potente linterna mientras excavaban en la tierra.

—Espera, espera, aquí hay otra… —dijo uno de ellos. Sacó de la tierra con lapaleta otro trozo de metal y lo dejó caer en un cubo cercano. Ploc… Dos niñosgitanos, evidentemente hermanos, se hallaban cerca observando la operación.

En realidad Ginelli estaba contento de que la policía estuviera allí. Nadie sabíacuál era su aspecto, y Samuel Lemke sólo había visto una mancha de negro dehumo. Asimismo, resultaba del todo plausible que apareciese un agente del FBI

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tras un incidente de tiroteo en el que se había empleado un arma automática rusa.Pero y a había desarrollado un profundo respeto hacia Taduz Lemke. Era algomás que la palabra escrita en la frente de Spurton; era más bien el modo en queLemke se mostraba impasible a aquellas balas de calibre 30 que se precipitabancontra él desde la oscuridad. Y naturalmente, también estaba lo que le ocurría aWilliam. Sintió que hasta era posible que el viejo supiese quién era. Podía leer enlos ojos de Ginelli, u olerlo en su piel, o cualquier otra cosa por el estilo…

Bajo ninguna circunstancia permitiría que el viejo de la nariz podrida letocase.

Lo que buscaba era la chica.Cruzó el círculo interior y llamó a la puerta de una de las casas rodantes al

azar. Tuvo que llamar otra vez antes de que le abriese una mujer de medianaedad con ojos asustados y recelosos.

—Sea lo que sea lo que busca, no lo tenemos —le dijo—. Estamos en un lío.Hemos cerrado. Lo siento.

Ginelli hizo destellar la placa.—Agente especial Stoner, señora. Del FBI.Los ojos de la mujer se abrieron. Se santiguó con rapidez y dijo algo en

romaní. Luego añadió:—Oh, Dios mío, ¿qué sucederá ahora? Ya nada marcha bien. Desde que

Susanna murió es como si nos hubieran maldecido. O…Su marido la hizo a un lado y le dijo que cerrase el pico.—Agente especial Stoner —comenzó Ginelli de nuevo.—Sí, y a oí lo que dijo.Salió afuera. Ginelli supuso que tenía unos cuarenta y cinco años, pero

parecía mayor; era un hombre en extremo alto, con los hombros tan caídos queparecía deforme. Llevaba una camiseta de Disney World y unos ampliospantaloncítos bermudas. Olía a vino y parecía estar a punto de vomitar. Tenía elaspecto de ser el tipo de hombre que lo hace muy a menudo. Como tres o cuatroveces a la semana. Ginelli pensó que le había reconocido la noche anterior: habíasido aquel tipo u otro gitano de por aquí el que tenía un ritmo tan raro. Le contó aBilly que uno de ellos se había alejado a saltos con la gracia de un epilépticociego acometido por un ataque al corazón.

—¿Qué desea? Hemos tenido policías tras nuestros talones durante todo el día.Siempre nos persigue la poli, pero esto es simplemente…, algo jodido…¡Ridículo!

Habló en un tono falsamente bravucón, y su mujer le dijo unas cuantas yagitadas palabras en romaní.

El hombre volvió la cabeza hacia ella.—Det krígiska jag-haller —le dijo, y añadió para redondear más la cosa—.

Cállate, puta.

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La mujer se retiró. El hombre de la camiseta Disney se dirigió de nuevo aGinelli.

—¿Qué quiere? ¿Por qué no habla con sus compinches si quiere algo?Hizo un ademán hacia los tipos del laboratorio del departamento criminal.—¿Me puede decir su nombre, por favor? —le preguntó Ginelli con la misma

e inflexible educación.—¿Por qué no se lo pregunta a ellos?Cruzó sus rollizos brazos de un modo truculento. Bajo la camiseta sus grandes

tetillas se movieron.—Les hemos facilitado nuestros nombres, así como nuestras declaraciones.

Alguien disparó sobre nosotros a medianoche, eso es todo lo que sabemos. Sóloqueremos que nos dejen en paz. Nos gustaría salir de Maine, de NuevaInglaterra, de la jodida Costa Este.

Con voz levemente más baja añadió:—Y no volver jamás.Los rosados índice y meñique de su mano izquierda sobresalieron en relación

a los demás en un ademán que Ginelli conocía muy bien gracias a su madre y asu abuela: era el signo contra el mal de ojo. No crey ó que aquel hombre sehubiese dado ni siquiera cuenta de haberlo hecho.

—Este asunto puede terminar de dos maneras —replicó Ginelli, que seguíaaún interpretando el súper-educado hombre del FBI hasta el final—. O mefacilita un poco de información, señor, o acabará en el Centro de Detenciónestatal, pendiente de una recomendación respecto a si se le debe o no acusar deobstrucción a la justicia. Si se le prueba esa obstrucción, podría enfrentarse acinco años de cárcel y a una multa de cinco mil dólares.

De nuevo de produjo otro chaparrón de palabras en romaní, esta vezpróximas a la histeria.

—Enkelt! —gritó roncamente el hombre.Pero cuando se dirigió de nuevo a Ginelli su rostro había palidecido de forma

ostensible.—Es usted un pesado…—No, señor —replicó Ginelli—. No se trata de un asunto de unos cuantos

disparos. Por lo menos les hicieron tres ráfagas con un fusil automático. Laposesión privada de ametralladoras y armas automáticas de tiro rápido estáprohibida por la ley en Estados Unidos. El FBI se halla implicado en este caso y,sinceramente, debo prevenirle de que ustedes y a están con la mierda hasta lacintura, que la cosa se va haciendo más profunda y que no saben cómo salirnadando.

El hombre le miró sombríamente durante un largo momento y luego profirió:—Me llamo Heilig. Trey Heilig. Aquellos tipos se lo confirmarán.E hizo un ademán hacia ellos.

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—Tienen su propio trabajo, y yo el mío. Y usted habla conmigo, ¿verdad?El hombre asintió resignado.Logró que Trey Heilig le relatara lo sucedido la noche anterior. En medio del

relato, uno de los detectives del Estado se acercó para comprobar quién eraGinelli. Echó un vistazo a la placa del FBI y luego se alejó con rapidez, con aireimpresionado y un poco preocupado a la vez.

Heilig explicó que había salido disparando de su cama cuando sonaron losprimeros tiros, había localizado los destellos del arma y se encaminó hacia lacolina por la izquierda, confiando en flanquear al tirador. Pero en la oscuridadtropezó con un árbol o algo parecido, golpeándose la cabeza contra una roca ypermaneciendo desvanecido durante un rato: en otro caso, habría ajustado lascuentas a aquel bastardo. En apoyo de su relato, mostró un cardenal y adifuminándose, que tendría tres días y que probablemente, se habría producidoen una caída de borracho, en su sien izquierda.

—Hum —pensó Ginelli.Y volvió otra hoja en su agenda. Ya era bastante de camelo. Había llegado el

momento de entrar en materia.—Muchísimas gracias. Mr. Heilig, ha sido usted de inestimable ay uda.Contar todo aquel rollo parecía haber ablandado al tipo.—Pues…, muy bien… Siento haberle interpelado de aquella manera… Pero

si usted fuese uno de nosotros…Se encogió de hombros.—Policías —dijo su mujer detrás de él.Miraba por la puerta, como un tejón muy viejo y cansado desde su agujero

para ver cuántos perros se encontraban aún por allí y qué espantoso aspectotenían.

—Siempre policías, vay amos donde vay amos. Es lo normal. Pero esto hasido peor. La gente está asustada.

—Enkelt, Mamma —le dijo Heiling, pero esta vez con más gentileza.—Tengo que hablar con dos personas más, si usted puede ayudarme —le

dijo.Y se quedó mirando a una página en blanco de su agenda. —Mr. Taduz

Lemke y una tal Mrs. Angelina Lemke.—Taduz está dormido allí —replicó Heilig, y señaló la furgoneta del

unicornio.A Ginelli aquello le pareció una buena noticia, en caso de ser cierto.—Es un hombre muy viejo y esto le ha dejado auténticamente agotado. Creo

que Gina está en su casa de allí… No está casada…Señaló con un sucio dedo un pequeño Toyota verde con un bonito cobertor de

lana en la parte trasera.—Pues muchísimas gracias.

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Cerró la agenda y se la metió en el bolsillo de atrás.Heilig se retiró a su casa rodante (y, presumiblemente, a su botella); parecía

aliviado. Ginelli cruzó de nuevo el círculo interior entre la creciente penumbra,esta vez en busca de la chica. Su corazón, según le contó a Billy, le latía con másfuerza y más agitadamente. Respiró hondo y llamó a la puerta.

No hubo una respuesta inmediata. Alzaba la mano para llamar de nuevocuando la puerta se abrió. William había dicho que era maravillosa, pero noestaba preparado para la profundidad de su hermosura: aquellos ojos oscuros ydirectos con unas córneas tan blancas que azuleaban débilmente, la piel de untono oliva claro brillando rosada en algunas zonas.

Miró un momento sus manos y vio que eran fuertes y perladas. No llevabalas uñas pintadas, sino limpias y cortas como las de un granjero. En una deaquellas manos sostenía un libro con el título de Sociología estadística.

—Diga…—Agente especial Ellis Stoner, Miss Lemke —se presentó.E inmediatamente aquella clara y luciente cualidad desapareció de sus ojos,

como si hubiese caído sobre ellos una persiana.—Del FBI.—Diga… —repitió, pero sin más vida que un contestador telefónico

automático.—Estamos investigando el incidente del tiroteo que tuvo lugar aquí anoche…—Usted y medio mundo —respondió—. Bien, investigue todo lo que quiera,

pero si no echo al correo mañana por la mañana mis lecciones de curso porcorrespondencia, se retrasará mi graduación. Por lo tanto, si me permite…

—Tenemos razones para creer que un hombre llamado William Halleck estádetrás de esto —explicó Ginelli—. ¿Significa ese nombre algo para usted?

Naturalmente que sí; durante un momento sus ojos se abrieron por completoy, simplemente, ardieron.

Ginelli sabía que su hermosura estaba más allá de cualquier suposición. Aúnopinaba así, pero también creía ahora que aquella muchacha podía haber sido laque mató a Frank Spurton.

—¡Ese cerdo! —escupió—. Han satte sig pa en av stolarna! Han sneglade panytt mot hyllorna i vild! Vild!

—Tengo ciertas fotos de un hombre que creemos que es Halleck —prosiguióimpertérrito Ginelli—. Fueron tomadas en Bar Harbor por mi agente empleandoteleobjetivo…

—¡Naturalmente que es Halleck! —exclamó la chica—. Ese cerdo mató a mitantenyjad, mi abuela… Pero no nos molestará durante mucho tiempo. El…

Se mordió su lleno labio inferior, con fuerza, y enmudeció. De haber sidoGinelli el hombre que alegaba ser, la muchacha se hubiera asegurado uninterrogatorio extraordinariamente a fondo y detallado. Sin embargo, Ginelli,

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fingió no haberse dado cuenta.—En una de las fotografías, parece que dos hombres se están pasando dinero.

Si uno de ellos es Halleck, en ese caso el otro, probablemente, es el francotiradorque visitó su campamento anoche. Me gustaría que usted y su abueloidentificasen a Halleck de modo positivo, si ello es posible.

—Es mi bisabuelo —replicó ausente la chica—. Creo que está dormido. Mihermano está con él. Aborrezco despertarle.

Hizo una pausa.» Aborrezco tener que preocuparlo con todo esto. Los últimos días han sido

mortalmente duros para él.—Bueno, supongamos que hacemos esto —le dijo Ginelli—. Usted mira las

fotos y, si identifica positivamente a ese hombre como Halleck, entonces notendremos necesidad de molestar al anciano Mr. Lemke.

—Eso estaría muy bien. Si atrapa al cerdo de Halleck, ¿le detendrá?—Oh, sí. Llevo conmigo una orden federal tipo John Doe.Aquello la convenció. Mientras salía de la caravana con un revuelo de faldas

y un imponente destello de piernas morenas, dijo algo que heló el corazón deGinelli.

—Me parece que no quedará mucho de él que arrestar.Anduvieron en dirección a los agentes que aún seguían cavando entre una

penumbra cada vez más pronunciada. Pasaron ante varios gitanos, incluyendo, alos dos hermanos, ahora vestidos para meterse en la cama con dos pijamasidénticos de camuflaje. Gina hizo un saludo a varios de ellos, que le contestaron,pero siguieron tranquilos: aquel hombre alto con aspecto italiano que estaba conGina era del FBI, y sería mucho mejor no meterse en asuntos de aquella clase.

Salieron del círculo y treparon por la colina hacia el coche de Ginelli, y lassombras nocturnas se los tragaron.

—Fue algo tirado, William —le explicó Ginelli—. Ya era la tercera noche, yseguía saliendo la mar de bien… ¿Por qué no? El lugar estaba lleno de policías.¿Iba a regresar el tipo que les disparó y hacerles algo más mientras la policíaseguía por allí? No lo creían…, pero fueron unos estúpidos, William. Esperabaalgo así del resto de ellos pero no del viejo; no puedes pasarte toda la vidaaprendiendo a cómo odiar y desconfiar de la policía y, de repente, decidir quevan a protegerte de algo que te ha estado mordiendo en el culo. Pero el viejodormía. Está hecho polvo. Eso es bueno. Podemos doblegarle, William. Podemoshacerlo.

Regresaron al Buick. Ginelli abrió la portezuela del lado del conductormientras la chica estaba allí de pie. Y mientras se inclinaba, sacó el 38 de lapistolera con una mano y la jarra con la otra. Notó que el humor de la muchachacambiaba de repente, desde una amarga exultación a una repentina cautela. Elmismo Ginelli resultó afectado y sus intuiciones afloraron y se afinaron en grado

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máximo. Pareció sentir la primera toma de conciencia por parte de la chicarespecto de los grillos, la oscuridad que les rodeaba, la facilidad con que se habíaseparado de los demás, con un hombre al que no había visto nunca, en unmomento en que no hubiera tenido que confiar en cualquiera. Por primera vez sepreguntó por qué Ellis Stoner no había traído consigo los documentos alcampamento si estaba tan decidido a conseguir una identificación de Halleck.Pero era ya demasiado tarde. Había mencionado un nombre que garantizabaoriginar un profundo espasmo y el odio suficiente para cegarla en un abrir ycerrar de ojos.

—Pues aquí está la cosa —dijo Ginelli.Y se volvió hacia ella con el arma en una mano y la jarra de vidrio en la otra.Los ojos de ella se abrieron de nuevo. Sus pechos oscilaron al abrir la boca y

respirar hondo.—Puedes empezar a gritar —le dijo Ginelli—, pero te garantizo que será el

último ruido que te oigas hacer, Gina.Durante un momento, pensó que lo haría de todos modos… Pero la chica

convirtió su aspiración en un largo suspiro.—Trabaja para ese cerdo —le dijo—. Hans salte síg pa…—Habla en mi idioma, puta —le dijo con tono casi indiferente.Y la chica retrocedió como si la hubiese abofeteado.—No puede llamarme puta —susurró—. Nadie me va a llamar puta…Sus manos, aquellas fuertes manos, se arquearon y se convirtieron en garras.—Tú llamaste cerdo a mi amigo William, por lo que y o te llamo a ti puta, tu

madre es una puta y tu padre un lameculos —exclamó Ginelli.Vio cómo sus labios se apartaban de sus dientes en una mueca, y sonrió. Algo

de esa sonrisa hizo que la muchacha se quebrara. No pareció exactamente tenermiedo —Ginelli le explicó más tarde a Billy que no estaba seguro de si llegaría aasustarse—, sino que por alguna razón pareció salir a la superficie, a través de suagitada furia, cierto sentido de quién y de qué estaba tratando.

—¿Qué crees que es esto, un juego? —le preguntó Ginelli—. Lanzas unamaldición sobre alguien con una esposa y una hija, ¿y crees que se trata de unjuego? ¿Crees que atropello adrede a aquella mujer, a tu abuela? ¿Crees que teníaun contrato respecto de ella? ¿Crees que la mafia tenía un contrato encargado contu vieja abuela? ¡Mierda!

La chica lloraba ahora de rabia y de odio.—Su mujer le estaba haciendo un buen trabajo en el coche y atropello a la

mujer en la calle… Y luego ellos… Luego ellos han tog in pojken, lo hicieronsalir del asunto de rositas, pero nosotros le dimos lo suy o. Y tú serás el siguiente,amigo de cerdos… No importa lo que tú…

Con el dedo pulgar, Ginelli sacó el amplio tapón de vidrio de la jarra. Lachica la miró por primera vez. Aquello fue lo que Ginelli deseó que hiciese.

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—Ácido, puta —le explicó Ginelli.Y se lo tiró a la cara.—Ya verás a cuánta gente dispararás con esa honda tuya cuando estés

ciega…La chica chilló y se llevó las manos a los ojos, pero demasiado tarde. Cayó al

suelo. Ginelli le puso un pie en el cuello.—Si gritas, te mato. Y a los primeros amigos que se presenten por aquí.Le quitó el pie de encima.—Sólo era Pepsi-Cola.La chica se puso de rodillas, se quedó mirándolo a través de sus extendidos

dedos y, con aquellos exquisitamente afinados y casi telepáticos sentidos, Ginellisupo que no había hecho falta decirle que no se trataba de ácido. Lo sabía, lo supocasi al instante a pesar del escozor. Un momento después —apenas a tiempo—,comprendió que la chica se le tiraría a las pelotas.

Mientras saltaba encima de él, con la agilidad de una gata, Ginelli se hizo a unlado y le propinó una patada en un costado. La nuca de Gina golpeó contra elborde cromado de la portezuela abierta del lado del conductor con ruido sordo, ycayó en confuso montón, manándole sangre por una de sus hermosas mejillas.

Ginelli se inclinó sobre ella, para asegurarse de que se hallaba inconsciente, yla chica se precipitó sobre él, silbando como una serpiente. Una mano corrió porsu frente, abriendo un largo corte. La otra penetró a través de una manga de sujersey de cuello de cisne, produciéndole más sangre.

Ginelli dio un alarido y la puso de espaldas. Apretó la pistola contra su nariz.—Vamos, adelante… ¿Quieres más? ¿Quieres hacerlo? ¡Vamos, puta!

¡Adelante! ¡Me has estropeado la cara! ¡Me encantaría que lo intentases!La muchacha se quedó inmóvil, mirándole con unos ojos ahora tan oscuros

como la muerte.—Deberías hacerlo —le dijo—. Si sólo fuese por ti, te arrojarías de nuevo

sobre mí. Pero eso sería como matarle, ¿verdad? ¿Al viejo?No dijo nada, pero una lucecita pareció brillar momentáneamente en la

oscuridad de aquellos ojos.—Ya sabes lo que le hubiese pasado a él si, realmente, te hubiera arrojado

ácido a la cara. Piensa en lo que le haría si, en lugar de ti, decidiese tirárselo en lacara de aquellos niños en pijama. Y puedo hacerlo, puta. Puedo hacerlo y volvera casa y comerme una buena cena. No tienes más que mirarme a la cara parasaber que lo haría…

Ahora, al fin, vio confusión y un atisbo de algo que podría haber sidomiedo…, pero no por ella misma…

—Él te ha maldecido —le explicó—. Yo era la maldición.—Me cago en la maldición de aquel cerdo —susurró la chica, y se enjugó la

sangre de la cara con un rápido y despectivo movimiento de los dedos.

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—Me dijo que no lastimase a nadie —prosiguió Ginelli, como si la mujer nohubiese hablado—. Y no lo he hecho. Pero eso termina esta noche. No sé cuántasveces tus antepasados habrán escapado antes, pero esta vez no se lo permitiré.Dile que lo deshaga. Dile que es la última vez que se lo pido. Mira. Toma esto.

Le apretó en la mano un trozo de papel. En él había escrito el númerotelefónico del « quiosco seguro» de Nueva York.

—Llamarás a este número hoy a medianoche y me contarás lo que ha dichoel viejo. Si necesitas escuchar mi respuesta, llamarás de nuevo al mismo númerodos horas después. Podrás recoger el mensaje…, si hay alguno. Y esto es todo.De una manera u otra, la puerta está a punto de cerrarse. Nadie en este númerosabrá de qué mierda hablas después de las dos de mañana por la mañana.

—Él nunca la levantará.—Bueno, tal vez no pueda —replicó—, puesto que tu hermano dijo anoche lo

mismo. Pero no es asunto tuyo. Debes mostrarte clara con él, y permitirle que seforme una idea de lo que va a hacer… Sólo has de asegurarte de que entiendabien que, si dice que no, será entonces cuando empiece realmente el baile. Túserás la primera, luego los dos niños y a continuación cualquiera al que eche lasmanos encima. Díselo. Y ahora, entra en el coche.

—No.Ginelli hizo girar los ojos.—¿Por qué no eres prudente? Sólo quiero asegurarme de que tendré tiempo

de salir de aquí sin tener a doce policías detrás de mí. Si quisiese matarte, no tehabría dado un mensaje que entregar.

La chica se puso en pie. Se encontraba un poco atontada, pero lo hizo. Semetió detrás del volante y luego se deslizó al asiento de al lado.

—No es lo bastante lejos…Ginelli se enjugó la sangre de la frente y se la mostró en sus dedos.—Después de esto, quiero verte agazapada contra aquella portezuela como

una chica apoy ada en la pared durante su primera cita.La chica se deslizó contra la portezuela.—Estupendo —le dijo Ginelli, entrando—. Y ahora, quédate ahí.Volvió a Finson Road sin encender los faros; las ruedas del Buick patinaron un

poco sobre la hierba húmeda. Se movió para conducir con la mano en que teníala pistola, la vio removerse y la apuntó de nuevo con el arma.

—Malo… —le dijo—. No te muevas. No te muevas en absoluto. ¿Locomprendes?

—Comprendo…—Estupendo…Condujo por donde había venido, apuntándola aún con el arma.—Siempre es así —exclamó con amargura—. Incluso por una pequeña

justicia tenemos que pagar demasiado. ¿Es amigo tuy o ese cerdo de Halleck?

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—Ya te he dicho que no le llames así. No es un cerdo.—Nos maldijo —explicó ella.Luego se reflejó una especie de interrogante desprecio en su voz.» Dile, de mi parte, que Dios nos ha maldecido mucho tiempo antes de que él

o cualquier otro de su tribu estuviesen por aquí…—Ahórratelo para los asistentes sociales, muñeca…La chica se quedó silenciosa.Ginelli paró el coche a medio kilómetro de distancia de la cantera de grava

donde descansaba Frank Spurton.—Muy bien. Ya es bastante lejos. Sal…—Claro…La chica le miró fijamente con aquellos ojos impávidos.» Pero hay una cosa que deberías saber,… Nuestros caminos se cruzarán de

nuevo. Y cuando lo hagan, te mataré…—No —replicó—. No puedes. Porque me debes tu vida esta noche. Y si esto

no es suficiente para ti, perra desagradecida, añade la vida de tu hermanoanoche. Hablas, pero sigues sin comprender cómo son las cosas, o por qué no telibrarás de esto, o por qué nunca te liberarás del todo hasta que te des porvencida. Tengo un amigo que podrías remontar como una corneta si le atases unacuerda al cinturón. ¿Qué has conseguido? Te diré lo que has logrado. Hasconseguido un viejo sin nariz que ha lanzado una maldición a mi amigo y queescapó en la noche como una hiena.

La chica estaba ahora llorando, llorando con fuerza. Las lágrimas corrían porsu rostro como torrentes.

—¿Me estás diciendo que Dios está de vuestro lado? —le preguntó, con voztan pastosa que las palabras fueron casi ininteligibles—. ¿Es eso lo que oigo queestás diciendo? Deberías arder en el infierno por semejante blasfemia. ¿Somoshienas? En ese caso, ha sido la gente como tu amigo quien nos ha hecho así. Mibisabuelo dice que no existen maldiciones, sólo espejos que alzas ante las almasde hombres y mujeres.

—Sal —le dijo—. No podemos hablar. No podemos ni siquiera escucharnos.—Eso es verdad.La chica abrió la puerta y salió.Mientras él se alejaba con el coche, la muchacha gritó:—¡Tu amigo es un cerdo y morirá delgado!—Pero no creo que quieras —le dijo Ginelli.—¿Qué quieres decir?Ginelli miró el reloj . Eran y a más de las tres.—Te lo diré en el coche —añadió—. Tienes una cita a las siete.Billy sintió de nuevo que sus tripas se removían con un profundo y hueco

aguijón de miedo.

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—¿Con él?—Eso es. Vamos.Cuando Billy se puso en pie, se produjo otro episodio de arritmia, esta vez

más largo. Cerró los ojos y se aferró el pecho. Lo que quedaba de su pecho.Ginelli le sujetó:

—William… ¿estás bien?Se miró al espejo y vio a Ginelli sostener a un grotesco monstruo, con las

ropas colgándole.La arritmia pasó y fue remplazada por una sensación aún más familiar:

aquella rabia que helaba la sangre y dirigida a aquel viejo… y a Heidi.—Estoy bien —repuso—. ¿Adonde vamos?—A Bangor —replicó Ginelli.

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Capítulo XXIIILa transcripción

Tomaron el Nova. Las dos cosas que Ginelli le había dicho al respecto eranverdad: olía por completo a estiércol de vaca y se iba comiendo a grandes tragosla carretera entre Northeast Harbor y Bangor. Ginelli se paró a mitad de caminopara recoger una gran cesta de almejas al vapor. Aparcaron en un área dedescanso al lado de la carretera y se las repartieron, junto con seis botellas decerveza. Las dos o tres familias que se sentaban a las mesas lanzaron un vistazo aBilly Halleck y se trasladaron lo más lejos posible.

Mientras comían, Ginelli acabó su relato. No llevó mucho tiempo.—Llegué al cuarto de John Tree a las once de anoche —dijo—. Quizá

hubiera podido regresar antes, pero tuve que hacer algunos desvíos y vueltas yrevueltas para asegurarme de que nadie me seguía. En cuanto estuve en lahabitación, llamé a Nueva York y envié un tipo al teléfono cuyo número le habíafacilitado a la muchacha. Le dije que se llevase una grabadora y una conexión,la clase de cachivaches que emplean los periodistas para las entrevistas. Noquería enterarme de algo sólo de oídas, William, si es que me comprendes. Lepedí que me llamara a su vez con el contenido de la cinta, en cuanto ella colgara.

» Me desinfecté los cortes que me había hecho mientras aguardaba larespuesta. No voy a decir que tuviese hidrofobia o algo parecido, William, perohay mucho odio en ella, ya lo sabes…

—Lo sé —replicó Billy.Y pensó sombríamente:Realmente, lo sé. Porque estoy ganando. En cierto sentido, estoy ganando…La llamada se produjo a las doce y cuarto. Cerrando los ojos y apretando los

dedos de su mano izquierda contra la frente, Ginelli pudo facilitar a Billy unrelato casi exacto de cómo había ido la grabación:

HOMBRE DE GINELLI: Diga…GlNA LEMKE: ¿Trabaja para el hombre que vi anoche?HOMBRE DE GINELLI: Sí, puede decirlo así.GlNA: Dígale que mi bisabuelo dice…HOMBRE DE GINELLI: He conseguido una conexión para grabarlo. Me

refiero a que esta conversación está intervenida. Luego haré llegar la grabaciónal hombre que menciona. Por lo tanto…

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GlNA: ¿Puede hacer eso?HOMBRE DE GINELLI: Sí. Por así decirlo, es como si hablase ahora con

él…GlNA: Muy bien. Mi bisabuelo dice que se lo quitará. Le he dicho que está

loco, peor aún, que está equivocado, pero se ha mostrado firme. Dice que nodebe haber más daño y ningún miedo más para su pueblo: se lo levantará. Peronecesita verse con Halleck. No puede quitárselo de encima a menos que sea así.Mañana, a las siete de la noche, mi bisabuelo estará en Bangor. Hay un parqueentre dos calles, Union y Hammond.

HOMBRE DE GINELLI: ¿Eso es todo?GlNA: Sí, excepto que espero que se le vuelva negra y se le caiga a pedazos.HOMBRE DE GINELLI: Ya se lo dirás tu misma, hermanita. Pero no lo

harías si supieses lo que dices…GlNA: Y que te den también a ti por el culo.HOMBRE DE GINELLI: Debes llamar de nuevo a las dos, para comprobar si

hay una respuesta.GlNA: Llamaré.—Y colgó —terminó el relato Ginelli.Tiró las cáscaras vacías de las almejas en una papelera, regresó y añadió sin

la menor piedad.—Mi tipo declaró que parecía estar llorando durante toda la conversación.—Dios mío… —musitó Billy.—De todos modos, le dije a mi compinche que pusiese la grabadora en el

teléfono y grabé un mensaje para que se lo pasase a ella cuando llamó a las dos.Era más o menos así: « Hola, Gina. Aquí el agente especial Stoner. He recibido tumensaje. Suena como una despedida. Mi amigo William acudirá al parque a lassiete de esta noche. Irá solo, pero yo estaré vigilando. Me imagino que tu gentetambién vigilará. Eso está bien. Ambos observaremos y ninguno de nosotrosinterferirá en lo que pase entre ellos dos. Si algo le sucede a mi amigo, pagarásun alto precio por ello.»

—¿Y eso fue todo?—Sí. Eso fue todo.—El viejo se ha derrumbado.—Creo que se ha derrumbado… Pero ya sabes que tal vez se trate también

de una trampa.Ginelli le observó con seriedad.» Saben que estaré vigilando. Quizás hayan decidido matarte donde yo pueda

verlo, como una venganza contra mí, y aceptar las consecuencias.—De todos modos ya me están matando —repuso Billy.—O la chica podría haber pensado hacerlo por sí misma. Está loca, William.

La gente nunca hace lo que dice si está loca…

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Billy le miró reflexivamente.—No, no lo harán. Pero, de una forma u otra, no tengo demasiada opción,

¿verdad?—No, no creo que la tengas… ¿Estás listo?Billy miró hacia la gente que le contemplaba, y asintió. Hacía mucho tiempo

que estaba preparado.A mitad de camino del coche, dijo:—¿Has hecho todo esto por mí, Richard?Ginelli se paró, lo miró y sonrió un poco. La sonrisa fue casi vaga…, pero

aquella retorcida luz en sus ojos se hallaba agudamente enfocada, demasiadoenfocada hacia Billy para dejar de verla.

Apartó la mirada.—¿Qué importa eso, William?

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Capítulo XXIVPurpurfargade Ansiktet

Llegaron a Bangor a últimas horas de la tarde. Ginelli metió el Nova en unaestación de servicio, lo hizo llenar de gasolina y luego obtuvo direcciones delmozo. Billy se hallaba sentado exhausto en el asiento del pasajero. Ginelli lo miróal regresar con profunda preocupación.

—William, ¿estás bien?—No lo sé —replicó.Luego reconsideró el asunto:—No…—¿Es otra vez tu corazón?—Sí.Pensó en lo que había dicho el médico de medianoche de Ginelli: potasio,

electrólitos…, algo acerca de cómo había muerto Karen Carpenter.—Debería conseguir algo que tuviese potasio. Jugo de piña. Plátanos. O

naranjas.Su corazón emprendió un repentino y desorganizado galope. Billy se inclinó

hacia atrás, cerró los ojos y aguardó para ver si se moría. Al fin el rugido seaquietó.

—Una bolsa llena de naranjas.Más adelante vieron un mercado. Ginelli se detuvo.—Volveré en seguida, William. Aguanta…—Claro que sí —replicó vagamente Billy.Y se dejó caer en un ligero adormecimiento en cuanto Ginelli salió del coche.

Soñó. En su sueño vio su casa en Fairview. Un buitre de podrido pico voló hasta elalféizar de una ventana y se asomó por allí. Desde dentro de la casa alguiencomenzó a aullar.

Luego alguien le sacudió con fuerza. Billy se despertó sobresaltado.—¡Eh!Ginelli se inclinó hacia atrás y resopló.—Jesús, William, no me asustes así…—¿De qué estás hablando?—Hombre, creí que estabas muerto. Toma…Dejó una bolsa de red llena de naranjas en el regazo de Billy. Billy hurgó en

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el cierre con sus delgados dedos: unos dedos que ahora parecían patas blancas dearaña, y no pudo abrirlo. Ginelli abrió la bolsa con su navaja, y luego cortó conella una naranja en cuartos. Billy comió despacio al principio, como alguien quecumple con un deber; luego con voracidad, pareciendo redescubrir su apetito porprimera vez en una semana o más. Y su perturbado corazón pareció calmarse yredescubrir también algo parecido a su antiguo latido regular…, aunque aquellotal vez fue sólo su mente jugando consigo misma.

Acabó la primera naranja y le pidió a Ginelli la navaja para cortar en gajosuna segunda naranja.

—¿Estás mejor? —le preguntó Ginelli.—Sí. Muchísimo. ¿Cuándo iremos al parque?Ginelli se acercó a la acera y Billy vio, por los letreros, que se encontraban

en la esquina de Union Street y West Broadway ; árboles veraniegos, repletos defollaje, murmuraron entre una suave brisa. Moteados y sombras se movieronperezosamente a lo largo de la calle.

—Ya estamos —replicó simplemente Ginelli.Billy sintió que un dedo le tocaba la columna vertebral y luego se deslizaba

fríamente por ella.—Más o menos tan cerca como quiero llegar. Debería haberte dejado en el

centro de la ciudad, pero habrías atraído demasiado la atención al andar por ahí.—Sí —repuso Billy—. Con niños desmayándose y embarazadas abortando…—De todos modos no hubieras podido hacerlo —siguió amablemente Ginelli

—. Pero no importa… El parque está ahí, al pie de esa colina, a este lado. Amedio kilómetro. Busca un banco a la sombra y aguarda.

—¿Dónde estarás tú?—Cerca… —replicó Ginelli, y sonrió—. Vigilándote a ti y a la chica. Si me

ve antes de que y o la descubra a ella, William, no podré volver a cambiarme lacamisa. ¿Comprendes?

—Sí.—No te perderé de vista.—Gracias —contestó Billy.Y no estuvo muy seguro de cómo, o hasta qué punto, lo sentía. Sentía gratitud

hacia Ginelli, pero se trataba de una emoción extraña y difícil, como el odio queahora profesaba a Houston y a su mujer.

—Por nada —dijo Ginelli, y se encogió de hombros.Se inclinó hacia el asiento de al lado, abrazó a Billy y le besó con fuerza en

ambas mejillas.—Sé fuerte con ese viejo bastardo, William.—Lo seré —repuso Billy, sonriente y saliendo del coche.El abollado Nova se alejó. Billy se quedó de pie mirando hasta que

desapareció por la esquina del final de la manzana. Luego empezó a bajar la

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colina, ondeando la bolsa de naranjas en una mano.Apenas se percato del muchachito que, a mitad de la manzana, se alejó de

repente de la acera, escaló la cerca de los Cowan, y se arrojó a su patio trasero.Aquella noche el muchachito se despertaría chillando, por una pesadilla en la queun espantapájaros que andaba arrastrando los pies, con un cabello sin vida en sucráneo, se había abatido sobre él. Corriendo desde el recibidor hasta su cuarto, lamadre le oiría gritar:

—¡Esa cosa quiere hacerme comer naranjas hasta que yo muera! ¡Comernaranjas hasta que muera! ¡Comer hasta que muera!

El parque era grande, frío, verde y profundo… A un lado, una pandilla de niñostrepaba por el gimnasio jungla, columpiándose y precipitándose por el tobogán.Al otro lado del camino estaba en marcha una partida de softball (al parecer dechicos contra chicas). En medio, la gente andaba, hacía volar cometas, bebíacoca-colas… Era la estampa de un verano norteamericano medio en la segundamitad del siglo XX y, por un momento, Billy se sintió atraído por aquello.

Todo lo que falta son los gitanos —le susurró una voz dentro de él.Y le volvió el frío, un frío lo suficientemente real como para ponerle carne de

gallina en los brazos y obligarle de repente a cruzar su delgado brazo sobre eljunquillo que era su pecho.

Deberíamos tener a los gitanos, ¿verdad? Los viejos breaks con las pegatinasdel NRA en sus oxidados parachoques, las casas rodantes con murales a loslados… Y luego Samuel con sus clavas y Gina con su honda. Y todos correrían.Siempre llegan corriendo. Para ver juegos malabares, para probar con la honda,para que les digan su futuro, para conseguir una poción o una loción, para llevarseuna chica a la cama —o por lo menos para soñar en ello—, para ver a los perrosdespedazarse las tripas unos a otros. Siempre se precipitan para verlo. Sólo por loextraño que resulta. Claro, necesitamos a los gitanos. Siempre los tenemos. Porquesi no tienes a alguno que expulsar de la ciudad de vez en cuando, ¿cómosabríamos que pertenecemos a este lugar? Bueno, pronto llegarán, ¿verdad?

—Eso es —gimió, y se sentó en un banco que estaba casi a la sombra.De repente las piernas le temblaron, no tenían fuerza. Tomó una naranja de la

bolsa y, al cabo de algunos esfuerzos, consiguió pelarla. Pero ahora su apetitohabía desaparecido de nuevo y sólo pudo comer un poco.

El banco estaba bastante lejos de los otros, y Billy no llamó la atención, por lomenos a distancia, sólo parecería un viej ito delgado que tomaba un poco del airede la tarde.

Se sentó, y mientras la sombra empezaba a arrastrarse primero sobre suszapatos, luego sobre sus rodillas, encharcándose finalmente en su regazo, seapoderó de él una fantástica sensación de desesperación: una sensación de

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inutilidad y futilidad mucho más sombría que aquellas inocentes sombrasvespertinas. Las cosas habían llegado muy lejos y nada las haría retroceder. Nisiquiera Ginelli, con su energía de psicópata, arreglaría lo que había sucedido.Sólo llegaría a empeorar las cosas.

Nunca debí… —pensó Billy.Pero fuese lo que fuere lo que nunca debió hacer, se quebró y se desvaneció

como una mala señal de radio. Se adormeció de nuevo. Estaba en Fairview, unFairview de los Cadáveres Vivientes. Los cuerpos yacían por todas partes,muertos de hambre. Algo le picoteó agudamente en el hombro.

No.¡Pic!¡No!Pero se produjeron de nuevo aquellos pic, y pic, y pic; naturalmente se

trataba del buitre de la nariz macilenta y no quería volver la cabeza por miedo aque le picotease en los ojos con los negros restos de su pico. Pero.

(pic)insistió, y él(¡pic! ¡pic!)lentamente volvió la cabeza, alejándose al mismo tiempo del sueño y

viendo…

… sin auténtica sorpresa que era Taduz Lemke el que estaba a su lado en elbanco.

—Despierta, hombre blanco de la ciudad —le dijo, y tiró de nuevo con fuerzade la manga de Billy, con sus dedos retorcidos, llenos de manchas de nicotina.

¡Pic!—Tienes malos sueños. Traen un hedor que puedo oler en tu aliento.—Estoy despierto —replicó Billy con voz pastosa.—¿Estás seguro? —le preguntó Lemke con cierto interés.—Sí.El viejo llevaba un traje gris cruzado de sarga. En los pies lucía unos zapatos

negros de empeine alto. Su escaso cabello estaba peinado con raya al medio yechado fuertemente hacia atrás a partir de su frente, que aparecía tan arrugadacomo la piel de sus zapatos. Un aro de oro brillaba en uno de sus lóbulos.

Billy vio que la podredumbre se había esparcido: unas líneas oscurasirradiaban ahora de las ruinas de su nariz y a través de la may or parte de sumejilla izquierda en arroy os.

—Cáncer —le dijo Lemke.Sus brillantes ojos negros —unos ojos de ave en realidad— no abandonaron

en ningún momento el rostro de Billy.

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» ¿Te gusta? ¿Te hace feliz?—No —repuso Billy.Estaba aún intentando despejar los restos del sueño, afianzarse en esta

realidad.» No, naturalmente que no.—No mientas —exclamó Lemke—. No hay necesidad. Esto te hace feliz,

naturalmente que te hace feliz.—Nada de eso me hace feliz —insistió—. Estoy harto de todo. Créeme.—No creo nada que me diga un hombre blanco de la ciudad —repuso

Lemke.Habló con una especie de genialidad horrorosa.—Pero estás enfermo, oh, sí. Piensa en eso. Estás nastan farsk, te estás

muriendo por estar delgado. Por lo tanto te he traído algo. Te hará engordar,sentirte mejor.

Sus labios se retiraron de los raigones negros de sus dientes en una espantosasonrisa.

—Pero sólo cuando alguien más lo coma.Billy se quedó mirando lo que Lemke tenía en su regazo y vio, con una

especie de deja vu, que se trataba de un pastel en un molde de aluminiodesechable. En su mente, oyó a su y o soñante decir en sueños a su mujer:

No quiero estar gordo. He decidido estar delgado. Cómetelo tú.—Pareces asustado —comentó Lemke—. Es demasiado tarde para asustarse,

hombre blanco de la ciudad.Sacó una navaja de la chaqueta y la abrió, llevando a cabo la operación con

la grave y estudiada lentitud de un anciano. La hoja era más corta que la de lanavaja de Ginelli, según vio Billy, pero parecía más afilada.

El viejo introdujo la hoja en la corteza y luego cortó a través, dejando unahendidura de unos ocho centímetros de longitud. Retiró la hoja. De la cortezacayeron unas gotas rojas. El viejo enjugó la hoja en la manga de su chaqueta,dejando allí la mancha de color rojo oscuro. Luego dobló la hoja y se guardó lanavaja. Hincó sus retorcidos pulgares en los lados opuestos de la bandeja delpastel y empujó con cuidado. La hendidura se profundizó, mostrando un fluidoviscoso en el que unas cosas negras —tal vez fresas— flotaban como grumos.Relajó los pulgares. La hendidura se cerró. Empujó de nuevo en los bordes de labandeja del pastel. La hendidura se abrió. Continuó empujando y soltandomientras hablaba. Billy se sintió incapaz de apartar la mirada.

—Así…, debes convencerte a ti mismo de que es… ¿Cómo lo llamaste? Unaprieto. Lo que le sucedió a mi Susanna ya no es tanto culpa tuy a como mía, o deella, o de Dios. Debes decirte a ti mismo que no te pueden pedir que pagues porello, que no hay culpa, dilo así. Se deslizará de ti porque tus hombros están rotos.No hay culpa, dices. Debes decírtelo a ti mismo una y otra vez. No hay culpa,

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hombre blanco de la ciudad. Todos pagan, incluso por cosas que no han hecho.No hay aprieto.

Lemke se quedó reflexivamente silencioso durante un momento. Sus pulgaresse tensaron y se relajaron, se tensaron y se relajaron. La hendidura en el pastelse abrió y se cerró.

—Porque tú no te echaste la culpa, ni tú ni tus amigos, y o hice que laasumieras. Te la clavé como un signo. Por mi querida hija muerta a la quemataste hice esto, y por su madre, y por sus hijos. Luego llegó tu amigo.Envenenó perros, disparó armas en la noche, empleó sus manos en una mujer,amenaza con echar ácido en las caras de niños. Quítalo, dice, quítalo, quítalo,quítalo. Y finalmente he dicho que bien, siempre y cuando podol enkelt, se vay ade aquí. No por lo que ha hecho, sino por lo que hará. Ese amigo tuyo está loco, yno se detendrá. Incluso mi Celina dice que ve en sus ojos que no se detendrá.« Pero nosotros tampoco nos detendremos» , dice ella, y y o digo: » Sí loharemos. Pararemos. Porque si no lo hacemos, somos unos locos como el amigodel hombre de la ciudad. Si no paramos, deberemos creer que lo que dice elhombre blanco es verdad: que Dios paga, que es un aprieto.

Tensión y relajación. Tensión y relajación. Abrir y cerrar.« Quítalo» , dice, y por lo menos no dice: « Hazlo desaparecer, haz que ya no

esté más» . Porque una maldición es en cierto sentido como un bebé.Sus oscuros pulgares se abrieron. La hendidura se ensanchó.—Nadie comprende esas cosas. Ni tampoco yo, pero sé un poco.

« Maldición» , tal es vuestra palabra, pero en romaní es mejor. Escucha:Purpurfargade ansiktet. ¿Lo conocías?

Billy movió lentamente la cabeza, pensando que la frase poseía una texturaricamente oscura.

—Significa algo así como « Niño de la noche de las flores» . Es como tenerun niño que está varsel, perdido. Los gitanos dicen que varsel siempre seencuentra debajo de azucenas o hierba mora, que florece de noche. Esta formade decir es mejor porque maldición es una cosa. Lo que tienes no es una cosa. Loque tienes es algo vivo.

—Sí —repuso Billy—. Está dentro, ¿verdad? Está dentro, comiéndome.—¿Dentro? ¿Fuera? —Lemke se encogió de hombros.—En todas partes. Esta cosa, purpurfargade ansiktet, la traes al mundo como

un bebé. Sólo que crece más de prisa que un bebé, y no puedes matarla porqueno la ves; sólo ves lo que hace.

Los pulgares se relajaron. La hendidura se cerró. Un arroyo oscuro se abriópaso a través de la suave topografía de la corteza del pastel.

» Esta maldición… tú dekent felt o gard da borg. Debes ser como un padre.¿Aún deseas desembarazarte de ella?

Billy asintió.

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—¿Sigues aún creyendo en el aprieto?—Sí.Fue sólo un graznido.El viejo gitano con la nariz macilenta sonrió. Las líneas negras de

podredumbre de su mejilla izquierda se ahondaron y oscilaron. El parque estabaahora casi vacío. El sol se hallaba cerca del horizonte. Las sombras les cubrían.De repente, la navaja se halló de nuevo en la mano de Lemke, con la hojasacada.

Va a apuñalarme —pensó soñadoramente Billy—. Me apuñalará en elcorazón y echará a correr con su pastel de fresa debajo del brazo.

—Descúbrete la mano —le dijo Lemke.Billy bajó la vista.» Sí… Donde ella te disparó.Billy quitó las grapas del vendaje elástico y, lentamente, lo desanudó. Por

debajo, su mano parecía blanca por completo, como un pez. En contraste, losbordes de la herida eran oscuras, de un rojo oscuro, color de hígado.

El mismo color que esas cosas de dentro de su pastel —pensó Billy—. Lasfresas. O lo que quiera que sea.

Y la herida había perdido su casi perfecta redondez a medida que los bordesse habían ido juntando. Ahora parecía como… Como una hendidura —pensó, consus ojos derivando hacia el pastel.

Lemke tendió a Billy la navaja.¿Cómo sé que no has untado esa hoja con curare o cianuro? o lo que sea —

pensó preguntar, pero luego no lo hizo.Ginelli tenía razón. Ginelli y la Maldición del Hombre Blanco de la Ciudad.El mango de la navaja de hueso gastado se acomodó confortablemente a su

mano.—Si quieres desembarazarte del purpurfargade ansiktet, en primer lugar

debes meterlo en el pastel… y luego dar el pastel, con el niño-maldición dentro, aalguien más. Pero debe ser pronto o regresará con el doble de poder.¿Comprendes?

—Sí —repuso Billy.—Entonces hazlo, si quieres —siguió Lemke.Sus pulgares se apretaron de nuevo. La oscura hendidura de la corteza del

pastel se abrió.Billy titubeó, pero sólo por un segundo; luego el rostro de su hija se alzó en su

mente. Por un momento la vio con toda la claridad de una buena fotografía,mirándole por encima del hombro, riéndose, con sus pompones en las manoscual grandes y ridículos frutos púrpuras y blancos.

Estás equivocado acerca del aprieto, viejo —pensó—. Heidi por Linda. Mi

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esposa por mi hija. Ese es el aprieto.Empujó la hoja de la navaja de Taduz Lemke en el agujero de su mano. La

costra se abrió con facilidad. La sangre salpicó la hendidura del pastel. Fueapenas consciente de que Lemke hablaba muy rápidamente en romaní, con susojos negros sin abandonar el blanco y macilento rostro.

Billy giró la navaja en la herida, observando mientras sus hinchados labios seapartaban y recuperaban su anterior ovalidad. Ahora la sangre surgió con may orrapidez. No sintió dolor.

—Enkelt! ¡Basta!Lemke le quitó la navaja de la mano. De repente, Billy se sintió sin fuerzas en

absoluto. Se derrumbó contra el banco del parque, sintiéndose desdichadamentenauseoso, desgraciadamente vacío, de la manera en que, se imaginó, debíasentirse una mujer que acabase de dar a luz. Luego se miró la mano y vio que lahemorragia había cesado.

No…, eso es imposible.Observó el pastel en el regazo de Lemke y vio algo más que era imposible:

sólo que esta vez la imposibilidad ocurrió ante sus ojos. Los pulgares del viejo serelajaron, la hendidura se cerró de nuevo… y entonces, simplemente, no hubohendidura. La corteza se hallaba intacta excepto dos pequeños respiraderos en elcentro exacto. Donde se encontrara la hendidura había ahora algo parecido a unzigzag rugoso en la corteza.

Se miró otra vez la mano y no vio sangre, ni costra, ni carne abierta. Laherida se había curado por completo, dejando sólo una corta cicatriz blanca, quetambién zigzagueaba, cruzando las líneas de la vida y del corazón cual si setratase de un rayo.

—Esto es tuyo, hombre blanco de la ciudad —le dijo Lemke, y colocó elpastel en el regazo de Billy.

Su primer y casi ingobernable impulso fue tirarlo, desembarazarse de él delmismo modo que se habría desprendido de una gran araña que le hubiesenarrojado al regazo. El pastel era repugnantemente cálido y parecía latir, dentrode su barata bandeja de aluminio como algo vivo.

Lemke se levantó y se quedó mirándolo.—¿Te sientes mejor? —le preguntó.Billy se percató de que, aparte lo que sentía respecto a lo que sostenía en su

regazo, era así. La debilidad había pasado. Su corazón latía con normalidad.—Un poco —repuso con cautela.Lemke asintió.—Ahora aumentarás de peso. Pero en una semana, o tal vez en dos, volverás

a retroceder. Sólo que esta vez seguirás bajando y ya no habrá modo dedetenerlo. A menos que encuentres a alguien que coma esto.

Los ojos de Lemke no titubearon.

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—¿Estás seguro?—¡Sí, si! —gritó Billy.—Lo siento un poco por ti —prosiguió Lemke—. No demasiado, sino un poco.

En un tiempo debiste ser pokol…, fuerte. Ahora tus hombros aparecen caídos.Nada es culpa tuya…, existen razones…, tienes amigos.

Sonrió sin alegría.» ¿Por qué no te comes tu propio pastel, hombre blanco de la ciudad?

Morirías, pero morirías fuerte.—Vete de aquí —le dijo Billy—. No tengo la menor idea de qué estás

hablando. Nuestro trato se ha cerrado, eso es cuanto sé.—Sí. Nuestro trato se ha cerrado.Su mirada se deslizó brevemente hasta el pastel y luego volvió al rostro de

Billy.—Ten cuidado con quién se come la comida que se supone que es para ti —le

dijo.Y se alejó. A mitad de camino de las sendas para jogging, se volvió. Fue la

última vez que Billy vio aquel rostro increíblemente anciano, increíblementecansado.

—Nada de aprieto, hombre blanco de la ciudad —le dijo Taduz Lemke—.Nunca más.

Se volvió y comenzó a alejarse.Billy permaneció sentado en el banco del parque y le observó hasta que

desapareció.Cuando Lemke desapareció en la tarde, Billy se levantó y regresó por el

camino por donde había venido. Anduvo veinte pasos antes de darse cuenta deque se había olvidado de algo. Volvió al banco, con rostro aturdido y serio, ojosopacos y recogió su pastel. Aún estaba caliente y latía, pero esas cosas leimpresionaron menos ahora. Supuso que un hombre puede acostumbrarse a todo,si le dan suficientes incentivos. Echó a andar hacia Union Street.

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Capítulo XXVCincuenta y cinco

A mitad de camino de la colina, del lugar desde donde Ginelli le había permitidoirse, vio el Nova azul aparcado junto a la acera. Y entonces supo que lamaldición había desaparecido.

Se encontraba horriblemente débil, y de vez en cuando su corazón se ledeslizaba en el pecho (como un hombre que pisa sobre algo grasiento, pensó),pero de todos modos se había ido; y ahora que había ocurrido, supo exactamentelo que Lemke había querido decir al hablar de que una maldición era una cosaviva, algo como un niño ciego e irracional que había estado dentro de él,alimentándose de él. Purpurfargade ansiktet. Y ahora se había marchado.

Pero sintió que el pastel que transportaba le palpitaba muy lentamente en lasmanos, y al bajar la vista observó que la corteza latía rítmicamente. Y la baratabandeja de aluminio del pastel conservaba su leve calor.

Está durmiendo —pensó.Y se estremeció. Se sintió como un hombre que llevase un demonio dormido.El Nova se hallaba junto a la acera elevado sobre sus ruedas traseras y con la

trompa apuntando hacia abajo. Estaban encendidas las luces de posición.—Ya ha acabado —dijo Billy, abriendo la portezuela del pasajero y entrando

—. Ya ha…Fue entonces cuando vio que Ginelli no estaba en el coche. Por lo menos, no

mucho de él. A causa de la profunda oscuridad no vio hasta unos segundosdespués que por poco se había sentado sobre la mano cortada de Ginelli. Era unpuño incorpóreo que arrastraba rojos fragmentos de sangre y reposaba en ladesgarrada funda del asiento del Nova, arrancado de la muñeca; un puñoincorpóreo lleno de coj inetes de bolilla.

—¿Dónde estás?La voz de Heidi se percibía encolerizada, asustada, cansada. Billy no quedó

particularmente sorprendido al averiguar que ya no sentía nada por aquellavoz…, ni siquiera curiosidad.

—Eso no importa —replicó—. Regreso a casa.—¡Ha visto la luz! ¡Gracias a Dios! ¡Finalmente ve la luz! ¿Volarás hasta La

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Guardia o Kennedy? Te recogeré.—Llegaré en coche —replicó Billy.Luego hizo una pausa.—Quiero que llames a Mike Houston, Heidi, y que le digas que has cambiado

de opinión sobre el res gestae.—¿El qué? Billy, ¿qué…?Pero se dio cuenta por el repentino cambio en su tono, que sabía exactamente

de qué le hablaba: era el tono asustado de un niño que ha sido atrapado robandocaramelos, y de repente perdió la paciencia con ella.

—La orden de internación involuntaria —explicó—. En el ramo a veces se lallama Mandato Loonybin. Me he hecho cargo del asunto y con gusto meinscribiré en cualquier sitio adonde quieras enviarme, a la Glassman Clinic, alNew Jersey Goat Gland Center, al Midwestern College of Acupuncture. Pero silos policías me agarran cuando regrese a Connecticut y acabo en el manicomioestatal de Norwalk, lo vas a lamentar, Heidi.

La mujer estaba llorando.—Sólo hicimos lo que pensamos que era mejor para ti, Billy. Algún día lo

comprenderás.Dentro de su cabeza, Lemke habló:No es culpa tuya… existen razones… tienes amigos.Se lo sacudió de encima, pero antes de que lo hiciese, la carne de gallina le

había trepado por los brazos y por los lados de su cuello hasta el rostro.—Simplemente… —Hizo una pausa, escuchando aquella vez a Ginelli en su

mente:Simplemente quítalo. Quítalo. William Halleck dice que lo quites.La mano. La mano en el asiento. Un grueso anillo de oro en el anular, una

piedra roja, tal vez un rubí. Un pelo fino y negro que crecía entre el segundo y eltercer nudillos. La mano de Ginelli.

Billy tragó saliva. Se escuchó un clic audible en su garganta.—Simplemente consigue que declaren ese documento nulo e inválido —le

dijo.—Muy bien —se apresuró ella a responder.Y luego volvió obsesivamente a la justificación.—Nosotros sólo… Yo sólo hice lo que pensé… Billy, estabas adelgazando

tanto…, decías semejantes locuras…—Muy bien.—Parece como si me odiases —dijo, y comenzó de nuevo a llorar.—No seas tonta —repuso, lo cual no era exactamente una negación.Ahora su voz fue más tranquila.—¿Dónde está Linda? ¿Está ahí?—No, ha regresado con Rhoda para pasar unos cuantos días… Ella… Bueno,

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se encuentra muy alterada por todo esto.Apuesto a que sí —pensó.Ya había ido antes con Rhoda, y luego vuelto a casa. Lo sabía, puesto que

había hablado con ella por teléfono. Y ahora se había ido de nuevo, y algo en lafrase de Heidi le hizo pensar que, en esta ocasión, fue idea de Lin el irse.

¿Ha averiguado que tú y el bueno del viejo Mike Houston estaban en procesode conseguir que declarasen loco a su padre, Heidi? ¿Es eso lo que ha sucedido?

Pero aquello realmente no importaba. Linda se había marchado, eso era loimportante.

Sus ojos erraron hasta el pastel, colocado encima del televisor en su cuartodel motel de Northeast Harbor.

La corteza aún latía lentamente, arriba y abajo, como un espantoso corazón.Era importante que su hija no estuviera nunca cerca de aquella cosa. Erapeligroso.

—Sería mejor para ella que se quedase allí hasta que tengamos resueltosnuestros problemas —le dijo.

En el otro extremo de la línea, Heidi prorrumpió en sonoros sollozos. Billy lepreguntó qué andaba mal.

—Tú eres el que anda mal… Pareces tan frío…—Ya me caldearé —repuso—. No te preocupes.Se produjo un momento en que oyó cómo contenía los sollozos e intentaba

dominarse. Aguardó a que esto sucediese, pero sin paciencia o impaciencia;realmente no sentía nada en absoluto. Aquella descarga de horror que habíabarrido todo su ser al percatarse de que la cosa que se hallaba en el asiento era lamano de Ginelli, aquélla fue, realmente, la última emoción fuerte que sintieraesta noche. Excepto, naturalmente, el raro ataque de risa que le acometió unpoco después.

—¿En qué estado te encuentras? —preguntó ella al fin.—Ha habido alguna mejora. Ya estoy en los cincuenta y tres.La mujer se quedó sin aliento.—¡Eso son tres kilos menos de peso que cuando te marchaste!—Pero son también tres kilos más que cuando me pesé ay er por la mañana

—exclamó con ánimo.—Billy… Deseo que sepas que podemos arreglarlo todo. De veras que

podemos. Lo más importante es que te pongas bien, y entonces hablaremos. Sihemos de hablar con alguien más…, con alguien como un consejeromatrimonial…, pues bien, y o estoy de acuerdo, si tú lo estás. Es simplemente quenosotros…, que nosotros…

Oh, Dios, está a punto de comenzar a berrear de nuevo —pensó.Y permaneció conmocionado y divertido, ambas cosas de forma muy fugaz,

ante su propia malignidad. Y luego su mujer dijo algo que le alcanzó como algo

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particularmente conmovedor y, por un momento, tuvo de nuevo cierta sensaciónde la vieja Heidi…, y con ello del antiguo Billy Halleck.

—Dejaré de fumar, si quieres —le dijo.Billy se quedó mirando al pastel encima del televisor. Su corteza latía con

lentitud. Arriba y abajo, arriba y abajo. Pensó en lo oscuro que era cuando elgitano trazó en él la hendidura. En aquella masa abierta debían existir todos losinfortunios físicos de la Humanidad o sólo fresas. Pensó en su sangre, vertiéndosepor la herida de su mano en el pastel. Pensó en Ginelli. El momento de calidezdesapareció.

—Será mejor que no —le dijo—. Cuando uno deja de fumar, engorda…

Más tarde, se encontró tumbado en la cama sin deshacer con las manos cruzadasen la nuca, mirando a la oscuridad. Era la una menos cuarto de la madrugada,pero nunca había deseado menos dormir. Fue sólo entonces, en la oscuridad,cuando volvieron a él algunos recuerdos desarticulados del tiempo transcurridoentre el hallazgo de la mano de Ginelli encima del asiento del Nova y elencontrarse en esa habitación y telefoneando a su mujer.

No se percibía el menor ruido en la oscurecida habitación.No.Pero si lo había. Un sonido semejante a la respiración.No, es tu imaginación.Pero no se trataba de su imaginación; eso eran las interpretaciones de Heidi,

no de William Halleck. Sabía mucho más como para creer que sólo se trataba desu imaginación. Si no lo había hecho antes, lo hacía ahora. La corteza se movió,como una cáscara de piel blanca sobre una carne viva; e incluso ahora, seis horasdespués de que Lemke se lo diese, sabía que si tocaba la bandeja de aluminionotaría su calor.

—Purpurfargade ansiktet —murmuró en la oscuridad.Y el sonido fue como un encantamiento.

Cuando vio la mano, fue lo único que vio. Cuando se dio cuenta medio segundodespués de lo que estaba mirando, gritó y se apartó de la misma. El movimientooriginó que la mano se bambolease primero hacia un lado y luego hacia otro:pareció como si Billy hubiese preguntado cómo era y le estuviese respondiendocon un ademán de comme ci, comme ça. Dos de los coj inetes de bolillas sedeslizaron y rodaron por el hueco entre el asiento y el respaldo.

Billy gritó de nuevo, con las palmas apretadas contra el saliente de sumandíbula debajo del mentón, con las uñas oprimidas contra su labio inferior ylos ojos húmedos y abiertos de par en par. Su corazón comenzó un prolongado y

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débil clamor en su pecho, y se percató de que el pastel se estaba volcando haciala derecha. Se hallaba en un tris de caer al suelo del Nova y hacerse pedazos.

Lo enderezó. La arritmia en su pecho se calmó; pudo respirar de nuevo. Y lafrialdad que más tarde notaría Heidi en su voz comenzaría a apoderarse de él.Ginelli, probablemente, estaría muerto; no, pensó a continuación, nada deprobablemente… ¿Qué había dicho?

Si me llega a ver antes que yo a ella, William, no podré nunca más volverme aponer la camisa…

Dilo, pues, en voz alta.No, no quiso hacer esto. No quiso hacerlo y no quería tampoco mirar de

nuevo la mano. Pero hizo ambas cosas.—Ginelli ha muerto —dijo.Hizo una pausa y luego prosiguió, puesto que eso parecía poner las cosas un

poco mejor:—Ginelli ha muerto y no hay nada que quepa hacer al respecto. Excepto salir

pitando de aquí antes de que un poli…Miró la columna de dirección y observó que la llave estaba puesta en posición

de encendido. El llavero, que mostraba una foto de Olivia Newton John en untafilete de sombrero, pendía de un trozo de cuero sin curtir. Supuso que la chica,Gina, habría introducido la llave de encendido al dejar la mano; se había hechocargo de Ginelli, pero no había querido romper cualesquiera promesas que subisabuelo hubiese hecho al amigo de Ginelli, el fabuloso hombre blanco de laciudad. La llave era para él. De repente, se imaginó que Ginelli había sacado unallave de coche del bolsillo de un hombre muerto; ahora, la chica seguramentehabría hecho lo mismo. Pero aquel pensamiento no le heló la sangre.

Su mente estaba ahora muy fría. Y dio por bien venida esta frialdad.Salió del Nova, colocó con cuidado el pastel en el suelo, dio la vuelta hasta el

asiento del conductor y entró en el vehículo. Cuando se sentó, la mano de Ginellihizo de nuevo aquel ademán espantoso de vaivén. Billy abrió la guantera yencontró un mapa muy antiguo del interior de Maine. Lo desplegó y lo pusosobre la mano. Luego encendió el motor del Nova y avanzó por Union Street.

Llevaba casi cinco minutos conduciendo cuando se dio cuenta de que iba endirección equivocada, hacia el oeste en vez de hacia el este. Pero fue entoncescuando vio los arcos dorados de MacDonald’s por delante, en la tranquilizadorahora del crepúsculo. Su estómago le gruñó. Billy giró y se detuvo en elintercomunicador de la entrada de coches.

—Bien venido a MacDonald’s —resonó la voz de dentro del altavoz—. ¿Puedotomar su pedido?

—Sí, por favor… Me gustarían tres hamburguesas, dos paquetes grandes depapas fritas y un batido de café con leche.

Exactamente como en los viejos tiempos —pensó, y sonrió—. Mételo todo en

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el coche, desembarázate de los desperdicios y no se lo digas a Heidi al llegar acasa…

—¿Le gustaría algún postre con todo eso?—Claro que sí. Un pastel de cerezas.Miró el mapa desplegado que tenía a su lado. Estaba seguro de que el

pequeño bulto situado exactamente al oeste de Augusta era el anillo de Ginelli.Una oleada de debilidad le atravesó. « Y una caja de pastelillos MacDonaldlandpara mi amigo» dijo, y se echó a reír.

La voz le repitió el encargo y luego concluyó:—Su pedido se le servirá en la seiscientos noventa, señor. Ya puede entrar con

el coche.—Puedes estar seguro —replicó Billy —. Eso es todo, ¿verdad? Sólo entrar

aquí en coche y tratar de recoger tu encargo.Se echa de nuevo a reír. Se sentía muy bien, y al mismo tiempo con leves

ganas de vomitar.La muchacha le tendió dos calientes bolsas blancas a través de la ventanilla.

Billy pagó, recibió el vuelto y siguió conduciendo. Se detuvo al final del edificio ytomó el viejo mapa de carreteras con la mano dentro; dobló por debajo el mapa,alargó la mano por la ventanilla abierta y lo depositó en un cubo de basuras. En loalto del tacho, un Ronald Reagan de plástico bailoteaba con una mueca deplástico. Escrito en la puerta de vaivén del cubo de basura aparecían las palabras:DEPOSITE LOS DESPERDICIOS EN ESTE LUGAR.

—Esto es lo que lo significa todo —murmuró.Se estaba frotando la mano en la pierna y riendo.—Sólo intentar meter los desperdicios en este lugar… dejarlos aquí.Esta vez giró hacia el este en Union Street, encaminándose en dirección a Bar

Harbor. Seguía riendo. Durante un rato pensó que nunca podría parar, queseguiría riendo así hasta el día de su muerte.

Dado que alguien podría haberle visto dando al Nova, lo que un colegaabogado de Billy llamó en una ocasión « un masaje de huellas digitales» , si lohubiera hecho en un lugar relativamente público —en el patio del Motor Inn deBar Harbor, por ejemplo—. Billy se detuvo en una área de descanso, desierta, alborde de la carretera a unos sesenta kilómetros de Bangor para hacer estetrabajo. No le interesaba que le relacionasen con este coche de ninguna manera,si podía evitarlo. Salió, se quitó la chaqueta deportiva, la plegó y luego limpiócada superficie que recordaba haber tocado y cada una que podría haber tocado.

La luz de « No hay plazas» estaba encendida delante del despacho del motel,y sólo se veía vacío un espacio de aparcamiento por lo que Billy pudo ver. Estabadelante de una unidad a oscuras, y tuvo pocas dudas respecto de que miraba elcuarto de John Tree.

Metió el Nova en aquel espacio, se sacó el pañuelo y limpió tanto el volante

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como la palanca de cambios. Recogió el pastel. Abrió la puerta y limpió lamanecilla del interior. Se metió el pañuelo en el bolsillo, salió del coche y empleóel trasero para cerrar la puerta. Luego miró a su alrededor. Una madre deaspecto cansado peleando con un niño que parecía incluso más cansado que ella;dos ancianos se hallaban de pie fuera de la oficina, hablando. No vio a nadie másy sintió que nadie le observaba. Oyó los televisores dentro de los cuartos delmotel y, desde la ciudad, llegaba el estruendo del rock mientras los habitantes deverano de Bar Harbor se preparaban animadamente para la fiesta.

Billy cruzó el antepatio, se dirigió al centro de la ciudad y guió sus oídos por elsonido de la orquesta roquera más ruidosa. El bar se llamaba Salty Dog y, tal ycomo Billy había esperado, había taxis —tres de ellos, aguardando a los lisiados ylos borrachos— esperando afuera. Billy habló con uno de los taxistas y porquince dólares el mismo se mostró encantado de llevar a Billy hasta NortheastHarbor.

—Veo que ha conseguido su comida —le dijo el taxista al entrar Billy en elvehículo.

—O la de alguien —replicó Billy y se echó a reír—. Porque eso es lo únicoimportante, ¿verdad? Simplemente asegurarse de que alguien recibe su almuerzo.

El taxista le miró durante un momento con expresión dudosa por el espejoretrovisor, y luego se encogió de hombros.

—Signifique eso lo que signifique, amigo mío, en realidad pagará la tarifa…Media hora después de esto estaba hablando por teléfono con Heidi.

Ahora se hallaba tumbado aquí y escuchó cómo algo respiraba en la oscuridad,algo que parecía un pastel pero que, realmente, era un niño, que él y el ancianohabían creado juntos.

Gina —pensó casi al azar—. ¿Dónde está? «No la lastimes», le había dicho aGinelli. Pero creo que si le pudiera echar la mano encima, sería yo mismo el quela castigaría…, la heriría por completo, por lo que le hizo a Richard. ¿La mano deella? Dejaría a aquel viejo su cabeza… Le llenaría la boca de bolas de cojinete yle dejaría la cabeza. Y ésa es la razón de que sea una buena cosa que no le echelas manos encima, porque nadie sabe exactamente cómo empiezan las cosas deesta clase; discuten acerca de algo y, finalmente, sueltan la verdad, aunque éstasea inconveniente, pero todo el mundo sabe cómo siguen; ellos dan un golpe,nosotros dos… ellos disparan en un aeropuerto, por lo que nosotros volamos unaescuela… y la sangre corre por las cunetas. Porque esto es lo realmenteimportante, ¿verdad? La sangre en las cuentas. Sangre…

Billy durmió sin saber que dormía; sus sueños, simplemente, emergieron enuna serie de ensoñaciones fantasmales y retorcidas. En algunas de ellas matabay en otras era matado, pero en todos los sueños algo respiraba y latía, pero nunca

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pudo ver ese algo porque se hallaba dentro de él.

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Capítulo XXVICincuenta y siete

LA MUERTE MISTERIOSA PUEDE HABER SIDOUN AJUSTE DE CUENTAS ENTRE BANDAS

Un hombre fue hallado anoche muerto a tiros en un sótano de un edificiode apartamentos de Union Street, ha sido identificado como una figura delmundo de las pandillas de la ciudad de Nueva York. Richard Ginelli,conocido como «Richie el Martillo» en los círculos de los bajos fondos,había sido procesado tres veces por extorsión, tráfico y venta de drogasilegales y asesinato por las autoridades del Estado de Nueva York yfederales. Una investigación combinada estatal y federal en el asuntoGinelli fue abandonada en el año 1981, a continuación de las muertesviolentas de varios testigos del ministerio fiscal.

Una fuente cercana a la oficina del fiscal general del Estado de Mainedeclaró anoche que la idea de un presunto «ajuste de cuentas entrebandas» se había presentado una vez que se supo la identidad de lavíctima, y dadas las circunstancias peculiares del asesinato. Según estafuente, una de las manos de Ginelli había sido cortada y la palabra «cerdo»aparecía escrita con sangre en la frente.

Al parecer, a Ginelli le dispararon con un arma de gran calibre pero,hasta ahora, los funcionarios especializados en balística de la Policíaestatal han declinado hacer públicas sus averiguaciones, lo que un agentede la Policía del Estado calificó «como algo fuera de lo corriente».

Este relato figuraba en primera página del Daily News de Bangor, que BillyHalleck había comprado aquella mañana. Lo escudriñó de arriba abajo, miró lafotografía del edificio de apartamentos en que habían encontrado a su amigo,luego enrolló el periódico y lo metió en una papelera con el escudo del Estado deConnecticut a un lado y la inscripción de DEPOSITE EN ESTE LUGAR LOSDESPERDICIOS en la puerta metálica de vaivén.

—Esto es todo —musitó.

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—¿Qué, señor?Se trataba de una niñita de unos seis años con cintas en el cabello y un olor a

chocolate seco en el mentón. Estaba paseando a su perro.—Nada —dijo Billy, y le sonrió.—¡Marcy ! —gritó ansiosamente la madre de la niñita—. ¡Ven aquí!—Bueno, adiós —dijo Marcy.—Adiós, querida.Billy la observó volver hacia su madre, con el pequeño caniche blanco

trotando delante de ella en su correa, repiqueteando sus uñas. La niña no habráhecho más que llegar junto a su madre cuando comenzó la reprimenda; Billy losintió por la niña, que le había recordado a Linda cuando tenía más o menos seisaños, pero aquello también le alentó. Una cosa era que la balanza le dijese quehabía recuperado cinco kilos; pero otra cosa —y mejor— era que alguien lehubiese tratado de nuevo como a una persona normal, aunque esta personaresultara ser una niñita de seis años que hacía trotar al perrito de la familia en unárea de descanso de la autopista de peaje…, una niñita que, probablemente,pensaría que había montones de gente en el mundo que parecían grúas andantes.

Había pasado el día anterior en Northeast Harbor, no tanto descansando comotratando de recuperar cierto sentido de cordura. Podía sentir que regresaba…,pero luego miraba al pastel situado encima del televisor en su barata bandeja dealuminio y se deslizaba de nuevo.

Al anochecer lo puso en el baúl de su coche, y aquello le hizo sentirse algomejor.

Después de oscurecer, cuando aquel sentido de cordura y su propia yprofunda soledad habían parecido más fuertes, encontró su maltrecha agenda dedirecciones y llamó a Rhoda Simonson en Westchester County. Al cabo de unosmomentos hablaba con Linda, que se mostró tremendamente alegre de saberalgo de él. Se había enterado incluso del asunto del res gestae: la cadena deacontecimientos que llevaron al descubrimiento, según Billy pudo (o deseóhacerlo) seguirla, resultó tan sórdida como parecía previsible. Mike Houston se locontó a su mujer. Su esposa se lo dijo a su hija mayor, probablemente borracha.Linda y la chica de Houston habían sido íntimas el invierno anterior, y SamanthaHouston se apresuró a contarle a Linda que su querida vieja mamá intentaba quea su querido viejo papá le internasen en una fábrica de tej ido de cestos.

—¿Y qué le dij iste? —preguntó Billy.—Le dije que se metiese el palo de un paraguas en el culo —replicó Linda.Y Billy se echó a reír hasta que las lágrimas le brotaron de los ojos…, pero

parte de él se sintió también triste. Había estado fuera menos de tres semanas, ysu hija parecía haber crecido tres años.

Linda se dirigió en línea recta a casa para preguntarle a Heidi si lo queSamantha Houston había dicho era verdad.

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—¿Y qué sucedió? —inquirió Billy.—Tuvimos una espantosa pelea, y luego le dije que deseaba regresar con tía

Rhoda, y me contestó que sí, que tal vez no se tratara de una mala idea.Billy hizo una pausa durante un momento y luego continuó:—No sé si necesitas que te diga esto o no, Lin, pero no estoy loco.—Oh, papá, ya lo sé —respondió la chica casi en son de reprimenda.—Y me voy encontrando mejor. Ganando peso.La chica chilló tan fuerte que tuvo que apartarse el teléfono del oído.—¿De veras? ¿Es verdad?—Pues sí, de veras…—¡Oh, papi, eso es grande! Es… ¿Me estás diciendo la verdad? ¿De veras es

así?—Palabra de boy scout —le contestó, sonriendo.—¿Cuándo regresas a casa? —quiso saber.Y Billy, que esperaba irse al día siguiente de Northeast Harbor y entrar por la

puerta principal de su propia casa no mucho después de las diez del día siguientepor la noche, respondió:

—Aún tardaré una semana más o menos, cariño. Primero quiero aumentarun poco más de peso. Aún sigo pareciendo, alrededor de los cuarenta y cincokilos.

—Oh —replicó Linda, un tanto desinflada—. Oh, está bien…—Pero cuando vuelva te llamaré a tiempo para que llegues por menos, seis

horas antes que yo —prosiguió—. Podrás hacer otra lasaña, como cuandoregresamos de Mohonk, y engordar un poco más.

—¡Mierda! —dijo riendo y luego, inmediatamente, añadió—: ¡Hurra! Losiento, papá…

—Olvídalo —replicó—. Mientras tanto, debes quedarte ahí en casa de Rhoda,querida. No quiero que haya más discusiones entre tú y mamá.

—De todos modos, tampoco deseo regresar hasta que lo hagas tú —leexplicó.

Y Billy percibió una gran firmeza en su voz. ¿Había sentido Heidi en Lindaaquella sensación de firmeza propia de un adulto? Sospechaba que así fue, o porlo menos aquello tenía algo que ver con su desesperación por teléfono la nocheanterior.

Le dijo a Linda que la quería mucho, y colgó. El sueño se le presentó conmayor facilidad aquella segunda noche, pero los sueños fueron desagradables.En uno de ellos escuchaba a Ginelli en el baúl de su coche, gritando que ledejasen salir. Pero cuando abrió el baúl, no se trataba de Ginelli sino de un niñitodesnudo y ensangrentado con los ojos sin edad de Taduz Lemke y un aro de oroen uno de los lóbulos de la oreja. El niñito tendió las manos manchadas de sangreseca hacia Billy. Sonrió y sus dientes eran agujas de plata.

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Purpurfargade ansiktet —dijo con una voz gimiente, monstruosa, inhumana, yBilly se despertó temblando, en la fría y gris alba de la zona costera atlántica.

Pagó la cuenta veinte minutos después y se encaminó de nuevo hacia el sur.Se detuvo a las ocho menos cuarto para encargar un buen desay uno campesino,aunque luego no pudo comer casi nada del mismo, en cuanto abrió el periódicoque comprara en el puesto de venta automática de enfrente.

Sin embargo, no interfirió en mi almuerzo —pensó ahora al regresar al cochealquilado—. Porque el volver a ganar otra vez peso es lo que realmente importa.

El pastel estaba en el asiento contiguo, pulsante, caliente. Le echó un vistazo,luego dio vuelta a la llave para poner el coche en marcha y retrocedió para salirdel hueco del aparcamiento. Se percató de que se encontraría en casa en menosde una hora y sintió una extraña y desagradable emoción. Pasaron treintakilómetros antes de que se percatase de qué se trataba: de excitación.

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Capítulo XXVIIIPastel gitano

Estacionó el coche de alquiler en la entrada de vehículos detrás de su propioBuick, tomó el bolso que había sido su único equipaje y comenzó a cruzar elcésped. La casa blanca con sus brillantes persianas verdes, siempre un símbolode comodidad, bienestar y seguridad para él, parecía ahora extraña, tan extrañacomo si fuese en realidad casi alienante.

El hombre blanco de la ciudad vive ahí —pensó—, pero no estoy seguro deque, a fin de cuentas, haya regresado a casa: este tipo que cruza el césped sesiente más como un gitano. Un gitano verdaderamente delgado.

La puerta principal, flanqueada por dos gráciles lámparas eléctricas, se abrió,y Heidi salió al escalón superior. Llevaba una falda roja y una blusa blanca sinmangas que Billy no recordaba haberle visto antes. También tenía el cabello muycorto y, durante un conmocionante momento, pensó que no se trataba en absolutode Heidi, sino de un desconocida que se le parecía un poco.

Ella le miró, con el rostro demasiado pálido, los ojos harto oscuros, labiostemblorosos.

—¿Billy?—Soy yo —replicó, y se detuvo donde se encontraba.Se quedaron allí mirándose mutuamente; Heidi con una especie de miserable

esperanza en su cara, Billy con lo que sentía como carencia de expresión en lasuya; sin embargo alguna debería tener, puesto que, al cabo de un momento, ellaestalló en un:

—¡Por Dios, Billy ! ¡No me mires así! ¡No puedo soportarlo!Notó que una sonrisa le afloraba al rostro; por dentro se sintió como si algo

muerto flotase encima de un lago inmóvil, pero debía de ser algo correcto puesHeidi le respondió con una sonrisa tímida y temblorosa. Las lágrimascomenzaron a derramarse por sus mejillas.

Oh, siempre lloras con facilidad. Heidi —pensó.La mujer comenzó a descender los escalones. Billy dejó caer el bolso y

anduvo hacia ella, percibiendo la muerta sonrisa en su propio rostro.—¿Qué hay para comer? —preguntó—. Estoy muerto del hambre.

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Le hizo una comida gigante: lomo, ensalada, una papa al horno casi tan grandecomo un torpedo, chauchas, arándanos con crema de postre. Billy se lo comiótodo. Aunque ella no llegara a decírselo, cada movimiento, cada gesto y cadamirada que le dirigía transmitían el mismo mensaje:

Dame una segunda oportunidad, Billy… Por favor, concédeme una segundaoportunidad…

En cierto modo, pensó que aquello era en extremo divertido: divertido de unaforma que el viejo gitano hubiera incluso apreciado. Su mujer había cambiadode negarse a aceptar cualquier culpabilidad a aceptarla toda.

Y, poco a poco, a medida que se aproximó la medianoche, sintió algo más ensus ademanes y movimientos: alivio. Notó que estaba siendo perdonada. Aquellose cuadraba muy bien con Billy, porque el que Heidi pensara que era perdonadaconstituía asimismo todo el asunto.

Se sentó delante de él, observándolo comer, tocando ocasionalmente sudesvaído rostro, y fumando un Newport Red detrás de otro mientras él hablaba.Le contó cómo había perseguido a los gitanos por la costa; cómo consiguió lasfotografías por parte de Kirk Penschley ; cómo, finalmente, atrapó a los gitanosen Bar Harbor.

A partir de aquel momento, la verdad y Billy Halleck dejaron de sercompañeros.

La dramática confrontación que a un tiempo había esperado y temido, no seefectuó del modo que esperaban, le dijo a Heidi. Para empezar, el viejo se habíareído de él. Todos se rieron.

» Si te hubiera maldecido, ya estarías ahora bajo tierra —le dijo el viejogitano—. Crees que somos magos, todos los hombres blancos de la ciudad creenque somos magos. Si fuésemos magos, ¿iríamos por ahí en viejos coches ycamionetas con silenciadores y tubos de escape sujetos con alambres? Sifuésemos magos, ¿dormiríamos en los campos? Esto no es un número de magia,hombre blanco de la ciudad: no es otra cosa que una feria ambulante. Hacemosnegocios con tipos que tienen dinero y bolsillos agujereados, y luego nos vamos.Y ahora, sal de aquí antes de que lance sobre ti a algunos de esos jóvenes. Ellosconocen una maldición: se llama la Maldición de los Nudillos de Hierro."

—¿Así realmente te llamó? ¿Hombre blanco de la ciudad?Billy le sonrió.—Sí. Así realmente me llamó.Le contó a Heidi que había regresado a su cuarto del motel y, simplemente,

se quedó allí durante los siguientes dos días, demasiado hondamente deprimidocomo para hacer otra cosa que picotear la comida. Al tercer día —hacía tresjornadas— se subió a la balanza del cuarto de baño y vio que había ganado un

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kilo y medio, a pesar de lo poco que comía.—Pero cuando pensé más al respecto, sentí que no era más extraño que

comerme todo lo que estuviese en la mesa y comprobar que había perdido kilo ymedio —comentó—. Y el tener aquella idea fue lo que, al fin, me sacó de laesclavitud mental en la que me había sumido. Pasé otro día en aquella habitaciónde motel realizando los más difíciles pensamientos de mi vida. Comencé apercatarme de que, a fin de cuentas, podía haber estado en lo cierto en laGlassman Clinic. Incluso Michael Houston pudo tener, en parte, razón, por muchoque me disguste ese desgraciado.

—Billy…Su mujer le tocó el brazo.—No temas —continuó—. No le pegaré cuando le vea.Más bien le ofreceré un trozo de pastel —pensó.Y se echó a reír.—¿Puedo compartir el chiste?La mujer le dirigió una intrigada sonrisita.—No es nada —repuso—. De todos modos, el problema fue que Houston, que

aquellos tipos de la Glassman Clinic, incluso tú, Heidi, estaban tratando demeterme todo eso a la fuerza. Forzándome a aceptar la verdad. Simplemente,tenía que pensar en ello por mí mismo. Una simple reacción de culpabilidad,más, supongo, una combinación de imaginaciones paranoicas y un auténticoautoengaño. Pero, al final, Heidi, yo tenía también en parte razón. Tal vez portodas esas motivaciones equivocadas, pero en parte tenía razón dije que debíaverlo de nuevo, y ése fue el truco. Aunque no de la forma esperada, Era máspequeño de lo que recordaba, llevaba un reloj barato, y tenía acento de Brooklyn.Me parece que fue eso sobre todo lo que deshizo el espej ismo. Fue algo parecidoa escuchar a Tony Curtís decir: «Ete ez el palasio demi jodio papi», en unapelícula sobre el Imperio árabe. Por lo tanto, descolgué el teléfono y … En elsalón, el reloj de la repisa de la chimenea comenzó a tintinear musicalmente.

—Es medianoche —prosiguió—. Vayámonos a la cama. Te ayudaré a meterlos platos en la máquina.

—No, puedo hacerlo yo —respondió ella.Y luego deslizó los brazos en torno de él.—Estoy contenta de que hayas vuelto a casa, Billy. Ve arriba. Debes de estar

agotado…—Estoy bien —replicó—. Simplemente…De repente hizo chascar los dedos con el aspecto de un hombre que acaba de

recordar algo.—Casi lo olvidaba —siguió—. He dejado una cosa en el coche…—¿De qué se trata? ¿No puede aguardar hasta mañana?—Sí, pero debería meterlo en casa.

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Le sonrió.—Es para ti…Salió, con el corazón martillándole con fuerza en el pecho. Se le cay eron las

llaves del coche en el camino de vehículos, se golpeó la cabeza contra un lateraldel auto en su ansia por recogerlas. Sus manos le temblaban tanto que, alprincipio, no pudo meter la llave en la cerradura del baúl.

¿Qué pasará sí aún está palpitando arriba y abajo? —lloriqueó su mente—.Cristo bendito, se pondrá a gritar cuando lo vea…

Abrió el baúl y, cuando no vio nada dentro, excepto el gato y la rueda derepuesto, el que estuvo a punto de gritar fue él mismo. Luego recordó: estaba enel lado del pasajero del asiento delantero. Cerró con fuerza el baúl y dio la vueltaal coche rápidamente. El pastel estaba allí y la corteza se veía perfectamenteinmóvil, como, realmente, había sabido que ocurriría.

De repente, las manos dejaron de temblarle.Heidi estaba de nuevo de pie en el porche, observándole. Regresó hacia ella y

le colocó el pastel en las manos. Billy aún sonreía.Traigo el pedido de la tienda —pensó.Y el entregar cosas era, sin embargo, la otra de las cosas importantes. Se le

ensanchó la sonrisa.—Voilá! —dijo.—¡Huy !Su mujer se inclinó hacia el pastel y olió.—¡Pastel de fresas…, mi favorito!—Lo sé —repuso Billy, sonriente.—¡Y aún está caliente! ¡Gracias!—Salí de la autopista, en Stratford para poner gasolina y la Ay uda Parroquial

o algo parecido, tenía un puesto de venta de pasteles en el césped de la iglesia queestaba exactamente enfrente —explicó—. Y pensé que… podías salir a la puertacon… un palo de amasar o algo parecido… Tenía que traer un regalo de paz…

—Oh, Billy…Estaba empezando a llorar otra vez. Le dio un impulsivo apretón con un solo

brazo, sosteniendo el pastel en equilibrio con los dedos abiertos de la otra mano,de la forma como un camarero mantiene en equilibrio una bandeja. Cuando lebesó el pastel se inclinó. Billy sintió que su corazón también se le inclinaba en elpecho y adoptaba un ritmo enloquecido.

—¡Cuidado! —jadeó.Y sujetó el pastel en el momento en que comenzaba a deslizarse.—Dios mío, qué torpe soy —dijo ella, echándose a reír y enjugándose los

ojos con un pico del delantal que se había puesto—. Me traes mi clase favorita depastel y casi lo dejo caer sobre tu…

Se derrumbó por completo, inclinándose contra su pecho, sollozando. Él le

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acarició su corto cabello con una mano, mientras seguía aguantando el pastel enla palma de la otra, separado prudentemente del cuerpo de ella por si realizabaalgún súbito movimiento.

—Billy, estoy tan contenta de que te encuentres en casa —sollozó—. ¿Meprometes no odiarme por lo que te hice? ¿Me lo prometes?

—Te lo prometo —le dijo gentilmente, acariciándole el cabello.Tiene razón —pensó—. Aún está caliente.—Vay amos dentro, ¿eh?En la cocina, Heidi puso el pastel en el mostrador y volvió a la pileta.—¿Te comerás un trozo? —le preguntó Billy.—Tal vez cuando termine esto —le contestó—. Come tú si quieres.—¿Después de la cena que me he metido entre pecho y espalda? —preguntó.Y se echó a reír.—Durante algún tiempo necesitarás todas las calorías que puedas encontrar.—Pues éste simplemente es un caso en que ya no hay más sitio en la taberna

—repuso—. ¿Quieres que seque?—Quiero que subas y que te metas en la cama —le contestó—. En seguida

estoy contigo.—Muy bien.Salió sin mirar atrás, sabiendo que sería más probable que cortase un trozo de

pastel si él no estaba allí. Pero probablemente no lo haría, esta noche no. Estanoche querría irse a la cama con él…, incluso tal vez desearía hacer el amor conél. Pero pensó que y a sabía cómo desalentarla. Simplemente se metería en lacama desnudo… Cuando ella le viera…

En lo que se refería al pastel…—« Pamplinas, dijo Scarlett. Me comeré el pastel mañana. Mañana será otro

día…»Se echó a reír ante el sonido de su propia voz alicaída. Para entonces se

encontraba y a en el cuarto de baño, subido a la balanza. Alzó la mirada al espejoy vio en él los ojos de Ginelli.

La balanza le dijo que estaba ya aproximándose de nuevo a los sesenta, pero nose sintió feliz. No sentía nada en absoluto, excepto cansancio. Estabaincreíblemente cansado. Anduvo por el pasillo, que ahora le parecía tan raro ypoco familiar, y se metió en el dormitorio. Tropezó con algo en la oscuridad ycasi se cay ó. Su mujer había cambiado al parecer algunos de los muebles. Sehabía cortado el pelo, comprado una blusa nueva, y dispuesto de nuevo lasposiciones del butacón y de la más pequeña de las dos cómodas del dormitorio:esto era sólo el principio de lo extraño que ahora resultaba todo allí. Se habíaproducido mientras él estaba fuera, como si, a fin de cuentas, Heidi hubiese sido

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también maldecida, aunque de una forma mucho más sutil. ¿Era aquello una idearealmente tonta? Billy no lo creía así. Linda había notado también aquello tanraro y había huido.

Lentamente comenzó a desnudarse.Se tumbó en la cama aguardando a que Heidi subiese, escuchando unos

ruidos que, aunque débiles, resultaban lo suficientemente familiares como paracontarle toda una historia. El cruj ido de la puerta de arriba de la alacena —la dela izquierda donde guardaba los platitos de postre— al abrirse. El repiqueteo de uncajón el clic sutil de los útiles de cocina mientras la mujer seleccionaba uncuchillo.

Billy se quedó mirando a la oscuridad, con el corazón latiéndole con fuerza.El sonido de sus pasos al cruzar de nuevo la cocina: se acercaba a la mesada

donde había dejado el pastel. Escuchó cruj ir las tablas en mitad del suelo de lacocina al pasar por encima del mismo, como había venido haciendo duranteaños.

¿Qué le hará? A mí me hizo adelgazar. Volvió a Cary una especie de animaldel que después de muerto te podrías haber hecho un par de zapatos. A Hopley leconvirtió en una pizza humana. ¿Y qué le hará a ella?

La tablilla en medio del suelo cruj ió de nuevo cuando Heidi cruzó otra vez lacocina: podía verla, con el platillo sostenido en su mano derecha y los cigarrillosy las cerillas en la izquierda. Podía ver el trozo de pastel. Las fresas, el charquitodel jugo rojo.

Escuchó para percibir el débil gemido de las bisagras de la puerta delcomedor, pero no se produjo. Aquello realmente no le sorprendió. Estaba de pieal lado de la mesada, mirando hacia el patio trasero y comiéndose el pastel consus rápidos y económicos mordiscos a lo Heidi. Una antigua costumbre. Casipodía oír el tenedor rascar en el platito.

Se percató de que divagaba.¿Me voy a dormir? No…, imposible… Es imposible que alguien se quede

dormido durante la comisión de un asesinato.Pero así era. Aguardaba oír de nuevo el ruido de la tablilla en mitad de la

cocina; la oiría al cruzar la cocina hacia el fregadero. Correr el agua cuandoenjuagase el platito. El ruido al atravesar todas las habitaciones, ajustar lostermostatos, apagar las luces y controlar las luces de alarma contra los ladronesal lado de las puertas: todos los rituales de unos tipos blancos de la ciudad.

Yacía en la cama esperando oír el ruido de la tabla del suelo, y luego seencontraba sentado a su escritorio en su estudio, en la ciudad de Big Jubilee,Arizona, donde llevaba ejerciendo la carrera de derecho seis años. Era así desencillo. Vivía allí con su hija y ejercía el derecho de aquella clase que llamaba

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« mierda empresarial» para llevar la comida a la mesa; el resto no era más queasuntos de Ayuda Legal a la Sociedad. Vivían unas existencias simples. Los viejostiempos —garaje para dos coches, jardinero tres días a la semana, impuestossobre la propiedad de cinco mil dólares al año— habían desaparecido. No losechaba de menos y no creía que Lin los añorara tampoco. Ejercía el derechoque se hacía en la ciudad, o a veces en Yuma o Phoenix, pero aquello apenas erabastante, y vivían lo suficientemente lejos de Jube para percibir la sensación dela tierra que les rodeaba. Linda iría al college el año próximo, y él tendría quetrasladarse… Pero no, le había dicho a la chica, a menos que la soledadempezara a abrumarle, y no creía que eso ocurriera.

Habían conseguido una buena vida, y eso resultaba estupendo, eso iba comoanillo al dedo, porque una buena vida para ti y para los tuyos es lo másimportante de todo.

Llamaron a la puerta de su estudio. Se apartó del escritorio, se volvió y Lindaestaba allí de pie, y la nariz de Linda había desaparecido. No, desaparecido no.Estaba en su mano derecha en vez de en la cara. La sangre manaba del oscuroagujero encima de su boca.

No lo comprendo, papá —dijo en una voz nasal y como de sirena—.Simplemente, se me ha caído.

Se despertó con una sacudida, batiendo el aire con los brazos, tratando deeliminar aquella visión. A su lado, Heidi gruñó en sueños, se volvió hacia su ladoizquierdo y se subió el cobertor hasta la cabeza.

Poco a poco la realidad fluyó de nuevo por él. Estaba otra vez en Fairview. Labrillante luz de primeras horas de la mañana caían a través de la ventana. Miró alotro lado del cuarto vio en el reloj digital de la cómoda que eran las seis yveinticinco. Se veían seis rosas rojas en un florero al lado del reloj .

Se levantó de la cama, cruzó el cuarto, tomó la bata y se dirigió al cuarto debaño. Abrió la ducha y colgó la bata detrás de la puerta, percatándose de queHeidi tenía una nueva bata, al igual que una nueva blusa y un nuevo corte depelo: una de un azul muy bonito.

Se subió a la balanza. Había ganado otro medio kilo. Se metió en la ducha y selimpió con una fuerza que resultaba casi compulsiva, enjabonándose cada partede su cuerpo, enjuagándose y enjabonándose otra vez.

Vigilaré mi peso —se prometió—. Una vez que se haya ido, de veras quevigilaré mi peso. Ya nunca más estaré tan gordo como antes.

Se pasó la toalla. Se puso la bata y se encontró de pie tras la puerta cerrada ymirando fijamente la nueva bata de Heidi. Alargó la mano y agarró un plieguede nailon entre los dedos. Captó su lisura. La prenda parecía nueva, pero tambiénsemejaba familiar.

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Simplemente, salió y se compró una bata que se parece a una que tuvo enalgún momento en el pasado —pensó—. La creatividad humana no va demasiadolejos; al final, comenzamos a repetirnos. Al final todos somos obsesivos.

Houston habló en su mente:Es la gente que no se asusta la que muere joven.HEIDI: ¡Por Dios, Billy, no me mires de esa manera! ¡No puedo soportarlo!LEDA: Ahora parece un caimán…, como algo que ha salido a rastras del

pantano y se ha puesto prendas humanas.HOPLEY: Uno va por ahí, pensando que quizás esta vez, tal vez sólo esta vez,

habrá un poco de justicia…, un instante de justicia para cubrir toda una vida demierda.

Billy manoseó el nailon azul y una terrible idea comenzó a deslizársele por lamente. Recordó su sueño. Linda en la puerta de su estudio. El agujero sangranteen su rostro. Esta bata…, no parecía familiar porque Heidi hubiera tenido unasemejante tiempo atrás. Parecía familiar porque Linda tenía una que era asíahora mismo.

Se volvió y abrió un cajón a la derecha del lavabo. Apareció un cepillo conun LINDA escrito a lo largo del mango de plástico rojo.

Unos pelos negros colgaban de las cerdas.Al igual que un hombre en sueños anduvo por el pasillo hasta su cuarto.El negocio ambulante siempre desea arreglar esas cosas, amigo mío… es una

de las cosas para las que existe…Un imbécil, William, es un tipo que no cree lo que está viendo.Billy Halleck abrió la puerta y en el extremo del pasillo vio a su hija, Linda,

dormida en su cama, con un brazo en torno de la cara. Su viejo osito, Amos, seencontraba en el hueco de su otro brazo.

No. ¡Oh, no! No, no.Se sujetó a los lados de la puerta, balanceándose soñadoramente hacia

adelante y hacia atrás. Fuese lo que fuese, no era un imbécil porque lo veía todo:la chaqueta gris de antílope de Linda del tipo aviador que colgaba en el respaldode la silla, la valija Samsonite abierta, derramándose de ella una colección devaqueros, pantalones cortos, blusas y ropa interior. Vio la tarjeta Greyhound en lamanija. Y vio más. Vio las rosas al lado del reloj en su dormitorio y de Heidi. Lasrosas no habían estado allí cuando entró anoche en el dormitorio. No… fue Lindaquien trajo las rosas. Como una ofrenda de paz. Había regresado antes a casa consu madre para hacer las paces antes de que Billy volviese al hogar.

El viejo gitano con la nariz roída:Di que no hay culpa. Dilo una y otra vez. Yo no hay aprieto, hombre blanco de

la ciudad. Todo el mundo paga, incluso por las cosas que no ha hecho. No hayaprieto.

Se dio la vuelta y corrió por las escaleras. El terror le hizo bajar los escalones

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de dos en dos, aunque se tambalease como un marinero en el mar.¡No, Linda no! —gritó su mente—. ¡Linda no! ¡Dios mío, por favor, Linda no!Todos pagan, hombre blanco de la ciudad, incluso por las cosas que no han

hecho. Porque esto es, realmente, lo único que importa.Lo que quedaba del pastel aparecía en la mesa, cuidadosamente cubierto.

Había desaparecido más de una cuarta parte. Miró a la mesa de la cocina y vioallí el bolso de Linda, con una hilera de botones de roqueros pegados en la correa;Bruce Springsteen, John Cougar Mellancamp, Pat Benatar, Lionel Richie, Sting,Michael Jackson.

Se acercó a la pileta.Dos platos.Dos tenedores.Se sentaron aquí, comieron pastel e hicieron las paces —pensó—. ¿Cuándo?

¿Poco después de que me fuese a dormir? Así debe de haber sido.Oyó reírse al viejo gitano y las rodillas se le combaron. Tuvo que agarrarse

al mostrador para no caer.Cuando tuvo alguna fuerza, dio la vuelta y cruzó la cocina, escuchando la

tablilla de la parte central cruj ir bajo sus pies al pasar por encima.El pastel latía de nuevo: arriba y abajo, arriba y abajo. Su obsceno y

persistente calor había empañado el cobertor. Notó un débil ruido de chapoteo.Abrió la alacena, sacó un plato de postre, abrió el cajón de abajo y extrajo un

cuchillo y un tenedor.—¿Por qué no? —susurró.Y quitó la cobertura del pastel. De nuevo estaba inmóvil. Ahora era

únicamente un pastel de fresas que parecía en extremo tentador a pesar de lotemprano que era.

Y como Heidi había dicho, necesitaba todas las calorías que pudieseconseguir.

—Come con ganas —susurró Bill Halleck en el soleado silencio de la cocina.Y se cortó un trozo del pastel gitano.

F I N


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