Los indígenas y el nacionalismo mexicano
Andrés Lira González El Colegio de Michoacán
Para Justo Sierra, en los inicios de este siglo, Cuauhtémoc era “la más hermosa figura épica de la historia americana”.1 Sierra se hacía eco de una tradición en la que el caído emperador me- xica era el símbolo del heroísmo y del sacrificio. Pero tan hermosa figura sólo era posible exhibirla abiertamente si se daba por liquidado un pasado y, también, un presente en el que los indígenas derrotados —aunque activos frente al Estado nacional en el que no tenían lugar sus reclamos— debían desaparecer. Los indígenas del pasado merecían el respeto y la admiración del mexicano que contemplaba su historia desde el orden impuesto con muchas dificultades y represiones.
¡Pobres tenochcas! —decía el mismo autor— Si la historia se ha parado a contemplaros admirada, ¿qué menos podemos hacer nosotros, los hijos de la tierra que santificasteis con vuestro dolor y vuestro civismo? El merecía que la patria porque moríais resucitase; las manos mismas de vuestros vencedores la prepararon; de vuestra sangre y la suya, ambas heroicas, nació la nación que ha adoptado orgullosa vuestro nombre de tribu errante y que, en la enseña de su libertad eterna, ha grabado con profunda piedad filial el águila de vuestros oráculos primitivos.2
Bien ha dicho Edmundo O’Gorman que Justo Sierra es el autor que realiza, por fin, una visión comprensiva, benévola y responsable de la historia de México. Pero el mismo maestro y crítico de nuestra historiografía ha señalado en repetidas ocasiones cómo en los ires y venires de nuestro conflictivo pasado se ha documentado, no asimilado, a los indígenas. El indio de papel, en las polémicas del siglo XVI; el indio antiguo en las obras de criollos prominentes, como nos lo recuerda Ramón Iglesia hablando de “La mexi- canidad de don Carlos de Sigüenza y Góngora”,3 el indio como instancias en las que se realiza la existencia, que Luis Villoro destacó en Los grandes momentos del indigenismo en México.4
Pero la verdad es que ese pasado indígena glorificado no se avino con la visión que los hombres públicos, ya como personeros del Estado o como publicistas, tuvieron de los indígenas en los sucesivos presentes del México independiente. Porque, al entrar a la discusión de cuestiones tan concretas como la de quiénes debían participar activamente en la organización de la sociedad política (del Estado, supuestamente nacional), se halló que los indígenas eran la parte de la sociedad que más se oponía a la nacionalidad en cuyo nombre actuaban esos hombres públicos. Esta nacionalidad era una realidad política en construcción; los indígenas, su pasado y su presente, debían usarse como símbolo de la legitimidad del Estado nacional. Pero, precisamente, por eso, presentaban mayor peligro para quienes se consideraban artífices y voceros más autorizados de esa empresa.
El problema se apuntó desde el principio; desde los momentos en que, al entrar en crisis la unidad de la monarquía española, se habló abiertamente en las casas de gobierno de Nueva
España sobre el rey, de la nación y del pueblo que la constituía, en presencia de algunos indios.
Fue aquella junta del 9 de agosto de 1808 en la que el Síndico del Ayuntamiento de la Ciudad de México, Francisco Primo de Verdad y Ramos, actuó ante las demás autoridades y corporaciones del Reino como representante de una nación que, según se dijo, había recuperado y debía guardar la soberanía que el monarca español, Fernando VII, había entregado a los franceses en un acto inválido a todas luces. Pero, como es bien sabido, esa recuperación y, sobre todo, ese pueblo no eran del parecer de todos los allí presentes. El oidor Aguirre preguntó al Síndico cuál era el pueblo y en quién había recaído la soberanía, a lo que éste contestó.
Respondió que las autoridades constituidas. Pero replicándole que estas autoridades no eran el pueblo, llamó la atención de la junta hacia el pueblo originario en
. quien, según los supuestos del síndico, debía recaer la soberanía, sin aclarar más en su concepto, a causa (según se entendió por algunos y explicó después el mismo oidor Aguirre) de que estaban presentes los gobernadores de las parcialidades y que entre ellos había descendientes del Emperador Moctezuma.5
Otras muchas implicaciones tiene esta reconstrucción de las palabras del Síndico y de los temores de las autoridades del reino, pues allí se habló del “pueblo americano” para excluir a los peninsulares. Pero es evidente que si ni el criollo ni el oidor entraron en aclaraciones, fue porque la presencia de los indígenas hubiera hecho que los símbolos y conceptos argüidos llegaran a un extremo y a tomar puntos nada aceptables para ambos interlocutores.
En efecto, como monarca prisionero y desposeído injustamente de su autoridad y patrimonio
(esto último ya estaba en entredicho al esbozarse el rechazo a la monarquía patrimonial por la concepción de la soberanía nacional), la figura de Fernando VII daba una actualidad patética a la de Moctezuma y sus herederos. Moctezuma había padecido las mismas injusticias que ahora padecía el monarca español y muchas más y más graves, pues había sido, a más de prisionero y despojado, asesinado por un invasor de sus dominios. Era mejor no menealle y ahí paró aquello por el momento y en la ciudad de México, pues ya sabemos que en otras latitudes y al poco tiempo, fray Servando Teresa de Mier en su Historia y en sus Cartas al Español reclamó esas y otras injusticias para impugnar el dominio de España sobre América, aun en la forma de monarquía constitucional como la estaban diseñando los diputados en Cádiz. Todo esto sin cuestionar, claro, el derecho preeminente de los criollos o españoles americanos al gobierno de un Anahuac independiente.8
Esa actualidad del pasado indígena sí que molestaría a los criollos que años después se hicieron con el gobierno del país. Era la contraparte histórica y socialmente más arraigada y vigente frente a un orden político racional, igualitario, representativo y supuestamente popular, erigido como modelo de organización. Necesitaban nutrirlo con la legitimidad de la representación popular, pero las demandas que implicaran una contradicción a tales supuestos de racionalidad e igualdad no podían aceptarse.
El siglo XIX mexicano conoció reclamos de la herencia de Moctezuma. Lorenzo de Zavala habla de ella y se dice que la promovió para inquietar a otros criollos que no eran sus partidarios;7 durante el Segundo Imperio, en la Junta Protectora de las Clases Menesterosas se promovieron
también algunas instancias en favor de los herederos del finado y reactualizado —por conciliador— emperador mexica.8 Recordemos que Manuel Payno la hace objeto de sus fabulosos, aunque no menos realistas, episodios de su novela Los bandidos de Río Frío, donde el entusiasmo de doña Pascuala, promotora de los derechos de “Moctezuma Tercero”, le hace aceptar las propuestas que en las pláticas de los domingos mantienen algunos de sus invitados, diciendo que había que promover el exterminio de la “gente de razón” y que una vez que los españoles se fueron a los indios les toca todo, hasta entrar a mandar en Palacio.9 Y, lamento no poder citar aquí el testimonio, en el Porfiriato se concedió —más como coqueteo diplomático que como otra cosa— una pensión a los herederos europeos del emperador mexica.10
Si oficialmente herencias y patrimonios de indígenas fueron relegados a cosa del pasado en la organización republicana del México Independiente, no pudieron evitarse los reclamos que por escrito o por vía de hecho hacían constantemente los indígenas. Y claro, en un ambiente de discordia civil y de conflictos políticos, los símbolos que el pasado y el presente de los indígenas ofrecían a la nación —tan urgida de legitimidad histórica— no podían incorporarse al muestrario oficial. Fue hasta muy tarde cuando pudo darse este paso, ya en los últimos decenios del siglo en los que se logra un orden de gobierno sólido y se escribe una gran historiografía oficial, en la que le irían hallando héroes y enseñas patrias que antes habían servido más bien para nutrir discordias y levantamientos.
Pero hemos ido ya muy adelante. Recordemos algunos accidentes del camino que llevó hasta esos momentos de orden, para advertir cómo
el presente y el pasado indígenas se hicieron incompatibles con los afanes nacionalistas del Estado.
Aquel orden igualitario del liberalismo tenía como motor dos principios o dogmas: la libertad y la propiedad individuales. Hombres libres y con intereses propios que guardar y fomentar, se decía, dejarán de ser leales a grupos o estamentos en que los confinó el orden colonial, y procurarán, al promover sus propios intereses libremente, el orden y el bienestar de la sociedad política igualitaria.
Respondiendo a esos principios, los liberales hispano-americanos en las Cortes de Cádiz, y luego los mexicanos en el México Independiente, promovieron la disolución de corporaciones y comunidades y procuraron abrir los colegios de indígenas a todos los habitantes del país.
De esa acción disolvente hay pruebas en la legislación promulgada en la capital y en la de los Estados de nuestra primera República Federal.11 En las mismas y, sobre todo, en los archivos hay muestras de la resistencia de las comunidades de indígenas a incorporarse con sus bienes a “la más perfecta igualdad”, y de su obstinación para mantenerse en el país como “una extraña anomalía”, según decía Lucas Alamán al rechazar las corporaciones de indios, mientras que aceptaba las de la Iglesia.12
A medida que trataba de imponerse esa legislación igualitaria, individualista y disolvente de las comunidades, aparecieron en nombre de los pueblos de indígenas, que apelaban a su calidad de libres y rescatados de la esclavitud del dominio español, reclamos airados. Las comunidades de indios en el campo, cercano o lejano a las ciudades, acudieron a diversos expedientes, ya a demandas escritas, ya a vías de hecho; se fue
configurando el espectro de la guerra de castas que estallaría abiertamente en la década de los años cuarenta y que se mantendría por mucho tiempo; pero en fin, eso pasó a manos de los militares y no a las de intelectuales manej adores de símbolos patrióticos.13
Lo que más molestaba a estos políticos y publicistas, encargados de escoger y administrar los símbolos populares que dieran legitimidad a los gobiernos, fue la compilación de realidades sociales inaceptables para el orden igualitario con los reclamos en los que se empleaban esos símbolos, Así, representaciones tan políticas como la hecha en un impreso, Clamores de la miseria ante el Supremo Gobierno, aparecido en 1829, tuvieron por objeto evitar que el gobierno designara a un rector para el Colegio de San Gregorio en la capital; pues dicho colegio, erigido para la educación superior de los indios, decían los firmantes del impreso, era exclusivamente para éstos y eran los indios quienes sabían mejor que nadie quién debía hacerse cargo de su instituto.14 Las cosas siguieron así en representaciones elevadas al Presidente Vicente Guerrero;15 luego ante el Vicepresidente Anastasio Busta- mante, pero el tono subió en agresividad hasta llegar a la amenaza y a la condena déla sociedad de la nueva nación independiente, pues en las representaciones dirigidas se quejaron de que en la República, contrariamente a lo esperado de un gobierno democrático, los indígenas veían cómo se perdían sus patrimonios y el empeoramiento de la dura situación que habían padecido bajo el dominio español.
Ello es cierto, los indios no mejoran, por la inversa, cada día reciben nuevos agravios de que se creen entesnulos, y como decía el sabio doctor Mier, que influirá
en su corazón y temperamento el planeta oveja. Se equivocan, representaremos y reclamaremos; y si nada conseguimos de los gobernantes, empeñaremos nuestros hijos para que con su precio podamos imprimir y difundir por toda la República un manifiesto que de la idea más ecsacta de los beneficios que hemos recibido de nuestros mismos hijos el odio contra ellos, contándoles la persecución desatada en que nos hallamos: los maldeciremos una y mil veces y cuando cerremos los ojos a la muerte, llevaremos la consoladora esperanza de que con el tiempo, alguna de nuestras generaciones será del todo libre.IH
Lo amenazante del tono era respaldado con gran número de firmas de representantes de diversos pueblos indígenas de la República, encabezados por la de Francisco Mendoza y Moctezuma apoderado de esos pueblos y de las parcialidades de indios de la Ciudad de México.
La cuestión iría subiendo a medida que los de San Gregorio se vieron obligados a aceptar el rector impuesto por el gobierno y a admitir como catedráticos y alumnos a personas no indígenas, ya que el gobierno, congruente con su política de igualdad, abrió esa institución para resolver la creciente demanda de enseñanza superior en aquellos años.17
Pero basta el párrafo transcrito para convencernos de que a los indígenas que escribían tales representaciones no podían considerarlos el gobierno como portadores de símbolos nacionales, ya que apelaban a la desesperación y a la violencia frente al gobierno. Por el contrario, los gobernantes estuvieron alerta para que tales demandas no trascendieran a la documentación oficial ni sé exaltara públicamente la memoria de los héroes indígenas del pasado mexicano.
Claro está, que, por otra parte, eso avivó el resentimiento y en el Colegio de San Gregorio
esa memoria fue objeto de un culto patriótico paralelo a las rígidas prácticas del culto católico que se imponía a los colegiales. Además, circulaban obras impresas en las que indígenas antiguos y modernos cobraban relieve, como los textos antiguos de historia de México que reeditaba el activo don Carlos María de Bustamante a la par que publicaba su Martirologio de algunos de los primeros insurgentes mexicanos el año de 1841, en el que se destacaban ciertos indígenas que padecieron por la independencia.18
En San Gregorio, bajo el largo rectorado de Juan de Dios Rodríguez Puebla, indígena de raza y de clase humilde en sus orígenes, se construyó lo que bien podríamos considerar ahora el primer monumento a la raza: una pirámide edificada en el patio y en cuyos taludes figuraban los nombres de héroes tlaxcaltecas, mexicas y tex- cocanos y los de héroes insurgentes de color más o menos cobrizo, como lo recuerda una biografía publicada con motivo de su muerte ocurrida en 1849.
No sin razón, un intelectual que abanderaba la igualdad en una república diseñada por y para criollos, José María Luis Mora, decía que hombres como Rodríguez Puebla, que al principio lucharon con su partido, el que Mora llamaba “del progreso”, habían sido los más dispuestos a entregarse en manos de sus contrarios, los del partido “del retroceso”, con tal de salvar corporaciones de indios como la del Colegio de San Gregorio, y en su afán de exaltar “los restos de la raza azteca” y por su empeño de edificar en México “un sistema puramente indio”.20
Por los años en que Rodríguez Puebla regía con enérgica crueldad y resentimiento el Colegio de San Gregorio (recuérdense las imágenes que nos entrega Ignacio García Cubas al hablar del
Colegio y del rector), se daban en varios Estados y en las inmediaciones de la capital guerras de castas y movimientos de indios más o menos violentos. Las desgracias acarreadas por la guerra con los Estados Unidos, la pérdida de más de la mitad del territorio “del honor nacional”, hicieron que la atención de nuestros políticos y hombres de letras se fijase en los distintos estratos y grupos que componían la desquiciada sociedad mexicana. Los indios fueron advertidos como las principales víctimas de la leva y como combatientes esforzados; por más que, en cuanto habitantes de sus pueblos, se consideraron indiferentes a lo ocurrido y carentes de verdadero interés nacional. Pero esto, bien visto por los mexicanos que hicieron el análisis de la situación moral y política de la República Mexicana en el año de 1847, era un mal de toda la sociedad. En efecto, esos autores concluyeron que en México no había un verdadero sentimiento nacional, mal verdaderamente lamentable en las clases eclesiásticas y en los dirigentes militares.21 En ese ambiente y frente a la ineficacia y defección de los jefes y oficiales del ejército —criollos en su mayoría—, surgieron los primeros brotes de exaltación de lo indígena y de sus héroes como los verdaderos y ejemplares defensores de la patria. El inquieto “abogado del pueblo”, defensor de “las clases ínfimas de la sociedad”, José Guadalupe Perdigón Garay, exaltó al héroe indígena de Chapul- tepec, el coronel Santiago Felipe Xicoténcatl, recalcando su raza y las virtudes republicanas, que contrastaban notoriamente con las de los jefes criollos del ejército que abandonó la capital en manos del invasor.22 Sobre todo, surgió por ese entonces la figura de Cuauhtémoc como héroe nacional, si bien relacionada y condicionada a disputas de intereses muy concretos que desde mucho
tiempo atrás se venían dando en la capital, como eran los pleitos sobre las tierras de las parcialidades de indios de la Ciudad de México.
Como de eso me he ocupado en un trabajo anterior,23 me limitaré a decir que en 1835, ante las muchas dificultades que acarreó el reparto de los bienes de las parcialidades de San Juan Te- nochtitlan y Santiago Tlatelolco decretado en 1824, los “hombres de orden” que presidían la República Central consideraron más prudente reconstruir la vieja administración general délos bienes de esas parcialidades y se puso bajo el cuidado de un hábil y enérgico administrador, quien pronto recuperó gran parte de esas tierras de los pueblos y barrios de indios. Las rentó, cobró rentas que se emplearon en el pago de los servicios religiosos, de escuelas y preceptores y en repartos y socorros a los hijos de las “extinguidas parcialidades”, como se decía entonces, por más que fueran problema actual. El caso es que entre esos bienes se hallaba la hacienda de Aragón, cuyas tierras de labor en los suburbios mismos de la ciudad eran muy codiciadas y de hecho hubo varias ventas que hicieron algunos apoderados del barrio de Santiago Tlatelolco y que el administrador logró anular, recuperando el codiciado bien y rentándole en buenas condiciones. Todo esto dio lugar a disputas entre los pretendientes a la exclusividad de derechos sobre esa hacienda.
En 1847, los inconformes con esa administración, picados por los interesados en que las tierras de las parcialidades se vendieran, representaron ante el Ministro de Justicia diciendo (no sin ciertas razones que la tradición guardaba) que esas tierras habían sido de Cuauhtémoc, señor de Tlatelolco antes de ser emperador, y que se las había dejado en herencia a los tlatelolcas como muestras de su aprecio a quienes habían sa
bido defender el último reducto del Imperio Mexicano frente al invasor español, que ahora los descendientes y herederos legítimos de los heroicos defensores pedían que se les entregasen y distribuyeran las tierras que les correspondían y que, contra los principios del derecho natural y civil, se mantenían vinculados por obra de gobiernos ilegítimos.24
Hay un mar de fondo y de gusto para los interesados en las cuestiones jurídicas y políticas de nuestra historia; pero a nosotros nos basta señalar ahora la oportunidad con la que se presentaba en esos momentos, mayo de 1847, a Cuauh- témoc, el héroe defensor de un país invadido, precisamente en los momentos en que el ejército norteamericano se iba posesionando de las principales plazas del país y la caída de la capital se veía como próxima e inevitable, a juzgar por el comportamiento del ejército mexicano comandado por oficiales criollos.
Los acontecimientos que siguieron son de sobra conocidos; también lo son el malestar social y los inventarios de culpas que circularon en los años posteriores entre los grupos de liberales puros, moderados y los monarquistas. Tales recriminaciones llegaban hasta el Gobierno y el Congreso acompañando demandas de soluciones a discordias sociales muy viejas en el país, y no tardaron los interesados en la liquidación de las comunidades de los pueblos y barrios de la Ciudad de México en hacerse presentes. Los de Santiago Tlatelolco aderezaron con algunos añadidos aquella representación de 1847 para hacerla llegar al Congreso,25 y luego, en el mismo año de 1849 presentaron otra ante el Senado, empleando ya un tono decididamente agresivo para decir cosas como esta:
Muchos años ha que la cuestión de parcialidades se agita e intereses privados, intereses viles y rastreros se oponen a la verdadera conveniencia pública y al bienestar y adelantos de los pueblos y reuniones de indígenas, que quieren aún conservar como menores incapaces, como hombres sin cabeza , sin razón ni sentido común; como conquistados a quienes conviene tener embrutecidos y degradados bajo la administración de gente de otra raza , de la raza conquistadora, de la que ridiculamente se llama gente de razón y que ha mostrado tanto carecer de ella.26
Se decía en los párrafos siguientes que a los indígenas había que sacarlos del estado de proletarios para convertirlos en propietarios; lo que, según reconocían, habían procurado en alguna manera los déspotas españoles y que, era vergonzoso, no lo habían hecho los gobiernos republicanos. Esto, según los de Santiago Tlatelolco que así hablaban por boca de sus personeros —o quizá mejor, los personeros que así los hacían hablar—, se debía a que los gobiernos mexicanos ilegítimos habían permitido que se aprovecharan de los indígenas,
reduciéndolos a una servidumbre y a un embrutecimiento mil veces peor que el ponderado para los negros de Luisiana y del sur de la Unión Americana.27
La cuestión seguía en aumento y la diatriba contra la gente de razón, culpable de la perdición del país, subía de color, para rematar recordando el enorme mérito de los indígenas al no seguir en tan crueles circunstancias el ejemplo de sus antepasados, amotinándose como lo hicieron éstos en 1624 y 1692 (por más que en el impreso se equivoquen de años).28
Por último, frente a la evidencia de un ejército mandado por oficiales pertenecientes a la
gente de razón y que habían abandonado el campo al invasor, decían:
¿Quiénes han defendido mejor su país y su capital? Los indígenas. ¿Quiénes como otro u otro Chimalpo- poca han afrontado los peligros,los hogueras y la muerte misma por defender su patria y su independencia? ¿Qué general de nuestros tiempos ha dicho al conquistador lo que aquel dijo a Cortés: “qué aguardas, valeroso capitán, que no me atraviesas el pecho con ese puñal que traes al lado? Muera yo a tus manos ya que no tuve la dicha de morir por mi patria. Prisioneros como yo son embarazosos al vencedor,,?29
La figura de Cuauhtémoc lograba así relieve en esa actualidad dolorosa del 47 y años que le siguieron, como el cautivo y desposeído Moctezuma la había empezado a adquirir en 1808 por el cautiverio de Fernando VIL Pero en el México que se debatía en la anarquía política y eri las discordias sociales, los liberales moderados que encabezaban el maltrecho gobierno no podían hacerse eco de tal figura. Los indígenas que representaban por escrito —para no hablar de los que se hacían presentes sólo por las vías de hecho— cobraban el relieve más antipolítico que pudiera imaginarse; ya fuera que, como en 1828, pidieran la conservación y exclusividad de sus derechos corporativos, ya que como ahora, entre 1847 y 1849, pidieran la división y reparto de sus bienes, no podían incorporarse al panteón ni al muestrario de una nación cuyo gobierno buscaba, a como diera lugar, medios conciliatorios.
Se buscaron en la jefatura de un militar, Antonio López de Santa Anna, a quien se pretendió encaminar por las vías de la racionalidad política (esfuerzo que habrá que conceder a algunos de sus ministros como Teodosio Lares), quien trató de atraerse a los indígenas prometiendo la de
volución de sus tierras comunales y la protección de sus corporaciones (aspectos que están por estudiarse seriamente); pero lo que logró fue unificar en su contra a los liberales de más relieve, y en 1855 dejó el campo y el palacio de gobierno.
A partir de entonces la esperanza de conciliación social pareció alejarse. Las leyes de desamortización de 1856 y las de nacionalización de los bienes de la Iglesia, en 1859, recrudecieron más los desacuerdos en la superficie política. Pero el partido liberal, que tan mal se las veía en aquel ambiente, vino a consolidarse como partido nacional por obra de la invasión francesa en 1862 y por el Imperio de Maximiliano en 1864- 1867, auspiciados por los conservadores.
Pero hay más, ese imperio creó en realidad instancias conciliadoras para llevar a cabo la desamortización y la nacionalización emprendidas por los liberales. Así que, aparte de nutrir de legitimidad al partido liberal como partido nacional que luchaba contra la intervención extranjera, la política de Maximiliano a través de la Junta Protectora de las Clases Menesterosas (creada en 1865) y la visita de pueblos de naturales (cuya presidencia encomendó a don Faustino Galicia Chimalpopoca, o Chimalpopoca Galicia, exalumno de San Gregorio, exaltado en los años veinte, conciliador y monarquista después) permitió el acercamiento de indígenas levantados al gobierno. Y, debo decirlo, muchas de las soluciones dadas por esas instituciones fueron aprovechadas por el gobierno de la República Restaurada, a partir de 1867, para poner el orden en viejas discordias.30
Así, el golpe dado a las comunidades de los pueblos de indígenas fue fatal. Lo completaron los gobiernos de Sebastián Lerdo de Tejada, Ma
nuel González y, claro, los de Porfirio Díaz. En su ayuda vendrían otras muchas fuerzas, como las de un mercado internacional que hace de México campo de inversión y un crecimiento demográfico sin precedentes en el país. Entonces los indígenas quedaron confinados mientras que los “grandes intereses”, acariciados por la política liberal, crecerían a sus anchas. En el campo se consolidan los latifundios, producen para un mercado cada vez más amplio y modernizador, y un ejército disciplinado se encarga de desterrar bandidos camineros y de someter a indígenas re- clamones y levantiscos; en las ciudades del interior crecen los comercios, se construyen casas y los viejos palacetes o casonas se ornamentan con fachadas afrancesadas; en la capital, las “colonias” (empresas de especuladores y “fracciona- dores” de tierras comunales de barrios y pueblos de indígenas que la rodeaban cifiéndola a su perfil del siglo XVIII hasta 1858) se extienden sobre esos campos sin que los reclamos de los indígenas presentan ya obstáculo alguno. Desde entonces “colonia” es un término antitético al de barrio y pueblo, y es también sintomático de nuestra historia urbana. Tal es el ambiente en el que, ahora sí, se puede ver a los indígenas con piadosa curiosidad, a sus símbolos y héroes del pasado como algo de una patria que debía resucitar, al menos en libros, en pinturas y en esculturas. La idea de un monumento a Cuauhtémoc surge, al menos como algo públicamente aceptado, de Vicente Riva Palacio en 1877, la primera piedra se coloca en 1878 y se inaugura en el Paseo de la Reforma en 1887. Mientras tanto se ha logrado expresar la interpretación de nuestro pasado en obras monumentales. Una del conservador y pro Imperio de Maximiliano, Niceto Zamacois cuya Historia de México en veinte volúmenes, publi
cados entre 1877 y 1882, abunda en llamadas de atención conciliadoras reclamando a los oradores de las épocas de anarquía su antihispanismo, haciendo ver lo mucho de español que tenían (claro, don Niceto era español). Esa obra alcanzó gran difusión y no faltó en las bibliotecas de nuestros abuelos. La interpretación, monumental también, de los liberales y pro-republicanos no se hizo esperar. México a través de los siglos se publicó en grandes fascículos entre 1884 y 1889. Su tono era menos conciliador, quizá; el autor del primero de los cinco volúmenes en los que vino a quedar empastada esa obra verdaderamente monumental, Alfredo Chavero, exaltó al pasado indígena. Cierto, pero el autor del segundo y director de la obra, nuestro don Vicente Riva Palacio, “levantó el sitio que las discordias nacionales le habían puesto a la Colonia” —como dice nuestro maestro Edmundo O’Gorman—.
De ahí sacó Justo Sierra los fundamentos para interpretar al México social y político de 1889, los de su Catecismo y sus elementos, pasando por los Cuadros de historia patria;31 versiones que apuntaron ya su visión benévola, conciliadora y responsable de la historia de México, en la que, al filo de este siglo, rescató abiertamente a Cuauh- témoc y al pasado indígena como símbolos y realidades de una patria mestiza. Los enemigos irreconciliables se fundían y dejaban atrás la discordia que tanto padecieron los protagonistas de los otros tres volúmenes del México a través de los siglos, que con afán comprensivo leyó y resumió ese autor.
Los mexicanos —decía Sierra en 1902— somos hijos de los dos pueblos y de las dos razas; nacimos de la conquista; nuestras raíces están en la tierra que habitaron los pueblos aborígenes y el pueblo español. Este hecho
domina nuestra historia; y a él debemos nuestra alma.32
El hecho domina nuestra historia, pero quizá no hemos acertado a asimilarlo y a dominarlo. Hay realidades que no se disolvieron en el mestizaje, como lo prueban los movimientos de este siglo en el que los símbolos del pasado indígena, que se aceptaron confiando en la paz, se han Utilizado para calificar y descalificar mexicanos. Pero esto es ya materia de indigenismos e hispanismos,1 más que de los indígenas en el nacionalismo mexicano.
NOTAS
1. Sierra, Justo, Evolución política del pueblo mexicano. Edición establecida por Edmundo O’Gorman. México, UNAM, 1957 (Obras Completas del Maestro Justo Sierra, tomo XII), pp. 54- 55.
2. Idem., p. 563. Iglesia, Ramón, “La mexicanidad de don Carlos de Sigtienza
y Góngora”, en Iglesia, R., El hombre Colón y otros ensayos. México, El Colegio de México, 1944, pp. 119-143.
4. Villoro, Luis, Los grandes momentos de indigenismo en México. 2a. ed. México.
5. Hamill, Jr., Hugh M., “Un discurso formado con angustia. Francisco Primo de Verdad el 9 de agosto de 1808”, Historia Mexicana, publicación de El Colegio de México, vol. XXVIII, núm. 3 (enero-marzo, 1979) (111), pp. 439-474, pp. 444-445.
6. Mier, Servando Teresa de, (aparece bajo el nombre de José Guerra), Historia de la Revolución de Nueva España , antiguamente Anahuac, o verdadero origen y causas de ella con relación de sus progresos hasta el presente año de 1813. Edición facsi- milar con un estudio y anexos preparados por Manuel Calvi- 11o. 2 vols. México, Instituto Mexicano del Seguro Social, 1980. — Cartas de un americano. Nota previa de Manuel Calvillo. México, Partido Revolucionario Institucional, 1976.
Brading, David A., Los orígenes del nacionalismo mexicano. Traducción de Soledad Loaeza, México, Secretaría de Educación Pública, 1973 (Sep-setentas, 82).
7. Zavala, Lorenzo de, Obras: el historiador y el representante popular. Prólogo, ordenación y notas de Manuel González Ramírez. México, Editorial Porrúa, S.A., 1969 (Biblioteca Porrúa, 31), p. 35.
8. Archivo General de la Nación, Junta Protectora de las Clases Menesterosas, vol. IV, exp. 21, fs. 203-236 y exp. 28, fs. 304-317.
9. Payno, Manuel, Los bandidos de Río Frío. Prólogo de Alberto Castro Leal. México, Editorial Porrúa, S.A., 1959, pp. 5 y ss.
10. El documento lo vi en casa de mi amigo el licenciado Gabriel Robles. Se trata de un testimonio público de esa época y del cual espero dar detalle cuando este manuscrito se prepare para la imprenta.
11. Dublán, Manuel y José María Lozano, Legislación mexicana. México, Imprenta “El Comercio”, tomos 3, 4, 5 y 6, 1876. Jalisco, Colección de decretos, circulares y órdenes de los poderes legislativo y ejecutivo del Estado de Jalisco. Comprende la legislación del Estado desde el 14 de septiembre de 1823 a 16 de octubre de 1860. 14 vols. Guadalajara, 1874-1884. Michoacán. Recopilación de leyes, decretos y circulares expedidas en el Estado de Michoacán. Formada por Amador Coro- mina. Morelia, Imprenta de Hijos de I. Arango, 1886-1899.
12. Alamán, Lucas, Historia de México. 2a. ed. 5 vols. México, Editorial Jus, 1968-1972, tomo V, p. 299.
13. González y González, Luis, La República Restaurada. Vida social. Vol. 4 de Cosío Villegas, Daniel, Historia moderna de México. México, Editorial Hermes. 1956.Meyer, Jean, Problemas campesinos y revueltas agrarias, 1821-1910. Méjico. Secretaría de Educación Pública, 1973 (Sep- setentas, 80).Reina, Leticia, Las rebeliones campesinas en México. 1819- 1906. México, Siglo XXI, 1980.
14. Archivo General de la Nación, México, Ramo de Justicia e Instrucción Pública, Vol. 2, exp. 44, f. 286 recto.
15. Idem., f. 287 recto.16. Idem., f. 288 vta.17. Idem., fs. 289-309,18. Bustamente, Carlos María de. Martirologio de algunos de los
primeros mexicanos. México, Impreso por J. M. Lara, 1841.19. El Museo Mexicano (no he podido completar esta nota por no
tener el ejemplar a la mano).20. Cfr. Mora, José María Luis, Obras sueltas. México, Editorial
Porrúa, S.A. 1963 (Biblioteca Porrúa, 26), pp. 152-153.
21. Varios Mexicanos, Consideraciones sobre la situación política y social de la República Mexicana en 1847, en Otero, Mariano, Obras. Recopilación, selección, comentarios y estudio preliminar de Jesús Reyes Heroles. 2 vols. México, Editorial Po- rrúa, S. A., 1967 (Biblioteca Porrúa, 33 y 34), vol. 1, pp. 99-156.
22. Perdigón Garay, José Guadalupe, “A la memoria del ciudadano Santiago Felipe Xicotencatl, republicano cristiano, soldado valiente: el invasor sólo después de su muerte logró penetrar en Chapultepec”, El Monitor Republicano, México, octubre 27, 1847.
23. Véase: Lira, Andrés, Comunidades indígenas frente a la ciudad de México. Tenochtitlan y Tlatelolco, sus pueblos y barrios, 1812-1919. Zamora, El Colegio de México-El Colegio de Michoa- cán.
24. Archivo Histórico de la ciudad de México, Parcialidades, vol.2, exp. 40.
25. Humilde representación que los indígenas del Barrio de Santiago Tlatelolco han elevado a la augusta Cámara del Senado, y suplican muy encarecidamente la hagan suya los representantes de los pueblos de la Cámara de Diputados. México, Imprenta de la Voz de la Religión, 1849. (Con algunas variantes es la misma representación que dirigieron en mayo de 1847 al Ministro de Justicia, y que se contiene en el expediente citado en la nota anterior).
26. Exposición que hacen los interesados en las parcialidades en contra de su ilegal y mal llamado administrador, D. Luis Ve- lázquez de la Cadena, la que desean consideren las Cámaras del Congreso y en particular el Senado, en donde se halla pendiente este negocio. México, Tipografía de R. Rafael, 1849.
27. Idem., p. 7.28. Idem., p. 15.29. Idem., p. 20.30. Véase: Lira, A., op. cit.. cap. VI.31. Esas obras se encuentran en Sierra, Justo, Ensayos y textos
elementales de historia. Edición ordenada y anotada por Agustín Yáñez. México, UNAM, 1948 í Obras Completas del Maestro Justo Sierra, tomo IX).
32. Sierra, J., Op. cit. en nota 1, p. 56.