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Los jesuitas; la expulsión
Por José Alberto Cepas Palanca
El dos de febrero de 1528, Íñigo de Loyola llegó a Paris para matricularse a la avanzada
de dad de 37 años en el Collège Sainte-Barbe. Deseaba obtener un título universitario.
Nacido en 1491, Íñigo siguió el camino habitual del hijo menor de una familia de su
clase social. Cuando tenía siete años, dejó el castillo familiar de Loyola para servir, pri-
mero como paje y luego como cortesano, en Arévalo, en la casa de Juan Velázquez de
Cuéllar, el contador mayor de Castilla. Allí permaneció durante siete años. Y allí apren-
dió a bailar, cantar, batirse en duelo, leer, escribir en castellano y hasta meterse en
peleas.
Al morir Velázquez en 1517, Ignacio entró al servicio de Antonio Manrique de Lara,
duque de Nájera y virrey de Navarra. Cuando las tropas francesas del rey Francisco I
invadieron Navarra en 1521, y avanzaban hacia Pamplona, Ignacio se encontraba entre
los defensores de la ciudad. En una batalla, una bala de cañón le destrozó la pierna
derecha y le hirió la izquierda. Las heridas eran graves y, a pesar de las diversas doloro-
sas operaciones que le practicaron, lo dejaron cojo para el resto de su vida. Se recu-
peró en su hogar; la casa solariega de Loyola.
Una vez recuperado aceptablemente, dejó Loyola y se dirigió a Jerusalén. Íñigo o Igna-
cio de Loyola y nueve seguidores de su idea, entre ellos Francés de Jasso (conocido
como Francisco Javier), presentaron al Papa Paulo III un documento al que denomina-
ron “Formula vivendi”, que eran las normas y proyectos de vida creadas por ellos, con
objeto de solicitar la creación de una nueva Congregación religiosa. Con la publicación
de la bula el 27 de septiembre de 1540, nació oficialmente la “Compañía de Jesús”. Al
año siguiente, el 19 de abril, los compañeros eligieron a Ignacio como su primer supe-
rior general, cargo en el que permanecería hasta su fallecimiento acaecida en 1556.
La Compañía, con el tiempo, se extendió y está extendida por todo el mundo: toda
Europa, Albania, Rusia, toda América, Armenia, Siria, Indonesia, Filipinas, Australia,
Timor Oriental, las Molucas, Argelia, Sudán, Ruanda, Madagascar, Rodesia, el Congo,
Egipto, Etiopía, Mozambique, Angola, Cabo Verde, India, Corea, China y Japón. Aunque
apenas contaba 12 años de existencia desde su fundación, la Compañía se erigía ya
como la más vibrante y provocadora de las órdenes religiosas nacidas en el seno de la
Iglesia católica. Pronto se afianzaría como una primera potencia en las aulas, púlpitos,
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confesionarios, en los laboratorios y observatorios, en los salones y en las academias, y
en los más encumbrados bastiones del poder político.
La expulsión de los jesuitas de España de 1767 fue ordenada por el rey Carlos III, bajo
la acusación oficial de haber sido los instigadores de los motines populares del año
anterior, conocidos con el nombre de “motín de Esquilache”. Seis años después, el
monarca español consiguió que el papa Clemente XIV suprimiera la orden de los jesui-
tas. Fue restablecida en 1814 por Pío VII, pero los jesuitas serían expulsados de España
dos veces más; en 1835, durante la Regencia de María Cristina de Borbón, y en 1932,
bajo la Segunda República Española.
Antecedentes: Antijesuitismo en el siglo XVIII
La difusión del jansenismo fue una doctrina y un movimiento de una fuerte carga anti
jesuítica. Fue defendida por Jansenio, cuyas teorías estaban basadas en una interpre-
tación literal de los textos de Agustín. Sin embargo, se vio influida por el desarrollo
histórico y las peripecias de sus defensores. Así, el “jansenismo español” se mostraba
claramente diferenciado del francés del siglo XVII. La doctrina recibe el nombre del
flamenco Cornelius Janssens, obispo de Ypres (1585-1638), quien vivió las discusiones
teológicas de agustinos y jesuitas que tenían como origen el tema de la gracia y de la
predestinación.
Estas cuestiones no habían sido resueltas de modo satisfactorio por el Concilio de
Trento. Los dominicos secundaban a los agustinos. Éstos defendían que Dios predesti-
naba a los hombres a la salvación por un decreto absoluto de su omnipotencia, por
medio de la “gracia eficaz”. Los jesuitas mantenían una opinión contraria; daban mayor
libertad al hombre en el tema de la salvación. Dios conoce al hombre, sabe si el hom-
bre se salvará o se condenará. Esta polémica dio lugar al odio de escuelas, el “odius
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teologicus”. Jansenio se decantó por las ideas de los agustinos al afirmar que el estado
original es el estado natural del hombre; un estado de gracia y amistad con Dios, in-
mortalidad e integridad (verdadera libertad). Adán, en ese estado, era verdaderamen-
te libre y poseía la gracia (el auxilio de Dios) suficiente para evitar el pecado. Sin em-
bargo, la “gracia eficaz” no solo es el auxilio para evitar el pecado, sino el auxilio de
Dios para hacer el bien. Adán, en el paraíso tenía la gracia suficiente, pero no tenía la
“gracia eficaz”, porque para Jansenio la “gracia eficaz” es siempre vencedora. El que
posee la “gracia eficaz” no puede pecar. Después del pecado el hombre ha perdido la
libertad. Jansenio afirmaba además que para salir de esa situación después del pecado
no bastaba con la gracia suficiente, sino que era necesaria la “gracia eficaz”, es decir, el
auxilio sin el cual el hombre no puede no pecar; con la “gracia eficaz” el hombre se
dirige invenciblemente hacia el bien. Ahora bien, la libertad se mantiene porque la
gracia despierta en el hombre la voluntad de hacer el bien. Quien no actúa movido por
la “gracia eficaz”, peca infaliblemente.
La Ilustración a lo largo del siglo XVIII, dejó desfasados ciertos aspectos del ideario je-
suítico, especialmente, según el historiador Antonio Domínguez Ortiz, “sus métodos
educativos, y en general, su concepto de la autoridad y del Estado, una monarquía ca-
da vez más laicizada y más absoluta que empezó a considerar a los jesuitas no como
colaboradores útiles, sino como competidores molestos”. Además continuaron los
conflictos con las órdenes religiosas tradicionales, como la inclusión en el Índice de
Libros Prohibidos de la “Historia Pelagiana” del cardenal agustino Noris, gracias a la
influencia que tenía la Compañía en la Inquisición, o como el rechazo que produjo la
publicación de la obra “Fray Gerundio de Campazas” del padre Isla, en la que el jesuita
satirizaba a los frailes. La llegada al trono del nuevo rey Carlos III, en 1759, supuso un
duro golpe para el poder y la influencia de la Compañía, pues el nuevo monarca, a dife-
rencia de sus dos antecesores, no era nada favorable a los jesuitas, influido por su ma-
dre, la reina Isabel de Farnesio, que “siempre les tuvo prevención”, y por el ambiente
anti jesuítico que predominaba en la corte de Nápoles, de dónde provenía. Así que
Carlos III rompiendo la tradición de los Borbones nombró como confesor real al fraile
franciscano Joaquín de Eleta.
El “motín de Esquilache” de 1766
El llamado motín de Esquilache de 1766 se inició en Madrid y el desencadenante fue
un decreto impulsado por el secretario de Hacienda, el “extranjero” marqués de Esqui-
lache (Leopoldo de Gregorio era italiano), que pretendía reducir la criminalidad y que
formaba parte de un conjunto de actuaciones de renovación urbana de la capital —
limpieza de calles, alumbrado público nocturno, alcantarillado—. En concreto, la nor-
ma objeto de la protesta exigía el abandono de las capas largas y los sombreros de
grandes alas (chambergo), ya que estas prendas ocultaban rostros, armas y productos
de contrabando, imponiéndose el tricornio a la francesa.
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El trasfondo del motín era una crisis de subsistencias a consecuencia de un alza muy
pronunciada del precio del pan, motivada no solo por una serie de malas cosechas sino
por la aplicación de un decreto de 1765 que liberalizaba el mercado de grano y elimi-
naba los precios máximos —los precios tasados—. Durante el motín, la casa de Esqui-
lache fue asaltada —al grito de “¡Viva el rey, muera Esquilache!”— y a continuación la
multitud se dirigió hacia el Palacio Real donde la Guardia Real tuvo que intervenir para
restablecer el orden —hubo muchos heridos y cuarenta muertos—.
Finalmente Carlos III apaciguó la revuelta prometiendo la anulación del decreto, la des-
titución de Esquilache y el abaratamiento del precio del pan. Sin embargo, el motín se
extendió a otras ciudades y alcanzó gran virulencia en Zaragoza. En algunos lugares,
como Elche o Crevillente, los motines de subsistencias se convirtieron en revueltas
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antiseñoriales. En Guipúzcoa, la revuelta fue llamada “machinada” (en vasco, revuelta
de campesinos). Todas estos motines fueron muy duramente reprimidos y el orden
restablecido. Los nobles y eclesiásticos, en especial los jesuitas, afectados por las re-
formas, habían hecho causa común con el pueblo llano. Pero el pueblo no reconoció la
buena administración de Esquilache en las reformas de la villa de Madrid, que incluye-
ron saneamiento y alumbrado, además de mejoras notables en el trazado urbano que
han perdurado y permitieron que a Carlos III se le llamase, con el transcurrir del tiem-
po, “el mejor Alcalde de Madrid”.
También estableció por vez primera la administración de rentas y aduanas en América,
más concretamente en la Luisiana y Cuba, así como servicios permanentes de inten-
dencia para las tropas allí desplazadas.
El proceso que conduce a la expulsión
El fiscal del Consejo de Castilla, Pedro Rodríguez de Campomanes, furibundo antijesui-
ta, aprobado y ayudado por una sala reducidísima y previamente seleccionada de con-
sejeros, el 29 de enero de 1767 fue encargado de abrir una “Pesquisa Reservada” para
averiguar quién o quiénes habían sido los instigadores de los motines fundamental-
mente entre gran parte de los obispos españoles: No hubo filtraciones sobre su conte-
nido, ni de la ratificación real de dicho decreto el 20 de febrero siguiente. Es curioso
que no se filtrase ni un solo rumor de las altas jerarquías al pueblo. Tampoco trascen-
dió el contenido de un pliego cerrado (impreso en la Imprenta Real, perfectamente
incomunicada, ya que las autoridades pusieron centinelas armados donde se imprimía)
que el conde de Aranda (Pedro Pablo Abarca de Bolea) remitió a los jueces ordinarios y
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tribunales superiores de todas las poblaciones en las que había establecimientos jesui-
tas (más de 120), en el que se hallaban las instrucciones reservadas para la expulsión, y
que no podía ser abierto hasta la misma noche del primero de abril. El secreto estaba
motivado por la intención de paralizar cualquier maniobra de protesta por parte de los
numerosos simpatizantes de la Compañía, sobre todo, dentro del estamento nobiliario
y de las clases populares. También se quería evitar que los jesuitas pudiesen huir, en-
ajenar sus bienes, deshacerse de sus archivos y de sus papeles comprometedores,
puesto que las órdenes reales incluían la confiscación de los bienes, lo que se conoce
como las “temporalidades” de la Compañía.
Campomanes, en seguida dirigió su atención hacia los jesuitas a partir de la evidencia
de la participación de algunos de ellos en la revuelta. Movilizó por el país una red de
espías a sueldo. Así fue como reuniendo material procedente de diversas provincias,
obtenido, según Domínguez Ortiz, mediante “la violación del correo, informes de auto-
ridades, delaciones, confidencias de soplones recogidas con gran misterio, en las que
se señalaban amistades o concomitancias de amotinados con jesuitas, frases sueltas,
hablillas y chismes”.
Con la documentación acumulada —según Domínguez Ortiz, “de tan sospechoso ori-
gen y tan escasa fuerza probatoria, que a lo sumo podía acusar a individuos aislados”—
Campomanes elaboró su “Dictamen” que presentó ante el Consejo de Castilla en enero
de 1767 y en el que acusó a los jesuitas de ser los responsables de los motines con los
que pretendían cambiar la forma de gobierno. En sus argumentos inculpatorios, con-
tinúa Domínguez Ortiz, recurrió también a “todo el arsenal anti jesuítico elaborado en
dos siglos”, como “la doctrina del tiranicidio, su relajada moral, su afán de poder y ri-
quezas, su manejos en América (en referencia a las misiones jesuíticas guaraníes) y las
querellas doctrinales”. Incluso se afirmó que se quería atentar contra la vida del rey (la
doctrina del tiranicidio). Se aseveró que los jesuitas habían preparado el ambiente,
escribiendo sátiras contra el gobierno. Se decía que uno de los motivos era la pérdida
del confesionario real y se indicaba que ridiculizaban al rey, al señalar que estaba
amancebado con la mujer de Esquilache.
En 1771 aparece una nueva polémica que avivó aún más el enfrentamiento en el seno
de la jerarquía eclesiástica española: el caso del catecismo de François Mesenguy. Este
catecismo fue publicado en Francia con gran éxito. Era de corte claramente jansenista;
negaba la infalibilidad del Papa y pretendía el poder de un Concilio para contrarrestar
esa falibilidad. Era por tanto marcadamente antijesuita. Clemente XIII lo condenó y
envió un breve a España con la condena. Carlos III, en principio, pensó obedecer al
Papa, pero el nuncio en España, junto al inquisidor general, Quintano Bonifaz, se ade-
lantó y publicó el breve sin la aprobación real. El rey entró en cólera y aprovechó la
ocasión para imponer el “exequatur” (conjunto de reglas conforme a las cuales el or-
denamiento jurídico de un Estado verifica si una sentencia judicial emanada de un tri-
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bunal de otro Estado reúne o no los requisitos que permiten reconocimiento u homo-
logación). Se enfrentó a Roma y expulsó al inquisidor de la Corte.
Estas medidas regalistas (el regalismo es el conjunto de teorías y prácticas sustentado-
ras del derecho privativo de los reyes de Europa Occidental medieval sobre determi-
nados derechos y prerrogativas exclusivas de los reyes, inherentes a la soberanía del
Estado, especialmente de las que chocaban con los derechos del Papa como supremo
soberano de los reinos católicos, pero con gran influjo jansenista, y en las que habían
sido prohibidos los autores jesuitas o de su escuela) significaron un duro golpe para los
jesuitas y el clero ultramontano (término utilizado para referirse al integrismo católico,
es decir, aquellas personas o grupos que sostienen posiciones tradicionalistas dentro
del catolicismo romano).
Por si fuera poco, otra cuestión va a agravar la situación ganando partidarios para el
antijesuitismo. Fue el asunto del proceso de beatificación de Juan Palafox y Mendoza,
obispo de Puebla de los Ángeles, en México (1756). Palafox se había caracterizado por
sus simpatías hacia los jansenistas y su repulsa por la Compañía de Jesús. En Italia lu-
chaban los jansenistas por su beatificación, oponiéndose con contundencia los jesuitas.
En España no se hablaba del tema. Los intelectuales jansenistas italianos escribieron a
España para recabar apoyo para su propósito, especialmente en círculos cercanos al
gobierno.
Con la llegada de Carlos III al trono y la subida al poder de los manteístas (nombre que
en España, durante el Antiguo Régimen, recibían los estudiantes pobres que vestían
ropas talares en las universidades) y sobre todo, Manuel de Roda y Arrieta (ministro
de Gracia y Justicia de Carlos III), la situación iba a cambiar totalmente. El confesor Real
era el padre Eleta (que era de Osma, como Palafox). Roda comentó al confesor que los
italianos iban a beatificar a un obispo nacido en Osma. Eleta se convirtió en el máximo
defensor de la beatificación de Palafox, ganándose la enemistad de los jesuitas. Los
ánimos se enconaron de nuevo. Es cierto que la beatificación no se llevó a cabo, pero
levantó tal polvareda que algún autor ha visto en esta polémica una causa de la expul-
sión (Blanco-White – escritor, teólogo y periodista - dice que Eleta se hizo antijesuita
sólo por la cuestión de Palafox, y se lo transmitió a Carlos III).
El ambiente siguió siendo intranquilo por otra polémica: la que giró en torno al culto
del Corazón de Jesús. Éste nació a finales del siglo XVII en Francia y que había sido
promocionado por San Juan Eudes y por Santa Margarita. Se difundió con gran rapidez
a comienzos del XVIII. Se fundaron congregaciones con el nombre de Hermanos del
Sagrado Corazón de Jesús. En España, los jesuitas introdujeron la devoción, y el padre
Hoyos se encargó de propagar el culto por el país. Felipe V influido por el confesor je-
suita se hizo muy devoto del Sagrado Corazón de Jesús; incluso solicitó un oficio en su
favor. Roma no veía este culto con malos ojos, pero no quería oficializarlo. Por ello
paralizó los trámites. Aunque no concedió la misa, en España siguió extendiéndose el
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culto. Pronto aparecieron también sus detractores: los obispos de corte rigorista y filo
jansenista no lo consideraban serio y lo veían propio del fanatismo religioso y supersti-
cioso que alejaba a los cristianos de la religión interiorizada.
Hacia 1765 los partidarios del Sagrado Corazón, sabiendo del pro jesuitismo de Cle-
mente XIII, volvieron a escribirle para solicitar la gracia de la misa de oficio que había
demandado Felipe V. Pero el gobierno español había cambiado con respecto a los
tiempos de ese monarca. El gobierno informó a la Santa Sede que el único que podía
solicitar tal acción era el rey Carlos III y que no hiciese caso a los obispos. El asunto se
paralizó. Pero todavía la oposición entre clero jesuita y clero antijesuita se va a acen-
tuar más a partir de 1758 por la aparición, ya anteriormente comentada, de la
obra “Fray Gerundio de Campazas”, escrito por el jesuita padre Isla. La aparición del
libro incrementó la discordia. Isla era un hombre de gran brillantez, ingenioso, dichara-
chero y con gracejo singular. Ingresó en la orden, a los 15 años. Se le despertó una vo-
cación literaria que se manifestó en el género de la polémica literaria. Utilizó el género
epistolar, que es el que más se adaptaba a su voracidad crítica. La Compañía no le en-
cargó la labor pastoral sino que le permitió escribir. Se sumó a los ya grandes proble-
mas jesuíticos.
Misiones guaraníes
Como remate a las ya graves dificultades de la Compañía de Jesús, se añadió el moti-
vado por la misiones en América del Sur. Las misiones más trascendentales y llamativas
de los jesuitas en Sudamérica fueron las célebres “reducciones” guaraníes (la célebre
película “La Misión” de Roland Joffé relata los hechos reales), que dieron origen al mito
del Estado o República jesuita, que a la postre acabó resultando nefasto para el futuro
de la Compañía.
Aunque los jesuitas fundaron misiones en México, California, Ecuador y cerca del lago
Titicaca, los establecimientos más conocidos fueron los guaraníes, que se localizaron
en una zona extensísima (la del Paraná) situada entre Paraguay, Bolivia, Uruguay, Brasil
y Argentina. Era una región cuyas características permitían las fundaciones. Los indios
eran sedentarios, su principal actividad era la agricultura, y podían ser reducidos a en-
comiendas o esclavizados por los “bandeirantes”, bandas de mestizos brasileños y por-
tugueses de Sao Paulo, armados, que se dedicaban a capturar esclavos. La Compañía
se instaló en esta zona hacia 1550-1551, siendo el padre Manuel de Lobrega quien
inició la evangelización.
Carlos V fue reticente a conceder permiso a los jesuitas para ir a América. Feli-
pe II también fue remiso. Pero en 1565 aparecieron las primeras reducciones de carác-
ter oficial. En 1609 se fundó la primera misión al norte de Iguazú, y en 1615 existían ya
ocho reducciones o poblaciones para indígenas y misioneros con hinterland propio lo
que les servía para proveerse de bienes de subsistencia, para poder preservar a los
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indios de la explotación de españoles o portugueses y para poder adoctrinarlos católi-
camente, manteniendo a los indios alejados de la sociedad colonial y las corrupciones
que ésta entrañaba (también evitaban así problemas con los encomenderos).
En 1611 se publicó la real orden de protección de las reducciones. Cada reducción con-
taba con una iglesia y cabildo propio con total autonomía para gobernarse siempre
que existiera allí un representante del rey. Se prohibía el acceso a las reducciones a
españoles, mestizos y negros, y se garantizaba a los indios que nunca caerían en manos
de encomenderos. Sin embargo, pese a estas reales órdenes, no estuvieron libres de
las incursiones portuguesas.
Entre 1628-1631 los indios capturados por los “bandeirantes” superaron los 60.000.
No se debe dejar de tener presente que el miedo a la esclavitud fue una de las claves
del éxito de las reducciones (más que el carácter persuasivo de los jesuitas). Ante esta
situación, los miembros de la Compañía organizaron estas reducciones con pertrechos
claramente defensivos (planta cuadrada rodeada de empalizadas y fosos, con milicias
armadas de indios adiestrados y cuerpos de caballería para la defensa, con plaza en el
centro y la iglesia, de la que partían todas las calles). La organización misionera no sólo
se limitaba a tareas doctrinales, sino que organizaba la vida económica y política fun-
dada en la sólida preparación de los jesuitas que iban allí, que poseían conocimientos
prácticos en arquitectura, medicina, ingeniería, artesanía.
Los jesuitas respetaban la organización familiar de los indígenas. Su lucha se centró
principalmente contra la poligamia. Incluso a la hora de organizar las fiestas de los ma-
trimonios, se respetaba el ceremonial tradicional indígena, practicándose posterior-
mente el ceremonial católico. Tras el matrimonio se les dotaba a los cónyuges de casa
y tierra. Los jesuitas respetaban a los caciques dándole acceso al cabildo de la reduc-
ción, que era la institución de gobierno con sus alcaldes mayores, oidores, etc. Este
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consejo se elegía por votación entre los recomendados por los salientes. Uno de los
miembros del cabildo era jesuita. También había un corregidor, nombrado por el Con-
sejo de Indias. Existía un director espiritual jesuita y un director ecónomo de la reduc-
ción, con una legislación a todos los niveles. La relación entre las reducciones era se-
mejante a la de una confederación. En lo que se refiere a la forma tributaria de distri-
bución de la tierra, ésta se dividía en tierra de Dios, comunal del pueblo y las parcelas
individuales de los indígenas.
La tierra de Dios la conformaban las mejores tierras, tanto agrícolas como ganaderas, y
era trabajada por turnos, por todos los indios. Los beneficios de esta tierra de Dios se
dedicaban a la construcción y al mantenimiento del templo, el hospital y la escuela. Los
beneficios de la propiedad comunal también se destinaban para pagar a la Real
Hacienda y los excedentes servían para fomentar la propia economía. Las parcelas in-
dividuales proporcionaban a los indios su sustento familiar, y si conseguían exceden-
tes, éstos pasaban al silo común para ser consumidos en momentos de necesidad o
vendidos en situaciones de bonanza.
Para evitar el absentismo, los jesuitas propusieron un horario de trabajo rígido, de seis
horas laborables diarias, que era ciertamente cómodo si lo contrastamos con las doce
horas que tenían que trabajar los indios en las encomiendas. Pese a la diferencia de
horas, hemos de hacer constar que los rendimientos eran mucho más elevados en las
reducciones que en las encomiendas. Se recogían hasta cuatro cosechas de maíz; tam-
bién cultivaban algodón, caña de azúcar, la hierba mate (que en el siglo XVIII cultivaban
los jesuitas, y se llegó a convertir desde principios de este siglo en el primer producto
exportable hacia el resto de las áreas coloniales).
También desarrollaron la ganadería, permitiendo a su vez la realización de trabajos
artesanales (sobre todo, el cuero y su exportación). Todos estos factores favorables
impulsaron el comercio de las reducciones a través de las grandes vías fluviales. Como
hecho significativo, cabe destacar que dentro de las reducciones no existía la moneda,
sino que se practicaba el trueque.
En el comercio exterior sí se utilizaba moneda, que se atesoraba para comprar los artí-
culos que no se producían en la misión. Con su gran desarrollo, las reducciones guaran-
íes se transformaron en fuertes competidoras de las ciudades cercanas (como Asun-
ción o Buenos Aires). En éstas, comenzó el malestar y el mito de las grandes riquezas
atesoradas en las misiones. Llamaba la atención que comprasen artículos de oro y pla-
ta para magnificar el culto. Es posible que no sea del todo equivocado este mito, por-
que existían conexiones entre las reducciones y los colegios jesuitas de toda América, y
se sabe que los bienes de los colegios, seminarios y las tierras que los sustentaban,
pudieron ser comprados gracias al dinero de las reducciones. También se decía de los
padres de la Compañía mantenían circuitos de capitales y actuaban de depósito de
muchos seglares. La situación estratégica de las reducciones, entre las posesiones de
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españoles y portugueses, se convirtió en tema peligroso y una de las causas de su rui-
na, porque las milicias de las reducciones eran un obstáculo serio para el avance por-
tugués hacia el sur. Durante el reinado de Felipe V, la monarquía apoyó a los jesuitas
por estas razones. Pero lentamente los constantes choques de España contra Portugal
y la necesidad de concretar los límites entre ambos países vieron en las reducciones un
gran obstáculo. Los jesuitas esgrimieron su obediencia al Papa, resistiéndose a aceptar
los acuerdos entre Lisboa y Madrid.
En 1767 había 30 reducciones con una población de 110.000 nativos. Aunque los dos o
tres jesuitas que habitaban en ella tenían la última palabra, la autoridad inmediata del
gobierno pertenecía a un consejo de los nativos, que ostentaba el poder legislativo,
ejecutivo y judicial. Las “reducciones” no eran pequeños asentamientos puesto que
cada “reducción” tenía molinos de harina, panaderías, mataderos, y otras instalaciones
semejantes, con abundante suministro de agua y un buen sistema de alcantarillado. La
iglesia, la construcción más importante en cualquier “reducción”, era el lugar donde se
celebraban las liturgias, perfectamente preparadas. A mediados del XVIII (máximo es-
plendor), el desarrollo urbano de las “reducciones” igualaba o superaba en mucho al
de las ciudades cercanas con la excepción de Buenos Aires y Córdoba. La pena más
dura era de diez años de cárcel. La pena de muerte no existía, algo insólito en aquella
época.
Como las “reducciones” funcionan de hecho con independencia de los gobernadores e
incluso de la jerarquía, estas autoridades las miraban con recelo, envidiando su pros-
peridad, por lo que trataban de arrebatar su control a los jesuitas. Cuando se propagó
el rumor infundado de que estos explotaban en secreto minas de oro y fábricas de
pólvora, aumentaron las presiones para que se adoptasen medidas. Los colonos espa-
ñoles, además, se sentían agraviados por la competencia económica de la venta de los
productos de las “reducciones· que funcionaba más eficazmente que la de ellos, y se
quejaban de que los indígenas pagaban menos impuestos.
La crisis estalló en 1750. Ese año, Madrid y Portugal firmaron el célebre Tratado de
Límites de Madrid, impulsado por el ministro José de Carvajal, (presidente del Consejo
de Indias) en el que se estableció que Portugal devolviera a España la provincia de Sa-
cramento a cambio del territorio cercano al río Paraguay, donde había siete reduccio-
nes con más de 30.000 indios que tenían que abandonar sus hogares y trasladarse a
territorio español. Los jesuitas denunciaron la injusticia de las medidas, la violación de
los derechos de los indios y la práctica imposibilidad de un traslado tan masivo de per-
sonas a través de selvas y terrenos escabrosos sin grave peligro para sus vidas. Sus pro-
testas no fueron atendidas. Los jesuitas se negaron a abandonar las reducciones ini-
ciándose la guerra guaraní entre las tropas hispano-portuguesas y los indios, capita-
neados por algunos jesuitas. La guerra no finalizó hasta 1756. Tras ella, las reducciones
nunca volverían a recuperarse.
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Los motivos y causas
Gracias sobre todo al descubrimiento del documento del “Dictamen” del fiscal Cam-
pomanes, en el que queda claro que no se trató de un problema religioso, hoy están
completamente descartadas tanto la tesis liberal de que la medida fue tomada para
permitir el triunfo de “las luces” sobre el “fanatismo” representado por los jesuitas,
como la tesis conservadora elaborada por Menéndez Pelayo de que la expulsión era el
fruto de la “conspiración de jansenistas, filósofos (portavoces de ideales ilustrados),
parlamentos, universidades y profesores laicos contra la Compañía de Jesús”.
Las razones expuestas en el documento de Carlos III son múltiples: la tendencia del
gobierno por hacer recaer en los jesuitas la responsabilidad del motín de Esquilache, el
acoso internacional, con los ejemplos de Portugal y Francia (de donde también fueron
expulsados), la discrepancia entre el absolutismo político de Carlos III por derecho di-
vino y el populismo atribuido a los padres de la Compañía o los intereses económicos
(los que apoyaron la tesis de Campomanes en el “Tratado de la Regalía de Amortiza-
ción”), sociales (enfrentamiento entre colegiales y manteístas) y políticas (intento de
identificar a los jesuitas con los opositores al gobierno de Carlos III, y aun las discre-
pancias entre las órdenes religiosas y de los obispos con los padres de la Compañía)
contribuyen a comprender la dramática decisión del monarca, afirman los periodistas
Antonio Mestre y Pablo Pérez García.
Estos historiadores, además relacionan la expulsión con la política regalista llevada a
cabo por Carlos III, aprovechando los nuevos poderes que había otorgado a la Corona
en los temas eclesiásticos el Concordato de 1753, firmado durante el reinado de Fer-
nando VI, y que constituiría la medida más radical de esa política, dirigida precisamen-
te contra la orden religiosa más vinculada al Papa debido a su “cuarto voto”, de obe-
diencia absoluta al mismo. Así la expulsión “constituye un acto de fuerza” y el símbolo
del intento de control de la Iglesia española. En ese intento, resulta evidente que los
principales destinatarios del mensaje eran los regulares. La exención de los religio-
sos era una constante preocupación del gobierno y procuró evitar la dependencia dire-
cta de Roma.
Por eso, dado que no pudo eliminar la exención, procuró colocar a españoles al frente
de las principales órdenes religiosas que como dijo el conde de Floridablanca en su
Instrucción reservada, había que evitar que “se elijan a los que no son gratos al sobe-
rano y si, en cambio, a los agradecidos y afectos”. Así el padre Francisco Vázquez, exal-
tado anti jesuita, fue puesto al frente de los agustinos, mientras Juan Tomás de Boxa-
dors (1757-1777) y Baltasar Quiñones (1777- 1798) fueron los generales de la orden
dominicana. Por lo demás, intentaron conseguir de Roma un Vicario General jesuita
para los territorios españoles, cuando el general era extranjero. La inspiración de estas
medidas se debía a la doctrina política denominada “regalismo”. La expulsión de una
orden obediente al papa como la jesuita era económicamente apetecible, porque re-
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forzaba el poder del monarca y porque, tras la expulsión de una orden religiosa, venía
luego la correspondiente desamortización de sus bienes, que el Estado, podía adminis-
trar como creyera oportuno.
La expulsión
El presidente del Consejo de Castilla, el conde Aranda, formó un Consejo extraordina-
rio que emitió una consulta en la que consideraba probada la acusación y proponía la
expulsión de los jesuitas de España y sus Indias. Carlos III para tener mayor seguridad
convocó un consejo o junta especial presidida por el duque de Alba e integrada por los
cuatro Secretarios de Estado y del Despacho – Grimaldi, Juan Gregorio de Mu-
niain, Múzquiz y Roda - que ratificó lo propuesta de expulsión y recomendó al rey no
dar explicaciones sobre los motivos de la misma.
Tras la aprobación de Carlos III, a lo largo del mes de marzo de 1767, el conde Aranda
dispuso con el máximo secreto todos los preparativos para proceder a la expulsión de
la Compañía.
Tras la expulsión, el rey pidió la aprobación de las autoridades eclesiásticas en una car-
ta que se envió a los 56 obispos españoles, de los que en su respuesta sólo seis se
atrevieron a desaprobar la decisión y cinco no contestaron. El resto, la gran mayoría,
aprobó con más o menos entusiasmo el decreto de expulsión. “Dicen los jesuitas que
no son mis vasallos sino de su general y del Papa, pues allá se los mando”, sentenció
Carlos III con cierta sorna. Y es que la principal reacción a la Ilustración vino de la Igle-
sia. Un erudito jerónimo, fray Fernando de Cevallos, definió en “La falsa filosofía o el
ateísmo, deísmo, materialismo y demás nuevas sectas convencidas de crimen de Esta-
do contra los soberanos y sus regalías, contra los magistrados y potestades legíti-
mas” (1774-76) las líneas del conservadurismo radical que triunfaría a comienzos del
siglo XIX.
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La Compañía de Jesús fue expulsada de España a principios de abril de 1767, entre la
noche del 31 de marzo y la mañana del 2 de abril. Fue una operación tan secreta, rápi-
da y eficaz como la del extrañamiento de los moriscos en 1609, o incluso más. La
práctica totalidad de los historiadores están de acuerdo en afirmar el carácter sorpre-
sivo y drástico de la expulsión. Pese a que corrían malos tiempos para la Compañía
(recordemos que los jesuitas fueron acusados de instigar la oleada de motines del año
anterior, el motín de Esquilache), nadie en su seno podía imaginar que iba a producirse
tamaño acontecimiento.
Los jesuitas eran conscientes del acoso que venían sufriendo, pero no tuvieron noticia
alguna de la medida que Carlos III se disponía a tomar hasta el momento mismo de su
aplicación.
El 2 de abril de 1767, las 146 casas de los jesuitas fueron cercadas al amanecer por los
soldados del rey y allí se les comunicó la orden de expulsión contenida en la Pragmáti-
ca Sanción de 1767 que se justificaba: “Por gravísimas causas relativas a la obligación
en que me hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia de
mis pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias que reservo en mi real ánimo, usan-
do la suprema autoridad que el Todopoderoso ha depositado en mis manos para la
protección de mis vasallos y respeto a mi Corona”. Pese a la imprecisión, el decreto
parece acusar a los jesuitas de perturbar el orden público, de manera que aparecen
condenados como enemigos políticos. El primer artículo de la Pragmática refuerza esta
idea cuando el monarca tranquiliza al resto de órdenes religiosas, y en las que pone su
confianza, y muestra su satisfacción y aprecio por su fidelidad, su doctrina, su obser-
vancia de las reglas y, sobre todo, por su abstracción de los negocios de gobierno. Por
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el contrario, el edicto dejó bien claro cuál iba a ser el destino de los expulsos, y qué iba
a ocurrir con sus bienes y temporalidades.
En lo que respecta al patrimonio, apuntaba que todos los bienes pasarían a manos del
Estado para ser dedicados a obras pías (dotación de parroquias pobres, fundación de
seminarios conciliares, creación de casas de misericordia), de acuerdo con el parecer
de los respectivos obispos. Por otra parte, en cuanto a los jesuitas, el articulado era en
general bastante severo.
Pese a ello, contenía algunas concesiones de orden humanitario, algo que no había
ocurrido en Portugal o Francia. Entre ellas destaca el hecho de que una parte de las
“temporalidades” confiscadas sería dedicada a componer pensiones individuales que
los expulsos recibirían de modo vitalicio para su manutención. Esta porción sería de
100 pesos anuales para los sacerdotes y, de 90, para los coadjutores.
El gobierno decidió no pasar estipendio alguno ni a los novicios, ni a los estudiantes,
con la intención de que decidiesen dejar la Compañía y abjurar de su jesuitismo, de
modo que pudiesen permanecer en España. En el exilio no percibirían un solo peso
hasta que se ordenasen sacerdotes. Las pensiones habrían de ser entregadas en dos
pagas semestrales, por medio del Banco del Giro (banco público creado por la Repúbli-
ca de Venecia en 1524, existiendo hasta 1806, fecha en que dicha República desapare-
ció), a través del embajador español en Roma. El resto del articulado hacía referencia
explícita a la cuestión que más inquietaba a la Monarquía, una vez expulsada la Com-
pañía: el deseo de borrar su memoria. Y para conseguir tal pretensión, acallar la voz de
los simpatizantes y eliminar todo tipo de objeción pública al decreto, Carlos III fijó du-
ros castigos que serían aplicables a cuantos mantuviesen correspondencia con los je-
suitas, y a todos los que hablasen o escribiesen públicamente contra la decisión real o
sobre la Compañía (a favor o en contra).
Volviendo a la cuestión de las instrucciones de los comisionados, éstas preveían con
detalle todas las medidas que habían de adoptar para acometer con éxito el desalojo.
Y según dichas directrices pasaron a la acción. Tras conocer la misión que tenían que
llevar a cabo, los comisarios se dirigieron hacia los diferentes establecimientos jesuitas.
Una vez allí, irrumpieron en sus dependencias y ordenaron a los superiores que convo-
casen a todos los moradores de las casas en las salas capitulares. Después, ordenaron a
los notarios que diesen lectura del decreto de expulsión. Tras dicho acto, tomaron las
medidas oportunas para conseguir controlar las casas. Acto seguido, comprobaron los
nombres de los concurrentes, para comprobar si había algún jesuita ausente. Luego,
procedieron a requisar los caudales y a inventariar los diferentes bienes. A continua-
ción, dispusieron los medios necesarios para el traslado de los jesuitas a las distintas
“cajas” o puertos de embarque, y antes de que hubiesen transcurrido 24 horas desde
el momento de la presentación del decreto, las diferentes comitivas partieron. Los
jesuitas de la provincia de Castilla fueron a Santiago de Compostela; los de Aragón a
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Salou; los de Toledo a Cartagena, y por último los de Andalucía fueron dirigidos hasta
el Puerto de Santa María. La tropa los acompañó durante el trayecto.
En las ciudades por las que pasaron, las autoridades civiles se encargaron de mantener
el orden y de evitar cualquier manifestación popular en contra del extrañamiento. La
incomunicación de los jesuitas a lo largo del viaje fue total. Únicamente quedaron en
España los procuradores de las diferentes casas de la Compañía, a fin de finalizar los
inventarios ante los agentes del fisco.
Una vez acabada esta labor, partieron inmediatamente al exilio. Al no ser suficientes
los barcos españoles para trasladar a los expulsos, el gobierno se vio obligado a contra-
tar naves extranjeras. Todos los barcos fueron acondicionados para el viaje, habilitán-
dose en ellos lugares para dormir y hornillos para preparar las comidas.
A pesar de que los historiadores han trazado paralelismos más o menos trágicos entre
las expulsiones de los moriscos y de los jesuitas, hay diferencias considerables entre
ambas. La de los jesuitas no fue un hecho celebrado indiscriminadamente por todos
los españoles. Un amplio sector del pueblo (las capas más bajas) lamentó el suceso,
porque eran conscientes de que no había motivos religiosos para llevar a cabo la ex-
pulsión. Además, Carlos III trató con bastante respeto a sus enemigos políticos; les dio
pensiones vitalicias, aunque la inflación las hiciera poco valiosas.
Asimismo, permitió a los jesuitas llevarse sus efectos personales y el dinero que tuvie-
ran (aunque la premura con que se efectuó la operación hizo que los jesuitas casi no
pudiesen coger siquiera lo imprescindible). No les permitió, en cambio, llevar libros.
Pese a que se vivieron escenas no exentas de dramatismo, durante el trayecto terres-
tre los jesuitas no sufrieron ni se perpetraron actos violentos contra ellos. Los profesos
salieron desde el primer momento, por solidaridad. Partieron incluso jesuitas muy an-
cianos, de salud muy quebrantada (como el padre Isla o el padre Idiáquez). También
marcharon profesos muy próximos a la nobleza, como los hermanos Pignatelli. No obs-
tante, la cohesión del grupo fue perdiéndose progresivamente durante la estancia en
Córcega, sobre todo ante unas condiciones que se asemejaban a las de un campo de
concentración.
Carlos III actuó en un plan de plena legalidad, tirando de la regalía de derecho, ante la
inexorable amenaza jesuita sobre las tierras españolas. El rey actuó sin contar con el
permiso de Clemente XIII. Sí tuvo la delicadeza de avisar al pontífice de la decisión to-
mada, inmediatamente después de ejecutarla. El monarca se cuidó mucho de indicarle
que los exiliaba a los Estados Pontificios. Tampoco lo sabían los jesuitas. Clemente XIII
respondió diplomáticamente, y fue muy poco piadoso ante quienes habían sido duran-
te siglos sus más acérrimos defensores (recordemos el “cuarto voto” de obediencia al
Papa). Ahora bien, cuando el Papa supo que los expulsos iban a los Estados Pontificios
contestó con dureza a Carlos III mediante una bula, diciendo que no los iba a recibir en
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sus territorios. Cuando los expulsos llegaron a Civitavecchia, esperando ser recibidos
con los brazos abiertos, vieron cómo eran recibidos por los cañones del Papa, negán-
doles la entrada. El Papa arguyó argumentos razonables, pero de corte materialista: los
Estados Pontificios atravesaban momentos de aguda carestía, y no podían soportar la
presencia de los jesuitas. Temía alteraciones de orden público. El Papa también estaba
harto de los jesuitas portugueses y franceses que malvivían a expensas del erario pon-
tificio. A pesar de que esta negativa trastornó seriamente a la diplomacia española,
ésta actuó raudamente para encontrar un lugar donde dejarlos.
Jerónimo Grimaldi, ministro de Estado de Carlos III, planteó dejarlos por la fuerza en
los Estados Pontificios, pero el rey se negó. Entonces, se planteó la posibilidad de des-
cargar a los jesuitas en la isla de Elba. Pero apareció la opción de dejarlos en la isla de
Córcega. Pero en ella había un ambiente de gran tensión. Córcega pertenecía a la so-
beranía de la República de Génova, y se había levantado por la independencia, enca-
bezada por el rebelde Pascual Paoli (1725-1807), que respondía a las características del
despotismo ilustrado. Francia apoyaba a Génova, que no tenía fuerzas suficientes para
hacer frente al levantamiento.
En todas las ciudades porteñas de Córcega había una guarnición francesa. Por lo tanto,
la situación era una especie de polvorín, pues el interior de la isla ya estaba dominado
por los rebeldes. La diplomacia española tenía que pactar con Francia, con Génova o
con Paoli si Génova se negaba a admitirlos (lo que enfrentaría a los españoles con el
rey francés).
Entre los jesuitas comenzó a extenderse la desesperación tras el fracaso del desembar-
co en Civitavecchia. Además, los patronos de los barcos sólo habían sido contratados
para el viaje al citado puerto, y tenían compromisos comerciales posteriores. Muchos
jesuitas pasaron a otros barcos, en los que se hacinaron aún más. Marcharon finalmen-
te hacia Córcega. Llegaron a Bastia, donde las tropas francesas les impidieron el des-
embarco. Los barcos estuvieron rodeando la costa corsa durante varios meses, afron-
tando el calor del verano y las frecuentes tormentas. Una vez llegaron a buen puerto
las negociaciones, los jesuitas pudieron desembarcar en los distintos “presidios” de
Córcega, hecho que se produjo entre julio y septiembre de 1767. Allí pasaron poco más
de un año, en unas condiciones lamentables.
Entre octubre y noviembre de 1768 fueron expulsados por los franceses, siendo lleva-
dos de nuevo hacia Italia. Aunque la situación era dramática, renovaron sus esperanzas
ante la posibilidad de recalar finalmente en Roma. Sin embargo, las conversaciones
entre Carlos III y Clemente XIII se agriaron. Tras duras discusiones, el Papa accedió a
que desembarcaran en Italia. Allí, los jesuitas se desperdigaron por poblaciones como,
Ravena, Forli, Ferrara y Bolonia (los que vinieron de América). En estas legaciones vi-
vieron hasta 1773-1774. No obstante, aún les quedaba por vivir un último y atroz va-
rapalo. A la muerte de Clemente XIII le sucedió en el solio pontificio Clemente XIV, un
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declarado antijesuita. El nuevo pontífice firmó la extinción canónica de la Compañía de
Jesús. Los jesuitas españoles, sobre todo los más cultos, al dejar de existir la Compañía,
se trasladaron a Roma y en la Ciudad Eterna encontraron trabajo como empleados de
los obispos o como preceptores de los hijos de los miembros de la nobleza. Su aporta-
ción a la cultura italiana fue muy importante y los italianos se beneficiaron de sus altí-
simos conocimientos. Fueron expulsados de España 2.641 jesuitas y de las Indias
2.630. Allí vivieron de la exigua pensión que les asignó Carlos III con el dinero obtenido
de la venta de alguno de sus bienes.
Las consecuencias
No obstante, el ruido que causó la expulsión fue ensordecedor. No sólo estaba en jue-
go el número de jesuitas, sino que se trataba del tema de la seguridad del Estado, el
progreso de las reformas y el tema de la educación en España.
En el campo de la espiritualidad, la expulsión supuso el fin de la influencia poderosa de
los jesuitas sobre las conciencias (sobre la familia real, sobre la nobleza -las clases
acomodadas se favorecían de la facilidad vital que ofrecía el laxismo moral que pro-
ponía la concepción jesuita, contraria al rigorismo que propugnaban otras órdenes,
como la franciscana o la dominica-, y sobre el pueblo -por medio de los ejercicios espi-
rituales).
En el campo de la educación, se privó de profesores a más de un centenar de colegios.
Se creó un vacío pedagógico difícil de solucionar a corto plazo, con severas consecuen-
cias. No obstante, la rápida reacción del gobierno evitó que éstas fueran terribles.
Convocó oposiciones a las cátedras y a las plazas de gramática, dotándolas con los bie-
nes confiscados a los jesuitas. Además, una cláusula impedía que los nuevos “benefi-
ciados” fueran eclesiásticos, lo que contribuyó al proceso de laicización de la educa-
ción. A nivel universitario se acabó con la “escuela jesuítica”, hecho deseado por las
otras corrientes. Asimismo, se prohibió por ley que las universidades impartieran teo-
logía suarista, según el maestro Francisco Suárez (teólogo, filósofo y jurista); así creían
que se terminaba con la infructuosa disputa teológica de escuelas. Se impuso una teo-
logía positiva y una moral de corte rigorista, dura y férrea. La Ilustración española ma-
nifestó así su componente regeneracionista (buscaba las fuentes del cambio en la Es-
paña del Siglo de Oro, en Vives, Quevedo, Erasmo). Es posible que se produjera una
pérdida en el nivel cultural por la sustitución del sistema y también en la enseñanza de
las Humanidades. El área de la investigación también lo sintió muy notablemente, tan-
to en el campo de las Humanidades (Isla, Luengo) como en el de las Ciencias. España
no podía permitirse el lujo de desprenderse de tales figuras.
En cuanto a las “temporalidades” de los jesuitas —es decir, los bienes de los jesuitas—
las fincas rústicas fueron vendidas en pública subasta, los templos quedaron a disposi-
ción de los obispos y los edificios y casas se convirtieron en seminarios diocesanos,
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fueron cedidos a otras órdenes religiosas o mantuvieron su finalidad educativa, “pues
todos eran conscientes del gran vacío que la expulsión dejaba en la enseñanza” —
como sucedió con el Colegio Imperial de Madrid reconvertido en los “Reales Estudios
de San Isidro”(posteriormente Instituto San Isidro)—. Según Antonio Mestre y Pablo
Pérez García, la expulsión de los jesuitas entrañaba un acto de profundas consecuen-
cias. Había que reformar los estudios y el gobierno lo aprovechó para modificar los
planes de estudio tanto en las universidades como en los seminarios. La mayoría de los
obispos, en aquellos lugares donde no se había cumplido el decreto de Trento, los eri-
gieron aprovechando las casas de los jesuitas para instalarlos. No es necesario advertir
que también en los seminarios obligó el monarca a seguir las líneas doctrinales que
había impuesto en las facultades de Teología y de Cánones de las distintas universida-
des.
En cuanto a las consecuencias de la expulsión para la política y la cultura españolas ha
habido interpretaciones dispares. Algunos autores creyeron ver en esa orden real el
inicio de la expansión del espíritu ilustrado, que se veía constreñido por la poderosa
acción regresiva y reaccionaria de los jesuitas. Para otros, aparte de que se perdieran
brillantes cabezas de nuestra ciencia, tampoco puede decirse que las otras órdenes
religiosas beneficiadas a corto plazo con la expulsión y con los bienes de los expulsos,
fueran más abiertas y progresistas en sus planteamientos religiosos o políticos.
Además, para hacer cumplir la orden que prohibía la difusión de las “perniciosas” doc-
trinas jesuíticas, el poder real vio fortalecido su poder censor y lo aplicó desde enton-
ces en otros temas, con lo que no hubo ningún avance en el terreno de la libertad de
pensamiento.
La expulsión de los jesuitas más importante fue la que tuvo lugar a mediados del siglo
XVIII en las monarquías católicas europeas identificadas como despotismos ilustrados y
que culminó con la supresión de la Compañía de Jesús por el Papa Clemente XIV, en
1773. Antes y después de esa fecha, los jesuitas también fueron expulsados de otros
estados, en algunos más de una vez, como es el caso de España (1767, 1835 y 1932).
La extinción de la Compañía de Jesús
El gobierno de Madrid contactó con Lisboa, París, Nápoles y Parma para presionar al
Papa y conseguir la extinción de la Compañía. Para los monarcas de la Casa de Borbón
éste sería el golpe definitivo a los jesuitas. El aparato propagandístico debía extenderse
por toda Europa, insistiendo en el carácter intrigante y perjudicial de los jesuitas; ello
debía estar avalado por una gran cantidad de firmas de eclesiásticos.
En 1769 el gobierno comenzó una labor destinada a ganarse al alto clero. Se pensó en
convocar un Concilio nacional para obtener una declaración conjunta contra la Com-
pañía, pero la convocatoria y discusión podía dar lugar a dilaciones, por lo que el rey
optó por solicitar de modo personal y secreto el dictamen de cada uno de los obispos.
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La carta era una especie de intimidación, conociendo el sentir del monarca y el gobier-
no. Por otra parte, los distintos monarcas borbones dieron orden a sus embajadores
para que presionaran diplomáticamente al Papa, llegando incluso a utilizar coacciones
veladas (amenazando con cerrar la nunciatura en Madrid, con resolver los pleitos en
los tribunales episcopales y no en la Curia romana, etc.).
Las medidas arreciaron en 1769 porque Clemente XIII falleció, siendo sustituido por
Clemente XIV, que no era defensor de la Compañía. En España, Carlos III envió como
embajador a Roma a un antijesuita, José Moñino, fiscal del Consejo de Castilla. Moñi-
no, aconsejado por Roda, primero se ganó la confianza de fray Buontempi, confesor
del Papa. También comenzó a buscar partidarios de la extinción en el colegio cardena-
licio.
Entre 1772 y 1773 las audiencias de Moñino ante el Papa se hicieron más frecuentes,
de modo que la voluntad del Papa comenzó a flojear. El 29 abril de 1773 la extinción
estaba más cerca. El propio papa Clemente XIV (proveniente de la orden franciscana),
presionado por la mayor parte de las cortes católicas (la única importante que no los
había expulsado era la austriaca), accedió a disolver la Compañía, muchos de cuyos
miembros se habían reubicado en los propios Estados Pontificios, mediante el breve
“Dominus ac Redemptor”, de 21 de julio de 1773, documento que se hallaba muy ins-
pirado por Carlos III a través de los buenos oficios de Moñino, y en el que el Papa decía
que a fin de restablecer la paz suprimía la Compañía por haber perdido su finalidad y
objetivos originales; los miembros podían ingresar en otras órdenes y se les asignaban
unos subsidios. Este breve era un documento curioso en el sentido de que no formula-
ba ninguna acusación concreta contra los jesuitas, pero afirmaba que la supresión era
necesaria en bien de la paz de Cristo. La Santa Sede recuperaba Avignon y Benevento y
Moñino ganaba el título de conde de Floridablanca. El historiador Teófanes Egido, rela-
cionando el regalismo con las ideas ilustradas de reforma, ha llegado a afirmar de mo-
do rotundo que la expulsión y posterior extinción formaban parte de un plan ambicio-
so que no llegó a fraguar: la eliminación de todas las órdenes religiosas. En este plan
estarían involucrados Roda, Floridablanca, Aranda, Campomanes y otros. La reforma
del clero regular se estaba proyectando desde los tiempos de Ensenada. Si esta refor-
ma se detuvo durante el reinado de Carlos III, bien pudo deberse a que el gobierno
concentró su atención en los jesuitas, ya que para lograr la expulsión se necesitaba el
apoyo del clero (muchos obispos eran regulares). Por eso el gobierno antes de 1767
defendió incluso las escuelas tomista y agustiniana contra la jesuítica. Pero tras 1773
los miembros del gobierno acosaron a tomistas y agustinos hasta el punto que en 1783
Campomanes, cuando quiso reformar la Universidad de Orihuela, intentó apartarla de
los dominicos (los dominicos sólo podían dar clase a los de su misma orden, y no a los
laicos). Muchos jesuitas marcharon a Rusia y Prusia, donde se les acogió muy bien. Allí
realizaron una obra importante de divulgación. Pero la mayor parte se quedó en Italia.
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En 1815, con la vuelta del absolutismo a España, y en los inicios de la Restauración en
Europa, se restituyó la Compañía gracias a las gestiones del jesuita San José de Pigna-
telli. Durante el Trienio Liberal (1820-1823) fue de nuevo prohibida. Y también abolida
en 1868. La Compañía de Jesús estaba lejos de continuar su trayectoria sin sobresaltos.
Restauración
En el contexto de la restauración de 1814, el papa Pío VII emitió la bula “Solicitudo
omnium Ecclesiarum” (7 de agosto de 1814), que restauraba la Compañía de Jesús.
Inmediatamente fue reintroducida en España por Fernando VII.
La expulsión y supresión de la Compañía de Jesús en el siglo XVIII
A mediados del siglo XVIII los jesuitas fueron expulsados de las Monarquías católicas
más importantes:
- Del reino de Portugal (cuyo rey ostentaba el título de “Rey Fidelísimo”) en 1759, acu-
sados por el marqués de Pombal (1699- 1782, primer ministro del rey José I de Portu-
gal), de instigar un atentado contra la vida del rey independientemente de los roces
con España a causa de las “reducciones” guaraníes.
- Del reino de Francia (la “hija mayor de la Iglesia”, cuyo rey era “el Rey Cristianísimo”),
en 1762, bajo el gobierno del duque de Choiseul (secretario de Estado de Luis XV), y en
el contexto de la polémica entre jesuitas y jansenistas, se revisó la situación legal de la
Compañía tras un escándalo financiero, y se consideró que su existencia, además de
las doctrinas que defendían: “laxismo” (teoría a la que se exponen aquellos que abusan
en nombre de la ley, descuidando su espíritu); “casuismo” (arte de resolver “casos” de
conciencia o, como máximo, una “técnica jurídica” que permite determinar la frontera
entre lo lícito y lo ilícito desde el punto de vista moral) y “tiranicidio” (muerte a un ti-
rano) era incompatible con la monarquía.
- Del reino de España (la “Monarquía Católica”) en 1767, acusados por Campomanes
(ministro de Hacienda de Carlos III) de instigar el motín de Esquilache.
Simultáneamente a España, los jesuitas fueron expulsados del reino de Nápoles, y po-
cos meses después, en 1768, del ducado de Parma (ambos vinculados a la Casa de
Borbón, pero con otros soberanos). Las expulsiones afectaron a la presencia de la
Compañía de Jesús en los imperios coloniales de cada una de esas potencias (Portu-
gués, Francés, Español), donde previamente se había visto inmersa en serios conflictos
(reducciones jesuíticas, expulsión de los jesuitas de Brasil en 1754, cinco años antes
que en la metrópoli), que estuvieron entre las causas del movimiento anti jesuítico en
Europa.
Exilio
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Las expulsiones y posterior disolución de la Compañía de Jesús trajeron como conse-
cuencia el exilio de una gran cantidad de jesuitas en países oficialmente no católicos
que toleraban la presencia de súbditos católicos, como el reino de Prusia o el Imperio
ruso (que en 1772 habían llevado a cabo el reparto de Polonia, de población mayorita-
riamente católica). Ambos monarcas (Catalina la Grande de Rusia y Federico II de Pru-
sia) ignoraron el decreto papal, lo que permitió la continuidad de los colegios jesuitas,
y de hecho la reorganización de lo más selecto de la intelectualidad de la Compañía.
Expulsiones previas al siglo XVIII
En otros contextos históricos se habían producido expulsiones de los jesuitas de algu-
nos lugares:
En 1594, de Francia, por el rey Enrique IV.
En 1605, de Inglaterra, por la reina Isabel I.
En 1615, de Japón, por el shogun Tokugawa leyasu.
En 1639, de Malta.
Expulsiones posteriores al siglo XIX
En 1818 fueron expulsados de los Países Bajos, en 1820 de Rusia, en 1828 de Francia,
en 1834 de Portugal (en el contexto de las guerras liberales), en 1835 de España (en el
contexto de la guerra carlista y la desamortización), en 1847 de Suiza, en 1848 de Aus-
tria (en el contexto de la revolución de 1848), en 1850 de Colombia, en 1852 de Ecua-
dor, en 1872 del recién constituido Imperio alemán (en el contexto de la “Kultur-
kampf” ), en 1873 del reino de Italia (tras la culminación de la unificación italiana, “el
Risorgimento”, con la ocupación de Roma por Giuseppe Garibaldi y sus “camisas ro-
jas”), en 1874 del Imperio Austro-húngaro, en 1880 de la Tercera República Francesa y,
en 1889 de Brasil.
Expulsiones del siglo XX
En 1901 fueron expulsados de Francia y en 1910 de Portugal (en el contexto de la revo-
lución del 5 de octubre de 1910). En España, la Compañía de Jesús quedó en situación
de ilegalidad como consecuencia de la aplicación del artículo 26 de la Constitución de
la Segunda República Española de 1931 (relativo al “cuarto voto”, de obediencia al
Papa). El 23 de enero de 1932 se ordenaba consiguientemente su disolución (decreto
redactado por el presidente del gobierno Manuel Azaña y por el ministro de justicia
Fernando de los Ríos Urruti), dando un plazo de diez días a sus componentes pa-
ra “abandonar la vida religiosa en común y someterse a la legislación”.
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Personalidades que estudiaron con jesuitas
Algunas personalidades célebres que estudiaron en colegios de jesuitas: Descartes,
Voltaire, Cervantes, Quevedo, Calderón de la Barca, Rubens, San Francisco de Sales,
José Ortega y Gasset, Gabriel Miró, Miguel Hernández, Charles de Gaulle, Vicente Hui-
dobro, Alfred Hitchcock, Joseph McCarthy, Vicente Fox, Fidel Castro y James Joyce,
entre otros muchos.