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METZ_lenguaje y Cine__cine y Escritura_conclusiones

Date post: 12-Jul-2016
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METZ_lenguaje y Cine__cine y Escritura_conclusiones
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Este material es para uso de los estudiantes de la Universidad Nacional de Quilmes, sus fines son exclusivamente didácticos. Prohibida su reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial correspondiente.
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XI. CINE Y ESCRITURA

XI.1. CINE Y ESCRITURA COMO GRABACIONES

Se habla con frecuencia, y desde hace ya mucho tiempo, del cine como de una escritura. Algunos críticos, algunos historiado- res, emplean la expresión «escritura cinematográfica»; los perio- distas, con mayor frecuencia aún, y con menos precauciones; teó- ricos y comentaristas gustan de las comparaciones de diversos tipos entre el cine y la escritura. Pero, en la mayor parte de los casos, estas comparaciones son rápidas y pueden entenderse de varias maneras, que no siempre se distinguen claramente unas de otras. Vamos ahora a intentar desembrollarlas algo.

Existe un primer punto común entre el cine y la escritura, y es que ambos son técnicas de grabación (no se limitan a ser eso, claro). Resumiremos en la palabra «grabación», de acuerdo con un uso frecuente, los tres estadios sucesivos que comprende el proceso cuando ya se ha desarrollado por completo: la grabación propiamente dicha, la conservación y la «reproducción» posterior.

El cine y la escritura graban, pues, procesos. Pero estos proce- sos son muy diferentes aquí y allá. Los que «fija» el cine son con- juntos de acontecimientos accesibles a la vista y al oído; los que fija la escritura son o secuencias habladas, y sólo habladas (en el caso de las diferentes escrituras fonéticas: escritura silábica, que anota sílaba por sílaba; escritura alfabética, es decir, foné- mica, que anota por fonemas, etc.), o elementos discretos de la experiencia social, cuando se trata de las diferentes escrituras lla- madas ideográficas (morfogramáticas, pictogramáticas, etc.).

Esta diferencia, si lo pensamos, lleva implícitas otras dos cuyo efecto se acumula. Para empezar, el proceso grabado no pertenece al mismo orden sensorial en todos los casos: auditivo y visual con el cine, sólo es auditivo (y más precisamente fónico, lo que exclu- ye muchos datos incluso auditivos) con las escrituras fonéticas,

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y puramente mental, no perceptible, con las escrituras ideográfi- cas; se sabe, en efecto, que en estas últimas el grafema que designa al «árbol» no anota al árbol como objeto del mundo (el referente), sino determinada noción del árbol (insistiremos sobre ello en el capítulo XI.6).

En segundo lugar, según que se trate del cine, de la escritura fonética o de la escritura ideográfica, el proceso grabable no ocu- pa la misma postura en relación con la comunicación social. Lo que la escritura fonética anota es un discurso hablado; por tanto, un objeto que pertenecía plenamente al lenguaje antes de ser ano- tado; más aún: la escritura fonética sólo conserva, del conjunto del enunciado oral, lo que corresponde a la lengua; excluye los demás elementos del lenguaje hablado, «graba» un código y sólo uno. (Esto tiene excepciones, que quizá no merezcan este nombre: por ejemplo, los signos gráficos, que, como algunos puntos de ex- clamación, corresponden a entonaciones puramente expresivas, es decir, extralingüísticas; pero estos signos son precisamente los que no pertenecen al sistema propio de la escritura fonética y han venido sencillamente a añadirse a él: así, en el caso de las escri- turas alfabéticas, serán sobre todo los grafemas que no sean letras del alfabeto.) Porque la escritura fonética, en su principio, anota un código preexistente —el código fonológico, para el alfabeto— es por lo que lo definen los lingüistas como un código sustitutivo, un código de segundo grado. (Las excepciones aparentes, de nue- vo, no deben engañarnos: cierto es que, en francés, se encuentran varias grafías diferentes —«in», «ein», «ain», etc.— para el fonema único /εّ/ : esto en lo que se refiere a las distorsiones paradigmáti- cas; es también cierto que cada una de estas grafías moviliza va- rias letras, mientras que /εّ/ no es una secuencia de fonemas, sino un fonema: esto en lo que se refiere a las distorsiones sintagmá- ticas. Pero topamos aquí con la ortografía, que no es la escritura, y cuya propia existencia es el resultado del desfase entre la escri- tura alfabética de una lengua y la adopción o el mantenimiento de un alfabeto hecho para otras lenguas más antiguas y que no tienen el mismo sistema fonológico: así, el alfabeto «latino» vale para escribir el francés, el alemán, el polaco, etc. Por otra parte, cuando el hecho ortográfico toma un gran lugar, como en el francés con- temporáneo, la escritura teóricamente fonética deja en parte de serlo y vuelve a una especie de ideografía: algunas palabras escri- tas se reconocen en bloque por su silueta ortográfica, de forma que la anotación, en la práctica, afecta algo menos a los fonemas, uni- dades de segunda articulación, y algo más directamente a unida-

des significativas de primera articulación; esta evolución ha sido observaba por lingüistas como Saussure, Charles Bally, Marcel Cohen, André Martinet, Georges Gougenheim, Charles Beaulieux, Claire Blanche-Benveniste, André Chervel, etc. De forma más ge- neral, y sin ni siquiera hablar de tendencias ideográficas, es cier- to que en lenguas como el francés o el inglés, cuya anotación, en principio fonética, se aleja, de hecho, mucho de la fonía, lo ha- blado y lo escrito tienden a organizarse en dos códigos distintos y no isomorfos, de forma que el segundo no es ya «sustitutivo» del primero, o sólo lo es en parte: fenómeno que habría observa- do Hjelmslev1 y que Jean Dubois2 estudia en detalle para el fran- cés contemporáneo. Todo esto muestra que no hay que achacar a la escritura alfabética lo que precisamente se aparta de ella. Su principio, y la gran invención que se atribuye —simplificando algo— a los fenicios, siguen siendo la correspondencia biunívoca de los fonemas y de los grafemas: un grafema por fonema, un fone- ma por grafema.) En resumen: la definición de la escritura foné- tica como código sustitutivo implica dos caracteres: 1.°, lo que se encuentra anotado estaba analizado y estructurado con vistas a la comunicación (= era un código); 2.°, la propia anotación no introduce un segundo análisis diferente del primero.

A este respecto la línea de reparto, paradójicamente o no, no pasa entre el cine y la escritura, sino entre las escrituras fonéti- cas, por una parte, y el cine y las escrituras ideográficas, por otra. Así se explica que la asimilación del cine a una nueva forma de escritura ideográfica haya tentado con tanta frecuencia a los teó- ricos del filme; este punto lo examinaremos separadamente (cap. XI.6), y veremos que las comparaciones propuestas vale más que no sean demasiado apresuradas, pues el cine y la ideografía tienen, por otra parte, profundas diferencias. Pero precisamente por otra parte es por lo que difieren, y de momento nos quedaremos con su común manera de oponerse a la escritura fonética: lo que am- bos registran no es un código preconstituido, un dicho de la ex- periencia humana, sino segmentos de esta propia experiencia: ex- periencia perceptiva con el cine, experiencia mental y sociocog- noscitiva con la escritura ideográfica. No se trata aquí de oponer la experiencia ya elaborada a alguna experiencia «bruta» registra-

1. Ensayos lingüísticos, op. cit., en La estratificación del lenguaje, también citado. 2. Grammaire structurale du français. Nom et pronom, París, Larousse, 1965. Véanse,

por ejemplo, pp. 50, 82, 89-90.

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da directa y fielmente por el cine o la ideografía; la experiencia bruta es inaccesible: todas las experiencias que tenemos están ya elaboradas. Las «ideas» que fija la escritura ideográfica, los «es- pectáculos» que fija el cine, están ya llenos de mil códigos. Pero, y aquí está la cosa, de mil y no de uno solo: en un proceso de grabación de este tipo no se encuentra ninguna instancia que se pueda comparar a lo que es el código fonológico para la escritura alfabética, es decir, un estadio inmediatamente anterior que con- sista ya en un código plenamente integrado con vistas a la comu- nicación explícita, y que el medio de registro se contenta con «calcar». Por ello el cine y la escritura ideográfica no son códigos (ni conjuntos de códigos) sustitutivos; por el contrario, con la intervención es con lo que se pone en marcha, si no el primer análisis del proceso, sí, por lo menos el primer análisis que res- ponda a fines de transmisión propiamente informativa. Las clasi- ficaciones mentales y sociales que preceden a la escritura ideográ- fica, los acontecimientos audiovisuales que preceden a la toma ci- nematográfica, no son todavía dichos, por lo menos en el sentido corriente de la palabra (pues, por otra parte, dicen evidentemente muchas cosas): sólo se convierten en tales una vez grabados.

Por tanto, la «grabación», en esta ocasión, es mucho más que una grabación y lleva consigo un potencial de estructuración que le es propio: las particiones de la experiencia que aparecen en la escritura ideográfica son tanto creadas como «reflejadas» por ella (existe aquí una circularidad que no encontramos en la anotación fonética); los objetos y las acciones que aparecen en los filmes están profundamente modificados por el propio hecho del rodaje (lo que no implica que, fuera de éste o anteriormente a él, no hayan podido existir en estado amorfo). Sólo la escritura fonéti- ca —con todos los márgenes de creatividad forzada de que hemos hablado al pasar— puede definirse como un proceso de grabación puro (y aun así veremos en el capítulo XI.2 que incluso aquí hay que hacer una reserva). El cine y la ideografía, aunque graben también (puesto que dan una traza material y duradera a lo que sin ellos no la hubiera tenido), son incapaces de grabar sin trans- formar. Esto equivale a decir que son códigos (o, más exactamen- te, conjuntos de códigos), mientras que la escritura fonética, más que código, es anotación de código.

De este modo las comparaciones usuales entre el cine y la es- critura que se basan, explícitamente o no, sobre la noción de gra-

bación no contienen más que una verdad muy general y poco sig- nificativa: se limitan a designar la común existencia de un fenó- meno de «conserva» que autoriza los intercambios diferidos. Pero esto vale también para la numeración decimal, para los símbolos químicos o lógicos, para el disco o la banda magnética, para el libro, para la anotación musical, etc.

XI.2 CINE Y ESCRITURA COMO RELEVOS

Las comparaciones entre el cine y la escritura no siempre gi- ran alrededor de la idea de grabación. En otros casos (pero, con frecuencia, de modo igualmente poco explícito) se apoyan en la no- ción de «duplicación». A lo que se apunta entonces es al hecho de que el cine entero puede definirse como un proceso de relevos: los datos visuales reaparecen en la pantalla bajo las especies de sus efigies; los datos auditivos (palabras comprendidas), bajo las especies de su reproducción sonora (no nos ocuparemos aquí de la notable diferencia de fidelidad que separa a estos dos tipos de representaciones; se hablará de ello en el capítulo XI.6). Sigue siendo cierto que el cine junto a sus elaboraciones propias, fun- ciona también como una amplia reserva de sustitutos visuales y sonoros.

Este rasgo pertenece igualmente a la escritura, o más bien a la escritura fonética, cosa que se olvida a veces precisar. Esta últi- ma tiene función de relevo (relevo de la palabra), y nos ofrece también sustitutos: el grafema alfabético, que releva a un fone- ma; el silabograma, que releva a una sílaba, etc.

Sin embargo, el proceso de obtención de relevos no toma las mismas vías en ambos casos. El sustituto cinematográfico, para existir, necesita todos los códigos —psicofisiológicos, como la pro- pia percepción; socioculturales, como los juicios de «parecido»; sociolingüísticos, como los códigos de denominaciones icónicas (véase p. 243), cuyo conjunto produce la analogía, la «iconicidad» de los estudiosos de semiótica norteamericanos, la «likeness» de Peirce,3 y la impresión de parecido perceptivo que todo el mundo siente. El sustituto, aquí, está codificado sin ser «arbitrario» en el sentido de Saussure.

3. CHARLES SANDERS PEIRCE, Speculative Grammar (= amplia parte II, pp. 129-269) de los Elements of Logic, 1932, vol. 2 de los Collected papers (póstumo), Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 8 volúmenes (de 1931 a 1958). En la célebre tripartición de Peirce, la "likeness" es el carácter que distingue a los iconos de las dos otras clases de signos, símbolos e índices (véanse especialmente pp. 143-144).

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En escritura fonética lo es. Consiste ahora en una configura- ción gráfica trazada sobre un soporte (= un grafema), y el objeto que releva es un dato fónico: una sílaba, un fonema, un prosode- ma suprasegmental (como la cantidad, vocálica o el acento de in- tensidad del antiguo griego, marcados por grafemas que a veces se llaman «tónicos»4), una pausa de la emisión fónica (es decir, otro acontecimiento fónico, con frecuencia designado en el papel por un punto: otro tipo de grafema tónico), un segmento fónico tomado en bloque, por ejemplo, una palabra (así, el signo escrito «φ», que es un «grafema léxico»,5 remite de forma indivisa a la palabra filosofía, unidad de la lengua hablada). No hay aquí pa- recido perceptivo entre el significante, siempre visual, y el signi- ficado, siempre auditivo, mientras que el cine representa a lo vi- sual por algo visual y a lo sonoro por algo sonoro (salvo en algu- nos filmes mudos que se han esforzado, con efímero éxito, por sustituir plausiblemente el ruido del pitido de la locomotora por imágenes de chorros de vapor...). Ningún código analógico une al fonema /a/ al trazado a, el fonema /εّ/ al trazado ain: la unión no reposa en el amplio conjunto de sistemas perceptivos y cul- turales que forman el parecido (incluso aunque este último se apodere de ello después e instaure el simbolismo de las letras), sino en un código único y especial, de carácter arbitrario, que dicta de golpe la lista de las correspondencias. Estas correlaciones, a pesar del paso necesario de lo auditivo a lo visual, habrían podi- do apoyarse, por lo menos, sobre afinidades intersensoriales (si- nestesias) como las que existen en toda cultura; pero muy pocas -veces se nota la existencia de semejante «motivación», en rela- ción con todos los nexos de fonema a grafema cuyo conjunto constituye la escritura alfabética. El proceso de relevo no roza, pues, a los códigos analógicos, mientras que en el cine los utiliza mucho.

El argumento del relevo se debilita aún más si la escritura que comparamos al cine es la ideográfica. Con la escritura fonética el cine conservaba por lo menos el parecido, incluso poco caracterís- tico, de ofrecernos objetos que funcionen a determinado nivel como sustitutos. Con la ideografía ya no sucede nada semejante más que en la medida en que las escrituras globalmente llamadas

4. Terminología de ERIC BUYSSENS, Les langages et le discours, op. cit., pp. 49-52. 5. Id., ibíd.

ideográficas son, por una parte, fonéticas, y comprenden una mi- noría de «fonogramas» asociada a una mayoría de ideogramas; sabido es que la unidad de tipología, en materia de grafía, no es la «escritura» entera, sino el grafema: las escrituras conocidas mez- clan siempre varios tipos de grafemas, y según la pertenencia ti- pológica de la mayoría de ellos tal escritura es llamada fonética, tal otra ideográfica; insistiremos sobre ello en XI.6). La escritura ideográfica, en las partes en que lo es verdaderamente, no muestra nada que parezca un relevo: lo que viene a «relevar» —si enten- demos por esto lo que está justo antes que ella— no es un obje- to perceptible, sino una partición social de la experiencia, es de- cir, un conjunto de representaciones mentales. No se podía (como mucho) hablar de relevo, para la escritura fonética y para el cine, más que en la medida en que inscriben un proceso perceptible (cadena gráfica, filme) en el prolongamiento de otro proceso, tam- bién él perceptible (cadena fónica, acontecimiento visible y audi- ble). Pero la escritura ideográfica ofrece la primera manifesta- ción física (visual) de procesos que, antes que ella, no eran acce- sibles a los sentidos.

El argumento del relevo es igualmente frágil desde dentro, es decir, en los propios puntos donde se aplica (cine y escritura fo- nética, considerados como sustitutos). Entre el proceso relevado y el proceso relevante se intercalan bastantes transformaciones para que la propia noción de relevo se encuentre allí mal situada, y algo periférica en relación con lo que hay que designar.

Todo el mundo sabe que el acto de filmaje modifica profunda- mente el objeto filmado, aunque sólo sea por la intervención que inevitablemente implica de los códigos más específicos (incidencia angular, movimientos de cámara, montaje, etc.). Este coeficiente de transformación puede revestir dos formas distintas. La pri- mera, que es la más usual en nuestros días, consiste en una alte- ración (a veces fuerte) del espectáculo profílmico, que afecta a su aspecto perceptivo global sin llegar a suprimir fragmentos inter- nos: si filmamos una casa, aunque sea desde el más extraño ángulo y con la más insólita luz, incluso si esta casa, en la pantalla, llega a no ser ya reconocible, sigue siendo cierto que no hemos elimi- nado de la imagen su balcón o sus contraventanas. En otros casos, actualmente más escasos, el acto de filmación comprende inter- venciones dentro del propio dato fílmico; técnicamente, precisan manipulaciones directas del celuloide (película): el recurso a las

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regulaciones de la cámara ya no basta. Por tanto, se suprimen algunos fotogramas, mientras se dejan subsistir los que vienen antes y después, o se altera el celuloide de diversas formas. Es entonces, con propiedad, un trucaje, mientras que antes sólo in- tervenía el proceso «normal» de la deformación cinematográfica. Sin embargo, la diferencia de las dos situaciones es menos impor- tante de lo que aparenta, y de lo que a veces se dice: algunos trucajes se realizan durante el propio rodaje, y la toma de vistas, además, permite por sí misma distorsiones que pueden —o po- drían— ser tan fuertes como los trucajes propiamente dichos. La filmación entera, muchos autores lo han dicho, no es más que un perpetuo trucaje (explotable tanto para cultivar lo verosímil como lo insólito), y es esto sobre todo lo que cuenta, frente al concepto del relevo.

La escritura fonética modifica igualmente lo que releva, pero de modo muy diferente. El alfabeto, la forma más característica de la escritura fonética, no anota la totalidad del acontecimiento fónico, sino sólo aquellos rasgos que son pertinentes dentro de un determinado código, el de la lengua (véase cap. XI.1): no fija la fonía, sino el fonema. Un fonema francés como /r/ puede pronun- ciarse de muchas maneras (más o menos vibrante, o, por el con- trario, gutural, etc.) sin que estas variaciones fónicas se reflejen en la escritura, que siempre escribe r, aunque haga intervenir, en cambio, sus propias variantes facultativas, diferentes de las de la pronunciación, y consistentes en modificaciones de trazado que se dejan al gusto de cada escribiente, no pertinentes en el código social (pero pertinentes de nuevo para el grafólogo). Mu- cho más que «fonética», la escritura que llamamos de este modo es fonológica, y se distingue de determinadas anotaciones artifi- ciales, elaboradas por los fonólogos, no en su principio, sino sólo por su grado de exactitud y de sencillez: la anotación estrictamen- te fonológica se contenta con eliminar los entuertos que la tradi- ción, el academicismo y sobre todo la ortografía (véase pp. 306 y 307) han hecho sufrir progresivamente a las correspondencias biu- nívocas de fonema a grafema. En la emisión vocal, los rasgos perti- nentes van mezclados con otros, pero la escritura los separa de éstos y sólo se queda con aquéllos. Hace, pues, algo más que rele- var a la palabra: la analiza, en el momento en que la releva, y por el propio modo en que la releva. Se parece en esto al cine (por en- cima de todas las diferencias que se quiera), pero el punto común no es el relevo, sino, por el contrario, lo que en ambos casos es intervención activa y escapa a los relevos.

Hemos dicho en el capítulo XI.1 que la escritura fonética es código sustitutivo, calco neutro del código fonológico; vemos ahora que ejerce, sin embargo, cierta acción propia; estos dos aspectos no son contradictorios: es reflejo pasivo en relación con el códi- go fonológico (con la lengua), intervención en relación con el ha- bla. En el habla el código fonológico permanece inaparente, su- mergido en medio de las variantes libres de la pronunciación (es decir, en medio de otros códigos): la escritura alfabética lo ex- tirpa de allí y hace, así, de él un objeto materialmente separado, lo que no era en el estadio hablado, aunque garantizase la inteli- gibilidad de esta propia habla. En esto es en lo que los inventores del alfabeto, como se ha dicho con frecuencia, son los precursores directos de los fonólogos de 1930.

En definitiva, las consideraciones de relevo no permiten llevar muy lejos la comparación entre el cine y las escrituras. Para em- pezar, son inoperantes para las escrituras ideográficas. Además los procedimientos de relevo son muy diferentes cuando se pasa de la escritura fonética al cine: allá, convención expresa y especial; aquí, códigos generales constitutivos de la iconicidad. Por último, el cine y la escritura fonética (a fortiori, la escritura ideográfica, que ya no releva nada) no se «parecen» menos, pensándolo bien, como no-relevos que como relevos.

XI.3. CINE Y ESCRITURA COMO «IMPRENTAS»

Las nociones de grabación y de relevo, combinadas con la de «imprenta», han conocido un auge particular con los conceptos cinematográficos de Marcel Pagnol, expuestos en los dos manifies- tos redactados durante los primeros años del cine hablado,6 y ampliamente repetidos en César, volumen autobiográfico de 1966.7

El autor resume sus puntos de vista del siguiente modo: el filme mudo era el arte de imprimir, de fijar, de difundir la pantomima; el filme hablado es el arte de imprimir, de fijar, de difundir el

6. Primer manifiesto en "Le Journal", 1930. Segundo manifiesto: Cinématurgie de París, en "Les Cahiers du Film", 15 diciembre 1933; recogido en la Anthologie du cinéma de MARCEL LAPIERRE (París, La Nouvelle Edition, 1946), pp. 284-294.

7. Editions de Provence. La parte de este volumen que aquí se trata es el capítu- lo I; se publicó como anticipo, con el capítulo II, en los "Cahiers du Cinema" (num. 173, diciembre 1965, pp. 39-54), con el título Cinématurgie de Paris (como el manifiesto de 1933, cuya sustancia recoge ampliamente).

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teatro;8 «la unión de la ideografía bajo su forma cinematográfica [se trata aquí del cine mudo o de la banda de imágenes del cine hablado] y de la escritura fonética bajo su forma fonográfica [= invención del fonógrafo en 1885, y elemento verbal del cine ha- blado] nos ha engendrado el filme hablado, que es la forma casi perfecta y quizá definitiva de la escritura».9 Estas ideas se sitúan en un contexto más amplio, cuyos otros aspectos nos conciernen aquí menos directamente, que es una concepción general de lo que el autor llama «el arte dramático»: éste habría revestido a lo largo de su historia diversas formas parciales —coreografía (forma dan- zada de este arte), o también la pantomima, que es su «forma muda»— y una forma completa, a la cual ya se aproximaba el teatro, y que no es, por otra parte, exactamente el cine hablado, pero se «realiza» técnicamente,10 se conserva y se transmite gracias a él.

En nuestra perspectiva todo esto requiere cuatro observaciones:

1. Resulta paradójico hablar de «escritura», incluso fonéti- ca, a propósito de la fonografía (fonógrafo propiamente dicho o diálogos de filmes sonoros). La fonografía, en efecto, vuelve la es- palda a la escritura en su mismo principio; no es, en cierto sen- tido, nada más que una renuncia a la escritura. Las escrituras, ideográficas y fonéticas, se dirigen a la vista, y consisten en signos visuales (grafemas), lo que acarrea consecuencias estructurales. Evidentemente, Marcel Pagnol se abstiene de toda comparación entre la fonografía y la escritura ideográfica; está claro que la primera se opone a la segunda en cuanto no «escribe» su signifi- cado, sino que lo habla, aceptando así el rodeo mediante la fonía, que rechaza la segunda, y aceptándolo incluso doblemente: en el plano códico, porque pasa por la lengua, y en el plano sensorial, porque da de esta lengua una inscripción que es, a su vez, auditi- va. Pero la fonografía se opone en la misma medida a la escritura fonética, aunque el factor códico (la presencia de la lengua) sea esta vez común a ambos modos de inscripción. La escritura fonéti- ca (véase cap. XI.2) recurre a un código especial y arbitrario para relevar el habla mediante configuraciones visuales y gracias a esta transposición elimina del habla lo que no era la lengua —Marcel

8. Cinématurgie de París (1933), p. 293 (paginación Lapierre). 9. Cinématurgie de París (1965), p. 43, col. 3 (paginación "Cahiers du Cinema"). 10. Noción de "arte de realización": Cinématurgie de París (1965), p. 43, col. 3, y

n. 44. col. 1 (paginación "Cahiers du Cinema").

Pagnol dice, por otra parte, de paso, algo un poco parecido11—, mientras que la fonografía recurre a los códigos de la analogía auditiva para relevar el habla mediante otra habla que, como la primera, lleva en sí todos sus códigos: la lengua y los demás; el mismo Marcel Pagnol alaba en la fonografía su mayor fidelidad en la reproducción de la voz.12

No tiene, pues, la fonografía en común con la escritura sino lo que en ésta es menos característico: la función de grabación (que se hace constatar en fonografía y en todas las escrituras; véase cap. XI.l) y la función de relevos (véase cap. XI.2), que se hace constatar en fonografía y en escritura fonética. Curiosamente, Mar- cel Pagnol es el primero en insistir en este punto; lo precisa en varias ocasiones: el cine hablado no es la «forma casi perfecta» del propio arte dramático: es la forma casi perfecta de su anota- ción, de su conservación, de su transmisión.13 Las palabras de este género se repiten a menudo en el texto. Pero el autor emplea tam- bién «escritura» como sinónimo: «...el filme hablado... es la for- ma... quizá definitiva de la escritura»;14 se goza en hacer consta- tar «que la nueva generación habla con mucha autoridad de la caméra-stylo»;15 esta fórmula le «encanta, pues de una pluma (sty- lo) no se puede sacar otra cosa más que escritura»16 (para la teoría a la que hace alusión aquí, véase cap. XI.4); el arte dramático no debe confundirse con lo que no es más que la escritura, etc. En ello deja de hacer justicia, por una parte, a las verdaderas escritu- ras, que —la ideográfica sobre todo (cap. XI.l), pero también la fonética (cap. XI.2)— son, con mucho, algo muy diferente de re- gistros o relevos pasivos y, por otra parte, al cine, que, mudo o sonoro, interviene activamente en lo que «anota», y que no es for- zosamente anotado únicamente por el arte dramático.

2. En cuanto a la banda de imágenes del cine (mudo o sono- ro), Marcel Pagnol propone asimilarlo a la escritura ideográfica: creíase, dice, que esta última estaba muerta o «definitivamente condenada a usos muy modestos» (= letreros, indicadores, etc.), cuando ha sido «resucitada» e incluso «maravillosamente enrique- cida» por la fotografía y el cine;17 el cine mudo era un medio de

11. Cinématurgie de Paris (1965), p. 43, cols. 1, 2 y 3. 12. Ibíd., p. 43, col. 3. 13. Ibíd., p. 43, col. 3, y p. 44, col. 1. 14. Ibíd., p. 43, col. 3. 15. Ibid., p. 43, col. 3. 16. Ibid. 17. Ibíd., p. 39, cols. 1 y 2.

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«imprimir» y de difundir la pantomima18 (encontramos aquí el juego constante del autor entre la noción de escritura y la de técnica de grabación); fue «el editor» de la pantomima,19 etc.

En lo tocante a la ideografía —dejando de lado que la edición y la imprenta no son la escritura—, las ideas de Marcel Pagnol tropiezan con dificultades que no les son propias, pero que son comunes a todas las tentativas (y éstas son numerosas) que preten- den comparar el cine y la escritura ideográfica; no hablaremos de ello aquí, pues le será consagrado un capítulo especial (XI.6).

3. En contrapartida, la insistencia sobre un parentesco estre- cho entre la pantomima, la escritura ideográfica y la banda de imágenes del cine es un punto más peculiar de Marcel Pagnol. Si la asimilación de la imagen en movimiento a un ideograma equi- vale a sobrestimar la diversidad sensorial de los elementos de experiencia que puede grabar la primera —que no fija más que lo visual, al contrario que el ideograma (véase p. 327)—, su asimi- lación simultánea a una escritura de la pantomima equivale a subestimar la variedad de datos que es capaz de fijar en el orden mismo de lo visual: la imagen fílmica puede representar elemen- tos visuales de todas clases (paisajes, bodegones, batallas, etc.), y no sólo aquellos de entre éstos que se organicen en un lenguaje gestual (la pantomima es un lenguaje gestual, entre otros).

Además, al presentar la imagen fílmica como una anotación de la gestualidad y como una escritura ideográfica a la vez, el autor sobrestima la parte de lo gestual en la misma ideografía; esta par- te existe y corresponde grosso modo a aquellos ideogramas que son «dactilogramas»; pero muchos otros ideogramas, los morfo- gramas por ejemplo, no son tales y no tienen una relación especial con la gestualidad (sobre estos puntos véase p. 323).

4. Lo que el cine sonoro ha añadido al cine mudo no es sólo la palabra, sino también el ruido y la música, de los que Marcel Pagnol no trata en su rápida visión. Ahora bien, uno y otra, con toda evidencia, tienen pocas relaciones con la escritura fonética, e incluso, cuando se trata del ruido —que en el cine viene a com- pletar la imagen y no la palabra, de suerte que la división más importante no pasa entre lo visual y lo auditivo (ni, en consecuen- cia, entre el cine mudo y el cine sonoro), sino por el propio seno

18. Cinématurgie de Paris (1933), p. 293 (paginación Lapierre). 19. Cinématurgie de Paris (1965), p. 39, col. 2.

de lo auditivo, y tiene por efecto poner a un lado la palabra, a otro el complejo imagen-ruido, donde predominan los códigos li- gados a la iconicidad—, la comparación buscada, incluso aunque inspire a su vez muchas reservas, sería tanto con la escritura ideo- gráfica como con la escritura fonética (véase p. 323).

Resumiendo: los conceptos de Marcel Pagnol sobre el cine «mudo» como escritura ideográfica y el «sonoro» como escritura fonética no nos ayudan a comprender el lenguaje cinematográfi- co; pero, a decir verdad, no es ésa su finalidad: se trata más bien de una estética de autor: el padre de Fanny deja aparecer clara- mente, y a menudo con mucho humor y gracia, que intenta so- bre todo apoyar en consideraciones generalizadoras sus preocupa- ciones personales de cineasta-dramaturgo. Solamente en la medida en que esta preocupación le lleva a incursiones más teóricas se justifica la existencia de este capítulo.

En cuanto reacciones inmediatas de un autor al advenimiento del cine sonoro, las opiniones de Marcel Pagnol han desempeñado un papel muy positivo en la historia del cine, en particular duran- te el principio de los años treinta. Éstas desembocaban directa- mente en una actitud de amplia aceptación del cine sonoro, en una época en que muchos grandes cineastas o críticos conocidos no paraban de repetir, bajo formas y con violencias diversas, que con el cine mudo era el propio cine lo que había muerto. Lo que Marcel Pagnol les contestó era útil, a menudo muy justo, y siem- pre divertido. Hemos abordado en otra parte este otro aspecto de la cuestión.20

XI.4. CINE Y ESCRITURA COMO «COMPOSICIONES»

Las comparaciones usuales entre el cine y la escritura no se fundan siempre en la idea de grabación o en la de relevo. En otras ocasiones (particularmente frecuentes) se apoyan en otros luga- res, y lo que parecen perseguir no es la escritura como código social, la escritura que se enseña a los niños de las escuelas pri- marias, sino la escritura como actividad de composición, como ac- tividad artística en el sentido más general. Y es cierto que el filme,

20. Pp. 82-92 (El cine-lengua y las verdaderas lenguas: la paradoja del cine parlante) de los Ensayos sobre la significación en el cine, op. cit.

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semejante en esto al libro y no a la conversación oral, es un ob- jeto especialmente fabricado, totalmente investido de intenciones, que presupone una actividad operatoria compleja y costosa, un trabajo continuado, en cuyo origen se encuentra una decisión (la de «hacer una película», «escribir un libro») que es localizable y no se deja diluir en la cotidianeidad; la palabra, por el contrario, está estrechamente mezclada con la vida de todos los días y con la actividad general.

No vemos lo que puede añadir a todo esto, que no negaremos el recurso a la noción de «escritura». Las observaciones de este or- den valen también para la pieza musical, la estatua, el cuadro, etc., y se habla, por otra parte —en el mismo sentido un poco ex- tenuado—, de la «escritura musical» o de la «escritura pictórica». Por eso el cine, en aquel de sus aspectos que es invocado aquí, no merece ser comparado especialmente con la literatura (lo que su- giere escritura), puesto que este uso, de manera simultánea y con- tradictoria, llama «escritura» a toda fabricación de textos, recu- rra o no a la escritura en el sentido corriente de la palabra.

Pero es justamente esta contradicción, o al menos esta indeci- sión, lo que permite ver dónde quiere llegar la metáfora cuando es manejada de manera tan periodística. Intenta oscuramente ju- gar con dos barajas, y querría al mismo tiempo obtener, median- te la inclusión de todas las «artes», un vasto campo de despliegue, y mediante la alusión privilegiada a la literatura, que en ella se sobreentiende, un aire de precisión selectiva, al tiempo que una promoción de legitimidad cultural, en la medida en que la litera- tura (entre nosotros) es de todas las artes la más reconocida y la más noble.

La historia de las opiniones cinematográficas ofrece una trans- formación particular y bastante conocida de la comparación entre el cine y la escritura entendida como composición, comparación en este caso más explícita y más motivada. En su Manifesté de la caméra-stylo,21 Alexandre Astruc proclamaba que el cine, cuyas posibilidades expresivas son, la mayoría de las veces, mutiladas por los imperativos de la rentabilidad comercial y de la narrativa tradicional, era intrínsecamente capaz de producciones más ricas y más variadas, más comparables a las que ofrece, en su relativa libertad, el mercado de libros; anhelaba una escritura cinemato-

21. En "L'écran français", num. del 30 de marzo de 1948.

gráfica tan flexible, tan emancipada como la escritura literaria: la cámara debe ser para el cineasta lo que la pluma para el escri- tor; afirmaba, no sin razón, que el cine es apto para «decirlo todo», que no existen temas que le estén prohibidos o, al contrario, re- servados (en términos semiológicos: que no existe, en la materia del contenido, un sector especializado que le sea propio; véanse pp. 60 y 257).

La historia del cine está jalonada de diversos textos donde pue- de leerse la misma inspiración fundamental. Son gritos de rebel- día, reivindicaciones de libertad frente a las coacciones económicas o a las de la ideología (lo «verosímil», por ejemplo); no son aná- lisis teóricos. Pero cuando se expresan en términos de «escritura» manifiestan, en varios grados, la confusión de que acabamos de hablar. La libertad que reivindican es la que precisa todo hombre que quiere componer una obra algo nueva. Si existe, por otra parte, un parentesco más particular entre la composición cinema- tográfica y la composición literaria, hay que decirlo. Pero el uso que criticamos aquí consiste precisamente en no decirlo. Por tan- to, las aproximaciones de este tipo entre el cine y la escritura no llevan muy lejos.

XI.5. EL CINE FRENTE A LAS «ESCRITURAS» DE «EL GRADO CERO DE LA ESCRITURA»

Existe otro tipo de comparación que se podría establecer entre el cine y la escritura. «Podría», pues no se ha hecho. Sería, sin embargo, más clarificador, cualquiera que en fin de cuentas fuera su punto de llegada, que muchas de las comparaciones corrientes. Se referiría a otro tipo de escritura, la que ha definido Roland Barthes en Le degré zéro de l’écriture22 Recordemos que corres- ponde a un nivel de codificación cuyo grado de generalidad está entre el de la lengua (común a todo el cuerpo social) y el del es- tilo, que es propio del individuo y se enraiza en las profundidades biológicas de la idiosincrasia. Sólo hay estilo en cada escritor; la lengua es única para un pueblo entero, pero encontramos entre ambas cosas varias escrituras, cada una de las cuales es propia de un conjunto de escritores de la misma época o de la misma tendencia, y que son otros tantos rostros de la literalidad, marcas que designan el discurso literario como tal.

22. París, Éd. du Seuil, 1953. Edición castellana: El grado cero de la escritura,

Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1967.

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Ahora bien, el lenguaje cinematográfico también se distingue de los estilos de cineastas: éstos, como ya lo hemos dicho en VII.2, son o códigos o sistemas textuales, según la forma en que se los considere, mientras que el primero es el conjunto de las codificaciones específicas y sólo específicas. El lenguaje cinemato- gráfico, por otra parte, es muy diferente de una lengua, cuya homogeneidad no posee ni su coherencia, ni su relativa estabilidad en el tiempo (véase p. 179). El sistema individual de los cineastas (o por lo menos de algunos de ellos), sus innovaciones deliberadas, influyen mucho, y bastante de prisa, en la evolución del lenguaje cinematográfico, algo así como la aportación personal de algunos escritores influye en la historia de la escritura (de la que es, sin embargo, diferente), pero no en la de la lengua, cuya «resistencia» depende de que es empleada y forjada al mismo tiempo por toda la masa hablante. Se puede, pues, decir, con palabras barthesia- nas, que el lenguaje cinematográfico tiene más puntos comunes con una escritura que con una lengua. Son los cineastas, y no la población global, los que han hecho el cine, igual que son los es- critores los que han hecho la escritura. La lengua pertenece a todo el mundo; el cine y la escritura son cosas de «especialistas», aun- que no se confundan con los idiolectos propios de cada uno de ellos. Por ello el lenguaje cinematográfico evoluciona mucho más de prisa que una lengua, y su evolución se despliega dentro de una temporalidad, que no es de la misma escala que la de las dia- cronías lingüísticas, y recuerda más bien la de las diacronías li- terarias.

Sin embargo, esta comparación, un poco menos vaga que las comparaciones precedentemente criticadas, no debe tampoco lle- varse demasiado lejos, so pena de caer de nuevo en las aproxima- ciones que se querría evitar. El lenguaje cinematográfico presen- ta determinados parecidos con la «escritura» definida por Roland Barthes, pero no es esto decir que lo sea, ni siquiera transpuesta en la sustancia audiovisual. Las escrituras, en efecto, están sepa- radas de la lengua y se añaden a ella (pues ésta existe), mientras que el lenguaje cinematográfico es diferente —más que «separa- do»— de lo que sería una lengua, pero ocupa su lugar (pues aquí ésta no existe).

La escritura está estrechamente articulada sobre otro código: ese mismo del que hemos dicho que estaba separada (y del que es, sin embargo, inseparable), aquel cuyo orden propio infringe

con frecuencia (pero que le es indispensable): el código de la lengua, que presupone de forma absoluta. Es esta instancia ante- rior la que le falta al lenguaje cinematográfico, y éste no tiene nada semejante para apoyarse; él es, a un tiempo, escritura y len- gua: lengua si se consideran sus códigos generales; escritura por algunos de sus subcódigos, los que sobrepasan en amplitud el es- tilo de un cineasta único: los géneros, por ejemplo, o las principa- les escuelas, en la medida en que se las considera desde el ángulo del subcódigo (= como clases de filmes) y no desde el ángulo del sistema textual, como grupos de filmes (véase cap. VII.2).

Pero entonces es en el propio seno del lenguaje cinematográfi- co donde se encuentra hasta cierto punto la dualidad barthesiana de la lengua y de la escritura; lo que le corresponde es la oposición entre los códigos generales y los grandes subcódigos, siendo es- tilos los subcódigos más restringidos. El cine no es una escritura, pero contiene varias escrituras.

En el texto literario la función de la lengua es asegurar una primera capa de inteligibilidad (llamada «sentido literal», y que corresponde por encima a la denotación), mientras que las escri- turas aportan consigo un segundo nivel de sentido, que se en- cuentra entre las connotaciones. En el cine la comprensión pri- mera de los datos audiovisuales queda asegurada —sólo por una parte, como veremos— por el conjunto de los códigos que son constitutivos de la analogía, y del que ya hemos hablado (códigos perceptivos, códigos de la iconicidad, códigos de identificación, etc.): permiten reconocer los objetos visibles y audibles que apa- recen en el filme, gracias al parecido del que son responsables. Estos códigos no resultan del trabajo consciente de un pequeño grupo de hombres, sino que se enraizan profundamente en el cuerpo social entero (= clasificaciones socioculturales que enume- ran los «objetos» perceptibles, etc.), e incluso en procesos psico- fisiológicos (la percepción como tal). Son organizaciones estables, fuertemente coherentes e «integradas», de evolución lenta e in- consciente, ampliamente sustraídas a la acción de las innovaciones individuales. En todo esto se parecen un poco a la lengua, a la cual, por otra parte, están parcialmente unidas (= códigos de denominaciones icónicas, véase p. 243). Se distinguen claramente de las «escrituras» cinematográficas propias de las escuelas o de los géneros, que son la obra consciente de una pequeña cantidad de cineastas y que aportan al filme una segunda capa de sentido

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(no «literal»), al mismo tiempo que una marca de cinematografi- cidad (= «esto es un filme»).

Los códigos de la iconicidad son específicos, pero en un grado bastante débil (véase cap. X.4), pues son comunes al cine y a to- dos los demás lenguajes «figurativos»; los grandes subcódigos tienen, evidentemente, un grado de especificidad muy superior. Igualmente, en relación con el texto literario, la lengua es un có- digo específico (que faltaría en pintura o en música), pero menos específico que las escrituras, pues muchas manifestaciones que implican aún la lengua excluyen la escritura (por ejemplo, los tra- tados científicos, los textos didácticos, etc.).

Tanto en un caso como en otro tendríamos, pues, códigos más específicos y más conscientes, las escrituras, que vendrían a apo- yarse sobre códigos de denotación menos específicos y de alcance más generalmente social: la lengua en literatura, los códigos icó- nicos en cine; y también la lengua en el propio cine, cuando se trata de los diálogos del filme en su sentido literal.

Así «arreglada», la comparación se mantiene por más tiempo. Hay que recordar que no se refiere ya al propio lenguaje cinema- tográfico. Éste no es una escritura. Pero se encuentran escrituras tanto en el cine como en literatura, y, aquí como allá, una lengua o algo que ocupa su lugar.

Dentro de esta perspectiva, el reparto interno, en el cine, no pasa entre los códigos generales y los subcódigos. Algunos subcó- digos no son escrituras, sino estilos de cineastas (encontramos algo análogo en el campo literario). Y, cosa más significativa, al- gunos códigos generales se convierten en difíciles de situar exac- tamente entre «lengua» y «escritura»: se trata de los códigos di- ferentes de los de la iconicidad y que son, sin embargo, comunes a todos los filmes (como, por ejemplo, los que se refieren a los movimientos de cámara, las relaciones de la imagen y del sonido, los grandes rasgos del montaje, etc.). Su generalidad prohíbe con- vertirlos en «escrituras», y son, sin embargo, obra de cineastas, como las escrituras: escaparían, pues, de la «lengua», y, sin em- bargo, son tan comunes como ella.

Vemos aparecer así desfases allí donde esperábamos que todo casaría. Se añade a esto que los códigos generales que no sean icónicos se refieren tanto al sentido literal del filme como a sus connotaciones, y, con frecuencia, a ambos a la vez. Participan en la composición fílmica y en sus «efectos», asemejándose en esto

a las escrituras. Pero intervienen igualmente, y esta vez en estric- to contacto con los códigos icónicos, en el primer desciframiento del filme; pues éste no se reduce a la identificación de los objetos vistos y oídos: supone también la correcta captación de sus enca- denamientos y de sus relaciones mutuas (relaciones espaciotempo- rales, relaciones de causa a efecto, etc.); y aquí están actuando configuraciones mucho más específicas que las de la iconicidad, en particular las del montaje en el sentido más amplio, que asume conjuntamente funciones denotativas y connotativas (hemos insis- tido mucho en este doble papel en diversas ocasiones).

Hay más. La intelección primera, en cine —y, por tanto, la función de la lengua— moviliza en determinados casos tal o cual de estos «grandes subcódigos» que situaríamos más bien del lado de la escritura (y que, por otra parte, se encuentran allí, tanto por su falta de generalidad como por su rápida evolución unida a las innovaciones conscientes): así, la gran sintagmática, que tie- ne un papel importante en la denotación de las relaciones tempo- rales en el seno de la consecuencia (p. 244), se inscribe dentro de estrechos límites cronológicos: unos veinte años, como lo hemos dicho en otro lugar, y marca —volviéndose en esto escritura— cierta época del cine, cierto aspecto de la cinematograficidad (aquel al que se da el nombre de «planificación clásica»), sin de- jar por eso de asegurar su trabajo de «lengua».

La noción barthesiana de escritura extrae su fuerza de la cla- ridad con que se eleva sobre el fondo de una instancia «dura»: la lengua. En el cine la línea de reparto no es de un trazado tan puro. Se asiste a intercambios parciales (intercambios de carac- teres e intercambios de funciones) entre lo que sirve de lengua y lo que sirve de escritura.

Por tanto, es preferible no designar a los códigos icónicos como una lengua (aunque sean su equivalente en determinados aspectos), ni a los grandes subcódigos como escrituras, aunque, como ellas, se distingan a la vez de los estilos individuales y de los códigos generales.

Encontramos en el cine, dentro de cierta medida, la oposición de la lengua y de las escrituras. Pero lo que caracteriza con pro- piedad al lenguaje cinematográfico es menos esta oposición que su debilitación: en el cine lo que sirve de lengua tiene determina- dos caracteres de una escritura, y las escrituras, determinadas fun- ciones de una lengua.

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XI.6. CINE E IDEOGRAFÍA

Siguiendo con el examen de las comparaciones multiformes que se hacen (o que se podrían hacer, como en XI.5) entre el cine y la escritura, encontramos lo que aparece con más frecuencia en los teóricos de cine. Consiste en comparar, selectivamente, el cine con la escritura ideográfica y sólo con ella.

El tema hizo su aparición temprano. Ya en 1919, en un artícu- lo del «Crapouillot», Victor Perrot exclamaba, hablando del cine: «Es una escritura, ¡la antigua escritura ideográfica!» A lo largo de una serie de estudios publicados en «Ciné-France» y «Stars et Films» entre 1932 y 1937, Georges Damas (que firma a veces Geor- ges d'Aydie) ponía frente a frente la evolución del cine y la de la ideografía antigua; el ensayo titulado Rythmes du monde aportaba conclusiones generales: «La imagen cinematográfica es un signo del pensamiento de un autor, igual que lo fueron los primeros dibujos con ocre en las grutas prehistóricas; un signo como los jeroglíficos egipcios, como los caracteres chinos, como las escri- turas primitivas de América.» Más cerca de nosotros, la misma comparación se recoge, con menos insistencia, por parte de Marcel Martin23 y Jean-R. Debrix.24 Pero es Eisenstein el que ha llevado más lejos la comparación, sobre todo en sus artículos de 1929.25

En la insistencia de ese año sobre el problema del ideograma encontramos la profunda influencia que habían tenido sobre el teórico soviético las representaciones del teatro Kabuki, dadas en 1928 por una compañía japonesa en gira por Rusia; de la cultura japonesa Eisenstein pasó al ideograma, por una asimilación un poco rápida, como a veces le sucede. Estima que la escritura japo- nesa llega a significar una noción abstracta que no podría ser dibujada, por la asociación conveniente de dos ideogramas, cada uno de los cuales representaría un objeto perceptible por un signo figurativo (esta visión de la ideografía está algo simplificada). El autor da algunos ejemplos: «oreja» + «puerta» = «escuchar»,

23. La estética de la expresión cinematográfica, op. cit., p. 45. 24. Les fondements de l'art cinématographique, París, Éd. du Cerf, 1960, p. 10. 25. Por una parte. The filmic fourth dimension, "Kino", Moscú, 27 agosto 1929. Por

otra parte, The cinematographic principle and the ideogramm, epílogo a Yaponskoye Kino (El cine japonés), de N. KAUFMAN, Moscú, 1929. Recogidos uno y otro en Film form, op. cit. Pasajes citados: respectivamente, pp. 65-66 y pp. 29-30 y 35-36 (paginación de la edición global con The film sense, op. cit. En la edición castellana, los artículos ocupan las pp. 69-76 y 33-49, respectivamente).

«corazón» + «cuchillo» = «pena». El cine hace lo mismo, sigue di- ciendo, ya que no puede más que aproximar con el montaje frag- mentos siempre figurativos, puesto que son fotográficos.

En su Bréviaire du cinema,'16 Charles Ford ha realizado una lista de los comentadores que con gran anticipación, ya en los años 1920, han visto en el cine un lenguaje: llama la atención que para muchos de ellos esta noción de «lenguaje» se concreta en el caso del cine en «escritura ideográfica». He aquí, pues, un tema bastante extendido.

Se ve muy bien lo que lo hace tentador, y que se ha indicado brevemente más arriba (cap. XI.1): mientras que la escritura foné- tica, dentro de la medida en que es verdaderamente tal, anota el código fonológico, la ideografía y el cine tienen esto en común: que no son códigos sustitutivos, que no se remiten a la lengua ar- ticulada; parecen anotar directamente un objeto de la percepción, un pensamiento, una imagen mental, un estado de consciencia: «directamente», es decir, por lo menos, «fuera del análisis de los sonidos», repitiendo una fórmula de Ricciotto Canudo en L'usine aux images.21 Fórmula que evoca lo que decía Antonin Arthaud en el Prólogo,28 redactado para La coquille et le clergyman (filme de Germaine Dulac en que había colaborado), así como la teo- ría de Bela Balázs en Der sichtbare Mensch oder die Kultur des Films:29 el cine nos ha vuelto a enseñar a leer el rostro humano, que se ha vuelto de nuevo inteligible desde que ya no se oye su voz. (La postura de Balázs, desgraciadamente, va unida a la idea de que hubiera existido en la época antigua algún lenguaje ges- tual absolutamente completo y que hubiera funcionado por sí mismo como vernáculo, en ausencia de toda expresión fónica; de ahí es de donde la humanidad habría pasado a continuación a las lenguas; es sabido que, incluso en lingüística, Marr y Van Ginne- ken han sostenido ideas algo semejantes, pero que éstas han sido abandonadas por las investigaciones ulteriores, a falta de un mínimo de indicios convergentes.)

26. París, Jacques Melot, 1a ed., 1945. 27. París, Ed. Étienne Chiron, y Ginebra, Office Central d'Édition, 1927. 28. Este texto no figura en el tomo III de las Oeuvres completes publicadas por

Gallimard. (Este tomo, aparecido en 1961, agrupa, entre otros, los principales escritos cinematográficos de Artaud.) Se recoge un extracto en la antología de PIERRE L'HERMI- NIER, L'art du cinema, París, Seghers, 1960, pp. 57-59.

29. Viena, 1924, Deutsch-Osterreichischer Verlag.

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Las comparaciones entre el cine y la ideografía, cuyo fundamen- to se ve bien, dejan evidentemente de lado el elemento verbal de los filmes sonoros. Por otra parte, la mayoría de los comentarios semejantes a los que acabamos de citar se dieron cuando el cine era mudo. Luego se hizo sonoro, lo cual no le ocurrió al ideogra- ma: importante diferencia en la materia de la expresión. Lo cual no podría, sin embargo, constituir una conclusión por sí sola, pues quedan los principios de composición y de colocación. Y también porque ciertos datos sonoros, como el ruido —el ruido que en el cine está del lado de la imagen, casi «en» ella—, podrían, si los comentaristas tuvieran razón, ser más o menos análogos al ideo- grama en el plano estructural, a pesar de la transposición senso- rial. No es, por tanto, éste el centro de la cuestión.

Lo que resulta más importante es que no existe ninguna escri- tura que sea tan plenamente «ideográfica» como lo es, en este concepto, la banda de imágenes del cine mismo. Las escrituras conocidas mezclan grafemas de varias clases. Las escrituras ideo- gráficas no están formadas más que en parte por caracteres ideo- gráficos; por ejemplo, los morfogramas o los pictogramas, repre- sentaciones simplificadas, pero reconocibles, de un objeto percep- tible (un árbol, un caballo...). Pero se encuentran en ellas también exponentes relaciónales directamente abstractos. E igualmente «dactilogramas», como lo han demostrado las investigaciones de Chang Cheng-ming:30 estos últimos no anotan el contorno «estili- zado» del objeto, sino que representan esquemáticamente el gesto que designaba el objeto en un código gestual que utilizaba la mis- ma etnia: son anotaciones de segundo grado, que están, desde este punto de vista, en el mismo plano que los caracteres alfabéticos, incluso si el código que relevan es gestual y no fónico; en su senti- do no son ideográficos, puesto que no escriben la «idea». Las es- crituras ideográficas comportan también grafemas fonéticos (o a veces mixtos, y en vía de fonetización), que remiten a ciertos ele- mentos de la lengua que hablaba la comunidad en el mismo mo- mento; sabido es que, en el curso de la evolución histórica de las escrituras de dominante ideográfica, la proporción de estos grafe- mas fonéticos se ha ido acrecentando poco a poco (véanse, por

30. L'écriture chinoise et le geste humain, París, 1937, tesis doctoral. En esta obra se apoya la teoría de Van Ginneken de que hemos hablado antes, y que hoy ya no es aceptada. Pero los hechos indicados por Chang Cheng-ming permanecen.

ejemplo, Gustave Guillaume,31 J. J. Gelb32 y los historiadores de la escritura).

Pero, inversamente, en nuestras escrituras modernas de domi- nante fonética y «sustitutiva», ciertos grafemas anotan directamen- te una operación intelectual, o introducen una precisión que esca- pa al rodeo mediante la fonía y no tiene ningún equivalente en el enunciado oral: asteriscos, llaves, paréntesis (= es el discurso fónico el que por retroacción dice a veces «entre paréntesis»), cor- chetes y guiones, ciertas comillas,33 el acento grave sobre la prepo- sición «á» en francés (que es así distinguida, por escrito pero no oralmente, de la tercera persona del singular del presente de in- dicativo del verbo «avoir»: «a»34), dualidad del punto y coma y del punto (que corresponden oralmente a una misma pausa), etc. Es- tos signos, en cierto modo, son ideográficos.

La situación es, por tanto, menos simple de lo que pensaban quienes asimilaban el cine a una escritura ideográfica, y la existen- cia de ésta en tal sentido —que, para sostener la comparación al nivel en que se había planteado, debería consistir, por ejemplo, en una secuencia homogénea de morfogramas— no ha podido ser nunca testificada por las investigaciones. No podríamos comparar el cine a una escritura ideográfica «pura» que no existe, y que a lo que más se parece es justamente a la banda de imágenes del propio cine (así como a otras producciones icónicas modernas); banda de imágenes que representa siempre «directamente» el ob- jeto de la percepción (= fotogramas) o designa directamente una operación de pensamiento (como en el fundido en negro, que evo- ca la idea de una separación fuerte), aunque permanece «ideográ- fica» tanto en un caso como en otro, e incluso cuando deja de ser fotográfica (un fundido no es una fotografía). Se tiene la impresión de que ciertos comentaristas se representaban la ideografía según el modelo del cine y comparaban el cine a sí mismo. Por otra par- te, la banda de imágenes comporta unas menciones escritas, y és- tas recurren, según el país productor del filme, bien a la escritura fonética, bien a la escritura ideográfica, bien a escrituras mixtas

31. Extracto de La reconstruction typologique des langues archaïquement de Vhumanité (obra de VAN GINNEKEN, 1939), en el tomo XL del "Bulletin de la Société de Linguis- tique de Paris", fechado en 1938 y publicado más tarde.

32. A study of writing, the foundation of grammatology, Chicago, University of Chi- cago Press, y Londres, Routledge and Kegan Paul, 1952. Ocaso progresivo de lo "sema- siográfico" (= anotación no fonética) a favor de lo "fonográfico" (= escritura en rela- ción con la fonía).

33. Ya indicado por Buyssens, op. cit., pp. 49-52. 34. Id., ibíd.

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y sumamente complejas (tal ocurre con la escritura japonesa, como aparece, por ejemplo, en los títulos de crédito de los filmes japoneses actuales). La «comparación», decididamente, no es có- moda...

Sigue siendo cierto, evidentemente, que el cine podría parecer- se, si no a las escrituras ideográficas tal y como existen o han existido, al menos a lo que en ellas hay de verdaderamente ideo- gráfico. Una comparación sigue siendo posible entre el lenguaje cinematográfico y el propio principio ideográfico.

Surgen aquí nuevas dificultades. Las más verdaderas, por otra parte, no son aquellas que podrían venir a la mente, y que encon- tramos claramente expuestas (o simplemente sospechadas, según los casos) en otros teóricos del filme hostiles, por su parte, al concepto ideográfico del cine. No es cierto, en efecto, que sea pre- ciso oponer el esquematismo propio del ideograma —el ideogra- ma, que, como es sabido, no es el dibujo; que designa a todos los árboles mediante un grafema único, de contornos «normalizados»; que representa la noción general de árbol sin representar ningún árbol particular— a la riqueza concreta de la imagen cinematográ- fica, que no puede mostrarnos sino árboles singulares con las nu- dosidades de su tronco y todo el detalle estremecido de su folla- je. Se separa excesivamente, a veces, lo visual-concreto (imagen fíl- mica) de lo visual-abstracto (ideograma); los trabajos de Jean Mitry, que escapan a las críticas que citaremos a continuación, no escapan enteramente a éstas. En otros lugares se opone dema- siado brutalmente el ideograma como signo convencional (aunque no arbitrario) a la imagen fílmica dada como no convencional y puramente analógica, como una «imprenta de la realidad» o un «lenguaje de objetos», como decía André Bazin,35 principal repre- sentante de la tendencia (llamada a veces «cosmofánica») que con- cede al lenguaje cinematográfico la omnipotencia de la «naturali- dad». Porque cuando de esta manera se refuta la naturaleza ideo- gráfica del cine nos exponemos a un peligro que, desde ciertos ángulos, es el inverso del que acechaba a los teóricos del cine mudo, ansiosos de ideografía: nos engañamos menos que ellos en cuanto al ideograma, pero nos equivocamos mucho más en lo que al cine se refiere.

35. En Le langage de notre temps, contribución a Regards neufs sur le cinéma, (obra colectiva dirigida por JACQUES CHEVALLIER, París, Seuil, 1.» ed., 1953).

En Le langage et la pensée36 el psicólogo Henri Delacroix ob- servaba que el ideograma, si bien no anota la palabra de la lengua fónica, anota, sin embargo, un concepto que, por otra parte, tiene un nombre en esta lengua (es su teoría de la «idea-palabra», que insistía en lo que el ideograma tiene de convencional y de codifi- cado): pero ¿no encontramos un fenómeno del mismo tipo en el cine y en todas las imágenes «concretas», con los códigos de no- minaciones icónicas de que hemos hablado antes (p. 243), que asocian lateralmente la lengua a la identificación de los objetos visuales? De la ausencia material de la lengua no hay que concluir demasiado de prisa su ausencia códica. Paradójicamente, está más presente en las imágenes concretas que en ideografía.

El esquematismo, que es un principio mental y notoriamente perceptivo, desborda con mucho el campo de los esquemas, en el sentido corriente del término (= esquemas materializados, como el ideograma), y la visión más concreta en un proceso clasificato- rio. La imagen cinematográfica, o fotográfica, no es legible (inte- ligible) salvo si se reconocen en ella objetos (como insistía de nuevo en ella Antonin Artaud a propósito de La coquille et le clergyman), y «reconocer» es encuadrar en una categoría de tal manera que el árbol-como-concepto, que no figura explícitamente en la imagen, se encuentre reintroducido en ella mediante la mi- rada. Sabido es también, gracias a los estudios tecnológicos (sobre todo televisivos) y gracias a las teorías informacionales de la per- cepción, que la imagen más fielmente figurativa es analizable en cierto número de elementos discretos y geométricos (puntos, spots, «líneas», etc.); Abraham Moles ha realizado filmes experimentales en que se pone esto en evidencia con humor. Las investigaciones modernas, tanto en semiología como en psicología de la percepción, en antropología cultural e incluso en estética (Pierre Francastel), no permiten ya oponer tan simplemente como en la época de Saussure lo convencional a lo no convencional, lo esquemático a lo no esquemático. Desembocan más bien en la distinción de los modos y de los grados de esquematización, o, al contrario, de ico- nicidad («grados de iconicidad» en Abraham Moles, por ejemplo).

Pero son justamente estos grados y estos modos los que dife- rencian la imagen cinematográfica del ideograma. Su diferencia es algo importante. No es indiferente que la anotación afecte a los

36. París, Alcan, 1924, p. 342.

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rasgos pertinentes del reconocimiento y sólo a ellos, eliminando así la inscripción material de los demás, como ocurre grosso modo en el morfograma; o que, al contrario, el mismo «texto», como ocurre en el cine, sólo ofrezca a la mirada los rasgos de identifi- cación mezclados con todos los demás, y sin indicación explícita de su colocación: es cierto que el espectador, mientras comprenda la imagen, hará por si mismo el ideograma, pero también lo es que es él quien tiene que hacerlo, mientras que la ideografía (por caminos, por otra parte, muy variables) se lo presenta hecho. El trayecto, en el cine, es un poco más largo, y también menos se- guro: el objeto es reconocido más o menos de prisa, más o menos bien; hay falsas pistas y sorpresas, que no tienen un equivalente morfogramático, pero que ciertos filmes explotan a voluntad (fil- mes fantásticas, filmes de terror, ciertos filmes de «suspense», etc.).

De una manera más general, si no se tiene en cuenta la dife- rencia entre los esquematismos del ideograma y los que permiten la percepción de la imagen fílmica, no se puede comprender el potencial polisémico propio de esta última (cuya lectura, aun cuan- do decididamente no se «pierda», puede titubear o repartirse en- tre varias series simultáneas), ni sus trucajes (que nadie se toma el trabajo de confeccionar si no es porque el trucaje más funda- mental de los segmentos no trucados no aparece, y por eso nadie truca un esquema ostensible), ni todos sus juegos sobre la impre- sión de realidad (= mixtificaciones realistas e irrealistas).

No es vano a este respecto recordar las semejanzas parciales de la percepción fílmica con la percepción de la vida cotidiana (lla- mada a veces «percepción real»). No dependen de que la primera sea natural, sino de que la segunda no lo sea; la primera está en código, pero sus códigos son, en parte, los mismos que los de la segunda. La analogía, como lo ha mostrado claramente Umberto Eco,37 no está entre la efigie y su modelo; pero, por supuesto, existe —sin dejar de ser parcial— entre ambas situaciones per- ceptivas, entre los modos de descifrar que conducen al reconoci- miento del objeto en situación real y aquellos que conducen a su reconocimiento en situación icónica, en la imagen fuertemente fi- gurativa como la del filme (pero no como el ideograma).

A esto va unida otra diferencia. La imagen cinematográfica, no hace falta ni recordarlo, no puede designar directamente más que

37. La estructura ausente, op. cit., cap. B.1.II.3.

objetos visuales. Es cierto, y los tratadistas de estética del cine lo han dicho, que llega a sugerir impresiones sensoriales de orden no-visual presentando objetos visibles que les están habitualmente asociados en la experiencia corriente. También es cierto que el filme —el filme más que la imagen— puede llegar, a través de asociaciones oportunas de «planos» (o de «motivos» dentro del plano), a orientar el espíritu del espectador hacia objetos ideales y no sensoriales, como nociones abstractas o razonamientos de diversos tipos; este «montaje intelectual», como es sabido, era uno de los grandes sueños de Eisenstein. Pero vemos a la vez que, para los datos extravisuales o abstractos, la imagen fílmica recu- rre a designaciones en cierto modo laterales, que proceden o por metonimia (= elementos sensoriales que no sean visuales), o por perífrasis y sugestión discursiva (= elementos no sensoriales). En la ideografía, por el contrario, sucede que algunos de estos elementos están directamente anotados por un grafema, cuya úni- ca función es ésta, y que no se contenta con orientar la atención hacia ellos, sino que los convoca expresamente, tal y como lo haría en la lengua fónica una denominación.

Estas diferencias de codificación entre el cine y la ideografía se acrecientan sensiblemente cuando se pasa de la banda de imá- genes de la película a su banda sonora, mientras que el ideograma es visual, pues el grado de esquematización podría permanecer análogo o vecino más allá de la diferencia sensorial. Pero es que, en los hechos, no permanece tal; las tecnologías cinematográficas permiten reproducciones sonoras de mayor fidelidad que las re- producciones visuales, y, por tanto, un menor grado de esquemati- zación; el funcionamiento de la percepción fílmica y el de la per- cepción real se parecen más para el sonido que para la imagen; en una escucha «ingenua» hay poca diferencia fenoménica entre el sonido grabado y el sonido directamente oído, si los técnicos han querido que esto fuera así.

Los modos de esquematización también intervienen. En la imagen, determinados elementos están abiertamente codificados: el rectángulo de la pantalla, la ausencia de lo que los psicólogos llaman la «tercera dimensión real» (= binocular), y cuya sustitu- ción sistemática por la impresión llamada de profundidad (= pers- pectiva monocular + movimiento) no se le escapa ni siquiera al que lo suple sin esfuerzo, etc.; los hechos de este género, que han sido estudiados de cerca por la filmología y por determinados

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tratadistas de estética del cine,38 van en contra de la impresión de realidad; ahora bien, no existen, en materia de sonido fílmico, distorsiones manifiestas de importancia igual (esto depende en parte de que el anclaje espacial de un sonido es más débil y más vago que el de un dato visual).

Con el sonido, por otra parte, es la palabra la que invade el filme la palabra no escrita, si así puede decirse. Y con la pa- labra, la lengua, que no roza precisamente la ideografía: diferen- cia códica que es, evidentemente, de gran alcance.

La misma observación se aplica a la música. Sabemos, sin embargo, que las representaciones mudas se acompañaban regu- larmente con la actuación de un pianista o una pequeña orques- ta. Pero esta música, que animaba el espectáculo desde fuera, no estaba integrada en el texto del filme: era un elemento cine- matográfico-no-fílmico, mientras que la serie musical del filme so- noro es cinematográfico-fílmica (en lo referente a esta distinción, véase cap. II.5). El cambio es, pues, importante; la música no par- ticipa sólo ya en la institución cinematográfica, sino en el propio discurso cinematográfico.

Y luego está, naturalmente, la diferencia física mencionada más arriba, y que depende, por su parte, completamente de la banda sonora: el texto global del cinematógrafo, en su materialidad, se dirige también al oído, mientras que la ideografía no tiene «sec- ción» auditiva. En resumen, y como es normal, la llegada del cine «sonoro» alejó al cine de la ideografía.

Pero, curiosamente, lo alejó también (y quizá sobre todo) por razones visuales. La presencia del sonido ha retroactuado sobre la imagen y ha apartado determinadas formas de construcción, buscadas por los filmes mudos, con más inventivas, que evocaban algo la ideografía. La ausencia de la palabra y del ruido obligaba a ingeniosidades combinatorias —o, en todo caso, las provocaba—

38. Ocupan un lugar importante en los escritos de RUDOLF ARNHBIM, BELA BALÁZS, JEAN MITRY, en L'univers fumigue (obra colectiva ya citada), etc., y, por otra parte, en el conjunto de los primeros números de la "Revue Internationale de Filmologie" (artícu- los de MICHOTTE VAN DER BERCK, CESARE L. MUSATTI, YVES GALIFRET, RENE ZAZZO, R. C. OLD- FIELD, etc.), así como en L'esperienza cinematográfica de DARÍO F. ROMANO (1966); de ellos hemos hablado en Acerca de la impresión de realidad en el cine, primer texto de los Ensayos sobre la significación en el cine, op. cit. Han vuelto a la orden del día desde 1968-1969, con la intervención de la revista "Cinéthique" (París) y, a continuación de ésta, del equipo Collectif Quazar (Bruselas), que querrían renovar la problemática mos- trando que la impresión de realidad es, en sí misma, una ideología. Esta última afir- mación nos parece justa en cuanto al fondo, pero sus defensores la presentan bajo una forma demasiado monolítica y a veces inútilmente "terrorista", insuficientemente técnica y circunstanciada (= subestimación de las autonomías relativas y de las media- ciones).

que ha abandonado el cine moderno, y cuyo principio general es más o menos el que indicaba Eisenstein en la cita que antes re- produjimos («corazón» + «cuchillo» = «pena», etc.). Sirva como ejemplo este montaje debido al propio Eisenstein, al principio de La línea general, filme que data, precisamente, del año 1929, cuan- do el autor se interesaba vivamente por la escritura ideográfica. Con ocasión del reparto de una herencia, dos hermanos sierran en dos su miserable isba; la mujer de uno de ellos los mira con cons- ternación; el montaje hace alternarse sistemáticamente los prime- ros planos de la sierra y los del rostro de la esposa: «Sierra» + «rostro» = «consternación», podríamos decir. Vemos, por otra parte, que el parecido de esta ideografía con la primitiva perma- necía aproximativa (Bela Bálazs39 consideraba la secuencia de la isba como el calco de una metáfora verbal: «partir el corazón», etc.). Pero el problema, para nosotros, no es éste: la ideografía del cine sólo puede ser aproximada, y la influencia inconsciente de la lengua (si Bálazs tiene razón) es muy comprensible; lo que queda, en los montajes de este tipo —de los que se ha hablado mucho con motivo de las nociones y de las polémicas del «mon- taje intelectual», del «montaje de las atracciones», etc.—, es una especie de inspiración ideográfica, de orden evidentemente bas- tante general, pero que está en retroceso en el cine hablado, pues dependía, por una parte, de que la imagen, reducida a sí misma, exploraba más sistemáticamente todas sus virtualidades internas. Estos problemas han sido frecuentemente abordados por los tra- tadistas de estética del cine y por nosotros mismos en otra obra.40

Con el ejemplo sacado del filme de Eisenstein hemos llegado ya a los modos de encadenamiento de las imágenes sucesivas. La comparación del cine y de la ideografía no se reduce a la de la imagen cinematográfica y el ideograma; también hay que compa- rar los dos tipos de secuencialidad. A este nivel es como se ha propuesto, en ciertos casos, la comparación. El estudio de Geor- ges Damas mencionado al principio de este capítulo constata, en otro fragmento, que el «mecanismo de la transposición del senti- do (en el cine), la conquista progresiva del simbolismo y del ac- ceso a la abstracción es actualmente visible»; igualmente, cuando Eisenstein nos dice que «oreja» + «puerta» = «escuchar», acen-

39. Theory of the film, Londres, Dennis Dobson, 1952, p. 127. 40. Véase todo el principio del texto número 3 (El cine: ¿lengua o lenguaje?, pp. 55-

145) de los Ensayos sobre la significación en el cine, op. cit.

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túa tanto la relación de las imágenes como el estatuto ideográfico de cada una de ellas.

Sin embargo, el movimiento está ausente de los encadenamien- tos ideográficos, mientras que tiene en el cine un papel muy im- portante: diferencia en la materia de la expresión, pero también en los propios sistemas de encadenamiento: las configuraciones cinematográficas que forman el montaje descansan tanto sobre el movimiento como sobre la secuencialidad propiamente dicha, como hemos visto en otro lugar (p. 290).

Esta última permanece como factor común de ambos modos de expresión, pero también de otros muchos (secuencias de imá- genes o de dibujos, cuadros ordenados en serie, etc.). Cierto es que existe en la historia del cine —que arrancó de la simple fo- tografía animada o del «cuadro vivo» y conquistó poco a poco las formas específicas de unión discursiva— algo que no deja de parecerse al paso del dibujo a la escritura (ideográfica), que acon- teció mucho antes en la evolución humana; paralelismo bastante bien expresado por la frase de Georges Damas («mecanismo de la transposición del sentido», «conquista progresiva del simbolis- mo»), pero que se ve, al mismo tiempo, que se refiere sólo a la tendencia general. Si el propio hecho de la yuxtaposición de va- rios ideogramas en una cadena escrita evoca genéricamente la actividad sintagmática que preside el montaje cinematográfico —y si ambos tienen por efecto desvelar significantes supraseg- mentales (cap. IX.6), permitir selecciones recíprocas entre elemen- tos comparados, provocar varios tipos de coacciones a distancia (cap. VIII.6), etc., multiplicando así el simbolismo inicial de cada elemento por el que depende de su propia multiplicidad—, los trayectos específicos que toma este común brote de sentido per- manecen diferentes de la ideografía en el cine, y no se discierne lo que en la primera, correspondería exactamente a los movimien- tos de cámara, a las variaciones de incidencia angular entre imá- genes contiguas, al paso de un plano alejado a un plano más pró- ximo (o a la inversa), a la profundidad de campo, a los efectos ópticos como modalidades de encadenamiento (fundido-encade- nado, etc.), a la multiplicación de la secuencialidad misma —se- gunda multiplicación— por la confrontación de varias series dis- tintas (palabras, ruidos, etc.); en resumen: una parte importante de las formas propiamente cinematográficas de la «conquista pro- gresiva del simbolismo».

Las relaciones de imágenes de que acabamos de hablar eran sintagmáticas. Existen también las relaciones paradigmáticas. A este respecto las diferencias entre el cine y la ideografía son particu- larmente visibles. Las principales nos parecen ser dos.

1.° Existen varias escrituras ideográficas, que están también separadas unas de otras y que exigen la «traducción» de modo tan imperativo como las lenguas. El fenómeno del idioma tiene una especie de equivalente en ideografía. En cine no lo tiene (si no es para las palabras, claro). Ciertamente, las imágenes fílmicas están lejos de constituir el «esperanto visual» o el «lenguaje in- ternacional» que se ha querido a veces ver en ellas; su organiza- ción interna, su desciframiento por parte del espectador, varían considerablemente de una cultura a otra: pensemos en el conflic- to de un espectador occidental frente a ciertas imágenes de los filmes japoneses (o por lo menos de aquellos que no han sido prefabricados con vistas a la exportación y a los festivales inter- nacionales), ante ciertas imágenes de los nuevos filmes que em- piezan a llegarnos del África negra. Pero estas perplejidades y es- tos contrasentidos no son una incomprensión absoluta, como le sucede al usuario «nativo» de una escritura ideográfica situado ante un texto redactado en otra escritura ideográfica que no ha aprendido concretamente. Las diferencias culturales que repercu- ten en la codificación de las imágenes fílmicas no llegan a crear una pluralidad de idiomas icónicos, opacos los unos para los otros y separados por fronteras rígidas. Y es que la parte de las codifi- caciones arbitrarias (en el sentido saussuriano del término) es más fuerte en la ideografía que en la imagen de cine, y más fuerte en el cine la parte de las codificaciones unidas a la iconicidad; éstas se tornan menos rápidas y completamente ininteligibles de una parte del mundo a otra; tienen más base en organizaciones psicofisiológicas (como la percepción), cuya variación «cross-cul- tural», incluso importante, es, sin embargo, menos radical de lo que se vuelve en otros códigos.41

2° Puede decirse que cada escritura ideográfica se organiza en un código (uno solo), en la medida en que las dudosas relacio- nes paradigmáticas entre grafemas se «integran» (mejor o peor, según los casos) en el seno de un supersistema. A este respecto, una escritura ideográfica se parece a una lengua: cada lengua es un sistema de sistemas (puesto que las personas del verbo for-

41. Este hecho comporta unas implicaciones pedagógicas, de las que hemos hablado en Images et pédagogie ("Communications", núm. 15, 1970, pp. 162-168), recogido en Essais sur la signification au cinéma II, op. cit.

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man ya un sistema, el «cuadro» de las oclusivas otro, etc.), pero estos sistemas parciales se articulan los unos en los otros con la suficiente precisión para que pueda hablarse de la lengua como de un sistema. Lo mismo puede decirse de los códigos de la ima- gen fílmica (véase p. 91), cuyas articulaciones mutuas —al menos en el estado actual de nuestros conocimientos— no «conectan» con el mismo rigor: nada permite entrever, por el momento, la existencia de algún supercódigo que abarcase las diversas codifi- caciones de la imagen cinematográfica. En este sentido esta últi- ma, de la que se acaba de decir que no forma varios idiomas, no forma tampoco un idioma.

Las diferencias entre el cine y la escritura ideográfica, que no excluyen diversas analogías, parecen depender de dos grandes ór- denes de circunstancias, que remiten ambos a la sociología y a la historia. Existe, en primer lugar, el peso de la tecnología: la que ha permitido el cine es de otra época, se apoya en un estado más avanzado de la ciencia, hace posibles reproducciones que ponen más en juego los códigos mismos de la iconicidad; el grado de es- quematización es más débil, menos aparente; la máquina se ha vuelto capaz de simular parcialmente el funcionamiento de la per- cepción, se esfuerza por «optimizar» el rendimiento final de esta semejanza. Es también el progreso técnico lo que ha permitido reunir en un mismo texto configuraciones escritas en una varie- dad de materias de la expresión (movimiento, sonido, etc.), intro- duciendo así códigos cuya sola presencia aleja el cine de la ideo- grafía. Artes más antiguas, como la ópera, tenían ya este carácter polifónico, pero no permitían su fijación: su texto se desvanecía tras cada representación; el del filme se registra (cap. XI.1), y por ello se nos ocurre compararlo con el texto ideográfico, aun cuando sea para señalar su diferencia.

Existe, en segundo lugar, entre el cine y la ideografía una di- ferencia de función social. En relación con la comunicación explí- citamente informativa, estos dos medios de expresión no ocupan un mismo lugar. El cine fue, en principio, escritura de «arte» (in- cluso cuando las películas eran malas); estuvo unido a la ficción y al espectáculo antes de haber tenido tiempo de servir para otra cosa; estuvo, en cierto modo, acaparado desde su nacimiento por la estética, en cuanto ésta designa un sector particular de la acti- vidad social; solamente después y en una muy débil proporción, se hizo didáctico, científico, etc. La ideografía, que se prolonga

en escritura literaria y cuyos efectos se hacen sentir muy lejos en su derredor, es, sin embargo, una escritura en el sentido que dan a este término los historiadores, los lingüistas, los antropólo- gos como Leroi-Gourhan, los gramatólogos de la escuela de J. J. Gelb: no se liga, en primer lugar, al espectáculo narrativo ni al descanso, sino a otras prácticas sociales, que van desde la comunicación cotidiana hasta las transmisiones bélicas, los ritua- les religiosos, las prescripciones de palacio, etc.; está sometida, más que al cine, a las coacciones de la comunicación propiamen- te dicha, que exige un mínimo de univocidad. Lo cual no deja de tener relación con su grado superior de esquematismo y su orga- nización más estricta,

¿Qué conclusión sacar, sino que la verdadera comparación en- tre el cine y la ideografía está aún por hacer?42 Este capítulo tam- poco la ha hecho: pretendía simplemente mostrar su compleji- dad, que a veces se subestima mucho.

Ciertos hechos ideográficos y ciertos hechos cinematográficos se imponen en una comparación: el evitar la lengua (aunque sea de modo parcial), el acceso de formas visuales a una organización de lenguaje y discursiva. Pero no podemos limitarnos a esto. La comparación no será efectiva más que si se extiende al detalle de las configuraciones, las del cine y las de la ideografía. Además habrá que renunciar a aislarlas en un diálogo imaginario, como se ha hecho demasiado hasta ahora, y volver a situar su confron- tación en un contexto más vasto, al cual pertenecen también unos «ideogramas modernos» distintos de los del cine (iconismos de di- versos órdenes, tecnología televisiva, esquemas y otros «iconos lógicos» en el sentido de Peirce, «símbolos» de la publicidad y del turismo, código gráfico-cartográfico, analizado por Jacques Ber- tin, etc.) y, por otro lado, las manifestaciones distintas de la es- critura ideográfica propiamente dicha, en la literatura, la pintura, los mecanismos «primarios» del inconsciente (véanse los trabajos de Jacques Derrida, Julia Kristeva, Jean-Louis Schefer, Jean-Fran-

42. Señalemos que el lingüista marxista MARCEL COHEN, uno de los grandes histo- riadores de la escritura, se interesa por el problema de las relaciones entre la escritura y el cine. Le ha dedicado un artículo en 1947 (Écriture et cinema, "Revue Internationale de Filmologie", I, num. 2, setiembre-octubre 1947); pero este estudio es bastante breve y se sitúa sobre todo en un punto de vista de "lingüística externa": circunstancias socia- les de utilización del cine comparadas con las de la escritura (así como con las de la palabra, la prensa impresa, etc.). (El artículo está recogido en los Melanges Marcel Cohen, La Haya, Mouton, 1970, David Cohen ed.)

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cois Lyotard, etc.), pues hay algo artificial y raro en la manera en que ciertos teóricos del filme comparan selectivamente la ideogra- fía, en sentido estricto, con el cine y sólo con él: ¿por qué estas dos manifestaciones precisas, y no otras? Nos arriesgamos así a confundir lo genérico con lo específico, a desconocer el exacto grado de generalidad de cada «semejanza» subrayada.

CONCLUSIÓN

LENGUAJE CINEMATOGRÁFICO Y ESCRITURA FÍLMICA

El capítulo XI quería mostrar que ninguna de las comparacio- nes entre el cine y la escritura conduce a resultados netos ni de- cisivos. Estamos obligados, en cada caso, a resaltar tales o cuales puntos comunes, tales o cuales diferencias, como se podría hacer en algunos otros fenómenos tomados dos a dos (cine y pintura, por ejemplo, o también escritura y gestualidad, etc.)- En suma, el principal reproche que se puede hacer a las comparaciones enu- meradas en el capítulo precedente (y por eso las hemos sometido a un examen crítico) es justamente que carecen de especificidad.

Parece deberse esto a dos grandes hechos, que nos contenta- remos con resumir, puesto que todo este libro ha hablado de ellos: 1.° Si pensamos en la escritura en el sentido corriente de la palabra (= trazados gráficos codificados), la tecnología del cine se diferencia demasiado, a partir de su definición material, de la de las escrituras, para que las comparaciones puedan tornarse específicas, para que vayan más allá que la constatación y la exacta delimitación de ciertas funciones comunes de orden muy general, como, por ejemplo, el hecho de la grabación. Y dejando eso aparte, la cámara no es la pluma, la pantalla no es la página en blanco, la grabación sonora no tiene nada que le corresponda en la escritura, etc. 2.a Si se piensa en la escritura en un sentido más moderno (= escritura como actividad textual), no es ya el cine lo que puede representar un «interlocutor válido» en la confrontación: es el filme.

A partir de esta precisión existe, por supuesto, una escritura fílmica, mientras que el concepto de «escritura cinematográfica», en nuestra perspectiva, apenas si tendría sentido. Lo cinemato- gráfico es un conjunto de códigos (códigos específicos de la pan- talla grande); por tanto, no podría corresponder a una escritura: la escritura no es ni un código, ni un conjunto de códigos, sino

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un trabajo sobre unos códigos, a partir de ellos, contra ellos; trabajo cuyo resultado provisional «fijado» es el texto, es decir, el filme: por eso la llamamos fílmica. El cine, por su parte, no es una escritura; por eso lo hemos definido como un lenguaje (= «lenguaje cinematográfico»): un lenguaje permite construir tex- tos, no es un texto en sí, ni un conjunto de textos, ni un sistema textual. Por tanto, se pueden dejar a un lado las nociones de «es- critura cinematográfica», por una parte, y de «lenguaje fílmico», por otra (sobre este último punto véase p. 81), pues ambas serían casi contradictorias en los términos, a fin de conservar, con las dos combinaciones restantes, una clara distinción entre el con- junto de los códigos y subcódigos (— lenguaje cinematográfico) y el conjunto de los sistemas textuales (= escritura fílmica).

El estudio del cine comporta, pues, dos grandes tareas: análi- sis del lenguaje cinematográfico y análisis de la escritura fílmica. Este libro, como indica su título, trataba esencialmente de la pri- mera. Si la segunda (capítulos V, VI y VII) se ha tratado era para intentar definir sus nexos (y sus diferencias de pertinencia) con la primera, para situarlas una en relación con la otra.

En lo que se refiere a la primera en sí, el lector se extrañará quizá de no haber encontrado aquí una enumeración explícita de los códigos específicos. Esta abstención era voluntaria. En primer lugar, porque estudiar el estatuto de un fenómeno (= definirlo en comprensión) y desplegar todo su contenido (definirlo en exten- sión) son dos vías distintas, y cuando el «fenómeno» es, con mu- cho, más bien una noción construida (como es el caso con el len- guaje cinematográfico), la exposición detallada de la pertinencia es lo que debe venir en primer lugar. Además, porque las inves- tigaciones cinematográficas no están lo suficientemente desarro- lladas como para poder adelantar, con seriedad, una lista explíci- ta de todos los códigos y subcódigos. Es en verdad posible, e in- cluso deseable, proceder ya a una primera localización, proponer un principio de enumeración, por muy incompleto y aun aproxi- mado que sea. Pero esto es un trabajo que, para ser útil, exige unas precisiones cuyo conjunto justifica un libro aparte.

Se ha hecho notar1 a veces que el cine no presenta, a primera vista, ninguno de los tres caracteres con que comúnmente se hacen

1. GILBERT COHEN-SEAT, Essais sur les principes d'une philosophie du cinéma, op. cit., p. 146. El autor no hace suya la definición del lenguaje a que nos referimos; al formularla no hace sino resumir (claramente) una opinión bastante corriente.

los elementos de una definición implícita del lenguaje; a menudo se considera como «lenguaje» un sistema de signos destinados a la comunicación.

Ahora bien, el cine, de primera intención, ofrece un aspecto completamente distinto. Al léxico siempre más o menos enumera- ble de nuestros idiomas opone la cantidad indefinida (y sin cesar creciente) de sus imágenes; a las codificaciones constitutivas de la morfosintaxis (= gramática) opone la abundancia exuberante y aparentemente insojuzgable de la disposición de sus imágenes, o de la disposición de sus imágenes y sus palabras; a los sistemas fonológicos, en fin, no tiene nada que oponer.

El cine, «lenguaje flexible», lenguaje «sin reglas», lenguaje abierto a los mil aspectos sensibles del mundo, pero también len- guaje forjado en el acto mismo de la invención de arte singular, y, por esto como por aquello, lugar de la libertad y de lo incon- trolable: he aquí lo que se ha dicho a menudo. Reproducción o creación, el filme, siempre estaría más acá o más allá del len- guaje.

Había que recordarlo aquí, aunque no fuera más que por situar la empresa filmosemiológica en relación con lo que parece desa- fiarla, y de donde debe, en efecto, ser rescatada; pues esta «apa- riencia» que ofrece el lenguaje cinematográfico es también una parte de su realidad, o al menos un momento de la visión que de ella tiene el analista: una vía formalizadora que —a falta de un sentimiento directo de las cosas, o por cualquier otra razón— supondría la economía de este momento, correría el riesgo de naufragar poco después en el esquematismo.

Pero tomar conciencia de la exuberancia de un lenguaje tan diferente de una lengua, tan inmediatamente sometido a las inno- vaciones del arte como a las apariencias perceptivas de los objetos representados, no podría constituir un fin en sí para quien desea perseguir en sus formas más recónditas las estructuras que dan cuenta de la inteligibilidad de los textos de diferentes órdenes. Es más allá de esta primera constatación donde empiezan a plan- tearse los problemas de análisis.

Nunca se insistirá bastante sobre el hecho de que es al rela- cionarlo con las lenguas cuando el lenguaje cinematográfico apa- rece como tan asistemático, y que si lo comparásemos con otros conjuntos-significantes, de los que es, evidentemente, el pariente más próximo (como los que forman las artes o los grandes medios de expresión culturales), dejaría inmediatamente de llamar la aten- ción por una exuberancia de formas más marcadas. Nunca repetí-

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remos bastante que lo que se «compara» con la mayor frecuencia es, por una parte, el lenguaje verbal ya ampliamente analizado (pues hace mucho tiempo que trabajan los lingüistas...), y, por otra parte, el lenguaje cinematográfico anterior a todo análisis (pues la semiología del cine no existe aún); de forma tal que esta impresión tan viva, y tan frecuentemente invocada, de una fuerte desigualdad en la sistematización constituye, en verdad, un fenó- meno bastante delicado de interpretar: ¿cuál es exactamente la parte que corresponde a la naturaleza intrínseca de los objetos comparados y la que corresponde al desfase histórico de las inves- tigaciones realizadas en los dos terrenos? ¿Hay que recordar que el morfema —con frecuencia invocado en las discusiones de este tipo, como prueba de la intrínseca sistematicidad de las lenguas— no es, en modo alguno, una realidad manifiesta que se impusiera por sí misma a una simple atención «ingenua», sino una unidad de conmutación y de funcionamiento interno que no ha podido ser puesta en relieve más que después de años de investigaciones concretas? ¿Hay que recordar que, puestos a comparar impresio- nes, es al sonido de la voz (y no al fonema, como se siente la ten- tación de hacerlo) a lo que habría que comparar tal o cual ele- mento icónico no analizado, y que, en esta nueva confrontación sería difícil predecir de qué lado sería más chocante la impresión de asistematicidad?

Una de las metas de este libro era mostrar que el problema de la significación cinematográfica no puede ser tratado de modo conveniente más que si nos limitamos a la definición de lenguaje como sistema de signos destinado a la comunicación. Sólo empie- za a plantearse verdaderamente si recurrimos a nociones más concretas —más «técnicas», como se dice a veces— y se vuelve a colocar dentro del marco más amplio de las investigaciones semio- lógicas actuales.

El cine no es un sistema, pero contiene varios. Parece no tener signos, pero es que los suyos son muy diferentes de los de la len- gua; además, el dominio de la significación es mucho más amplio que el del signo (véase p. 251). Es igualmente mucho más am- plio que el de la comunicación propiamente dicho: cierto es que el cine no autoriza el juego inmediato del intercambio bilateral, pero no es el único conjunto semiológico que se comporta así; nadie responde directamente a un mito, a un cuento popular, a un ritual,

a un sistema culinario o vestimentario, a una pieza de música. «¿Es o no un lenguaje el cine?»: he aquí un debate ya tradicio- nal. Pero precisaba una ampliación y una concreción (lo uno no existe sin lo otro, contrariamente a las apariencias). Es lo que he- mos intentado hacer aquí.


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